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Historia de La Psiquiatría Spanish Edition
Historia de La Psiquiatría Spanish Edition
Cortesía
(Sertralina) (Citalopram)
HISTORIA DE LA PSIQUIATRÍA
Jeffrey A. Lieberman
con Ogi Ogas
Traducción de Santiago del Rey
Título original: Shrinks. The Untold Story of Psychiatry
Traducción: Santiago del Rey
1.ª edición: marzo 2016
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda
rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Contenido
EMILY DICKINSON
Introducción
¿Qué le pasa a Elena?
Quien vaya a un psiquiatra debería hacerse examinar la cabeza.
SAMUEL GOLDWYN
Nombrarlo es domarlo
JEREMY SHERMAN
1
La oveja negra de la medicina:
mesmeristas, alienistas y analistas
Un pensamiento enfermo puede consumir el cuerpo más que la fiebre o la
tisis.
GUY DE MAUPASSANT
Acumulador de orgón, dispositivo utilizado en la terapia orgónica. (© Food and Drug Administration/
Science Source.)
Desde la antigüedad, los médicos han sabido que el cerebro era la sede
del pensamiento y la sensibilidad. Cualquier doctor revestido con una toga
habría podido explicarles a ustedes que si la materia rosado-grisácea
contenida en el interior de sus cráneos sufría un golpe violento, como solía
ocurrir en las batallas, podían quedarse ciegos, o alelados, o sumidos en los
comatosos brazos de Morfeo. En el siglo XIX, sin embargo, la ciencia médica
en las universidades europeas empezó a combinar la atenta observación de la
conducta anómala de los pacientes con la disección minuciosa de sus
cuerpos, una vez que habían fallecido. Los médicos que observaban al
microscopio las muestras de tejido cerebral de tales pacientes descubrieron
con sorpresa que los trastornos mentales parecían repartirse entre dos
categorías bien distintas.
La primera categoría abarcaba las dolencias en las que había un daño
visible en el cerebro. Al estudiar los cerebros de los sujetos que habían
padecido demencia, los médicos advirtieron que algunos parecían más
pequeños y estaban salpicados de grumos oscuros de proteínas. Otros
investigadores observaron que los pacientes que habían perdido bruscamente
la movilidad de sus miembros presentaban con frecuencia coágulos abultados
o manchas rojizas en el cerebro (provocadas por un derrame); en otras
ocasiones, aparecían relucientes tumores rosados. El anatomista francés Paul
Broca analizó los cerebros de dos hombres con un vocabulario hablado de
menos de siete palabras (a uno de ellos lo llamaron «Tan», porque contaba
con esa única palabra para toda su comunicación). Broca descubrió que
ambos habían sufrido un derrame exactamente en la misma zona del lóbulo
frontal izquierdo. Con el tiempo, muchas enfermedades —como el Parkinson,
el Alzheimer, la enfermedad de Pick o la de Huntington— fueron asociadas a
«marcas patológicas» fácilmente identificables.
Sin embargo, al analizar el cerebro de pacientes que habían sufrido otros
tipos de trastornos mentales, los médicos no lograron detectar ninguna
irregularidad física. No había lesiones ni anomalías neuronales: los cerebros
de esos pacientes no presentaban ninguna característica que los distinguiera
de los cerebros de individuos que nunca habían mostrado alteraciones de la
conducta. Estas misteriosas dolencias constituían la segunda categoría de los
trastornos mentales: psicosis, manías, fobias, melancolía, obsesiones e
histeria.
El descubrimiento de que algunos trastornos mentales tenían una base
biológica reconocible —mientras que otras, no— llevó a la creación de dos
disciplinas diferenciadas. Los médicos que se especializaban exclusivamente
en los trastornos con un sello neuronal observable fueron llamados
«neurólogos». Los que se ocupaban de los trastornos no visibles de la mente
fueron llamados «psiquiatras». Así pues, la psiquiatría surgió como una
especialidad médica centrada en una serie de dolencias que, por definición,
no tenían una causa física identificable. Con toda propiedad, el término
«psiquiatría», acuñado por el médico alemán Johann Christian Reil en 1808,
significa literalmente «tratamiento médico del alma».
