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Introducción

Solía referir una historia sobre la forma en que se redacta este libro y
que vale la pena reseiiar aquí porque contribuye a situarlo en su tiempo y
revela también algo respecto a su prop6sito.
La historia comienza muy al principio de mi carrera académica, cuan do
me sentía cada vez más insatisfecho con el rumbo que tomaba mi trabajo
y con la profesión de psicología educativa, tal como me habían enseñado
a ejercerla. Era a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, en
un tiempo en que los psic61ogos educativos actuaban, sobre todo, como
aplicadores de test más que como observadores del mundo real. Por
añadidura, si llegaban a percibir algo, era s61o provistos de cronometro y
de un estricto programa de observación. El modelo de investigación en
aquellos días, al menos en el que me habían instruido, consista,
esencialmente, en aplicar a un grupo de personas (por lo general
estudiantes) un conjunto de test y determinar luego lo que suceda. Desde
luego habla mucho más que esto. Era preciso comprobar hip6tesis,
construir teorías y controlar o elegir aleatoriamente las variables.
Resultaban necesarias las manipulaciones estadísticas de los datos,
incluyendo el análisis factorial e incluso técnicas multivariadas más
complejas que por entonces comenzaban a desarrollarse. Pero los
instrumentos centrales de la investigaci6n, las medidas de aquello en lo
que uno estaba interesado, eran casi siempre test de papel y lápiz de
uno u otro tipo.
Operando dentro de este marco, mi colega J. W. GETZELS y yo aco
metimos en aquellos arios un estudio relativamente amplio (para la época)
de los estudiantes de los grados superiores (del sexto al duodécimo) del
Laboratorio Escolar de la Universidad de Chicago. Cada alumno de la
muestra era sometido a más de 23 horas de aplicaci6n de test,
distribuidas a lo largo de varios meses. Se trataba de test de
personalidad, de actitudes hacia la escuela, de intereses, de valores, de
inteligencia, de creatividad, de desarrollo moral y de mucho más. En
conjunto, logramos casi un centenar de resultados por cada alumno.
Nuestra tarea como
28 La vida en las aulas

investigadores consistía en extraer algún sentido de todo aquel cuerpo


de datos.
Habida cuenta de las dimensiones de nuestro proyecto, dispongamos
naturalmente de varios ayudantes que se encargaban de la aplicaci6n de
los test. Registraban también los datos y efectuaban los cálculos que
daban a la luz unos descubrimientos que posteriormente analizáramos
GETZELS y yo para después escribir sobre ello. En otras palabras, para
cuando veíamos los datos, se hallaban ya varias etapas más allá del
estado «bruto» en que habían sido obtenidos. Desde luego, de haber
querido participar entonces en el proceso real de recogida de datos,
poco hubiera sido lo que habríamos podido ver fuera de unas aulas
repletas de alumnos que pongan unas marcas en hojas de papel. Para
proteger el carácter confidencial de las respuestas, reemplazamos los
nombres por números, de modo que, una vez recogidos los test,
nadie pudie ra identificar un registro como correspondiente a Sally Smith
o a Billy Brown sin comprobar el número en el cuaderno de claves,
cuidadosa mente guardado. Por lo que a nuestra investigación se refería,
la auténtica identidad de cada uno de los sujetos resultaba totalmente
irrelevante, y lo mismo ocurría con los ambientes escolares en donde se
aplicaban los test.
Nuestro proyecto fue un éxito según todos los criterios habituales.
logró un numero de interesantes descubrimientos que publicamos y que
luego recibieron una cierta atención. Pero, al tiempo en que comenzaba
a saborear la experiencia de ser un investigador eficaz, empezaba
también a sentirme incómodo ante la perspectiva de una carrera que me
mantendría tan al margen de los fenómenos de la vida cotidiana como
había estado durante la realización de aquel proyecto.
Precisamente en esa época, en otoño de 1962, tuve la suerte de ini
ciar una estancia de un año en el Center for Advanced Study in the Beha
vioral Sciencies (Centro de Estudios Avanzados de las Ciencias del
Comportamiento). Allí asistí a un seminario dirigido por un grupo de
antropólogos sociales que estudiaban la conducta social de los primates.
La experiencia fue para mi reveladora.
La mayoría de los participantes en el seminario acababan de
regresar de diversos lugares en el campo en donde habían estudiado, en
su hábitat natural, diferentes especies de primates. Algunos de los
investigado res, como George SCHALLER, quien escribir por entonces su
estudio sobre el gorila de las montañas habían pasado años allí. La
finalidad de aquella reunión de un año en el Centro era, principalmente,
comparar notas sobre lo aprendido respecto a esos animales. Una de las
cosas que me intereso, como lego en la materia, fueron los repetidos
comentarios sobre la diferente conducta de los animales libres y en
cautividad. A veces, esta resultaba tan espectacular que los datos del
campo casi invertían lo que hasta entonces se había dado por sentado,
basándose en estudios en zoológicos o en estaciones experimentales en
donde los animales fueron cuidadosamente observados, pero en
condiciones artificiales. Al
lntroducci6n 29

