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Sobre Juan L.

Ortíz y "Fui al río"


De Juan José Saer, "Juan", en El concepto de ficción, Buenos Aires: Ariel, 1997, p. 86
(fragmento)
Se ha hablado a menudo de la preeminencia del paisaje en la poesía entrerriana, del
paisaje de Entre Ríos como un decorado de por sí apto para su aplicación poética,
sobreentendiendo incluso que su particularidad regional consistiría justamente en un
suplemento e dulzura cuya simple transcripción ya produciría poesía. Pero aunque
Juan conocía y apreciaba la poesía de su provincia, no se abstenía de repetir a menudo
con una risita sarcástica la ocurrencia de Borges, según la cual, a causa de sus extremos
épico-líricos, "la poesía entrerriana es una mezcla de caramelo y de tigre". Del mismo
modo que los antecedentes de Mastronardi debemos buscarlos en la poesía francesa y
no en los alrededores de Gualeguay podemos decir que el paisaje, que ocupa un lugar
tan eminente en la poesía de Juan, no es la consecuencia de un determinismo
geográfico o regional, sino una proyección de su percepción del mundo y de su
concepción de la poesía. Esa concepción es de índole materialista, no en el sentido de
una noción que se opone al espiritualismo, sino más bien en el de los Tres cantos
materiales" de Neruda, que no son el resultado de una polémica estéril con el
espiritualismo (palabra que por otra parte merecería, para saber exactamente lo que
quiere decir, ser sometida a una recapitulación semántica), sino de un
deslumbramiento ante la proliferación enigmática de materia que llamamos mundo.
Para la poesía de Juan el paisaje es enigma y belleza, pretexto para preguntas y no
para exclamaciones, fragmento del cosmos por le que la palabra avanza sutil y
delicada, adivinando en cada rastro o vestigio, aun en los más diminutos, la gracia
misteriosa de la materia.

De A. Veiravé: Juan L. Ortíz. La experiencia poética, Buenos Aires: Carlos Lohlé, 1984, p.
102-104. (fragmento)

El angel inclinado, 1938

Era yo un río en el anochecer

"En la poesía china –observó Goethe– la naturaleza exterior acompaña siempre al


hombre. Se oye constantemente el chapuzar de los pececillos dorados del estanque,
los pájaros cantan siempre entre las ramas, el día es siempre alegre y soleado, la noche
siempre clara..." La poesía-pintura de los chinos parece presidir desde el principio las
aventuras caligramáticas del poeta entrerriano. En este libro el uso de los cuerpos
mínimos de la palabra impresa pone en evidencia, en esa obstinada grafía liliputense
de sus ediciones, una forma particular que armoniza con los espacios en blanco de las
grandes hojas. Si "la poesía es una pintura dotada de voz" como dice un proverbio
oriental, la palabra impresa de Ortíz, debe reflejar un afán de pureza para que esa voz
sea escuchada calladamente. El poema es visualmente una constelación de signos en
el espacio. Como en la poesía china, los misteriosos llamados de la naturaleza también
acompañan a Ortíz en esos signos-pintura, en cuyos poemas se sienten los ruidos del
agua, el canto de los pájaros, el viento de la noche. Su lirismo no es puramente
exterior y poco a poco va abriendo los espacios de las visiones e incorporando
pensamientos, diálogos, anécdotas y sucesos que confluyen en el paisaje cercano.
El primer poema de este libro, "Fui al río", es casi anecdótico y narrativo. El
poeta ha ido al río (que es todavía el Gualeguay, a cuyas orillas, en el parque de la
ciudad crecido a su vera, acude el poeta todos los días contagiado de su manso fluir
meditativo) y lo ha sentido enfrente suyo, afuera de él. Al regresar siente el río correr
en su cuerpo y en su espíritu. Con júbilo, con una reiteración infantil, concluye
celebrando la alegría de sentirlo atravesar su intimidad. Ese poema es el punto clave
de una toma de conciencia de la asunción del paisaje. La posibilidad extrema de
escuchar las voces de las ramas, el diálogo de la corriente del río, el monólogo del
cielo. Esa necesidad de salvar su soledad con la compañía de las cosas últimas se revela
dentro de lo que él denomina "una angustia vaga". Momento en la vida del poeta
donde se condensa el cambio, la transmutación de la personalidad y del yo,
transformados, metamorfoseados, enriquecidos en la relación de la naturaleza y el
paisaje, que prestan a partir de ese momento, su lenguaje de voces y corrientes
últimas. El espíritu religioso que invocaba hasta ese momento de su vida a Dios, al
Señor, establece una comunión definitiva con la naturaleza. El poeta es el río y por lo
tanto sabe el lenguaje de las aguas. Ortíz pasa de un estado religioso a un estado
mítico. Poesía del agua que corre. En las cosmogonías acuáticas el agua purificada, da
vida eterna y el río, como símbolo ambivalente, representa a la fuerza creadora y al
tiempo. "Para comprender este paisaje habría que estar muerto". Esta cita de "un
poeta español" que Ortíz incluye en uno de sus libros posteriores nos aproxima al
momento de "la comprensión" del paisaje de su Gualeguay. En todas las cosmogonías
el agua cumple una función ritual. El que se sumerge en ellas nace de nuevo. El agua
reintegra la vida, a un océano primordial. San Juan Crisóstomo explicaba de esta
manera el simbolismo del bautismo "Cuando hundimos nuestra cabeza en el agua,
como un sepulcro, el hombre viejo resulta inmerso y enterrado enteramente. Cuando
salimos del agua, el hombre nuevo aparece súbitamente. En apariencia muere el
hombre natural y nace el hombre espiritual". El agua, según Lao Tsé, "sobresale en
hacer el bien".
Ortíz tiene entonces 42 años y ha madurado un proceso de identificación
mítica. Ahora nos hablará desde una nueva relación de lo profundo de las aguas que
corren en el cuerpo. Alado como una brisa, hondo como el río, sereno como la luz,
fuera de la "literatura" como la naturaleza.

