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No importa las
latitudes, los idiomas, o la cultura. Tú, yo, y nosotros, debemos ser felices y tener éxito en
tantos proyectos como nos pongamos en frente. El éxito empresarial significa producir, pero,
sobre todo, no dejar de hacerlo. Guiados por nuestros líderes espirituales, nos enriquecemos
de un léxico entusiasmado de posibilidades, bendiciones y superlativos. Y eso nos está
enfermando.
El autor revisa los pensamientos de reconocidos filósofos (Freud, Arendt, Ehrenber, Deleuze,
Foucault, etc.) sobre las dolencias de la sociedad en un intento de diagnosticar lo que está
sucediendo ahora. Un buen ejemplo es su examen de las afirmaciones de Hannah Arendt de
que hemos renunciado a nuestro individualismo y nos hemos convertido en engranajes de
máquinas, lo que genera una sociedad demasiado cansada y agotada para pensar. La
contrademanda de Han es que estamos demasiado llenos de ego: tenemos como consigna ser
nuestro propio jefe y subordinar al mismo tiempo a los demás.
La tesis principal de Han parte de la diferencia entre una sociedad basada en el lenguaje de
la inmunología, denominada, por referencia a Michel Foucault, la “sociedad disciplinaria”, y
otra basada en el lenguaje neurológico, la “sociedad del rendimiento”. El surcoreano explica
este cambio de paradigma a través del concepto de inmunidad. En el siglo XX, existía una
cultura que distinguía entre lo de afuera y lo de adentro, entre el yo y el extraño. Fue un siglo
caracterizado por la noción del enemigo externo, donde el extraño aparecía como objeto
posible de ser atacado, aun cuando no resultaba peligroso, simplemente por ser otro.
Mientras que en el pasado la sociedad se regía por una disciplina inmune —entendida como
una conducta humana que asimilaba lo externo como una agresión patogénica—, la actual
sociedad del rendimiento tiene en sí misma a su mayor enemigo: nosotros. Esto significa que
antes, las personas actuaban como lo hacen los cuerpos cuando se detecta una infección:
aislando y aniquilando a la amenaza. Como resultado, cualquier cosa que no formara parte
del todo era automáticamente considerado un peligro.
Durante los primeros años del siglo XXI, la sociedad ha traído consigo una amenaza a
nuestras formas de vida. Ya no externa, sino desde adentro, en el sentido de que está integrada
en el tejido de nuestra sociedad. Ya no existe el otro viral que amenaza, sino un yo totalmente
positivo que todo lo abarca y todo lo puede lograr. Si en el pasado los estilos de vida se
centraron en prohibiciones, mandamientos y leyes, hoy han sido reemplazados por proyectos,
iniciativas y motivaciones.
El problema con este cambio es que, si bien aparentemente nos libera, en realidad solo cambia
el énfasis de control de lo externo a lo interno. Nuestro sistema inmunológico no tiene nada
que paliar, pues el daño viene desde adentro. Esto explica por qué la sociedad paradigmática
del siglo XXI ya no es considerada una infección causada por bacterias o virus, pero sí por
enfermedades neurológicas: depresión, déficit de atención e hiperactividad, trastorno de
personalidad límite, el síndrome de burnout, entre otros. Estas enfermedades definen el nuevo
panorama patológico. Acontece la depresión en el momento en que el ser humano ya no
puede más. El sujeto del rendimiento se somete a la culpa de no poder en una sociedad del
“sí puedo”. En otras palabras, se enferma de positividad. Cuando ya no nos sentimos a la
altura del desafío del “progreso” continuo, nos agotamos, y recaemos en crisis emocionales
severas.
Aquella sociedad disciplinaria del siglo XX era una sociedad de la negatividad. Su factor
dialéctico sustancial era “no deber”; es decir, no hacer lo que podemos, sino lo que la norma
nos indica que debemos hacer. En cambio, la sociedad del rendimiento tiene un factor base
positivo, que es ” yo puedo”, porque yo “debo poder”. Solo existe la noción de poder. De la
disciplina hemos pasado a la autodisciplina. El nuevo tipo humano, expuesto al exceso de
positividad, es el “animal de trabajo” (animal laborans) que se explota voluntariamente, sin
coerción. Hoy, las frases “yo soy mi jefe” o “yo soy mi propio amo” son hartamente
repetitivas. Somos tanto culpables como víctimas. Cualquiera que se encuentre atrapado en
un ambiente de trabajo estará familiarizado con la sensación de estar en una carrera sin final
a la vista, donde la única posibilidad de descansar es colapsar, exhausto.
Nos explotamos bajo el peso de una libertad que trae consigo el imperativo de un rendimiento
positivo. No hay espacio para la interrupción, para el detenerse. Al identificarnos como un
proyecto de vida, el ser humano ya no diferencia el trabajo del ocio. El amo se ha vuelto
esclavo de sí mismo. Entramos en una libertad paradójica —que se manifiesta mediante las
enfermedades neuronales— de ser libres porque sentimos que todo lo podemos hacer. Es
paradójica porque ese hacer permanente es al mismo tiempo nuestra “cárcel social”.