Teniendo una entidad metafísica como objeto y razón de ser, la
psiquiatría se convirtió rápidamente en un terreno fértil para estafadores y
falsos científicos. Imagínense, por ejemplo, que la cardiología se dividiera en
dos especialidades distintas: los «cardiólogos», que abordarían los problemas
físicos del corazón, y los «espiritologistas», que abordarían los problemas no
físicos del corazón. ¿Qué especialidad estaría más expuesta al fraude y a las
teorías fantasiosas?
Como el estrecho de Bering, la división entre el cerebro neurológico y el
alma psiquiátrica separó dos continentes dentro de la práctica médica. Una y
otra vez, durante los dos siglos siguientes, los psiquiatras proclamarían su
fraternidad e igualdad con sus homólogos neurológicos del otro lado de la
frontera, para pasar a reivindicar después con idéntica energía su libertad e
independencia respecto a ellos, empeñándose en afirmar que la mente
inefable constituía el campo más verdadero.
Uno de los primeros médicos que intentó explicar y tratar los trastornos
mentales fue un alemán llamado Franz Anton Mesmer. En la década de 1770,
Mesmer descartó las visiones religiosas y morales imperantes sobre la
enfermedad mental para optar por una explicación fisiológica, lo cual lo
convirtió indiscutiblemente en el primer psiquiatra de la historia. Por
desgracia, la explicación fisiológica que propuso fue que la enfermedad
mental, así como muchas dolencias médicas, radicaba en un «magnetismo
animal»: una energía invisible que circulaba por nuestro cuerpo a través de
miles de canales magnéticos.
Actualmente, nuestra mente moderna podría visualizar instintivamente
estos canales magnéticos como redes de neuronas que transmiten impulsos
bioeléctricos de una sinapsis a otra; pero el descubrimiento de las neuronas,
no digamos ya de las sinapsis, se hallaba entonces aún en un futuro lejano. En
la época de Mesmer, la idea de un magnetismo animal resultaba tan
incomprensible y tan futurista como si la CNN nos anunciara hoy que
podíamos viajar instantáneamente de Nueva York a Pekín con una máquina
teletransportadora.
Mesmer creía que la enfermedad mental estaba causada por obstrucciones
en el flujo de ese magnetismo animal, una teoría sorprendentemente similar a
la que Wilhelm Reich expondría un siglo y medio después. La salud se
recuperaba, sostenía Mesmer, eliminando dichas obstrucciones. Y si la
naturaleza no lo lograba de forma espontánea, el paciente podría obtener un
efecto beneficioso poniéndose en contacto con un potente conductor del
magnetismo animal como... el propio Mesmer.
Tocando a los pacientes en los lugares adecuados y de la forma apropiada
—un pellizco por aquí, una caricia por allá, unos susurros al oído—, Mesmer
sostenía que podía restablecer en sus cuerpos el flujo correcto de energía
magnética. Este proceso terapéutico estaba pensado para provocar lo que
Mesmer llamaba una «crisis». El término parece apropiado. Para curar a un
paciente loco, por ejemplo, era necesario inducir un ataque desenfrenado de
locura. Para curar a un paciente deprimido, había que llevarlo primero a un
estado suicida. Aunque todo esto podía parecer contrario a la lógica para las
mentes de los no iniciados, Mesmer aseguraba que su dominio de la terapia
magnética hacía que estas crisis inducidas se desarrollaran bajo control y sin
peligro alguno para el paciente.
