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EL HIJO PRODIGO

el capítulo empieza con la realidad fundamental que prepara el terreno:


todos los publicanos (traidores despreciados que extorsionaban dinero a sus
compatriotas judíos para llenar las arcas de Roma) y los pecadores (la
chusma irreligiosa e injusta a la que los escribas y fariseos consideraban por
debajo de ellos, y con quienes no querían relacionarse) A pesar de las
dificultades del mensaje de Cristo. Si alguno viene a mí, y no aborrece a su
padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no
puede ser mi discípulo.
27 Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo.

(14:25–27), los excluidos de la sociedad se sentían atraídos


se acercaban a Jesús para escucharlo. Como resultado, los fariseos y los
escribas murmuraban, diciendo: Este a los pecadores recibe, y con ellos
come. Es como si se quejaran de Cristo mediante las mentiras que
propagaban entre la multitud. Estas quejas motivaron tres
parábolas que tenían el propósito de ilustrar el gozo de Dios por el
arrepentimiento de los pecadores. Este a los pecadores recibe. Esta
frase es la clave para la trilogía de parábolas que viene a
continuación. Cristo no se avergonzaba de ser conocido como
“amigo de publicanos y de pecadores” (7:34).
El pródigo es ejemplo de un arrepentimiento total y sincero. El
hermano mayor ilustra la maldad de los fariseos con su prejuicio e
indiferencia hacia los pecadores que se arrepentían, así como en
creerse justos por méritos propios. El padre representa a Dios,
siempre dispuesto y gustoso para perdonar, con un anhelo
constante por el regreso del pecador al seno de su hogar. El tema
central, como en las otras dos parábolas en este capítulo, es el gozo
de Dios y las celebraciones que se desbordan en el cielo cada vez
que un pecador se arrepiente.
El relato del más conocido de los dos hijos se desarrolla en tres etapas de
vergüenza: hizo una petición vergonzosa, cometió un acto vergonzoso de
rebelión, y después se arrepintió vergonzosamente.
VERGONZOSA PETICIÓN
También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su
padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les
repartió los bienes. (15:11-12)
La narración empieza presentando a un hombre que tenía dos hijos. El título
común de esta historia, la parábola del hijo pródigo, sugiere que se trata
principalmente del hijo menor. Sin embargo, tal no es el caso. Aunque no
aparece hasta el final, en realidad es el hermano mayor quien tiene el enfoque
principal de la parábola. Las acciones del hijo menor al principio ponen en
movimiento la cadena de acontecimientos que llevan a la pecaminosa reacción
de su hermano y a la acusación de los oyentes de Jesús. “Pródigo” es un
término arcaico que describe 863
a un derrochador, un individuo que satisface todos sus deseos de manera
extravagante o que es imprudentemente despilfarrador. Describe a la
perfección al hijo menor, como revelan sus acciones.
Este joven hizo una sorprendente petición a su padre, diciéndole: Padre,
dame la parte de los bienes que me corresponde. Los escribas y fariseos
que oían esta historia se habrán sorprendido e impactado por tan descarada
exigencia. Esta era una indignante e inaudita petición que un hijo le hiciera a
su padre. Era irrespetuosa, y expresaba una falta total de amor y gratitud hacia
quien le había provisto de todo. Los escribas y fariseos la habrían considerado
una conducta vergonzosa y reprensible, una flagrante violación al quinto
mandamiento: “Honra a tu padre y a tu madre” (Éx. 20:12; cp. Lv. 19:3; Mal.
1:6; Mt. 15:4).
Que un hijo dijera tal barbaridad a su padre en esa cultura equivalía a decir
que deseaba verlo muerto, ya que no tenía derecho a su parte de la herencia
(un tercio de los bienes, ya que su hermano era el primogénito [Gn. 25:31-34;
Dt. 21:17]) mientras su padre aún estuviera vivo. Puesto que el padre en la
historia conservaba el control y la supervisión de los bienes mientras estuviera
vivo (cp. v. 31), esto interferiría en los planes de su hijo. El muchacho quería
su libertad para dejar la familia y satisfacer sus propios deseos egoístas.
Normalmente, un hijo que trajera sobre sí tal vergüenza al hacer esa petición
habría sido avergonzado en público por su padre, tal vez desheredado o
incluso despedido de la familia y considerado muerto (cp. vv. 24, 32).
Una prueba más de la irresponsabilidad del hijo viene del uso del término
ousias (bienes), usado solo aquí en el Nuevo Testamento, en lugar del término
habitual para herencia, klēronomia (12:13; 20:14; Mt. 21:38; Mr. 12:7).
Ousias hace referencia a propiedad o posesiones materiales, y su uso sugiere
que el hijo no estaba dispuesto a asumir la responsabilidad que venía con su
parte de los bienes. Es evidente que no le interesaba administrar su parte para
el bien futuro de la familia, como hicieran aquellos antes de él, sino que de
modo egoísta quería liquidarla a fin de usarla únicamente para su propio
placer.
