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Índice

El capitalismo contemporáneo
Introducción
El discurso relativo a las nuevas realidades
¿Sociedad post-industrial o nueva etapa en la industrialización del mundo?
¿Clases o categorías sociales? ¿Luchas de clase o movimientos sociales?
¿Producción “no material”, “sociedad de servicios” o capitalismo de los
monopolios generalizados?
Capítulo I
El capitalismo de los monopolios generalizados
La reubicación de las nuevas realidades en el capitalismo contemporáneo
El capitalismo de los monopolios generalizados
Más allá de la plusvalía: el concepto de excedente
Trabajo simple, trabajo complejo, trabajo abstracto
Producción de plusvalía, consumo de plusvalía
Algunas reflexiones a modo de conclusión
La oligarquía financiera y la proletarización generalizada
La plutocracia, nueva clase dirigente del capitalismo senil
Los especuladores, nueva clase dominante en las periferias
Las clases dominadas: un proletariado generalizado pero segmentado
Las nuevas formas de dominación política
El clero mediático y la nueva clase política
¿Existe el poder mediático?
El poder mediático en el capitalismo contemporáneo: mito y realidades
Se necesitan unos medios de comunicación que fomenten la repolitización de
los ciudadanos
La nueva clase política
El capitalismo senil y el fin de la civilización burguesa
El capitalismo de los monopolios generalizados en crisis
Referencias
Capítulo II
El Sur: Emergencia y lumpen-desarrollo
¿Qué es la “emergencia”?
Emergencia y lumpen-desarrollo
Egipto, Turquía, Irán: la emergencia abortada
Turquía
Irán
Egipto
Referencias:
Capítulo III
La implosión programada del sistema europeo
¿Son comparables Europa y Estados Unidos?
¿Hay que comparar a Europa con el continente de las dos Américas?
¿Europa o una Europa atlantista e imperialista?
¿Existe una identidad europea?
¿Es viable la Unión Europea?
¿Existe una alternativa menos desoladora? ¿Vamos hacia una nueva oleada
de transformaciones sociales progresistas?
Referencias
Capítulo IV
La alternativa socialista
La implosión del capitalismo mundializado. El desafío de las izquierdas
radicales
La trayectoria del capitalismo histórico
El capitalismo de los monopolios generalizados, ¿fase última del capitalismo?
La vocación tricontinental del marxismo
¿Salir de la crisis del capitalismo?
El indispensable internacionalismo de los trabajadores y de los pueblos
El desafío para los pueblos del Sur contemporáneo
¿Transferencia del centro de gravedad del capitalismo mundializado?
Las condiciones de una respuesta eficaz a los desafíos: la democratización, la
cuestión agraria, la cuestión ecológica
1. ¿”Democracia” o democratización asociada al progreso social?
2. La cuestión agraria: el acceso al suelo de todos los campesinos
¿Es posible y deseable la modernización de la agricultura del Sur por la “vía
capitalista”?
¿Qué hacer, entonces?
3. ¿El “medio ambiente”, o la perspectiva socialista del valor de uso? La
cuestión ecológica y el desarrollo supuestamente duradero
Audacia y más audacia
¿Por qué se requiere audacia?
Programas audaces para la izquierda radical
Socializar la propiedad de los monopolios
La desfinanciarización: un mundo sin Wall Street
En el plano internacional: la desconexión
En conclusión: audacia, audacia y más audacia
Referencias
Conclusión
Biografía del autor
SAMIR AMIN
El capitalismo contemporáneo
Traducción de Josep Sarret Grau
© Samir Amin, 2012

Edición propiedad de El Viejo Topo / Ediciones de Intervención Cultural


Diseño: Elisa Nuria Cabot
ISBN: 978-84-16288-11-3
INTRODUCCIÓN
El discurso relativo a las nuevas realidades

Existe, por supuesto “lo nuevo”, e incluso “lo nuevo importante” en el


sentido de que las transformaciones en el capitalismo contemporáneo exigen
una nueva puesta al día de las definiciones y de los análisis relativos, entre
otras cosas, a las clases sociales, a las luchas de clases, a los partidos políticos
y a los denominados movimientos sociales, a las formas ideológicas con las
que se expresan, a sus modos de intervención en la transformación de las
sociedades, etcétera. Pero los vocablos utilizados para designar esta
“novedad” –la sociedad post-industrial, la revolución informática, el
crecimiento de la llamada producción “inmaterial” o “no material”, la
economía del conocimiento, la sociedad de servicios, etcétera– siguen siendo
vagos y conviene por tanto revisarlos en el marco de una perspectiva crítica
con el capitalismo.

¿Sociedad post-industrial o nueva etapa en la industrialización del


mundo?

La utilización del prefijo ‘post’ oculta generalmente una dificultad para


designar con una precisión positiva el fenómeno de que se trate (post-
capitalismo, post-moderno, post-industrial).
La sociedad contemporánea de los países del centro (Estados Unidos,
Europa, Japón esencialmente) parece efectivamente post-industrial en el
sentido banal en que la proporción entre la fuerza de trabajo empleada en las
industrias de transformación y el valor añadido por estas industrias en el PIB
está visiblemente menguando. Pero simultáneamente, producciones
manufactureras similares están en crecimiento acelerado en las principales
periferias emergentes (China, India, Brasil, etc.). Parece incluso que las dos
magnitudes evocadas más arriba están aquí en crecimiento, aunque la primera
de ellas (la proporción de los trabajadores de la industria) sigue siendo
modesta. Esta emergencia está asociada a un modo de lumpen-desarrollo y
todavía más en cuanto el proceso de desarrollo se reduce a este último (véase
más adelante: emergencia y lumpen-desarrollo).
A escala del sistema mundial la medida exacta de una eventual evolución
“post-capitalista” está aún por hacer. Y cuando efectivamente se haya hecho,
la simple descripción de los hechos exigiría una explicación que quienes
utilizan el vocablo no explicitan. (Más adelante me referiré a las hipótesis que
propongo en este sentido).

¿Clases o categorías sociales? ¿Luchas de clase o movimientos sociales?

La moda que acompaña al discurso sobre la sociedad post-industrial se ha


apresurado a declarar “superados” los conceptos de clase y de lucha de
clases. Se propone (Touraine es un ejemplo de ello) sustituir la visión
tradicional del marxismo (considerada como superada) de las luchas de clases
(como la que, entre otras, enfrenta al proletariado con la burguesía) por las
luchas de los agentes que dinamizan los movimientos sociales –luchas
dirigidas principalmente contra el Estado.
También en este caso, y partiendo de la hipótesis de que los hechos
observados darían cierta credibilidad a esa descripción, habría que explicar
por qué las cosas son así. La explicación que dan Touraine y otros es
tautológica: las cosas son así porque la sociedad moderna post-industrial se
caracteriza por la parcelación del trabajo (asalariado), la diferenciación del
estatus, de la cualificación y de las condiciones del empleo, el triunfo del
individualismo, etc. Estas características, asociadas a las transformaciones de
los modos de producir, están ellas mismas producidas por las revoluciones
tecnológicas (y en particular la informática) que aniquilarían supuestamente
la realidad de las grandes clases globales (como el proletariado de la época
industrial) para sustituirlas por un número cada vez mayor de “categorías”
sociales que expresan sus ambiciones a través de movimientos tan diversos
como lo son dichas categorías. El individualismo, por su parte, promueve al
ciudadano, o al género (“las mujeres”), o a la comunidad (los emigrantes de
determinado origen) al rango de actores de la transformación. Esto se
acompaña de la adopción de nuevas posturas en los movimientos sociales que
sustituyen el objetivo estratégico de la conquista del poder del Estado como
medio de transformación de las sociedades por objetivos particulares que
apuntan a reducir el poder del Estado en beneficio del poder ejercido
directamente por la “sociedad civil”.
Todo esto es correcto en apariencia: todos estos fenómenos son
indiscutiblemente visibles. Pero estas realidades plantean problemas. La
cuestión que es preciso plantearse respecto, por ejemplo, a la fragmentación
de las condiciones de trabajo ha de permitirnos saber si esta es un producto
necesario de las revoluciones tecnológicas o si es un producto de las
estrategias del capital que instrumentaliza en provecho propio estas
revoluciones. Respecto al triunfo del individualismo, la cuestión es saber si
los márgenes reales que se ofrecen al ejercicio de la libertad de los individuos
afectados son los que ellos se imaginan, y si no es así (lo que igualmente
parece ser un hecho constatable) por qué y cómo ha llegado a imponerse la
ideología del individualismo. Cuestión complementaria: ¿cuál es la distancia
real entre lo que puede ser transformado por los avances de los movimientos
sociales y lo que no puede serlo sin transformar el poder del Estado?

¿Producción “no material”, “sociedad de servicios” o capitalismo de los


monopolios generalizados?

También en este caso hay que ir más allá de la constatación de los hechos: el
crecimiento incontestable de producciones calificadas con poca fortuna de
“inmateriales” por unos y más correctamente de “no materiales” (producción
de servicios) por otros. Constatación indiscutiblemente correcta en lo que
concierne a los centros capitalistas avanzados y dominantes, discutible en lo
que respecta a las periferias, que se caracterizan por el crecimiento de
actividades en apariencia igualmente no materiales, pero de naturalezas muy
diferentes de las que caracterizan a las transformaciones en los centros.
Si las producciones materiales, definidas como las que tratan de las
materias primas físicamente existentes, con equipos igualmente visibles para
fabricar con ellas productos físicos finitos, constituyen un conjunto
homogéneo (todas ellas responden a esta definición) pese a su diversidad, no
puede decirse lo mismo de las producciones no materiales. Se asocian así de
un modo excesivamente fácil actividades de naturalezas profundamente
diferentes. Pues algunos de estos servicios, “inmateriales” por naturaleza,
están directamente articulados con las producciones materiales. Por ejemplo,
el transporte y el comercio de los productos materiales, las actividades
financieras al servicio de la producción material y de los servicios aquí
considerados. Otros productos “inmateriales” no están en relación con la
producción material, o lo están de una manera lejana. Por ejemplo, la
educación general (distinguiéndola de la formación directamente necesaria
para disponer de la mano de obra cualificada que se requiere) o, todavía más,
la salud.
La relación que mantienen los equipos necesarios para estas diversas
actividades no materiales con el trabajo de quienes los utilizan es diferente en
función de las categorías de las producciones “inmateriales” consideradas. El
equipo necesario para los transportes (infraestructura y materiales de
transporte) o para el comercio (edificios y ‘stocks’ de mercancías) se sitúa en
una relación con el trabajo directo (el de los trabajadores del transporte y el
comercio) análoga a la que regula la relación equipo/trabajo directo en la
producción material. En cambio, el ordenador del docente o el sofisticado
instrumental del médico no son equipos de la misma naturaleza. Aquí, el
equipo (producto del trabajo indirecto) no es un sustituto del trabajo directo
(como en el caso de la mecanización más extrema en una fábrica), sino el
complemento del trabajo directo (del docente, del médico).
La amalgama del conjunto de estas producciones “inmateriales” (que
siempre han existido, por otra parte) que permite sacar la conclusión simple
de que están creciendo de un modo mucho más intenso que la de las
producciones materiales no satisface a quienquiera que tenga curiosidad en
saber por qué (y en qué medida) las cosas son verdaderamente así.
No es posible separar esta cuestión –la observación de los crecimientos
comparados de las producciones materiales e inmateriales– de las relativas a
su articulación con el funcionamiento del sistema (es decir, del capitalismo)
tomado en su conjunto. Por mi parte he intentado restablecer este vínculo,
ignorado por los discursos post-modernistas. De este modo he puesto el
acento en dos series de cuestiones distintas. En primer lugar, la cuestión del
excedente creciente producido por el funcionamiento del capitalismo de los
monopolios y su absorción por el crecimiento, de una sección III que se
añade a las dos secciones de El Capital de Marx. En segundo lugar, la
cuestión de la utilidad social de determinadas actividades inmateriales, tanto
en la sociedad capitalista como –con mayor motivo– en el proyecto socialista
de construcción de una sociedad más avanzada en términos de calidad de la
civilización que propone. Los desarrollos relativos a estas dos cuestiones los
trataremos más adelante.
Lo cierto es que en la sociedad capitalista la materialidad social de las
actividades de producción materiales e inmateriales reside en el tiempo de
trabajo social invertido para obtener un producto cualquiera, material o
inmaterial. Y en la medida en que la remuneración del trabajo (asalariado,
esencialmente) es idéntico (o comparable) en todas estas actividades tal como
se llevan a cabo en el capitalismo de los centros desarrollados, es decir, en la
medida en que esta remuneración solo da derecho al acceso al consumo de un
conjunto de bienes y servicios que no exigen para su producción más que un
tiempo de trabajo inferior al suministrado por el trabajador en cuestión, todas
estas actividades materiales e inmateriales participan en la creación de
plusvalía (en el sentido de Marx) y, por tanto, en el beneficio.
De todos modos, la medida de la productividad del trabajo social en
algunas de las producciones inmateriales presenta dificultades e
incertidumbres particulares. En la producción material, a corto plazo, la
mejora de la productividad del trabajo social es fácilmente mensurable: hoy
se han producido tantos metros de tejido con una cantidad de trabajo social
(directo e indirecto) inferior al de ayer. Pero ¿cómo medir la productividad
del trabajo del docente o del médico: ¿por el número de alumnos y de
pacientes? ¿O por la calidad de los resultados? De todos modos, en el
capitalismo, todas las actividades inmateriales, cuando son objeto de una
privatización capitalista, tienen una productividad visible para el capital que
gestiona su producción, que es el volumen de beneficios que puede sacar de
ellas. Pero aquí la productividad en cuestión es una productividad privada
que puede estar en conflicto con la productividad social de la actividad en
cuestión; mientras que en la producción material se produce una confusión
entre las dos productividades, la privada y la social.
El crecimiento aparente de las actividades inmateriales es en sí mismo
indisociable de la evolución de la división del trabajo. Cuando la concepción,
el diseño y/o el control del mercado son exteriorizados, es decir, operados por
empresas distintas de la que proporciona un producto material o inmaterial
dado, la producción inmaterial se ve hinchada por esta misma exteriorización.
Pues de un modo general la externalización practicada por las empresas
confiere a algunos de los elementos de su producción el estatus de servicios
de subcontratación.
Además, el crecimiento de las actividades inmateriales en los centros
dominantes es indisociable del reparto desigual de la división internacional
del trabajo entre los centros y las periferias. La deslocalización en las
periferias de producciones materiales acentúa el crecimiento en los centros de
las actividades inmateriales garantizando el control de las primeras (mediante
la concentración en los centros de los medios de control de las tecnologías, de
las finanzas mundializadas, de las comunicaciones, etc.).
El discurso sobre la sociedad post-capitalista, post-moderna, de servicios
está asociado a los desarrollos de moda relativos a la economía llamada
cognitiva, que disocia los conocimientos científicos y los dominios
tecnológicos del trabajo directo para convertirlos en un factor de producción
en sí. Marx, por el contrario, asocia (y no disocia) las diferentes dimensiones
de esta misma realidad que es el trabajo social y conceptualiza de un modo
muy distinto su productividad.
El trabajo social pone en práctica los saberes particulares y generales que
hacen posible que su productividad sea la que es. ¿Hay que recordar aquí la
importancia que atribuye Marx en este sentido a lo que él llama el “intelecto
general”? La economía ha sido siempre “cognitiva”, pues la producción
siempre ha implicado la puesta en práctica de saberes, incluso en el más
primitivo de los cazadores-recolectores de la prehistoria. El hecho de que se
reconozca que los conocimientos puestos en práctica hoy en la producción
son infinitamente más avanzados que los exigidos por las producciones del
pasado, e incluso que los exigidos por las del pasado próximo de la industria
del siglo XIX, es una evidencia que no deja de ser banal hasta que se
responde a esta pregunta: ¿Quién controla el desarrollo de los conocimientos
en la sociedad contemporánea? ¿Cómo se seleccionan estos conocimientos
para ponerlos al servicio del capital?
Por mi parte no creo haber dejado de tener en cuenta las realidades más
arriba descritas. No me he limitado a la crítica de los discursos dominantes a
ellas relativos. He tratado de ir más allá integrándolos en un análisis de
conjunto que permita situarlos en el lugar que les corresponde. El eje central
del análisis que permite dar coherencia al conjunto de estos fenómenos lo
constituye lo que yo llamo el capitalismo de los monopolios generalizados,
cuyo análisis es el objeto de esta obra.
CAPÍTULO I
EL CAPITALISMO DE LOS MONOPOLIOS GENERALIZADOS
La reubicación de las nuevas realidades en el capitalismo contemporáneo

El capitalismo de los monopolios generalizados

El capitalismo contemporáneo es el capitalismo de los monopolios


generalizados. Entiendo por ello que los monopolios ya no son como islas
(por importantes que sean) en un océano de empresas que no lo son –y que
por ello seguirían manteniendo una autonomía relativa–, sino un sistema
integrado y que, por ello, estos monopolios controlan estrechamente el
conjunto de todos los sistemas productivos. Las pequeñas y medianas
empresas, e incluso las grandes empresas que no tienen la propiedad formal
de los conjuntos oligopólicos en cuestión, están atrapadas en las redes de los
medios de control creadas en todas partes por los monopolios. Por ello su
margen de autonomía se ha reducido a la mínima expresión. Estas unidades
de producción se han convertido en subcontratadas de los monopolios. Este
sistema de monopolios generalizados es el producto de una nueva etapa de la
centralización del capital en los países de la tríada (Estados Unidos, Europa
Occidental y Central, y Japón) que se puso de manifiesto durante los años 80
y 90 del siglo XX.
Simultáneamente estos monopolios generalizados dominan la economía
mundial. La “mundialización” es el nombre que ellos mismos han dado al
conjunto de las exigencias por medio de las cuales ejercen su control sobre
los sistemas productivos de las periferias del capitalismo mundial (el mundo
entero más allá de los socios de la tríada). Se trata simplemente de una nueva
etapa del imperialismo.
El capitalismo de los monopolios generalizados y mundializados
constituye un sistema que asegura a dichos monopolios la sangría de una
renta de monopolio extraída de la masa de la plusvalía (transformada en
beneficios) que el capital obtiene con la explotación del trabajo. En la medida
en que estos monopolios operan en las periferias del sistema mundializado,
esta renta de monopolio se convierte en una renta imperialista. El proceso de
acumulación del capital –que define al capitalismo en todas sus formas
históricas sucesivas– es por tanto impulsado por la maximización de la renta
monopolística/imperialista.
Este desplazamiento del centro de gravedad de la acumulación del capital
está en el origen de la continua prosecución de la concentración de las rentas
y de las fortunas en beneficio de la renta de los monopolios, en gran parte
acaparada por las oligarquías (“plutocracias”) que gobiernan a los grupos
oligopolísticos, en detrimento de las remuneraciones del trabajo e incluso de
las remuneraciones del capital no monopolístico.
Este mismo desequilibrio en crecimiento continuo está, a su vez, en el
origen de la financiarización del sistema económico. Entiendo por ello que
una fracción creciente del excedente no puede invertirse ya en la ampliación
y la profundización de los sistemas productivos y que la “inversión
financiera” de este excedente creciente constituye la única alternativa posible
para la prosecución de la acumulación dirigida por los monopolios. La
implementación de sistemas que permiten esta financiarización opera por
diferentes medios inventados e impuestos con este fin: (I) la sumisión de la
gestión de las empresas al principio del “valor accionarial”; (II) la sustitución
de los sistemas de jubilación por capitalización (fondos de pensiones) por los
sistemas de jubilación por reparto; (III) la adopción del principio de los
“cambios flexibles”; (IV) el abandono del principio de la determinación de los
tipos de interés –el precio de la “liquidez”– por parte de los bancos centrales,
y la transferencia de esta responsabilidad al “mercado”. La financiarización
ha transferido a una treintena de bancos gigantes de la tríada la principal
responsabilidad en el control de la reproducción de este sistema de la
acumulación. Lo que se denomina púdicamente “los mercados” no es en
realidad más que el lugar en donde se despliegan las estrategias de estos
agentes que dominan la escena económica. A su vez, esta financiarización,
que acusa el crecimiento de la desigualdad en el reparto de las rentas (y de las
fortunas) genera el excedente cada vez mayor de que ella misma se nutre. Las
“inversiones financieras” (o también, las inversiones de especulación
financiera) prosiguen su crecimiento a un ritmo vertiginoso, sin parangón
posible con el del “crecimiento del PIB” (que por esto mismo se ha vuelto en
gran parte ficticio), o con el de la inversión en el aparato productivo. El
crecimiento vertiginoso de las inversiones financieras exige –y alimenta–
entre otras cosas, el de la deuda en todas sus formas y en particular el de la
deuda soberana. Cuando los gobiernos actualmente en el poder pretenden
perseguir el objetivo de la “reducción de la deuda”, mienten deliberadamente.
Pues la estrategia de los monopolios financiarizados tiene necesidad del
crecimiento de la deuda (que ellos buscan y no combaten), una forma
financieramente interesante de absorber el excedente de renta de los
monopolios. Las políticas de austeridad impuestas “para reducir la deuda”,
como se dice, tienen, por el contrario, como consecuencia (buscada) el
aumento del volumen de la misma.
Desde esta perspectiva del análisis de la transformación del capitalismo de
los monopolios, me ha parecido necesario reformular la teoría del excedente
(un concepto distinto del de plusvalía) y extendiendo su campo de acción al
sistema mundial, poner de manifiesto la naturaleza de la renta de los
monopolios/renta imperialista, que en estos momentos ejerce su dictadura
unilateral sobre el proceso de acumulación a escala mundial.

Más allá de la plusvalía: el concepto de excedente

El excedente es el producto de un crecimiento de la productividad del trabajo


social superior al del precio pagado a la fuerza de trabajo. Imaginemos, por
ejemplo, que la tasa de crecimiento de la productividad del trabajo social sea
del orden de un 4,5% anual, lo que aseguraría la duplicación del producto
neto en un período de unos quince años, correspondiente a la duración media
de vida de los equipos. Imaginemos que el crecimiento de los salarios reales
sea, a largo plazo, del orden de un 3,5% anual, lo que garantizaría, por tanto,
su aumento hasta un 70% en un período de 15 años. Al cabo de medio siglo
de evolución continua y regular del sistema, el excedente (que define el
volumen de la sección III respecto a la renta neta, ella misma suma de los
salarios, de los beneficios reinvertidos y del excedente) absorbe las dos
terceras partes del producto neto (medido, en resumidas cuentas, por el PIB).
Es más o menos lo que sucedió efectivamente en el curso del siglo XX en los
centros “desarrollados” del capitalismo mundial (la tríada Estados Unidos,
Europa, Japón).
El análisis de los componentes del concepto de excedente pone de
manifiesto la diversidad de los estatutos que rigen su gestión. A las secciones
I y II de Marx corresponden aproximadamente los sectores definidos en las
contabilidades nacionales respectivamente como “primario” (producción
agrícola y explotación minera), “secundario” (industrias de transformación) y
una fracción de las actividades llamadas “terciarias”, que no siempre es fácil
identificar en las estadísticas (que no han sido pensadas con este objetivo),
aunque la definición de su estatuto no se preste a confusión. Han de
considerarse como participando –indirectamente– en la producción de las
secciones I y II: el transporte de materiales, de materias primas y de
productos finales; el comercio de estos productos; los costes de gestión de las
instituciones financieras a su servicio. No hay pues que asignarles el título de
elementos constitutivos de la producción directa e indirecta de las secciones I
y II, y por consiguiente han de ser considerados como elementos del
excedente: los gastos públicos, las transferencias sociales (educación, salud,
seguridad social, pensiones y jubilaciones), los servicios correspondientes a
los costes de venta (publicidad), los servicios a los particulares cubiertos por
el gasto de la renta (alojamiento incluido). El carácter privado o público de la
gestión de los “servicios” en cuestión, agrupados en la contabilidad nacional
bajo el epígrafe de “actividades terciarias” (con la posible distinción entre
estas de un nuevo sector calificado de “cuaternario”) no define por sí mismo
la pertenencia a la sección III (“el excedente”).
En todo caso, el volumen del sector “terciario” es ya por sí solo mucho
mayor que el de las actividades primarias y secundarias en los países del
centro desarrollado (y también en muchos de los de las periferias, pero esta es
una cuestión diferente que no nos incumbe aquí). Por lo demás, la suma de
los impuestos y de las cotizaciones obligatorias alcanza por sí sola –o supera–
el 40% del PIB de estos países. Se puede pues estimar, sin temor a cometer
un gran error, que el “excedente” (la sección III) constituye la mitad del PIB,
o dicho de otro modo, que ha pasado de ser un 10% de este en el siglo XIX a
un 50% en el primer decenio del siglo XXI. Y por consiguiente, si en tiempos
de Marx tenía sentido un análisis de la acumulación reducido a la
consideración de las secciones I y II, hoy ya no lo tiene.
Una vez más, no “todo” lo que forma parte de este excedente ha de
“condenarse” como un parásito inútil. Al contrario, merece la pena mantener
el crecimiento de una buena fracción de los gastos asociados a esta sección
III, y en un estadio más avanzado del despliegue de la civilización humana,
será llamado a tener todavía más importancia, gastos como la educación, la
salud, la seguridad social y la cobertura de las pensiones o incluso de otros
“servicios” asociados al despliegue de formas de la socialización por la
democracia que han de sustituir a la socialización por el mercado (transportes
públicos, vivienda y otros). En cambio, determinados elementos constitutivos
de la sección III –como los “costes de venta”, que han experimentado un
crecimiento fabuloso durante el siglo XX– son evidentemente de naturaleza
parasitaria. Es posible igualmente tratar del mismo modo a determinados
gastos públicos (armamento) o privados (policías privados, ejércitos de
juristas, etc.). Una fracción de la sección III está (¿deberíamos decir
‘estaba’?) ciertamente constituida por ventajas que benefician a los
trabajadores y complementan su salario directo (seguridad social, pensiones).
Sin embargo, estas ventajas, conseguidas con las luchas de los asalariados de
las clases populares, han sido cuestionadas en el curso de los tres últimos
decenios, algunas seriamente mermadas, otras transferidas desde una gestión
pública basada en el principio de la solidaridad social a unas gestiones
privadas basadas en unos supuestos “derechos individuales” libremente
“negociados”. Este modo de gestión, dominante en Estados Unidos y en
progresión en Europa, abre unos espacios suplementarios a la inversión del
excedente, a su vez muy bien remunerados.
Pero resulta que en el capitalismo la totalidad de estos empleos del PIB
–“útiles” o no– cumplen la misma función: la de permitir la prosecución de la
acumulación pese al crecimiento insuficiente de las rentas del trabajo. Por
otra parte, la batalla permanente librada en el terreno de la elección de la
gestión –mediante la sustitución de la gestión pública por la gestión privada–
de numerosos elementos constitutivos de la sección III se abren para el
capital oportunidades suplementarias de “sacar provecho” (¡y de aumentar de
este modo el volumen del excedente!). La medicina privada obliga a decir
que “si bien el enfermo ha de ser atendido, también –y sobre todo– tiene que
aportar dinero” (¡a la clínica privada, a los laboratorios, a la industria
farmacéutica y a las compañías de seguros!). La conclusión que se impone es,
entonces, que una proporción importante de las actividades que se llevan a
cabo en este marco son efectivamente parasitarias e hinchan el PIB,
haciéndole perder una buena parte de su significado como indicador del
grado real de “riqueza” de la sociedad.
En contrapunto, la moda actual consiste en considerar el crecimiento
acelerado de esta sección como un indicador de la transformación del
capitalismo, del paso del mismo desde la “era industrial” a la de la “economía
cognitiva”. La persecución sin fin de la valorización del capital encontraría
entonces su legitimidad. La expresión “capitalismo cognitivo” es ella misma
un oxímoron. La economía del mañana, la del socialismo, sí que será
“cognitiva”; el capitalismo no puede serlo. Imaginar que el desarrollo de las
fuerzas productivas, por sí mismo, pone en marcha –en el capitalismo– la
economía del mañana, como sugieren los escritos de Negri y sus discípulos,
solo es correcto en apariencia. Pues la valorización del capital, basada
necesariamente en la sumisión del trabajo, aniquila el alcance transformador
progresista de este desarrollo. Esta aniquilación está en el centro de la
definición de la sección III, concebida para absorber el excedente,
indisociable del capitalismo de los monopolios.
Abstengámonos, pues, de confundir la realidad actual (el capitalismo) con
el imaginario relativo al porvenir (el socialismo). El socialismo no es una
forma más eficaz que un capitalismo que propone más de lo mismo y que
además es más equitativa en el reparto de la renta. El paradigma que lo rige –
la socialización de la gestión de la producción directa de valores de uso–
implica precisamente un fuerte desarrollo de determinados gastos que hoy, en
el capitalismo, participan de la función principal de absorción del excedente.
En su despliegue mundializado, el capitalismo es indisociable de la
explotación materialista de sus periferias dominadas por sus centros
dominantes. En el capitalismo de los monopolios esta explotación adopta la
forma de una renta de monopolio que es en sí misma, en gran medida, una
renta imperialista (en términos vulgares, los superbeneficios de las
transnacionales).
El orden de magnitud de la fracción calculable de la renta imperialista
producida por el diferencial de los precios de la fuerza de trabajo (de
productividad desigual), es evidentemente considerable. Para hacer una
estimación de este orden de magnitud plantearé la hipótesis de que el PIB
mundial puede dividirse, de un modo concurrente, entre las dos terceras
partes que aportan los centros (20% de la población del planeta) y la tercera
parte de las periferias (80% de la población). Planteo la hipótesis de una tasa
de crecimiento del PIB de un 4,5% anual para los centros y las periferias, y
de un crecimiento de los salarios a una tasa del 3,5% en los centros y de un
0% en las periferias (rentas del trabajo estancadas). Al cabo de quince años
de desarrollo de este sistema, el volumen de esta renta imperialista sería del
orden de la mitad del PIB aparente de las periferias, es decir, un 17% del PIB
mundial, o un 25% del de los centros. Esta renta está parcialmente
enmascarada por los tipos de cambio. Se trata de una realidad bien conocida
que vuelve inciertas las comparaciones internacionales (¿el PIB medido de
acuerdo con los “tipos de cambio del mercado” o según los tipos de cambio
que garantizan la equivalencia de los “poderes adquisitivos”?). Por lo demás,
la renta ya no es íntegramente “transferida” en beneficio de los centros. La
retención de una fracción de esta por las clases dominantes locales es la
condición misma para que estas acepten “jugar el juego de la
mundialización”. Pero resulta que los beneficios materiales sacados de esta
renta, no solamente en beneficio del capital dominante a escala global, sino
también en beneficio de las sociedades opulentas de los centros, son más que
considerables. A las ventajas calculables asociadas al diferencial de los
precios de la fuerza de trabajo se añaden las que no lo son, pero que también
son decisivas, y que se basan en la exclusividad del acceso a los recursos del
planeta, a los monopolios tecnológicos y al control del sistema financiero
mundializado.
Por supuesto, la fracción de la renta imperialista transferida desde las
periferias hacia los centros acentúa a su vez el desequilibrio global y
constituye un motivo suplementario de inflamiento del excedente que ha de
ser absorbido. El contraste constatable en la fase actual de crisis entre el
crecimiento blando de los centros (Estados Unidos, Europa, Japón) y el
crecimiento más vigoroso de los países emergentes de la periferia solo es
descifrable en el marco de un análisis que asocie el de los medios de
absorción del excedente con el de la sangría de la renta imperialista.
La dictadura de los monopolios generalizados está en el centro de la
transformación de las estructuras de clases tanto en los centros dominantes
como en las periferias dominadas, aunque en estas se ve confrontada con
unas políticas que cuestionan su dominio.
Para ver con claridad lo que significan estas transformaciones me parece
necesario dar un rodeo por una reformulación de la teoría de Marx relativa al
trabajo abstracto.
Esta reformulación permite poner de manifiesto la frontera que separa a
quienes producen plusvalía, tanto en las producciones materiales como en las
inmateriales, de quienes se benefician del sistema en su calidad de
consumidores de la plusvalía.

Trabajo simple, trabajo complejo, trabajo abstracto

La unidad de trabajo abstracto (una hora, un año de trabajo social abstracto)


es una unidad compuesta que asocia en unas proporciones dadas unidades de
trabajo simples (sin cualificación) y complejas (cualificadas).
Elijamos una muestra de cien trabajadores en una sociedad homotética en
su reparto entre las diferentes categorías de trabajadores (de cualificaciones
diversas) de cómo es la sociedad en cuestión (cuya población activa es, por
ejemplo, de 30 millones de individuos). Supongamos que el trabajo simple
concierne a un 60% de la muestra (60 trabajadores) y el trabajo complejo a un
40% (40 trabajadores). Tenemos en cuenta el coste de la formación
suplementaria de los trabajadores cualificados. Esta se extenderá, por
ejemplo, en un período de diez años y costará cada año, para cada uno de los
trabajadores afectados, el equivalente a dos años de trabajo social, destinado
a la cobertura de los costes de los docentes y de los equipos utilizados y al
mantenimiento de los alumnos. Mientras que el trabajador no cualificado
trabajará 30 años, el cualificado solo trabajará 20, pues habrá consagrado los
diez primeros años a su formación. Los costes de esta formación (un total de
20 años/trabajo social) serán recuperados en los veinte años de su trabajo por
la valorización del trabajo complejo. Dicho de otro modo, la unidad del
trabajo complejo (hora o año) equivale a diez unidades de trabajo simple.
La unidad compuesta de trabajo abstracto está, pues, constituida en un 60%
por el equivalente de una unidad de trabajo simple y en un 40% por el de una
unidad de trabajo complejo (que vale dos unidades de trabajo simple). Dicho
de otro modo, la unidad de trabajo abstracto suministrada por el colectivo
vale 1,4 unidades de trabajo simple.
Llamo la atención sobre las siguientes observaciones:
—El valor de una mercancía ha de medirse por la cantidad de trabajo
abstracto que se ha necesitado para producirla, pues ninguno de los
trabajadores opera solo, aislado; no es nada al margen del equipo al que
pertenece. La producción es colectiva, y la productividad del trabajo es
la del trabajo social (colectivo), no la de los individuos que componen el
equipo considerados separadamente unos de otros.
—No hago intervenir en el razonamiento la jerarquía de los salarios
reales recibidos por cada una de las categorías de trabajadores, sino
solamente el coste de su formación, que es el único “precio” que la
sociedad ha de pagar para disponer de la fuerza de trabajo conveniente
para su producción.
Producción de plusvalía, consumo de plusvalía
El valor de la producción anual del equipo y la medida de la extracción de
plusvalía en esta ocasión tienen que calcularse en cantidades de trabajo
abstracto. En nuestra hipótesis, el salario del trabajador cualificado es el
doble del no cualificado, del mismo modo que la contribución del primero a
la formación del valor del producto es el doble de la del segundo. Unos y
otros contribuyen igualmente a la extracción de plusvalía en la misma
proporción. La tasa de plusvalía es aquí del 100%. Por una hora de trabajo
horario suministrada por un trabajador simple, este recibe un salario que le
permite comprar productos de consumo por un valor igual a una media hora
de trabajo abstracto. La hora de trabajo suministrada por un trabajador
cualificado vale el doble y se paga con un salario igualmente doble que
permite comprar productos de consumo por un valor igual a una hora de
trabajo abstracto.
Introduzcamos ahora una escala de salarios diferente de la que implicaría
la igualdad entre el salario y la contribución a la formación del valor. En esta
hipótesis el salario recibido por el trabajador cualificado es 4 veces el del
trabajador simple (en vez del doble). Se constata entonces en esta hipótesis
que solamente los trabajadores no cualificados contribuyen a la formación de
la plusvalía; los trabajadores cualificados “se comen” la plusvalía que ellos
contribuyen a formar.
Resulta evidente entonces que si la escala de salarios para las diferentes
categorías de trabajadores cualificados se despliega en forma de un gran
abanico que va, digamos, desde 1,5 veces a 2 veces el mínimo vital (salario
del trabajador no cualificado) para muchos, a 3 o 4 veces de este mínimo para
algunos, y a un múltiplo mucho mayor para una pequeña minoría, la de los
llamados “extra-cualificados”, constatamos que si bien la mayor parte de los
trabajadores contribuyen a la formación de la plusvalía, aunque en
proporciones diferentes (y en este sentido la expresión de “sobre-explotados”
que se aplica a la mayoría –a las dos terceras partes de los asalariados–
adquiere todo su sentido), existe una categoría de trabajadores supuestamente
“sobre-cualificados” (que a veces tal vez lo son realmente) que consumen
más plusvalía de la que contribuyen a formar.
Algunas reflexiones a modo de conclusión
En el análisis propuesto no existe más que una productividad, la del trabajo
social definido por “las cantidades” de trabajo abstracto contenidas en el
producto comercial producido por un colectivo de trabajadores. La economía
burguesa desglosa artificialmente esta productividad en “componentes”
atribuidos a cada uno de los “factores de producción”. Pese a que este
desglose no tiene valor científico y solo se basa en un razonamiento
tautológico, es “útil” porque es el único medio de legitimar el beneficio del
capital. Si ahora pasamos del modelo abstracto de un capitalismo completo y
cerrado al constituido por el sistema mundial del capitalismo, constatamos
que dicho sistema, cerrado por definición, por una parte integra unos modos
de explotación del trabajo diversos (junto a los asalariados del capital, la
sumisión de los pequeños productores aparentemente independientes) y por
otra parte da unos precios diferentes al valor de la fuerza de trabajo (en
particular entre los precios que tiene en los centros dominantes y el que tiene
en las periferias dominadas del sistema).
En estas condiciones, el análisis de la producción de valores y de
plusvalías, por una parte, y su reparto entre el capital y los trabajadores de
todo el planeta, por otra, pone de manifiesto la existencia de una “renta
imperialista” que no solo está en el origen de los sobrebeneficios de los
monopolios, sino que constituye también la condición de reproducción de
este sistema en su conjunto. En y mediante esta reproducción se manifiesta la
ley de la pauperización asociada a la acumulación del capital, con una fuerza
sin igual, mucho más acentuada aún de lo que Marx había imaginado.
La jerarquía de los salarios en el capitalismo real no viene determinada por
los costes de formación de los trabajadores cualificados. Es mucho más
amplia y no tiene otra explicación que la toma en consideración de la historia
de las formaciones sociales concretas y de las luchas de clases. El intento de
legitimarla mediante las “productividades marginales” de las diferentes
categorías de trabajadores se basa en el método tautológico.
En la fase actual del capitalismo de los monopolios generalizados, el
dominio del “capital abstracto” sustituye al de los capitalistas/burgueses
concretos. En estas condiciones, una fracción importante del beneficio se
disfraza en forma de “salarios” (o de para-salarios) de las capas superiores de
las “clases medias”, cuyas actividades son las de servidores del capital
abstracto. La separación entre la formación del valor, la extracción de
plusvalía y su distribución adquiere así una mayor amplitud.
La reproducción del capitalismo se basa en la extracción de la plusvalía. La
producción de valor (y no de riqueza) define el horizonte de su visión del
mundo. Conviene, por tanto, evitar la confusión entre valor y riqueza. Por lo
demás, la acumulación continua (la valorización del capital) destruye
progresivamente las bases de la reproducción de la riqueza: el ser humano y
la naturaleza. Concebir una gestión social que sitúe a la verdadera riqueza (el
ser humano y la naturaleza) en los puestos de mando implica salir de la lógica
del capitalismo, inventar el socialismo. Tratar de conciliar valor y riqueza
lleva a un callejón sin salida teórico y político.
Estamos ahora equipados para comprender la naturaleza de las
transformaciones de las estructuras sociales, lo que yo llamo la
diversificación del “proletariado generalizado”.

