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LICENCIA: D01-9301702-0493014

Cortesía
(Sertralina) (Citalopram)
HISTORIA DE LA PSIQUIATRÍA
Jeffrey A. Lieberman
con Ogi Ogas
Traducción de Santiago del Rey
Título original: Shrinks. The Untold Story of Psychiatry
Traducción: Santiago del Rey
1.ª edición: marzo 2016

© Jeffrey A. Lieberman, 2015


© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-373-5

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda
rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Contenido

Introducción. ¿Qué le pasa a Elena?


PRIMERA PARTE. La historia del diagnóstico
1. La oveja negra de la medicina: mesmeristas, alienistas y analistas
2. Perdidos en vericuetos teóricos: el auge del «loquero»
3. ¿Qué es la enfermedad mental? Un amasijo de diagnósticos
4. Cómo destruir los Rembrandts, Goyas y Van Goghs: los antifreudianos
salen al rescate
SEGUNDA PARTE. La historia del tratamiento
5. Medidas desesperadas: curas de fiebre, terapia de coma y lobotomías
6. La «ayudita» de mamá: por fin la medicina
TERCERA PARTE. El renacimiento de la psiquiatría
7. El fin de la travesía del desierto: la revolución del cerebro
8. Corazón de soldado: el misterio del trauma
9. El triunfo del pluralismo: el DSM-5
10. El fin del estigma: el futuro de la psiquiatría
Agradecimientos
Créditos
Fuentes y lecturas complementarias
Acerca del autor
A mis padres, Howard y Ruth, que me inspiran con su ejemplo; a mi esposa,
Rosemarie, y mis hijos, Jonathan y Jeremy, que me prestan su apoyo; a mis
pacientes, que me guían.
Aclaración: he cambiado en este libro los nombres y los detalles
distintivos de los pacientes para preservar su intimidad y, en algunos casos,
he creado híbridos a partir de múltiples pacientes. Han sido muchas las
personas que han jugado un papel trascendental en la evolución de la
psiquiatría. Con el fin de ofrecer un texto legible, he optado por destacar a
ciertas figuras clave que me parecían representativas de su generación o su
especialidad. Lo cual no debe entenderse como un modo de ignorar o
subestimar los logros de otras figuras contemporáneas cuyo nombre no
aparece mencionado. Finalmente, en contra de la convención académica
habitual, he evitado el uso de puntos suspensivos y paréntesis en las citas
para no interrumpir el flujo narrativo, pero me he asegurado de que las
palabras añadidas o suprimidas no cambiaran el sentido original del escritor o
el orador citado. Las fuentes de todas las citas se encuentran en la sección de
Fuentes y lecturas complementarias, y las versiones originales de los textos
citados están disponibles en <www.jeffreyliebermanmd.com>.
El cerebro es más ancho que el cielo:
Ponlos uno al lado del otro
Y el primero contendrá al segundo
Con facilidad; y a ti, además.
El cerebro es más profundo que el mar:
Sostenlos, azul contra azul,
Y el uno absorberá al otro
Como las esponjas absorben los baldes.
El cerebro es sencillamente el peso de Dios:
Sopésalos, libra a libra,
Y se diferenciarán —si se diferencian—
Como la sílaba del sonido.

EMILY DICKINSON
Introducción
¿Qué le pasa a Elena?
Quien vaya a un psiquiatra debería hacerse examinar la cabeza.
SAMUEL GOLDWYN

Hace unos años, un personaje muy famoso —vamos a llamarlo señor


Conway— trajo de mala gana a mi consulta a su hija de veintidós años. Elena
se había tomado una licencia en la Universidad de Yale, me explicó el señor
Conway, a causa de ciertos problemas relacionados con un misterioso
descenso en sus calificaciones. El señor Conway asintió, pensativo, y añadió
que la disminución de rendimiento de Elena era el resultado de «una falta de
motivación y de confianza en sí misma».
Para afrontar los problemas detectados en su hija, los Conway habían
contratado a toda una serie de expertos en motivación, coaches personales y
tutores. Pese a esta carísima camarilla de asesores, Elena no había mejorado.
De hecho, uno de los tutores había apuntado (con ciertos titubeos, dada la
celebridad del señor Conway) que «Elena tiene un problema». Los Conway
desecharon la inquietud del tutor, pensando que era una excusa para justificar
su propia incompetencia, y siguieron buscando métodos para ayudar a que
«se sacudiera de encima el bajón y se pusiera las pilas».
Recurrieron a la meditación y a los agentes neuropáticos y, cuando esto
no funcionó, gastaron todavía más dinero en sesiones de hipnosis y
acupuntura. A decir verdad, habían hecho todo lo posible para evitar acudir a
un psiquiatra hasta que se produjo «el incidente».
Mientras viajaba en metro hacia la parte alta de Nueva York para
almorzar con su madre, Elena fue abordaba por un hombre de mediana edad,
parcialmente calvo y ataviado con una mugrienta chaqueta de cuero, que la
engatusó para que se bajara del vagón. Sin informar a su madre, Elena se
saltó la cita con ella y acompañó al hombre al sórdido apartamento que tenía
en unos bajos del Lower East Side. Mientras él le preparaba en la cocina una
bebida alcohólica, Elena respondió por fin a una llamada desesperada que su
madre le hizo con el móvil.
Cuando la señora Conway supo dónde estaba, llamó a la policía, que
apareció rápidamente y la llevó con sus padres. Elena no protestó por esta
abrupta intervención de su madre; de hecho, no pareció perturbada en
absoluto por el incidente.
Mientras los Conway me relataban todo esto en mi despacho de
Manhattan, me pareció evidente que querían a su hija y que estaban
verdaderamente preocupados por su bienestar. Teniendo como tengo dos
hijos, me resultó fácil identificarme con su angustia ante lo que había podía
haberle sucedido a su hija. Pero, a pesar de toda su preocupación, ellos no
dejaron de expresar abiertamente sus dudas sobre la necesidad de mis
servicios. En cuanto tomaron asiento, lo primero que me dijo el señor
Conway fue: «Debo decírselo de entrada, yo no creo que mi hija necesite un
loquero.»
La profesión a la que he dedicado toda mi vida sigue siendo la que inspira
más desconfianza, más temor y desprecio de todas las especialidades
médicas. No existe un movimiento anticardiología que exija la desaparición
de los especialistas cardiovasculares. No existe un movimiento antioncología
que impugne el tratamiento contra el cáncer. Pero sí existe un enorme y
ruidoso movimiento antipsiquiátrico que exige que se controle a los
psiquiatras, que se reduzca su número o que se eliminen por completo de la
práctica médica. Como director del departamento de Psiquiatría de la
Universidad de Columbia, jefe de Psiquiatría de hospital Presbiteriano de
Nueva York y centro médico de la Universidad de Columbia, y antiguo
presidente de Asociación Americana de Psiquiatría, he recibido todas las
semanas correos electrónicos que formulaban críticas como las siguientes:
«Sus falsos diagnósticos existen únicamente para enriquecer a la Gran
Industria Farmacéutica.»
«Ustedes toman conductas perfectamente normales y las tildan de
enfermedades para justificar su existencia.»
«No hay trastornos mentales, solo mentalidades diversas.»
«Ustedes, los matasanos, no tienen ni puta idea de lo que hacen. Pero
deben saber una cosa: sus fármacos destruyen el cerebro de la gente.»
Estos escépticos no cuentan con la psiquiatría para ayudar a resolver
problemas de salud mental. Afirman, por el contrario, que el problema
mental... es la psiquiatría. En todo el mundo, la gente mira con suspicacia a
los «loqueros»: el epíteto más común para describir a los engreídos
charlatanes que supuestamente integran mi profesión.
Hice caso omiso del escepticismo de los Conway y empecé a evaluar a
Elena escuchando su historia y solicitando a sus padres detalles médicos y
biográficos. Elena, según descubrí, era la mayor y las más inteligente de los
cuatro hijos de los Conway, y la que parecía presentar un potencial más
evidente. Todo en su vida había ido de maravilla, me confesaron con tristeza
sus padres, hasta su segundo año en Yale.
Abierta, sociable y popular durante el primer año de universidad, Elena,
en el plazo de unos pocos meses, había dejado de comentar con sus padres y
amigos su vida en la hermandad de mujeres y sus intereses sentimentales.
Adoptó una dieta estrictamente vegetariana y se obsesionó con la Cábala,
creyendo que su secreta simbología habría de llevarla al conocimiento
cósmico. Su asistencia a clase se volvió irregular y sus calificaciones cayeron
en picado.
Al principio sus padres no se preocuparon por estos cambios. «Hay que
darles margen a los chicos para que se encuentren a sí mismos», apuntó la
señora Conway. «Yo, desde luego, fui a mi propia bola cuando tenía su
edad», asintió el señor Conway. Pero los padres de Elena se preocuparon
finalmente tras una llamada telefónica desde el centro de salud estudiantil de
Yale.
Elena había acusado a unas chicas de su hermandad de meterse con ella y
de robarle una pulsera de oro. Sin embargo, al ser interrogadas por las
autoridades universitarias, las compañeras de hermandad de Elena negaron
cualquier tipo de acoso y aseguraron que no habían visto ninguna pulsera de
oro. Ellas habían observado, por su parte, que la conducta de Elena se había
vuelto cada vez más extraña. Uno de sus profesores había manifestado
inquietud por la respuesta que Elena dio a la pregunta de un examen. Al
pedírsele que explicara la técnica del flujo de conciencia de James Joyce,
Elena escribió que el estilo literario de Joyce era «un código cifrado con un
mensaje especial para ciertos lectores selectos, provistos de una sabiduría
implantada en sus mentes por las fuerzas espirituales del universo».
Los Conway solicitaron entonces a la universidad una licencia para su
hija, reclutaron coaches personales y aplicaron diversos remedios new age,
hasta que un amigo les recomendó una popular psicoterapeuta de Manhattan.
Esta asistente social era bien conocida por defender un modelo claramente no
médico de la enfermedad mental y por considerar los problemas psicológicos
como «barreras mentales». Como tratamiento, prefería un tipo de psicoterapia
confrontacional de su invención. Le diagnosticó a Elena un «trastorno de
autoestima» y empezó una serie de carísimas sesiones de terapia —dos veces
por semana— para ayudar a eliminar sus «barreras».
Cuando el dispendio de un año entero de terapia confrontacional no
produjo ninguna mejora, los Conway recurrieron a un sanador holístico. Este
prescribió un régimen purgativo, una dieta vegetariana y ejercicios de
meditación; pero, pese a sus recursos más creativos, Elena seguía en un
estado de indiferencia emocional y dispersión mental.
Entonces se produjo el incidente del abortado secuestro de Elena por parte
del sórdido individuo del metro y los Conway se vieron obligados a afrontar
el hecho desconcertante de que su hija parecía ignorar los peligros de
marcharse con desconocidos de intenciones lascivas. En este punto, el
exasperado médico de la familia les suplicó: «¡Por el amor de Dios, llevadla a
un médico de verdad!», y acudieron a mí.
Una vez terminada la entrevista con los padres de Elena, pedí que me
dejaran hablar en privado con su hija. Ellos abandonaron mi despacho y yo
me quedé a solas con Elena. Era una joven alta, esbelta y pálida, con una
melena rubia sucia y enmarañada. Antes, mientras yo conversaba con sus
padres, ella había mostrado una actitud distraída e indiferente, como de gata
ociosa. Ahora, al dirigirme a ella, su mirada vagaba al azar, como si las luces
del techo le parecieran más interesantes que la persona que tenía delante.
Lejos de tomármelo como un desaire, sentí verdadera preocupación.
Conocía bien esa mirada vacía y errática, que un colega llama «atención
fragmentaria.» Lo cual indicaba que Elena estaba más pendiente de los
estímulos del interior de su mente que de los procedentes de su entorno.
Todavía observando su actitud distraída, le pregunté cómo se sentía. Ella
señaló la fotografía que había sobre el escritorio de mi esposa y mis hijos.
«Conozco a estas personas», respondió con una voz baja y monótona
parecida al zumbido de un ventilador. Cuando empecé a preguntarle cómo
podía conocerlas, ella me interrumpió. «Tengo que irme. Llego tarde a mi
cita.»
Sonreí con expresión alentadora. «Esta es tu cita, Elena. Yo soy el doctor
Lieberman, y tus padres la han concertado para ver si puedo serte de ayuda.»
«A mí no me pasa nada —respondió, con su voz susurrada e inexpresiva
—. Me siento perfectamente; solo que mis hermanas no paran de reírse de mí
y de meterse con mis obras de arte.»
Cuando le pregunté por la universidad y por el motivo de que la hubiera
dejado, declaró bruscamente que la universidad ya no le interesaba: ella ahora
estaba en una misión para salvar el mundo descubriendo la fuente secreta del
poder divino. Creía que Dios había puesto ángeles en los cuerpos de sus
padres para guiarla en esa misión sagrada.
«Su secretaria también está al corriente», añadió.
«¿Por qué lo dices?»
«Su manera de sonreírme cuando he entrado. Era un signo.»
Estos delirios, que los psiquiatras catalogan como «narcisistas» (pues
relacionan los incidentes del mundo exterior con el propio yo) y «de
grandeza» (ya que atribuyen un propósito trascendental a las actividades
triviales), se conocen como síntomas schneiderianos, por el psiquiatra alemán
Kurt Schneider, que los describió por vez primera en los años cuarenta como
síntomas característicos de psicosis. Esa constelación inicial de
comportamientos e historia personal apuntaba claramente a un diagnóstico de
esquizofrenia, la más grave y peligrosa de todas las enfermedades mentales, y
precisamente aquella que llevo estudiando desde hace tres décadas.
Temía darles a los Conway esta noticia y, al mismo tiempo, me sentía
consternado y entristecido al pensar que esa joven antes alegre y vivaz podía
haber estado sufriendo durante tres años una enfermedad sumamente tratable,
mientras era sometida a una serie de remedios inútiles. Todavía peor, pues al
evitar un tratamiento genuinamente psiquiátrico, sus padres la habían
expuesto a dos peligros muy serios. En primer lugar, su mermado juicio
podría haberla inducido a tomar decisiones desastrosas. Y en segundo lugar,
hoy en día sabemos que, si no se somete a tratamiento, la esquizofrenia
provoca gradualmente un daño cerebral irreversible, igual que el motor de un
coche que funcione sin un cambio de aceites.
Hice que volvieran a entrar los padres de Elena. «Bueno, ¿cuál es el
veredicto?», preguntó la señora Conway con falsa jovialidad, tamborileando
con los dedos en la silla. Les dije que no podía estar completamente seguro
hasta que hubiera practicado más pruebas, pero que parecía probable que su
hija sufriera esquizofrenia, un trastorno del cerebro que afecta al uno por
ciento de la población y que suele manifestarse entre el final de la
adolescencia y el principio de la edad adulta. La mala noticia era que se
trataba de una enfermedad grave, recurrente e incurable. La buena noticia era
que con un tratamiento adecuado y cuidados constantes había muchas
posibilidades de que se recuperase y llevara una vida relativamente normal, e
incluso que pudiera volver a la universidad. Sabía que lo que iba a decir a
continuación resultaría difícil de asimilar: miré a los ojos al señor y a la
señora Conway y los conminé a internar a su hija de inmediato.
La señora Conway dio un grito de protesta e incredulidad. Su marido
meneó la cabeza, desafiante y furioso. «Ella no necesita que la encierren en
un hospital, por el amor de Dios. ¡Solo le hace falta centrarse y ponerse las
pilas!» Yo insistí, explicándoles que Elena requería una vigilancia continuada
y un tratamiento inmediato para devolverle la cordura y evitar peligros como
el del incidente del metro. Al final, transigieron y accedieron a internarla en
la unidad psiquiátrica del hospital Presbiteriano de Nueva York y centro
médico de la Universidad de Columbia.
Me encargué personalmente de supervisar los cuidados y el tratamiento
de Elena. Solicité análisis de sangre, encefalogramas, resonancias magnéticas
y pruebas neuropsicológicas para descartar otras causas posibles de su
trastorno, y le prescribí risperidona, un fármaco antipsicótico muy eficaz y
con un escaso potencial de efectos secundarios. Mientras tanto, en grupos de
socialización, los terapeutas la ayudaron a desarrollar sus habilidades
sociales. La terapia cognitiva reforzó su atención y concentración. La
instrucción guiada cognitivamente en las tareas básicas de la vida cotidiana
contribuyó a mejorar su higiene y apariencia. Después de tres semanas de
medicación y de cuidado intensivo, Elena fue perdiendo interés en los
símbolos cósmicos y su personalidad natural empezó a transparentarse: era
una joven alegre e inteligente, con un sentido del humor juguetón. Se mostró
avergonzada por su conducta reciente y manifestó el vehemente deseo de
volver a la universidad y de ver a sus amigos de New Haven.
Su espectacular mejora constituía un testimonio de la eficacia de la
psiquiatría moderna, y yo tenía muchas ganas de que Elena se reuniera de
nuevo con sus padres. Los Conway estaban encantados de recuperar a su hija;
incluso vi sonreír por primera vez al señor Conway, una vez que percibió la
transformación que Elena había experimentado.
Sin embargo, cuando nuestro equipo se reunió con los Conway para
hablar del alta de su hija y de la necesidad de una atención externa
continuada, ellos seguían sin creer que la espectacular mejora de Elena se
debiera al tratamiento médico que acababa de recibir. En efecto, unas
semanas después me enteré de que Elena había dejado de presentarse en el
servicio de consultas externas. Me puse en contacto con los Conway y les
rogué que continuaran con el tratamiento médico de Elena, recalcando que,
sin él, sufriría una recaída. Aunque agradecieron mi ayuda, me dijeron que
ellos sabían lo que era mejor para su hija y que se ocuparían de organizar su
tratamiento.
A decir verdad, si esto hubiera ocurrido en los años setenta, cuando yo
estaba en la Facultad de Medicina y trataba a mis primeros pacientes, la
aversión a los psiquiatras de los Conway me habría inspirado simpatía, y
acaso complicidad. En aquel entonces, la mayoría de las instituciones
psiquiátricas estaban impregnadas de ideología y ciencia dudosa, varadas en
un ambiente seudomédico donde los devotos de Sigmund Freud se aferraban
a todos los puestos de poder. Pero los Conway estaban buscando tratamiento
para su hija en pleno siglo XXI.
Por primera vez en su larga e infortunada historia, la psiquiatría puede
ofrecer tratamientos científicos, humanos y efectivos a quienes padecen
enfermedades mentales. Yo me convertí en el presidente de la Asociación
Americana de Psiquiatría en un punto de inflexión histórico dentro de mi
profesión. Ahora, mientras escribo este libro, la psiquiatría ha ocupado por
fin su lugar legítimo en la comunidad médica, tras una larga estancia en un
desierto acientífico. Impulsada por nuevas investigaciones, nuevas
tecnologías y nuevos conocimientos, la psiquiatría no solamente tiene la
capacidad de emerger de las sombras, sino también la obligación de ponerse
en pie y de mostrarle al mundo su luz revitalizadora.
Según el Instituto Nacional de Salud Mental, una de cada cuatro personas
sufrirá una enfermedad mental a lo largo de su vida; y existen más
probabilidades de que ustedes, los lectores de este libro, requieran los
servicios de la psiquiatría que los de cualquier otra especialidad médica. Y,
sin embargo, hay demasiada gente —como los Conway— que evitan de
modo deliberado aquellos tratamientos que han demostrado su capacidad para
aliviar los síntomas. No quisiera que me malinterpretaran: yo soy el primero
en reconocer que la psiquiatría se ha ganado una buena parte del estigma
generalizado que la acompaña. Hay motivos para que tanta gente esté
dispuesta a hacer todo lo posible para no acudir al psiquiatra. La única
manera que tenemos los psiquiatras de demostrar hasta qué punto hemos
salido de las tinieblas es reconocer primero nuestra larga historia sembrada de
tropiezos y explicar sin ahorrarnos nada cómo hemos llegado a superar
nuestro turbio pasado.
Esa es una de las razones por las que he escrito este libro: el deseo de
proporcionar una crónica sincera de la historia de la psiquiatría: con todos sus
pícaros y charlantes, con sus tratamientos aberrantes y sus absurdas teorías.
Hasta hace muy poco, los verdaderos logros científicos eran escasos y los
auténticos héroes de la psiquiatría, aún más escasos. La historia de otras
especialidades hermanas, como la cardiología, la medicina de las
enfermedades infecciosas o la oncología, es en buena parte una secuencia de
progresos constantes, puntuada por algunos saltos decisivos; en cambio, la
historia de la psiquiatría consiste básicamente en una serie de comienzos
fallidos, acompañada de extensos períodos de estancamiento y de una gran
propensión a dar dos pasos adelante y uno atrás.
Pero la historia completa de la psiquiatría no es únicamente una comedia
de humor negro plagada de fantasiosas meteduras de pata. Es también una
historia detectivesca, propulsada por tres profundas preguntas que han atraído
y atormentado a cada generación sucesiva de psiquiatras: ¿qué es la
enfermedad mental? ¿De dónde procede? Y la más acuciante de todas para
cualquier disciplina presidida por el juramento hipocrático: ¿cómo podemos
tratar la enfermedad mental?
Desde principios del siglo XIX hasta principios del siglo XXI, cada nueva
hornada de detectives psiquiátricos ha desenterrado nuevas claves y seguido
atractivas pistas falsas para desembocar en conclusiones radicalmente
distintas sobre la naturaleza básica de la enfermedad mental. Lo cual ha
empujado a la psiquiatría a oscilar de un modo incesante entre perspectivas
en apariencia antitéticas: entre la convicción de que la enfermedad mental
reside por entero en la mente y la convicción de que la enfermedad mental
reside por entero en el cerebro. Ninguna otra especialidad médica ha sufrido
una inestabilidad tan extrema en sus postulados básicos; y ha sido esa
lamentable inestabilidad la que ha contribuido a convertir la psiquiatría en la
oveja negra de la comunidad médica, tan despreciada por los demás médicos
como por los pacientes. Pero, a pesar de sus innumerables pistas falsas y sus
callejones sin salida, la historia detectivesca de la psiquiatría cuenta con un
gratificante desenlace en el que sus impenetrables misterios han empezado a
ser dilucidados.
En el transcurso de este libro, conocerán a un puñado de renegados y
visionarios que desafiaron con valentía las convicciones imperantes en su
época con el fin de elevar el nivel de su discutida profesión. Esos héroes
sostenían que los psiquiatras no estaban condenados a ser simples
«loqueros», sino destinados a constituir una clase única de médicos.
Gracias a sus logros y sus trabajos pioneros, los psiquiatras de hoy
comprenden que el tratamiento eficaz de la enfermedad mental exige que
abarquemos a la vez la mente y el cerebro. La psiquiatría es distinta de
cualquier otra especialidad médica; trasciende la mera medicina del cuerpo
para tocar cuestiones esenciales sobre nuestra identidad, nuestros objetivos y
nuestro potencial. Se basa en una relación médico-paciente realmente única:
el psiquiatra llega a conocer con frecuencia el mundo íntimo del paciente y
sus pensamientos más recónditos, sus secretos más vergonzosos y sus sueños
más preciados. La extraordinaria intimidad de esta relación otorga al
psiquiatra una grave responsabilidad sobre el bienestar del paciente: una
responsabilidad a cuya altura los psiquiatras no han sabido estar con
demasiada frecuencia. Pero ya no es así. La moderna psiquiatría posee ahora
las herramientas para guiar a cualquier persona fuera del laberinto del caos
mental y conducirla a un espacio de claridad, cuidados y recuperación. El
mundo necesita una psiquiatría compasiva y científica, y yo estoy aquí para
anunciarles sin la menor ostentación que esa psiquiatría ha llegado al fin.
Permítanme que les explique detalladamente el camino que ha sido
necesario recorrer.
PRIMERA PARTE
La historia del diagnóstico

Nombrarlo es domarlo
JEREMY SHERMAN
1
La oveja negra de la medicina:
mesmeristas, alienistas y analistas
Un pensamiento enfermo puede consumir el cuerpo más que la fiebre o la
tisis.
GUY DE MAUPASSANT

En la naturaleza todo se comunica mediante un fluido universal. En el


cuerpo, los nervios son los mejores conductores de este magnetismo universal;
y tocando esas partes, se provoca un cambio mental positivo y una curación
radical.
FRANZ MESMER,
«Dissertation on the Discovery of Animal
Magnetism» [Disertación sobre el
descubrimiento del magnetismo animal]

ARDIENDO EN EL AIRE Y EN LA TIERRA

Abigail Abercrombie ya no podía negarlo más: algo extraño le pasaba,


solo que no sabía qué era. Corría el año 1946 y Abbie trabajaba como
taquígrafa en el Tribunal Superior de Portland, Maine: un trabajo que exigía
una intensa concentración mental. Hasta hacía poco, había disfrutado ese reto
diario. Pero ahora, inexplicablemente, estaba siempre distraída. Cometía
frecuentes faltas de ortografía y a veces omitía frases enteras en su
transcripción de las declaraciones. Y todo porque la obsesionaba el temor a
sufrir otro «ataque».
Los ataques habían empezado dos meses atrás, después de su vigésimo
sexto cumpleaños. El primero la asaltó mientras estaba comprando en una
charcutería llena de gente. Sin previo aviso, se le dispararon todas las
alarmas. Sintió como si no pudiera respirar, y el corazón le palpitaba con tal
fuerza que creía que iba a morirse. Acudió corriendo al hospital, pero los
médicos, después de examinarla, le dieron unas palmaditas en la mano y le
dijeron que estaba perfectamente.
Ella, sin embargo, sabía que algo no iba bien. Durante el mes siguiente,
sufrió otros dos ataques. En cada ocasión, durante dos o tres minutos, sus
emociones parecían perder la chaveta, su corazón se aceleraba y se sentía
inundada por un pavor frenético. Entonces empezó a preguntarse... «Si los
médicos dicen que a mi cuerpo no le pasa nada, ¿será posible que algo ande
mal en mi cabeza?»

¿Cómo sabe uno realmente si un estado psíquico perturbador es una


verdadera anomalía desde el punto de vista médico y no simplemente uno de
los altos y bajos naturales de la vida? ¿Cómo podemos identificar si nosotros
mismos —o una persona allegada— padecemos un estado mental patológico,
y no una fluctuación corriente de la agudeza mental o del estado de ánimo?
¿Qué es exactamente una enfermedad mental?
Los oncólogos pueden palpar tumores, los neumólogos pueden observar
al microscopio las bacterias causantes de una neumonía, y los cardiólogos no
tienen muchas dificultades para identificar las placas amarillentas de
colesterol que obturan las arterias. La psiquiatría, por su parte, ha tenido que
esforzarse mucho más que cualquier otra especialidad médica para aportar
pruebas tangibles de que las dolencias que se hallan a su cargo existen
siquiera. Por este motivo, la psiquiatría ha estado siempre expuesta a ideas
extravagantes o directamente disparatadas; cuando la gente está desesperada,
es capaz de creer cualquier explicación, de aferrarse a cualquier atisbo de
esperanza. Abbey no sabía a quién recurrir... hasta que leyó un artículo en el
periódico.
El artículo publicitaba un nuevo y espectacular tratamiento para los
trastornos emocionales ofrecido por el Instituto Orgón, un centro de salud
mental fundado por un célebre psiquiatra austriaco llamado Wilhelm Reich.
El doctor Reich ostentaba unas impresionantes referencias de instituciones
médicas de primera línea. Había tenido como mentor a un premio Nobel y
había sido subdirector de la Policlínica Psicoanalítica de Viena, bajo las
órdenes del más famoso de todos los psiquiatras, Sigmund Freud. Las revistas
médicas hablaban elogiosamente de su trabajo; él había publicado varios
libros de éxito, e incluso Albert Einstein avalaba sus tratamientos
orgonómicos para los problemas emocionales; o al menos, eso decía Reich.
Wilhelm Reich (1897-1957), discípulo de Freud, psicoanalista y creador de la Teoría del Orgón.
Fotografía de 1952. (© Bettmann/CORBIS.)

Con la esperanza de que un médico tan ilustre fuera capaz de diagnosticar


cuál era su dolencia, Abbey hizo una visita a Orgonon: una hacienda rural en
Maine, bautizada así en honor a las investigaciones del doctor Reich. Y para
su gran satisfacción, la atendió el doctor Reich en persona. Con unos ojos
intensos y una frente enorme coronada por una mata horizontal de pelo
rebelde, el doctor Reich le recordó de entrada a Rotwang, el científico loco de
la película Metrópolis, de 1927.
«¿Está familiarizada con los orgones?», preguntó el medico, cuando ella
tomó asiento.
Al ver que Abbey meneaba cabeza, el doctor Reich le explicó que todas
las enfermedades mentales —incluida su propia dolencia, fuera cual fuese—
surgían por la constricción de los orgones: una forma invisible de energía
presente en todos los elementos de la naturaleza. «Esto no es una simple
teoría: el orgón está ardiendo en el aire y en la tierra», insistió el doctor,
frotándose los dedos entre sí. La salud física y mental, según el doctor Reich,
dependía de la adecuada configuración de los orgones, un término derivado
de «organismo» y «orgasmo».
Abbey asintió, entusiasmada. Ese era justamente el tipo de respuesta que
andaba buscando. «Lo que usted necesita —prosiguió el doctor Reich— es
restablecer el flujo natural de orgones en su cuerpo. Por suerte, hay un
método para lograrlo. ¿Quiere que empiece a aplicarle el tratamiento?»
«Sí, doctor.»
«Quítese toda la ropa, por favor, salvo las prendas íntimas.»
Abbey titubeó. La relación médico-paciente tiene como base esencial la
confianza, pues concedemos al médico un acceso sin restricciones a todo
nuestro organismo, ya sea a las manchas de nuestra piel, ya sea a las
profundidades de nuestros intestinos. Pero la relación entre el psiquiatra y el
paciente es aún más profunda, pues le confiamos al médico nuestra mente: el
meollo de nuestro ser. El psiquiatra nos pide que le revelemos nuestros
pensamientos y emociones, que le descubramos nuestros deseos furtivos y
nuestros secretos culpables. La relación terapéutica con un psiquiatra
presupone que él es un experto cualificado y que sabe lo que hace, igual que
un ortopeda o un oftalmólogo. Ahora bien, ¿merece el psiquiatra ser
considerado competente en la misma medida que los demás médicos?
Abbey vaciló un momento, pero al recordar todos los títulos y la
formación del doctor Reich, se quitó el vestido, lo dobló cuidadosamente y lo
dejó sobre la mesa. Reich le indicó que se sentara en una gran silla de
madera. Ella, nerviosamente, tomó asiento. El contacto de los fríos listones le
puso la carne de gallina en sus piernas desnudas.
El médico se acercó y, con cautela, empezó a tocarle los brazos y los
hombros; luego descendió a las rodillas y los muslos, como palpando en
busca de tumoraciones. «Sí, aquí... y aquí. ¿Lo nota? Son nexos en los que
sus orgones están constreñidos. Por favor, extienda el brazo.»
Ella obedeció. Sin previo aviso, el médico le dio un fuerte golpe por
encima del codo, como quien mata a una mosca. Abbey soltó un grito, más
por la sorpresa que por el dolor. El doctor Reich alzó un dedo, sonriendo.
«Ahí esta. ¡Ahora sí ha liberado la energía encerrada dentro! ¿No lo
nota?»
Cada semana, durante los seis meses siguientes, Abbey volvió al Instituto
Orgón. En algunas de las visitas, el doctor Reich empleó un «orgonoscopio»,
un instrumento parecido a un pequeño telescopio de latón, para observar el
flujo de energía orgónica por su cuerpo, que, según decía el doctor, era de un
brillante azul eléctrico. En otras ocasiones, le decía a Abbey que se quedara
en ropa interior, la metía en un cubículo parecido a una cabina telefónica y le
colgaba del cuello una manguera de goma. El cubículo era un «acumulador
de orgón», que amplificaba sus orgones y contribuía a reducir su ansiedad.

Acumulador de orgón, dispositivo utilizado en la terapia orgónica. (© Food and Drug Administration/
Science Source.)

Abbey aceptaba agradecida los cuidados del doctor Reich. No era la


única. Había gente en todo el mundo que recurría a Reich y sus acólitos. Sus
obras estaban traducidas a una docena de idiomas; sus aparatos de energía
orgónica se distribuían internacionalmente, sus ideas marcaron a toda una
generación de psicoterapeutas. Era uno de los psiquiatras más prestigiosos de
la época. Y, no obstante, ¿la confianza que Abbey depositó en él estaba
justificada?
En 1947, después de que Reich afirmara que sus acumuladores de orgón
podían curar el cáncer, la Agencia de Alimentos y Medicamentos decidió
intervenir. Enseguida se llegó a la conclusión de que sus dispositivos
terapéuticos y su teoría de la energía orgónica constituían «un fraude de
primera magnitud». Un juez emitió un mandamiento prohibiendo la venta y
la publicidad de sus dispositivos terapéuticos. Reich, que creía sinceramente
en el poder de los orgones, quedó destrozado. A medida que avanzaba la
investigación, según contaron algunos de sus antiguos confidentes, se volvió
cada vez más paranoico y delirante: creía que la tierra estaba siendo atacada
por naves extraterrestres y deambulaba por la noche por el Instituto Orgón
con un pañuelo al cuello y un revólver en el cinturón, como un pistolero del
Oeste. Durante el juicio que se celebró a continuación por la venta ilegal de
dispositivos orgónicos, el juez sugirió en privado que el propio Reich tal vez
necesitara un psiquiatra. El jurado lo declaró culpable, el instituto quedó
clausurado y Reich fue condenado a prisión. Murió en 1957, en la cárcel
federal de Lewisburg, de un ataque cardíaco.
No sabemos exactamente qué sintieron los pacientes de Wilhelm Reich
cuando se enteraron de que sus tratamientos eran simples patrañas. Pero me
atrevo a aventurar una conjetura razonable. La charlatanería psiquiátrica, por
desgracia, sigue constituyendo un problema hasta hoy mismo, y yo me he
encontrado a numerosos pacientes que habían sido tratados por auténticos
embaucadores del siglo XXI. Pocas cosas pueden hacerte sentir víctima de una
violación hasta tal extremo como el haber confiado tus necesidades más
íntimas a un profesional médico solo para descubrir que ha traicionado tu
confianza, sea por incompetencia, por engaño o por mero delirio. Me imagino
a Abbey repitiendo lo que me dijo en una ocasión una mujer al descubrir que
el carismático psiquiatra de su hija, una niña de doce años, estaba tratando de
manipularla en su propio beneficio y de volverla en contra de su familia: «Era
un completo farsante. Pero ¿cómo íbamos a saberlo? Necesitábamos ayuda, y
no había nada en él que no pareciera legal y fiable. ¿Cómo podría haberlo
sabido nadie?»
Siendo como soy un psiquiatra nacido cuando Wilhelm Reich estaba aún
tratando pacientes, siempre me ha inquietado especialmente un aspecto de la
historia de Reich: la incapacidad de la profesión psiquiátrica para
desenmascarar a sus propios miembros y denunciarlos por farsantes. Frente a
la opinión pública, en efecto, la psiquiatría como institución pareció respaldar
a menudo los absurdos métodos de Reich. ¿Por qué no fue capaz de
explicarle a la gente que buscaba orientación desesperadamente que los
métodos de Reich carecían de la menor base científica?
Lamentablemente, el uso de métodos poco sólidos no ha sido una
excepción entre las principales corrientes de la psiquiatría, y las más
destacadas instituciones psiquiátricas han avalado con frecuencia técnicas que
eran cuando menos discutibles, si no directamente ineptas. La cruda y penosa
verdad es que Wilhelm Reich no constituye en modo alguno una anomalía
histórica, sino un incómodo exponente de la historia de la especialidad
médica más controvertida.
Los intentos de la psiquiatría de ayudar a distinguir entre los tratamientos
basados en pruebas científicas y las invenciones sin ningún fundamento han
resultado siempre inadecuados, y continúan siéndolo. Ustedes se preguntarán
cómo es posible que millares de personas instruidas e inteligentes —
profesores, científicos, hombres de negocios (así como taquígrafas judiciales)
— hayan podido creer que la clave de la salud mental estaba en una red
invisible de energía orgásmica. Y, sin embargo, incluso hoy en día hay entre
las filas de la psiquiatría profesional charlatanes que siguen engañando a
pacientes confiados y desesperados mientras las instituciones psiquiátricas
permanecen de brazos cruzados.
Daniel Amen, autor de la popular serie de libros Cambia tu cerebro y
estrella de los programas de la PBS sobre el cerebro, tal vez sea el psiquiatra
vivo más conocido actualmente. Joan Baez, Rick Warren y Bill Cosby lo
promocionan con entusiasmo, y el prestigioso conferenciante motivacional
Brendon Burchard lo presentó una vez como «el número uno del mundo en
neurociencia». Y, sin embargo, la fama actual de Amen se basa por completo
en prácticas espurias no demostradas científicamente y rechazadas por la
medicina convencional.
Amen afirma que puede diagnosticar enfermedades mentales simplemente
mirando imágenes del cerebro tomadas con tomografía SPECT (tomografía
computarizada de emisión monofotónica), lo cual tiene más relación con la
frenología de las protuberancias del cráneo que con la psiquiatría moderna.
«No hay absolutamente ninguna prueba que sustente sus afirmaciones y sus
prácticas», asegura el doctor Robert Innis, jefe de neuroimagen molecular de
Instituto Nacional de Salud Mental. En su opinión, «todo eso es anticientífico
e injustificado, igual que recetar un fármaco no aprobado». En un artículo
publicado en el Washington Post en agosto de 2012, la doctora Martha J.
Farah, directora del Centro de Neurociencia y Sociedad de la Universidad de
Pensilvania, describió la técnica de Amen con mayor franqueza: «Una
patraña.» El doctor Amen defiende asimismo el uso del oxígeno hiperbárico
y comercializa su propia marca de suplementos naturales presentándolos
como «fortalecedores cerebrales», cuando no hay pruebas científicas de la
eficacia de ninguna de ambas cosas.
Increíblemente, las normas reguladoras actuales no impiden que una
persona como Amen lleve a cabo toda su superchería SPECT. Aunque todos
los miembros del consejo de gobierno de la Asociación Americana de
Psiquiatría consideran que sus prácticas son falacias médicas, Amen continúa
ejerciendo sin impedimentos y sin que estas críticas trasciendan a la mayoría
de la opinión pública. Para mayor frustración de los auténticos profesionales
de la salud mental, Amen afirma con todo descaro que sus singulares
métodos están mucho más avanzados que las prácticas de los pelmazos de la
psiquiatría dominante. Lo cual viene a ser como si Bernie Madoff se atreviera
a ridiculizar la baja rentabilidad de un fondo de inversión fiable.
Tal como Wilhelm Reich en su día, Daniel Amen se halla revestido de un
barniz de respetabilidad que hace que sus técnicas parezcan legítimas. Si
ustedes no entendían cómo es posible que cualquiera de los pacientes de
Reich haya creído que meterse semidesnudo en un extraño dispositivo
acumulador de orgón podía mejorar su salud mental, solo deben considerar el
poder persuasivo de la técnica SPECT de Amen, que presenta, por cierto, un
llamativo parecido con los acumuladores orgónicos. Los pacientes, en efecto,
se someten a una inyección intravenosa de agentes radiactivos y después
colocan obedientemente la cabeza en un extraño dispositivo que capta los
rayos gamma. El SPECT, con todo su halo engañoso de ciencia vanguardista,
resulta tan portentoso y cautivador como el azul eléctrico de la ergonomía.
¿Cómo puede distinguir un lego en la materia las tecnologías científicamente
probadas de las basadas en la credulidad fantasiosa?
Desde luego, todas las especialidades médicas han padecido su propia
cuota de teorías fraudulentas, tratamientos inútiles y profesionales
descaminados. Las sangrías y las lavativas intestinales fueron en su momento
un tratamiento estándar para todas las enfermedades, desde la artritis hasta la
gripe. No hace mucho, el cáncer de mama se abordaba con una mastectomía
radical que eliminaba la mayor parte del pecho, incluidas las costillas de la
paciente. Todavía hoy, la Agencia de Alimentos y Medicamentos tiene
catalogados 187 remedios contra el cáncer que son apócrifos pero se
publicitan con frecuencia. El uso de antibióticos para combatir los resfriados
está muy extendido, pese a que los antibióticos no tienen el menor efecto
sobre los virus causantes; y con excesiva frecuencia se aplica a la osteoartritis
de rodilla una cirugía artroscópica totalmente inútil. Los falsos tratamientos
con células madre para enfermedades neurológicas incurables como la
esclerosis lateral amiotrófica y las lesiones de la médula espinal constituían el
tema de un reciente programa de denuncia de 60 Minutes. Abundan los
tratamientos ficticios para el autismo; entre ellos, vitaminas, nutracéuticos,
suplementos dietéticos, inyecciones de células madre, purgas y la eliminación
de metales pesados del cuerpo mediante terapia de quelación. Hay pacientes
que cruzan océanos con el fin de recibir tratamientos caros, exóticos y
absolutamente inútiles para todas las dolencias imaginables. Incluso una
persona tan inteligente como Steve Jobs fue vulnerable a estas prácticas
descabelladas, pues retrasó el tratamiento de su cáncer pancreático en favor
de una «medicina holística», hasta que ya fue demasiado tarde.
Sin embargo, si la psiquiatría ha dado pábulo a más tratamientos
ilegítimos que cualquier otro campo de la medicina, es en gran parte porque
—hasta hace muy poco— los psiquiatras nunca coincidían sobre lo que era
un trastorno mental, y mucho menos sobre cuál era el mejor modo de tratarlo.
Si cada médico maneja su propia definición de enfermedad, entonces los
tratamientos se vuelven tan variados como, digamos, los zapatos: cada
temporada trae un desfile de colores y estilos nuevos... Y si no sabes qué es
lo que estás tratando, ¿cómo podrá ser eficaz el tratamiento? Muchos de los
nombres más destacados de los anales de la psiquiatría son más conocidos
por el carácter dudoso de sus tratamientos que por los beneficios que
lograron, pese a sus mejores intenciones: el magnetismo animal de Franz
Mesmer, las «píldoras biliosas» de Benjamin Rush, la terapia de la malaria de
Julius Wagner-Jauregg, la terapia de coma insulínico de Manfred Sakel, la
terapia de sueño profundo de Neil Macleod, las lobotomías de Walter
Freeman, la terapia de conversión de orientación sexual de Melanie Klein y la
psiquiatría existencial de R. D. Laing.
Lamento decir que buena parte de la responsabilidad de este estado de
cosas recae directamente en mi profesión. Mientras el resto del mundo de la
medicina continúa aumentando la longevidad, mejorando la calidad de vida y
elevando las expectativas de recibir tratamientos eficaces, los psiquiatras son
acusados de recetar un exceso de fármacos, de patologizar conductas
normales y de cotorrear con una jerigonza psicológica indescifrable. Mucha
gente alberga la sospecha de que incluso las mejores prácticas de la
psiquiatría del siglo XXI puedan ser en último término versiones modernas de
la ergonomía de Reich: métodos espurios incapaces de aliviar el sufrimiento
de las personas con auténticas enfermedades, como Abigail Abercrombie y
Elena Conway.
Y, sin embargo, yo replicaría que hoy en día mi profesión ayudaría a
Abbey y Elena. Abbey sería diagnosticada con toda seguridad de un trastorno
de pánico con agorafobia, un tipo de trastorno de ansiedad ligado a una
disfunción de las estructuras neuronales del lóbulo temporal medial y del
tronco cerebral, que controlan la regulación emocional y las reacciones de
lucha-o-huye. Podríamos tratar su dolencia con fármacos inhibidores de la
recaptación de serotonina (ISRS) y con terapia cognitivo-conductual. El
pronóstico, con una atención constante, sería bastante optimista, y Abbey
podría albergar la esperanza de llevar una vida normal con sus síntomas
controlados.
Elena, por su parte, respondió bien a su tratamiento inicial, y yo creo que
si hubiera continuado con el plan terapéutico prescrito, también habría
experimentado una recuperación positiva y habría reanudado sus estudios y
retomado su vida anterior.
Pero si ahora yo puedo estar tan seguro sobre los diagnósticos de Abbey y
Elena, ¿por qué han cometido los psiquiatras tantos errores clamorosos en el
pasado? Para responder a esta pregunta, debemos retroceder más de dos
siglos y remontarnos a los orígenes de la psiquiatría como disciplina
diferenciada dentro de la medicina. Porque, desde el momento mismo de su
nacimiento, la psiquiatría ha sido una criatura extraña y rebelde: la oveja
negra de la medicina.

UNA MEDICINA DEL ALMA

Desde la antigüedad, los médicos han sabido que el cerebro era la sede
del pensamiento y la sensibilidad. Cualquier doctor revestido con una toga
habría podido explicarles a ustedes que si la materia rosado-grisácea
contenida en el interior de sus cráneos sufría un golpe violento, como solía
ocurrir en las batallas, podían quedarse ciegos, o alelados, o sumidos en los
comatosos brazos de Morfeo. En el siglo XIX, sin embargo, la ciencia médica
en las universidades europeas empezó a combinar la atenta observación de la
conducta anómala de los pacientes con la disección minuciosa de sus
cuerpos, una vez que habían fallecido. Los médicos que observaban al
microscopio las muestras de tejido cerebral de tales pacientes descubrieron
con sorpresa que los trastornos mentales parecían repartirse entre dos
categorías bien distintas.
La primera categoría abarcaba las dolencias en las que había un daño
visible en el cerebro. Al estudiar los cerebros de los sujetos que habían
padecido demencia, los médicos advirtieron que algunos parecían más
pequeños y estaban salpicados de grumos oscuros de proteínas. Otros
investigadores observaron que los pacientes que habían perdido bruscamente
la movilidad de sus miembros presentaban con frecuencia coágulos abultados
o manchas rojizas en el cerebro (provocadas por un derrame); en otras
ocasiones, aparecían relucientes tumores rosados. El anatomista francés Paul
Broca analizó los cerebros de dos hombres con un vocabulario hablado de
menos de siete palabras (a uno de ellos lo llamaron «Tan», porque contaba
con esa única palabra para toda su comunicación). Broca descubrió que
ambos habían sufrido un derrame exactamente en la misma zona del lóbulo
frontal izquierdo. Con el tiempo, muchas enfermedades —como el Parkinson,
el Alzheimer, la enfermedad de Pick o la de Huntington— fueron asociadas a
«marcas patológicas» fácilmente identificables.
Sin embargo, al analizar el cerebro de pacientes que habían sufrido otros
tipos de trastornos mentales, los médicos no lograron detectar ninguna
irregularidad física. No había lesiones ni anomalías neuronales: los cerebros
de esos pacientes no presentaban ninguna característica que los distinguiera
de los cerebros de individuos que nunca habían mostrado alteraciones de la
conducta. Estas misteriosas dolencias constituían la segunda categoría de los
trastornos mentales: psicosis, manías, fobias, melancolía, obsesiones e
histeria.
El descubrimiento de que algunos trastornos mentales tenían una base
biológica reconocible —mientras que otras, no— llevó a la creación de dos
disciplinas diferenciadas. Los médicos que se especializaban exclusivamente
en los trastornos con un sello neuronal observable fueron llamados
«neurólogos». Los que se ocupaban de los trastornos no visibles de la mente
fueron llamados «psiquiatras». Así pues, la psiquiatría surgió como una
especialidad médica centrada en una serie de dolencias que, por definición,
no tenían una causa física identificable. Con toda propiedad, el término
«psiquiatría», acuñado por el médico alemán Johann Christian Reil en 1808,
significa literalmente «tratamiento médico del alma».
Teniendo una entidad metafísica como objeto y razón de ser, la
psiquiatría se convirtió rápidamente en un terreno fértil para estafadores y
falsos científicos. Imagínense, por ejemplo, que la cardiología se dividiera en
dos especialidades distintas: los «cardiólogos», que abordarían los problemas
físicos del corazón, y los «espiritologistas», que abordarían los problemas no
físicos del corazón. ¿Qué especialidad estaría más expuesta al fraude y a las
teorías fantasiosas?
Como el estrecho de Bering, la división entre el cerebro neurológico y el
alma psiquiátrica separó dos continentes dentro de la práctica médica. Una y
otra vez, durante los dos siglos siguientes, los psiquiatras proclamarían su
fraternidad e igualdad con sus homólogos neurológicos del otro lado de la
frontera, para pasar a reivindicar después con idéntica energía su libertad e
independencia respecto a ellos, empeñándose en afirmar que la mente
inefable constituía el campo más verdadero.
Uno de los primeros médicos que intentó explicar y tratar los trastornos
mentales fue un alemán llamado Franz Anton Mesmer. En la década de 1770,
Mesmer descartó las visiones religiosas y morales imperantes sobre la
enfermedad mental para optar por una explicación fisiológica, lo cual lo
convirtió indiscutiblemente en el primer psiquiatra de la historia. Por
desgracia, la explicación fisiológica que propuso fue que la enfermedad
mental, así como muchas dolencias médicas, radicaba en un «magnetismo
animal»: una energía invisible que circulaba por nuestro cuerpo a través de
miles de canales magnéticos.
Actualmente, nuestra mente moderna podría visualizar instintivamente
estos canales magnéticos como redes de neuronas que transmiten impulsos
bioeléctricos de una sinapsis a otra; pero el descubrimiento de las neuronas,
no digamos ya de las sinapsis, se hallaba entonces aún en un futuro lejano. En
la época de Mesmer, la idea de un magnetismo animal resultaba tan
incomprensible y tan futurista como si la CNN nos anunciara hoy que
podíamos viajar instantáneamente de Nueva York a Pekín con una máquina
teletransportadora.
Mesmer creía que la enfermedad mental estaba causada por obstrucciones
en el flujo de ese magnetismo animal, una teoría sorprendentemente similar a
la que Wilhelm Reich expondría un siglo y medio después. La salud se
recuperaba, sostenía Mesmer, eliminando dichas obstrucciones. Y si la
naturaleza no lo lograba de forma espontánea, el paciente podría obtener un
efecto beneficioso poniéndose en contacto con un potente conductor del
magnetismo animal como... el propio Mesmer.
Tocando a los pacientes en los lugares adecuados y de la forma apropiada
—un pellizco por aquí, una caricia por allá, unos susurros al oído—, Mesmer
sostenía que podía restablecer en sus cuerpos el flujo correcto de energía
magnética. Este proceso terapéutico estaba pensado para provocar lo que
Mesmer llamaba una «crisis». El término parece apropiado. Para curar a un
paciente loco, por ejemplo, era necesario inducir un ataque desenfrenado de
locura. Para curar a un paciente deprimido, había que llevarlo primero a un
estado suicida. Aunque todo esto podía parecer contrario a la lógica para las
mentes de los no iniciados, Mesmer aseguraba que su dominio de la terapia
magnética hacía que estas crisis inducidas se desarrollaran bajo control y sin
peligro alguno para el paciente.
He aquí, en un relato de 1779, el tratamiento de Mesmer a un cirujano
militar aquejado cálculos renales:

Después de dar una cuantas vueltas por la habitación, el señor Mesmer


desabrochó la camisa del paciente y, apartándose un poco, colocó el dedo
sobre la parte afectada. Mi amigo sintió un cosquilleo doloroso. El señor
Mesmer movió entonces el dedo perpendicularmente por su abdomen y su
pecho, y el dolor siguió al dedo con toda exactitud. A continuación, le
pidió al paciente que extendiera el dedo índice y apuntara hacia su propio
dedo a una distancia de tres o cuatro pasos; al hacerlo, mi amigo sintió un
cosquilleo eléctrico en la punta del índice que le recorrió todo el dedo
hacia la palma. Mesmer lo sentó entonces cerca del piano y se colocó él
mismo frente al teclado. Apenas empezó a tocar, mi amigo sufrió una
reacción emocional: temblaba, le faltaba el aliento, cambió de color y
sentía que se iba a desplomar. En este estado de ansiedad, el señor
Mesmer lo acomodó en un diván para evitar que acabara cayéndose, e
hizo pasar a una criada, que, según nos dijo, era antimagnética. Cuando la
mano de esta se aproximó al pecho de mi amigo, toda su reacción se
interrumpió a la velocidad del rayo. Él se tocó y examinó el estómago con
estupor. El agudo dolor había cesado repentinamente. El señor Mesmer
nos dijo que un perro o un gato habrían interrumpido el dolor con la
misma eficacia que la criada.

La fama del talento de Mesmer se extendió por toda Europa después de


que llevara a cabo varias «curaciones» extraordinarias con sus poderes de
magnetismo; entre ellas, devolverle la vista a la señorita Franziska Oesterlin,
amiga de la familia Mozart. Mesmer fue invitado incluso a dar su opinión
ante la Academia Bávara de Ciencias y Humanidades sobre los exorcismos
practicados por un sacerdote católico llamado Johann Joseph Gassner: un
momento verdaderamente irónico, pues un curandero convencido de su
propio engaño era llamado a descifrar la lógica de los métodos de otro.
Mesmer estuvo a la altura de las circunstancias: declaró que aunque las
convicciones religiosas de Gassner eran sinceras y sus exorcismos resultaban
eficaces, la única razón de que funcionaran era que el sacerdote poseía un alto
grado de magnetismo animal.
Finalmente, Mesmer se trasladó a París, donde, con espíritu igualitario,
trató tanto a aristócratas como a plebeyos con sus supuestos poderes de
magnetismo animal. Mientras su fama seguía creciendo, el rey Luis XVI creó
un comité de investigación que incluía al científico y diplomático americano
Benjamin Franklin, entonces de visita, para estudiar el magnetismo animal.
El comité acabó publicando un informe que desacreditaba los métodos de
Mesmer y sus seguidores, afirmando que no respondían más que al poder de
la imaginación. Pero Franklin observó con perspicacia: «Algunos creen que
esto habrá de poner fin a la era del mesmerismo. Pero hay una enorme
credulidad en el mundo, y otros engaños igualmente absurdos se han
mantenido durante siglos.»
Hay muchas pruebas de que Mesmer creía realmente en la existencia de
esos portentosos canales magnéticos. Cuando cayó enfermo y yacía en su
lecho de muerte, despidió a los médicos e intentó repetidamente curarse a sí
mismo por medio del magnetismo animal... sin ningún éxito. Falleció en
1815.
Aunque su fantasiosa teoría no sobrevivió lo suficiente para alcanzar el
siglo XX, Mesmer fue un pionero de la psiquiatría en un sentido importante.
Antes de él, la mayoría de los médicos creían que la enfermedad mental tenía
un origen moral. Según esta visión, los perturbados habían decidido
comportarse de forma indecente y bestial, o cuando menos estaban pagando
las consecuencias de un pecado anterior. Otra idea médica corriente era que
los lunáticos habían nacido locos —Dios o la naturaleza los había creado así
— y que, por tanto, no podía abrigarse la esperanza de curarlos.
En contraste con esas concepciones, la peculiar teoría de Mesmer sobre
unos procesos magnéticos invisibles resultaba, de hecho, bastante liberadora.
Él rechazaba tanto la idea determinista de que algunos individuos habían
nacido con perturbaciones incorporadas en su cerebro, como la tesis mojigata
de que la enfermedad mental indicaba alguna degeneración moral. Sostenía,
por el contrario, que estos trastornos obedecían a mecanismos fisiológicos
alterados que podían tratarse médicamente. El psiquiatra e historiador médico
Henri Ellenberger considera que Mesmer es el primer psiquiatra
psicodinámico: un médico que conceptualiza la enfermedad mental como una
consecuencia de procesos psíquicos internos.
Para un psiquiatra psicodinámico, la mente es más importante que el
cerebro, y la psicología más relevante que la biología. Los enfoques
psicodinámicos de la enfermedad mental ejercerían una enorme influencia en
la psiquiatría europea y, con el tiempo, llegarían a constituir la doctrina
central de la psiquiatría americana. De hecho, la psiquiatría habría de oscilar
durante los dos siglos siguientes entre las concepciones psicodinámicas de la
enfermedad mental y su contraparte intelectual: las concepciones biológicas,
que sostenían que los trastornos surgían de alteraciones del funcionamiento
fisiológico del cerebro.

Después de Mesmer, la primera generación de médicos que adoptó el


término «psiquiatra» se dedicó a buscar otros procesos ocultos de la mente.
Llamados a veces «filósofos naturales», estos primeros psiquiatras tomaron
las ideas del movimiento romántico imperante en las artes y la literatura
europeas, e investigaron las fuerzas ocultas e irracionales de la naturaleza
humana. Creían en el poder de un espíritu trascendente y en el valor inherente
de las emociones. Rechazaban los experimentos científicos y la experiencia
clínica directa, dando preferencia a la intuición, y no siempre trazaban una
línea tajante entre la enfermedad mental y la salud mental. Consideraban que
la locura se producía simplemente cuando una mente normal se rendía a las
fuerzas apasionadas y turbulentas del alma inmortal.
La influencia del pensamiento romántico en los inicios de la psiquiatría
halló su máxima expresión en un manual alemán de 1845, Principles of
Medical Psychology [Principios de psicología médica], escrito por un
médico-poeta-filósofo llamado Ernst von Feuchtersleben, quien creía que
«todas las ramas de la investigación y el conocimiento están entrelazadas
entre sí». El libro de Feuchtersleben obtuvo tal demanda que el editor
reclamó los ejemplares de prueba regalados a los médicos y las universidades
para poder distribuirlos entre los libreros.
Como podrán imaginar, esa psiquiatría basada en la intuición y la poesía
contribuyó escasamente a aliviar el sufrimiento de los individuos acosados
por voces interiores o paralizados por la depresión. Gradualmente, los
médicos reconocieron que centrarse en procesos inobservables, ocultos en
una «mente» nebulosa, no producía cambios perdurables, o ningún cambio en
absoluto, en los pacientes aquejados de graves trastornos. Tras varias décadas
empleadas en surcar los mares brumosos de la filosofía psíquica, una nueva
hornada de psiquiatras empezó a comprender que desde el punto de vista
intelectual este enfoque estaba alejándolos cada vez más del resto de la
medicina. Estos médicos contestatarios condenaban a menudo con gran
dureza la psiquiatría psicodinámica de los románticos y acusaban a los
filósofos naturales de «perder totalmente el contacto con la vida práctica»
mientras se zambullían «en los reinos místico-trascendentales de la
especulación».
A mediados del siglo XIX, una nueva generación de psiquiatras trató con
valentía de tender un puente que salvara el creciente abismo entre la
psiquiatría y su hermana gemela, la neurología, cada vez más respetada. Esa
fue la primera oleada de la psiquiatría biológica, basada en la convicción de
que la enfermedad mental podía atribuirse a anomalías físicas identificables
en el cerebro. Este movimiento fue encabezado por un psiquiatra alemán
llamado Wilhelm Griesinger, quien afirmaba con convicción que «todas las
concepciones poéticas e ideales de la locura tienen un ínfimo valor».
Griesinger se había formado como médico y científico bajo la tutela del
reputado patólogo alemán Johann Schönlein, famoso por haber cimentado la
credibilidad científica de la medicina interna al señalar taxativamente que los
diagnósticos debían basarse en dos grupos de datos muy precisos: 1) el
examen físico y 2) los análisis de laboratorio de los tejidos y fluidos
corporales.
Griesinger intentó establecer la misma base empírica para los
diagnósticos psiquiátricos. Clasificaba sistemáticamente los síntomas de los
enfermos internados en los manicomios y llevaba a cabo un análisis
patológico de sus cerebros cuando habían muerto. Empleó estas
investigaciones para establecer pruebas de laboratorio que pudieran
practicarse en los pacientes vivos, y diseñó un interrogatorio estructurado y
una exploración física que, junto con las pruebas de laboratorio, permitieran
diagnosticar la enfermedad mental; o al menos eso era lo que esperaba
conseguir.
En 1867, en el primer número de una nueva revista, Archives of
Psychiatry and Nervous Disease, Griesinger proclamó: «La psiquiatría ha
experimentado una transformación en su relación con el resto de la medicina.
Esta transformación obedece básicamente al hecho de haberse dado cuenta de
que los pacientes de las llamadas “enfermedades mentales” son en realidad
individuos con enfermedades de los nervios y del cerebro. La psiquiatría
debe, por tanto, salir de su aislamiento actual como gremio para pasar a ser
una parte integrante de la medicina general, accesible a todos los círculos
médicos.»
Esta declaración de principios de la psiquiatría biológica inspiró a un
nuevo contingente de pioneros de la psiquiatría que creían que la clave de la
enfermedad mental no residía en un alma etérea o en imperceptibles canales
magnéticos, sino en el interior de los blandos y húmedos pliegues del tejido
cerebral. Su trabajo dio lugar a un enorme número de estudios basados en
gran parte en el examen microscópico post mórtem de los cerebros. Estos
psiquiatras con formación anatómica relacionaban la patología cerebral con
los trastornos clínicos. (Alois Alzheimer, que identificó la marca distintiva
—«placas seniles y ovillos neurofibrilares»— del tipo de demencia que lleva
su nombre, era psiquiatra.) En este contexto se formularon asimismo nuevas
teorías de base cerebral, como la hipótesis de que trastornos mentales como la
histeria, la manía y la psicosis se debían a una sobreexcitación de las
neuronas.
Con todos estos cambios, habría podido creerse que los psiquiatras
biológicos habían logrado situar finalmente su profesión sobre una sólida
base científica. A fin de cuentas, tiene que haber en el cerebro alguna base
discernible de la enfermedad mental, ¿no? Ay, desgraciadamente las
investigaciones de la primera generación de psiquiatras biológicos se apagó
como un fuego de artificio que se eleva en el cielo pero no llega a detonar.
Pese a sus importantes contribuciones a la neurología, ninguna de las teorías
biológicas formuladas durante el siglo XIX sobre la enfermedad mental logró
hallar pruebas físicas que la sustentaran (aparte de la marca patológica de la
enfermedad de Alzheimer); ninguna condujo a un avance decisivo y ninguna
demostró ser correcta en último término. Aunque los psiquiatras biológicos
examinaron atentamente las fisuras, circunvoluciones y lóbulos del cerebro;
aunque escrutaron con asiduidad los cortes de tejido neural, no lograron
hallar anomalías específicas que fuesen indicativas de enfermedad mental.
Pese a las nobles intenciones de Griesinger, un lector de sus Archives of
Psychiatry and Nervous Disease no habría obtenido una mejor comprensión
de la enfermedad mental que un lector de la «Dissertation on the Discovery
of Animal Magnetism» [Disertación sobre el descubrimiento del magnetismo
animal] de Mesmer. Tanto si situabas el origen de la enfermedad mental en
los canales magnéticos como en el Alma Universal o en las neuronas
sobreexcitadas, a la altura de la década de 1880 contabas exactamente con la
misma cantidad de pruebas empíricas para sustentar tu opinión; o sea,
ninguna. Aunque la investigación cerebral durante el siglo XIX catapultó a
numerosos médicos a cátedras universitarias, lo cierto es que no aportó
descubrimientos profundos ni terapias eficaces para mitigar los estragos de la
enfermedad mental.
Mientras se aproximaba a toda velocidad el año 1900, el péndulo
conceptual empezó a oscilar de nuevo. Los psiquiatras se sentían cada vez
más frustrados por los infructuosos esfuerzos de sus colegas de orientación
biológica. Un médico eminente desechó la psiquiatría biológica como simple
«mitología cerebral», mientras que el gran psiquiatra alemán Emil Kraepelin
(de quien hablaremos después) la calificó de «anatomía especulativa».
Incapaz de hallar una base biológica para las enfermedades de su campo, la
psiquiatría quedó todavía más aislada científicamente del resto de la
medicina. Y, por si fuera poco, la psiquiatría había quedado aislada también
geográficamente del resto de la medicina.

CUIDADORES DE LOCOS

Hasta el siglo XIX, los enfermos mentales graves podían encontrarse en


dos lugares, según los medios de la familia. Si los padres o el cónyuge tenían
la suerte de pertenecer a las clases privilegiadas, el paciente podía recibir
cuidados en la propia casa familiar. Incluso podían tenerlo escondido en el
desván, como ocurre con la esposa trastornada del señor Rochester en Jane
Eyre, manteniendo así el secreto frente al resto de la comunidad. Pero si el
infortunado enfermo procedía de una familia trabajadora —o bien tenía unos
parientes desalmados—, solía terminar convertido en un vagabundo o
encerrado en una residencia de naturaleza muy diferente: el manicomio.
Todos los documentos de época que reflejan las condiciones en los
manicomios antes de la Ilustración los pintan como mazmorras horribles,
mugrientas y hacinadas. (Las descripciones espantosas de los manicomios se
prolongarían durante la mayor parte de los dos siglos siguientes,
constituyendo de por sí uno de los temas de controversia más destacados de
la psiquiatría y dando pábulo incesante a las denuncias periodísticas y a las
demandas de los movimientos de derechos civiles.) Los internos podían ser
encadenados, azotados, apaleados y sumergidos en agua helada, o ser
encerrados simplemente en una celda gélida y diminuta durante varias
semanas. Los domingos, con frecuencia, eran expuestos como fenómenos de
feria ante un público boquiabierto y burlón.
El objetivo de las primeras instituciones mentales no era el tratamiento ni
la cura de los internos, sino su separación forzada del resto de la sociedad.
Durante la mayor parte del siglo XVIII, los trastornos mentales no se veían
como enfermedades y, por tanto, no caían dentro del ámbito de la medicina,
tal como ocurría con la conducta criminal, que llevaba al condenado a
ingresar en una prisión. Los enfermos mentales eran considerados elementos
asociales o inadaptados morales que sufrían un castigo divino por alguna
transgresión imperdonable.
Un hombre fue en gran medida el responsable de transformar los
manicomios de simples cárceles en instituciones médicas terapéuticas, e
indirectamente de propiciar la aparición de una clase profesional de
psiquiatras: me refiero al francés Philippe Pinel. Pinel era, en principio, un
respetado médico y escritor, conocido por sus apasionantes estudios clínicos.
En 1783, sin embargo, su vida cambió radicalmente.
Un amigo íntimo de Pinel, un estudiante de Derecho de París, sufrió una
forma de locura que hoy probablemente sería diagnosticada como un
trastorno bipolar. Su amigo podía manifestar un día la eufórica convicción de
que iba a convertirse en el abogado más brillante de Francia; y al día
siguiente se hundía en el desaliento y rogaba que su vida absurda terminara
cuanto antes. Empezó a creer que los sacerdotes interpretaban sus gestos y le
leían el pensamiento. Una noche, se internó en un bosque vestido solo con
una camisa y murió de frío.
Esta tragedia dejó a Pinel destrozado y lo impulsó a dedicar el resto de su
vida a la enfermedad mental. En especial, empezó a investigar el
funcionamiento de los manicomios, que él había evitado mientras buscaba
ayuda para su amigo, debido a las espantosas condiciones por las que eran
tristemente famosos. Poco después, en 1792, fue nombrado director del
manicomio parisino para hombres de Bicêtre. Enseguida utilizó su nuevo
puesto para introducir cambios fundamentales y dio el paso inaudito de
suprimir los nocivos tratamientos —las purgas, las sangrías, la producción de
ampollas— que se empleaban de forma rutinaria. Posteriormente, habría de
liberar de sus cadenas a los internos del Hospice de la Salpêtrière de París.
Pinel llegó a la convicción de que el marco institucional en sí, manejado
apropiadamente, podía ejercer efectos beneficiosos en los pacientes. El
médico alemán Johann Reil describió cómo había que proceder para crear
uno de los nuevos manicomios según el nuevo estilo de Pinel:
Uno podía empezar escogiendo un nombre inocuo y situarlo en un
entorno agradable, con lagos y arroyos, con campos y colinas, con
pequeñas casas de campo apiñadas alrededor del edificio de
administración. El cuerpo del paciente, así como su morada, debían
mantenerse limpios; su dieta debía ser ligera, libre de alcohol y excesivas
especias. Y todo ello amenizado con una oportuna serie de
entretenimientos que no debían ser ni demasiado prolongados ni
demasiado absorbentes.

Todo lo cual no tenía nada que ver con las lúgubres prisiones para
indeseables que venían a ser los demás manicomios. Este fue el principio de
lo que llegaría a ser conocido en Europa como el movimiento de reforma de
los manicomios, que más tarde se extendería por Estados Unidos. Pinel fue
también el primero en sostener que la rutina del manicomio debía favorecer el
sentimiento de estabilidad y autodominio del paciente. Hoy día, la mayoría de
las unidades psiquiátricas de internamiento, incluidas estas del hospital
Presbiteriano de Nueva York y centro médico de la Universidad de
Columbia, emplean todavía la idea de una rutina programada de actividades
que fomenta la estructuración, la disciplina y la higiene personal.
Después de Pinel, la conversión de las instituciones mentales en lugares
de reposo y de terapia llevó al establecimiento formal de la psiquiatría como
profesión claramente diferenciada. Transformar un manicomio en una
institución terapéutica humana, y no en una prisión, exigía que los médicos se
especializaran en el trabajo con los enfermos mentales, lo cual dio lugar al
primer apelativo corriente para el psiquiatra: alienista.
Los alienistas recibieron este apodo porque trabajaban en manicomios
situados en zonas rurales, muy alejadas de los hospitales más céntricos donde
sus colegas médicos trabajaban y se desenvolvían y atendían a los pacientes
aquejados de dolencias físicas. Esta separación geográfica de la psiquiatría
respecto del resto de la profesión médica ha subsistido hasta el siglo XXI en
muchos aspectos; todavía hoy existen «hospitales» y «hospitales mentales»,
aunque por suerte estos últimos son una especie en extinción.
Durante el siglo XIX, la gran mayoría de los psiquiatras eran alienistas.
Las diversas teorías psicodinámicas y biológicas de la enfermedad mental se
postulaban y debatían en las aulas académicas, pero tales ideas tenían muy
escaso impacto en el trabajo diario de los alienistas. Ser un alienista
significaba ser un cuidador compasivo más que un verdadero médico, pues
era poco lo que podía hacerse para mitigar los tormentos psíquicos de los
pacientes a su cargo (aunque también atendían sus necesidades estrictamente
médicas). El alienista solo podía aspirar a mantener a sus pacientes
protegidos, limpios y bien atendidos. Lo cual ya era mucho más de lo que se
hacía antes, sin duda. Pero aun así, seguía en pie el hecho de que no había un
solo tratamiento eficaz para la enfermedad mental.
Mientras el siglo XIX llegaba a su fin, todas las grandes especialidades
médicas estaban avanzando a pasos de gigante; todas, salvo una. Los estudios
anatómicos cada vez más minuciosos de los cadáveres aportaban nuevos
datos sobre las patologías del hígado, el pulmón y el corazón; en cambio, no
había ilustraciones anatómicas de la psicosis. La invención de la anestesia y
las técnicas de esterilización permitían realizar intervenciones quirúrgicas
más complejas; pero no existía una operación indicada para la depresión. La
invención de los rayos X otorgó a los médicos el poder casi mágico de atisbar
en el interior de un cuerpo vivo; pero hasta los espectaculares rayos
inventados por Roentgen eran incapaces de iluminar el estigma oculto de la
histeria.
La psiquiatría estaba agotada por los fracasos y fragmentada en un surtido
de teorías enfrentadas acerca de la verdadera naturaleza de la enfermedad
mental. La mayoría de los psiquiatras, aislados tanto de sus colegas médicos
como del resto de la sociedad, se limitaban a vigilar a unos internos con
escasas esperanzas de recuperación. Las formas de tratamiento dominantes
eran la hipnosis, las purgas, las compresas frías y —lo más común de todo—
las correas y ligaduras.
Karl Jaspers, un reputado psiquiatra alemán reconvertido en filósofo
existencial, evocaba el estado de ánimo general a finales de siglo: «La
constatación de que la investigación científica y la terapia estaban estancadas
se hallaba muy extendida en las clínicas psiquiátricas. Las grandes
instituciones para los enfermos mentales eran más magníficas e higiénicas
que nunca, pero, pese a su tamaño, lo máximo que podían hacer por sus
desdichados internos era organizar su vida del modo más natural posible. En
cuanto al tratamiento de la enfermedad mental, básicamente carecíamos de
esperanza.»
Nadie tenía ni idea del motivo por el cual algunos pacientes creían que
Dios les hablaba, otros creían que Dios los había abandonado y otros creían
ser Dios. Los psiquiatras anhelaban que alguien los sacara de aquel estéril
desierto dando respuestas sensatas a estas preguntas esenciales: ¿cuál es la
causa de la enfermedad mental? ¿Cómo podemos tratarla?