La información de la irresponsable y egoísta petición del hijo habría circulado
por toda la aldea. Las personas habrían esperado que el padre estuviera furioso
con el hijo que lo había deshonrado y avergonzado, y que tomara las medidas
disciplinarias correspondientes. En vez de eso, en un giro sorprendente e
inesperado de los acontecimientos, el padre concedió la petición del muchacho
y repartió los bienes entre sus hijos. En esta ocasión, bienes se traduce de la
palabra griega bios, que literalmente se refiere a vida física. Aquí abarca todo
lo que las generaciones anteriores de la familia habían producido y entregado
a la generación actual. Si el padre hubiera hecho eso por su propia voluntad
podría haber sido comprensible. Pero hacerlo en respuesta a la descarada
petición de su indigno hijo fue algo muy chocante. En lugar de abofetearlo por
su insolencia, el padre le 864
concedió los deseos. A los ojos de los dirigentes religiosos, al otorgar la
petición del perverso hijo el padre mismo había actuado de modo vergonzoso.
El Señor está resaltando el punto espiritual de que Dios da a los pecadores la
libertad de elegir el curso de su iniquidad.
VERGONZOSA REBELIÓN
No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una
provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente.
Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella
provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos
de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase
cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los
cerdos, pero nadie le daba. (15:13-16)
No pasó mucho tiempo para que el hijo menor diera el siguiente paso en su
espiral descendente. Sin perder tiempo, no muchos días después, juntándolo
todo, es decir lo que había recibido, se fue lejos. Sunagō (juntándolo todo)
tiene aquí la connotación de haber cambiado todo por dinero efectivo ya que
esa era la única manera práctica en que pudo haber llevado con él su parte de
los bienes en un viaje a una provincia apartada para su placer pecaminoso.
Aunque él no podía tomar posesión de su herencia hasta que su padre muriera,
se le permitió vender su parte (obligadamente a un precio reducido) a un
comprador dispuesto a esperar para tomar posesión cuando el padre muriera
(muy parecido al modo en que los inversionistas modernos compran acciones,
con coberturas contra el futuro pagando el precio actual de compra).
Como si no fuera suficientemente malo que deshonrara a su padre, que hiciera
caso omiso de su responsabilidad para con la familia, y que iniciara un viaje
pecaminoso de placer, el hijo entonces viajó a una provincia apartada, que
significa una región gentil (como era todo territorio fuera de Israel). Él quería
pecar más allá del alcance de toda responsabilidad, lejos de su padre y de los
aldeanos, quienes lo habrían despreciado por su comportamiento vergonzoso.
La acción del joven simboliza la necedad del pecador al tratar de huir de Dios,
ante quien no deseaba ser responsable.
Las personas que escuchaban la historia se habrían preguntado por qué el
Señor no incluyó al hermano mayor en este punto para que actuara como
mediador. Eso habría sido de esperar. Si este hubiera amado de veras al padre
le habría defendido el honor ante las irresponsables acciones de su hermano
menor; y si amaba a su hermano habría intervenido para evitar que arruinara
su vida y llenara de
vergüenza a todo el mundo. El hermano mayor lleva la vergüenza por su
ausencia. La imagen es la de un padre amoroso y generoso que da todo a dos
hijos ingratos y nada cariñosos que no tenían absolutamente ninguna relación
con él, ni entre ellos.
Tal como había planeado, después de llegar a su destino, el hijo menor
desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Diaskorpizō (desperdició)
literalmente significa “esparcir” (Mt. 25:24, 26; 26:31; Lc. 1:51; Jn. 11:52;
Hch. 5:37). Mediante su estilo de vida imprudente, derrochador y libertino,
incluso de juntarse con prostitutas (v. 30), derrochó su fortuna.
Sin embargo, los placeres del pecado son efímeros (He. 11:25), y cuando
desapareció lo último de su dinero, la fiesta terminó. Sus antiguos amigos, que
con gusto se habían emborrachado con él, no le fueron útiles cuando todo lo
hubo malgastado. Inmediatamente después de la bancarrota misma surgió
otro desastre, este no de su propia creación: vino una gran hambre en
aquella provincia. La hambruna era un flagelo mortal y terrible, y además
muy común en el mundo antiguo Por primera vez en su vida, al joven
comenzó a faltarle (lit., “no tener suficiente”, o “pasar necesidad”). Sus
malas decisiones, sumadas a la grave crisis externa provocada por la
hambruna, lo llevaron a un inconcebible nivel de desesperación. Él había
abandonado a su familia, y sus supuestos amigos también lo habían
abandonado. Era un extraño en una tierra extranjera, sin tener a dónde ir y sin
nadie a quién acudir para pedirle ayuda. Estaba sin dinero, en la indigencia,
sin recursos. Al buscar placer desenfrenado, lujuria continua, y un
comportamiento sin restricción alguna, terminó en cambio sufriendo, vacío y
al borde de la muerte. Pero, a pesar de sus terribles circunstancias, aún no
estaba listo para humillarse, regresar a casa, buscar restauración, y enfrentar
las consecuencias de su conducta vergonzosa.