La oligarquía financiera y la proletarización generalizada

La formación del capitalismo de los monopolios generalizados ha provocado


la transformación de las estructuras de las clases dominantes y dominadas. En
los centros dominantes, la polarización social adopta ahora la forma extrema
de la oposición entre una oligarquía financiera sostenida por las nuevas clases
medias y un conjunto de clases dominadas formado por segmentos cuyos
diversos estatus enmascaran su pertenencia común a lo que yo llamo un
proletariado generalizado. En las periferias la polarización adopta formas
diferentes en función de si el país en cuestión es o no un país emergente.
La plutocracia, nueva clase dirigente del capitalismo senil
La lógica de la acumulación es la de la concentración y la centralización
crecientes del control del capital. Insisto en esta distinción que establezco
entre la propiedad y el control del capital. La propiedad formal puede estar
diseminada (como la de los “propietarios” de partes de derechos a la
jubilación en los fondos de pensiones), mientras que la gestión de esta
propiedad la controla el capital financiero.
La competencia, cuyas virtudes, más imaginarias que reales, canta la
ideología del sistema, sigue operando, pero ya no es más que la competencia
entre un número cada vez más restringido de oligopolios. No es ni la
competencia “perfecta” ni la “transparencia” que nunca han existido de
verdad y de las que el capitalismo realmente existente se aleja cada vez más a
medida que se va desarrollando.
Hemos llegado a un nivel de centralización de los poderes de dominio del
capital tal que las formas de existencia y de organización de la burguesía
conocidas hasta ahora están siendo abolidas. La burguesía la formaban las
familias burguesas estables. De una generación a otra los herederos
perpetuaban una cierta especialización en las actividades de sus empresas. La
burguesía construía y se construía a sí misma. Esta estabilidad favorecía la
confianza en los “valores burgueses” y su irradiación a la sociedad entera. En
gran medida, la burguesía, clase dominante, era aceptada como tal. Por los
servicios que rendía, parecía merecer su acceso a los privilegios de la
comodidad y la riqueza. También parecía claramente nacional, sensible a los
intereses de la nación, fuesen cuales fuesen las ambigüedades y los límites de
ese concepto tan manipulado. La nueva clase dirigente se aparta brutalmente
de esta tradición. Algunos califican la transformación en cuestión de
despliegue de un accionariado activo que restablece plenamente los derechos
de la propiedad (es decir, de un accionariado popular). Esta calificación
laudatoria y engañosa que legitima el cambio omite recordar que el principal
aspecto de la transformación concierne al grado de concentración del control
del capital y de centralización del poder que lo acompaña.
Sin duda la gran concentración del capital no es una novedad. Desde
finales del siglo XIX, lo que Hilferding, Hobson y Lenin calificaron de
capitalismo de los monopolios es una realidad. Sin duda esta concentración,
desde entonces, ha dado siempre ventaja a los Estados Unidos sobre los
demás países del capitalismo central. La formación de la gran empresa, que
se convertirá en transnacional, se inicia en Estados Unidos antes de la
Segunda Guerra mundial, y se despliega triunfalmente en la postguerra;
Europa sigue sus pasos. Sin duda, igualmente, la ideología estadounidense
del ‘self-made man’ (los Rockefeller, los Ford, etcétera) corta con el
conservadurismo familiar dominante en Europa. Como lo hace también el
culto a la “verdadera” competencia, aún cuando esta no existiría, como lo
explica la precocidad de las leyes “anti-trusts” (¡en vigor desde 1890!). Pero
más allá de estas diferencias reales en las culturas políticas en cuestión, la
misma transformación en la forma de existencia de la nueva clase dirigente
del capitalismo caracteriza igualmente bien tanto a Europa como a Estados
Unidos.
La nueva clase dirigente solo se cuenta por decenas de miles de personas y
no por millones de ellas, como era el caso de la antigua burguesía. Y además
una buena proporción de ella la forman unos recién llegados que se han
impuesto más por el éxito de sus operaciones financieras que por su
contribución a los avances tecnológicos propios de nuestra época. Su
ascensión ultra-rápida contrasta con la de sus predecesores, que abarcaba
varios decenios. La profusión en la aparición de las llamadas start up
companies, empresas tecnológicas de nueva creación, presenta igualmente
una nueva característica –la inestabilidad extrema que implica el fracaso de
prácticamente todos estos ingenuos ambiciosos, pese a la retórica elogiosa y
vacua que se ha desarrollado respecto a ellas.
La centralización de los poderes, todavía más acentuada que la
concentración de capitales, refuerza la interpenetración de los poderes
económicos y políticos. No puede tampoco decirse que esta interpenetración
sea una novedad. Al fin y al cabo, la naturaleza clasista del poder –aunque
sea democrático– significa que la clase política dirigente está al servicio del
capital. Inversamente, la fortuna capitalista siempre ha invitado a
determinados hombres del poder a compartir los beneficios. Pero ahora esta
interpenetración tiende a convertirse casi en homogeneización, lo cual es
nuevo, y encuentra su expresión en las transformaciones del discurso
ideológico.
La ideología “tradicional” del capitalismo ponía el acento en las virtudes
de la propiedad en general, en particular de la pequeña propiedad –de hecho,
mediana o mediana-grande– considerada por su estabilidad portadora de
progreso tecnológico y social. En cambio, la nueva ideología lisonjea a los
“ganadores” y muestra su desprecio por los “perdedores”, sin más
consideraciones. La retórica dominante propone una imagen engañosa del
éxito que remite los fracasos a circunstancias personales, evadiendo de este
modo la responsabilidad del sistema social. ¿Es preciso destacar aquí que esta
ideología que evoca una especie de “darwinismo social” (la referencia a
Darwin es de hecho inapropiada, como ha demostrado Anton Pannekoek)
está muy cerca de la que regula las relaciones en el interior de una asociación
de malhechores? Pues en ambos casos el “ganador” tiene casi siempre razón,
incluso cuando los medios que pone en práctica para ganar, aunque no caigan
bajo el peso de la ley penal, rozan lo ilegal y en todo caso ignoran los valores
morales comunes.
La traducción concreta del juicio aquí apuntado tiene un nombre:
connivencia entre el mundo de los negocios y las instituciones encargadas de
las auditorías y de las “calificaciones”, connivencia que cuenta con la
complicidad al menos tácita de los poderes públicos. Estas agencias, pagadas
por los monopolios, se imponen como un partido sobre los demás, y es el
único partido que tiene competencias para establecer las reglas del juego,
¡una frontera que la democracia jamás debe franquear! Conceder la más
mínima atención a dichas agencias equivale de entrada a capitular. Una
política de izquierdas digna de este nombre tiene que echar sin más a la
basura las “notas” de estas agencias de calificación. Es posible entonces
reformular la cuestión como ha de hacerse en una democracia: definir los
intereses sociales en conflicto, formular propuestas de compromisos sociales
que gocen de un gran apoyo popular y que impongan las condiciones al
capital de los monopolios.
Las especificidades del modo de financiación de las empresas en Estados
Unidos, es decir, como es bien sabido, el recurso al mercado financiero
(emisiones en bolsa de acciones y obligaciones) preferido al apoyo de los
bancos y/o del Estado (mediante el canal de las instituciones públicas
especializadas) están, se dice, en el origen de esta conjunción. Esto es en
parte cierto, pues los modelos alemán y japonés, que privilegian la
integración financiera bancos/empresas o el modelo francés, basado en las
intervenciones de las instituciones financieras del Estado, no han preservado
a los sistemas europeos de las evoluciones en curso que van en ese mismo
sentido. Si esto es así es porque la razón fundamental de estas evoluciones
reside en el elevado nivel de centralización del control del capital, sin
parangón con el existente hace tres decenios. La “connivencia” entre el poder
“económico” y el poder “político”, que se fusionan para convertirse en el
poder a secas, remite a lo que Marx y Braudel han dicho del capitalismo: que
no es reducible al “mercado” (como repite ad nauseam el discurso
dominante), sino que, al contrario, se identifica en los poderes que están “por
encima del mercado” (los oligopolios, el Estado). El hecho de que esta
connivencia tenga hoy, en el “nuevo capitalismo”, una fuerza equivalente a la
que tenía en los comienzos del capitalismo (en la República de Venecia
administrada como una sociedad anónima de los comerciantes más ricos, o en
la época “colbertista” e “isabelina” de las monarquías absolutas), tras haberse
visto fuertemente atenuada durante los siglos XIX y XX, no hace sino poner
de manifiesto que el sistema se ha vuelto claramente obsoleto y que ha
entrado en una fase de senilidad.
El capitalismo contemporáneo se ha convertido, en virtud de la lógica de la
acumulación, en un “capitalismo de connivencia”. La expresión inglesa
‘crony capitalism’ [capitalismo clientelar o de amigotes] ya no puede
aplicarse exclusivamente a las formas “subdesarrolladas y corruptas” de Asia
del Sur y de América Latina que los “economistas” (es decir, los creyentes
sinceros y convencidos de las virtudes del liberalismo) fustigaban ayer
mismo. Hoy es perfectamente aplicable también al capitalismo de los Estados
Unidos y de Europa. En su modo normal de comportarse, esta clase dirigente
se parece mucho a lo que sabemos del modo de comportarse de las “mafias”,
por insultante y extremo que parezca el término.
El “sistema” ya no sabe reaccionar a esta deriva, simplemente porque ya
no está en condiciones de poner en cuestión la centralización del capital. Las
medidas que adopta recuerdan entonces curiosamente a las leyes “anti trusts”
de finales del siglo XIX (la Sherman Act), cuya limitada eficacia es bien
conocida. En consonancia con la tradición estadounidense, la sociedad replica
recurriendo de un modo más acentuado al moralismo y al gobierno de los
jueces. Es bien sabido que en el caso Enron, el fiscal de Nueva York, Eliot
Spitzer, aumentó mucho su popularidad al exhibir, en un show mediático
muy bien preparado, a unos cuantos multimillonarios esposados. Lo nunca
visto en Estados Unidos. La ley (Saranes Oxley Act) legitimará en lo sucesivo
una mayor intervención de los jueces en la vida de las empresas. Apuesto a
que estas intervenciones acabarán inscribiéndose en el juego de connivencias
que pretenden erradicar.
A más largo plazo, una nueva cristalización de la izquierda radical
europea, en línea con su cultura política, sería evidentemente capaz de
cuestionar de nuevo este alineamiento y la deriva que comporta. Pero es
probable que esto no sea posible hacerlo sin poner igualmente en cuestión al
capitalismo en algunos de sus aspectos más esenciales. Los avances
democráticos por medio de los cuales podría imponerse esta recomposición,
pondrían a su vez en cuestión los modelos de los actuales poderes
oligárquicos centralizados. Pero desgraciadamente la izquierda europea no
parece estar transitando por esta vía.
El sistema político del capitalismo contemporáneo es hoy un sistema
plutocrático. Este se acomoda a la prosecución de la práctica de la
democracia representativa, convertida en “democracia de baja intensidad”:
uno es libre de votar a quien quiera, eso no tiene ninguna importancia,
¡porque es el mercado y no el Parlamento quien toma las decisiones! Se
acomoda igualmente a las formas de gestión autocráticas del poder o a las
farsas electorales.
Estas transformaciones han modificado el estatus de las clases medias y su
modo de integración en el sistema global. Estas clases las forman hoy
básicamente los asalariados y ya no los pequeños productores, como no hace
mucho. Esta transformación adopta el aspecto de una crisis de las clases
medias, marcada por una diferenciación cada vez mayor: los más
privilegiados (los salarios más altos) se convierten en agentes directos de la
clase dominante de los oligopolios, mientras que los otros son pauperizados.
Más arriba, cuando he propuesto una división de los trabajadores (en su
mayor parte asalariados) entre los que producen la plusvalía y los que son
consumidores de la misma, he sugerido el medio por el que sería posible
identificar cuáles son las partes de las “capas” medias que pertenecen al
bloque social dominante.

Los especuladores, nueva clase dominante en las periferias

El contraste centros/periferias no es nuevo; ha acompañado a la expansión


capitalista mundializada desde sus orígenes, hace cinco siglos. Por ello, las
clases dirigentes locales de los países del capitalismo periférico, tanto si se
trata de países independientes como si se trata de colonias, han sido siempre
clases dirigentes subalternizadas, y sin embargo aliadas gracias a los
beneficios que extraían de su inserción en el capitalismo mundializado.
La diversidad de estas clases, en gran parte descendientes de las que
dominaban sus sociedades antes de su sometimiento al
capitalismo/imperialismo, es considerable. Sus transformaciones, derivadas
de esta integración/sumisión, han sido igualmente considerables: antiguos
amos políticos convertidos en grandes hacendados, antiguas aristocracias de
Estado modernizadas, etc. La reconquista de la independencia ha comportado
a menudo la sustitución de estas antiguas clases subordinadas (colaboradoras)
por nuevas clases dirigentes –burocracias, burguesías de Estado– más
legítimas a los ojos de sus pueblos (al principio) debido a su asociación con
los movimientos de liberación nacional.
Pero también aquí, en estas periferias dominadas por el antiguo
imperialismo (las formas anteriores a 1950) o por el imperialismo nuevo (el
del período de Bandung hasta 1980 aproximadamente), las clases dirigentes
locales se beneficiaban de una visible estabilidad relativa. Las generaciones
sucesivas de aristócratas y de nuevos burgueses, durante largo tiempo, y
luego la nueva generación salida de las fuerzas políticas que dirigieron las
liberaciones nacionales, se adhirieron a unos sistemas de valores, morales y
nacionales. Los hombres (y más raramente las mujeres) que eran sus
representantes se beneficiaban de diversos grados de legitimidad.
Las conmociones provocadas por el capitalismo de los monopolios del
nuevo centro imperialista colectivo (la tríada Estados Unidos/Europa/Japón)
han extirpado verdaderamente los poderes de todas estas antiguas clases
dirigentes de las periferias para sustituirlos por los de una nueva clase que yo
calificaría de “especuladores”. Este término circula por otra parte
espontáneamente en muchos países del Sur. El especulador en cuestión es un
“hombre de negocios”, no un empresario creativo. Debe su riqueza a las
relaciones que mantiene con el poder vigente y con los dueños extranjeros del
sistema, ya se trate de representantes de los Estados imperialistas (de la CIA
en particular) o de los oligopolios. Actúa como un intermediario, muy bien
remunerado, que se beneficia de una verdadera renta política de la que
obtiene la parte esencial de la riqueza que acumula. El especulador ya no se
adhiere a ningún sistema de valores morales y nacionales. A modo de
caricatura de su alter ego de los centros dominantes, no conoce más que el
“éxito”, el dinero, la codicia que se perfila tras un supuesto elogio del
individuo. También en este caso los comportamientos mafiosos, incluso
criminales, no están muy lejos.
Es cierto que los fenómenos de este tipo no son completamente nuevos. La
naturaleza misma del dominio imperialista y la sumisión de las clases
dirigentes locales a este dominio alentaba la emergencia de este tipo de
hombre de poder. Pero lo que es ciertamente nuevo es que el género en
cuestión ocupa hoy la casi totalidad de la escena del poder y la riqueza. Son
los “amigos”, los únicos amigos de la plutocracia dominante a escala
mundial. Su fragilidad tiene que ver con el hecho de que no gozan de ningún
tipo de legitimidad a los ojos de sus pueblos, ni de la que confería la
“tradición” ni la que daba la participación en la liberación nacional. Lo que se
conoce como la “crisis de las clases medias” en las periferias del sistema se
inscribe en este marco.
La constitución de la nueva clase de los especuladores es indisociable del
despliegue de las formas de lumpen-desarrollo que caracterizan en buena
medida al Sur contemporáneo. Pero el eje principal del bloque dominante
solamente está formado por esta clase en las situaciones de “no emergencia”
del país en cuestión. En los países emergentes el bloque dominante es otro.
Más adelante trataré de identificar las condiciones de la emergencia y
miraré de poner de manifiesto las combinaciones posibles entre esta y el
despliegue de la pauperización asociada a lo que yo he calificado de lumpen-
desarrollo. Los bloques sociales dominantes en las periferias no son solo
específicos de cada país, como lo han sido siempre, sino que son de
naturaleza diferente según se trate o no de un país emergente. El modo de
gestión política es diferente en los países emergentes del modo de gestión en
los que no lo son. El poder real del Estado y su puesta al servicio de un
proyecto de transformación social (sean cuales sean sus límites) da al
régimen una cierta legitimidad, aniquilada en los países que siguen estando
totalmente sometidos al despliegue del capital imperialista. Se puede hablar
en este caso de Estado compradore, complemento de la burguesía
compradore.1

Las clases dominadas: un proletariado generalizado pero segmentado

Marx definió al proletariado de una manera rigurosa (el ser humano obligado
a vender al capital su fuerza de trabajo) y supo que las condiciones de esta
venta (“formales” o “reales”, para retomar los términos del propio Marx) han
sido siempre diversas. La segmentación del proletariado no es ninguna
novedad. Se comprende entonces que la cualificación haya sido más visible
para determinados segmentos de la clase, como los obreros de la nueva
maquinofactura del siglo XIX, o aún mejor, de la fábrica fordizada del siglo
XX. La concentración en los lugares de trabajo facilitaba la solidaridad en las
luchas y la maduración de la conciencia política, lo que alimentó el obrerismo
de determinados marxismos históricos. La fragmentación de la producción
producida por las estrategias del capital aprovechando las posibilidades que
ofrecen las tecnologías modernas pero sin perder por ello el control de la
producción subcontratada o deslocalizada, debilita por supuesto la solidaridad
y refuerza la diversidad en la percepción de los intereses.
El proletariado parece, pues, desparecer en el momento mismo en que se
generaliza. Las formas de la pequeña producción autónoma, los millones de
pequeños campesinos, de artesanos, de pequeños comerciantes desaparecen
para dejar su lugar a estatutos de subcontratación, grandes superficies, etc. El
estatus formal de asalariado es el del 90 por ciento de los trabajadores, tanto
en el caso de la producción material como en el de la inmaterial. Más arriba
he tratado de ilustrar las consecuencias de la diversificación de las
remuneraciones, que lejos de ser homotéticas respecto a los costes de
formación de las cualificaciones requeridas, los amplifica al extremo. Pese a
ello el sentimiento de solidaridad está en vías de renacer. “Nosotros, el 99%”,
dicen los movimientos de ocupación. Aunque en realidad ese 99% no sea más
que un 80%, constituye la inmensa mayoría del mundo del trabajo. Esta doble
realidad –la explotación de todos por el capital y la diversidad de las formas y
la violencia de esta explotación– interpela a la izquierda, que no puede
ignorar las “contradicciones en el seno del pueblo” sin renunciar a la
convergencia de objetivos, lo que implica a su vez la diversidad de las formas
de organización y de acción del nuevo proletariado generalizado. La
ideología del “movimiento” ignora estos desafíos. Pasar a la ofensiva exige la
reconstrucción ineludible de centros capaces de pensar la unidad de los
objetivos estratégicos.
La imagen del proletariado generalizado en las periferias, emergentes o no,
es diferente al menos en cuatro planos:
• Por la progresión de la “clase obrera”, visible en los países emergentes.
• Por la persistencia de un campesinado numeroso y sin embargo cada
vez más integrado en el mercado capitalista, y sometido por ello a la
explotación del capital, por indirecta que esta sea.
• Por el crecimiento vertiginoso de las actividades de “supervivencia”
producidas por el lumpen-desarrollo.
• Por las posturas reaccionarias de capas importantes de las clases medias,
cuando estas son las beneficiarias exclusivas del crecimiento.
El reto para las izquierdas radicales consiste aquí en “unir a los campesinos y
a los obreros” para retomar la manera de expresarse de la Tercera
Internacional, unir al pueblo de los trabajadores (incluidos los que trabajan en
el sector de la economía sumergida), los intelectuales críticos y las clases
medias en un frente amplio anti-compradore.

Las nuevas formas de dominación política

Las transformaciones de la base económica del sistema y de las estructuras de


clase que las acompañan han modificado las formas en que se ejerce el poder.
Hemos entrado en una fase que yo califico del “capitalismo abstracto”.
Entiendo por ello que el capitalismo no se encarna ya en familias de
propietarios burgueses, sino que se expresa directamente y exclusivamente
por el control del “dinero”. Esta es la razón de que yo considere que la
calificación del régimen de “capitalismo patrimonial” (Aglietta) es engañosa.
La financiarización, al producir la ilusión de que el “dinero se multiplica” sin
pasar por la producción, expresa en grado sumo el carácter abstracto del
capitalismo contemporáneo.
El dominio político se expresa desde este momento a través de una “clase
política” de nuevo cuño y mediante una intelectualidad mediática, una y otra
al servicio exclusivo del capitalismo abstracto de los monopolios
generalizados. La ideología del “individuo-rey” y las ilusiones del
“movimiento” de que podrían transformar el mundo, ¡incluso “cambiar la
vida”!, sin plantear la cuestión de la toma del poder por los trabajadores y los
pueblos confirman este modo de ejercicio del nuevo poder del capital.
En las periferias, la forma caricaturesca extrema se alcanza cuando el
lumpen-desarrollo confía el ejercicio del poder a un Estado y a una clase de
compradores especuladores. En cambio, en los países emergentes, bloques
sociales de una y otra naturaleza ejercen un poder real que extrae su
legitimidad del éxito económico de las políticas implementadas. Las ilusiones
según las cuales la emergencia “en el capitalismo mundializado y mediante
fórmulas capitalistas” permitirá la nivelación, los límites de lo que sería
posible de hecho en ese marco, y los conflictos sociales y políticos abren la
puerta a diferentes evoluciones posibles, en dirección a lo mejor (el
socialismo) o en dirección a lo peor (el fracaso y la re-compradorización).
El clero mediático y la nueva clase política
He tomado la calificación de ‘clero mediático’ de una frase que oí pronunciar
en el coloquio del MPEP2 organizado en octubre de 2011. Creo, en efecto,
que existe un paralelismo sorprendente entre nuestro mundo actual y el
estado de Francia en vísperas de 1789. Entonces el poder decisivo era el de la
aristocracia territorial (la nobleza, alineada detrás de su rey). Hoy es el de la
“plutocracia” financiera que ocupa los puestos de mando en el capitalismo de
los monopolios generalizados. Este poder era servido por una “nobleza de
toga” –una burguesía vestida con los hábitos de la aristocracia. Hoy, el poder
de los monopolios lo sirve una “clase política” constituida por auténticos
dependientes (incluidos los que responden al sentido banal de la expresión)
en la que se encuentran asociados los políticos de la derecha clásica y los de
la izquierda electoral. A su vez, el poder político aristocrático/monárquico del
Antiguo Régimen lo sostenía un clero (católico en Francia) cuya función era
darle una apariencia de legitimidad mediante el desarrollo de una retórica
casuística apropiada. Hoy de esta función se encargan los medios de
comunicación. Y la casuística que desarrollan para conseguirlo y dar una
apariencia de legitimidad al poder dominante vigente es característica de los
métodos tradicionales puestos en práctica por el clero religioso. La cuestión
de la “nobleza de toga” que la clase política actual representa podría ser
objeto de un tratamiento paralelo.
¿Existe el poder mediático?
Una mirada rápida a la realidad del mundo en todas sus épocas revelaría la
coexistencia de múltiples poderes. Por ejemplo, en nuestro mundo moderno
el poder económico de las grandes empresas y los poderes políticos –
legislativo, ejecutivo y judicial– ejercidos en un marco institucional concreto,
“democrático” o no. Por ejemplo, los poderes que las ideologías y las
creencias (religiosas, pero no solo ellas) ejercen sobre los pueblos. Por
ejemplo, en fin, el poder de los medios de comunicación, que difunden la
información, la seleccionan y la comentan. El reconocimiento de esta
pluralidad muestra una extrema banalidad. Pues la verdadera cuestión que
hay que plantear es la de cómo se organizan estos poderes, en su diversidad,
para complementarse en sus efectos de construcción del tejido social, o al
contrario, cómo entran en conflicto en este terreno. Por supuesto, la respuesta
a esta cuestión solo puede ser concreta, es decir, referirse a una sociedad dada
en un momento dado de su historia.
Unas palabras más respecto al poder mediático. Una literatura abundante
se dedica a analizar, entre las diversas cualificaciones del ser humano, la de
su carácter de homo comunicans. Se entiende por ello que el volumen y la
intensidad de las informaciones a las que el hombre moderno tiene acceso,
sin parangón posible, se dice, con las que tenía en el pasado, habrían
transformado verdaderamente al individuo y a la sociedad. Esto es tal vez un
poco exagerado, ya que, desde sus orígenes, el ser humano se define
precisamente por el uso de la palabra, medio de comunicación por excelencia.
Sin embargo, la afirmación de estas proposiciones relativas al volumen y a la
intensidad de la información es en sí misma correcta, y confiere por ello a los
medios de comunicación que están en su origen un poder y una
responsabilidad moral, política y social decuplicadas. Pero esta constatación
no elude la cuestión fundamental planteada: la de cómo se articula este poder
con los otros.
El poder mediático en el capitalismo contemporáneo: mito y realidades
El poder mediático, no más que los otros, no es “independiente” –nunca lo ha
sido; no puede serlo. No entiendo ciertamente por ello que esté “a las órdenes
de”, que sea el ejecutivo de otro poder (político, religioso o económico). No,
el poder mediático tal vez puede ser –e incluso es– bastante autónomo.
Entiendo por ello que está sometido en su funcionamiento a la autonomía de
una lógica que es la suya, y que es diferente de las lógicas de reproducción de
los otros poderes. Este era el caso de los modos de funcionamiento del clero
católico en la Francia del Ancien Régime, como de todos los demás cleros
religiosos de la época. Y es hoy el caso de los modos de funcionamiento del
nuevo clero mediático. Esta autonomía de los medios de comunicación se
manifiesta igualmente por la singularidad de sus reglas deontológicas. Y en
este sentido, si bien existen medios de comunicación que están “a las órdenes
de”, también existen otros que no lo están. Y sin embargo esta autonomía,
alabada por el ideal democrático, aunque no sea siempre esta su práctica– no
es sinónimo de independencia, que es un concepto absoluto, por cuanto la
autonomía implica la articulación (la interdependencia) entre los diversos
poderes, y por tanto también el mediático. La cuestión de esta articulación es,
pues, una cuestión central, ineludible.
En el capitalismo contemporáneo, un poder supremo tiende a imponerse a
todos los demás, a los que subordina articulándolos a las exigencias de su
propio despliegue. Hablo, por supuesto, de una tendencia –fuerte– y no de un
hecho consumado. Pues las resistencias al despliegue de esta tendencia son
poderosas y tal vez se han ido reforzando con el paso del tiempo. El poder
supremo al que hago referencia aquí es el de los “monopolios generalizados,
mundializados y financiarizados”. Esta transformación cualitativa ha
reducido el espacio de autonomía relativa del que se beneficiaba
tradicionalmente el poder político en la tríada en cuestión (y dicha autonomía
daba sentido y alcance a la “democracia burguesa”, a las visiones de la vida, a
las ideas corrientes, a los “consensos” e incluso a las concepciones religiosas,
en dos palabras, al “aire del tiempo”). Dicho de otro modo, lo que está en
construcción no es, como se dice vulgarmente, “una economía de mercado”,
sino una “sociedad de mercado”.
En este marco, los medios de comunicación –así como la política– ven
recortados los espacios de su autonomía relativa. Sin convertirse
necesariamente en instrumentos “a las órdenes de”, son invitados (y se ven
forzados) a desempeñar funciones útiles y necesarias para asegurar el éxito
del despliegue del poder supremo de los monopolios generalizados. No
vivimos, pues, un momento de avances democráticos, sino al contrario,
asistimos a su desfiguración y al retroceso de la democracia. El ciudadano
capaz de aprehender la realidad está sometido a un bombardeo que lo
despolitiza, y no hay democracia sin ciudadanos politizados y por ello
capaces de imaginación creadora, de producción de alternativas coherentes y
diferentes. Este ciudadano es sustituido por el individuo pasivo (desprovisto,
por tanto, de toda libertad auténtica) reducido al estatus de
consumidor/espectador. Se le propone alinearse en un consenso, en realidad
un falso consenso que no es más que la traducción de las exigencias del poder
supremo y exclusivo de los monopolios generalizados. Las elecciones se
convierten en una farsa en la que se enfrentan “candidatos” (y cuya
organización del poder de estilo presidencialista revela su carácter
“parapersonal”) alineados en ese mismo consenso. La fase suprema de la
farsa se alcanza cuando unas “agencias de calificación” (es decir, unos
empleados de esos mismos monopolios) trazan las fronteras de lo que se
considera “posible”.
Pero, ¡ay!, los medios de comunicación dominantes participan activamente
en la destilación de este pensamiento único, que es absolutamente lo
contrario del pensamiento crítico. Cierto que no lo hacen practicando siempre
la mentira. Los medios de comunicación respetables van con mucho tiento en
este sentido. Lo que hacen es seleccionar, y sus comentarios se inscriben en
lo que se espera de ellos. Su autonomía se reduce entonces a la puesta en
práctica de una casuística funcional para legitimar el orden establecido. Es
pues en este sentido que afirmo que el poder de la aristocracia financiera
necesita el complemento del poder del clero mediático. Podríamos multiplicar
los efectos de esta casuística, que permite situar en primer plano del frente
“democrático” árabe al sultán de Qatar y al rey de la Arabia Saudí. ¿Se le
ocurre a alguien una farsa más perfecta? Ejemplo de la casuística del clero
mediático: la cuestión de las intervenciones (militares, humanitarias,
sanciones económicas, etc.) de las potencias imperialistas en los asuntos
internos de los países del Sur. Está prohibido abrir el debate sobre los
objetivos reales de estas intervenciones, como el acceso a los recursos
naturales de los países en cuestión, o al establecimiento de las bases militares.
Hay que aceptar por principio que los motivos invocados por las potencias
son los únicos motivos de sus intervenciones. Como se trata de unos “poderes
democráticos”, hay que creer en su palabra: ¡los “demócratas” no mienten!
Hay que creer –o simular que se cree– que estas intervenciones las decide la
“comunidad internacional”, dando por supuesto que está prohibido recordar
que esta solo la representa el embajador de Estados Unidos, inmediatamente
seguido por sus aliados subalternos de la Unión Europea/OTAN, con el
apoyo, a veces, de algunos comparsas como Qatar. Hay que creer –o simular
que se cree– que los objetivos reales de la intervención son aquellos que
esgrimen los intervencionistas: los de liberar a un pueblo de una dictadura
sangrienta, promover la democracia, acudir en ayuda “humanitaria” de las
víctimas de la represión. Los medios de comunicación aceptan de entrada
situarse en este marco de “análisis” (en realidad, un ‘no análisis’ de la
realidad). Se acepta entonces discutir para saber si los objetivos proclamados
han sido alcanzados o no, si ha habido “errores”, si la aparición de obstáculos
“imprevistos” ha impedido alcanzar los objetivos. Bonita casuística la que
evita llevar el debate al terreno real, el de cuáles son los verdaderos objetivos
de estas intervenciones.
Se necesitan unos medios de comunicación que fomenten la repolitización de
los ciudadanos
Durante la Revolución francesa, los representantes del “bajo clero” se habían
desolidarizado de las jerarquías deudoras de la aristocracia de la época para
contribuir a la construcción del nuevo ciudadano dotado de una capacidad de
pensamiento crítico real. Es posible que se esté dando un proceso análogo en
los medios de comunicación contemporáneos. Sin duda, los partidarios de la
renovación de los medios de comunicación auténticamente democráticos han
de enfrentarse a la competencia desigual de los “grandes medios de
comunicación”, que disponen de una capacidad financiera fabulosa. Por
consiguiente, no podemos más que saludar – y apoyar– aquí las
contribuciones de esta minoría. Un poder mediático honorable concibe su
responsabilidad como la de unos ciudadanos independientes y politizados,
contribuyendo de este modo a la construcción de lo que yo he denominado,
con los colegas del Foro Mundial Alternativo, la convergencia de las luchas
en el respeto a su diversidad. No se trata de sustituir un pensamiento único –
el que se dedica a legitimar las prácticas de los monopolios generalizados–
por “otro pensamiento único”. No se trata tampoco de “yuxtaponer”
pensamientos y proyectos diversos calificados de entrada de igualmente
legítimos. Se trata de contribuir, mediante un trabajo paciente y continuo, al
desarrollo del pensamiento crítico, capaz por ello mismo de dar un sentido a
las luchas sociales y políticas que se inscriben en la perspectiva de
emancipación de los espíritus y de los seres humanos considerados en su
individualidad y como miembros de los colectivos que ellos mismos crean
con sus luchas. La diversidad en cuestión no afecta exclusivamente a la
elección de los campos de batalla, forzosamente específicos. Afecta
igualmente a la apreciación de los instrumentos de la teoría social propuesta
para la profundización del análisis del mundo real. Afecta también al sentido
que dan unos y otros a la perspectiva de emancipación buscada. Entonces y
solo entonces pueden los medios de comunicación adquirir un poder
responsable que es preciso reconocerles en la búsqueda y la definición de los
objetivos inmediatos de las luchas y en la de la perspectiva a más largo plazo
en las que estas se inscriben.
La nueva clase política
La democracia burguesa del largo siglo XIX, hasta la emergencia del
capitalismo de los monopolios generalizados (exactamente entre 1975 y
1990), era real porque traducía unos compromisos históricos que asociaban a
la burguesía capitalista ora con las antiguas aristocracias, ora con el
campesinado y más tarde con la clase obrera (en el Welfare State posterior a
la Segunda Guerra Mundial). Diversos partidos políticos rivalizaban en la
representación de los distintos segmentos del bloque hegemónico. Los
políticos (varones en su mayoría; en aquella época había pocas mujeres en
política) se caracterizaban por tener un anclaje social, y a menudo territorial,
visible. Lo mismo puede decirse de los partidos y organizaciones (sindicales,
entre otras) de los excluidos de los bloques dominantes.
Las cosas ya no son así. “La” política se ha convertido en un oficio, el de
los agentes o intermediarios de los monopolios generalizados. Los partidos ya
no representan honestamente los diferentes intereses sociales presentes en la
sociedad. Se han convertido en grupos de intervención, especialistas en la
formación del “consenso” de la opinión general, que desarrollan unas
retóricas particulares pero en última instancia complementarias, en respuesta
a la diversidad de las “sensibilidades”, sin más. Esta búsqueda de consenso
aniquila el alcance del contraste derecha/izquierda.

