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mx La Vida de Nuestro Señor

Charles Dickens
(1812-1870)

La Vida de
Nuestro Señor
escrita especialmente para sus hijos durante los años 1846 a 1849
Prólogo a la primera edición, por Lady Dickens

"Este libro, la última obra de Charles Dickens en ser publicada, tiene un propósito e interés
individual que lo separa por completo de todo lo demás que Dickens haya escrito. Además
que trata del Asunto Divino, el manuscrito es peculiarmente personal para el novelista, y no
es tanto una revelación de su mente sino un homenaje a su corazón y la humanidad, y
también, por supuesto, a su profunda devoción por Nuestro Señor.

Fue escrito expresamente para sus hijos, veintiún años antes de su muerte, en 1849. El
simple manuscrito fue escrito a mano en su totalidad, y en ningún sentido es una versión
final, sino más bien un bosquejo. Con el fin de preservar su personalidad, el manuscrito se ha
respetado fielmente en cada detalle. Esto explica el uso variable de mayúsculas y otras
peculiaridades.

Con frecuencia, Charles Dickens solía contar la historia del Evangelio a sus hijos, e hizo
mención del Ejemplo Divino en las cartas que les escribió a ellos. Esta Vida de Nuestro Señor
fue escrita sin que se pensara en su publicación, con el fin de que su familia pudiera tener un
registro permanente de los pensamientos de su padre. Después de su muerte, este
manuscrito permaneció en posesión de su cuñada, la dama Georgina Hogarth. A su muerte,
en 1917, pasó a manos de Sir Henry Fielding Dickens.

Charles Dickens había dejado claro que él había escrito La Vida de Nuestro Señor en una
manera en la que le parecía más adecuada para sus hijos, y no para una publicación. Su hijo,
Sir Henry, se oponía a que la obra se publicara mientras él estuviera vivo, pero no veía
ninguna razón para prohibirlo después de su muerte. El testamento de Sir Henry establecía
que, si la mayoría de la familia estaba a favor de su publicación, La Vida de Nuestro Señor
debería ser dada al mundo. Fue publicada por primera vez, en forma de entregas, en marzo
de 1934.”

— Marie Dickens;
abril de 1934.
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Prólogo a la edición de 1996, por Christopher Charles Dickens

"CHARLES DICKENS escribió este librito encantador en 1849 para sus lectores más privados y
personales: sus propios hijos. Sin miras al interés por la publicidad o por el consentimiento de
sus partidarios, aquí podemos conocer sobre sus propias ideas sobre la religión cristiana
purificada, que uno siente que no sólo es para el beneficio de dichos lectores jóvenes, sino
casi como para reafirmarse a sí mismo su creencia en las Buenas Nuevas de Dios, y decir una
vez más la historia del Evangelio de una manera simple y agradable, y a la vez, directa y
precisa…

Aunque Charles Dickens se había rehusado a la publicación de este libro durante su propia
vida o durante la de sus hijos, uno de sus hijos, mi bisabuelo Sir Henry Fielding Dickens,
estableció en su testamento que después de su muerte, el libro fuera publicado con el pleno
consentimiento de la familia. Esto fue concedido y la obra fue publicada en 1934… Yo, mi
esposa Jeanne, Marie y sus hijas Catalina y Lucy esperamos que la lectura de este libro sirva
un poco de ejercicio espiritual muy especial y que la sinceridad del mensaje nos pueda llevar
a una mejor comprensión de Dios."

— Christopher Charles Dickens;


marzo de 1996
Prólogo a la traducción en español, 2015.

Adaptado directamente del Evangelio de Lucas, “La Vida de Nuestro Señor” es una paráfrasis
dickensiana sobre la vida, la obra y el ministerio de Jesucristo.

Escrito entre 1846 y 1849, el libro se terminó durante la misma época en que el novelista
escribía David Copperfield, y la obra tenía el simple fin de inculcar a sus hijos la fe y la
creencia en Dios profesada por el propio escritor. Como es propio del estilo esperado, la
narrativa exalta los temas de virtudes morales cristianas, el gran amor de Cristo por la
humanidad y Su misericordia para con “lo vil y menospreciado” de la sociedad.

Como señala Gerald Charles Dickens en su edición de 1999; 2013, tras su publicación, la
crítica literaria menospreció la obra, señalando que no podría llegar a ocupar el lugar de los
demás libros de Dickens; sin embargo, el agrado y el recibimiento del público lector hizo que
el librito se convirtiera en un best-seller en la lista del New York Times de la época.

La presente traducción, realizada a partir de una versión online en inglés, mantiene, en la


medida de lo posible, el estilo original del autor, incluyendo el uso irregular de mayúsculas, lo
que, según el caso, conlleva implicaciones particulares sobre el propósito y sentir que le
quería dar el escritor.

Todas las obras originales de Charles Dickens se encuentran en dominio público, por lo cual,
el presente traductor se permitió la libre y gratuita difusión de la obra, en espera de que sea
de gran bendición para la clase de lectores para quienes fue escrita: los niños y niñas, tanto
de cuerpo, como de espíritu.

— Omar García Pérez,


Traductor y editor de creyentesintelectuales.blogspot.com;
junio de 2015
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La Vida de Nuestro Señor


por Charles Dickens

Capítulo Uno

Mis queridos hijos, estoy muy ansioso de que ustedes sepan algo acerca de la Historia de Jesucristo,
porque todo el mundo debería saber acerca de Él. Jamás ha habido alguien tan bueno, tan comprensivo,
tan dulce, y tan empático con todas las personas que han hecho mal o que han estado enfermas o
desafortunadas, como él. Y como Él ahora está en el Cielo, a donde espero que yo vaya y que todos nos
encontremos después de morir y seamos felices por siempre juntos, jamás podrían imaginar cuan buen
lugar es el Cielo, sin saber quién era él y qué es lo él que hizo.

Él nació, hace mucho, mucho tiempo (hace casi dos mil años), en un lugar llamado Belén. Su padre y su
madre vivían en una ciudad llamada Nazaret, pero se vieron obligados, por cuestiones de trabajo, a viajar
a Belén. El nombre de su padre era José, y el nombre de su madre era María.

Y en el pueblo, que estaba muy lleno de personas que también iban allí por cuestiones de trabajo, no
había lugar para José y María en ninguna posada o casa, por lo cual, fueron a un Establo a resguardarse; y
en ese mismo establo nació Jesucristo. Allí no había cuna ni ninguna cosa parecida, así que María puso a
su bello niñito en lo que se conoce como Pesebre, que es el lugar donde comen los caballos. Y allí, él se
quedó dormido.

Mientras él estaba dormido, unos Pastores que estaban viendo Ovejas en los Campos vieron que un Ángel
de Dios, muy brillante y hermoso, venía moviéndose por el pasto acercándose hacia Ellos. Al principio,
tuvieron miedo y cayeron en la tierra escondiendo sus rostros. Pero el ángel les dijo: "Hay un niño que ha
nacido hoy en la ciudad de Belén, cerca de aquí, quien crecerá para ser tan bueno que Dios le amará
como a su propio hijo, y él le enseñará a los hombres a amarse los unos a los otros, y a no a pelearse ni
herirse mutuamente, y su nombre será Jesucristo, y la gente usará ese nombre en sus oraciones, porque
sabrán que Dios le ama, y sabrán que deben amarlo también". Y luego el ángel les dijo a los Pastores que
fueran a ese Establo y vieran al niñito en el Pesebre. Lo cual, hicieron; y allí se arrodillaron ante él
mientras él dormía, y dijeron "¡Dios bendiga a este niño!"

Ahora bien, el gran lugar de todo ese país era Jerusalén (así como Londres es el gran lugar de Inglaterra),
y en Jerusalén es donde vivió el Rey cuyo nombre era el Rey Herodes. Un día, vinieron algunos hombres
sabios, desde un país muy lejano en el Oriente, y le dijeron al Rey: "Hemos visto una Estrella en el Cielo,
que nos ayuda a saber que un niño ha nacido en Belén, el cuál será un hombre a quien todos amarán".
Cuando el Rey Herodes escuchó esto, se puso celoso, porque era un hombre malvado. Pero fingió no
serlo, y les dijo a los hombres sabios: "¿Dónde está ese niño?" Y ellos le dijeron: "No sabemos, pero
pensamos que la Estrella nos alumbrará, porque la Estrella se ha estado moviendo delante de nosotros
hasta este lugar, y ahora está quieta en el cielo". Entonces Herodes les pidió que vieran si la estrella los
alumbraría hasta donde vivía el niño, y los mandó diciéndoles que si encontraban al niño, regresaran a él.
Así que salieron, y la Estrella se movía hacia adelante, sobre sus cabezas, delante de ellos, hasta que se
detuvo en donde estaba el niño. Esto fue maravilloso, pero fue Dios quien ordenó que fuera así.

Cuando la Estrella se detuvo, los sabios entraron y vieron al


niño con María, su Madre. Ellos lo querían mucho, y le dieron
algunos regalos. Luego se fueron. Pero no regresaron con el rey
Herodes, porque pensaban que él estaba celoso (a pesar de que
él no lo había dicho). Así que se fueron, de noche, de regreso a
su propio país. Y vino un ángel, y le dijo a José y a María que
llevaran al niño a un País llamado Egipto, o que Herodes lo
mataría. Así que ellos escaparon también, en la noche: el padre,
la madre y el niño; y llegaron allí, estando seguros.

Pero después ese cruel Herodes descubrió que los sabios no habían regresado a él, y que, por lo tanto, él
no podría averiguar donde vivía este niño Jesucristo; entonces Herodes llamó a sus soldados y a sus
capitanes y les dijo que fueran y mataran a todos los niños en sus dominios que no tuvieran más de dos
años de edad. Los hombres malvados lo hicieron. Las madres de los niños corrían de un lado a otro en las
calles con sus bebés en sus brazos tratando de salvarlos y de esconderlos en cuevas y sótanos, pero fue
inútil. Los soldados con sus espadas mataron a todos los niños que pudieron encontrar. Este terrible
asesinato fue llamado el Asesinato de los Inocentes; debido a que los niños eran muy inocentes.

El rey Herodes esperaba que Jesucristo fuera uno de esos bebés. Pero Él no lo era, como bien saben
ustedes, porque Él había escapado con seguridad a Egipto. Y vivió allí, con su padre y madre, hasta que
murió el rey Herodes.
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Capítulo Dos

Cuando el rey Herodes ya estaba muerto, un ángel vino a José otra vez, y le dijo que ya podía ir a
Jerusalén y no tener miedo de lo que le pasara al niño. Así que José y María, y su Hijo Jesucristo (a
quienes a menudo se les llama La Santa Familia) viajaron hacia Jerusalén; pero al oír en el camino que el
hijo del rey Herodes era el nuevo rey, y temiendo que él también quisiera herir al niño, decidieron ir por
otro camino y fueron a vivir a Nazaret. Vivieron allí hasta que Jesucristo cumplió doce años.

Después, José y María fueron a Jerusalén a asistir a una Festividad Religiosa que se solía celebrar en
aquellos días en el Templo de Jerusalén (que era como una gran iglesia o Catedral) y llevaron a Jesucristo
consigo. Y cuando la Festividad se había terminado, se fueron de Jerusalén, de regreso a su casa propia en
Nazaret, junto con muchos de sus amigos y vecinos. Porque en aquél entonces, mucha gente solía viajar
junta, por miedo de los ladrones; los caminos no eran seguros y no estaban vigilados como ahora, y viajar
era muchísimo más difícil que hoy en día.