UN «PROYECTO PARA UNA PSICOLOGÍA CIENTÍFICA»

En su poema «En memoria de Sigmund Freud», W. H. Auden escribe


acerca de la dificultad de comprender a Freud con nuestra mirada moderna:
«Ahora ya no es una persona, sino todo un clima de opinión.» Es probable
que ustedes hayan oído hablar de Freud y conozcan su aspecto. Su barba
eduardiana, sus gafas redondas y su puro inveterado lo convierten en el
psiquiatra más famoso de la historia. La sola mención de su nombre suscita
en el acto la frase: «Hábleme de su madre.» Es bastante probable también que
tengan ustedes una opinión sobre sus ideas; y apuesto a que se trata de una
opinión teñida de escepticismo, si no abiertamente hostil. Freud es difamado
a menudo como un farsante misógino, engreído y autoritario, o como un
psiquiatra obsesionado con el sexo que hurgaba sin descanso en los sueños y
fantasías de la gente. Pero, para mí, fue un visionario trágico muy adelantado
a su tiempo.
En las páginas de este libro nos encontraremos con muchos psiquiatras
eminentes (como el premio Nobel Eric Kandel) y con auténticos farsantes
(como el orgonomista Wilhelm Reich). Pero Sigmund Schlomo Freud
constituye por sí mismo una categoría aparte: simultáneamente el mayor
héroe de la psiquiatría y su villano más calamitoso. A mi juicio, esta aparente
contradicción refleja muy bien las paradojas que conlleva cualquier intento de
elaborar una medicina de la enfermedad mental.
Dudo que yo me hubiera convertido en psiquiatra de no ser por Freud. Me
tropecé con este médico austriaco por primera vez al leer, de adolescente, su
obra más célebre, La interpretación de los sueños, en un curso de psicología
de primer año. Había algo en la teoría de Freud y en su modo de transmitirla
que parecía resolver los grandes misterios de la naturaleza humana... y que
hallaba eco en mis propios intentos de entenderme a mí mismo. Me quedaba
fascinado ante frases como: «La mente consciente puede compararse con una
fuente cuyas aguas juegan al sol y vuelven a caer en el gran manantial
subterráneo del subconsciente de donde emergen.»
Entre los estudiantes de medicina, hay un fenómeno corriente conocido
como «síndrome del interno»: al estudiar la lista de síntomas de una nueva
dolencia, el estudiante se da cuenta de golpe —vaya por Dios— de que él
mismo debe padecer la difteria, la sarna o la esclerosis múltiple. Yo
experimenté una reacción similar en mi primera inmersión en el pensamiento
de Freud. Empecé a reinterpretar toda mi conducta de acuerdo con sus teorías
en un brusco acceso de aparente iluminación. ¿Discutía con tanta frecuencia
con mis profesores varones debido a un conflicto edípico reprimido con mi
padre para ganarme la atención de mi madre? ¿Tenía mi habitación
desordenada porque estaba fijado en la fase anal de mi desarrollo
psicosexual, a causa de la decisión de mi madre de hacerme llevar pañal en la
escuela de párvulos?
Aunque tal vez yo me excediera en las interpretaciones intrincadas de
conductas triviales, Freud me transmitió la lección inestimable de que los
fenómenos mentales no eran aleatorios, sino que estaban determinados por
procesos que podían ser estudiados, analizados y, en definitiva, aclarados.
Gran parte de la influencia de Freud en la psiquiatría y en nuestra sociedad es
paradójica, en la medida en que aporta percepciones inéditas sobre la mente
humana y, al mismo tiempo, lleva a los psiquiatras por vericuetos teóricos no
comprobados. La mayoría de la gente olvida que Freud se formó inicialmente
como un neurólogo ortodoxo partidario de los máximos niveles de exigencia
en la investigación. Su trabajo de 1895, «Proyecto para una psicología
científica», estaba pensado para informar a los médicos sobre el modo de
abordar los problemas psiquiátricos desde una perspectiva rigurosamente
científica. Freud se formó bajo la tutela del mayor neurólogo de la época,
Jean-Martin Charcot y, como este, suponía que los futuros descubrimientos
científicos aclararían los mecanismos biológicos subyacentes del
pensamiento y las emociones. Freud incluso esbozó proféticamente lo que tal
vez sea uno de los primeros ejemplos de una red neuronal, ilustrando cómo
podrían comunicarse los sistemas individuales de neuronas entre sí para
efectuar cálculos, y prefigurando campos tan modernos como el aprendizaje
de máquinas y la neurociencia computacional.
Aunque Wilhelm Reich afirmó con frecuencia en público que Albert
Einstein apoyaba sus ideas sobre la orgonomía, en realidad Einstein las
consideraba absurdas y exigió que dejara de usar su nombre para darse
publicidad. En cambio, el eminente físico tenía una actitud muy distinta hacia
Freud. Einstein respetaba la perspicacia psicológica de Freud hasta tal punto
que le pidió, poco antes de la Segunda Guerra Mundial, que explicara el
impulso guerrero de los seres humanos, pues creía que él «podría arrojar la
luz de [su] amplio conocimiento de la vida instintiva del hombre acerca de
este problema». Freud le respondió con una conferencia y Einstein respaldó
públicamente sus ideas y le escribió: «Admiro enormemente su pasión para
establecer la verdad.»
Las innovadoras ideas de Freud sobre la enfermedad mental tuvieron
como detonante inicial su interés por la hipnosis, un tratamiento de moda en
el siglo XIX que introdujo Franz Mesmer. Freud se quedó fascinado con los
asombrosos efectos de la hipnosis, sobre todo con el misterioso fenómeno por
el cual los pacientes accedían a recuerdos que no podían evocar durante su
estado consciente normal. Esta observación lo condujo finalmente a su
hipótesis más célebre: la hipótesis de que nuestra mente contiene un tipo
oculto de conciencia, inaccesible a nuestra conciencia despierta. Según Freud,
esta parte inconsciente de la mente era el equivalente mental del hipnotizador
que te ordenaba que te levantaras o te tumbaras sin que tú te dieras cuenta del
motivo por el que lo habías hecho.
Hoy en día, damos por supuesta la existencia del inconsciente; nos parece
un fenómeno tan obvio que resulta casi absurdo atribuir a una persona el
mérito de «descubrirlo». Empleamos de manera informal expresiones como
«intención inconsciente», «deseo inconsciente», «resistencia inconsciente», y
le rendimos homenaje a Sigmund hablando de «lapsus freudianos». Los
modernos investigadores científicos del cerebro y del comportamiento
también dan por supuesto el inconsciente. Asumen el inconsciente en
conceptos tales como la memoria implícita, el primado perceptivo, la
percepción subliminal y la visión ciega. Freud llamó a esa teoría contraria a la
lógica intuitiva de una mente inconsciente «teoría psicoanalítica».
Freud diseccionó la conciencia en varios componentes distintos. El
primario «ello» constituía la fuente voraz de los instintos y deseos; el
virtuoso «superyó» era la voz de la conciencia, un Pepito Grillo psicológico
que clamaba: «¡No puedes hacer esto!»; el pragmático «yo» constituía
nuestra conciencia habitual y debía mediar entre las exigencias del ello, las
amonestaciones del superyó y la realidad del mundo exterior. Según Freud,
los humanos están solo parcialmente al tanto de los mecanismos de su propia
mente.
Freud aprovechó esta nueva concepción de la mente para formular una
nueva definición psicodinámica de la enfermedad mental que cambiaría el
curso de la psiquiatría europea y luego se habría de imponer en la psiquiatría
americana. Para la teoría psicoanalítica, todas las formas de enfermedad
mental podían remitirse a una misma causa: los conflictos entre los distintos
estratos de la mente.
Por ejemplo, Freud diría que si inconscientemente desearas tener
relaciones sexuales con tu jefe —un hombre casado—, pero supieras
conscientemente que hacerlo habría de crearte todo tipo de problemas, esta
situación generaría un conflicto psíquico. Tu mente consciente intentaría
primero manejar el conflicto por simple control emocional («Sí, encuentro
atractivo a mi jefe, pero soy lo bastante madura como para no ceder a estos
sentimientos»). Si eso no funcionara, tu mente consciente intentaría resolver
el conflicto mediante trucos psicológicos que Freud llamó «mecanismos de
defensa», tales como la «sublimación» («Voy a leer historias eróticas sobre
amores prohibidos») o la «negación» («Yo no encuentro atractivo a mi jefe,
¿a qué viene todo esto?»). Pero si el conflicto psíquico fuese tan intenso
como para que tus mecanismos de defensa no pudieran manejarlo, podría
provocarte histeria, ansiedad, obsesiones, problemas sexuales o —en casos
extremos— psicosis.
Para todos los trastornos causados por conflictos psíquicos no resueltos
—trastornos que afectaban a las emociones y el comportamiento de las
personas, pero sin hacer que perdieran el contacto con la realidad del mundo
exterior— Freud acuñó el término general «neurosis». La neurosis se
convertiría en un concepto fundacional de la teoría psicoanalítica para
entender y tratar las enfermedades mentales. Y sería el concepto clínico más
influyente en la psiquiatría americana durante la mayor parte del siglo XX;
hasta el año 1979, para ser exactos, cuando se efectuó una fecunda revisión
del sistema diagnóstico de la psiquiatría y la neurosis pasó a constituir el
motivo de una batalla decisiva por el alma de la psiquiatría americana.
Pero a principios del siglo XX Freud no contaba con pruebas tangibles de
la existencia del inconsciente, de la neurosis o de cualquiera de sus ideas
psicoanalíticas. Él formuló enteramente su teoría mediante deducciones
extraídas de la conducta de sus pacientes. Esto puede parecer poco científico,
aunque tales métodos no difieren en realidad de los empleados por los
astrofísicos que postulan la existencia de la materia oscura, una forma
hipotética de materia invisible esparcida por todo el universo. Hasta ahora,
mientras escribo estas líneas, nadie ha observado jamás ni detectado siquiera
la materia oscura, pero los cosmólogos han llegado a la conclusión de que no
pueden dar cuenta de los movimientos y la estructura del universo observable
sin invocar la existencia de una cosa misteriosa e imperceptible que influye
silenciosamente en todo lo que vemos.
Freud ofreció, además, una argumentación mucho más seria y detallada
sobre la enfermedad mental de lo que habían aportado las teorías
psiquiátricas anteriores. En particular, él consideraba la neurosis como una
consecuencia neurobiológica de los procesos darwinianos de selección
natural. Nuestros sistemas mentales, sostenía Freud, evolucionaron para
asegurar nuestra supervivencia como animales sociales insertos en
comunidades en las que debíamos colaborar y competir a la vez con otros
miembros de nuestra especie. Por lo tanto, nuestra mente evolucionó para
reprimir ciertos impulsos egoístas con el fin de facilitar esa cooperación
esencial. Pero a veces nuestros impulsos cooperativos y competitivos
entraban en conflicto (si nos sentíamos sexualmente atraídos por nuestro jefe,
por ejemplo). Era este conflicto lo que provocaba un desajuste psíquico,
afirmaba Freud, y si ese desajuste no se resolvía, podía desequilibrar el
funcionamiento natural de la mente y generar una enfermedad mental.
Los críticos de Freud suelen preguntarse por qué desempeña el sexo un
papel tan destacado en sus teorías. Aunque yo estoy de acuerdo en que este
énfasis excesivo en los conflictos sexuales fue uno de sus errores más
llamativos, Freud tenía una explicación racional para justificarlo. Como los
impulsos sexuales son fundamentales para la reproducción y contribuyen tan
decisivamente a alcanzar un éxito evolutivo individual, argumentaba Freud,
constituyen el impulso darwiniano más potente y egoísta de todos. Por ello,
cuando intentamos reprimir nuestros deseos sexuales, luchamos contra
millones de años de selección natural y generamos el conflicto psíquico más
enconado de todos.
La observación de Freud de que los deseos sexuales pueden causar con
frecuencia conflictos internos indudablemente halla eco en la experiencia de
la mayoría de las personas. En lo que Freud se equivocó, a mi juicio, fue en
suponer que como nuestros impulsos sexuales son tan fuertes deben
inmiscuirse en cada una de nuestras decisiones. La neurociencia, así como la
mera introspección, nos indica lo contrario: que nuestros deseos de riqueza,
de aceptación, de amistad, de reconocimiento, de emulación y de helado de
frambuesa son impulsos independientes e igualmente reales, y no simple
lujuria disfrazada. Aunque seamos criaturas instintivas, nuestros instintos no
son exclusivamente, ni siquiera en su mayor parte, sexuales.
Freud ofreció algunos ejemplos de neurosis en sus famosos estudios de
casos; entre ellos, el de Dora, seudónimo de una adolescente que vivía en
Viena. Dora tenía tendencia a sufrir «accesos de tos acompañados de una
pérdida de voz», especialmente cuando hablaba del amigo de su padre, el
señor K. Freud interpretó la pérdida del habla de Dora como un tipo de
neurosis que llamó «reacción de conversión». El señor K. había hecho al
parecer una aproximación sexual a la joven, todavía una menor, apretándose
contra ella. Cuando Dora le explicó a su padre la conducta del señor K., él no
la creyó. Al mismo tiempo, el padre de Dora mantenía una aventura secreta
con la esposa del señor K., y Dora, que estaba al corriente de este enredo
romántico, pensó que su padre la estaba incitando a pasar más tiempo con el
señor K para contar él mismo con más oportunidades de verse con la esposa
del señor K.
Freud interpretó el trastorno de conversión de Dora como una
consecuencia del conflicto inconsciente entre el deseo de mantener una
relación armoniosa con su padre y el deseo de que este la creyera acerca del
repulsivo comportamiento del señor K. La mente de Dora, según Freud,
«convirtió» el deseo de hablarle a su padre de la agresividad sexual del señor
K. en un acceso de mudez para preservar su relación con él.
Los trastornos de conversión habían sido identificados mucho antes de
que Freud les pusiera nombre, pero él fue el primero en ofrecer una
explicación plausible del fenómeno: en el caso de Dora, explicando su
incapacidad para hablar como un intento de su mente consciente de reprimir
una verdad que podía indisponer a su padre contra ella. Aunque el análisis de
Freud del caso Dora se vuelve cada vez más descabellado e insensible —
Freud acaba sugiriendo que Dora se sentía atraída tanto por su padre como
por el señor K., y nosotros no podemos por menos que comprenderla cuando
decide concluir bruscamente su terapia con Freud—, la idea central de que
ciertos tipos de comportamiento anómalo pueden remitirse a conflictos
interiores sigue siendo válida hoy en día. De hecho, yo me he encontrado
pacientes que parecían directamente salidos del manual de casos de Freud.
Hace unos años me pidieron que examinara a un hombre de cuarenta y un
años llamado Moses, que trabajaba en un hospital comunitario del barrio. En
conjunto, la vida de Moses era bastante estable... salvo por la situación con su
jefe. A Moses le caía bien su jefe, el director de Cardiología; al fin y al cabo,
este lo había ascendido y situado en el desahogado puesto de administrador
en jefe de la división. Moses sentía que le debía una lealtad absoluta, pues, a
su modo de ver, había sido él y solo él quien había posibilitado su éxito
profesional. Cuando yo empecé a verlo como paciente, sin embargo, Moses
empezaba a darse cuenta de los costes de esa lealtad.
El jefe de Moses estaba enzarzado con el director del hospital en una
intensa batalla sobre cuestiones financieras. Durante las airadas trifulcas que
mantenían, reclamaba a menudo la presencia de Moses para revisar datos
financieros y recopilar informes. Poco a poco, él empezó a entrever algo
inquietante: su jefe estaba tergiversando a propósito las finanzas de la
división ante el director del hospital. Aún peor: cada vez era más evidente
que pretendía encubrir una serie de transacciones financieras engañosas y
posiblemente ilegales.
Moses estaba horrorizado. Sabía que la administración del hospital
acabaría descubriendo el secreto de su jefe; y él mismo se llevaría parte de la
culpa, pues todo el mundo supondría que estaba al corriente de la
transgresión de su jefe y que, por tanto, era su cómplice. Así pues, se sentía
desgarrado entre la lealtad hacia el hombre que le había dado su puesto y el
deseo de comportarse con honradez. A medida que se intensificaba el
enfrentamiento entre su jefe y el director, la angustia de Moses aumentaba, y,
al final, ya no pudo más.
Un día, en el trabajo, Moses empezó a tener dificultades para hablar. Muy
pronto estaba tartamudeando. Se sentía confuso, desorientado. Al final de la
jornada se había quedado completamente mudo. Abría la boca, pero no salía
ningún sonido de ella, solo unos carraspeos guturales. Este cambio
inquietante impulsó a sus compañeros a llevarlo a urgencias.
Los médicos supusieron de entrada que Moses había sufrido un ataque o
un derrame cerebral, los sospechosos habituales cuando una persona se siente
confusa y no puede hablar. Pidieron un examen neurológico completo,
incluido un TAC y un electroencefalograma. Para su sorpresa, todas las
pruebas resultaron normales. Al no observar indicios de una anomalía
fisiológica, sospecharon que el problema podía ser de carácter psiquiátrico y
Moses fue remitido a mi consulta.
Al principio, yo me olí alguna clase de fraude —tal vez estaba fingiendo
síntomas para conseguir la baja o para cobrar un seguro por incapacidad—,
pero la verdad era que no había ninguna prueba que sustentara esta hipótesis.
La mudez de Moses se extendió a todas las áreas de su vida, incluso cuando
estaba con su familia y sus amigos. Recomendé que le dieran la baja y
programé una visita de seguimiento. Cuando se presentó en mi despacho, le
dije que me gustaría emplear en su caso un sistema diagnóstico llamado
«entrevista con amital». Se trataba de un viejo procedimiento consistente en
administrar por vía intravenosa una dosis moderada de barbitúrico de acción
ultracorta. Esta sustancia relaja y desinhibe al paciente y puede actuar, por
tanto, como una especie de suero de la verdad. Moses asintió, dándome su
consentimiento.
Lo llevé a la sala de tratamiento, lo puse en una camilla y llené una
jeringa de amobarbital. Inserté la aguja en la vena y le inyecté lentamente el
medicamento. En menos de un minuto, empezó a hablar: primero de modo
confuso e infantil; luego con claridad y coherencia. Me explicó el atolladero
en el que estaba metido en el trabajo y me dijo que no sabía qué hacer. Tras
explicarme su dilema con detalle, se quedó bruscamente dormido. Al
despertar al cabo de poco, volvía a ser incapaz de hablar, pero el «suero de la
verdad» había confirmado mi suposición: su mudez era una reacción de
conversión. (La última edición del Manual diagnóstico y estadístico de los
trastornos mentales contiene un diagnóstico de los trastornos de conversión
basado en gran parte en la concepción de Freud.)
Tras faltar unas semanas al trabajo, Moses fue informado de que lo
trasladaban a otro departamento y de que ya no trabajaría para su antiguo jefe
ni sería responsable de las finanzas de la división de Cardiología. A los pocos
días de recibir la noticia, recuperó totalmente la facultad de hablar. Freud,
creo, habría quedado satisfecho con el desenlace.

Al definir la enfermedad como un conflicto entre mecanismos


inconscientes —conflictos que podían identificarse, analizarse y eliminarse
—, Freud proporcionó el primer medio plausible para que los psiquiatras
pudieran comprender y tratar a los pacientes. El atractivo de la teoría de
Freud se vio realzado por sus dotes cautivadoras como conferenciante y por
el estilo lúcido y fascinante de sus escritos. Este era, indudablemente, el líder
que la psiquiatría había estado esperando: una figura capaz de conducir a la
profesión a un nuevo siglo y de reconciliarla con el resto de la comunidad
médica.
Y, sin embargo, Freud terminó conduciendo a la psiquiatría a un desierto
intelectual durante más de medio siglo, para sumergirla al fin en una de las
crisis públicas más espectaculares que haya sufrido jamás cualquier
especialidad médica. ¿Cómo sucedió tal cosa? Una parte de la respuesta se
encuentra en personas como Elena Conway y Abigail Abercrombie: pacientes
aquejadas de dolencias incapacitantes.
Y una parte de la respuesta se encuentra en el propio Freud.
2
Perdidos en vericuetos teóricos:
el auge del «loquero»
La psiquiatría nos permite corregir nuestros fallos confesando los defectos
de nuestros padres.
LAURENCE PETER

Sigmund Freud era un novelista de formación científica. Solo que él no


sabía que era novelista. Todos esos malditos psiquiatras que vinieron después
tampoco sabían que era un novelista.
JOHN IRVING

UNA CHARLA VESPERTINA

Como el smartphone, la excitante y novedosa concepción freudiana de la


mente fue adoptada tan universalmente que resultaba difícil recordar cómo
habían sido las cosas antes de su aparición. Freud consiguió que la
enfermedad mental pareciera algo nuevo, comprensible e intrigante. Pero a
diferencia de los smartphones, que fueron adoptados rápidamente tras su
introducción, la influencia de la teoría psicoanalítica se difundió poco a poco.
Una comparación más adecuada para las teorías de Freud la
proporcionaría si acaso la videoconferencia, una tecnología rechazada
totalmente por el público cuando se introdujo por vez primera en los años
setenta, pero que cuajó décadas más tarde, con la aparición de Internet y los
teléfonos móviles. ¿Cómo llegaron las peculiares conjeturas de un neurólogo
desconocido a convertirse en algo tan corriente como el sistema Skype? Todo
comenzó con una charla vespertina en torno a un café.

UN PEQUEÑO CÍRCULO DE COLEGAS


En el otoño de 1902, Freud envió unas postales a cuatro médicos
invitándolos a su piso, que se hallaba en un edificio adosado del Berggasse,
un barrio judío gris y anodino de Viena. Una de aquellas postales decía: «Un
pequeño círculo de colegas y seguidores quiere brindarme el gran placer de
acudir a mi casa una noche por semana para analizar temas de nuestro interés
en psicología y neuropsicología. ¿Tendría la amabilidad de unirse a
nosotros?»
El libro de Freud La interpretación de los sueños había sido publicado
hacía menos de dos años, pero no había obtenido mucho eco; ni siquiera un
poco. Su modesta tirada de seiscientos ejemplares languidecía en las librerías.
No obstante, unos pocos médicos habían quedado tan fascinados por los
métodos de Freud para descifrar los mecanismos de la mente que habían
iniciado con él una correspondencia admirada. Uno de aquellos primeros
entusiastas era Wilhelm Stekel, un médico general franco y vivaz, autor
también de poesías y obras de teatro. Stekel se ofreció voluntario para ser uno
de los primeros pacientes psicoanalizados por Freud y acabaría
convirtiéndose él mismo en psicoanalista. En plena terapia, Stekel le hizo una
recomendación que cambiaría el curso de la historia: Freud debía organizar
un grupo de debate para hablar de sus ideas.
Que fueran exactamente cuatro las personas invitadas a esa primera charla
en casa de Freud indica la desalentadora falta de interés que había suscitado
inicialmente su obra. Stekel era el primer invitado. Otros dos eran amigos de
la infancia de Freud (Max Kahane y Rudolf Reitler). El cuarto era Alfred
Adler, el único de los reclutados que gozaba a la sazón de una influencia
significativa en el mundo de la medicina. Adler era un médico socialista al
que le gustaba la camaradería de grupo y que se sentía a sus anchas entre las
clases trabajadoras. Vestía y se comportaba como un obrero y había
publicado un libro de salud laboral para sastres.
Junto con Freud, esos cuatro hombres constituyeron el núcleo de lo que
habría de convertirse andando el tiempo en un movimiento internacional.
Decidieron reunirse en el diminuto y oscuro salón de Freud cada miércoles
por la noche, lo que dio lugar al nombre de la reducida camarilla: la Sociedad
Psicológica de los Miércoles. Pese a estos humildes inicios, según el relato de
Stekel, las primeras reuniones se caracterizaron por «una armonía completa
entre los cinco, sin disonancias; éramos como los primeros pioneros de una
tierra recién descubierta, y Freud era el líder. Parecía que saltaran chispas de
una mente a otra, y cada reunión era como una revelación».
La sociedad atrajo enseguida a otros miembros no médicos, incluidos un
productor de ópera, un librero, un pintor y un novelista. Las reuniones
seguían una rutina prefijada. Se congregaban todos en torno a la mesa
oblonga del salón de estilo victoriano de Freud a las 8.30 en punto. Las
exposiciones daban comienzo a las 9.00. Se sacaban los nombres de una urna
para fijar el orden de las intervenciones. Tras las exposiciones formales,
había quince minutos de charla distendida. Salían a relucir los puros y los
cigarrillos, y se fumaba en abundancia. Se servían café y dulces, que todos
consumían con avidez. Max Graf, un musicólogo austriaco que se incorporó a
la sociedad en 1903, describió así el ambiente: «En aquel salón reinaba la
atmósfera de una religión recién fundada; y Freud era su nuevo profeta.»
La última palabra en cada velada la tenía Freud. Las actas de una reunión
durante la cual se debatió el papel del incesto en la neurosis reflejan que
Freud cerró la sesión «hablando de un tipo disimulado de sueño de incesto
con la madre. El soñante se halla frente a la entrada de una casa. Entra en
ella. Tiene el vago recuerdo de haber estado allí otra vez. Es la vagina de la
madre, porque ese es el lugar donde ya ha estado otra vez».
En sus inicios, las sesiones de la Sociedad Psicológica de los Miércoles se
centraban básicamente en las consecuencias teóricas y sociales de las ideas de
Freud. Pero los integrantes del grupo enseguida sintieron el deseo de aplicar
la nueva teoría para aliviar los sufrimientos de las personas mentalmente
perturbadas. Freud, convencido de que la mayor parte de los problemas
psiquiátricos obedecía a conflictos psíquicos internos, concibió un método
ingenioso y extremadamente original para resolver tales conflictos.
La «cura hablada», tal como él mismo la llamó, derivaba de dos tipos de
terapia que había conocido en los inicios de su carrera. El primero era la
hipnosis. En 1895, como parte de su formación bajo la tutela de Jean-Martin
Charcot, Freud aprendió a emplear la hipnosis con las pacientes que padecían
de histeria, una dolencia vagamente definida a la sazón, caracterizada por una
serie de emociones coléricas e inmanejables. Freud se quedó maravillado ante
la facilidad con que parecían disiparse los síntomas tras una sesión de
hipnosis. Gradualmente llegó a la convicción de que tal vez fuera posible
adaptar la hipnosis a una forma más metódica de terapia hablada (o
«psicoterapia», en el vocabulario psiquiátrico).
La cura hablada tenía también sus raíces en los métodos del médico
vienés Josef Breuer, que se convirtió en mentor del joven Freud a finales de
la década de 1880 y le ayudó inicialmente a establecerse en su práctica
médica. Como protegido suyo, Freud pudo observar que cuando una de las
jóvenes pacientes de Breuer (conocida para la historia como Anna O.) se
ponía a divagar ante este sobre lo primero que le venía a la cabeza, sus
síntomas psiquiátricos disminuían o desaparecían del todo. Anna describía
este modo de hablar sin inhibiciones como una «limpieza de chimenea»,
mientras que Breuer lo llamó «método catártico». Freud combinó la hipnosis
de Charcot y el método catártico de Breuer con su teoría psicoanalítica en
desarrollo para confeccionar la primera forma sistemática de psicoterapia,
que bautizó como «psicoanálisis».
El psicoanálisis fue concebido como un método para sondear la mente
inconsciente de los pacientes e identificar sus conflictos ocultos. Durante el
psicoanálisis, Freud animaba a los pacientes a asociar libremente y a decir
cualquier cosa que les viniera a la cabeza. Como creía que los sueños eran
una fuente inestimable de información sobre los conflictos inconscientes —
decía, con una expresión célebre, que constituían «la vía regia de acceso al
inconsciente»—, también incitaba a los pacientes a contar con detalle sus
sueños durante el tratamiento. El gran beneficio del psicoanálisis, sostenía
Freud, era que la hipnosis funcionaba con solo un tercio de los pacientes,
mientras que su método funcionaba con todo el mundo.
El método psicoanalítico vino a definir muchos de los aspectos
tradicionales de la relación psiquiatra-paciente que siguen vigentes hasta hoy;
entre ellos, las sesiones regulares de terapia, de 45 o 50 minutos de duración,
la comunicación guiada con el paciente, y el confortable despacho del
terapeuta provisto de un diván o un mullido sillón. El psicoanalista solía
sentarse detrás del paciente, una técnica que procedía de los inicios de la
carrera de Freud, cuando hipnotizaba a los pacientes y se sentaba detrás para
poder presionarles la frente mientras los instaba con voz solemne a
rememorar hechos inaccesibles a su conciencia despierta.
La práctica clínica del terapeuta no visible adquirió luego una
justificación teórica a través del concepto de «transferencia». Durante el
psicoanálisis, el terapeuta debía convertirse en una hoja en blanco, en una
presencia remota y distante, no accesible a la vista, para facilitar la
proyección sobre él de las relaciones pasadas del paciente. Se creía que este
proceso habría de generar una erupción de revelaciones procedente del
inconsciente, como si uno se sometiera al Oráculo de Delfos.
Aunque los psiquiatras actuales ya no se mantienen ocultos detrás del
paciente, el concepto freudiano de transferencia ha perdurado como una de
las piedras angulares de la psicoterapia moderna y, de hecho, se enseña a los
residentes de psiquiatría, a los estudiantes de psicología clínica y a los
asistentes sociales en período de prácticas. Para Freud, los instrumentos como
la transferencia, la interpretación de los sueños y la asociación libre estaban
pensados para alcanzar el objetivo último del psicoanálisis: «hacer visible lo
oculto».
Piensen por un momento en este modo de abordar el tratamiento de la
enfermedad mental. Si sufrías depresión, obsesiones, esquizofrenia (como
Elena Conway) o ataques de pánico (como Abigail Abercrombie), lo mejor
para calmar los síntomas, de acuerdo con la teoría psicoanalítica, era
desenterrar los conflictos psíquicos ocultos que generaban tu conducta
patológica. Para sacar a la luz esos conflictos, el psicoanalista, como el José
bíblico, interpretaba el sentido cifrado de tus sueños. Si tú te negabas a hablar
de tus sueños —si, en cambio, preferías hablar de lo que podía hacerse para
evitar que cometieras suicidio en el caso de que la depresión volviera a
atacarte—, el psicoanalista interpretaba este deseo de cambiar de tema como
una «resistencia» que debía ser analizada.
A medida que crecía la popularidad del psicoanálisis y el número de sus
practicantes, algunos de los protegidos de Freud quisieron explorar nuevas
perspectivas y empezaron a formular ideas sobre la enfermedad mental y la
naturaleza de la mente muy distintas de las del propio Freud. ¿Cabía tal vez la
posibilidad de que algunos conflictos psíquicos no estuvieran relacionados en
absoluto con el sexo? ¿El inconsciente podía tener un sentido cósmico? ¿Y si
la mente constaba de cuatro partes, en lugar de tres?
Si Freud era el consejero delegado del movimiento psicoanalítico, su
estilo de gestión se parecía más al de Steve Jobs que al de Bill Gates. Él
quería tener el control absoluto, y todos los proyectos debían amoldarse a su
propia sensibilidad. A medida que crecía la Sociedad Psicológica de los
Miércoles y que se iban proponiendo más ideas nuevas, el consejero delegado
del psicoanálisis comprendió que debía hacer algo para mantener un control
más férreo del movimiento y para llegar, al mismo tiempo, a audiencias más
amplias. En el lenguaje de los negocios, Freud quería expandir su cuota de
mercado, pero conservar el control de la marca.
Decidió disolver, pues, la cada vez más díscola Sociedad de los Miércoles
(que seguía reuniéndose en su sofocante y atestado salón) y reconstituirla
como organización profesional formal. Solo quienes estaban totalmente
comprometidos con las ideas de Freud fueron invitados a seguir como
miembros de la misma. Freud expulsó a los demás. El 15 de abril de 1908, el
nuevo grupo se presentó públicamente como la Sociedad Psicoanalítica. Con
solo veintidós miembros, la joven sociedad prometía remodelar de arriba
abajo la psiquiatría y cautivar al mundo entero... si antes no se hacía pedazos
a sí misma.

HEREJES

Aunque la teoría psicoanalítica iba cuajando y aunque Freud tenía la


convicción de que sus audaces ideas sobre la enfermedad mental estaban bien
fundadas, era consciente de que se hallaba en un terreno resbaladizo en lo
referente a la validación científica. Pero en vez de reaccionar frente a esta
falta de datos empíricos realizando investigaciones que llenaran las lagunas,
Freud tomó una decisión que sellaría el destino del psicoanálisis y cambiaría
el curso de la psiquiatría americana, fosilizando una teoría científica
prometedora y dinámica para convertirla en una religión petrificada.
Freud prefirió presentar su teoría de un modo que disuadía todo
cuestionamiento y frustraba cualquier intento de verificación o refutación.
Exigía una lealtad completa a su teoría y pretendía que sus discípulos
siguieran sus técnicas clínicas sin la menor desviación. Mientras la Sociedad
Psicoanalítica seguía creciendo, el científico que había promovido el rigor
escéptico en su Proyecto para una psicología científica presentaba ahora sus
hipótesis como artículos de fe a los que había que adherirse con fidelidad
absoluta.
Siendo como soy un psiquiatra que ha vivido muchos de los peores
excesos de la teocracia psicoanalítica, contemplo la fatídica decisión de Freud
con pesar y tristeza. Si ejercemos la medicina, si nos dedicamos a la ciencia,
si estamos estudiando algo tan vertiginosamente complejo como la mente
humana, debemos estar siempre dispuestos a someter humildemente nuestras
ideas al escrutinio y la verificación de otros, así como a modificarlas cuando
aparezcan nuevos datos. Lo que resulta especialmente decepcionante de esa
estrategia aislacionista de Freud es que muchos de los elementos centrales de
su teoría demostraron en último término ser correctos, incluso a la luz de la
investigación neurocientífica contemporánea. La teoría de Freud sobre la
existencia de sistemas complementarios y competitivos de cognición es
básica para la neurociencia moderna y se ve ejemplificada en los modelos
neuronales más avanzados de la visión, la memoria, el control motor, la toma
de decisiones y el lenguaje. La idea, formulada en primer lugar por Freud, de
una serie de fases progresivas de desarrollo mental constituye la piedra
angular de campos modernos como la psicología del desarrollo y la
neurobiología del desarrollo. Y todavía hoy, para comprender los patrones de
conducta de autoengaño, narcisista, pasivo-dependiente y pasivo-agresivo, no
tenemos un sistema mejor que el que Freud propuso.
Pero junto a sus intuiciones proféticas, las teorías de Freud estaban
plagadas de deslices, descuidos y auténticos errores garrafales. Ahora
meneamos la cabeza ante su convicción de que los niños desean casarse con
su madre y matar a su padre, o ante su idea de que el desarrollo sexual natural
impulsa a la niña a querer tener un pene propio. Como afirmó certeramente el
juez Louis Brandeis, «La luz del sol es el mejor desinfectante», y es probable
que muchas de las conjeturas menos creíbles de Freud hubieran sido
eliminadas por los minuciosos procesos de la investigación científica si se
hubieran tratado como hipótesis comprobables, y no como edictos papales.
Por el contrario, todo aquel que criticara o modificara las ideas de Freud
pasaba a ser considerado un apóstata blasfemo, era declarado un mortal
enemigo y quedaba excomulgado. El miembro fundador más influyente del
movimiento psicoanalítico, Alfred Adler, el hombre que Freud había llamado
con admiración «la única personalidad aquí presente», fue la primera gran
figura en ser expulsada. Antes de conocer a Freud, Adler había expuesto sus
propios puntos de vista sobre la terapia, subrayando que había que captar al
paciente como un todo y comprender su historia completa. En contraste con
la teoría de Freud de una conciencia dividida, Adler pensaba que la mente era
indivisible: un individuum. El empeño de Freud en atribuir a todos los
conflictos una naturaleza sexual, por improbable y rebuscada que fuese,
incomodaba también a Adler, pues él consideraba que la agresividad era una
fuente igualmente poderosa de conflictos psíquicos.
Pero es posible que haya habido otros motivos para explicar su cisma. Al
ser interrogado sobre la acritud entre psiquiatras, en obvia alusión a los
miembros de la Sociedad de los Miércoles, Freud respondió: «Lo más
importante no son las diferencias científicas. Normalmente es algún tipo de
animosidad, de celos o de rencor lo que alimenta la enemistad. Las
diferencias científicas surgen después.» Freud era un hombre distante y frío,
con una mente centrada en el trabajo, y más apta para la investigación que
para el arte de la política. La mayoría de sus pacientes eran personas cultas de
las clases altas de la sociedad vienesa, mientras que Adler, un hombre más
sociable, sentía mayor afinidad con la clase trabajadora.
Como Stalin al declarar a Trotski persona non grata, Freud declaró
públicamente en 1911 que las ideas de Adler eran contrarias al movimiento
psicoanalítico y dio un ultimátum a todos los miembros de la Sociedad
Psicoanalítica para que rompieran con Adler o se expusieran ellos mismos a
la expulsión. Freud acusaba a Adler de sufrir delirios paranoides y de usar
«tácticas terroristas» para socavar el movimiento psicoanalítico. Entre sus
amigos, comentaba que la rebelión de Adler era la de «un individuo anormal
enloquecido por la ambición».
Adler, por su parte, mantuvo su hostilidad hacia Freud durante toda su
vida. Siempre que alguien señalaba que él había sido uno de los primeros
discípulos de Freud, Adler esgrimía enfurecido una postal desteñida —la
invitación de Freud a la primera reunión en su casa— para demostrar que
había sido este quien había buscado su compañía, y no al revés. Poco antes de
su muerte, en 1937, Adler estaba cenando en un restaurante de Nueva York
con el joven Abraham Maslow, un psicólogo que llegaría a ganarse un
prestigio propio por haber acuñado el concepto de autorrealización. Maslow
le preguntó despreocupadamente a Adler por su amistad con Freud. Adler
estalló en el acto y acusó a Freud de timador e intrigante.
Se produjeron otras expulsiones y deserciones, incluidas las de Wilhelm
Stekel, el hombre que había propuesto inicialmente la idea de la Sociedad
Psicológica de los Miércoles, y la de Otto Rank, a quien Freud había
calificado durante años como su «leal ayudante y colaborador». Pero la
deserción más amarga de todas, a los ojos de Freud, fue indudablemente la
del médico suizo Carl Gustav Jung, su propio Bruto.
En 1906, tras leer el libro de Jung Estudios acerca de la asociación de
palabras, escrito bajo la influencia del psicoanálisis, Freud lo invitó
entusiasmado a su casa en Viena. Ambos hombres, a quienes separaba una
diferencia de diecinueve años, se reconocieron de inmediato como almas
gemelas. Hablaron durante treces horas seguidas (la historia no recoge si
hicieron alguna pausa para comer o ir al baño). Poco después, Freud le envió
a Jung una recopilación de sus últimos ensayos a Zúrich, dando comienzo así
a una intensa correspondencia y colaboración que se prolongó durante seis
años. Jung fue elegido primer presidente de la Asociación Psicoanalítica
Internacional con el apoyo entusiasta de Freud, y este finalmente lo designó
como «su hijo adoptivo, su príncipe coronado y sucesor». Pero —igual que
entre Freud y Adler— las semillas de la discordia estuvieron presentes en su
relación desde el principio.
Jung era profundamente espiritual y sus ideas tendían hacia lo místico.
Creía en la sincronicidad: la idea de que las coincidencias aparentes de la
vida —como, por ejemplo, que el sol asome entre las nubes cuando sales de
la iglesia después de celebrar tu boda— estaban orquestadas cósmicamente.
Jung restaba importancia a los conflictos sexuales y se centró, en cambio, en
el papel casi mágico del «inconsciente colectivo»: una parte del inconsciente,
según Jung, que contiene los recuerdos e ideas de toda nuestra especie.
Freud, en abierto contraste, era ateo y no creía que la espiritualidad o lo
oculto debieran conectarse en modo alguno con el psicoanálisis. Afirmaba no
haber experimentado nunca ningún «sentimiento religioso», y menos los
sentimientos místicos que Jung profesaba. Y por supuesto, a los ojos de
Freud, el conflicto sexual era el requisito indispensable del psicoanálisis.
A Freud le inquietaba cada vez más que la adhesión de Jung a ideas no
científicas perjudicara al movimiento (algo irónico, teniendo en cuenta que
no tenía la menor intención de buscar apoyo científico a sus propias ideas).
Finalmente, en noviembre de 1912, los dos se vieron por última vez en
Múnich en una reunión del círculo íntimo de Freud. Durante el almuerzo, el
grupo empezó a hablar acerca de un artículo psicoanalítico reciente sobre el
faraón egipcio Amenhotep. Jung comentó que se había dado demasiada
importancia al hecho de que Amenhotep hubiera ordenado que se borrase el
nombre de su padre de todas las inscripciones. Freud se tomó el comentario
personalmente y acusó a Jung de omitir su nombre en los artículos que había
publicado últimamente, entregándose a un acceso de furor tan violento que
cayó desmayado al suelo. Poco después, los dos colegas se separaron para
siempre. Jung abandonó enteramente la teoría psicoanalítica para adoptar su
propia variante de la psiquiatría, que llamó, con una deuda obvia hacia Freud,
«psicología analítica».
El círculo íntimo de la Sociedad Psicoanalítica de Freud. De izquierda a derecha, Otto Rank, Freud,
Karl Abraham, Max Eitington, Sándor Ferenczi, Ernest Jones, Hanns Sachs. (HIP/Art Resource, NY.)

Pese a las tensiones y fracturas dentro del movimiento psicoanalítico, en


1910 el psicoanálisis se había convertido en el tratamiento de moda en
Europa y había pasado a ser una de las formas más populares de terapia entre
la clase alta y media, en especial entre los judíos adinerados. La teoría
psicoanalítica se volvió extremadamente influyente en el mundo artístico,
contribuyendo a moldear la obra de novelistas, pintores y dramaturgos. Pero
aunque hacia 1920 cualquier persona culta había oído hablar de Freud, el
psicoanálisis nunca llegó a dominar por completo la psiquiatría europea.
Incluso en su momento de mayor apogeo, el psicoanálisis en Europa
competía con otras visiones de la enfermedad mental —entre ellas, la teoría
de la Gestalt, la psiquiatría fenomenológica y la psiquiatría social—, mientras
que en Estados Unidos el psicoanálisis no había tenido hasta el momento
ningún éxito.
Entonces, a finales de los años treinta, un brusco giro de la historia borró
al psicoanálisis de la faz de Europa. Tras el ascenso del nazismo, la teoría de
Freud no volvería a recuperar la posición de la que había gozado en el
continente durante las primeras décadas del siglo XX. Al mismo tiempo, la
cadena de acontecimientos iniciada por el fascismo alemán despertó al
psicoanálisis de su letargo americano y dio ímpetus a una nueva generación
freudiana que habría de apoderarse de todas las instituciones psiquiátricas de
Estados Unidos... y engendrar, al poco tiempo, la figura del «loquero».

UNA PLAGA EN AMÉRICA

Mientras que la psiquiatría europea del siglo XIX osciló como un


metrónomo entre las teorías psicodinámicas y las biológicas, en la psiquiatría
americana hubo muy poca cosa, antes de la llegada de Freud, que pudiera
tomarse por un avance significativo. La medicina americana se había
beneficiado en grados diversos de los adelantos en cirugía, vacunaciones,
principios antisépticos, enfermería y teoría microbiana, procedentes de las
facultades médicas europeas; en cambio, el campo de la salud mental había
permanecido en hibernación.
Los orígenes de la psiquiatría americana suelen referirse tradicionalmente
a Benjamin Rush, uno de los firmantes de la Declaración de Independencia.
Rush está considerado como uno de los Padres Fundadores de Estados
Unidos y, entre la niebla de color sepia de la historia, ha adquirido otro
apelativo paterno: el de padre de la psiquiatría americana. En su momento, se
le consideró el Pinel del Nuevo Mundo por sostener que las enfermedades
mentales y las adicciones eran dolencias médicas, no defectos morales, y por
liberar de sus cadenas en 1780 a los internos del hospital Pensilvania.
Sin embargo, aunque fue el primero en publicar en Estados Unidos un
manual sobre la enfermedad mental —un volumen de 1812 titulado Medical
Inquiries and Observations upon the Diseases of the Mind [Indagaciones y
observaciones médicas sobre las enfermedades de la mente]—, Rush no
promovió ni llevó a cabo ninguna experimentación o recogida de datos para
sustentar sus tesis, y situaba sus descripciones de la enfermedad mental en
torno a teorías que encontraba atractivas. Creía, por ejemplo, que muchas
enfermedades mentales se debían a una alteración del riego sanguíneo. (Es
interesante observar que, antes de la aparición de la neurociencia moderna,
muchos psiquiatras imaginaban la enfermedad mental como una variante de
un atasco de cañerías, de forma que los trastornos surgían por la interrupción
del flujo de algún elemento biológico esencial: los canales magnéticos de
Mesmer, la energía orgónica de Reich, la circulación sanguínea de Rush.)
Para mejorar la circulación en el cerebro mentalmente enfermo, Rush
trataba a los pacientes con un dispositivo de su propia invención: la Silla
Giratoria. La base de la silla estaba conectada a un eje de hierro que podía
hacerse girar rápidamente con una manivela. Se ataba al paciente psicótico a
la silla y se le hacía dar vueltas y vueltas como en un tiovivo hasta que sus
síntomas psicóticos se veían reemplazados por el mareo, la desorientación y
los vómitos.
Rush creía que otra fuente de la enfermedad mental era la sobrecarga
sensorial. Demasiados estímulos visuales y auditivos, sostenía, desquiciaban
la mente. Para combatir el exceso de estímulos, inventó la Silla
Tranquilizadora. Primero, se ataba al paciente a una silla robusta. Luego, se
hacía descender sobre su cabeza una caja de madera vagamente parecida a
una jaula para pájaros, privando al paciente de imágenes y sonidos (y
volviendo muy complicado un simple estornudo).
Pero el método predilecto de Rush para tratar la locura resultaba más
sencillo todavía: era la purga intestinal. Para aplicarlo, fabricó sus propias
«píldoras biliosas», que contenían «10 granos de calomelano y 15 granos de
jalapa», dos poderosos laxantes elaborados a base de mercurio, el venenoso
metal empleado en los antiguos termómetros. Los pacientes le pusieron a las
píldoras un mote más pintoresco: «bombas de Rush». Al despejar los
intestinos, observaba Rush, se expulsaban todas las sustancias nocivas que
causaban la enfermedad mental, junto con el desayuno, el almuerzo y la cena
del día anterior. Lamentablemente, la medicina moderna todavía no ha
encontrado ninguna prueba de que la enfermedad mental pueda curarse
mediante la defecación.
Silla Giratoria y Silla Tranquilizadora, tratamientos decimonónicos de la enfermedad mental en Estados
Unidos. (US. National Library of Medicine.)

Rush reconocía que los individuos que él consideraba más necesitados de


sus laxantes intestinales —los maníacos y los psicóticos— se resistían a
menudo activamente a ingerir las píldoras. Él, sin amilanarse, concibió una
solución: «A veces resulta difícil convencer a los pacientes aquejados de este
tipo de locura para que tomen el mercurio en cualquiera de las formas en que
suele administrarse —escribió—. En estos casos, lo he conseguido
espolvoreando diariamente unos granos de calomelano sobre una rodaja de
pan, y untándola luego con una fina capa de mantequilla.» Entre las sillas
giratorias que causaban náuseas y la constante evacuación de los intestinos,
no puede uno sino imaginar que el pabellón psiquiátrico del hospital de Rush
debía de ser un lugar hediondo.
Rush adquirió su fama como médico no tanto por esos tratamientos
parecidos a los inventos de tebeo como por su defensa de los enfermos
mentales y por las normas que propugnaba para atenderlos. Tras presenciar
las espantosas condiciones en las que se encontraban los pacientes mentales
del hospital Pensilvania de Filadelfia, Rush encabezó en 1792 una exitosa
campaña para que el estado construyera un pabellón mental separado donde
alojar a los pacientes de modo más humano. Y aunque las «bombas» y los
tiovivos de Rush puedan parecer erróneos y hasta disparatados,
indudablemente eran métodos más humanos que las palizas y las cadenas que
constituían la norma en los manicomios a finales del siglo XVIII.
Cuando Freud llegó a Nueva York en el año 1909, la psiquiatría
americana estaba firmemente establecida como profesión: una profesión
ejercida por alienistas que trabajaban fundamentalmente en sanatorios
mentales. La originalidad era escasa en la investigación psiquiátrica, que se
reducía a trabajos con títulos tan poco inspiradores como: «El idiota con
instintos criminales» o «Los efectos del ejercicio en el retraso de los síntomas
de depresión». En un panorama intelectual tan reseco y estéril, cualquier
chispa podía desatar un incendio.
La primera y única visita de Freud a Estados Unidos se produjo en
septiembre de 1909, poco antes del inicio de la Primera Guerra Mundial.
Freud cruzó el océano en el trasatlántico George Washington en compañía de
Carl Jung, con quien todavía mantenía una estrecha relación. El movimiento
psicoanalítico se hallaba entonces en el momento álgido de su unidad, justo
en el período anterior a las primeras escisiones, y Freud pensaba que las
nuevas ideas del psicoanálisis podían sacar a la psiquiatría americana de su
letargo. Cuando el barco atracó en Nueva York, le comentó a Jung al parecer:
«No se dan cuenta de que les traemos una plaga.» El comentario de Freud
demostraría ser más profético de lo que él mismo imaginaba.
Freud viajó a Estados Unidos a instancias de G. Stanley Hall, el primer
americano en recibir un doctorado en Psicología y el fundador de la
Asociación Psicológica Americana. Hall había invitado a Freud para recibir
el doctorado honoris causa por la Universidad Clark, en Worcester,
Massachusetts, de la cual era rector, y para dictar una serie de conferencias.
Estas conferencias constituyeron el primer reconocimiento público del trabajo
de Freud en Estados Unidos.
Es interesante observar que quienes mostraron interés y tomaron la
iniciativa de invitarle para que expusiera sus ideas eran psicólogos. La
psicología («estudio del alma») era una joven disciplina cuya fundación se
atribuye al médico alemán Wilhelm Wundt en 1879. Wundt se había formado
en anatomía y fisiología, pero al ver que el estudio anatómico de las
funciones mentales llevaba a un callejón sin salida, se centró en las
manifestaciones del cerebro reflejadas en la conducta humana y abrió un
laboratorio experimental dedicado al estudio del comportamiento en la
Universidad de Leipzig.
William James, médico también y casi contemporáneo, se convirtió en el
principal experto y defensor de la psicología en Estados Unidos. Como
Wundt, James era un empirista convencido y creía en el valor de las pruebas
y la experimentación. Es llamativo que la falta de un camino dentro de los
paradigmas de la investigación médica entonces vigentes impulsara a algunos
médicos de orientación psiquiátrica a adoptar la psicología como disciplina
científica. De ahí la invitación a Freud.
Vale la pena observar que la psicología como disciplina proviene de
médicos cuyos esfuerzos (a finales del siglo XIX y principios del XX) por
comprender las funciones mentales con los métodos de la investigación
médica se habían visto frustrados, razón por la cual tuvieron que seguir su
objetivo por medios no convencionales. Y es interesante observar asimismo
que los primeros pioneros de la psicología (Wundt, James, Hermann von
Ebbinghaus y, posteriormente, Ivan Pavlov y B. F. Skinner) eran fervientes
empiristas entregados a la investigación. En cambio, aunque Freud se vio
igualmente obligado, a causa de los mismos obstáculos, a desarrollar
constructos psicológicos para explicar las funciones y dolencias mentales, él
renunció a la investigación sistemática y a cualquier tipo de validación
empírica de su teoría.
En la época de su visita, Freud era prácticamente un desconocido en
América. Ni siquiera figuraba como orador principal en las invitaciones a su
conferencia que envió la Universidad Clark. La prensa no cubrió la llegada a
Nueva York de Freud antes de su charla; y casi tampoco después de la
misma, aparte del reportaje publicado en The Nation: «Entre los ilustres
sabios extranjeros que asistieron, uno de los más atractivos era Sigmund
Freud, de Viena. Muy poco se conoce en América del personaje y de su obra.
Sus puntos de vista empiezan a considerarse en Alemania la psicología del
futuro, del mismo modo que la música de Wagner fue considerada en su
momento la música del futuro.»
Freud era un orador elocuente y persuasivo que la mayoría de las veces
dejaba impresionado al público instruido. Algunos de los mayores científicos
y eminencias médicas de la época, tanto en Europa como en América,
tuvieron la ocasión de conocerlo y casi todos quedaron convencidos de sus
teorías. Entre los asistentes a las charlas de la Universidad Clark figuraba el
propio William James, quien quedó tan impresionado que le dijo a Freud: «El
futuro de la psicología pertenece a su obra.»
Otra asistente, la anarquista Emma Goldman, conocida por haber fundado
la revista Mother Earth, así como por distribuir anticonceptivos e intentar
asesinar al presidente de la compañía Carnegie Steel, se quedó también
entusiasmada. «Solo la gente de mente depravada —diría más tarde— podría
impugnar los móviles de Freud o juzgar “impura” una personalidad tan
grande y magnífica como la suya.» Esa personalidad tan grande y magnífica
recibió la invitación de James Jackson Putnam, el influyente profesor de
enfermedades del sistema nervioso de Harvard, para que fuera a verlo a su
refugio en el campo. Tras cuatro días de discusión intensiva, Putnam abrazó
la teoría de Freud y respaldó públicamente su trabajo. No mucho después,
Putnam contribuyó a organizar el primer encuentro de la Asociación
Psicoanalítica Americana (APsaA), que habría de convertirse rápidamente en
la organización psicoanalítica más influyente de Estados Unidos (aunque
tampoco es que hubiera mucha competencia).
Pese a la cálida acogida y la profusión de parabienes, inicialmente el
impacto de Freud en la psiquiatría americana fue modesto. Dos décadas
después, la Asociación Psicoanalítica Americana solo había logrado atraer a
noventa y dos miembros en todo el país. Aunque el psicoanálisis había
empezado a ponerse de moda entre los pacientes cultos y adinerados de
Nueva York aquejados de trastornos leves —reproduciendo el éxito inicial de
Freud en la cosmopolita ciudad de Viena—, no penetró en las universidades y
facultades de Medicina, ni hizo tampoco mella alguna en la psiquiatría
manicomial, que seguía constituyendo la fuerza hegemónica en el campo de
la salud mental en América.
Si en 1930 le hubieras dicho a un psiquiatra que el psicoanálisis freudiano
pronto iba a dominar la psiquiatría americana, lo hubiera considerado
totalmente absurdo. No había motivo para creer que el psicoanálisis pudiera
extenderse más allá de unas pocas ciudades de la costa Este. Entonces, sin
embargo, el ascenso al poder y la agresiva política de Hitler pusieron a
Europa al borde de la guerra, desestabilizando gobiernos y alterando
fronteras. Y tuvo un efecto similar en la situación y las fronteras de la
psiquiatría. Mientras que en Europa el fascismo representó el fin del
psicoanálisis, en América provocó un inesperado auge del imperio
psicoanalítico.
A finales del siglo XIX y principios del XX, el antisemitismo en Europa era
un fenómeno tan común como inquietante. Freud, ateo declarado pero
étnicamente judío, temía que si el psicoanálisis quedaba asociado con el
judaísmo ante la opinión pública, estaría perdido. Desde el principio, pues, se
esforzó en minimizar cualquier conexión entre las ideas psicoanalíticas y el
mundo judío. Esta fue una de las razones —probablemente la principal— de
que Freud empujara a Carl Jung a convertirse en el primer presidente de la
Asociación Psicoanalítica Internacional. Jung, de nacionalidad suiza, no era
vienés ni judío, y su presidencia constituiría una clara señal ante la opinión
pública de que el psicoanálisis no era una camarilla de judíos. No obstante, el
apoyo de Freud a Jung provocó las irritadas protestas de Adler y Stekel. Los
seguidores más antiguos de Freud sentían que el puesto debía corresponder a
un miembro del grupo vienés original. Cuando Adler y Stekel abordaron el
asunto con Freud, este declaró que necesitaba el apoyo de otro país, es decir,
de Suiza, para contrarrestar la manifiesta hostilidad antisemita que los
rodeaba en Viena. Y despojándose teatralmente de su abrigo, gritó: «¡Mis
enemigos querrían verme muerto de hambre! ¡Me arrancarían hasta el abrigo
sin piedad!»
A pesar de todos los esfuerzos de Freud, sin embargo, el psicoanálisis
quedó inextricablemente vinculado a la cultura judía. El círculo íntimo de
Freud era casi enteramente judío, como lo era la gran mayoría de la primera
generación de psicoanalistas, los cuales tendían a creer que el hecho de ser
judío ayudaba a apreciar la sabiduría de Freud. Muchos de los primeros
pacientes psicoanalíticos procedían de adineradas comunidades judías. En el
momento álgido de la Sociedad Psicológica de los Miércoles, el único
miembro no judío era Ernest Jones, un neurólogo inglés nacido en Londres.
Sándor Ferenczi, confidente de Freud y uno de los primeros presidentes de la
Asociación Psicoanalítica Internacional, observó acerca de la solitaria
presencia de Jones en el grupo: «Nunca he apreciado con tanta claridad como
ahora la ventaja psicológica que implica haber nacido judío.» Según el
historiador Edward Shorter, el mensaje implícito de buena parte del
movimiento psicoanalítico inicial era: «Nosotros, los judíos, tenemos un don
precioso que ofrecer a la civilización moderna.»
Cuando el nazismo reforzó su dominio en Europa central —y
especialmente en Austria, la capital del psicoanálisis—, muchos
psicoanalistas huyeron a otros países más seguros. Poco después del ascenso
de Hitler al poder, hubo en el centro de Berlín una quema de libros de
psicoanálisis, incluidos todos los de Freud. El doctor M. H. Göring (primo de
Hermann Göring, el lugarteniente de Hitler) se puso al frente de la Sociedad
Alemana de Psicoterapia, la principal organización psiquiátrica de Alemania,
y la purgó de judíos y de elementos psicoanalíticos, reconvirtiéndola en el
Instituto del Reich de Investigación Psicológica y Psicoterapia.
Freud permaneció en Viena todo el tiempo que pudo, incluso soportando
la presencia de una esvástica colgada sobre la entrada de su edificio. Hasta
que un día, en la primavera de 1938, un grupo de soldados nazis irrumpió en
su apartamento, situado en la segunda planta. Su esposa, Martha, les pidió
que dejaran los rifles en el pasillo. El comandante se dirigió fríamente al
dueño de la casa como «Herr Professor» y ordenó a sus hombres que
registraran el apartamento para buscar contrabando. Cuando los soldados se
fueron al fin, Martha le dijo a su marido que se habían incautado de unos 840
dólares en chelines austriacos. «Vaya —comentó Freud, que tenía entonces
ochenta y dos años—. Nunca he cobrado tanto por una sola visita.»
En realidad, Freud acabaría pagando mucho más a los nazis por el visado
de salida que le permitió marcharse a Inglaterra con su familia y sus
posesiones: unos 200.000 dólares de la época. El dinero de este «impuesto de
salida» se obtuvo con la venta de manuscritos y objetos personales de Freud,
y con la generosa contribución de una admiradora llamada Marie Bonaparte.
Toda la operación de salida fue facilitada subrepticiamente por el comisario
nazi que había dirigido la redada en casa de los Freud. (Otro refugiado judío
que huyó de Viena con su familia por la misma época, aunque con mucha
menos notoriedad, fue Eric Kandel, entonces un niño de nueve años, quien se
convertiría en psiquiatra inspirado por el ejemplo de Freud y llegaría a recibir
el Premio Nobel por sus investigaciones sobre el cerebro.) De este modo,
prácticamente de la noche a la mañana, el movimiento psicoanalítico se
desvaneció en Europa.
Aunque el propio Freud se exilió en Londres, la mayoría de los
psicoanalistas emigrados buscaron refugio en América, sobre todo en las
grandes ciudades y especialmente en Nueva York. Para los integrantes del
movimiento, vino a ser como si el Vaticano y sus cardenales hubieran
trasladado la Santa Sede de Roma a Manhattan. Habiéndose formado o
analizado directamente con el maestro, todos estos emigrados fueron
recibidos como una auténtica aristocracia por el incipiente movimiento
psicoanalítico americano. Obtuvieron puestos docentes en las principales
universidades, escribieron libros de éxito y crearon institutos psicoanalíticos.
Esos psiquiatras refugiados introducirían enseguida un cambio esencial en
la atención a la salud mental, aunque no necesariamente para bien. Traían
consigo el enfoque dogmático basado en la fe que Freud había adoptado, un
enfoque de la psiquiatría que coartaba la investigación y la experimentación.
Y al final, tal como Freud había predicho, el psicoanálisis se convertiría en
una plaga para la medicina americana, infectando todas las instituciones
psiquiátricas con su actitud dogmática y anticientífica. Pero esta resistencia a
la investigación y a la verificación empírica era solo una parte del problema.
Todos los ilustres psicoanalistas emigrados eran judíos que habían huido
de la persecución. Habían sido formados por judíos, tenían en gran parte
pacientes judíos y habían sufrido experiencias espeluznantes como refugiados
de un régimen brutalmente antisemita. Hacia 1940, el psicoanálisis americano
se había convertido en un caso único en los anales de la medicina: una teoría
sin base científica, adaptada a las necesidades psíquicas de un grupo étnico
minoritario. Resultaría difícil imaginar una terapia menos adecuada para el
tratamiento de personas con enfermedades mentales graves.

EL AUGE DEL «LOQUERO»

La Asociación de Psiquiatría Americana (APA) es la principal


organización psiquiátrica de Estados Unidos, y es conocida sobre todo por la
publicación de Diagnostic and Statistical Manual of Mental Illness. La APA
—fundada en 1844 como Asociación de Directores de las Instituciones
Americanas para los Perturbados— es también la organización médica en
activo más antigua de Norteamérica. (En cambio, la Asociación Médica
Americana se fundó en 1847.)
Durante el primer siglo de su existencia, la APA fue casi exclusivamente
una sociedad de alienistas. En 1890 adoptó para su sello la efigie de
Benjamin Rush, que sigue siendo hasta hoy el emblema oficial de la APA. En
la época de la visita de Freud, la APA había cambiado de nombre y pasado a
llamarse Asociación Médico-Psicológica Americana (un reflejo del énfasis en
la psicología promovido por Freud y asumido con entusiasmo por Wundt y
James), aunque la mayoría de sus miembros seguían trabajando en sanatorios
mentales y siguieron siendo alienistas cuando adoptaron en 1921 el nombre
actual de la organización.
En las primeras dos décadas posteriores a la visita de Freud a Estados
Unidos, los miembros de la APA no estaban especialmente interesados en sus
teorías todavía no comprobadas sobre unos conflictos inconscientes que, por
lo demás, no parecían tener demasiada relevancia en el caso de los internos
aullantes y suicidas hacinados en los manicomios. Los psicoanalistas
americanos, por su parte, sí estaban claramente interesados en la APA. Desde
1924, la Asociación Psicoanalítica Americana celebró sus reuniones en las
mismas fechas y la misma ciudad que la mucho más numerosa Asociación
Psiquiátrica Americana. A principios de los años treinta, la APsaA empezó a
presionar a la APA para que reconociera oficialmente el enfoque
psicoanalítico de la psiquiatría, desatando un fatídico conflicto en la junta
directiva de la institución.
Inicialmente, los principales alienistas de la APA se resistieron a
respaldar las teorías de Freud, por no considerarlas científicas ni
comprobadas. El clima, sin embargo, empezó a variar finalmente cuando los
alienistas cayeron en la cuenta de que, aparte del aspecto científico, el
psicoanálisis ofrecía a la profesión un beneficio evidente: una manera de salir
del manicomio. Durante casi un siglo, el puesto más destacado al que podía
aspirar un psiquiatra en el campo de la medicina era el de director de un
manicomio: un alienista confinado en un sanatorio rural, dedicado a
supervisar a una horda de pacientes incurables, y aislado del resto de sus
colegas médicos y de la sociedad en general. En contraste, los neurólogos
habían establecido para entonces lucrativas y acogedoras consultas fuera de
los hospitales, donde podían cobrar cuantiosas tarifas a pacientes ricachones
aquejados de dolores de cabeza, parálisis musculares, desvanecimientos y
otras dolencias. Por ello, los neurólogos miraban por encima del hombro a
sus primos pueblerinos de la psiquiatría; y estos, incluso los más eminentes,
se sentían amargados por su humilde estatus. El psiquiatra Frank Braceland,
que presidió las reuniones de psiquiatras y neurólogos desde 1946 hasta 1952
como director del Consejo Americano de Psiquiatría y Neurología, me
describió la relación entre las dos profesiones hermanas durante los años
cuarenta cuando lo entrevisté en 1979 para un documental histórico:

Era imposible conseguir que los neurólogos y los psiquiatras se


sentaran juntos, porque no sentían ninguna simpatía entre sí. Los
neurólogos pensaban que la neurología era la «Reina de la medicina» y
que la psiquiatría no pasaba de ser el bufón. Los psiquiatras, por su parte,
señalaban que los neurólogos predicaban la neurología pero practicaban la
psiquiatría.

Ahora, por fin, por primera vez en la historia nada gloriosa de la


psiquiatría, la novedosa y extraordinaria terapia del psicoanálisis ofrecía a los
alienistas la oportunidad de establecer su propia consulta privada. Tanto si era
devoto de Freud o de Adler como si lo era de Jung o Rank, el psicoanalista
podía tratar a pacientes adinerados con trastornos mentales menores en el
ambiente agradable de un salón confortablemente amueblado.
Por supuesto, adoptar el psicoanálisis implicaba adoptar una redefinición
radical de la enfermedad mental. Antes, la frontera entre enfermo y sano se
trazaba sencillamente entre quienes necesitaban ser internados en una
institución mental y quienes no lo necesitaban. Ser enfermo mental
significaba que uno estaba gravemente enfermo: que padecía una psicosis de-
satada, una depresión incapacitante, una manía peligrosa o una disminución
considerable del intelecto. Pero Freud desdibujó radicalmente la frontera
entre enfermedad mental y salud mental, porque la teoría psicoanalítica
sugería que casi todo el mundo sufría algún conflicto neurótico que podía
resolverse con un tratamiento (psicoanalítico) adecuado. El psicoanálisis
introdujo un nuevo tipo de paciente psiquiátrico: una persona que podía
funcionar sin problemas en sociedad, pero que deseaba funcionar todavía
mejor. Hoy en día, esta clase de pacientes se conocen como «aprensivos» o
«sanos infelices».
Esos aprensivos se convirtieron en el mercado principal para el
psicoanálisis, tanto en Europa como en Estados Unidos, alimentando su
creciente auge. En 1917, solo un ocho por ciento de los psiquiatras
americanos tenía consulta privada. En 1941, esta cifra se había elevado al
treinta y ocho por ciento, en gran parte gracias a la adopción del
psicoanálisis. En los años sesenta, más del sesenta y seis por ciento de los
psiquiatras americanos estaban en la práctica privada. En vez de llevar bata
blanca y arrostrar una fatigosa jornada con pacientes delirantes y catatónicos,
los psiquiatras ahora podían charlar con adinerados hombres de negocios
sobre los recuerdos de su infancia o guiar a acicaladas señoras maduras a
través de sus asociaciones libres.
Aún mejor: el psicoanálisis confirió a los psiquiatras un papel activo y
valioso en el tratamiento. Como mágicos adivinos, interpretaban las
experiencias emocionales de sus pacientes y usaban el intelecto y la
creatividad que estos desplegaban para formular rebuscados diagnósticos y
concebir complejos tratamientos. Dejaron de ser tristes cuidadores de locos
para convertirse en consiglieri de la gente rica, culta e influyente. Ya no eran
alienistas. Se habían convertido en «loqueros».
El término «loquero» [headshrinker: reductor de cabeza, literalmente]
surgió en los años cuarenta en los despachos y platós de Hollywood y
reflejaba el nuevo papel emergente de los psiquiatras. Durante esa época, las
películas de aventuras hacían furor, especialmente las situadas en selvas
exóticas donde había tribus de caníbales que reducían las cabezas de sus
enemigos. Como el nombre de la primera la persona que aplicó el término
headshrinker a los psiquiatras no figura en los anales de la historia, no
sabemos con certeza si quería indicar que los psicoanalistas se dedicaban a
reducir el tamaño de los egos enormes de las estrellas de cine o pretendía
comparar el psicoanálisis con la brujería primitiva de los curanderos de la
jungla. Esto último parece lo más probable. Una de las primeras apariciones
de la palabra headshrinker en letra impresa se produjo en 1948 en una carta
al director del Baltimore Sun. La carta, escrita por un psicoanalista, era la
respuesta a un artículo del conocido escritor H. L. Mencken, que había
arremetido contra la terapia freudiana calificándola de «tontada». El
psicoanalista replicaba: «Mencken debería examinar el programa de estudios
y los requisitos para obtener la titulación antes de motejar a estos colegas de
curanderos, loqueros [head shrinkers], totemistas y practicantes de vudú.»
Parece apropiado que Hollywood, con su cultura caracterizada por el
egocentrismo, la simulación y el afán de superación, fuese una de las
primeras comunidades en adoptar una nueva terapia que implicaba una
introspección incesante. Un estudio académico de 1949 realizado a partir de
las tiras cómicas de las revistas populares documentó la transición que estaba
sufriendo la psiquiatría. «Los chistes antiguos sobre la psiquiatría retratan
solamente a pacientes psicóticos internados en manicomios —concluye el
autor—. No aparece ningún psiquiatra porque la psiquiatría entonces no era
una profesión. El número de tiras cómicas sobre psiquiatras aumentó
enormemente en los años treinta y cuarenta, hasta volverse incluso más
frecuentes que las tiras cómicas sobre clérigos y médicos generales.»
El uso del término «loquero» se generalizó tras la publicación en 1950 de
un artículo de la revista Time sobre el actor de películas del Oeste de serie
«B» Hopalong Cassidy, donde se decía: «Cualquiera que hubiese predicho
que acabaría convertido en un cowboy idolatrado por los niños americanos
habría sido llevado en el acto a ver a un loquero.»* La nota a la que remitía el
asterisco decía: «Psiquiatra en la jerga de Hollywood.» A mediados de los
años cincuenta, todo el país empleaba el término, hasta tal punto que incluso
se coló en la letra del musical de Broadway West Side Store:
JETS: Estamos perturbados, estamos perturbados,
Extremadamente perturbados,
Como si estuviéramos psicológicamente perturbados.
DIESEL: En opinión de este tribunal, esa es una criatura depravada pues no
tiene un hogar normal.
ACTION: Eh, yo soy depravado porque estoy necesitado.
DIESEL: Pues llevadlo a un loquero.

Animados por su creciente prestigio, los psicoanalistas americanos


aspiraban durante los años cuarenta a conseguir más relevancia y más poder.
Conscientes de que el camino de la influencia pasaba por las facultades de
Medicina y los hospitales universitarios, los psicoanalistas empezaron a
proponerse las universidades como objetivo. Un Bulletin of the American
Psychoanalytic Association de 1940 anima a sus miembros a «obtener un
contrato formal de alguna universidad cercana» y afirma que «es conveniente
para la psiquiatría, y en especial para el desarrollo de la psiquiatría
psicoanalítica, que nuestros institutos de formación psicoanalítica enseñen a
más profesionales que aspiran a puestos de enseñanza en las facultades
médicas y en los hospitales». Una a una, las grandes universidades —la Case
Western Reserve, la Universidad de Pittsburg, la Universidad de California
en San Francisco, la Johns Hopkins, las universidades de Pensilvania,
Columbia, Stanford, Yale y Harvard— vieron cómo ascendía un analista a la
cátedra de sus departamentos de Psiquiatría; y cada nueva conquista era
celebrada como un triunfo dentro del movimiento psicoanalítico.
Hacia 1960, casi todos los puestos principales de la psiquiatría del país
estaban ocupados por un psicoanalista. Había veinte institutos de formación
psicoanalítica en Estados Unidos, muchos de ellos dependientes de los
departamentos de Psiquiatría de las principales universidades. La Asociación
Psicoanalítica Americana pasó de 92 miembros en 1932 (cuando empezaron
a llegar los primeros emigrados europeos) a 1.500 en 1960. Para entonces,
prácticamente todos los psiquiatras clínicos tenían —tanto si estaban titulados
oficialmente como si no— una orientación psicoanalítica. En 1924 fue
elegido presidente de la APA el primer psiquiatra de formación freudiana, y
durante los siguientes cincuenta y ocho años hubo una serie casi
ininterrumpida de presidentes psicoanalistas en la Asociación Americana de
Psiquiatría.
William Menninger en la portada de la revista Time. (Time, 25 de octubre de 1948, © Tim, Inc. Usado
con permiso.)

William Menninger, uno de los psicoanalistas más famosos y respetados


del país, se convirtió en la cara oficial de la psiquiatría americana y
promocionaba con entusiasmo su profesión en los medios. En 1948, la revista
Time le dedicó su portada, calificándolo de «jefe de ventas de la psiquiatría
de Estados Unidos». Menninger era una figura tan influyente que consiguió
en 1948 un encuentro personal con el presidente Harry Truman y lo
convenció para que enviara un «mensaje de saludo» a la reunión conjunta de
la APA y la APsaA. Truman escribió: «Nunca habíamos tenido una
necesidad tan acuciante de expertos en ingeniería humana. El requisito más
importante para la paz debe ser la cordura, que posibilita un pensamiento
claro de parte de todos los ciudadanos. Debemos seguir buscando expertos en
el campo de la psiquiatría y de otras ciencias mentales de orientación.» Con
«psiquiatría y otras ciencias mentales», el presidente se refería al
psicoanálisis. Con «expertos en ingeniería humana» se refería a los
«loqueros».
MADRES ESQUIZOFRENÓGENAS Y PAZ MUNDIAL

Desde sus influyentes puestos en las facultades de Medicina y en la APA,


los psicoanalistas podían controlar ahora la formación de los futuros
psiquiatras. Las disciplinas basadas en las teorías biológicas y conductuales
quedaron minimizadas en los planes de estudios, mientras que las ideas de
inspiración freudiana se convirtieron en el núcleo de casi todos los programas
de psiquiatría de las facultades médicas; y de hecho, se transformaron en una
visión del mundo totalizadora que impregnaba la formación de cualquier
psiquiatra en ciernes. Además de asistir a clases de Psicoanálisis y de exponer
sus casos clínicos a la supervisión de un analista, el estudiante debía
someterse él mismo a un psicoanálisis «exitoso» durante su formación de
posgrado para llegar a convertirse en psiquiatra.
Piensen en esto por un momento. La única forma de convertirse en
psiquiatra —en un auténtico profesional medico— consistía en contarle tu
vida, tus sentimientos más recónditos, tus miedos y aspiraciones, tus sueños
nocturnos y tus fantasías diarias, a una persona que habría de utilizar este
material tan íntimo para dictaminar hasta qué punto eras un ferviente
partidario de los principios freudianos. Imagínense que el único modo de
convertirse en físico teórico fuera profesar una devoción inquebrantable e
incondicional a la teoría de la relatividad o a los principios de la mecánica
cuántica; o que la única manera de convertirte en economista consistiera en
confesar si Karl Marx aparecía revestido en tus sueños como un ángel o como
un demonio. Si un estudiante quería ascender en la jerarquía de la psiquiatría
académica o pretendía ejercer con éxito, debía mostrar lealtad a la teoría
psicoanalítica. De lo contrario, se arriesgaba a ser desterrado al sector
hospitalario público, lo cual significaba normalmente a una institución mental
del estado. Si quisiéramos encontrar un método de adoctrinamiento para
fomentar una ideología concreta en el seno de una profesión, seguramente no
encontraríamos otro mejor que obligar a todos los aspirantes a someterse a
una psicoterapia confesional con un analista-inquisidor comprometido con la
causa.
Por lo demás, si un psiquiatra establecido que se hubiera formado fuera
del paradigma freudiano se atrevía a cuestionar la validez del psicoanálisis,
era abucheado en los congresos y/o acusado de padecer un trastorno de la
personalidad pasivo-agresivo, o calificado de sociópata. En 1962, el
influyente psiquiatra Leon Eisenberg aventuró unos comentarios críticos
sobre el carácter no científico del psicoanálisis en un encuentro de profesores
de Medicina. «Hubo una auténtica estampida de directores de departamento
hacia los micrófonos del estrado. Prácticamente todas las figuras eminentes
que asistían al encuentro se levantaron para defender la primacía del
psicoanálisis como “ciencia básica” de la psiquiatría», lamentaba el propio
Eisenberg, según cuenta el excelente libro The Making of DSM-III [La
creación del DSM-III] de Hannah Decker.
Bajo la hegemonía psicoanalítica, se estimulaba a los psiquiatras en
formación a dejar de lado a aquellos pacientes que solían acabar en
manicomios e instituciones mentales, o sea, a los pacientes como Elena
Conway, para centrarse en el tratamiento de pacientes con dolencias menos
serias y más accesibles al psicoanálisis. El tratamiento de los enfermos
mentales graves —el territorio primario y original de la psiquiatría— quedaba
subordinado al tratamiento de los «sanos infelices». En su Historia de la
psiquiatría, Edward Shorter recoge los recuerdos de un psiquiatra residente
en el hospital estatal Delaware en los años cuarenta:

Enseguida nos dejaban claro que debíamos contemplar la psiquiatría


institucional meramente como una breve etapa de transición. Nuestro
ideal profesional era ejercer el psicoanálisis en la práctica privada al
tiempo que nos sometíamos a supervisión en uno de los institutos
psicoanalíticos que funcionaban aparte del departamento universitario.
Desde el punto de vista de las teorías psicoanalíticas vigentes en los años
cuarenta, nuestras actividades terapéuticas diarias en el hospital Delaware
eran extremadamente cuestionables. Las terapias somáticas, nos decían,
eran recursos provisionales. Enmascaraban en vez de destapar.
Administrar un sedante a un paciente psicótico agitado no era terapéutico
para el paciente; más bien se consideraba una reacción de ansiedad por
parte del médico.

