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¿Quién quiere ser feliz?

Notas sobre
Freud y Hobbes

Carlos Balzi
Escuela de Filosofía
FFYH
UNC
cbalzi@yahoo.com

Resumen
Hace una década que Sara Ahmed llamó la atención sobre la dimensión patológica de
nuestra cultura de la felicidad. El suceso de su diagnóstico invita a revisar las
concepciones sobre la felicidad de dos pensadores centrales de la tradición intelectual
occidental, uno del comienzo y otro de los estertores de la Modernidad. Hobbes y Freud
piensan la felicidad de manera curiosamente coincidente entre sí, y compatible también
con la visión de Ahmed.

Palabras clave
Felicidad- Freud-Hobbes-Ahmed-Modernidad

“La persona que obedece las pasiones e instintos y permanece


en la esfera del deseo, esa cuya ley es la de la inmediatez
natural, es el ser humano natural. Al mismo tiempo, un ser
humano en estado natural es alguien que quiere algo, y puesto
que el contenido de la voluntad natural es solo el instinto y la
inclinación, esa persona es mala”

Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la religión

“Lo que quiero decir es que nosotros mismos hemos cambiado.


Somos más felices, somos más libres…-decía Eleanor

¿A qué llama ‘felicidad’, a qué llama ‘libertad’?, se preguntó


Peggy volviendo a apoyar la espalda en la pared.”

Virginia Woolf, Los años


Hace ya casi una década que Sara Ahmed alertara sobre los costos implicados en el
imperativo de ser feliz que permeaba la cultura contemporánea en Occidente, cuánta
violencia contenía y de cuántas maneras su difusión apuntaba a legitimar el status quo
y perpetuar las desigualdades que lo constituyen. Ese instrumento ideológico está, una
década más tarde, tan vivo como entonces, algo que se hace evidente –si fuese preciso
probarlo- con nuestra ominosa “revolución de la alegría”. La traducción de La promesa
de la felicidad en la Argentina macrista de 2019, por tanto, no puede ser más oportuna.

El proyecto crítico de revelar la trama política que sostiene el mandato de la felicidad


me trajo a la memoria la obra de dos pensadores que, con notables similitudes, hicieron
de la devaluación de la felicidad un artículo central de sus concepciones del ser humano,
algo que, según pienso, puede volverlos compañeros de ruta de la empresa de Ahmed.
Compañeros incómodos y difícilmente bienvenidos, sin duda, por su posible
compromiso en la transmisión de “valores blancos, occidentales y patriarcales”1. Sea o
no real ese compromiso, entiendo que hay una potencia en esas obras escritas al
comienzo y al final de la Modernidad que justifica, tal vez, el convocarlas en estas
páginas.

Las obras en cuestión son las de Thomas Hobbes y Sigmund Freud, dos nombres de
mala fama que no suelen verse asociados. Sólo me consta una referencia del austríaco
a la obra del inglés2, y la bibliografía secundaria no es exactamente profusa3. Por eso,
y dado lo limitado del tiempo disponible, no pretenderé argumentar una posible
recepción e influencia de Hobbes sobre Freud, aun cuando la creo plausible 4. En su

