Hubiera preferido que lo hurtado a esta ventana fuera el decir mismo, la voz de la que
ya no se dispone, sea porque ya no hay qué decir, o sencillamente el querer que se
evaporó en el mismo instante que la palabra ya no dice; hubiera preferido eso a la pena que me toca las entrañas por la pérdida misma, lo que irreversible se fue en la sustracción, la pura letra viva de tu entrega. Como verás, no me refiero a mí, a la amargura por no haber podido leer lo que sé que me tenía por destino, sino al hecho mismo tuyo en dación, en aquello que uno sabe cuánto del pellejo se deja allí, cuánto se va para no volver, cuánto, en definitiva, de “ser” quien uno quiere ser-ahí. Hube de afrontar cierta incomodidad al proferir la palabra “peligrosidad” en mi último escrito. No faltó ocasión de dejarla en manos de tu propia comprensión, pese a jugar un poco con los límites de mi torpeza a la hora de nombrar lo que inminentemente cae fuera de mi dominio, de los “dominios” en general. Más luego de ver a través de tu recepción, se me impone el hecho de querer hacer aclaraciones, como si irremediablemente hiciera oídos sordos al oxímoron que encierra explicar lo vivido en tu lecho con palabras que han perdido su troquelado. A propósito de ese extravío, pura erosión por su extremada disponibilidad y uso negligente, los quehaceres que hacen frente que motivan, el puro acechamiento que no recoge un solo acto de abstracción más que para reproducirse, sordo e infinitamente; a propósito de lo poroso que somos para el olvido, el peligro como indicio del temor de perder los cabales allí donde los tuyos, los de Verónica, se trastocan en la volición enajenada -¡Porque de esto trata mi temor, del precipicio converso como posibilidad en pura externidad, pura negrura del mundo inhóspito que alguna vez nos dijimos! -¡más ver allí la sola ocasión de la subordinación a mi voluntad, de nuevo el dominio como lema -que si no encabeza expresamente el gesto hasta más nimio del mundo y su gente, lo hace a cuento de mantenerlo a raya, esto es, de un dominio sobre otro, del que se propone liberar. Si algo no había librado a ese artilugio, es lo que inmediatamente le siguió, un visto desde dentro a lo que está más allá de sí, la ida dulce en los labios de Michelle, lo desoculto en el estar radicalmente fuera, ahí donde no hay nada que ocultar. No sé si se recuerda, pero hubo un momento que la historia narrada se interrumpió, declinó en el contraste que yacía entre un momento de extaticidad al que fui a parar al conocerte, y lo que, acto seguido de mi huida, alguien podría titular “historia de mis calamidades” -que no se equivocaría ni un poco; en esa tinta reinaba el equívoco -¡Pero parece que no hay más remedio que un lenguaje que destina a los sucesos, a la temporalidad sucesiva! Si no fuera estrictamente por su carácter de “parecer”, de espejismo, a decir verdad, no hubiera habido interrupción, habría desaparecido en la levedad de una osamenta que precariamente se vuelve a armar a condición de volverse formal, o de poder por algún tiempo más, pasar frente algún reflejo y ser devuelto en la imagen que alguna vez se quiso para sí. El paraje del que solo brota una lengua muerta, las sorpresas que no llegan a ser por las jactancias que se le adelantan, el puro aire viciado cortado de raíz por el aire cortante de las alturas. Hay, exactamente en esa hiancia, la necesidad imperiosa que empuja a la peregrinación, la sacudida súbita del acontecimiento que desprecia el deber y toda prescripción tácita en el “como hubiera sido si…”. Imagina la visitación volcánica que sos, vero, que al tiempo en que se intenta un delineado, una frontera volátil y meramente transitoria, se fuga exactamente en el adentro que se muestra, punto a punto, desde los infinitos puntos de vista posibles. Hay una anécdota que narra Aristóteles sobre Heráclito, encontrándose este en su casa, bastante más allá de los confines de la polis, unos transeúntes se acercan a donde se rumorea que el pensador mora. Al notar que un hombre friolento junto a un horno de barro, intentaba calentarse, dudaron en dejar coincidir lo que se considera que es un pensador y aquel hombre junto al lugar ordinario donde se cuece el pan. Heráclito nota de inmediato el titubeo, e invita desde el fondo de su casa a pasar con la envalentonada frase: “adelante, aquí también moran los dioses”. Más allá de la posible distorsión aristotélica, que puede no ser más que un rumor o pura ficción narrativa sobre “el pensador”, la perspicacia de un hombre que no solo anticipa la desgracia de las masas ávida de novedades, la espera rumiante de una vivencia extraordinaria que solo se tiene con los dioses o con vaya uno a saber qué segunda hipóstasis