Viajaron durante todo un día, y nunca se dieron cuenta que Jesucristo no estaba con ellos. Dado que el
grupo de gente era tan grande; ellos pensaban que él estaba en algún lugar en medio de la gente, a pesar
de que no lo vieron. Pero cuando supieron que él no estaba allí, y temiendo que se hubiera perdido, se
regresaron a Jerusalén con gran inquietud para ir a buscarlo. Lo encontraron, sentado en el templo,
hablando de la bondad de Dios, y de cómo todos nosotros deberíamos presentarnos ante él. Estaba con
algunos hombres conocedores que eran llamados Doctores. No eran lo que ustedes entienden por la
palabra "doctores" hoy en día; ellos no trataban a las personas enfermas, sino que eran hombres
estudiosos e inteligentes. Y Jesucristo mostró tener tanto conocimiento en lo que les decía, y en las
preguntas que les hacía, que todos ellos estaban asombrados.

Cuando lo encontraron, se fue, con José y María, a su hogar en Nazaret, y vivió allí hasta los treinta o
treinta y cinco años de edad.

En ese tiempo, había un hombre que era verdaderamente muy bueno, y se llamaba Juan, que era el hijo
de una mujer llamada Elizabeth — la prima de María. Y a las personas que eran malvadas y violentas, y
que se mataban entre sí, y que no se ocupaban de sus deberes para con Dios, Juan (para enseñarles a ser
mejores) pasó por el país, predicándoles, y rogándoles que fueran mejores hombres y mejores mujeres. Y
debido a que él los amaba más que a sí mismo, y no se cuidaba a sí mismo cuando les hacía el bien, él iba
mal vestido con la piel de un camello, y comía poco: sólo algunos insectos llamados langostas, las cuales
encontraba mientras viajaba, y miel silvestre, que las abejas dejan en los árboles huecos.

Ustedes nunca han visto una langosta porque éstas viven en ese país, cerca de Jerusalén, a donde tomaría
mucho tiempo llegar. Lo mismo pasa con respecto a los camellos, pero creo que ustedes han visto un
camello, ¿no? En todo caso, a veces los traen por aquí, y si quieren ver uno, un día les mostraré uno.
Había un Río, no muy lejos de Jerusalén, llamado el Río Jordán; y en esa agua, Juan bautizaba a aquellas
personas que venían a él, y prometían ser mejores. Un gran número de personas acudían a él en
multitudes. Jesucristo también fue. Pero cuando Juan lo vio, Juan dijo: "¿Por qué debería bautizarte yo, si
tú eres mucho mejor que yo?" Jesucristo dio una respuesta: "Deja que sea así por ahora". Así que Juan lo
bautizó. Y después de que fue bautizado, el cielo se abrió, y una hermosa ave como paloma vino y bajó
volando, y se escuchó cómo la voz de Dios, hablando desde arriba en el Cielo, dijo: "¡Este es mi Hijo
amado, en quien tengo alegría!"

Después, Jesucristo fue a una región salvaje y preciosa llamada desierto, y allí permaneció cuarenta días y
cuarenta noches, orando para que él pudiera ser de utilidad para los hombres y las mujeres, y les enseñara
a ser mejores, para que después de sus muertes, pudieran ser feliz en el Cielo.

Cuando salió del Desierto, comenzó a curar a las personas enfermas solamente poniendo la mano sobre
ellas, porque Dios le había dado poder para sanar a los enfermos y para dar la vista a los ciegos, y para
hacer muchas cosas maravillosas y solemnes, las cuales les contaré en un rato, y que son conocidas como
Los Milagros de Cristo. Me gustaría que recuerden esa palabra, porque voy a utilizarla de nuevo, y me
gustaría que sepan que significa algo que es muy maravilloso y que no se podría hacer sin el permiso y la
ayuda de Dios.

El primer milagro que hizo Jesucristo fue en un lugar llamado Caná,


adonde fue a una fiesta de bodas con María, su Mamá. No había vino, y
María se lo dijo. Sólo había seis recipientes de piedra llenos de agua. Pero
Jesús convirtió el agua en vino, tan sólo levantando su mano; y todos los
que estaban allí, bebieron de ella.

Porque Dios le había dado a Jesucristo el poder para hacer maravillas


como estas, y él las hizo. Esa gente pudo saber que él no era un hombre
común, y que podrían creer lo que él les enseñara, y también creer que
Dios lo había enviado. Y mucha gente, al escuchar esto, y al oír que
curaba a los enfermos, comenzó a creer en él, y grandes multitudes lo
seguían en las calles y en las carreteras, a donde quiera que él fuera.
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Capítulo Tres

Para que pudiera haber algunos hombres buenos que caminaran junto a Él, enseñándole a la gente,
Jesucristo escogió a doce hombres pobres para que fueran sus acompañantes. Éstos doce son llamados Los
apóstoles o los Discípulos, y él los escogió de entre los Hombres Pobres, con el fin de que los Pobres
supieran (por siempre, después de eso, en todos los años siguientes), que el Cielo fue hecho para ellos
tanto como para los prósperos, y que Dios no hace diferencia entre aquellos que usan buena ropa y
aquellos que van descalzos y usan harapos. Las criaturas que viven más desdichadas, las más feas,
deformes, desafortunadas, serán Ángeles brillantes en el Cielo si son buenos aquí en la tierra. Nunca
olviden esto cuando crezcan. Nunca sean orgullosos o severos, mis queridos, con ningún hombre pobre,
mujer o niño. Si ellos llegaran a ser malos, piensen en que hubieran sido mejores si hubieran tenido
amigos amables, y buenas casas, y si les hubiera enseñado mejor. Así que, siempre traten de hacerlos
mejores, persuadiéndolos con amables palabras; y siempre traten de enseñarles y de aliviarlos si pueden.
Y cuando la gente hable mal de los Pobres y de los Miserables, piensen en cómo Jesucristo iba entre ellos
y les enseñaba y los creía dignos de su cuidado. Y siempre tengan compasión de ellos y piensen en ellos
tanto como les sea posible.

Los nombres de los Doce apóstoles eran: Simón Pedro, Andrés, Jacobo, hijo de Zebedeo, Juan, Felipe,
Bartolomé, Tomás, Mateo, Jacobo hijo de Alfeo, Judas Tadeo, Simón y Judas Iscariote. Este último
después traicionó a Jesucristo, como ya escucharán en un rato.

Los cuatro primeros de estos, eran pescadores pobres que estaban sentados en sus botes, por la orilla del
mar, reparando sus redes, cuando Cristo pasó. Él se detuvo, y entró en el bote de Simón Pedro, y le
preguntó si había atrapado muchos peces. Pedro dijo que no; a pesar de que habían trabajado toda la
noche con sus redes, no habían pescado nada. Cristo dijo: "echen la red una vez más". Así lo hicieron, e
inmediatamente se llenaron completamente de peces, lo que incluso requirió la fuerza de muchos
hombres (que vinieron y les ayudaron) para sacarlos del agua, y aun así, fue algo muy difícil de hacer.
Este fue otro de los milagros de Jesucristo.

Entonces Jesús dijo: "Vengan conmigo", y, enseguida, ellos lo siguieron. Y a partir de ese momento, los
Doce discípulos o apóstoles estarían siempre con él.

Como una gran multitud de personas lo seguía, y deseaban que él les enseñara, él subió a una Montaña y
allí les predicó, y les dio, con sus propios labios, las palabras de esa Oración que comienza con " Padre
nuestro que estás en el Cielo", que ustedes dicen cada noche. Se llama La Oración del Señor, porque fue
dicha por primera vez por Jesucristo, y porque él mandó a sus discípulos a orar con estas palabras.

Cuando bajó de la Montaña, se le acercó un hombre con una terrible enfermedad llamada lepra. Era
común en aquellos tiempos, y los que estaban enfermos con eso, eran llamados leprosos. Este leproso se
arrodilló a los pies de Jesucristo, y le dijo: "¡Señor! ¡Si quieres, puedes limpiarme!" Jesús, siempre lleno de
compasión, extendió su mano, y le dijo: "¡Lo haré! ¡Sé limpio!" Y su enfermedad se fue inmediatamente, y
fue sanado.

Siendo seguido, a donde quiera que iba, por grandes multitudes de personas, Jesús fue junto con sus
discípulos a una casa a descansar. Mientras estaba sentado adentro, unos hombres llevaron en una cama, a
un hombre que estaba muy enfermo de lo que se llama parálisis, lo cual hacía que temblara desde los pies
a la cabeza, y que no pudiera pararse, ni moverse. Pero la multitud estaba obstruyendo la puerta y las
ventanas, y debido a que no podían acercarse a Jesucristo, esos hombres subieron al techo de la casa, que
era bajo, y por el tejado en la parte superior, bajaron la cama que tenía al enfermo, en la habitación donde
Jesús estaba sentado. Cuando Jesús lo vio, lleno de compasión, dijo: "¡Levántate! ¡Toma tu camilla y vete a
tu casa!" Y el hombre se levantó y se fue bastante sano, bendiciéndolo y dándole gracias a Dios.

También había un Centurión allí, o un oficial al mando de los Soldados, que vino a verlo, y le dijo,
"¡Señor! Mi sirviente está acostado en mi casa, muy enfermo". Jesucristo respondió, "Yo iré y lo curaré".
Pero el Centurión dijo "¡Señor! No soy digno de que Tú vengas a mi casa. Sólo di la palabra, y yo sé que él
sanará". Enseguida, Jesucristo, contento de que el Centurión creyera en él con tanta seguridad, dijo "¡Que
así sea!" Y el sirviente estuvo bien a partir de ese momento.

Pero de todas las personas que venían a verlo, ninguna estaba tan llena de dolor y angustia, como un
hombre que era un Gobernante o Magistrado sobre mucha gente, y así, él juntó fuerte las manos y gritó,
y dijo: "¡Oh Señor, mi hija, mi hermosa, buena, e inocente hija, está muerta! ¡Oh! ¡Ven a ella, ven a ella, y
pon Tu mano bendita sobre ella, y yo sé que ella volverá a vivir y tendrá vida otra vez, y esto me hará
feliz a mí y a su madre! ¡Oh Señor, la amamos tanto, la amamos tanto… y ahora está muerta!"

Jesucristo se fue con él, y lo mismo hicieron sus discípulos, y fueron a su casa, donde los amigos y vecinos
lloraban en la habitación donde estaba la pobre chica muerta, y donde música suave se estaba tocando,
como solía hacerse en aquellos días cuando la gente moría. Jesucristo, mirándola, dijo con tristeza, para
consolar a sus pobres padres: "No está muerta. Está dormida". Entonces mandó a que la gente que estaba
allí dejara sola esa habitación, y, acercándose a la niña muerta, la tomó de la mano, y ella se levantó, muy
sana, como si sólo hubiera estado dormida. ¡Oh, qué gusto debieron haber tenido sus padres cuando
pudieron volver a tenerla en sus brazos, y besarla, y agradecer a Dios, y a Jesucristo su hijo por tan grande
misericordia!

Pero él siempre fue misericordioso y tierno. Y debido a que hizo tanta Bondad, y enseñó a la gente acerca
del amor de Dios y de cómo tener la esperanza de ir al Cielo después de la muerte, fue llamado Nuestro
Salvador.
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Capítulo Cuatro

En aquel país donde Nuestro Salvador realizó sus milagros, había ciertas personas que eran llamadas
Fariseos. Ellos eran muy orgullosos, y creían que nadie era bueno excepto ellos mismos; y todos ellos
tenían miedo de Jesucristo, porque él le enseñaba mejor a la gente. Éstos eran judíos, dado que la mayoría
de los habitantes de ese país eran judíos.

