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La imagen es imborrable: al hombrecillo recién recuperado de una crisis nerviosa le

recomiendan tranquilidad y una vida en calma. Va por la calle con su sombrero hongo, su
chaqueta estrecha y sus grandes zapatos, y a su lado un camión deja caer una bandera (roja,
supongo) que advertía sobre su carga larga. El hombrecillo la recoge y apura el paso
gritándole al conductor del camión mientras agita la bandera, sin notar que a su espalda se
aproxima una manifestación callejera que, rauda, lo acoge como a uno más de sus miembros
(fotograma 1). He aquí al hombrecillo, gritando en medio de una multitud con una bandera al
aire en sus manos. Por unos mágicos segundos está ahí, convertido en abanderado de la
libertad y de la búsqueda de una vida justa. Luego llega la policía y reprime con violencia a los
manifestantes. Nuestro hombrecillo, ajeno a todo, es perseguido y detenido por la ley,
acusado de ser el líder del movimiento. Nuestro hombrecillo es, claro, Charles Chaplin en
medio de Tiempos modernos.
 
Es curiosa la falta de atención que Chaplin da a Tiempos modernos en su autobiografía,
parece que con la intención de querer minimizar el impacto que esta película causó en su
momento. Feliz por volverlo a ver, el público la convirtió en un gran éxito de taquilla, pero más
allá de divertidos momentos de gran comedia, esta película es un claro testimonio de los
peligros de la sociedad capitalista industrial por completo deshumanizada, donde el ser
humano es una pieza más de la maquinaria, que cuando no funciona es reemplazada
fácilmente por otra, y donde la justicia y la ley están de lado de los poderosos. Con un
argumento episódico, la cinta despega con una significativa metáfora: un rebaño de ovejas se
difumina para dar paso a la imagen de un apretado y uniforme grupo de personas rumbo a su
trabajo en una línea de ensamblaje industrial, donde los obreros rasos realizan un trabajo
perpetuamente monótono. Como lo anticipó George Orwell en 1984, el ojo omnipresente del
amo se cierne sobre los trabajadores en un sofisticado sistema de vigilancia audiovisual,
moderno incluso para los estándares de hoy (fotograma 2).
 
En ese mismo episodio, Chaplin es víctima de una máquina de alimentación automática que
reduciría al mínimo el tiempo que los obreros dedican a comer (fotograma 3), una vieja idea
que el director tenía desde su productiva época con la Mutual en 1916. La acción cierra con la
crisis psicótica de nuestro obrero, llevado al hospital mental, del que regresa recuperado. A
partir de entonces, el vagabundo empieza a experimentar los rigores del desempleo:
encarcelado por su equivoca participación en la manifestación, encuentra en la cárcel un
hogar y, una vez libre, va a intentar regresar a ella por todos los medios a su alcance. Solo la
aparición de una joven huérfana (Paulette Goddard) y sus ansias de libertad le hacen cambiar
de idea. El panorama al que se enfrenta es desolador y el filme no nos ahorra ninguno de los
males que aquejaban a la sociedad de ese momento, males estos que hoy en día han
aumentado en vez de disminuir: huelgas, tumultos, fábricas cerradas, filas de desempleados,
hambre, la necesidad de robar, la irrupción de la drogadicción (la cocaína de la cárcel), la
perpetua actitud represora de la policía, el dolor y la muerte. Sin embargo, la actitud del
director es de alguna manera optimista y la pareja del vagabundo y la joven huérfana logra
sobrevivir, a pesar de las adversidades.
 
Dejando de lado el argumento, me parece interesante destacar que Tiempos modernos, pese
a ser una película muda con ochenta y un intertítulos diseminados en sus ochenta y cinco
minutos de duración, está también llena de efectos sonoros (ladridos, ruidos intestinales,
aplausos, silbidos), música incidental y voces humanas que salen primero de medios
electrónicos (parlantes, grabaciones, radios) y luego de su propias gargantas (gritos,
canciones) hasta el inesperado momento en que le vagabundo, luego de veintidós años de
silencio, decide hablar. Y lo hace, claro, sin traicionarse, interpretando una canción cuya letra
improvisada es una incomprensible mezcla de lenguas romances que a veces parece italiano
y por momentos francés (fotograma 4). Es Chaplin intentando adaptarse a las exigencias
técnicas y de lenguaje cinematográfico que ya para El gran dictador (1940) se ha realizado por
completo.
 
Pero había algo más. Chaplin entendía que en ese nuevo mundo no había ya espacio para su
vagabundo ingenuo y generoso. La vida era otra, más amarga, más egoísta, más difícil: los
vientos de guerra estaban por soplar. Y oír su voz era como oír su testamento, ya no lo
veríamos más, ésta sería su despedida. El personaje del barbero de El gran dictador se le
asemeja, pero no es el mismo: tiene un trabajo estable, un hogar, un credo. Con Tiempos
modernos Chaplin se despide para siempre de su alter ego, que entra en ese momento en la
inmortalidad.
 C

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