En lugar de eso, se le ocurrió un plan desesperado. Fue y se arrimó a uno de
los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que
apacentase cerdos. Para un judío apacentar cerdos en una nación gentil era
una de las ocupaciones más degradantes que se podía imaginar. Los escritos
rabínicos pronunciaban una maldición sobre los que se relacionaban con
cerdos La palabra arrimó se traduce de una forma del verbo kollaō, que
literalmente significa “pegado”. Este no era un contrato de trabajo. El joven
era un mendigo, y como los mendigos
persistentes en todo el mundo, es muy probable que se aferrara a este hombre
y no lo soltara. Para deshacerse del extraño, el hombre lo envió a cuidar
cerdos, quizás sin intención de pagarle algo. El miserable se vio obligado a
pelearse por las algarrobas que comían los cerdos. Estas tal vez eran vainas
de algarrobas que prácticamente no son comestibles para los humanos (aunque
cuando se las tritura, el polvo se puede usar como sustituto del chocolate). Ni
siquiera los intentos del joven por mendigar dieron resultado, porque nadie le
daba nada.
El comportamiento del hijo menor ejemplifica los lamentables deseos del
pecador y su difícil situación ilustra gráficamente la desesperada realidad que
vive. Pecar contra Dios es rebelarse contra su paternidad, desdeñar su honor y
respeto, despreciar su amor, y rechazar su voluntad. Los pecadores que no se
arrepienten rehúyen toda responsabilidad y rendición de cuentas delante de
Dios. Le niegan su lugar, lo odian, desean que Él no existiera, se niegan a
amarlo, y lo deshonran. Toman las dádivas que les ha dado y las despilfarran
en una vida de gratificación personal, disipación y lujuria desenfrenada. Como
resultado, los pecadores se encuentran espiritualmente en bancarrota, vacíos,
indigentes, sin nadie que los ayude, sin nadie a quién acudir, y enfrentando
muerte eterna. Y cuando todas las estrategias de autoayuda fallan, el pecador
toca fondo. Solo hay una solución para aquellos que, al igual que este joven
individuo, se hallan en tal situación, la cual se da a conocer en la siguiente
escena de la parábola.
VERGONZOSO ARREPENTIMIENTO
Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen
abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi
padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy
digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. (15:17-
19)
En lo profundo de su desesperanza y desesperación, el hijo menor, al enfrentar
hambre, volvió en sí y recordó a su rico y generoso padre. Se recordó:
¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo
aquí perezco de hambre! Esta declaración revela aún más el conocimiento
que tenía de la naturaleza misericordiosa y clemente de su padre. Los
jornaleros eran trabajadores por lo general pobres y no calificados, que vivían
día a día de los trabajos temporales que podían encontrar a cualquier salario
que les ofrecieran (cp. Mt. 20:13-14). Reconociendo la realidad de que tales
personas serían parte de la sociedad, la ley del Antiguo Testamento los
protegía y exigía que sus salarios se les pagaran en el momento oportuno (cp.
Lv. 19:13; Dt. 24:14-15). Pero como el hijo sabía y recordaba muy bien, su
padre excedía generosamente los requerimientos de la ley asegurándose de
que los hombres que contrataba tuvieran abundancia de pan. Ese recuerdo le
brindó esperanza y, sin tener alternativa y con lo que los escribas y fariseos
verían como insolente osadía, el joven decidió: Me 867
levantaré e iré a mi padre. Lo peor que le podría suceder no sería más grave
de lo que enfrentaba, sino que esperaba al menos ser tratado con la misma
misericordia y compasión con la que su padre siempre había tratado a sus
jornaleros.
Con eso en mente ensayó una breve confesión que ofrecer cuando llegara a
casa: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser
llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Lo mejor que pudo
haber esperado, tras confesar humildemente su vergonzoso pecado, era que se
le permitiera trabajar hacia la restitución (cp. Mt. 18:26) de todo lo que había
desperdiciado y después de eso esperar reconciliarse con su padre. Los
escribas y fariseos habrían estado de acuerdo en que él debía confesar,
arrepentirse, mostrarse humillado y avergonzado, y quizás recibir perdón y
misericordia, pero solo después de hacer una total restitución. En la manera de
pensar de ellos, las personas se tienen que ganar otra vez su camino a partir de
la vergüenza.
Las acciones del hijo menor representan el tipo de arrepentimiento que puede
llevar a la salvación. Él volvió en sí y se dio cuenta de que su situación era
desesperada. Recordó la bondad, la compasión, la generosidad y la clemencia
de su padre, y confió en esas virtudes. De igual modo, el pecador arrepentido
hace un balance de su situación y reconoce su necesidad de volverse del
pecado. Comprende que no hay a quién volverse sino al Padre a quien ha
avergonzado y deshonrado, y por fe, sin nada que ofrecer, se vuelve hacia Él
en busca de perdón y reconciliación en base a la gracia divina. El hijo
reconoció ante su padre que había pecado contra el y contra su padre. En la
misma forma el pecador arrepentido asume la total responsabilidad por su
pecado y acepta la atrocidad de este.
El arrepentimiento es la parte del pecador en el proceso de ser restaurado con
Dios, y no existe evangelio verdadero aparte de esto. El arrepentimiento no se
debe malinterpretar como una obra meritoria de presalvación pues, aunque se
requiere del pecador, debe ser concedido por Dios (Hch. 11:18; Ro. 2:4; 2 Ti.