El capitalismo senil y el fin de la civilización burguesa

Las características de las nuevas clases dominantes descritas aquí no tienen la


naturaleza de fenómenos coyunturales pasajeros. Corresponden
rigurosamente a las exigencias de funcionamiento del capitalismo
contemporáneo.
La civilización burguesa –como toda civilización– no se reduce a la lógica
de la reproducción de su sistema económico. Integraba también un aspecto
ideológico y moral: el elogio de la iniciativa individual, sin duda, pero
también la honestidad y el respeto al derecho, e incluso la solidaridad con el
pueblo expresada por lo menos a nivel nacional. Este sistema de valores
aseguraba una cierta estabilidad a la reproducción social en su conjunto, e
impregnaba el mundo de los representantes políticos a su servicio.
Este sistema de valores está en vías de desaparición. Para dejar su sitio a
un sistema sin valores. Muchos fenómenos visibles constituyen un claro
testimonio de esta transformación: un presidente de Estados Unidos criminal;
unos payasos al frente de algunos Estados europeos (Berlusconi, Sarkozy, los
gemelos polacos, etc.); unos autócratas de poca o nula talla en muchos países
del Sur que no son unos “déspotas” ilustrados, sino unos déspotas a secas;
unos oscurantistas ambiciosos (los talibanes, las “sectas” cristianas y de otro
credo, los esclavistas budistas). Todos ellos admiradores sin reservas del
“modelo americano”. La incultura y la vulgaridad caracterizan a una mayoría
cada vez mayor de este mundo de los “dominantes”.
Una evolución de una naturaleza tan dramática presagia el fin de una
civilización. Reproduce lo que ya hemos visto manifestarse en la historia
durante los momentos de decadencia. Un “nuevo mundo” está en vías de
construcción. Pero no es el mundo (mejor) que invocan en sus anhelos
muchos movimientos sociales ingenuos que sin duda miden la amplitud de
los daños pero sin comprender las causas de los mismos. Un mundo mucho
peor que aquel a través del cual llegó a imponerse la civilización burguesa.
Por todos estos motivos considero que el capitalismo contemporáneo de
los oligopolios ha de ser desde ahora calificado de senil, sean cuales sean sus
éxitos inmediatos aparentes, pues se trata de unos éxitos que lo hunden cada
vez más en la vía de una nueva barbarie. (Remito al lector a mi estudio
¿Revolución o decadencia?, publicado hace casi 30 años).

El capitalismo de los monopolios generalizados en crisis

El sistema calificado vulgarmente de “neoliberal”, de hecho, el sistema del


capitalismo de los monopolios generalizados, “mundializados” (imperialistas)
y financiarizados (por la necesidad que impone su reproducción) implosiona
ante nuestros ojos. Este sistema, visiblemente incapaz de superar sus
contradicciones internas cada vez mayores, está condenado a proseguir su
loca carrera.
La crisis del “sistema” no se debe a otra cosa que a su propio “éxito”. En
efecto, hasta hoy mismo la estrategia desplegada por los monopolios ha dado
siempre los resultados buscados: los planes de “austeridad”, los llamados
planes sociales (en realidad, antisociales) de despido se acaban imponiendo
siempre, pese a las resistencias y a las luchas. La iniciativa, hasta hoy mismo,
está siempre en manos de los monopolios (“los mercados”) y de sus
servidores políticos (los gobiernos que someten sus decisiones a las supuestas
exigencias del “mercado”).
El sistema de los monopolios generalizados ha entrado en una crisis que
demuestra que la continuación de su desarrollo no puede estabilizarse. Se
trata, por tanto, de una crisis de civilización (de la civilización capitalista) que
inscribe en el orden del día de lo necesario y de lo posible la construcción de
una etapa superior de la civilización, es decir, la implicación en la larga
transición al socialismo.
El análisis de las luchas y de los conflictos iniciados y resituados en la
perspectiva del cuestionamiento de la dominación imperialista permite a su
vez situar el nuevo fenómeno de la “emergencia” de determinados países del
Sur.

Referencias

Algunos de los temas tratados en este capítulo han sido desarrollados en las
siguientes obras del autor:
Délégitimer le capitalisme (Contradictions, Bruxelles, 2011): excedente y
renta imperialista (pp. 11-16, 39-40), trabajo abstracto (pp. 95-103).
Du capitalisme à la civilisation (Syllepse, 2008): la productividad del trabajo
social (pp. 75-95).
Le virus libéral (Le temps des cerises, 2003; ed. española en Ed. Hacer, 2007,
El virus liberal): los aspectos ideológicos de la cuestión.
Sortir de la crise du capitalisme ou sortir du capitalisme (Le temps des
cerises, 2009) : los monopolios generalizados.
“Surplus in monopoly capital and imperialist rent”, Monthly Review, vol. 64,
nº 3, 2012.
Anton Pannekoek & Patrick Tort, Darwinisme et marxisme. (Ed. Arkhé
2011).
Wang Hui, The end of the revolution (Verso, 2012).
Jean Claude Delaunay, La Chine, la France. Fondation Gabriel Péri, 2012
CAPÍTULO II
EL SUR: EMERGENCIA Y LUMPEN-DESARROLLO

¿Qué es la “emergencia”?

La emergencia no se mide ni por un elevado índice de crecimiento del PIB (o


de las exportaciones) durante un largo período (más de un decenio) ni por el
hecho de que la sociedad en cuestión haya alcanzado un nivel elevado de su
PIB per cápita, como dicen los economistas convencionales. La emergencia
implica algo más: un crecimiento sostenido de la producción industrial y una
subida de potencia en la capacidad de estas industrias de ser competitivas a
escala mundial. Y todavía hay que precisar de qué industrias se trata y qué se
entiende por competitividad.
Hay que excluir del examen las industrias extractivas (minas y
combustibles) que pueden por sí solas, en los países bien dotados por la
naturaleza desde este punto de vista, producir un crecimiento acelerado sin
arrastrar consigo al conjunto de las actividades productivas del país. Es
necesario igualmente comprender la competitividad de las actividades
productivas en la economía considerada como la del sistema productivo
tomado en su conjunto y no como la de un cierto número de unidades de
producción consideradas en sí mismas. Por la vía de la deslocalización o de la
subcontratación, las multinacionales que operan en los países del Sur pueden
estar en el origen del establecimiento de unidades de producción locales
(filiales de las transnacionales o autónomas) capaces en efecto de exportar al
mercado mundial, lo que les vale la calificación de competitivas según el
lenguaje de la economía convencional. Este concepto truncado de
competitividad procede de un método empirista de primer grado. La
competitividad es la del sistema productivo. Falta todavía que este exista, es
decir, que la economía en cuestión esté formada por establecimientos
productivos y por ramas de la producción suficientemente interdependientes
para que se pueda hablar de sistema. La competitividad de este depende
entonces de factores económicos y sociales diversos, entre otros del nivel
general de educación y formación de los trabajadores de todo tipo, así como
de la eficacia del conjunto de las instituciones que administran la política
económica nacional (fiscalidad, derecho empresarial, derecho del trabajo,
crédito, ayudas públicas, etc.). A su vez, el sistema productivo en cuestión no
se reduce en exclusiva a las industrias de transformación productivas de
bienes manufacturados de producción y de consumo (aunque la ausencia de
estas anula la existencia misma de un sistema productivo digno de este
nombre), sino que integra la producción alimentaria y agrícola, así como los
servicios necesarios para el funcionamiento normal del sistema (transportes y
crédito en particular). Un sistema productivo realmente existente puede, de
todos modos, ser más o menos “avanzado”. Entiendo por ello que el conjunto
de sus actividades industriales tiene que estar cualificado: ¿se trata de
producciones “banales” o de producciones tecnológicas punta? Es importante
situar al país emergente desde este punto de vista: ¿en qué medida está en
vías de volver a ascender en la escala de los valores producidos?
El concepto de emergencia implica, por tanto, una aproximación política y
holística del problema. Un país solo es emergente en la medida en que la
lógica implementada por el poder se asigna el objetivo de construir y de
reforzar una economía autocentrada (por muy abierta que esté al exterior)
para afirmar de este modo su soberanía económica nacional. Este objetivo
complejo implica que la afirmación de esta soberanía afecta a todos los
aspectos de la vida económica. En particular, implica una política que
permite reforzar su soberanía alimentaria, así como su soberanía en el control
de sus recursos naturales y en el acceso a estos fuera de su territorio. Estos
objetivos, múltiples y complementarios, contrastan con los de un poder
compradore que se conforma con ajustar el modelo de crecimiento existente
en el país en cuestión a las exigencias del sistema mundial dominante
(“liberal-mundializado”) y a las posibilidades que este ofrece.
La definición de emergencia propuesta hasta aquí no dice nada respecto a
la perspectiva en la que se inscribe la estrategia política del Estado y de la
sociedad en cuestión: ¿capitalismo o socialismo? De todos modos, esta
cuestión no puede ser eliminada del debate, pues la elección de esta
perspectiva por las clases dirigentes produce importantes efectos positivos o
negativos desde el punto de vista del éxito mismo de la emergencia. La
relación entre las políticas de emergencia, por una parte, y las
transformaciones sociales que la acompañan, por otra, no depende
exclusivamente de la coherencia interna de las primeras, sino también de su
grado de complementariedad (o de su conflictualidad) con las segundas. Las
luchas sociales –las luchas de clases y los conflictos políticos– no vienen a
“ajustarse” a lo que produce la lógica del despliegue del proyecto de Estado
emergente, sino que constituyen un determinante de este. Las experiencias en
curso ilustran la diversidad y las fluctuaciones de estas relaciones. La
emergencia va a menudo acompañada de un agravamiento de las
desigualdades. Y todavía hay que precisar la naturaleza exacta de estas:
desigualdades cuyos beneficiarios son una ínfima minoría o una fuerte
minoría (las clases medias) y que se concretan en un marco que produce la
pauperización de la mayoría de trabajadores o que, por el contrario, va
acompañada de una mejora en las condiciones de vida de estos, cuando
incluso el índice de crecimiento de la remuneración del trabajo sería inferior
al de las rentas de los beneficiarios del sistema. Dicho de otro modo, las
políticas establecidas pueden asociar o no la emergencia con la
pauperización. La emergencia no constituye un estatus definitivo y fijo que
califique al país en cuestión; está hecha de etapas sucesivas, las primeras de
las cuales preparan con éxito a las siguientes, o al contrario, las meten en un
callejón sin salida. Del mismo modo, la relación entre la economía emergente
y la economía mundial está en constante transformación y se inscribe en estas
perspectivas generales diferentes, tanto si favorecen el reforzamiento de la
soberanía como si, por el contrario, la debilitan; tanto si favorecen el
reforzamiento de la solidaridad social en la nación como si, por el contrario,
la debilitan. La emergencia no es, pues, sinónimo de crecimiento de las
exportaciones y aumento del poder del país en cuestión medido de este modo.
Pues este crecimiento de las exportaciones se articula con el del mercado
interno, a precisar (popular, de las clases medias), y lo primero puede
convertirse en un apoyo o en un obstáculo para lo segundo. El crecimiento de
las exportaciones puede por tanto debilitar o reforzar la autonomía relativa de
la economía emergente en sus relaciones con el sistema mundial.
No se puede, pues, hablar de emergencia en general, ni tampoco de
modelos emergentes (chino, indio, brasileño, coreano) igualmente en general.
Hay que examinar concretamente, en cada caso, las etapas sucesivas de la
evolución emergente en cuestión, identificar sus puntos fuertes y sus
debilidades, analizar la dinámica del despliegue de sus contradicciones. La
emergencia es un proyecto político y no solo económico. La medida de su
éxito viene dada, pues, por su capacidad para reducir los medios por los que
los centros capitalistas dominantes establecidos perpetúan su dominio, pese a
los éxitos económicos de los países emergentes medidos en los términos de la
economía convencional. Yo, por mi parte, he definido estos medios en
términos de control por parte de las potencias dominantes del desarrollo
tecnológico, del acceso a los recursos naturales, del sistema financiero y
monetario global, de los medios de información, de la disposición de armas
de destrucción masiva. Y he sostenido la tesis de la existencia de un
imperialismo colectivo de la tríada (Estados Unidos, Europa, Japón) que
pretende conservar por todos los medios su posición privilegiada en el
dominio del planeta y prohibir a los países emergentes cuestionar este
dominio. He concluido de ello que las ambiciones de los países emergentes
entran en conflicto con los objetivos estratégicos de la tríada imperialista, y
que la medida de la violencia de este conflicto venía dada por el grado de
radicalidad de los cuestionamientos, por parte de cada uno de los países
emergentes, de los privilegios del centro enumerados más arriba. La
economía de la emergencia no es pues disociable de la política internacional
de los países en cuestión. ¿Se alinean con la coalición político-militar de la
tríada? ¿Aceptan por ello las estrategias seguidas por la OTAN o, por el
contrario, tratan de oponerse a ellas?

Emergencia y lumpen-desarrollo
No hay emergencia sin una política de Estado, asentada en un bloque social
confortable que le dé legitimidad, capaz de impulsar con coherencia un
proyecto de construcción de un sistema productivo nacional autocentrado y
de reforzar su eficacia mediante unas políticas sistemáticas que garanticen a
la gran mayoría de las clases populares la participación en los beneficios del
crecimiento.
En las antípodas de la evolución favorable que delinearía un proyecto de
emergencia auténtico de esta calidad, la sumisión unilateral a las exigencias
del despliegue del capitalismo mundializado de los monopolios generalizados
no produce más que lo que yo calificaría de lumpen-desarrollo. Tomo aquí
prestado libremente el vocablo con el cual el añorado André Gunder Frank
había analizado una evolución análoga, aunque en otras condiciones de
tiempo y de lugar. Hoy, el lumpen-desarrollo es el producto de la
desintegración social acelerada asociada al modelo de “desarrollo” (que por
ello no merece este nombre) impuesto por los monopolios de los centros
imperialistas a las sociedades de las periferias a las que dominan. Esto se
pone de manifiesto en el crecimiento vertiginoso de las actividades de
supervivencia (la denominada esfera informal), o dicho de otro modo, en la
pauperización inherente a la lógica unilateral de la acumulación del capital.
Se observará que no he calificado la emergencia de “capitalista” o de
“socialista”. Pues la emergencia es un proceso que asocia en la
complementariedad, pero también en la conflictualidad, lógicas de gestión
capitalista de la economía y lógicas “no capitalistas” (y por tanto
potencialmente socialistas) de gestión de la sociedad y de la política. Entre
estas experiencias de emergencia, algunas parecen merecer plenamente la
calificación, puesto que no están asociadas a procesos de lumpen-desarrollo;
no hay una pauperización que afecte a las clases populares, sino al contrario,
un progreso en sus condiciones de vida, modesto o más afirmado. Dos de
estas experiencias son visible e íntegramente capitalistas –las de Corea y
Taiwán (no discutiré aquí las condiciones históricas particulares que han
permitido el éxito del despliegue del proyecto en estos dos países). Otras dos
heredan el legado de las aspiraciones de revoluciones hechas en nombre del
socialismo –China y Vietnam. Cuba podría formar parte de este grupo si
consigue superar las contradicciones que actualmente la atraviesan.
Pero existen otros casos de emergencia que están asociados al despliegue
de procesos de lumpen-desarrollo de una amplitud manifiesta. India es el
mejor ejemplo. Hay aquí segmentos de la realidad que corresponden a lo que
exige y produce la emergencia. Hay una política de Estado que favorece el
reforzamiento de un sistema productivo industrial consecuente; hay una
expansión de las clases medias asociada a este reforzamiento; hay una
progresión en las capacidades tecnológicas y de educación; hay una política
internacional capaz de autonomía en el tablero mundial. Pero hay igualmente,
para una gran mayoría –las dos terceras partes de la sociedad–, una
pauperización acelerada. Nos encontramos, pues, ante un sistema híbrido que
asocia emergencia y lumpen-desarrollo. Es posible incluso poner de relieve la
relación de complementariedad entre estas dos caras de la realidad. Creo, sin
sugerir por ello una generalización abusiva, que todos los demás casos de
países considerados emergentes pertenecen a esta familia híbrida, ya se trate
de Brasil, de África del Sur o de otros países.
Pero hay también –y es el caso de otros muchos países del Sur– situaciones
en las que apenas se perfilan elementos de emergencia, mientras que los
procesos de lumpen-desarrollo ocupan por sí solos casi toda la escena. Los
tres países considerados en lo que sigue –Turquía, Irán, Egipto– forman parte
de este grupo y esta es la razón de que yo los califique de no emergentes,
pues en ellos los proyectos de una emergencia posible han sido abortados.

Egipto, Turquía, Irán: la emergencia abortada

Estos tres países del Próximo Oriente habrían tenido que figurar normalmente
en la lista actual de países “emergentes”. Estos países han conocido, en
efecto, una larga serie de antiguas tentativas de modernización para hacer
frente al desafío europeo, experimentado antes en ellos que en la gran
mayoría de los países del Sur. El Egipto de Pachá Mohamed Alí del siglo
XIX y después el de la época nasserista (1952-1970), la Turquía otomana de
las Tanzimats (las reformas destinadas a modernizar el Estado) y después la
de la época de Ataturk (1920-1945), Irán a partir de su revolución de 1907 y
después bajo el reinado de Reza Pahlevi (hasta 1979), han estado a su manera
a la vanguardia de las transformaciones modernizadoras de los países de las
periferias capitalistas de los siglos XIX y XX. Pero hoy ninguno de estos tres
países puede ser razonablemente calificado de “emergente”, a semejanza de
China, la India, Corea, África del Sur, Brasil, Argentina y algunos otros. Los
tres países aquí considerados son importantes y tienen unas masas
demográficas comparables de aproximadamente 80 millones de almas.
Las reflexiones que siguen se refieren al fracaso de las tentativas de
emergencia de Turquía, de Irán y de Egipto en el pasado lejano y más
recientemente; a la derrota, causada por las intervenciones de las potencias
imperialistas y/o por el ahogo de su capacidad de hacer frente al desafío; y a
las ideas de las clases dirigentes actualmente establecidas, que plantean
muchas dudas sobre la perspectiva de una emergencia de estos tres países.
Estas reflexiones se sitúan, por supuesto, en el marco conceptual definido en
las páginas precedentes.

Turquía

¿Turquía es o no “europea”? Los debates en torno a esta cuestión son


generalmente muy polémicos y carecen por ello de un sólido fundamento
analítico y científico. Lo importante es saber que la clase dirigente de este
país se ha considerado como tal desde hace mucho tiempo, remontándose
hasta la época otomana e incluso hasta 1453, cuando Mehmet El Fateh (el
conquistador de Constantinopla) habría dudado, según se dice, y habría
pensado en proclamarse “Emperador (ortodoxo) de Bizancio/Constantinopla”
y después habría renunciado a ello, comprendiendo que sus soldados, que
habían combatido bajo la bandera del Islam (en calidad de ghazi o
“conquistadores”), no lo hubiesen aceptado. El caso es que desde el siglo
XIX la Turquía otomana inicia una reforma de su organización de Estado
conocida con el nombre de Tanzimat (palabra que podríamos traducir por
“reorganización”, algo así como la “perestroika” turca), cuyo objetivo estaba
muy claro: convertir a Turquía en un país “europeo”. Si la sociedad
turca/otomana ha permitido avanzar realmente en esta dirección o si los
progresos realizados en este sentido han sido insignificantes es un dilema a
cuya resolución han dedicado muchas horas de trabajo los historiadores.
A finales del siglo XIX, muchos intelectuales y políticos otomanos (turcos
o no) establecieron este balance, y tras llegar a la conclusión de que los
resultados eran insignificantes, se organizaron, con el nombre de Jóvenes
Turcos, para acelerar el ritmo del proceso, aunque fuese desembarazándose
de un sultán considerado incapaz, sin imaginar de todos modos ni el
derrocamiento del califato/sultanato ni el abandono de su carácter
imperial/otomano (el control del Mashrek árabe). Haciéndose sin embargo
eco de la ideología nacionalista de los pueblos europeos modernos decidieron
calificarse abiertamente de turcos (y ya no de otomanos).
La guerra de 1914-18 creó las condiciones para que se afirmase sin
ambigüedades el proyecto de los Jóvenes Turcos, cuya dirección asumió
Mustafá Kemal (Atatürk). Una vez perdidas las provincias árabes, abolido el
califato/sultanato y ganada la guerra contra la intervención de los países de la
Entente, la nueva República turca podía creer que había iniciado el camino de
su europeización triunfante.
Se trataba indiscutiblemente de un proyecto de emergencia. Pero hay que
precisar que este proyecto se concibió del modo que podía serlo en aquella
época: por medio de una transformación capitalista de la sociedad. Creían que
bastaba quererlo para poderlo hacer. La idea según la cual la lógica del
capitalismo mundializado, por su producción de una polarización
centros/periferias de los socios integrados en el sistema global, no lo permitía
era todavía ajena a la forma de pensar de la época. De todos modos, la
concomitancia del proyecto Atatürk y de la revolución rusa hubiera podido
hacer pensar que la vía capitalista constituía un problema. Pero no era esto lo
que pensaban Atatürk y sus amigos, y los comunistas turcos de la época
tampoco tenían las ideas muy claras al respecto.
La realidad social iba, pues, a imponerse y a configurar el despliegue real
de la nueva tentativa de emergencia. Para comprenderlo hay que saber, sin
simplificar demasiado las realidades en cuestión, que una “burguesía”
capitalista en el sentido verdadero del término solo tenía, en el mejor de los
casos, una existencia embrionaria en la Turquía de 1924. Pero existía una
clase importante de intelectuales, de hombres de Estado (no había mujeres de
Estado en aquella época) y de militares galoneados capaces de asumir ellos
solos la responsabilidad de la dirección del país. Esta clase se reclutaba en el
oeste del país –Estambul, Edirne, Esmirna– y era calificada –se calificaba ella
misma– de “Roumenia”, cuya aspiración cultural reflejaba perfectamente la
raíz “Roum” (Roma, es decir, Bizancio). El Este –Anatolia– era
exclusivamente campesino. Los turcos de la época se reconocían como
roumelianos y por tanto como “civilizados” (y “europeos”), o como
anatolios, y por tanto como unos pobres diablos casi por civilizar. Por
supuesto, los roumelianos eran laicos y en muchos casos incluso ateos; en
cambio, los campesinos de Anatolia solo eran capaces de imaginarse como
musulmanes practicantes.
La clase dirigente roumeliana/ataturkista era nacionalista en el sentido
intolerante y chovinista del término. Nunca ha querido admitir la realidad del
genocidio de los armenios, ni el trato innoble que infligió a los pocos niños
armenios que salvaron la vida, que fueron discriminados e islamizados a la
fuerza, ni tampoco ha reconocido la realidad kurda o la de los árabes del
Hatay. Todos los gobiernos de Ankara, incluido el actual de los islamistas,
comparten este chovinismo. Mientras que los ideólogos del Islam político
“árabe” privilegian la identidad islámica hasta el punto de pretender relegar al
olvido cualquier otra identidad –árabe o amazic, por ejemplo (“Nosotros no
somos ni argelinos ni árabes ni bereberes; nosotros somos musulmanes”,
proclaman estos ideólogos), el islam político turco se afirma como tal (un
turco –no se tiene en absoluto en cuenta a los kurdos– es musulmán, pero
también turco).
El único modelo de desarrollo y de modernización imaginable y posible en
estas condiciones era, en el plano económico, el de un capitalismo de Estado,
y en el plano político, el de un despotismo ilustrado. Por lo demás, las masas
populares, campesinas y urbanas no exigían la puesta en práctica del mismo.
Y en la medida en que el despliegue del modelo les aportaba beneficios
reales, más en términos de ascenso en la jerarquía social mediante la
educación de los niños que en los de mejoras sensibles del nivel de vida, el
despotismo ilustrado se beneficiaba de una legitimidad incuestionable a los
ojos del pueblo. Y con más razón por cuanto se lo relacionaba con unas
posturas explícitamente anti-imperialistas.
Será precisamente a partir de aquí que la tentativa turca de emergencia se
separará de las de los países árabes. Los poderes nacionales en estos últimos
serán, como veremos a partir del ejemplo del Egipto nasserista,
sistemáticamente combatidos por las potencias imperialistas. El régimen
turco nunca lo ha sido. En esto reside su fuerza y también su debilidad.
Desde 1945, Turquía –entonces todavía kemalista– opta por la alianza
occidental contra la amenaza soviética (formulada desafortunadamente por
las reivindicaciones de Stalin en 1945 relativas a Kars y Ardahan y al estatus
del estrecho del Bósforo). Turquía será un miembro fundador de la OTAN en
una época en la que no se exigía a los miembros de la alianza ninguna
declaración de democracia.
La asfixia del capitalismo de Estado kemalista permitirá a su aliado (que
no enemigo) estadounidense reintegrar a Turquía en el capitalismo
mundializado de la postguerra. Washington “aconseja” a Ankara y obtiene
unas “elecciones” que en 1950 llevarán a Adnan Menderes al poder. Ahora
bien, la victoria electoral de este último transformará las relaciones de fuerza
entre la élite kemalista roumeliana y el campesinado anatolio. Menderes se
apoya principalmente en una nueva clase de campesinos ricos anatolios,
producida por el desarrollo mismo de la agricultura, pese a que hasta
entonces este había sido más bien modesto. Se vislumbraba el fin del
privilegio de la élite roumeliana/kemalista. El nuevo modelo, sugerido y
apoyado por Estados Unidos, el Banco Mundial y tutti quanti, pone
efectivamente el acento en el desarrollo de una agricultura capitalista. Pero la
clase de los campesinos ricos que se beneficia del mismo sigue siendo
“musulmana” y se afirma como tal frente al Estado kemalista. La
compradorización del modo de desarrollo de Turquía se afirma gradual y
plenamente: agricultura capitalista, apertura a la subcontratación industrial,
privatización de los segmentos del capitalismo de Estado original, válvula de
escape de la emigración masiva para los campesinos pobres de Anatolia), etc.
La nueva clase de especuladores, asociados y beneficiarios del desarrollo
compradorizado, se recluta a partir de ese momento entre los hijos de los
campesinos ricos de Anatolia.
En el plano político, los últimos defensores del kemalismo –el Ejército–
irán de derrota en derrota (pese a la restauración de su dictadura en dos
ocasiones) hasta el día, distante solo unos años, en que el islam político turco
anatolio se impondrá como fuerza dominante en la sociedad.
Esta evolución, que yo defino como la de una re-compradorización que
pone punto final al proyecto de emergencia kemalista, se acompaña de la
afirmación rotunda de la continuidad en el punto esencial que constituye la
pertenencia a la OTAN, es decir, el apoyo a las estrategias de la tríada
imperialista. Es en este sentido que afirmo que Turquía era “la Colombia del
Oriente Medio”. Y por si alguien se hace ilusiones al respecto, le remito a mi
análisis de las intervenciones de Ankara en la actual crisis siria.
Por supuesto, el aliado turco de Estados Unidos sigue siendo un candidato
a la adhesión a la Unión Europea, pues no hay contradicción, sino todo lo
contrario, una buena complementariedad, entre la pertenencia a esta Unión y
la pertenencia a la OTAN. Este proyecto de “europeización”, que alimenta la
ilusión de que la nueva Turquía es la heredera del kemalismo, constituye una
cuestión real, aunque menor. Y el hecho de que las diferentes fuerzas
políticas en la Unión Europea deseen en algunos casos y rechacen en otros la
candidatura turca, y el hecho de que la justificación de sus posturas movilice
con este fin unos argumentos polémicos (¿un país “musulmán” en la Europa
“cristiana”? ¡Jamás!) son igualmente cuestiones reales, aunque en cualquier
caso secundarias. Pero la compradorización (antinómica de la emergencia) de
la Turquía contemporánea acabó recurriendo al entusiasmo de los adherentes
a la “europeidad”. ¿Acabará, pues, Turquía redescubriéndose como “medio-
oriental” o incluso “turaniana”? ¿Y cuál sería el alcance eventual de ese
cambio de rumbo?
Turquía ejerce un rol muy activo en Oriente Medio. Pero ¿en qué consiste
ese rol? De hecho Turquía interviene aquí como aliado de Estados Unidos y
no como potencia emergente autónoma. Esto no es nuevo. En su momento
Turquía estuvo en el centro del “pacto de Bagdad”, rechazado primero por
Nasser y después por la revolución iraquiana de 1958. Turquía es –sigue
siendo– un aliado militar de Israel. Hoy interviene en Siria por cuenta de
Washington. Turquía es, efectivamente, “la Colombia de Oriente Medio”. La
alternativa turaniana al rechazo europeo se diseñó por vez primera en 1918, y
la aventura la intentó Enver Pachá. La construcción soviética había puesto fin
a estas ambiciones un tanto locas; su derrumbamiento pareció hacerlas
renacer de sus cenizas. Pero tampoco aquí podría Turquía cumplir apenas
ninguna función que fuese más allá de ser un aliado subalterno al despliegue
de las estrategias de su dueño estadounidense.
Las posturas políticas adoptadas por los poderes establecidos en los países
del Sur no son neutras en sus efectos sobre las orientaciones del desarrollo
económico. Seguir la estela de las opciones de la geoestrategia del
imperialismo es algo que va naturalmente asociado con la sumisión a las
exigencias de la compradorización económica, la antinomia misma de la
emergencia. El islam político turco es, como el de los países árabes o el del
Pakistán, reaccionario en sus posturas sociales; se postula abiertamente como
adversario declarado de las luchas obreras y campesinas. Esta es la razón de
que sea admitido por las cancillerías occidentales, siempre dispuestas a
otorgarle un certificado de democracia.
Los países emergentes han de entrar forzosamente en conflicto con el
imperialismo dominante, aunque este conflicto permanezca amortiguado y
aunque su intensidad varíe de país en país y en función del momento. Pero,
inversamente, ¿bastará que sea tratado como un adversario por las potencias
imperialistas para convertirse en un candidato posible a la emergencia?

Irán

Irán es una vieja y gran nación, orgullosa de su historia, que reaccionó con
fuerza a la amenaza europea (inglesa y rusa). Desde 1907 hizo una revolución
contra el régimen de la dinastía decadente de los Qadjars, considerada
incapaz de resistir a los extranjeros. Por añadidura, algunos de los
intelectuales que se habían formado en el Cáucaso ruso, en el seno del
POSDR (y que producirá el bolchevismo) desempeñaron un papel importante
en esta revolución y dieron a la vanguardia iraní una conciencia más precisa
que en otras partes de los retos políticos y de la relación que vincula el
dominio imperialista al poder local de las antiguas clases explotadoras
(“feudales”).
El nuevo poder de los Pahlevi, que se instaura en 1921, reviste por ello un
carácter particular: obviamente reaccionario en el plano de sus posturas
sociales, pero negándose a convertirse en los lacayos de las fuerzas
dominantes a escala internacional. Los efectos a largo plazo de la presencia
soviética en el norte del país durante la Segunda Guerra Mundial, el apoyo
que esto dio a las construcciones no artificiales (como se dice con excesiva
frecuencia en los medios occidentales) del Azerbayán y del Kurdistán
autónomos, la emergencia de un partido anti-imperialista y socialista
poderoso (el Tudeh), la postura nacionalista adoptada en 1951 por su primer
ministro Mossadeqh, que se atrevió a nacionalizar el petróleo, no pudieron
ser neutralizados por el golpe de estado apoyado por la CIA que permitió al
sha Mohamad Reza Pahlevi cambiar radicalmente y unirse al campo
occidental.
Para hacer frente al desafío de las fuerzas democráticas, nacionalistas y
progresistas, poderosas en Irán, el sha Mohamad Reza inicia, a partir de
1962, una “revolución blanca” asociada a una postura internacional
“neutralista”. La reforma agraria, ciertamente, no es en absoluto una auténtica
reforma; no reduce apenas el poder y la riqueza de los latifundistas, aunque
los alienta a modernizarse, y de hecho facilita la emergencia de un nuevo
campesinado rico. A esto se añaden la modernización de las costumbres
(notablemente en beneficio de las mujeres) y el esfuerzo desplegado en el
campo de la educación. Las posturas neutralistas –el acercamiento a la URSS
(en 1965) y a China (en 1970), la recuperación del control sobre el petróleo
(en 1973) son aceptados, en estas condiciones, por las potencias occidentales,
que no tienen otra alternativa mejor posible. El régimen, policial en extremo
(su policía política, la Savak, se ha ganado a pulso su mala reputación por sus
crímenes), es la única garantía del mantenimiento del orden social
reaccionario. El proyecto de Mohamad Reza Pahlevi era claramente un
proyecto de emergencia concebido en el marco del capitalismo (en parte,
diría yo, de un capitalismo de Estado). Sus límites y sus contradicciones son
el producto de esta opción de principio.
La destrucción del Tudeh por la violencia policial abriría, pues, la vía a una
nueva fuerza de contestación al régimen, organizada en torno a los mulahs
chiítas y a su líder el ayatolá Jomeini. El régimen islamista resultante, en el
poder desde 1979, ha estado, por este mismo hecho, minado por sus
contradicciones internas. En el fondo, y por lo que respecta a las
concepciones de la sociedad a “reconstruir”, era fundamentalmente
reaccionario, no solo en sus posturas culturales (el velo de las mujeres, etc.),
sino también en su relación con la vida económica y social. Dos clases
sociales reaccionarias le proporcionaban lo esencial de sus apoyos: los
“bazaris”, es decir, la burguesía comercial/compradore de tipo tradicional y
el nuevo campesinado rico. El régimen heredaba un capitalismo en parte de
Estado, como ya he dicho, administrado por unos “tecnócratas” adheridos a la
dictadura del sha. Lo que hizo el régimen con él consistió simplemente en
sustituir esta gestión “civil” por una gestión confiada al clero islamista.
Mulahs por todas partes en posición de gestores, enriqueciéndose, por
supuesto, y sin preocuparse en absoluto de dar una coherencia de conjunto al
proyecto de modernización del sha –convertida en una modernización
controlada por los religiosos–, él mismo víctima de sus límites y
contradicciones. Pero simultáneamente, y debido a que el régimen del sha
había sido “pro-occidental” (pese a sus posturas neutralistas), el nuevo
régimen podía engalanarse con los oropeles de un anti-imperialismo que se
confundía con el anti-occidentalismo.
La confusión es, pues, extrema, y explica que tantos analistas occidentales
crean poder calificar al sistema de “modernista” (el “islam modernista”,
dicen). Para demostrarlo se basan en unas evoluciones reales pero que no
tienen la significación que ellos les atribuyen. Sí, la edad del matrimonio de
las mujeres ha aumentado; sí, el número de mujeres que trabajan y ocupan
puestos de responsabilidad es cada vez mayor. Pero estas evoluciones las
encontramos tanto en los países del Sur (¡salvo en los del Golfo!) como en
los del Norte (pues el mundo nunca deja de “cambiar”, por supuesto). Pero la
modernidad –por no hablar de la emancipación– exige mucho más.
La reacción de Washington –que trató de sostener al sha hasta el último
momento– motivó a su vez una esperada postura iraní, obviamente
nacionalista. Fue entonces cuando Washington creyó que era posible la
movilización de su entonces aliado en la zona –el Irak de Saddam Hussein–
para entablar desde 1980 una guerra criminal y absurda que duraría diez años.
La constitución, bajo la tutela de Washington, de un campo “árabe” (el Golfo
apoyando a Irak) inauguró una hostilidad Irán (chiíta, por añadidura)/Golfo
(esencialmente suní en todas sus monarquías) supuestamente atávica, pero
que en realidad no lo es y que no atraviesa en absoluto toda la historia de la
región, como lo sería una realidad inmanente, invariable y constante. Pero
con ayuda de la estupidez generalizada ha podido parecerlo: el islam político,
reaccionario y atrasado de unos y otros se ha esforzado mucho en ello.
En este marco, el Irán islamista, chiíta y jomeinista se convertía sin
quererlo en el adversario de las potencias occidentales. Pero el Irán
jomeinista no concebía la gestión de su economía de otro modo que por las
reglas simples del mercado y del capitalismo tal como es, es decir, de un
capitalismo dependiente. Habría sido fácil definir un modus vivendi entre ese
sistema local y el capitalismo mundializado dominante. Eso era lo que
buscaban los mulahs –en particular, los supuestos reformadores que había
entre ellos. El Golfo se esforzó en hacer fracasar sus tentativas, provocando la
irritación de Washington.
La opción nuclear de Teherán, por tanto, no podía sino enconar la
situación. Pero esta opción no era en realidad una iniciativa nueva del
régimen jomeinista. Fue el sha Mohamad Reza quien metió a su país en esta
vía; y en aquella época Washington no parecía tener nada que decir al
respecto. En este sentido, el régimen jomeinista no hizo sino proseguir el
camino iniciado por el sha. Y no habría por qué reprochárselo, incluso en la
hipótesis de que detrás de la opción nuclear civil se perfile el riesgo de la
opción nuclear militar. No existe realmente ningún motivo para aceptar el
punto de vista de Washington y de sus aliados subalternos de la OTAN
respecto a la “proliferación”. Pues esta solo es declarada peligrosa cuando un
adversario potencial de las potencias imperialistas podría beneficiarse de ella.
El silencio respecto al monstruoso arsenal nuclear de Israel revela el método
de juicio que utilizan las potencias occidentales: dos pesos/dos medidas. Y si
hay que avanzar hacia la desnuclearización (lo que sería más que deseable),
esto no es posible hacerlo sin empezar por la del país que representa una
amenaza mayor para la Tierra entera: Estados Unidos. Se esgrime, pues, la
amenaza de la agresión contra Irán y se moviliza con este fin a los ladradores
de Tel Aviv.
La situación es tanto más compleja cuanto que la ocupación de Irak por
Estados Unidos y el enfangamiento en la guerra de Afganistán no han dado
los resultados que esperaba Washington. Es cierto que Irak ha sido destruido,
no solo su Estado (fragmentado de facto en cuatro regímenes: el suní, el
chiíta, el kurdo nº 1 y el kurdo nº 2), sino también su sociedad, la totalidad de
cuyos cuadros científicos, entre otros, han sido asesinados por orden de los
ocupantes. Pero al mismo tiempo la destrucción de Irak ha dado una carta a
Teherán, que puede ahora, si le conviene, movilizar a sus amigos “chiítas”.
Para eludir el problema, Washington ha decidido debilitar a Irán destruyendo
a sus aliados regionales, empezando por Siria.
Todo esto confirma que el conflicto entre Irán y Estados Unidos es muy
real. Pero esto no cambia en nada la cuestión planteada en esta reflexión:
¿está Irán en la vía de la emergencia? Mi respuesta es pura y simplemente
negativa: nada en la evolución del sistema económico de Irán permite
vislumbrar para el país una salida del “lumpen-desarrollo” en el que le ha
metido el islam político jomeinista. No basta con ser considerado por las
potencias imperialistas como uno de sus adversarios para convertirse de este
modo –milagrosamente– en un país emergente.

