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18/2/22, 14:41 Arquitectura Ch’ixi | Javier Caballero Galván

Arquitectura Ch’ixi
¿Puede el espacio adquirir las cualidades de lo ch’ixi? ¿Puede ser la arquitectura un instrumento de re-existencia y de resistencia ante
la imposición del “mestizaje”?

17 AGOSTO, 2020
JAVIER CABALLERO GALVÁN

Índice de contenido

1. Introducción
En realidad, lo que pretendemos llamar “arquitectura ch’ixi”, no existe como tal; no es una
corriente, una tendencia o un estilo, sino más bien una propuesta que pretende visibilizar la
producción espacial resultante de la tensión histórica que el mestizaje no ha podido resolver, a
saber, la relación colonizador-colonizado que se extiende a todas las producciones culturales
latinoamericanas.

Se suponía que el mestizaje curaría las heridas infringidas a las poblaciones indias en el
proceso de conquista, pero la asimetría constitutiva de la sociedad colonial ha pervivido en esa
“mezcla”. Así que, dentro de esta, el colonizador continúa negando y marginando al colonizado
para reproducir un mestizaje que privilegia las expresiones del primero. Se trata pues de una
lógica que ha impregnado a todas las esferas de la actividad social y que no ha podido evitar
materializarse en la forma en que construimos y concebimos el espacio.

En este sentido, la arquitectura diseñada y construida en este continente durante el proceso de


colonización, es una arquitectura que ha subsumido las expresiones espaciales indígenas y/o
locales como una forma de dominio simbólico y material. La categoría “Arquitectura
Novohispana” -tan usada en la jerga disciplinar- delata que efectivamente no se trata de una
arquitectura “mestiza” sino de una arquitectura española que fue renovada a partir del
pensamiento colonial constituido en esta región. Ello desde luego, no implica que las
concepciones locales quedaran eliminadas, de hecho, estas se han mantenido en activo a lo
largo de los siglos; es sólo que ante la imposibilidad de hacer explícita su cosmovisión, los
pueblos y etnias optaron por crear sistemas estéticos que no se confrontaran con los cánones
artísticos europeos, sino que transitaran a través de ellos. Por lo tanto, no coincidimos con las
versiones que argumentan que esta manifestación es el “aporte” que permitió conformar la
cultura criolla, sino que consideramos que ha sido más bien una estrategia de supervivencia
cultural.
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Lo que sabemos pues, es que la mezcla simétrica que propuso el mestizaje nacionalista en
realidad no ha existido más que en el discurso, y lo que se ha gestado a partir de esa ilusión es
una arquitectura que podríamos llamar de resistencia, la cual, a pesar de no ser reconocida por
los cánones académicos, contiene en sí los vestigios de un comportamiento que, en su
resignación ante el hecho colonial, no termina por aceptarlo. En la medida de sus posibilidades
intentará subvertir el orden impuesto, aunque de antemano sabrá siempre que es imposible
hacerlo. Se trata de una actitud que el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría calificará como
“barroca”, y que permeará todas y cada una de las formas de la vida social.  En la noción de lo
ch’ixi, se contendrá este comportamiento, pero materializado en configuraciones espaciales
reinterpretadas que intentan mantener una identidad en conflicto contraria al mestizaje
hegemónico que se pretende fija y estable. Las producciones “abigarradas” que resultarán de
ello, serán la manifestación única del perenne desacuerdo que existe en nuestra sociedad.

2. El mestizaje agotado
Como sabemos, lo mestizo es una categoría compleja que han utilizado los Estados
latinoamericanos para darse sustancia y legitimidad; una abstracción que intenta sostener el
“pasado común” de todas las personas que habitan un territorio para hacerlas étnicamente
semejantes. Pero lamentablemente la construcción de este concepto ha impedido ver que
nuestros países están poblados por una diversidad étnica y cultural que rebasa por mucho la
rigidez del concepto. Lo mestizo, contrario a su propósito original, no ha logrado crear un todo
homogéneo capaz de borrar las diferencias, y es probable que, en ese afán, se haya detonado un
fenómeno de diferenciación incluso manifiestamente fragmentario.