2:25).
Después de suponer que tendría que trabajar para hacer la restitución, el hijo
menor no esperaba ser recibido de nuevo e inmediatamente en el seno de la
familia como un hijo, o ni siquiera como uno de los siervos de la casa. Solo
esperaba que su padre estuviera dispuesto a aceptarlo como a uno de sus
jornaleros. Su estilo de vida vacío lo había llenado de remordimiento por el
pasado, el dolor en el
presente, y la sombría perspectiva de incluso más sufrimiento en el futuro
mientras trabajaba el resto de la vida para ganar aceptación. Sin embargo,
como se ve después, drásticamente el hijo subestimó a su padre.
EL PADRE
Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su
padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le
besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no
soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el
mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus
pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta;
porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es
hallado. Y comenzaron a regocijarse. (15:20-24)
Al igual que la vergonzosa historia de su hijo perdido, a los ojos de los
dirigentes religiosos la historia del padre se desarrolla en tres etapas
vergonzosas: vergonzosa recepción, vergonzosa reconciliación, y vergonzoso
regocijo.
VERGONZOSA RECEPCIÓN
Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su
padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le
besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no
soy digno de ser llamado tu hijo. (15:20-21)
Obligado a llevar a cabo su única opción, el esperanzado hijo menor
levantándose, vino a su padre. La recepción que estaba a punto de recibir
estaba lejos de su imaginación, y dejó estupefactos y pasmados a aquellos
legalistas a quienes la historia fue dirigida. La inesperada recepción comenzó
a desarrollarse cuando el joven aún estaba lejos. Antes de que entrara a la
aldea lo vio su padre, informó Jesús, indicando que había estado observando,
esperando, sufriendo en silencio, esperando que un día su vergonzoso hijo
regresara. Los escribas y fariseos habrían esperado que si el hijo regresaba, el
padre, a fin de conservar su propio honor, inicialmente se negaría a verlo. Más
bien, haría que se sentara en la aldea fuera de la puerta de la casa familiar en
vergüenza y desgracia. Cuando finalmente le concediera una audiencia a su
hijo, sería una recepción fría mientras se humillaba delante de su padre. Se
esperaría que este le informara a su hijo qué trabajos debía realizar hasta hacer
total restitución por su prodigalidad, y por cuánto tiempo, antes de que se le
pudiera reconciliar como hijo ante su padre. Todo eso era coherente con la
enseñanza de los rabinos de que el arrepentimiento era una buena obra
realizada por los pecadores, que finalmente haría ganar el favor y el perdón de
Dios.
Sin embargo, esa expectativa cultural fue hecha añicos por Jesús cuando
expresó que al ver al hijo, el padre fue movido a misericordia, y corrió, y se
echó sobre su cuello, y le besó. Es obvio que esto se llevó a cabo a la luz del
día, ya que no habría podido ver a su hijo a gran distancia durante la noche. La
aldea habría estado llena de actividad, y el padre estaba decidido a llegar hasta
donde su hijo antes de que este entrara al poblado, con la intención de
protegerlo de la vergüenza de las burlas, el desprecio y el maltrato que los
aldeanos descargarían sobre el joven tan pronto como lo reconocieran. La
misericordia del padre por su hijo lo llevó a entrar en acción antes de que el
maltrato pudiera comenzar.
Para el asombro total de los oyentes del Señor, los detalles de la historia dan a
entender que el padre tomó sobre sí la afrenta de su hijo y de inmediato lo
reconcilió al pleno honor de la condición de hijo. Increíblemente, esta
vergonzosa humillación se ve en su ansiedad por llegar hasta él, porque corrió
para encontrar a su hijo. Los nobles del Oriente Medio no corrían. Corrió se
traduce de una forma del verbo griego trechō, que se usa para correr una
carrera en 1 Corintios 9:24 y 26. Decidido a llegar hasta donde su hijo antes de
que entrara a la aldea y lo recibieran las burlas del populacho, el padre
literalmente corrió a toda velocidad hacia él. Para un hombre de su posición e
importancia correr en público fue, y sigue siendo, algo inaudito. Para correr
debió levantar la larga túnica que usaban hombres y mujeres por igual, y por
tanto debió dejar al descubierto las piernas, lo que se consideraba vergonzoso.
En ese momento el padre se convirtió en objeto de bochorno al tomar la
vergüenza sobre sí con el fin de evitar que cayera sobre su hijo. Aún más
impactante fue lo que hizo cuando llegó hasta donde el pródigo; se echó sobre
su cuello a pesar de la empobrecida inmundicia y los asquerosos trapos que
usaba, y varias veces le besó. Tal gesto de aceptación, amor, perdón y
reconciliación habría asombrado aún más a los escribas y fariseos. El Señor
Jesucristo se representa a sí mismo en este padre, aquel que dejó la gloria del
cielo, vino a la tierra, y cargó la vergüenza y la humillación para abrazar a
pecadores arrepentidos, que llegan a Él con fe, concediéndoles perdón y
reconciliación total.