Habiendo conquistado la psiquiatría académica y generado para su


especialidad toda una industria en la práctica privada, los psicoanalistas
americanos reevaluaron la potencia de su trabajo terapéutico y llegaron a la
conclusión de que era un instrumento aún más eficaz de lo que habían creído
originalmente. El propio Freud había declarado que no resultaba fácil aplicar
el psicoanálisis a las enfermedades esquizofrénicas y maníacodepresivas, y
las palabras del maestro habían inducido a la mayoría de los psicoanalistas a
no atender a pacientes con enfermedades mentales graves. Pero a medida que
avanzó el siglo XX, los psicoanalistas americanos empezaron a afirmar que sí
era posible convencer a los esquizofrénicos para que abandonaran sus
delirios, engatusar a los maníacos para sacarlos de su manía y a los autistas
para arrancarlos de su autismo. El movimiento psicoanalítico americano
lanzó así una nueva iniciativa: convertir a los alienistas en analistas.
Uno de los padres de esta mutación profesional fue Adolf Meyer, un
psiquiatra formado en Suiza y emigrado en 1892 a Estados Unidos, donde
inicialmente ejerció la neurología y la neuropatología. En 1902 fue nombrado
director del Instituto Patológico del Estado de Nueva York (ahora llamado
Instituto Psiquiátrico del Estado de Nueva York), donde empezó a sostener
que las enfermedades mentales graves procedían de disfunciones de la
personalidad, y no de patologías cerebrales; y que las teorías de Freud
explicaban mejor que ninguna otra cómo causaban estas disfunciones la
enfermedad mental. En 1913, Meyer se convirtió en el director de la primera
clínica psiquiátrica del país integrada en un hospital general, en la
Universidad Johns Hopkins, y empezó a aplicar los métodos psicoanalíticos,
entonces recién llegados, a los pacientes esquizofrénicos y maníaco-
depresivos de la clínica.
Bajo la influencia del trabajo pionero de Meyer en Baltimore, dos
hospitales cercanos de Maryland —el Chestnut Lodge Sanitarium y el
Sheppard and Enoch Pratt Hospital— se convirtieron en buques insignia del
uso del psicoanálisis en el tratamiento de las enfermedades mentales graves.
En 1922, el psiquiatra Harry Stack Sullivan llegó al Sheppard Pratt. A su
modo de ver, la esquizofrenia obedecía a «reacciones de ansiedad» —un
ajuste fallido a las tensiones de la vida— y solo se producía en individuos
que no habían logrado tener experiencias sexuales satisfactorias. Bajo la
tutela de Adolf Meyer, Sullivan desarrolló uno de los primeros métodos
psicoanalíticos para tratar a los pacientes esquizofrénicos. Como creía que los
esquizofrénicos tenían problemas para integrar sus experiencias vitales en un
relato personal coherente, buscó a miembros de la plantilla del hospital con
antecedentes personales similares a cada paciente esquizofrénico y los animó
a entablar conversación con ellos de modo informal, con la esperanza de
brindar sentido y coherencia a las «masas informes de su experiencia vital».
Pronto abrieron otros hospitales psicoanalíticos por todo el país. Además
del Chestnut Lodge y el Sheppard Pratt, el hospital McLean, cerca de Boston,
el Austen Riggs Center en Stockbridge, Massachusetts, y el Bloomingdale
Insane Asylum de Nueva York, se convirtieron en bastiones del tratamiento
psicoanalítico de las enfermedades mentales graves: eso sí, para quienes
podían permitírselo. Pero fue la clínica Menninger de Topeka, Kansas, la que
ejemplificó con más notoriedad la combinación del psicoanálisis y la
psiquiatría institucional. Dirigida por tres generaciones de la familia
Menninger, la clínica era un complejo ubicado en un impecable entorno rural
(tal como había defendido Johann Reil más de un siglo antes), y la
frecuentaban pacientes ricos que permanecían internados durante largos
períodos —a veces, durante años—, sometidos a la libre asociación, el
análisis de los sueños y demás ingredientes del psicoanálisis intensivo. La
clínica Menninger se convirtió durante cinco décadas en la institución de
tratamiento psiquiátrico más destacada del país. En ese período, ir a Topeka
venía a ser el equivalente psiquiátrico de la peregrinación de un inválido a un
santuario en busca de un milagro. (Woody Allen bromeaba tristemente sobre
la interminable duración de la terapia analítica y la lentitud de sus resultados:
«Voy a darle a mi analista un año más y luego me iré a Lourdes.») Entre los
famosos que recurrieron a los servicios revitalizadores de la clínica estaban
Dorothy Dandridge, Judy Garland, Robert Walker, Marilyn Monroe y, más
recientemente, Brett Favre.
Los trastornos mentales que habían eludido toda explicación durante un
siglo y medio —desafiando indistintamente a alienistas, psiquiatras
biológicos y psiquiatras psicodinámicos— ahora se convirtieron en objeto de
un nueva modalidad posfreudiana de interpretación psicoanalítica. En 1935,
Frieda Fromm-Reichmann, una psicoanalista emigrada de Alemania (más
conocida como la psiquiatra retratada en I Never Promised You a Rose
Garden, la novela de Joanne Greenberg), llegó al Chestnut Lodge Sanitarium
y emprendió una revisión de las ideas de Sullivan sobre la esquizofrenia.
Desde su punto de vista, la esquizofrenia no obedecía a reacciones de
ansiedad del paciente; era provocada por la madre del paciente. «El
esquizofrénico siente un recelo y un rencor penoso hacia el resto de la gente
—escribió— debido a la atención agobiante y al rechazo tempranos con que
fue tratado en su primera infancia y en su niñez por algunas figuras
importantes; normalmente, sobre todo, por una madre “esquizofrenógena”.»
Según Fromm-Reichmann, la madre esquizofrenógena provocaba psicosis
en su hijo mediante un patrón de conducta nocivo. Naturalmente, esta tesis no
era bien recibida por los padres de los esquizofrénicos. Pero no había que
preocuparse, les aseguraba Fromm-Reichman: como la esquizofrenia
reflejaba conflictos psicológicos ocultos desatados por los padres, podía
tratarse con una prolongada exposición a la psicoterapia.
A partir de Fromm-Reichman, los padres —y especialmente la madre—
se convirtieron en la fuente de toda clase de enfermedades mentales. Puesto
que el desarrollo psicosexual temprano de una persona era el caldo de cultivo
del que surgían todos los trastornos, el psicoanálisis afirmaba que mamá y
papá eran los primeros candidatos a quienes atribuir una culpa psicopática. El
eminente antropólogo Gregory Bateson, esposo de Margaret Mead e
investigador del Mental Research Institute de California, postuló una teoría
del «doble vínculo» de la esquizofrenia, que señalaba a la madre como el
miembro más enfermo de la familia. Según Bateson, las madres favorecían la
esquizofrenia en sus hijos al formular órdenes contradictorias (el doble
vínculo). Por ejemplo, al repetir al mismo tiempo: «¡Responde cuando te
hablan!» y «¡No repliques!», o al decirle al niño que «tome la iniciativa y
haga algo» y al criticarlo por hacer una cosa sin permiso. El yo, argumentaba
Bateson, resolvía esta situación «sin ganador» (hagas lo que hagas, pierdes)
refugiándose en un mundo de fantasía donde lo imposible se volvía posible:
donde, por ejemplo, las tortugas volaban y uno podía hablar y estar callado a
la vez.
¿El autismo? Lo generaba la «madre nevera»: una cuidadora fría e
insensible con los niños. ¿La homosexualidad? La causaban las madres
dominantes que infundían en sus hijos un temor a la castración y un profundo
rechazo a las mujeres. ¿La depresión? «El yo intenta castigarse a sí mismo
para anticiparse al castigo de los padres», afirmó el eminente psicoanalista
Sándor Radó. O dicho de otro modo, los pensamientos suicidas eran
consecuencia de una rabia infantil hacia mamá y papá que se volvía contra ti
mismo, puesto que no podías expresar tus verdaderos sentimientos hacia tus
padres sin exponerte a sus represalias. ¿La paranoia? «Surge en los primeros
seis meses de vida —declaró la analista Melanie Klein—, cuando el niño
escupe la leche materna, temiendo que la madre se vengue por el odio que
siente hacia ella.»
Así pues, no bastaba con que los padres tuvieran que padecer la tragedia
de la enfermedad mental de su hijo; después de esta catarata de fórmulas
diagnósticas absurdas, también debían padecer la acusación humillante de
haber provocado esa enfermedad con su conducta equivocada. Y todavía
peores eran los tratamientos prescritos. La esquizofrenia y el trastorno bipolar
—enfermedades tan desconcertantes que el único tratamiento eficaz durante
siglos había sido la reclusión en una institución mental— ahora se
consideraban curables mediante un tipo adecuado de psicoterapia. Al
individuo perturbado solo había que engatusarlo, como a un gatito subido a
un árbol, para que descendiera a la realidad. Esta creencia provocaba
situaciones que iban desde lo absurdo (un psiquiatra incitando a un psicótico
a hablar de sus fantasías sexuales) hasta lo desastroso (un psiquiatra
animando a una suicida a aceptar que sus padres nunca la habían querido).
Después de haber trabajado con miles de esquizofrénicos, puedo asegurarles
que hay tantas probabilidades de sacarlos de su enfermedad hablando como
practicándoles una sangría o purgándolos.
Hacia 1955, la mayoría de los psicoanalistas habían llegado a la
conclusión de que todas las formas de enfermedad mental —incluidas las
neurosis y psicosis— eran manifestaciones de conflictos psicológicos
internos. Pero el desmedido orgullo del movimiento psicoanalítico no se
detuvo ahí. En ese momento, si hubiera sido capaz de tenderse en su propio
diván, el movimiento psicoanalítico habría sido diagnosticado con todos los
síntomas clásicos de la manía: conductas desaforadas, creencias
grandilocuentes y una fe irracional en su capacidad para cambiar el mundo.
Una vez que hubieron acogido bajo su paraguas diagnóstico en expansión
a los enfermos mentales graves, los psicoanalistas quisieron abarcar también
al resto de la raza humana bajo la carpa principal de su circo. «La idea de que
el enfermo mental es una excepción ha desaparecido para siempre —escribió
Karl Menninger (el hermano mayor de William) en su best seller de 1963 The
Vital Balance [El equilibrio vital]—. Ahora es algo aceptado que la mayoría
de la gente padece cierto grado de enfermedad mental en algún momento de
su vida.» El libro daba detallados consejos al lector para enfrentarse a las
tensiones de la «vida cotidiana» y al «desorden mental». Abrazando el
psicoanálisis, decía Menninger, era posible llegar «a estar mejor que bien».
De este modo, el psicoanálisis pasó de ser una profesión médica para
convertirse en un movimiento del potencial humano.
Ya no era aceptable dividir la conducta humana en normal y patológica,
pues prácticamente toda conducta humana reflejaba algún conflicto
neurótico; y aunque el conflicto era algo innato en todo el mundo, tal como
las huellas dactilares o la forma del ombligo, no existían dos conflictos
exactamente iguales. Desde finales de los años cincuenta y principios de los
sesenta, los psicoanalistas se lanzaron a convencer a la gente de que todos
éramos lisiados parciales, neuróticos normales, psicóticos funcionales... y de
que las enseñanzas de Freud contenían el secreto para erradicar los conflictos
interiores y alcanzar nuestro pleno potencial como seres humanos.
Y todavía esta proclama universal no fue suficiente para la ambición de
los psicoanalistas. El movimiento creía que la teoría de Freud era tan
profunda que podría resolver los problemas políticos y sociales de la época.
Un grupo de psicoanalistas encabezado por William Menninger formó el
Grupo para el Avance de la Psiquiatría (GAP), que en 1950 publicó un
informe titulado «The Social Responsibility of Psychiatry: A Statement of
Orientation» [La responsabilidad social de la psiquiatría: una propuesta de
orientación], defendiendo el activismo social contra la guerra, la pobreza y el
racismo. Aunque estos objetivos eran encomiables, la fe de la psiquiatría en
su propia capacidad para lograrlos resultaba quijotesca. No obstante, el
informe contribuyó a persuadir a la APA para que se centrara en la solución
de los problemas sociales importantes, e incluso ayudó a configurar la
política de la mayor institución gubernamental dedicada a la investigación
sobre salud mental.
El 15 de abril de 1949, Harry Truman creó oficialmente el Instituto
Nacional de Salud Mental (NIMH) y nombró a Robert Felix, un psicoanalista
en activo, como primer director. Imbuido del espíritu de activismo social
proclamado por el movimiento psicoanalítico, Felix declaró que la temprana
intervención psiquiátrica en una comunidad a través del psicoanálisis podía
evitar que las enfermedades mentales leves se convirtieran en psicosis
incurables. Felix prohibió explícitamente cualquier inversión del NIMH en
las instituciones mentales y se negó a financiar la investigaciones biológicas,
incluida la investigación cerebral, porque creía que el futuro de la psiquiatría
radicaba en el activismo comunitario y en la ingeniería social. Personaje lleno
de energía y carisma, Felix era un experto en la manipulación de las
instituciones para sus propios intereses, y convenció al Congreso y a las
agencias filantrópicas de que la enfermedad mental solo podía evitarse si se
eliminaban los factores estresantes del racismo, la pobreza y la ignorancia.
Desde 1949 hasta 1964, el mensaje que salía de la mayor institución
americana de investigación psiquiátrica no era: «Encontraremos en el cerebro
respuestas a la enfermedad mental.» El mensaje era: «Si mejoramos la
sociedad, podremos erradicar la enfermedad mental.»
Estimulados por las exhortaciones del GAP y del NIMH, los
psicoanalistas presionaron a sus organizaciones profesionales para que se
opusieran a la intervención en Vietnam y a la segregación escolar;
«desfilaban con Martin Luther King en el terreno psiquiátrico». No solo
querían salvar tu alma; querían salvar el mundo.
En los años sesenta, el movimiento psicoanalítico se había revestido con
los atributos de una religión. Sus principales practicantes afirmaban que todos
éramos pecadores neuróticos, pero que podía hallarse el arrepentimiento y el
perdón en el diván psicoanalítico. Se le habrían podido atribuir a Freud las
palabras de Jesucristo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al
Padre sino por mí.» Los psicoanalistas eran consultados por las agencias
gubernamentales y por el Congreso, aparecían en las revistas Time y Life,
acudían como invitados a los programas de entrevistas. Ser psicoanalizado se
había convertido en el no va más de la clase media-alta americana.
Arrastrada por el psicoanálisis, la psiquiatría había concluido su larga
marcha desde los manicomios rurales a las grandes avenidas urbanas y había
completado la evolución de sus profesionales de alienistas a analistas, y de
analistas a activistas. Sin embargo, pese a todo el bombo publicitario, poco se
hacía o podía hacerse para aliviar los síntomas y el sufrimiento de las
personas que vivían el caos cotidiano de una enfermedad mental grave. Los
esquizofrénicos no mejoraban. Los maníaco-depresivos no mejoraban. Los
individuos ansiosos, autistas, obsesivos y suicidas no mejoraban. Pese a sus
grandes proclamas, los resultados de la psiquiatría quedaban muy por debajo
de sus promesas. ¿De qué servía la psiquiatría si no podía ayudar a aquellos
que más la necesitaban?
El resto del mundo médico estaba totalmente al corriente de la impotencia
de la psiquiatría y de su carácter cerrado y autorreferencial. Los médicos de
otras especialidades observaban a los psiquiatras con una actitud que iba de la
perplejidad a la burla descarada. La psiquiatría era considerada
mayoritariamente como un refugio de inútiles, de charlatanes y de estudiantes
cargados con sus propios problemas mentales: una impresión que no se
limitaba por lo demás al ámbito médico. Vladimir Nabokov resumió la
actitud de los numerosos escépticos cuando escribió: «Que los crédulos y los
mediocres sigan creyendo que todos los males mentales pueden curarse
mediante una aplicación diaria de viejos mitos griegos a sus partes privadas.»
Mientras el psicoanálisis se aproximaba a su apogeo a finales de los años
cincuenta, la psiquiatría se iba escorando más y más de su ruta, tan ajena al
peligro como un conductor ebrio dormido al volante. De modo retrospectivo,
no resulta difícil ver por qué la psiquiatría americana se desvió tanto de su
camino. Estaba usando un mapa defectuoso de la enfermedad mental.
3
¿Qué es la enfermedad mental?
Un amasijo de diagnósticos
Las estadísticas sobre salud mental dicen que uno de cada cuatro americanos
sufre algún tipo de enfermedad mental. Piensa en tus tres mejores amigos. Si
ellos están bien, entonces eres tú.
RITA MAE BROWN

Definir la enfermedad y la salud es una tarea casi imposible. Podemos


definir la enfermedad mental como un cierto estado de existencia que resulta
desagradable a alguien. El sufrimiento puede estar en el individuo afligido por
ese estado, o en las personas que lo rodean, o en ambos.
KARL MENNINGER,
The Vital Balance: The Life Process in Mental Health and Illness [El
equilibrio vital: el proceso de la vida en la salud y la enfermedad mental]

LAS TRES LETRAS MÁS IMPORTANTES EN PSIQUIATRÍA

Si han visitado alguna vez a un profesional de la salud mental,


seguramente se habrán tropezado con las letras D, S, M, que forman el
acrónimo del compendio titulado, con un estilo un tanto arcaico, Diagnostic
and Statistical Manual of Mental Disorders [Manual diagnóstico y estadístico
de los trastornos mentales]. Este acreditado compendio de todas las
enfermedades mentales conocidas ha sido llamado la Biblia de la Psiquiatría;
y con razón, pues todos y cada uno de los diagnósticos psiquiátricos
consagrados se hallan reflejados en sus páginas. De lo que quizá no sean
conscientes es de que el DSM podría ser el libro más influyente escrito en el
pasado siglo.
Su contenido afecta directamente a decenas de millones de personas, tanto
en su trabajo como en su aprendizaje y su vida en general; e incluso en la
decisión de si deben ir o no a la cárcel. Sirve como manual de trabajo para
millones de profesionales entre los que se incluyen psiquiatras, psicólogos,
asistentes sociales y enfermeras psiquiátricas. Determina el pago de miles de
millones de dólares a hospitales, médicos, farmacias y laboratorios por parte
de los organismos de salud pública —Medicare y Medicaid— y de las
compañías privadas de seguros. Las solicitudes de fondos para
investigaciones académicas son concedidas o denegadas según el uso que
hagan de los criterios diagnósticos del manual, lo cual significa que el DSM
impulsa (o frena) la concesión de miles de millones de dólares en
investigación y desarrollo farmacéutico. Miles de programas en hospitales,
clínicas, oficinas, escuelas, universidades, cárceles, residencias de ancianos y
centros sociales dependen de sus categorías. El DSM establece las facilidades
que deben dar los empresarios a los empleados mentalmente discapacitados y
estipula las indemnizaciones que pueden reclamar los trabajadores por un
trastorno mental. Abogados, jueces y funcionarios de prisiones emplean el
manual para fijar la responsabilidad criminal y los daños y perjuicios en los
procesos judiciales. Los padres pueden obtener servicios educativos gratuitos
para sus hijos o privilegios escolares especiales si alegan uno de sus
diagnósticos pediátricos.
Pero el mayor impacto lo ejerce el DSM sin duda en las vidas de los
millones de hombres y mujeres que buscan alivio ante la angustia de un
trastorno mental, pues lo que hace ante todo el Manual es definir con
precisión todas las enfermedades mentales conocidas. Son estas detalladas
definiciones las que otorgan al DSM su incomparable influencia sobre la
sociedad.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo pasamos de las definiciones
psicoanalíticas de madres esquizofrenógenas y neurosis inconscientes a los
diagnósticos del DSM que van desde el trastorno esquizoafectivo de tipo
depresivo (código, 295.70) a la tricotilomanía o trastorno de arrancamiento
compulsivo del pelo (código 312.39)? ¿Y cómo podemos estar seguros de
que nuestras definiciones del siglo XXI de la enfermedad mental son mejores
que las inspiradas por las teorías de Freud? Tal como veremos, las historias
del psicoanálisis y del DSM discurrieron paralelas durante casi un siglo antes
de enfrentarse en una batalla titánica por el alma misma de la psiquiatría: una
batalla librada en torno a la definición de la enfermedad mental.
Podemos rastrear los orígenes de la Biblia de la Psiquiatría
remontándonos a 1840, el primer año en que la Oficina Americana del Censo
recogió datos oficiales acerca de la enfermedad mental. Estados Unidos tenía
apenas cincuenta años de antigüedad. Mesmer había muerto no hacía mucho,
Freud todavía no había nacido y prácticamente todos los psiquiatras
americanos eran alienistas. Existía en el país una verdadera obsesión con la
enumeración estadística de sus ciudadanos, tal como atestiguaba el mandato
constitucional de llevar a cabo un censo cada década. El censo de 1830
enumeró por primera vez las discapacidades, aunque limitando la definición
de las mismas a la sordera y la ceguera. El censo de 1840 añadió una nueva
discapacidad —la enfermedad mental— que se tabulaba con una sola casilla
rotulada «locos e idiotas».
Toda la miríada de trastornos mentales y del desarrollo quedaban
amontonados dentro de esa amplia categoría, y los funcionarios que recogían
los datos del censo no tenían instrucciones para determinar en qué casos
debían marcar la casilla «loco e idiota» de un ciudadano. De acuerdo con las
ideas entonces imperantes, los funcionarios del censo consideraban
seguramente «locura» cualquier trastorno mental lo bastante grave para
justificar una reclusión, abarcando así lo que hoy llamaríamos esquizofrenia,
trastorno bipolar, depresión y demencia. Del mismo modo, con «idiotez» se
referían seguramente a cualquier disminución de la función intelectual, una
categoría que hoy dividiríamos en síndrome de Down, autismo, síndrome del
X frágil, cretinismo y otras dolencias. Pero carente de unas instrucciones
claras, cada funcionario acabó aplicando su propia noción de lo que
constituía una discapacidad mental: nociones con frecuencia viciadas por un
racismo descarado.
«Los errores más notables y patentes se encuentran en las afirmaciones
del censo respecto a la incidencia de la locura, la ceguera, la sordera y la
mudez entre las personas de esa nación», informó la Asociación Estadística
Americana a la Cámara de Representantes en 1843, en lo que constituye tal
vez el ejemplo más antiguo de una protesta civil contra la tendencia excesiva
a estigmatizar las enfermedades mentales. «En muchas ciudades, se declara
loca a toda la población de color; en muchas otras, una fracción —dos
tercios, un tercio, un cuarto o un décimo— de esta raza malhadada aparece
clasificada del mismo modo. Por lo demás, los errores del censo son
igualmente seguros en lo que se refiere a la locura entre los blancos.» Aún
más inquietante era el hecho de que los resultados de este censo se usaban
para defender el esclavismo: como los porcentajes de locura e idiotez entre
los afroamericanos eran mucho más elevados en los estados del norte que en
los estados del sur, los defensores de la esclavitud argumentaban que esta
tenía efectos mentales beneficiosos.
Curiosamente, esa misma separación elemental de las dolencias mentales
en locura e idiotez sigue vigente hasta hoy en nuestras actuales instituciones.
Mientras escribo esto, cada estado cuenta con una infraestructura
administrativa separada para la enfermedad mental y la discapacidad de
desarrollo, pese a que cada una de estas dolencias afecta a estructuras
cerebrales y funciones mentales similares. Esa división un tanto arbitraria es
el reflejo de las condiciones culturales e históricas de nuestra percepción de
estas dolencias, no de una realidad justificada científicamente. Una
categorización igualmente artificial ha provocado que los servicios para los
trastornos por abuso de drogas sean administrados a menudo por una agencia
gubernamental y una infraestructura separada, a pesar de que la medicina
científica aborda los trastornos de adicción del mismo modo que cualquier
otra enfermedad.
Al llegar el siglo XX, el censo había empezado a interesarse en recoger
estadísticas sobre pacientes internados en instituciones mentales, puesto que
se creía que la mayoría de los enfermos mentales podían encontrarse allí.
Pero cada institución tenía su propio sistema para clasificar a los pacientes,
motivo por el cual las estadísticas sobre enfermedad mental siguieron siendo
extremadamente incoherentes y profundamente subjetivas. Para poner orden
en esta cacofonía de sistemas de clasificación, la Asociación Médico-
Psicológica Americana (predecesora de la Asociación Psiquiátrica
Americana) encargó en 1917 a su Comité de Estadísticas que estableciera un
sistema uniforme para reunir y publicar los datos de todas las instituciones
mentales de Norteamérica.
El comité, que estaba integrado por alienistas en activo, no por
investigadores o teóricos, confió en el consenso clínico entre sus miembros
para clasificar la enfermedad mental en veintidós «grupos» tales como
«psicosis con tumor cerebral», «psicosis sifilítica» y «psicosis senil». El
sistema resultante fue publicado en un delgado volumen titulado The
Statistical Manual for the Use of Institutions for the Insane [Manual
estadístico para uso de las instituciones mentales], aunque los psiquiatras
enseguida se habituaron a llamarlo el Standard [Estándar].
Durante las tres décadas siguientes, el Standard se convirtió en el
compendio sobre la enfermedad mental más utilizado en Estados Unidos,
aunque su único objetivo era recoger estadísticas sobre los pacientes de los
manicomios; es decir, el Standard no estaba pensado (ni se usaba) para el
diagnóstico de los pacientes externos tratados en las consultas de los
psiquiatras. El Standard fue el precursor directo del Diagnostic and
Statistical Manual of Mental Disorders y este acabó adoptando del propio
Standard la expresión «Manual estadístico», que había sido tomada a su vez
del lenguaje de los censos del siglo XIX.
Pese a la existencia del Standard, a principios del siglo XX no había nada
semejante a un consenso sobre las categorías básicas de la enfermedad
mental. Cada centro de enseñanza psiquiátrica importante empleaba su propio
sistema diagnóstico, adaptado a las necesidades locales. Las psicosis se
definían de forma distinta en Nueva York, en Chicago o en San Francisco.
Esto daba lugar a una multiplicidad terminológica para los síntomas y
supuestas causas de los trastornos que impedía la comunicación profesional,
la investigación académica y la recopilación de datos médicos precisos.
Las cosas tomaron un rumbo distinto al otro lado del Atlántico. En la
psiquiatría europea reinaba hasta finales del siglo XIX el mismo desbarajuste
en la clasificación de las enfermedades mentales que en la psiquiatría
americana. Entre ese caos, sin embargo, surgió un clasificador por
excelencia: un psiquiatra alemán que impuso en el continente europeo un
orden riguroso en el diagnóstico psiquiátrico. Su influencia sobre la
concepción y sobre el diagnóstico de la enfermedad mental en todo el mundo
habría de acabar rivalizando con (y luego superando a) la del propio Sigmund
Freud.

EL PACIENTE SE ENGALANA MARAVILLOSAMENTE

Emil Kraepelin nació en Alemania en 1856: el mismo año que Freud, y


solo a unos cientos de kilómetros de su ciudad natal. (Eran tantas las figuras
fundamentales de la psiquiatría procedentes de países de lengua alemana —
Franz Mesmer, Wilhelm Griesinger, Sigmund Freud, Emil Kraepelin, Julius
Wagner-Jauregg, Manfred Sakel, Eric Kandel— que la psiquiatría pudo
llamarse con toda razón «la disciplina alemana».) Kraepelin se formó como
médico con Paul Fleischig, un afamado neuropatólogo, y con Wilhelm
Wundt, el fundador de la psicología experimental. Bajo la tutela de estos dos
empiristas, Kraepelin habría de adquirir un respeto permanente al valor de la
investigación y de las pruebas experimentales.
Emil Kraepelin, fundador del sistema moderno de diagnóstico psiquiátrico. (© National Library of
Medicine/Science Source.)

Tras convertirse en profesor de psiquiatría en lo que es la actual Estonia,


Kraepelin se quedó horrorizado ante el galimatías de la terminología
diagnóstica y dedicó todos sus esfuerzos a encontrar un modo sensato de
introducir orden y coherencia en la clasificación de las enfermedades
mentales. Uno de los problemas más irritantes era que muchos trastornos que
parecían diferentes con frecuencia tenían en común algunos síntomas
idénticos. Por ejemplo, la ansiedad se presentaba como síntoma destacado en
la depresión y en la histeria, mientras que los delirios estaban presentes en la
psicosis, en la manía y en las formas graves de depresión. Esta superposición
de síntomas indujo a los psiquiatras a unir la depresión y la histeria en un
único trastorno, o a respaldar una sola definición que abarcaba conjuntamente
la psicosis y la manía.
Kraepelin estaba convencido de que los síntomas observables eran
esenciales para distinguir las enfermedades mentales, pero no creía que
bastara con los síntomas. (Hacerlo así habría sido tanto como agrupar todas
las enfermedades que cursaban con fiebre bajo un solo diagnóstico.) En
consecuencia, buscó algún otro criterio que pudiera ayudar a distinguir los
trastornos; y halló uno al rastrear la evolución del historial de sus pacientes.
Kraepelin decidió organizar las enfermedades no solo por los síntomas, sino
también por el curso de cada dolencia. Por ejemplo, algunas psicosis
aumentaban y disminuían de intensidad y desaparecían después sin motivo
aparente, mientras que otras psicosis empeoraban cada vez más hasta que los
pacientes se volvían incapaces de valerse por sí mismos. En 1883, Kraepelin
presentó un borrador de su sistema de clasificación ad hoc en un librito
titulado Compendium der Psychiatrie [Compendio de psiquiatría].
En su compendio, Kraepelin dividió las psicosis en tres grupos basados en
el historial de los pacientes: demencia precoz, locura maníaco-depresiva y
paranoia. La demencia precoz era muy semejante a lo que hoy llamamos
esquizofrenia, aunque Kraepelin limitaba este diagnóstico a los pacientes
cuya capacidad intelectual se iba deteriorando progresivamente. La locura
maníaco-depresiva se corresponde con la actual concepción del trastorno
bipolar. El esquema de clasificación de Kraepelin suscitó controversia de
inmediato, porque la demencia precoz y las enfermedades maníaco-
depresivas solían ser consideradas manifestaciones del mismo trastorno
subyacente, aunque Kraepelin justificó su distinción señalando que las
enfermedades maníaco-depresivas eran episódicas, y no continuas como la
demencia precoz.
Pese a la resistencia inicial que despertó la nueva propuesta de Kraepelin,
su sistema de clasificación acabó siendo aceptado por la mayoría de los
psiquiatras europeos, y en la década de 1890 se había convertido en la
primera terminología común empleada por los psiquiatras europeos de todas
las tendencias para estudiar las psicosis. Con el fin de explicar su sistema de
clasificación, Kraepelin redactó detallados retratos de los prototipos de cada
diagnóstico, extraídos de su propia experiencia con pacientes. Estos vívidos
retratos se convirtieron en un instrumento pedagógico que influyó en
sucesivas generaciones de psiquiatras europeos, y resultan todavía hoy tan
convincentes como cuando los redactó hace más de un siglo. Sus detalladas
descripciones de la demencia precoz y la enfermedad maníaco-depresiva
convencieron incluso a muchos psiquiatras de que las dos dolencias eran
distintas. He aquí un extracto de su descripción de la demencia precoz:

Los pacientes ven ratones, hormigas, sabuesos infernales, guadañas y


hachas. Oyen cacareos de gallos, disparos, gorjeos de pájaros, golpes de
fantasmas, zumbidos de abejas, murmullos, gritos, regañinas, voces en el
sótano. Las voces dicen: «Ese hombre debe ser decapitado, ahorcado»;
«Cerdo, miserable malvado, estás perdido». El paciente es un gran
pecador, ha negado a Dios, Dios lo ha abandonado, está eternamente
condenado, va a ir al infierno. El paciente nota que le miran de un modo
extraño, que se ríen y mofan de él, que lo abuchean. La gente lo espía.
Los judíos, los anarquistas, los espiritistas lo persiguen; envenenan el aire
con polvos tóxicos, la cerveza con ácido prúsico.

Y de la psicosis maníaco-depresiva:

El paciente no conoce la fatiga, su actividad se prolonga día y noche,


tiene ideas en abundancia. El paciente cambia el mobiliario, va a visitar a
amistades lejanas. La política, el lenguaje universal, la aeronáutica, la
cuestión de las mujeres, los asuntos públicos de todo tipo y la necesidad
de mejorarlos, ocupan su mente sin descanso. Tiene guardadas 16.000
postales de su pueblecito. No puede estar callado mucho tiempo. Alardea
sobre sus perspectivas matrimoniales, se hace pasar por conde, habla de
herencias que podría recibir, tiene tarjetas de presentación con una corona
impresa. Puede suplantar a profesores o diplomáticos. El paciente canta,
baila, retoza, hace gimnasia, marca el compás, da palmas, regaña,
amenaza, lo tira todo por el suelo, se desnuda, se engalana
maravillosamente.

Durante la década siguiente, el compendio apresuradamente redactado de


Kraepelin se convirtió en un manual de extraordinaria popularidad. Salieron
publicadas nuevas ediciones cada vez con mayor frecuencia, y cada una más
extensa que la anterior. En la década de 1930, una gran mayoría de los
psiquiatras europeos había adoptado las clasificaciones de Kraepelin. Al otro
lado del Atlántico, en cambio, la situación era muy diferente. Aunque una
minoría de alienistas americanos había adoptado su sistema de diagnóstico en
las primeras décadas del siglo XX, hacia el final de la Segunda Guerra
Mundial su influencia había quedado casi borrada con el auge de los
freudianos: precisamente al mismo tiempo que la influencia freudiana en
Europa quedaba eliminada por el nazismo.
INFINITAS NEUROSIS

Según la doctrina psicoanalítica, la enfermedad mental emanaba de


conflictos inconscientes singulares en cada persona y, por tanto, era
infinitamente variable y no podía ordenarse con precisión en categorías
diagnósticas. Cada caso debía tratarse (y diagnosticarse) por sí mismo.
Kraepelin, por el contrario, trazó una nítida frontera entre salud y enfermedad
mental. Esta tajante línea divisoria, junto con su sistema de clasificación
basado en los síntomas y la evolución de los trastornos, chocaban
completamente con la concepción psicoanalítica de la enfermedad mental,
para la cual el estado mental de una persona se situaba en un continuo entre la
psicopatología y la cordura; cada uno poseía un cierto grado de disfunción
mental, según los freudianos.
El propio Freud admitió algunas pautas generales de conducta patológica
—como la histeria, el carácter obsesivo, las fobias, la ansiedad o la depresión
—, pero consideraba que todas ellas eran manifestaciones mutables de las
neurosis, originadas por tensiones emocionales sufridas en etapas específicas
del desarrollo. Por ejemplo, un diagnóstico psicoanalítico de Abigail
Abercrombie explicaría sus accesos de ansiedad relacionándolos con su modo
de reaccionar frente a la estricta educación luterana de sus padres, y también
con su decisión de irse de casa a una edad temprana para trabajar, en lugar de
casarse. Un diagnóstico kraepeliniano estipularía que Abbey sufría un
trastorno de ansiedad basándose en sus síntomas de temor y malestar
intensos, acompañados de palpitaciones, sudoración y mareo, unos síntomas
que aparecían conjuntamente en episodios regulares. (El método diagnóstico
de Wilhelm Reich ofrece todavía otro contraste: él afirmaba que la
constricción física del cuerpo de Abbey impedía el libre flujo de sus orgones,
lo que provocaba su ansiedad.) Se trata de interpretaciones
extraordinariamente diferentes.
El psicoanálisis consideraba que prestar demasiada atención a los
síntomas específicos del paciente podía implicar una distracción y alejar al
psiquiatra de la verdadera naturaleza de un trastorno. El papel apropiado del
psicoanalista era mirar más allá de los simples comportamientos,
sintomáticos o no, para desenterrar las dinámicas emocionales ocultas y el
relato de la historia del paciente. Dada la profunda discrepancia entre las
concepciones de la enfermedad mental de una y otra teoría, quizá no les
sorprenda saber que Emil Kraepelin miraba el psicoanálisis con un tono
abiertamente burlón:

Por todas partes nos tropezamos con los rasgos característicos de la


investigación freudiana: la presentación de conjeturas y suposiciones
arbitrarias como hechos ciertos, que se usan sin vacilación para construir
castillos en el aire cada vez más altos, y la tendencia a generalizar sin
límites a partir de una sola observación. Como yo estoy habituado a
avanzar sobre los cimientos más seguros de la experiencia directa, mi
ignorante conciencia basada en la ciencia natural tropieza a cada paso con
objeciones, dudas e incertidumbres, mientras que los discípulos de Freud,
llevados por una imaginación que vuela a tales alturas, pasan por encima
de tales tropiezos sin la menor dificultad.

Para complicar aún más las cosas, los seguidores de cada escuela
psicoanalítica tenían sus propias categorías y definiciones de los conflictos
inconscientes. Los freudianos estrictos subrayaban el papel central de los
conflictos sexuales. Los adlerianos señalaban la agresividad como fuente
clave del conflicto. La escuela de la psicología del yo combinaba ambos
enfoques, centrándose a la vez en los impulsos sexuales y agresivos. Los
junguianos, por su parte, trataban de identificar el choque entre arquetipos
psíquicos en el inconsciente del sujeto.
Otros psicoanalistas se sacaron de la manga sus propios diagnósticos.
Helene Deutsch, una prestigiosa emigrada austriaca, creó la «personalidad
como si» para describir a las personas «que parecen normales hasta cierto
punto porque han sustituido las conexiones reales con los demás por
contactos seudoemocionales; se comportan “como si” tuvieran sentimientos y
relaciones con otras personas, en lugar de seudorrelaciones superficiales».
Paul Hoch y Phillip Polatin propusieron el término «esquizofrenia
seudoneurótica» para describir a las personas que ponían en sus relaciones un
escaso (o quizás excesivo) vínculo emocional. Resulta escalofriante pensar
que algunos pacientes diagnosticados con esquizofrenia seudoneurótica
fueron en su día remitidos a la clínica de psicocirugía situada aquí, en la
Universidad de Columbia, donde Hoch trabajaba.
Freud aportó también su cuota de creaciones psicopatológicas, como, por
ejemplo, el trastorno de personalidad anal-retentivo: «un tipo de
temperamento anal-erótico caracterizado por la obsesión con el orden, la
parsimonia y la obstinación». Un sujeto que consumía comida, alcohol o
drogas en exceso era etiquetado como una personalidad oral-dependiente por
la teoría de Freud, quien argumentaba que tales pacientes se habían visto
privados de nutrición oral en su infancia (es decir, del pecho materno). Freud
catalogaba otros conflictos neuróticos como complejos de Edipo (el varón
que inconscientemente deseaba matar a su padre y tener relaciones sexuales
con su madre), complejos de Electra (la mujer que inconscientemente
deseaba matar a su madre y tener relaciones sexuales con su padre), angustia
de castración (el chico que temía perder el pene como castigo por la atracción
sexual hacia su madre) o envidia de pene (la chica que inconscientemente
deseaba el poder y el estatus que proporcionaba un pene).
El diagnóstico psicoanalítico más tristemente famoso era sin duda el de la
homosexualidad. En una época en que la sociedad consideraba inmoral e
ilícita la homosexualidad, la psiquiatría la catalogó también como un
trastorno mental. Curiosamente, el propio Freud no consideraba que la
homosexualidad fuese una enfermedad mental, y, en sus cartas y relaciones
personales, se mostraba comprensivo con sus conocidos homosexuales. Pero
desde los años cuarenta hasta los setenta, la visión psicoanalítica
predominante sostenía que la homosexualidad se desarrollaba en los dos
primeros años de vida a causa de dos factores: una madre controladora que
impedía que su hijo se separase de ella, y un padre débil o displicente que no
servía como modelo a su hijo, o que no apoyaba sus esfuerzos para escapar
de las garras de la madre.
Esta atribución, tan infundada como tremendamente destructiva, de
conflictos inconscientes a las personas homosexuales ilustra la enorme
falibilidad y el mal uso potencial del enfoque psicoanalítico a la hora de fijar
un diagnóstico. A falta de una metodología científica rigurosa, los terapeutas
tenían tendencia a proyectar sus propios valores e intuiciones en la vida
mental de sus pacientes. A principios de la Segunda Guerra Mundial, cada
psicoanalista se atenía a sus propias ideas sobre lo que constituía un conflicto
psíquico y sobre el modo de identificarlo. Mientras las ideas de Kraepelin
ponían orden en la clasificación europea de la enfermedad mental, la
psiquiatría americana seguía manejando un amasijo caótico de diagnósticos.
Fue el ejército americano el que acudió finalmente en ayuda de la
psiquiatría.
SOLDADOS PSICÓTICOS

Cuando el ejército americano empezó a reclutar a un número cada vez


mayor de soldados para combatir en la Segunda Guerra Mundial, se tropezó
con un problema desconcertante. Cada aspirante era examinado por un
médico militar para determinar si era apto para el servicio. Los militares
preveían que los índices de reclutas rechazados por motivos médicos serían
similares en cada estado, pero al revisar los índices reales de todo el país
descubrieron con sorpresa que variaban enormemente. Un centro de
reclutamiento de Wichita podía presentar un veinte por ciento de reclutas
rechazados, mientras que un centro de Baltimore podía rechazar a un sesenta
por ciento de los aspirantes. Cuando los funcionarios militares estudiaron de
cerca el problema, advirtieron que esta variabilidad no se debía a defectos
físicos como pies planos o soplos cardíacos, sino a las enormes diferencias de
criterio con las que cada médico catalogaba de enfermos mentales a los
reclutas.
Los militares no habían previsto las consecuencias de aplicar los métodos
contemporáneos de diagnosis psiquiátrica en la evaluación de los soldados
llamados a filas. Si un médico militar consideraba a un recluta no apto para el
servicio, tenía que especificar el diagnóstico exacto por el que lo descartaba.
Solo que, por supuesto, los psiquiatras de orientación freudiana no estaban
habituados a establecer diagnósticos precisos (cada psiquiatra psicoanalítico
aducía su propia y peculiar interpretación de la neurosis y los conflictos
inconscientes). Y tampoco los no freudianos podían remitirse a un sistema
diagnóstico claro que justificara sus rechazos. Aunque muchos psiquiatras no
freudianos confiaban en el Standard, ese manual había sido elaborado para
reunir estadísticas sobre los pacientes internados en centros psiquiátricos, no
para diagnosticar las enfermedades mentales que podían hallarse en la
población en general, y mucho menos para valorar la capacidad de los
aspirantes a soldados para entrar en combate.
Los reclutas con una conducta juzgada problemática en un entorno militar
—como la incapacidad para prestar atención o la hostilidad hacia la autoridad
— acababan a menudo metidos con calzador dentro de una categoría como
«Personalidad psicopática». Algunos centros de reclutamiento llegaron a
tener un cuarenta por ciento de voluntarios rechazados por «psicosis».
Con la esperanza de establecer un sistema exhaustivo y coherente para
evaluar la salud mental de los reclutas potenciales, el ejército reunió en 1941
a un comité dirigido por William Menninger, ex presidente de la Asociación
Americana de Psiquiatría y cofundador de la clínica Menninger. El comité
tenía el objetivo de elaborar un conjunto de diagnosis claramente definidas de
enfermedad mental que sirvieran para determinar si un candidato era apto
para el servicio. (Resulta irónico observar que Karl, el hermano de William,
había escrito en su libro The Vital Balance [El equilibrio vital]: «Solo hay un
tipo de enfermedad mental, a saber: la enfermedad mental. Por lo tanto, la
nomenclatura diagnóstica no solo es inútil, sino restrictiva y obstructiva.»)
Menninger publicó su nuevo sistema de clasificación psiquiátrica en
1943, en un boletín de veintiocho páginas del Departamento Técnico de
Guerra que llegaría a conocerse como el Medical 203 (por el número del
boletín) y que se aplicó de inmediato como manual oficial de diagnóstico a
los reclutas y soldados del ejército norteamericano. El Medical 203 describía
unos sesenta trastornos y constituyó un hito en la psiquiatría clínica. Era el
primer sistema diagnóstico que clasificaba cada forma conocida de
enfermedad mental, incluyendo los trastornos graves observados en los
pacientes de las instituciones mentales y las neurosis leves observadas en
pacientes que podían funcionar normalmente en sociedad.
Por fin existía un mapa completo para diagnosticar la enfermedad mental.
Y, sin embargo, el Medical 203 fue prácticamente ignorado por los
psiquiatras civiles. Para los «loqueros» que atendían pacientes en su consulta
privada, la impresión predominante venía a ser: «Yo no necesitaba antes de la
guerra un inútil manual de clasificación, y desde luego tampoco lo necesito
ahora.» Los psicoanalistas continuaron empleando sus propios diagnósticos
creativos, mientras que los psiquiatras de los manicomios y los centros
docentes siguieron confiando en el Standard o en alguna variante local del
mismo.
Tras el final de la guerra, la psiquiatría americana permaneció sumida en
un batiburrillo de sistemas diagnósticos. Imagínense un país donde los
médicos militares definieran los ataques cardíacos de una forma, las
universidades de otra y los hospitales de otra más, y donde los médicos de
atención primaria afirmaran, por su parte, que, como todo el mundo estaba
enfermo del corazón hasta cierto punto, los ataques de corazón no existían en
realidad. La psiquiatría americana estaba experimentando una crisis de
fiabilidad.
En un célebre estudio de 1949, tres psiquiatras entrevistaron de forma
independiente a los mismos treinta y cinco pacientes y emitieron, también de
forma independiente, sus propios diagnósticos de cada uno. Terminaron
coincidiendo en el mismo diagnóstico para un paciente dado (por ejemplo,
«enfermedad maníaco-depresiva») solo en el veinte por ciento de los casos.
(Imaginen la frustración que sentirían si los oncólogos solo coincidieran un
veinte por ciento de las veces en considerar que la peca que tienen en el brazo
es un cáncer de piel.) Los dirigentes de la Asociación Psiquiátrica Americana
reconocieron que esta inquietante falta de fiabilidad acabaría socavando la
credibilidad pública de la psiquiatría. Pese a las protestas de muchos
psicoanalistas, la APA formó en 1950 un Comité de Nomenclatura y
Estadística con el objetivo de elaborar un sistema diagnóstico que de una vez
por todas estandarizara la clasificación de la enfermedad mental en la
psiquiatría civil. A diferencia del Standard, este nuevo sistema incluiría las
diagnosis usuales de la práctica privada, es decir, las enfermedades que los
loqueros veían (o creían ver) a diario en sus consultas.
El comité tomó como punto de partida el Medical 203, sacando muchos
pasajes directamente del boletín militar de Menninger. Al mismo tiempo,
trató de marcar una línea de continuidad con el Standard tomando de su título
la expresión «Manual estadístico». En 1952, la APA publicó el nuevo sistema
de clasificación: el primer Diagnostic and Statistical Manual of Mental
Disorders, hoy conocido como DSM-I. El manual enumeraba 106 trastornos
mentales, lo que constituía una ampliación desde los 22 trastornos recogidos
en el Standard y los 60 reflejados en el Medical 203. Se apoyaba en gran
medida en conceptos psicoanalíticos; con toda evidencia, en los nombres de
los trastornos, que aparecían descritos como «reacciones», un término
procedente del psicoanalista Adolf Meyer, quien supervisó la elaboración del
DSM-I mientras era presidente de la APA. Meyer consideraba que las
enfermedades mentales surgían de hábitos no-adaptativos adquiridos como
reacción ante las tensiones vitales. A su juicio, las enfermedades mentales
debían diagnosticarse identificando los factores estresantes específicos y las
reacciones del paciente frente a ellas. La esquizofrenia, por ejemplo, era un
conjunto de reacciones de rebelión frente a las tensiones y desafíos de la vida.
Este punto de vista figuraba en la descripción del DSM-I de las reacciones
psicóticas: «una reacción psicótica puede definirse como aquella en la cual la
personalidad, en su esfuerzo por ajustarse a las tensiones internas y externas,
se vale de una grave alteración afectiva, un profundo autismo, un alejamiento
de la realidad, y/o de la formación de delirios y alucinaciones».
Para una especialidad médica como la psiquiatría, que se había
fragmentado en una auténtica anarquía de definiciones distintas según cada
institución, ahora existía por fin un único manual unificador que podía
emplearse en cualquier entorno psiquiátrico: tanto en una institución mental
de Arkansas como en la consulta de un analista del Upper East Side de
Manhattan o en un centro médico del frente de Corea. El DSM-I representaba
un primer paso necesario para la unificación y estandarización de la medicina
psiquiátrica.
Pero era también un primer paso precario, pues los diagnósticos del DSM-
I no se basaban en pruebas científicas o en investigaciones empíricas. Solo
reflejaban el consenso de un comité integrado mayoritariamente por
psicoanalistas, no por investigadores. No habría de pasar mucho tiempo antes
de que los enormes defectos del DSM quedaran en evidencia ante todo el
mundo.

SOBRE ESTAR CUERDO EN LUGARES DE LOCOS

Cuando yo entré en la Facultad de Medicina, en 1970, se usaba la segunda


edición del DSM. El DSM-II era un delgado libro de espiral que costaba tres
dólares y medio. Había sido publicado sin grandes alharacas en 1968,
contenía 182 trastornos (casi el doble que el DSM-I) y era tan vago e
incoherente como su predecesor. El DSM-II había abandonado el término
«reacciones», pero retenía el término «neurosis». Yo solo me enteré de estos
detalles más tarde; mientras estaba en la facultad, apenas le puse la vista
encima al DSM-II, y tampoco lo hacía la mayoría de los estudiantes de
psiquiatría y psicología.
En cambio, invertí mi dinero en un caro volumen de color negro titulado
Comprehensive Textbook of Psychiatry, que era un texto de referencia mucho
más común. El libro contenía un popurrí de datos de antropología, sociología
y psicología: todos mezclados y con una buena dosis de teoría psicoanalítica,
por supuesto. Todavía contenía capítulos sobre terapia de sueño, terapia de
coma insulínico y lobotomías, mientras que solo 130 de sus 1.600 páginas
hacían referencia al cerebro o la neurociencia.
La mayor parte de lo que aprendimos en la Facultad de Medicina no
procedía de los libros, sino de los profesores, cada uno de los cuales ofrecía
su propia interpretación de la diagnosis psiquiátrica. Un día, después de que
entrevistáramos a un paciente que era a todas luces psicótico, mi profesor
empezó a analizar sus características para formular un diagnóstico. En un
momento dado afirmó que el paciente tenía el «tufillo típico de la
esquizofrenia». Yo primero pensé que hablaba del olor metafóricamente, tal
como podrías referirte al «dulce aroma del éxito»; pero al final advertí que,
como un sabueso psiquiátrico, creía que con su refinada nariz su capacidad
olfativa podía detectar el aroma —al parecer, terroso— de la esquizofrenia.
Otros profesores improvisaban sus métodos diagnósticos tal como un
músico de jazz juega con una melodía, y nos animaban a seguir su ejemplo.
Aunque este enfoque era ciertamente respetuoso con las inquietudes
individuales y las experiencias de cada paciente —y contribuía a liberar la
creatividad del médico—, no fomentaba en modo alguno la coherencia
diagnóstica. Para confundir todavía más a un joven psiquiatra impresionable,
había todo un abanico de marcos diagnósticos surgidos de la fragmentación
de la teoría freudiana: adlerianos, junguianos, sullivanianos, kleinianos,
kohutianos y muchos otros, todos ellos elaborados por pensadores creativos
que eran, además, oradores elocuentes y personajes carismáticos. Era como si
la influencia de cada nuevo modelo diagnóstico brotara directamente del brío
y la inspiración de su creador, no de un descubrimiento científico o un sólido
conjunto de pruebas. En cuestión de influencia clínica, el DSM en los años
setenta estaba totalmente eclipsado por esos grandes personajes de culto.
A la mayoría de los psiquiatras, claro, esto no les parecía un problema. ¿Y
qué importa si hay un batiburrillo anárquico de filosofías sobre la enfermedad
mental? ¡Así tengo la libertad de escoger la que mejor se adapta a mi estilo!
Había muy escasa inquietud respecto a la responsabilidad, y menos todavía
respecto a la falta en la profesión de algo remotamente parecido a un
conjunto de «buenas prácticas». Esta actitud complaciente quedaría hecha
añicos por un estudio que sacudió a la psiquiatría con la violencia de un
terremoto.
En 1973, apareció en las columnas habitualmente serias de la revista
científica Science un espectacular artículo de denuncia. Después de otros
artículos de título técnico como «Restos de animales domésticos más
antiguos datados con carbono 14» o «Flujo genético y diferenciación
poblacional», unas pocas páginas llamaban poderosamente la atención: «On
Being Sane in Insane Places» [Estar cuerdo en lugares de locos]. El autor era
David Rosenhan, un abogado poco conocido, formado en Stanford, que
acababa de obtener un título de psicología, pero carecía de experiencia
clínica. La primera frase de su artículo dejaba claro que pretendía abordar una
de las cuestiones más elementales para cualquier forma de medicina que
presumiera de tratar la mente: «Si la cordura y la locura existen, ¿cómo
podemos distinguirlas?»
Rosenhan proponía un experimento para averiguar cómo respondía la
psiquiatría americana esta pregunta. Supongamos que unas personas
completamente normales, sin ningún antecedente de enfermedad mental,
fueran ingresadas en un hospital mental. ¿Se descubriría que son cuerdas? Y
en caso afirmativo, ¿cómo? Rosenhan no se limitaba a proponer esta idea
como un experimento hipotético, sino que pasaba a exponer los resultados de
un extraordinario estudio que había llevado a cabo durante el año anterior.
Sin conocimiento del personal hospitalario, había tramado en secreto el
ingreso de ocho personas sanas en doce hospitales mentales de cinco estados
de la Costa Este y Oeste (algunos de sus cómplices fueron ingresados en
varios hospitales). Estos «seudopacientes» usaron falsas identidades,
modificando su edad y su profesión. Pedían cita por teléfono en cada hospital
y, al llegar, decían oír unas voces que repetían tres palabras: «vacío»,
«agujero» y «golpe».
En cada caso, los seudopacientes fueron ingresados de forma voluntaria
en el hospital. Una vez en el pabellón psiquiátrico, tenían instrucciones de
decir al personal que ya no oían las voces (aunque sin explicar que habían
simulado los síntomas para que los internaran). Entonces empezaban a actuar
con normalidad, sin manifestar supuestamente ningún otro síntoma
patológico. Su conducta en los pabellones psiquiátricos era calificada en los
informes de las enfermeras de «amistosa», «colaboradora» y «exenta de
indicios anómalos».
El simulacro de los seudopacientes de Rosenhan no llegó a descubrirse en
ningún caso. Todos fueron diagnosticados como esquizofrénicos (salvo uno,
diagnosticado como maníaco-depresivo), y, cuando recibieron el alta, todos
salvo el maníaco-depresivo quedaron etiquetados como pacientes con una
«esquizofrenia en fase de remisión». La duración de la hospitalización varió
desde los siete a los cincuenta y dos días. Y, sin embargo, como observó
Rosenhan con desdén, ningún miembro del personal sanitario planteó jamás
la cuestión de su aparente cordura. (Esta afirmación es discutible, porque
muchas enfermeras dejaron constancia de que los seudopacientes se
comportaban con normalidad.) Rosenhan concluía: «No sabemos distinguir a
los cuerdos de los locos en los hospitales psiquiátricos» y condenaba a la
profesión en conjunto por sus diagnósticos poco fiables y su excesiva
tendencia a etiquetar a los pacientes. Esta última acusación no dejaba de
resultar paradójica, teniendo en cuenta que la mayoría de los psiquiatras
rechazaba en esa época las etiquetas diagnósticas para defender, por el
contrario, las interpretaciones matizadas e individuales de carácter
psicoanalítico.
El artículo de Rosenhan en Science provocó la indignación y la burla
generalizada tanto entre el público profano como en el seno de la comunidad
médica, una reacción que pilló a la profesión totalmente por sorpresa. Los
psiquiatras se pusieron a la defensiva y salieron en tromba a criticar el estudio
de Rosenhan, argumentando (razonablemente, a mi entender) que si una
persona se presenta en un hospital mental diciendo que oye voces, el proceder
ético y sensato es ingresarla para someterla a observación y tratamiento. Al
fin y al cabo, la esquizofrenia puede ser una dolencia peligrosa. Si los
psiquiatras no aceptaran lo que les dijeran los pacientes al pie de la letra,
entonces no solo la psiquiatría, sino toda la profesión médica estaría en
peligro. Si un paciente acudiera a urgencias diciendo que tenía un dolor en el
pecho y el personal sanitario se negara a ingresarlo para someterlo a estudio a
menos que ofreciera otras pruebas de su dolor, el paciente podría morir. De
forma similar, si para fingir una enfermedad y engañar a los médicos una
persona se tragara un frasco de sangre y se provocara la tos para escupirla en
la sala de urgencias, resultaría de un cinismo abrumador acusar de
incompetentes a los médicos que decidieran practicarle una endoscopia para
buscar el origen de la hemorragia.
Rosenhan reconocía abiertamente su antipatía a la profesión psiquiátrica
y, en la estela del escándalo causado por su primer estudio, vio otra
oportunidad para dañar la maltrecha credibilidad de la psiquiatría. Se dirigió a
un prestigioso hospital universitario que se había mostrado especialmente
beligerante en la refutación de su estudio y le planteó un nuevo desafío:
«Durante el próximo año, enviaré otra tanda de impostores a su hospital.
Ustedes, sabiendo ahora de antemano que habrán de presentarse, intenten
detectarlos. Veremos al final del año a cuántos han pillado.» El hospital (no
identificado) mordió el anzuelo y —quizá de forma imprudente— aceptó el
desafío.
De los 193 nuevos pacientes evaluados a lo largo del año siguiente, el
personal hospitalario identificó a 41 posibles impostores. Rosenhan, muy
ufano, reveló entonces que no había enviado a ningún impostor. Y declaró
que, dada su incapacidad para distinguir a los cuerdos de los locos, la
psiquiatría estaba haciendo en el terreno médico lo mismo que quienes
acusaban de crímenes a personas inocentes y las condenaban a prisión.
Aunque la mayoría de los psiquiatras desecharon el estudio de Rosenhan
como un simple truco para darse publicidad, la profesión no pudo evitar la
vergüenza ni ignorar el clamor generado por el caso. Los periódicos no
paraban de publicar artículos y cartas al director que calificaban a la
psiquiatría de farsa y de estafa. Y lo que resultaba todavía más inquietante
para los psiquiatras: los colegas médicos y las compañías de seguros habían
empezado a manifestar ruidosamente su desencanto con la psiquiatría. Tras la
publicación del estudio de Rosenhan, algunas compañías de seguros como
Aetna y Blue Cross recortaron radicalmente las prestaciones de salud mental
de sus pólizas, pues empezaban a percatarse de que los diagnósticos y
tratamientos psiquiátricos eran arbitrarios y se adoptaban sin supervisión ni
responsabilidad alguna. En 1975, el vicepresidente de la Blue Cross declaró a
la revista Psychiatric News: «En psiquiatría, si se compara con otra clase de
servicios médicos, hay una terminología menos clara y uniforme en cuanto a
los diagnósticos, las modalidades de tratamiento y los tipos de centros de
atención para los pacientes. Una parte del problema procede de la naturaleza
oculta o privada de muchos servicios; solo el paciente y el terapeuta tienen un
conocimiento directo de qué servicios se han proporcionado y por qué.»
Por mala que fuera la situación, todavía tenía que empeorar mucho más.
El estudio de Rosenhan alimentó el crecimiento acelerado de un movimiento
que pretendía acabar por completo con la psiquiatría, un movimiento
impulsado una década atrás por un hombre llamado Thomas Szasz.

EL MOVIMIENTO DE LA ANTIPSIQUIATRÍA Y LA GRAN CRISIS

En 1961, Thomas Szasz, un psiquiatra húngaro que trabajaba en la


Facultad de Psiquiatría de la Universidad Estatal de Nueva York en Siracusa,
publicó El mito de la enfermedad mental, un libro enormemente influyente
que sigue publicándose en la actualidad. Szasz sostenía en el libro que las
enfermedades mentales no son realidades médicas como la diabetes o la
hipertensión, sino ficciones inventadas por la psiquiatría para poder cobrar a
los pacientes por terapias acientíficas de eficacia desconocida. Szasz afirmaba
que la psiquiatría era una «seudociencia» como la alquimia o la astrología:
una crítica justificada en una época en la que el psicoanálisis era la facción
que dominaba la psiquiatría como una secta.
El libro le valió una fama instantánea, sobre todo entre los jóvenes que
estaban adoptando los valores de la contracultura y desafiando las formas
tradicionales de autoridad. A mediados de los sesenta, los estudiantes acudían
en masa a estudiar con él en la Universidad Estatal de Nueva York en
Siracusa. Szasz empezó a publicar artículos y dar conferencias defendiendo
un nuevo enfoque para la psicoterapia. El verdadero objetivo de un analista, y
el único provechoso, afirmaba Szasz, consistía en «descifrar el juego vital al
que juega el paciente». Los psiquiatras, por tanto, no debían aceptar la idea de
que había algo «malo» en las conductas extrañas, un mensaje que tuvo amplia
resonancia en una generación que había adoptado otros eslóganes
antiautoritarios como «Conéctate, sintonízate y ábrete» o «Haz el amor y no
la guerra».
Los puntos de vista de Szasz entrañaban un tipo de relativismo conductual
que consideraba válido y significativo cualquier comportamiento insólito si
se examinaba con la perspectiva adecuada. Szasz diría que la decisión de
Elena Conway de acompañar al sórdido desconocido que había conocido en
el metro era una expresión válida de su intrépida personalidad y de su
admirable disposición a no juzgar a nadie por su apariencia, y no una
decisión condicionada por una «enfermedad» arbitraria que los médicos
llamaban «esquizofrenia». Szasz era partidario de suprimir completamente
los hospitales mentales: «La hospitalización mental involuntaria es como el
esclavismo. Perfeccionar las normas de reclusión es como engalanar las
plantaciones de esclavos. No se trata de mejorar las condiciones de reclusión,
sino de abolirlas.»
Las ideas de Szasz alentaron el nacimiento de un movimiento que
cuestionaba la existencia misma de la psiquiatría y exigía su erradicación, y
El mito de la enfermedad mental se convirtió en su manifiesto. La traición
definitiva de Szasz a su profesión se produjo en 1969 cuando se unió a L.
Ron Hubbard y a la Iglesia de la Cienciología para fundar la Comisión
Ciudadana de Derechos Humanos (CCHR). Inspirándose explícitamente en
los argumentos de Szasz, la CCHR sostiene que la «así llamada enfermedad
mental» no es una enfermedad médica, que la medicación psiquiátrica es
fraudulenta y peligrosa, y que la profesión psiquiátrica debería ser
condenada.
Szasz sirvió de inspiración para otros que dudaban del valor de la
psiquiatría, entre ellos un sociólogo desconocido a la sazón llamado Erving
Goffman. En 1961, Goffman publicó el libro Asylums [Manicomios],
denunciando las deplorables condiciones de las instituciones mentales
americanas. Dado que la población de los manicomios estaba rozando sus
máximos históricos, no podía discutirse que la mayoría de estas instituciones
eran lugares opresivos, superpoblados e inhóspitos. ¿Cuál era la respuesta de
Goffman a este innegable problema social? Él afirmaba sencillamente que la
enfermedad mental no existía.
Según Goffman, lo que los psiquiatras llamaban enfermedad mental
reflejaba, de hecho, la incapacidad de la sociedad para entender las
motivaciones de las personas poco convencionales. La sociedad occidental
había impuesto lo que él llamaba «una orden judicial médica a esos
transgresores. Y llamaba pacientes a los reclusos». Goffman escribió que su
objetivo al investigar las instituciones mentales era «conocer el entorno social
del recluso hospitalario». Él evitaba expresamente todo contacto con el
personal sanitario, afirmando que «describir con fidelidad la situación de los
pacientes equivale necesariamente a presentar una visión partidista». Y
defendía esta visión abiertamente sesgada alegando que «el desequilibrio se
produce al menos hacia el lado correcto de la balanza, pues casi todos los
estudios profesionales están escritos desde el punto de vista de los
psiquiatras, y yo, en términos sociológicos, estoy del otro lado».
El deseo de proponer teorías acerca de la conducta humana es un impulso
humano básico en el que todos caemos con frecuencia. Quizá sea este el
motivo de que tantos investigadores psiquiátricos se sientan obligados a dejar
de lado las teorías e investigaciones de los científicos anteriores para poder
formular su propia Gran Explicación sobre la enfermedad mental. A pesar de
que Goffman se había licenciado en sociología (no en psiquiatría) y carecía
de la menor experiencia clínica, pronto se apoderó de él el deseo de postular
su propia Gran Explicación sobre la enfermedad mental.
Los individuos diagnosticados de enfermedades mentales no tenían una
auténtica dolencia médica, sostenía Goffman, sino que eran víctimas de la
reacción de la sociedad frente a ellas: de lo que Goffman llamó
«contingencias sociales», tales como la pobreza, el rechazo social de su
conducta por inmoral, e incluso el hecho de que vivieran o no en las
proximidades de una institución mental. Pero ¿y si una persona estaba
convencida de que le pasaba algo, como en el caso de Abigail Abercrombie y
sus ataques de pánico? Goffman replicaba que su percepción de que se le
aceleraba el corazón, su sensación de desastre inminente y su sentimiento de
pérdida de control respondían a los estereotipos culturales sobre cómo debía
comportarse una persona cuando siente ansiedad.
Mientras Szasz y Goffman iban ganando renombre en Estados Unidos, al
otro lado del Atlántico emergió una nueva figura de la antipsiquiatría: el
psiquiatra escocés R. D. Laing. Aunque Laing creía que la enfermedad
mental existía, situaba como Goffman el origen de la enfermedad en el
entorno social de la persona, especialmente en las alteraciones de la red
familiar. En particular, Laing consideraba que la conducta psicótica era una
expresión de angustia provocada por las circunstancias sociales insoportables
de la persona; la esquizofrenia, a su juicio, era un grito de socorro.
Laing creía que un terapeuta podía interpretar el simbolismo personal de
la psicosis de un paciente (un eco de la interpretación de los sueños de Freud)
y emplear esta interpretación para abordar los problemas ambientales que
constituían el auténtico origen de la esquizofrenia del paciente. Para descifrar
con éxito la sintomatología psicótica de un paciente, Laing afirmaba que el
terapeuta debía aprovechar sus propias «posibilidades psicóticas». Solo de
este modo podría comprender la «posición existencial» del esquizofrénico:
«su peculiaridad, su diferencia, su aislamiento, su soledad y su
desesperación».
Las ideas de Szasz, Laing y Goffman constituyeron las bases intelectuales
de un movimiento antipsiquiátrico en expansión que pronto habría de unir
fuerzas con activistas sociales como los Panteras Negras, los marxistas, los
manifestantes contra la guerra del Vietnam, y con otras organizaciones
partidarias de desafiar las convenciones y la autoridad de la opresiva sociedad
occidental. En 1968, los activistas antipsiquiátricos montaron sus primeras
manifestaciones en una convención anual de la Asociación Psiquiátrica
Americana. Al año siguiente, en la convención de la APA en Miami, los
delegados vieron por la ventana un avión volando en círculo con un gran
rótulo que decía: «La psiquiatría mata.» Desde entonces, todas las
convenciones de la APA han contado con la compañía de los altavoces y los
piquetes de las protestas antipsiquiátricas, incluida la convención de 2014,
celebrada en Nueva York, que yo presidí.
Pese a los elementos de verdad que había en las tesis del movimiento
antipsiquiátrico durante los años sesenta y setenta —como, por ejemplo, la
afirmación válida de que el diagnóstico psiquiátrico era extremadamente
poco fiable—, muchas de sus afirmaciones se basaban en datos muy
distorsionados y en simplificaciones excesivas de la realidad clínica. Las
críticas antipsiquiátricas más elaboradas procedían de políticos y de
intelectuales radicales que vivían encerrados en su torre de marfil y carecían
de experiencia directa de la enfermedad mental, o bien de disidentes clínicos
que se movían en los márgenes de la psiquiatría clínica... y que quizá ni
siquiera creían en las ideas que pregonaban.
El doctor Fuller Torrey, eminente investigador de la esquizofrenia y
destacado portavoz en defensa de los pacientes mentales, me explicó lo
siguiente: «Las convicciones de Laing se vieron puestas a prueba finalmente
cuando su propia hija desarrolló una esquizofrenia. A partir de entonces, se
desencantó de sus propias ideas. Algunas personas que conocían a Laing me
contaron que acabó convertido en un tipo que cobraba por dar conferencias
sobre ideas en las que ya no creía. Lo mismo ocurrió con Szasz, a quien vi
varias veces. Él me dejó bien claro que comprendía que la esquizofrenia
reunía todos los requisitos de una verdadera enfermedad cerebral, pero que
jamás iba a declararlo en público.»
El movimiento de la antipsiquiatría continúa perjudicando a los propios
individuos a los que pretende ayudar, o sea, a los enfermos mentales. Aparte
de Laing, las principales figuras de la antipsiquiatría ignoraban alegremente
el problema del sufrimiento humano, asegurando que el tormento de una
persona deprimida o los sentimientos persecutorios de un esquizofrénico
paranoide se disiparían si nos limitáramos a respetar y apoyar sus creencias
atípicas. También hacían caso omiso del peligro que el esquizofrénico
representaba a veces para otros.
El eminente psiquiatra Aaron Beck me ofreció un ejemplo del verdadero
coste que implica no tener en cuenta estos factores: «Yo había estado tratando
a un paciente internado, potencialmente homicida, que se puso en contacto
con Thomas Szasz, y este presionó directamente al hospital Pensilvania para
que le dieran el alta. Después de que lo soltaran, el paciente cometió varios
asesinatos, y solo pudo pararlo su esposa, a quien él amenazó de muerte y
que acabó pegándole un tiro. Creo que el “mito de la enfermedad mental”
promulgado por Szasz no solo era absurdo, sino perjudicial para los propios
pacientes.»
Los gobiernos de cada estado, que siempre andaban buscando maneras de
recortar fondos para los enfermos mentales (en especial, para las instituciones
mentales, que suelen ser uno de los ítems más elevados de sus presupuestos
anuales), estaban más que dispuestos a dar crédito a los argumentos de la
antipsiquiatría. Pretendiendo adoptar una postura humana, citaban a Szasz,
Laing y Goffman como justificación científica y moral para vaciar los
manicomios del estado y devolver los pacientes a la comunidad. Pero
mientras los legisladores ahorraban dinero en sus presupuestos, la realidad
era que muchos pacientes de esos manicomios eran ancianos con mala salud
y sin ningún lugar adonde ir. Esta política equivocada de
desinstitucionalización contribuyó a extender una epidemia de vagabundos,
muchos de los cuales estaban mentalmente enfermos, y al rápido aumento de
los enfermos mentales en la población carcelaria, que persiste todavía hoy.
Las compañías de seguros también estaban dispuestas a aceptar el argumento
de la antipsiquiatría de que la enfermedad mental era simplemente un
«problema de la vida» y no una dolencia médica, y que, por lo tanto, el
tratamiento de tales «enfermedades» no debían abonarlo, lo que condujo a
recortes todavía mayores en la cobertura de sus pólizas.
El último y más duradero golpe profesional sufrido a causa del
movimiento antipsiquiátrico fue la erosión del monopolio casi exclusivo de la
psiquiatría sobre el tratamiento terapéutico. Dado el argumento central de la
antipsiquiatría de que la enfermedad mental no era una dolencia médica, sino
un problema social, los psiquiatras ya no podían alegar que ellos debían ser
los únicos gestores de la atención a la salud mental. Los psicólogos clínicos,
los asistentes sociales, los consejeros pastorales, los practicantes de new age,
los grupos de encuentro y otros terapeutas profanos emplearon los
argumentos de la antipsiquiatría para reforzar su propia legitimidad para
cuidar de los enfermos mentales, arrebatando un número cada vez mayor de
pacientes a los psiquiatras de formación médica. Muy pronto, una
proliferación de supuestos terapeutas sin ninguna licencia empezó a repartirse
el mercado de la atención a la salud mental. La más inquietante y agresiva de
estas terapias alternativas no médicas era la Iglesia de la Cienciología, un
sistema casi religioso de creencias fundado por el escritor de ciencia ficción
L. Ron Hubbard. La cienciología sostiene que las personas son seres
inmortales que han olvidado su verdadera naturaleza y sus vidas pasadas. Sus
integrantes condenaban el uso de los fármacos psiquiátricos y animaban a los
sujetos a someterse a un proceso de «auditoría» mediante el cual revivían
conscientemente los hechos dolorosos o traumáticos del pasado con el fin de
liberarse de sus efectos dañinos.
Cada uno de estos grupos rivales adoptaba sus propios métodos y teorías,
pero todos compartían la convicción tan enfáticamente formulada por los
antipsiquiátricos, a saber: que los trastornos mentales no eran auténticas
enfermedades médicas y que, por tanto, no debían ser tratadas por médicos.
Los Conway, que me trajeron a su hija esquizofrénica Elena, son un ejemplo
de la gente que adoptaba los argumentos de la antipsiquiatría y prefería los
tratamientos holísticos a los médicos.
A mediados de los años setenta, la psiquiatría americana estaba siendo
machacada en todos los frentes. Académicos, abogados, activistas, artistas e
incluso algunos psiquiatras condenaban públicamente la profesión de forma
constante. En 1975, la película Alguien voló sobre el nido del cuco, basada en
la exitosa novela de Ken Kesey, de 1962, vino a simbolizar el sentimiento
creciente que existía contra la psiquiatría. La película, ganadora de varios
Óscar, se desarrollaba en una institución mental de Oregón, donde el
protagonista, Randle McMurphy, un pícaro y carismático granuja
interpretado por Jack Nicholson, era internado por conducta antisocial.
Nicholson dirige una tumultuosa rebelión de los pacientes contra la autoridad
tiránica de la encargada del psiquiátrico, la enfermera Ratched, que reafirma
cruelmente su control sometiendo a la fuerza a McMurphy a un tratamiento
de electrochoque y luego a una lobotomía. Aunque la historia estaba pensada
como una alegoría política, no como un alegato antipsiquiátrico, la película
dejó impresa en la mente del público la imagen de una profesión en
bancarrota moral y científica.
Al evaluar la situación a principios de los años setenta, la Asociación
Psiquiátrica Americana advirtió a sus miembros: «Nuestra profesión ha sido
arrastrada hasta el borde mismo de la extinción.» La junta directiva convocó
una reunión de urgencia en febrero de 1973 para estudiar cómo había que
abordar la crisis y contrarrestar las críticas desatadas. Todo el mundo
coincidió en que había una cuestión fundamental en juego en todos los
problemas de la psiquiatría: aún no existía un método de diagnóstico
científico y fiable de la enfermedad mental.
4
Cómo destruir los Rembrandts, Goyas y Van Goghs: los
antifreudianos salen al rescate
Los médicos creen que hacen una gran cosa por el paciente cuando le dan
nombre a su enfermedad.
IMMANUEL KANT

Por desgracia para todos nosotros, el DSM-III en su actual versión parece


reunir todas las características para provocar una convulsión en la psiquiatría
americana que no amainará en mucho tiempo.
BOYD L. BURRIS, presidente de la Sociedad
Baltimore Washington de Psicoanálisis, 1979

UN HÉROE IMPROBABLE

Poco hacía pensar en los inicios de la vida de Robert Leopold Spitzer que
llegaría a ser un revolucionario de la psiquiatría, aunque no resultaba difícil
detectar en él indicios de un enfoque metódico del comportamiento humano:
«Cuando tenía doce años fui durante dos meses a un campamento de verano y
desarrollé un interés considerable por algunas de las campistas femeninas —
me explicó Spitzer—. Así que dibujé en la pared un gráfico de mis
sentimientos hacia cinco o seis chicas y fui trazando los altibajos de esos
sentimientos durante el transcurso del campamento. Recuerdo también que
me preocupaba el hecho de sentirme atraído por chicas que realmente no me
gustaban demasiado, así que tal vez mi gráfico me ayudó a aclarar mis
sentimientos.»
A los quince años, Spitzer pidió permiso a sus padres para iniciar una
terapia con un acólito de Wilhelm Reich. Pensaba que tal vez le ayudaría a
entender mejor a las chicas. Sus padres se negaron. Creían, con buena
intuición, que la orgonomía de Reich era una patraña. Sin amilanarse, Spitzer
empezó a salir a hurtadillas para asistir en secreto a las sesiones con un
terapeuta reichiano del centro de Manhattan, al que le pagaba cinco dólares a
la semana. El terapeuta, un hombre joven, seguía la práctica de Reich de
manipular físicamente el cuerpo de los pacientes y se pasaba las sesiones
palpando los miembros de Spitzer sin hablar apenas. Él recuerda aun así algo
que le dijo el terapeuta: «Me dijo que si me liberaba de mis inhibiciones
paralizantes, experimentaría un corriente física, una conciencia agudizada de
mi propio cuerpo.»
Buscando esa «corriente física», Spitzer convenció a un analista reichiano
que tenía un acumulador de orgón para que le dejara utilizar el dispositivo.
Pasó muchas horas sentado entre las estrechas paredes de madera del
cubículo, absorbiendo la invisible energía orgónica que, esperaba, habría de
hacerlo más feliz, más fuerte y más inteligente. Tras un año de sesiones y
tratamientos reichianos, sin embargo, empezó a sentirse desilusionado con la
orgonomía. Y como tantos fanáticos que han perdido su fe, tomó la
determinación de desenmascarar y poner en evidencia a su antigua ortodoxia.
En 1953, durante su último año en la Universidad de Cornell, Spitzer
concibió ocho experimentos para poner a prueba las afirmaciones de Reich
sobre la existencia de la energía orgónica. Para algunas pruebas, reclutó a
estudiantes. Para otras, se colocó él mismo como objeto de estudio. Al
terminar los ocho experimentos, Spitzer concluyó que «un examen atento de
los datos no demuestra en modo alguno ni ofrece siquiera el menor indicio de
la existencia de la energía orgónica».
La mayoría de las investigaciones de los universitarios no suele alcanzar
otra audiencia que la del propio tutor, y el estudio de Spitzer no fue una
excepción. Cuando presentó al American Journal of Psychiatry su artículo
desacreditando la orgonomía, los editores se apresuraron a rechazarlo. Unos
meses más tarde, sin embargo, recibió una visita inesperada en la habitación
de su residencia: un funcionario de la Agencia de Alimentos y Medicamentos
(FDA). El hombre le explicó que estaban investigando las afirmaciones de
Reich de que podía curar el cáncer. Necesitaban a un experto que pudiera
testificar sobre la eficacia —o ineficacia— de los acumuladores de orgón, y
la Asociación de Psiquiatría Americana, editora del American Journal of
Psychiatry, les había facilitado su nombre. ¿Estaba interesado? No dejaba de
ser una reacción gratificante para un joven aspirante a científico, aunque al
final el testimonio de Spitzer no fue necesario. El incidente, en todo caso,
demostraba que Spitzer ya estaba preparado para desafiar a la autoridad
psiquiátrica mediante la razón y la experimentación.
Tras licenciarse en 1957 en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Nueva York, Spitzer empezó a estudiar psiquiatría en la Universidad de
Columbia y psicoanálisis en su Centro de Formación e Investigación
Psicoanalítica, que era el instituto de psicoanálisis más influyente de
Norteamérica. En cuanto empezó a tratar a sus propios pacientes mediante el
psicoanálisis, sin embargo, se sintió desilusionado una vez más. Pese a sus
fervientes esfuerzos para aplicar adecuadamente la teoría psicoanalítica con
todos sus entresijos y matices, los pacientes raramente parecían mejorar.
Spitzer comenta al respecto: «A medida que pasaba el tiempo, me fui dando
cuenta de que no sabía realmente si solo estaba diciéndoles lo que yo quería
creer. Yo trataba de convencerlos de que podían cambiar, pero no estaba
seguro de que fuera cierto.»

Robert Spitzer, el arquitecto del DSM-III. (Por cortesía de Eve Vagg, Instituto Psiquiátrico del Estado
de Nueva York.)

Spitzer siguió trabajando como joven clínico de la Universidad de


Columbia, con la esperanza de encontrar alguna oportunidad de cambiar el
curso de su carrera. Esa oportunidad se le presentó en 1966 en la cafetería de
la universidad. Spitzer compartió mesa durante el almuerzo con Ernest
Gruenberg, un miembro veterano de la facultad de Columbia y director del
grupo de trabajo del DSM-II, que se hallaba entonces en plena elaboración.
Gruenberg había visto a Spitzer por el departamento y siempre había sentido
simpatía por él, y los dos entablaron una animada y distendida conversación.
Al terminar sus sándwiches, Gruenberg le hizo una oferta: «Ya casi hemos
terminado el DSM-II, pero todavía necesito a alguien que tome notas y revise
un poco el texto. ¿Te interesaría?»
Spitzer preguntó si cobraría. Gruenberg sonrió, meneando la cabeza.
«No», respondió. Spitzer se encogió de hombros y dijo: «Acepto el trabajo.»
La gran mayoría de los psiquiatras todavía consideraba inútil el DSM. A
nadie le parecía que una clasificación burocrática de diagnósticos pudiera ser
un trampolín para el progreso de la profesión. Pero Spitzer pensó que
disfrutaría más con el puzle intelectual de deslindar las enfermedades
mentales unas de otras que con el proceso vago e incierto del psicoanálisis.
Su entusiasmo y su diligencia como amanuense del DSM-II fueron premiados
con un rápido ascenso que habría de convertirlo a sus treinta y cuatro años en
miembro de pleno derecho del grupo de trabajo: el miembro más joven del
equipo del DSM-II.
Cuando estuvo terminada la nueva edición del Manual, Spitzer siguió
formando parte del grupo de la APA bautizado con el soporífico nombre de
«Comité de Nomenclatura y Estadística». En otras circunstancias se habría
tratado de un puesto rutinario y poco prometedor, y el propio Spitzer no tenía
expectativas de que pudiera llevarle a ninguna parte... hasta que estalló la
polémica que lo situó bruscamente en el candelero: la batalla en torno al
diagnóstico de la homosexualidad en el DSM.

CATALOGAR LA HOMOSEXUALIDAD

La psiquiatría americana había considerado desde hacía mucho tiempo


que la homosexualidad representaba una conducta desviada, y generaciones
de psiquiatras la habían catalogado como un trastorno mental. El DSM-I
describía la homosexualidad como un «trastorno sociopático de la
personalidad», mientras que el DSM-II situaba la homosexualidad en el
primer lugar entre las «desviaciones sexuales», descritas así:

Esta categoría corresponde a los individuos cuyos intereses sexuales


se orientan principalmente hacia otros objetos que no son las personas del
sexo opuesto, hacia actos sexuales que no suelen asociarse con el coito o
hacia la práctica del coito en circunstancias extrañas. Aunque muchos
encuentran desagradables estas prácticas, siguen siendo incapaces de
sustituirlas por una conducta sexual normal.

Uno de los principales defensores del diagnóstico de la homosexualidad


era el psiquiatra Charles Socarides, miembro destacado del Centro de
Formación e Investigación Psicoanalítica de la Universidad de Columbia.
Socarides no creía que la homosexualidad fuera una elección, un delito o un
acto inmoral; creía que era un tipo de neurosis provocada por «madres
asfixiantes y padres que abdicaban de su función». Por lo tanto, argumentaba,
la homosexualidad podía tratarse como cualquier otro conflicto neurótico.
Desde mediados de los años cincuenta hasta mediados de los noventa,
Socarides intentó «curar» a los hombres gais ayudándoles a desenterrar sus
conflictos infantiles y modificando de este modo su orientación erótica hacia
la heterosexualidad. Hay muy pocas pruebas, sin embargo, de que nadie se
haya «curado» de la homosexualidad con el psicoanálisis (o con cualquier
otra terapia, en realidad).
Ocurre con frecuencia que las propias teorías de la enfermedad mental se
ven puestas a prueba cuando un miembro de la familia sufre una enfermedad
de este tipo, como sucedió cuando la teoría de la esquizofrenia de R. D. Laing
como viaje simbólico quedó en tela de juicio tras sufrir su propia hija una
esquizofrenia. (Laing desechó al final su propia teoría.) El hijo de Socarides,
Richard, nació el mismo año en que este empezó a tratar a homosexuales, y,
al llegar a la adolescencia, se declaró gay y censuró públicamente las ideas de
su padre. Richard llegaría a convertirse en el hombre abiertamente gay
situado en el puesto más alto del gobierno federal, en calidad de consejero del
presidente Clinton. Pero Charles Socarides, a diferencia de Laing, se mantuvo
firme hasta el fin de su vida en la convicción de que la homosexualidad era
una enfermedad.
John Fryer, disfrazado como «Dr. H. Anónimo», con Barbara Gittings y Frank Kameny, en la
conferencia de 1972 de la APA sobre homosexualidad y enfermedad mental, titulada: «La psiquiatría,
¿amiga o enemiga de los homosexuales? Un diálogo.» (Kay Tobin/ © División de archivos y
manuscritos, Biblioteca Pública de Nueva York.)

