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Mi muerte y yo.

Cuando era joven e iba por el mundo con la coraza de Rodrigo


González, llegaba a un sitio y decía a la gente que estaba en el lugar:

-    He traído a mi muerte conmigo.

Recuerdo que uno de mis primeros escritos, creo que en la


introducción de la novela "Viento de Enero" que es lo único que he
escrito en este género literario, relato un sueño:

-        Ayer comimos muerto. Mi niño yo, ya muerto.

La madre de mis hijos, que conoció mis primeros textos, me llegó a


decir que yo mencionaba reiteradamente a la muerte. Y sí, más allá de
que me es consustancial, la muerte era para mí un tema recurrente.

No esa truculenta imagen de la Parca, sino mi muerte, la posibilidad


de que en algún momento sobreviniera la contingencia mortal.

Y es que la idea de que yo podría morir en cualquier momento, me


rondó desde niño, pues a partir de los cinco años, para entrar al
preprimaria en el Instituto Cumbres, un médico me descubrió,
asustado, un soplo cardiaco.

De ahí, cada tres meses me llevaban al Instituto Nacional de


Cardiología, donde me tomaban un electro cardiograma, un fonograma
y una placa torácica de rayos X. 

Luego, con los resultados de mano en mano, se juntaban a mí


alrededor cinco o seis médicos, cada uno me auscultaba, comentaba
con los demás cosas que yo escuchaba pero no entendía del todo,
reconocía palabras como soplo, arritmia, fibras, nombres ininteligibles,
palabras en inglés; siempre me ponían a hacer sentadillas, una quince
cuando menos, luego me auscultaban de nuevo. Hablaban entre ellos
y ninguno me decía algo.
Por fin, en una de las tantas citas a cardiología, uno de los médicos, el
mero mero Director del Instituto, recuerdo que era un brasileño, fue
quien de una buena vez me dijo:

-    Mira, lo que tienes se llama síndrome de Wolf Parkinson White, es


congénito, quiere decir que naciste con ello. No te preocupes
demasiado. Tú (“por alguna extraña razón, que no comprendo”, leí en
su pensamiento) estás bien. Normal, digamos, otros niños con lo
mismo andan en silla de ruedas y no pasan de los once años.

Yo tenía ocho o nueve años cuando sucedió esta junta de médicos en


torno a un niño con una enfermedad bien fea que al parecer no le
causaba efectos radicales, como a otros.

En mi casa, mi padre y mis abuelos, me llevaban, en paralelo a las


citas en cardiología, con médicos careros, que recomendaban la
operación (¿De qué o cómo? Quien sabe) y argumentaban, este niño
así, no pasa de los siete años, luego no pasaría yo de los once, luego
de los trece, más tarde de los diecisiete. 

Es decir, mi muerte, era inminente, sobre mi cabeza, como la espada


de Damocles, se cernía el suceso mortal.

El momento aciago estaba latiendo dentro de mí y en mis seres


queridos, quienes siempre me miraban con compasión.

Así, con la muerte siempre a mi costado, izquierdo, por cierto, transité


la infancia y la adolescencia, me hice hombre, y hoy estoy a unos
meses de cumplir los sesenta años.

El saberme mortal antes de los treinta años, la edad cuando el joven


devela el misterio y se le revela la posibilidad ineludible de morir, me
fue moldeando en una forma diferente, nunca le he temido a la muerte,
sabiendo desde siempre que he de morir, la he vuelto mi compañera,
mas no mi amiga, la soporto, condescendemos el uno con el otro. 
Y todo parece indicar que no hay un duelo, sino una combinación
infinita de paciencias.

Por eso puedo decir:

-         Hoy, he traído a mi muerte, conmigo.

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