La impactante recepción al hijo hecha por el horriblemente ofendido padre se
llevó a cabo únicamente por la gracia de ese padre, aparte de cualquier obra
por parte del muchacho. Cuando al fin este pudo hablar y expresar su discurso
ensayado, Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de
ser llamado tu hijo, no pronunció la última frase crucial: hazme como a uno
de tus jornaleros. ¿Por qué? Porque no había necesidad de obrar para ganarse
la restauración y la reconciliación. Su padre lo había recibido de vuelta como
su hijo. El joven no tuvo que arrastrarse por días pidiendo la bondad
compasiva de su padre, sino que fue perdonado al instante, se le prodigó
misericordia, y fue reconciliado de inmediato. La recepción del hijo es un
verdadero ejemplo de los 870
creyentes que llegan en arrepentimiento y fe dirigidos hacia Dios,
suplicándole su gracia y su perdón aparte de las obras, y que reciben total
condición de hijos.
VERGONZOSA RECONCILIACIÓN
Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y
poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. (15:22)
Entonces el padre proporcionó una evidencia visible de su reconciliación con
su hijo. Sus acciones habrían conmocionado aún más a quienes escuchaban la
historia. Para ellos habría sido incomprensible que el padre le prodigara
honores al hijo que lo había avergonzado y deshonrado. Volviéndose a los
siervos de la casa que lo habían seguido cuando corrió para encontrar a su
hijo, les dijo antes que nada: Sacad el mejor vestido, y vestidle. El mejor o
más importante vestido pertenecía a los patriarcas, y solo se usaba en las
ocasiones más trascendentales. El hombre estaba a punto de convocar a una
fabulosa celebración de gala, pero dio a su hijo la prenda que él mismo habría
usado en un evento de esa naturaleza. El anillo era la joya del padre, que
llevaba el escudo familiar, y se usaba para estampar el sello de cera en
documentos para autenticarlos. Darle el anillo significó el otorgamiento de
parte del padre a su hijo de privilegios, derechos y autoridad. El calzado, que
por lo general los siervos no usaban, significaba la total restauración a la
condición de hijo. Así como el hijo regresó a su padre sin nada, así se acercan
con las manos vacías los pecadores arrepentidos a su Padre celestial, quien no
justifica a los legalistas, sino a los impíos (Ro. 4:5).
El hecho de que el padre le diera la túnica y el anillo a su hijo menor habría
impactado a los oyentes de Cristo. Ellos sabían que por derecho la túnica y el
anillo se le debieron dar al hermano mayor, quien primero habría usado la
túnica formal de su padre en su propia boda, el más grande y exclusivo
acontecimiento que podía darse en una familia. Él debió haber recibido el
anillo como un símbolo de su derecho como el primogénito para actuar en
nombre de su padre. Pero ahora, de manera increíble, su padre se los había
entregado a su hermano menor. Tan fastuoso amor y clemencia concedidos a
un pecador arrepentido son incomprensibles para la mente legalista. El
legalismo odia la misericordia.
VERGONZOSO REGOCIJO
Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque
este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y
comenzaron a regocijarse. (15:23-24)
Rebosante de alegría por el regreso de su hijo, el padre ordenó a sus siervos
que prepararan un festejo extravagante, que eclipsó a las fiestas del pastor que
encontró a su oveja perdida (v. 6) y al de la mujer que halló su dracma perdida
(v. 9). El becerro gordo, alimentado con grano, estaba reservado para sucesos
de la mayor 871
importancia, tales como la boda del hijo primogénito (cp. Mt. 22:2-4), o la
visita de un personaje importante (cp. 1 S. 28:24). Al ordenar a sus siervos que
lo prepararan de modo que los invitados comieran e hicieran fiesta, el padre
reveló cuán importante se había vuelto su hijo. Ya que un becerro gordo podía
alimentar a doscientas personas, toda la aldea habría sido invitada. El pastor
había hallado a un animal, la mujer a un objeto inanimado, y lo celebraron con
algunos de sus amigos. Pero el padre había hallado a su hijo, quien muerto
era, y había revivido; quien se había perdido, pero ahora había sido hallado,
y todos en la aldea comenzaron a regocijarse junto con él. Cada una de las
tres celebraciones reflejan el gozo en el cielo ante la recuperación divina de
pecadores perdidos (véase el estudio de esa verdad en el capítulo anterior de
esta obra). Y esta fiesta, al igual que las primeras dos, en realidad no honraba
al que fue encontrado sino al que buscó a su hijo y le dio plena reconciliación
a través de su perdón misericordioso y su amor compasivo.
EL HIJO MAYOR
Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la
casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le
preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre
ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano.
Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le
rogaba que entrase. Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos
años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni
un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo,
que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el
becerro gordo. Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas
mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque
este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado.
(15:25-32)
Algunos, de manera simplista, han sostenido que el hijo mayor representa a
los cristianos, ya que permaneció en casa y exteriormente era obediente a su
padre. Sin embargo, en realidad representa a los legalistas apóstatas, en la
forma de escribas y fariseos. El vergonzoso papel del hijo mayor se podría ver
bajo dos encabezados: su reacción verdaderamente vergonzosa, y la percibida
respuesta vergonzosa de su padre.