Los homosexuales veían su condición de una forma muy distinta que los
psiquiatras. A finales de los sesenta, muchos hombres gais se sintieron
fortalecidos por el formidable activismo social que veían a su alrededor:
concentraciones por la paz, marchas por los derechos civiles, protestas contra
la ley del aborto, sentadas feministas. Así pues, empezaron a formar sus
propios grupos activistas (como el Frente de Liberación Gay) y a organizar
sus propias manifestaciones (como las protestas del Orgullo Gay contra las
leyes de la sodomía que criminalizaban el sexo gay) para desafiar la estrechez
de miras de la sociedad acerca de la homosexualidad. No es sorprendente que
uno de los objetivos más visibles y urgentes del primer movimiento de los
derechos gais fuese la psiquiatría.
Los gais empezaron a explicar en público las dolorosas experiencias que
habían sufrido en las terapias, y especialmente en el psicoanálisis. Animados
por las halagüeñas promesas de los psiquiatras de llegar a sentirse «mejor que
bien», habían buscado su ayuda profesional para sentirse mejor consigo
mismos, pero habían terminado sintiéndose todavía más indignos y
rechazados. Particularmente angustiosas eran las historias demasiado
corrientes de psiquiatras que intentaban reformar la identidad sexual de los
gais mediante hipnosis, terapia confrontacional e incluso utilizando terapias
aversivas en las que se administraban al paciente dolorosas descargas
eléctricas: a veces directamente a los genitales.
En 1970, los grupos de derechos gais se manifestaron por primera vez en
la convención anual de la APA, celebrada en San Francisco, uniendo fuerzas
con el movimiento antipsiquiátrico, que se hallaba en plena expansión. Los
activistas gais formaron una cadena humana en torno al centro de
convenciones e impidieron a los psiquiatras la entrada en el recinto. En 1972,
la Alianza Gay de Nueva York decidió reventar una reunión de terapeutas de
la conducta, empleando una forma rudimentaria de «acto relámpago» para
exigir el fin de las técnicas aversivas. También en 1972, un psiquiatra y
activista de los derechos gais llamado John Fryer pronunció un discurso en la
convención anual de la APA bajo el nombre de «Dr. H. Anónimo». Fryer
llevaba esmoquin, peluca y una máscara de terror que le tapaba la cara
mientras hablaba a través de un micrófono especial que le distorsionaba la
voz. Su célebre discurso empezaba con estas palabras: «Soy homosexual. Soy
psiquiatra.» Luego describía la vida opresiva de los psiquiatras gais, que se
veían obligados a ocultar su orientación sexual ante sus colegas por temor a
la discriminación y, al mismo tiempo, debían ocultar su profesión a los gais a
causa del desdén que la psiquiatría inspiraba dentro de la comunidad gay.
Robert Spitzer se quedó impresionado por la energía y la sinceridad de los
activistas. Él no tenía amigos ni colegas gais antes de que le encargaran la
misión de ocuparse de la controversia, y más bien sospechaba que la
homosexualidad merecía ser catalogada como un trastorno mental. Pero la
pasión de los activistas lo convenció de que el asunto debía discutirse
abiertamente y decidirse con datos y un debate serio.
Así pues, organizó en la siguiente convención de la APA, en Honolulu, un
comité sobre la cuestión de si la homosexualidad debía figurar como un
diagnóstico del DSM. El comité ofreció un debate entre psiquiatras que
estaban convencidos de que la homosexualidad procedía de una educación
defectuosa y psiquiatras que creían que no había pruebas significativas que
indicaran que se trataba de una enfermedad mental. Por invitación de Spitzer,
Ronald Gold, miembro de la Gay Alliance e influyente activista del
movimiento gay, tuvo la oportunidad de expresar sus puntos de vista sobre la
validez de catalogar la homosexualidad como un diagnóstico psiquiátrico. El
debate atrajo a una audiencia de más de un millar de profesionales de la salud
mental y de hombres y mujeres gais, y fue cubierto ampliamente por la
prensa. Al final, todo el mundo coincidió en que los adversarios de la tesis de
la enfermedad mental habían salido victoriosos.
Unos meses después, Gold llevó a Spitzer a una reunión secreta de
psiquiatras gais. Spitzer se quedó atónito al descubrir que varios de los
asistentes eran catedráticos de destacados departamentos de Psiquiatría y que
otro era ex presidente de la APA: todos —naturalmente— llevando una doble
vida. Al detectar la presencia inesperada de Spitzer, ellos reaccionaron con
sorpresa e indignación, pues lo veían como un miembro de la cúpula
dirigente de la APA, que probablemente habría de revelar su condición,
arruinando su carrera y su vida familiar. Gold les aseguró que Spitzer era de
fiar y que encarnaba todas sus esperanzas de que se revisara de forma justa y
rigurosa si la homosexualidad debía continuar figurando en el DSM.
Tras hablar con los asistentes, Spitzer se convenció de que no había datos
plausibles que indicaran que ser homosexual fuera consecuencia de un
proceso patológico o de un funcionamiento mental deteriorado. «Todos esos
activistas gais eran buenos tipos, gente amigable, atenta y compasiva. Para mí
quedó claro que ser homosexual no afectaba a la propia capacidad para
funcionar en sociedad al máximo nivel», explica. Al finalizar el encuentro,
tenía la convicción de que el diagnóstico 302.0, la homosexualidad, debía
eliminarse del DSM-II.
Pero Spitzer se hallaba ahora ante un inquietante dilema intelectual. Por
un lado, el movimiento de la antipsiquiatría sostenía con gran estridencia que
todas las enfermedades mentales eran construcciones sociales artificiosas
perpetuadas por unos psiquiatras ávidos de poder. Como todo el mundo en la
APA, Spitzer era consciente de que esos argumentos estaban repercutiendo
negativamente en la credibilidad de su profesión. Él creía que las
enfermedades mentales eran auténticos trastornos médicos, y no constructos
sociales. Pero ahora estaba a punto de declarar que la homosexualidad era
justamente uno de tales constructos. Si la excluía como ente patológico, podía
abrir la puerta a que los antipsiquiátricos sostuvieran que también debían
excluirse otros trastornos como la esquizofrenia o la depresión. Y lo que aún
era más preocupante: tal vez las compañías de seguros aprovecharan la
decisión de anular la diagnosis de la homosexualidad como pretexto para
dejar de costear cualquier tratamiento psiquiátrico.
Por otro lado, si Spitzer mantenía que la homosexualidad era un trastorno
médico con el fin de preservar la credibilidad de la psiquiatría, causaría un
daño enorme —ahora se daba cuenta— a hombres y mujeres sanos que
simplemente se sentían atraídos por miembros de su propio sexo. El
psicoanálisis no ofrecía una salida a este dilema, pues la posición inflexible
de sus practicantes era que la homosexualidad obedecía a conflictos
traumáticos infantiles. Spitzer resolvió finalmente el problema inventando un
nuevo concepto psiquiátrico, un concepto que demostraría ser decisivo muy
pronto, en la siguiente y revolucionaria edición del DSM: la «angustia
subjetiva».
Spitzer empezó por argumentar que si no había pruebas claras de que la
dolencia de un paciente le provocaba angustia o mermaba su capacidad para
funcionar, y el paciente insistía en que estaba bien, entonces no se le debía
imponer una etiqueta. Si una persona decía estar contenta, satisfecha y
funcionando adecuadamente, ¿quién era el psiquiatra para decir lo contrario?
(Según el razonamiento de Spitzer, incluso si un esquizofrénico afirmaba que
se encontraba bien, el hecho de que fuese incapaz de relacionarse o tener un
trabajo justificaría que su estado se etiquetara como una enfermedad.) Al
respaldar el principio de angustia subjetiva, Spitzer dejó claro que la
homosexualidad no era un trastorno mental y que, por sí misma, no
justificaba ningún tipo de intervención psiquiátrica.
Esta visión permitía que una persona gay pidiera expresamente ayuda si
sufría angustia o depresión por el hecho de ser gay. Entonces la psiquiatría sí
podía intervenir. Spitzer sugería que esos casos debían encuadrarse dentro de
un nuevo diagnóstico de «trastorno por la orientación sexual», un enfoque
que dejaba abierta la posibilidad de que los psiquiatras trataran de cambiar la
orientación de alguien que así lo solicitaba. (Spitzer finalmente se arrepintió
de haber respaldado cualquier tipo de reconversión de la orientación sexual.)
Cuando la propuesta de Spitzer llegó al consejo de investigación de la
APA del cual dependía el Comité de Nomenclatura y Evaluación, sus
miembros votaron por unanimidad que se suprimiera del DSM-II el
diagnóstico del trastorno de homosexualidad y se reemplazara por el más
restrictivo de trastorno por orientación sexual. El 15 de diciembre de 1973, la
junta directiva de la APA aceptó la recomendación del consejo y el cambio se
introdujo oficialmente como una revisión del DSM-II.
Spitzer temía que esta decisión provocara un escándalo en el seno de la
psiquiatría, pero sus colegas, por el contrario, lo elogiaron por forjar una
solución de compromiso creativa que a la vez era práctica y humana: una
solución que se anticipaba a la reacción de los antipsiquiátricos y, al mismo
tiempo, proclamaba ante el mundo entero que la homosexualidad no era una
enfermedad. «Lo irónico —recuerda Spitzer— es que las críticas más severas
que recibí a fin de cuentas fueron las de mi propia institución, el Centro
Psicoanalítico de Columbia.»
En 1987, el trastorno por orientación sexual también fue eliminado como
diagnóstico del DSM. En 2003, la APA creó el premio John E. Fryer en honor
al discurso que Fryer pronunció enmascarado como Dr. Anónimo. El premio
se otorga anualmente a una figura pública que haya realizado importantes
contribuciones en el campo de la salud mental de lesbianas, gais, bisexuales y
personas de transgénero (LGBT). Más tarde, en 2013, el doctor Saul Levin se
convirtió en el primer dirigente abiertamente gay de la Asociación
Psiquiátrica Americana, al ser nombrado director general y director médico.
Aunque la psiquiatría americana ha tardado de un modo vergonzoso en
excluir la homosexualidad de entre las enfermedades mentales, el resto del
mundo ha tardado todavía más. La Clasificación Internacional de
Enfermedades publicada por la Organización Mundial de la Salud no
suprimió el «trastorno de homosexualidad» hasta 1990, y todavía hoy incluye
el «trastorno por orientación sexual» entre sus dolencias catalogadas. Ese
nocivo diagnóstico es citado con frecuencia por los países que aprueban leyes
contra la homosexualidad como Rusia o Nigeria.
En Estados Unidos, sin embargo, los medios de comunicación no trataron
la eliminación del trastorno de homosexualidad de la Biblia de la Psiquiatría
como una victoria progresista de la psiquiatría. Los periódicos y los activistas
antipsiquiatría, por el contrario, se mofaron de la APA por «decidir sobre la
enfermedad mental por votación democrática». Una enfermedad mental o era
una dolencia médica o no lo era, decían estos críticos con tono burlón: nunca
verías a los neurólogos decidiendo por votación si un vaso sanguíneo
obturado en el cerebro constituía una apoplejía, ¿no? Así pues, en vez de
darle a la imagen de la psiquiatría un empujón del que andaba muy
necesitada, el episodio acabó constituyendo otra ocasión embarazosa para
una profesión asediada en todos los frentes.
Pero aunque el resto del mundo no lo viera así, Spitzer había logrado
llevar a cabo una impresionante hazaña de diplomacia diagnóstica. Había
introducido una forma nueva e influyente de concebir la enfermedad mental
mediante la noción de «angustia subjetiva»; había conseguido contentar a los
activistas gais y había eludido eficazmente las críticas de los
antipsiquiátricos. Estos logros no habrían de pasar inadvertidos entre los
dirigentes de la Asociación Psiquiátrica Americana.
En la reunión de urgencia celebrada en el momento álgido de la crisis de
la antipsiquiatría, en febrero de 1973, la junta directiva de la APA
comprendió que el mejor sistema para detener la oleada de críticas contra la
profesión era presentar un cambio fundamental en el modo de conceptualizar
y diagnosticar la enfermedad mental: un cambio basado en la ciencia
empírica y no en los dogmas freudianos. Todos coincidieron en que lo más
convincente para demostrar este cambio era reformar el compendio oficial de
la APA sobre enfermedad mental.
Al terminar la reunión de emergencia, los directivos habían autorizado la
creación de la tercera edición del Diagnostic and Statistical Manual y
encargado al próximo grupo de trabajo del DSM que «defina la enfermedad
mental y defina lo que es un psiquiatra». Pero si la APA quería ir más allá de
la teoría freudiana —una teoría que aún determinaba el modo de diagnosticar
a los pacientes de la gran mayoría de los psiquiatras—, ¿cómo demonios
había que definir la enfermedad mental?
Un psiquiatra tenía la respuesta: «En cuanto la reunión urgente de la junta
directiva decidió autorizar un nuevo DSM, tuve claro que yo quería dirigir el
proceso —recuerda Spitzer—. Hablé con el director médico de la APA y le
dije que me encantaría asumir el puesto.» La junta de la APA, consciente de
que la nueva edición del DSM requeriría cambios radicales, y a la vista de la
destreza con la que Spitzer había manejado el conflictivo dilema sobre la
homosexualidad, lo nombró director del grupo de trabajo del DSM-III.
Spitzer no ignoraba que, si quería cambiar el criterio de la psiquiatría para
diagnosticar a los pacientes, necesitaría un sistema completamente nuevo
para definir la enfermedad mental: un sistema basado en la observación y los
datos empíricos, no en la tradición y el dogma. Pero en 1973 solo había un
lugar en todo Estados Unidos donde se hubiera desarrollado un sistema
semejante.

EL CRITERIO FEIGHNER

En los años veinte, el escaso contingente de psicoanalistas americanos se


sentía solo e ignorado, confinado en su propia islita psiquiátrica lejos del
continente de los alienistas. Pero en 1973, cuando se celebró la reunión de
urgencia de la APA, las tornas habían cambiado. Los psicoanalistas habían
remodelado el cuerpo principal de la psiquiatría americana a imagen y
semejanza de Freud, haciendo que los pocos psiquiatras biológicos y
kraepelinianos se sintieran aislados y acosados.
Solo un puñado de instituciones había conseguido resistir la invasión
psicoanalítica y mantener un enfoque equilibrado en la investigación
psiquiátrica. El más notable de estos raros focos de resistencia estaba
apropiadamente situado en el orgulloso estado de Misuri. Tres psiquiatras de
la Universidad Washington de San Luis —Eli Robins, Samuel Guze y
George Winokur— habían roto con sus colegas de la psiquiatría académica al
adoptar un enfoque diagnóstico muy distinto. Ellos basaban sus posiciones
iconoclastas en un hecho indiscutible: nadie había demostrado jamás que los
conflictos inconscientes (ni nada parecido) causara de hecho la enfermedad
mental. A falta de pruebas claras de una relación causal, Robins, Guze y
Winokur sostenían que los diagnósticos no debían elaborarse a partir de
meras inferencias especulativas. Los freudianos podían haberse convencido a
sí mismos de la existencia de la neurosis, pero no se trataba de un diagnóstico
científico. Ahora bien, si la medicina no poseía ningún conocimiento sólido
de lo que causaba las diferentes enfermedades mentales, ¿cómo creía el trío
de la Universidad Washington que debían definirse? Resucitando el enfoque
de Emil Kraepelin, centrado en los síntomas y en su evolución.
Si era posible ponerse de acuerdo en una serie determinada de síntomas,
así como en su evolución temporal, para el caso de cada supuesto trastorno,
entonces todos los médicos diagnosticarían las enfermedades del mismo
modo, fuera cual fuese su formación o su orientación teórica. Esto aseguraría
a la larga la coherencia y la fiabilidad de los diagnósticos, afirmaba el grupo
de la Universidad Washington: dos características clamorosamente ausentes
en el DSM-I y II. El trío tenía la convicción de que Kraepelin podía salvar a
la psiquiatría.
Robins, Guze y Winokur procedían de familias de Europa del Este que
habían emigrado recientemente a Estados Unidos. Almorzaban juntos cada
día, poniendo en común sus ideas y unidos por un objetivo compartido y por
su aislamiento respecto al resto de la psiquiatría. (Su marginación implicó
que el Instituto Nacional de Salud Mental les negó la financiación para
realizar estudios clínicos desde los años cincuenta hasta finales de los
sesenta.) Según Guze, los psiquiatras de la Universidad Washington
empezaron a darse cuenta en la década de 1960 de un hecho importante:
«Había gente por todo el país que quería algo diferente en psiquiatría y que
estaba esperando a que algún investigador o algún centro tomara la iniciativa.
Lo cual representó para nosotros durante años una gran ventaja a la hora de
reclutar colaboradores. A los residentes que buscaban una formación distinta
de la psicoanalítica les decían siempre que vinieran a San Luis. Recibimos a
un montón de residentes interesantes.» Uno de esos residentes era John
Feighner.
Después de licenciarse en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Kansas, Feighner pensaba estudiar Medicina Interna, pero fue reclutado para
hacer el servicio militar. Sirvió como médico del ejército cuidando a
veteranos del Vietnam. La observación directa de la destrucción psíquica que
sufrían los soldados lo dejó tan conmocionado que, cuando lo licenciaron,
cambió por completo de dirección, y en 1966 entró en la Universidad
Washington para estudiar Psiquiatría.
En su tercer año de residente, Feighner fue invitado a asistir a las
reuniones de Robins, Guze y Winokur. Rápidamente absorbió su enfoque
kraepeliniano del diagnóstico y, basándose en sus ideas, decidió tratar de
desarrollar un criterio diagnóstico para la depresión. Revisó cerca de un
millar de artículos sobre trastornos del estado de ánimo y, a partir de esos
datos, postuló una serie de síntomas específicos para la depresión.
Impresionada por los rápidos progresos de su residente, la trinidad de la
Universidad Washington formó un comité para ayudar a Feighner y lo animó
a buscar criterios no solo para la depresión, sino para todas las enfermedades
conocidas.
El comité, del que también formaban parte los psiquiatras de la
Universidad Washington Robert Woodruff y Rod Munoz, se reunió cada
semana o cada dos semanas durante un período de nueve meses. Feighner
trabajó incansablemente, aportando todos los artículos que pudo encontrar
sobre cada trastorno para que el comité los revisara y utilizara con el fin de
proponer los criterios que se debatían, afinaban y aprobaban en común. En
1972, Feighner publicó el sistema definitivo en los prestigiosos Archives of
General Psychiatry, bajo el título «Diagnostic criteria for use in psichiatric
research» [Criterios diagnósticos para la investigación psiquiátrica], aunque
el sistema pronto quedaría inmortalizado con el nombre de Criterios
Feighner. El artículo concluía con un cañonazo de advertencia al
psicoanálisis: «Estos síntomas representan una síntesis basada en datos, no en
opiniones o tradiciones.»
Los Criterios Feighner se convirtieron con el tiempo en una de las
publicaciones más influyentes de la historia de la medicina y en uno de los
artículos más citados que se hayan publicado en una revista de psiquiatría,
pues cosechó una media de 145 citas anuales desde su publicación hasta la
década de 1980, mientras que el artículo estándar publicado en los Archives
of General Psychiatry durante ese mismo período obtuvo solamente dos citas
al año. Cuando apareció el artículo de Feighner, sin embargo, apenas tuvo el
menor impacto en la práctica clínica. Para la mayoría de los psiquiatras, el
sistema diagnóstico de la Universidad Washington no parecía más que un
ejercicio académico inútil, una investigación esotérica de escasa relevancia a
la hora de tratar a los pacientes neuróticos que veían en su práctica clínica.
Pero algunos psiquiatras sí tomaron nota. Uno de ellos fue Robert Spitzer.
Otro fui yo.
Cinco años después de la publicación de su artículo, Feighner vino al
hospital St. Vincent de Nueva York, donde yo hacía segundo año de
residencia, para pronunciar una conferencia sobre sus nuevos criterios
diagnósticos. Feighner no impresionaba físicamente hablando, pero su actitud
impetuosa y su enérgica inteligencia le conferían un aspecto carismático. Sus
ideas encontraban eco en el creciente desencanto que yo sentía por el
psicoanálisis y apelaban a la confusa realidad clínica a la que me enfrentaba
diariamente con mis pacientes.
Según la costumbre, después de la conferencia los residentes del St.
Vincent almorzaban con el orador. Mientras tomábamos pizza y refrescos,
acribillamos a preguntas a Feighner, y recuerdo que yo lo interrogué con
desbordante entusiasmo; incluso lo acompañé fuera del hospital y a lo largo
de toda la calle, mientras él buscaba un taxi, para prolongar todo lo posible la
conversación. Él me explicó que acababa de trasladarse de facultad para
incorporarse al recién creado departamento de Psiquiatría de la Universidad
de California en San Diego y que había abierto un hospital psiquiátrico
privado en el vecino Rancho Santa Fe, que empleaba sus nuevos métodos
diagnósticos: el primer hospital de ese tipo. Este encuentro con Feighner
resultó providencial para mí.
Unos meses más tarde recibí una llamada de un tío mío, que me explicó
que su hija, mi prima Catherine, estaba teniendo problemas mientras
estudiaba en una Universidad del Medio Oeste. Me sorprendió, porque yo me
había criado con ella y la consideraba una chica inteligente, sensata y
equilibrada. Pero según me explicó su padre, ahora estaba totalmente
descontrolada. Salía de fiesta hasta muy tarde, se emborrachaba, practicaba el
sexo sin precauciones y mantenía múltiples relaciones tumultuosas. Al
mismo tiempo, podía enclaustrarse en su habitación durante días, saltándose
las clases y negándose a ver a nadie. Mi tío no sabía qué hacer.
Llamé a la compañera de habitación de Cathy y al consejero de su
residencia. A juzgar por las descripciones que me hicieron con inquietud,
parecía sufrir algún tipo de trastorno maníaco-depresivo, actualmente
llamado trastorno bipolar. Aunque su universidad contaba con un servicio de
salud mental, el personal del mismo se reducía a psicólogos y asistentes
sociales que básicamente proporcionaban orientación. El departamento de
Psiquiatría de la universidad, por su parte, estaba dirigido por psicoanalistas,
tal como todos los centros psiquiátricos importantes de la época (incluyendo
la clínica Menninger, el Austen Riggs Center, el Chestnunt Lodge, el
Sheppard Pratt y la clínica Payne Whitney). Yo me había empezado a
cuestionar la eficacia de los tratamientos psicoanalíticos y no quería poner a
mi prima en manos de ninguna de esas instituciones freudianas. Pero, en ese
caso, ¿cómo podía ayudar a Cathy? De repente tuve una inspiración: llamaría
a John Feighner.
Le expliqué la situación de Cathy y diseñé un plan para que la ingresaran
en su nuevo hospital, situado en el otro extremo del país, y para que la
atendiera él personalmente. Tras el ingreso, Feighner confirmó mi
diagnóstico de trastorno maníaco-depresivo valiéndose de los Criterios
Feighner, la trató con litio (un fármaco nuevo y tremendamente
controvertido) y, en cuestión de semanas, estabilizó su dolencia. Cathy fue
dada de alta, retomó sus clases y se graduó sin perder ningún curso.
Hoy en día no soy partidario de enviar pacientes fuera del estado para que
reciban tratamiento psiquiátrico, porque suele ser factible hallar una atención
competente en un centro local. Pero en 1977, en esa fase inicial de mi carrera,
no tenía la suficiente confianza en mi propia profesión como para arriesgar la
salud de un ser querido poniéndolo en manos de la atención psiquiátrica
entonces existente.
Aunque Feighner me produjo una gran impresión, como decía, sus
criterios fueron acogidos en general con indiferencia. A los psiquiatras
kraepelinianos de la Universidad Washington, según la historiadora Hannah
Decker, tampoco les sorprendió esa escasa repercusión. Ellos creían que
tendrían suerte si lograban hacer mella aunque fuera mínimamente en un
campo profesional dominado por el psicoanálisis.
Y resultó que sí tuvieron suerte.
UN LIBRO QUE LO CAMBIÓ TODO

«La gente de la Universidad Washington se sintió entusiasmada al saber


que yo iba a dirigir el grupo de trabajo, porque ellos ocupaban una posición
totalmente marginal y, sin embargo, yo iba a usar ahora su sistema
diagnóstico para el DSM», dice Spitzer con una sonrisa. Él había conocido al
grupo de la Universidad Washington en 1971, dos años antes de ser
nombrado director del DSM-III, mientras se encontraba trabajando en un
estudio sobre la depresión del Instituto Nacional de Salud Mental. El jefe del
proyecto le sugirió a Spitzer que visitara la Universidad Washington para
estudiar las ideas kraepelinianas sobre el diagnóstico de la depresión
propuestas por Feighner y por el trío formado por Robins, Guze y Winokur.
«Cuando llegué allí y descubrí que estaban elaborando repertorios de
síntomas para cada trastorno a partir de los datos de las investigaciones
publicadas —explica Spitzer con evidente satisfacción—, fue como si me
hubiera despertado al fin de un hechizo. Al fin un modo racional de abordar
la diagnosis, totalmente alejado de las nebulosas definiciones psicoanalíticas
del DSM-II.»
Armado con los Criterios Feighner y decidido a contrarrestar las
afirmaciones del movimiento antipsiquiátrico estableciendo un diagnóstico
sólido y fiable, abordó su primera tarea como director, que era nombrar a los
demás miembros del grupo de trabajo del DSM-III. «Dejando aparte a la junta
directiva de la APA, a nadie le importaba gran cosa el nuevo DSM, así que el
proceso estuvo totalmente bajo mi control —explica Spitzer—. No tuve que
supervisar los nombramientos con nadie, así que aproximadamente la mitad
era del estilo Feighner.»
Cuando los siete miembros del grupo de trabajo se reunieron por primera
vez, cada uno de ellos creía que iba a ser inevitablemente el bicho raro y que
su deseo de introducir más objetividad y precisión en el diagnóstico habría de
representar la visión minoritaria. Para su sorpresa, todos descubrieron que
estaban unánimemente a favor del «empirismo puro y duro» de la
Universidad Washington. Existía una coincidencia general en dos puntos: el
DSM-II debía ser arrojado por la borda sin contemplaciones y el DSM-III
tenía que emplear criterios concretos basados en síntomas, no en
descripciones generales. Una integrante del grupo, Nancy Andreasen, de la
Universidad de Iowa, recuerda: «Todos teníamos la sensación de estar
organizando una pequeña revolución en la psiquiatría americana.»
Spitzer formó veinticinco subcomités independientes, cada uno encargado
de elaborar descripciones detalladas de las diferentes variedades de
enfermedad mental, como por ejemplo los trastornos de ansiedad, los
trastornos del estado de ánimo o los trastornos sexuales. Para nutrir estos
comités, Spitzer escogió psiquiatras que ante todo se consideraban
científicos, más que clínicos, y les ordenó que recopilaran todos los datos
publicados relativos al establecimiento de posibles criterios diagnósticos, sin
importar si tales criterios se alineaban o no con la visión tradicional del
trastorno mental.
Spitzer se zambulló en la creación de un nuevo DSM con tanta energía
como concentración. «Trabajaba siete días a la semana, a veces durante doce
horas diarias —recuerda—. En ocasiones, despertaba a Janet en mitad de la
noche para preguntarle su opinión sobre un punto en concreto, y entonces ella
se levantaba y nos poníamos a trabajar juntos.» La mujer de Spitzer, Janet
Williams, que posee un doctorado en asistencia social y es una destacada
experta en evaluación diagnóstica, corrobora que el DSM-III fue un proyecto
absorbente para ambos. «Él contestaba todas y cada una de las cartas que
recibía el grupo de trabajo mientras se encargaba de dirigir el DSM-III, y
respondía a cada artículo crítico, por muy irrelevante que fuese la revista; y
hay que recordar que todo esto era antes de que aparecieran los ordenadores
—explica Janet—. Por suerte, éramos muy rápidos con la máquina de
escribir.» Jean Endicott, una psicóloga que colaboró estrechamente con
Spitzer, recuerda: «Venía los lunes después de haberse pasado evidentemente
todo el fin de semana trabajando en el DSM. Y si te sentabas en el avión con
él, no cabía duda sobre cuál iba a ser el tema de conversación.»
Spitzer propuso muy pronto una idea que —de adoptarse— alteraría de un
modo fundamental e irrevocable la definición médica de la enfermedad
mental. Propuso abandonar el criterio que los psicoanalistas habían
considerado desde hacía mucho esencial a la hora de diagnosticar la dolencia
de un paciente, a saber: la causa de la enfermedad, o lo que los médicos
llaman la etiología. Desde Freud, los psicoanalistas creían que la enfermedad
mental era causada por conflictos inconscientes. Si identificabas los
conflictos, identificarías la enfermedad, rezaba la venerable doctrina
freudiana. Spitzer rechazaba este enfoque. Compartía la visión del grupo de
la Universidad Washington según la cual no existían pruebas de la causa de
ninguna enfermedad mental (dejando aparte las adicciones); y quería suprimir
todas las referencias a la etiología que no estuvieran respaldadas por datos
rigurosos. El resto del grupo de trabajo estuvo de acuerdo por unanimidad.
Para reemplazar las causas, Spitzer estableció dos nuevos criterios
esenciales para cualquier diagnóstico: 1) los síntomas deben ser angustiosos
para el individuo, o deben mermar su capacidad para funcionar (este era el
criterio de «angustia subjetiva» que había propuesto en un principio para
tratar de despatologizar la homosexualidad); y 2) los síntomas deben ser
duraderos (es decir, si estabas abatido durante un día por la muerte de tu
hámster, eso no constituía una depresión).
Esta era una definición de enfermedad mental radicalmente distinta de
cualquier otra anterior. No solo se distanciaba claramente de la visión
psicoanalítica según la cual la enfermedad mental de un paciente podía
permanecer oculta para el propio paciente, sino que además corregía la
definición de Emil Kraepelin, que no hacía ninguna referencia a la angustia
subjetiva y consideraba también enfermedades las dolencias efímeras.
Spitzer estableció para diagnosticar a los pacientes un proceso de dos
pasos que era tan sencillo como sorprendentemente novedoso. Primero había
que determinar la presencia (o ausencia) de síntomas específicos y cuánto
tiempo habían estado activos; luego había que comparar esos síntomas
observados con el conjunto de criterios fijados para cada trastorno. Si los
síntomas encajaban con los criterios, entonces el diagnóstico estaba
justificado. Así de sencillo. Nada de hurgar en el inconsciente del sujeto en
busca de claves para el diagnóstico; nada de interpretar el simbolismo latente
de los sueños: se trataba simplemente de identificar conductas, pensamientos
y manifestaciones fisiológicas concretas.
El grupo de trabajo del DSM-III advirtió enseguida que para atenerse
fielmente a los datos publicados, con frecuencia era necesario crear un
conjunto más bien complejo de criterios. En el DSM-II, por ejemplo, la
esquizofrenia se definía mediante una serie de descripciones impresionistas,
como por ejemplo esta definición de la esquizofrenia paranoide:

Este tipo de esquizofrenia se caracteriza principalmente por la


presencia de delirios persecutorios o de grandeza, acompañados a menudo
de alucinaciones. Se observa a veces una religiosidad desmesurada. La
actitud del paciente suele ser hostil y agresiva, y su conducta tiende a
amoldarse a los delirios.

En contraste, el DSM-III proporcionaba varios conjuntos y subconjuntos


de criterios para un diagnóstico de esquizofrenia. He aquí, por ejemplo, el
criterio C:

C. Al menos tres de las siguientes manifestaciones deben estar


presentes para un diagnóstico «definitivo» de esquizofrenia, y dos para un
diagnóstico «probable» de esquizofrenia. 1) Soltero (nunca ha estado
casado). 2) Adaptación social premórbida o historial laboral pobres. 3)
Historia familiar de esquizofrenia. 4) Ausencia de alcohol o de abuso de
drogas en el año anterior al inicio de la enfermedad psicótica. 5) Inicio de
la enfermedad antes de los cuarenta años.

Los críticos enseguida se mofaron de las complicadas instrucciones


—«Seleccione uno de los criterios A, seleccione dos de los criterios B»—,
tildando este tipo de diagnóstico de «menú chino» (por las cartas de los
restaurantes chinos con opciones múltiples que entonces se estilaban). Spitzer
y el grupo de trabajo replicaron que esta mayor complejidad de los criterios
diagnósticos se correspondía muchísimo mejor con la realidad empíricamente
observada de los trastornos mentales que las ambiguas vaguedades del DSM-
II.
Pero había un problema importante en la utópica visión del grupo de
trabajo de una psiquiatría más científica: para muchos trastornos, la
investigación científica no se había llevado a cabo todavía. ¿Cómo podía
determinar Spitzer qué síntomas constituían un trastorno cuando tan pocos
psiquiatras, dejando aparte la Universidad Washington y algunas
instituciones más, estaban realizando una investigación rigurosa de los
mismos? Lo que necesitaba el grupo de trabajo eran estudios transversales y
longitudinales de los síntomas de los pacientes: estudios que precisaran,
además, cómo evolucionaban esos conjuntos de síntomas, cómo se
presentaban en las familias, cómo respondían al tratamiento y cómo se
modificaban frente a los acontecimientos vitales. Spitzer sostenía que los
diagnósticos debían basarse en datos publicados, pero tales datos eran con
frecuencia muy escasos.
Cuando no existía un amplio repertorio bibliográfico sobre un diagnóstico
concreto, el grupo de trabajo seguía un procedimiento metódico. Primero,
contactaba con los investigadores para recabar datos no publicados o
«literatura gris» (informes técnicos, libros blancos u otros materiales no
publicados bajo revisión académica). Segundo, contactaba con expertos con
larga experiencia en el diagnóstico en cuestión. Finalmente, todo el grupo de
trabajo debatía el criterio propuesto hasta alcanzar un consenso. Spitzer me
explicó: «Procurábamos que el criterio representara las conclusiones más
depuradas de la gente que tenía más experiencia en ese terreno. El principio
rector era que el criterio debía ser lógico y racional.» El DSM-III añadió
muchos trastornos nuevos, incluidos el trastorno de déficit de atención, el
autismo, la anorexia nerviosa, la bulimia, el trastorno de pánico y el trastorno
de estrés postraumático.
Había un objetivo manifiestamente no científico que influía en los nuevos
criterios diagnósticos: conseguir que las compañías aseguradoras costearan
los tratamientos. Spitzer sabía que las compañías estaban recortando las
prestaciones de salud mental de sus pólizas a causa del movimiento
antipsiquiátrico. Para impedirlo, el DSM-III hacía hincapié en que sus
criterios no constituían la última palabra y afirmaba, por el contrario, que «el
juicio clínico tiene una importancia primordial para establecer un
diagnóstico». Los miembros del grupo de trabajo creían que esta declaración
protegería a los psiquiatras frente a la posibilidad de que una compañía
aseguradora alegara que un paciente no encajaba exactamente en los criterios
enumerados en el DSM. En realidad, el tiempo ha demostrado que las
compañías no suelen cuestionar los diagnósticos de los psiquiatras; más bien
suelen cuestionar la elección y la duración del tratamiento para un
diagnóstico concreto.
El DSM-III representaba un enfoque revolucionario de la enfermedad
mental: un enfoque ni psicodinámico ni biológico que permitía incorporar las
investigaciones de cualquier campo teórico. Al desestimar las causas
(incluida la neurosis) como criterio diagnóstico, el DSM-III también
representaba una negación total de la teoría psicoanalítica. Antes del DSM-
III, los Criterios Feighner se utilizaban casi exclusivamente en la
investigación académica, no en la práctica clínica. Ahora el DSM-III
convertía los Criterios Feighner en la ley vigente en el terreno clínico. Pero
primero había que superar un obstáculo, y era uno de enormes proporciones.
El DSM-III solo sería publicado por la APA si sus miembros lo aprobaban
por votación. En 1979, la mayoría de sus miembros —una fuerte y ruidosa
mayoría— eran psicoanalistas. ¿Cómo iba a convencerlos Spitzer para que
apoyaran un libro que chocaba con su enfoque diagnóstico y podía significar
su perdición?
EL ENFRENTAMIENTO

Durante su permanencia en el puesto, Spitzer comunicó con toda


transparencia los progresos del grupo de trabajo en el DSM-III mediante un
flujo regular de cartas personales, actas de reuniones, informes, boletines,
publicaciones y charlas. Cada vez que realizó una presentación o publicó un
avance sobre el DSM-III, se encontró con una reacción en contra. Al
principio, las críticas fueron relativamente moderadas, pues la mayoría de los
psiquiatras no tenía el menor interés en un nuevo manual diagnóstico. Poco a
poco, a medida que se conoció mejor el contenido del DSM-III, la oposición
se fue intensificando.
El punto de inflexión se produjo en junio 1976, en un encuentro especial
en San Luis (patrocinado por la Universidad de Misuri, no por la Universidad
Washington) que contó con la asistencia de un centenar de destacadas figuras
de la psiquiatría y la psicología. «El DSM-III a medio camino», como se
llamó la conferencia, constituyó para muchos eminentes psicoanalistas la
primera ocasión en la que tuvieron noticia de la nueva visión diagnóstica de
Spitzer. Fue allí cuando se descubrió de verdad el pastel. Inmediatamente se
desató una gran polémica. Los asistentes al encuentro censuraron un sistema
que consideraban estéril y que despojaba al DSM de todo su sustrato
intelectual, afirmando que Spitzer estaba convirtiendo el arte de la diagnosis
en un ejercicio mecánico. El propio Spitzer fue abordado repetidamente en
los pasillos por psicoanalistas que querían saber si se había propuesto
expresamente destruir la psiquiatría, y por psicólogos que querían saber si
estaba intentando marginar deliberadamente su profesión.
Una vez terminado el encuentro, varios grupos influyentes se movilizaron
para oponerse a Spitzer. Este reaccionó entregándose con redobladas energías
a la tarea de replicar a las críticas. Dos de los más formidables oponentes eran
la Asociación Psicológica Americana, la mayor organización profesional de
psicólogos (a veces denominada «la gran APA», pues hay muchos más
psicólogos que psiquiatras en Estados Unidos), y la Asociación Psicoanalítica
Americana (APsaA), todavía la mayor organización profesional de
psiquiatras freudianos. Uno de los objetivos originales del DSM-III era dejar
bien sentado que la enfermedad mental era una auténtica dolencia médica
para contrarrestar la afirmación de la antipsiquiatría de que se trataba
simplemente de una etiqueta cultural. Pero los psicólogos (terapeutas con un
doctorado en filosofía, no en medicina) se habían beneficiado en buena
medida de ese argumento antipsiquiátrico. Si la enfermedad mental era un
fenómeno social, según la acusación formulada por Szasz, Goffman y Laing,
entonces no hacía falta un título médico para tratarla: cualquiera podía
emplear justificadamente la psicoterapia para orientar a un paciente a través
de sus problemas. Si la Asociación Psiquiátrica Americana declaraba
formalmente que la enfermedad mental era un trastorno médico, los
psicólogos se exponían a ver reducidas las ganancias profesionales recién
adquiridas.
Al principio, el presidente de la gran APA, Charles Kiesler, escribió a la
Asociación Psiquiátrica Americana de forma diplomática: «No es mi deseo
que se produzca un conflicto entre nuestras asociaciones. Con ese espíritu, la
Asociación Psicológica Americana desea ofrecer todos sus servicios para
ayudar a la Asociación Psiquiátrica Americana en la elaboración del DSM-
III.» La respuesta de Spitzer fue igualmente cordial: «Nosotros sin duda
consideramos que la Asociación Psicológica Americana se halla en una
posición privilegiada para ayudarnos en nuestra labor.» Junto a la respuesta,
incluyó el último borrador del DSM-III, que afirmaba sin ambages que la
enfermedad mental era una dolencia médica. Ahora el presidente Kiesler no
se anduvo por las ramas:

Como se da a entender que los trastornos mentales son enfermedades,


queda implícito que los asistentes sociales, psicólogos y educadores
carecen de la formación y los conocimientos para diagnosticar, tratar o
manejar dichos trastornos. Si el enfoque actual no se modifica, entonces
la Asociación Psicológica Americana emprenderá su propia investigación
empírica para la clasificación de los trastornos del comportamiento.

La amenaza apenas velada de Kiesler de publicar su propia versión (no


médica) del DSM tuvo un efecto muy distinto del que pretendía: le dio a
Spitzer la oportunidad de conservar su definición médica. En efecto, Spitzer
respondió educadamente animando a Kiesler y a la Asociación Psicológica
Americana a elaborar su propio sistema de clasificación y afirmando que ese
manual podía constituir una valiosa contribución al campo de la salud mental.
En realidad, Spitzer sospechaba (correctamente) que las formidables
dificultades de semejante empresa —en medio de las cuales se encontraba él
— acabarían impidiendo que la gran APA la llevase a buen puerto. Al mismo
tiempo, su respaldo al proyecto de Kiesler le proporcionaba un pretexto para
mantener la definición médica del DSM-III: al fin y al cabo, los psicólogos
eran muy libres de establecer su definición de enfermedad mental en un
manual propio.
Pero la mayor batalla de Spitzer con diferencia —realmente una batalla
por el alma de la psiquiatría— fue el enfrentamiento a todo o nada con los
psicoanalistas. Las organizaciones psicoanalíticas no prestaron mucha
atención al grupo de trabajo del DSM-III durante los dos primeros años de su
existencia, y no solo porque no les importara la clasificación de los trastornos
mentales. Simplemente tenían poco que temer de nadie. Durante cuatro
décadas, los freudianos habían dominado sin trabas la profesión. Controlaban
los departamentos académicos, los hospitales universitarios, la práctica
privada e incluso (o eso creían) la Asociación Psiquiátrica Americana. Ellos
eran la cara, la voz y la billetera de la psiquiatría. Resultaba inconcebible que
algo tan insignificante como un manual de clasificación pudiera amenazar su
autoridad suprema. Tal como lo expresó Donald Klein, un miembro del grupo
de trabajo del DSM-III: «Para los psicoanalistas, interesarse en la diagnosis
descriptiva implicaba ser superficial y un poquito estúpido.»
No obstante, la convención de «medio camino» había despertado a los
psicoanalistas de su apatía, obligándoles a afrontar los posibles efectos del
DSM-III en la práctica y la percepción pública del psicoanálisis. Poco
después de la convención, un destacado psicoanalista escribió a Spitzer: «El
DSM-III se deshace del castillo de la neurosis y lo reemplaza con una
Levittown diagnóstica», refiriéndose a una urbanización de casas cortadas por
el mismo patrón que estaba construyéndose en Long Island. Otros dos
eminentes psicoanalistas arremetieron contra el proyecto afirmando que «la
supresión del pasado psiquiátrico por parte del grupo de trabajo del DSM-III
puede compararse con la acción del director de un museo nacional que
destruyera sus Rembrandts, sus Goyas, sus Utrillos, sus van Goghs, etc., por
considerar que su colección de dibujos de tiras cómicas de Warhol tenía
mayor relevancia».
Pero en conjunto, como les costaba mucho trabajo creer que pudiera salir
nada significativo del proyecto de Spitzer, los psicoanalistas no reaccionaron
con excesiva urgencia. Al fin y al cabo, la publicación del DSM-I y el DSM-II
no había producido ningún impacto perceptible en su profesión. Tuvieron que
pasar nueve meses desde la convención de «medio camino» para que el
primer grupo de psicoanalistas se dirigiera a Spitzer con una solicitud formal.
El presidente y el presidente electo de la Asociación Psicoanalítica
Americana enviaron un telegrama a la APA pidiendo que no prosiguieran los
trabajos del DSM-III hasta que la Asociación Psicoanalítica Americana
hubiera podido evaluar exhaustivamente su contenido y revisar los procesos
mediante los que se aprobara cualquier contenido adicional. La APA se negó.
En septiembre de 1977 se formó un comité de enlace integrado por cuatro
o cinco psicoanalistas de la APsaA que empezó a acribillar con sus
propuestas a Spitzer y al grupo de trabajo. Aproximadamente al mismo
tiempo, otro grupo de cuatro o cinco psicoanalistas de la poderosa delegación
de Washington D. C. de la APA empezó a ejercer presión para introducir
cambios en el DSM-III. La delegación de Washington era seguramente la más
influyente y mejor organizada de la APA, debido al gran número de
psiquiatras que se beneficiaban en la capital del país de las mayores
prestaciones en salud mental que disfrutaban los funcionarios de la
administración. Durante los seis meses siguientes, Spitzer y los psicoanalistas
disputaron sobre la introducción de determinados cambios en la definición de
los trastornos.
En un momento dado, Spitzer comunicó al grupo de trabajo que iba ceder
a algunas de las peticiones de los psicoanalistas como medida política para
asegurar la adopción del DSM-III. Para su sorpresa, los demás miembros del
grupo rechazaron su propuesta por unanimidad. Spitzer había escogido al
grupo de trabajo por su decidida voluntad de introducir cambios radicales, y
ahora lo superaron a él mismo en su entrega incondicional a tales principios.
Animado por su propio equipo a mantenerse firme, Spitzer respondió
repetidamente a los psicoanalistas que no podía satisfacer sus demandas.
Al aproximarse la votación decisiva, las facciones psicoanalíticas
presentaron propuestas alternativas e hicieron frenéticos esfuerzos para
presionar a Spitzer y forzarle a aceptar sus exigencias. Pero Spitzer, tras
dedicar al DSM prácticamente todas las horas de vigilia durante cuatro años,
siempre tenía una respuesta basada en pruebas científicas y argumentos
prácticos para sostener su posición, mientras que los psicoanalistas con
frecuencia se quedaban tartamudeando que el psicoanálisis debía defenderse
en base a la historia y la tradición. «Había discusiones sobre la posición de
cada palabra, sobre el uso de los adjetivos y el empleo de mayúsculas en las
entradas —le explicó Spitzer a la historiadora Hannah Decker—. Cada
modificación, cada intento de afinar mejor entrañaba una importancia
simbólica para quienes estaban metidos en un proceso que era a la vez
político y científico.»
Spitzer avanzó trabajosamente a través de espinosas negociaciones y de
conflictivas sutilezas verbales hasta alcanzar un borrador definitivo a
principios de 1979. Lo único que faltaba era que fuese ratificado en la
reunión de mayo de la asamblea de la APA. Ante la votación inminente, los
psicoanalistas tomaron al fin conciencia de lo mucho que había en juego y
redoblaron las presiones tanto sobre el grupo de trabajo como sobre la junta
directiva de la APA con feroz determinación, advirtiendo una y otra vez que
los psicoanalistas abandonarían en masa el DSM-III (y la APA) si no se
atendían sus exigencias. Al acercarse la fecha largamente esperada de la
votación, el contraataque definitivo de los adversarios de Spitzer se centró en
un elemento esencial del psicoanálisis: la neurosis. La neurosis era el
concepto fundamental de la teoría psicoanalítica y representaba para sus
practicantes la definición misma de la enfermedad mental. Era también la
fuente primordial de sus ingresos en la práctica privada, porque la idea de que
todo el mundo padece algún tipo de conflicto neurótico generaba un flujo
constante de «sanos infelices» hacia los divanes de los loqueros. Como
podrán imaginarse, los psicoanalistas se quedaron horrorizados al enterarse
de que Spitzer pretendía eliminar la neurosis del campo de la psiquiatría.
El influyente e iconoclasta psiquiatra Roger Peele era entones el jefe de la
delegación de Washington D. C. de la APA. Aunque Peele en términos
generales apoyaba la concepción diagnóstica de Spitzer, se sentía obligado a
cuestionarla a causa de la orientación psicoanalítica de su distrito. «El
diagnóstico más frecuente en el D. C. en los años setenta era algo llamado
neurosis depresiva —explica Peele—. Eso era lo que hacían los profesionales
todos los días.» Así pues, planteó una solución de compromiso llamada
«Propuesta Peele» que defendía la inclusión de un diagnóstico de neurosis
«para evitar una ruptura innecesaria con el pasado». El grupo de trabajo la
rechazó.
En los últimos días anteriores de la votación, hubo un auténtico frenesí de
propuestas adicionales para salvar la neurosis, con nombres como Plan
Talbott, Modificación Burris, Iniciativa McGrath e incluso el Plan de Paz
Neurótico del propio Spitzer. Todas las propuestas fueron rechazadas por uno
u otro bando. Al fin, llegó la mañana fatídica del 12 de mayo de 1979.
Incluso en esa última fase, los psicoanalistas hicieron una última ofensiva.
Spitzer replicó con una solución de compromiso: aunque el DSM no incluiría
ningún diagnóstico específico de neurosis, incorporaría nombres
psicoanalíticos alternativos para ciertos diagnósticos sin cambiar los criterios
de diagnosis (como, por ejemplo, «neurosis hipocondríaca» en el caso de la
hipocondría o «neurosis obsesivo-compulsiva» en el caso del trastorno
obsesivo-compulsivo) y se añadiría un apéndice con descripciones de los
«trastornos neuróticos» en un lenguaje similar al del DSM-II. Pero ¿esta
concesión insignificante podría satisfacer a los psicoanalistas de base de la
asamblea de la APA?
Trescientos cincuenta psiquiatras se reunieron en un gran salón de baile
del hotel Conrad Hilton de Chicago. Spitzer subió al estrado de dos niveles,
explicó los objetivos del grupo de trabajo y repasó brevemente el proceso
seguido antes de presentar a la asamblea el borrador definitivo del DSM-III,
algunas partes del cual habían sido redactadas apenas hacía unas horas. Pero
los psicoanalistas intentaron una última jugada a la desesperada.
El psicoanalista Hector Jaso presentó una moción para que la asamblea
adoptara el borrador del DSM-III... con una enmienda. «La neurosis
depresiva» sería incorporada como diagnóstico específico. Spitzer replicó que
esa inclusión atentaría contra la coherencia y la concepción de todo el
Manual. Además, no había datos disponibles que apoyaran la existencia de la
neurosis depresiva. La moción de Jaso fue votada a mano alzada y derrotada
de forma abrumadora.
Ahora bien, ¿la asamblea estaba rechazando un cambio de última hora o
manifestando su oposición al proyecto entero del DSM-III? Finalmente, tras
miles de horas de trabajo, el producto final del planteamiento visionario de
Spitzer, el DSM-III, fue sometido a votación. La asamblea se pronunció de
forma prácticamente unánime: SÍ.
«Entonces ocurrió algo verdaderamente extraordinario —escribió Peele
en el New York Times—. Algo que no se ve a menudo en la asamblea. La
gente se levantó y empezó a aplaudir.» El estupor se adueñó del rostro de
Spitzer. «A Bob se le humedecieron los ojos. Allí estaba la multitud que él
temía que habría de torpedear sus esfuerzos y aspiraciones. Y lo que le
estaban dedicando era una ovación en pie.»
¿Cómo logró triunfar Spitzer sobre el estamento dominante de la
psiquiatría? Aunque los psicoanalistas se opusieron con energía a la idea de
eliminar los conceptos freudianos, para la mayoría de ellos los beneficios del
innovador manual de Spitzer superaban sus defectos. Al fin y al cabo,
también ellos eran plenamente conscientes del problema de imagen de la
psiquiatría y de la amenaza planteada por el movimiento antipsiquiátrico.
Comprendían que la psiquiatría necesitaba un cambio de imagen y que este
cambio debía basarse en algún tipo de ciencia médica. Incluso los adversarios
de Spitzer reconocían que este nuevo y radical Manual constituía un
salvavidas para toda la profesión, una oportunidad para restaurar la maltrecha
reputación de la psiquiatría.
El impacto del DSM-III fue tan espectacular como Spitzer esperaba. La
teoría psicoanalítica fue desterrada definitivamente de la diagnosis y la
investigación psiquiátrica, y el papel de los psicoanalistas en la cúpula de la
APA disminuyó enormemente a partir de entonces. El DSM-III imprimó un
giro a la psiquiatría, apartándola de la tarea de curar males sociales y
centrándola de nuevo en el tratamiento médico de las enfermedades mentales
graves. El criterio diagnóstico de Spitzer podía emplearlo con idéntica
fiabilidad un psiquiatra de Wichita o uno de Walla Walla. Las Elena Conway
y las Abigail Abercrombie del mundo, descuidadas durante tanto tiempo,
ocuparon de nuevo el centro del escenario de la psiquiatría americana.

Presentación del volumen en honor de Robert Spitzer. De izquierda a derecha: Michael First (psiquiatra
y pupilo de Spitzer, que trabajó en los DSM-III, IV y 5), Jeffrey Lieberman, autor de este libro, Jerry
Wakefield (profesor de Asistencia Social en la Universidad de Nueva York), Allen Frances (psiquiatra,
pupilo de Spitzer y director del grupo de trabajo del DSM-IV), Bob Spitzer (psiquiatra y director del
grupo de trabajo del DSM-III), Ron Bayer (profesor de Ciencia Sociomédica de la Universidad de
Columbia y autor de un libro sobre la supresión de la homosexualidad en el DSM), Hannah Decker
(historiadora y autora de The Making of DSM-III [La creación del DSM-III]) y Jean Endicott (psicóloga
y colaboradora de Spitzer). (Cortesía de Eve Vagg, Instituto Psiquiátrico del Estado de Nueva York.)
Hubo también consecuencias involuntarias. El DSM-III creó una
incómoda simbiosis entre el Manual y las compañías de seguros que pronto
habría de condicionar todos los aspectos de la atención mental en Estados
Unidos. Las aseguradoras solo estaban dispuestas a pagar por algunas de las
dolencias recogidas en el DSM, induciendo así a los psiquiatras a meter con
calzador a más y más pacientes en un número limitado de diagnósticos para
asegurarse de que les reembolsaban la atención recibida. Aunque el grupo de
trabajo pretendía que el DSM-III solo fuera utilizado por los profesionales
sanitarios, las definiciones consagradas por el Manual enseguida se
convirtieron en la guía de facto de la enfermedad mental en todos los sectores
de la sociedad. Las aseguradoras, los colegios, las universidades, las agencias
de subvención a la investigación, las compañías farmacéuticas, las asambleas
legislativas estatales y federales, los sistemas judiciales, el ejército y los
organismos de salud pública —Medicare y Medicaid—, estaban deseando
contar con un sistema coherente de diagnóstico psiquiátrico, y en poco
tiempo todas esas instituciones vincularon su política y sus fondos al DSM-
III. Nunca en toda la historia de la medicina un solo documento había
cambiado tantas cosas y afectado a tantas personas.
Yo no estuve presente en la trascendental reunión en la que la asamblea
de la APA aprobó el DSM-III, pero tuve la fortuna de presidir la última
aparición pública de Spitzer. Bob se vio obligado a retirarse en 2008 a causa
de una forma grave e incapacitante de la enfermedad de Parkinson. Para
celebrar su jubilación, organizamos un homenaje a sus extraordinarios logros
al que asistieron ilustres psiquiatras y numerosos discípulos de Bob. Uno tras
otro, tomaron la palabra para hablar del hombre que tan profundamente había
marcado sus carreras. Finalmente, Bob se levantó para intervenir. Siempre
había sido un orador convincente y disciplinado, pero al empezar su
intervención estalló en sollozos incontrolables. Fue incapaz de continuar,
abrumado por aquella demostración sincera de afecto y admiración. Mientras
él seguía llorando, yo, con delicadeza, tomé el micrófono de sus manos
trémulas y expliqué a los presentes que la última vez que Bob se había
quedado sin palabras fue cuando la APA aprobó el DSM-III en la reunión de
la asamblea de Chicago. La audiencia se puso en pie y le dedicó una ovación
que se prolongó largo rato.
SEGUNDA PARTE
La historia del tratamiento

Ojalá su mente fuese tan fácil de arreglar como su cuerpo.


HAN NOLAN
5
Medidas desesperadas:
curas de fiebre, terapia de coma y lobotomías
Lo que no puede curarse debe soportarse.
ROBERT BURTON

Rose. Su cabeza rajada.


Un cuchillo introducido en su cerebro.
Yo. Aquí. Fumando.
Mi padre, malvado como un
demonio, roncando, a mil kilómetros
de distancia.
TENNESSEE WILLIAMS, sobre la lobotomía de su hermana Rose.

NIDO DE VÍBORAS

Durante el primer siglo y medio de existencia de la psiquiatría, el único


tratamiento real para las enfermedades mentales era la reclusión. En 1917,
Emil Kraepelin captó la desesperanza predominante entre los clínicos cuando
les dijo a sus colegas: «Raramente podemos alterar el curso de la enfermedad
mental. Hemos de reconocer sin ambages que la gran mayoría de los
pacientes recluidos en nuestras instituciones están perdidos para siempre.»
Treinta años después, las cosas apenas habían mejorado. Lothar Kalinowsky,
pionero de la psiquiatría biológica, escribió en 1947: «Los psiquiatras pueden
hacer poco más por los pacientes que procurarles una vida más cómoda,
permitir que mantengan el contacto con sus familias y devolverlos a la
comunidad en caso de remisión espontánea.» La remisión espontánea —el
único rayo de esperanza para los enfermos mentales desde 1800 hasta la
década de 1950— era tan improbable en la mayoría de los casos como
encontrar un trébol de cuatro hojas en medio de una ventisca.
A principios del siglo XIX, el movimiento de reforma de los manicomios
apenas existía en Estados Unidos, y había muy pocas instituciones mentales
en las que recluir a los pacientes. A mediados de siglo, la gran defensora de
los enfermos mentales, Dorothea Dix, convenció a los legisladores estatales
para que construyeran un número considerable de instituciones mentales. En
1904 había 150.000 pacientes internados en manicomios, y en 1955, más de
550.000. La mayor institución era el hospital estatal Pilgrim, en Brentwood,
Nueva York, que llegó a albergar 19.000 pacientes en sus inmensas
instalaciones. El hospital venía a ser como una ciudad autosuficiente. Poseía
su propia depuradora, su planta eléctrica, sistemas de calefacción y de
alcantarillado, cuerpo de bomberos, cuerpo de policía, juzgados, iglesia,
oficina de correos, cementerio, lavandería, supermercado, salón de actos,
campos deportivos, invernaderos y una granja.
La cantidad en continuo crecimiento de pacientes internados constituía un
recordatorio ineludible de la incapacidad de la psiquiatría para tratar las
enfermedades mentales graves. Las condiciones de los manicomios, como era
de esperar habiendo tantos pacientes incurables obligados a vivir juntos,
resultaban con frecuencia insoportables. En 1946, una escritora de cuarenta y
un años llamada Mary Jane Ward, publicó una novela autobiográfica, Nido de
víboras, que describía su experiencia en el hospital estatal Rockland, una
institución mental situada en Orangeburg, Nueva York. Tras ser
diagnosticada erróneamente como esquizofrénica, Ward fue sometida a una
despiadada serie de horrores que parecía exactamente lo contrario de un
sistema terapéutico: salas atestadas de internos mugrientos, largos períodos
de inmovilización, fases prolongadas de aislamiento, griterío durante las
veinticuatro horas, pacientes revolcándose en sus propios excrementos, baños
helados y enfermeros totalmente indiferentes.
Aunque las condiciones de los hospitales mentales fueran innegablemente
espantosas, era bien poco lo que el personal sanitario podía hacer realmente
para mejorar la suerte de sus pacientes. Los presupuestos de las instituciones
estatales resultaban siempre insuficientes (pese a que solían contarse entre las
partidas más onerosas del presupuesto global de cada estado) y, además,
siempre había más pacientes de los que estas instituciones infradotadas
estaban pensadas para albergar. La cruda realidad era sencillamente que no
había tratamiento eficaz para las enfermedades que padecían los pacientes
hacinados en sus pabellones, de manera que los manicomios solo podían
aspirar a mantenerlos abrigados, alimentados y fuera de peligro.
Cuando yo estaba en la escuela primaria, las personas aquejadas de
esquizofrenia, trastorno bipolar, depresión mayor, autismo y demencia tenían
pocas esperanzas de recuperación, y prácticamente ninguna de conseguir
unas relaciones estables, un empleo remunerado o un desarrollo personal
significativo. Los psiquiatras de la época eran plenamente conscientes de las
detestables condiciones que sus pacientes soportaban en las instituciones
mentales y de las abrumadoras dificultades que experimentaban fuera de las
mismas, y estaban deseando encontrar algo —cualquier cosa— que mitigara
todo este sufrimiento. Impulsados por la compasión y la desesperación, los
médicos de los manicomios concibieron una serie de audaces tratamientos
que hoy en día inspiran sentimientos de repugnancia e incluso de indignación
por su aparente salvajismo. Lamentablemente, muchos de estos primeros
tratamientos de la enfermedad mental han quedado asociados para siempre a
la mala imagen pública de la psiquiatría.
Lo cierto es que la alternativa a estos toscos métodos no era algún tipo de
cura medicinal o de psicoterapia progresista: la alternativa era un sufrimiento
perpetuo, pues no había nada que funcionara. Hasta los riesgos de un
tratamiento extremo o peligroso parecían valer la pena a menudo frente a la
perspectiva de una reclusión de por vida en un centro como Pilgrim o Rock
land. Si queremos apreciar cabalmente cuánto ha progresado la psiquiatría —
hasta el punto de que la gran mayoría de los individuos aquejados de un
trastorno mental grave tienen ahora, con un buen tratamiento, la oportunidad
de llevar una vida relativamente normal, en vez de consumirse entre las
paredes decrépitas de un manicomio—, si queremos apreciar esta larga
evolución, primero hemos de examinar abiertamente las medidas
desesperadas que ensayaron los psiquiatras en su búsqueda improbable para
derrotar a la enfermedad mental.

CURAS DE FIEBRE Y TERAPIA DE COMA

En las primeras décadas del siglo XX, los manicomios estaban llenos de
pacientes aquejados de un tipo de psicosis llamado «parálisis general del
demente» (GPI), provocado por la sífilis avanzada. Sin el tratamiento
adecuado, el microorganismo con forma de espiral (espiroqueta) de esta
enfermedad venérea se asentaba en el cerebro y generaba unos síntomas a
menudo indistinguibles de la esquizofrenia o el trastorno bipolar. Puesto que
la sífilis seguía siendo incurable a principios del siglo XX, los psiquiatras
buscaron con desesperación algún modo de mitigar los síntomas padecidos
por una auténtica avalancha de pacientes con demencia GPI, entre los que
figuraban el gánster Al Capone y el compositor Robert Schumann.
En 1917, mientras Freud publicaba sus Conferencias de introducción al
psicoanálisis, otro médico vienés estaba a punto de realizar un
descubrimiento igualmente asombroso. Julius Wagner-Jauregg, vástago de
una familia noble austriaca, estudió Patología en la Facultad de Medicina y
luego empezó a trabajar en una clínica psiquiátrica con pacientes psicóticos.
Un día, observó algo sorprendente en una paciente GPI llamada Hilda.
Hilda llevaba más de un año perdida en la turbulenta locura de la
enfermedad cuando sufrió una fiebre no relacionada con la sífilis, sino con
una infección respiratoria. Al remitir la fiebre, Hilda despertó con la mente
despejada y lúcida. Su psicosis se había desvanecido.
Como los síntomas GPI evolucionaban por lo general solo en una
dirección —o sea, a peor—, la remisión de los síntomas psicóticos de Hilda
suscitó el interés de Wagner-Jauregg. ¿Qué había ocurrido? Puesto que había
recuperado la cordura inmediatamente después de bajar la fiebre, conjeturó
que la causa debía estar relacionada con la fiebre misma. ¿Acaso la elevada
temperatura corporal había aturdido o matado a las espiroquetas de la sífilis
que tenía en el cerebro?
Actualmente sabemos que la fiebre es uno de los mecanismos más
primitivos del cuerpo para combatir la infección: una parte de lo que se
conoce como «sistema inmune innato». El calor de la fiebre daña tanto al
huésped como al invasor, pero suele ser más dañino para el invasor, pues
muchos agentes patógenos son sensibles a las temperaturas elevadas.
(Nuestro «sistema inmune adaptativo», más reciente evolutivamente, produce
los conocidos anticuerpos, que atacan de forma específica a los invasores.) A
falta de un verdadero conocimiento de la mecánica de la fiebre, Wagner-
Jauregg concibió un osado experimento para estudiar los efectos de la
temperatura elevada en la psicosis. ¿Cómo? Infectando a pacientes GPI con
enfermedades que provocaban fiebre.
Empezó sirviendo a sus pacientes psicóticos agua que contenía bacterias
estreptocócicas (las causantes de las anginas). Luego probó con la
tuberculina, un extracto de la bacteria de la tuberculosis; y finalmente con la
malaria, tal vez porque había una provisión disponible de sangre infectada
por esta enfermedad procedente de los soldados que regresaban de la Primera
Guerra Mundial. Los pacientes, después de que Wagner-Jauregg les inyectara
el parásito plasmodium, sucumbían a la fiebre típica de la malaria... y poco
después mostraban una mejora espectacular de su estado mental.
Enfermos que antes actuaban de forma estrafalaria y soltaban
incoherencias ahora estaban serenos y charlaban con toda normalidad con el
doctor Wagner-Jauregg. Algunos incluso parecían totalmente curados de su
sífilis. En el siglo XXI quizá pueda parecer un mal negocio cambiar una
enfermedad espantosa por otra, pero al menos la malaria podía tratarse con
quinina, un extracto barato y abundante de corteza de árbol.
El nuevo método de Wagner-Jauregg, llamado piroterapia, se convirtió
rápidamente en el tratamiento estándar de la GPI. Aunque la idea de infectar
a propósito a pacientes mentales con parásitos de la malaria nos pone los
pelos de punta —y en efecto, un quince por ciento de los pacientes tratados
con la cura de fiebre de Wagner-Jauregg pereció a causa del procedimiento
mismo—, la piroterapia constituyó el primer tratamiento efectivo de varias
dolencias mentales. Piénsenlo por un momento. Ningún procedimiento
médico había logrado en toda la historia aliviar los síntomas de la psicosis, la
más grave y despiadada de las enfermedades mentales. La GPI había
constituido siempre un viaje sin retorno a la reclusión permanente o a la
muerte. Ahora, los afectados por esta dolencia tan destructiva para la mente
tenían una posibilidad razonable de recuperar la cordura y volver a casa. Por
este logro impresionante, Wagner-Jauregg obtuvo el Premio Nobel de
Medicina en 1927, el primero que se otorgaba en el campo de la psiquiatría.
La cura de fiebre de Wagner-Jauregg infundió la esperanza de que
hubiera otros métodos prácticos de tratar la enfermedad mental. De modo
retrospectivo, podríamos señalar que la GPI, comparada con otras dolencias
mentales, constituía un caso muy inusual, pues era causada por un patógeno
externo que infectaba el cerebro. Difícilmente podríamos esperar que un
método germicida tuviera ningún efecto en otras enfermedades mentales,
cuando sabemos que infinidad de psiquiatras biológicos no han detectado la
presencia de agentes externos en el cerebro de los pacientes. Durante los años
veinte, sin embargo, muchos psiquiatras, espoleados por el éxito de Wagner-
Jauregg, intentaron aplicar la piroterapia a otros trastornos.
En los manicomios de todo el país, los pacientes con esquizofrenia,
depresión, manía e histeria empezaron a ser infectados con una amplia
variedad de enfermedades que cursaban con fiebre. Algunos alienistas
llegaron al extremo de inyectar sangre infectada con malaria directamente en
el cerebro del paciente a través del cráneo. Pero, ay, la piroterapia no resultó
ser la panacea que muchos habían esperado. Aunque la cura de fiebre
mitigaba los síntomas psicóticos de la GPI, demostró ser inútil contra todos
los demás tipos de enfermedad mental. Como los otros trastornos no estaban
causados por agentes patógenos, no había nada que la fiebre pudiese matar...
salvo, en ocasiones, al propio paciente.
Aun así, la inaudita eficacia de la piroterapia en el tratamiento de la GPI
arrojó el primer destello de luz en las tinieblas que habían dominado la
psiquiatría manicomial durante más de un siglo. Espoleado por el éxito de
Wagner-Jauregg, otro psiquiatra austriaco, Manfred Sakel, experimentó con
una técnica fisiológica todavía más inquietante que la fiebre de la malaria.
Sakel había estado tratando a drogadictos con dosis bajas de insulina, como
medio para combatir la adicción a los opiáceos. Con frecuencia, los
consumidores de morfina y opio mostraban conductas extremas similares a
las de la enfermedad mental, como deambular incesante, movimiento
frenético y pensamiento incoherente. Sakel observó que cuando un adicto
recibía accidentalmente una elevada cantidad de insulina, su nivel de azúcar
caía en picado, induciendo un coma hipoglucémico que podía prolongarse
durante horas. Al despertar, sin embargo, el paciente estaba mucho más
calmado y su conducta extrema había remitido. Sakel se preguntó si el coma
podría aliviar quizá los síntomas de la enfermedad mental.
Así pues, empezó a experimentar con comas artificialmente inducidos.
Administraba a pacientes esquizofrénicos dosis elevadas de insulina, que
habían empezado a ser utilizadas como tratamiento para la diabetes. La
sobredosis de insulina los sumía en un coma que Sakel interrumpía
administrando glucosa por vía intravenosa. Cuando los pacientes recuperaban
el conocimiento, esperaba un poco y repetía la operación. En ocasiones
inducía un coma en el paciente seis veces seguidas. Para su gran satisfacción,
los síntomas psicóticos disminuían y aparecían signos de mejora.
Como podrán imaginar, la técnica de Sakel entrañaba serios riesgos. Un
efecto secundario era que los pacientes se volvían tremendamente obesos,
pues la insulina empuja la glucosa hacia el interior de las células. Un efecto
mucho más grave era que un pequeño número de pacientes no despertaba del
coma y moría en el acto. El mayor peligro era que se produjera un daño
cerebral permanente. El cerebro consume un porcentaje desproporcionado de
la glucosa total presente en el cuerpo (setenta por ciento), pese a que solo
representa el dos por ciento del peso corporal. Por lo tanto, es un órgano
extremadamente sensible a las fluctuaciones del nivel de glucosa en sangre y
puede sufrir daños si esos niveles son demasiado bajos incluso durante un
breve período de tiempo.
En vez de considerar un inconveniente el daño cerebral, los defensores
del método de Sakel alegaban que era un beneficio: el daño cerebral, en caso
de producirse, causaba una deseable «disminución de tensión y hostilidad»; o
al menos eso aducían en su defensa.
Tal como la terapia de fiebre, la terapia de coma inducido fue
ampliamente adoptada por los alienistas americanos y europeos. Se empleó
en casi todos los hospitales mentales importantes durante los años cuarenta y
cincuenta, y cada institución desarrolló su propio protocolo para la inducción
del coma. Algunos pacientes llegaron a ser sometidos a un coma sesenta o
setenta veces en el curso del tratamiento. Pese a los riesgos evidentes, los
psiquiatras se sentían maravillados por el hecho de que por fin —¡por fin!—
hubiera algo capaz de aliviar el sufrimiento de sus pacientes, aunque fuese de
modo temporal.

NADA QUE NO PUEDA ARREGLAR UN PICAHIELOS EN EL OJO

Desde que los primeros psiquiatras empezaron a concebir los trastornos


de conducta como enfermedades, acariciaron la esperanza de que algún día la
manipulación directa del cerebro resultara curativa. En los años treinta, se
desarrollaron dos tratamientos que prometían cumplir este sueño. Uno de
ellos sobrevivió a unos difíciles comienzos y a una pésima reputación para
convertirse en un pilar de la atención mental contemporánea. El otro siguió el
camino opuesto: empezó su andadura como un método prometedor
rápidamente adoptado en todo el mundo y acabó convertido en el tratamiento
más infame de la historia de la psiquiatría.
Desde la técnica prehistórica de la trepanación, la práctica de orificios en
el cráneo para llegar al cerebro, que ya se empleaba en algunos casos hace
miles de años, los médicos han intentado recurrir a la cirugía cerebral para
tratar el caos emocional de los trastornos mentales, aunque siempre sin éxito.
En 1933, un médico portugués decidió desafiar este largo historial de
fracasos: António Egas Moniz, un neurólogo de la Universidad de Lisboa,
pensaba, como los psiquiatras biológicos, que la enfermedad mental era una
dolencia neurológica y que, por lo tanto, debía ser tratable mediante una
intervención directa en el cerebro. Como neurólogo, sabía por experiencia
que los derrames, tumores y heridas cerebrales alteraban la conducta y las
emociones al dañar una zona determinada del cerebro. Él conjeturó que
también lo contrario debía ser cierto, es decir, que dañando la parte apropiada
del cerebro, podían rectificarse las conductas y emociones alteradas. La única
cuestión era: ¿qué parte del cerebro había que operar?
Moniz estudió atentamente las diversas regiones del cerebro humano para
determinar qué estructuras neurológicas podían ser más prometedoras como
candidatas a la cirugía. Esperaba encontrar sobre todo las zonas del cerebro
que regían los sentimientos, pues creía que para tratar la enfermedad mental
era esencial calmar las turbulentas emociones del paciente. En 1935, durante
una convención médica celebrada en Londres, Moniz asistió a una
conferencia en la que un neurólogo e investigador de Yale formuló una
observación interesante: cuando un paciente sufría heridas en el lóbulo
frontal, sus emociones quedaban atenuadas, pero —curiosamente— su
capacidad intelectual parecía intacta. Ese era el hallazgo que Moniz había
estado buscando: un modo de calmar las tormentosas emociones de la
enfermedad mental, pero preservando la capacidad cognitiva normal.
Al volver a Lisboa, Moniz acometió con entusiasmo su primer
experimento de psicocirugía. Su objetivo: los lóbulos frontales. Como Moniz
carecía de formación en neurocirugía, reclutó a un joven neurocirujano, Pedro
Almeida Lima, para llevar a cabo la intervención. El plan de Moniz era
producir lesiones —o dicho más crudamente, infligir un daño cerebral
permanente— en los lóbulos frontales de pacientes con trastornos mentales
graves: un procedimiento que llamó «leucotomía».
Moniz realizó la primera de una serie de veinte leucotomías el 12 de
noviembre de 1935 en el hospital de Santa Marta de Lisboa. Cada paciente
era sometido a anestesia general. Lima practicaba dos orificios en la parte
frontal del cráneo, justo por encima de cada ojo. A continuación realizaba la
parte esencial de la intervención: insertaba a través del orificio la aguja de un
instrumento de su invención con forma de jeringa —un leucotomo— y
presionaba el émbolo de la jeringa, que introducía un lazo de alambre en el
cerebro; después hacía rotar el leucotomo, extrayendo una pequeña esfera de
tejido cerebral, tal como quien saca el corazón de una manzana.
¿Cómo decidieron Moniz y Lima dónde cortar, teniendo en cuenta que el
escáner cerebral y la cirugía estereotáctica quedaban aún muy lejos en el
futuro y que apenas se sabía nada sobre la anatomía funcional de los lóbulos
frontales? Para asegurar el tiro, los dos médicos portugueses extrajeron seis
esferas de tejido cerebral de cada lóbulo frontal. Si quedaban insatisfechos
con el resultado —si el paciente seguía agitado, por ejemplo—, entonces
Lima volvía a intervenirlo y le extraía todavía más tejido.
En 1936, Moniz y Lima publicaron los resultados de sus primeras veinte
leucotomías. Antes de la intervención, nueve pacientes sufrían depresión;
siete, esquizofrenia; dos, trastorno de ansiedad, y dos eran maníaco-
depresivos. Moniz afirmaba que siete pacientes habían mejorado de forma
considerable, otros siete habían mejorado algo y los seis restantes no habían
experimentado cambios. Ninguno, según los autores de la investigación,
había quedado peor tras la intervención.
Cuando Moniz presentó los resultados en una convención en París, el
psiquiatra más destacado de Portugal, José de Matos Sobral Cid, criticó la
nueva técnica. Cid era el jefe de Psiquiatría del hospital de Moniz y había
visto personalmente a los pacientes leucotomizados. Según él, estos
mostraban una disminución de capacidades y un «deterioro de la
personalidad»; y su aparente mejora no era más que una conmoción como la
que sufría un soldado tras una grave herida en la cabeza.
Moniz, sin dejarse desanimar, formuló una teoría para explicar por qué
funcionaban las leucotomías: una teoría basada en la psiquiatría biológica. La
enfermedad mental, según sostuvo, era la consecuencia de «fijaciones
funcionales» en el cerebro, que se producían cuando el cerebro no podía dejar
de ejecutar la misma acción una y otra vez. Moniz aseguraba que la
leucotomía curaba a los pacientes eliminando estas fijaciones funcionales.
Cid criticó esa teoría elaborada a posteriori, tildándola de «pura mitología
cerebral».
Pese a tales críticas, el tratamiento de Moniz, la leucotomía frontal
transcraneal, fue acogida como una cura milagrosa; y el motivo —si no del
todo perdonable— es comprensible. Uno de los problemas más comunes de
los psiquiatras de los manicomios era cómo manejar a los pacientes
turbulentos. El manicomio, al fin y al cabo, estaba pensado para cuidar de los
individuos demasiado escandalosos para vivir en sociedad. Pero aparte de la
inmovilización, ¿cómo puedes controlar a una persona que está
constantemente excitada, soliviantada y violenta? Para los alienistas, el efecto
calmante de la leucotomía de Moniz parecía la respuesta a sus plegarias. Tras
una intervención relativamente sencilla, aquellos pacientes que constituían
una molestia permanente se volvían dóciles y obedientes.
Las leucotomías se propagaron como un incendio desbocado por los
manicomios de Europa y América (en Estados Unidos, se volvieron
conocidas popularmente como «lobotomías»). La adopción de la técnica
quirúrgica de Moniz transformó las instituciones mentales de un modo
inmediatamente perceptible para el observador más distraído. Durante siglos,
la banda sonora habitual en un manicomio consistía en un estrépito y un
alboroto incesante. Ahora, ese bullicio escandaloso había sido reemplazado
por un silencio más agradable. Aunque la mayoría de defensores de la
psicocirugía eran conscientes del cambio radical que se observaba en la
personalidad de los sujetos, argumentaban que la «cura» de Moniz resultaba
al menos más humana que inmovilizar a los pacientes con camisas de fuerza
o encerrarlos en celdas acolchadas durante semanas; y desde luego resultaba
más cómoda para el personal del hospital. Pacientes que antes se golpeaban
contra las paredes, arrojaban la comida y gritaban a espectros invisibles,
permanecían ahora plácidamente sentados sin molestar a nadie. Entre las
personas más destacadas sometidas a este espantoso tratamiento figuran la
hermana de Tennessee Williams, Rose, y la hermana del presidente John F.
Kennedy, Rosemary Kennedy.
Con demasiada rapidez, la lobotomía americana dejó de ser un modo de
amansar a los pacientes más alborotadores para convertirse en una terapia
general para todo tipo de trastornos mentales. Esta moda no hacía más que
seguir la trayectoria de otros muchos movimientos psiquiátricos —desde el
mesmerismo hasta el psicoanálisis y la orgonomía— cuyos seguidores
tendían a convertir un método de aplicación restringida en una panacea
universal. Si la única herramienta que posees es un martillo, el mundo entero
se parece a un clavo.
En 1946, un americano llamado Walter Freeman introdujo un método
nuevo y radical de psicocirugía. Freeman era un neurólogo ambicioso y de
amplia formación que admiraba el «genio» de Moniz. Estaba convencido de
que la enfermedad mental obedecía a emociones hiperactivas que podían
aplacarse lesionando quirúrgicamente los centros emocionales del cerebro.
Freeman creía que serían muchos más los pacientes que podrían beneficiarse
de esta técnica si fuera posible volverla más práctica y barata, pues el método
Moniz requería un experto cirujano, un anestesista y el quirófano siempre
oneroso de un hospital. Tras experimentar con un picahielos y un pomelo,
Freeman adaptó ingeniosamente la técnica de Moniz para que pudiera
llevarse a cabo en clínicas, en consultas privadas e incluso en la habitación de
un hotel.
El 17 de enero de 1946, en su consulta de Washington D. C, Walter
Freeman le practicó la primera «lobotomía transorbital» de la historia a una
mujer de veintisiete años llamada Sallie Ellen Ionesco. La técnica consistía en
alzar el párpado superior del paciente y meter, por debajo del mismo y
resiguiendo el borde superior de la órbita, la punta de un delgado instrumento
quirúrgico semejante a un picahielos. Luego se empleaba un mazo para
atravesar la fina capa ósea de la pared de la órbita e introducir la punta en el
cerebro. Entonces, como en la técnica de leucotomía de Moniz, se hacía rotar
la punta del picahielos para producir una lesión en el lóbulo frontal. Cuando
murió en 1972, Freeman había practicado no menos de 2.500 lobotomías con
picahielos en pacientes de veintitrés estados.