parecer, algunos animales que se mostraban muy gregarios en libertad,


se volvían muy solitarios en cautividad. Otros que se agrupaban en las
jaulas, vagaban en solitario por su territorio natural durante gran parte
del tiempo.
Mientras escuchaba aquellos informes empecé a comprender que los
instrumentos que mejor sabia manejar, test de papel y lápiz de un tipo o
de otro, creaban ambientes artificiales a las personas convocadas para
responderlos. Eran como pequeñas jaulas en las que se sentaban los in
dividuos mientras el investigador les acosaba con preguntas, obligando
les a responder tanto si querían como si no. A la mayoría de las
personas no parecía importarles aquella intrusión, es cierto, pero ese
hecho no alteraba su naturaleza artificial. No conseguía
desembarazarme de la analogía con un animal cautivo al que azuzan
con un palo, y esto me indujo a preguntarme como serán en libertad mis
objetos habituales de investigación, estudiantes de todas las edades, no
coma j6venes que vagaban par las calles o coma hijos de familia, sino
como estudiantes cuyo hábitat natural era una escuela con sus pasillos y
aulas.
Advertí, desde luego, que también las escuelas podían ser
considera das como entornos artificiales. De hecho, en aquellos días, se
habla he cho popular considerarlas de ese modo. Aun no habían entrado en
escena los llamados críticos románticos y los desescolarizadores pero
algo flotaba ya en el ambiente. Sin embargo, razone, la artificialidad de
las escuelas no era superior a la de los hogares, las iglesias, los lugares
de trabajo o cualquier otro entorno elaborado por el hombre. Desde
luego, su ubicuidad en las sociedades industriales avanzadas caracterizaba
a las escuelas, para grandes segmentos de la población, entre los
ambientes más naturales (es decir comunes) del mundo.
Mientras reflexionaba sabre tales cuestiones durante mi asistencia al
seminario, empecé también a advertir cuan grande era el espíritu que
alentaba a los antrop61ogos como grupo. Obviamente les gustaba lo que
ha cían y estaban muy dispuestos a seguir haciéndolo. Ese espíritu
contrastaba ampliamente con el mío, sabre todo cuando contemplaba la
perspectiva de una vida consagrada a tratar de descifrar los significados
ocultos en una serie de resultados de tests.
Por aquel tiempo exhibí en el tablón de anuncios de mi estudio en el
Centro unos versos. ignoro como llegaron a mis manos, pero me
impresionaron tanto por el significado que para mí tenían, que pronto lo
supe de memoria. Se trataba de un fragmento de una poesía de BLAKE,
«Reíros, reíros, Voltaire y Rousseau», que decía:
Los átomos de Demócrito
Y de Newton las partículas de luz
Son arenas en la costa del Mar Rojo
En donde tanto brillan las tiendas de Israel.
Lo que aquellos versos me decían en esa época era que los descubrimientos
de la ciencia no eran sino pálidas abstracciones en comparación
30 La vida en las aulas