Lo cierto es que la idea ha caído en un terreno esencialista que impide comprender que la
diversidad étnica es una realidad concreta en nuestro territorio y un constante flujo de prácticas
y discursos que se yuxtaponen en capas donde se pierde el sentido de una mezcla clara y
definida. Bien podría pensarse que este crisol cultural es justamente lo mestizo, pero en la
historia colonial de nuestros países, todas las figuras y nociones que yacen fuera de la órbita
cultural europea han sido -y continúan siendo- sistemáticamente marginadas. Lo mestizo, no ha
logrado conjugar por igual la mezcla cultural que somos, y ha privilegiado por mucho las
producciones, expresiones y nociones relativas a una sola de las partes. Ello desde luego, ha
sido el resultado lógico de la negación sistemática de lo indígena y de la consideración absurda
que de esta herencia cultural sólo se vean algunos de sus elementos.  Algunas versiones, como
la corriente nacionalista que dominó durante la época posrevolucionaria, intentarán rescatar

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algunos de ellos, pero siempre bajo el manto de la folklorización, porque en la vida social se
continuó sublimando la modernidad que venía del norte global. Así que si como nación
pretendemos lograr la simetría o el equilibrio siempre tenso, que eventualmente permitiría la
fusión cultural, sólo podría concretarse si se deja de negar esa parcela cultural que late con
fuerza dentro de nuestro modo de vida.

Por lo anterior cabe preguntarse: ¿puede lo mestizo resignifcarse para dejar de tener una
connotación completamente eurocéntrica? ¿Es necesario hacer este ajuste? ¿Qué sentido
tendría y cuál sería el beneficio de hacerlo? Como se verá en este breve ensayo, se considerará
que lo mestizo es una dimensión completamente agotada para explicar la complejidad de las
formas culturales y de las producciones sociales que conforman nuestro presente, sobre todo
porque en estos procesos se mantiene viva la negación ya expuesta. Un ejemplo por demás
explícito ocurre en la práctica arquitectónica, donde todas las expresiones consideradas
erróneamente no-mestizas (aunque no suele emplearse esta categoría en la disciplina), han sido
arrojadas a un cajón de sastre denominado “arquitectura vernácula” y/o “arquitectura
tradicional”, y ello invisibiliza sus aportes e incidencia. Incluso, muchas de ellas ni siquiera son
consideradas “arquitectura” como tal, aun cuando se ajustan y obedecen a la definición más
clásica de la disciplina que enfatiza la habitabilidad del espacio.

Excluir entonces estas configuraciones -que en el fondo son irremediablemente un producto del
mestizaje- impide, por un lado, que exista una mezcla cultural incluyente y simétrica, y por el
1
otro, que sus miembros tengan una facultad “positiva” de apropiación . El resultado, después de
siglos de exclusión, es una forma espacial “mestiza” que sigue sin ser reconocida y que más
bien ha dejado de identificarse con ella; una forma que ratifica y enfatiza la herencia no-
europea a través de la paradójica resignificación de muchos de sus elementos. El inevitable
“abigarramiento” que surge de ello, no sólo será un mero capricho estético que se integrará en
la mayoría de sus producciones, sino que será una manifestación explícita de la resistencia que
se produce dentro de la subjetividad latinoamericana.

3. Lo Ch’ixi
Lo que proponemos es empatar la idea de lo ch’ixi con todas esas formas urbano-
arquitectónicas que la modernidad se ha negado a reconocer bajo la idea del camino unívoco
del “progreso”. Entonces lo que llamaríamos “arquitectura ch’ixi” nos permitirá, por un lado,
visibilizar lo velado, dar cuenta de que existen espacialidades que no necesariamente están
constituidas en lo vernáculo ni en lo tradicional; y por el otro, utilizar un término que reivindica
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de alguna manera el carácter diverso de nuestra región. Pero ¿qué es exactamente lo ch’ixi?
¿Por qué usar esta palabra específicamente? Para la socióloga boliviana Silvia Rivera
Cusicanqui (2018), la identidad mestiza es una “identidad colonizada” en la que el sujeto
experimenta una doble angustia: primero, identificándose con el colonizador sin llegar a serlo,
y segundo, sintiendo vergüenza de su herencia india. En efecto, Rivera propone utilizar la
palabra ch’ixi para elaborar una categoría mucho más completa que nos ayude a concretar la
identidad dinámica siempre en conflicto que nos distingue y diferencia, la que encuentra su
determinación justo en su propia inestabilidad. Lo ch’ixi, palabra aymara que se traduce como
“abigarrado”, sintetiza muy bien la idea de esta búsqueda, porque plantea un otro
mestizaje completamente diferente a la idea que tenemos de aquel, uno “(…) que propone un
mestizo no acomplejado, que no persigue los ideales criollos-europeos como elementos de
anhelo, sino que se reconoce íntegro como lo que es. El resultado histórico de su vida en un
territorio profundamente complejo” (Puente, 2014, pg. 22).