Walter Freeman, ejecutando una lobotomía. (© Bettmann/ CORBIS.)

Las lobotomías transorbitales seguían practicándose cuando yo entré en la


Facultad de Medicina. Mi único encuentro con un paciente lobotomizado
constituyó una experiencia bastante lúgubre. Se trataba de un hombre viejo y
flaco, internado en el hospital St. Elizabeths de Washington D. C, que
permanecía sentado con la mirada perdida, como una estatua de piedra. Si le
hacías una pregunta, respondía con voz apagada y robótica. Si le pedías que
hiciera algo, lo hacía obedientemente, como un zombi. Lo más
desconcertante eran sus ojos, inexpresivos y sin vida. Me explicaron que en
su día había sido un paciente incansablemente agresivo y rebelde. Ahora, era
el paciente «perfecto»: obedecía dócilmente y daba poco trabajo.
Por asombroso que parezca, Moniz recibió el Premio Nobel en 1949 «por
su descubrimiento del valor terapéutico de la leucotomía en ciertas psicosis»,
lo que constituía el segundo Nobel otorgado al tratamiento de la enfermedad
mental. El hecho de que el comité sueco galardonara la terapia por malaria y
las lobotomías pone de manifiesto la desesperación con que se buscaba
cualquier tipo de tratamiento psiquiátrico.
Por suerte, la psiquiatría contemporánea ha desechado hace mucho los
peligrosos y desesperados métodos de la terapia de fiebre, la terapia de coma
y las lobotomías transorbitales, sobre todo a partir de la revolución en los
tratamientos iniciada en los años cincuenta y sesenta. Pero hay una terapia de
la era manicomial que sí ha sobrevivido y ha llegado a convertirse en el
tratamiento somático más corriente y efectivo de la psiquiatría actual.

CEREBROS ELECTRIFICADOS

Mientras el uso de la terapia de fiebre y la terapia de coma se extendía por


los hospitales mentales de todo el mundo, los alienistas observaron otro
fenómeno inesperado: los síntomas de los pacientes psicóticos que también
padecían epilepsia parecían mejorar tras sufrir un ataque convulsivo. Si la
fiebre mejoraba los síntomas de los pacientes con GPI y la insulina aplacaba
los síntomas de la psicosis, ¿acaso podían emplearse las convulsiones como
tratamiento?
En 1934, el psiquiatra húngaro Lasdislas J. Meduna empezó a
experimentar con distintos métodos para provocar convulsiones en sus
pacientes. Probó con alcanfor, una cera perfumada empleada como aditivo
alimentario y como fluido embalsamador, y luego con metrazol, un
estimulante que provoca convulsiones a dosis elevadas. Asombrosamente,
Meduna descubrió que los síntomas psicóticos disminuían de forma
considerable tras un ataque inducido con metrazol.
El nuevo tratamiento de Meduna se volvió enseguida conocido como
«terapia convulsiva», y ya en 1937 se celebró en Suiza el primer congreso
internacional sobre la misma. En solo tres años, la terapia convulsiva había
pasado a ser, junto con el coma insulínico, el tratamiento estándar para los
trastornos mentales graves en los manicomios de todo el mundo.
Había problemas con el metrazol, sin embargo. Primero, antes de que
empezaran las convulsiones, la sustancia provocaba en el paciente una
sensación de muerte inminente: un temor enfermizo, exacerbado por la
conciencia de que estaba a punto de sufrir un ataque incontrolable. Esta
ansiedad terrorífica debía resultar peor aún para un paciente psicótico que ya
sufría de por sí delirios aterradores. El metrazol desataba además unas
convulsiones tan violentas que podían provocar fracturas en la columna. En
1939, un estudio con rayos X del Instituto Psiquiátrico del Estado de Nueva
York halló que el cuarenta y tres por ciento de los pacientes sometidos a
terapia convulsiva con metrazol sufrían fracturas en las vértebras.
Los médicos empezaron a buscar otro método para provocar las
convulsiones. A mediados de los años treinta, un profesor italiano de
neuropsiquiatría, Ugo Cerletti, estaba experimentando con perros y
provocándoles convulsiones mediante descargas eléctricas administradas
directamente en la cabeza. Cerletti se preguntaba si las descargas también
causarían convulsiones en los humanos, pero sus colegas lo disuadieron de
intentar este tipo de experimentos con personas. Luego, un día, mientras
compraba en la carnicería, se enteró de que los carniceros, antes de degollar a
un cerdo, le daban una descarga eléctrica en la cabeza para dejarlo sumido en
una especie de coma anestésico. Cerletti se preguntó si una descarga eléctrica
en la cabeza de un paciente produciría también una anestesia previa a las
convulsiones subsiguientes.
Antes de apresurarse a condenar el plan de Cerletti como un salvajismo
inmoral, conviene repasar las circunstancias que indujeron a un médico
titulado a considerar la idea de aplicar una corriente eléctrica en el cerebro de
una persona: una idea que, fuera de contexto, suena tan absurda y terrorífica
como querer curar un dolor de cabeza a cañonazos. En primer lugar, todavía
no existía un tratamiento eficaz para las enfermedades mentales graves,
aparte de la terapia de coma insulínico y la terapia convulsiva con metrazol:
tratamientos peligrosos, inestables y altamente invasivos. En segundo lugar,
para la mayoría de los pacientes, la única alternativa a estas terapias extremas
era la reclusión de por vida en un manicomio degradante. Tras observar cómo
los cerdos conmocionados quedaban insensibles al cuchillo del matarife,
Cerletti decidió que valía la pena, pese a los riesgos evidentes, intentar aplicar
una descarga de cien voltios al cráneo de una persona.
En 1938, Cerletti recurrió a su colega Lucino Bini para construir el primer
aparato explícitamente diseñado para administrar descargas terapéuticas a
humanos y, con la colaboración de Bini, lo probó en los primeros pacientes.
Funcionó tal como Cerletti soñaba: el shock anestesiaba a los pacientes de tal
modo que, al recuperar el conocimiento, no tenían recuerdo de las
convulsiones; e igual que con el metrazol, los pacientes presentaban al
despertar una notable mejoría.
A partir de los años cuarenta, la técnica de Cerletti y Bini, bautizada como
«terapia electroconvulsiva» o TEC, fue adoptada por casi todas las grandes
instituciones psiquiátricas del mundo. La TEC constituyó una alternativa muy
bien acogida a la terapia de metrazol, pues era más barata, menos terrorífica
para los pacientes (se acabaron los sentimientos de catástrofe inminente),
menos peligrosa (se acabaron las fracturas de columna), más práctica
(bastaba con pulsar un interruptor) y más eficaz. Los pacientes deprimidos,
en particular, mostraban con frecuencia una mejora espectacular de estado de
ánimo tras unas pocas sesiones, y, aunque aún había en la TEC algunos
efectos secundarios, resultaban despreciables comparados con los enormes
riesgos de la terapia de coma, la terapia de malaria o las lobotomías.
Realmente era un tratamiento milagroso.
Uno de los efectos secundarios de la TEC era una amnesia retrógrada,
aunque muchos médicos más bien la consideraban una ventaja adicional, no
un inconveniente, pues el hecho de olvidar la intervención ahorraba a los
pacientes cualquier desagradable recuerdo de ser electrocutados. Otro efecto
secundario se debía a que la TEC se administraba en sus inicios de «forma no
modificada» —un eufemismo para decir que los psiquiatras no empleaban
ningún tipo de anestesia o de relajante muscular—, con lo cual se desataban
convulsiones a gran escala que podían provocar fracturas óseas, si bien
mucho menos frecuentes y menos graves que las causadas por las
convulsiones de metrazol. La introducción del suxametonio, un tipo de curare
sintético, combinado con un anestésico de corta duración, permitió que se
generalizara una «forma modificada» de la TEC más ligera y segura.
Uno de los primeros practicantes de la TEC en Estados Unidos fue Lothar
Kalinowski, un psiquiatra nacido en Alemania y emigrado en 1940, que
ejerció como psiquiatra y neurólogo en Manhattan durante más de cuarenta
años. Yo conocí a Kalinowksi en 1976, siendo residente, cuando él daba
clases e instruía a los estudiantes sobre la TEC en el hospital St. Vincent. Era
un hombre delgado, de pelo plateado, con un fuerte acento alemán. Iba
siempre muy atildado, normalmente con un terno de corte impecable, y se
movía con aire digno y profesoral. La verdad es que recibí una excelente
formación en terapia electroconvulsiva de uno de los pioneros de su uso en la
psiquiatría americana.
Para un joven residente, la experiencia de administrar la TEC puede
resultar inquietante. Como los estudiantes de medicina están expuestos al
mismo estereotipo cultural sobre la terapia de shock que el resto de la gente
—es decir, a la idea de que es espantosa e inhumana—, cuando administras la
TEC por primera vez tu conciencia se halla atenazada por el sentimiento
perturbador de que estás haciendo algo malo. Se crea una tensión moral en tu
interior, y has de repetirte una y otra vez que existe una amplia investigación
que respalda los efectos terapéuticos de la TEC. Pero una vez que has
presenciado los increíbles efectos reconstituyentes de la TEC en un paciente
con graves problemas, todo se vuelve mucho más fácil. Esto no es en
absoluto la lobotomía, que produce zombis ausentes. Los pacientes sonríen,
te dan las gracias por el tratamiento. La experiencia se parece mucho al
primer intento quirúrgico de los estudiantes de medicina: abrir el abdomen de
un paciente y hurgar en busca de un absceso o un tumor puede parecer
espantoso e inquietante, pero debes hacerle un poco de daño al paciente para
ayudarle mucho, o incluso para salvarle la vida.
Los tratamientos psiquiátricos no se caracterizan por producir resultados
rápidos. El dicho que corre por las facultades de Medicina es que si quieres
dedicarte a la psiquiatría has de ser capaz de tolerar la satisfacción retardada.
Los cirujanos ven los resultados de su tratamiento casi inmediatamente
después de suturar una incisión; para los psiquiatras, en cambio, esperar a que
los fármacos o la psicoterapia surtan efecto es como observar cómo se derrite
el hielo. No en el caso de la TEC, sin embargo. Yo he visto a pacientes casi
comatosos por la depresión que se levantaban alegremente de su cama al
cabo de unos minutos de haber recibido la TEC.
Siempre que pienso en la TEC, me viene un caso a la cabeza. Al principio
de mi carrera traté a la esposa de un conocido restaurador de Nueva York.
Jean-Claude era un hombre culto y carismático, entregado por completo a su
restaurante francés, que tenía un éxito extraordinario. Aun así, ni siquiera su
amado restaurante estaba antes que su esposa, Geneviève, una bella mujer de
mediana edad que había sido en su día una actriz de talento y aún interpretaba
el papel de una ingenua. Geneviève padecía episodios recurrentes de
depresión psicótica, un trastorno grave que se manifiesta con humor
depresivo, agitación extrema y conducta delirante. En medio de un episodio
agudo, podía ponerse frenética y perder totalmente el control. Abandonaba
sus modales impecables y su conducta encantadora y acababa gimiendo y
meciéndose sin parar. Cuando su angustia llegaba al máximo, se estremecía
de pies a cabeza y daba golpes en todas direcciones, desagarrándose a
menudo la ropa y, como en un contrapunto a sus giros enloquecidos,
entonaba sombrías canciones en su francés nativo, sonando como una Edith
Piaf malherida.
Yo conocí a Jean-Claude cuando su mujer se hallaba en medio de uno de
estos episodios explosivos. Otros médicos habían probado con fármacos
antidepresivos y antipsicóticos, de forma separada y combinada, y siempre
con escasos efectos. En vez de repetir la misma medicación, propuse aplicarle
la TEC. Tras la primera sesión, Geneviève estaba más tranquila y gritaba
menos, aunque seguía aterrorizada y ensimismada. Después de varias
sesiones, administradas en el curso de tres semanas, volvió a su educada
personalidad y me dio las gracias, asegurándome que era la primera vez que
un psiquiatra había conseguido que se sintiera mejor. Jean-Claude no sabía
cómo expresarme su agradecimiento y me repetía que fuera a cenar a su
restaurante siempre que quisiera. Confieso que me aproveché de su oferta y
que durante los dos años siguientes llevé a las mujeres con las que salía a
aquel refinado centro gastronómico siempre que quería causar una buena
impresión. Una de aquellas mujeres se convirtió en mi esposa.
Hoy en día, una tecnología más avanzada permite calibrar
individualmente la TEC según las condiciones de cada paciente, de manera
que solo se emplea la mínima cantidad necesaria de corriente eléctrica para
provocar las convulsiones. Además, la ubicación estratégica de los electrodos
en puntos específicos del cráneo puede minimizar los efectos secundarios.
Los agentes anestésicos modernos, combinados con relajantes musculares y
con una abundante oxigenación, convierten la TEC en un procedimiento
extremadamente seguro. La TEC ha sido exhaustivamente estudiada durante
las dos últimas décadas, y la APA, el Instituto Nacional de Salud y la
Agencia de Alimentos y Medicamentos aprueban su uso como un tratamiento
seguro y eficaz para las formas graves de depresión, manía o esquizofrenia, y
para los pacientes que no pueden tomar medicación o que no reaccionan a la
misma.
Me parece una tremenda paradoja que el comité del Nobel considerase
adecuado otorgar su galardón por la idea de infectar a pacientes con parásitos
de la malaria y de destruir quirúrgicamente los lóbulos frontales, y que dejara
de lado, en cambio, a Cerletti y Bini, a pesar de que su invención fue el único
tratamiento somático temprano que ha acabado convirtiéndose en un pilar de
la psiquiatría moderna.
Pese al notable éxito de la TEC, los psiquiatras de mediados de siglo XX
todavía seguían deseando encontrar un tratamiento que fuera barato, no
invasivo y altamente eficaz. Pero en 1950 una terapia semejante parecía solo
un sueño imposible.
6
La «ayudita» de mamá: por fin la medicina
Mamá hoy necesita tranquilizarse
Y aunque en realidad no está enferma
Tiene una pequeña píldora amarilla
Y busca refugio en esa ayudita para las mamás
MICK JAGGER y KEITH RICHARDS,
Mother’s Little Helper
Es mejor ser afortunado que inteligente.
HENRY SPENCER

EL BULLIR DEL CLORAL EN MI ESPINA DORSAL

Actualmente es difícil imaginar la práctica de la psiquiatría sin la


medicación. No puedes mirar la televisión sin ver algún anuncio de una
píldora para levantar el ánimo, normalmente con imágenes de una familia
feliz retozando en una playa o de una pareja radiante caminando por un
bosque moteado de rayos de sol. Es mucho más probable que la gente joven
relacione mi profesión con el Prozac, el Adderall y el Xanax que con el ritual
de tumbarse en un diván cada semana para relatar sus sueños y fantasías
sexuales. Los colegios, las universidades y las residencias de ancianos de
todos los estados apoyan abiertamente el uso generoso de fármacos
psicoactivos para aplacar a sus miembros más conflictivos. Lo que no se
conoce tanto es que esta espectacular transformación de la psiquiatría y de los
psiquiatras, que han pasado de «loqueros» a distribuidores de fármacos, se
produjo por pura casualidad.
Cuando yo nací, no existía ni una sola medicación terapéuticamente
eficaz para ningún trastorno mental. No había fármacos antidepresivos, ni
antipsicóticos, ni ansiolíticos; o al menos ninguno que sofocara tus síntomas
y te permitiera funcionar de verdad. Los pocos tratamientos existentes para
las principales enfermedades mentales (trastornos del estado de ánimo,
esquizofrenia y trastornos de ansiedad) eran invasivos y arriesgados, tenían
espantosos efectos secundarios y constituían recursos desesperados que se
empleaban sobre todo para controlar a los internos conflictivos de las
instituciones mentales. De manera similar, los primeros fármacos
psiquiátricos no pretendían ser curativos, ni siquiera terapéuticos: eran toscos
instrumentos de apaciguamiento. Sus abrumadores efectos secundarios se
consideraban aceptables únicamente porque las alternativas —curas de fiebre,
terapia de coma, convulsiones provocadas— eran peores todavía.
A finales del siglo XIX, los manicomios empleaban inyecciones de
morfina y otros derivados opiáceos para someter a los internos recalcitrantes.
Aunque los pacientes debían considerar que era el más agradable de los
tratamientos psiquiátricos de la época victoriana, esta práctica fue
abandonada cuando quedó claro que los opiáceos creaban una fuerte
adicción. El primer fármaco capaz de alterar la conducta que se empleó
habitualmente fuera de los manicomios («fármaco psicotrópico», en la jerga
médica) fue el cloral: un inductor del sueño no opiáceo prescrito para aliviar
el insomnio de pacientes ansiosos y depresivos. Como la morfina, el cloral no
pretendía tratar los síntomas principales del enfermo —la angustia en los
trastornos de ansiedad o la tristeza en la depresión—, sino únicamente dejarlo
inconsciente. El cloral resultaba preferible a la morfina porque la intensidad
de sus efectos era previsible a cada dosis y porque podía administrarse de
forma oral, pero a los pacientes les disgustaba su sabor repugnante, así como
el olor característico que les dejaba en el aliento, conocido como «aliento de
borracho».
Aunque el cloral era menos adictivo que la morfina, todavía creaba cierto
hábito. Las mujeres que sufrían «dolencias nerviosas» se administraban esta
sustancia en casa para evitar la vergüenza de un internamiento y acababan
convertidas a menudo en adictas. La célebre escritora Virginia Woolf, que
sufría un trastorno maníaco-depresivo y fue internada repetidamente,
consumió cloral con frecuencia durante los años veinte. Recluida en su
habitación, describió los efectos que le producía en una carta a su amante
Vita Sackville-West: «Buenas noches, estoy tan adormilada, con el cloral
bullendo en mi espina dorsal, que ya no puedo escribir, pero tampoco dejar
de escribir. Me siento como una mariposa nocturna, de ojos escarlata y suave
capa oscura: una mariposa a punto de posarse en un dulce arbusto... Ojalá lo
hubiera, ay, pero eso es indecoroso.»
Una vez que sus propiedades somníferas se volvieron ampliamente
conocidas, el cloral adquirió mala fama como el primer fármaco utilizado
para incapacitar subrepticiamente a una víctima. Añadir unas gotas de cloral a
la bebida de una persona dio lugar a la expresión «sedarla a lo Mickey» (tal
vez en referencia a un barman de Chicago, «Mickey» Finn, que ponía cloral
en la bebida de los clientes a los que quería desvalijar).
El simple hecho de sedar a un paciente reducía inevitablemente sus
síntomas. Al fin y al cabo, cuando uno pierde el conocimiento, las
ansiedades, delirios y manías quedan aplacados, del mismo modo que los tics
nerviosos, el vociferar y el deambular constantes. A partir de esta
observación prosaica, los psiquiatras solo debían dar un pequeño salto para
llegar a la hipótesis de que si prolongaban el sueño de sus pacientes, tal vez
lograran reducir también sus síntomas durante la vigilia. A finales del siglo
XIX, el psiquiatra escocés Neil Macleod experimentó en distintas
enfermedades mentales con un potente sedante conocido como «bromuro de
sodio». Macleod aseguraba que dejando inconscientes a los enfermos durante
un período prolongado, provocaba una remisión completa de sus trastornos
mentales: una remisión que a veces duraba días, e incluso semanas. A este
tratamiento lo llamó «terapia de sueño profundo»: un nombre atractivo,
porque ¿quién no se siente rejuvenecido después de una siesta reparadora?
Por desgracia, hay una gran diferencia entre el sueño profundo natural y
el sueño provocado por una sustancia capaz de noquear a un elefante. La
terapia de sueño profundo puede provocar un montón de efectos secundarios
espeluznantes, incluido el coma, el colapso cardiovascular y la parada
respiratoria. Uno de los pacientes del propio Macleod murió en el curso de
sus experimentos. Además, resultaba difícil calibrar la dosis correcta, y a
veces los pacientes permanecían dormidos uno o dos días más de lo previsto.
Todavía más problemático era el hecho de que el bromuro es una toxina que
se acumula en el hígado y se vuelve más dañina con cada dosis.
Al principio, el uso de los compuestos de bromuro se extendió
rápidamente por los manicomios públicos, pues eran más baratos y fáciles de
fabricar que el cloral, y producían un efecto más potente. La «cura de sueño
con bromuro» fue adoptada también por otros médicos durante un breve
período, antes de ser abandonada definitivamente por demasiado peligrosa.
Aunque la morfina, el cloral y el bromuro eran sedantes toscos y
adictivos, con graves efectos secundarios, la idea de que el sueño provocado
con fármacos resultaba terapéutico quedó firmemente asentada a principios
de la Segunda Guerra Mundial. (Salvo, claro está, entre los psicoanalistas,
que rechazaban el uso incontrolado de las píldoras para dormir, afirmando
que no resolvían en modo alguno los conflictos inconscientes que constituían
la verdadera fuente de todas las enfermedades mentales.) Aun así, ningún
psiquiatra, fuese de orientación psicoanalítica o de cualquier otra, creía que
algún día existiría un fármaco que atacara los síntomas de la enfermedad
mental o capacitara al paciente para llevar una vida normal; al menos, nadie
lo creyó hasta 1950, cuando nació el primer psicofármaco: un medicamento
que proporcionaba auténticos beneficios terapéuticos a una mente enferma.
A pesar del impacto trascendental de ese fármaco, apostaría a que la
mayoría de ustedes nunca ha oído su nombre: meprobamato. Comercializado
como Miltown, este fármaco sintético aliviaba la ansiedad y producía un
sentimiento de tranquilidad sin necesidad de dormir a los pacientes. En el
primer artículo académico sobre el meprobamato, el autor calificaba sus
efectos de «tranquilizantes», dando origen así al nombre genérico del primer
tipo de psicofármacos: los tranquilizantes.
Los psicoanalistas denigraron el meprobamato, considerándolo otra
distracción química que ocultaba la enfermedad mental en lugar de tratarla.
Pero ellos eran los únicos en despreciarlo: el meprobamato no solo fue el
primer psicofármaco de la historia, sino el primer psicotrópico superventas de
la historia. En 1956, las recetas emitidas de tranquilizantes alcanzaban la
asombrosa cifra de 36 millones; una de cada tres recetas en Estados Unidos
era de meprobamato. Se prescribía para todo, desde la psicosis hasta la
adicción, y acabó asociándose a las amas de casa estresadas: era la «ayudita
para las mamás» inmortalizada por los Rolling Stones.
El meprobamato sería desbancado en los años sesenta con la introducción
del Librium y el Valium, una nueva generación de tranquilizantes de
popularidad internacional. (Las benzodiazepinas actuales más vendidas son el
Xanax, para la ansiedad, y el Ambien, para dormir.) Todos estos
medicamentos tienen su origen en la terapia de sueño inventada por Macleod
en los albores del siglo XX.
Si bien el meprobamato tenía una eficacia incuestionable para reducir los
síntomas de los trastornos de ansiedad leves, no era un fármaco
revolucionario en la misma medida que los antibióticos para las infecciones
bacterianas, la insulina para la diabetes o las vacunas para las enfermedades
contagiosas. No tenía ningún efecto en las angustiosas alucinaciones, en la
penosa melancolía o la manía frenética de los pacientes encerrados en
manicomios públicos, de manera que no ofrecía ninguna esperanza de
recuperación para aquellas almas desdichadas, afligidas por enfermedades
mentales graves. Incluso cuando el meprobamato se había convertido en un
exitazo psiquiátrico, la posibilidad de encontrar una pastilla capaz de mejorar
la psicosis parecía tan fantasiosa como los delirios de los pacientes
esquizofrénicos, y tan remota como los manicomios donde se hallaban
encerrados.

LA MEDICINA DE LABORIT

En 1949, un cirujano francés llamado Henri Laborit estaba buscando un


modo de reducir el shock quirúrgico, es decir, el descenso de la presión
arterial y la aceleración del ritmo cardíaco que se produce con frecuencia tras
una intervención de cirugía mayor. Según una de las hipótesis imperantes a la
sazón, este shock se debía a una reacción excesiva del sistema nervioso
autónomo del paciente frente a una situación de estrés. (El sistema nervioso
autónomo es el circuito inconsciente que controla la respiración, el ritmo
cardíaco, la presión sanguínea y otras funciones vitales.) Laborit creía que si
encontraba un compuesto que inhibiera el sistema nervioso autónomo, podría
aumentar la seguridad de las intervenciones quirúrgicas.
Mientras trabajaba en un hospital militar francés en Túnez —no
exactamente el epicentro del mundo médico—, Laborit experimentó con un
grupo de compuestos llamados «antihistamínicos». En la actualidad, estos
compuestos se emplean habitualmente para tratar las alergias y los síntomas
del resfriado, pero en aquella época los científicos acababan de descubrir que
los antihistamínicos afectaban al sistema autónomo. Laborit observó que si
antes de la intervención quirúrgica administraba una fuerte dosis de uno en
particular, conocido como «clorpromazina», sus pacientes cambiaban
visiblemente de actitud: ahora afrontaban con indiferencia la inminente
operación, y esa apatía perduraba después de haberla llevado a cabo. Laborit
escribió sobre este descubrimiento: «Le pedí a un psiquiatra del ejército que
observara mientras yo operaba a algunos de mis tensos y ansiosos pacientes
mediterráneos. Después, coincidió conmigo en que los pacientes estaban
extraordinariamente tranquilos y relajados.»
Impresionado por los notables efectos psicológicos de la sustancia,
Laborit se preguntó si la clorpromazina podría emplearse para manejar los
trastornos psiquiátricos. En 1951, siguiendo esta corazonada, Laborit
administró por vía intravenosa una dosis de clorpromazina a un psiquiatra
sano de un hospital mental francés que se había ofrecido como conejillo de
Indias para proporcionar información sobre los efectos mentales del
compuesto. Al principio, el psiquiatra declaró no sentir «ningún efecto digno
de mención, aparte de una cierta sensación de indiferencia». Pero después,
cuando se levantó para ir al baño, se desmayó como consecuencia de una
caída de la tensión arterial (un efecto secundario). Después de lo cual, el
director del departamento de Psiquiatría del hospital prohibió que se llevaran
a cabo más experimentos con clorpromazina.
Sin arredrarse, Laborit intentó convencer a un grupo de psiquiatras de
otro hospital para que probaran el compuesto con sus pacientes psicóticos.
Ellos no estaban especialmente interesados en su propuesta, pues la idea
dominante era que los perturbadores síntomas de la esquizofrenia solo podían
reducirse con potentes sedantes, y la clorpromazina no era un sedante. Pero
Laborit insistió y al final acabó convenciendo a un escéptico psiquiatra para
que la probara en un esquizofrénico.
El 19 de enero de 1952, se administró clorpromazina a Jacques L., un
psicótico de veinticuatro años extraordinariamente agitado y propenso a la
violencia. Tras la inyección intravenosa, Jacques se aplacó de inmediato y se
volvió un paciente calmado. Tras tres semanas recibiendo clorpromazina, era
capaz de realizar todas sus actividades normales, e incluso jugó una partida
entera de bridge. Reaccionó tan bien, de hecho, que sus estupefactos
psiquiatras le dieron el alta del hospital. Era un verdadero milagro: un
fármaco había eliminado en apariencia los síntomas psicóticos de un paciente
inmanejable, permitiéndole salir del hospital y reintegrarse en la comunidad.
Lo que distinguía radicalmente a la clorpromazina de los sedantes y los
tranquilizantes era su capacidad para disminuir la intensidad de los síntomas
psicóticos —las alucinaciones, los delirios, el pensamiento caótico—, de la
misma manera que la aspirina reduce el dolor de cabeza o la temperatura en
un proceso febril. Una amiga mía que sufre esquizofrenia, la académica en
leyes Elyn Saks, escribe en su libro autobiográfico The Center Cannot Hold:
My Journey Through Madness [El centro se desmorona: mi viaje a través de
la locura], que los fármacos antipsicóticos actúan como un regulador de
intensidad, no como un interruptor de encendido y apagado. Cuando sus
síntomas se exacerban al máximo, oye voces que le lanzan dolorosos insultos
o le gritan órdenes que debe obedecer; los medicamentos reducen
gradualmente los síntomas hasta un punto en el cual sigue oyendo voces, pero
lejanas y apagadas, relegadas a un segundo plano, y ya no le resultan
angustiosas ni irresistibles.
El uso de la clorpromazina como antipsicótico —el primer antipsicótico
— se difundió por los hospitales europeos con la fuerza de una ola gigante.
En cambio, en Estados Unidos, todavía bajo la obsesión del psicoanálisis, la
reacción frente a este fármaco milagroso fue silenciada. La compañía
farmacéutica Smith, Kline and French, predecesora de la GlaxoSmithKline,
adquirió los derechos de distribución de la clorpromazina en Estados Unidos,
donde recibió el nombre comercial de Torazina (en Europa se llamó
Largactil) y lanzó una gran campaña con el fin de que las facultades de
Medicina y los departamentos de Psiquiatría la probaran en sus pacientes.
Pero los psiquiatras americanos se burlaron de la medicina de Laborit,
tildándola de «aspirina psiquiátrica», y la desecharon como si se tratara de un
sedante más, semejante al cloral y los barbitúricos: un canto de sirena que
impulsaba a los psiquiatras crédulos a alejarse de su verdadera tarea, que era
desenterrar las semillas neuróticas sepultadas en el inconsciente.
Al principio, la compañía farmacéutica se quedó desconcertada y
frustrada por la fría acogida dispensada a la clorpromazina. Tenían en sus
manos un maravilloso fármaco de probada eficacia para tratar los síntomas de
la psicosis por primera vez en la historia y, sin embargo, no lograban
convencer a nadie de su valor. Finalmente, hallaron una estrategia ganadora.
En vez de dirigirse a los psiquiatras con la promesa de unos efectos
milagrosos, se dirigieron a los gobiernos estatales con una argumentación de
sorprendente modernidad. Manejando términos como «economía sanitaria» y
«reducción de costes», Smith, Kline and French argumentaron que si las
instituciones mentales de financiación estatal usaban la clorpromazina,
podrían dar de alta a los pacientes en lugar de mantenerlos internados de por
vida. Algunas de tales instituciones —más interesadas en el balance
presupuestario que en debates filosóficos sobre la naturaleza de la
enfermedad mental— probaron la Torazina en sus pacientes crónicos. Los
resultados fueron impresionantes, tal como los psiquiatras franceses habían
demostrado previamente y como la Smith, Kline and French había prometido.
Todos mejoraron, salvo los casos más desesperados, y muchos pacientes que
llevaban largo tiempo recluidos fueron enviados a casa. Después de lo cual,
la clorpromazina tomó por asalto la psiquiatría americana. Todos los
manicomios y hospitales psiquiátricos empezaron a utilizar el compuesto de
Laborit como tratamiento de elección para sus pacientes psicóticos. Durante
los quince años siguientes, los beneficios de la Smith, Kline and French se
duplicaron tres veces. En 1964, se habían publicado más de diez mil artículos
contrastados sobre la clorpromazina y había más de cincuenta millones de
personas en todo el mundo que la habían tomado.
Resulta difícil exagerar la trascendencia histórica del descubrimiento de
Laborit. De repente, como caída del cielo, había una medicación que podía
aliviar la locura que incapacitaba a decenas de millones de hombres y
mujeres: personas que con gran frecuencia habían sido condenadas a una
reclusión permanente y que ahora podían volver a casa e, increíblemente,
empezar una vida estable, incluso una vida provechosa. Personas que tenían
la posibilidad de trabajar, de amar y tal vez de formar una familia.
Así como la estreptomicina vació los sanatorios de pacientes tuberculosos
y la vacuna de la polio volvió obsoleto el pulmón de acero, la adopción
generalizada de la clorpromazina constituyó el principio del fin de los
manicomios. También el fin de los alienistas. No es ninguna coincidencia que
la población de los manicomios en Estados Unidos empezara a descender de
su punto más alto el mismo año en que se lanzó la Torazina.
Un siglo y medio después de que Philippe Pinel liberase de sus cadenas a
los internos del hospicio parisino de la Salpêtrière, otro médico francés liberó
a los pacientes de su confinamiento mental. La psiquiatría, tras una lucha en
apariencia interminable, podía por fin responder a esta pregunta esencial:
¿cómo podemos tratar las enfermedades mentales graves?

EL COMPUESTO G 22355

Envidiosas de los colosales beneficios proporcionados por la


clorpromazina, otras compañías farmacéuticas trataron de encontrar a lo largo
de los años cincuenta sus propios antipsicóticos patentados. Con frecuencia
reclutaban a psiquiatras para colaborar en la investigación. Así, la compañía
suiza Geigy, una predecesora corporativa de la Novartis, se dirigió a Roland
Kuhn, jefe de un hospital psiquiátrico de la ciudad suiza de Münsterlingen, en
la orilla del lago de Constanza. Kuhn, de treinta y ocho años, era un
psiquiatra alto y cultivado que combinaba unos conocimientos excepcionales
en humanidades con una sólida formación en bioquímica. La Geigy propuso
a Kuhn la posibilidad de proporcionarle sustancias experimentales si él estaba
dispuesto a probarlas en sus pacientes. Él aceptó sin vacilar.
A finales de 1955, el jefe de farmacología de la Geigy se reunió con Kuhn
en un hotel de Zúrich y le mostró una tabla con las estructuras químicas
dibujadas a mano de cuarenta compuestos disponibles para la
experimentación. «Escoja uno», le dijo el farmacólogo. Kuhn examinó
atentamente aquel bosque de moléculas y señaló la que más se parecía a la
clorpromazina: una molécula con la etiqueta «Compuesto G 22355.»
Kuhn administró el G 22355 a varias docenas de psicóticos, pero el
compuesto no produjo la misma reducción espectacular de los síntomas que
la clorpromazina. Naturalmente, como sabe todo investigador en
farmacología, el fracaso es el destino habitual de cualquier compuesto
experimental: la mayoría de los fármacos comerciales solo se descubren
después de probar y desechar decenas de miles, e incluso cientos de miles de
candidatos químicos. El paso más sensato por parte de Kuhn habría sido
señalar un compuesto nuevo en la tabla de Geigy y empezar a probar otra
vez. Kuhn, en cambio, tomó una decisión muy peculiar: una que afectaría a
millones de personas.
El primer antipsicótico no había sido descubierto gracias a un metódico
plan de investigación ideado por las grandes farmacéuticas; fue descubierto
por pura casualidad, porque un médico aislado siguió una corazonada sobre
un compuesto experimental para combatir el shock quirúrgico. Del mismo
modo, ahora un psiquiatra aislado decidió dejar de lado la tarea que le habían
encomendado —encontrar un sucedáneo de la clorpromazina— y seguir su
propia corazonada sobre un trastorno que le importaba más que la
esquizofrenia: la depresión.
Ya desde los inicios de la psiquiatría, la esquizofrenia y la depresión casi
siempre habían sido consideradas dolencias diferentes: locura y melancolía.
A fin de cuentas, los peores síntomas de la psicosis eran cognitivos, mientras
que los peores síntomas de la depresión eran emocionales. Cuando la Geigy
reclutó a Kuhn, no había motivo para creer que un tipo de fármacos que
aplacaba las alucinaciones de los pacientes psicóticos también pudiera elevar
el estado de ánimo de los pacientes depresivos. Pero Kuhn se mantuvo fiel a
sus propias ideas sobre la naturaleza de la depresión.
Kuhn rechazaba la explicación psicoanalítica corriente según la cual los
sujetos deprimidos padecían a causa de una agresividad oculta hacia sus
padres y, en consecuencia, no creía que la depresión debiera tratarse con
psicoterapia. Al contrario: él pensaba, como los psiquiatras biológicos, que la
depresión era resultado de alguna disfunción neurológica no identificada. Sin
embargo, le desagradaba el tratamiento «biológico» imperante para la
depresión, la terapia de sueño, pues le parecía que no atacaba los síntomas de
la depresión y se limitaba a emplear la fuerza bruta de un medio químico para
noquear totalmente la conciencia del paciente. Kuhn le escribió a un colega:
«¡Cuántas veces he pensado que deberíamos mejorar la terapia del opio! Pero
¿cómo?»
Sin comunicárselo a la Geigy, Kuhn administró el compuesto G 22355 a
tres pacientes que padecían depresión grave. Tras unos días, los pacientes no
daban muestras de mejora. Lo cual contrastaba enormemente con la acción de
sedantes como la morfina, el cloral y la propia clorpromazina, que con
frecuencia producían efectos drásticos en cuestión de horas, e incluso de
minutos. Aun así, por razones que solo él conocía, siguió administrando G
22355 a sus pacientes. En la mañana del sexto día de tratamiento, el 18 de
enero de 1956, una paciente llamada Paula despertó muy cambiada.
Las enfermeras observaron que Paula tenía más energía y que estaba
insólitamente habladora y sociable. Cuando Kuhn la examinó, su melancolía
había mejorado de un modo extraordinario: ahora, por primera vez,
manifestaba optimismo ante el futuro. Aquello era tan asombroso como la
imagen del primer paciente de Laborit, Jacques L., jugando una partida entera
de bridge. Unos días después de Paula, los otros dos pacientes empezaron a
manifestar también excitantes signos de recuperación. Kuhn escribió
entusiasmado a la Geigy sobre su experimento no autorizado: «Los pacientes
se sienten menos cansados; la sensación de agobio disminuye, sus
inhibiciones se vuelven menos pronunciadas, su estado de ánimo mejora.»
Increíblemente, la Geigy no manifestó el menor interés en el
descubrimiento de Kuhn. La compañía estaba empeñada en encontrar un
antipsicótico capaz de competir con la clorpromazina, no en explorar un
tratamiento desconocido para la melancolía. Sin hacer ningún caso a Kuhn, la
Geigy se apresuró a enviar el compuesto G 22355 a otros psiquiatras,
pidiéndoles que lo probaran solo con esquizofrénicos, sin mencionar sus
efectos potenciales sobre la depresión. Los ejecutivos de la compañía
volvieron a desairar a Kuhn al año siguiente, durante una convención de
Psicofarmacología en Roma, cuando este les reiteró la petición de seguir
investigando el G 22355 como fármaco antidepresivo. El solitario
descubrimiento de Kuhn parecía condenado al vertedero de la historia de la
medicina.
Él trató de suscitar el interés de otros académicos, pero también ellos,
unánimemente, se encogieron de hombros. Cuando Kuhn presentó una
ponencia sobre el G 22355 en una conferencia científica en Berlín, solo
asistieron doce personas. Al terminar su intervención —en la que hablaba del
primer tratamiento farmacológico efectivo de la historia para la depresión—
ninguno de los asistentes formuló una sola pregunta. Entre la audiencia se
encontraba Frank Ayd, un psiquiatra americano y devoto católico que me
explicó años más tarde: «Las palabras de Kuhn, como las de Jesús, no fueron
apreciadas por quienes ocupaban posiciones de poder. No sé si ninguno de
los presentes se dio cuenta de que estábamos oyendo hablar de un fármaco
que habría de revolucionar el tratamiento de los trastornos del estado de
ánimo.»
Como en el caso de la medicina de Laborit, sin embargo, el destino —o
quizá la pura suerte— volvió a intervenir. Un influyente accionista y socio de
la Geigy llamado Robert Boehringer conocía la larga experiencia de Kuhn en
los trastornos del estado de ánimo y le preguntó si podía recomendarle algo
para su esposa, que padecía una depresión. Sin vacilar, Kuhn le recomendó el
G 22355, cuidándose de comentar que la compañía farmacéutica de la que era
accionista se negaba a desarrollar el compuesto. Tras probar el fármaco
experimental durante una semana, la depresión de la señora Boehringer
desapareció. Entusiasmado, Boehringer empezó a hacer campaña entre los
ejecutivos de la Geigy para que desarrollaran el compuesto como un
antidepresivo. Bajo la presión de un socio tan influyente (Boehringer poseía
su propia compañía farmacéutica), la Geigy cambió de rumbo, empezó a
realizar ensayos formales con G 22355 en pacientes deprimidos y,
finalmente, le dio al compuesto un nombre propio: imipramina.
En 1958, la compañía Geigy empezó a comercializar la imipramina. Era
el primero de un nuevo tipo de fármacos conocidos como «antidepresivos
tricíclicos», así llamados porque su estructura molecular se compone de tres
anillos enlazados. (Que un fármaco reciba el nombre de su estructura química
y no de su mecanismo fisiológico es un signo seguro de que nadie sabe cómo
funciona. Hay otro tipo de antidepresivos conocidos como «inhibidores
selectivos de la recaptación de serotonina», o ISRS; huelga decir que los
científicos han descubierto que producen su efecto inhibiendo la recaptación
por parte de las neuronas de un neurotransmisor llamado serotonina.) A
diferencia de la clorpromazina, la imipramina obtuvo un éxito instantáneo y
global, siendo adoptada tanto por los psiquiatras europeos como por los
americanos. Muy pronto, otras compañías farmacéuticas lanzaron una oleada
de antidepresivos tricíclicos, todos ellos sucedáneos de la imipramina.
No es posible exagerar el prodigioso impacto de la clorpromazina y la
imipramina en la práctica de la psiquiatría. Menos de una década después del
lanzamiento de la Torazina en Estados Unidos, la profesión se había
metamorfoseado por entero. Dos de sus tres enfermedades principales, la
esquizofrenia y la depresión, fueron reclasificadas, pasando de «totalmente
incurables» a «manejables en gran parte». Solo la enfermedad maníaco-
depresiva, la última plaga mental de la humanidad, seguía desprovista de
tratamiento y de esperanza.

CARAMBOLA EN OCEANÍA

Mientras se producían en Europa estos descubrimientos casuales de


fármacos milagrosos, un médico desconocido de un oscuro rincón del mundo
perseguía en silencio su propia obsesión profesional: encontrar una cura para
la manía. John Cade se había formado inicialmente como psiquiatra, pero
durante la Segunda Guerra Mundial ejerció como cirujano del ejército
australiano. En 1942, durante la conquista japonesa de Singapur, fue
capturado por el enemigo y encerrado en la prisión de Changi, donde pudo
observar a muchos compañeros presos que mostraban la conducta
desquiciada que solía acompañar al trauma de combate. Temblaban,
chillaban, farfullaban de modo incoherente. Impresionado por las semejanzas
entre estos síntomas provocados por la guerra y los producidos por la manía,
Cade conjeturó que el comportamiento casi maníaco de los presos podía
deberse a una toxina segregada por el cuerpo en situaciones de estrés. Tal vez
estas especulaciones médicas le ayudaron a sobrellevar las noches sofocantes
en su oscura y estrecha celda.
Cade fue liberado finalmente, y, al terminar la guerra, continuó
investigando su teoría de la toxina de la manía en el Bundoora Repatriation
Mental Hospital de Melbourne. Sus experimentos, si bien algo toscos, eran
sencillos: inyectó orina de pacientes maníacos en el abdomen de cobayas. El
ácido úrico se encuentra en la orina y es un metabolito natural en los seres
humanos. Un exceso de ácido úrico en las articulaciones provoca gota, y
Cade supuso que también podía causar los síntomas de la manía si se
acumulaba en el cerebro. Tras recibir la dosis de orina humana, los cobayas
mostraban, según Cade, una «actividad aumentada y errática». Él interpretó
estos comportamientos semejantes a la manía como una confirmación de su
teoría de la toxina, aunque también cabe pensar que cualquier criatura
mostraría una actividad errática tras recibir en la panza un jeringazo de orina
ajena.
El siguiente paso, según razonó Cade, era encontrar un compuesto que
neutralizara el ácido úrico, la supuesta toxina que provocaba la manía. Puesto
que el ácido úrico no es soluble en agua (por eso se acumula en los pacientes
aquejados de gota), decidió añadirle a la orina de los maníacos un producto
químico que disolviera el ácido úrico y ayudara a excretarlo con mayor
facilidad, reduciendo así la manía de los cobayas sometidos al experimento (y
en teoría, de los pacientes maníacos).
Hagamos una breve pausa para situar en perspectiva el experimento de
Cade. Henri Laborit, como recordarán, estaba investigando una teoría (en
gran parte incorrecta) sobre el shock quirúrgico cuando se tropezó por pura
casualidad con el primer medicamento antipsicótico. Roland Kuhn, sin
ningún motivo lógico, decidió averiguar si un compuesto contra la psicosis
podía resultar más adecuado para levantar el ánimo de los pacientes
aquejados de melancolía, lo cual le llevó a descubrir el primer antidepresivo.
Resulta evidente por estos ejemplos que el proceso que condujo a estos
hallazgos trascendentales no fue racional, sino más bien un proceso guiado
por la intuición y, en definitiva, por pura carambola. Y ahora John Cade
estaba investigando la hipótesis totalmente falsa de que la manía podía
curarse encontrando un disolvente adecuado del ácido úrico (totalmente falsa,
porque las toxinas metabólicas no tienen nada que ver con la manía).
El disolvente que Cade escogió fue el carbonato de litio, un compuesto
conocido por disolver el ácido úrico. Cade inyectó primero a los cobayas
«orina maníaca» y luego les inyectó el carbonato de litio. Para su enorme
satisfacción, los cobayas antes «maníacos» se calmaron enseguida. Cade
interpretó esto como una confirmación adicional de su teoría de la toxina: al
fin y al cabo, si los cobayas se calmaban, ¿no era porque estaban excretando
más fácilmente el ácido úrico? Por desgracia para su hipótesis, cuando
ensayó otros disolventes del ácido úrico vio que no producían ningún efecto
calmante. Gradualmente, fue comprendiendo que el apaciguamiento de los
cobayas no se debía a que el ácido úrico se disolviera mejor: no, había algo
especial en el propio carbonato de litio.
Cade, en un gesto que lo honra como científico, abandonó su teoría de la
toxina de la manía, que los datos no corroboraban, y se entregó con
entusiasmo a desarrollar el carbonato de litio como tratamiento para la
enfermedad mental, sin tener la menor idea de por qué calmaba a los
animales hiperactivos. En 1949, llevó a cabo un ensayo a pequeña escala con
el litio en pacientes diagnosticados con manía, psicosis y melancolía. El
efecto en la conducta frenética de los pacientes maníacos fue absolutamente
extraordinario. En vista de que se trataba de un efecto calmante tan potente,
Cade propuso una nueva hipótesis: la manía estaba causada por un déficit
fisiológico de litio.
Aunque esta segunda teoría suya resultó tan efímera como la primera, su
tratamiento no tuvo idéntico destino. El litio demostró ser un auténtico don
del cielo, y todavía hoy se emplea en todo el mundo como fármaco de
primera elección para tratar el trastorno bipolar. De no tratarse —y antes del
descubrimiento del litio, no se trataba—, esta dolencia es enormemente
destructiva para el cerebro y puede resultar a veces fatídica, como lo
demostró la muerte prematura del amigo de Philippe Pinel. Otra víctima del
trastorno bipolar fue Philip Graham, el famoso editor del Washington Post. El
3 de agosto de 1963, durante un breve permiso del hospital psiquiátrico
Chestnut Lodge, donde recibía tratamiento psicoanalítico para su trastorno
maníaco-depresivo, Graham fue a su casa de campo y se quitó la vida con un
rifle de caza. La viuda, Katherine Graham, nunca perdonó a la profesión
psiquiátrica por haberle fallado a su marido. Lamentablemente, el litio ya
estaba disponible en la época de su muerte, aunque no sería aprobado
oficialmente en Estados Unidos hasta 1970.
Administrado en dosis adecuadas, el litio atenúa los violentos cambios de
humor del trastorno bipolar, permitiendo llevar una vida normal a las
personas que lo sufren. Y sigue siendo todavía el estabilizador del estado de
ánimo (así es como se llama este tipo de medicación) más eficaz de todos,
aunque ahora también hay disponibles otros estabilizadores alternativos.

Hacia 1960, tras un siglo y medio tanteando en la oscuridad, la psiquiatría


contaba con tratamientos fiables para los tres tipos de enfermedad mental
grave. Lo que distinguía radicalmente a la clorpromazina, la imipramina y el
litio de todos los sedantes y tranquilizantes anteriores era que apuntaban
directamente a los síntomas psiquiátricos con la precisión con que una llave
encaja en su cerradura. Los sedantes y los tranquilizantes producían los
mismos cambios generales en cualquier persona, tanto si sufrían un trastorno
mental como si no, mientras que los antipsicóticos, los antidepresivos y los
estabilizadores del estado de ánimo reducían los síntomas sin producir apenas
efecto en las personas sanas. Más aún: los nuevos fármacos no eran adictivos
y no producían euforia, como los barbitúricos o los opiáceos. Por ello, no
resultaban especialmente atractivos para los «sanos infelices» y no creaban
adicción en quienes sufrían una enfermedad mental.
Por desgracia, el hecho de que estos fármacos no crearan adicción
implicaba que muchos pacientes no se sentían obligados a seguir tomándolos
una vez que los síntomas remitían, y con más razón puesto que la
clorpromazina, la imipramina y el litio tenían cada uno varios efectos
secundarios desagradables, sobre todo si las dosis no se calibraban
cuidadosamente. Pero para la mayoría de los pacientes (y para sus familias),
los efectos secundarios de los psicofármacos quedaban compensados con
creces por la desaparición casi milagrosa de unos síntomas crónicos y
angustiosos.
Yo he experimentado en persona los efectos singulares de cada clase de
psicofármaco. Mientras estudiaba Farmacología en la facultad, nuestro
profesor nos encargó que tomáramos una serie de medicamentos a lo largo
del semestre: una dosis por semana. Cada viernes nos daban un vasito con un
líquido que debíamos ingerir. Nuestro cometido era describir los efectos que
experimentábamos durante la hora siguiente y adivinar de qué fármaco se
trataba. Aunque conocíamos las opciones posibles —alcohol, anfetamina, el
sedante Seconal, Valium, Torazina, el antidepresivo Tofranil y un placebo—,
no nos revelaron cuál nos habían administrado cada semana hasta que
terminamos toda la serie. Los resultados me dejaron estupefacto. Me había
equivocado en todos los casos, salvo en el de la Torazina; bajo los efectos de
ese antipsicótico, había sentido la mente espesa y fatigada: pensar me suponía
un esfuerzo penoso y todo me inspiraba indiferencia. Más tarde, siendo
residente, probé también el litio, pero no sentí gran cosa, aparte de un
aumento de la sed y de la necesidad paradójica de orinar.
La increíble eficacia de los fármacos psiquiátricos empezó a transformar
la naturaleza fundamental de la psiquiatría... y elevó su estatus profesional.
Ahora la oveja negra de la medicina podía unirse de nuevo al rebaño porque,
por fin, utilizaba medicamentos. El presidente Kennedy, en su discurso de
1963 en el Congreso, se refirió al cambio de paisaje en el terreno de la salud
mental: «Los nuevos fármacos obtenidos y desarrollados en los últimos años
hacen posible que la mayoría de los enfermos mentales puedan ser tratados
de forma rápida y eficaz en sus propias comunidades y que puedan volver a
ocupar un puesto útil en la sociedad. Estos enormes avances han vuelto
obsoletos los confinamientos prolongados o permanentes en inmensos y
desagradables hospitales mentales.»
Huelga decir que la transformación de la psiquiatría también transformó
al psiquiatra.

LOS PIONEROS DE LA PSICOFARMACOLOGÍA

Durante mis años de estudiante en la Universidad Miami de Oxford,


Ohio, fantaseé con la idea de ser cirujano, ginecólogo, cardiólogo, radiólogo,
neurólogo y, en ocasiones, psiquiatra. Las obras de Sigmund Freud me
introdujeron por primera vez en la medicina de la mente y me mostraron la
posibilidad de descifrar los secretos del órgano más fascinante del cuerpo
humano a través de un análisis concienzudo. Pero un encuentro de carácter
muy distinto me mostró la posibilidad de comprender el cerebro a través de la
biología, la química y la neurología. Mientras escribía este libro, descubrí que
Bob Spitzer y yo teníamos una experiencia en común en nuestra evolución
profesional: un experimento juvenil con el LSD.
Aunque tomar sustancias para expandir la mente era una especie de rito
de iniciación para quienes alcanzaban la mayoría de edad durante los años
sesenta, sospecho que mi aproximación al consumo de ácido fue más bien
atípica. En 1968, mi penúltimo año de universidad —el mismo año en que los
Beatles lanzaron su película psicodélica Yellow Submarine y un año antes del
festival Woodstock, en Bethel, Nueva York—, decidí probar las drogas
psicodélicas. Pero no me apresuré a participar en algún happening hippie.
Cauto por naturaleza, estudié atentamente las drogas recreativas más
populares —la marihuana, las anfetaminas, los tranquilizantes, los
alucinógenos— y sopesé los pros y contras de cada una, como hace la
mayoría de la gente para comprarse un coche nuevo. Decidí que mi objetivo
(acaso demasiado ambicioso) era expandir mi comprensión del mundo e
iluminar el misterio que constituía yo mismo. Tras leer varios libros
tremendamente excitantes del movimiento contracultural que describían con
detalle los viajes visionarios inducidos por los alucinógenos —libros como
Las variedades de la experiencia religiosa, Las puertas de la percepción y
Las enseñanzas de don Juan—, pensé que había encontrado por fin la droga
que estaba buscando: la sustancia psicodélica por excelencia, la dietilamida
del ácido lisérgico, más conocida como LSD.
Decidí probarla con mi novia Nancy, y, cosa típica en mí, planeé
meticulosamente cada detalle del gran acontecimiento. El LSD se distribuía
en pequeños cuadrados de papel secante, llamados «tripis» o ácidos. Nancy y
yo nos tragamos dos cuadraditos (unos 100 microgramos) y salimos al
campus en una cálida tarde primaveral. En cuestión de quince minutos, sentí
un hormigueo por todo el cuerpo, empezando por el abdomen y luego
extendiéndose por el tronco y las extremidades. Enseguida, mis percepciones
visual, auditiva y táctil empezaron a fluctuar e intensificarse. La hierba y los
árboles parecían más brillantes, con un verde que resultaba espectacular de
tan vívido. Mis manos se convirtieron en objetos asombrosos; irradiaban
patrones caleidoscópicos que oscilaban, entrando y saliendo de mi campo
visual. El sonido ambiente del campo que estábamos cruzando se retorcía en
arpegios cautivadores.
Finalmente, como tenía previsto en el itinerario planeado, llegamos a una
iglesia cerca del campus y nos sentamos en un banco. Me maravillaron las
deslumbrantes vidrieras de colores y la pasmosa belleza del altar. Hasta ese
momento, los efectos del LSD habían sido básicamente perceptivos. Pero
ahora surgió una nueva experiencia que resultaba mucho más intensa y
alucinante; de hecho, recuerdo a menudo esa parte del viaje cuando trabajo
con pacientes psicóticos. Mientras contemplaba los ornamentos de la iglesia,
me sentí inundado por una abrumadora conciencia espiritual, como si Dios
me estuviera transmitiendo Su secreto y divino significado. Una cascada de
iluminaciones recorrió mi conciencia, dándome la sensación de tocar mi alma
y conmoviéndome con su profundidad. Y entonces, en medio de este ensueño
intensamente revelador, una voz incorpórea susurró: «Y nadie lo sabrá
nunca»; lo cual me pareció significar que era allí donde se hallaban las
verdades reales, en esos intersticios secretos de la conciencia a los cuales
nunca accedían la mayoría de los seres humanos; o si lo hacían, eran
incapaces de retener esos preciosos encuentros en su memoria. Miré a Nancy,
suponiendo que ella estaba inmersa en la misma experiencia elevada y
trascendente que yo. «¡Tenemos que empezar a venir a los servicios
religiosos para mantener esta conexión espiritual!», exclamé. Ella me miró
con aire quejumbroso y graznó: «¡Pero si tú eres judío!»
Después descubrimos que nuestras experiencias habían sido
independientes y, a ratos, absurdamente distintas. Mientras mi mente volaba
por los reinos metafísicos del conocimiento empíreo, ella se pasó la mayor
parte de su propio viaje reflexionando sobre la relación con su padre —un
americano blanco, sajón y protestante (de la Iglesia episcopal) cuyos
antepasados habían llegado en el mítico Mayflower— y preguntándose con
temor qué diría cuando supiera que tenía un novio judío.
Pero el momento más decepcionante se produjo cuando saqué mis notas.
Durante el viaje, había descrito mis revelaciones en un cuaderno, con la idea
de revisar esas perlas de sabiduría cósmica cuando se me pasaran los efectos
de la droga. Ahora, al echar un vistazo a mis caóticos garabatos, descubrí que
eran tediosamente prosaicos —«el amor es la esencia»— o ridículamente
absurdos —«las hojas son nubes verdes»—. Más tarde, cada vez que oía a
Szasz, Laing o cualquier otro personaje de la antipsiquiatría hablando del
«viaje del esquizofrénico», recordaba mi propio registro de Grandes
Pensamientos. Solo porque una persona crea que está experimentando un
encuentro cósmico —inducido por las drogas o por la enfermedad mental—
no quiere decir que sea cierto.
Mi viaje sí produjo, sin embargo, una iluminación duradera: una que sigo
agradeciendo todavía hoy. Aunque el ensueño alimentado por el LSD se
disipó con la luz de la mañana, a mí me dejó maravillado que una cantidad
tan increíblemente pequeña de una sustancia química —entre 50 y 100
microgramos, una fracción de un grano de sal— pudiera afectar tan
profundamente a mis percepciones y emociones. Caí en la cuenta de que si el
LSD era capaz de alterar tan radicalmente mi capacidad cognitiva, entonces
la química del cerebro tenía que ser susceptible de manipulación
farmacológica de otras maneras, incluidas algunas tal vez terapéuticas. En
una época en la que Freud aún dominaba la psiquiatría americana, mi
experimento psicodélico me abrió a una forma alternativa de pensar las
patologías mentales, que iba más allá de la psicodinámica... que las concebía
más bien como un fenómeno bioquímico concreto radicado en los circuitos
celulares del cerebro.
Antes de la clorpromazina, la imipramina y el litio, una enfermedad
mental grave era prácticamente una condena permanente a una vida
desdichada y una fuente de enorme vergüenza para la familia de la persona
afectada. Para empeorar aún más las cosas, las teorías psiquiátricas
dominantes acusaban a los padres por la forma de criar a su hijo, o al propio
paciente por «resistirse al tratamiento». El éxito de los psicofármacos, sin
embargo, constituyó un desafío frontal a los principios básicos del
psicoanálisis. Si la depresión se debía a una agresividad contra los padres
revertida hacia uno mismo; si la psicosis se debía a la figura de una madre
exigente y confusa; si la manía se debía a fantasías de grandeza infantiles no
resueltas, ¿cómo se explicaba que solo por tomar una pequeña tableta los
síntomas se desvanecieran?
La medicación psiquiátrica no solo ponía en cuestión todo lo que los
psicoanalistas habían aprendido sobre la enfermedad mental: también ponía
en peligro su propio sustento. Aquellos psicoanalistas que se dignaban a
recetar los nuevos fármacos consideraban que estos constituían un último
recurso a emplear únicamente cuando la psicoterapia no había funcionado.
Sin embargo, una buena parte de los psiquiatras de mi generación (muchos de
los cuales habían experimentado también con drogas psicodélicas), fuimos
más receptivos al nuevo e inesperado papel del psiquiatra como
psicofarmacólogo: como empático distribuidor de medicamentos.
Los propios miembros de la primera generación de psicofarmacólogos
habían sido adoctrinados durante su formación de acuerdo con la tradición
psicoanalítica, aunque con frecuencia albergaran dudas sobre los dogmas
freudianos. No es de extrañar que fueran los psiquiatras más jóvenes los que
adoptaron con mayor facilidad los nuevos fármacos. En los departamentos de
Psiquiatría, la presión para emplear psicofármacos durante los años sesenta
procedía con frecuencia de los residentes que estaban todavía formándose.
Poco a poco, la medicación fue impregnando la práctica clínica, y los
profesionales que abogaban jovialmente por la terapia con psicofármacos se
volvieron cada vez más corrientes.
La creciente cantidad de psicofarmacólogos aumentó el número de
psiquiatras biológicos hasta sus cotas máximas desde el auge de las teorías de
Wilhelm Griesinger. Para sus colegas de otras especialidades médicas, los
psicofarmacólogos eran una bocanada de aire fresco; al fin había psiquiatras
de orientación médica con los que contar profesionalmente y a los que
derivar pacientes con toda confianza. Pero desde el punto de vista de sus
colegas psicoanalíticos, esos psicofarmacólogos rebeldes eran considerados
herejes, e incluso algo peor; eran vistos como penosos productos de análisis
fallidos, como individuos que no habían superado sus propios conflictos:
conflictos que a su vez les impulsaban a cuestionar las enseñanzas
magistrales de Freud y a aferrarse neuróticamente a la ilusión de que los
compuestos químicos podían curar a los pacientes.
Presuntuosos y sin pelos en la lengua, los psicofarmacólogos no solo eran
portavoces de una nueva y radical filosofía sobre la enfermedad mental, sino
que además adoptaban comportamientos prohibidos. Se negaban a afectar los
modales de los verdaderos analistas, que hablaban con tono omnisciente y
rebuscado, o escuchaban en silencio con aire distante. Ellos, en cambio, se
enzarzaban con sus pacientes en animadas conversaciones de tú a tú y se
esforzaban en ser empáticos e incluso tranquilizadores. A veces veían a los
pacientes durante treinta, veinte e incluso quince minutos, en lugar de hacerlo
durante los cuarenta y cinco o cincuenta minutos estipulados. En ocasiones,
para tomarle a alguien el pulso o la presión, para examinar los efectos
secundarios o simplemente para saludar con un apretón de manos, llegaban a
cometer el pecado mortal de tocar a los pacientes. Entre estos heréticos
pioneros figuraban Jonathan Cole, en Harvard, Frank Ayd, en la Universidad
de Maryland, Sam Gershon en la Universidad de Nueva York, Donald Klein
en Columbia y —el apóstata más celebre de todos— Nathan Kline.
Tal vez mejor que ninguna otra, la trayectoria de Kline ilustra los grandes
triunfos de la primera generación de psicofarmacólogos... y sus más
clamorosas limitaciones. Cuando Nathan Kline se graduó en 1943 en la
Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York, la psiquiatría era
científicamente un desierto agostado por la teoría psicoanalítica. Pero Kline
tenía demasiadas inquietudes intelectuales para comprometerse con lo que
juzgaba una farsa científica, y muy pronto empezó a interesarse por los
tratamientos farmacológicos. Al principio, los únicos compuestos disponibles
para un aspirante a psicofarmacólogo eran los diversos sedantes y
tranquilizantes de la época, que él procedió a investigar aplicadamente.
Frustrado por la falta de fármacos eficaces, amplió su investigación a otras
esferas de la medicina. Kline se sentía intrigado por el uso de una planta
llamada serpentaria —Rauwolfia serpentina— como tranquilizante en la
India (es sabido que Gandhi la empleó) y, a principios de los años cincuenta,
decidió ensayar un extracto de la misma, la reserpina, en pacientes
esquizofrénicos. Aunque los resultados iniciales fueron prometedores,
quedaron bruscamente eclipsados por la aparición de la clorpromazina.
Kline pasó a investigar otros compuestos psicoactivos. Finalmente, en
1959, publicó una serie de estudios revolucionarios sobre la iproniazida —un
fármaco para tratar la tuberculosis— que demostraban su eficacia como
antidepresivo. Los estudios de Kline dieron paso a una categoría totalmente
nueva de antidepresivos —con una acción distinta de la imipramina— que
serían conocidos como «inhibidores de la monoaminooxidasa» o IMAO (esta
vez, los científicos comprendían cómo funcionaba el fármaco en el cerebro).
Este descubrimiento lanzó a Kline directamente a la estratosfera científica, y
su investigación le valió la singular distinción de ser el único científico que
ha ganado el prestigioso Premio Lasker dos veces.
Cuando a finales de los cincuenta y principios de los sesenta la Agencia
de Alimentos y Medicamentos empezó a aprobar toda una oleada de nuevos
fármacos psiquiátricos, Kline los ensayó uno a uno en su consulta privada de
Nueva York. Mientras la mayoría de los psiquiatras de Manhattan se
concentraban aún en interminables sesiones de terapia freudiana, Kline
prescribía agresivamente los fármacos de última generación, a menudo en
creativas combinaciones, y reducía radicalmente la duración, el número y la
frecuencia de las sesiones de terapia.
En 1960, la revista Life describió a Kline como «un pionero de las nuevas
terapias farmacológicas de la enfermedad mental». Se había convertido en un
personaje admirado en el mundo de la medicina y fue nombrado miembro de
la mayoría de las sociedades científicas de élite. Quizá más que ninguna otra
persona, Kline fue también el responsable de la desinstitucionalización de los
pacientes de los hospitales mentales del estado de Nueva York. Alentado por
los espectaculares resultados de sus investigaciones psicofarmacológicas,
Kline le brindó al gobernador Nelson Rockefeller la visión de una atención
mental comunitaria basada en la medicación: un proyecto que encajaba con la
ley de Centros de Salud Mental Comunitarios aprobada por el presidente
Kennedy en 1963. Los políticos y los famosos recurrían a Kline para
someterse a tratamiento y lo elogiaban en la prensa. Su ascenso meteórico
mostraba los efectos transformadores que los psicofármacos estaban
produciendo en la psiquiatría y en la atención a la salud mental; pero también
pondría de manifiesto los peligros de la acelerada «farmaceuticalización» de
la psiquiatría.
Kline se hallaba en la cima de su carrera cuando yo lo conocí en 1977, en
un congreso de Psicofarmacología celebrado en Florida y patrocinado por el
Instituto Nacional de Salud Mental. Yo estaba en mi segundo año de
residencia, formándome como psiquiatra, y había sido enviado por mi tutor al
hotel Sonesta, en Key Biscayne, para presentar los resultados de nuestra
investigación sobre un nuevo fármaco antipsicótico.
Entre los tres centenares aproximados de asistentes había una
combinación de investigadores académicos, científicos del Instituto Nacional
de Salud y representantes de las compañías farmacéuticas. La primera noche
del congreso, se celebró un cóctel en la terraza adyacente a la piscina desde la
que se dominaba la playa. Me acerqué a la multitud y me quedé pasmado ante
una imagen memorable. En un lado de la terraza había un bullicioso grupo de
asistentes charlando en shorts, trajes de baño y camisetas. En el otro lado,
reclinado en una tumbona vuelta hacia el mar, estaba Nathan Kline,
regiamente engalanado con un impecable traje blanco de estilo tropical y
rodeado por una camarilla de ayudantes. Sostenía una bebida tropical en una
mano mientras dirigía con la otra a sus secuaces, como un monarca que
concede audiencia.
Poco antes de la conferencia, yo había leído en los Archives of General
Psychiatry un informe sobre la investigación de Kline con un nuevo
compuesto llamado beta-endorfina, que había administrado a pacientes
aquejados de esquizofrenia con resultados espectaculares. Se trataba de un
hallazgo asombroso, pues los únicos antipsicóticos conocidos eran simples
variantes químicas de la clorpromazina, mientras que la beta-endorfina era un
péptido natural producido por el cuerpo, un compuesto de un tipo totalmente
diferente. Tras descubrir una clase completamente distinta de antidepresivos
(los IMAO), ahora parecía que Kline había descubierto una clase
completamente distinta de antipsicóticos.
Me acerqué nerviosamente y me presenté. Le formulé varias preguntas
sobre su estudio, tanto para impresionarle con mis conocimientos como para
comprender más a fondo los suyos. Él me acogió primero con cautela, pero al
advertir que yo era un auténtico admirador se animó y reaccionó con
entusiasmo. Terminó agradeciéndome las preguntas con aire magistral.
Solo más tarde descubrí que, a pesar de su fama, Kline se había
convertido en una especie de paria en los círculos científicos. En jerga
moderna, «se le había ido la mano». A mí debería haberme resultado evidente
en el congreso de Florida que su pomposa conducta habría de granjearle la
antipatía de sus colegas, pero yo era entonces un joven e ingenuo residente y
estaba deslumbrado por su prestigio. Pronto habría de descubrir
personalmente sus graves infracciones de los códigos médicos de conducta.
Nathan Kline (1916-1983), extravagante pionero de la psicofarmacología. (Retrato del doctor Kline de
David Laska, por cortesía del doctor Eugene Laska y del Nathan S. Kline Institute for Psychiatric
Research, Orangeburg, NY; fotografía por cortesía de Koon-Sea Hui, MP, PhD.)