con las maravillas multicolores de la creación humana y del mundo


natural. Las desgarradas tiendas de Israel alzadas en la costa barrida
por el viento del Mar Rojo eran, en términos figurativos, el paisaje en el
que deseaba concentrar mi visión. Una manera de proceder así, pensé,
sería comportarse como un antropólogo, no mediante el estudio de
lejanas culturas ni yendo en pos de animales exóticos sino a través de
visitas a aulas corrientes, tratándolas como si fuesen lejanas culturas,
repletas de criaturas exóticas.
Lo cierto es que nada sabrá en realidad respecto a la antropología
como disciplina. Nunca habla estudiado la materia ni en la universidad ni
tras graduarme y todo lo que habla leído de naturaleza antropológica era
un libro de Margaret MEAD y un par de artículos de Ruth BENEDICT. Cuan
do pensaba en comportarme en clase como un antropólogo, todo lo que
en realidad se me ocurría era sentarme al fondo del aula (el límite del cal
vero en términos antropológicos) y observar lo que pasaba, tratando de
no contaminar la «cultura» con mi presencia. No tenía idea de que mirar
ni del modo precise de observar. Confiaba en que se me ocurrieran
ambas cosas cuando procediese a la tarea.
Supuse, en definitiva, que emplearla muchos métodos diferentes de
investigaci6n. La idea se debía en parte a lo captado en el seminario,
pe ro fundamentalmente al magnífico estudio de George SCHALLER,
The Mountain Gorilla 1 lo que me impresiono especialmente en la obra de
SCHALLER fue la forma en que se consagraba por complete al estudio
de la especie elegida. Les siguió durante kilómetros, marco los lugares
en que se alimentaban; encaramado en las copas de los árboles, hizo
bocetos al carbón de aquellos animales; efectuó autopsias de sus
cadáveres y realizo análisis químicos de su alimentación. Aprendió a
hacer todo cuanto emprendía. Aguzó incluso su oído para percibir los
tenues ruidos de los eructos y ventosidades de los gorilas mientras
dormían y lleg6 a calcular la distancia que le separaba de ellos por la
temperatura de sus deposiciones, puesto que podía ser muy peligroso
irrumpir en un grupo de animales dormidos entre las altas hierbas de la
sabana en donde a me nudo no se puede ver a más de uno o dos pasos. En
suma, SCHALLER se convirti6 en una especie de versión humana de esa
navaja del ejercito suizo que sirve para todo, capaz de hacer lo que
fuera preciso para en tender mejor su objetivo: el gorila de la montaña.
Esa metodológica versatilidad contrastaba tanto y de un modo tan
impresionante con mi independencia previa de los tests y de los
cuestionarios que me prometí imitarla cuanto pudiera en mi propio
trabajo. Eso no significaba renunciar por entero a tests y cuestionarios.
Pero suponía utilizarlos de una manera más estricta que en el pasado.
Exigía también fiarme mucho más que antes de lo que realmente
pudiera ver y oír.

George SCHALLER, The Mountain Gorilla: Ecology and Behavior (Chicago: University
1

of Chicago Press, 1963).


lntroducci6n 31
El problema consistía en determinar que ver y que oír. Supongo que
esta no es una cuesti6n fundamental cuando uno estudia una cultura le
jana o una especie animal exótica porque es muy considerable lo que
resulta extraño a la vista o al oído. Pero dentro de la propia cultura es
mucho menos lo que llama la atención de este modo. Quizá por eso los
antrop6- logos que permanecen en su tierra prefieren estudiar grupos
socialmente marginados como las bandas callejeras o las extravagantes
agrupaciones carnavalescas. En cualquier caso, me pareció un auténtico
reto la tarea de examinar lo cotidiano. Y no tanto porque existiese mucho
que ver, sino por todo lo contrario: una vez aclimatado a los rasgos
distintivos de cada estancia, lo que no llevaba gran tiempo, parecía como
si ya se hubiese vista todo lo que había que ver. Además, pronto
descubrí que ambientes tan familiares como las aulas suelen suscitar en
el visitante un cómodo estado de desatención que puede conducir
fácilmente a la somnolencia. En tales ocasiones, cuando mis ojos se
entornaban tras períodos de observación en los que no parecía suceder
nada interesante, pensaba a veces en George SCHALLER, sentado bajo la
lluvia a la espera de que despertasen sus gorilas. La idea me animaba de
momento y me hacía agradecer que yo, al menos, estaba bajo
techado. Durante aquellos primeros meses de observaci6n, carente de
una idea precisa sabre el modo de proceder y deseando permanecer lo
más atento y vigilante posible, volvía a mis antiguos hábitos y
comenzaba a contar y a cronometrar cosas. Casualmente advertí (,
por ejemplo, que los profesores de las escuelas primarias que observé
se movían mucho, mucho más que yo en mis i) propias clases o así me
pareció. Cuando esbocé el aula, en mi bloc, la dividí en cuadrantes y
empecé a registrar el tiempo que el profesor pasaba en cada una de las
cuatro áreas. También aprecie que, en un corto periodo de tiempo, cada
profesor mantenía breves intercambios con un elevado número de niños.
También esto me pareció diferente de lo que suceda en mis propias
clases en la universidad así, que comencé a contar dichos
intercambios. Al principio no preste atención a lo que se decía. Me
limitaba a marcar el número de interacciones que era
sorprendentemente alto. Descubrí que no s61o resultaba mayor de lo
que habla supuesto, sino de lo que creían cada uno de los profeso res
cuando después les interrogué sobre la cuesti6n. Aun no estaba se guro
de qué hacer con tal «descubrimie
nto» pero, al menos, parecía interesante y la tarea de recoger la
informa
ción era lo bastante exigente como para mantenerme alerta, así que
continue con mis cuentas duran te varias semanas y comencé a perfeccio
nar mis técnicas de observaci6n. Lo que, en términos metodológicos, pro
dujo esta fase de mi trabajo fue averiguar que un modo de lograr que lo
familiar parezca extraño consiste en despojarlo de casi toda su significa
ción humana, no prestar atención al contenido de lo que sucede, de lo
que en realidad se dicen profesor y alumnos, por ejemplo, y centrarse, por
el contrario, en los acontecimientos puramente fásicos, en el número de
32
contactos profesor-alumno o en la cantidad de tiempo queLaelvida en las aulas
docente
pasa en el cuadrante Sudoeste del
32 La vida en las aulas