Lo “abigarrado”, y de ahí el interés de aplicar esta palabra a la idea de un otro mestizaje, tiene
que ver con una mezcla cultural no fundida, sino yuxtapuesta, encimada o saturada. Así, lo
indígena no se pierde en lo europeo, sino que pervive en, dentro, sobre o debajo de él. Lo
mismo ocurriría con todas las identidades que cruzan al sujeto contemporáneo. Se trata pues, de
conservar los elementos culturales que inexorablemente nos atraviesan sin tener que esconder
ninguno de ellos; por el contrario, exponerlos en un equilibrio siempre tenso, fluctuante, y sin
pretender reducir o simplificar lo que de por sí es complejo y “abigarrado”. Por ello, Silvia
Rivera (2010) nos explica:

“La palabra ch’ixi tiene diversas connotaciones: es un color producto de la yuxtaposición, en pequeños
puntos o manchas, de dos colores opuestos o contrastados: el blanco y el negro, el rojo y el verde, etc. Es
ese gris jaspeado resultante de la mezcla imperceptible del blanco y el negro, que se confunden para la
percepción sin nunca mezclarse del todo. La noción ch’ixi, como muchas otras (allqa, ayni) obedece a la
idea aymara de algo que es y no es a la vez, es decir, a la lógica del tercero incluido. Un color gris ch’ixi
es blanco y no es blanco a la vez, es blanco y también es negro, su contrario.” (pg. 71)

2
El planteamiento de la socióloga es una salida por demás interesante al ethos barroco  que
construye Echeverría, justo porque nos permite reconducir la resignación de la subjetividad
dominada hacia una tensión constante en la cual la cultura dominante se convierte en una más
de las identidades que cruzan al sujeto. En este sentido, lo ch’ixi representa el conflicto que
reivindica la sustancia múltiple de esa subjetividad. El peligro aquí es apelar al
multiculturalismo para sustituir a lo ch’ixi pensando en que son conceptos análogos. La propia

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Rivera Cusicanqui ha insistido en diversos textos (2015, 2018) que la primera es una categoría
que ha coadyuvado a esencializar a los pueblos indios y que, en lugar de reivindicarlos, los
mantiene por debajo del mestizo que los nombra. Lo “multicultural” compone un universo de
identidades bien definidas que no sufren modificación alguna y que conviven en un espacio
homogéneo no conflictivo. De esta manera quedan fuera todas las identidades híbridas que se
mezclan entre sí y que de alguna manera se construyen en la tensión que marca la
sobrevivencia de su identidad efímera. Eso es justamente lo que rescata y pervive en lo ch’ixi.

4. ¿Arquitectura Ch’ixi?
¿Podemos entonces hablar de una arquitectura ch’ixi? ¿Cómo podríamos definirla y por dónde
empezar a hacerlo? Una primera idea que bien puede servir como punto de partida, es que la
definición no pretende introducirse en la academia como una forma específica de configuración
espacial, esto es, como si se pudieran enlistar las características que identificaran a una
edificación ch’ixi. Creo que eso es lo que normalmente hace la epistemología dominante. La
idea más bien apunta a señalar que aquello que se ha reconocido como arquitectura
novohispana, barroca, neoclásica, neogótica, neobizantina, funcionalista o vernácula no
representa en lo más mínimo a la subjetividad ch’ixi, sino al mestizo que pretende borrar su
parte india y adoptar una postura cínicamente eurocéntrica.

Si hubiera entonces una arquitectura ch’ixi sería en primer término una práctica continua de


producción espacial y no un edificio acabado y congelado propio del paradigma arquitectónico
europeo; sería la tensión y el conflicto entre el espacio fijo y el espacio dinámico que se genera
en el habitar; sería pues una relación conflictiva que apuntaría a ver otros elementos del espacio
que son normalmente soslayados.

