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VIDA CONSGRADA

DON DIVINO

María la primera
consagrada
P. Florián Rodero, L. C
 
 

Juan Pablo II, comentando el pasaje de la Presentación


de Jesús en el templo, afirma que la peregrinación de
María y José al templo de Jerusalén adquiere el
significado de una consagración a Dios, en el lugar de su
presencia (11 de diciembre de 1996). Al no tener María
por qué purificar la conciencia de alguna mancha de
pecado, este acontecimiento adquiere un sentido ulterior
y más completo: el de un ofrecimiento de su propia vida
juntamente con la de Jesús.
Al presentar a su Hijo, recién nacido, ella misma se
ofrece en oblación, unida a la entrega que hace de Jesús,
y anticipa, en un gesto profético, la donación de su
persona en el templo del Calvario.
Porque María llena y supera con creces la esencia misma
de la vida de consagración, puede afirmarse que, por eso
mismo, es la primera consagrada en el nuevo orden
divino de la salvación.
Reflexionando sencilla y brevemente sobre algunas de las
características de la vida consagrada, podemos descubrir
cómo en ellas se refleja la figura de María.
La vida consagrada es ante todo una llamada gratuita de
Dios: «No me elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os
elegí a vosotros» (Jn 15, 16); «subió después al monte y
llamó a los que quiso» (Mc 3, 13). Entre las muchas
doncellas y vírgenes que había en Israel, Dios eligió a
una que se llamaba María y que vivía en Nazaret. A ella
se presentó el ángel de parte de Dios y la llamó por su
nombre, como Dios solía hacerlo con sus elegidos. San
Bernardo dice que «no fue hallada recientemente y por
casualidad, sino elegida desde la eternidad, predestinada
y preparada por el Altísimo para él mismo» (Homilía
segunda sobre la Virgen María). La consagración es,
pues, una elección, un «don divino» (Lumen gentium,
43). Es, además, un ofrecimiento por parte de Jesús: «si
quieres...». No es una imposición a ultranza. El amor,
ofrecido como don, no es impositivo; el amor se ofrece
en libertad. Así Dios invitó a María a ser su Madre y a ser,
a la vez, virgen. Dios no impuso a María ni la elección ni
una misión sin su consentimiento voluntario e inteligente.
El ángel no se retiró de su presencia hasta que María
respondió al ofrecimiento divino.
Otro de los rasgos de la vida consagrada es el carácter de
estabilidad. Dios no juega con el hombre. Una vez que le
llama, mantiene su palabra, pues «los dones y la llamada
de Dios son irrevocables» (Rm 11, 29). Las llamadas de
Dios son permanentes, crean estabilidad y definen
estados de vida. La vida consagrada es uno de ellos. El
derecho canónico considera así la vida consagrada: «La
vida consagrada por la profesión de los consejos
evangélicos es una forma estable de vida en la cual los
fieles, siguiendo más de cerca a Cristo, bajo la acción del
Espíritu Santo, se dedican totalmente a Dios como a su
amor supremo» (c. 573, § 1). Toda elección es definitiva.
San Pablo mismo invita a permanecer en el estado que se
ha elegido: «que cada uno siga viviendo según el don
recibido del Señor y en la situación en la que se
encontraba cuando Dios lo llamó» (1 Co 7, 17). Dios
llamó a María para la doble vocación de Virgen y Madre, y
en esa vocación permaneció fiel desde la encarnación de
su Hijo hasta su muerte. A la fidelidad de Dios
correspondió la fidelidad de María.
La vida consagrada se caracteriza igualmente por la
donación total de sí mismo y no sólo por la fidelidad en el
tiempo: la consagración entraña sobre todo la ofrenda
integral de la persona a Jesús. La vida de consagración
convierte a la persona en propiedad de Dios, le otorga
pleno señorío y coloca al consagrado en una actitud de
disponibilidad y servicio total al querer de Dios: «Como
están los ojos de los siervos pendientes de los ojos de
sus señores; como están los ojos de la esclava
pendientes de las manos de su señora...» (Sal 123).
María se definió a sí misma como esclava: «He aquí la
esclava del Señor» (Lc 1, 38). «María -nos dice la Lumen
gentium-, al abrazar de todo corazón y sin
entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de
Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la
persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al
misterio de la redención con él y bajo él, con la gracia de
Dios omnipotente» (n. 56).
m/mártir
Pero la norma última y suprema de la vida religiosa es el
seguimiento de Cristo, tal como se propone en el
Evangelio (cf. Perfectae caritatis, 2). Una exigencia de la
llamada es ir detrás del Señor. La vida consagrada tiene