Una vez, cuando Nuestro Salvador caminaba en los campos con sus discípulos en un domingo (que los
Judíos llamaban, y todavía llaman, el Sabbat), reunían algunos elotes de maíz que crecían por allí, para
comer. Los fariseos decían que esto estaba mal, y, de la misma manera, cuando nuestro Salvador entró a
una de sus iglesias (que llamaban Sinagogas) y miró compasivamente a un hombre pobre que tenía la
mano muy seca y desgastada, dijo a estos fariseos "¿Está bien curar a las personas en domingo?" Nuestro
Salvador respondió por ellos diciendo: "Si alguno de ustedes tuviera una oveja y ésta cayera en un hoyo,
¿no la sacarían, sólo porque esto pasara en domingo? ¡Y cuán mejor es un hombre que una oveja! "
Entonces le dijo al pobre hombre: "¡Extiende tu mano!" Y ésta se curó de inmediato, y se volvió suave y
útil como la otra. Así que Jesucristo les dijo "Siempre pueden hacer el bien, no importa qué día sea".

Había una ciudad llamada Naín, a la que Nuestro Salvador fue poco después de esto, seguido por un gran
número de personas, y en especial por aquellos que tenían conocidos enfermos, o amigos, o niños. Porque
ellos llevaban enfermos a las calles y a las carreteras por donde pasaba, y clamaban a él para que los
tocara, y cuando él lo hacía, ellos se ponían bien. Avanzando, en medio de esa multitud, y cerca de la
Puerta de la ciudad, Él se encontró con un funeral. Era el funeral de un hombre joven que era llevado en
lo que se llama féretro, el cual estaba abierto, como era costumbre en ese país y como ahora lo es en
muchas partes de Italia. Su pobre madre iba detrás del féretro, y lloraba mucho, porque no tenía otro
hijo. Cuando Nuestro Salvador la vio, su corazón se conmovió al ver que se lamentaba así, y dijo: "¡No
llores!" Entonces, los que cargaban el féretro estaban aún de pie, él se acercó hasta allí, y lo tocó con su
mano, y dijo: "¡Joven! ¡Levántate!" El hombre muerto volvió a tener vida, y, con el sonido de la Voz del
Salvador, se levantó y comenzó a hablar. Y Jesucristo lo dejó con su madre. ¡Ah que felices fueron! — Se
fueron.

En esos momentos, la multitud ya era tan grande que Jesucristo se fue a la orilla del agua, para irse en un
bote, a un lugar más retirado. Y en el bote, Él se quedó dormido, mientras sus Discípulos estaban sentados
en la cubierta. Mientras seguía durmiendo, surgió una tormenta violenta, por lo que las ondas se
apoderaron de la embarcación, y el viento fuerte la agitaba y la sacudía, de tal manera que ellos pensaban
que se hundirían. En su miedo, los discípulos despertaron a Nuestro Salvador, y le dijeron: "¡Señor!
¡Sálvanos, o estaremos perdidos!" Él se puso de pie y levantando el brazo, le dijo al Mar oleante y al
viento silbante, "¡Estense en paz! ¡Quédense quietos!" Y, al instante, el clima se calmó y se volvió
agradable, y el bote ya iba con seguridad, a través de las aguas tranquilas.
Cuando llegaron al otro lado de las aguas, tuvieron que pasar por un
cementerio rural y solitario que estaba afuera de la Ciudad a la que se
dirigían. Todos los cementerios estaban fuera de las ciudades en
aquella época. En ese lugar, había un loco terrible que vivía entre las
tumbas, y gritaba todo el día y la noche, para asustar a los viajeros
que lo escuchaban.

Habían tratado de encadenarlo, pero el loco había roto sus cadenas,


era muy fuerte, y se lanzaba a sí mismo sobre las piedras afiladas, y se
cortaba a sí mismo de la manera más espantosa; llorando y gritando
todo el tiempo. Cuando este pobre hombre vio a Jesucristo desde
muy lejos, exclamó: "¡Es el hijo de Dios! ¡Oh hijo de Dios, no me
atormentes!" Jesús, acercándose a él, percibió que era atormentado
por un Espíritu Maligno, y sacó la locura fuera del loco, hacia un hato
de cerdos (o puercos) que eran alimentados cerca de ahí y que se
echaron a correr directamente a un barranco que conducía al mar y fueron hechos pedazos.

Por otra parte, Herodes, el hijo de aquel rey cruel que asesinó a los Inocentes, reinando sobre la gente de
allí, y oyendo que Jesucristo hacía aquellas maravillas, y que estaba dando la vista a los ciegos y haciendo
que los sordos escucharan y los mudos hablaran, los cojos caminaran, y que era seguido por multitudes y
multitudes de personas; Herodes, al oír esto, dijo: "Este hombre es compañero y amigo de Juan el
Bautista". Juan era el hombre bueno, ustedes recuerdan, que llevaba una prenda hecha de pelo de camello
y comía miel silvestre. Herodes lo había hecho un Prisionero, porque él enseñaba y predicaba a la gente,
y ahora lo tenía encerrado en las prisiones de su Palacio.

Mientras Herodes estaba con ese humor de enojado contra Juan, llegó su cumpleaños, y su hija, Herodías,
que era una hábil bailarina, bailó delante de él para complacerlo. Ella le agradó tanto al rey que él le hizo
un juramento de que le daría todo lo que ella pidiera. "Entonces," dijo ella, "papá, dame la cabeza de Juan
el Bautista en un plato". Porque odiaba a Juan, y era una mujer cruel y malvada.

El rey lo lamentaba, porque aunque tenía a Juan como prisionero, no deseaba matarlo, pero después de
haber jurado que él le daría lo que ella pidiera, envió algunos soldados hacia abajo a la prisión, con las
instrucciones de cortar la cabeza de Juan el Bautista, y de dársela a Herodías. Eso hicieron, y se la
llevaron, como ella lo había dicho, en una bandeja plateada, que era un tipo de plato. Cuando Jesucristo
escuchó a los apóstoles hablar sobre esa acción tan cruel, salió de esa ciudad, y se fue con ellos a otro
lugar, después de haber enterrado en privado el cuerpo de Juan en la noche.
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Capítulo Cinco

Uno de los Fariseos rogó a Nuestro Salvador que fuera a su casa, y cenara con él. Y mientras nuestro
Salvador estaba sentado, comiendo en la mesa, se arrastró en la habitación a una mujer de esa ciudad que
había llevado una vida mala y con pecados, y estaba avergonzada de que el Hijo de Dios la viera, y sin
embargo, ella confiaba tanto en la bondad de él, y en su compasión por todos los que, después de haber
hecho mal, lo lamentan verdaderamente en sus corazones, que, poco a poco, ella se fue acercando detrás
del asiento en el que él estaba sentado, y se dejó caer a sus pies, y los mojó con sus tristes lágrimas, y
luego los besó y los secó con su pelo largo, y los frotó con una pomada perfumada que había traído con
ella en una caja. Su nombre era María Magdalena.

Cuando el Fariseo vio que Jesús permitió que esa mujer lo tocara, pensó dentro de sí mismo que Jesús no
sabía lo malvada que ella había sido. Pero Jesucristo, quien conocía sus pensamientos, le dijo: "Simón”,
(porque ese era su nombre) "…si un hombre tuviera deudores, uno de los cuales le debía quinientos
denarios, y otro de los cuales le debía sólo cincuenta peniques, y él les perdona a ambos sus deudas, ¿a
cuál de esos dos deudores piensas que amará más?" Simón contestó: "Supongo que a aquél a quien
perdonó más". Jesús le dijo que estaba en lo cierto, y le dijo: "Como Dios perdona a esta mujer tanto
pecado, pienso que ella lo amará a Él más". Y entonces le dijo a ella: "¡Dios te perdona!" La gente que
estaba presente se preguntaba si Jesucristo tendría el poder de perdonar los pecados, pero Dios sí se lo
había dado a Él. Y la mujer, dándole gracias por toda su misericordia, se fue.

De esto, aprendemos que siempre debemos perdonar a quienes nos han hecho cualquier daño, cuando
vienen a nosotros y nos dicen que lo lamentan de verdad. Incluso si no vienen y lo dicen, aun así,
tenemos que perdonarlos, y nunca odiarlos ni ser severos con ellos, si es que esperamos que Dios nos
perdone a nosotros.

Después de esto, hubo una gran fiesta de Judíos, y Jesucristo fue a Jerusalén. Había en ese lugar, cerca del
mercado de ovejas, una piscina o estanque, llamado Betesda, que tiene cinco puertas que llevaban allí; y
en la época del año en que la fiesta tenía lugar, un gran número de personas enfermas y paralizadas iba a
esa piscina para bañarse en ella; creyendo que un ángel venía y agitaba el agua, y que el primero que
entrara después del Ángel lo hiciera, sería curado de cualquier enfermedad que él o ella tuviera, sin
importar cual fuera. Entre estas personas pobres, había un hombre que había estado enfermo desde hace
treinta y ocho años; y le dijo a Jesucristo (quien se apiadó de él cuando lo vio acostado en su cama, sólo,
sin nadie que le ayudara) que nunca podría ser sumergido en la piscina, debido a que estaba tan débil y
enfermo que no podía moverse para llegar allí. Nuestro Salvador le dijo: " toma tu camilla y vete". Y él se
fue, ya bastante sano.

Muchos Judíos vieron esto; y cuando lo vieron, odiaron a Jesucristo aún más; sabiendo que la gente, que
era enseñada y se curaba por medio de él, no iba a creerle a sus Sacerdotes, quienes le decían a la gente lo
que no era cierto, y los engañaba. Así que se dijeron unos a otros que Jesucristo debe ser asesinado,
porque curaba a la gente en el día de reposo (lo cual estaba en contra de su estricta ley) y porque se
llamaba a sí mismo el Hijo de Dios. Y trataron de juntar enemigos contra él, y de influir a la multitud en
las calles para que Él fuera asesinado.

Pero la multitud lo seguía a Él adonde quiera que él iba, bendiciéndolo, y orando para que pudieran ser
enseñados y sanados; porque ellos sabían que Él no hacía nada que no fuera bueno. Jesús fue con sus
discípulos sobre un lago, llamado el Lago de Tiberiades y al sentarse con ellos en una ladera de la colina,
vio un gran número de estas personas pobres que esperaban abajo, y dijo al apóstol Felipe. "¿De dónde
conseguiremos pan para que coman y se refresquen, después de su largo viaje?" Felipe le respondió:
"Señor, ni doscientos peniques para comprar pan serían suficiente para tanta gente, y no tenemos
ninguno." "Sólo tenemos", dijo otro apóstol — Andrés, Simón, hermano de Pedro — "cinco panes de
cebada y dos peces pequeños, que pertenecen a un muchacho que está entre nosotros. ¿Qué son éstos,
entre tanta gente?". Jesucristo dijo: "¡Que todos se sienten!" Lo hicieron, habiendo una gran cantidad de
pasto en aquel lugar. Cuando todos estuvieron sentados, Jesús tomó el pan, y levantando los ojos al cielo,
lo bendijo, y lo partió y se lo repartía en pedazos a los apóstoles, quienes se los entregaban a la gente. Y
de esos cinco pequeños panes y dos peces, cinco mil hombres, además de las mujeres y los niños,
comieron, y comieron lo suficiente; y cuando todos estuvieron satisfechos, se juntaron doce cestas llenas
de lo que quedaba. Este fue otro de los Milagros de Jesucristo.