bajo signo de “sabio”, sino el atrevimiento a vivir de veras, allí, en el hic et nunc ordinario donde se cuece el pan. -Vaya si no es ordinario el sótano donde anida el Aleph de Carlos Daneri. –Vaya si no sos el exacto foco ecuménico que resplandece en el peldaño número diecinueve, vero. – Vaya si no lo vi en un cuadro aun sin colgar, the power of our imagination.., sobre el panteón de los muertos en un siglo de truncas promesas. Vi la tragedia cruzar con la virtud en un único punto azaroso, en un niño –Pink lo llamaban los otros traviesos- caminando sobre cadáveres apilados en una trinchera, fosas llenas de cuerpos finados que la mirada los abandonó bajo un cielo negro; niñas y niños que juegan con los escombros, restos de un muro echo papel picado. Un mismo cuadro donde gira el arte para espectadores al arte para artistas, reverente luminosidad en clave de sol, divina descomposición fugaz que vista desde el punto de vista del Aleph, no hay sino pura sucesión colorida, pura yuxtaposición en descomposición. Vi vacaciones de verano, a vos con siete años, vi la pileta infinita, la amistad perenne que uno cree que, al regresar el año próximo, allí estará tal cual uno lo dejó. Vi diez años después, la sensación desmoronarse, vi, cómo delante de tus propios ojos, se hacía más honda la distancia entre el recuerdo, y la búsqueda desesperada de él en las cosas mismas. Vi, cómo en definitiva el recuerdo se hizo recuerdo en un cachetazo insuperable –de esos en el que aún se siente el calor de los dedos de una mano pesada cruzándote el rostro. Vi su contrario, la escucha meticulosa en el rincón de un colectivo cualquiera, un: -“es que lo extraño –que profirió una piba. Vi la inocencia capturada en un instante que perdura tanto en lo dicho como en la escucha, vi el dicho a una con tu escucha empedernida hecho un único gesto sincero; vi el aplanamiento del mero de oídas, insensible a la voz que la reclama, o el asombro ausente en el resto de los pasajeros, da igual. Vi el prisma de la protegida inocencia infantil candente en una penumbra, como la primera “primera vez que se coge”, el eros que a duras penas puede uno nombrar en la más confidencial amistad; vi una mujer nacer el 15 de abril de 1940, en Moselle, que años más tarde, en lo más floreciente de su juventud, echa a rodar en una rocola una melodía francesa con letra sin importancia alguna; la vi bailar para solo explorar su belleza característica, el señuelo de su cuerpo móvil, la risa dócil emancipada de los asuntos de alto escalafón – más aún, me atrevo a decir: de la brillante dirección de Godard. Vi ancianas, jóvenes, hombres y mujeres de edades y procedencias de las más heterogéneas viviendo comme il faut, vi la humildad y mezquindad de los trogloditas con distintos rostros, todos ellos humanos, o la humanidad vuelta una fuente temeraria de agua negra de Tebas. Vi sufrimiento carnal a la izquierda de un abdomen, vi otro dolor, en la devolución de un espejo, en la imagen mediata de debilitamiento de la muerte inminente que se avecina, trepando inerte por las piernas flácidas de Ivan Illich, la imagen invertida –que roza lo escatológico- que brota de la pluma de León Tolstoi al narrar el destino de esas mismas piernas tendidas sobre los hombros del criado. Vi la huida, la condensación de lo esquivo en un solo gesto altivo de olvido. Vi el olvido precariamente llevado a su término, el golpe certero, intempestivo, en la búsqueda desesperada en el fondo del muro virtual de Verónica; el prisma de mi inocencia que también perdura, ahí, donde uno espera veranear en el exacto lugar en el que el año anterior, por razones ajenas a su voluntad, tuvo que abandonar. Vi el mártir en la espera, como quien se aferra al dolor a tal punto que, al no sentirlo por lo menos de cerca, se tiene la extraña sensación de irrealidad. Vi la pandemia del nihilismo bajo un pseudónimo aleatorio. Vi no la contraria distanciación que de tan contraria se vuelve permeable a su opuesto, sino cómo la distanciación radical de todo nihil despuntaba floreciente en el espacio infinitamente pequeño que nos juntaba entre tu cien y mi hombro. Pero una reacción puesta al lado de otra reacción, no deja de lado su negatividad reaccionaria. Tan falto de hacerse de enemigos es esta reacción, que así creo tocar tan solo algo de lo visto en el Aleph. Vi suceder en lo alto de cualquier peldaño decimonono, la aleatoriedad del Aleph, lo aleatorio del número, lo aleatorio del piso de arriba que conecta con el de abajo, lo aleatorio, en definitiva, de ser peldaño. Vi suceder el infinito –¡Sí, suceder! En el gusto de tu boca, en cómo saben tus palabras en lo tibio de tu aliento; vi tu lengua irreverente escudriñando la mía, la implosión