VERGONZOSA REACCIÓN
Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la
casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le
preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre
ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano.
Entonces se enojó, y no 872
quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase. Mas él,
respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote
desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme
con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus
bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo. (15:25-30)
Mientras tanto, el hijo mayor había estado en el campo todo el día
supervisando a los trabajadores y no estaba al tanto del regreso de su hermano
y de la posterior fiesta. Cuando vino del campo y llegó cerca de la casa, oyó
la música y las danzas. El hecho de que no supiera nada de la reconciliación
ni hubiera oído antes los sonidos de la fiesta indica el enorme tamaño de la
propiedad familiar diseñado en la historia. Sorprendido al descubrir que en la
aldea se realizaba una amplia celebración de la que no sabía nada, llamando a
uno de los criados (tal vez uno de los jovencitos que se hallaban al margen de
la fiesta) le preguntó qué era aquello. El hijo mayor no estaba al tanto de la
fiesta, aunque como primogénito debió haber recaído en él la responsabilidad
de planificarla. Además, eran sus recursos, su parte de los bienes, los que se
estaban usando para la fiesta, y sin embargo a él no le habían consultado.
Legalmente su padre no tenía que pedirle permiso para usar los recursos, a
pesar de que ya le había repartido los dos tercios restantes de la propiedad.
Según se indicó antes, el padre retenía el control (de acuerdo con el principio
legal conocido como usufructo) de los bienes mientras viviera. Pero el hecho
de que el padre no le consultara indica una vez más que el hermano mayor no
tenía ninguna relación con él ni con su hermano menor. En términos de su
relación con su familia, el individuo estaba tanto metafórica como literalmente
lejos, en un campo.
La respuesta del siervo, Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar
el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano, debería haberlo
llenado de gozo porque su hermano había regresado y su padre estaba siendo
apropiadamente honrado por su generosidad. En vez de eso le indignó y le
enfureció que su padre hubiera recibido definitivamente otra vez al pródigo.
Peor aún fue darse cuenta desde su perspectiva de que su padre ya se había
reconciliado con su hermano (la palabra griega traducida bueno y sano se usa
en la Septuaginta, la traducción griega del Antiguo Testamento, para referirse
a paz, no simplemente a salud física), en vez de hacerlo trabajar para que
hiciera restitución por su derroche y su pecado.
Durante años, ese rebelde hijo mayor había logrado ocultar sus verdaderos
sentimientos de animosidad hacia su padre y su hermano. No obstante, todo el
tiempo había sido malvado como su hermano, solo que por dentro, no por
fuera. Pero este hecho desenmascaró su verdadera actitud. En una
demostración pública del prolongado odio cultivado, se enojó, y no quería
entrar a celebrar con los 873
demás. El hermano mayor no pudo alegrarse por la recuperación de su
hermano perdido porque no le tenía amor a su padre. No entendió el
inmerecido favor, el gratuito perdón, y la liberación de la vergüenza causada
por las acciones del ofendido dotado con la autoridad de perdonar.
Los escribas y fariseos habrían aplaudido esta reacción. Debieron haber
pensado que por fin alguien estaba defendiendo el honor y actuando de
manera justa en enojo por el cobarde pecado del hijo y el vergonzoso perdón
del padre. Habrían considerado las acciones del padre como indignantes y
vergonzosas, del mismo modo que consideraban maligna la relación de Cristo
con recaudadores de impuestos y pecadores. Y representándolos, el hermano
mayor era un hipócrita legalista que por fuera hacía lo que se esperaba de él,
pero por dentro estaba lleno con pecados secretos como amargura, odio, celos,
ira y lujuria (Mt. 23:28). La verdad es que estaba más profunda y realmente
perdido que su libertino hermano menor, porque había pasado la vida
convenciéndose a él mismo y convenciendo a los demás de que era bueno y
moralmente recto. Eso le hacía imposible reconocer que en realidad era un
infeliz pecador. Así mismo ocurría con los escribas y fariseos, que eran los
“justos” y que a diferencia de los “pecadores” no se arrepentirían (Mt. 9:13).
En contraste con tan duro legalismo, y mostrando la misma paciencia
compasiva que había tenido hacia su hijo menor, salió por tanto su padre, y
le rogaba que entrase al festejo. La acción del padre simbolizaba a Dios en
Jesucristo rogando que los pecadores (cp. Ez. 18:31; 33:11; Lc. 19:10) lleguen
a la salvación. Sin embargo, esto habría vuelto a sorprender a los legalistas
judíos, quienes habrían esperado que el hijo mayor fuera honrado por su
renuencia a alternar en una celebración ofrecida a un pecador y dirigida por un
anfitrión cuyo amor doblegaba su devoción hacia la ley.