Nuestro Salvador, entonces, envió lejos a sus discípulos en una barca a través del agua, y dijo que los
alcanzaría dentro de poco, cuando se hubiera despedido de la gente. La gente, estando unida, permaneció
con él para orar; de manera que la noche llegó, y los discípulos seguían remando en el agua en su barca,
preguntándose cuando vendría Cristo. Ya tarde esa noche, cuando el viento les era contrario y las olas
estaban elevándose, vieron que Él venía hacia ellos caminando sobre el agua, como si ésta fuera tierra
seca. Al verlo, se asustaron, y gritaron, pero Jesús dijo, "Soy yo, ¡No tengan miedo!" Pedro, sacando la
valentía, dijo: "Señor, si eres tú, haz que yo pueda ir hacia ti sobre las aguas." Jesucristo dijo: "¡Ven!"
Entonces Pedro caminaba hacia Él, pero al ver las olas furiosas, y al escuchar el rugido fuerte viento, tuvo
miedo y comenzó a hundirse, y lo habría hecho, pero Jesús lo tomó de la mano y lo llevó a la barca.
Entonces, de un momento a otro, el viento se disipó; y los discípulos se decían unos a otros: "¡Es verdad!
¡Él es el Hijo de Dios! "

Jesús hizo muchos milagros más después de que esto sucedió, y curaba a los enfermos en gran número;
haciendo que los cojos andaran, y que los mudos hablaran y que los ciegos vieran. Y al estar de nuevo
rodeado de una gran multitud que estaba débil y hambrienta, y que había estado con él durante tres días
comiendo poco, tomó de sus discípulos siete panes y unos pocos peces, y otra vez lo repartió para la gente
que eran cuatro mil en número. Todos comieron, y comieron lo suficiente; de lo que quedaba, se
juntaron hasta siete canastas llenas.

Entonces Él separó a sus discípulos y los envió a muchos pueblos y aldeas, enseñando a la gente, y
dándoles poder para curar, en el nombre de Dios, a todos los que estaban enfermos. Y en este tiempo, él
comenzó a decirles (porque él sabía lo que pasaría) que tenía que llegar un día en que regresara a
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Jerusalén donde iba a sufrir mucho, y a donde sin duda sería asesinado. Pero él les dijo que al tercer día
después de su muerte, él se levantaría de la tumba, y subiría al cielo, donde se sentaría a lado derecho de
Dios, implorando el perdón de Dios a los pecadores.
Capítulo Seis

Seis días después del último milagro de los panes y los peces, Jesucristo subió
a un Monte alto, con sólo tres de los Discípulos — Pedro, Santiago y Juan. Y
mientras él estaba hablándoles allí, de repente su rostro comenzó a brillar
como si fuera el Sol, y la bata que llevaba, que era blanca, brillaba y brillaba
como la plata centellante, y se puso de pie ante ellos como si fuera un ángel.
Una nube brillante los cubrió al mismo tiempo; y a una voz, hablando desde
la nube, se le oyó decir: "Este es mi Hijo amado en quien tengo
complacencia. ¡Escúchenlo a Él!" A lo cual, los tres discípulos cayeron
arrodillados y se cubrieron el rostro, teniendo miedo.

A esto se conoce como la Transfiguración de Nuestro Salvador.

Cuando hubieron bajado de este monte, y estuvieron entre las personas otra vez, un hombre se arrodilló
a los pies de Jesucristo, y le dijo: "Señor, ten misericordia de mi hijo, que está loco y no puede ayudarse a
sí mismo, y, a veces cae en el fuego, y a veces en el agua, y se llena de cicatrices y llagas. Algunos de tus
discípulos han tratado de curarlo, pero no pudieron". Nuestro Salvador curó al niño inmediatamente; y
dirigiéndose a sus discípulos les dijo que no habían sido capaces de curarlo por sí mismos, porque no
creyeron en Él tan verdaderamente como él había esperado.

Los discípulos le preguntaron: "Maestro, ¿quién es el


mayor en el reino de los cielos?" Jesús llamó a un niño
hacia él, y lo tomó en sus brazos y lo puso en medio de
ellos, y respondió: "un niño como éste. Les digo que
nadie, sino sólo los que son tan humildes como niños,
entrarán en el Cielo. Cualquiera que reciba a un niño
como éste en mi nombre, me recibe a mí; pero
cualquiera que hiere a uno de ellos, sería mejor que tal
persona tuviese una piedra de molino atada al cuello y
se hundiera en lo profundo del mar. Todos los ángeles
son como niños". Nuestro Salvador amaba al niño, y
amaba a todos los niños. Sí, y a todo el mundo. Nadie ha amado a toda la gente tan bien y con tan verdad
como Él lo hizo.

Y dijo a sus discípulos esta historia — Él dijo, que había una vez un Sirviente que le debía su amo una
gran cantidad de dinero, y que no podía pagarlo, a lo cual, el Amo, estando muy enojado, iba a haber que
este sirviente fuera vendido como Esclavo. Pero el sirviente se arrodilló y al pedir perdón a su Amo con
gran dolor, fue perdonado por el Amo. Ahora bien, este mismo sirviente tenía un subordinado que le
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debía cien denarios, y en vez de ser amable y perdonar a ese pobre hombre (tal como su Amo había
hecho con él), lo puso en la cárcel debido a la deuda. Su amo, al enterarse, se acercó a él, y le dijo: "Oh
sirviente malvado, yo te perdoné. ¿¡Por qué tu no perdonas a tu compañero!?" Y porque no lo había
hecho, su Amo lo echó fuera con una gran miseria. "De manera que," dijo nuestro Salvador, "¿¡cómo
pueden esperar que Dios los perdone, si ustedes no perdonan a los demás!?" Este es el significado de esa
parte de la oración del Señor, en la que decimos "perdona nuestras ofensas" — esa palabra significa faltas
o errores — "como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden".

Y él les contó otra historia, y dijo: "Una vez había cierto granjero que tenía una viña y salió temprano en
la mañana y acordó con algunos obreros para que ellos trabajaran allí todo el día, por un penique. Y bye
bye; cuando era tarde, salió otra vez y acordó con otros cuantos trabajadores en los mismos términos, y
bye bye; salió de nuevo; y así sucesivamente, varias veces, hasta la tarde. Cuando el día había terminado,
y todos vinieron a que se les pagara, los que habían trabajado desde la mañana se quejaron de que los que
no habían comenzado a trabajar hasta la tarde del día tenían el mismo dinero que ellos mismos, y dijeron
que no era justo. Pero el Maestro, dijo: "Amigo, yo acordé contigo que sería un penique; ¿y acaso es
menos dinero para ti, solo porque yo doy el mismo dinero a otro hombre?".

Nuestro Salvador quería enseñarles con esto, que las personas que han hecho más bien durante toda su
larga vida, se van al cielo después de morir. Pero que, no obstante, aquellas personas que habiendo sido
malas, a causa de su estado lamentable o por no tener padres y amigos que cuidaran de ellas cuando eran
jóvenes, y que realmente se arrepienten al final de sus vidas, y suplican a Dios que las perdone, serán
perdonadas e irán al cielo también. Él enseñó a sus discípulos con estas historias, porque sabía que a la
gente le gustaría escuchar, y recordaría mejor lo que Él dijo, si lo decía de esa manera. Se llaman
parábolas— y me gustaría que recordaran esa palabra, ya que pronto tendré otras cuantas de esas
parábolas de las cuales contarles.

La gente escuchaba todo lo que nuestro Salvador decía, pero no se ponía de acuerdo acerca de Él. Los
fariseos y otros Judíos habían hablado con algunos de ellos en contra de Él, y algunos de ellos estaban
dispuestos a hacerle daño e incluso asesinarlo. Pero, en ese momento, tenían miedo de hacerle daño
alguno, debido a su bondad, y Su apariencia tan divina y grandiosa — a pesar de que iba vestido con
mucha sencillez, casi como las gente pobre — que apenas podían aguantar mirarlo a los ojos.

Una mañana, estaba sentado en un lugar llamado el Monte de los Olivos, enseñándole a las personas que
estaban todas agrupadas en torno a Él, escuchándolo y aprendiendo atentamente, cuando de pronto se
oyó un gran ruido, y una multitud de fariseos, y algunas otras personas como ellos, llamados escribas,
llegaron corriendo, con grandes alaridos y gritos, arrastrando entre ellos a una mujer que había hecho
mal, y todos ellos gritaban juntos: "¡Maestro! Mira a esta mujer. La ley dice que será apedreada hasta que
muera, ¿pero qué dices tú? ¿Qué dices?"

Jesús miró a la multitud ruidosa con atención, y sabía que ellos habían venido a hacerle para decir que esa
ley estaba mal y era cruel; y que si Él decía eso, lo tomarían como un cargo contra él y lo matarían. Ellos
estuvieron avergonzados y temerosos cuando Él los miró a la cara, pero todavía gritaron, "¡Ven! ¿Qué
dices tú Maestro? ¿Qué te parece?".

Jesús se inclinó hacia abajo y con el dedo escribió en la arena del suelo: " El que esté libre de pecado, que
arroje la primera piedra contra ella". Mientras ellos leían esto, mirando por sobre de los hombros de unos
y otros, y mientras Él les repetía estas palabras, ellos se fueron retirando uno por uno, avergonzados,
hasta que un solo un hombre de toda la ruidosa multitud se quedó allí; y solo Jesucristo y la mujer, que
ocultaba su rostro con sus manos, se quedaron.

Entonces Jesucristo dijo: "Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿No te ha condenado ningún
hombre?" Ella respondió, temblando, "¡No Señor!" Entonces, nuestro Salvador dijo: "Ni yo te condeno.
¡Vete, y no peques más!"
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Capítulo Siete

Cuando Nuestro Salvador estaba sentado enseñando a la gente y


respondiendo a sus preguntas, un cierto abogado se puso de pie y dijo:
"Maestro ¿qué haré, para que yo pueda vivir de nuevo en la alegría
después de mi muerte?" Jesús le dijo: "El primer mandamiento de todos
es: el Señor nuestro Dios es el único Señor, y tienes que amar al Señor
tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu mente y con todas tus
fuerzas. Y el segundo mandamiento es semejante a éste: Ama a tu
prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos".

Luego, el abogado le dijo: "Pero, ¿quién es mi prójimo? Dime para que


yo sepa." Jesús respondió en esta parábola:

"Había una vez un viajero", dijo, "que viajaba desde Jerusalén a Jericó, y
cayó en manos de Ladrones, y éstos le robaron su ropa, y lo hirieron, y
se fueron, dejándolo medio muerto en el camino. Un sacerdote pasaba
por allí, mientras el pobre hombre estaba tendido allí; lo vio, pero no le hizo caso, y siguió su camino
hacia el otro lado. Otro hombre, un Levita, iba caminando por el mismo camino, y también lo vio, pero
solo se limitó a mirarlo por un momento, y luego también siguió su camino. Pero un Samaritano que
venía viajando a lo largo de ese camino, tan pronto como lo vio, tuvo compasión de él, y vistió sus heridas
con aceite y vino, y lo puso sobre el animal que él mismo montaba, y lo llevó a una posada, y a la mañana
siguiente, sacó de su bolsillo dos peniques y se los dio al Propietario, diciendo: "cuide de él y todo lo que
se gaste al hacer esto, yo se lo pagaré cuando venga por aquí de nuevo." “Ahora bien, ¿cuál de estos tres
hombres", dijo nuestro Salvador al abogado, "¿crees que debería ser llamado el prójimo del que cayó en
manos de los ladrones?" El abogado le dijo: "El hombre que mostró compasión de él." "Es cierto",
respondió nuestro Salvador, "¡ve tú y has lo mismo! Ten compasión de todos los hombres. Porque todos
los hombres son sus vecinos y hermanos".