Mientras continuaba mi residencia en el hospital St. Vincent de


Manhattan, empecé a tropezarme con lo que muchos psiquiatras de Nueva
York llamaban la «experiencia Kline». Los pacientes del doctor Kline
empezaban a desfilar, en efecto, por el departamento de urgencias y por la
clínica de consultas externas, y también como nuevos internos en el pabellón
de psiquiatría. Todos ellos eran víctimas de las prácticas arriesgadas y a veces
negligentes de Kline. Sufrían graves reacciones adversas provocadas por
rebuscados cócteles de medicaciones psicotrópicas, o por los efectos de su
brusca retirada. Mientras que la mayoría de los psiquiatras trataban la
depresión, el trastorno bipolar, la esquizofrenia o los trastornos de ansiedad
recetando uno o dos fármacos, quizá tres en casos excepcionales, el doctor
Kline prescribía a menudo extravagantes combinaciones de cinco fármacos o
más en sus formas más potentes, y muchas veces a elevadas dosis. La cosa
llegaba hasta tal extremo que yo era capaz de adivinar si un paciente había
pasado por las manos de Kline simplemente con echar un vistazo a la lista de
medicaciones que figuraba en su historial. Nadie más que él tenía la
confianza —o la temeridad— suficiente para recetar semejantes mejunjes de
sustancias psicotrópicas.
Al final, no fue la muerte de un paciente o una demanda masiva por mala
práctica lo que provocó la caída de Kline, aunque desde luego algo así habría
sido totalmente factible. No: la causa fue el estudio que me había incitado a
pedirle audiencia tímidamente en Florida. Kline había omitido someter el
protocolo de su estudio a la aprobación de un Comité Institucional de
Revisión, un requisito ético y legal imprescindible en las investigaciones
médicas con sujetos humanos. No solo eso: tampoco se había molestado en
obtener el necesario consentimiento con conocimiento de causa por parte de
los pacientes a los que estaba administrando sustancias psicoactivas
experimentales. Al parecer, en su afán por alcanzar otro resonante éxito
científico (y acaso el Premio Nobel), se había apresurado a ser el primer
investigador en publicar un estudio sobre una nueva clase potencial de
psicofármaco.
La Agencia de Alimentos y Medicamentos investigó a Kline y en 1982 lo
obligó a firmar un acuerdo extrajudicial por el que se comprometía a no
realizar nunca más una investigación sobre psicofármacos. Las sustancias
psicoactivas habían lanzado la carrera de Kline, y la interrumpieron de forma
ignominiosa. Un año más tarde, murió en la mesa de operaciones por una
complicación de un aneurisma aórtico.
Pese a los excesos de Kline, el advenimiento de la psicofarmacología
había cambiado el campo de la psiquiatría irrevocablemente, y lo había
cambiado para bien. Las personas aquejadas de dolencias mentales graves
podían ahora albergar la esperanza de hallar alivio y recuperarse realmente.
Pero este cambio creó también tensiones en un campo que se hallaba en plena
redefinición. Esta situación conflictiva no se le habría de escapar a la prensa,
que puso al descubierto las líneas de fractura que se estaban abriendo en el
seno de la profesión. En 1955, cuando la clorpromazina acababa de
transformar el panorama de la salud mental, la revista Time afirmaba en un
reportaje: «Los críticos puristas (sobre todo, psicoanalistas) argumentan que
los profesionales pragmáticos de los hospitales estatales no abordan la
“psicopatología subyacente” del enfermo y que, por lo tanto, no puede haber
curación. Estos médicos quieren averiguar si el paciente se alejó del mundo a
causa de un conflicto inconsciente provocado por deseos incestuosos o por
haber desvalijado la hucha de su hermano a los cinco años. En el mundo de
los pragmáticos hospitalarios, todo eso viene a ser como hablar del sexo de
los ángeles.»
Pero antes de que los psicofarmacólogos pudieran decantar la balanza e
imponerse a los puristas del psicoanálisis, hacía falta todavía que se produjera
una última revolución.
TERCERA PARTE
El renacimiento de la psiquiatría

Si hay un hecho intelectual esencial en las postrimerías del siglo XX es que el enfoque biológico
de la psiquiatría —la concepción de la enfermedad mental como un trastorno de base genética de
la química cerebral— ha sido un éxito aplastante. Las ideas de Freud, que dominaron la historia
de la psiquiatría durante gran parte del siglo pasado, se están desvaneciendo ahora como las
últimas nieves del invierno.
EDWARD SHORTER
7
El fin de la travesía del desierto:
la revolución del cerebro
Aquí tenemos esta masa gelatinosa de apenas kilo y medio que puedes
sostener en la palma de la mano y que es capaz de contemplar la inmensidad
del espacio interestelar. Puede contemplar el sentido del infinito y puede
contemplarse a sí misma contemplando el sentido del infinito.
VILAYANUR RAMACHANDRAN

¡Cada criatura pusilánime que se arrastra por la tierra o se escabulle a través


de los mares viscosos tiene un cerebro!
El mago de Oz

OJALÁ TUVIERA UN CEREBRO

En El mago de Oz, el Espantapájaros anhela un cerebro. Para su sorpresa,


el Mago le informa de que ya posee uno: él no lo sabía. Lo mismo habría
podido decirse durante la mayor parte del siglo XX de la psiquiatría: actuaba
como si no tuviera cerebro. Aun siendo en apariencia una especialidad
médica dedicada a las anomalías del pensamiento y la emoción, la psiquiatría
no centró su atención en el órgano del pensamiento y la emoción hasta la
década de 1980.
Los psiquiatras no eran los únicos en prescindir del cerebro: el grado de
atención hacia ese relleno rosado de nuestras cabezas nunca ha guardado
proporción con su verdadera importancia, lamentablemente; sobre todo
cuando se compara con su principal rival por la supremacía en la jerarquía
anatómica, el corazón. Cuando nos casamos o nos enamoramos, entregamos
nuestro corazón, nunca nuestro cerebro. Cuando alguien nos abandona se nos
parte el corazón, no el cerebro. De las personas generosas se dice que tienen
un gran corazón, o buen corazón, o un corazón de oro, no un cerebro de oro.
La Biblia incluso le atribuye al corazón propiedades psíquicas: «Y amarás al
Señor tu Dios con todo tu corazón.»
Pero el corazón no es más que una bomba con pretensiones. Su única
función es contraerse y expandirse una y otra vez, dos mil millones de veces
en una vida estándar, impulsando la sangre a través del cuerpo. El cerebro
humano, por el contrario, es una supercomputadora insondable que supera de
largo en complejidad a cualquier otro órgano. Empieza siendo un tubo neural
inconcebiblemente diminuto que se forma tres semanas después de la
concepción, pero crece a una velocidad asombrosa para convertirse en una
masa estriada de un kilo y medio, compuesta por cien mil millones de
neuronas conectadas mediante treinta billones de conexiones: un órgano que
regula nuestro ritmo cardíaco, nuestra temperatura corporal y nuestro apetito,
y, al mismo tiempo, nos impulsa a tararear melodías, a esculpir estatuas, a
codificar sistemas de software... y a escribir extensos tratados sobre sí mismo.
Comparar el corazón con el cerebro es como comparar una casita de muñecas
con la ciudad de Nueva York.
Para cualquier investigador que deseara escudriñar el cerebro, siempre ha
resultado frustrante el hecho de que esta supermáquina secreta estuviera
encerrada en un recipiente impenetrable: el cráneo. Hasta hace muy poco,
solo podía examinarse un cerebro en plena actividad intelectiva y sensitiva
con procedimientos extremadamente invasivos; o bien había que resignarse a
descuartizar un cerebro sin vida en una mesa de disección. No resulta
demasiado sorprendente que la primera teoría con pretensiones científicas
sobre el cerebro se basara en un método sin duda ingenioso (aunque
totalmente desencaminado) para evitar la necesidad de acceder directamente
al órgano mismo; me refiero a la frenología.
Elaborada por el médico alemán Franz Joseph Gall en 1809, la frenología
tomaba como punto de partida la hipótesis de que cada parte del cerebro
controlaba una función específica. Una región controlaba el hambre, otra la
lujuria y otra la ira. Como habrían de demostrar más adelante los neurólogos,
esta suposición era en gran parte correcta: las funciones mentales específicas
se localizan, en efecto, en regiones específicas del cerebro. Las dos hipótesis
siguientes de Gall, sin embargo, no resultaron tan afortunadas. Él creía que si
una persona mostraba una desproporcionada actividad derivada de una
función mental en particular —un exceso de lujuria, pongamos— entonces,
1) la parte de su cerebro que regía la lujuria estaría agrandada, y 2) la zona
del cráneo situada sobre esa región cerebral también estaría agrandada. Por lo
tanto, Gall afirmaba que era posible discernir la auténtica constitución
psicológica de una persona midiendo el tamaño relativo de los bultos y
entrantes de su cráneo. Podría decirse, pues, que la frenología fue un primer y
tosco intento de trazar un mapa del cerebro.
Gall estudió aplicadamente la configuración craneal de presos, pacientes
ingresados en hospitales y locos recluidos en manicomios, y anunció una
serie de «hallazgos» sensacionales. Los locos de remate presentaban una
depresión en la parte posterior del cráneo, cosa que Gall interpretó como el
signo de una disminución de la facultad de autocontrol. Los ladrones jóvenes
tenían bultos justo por encima de las orejas. Todas estas pretendidas
correlaciones entre la configuración del cráneo y el comportamiento
resultaron ser completamente infundadas. Ahora sabemos que no hay
ninguna conexión entre la personalidad de una persona y la forma de su
cabeza.
Incapaz de proporcionar ninguna predicción útil sobre la conducta
humana, la frenología había caído en un completo descrédito a mediados del
siglo XIX, más o menos por la misma época en que Wilhelm Griesinger
afirmó que las enfermedades mentales eran «enfermedades de los nervios y el
cerebro».
Un siglo más tarde, a finales de los años cuarenta y principios de los
cincuenta, empezó a emerger en la psiquiatría americana la primera hornada
de psiquiatras centrados en el cerebro. Aunque eran superados ampliamente
en número por los freudianos, los miembros de organizaciones como la
Sociedad Biológica de Psiquiatría lograron reactivar los estudios sobre el
cerebro de sus predecesores alemanes. Pero ellos no se limitaban al examen
de especímenes post mórtem; también buscaban datos en los fluidos
corporales de pacientes vivos: en la sangre, en el fluido cerebroespinal y en la
orina. La nueva generación de psiquiatras biológicos estaba convencida de
que entre esa sopa orgánica habría de encontrar el Santo Grial: un marcador
biológico de la enfermedad mental.
Tal como John Cade creía que la manía se debía a la acción de una toxina
metabólica, los psiquiatras biológicos planteaban la hipótesis de que la
enfermedad mental fuera causada por un compuesto orgánico patógeno
producido de forma anómala por el cuerpo: un compuesto supuestamente
detectable mediante análisis de laboratorio. La inspiración para formular esta
hipótesis procedía de un trastorno metabólico conocido como fenilcetonuria
(PKU), provocado por una mutación genética que impide al hígado
metabolizar la fenilalanina, un aminoácido esencial. Esta deficiencia
metabólica de los individuos con PKU produce la acumulación de una
sustancia llamada fenilcetona. El exceso de fenilcetona interfiere en el
desarrollo del cerebro y genera discapacidad intelectual y problemas de
conducta. Así pues, la fenilcetona sirve de biomarcador de la PKU. Si se
detecta este compuesto en la sangre o la orina de un paciente, es probable que
padezca el trastorno, pues las personas que no lo sufren presentan unos
niveles extremadamente bajos de fenilcetona.
A mediados de los sesenta, los psiquiatras biológicos empezaron a buscar
biomarcadores de este tipo comparando la orina de pacientes mentales y
pacientes sanos con una técnica nueva llamada cromatografía. La
cromatografía utiliza un tipo especial de papel con sensibilidad química, que
adopta un color diferente para cada compuesto con el que entra en contacto.
Si pones una gota de orina de una persona sana en una tira de ese papel y una
gota de orina de una persona enferma en otra tira, y luego comparas los
colores de ambas, puedes identificar diferencias en los tipos y las cantidades
de los componentes químicos de la orina; y esas diferencias podrían constituir
un reflejo de los subproductos bioquímicos de la enfermedad.
En 1968, el trabajo cromatográfico de los psiquiatras biológicos se vio
recompensado con un sensacional hallazgo. Unos investigadores de la
Universidad de California en San Francisco descubrieron que la orina de los
pacientes esquizofrénicos producía un color que no aparecía en la orina de los
individuos sanos: una «mancha malva». El entusiasmo entre los psiquiatras
biológicos no hizo más que aumentar cuando otro grupo de investigadores
descubrió en la orina de los esquizofrénicos la existencia de una «mancha
rosada» distinta. Muchos creyeron que la psiquiatría se hallaba en la antesala
de una nueva era, en la que los psiquiatras podrían discernir el arcoíris
completo de las enfermedades mentales pidiendo simplemente a los pacientes
que orinaran sobre una tira de papel.
Por desgracia, este optimismo basado en la composición de la orina fue
muy efímero. Cuando otros científicos trataron de reproducir estos
maravillosos hallazgos, encontraron una explicación más bien trivial para
esas manchas malvas y rosadas. Al parecer, los supuestos biomarcadores no
eran subproductos de la esquizofrenia misma, sino de los fármacos
antipsicóticos y de la cafeína. Los pacientes esquizofrénicos que participaban
en los estudios de cromatografía eran tratados (juiciosamente) con
medicaciones antipsicóticas y —como no había mucho que hacer en un
pabellón psiquiátrico— solían tomar un montón de té y de café. Dicho de
otro modo, los análisis de orina detectaban la esquizofrenia porque
identificaban a los individuos que tomaban fármacos para la esquizofrenia y
bebidas con cafeína.
Aunque la búsqueda de biomarcadores de los años sesenta y setenta no
alcanzó en último término ningún resultado útil, al menos estaba inspirada
por hipótesis que proponían como fuente de la enfermedad mental una
disfunción fisiológica, y no conflictos sexuales o «una madre nevera».
Finalmente, los psiquiatras biológicos ampliaron su búsqueda del Santo Grial
diagnóstico más allá de los fluidos corporales y se centraron en la sustancia
misma del cerebro. Pero el órgano estaba encerrado entre impenetrables
paredes óseas, y, recubierto por diversas membranas, no cabía la posibilidad
de estudiarlo sin el riesgo de causar daños. ¿Cómo podían albergar la
esperanza de escudriñar la desconcertante dinámica del cerebro en vivo?

ABRIENDO LAS PUERTAS DE LA MENTE DE PAR EN PAR

Como era muy poco lo que se había aprendido durante el siglo XIX y
principios del XX sobre la enfermedad mental mediante el examen visual de
cerebros post mórtem, los psiquiatras sospechaban que cualquier marca
neurológica de los trastornos mentales debía ser mucho más sutil que las
anomalías fácilmente identificables causadas por los derrames, las demencias
seniles, los tumores y las heridas por traumatismo cerebral. Lo que hacía falta
era un medio de atisbar en el interior del cerebro para ver su estructura,
función y composición.
La invención de los rayos X, realizada por Wilhelm Roentgen en 1894,
pareció constituir al principio el adelanto tecnológico que los médicos
llevaban tanto tiempo esperando. Los rayos X contribuían a diagnosticar el
cáncer, la neumonía, las fracturas óseas... Pero cuando se sacaron las
primeras radiografías de la cabeza, resultó que solo mostraban el vago
contorno del cráneo y del cerebro. Los rayos de Roentgen podían detectar las
fracturas del cráneo, las heridas penetrantes o los grandes tumores cerebrales,
pero no mucho más que pudiera resultar útil para los psiquiatras de
orientación biológica.
Para poder hallar signos físicos de la enfermedad mental en el cerebro
vivo, los psiquiatras necesitaban una tecnología de captación de imágenes
que mostrara la compleja estructura del cerebro de forma detallada y
discernible o, todavía mejor, que revelara de algún modo la propia actividad
del cerebro. En los años sesenta, esa tecnología parecía un sueño imposible.
Pero el descubrimiento habría de llegar por fin; y los fondos que lo hicieron
posible procedían de la fuente más sorprendente que quepa imaginar: de los
Beatles.
A principios de los años setenta, la EMI era primordialmente una
compañía discográfica, pero poseía también una pequeña división de
electrónica, tal como refleja su propio nombre sin abreviar: Electric and
Musical Industries [Industrias eléctricas y musicales]. La división musical de
EMI estaba cosechando unos enormes beneficios gracias al éxito fenomenal
de los Beatles, el grupo más popular del mundo en aquel entonces. Sobrada
de liquidez, la EMI decidió probar suerte en un proyecto caro y arriesgado de
su división electrónica. Los ingenieros de la EMI estaban tratando de
combinar una serie de rayos X emitidos desde múltiples ángulos para
producir imágenes tridimensionales de los objetos. Superando los obstáculos
técnicos con los beneficios de canciones como I Want to Hold Your Hand y
With a Little Help from My Friends, los ingenieros de la EMI crearon una
tecnología radiográfica capaz de obtener imágenes del cuerpo mucho más
exhaustivas y detalladas que las de ningún otro sistema médico de
exploración. Y lo que todavía era mejor: el procedimiento no era invasivo ni
provocaba molestias a los pacientes. La nueva tecnología de la EMI fue
llamada tomografía axial computarizada; o más corrientemente, escáner
TAC.
El primer estudio de la enfermedad mental con escáner TAC fue
publicado en 1976 por Eve Johnstone, una psiquiatra británica, y contenía un
hallazgo pasmoso: la primera anomalía física del cerebro asociada a una de
las tres principales enfermedades mentales. Johnstone descubrió que los
cerebros de los pacientes esquizofrénicos tenían agrandados los ventrículos
laterales, un par de cavidades del interior de la masa encefálica que contienen
el fluido cerebroespinal que nutre y limpia el cerebro. Los psiquiatras se
quedaron estupefactos. El agrandamiento ventricular era ya un fenómeno
conocido en las enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer,
cuando las estructuras cerebrales alrededor de los ventrículos empezaban a
atrofiarse. Como es natural, pues, los psiquiatras dedujeron que el
agrandamiento ventricular de los cerebros de los esquizofrénicos se debía
también a una atrofia causada por algún proceso desconocido. Este hallazgo
de dimensiones históricas fue reproducido enseguida por un psiquiatra
americano, Daniel Weinberger, del Instituto Nacional de Salud Mental.
Antes de que la onda expansiva de los primeros escáneres TAC
psiquiátricos hubiera empezado a amainar, apareció otro maravilloso sistema
de obtención de imágenes cerebrales que incluso resultaba más adecuado para
el estudio de los trastornos mentales: la imagen por resonancia magnética
(IRM). La IRM empleaba una nueva tecnología revolucionaria que situaba a
la persona en el interior de un potente imán y medía las ondas de radio
emitidas por las moléculas orgánicas corporales al ser excitadas por el campo
magnético. La IRM se empleó por vez primera para obtener imágenes del
cerebro en 1981. Mientras que el escáner TAC permitía a los investigadores
psiquiátricos mirar las anomalías cerebrales por la cerradura, por así decirlo,
el IRM abría las puertas de par en par. La tecnología IRM era capaz de
producir imágenes tridimensionales del cerebro de una claridad inaudita. La
IRM podía ajustarse para mostrar los distintos tipos de tejido, incluidas la
materia gris, la materia blanca y el fluido cerebral; podía identificar el
contenido de grasa y de agua; e incluso medir el flujo de la sangre en el
interior del cerebro. Y lo mejor de todo: era absolutamente inofensiva, a
diferencia del escáner TAC, que empleaba una radiación ionizante que podía
acumularse y representar con el tiempo un riesgo potencial para la salud.

IRM en un corte axial (mirando desde lo alto de la cabeza) de un paciente con esquizofrenia, a la
derecha, y de un voluntario sano, a la izquierda. Los ventrículos laterales son la silueta oscura con
forma de mariposa situada en medio del cerebro. (Cortesía del doctor Daniel R. Weinberger, MD,
Instituto Nacional de Salud Mental.)

A finales de los ochenta, la IRM había reemplazado a los escáneres TAC


y se había convertido en el principal instrumento de la investigación
psiquiátrica. Durante esa década se desarrollaron también otras aplicaciones
de la tecnología IRM, incluidas la espectroscopia por resonancia magnética
(ERM, que mide la composición química del tejido cerebral), la imagen por
resonancia magnética funcional (IRMf, que mide la actividad cerebral más
que la estructura cerebral) y la imagen ponderada por difusión (DTI, que
mide los tractos neurales que transmiten las señales entre las neuronas.)
El auge de los sistemas de imagen cerebral de los años ochenta no se
limitó a las tecnologías magnéticas. Esa década presenció también el
perfeccionamiento de la tomografía de emisión de positrones (TEP), una
tecnología capaz de medir la química y el metabolismo cerebrales. Aunque la
TEP solo proporciona una imagen borrosa de la estructura cerebral, si se
compara con la fina resolución espacial de la IRM, mide con gran precisión
cuantitativa la actividad química y metabólica del cerebro. James Robertson,
el ingeniero que realizó los primeros escáneres TEP en el laboratorio nacional
Brookhaven, previendo quizás el uso que los psiquiatras habrían de hacer de
este sistema, le dio el apodo de «reductor de cabezas» [head-shrinker, que
significa también «loquero»].

Imagen ponderada por difusión del cerebro, presentada en un plano sagital (mirando de lado la cabeza,
con la frente a la derecha de la imagen y la nuca a la izquierda). Las fibras de materia blanca que
conectan en circuitos las neuronas del cerebro aparecen aisladamente, sin la matriz de materia gris,
fluido cerebroespinal y vasos sanguíneos. (Shenton y otros, en Brain Imaging and Behavior, 6 (2)
2012; imagen de Inga Koerte y Marc Muehlmann.)

Gracias a estas nuevas y magníficas tecnologías, a finales del siglo XX los


psiquiatras pudieron al fin examinar el cerebro de una persona viva en todo
su esplendor. Ahora podían observar las estructuras cerebrales con una
resolución espacial de menos de un milímetro, seguir la actividad cerebral
con una resolución temporal de menos de un milisegundo e incluso
identificar la composición química de las estructuras cerebrales: todo, sin el
menor peligro o incomodidad para el paciente.
El sueño venerable de la psiquiatría biológica empieza a hacerse realidad.
En efecto, tras estudiar a cientos de miles de personas con casi todos los
trastornos mentales reflejados en el DSM, los investigadores han empezado a
identificar una serie de anomalías cerebrales asociadas a la enfermedad
mental. En el caso del cerebro de los pacientes esquizofrénicos, por ejemplo,
los estudios estructurales con IRM han revelado que el hipocampo es más
pequeño que en los cerebros sanos; y los estudios funcionales IRM han
mostrado un metabolismo disminuido en los circuitos del córtex frontal
durante las tareas de resolución de problemas. Además, los estudios TEP han
mostrado que un circuito neural implicado en la focalización de la atención
(el circuito mesolímbico) libera una cantidad excesiva de dopamina en los
cerebros esquizofrénicos, distorsionando la percepción que tiene el paciente
de su entorno. También hemos descubierto que los cerebros esquizofrénicos
presentan una disminución progresiva de la cantidad de materia gris en el
córtex cerebral durante el curso de la enfermedad, lo que refleja una
reducción del número de sinapsis neuronales. (La materia gris es el tejido
cerebral que contiene el cuerpo de las neuronas y sus sinapsis. La materia
blanca, por su parte, está compuesta por los axones, los cables que conectan
las neuronas entre sí.) En otras palabras, si los esquizofrénicos no se tratan,
sus cerebros se vuelven cada vez más pequeños.
Imágenes de escáner TEP (fila superior) e imágenes IRM (fila inferior) del cerebro presentadas en tres
planos distintos. La columna izquierda corresponde al plano axial (mirando el cerebro desde lo alto de
la cabeza); la columna central, al plano coronal (mirando el cerebro a través de la cara), y la columna
derecha, al plano sagital (mirando el cerebro a través de un lado de la cabeza). Las imágenes TEP están
realizadas con un trazador radiactivo (colorante biológico) que se fija en los receptores de dopamina
concentrados en las estructuras brillantes (ganglios basales) del interior del cerebro y, más difusamente,
en el córtex cerebral circundante. La IRM que muestra la estructura del cerebro —resaltando la materia
blanca y gris, así como los ventrículos y el espacio subaracnoideo que contienen fluido cerebroespinal
(espacios en negro)— se emplea junto con los escáneres TEP para determinar los lugares en los que el
trazador radiactivo se ha fijado. (Abi-Dargham A. y otros, en Journal of Cerebral Blood Flow and
Metabolism, 20 (2000) 225-43. Reproducido con permiso.)

Ha habido hallazgos parecidos en el caso de otros trastornos mentales. En


1997, Helen Mayberg, una neuróloga de la Universidad Emory, utilizó
imágenes TEP para examinar el cerebro de pacientes deprimidos y realizó un
descubrimiento asombroso: el giro cingulado subgenual, una pequeña
estructura situada en el interior de la región frontal, estaba hiperactivo. Y no
solo eso: cuando esos pacientes eran tratados con medicación antidepresiva,
la excesiva actividad en su giro cingulado se reducía hasta el nivel de los
sujetos sanos. El hallazgo de Mayberg condujo a un nuevo tipo de
tratamiento para los individuos aquejados de depresión muy grave que no
respondían a la medicación: la estimulación cerebral profunda. En la ECP se
implantan directamente unos electrodos en el cerebro del paciente, en la
región del giro cingulado subgenual, para reducir la activación de las
neuronas que producen la hiperactividad.
Los estudios con imágenes cerebrales han desvelado también algunos
detalles de gran interés sobre el suicidio. La gran mayoría de las personas que
se suicidan sufren una enfermedad mental, siendo la depresión la más común.
Sin embargo, no todo el mundo que sufre depresión se vuelve suicida. Este
hecho impulsó a los investigadores a preguntarse si habría alguna diferencia
en los cerebros de los sujetos deprimidos que deciden quitarse la vida. Los
estudios subsiguientes han mostrado que sus cerebros presentan un aumento
de un tipo especial de receptor de serotonina (5-HT1A) en una parte del
tronco cerebral llamada rafe dorsal. El aumento de receptores de serotonina
en el rafe dorsal se detectó primero en cerebros post mórtem de individuos
que se habían suicidado, y luego se confirmó con imágenes TEP en pacientes
vivos.
Los estudios con TEP e IRMf han mostrado, asimismo, que los pacientes
con trastornos de ansiedad tienen una amígdala cerebral hiperactiva. La
amígdala es una pequeña estructura con forma de almendra situada en la
superficie interior del lóbulo temporal que juega un papel crucial en nuestras
reacciones emocionales. La investigación ha mostrado que cuando se
presentan imágenes que provocan reacciones emocionales a individuos con
trastorno de ansiedad, su amígdala tiende a producir una reacción exagerada
en comparación con los cerebros de los sujetos sanos. (En el próximo
capítulo estudiaremos más a fondo el papel crucial de la amígdala en la
enfermedad mental.)
Los cerebros de los niños que padecen autismo presentan marcas
estructurales distintivas que aparecen durante los veinticuatro primeros meses
de vida, cuando la enfermedad empieza a establecerse. La materia blanca se
desarrolla de modo distinto en los cerebros autistas, una anomalía detectable
a la temprana edad de seis meses, lo cual parece significar que las conexiones
entre ciertas células cerebrales no se instauran adecuadamente en los niños
autistas. Además, el córtex cerebral de estos niños se expande excesivamente
en el segundo año de vida, posiblemente debido a un fallo en el mecanismo
que regula la proliferación de las conexiones sinápticas.
Para comprender el cerebro, de todos modos, no siempre basta con mirar
imágenes; a veces hace falta llevar a cabo auténticos experimentos en la
realidad de los circuitos neurales, de las células y las moléculas. Desde
principios del siglo XX hasta la década de 1970, fueron muy pocos los
psiquiatras que dedicaron el menor esfuerzo a tratar de entender las
operaciones fisiológicas del cerebro, ya directamente en humanos, ya
experimentando con animales, tal como se hacía en otras especialidades
médicas. A fin de cuentas, la mayoría de los psiquiatras, durante esa larga
época de estancamiento, creían que la enfermedad mental era en último
término un problema psicodinámico o social. Sin embargo, un solitario
psicoanalista americano decidió que el camino para comprender la mente
pasaba ineludiblemente por las fisuras del cerebro.

EL OTRO PSIQUIATRA DE VIENA

Eric Kandel nació en Viena, Austria, en 1929, no lejos de la casa de


Sigmund Freud, quien contaba entonces setenta y tres años. En 1939, a causa
de la anexión nazi, la familia de Kandel huyó a Brooklyn, Nueva York, del
mismo modo que la familia de Freud huyó a Londres. Kandel quedó
profundamente afectado por su experiencia infantil: una experiencia que le
había permitido presenciar la transformación de una comunidad de vecinos
amigables en una horda de racistas llenos de odio. Así pues, cuando entró en
la Universidad de Harvard su intención era estudiar Historia y Literatura
Europea para poder comprender las fuerzas sociales que habían causado
aquella malvada transformación de sus compatriotas.
Mientras estaba en Harvard, Kandel empezó a salir con una joven llamada
Anna Kris. Un día, ella lo presentó a sus padres, Ernst y Marianne Kris,
eminentes psicoanalistas que habían formado parte del círculo íntimo de
Freud en Viena, antes de emigrar a Estados Unidos. Cuando Ernst interrogó
al joven estudiante sobre sus objetivos académicos, él respondió que estaba
estudiando Historia para intentar comprender el antisemitismo. Ernst meneó
la cabeza y le dijo a Kandel que si deseaba entender la naturaleza humana, no
debía estudiar Historia: debía estudiar Psicoanálisis.
Por recomendación del padre de su amiga, Kandel leyó por primera vez a
Freud. Fue una auténtica revelación. Aunque al final perdió el contacto con
Anna, la influencia de su padre persistió durante mucho tiempo. Unos
cuarenta años más tarde, en su discurso de aceptación del Premio Nobel,
Kandel recordaba: «Me adherí a la idea de que el psicoanálisis ofrecía un
enfoque nuevo y fascinante —quizás el único posible— para comprender la
mente, incluida la naturaleza irracional de la motivación y la memoria
consciente e inconsciente.»
Tras graduarse en Harvard en 1952, Kandel entró en la Facultad de
Medicina de la Universidad de Nueva York con la intención de convertirse en
psicoanalista. Pero en su último año tomó una decisión que lo distinguió
claramente de la mayoría de aspirantes a «loquero»: decidió, en efecto, que
para comprender la teoría freudiana debía estudiar el cerebro. Por desgracia,
no había nadie en la Universidad de Nueva York dedicado a este tipo de
investigación. Así que durante un período optativo de seis meses, mientras la
mayoría de los estudiantes de Medicina rotaban por los distintos servicios
clínicos, Kandel se desplazó diariamente a las afueras de la ciudad para
dirigirse al laboratorio de Harry Grundfest, un experto neurobiólogo de la
Universidad de Columbia.
Kandel le había pedido a Grundfest que le dejara trabajar como ayudante
en su laboratorio. Grundfest le preguntó qué le interesaba estudiar. Él
respondió: «Quiero averiguar dónde se hallan el yo, el ello y el superyó.»
Grundfest apenas pudo contener la risa en el primer momento, pero luego le
dio a aquel joven y ambicioso estudiante un serio consejo: «Si quiere
entender el cerebro, tendrá que estudiarlo neurona a neurona.»
Kandel se pasó los siguientes seis meses en el laboratorio de Grundfest
aprendiendo a registrar la actividad eléctrica de neuronas individuales. Para
un aspirante a psiquiatra, se trataba de una actividad más bien peculiar y
discutible: como si un alumno de Economía pretendiera estudiar la teoría
económica aprendiendo cómo imprimía los billetes el Banco de Inglaterra.
Pero a medida que fue dominando el uso de los microelectrodos y los
osciloscopios, Kandel llegó a comprender que Grundfest tenía razón: estudiar
las células nerviosas era la vía regia para entender la conducta humana.
Para cuando dejó el laboratorio de Columbia, Kandel había llegado a la
convicción de que los secretos de la enfermedad mental se hallaban ocultos
en los circuitos neurales. Aun así, seguía manteniendo la creencia de que el
psicoanálisis ofrecía el mejor marco intelectual para comprender esos
secretos. En 1960, empezó su residencia psiquiátrica en el Centro de Salud
Mental Massachusetts, de filiación freudiana, donde se sometió a su propio
psicoanálisis. En 1965, Kandel se había convertido a decir verdad en una rara
avis: un psiquiatra psicoanalítico plenamente acreditado que poseía a la vez
una buena formación en las técnicas de investigación neurológica, es decir,
un psiquiatra psicodinámico y un psiquiatra biológico a la vez. ¿Qué tipo de
carrera profesional habría de seguir un joven médico con unos intereses tan
paradójicos en apariencia?
Kandel decidió estudiar la memoria, puesto que los conflictos neuróticos,
tan primordiales en la teoría freudiana de la enfermedad mental, se basaban
en recuerdos de experiencias emocionalmente cargadas. Si lograba entender
cómo funcionaban los recuerdos, pensaba, podría entender el mecanismo
fundamental que había detrás de la formación de los conflictos neuróticos que
constituían la base de la enfermedad mental. Pero en lugar de sondear los
recuerdos de los pacientes mediante la asociación libre, el análisis de los
sueños y la psicoterapia, Kandel se propuso como objetivo algo que ningún
psiquiatra había intentado nunca: aclarar la base biológica de la memoria.
Sus perspectivas distaban de ser alentadoras. A mediados de los años
sesenta, no se conocía prácticamente nada acerca de los mecanismos
celulares implicados en la memoria. El campo naciente de la neurociencia
difícilmente podía servir de orientación, pues aún no se había integrado en
una disciplina coherente. Ninguna facultad médica se jactaba de poseer un
departamento de esta materia, y la Sociedad de Neurociencia, la primera
organización profesional en este campo, no se fundó hasta 1969. Si Kandel
quería desentrañar los misterios neurológicos de la memoria, habría de
hacerlo por su propia cuenta.
Kandel suponía que la formación de los recuerdos debía radicar en ciertas
modificaciones de las conexiones sinápticas entre neuronas, pero no existía
aún ningún modo conocido de estudiar la actividad sináptica en los humanos.
Consideró la posibilidad de estudiar las sinapsis de las ratas, un animal de
laboratorio que solía utilizarse en los estudios de la conducta durante los años
sesenta; pero incluso el cerebro de la rata era demasiado sofisticado como
punto de partida. Kandel comprendió que necesitaba un organismo mucho
más simple: una criatura cuyo cerebro fuese menos complicado que el de la
rata, pero lo bastante grande todavía como para que él pudiera analizar los
procesos celulares y moleculares de sus neuronas. Tras una larga búsqueda,
finalmente dio con el animal perfecto: la babosa marina de California,
Aplysia californica.
Este molusco posee un sistema nervioso extremadamente simple
compuesto por solo 20.000 neuronas (una cantidad ínfima si se compara con
los cien mil millones del cerebro humano). Al mismo tiempo, el cuerpo
celular de las neuronas de la babosa marina es fácilmente visible y muy
grande para los estándares anatómicos: alrededor de un milímetro de
diámetro, frente a la décima de milímetro de las neuronas humanas. Si bien
los recuerdos de la babosa marina son obviamente muy diferentes de los
humanos, Kandel esperaba que estudiando a este pequeño invertebrado tal
vez pudiera descubrir los mecanismos fisiológicos mediante los cuales se
forman los recuerdos de cualquier animal. Su razonamiento se basaba en la
teoría de la conservación evolutiva. Puesto que la memoria era un proceso
biológicamente complejo y esencial para la vida, los mecanismos celulares
básicos de la memoria desarrollados en alguna especie arcaica debieron
conservarse con toda probabilidad en las neuronas de sus diversos
descendientes. Dicho de otro modo, Kandel conjeturó que los procesos
celulares de codificación de recuerdos eran los mismos para las babosas
marinas, las lagartijas, las ratas... y los humanos.
Kandel trabajó en su laboratorio de la Universidad de Nueva York,
sometiendo laboriosamente a las babosas marinas a una serie de
experimentos de aprendizaje condicionado del mismo género que los
realizados en su día por Ivan Pavlov para provocar la salivación en un perro.
Kandel se centró en reflejos simples, como el repliegue automático de la
agalla de la babosa cuando algo entraba en contacto con su sifón, y descubrió
que estos reflejos podían ser modificados por la experiencia. Por ejemplo,
después de tocar suavemente el sifón de la babosa, le aplicaba una descarga
eléctrica en la cola, lo cual hacía que replegara la agalla con mucha mayor
intensidad. Al final, la babosa replegaba con intensidad la agalla con solo
tocar su sifón suavemente, lo cual demostraba que la criatura sabía que ese
contacto anunciaba una descarga inminente; es decir, la babosa recordaba las
descargas anteriores.
Una vez que la viscosa criatura demostraba haber adquirido un nuevo
recuerdo, Kandel la diseccionaba y examinaba concienzudamente sus
neuronas para encontrar algún cambio estructural o químico que constituyera
la marca biológica de la memoria de la babosa. Probablemente era la primera
vez que un psiquiatra utilizaba a una criatura no humana para estudiar
funciones cerebrales emparentadas con actividades mentales humanas, un
método de investigación experimental que los científicos llaman «modelo
animal». Aunque los modelos animales eran corrientes desde hacía mucho en
otros campos de la medicina, los psiquiatras habían dado por supuesto que no
era posible remedar los estados mentales en apariencia exclusivamente
humanos en un animal; y menos todavía en un invertebrado primitivo.
La mayoría de psiquiatras prestaba escasa atención a la investigación de
Kandel, y aquellos que sí lo hacían la consideraban interesante, pero
intrascendente para la práctica clínica. ¿Qué podían tener que ver las babosas
marinas con la fijación oral de un sujeto de personalidad pasivo-dependiente,
o con la rigidez superyoica de un paciente obsesivo-compulsivo? ¿Cómo iba
a contribuir la identificación de los recuerdos de una babosa a resolver los
conflictos inconscientes o a comprender mejor la transferencia del paciente
hacia su terapeuta?
Pero Kandel perseveró. Tras años investigando las neuronas gigantes de
la Aplysia californica, hizo un profundo descubrimiento. Como Kandel me
explicó, «empecé a ver lo que sucede cuando produces un recuerdo a corto
plazo y, lo que es aún más interesante, cuando conviertes un recuerdo a corto
plazo en un recuerdo a largo plazo. La memoria a corto plazo implica
cambios transitorios en la activación de las conexiones entre las células
nerviosas. No hay cambios anatómicos. La memoria a largo plazo, por el
contrario, implica cambios estructurales duraderos debidos al crecimiento de
nuevas conexiones sinápticas. Al fin empezaba a comprender cómo cambia el
cerebro a causa de la experiencia». El descubrimiento de Kandel de los
mecanismos de la memoria a corto y largo plazo sigue siendo uno de los
pilares fundacionales de la neurociencia moderna.
Además de su trabajo revolucionario sobre la memoria, Kandel realizó
una impresionante serie de descubrimientos que ampliaron nuestro
conocimiento de los trastornos de ansiedad, la esquizofrenia, la adicción y el
envejecimiento. Por ejemplo, el laboratorio de Kandel aisló un gen llamado
RbAp48 que produce una proteína implicada en la formación de recuerdos en
el hipocampo. Kandel descubrió que este gen se expresa cada vez menos a
medida que envejecemos, lo que indicaba que los tratamientos que mantienen
o aumentan la actividad del gen podían tal vez reducir la pérdida de memoria
relacionada con la edad. Dado que nuestra esperanza de vida continúa
aumentando, el RbAp48 podría encerrar la clave para preservar nuestra
memoria en la época dorada y cada vez más prolongada de nuestra vejez.
La mayor contribución a la psiquiatría de Kandel, sin embargo, tal vez no
haya sido un descubrimiento neurobiológico en concreto, sino la influencia
acumulativa que su trabajo ha ejercido en la dirección de la psiquiatría.
Cuando los psiquiatras de la generación de los años setenta observaron los
efectos terapéuticos de los psicofármacos y conocieron las nuevas técnicas de
imagen cerebral, empezaron a sospechar que la enfermedad mental no se
reducía a la simple psicodinámica. El cerebro se aparecía como el cofre
todavía cerrado de un tesoro repleto de revelaciones y nuevas terapias. Pero
¿cómo acceder a los secretos de este órgano misterioso? Había muy poca
investigación psiquiátrica sobre el cerebro propiamente dicho, y menos aún
sobre los mecanismos celulares y moleculares del cerebro. Los escasos
investigadores dedicados al cerebro tendían a centrarse en funciones
relativamente manejables como la visión, la sensación y el movimiento. Muy
pocos tenían la audacia (o la insensatez) de abordar las funciones mentales
superiores que sustentan la conducta humana... y Eric Kandel fue el primero
de esos pocos.
Antes de Kandel, eran contados los investigadores psiquiátricos que
empleaban metodologías utilizadas habitualmente en otras áreas de la
investigación biomédica, y aquellos que lo hacían debían formarse en los
laboratorios de científicos no psiquiátricos, como hizo Eric Kandel. Él mostró
cómo podían estudiarse las funciones cerebrales a nivel celular y molecular
de un modo que sirviera para ampliar nuestra comprensión de los
mecanismos de la mente. A finales de los años setenta, Kandel se había
erigido en el modelo icónico del neurocientífico psiquiátrico, induciendo a
una nueva generación de jóvenes investigadores a incorporar la ciencia
cerebral a su propia actividad profesional.
Los psiquiatras Steven Hyman (ex director del Instituto Nacional de
Salud Mental y rector de Harvard) y Eric Nestler (jefe de Neurociencia en la
Facultad de Medicina Mount Sinai) pertenecen a la progenie intelectual de
Kandel. En 1993 publicaron un fecundo volumen titulado The Molecular
Foundations of Psychiatry [Los fundamentos moleculares de la Psiquiatría]
que transformó la visión que los psiquiatras tenían de su propia disciplina.
Inspirados por las tres décadas de investigación pionera de Kandel, Hyman y
Nestler describían cómo podían aplicarse los métodos básicos de la
neurociencia al estudio de la enfermedad mental.
Ken Davis (consejero delegado y decano del centro médico Mount Sinai)
fue otro de los primeros neurocientíficos psiquiátricos influenciado por
Kandel. Davis desarrolló tratamientos basados en la teoría colinérgica de la
enfermedad de Alzheimer, que condujo directamente al descubrimiento de los
fármacos más conocidos contra esta dolencia, incluidos el Aricept y el
Reminyl. Tom Insel (actual director del Instituto Nacional de Salud Mental)
decidió cambiar sobre la marcha su trayectoria como investigador y pasar de
la psiquiatría clínica a la neurociencia —un paso muy valiente, en esa época
— a causa de la influencia de las investigaciones visionarias de Kandel.
La generación siguiente de neurocientíficos abrió nuevas vías de acceso a
los misteriosos mecanismos cerebrales. Karl Deisseroth, un psiquiatra de
Stanford formado en biología molecular y biofísica, diseñó técnicas
tremendamente innovadoras (la optogenética y el método «clarity») para
elucidar la estructura y función del cerebro, que le han granjeado elogios
unánimes. Deisseroth es, en todos los sentidos, un heredero del legado de
Kandel: un psiquiatra clínico que sigue viendo pacientes, un neurocientífico
de talla mundial y el principal candidato a convertirse en el siguiente
psiquiatra que gana el Premio Nobel.

Eric Kandel, con sus nietas, en la ceremonia del Nobel en Estocolmo, Suecia, el 10 de diciembre de
2000. (Fotografía de Thomas Hökfelt, de la colección personal de Eric Kandel.)

El largo y solitario camino de Kandel en busca de los mecanismos de la


memoria le reportó finalmente un reconocimiento universal. En 1983, recibió
el premio Lasker de Ciencia Básica. En 1988, la Medalla Nacional de la
Ciencia. Y en 2000 obtuvo el máximo galardón para cualquier investigador:
el Premio Nobel de Fisiología y Medicina. Hoy en día, los jóvenes
psiquiatras dan por supuesta la investigación cerebral. Los doctores en
Medicina y Filosofía, formados a la vez como médicos y científicos, son
ahora tan comunes en psiquiatría como en cualquier otra disciplina médica. Y
si Kandel fue solo el segundo psiquiatra en recibir el Nobel (Julius Wagner-
Jauregg recibió el primero por su terapia de fiebre por malaria, y Moniz era
neurólogo), después de su carrera pionera no creo que tengamos que esperar
mucho para el tercero.

LA REFORMA DE LA PSICOTERAPIA

Mientras los avances radicales en psicofarmacología, imagen cerebral y


neurociencia reforzaban la psiquiatría biológica y promovían toda una
revolución cerebral, la ciencia de la psiquiatría psicodinámica se desarrollaba
de modo paralelo. La década de 1960 asistió a los primeros avances
significativos en lo que sigue siendo aún el principal sistema de tratamiento
psiquiátrico: la psicoterapia.
Desde que Freud estableció las normas básicas de la psicoterapia a
principios del siglo XX, el psicoanálisis había imperado en las consultas
psiquiátricas. Durante generaciones, la gente asoció una visita al «loquero»
con la idea de tenderse en un diván o un cómodo sillón y explicar todas las
minucias neuróticas de sus vidas en una sesión de una hora: un ritual
representado con frecuencia en las primeras películas de Woody Allen. Las
indiscutidas normas freudianas estipulaban que el médico se mantuviera
distante e impersonal; las expresiones de empatía o emoción estaban
prohibidas. Incluso en una época tan reciente como los años noventa, se
enseñaba a los psiquiatras a guardar las distancias y a responder las preguntas
con otras preguntas. Las fotos familiares, los diplomas y demás objetos
personales se mantenían fuera del despacho del «loquero» para sostener la
ilusión de un anonimato impenetrable.
El cambio llegó al fin a este tipo de psicoterapia anquilosada de la mano
de un psicoanalista decepcionado. Muchas de las impugnaciones más
radicales del psicoanálisis partieron de antiguos freudianos: el ex
psicoanalista Robert Spitzer suprimió la neurosis como diagnóstico
psiquiátrico en la década de 1970; el ex psicoanalista Nathan Kline se
convirtió en los años sesenta en pionero de los tratamientos con
psicofármacos; y en un gesto semejante al de Martín Lutero al clavar sus
noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg, el ex
psicoanalista Tim Beck cometió, también en los sesenta, una herejía
profesional al declarar que había otra forma de conseguir un cambio
terapéutico: a través de la psicoterapia, más que del psicoanálisis.
Aaron «Tim» Beck nació en Rhode Island en 1921, en el seno de una
familia de inmigrantes judíos rusos. Tras graduarse en la Facultad de
Medicina de la Universidad de Yale, Beck se convirtió en psiquiatra y adoptó
la teoría imperante en la época. En 1958, escribió a un colega: «He llegado a
la conclusión de que hay un sistema conceptual particularmente adecuado
para las necesidades del aspirante a médico: el psicoanálisis.»
Beck estaba tan absolutamente convencido de que la teoría psicoanalítica
representaba la forma correcta de entender la enfermedad mental que deseaba
demostrar a los escépticos que la investigación científica podía corroborar sus
postulados. En 1959, decidió llevar a cabo un experimento pensado para
validar una teoría psicoanalítica de la depresión conocida como «hostilidad
invertida». Esta teoría sostenía que una persona aquejada de depresión estaba
llena de ira contra alguien (uno de los padres, con frecuencia), pero que
reorientaba inconscientemente esa ira contra sí misma. Imaginen, por
ejemplo, que su pareja les abandona por otra persona más atractiva: la teoría
de la hostilidad invertida sostenía que, en vez de expresar la rabia contra su
ex, ustedes dirían de puertas afuera que su pareja no había hecho nada malo,
pero por dentro sentirían ira contra sí mismos por haberla impulsado a
abandonarle, lo cual se manifestaría con una sensación de parálisis y tristeza.
Una de las predicciones de la teoría de la hostilidad invertida era que los
individuos deprimidos se sentían mejor consigo mismos tras un fracaso y, en
cambio, se sentían peor tras un éxito. Esta enrevesada lógica se basaba en la
idea de que el sujeto deprimido, al sentir ira contra sí mismo (la «hostilidad
invertida»), no creía merecer ningún éxito y deseaba castigarse, y, por tanto,
sentía satisfacción cuando el objeto de su hostilidad (él mismo) fracasaba en
una tarea. Beck diseñó una prueba manipulada de clasificación de cartas para
controlar si los sujetos tenían éxito o no, y poder medir después su
autoestima. Para su sorpresa, los resultados mostraron justamente lo contrario
de lo que esperaba: los individuos deprimidos, cuando se les permitía tener
éxito en la clasificación de las cartas, se sentían mucho mejor; en cambio,
cuando se les hacía fallar, se sentían peor. «A partir de ahí, empecé a
sospechar que la teoría entera era errónea», dice Beck.
Con sus anteojeras freudianas cuestionadas, Beck empezó a observar
atentamente el estado cognitivo de sus pacientes deprimidos. «La teoría
psicoanalítica sostenía que las personas deprimidas debían tener una gran
agresividad en sus sueños debido a la hostilidad invertida. Pero cuando
estudiabas el contenido de sus sueños, observabas que había en ellos menos
hostilidad que en los sueños de las personas normales», explica Beck. En
cambio, advirtió que sus pacientes depresivos experimentaban un flujo de
pensamientos distorsionados que parecían surgir espontáneamente. Estos
«pensamientos automáticos», como los llamó Beck, no tenían nada que ver
con la ira, sino que reflejaban «ideas ilógicas sobre sí mismos y sobre el
mundo en el que vivían». Una mujer de mediana edad atractiva y eficiente
podía describirse repetidamente a sí misma como una persona incompetente.
Beck creía que este negativismo le generaba una inquietud y una tristeza
constantes, y la había llevado al fin a estar deprimida. Esto constituía una
revisión radical de la concepción psiquiátrica de la depresión: en lugar de
caracterizar la depresión como un trastorno de ira, lo clasificó como un
trastorno cognitivo.
Redefinir la naturaleza de la depresión ya era en sí mismo un gesto que le
habría valido a Beck la excomunión de Sigmund Freud, si este hubiera estado
vivo. Pero él hizo aún otro descubrimiento herético: cuando dejó de intentar
que los pacientes entendieran sus soterrados conflictos neuróticos y empezó a
emplear la psicoterapia para ayudarles a corregir sus pensamientos ilógicos y
cambiar sus percepciones negativas, observó que ellos se sentían más
contentos y más productivos. Y lo que era aún más asombroso, estas mejoras
psíquicas se producían a un ritmo mucho más rápido que con el psicoanálisis:
en cuestión de semanas, y no de meses o años.
Le pedí a Beck que me explicara la sensación cuando observó por primera
vez los rápidos efectos de su nueva técnica: «Los pacientes hacían diez o
doce sesiones y decían: “Fantástico, me ha ayudado mucho, gracias. Ya estoy
en condiciones de arreglármelas por mi cuenta. ¡Adiós!” Mi lista de pacientes
descendió a cero porque todo el mundo se recuperaba tan rápidamente. Mi
jefe de departamento observó que todos mis pacientes se marchaban y me
dijo: “Así no te va a ir bien en la práctica privada. ¿Por qué no pruebas otra
cosa?”»
En vez de seguir el consejo de su jefe, Beck formalizó su técnica en un
método inusitado de psicoterapia que ayudaba a los pacientes a tomar
conciencia de sus pensamientos distorsionados y les enseñaba a
cuestionarlos. Beck llamó a este método «terapia cognitivo-conductual»
(TCC). He aquí la transcripción abreviada de una conversación (extraída del
libro Cognitive-Behavioral Therapy for Adult Attention Deficit Hyperactivity
Disorder [Terapia cognitivo-conductual del trastorno de déficit de atención
con hiperactividad en adultos]) entre un terapeuta cognitivo-conductual (T) y
un paciente con el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (P) que
teme inscribirse en una clase necesaria para su actividad profesional por las
cosas que el TDAH podría impulsarle a hacer.

T: ¿Qué pensamientos le provoca el curso de Reanimación


Cardiopulmonar (RCP)?
P: Ya hice un curso de RCP hace tiempo y, al final, me costaba mucho
prestar atención. Me preocuparía cometer errores, sobre todo cuando
estuviera en grupo con los demás.
T: ¿Puede describir este temor con más detalle? ¿Qué es
concretamente lo que le hace sentirse así?
P: Toda esa gente serán compañeros míos, personas con las que
trabajaré y me relacionaré. Me preocuparía meter la pata delante de ellos.
T: ¿Y cuál sería la consecuencia?
P: Tendríamos que volver a empezar desde el principio y pasar otra
vez la prueba por mi culpa, y yo estaría retrasando a toda la clase.
T: ¿Recuerda haber tenido otras experiencias en su vida en las que
esos temores que ha descrito —cometer errores delante de los demás o
retrasar a todo un grupo— se hubieran materializado realmente?
P: No lo sé. Ha ocurrido muchas veces, pero he conseguido evitar
grandes bochornos. En un curso de RCP cometí un error durante uno de
los ejercicios en equipo. Estaba cansado y perdí la concentración.
T: Al darse cuenta de que había cometido un error, ¿qué pensamientos
le vinieron a la cabeza?
P: «¿Qué pasa conmigo? ¿Por qué no puedo hacerlo bien?»
T: De acuerdo. Así que hubo una situación en su pasado que es
parecida a lo que usted teme que podría suceder en un curso de RCP más
largo. Reconocer que cometió un error no es un pensamiento
distorsionado. En ese caso era un pensamiento acertado: usted cometió un
error. Sin embargo, parece como si las conclusiones que sacó —la idea de
que tenía algún problema— sí que eran pensamientos distorsionados.
¿Cuál fue la reacción de sus compañeros de equipo cuando tuvo que
rehacer la secuencia de RCP?
P: Nadie se rio, pero noté por sus caras que estaban contrariados y
enfadados conmigo.
T: ¿Qué vio en sus caras que demostrara que estaban enfadados?
P: Una mujer puso los ojos en blanco.
T: ¿Cuánto tiempo cree que estuvo pensando esa mujer en su error,
una vez terminado el curso? ¿Cree que al llegar a casa le dijo a su familia:
“No os vais a creer lo que ha pasado hoy en la clase de CPR; ese tipo ha
cometido un error durante la prueba final”?
P: (Riendo) No. Seguramente no se detuvo mucho en ello.

Observen cómo escucha el terapeuta con atención lo que dice el paciente


y cómo responde inmediatamente a cada una de sus afirmaciones. El
terapeuta habla incluso más que el paciente: un pecado mortal para el
psicoanálisis. Freud enseñó a los psiquiatras a adoptar una actitud distante e
impersonal; en cambio, el terapeuta en este diálogo está implicado
activamente y apoya al paciente, incluso imprime un poco de humor a sus
intervenciones. Pero las diferencias entre la TCC de Beck y el psicoanálisis
eran todavía más profundas.
Mientras que el psicoanálisis trataba de sacar a la luz impulsos
profundamente enterrados en el inconsciente, Beck estaba interesado en los
pensamientos que surgían una y otra vez en la percepción consciente.
Mientras que el psicoanálisis pretendía destapar los motivos históricos
ocultos tras las emociones problemáticas, Beck escrutaba la experiencia
inmediata de las emociones del paciente. Mientras que el psicoanálisis era
pesimista en último término, pues consideraba los conflictos neuróticos como
el precio por vivir en sociedad, Beck mantenía el optimismo y pensaba que si
la gente estaba dispuesta a afrontar sus problemas, podía eliminar sus
inclinaciones neuróticas.
La TCC tuvo un efecto vigorizante y liberador en el campo de la
psiquiatría. A diferencia del psicoanálisis, que ponía limitaciones a la
conducta del terapeuta y era un proceso indefinido, posiblemente destinado a
prolongarse durante años, la TCC tenía una serie definida de normas para los
terapeutas, constaba de un número finito de sesiones y establecía unos
objetivos concretos. La eficacia terapéutica de la TCC quedó enseguida
validada en experimentos controlados que comparaban la eficacia de esta
técnica con la de un placebo y con la de distintas formas de psicoanálisis en
casos de depresión, lo cual convertía a la TCC en la primera psicoterapia
basada en datos empíricos: un tipo de psicoterapia que demostraba funcionar
en un experimento de doble ciego. Desde entonces, numerosos estudios han
validado la eficacia de la TCC como tratamiento para muchos trastornos
mentales, incluidos los trastornos de ansiedad, el trastorno obsesivo-
compulsivo y el TDAH.
El inesperado éxito de la TCC abrió la puerta a otros tipos de psicoterapia
basados en datos empíricos, que mostraban que era posible tratar a los
pacientes de forma más rápida y eficaz que el psicoanálisis tradicional. En los
años setenta, dos miembros de la Facultad de Yale crearon la «psicoterapia
interpersonal», un tipo de terapia para depresivos que anima a los pacientes a
retomar el control de su estado de ánimo y de su vida. Más tarde, a finales de
los ochenta, surgió la terapia dialéctica conductual, una forma de psicoterapia
específica para pacientes con trastorno límite de la personalidad, creada por
una psicóloga que sufría ella misma este trastorno. En 1991, dos psicólogos
introdujeron la entrevista motivacional, una técnica psicoterapéutica para
tratar la adicción que fomenta la motivación.
La decisión de Beck de aventurarse más allá de los rígidos preceptos del
psicoanálisis para explorar la verdadera naturaleza de la depresión neurótica
mediante la experimentación le permitió crear una forma única de
psicoterapia que ha mejorado la vida de millones de pacientes. De este modo
demostró, además, que la ciencia rigurosa no era un ámbito exclusivo de los
psiquiatras biológicos, sino que también los psiquiatras psicodinámicos
podían emplearla con efectos espectaculares.

DEMASIADAS COPIAS (O DEMASIADO POCAS) DE UN GEN

A mediados de los años ochenta, la psiquiatría estaba empleando formas


de psicoterapia más eficaces, psicofármacos más eficaces y sistemas de
imagen cerebral más eficaces. El campo de la neurociencia iba cobrando
impulso rápidamente. Entre los psiquiatras ganaba aceptación la idea de que
las personas con enfermedades mentales tenían algún defecto en el cerebro,
en especial en el caso de las dolencias graves que antes requerían la reclusión
del paciente, como la esquizofrenia, el trastorno bipolar, el autismo y la
depresión. Ahora bien, si existía un defecto en tu cerebro mentalmente
enfermo, ¿de dónde procedía? ¿Nacías con él?, ¿o lo generaban tus
experiencias vitales? La respuesta resultó ser muy distinta de lo esperado.
La relación entre los genes y la enfermedad mental no interesaba a los
freudianos (que subrayaban el papel de las experiencias infantiles) ni a los
psiquiatras sociales (que subrayaban el papel de la familia y del entorno).
Pero a principios de los años sesenta, un médico y científico llamado
Seymour Kety decidió investigar la base genética de la enfermedad mental,
inspirándose en la obra del psiquiatra alemán Franz Kallman. Desde hacía
siglos se sabía que la enfermedad mental solía ser cosa de familia. Pero las
familias tienen muchos elementos en común, como el nivel de riqueza, la
religión o los modales, que no son genéticos, sino que proceden de un mismo
entorno cultural. La primera pregunta que Kety trató de responder resultaba
bastante directa: ¿la esquizofrenia está causada ante todo por los genes o por
el entorno?
Estudiando los registros de salud daneses, Kety descubrió que el índice de
esquizofrenia entre la población general era de un uno por ciento
aproximadamente, mientras que el índice entre los individuos con al menos
un miembro de la familia esquizofrénico era del diez por ciento. Sus datos
revelaban también que si tu padre y tu madre sufrían esquizofrenia, entonces
tenías el cincuenta por ciento de posibilidades de desarrollar tú mismo la
enfermedad. De modo similar, si tenías un hermano gemelo con
esquizofrenia, tus posibilidades de ser esquizofrénico eran del cincuenta por
ciento; pero si tenías un hermano mellizo con esquizofrenia, entonces tus
posibilidades eran solo del diez por ciento. Parecía, pues, que cuantos más
genes tuvieras en común con un esquizofrénico, más probable resultaba que
desarrollaras la enfermedad. Pero obviamente la correlación no era perfecta.
Al fin y al cabo, los gemelos idénticos comparten el cien por cien de los
genes; por lo tanto, si había un «gen esquizofrénico» en un gemelo, también
debía encontrarse en el otro.
Citando este hecho, muchos críticos tomaron los hallazgos de Kety como
una prueba contundente de que la esquizofrenia era ante todo de origen
ambiental, pues argumentaban que la mayor incidencia de esquizofrenia en
las familias con al menos un miembro esquizofrénico se debía a un entorno
doméstico malsano, y no a ningún factor genético. Para resolver la cuestión
de la base genética de la esquizofrenia, Kety acometió un nuevo estudio.
Identificó a individuos con esquizofrenia que habían sido adoptados al nacer
y examinó los índices de esquizofrenia entre sus parientes tanto adoptivos
como biológicos. Encontró índices más elevados de esquizofrenia entre los
parientes biológicos, pero no entre las familias adoptivas. También descubrió
que los niños nacidos de una madre esquizofrénica, pero criados por una
familia adoptiva, desarrollaban esquizofrenia con los mismos porcentajes que
los niños criados por la madre biológica esquizofrénica. Estos hallazgos
demostraban que la esquizofrenia se debía al menos parcialmente a la propia
dotación genética, y no solo a factores ambientales como la «madre de doble
vínculo» o la pobreza.
Rápidamente se llevaron a cabo estudios similares que indicaban que el
autismo, la esquizofrenia y el trastorno bipolar presentaban los mayores
índices de heredabilidad entre todas las enfermedades mentales, mientras que
las fobias, los trastornos alimentarios y los trastornos de la personalidad
presentaban los índices más bajos. No obstante, aunque los estudios
epidemiológicos realizados por Kety y otros investigadores parecían
demostrar una predisposición a la enfermedad mental que podía heredarse,
los hallazgos aportados planteaban una serie de enigmas genéticos. Para
empezar, ni tan siquiera los gemelos monocigóticos —individuos con una
dotación genética idéntica— desarrollaban siempre la misma enfermedad
mental. Para complicar aún más la cuestión, a veces la esquizofrenia se
saltaba generaciones enteras para reaparecer más adelante en el árbol
genealógico. Y a veces la esquizofrenia aparecía en individuos sin ningún
antecedente familiar. Todo esto era cierto también en el caso de la depresión
y el trastorno bipolar.
Otro enigma lo planteaba el hecho de que los individuos con
esquizofrenia o autismo tenían menos probabilidades de establecer una
relación sentimental, casarse y tener hijos que las personas sin enfermedad
mental; sin embargo, la frecuencia de ambos trastornos en la población se
mantenía relativamente constante o aumentaba con el tiempo. A medida que
el papel de la genética cobraba importancia durante los años ochenta en la
investigación biomédica, los psiquiatras se convencieron de que estos
extraños patrones hereditarios quedarían explicados cuando los científicos
descubrieran el proverbial caldero de oro al final del arcoíris genético: es
decir, el gen específico (o la mutación genética) que causara cada enfermedad
mental.
Con el fervor de una auténtica fiebre del oro, los psiquiatras se lanzaron a
buscar genes de la enfermedad mental en poblaciones aisladas
geográficamente o colonias cerradas, como el grupo de los amish, o los
pueblos aborígenes de Escandinavia, Islandia y Sudáfrica. El primer informe
de un gen de la enfermedad mental lo presentó en 1988 un grupo de
científicos británicos dirigido por el genetista Hugh Gurling. El equipo de
Gurling afirmaba haber «encontrado la primera prueba concreta de una base
genética de la esquizofrenia» radicada en el cromosoma número 5. Pero el
gen de Gurling resultó ser una falsa veta de oro. Otros científicos no pudieron
reproducir su hallazgo en el ADN de otros pacientes esquizofrénicos. Este
revés habría de convertirse en un fenómeno recurrente y profundamente
frustrante en la psiquiatría genética.
En la década de 1990, los investigadores habían logrado identificar genes
específicos que causaban enfermedades como la fibrosis quística, la
enfermedad de Huntington y el síndrome de Rett, pero los investigadores
psiquiátricos eran incapaces de señalar ningún gen asociado a ninguna
enfermedad mental. Los psiquiatras empezaban a tener una desagradable
sensación de déjà-vu: más de un siglo antes, empleando la tecnología más
avanzada de la época (el microscopio), los psiquiatras biológicos no habían
sido capaces de identificar ninguna base anatómica evidente de la enfermedad
mental, aun cuando estaban seguros de que debía existir en alguna parte. Y
ahora parecía estar ocurriendo lo mismo con la genética.
Pero en 2003 ocurrieron dos de esos hechos que cambian radicalmente las
reglas del juego. Primero, el Proyecto Genoma Humano terminó de trazar el
mapa entero de los genes cifrados en el ADN humano. Y a continuación se
produjo la invención de una asombrosa técnica genética llamada «análisis de
microarreglos de oligonucleótidos de representación» (ROMA). Antes del
ROMA, los genetistas moleculares analizaban los genes a base de determinar
la secuencia de nucleótidos de un gen dado para ver si faltaba o estaba fuera
de lugar algún nucleótido (lo que se conocían como polimorfismos de
nucleótido simple, o SNP). El ROMA, en cambio, escaneaba de una vez el
genoma entero de una persona y tabulaba el número de copias de un gen
específico, mostrando si esa persona tenía demasiadas copias del gen o
demasiado pocas.
Michael Wigler, un biólogo que trabajaba en el laboratorio Cold Spring
Harbor, inventó el ROMA como un método para estudiar el cáncer. Pero
enseguida se dio cuenta de sus posibilidades para comprender la enfermedad
mental, y, con la ayuda del genetista Jonathan Sebat, empezó a aplicar el
sistema ROMA al ADN de pacientes con autismo, esquizofrenia y trastorno
bipolar. Antes del ROMA, la pregunta que se hacían los genetistas era: ¿Qué
genes específicos causan la enfermedad mental? Pero el ROMA replanteó la
cuestión así: ¿Es posible que demasiadas copias (o demasiado pocas) de un
gen sano provoquen la enfermedad mental?
Empleando el sistema ROMA, Wigler y Sebat pudieron examinar un
amplio abanico de genes de pacientes mentales y compararlos con los genes
de personas normales. Se centraban en genes que producían proteínas
esenciales para un sano funcionamiento del cerebro; por ejemplo, el gen que
producía una proteína que formaba parte del receptor de un neurotransmisor o
que dirigía la formación de conexiones neurales. Sus investigaciones dieron
resultado casi de inmediato. Descubrieron, en efecto, que los pacientes
mentales poseían en su ADN los mismos genes relacionados con el cerebro
que las personas mentalmente sanas, pero que tenían o bien más copias, o
bien menos copias de dichos genes que las personas sanas. Wigler había
descubierto el «efecto Ricitos de Oro»1 del genoma: para tener un cerebro
sano, no solo necesitabas el tipo correcto de genes, sino el número correcto
de esos genes: ni demasiados, ni demasiado pocos.
La nueva metodología de Wigler sacó a la luz otros hallazgos
inesperados. Aunque la mayoría de las mutaciones genéticas del ADN de los
pacientes con autismo, esquizofrenia y trastorno bipolar eran específicas de
cada enfermedad, algunas mutaciones genéticas aparecían en dos o más
trastornos, lo cual indicaba que algunos trastornos mentales claramente
distintos tenían ciertos factores genéticos en común. La investigación con
ROMA también ofreció una explicación posible de la naturaleza esporádica
de la enfermedad mental en el seno de una familia, que hacía que la dolencia
pudiera saltarse generaciones enteras o que solo apareciera en ocasiones en
uno de los gemelos idénticos. En efecto: aunque un gen concreto relacionado
con el cerebro podía transmitirse a los descendientes (o presentarse en ambos
gemelos), el número de copias de dicho gen podía variar. A veces, las copias
de un gen eran creadas o borradas espontáneamente en el interior del ADN
del esperma o de los óvulos. Por tanto, aun cuando los gemelos compartían al
cien por cien los mismos tipos de genes, no compartían al cien por cien el
mismo número de copias de esos genes.
Los hallazgos de Wigler ofrecían también una explicación del motivo por
el que los hombres y las mujeres mayores son más propensos a tener hijos
con dolencias como el autismo o el síndrome de Down. Las células de sus
óvulos y sus espermatozoos se han estado dividiendo y replicando
genéticamente mucho más tiempo que las de los padres jóvenes, y, por lo
tanto, tienen más probabilidades de introducir un número excesivo o escaso
de copias de sus genes en el ADN de sus hijos, pues los errores de replicación
genética se acumulan con el tiempo y la incidencia de esos errores es más
elevada que la de una mutación capaz de generar un nuevo gen.
A medida que la psiquiatría progresaba durante la primera década del
siglo XXI, impulsada por las tecnologías emergentes de imagen cerebral, la
neurociencia y la genética, así como por la proliferación de los nuevos
avances en farmacología y psicoterapia, el campo en tiempos estancado de
nuestra profesión empezó a mostrar todos los signos de un rejuvenecimiento
intelectual.

UN NUEVO TIPO DE PSIQUIATRÍA

Cuando visité a Jenn por primera vez en 2005, los médicos no lograban
comprender qué le ocurría exactamente. Jenn, una joven de veintiséis años,
era de una familia adinerada y había disfrutado de una educación
privilegiada. Había estudiado en una escuela privada de Manhattan y luego
en una universidad de Humanidades de Massachusetts, que fue donde su
comportamiento empezó a volverse problemático.
Durante su penúltimo año, Jenn se volvió suspicaz y recelosa, y dejó de
relacionarse con sus amigos. Empezó a mostrar cambios de humor extremos.
Podía ser amigable y simpática un día, e irascible y desagradable al siguiente
y, a la menor provocación, soltaba insultos sarcásticos. Al final, su hostilidad
e irascibilidad se volvieron tan conflictivas que la universidad rogó a sus
padres que la enviaran a un psiquiatra. Ellos obedecieron y la llevaron a un
destacado centro psiquiátrico del noreste, donde la ingresaron de inmediato.
Pero, cuando le dieron el alta, Jenn no se presentó a las citas de seguimiento
estipuladas ni tomó la medicación prescrita. Recayó repetidas veces, lo que
provocó múltiples hospitalizaciones; y a cada recaída, empeoraba. Lo que
volvía todavía más desesperante su situación era que, cada vez que la
ingresaban, los médicos parecían atribuirle un diagnóstico distinto; entre
otros, esquizofrenia, trastorno esquizoafectivo y trastorno bipolar.
A mí me consultaron sobre su caso cuando la trajeron al hospital
Presbiteriano de Nueva York y centro médico de la Universidad de
Columbia, tras un violento incidente con su madre, provocado por la creencia
de Jenn de que esta quería impedirle que se viera con su novio. Cuando yo la
evalué, su aspecto era desaliñado, y su pensamiento, incoherente. Había
dejado la universidad hacía cinco años, no tenía trabajo y vivía en la casa de
sus padres. Manifestó repetidamente su convencimiento de que una amiga
quería robarle el novio, y me explicó que si ella y su novio querían seguir
juntos debían huir de inmediato a Nuevo México.
Tras hablar con la familia de Jenn, me enteré de que en realidad el objeto
de su amor no tenía ningún interés por ella. El joven, de hecho, había llamado
a la madre de Jenn para quejarse de que estaba acosándolo y amenazando a
su novia real. Cuando la madre trató de explicarle esto a su hija, ella se
enfureció y la derribó de un golpe, lo que motivó su hospitalización.
Durante nuestra conversación, Jenn parecía ausente y distraída, una
actitud que suele asociarse con la esquizofrenia, pero también con otras
dolencias. Sus falsas creencias no eran delirios sistemáticos; solo reflejaban
apreciaciones poco realistas de sus relaciones con los demás. Exhibía una
amplia variedad de emociones, y sus sentimientos eran a menudo extremados
y erráticos, mientras que lo característico en los esquizofrénicos es mostrar
emociones limitadas y apagadas.
Aunque el diagnóstico que le asignaron en su ingreso era de
esquizofrenia, mi intuición clínica me decía que allí había algo más. La
intuición, no obstante, debe apoyarse en pruebas, así que empecé a reunir más
datos. Cuando interrogué a los padres de Jenn sobre su historial médico, no
apareció gran cosa, salvo un hecho. Su madre me contó que Jenn había
nacido prematuramente y con un parto de nalgas. Eso solo no habría
justificado su extraño comportamiento, pero el parto de nalgas y otros tipos
de trauma durante el embarazo y el parto se relacionan con una incidencia
más alta de problemas de desarrollo neuronal. Un parto traumático puede
producir complicaciones en el cerebro del bebé, como falta de oxígeno,
compresión o hemorragia. Además, a causa de una incompatibilidad de tipos
de Rh sanguíneo entre ella y su madre, Jenn nació con anemia y requirió una
transfusión inmediata. Como consecuencia, presentó unos bajos resultados en
el test de Apgar (las calificaciones que los pediatras dan a los recién nacidos
para resumir su estado físico general), lo que indicaba algún tipo de
sufrimiento fetal, y la mantuvieron una semana en una unidad neonatal de
cuidados intensivos antes enviarla a casa.
Le hice algunas preguntas adicionales a Jenn sobre su vida y sus
actividades. Ella respondía de un modo mecánico, con respuestas breves, y
parecía confusa ante las preguntas. Presentaba también una concentración
limitada y una memoria escasa. Estos marcados deterioros cognitivos no
encajaban con los que suelen darse en los pacientes esquizofrénicos, que no
parecen tanto confusos y olvidadizos como ensimismados y distraídos, u
obsesionados con estímulos imaginarios. Empecé a preguntarme si la
irritabilidad y la rara conducta de Jenn habrían sido provocadas por su
entorno más que por sus genes.
Le pregunté si bebía y consumía drogas. Al fin, ella reconoció que había
consumido marihuana desde los catorce y cocaína desde los dieciséis, y que
en la universidad fumaba porros y esnifaba coca casi todos los días. En mi
mente empezó a perfilarse una hipótesis. Sospechaba que Jenn había sufrido
un leve daño cerebral por el trauma del parto que le había causado un déficit
neurocognitivo; y que ese déficit se había visto exacerbado durante la
adolescencia por el consumo abusivo de drogas, generando aquellas
conductas casi psicóticas. Una prueba que apoyaba esta hipótesis era el hecho
de que los fármacos antipsicóticos que le habían recetado previamente no
habían tenido mucho efecto en su estado.
Solicité varios análisis que habrían de contribuir a evaluar mi hipótesis.
Los resultados de las pruebas neuropsicológicas revelaron una discrepancia
significativa entre su capacidad verbal y sus funciones ejecutivas. En la
esquizofrenia los resultados verbales y ejecutivos tienden a ser similares,
aunque resulten inferiores a la media de la población. Los resultados de las
funciones ejecutivas se consideran más sensibles a la disfunción cerebral que
los verbales, y el hecho de que los resultados ejecutivos de Jenn fueran
considerablemente inferiores que los verbales indicaba que sufría algún tipo
de deterioro cognitivo adquirido. La IRM mostró un agrandamiento
marcadamente asimétrico de los ventrículos laterales y del espacio
subaracnoideo, una asimetría asociada con más frecuencia a un traumatismo
o un accidente vascular (como un derrame) que a una enfermedad mental (en
la esquizofrenia el agrandamiento ventricular es más simétrico). La asistente
social que me ayudaba elaboró un exhaustivo árbol genealógico con la
información aportada por los padres, que mostraba una ausencia total de
antecedentes de enfermedad mental en la familia. El único problema afín
observado entre los parientes biológicos directos era el consumo de drogas en
algunos hermanos y primos.
Ahora sí me sentí seguro de que su patología se debía a una lesión del
desarrollo neurológico y a la toxicidad de las drogas. Sus anteriores
diagnósticos de esquizofrenia, trastorno psicoafectivo y trastorno bipolar
habían constituido hipótesis razonables, pues en realidad Jenn sufría una
«fenocopia» de enfermedad mental, es decir, presentaba síntomas que
remedaban un trastorno definido por el DSM sin sufrir el trastorno en sí.
Si Jenn hubiera sido ingresada en un pabellón psiquiátrico hace treinta
años, cuando yo empecé a formarme, habría permanecido largo tiempo en
una institución mental y casi con toda seguridad habría recibido una
medicación antipsicótica muy fuerte que la habría dejado prácticamente
incapacitada. O habría sido sometida a meses o años de terapia psicoanalítica
para explorar su infancia y su tensa relación con su madre.
Pero en el mundo de la psiquiatría actual Jenn fue dada de alta del
hospital rápidamente y recibió un tratamiento intensivo de drogodependencia,
así como terapia de rehabilitación social y cognitiva y una pequeña dosis de
medicación para estabilizarla durante el curso del tratamiento. Su calidad de
vida mejoró gradualmente y, hoy en día, está centrada y ocupada, y expresa
su gratitud por la ayuda que recibió para darle un vuelco radical a su vida. Y
aunque no viva por su cuenta, ni goce de éxito profesional, ni se haya casado
y tenido hijos, trabaja a tiempo parcial, vive tranquilamente con su madre y
ha desarrollado relaciones sociales estables.
La modesta recuperación de Jenny —un simple ejemplo entre un número
creciente de historias exitosas— ilustra cómo ha cambiado la psiquiatría
clínica gracias a la revolución del cerebro y a la infinidad de avances
científicos de las últimas décadas. Sin embargo, hubo un último adelanto
trascendental en los anales de la psiquiatría que contribuyó a darle su rostro
actual a nuestra profesión: un adelanto que tal vez sea el descubrimiento
menos valorado y más subestimado de todos.
1. Principio inspirado en el cuento infantil Los tres ositos, que postula el término medio como punto
ideal y que se emplea en diferentes disciplinas científicas.
8
Corazón de soldado: el misterio del trauma
No queremos que ningún maldito psiquiatra ponga enfermos a nuestros
chicos.
GENERAL JOHN SMITH, 1944

La psiquiatría militar es a la psiquiatría lo que la música militar es a la


música.
DOCTOR CHAIM SHATAN

LA ANGUSTIA DEL AIRE ACONDICIONADO

En 1972, yo estaba viviendo en Washington D. C., en una desvencijada


casa de piedra rojiza situada cerca de Dupont Circle, entonces un barrio
dudoso. Una mañana, cuando iba a salir hacia mi clase de Fisiología en la
Universidad George Washington, sonó un fuerte golpe en la puerta de mi
apartamento. Abrí y me encontré con dos jóvenes que me miraban fijamente
con unos intensos ojos negros. Los reconocí en el acto: eran los matones del
barrio que solían merodear por la calle.
Sin una palabra, me empujaron hacia dentro. El más alto me apuntó con
una enorme pistola negra.
—¡Danos todo tu dinero! —rugió.
Mi cerebro se quedó paralizado, como un ordenador que tropieza con un
archivo demasiado grande para abrirlo.
—¡He dicho que dónde está el maldito dinero! —me gritó, poniéndome el
cañón de la pistola en la frente.
—No tengo nada —tartamudeé.
Respuesta equivocada. El más bajo me dio un puñetazo en la cara. El alto
me golpeó con la pistola en un lado de la cabeza. Me arrojaron sobre una
silla. El bajo empezó a hurgar en mis bolsillos mientras el otro entraba en mi
habitación y empezaba a sacar los cajones de un tirón y a registrar los
armarios. Tras unos minutos de búsqueda, se pusieron a despotricar con
frustración; aparte del televisor, de un estéreo y de treinta dólares que llevaba
en la cartera, no encontraban nada de valor... Pero no habían mirado en mi
tocador.
Oculto en el cajón superior, bajo un montón de ropa interior, había un
joyero con el reloj Patek Philippe de mi abuelo. No podía perderlo. Me lo
había dado antes de morir como regalo para su primer nieto, y era mi
posesión más preciada.
—¿Qué más tienes? ¡Sabemos que tienes más cosas! —gritó el alto,
blandiendo la pistola ante mi rostro.
Entonces ocurrió algo curioso. Mi temor y mi agitación se disiparon
bruscamente. Mi mente pasó a estar tranquila y despierta; incluso
ultradespierta. El tiempo pareció ralentizarse. En mi cabeza aparecían
pensamientos nítidos, como órdenes emitidas desde una torre de control:
«Obedece. Haz lo que tienes que hacer para evitar que te disparen.» De algún
modo, creía que si conseguía mantener la calma, saldría vivo. Y salvaría
también el reloj.
—No tenga nada —dije tranquilamente—. Llevaos lo que queráis, pero
solo soy un estudiante. No tengo nada.
—¿Y tu compañero de habitación? —ladró el atracador, señalando la otra
habitación. Mi compañero, un estudiante de Derecho, se había ido a clase.
—No creo que tenga gran cosa, pero lleváoslo todo... todo lo que queráis.
El más alto me miró perplejo y me dio unos golpecitos en el hombro con
la pistola, como si estuviera pensando. Los dos se miraron. Uno de ellos me
arrancó de golpe la cadena de oro del cuello y luego cargaron con el televisor,
el estéreo y la radio-despertador, y salieron como si tal cosa por la puerta.
En aquel entonces, ese atraco constituía la experiencia más espeluznante
de mi vida. Habría sido de esperar que me dejara conmocionado, que me
provocara pesadillas o me impulsara a obsesionarme con mi seguridad
personal. Sorprendentemente, no fue así. Después de presentar una denuncia
inútil en la policía, reemplacé los electrodomésticos y seguí con mi vida. No
me trasladé a otro barrio. No tuve pesadillas. No pensaba en el atraco. Si
sonaba un golpe en la puerta, me levantaba a abrir. Ni siquiera me estremecí
cuando, meses después, de camino a casa, vi a uno de los matones en la calle.
Para ser sincero, ya no recuerdo muy bien los detalles del robo; desde luego,
no los recuerdo mejor que los de La aventura del Poseidón, una película
emocionante pero vulgar que vi aquel mismo año. Aunque creo que la pistola
era grande y negra, bien podría haber sido un pequeño revólver metálico.
Para mi mente juvenil, toda aquella experiencia terminó pareciendo casi
emocionante: una aventura que había sobrellevado con valentía.
Doce años más tarde, otro hecho dramático me provocó una reacción muy
distinta. Yo estaba viviendo en un apartamento del piso quince de un bloque
de Manhattan, con mi esposa y mi hijo de tres años. Estábamos a principios
de octubre y tenía que sacar el pesado aparato de aire acondicionado de la
habitación de mi hijo y guardarlo durante el invierno.
El aparato se sostenía por fuera con un soporte atornillado en la pared
exterior. Alcé la ventana que descansaba sobre la parte superior del aparato
para poder levantarlo del alféizar. Un terrible error. En cuanto alcé la
ventana, el peso del aire acondicionado arrancó el soporte de la pared
exterior.
El aparato empezó a desprenderse del edificio hacia la acera normalmente
transitada que quedaba quince pisos más abajo. La máquina pareció
precipitarse por el aire como en una secuencia a cámara lenta. Mi vida desfiló
literalmente ante mis ojos. Todos mis sueños de una carrera como psiquiatra,
todos mis planes de formar una familia se estaban desplomando con aquel
meteoro mecánico. No podía hacer nada, pero chillé inútilmente:
«¡Cuidado!»
«¡Joder!», exclamó el portero, apartándose de un salto. Milagrosamente,
el aire acondicionado se estrelló contra el pavimento, no sobre ninguna
persona. Los peatones de ambos lados de la calle se volvieron todos a la vez
con el estrépito del impacto, pero, por suerte, nadie resultó lastimado.
Había vuelto a librarme de una situación de alto riesgo, pero esta vez me
quedé conmocionado hasta el fondo de mi alma. No podía dejar de pensar en
lo estúpido que era, en lo cerca que había estado de herir a alguien y arruinar
mi vida. Perdí el apetito. Tenía problemas para dormir y, cuando lo lograba,
me atormentaban vívidas pesadillas en las que volvía a presenciar la funesta
caída del aire acondicionado. Durante el día, no podía parar de rumiar sobre
el incidente. Lo repasaba una y otra vez como en una secuencia en bucle, y
cada vez volvía a experimentar mi terror en toda su intensidad. Cuando
entraba en la habitación de mi hijo, no me acercaba a la ventana, pues solo
con verla me asaltaba una sensación angustiosa.
Incluso ahora, décadas después, puedo evocar físicamente el pánico y la
impotencia de esos momentos sin ningún esfuerzo. De hecho, minutos antes
de sentarme a escribir sobre este incidente, había visto en la televisión un
anuncio de la compañía de seguros Liberty Mutual: mientras suena la
melancólica melodía de Human y la voz meliflua de Paul Giamatti habla de
la fragilidad de la vida humana, un hombre deja caer accidentalmente por la
ventana un aparato de aire acondicionado sobre el coche de su vecino. El
anuncio es inocuo e ingenioso; pero al mirarlo no pude reprimir una mueca
de espanto. Una parte de mí se vio transportada instantáneamente a aquel
momento terrorífico en el que contemplé cómo se despeñaba mi vida desde
una altura de quince pisos...
Estos son los síntomas clásicos de una de las enfermedades mentales más
insólitas y controvertidas: el trastorno de estrés postraumático (TEPT). Un
rasgo que distingue al TEPT de casi todos los demás trastornos mentales es
que tiene un origen claro e inequívoco: el TEPT está causado por una
experiencia traumática. De los 265 diagnósticos recogidos en la última
edición del DSM, todos aparecen definidos sin ninguna referencia a las
causas, salvo los trastornos por consumo de sustancias y el TPET. Mientras
que la drogadicción se debe obviamente a un efecto del entorno —la repetida
administración de una sustancia química que genera cambios neuronales—,
el TPET se debe a una reacción psicológica frente a un hecho traumático que
produce cambios duraderos en el estado mental y la conducta del sujeto.
Antes del hecho, la persona parecía mentalmente sana. Después, está
mentalmente herida.
¿Qué hay en un suceso traumático que provoca un efecto tan intenso y
duradero? ¿Por qué el trauma se produce en algunas personas y no en otras?
¿Y cómo explicamos esa incidencia en apariencia imprevisible? Al fin y al
cabo, parece contradictorio que lanzar un aire acondicionado al vacío
provocase efectos de tipo TEPT, mientras que un allanamiento con violencia,
no. Durante este último episodio, fui agredido y mi vida corrió auténtico
peligro; durante el incidente del aire acondicionado, no me enfrenté a un
peligro físico en ningún momento. ¿Hubo algún factor crítico que
determinara cómo procesaba mi cerebro cada uno de estos hechos?
La naturaleza única y la curiosa historia del TEPT lo convierten sin duda
en uno de los trastornos mentales más fascinantes. La historia del TEPT
encierra todo lo que hemos aprendido hasta ahora sobre el tumultuoso pasado
de la psiquiatría: la historia del diagnóstico, la historia del tratamiento, el
descubrimiento del cerebro, la influencia y el rechazo del psicoanálisis y la
lenta evolución de la actitud de la sociedad hacia los psiquiatras: una
evolución que va desde la burla descarada hasta un reticente respeto. El
TEPT representa también una de las primeras ocasiones en que la psiquiatría
ha alcanzado una comprensión razonable de cómo se forma un trastorno
mental en el cerebro, aunque esa comprensión aún no sea completa.
La tardía resolución del TEPT comenzó en un escenario que era
extremadamente inhóspito para la práctica de la psiquiatría pero
extremadamente propicio para la generación del TEPT: el campo de batalla.