Egipto

Egipto ha sido el primer país de la periferia del capitalismo mundializado que


ha tratado de “emerger”. Mucho antes que Japón y que China, desde
comienzos del siglo XIX, Mohammed Alí había concebido y puesto en
práctica un proyecto de renovación de Egipto y de sus vecinos inmediatos del
Mashreq árabe. Esta fuerte experiencia ocupó dos terceras partes del siglo
XIX y solo tardíamente perdió fuerza durante la segunda mitad del reinado
del jedive Ismaíl, en los años 1870. El análisis de su fracaso no puede ignorar
la violencia de la agresión exterior de la principal potencia del capitalismo
central de la época –la Gran Bretaña. Por dos veces, en 1840 y después
durante los años setenta mediante la toma del control de las finanzas del
Egipto de los jedives, y finalmente mediante la ocupación militar (en 1882),
Inglaterra persiguió con ahínco su objetivo: hacer fracasar el proyecto de
emergencia de un Egipto moderno. Sin duda el proyecto egipcio tenía sus
límites, los definidos por la época, ya que se trataba evidentemente de un
proyecto de emergencia en y por el capitalismo, a diferencia del proyecto de
la segunda tentativa egipcia (1919-1967) de la que me ocuparé más adelante.
Sin duda, las contradicciones sociales propias de este proyecto, así como las
concepciones políticas, ideológicas y culturales sobre las que se basaba su
despliegue, tienen su parte de responsabilidad en su fracaso. De todos modos,
sin la agresión del imperialismo estas contradicciones habrían podido ser
superadas, como lo sugiere el ejemplo japonés.
El Egipto emergente derrotado se vio sometido durante más de cuarenta
años (1880-1920) al estatus de periferia dominada cuyas estructuras serían
remodeladas al servicio del modelo de acumulación capitalista/imperialista de
la época. La regresión impuesta afectó, más allá del sistema productivo del
país, a sus estructuras políticas y sociales, y se empeñó en reforzar
sistemáticamente unas concepciones ideológicas y culturales nostálgicas y
reaccionarias que solo sirvieron para mantener al país en su estatus de
subordinación.
Egipto, es decir, su pueblo, sus élites, la nación que representa, nunca ha
aceptado este estatus. Este pertinaz rechazo está en la base de una segunda
oleada de movimientos ascendentes que se desplegó en el transcurso del
medio siglo posterior (1919-1967). Leo, en efecto, este período como un
momento continuo de luchas y avances importantes. El objetivo era triple:
democracia, independencia nacional, progreso social. Estos tres objetivos –
por limitadas y confusas que hayan sido a veces sus formulaciones– son
indisociables unos de otros. En esta lectura, el capítulo abierto por la
cristalización nasserista (1955-1967) no es más que el último capítulo de este
largo momento del flujo de avance de las luchas inaugurado por la revolución
de 1919-1920.
El primer momento de este medio siglo de ascenso de las luchas de
emancipación en Egipto había tenido puesto el acento –con la constitución,
en 1919, del partido Wafd– en la modernización política mediante la
adopción de una forma burguesa de democracia constitucional, y en la
reconquista de la independencia. La forma democrática imaginada permitía
un avance laicizante –si no laico en el sentido radical del término– cuya
bandera (que asociaba la media luna y la cruz y que hizo su reaparición en las
manifestaciones del 2011) se convirtió en su símbolo. Unas elecciones
“normales” permitían entonces a los coptos no solamente ser elegidos por
unas mayorías musulmanas, sino ejercer también las más altas funciones del
Estado, sin que ello plantease el menor problema. Todo el esfuerzo de la
potencia británica, con el apoyo activo del bloque reaccionario constituido
por la monarquía, los grandes propietarios y los campesinos ricos, se dedicó a
contrarrestar los avances democráticos del Egipto wafdista. La dictadura de
Sedki Pachá en los años treinta del siglo XX (abolición de la constitución
democrática de 1923) topó con el movimiento estudiantil, punta de lanza en
aquella época de las luchas democráticas anti-imperialistas. No fue ninguna
casualidad que, para reducir el peligro que ello representaba, la embajada
británica y el palacio real apoyaran activamente la creación de los Hermanos
Musulmanes (1927), que se inspiraban en el pensamiento “islamista” en su
versión “salafista” (nostálgica del pasado) wahabita formulada por Rachid
Reda, es decir, la versión más reaccionaria (antidemocrática y contraria al
progreso social) del nuevo “Islam político”. Debido a la conquista de Etiopía
emprendida por Mussolini y ante la perspectiva de una guerra mundial en el
horizonte, Londres se vio obligado a hacer concesiones a las fuerzas
democráticas permitiendo el retorno del Wafd en 1936 y la firma del Tratado
anglo-egipcio aquel mismo año –un Wafd, por lo demás, bastante “juicioso”.
La Segunda Guerra Mundial constituyó, por la fuerza de las cosas, una
especie de paréntesis. Pero el flujo de ascenso de las luchas se reanudó a
partir del 21 de febrero de 1946 con la constitución del bloque estudiantil-
obrero, reforzado en su radicalización por la entrada en escena de los
comunistas y del movimiento obrero. También en ese caso, las fuerzas de la
reacción egipcia apoyadas por Londres reaccionaron con violencia y
movilizaron a este efecto a los Hermanos Musulmanes, que se erigieron en
sostén de una segunda dictadura de Sedki Pachá, sin lograr acallar al
movimiento. El Wafd, de vuelta al gobierno, con su denuncia del Tratado de
1936 y el inicio de la guerrilla en la zona del Canal todavía ocupada, solo fue
derrotado por el incendio de El Cairo (1951), una operación en la que
estuvieron implicados los Hermanos Musulmanes.
El primer golpe de Estado de los Oficiales Libres (1952), y sobre todo el
segundo, que inauguró la toma del poder de Nasser (1954) vinieron entonces
a “coronar” este período de flujo continuo de las luchas, según unos, o a
ponerle fin, según otros. El nasserismo sustituyó esta lectura que yo propongo
del despertar egipcio por un discurso ideológico que suprimía toda la historia
de los años 1919-1952 para remontar la “revolución egipcia” a julio de 1952.
En aquella época, muchos comunistas habían denunciado este discurso y
analizado los golpes de Estado de 1952 y 1954 como destinados a poner fin a
la radicalización del movimiento democrático. No se equivocaban, pues el
nasserismo no cristalizó como proyecto anti-imperialista hasta después de
Bandung (abril de 1955). El nasserismo se dio entonces cuenta de lo que
podía dar de sí: una postura internacional decididamente anti-imperialista
(asociada a los movimientos panárabe y panafricano), unas reformas sociales
progresistas (aunque no “socialistas”). Y todo ello por arriba, no solo “sin
democracia” (prohibiendo a las clases populares el derecho a organizarse por
y para ellas mismas), sino “aboliendo” cualquier forma de vida política. El
vacío creado llamaba al islam político a llenarlo. El proyecto agotó entonces
su potencial progresista en muy poco tiempo, los diez años que van desde
1955 a 1965. Este estancamiento ofrecía al imperialismo, dirigido ya
entonces por Estados Unidos la ocasión de acabar con el movimiento,
movilizando con este fin su instrumento militar regional: Israel. La derrota de
1967 marca el fin de ese medio siglo de flujo. El reflujo lo inicia el propio
Nasser eligiendo la vía de las concesiones a la derecha –(la “infitah”, la
apertura “a la mundialización capitalista”), más que la radicalización por la
que luchaban, entre otros, los estudiantes (cuyo movimiento ocupa el primer
plano de la escena en 1970, poco antes y después de la muerte de Nasser).
Sadat, que le sucede, acentúa el alcance de la deriva a la derecha e integra a
los Hermanos Musulmanes en su nuevo sistema autocrático. Mubarak sigue
el mismo camino.
El Egipto de Nasser había erigido un sistema económico y social criticable
pero coherente. Nasser había apostado por la industrialización para salir de la
especialización internacional colonial que acantonaba el país a la exportación
de algodón. Este sistema garantizó una distribución de las rentas favorable a
las clases medias en expansión, sin empobrecer a las clases populares. Sadat
y Mubarak llevaron a cabo el desmantelamiento del sistema productivo
egipcio, que sustituyeron por un sistema totalmente incoherente,
exclusivamente basado en la búsqueda de la rentabilidad de empresas que no
son, en su mayor parte, más que subcontratistas del capital de los monopolios
imperialistas. Los índices de crecimiento egipcios, supuestamente elevados,
que exalta desde hace treinta años, el Banco Mundial, no tienen ninguna
importancia. El crecimiento egipcio es sumamente vulnerable. Este
crecimiento, por lo demás, ha ido acompañado de un increíble aumento de las
desigualdades y del paro que afecta a una mayoría de jóvenes. Era una
situación explosiva y ha acabado explotando.
Durante el período de Bandung y de los No Alineados (1955/ 1970-5),
algunos países árabes se situaban a la vanguardia de las luchas por la
liberación nacional y el progreso social. Estos regímenes (Nasser, el FLN, el
Baas) no eran democráticos en el sentido occidental del término (eran
regímenes de partido único), ni en el sentido que doy yo al término, que
implica que el poder lo ejerzan por ellas mismas las clases populares. Pero no
por ello eran menos perfectamente legítimos por las realizaciones importantes
que tenían en su haber: un salto gigantesco de la educación que permitía una
ascensión social (los hijos de los miembros de las clases populares entrando
en las clases medias en expansión), de la salud, de las reformas agrarias, de
las garantías de empleo por lo menos para los diplomados a cualquier nivel.
Junto con las políticas de independencia anti-imperialista, estas realizaciones
eran el aspecto fuerte de aquellos regímenes, pese a la hostilidad permanente
de las potencias imperialistas y de las agresiones militares perpetradas con la
intermediación de Israel.
Pero tras darse cuenta de lo que habían sido capaces de hacer en dos
decenios con los medios que les eran propios (reformas hechas desde arriba,
sin autorizar jamás a las clases populares a organizarse por sí mismas) estos
regímenes se estancaron. La hora de la contra-ofensiva del imperialismo
había sonado. Para conservar su poder, las clases dirigentes aceptaron
someterse a las nuevas exigencias del “neo-liberalismo” –apertura exterior
incontrolada, privatizaciones, etc. Debido a ello, en pocos años se perdió todo
lo que se había ganado: retorno masivo del paro y de la pobreza, unas
desigualdades escandalosas, corrupción, el abandono internacional de la
dignidad y sumisión a las exigencias de Washington y de Israel. En respuesta
a la rápida erosión de su legitimidad los regímenes respondieron
deslizándose, con el apoyo de Washington, hacia unas prácticas represivas
más acentuadas de carácter policial.
El período de reflujo (1967-2011) cubre a su vez casi medio siglo. Egipto,
sometido a las exigencias del liberalismo mundializado y a las estrategias de
Estados Unidos, dejó de existir como actor activo regional e internacional. En
la región, los principales aliados de Estados Unidos –Arabia Saudí e Israel–
ocupan el primer plano de la escena. Israel puede así lanzarse por la vía de la
expansión de su colonización de la Palestina ocupada, con la tácita
complicidad de Egipto y de los países del Golfo.
La despolitización ha sido decisiva para que se produjera la ocupación de
la escena por parte del islam político. Esta despolitización no ha sido
ciertamente exclusiva del Egipto nasserista primero y post-nasserista después.
Ha sido la práctica dominante en todas las experiencias nacionales populares
del primer despertar del Sur e incluso en las de los socialismos históricos, una
vez superada la primera fase de efervescencia revolucionaria. Denominador
común: la supresión de la práctica democrática (que yo no reduzco a las
elecciones pluripartidistas), es decir, del respeto a la diversidad de las
opiniones y de las propuestas políticas, y de su eventual organización. La
politización exige la democracia. Y la democracia solo existe cuando se da
libertad a los “adversarios”. En todos los casos, su supresión, que está por
tanto en el origen de la despolitización, es la responsable del desastre ulterior.
Tanto si adopta la forma del retorno al pasado (religioso o de otro tipo) como
si toma la forma de la adhesión al “consumismo” y al falso individualismo
propuesto por los medios occidentales, como fue el caso en los pueblos de la
Europa oriental y de la antigua URSS, y como es igualmente el caso, por lo
demás, no solo en el seno de las clases medias (beneficiarias eventuales del
desarrollo), sino también en el de las clases populares que, a falta de
alternativa, aspiran a beneficiarse del mismo, aunque sea a muy pequeña
escala (lo que es evidentemente perfectamente comprensible y legítimo).
En el caso de las sociedades musulmanas esta despolitización reviste la
forma principal del “retorno” (aparente) del islam. La articulación que
vincula el poder del islam político reaccionario, la sumisión compradore y la
pauperización por la informalización de la economía de bazar (el lumpen-
desarrollo) no son exclusivas de Egipto. Son características de la mayor parte
de las sociedades árabes y musulmanas, incluido el Pakistán y más allá. Esta
misma articulación es la que opera en Irán; el triunfo de esta economía de
bazar había sido señalado desde el principio como el principal resultado de la
“revolución jomeinista”. Esta misma articulación poder islámico/economía de
mercado de bazar devastó a Somalia, desde entonces borrada del mapa de las
naciones existentes.
La cuestión de la politización democrática constituye, tanto en el mundo
árabe como en otras partes, el eje central del desafío. Nuestra época no es una
época de avances democráticos, sino al contrario, una época de retrocesos en
este ámbito. La centralización extrema del capital de los monopolios
generalizados permite y exige la sumisión incondicional y total del poder
político a sus órdenes. La acentuación de los poderes “presidenciales”, de
apariencia individualizada en extremo pero de hecho íntegramente sometidos
al servicio de la plutocracia financiera, constituye la forma de esta deriva que
aniquila el alcance de la difunta democracia burguesa (ella misma reforzada
antaño por las conquistas de los trabajadores) y la sustituye por la farsa
democrática. En las periferias, los embriones de democracia, cuando existen,
asociados a regresiones sociales aún más violentas que en los centros del
sistema, pierden su credibilidad. El retroceso de la democracia es sinónimo
de despolitización. Pues esta implica la afirmación en escena de unos
ciudadanos capaces de formular proyectos alternativos de sociedad y no
solamente de plantearse, mediante unas elecciones sin alcance, la
“alternancia” (¡sin cambio!). Una vez desaparecido el ciudadano capaz de
imaginación creadora, el individuo despolitizado que le sucede es un
espectador pasivo de la escena política, un consumidor modelado por el
sistema que se cree (equivocadamente) un individuo libre. Avanzar por el
camino de la democratiza- ción de las sociedades y de la repolitización de los
pueblos son dos cosas indisociables. Pero ¿por dónde empezar? El
movimiento puede iniciarse a partir de uno u otro de estos dos polos. Nada
puede sustituir aquí el análisis concreto de las situaciones en Argelia, en
Egipto, así como en Grecia, en China, en el Congo, en Bolivia, en Francia o
en Alemania. A falta de avances visibles en estas direcciones, el mundo se
adentrará, como ya lo está haciendo, en la tormenta caótica asociada a la
implosión del sistema. Podemos entonces temernos lo peor.
La aparente “estabilidad del régimen” de la que alardeaba Washington se
basaba en una monstruosa maquinaria policial (1.200.000 hombres frente a
tan solo 500.000 en el ejército) que se entregaba cotidianamente a toda clase
de abusos criminales. Las potencias imperialistas pretendían que este régimen
“protegía” a Egipto de la alternativa islamista. Ahora bien, esto no era más
que una burda mentira. De hecho, el régimen había integrado perfectamente
al islam político reaccionario (el modelo wahabita del Golfo) en su sistema de
poder, concediéndole la gestión de la educación, de la justicia y de los
principales medios de comunicación (la televisión, en particular). El único
discurso autorizado era el de las mezquitas confiadas a los salafistas, lo que
por añadidura les permitía pasar por “oposición”. La cínica duplicidad del
discurso del establishment en Estados Unidos (y en este plano Obama no es
muy diferente de Bush) sirve perfectamente a sus objetivos. El apoyo de
hecho al islam político aniquila las capacidades de la sociedad para hacer
frente a los desafíos del mundo moderno (está en la base del catastrófico
declive de la educación y la investigación), mientras que la denuncia
ocasional de los “abusos” de los que es responsable (asesinatos de coptos, por
ejemplo) sirve para legitimar las intervenciones militares de Washington,
comprometido en la denominada “guerra contra el terrorismo”. El régimen
podía parecer “tolerable” en tanto funcionaba la válvula de seguridad que
representaba la emigración en masa de los pobres y de las clases medias hacia
los países petrolíferos. El agotamiento de este sistema (la sustitución de los
inmigrantes asiáticos por los procedentes de los países árabes) comportó un
renacimiento de las resistencias. Las huelgas obreras del 2007 –las más
fuertes en el continente africano de los últimos 50 años–; la tenaz resistencia
de los pequeños campesinos amenazados de expropiación por el capitalismo
agrario; la formación de círculos de protesta democrática en las clases medias
(el movimiento Kefaya y el movimiento del 6 de abril) anunciaban la
inevitable explosión –esperada en Egipto, aunque cogió de sorpresa a los
“observadores extranjeros”. Hemos entrado, pues, en una nueva fase del flujo
de las luchas de emancipación, cuyas direcciones y posibilidades de
desarrollo tenemos que analizar.
La historia del Egipto moderno es la de las oleadas sucesivas de tentativas
de emergencia concebidas ciertamente en el marco de un modelo de sociedad
esencialmente capitalista, pero asociado de todos modos a una serie de
transformaciones sociales progresistas y a unos avances democráticos, que se
beneficiaban además de la conciencia clara de que tenían que hacer frente a la
hostilidad de las potencias dominantes. El fracaso de estas tentativas ha de
atribuirse en gran medida a esta hostilidad, mucho más activa contra Egipto
de lo que lo ha sido contra otros países, la Turquía moderna en particular.
Egipto ha entrado, a partir del 2011, en una nueva fase de su historia. El
análisis que yo he propuesto de los componentes del movimiento
democrático, popular y nacional en acción, y de las estrategias del adversario
reaccionario local y de sus aliados exteriores permite imaginar las diversas
vías posibles abiertas o cerradas a la transformación de la sociedad. En la
conclusión de este análisis constataba yo que en este momento nada permite
afirmar que Egipto se haya adentrado en la vía de la emergencia. Al
contrario, para el futuro visible, Egipto parece hundirse en una fatal
combinación de lumpen-desarrollo, poder del islam político y sumisión a la
dominación del sistema imperialista mundializado. Pero la lucha continuará y
permitirá tal vez salir de este callejón sin salida y reinventar una vía de
emergencia apropiada.
En Turquía y en Egipto, la conjugación de la sumisión a un modelo de
economía compradore, el alineamiento con la estrategia de Estados Unidos,
el lumpen-desarrollo y la pauperización, y el ascenso del islam político
reaccionario encierran a estas dos sociedades en una espiral descendente.
Pues cuanto más se hunde la sociedad en lo que produce el lumpen-desarrollo
en cuestión, más hunde sus raíces en ella el islam político reaccionario. En
Irán, la conjugación reducida al dúo lumpen-desarrollo/control de la sociedad
por los mulahs se inscribe en la misma espiral descendente, pese al conflicto
político con Estados Unidos, sin que este conflicto produzca una ruptura
respecto a la prosecución de una política económica análoga a la de los
Estados compradore. Es, pues, más necesario que nunca librarse de las
ilusiones relativas al paso obligado, pero llamado a no ser duradero, por el
ejercicio del poder local del islam político.
Se nos inunda en este sentido con discursos tranquilizadores, de una
ingenuidad increíble, sincera o falsa. “Era inevitable, nuestras sociedades
están impregnadas por el islam; se ha querido ignorarlo y se ha impuesto”,
dicen unos. Como si este éxito del islam político no se debiese a la
despolitización y a la degradación social que se quieren ignorar. “Esto no es
tan peligroso; el éxito es pasajero y el fracaso del poder ejercido por el islam
político hará que las opiniones se desvinculen del mismo”. ¡Como si los
islamistas en cuestión hubiesen adquirido el principio de respeto a los
principios democráticos! Esto es lo que simulan creer en Washington, las
“opiniones” fabricadas por los medios de comunicación dominantes y la
cohorte de “intelectuales” árabes, bien por oportunismo, bien por ausencia de
lucidez.
No. El ejercicio del poder por parte del islam político reaccionario estaría
llamado a durar… ¿50 años? Y mientras contribuiría a hundir un día tras otro
a las sociedades a él sometidas en la insignificancia sobre el tablero mundial,
los “otros” proseguirían su avance. Al final de esta triste “transición” los
países implicados se encontrarían en la parte baja de la escala de la
clasificación mundial.

Referencias:

En esta obra no he hecho más que una rápida alusión a la China. En otros
escritos he presentado las razones de por qué el suyo es un caso único y
constituye tal vez incluso el único ejemplo de emergencia en el sentido
pleno del término, lo que contrasta con los demás casos calificados de la
misma manera (India, Brasil, etcétera).
Véase en particular:
Samir Amin, Por un munde multipolare (Éditions Syllepse, 2005. Edición
española en El Viejo Topo, 2006, Por un mundo multipolar)
Puntos de vista cercanos:
Wang Hui, The end of the revolution (Verso, 2012).
Lin Chun, La transformación del socialismo chino (El Viejo Topo, 2007)
CAPÍTULO III
LA IMPLOSIÓN PROGRAMADA DEL SISTEMA EUROPEO

¿Son comparables Europa y Estados Unidos?

La opinión mayoritaria en Europa está convencida de que Europa dispone de


los medios para convertirse en una potencia económica y política comparable
a Estados Unidos y, por ello mismo, independiente. Sumando las poblaciones
y los PIB en cuestión, esto parece algo evidente. Por mi parte creo que
Europa sufre tres importantes hándicaps que prohíben la comparación.
En primer lugar, el continente norteamericano (los Estados Unidos y lo que
yo llamo su provincia exterior –el Canadá) se beneficia de unos recursos
naturales incomparables con los de la Europa al oeste de Rusia, como lo
atestigua la dependencia energética europea.
En segundo lugar, Europa está formada por un buen número de naciones
históricas distintas en las que la diversidad de culturas políticas, sin que estas
sean necesariamente chovinistas, tiene un peso lo suficientemente importante
como para impedir que sea posible reconocer en ella la existencia de un
“pueblo europeo”, a semejanza del “pueblo estadounidense”. Insistiré más
adelante en esta importante cuestión.
En tercer lugar (y esta es la razón principal que impide la comparación) el
desarrollo capitalista en Europa ha sido y sigue siendo desigual, mientras que
ha homogeneizado las condiciones de su despliegue en el espacio
norteamericano, al menos después de la guerra de Secesión. Europa –al oeste
de la Rusia histórica (que incluye a Bielorrusia y a Ucrania)– está compuesta
de tres estratos de sociedades capitalistas desigualmente desarrolladas.
El capitalismo histórico –es decir, la forma del modo capitalista que se ha
impuesto a escala mundial– se constituyó a partir del siglo XVI en el
triángulo Londres/Amsterdam/París, para tomar su forma acabada con la
revolución política francesa y la revolución industrial inglesa. Este modelo,
que se convertirá en el del capitalismo de los centros dominantes hasta la
época contemporánea (el capitalismo liberal, para emplear los términos de
Wallerstein), se desplegó con rigor y rapidez en Estados Unidos después de la
guerra de Secesión, que puso fin a la posición dominante de los esclavistas en
la gestión de la Unión; y más tarde hizo lo propio en el Japón. En Europa, el
modelo se impuso, de un modo igualmente rápido (a partir de 1870), en
Alemania y en Escandinavia. Este núcleo europeo (Gran Bretaña, Francia,
Alemania, Países Bajos, Bélgica, Suiza, Austria, Escandinavia) está hoy
sometido a la gestión económica, social y política de sus propios monopolios,
que yo he calificado de “generalizados”, constituidos como tales durante los
años 1975-1990, a partir de las formas anteriores del capitalismo de los
monopolios. Ahora bien, los monopolios generalizados propios de esta región
europea no son “europeos”, sino rigurosamente “nacionales” (es decir,
alemanes o británicos o suecos, etc.), aunque sus actividades sean
transeuropeas e incluso transnacionales (y operen a escala de todo el planeta).
Lo mismo cabe decir de los monopolios generalizados contemporáneos de
Estados Unidos y del Japón. En mi comentario de los impresionantes trabajos
de investigación que se han llevado a cabo sobre este tema he insistido en la
importancia decisiva de esta conclusión.
El segundo estrato concierne a Italia y a España, en las cuales el mismo
modelo –que hoy es el del capitalismo de los monopolios generalizados– solo
ha tomado cuerpo mucho más recientemente, después de la Segunda Guerra
Mundial. Las formas de la gestión económica y política de las sociedades en
cuestión, que por ello son particulares, constituyen un hándicap para su
promoción al rango de iguales de los primeros.
Pero el tercer estrato, que engloba a los países del ex mundo “socialista”
(al estilo soviético) y a Grecia, no es la sede de monopolios generalizados
propios de sus sociedades nacionales (los armadores griegos son tal vez la
excepción, pero ¿su estatus es el de “griegos”?). Hasta la Segunda Guerra
Mundial todos estos países estaban todavía muy lejos de haberse constituido
en sociedades capitalistas desarrolladas a semejanza de las del núcleo central
europeo. Después el socialismo soviético hizo retroceder todavía más a los
embriones de las burguesías capitalistas nacionales, sustituyendo su poder
por el de un capitalismo de Estado asociado a unos comportamientos
sociales, si no socialistas. Reintegrados en el mundo capitalista por su
adhesión a la Unión Europea y a la OTAN, estos países se encuentran ahora
en la misma situación en que se encuentran los del capitalismo periférico: no
son gestionados por sus propios monopolios generalizados nacionales, sino
dominados por los del núcleo europeo central.
Esta heterogeneidad de Europa prohíbe rigurosamente su comparación con
el conjunto Estados Unidos/Canadá. Pero, se dirá, esta heterogeneidad ¿no
podría irse desvaneciendo gradualmente, precisamente por la construcción
europea? La opinión europea dominante así lo piensa; yo no lo creo. Volveré
más adelante sobre este punto.

¿Hay que comparar a Europa con el continente de las dos Américas?

Por mi parte, creo que es más cercana a la realidad la comparación de Europa


con el continente de las dos Américas (Estados Unidos/Canadá, por una
parte, América Latina y el Caribe por otra) que solo con América del Norte.
El continente de las dos Américas constituye un conjunto del capitalismo
mundial caracterizado por el contraste que opone su Norte central y
dominante a su Sur periférico y dominado. Este dominio, compartido en el
siglo XIX entre el competidor británico (entonces hegemónico a escala
mundial) y la potencia estadounidense ascendente (cuya ambición proclama
desde 1823 mediante la doctrina Monroe), lo ejerce hoy principalmente
Washington, cuyos monopolios generalizados controlan en gran parte la vida
económica y política del Sur, pese a los avances combativos recientes que
podrían cuestionar este dominio. La analogía con Europa se impone. El Este
europeo se encuentra en esta situación de periferia sometida al Occidente
europeo análoga a la que caracteriza a Latinoamérica en sus relaciones con
Estados Unidos.
Pero todas las analogías tienen sus límites, e ignorarlos conduciría a
conclusiones erróneas relativas a los futuros posibles y a las estrategias de
lucha eficaces capaces de abrir el camino al mejor de estos futuros. Hay dos
planos en los que la analogía cede su lugar a la diferencia. América Latina es
un continente inmenso, dotado de unos recursos naturales fabulosos –agua,
tierra, minerales, petróleo y gas. La Europa del Este no puede comparársele
en absoluto en este sentido. Por lo demás, América Latina también es
considerablemente menos heterogénea relativamente que la Europa del Este:
dos lenguas emparentadas (sin ignorar lo que queda de las lenguas indias),
poca hostilidad chovinista entre vecinos. Pero estas diferencias –por
importantes que sean– no constituyen el principal motivo de que no
prosigamos el razonamiento simplificado de la analogía.
El dominio de Estados Unidos sobre su Sur americano se despliega por
unos medios que son principalmente de tipo económico, como lo atestigua el
modelo del mercado común panamericano promovido por Washington,
atascado por la tentativa de Estados Unidos de imponerlo. Ni siquiera en su
segmento más activo –el NAFTA que anexiona a México al gran mercado
norteamericano– la institución cuestiona la soberanía política del México
dominado. Mi observación no implica ningún aspecto ingenuo. Sé muy bien
que no hay tabiques estancos que separen a los medios económicos de los que
actúan en el plano de lo político. La OEA (Organización de Estados
Americanos) ha sido considerada con razón por los opositores en América
Latina como el “Ministerio de Colonias de Estados Unidos”, y la lista de las
intervenciones, tanto si han sido militares (en el Caribe) como si han tomado
la forma de apoyos organizados a golpes de Estado es lo bastante larga como
para constituir un buen testimonio.
La institucionalización de las relaciones entre los Estados de la Unión
Europea tiene que ver con una lógica mayor y más compleja. Existe en
verdad una especie de “doctrina Monroe” europeo-occidental (“la Europa del
Este pertenece a la Europa del oeste”). Pero no hay más que esto. Europa ya
no es solamente un “mercado común”, como lo había sido en su origen, al
principio limitado a seis países y luego ampliado a otros en la Europa
occidental. Desde el tratado de Maastricht se ha convertido en un proyecto
político. Es cierto que este proyecto político ha sido concebido para servir al
de la gestión de las sociedades en cuestión por los monopolios generalizados.
Pero puede convertirse en un espacio de conflictos y de cuestionamientos de
esta vocación y de los medios implementados para servirla. Se supone que las
instituciones europeas asocian a los pueblos de la Unión y prevén una serie
de medios con este fin, como el cálculo de la representación de los Estados en
función de su población y no de su PIB. Por ello, la opinión dominante en
Europa, incluida la de la mayoría de las izquierdas críticas con las
instituciones tal como son, conserva la esperanza en que “otra Europa” es
posible.
Antes de discutir tesis e hipótesis relativas a los posibles futuros de la
construcción europea nos parece necesario hacer un rodeo por la discusión
del atlantismo y del imperialismo, por una parte, y la identidad europea, por
otra.
¿Europa o una Europa atlantista e imperialista?

Gran Bretaña es más atlantista que europea, y mantiene esta postura debido a
su antigua calidad de potencia imperialista hegemónica, aunque esta herencia
se haya quedado reducida hoy a la posición privilegiada que ocupa la City de
Londres en el sistema financiero mundializado. Gran Bretaña supedita su
muy particular adhesión a la Unión Europea a la prioridad que da a la
institucionalización de un mercado económico y financiero euroatlántico, que
predomina sobre cualquier voluntad de participar activamente en la
construcción política de Europa.
Pero no es solamente la Gran Bretaña la que es atlantista. Los Estados de la
Europa continental no lo son menos, pese a su aparente voluntad de construir
una Europa política. La prueba la da la centralidad de la OTAN en esta
construcción política. El hecho de que una alianza militar con un país exterior
a la Unión haya sido integrada en la “constitución europea” constituye una
aberración jurídica sin parangón. Para algunos países europeos (Polonia, los
Estados bálticos, Hungría), la protección de la OTAN –es decir, de los
Estados Unidos– frente al “enemigo ruso” (¡) es más importante que su
pertenencia a la Unión Europea.
La persistencia del atlantismo y la expansión mundial del campo de
intervención de la OTAN una vez desaparecida la supuesta “amenaza
soviética” son los productos de lo que yo he analizado como la emergencia
del imperialismo colectivo de la tríada (Estados Unidos, Europa, Japón), es
decir, de los centros dominantes del capitalismo de los monopolios
generalizados, y que pretenden seguir siéndolo pese al ascenso de los Estados
emergentes. Se trata en este caso de una transformación cualitativa
relativamente reciente del sistema imperialista, anteriormente y
tradicionalmente basado en el conflicto de las potencias imperialistas. La
razón de la emergencia de este imperialismo colectivo es la necesidad de
hacer frente al desafío que constituyen las ambiciones de los pueblos y de los
Estados de las periferias de Asia, de África y de América Latina de salir de su
sumisión.
El segmento europeo imperialista en cuestión solo se refiere a la Europa
occidental, cuyos estados han sido siempre imperialistas en la época
moderna, tanto si han tenido colonias como si no, pues todos ellos han tenido
siempre acceso a la renta imperialista. Los países de la Europa del Este, en
cambio, no han tenido acceso a esta renta, y no son la sede de unos
monopolios generalizados nacionales que les sean propios. Pero se alimentan
de la ilusión de que tienen derecho a ella debido a su “europeidad”. Ignoro si
sabrán librarse algún día de esta ilusión.
Habiéndose vuelto colectivo el imperialismo, ya no hay más que una sola
política –la de la tríada– común y compartida con respecto al Sur, que es una
política de agresión permanente contra los pueblos y los Estados que osan
poner en cuestión ese sistema particular de la mundialización. Ahora bien, el
imperialismo colectivo tiene un líder militar, si no un hegemón: Estados
Unidos. Se comprende entonces que no haya ya política exterior ni de la
Unión Europea ni de los Estados que la constituyen. Los hechos demuestran
que no hay más que una sola realidad: el alineamiento con lo que decide
Washington por sí solo (tal vez de acuerdo con Londres). Europa vista desde
el Sur no es más que el aliado incondicional de Estados Unidos. Y si en este
plano hay tal vez algunas ilusiones en América Latina –debido sin duda a que
la hegemonía la ejercen allí brutalmente y ellos solos los estadounidenses y
no sus aliados subalternos europeos– no es este el caso en Asia y en África.
Los poderes en los países emergentes lo saben; quienes gestionan los asuntos
corrientes en los otros países de los dos continentes aceptan su estatus de
sumisos compradore. Para todos ellos solo Washington cuenta, y no Europa,
que se ha vuelto inexistente.