Y les dijo esta parábola, cuyo significado es que nunca debemos ser orgullos ni pensar que somos
demasiado buenos delante de Dios, mas siempre debemos ser humildes. Él dijo: “Cuando los inviten a una
fiesta o a una boda, no se sienten en el mejor lugar, no sea que venga un hombre más honrado y les pida
el asiento. Mas siéntense en el lugar de hasta atrás y así uno mejor les será ofrecido si es que lo merecen.
Porque cualquiera que se exalte a sí mismo será humillado, y cualquiera que se humille a sí mismo será
exaltado.”

Él también les contó esta parábola: “Había un cierto hombre que preparaba una gran cena, e invitó a
mucha gente, y envió a su Siervo cuando la cena estaba ya lista, para decirles a aquellos que estarían
esperando. Tras esto, ellos inventaron excusas. Uno dijo que había comprado un pedazo de terreno y que
tenía que ir a verlo. Otro, que había comprado cinco yuntas de bueyes, y debía ir y probarlas. Otro, que
se acababa de casar y no podía venir.

Cuando el Maestro de la casa escuchó esto, se enfureció y le dijo al siervo que fuera a las calles y a los
caminos altos y entre los setos, e invitara a los pobres, a los cojos, a los mutilados y a los ciegos a la cena
en su lugar”.

El significado de que Nuestro Salvador les contara esta Parábola es que aquellos que están demasiado
ocupados con sus propias ganancias y placeres como para pensar en Dios y hacer lo que es bueno no
encontrarán ese favor con él, a diferencia de los enfermos y miserables.

Aconteció que nuestro Salvador, estando en la ciudad de Jericó, vio que, mirando hacia abajo por sobre
de las cabezas de la multitud, desde un árbol al que había escalado con ese propósito, había un hombre
llamado Zaqueo que era considerado un hombre muy común y un Pecador, pero a quien Jesucristo llamó,
mientras Él pasaba, diciéndole que comería con él en su casa ese día. Aquellos hombres orgullosos, los
Fariseos y los Escribas, al oír esto, murmuraron entre sí, y dijeron “él come con Pecadores”. En respuesta
a ellos, Jesús contó esta Parábola, que es usualmente llamada “La Parábola del Hijo Pródigo”:

“Había una vez un hombre”, les dijo, “que tenía dos hijos: y el más joven de ellos dijo un día: Padre, dame
mi herencia de tus riquezas ahora mismo, y déjame ir para que haga lo que me plazca. El padre concedió
su petición y el hijo se fue lejos con su dinero a un país distante, y pronto lo gastó en una vida de
despilfarro.

Cuando lo había gastado todo, llegó un momento en todo ese país en que hubo gran angustia pública y
hambruna por la cual no había pan, y en la cual, el maíz y el pasto, y todas las cosas que crecen en la
tierra se secaron y se marchitaron. El Hijo Pródigo cayó en dolor y hambre que se alquiló a sí mismo
como esclavo para alimentar a los puercos en los campos, y él hubiera estado feliz de tan solo comer las
gruesas cáscaras con las que los puercos eran alimentados, pero su amo no le daba ni una. En su dolor, se
dijo a sí mismo: “¡Cuántos de los siervos de mi padre tienen suficiente pan, y de sobra, mientras yo
perezco aquí con hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: “¡Padre!, ¡he pecado contra el Cielo y
contra ti, y ya no soy digno de ser llamado Tu hijo!”

Y pronto él viajó otra vez, con gran dolor y tristeza y dificultad, a la casa de su padre. Cuando él todavía
estaba a lo lejos, su padre lo vio y supo que andaba en medio de todos sus andrajos y miseria y corrió
hacia él, y lloró, y se echó a su cuello y lo besó. Y le dijo a sus siervos que vistieran a su pobre y
arrepentido Hijo con las mejores prendas, y que hicieran una gran fiesta para celebrar su regreso, lo cual,
fue hecho, y ellos empezaron a celebrar.

Pero su Hijo mayor, que había estado en el campo y no sabía nada acerca del regreso de su hermano, al
venir a casa y escuchar la música y la Danza, llamó a uno de sus Siervos y le preguntó qué significaba. A
esto, el Siervo le contestó que su hermano había regresado a casa y que su padre estaba feliz por su
regreso. Ante ello, el hermano mayor se molestó y no quería entrar en la casa, por lo cual, el padre, al oír
de esto, salió a persuadirlo.
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“Padre”, dijo el hermano mayor, “no me tratas con justicia al mostrar demasiada alegría por el regreso de
mi hermano menor. Por todos estos años he permanecido contigo constantemente y he sido fiel a ti, sin
embargo, nunca has hecho una fiesta para mí; pero cuando mi hermano regresa, aunque ha sido pródigo
y despilfarrador y ha gastado todo su dinero de muchas formas malvadas, tú estás lleno de alegría y la
casa entera celebra.”

“Hijo”, le dijo el padre, “tú siempre has estado conmigo, y todo lo que tengo es tuyo. Pero pensamos que
tu hermano estaba muerto, y está vivo; él estaba perdido, y ahora ha sido hallado, y es natural y recto que
celebremos por su regreso repentino a éste que era su antiguo hogar.”

Con esto, nuestro Salvador quería enseñar que aquellos que han hecho mal y han olvidado a Dios,
siempre son bienvenidos ante él y siempre recibirán su misericordia, si tan solo regresan a Él en tristeza
por el pecado por el cual han sido culpables.

Ahora bien, los fariseos recibieron con desprecio estas lecciones de nuestro Salvador, porque ellos eran
pobres, codiciosos y se pensaban superiores a toda la humanidad. Como una advertencia a ellos, Cristo les
relató esta Parábola: del rico y Lázaro:

“Había cierto hombre que estaba vestido con lino fino y púrpura, y andaba lujosamente todos los días. Y
había un cierto mendigo llamado Lázaro, que estaba tendido a su puerta, lleno de llagas, y deseoso de
alimentarse con las migajas que caían de la mesa del hombre rico. Además, los perros venían y lamían sus
llagas. Y aconteció que el pordiosero murió, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; Abraham
había sido un hombre muy bueno que vivió muchos años antes de esa época y ahora estaba en el Cielo. El
hombre rico también murió y fue sepultado. Y en el Infierno, levantó sus ojos, estando en tormentos, y
vio a Abraham desde lo lejos, y a Lázaro. Y lloró y dijo: ‘Padre Abraham, ¡ten misericordia de mí y envía
a Lázaro para que él remoje la punto de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado
en esta flama.’ Pero Abraham dijo: ‘Hijo, recuerda que en tu tiempo de vida recibiste buenas cosas, y, de
forma similar, Lázaro, cosas malas. Pero ahora, ¡él es consolado y tú eres atormentado!”

Y entre otras Parábolas, Cristo dijo esta misma a los Fariseos, por causa de el orgullo de ellos: que dos
hombres, una vez, fueron al Templo a orar; de ellos, uno era Fariseo, y el otro, un Publicano. El Fariseo
dijo: ‘Dios, te doy gracias a Ti, que no soy injusto como otros hombres los son, ni malo como lo es este
Publicano.’ El Publicano, que estaba apartado, no quería ni levantar sus ojos al Cielo, sino que golpeaba
su pecho, y solo decía: ‘¡Dios, ten misericordia de mí, un Pecador!’ Y Dios, nuestro Salvador les dijo, sería
misericordioso con el hombre publicano en vez de que con el otro, y estaría más agradado con su
oración, porque la había hecho con un corazón manso y humillado.

Los Fariseos se enojaron tanto de que se les enseñara estas cosas, que contrataron algunos espías para
preguntarle a Nuestro Salvador algunas preguntas, y trataron atraparlo diciendo algo que estuviese contra
la Ley. El Emperador de ese país, que era llamado César, había mandado que un dinero de tributo se le
pagara regularmente por la gente, y siendo tan cruel contra cualquiera disputara su derecho de éste, esos
espías pensaban que podrían, quizá, inducir a que nuestro Salvador dijera que era un pago injusto, y que
fuera desagradado por el Emperador. Por tanto, fingiendo ser humildes, vinieron a Él y le dijeron:
“Maestro, sabemos que tú enseñas la palabra de Dios justamente y no haces distinción de personas por
causa de su riqueza ni de su estatus alto. Dinos, ¿es lícito que paguemos tributo al César?”

Cristo, que conocía sus pensamientos, replicó: “¿Por qué lo preguntan? Muéstrenme una moneda.” Lo
hicieron. “¿De quién es la imagen, y de quién es el nombre que está sobre de ella?”, les preguntó él. Ellos
dijeron: “Del César”. “Entonces”, dijo Él, “Denle al César lo que es del César”. Así que lo dejaron, muy
rabiosos y desilusionados de no poder haberlo atrapado. Pero nuestro Salvador conocía sus corazones y
sus pensamientos, así como Él sabía que otros hombres estaban conspirando contra él y que él pronto
sería asesinado.

Mientras él les estaba enseñando así, se sentó cerca del Tesoro Público, donde la gente pasaba a lo largo
de la calla, donde se acostumbraba a echar dinero en una caja para los pobres; y muchas personas ricas,
pasando mientras Jesús se sentaba allí, habían puesto una gran cantidad de dinero. Finalmente vino una
Viuda pobra que echó dos monedas, cada una con valor de la mitad de un centavo, y luego ella se fue
silenciosamente. Jesús, al verla que hacía esto, se levantó a dejar el lugar, llamó a sus discípulos cerca de
él, y les dijo que esa viuda pobre había sido verdaderamente más caritativa que todo el resto de los que
habían dado dinero ese día; porque todos los otros eran ricos, y nunca les hubiera faltado lo que habían
dado, pero ella era muy pobre, y había dado esas dos moneditas con las que pudo haber comprado pan
para comer.

Nunca olvidemos lo que hizo la viuda pobre, cuando pensemos en ser caritativos.
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Capítulo Ocho

Había un cierto hombre llamado Lázaro de Betania, que había caído muy enfermo; y como él era
Hermano de esa María que había ungido a Cristo con ungüento, y que había limpiado sus pies con su
pelo, Ella y su hermana Marta lo enviaron a él con gran apuro, diciendo: “Señor, Lázaro, a quien amas,
está enfermo, y ya está para morir.

Jesús no fue a ellas durante dos días después de recibir este mensaje; pero cuando ese tiempo pasó, dijo a
sus Discípulos: "Lázaro ha muerto. Vayamos a Betanía." Cuando ellos llegaron allí (era un lugar muy
cerca de Jerusalén) encontraron, como Jesús había predicho, que Lázaro estaba muerto y que había
fallecido y hacía sido enterrado desde hace cuatro días.