aula. Concebí estos pequeños ejercicios de observación como


miniestudios en física social. Sentí también, mientras los realizaba, que
adoptaba la postura de un visitante foráneo, un marciano quizá, que nada
comprenda del porque del comportamiento de esas personas en tal
entorno y que, por eso, le confundan los rasgos generales de la
actividad humana.
Finalmente abandoné mi postura marciana y me sumergí en el conte
nido de lo que se comunicaba. Pero, a pesar de todo, la experiencia
de contar las interacciones y de trazar los movimientos del profesor
había sido también edificante. Me ensenó que lo familiar y lo ordinario
eran barreras que había que penetrar y que un modo bastante mecánico
de lograrlo consistía en desligarse uno mismo de su semi
participación en la actividad en curso y dedicarse a observar lo que
sucedía como si estuviese muy distante o como si viera una película sin
sonido ni subtítulos.
El inconveniente principal de este enfoque de la observación del aula
es que el interés generado por la contemplaci6n del mundo como si uno
procediera de Marte suele ser de muy corta duración, a menos que pue
da aliarse con alguna razón más profunda para querer seguir observan
do. La situación es muy semejante a la que se presenta cuando un niño
mira por primera vez a través de un microscopio. La visión inicial de un
cabello humano aumentado o del ala de una mosca muy ampliada es,
por lo general, lo bastante interesante coma para cautivar al pequeño al
menos durante algunos minutes. Pero al cabo de ese breve tiempo, la
novedad desaparece y el pequeño comienza a buscar otras cosas más
extrañas que mirar. Pero estas también pierden pronto su atractivo y, a
menos que la actividad se integre en una serie más amplia de acciones
(lo cual me temo que sucede raras veces), pronto es abandonado el
costoso juguete.
Por fortuna evite la suerte del niño con un nuevo juguete cuando em
pece a comprender que la frecuencia de las interacciones del profesor
con sus alumnos y sus visitas a diferentes partes del aula eran interesan
tes no sólo por su cantidad sorprendentemente elevada, sino por lo que
esto revelaba acerca de la naturaleza de la vida escolar. Comencé a en
tender que la razón de que los profesores fuesen y viniesen coma lo ha
cían era que trataban de atender al tiempo a 25 o 30 niños mientras
trabajaban dentro de un marco de opiniones educativas que prima la Ins
trucción individualizada y todo lo que este punto de vista supone. empecé
entonces a advertir otros rasgos de la actividad en el aula que parecían
responder a la misma serie de condiciones. Aprecie, por ejemplo, como los
alumnos alzaban sus brazos, colocando sus manos izquierdas sabre sus
codos derechos cuando querían llamar la atención del profesor y comprendí
que esa postura familiar estaba determinada par el hecho de que
habitualmente el brazo permanecía alzado varies segundos antes de que el
profesor lo advirtiera y acudiera en ayuda del que le llamaba. Como el brazo
alzado pesaba, requería un apoyo. En otras palabras, el brazo levantado era
una respuesta razonable a las condiciones de hacinamiento
lntroducci6n 33
del aula. Se me presento como un símbolo de aquellas condiciones ante
mi interés nuevamente avivado.
Podría proporcionar fácilmente otros ejemplos de cómo cambio para
mí la escena de la clase cuando me sentí cada vez más intrigado por el
evidente poder conformador de fuerzas que poco o nada tenían que ver
con las explicaciones habituales de lo que sucede dentro de las
escuelas, siendo una de esas fuerzas la presencia de multitudes. Pero si
lo hiciera, apartaría la atenci6n a lo que tiene que seguir, así que me
abstendré de descifrar el misterio. Examinare, por el contrario, un
aspecto de mis observaciones del aula que ahora me parece vital para
poder comprender lo que hacía y también las ideas centrales de este
libro, aunque no apreciase toda su significaci6n hasta anos después de
escribirlo. Se re fiere a la interconexi6n de procedimientos, problemas
y propósitos.
Lo que pronto descubrí durante aquellas primeras semanas de
observación fue que, al renunciar a mis antiguos hábitos de observación,
abandonaba algo más que una serie de métodos. Estaba apartándome
también de los problemas que los acompañaban. En otras palabras, la
transfor maci6n no consistía simplemente en sustituir un procedimiento
de recogida de datos (la aplicación de los tests) por otro (la observaci6n
directa). Adicionalmente, ¿me enfrente con la pregunta de que «datos»
(si es que había alguno) debería recoger ¿Y par que razón?, ¿Qué
trataba de realizar sentándome al final del aula?, ¿Y por qué? Ya hemos
vista que tenía unas razones personales para desear acercarme al mundo
de las fen6menos más de lo que me había llevado hasta entonces mi
investigaci6n, pero, una vez presente allí, a (m tenía que decidir sobre la
finalidad intelectual de mis visitas.
Cada investigador, tanto si trabaja en el laboratorio coma en el
campo, ha de abordar unas cuestiones de finalidad, y estas adquieren un
carácter especial en los terrenos del estudio aplicado, coma la
educaci6n, en donde abundan los problemas prácticos y es muy patente
la necesidad de soluciones inmediatas. La educación en particular esta
tan plaga da de dificultades en estos días, y quizá lo ha estado siempre,
que parece como si cualquiera que decidiese estudiar una parte del
proceso se consagraría rápidamente a la tarea de resolver uno o más de
sus problemas urgentes o a responder algunas de sus más acuciantes
interrogantes. Cualquiera de las que cito a continuación surge en seguida
en la mente: ¿Cómo es posible llegar hasta aquellos alumnos que casi han
renunciado a todo en la escuela? , ¿cómo deberían ser evaluados los
profesores?,¿cómo podemos ayudar a los pequeños de hoy a desarrollar un
amor por la ciencia y las matemáticas? , ¿cómo debería enseñarse la
escritura?,¿qué es lo que se requiere para ser un buen director?, Por qué
algunas escuelas son más eficaces que otras? La lista parece interminable.
Desde luego no comencé mis observaciones pensando en tales
preguntas ni, con el transcurrir de los meses dirigí mis pasos hacia una o
varias de estas cuestiones. Al contrario, como muchos investigadores que
se ven a sí mismos orientados hacia unos propósitos más «básicos» que
34 La vida en las aulas