como uno de sus principales objetivos el seguir a Cristo:
la «sequela Christi». Cristo llamó a sus discípulos a
seguirlo con una palabra que es a la vez invitación y
perentoriedad: «sígueme». Palabra que, por una parte,
exige libertad, pero al mismo tiempo no admite
alternativas, una vez que la persona ha respondido.
Ciertamente Jesús nunca dirigió esta singular invitación a
su Madre, y sin embargo, María se considera la primera
discípula de Jesús, por ser la primera que escuchó su
palabra y siguió sus pasos. San Agustín dice
atrevidamente que es más para María el haber sido
discípula de Cristo que el haber sido madre de Cristo (cf.
Discurso 72). El seguir tras el arado de Jesús, seguir su
mismo surco, no se puede hacer a intervalos, a golpe de
emociones, ni a ráfagas de sentimientos o hasta una
cierta altura de la vida. Se acompaña a Jesús hasta el
Calvario. Jesús dejó bien claro su criterio y condiciones:
«si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí
mismo, cargue con su cruz, y me siga» (Mt 16, 24) y la
vida de Jesús terminó en la muerte de cruz. En este
sentido, el alma consagrada más cumplidora y fiel fue
María. El camino de María fue el camino de Jesús: de
Nazaret al Calvario. María siguió con constancia y firmeza
los pasos de su Hijo y murió su misma muerte, dado que
no solamente cargó con su cruz, sino con la cruz de su
mismo Hijo, porque ella «sufrió y casi murió con su Hijo
cuando sufría y moría» (Benedicto XV, Inter sodalicia, 22
de marzo de 1918). San Pío X, citando unas palabras de
san Buenaventura, comenta que María participó tanto en
los dolores de su Hijo que, si hubiese sido posible,
hubiera sido más feliz de sufrir ella misma todos los
tormentos que soportó su Hijo (cf. Ad diem illum
laetissimum, 2 de febrero de 1904). Si la «sequela
Christi» encuentra su culminación en el martirio, María
fue mártir. Dice al respecto el célebre teólogo benedictino
Pascasio Radberto que «María fue virgen y mártir,
aunque terminó en paz sus días. Su sufrimiento fue
testimoniado por Simeón cuando le dijo: una espada te
traspasará el alma. Por ello consta que María está por
encima de los mismos mártires» (Homilía en la Asunción
de la bienaventurada Virgen María). Sin embargo las
huellas de María, que siempre se confundieron con las de
Jesús, continuaron más allá de la existencia temporal.
Jesús había prometido a los discípulos, que le habían
seguido y habían perseverado con él en las pruebas, que
les haría sentar a la mesa del banquete de la vida eterna
(cf. Mt 19, 28; Lc 22, 28). Como el seguimiento de María
fue tan singular, singular es el modo como también Jesús
premió a su Madre, anticipándole la felicidad completa de
la que todos los cristianos estamos llamados a gozar.
Pablo VI propuso en la Marialis cultus que para hacer más
asequible la figura de María, como modelo, se debía
hacerla entrar en la cultura y sociedad contemporánea; y
el mismo Pontífice consideró que uno de los rasgos que
caracterizan la figura de María y que tiene un valor
universal y permanente de ejemplo es presentarla como
la más perfecta discípula de Cristo (cf. n. 35). En una
sociedad que tiene a gala la libertad, María aparece como
el paradigma de una criatura que, como las almas
consagradas, se dona a Dios en totalidad restituyéndole
cuanto es y cuanto tiene por gracia, porque todo lo ha
recibido de él. Antes de sentirse libre, María tiene
conciencia de su dependencia de Dios.
En una cultura que se precia de caminar hacia su
madurez, María se nos presenta como la persona que,
habiendo recibido de Dios una vocación: seguir y
colaborar con Cristo, ofrece toda su vida, corazón y
mente, para realizar su misión de Madre y Virgen, porque
la madurez consiste en realizar cada quien el proyecto de
vida.
Ante un mundo que a veces lucha contra el egoísmo
individual y colectivo, y en otras se deja vencer por él, la
oblación total de María a Dios, con su ejemplo de
generosidad y de olvido de sí misma, es un ejemplo
constante para todos y para siempre. María, comentando
unas palabras de Von Baltasar, nos enseña que la
entrega perfecta de sí misma a Dios es lo más poderoso
del mundo.
Pero, sobre todo, la vida de María es el primer dechado
para quienes se han propuesto seguir a Jesús por el
arduo camino de los consejos evangélicos: estos
«estimulan continuamente el fervor de la caridad y, sobre
todo, como demuestra el ejemplo de tantos santos
fundadores, son capaces de asemejar más al cristiano
con el género de vida virginal y pobre que Cristo escogió
para sí y que abrazó su Madre, la Virgen» (Lumen
gentium, 46).

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