¿Existe una identidad europea?

El ángulo bajo el que hay que contemplar esta cuestión es esta vez interior a
Europa. Pues vista desde el exterior –desde el gran Sur– sí, “Europa” parece
ser una realidad. Para los pueblos de Asia y de África, de lenguas y religiones
“no europeas”, incluso aunque esta realidad haya sido atenuada por las
conversiones misioneras al cristianismo o por la adopción de la lengua oficial
de los antiguos colonizadores, los europeos son “los otros”. El caso es
diferente en América Latina, que, como la América del Norte, es el producto
de la construcción de la “otra Europa” necesaria al despliegue del capitalismo
histórico.
La cuestión de la identidad europea solo puede discutirse centrando la
mirada en una Europa vista desde el interior. Ahora bien, las tesis que
afirman la realidad de esta identidad y las que la niegan se enfrentan en unas
polémicas que conducen unas y otras a inclinar excesivamente la balanza de
su lado. Unos invocarán, por tanto, la cristiandad, cuando en realidad habría
que hablar de diversas cristiandades –católica, protestante u ortodoxa–, sin
olvidar a los que no practican ninguna religión o a los que no tienen ninguna,
que ya no representan unas cantidades despreciables. Otros constatarán que
un español se siente más cómodo con un argentino que con un lituano; que un
francés comprende mejor a un argelino que a un búlgaro; que un inglés se
mueve con más soltura por el espacio mundial de los pueblos con los que
comparte su lengua que por Europa. El ancestro civilizador greco-romano,
real o reconstruido, tendría que llevarles a adoptar el latín o el griego, y no el
inglés, como lenguas oficiales de Europa (que es lo que eran en la Edad
Media). La Ilustración del siglo XVIII solo impregnó de verdad al triángulo
Londres/París/Amsterdam, pese a que se exportó hasta lugares como Prusia y
Rusia. La democracia electoral representativa es demasiado reciente y
demasiado imperfecta todavía para remontar sus fuentes a la formación de las
culturas políticas europeas, visiblemente diversas.
No resulta nada difícil poner de manifiesto la fuerza siempre presente en
Europa de las identidades nacionales. Francia. España, Inglaterra, Alemania
se han construido en su adversidad guerrera. Y si el insignificante primer
ministro de Luxemburgo puede declarar que “su patria es Europa” (¡tal vez se
refería a la patria de su banco!), ningún presidente francés, canciller alemán,
primer ministro español o premier británico se atrevería a decir tamaña
tontería. Pero ¿es necesario afirmar la realidad de una identidad común para
legitimar un proyecto de construcción política regional? Por mi parte creo
que no. Pero a condición de reconocer la diversidad de las identidades
(digamos “nacionales”) de los socios y de situar con precisión las razones
serias de la voluntad de la construcción común. Este principio no vale
exclusivamente para los europeos; vale igualmente para los pueblos del
Caribe, de la América hispana (o latina), del mundo árabe, de África. No es
necesario suscribir las tesis del arabismo o de la negritud para dar toda su
legitimidad a un proyecto árabe o africano. Lo malo es que los “europeístas”
no se comportan con tanta inteligencia. En su gran mayoría se contentan con
declararse “supra-nacionales” y “antisoberanistas”, una afirmación que no
quiere decir casi nada o que incluso está en conflicto con la realidad. En lo
que sigue no discutiré, pues, la cuestión de la viabilidad del proyecto político
europeo situándome en el movedizo terreno de la identidad, sino en el terreno
más sólido de lo que está en juego y de las formas de institucionalización de
su gestión.

¿Es viable la Unión Europea?

La cuestión que yo planteo no es la de saber si “un” proyecto europeo (¿cuál?


¿para hacer qué?) sería posible (mi respuesta es: evidentemente, sí), sino si el
que ahora está en marcha es viable o podría transformarse en el futuro. Dejo
de lado a los “europeístas” de derechas, es decir, a aquellos que, habiendo
suscrito la sumisión a las exigencias del capitalismo de los monopolios
generalizados, aceptan la Unión Europea tal como es en lo esencial y se
interesan solamente en dar una solución a las dificultades “coyunturales” (que
de coyunturales no tienen nada, en mi opinión) que atraviesa. Solo me
interesan, pues, los argumentos de quienes proclaman que “otra Europa es
posible”, incluyendo entre ellos a los partidarios de un capitalismo renovado,
de rostro humano, y los que se inscriben en una perspectiva de
transformación socialista de Europa y del mundo.
La naturaleza de la crisis que atraviesa al mundo y a Europa está en el
centro de este debate. Y, por lo que respecta a Europa, la crisis de la zona
euro –que ocupa el primer plano de la escena– y la crisis –posterior– de la
Unión Europea son indisociables.
La construcción de la Unión Europea –por lo menos después del Tratado
de Maastricht y en mi opinión desde mucho antes– y la de la zona euro han
sido concebidas y edificadas sistemáticamente como bloques de construcción
de la mundialización llamada liberal, es decir, de un sistema que asegura el
dominio exclusivo del capitalismo de los monopolios generalizados. En este
marco, es preciso analizar primero las contradicciones que, a mi modo de ver,
hacen que este proyecto (y por consiguiente el proyecto europeo con él
relacionado) no sea viable.
Pero, se dirá en defensa de “un” proyecto europeo contra viento y marea, el
que tiene la ventaja de existir, de estar en marcha, puede ser transformado. En
teoría abstracta, sí. Pero ¿cuáles son las condiciones que lo harían posible?
En mi opinión, un doble milagro (¿hace falta que diga que yo no creo en los
milagros?): 1) que la construcción transnacional europea reconozca la
realidad de las soberanías nacionales y la diversidad de intereses de las
mismas, y que organice sobre esta base la institucionalización de su
funcionamiento; y 2) que el capitalismo –si se trata de permanecer en el
marco general de su modo de gestión de la economía y de la sociedad– pueda
ser obligado a operar de un modo diferente del que exige su propia lógica,
que hoy es la del dominio de los monopolios generalizados. No veo indicios
de que los europeístas mayoritarios acepten tener en cuenta estas exigencias.
Tampoco veo que los europeístas de izquierdas, minoritarios, que sí los ven,
sean capaces de movilizar unas fuerzas sociales y políticas capaces de invertir
el conservadurismo del europeísmo actualmente existente. Por ello concluyo
que la Unión Europea no puede ser otra que la que es, y que la que es no es
viable.
La crisis de la zona euro ilustra esta imposible viabilidad del proyecto.
El proyecto “europeo” tal como lo define el tratado de Maastricht y el de la
zona euro han sido vendidos a la opinión pública mediante una propaganda
(no hay otras palabras para calificarlo) falaz y estúpida. A los unos –a los
privilegiados (relativos) de la Europa occidental opulenta– les han contado
que difuminando las soberanías nacionales se ponía fin a las guerras odiosas
que habían ensangrentado al continente (y se comprende entonces el éxito
que ha tenido este cuento chino). Y han aderezado la cosa con un poco de
salsa: la de la supuesta amistad de la gran democracia estadounidense y el
combate común por la democracia en el gran Sur atrasado –la nueva forma de
adhesión a las posturas imperialistas–, etc. A los otros –a los pobres diablos
del Este– se les ha prometido la opulencia mediante la “recuperación” de los
niveles de vida occidentales.
Unos y otros –de forma mayoritaria– se han creído estos camelos. En el
Este se han creído, al parecer, que la adhesión a la Unión Europea hacía
posible esa famosa “recuperación”, y que el precio valía la pena. Este precio
–tal vez el castigo por haber aceptado el régimen del socialismo, llamado
comunismo, soviético– era el de un ajuste estructural muy duro, de “unos
cuantos” años. El ajuste –es decir, la “austeridad” (para los trabajadores, no
para los multimillonarios)– ha sido impuesto. Pero se ha saldado con un
desastre social. Y de este modo la Europa del Este se ha convertido en la
periferia de la Europa occidental. Un estudio reciente serio nos dice que el
80% de los rumanos consideran que “en tiempos de Ceaucescu se vivía
mejor” (¡). ¿Puede esperarse algo mejor por lo que respecta a la
deslegitimación de la supuesta democracia que caracterizaba a la Unión
Europea? ¿Sabrán extraer la lección los pueblos afectados? ¿Comprenderán
que la lógica del capitalismo no es la de la recuperación, sino al contrario, la
de la profundización de las desigualdades? Lo ignoro.
Si Grecia está hoy en el centro del conflicto, es a la vez porque forma parte
de la zona euro y porque el pueblo griego ha creído poder escapar a la suerte
de las otras periferias balcánicas (ex “socialistas”). Los “griegos” (no sé qué
es lo que significa exactamente esta palabra) pensaban –¿o esperaban?– que
habiendo evitado la desgracia de ser gobernados por los “comunistas”
(poderosos en la Grecia heroica de la Segunda Guerra Mundial), ¡y esto
gracias a los coroneles!, no tendrían que pagar el precio que han tenido que
pagar los demás balcánicos. Europa y el euro funcionaban de modo diferente
para ellos. Creían que la solidaridad europea, y la más particular de los socios
del euro, debilitadas en otras partes (porque el crimen del “comunismo” había
que pagarlo), actuarían a su favor. Los griegos están donde están por la
ingenuidad de sus ilusiones. Hoy tendrían que saber que el sistema reducirá
su suerte a la de sus vecinos balcánicos, Bulgaria y Albania. Pues la lógica de
la zona euro no era diferente de la lógica de la Unión Europea; al contrario,
refuerza su violencia. De un modo general, la lógica de la acumulación
capitalista produce una agudización de la desigualdad entre las naciones (está
en el origen de la construcción del contraste centros/periferias); y la
acumulación dominada por los monopolios generalizados refuerza todavía
más esta tendencia inmanente al sistema. Se nos dirá que las instituciones de
la Unión Europea han previsto los medios para corregir las desigualdades
intra-europeas con ayudas financieras apropiadas destinadas a los países
atrasados de la Unión; y la opinión general se lo ha creído. En realidad, estas
ayudas (que, aparte de la agricultura, cuestión que no voy a discutir aquí, se
destinan sobre todo a la construcción de infraestructuras modernas) no solo
son insuficientes para permitir la “recuperación”, sino que también, y esto es
más grave, con su contribución a una mayor apertura de las economías en
cuestión, facilitan la penetración de los monopolios generalizados y por lo
tanto refuerzan la tendencia al desarrollo desigual. Estas ayudas, además,
persiguen el objetivo de fortalecer a determinadas regiones subnacionales
(Baviera, Lombardía y Cataluña, por ejemplo) y de este modo debilitan la
capacidad de resistencia de los Estados nacionales frente a los dictados de los
monopolios.
La zona euro ha sido concebida para acentuar todavía más este
movimiento. Su carácter fundamental viene definido por el estatus del Banco
Central Europeo, que se prohíbe prestar a los Estados nacionales (e incluso a
un Estado supranacional europeo, si existiese, lo que no es el caso) y que
financia exclusivamente a los bancos –a un tipo de interés ridículo– que, a su
vez, extraen de sus inversiones en títulos de deuda pública nacional una renta
que refuerza el dominio de los monopolios generalizados. Lo que se llama la
financiarización del sistema es inherente a la estrategia de estos monopolios.
Desde su creación yo había analizado este sistema como inviable, destinado a
hundirse en cuanto el capitalismo se viese afectado por una crisis grave. Y
esto es lo que está teniendo lugar ante nuestros ojos. Había dicho que la única
alternativa susceptible de sostener una construcción europea gradual y sólida
imponía el mantenimiento de una gestión nacional de las monedas articuladas
en una serpiente monetaria, ella misma concebida como una estructura de
negociaciones serias sobre los tipos de cambio y las políticas industriales. Y
esto hasta que, eventualmente y mucho más tarde, la maduración de las
culturas políticas permita el establecimiento de un Estado europeo confederal
que se superponga a los Estados nacionales, sin anular a estos últimos.
La zona euro ha entrado, pues, en una crisis previsible que amenaza
realmente su existencia, como han acabado por admitir incluso en Bruselas.
Pues no parece posible que la Unión Europea sea capaz de hacer una
autocrítica radical que implique la adopción de otro estatus para la gestión de
la moneda y la renuncia al liberalismo inherente a los tratados en vigor.
Los responsables del fracaso del proyecto europeo no son sus víctimas –los
países frágiles de la periferia europea–, sino, al contrario, los países (es decir,
las clases dirigentes de estos países) que han sido los beneficiarios del
sistema, Alemania en primer lugar. Los insultos proferidos contra el pueblo
griego resultan por ello más odiosos si cabe. ¿Pueblo perezoso?
¿Defraudadores fiscales? La señora Lagarde se olvida de que los verdaderos
defraudadores son los armadores protegidos por las libertades de la
mundialización (defendidas por el FMI). Mi razonamiento no se basa en el
reconocimiento del conflicto de las naciones, aunque aparentemente las cosas
pasen de esta manera. Se basa en el reconocimiento del conflicto entre los
monopolios generalizados (propios solamente de los países del centro
europeo) y los trabajadores de los centros europeos y de sus periferias, si bien
el coste de la austeridad impuesta a unos y otros produce unos efectos
devastadores más marcados en las periferias que en los centros. El “modelo
alemán”, elogiado por todas las fuerzas políticas europeas de la derecha e
incluso por una buena parte de la izquierda, se ha puesto en práctica con éxito
en Alemania gracias a la docilidad relativa de sus trabajadores, que aceptan
remuneraciones un 30% inferiores a las de los franceses. Esta docilidad está
en buena parte en el origen a la vez del éxito de las exportaciones alemanas y
del fuerte crecimiento de las rentas cuyos beneficiarios son los monopolios
generalizados alemanes. ¡Se comprende que este modelo seduzca a los
incondicionales de la defensa del capital!
Lo peor, pues, está todavía por venir: el desmoronamiento de una forma u
otra –brutal o gradual– del proyecto europeo, empezando por el de la zona
euro. Se volvería entonces a la casilla de salida: los años 1930. Habría
entonces una zona marco reducida a Alemania y a los países a los que ella
dominaría en sus fronteras oriental y meridional, los Países Bajos y
Escandinavia, autónomos, pero anuentes a dicho dominio; una Gran Bretaña
cuyo atlantismo la alejaría todavía más de la política en Europa; una Francia
aislada (¿Vichy? ¿O De Gaulle?); una España y una Italia inciertas y
fluctuantes. Se habría combinado entonces lo peor: la sumisión de las
sociedades nacionales europeas a los dictados de los monopolios
generalizados y del “liberalismo” mundializado que la acompaña, por un
lado, y por otro su gestión política por parte de unos poderes que recurrirían
tanto más a la demagogia “nacionalista” cuanto mayor fuese su impotencia.
Esta gestión política aumentaría las posibilidades de la derecha extrema.
Europa tendría (¿tiene ya?) Pilsudskis, Hortys, barones bálticos, nostálgicos
de Franco y de Musolini, maurrasianos. Los discursos de apariencia
“nacionalista” de las derechas extremas son discursos falaces, ya que estas
fuerzas políticas (o por lo menos sus dirigentes) aceptan no solo el
capitalismo en general, sino también la única forma que este puede revestir:
la del capitalismo de los monopolios generalizados. Un “nacionalismo”
auténtico hoy solo puede ser popular en el sentido auténtico del término,
servir al pueblo y no engañarlo. De pronto, el propio término “nacionalismo”
ha de utilizarse con precaución, y tal vez sería preferible sustituirlo por el de
“internacionalismo de los pueblos y de los trabajadores”. En contrapunto a
esto, la retórica de las derechas en cuestión reduce el tema del nacionalismo a
las derivas de violencia chovinista ejercidas en contra de los inmigrados o de
los gitanos, acusados de ser los causantes de toda clase de desastres. Esta
derecha no deja de asociar en su odio a los “pobres”, considerados
responsables de su miseria y a los que acusa de abusar de los beneficios del
“Estado asistencial”.
He ahí a lo que conduce el empecinamiento en defender el proyecto
europeo contra viento y marea: a su destrucción.

¿Existe una alternativa menos desoladora? ¿Vamos hacia una nueva


oleada de transformaciones sociales progresistas?

Por supuesto que sí, puesto que las alternativas (en plural) existen siempre, en
principio. Pero las condiciones para que una u otra de las alternativas posibles
se vuelva realidad tienen que ser precisadas. No es posible volver a un
estadio anterior del desarrollo del capital, a un estadio anterior de la
centralización de su control. Solo se puede ir hacia adelante, es decir,
partiendo del estadio actual de la centralización del control del capital,
comprender que la hora de “la expropiación de los expropiadores” ha sonado.
No hay otra perspectiva viable posible. Dicho esto, la proposición en cuestión
no excluye la existencia de luchas que, por etapas, vayan en esta dirección.
Al contrario, implica la identificación de objetivos estratégicos de etapa y la
puesta en práctica de tácticas eficaces. Eximirse de esta preocupación de las
estrategias de etapa y de táctica de acción es condenarse a proclamar unas
cuantas consignas fáciles (“¡Abajo el capitalismo!”) e ineficaces.
En esta línea, y por lo que respecta a Europa, un primer avance eficaz, que
por otra parte tal vez ya se está delineando, parte del cuestionamiento de las
políticas llamadas de austeridad, asociadas por otra parte al ascenso de las
prácticas autoritarias anti-democráticas que dichas políticas exigen. El
objetivo de la reactivación económica, pese a la ambigüedad de este término
(¿Reactivación de qué actividades? ¿Por qué medios?), está por lo demás
naturalmente relacionado con ello.
Pero conviene saber que este primer avance chocará con el sistema
establecido de gestión del euro por el BCE. Por ello no veo que sea posible
evitar “salir del euro” mediante la restauración de la soberanía monetaria de
los Estados europeos. Entonces y solo entonces podrán abrirse espacios de
movimiento que impongan la negociación entre socios europeos y por ello la
revisión de los textos que organizan las instituciones europeas. Entonces y
solo entonces podrán tomarse medidas para iniciar la socialización de los
monopolios. Pienso, por ejemplo, en la separación de funciones bancarias; en
la nacionalización definitiva de los bancos en dificultades; en el alivio de la
tutela que los monopolios ejercen sobre los productores agrícolas y las
empresas medianas y pequeñas; en la adopción de una fiscalidad fuertemente
progresiva; en la transferencia de la propiedad de las empresas que elijan la
deslocalización a los trabajadores y a las colectividades locales; en la
diversificación de los socios comerciales, financieros e industriales mediante
la apertura de negociaciones, especialmente con los países emergentes del
Sur, etc. Todas estas medidas exigen la afirmación de la soberanía económica
nacional y, por tanto, de la desobediencia de las reglas europeas que no las
permiten. Pues a mí me parece evidente que las condiciones políticas que
permiten tales avances no se reunirán jamás al mismo tiempo en el conjunto
de la Unión Europea. Este milagro no tendrá lugar. Habrá que aceptar
entonces la necesidad de empezar por donde sea posible hacerlo, en uno o en
varios países. Estoy convencido de que el proceso una vez iniciado no tardará
en tener un efecto acumulativo, tipo bola de nieve.
A estas propuestas (cuya formulación ha iniciado, al menos en parte, el
presidente francés F. Hollande), las fuerzas políticas al servicio de los
monopolios generalizados oponen ya unas contrapropuestas que anulan el
alcance de las primeras: la “reactivación mediante la búsqueda de una mejor
competitividad de unos y otros en el respeto de la transparencia de la
competencia”. Este discurso no es solamente el de Merkel; es igualmente el
de sus adversarios social- demócratas, el de Draghi, el presidente del BCE.
Pero hay que saber –y decirlo– que la “competencia transparente” no existe.
La competencia existente es la competencia –opaca por naturaleza– de los
monopolios en conflicto mercantil. No es más que una retórica falaz y hay
que denunciarla como tal. Tratar de regular su gestión después de aceptar el
principio –proponiendo unas reglas de “regulación”– no conduce a nada
eficaz. Equivale a pedir a los monopolios generalizados –los beneficiarios del
sistema que dominan– que actúen en contra de sus intereses. Estos sabrán
encontrar los medios de anular las reglas de regulación que se pretendería
imponerles.
El siglo XX no ha sido solamente el de las guerras más violentas que
hayamos conocido, producidas en gran medida por el conflicto de los
imperialismos (entonces conjugados en plural). Ha sido también el de unos
inmensos movimientos revolucionarios de las naciones y de los pueblos de
las periferias del capitalismo de la época. Estas revoluciones han
transformado, a un ritmo acelerado, a Rusia, Asia, África y América Latina y
han constituido por ello la dinámica mayor en la transformación del mundo.
Pero lo menos que puede decirse es que el eco que han tenido en los centros
del sistema imperialista ha sido muy limitado. Las fuerzas reaccionarias pro-
imperialistas han seguido teniendo el dominio de la gestión política de las
sociedades en lo que se ha convertido en la tríada del imperialismo colectivo
contemporáneo, lo que les ha permitido proseguir su política de containment
[contención] y después de rolling back [fomentar el retroceso] de esta
primera oleada de luchas victoriosas por la emancipación de la mayoría de la
humanidad. Es esta falta de internacionalismo de los trabajadores y de los
pueblos lo que está en el origen del doble drama del siglo XX: el freno de los
avances iniciados en las periferias (las primeras experiencias de vocación
socialista, el paso de la liberación anti-imperialista a la liberación social), por
un lado, y la adhesión de los socialismos europeos al campo del
capitalismo/imperialismo y la deriva de la socialdemocracia hacia el social-
liberalismo, por otro.
Pero el triunfo del capital –convertido en el de los monopolios
generalizados– habrá sido de corta duración (¿1980-2010?). Las luchas
democráticas y sociales entabladas en todo el mundo, como algunas de las
políticas de los Estados emergentes, ponen en entredicho el sistema de
dominación de los monopolios generalizados e inician una segunda oleada en
la transformación del mundo. Estas luchas y estos conflictos afectan a todas
las sociedades del planeta, tanto en el Norte como en el Sur. Pues para
mantener su poder el capitalismo contemporáneo se ve obligado a centrarse a
la vez en los Estados, las naciones y los trabajadores del Sur (a sobre-explotar
su fuerza de trabajo, a saquear sus recursos naturales) y en los trabajadores
del Norte, a los que pone en competencia con los del Sur. Las condiciones
objetivas para la emergencia de una convergencia internacionalista de las
luchas están pues presentes. Pero de la existencia de condiciones objetivas a
su actualización práctica por los agentes sociales sujetos de la
transformación, hay todavía una distancia que no ha sido salvada. No es
nuestra intención arreglar esta cuestión por medio de unas cuantas frases
grandilocuentes fáciles y hueras. Un examen en profundidad de los conflictos
entre los Estados emergentes y el imperialismo colectivo de la tríada, y de su
articulación con las reivindicaciones democráticas y sociales de los
trabajadores de los países implicados; un examen en profundidad de las
revueltas en curso en los países del Sur, de sus límites y de sus diversas
evoluciones; un examen en profundidad de las luchas entabladas por el
pueblo en Europa y en Estados Unidos, son la condición previa ineludible
para la realización de un debate fecundo respecto a “los” futuros posibles.
Puede que el inicio de la superación de la falta de internacionalismo esté
aún lejos de ser visible. ¿Acaso por esto la segunda oleada de las luchas para
la transformación del mundo será un remake de la primera? Por lo que
respecta a Europa, objeto de nuestra reflexión aquí, la dimensión anti-
imperialista de las luchas permanece ausente de la conciencia de los actores y
de las estrategias que desarrollan, cuando las tienen. Tenía que concluir mi
reflexión sobre “Europa vista desde el exterior” con esta idea, de una gran
importancia en mi opinión.

Referencias

Este estudio hace referencia a conceptos fundamentales en mi análisis del


capitalismo contemporáneo y de su crisis, cuya argumentación he
desarrollado (aquí solamente he utilizado las conclusiones) en mis obras
más recientes:
• Au delà du capitalisme sénile (Actuel Marx-PUF 2002. Edición
española en El Viejo Topo, 2003, Más allá del capitalismo senil).
• Pour un monde multipolaire (Éditions Syllepse, 2005. Edición española
en El Viejo Topo, 2006, Por un mundo multipolar)
• Du capitalisme à la civilisation, 2008; From Capitalism to civilization,
2010.
• La crise, sortir de la crise du capitalisme ou sortir du capitalisme en
crise (Temps des cerises, 2009. Ed. española en El Viejo Topo, 2009, La
crisis: salir de la crisis o salir del capitalismo en crisis)
• La loi de la valeur mondialisée, (Temps des cerises, 2011. Edición
española en El Viejo Topo, 2013, La ley del valor mundializada).
Hago particularmente referencia a los conceptos de capitalismo de los
monopolios generalizados, de imperialismo colectivo de la tríada, del
capitalismo histórico y de sus características particulares –la acumulación
por desposeimiento, la válvula de la emigración a las Américas que ha
permitido el despliegue del capitalismo histórico– del excedente en el
capital de los monopolios y de la renta imperialista, de las dos largas crisis
estructurales del capitalismo de los monopolios y de las respuestas que se
han dado a la primera y de las que se están dando a la segunda, del
conflicto Norte/Sur y del que opone a los países emergentes a la tríada
imperialista, de las dos grandes oleadas de luchas y de conflictos anti-
imperialistas (el despertar del Sur) y anticapitalistas (las revoluciones
socialistas) que han llenado el siglo XX y que se entablan en el siglo XXI.
Véanse sobre estas cuestiones mis artículos de síntesis:
• “Capitalism, a parenthesis in history”, Monthly Review 2009.
• “The battlefields chosen by contemporary imperialism”, Kasarinlan
Philippine Journal of Third World Studies, 2009.
• “The trajectory of historical capitalism”, Monthly Review 2011.
• “Audacity”, site Pambazuka 12 de enero de 2011.
• “Capitalisme transnational ou impérialisme collectif? Recherches
Internationales, 2011.
• “The Centre will not held, the rise and decline of liberalism”, Monthly
Review 2012.
• “The surplus in Monopoly Capitalism and the imperialist rent”,
Monthly Review 2012.
• “The South challenges globalization”, site Pambazuka 4 de mayo de
2012.
El análisis crítico de la construcción europea y de la gestión del euro, objeto
de este artículo, hay que situarlo en este marco global. Para los desarrollos
relativos a estas cuestiones, véase:
• “L’effacement du projet européen” (Au-delà du capitalisme senile,
2002; págs. 110 y siguientes).
• “Les sables mouvants du projet européen” (Pour un monde
multipolaire, 2005, págs. 22 y siguientes).
• “Le projet européen remis en question” (Du capitalisme à la
civilisation, 2008, págs. 151 y siguientes).
• “L’impossible gestion de l’euro”, site Pambazuka 7 de junio de 2010.
La referencia al estudio relativo a la opinión rumana la hizo oralmente un
participante rumano en el Foro Social Balcánico (Zagreb, mayo de 2012).
CAPÍTULO IV
LA ALTERNATIVA SOCIALISTA

La implosión del capitalismo mundializado. El desafío de las izquierdas


radicales

El capitalismo mundializado –todavía ayer proclamado “fin de la historia”–


no ha vivido más de dos décadas antes de implosionar. Pero ¿qué “otro
mundo” está llamado a sucederlo? ¿Entrará el capitalismo en una nueva fase
de su despliegue, menos desequilibrado a escala mundial, más centrado en
Asia y en América del Sur? ¿O entraremos en un mundo auténticamente
policéntrico en el que se conjugarán y se confrontarán avances en dirección a
alternativas democráticas y populares y a restauraciones violentas? Un debate
en profundidad de estas cuestiones impone un retorno a la lectura de la
trayectoria del capitalismo histórico, única capaz de iluminar la naturaleza de
la crisis sistémica en curso. Esta abre a las izquierdas radicales, si saben ser
audaces, la vía de su afirmación como fuerzas catalizadoras mayores, capaces
de hacer avanzar hacia la emancipación de los trabajadores y de los pueblos.

La trayectoria del capitalismo histórico

La historia larga del capitalismo está constituida por tres fases sucesivas
distintas: (I) una larga preparación –la transición del modo tributario, forma
general de organización de las sociedades de clases premodernas– que ocupa
los ocho siglos que van desde el año 1000 al 1800; (II) una fase corta de
madurez (el siglo XIX) en el curso de la cual se afirma la dominación de
“Occidente”; (III) la fase de la larga “decadencia” provocada por el “despertar
del Sur” (para utilizar el título de mi obra L’éveil du Sud, Le Temps des
Cerises, Paris, 2007), cuyos pueblos y Estados han reconquistado la iniciativa
principal en la transformación del mundo, y cuya primera oleada se desplegó
en el siglo XX. Este combate contra el orden imperialista, indisociable de la
expansión mundial del capitalismo, es en sí mismo portador potencial de un
avance por la larga ruta de la transición, más allá del capitalismo, hacia el
socialismo. Con el siglo XXI se inicia una segunda oleada de iniciativas
independientes de los pueblos y de los Estados del Sur.
Las contradicciones internas propias de todas las sociedades avanzadas del
mundo premoderno –y no solamente las que son particulares a la Europa
“feudal”– dan cuenta de las sucesivas oleadas de invención gradual de los
elementos constitutivos de la modernidad capitalista.
La oleada más antigua tiene que ver con China, donde se inician estas
transformaciones desde la época Sung (siglo XI) para ampliarse en las épocas
Ming y Qing, dando a China una clara ventaja en términos de inventiva
tecnológica, de productividad del trabajo social y de riqueza que no serán
superadas por Europa antes del siglo XIX. Esta oleada “china” será seguida
por una oleada “medio-oriental” que se despliega en el califato árabo-persa, y
más tarde (a partir de las Cruzadas) en las ciudades italianas.
La última oleada relativa a esta larga transición desde el mundo tributario
antiguo al mundo capitalista moderno se inicia en la Europa atlántica a partir
de la conquista de las Américas, para desplegarse en el curso de los tres
siglos del mercantilismo (1500-1800). El capitalismo histórico que se
impondrá progresivamente a escala mundial es el producto de esta última
oleada. La forma “europea” (“occidental”) del capitalismo histórico,
construida por la Europa atlántica y central, su retoño estadounidense, y más
tarde el Japón, es indisociable de algunas de sus características propias, en
particular de su modo de acumulación basado en el desposeimiento (en
primer lugar de sus campesinos y después de los pueblos de las periferias
integrados en su sistema global). Esta forma histórica es, pues, indisociable
del contraste centros/periferias que ella misma construye, reproduce y
profundiza incesantemente.
El capitalismo histórico toma su forma acabada a finales del siglo XVIII,
con la revolución industrial inglesa que inventa la nueva “maquinofactura” (y
con ella el estatus del nuevo proletariado industrial) y la revolución francesa
que inventa la política moderna.
El capitalismo maduro se despliega en un tiempo breve, que marca el
apogeo de este sistema –el siglo XIX. La acumulación del capital se impone
entonces en su forma definitiva y se convierte en la ley fundamental que rige
el devenir social.
Desde el origen, esta forma de acumulación es simultáneamente
constructiva (permite la aceleración prodigiosa y continua del progreso de la
productividad del trabajo social), y también destructiva. Marx fue precoz al
hacer esta observación: la acumulación destruye los dos fundamentos de la
riqueza –el ser humano (víctima de la alienación mercantil) y la naturaleza.
En los análisis del capitalismo histórico que yo he propuesto he puesto un
acento particular en el tercer aspecto de esta dimensión destructiva de la
acumulación: el desposeimiento material y cultural de los pueblos dominados
de las periferias, cuya importancia Marx tal vez descuidó un tanto. Sin duda
porque en el corto momento en el que se sitúan los trabajos de Marx Europa
parece consagrarse casi exclusivamente a las exigencias de la acumulación
interna. Marx relega de este modo el desposeimiento en los tiempos de la
“acumulación primitiva”, que yo, en cambio, he calificado de permanente.
El caso es que en su corto período de madurez, el capitalismo desempeña
unas funciones históricas progresistas innegables: crea las condiciones que
hacen posible y necesaria su superación socialista/comunista, tanto en el
plano material como en el de la conciencia política y cultural nueva que lo
acompaña. El socialismo (mejor, el comunismo) no es un “modo de
producción” superior porque sea capaz de acelerar el desarrollo de las fuerzas
productivas y de asociarle un reparto “equitativo” de las rentas. Es otra cosa
muy distinta: una etapa superior del desarrollo de la civilización humana. No
es, pues, casual que el movimiento obrero y socialista inicie su arraigo en las
nuevas clases populares y entable el combate por el socialismo desde el siglo
XIX europeo (con el Manifiesto Comunista desde 1848). Tampoco es casual
que este cuestionamiento adopte la forma de la primera revolución socialista
de la historia: la Comuna de París (1871).
El capitalismo histórico entra, a partir de finales del siglo XIX, en el
tiempo –largo– de su decadencia. Entiendo por ello que las dimensiones
destructivas de la acumulación son desde ese momento las que predominan, a
un ritmo cada vez mayor, sobre su dimensión histórica constructiva
progresista.
Esta transformación cualitativa del capitalismo toma cuerpo con la
constitución de los nuevos monopolios de producción (y no solo de la
dominación de los intercambios y de la conquista colonial como en tiempos
del mercantilismo) a finales del siglo XIX (Hobson, Hilferding, Lenin) en
respuesta a la primera larga crisis estructural del capitalismo iniciada en los
años 70 del siglo XIX (poco después de la derrota de la Comuna de París). La
emergencia del capitalismo de los monopolios demuestra que el tiempo del
capitalismo ya ha pasado, que el capitalismo se ha quedado “obsoleto”. La
hora de la expropiación necesaria y posible de los expropiadores ha sonado.
Esta decadencia se traduce en una primera oleada de las guerras y
revoluciones que han marcado la historia del siglo XX.
Lenin no se equivocaba, pues, cuando calificaba al capitalismo de los
monopolios de “fase suprema del capitalismo”. Pero Lenin –optimista–
pensaba que esta primera larga crisis sería la última y que había puesto en el
orden del día la revolución socialista. La historia ulterior ha demostrado que
el capitalismo fue capaz de superar aquella crisis (al precio de dos guerras
mundiales y adaptándose a los retrocesos que le impusieron las revoluciones
socialistas rusas y china y la liberación nacional de Asia y África). Pero al
tiempo corto de la renovación del despliegue del capitalismo de los
monopolios (de 1945 a 1975) le sucedió una segunda larga crisis estructural
del sistema, iniciada a partir de los años 1970. El capital respondió a este
desafío renovado con una nueva transformación cualitativa que tomó la
forma de lo que yo he calificado de “capitalismo de los monopolios
generalizados”.
De esta lectura de la “larga decadencia” del capitalismo emerge un
conjunto de cuestiones mayores que conciernen a la naturaleza de la
“revolución” que está a la orden del día. La “larga decadencia” del
capitalismo histórico de los monopolios ¿puede convertirse en sinónimo de la
“larga transición” al socialismo/comunismo? ¿En qué condiciones?
Yo leo la historia de la larga transición al capitalismo aquí evocada como
la de la invención de los ingredientes que, combinados y coagulados,
constituirán el capitalismo histórico en su forma acabada. Estos ingredientes
tienen que ver, evidentemente, con las relaciones sociales –y singularmente
con las relaciones de propiedad– propias del capitalismo, o dicho de otro
modo, la polarización que opone a los propietarios exclusivos de los medios
de producción modernos (la fábrica) y a la fuerza de trabajo, reducida a su
vez a la condición de mercancía. Ciertamente, debido a que la emergencia de
estas relaciones define al capitalismo, la confusión entre comercio y
capitalismo empobrece en grado extremo la comprensión de la realidad del
mundo moderno. Especialmente porque la lectura eurocéntrica del marxismo
reduce la larga transición al capitalismo a los tres siglos del mercantilismo
europeo (1500-1800). En este marco se afirma entonces la tendencia a
confundir el capitalismo mercantil con el capitalismo a secas. Más aún
cuando la transformación cualitativa que representa, con la revolución
industrial, la invención de la maquinofactura, es a veces ella misma
cuestionada. Se pasa del eurocentrismo al anglocentrismo cuando se reduce
aún más este momento europeo de la transición a la forma particular de la
transformación de la agricultura inglesa, que con las enclosures [parcelación
y privatización de la tierra] expropia a la mayoría campesina y reserva el
acceso al suelo a los propietarios aristocráticos y a los campesinos ricos,
convertidos en sus agricultores arrendatarios. Otras formas de emergencia del
capitalismo industrial articuladas con otras formas de gestión capitalista de la
agricultura se han desplegado en Estados Unidos, en Francia y en el
continente europeo, en Japón y en otras partes.
La lectura que yo propongo no es solamente no eurocéntrica porque integra
la contribución de otras regiones a la invención del capitalismo. Procede de
una lectura no reductora del concepto de modo de producción. El capitalismo
es algo más que un modo de producción que supone un grado más avanzado
de desarrollo de las fuerzas productivas; constituye un estadio más avanzado
de la civilización. Y, por este motivo, la invención de las relaciones sociales
propias del capitalismo es indisociable de la de los demás componentes de lo
que se ha convertido en la “modernidad”. La creación de un servicio público
contratado por oposición, la idea de la laicidad del Estado, la afirmación de
que son los hombres los que hacen la historia y no los dioses o los ancestros
aristocráticos, iniciadas en China siglos antes que en Europa, constituyen a su
vez los ingredientes de la modernidad capitalista, siendo lo sustantivo y lo
cualitativo indisociables. La modernidad en cuestión es pues la modernidad
capitalista, definida por las contradicciones propias de la hegemonía del
capital y de los límites que de ello se derivan.
He propuesto por lo demás una lectura del modo de producción capitalista
en cuestión, considerado en la totalidad de sus instancias, asociando base
económica y superestructuras políticas e ideológicas, lo que autoriza la toma
en consideración de la autonomía de las lógicas de despliegue de cada una de
estas instancias.
Diré también que el capitalismo mercantil adquiere, en un estadio
avanzado de su desarrollo –en China, en el califato musulmán, en las
ciudades italianas, y finalmente en el mercantilismo europeo– un nuevo
sentido: se convierte en el ancestro del capitalismo acabado producido por la
revolución industrial. Pese a que el capitalismo mercantil haya permanecido
durante mucho tiempo siendo en gran parte prisionero de las relaciones
sociales fundamentales que definen el modo tributario, es decir, encastrado en
un sistema definido por la dominancia de lo político y la sumisión de lo
económico a las exigencias de su reproducción, sin embargo, la coagulación
capitalista le debe la invención de unos componentes indispensables a esta,
como las formas sofisticadas de la contabilidad y del crédito.
Desde 1500 (inicio de la forma mercantilista atlántica histórica de la
transición al capitalismo maduro) hasta 1900 (inicio de la puesta en cuestión
de la lógica unilateral de la acumulación), los “occidentales” (primero
europeos, después norteamericanos y más tardíamente japoneses) siguen
siendo los amos del cotarro. Son ellos solos los que dan forma a las
estructuras del nuevo mundo del capitalismo histórico. Los pueblos y las
naciones de las periferias conquistadas y dominadas resisten, ciertamente, a
su manera, pero finalmente siempre son derrotados y obligados a adaptarse a
las exigencias de su estatus de subordinados.
La dominación del mundo euroatlántico va acompañada de su explosión
demográfica: los europeos, que constituían el 18% de la población del planeta
el año 1500, se encuentran con que representan el 36% en 1900, con el
aumento de su descendencia emigrada hacia Australia y las Américas. Sin
esta emigración masiva, el modelo de acumulación del capitalismo histórico,
basado en la disolución acelerada del mundo campesino, hubiese sido
sencillamente imposible. Esta es la razón de que este modelo no pueda ser
reproducido en las periferias del sistema, que no disponen de unas
“Américas” para conquistar. Siendo imposible la “recuperación” dentro del
sistema, se impone la opción de una vía de desarrollo diferente, sin
alternativa.
El siglo XX inicia una inversión de papeles: la iniciativa pasa a los pueblos
y a las naciones de las periferias.
La Comuna de París (1871), que había sido la primera revolución
socialista, será al mismo tiempo la última en desarrollarse en un país del
centro capitalista. El siglo XX inaugura –con “el despertar de los pueblos de
las periferias”– un nuevo capítulo de la historia: la revolución iraní de 1907,
la de México (1910-1920), la de China (1911), la de 1905 en la Rusia
“semiperiférica” que presagia la de 1917, la Nahda arabo-musulmana, la
constitución del Movimiento de los Jóvenes Turcos, la revolución egipcia de
1919, la formación del Congreso indio constituyen las primeras
manifestaciones de esta historia.
Como reacción a la primera larga crisis del capitalismo histórico (1875-
1950), los pueblos de las periferias inician su liberación a partir de 1914-
1917, y se movilizan bajo las banderas del socialismo (Rusia, China,
Vietnam, Cuba) o bajo las de la liberación nacional vinculada en grados
diversos a reformas sociales progresistas. Se implican en la vía de la
industrialización, hasta entonces prohibida por la dominación del
imperialismo “clásico” (antiguo), obligando a este a “adaptarse” a esta
primera oleada de iniciativas independientes de los pueblos, de las naciones y
de los Estados de la periferia. Desde 1917 al estancamiento del “proyecto de
Bandung” (1955-1980) y al derrumbamiento del sovietismo (1990) son estas
iniciativas las que ocupan el primer plano de la escena. Yo no interpreto las
dos largas crisis del avejentado capitalismo de los monopolios en los
términos sugeridos por la teoría de los ciclos largos de Kondratieff, sino
como dos etapas a la vez de la decadencia del capitalismo histórico
mundializado y de la transición posible al socialismo. Tampoco interpreto el
período 1914-1945 exclusivamente como “la guerra de treinta años por la
sucesión de la hegemonía británica”, sino como la larga guerra librada por los
centros imperialistas contra el primer despertar de las periferias (el Este y el
Sur).
Esta primera oleada del despertar de los pueblos de las periferias se agota
por razones múltiples y combinadas, relacionadas a la vez con sus propios
límites y contradicciones internas y con el éxito del imperialismo, que logra
inventar nuevos modos de control del sistema mundial (reforzando sus
medios de control de la innovación tecnológica, del acceso a los recursos del
planeta, del dominio del sistema financiero mundializado, de las
comunicaciones y de la información, y de las armas de destrucción masiva).
Sin embargo, una segunda larga crisis del capitalismo se inicia en los años
1970, exactamente un siglo después de la primera. Las respuestas del capital
a esta crisis son análogas a las que había dado a la primera: concentración
reforzada (en el origen de la emergencia del capitalismo de los monopolios
generalizados), mundialización (“liberal”) y financiarización. Pero el
momento del triunfo del nuevo imperialismo colectivo de la tríada (siendo la
segunda “belle époque”, 1990-2008, un eco de la primera, 1890-1914) es
breve. Se abre una nueva época de caos, guerras y revoluciones. En este
marco, la segunda oleada del despertar de las naciones de las periferias, ya
iniciada, prohíbe al imperialismo colectivo de la tríada contemplar la
posibilidad de mantener sus posiciones dominantes de otro modo que
mediante el control militar del planeta. El establishment de Washington, al
designar este objetivo estratégico como prioritario, demuestra tener una
conciencia perfecta de lo que está en juego en las luchas y conflictos
decisivos de nuestra época, lo que contrasta con la visión ingenua de las
corrientes mayoritarias del “alter-mundialismo” occidental.