«aplicados», me enorgullecía el hecho de que no buscaba la respuesta a


una pregunta práctica, aunque confieso que mi «semi jactancia» en es te
punto se veía a menudo empanada por una cierta incomodidad. Cuan do
los amigos me preguntaban qué era lo que hacía visitando escuelas, solfa
dar una respuesta vaga y general como «estoy tratando de determinar el
modo en que operan las clases» o «quiero descubrir lo que allí su cede».
Si alguien insistía deseando saber, por ejemplo, por qué escogía aulas en
vez de otros entornos naturalistas, mi respuesta habitual
pretendía parecer petulante y bromista: <por qué están allí!» o «porque
me interesan». Pero la petulancia de mi replica no era tan sólo para el
consumo público; realmente así lo creía.
Lo malo era que mis respuestas a tales preguntas jamás llegaban a
convencerme. Me hubiera gustado dar una soluci6n más completa, tanto
por mí mismo, como por mis amigos, pero, hablando ·francamente, no la
tenía. Ahora pienso que la poseo, gracias en parte al cambio espectacular
que se ha operado en el seno de las ciencias sociales, y dentro de la
comunidad intelectual general, desde que se escribió este libro.
Este cambio se refiere a la idea de interpretaci6n que en las dos úl timas
décadas ha cobrado una extraordinaria relevancia dentro de los
círculos académicos. He llegado a comprender últimamente, por ejemplo,
que una de las cosas que me esforzaba en hacer cuando estaba
sentado al final de aquellas aulas era brindar una interpretación de lo que
sucedía. Describir en estos términos mis antiguas actividades en fecha
tan tardía hace que me sienta un poco como el caballero de Mo liere que
descubrió que durante 40 años habla estado hablando en prosa sin
saberlo. Sin embargo, esta visión, por tardía que sea, sigue siendo útil. Y
es así, en parte por obra de la luz que arroja sobre la incomodidad que
experimentaba como observador instruido en una tradición empírica
bastante limitada. Dentro de esta tradición, el objetivo de la observación
era esencialmente"' ··recoger datos», lo que significaba hallar respuestas
a preguntas formuladas antes incluso de que uno hubiera acudido al campo.
Pero, al margen de mi primitiva tabulaci6n de los movimientos e
interaccio
nes del profesor, a los que ya me he referido, «recoger datos» no era
una manera correcta de describir lo que trataba de hacer. Como tampoco
lo eran «rastrear un problema» o «explorar el campo», otras dos activida
des que se permitían a los investigadores preparados como yo lo había
sido, sin violar los cánones de su tradición.
El historiador Hayden WHITE se refiere al proceso interpretativo de un
modo que se aproxima a lo que yo experimentaba entonces mucho más
que cualquiera de los manuales sobre investigación que había estudiado
como graduado. Afirma que «en el discurso interpretativo, el
pensamiento se desplaza por giros que resultan imprevisibles hasta su
realizaci6n oral o escrita y cuyas relaciones entre sí no tienen por qué
lntroducci6n 35
guardar un
36 La vida en las aulas
nexo de estricta deducci6n de uno a otro» • Voy a recurrir a mi experiencia
2

