En un día muy de gris nublado, dos amigas se encontraron después de mucho
tiempo. A pesar de la fuerte tormenta, se pusieron eufóricas por el reencuentro, y como la lluvia continuaba aquí y allá, decidieron al fin conversar en otro lugar. Dos cuadras largas y mojadas recorrieron hasta llegar a un cafetín de los tantos que hay en la ciudad de Buenos Aires. Cerraron sus paraguas al entrar, uno rojo, otro azul, y los depositaron en un cesto húmedo y viejo. En una mesa redonda, con un mantelito bordado finamente codo a codo se contaron una y otra vez las cosas del ayer y del hoy. Luego de varias horas de charla se despidieron y como había parado de llover para entonces, cuando las amigas salieron olvidaron los paraguas ya que no eran necesarios. Los del cesto se aburrían humedecidos, tiritando de frío en el rincón solitario. Se miraron a hurtadillas, luego se saludaron y contaron hasta tres. El pensamiento fue uno: “¿Salimos de una vez?” - ¿Oye azul, vamos a pasear a algún lugar? Si no se acuerdan de nosotros, nadie nos extrañará. Saltaron al piso resbaladizo y patinaron hasta la puerta entreabierta. - ¡Al fin en la calle!- suspiró el rojo más rojo. Ya en la vereda, el viento fresco los abrió de golpe hasta el clic clic del soporte. Partieron en raudo vuelo hacia el cielo haciendo un zigzagueo entre las gotas de lluvia que comenzaron a caer de nuevo. Nubes blancas, nubes grises y oscuras jugando por todos lados buscaban asustarlos y cansarlos. El paraguas azul, el más temeroso, dijo al fin: - Cuando terminemos de volar se acabará esto y caeremos en picada. - No importa- dijo el paraguas rojo- nos convertiremos en paracaidistas y no tendremos una rodada accidentada. Sígueme, ábrete bien y goza con el aterrizaje. Azul, muerto de miedo, abrió los brazos y jugó a saltar de nube en nube despacito por un rato. El día seguía pasando, pronto sería de noche. Danzando al atardecer el viento gimió hasta que lanzó un suspiro y se calmó, haciéndose tierna caricia liviana, breve, perfumada, una brisa sin prisa, acompasada. Las nubes dijeron chau y se quedaron colgadas, mientras los dos paraguas siguieron en el aire, y muchos los vieron pasar chiquititos y muy pero muy altos con los últimos destellos del sol. La luna, detrás de los tejados se asomó a la ciudad de edificios altos. Una hora después, en la oscuridad de la noche un contraste de luz anaranjada indicaba la única ventana abierta y tentadora. Alguien estaba despierto en el último piso. Natalia había guardado todos sus juguetes, se había aburrido de ver la tele, y se disponía a dormir pero no podía. Los días de lluvia no le gustaban. Para vencer el miedo prendía su velador, abría la ventana y miraba el cielo como para entenderlo. Le pareció ver sombras que se movían como avión en picada, casi al mismo instante en que escuchó un ruido extraño en la terraza. Sin hacer ruidos, para evitar que sus papás se despertaran y la reten por estar despierta subió a la azotea. Miró por la puerta de vidrio y vio dos paraguas medio abollados con manchas de brea. Rojo y Azul cayeron tan fuerte que doblaron sus esqueletos, y mancharon sus trajes con el alquitrán que recubría la terraza para evitar las goteras. La niña los enderezó con cuidado para no quebrarlos y en agradecimiento, los recién aterrizados, le prometieron arreglar su desvelo jugando con ella hasta que el sueño llegara. La llevaron a lo alto y largo y del firmamento. Nadaron, navegaron, navegaron y nadaron. Jugaron con una estrella, la hamacaron en la luna y bajaron recién después de contar hasta diez. Los paraguas, cada uno en un costado la trajeron de regreso, y se fueron de prisa pero muertos de risa. Después, la pequeña se durmió y no lloró porque no le dijeron adiós.