1
Entrevista a Sara Ahmed en https://www.elsaltodiario.com/feminismos/sara-ahmed-la-felicidad-es-
una-tecnica-para-dirigir-a-las-personas
2
En La interpretación de los sueños, Madrid, Alianza, 2001, vol. 3, p. 261, donde Freud cita un pasaje del
Leviatán sobre la naturaleza de la actividad onírica.
3
Sólo fui capaz de hallar dos estudios comparativos entre el pensamiento de nuestros dos autores, y
ambos parten del modelo freudiano para criticar el pensamiento hobbesiano. Un intento especialmente
interesante, si bien no exento de la injusticia epistémica indicada, es el de James Glass, “Hobbes and
Narcissism: Pathology in the State of Nature”, Polithical Theory, Vol. 8, N° 3 (August 1980), pp. 335-363,
en el que el autor acusa a Hobbes por no haber percibido el carácter patológico de los sujetos de su estado
de naturaleza, lo cual vicia de inocencia su propuesta política. Otro estudio digno de reseña es el de Howar
Kaye, “A False Convergence: Freud and the Hobbessian Problem of Order”, Sociological Theory, Vol. 9, N°
1 (Spring 1991), pp. 87-105, en el que se señala el equívoco difundido en la tradición sociológica del siglo
XX de haber criticado a Freud por haberlo confundido con Hobbes.
4
Un trabajo en ese sentido debería comenzar por el siguiente pasajes de El malestar en la cultura, en el
que es difícil no sospechar la presencia del fantasma de Hobbes: “La verdad oculta tras de todo esto, que
negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que
sólo osaría defenderse si se la atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas
también debe incluirse una buna porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa
únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer
en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente
sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos,
lugar, mi propuesta es reunir una serie de textos de los dos pensadores, partiendo de
El malestar en la cultura y Más allá del principio del placer del psicólogo vienés, en
diálogo con el Leviatán hobbesiano. Al hacerlo, confío que se podrán percibir las
convergencias de sus visiones desencantadas sobre la naturaleza humana y sus
concepciones deflacionarias de la felicidad para, por último, intentar pensar las
consecuencias que pueden deducirse de esas similitudes entre dos obras entre las que
median casi tres siglos de distancia, y de qué modo podemos servirnos de ellas en la
pelea contra la “promesa de la felicidad”.

Sólo por la costumbre de regirme por la cronología, empiezo por Hobbes. Casi con
seguridad todos lo sabemos, pero creo que no está de más recordarlo. Hobbes concibió
y escribió sus obras principales en el segundo cuarto del siglo XVII; lo recuerdo por dos
rasgos que signan el pensamiento filosófico-práctico del inglés en particular, pero
también de varios de sus contemporáneos. Cuando recién se estaba saliendo del
Renacimiento, con su “expectativa de una nueva filosofía”5, su eclecticismo e incluso su
afán sincrético y, en fin, su carácter tolerante y escéptico6, los principales filósofos
europeos compartieron la voluntad de hacer tabula rasa de la herencia intelectual del
pasado y comenzar de cero, renegando de las autoridades de la disciplina. Entre ellas,
fue la obra de Aristóteles la que se singularizó como aquella que con más urgencia debía
criticarse, sobre todo por su función central en la elaboración del edificio teológico-
político que dominó el pensamiento desde finales de la Edad Media y al que se pretendía
superar. Dentro de este profuso grupo, la obra hobbesiana se distingue por la radicalidad
de su anti-aristotelismo.

Si recordamos cuán central era en el pensamiento aristotélico la noción de “felicidad”,


identificada con el bien al que aspira la humanidad desde las primeras páginas de la
Ética nicomáquea7, se comprenderá mejor por qué en la obra hobbesiana la meditación
sobre la felicidad ocupa un lugar menor, marginal y crítico. Así, en su primera obra

martirizarlo y matarlo. Homo homini lupus: ¿quién se atrevería a refutar este refrán después de todas las
experiencias de la vida y de la Historia?” (Madrid, Alianza, 2006, p. 79).
5
Menn, S., “The intellectual setting”, en Garber, D. y Ayers, M. (eds), The Cambridge History of the
Seventeenth-Century Philosophy, Cambrigde et al., Cambridge University Press, vol. I, p. 85.
6
Toulmin, S., Cosmópolis, Barcelona, Península, 2001, pp. 50-67.
7
“Puesto que todo conocimiento y toda elección tienden a algún bien, volvamos de nuevo a plantearnos
la cuestión: ¿cuál es la meta de la política y cuál es el bien supremo entre todos los que pueden realizarse?
Sobre su nombre, casi todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como los cultos dicen que es
la felicidad, y piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz”. Aristóteles, Ética nicomáquea,
I, 4, Barcelona, Planeta-De Agostini, 1995, p. 14.
filosófico-política, The Elements of Law Natural and Politic, de 1640, recién en los
apartados 6 y 7 del capítulo VII encontramos la siguiente declaración:

“Al ver que todo el deleite es apetito y que el apetito presupone un fin
ulterior, no puede existir satisfacción más que en el medio: y, por ende,
no debemos maravillarnos cuando vemos que a medida que los
hombres alcanzan más riquezas, honores o poder, más y más crece
continuamente su apetito; de modo que cuando alcanzan el máximo
grado de un tipo de poder persiguen algún otro, en la medida en que
se consideran detrás de cualquiera en algún aspecto. Así, aquellos
que han alcanzado el más alto grado de honor y riquezas han
pretendido sobresalir en algún arte, como Nerón en música y poesía,
y Cómodo en el arte de gladiador. También como efecto de esto
algunos encuentran diversión y recreo para sus pensamientos en
competir en el juego o en los negocios. Y los hombres consideran
justamente como un gran pesar no saber qué hacer. Por tanto, la
FELICIDAD (que significa un deleite continuo) no consiste en haber
prosperado, sino en prosperar” (Hobbes, 2005: 126).

Esta declaración, extraordinaria en más de un sentido8, permanecerá más o menos


invariante en las sucesivas versiones de la filosofía política hobbesiana. Así, una década
más tarde, en la obra cuyo título se asociará desde entonces a su nombre9, puede
leerse:

“(…) debemos considerar que la felicidad en esta vida no consiste en


el reposo de una mente completamente satisfecha. No existe tal cosa
como ese finis ultimus, o ese summun bomun de que se nos habla en
los viejos libros de filosofía moral. Un hombre cuyos deseos han sido
colmados y cuyos sentidos e imaginación han quedado estáticos, no
puede vivir. La felicidad es un continuo progreso en el deseo; un
continuo pasar de un objeto al otro. Conseguir una cosa es sólo un
medio para lograr la siguiente. La razón de esto es que el objeto del
deseo de un hombre no es gozar una vez solamente, y por un instante,
sino asegurar para siempre el camino de sus deseos futuros. Por lo
tanto, las acciones voluntarias y las inclinaciones de todos los hombres

8
Entre otros, sobre su asimilación de la búsqueda de la felicidad a la competencia por bienes escasos se
cimentó la lectura de la obra hobbesiana como un anticipo de la sociedad de libre concurrencia capitalista-
liberal por parte de C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesiva, Madrid, Trotta, 2005,
pp. 21-110.
9
Como supo escribir Carl Schmitt en pleno apogeo del nacional-socialismo: “Más fama, buena y mala,
debe Hobbes al Leviatán que al resto de su obra. En la conciencia común, Hobbes aparece como ‘el profeta
del Leviatán’. Si Hegel pudo decir que el libro titulado ‘El Leviatán’ era ‘una obra de mala reputación’, no
hay duda que el nombre ha contribuido a esa fama”. Schmitt, C., El Leviatán en la teoría del Estado de
Thomas Hobbes, Buenos Aires, Struhart & Cía., 1991, p. 5.
no sólo tienden a procurar una vida feliz, sino a asegurarla. Sólo
difieren unos de otros en los modos de hacerlo” (Hobbes, 1996: 86) .

Muchos de los elementos de la felicidad que Hobbes había expuesto en la obra de 1640
reaparecen en la última cita: la felicidad es deseo en movimiento y demanda la provisión
permanente de bienes como medios de alimentarlo. Si acaso, llama la atención que, en
la obra más tardía, el filósofo inglés haga menos énfasis en el aspecto competitivo de la
persecución de la elusiva felicidad, hecho que sugiere una disociación entre
concurrencia y felicidad. Pero es solo una ilusión, pues volverá a vincularlas en las
páginas más conocidas de su obra, el capítulo XIII, donde, para disipar cualquier duda,
la felicidad reaparece en el propio título.