para ilustrar lo que creo que WHITE quiere decir, porque sus comentarios
encajan ciertamente con lo que me sucedi6 como observador y su
precisión atañe también a lo que me ocurri6 más tarde, cuando empecé
a reflexionar sobre lo que habrá observado.
A menos que me forzase a concentrarme en algo específico, como la
frecuencia de las interacciones profesor/alumno, mis pensamientos
mientras estaba en clase vagaban casi sin rumbo, refiriéndose a
cualquier objeto, persona o acontecimiento que llamara mi atenci6n. El
proceso se repetía por las tardes en mi casa. Allí reflexionaba sobre cuanto
habrá visto y oído, pero nunca de un modo sistemático. Recuerdo que a
menudo me sorprendía una escena o acontecimiento que brillaba
inesperadamente en mi memoria. Cuando suceda esto, solar hacer una
pausa para pensar en lo que habrá recordado, preguntándome por qué se
habrá alojado en la memoria aquel fragmento específico de la
experiencia. Rara vez era capaz de responder satisfactoriamente a la
pregunta, pero con frecuencia advertía que, si examinaba una y otra vez
tales recuerdos, comenzaba a discernir aspectos que hasta entonces
parecía haber pasado por alto. Lo que al principio me habrá resultado
insignificante cobraba cada vez más importancia. Esa experiencia, que
ahora considero como fase crucial del proceso interpretativo, era de
manera invariable estimulante. Casi nunca dejaba de suscitar un deseo
de regresar al aula.
WHITE habla también de la interpretaci6n como «sistemáticamente
ambigua respecto a la naturaleza del objeto de su interés» 3 • Lo que me
parece que quiere decir es que el intérprete se halla genuinamente sor
prendido por aquello que ha decidido estudiar y que se siente al mismo
tiempo escéptico ante lo que los otros ya han dicho al respecto. En otras
palabras, el objeto de interés retiene un aire de misterio para la persona
que lo estudia, por ordinario y familiar que pueda aparecer al mismo tiempo.
WHITE extiende su actitud de duda a la termino logra empleada para
describir lo que se estudia, así como a los modos habituales de
explicarlo. La búsqueda de una descripción más completa obliga al
interprete a abandonar el lenguaje literal y técnico en favor de una
expresi6n más figurativa a la que WHITE se refiere como las «técnicas
de figuraci6n» 4 •
No era yo consciente de que mi discurso se hiciese más figurativo
cuando trataba de hablar sobre cosas que habla observado durante mis
visitas a las clases, pero comprendo ahora que cuando me concentraba
en una imagen particular o en un fragmento de conversaci6n captado en .
una de mis visitas era, a menudo, porque habla comenzado a considerar
ese objeto o acontecimiento en forma simb61ica y por eso figurativa mas
2
Hayden WHITE, «The rhetoric of interpretation» en The Rhetoric of Interpretation and
the Interpretation of Rhetoric, Paul HERNADI (ed.) (Durham, Carolina del Norte. Duke Uni
versity Press, 1989), p. 2.
3
WHITE, p. 2.
4
WHITE, p. 2.
36 La vida en las aulas