Para esclarecer la idea, y aunque el corte temporal no sea precisamente análogo, acudiremos a
lo que el historiador español José Moreno Villa (1948) denominó, arte Tequitqui (Foto 1). Si
bien este representa en parte la idea que queremos aquí explicar, no podríamos decir que la
arquitectura Tequitqui sea el precedente directo de una arquitectura ch’ixi. Esto no sería así
porque la nominación está generada bajo la óptica de la estética europea, lo cual significa que
el historiador no observó en sí una relación social, que como ya esbozamos es en sí una
producción espacial, sino que miró un edificio de tradición arquitectónica española con detalles
de manufactura indígena. Incluso el nombre Tequitqui es una analogía de “mudéjar” que como
sabemos es el nombre que recibió la condición musulmana bajo el dominio de los reyes
católicos; “Tequitqui” significa tributario y apela a la condición indígena bajo el dominio de la
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corona española. Como podemos inferir, Moreno Villa lo que hace es mirar la producción
objetual mesoamericana bajo el lente de la tradición artística europea.

Sin embargo, el arte Tequitqui se encuentra con lo ch’ixi en la práctica de resistencia que el
artífice indígena ejerce en la producción espacial. No sólo porque intentaba esconder su
tradición cultural en la piedra, sino porque encontraba en la práctica edilicia, una forma de
resistir al dolor ocasionado por la destrucción de su civilización. Es decir, labrar la piedra en el
sentido en que lo hacían, era en sí el acto de resistir el sufrimiento. Es ahí donde lo Tequitqui se
cruza con lo ch’ixi, y dónde de alguna manera este último se expresa. No se trata entonces de
concebir el arte Tequitqui como el resultado de una fusión cultural, sino de observar en él la
lucha indígena por mantener su identidad, su religión y su cosmovisión. No existe pues, desde
nuestra perspectiva, una acción artística en lo Tequitqui, sino un acto político de resistencia y/o
de rebelión. Así que lo ch’ixi se manifiesta justo en la estrategia espacial de sobrevivencia que
emplearon tanto los alarifes como los tlacuilos, y no tanto en el legado material de esta.

Desde luego, no
pretendemos ni por
un instante negar con
ello la relación
indisoluble entre la
práctica constructiva
y el resultado final -
en donde la academia
ha decidido colocar
Foto 1. Cruz atrial del Exconvento de Acolman
la esencia de la
arquitectura- pues
ello forma parte de la arquitectura ch’ixi que aquí intentamos definir. Más bien lo que
queremos es explicar que esta última no intenta ser un estilo o una forma específica de hacer
arquitectura, sino que busca visibilizar algo que el proceso de modernización ocultó y que está
presente fundamentalmente en la relación orgánica entre la interacción social y la producción
espacial.

Por ello la convergencia entre lo ch’ixi y lo Tequitqui podríamos ubicarla en la práctica de


resistencia espacial que realiza el indígena recién conquistado, porque simultáneamente pondrá
en tensión su dualidad identitaria para intentar conservar no ya la sustitución de la una por la
otra, sino la irremediable coexistencia de ambas.

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Avancemos un siglo en el tiempo moderno para poner un ejemplo más. Una vez instalada la
colonización como forma de vida en la región de la “Nueva España”, el artefacto barroco hizo
su aparición no sólo como un estilo artístico, sino como un producto de la condición política
que permeaba tanto el territorio europeo como en su extensión territorial. Se trata de un ethos -
una actitud o comportamiento- que describe la fragilidad de los centros de poder político.
Cómo explicará De Sousa Santos (2003), se tratará de un periodo histórico en el que el centro
se desplazará a la periferia produciendo una subjetividad excéntrica:

“Su excentricidad surge, en gran parte, por haberse dado en países y en momentos históricos en los que
el centro del poder estaba debilitado e intentaba esconder su debilidad dramatizando la sociabilidad
conformista. La relativa ausencia de poder central confiere al barroco un carácter abierto e inacabado que
permite la autonomía y la creatividad de los márgenes y de las periferias. Debido a su excentricidad y
exageración, el mismo centro se reproduce como si fuese margen. Se trata de una imaginación centrífuga
que confiere centralidad a los márgenes y se fortalece a medida que nos desplazamos de las periferias
internas del poder europeo hacia sus periferias externas en América Latina.” (pg. 407)