Cuando Marta supo que Jesús venía, ella se levantó de entre las personas que habían llegado a condolerse
con ella por la muerte de su pobre hermano, y corrió a su encuentro: dejando a su hermana María
llorando, en la casa. Cuando Marta le vio, se echó a llorar, y dijo: "Oh Señor, si Tú hubieras estado aquí,
mi hermano no habría muerto. "

“Tu hermano resucitará", contestó Nuestro Salvador. "Yo sé que lo hará, y creo que lo hará, Señor, en la
resurrección en el último día", dijo Marta.

Jesús le dijo: "Yo soy la Resurrección y la Vida. ¿Tú crees esto?” Ella respondió: "Sí Señor"; y corriendo a
su hermana María, le dijo que Cristo había venido. María, al escuchar esto, salió corriendo, seguida por
todos los que habían estado en duelo con ella en la casa, y acercándose al lugar donde se encontraba, se
postró a sus pies en el suelo y lloró; y lo mismo hizo el resto. Jesús estaba tan lleno de compasión por su
dolor, que Él lloró también, a la vez que dijo, "¿Dónde lo han puesto?" Ellos dijeron: "¡Señor, ven y ve!"

Había sido enterrado en una cueva; y había una gran piedra puesta sobre ella. Cuando todos llegaron a la
tumba, Jesús ordenó que la piedra fuese removida, lo cual se hizo. Entonces, después de echar su mirada,
y dando gracias a Dios, él dijo, en voz alta y solemne: "¡Lázaro, sal fuera!" Y el hombre muerto, Lázaro,
fue restaurado a la vida, salió en medio del pueblo, y se fue a casa con sus hermanas. Al ver esto, tan
terrible e impactante, muchas de las personas allí creyeron en que Cristo era realmente el Hijo de Dios;
venido para instruir y salvar a la humanidad.

Sin embargo, otros corrieron a decirlo a los Fariseos; y desde ese día los fariseos acordaron entre ellos,
para evitar que más personas creyeran en él, que Jesús debía morir. Y resolvieron entre sí reunirse en el
Templo para buscar tal fin, que si él entraba a Jerusalén antes de la fiesta de la Pascua, que ya se acercaba,
él debería ser capturado.

Quedaban seis días antes de la Pascua cuando Jesús resucitó a Lázaro de entre los muertos; y, por la
noche, cuando todos se sentaron a cenar juntos, con Lázaro entre ellos, María se levantó y tomó una libra
de perfume (que era muy preciado y costoso, y fue llamado perfume de nardo puro) y ungió los pies de
Jesucristo con él, y, una vez más, los secó con su pelo; y toda la casa se llenó del olor agradable del
ungüento.

Judas Iscariote, uno de los discípulos, fingió estar enojado con esto diciendo que el ungüento podría haber
sido vendido por Trescientos Denarios, y el dinero se hubiera dado a los pobres. Pero solo lo decía
porque, en la realidad, él llevaba el portamonedas, y era (sin que los demás lo supieran en ese momento)
un ladrón, y deseaba conseguir todo el dinero que pudiera. Entonces comenzó a conspirar para traicionar
a Cristo entregándolo a manos de los principales Sacerdotes.

Cuando la fiesta de la Pascua ya estaba muy cerca, Jesucristo, junto a sus discípulos, se dirigieron hacia
Jerusalén. Cuando ya se acercaban a esa ciudad, Él señaló un pueblo y dijo a dos de sus discípulos que
fueran allí, y que encontrarían un asno, con un pollino atado a un árbol, que habrían de traer a Él. Al
encontrar estos animales exactamente como Jesús los había descrito, se los llevaron, y Jesús, montado en
el asno, entró en Jerusalén. Una inmensa multitud de personas se reunían en torno a él a medida que
avanzaba, y arrojando sus ropas en el suelo y cortando ramas verdes de los árboles y esparciéndolas en Su
camino, gritaban y clamaban: "¡Hosanna al Hijo de David! '(David había sido un gran Rey allí) "¡Él viene
en nombre del Señor! ¡Este es Jesús, el Profeta de Nazaret!"

Y cuando Jesús entró en el Templo y echó fuera las mesas de los que cambiaban dinero (comerciantes que
injustamente se sentaban allí junto a gente que vendía Palomas), dijo: "¡La casa de mi padre es una casa de
oración, pero ustedes la han hecho cueva de Ladrones!"; y cuando la gente y los niños gritaron en el
Templo "Este es Jesús, el profeta de Nazaret," y no podían ser callados, y cuando los ciegos y los cojos
acudieron allí en multitudes y fueron sanados por su mano, los príncipes Sacerdotes y Escribas, y Fariseos
se llenaron de miedo y odio hacia Él. Pero Jesús continuó sanando a los enfermos y haciendo el bien, y
fue y se quedó en Betania; un lugar que estaba muy cerca de la Ciudad de Jerusalén, pero no dentro de
sus paredes.

Una noche, en ese lugar, él se levantó en la Cena que estaba


teniendo con sus Discípulos, y tomando un paño y un recipiente
con agua, lavó sus pies. Simón Pedro, uno de los Discípulos, quería
impedir que Él le lavara sus pies, pero nuestro Salvador le dijo que
él hacía esto con el fin de que, recordándolo, siempre pudieran ser
amables y gentiles con los otros, y no adquirieran ningún orgullo
ni mala voluntad entre ellos.

Luego, se puso triste y afligido, y mirando a su alrededor a sus


Discípulos, dijo: “Hay alguien aquí que me va a traicionar." Ellos
exclamaron, uno tras otro, "¿Soy yo, Señor?, "¿Soy yo?" Pero él
sólo respondió: “Es uno de los Doce que moja su mano conmigo en
el plato.” Sucede que uno de los discípulos, a quien Jesús amaba, se
recargaba en Su pecho al momento de escuchar sus palabras;
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Simón Pedro hacía señas como para preguntar el nombre de este impostor. Respondió Jesús: ”Es aquel a
quien yo diere un bocado cuando haya mojado el plato", y cuando él lo hubo mojando, Él se lo dio a Judas
Iscariote, diciendo: "Lo qué vas a hacer, hazlo pronto", lo cual, no entendieron los otros discípulos, pero
lo cual, Judas había sabido que esto significaba que Cristo había leído sus malos pensamientos.

Así que, Judas, tomando el bocado, salió inmediatamente. Era de noche, y fue directamente a los
principales Sacerdotes y les dijo "¿Qué me darán, si yo lo entrego?" Ellos estuvieron de acuerdo en darle
treinta monedas de Plata; y, para ello, se llevó a cabo en breve la traición, en sus manos, de su Señor y
Maestro Jesucristo.
Capítulo Nueve

Cuando la fiesta de la Pascua ya casi llegaba, Jesús dijo a dos de sus discípulos, a Pedro y a Juan: “Vayan a
la ciudad de Jerusalén, y encontrarán a un hombre que trae un jarrón de agua. Síganlo hasta su casa y
díganle: ‘el Maestro dice que dónde está la aposento en donde pueda comer la Pascua junto a sus
Discípulos’. Y él les mostrará un gran cuarto superior, amueblado. Allí, preparen la cena”.

Los dos discípulos encontraron que aquello pasó tal como Jesús había dicho, y habiendo conocido al
hombre con el jarro de agua y habiéndolo seguido hasta su casa, y habiéndoseles mostrado el cuarto,
prepararon la cena, y Jesús y los otros diez apóstoles llegaron a la hora acostumbrada, y todos se sentaron
para ser parte de la misma todos juntos.

Siempre se le llama La Última Cena, porque ésta fue la última vez que Nuestro Salvador comió y bebió
con sus Discípulos.

Y partió el pan que estaba en la mesa, y lo bendijo, y lo rompió, y se lo dio a ellos, y bebió, y les dio a
ellos de beber, diciendo “¡Hagan esto en Mi memoria!” Y cuando habían acabado la cena y habían
cantado un himno, se fueron al Monte de los Olivos.

Allí, Jesús les dijo que él sería capturado esa noche, y que todos lo iban a abandonar y pensarían solo en
su propia seguridad. Pedro dijo, con mucha seriedad, que él nunca lo haría, por nada. “Antes de cante el
gallo”, dijo Nuestro Salvador, “me habrás negado tres veces”. Pero Pedro respondió: “No Señor. Aunque
tenga que morir contigo, nunca Te negaré”. Y todos los demás Discípulos dijeron lo mismo.

Luego, Jesús se abrió paso hacia un arroyo llamado Cedrón, que estaba en un jardín llamado Getsemaní; y
caminó con tres de sus discípulos en una parte retirada del jardín. Luego los dejó, al igual que había
dejado a los demás, diciéndole a todos: “¡Esperen aquí y velen!”, y se fue y oró por Sí mismo, mientras
ellos, cansados, se durmieron.

Y Cristo sufrió gran dolor y angustia mental, en sus oraciones en ese jardín, por causa de la enfermedad
de los hombres de Jerusalén que iban a matarlo; y Él derramó lágrimas ante Dios, y estuvo en una gran y
profunda aflicción.

Cuando acabó Sus oraciones y estaba consolado, Él regresó a los Discípulos y les dijo: “¡ Levántense!
¡Vayamos! ¡Ya se acerca aquél que me traicionará!”.

Ahora, Judas conocía bien ese jardín, porque a menudo Nuestro Salvador había caminado por allí con sus
Discípulos, y, casi en el momento en el que Nuestro Salvador decía esas palabras, él llegó allí,
acompañado de una fuerte guardia de hombres y oficiales, los cuales habían sido enviado por los
Principales Sacerdotes y Fariseos. Estando oscuro, cargaban lámparas y antorchas. Estaban armados con
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espadas y con palos también; porque no sabían si la gente se levantaría y defendería a Jesucristo, y esto
hacía que tuvieran miedo de capturarlo con audacia ese día que se había sentado a enseñar a la gente.

Como el líder de esta guardia nunca había a Jesucristo y no sabía sobre los apóstoles, Judas les había
dicho: “El hombre a quien yo le dé un beso, ese será”. Mientras se acercaba para darle ese beso malvado,
Jesús le dijo a los soldados: “¿A quién buscan?”. “A Jesús de Nazaret”, respondieron ellos. “Entonces”, dijo
Nuestro Salvador, “Yo soy”. Lo cual confirmó Jesús al decir: “¡Saludos Maestro!” y al darle un beso. A lo
cual, Jesús dijo: “Judas, ¡me traicionas con un beso!”.

El guardia entonces corrió hacia adelante para capturarlo. Nadie se ofreció para protegerlo, excepto
Pedro, quien, teniendo una espada, la sacó y le cortó la oreja derecha al siervo del Sumo Sacerdote que
estaba con ellos, y su nombre era Malco. Pero Jesús hizo que guardara su espada y se entregó a si mismo.
Entonces, todos los discípulos se olvidaron de Él y huyeron, y ni si quiera uno se quedó; ni siquiera uno
que Le hiciera compañía.
Capítulo Diez

Después de un corto tiempo, Pedro y otro Discípulo sacaron fuerzas y


siguieron en secreto a la guardia hacia la casa de Caifás, el Sumo
Sacerdote, a donde Jesús fue llevado, y a donde los Escribas y los demás
estaban reunidos para interrogarlo. Pedro se puso de pie en la puerta, pero
el otro discípulo, que era conocido del Sumo Sacerdote, entró, y
regresando pronto, le pidió a la mujer que cuidaba en la puerta que dejara
que Pedro entrara también. Ella, mirándole, dijo: "¿No eres tú uno de los
Discípulos?" Él dijo: "No lo soy." Así que ella lo dejó entrar; y él se puso
delante de una fogata que había allí, calentándose, entre los funcionarios
y oficiales que se agolpaban a su alrededor, porque hacía muy frío.