El capitalismo de los monopolios generalizados, ¿fase última del


capitalismo?

Lenin había calificado al imperialismo de los monopolios de “fase superior


del capitalismo”. Yo he calificado al imperialismo de “fase permanente del
capitalismo”, en el sentido de que el capitalismo histórico mundializado se ha
constituido y no ha dejado de reproducir y de profundizar la polarización
centros/periferias. La primera oleada de constitución de los monopolios a
finales del siglo XIX ha marcado ciertamente una transformación cualitativa
de las estructuras fundamentales del modo de producción capitalista. Lenin
deducía de ello que la revolución socialista estaba por este hecho a la orden
del día, y Rosa Luxemburg que la alternativa se definía desde este momento
en los términos de “socialismo o barbarie”. Lenin fue sin duda un poco
demasiado optimista, no habiendo estimado en su justa medida los efectos
devastadores de la renta imperialista y la transferencia con ella asociada de la
revolución desde Occidente (los centros) hacia Oriente (las periferias).
La segunda oleada de centralización del capital, que se desplegó en el
transcurso del último tercio del pasado siglo, constituyó una segunda
transformación cualitativa del sistema, que yo califico por este hecho de
“monopolios generalizados”. De ahí en adelante los monopolios no
constituyen solamente las alturas dominantes de la economía moderna; han
llegado a imponer su control directo sobre todo el sistema productivo. Las
pequeñas y medianas empresas (e incluso las grandes fuera de los
monopolios), como los agricultores, son verdaderamente desposeídos,
reducidos al estatus de subcontratistas, sometidos al principio y al final al
rígido control de los monopolios.
En este estadio supremo de centralización del capital, el lazo que unía al
capital con su soporte orgánico vivo –la burguesía– se ha roto. Esta
transformación es de un alcance inmenso: la burguesía histórica, constituida
por familias ancladas en el paisaje local, cede el lugar a una
oligarquía/plutocracia anónima que controla a los monopolios, pese a la
dispersión de los títulos de propiedad de sus capitales. El abanico de las
operaciones financieras inventadas en el transcurso de los últimos decenios
pone de manifiesto esta forma suprema de la alienación: el especulador puede
desde ahora vender aquello que no posee, reduciendo el principio de
propiedad a un estatus irrisorio. La función del trabajo social productivo
desaparece. Ya una alienación elevada al cuadrado atribuía al dinero una
virtud productiva (“el dinero se multiplica”). Desde ese momento, la
alienación se eleva a la cuarta potencia: es el tiempo (“time is money”) el
que, por su sola virtud, “produce el beneficio”. La nueva clase burguesa que
responde a las exigencias de la reproducción de este sistema se ve reducida al
estatus de “servidores asalariados” (ellos mismos precarizados) aún cuando,
en su calidad de miembros de los segmentos superiores de las clases medias,
serían unos privilegiados muy bien remunerados por su “trabajo”.
En estas condiciones ¿no hemos de concluir que el capitalismo está
caducado? No hay otra respuesta posible al desafío: los monopolios tienen
que ser nacionalizados. Esta estatalización ineludible constituye el primer
paso en dirección a una socialización posible de su gestión por los
trabajadores y los ciudadanos. Solo ella permite avanzar por la larga ruta del
socialismo. Simultáneamente solo ella permite desarrollar una nueva
macroeconomía que restaure un espacio real para la gestión privada de las
pequeñas y medianas empresas. A falta de ello, la lógica de la dominación del
capital abstracto no puede producir otra cosa que la decadencia de la
democracia y de la civilización, a escala mundial el “apartheid generalizado”.

La vocación tricontinental del marxismo

La lectura de la trayectoria del capitalismo histórico que yo he propuesto y el


hecho de destacar en esta trayectoria de la polarización mundial (el contraste
centro/periferia) producida por la forma histórica de la acumulación del
capital interpelan las visiones de la “revolución socialista” (y de un modo
más amplio las de la transición al socialismo) que han desarrollado los
marxismos históricos, no siendo necesariamente la “revolución” (o la
transición) que está a la orden del día aquella sobre la base de la cual han sido
formuladas estas visiones (y por consiguiente las estrategias de lucha para la
superación del capitalismo). Forzoso es reconocer que lo que las luchas
sociales y políticas mayores del siglo XX han tratado de poner en cuestión no
es tanto el capitalismo en tanto que tal como la dimensión imperialista
permanente del capitalismo realmente existente. La cuestión es entonces
saber si esta transferencia del centro de gravedad de las luchas implica, si no
necesariamente (y todavía más “automáticamente”), sí al menos
potencialmente, la puesta en cuestión del capitalismo a secas.
El “marxismo” (o más exactamente los marxismos históricos) se ha visto
confrontado a un nuevo desafío, ausente en la conciencia política más lúcida
del siglo XIX, pero impuesto después en los hechos por la transferencia de la
iniciativa de la transformación del mundo a los pueblos, naciones y Estados
de la periferia. La renta imperialista no beneficia “solamente” a los
monopolios del centro dominante (en la forma de sus beneficios), pues dicha
renta constituye igualmente el fundamento de la reproducción de la sociedad
en su conjunto, pese a su evidente estructura de clase y a la explotación de
sus trabajadores. “Otro mundo” (frase demasiado ambigua para designar a un
mundo que ha iniciado la larga ruta que conduce al socialismo) solo es
evidentemente pensable si se aplica su solución a los problemas de los
pueblos de la periferia (¡tan solo el 80% de la población mundial!). “Cambiar
el mundo” es, ante todo, cambiar las condiciones de vida de esta mayoría. El
marxismo, que analiza la realidad del mundo para dar a las fuerzas que actúan
para cambiarlo toda su eficacia, adquiere por la fuerza misma de las cosas
una vocación tricontinental (Asia, África, América Latina) decisiva, incluso
dominante. ¿Cómo propone, pues, este marxismo de vocación tricontinental
analizar la realidad y formular unas estrategias de acción eficaces?
Para dar respuesta a la cuestión aquí planteada, hemos de partir primero
necesariamente del análisis de la realidad. La reflexión que yo propongo en
este sentido se centra en destacar lo que a mi modo de ver es la
transformación del capitalismo imperialista de los monopolios (“senil”) en el
capitalismo de los monopolios generalizados (todavía más senil por ello), una
transformación cualitativa en respuesta a la segunda larga crisis del sistema,
iniciada en los años 1970 y que todavía no ha encontrado solución. De este
análisis yo he extraído principalmente dos conclusiones: (I) la transformación
del sistema imperialista en imperialismo colectivo de la tríada (Estados
Unidos, Europa, Japón) en respuesta a la industrialización de las periferias,
impuesta por las victorias de la primera oleada de su “despertar”, y con ella la
implementación por parte del nuevo imperialismo de nuevos medios de
control del sistema mundial, basados en el control militar del planeta y de sus
recursos, en la sobreprotección de la apropiación exclusiva de las tecnologías
por los oligopolios, el control del sistema financiero mundializado; (II) la
transformación de las estructuras de clase del capitalismo contemporáneo que
le está asociada por la emergencia de una oligarquía dominante exclusiva.
A modo de contrapunto, Mao desarrolla una reflexión a la vez
profundamente revolucionaria y “realista” (científica, lúcida) que afecta a los
temas en los que este desafío ha de ser analizado y que permite deducir
estrategias eficaces de avances sucesivos por la larga ruta de la transición al
socialismo. Para ello distingue y conecta las tres instancias de la realidad:
pueblos, naciones, Estados.
El pueblo (las clases populares) “quiere la revolución”. Entiéndase: es
posible construir un bloque hegemónico que asocie a las diferentes clases
dominadas y explotadas alternativo al que permite la reproducción del
sistema de dominación del capitalismo imperialista, ejercida a través del
bloque hegemónico compradore y del Estado dependiente a su servicio.
La mención de las naciones hace referencia al hecho de que la dominación
imperialista niega la dignidad de las “naciones” (llámeselas como se quiera)
forjadas por la historia de las sociedades de las periferias. Destruye
sistemáticamente los componentes que les dan su originalidad, en beneficio
de una “occidentalización” de pacotilla. La liberación de los pueblos es
entonces indisociable de la de las naciones que constituyen. Y por ello el
maoísmo sustituyó el lema “Proletarios de todo el mundo, ¡uníos!” por otro
más rico y explícito: “Proletarios de todos los países, pueblos oprimidos,
¡uníos!” Las naciones “quieren su liberación”, entendida en un sentido
complementario al del combate de los pueblos y no en conflicto con este. La
liberación en cuestión no es pues la restauración del pasado –la ilusión de la
nostalgia culturalista–, sino la invención del futuro a partir de la
transformación radical del legado histórico, en lugar de la importación
artificial de una falsa “modernidad”. La cultura heredada y sometida a la
prueba de la transformación ha de entenderse aquí como la cultura política,
evitando cuidadosamente el término vago de “cultura” (“religión”, etcétera)
que no significa nada, porque esta no es una invariante histórica.
La referencia al Estado se basa en el reconocimiento necesario de la
autonomía del poder en sus relaciones con el bloque hegemónico que funda
su legitimidad, aunque este sea popular y nacional. Esta autonomía no puede
ser ignorada mientras exista el Estado, es decir, al menos durante todo el
tiempo de la larga transición al comunismo. Solo después será posible pensar
en una “sociedad sin Estado”. No antes. No solamente porque los avances
nacionales y populares han de ser protegidos de la agresión permanente del
imperialismo siempre dominante a escala mundial. Sino también –y tal vez
sobre todo– porque “avanzar en la larga transición” exige a su vez
“desarrollar las fuerzas productivas”, es decir, realizar lo que el imperialismo
prohíbe a los países implicados de las periferias: borrar la herencia de la
polarización mundial que es indisociable de la expansión mundial del
capitalismo histórico. El programa no es sinónimo de “recuperación” por
imitación de los modelos del capitalismo central; una recuperación por lo
demás imposible y por añadidura no deseable. Impone una concepción
diferente de la “modernización/industrialización”, basada en la participación
efectiva de las clases populares en su realización y en su beneficio inmediato
en cada etapa de la progresión. Se rechazará, pues, el razonamiento
dominante que pretende que se espere indefinidamente a que el desarrollo de
las fuerzas productivas haya finalmente creado las condiciones de un paso
“necesario” al socialismo. Es necesario desarrollar estas desde el principio en
la perspectiva de la construcción del socialismo. El poder de Estado está
evidentemente en el centro de los conflictos entre estas exigencias
contradictorias del “desarrollo” y del “socialismo”.
“Los Estados quieren la independencia”. Esto hay que entenderlo como un
objetivo doble: independencia (forma extrema de la autonomía) respecto de
las clases populares, independencia respecto de las presiones del sistema
mundial capitalista. La “burguesía” (más en general, la clase dirigente en los
puestos de mando del Estado cuyas ambiciones apuntan siempre en la
dirección de una evolución burguesa) es simultáneamente nacional y
compradore. Si las circunstancias le permiten ampliar su margen de
autonomía respecto del imperialismo dominante, elige la vía de la “defensa
de los intereses nacionales”. Pero si las circunstancias no se lo permiten, se
inscribe en una sumisión compradore a las exigencias de este. La “nueva
clase dirigente” (o “grupo dirigente”) se encuentra todavía en una posición
ambigua en este plano, aunque se asiente sobre un bloque popular, debido a
la tendencia “burguesa” que le anima, al menos parcialmente.
La articulación correcta de estas tres instancias de la realidad condiciona el
éxito de los avances por la larga ruta de la transición. Se trata de reforzar el
carácter complementario posible de los avances del pueblo, de la liberación
de la nación y de las realizaciones del poder del Estado. Si en cambio se deja
que se desarrolle la contradicción entre la instancia popular y el Estado, los
avances en cuestión corren el riesgo de ser derrotados. La consideración de
una cualquiera de dichas instancias sin preocuparse de su articulación con las
demás es una forma de meterse en un callejón sin salida. La del “pueblo”
como única instancia importante –la tesis del “movimiento” capaz de
transformar el mundo sin preocuparse de tomar el poder– es simplemente
ingenua. La de la liberación nacional “a toda costa”, es decir, concebida
como independiente del contenido social del bloque hegemónico, conduce a
la ilusión culturalista nostálgica (el islam, el hinduismo o el budismo
políticos son ejemplos de ello), impotente de hecho. La del poder concebido
como capaz de “realizar” para el pueblo, pero sin el pueblo, conduce a la
deriva autocrática y a la cristalización de una nueva burguesía. La deriva del
sovietismo –evolucionando desde el “capitalismo sin capitalistas” (un
capitalismo de Estado) hasta el “capitalismo con capitalistas” es el ejemplo
más trágico.
Debido a que ni los pueblos ni las naciones ni los Estados de las periferias
se sienten cómodos en el sistema imperialista, el “Sur” es la “zona de las
tormentas”, la de las sublevaciones y las revueltas permanentes. Y desde
1917 la historia ha sido principalmente la de estas revueltas y de las
iniciativas independientes (en el sentido de independientes de las tendencias
que dominan a la escala del sistema capitalista imperialista establecido) de
los pueblos, las naciones y los Estados de las periferias. Son estas iniciativas
–pese a sus límites y contradicciones– las que han dado forma a las
transformaciones más decisivas del mundo contemporáneo, mucho más que
los progresos de las fuerzas productivas y que los ajustes sociales
relativamente fáciles que los han acompañado en los centros del sistema.
La segunda oleada de iniciativas independientes de los países del Sur ha
comenzado. Países “emergentes” y otros, como sus pueblos, combaten los
medios por los cuales el imperialismo colectivo de la tríada trata de perpetuar
su dominio. Las intervenciones militares de Washington y de sus aliados
subalternos de la OTAN son puestas en jaque. El sistema financiero
mundializado se hunde y en su lugar están en vías de constituirse sistemas
regionales autónomos. Los monopolios tecnológicos de los oligopolios son
obligados a retroceder. La recuperación del control de los recursos naturales
está a la orden del día. Las naciones andinas, víctimas del colonialismo
interno que había sucedido a la colonización extranjera, se imponen en la
escena política. Las organizaciones populares y los partidos de la izquierda
radical en lucha han derrotado ya a veces a los programas liberales (en
América latina) o están en camino de hacerlo. Estas iniciativas, de entrada
fundamentalmente anti-imperialistas, llevan en ellas mismas un potencial que
les permite comprometerse en la larga ruta de la transición socialista.
La larga decadencia del capitalismo/imperialismo obsoleto y de la larga
transición al socialismo constituyen así los dos polos antagónicos del desafío.
La decadencia por sí misma no produce avances en la ruta del socialismo; al
contrario, la lógica de las respuestas que el capital da a este desafío se
inscribe en la resbaladiza pendiente de la barbarie –“el apartheid a escala
mundial”, lo he llamado yo. Sin embargo, esta decadencia crea
simultáneamente condiciones favorables para una entrada en la larga ruta de
la transición socialista. ¿Cómo se han encabestrado estos dos futuros
posibles? El “otro mundo” en construcción es siempre ambivalente; lleva en
sí lo peor y lo mejor, ambos “posibles” (no hay leyes de la historia anteriores
a la propia historia, he escrito yo). Una primera oleada de iniciativas de los
pueblos, de las naciones y de los Estados de las periferias se ha desplegado en
el siglo XX hasta 1980 aproximadamente. El análisis que conviene hacer de
estos componentes solo adquiere sentido a la luz de la reflexión sobre las
complementariedades y los conflictos en su modo de articulación de las tres
instancias implicadas. Una segunda oleada de iniciativas se ha iniciado ya.
¿Será más eficaz? ¿Permitirá ir más lejos que la precedente?

¿Salir de la crisis del capitalismo?

Las oligarquías en el poder en el sistema del capitalismo contemporáneo se


dedican a restablecer el sistema tal como era antes de la crisis financiera de
2008. Con este fin, necesitan convencer a los pueblos de un “consenso” que
no ponga en cuestión su poder supremo, y para conseguirlo están dispuestos a
hacer concesiones retóricas por lo que respecta a los desafíos ideológicos (en
particular sobre la cuestión del clima), a repintar de verde su dominio e
incluso a insinuar que están dispuestos a llevar a cabo reformas sociales (la
“lucha contra la pobreza”) y políticas (la “buena gobernanza”).
Entrar en este juego y tratar de convencerse de la posibilidad de un
consenso –incluso definido en unos términos francamente mejores– es
condenarse al fracaso, y algo aún más grave, mantener unas ilusiones fatales.
Pues la respuesta al desafío exige ante todo la transformación de las
relaciones de fuerza en beneficio de los trabajadores, así como de las
relaciones internacionales en beneficio de los pueblos de las periferias. Es
muy larga la lista de conferencias globales organizadas por las Naciones
Unidas y otras que no han dado ningún resultado, como era de esperar.
La historia ilustra esta exigencia. La respuesta a la primera larga crisis del
capitalismo que envejece se había desplegado desde 1914 a 1950,
principalmente a través de los conflictos que han enfrentado a los pueblos de
la periferia con la dominación de las potencias imperialistas y, en diversos
grados, en las relaciones sociales internas en beneficio de las clases
populares. Habían puesto de este modo las bases del despliegue de los tres
sistemas después de la Segunda Guerra Mundial: los socialismos realmente
existentes de la época, los regímenes nacionales y populares de Bandung, el
compromiso socialdemócrata en los países del Norte, él mismo vuelto
excepcionalmente necesario por los avances iniciados a partir de las
iniciativas independientes de los pueblos de las periferias.
La segunda larga crisis del capitalismo ha entrado desde el 2008 en una
nueva fase de su despliegue. Los conflictos internacionales violentos cuyo
comienzo es ya visible ¿cuestionarán, a partir de sus posiciones anti-
imperialistas, la dominación de los monopolios generalizados? ¿Cómo se
articularán con las luchas sociales de las víctimas de las políticas de
austeridad proseguidas por las clases dominantes en respuesta a la crisis?
Dicho de otro modo: ¿sustituirán los pueblos la estrategia para “salir de la
crisis” puesta en práctica por los poderes establecidos por una estrategia para
“salir del capitalismo en crisis?”
Los ideólogos al servicio del poder se pierden en consideraciones fútiles
relativas al “mundo después de la crisis”; la CIA no contempla otra cosa que
una restauración del sistema, otorgando a los “mercados emergentes” una
participación más importante en la mundialización liberal, en detrimento de
Europa más que en el de los Estados Unidos. Jamás tienen en cuenta que la
crisis, llamada a ampliarse y a profundizarse, solo será “superada”, como lo
será, por medio de conflictos internacionales y sociales violentos, cuyo
resultado, desconocido, podrá producir lo mejor (avances en dirección al
socialismo) o lo peor (el apartheid mundial).
La radicalización política de las luchas sociales es la condición de la
superación de su fragmentación y de su estrategia exclusivamente defensiva
(“salvaguardar lo conseguido”). Solo ella hace posible la identificación de
objetivos que se inscriben en la larga ruta al socialismo. Solo ella permite dar
a los “movimientos” la capacidad de adquirir un poder real (el término inglés
empowerment da la mejor formulación de este objetivo).
El empowerment [el empoderamiento] de los movimientos exige que se
creen las condiciones macropolíticas y macroeconómicas que proporcionan el
marco que hace visibles sus proyectos concretos. ¿Cómo contribuir a crear
estas condiciones? Encontramos de nuevo aquí la cuestión central del poder
de Estado. Pero un poder de Estado renovado, auténticamente popular y
democrático ¿será capaz, en las condiciones de la globalización del mundo
contemporáneo, de instaurar unas políticas eficaces? Una respuesta negativa a
esta cuestión, dada con un exceso de precipitación, llama a comprometerse en
la búsqueda previa de un consenso mínimo global. Esta respuesta y su
corolario carecen de fundamento. Los avances a nivel nacional, reforzados
eventualmente por construcciones regionales adecuadas, son ineludibles.
Estos avances tienen que plantearse el objetivo del desmantelamiento del
sistema mundial (la “desconexión”) previo a su reconstrucción eventual, más
tarde, sobre otras bases que se inscriban en la perspectiva de la superación del
capitalismo. El principio es válido para los países del Sur, que mientras tanto
han iniciado avances en esta dirección en Asia y en América del Sur, y
también para los países del Norte. Pero aquí la exigencia del
desmantelamiento previo de la construcción europea (y de la del euro) no se
toma en consideración, ni siquiera por parte de las izquierdas radicales.

El indispensable internacionalismo de los trabajadores y de los pueblos

Los límites con los que han topado los avances del despertar del Sur en el
siglo XX y el agravamiento de las contradicciones que ello ha producido y
que han llevado al agotamiento de las experiencias de esta primera oleada de
liberación, se han visto en gran parte reforzadas por la hostilidad permanente
que han suscitado en los Estados del centro imperialista. Forzoso es constatar
que esta hostilidad, que ha llegado hasta la guerra abierta, ha sido en última
instancia sostenida –o al menos aceptada– por los “pueblos del Norte”. El
beneficio de la renta imperialista no ha sido ciertamente extraño a este
rechazo del internacionalismo por estos pueblos. Las minorías comunistas
que han adoptado otra actitud, a veces importantes, han fracasado sin
embargo en sus tentativas de constituir en torno a ellas unos bloques
alternativos eficaces. El paso en masa de los partidos socialistas al campo
“anticomunista” ha contribuido en gran medida al éxito de los poderes
capitalistas del campo imperialista. Estos partidos no han recibido, de todos
modos, ninguna “recompensa”, pues a la mañana siguiente del hundimiento
de la primera oleada de las luchas del siglo XX, el capital de los monopolios
se desembarazaba de su alianza. Estos partidos no han sacado las lecciones de
su derrota radicalizándose, sino al contrario, han optado por la capitulación
para deslizarse hacia las consabidas posiciones “social-liberales”. Prueba, si
fuera necesario, del rol decisivo de la renta imperialista en la reproducción de
las sociedades del Norte. De modo que esta segunda capitulación ya no tiene
tanto las características de un drama, sino las de una farsa.
Los fallos del internacionalismo tienen su parte de responsabilidad en las
derivas autocráticas de las experiencias socialistas del pasado siglo. La
explosión de expresiones democráticas imaginativas en el transcurso de las
revoluciones rusa y china desmiente el juicio demasiado fácil según el cual
las sociedades de estos países no estaban “maduras” para la democracia. La
hostilidad de los países imperialistas, facilitada por la concentración de sus
pueblos, ha contribuido en gran medida a hacer aún más penosa la
prosecución de los avances socialistas democráticos en las condiciones ya
difíciles creadas por el legado del capitalismo periférico.
La segunda oleada del despertar de los pueblos, de las naciones y de los
Estados de las periferias del siglo XXI se inicia, pues, en unas condiciones
que no son mucho mejores, sino todavía más difíciles. Las ideologías
estadounidenses del “consenso” (entiéndase: sumisión a las exigencias del
poder del capitalismo de los monopolios generalizados); la adopción de
regímenes políticos “presidenciales” que anulan la eficacia del potencial
contestatario de la democracia; el elogio inconsiderado de un individualismo
falso y manipulado asociado al de la desigualdad; la concentración de los
países subalternizados de la OTAN puesta en práctica por el establishment,
avanzan al galope en la Unión Europea, que en estas condiciones solo puede
ser lo que es: un bloque constitutivo de la mundialización imperialista. En
estas condiciones, la derrota de este proyecto militar se convierte en la
primera prioridad y en la condición previa al éxito de la segunda oleada de
liberaciones iniciadas a partir de las luchas de los pueblos, naciones y Estados
de los tres continentes. Mientras no sea así, los avances en curso y por venir
seguirán siendo vulnerables. Un remake del siglo XX no ha de excluirse de lo
posible, aunque evidentemente las condiciones de nuestra época son
pasablemente diferentes de las del pasado siglo.
Este escenario trágico no es, sin embargo, el único posible. La ofensiva del
capital contra los trabajadores se despliega desde ahora en el centro mismo
del sistema. Prueba, por si era necesario recordarlo, de que el capital,
reforzado por sus victorias contra los pueblos de las periferias, está en
disposición de atacar frontalmente las posiciones de las clases trabajadoras en
los centros del sistema. En estas condiciones la radicalización de las luchas
ya no es imposible de imaginar. El legado de las culturas políticas europeas,
muy diferente del de Estados Unidos, un legado que no siempre está perdido,
tendría que facilitar el renacimiento de una conciencia internacionalista a la
altura de las exigencias de su mundialización. El caso es que una evolución
en este sentido topa con el obstáculo que representa la renta imperialista.
Pues esta no es solamente una importante fuente de beneficios excepcionales
para los monopolios; condiciona igualmente la reproducción de la sociedad
en su conjunto. Y con la adhesión de los pueblos implicados en el modelo de
democracia electoral establecida, el peso de las clases medias puede anular el
alcance potencial de la radicalización de las luchas populares. En estas
condiciones es muy probable que los avances del Sur tricontinental
continuarán ocupando el primer plano de la escena, igual que en el siglo
pasado. Sin embargo, puesto que estos avances habrán producido sus efectos
y habrán hecho mella seriamente en la amplitud de la renta imperialista, los
pueblos del Norte –en particular los de Europa– deberían estar en mejores
condiciones para comprender el fracaso de las estrategias de sumisión a las
exigencias del capital de los monopolios imperialistas generalizados. Las
fuerzas ideológicas y políticas de la izquierda radical tienen que ocupar su
lugar en ese gran movimiento de liberación solidario de los pueblos y los
trabajadores.
La batalla ideológica y cultural para este renacimiento –que yo resumo en
el objetivo estratégico de la construcción de una 5ª Internacional de los
trabajadores y de los pueblos– es decisiva.

El desafío para los pueblos del Sur contemporáneo

¿Transferencia del centro de gravedad del capitalismo mundializado?


Las victorias de las luchas anti-imperialistas de los Estados y los pueblos de
las periferias ¿abren la vía al socialismo o a la construcción de nuevos centros
capitalistas? La coyuntura parece oponer la decadencia de los viejos centros
de la tríada (Estados Unidos, Europa y Japón) en crisis, al desarrollo
impetuoso de los países emergentes (China y otros). ¿No conduciría entonces
la crisis en curso a un nuevo desarrollo del capitalismo, centrado en Asia y en
América del Sur? Dicho de otro modo, las victorias de las luchas anti-
imperialistas de los países emergentes no abren la vía al socialismo, sino a un
nuevo desarrollo del capitalismo, menos polarizado de lo que lo ha estado
hasta ahora.
El argumento principal de mi crítica de esta tesis popular procede de la
constatación de que el modelo del capitalismo histórico, ahora propuesto
como modelo exclusivo, se ha basado desde el principio (el mercantilismo
europeo) en la producción y la reproducción de la polarización mundial. Esta
particularidad es ella misma el producto de la expulsión masiva del
campesinado sobre la que se ha basado su despliegue. Este modelo solo ha
sido sostenible gracias a la válvula de seguridad que proporcionaba la
emigración masiva hacia las Américas. La reproducción de ese mismo
modelo es rigurosamente imposible para los países de la periferia de hoy –
cerca del 80% de la población mundial, de la que casi la mitad vive en áreas
rurales– a falta de las 5 o 6 Américas que serían necesarias para lograr la
“recuperación por imitación”. La recuperación sigue siendo una ilusión, y los
progresos realizados en esta dirección no pueden sino acabar en un callejón
sin salida. Esta es la razón de que yo afirme que las luchas anti-imperialistas
son potencialmente anticapitalistas. Si no es posible “recuperar” habrá que
“hacer otra cosa”.
Por supuesto, la transformación en este sentido de las visiones a largo
plazo del “desarrollo” de los países emergentes no es en absoluto
“ineluctable”. Es solamente necesaria y posible. Por ahora, los éxitos de los
países emergentes en términos de crecimiento acelerado en el capitalismo
mundializado y por medios capitalistas refuerzan la ilusión de que la
recuperación es posible. Esta misma ilusión había acompañado a las
experiencias de la primera oleada del “despertar del Sur” en el siglo XX,
cuando incluso estas fueron vividas como una “recuperación por la vía del
socialismo”. Yo había analizado en estos términos las contradicciones del
“proyecto de Bandung” (1955-1980), que asociaba los dos proyectos en
conflicto de las burguesías nacionales y de las clases populares, aliadas en las
luchas de liberación.
Hoy, el imperialismo colectivo de la tríada despliega todos los medios
económicos, financieros y militares que tiene en sus manos para perpetuar su
dominio del mundo. Los países emergentes que despliegan estrategias
encaminadas a anular las ventajas de la tríada –el control de las tecnologías,
el acceso exclusivo a los recursos naturales del globo, el control militar del
planeta– están por ello en conflicto con la tríada. Este conflicto contribuye a
disipar las ilusiones eventuales sobre su posibilidad “de avanzar en el
sistema” y da a las fuerzas democráticas y populares la posibilidad de desviar
el curso de las cosas en dirección a los avances por la larga ruta de la
transición al socialismo.