que literalmente. Examinemos coma ejemplo la imagen de los alumnos


sosteniendo sus brazos al alzarlos para llamar la atenci6n del profesor.
Como ya se ha dicho, no hay nada de anormal en esa conducta. Sucede
incontables veces en cada clase. Desde una perspectiva literal, no es
nada más que una señal cuyo significado resulta inconfundible.
Analizada simbólicamente, sin embargo, se presenta como alga más que
el hecho de que una alumna quiera llamar la atenci6n de su profesor. El
brazo sostenido simboliza las condiciones de hacinamiento del aula.
Podría decir sé que encarna la necesidad de tener que esperar a que las
cosas sucedan. En esto vi cristalizada la cualidad penetrante de la
demora que par un tiempo ocup6 mi atenci6n como observador.
Tras haber mostrado c6mo la noción de interpretación ayuda a
ilustrar el carácter de mi experiencia coma observador, debo decir
algunas palabras sabre lo que hubiera podido hacerse por aliviar la causa
más honda de mi incomodidad previa, de haber sido yo consciente de
ello entonces. Tal incomodidad procedía de algo semejante a un
sentimiento de culpa por no haber querido consagrarme a uno o más de
los acuciantes problemas educativos del momento. Las mismas palabras
servirán, confió, como estímulo para leer lo que sigue. En los términos
más descarnados la pregunta que hay que plantearse es esta: ¿Por qué
perder el tiempo con tal interpretación de lo que sucede en las aulas, si
no se refiere directamente a cómo podría mejorarse la enseñanza o a la
manera de regir mejor estas clases?
La respuesta a esta pregunta se basa en la convicción de que
aprender a ver las cosas de un modo distinto tanto dentro de las aulas
como en cualquier otro lugar, supone una gran diferencia en la manera
de
reaccionar ante nuestro entorno, coma confió en que habrán revelado ya
es tos razonamientos. La promoción de una visión nueva de las cosas
altera invariablemente el modo en que pensamos y actuamos luego,
aunque las conexiones entre percepci6n, pensamiento y acción estén
considerable mente atenuadas y resulten casi imposibles de comprobar.
Así sucede tanto en el arte como en la ciencia que suscitan
constantemente en nosotros una visión modificada del mundo.
l Como se produce esta promoci6n? Existen indudablemente muchas
maneras de que suceda, pero la principal, si he de creer lo observado en
mis visitas a las aulas, es a través de la ampliaci6n del significado de
algo que ya conocemos. Desde luego, y sabre la base de esta
experiencia, yo añadiría además que los aspectos comunes y ordinarios
de nuestras vidas, a los que claro esta pertenece las aulas, son
precisamente las que exigen de modo más apremiante una visión
renovada.
Lo que esto supone respecto a las investigaciones educativas es que
la práctica de «echar un vistazo alrededor» y tratar de entender lo que
vemos en las clases resulta tan legitima como la de intentar resolver uno
de los numerosos problemas acuciantes de la educaci6n. 0 al menos
lntroducci6n 37
será así mientras el objetivo de «echar un vistazo» sea lograr una
comprensi6n renovada de lo que se habla dado par supuesto. Esto no
38 La vida en las aulas

quiere decir que debamos renunciar a buscar respuestas a las muchas


interrogantes que acosan a los docentes en ejercicio. Serra una
estupidez. Pero, por importantes que sean, no todo el mundo tiene
porque trabajar en esos problemas ni estos necesitan absorber toda la
atenci6n de quienes se enfrentan a ellos diariamente.
Al volver a leer La vida en las aulas como preparaci6n para esta
introducción, me llamaron la atenci6n dos detalles que no habla advertido
antes, y cada uno de ellos se corresponde con lo aquí dicho. El primero se
refiere a los epigramas con que comienzan los Capítulos I y V, uno de
Theodore R0ETHKE y el otro de Walter TELLER. Ambos tratan sobre el
significado de las cosas triviales, aspecto que habrá pasado yo par alto pero
que ahora se me presenta muy relevante. R0ETHKE quiere que compren
damos que las trivialidades de las instituciones pueden ser nocivas para
nosotros y que es preciso hacerlas frente. TELLER indica que lo trivial con
tribuye a revelar lo sublime. Ambas observaciones se corresponden con
los temas de los capítulos que presentan, pero la última expresa mejor
lo que comencé a sentir durante los primeros meses de mis visitas a las
clases. Detrás de lo ordinario se ha/la lo extraordinario es la forma en que
ahora lo expresaría. Este insight*, si puedo llamarlo así porque lo fue con
seguridad para mí, creció en importancia con el paso del tiempo. Su ver
dad subyace en toda la obra.
El otro detalle que advertí durante esta nueva lectura corresponde al
primer párrafo del pr61ogo. Al comentar por que fue escrito el libro y su
finalidad, digo: «el objetivo consiste simplemente en suscitar el interés
del lector y despertar quizá su atenci6n par aspectos de la vida escolar
que parecen estar recibiendo una atenci6n inferior a lo que merecen».
En esta declaraci6n hay dos infinitives, «suscitar» y «despertar», indica
dores ambos de la conveniencia de hacer pasar a alguien de una
condición de sueno a otra de vigilia. Tampoco creo que fuese consciente
entonces, pero ahora comprendo con que exactitud llegaron a describir
aquellos verbos lo que me sucedi6 durante los primeros meses de
observación. Era yo quien habrá suscitado y despertado por lo que vi en
el corto número de aulas visitadas. Mi objetivo consistía en lograr lo
mismo con mis lectores.
Pero ahora también veo alga más sabre el objetivo expresado que no
advertí entonces, alga que me gustaría aclarar en beneficio de los lecto
res actuales. Observo, en ese párrafo inicial y en el conjunto del libro, un
tono de ambivalencia que antes no habrá apreciado. Se hace patente en
el contraste entre la frase que acabo de citar y la anterior, que dice: «el
prop6sito (del libro) no es condenar ni alabar a las escuelas, ni siquiera
cambiarlas necesariamente». Pero después paso inmediatamente a hablar