Pasamos entonces de una “sociedad disciplinaria” a una “sociedad del logro”, en la que
prevalece nuevas formas de violencia inmanentes al sistema. Por ser constitutivas al sistema,
no se pueden conocer como extrañas ni mucho menos generar una reacción inmunológica
violenta. Hemos dejado de ser una sociedad de control por la vigilancia para ser una sociedad
obligada por el rendimiento. El término control no termina de explicar exactamente nuestra
realidad actual, ya que, según Han, el control supone la existencia de rasgos de negatividad
y la existencia de un otro que nos controla, mientras que la obligación del rendimiento es
consustancial a la propia persona. Un ejemplo de esto es la cultura del emprendedor, tan
enraizada en nuestra forma de vida. Un culto al “hacer” y al “poder hacer”. No son nuestros
jefes quienes nos están explotando, somos nosotros quienes nos autoexplotamos, ejecutando
un comando incesante para lograr alcanzar ese sueño extraordinario.
Un tema sustancial es cómo estos factores sociales y culturales dan forma a nuestra psique y
vida espiritual. Han argumenta que las suposiciones de Freud sobre el inconsciente ahora
están desfasadas. El padre del psicoanálisis también vivió en la “sociedad disciplinaria” de
Foucault, un concepto superado según el paradigma neurológico. En dicha cultura, los
individuos se autocorregían en el intento de mantenerse en el lado correcto de los supuestos
morales: ser normales, no anormales; ser sanos, no locos; ser respetuosos a la ley, no
quebrantar las reglas. Éramos monitoreados habitualmente, como si estuviéramos viviendo
bajo una vigilancia constante que nos obliga, y eventualmente castiga ante la violación de la
norma. El factor psicoanalítico en este conexto es el superyó: esa voz interna o reguladora
que aumenta la ansiedad a medida que nos rebelamos. Pero, ahora, como sociedad del logro,
el imperativo de inhibirse ha abierto el camino a un imperativo de producirse. El “no debería”
ha sido reemplazado por el “yo puedo”. La naturaleza de las estructuras psíquicas esta
sociedad son una psique adictiva formada por el principio del placer, y al mismo tiempo,
abrumada por las heridas narcisistas que inevitablemente derivan de la incapacidad de
prosperar, lograr, florecer o triunfar.
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Finalmente, el autor prevé qué será nuestra sociedad en el futuro, a partir de los signos que
encuentra en la actualidad: la transición de la “sociedad del logro” a la “sociedad del dopaje”.
Ya no existe más esa dialéctica de la explotación externa. El obrero explotado ahora es el
emprendedor que sueña con ser millonario. Dentro de este contexto, Han propone su
particular comprensión del cansancio —reflexivo y potencialmente creativo— como
contrapunto (y salvación) del estéril y agotador cansancio de la producción del dopaje. Existe
el peligro de una rutina y fatiga que conduce a lo que él llama un “infarto del alma”, y lo que
es peor, esto es una aflicción individual que separa a las personas. En este punto, Han utiliza
el Ensayo sobre el cansancio de Peter Handke para explicar cómo cree que deberíamos
abordar el problema. Para ambos, es necesario hacer un espacio en el mundo para cambiar el
agotamiento individual por un agotamiento colectivo, uno que realmente promueva la
necesidad de negar los excesos de la positividad.
El imperativo de vivir en una sociedad del rendimiento conduce a una paradoja: producir sin
ser productivo. Cada vez más somos parte de la sociedad del dopaje, que permite a los
individuos seguir rindiendo, y nunca parar. Seguimos construyendo una sociedad de la fatiga,
un cansancio que aísla y que fragmenta. Si todos soñamos lo mismo, no tendremos la
posibilidad física ni mental para alcanzar metas tan iguales. Estamos inmersos en un ruido
incesante, que no calla, que no nos permite cansarnos, pero tampoco descansar. Eso provoca
en nosotros una fatiga crónica. Siempre tenemos a nuestro alrededor estímulos, y eso impide
un silencio necesario a nivel mental.
Nuestras vidas se reducen a tratar de ejercerlo todo, y seguir creyendo con gran vehemencia
que todo lo podemos. Nos dañamos de una manera que nos agotamos. Y lo peor: la violencia
de lo positivo no necesita hostilidad. No tiene que ser hostil para dañarnos. Prolifera en una
sociedad permisiva, por eso es más difícil identificarla y verla. Han la denomina “invisible”.
Se ha convertido en una ideología masiva, está en todas partes. Y no podemos escapar de
ella. Nos sentimos culpables al no poder hacerlo. Instauramos en nuestra determinación que,
aunque estemos deprimidos, debemos trabajar. Aunque estemos triste, debemos sonreír.
Aunque estemos desvelados, debemos terminar nuestra rutina. Porque somos posibles de
todo y nada a la vez.