Las condiciones de una respuesta eficaz a los desafíos: la


democratización, la cuestión agraria, la cuestión ecológica

En lo que sigue me centraré solamente en los tres dominios principales de la


respuesta al desafío mencionados en el título de esta sección.
1. ¿”Democracia” o democratización asociada al progreso social?
La genialidad de las diplomacias de la alianza atlántica fue elegir el terreno
de la “democracia” para llevar a cabo su ofensiva, que desde el primer
momento apuntaba al desmantelamiento de la Unión Soviética y a la
reconquista de los países de la Europa del Este. Una elección que se remonta
a los años 1970 y que ha cristalizado progresivamente en la creación de la
CSCE, siglas de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en
Europa, primero, y después con la firma, en 1975, del Acta final en Helsinki.
Jacques Andreani, en su libro de título evocador (Le Piège, Helsinki et la
chute du communisme, Odile Jacob 2005), explica cómo los soviéticos, que
esperaban del acuerdo un desarme de la OTAN y una auténtica distensión,
fueron simplemente engañados por sus socios occidentales. Se trataba
realmente de una genialidad porque la “cuestión democrática” era una
cuestión verdadera, y porque lo menos que puede decirse es que los
regímenes soviéticos no eran ciertamente “democráticos”, sea cual sea la
definición que se acepte para caracterizar el concepto y su puesta en práctica.
Los países de la Alianza Atlántica, en cambio, podían autocalificarse de
“democráticos”, fuesen cuales fuesen los límites y las contradicciones de sus
prácticas políticas reales asociadas a su sometimiento a las exigencias de la
reproducción capitalista. La comparación de los sistemas operaba
visiblemente en su favor.
Este discurso democrático tenía que ser sustituido progresivamente por el
que utilizaban los soviéticos y sus aliados, el de la “coexistencia pacífica”
asociada al “respeto” de las prácticas políticas de unos y otros y al principio
de “no injerencia” en sus asuntos internos.
El discurso de la coexistencia había conocido sus momentos fuertes.
Recuérdese, por ejemplo, el eco que tuvo el Llamamiento de Estocolmo, que
en los años 1950 recordaba a los pueblos la amenaza nuclear real que
comportaban las opciones de la agresiva diplomacia de Estados Unidos,
desplegadas desde la Conferencia de Potsdam (1945), reforzadas por los
bombardeos atómicos del Japón pocos días después de la conferencia.
Pero simultáneamente la elección de esta estrategia (coexistencia y no
injerencia) convenía –o podía convenir según los momentos– a los poderes
dominantes del Oeste y del Este. Pues este discurso pretendía que se aceptase
como una obviedad la realidad de las calificaciones respectivas de
“capitalista” y de “socialista” que designaba a los países del Oeste y del Este.
Impedía toda discusión seria respecto a la naturaleza precisa de cada uno de
los dos sistemas, es decir, impedía examinar, por una parte, la del capitalismo
realmente existente de nuestra época (el capitalismo de los oligopolios), y por
otra, la del “socialismo realmente existente”. En su lugar la ONU (con el
acuerdo tácito de los poderes de los dos mundos en cuestión) sustituía los
vocablos “capitalismo” y “socialismo” por los de “economías de mercado” y
“economías de planificación central” (o, siendo malévolo, “economías
administradas”). Estos dos calificativos –falsos uno y otro (es decir,
verdaderos solo en apariencia, superficialmente)– permitían según los
momentos poner el acento en la “convergencia de los sistemas”,
convergencia ella misma impuesta por la tecnología moderna (una tesis –
igualmente falsa– procedente de una concepción tecnicista monista de la
historia), y dar su lugar a la coexistencia con el fin de facilitar esta
convergencia “natural”; o poner el acento, al contrario, en la oposición
irreductible entre, por una parte, el modelo “democrático” (asociado a la
economía de mercado) y, por otra, el modelo del “totalitarismo” (producido
por la economía “administrada”), en los momentos de guerra fría.
La opción de centrar la batalla en torno a la “democracia” permitía
defender la opción de una “irreductibilidad” de los sistemas y no ofrecer a los
países del Este más que la perspectiva de una capitulación, no un regreso al
capitalismo (el “mercado”) que tenía entonces que producir –naturalmente–
las condiciones de una democratización. Que este no haya sido el caso (para
la Rusia post-soviética) o que no lo haya sido más que en formas
caricaturescas extremas (para las etnocracias de aquí y de allá en el Este
europeo) es otra cuestión. Podría hacerse la observación de que el discurso
“democrático” de los países de la alianza atlántica es reciente. Pues en su
origen la OTAN se acomodó perfectamente a Salazar, a los generales turcos y
a los coroneles griegos. En la misma época las diplomacias de la tríada
sostenían (y a menudo instalaban en el poder) a las peores dictaduras que han
conocido América Latina, África y Asia. Al principio, el nuevo discurso
democrático se adoptó con muchas reticencias. Muchos de los principales
responsables políticos de la Alianza Atlántica veían sus inconvenientes, muy
inoportunos para la “real-politik” de su preferencia. Fue necesario que Carter
accediera a la presidencia de Estados Unidos (un poco como Obama hoy)
para que se comprendiera el sermón “moral” de que era portador el tema
democrático. Fue necesario Mitterrand en Francia para romper con la
tradición gaullista del rechazo del “corte” impuesto en Europa por la
estrategia de guerra fría predicada por Estados Unidos. Fue necesario
Gorbachov en la URSS para no comprender que lo único que aportaba la
adhesión a este discurso era la garantía de la catástrofe.
El nuevo discurso “democrático” iba, pues, a dar sus frutos. Pareció lo
suficientemente convincente como para ganarse la adhesión de la opinión “de
izquierdas” en Europa. No solo las izquierdas electorales (de los partidos
socialistas), sino también las originalmente más radicales, de las que los
partidos comunistas eran los herederos. Con el “eurocomunismo” el consenso
se generalizó. Las clases dominantes de la tríada imperialista sacaron las
lecciones de su victoria. Decidieron, pues, seguir esta estrategia de centrar el
debate en la “cuestión democrática”. No se reprocha a China su apertura
económica exterior, sino su gestión política monopolizada por el partido
comunista. No se tienen en cuenta las realizaciones sociales de Cuba, sin
parangón en toda América Latina, pero no se deja de estigmatizar a su partido
único. Incluso con la Rusia de Putin se esgrime el mismo discurso. ¿Es el
objetivo real de esta estrategia hacer triunfar la democracia? Hay que ser muy
ingenuo para creerlo. El único objetivo es imponer a los países refractarios
“la economía de mercado”, abierta e integrada en el sistema mundial
denominado liberal, en realidad imperialista, y someter a los países en
cuestión al estatus de periferias dominadas en este sistema. Un objetivo que,
una vez realizado, se convierte en un obstáculo al progreso de la democracia
en los países víctimas afectados y en absoluto en un medio para avanzar en la
respuesta a la “cuestión democrática”.
La probabilidad de avances democráticos en los países practicantes, al
menos en origen, del “socialismo realmente existente” habrían sido mucho
más altas, a medio si no a corto plazo, dejando que la dialéctica de las luchas
sociales se desarrollase en ellos por sí misma, abriendo perspectivas posibles
a la superación de los límites del legado de este “socialismo realmente
existente” (deformado por añadidura por la adhesión al menos parcial a la
apertura económica liberal) a la “salida del túnel”.
A fin de cuentas, el tema “democrático” solo se invoca contra los países
recalcitrantes a la apertura liberal mundializada. Para los demás se es mucho
menos estricto con respecto a su gestión política claramente autocrática.
Arabia Saudí y Pakistán son dos buenos ejemplos de ello. Pero también la
Georgia (pro-atlantista) y muchos otros. En el mejor de los casos, por otra
parte, la fórmula “democrática” propuesta apenas supera las fronteras de la
caricatura “pluripartidista electoral”, no solo perfectamente disociada de las
exigencias del progreso social, sino también siempre –o casi siempre–
asociada a la regresión que la dominación del capitalismo realmente existente
(el de los oligopolios) exige y produce. La fórmula ya ha desacreditado en
gran medida a la democracia con la que los pueblos desconcertados han
sustituido la adhesión a las ilusiones nostálgicas religiosas y etnicistas.
Es pues más necesario que nunca reforzar la crítica de izquierda radical
(subrayo lo de radical para distinguirla de la crítica de izquierda, confusa y
vaga. Es decir, de una crítica que asocia y no disocia democratización de la
sociedad (y no solamente su práctica de gestión política) y progreso social
(desde un punto de vista socialista). En esta crítica, la lucha por la
democratización y la lucha por el socialismo son indisociables. No hay
socialismo sin democracia, pero tampoco hay progreso democrático al
margen de la perspectiva socialista.
La democracia, entendida como un proceso sin fin, se opone a la fórmula
de la supuesta democracia electoral representativa pluripartidista, vacía de
cualquier contenido capaz de darle el poder de transformar la sociedad. Esta
democratización es multidimensional. Integra la importante cuestión de las
relaciones hombre/mujer. Como integra también todas las libertades
individuales que entiende desarrollar y no restringir. Pero impone, por
añadidura, la promoción real de los derechos sociales colectivos, en la
perspectiva de la socialización de la gestión de la economía, más allá del
capitalismo basado en el carácter sagrado de la propiedad privada.
2. La cuestión agraria: el acceso al suelo de todos los campesinos
¿Es posible y deseable la modernización de la agricultura del Sur por la “vía
capitalista”?
Situémonos en la hipótesis de una estrategia de desarrollo de la agricultura
que trate de reproducir sistemáticamente en el Sur la trayectoria que ha
producido la agricultura familiar moderna del Norte. Se imaginará fácilmente
entonces que una veintena (o una cincuentena) de millones de granjas
modernas suplementarias, si se les da acceso a las superficies de tierra que
necesitarían (quitándoselas a las economías campesinas y eligiendo sin duda
las mejores) y si tienen acceso al mercado de capitales que les permitiría
equiparse, podrían producir lo esencial de lo que los consumidores urbanos
solventes todavía compran a la producción campesina. Pero ¿qué sería de los
miles de millones de productores agrícolas no competitivos? Serían
inexorablemente eliminados en un tiempo histórico breve, de unas decenas de
años. ¿Qué sería de estos miles de millones de seres humanos, ya en su
mayor parte pobres entre los pobres, pero que bien que mal se alimentan, más
mal que bien para una tercera parte de ellos? En un horizonte de cincuenta
años ningún desarrollo industrial más o menos competitivo, ni siquiera en la
hipótesis fantasiosa de un crecimiento continuo del 7% anual para las tres
cuartas partes de la humanidad, podría absorber ni siquiera la tercera parte de
esta reserva. O sea, el capitalismo es por naturaleza incapaz de resolver la
cuestión campesina, y las únicas perspectivas que ofrece son las de un planeta
chabolizado con un “excedente” de miles de millones de seres humanos.
Hemos, pues, llegado al punto en el que para abrir un nuevo campo a la
expansión del capital (la “modernización de la producción agrícola”) habría
que destruir –en términos humanos– sociedades enteras. Veinte o cincuenta
millones de productores eficaces nuevos (cincuenta o doscientos millones de
seres humanos con sus familias), por un lado; tres mil millones de excluidos
por otro. La dimensión creadora de la operación no representa más que una
gota de agua frente al océano de destrucciones que exige. Yo concluyo de
ello que el capitalismo ha entrado en su fase senil descendente; la lógica que
rige este sistema no está ya en condiciones de asegurar la simple
supervivencia de la mitad de la humanidad. El capitalismo deviene barbarie e
invita directamente al genocidio. Es más necesario que nunca sustituirlo por
otras lógicas de desarrollo de una racionalidad superior.
¿Qué hacer, entonces?
Hay que aceptar el mantenimiento de una agricultura campesina para todo el
futuro visible del siglo XXI. No por razones de nostalgia romántica del
pasado, sino simplemente porque la solución del problema pasa por la
superación de las lógicas del capitalismo y se inscribe en la larga transición
secular al socialismo mundial. Hay que imaginar, pues, unas políticas de
regulación de las relaciones entre el “mercado” y la agricultura campesina. A
los niveles nacional y regional estas regulaciones singulares y adaptadas a las
condiciones locales han de proteger la producción nacional, garantizando de
este modo la indispensable soberanía alimentaria de las naciones y
neutralizando el arma alimentaria del imperialismo –dicho de otro modo:
desconectar los precios interiores de los del mercado llamado mundial–, igual
que han de permitir –mediante una progresión de la actividad en la
agricultura campesina, sin duda lenta pero continua– el control de la
transferencia de población del campo a las ciudades. Al nivel de lo que se
conoce como el mercado mundial la regulación deseable pasa probablemente
por unos acuerdos inter-regionales que respondan a las exigencias de un
desarrollo integrador y no excluyente.
Una política de desarrollo a la altura de los desafíos tiene que basarse en la
garantía del acceso al suelo y a los medios de explotarlo en beneficio de
todos los campesinos, con la mayor igualdad posible. El progreso necesario
de la productividad de esta agricultura familiar no puede ser imaginado sin
una industrialización que la sostenga. Dando por supuesto que los modos de
esta industrialización ineludible no podrían reproducir lo esencial de las
formas de los del capitalismo, que acusan las desigualdades sociales y
destruyen las condiciones ecológicas de una reproducción sana. Los
programas que desestiman esta exigencia para sustituirla por la ayuda
exterior, sazonada de discursos hueros (democracia electoral, buena
gobernanza, reducción de la pobreza), proceden de la tradición colonialista.
El objetivo real del imperialismo es el de gestionar la marginación de los
pueblos en cuestión. Desde el punto de vista del imperialismo los recursos
naturales de determinadas regiones del Sur, las de África en particular
(petróleo, minerales, tierras), son lo importante, no los pueblos (africanos)
que constituyen más bien un obstáculo al despliegue del saqueo de estos
recursos. De un modo general solo las minorías de los pueblos del Sur que
disponen de un poder de compra (las “clases medias”) interesan al mercado
mundial. Para la mayoría de estos pueblos el capitalismo no tiene nada más
que ofrecer que la perspectiva de su exterminio.
3. ¿El “medio ambiente”, o la perspectiva socialista del valor de uso? La
cuestión ecológica y el desarrollo supuestamente duradero
También en este caso el punto de partida es el reconocimiento de un
problema verdadero, el de la destrucción del entorno natural y, en última
instancia, la continuación de la vida en el planeta, producido por la lógica de
la acumulación capitalista. También en este caso la emergencia de la cuestión
se remonta a los años 1970, más exactamente a la Conferencia de Estocolmo
de 1972. Durante mucho tiempo infravalorada, marginada en la panoplia de
discursos dominantes y de prácticas de la gestión de la economía, esta
cuestión solo se ha impuesto como nuevo eje central de la estrategia
dominante de un modo relativamente reciente.
En su momento Marx no solo había sospechado la existencia del problema
en cuestión. Había formulado ya la expresión de su existencia mediante la
distinción rigurosa que establecía entre valor y riqueza, confundidas por la
economía vulgar. Marx afirma explícitamente que la acumulación capitalista
destruye las bases naturales sobre las que se basa: el hombre (el trabajador
alienado y explotado, dominado y oprimido) y la tierra (símbolo de la riqueza
natural ofrecida a la humanidad). Y sean cuales sean los límites de esta
expresión, prisionera como siempre de las de la época, no deja por ello de ser
la manifestación de una conciencia lúcida del problema (más allá de la
intuición) que merece ser reconocida. Es pues lamentable que los ecologistas
de nuestra época no hayan leído a Marx. Esto les habría permitido ir más
lejos en sus propias propuestas, captar mejor su alcance revolucionario e
incluso, evidentemente, ir más lejos que el propio Marx sobre este tema.
Esta deficiencia de la ecología moderna facilita su captura por la ideología
de la economía vulgar en posición dominante en el mundo contemporáneo.
Esta captura opera en dos planos: por una parte, la reducción del cálculo en
valores de uso a un cálculo en valores de cambio “mejorado”, y por otra parte
la integración del desafío ecológico en la ideología del “consenso”. Estas dos
operaciones anulan la toma de conciencia lúcida según la cual la ecología y el
capitalismo son antagónicos por naturaleza. De hecho, como vemos ya, los
oligopolios se han apoderado del ecologismo para justificar la apertura de
nuevos campos a su expansión destructora. François Houtart ha dado una
ilustración decisiva de ello en su obra sobre los agrocarburantes
(L’agroénergie, solution pour le climat ou sortie de crise pour le capital?,
Couleur Livre, Charleroi, 2009). El “capitalismo verde” es desde ese
momento el objeto de los discursos obligatorios de los hombres/mujeres con
poderes en la tríada (de derecha y de izquierda) y de los dirigentes de los
oligopolios. El ecologismo en cuestión se conforma por supuesto a la visión
denominada de la “sostenibilidad débil” –argot al uso–, es decir, de la
mercantilización de los “derechos al acceso a los recursos del planeta”. Todos
los economistas convencionales se adhieren abiertamente a esta posición
proponiendo poner a subasta los recursos mundiales (pesca, permiso para
contaminar…). Una propuesta que consiste simplemente en sostener a los
oligopolios en sus ambiciones de hipotecar aún más el porvenir de los
pueblos del Sur.
Esta captura del discurso ecologista rinde un gran servicio al imperialismo,
pues permite marginar, por no decir simplemente eliminar, la cuestión del
desarrollo. Como se sabe, la cuestión del desarrollo solo ha entrado en el
orden del día de la agenda internacional cuando los países del Sur han estado
en condiciones de imponerla por su propia iniciativa, obligando a las
potencias de la tríada a negociar y a hacer concesiones. Una vez girada la
página de la era de Bandung, ya no se ha hablado más de desarrollo sino de
apertura de mercados. Y la ecología, entendida como la entienden los poderes
dominantes, viene como anillo al dedo para prolongar este estado de cosas.
La captura del discurso ecologista por la cultura política del consenso
(expresión necesaria de la concepción del capitalismo-fin-de-la-historia) no
es menos avanzada. Esta captura toma el camino fácil. Pues ella responde a
las alienaciones y a las ilusiones de que se nutre la cultura dominante, que es
la del capitalismo. Vía fácil porque esta cultura existe realmente, está
instalada, y lo está en un lugar dominante en la mente de la mayoría de seres
humanos, tanto en el Sur como en el Norte.
En cambio, la expresión de las exigencias de la contracultura del
socialismo transita una vía más difícil. Pues la cultura del socialismo no está
ahí, delante de nosotros. Es futuro a inventar, proyecto de civilización, abierta
al imaginario inventivo. Las fórmulas (como “la socialización por la
democracia y no por el mercado”; “la dominación de la cultura sustituye la de
lo económico y la de la política que está a su servicio”) no bastan, pese a la
fuerza que tienen para iniciar el proceso histórico de la transformación. Pues
se trata de un proceso largo, “secular”, no siendo posible imaginar de un
modo “rápido” la reconstrucción de las sociedades sobre unos principios
distintos a los del capitalismo, tanto en el Norte como en el Sur. Pero la
construcción del futuro, incluso lejano, comienza hoy.

Audacia y más audacia

La coyuntura histórica producida por la implosión del capitalismo


contemporáneo impone a la izquierda radical, tanto en el Norte como en Sur,
que sea audaz en la formulación de su alternativa política al sistema
establecido.

¿Por qué se requiere audacia?

El capitalismo contemporáneo es un capitalismo de monopolios


generalizados. Entiendo por ello que los monopolios ya no son como islas
(por importantes que fuesen) en un océano de continentes que no lo son –y
que por ello todavía serían relativamente autónomas–, sino un sistema
integrado y que, debido a ello, estos monopolios controlan ya estrechamente
el conjunto de todos los sistemas productivos. Las pequeñas y medianas
empresas, e incluso las grandes empresas que no tienen que ver con la
propiedad formal de los conjuntos oligopólicos en cuestión, están atrapadas
en unas redes de medios de control instaladas en todas partes por los
monopolios. Su margen de autonomía se ha visto reducido a la mínima
expresión. Estas unidades de producción se han convertido en subcontratistas
de los monopolios. Este sistema de monopolios generalizados es el producto
de una etapa nueva de la centralización del capital en los países de la tríada
(Estados Unidos, Europa occidental y central, y el Japón) que se ha
desplegado durante los años 1980 y 1990.
Simultáneamente estos monopolios generalizados dominan la economía
mundial. La “mundialización” es el nombre que ellos mismos han dado al
conjunto de las exigencias por las cuales ejercen su control sobre los sistemas
productivos de las periferias del capitalismo mundial (el mundo entero más
allá de los socios de la tríada). Se trata simplemente de una nueva etapa del
imperialismo.
El capitalismo de los monopolios generalizados y mundializados
constituye un sistema que asegura a estos monopolios la punción de una renta
de monopolio sacada de la masa de la plusvalía (transformada en beneficios)
que el capital extrae de la explotación del trabajo. En la medida en que estos
monopolios operan en las periferias del sistema mundial, esta renta de
monopolio se convierte en una renta imperialista. El proceso de acumulación
del capital –que define al capitalismo en todas sus formas históricas
sucesivas– se rige, por tanto, por la maximización de la renta
monopolista/imperialista.
Este desplazamiento del centro de gravedad de la acumulación del capital
está en el origen de la continua concentración de las rentas y de las fortunas,
en beneficio de la renta de los monopolios, en gran parte acaparada por las
oligarquías (“plutocracias”) que gobiernan a los grupos oligopólicos, y en
detrimento de las remuneraciones del trabajo e incluso de las remuneraciones
del capital no monopolístico.
Este desequilibrio en crecimiento continuo está él mismo, a su vez, en el
origen de la financiarización del sistema económico. Entiendo por ello que
una fracción creciente del excedente no puede ser invertida en la ampliación
y en la profundización de los sistemas productivos y que la “inversión
financiera” de este excedente creciente constituye entonces la única
alternativa posible para la continuación de la acumulación dirigida por los
monopolios.
La implementación de los sistemas que permiten esta financiarización
opera por diferentes medios inventados e impuestos con este fin: (I) la
sumisión de la gestión de las empresas al principio del “valor accionarial”, (II)
la sustitución de sistemas de jubilación por capitalización (los fondos de
pensiones) por los sistemas de jubilación por reparto, (III) la adopción del
principio de los “cambios flexibles”, (IV) el abandono del principio de la
determinación del tipo de interés –los precios de la “liquidez”– por los
bancos centrales y la transferencia de esta responsabilidad al “mercado”.
La financiarización ha transferido a una treintena de bancos gigantes de la
tríada la responsabilidad principal en la dirección de la reproducción de este
sistema de la acumulación. Lo que se describe púdicamente como “los
mercados” no son más que los lugares donde se despliegan las estrategias de
estos agentes que dominan la escena económica. A su vez, esta
financiarización, que acusa el crecimiento de la desigualdad en la asignación
de las rentas (y de las fortunas) genera el excedente creciente de que se nutre.
Las “inversiones financieras” (las inversiones financieras especulativas)
prosiguen su crecimiento a unos ritmos vertiginosos, sin medida común con
los del “crecimiento del PIB” (un crecimiento que, por ello mismo, es en
buena medida ficticio) o con los de la inversión en el aparato productivo. El
crecimiento vertiginoso de las inversiones financieras exige –y alimenta–
entre otros el de la deuda en todas sus formas, y en particular el de la deuda
soberana. Cuando los gobiernos instalados pretenden perseguir el objetivo de
la “reducción de la deuda”, mienten deliberadamente. Pues la estrategia de
los monopolios financiarizados tiene necesidad del crecimiento de la deuda
(que ellos buscan y no combaten) –un medio financieramente interesante de
absorber el excedente de renta de los monopolios. Las políticas de austeridad
impuestas, según se dice, “para reducir la deuda” tienen, al contrario, como
consecuencia (buscada) aumentar el volumen de la misma.
Es este sistema –calificado vulgarmente de “neoliberal”, de hecho el
sistema del capitalismo de los monopolios generalizados, “mundializados”
(imperialistas) y financiarizados (por la necesidad que impone su
reproducción)– lo que está implosionando ante nuestros ojos. Este sistema,
visiblemente incapaz de superar sus contradicciones internas, cada vez
mayores, está condenado a proseguir su loca carrera.
La “crisis” del sistema se debe en realidad a su propio “éxito”. En efecto,
hasta hoy mismo, la estrategia desplegada por los monopolios ha dado
siempre los resultados buscados: los planes “de austeridad”, los planes
llamados sociales (que de hecho son antisociales) de despido, se acaban
imponiendo siempre pese a las resistencias y a las luchas. La iniciativa sigue
estando, hasta hoy mismo, en manos de los monopolios (“los mercados”) y
de sus servidores políticos (los gobiernos que someten sus decisiones a “las
exigencias del mercado”).
En estas condiciones, el capital de los monopolios ha declarado
abiertamente la guerra a los trabadores y a los pueblos. Esta declaración
encuentra su formulación en la sentencia “el liberalismo no es negociable”. El
capital de los monopolios entiende, pues, que ha de proseguir su loca carrera
sin reducir el ritmo de la misma. La crítica que haré más adelante de las
propuestas de “regulación” se inscribe en esta lógica.
No estamos en un momento histórico en el que la búsqueda de un
“compromiso social” constituya una alternativa posible. Ha habido momentos
de estos en la historia, como por ejemplo en la post-guerra, con los
compromisos capital/trabajo propios del Estado socialdemócrata en
Occidente, el socialismo realmente existente del Este, los proyectos
nacionales populares del Sur. Pero nuestro momento histórico no es de estos.
El conflicto opone ahora al capital de los monopolios a los trabajadores y los
pueblos, invitados a una capitulación sin condiciones. Las estrategias
defensivas de resistencia son, en estas condiciones, ineficaces y están
llamadas a ser siempre finalmente vencidas. Frente a la guerra declarada por
el capital de los monopolios, los trabajadores y los pueblos han de desarrollar
estrategias que les permitan pasar a la ofensiva. Esta coyuntura de guerra
social va acompañada necesariamente de la proliferación de los conflictos
políticos internacionales y de las intervenciones militares de las potencias
imperialistas de la tríada. La estrategia de “control militar del planeta” por las
fuerzas armadas de los Estados Unidos y sus aliados subalternos de la OTAN
constituye en última instancia el único medio por el cual los monopolios
imperialistas de la tríada pueden esperar proseguir su dominación sobre los
pueblos, las naciones y los Estados del Sur.
Frente a este desafío (la guerra declarada por los monopolios), ¿cuáles son
las respuestas alternativas posibles?
Primera respuesta: la “regulación de los mercados” (financieros y otros).
Se trata en este caso de iniciativas que los monopolios y los poderes a su
servicio pretenden abordar. De hecho no se trata más que de una retórica
huera, destinada a engañar a la opinión pública. Estas iniciativas no pueden
detener la loca carrera a la rentabilidad financiera que es el producto de la
lógica de la acumulación dirigida por los monopolios. Se trata, pues, de una
falsa alternativa.
Segunda respuesta: el retorno a los modelos de la postguerra.
Estas respuestas alimentan una triple nostalgia: (I) la refundación de una
verdadera “socialdemocracia” en Occidente; (II) la resurrección de
“socialismos” basados en los principios que han gobernado a los del siglo
XX; (III) el retorno a las fórmulas del nacionalismo popular en las periferias
del Sur. Como puede verse, estas nostalgias imaginan poder “hacer
retroceder” al capitalismo de los monopolios obligándolo a regresar a las
posiciones que ocupaba en 1945. Ignoran que la historia no permite jamás
esas vueltas atrás. Hay que abordar al capitalismo tal como es hoy y no como
quisiéramos que fuera, imaginando el bloqueo de su evolución. Pero el caso
es que estas nostalgias siguen acosando a segmentos importantes de las
izquierdas en todo el mundo.
Tercera respuesta: la búsqueda de un consenso “humanista”.
Yo defino los deseos piadosos de esta manera precisa: es la ilusión de que
un consenso entre quienes son portadores de unos intereses
fundamentalmente conflictivos sería posible. La ecología ingenua, por
ejemplo, comparte esta ilusión.
Cuarta respuesta: las ilusiones nostálgicas.
Estas ilusiones invocan la “especificidad” y el “derecho a la diferencia” sin
preocuparse de comprender el alcance y el sentido de la misma. El pasado
habría dado ya respuesta a las cuestiones del futuro. Estos “culturalismos”
pueden revestir formas para-religiosas o étnicas. Las teocracias y las
etnocracias constituyen entonces unos cómodos sucedáneos de las luchas
sociales democráticas a las que expulsan de su agenda.
Quinta respuesta: la prioridad de las “libertades individuales”.
El abanico de respuestas basadas en esta prioridad, considerada como el
“valor supremo” e incluso exclusivo, integra en sus filas a los incondicionales
de la “democracia electoral representativa”, asimilada a la democracia a
secas. La fórmula disocia la democratización de las sociedades del progreso
social, y tolera incluso de facto su asociación con la regresión social, al
precio de correr el riesgo de desacreditar a la democracia, reducida al estatus
de farsa trágica. Pero hay variantes de esta postura que son aún más
peligrosas. Me refiero aquí a determinadas corrientes “postmodernistas” (a
Toni Negri en particular) que imaginan que el individuo ya se ha convertido
en el sujeto de la historia, como si el comunismo, que permitirá al individuo
realmente emancipado de las alienaciones mercantiles convertirse
efectivamente en el sujeto de la historia, ya se hubiese implantado.
Como se ve, todas estas respuestas, y por tanto las de derechas (las
“regulaciones” que no ponen en entredicho la propiedad privada de los
monopolios), no dejan de encontrar ecos poderosos en las mayorías de los
pueblos de izquierda tal como son todavía.
La guerra declarada por el capitalismo de los monopolios generalizados del
imperialismo contemporáneo no tiene nada que temer de las falsas
alternativas cuyas líneas directrices he señalado yo aquí.
¿Qué hacer, entonces? El momento nos ofrece la ocasión histórica de ir
mucho más allá: impone como única respuesta eficaz una radicalización
audaz en la formulación de alternativas capaces de hacer pasar a la ofensiva a
los trabajadores y a los pueblos, de derrotar a la estrategia de guerra del
adversario. Estas formulaciones, basadas en el análisis del capitalismo
contemporáneo realmente existente tienen que mirar de frente el porvenir a
construir, y dar la espalda a las nostalgias del pasado y a las ilusiones
identitarias o consensuales.

Programas audaces para la izquierda radical

Organizaré las propuestas generales que siguen bajo tres rúbricas: (I)
socializar la propiedad de los monopolios; (II) des-financiarizar la gestión de
la economía; (III) desmundializar las relaciones internacionales.
Socializar la propiedad de los monopolios
La eficacia de la respuesta alternativa necesaria exige el cuestionamiento del
principio mismo de la propiedad privada del capital de los monopolios.
Proponer “regular” las operaciones financieras, restituir a los mercados su
“transparencia” para permitir que las “anticipaciones (estimaciones a futuro)
de los agentes” sean “racionales”, definir los términos de un consenso sobre
estas reformas sin abolir la propiedad privada de los monopolios, no es más
que un intento de deslumbrar a la opinión pública. Pues lo que se hace
entonces es invitar a los propios monopolios a “administrar” estas reformas,
contra sus propios intereses, ignorando que conservan mil y un medios de
esquivar los objetivos de las mismas.
El objetivo del proyecto alternativo ha de ser el de invertir la dirección de
la evolución social (del desorden social) producida por las estrategias de los
monopolios, asegurar el empleo máximo y estabilizar y garantizar unos
salarios convenientes en crecimiento paralelo al de la productividad del
trabajo social. Este objetivo es simplemente imposible sin expropiar el poder
de los monopolios.
El “software de los teóricos de la economía” ha de reconstruirse (como
escribe François Morin). Pues la absurda e imposible teoría económica de las
“anticipaciones” expulsa a la democracia de la gestión de la decisión
económica. Tener audacia es aquí reformular desde la perspectiva radical
exigida las reformas de la enseñanza, no solo para la formación de los
economistas, sino también para todos aquellos llamados a ocupar funciones
de cuadros.
Los monopolios son conjuntos institucionales que han de ser gestionados
según los principios de la democracia, en conflicto frontal con los que
sacralizan la propiedad privada. Aunque la expresión “bienes comunes”,
importada del mundo anglosajón, sea en sí misma ambigua por estar
desconectada del debate sobre el sentido de los conflictos sociales (el
lenguaje anglosajón pretende ignorar deliberadamente la realidad de las
clases sociales), sería en rigor posible invocarlo aquí calificando a los
monopolios precisamente de “bienes comunes”. La abolición de la propiedad
privada de los monopolios pasa por su nacionalización. Esta primera medida
jurídica es inevitable. Pero la audacia consiste aquí en proponer unos planes
de socialización de la gestión de los monopolios nacionalizados y en
promover luchas sociales democráticas que se comprometan a transitar por
esta larga ruta.
Daré aquí un ejemplo concreto de en qué podrían consistir estos planes de
socialización.
Los agricultores “capitalistas” (los de los países capitalistas desarrollados),
igual que los agricultores “campesinos” (la mayoría del Sur) son todos ellos
prisioneros de los monopolios que les proporcionan los insumos y el crédito
de los que dependen para la transformación, el transporte y la
comercialización de sus productos. Debido a esto no disponen de ninguna
autonomía real en la toma de sus “decisiones”. Además, los beneficios de
productividad que generan se los tragan los monopolios, que de este modo los
reducen al estatus de “subcontratistas”. ¿Qué alternativa tienen?
Para ello habría que sustituir a los monopolios en cuestión por unas
instituciones públicas para las que una ley marco establecería el modo de
constitución de los directorios. Estos estarían formados por representantes: (I)
de los campesinos /los principales interesados); (II) de las unidades que están
en el origen del proceso (fábricas de los insumos, bancos) y en el final
(industrias agroalimentarias, cadenas de distribución); (III) de los
consumidores; (IV) de los poderes locales (interesados por el entorno natural y
social –escuelas, hospitales, urbanismo y viviendas, transportes); (V) del
Estado (los ciudadanos). Los representantes de los componentes aquí
enumerados serían ellos mismos elegidos de acuerdo con procedimientos
coherentes con su propio modo de gestión socialista, ya que por ejemplo las
unidades de producción de insumos estarían administradas por unos
directorios compuestos en los que estarían los trabajadores directamente
empleados por las unidades en cuestión, los empleados por unidades
subcontratadas, etc. Habría que concebir estas construcciones mediante
fórmulas que asocien los cuadros de gestión a cada uno de estos niveles,
como los centros de investigación científica y tecnológica independientes y
apropiados. Se podría incluso concebir una repre- sentación de los
proveedores de capitales (los “pequeños accionistas”) heredados de la
nacionalización, si se lo considera útil.
Se trata, pues, de fórmulas institucionales mucho más complejas que las de
la “autogestión” o las de la “cooperativa” tal como las conocemos. Se trata de
fórmulas a inventar que permitirían el ejercicio de una democracia auténtica
en la gestión de la economía, basada en la negociación abierta entre las partes
perceptoras. Una fórmula que asocie, pues, sistemáticamente democratización
de la sociedad y progreso social, frente a la realidad capitalista que disocia la
democracia –reducida a la gestión formal de la política– de las condiciones
sociales –abandonadas a lo que el “mercado”, dominado por el capital de los
monopolios, produce. Entonces y solo entonces se podría hablar de
transparencia auténtica de los mercados, regulados en estas formas
institucionalizadas de la gestión socializada. El procedimiento propuesto
deroga el poder por el que los monopolios explotan a los trabajadores y a los
subcontratistas mediante el sistema de precios que imponen. Lo sustituye por
un poder social solidario, un sistema de precios auténticamente justos, basado
en una tasa de beneficios igual para todos. El sistema permite, pues, “otro
desarrollo” más eficaz y más racional porque responde a las elecciones
colectivas de la sociedad, implicando al conjunto del sistema productivo en el
progreso, y dejando a un lado las destrucciones propias del capitalismo de los
monopolios. El sistema abre este modelo de capitalismo de Estado a una
evolución dirigida por la perspectiva socialista; podría pues ser considerado
como la forma de “mercado socialista” necesaria en esta etapa.
Evidentemente el procedimiento implica la abolición del principio de la
maximización del valor accionarial, que es el principio fundador de la
financiarización al servicio exclusivo de los monopolios generalizados.
El ejemplo elegido podría parecer marginal en los países capitalistas
desarrollados por el hecho de que los agricultores solo representan en ellos
una proporción muy baja de los trabajadores (entre el 3 y el 7%). En cambio,
esta situación es central en los países del Sur, cuya población rural será
todavía importante durante mucho tiempo. Aquí, el acceso a la tierra, que
tiene que estar garantizado a todos (con la menor desigualdad posible en este
acceso) se inscribe en los principales fundamentos de la opción a favor de
una agricultura campesina (remito aquí a mis trabajos más centrados en esta
cuestión). Pero la expresión “agricultura campesina” no ha de entenderse
como sinónimo de “agricultura estancada” (una especie de “reserva
folclórica”). Y el progreso necesario de esta agricultura campesina exige
ciertas “modernizaciones” (aunque este término sea inadecuado, pues
inmediatamente sugiere a muchos la modernización por el capitalismo).
Insumos más eficaces, créditos, un flujo conveniente de las producciones son
cosas necesarias para dar sentido a la mejora de la productividad del trabajo
campesino. Las fórmulas propuestas persiguen el objetivo de permitir esta
modernización por unos medios y con un espíritu “no capitalistas”, es decir,
que se inscriba en una perspectiva socialista.
Evidentemente, el ejemplo concreto elegido aquí no es el único cuya
institucionalización habría que imaginar. Las
nacionalizaciones/socializaciones de la gestión de los monopolios de la
industria y de los transportes, las de los bancos y de las otras instituciones
financieras tendrían que concebirse con el mismo espíritu, pero teniendo en
cuenta para la constitución de sus directorios la especificidad de sus
funciones económicas y sociales. Una vez más estos directorios tendrían que
asociar a los trabajadores de la empresa y a los de las subcontratas, a los
representantes de la industria básica, los bancos, las instituciones de
investigación, los consumidores, los ciudadanos.
La nacionalización/socialización de los monopolios responde a una
exigencia fundamental, que constituye el eje del desafío al que se ven
confrontados los trabajadores y los pueblos en el capitalismo contemporáneo
de los monopolios generalizados. Solo ella permite poner fin a la
acumulación por desposeimiento que rige la lógica de la gestión de la
economía por los monopolios.
La acumulación dominada por los monopolios solo puede, en efecto,
reproducirse a condición de que el área sometida a la “gestión de los
mercados” esté en una continua expansión. Esta se obtiene mediante la
privatización a ultranza de los servicios públicos (desposeimiento de los
ciudadanos) y del acceso a los recursos naturales (desposeimiento de los
pueblos). La punción que la renta de los monopolios opera sobre las rentas
del capital de las unidades económicas “independientes” es ella misma un
desposeimiento (¡de los capitalistas!) por la oligarquía financiera.