Lo interesante de la subjetividad barroca es que, ante el debilitamiento del paradigma, surge la


extravagancia como producto de una tensión identitaria; es como si estuviéramos ante una
lucha entre la imaginación profusa del catolicismo español y la sobrevivencia del universo
indígena. Creo que es difícil hacer otra interpretación de la decoración interior del templo de
Santa María Tonantzintla (Foto 2). De la misma forma que en el arte Tequitqui, es importante
señalar aquí que no estamos infiriendo que el barroco “novohispano” sea una mezcla simétrica
que podamos considerar mestiza, sino que el ethos barroco, que desde luego se manifiesta en el
arte, es una actitud de resistencia resignada que oculta detrás de la plétora simbólica católica, la
identidad cultural indígena. En consecuencia, en al arte barroco, ya no podrá constatarse tan
abiertamente la actitud rebelde que puede verse en el

Tequitqui, sino que nos encontramos ante una yuxtaposición de sistemas simbólicos que dan
como resultado el “abigarramiento” barroco.

En este punto, tanto lo barroco como lo ch’ixi se encuentran, porque en ambas formas de la
vida social se genera una práctica que no termina por reconocer el poder y dominio del invasor,
sino que, por el contrario, se buscan alternativas que permitan hacerle frente a este y encontrar
así, en la medida de lo posible, un equilibrio ontológico de las identidades que conforman el
horizonte cultural latinoamericano. Por ello será en la decoración “abigarrada” en donde se
localice una alternativa, un camino de elementos que lo barroco experimentará como salida
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“efímera”  y lo ch’ixi como conflicto perenne.
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Sin embargo,
no será en este
“abigarramient
o” de la forma
que se dé la
mezcla dual
pretendida de
lo mestizo,
sino que será
una diversidad
vasta la que
aquí se exprese
nutrida de una
variedad
Foto 2. Santa María Tonantzintla
inmensa de
fuentes y
tradiciones. Se tratará al final, de una superposición de elementos que sólo -y aquí seremos
enfáticos-, podrá darse en la decoración “saturada”.

Regresemos entonces al ámbito arquitectónico para intentar dilucidar esta última afirmación.
Con la llegada de la Academia de San Carlos, la arquitectura tomó una dirección
completamente ajena a la producción del espacio barroco que de alguna manera había logrado
darle cauce a la resistencia cultural indígena. De la noche a la mañana, la tradición
arquitectónica grecolatina se impuso como paradigma de la buena práctica edilicia, y sus
cánones y formas se consideraron -como en el resto de Europa- el camino unívoco de la
“verdad” en arquitectura. En consecuencia, toda la producción barroca quedó etiquetada como
una deformación e incluso como una perversión que seducía los sentidos y distraía la
purificación espiritual.

La decoración, a la que no era del todo ajena la tradición grecolatina, fue siendo eliminada
paulatinamente a partir de este supuesto. El positivismo coadyuvó a ello, y junto con la escisión
mente-cuerpo cartesiana que fue tomada como base de aquel, permitió generar un binomio que
no había existido nunca en ninguna práctica constructiva, a saber, el de la decoración-espacio.
Nos referimos con ello a que la decoración no era vista como algo superfluo, como algo que
sobra o que está encima de, sino que siempre estuvo implicada.

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Foto 3. Freddy Mamani. El Alto, Bolivia.

El último intento por no generar esta dicotomía lo hará el Art Nouveau y el modernismo inglés,
que en medio del auge de la industrialización propondrían una expresión artesanal no
mecánica. Desde luego, durará poco y su lucha se verá pronto eclipsada por el Estilo Moderno
que llegará para quedarse. En este, la decoración se convertirá en un estorbo y de un plumazo
se intentará borrar del mundo moderno todas las expresiones culturales que tengan como base y
esencia la ornamentación. Así que tácitamente se acordó que toda arquitectura que no tuviera
como protagonista al espacio en sí, se archivaría en los anales de lo vernáculo.