NO PODEMOS PERDER EL TIEMPO EN TONTERÍAS CON ESOS TIPOS

En 1862, el ayudante interino de cirugía Jacob Mendez da Costa estaba


tratando a soldados de la Unión en el hospital Turner Lane de Filadelfia, uno
de los hospitales militares más grandes de Estados Unidos. Da Costa nunca
había visto una carnicería semejante, con heridas abiertas de bayoneta y
miembros arrancados a cañonazos. Además de las heridas visibles, mientras
iba atendiendo a las bajas de la campaña de Peninsular, observó que muchos
soldados parecían presentar problemas cardíacos insólitos, especialmente
«una taquicardia persistente», o sea, un corazón acelerado.
Por ejemplo, Da Costa describió el caso de un soldado de veintiún años,
William C., del regimiento 140 de voluntarios de Nueva York, que acudió al
hospital tras padecer diarrea durante tres meses. Al examinarlo, no pudo por
menos que «reparar en su corazón, ya que sufría accesos de palpitaciones,
dolor en la región cardíaca y dificultad para respirar por la noche». Al
terminar la guerra, Da Costa había visto a más de cuatrocientos soldados con
los mismos peculiares problemas de corazón, y muchos de ellos no habían
sufrido ninguna herida en el campo de batalla. Él atribuía la dolencia a un
«corazón hiperactivo lesionado por actividad anómala.» En 1867 presentó sus
observaciones en un informe dirigido a la Comisión Sanitaria de Estados
Unidos y llamó a este supuesto síndrome «corazón de soldado irritable y
exhausto». Da Costa sugería que el «corazón de soldado» podía tratarse con
hospitalización y tintura de digital, un fármaco que ralentiza el ritmo
cardíaco.
Él no creía que la dolencia que había identificado fuese psicológica, y
ningún médico de la guerra de Secesión relacionó el corazón de soldado con
el estrés mental de la guerra. En los expedientes oficiales de los soldados que
se negaban a volver al frente aun cuando no tuvieran ninguna herida física,
los términos empleados solían ser «demencia» y «añoranza».
Pero por sanguinaria que hubiera sido la guerra de Secesión, no podía
compararse con los horrores mecanizados de la Primera Guerra Mundial. La
artillería pesada arrojaba una lluvia mortífera desde kilómetros de distancia.
Las ametralladoras arrasaban pelotones enteros en cuestión de segundos. El
gas tóxico escocía la piel y abrasaba los pulmones. Los casos de corazón de
soldado aumentaron espectacularmente y fueron designados por los médicos
británicos con un nuevo apelativo, «conmoción por bombardeo», basándose
en la presunta relación entre los síntomas y el estallido de las bombas.
Los médicos observaron que los hombres aquejados de este tipo de
conmoción no solo presentaban el acelerado ritmo cardíaco que había
documentado Da Costa por primera vez, sino también «sudoración profusa,
tensión muscular, temblores, calambres, náuseas, vómitos, diarrea y
defecación y micción involuntarias». Eso sin contar las pesadillas
escalofriantes. En el memorable libro A War of Nerves [Una guerra de
nervios], de Ben Shepherd, el médico británico William Rivers describe el
caso de un teniente con conmoción por bombardeo que fue rescatado por un
francés en el campo de batalla:

Había salido a buscar a un compañero de su misma graduación y


encontró su cuerpo hecho pedazos, con la cabeza y los miembros
separados del tronco.
Desde entonces se había visto atormentado cada noche por la visión
de su amigo muerto y destrozado. Cuando se dormía, sufría pesadillas en
las que aparecía su amigo: unas veces mutilado, tal como lo había visto en
el campo de batalla; otras, con el aspecto aún más terrorífico de alguien
cuyos rasgos y miembros hubieran sido consumidos por la lepra. El
oficial mutilado o leproso del sueño se le acercaba más y más hasta que el
paciente se despertaba bruscamente cubierto de sudor y atenazado por un
pavor extremo.

Otros síntomas de la conmoción por bombardeo podían interpretarse


como un revoltijo de disfunciones neurológicas: andares extraños, parálisis,
tartamudeo, sordera, mudez, temblores, ataques, alucinaciones, terrores
nocturnos y contracciones nerviosas. Estos soldados traumatizados no
hallaban la menor comprensión en sus superiores. Al contrario: recibían
castigos por «cobardicas sin agallas» que no eran capaces de soportar los
viriles rigores de la guerra. Con frecuencia los castigaban sus propios
oficiales; y en ocasiones los ejecutaban por cobardía o deserción.
Durante la Primera Guerra Mundial, no había prácticamente psiquiatras
en los cuerpos médicos del ejército. Los militares no querían que sus
soldados estuvieran expuestos a la fragilidad mental y la debilidad emocional
que solía asociarse con la psiquiatría. El propósito esencial del entrenamiento
militar era crear una sensación de invulnerabilidad, una psicología del coraje
y el heroísmo. No había nada más opuesto a ese endurecimiento psicológico
que la exploración y la franca expresión de las emociones que promovían los
psiquiatras. Pero, al mismo tiempo, la conmoción por bombardeo no podía
dejarse de lado fácilmente: un diez por ciento aproximado de los soldados
que sirvieron en la Gran Guerra acabaron sufriendo una discapacidad
emocional.
La primera descripción del «trauma psíquico de guerra» en la literatura
médica apareció en un artículo de 1915 de la revista Lancet, escrito por dos
profesores de la Universidad de Cambridge, el psicólogo Charles Myers y el
psiquiatra William Rivers. Adoptando la nueva teoría psicoanalítica de Freud,
estos autores sostenían que la conmoción por bombardeo surgía de recuerdos
infantiles reprimidos que se reactivaban por el trauma de la guerra,
provocando conflictos neuróticos en la percepción consciente. Para exorcizar
esos recuerdos neuróticos, Rivers era partidario de usar la «fuerza del
sanador» (lo que Freud llamaba la transferencia) de forma que el paciente
llegara a una comprensión más soportable de sus experiencias.
El propio Freud testificó como experto en el juicio a unos médicos
austriacos acusados de maltratar psicológicamente a los soldados heridos, y
declaró que la conmoción por bombardeo era, en efecto, un trastorno
auténtico, diferente de las neurosis comunes, pero tratable con psicoanálisis.
Los psiquiatras aplicaron enseguida otros tratamientos a los soldados con
conmoción por bombardeo; entre ellos, la hipnosis y las palabras de aliento y
estímulo, al parecer con resultados favorables. Aun así, no existía nada
parecido a un consenso profesional sobre la naturaleza o el tratamiento del
trauma de combate.
Pese a que los horrores de la Primera Guerra Mundial no tenían
precedentes, la Segunda Guerra Mundial todavía fue peor en cierto sentido.
Los bombardeos aéreos, la artillería masiva, los lanzallamas, las granadas, los
submarinos claustrofóbicos y las crueles minas terrestres se potenciaron entre
sí —con diabólicas mejoras respecto al armamento de la guerra anterior—
para generar una incidencia aún superior del corazón de soldado, ahora
llamado «fatiga de combate», «neurosis de guerra» o «agotamiento de
combate».
Al principio, los militares creían que la neurosis de guerra solo afectaba a
los cobardes y a los psicológicamente débiles, y empezaron a filtrar a los
reclutas para detectar cuáles presentaban deficiencias de carácter. Con este
criterio, más de un millón de hombres fueron considerados no aptos para el
servicio por estar expuestos en apariencia a sufrir neurosis de guerra. Pero los
militares se vieron obligados a revisar sus ideas cuando descubrieron que el
índice de bajas por causas psicológicas seguía siendo del diez por ciento entre
los soldados considerados «mentalmente aptos». Además, algunos de los
afectados eran soldados veteranos que habían combatido con valentía.
La catarata de soldados incapacitados emocionalmente obligó a los jefes
militares a reconocer a regañadientes el problema. Con un asombroso cambio
de actitud, el ejército americano recurrió a la ayuda de los «loqueros», que
entonces empezaban a ganar relevancia en la sociedad civil. En los inicios de
la Segunda Guerra Mundial, la presencia de psiquiatras en el ejército
americano era mínima. En 1939, de los 1.000 integrantes del cuerpo médico
del ejército solo 35 eran «neuropsiquiatras», como llamaban en el ejército a
los psiquiatras. (El término resulta engañoso, pues casi todos los
neuropsiquiatras eran psicoanalistas que no sabían prácticamente nada de la
estructura neural del cerebro.) Pero a medida que avanzaba la guerra y
aumentaba el número de soldados que volvían enteros físicamente, pero
emocionalmente lisiados, los militares se dieron cuenta de que debían revisar
su actitud hacia la psiquiatría.
Para compensar la escasez de neuropsiquiatras, el ejército empezó a
proporcionar una formación psiquiátrica intensiva a todos los médicos en
general. Esta formación fue autorizada en octubre de 1943 en un documento
de la oficina del director de Sanidad del Ejército titulado «Diagnóstico y
tratamiento precoz de los trastornos neuropsiquiátricos en la zona de com-
bate». Era quizá la primera vez que el ejército americano reconocía
formalmente la importancia de la salud mental de los soldados en activo:
«Debido a la escasez de neuropsiquiatras, se solicita a todos los médicos
militares que asuman la responsabilidad de cuidar de la salud mental, además
de la salud física, del personal militar.»
Al principio de la guerra, la oficina del director de Sanidad del Ejército
contaba con dos divisiones: medicina y cirugía. Ahora, a causa de la
necesidad de contar con más psiquiatras en el frente, se añadió una nueva
división, la de neuropsiquiatría. El primer director de la nueva división fue
William C. Menninger, a quien pronto se le encargaría la elaboración del
Medical 203, predecesor directo del DSM-I. Menninger se convirtió también
en el primer psiquiatra que alcanzó el grado de general de brigada. En 1943,
se formaron en neuropsiquiatría 600 médicos de otras especialidades y se
reclutaron 400 neuropsiquiatras. Hacia el final de la guerra, había en el
ejército 2.400 médicos que habían sido formados en neuropsiquiatría o eran
neuropsiquiatras. Se había creado un nuevo papel para el psiquiatra: el de
médico especializado en neurosis de guerra.
El Medical 203 de Menninger incluía un detallado diagnóstico de lo que
se llamó el «agotamiento de combate», pero en lugar de considerarlo un
único trastorno, lo dividía en una serie de neurosis posibles causadas por la
tensión de la guerra; entre ellas, las «neurosis histéricas», las «neurosis de
ansiedad» y «las depresiones neuróticas reactivas». En 1945, el
Departamento de Defensa elaboró un documental de quince minutos que
explicaba a los médicos militares las variedades del agotamiento de combate.
Pese a su manifiesta orientación psicoanalítica, el documental adopta una
sorprendente actitud progresista sobre la dolencia. Se ve una sala llena de
médicos militares que cuestionan con escepticismo la autenticidad de la fatiga
de combate. Uno comenta: «Vamos a tener que vérnoslas con soldados
heridos; no podemos perder el tiempo en tonterías con estos tipos.» Otro dice:
«Ese soldado debía de ser un inadaptado desde el principio si se ha venido
ahora abajo.» Entonces el instructor les explica con paciencia que el
agotamiento de combate puede afectar incluso a los hombres más valerosos y
curtidos, y subraya que la dolencia es tan real e incapacitante como una
herida por metralla.
Semejante perspectiva constituía un cambio tan radical como
sorprendente en el seno del ejército; habría resultado inconcebible en la
Primera Guerra Mundial, cuando los militares europeos y americanos no
querían saber nada de la psiquiatría y consideraban que los soldados con
conmoción por bombardeo tenían simplemente un defecto de carácter. Aun
así, muchos oficiales se mofaban de la existencia del agotamiento de combate
y seguían atribuyendo sus síntomas a simple cobardía. Es tristemente famosa
la anécdota del general Patton durante la campaña de Sicilia, en 1943.
Mientras visitaba a los heridos de un hospital de evacuación, se tropezó con
un soldado de ojos vidriosos que no presentaba ninguna herida visible. Le
preguntó qué problema tenía.
—Agotamiento de combate —murmuró el soldado.
Patton lo abofeteó y abroncó, tachándolo de enfermo fingido y sin
carácter. Luego emitió la orden de que cualquier soldado que alegara que no
podía luchar por fatiga de combate fuera sometido a un consejo de guerra.
Cabe decir en favor del ejército, que el general Dwight D. Eisenhower
reprendió a Patton y le ordenó que presentara sus disculpas al soldado.
El agotamiento de combate resultó ser uno de los pocos trastornos
mentales serios en los que el tratamiento psicoanalítico parecía ayudar. Los
neuropsiquiatras psicoanalíticos animaban a los soldados traumatizados a
reconocer y expresar sus sentimientos, en lugar de mantenerlos reprimidos tal
como dictaba la instrucción militar y la autodisciplina masculina. Observaron
que los soldados que hablaban abiertamente de sus traumas solían padecer
una forma menos aguda de la fatiga de combate y se recuperaban más
deprisa. Aunque la tesis psicoanalítica que había detrás del tratamiento era
discutible —los neuropsiquiatras militares creían estar destapando y
aliviando conflictos neuróticos soterrados—, los efectos no lo eran, y hoy en
día es una práctica estándar brindar apoyo y empatía a los soldados
traumatizados. El éxito aparente obtenido con los métodos freudianos en el
tratamiento de la fatiga de combate hizo que los psiquiatras del ejército
ganaran confianza en sí mismos y convirtió a muchos de ellos en entusiastas
defensores del psicoanálisis cuando volvieron a la práctica civil después de la
guerra, contribuyendo así a la conquista freudiana de la profesión psiquiátrica
en Norteamérica.
Soldados ruso (izquierda) y americano (derecha) con la mirada perdida característica de la fatiga o
agotamiento de combate durante la Segunda Guerra Mundial. (Derecha: Ejército de Estados Unidos,
febrero de 1944, Archivo Nacional 26-G-3394.)

Los neuropsiquiatras militares también descubrieron que los soldados


soportan mejor la tensión del combate por camaradería con los compañeros
que luchan a su lado que por amor a la patria o la libertad, de manera que si
un soldado traumatizado era enviado a casa para que se recuperase —la
práctica habitual en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial—, solía
sentirse culpable y avergonzado por abandonar a sus camaradas, con lo cual
su dolencia se veía exacerbada, y no aliviada. Por ello el ejército modificó esa
práctica. En lugar de enviar a las bajas psiquiátricas a los hospitales militares
o devolverlos a Estados Unidos, trataba a los soldados traumatizados en
hospitales de campaña cercanos al frente y los animaba a reincorporarse en
sus unidades en cuanto fuera posible.
A pesar de estos modestos pero significativos avances en la comprensión
de la naturaleza del trauma psicológico, al concluir la Segunda Guerra
Mundial la profesión psiquiátrica perdió rápidamente interés en el asunto. El
agotamiento de combate no se conservó como diagnóstico propiamente
dicho, sino que se incorporó en una amplia y vaga categoría del DSM-I
llamada «reacción intensa al estrés» y, finalmente, se suprimió en el DSM-II.
La psiquiatría no volvió a prestar atención a los efectos psicológicos del
trauma hasta que se produjo la gran pesadilla nacional de la guerra de
Vietnam.

LOS MEJORES AÑOS DE NUESTRA VIDA

La de Vietnam fue la última guerra norteamericana en la que se reclutaron


soldados mediante conscripción obligatoria. A diferencia de las guerras
mundiales, el conflicto en el sudeste asiático era tremendamente impopular.
Cuando la guerra se intensificó a finales de los años sesenta, el gobierno
efectuó un sorteo para fijar el orden en el cual los soldados serían enviados a
luchar —y posiblemente, a morir— en el otro extremo del mundo. Mi
alistamiento quedó postergado debido a mi ingreso en la Facultad de
Medicina, pero uno de mis compañeros de universidad, un verdadero chico
de oro —apuesto, inteligente, atlético, presidente de la clase— fue reclutado
con el grado de teniente. Al cabo de unos años, me enteré de que había caído
en combate a los pocos meses de llegar a Vietnam.
La guerra de Vietnam representó otro punto de inflexión fundamental en
la relación del ejército americano con la psiquiatría. Y una vez más, la guerra
halló nuevos modos de volverse más terrorífica todavía que sus horribles
predecesoras: llovían del cielo cortinas de fuego de napalm que arrancaban la
piel a los niños; los objetos familiares como las carretillas o las cajas de
caramelos se convertían en improvisados artefactos explosivos; los soldados
americanos capturados eran sometidos a tortura durante años. La guerra de
Vietnam produjo más casos de trauma de combate que la Segunda Guerra
Mundial. ¿Por qué? Suelen darse dos explicaciones.
Una es que los miembros de la «gran generación» (la que vivió la
Depresión y luego la Segunda Guerra Mundial) eran más fuertes y estoicos
que los hijos del baby boom que lucharon en Vietnam. Alcanzaron la mayoría
de edad durante los años de la Depresión, cuando se enseñaba a los jóvenes a
«mantener el tipo», a «hacer de tripas corazón», a soportar en silencio el
dolor emocional. Hay, sin embargo, otra explicación que yo encuentro más
plausible. Según ella, los veteranos de la Segunda Guerra Mundial sufrieron
consecuencias psíquicas similares a las de los veteranos de Vietnam, pero la
sociedad sencillamente no estaba preparada para reconocer los síntomas.
Dicho de otro modo: el daño psíquico de los veteranos de la Segunda Guerra
Mundial estaba oculto a plena vista, porque no se identificaba como tal.
La Segunda Guerra Mundial fue celebrada justificadamente como un
triunfo nacional. Los soldados que regresaban eran recibidos como héroes
victoriosos y los americanos tendieron a ignorar su sufrimiento psíquico,
porque la discapacidad emocional no encajaba en la idea imperante del héroe
valeroso. Nadie estaba dispuesto a señalar los problemas que los veteranos
experimentaban al volver a casa, por temor a ser tildado de antipatriótico.
Aun así, es fácil percibir los signos del trauma de combate en la cultura
popular de la época.
La película ganadora del Óscar de 1946, Los mejores años de nuestra
vida, reflejaba las dificultades y los reajustes sociales que debían hacer tres
militares que volvían de la Segunda Guerra Mundial. Los tres mostraban
algún síntoma del TEPT. Fred es despedido del trabajo tras perder los
estribos y darle un puñetazo a un cliente. Al tiene problemas para
relacionarse con su esposa y sus hijos; en su primera noche en casa, quiere
irse a un bar a beber, en lugar de quedarse con los suyos. Un documental
poco conocido producido por John Huston, el célebre director de La reina de
África, y narrado por su padre, Walter Huston, reflejaba también los estragos
psicológicos de la Segunda Guerra Mundial. Let There Be Light sigue a
setenta y cinco soldados traumatizados después de su regreso a casa. «El
veinte por ciento de las bajas de nuestro ejército sufría síntomas
psiconeuróticos —dice el narrador—, una sensación de desastre inminente,
de desesperanza, de temor y de aislamiento.» La película se estrenó en 1946,
pero el ejército prohibió bruscamente su distribución con el pretexto de que
invadía la privacidad de los soldados implicados. En realidad, al ejército le
preocupaban los efectos desmoralizadores que pudiera tener con vistas al
reclutamiento de efectivos.
Otra explicación propuesta para la mayor incidencia de trauma de
combate en Vietnam se refería a los dudosos motivos de la contienda. En la
Segunda Guerra Mundial, el país fue atacado preventivamente en Pearl
Harbour y se hallaba bajo la amenaza de un maníaco genocida decidido a
dominar el mundo. Los buenos y los malos se hallaban claramente
diferenciados, y los soldados americanos entraban en combate para luchar
contra un enemigo bien definido y con un claro objetivo.
El Vietcong, por el contrario, nunca amenazó a nuestro país y a nuestro
pueblo. Eran solo adversarios ideológicos que se limitaban a defender un
sistema de gobierno distinto del nuestro para su diminuta y empobrecida
nación. Las razones esgrimidas por nuestro gobierno para combatir contra
ellos eran turbias y cambiantes. Aunque los sudvietnamitas eran nuestros
aliados, se expresaban y comportaban de forma muy parecida a los
norvietnamitas a los que debíamos matar. Los soldados americanos luchaban
por un principio político abstracto, en una jungla húmeda y remota llena de
trampas letales y de túneles laberínticos, contra un enemigo que con
frecuencia no se distinguía de nuestros aliados. El hecho de que los motivos
para matar al adversario sean dudosos parece intensificar el sentimiento de
culpabilidad: era más fácil reconciliarse con la idea de matar a un guardia de
asalto nazi que invadía Francia que al granjero vietnamita cuyo único crimen
era su preferencia por el comunismo.
«Los tres soldados», monumento a la guerra de Vietnam de Frederick Hart en Washington D. C. (Carol
M. Highsmith, «America», Biblioteca del Congreso, Sección de grabados y fotografías.)

La diferencia entre la actitud popular hacia la Segunda Guerra Mundial y


hacia la guerra de Vietnam se refleja en el contraste entre los monumentos
dedicados a estos dos conflictos en Washington D. C. El monumento a la
Segunda Guerra Mundial recuerda las obras de la arquitectura civil romana,
con una fuente y nobles columnas e imágenes en bajorrelieve de soldados
prestando juramento, comprometiéndose en una lucha heroica y enterrando a
los muertos. Existen dos monumentos a la guerra de Vietnam. El primero es
el fúnebre muro negro de Maya Lin, que representa una herida abierta en la
tierra y contiene los nombres de los 58.209 muertos grabados en su
superficie. Enfrente se encuentra el segundo: una estatua de bronce más
convencional en apariencia que representa a tres soldados. Solo que en vez de
aparecer en una pose patriótica, como en el icónico alzamiento de la bandera
americana de Iwo Jima, los tres soldados de Vietnam miran con expresión
ausente, con una mirada perdida que es un signo típico del trauma de
combate (la «mirada de los mil metros», se la ha llamado; aunque
curiosamente la expresión procede de un cuadro de 1944 que representa a un
marine destinado en el Pacífico y que lleva por título The Two-Thousand
Yard Stare [La mirada de los dos mil metros]). En lugar de conmemorar el
heroísmo y el nacionalismo, la estatua de la guerra de Vietnam conmemora
los terribles estragos psíquicos que dejó en sus combatientes, mientras que el
Muro de Maya Lin simboliza los estragos psíquicos provocados en todo el
país.
Pese a los aparentes progresos en el tratamiento del «agotamiento de
combate» durante la Segunda Guerra Mundial, lo cierto es que en el punto
álgido de la guerra de Vietnam el trauma psicológico se comprendía tan
escasamente como la esquizofrenia en la época de las «madres
esquizofrenógenas». Aunque los tratamientos de orientación psicoanalítica
parecían mejorar el estado de muchos soldados traumatizados, otros soldados
tendían a empeorar con el tiempo. De forma retrospectiva, resulta asombroso
lo poco que se hizo para avanzar en el conocimiento médico del trauma
psicológico entre la Primera Guerra Mundial y la guerra de Vietnam, un
período en el que se dieron grandes pasos en el campo de la medicina militar.
En la Primera Guerra Mundial, más del ochenta por ciento de los heridos
morían. En las recientes guerras de Irak y Afganistán, más del ochenta por
ciento de los heridos sobrevivían gracias a los espectaculares avances en
medicina y cirugía traumática. El TEPT, a causa de un mayor reconocimiento
pero también de una falta de progreso científico, se ha convertido en la herida
más característica de los soldados del siglo XXI.

SESIONES DE RAP

Cuando los traumatizados veteranos de Vietnam volvían a casa se


encontraban con la hostilidad general y con una falta casi total de
conocimientos médicos sobre su dolencia. Abandonados y despreciados,
estos veteranos traumatizados hallaron un inesperado defensor de su causa.
Chaim Shatan era un psicoanalista nacido en Polonia que se había
trasladado a Nueva York en 1949 y había abierto una consulta privada.
Shatan era pacifista y, en 1967, conoció en una manifestación contra la guerra
a Robert Jay Lifton, un psiquiatra de Yale que compartía sus ideas políticas.
Los dos descubrieron que tenían también en común un gran interés en los
efectos psicológicos de la guerra.
Lifton había pasado años estudiando la naturaleza del trauma emocional
sufrido por las víctimas de Hiroshima (y publicó finalmente sus penetrantes
análisis en Survivors of Hiroshima [Supervivientes de Hiroshima]). Luego, a
finales de los sesenta, conoció a un veterano que había estado presente en la
masacre de My Lai, un episodio tristemente famoso en el que los soldados
americanos mataron a centenares de civiles vietnamitas desarmados. A través
de ese antiguo soldado, Lifton entró en relación con un grupo de veteranos de
Vietnam que se reunían regularmente para hablar de sus experiencias. A las
reuniones las llamaban «sesiones de rap».2
«Aquellos hombres sufrían y estaban aislados —explica Lifton—. No
tenían a nadie con quien hablar. El Departamento de Veteranos apenas los
apoyaba, y los civiles, incluidos los amigos y familiares, no comprendían lo
que les ocurría. Los únicos con los que podían comunicarse eran los demás
veteranos.»
Hacia 1970, Lifton invitó a su nuevo amigo Shatan a una «sesión de rap»
en Nueva York. Al final del encuentro, Shatan estaba completamente pálido.
Aquellos veteranos habían presenciado o participado en atrocidades
inconcebibles —algunos habían ordenado disparar a mujeres y niños, incluso
a bebés— y describían estos hechos espantosos con todo detalle. Shatan
comprendió que esas sesiones podían contribuir a aclarar los efectos
psicológicos del trauma de combate.
«Era una oportunidad para desarrollar un nuevo paradigma terapéutico —
explica Lifton—. Nosotros no veíamos a los veteranos como un grupo clínico
con un diagnóstico clínico, al menos en esa época. Había un ambiente de
compañerismo y colaboración. Los veteranos conocían bien la guerra y los
psiquiatras conocíamos un poco cómo funciona la gente.»
Shatan percibió gradualmente que los veteranos padecían una serie
característica de síntomas psicológicos provocados por sus experiencias en la
guerra, y que tales manifestaciones no encajaban con las explicaciones de la
teoría psicoanalítica. Shatan se había formado en la doctrina freudiana según
la cual la neurosis de combate ponía al descubierto experiencias infantiles
negativas, pero él se dio cuenta de que aquellos veteranos estaban
reaccionando frente a las experiencias bélicas en sí mismas, no frente a otras
enterradas en el pasado.
«Llegamos a tomar conciencia de lo increíblemente desatendido que
estaba el estudio del trauma en psiquiatría —recuerda Lifton—. No había un
conocimiento significativo del trauma como tal. Quiero decir, estábamos en
una época en que los psiquiatras biológicos alemanes cuestionaban las
compensaciones pagadas a los supervivientes del Holocausto, porque, según
decían, tenía que haber una “tendencia preexistente a la enfermedad”
responsable de cualquier efecto patogénico.»
Trabajando en esas sesiones informales, igualitarias y decididamente
antibélicas, Shatan compuso un meticuloso retrato clínico del trauma de
guerra: un retrato que difería enormemente de la visión entonces imperante.
El 6 de mayo de 1972, publicó un artículo en el New York Times en el que
describía por primera vez todos sus hallazgos y proponía su propio término
para las dolencias anteriormente llamadas corazón de soldado, conmoción
por bombardeo, fatiga de combate y neurosis de guerra: «síndrome post-
Vietnam».
En el artículo, Shatan decía que el síndrome post-Vietnam se manifestaba
plenamente una vez que el veterano había vuelto de Asia. El soldado
experimentaba «creciente apatía, cinismo, aislamiento, depresión,
desconfianza, temor a ser traicionado, así como incapacidad para
concentrarse, insomnio, pesadillas, agitación, desarraigo y falta de paciencia
para emprender casi cualquier trabajo o estudio». Shatan identificó un fuerte
componente moral en el sufrimiento de los veteranos, en el que intervenían la
culpa, la repugnancia y el autocastigo. Shatan subrayaba que el rasgo más
conmovedor del síndrome post-Vietnam era la duda torturante que sentía el
veterano sobre su capacidad de amar y ser amado.
El nuevo síndrome clínico de Shatan se convirtió de inmediato en
combustible para las polarizadas posiciones políticas sobre la guerra de
Vietnam. Los defensores de la guerra negaban que el combate tuviera ningún
efecto psiquiátrico, mientras que los adversarios de la guerra recibieron el
síndrome post-Vietnam con los brazos abiertos: afirmaban que paralizaría al
ejército y abarrotaría los hospitales, provocando una crisis sanitaria nacional.
Los psiquiatras de línea dura replicaron que el DSM-II ni siquiera reconocía
la existencia del agotamiento de combate; la administración Nixon empezó a
acosar a Shatan y Lifton, tildándolos de activistas contra la guerra, y el FBI se
dedicó a revisar su correspondencia. Los psiquiatras pacifistas respondieron
exagerando brutalmente las consecuencias del síndrome post-Vietnam y el
potencial violento que anidaba en sus víctimas, una convicción que habría de
conferirles enseguida una imagen caricaturesca de dementes peligrosos.
Un titular del Baltimore Sun de 1975 se refería a los veteranos que
regresaban de Vietnam como «bombas de relojería». Cuatro meses más tarde,
el conocido columnista del New York Times Tom Wicker contó la historia de
un veterano de Vietnam que dormía con una pistola bajo la almohada y había
disparado a su esposa durante una pesadilla: «Esto es solo un ejemplo del
problema gravísimo, pero en gran parte ignorado, que representa el síndrome
post-Vietnam.»
La imagen del veterano de Vietnam como un asesino a punto de explotar
fue aprovechada por los estudios de Hollywood. En Taxi Driver, la película
dirigida por Martin Scorsese en 1976, Robert De Niro es incapaz de
distinguir la Nueva York del presente del Vietnam de su pasado, lo que lo
conduce al asesinato. En El regreso, de 1978, Bruce Dern interpreta a un
veterano traumatizado, incapaz de adaptarse tras su regreso a Estados Unidos,
que amenaza con matar a su esposa (Jane Fonda) y al nuevo amante de esta,
un veterano parapléjico interpretado por Jon Voight, para quitarse finalmente
la vida.
Aunque se impuso la convicción general de que muchos de los veteranos
necesitaban atención psiquiátrica, la mayoría de ellos no hallaban mucho
alivio en los «loqueros» que animaban a sus pacientes a buscar en su interior
el origen de la angustia que los atormentaba. Las «sesiones de rap»
constituían, en cambio, una poderosa fuente de consuelo y curación. Oír las
experiencias de otros hombres que estaban experimentando los mismos
problemas ayudaba a los veteranos a comprender su propio sufrimiento. El
Departamento de Veteranos finalmente reconoció los efectos terapéuticos de
estos encuentros y se puso en contacto con Shatan y Lifton para copiar y
aplicar sus métodos a gran escala.
Entretanto, ellos seguían preguntándose cuál era el proceso por el cual el
síndrome post-Vietnam producía unos efectos tan radicales e incapacitantes
en los afectados. Una de las claves radicaba en su similitud con el trauma
emocional de otros tipos de víctimas, como los supervivientes de Hiroshima
que Lifton había estudiado, o como los que habían estado recluidos en
campos de concentración nazis. Muchos de los supervivientes del Holocausto
envejecían prematuramente, confundían el presente con el pasado y padecían
depresión, ansiedad y pesadillas. Después de haber aprendido a moverse en
un mundo sin moralidad ni humanidad, con frecuencia encontraban difícil
relacionarse con personas corrientes en situaciones corrientes.
Shatan llegó finalmente a la conclusión de que el síndrome post-Vietnam,
en tanto que forma particular del trauma psicológico, era una auténtica
enfermedad mental y debía ser reconocida como tal. Aunque la guerra de
Vietnam se recrudeció a finales de los años sesenta, mientras se elaboraba el
DSM-II, no se incluyó entre sus categorías ningún diagnóstico específico del
trauma psicológico, y menos aún del trauma de combate. Igual que en el
DSM-I, los síntomas relacionados con el trauma se clasificaron bajo el amplio
rótulo de «reacción de ajuste a la vida adulta». Los veteranos que habían
visto cómo mataban niños a bayonetazos y cómo quemaban vivos a sus
compañeros, se sintieron comprensiblemente indignados al enterarse de que
tenían «un problema de ajuste a la vida adulta».
Cuando Shatan supo que el DSM estaba en fase de revisión y que el grupo
de trabajo no pensaba incluir ningún diagnóstico específico para el trauma,
decidió que debía pasar a la acción. En 1975, concertó un encuentro con
Robert Spitzer, a quien ya conocía profesionalmente, en la convención anual
de la APA de Anaheim, California, y presionó con vehemencia para que se
incluyera el síndrome post-Vietnam en el DSM-III. Al principio, Spitzer
miraba con escepticismo el síndrome postulado por Shatan. Pero él insistió,
enviándole montones de documentación sobre los síntomas, incluido el libro
de Lifton sobre las víctimas de Hiroshima: precisamente el tipo de datos que
sabía que habrían de atraer la atención de Spitzer. Este transigió al fin y en
1977 accedió a crear un comité sobre Trastornos Reactivos, encargando a un
miembro del grupo de trabajo, Nancy Andreasen, la tarea de examinar la
propuesta de Shatan.
Andreasen era una psiquiatra exigente y brillante que había trabajado
cuando era estudiante en la Unidad de Quemados del hospital Nueva York-
centro médico Cornell, una experiencia que habría de determinar su actitud
hacia el síndrome post-Vietnam. «Bob Spitzer me pidió que me ocupara del
síndrome de Shatan —explicó Andreasen más tarde—, pero él no sabía que
yo ya era una experta en los trastornos neuropsiquiátricos causados por el
estrés. Yo había empezado mi carrera psiquiátrica estudiando las
consecuencias físicas y mentales de una de las situaciones de estrés más
espantosas que pueden experimentar los seres humanos: las quemaduras
graves.»
Andreasen acabó coincidiendo con las conclusiones de Shatan. Era
posible desarrollar un síndrome compuesto por síntomas característicos a
consecuencia de cualquier hecho traumático, ya fuera perder la casa en un
incendio, sufrir un atraco en un parque o participar en un tiroteo en el campo
de batalla. Como previamente había clasificado la psicología de las víctimas
de quemaduras como «trastornos inducidos por estrés», Andreasen llamó
«Trastorno de estrés postraumático» a la categoría ampliada con el síndrome
post-Vietnam, y propuso la siguiente descripción general: «El rasgo esencial
es el desarrollo de síntomas característicos tras un acontecimiento
psicológicamente traumático que, por lo general, se encuentra fuera del
marco normal de la experiencia humana.»
Pese a las escasas pruebas científicas disponibles sobre el trastorno, aparte
de las observaciones de Shatan y Lifton en las «sesiones de rap», el grupo de
trabajo aceptó la propuesta de Andreasen con muy poca oposición. Spitzer
me reconoció más tarde que si Shatan no hubiera insistido tanto en su tesis, lo
más probable es que el síndrome post-Vietnam no hubiera sido incluido
jamás en el DSM-III.
A partir de entonces, a los veteranos traumatizados les resultó mucho más
fácil obtener atención médica cuando la necesitaban, pues tanto el ejército
como la profesión psiquiátrica reconocieron por fin que sufrían una dolencia
auténtica.
Pero si bien el DSM-III otorgó legitimidad a los soldados traumatizados
por la guerra —así como a las víctimas de violación, asalto, tortura,
quemaduras, bombardeos, desastres naturales y catástrofes financieras—,
cuando el Manual apareció en 1980, los psiquiatras sabían aún muy poco
sobre la base patológica de TEPT y sobre lo que sucedía en el cerebro de las
víctimas.

MIEDO A LOS FUEGOS ARTIFICIALES

Los Kronsky apenas rebasaban los cuarenta y disfrutaban de un feliz


matrimonio. Él era un próspero contable; ella traducía libros al inglés. Pero
sus vidas giraban ante todo alrededor de sus dos revoltosos hijos: Ellie, de
doce años, y Edmund, de diez. Una noche, el señor y la señora Kronsky,
junto con Edmund, fueron a cenar a casa de unos amigos (Ellie se quedó esa
noche en el pijama party de cumpleaños de una compañera del colegio).
Después de una animada cena, los Kronsky subieron al coche y se dirigieron
a casa a través de una serie de calles conocidas. Edmund bostezó y lamentó
haberse perdido el partido de los Knicks. El señor Kronsky le aseguró que lo
habían grabado y que podrían verlo al día siguiente. Y entonces, sin previo
aviso, sus vidas cambiaron para siempre.
Mientras cruzaban una intersección, un todoterreno se saltó el semáforo
en rojo a toda velocidad y se estrelló contra la parte trasera de su coche, por
el lado del copiloto. Edmund iba detrás y no llevaba atado el cinturón de
seguridad. Las puertas traseras estrujadas se abrieron de golpe y Edmund
salió despedido del coche y cayó en el centro de la intersección.
Una furgoneta grande venía por el carril opuesto. El conductor no tuvo
tiempo de virar, y el señor y la señora Kronsky vieron con horror cómo el
vehículo pasaba por encima del cuerpo de su hijo. Pese a la rápida llegada de
una ambulancia de urgencias, el chico no pudo salvarse.
Durante los dos años siguientes, los Kronsky pasaron juntos el duelo,
evitando a los amigos y familiares. Luego, muy lentamente, la señora
Kronsky empezó a recuperarse. Primero, se puso a traducir de nuevo. Luego
retomó el contacto con sus antiguos amigos, y finalmente empezó a salir al
cine y a cenar con ellos. Aunque nunca llegó a superar del todo la tragedia de
haber perdido a su hijo, hacia el final del tercer año había retomado la mayor
parte de sus anteriores costumbres.
Para el señor Kronsky la historia fue muy distinta. Dos años después del
accidente, seguía visitando la tumba de su hijo casi a diario. Ninguna
actividad social le interesaba, ni siquiera después de que su esposa empezara
a verse de nuevo con los amigos de ambos. Siempre estaba irritable y
ensimismado, y empezaron a deslizarse errores y descuidos en sus trabajos de
contabilidad. Algunos clientes de toda la vida se fueron a otras firmas.
Mientras que antes él manejaba las finanzas de la familia con obsesiva
meticulosidad, ahora las dejaba casi por completo de lado. Todo su universo
se reducía a un solo recuerdo repetido una y otra vez, día tras día: la imagen
de la furgoneta aplastando a su hijo pequeño.
Mientras la señora Kronsky seguía recuperándose, el señor Kronsky no
hacía más que empeorar. Bebía mucho y provocaba explosivas discusiones
con su mujer. Eso fue lo que los impulsó a venir a verme. Tras nuestra
primera sesión, me quedó claro que el señor Kronsky sufría un TEPT y una
reacción de duelo patológico. Trabajé con ellos unos meses y ayudé al señor
Kronsky a dejar el alcohol. La medicación antidepresiva contribuyó a mitigar
sus cambios de humor más acusados y sus estallidos de furia, y, finalmente,
disminuyeron los conflictos del matrimonio; o al menos, se redujo el número
de peleas. Pero persistían otros problemas.
A pesar de todos mis esfuerzos, el señor Kronsky era incapaz de
funcionar con eficiencia en el trabajo y no lograba reanudar sus antiguas
actividades sociales y recreativas. Se pasaba la mayor parte del tiempo en
casa, mirando la televisión; o al menos hasta que algún programa le traía el
recuerdo de su hijo muerto, porque entonces se apresuraba a apagarla. Como
su trabajo se desmoronaba, su mujer se convirtió en el sostén de la familia; lo
cual constituyó una fuente de tensión creciente, porque a él le amargaba que
fuese ella la que estuviera trayendo el dinero a casa. Ella, por su parte, se
sentía cada vez más exasperada por el hecho de que su marido no estuviera
dispuesto siquiera a salir de casa.
Finalmente, la señora Kronsky decidió que no podía continuar viviendo
con un marido incapacitado que se negaba a tratar de salir adelante.
Consideraba que su hogar era un entorno poco sano para su hija Ellie, que
llegaba cada día del colegio y se encontraba inevitablemente a un padre hosco
y huraño deambulando por la casa o acurrucado en el sofá: un padre que la
trataba como si también ella estuviese muerta. Al fin, la señora Kronsky se
mudó con su hija e inició los trámites del divorcio. Ella continuó su carrera
profesional, envió a su hija a la universidad y acabó casándose de nuevo. La
vida del señor Kronsky tuvo un desenlace muy distinto.
Incapaz de superar el hecho horrible que le había costado la pérdida de su
hijo, volvió a la bebida y, al final, cortó también conmigo. La última vez que
nos vimos, seguía atrapado en una vida sombría y solitaria, evitando el
contacto con todos, incluidos aquellos que trataban de ayudarle.
¿Por qué desarrolló el señor Kronsky un trastorno de estrés postraumático
y la señora Kronsky no, pese a que ambos sufrieron el mismo trauma?
Cuando el grupo de trabajo del DSM-III aprobó el TEPT, no se sabía nada
sobre cómo provocaba el trauma sus inmediatos y persistentes efectos ni
tampoco sobre cómo podían aliviarse sus consecuencias. Si un soldado recibe
un impacto de metralla en la cabeza, sabemos lo que debemos hacer: detener
la hemorragia, limpiar y vendar la herida, mirar con rayos X si hay lesiones
internas. El TEPT constituía, en cambio, un misterio completo. Si se trataba
de una enfermedad mental grave con una causa clara, ¿no deberíamos ser
capaces de averiguar algo sobre su funcionamiento?
Una vez que el trastorno quedó legitimado con su inclusión en el DSM-
III, empezaron a destinarse fondos para investigarlo. Sin embargo, habría de
llegar primero la «revolución del cerebro» —las nuevas técnicas de imagen
cerebral en los años ochenta y el número creciente de neurocientíficos
psiquiátricos inspirados por el ejemplo de Eric Kandel— para que los
investigadores hicieran sus primeros progresos y empezaran a comprender la
compleja arquitectura neural que subyace al TEPT. Gradualmente, a partir del
año 2000, la investigación cerebral desveló el proceso patológico que, según
se cree, causa esta dolencia.
En ese proceso intervienen tres estructuras cerebrales clave: la amígdala,
el córtex prefrontal y el hipocampo. Estas tres estructuras forman un circuito
fundamental para aprender de las experiencias emocionalmente intensas; pero
si una experiencia es demasiado extrema, el circuito puede volverse contra sí
mismo. Imagínense que están visitando el parque nacional de Yellowstone.
Se bajan del coche para dar un paseo por el bosque. De repente, no muy lejos,
ven un oso. Inmediatamente sienten una oleada de temor, pues su amígdala
cerebral, una parte de su sistema emocional primitivo, ha disparado la alarma
indicándoles que huyan. ¿Qué deben hacer?
Su cerebro ha evolucionado para ayudarles a sobrevivir, para permitirles
tomar en una fracción de segundo la mejor decisión posible ante una
situación de vida o muerte. Aunque su amígdala les grite que salgan
corriendo para ponerse a salvo, lo más recomendable es mantener a raya las
emociones que surgen de ella mientras ustedes analizan la situación y eligen
la mejor alternativa. Quizás es más probable que sobrevivan si se quedan
inmóviles para que el oso no se fije en ustedes; quizá deberían gritar y armar
estrépito para asustarlo, o coger un palo para defenderse; o quizá lo más
inteligente de todo sea que saquen el móvil y llamen a los guardas del parque.
Pero solo serán capaces de tomar una decisión si logran dominar sus
impulsos emocionales, un proceso que los neurocientíficos llaman «control
cognitivo». Su capacidad de decisión y su control cognitivo están regidos por
la parte más reciente y evolucionada del cerebro, el córtex prefrontal. Cuanto
más experimentados y maduros somos, más probabilidades hay de que
nuestro córtex prefrontal pueda ejercer un control cognitivo y superar el
acuciante impulso de huir de la amígdala.
Pero supongamos que ustedes están tan asustados que su córtex prefrontal
no puede contrarrestar el sentimiento de temor. En ese caso es su amígdala la
que se impone, y ustedes echan a correr con todas sus fuerzas hacia el coche.
El oso los ve y, soltando un fuerte rugido, empieza a perseguirlos.
Afortunadamente, ustedes son más rápidos, llegan al coche y logran cerrar la
puerta justo cuando el oso se les echaba encima. Han sobrevivido. Su cerebro
está diseñado para aprender de estas valiosas experiencias de supervivencia.
Su hipocampo forma ahora un recuerdo a largo plazo del oso y de su decisión
de huir, un recuerdo emocionalmente impregnado del temor de la amígdala.
La razón primaria de la existencia de su sistema amígdala-córtex
prefrontal-hipocampo es hacer posible que aprendan de la experiencia y
mejoren en el futuro su capacidad de reaccionar ante parecidas
circunstancias. La próxima vez que se encuentren un oso (o un lobo o un
jabalí o un puma) en el bosque (o en la selva o en el campo), su recuerdo se
verá activado por la similitud de la situación actual con el tropiezo original
con el oso, y les impulsará automáticamente a reaccionar con presteza:
«Mierda, ¿otro oso? La última vez salí del aprieto corriendo. Será mejor que
vuelva a echar a correr.»
Pero ¿y si resulta que su experiencia original al huir del oso resultó tan
traumática y terrorífica que su amígdala se encendió como un árbol de
Navidad? Tal vez el oso les dio alcance antes de que llegaran al coche y logró
soltarles un zarpazo en la espalda antes de que se refugiaran dentro. En ese
caso, es posible que su amígdala estuviera activándose de forma tan frenética
que forjara en su hipocampo un recuerdo traumático de una intensidad
emocional abrasadora. Ese recuerdo almacenado es tan intenso que, cuando
algo lo desencadena, arrolla a su córtex prefrontal, impidiendo que ustedes
ejerzan el control cognitivo. Además, ese recuerdo puede desencadenarse en
el futuro por estímulos que solo se parecen vagamente al hecho original. De
manera que la próxima vez que vean un animal peludo —aunque sea el
caniche de su vecino— esa imagen tal vez desencadene el recuerdo original,
haciendo que su amígdala reaccione de forma instintiva como si se vieran
otra vez amenazados por un oso mortífero. «Mierda. ¡Será mejor que eche
otra vez a correr!»
Dicho de otro modo: los individuos afectados por el TEPT no pueden
separar los detalles de una nueva experiencia de la carga emocional de un
trauma pasado, ni pueden impedir que su circuito amígdala-hipocampo reviva
la intensidad del suceso original. Eso fue lo que le sucedió a Adrianne Haslet.
En un soleado Día de los Patriotas de 2013, Adrianne Haslet se
encontraba cerca de la línea de meta de la maratón de Boston, a pocos metros
de una mochila abandonada que contenía una olla a presión de acero
inoxidable cargada de explosivos. La explosión del artefacto le voló el pie.
Esa experiencia sería espantosa para cualquiera, pero resultó especialmente
traumática para Adrianne, porque ella era bailarina y su vida estaba
totalmente consagrada a la destreza y agilidad de sus pies. Su amígdala se
disparó al máximo, enviando una frenética señal al hipocampo, y este
almacenó un recuerdo de inusitada potencia de la explosión y los horribles
momentos posteriores.
Unos meses más tarde, tras recibir el alta en el hospital general de
Massachusetts, Adrianne se encontraba un día en su apartamento de Boston
cuando se sintió sobresaltada de golpe por una serie de explosiones: el
espectáculo municipal de fuegos artificiales del 4 de Julio. El estrépito festivo
de los artefactos pirotécnicos atravesó a toda velocidad su cerebro y activó
instantáneamente su recuerdo de la explosión de la maratón, haciéndole
revivir los mismos sentimientos de terror que había experimentado mientras
permanecía tendida en la acera ensangrentada de Boylston Street.
Enloquecida, llamó a emergencias y suplicó al impotente operador que
suspendieran los fuegos artificiales.
La mayoría de nosotros hemos experimentado alguna forma leve y no
patológica de este mismo fenómeno neuronal cuando se producen hechos
dramáticos e imprevistos, aunque no sean tan horrorosos. Muchas personas
recuerdan exactamente dónde estaban cuando se enteraron de que habían
disparado al presidente Reagan, cuando supieron que el transbordador
espacial Challenger había estallado o cuando presenciaron los ataques del 11
de Septiembre. Estos recuerdos se llaman a veces «fotográficos» y son el
equivalente benigno y sin carga emocional de los recuerdos alucinantes y
abrasadores que las víctimas del TEPT no pueden sacarse de la cabeza.
Partiendo de los conocimientos actuales sobre los mecanismos neuronales
del trauma, la investigación reciente ha mostrado que si una persona toma un
fármaco que afecte a la memoria poco después de una experiencia traumática
—incluso unas horas después— es posible reducir radicalmente la incidencia
del TEPT, pues se impide que el hipocampo consolide lo que podría
convertirse en un recuerdo traumático. (Esas investigaciones se basan en los
trabajos de Eric Kandel que demuestran cómo los recuerdos a corto plazo se
codifican en la memoria a largo plazo.) La investigación indica asimismo una
variabilidad genética en nuestra propensión al TEPT. Parece haber una
correlación entre ciertos genes específicos implicados en los mecanismos que
controlan la excitación, la ansiedad y la alerta con la posibilidad de sufrir o
no los síntomas del TEPT. Aunque todas las personas tienen un punto de
máxima tensión y pueden desarrollar el TEPT si se ven sometidas a un estrés
lo bastante prolongado o intenso, este punto de máxima tensión varía con
cada persona.
La dinámica del circuito amígdala-córtex prefrontal-hipocampo puede
contribuir a explicar por qué yo desarrollé síntomas similares a los del TEPT
tras el incidente con el aire acondicionado, pero no tras el asalto en mi
apartamento, y por qué el señor Kronsky desarrolló unos síntomas incurables
a raíz de la muerte de su hijo y, en cambio, la señora Kronsky se recuperó. El
factor decisivo fue en todos los casos el control cognitivo.
Cuando a mí me estaban robando, mi córtex prefrontal me permitió
mantener la calma y me proporcionó la sensación (por ilusoria que fuera) de
que lo tenía todo controlado: si obedecía a los matones, pensaba, saldría sano
y salvo. Como efectivamente me libré del aprieto sin heridas ni pérdidas
considerables, mi hipocampo le transmitió a la memoria una experiencia
atenuada por mi sensación de control cognitivo. En cambio, una vez que el
aparato de aire acondicionado se me hubo escapado de las manos, yo ya no
podía hacer absolutamente nada, aparte de gritar con impotencia, mientras
veía cómo caía a plomo hacia la acera. No había ningún control, real o
ilusorio, para apaciguar la alarma desbocada de mi amígdala. En
consecuencia, mi hipocampo almacenó un recuerdo de la experiencia
extremadamente vívido.
La situación fue distinta para el señor Kronsky. El hecho de estar
conduciendo el coche podría haberle proporcionado una cierta sensación de
control cognitivo, y físico, de la situación. Pero, en realidad, él tuvo escasa
influencia sobre las circunstancias del accidente, del cual más bien puede
decirse que fue observador y víctima pasiva al mismo tiempo. En
consecuencia, es probable que su hipocampo almacenara un recuerdo que
combinaba la intensidad emocional de la horrible muerte de Edmund con la
conciencia culpable de su papel al volante. En este caso, su control cognitivo
se convirtió en una prisión mental que habría de atormentarle con incesantes
preguntas del tipo «¿y si?»: «¿y si no me hubiera ido de la fiesta tan
temprano?», «¿y si hubiera tomado otro camino?», «¿y si hubiera conducido
más despacio al llegar a la intersección?».
En cambio, como yo salí ileso del asalto, mi propia sensación de control
cognitivo me ayudó a mitigar la intensidad emocional de la experiencia.
Ahora bien, si los dos matones que entraron en mi apartamento hubieran
acabado disparándome o robándome el reloj de mi abuelo, la decisión misma
de mantener la calma me habría sumido, por el contrario, en un laberinto
interminable de recriminaciones a mí mismo. Así es la relación entre el
cerebro y nuestras experiencias. Aquello que nos puede enseñar también
puede herirnos.
2. Rap significaba entonces charla informal; solo a partir de mediados de los setenta, con la
aparición de la música rap, adquirió otro significado.
9
El triunfo del pluralismo: el DSM-5
La psiquiatría es neurología sin signos físicos, y requiere un virtuosismo
diagnóstico de alto nivel.
HENRY GEORGE MILLER,
British Journal of Hospital Medicine, 1970
Creo que la humildad, y no el orgullo desmedido, es la base de la madurez
científica. El ideal no es la verdad o la certeza, sino una búsqueda constante y
pluralista de conocimiento.
HASOK CHANG

EL DIAGNÓSTICO EN LA ERA DIGITAL

La cuarta edición de la Biblia de la Psiquiatría se publicó en 1994.


Contenía 297 trastornos (la anterior, 265) y mantenía la misma estructura
establecida por Spitzer en el DSM-III. Mientras que la publicación del DSM-
III había estado marcada por el escándalo y la controversia, la aparición del
DSM-IV resultó tan rutinaria como la apertura de una sucursal de Starbucks.
La mayoría de los profesionales de la salud mental apenas siguieron el
proceso de su elaboración; se limitaron a empezar a utilizarlo en cuanto se
distribuyó.
Con la quinta edición, en cambio, la historia fue muy distinta. En 2006, la
APA autorizó oficialmente el nombramiento de un nuevo grupo de trabajo
para elaborar el DSM-5. Era mucho lo que había cambiado en el mundo de la
medicina y la psiquiatría desde la revolución paradigmática que introdujo el
DSM-III en 1980. El presidente George H. W. Bush había proclamado los
años noventa como la «Década del cerebro» y la neurociencia había florecido
hasta convertirse en una de las disciplinas más importantes y dinámicas de las
ciencias de la vida. El escáner y la genética impregnaban totalmente el campo
de la medicina. Abundaban los fármacos nuevos, las técnicas innovadoras de
psicoterapia, las nuevas tecnologías médicas.
Al mismo tiempo, la potencia y la capacidad de los ordenadores había
aumentado exponencialmente, y la influencia de Internet se había extendido a
toda la sociedad.
En reconocimiento a la nueva era digital en la que habría de aparecer la
quinta edición, la abreviatura del Manual pasó a ser DSM-5, y no DSM-V.
Reemplazando la cifra romana por un número, la APA pretendía indicar que
el DSM sería en adelante un «documento vivo» regularmente actualizado,
como un software informático, y anunciaba la posibilidad de que se publicara
un DSM-5.1 y 5.2.
En 2006, el presidente de la APA, Steve Sharfstein, nombró director del
grupo de trabajo a David Kupfer y subdirector a Darrel Regier. Kupfer era
jefe del departamento de Psiquiatría de la Universidad de Pittsburg y un
experto de talla internacional en la depresión y el trastorno bipolar. Regier era
un psiquiatra y epidemiólogo que había dado sus primeros pasos en el
histórico Estudio Epidemiológico Territorial, un proyecto impulsado en los
años ochenta por el Instituto Nacional de Salud Mental para medir las tasas
de incidencia de los trastornos mentales entre la población norteamericana.
Kupfer y Regier reunieron un equipo que empezó a trabajar en 2007.
Como los anteriores grupos de trabajo, este equipo realizó una exhaustiva
revisión de la literatura científica, analizó multitud de datos y solicitó ayuda a
otros colegas y profesionales para introducir revisiones en los diagnósticos
existentes. Pero a diferencia de lo ocurrido en los grupos anteriores, pronto se
oyeron quejas formuladas en voz baja: no había una serie coherente de pasos
para cambiar los diagnósticos, no existía un plan definido para organizar los
diagnósticos en una nueva edición. Además, ciertas partes interesadas —de
dentro y de fuera de la profesión— decían que el proceso de examen y
revisión del DSM se tramaba a puerta cerrada. Al captar estos murmullos de
descontento, una nueva generación de activistas de la antipsiquiatría, entre los
que figuraban Robert Whittaker, Gary Greenberg, Peter Breggin y una
revigorizada Iglesia de la Cienciología, empezó a dirigir sus ataques contra el
proyecto.
Ya no estábamos en los setenta, cuando las críticas al DSM-III se habían
producido casi por completo dentro de los confines del mundo de la atención
a la salud mental, y cuando los oponentes combatían, mediante cartas
mecanografiadas, artículos en revistas profesionales y reuniones privadas.
Ahora estábamos en el siglo XXI, en la era de Internet y las redes sociales.
Incluso los no profesionales tenían el poder de manifestar sus quejas a través
de blogs, artículos online, páginas web activistas, comentarios de Facebook
y, finalmente, de Twitter. Captando el espíritu de buena parte de las primeras
críticas al DSM-5, Gary Greenberg, psicoterapeuta y autor de largas diatribas
antipsiquiátricas, declaró en una entrevista al New York Times: «Nadie le da
mucho crédito al contenido actual del DSM, e incluso quienes lo defienden
reconocen que su mayor virtud es que no hay otra cosa en este terreno.»
A las conocidas críticas antipsiquiátricas se sumaron luego las voces de
los grupos de interés que querían saber cómo afectaría la elaboración del
DSM a sus respectivos dominios. También las organizaciones de defensa de
los pacientes, como la Alianza Nacional para los Enfermos Mentales, Autism
Speaks, la Alianza de Apoyo a la Depresión y el Trastorno Bipolar y la
Fundación Americana para la Prevención del Suicidio, empezaron a protestar
en la Red por el hecho de que sus representados no estuvieran informados
sobre el proceso de elaboración del DSM-5. Pronto hubo innumerables blogs
y discusiones en la Web que censuraban la opacidad general de proceso del
DSM-5. Al no responder a este fuego graneado online, la APA y el grupo de
trabajo del DSM-5 dieron la impresión de que los responsables del proyecto
no se tomaban las críticas en serio, o simplemente no estaban informados.
A decir verdad, esta creciente oleada de críticas en la Red cogió a
contrapié a los miembros de la APA. No solo no estaban preparados para usar
Internet y reaccionar de forma organizada o eficaz, sino que el interés
suscitado los tomó completamente por sorpresa. Al fin y al cabo, durante la
elaboración del DSM-IV apenas había habido polémica entre los
profesionales, y la discusión pública había sido prácticamente inexistente.
Ahora, en cambio, había centenares de voces exigiendo a los responsables del
DSM que salieran de su secretismo y explicaran cómo estaba gestándose
exactamente la nueva generación de diagnósticos psiquiátricos.
Pese al clamor, los directores del grupo de trabajo y los dirigentes de la
APA desecharon en principio las protestas, atribuyéndolas a las quejas y las
exageraciones habituales de los críticos antipsiquiátricos más furibundos y de
los grupos de interés. A fin de cuentas, muchas de las objeciones planteadas
al proceso de revisión del DSM-5 no diferían demasiado de las que se habían
aducido durante la elaboración del DSM-III y (en menor medida) del DSM-
IV; solo que ahora se veían amplificadas por el megáfono digital de Internet.
Habiendo tantos individuos y tantas entidades con un interés directo en la
Biblia de la Psiquiatría, era inevitable que la menor revisión hiriese
susceptibilidades y suscitara protestas. La APA confiaba en capear el
temporal sin demasiados contratiempos... hasta que dos críticos totalmente
inesperados del propio mundo de la psiquiatría alzaron la voz con la fuerza de
un huracán.
Esos dos psiquiatras dejaron atónitos a los responsables del DSM-5 con
una serie de virulentas cartas online que finalmente obligaron a la APA a
cambiar el proceso de elaboración del Manual. El primero era el director del
DSM-IV, Allen Frances. El segundo, el legendario creador del moderno DSM
de inspiración kraepeliniana: el mismísimo Robert Spitzer.

CRÍTICOS EMÉRITOS

En abril de 2007, un año después de que hubieran empezado oficialmente


los trabajos del DSM-5 y seis años antes de la fecha prevista de publicación,
Robert Spitzer envió un mensaje de dos líneas al subdirector del DSM-5,
Darrel Regier. ¿Podría Regier enviarle una copia de las actas de las reuniones
iniciales del grupo de trabajo?
Tras completar el DSM-III, el papel de Spitzer en la elaboración del
Manual había quedado muy disminuido. Él había ejercido fuertes presiones
para dirigir el DSM-IV, pero fue relegado en favor de la candidatura de Allen
Frances, entonces profesor de Psiquiatría en la Facultad de Medicina de
Cornell. Frances, no obstante, había tratado a Spitzer con respeto,
nombrándolo «asesor especial» del grupo de trabajo del DSM-IV e
incluyéndolo en todas las reuniones. Pero al iniciarse los preparativos del
DSM-5, Spitzer quedó completamente excluido del proceso (y también Allen
Frances). Al parecer, tal como Spitzer había hecho treinta años atrás, Kupfer
y Regier pretendían hacer tabla rasa y crear algo nuevo. Y para alcanzar ese
ambicioso objetivo creían que debían mantener a distancia a los responsables
anteriores del DSM.
Regier le respondió a Spitzer que las actas serían accesibles al público
una vez que hubiera concluido el conflicto de intereses y que el grupo de
trabajo estuviera completamente aprobado. Spitzer volvió a escribirle al cabo
de unos meses, pero no obtuvo respuesta. En febrero de 2008, casi un año
después de su petición inicial, Spitzer recibió por fin una respuesta definitiva:
debido a circunstancias «excepcionales», incluida la necesidad de mantener
«la confidencialidad en el proceso de elaboración», Regier y Kupfer habían
decidido que las actas solo estuvieran disponibles para la junta directiva de la
APA y para los propios miembros del grupo de trabajo.
Esto no solamente constituía un desaire personal al creador del moderno
DSM, sino una grave desviación de la política de transparencia de Spitzer:
una política que había mantenido incluso al enfrentarse a las enormes
resistencias suscitadas por el DSM-III. Allen Frances había continuado la
política de apertura de Spitzer durante el desarrollo del DSM-IV. Temiendo
que la decisión de Regier y Kupfer de hurtar todo el proceso de trabajo a la
supervisión pública pudiera poner en peligro la calidad y la legitimidad del
DSM-5, Spitzer dio un paso que nadie esperaba: trasladó sus inquietudes a la
Web.
«El número del 6 de junio de Psychiatric News publicó la noticia positiva
de que el proceso del DSM-5 sería complejo pero transparente —escribió
Spitzer en una carta abierta al director del servicio de noticias online de la
APA—. Descubrí hasta qué punto iba a ser abierto y transparente cuando
Regier me informó de que no me enviaría las actas de las reuniones del grupo
de trabajo del DSM-5 porque era importante “mantener la confidencialidad
del DSM-5”.» Decidido a pasar a la acción, Spitzer inició una implacable
campaña online contra el «secretismo» del proceso del DSM-5, exigiendo una
transparencia total. «Cualquier otra cosa —escribió en 2008— constituirá
para los críticos del diagnóstico psiquiátrico una invitación a cuestionar la
credibilidad científica del DSM-5.» También criticaba los «acuerdos de
confidencialidad» que todos los integrantes del grupo de trabajo y de los
subcomités de estudio habían tenido que firmar y que les prohibía hablar del
DSM-5 fuera de ese ámbito estricto.
Al parecer, Kupfer y Regier creían que podrían controlar más eficazmente
la creación de un nuevo DSM evitando someter al escrutinio público al grupo
de trabajo y a los subcomités de estudio mientras se hallaran entregados a la
tarea compleja y potencialmente polémica de mejorar los diagnósticos
psiquiátricos. El propio Spitzer había dirigido con mano de hierro el proceso
del DSM-III, pero había compensado ese control obsesivo con un
funcionamiento abierto y receptivo, emitiendo un flujo continuado de
informes y actualizaciones. Incluso en las últimas fases del DSM-III, cuando
se enfrentó a un clima de abierta hostilidad, era bien sabido que respondía a
todos los artículos, cartas y llamadas telefónicas, por críticos que fuesen.
Spitzer no fue el único que se sintió irritado por el secretismo del proceso
del DSM-5. Allen Frances compartía el escepticismo de su antiguo mentor.
Frances se había formado en Columbia bajo la tutela de Spitzer y fue uno de
los miembros más jóvenes del grupo de trabajo del DSM-III antes de
convertirse en director del DSM-IV. La opinión predominante entre los
profesionales de la salud mental era que Frances había llevado a cabo una
labor respetable como administrador del libro más importante de la
psiquiatría. Frances se puso en contacto con Spitzer y, en 2009, los dos
eminentes psiquiatras enviaron una carta conjunta a la junta directiva de la
APA en la que advertían que el DSM-5 se exponía a «desastrosas
consecuencias» por el «rígido encastillamiento» con el que sus responsables
se habían «cerrado a todos los consejos y las críticas». En consecuencia,
instaban a la APA a revocar los acuerdos de confidencialidad, a aumentar la
transparencia y a nombrar un comité de supervisión para controlar el proceso
del DSM-5.
Se desató una auténtica tormenta. Estaba en cuestión cómo se definía la
enfermedad mental en la era digital. No solo existían muchos más datos
empíricos y conocimientos clínicos que nunca, sino que había una infinidad
de poderosos grupos de intereses —instituciones comerciales,
gubernamentales, médicas y educativas, así como grupos de defensa de los
pacientes— que habrían de verse seriamente afectados por cualquier cambio
introducido en el DSM. ¿Acaso el interés público quedaría mejor preservado
permitiendo que los expertos trabajaran tras un velo protector? ¿No era más
recomendable que los debates sobre los diagnósticos (que inevitablemente
habrían de ser acalorados y conflictivos) se celebraran bajo la supervisión
pública... que ahora consistía en un mundo interconectado de bloggers,
tuiteros y usuarios de Facebook?
Tanto los defensores como los detractores de la APA intervinieron en el
debate. El Psychiatric Times, una revista online independiente de la APA,
publicaba regularmente réplicas y contrarréplicas. Daniel Carlat, un
psiquiatra de la Facultad de Medicina de la Universidad Tufts, describió el
conflicto en su blog: «Lo que comenzó como una simple discrepancia entre
un grupo de científicos de élite dedicados a revisar la bibliografía científica
ha degenerado en una disputa que deja en ridículo los conflictos legendarios
entre los Hatfield y los McCoy.» Los medios, excitados por el espectáculo de
las figuras más ilustres de la profesión riñendo entre sí con el mismo rencor
que los republicanos y los demócratas en el Congreso, echaron más leña al
fuego. Los noticieros de televisión invitaban a expertos para discutir los
méritos del DSM, y también de la psiquiatría en general. Muchos
comentaristas destacados, desde David Brooks hasta Bill O’Reilly, debatían
también con vehemencia. «El problema es que las ciencias del
comportamiento como la psiquiatría no son ciencias, en realidad; son
semiciencias», escribió Brooks en un artículo del New York Times.
Desde 2008 hasta el lanzamiento del DSM-5 en 2013, aparecieron en la
prensa y en los principales diarios online casi tres mil artículos sobre el tema.
La cosa llegó hasta tal punto que incluso los hitos menores en el desarrollo
del DSM-5 eran noticia, mientras que cualquier información relacionada con
la enfermedad mental suscitaba una referencia a la polémica sobre el Manual.
En 2011, por ejemplo, hubo una explosión en la cobertura informativa sobre
el DSM-5 cuando la congresista Gabrielle Giffords fue víctima de los
disparos de un joven psicótico en un centro comercial de Arizona. En 2012,
tras el horrible tiroteo en una escuela de Newtown, Connecticut, se desató
otro furor mediático en torno al DSM-5 cuando corrió la noticia de que el
autor de la matanza, Adam Lanza, padecía una forma de autismo. Gran parte
de las informaciones daban a entender que la psiquiatría no estaba
consiguiendo diagnosticar o tratar adecuadamente las enfermedades mentales.
La APA no había padecido estos niveles de presión pública desde
principios de los años setenta, cuando el estudio Rosenhan, la controversia
sobre la homosexualidad y el movimiento de la antipsiquiatría obligaron a la
institución a alejarse del psicoanálisis y a respaldar un cambio radical de
paradigma para el diagnóstico psiquiátrico. Pero ¿qué haría la APA esta vez?

LA APA REACCIONA

Durante el proceso de desarrollo del DSM-5, Kupfer y Regier habían


asegurado repetidamente en sus informes a la junta de la APA que, pese al
mar de fondo interno y al alboroto exterior, todo iba viento en popa. Pero al
ver, por un lado, que Spitzer y Frances se sumaban a la campaña online, y,
por otro lado, que los rumores sobre un débil liderazgo que se filtraban desde
el grupo de trabajo y los subcomités no amainaban, la junta directiva empezó
a preguntarse si no habría un verdadero incendio detrás de toda aquella
humareda. ¿Existían serios problemas en el proceso del DSM-5 que Kupfer y
Regier no querían reconocer; o peor aún, de los que no eran conscientes?
Para averiguarlo, la junta directiva de la APA creó un comité de
supervisión en 2009. Ese comité examinaría el proceso del DSM-5 e
informaría de si existían, en efecto, problemas que requiriesen la intervención
de la junta. Carolyn Robinowitz, ex decana de la Facultad de Medicina de la
Universidad de Georgetown y ex presidenta de la APA, fue nombrada
directora del comité. También yo fui nombrado miembro del mismo.
Asistimos a las reuniones del grupo de trabajo, en las que el director y el
subdirector del DSM-5 nos pusieron al día, y luego nos reunimos
separadamente con los miembros del grupo sin la presencia de Kupfer y
Regier. Enseguida resultó evidente que la situación era tan mala como
indicaban los rumores. El equipo del DSM-III había estado totalmente unido
en su visión de un nuevo Manual y tenía plena confianza en el liderazgo de
Robert Spitzer. En el caso del DSM-5, por el contrario, muchos miembros del
equipo eran abiertamente críticos tanto con el proceso seguido como con sus
directores.
Regier y sus colaboradores parecían desorganizados e inseguros, mientras
que Kupfer se mostraba distante y desconectado, y delegaba todas las
responsabilidades en Regier. Este estilo de dirección difería enormemente de
la implicación personal y obsesiva de Spitzer, luego emulada por Frances.
Robinowitz comunicó a la junta de la APA las preocupantes conclusiones del
comité supervisor: «Hay un grave problema de funcionamiento en el DSM y
debemos resolverlo.»
La junta directiva se tomó en serio las observaciones de Robinowitz, pero
no estaba segura de lo que debía hacer. Cambiar de caballo a medio camino,
cuando el proceso se hallaba públicamente cuestionado, no haría más que
corroborar las críticas y minar la credibilidad del DSM. La junta sorteó esta
dificultad creando dos comités especiales de revisión: uno para examinar las
pruebas científicas que justificasen los cambios propuestos y otro para
estudiar las consecuencias de dichos cambios en la clínica y la sanidad
pública. Aunque sumar nuevos comités difícilmente constituye la solución
ideal de un problema de gestión, este arreglo sirvió para acallar gran parte de
las críticas procedentes del propio mundo de la psiquiatría.
En Internet, entretanto, seguían arreciando las acusaciones. Una de las
principales era la idea de que el DSM-5 estaba patologizando conductas
normales. Paradójicamente, la patologización de lo ordinario figuraba ente las
críticas más punzantes que Robert Spitzer había dirigido a los psicoanalistas,
quienes hablaban abiertamente de la psicopatología de la vida cotidiana y
sostenían que todo el mundo era un poco neurótico. Una de las grandes
contribuciones de Spitzer y del DSM-III fue trazar una línea clara y definida
entre los mentalmente enfermos y los mentalmente sanos, e incluso en el caos
del DSM-5 esa división había sido mantenida.
La mayoría de las acusaciones de patologización de la conducta normal
las suscitaban diagnósticos que podían parecer triviales o sexistas a un
observador superficial, como el trastorno de acumulación, el trastorno por
atracón o el trastorno disfórico premenstrual. Sin embargo, la decisión de
considerar como un trastorno estas conductas se apoyaba en abundantes datos
o en una amplia experiencia clínica. Tomemos el caso del trastorno de
acumulación, una de las nuevas entradas del DSM-5. Esta dolencia está
vinculada a la incapacidad compulsiva de tirar cosas, hasta el extremo de que
los desperdicios invaden la vivienda del paciente y reducen sensiblemente su
calidad de vida. Aunque todos conocemos a personas que guardan
cachivaches y se resisten a tirar los trastos viejos, los individuos que padecen
el trastorno de acumulación guardan con frecuencia tal cantidad de
desperdicios que los montones acumulados pueden constituir un peligro para
su integridad.
Una vez traté a una mujer adinerada de mediana edad que vivía en un
espacioso apartamento del Upper East Side de Manhattan, pero que apenas
podía abrir la puerta para entrar o salir a causa de las montañas tambaleantes
de periódicos y revistas de mascotas, de paquetes sin abrir de teletienda y
accesorios para sus nueve gatos. Acabaron amenazándola con desalojarla
cuando los vecinos se quejaron por el hedor repulsivo y los bichos que salían
de su apartamento. Su familia la hospitalizó y, por primera vez en su vida, fue
tratada de un trastorno de acumulación. Al cabo de tres semanas, recibió el
alta y volvió al apartamento, ahora impoluto, que su familia se había
encargado de limpiar. Actualmente toma clomipramina (un antidepresivo
tricíclico usado con frecuencia para tratar el trastorno obsesivo-compulsivo) y
recibe terapia cognitivo-conductual para ayudarla a manejar sus impulsos.
Lleva una vida mucho más feliz en su apartamento limpio y despejado, ya sin
quejas de los vecinos o los familiares.
Como profesional estrechamente implicado en el desarrollo del DSM-5,
puedo asegurarles que no existe un interés gremial en ampliar la esfera de
acción de la psiquiatría inventando más trastornos o facilitando las
condiciones para recibir un diagnóstico. Los psiquiatras tenemos más
pacientes de los que podemos asumir en nuestro actual sistema de atención a
la salud mental, y bastantes problemas afrontamos ya para conseguir que las
compañías de seguros nos reembolsen nuestros honorarios por tratar
dolencias establecidas desde hace décadas. Tal vez la prueba más elocuente
de que la psiquiatría no está tratando de patologizar las conductas normales
puede encontrarse en el número de diagnósticos: el DSM-IV contenía 297; el
DSM-5 los redujo a 265.
Cuando yo me convertí en presidente electo de la APA, en la primavera
de 2012, heredé la responsabilidad sobre el DSM-5. El Manual habría de
concluirse y publicarse durante mi mandato, y su éxito —o su fracaso— se
produciría bajo mi tutela. Me consolaba en cierta medida la constatación de
que los comités especiales instaurados por mis predecesores hubieran
resultado eficaces y mejorado sustancialmente el proceso de elaboración del
DSM. Había cesado el mar de fondo interno y se había establecido un proceso
claro y riguroso para crear o para modificar trastornos. Y lo más importante:
ahora cada conjunto provisional de criterios diagnósticos debía aportar más
pruebas y someterse a más deliberaciones que durante cualquiera de las
ediciones anteriores del DSM.
En los últimos seis meses antes de que el DSM-5 fuera sometido a
votación en la asamblea de la APA, el presidente de la institución, Dilip Jest,
y yo convocamos una cumbre de alto nivel para llevar a cabo una revisión
final y aprobar o rechazar cada uno de los trastornos propuestos. La lista
definitiva de diagnósticos sería presentada a toda la asamblea de la APA, tal
como se había hecho treinta años antes con el DSM-III de Spitzer.
Participaron en la cumbre representantes del grupo de trabajo, de los
subcomités y de los comités de revisión. Todos éramos conscientes de lo que
estaba en juego: nada menos que la credibilidad de la psiquiatría en el siglo
XXI y el bienestar de cada uno de los pacientes cuyas vidas se verían afectadas
por las decisiones que tomáramos.
Durante esa cumbre, buscamos siempre el consenso. Si no había pruebas
científicas claras o una base clínica convincente que apoyaran la creación de
un nuevo diagnóstico o la revisión de uno ya existente, entonces se dejaba sin
modificar la versión del DSM-IV. La mayoría de los trastornos se aprobaron
sin controversia, aunque hubo un acalorado debate en torno a los trastornos
de personalidad: una fuente de discusión constante entre los psiquiatras
formados de acuerdo con las teorías psicoanalíticas más tempranas de Freud.
También hubo discrepancias sobre si debía incluirse un nuevo diagnóstico
infantil llamado «trastorno de desregulación disruptiva del estado de ánimo»;
sobre si podía diagnosticarse de depresión a una persona que estaba pasando
el duelo por un ser querido; y sobre si debían modificarse los criterios de la
esquizofrenia. Esos tres cambios se aprobaron finalmente, mientras que la
nueva configuración de los trastornos de personalidad se rechazó.
Al fin llegó el 10 de noviembre de 2012, el día de la votación del DSM-5.
La asamblea de la APA se reunió en el JW Marriott de Washington D. C.,
exactamente a dos manzanas de la Casa Blanca y menos de una semana
después de que Barack Obama se hubiera ganado el derecho a seguir
residiendo allí otros cuatro años. Tras la tormentosa polémica sobre el DSM-5
en la Red y los medios, y llegado el momento de someterlo a aprobación,
todo se desarrolló de un modo casi decepcionante. Hubo muy poco debate
entre los presentes en el gran salón de baile del hotel, y la votación misma fue
rápida y unánime: nada que ver con la actividad frenética y los intentos de
revisión de última hora que caracterizaron en su día la votación del DSM-III.
El DSM-5 se publicó el 19 de mayo de 2013, concluyendo así el período
más largo de elaboración de cualquier DSM (siete años) y también el más
largo entre dos ediciones del Manual (nueve años). Pero la demora no se
debía tanto a la polémica y las complicaciones del proceso, sino que más bien
reflejaba la amplitud inaudita del trabajo que había supuesto desarrollar el
DSM-5. La nueva edición de la Biblia de la Psiquiatría incorporaba más
datos, pruebas y discusión que las cuatro ediciones anteriores combinadas;
163 expertos, entre psiquiatras, psicólogos, sociólogos, enfermeras y
abogados defensores del consumidor, habían dedicado más de cien mil horas
de trabajo, revisado decenas de miles de documentos y obtenido información
sobre criterios diagnósticos de centenares de clínicos en activo. Salvo el
director y el subdirector, ninguno de estos colaboradores recibió ningún pago
por su trabajo.
Pese a todo el drama, los temores y la ambición desplegados durante la
elaboración del DSM-5, el producto final resultó ser en definitiva una
revisión más bien modesta del DSM-IV. Conservaba la mayoría de los
elementos que Spitzer introdujo en su revolucionaria edición, incluida la
definición básica de la enfermedad mental como un conjunto coherente y
duradero de síntomas que provoca un malestar subjetivo o un deterioro del
funcionamiento normal.
Tras su lanzamiento, Jeste escribió: «La exitosa publicación del manual
diagnóstico —en un plazo ajustado y bajo un escrutinio público masivo—
constituye una rotunda victoria para la psiquiatría. En mayo de 2012 daba la
impresión de que iba a ser una tarea difícil y no cesaban de aparecer artículos
en la prensa; la mayoría, críticos. Reaccionamos ante las críticas de forma
constructiva, sin arremeter contra quienes las formulaban. De no haber salido
bien, habría sido un motivo de descrédito no solo para la APA, sino para la
entera profesión de la psiquiatría. Este debe de ser el sistema diagnóstico más
analizado de la historia de la medicina. Creo que debemos enorgullecernos
todos de este logro extraordinario.»
Me cuento sin duda entre los que se enorgullecen del resultado. Para
otros, sin embargo, el producto final constituyó una gran decepción. Justo
cuando se estaba lanzando el DSM-5, el director del Instituto Nacional de
Salud Mental (NIMH) publicó un blog extremadamente crítico que provocó
el mayor de los alborotos mediáticos acerca del DSM. Aunque la condena de
Tom Insel del DSM de la era digital parecía amenazar una vez más la
reputación de la psiquiatría, proporcionó al mismo tiempo una oportunidad
para demostrar la verdadera fuerza y la resistencia de la psiquiatría
contemporánea.