La desfinanciarización: un mundo sin Wall Street

La nacionalización/socialización de los monopolios deroga ya por sí misma


el principio del “valor accionarial” impuesto por la estrategia de la
acumulación al servicio de la renta de los monopolios. Este objetivo es
esencial para todo programa audaz de salida de las roderas en las que está
atascada la gestión de la economía contemporánea. Su realización siega la
hierba bajo los pies de la financiarización de esta gestión. ¿Se vuelve con ello
a esta famosa “eutanasia de los rentistas” preconizada por Keynes en su
momento? No necesariamente, y todavía menos íntegramente. El ahorro
puede ser alentado por una recompensa financiera, pero a condición de
definir de una manera precisa sus orígenes (ahorro familiar de los
trabajadores, de las empresas, de las colectividades) y las condiciones de su
remuneración. El discurso relativo al ahorro macroeconómico en la teoría
económica convencional oculta en realidad la organización del acceso
exclusivo de los monopolios al mercado de capitales. Su supuesta
“remuneración por los mercados” solo es entonces una forma de garantizar el
crecimiento de las rentas de los monopolios.
Por supuesto, la nacionalización/socialización de los monopolios implica la
de los bancos, al menos la de los más importantes. Pero la socialización de su
intervención (las “políticas de crédito”) comporta unas especificidades que
imponen una concepción adecuada en la constitución de sus directorios. La
nacionalización en el sentido clásico del término implicaba solamente la
sustitución por el Estado de los consejos de administración formados por los
accionistas privados. Esto permitía ya, en principio, la puesta en práctica por
los bancos de las políticas de crédito formuladas por el Estado, lo cual no
estaba mal. Pero no es ciertamente suficiente si se toma conciencia de que la
socialización implica la participación directa en la gestión bancaria de los
socios sociales implicados. Por supuesto, también aquí la “autogestión” –la
gestión de los bancos por sus empleados– no es la fórmula que responde a las
cuestiones planteadas. Los empleados en cuestión tienen que estar asociados
por supuesto a las decisiones relativas a sus condiciones de trabajo, pero poco
más, pues no tienen nada que decir respecto a las políticas de crédito a
implementar.
Si los directorios bancarios tienen que asociar los intereses en conflicto de
quienes proporcionan los créditos (los bancos) y de quienes los reciben (las
“empresas”) la fórmula hay que pensarla concretamente en relación con lo
que son estas últimas y lo que piden. Se impone una recomposición del
sistema bancario, demasiado centralizado sobre todo desde que las
regulaciones financieras tradicionales de los dos pasados siglos han sido
abandonadas durante los cuatro últimos decenios. Hay aquí un argumento
importante para justificar la reconstrucción de las especializaciones bancarias
según los destinatarios de sus créditos y según la función económica de estos
(suministro de liquidez a corto plazo, contribución a la financiación de las
inversiones a medio y largo plazo). Se podría entonces concebir, por ejemplo,
un “banco de la agricultura” (o un conjunto coordinado de bancos de la
agricultura) cuya clientela estaría constituida no solamente por los
agricultores y los campesinos, sino también por las unidades de intervención
en las diversas fases del trabajo agrícola más arriba descritas. Su directorio
asociaría entonces, por un lado, a los “banqueros” (el personal dirigente del
banco, ellos mismos elegidos por el directorio) y por otro, los clientes (los
agricultores o los campesinos, las unidades productivas agrícolas). Habría
que imaginar otros conjuntos bancarios articulados con los sectores sociales,
cuyos directorios asociarían las clientelas industriales, los centros de
investigación y tecnológicos, servicios competentes en el ámbito del control
de los efectos ecológicos de los modos de producción puestos en práctica,
garantizando de este modo un riesgo mínimo (sabiendo muy bien que
ninguna acción humana comporta un riesgo cero), objeto él mismo de debates
democráticos transparentes.
La desfinanciarización de la gestión económica implica igualmente dos
series de medidas legislativas. Las primeras se refieren a la supresión pura y
simple de los fondos especulativos (hedge funds), cuyas operaciones puede
siempre prohibir en el territorio nacional un Estado soberano. Las segundas
se refieren a los fondos de pensiones, convertidos por otra parte en
operadores importantes en la financiarización del sistema económico. Estos
fondos han sido concebidos –primero en los Estados Unidos, por supuesto–
para transferir a los asalariados los riesgos a los que normalmente está
expuesto el capital y que constituyen el motivo invocado para legitimar su
remuneración. Se trata, pues, de una operación escandalosa, en contradicción
manifiesta con el discurso ideológico de defensa del capitalismo. Pero este
“invento” conviene perfectamente al despliegue de las estrategias de la
acumulación dominada por los monopolios. Su abolición se impone, en
beneficio de sistemas de retiro por reparto, que, por su propia naturaleza,
permiten e imponen el debate democrático para la determinación de las
cantidades y los períodos de cotización, y de la relación entre las pensiones y
las remuneraciones salariales. Estos sistemas tienen la vocación normal, en
una democracia respetuosa con los derechos sociales, de ser generalizados a
todos los trabajadores. Sin embargo, en rigor, y debido a la preocupación de
no “prohibir” nada que sea deseado por un grupo de individuos, podrían
autorizarse retiros complementarios servidos por fondos de pensiones.
El conjunto de las medidas de desfinanciarización aquí sugeridas conducen
a una conclusión evidente: “un mundo sin Wall Street”, para retomar el título
del libro de François Morin, es posible y deseable.
En este mundo, la vía económica permanece en gran parte regulada por el
“mercado”. Pero se trata entonces de unos mercados por primera vez
realmente transparentes, regulados por la negociación democrática de
auténticos socios sociales (por primera vez estos ya no son adversarios, como
lo son necesariamente en el capitalismo). Lo que es abolido es el “mercado”
financiero –opaco por naturaleza– sometido a las exigencias de su gestión en
beneficio de los monopolios. Se podría discutir más para saber si sería útil o
no “cerrar las bolsas”, porque las operaciones de transferencia eventual de los
derechos de propiedad, tanto en sus formas privadas como en sus formas
sociales, se llevarían a cabo “de otro modo”, o si habría que conservar con
esta finalidad unas bolsas refundadas. El símbolo, en todo caso –”un mundo
sin Wall Street”– conserva toda su fuerza.
Ciertamente, la desfinanciarización no implica la abolición de la política
macroeconómica y en particular la de la gestión macro del crédito. Todo lo
contrario, restablece su eficacia liberándola de su sumisión a las estrategias
de maximización de la renta de los monopolios. La restauración de los
poderes de los bancos centrales nacionales, no ya “independientes”, sino
dependientes a la vez del Estado y de los mercados regulados por la
negociación democrática de los socios sociales, da a la formulación de la
política macro del crédito toda su eficacia al servicio de una gestión
socializada de la economía.

En el plano internacional: la desconexión

Retomo aquí el tema de la desconexión que propuse hace ya medio siglo, y al


que el lenguaje contemporáneo parece sustituir por el sinónimo de
“desglobalización/desmundialización”. Recuerdo que nunca he entendido por
desconexión un repliegue autárquico, sino una inversión estratégica en la
visión de las relaciones internas/externas, en respuesta a las exigencias
ineludibles de un desarrollo autocentrado. La desconexión favorece la
reconstrucción de una mundialización basada en la negociación, y no la
sumisión a los intereses exclusivos de los monopolios imperialistas. Favorece
la reducción de las desigualdades internacionales.
La desconexión se impone por el hecho de que las medidas preconizadas
en las dos secciones precedentes no podrán implementarse jamás
verdaderamente a nivel mundial, ni tampoco a nivel de los conjuntos
regionales (como el europeo). Solo será posible empezar a implementarlas en
el marco de los Estados/nación más avanzados por la amplitud y la
radicalidad de las luchas sociales y políticas, asignándose el objetivo de
avanzar por la vía de la socialización de la gestión de su economía.
El imperialismo, en las formas que han sido las suyas hasta después de la
Segunda Guerra Mundial, había construido el contraste centros imperialistas
industrializados/periferias dominadas a las que se prohíbe tener industrias.
Las victorias de los movimientos de liberación nacional iniciaron la
industrialización de las periferias mediante la implementación de políticas de
desconexión exigidas por su opción a favor de un desarrollo autocentrado.
Asociadas a reformas sociales más o menos radicales, estas desconexiones
han creado las condiciones de la “emergencia” ulterior de aquellos de estos
países que habían ido más lejos por este camino, con China a la cabeza del
pelotón, por supuesto. Sin embargo, el imperialismo de la tríada, obligado a
retroceder y a “adaptarse” a las condiciones de esta época pasada, se ha
reconstruido sobre nuevas bases, fundamentadas en unas “ventajas” cuyo
privilegio pretende conservar en exclusiva y que yo he clasificado en cinco
rúbricas: el control de las tecnologías punta, el control del acceso a los
recursos naturales del planeta, el control del sistema monetario y financiero
integrado a escala mundial, el control de los sistemas de comunicación e
información, y el control de las armas de destrucción masiva.
Por tanto, la forma principal de la desconexión se define hoy precisamente
por la puesta en entredicho de estos cinco privilegios del imperialismo
contemporáneo. Los países emergentes avanzan ya por esta vía, con mayor o
menor determinación, evidentemente. Es cierto que los éxitos que han tenido
anteriormente les han permitido, durante los dos últimos decenios, acelerar su
desarrollo, industrial en particular, en el sistema mundializado “liberal” y con
unos métodos “capitalistas”; y este éxito ha alimentado las ilusiones relativas
a la posibilidad de seguir avanzando por esta vía o, dicho de otro modo, de
constituirse como nuevos “socios capitalistas iguales”. La tentativa de
“cooptar” a los más prestigiosos de estos países para la creación del G-20 ha
alimentado estas ilusiones. Pero con la implosión en curso del sistema
imperialista (calificado de “mundialización”) estas ilusiones están llamadas a
desvanecerse. El conflicto entre las potencias imperialistas de la tríada y los
países emergentes es ya visible y está llamada a agravarse. Si quieren avanzar
más, las sociedades de los países emergentes se verán obligadas a centrarse
más en los modos de desarrollo autocentrados tanto en los planes nacionales
como mediante el fortalecimiento de la cooperación Sur-Sur. La audacia
consiste aquí en comprometerse con firmeza y coherencia en esta vía,
asociando las medidas de desconexión que ello implica con avances sociales
progresistas.
El objetivo de esta radicalización es triple y asocia la democratización de la
sociedad, el progreso social y unas posturas anti-imperialistas consecuentes.
Un compromiso en esta vía es posible, pero no solo en las sociedades de los
países emergentes, sino igualmente en los países del gran Sur “dejados en la
cuneta”. Estos países habían sido verdaderamente recolonizados a través de
los programas de ajuste estructural de los años 1980. Sus pueblos están ahora
claramente en rebeldía, tanto si ya se han apuntado algún tanto (en América
del Sur) como si no (en el mundo árabe). La audacia consiste aquí, para las
izquierdas radicales de las sociedades en cuestión, en ponderar el desafío y
mantener la radicalización necesaria de las luchas en curso.
La desconexión de los países del Sur prepara la deconstrucción del sistema
imperialista instalado. Esto es particularmente visible en los dominios
afectados por la gestión del sistema monetario y financiero mundializado,
como lo es ya por la hegemonía del dólar. Pero ¡cuidado!: es ilusorio pensar
que es posible sustituir este sistema por “otro sistema monetario y financiero
mundial” mejor equilibrado y más favorable al desarrollo de las periferias.
Como siempre, la búsqueda de un “consenso” internacional que permita esta
reconstrucción por arriba es una ilusión y se parece mucho a esperar que se
produzca un milagro. Lo que está a la orden del día es la deconstrucción del
sistema actual –su implosión– y la reconstrucción de sistemas alternativos
nacionales (para los países continentes) o regionales, cuya construcción han
iniciado ya determinados proyectos en América del Sur. La audacia consiste
aquí en avanzar con la mayor determinación posible, sin inquietarse
demasiado por las respuestas de un imperialismo acorralado.
Esta misma problemática de la desconexión/deconstrucción afecta a
Europa, instalada como subconjunto de la mundialización dominada por los
monopolios. El proyecto europeo ha sido pensado desde su origen y
construido sistemáticamente para desposeer a los pueblos afectados de los
medios necesarios para ejercer su poder democrático. La Unión Europea ha
sido colocada en un régimen de protectorado ejercido por los monopolios.
Con la implosión de la zona euro, esta sumisión que deroga la democracia,
reducida al estatus de farsa, adopta una forma extrema: ¿cómo reaccionan los
“mercados” (es decir, los monopolios) y las “agencias de calificación” (es
decir, también los monopolios)? Esta es la única cuestión que se plantea hoy.
Cómo podrían reaccionar los pueblos no es objeto de la menor consideración.
Es evidente que aquí tampoco hay alternativa a la audacia: “desobedecer”
las reglas impuestas por la “Constitución europea”, como por la falsa banca
central del euro. Dicho de otro modo, deconstruir las instituciones de Europa
y de la zona euro. Esta es la condición ineludible para la reconstrucción
ulterior de “otra Europa” (la de los pueblos y las naciones).

En conclusión: audacia, audacia y más audacia

Lo que yo he entendido por audacia es, pues:


Para las izquierdas radicales en las sociedades de la tríada imperialista, la
implicación en la construcción de un bloque social alternativo anti-
monopolios.
Para las izquierdas radicales en las sociedades de la periferia, la
implicación en la construcción de un bloque social alternativo anti-
compradore.
Los avances en estas construcciones, que llevarán su tiempo pero que
podrían muy bien acelerarse cuando la izquierda radical empiece a moverse
con determinación, se inscriben necesariamente como avances en la larga ruta
del socialismo. Se trata, pues, de propuestas de estrategias no para “salir de la
crisis del capitalismo”, sino para “salir del capitalismo en crisis”, para
retomar el título de una de mis obras más recientes.
Nos encontramos en un período crucial de la historia. La única legitimidad
del capitalismo es haber creado las condiciones de su superación socialista,
entendida como una etapa superior de la civilización. El capitalismo es ya un
sistema obsoleto, sus intentos de despliegue solo producen barbarie y ya no
hay otro capitalismo posible. La salida de este conflicto de civilizaciones es
incierta, como siempre. O bien las izquierdas radicales conseguirán, gracias a
la audacia de sus iniciativas, arrancar unos avances revolucionarios, o bien se
impondrá la contra-revolución. No hay compromiso duradero entre estas dos
respuestas al desafío.
Todas las estrategias de las izquierdas no radicales solo son, de hecho, no
estrategias, es decir, ajustes regulares a las vicisitudes del sistema en
implosión. Y si los poderes establecidos quieren, como el Gatopardo, “que
todo cambie para que nada cambie”, los candidatos de la izquierda no radical
creen posible “cambiar la vida sin tocar el poder de los monopolios” (!) Las
izquierdas no radicales no detendrán el triunfo de la barbarie capitalista. Ya
han perdido la batalla por falta de voluntad para librarla.
Audacia: hace falta audacia para hacer coincidir el otoño del capitalismo,
anunciado por la implosión de su sistema, con una auténtica primavera de los
pueblos, una primavera que hoy ya es posible.

Referencias

Sur la crise, sortir de la crise du capitalisme ou sortir du capitalisme en


crise? (Le temps des cerises, 2009. Ed. española en El Viejo Topo, 2009,
La crisis: salir de la crisis o salir del capitalismo en crisis). Véanse en
particular nuestros desarrollos relativos a: las dos largas crisis del
capitalismo de los monopolios; el imperialismo colectivo; los tres
componentes del sistema de postguerra y la acumulación por
desposeimiento.
L’éveil du Sud, l’ère de Bandoung (Le temps des cerises, 2008); análisis del
recorrido de las experiencias nacionales populares de la época.
Du capitalisme à la civilisation (Syllepse, 2008); el capitalismo de los
monopolios generalizados, el proyecto europeo, los movimientos sociales.
Pour un monde multipolaire (Syllepse, 2005. Edición española en El Viejo
Topo, 2006, Por un mundo multipolar); China, el Sur, Europa.
Le virus libéral (Le temps des cerises, 2003. Edición española en Ed. Hacer,
2007, El virus liberal); la ideología del consenso.
La mondialisation de la loi de la valeur (Le temps des cerises, 2011. Edición
española en El Viejo Topo, 2013, La ley del valor mundializada).
Aurélien Bernier, Désobéissons à l’Union Européenne; Les mille et une
nuits, 2011.
Jacques Nikonoff, Sortir de l’euro; Les mille et une nuits, 2011.
François Morin, Un monde sans Wall Street, Le seuil, 2011).
CONCLUSIÓN

Los análisis propuestos en esta obra se articulan sobre mi definición central


del capitalismo de los monopolios generalizados. Este concepto permite
situar en su lugar y restituir su significado a todos los nuevos hechos
destacados que caracterizan al capitalismo contemporáneo, para todas las
regiones del mundo (centros y periferias). Da coherencia a un cuadro que, sin
él, parecería haber sido diseñado por el azar y el caos.
La primera formulación del capitalismo de los monopolios se remonta a
finales del siglo XIX, para constituirse verdaderamente en sistema en Estados
Unidos solo a partir de los años 1920 y después conquistar a la Europa
occidental y el Japón de los “treinta gloriosos” del período posterior a la
Segunda Guerra Mundial. El concepto de excedente, propuesto por Baran y
Sweezy en los años 1950-1960 permite aprehender lo esencial de la
transformación cualitativa del capitalismo aportada por la emergencia
dominante de los monopolios. Convencido desde su publicación por este
trabajo de enriquecimiento de la crítica marxista del capitalismo, a partir de
los años 1970 yo mismo inicié su reformulación, una reformulación que
exigía, a mi modo de ver, la transformación del “primer” capitalismo de los
monopolios (1920-1970) en capitalismo de los monopolios generalizados,
analizado como una fase cualitativamente nueva del sistema.
Mi primera reformulación del capitalismo de los monopolios generalizados
se remonta a 1978, cuando propuse una lectura de las respuestas del capital al
desafío de su nueva larga crisis sistémica, que se abría a partir de 1971-1975.
En esta lectura yo ponía el acento en las tres direcciones de esta respuesta
esperada, entonces apenas iniciada: la centralización reforzada del control de
la economía por los monopolios, la profundización de la mundialización (y la
deslocalización de las industrias manufactureras en dirección a las periferias)
y la financiarización. La obra que André Gunder Frank y yo publicamos
conjuntamente en 1978 (“N’attendons pas 1984”) pasó desapercibida,
probablemente porque nuestras tesis se avanzaban a su tiempo. Pero hoy las
tres características en cuestión se han convertido en evidencias deslumbrantes
para todo el mundo.
Había que dar un nombre a esta nueva fase del capitalismo de los
monopolios. ¿Capitalismo de los monopolios “tardío” (“late monopoly
capital”, en inglés)? Yo pensé que este calificativo, un poco como el prefijo
“post”, había que evitarlo, porque por sí mismo no da ninguna indicación
positiva relativa al contenido y al alcance de lo que es nuevo. El calificativo
de “generalizado” precisa esto: los monopolios se encuentran desde ese
momento en una posición que los vuelve capaces de reducir todas las
“actividades” económicas (o casi) al estatus de subcontratas. El ejemplo de la
agricultura familiar de los centros capitalistas que he dado en esta obra
constituye el mejor de los ejemplos.
Este concepto de capitalismo de los monopolios generalizados permite
situar el alcance de las transformaciones mayores relativas a la configuración
de las estructuras de clase y a los modos de gestión de la vida política.
En los centros del sistema (la tríada Estados Unidos-Europa occidental-
Japón) el capitalismo de los monopolios generalizados ha comportado la
generalización de la forma salarial. Los cuadros llamados superiores,
asociados a la gestión de la economía por los monopolios, son desde ese
momento asalariados que, como he demostrado, no participaban en la
formación de plusvalía, de la que se han convertido en consumidores,
mereciendo por ello ser calificados de segmento constitutivo de la burguesía.
En el otro polo de la sociedad, la proletarización generalizada que la forma
salarial sugiere va acompañada de la multiplicación de las formas de
segmentación del frente del trabajo. Dicho de otro modo, el “proletariado”
(en las formas en que se le había conocido en el pasado) desaparece en el
momento mismo en que la proletarización se generaliza.
En las periferias –diversas en extremo, como siempre, ya que su definición
es negativa (las regiones que no se han constituido en centros del sistema
global)– los efectos de la dominación (dirección indirecta) del capital de los
monopolios generalizados no son menos visibles. A la diversidad tanto de las
clases locales dominantes como de los estatus de las clases dominadas se
superpone el poder de una superclase dominante que emerge siguiendo la
estela de la mundialización. Esta superclase es tan pronto la de los
“especuladores compradore” como la de la clase política (o clase-Estado-
partido) gobernante, o una mezcla de ambas.
El poder de dominación de la economía por el capitalismo de los
monopolios generalizados ha exigido y permitido a su vez la transformación
de las formas de gestión de la vida política. En los centros, una cultura
política nueva de “consenso” (aparente tal vez, pero sin embargo activo),
sinónimo de “despolitización”, ha sustituido a la cultura política anterior
basada en la confrontación derecha/izquierda que fijaba el alcance de la
democracia burguesa y a la inscripción contradictoria de las luchas de clase
en su marco. Lejos de ser sinónimos, el “mercado” (es decir, en realidad, el
“no-mercado” que caracteriza a la gestión de la economía por los monopolios
generalizados) y la “democracia” son, al contrario, antinómicos. En las
periferias el monopolio del poder acaparado por la superclase dominante
local a la que hago referencia más adelante, implica también la negación de la
democracia. Esta consolida a su vez formas de despolitización de formas
aparentes diversas pero sin embargo idénticas por sus efectos. Wang Hui
(obra citada) ha hecho un análisis estupendo de los mismos en el caso de la
China contemporánea, posterior al 1989 (Tian an Men). Yo mismo he tratado
de hacer lo propio respecto a los países víctimas del ascenso del islam
político.
Yo propongo dar un paso más en el análisis del capitalismo de los
monopolios generalizados calificándolo de triunfo del “capital abstracto”. El
capitalismo, en la forma acabada que había adoptado a partir de la revolución
industrial y en su despliegue en el siglo XIX, correspondía a una realidad
histórica concreta en sus dimensiones decisivas para comprender la lógica de
su modus operandi. La nueva clase rectora del devenir económico,
erigiéndose progresivamente al rango de clase dominante en el sistema
político, estaba formada por hombres y familias vinculados a unidades
económicas determinadas y definidas; eran propietarios del capital (o de lo
esencial de este) de fábricas, comercios o entidades financieras particulares.
Constituían una “burguesía concreta” y asumían directamente mediante su
propiedad privada la gestión económica. Esta era entonces una gestión
mediante la competencia efectiva a la que se entregaban los capitales (y por
tanto los capitalistas, los burgueses). Es esta competencia concreta la que
analiza Marx para comprender la transformación del sistema de valores en
sistema de precios. Finalmente, en el plano de la gestión macro el orden que
permitía trascender el caos de la competencia se imponía mediante la
utilización de una moneda mercancía concreta –el oro. Esta gestión de los
intereses colectivos del capitalismo, que trascendía a los de los capitalistas,
operaba en el marco político del Estado nacional, garantizando así la
coherencia entre la acumulación del capital y la gestión política de la nación,
idealmente por la democracia burguesa.
Hoy, en cada uno de estos planos decisivos, la realidad es otra. Lo concreto
desaparece para dejar su lugar a una representación abstracta del capital.
El poder económico fragmentado, y por ello concreto, de las familias
burguesas propietarias, deja su lugar al poder centralizado ejercido por los
dirigentes de los monopolios y por la cohorte de sus servidores asalariados.
Pues el capitalismo de los monopolios generalizados no implica la
concentración de la propiedad –que, al contrario, está más diseminada que
nunca–, sino la del poder de su gestión. Por ello, el calificativo de
“patrimonial” aplicado al capitalismo contemporáneo es engañoso. El reino
de los “accionistas” es solo aparente. Los verdaderos monarcas que deciden
en su nombre son los dirigentes de los monopolios. Esta gestión a su vez
aniquila el modus operandi antiguo de la competencia de los capitales, que
constituía el fundamento del modo de regulación de la acumulación del
capital. Lo sustituye por un modo de gestión basado en la alternancia de la
cooperación negociada y del conflicto brutal de los monopolios (que pone en
práctica unos medios que no son los de la “competencia transparente y leal”
como quieren hacernos creer). El poder en el sentido más abstracto del
término ocupa el lugar de la competencia efectiva concreta. Por lo demás, la
profundización de la mundialización del sistema aniquila la lógica holística
(es decir, a la vez económica, política y social) de los sistemas nacionales sin
sustituirla por algún tipo de lógica mundial. Es el imperio del caos (título de
una de mis obras, publicada el año 2001, y retomado por otros más tarde): en
los hechos la violencia política internacional ocupa el lugar de la competencia
económica, mientras que el discurso pretende hacernos creer que la
regulación del sistema es el producto de esta última.
La evolución del sistema capitalista en estas direcciones plantea problemas
a la teoría del valor.
Marx había construido su crítica del capitalismo y la de la teoría
económica que legitimaba su despliegue en la época del capitalismo
competitivo del siglo XIX. La teoría del valor y la de la transformación del
sistema de los valores en sistema de los precios constituían el eje de esta
crítica. Los economistas burgueses anteriores a Marx (la economía vulgar de
Bastiat) y sobre todo los posteriores se empeñaron en querer demostrar que la
sumisión de la sociedad a las exigencias del despliegue de los mercados
competitivos generalizados produciría un “equilibrio general” favorable al
progreso de todos a escala nacional y a escala mundial. Las dos grandes
tentativas de producir esta demostración (Walras y Sraffa) no han tenido
éxito (véase mi libro La ley del valor mundializada). Por lo demás, la
realidad del sistema mundial ha demostrado que el capitalismo no produciría
la homogeneización de las condiciones económicas a esta escala, sino su
contrario, una polarización cada vez mayor.
Baran y Sweezy habían demostrado hace ya medio siglo que la abolición
de la competencia por los monopolios (o al menos la transformación radical
del sentido de este término, de su modus operandi y de lo que ella produce)
había desconectado el sistema de precios de su fundamento, el de los valores.
El sistema de los monopolios hace perder de vista, sin de todos modos
eliminarlo, el marco de referencias que definía la racionalidad del
capitalismo.
Esta pérdida de puntos de referencia fundamentales (los valores) ha sido
concomitante al abandono progresivo del otro punto de referencia sólido del
capitalismo histórico –la moneda mercancía (el metal, el oro). Abandono
progresivo iniciado por el caos de la Primera Guerra Mundial. La tentativa de
volver al oro en el período de entreguerras funcionó mal. La solución
aportada por el sistema de Bretton Woods (1945-1971) solo fue eficaz en la
medida en que Estados Unidos asumió en solitario las funciones de la
economía hegemónica (el dólar, equivalente al oro) y desaparece con el
abandono de la convertibilidad del dólar en oro en 1971. Desde entonces, los
cambios flotantes han introducido un motivo suplementario de caos
permanente.
En 1957, y después en 1973, yo había esbozado una crítica de la
transformación de la lógica de la acumulación producida por la pérdida de
referencia que había representado la moneda/metal. Esta pérdida de
referencia comportaba la aparición de un nuevo modo de gestión de la
acumulación, asociada al desorden de la inflación, desde entonces posible.
Hoy, la voluntad afirmada de abolir toda perspectiva inflacionista sin por ello
volver a la moneda/metal, sino mediante la puesta en práctica de políticas
monetarias “deflacionistas” permanentes (voluntad afirmada por Alemania
más que por otros), invita a profundizar el análisis del concepto de moneda
en el capitalismo. La pérdida de vista de la referencia sólida de la moneda
metal habría podido compensarse con la gestión centralizada del crédito por
parte del Estado. Esta solución se puso parcialmente en práctica durante los
treinta gloriosos de la postguerra (1945-1975). La entrada en crisis del
sistema (a partir de 1975) y la respuesta que se le ha dado en términos de
profundización de la mundialización (y para Europa de una construcción
inscrita en la mundialización en cuestión) han conducido al abandono de esta
gestión del crédito por el Estado y su devolución al poder directo de los
monopolios. Pero el estancamiento y el caos resultantes han tenido como
consecuencia una recuperación del fetiche oro, ilustrando de este modo que la
alienación economicista y la permanencia de un fetiche indispensable son
indisociables.
El carácter abstracto del capitalismo contemporáneo es, pues, sinónimo de
caos permanentemente insuperable. La acumulación capitalista, por su propia
naturaleza, ha sido siempre sinónimo de “desorden” en el sentido que había
dado Marx a este término: un sistema que se desplaza de desequilibrio en
desequilibrio (en función de las luchas de clase y de los conflictos entre
potencias) sin jamás tender al equilibrio. Pero este desorden se mantenía
dentro de unos límites razonables por el carácter efectivo de la competencia
de capitales fragmentados, por la gestión del sistema productivo ejercida por
el Estado en el marco de la nación, por el respeto a las exigencias de la
moneda/metal. Con el capitalismo abstracto contemporáneo estas fronteras
desaparecen; la violencia de los desplazamientos de desequilibrio en
desequilibrio se ve reforzada.
La teoría económica burguesa trata de responder al desafío negando la
existencia del mismo. Para ello prosigue con su discurso convencional, un
discurso que habla de “competencia transparente y leal”, de hecho
inexistente, y de “precios verdaderos”. Hemos visto en el ejemplo de la
agricultura que estos “precios verdaderos” corresponden a unas
remuneraciones nulas del trabajo de los agricultores, que solo son
compensadas en virtud de las subvenciones públicas. ¡Se habla de “menos
Estado” cuando de hecho la parte pública deducida del PIB no solo no ha
sido nunca tan importante, sino que constituye la condición sine qua non de
la supervivencia del sistema! Pero en paralelo a este discurso huero e irreal, la
teoría pretende reconstruir el teorema (falso) de la auto regulación de los
mercados transfiriendo el análisis de la decisión económica, atribuida sin
prueba a los “individuos”, a las “anticipaciones” las estimaciones a futuro, de
estos. Se cierra de este modo el círculo: la teoría económica, siempre la de un
sistema imaginario (y no la del capitalismo real), es por añadidura la que
permite prever cualquier cosa en función de las “anticipaciones”, cuya
conformidad con la realidad es siempre una incógnita. La teoría económica
es, más que nunca, un discurso ideológico (en el sentido más llanamente
negativo del término) destinado a hacer aceptar las decisiones de los únicos
que deciden: los monopolios generalizados.
El objeto de esta obra era simplemente analizar la realidad del capitalismo
contemporáneo de los monopolios generalizados. Y con ello demostrar que
este sistema no es viable y que su implosión, en curso, es inevitable. En este
sentido, el capitalismo contemporáneo merece el calificativo de senil que yo
le he atribuido: el otoño del capitalismo.
No he querido ir más lejos y proponer unas estrategias políticas de acción
que permitan la construcción de una alternativa positiva. Aceptar este reto
habría exigido el examen de cuestiones fundamentales que no se abordan en
el libro, en particular la de los sujetos sociales activos. Me he contentado, por
consiguiente, con esbozar, en el último capítulo de la obra, las grandes líneas
de los desafíos a los que, a mi modo de ver, solo será posible hacer frente a
condición de que se reconstituyan unas izquierdas radicales audaces.
Entonces y solo entonces el otoño del capitalismo y la primavera de los
pueblos podrán coincidir.
Este no es sin embargo el caso (¿todavía?). Lo único que constato es la
implosión/ explosión esperada del sistema. Esta se manifiesta en las revueltas
de los pueblos del Sur (América Latina, mundo árabe y otros), el crecimiento
de los conflictos entre los países emergentes y los centros de la tríada
imperialista histórica, la implosión del sistema europeo y el ascenso de las
nuevas luchas en los propios centros. Todo esto augura la posibilidad de
repolitización, condición ella misma para un renacimiento de las izquierdas
radicales a la altura de los desafíos.
BIOGRAFÍA DEL AUTOR

Samir Amin nació en El Cairo, hijo de padre egipcio y madre francesa


(ambos médicos). Pasó su infancia y juventud en Port Said, allí asistió a la
escuela secundaria. De 1947 a 1957 estudió en París, obteniendo un diploma
en Ciencias Políticas (1952) antes de graduarse en estadística (1956) y
economía (1957). En su autobiografía Itinéraire intellectuel (1990) escribió
que con el fin de gastar una cantidad considerable de tiempo en "acción
militante", solo podía dedicar un mínimo de tiempo a su preparación para los
exámenes universitarios.

Al llegar a París, Amin se unió al Partido Comunista Francés (PCF), pero


luego se distanció del marxismo soviético, y se sumó por algún tiempo con
los círculos de los maoístas. Con otros estudiantes publicó una revista
titulada; Étudiants Anticolonialistes. En 1957 presentó su tesis, supervisada
por François Perroux, entre otros, originalmente titulada Los orígenes del
subdesarrollo - la acumulación capitalista a escala mundial, luego retítulada
como "Los efectos estructurales de la integración internacional de las
economías precapitalistas". Un estudio teórico del mecanismo que crea las
llamadas economías subdesarrolladas.

Después de terminar su tesis, Amín regresó a El Cairo, donde trabajó desde


1957 hasta 1960 como oficial de investigación para "El Instituto para la
Gestión Económica". Posteriormente, Amin deja El Cairo, para convertirse
en un asesor del Ministerio de Planificación en Bamako (Malí) desde 1960
hasta 1963. En 1963 se le ofreció una beca en el Instituto Africano de
Desarrollo Económico y de Planificación (Institut Africain de
Développement Économique et de Planification - IDEP). Hasta 1970 trabajó
allí, además de ser un profesor de la Universidad de Poitiers, Dakar y París (
París VIII, Vincennes). En 1970 fue nombrado director del IDEP, que dirigió
hasta 1980. En 1980, Amin abandonó el IDEP y se convirtió en director del
Foro del Tercer Mundo en Dakar.
1 Con la palabra compradore se designa a quienes, buscando el beneficio
propio, actúan apoyando intereses económicos extranjeros, de empresas o
Estados, de los que se convierten en cómplicas.

2 Mouvement Politique d’Éducation Populaire.

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