Sin embargo, para las culturas periféricas, la decoración no será un añadido, sino que es la base
de la estética, la esencia de la producción objetual y de la formación subjetiva. Al decorar, el
artista también se forma a sí mismo, se da un sentido ontológico y logra ser con la comunidad
que lo enlaza. Quitar el color de un muro y ponerle otro, es sencillamente imposible porque el
objeto es el color, es cada elemento que lo forma y es sobre todo, el momento en que su creador
lo crea. Un ejemplo contemporáneo de esto es lo que el arquitecto aymara Freddy Mamani, al
que ya nos referimos en un artículo anterior (Foto 3), está creando en la ciudad de El Alto, en
Bolivia. Sin ser Mamani un arquitecto en franca oposición al mestizaje y a la arquitectura
moderna, tensiona en su obra una modernidad imposible, pues sobrepone los paradigmas del
movimiento moderno y lo cruza con la decoración profusa de la tradición ornamental aymara.
Su arquitectura ha sido catalogada como “neoandina” o “cholet” en la plena tradición
epistémica de clasificación y etiquetado. Pero nosotros vemos el lado ch’ixi dentro del cual se

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propone un diálogo abiertamente conflictivo entre la arquitectura moderna y la herencia


artística indígena.

5. Conclusión
La arquitectura ch’ixi es entonces una propuesta de re-existencia ante la negación existencial
que la modernidad les ha otorgado a todas las culturas cuyas producciones no se apegan a su
canon o paradigma; una negativa que sin duda ha sido parte de la estrategia con la que se ha
podido imponer una sólo forma de ver y entender el mestizaje. Re-existir implica visibilizar
que este último no debe ser entendido como mezcla o fusión, sino como un diálogo permanente
en el que coexisten formas diversas de ser y de estar en el mundo. La arquitectura que de ello
se desprende no es entonces aquella que tradicionalmente se ha visto como reinterpretación del
espacio europeo, sino que más bien se trata de una espacialidad que se produce dentro de la
práctica dialógica ejercida entre la diversidad de formas culturales que caracterizan a una
región. La apuesta por cambiar el sentido desde dónde se gesta el fenómeno arquitectónico -y
en última instancia, la redefinición del concepto mismo- es parte de la lógica ch’ixi que intenta
reinventar el mundo latinoamericano no como una Europa reedificada, sino como una América
plural y verdaderamente mestiza.

Referencias:

De Sousa Santos, B. (2003) Crítica de la razón indolente: contra el desperdicio de la


experiencia. Bilbao: Desclée de Brouwer

Echeverría, B. (2000) La modernidad de lo barroco. México: Ediciones ERA

—— (2002). La clave barroca de la América Latina. En: Exposición en el LateinAmerika


Institut de la Freie Universität Berlin. Versión electrónica recuperado
en https://bit.ly/2X6CUMF

Moreno Villa, J. (1948) Lo mexicano en las artes plásticas. México: El Colegio de México

Puente Beccar, E. (2014) El mestizo ch’ixi. Identidades mal representadas en Yvy Maraey:
Tierra sin mal. Universidad de Leiden. Versión electrónica recuperado
en https://bit.ly/30RrQnJ

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Rivera Cusicanqui, S. (2015) Violencia e interculturalidad. Paradojas de la etnicidad en la


Bolivia de hoy. Telar: Revista del Instituto Interdisciplinario de Estudios
Latinoamericanos, Vol. 10, Nº. 15, 2015, págs. 49-70

—— (2018) Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos desde un presente en crisis. Buenos Aires:


Tinta Limón

—— (2010) Ch’ixinakax utxiwa Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores.


Buenos Aires: Tinta Limón

Notas
1 Con “facultad positiva de apropiación” queremos explicar que la apropiación del espacio puede realizarse desde una posición existencial afirmada o negada,
es decir, si la identidad desde la que se ejerce la apropiación está reafirmada socialmente, si se tiene una existencia relevante, entonces se da una apropiación
“positiva”; cuando no se reconoce la existencia de algún grupo, como por ejemplo el de los afro-descendientes mexicanos, para los cuales la apropiación
espacial se gesta más como un signo de autoafirmación y resistencia hacia el Estado que les niega ese existir.

2 Para Bolívar Echeverría, el ethos barroco “surge de ese momento en el que, jugando a ser europeos, imitando a los europeos, poniendo en escena lo europeo,
los indios asimilados montaron una representación de lo que ya no pudieron salir, representación en la que incluso nosotros nos encontramos todavía como
parte de ese proceso, de esa puesta en escena absoluta, de ese performance sin fin que significa nuestro mestizaje” (Echeverría, 2002).

3 Consideramos que lo barroco, al ser un ethos de resistencia signado por la resignación, tiende a reproducirse como salida o como una forma transitoria de
resistir. Se trata de un rechazo espontáneo a la forma permanente de dominio. Por eso este comportamiento es resignado, porque sabe que no podrá
modificar la opresión y con todo, por instantes, la rechaza.

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