Algunos de estos hombres le hicieron la misma pregunta que la mujer le


había hecho, y dijeron: "¿No eres tú uno de los discípulos?" De nuevo, él
lo negó, y dijo: "No lo soy." Uno de ellos, que estaba relacionado con que
el hombre cuya oreja había sido cortada por Pedro con su espada, dijo:
"¿Qué no te vi en el huerto con él?" Pedro lo negó otra vez, con un
juramento, y dijo: "Yo no conozco a ese hombre." Inmediatamente, cantó
el gallo, y Jesús dándose la vuelta, miró fijamente a Pedro. Entonces Pedro se acordó de lo que Él le había
dicho: que antes de que el gallo cantara, él le negaría tres veces, y entonces salió y lloró amargamente.

Entre otras preguntas que se le hicieron a Jesús, el Sumo Sacerdote le preguntó lo que había enseñado al
pueblo. A ello, Él respondió que Él les había enseñado en público abiertamente y en las calles
abiertamente, y que los sacerdotes deberán preguntarle a la gente lo que ellos habían aprendido de Él.
Uno de los agentes golpeó con su mano a Jesús por causa de esta respuesta; y dos testigos falsos llegaron y
dijeron que habían oído decir que él podría destruir el Templo de Dios y construirlo de nuevo en tres
días. Jesús respondió poco; pero los Escribas y Sacerdotes en conjunto dijeron que Él era culpable de
blasfemia y deberá ser condenado a muerte; y le escupieron y lo golpearon.

Cuando Judas Iscariote vio que Su Maestro sí estaba siendo condenado, se llenó de tanto horror por lo
que había hecho que devolvió las Treinta Piezas de Plata a los Sumos Sacerdotes, y les dijo: "¡He
traicionado sangre inocente! ¡No puedo tenerlo!". Con estas palabras, arrojó el dinero hacia el suelo, y
alejándose, loco de la desesperación, se ahorcó. La cuerda, siendo débil, se rompió con el peso de su
cuerpo, el cual cayó al suelo, después de su Muerte, siendo totalmente aplastado y estallando: ¡una cosa
espantosa de ver! Los sumos Sacerdotes, sin saber qué más hacer con las Treinta Monedas de Plata,
compraron con ello un cementerio para extranjeros, cuyo nombre propio era ‘El Campo de los Alfareros.’
Pero la gente lo llamó ‘El Campo de Sangre’ de allí en adelante.
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Jesús fue llevado desde donde estaban los Sumos Sacerdotes a la Sala de Juicio
donde Poncio Pilato, el gobernador, se sentaba para hacer Justicia. Pilatos (que no
era un Judío) le dijo a Él: "Tu propia Nación, los Judíos, y tus propios Sacerdotes,
te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?" Viendo que Él no había hecho ningún
daño, Pilato salió y se lo dijo a los judíos; pero ellos dijeron: "Él ha estado
enseñando a la Gente lo que no es verdad y lo que está mal; y comenzó a hacerlo
desde hace mucho tiempo, en Galilea." Como Herodes tenía facultad de castigar a
las personas que quebrantaban la la ley en Galilea, Pilato le dijo: "Yo no
encuentro ningún mal en él. ¡Que sea llevado ante Herodes!"

En consecuencia, ellos lo llevaron ante Herodes, a donde estaba sentado, rodeado de sus duros soldados y
hombres que tenían armaduras. Y éstos se rieron de Jesús y lo vistieron, en son de burla, con una túnica
fina, y lo enviaron de nuevo a Pilatos. Y Pilatos reunió a los Sacerdotes y al Pueblo de nuevo, y dijo: "No
encuentro nada malo en este hombre; tampoco Herodes. Él no ha hecho nada para merecer la muerte."
Pero ellos gritaron: "¡Sí que lo tiene, sí que lo tiene! ¡Sí! ¡Sí! ¡Mátenlo!"

Pilatos se turbó en su mente al escucharlos de manera tan clamorosa contra Jesucristo. Su esposa también
había soñado sobre él toda la noche, y le envió un mensaje en el tribunal, diciéndole: "¡No te metas con
ese hombre justo!" Como era costumbre que en la fiesta de la Pascua se le diera la libertad a algún preso,
Pilato trató de persuadir a la gente a que pidieran la liberación de Jesús. Pero ellos dijeron (siendo muy
ignorantes y estando muy encolerizados, y siéndoles indicado por los Sacerdotes): "¡No, no, no lo vamos a
liberar! ¡Que suelten a Barrabás y dejen que este hombre sea crucificado!"

Barrabás era un criminal malvado que estaba en la cárcel por sus crímenes, y estaba en peligro de ser
condenado a muerte.

Pilatos, al ver que la gente estaba tan determinada en contra de Jesús, lo entregó a los soldados para que
fuera azotado, esto es, golpeado. Ellos trenzaron una corona de espinas y la pusieron sobre su cabeza, y lo
vistieron con un manto púrpura, y le escupían y lo golpeaban con sus manos, y decían: "¡Saludos, Rey de
los judíos!", recordando que la multitud lo había llamado el Hijo de David cuando él había entrado a
Jerusalén. Y ellos lo maltrataron de muchas maneras crueles; pero Jesús soportó con paciencia, y sólo dijo
"¡Padre! ¡Perdónalos! ¡No saben lo que hacen!".

Una vez más, Pilato lo sacó delante del pueblo, vestido con el manto de púrpura y la corona de espinas, y
les dijo: "¡Aquí está el hombre!" Ellos gritaron salvajemente, "¡Crucifíquenlo! ¡Crucifíquenlo!" Esto
hicieron los príncipes sacerdotes y oficiales. "Llévenselo y crucifíquenlo ustedes", dijo Pilato. "Yo no
encuentro falta alguna en él." Pero ellos gritaban: "Él se llamó a sí mismo el Hijo de Dios; y eso, por la ley
judía, es un asunto de Muerte! Y él se llamó a sí mismo Rey de los Judíos; y eso está en contra de la ley
romana, pues no tenemos otro rey más que el César, que es el emperador romano. Si usted deja que se
vaya, entonces no es amigo del César. ¡Crucifíquenlo! ¡Crucifíquenlo!"
Cuando Pilato vio que no podía prevalecer sobre ellos, por mucho que lo intentara, pidió agua y se lavó
las manos ante la multitud, diciendo: "Soy inocente de la sangre de este justo." Entonces se los entregó a
ellos para que fuera crucificado; y ellos, gritando y reuniéndose a su alrededor y tratándolo con crueldad
e insultos (aun cuando Él todavía oraba por ellos a Dios), se lo llevaron.
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Capítulo Once

Para que sepan a lo que se refería la gente cuando decían "¡Crucifíquenlo!", debo decirles que en aquellos
tiempos, que eran tiempos muy crueles de hecho (¡demos gracias a Dios y a Jesucristo, que ya han
pasado!) se acostumbraba matar a las personas que estaban condenadas a muerte, clavándolas vivas en
una gran Cruz de madera, plantada en posición vertical en el suelo, y dejándolos allí, expuestos al Sol y al
Viento, día y noche, hasta que murieran de dolor y de sed. Era costumbre también que hacerlos caminar
hasta el lugar de la ejecución, llevando el pedazo de cruz de madera al cual sus manos iban a ser clavadas
después, de manera que su vergüenza y su sufrimiento fuera mayor.

Cargando su Cruz sobre su hombro, como si fuera el criminal más vil y más malvado, nuestro bendito
Salvador, Jesucristo, rodeado por la multitud que le perseguía, salió de Jerusalén a un lugar llamado en
hebreo ‘Gólgota’; es decir, el lugar de la calavera. Y llegando a una colina llamada Monte Calvario, le
martillaron crueles clavos a través de sus manos y pies y lo clavaron en la Cruz, en medio de otras dos
cruces en cada una de las cuales, yacía un vulgar ladrón clavado en agonía. Sobre Su cabeza, colgaron este
escrito: "Jesús de Nazaret, el Rey de los judíos", en tres idiomas: en hebreo, en griego y en latín.

Mientras tanto, una guardia de cuatro soldados, sentada en el suelo, rompió Sus prendas (las cuales le
habían quitado) en cuatro partes para sí mismos, y echaron suertes para ver quien se quedaba con Su
vestidura, y se sentaron allí, jugando a las apuestas y hablando, mientras Él sufría. Le quisieron dar de
beber vinagre mezclado con hiel y vino mezclado con mirra, pero él no tomó de ninguno. Y la gente
malvada que pasaba por el camino se burlaba de él, y le decía: "Si eres Hijo de Dios, bájate de la cruz." Los
principales sacerdotes también se burlaban de él, y decían: "Vino a salvar a los Pecadores. ¡Que se salve a
sí mismo!" Uno de los Ladrones también arremetió contra él, en su tortura, y le dijo: "Si Tú eres el Cristo,
sálvate a ti mismo y a nosotros.” Pero el otro ladrón, que era penitente, dijo: "¡Señor! ¡Acuérdate de mí
cuando vengas en Tu Reino!" Y Jesús respondió: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso."

No había nadie allí que se lamentara por él, salvo un discípulo y cuatro mujeres. ¡Dios bendijo a esas
mujeres por sus corazones fieles y tiernos! Ellas eran: la madre de Jesús, la hermana de su madre, María,
mujer de Cleofás, y María Magdalena, la que en dos ocasiones había secado Sus pies sobre su pelo. El
discípulo era aquél a quien Jesús amaba: Juan, el que se había inclinado sobre su pecho y le había
preguntado cuál sería el Traidor. Cuando Jesús los vio de pie a los pies de la Cruz, Él le dijo a su madre
que Juan sería su hijo, para consolarla mientras Él estuviera muerto; y a partir de esa hora, Juan fue como
un hijo para ella, y la amó.

Como a la hora sexta, una profunda y terrible oscuridad se apoderó de toda la tierra, y duró hasta la hora
novena, cuando Jesús clamó a gran voz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Los
soldados, al oírle, sumergieron una esponja en un poco de vinagre que estaba por allí, y atándola a una a
vara larga, la pusieron en Su Boca. Cuando Él la hubo recibido, Él dijo: "¡Consumado es!" Y clamando
"¡Padre! ¡En tus manos encomiendo mi Espíritu!", murió.

Luego, hubo un terremoto terrible; y el Gran velo del Templo se rasgó; y las rocas se partieron en dos.
Los guardias, aterrorizados por estas señales, se dijeron: "¡Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios!", y las Personas que habían estado observando la cruz desde lo lejos (entre ellas había muchas
mujeres) se golpearon el pecho, y se fueron con temor y tristeza a casa.

Al día siguiente, siendo el día de Reposo, los judíos estaban ansiosos de que los Cuerpos fueran bajados de
una vez por todas, e hicieron esa petición a Pilato. Por lo tanto, algunos soldados llegaron, y quebraron
las piernas de los dos delincuentes, para matarlos; pero al acercarse a Jesús y al encontrarlo muerto ya,
sólo le abrieron el costado con una lanza. De la herida salió sangre y agua.