Así como el tratamiento de un tópico otrora central de la filosofía práctica como el de la


felicidad ocupa hasta aquí un sitio marginal obra hobbesiana, “De la condición natural
de la humanidad en lo concerniente a su felicidad y su miseria” no le reportará mejor
suerte. Porque en esa “condición natural”, más conocida en la historia bajo el nombre
de “estado de naturaleza”, la promesa de la felicidad es falaz. Porque si bien la
aspiración a la satisfacción de nuestros deseos, a la felicidad, puede pensarse como
universal, al ser escasos los bienes materiales y simbólicos que permitirían alcanzarla,
y a falta de reglas reforzadas por sanciones que organicen la competencia por su logro,
nuestra situación en tal condición dista de ser feliz: “Y la vida del hombre es solitaria,
pobre, desagradable, brutal y corta”10.

Como es bien sabido, este no es el final de la historia, ya que existe una salida del
calvario al que la naturaleza nos ha destinado. Hobbes nos propone, en primer lugar,
intentar el camino de la filosofía moral, que se manifiesta mediante esos consejos de la
razón que son las leyes de la naturaleza, pero esa salida está obstruida por la falta de
garantías respecto al comportamiento moral de los demás. Es por eso que, en la
perspectiva hobbesiana, sólo una puerta permanece abierta, si bien implica resignar
nuestra búsqueda de satisfacción de todos los deseos posibles, comprometerse a no
ejercer a nuestro arbitrio nuestro poder en esa carrera por la felicidad, con el fin de
generar una institución, el Estado, que establezca reglas para asegurar, a cambio de la
imposible felicidad, sí cuando menos la supervivencia.

10
Ibíd., p. 108.
Hobbes escribió cuando Europa todavía no veía el final del sombrío escenario de las
guerras civiles y religiosas, desde la Guerra de los Cien Años a la Guerra Civil Inglesa.
Y si, según la tesis histórica de Toulmin a la que nos referimos más arriba, el
pensamiento europeo contemporáneo podía leerse con provecho a la luz de ese
escenario, es indudable que la incrédula y pesimista obra hobbesiana se ajustaba como
ninguna a esa contextualización. Poco después las guerras cesaron, el comercio y la
economía comenzaron a repuntar, y hasta el clima fue más benigno. Y estas alentadoras
condiciones se mantuvieron e incluso se profundizaron –con retrocesos momentáneos
y grandes desequilibrios en su distribución geográfica- durante los dos siglos
siguientes11. Pero entonces se desató la Primera Guerra Mundial y el relativo optimismo
que prevalecía en la cultura europea sufrió un golpe contundente, que sería demoledor
con la llegada de la Segunda Guerra. La obra madura de Freud se escribirá en ese
período de entre guerras.

Que en la valoración freudiana del lugar de la felicidad en lo que llamará la “economía


libidinal humana” influyeron estos hechos históricos, en particular la Gran Guerra
Europea, no es un puro artículo especulativo, como puede comprobarse con leer las
primeras páginas de sus “Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte”,
de 1915, o el contemporáneo “Duelo y melancolía”12. Por cuestiones de tiempo, no
podremos detenernos en ellas y nos limitaremos a la exposición de unos pocos aunque
extensos pasajes de una obra posterior, en la cual, además, la huella hobbesiana es
sensible: El malestar en la cultura, de 1930, a la cual, según cuentan sus biógrafos,
Freud pensó inicialmente en titular Das Unglϋck in der Kultur (‘La infelicidad en la
cultura’)13.

La cuestión de la felicidad es un tópico central del libro ya desde el comienzo, donde,


tras unos comentarios introductorios y mordaces sobre la fuente “oceánica” de la
religiosidad, escribe:

11
Un buen resumen de las distintas dimensiones de este creciente bienestar material y espiritual en la
Europa post-hobbesiana se puede leer en McMahon, D., Una historia de la felicidad, Madrid, Taurus, 2006,
pp. 212-214, en particular en la p. 212: “De hecho, se olvida con demasiada frecuencia que la búsqueda
de la felicidad terrenal como algo que va más allá de la buena suerte o de un sueño milenarista es un lujo
en sí misma. Sólo cuando los individuos se ven libres de la despiadada labor de mantenerse vivos día tras
día se pueden permitir dedicarse a ir en pos de objetivos más elevados. Cualquiera que sea la definición
que cada uno le dé finalmente a la felicidad, ésta no suele ser compatible con el hambre constante y
periódico, con los estragos de las plagas y epidemias, ni con la amenaza de ejércitos acechantes”.
12
Recogidas ambas en Freud, S., El malestar en la cultura y otros ensayos, Madrid, Alianza, 2006,
respectivamente en pp. 146-190 y 337-362.
13
McMahon, D., Una historia de la felicidad, Madrid, Taurus, 2006, p. 438, refiriendo a Gay, P., Freud. A
Life for Our Time, p. 544.
“Abandonemos por ello la cuestión precedente, y encaremos esta otra,
más modesta: ¿qué fines y propósito de vida expresan los hombres en
su propia conducta? ¿Qué esperan de la vida, qué pretenden alcanzar
en ella? Es difícil equivocar la respuesta: aspiran a la felicidad, quieren
llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo. Esta aspiración tiene dos
fases: un fin positivo y otro negativo; por un lado, evitar el dolor y el
displacer; por el otro, experimentar intensas sensaciones placenteras.
En sentido estricto, el término ‘felicidad’ sólo se aplica al segundo fin.
De acuerdo con esta dualidad del objetivo perseguido, la actividad
humana se despliega en dos sentidos, según trate de alcanzar –
prevaleciente o exclusivamente- uno u otro de aquellos fines.
Como se advierte, quien fija el objetivo vital es simplemente el
programa del principio del placer; principio que rige las operaciones
del aparato psíquico desde su mismo origen; principio de cuya
adecuación y eficiencia no cabe dudar, por más que su programa esté
en pugna con el mundo entero, tanto con el macrocosmos como con
el microcosmos. Este programa ni siquiera es realizable, pues todo el
orden del universo se le opone, y aún estaríamos por afirmar que el
plan de la ‘Creación’ no incluye el propósito de que el hombre sea
‘feliz’. Lo que en sentido más estricto se llama felicidad surge de la
satisfacción, casi siempre instantánea, de necesidades acumuladas
que han alcanzado elevada tensión, y de acuerdo con esta índole sólo
puede darse como fenómeno episódico (…) Así, nuestras facultades
de felicidad están ya limitadas en principio por nuestra propia
constitución” (Freud, 2006: 27-28)14

Del siglo XVII al XX, de la filosofía política al naciente psicoanálisis, las diferencias entre
las posiciones de Hobbes y Freud son evidentes. Me gustaría pensar, con todo, que las
similitudes también merecen una mención: tanto el destino humano de la búsqueda de
la felicidad, su definición como persecución incansable y momentánea, como, en fin, la
trágica mendacidad de su promesa son elementos que podemos encontrar en ambos
autores. El diagnóstico freudiano, aun limitándonos a estos rasgos compartidos, es aún
más desolador que el hobbesiano, pues donde aquél identifica la causa de la infelicidad
en la condición objetiva a la que nos destinó la “madrastra naturaleza” (Kant dixit),
eventualmente reformable, Freud responsabiliza a “nuestra propia constitución”, de la
cual nunca podremos escapar. Hay, todavía, un rasgo compartido más entre ambos,
relativo a la posible salida del malestar más radical:

“No nos extrañe, pues, que bajo la presión de tales posibilidades de


sufrimiento, el hombre suela rebajar sus pretensiones de felicidad
(como, por otra parte, también el principio del placer se transforma, por
influencia del mundo exterior, en el más modesto principio de la

14
Freud, S., El malestar en la cultura, Madrid, Alianza, 2006, pp. 27-28.
realidad); no nos asombre que el ser humano ya se estime feliz por el
mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haber sobrevivido
al sufrimiento; que, en general, la finalidad de evitar el sufrimiento
relegue a segundo plano la de lograr el placer” (Freud, 2006: 28-29)15

Así, donde Hobbes proponía que los seres humanos debían trocar la búsqueda
incontrolada de la felicidad, que sólo prometía dolor, por la de la seguridad y una vida
menos intensa, claro, pero también menos peligrosa, Freud describe el proceso de la
ontogénesis como el tránsito desde el dominio del irresponsable principio del placer, que
no se contenta con nada menos que la felicidad, al moderado, contenido y resignado
del principio de la realidad: en ambos casos, notemos, el premio por el sacrificio de
aquello que nuestra naturaleza nos fuerza a buscar es la supervivencia.