HACIA UNA PSIQUIATRÍA PLURALISTA

En su blog del 29 de abril de 2013, el psiquiatra de máximo rango


gubernamental y director del mayor fondo de investigación psiquiátrica del
mundo, afirmaba: «Los pacientes con trastornos mentales merecían algo
mejor que el DSM-5. Por este motivo, el NIMH reorientará sus
investigaciones sin considerar las categorías del DSM.» La andanada de Tom
Insel se convirtió de inmediato en un fenómeno viral, y los medios
presentaron su declaración como un rechazo oficial del DSM por parte del
NIMH. Insel parecía estar proclamando ante el mundo que los diagnósticos
psiquiátricos no era válidos científicamente. En lugar del DSM-5, él abogaba
por la creación de un nuevo sistema diagnóstico basado en la genética, la
neurobiología, los circuitos cerebrales y los biomarcadores.
Insel estaba dando voz al sueño permanente de la psiquiatría biológica de
establecer definiciones neurológicas de la psicopatología, tal como lo habían
formulado hacía un siglo y medio Wilhelm Griesinger y sus seguidores
alemanes. Como hemos visto al repasar los dos siglos de historia de la
psiquiatría, sin embargo, la mayoría de los intentos de proporcionar una
explicación biológica a la enfermedad mental habían tropezado con
obstáculos insalvables. El propio Griesinger no lo logró; Kraepelin, frustrado,
se centró en los síntomas y el curso de la enfermedad; Freud lo consideró un
propósito inútil y desarrolló el psicoanálisis; la teoría de fijaciones
funcionales de Egas Moniz para justificar la lobotomía fracasó; la teoría de
John Cade sobre la toxina de la manía fracasó; la tesis de las manchas malvas
y rosadas de los psiquiatras que utilizaban la cromatografía también fracasó.
Las únicas explicaciones biológicas indiscutibles sobre los orígenes de una
enfermedad mental son las referidas a la parálisis general del demente
(causada por la bacteria de la sífilis), a la pelagra (un tipo de demencia
provocada por un déficit de vitamina B12) y, más recientemente, al
Alzheimer y a otras formas de demencia y de psicosis inducidas por drogas.
Tenemos un conocimiento razonable sobre el desarrollo en el cerebro de la
adicción y del trastorno de estrés postraumático, pero todavía nos queda
mucho por descubrir. Aunque la psiquiatría biológica ha desvelado claves
prometedoras, si repasamos toda la historia de la psiquiatría observamos que
las teorías biológicas de la enfermedad mental no han demostrado ser mejores
ni peores que las teorías psicodinámicas; ninguna de ambas escuelas de pen-
samiento ha ofrecido todavía una explicación convincente de los orígenes
exactos de la esquizofrenia, de la depresión o de los trastornos bipolar y de
ansiedad. Si algo hemos aprendido de las repetidas oscilaciones pendulares
entre el cerebro y la mente es que cualquier visión limitada de la enfermedad
mental acaba siendo inadecuada para explicar las complejidades de la misma.
Paradójicamente, sesenta años antes de que el director del NIMH, Tom
Insel, escribiera sobre la necesidad de adoptar una visión estrictamente
biológica de la psiquiatría, el primer director del NIMH, Robert Felix,
censuró la psiquiatría biológica y declaró que esa institución no financiaría
ninguna investigación de tipo biológico (una promesa que lamentablemente
cumplió). Por el contrario, Felix instó a los psiquiatras a centrarse en
patologías sociales como la pobreza, el racismo y los conflictos domésticos.
Más tarde, a principios de los años ochenta, cuando el péndulo de la
psiquiatría empezó a desplazarse de nuevo hacia el cerebro, impulsado por
los adelantos en imagen cerebral, genética y neurociencia, el jefe de
psiquiatría de Yale, Morton Reiser, observó: «Pasamos de una psiquiatría
descerebrada a una psiquiatría absurda.»3
El genio de Robert Spitzer consistió en mantenerse agnóstico sobre cuál
de ambos campos —el biológico o el psicodinámico— tenía más que ofrecer.
Él creó un marco diagnóstico capaz de incorporar la investigación desde
ambas perspectivas, o desde cualquier otra. Si la genética, la neurobiología,
los circuitos cerebrales y los biomarcadores brillan por su ausencia en los
diagnósticos del DSM-5 es porque no existían todavía pruebas suficientes que
respaldaran su inclusión: no por un descuido, ni por un sesgo teórico o un
rechazo deliberado de la psiquiatría biológica. En todo caso, esa ausencia
reflejaba la visión madura y responsable de la enfermedad mental que
subyacía bajo la actitud ecuánime del DSM respecto a las teorías
psiquiátricas. Lo importante, en último término, eran los datos empíricos, por
recalcitrantes o por poco innovadores o anticuados que los datos pudieran
resultar.
Los drásticos giros conceptuales de la historia de la psiquiatría no hacen
más que realzar el valor del agnosticismo libre de prejuicios de Spitzer, pues
a la psiquiatría le ha ido siempre mejor cuando ha evitado los extremos de la
neurobiología reduccionista o de la pura psicodinámica, y seguido un camino
de moderación abierto a los hallazgos de todas las fuentes de base empírica.
Aunque todavía hoy se encuentran psiquiatras adeptos a una perspectiva
exclusivamente psicodinámica, biológica o sociológica, el mundo de la
psiquiatría en conjunto ha llegado a la conclusión de que el mejor modo de
comprender y de tratar la enfermedad mental consiste en abordar al mismo
tiempo la mente y el cerebro.
Actualmente, los psiquiatras están preparados para evaluar a los pacientes
usando las últimas técnicas de la neurociencia y los principios
psicodinámicos más convincentes de la mecánica mental. Emplean
tecnologías de imagen cerebral y, al mismo tiempo, escuchan atentamente el
relato que hacen los pacientes de sus experiencias, emociones y deseos. Ken
Kendler, profesor de Psiquiatría y de Genética Humana en la Universidad
Commonwealth de Virginia, y uno de los investigadores psiquiátricos vivos
más citado, ha llamado a este enfoque unificado y libre de prejuicios
«psiquiatría pluralista».
En un perspicaz artículo de 2014, Kendler advierte a los neurocientíficos
psiquiátricos ahora dominantes contra el «monismo intransigente» que
caracterizó a los psicoanalistas de los años cuarenta y cincuenta y a los
psiquiatras sociales de los años sesenta y setenta, que veían la enfermedad
mental con una estrecha perspectiva teórica y proclamaban que su visión era
la única válida. Ese enfoque excluyente de la psiquiatría refleja lo que
Kendler llama «orgullo epistémico desmedido». El mejor antídoto contra ese
orgullo desmedido, observa Kendler, es un pluralismo basado en pruebas
empíricas.

Ken Kendler (izquierda) y Oliver Sacks en una recepción en Nueva York en 2008. (Cortesía de Eve
Vagg, Instituto Psiquiátrico del Estado de Nueva York.)

Erik Kandel es justamente famoso por haber desencadenado la revolución


del cerebro en la psiquiatría; su trayectoria profesional, no obstante, refleja
una visión pluralista de la enfermedad mental. Sus investigaciones se
centraron en la neurobiología de la memoria, pero estaban motivadas y
enmarcadas por su creencia en las teorías psicodinámicas de Freud. Kandel
nunca renunció a la convicción fundamental de que la perspectiva
psicodinámica de la mente, aun cuando algunas de las ideas de Freud fueran
erróneas, era tan valiosa y necesaria como la perspectiva biológica. Este
pluralismo suyo quedó reflejado en un trabajo seminal que publicó en 1979
en el New England Journal of Medicine titulado «Psychotherapy and the
Single Synapse» [Psicoterapia y sinapsis individual]. Kandel observaba en el
artículo que los psiquiatras solían encajar en dos categorías: los «duros», que
buscaban explicaciones biológicas a los trastornos, y los «blandos», que
creían que la biología había hecho escasas aportaciones de utilidad práctica y
que el futuro de la psiquiatría radicaba en el desarrollo de nuevas
psicoterapias. Él afirmaba, por su parte, que la tensión aparente entre ambas
perspectivas podría constituir de hecho una fuente de futuros avances, pues
ambos bandos estaban condenados a competir y, en último término, a
reconciliarse. Kandel mantiene todavía hoy esta visión pluralista, como pudo
apreciarse en un artículo publicado por el New York Times en 2013, en
respuesta a las críticas de David Brooks al DSM-5:

Esta nueva ciencia de la mente se basa en el principio de que nuestra


mente y nuestro cerebro son inseparables. El cerebro no solo es
responsable de las simples conductas motoras, como correr o comer, sino
también de los actos complejos que consideramos la quintaesencia de lo
humano, como pensar, hablar o crear obras de arte. Mirada desde este
punto de vista, nuestra mente es un conjunto de operaciones realizadas
por nuestro cerebro. El mismo principio de unidad puede aplicarse a los
trastornos mentales.

A fin de cuentas, pues, ¿qué es la enfermedad mental? Sabemos que los


trastornos mentales muestran un conjunto coherente de síntomas. Sabemos
que muchos trastornos presentan marcas neurológicas específicas en el
cerebro. Sabemos que muchos trastornos manifiestan patrones específicos de
actividad cerebral. Hemos alcanzado algunos conocimientos sobre la base
genética de los trastornos mentales. Podemos tratar a las personas que sufren
trastornos mentales empleando fármacos y terapias somáticas que actúan
exclusivamente sobre sus síntomas, pero no tienen efectos en las personas
sanas. Sabemos que ciertas formas específicas de psicoterapia aportan
evidentes beneficios a los pacientes que sufren ciertos trastornos específicos.
Y sabemos que, de no tratarse, estos trastornos causan angustia, sufrimiento,
discapacidad, violencia e incluso la muerte. Así pues, los trastornos mentales
son anómalos, duraderos, dañinos y tratables; presentan un componente
biológico y pueden diagnosticarse de forma fiable. Creo que esto debería
satisfacer a cualquiera como definición de la enfermedad mental.
Al mismo tiempo, los trastornos mentales representan un tipo de
enfermedad médica distinto de cualquier otro. El cerebro es el único órgano
capaz de sufrir lo que podríamos llamar una «enfermedad existencial», en la
cual sus funciones se ven alteradas no por una lesión física, sino por una
experiencia intangible. Todos los demás órganos del cuerpo requieren un
estímulo físico que genere la enfermedad —toxinas, infecciones, contusiones
traumáticas, estrangulamientos—, pero solo el cerebro puede enfermar a
causa de estímulos incorpóreos como la soledad, la humillación o el temor.
Que te despidan del trabajo o te abandone tu esposa puede provocarte una
depresión. Ver cómo un coche arrolla a tu hijo o perder los ahorros de tu
jubilación en una crisis financiera puede provocarte un TEPT. El cerebro es
una interfaz entre lo etéreo y lo orgánico, donde los sentimientos y recuerdos
que componen el tejido inefable de la experiencia se transmutan en
bioquímica molecular. La enfermedad mental es una dolencia médica, pero
también una dolencia existencial. En esta peculiar dualidad radican tanto la
agitación histórica como las promesas futuras de mi profesión, así como la
arrolladora fascinación que ejerce en todo el mundo la conducta humana y la
enfermedad mental.
Por más que avancen nuestros ensayos biológicos, las técnicas de imagen
cerebral y las posibilidades de la genética, dudo que lleguen a reemplazar
totalmente al elemento psicodinámico inherente a la enfermedad existencial.
La interpretación del componente extremadamente personal de la enfermedad
mental por parte de un médico compasivo será siempre una parte esencial de
la psiquiatría, incluso en el caso de las dolencias de base más biológica, como
los trastornos del espectro autista y la enfermedad de Alzheimer. Al mismo
tiempo, una explicación puramente psicodinámica del trastorno de un
paciente nunca bastará para dar cuenta de las anomalías neurales y
fisiológicas subyacentes que originan los síntomas manifiestos. Solo
combinando una percepción sensible de la situación existencial del paciente
con todos los datos biológicos disponibles podrán ofrecer los psiquiatras la
atención más eficaz posible.
Aunque siento una profunda simpatía por la posición de Tom Insel —
también yo, por supuesto, desearía alcanzar un mayor conocimiento biológico
de las enfermedades mentales—, creo que la psiquiatría sale beneficiada
cuando nos resistimos a las tentaciones de un orgullo epistémico desmedido y
nos mantenemos abiertos a los datos e ideas provenientes de múltiples
perspectivas. El DSM-5 no es una chapucera aproximación a la psiquiatría
biológica, ni tampoco un retroceso hacia los postulados de la psicodinámica,
sino una victoria sin paliativos del pluralismo. Cuando Insel publicó sus
incendiarios comentarios, le llamé para analizar la situación y finalmente
acordamos emitir un comunicado conjunto de la APA y el NIMH para
asegurar a todo el mundo —tanto a los pacientes como a las instituciones que
proporcionan y financian servicios médicos— que el DSM-5 seguía
constituyendo el sistema estándar aceptado en la atención clínica... al menos
hasta que el progreso científico justificara su actualización o sustitución.
Desde el lanzamiento del DSM-5 en mayo de 2013, ha sucedido algo
asombroso: se ha instaurado un silencio ensordecedor entre los críticos y los
medios. Da la impresión de que toda la polémica y el alboroto generados
antes de la publicación obedecían al proceso de elaboración tal como se
percibía desde el exterior, y también a la voluntad de influir en los contenidos
que habrían de aparecer en la versión definitiva. Y posteriormente, aunque
muchos críticos de dentro y de fuera del mundo de la psiquiatría han
manifestado una decepción comprensible sobre «lo que podría haber sido» —
si la APA hubiera nombrado a otros directores, si el proceso se hubiera
llevado de forma distinta, si se hubiera definido con otros criterios un
trastorno determinado—, ha resultado gratificante comprobar que los
consumidores y proveedores de servicios médicos han quedado satisfechos
con el DSM-5.
El amplio y acalorado debate que se desató en la Red y en los medios de
comunicación, sin embargo, puso una cosa de manifiesto: la psiquiatría se ha
convertido en un elemento profundamente imbricado en nuestra cultura, que
extiende sus ramificaciones a través de nuestras principales instituciones
sociales y ejerce su influencia en los ámbitos más triviales de nuestra vida
cotidiana. Para bien o para mal, el DSM no es un simple compendio de
diagnósticos médicos. Se ha convertido en un documento público que
contribuye a definir cómo nos entendemos a nosotros mismos y cómo
vivimos nuestras vidas.
3. La frase original juega con los términos brainless («descerebrado» o «estúpido», pero
literalmente, «sin cerebro») y mindless («absurdo» o «tonto», pero de modo literal, «sin mente»).
10
El fin del estigma: el futuro de la psiquiatría
Necesitamos que nuestros familiares y amigos entiendan que los cien
millones de americanos que sufren enfermedades mentales no son almas o
causas perdidas. Somos capaces de mejorar, de ser felices y de construir
relaciones gratificantes.
PATRICK J. KENNEDY, congresista, acerca de su diagnóstico de trastorno
bipolar
¿Cómo es que puedes enfermar de cualquier órgano e inspirar compasión,
salvo cuando se trata del cerebro?
RUBY WAX

OCULTA EN EL DESVÁN

He tenido la suerte de vivir el cambio más radical y positivo de la historia


de mi especialidad, en un proceso de maduración que la llevó de ser una secta
psicoanalítica de «loqueros» a una medicina científica del cerebro.
Hace cuatro décadas, cuando mi prima Catherine necesitó tratamiento
para su dolencia mental, yo decidí apartarla de las instituciones psiquiátricas
más respetadas y distinguidas de la época, temiendo que no harían más que
empeorar las cosas. Hoy en día, no vacilaría en enviarla al departamento de
Psiquiatría de cualquier centro médico importante. Habiendo trabajado en las
trincheras de primera línea de la atención sanitaria y en los ámbitos punteros
de la investigación psiquiátrica, he presenciado los progresos radicales que
han transformado la psiquiatría... aunque, por desgracia, no todo el mundo ha
podido beneficiarse de esos progresos.
Poco después de convertirme en jefe de Psiquiatría en la Universidad de
Columbia, me consultaron acerca de una mujer de sesenta y seis años. La
señora Kim había sido ingresada en nuestro hospital con una grave infección
de la piel que parecía haber cursado sin tratamiento durante largo tiempo. Lo
cual resultaba desconcertante, porque la señora Kim era una mujer instruida y
rica. Se había licenciado en la Facultad de Medicina y, como esposa de un
destacado industrial asiático, podía acceder a la atención médica más
sofisticada.
Al hablar con la señora Kim, comprendí de inmediato por qué habían
pedido que un psiquiatra viera a una paciente con una infección de la piel.
Cuando le pregunté cómo se sentía, ella se puso a gritar de forma incoherente
y a hacer gestos extraños y airados. Al quedarme en silencio, observándola
discretamente, la mujer empezó a hablar sola; o para ser más exactos, con
personas inexistentes. Como no podía entablar conversación con ella, decidí
hacerlo con la familia. Al día siguiente, el marido, así como un hijo y una hija
adultos, vinieron a regañadientes a mi despacho. Tras muchos rodeos, me
revelaron que poco después de licenciarse en la Facultad de Medicina, la
señora Kim había desarrollado síntomas de esquizofrenia.
La familia se sintió avergonzada de su dolencia. Pese a su riqueza y sus
recursos, ni los padres ni el marido de la señora Kim buscaron ningún
tratamiento. Lo que decidieron, en cambio, fue hacer todo lo posible para que
nadie descubriera que padecía un trastorno tan ignominioso. Separaron para
ella un ala de su espaciosa residencia, y la mantenían aislada siempre que
tenían visitas. Pese a haber obtenido un título médico, estaba completamente
descartado que pudiera practicar la medicina. La señora Kim rara vez
abandonaba la propiedad familiar, y nunca durante un período prolongado...
hasta que desarrolló la erupción cutánea. Primero la familia intentó todo tipo
de remedios accesibles sin receta, esperando resolver el problema por su
cuenta. Pero cuando la erupción se infectó y empezó a extenderse
rápidamente, se asustaron y llamaron al médico de la familia. Este, viendo
que tenía el torso cubierto de abscesos purulentos, les rogó que la llevaran al
hospital, donde se le diagnosticó una grave infección estafilocócica.
Atónito, les repetí punto por punto lo que acababan de contarme: que
durante los últimos treinta y tantos años se habían confabulado para mantener
a su madre y esposa aislada del mundo exterior y evitarse la vergüenza
pública. Ellos asintieron al unísono, impertérritos. Yo me sentía totalmente
incrédulo. Aquello parecía un episodio de una novela de Charlotte Brontë, no
un hecho ocurrido en la Nueva York del siglo XXI. Les dije sin tapujos que su
decisión de no someterla a tratamiento era tan cruel como inmoral —aunque,
por desgracia, no ilegal— y los insté a permitir que la trasladaran a la unidad
psiquiátrica del hospital para que fuese tratada debidamente. Tras una
discusión llena de escepticismo, se negaron.
Me dijeron que aun cuando pudiera ser tratada con éxito, los cambios
resultantes serían a aquellas alturas demasiado perturbadores para sus vidas y
para su posición en la comunidad. Habrían de explicar a los amigos y
conocidos la razón por la que la señora Kim empezaba de repente a aparecer
en público tras una ausencia tan larga. Además, ¿quién sabía lo que la propia
señora Kim podría decir o cómo habría de comportarse en tales
circunstancias? El estigma de la enfermedad mental les resultaba tan
abrumador que preferían dejar que aquella mujer —en su día inteligente y,
por lo demás, físicamente sana— siguiera psicótica e incapacitada, y
condenada a un proceso irreversible de deterioro cerebral, antes que afrontar
las consecuencias sociales de reconocer su enfermedad mental.
Hace solo unas generaciones, los grandes obstáculos para el tratamiento
de los trastornos mentales eran la falta de tratamientos eficaces, la escasa
fiabilidad de los criterios diagnósticos y la anquilosada concepción de la
naturaleza de la enfermedad. Hoy en día, el único gran obstáculo para el
tratamiento no proviene de las lagunas en el conocimiento científico o de las
limitaciones de la medicina, sino únicamente del estigma social. Ese estigma,
por desgracia, se ha sustentado en buena medida en el legado de fracasos
históricos de la psiquiatría y en su persistente reputación —ahora ya no
justificada— de oveja negra de la medicina.
Aunque vivimos en una época de tolerancia sin precedentes frente a las
razas, las religiones y las orientaciones sexuales distintas, la enfermedad
mental —una dolencia médica involuntaria que afecta a una de cada cuatro
personas— se considera todavía una mancha vergonzosa: como llevar
estampada en la frente una «L» de «loco», una «P» de «psicótico» y una «C»
de «chiflado». Imagínense que estuvieran invitados a la boda de un amigo e
inesperadamente se pusieran enfermos. ¿Qué preferirían decir: que no
pudieron asistir por una piedra en el riñón... o por un episodio maníaco? ¿Qué
preferirían alegar como excusa: que sufrieron una contractura en la espalda...
o un ataque de pánico?, ¿que estaban bajo los efectos de una migraña... o de
una resaca brutal tras una tremenda borrachera?
Casi todos los días me tropiezo con esa susceptibilidad y esa vergüenza.
Muchos de los pacientes que visitan nuestros facultativos prefieren pagar en
metálico, en vez de usar su seguro médico, por temor a que su tratamiento
psiquiátrico pueda trascender. Otros pacientes no recurren a nuestros médicos
de la Clínica Psiquiátrica de Columbia, ni vienen a verme al Instituto
Psiquiátrico del Estado de Nueva York; prefieren acudir a una consulta
privada en la que no haya ningún signo exterior que indique la especialidad
que se ejerce allí. Los pacientes a menudo vienen a consultarnos a Nueva
York desde Sudamérica, Oriente Próximo o Asia para asegurarse de que
nadie se entera en su país de que van a ver a un psiquiatra.
Hace unos años, di una charla sobre la enfermedad mental en un almuerzo
celebrado en el centro de Manhattan para recaudar fondos para la
investigación. Al terminar, deambulé entre la concurrencia: gente inteligente,
exitosa y sociable que había sido invitada personalmente por Sarah Foster,
una destacada dama de la alta sociedad cuyo hijo esquizofrénico se había
suicidado unos años atrás, cuando estaba en el último curso de secundaria.
Mientras tomaban Chablis y salmón escalfado, todos elogiaban sin reservas
los desinteresados esfuerzos de Sarah por concienciar a la sociedad sobre la
enfermedad mental. Pero ninguno de los presentes reconocía una experiencia
directa y personal en este terreno. La enfermedad mental era abordada como
el genocidio en Sudán o el tsunami en Indonesia: un asunto que merecía sin
duda la atención pública, pero del todo ajeno a la vida de sus benefactores.
Unos días después, recibí una llamada en mi despacho. Una de las
asistentes, editora de una empresa editorial, me preguntó si podía ayudarla.
Al parecer, había perdido el interés en su trabajo, tenía problemas para dormir
y se alteraba con frecuencia, incluso hasta las lágrimas. ¿Estaba sufriendo la
crisis de los cuarenta? Accedí a verla y, finalmente, le diagnostiqué una
depresión. Pero antes de concertar la cita, ella insistió en que lo mantuviera
totalmente en secreto. Y añadió: «¡Por favor, no le diga nada a Sarah!»
Al día siguiente, recibí la llamada de otra asistente al almuerzo. Esa mujer
trabajaba en una firma de capital privado y estaba preocupada porque su hijo
de veintitantos años había dejado la universidad para crear su propia empresa.
Aunque ella admiraba su espíritu emprendedor, la idea grandiosa que
animaba el proyecto —una nueva aplicación de software que acabaría con la
pobreza en el mundo— había sido concebida durante un período de
comportamiento errático e insomne. Tras evaluar a su hijo, mis sospechas
iniciales quedaron confirmadas: estaba en las primeras fases de un episodio
maníaco.
Durante las siguientes semanas, recibí todavía más llamadas de los
invitados de Sarah, que buscaban ayuda para esposas con adicciones,
hermanos con ansiedad, padres con demencia, niños con problemas de
atención e hijos adultos que seguían viviendo en casa. Con el tiempo, al
menos la mitad de las personas que asistieron al almuerzo de Sarah se
pusieron en contacto conmigo: incluido el dueño del restaurante donde se
había celebrado.
Todos ellos eran personas cultas y refinadas que tenían acceso a la
atención sanitaria más cara y sofisticada posible. Si hubieran sufrido un
problema respiratorio o una fiebre prolongada, habrían recurrido a sus
médicos personales, o pedido que los remitieran al mejor especialista. Sin
embargo, debido al estigma de la enfermedad mental, habían evitado buscar
ayuda médica para sus problemas hasta que se tropezaron por casualidad con
un psiquiatra en una colecta de fondos. E increíblemente, aunque habían sido
invitados por una amiga dedicada a concienciar a la sociedad sobre la
enfermedad mental desde la trágica muerte de su hijo, ninguno de ellos quería
que Sarah se enterase de su problema.
Ya va siendo hora de acabar con este estigma. Y ahora hay motivos para
pensar que podemos lograrlo.

CERRAR LA BRECHA

Recibir un diagnóstico de enfermedad mental puede dañar la imagen que


tienes de ti mismo, igual que si el médico te hubiera grabado en la frente una
marca ignominiosa que todo el mundo pudiera ver: una marca tan siniestra
como los estigmas históricamente asociados a otras dolencias consideradas
aborrecibles, como la epilepsia, la lepra, la viruela, el cáncer y el sida (y más
recientemente, el Ébola). En épocas pasadas, las víctimas de estas
enfermedades eran rechazadas como parias. En cada caso, sin embargo, los
avances científicos acabaron revelando la verdadera naturaleza de esas
enfermedades, y la sociedad llegó a comprender que no indicaban una
debilidad moral o un castigo divino. Una vez que la ciencia médica descubrió
las causas y empezó a proporcionar tratamientos eficaces para estas
dolencias, el estigma se fue disipando. Todo esto ha cambiado enormemente
hoy en día: los jugadores de la Liga Nacional de Fútbol se visten de rosa en
los partidos para manifestar su apoyo a las víctimas del cáncer de mama; las
grandes ciudades organizan marchas para recoger fondos para la
investigación del sida; incluso tenemos un día nacional de concienciación del
autismo. Este cambio radical de actitud de la sociedad se produjo cuando la
gente empezó a hablar abiertamente de sus dolencias estigmatizadas; y quizá,
lo que es aún más importante, cuando la gente empezó a tener fe en la
capacidad de la medicina para entenderlas y tratarlas.
Nuestra primera oportunidad real para suprimir el estigma que rodea a la
enfermedad mental ha llegado finalmente, porque la mayoría de las
enfermedades mentales pueden diagnosticarse y tratarse con gran eficacia.
Sin embargo, el estigma ha persistido porque la gente no se ha percatado de
los avances de la psiquiatría con la misma rapidez con la que se percató en su
día de los avances en las dolencias cardíacas, el cáncer o el sida. O tal vez,
para ser más exactos, porque la gente aún no cree que la psiquiatría haya
avanzado de verdad.
Actualmente los psiquiatras están integrados en el mundo de la medicina
y abordan la enfermedad mental como cualquier otro trastorno médico.
Pueden recetar una medicación o aplicar terapia electroconvulsiva para tratar
el trastorno y, al mismo tiempo, proporcionar formas de psicoterapia de
eficacia probada. Pueden recomendar cambios en la dieta, el sueño, el
ejercicio o el estilo de vida para reducir el riesgo de desarrollar una
enfermedad o para reducir sus efectos. Entran en contacto regularmente con
otros especialistas y pueden delegar algunas partes del tratamiento del
paciente en profesionales afines de la salud mental, como psicólogos,
asistentes sociales, enfermeras psiquiátricas y terapeutas de rehabilitación. Se
relacionan con los pacientes de un modo directo y empático. Y obtienen
buenos resultados.
Los psiquiatras contemporáneos tienen una visión pluralista de la
enfermedad mental que abarca la neurociencia, la psicofarmacología y la
genética, pero que maneja también la psicoterapia y las técnicas psicosociales
con el fin de comprender las historias siempre singulares de los pacientes y
poder tratar sus dolencias de forma individualizada.
En el pasado, era una idea ampliamente extendida que los estudiantes que
elegían psiquiatría lo hacían para resolver sus propios problemas: una
convicción aceptada incluso dentro de la profesión médica. Y es verdad que
la psiquiatría a veces terminaba siendo una salida para los estudiantes de
medicina que carecían de capacidad suficiente para competir en otras
especialidades... como aún sigue ocurriendo en algunos países de Asia y
Oriente Próximo. Pero los tiempos han cambiado.
La psiquiatría ahora compite con las demás especialidades médicas para
captar a los estudiantes de élite. En 2010, estábamos intentando reclutar a un
doctor en Medicina y Filosofía muy dotado, llamado Mohsin Ahmed, que
había empezado a considerar la posibilidad de inscribirse en el programa de
Psiquiatría de Columbia. Ahmed había hecho su doctorado en Neurobiología
bajo la tutela de un famoso neurocientífico que aseguraba que él era el
licenciado con más talento que había tenido nunca. Era, pues, un candidato
muy preciado y habría podido escoger la especialidad que hubiera querido en
cualquier universidad del país. Aunque había expresado su interés por la
psiquiatría, era evidente que albergaba ciertas reservas.
Yo me aseguré de hablar con Ahmed en varias ocasiones, durante sus
entrevistas preliminares, e hice cuanto pude para transmitirle el entusiasmo
por mi especialidad, explicándole cómo se estaba transformando gracias a la
neurociencia, aunque sin perder la posibilidad de mantener una relación
personal con los pacientes. Cuando salieron los resultados del proceso anual
que empareja los centros de formación con los licenciados en Medicina, me
llevé una alegría al ver que Ahmed al final había escogido Psiquiatría y
vendría a Columbia. Más tarde, sin embargo, a mediados del primer año, le
entraron dudas sobre su elección y le comunicó a nuestro director de
formación que quería cambiarse a Neurología.
Me apresuré a reunirme con él. Me explicó que se sentía fascinado por la
abrumadora complejidad de las enfermedades mentales, pero decepcionado
por la práctica clínica de la psiquiatría. «Todavía basamos los diagnósticos en
los síntomas y evaluamos la eficacia de los tratamientos observando al
paciente, no empleando mediciones de laboratorio —se lamentó Ahmed—.
Yo quiero sentir que entiendo realmente por qué mis pacientes están
enfermos y qué efectos están produciendo en sus cerebros los tratamientos
para ayudarles.»
¿Cómo podía discutir con él? Las inquietudes de Ahmed eran un estribillo
conocido —repetido por todos, desde Wilhelm Griesinger hasta Tom Insel—
y resultaban totalmente válidas. Aun así, le expliqué que si bien estábamos
todavía cerrando la brecha entre los constructos psicológicos y los
mecanismos neurobiológicos, era perfectamente posible adoptar ambas
perspectivas, tal como habían hecho Eric Kandel, Ken Kendler y muchos
otros investigadores psiquiátricos de primera línea. La investigación
psiquiátrica más apasionante en el siglo XXI está ligada a la neurociencia, y
todas las grandes figuras de nuestra profesión tienen alguna formación
biológica o neurobiológica. Al mismo tiempo, aún se producen progresos
constantes en el campo de la psicoterapia. La terapia cognitivo-conductual,
una de las formas más eficaces de psicoterapia para la depresión, ha sido
adaptada recientemente por el pionero de la psicodinámica Aaron Beck para
tratar los síntomas negativos de los pacientes esquizofrénicos: un logro
extraordinario a cualquier edad, pero realmente asombroso en el caso de este
investigador infatigable que anda ya por los noventa.
Le dije a Ahmed que su generación sería la que cerraría definitivamente
la brecha entre los constructos psicodinámicos y los mecanismos biológicos y
que, dada su capacidad y su pasión, él podría marcar la pauta en ese proceso.
Ahmed es ahora uno de nuestros mejores estudiantes de Psiquiatría y está
realizando un innovador proyecto sobre la patofisiología de los trastornos
psicóticos. Curiosamente, pese a estar centrado en la investigación
neurocientífica, ha demostrado ser un psicoterapeuta hábil y empático, con un
don especial para conectar con los pacientes. A mi juicio, él encarna al
psiquiatra del siglo XXI. Lejos de ser un alienista, un loquero, un distribuidor
de fármacos o un neurocientífico reduccionista, Moshin Ahmed se ha
convertido en un médico psiquiátrico compasivo y pluralista.

DE PSICOSIS A EL LADO BUENO DE LAS COSAS

Ahora que el campo de la psiquiatría ha adquirido el conocimiento


científico y la capacidad clínica para manejar la enfermedad mental con
eficacia, y ahora que ha empezado a atraer a algunos de los estudiantes de
mayor talento a la profesión, cambiar la cultura popular y la actitud de la
sociedad hacia la psiquiatría y la enfermedad mental se ha convertido en la
tarea definitiva y acaso más estimulante de todas.
El estereotipo de Hollywood del homicida maníaco quedó indeleblemente
grabado en la imaginación del público con Psicosis, la película de Alfred
Hitchcok de 1960. El protagonista, Norman Bates, es un propietario de motel
que se hace pasar por su madre muerta antes de asesinar a sus huéspedes
brutalmente. Sobra decir que ese morboso retrato ficticio exagera
enormemente la realidad clínica. Pero desde el gran éxito de Psicosis, ha
habido en el cine un auténtico desfile de asesinos psicóticos: desde el
Michael Myers de Halloween hasta el Freddy Krueger de Pesadilla en Elm
Street o el Jigsaw de Saw.
También constituye una larga tradición en el mundo del cine presentar a
los psiquiatras y demás trabajadores de la salud mental como personas raras,
ignorantes o crueles, empezando por películas como El susto (1946) y Nido
de víboras (1948), que reflejan los horrores de los manicomios, y
continuando con Alguien voló sobre el nido del cuco, El silencio de los
corderos (con un director de institución mental arrogante y manipulador),
Inocencia interrumpida (con un pabellón mental para chicas jóvenes donde el
personal se desentiende de los verdaderos problemas de las pacientes), Gótica
(con una clínica mental espeluznante cuyo director es un sádico y un
asesino), Shutter Island (con una institución mental escalofriante y un
personal arrogante y violento), Efectos secundarios (con psiquiatras
manipuladores y codiciosas compañías farmacéuticas) e incluso Terminator 2
(donde el personal de un hospital mental es frío y estúpido, no compasivo y
competente).
En los últimos años, sin embargo, Hollywood ha empezado a presentar
otra cara de la enfermedad mental. La película de Ron Howard Una mente
maravillosa cuenta la historia conmovedora del economista John Nash, que
sufría esquizofrenia y, no obstante, llegó a ganar el Premio Nobel. Otro
ejemplo es la exitosa serie de televisión Homeland, donde aparece una
brillante analista de la CIA (interpretada por Claire Danes) que sufre un
trastorno bipolar y recibe el apoyo de su hermana, una psiquiatra inteligente y
bondadosa. Aparte del interés de la trama y de las excelentes interpretaciones,
la serie resulta notable por su retrato auténtico y exacto de los efectos del
trastorno y de su tratamiento en la protagonista, y, al mismo tiempo, muestra
que la enfermedad mental no tiene por qué impedir que una persona alcance
un alto nivel profesional.
El lado bueno de las cosas, que fue nominada a la Mejor Película, ofrecía
por su parte un retrato realista de unos personajes atractivos con
enfermedades mentales. Esos personajes llevan una vida activa en la que sus
dolencias, lejos de definirlas, solo forman parte del tejido de su cotidianeidad.
Cuando Jennifer Lawrence recogió el Óscar a la Mejor Actriz por su papel en
esta película, proclamó: «Si tienes asma tomas una medicina para el asma. Si
tienes diabetes tomas una medicina para la diabetes. Pero en cuanto tienes
que tomar una medicina para tu cerebro, quedas automáticamente
estigmatizado.»
El coprotagonista de Jennifer Lawrence, Bradley Cooper, que interpretaba
a un joven que está recuperándose tras un ataque de trastorno bipolar, se
convirtió en un defensor de la enfermedad mental tras interpretar el papel.
Nunca olvidaré lo que Cooper me dijo en la conferencia celebrada en la Casa
Blanca en 2013 sobre Salud Mental, cuando le pregunté cuál era el motivo de
su apoyo a esta causa: «Al trabajar en esta película me acordé de un viejo
amigo al que conocí en secundaria y que sufría una enfermedad mental.
Entonces comprendí a lo que se había enfrentado y me avergonzó no haberle
ofrecido apoyo o comprensión, sino solo ignorancia e indiferencia. Trabajar
en la película me llevó a preguntarme cuántas personas no tienen conciencia
del problema como yo no la tenía entonces, y me hizo pensar que podía
contribuir a despertar en ellos esa conciencia tal como la película la despertó
en mí.»
La actriz Glenn Close encarna la mejora que se ha producido en la actitud
de Hollywood respecto a la enfermedad mental. Hace veinticinco años
ofreció en Atracción fatal una interpretación fascinante de un personaje
sádico y homicida con un trastorno límite de la personalidad. Actualmente,
Close se ha erigido en la portavoz más visible de los enfermos mentales en la
industria del entretenimiento. Ella fundó la asociación sin ánimo de lucro
Bring Change 2 Mind cuyo objetivo es «acabar con el estigma y la
discriminación que rodea a la enfermedad mental». Close viaja por todo el
país instruyendo a la gente sobre la investigación psiquiátrica y los
tratamientos de la enfermedad mental. El motivo de este activismo es su
familia: su hermana Jessie sufre un trastorno bipolar y su sobrino Calen tiene
un trastorno esquizoafectivo.
Muchas celebridades han estado dispuestas a hablar abiertamente de su
propia experiencia de la enfermedad mental. La autora superventas Danielle
Steel creó una fundación en memoria de su hijo, Nick Traina, que se suicidó
tras combatir sin éxito con un trastorno bipolar. El presentador de televisión
Dick Cavett y el locutor de 60 Minutes Mike Wallace han hablado con
valentía de su lucha contra la depresión. Catherine Zeta-Jones reveló que
había sido hospitalizada por un trastorno bipolar. Kitty Dukakis, esposa del
candidato a la presidencia Michael Dukakis, escribió un libro sobre el papel
vital que había tenido la terapia electroconvulsiva para controlar su
depresión.
Yo he tenido la suerte de llegar a conocer personalmente a Jane Pauley a
raíz de su propia experiencia y de su apoyo público a la enfermedad mental.
La ex presentadora del programa Today explica el papel que ha jugado en su
vida el trastorno bipolar en sus libros Skywriting [Rótulos en el cielo] y Your
Life Calling [La vocación de tu vida]. En la pequeña población de Indiana
donde se crio nadie sabía nada de enfermedades mentales, y menos aún
hablaba del tema. Por eso, ella nunca dio excesiva importancia a sus
frecuentes cambios de humor... hasta que, a los cincuenta y un años, fue
ingresada en una unidad psiquiátrica tras un tratamiento con un esteroide —la
prednisona— que le causó un grave episodio maníaco. Esa inesperada
hospitalización la impulsó a enfrentarse al fin a la reprimida historia de
cambios de humor que podía observarse en su familia y al hecho de que ella
había sufrido durante años sin saberlo los síntomas de un trastorno bipolar.
Jane habría podido mantener en secreto su dolencia, pero tomó la valiente
decisión de hablar abiertamente del tema.
Otros personajes famosos han propiciado un debate público sobre el
estigma de la enfermedad mental únicamente al conocerse que habían
sucumbido a sus efectos. A los sesenta y tres años, Robin Williams, uno de
los cómicos más dotados de su generación —célebre por su vigoroso y
frenético humor— intentó cortarse las muñecas y acabó colgándose de un
cinturón en su dormitorio. Sus admiradores quedaron conmocionados al saber
que un hombre que había compartido tanta alegría y pasión con todo el
mundo había luchado al parecer con una grave depresión durante la mayor
parte de su vida. Si bien su trágico suicidio representó una pérdida
inestimable, fue reconfortante al menos observar que la mayoría de los
medios invitaron a profesionales de la salud mental para abordar la aparente
paradoja de un hombre que parecía tan querido y que, sin embargo, sentía que
no tenía motivos para seguir viviendo.
En lo que constituye otro indicio de cómo está cambiando la actitud social
en este terreno, un vástago de la familia política más famosa de Norteamérica
se ha erigido en un apasionado portavoz en defensa de la enfermedad mental.
Patrick Joseph Kennedy es el hijo menor del senador de Massachusetts
Edward Kennedy y sobrino del presidente John F. Kennedy. En 1988, cuando
con veintiún años fue elegido miembro de la Casa de Representantes de
Rhode Island, se convirtió en el miembro del clan que ocupaba un cargo
siendo más joven. En 1994 fue elegido miembro del Congreso.
Yo conocí a Patrick en 2006, en una colecta de fondos celebrada en casa
de un amigo. Aunque todavía estaba en el Congreso, su admirable historial
legislativo había quedado ensombrecido por diversas historias de
intoxicación etílica e inestabilidad emocional. En el mes de mayo anterior
había estrellado su coche contra una barrera en Capitol Hill. Poco después,
ingresó en la clínica Mayo para desintoxicarse y someterse a rehabilitación.
Cuando yo lo conocí, pese a su imagen dicharachera y encantadora, parecía
un poco frágil e incoherente: síntomas de su trastorno bipolar, supuse.
Cinco años después, volví a encontrarme a Patrick en una convención
sobre atención a la salud mental celebrada en Washington D. C. y me
impresionó lo mucho que había cambiado. Se le veía tranquilo, centrado y
receptivo. Cuando le pregunté sobre su aparente cambio, me explicó que
había recibido un tratamiento eficaz para su trastorno bipolar y su abuso de
sustancias tóxicas; que llevaba una vida sana y que se sentía de maravilla. Al
cabo de un año, asistí a su fiesta de compromiso en Nueva York. Después de
los brindis y las felicitaciones, Patrick me llevó aparte y me dijo que había
decidido dedicar la siguiente fase de su carrera a la lucha en defensa de las
enfermedades mentales y las adicciones.

El ex congresista Patrick Kennedy (derecha) con el vicepresidente Joseph Biden y el autor del libro en
el 50 aniversario de la Ley de Centros de Salud Mental Comunitarios, celebrado el 25 de octubre de
2013 en la Biblioteca Presidencial JKF de Boston. (Fotografía de Ellen Dallager, Asociación de
Psiquiatría Americana, 2014.)

Inspirado por su decisión, al día siguiente decidí por mi parte presentarme


a la presidencia de la APA. Si tenía la suerte de ganar, pensé, Patrick sería el
cómplice ideal en la misión que me había propuesto de eliminar el estigma de
la enfermedad mental e informar a la gente sobre la psiquiatría. Desde
entonces, Patrick y yo hemos trabajado juntos en muchas iniciativas
legislativas relacionadas con la psiquiatría, incluidas la Ley de Paridad de
Salud Mental, la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de la Salud
Asequible y la Ley de Ayuda a las Familias en Crisis de Salud Mental.
También hemos unido fuerzas para comunicar al público el verdadero estado
de cosas sobre la salud mental, la adicción y la atención psiquiátrica. Patrick
se ha convertido tal vez en el portavoz más visible, elocuente y eficaz sobre
la enfermedad mental en Estados Unidos; y en el primer político que asume
públicamente una enfermedad mental grave de un modo tan positivo.
Los ejemplos de Patrick Kennedy, así como de Bradley Cooper, Glenn
Close y Jane Pauley, han sido seguidos por muchos otros famosos —como
Alan Alda, Goldie Hawn y Arianna Huffington— que están empezando a
utilizar su visibilidad e influencia para concienciar a la opinión pública sobre
la enfermedad mental. No deja de ser un buen comienzo, aunque la verdad es
que solo superaremos el estigma de las enfermedades mentales cuando la
gente se convenza del todo de que la ciencia médica entiende sus
mecanismos y puede proporcionar un tratamiento efectivo. Por fortuna, hay
algunos avances todavía más impresionantes a la vuelta de la esquina.

UN LUMINOSO FUTURO

Durante los últimos doscientos años, la historia de la psiquiatría se ha


caracterizado por largos períodos de estancamiento salpicados de cambios tan
repentinos como radicales; muchos de los cuales, por desgracia, no resultaron
positivos. Pero ahora hemos entrado en un período de progresos científicos
que habrá de traer innovaciones más deslumbrantes que cualquiera de las
precedentes.
Una de las áreas de investigación más prometedoras es la genética. Es
prácticamente seguro que ningún gen aislado es el responsable de una
enfermedad mental en concreto, pero actualmente, mediante técnicas cada
vez más potentes, estamos empezando a comprender cómo ciertos patrones o
conjuntos de genes aumentan los niveles de riesgo. Estas marcas genéticas
nos llevarán a un diagnóstico más preciso de los pacientes. También nos
permitirán una identificación precoz de las personas vulnerables a las
enfermedades mentales graves, lo que posibilitará intervenciones preventivas.
La familia de Glenn Close proporcionó uno de los primeros ejemplos de
aplicación de la genética a la psiquiatría. En 2011, su hermana Jessie y su
sobrino Calen se ofrecieron como voluntarios para un estudio del hospital
McLean de Massachusetts, dirigido por la doctora Deborah Levy, una
psicóloga de Harvard. Un análisis genético del ADN de Jessie y Calen
(empleando métodos del tipo ROMA) reveló que tenían en común una
variante genética rara. Esa variante generaba un exceso de copias del gen que
produce el enzima encargado de metabolizar la glicina, un aminoácido que ha
sido relacionado con los trastornos psicóticos (pues contribuye a modular la
actividad del neurotransmisor excitador glutamato). El exceso de copias de
ese gen implicaba que Jessie y Calen tuvieran un déficit de glicina, ya que su
cuerpo producía demasiada cantidad del enzima encargado de metabolizarla.
Cuando la doctora Levy les administraba un suplemento de glicina, los
síntomas psiquiátricos de Jessie y Calen mejoraban notablemente. Era como
mirar cómo le baja la fiebre a un paciente después de darle una aspirina.
Cuando dejaban de tomar el suplemento de glicina, sus síntomas
empeoraban.
El uso de una prueba genética en el caso de la hermana y el sobrino de
Glenn Close para identificar un fármaco capaz de mejorar sus dolencias
mentales fue una de las primeras aplicaciones a la psiquiatría de la medicina
personalizada. Y encierra sin duda la promesa de revolucionar el diagnóstico
y el tratamiento de la enfermedad mental.
Estoy convencido de que pronto dispondremos de pruebas diagnósticas
útiles para la enfermedad mental. Además de estos progresos para la
obtención de pruebas genéticas, hay otras tecnologías prometedoras que
podrían proporcionar pruebas útiles en el diagnóstico y la elección del
tratamiento, como la electrofisiología (que permitiría realizar un test de la
actividad cerebral semejante al electrocardiograma), la serología (que
posibilitaría un análisis de sangre semejante a las pruebas para determinar el
colesterol o el antígeno prostático específico) y las imágenes cerebrales IRM
y TEP (con las que podrían detectarse marcas distintivas en las estructuras y
las actividades cerebrales). La Agencia de Alimentos y Medicamentos aprobó
recientemente el uso de la tomografía TEP para la enfermedad de Alzheimer,
y estamos muy cerca de poder emplear las imágenes cerebrales para
diagnosticar el autismo. Cuando llegue ese momento, en vez de los falsos
diagnósticos de Daniel Amen con tomografía SPECT, dispondremos de
métodos de diagnóstico científicamente probados mediante las técnicas de
imagen cerebral.
También en otros frentes se están produciendo avances en el tratamiento
psiquiátrico. Se encuentran en fase de desarrollo nuevos fármacos más
precisos en cuanto a sus mecanismos y a sus zonas de actuación en el
cerebro. La terapia de estimulación cerebral (una modalidad de tratamiento
iniciada con la terapia electroconvulsiva) está experimentando progresos
notables. Los investigadores han ideado dos nuevos tipos de estimulación
cerebral mucho menos invasivos que la TEC: la estimulación magnética
transcraneal (EMT) y la estimulación transcraneal de corriente directa
(TDCS). Estas terapias emplean campos magnéticos y pequeñas corrientes
eléctricas para estimular o aplacar la actividad cerebral en regiones
específicas, sin provocar un acceso de convulsiones; y no son invasivas ni
requieren anestesia. Pueden emplearse para actuar sobre determinadas zonas
del cerebro que se consideran la fuente de los síntomas de psicosis, depresión
y ansiedad.
Para las dolencias mentales más graves que no responden a la medicación
ni a otras terapias de estimulación cerebral, la estimulación cerebral profunda
(ECP) ofrece nuevas esperanzas. En este caso, hay que proceder a implantar
quirúrgicamente un electrodo en una estructura neural fijada con precisión.
Aunque el procedimiento es altamente invasivo y requiere neurocirugía, ha
sido empleado con éxito como último recurso para tratar casos extremos de
depresión y trastorno obsesivo-compulsivo, y también trastornos
neurológicos como la enfermedad de Parkinson y la distonía de torsión.
En la investigación psicoterapéutica está surgiendo una vía prometedora a
partir de la neurociencia cognitiva, una disciplina que estudia el software del
cerebro. Estas investigaciones han empezado a aclarar las bases neurológicas
de las funciones mentales que pueden modificarse mediante psicoterapia; y
también de aquellas que no pueden corregirse con psicoterapia. Ahora
empezamos a comprender que hay procesos neurobiológicos específicos que
se encuentran activos durante la psicoterapia, y podemos utilizar esta
información para refinar las técnicas psicoterapéuticas y aplicarlas solo a las
dolencias en las que tengan más probabilidades de resultar útiles.
Otros investigadores utilizan ciertos fármacos para reforzar la eficacia de
la psicoterapia. Los antidepresivos, los antipsicóticos y los ansiolíticos se
emplean con gran frecuencia con el fin de reducir los síntomas que interfieren
en la capacidad del paciente para beneficiarse de la psicoterapia. Resulta
difícil comunicarse de una forma coherente cuando tienes pensamientos
psicóticos o escuchas gritos en tu cabeza, o cuando estás gravemente
deprimido o paralizado por la ansiedad. Los fármacos que refuerzan el
aprendizaje y la neuroplasticidad pueden aumentar la eficacia de la
psicoterapia y reducir el número de sesiones necesarias para producir un
cambio.
Un ejemplo de estos efectos sinérgicos es la combinación de la terapia
cognitivo-conductual con la D-cicloserina, un fármaco aprobado inicialmente
para el tratamiento de la tuberculosis. Los científicos han descubierto que la
D-cicloserina refuerza el aprendizaje al actuar sobre los receptores de
glutamato del cerebro. Cuando la D-cicloserina se emplea junto con la terapia
cognitivo-conductual parece realzar sus efectos. Tratamientos similares con
fármacos y psicoterapia se han aplicado con éxito en pacientes con trastorno
obsesivo-compulsivo, trastornos de ansiedad y TEPT.
Otro ejemplo reciente procede del laboratorio de mi colega Scott Small,
neurólogo de la Universidad de Columbia. Small descubrió que un extracto
de flavanoles del cacao mejoraba espectacularmente la memoria de las
personas con un deterioro de la misma asociado a la edad, al estimular la
actividad neuronal en el hipocampo. Estos compuestos nutracéuticos pueden
aportar un nuevo enfoque a la rehabilitación cognitiva.
Estamos asistiendo también a los inicios de una oleada de aplicaciones de
Internet para dispositivos móviles que ayudan a los pacientes a seguir
puntualmente el tratamiento, que les proporcionan apoyo terapéutico
adicional y les permiten mantenerse en contacto virtual con los profesionales
que les atienden. David Kimhy, director del Laboratorio de Psicopatología
Experimental de la Universidad de Columbia, desarrolló una aplicación para
dispositivos móviles que los pacientes esquizofrénicos pueden utilizar cuando
están angustiados. Si sus alucinaciones auditivas se intensifican, pueden
activar un guion cognitivo-conductual en su smartphone que les da
instrucciones para enfrentarse con los síntomas.

Pantalla 1: ¿Oye voces ahora mismo? [Sí/No]


Pantalla 2: ¿Qué fuerza tiene la voz? [Escala 1-100]
Pantalla 3: ¿Qué le gustaría hacer?
Ejercicio de relajación
Actividades placenteras
Explorar causas
Nada
Pantalla 4.1: Ejercicio de relajación: [Ejercicio de respiración guiado a
través de la pantalla durante 45 segundos]
Richard Sloan, director de Medicina Conductual del departamento de
Psiquiatría de Columbia, monitoriza las bioseñales (el ritmo cardíaco, la
presión sanguínea, la respiración, la temperatura, la tensión muscular) de los
pacientes mediante accesorios diversos, desde muñequeras hasta chalecos con
sensores incorporados, que transmiten en tiempo real la información y
proporcionan un registro virtual de su estado emocional.
La psiquiatría ha recorrido un largo camino desde los tiempos en los que
encadenaban a los lunáticos en frías celdas de piedra y los exhibían como
fenómenos de feria ante un público boquiabierto. Tras un recorrido difícil y a
veces poco glorioso, mi profesión ejerce ahora una fundamentada y eficaz
medicina de la salud mental; una medicina que proporciona la mayor
satisfacción de la carrera de un psiquiatra: la de poder presenciar auténticas
victorias clínicas. A menudo, estas victorias no solo implican un alivio de los
síntomas de un paciente, sino la transformación completa de la vida de una
persona.
Hace unos años, tuve una paciente parecida a Abigail Abercrombie, que
sufría ataques de pánico y había estado confinada en casa durante dos
décadas. Al principio, debía visitarla a domicilio, porque ella se negaba a
abandonar la lúgubre seguridad de su estrecho apartamento de Manhattan.
Cuando finalmente fue capaz de venir a mi despacho, se sentaba cerca de la
puerta abierta y dejaba la bicicleta apoyada junto al umbral para poder
emprender la huida en cualquier momento. Ahora, sale de excursión con su
marido, se relaciona con sus amistades, lleva a sus hijos al colegio, y me dice:
«Me siento como si mi mundo se hubiera vuelto cien veces más grande.»
Traté a un hombre de cincuenta años que llevaba prácticamente toda su
vida padeciendo una depresión y había intentado suicidarse dos veces. Había
dejado numerosos empleos y era incapaz de mantener una relación
sentimental. Después de dos meses de tratamiento con antidepresivos y
psicoterapia, sintió que se había alzado un velo de oscuridad y me preguntó:
«¿Es así como se siente la mayoría de la gente? ¿Es así como vive la mayoría
de la gente?»
Mi amigo Andrew Solomon también sufrió una depresión suicida durante
años, antes de recibir un tratamiento eficaz. Escribió con gran elocuencia
sobre su enfermedad en El demonio de la depresión, que fue finalista del
Premio Pulitzer y ganador del National Book Award. Hoy en día, está
felizmente casado y disfruta de una exitosa carrera de escritor, activista y
cotizado orador. «Sin la moderna psiquiatría —me asegura Solomon—, creo
de verdad que ya podría estar muerto.»
No hace tanto tiempo, las personas que padecían un trastorno bipolar
como Patrick Kennedy tenían motivos sobrados para pensar que sus vidas
habrían de conducirles inexorablemente a la ruina financiera, la humillación
pública y el fracaso en sus relaciones. Kay Jamison, otra querida amiga, vivía
zarandeada entre vertiginosos arrebatos de manía y abrumadoras crisis de
depresión cuando estaba en el penúltimo año de Psicología en la UCLA. Sus
perspectivas parecían muy sombrías. Hoy en día es profesora de psiquiatría
en la Universidad Johns Hopkins y fue calificada como «Héroe de la
Medicina» y como una de las «Mejores doctoras de Estados Unidos» por la
revista Time. Su obra, que incluye cinco libros, ha sido tremendamente
elogiada y le valió un doctorado honoris causa por la Universidad St.
Andrews. Asegura que la psiquiatría le ha «devuelto la vida».
¿Y qué hay de la más grave y aterradora de las enfermedades de la
psiquiatría, del azote supremo de la mente: de la esquizofrenia? Actualmente,
si una persona con esquizofrenia, la forma más virulenta de psicosis, acude a
un departamento de Psiquiatría de un centro médico importante y se somete
plenamente a un tratamiento de calidad —y lo sigue una vez que le dan el alta
—, el resultado más probable es que se recupere y que pueda llevar una vida
independiente y proseguir sus estudios o su carrera. Vean el caso de mi amiga
Elyn Saks.
Elyn se crio en una familia de clase media alta de Miami y disfrutó del
amor de sus padres y de las rutilantes comodidades de una infancia ideal,
como pintada por Norman Rockwell. Aunque de modo retrospectivo pueda
decirse tal vez que hubo ya entonces algunos indicios de la dolencia que
sufriría (cuando tenía ocho años, Elyn no se iba a la cama hasta que todos sus
zapatos y sus libros estaban ordenados según un orden estricto e invariable; y
con frecuencia se tapaba la cabeza con la colcha porque había alguna sombra
amenazadora acechando junto a la ventana), cualquier visitante casual al
hogar de los Saks la habría considerado una niña alegre, inteligente y normal.
No fue sino al entrar en la universidad, la Vanderbilt, en Nashville, cuando su
conducta empezó a cambiar.
Por de pronto, se deterioró su higiene. Elyn dejó de ducharse
regularmente y con frecuencia llevaba la misma ropa durante días, hasta que
sus amistades le decían que se cambiara. Después, su conducta se volvió
realmente preocupante. En una ocasión salió corriendo de la habitación de su
residencia sin motivo aparente, abandonando a una amiga que había ido a
verla desde Miami, y empezó a dar vueltas por el patio a pesar del frío
terrible, agitando una manta por encima de la cabeza y proclamando a gritos
que podía volar. Sin embargo, estos signos premonitorios no hicieron que
fuese sometida a tratamiento ni impidieron que se graduara como primera de
su promoción y que ganara una beca Marshall para estudiar en la Universidad
de Oxford, en Inglaterra.
Fue allí donde experimentó su primera crisis psicótica. Ella describe este
episodio en su laureado libro The Center Cannot Hold: My Journey Through
Madness [El centro se desmorona: mi viaje a través de la locura]: «Era
incapaz de dormir; un mantra resonaba en mi cabeza: soy una mierda y
merezco morir. Soy una mierda y merezco morir. Soy una mierda y merezco
morir. El tiempo se detuvo. En mitad de la noche, estaba convencida de que
el día no llegaría jamás. Me acosaban por todas partes pensamientos de
muerte.»
Elyn fue hospitalizada con un diagnóstico de esquizofrenia; y, no obstante
—era en 1983—, la trataron básicamente con psicoterapia. No le
prescribieron ninguna medicación.
Cuando le dieron el alta, se las arregló para terminar sus estudios en
Oxford e incluso consiguió entrar en la Facultad de Derecho de Yale. Pero su
dolencia empeoró. En New Haven, empezó a creer que la gente le leía el
pensamiento e intentaba controlar sus movimientos y su conducta. Además,
sus pensamientos eran inconexos y estrafalarios y, cuando hablaba, apenas
lograba hacerlo con coherencia. Una tarde fue a la oficina de su profesora de
Contratos, una mujer inteligente y divertida que Elyn tenía idealizada porque
«ella es Dios y yo me calentaré en su resplandor divino». La profesora, al ver
que tenía un aspecto y un comportamiento tan extraños, le dijo que estaba
preocupada por ella y le propuso acompañarla a casa en cuanto hubiera
terminado una tarea en su oficina. Entusiasmada, Elyn se levantó de un salto
y se subió al alféizar de la ventana. Balanceándose y moviendo los pies,
empezó a cantar a pleno pulmón la Oda a la alegría de Beethoven. La
volvieron a hospitalizar, esta vez contra su voluntad, inmovilizándola y
medicándola a la fuerza.
Elyn me explicó que la peor experiencia de su vida se produjo entonces,
cuando se dio cuenta de que estaba mentalmente enferma, de que sufría una
esquizofrenia incurable y perpetua que deformaba su mente. Estaba
convencida de que jamás tendría una vida normal. «Pensaba que habría de
reducir drásticamente el alcance de mis sueños —me dijo—. A veces lo único
que deseaba era morir.» Pero en New Haven se tropezó con un psiquiatra
pluralista —el «doctor White», en sus memorias—: un psicoanalista
freudiano que admitía el poder terapéutico de los psicofármacos. El doctor
White le aportó estabilidad y esperanza hablando día tras día con ella
mientras aguardaba a que la medicación le hiciera efecto, y siguió tratándola
a partir de entonces. Finalmente, Elyn fue sometida a un tratamiento con
clozapina, un nuevo antipsicótico con poderes terapéuticos superiores, cuyo
uso se aprobó en 1989 en Estados Unidos.
Animada por el doctor White, Elyn decidió que no iba permitir que la
enfermedad determinara su destino. Empezó a leer todo lo que pudo sobre la
esquizofrenia y a participar voluntariosamente en todos sus tratamientos.
Poco después, estaba funcionando otra vez con normalidad y volvía a llevar
una vida lúcida. Ella está convencida de que el amor inquebrantable de su
familia y luego de su esposo fueron esenciales para su recuperación; y yo que
los he conocido, coincido plenamente con ella.
Con el apoyo de sus allegados y de una psiquiatría pluralista, Elyn ha
llegado a disfrutar de una trayectoria profesional extraordinaria como
académica jurídica, defensora de la enfermedad mental y autora de varios
libros de éxito. Actualmente es vicedecana y profesora de Derecho,
Psicología, Psiquiatría y Ciencias de la Conducta en la Universidad Southern
California. Ha obtenido, entre otros, el premio MacArthur «Genius» y
recientemente pronunció una conferencia TED instando a tratar con
compasión a los enfermos mentales y reconociendo la importancia de la
empatía en su propia recuperación.
Elyn Saks, Kay Jamison y Andrew Solomon no solo lograron que se
mitigaran sus síntomas. Con la ayuda de un tratamiento científicamente
probado y eficaz, y de una atención compasiva y afectuosa, llegaron a
descubrir una identidad completamente nueva dentro de sí mismos. Esto era
un sueño imposible hace un siglo y no era en modo alguno la norma hace
solo treinta años, cuando yo inicié mi carrera médica. Hoy en día, la
recuperación no solo es posible, sino esperable. Todas las personas con una
enfermedad mental pueden fijarse como objetivo una vida satisfactoria y
libremente escogida.
Sin embargo, pese a estos progresos y a los cambios positivos en la
actitud de la sociedad hacia la enfermedad mental y la psiquiatría, no me dejo
llevar por la ilusión de que los espectros del pasado se hayan desvanecido
para siempre o de que mi profesión se haya librado de las suspicacias y el
desprecio. Más bien pienso que, tras un largo y tumultuoso camino, la
psiquiatría ha llegado a un momento especialmente propicio de su evolución:
un momento que vale la pena festejar, pero que constituye también una
oportunidad para reflexionar en el trabajo que aún tenemos por delante. En
este sentido, acude a mi memoria la famosa declaración de Winston Churchill
tras el triunfo británico largamente esperado en la Batalla de El Alamein en
1942. Esa fue la primera victoria de los Aliados en la Segunda Guerra
Mundial, después de una larga serie de desmoralizantes derrotas.
Aprovechando la ocasión, Churchill anunció al mundo: «Esto no es el final.
Ni siquiera es el principio del final. Pero es, tal vez, el final del principio.»
Agradecimientos

Tengo la suerte de haber recibido muchos apoyos y consejos en el curso


de mi vida y de mi carrera. Y la redacción de este libro no ha sido una
excepción. Por encima de todo, estoy en deuda con mis padres, Howard y
Ruth, cuyo amor e influencia formaron mis valores, mi posición moral y mi
visión del mundo; con mi esposa, Rosemarie, y con mis hijos, Jonathan y
Jeremy, que han enriquecido inmensamente mi vida, apoyado mis esfuerzos y
soportado gentilmente mis muchas ausencias de su lado y de la vida familiar,
ocasionadas por una crónica y excesiva dedicación a mis actividades
profesionales (también conocida como «adicción al trabajo»).
Cuando consideré por primera vez seriamente la idea de escribir este
libro, Jim Shinn, un querido amigo y profesor de Economía Política y
Relaciones Internacionales de Princeton, me ayudó a deslindar el meollo de la
historia a partir de un amasijo informe de ideas. También me aconsejó que
hablara con el oncólogo y compañero de facultad en Columbia Siddhartha
Mukherjee, quien tuvo la amabilidad de dedicarme una hora tremendamente
iluminadora. Su libro El emperador de todos los males, ganador del Premio
Pulitzer, ha sido para mí un modelo y una fuente de inspiración.
Ya con un plan en la cabeza, pedí el consejo de algunos amigos que
además son brillantes escritores. Kay Jamison, Oliver Sacks y Andrew
Solomon me animaron, orientaron mis ideas iniciales y me ayudaron a
navegar por el mundo editorial y el proceso de edición. Peter Kramer, como
psiquiatra habituado a escribir para el público general, me dio útiles consejos.
Debo dar las gracias a mi amiga y vecina Jennifer Weis, editora de St.
Martin’s Press, que me presentó a mi agente, Gail Ross, de la agencia Ross-
Yoon. Gail tomó la idea que le lancé, la transformó con destreza en algo más
accesible y me puso en contacto con Ogi Ogas, neurocientífico y consumado
escritor. Ogi y yo congeniamos y, durante los dieciocho meses siguientes,
mientras desarrollábamos el proyecto y creábamos el manuscrito, nos
convertimos prácticamente en gemelos siameses. Sus aportaciones
inestimables y su inquebrantable dedicación resultaron siempre evidentes,
pero nunca de forma tan espectacular como cuando convenció a su prometida
para que postergaran la luna de miel y él pudiera terminar conmigo el libro a
tiempo.
Numerosos colegas me brindaron generosamente su tiempo y me
proporcionaron valiosa información durante el proceso de investigación:
Nancy Andreasen, la eminente investigadora y profesora de Psiquiatría de la
Universidad de Iowa; Aaron Beck, creador de la terapia cognitivo-conductual
y profesor emérito de Psiquiatría de la Universidad de Pensilvania; Bob
Spitzer, director del DSM-III y profesor emérito de Psiquiatría de la
Universidad de Columbia, que me habló, junto con Janet Williams, su esposa
y miembro del grupo de trabajo del DSM-III, de su experiencia con el
Manual y de la evolución de la psiquiatría; Jean Endicott y Michael First,
facultativos de la Universidad de Columbia que trabajaron con Spitzer y en
varias ediciones del DSM; Robert Innis, eminente científico y jefe de Imagen
Molecular del Instituto Nacional de Salud Mental, que me asesoró sobre el
impacto del escáner en psiquiatría; Robert Lifton, psiquiatra, activista y autor,
así como miembro de la Facultad de Medicina de la Universidad de
Columbia, que me describió su experiencia en la época de la guerra del
Vietnam y su colaboración con Chaim Shatan; Bob Michels, antiguo decano
de la Facultad de Medicina de Cornell, eminente psiquiatra e investigador
psicoanalítico, que, con gran erudición, me expuso la trayectoria del
psicoanálisis en la psiquiatría americana; Roger Peele, el iconoclasta ex jefe
de Psiquiatría del hospital St. Elizabeths de Washington D. C., y durante
largos años presidente de la Asociación Psiquiátrica Americana, que me
relató su experiencia directa del proceso del DSM-III; Harold Pincus, ex
director de investigación de la APA y subdirector del DSM-IV, que me
proporcionó una informativa perspectiva de la APA y el DSM; Myrna
Weissman, la eminente epidemióloga psiquiátrica y profesora de Psiquiatría
de la Universidad de Columbia, que me describió cómo creó junto con su
difunto marido, Gerry Klerman, la psicoterapia interpersonal. Tim Walsh y
Paul Appelbaum, eminentes psiquiatras y profesores de Columbia, me dieron
su opinión sobre determinados pasajes del manuscrito. Glenn Martin ejerció
de enlace de la asamblea de la APA con el grupo de trabajo del DSM-5 y me
ayudó a recordar la cronología de los hechos en el proceso de elaboración.
Brigitt Rok, amiga y psicóloga clínica, me dio su opinión sobre algunos
pasajes del manuscrito desde el punto de vista del personal sanitario. Mi
amigo y colega Wolfgang Fleischhacker, jefe de Psiquiatría Biológica de la
Universidad de Innsbruck, me ilustró sobre la evolución histórica de la
psiquiatría alemana y austriaca, y tradujo algunos documentos clave del
alemán al inglés.
La obra erudita de Hannah Decker The Making of DSM-III: A Diagnostic
Manual’s Conquest of American Psychiatry [La elaboración del DSM-III:
cómo conquistó un manual diagnóstico la psiquiatría americana] constituyó
para mí una fuente inestimable de información.
Cuatro eminencias se tomaron generosamente la molestia de revisar
extensas secciones del manuscrito en varios borradores sucesivos e hicieron
detallados comentarios. Andrew Solomon nos dio, al examinar una versión
inicial, sabios pero estimulantes consejos que nos situaron en el camino
correcto. Eric Kandel, el célebre científico, autor y premio Nobel, que es
también profesor de la Universidad de Columbia, mantuvo conmigo varias
conversaciones sobre la psiquiatría pasada y presente, y me proporcionó
materiales importantes y valiosos comentarios sobre algunas secciones del
manuscrito. Fuller Torrey, el investigador, autor y comentarista, y defensor
de los enfermos mentales, y Ken Kendler, el reputado genetista, académico y
profesor de Psiquiatría de la Universidad Virginia Commonwealth, pasaron
largos períodos revisando borradores casi completos del manuscrito y dando
detalladas opiniones.
Quiero expresar también mi reconocimiento a Peter Zheutlin, un escritor
de temas científicos que me ayudó en un proyecto anterior que sentó la base
de este libro, y al periodista Stephen Fried, miembro de la Facultad de
Periodismo de Columbia, que me dio sabios consejos sobre el modo de
escribir eficazmente para audiencias no profesionales.
Gracias a Michael Avedon, Annette Swanstrom y Eve Vagg por tomar y
buscar fotografías para el libro. Yvonne Cole y Jordan DeVylder ayudaron en
la investigación, e Yvonne y Monica Gallegos se encargaron de obtener
permisos para las fotos y las citas empleadas en el libro. Y lo que es quizá
más importante, Susan Palma y Monica Gallegos manejaron activamente mi
agenda para dejarme tiempo libre para escribir el libro.
Cuando mi agente y yo contactamos con varios posibles editores, Tracy
Behar, ahora mi editora, reaccionó con abierto entusiasmo (junto con la
editora Reagan Arthur) y nos ofreció un precontrato con Little, Brown.
Durante la elaboración del libro, Tracy, junto con su asistente Jean Garnett,
nos guio con habilidad y experiencia. Sus incisivos comentarios y oportunas
sugerencias contribuyeron a darle al libro su forma y su extensión definitivas.
Finalmente, quiero expresar mi gratitud a mis profesores, tutores, colegas
psiquiátricos y científicos, así como a los profesionales de la salud mental,
por todo lo que me han enseñado, por las experiencias que me han brindado y
por sus esfuerzos para mejorar nuestro conocimiento de —y nuestra atención
a— los enfermos mentales. Como todo lo que hacemos juntos, este libro está
animado por el deseo de mejorar las vidas de las personas con dolencias
mentales. Me siento agradecido a mis pacientes por las lecciones que me han
impartido, y por haberle dado un propósito a mi vida.
Créditos

«El cerebro es más ancho que el cielo», reproducido con el permiso de los
editores y de la junta directiva del Amherst College, de The Poems of Emily
Dickinson, editado por Thomas H. Johnson, Cambridge, Mass.; The Belknap
Press of Harvard University Press, Copypright © 1951, 1955 por el
presidente y los directivos del Harvard College. Copyright © renovado 1979,
1983 por el presidente y los directivos del Harvard College. Copyright
© 1914, 1918, 1919, 1924, 1929, 1930, 1932, 1935, 1937, 1942, por Martha
Dickinson Bianchi. Copyright © 1952, 1957, 1958, 1963, 1965, por Mary L.
Hampson; «Gee, Officer Krupke» (de West Side Story) por Leonard
Bernstein y Stephen Sondheim. © 1956, 1957, 1958, 1959, por Amberson
Holdings LLC y Stephen Sondheim. Copyright renovado. Leonard Bernstein
Music Publishing Company LLC, publisher. Boosey & Hawkes, agent for
rental. International copyright garantizado. Reimpreso con permiso; extracto
de los Notebooks de Tennessee Williams reproducido con el permiso de
Georges Borchardt, Inc. por la University of the South. Copyright © 2006 por
la University of the South; «Mother’s Little Helper», escrita por Mick Jagger
y Keith Richards. Publicada por ABKCO Music, Inc. Utilizada con permiso.
Todo los derechos reservados; diálogo Terapia Cognitivo Conductual
publicado con permiso de Taylor y Francis Group LLC Books, de Cognitive
Behavioral Therapy for Adult ADHD: An Integrative Psychosocial and
Medical Approach, J. Russell Ramsay y Anthony L. Rostain, 2007; permiso
otorgado a través de Copyright Clearance Center, Inc.
Fuentes y lecturas complementarias

Adler, A., The Neurotic Constitution, Moffat, Yard and Company, Nueva
York, 1917. [El carácter neurótico, Paidós, Buenos Aires, 1959.]
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Acerca del autor

Jeffrey A. Lieberman, doctor en Medicina, ha dedicado su carrera de más


de treinta años a atender a sus pacientes y a estudiar la naturaleza y el
tratamiento de la enfermedad mental. El doctor Lieberman es titular de la
cátedra Lawrence C. Kolb y director de Psiquiatría en la facultad de Medicina
y Cirugía de la Universidad de Columbia y director del Instituto Psiquiátrico
del estado de Nueva York. Asimismo, es director Lieber de Investigación
sobre la Esquizofrenia en el departamento de Psiquiatría de Columbia y
ejerce como psiquiatra jefe en el hospital Presbiteriano de Nueva York y
Centro Médico de la Universidad de Columbia. Su trabajo ha ampliado
nuestro conocimiento de la historia y el tratamiento de los trastornos
psicóticos y ha contribuido de un modo fundamental a alcanzar los niveles
actuales de atención sanitaria, así como a desarrollar nuevas medicaciones
terapéuticas y estrategias decisivas para la detección precoz y la prevención
de la esquizofrenia.
El doctor Lieberman es autor de más de quinientos artículos publicados
en revistas científicas y ha editado y coeditado doce libros sobre la
enfermedad mental y la psiquiatría. Ha recibido numerosos premios y
distinciones, incluyendo el premio Lieber de Investigación sobre la
Esquizofrenia, otorgado por la Brain and Behavior Research Association, el
premio Adolph Meyer de la Asociación Psiquiátrica Americana, el premio
Stanley R. Dean de Investigación sobre la Esquizofrenia otorgado por el
American College of Psychiatry, el premio de Investigación de la National
Alliance on Mental Illness, y el premio de Neurociencia del International
College of Neuropshychopharmacology. Ex presidente de la Asociación
Psiquiátrica Americana, forma parte de numerosas organizaciones científicas
y en 2000 fue elegido miembro del National Academy of Sciences Institute
of Medicine.
Vive con su esposa en Nueva York.

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