Toda la ira, amargura y resentimiento que el hijo mayor había reprimido se
desbordaron en una diatriba que hizo caso omiso tanto del honor de su padre
como de la bendición de su hermano. Negándose de manera irrespetuosa a
dirigirse a él con el título de “Padre”, sin rodeos dijo al padre: He aquí,
tantos años te sirvo (douleuō; servir como un esclavo). Para él, tantos años
de trabajar bajo las órdenes de su padre no habían sido nada más que
esclavitud. No había amor ni respeto por su padre, simplemente trabajo y
monotonía, esperando que él muriera para poder heredar. Se hace evidente que
él quería exactamente lo que su hermano menor anhelaba, todo lo que pudiera
obtener de los bienes para su propio uso, pero eligió un camino diferente para
obtenerlo. Entonces, en una clásica expresión de hipocresía farisaica declaró:
no habiéndote desobedecido jamás (cp. Lc. 18:21). Como un reflejo de la
asombrosa capacidad para el autoengaño exhibida por los hipócritas que se
creen buenos, este hijo vivía bajo la ilusión de que nunca había desobedecido
ninguna de las órdenes de su padre. El contraste implícito está entre 874
la conducta supuestamente perfecta de este malcriado y la conducta
vergonzosa de su padre en el trato indulgente para con el hijo menor. El hijo
mayor se veía como uno de los “noventa y nueve justos que no necesitan de
arrepentimiento” (Lc. 15:7).
El arrebato de ira del hijo mayor continuó con acusaciones de que su padre
había actuado de manera injusta y sucia. Se quejó: Nunca me has dado ni un
cabrito para gozarme con mis amigos. Declaró en primer lugar que su padre
no lo había felicitado por su legalismo. El cielo no hace fiesta por alguien que
se cree justo. La segunda implicación es que las personas que le importaban de
veras, aquellos con quienes le gustaría festejar, eran sus amigos, no su familia.
Aquella era una reminiscencia de los fariseos, quienes solo se asociaban con
otros fariseos. Además de hacer supuestamente caso omiso de su fiel servicio,
acusó a su padre de mostrar favoritismo hacia su hermano menor. Negándose
a reconocerlo como su hermano o incluso a llamarlo por su nombre, de
manera desdeñosa y despectiva se refirió a él como este tu hijo. Entonces,
dándole a la escena el tono más siniestro que pudo, le recordó a su padre que
el hermano menor había consumido sus bienes con rameras, y que a pesar de
eso le había organizado tremenda fiesta y había hecho matar para él el
becerro gordo.
La imagen es impactante. El legalista hermano mayor permaneció solo en la
oscuridad ofendiendo a su compasivo padre, quien al mismo tiempo estaba
recibiendo honra en el alegre festejo por la recuperación de su hijo perdido.
Las acciones del malcriado representan gráficamente a los escribas y fariseos.
Estos eran contumaces, legalistas, hipócritas que aparentaban bondad por
fuera, eligiendo injuriar y despreciar a Jesucristo, Dios encarnado, por
reconciliar a pecadores a los que toda la sociedad religiosa judía había
rechazado, en vez de unirse al banquete celestial con quienes alababan a Dios
por la salvación que se les había otorgado.
VERGONZOSA RESPUESTA
Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son
tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu
hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. (15:31-
32)
La gentil y clemente respuesta del padre se habría considerado el último acto
vergonzoso en la historia por parte de los aldeanos que la habrían conocido
(así como de parte de los escribas y fariseos que escuchaban la narración).
Ellos habrían esperado que abofeteara al hijo mayor por el insolente arrebato.
En cambio, se dirigió a él en términos tiernos y entrañables, con el mismo
amor compasivo y misericordioso que le había mostrado al hijo menor. La
palabra traducida hijo no es huios, el término usado en los versículos 11, 13,
19, 21, 24, 25 y 30, sino el vocablo más afectivo teknon (“niño”). Le recordó:
tú siempre estás 875
conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Aunque el padre retenía el control
sobre los bienes, ya se los había dado a su hijo. He aquí una representación de
la magnanimidad de Dios, especialmente para con los judíos, a quienes les ha
entregado las Escrituras, la gracia común más espléndida, y años de
oportunidad en el evangelio (cp. Ro. 9:4-5). Las riquezas de Dios fueron
ofrecidas en la mayor abundancia y claridad a los judíos, y en especial a esos
dirigentes que se enorgullecían por su conocimiento de las Escrituras.
La declaración final del padre, mas era necesario hacer fiesta y
regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había
perdido, y es hallado, regresa al tema de cada una de las tres parábolas en
este capítulo: el gozo de Dios al recuperar a pecadores perdidos. El hijo menor
simboliza a quienes buscan la salvación de Dios por medio de la gracia, y el
hermano mayor representa a quienes buscan la salvación por obras.
Ofrezco un relato más completo de esta maravillosa parábola en mi libro
Memorias de dos hijos (Nashville: Grupo Nelson, 2008, 2011). En esa obra
escribí lo siguiente con relación al final de la impactante parábola de la vida
real de Jesús:
Con estas palabras [v. 32], pero sin ninguna solución satisfactoria, la parábola
del hijo pródigo concluyó… pero como termina un arreglo musical sin una
resolución satisfactoria de un acorde final. No hubo más palabras, y Jesús
simplemente se alejó del lugar público donde estaba enseñando, y entró en un
contexto más privado con sus propios discípulos, en que comenzó a
exponerles una parábola totalmente nueva. El relato refleja el cambio en Lucas
16.1: “Dijo también a sus discípulos: Había un hombre rico…”.