De Oscar del Barco: Juan L. Ortíz. Poesía y ética., Córdoba: Alción, 1996, p.47 y 48.
(fragmento)
El lugar es una predestinación; sólo en él se produce el conocimiento de lo "propio" y
de lo "otro" en tanto que lo propio es otro y éste es la esencialidad de lo propio: de
esta forma se nulifica el lugar como sitio de identidad. Al lugar se lo debe considerar,
rilkeanamente, como una constelación llena de marcas, de signos, de ecos y de
interpretaciones, y no como un sitio puramente geográfico; o como una matriz que da
y recibe, primeramente el balbuceo del vaho del habla. En el lugar pre-existen, como
algo ya dado, tanto la historia como el porvenir inexistente pero ya contenido. Hay que
imaginarlo como un remolino fuera de las horas, de los días y de los años, fuera de eso
que llamamos tiempo, como una tierra habitada por presencias invisibles pero no
menos reales que las presencias visibles, en una suerte de hipóstasis de la vida y la
muerte en una consistencia de "fuego". Al lugar se lo siente, se lo advierte en cada
cosa y en cada instante; el lugar es carnal y espiritualmente hogareño; es lo que es y su
prolongación más allá de los límites como ser: los pájaros maravillan, el río tranquiliza,
el cielo habla, la luz arrebata. Salir del lugar natal es un acto sacrílego porque es el
abandono del resplandor del mundo. Juan L. Ortíz identificó a la escritura con lo natal.
A partir del poema lo natal ya no es sólo la tierra habitada por los hombres y los
dioses, sino que también es la tierra habitada por la poesía. Si cualquiera de estos
nombres abandona el lugar se resquebraja el "templo" y tanto la tierra como Dios, el
hombre como lo poético, se apartan y caen en la falta de la ausencia de destino. La
fuerza de lo natal debe entenderse como el eje del ser; lo cual implica un grave peligro
para un hombre que hace del cambio y la novedad sus formas expresivas esenciales.
Todo traslado y toda acción, vistos contra esta suerte de espejo vacío-lleno del lugar,
es una pérdida. Por eso el hombre moderno vive herido: una tierra colmada de
constantes exilios es una tierra ciega y muda. ¿En qué oído podría hablar la tierra si
todo oído se ha vuelto sordo a la "melodía terrestre"? Una tierra sin pupilas que la
miren y en las que ella pueda confiadamante emerger a la contemplación de su propia
dimensión material es lo esencialmente siniestro: desaparece la confianza en las cosas
y la confianza que las cosas nos conceden, poniendo así en un grave peligro lo que
constituye el fundamento de lo humano.

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