Había un buen hombre llamado José de Arimatea, una ciudad judía, que creía en Cristo, y al acudir a
Pilato en privado (por miedo a los judíos) rogó que le dejara tener el cuerpo. Habiendo concediendo
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Pilato, él y un tal Nicodemo lo envolvieron con una sábana y con especias, lo cual, era la costumbre de
los Judíos para preparar que los cuerpos se enterraran de esa manera, y lo enterraron en una tumba
nueva, o sepulcro, que había sido cortado a partir de una roca en un jardín cerca del lugar de la
Crucifixión, y donde nadie nunca había sido enterrado antes. Luego rodaron una gran piedra en la puerta
del sepulcro, y se fueron mientras María Magdalena y la otra María, sentadas allí, lo miraban.

Los Principales Sacerdotes y los Fariseos recordaron que Jesucristo había dicho a sus discípulos que Él se
levantaría de la tumba en el tercer día después de Su muerte; fueron a Pilato y le rogaron que el Sepulcro
estuviera bien vigilado hasta aquel día, para evitar que los discípulos robaran el Cuerpo y después le
dijeran a la gente que Cristo había resucitado de entre los muertos. Pilato aceptó; una guardia de soldados
se enviaba sobre el lugar constantemente, y además la piedra fue sellada. Y así permaneció, observada y
sellada, hasta el tercer día; que fue el primer día de la semana.

Cuando esa mañana comenzó a amanecer, María Magdalena y la otra María, y algunas otras mujeres,
vinieron al Sepulcro, con algunas otras especias que habían preparado. Mientras se decían la una a la otra:
"¿cómo vamos a quitar la piedra?", la tierra se estremeció y tembló, y un ángel, que descendía del cielo,
hizo rodarla hacia atrás, y luego se sentó sobre de ella. Su aspecto era como el de un relámpago, y sus
vestiduras eran blancas como la nieve; y, al verlo, los hombres de la guardia se desmayaron de miedo,
como si estuvieran muertos.

María Magdalena vio la piedra removida, y no esperando ver nada más, corrió a Pedro y a Juan que
venían hacia el lugar, y dijo: "¡Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto!"
Ellos corrieron inmediatamente a la tumba, pero Juan, siendo el más rápido de los dos, corrió más aprisa
que el otro, y llegó primero. Se detuvo y miró, y sólo vio que ahí estaban los lienzos en los que el cuerpo
había sido envuelto, pero no entró. Cuando Pedro llegó, entró y vio sólo los lienzos puestos allí en un
lugar, y un paño que había sido atado cerca de la cabeza, en otro lugar. Juan también entró entonces, y
vio las mismas cosas. Luego se fueron casa, para decirle al resto.

Pero María Magdalena permaneció fuera del sepulcro, llorando. Después de un poco de tiempo, se
inclinó y miró, y vio a Dos ángeles, vestidos de blanco, sentados donde el cuerpo de Cristo había estado.
Estos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?" Ella respondió: "Porque se han llevado a mi Señor, y no
sabemos dónde lo han puesto." Al momento que ella respondió, se dio la vuelta y vio a Jesús de pie detrás
de ella, pero Entonces no lo reconoció. "Mujer", dijo él, "¿Por qué lloras? ¿Qué es lo que buscas?" Ella,
pensando que era el jardinero, respondió:" ¡Señor! Si tú te has llevado a mi Señor, dime dónde lo has
puesto, y yo me lo llevaré" Jesús pronunció su nombre:"¡María!" Entonces ella lo supo, y, enseguida,
exclamó: "¡Maestro!". "No me toques," dijo Cristo; "porque aún no he subido a mi Padre; mas ¡ve a mis
discípulos, y diles que subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios!’."

Por consiguiente, María Magdalena fue y les dijo a los discípulos que había visto a Cristo, y les dijo lo que
Él le había dicho; y con ellos, se encontró con las otras mujeres que ella había dejado en el sepulcro en el
que había ido a llamar a los dos discípulos Pedro y Juan. Estas mujeres le dijeron a ella y al resto que
habían visto en el sepulcro a dos hombres con vestiduras resplandecientes, a la vista de los cuales habían
tenido miedo, y se habían inclinado, pero ellos les habían dicho que el Señor había resucitado; y también
que cuando llegaron a decir esto, habían visto a Cristo en el camino, y se le habían arrodillado y lo
habían adoraron.

Pero a los apóstoles de la época, estos relatos les parecían como cuentos ociosos, y no les creyeron.

Los soldados de la guardia también, cuando se recuperaron de haberse desmayado, fueron con los
Principales Sacerdotes a decirles lo que habían visto; fueron silenciados con grandes sumas de dinero, y
les dijeron que dijeran que los discípulos habían robado el Cuerpo mientras ellos estaban durmiendo.

Pero sucedió que en ese mismo día, Simón y Cleofás (Simón era uno de los doce apóstoles, y Cleofás uno
de los seguidores de Cristo) estaban caminando a una aldea llamada Emaús, a cierta distancia de
Jerusalén, y estaban hablando, mientras caminaban, sobre la muerte y la resurrección de Cristo, cuando
se les unió un extraño, que les explicó las Escrituras, y les habló mucho acerca de Dios, de manera que se
maravillaban de su conocimiento. A medida que la noche se acercaba rápidamente mientras llegaban al
pueblo, le pidieron a este extranjero que se quedara con ellos, lo cual, consintió en hacer. Cuando los tres
estaban sentados a la cena, él tomó un poco de pan, y lo bendijo, lo partió como Cristo lo había hecho en
la última cena. Mirándolo con asombro, se encontraron con que su cara fue cambiada ante ellos, y que
era el mismísimo Cristo; y cuando lo vieron, él desapareció.

Ellos se levantaron inmediatamente y volvieron a Jerusalén, y al encontrar a los discípulos sentados


juntos, les dijeron lo que habían visto. Mientras hablaban, Jesús repentinamente se puso en medio de
todos, y dijo "¡Paz a vosotros!" Al ver que ellos tenían mucho miedo, él les mostró las manos y los pies, y
los invitó a tocarlo; y, para animarles y darles tiempo de recuperarse, se comió un pedazo de pescado
asado y una porción de miel de panal de abeja delante de todos ellos.

Pero Tomás, uno de los Doce Apóstoles, no estaba allí en ese momento; y cuando el resto le dijo después,
"¡hemos visto al Señor!", él respondió: "¡a menos de que yo vea en sus manos la señal de los clavos, y
metiere mi mano en su costado, no creeré!" En ese momento, aunque las puertas estaban cerradas, Jesús
se apareció otra vez, de pie, en medio de ellos, y les dijo: "¡Paz a vosotros! "Luego Él le dijo a Tomás: "Pon
aquí tu dedo, y mira mis manos; y alarga acá tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino
creyente." Entonces Tomás respondió y le dijo: "¡Señor mío y Dios mío!" Entonces dijo Jesús: "Tomás:
porque me has visto, has creído. Bienaventurados los que no me vieron, y creyeron".

Después de ese tiempo, Jesucristo fue visto por quinientos de sus seguidores al mismo tiempo, y Él pasó
con otros de ellos durante cuarenta días, enseñándoles, y dándoles instrucciones de salir al mundo y
predicar su Evangelio y religión; sin importar lo que los hombres malvados pudieran hacer contra ellos. Y
llevando a sus discípulos por última ocasión desde Jerusalén hasta Betania, los bendijo, y ascendió en una
nube al cielo y Él se sentó a la diestra de Dios. Y mientras ellos miraban hacia el brillante cielo azul
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donde había desaparecido, dos ángeles vestidos de blanco aparecieron en medio de ellos y les dijeron que
así como habían visto a Cristo ascender al cielo, así también, Él, un día, vendrá descendiendo de él, para
juzgar al Mundo.

Cuando Cristo ya no fue visto más, los apóstoles comenzaron a enseñar a las Personas de la manera en
que Él les había mandado hacer. Y después de haber elegido un nuevo apóstol llamado Matías, para
reemplazar al Malvado Judas, se dispersaron en todos los países, hablándole a las Personas acerca de la
Vida y Muerte de Cristo y de la Crucifixión y de la Resurrección, y de las Lecciones que Él había
enseñado, y bautizándolos en el nombre de Cristo. Y a través del poder que Él les había dado, sanaban a
los enfermos y le daban la vista a los Ciegos y habla a los Mudos, y Oído a los Sordos, tal y como él lo
había hecho. Y Pedro al ser echado a la cárcel, fue liberado de ella, en la oscuridad de la noche, por un
Ángel; y en una ocasión, sus palabras delante de Dios causaron que un hombre llamado Ananías, y Safira
su mujer, quienes habían dicho una mentira, fueron abatidos hasta la muerte, sobre la Tierra.

A dondequiera que iban, eran perseguidos y tratados cruelmente; y un hombre llamado Saulo, que había
sostenido las prendas de algunas personas bárbaras que lanzaron piedras hasta matar a uno de los
cristianos de nombre Esteban, siempre había sido en hacer daño. Pero Dios cambió el corazón de Saúl
después; porque, cuando se dirigía a Damasco para capturar a algunos cristianos que estaban allí y
llevarlos a la cárcel, brilló sobre él una gran luz del Cielo, y una voz exclamó: "Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues?", y él fue derribado de su caballo, por una mano invisible, a la vista de todos los guardias y
soldados que viajaban con él. Cuando ellos lo levantaron, se encontraron con que estaba ciego; y así
permaneció durante tres días, sin comer ni beber, hasta que uno de los cristianos (enviado a él por un
ángel con ese propósito) restauró su vista en el nombre de Jesucristo. Después de lo cual, se convirtió en
un cristiano, y predicó y enseñó, y creía, con los apóstoles, e hizo un gran servicio.

Tomaron el nombre de cristianos a partir de Cristo Nuestro Salvador, y llevaron Cruces como su señal,
porque Él había sufrido la muerte en una Cruz. Las religiones que había entonces en el Mundo eran falsas
y brutales, y estimulaban a los hombres a la violencia. Bestias, e incluso hombres, eran asesinados en las
iglesias, por la creencia de que el olor de su sangre era agradable a los dioses (suponían que había un gran
número de dioses) y muchas ceremonias más crueles y repugnantes prevalecieron. Sin embargo, por
causa de todo esto, y aunque la religión cristiana era tan verdadera y amable, y buena, los Sacerdotes de
las antiguas Religiones persuadieron por mucho tiempo a la gente de hacer todo lo posible para hacer
daño a los cristianos; y los cristianos fueron ahorcados, decapitados, quemados, enterrados vivos, y
devorados en Teatros por Bestias Salvajes, para la diversión del público, durante muchos años. Nada los
silenciaba ni los aterrorizaba a pesar de ello; porque sabían que si hacían su deber, irían al cielo. Así que
miles y miles de cristianos surgieron y enseñaron al pueblo y fueron asesinados cruelmente, y fueron
sucedidos por otros cristianos, hasta que esta Religión se convirtió gradualmente en la gran religión del
mundo.

¡Recuerden! – Es cristianismo HACER EL BIEN siempre – incluso a aquellos que nos hacen el mal. Es
cristianismo amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, y tratar a todas las personas como nos
gustaría que nos Trataran a nosotros. Es cristianismo ser amable, misericordioso y clemente, y resguardar
esas cualidades en nuestro corazón, y nunca hacer un alarde de ellas, ni de nuestras oraciones ni de
nuestro amor a Dios, sino siempre manifestar que lo amamos a Él al tratar humildemente de hacer lo que
es correcto en todo. Si hacemos esto, y no nos olvidamos de la vida y de las enseñanzas de Nuestro Señor
Jesucristo,
y buscamos actuar en base a ellas, podemos esperar confiadamente que Dios nos perdonará nuestros
pecados y errores, y que nos permitirá vivir y morir en Paz.

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