Entiendo, por lo expuesto hasta este punto, las analogías, equivalencias y similitudes
entre las visiones de la felicidad de Hobbes y Freud puedan apreciarse como un tanto
forzadas. Por eso, quiero finalizar este apartado citando un pasaje que se encuentra
hacia el final de El malestar en la cultura, en el que Freud sintetiza la desencantada
concepción de la naturaleza humana que expuso a lo largo de la obra, refiere una posible
fuente de la misma y explica, al final, una de las razones que podemos barruntar de su
recuperación hacia finales de la tercera década del siglo XX:

“La verdad oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen grado,
es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor,
que sólo osaría defenderse si se la atacara, sino, por el contrario, un
ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una
buna porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le
representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino
también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad,
para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo
sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes,
para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo.
Homo homini lupus: ¿quién se atrevería a refutar este refrán después
de todas las experiencias de la vida y de la Historia? Por regla general,
esta agresión espera para desencadenarse a que se la provoque, o

15
Más adelante, en la p. 39, añade Freud: “El designio de ser felices que nos impone el principio del placer
es irrealizable (…) La felicidad, considerada en el sentido limitado, cuya realización parece posible, es
meramente un problema de economía libidinal de cada individuo. Ninguna regla al respecto vale para
todos; cada uno debe buscar por sí mismo la manera en que pueda ser feliz. Su elección del camino a
seguir será influida por los más diversos factores. Todo depende de la suma de satisfacción real que pueda
esperar del mundo exterior y de la medida en que se incline a independizarse de éste; por fin, también de
las fuerzas que se atribuya a sí mismo para modificarlo según sus deseos”.
bien se pone al servicio de otros propósitos, cuyo fin podría alcanzarse
con medios menos violentos. En condiciones que le sean favorables,
cuando desaparecen las fuerzas psíquicas antagónicas que por lo
general la inhiben, también pueden manifestarse espontáneamente,
desenmascarando al hombre como una bestia salvaje que no conoce
el menor respeto por los seres de su misma especie. Quien recuerde
los horrores de las grandes migraciones, de las irrupciones de los
hunos, de los mogoles bajo Gengis Khan y Tamerlán, de la conquista
de Jerusalén por los píos cruzados y aun las crueldades de la última
guerra mundial, tendrán que inclinarse humildemente ante la realidad
de esta concepción” (Freud, 2006: 79-80).

Salvo, quizás, para algunos latinistas, es difícil imaginar una fuente distinta a la
hobbesiana de la cual derivar el carácter lupino del ser humano contenido en el
fragmento. El homo homini lupus, que Hobbes menciona sólo una vez en su obra y que
sin embargo se transformara en una suerte de slogan de la misma, es clave en El
malestar en la cultura para comprender por qué la felicidad a la que aspiramos nos es
tan esquiva: porque los deseos –inconfesables- cuya satisfacción nos permitiría
alcanzarla implican la infelicidad de nuestros congéneres y conduce, en el límite, a otro
escenario de pura estirpe hobbesiana, el estado de naturaleza.

Antes señalé que la visión freudiana de la felicidad humana es aún más desencantada
que la del inglés. Las últimas líneas de esta cita señalan en dirección a una posible
explicación. La renovación de la guerra en la segunda década del siglo XX no significó
un retorno al escenario bélico que Hobbes vivió, sino algo más ominoso, porque tras
dos siglos de relativa paz y prosperidad que alimentaron una concepción idealista del
hombre y su destino, la comprobación de que la agresividad, la hostilidad y el desprecio
por los congéneres no habían sido eliminados, sino que esperaban en silencio para
volver a desatarse, propició una desilusión a la que Hobbes no estuvo expuesto.

Referencias

Freud (2006), El malestar en la cultura, Madrid, Alianza.

Hobbes (1996), Leviatán, Madrid, Alianza.

Hobbes (2005), Elementos de Derecho Natural y Político, Madrid, Alianza.

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