* Dejamos el texto ingles utilizado por el autor, por ser muy frecuente en ámbitos
psicol6gicos y educativos. Su sentido es el de «percepci6n repentina», «darse cuenta
súbitamente de algo». (N. de/ R.}
38 La vida en las aulas

de los «aspectos de la vida escolar que parecen obtener una menor


aten ci6n de la que merecen», lo que hace pensar como si yo tuviera
algunas ideas sobre lo que, al fin y al cabo, hay que cambiar en nuestras
escuelas. En el texto aparecen otros signos de esa ambivalencia. Son
evidentes, por ejemplo, en los dos primeros epigramas, los de BLAKE y
R0ETHKE. Ambos se muestran muy críticos con las escuelas y con la
escolarizaci6n. BLAKE afirma que la asistencia a las escuelas priva de toda
alegría. R0ETHKE aplaude a los pequeños por resistirse a las
«trivialidades» de la institución. l Por que incluir declaraciones tan
condenatorias como portavoces del contenido del libro si, como había
afirmado, yo no pretendía condenar ni alabar a las escuelas?
La respuesta, creo, es que me mostraba verdaderamente ambivalente
acerca de mi supuesta neutralidad, aunque no siempre lo reconociera
en tonces ni siquiera en mi fuero interno. Una parte de mí, la dominante,
deseaba ser el observador neutral que simplemente describía c6mo eran las
cosas. Otra parte de mí, fácilmente inducida a la indignaci6n y acorde con
el espíritu de la época, deseaba unirse a aquellos que desde mediados a
finales de los sesenta comenzaban a tirar piedras contra las escuelas. Re
cuerdo que Lawrence K0HLBERG y yo tuvimos muchas y largas
conversaciones sobre las posiciones que empezábamos a adoptar
cada uno de nosotros en aquellos años. El me llamaba «Señor Es» y yo a
el «Señor De be Ser». Nuestros debates fueron siempre cordiales pero
enérgicos. Ningún no de los dos logró cambiar la mentalidad del otro, pero a
menudo logramos quebrantar la fe del colega en su empeño, al menos
temporalmente. Quizá tales debates explican, en parte, algo de la
ambivalencia que ahora advierto en el libro. El recuerdo de nuestra
amistad me hace esperar que sea así, porque entonces mi explicaci6n
podría ser entendida como prueba tangible de lo memorables e importantes
que fueron para mí aquellas conversaciones. En cualquier caso, rechazo
tardamente mi ansia implícita de alinearme con los críticos de nuestras
escuelas, pasadas o presentes, y opto por afirmarme en la posici6n de
neutralidad expresada en el párrafo inicial del libro. No quiere eso decir que
no vea ahora nada criticable en nuestras escuelas. Hará falta estar ciego
para adoptar esa postura. Tampoco pretendo decir que no haya nada que
alabar. También eso sería indicio seguro de ceguera. Pero el efecto de
abrir los ojos a las complejidades de la escolarización, al menos como yo
lo experimente, es ver tanto lo elogiable como lo censura ble, no como
categorías mutuamente excluyentes de acontecimientos que exigen una
acci6n o un elogio inmediato, sino como los encontramos en cualquier
otra parte de la vida: curiosamente interdependientes y entrelazados de
un modo frustrante. Lo que importa realmente es verlos más allá de la
alabanza y de la censura como objetivos de nuestra observación. Me
sentiré complacido si los capítulos que siguen tienen un efecto semejante
para algunos de los lectores actuales.

P. W. J.Octubre de 1989

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