de la distancia mínima en la que repetíamos inexplicablemente palabras de un delirio sobradamente cómplice, en la mano que iba de la cintura al centro de tu espalda, con la otra te acariciaba el cabello; de nuevo a la cintura, sobre la falda escocés, más abajo, la leve inclinación que me deja bajar con el dorso de la mano, escalar palmar y el aura tuya contra mi pecho cortándome el aliento; un inminente agujero intermedio, de vero a li, de li a vero, la incipiente erección que te roza el vientre, la boca entre abierta escrutando impúdica, ya la lengua otra vez, lamen entre tus dedos la marca nítida de tu intimidad más recóndita que me reclama (…) Esto, anécdota sucesiva y artificial, precario boceto que, visto desde el Aleph, tendido sobre una mantita vieja en el suelo de un sótano, en el envoltorio de un paquete de cigarrillos, un canasto de mimbre de los que ya no se ve, el desagüe de una calle al azar, o en el brote de un árbol, en la copa de otro quejosamente enderezado con un palo de madera, es el aluvión que te arranca súbitamente a la obscenidad divina y sistemática yuxtaposición indistinguida, aunque resplandeciente el detalle infinito en una rueda que gira por sí misma, cuya duración acontece sin horas. Basta una canción del flaco o Charly para la caída libre en el Aleph, ver las cortinas de casa y escuchar tu voz susurrarme al oído el incendio de amor sagrado que nos consume; basta el ruido de una heladera y ver tu risa intacta, el mate calentito, el mate estacionado, torpemente cebado por horas al borde de una mesa circular, sentarme contiguo a la ventana a esperar la lluvia, el humo del cigarrillo interminable con tu delicada sien pegada a mi hombro; buscar incansablemente nuestra postal en el suelo, tomados de la mano, que permanece por unos segundos intimidantes si uno se ubica en cuclillas, pacientemente, con la mirada fija en lo inferior de la pared blanca, en la baldosa quinta contando desde el biombo que separa la cocina del living, hacia la derecha. La desatinada búsqueda, o más exactamente, lo irreversible que me arranca a vivir lo infinito de cabo a rabo -si es que cabe hablar de un cabo y al par un distinguido rabo-, en la cara imperceptible por irreal, puesto que no hay caras ni caretas, el lado son todos los lados posibles, en esto, aquello, estotro, en el allí, en el ahí del tiempo inmóvil matemático, en el de síntesis a síntesis sin oposición sintética alguna; en la cualidad diáfana que la doctrina fenomenológica explora, cuya máxima reza: “¡a las cosas mismas!” En otro tiempo hubiera creído que lo que tímidamente me dijiste al oído, el -no puedo¸ por una razón sobreentendida que decidimos eludir, era el certero golpe premonitorio del escarmiento. Como si uno ya supiera la hora del escarnio público, dónde habría uno de situarse entre la muchedumbre para tener una buena vista del adorado espectáculo, tiranía del orden antiquísima embozada en ley, trocada en el recuerdo de una historia aún sin contar, aunque la faena bien retenida en la memoria mediante el dolor, y la mnemotecnia como su piedra de toque. –Es que así están las cosas –me hubiera dicho (ojalá con reticencia). –Quien mal anda, mal acaba –habría completado. Entre idioteces repetidas hasta el hartazgo, uno acaba así, en definitiva, allí donde algo contranatural ha triunfado dentro de sí, algo externo pulula y convierte las pocas luces que se tiene, en la antecámara de la tortura y claro, sus aledaños: culpa, camisa de fuerza social, obediencia tácita al comme il faut –por decirlo benévolo con un eufemismo por demás de compasivo. Quizás haya un resto de culpa de la que no me pueda librar jamás, pese a que este tiempo no es como el anterior; ya este nombra en tiempos del Aleph, ya el “no puedo” que nos dijiste reza en las cosas mismas devueltas a su dignidad más propia, en este rizoma, en la epifanía sémica originaria, no donde la lengua anda por un lado y las cosas por otro –menos en la pretensión de la adaequatio, o todo lo contrario-, sí en el sexo fallido, en cada caso mío, la caricia sincera que a una piba no le pude dar por transustanciar tu rostro en el suyo, la que sí di por tu guiño insurrecto de pura aquiescencia, en una cena común y corriente el lugar en la mesa que sé que no vas a ocupar, el mate largo y calentito que te implora en un living hiperventilado, por demás indómito, tan bestiario, tan el merodeo de un tigre que circula por las tardes en una habitación tomada al azar que no puedo ni pisar, en los largos periodos de convalecencia de una noche viciada de brisa taciturna, de puro acecho, expectante del sueño que no logro conciliar, tan el claro de luna en una noche a cielo abierto que te esperaré y sé, Verónica, que no vendrás.