Esto es impresionante. El desenlace es lo que importa en toda historia. Lo
esperamos con expectación. Es tan vital que algunos lectores no resisten la
curiosidad y van hasta el final para ver cómo se resuelve la trama antes de leer
la historia real. Pero esta narración nos deja en suspenso. La historia del hijo
pródigo finaliza de forma tan abrupta que un crítico textual con un bajo punto
de vista bíblico muy bien podría sugerir que lo que tenemos aquí solo es un
fragmento de la historia, inexplicablemente inconcluso por el autor. ¿O es más
probable que el desenlace estuviera escrito pero que de algún modo se hubiera
separado del manuscrito original y perdido para siempre? Sin duda en alguna
parte debe haber un final para esta historia, ¿verdad?
No obstante, lo repentino de la conclusión no nos deja sin lo esencial, es lo
esencial. Este es el golpe final en una larga serie de emociones que surgieron
mientras Jesús narraba la historia. De todos los sorprendentes giros del guion
y los asombrosos detalles, esta es la sorpresa culminante: Jesús llegó a ese
punto y sencillamente se alejó sin dar ninguna solución a la tensión entre el
padre y su primogénito. Pero no falta ningún fragmento. De modo intencional
dejó 876
inconclusa la historia y sin resolver el dilema. Se supone que nos sintamos
como si estuviéramos esperando un remate o una oración final.
Es probable que aun las personas en la audiencia original de Jesús se quedaran
boquiabiertas mientras Él se alejaba. Con seguridad se hacían la misma
pregunta que tenemos en la punta de los labios cuando leemos hoy la historia:
¿Qué sucedió? ¿Cómo respondió el hijo mayor? ¿Cuál es el final de la
historia? Los fariseos, más que nadie querrían saber, porque el hijo mayor los
representaba claramente.
Es fácil imaginar que los huéspedes en la historia estarían ansiosos de oír
cómo terminó la situación. Todos estaban adentro celebrando y esperando que
el padre volviera a entrar. Cuando lo vieron salir de repente, las personas se
dieron cuenta que algo grave estaba pasando. En una situación como esta de la
vida real lo más probable es que los invitados estuvieran murmurando que allí
estaba el hermano mayor, enojado porque las personas festejaran algo tan
reprensible como el inmediato, incondicional y completo perdón a un hijo que
se había comportado tan mal como el pródigo. Todos habrían querido ver la
expresión del padre al volver a entrar, para tratar de detectar alguna clave
acerca de lo que ocurrió. Esa es exactamente nuestra respuesta, como oyentes
del relato de Jesús.
Pero a pesar de toda esa expectativa contenida Jesús sencillamente se fue,
dejando el relato pendiente, inconcluso y sin resolver.
Por cierto, Kenneth E. Bailey, un comentarista presbiteriano que hablaba
árabe con soltura y era especialista en literatura del Oriente medio (pasó
cuarenta años viviendo y enseñando el Nuevo Testamento en Egipto, Líbano,
Jerusalén y Chipre), hace un fascinante análisis del estilo literario de la
historia del hijo pródigo. La estructura de la parábola explica por qué Jesús la
dejó inconclusa. Bailey demuestra que la parábola se divide en forma natural
en dos secciones casi iguales, y que cada una está divinamente estructurada en
una especie de patrón reflejo (ABCD-DCBA) llamado quiasmo. Es una clase
de paralelismo que parece prácticamente poético, pero que en realidad se trata
de un recurso típico en la prosa del Oriente Medio para facilitar la narración
de historias.
La primera mitad, donde el enfoque está por completo en el hermano menor,
presenta ocho secciones o estrofas, y en este caso las similitudes describen el
avance del pródigo desde su salida hasta su regreso a casa.
[Jesús] dijo: Un hombre tenía dos hijos.
A. Muerte: Y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los
bienes que me corresponde; y les repartió los bienes.
B. Todo está perdido: No muchos días después, juntándolo todo el hijo
menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes
877
viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran
hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle.
C. Rechazo: Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el
cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su
vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.
D. El problema: Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi
padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!
D. La solución: Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado
contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme
como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre.
C. Aceptación: Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a
misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.
B. Todo se restaura: Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y
contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus
siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y
calzado en sus pies.
A. Resurrección: Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos
fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es
hallado. Y comenzaron a regocijarse.
La segunda sección se enfoca en el hermano mayor, y también va en aumento
y sigue un patrón similar. Pero termina de forma abrupta después de la
séptima estrofa:
A. Permanece apartado: Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino,
y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los
criados, le preguntó qué era aquello.
B. Tu hermano; paz (una fiesta); enojo: Él le dijo: Tu hermano ha venido; y
tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano.
Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba
que entrase.
C. Amor costoso: Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase.
D. Mis acciones, mi paga: Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí,
tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado
ni un cabrito para gozarme con mis amigos.
D. Sus acciones, su paga: Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido
tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo.
C. Amor costoso: Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas
mis cosas son tuyas. 878

B. Tu hermano; seguro (una fiesta); gozo: Mas era necesario hacer fiesta y
regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido;

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