He aquí, en un relato de 1779, el tratamiento de Mesmer a un cirujano
militar aquejado cálculos renales:
CUIDADORES DE LOCOS
Todo lo cual no tenía nada que ver con las lúgubres prisiones para
indeseables que venían a ser los demás manicomios. Este fue el principio de
lo que llegaría a ser conocido en Europa como el movimiento de reforma de
los manicomios, que más tarde se extendería por Estados Unidos. Pinel fue
también el primero en sostener que la rutina del manicomio debía favorecer el
sentimiento de estabilidad y autodominio del paciente. Hoy día, la mayoría de
las unidades psiquiátricas de internamiento, incluidas estas del hospital
Presbiteriano de Nueva York y centro médico de la Universidad de
Columbia, emplean todavía la idea de una rutina programada de actividades
que fomenta la estructuración, la disciplina y la higiene personal.
Después de Pinel, la conversión de las instituciones mentales en lugares
de reposo y de terapia llevó al establecimiento formal de la psiquiatría como
profesión claramente diferenciada. Transformar un manicomio en una
institución terapéutica humana, y no en una prisión, exigía que los médicos se
especializaran en el trabajo con los enfermos mentales, lo cual dio lugar al
primer apelativo corriente para el psiquiatra: alienista.
Los alienistas recibieron este apodo porque trabajaban en manicomios
situados en zonas rurales, muy alejadas de los hospitales más céntricos donde
sus colegas médicos trabajaban y se desenvolvían y atendían a los pacientes
aquejados de dolencias físicas. Esta separación geográfica de la psiquiatría
respecto del resto de la profesión médica ha subsistido hasta el siglo XXI en
muchos aspectos; todavía hoy existen «hospitales» y «hospitales mentales»,
aunque por suerte estos últimos son una especie en extinción.
Durante el siglo XIX, la gran mayoría de los psiquiatras eran alienistas.
Las diversas teorías psicodinámicas y biológicas de la enfermedad mental se
postulaban y debatían en las aulas académicas, pero tales ideas tenían muy
escaso impacto en el trabajo diario de los alienistas. Ser un alienista
significaba ser un cuidador compasivo más que un verdadero médico, pues
era poco lo que podía hacerse para mitigar los tormentos psíquicos de los
pacientes a su cargo (aunque también atendían sus necesidades estrictamente
médicas). El alienista solo podía aspirar a mantener a sus pacientes
protegidos, limpios y bien atendidos. Lo cual ya era mucho más de lo que se
hacía antes, sin duda. Pero aun así, seguía en pie el hecho de que no había un
solo tratamiento eficaz para la enfermedad mental.
Mientras el siglo XIX llegaba a su fin, todas las grandes especialidades
médicas estaban avanzando a pasos de gigante; todas, salvo una. Los estudios
anatómicos cada vez más minuciosos de los cadáveres aportaban nuevos
datos sobre las patologías del hígado, el pulmón y el corazón; en cambio, no
había ilustraciones anatómicas de la psicosis. La invención de la anestesia y
las técnicas de esterilización permitían realizar intervenciones quirúrgicas
más complejas; pero no existía una operación indicada para la depresión. La
invención de los rayos X otorgó a los médicos el poder casi mágico de atisbar
en el interior de un cuerpo vivo; pero hasta los espectaculares rayos
inventados por Roentgen eran incapaces de iluminar el estigma oculto de la
histeria.
La psiquiatría estaba agotada por los fracasos y fragmentada en un surtido
de teorías enfrentadas acerca de la verdadera naturaleza de la enfermedad
mental. La mayoría de los psiquiatras, aislados tanto de sus colegas médicos
como del resto de la sociedad, se limitaban a vigilar a unos internos con
escasas esperanzas de recuperación. Las formas de tratamiento dominantes
eran la hipnosis, las purgas, las compresas frías y —lo más común de todo—
las correas y ligaduras.
Karl Jaspers, un reputado psiquiatra alemán reconvertido en filósofo
existencial, evocaba el estado de ánimo general a finales de siglo: «La
constatación de que la investigación científica y la terapia estaban estancadas
se hallaba muy extendida en las clínicas psiquiátricas. Las grandes
instituciones para los enfermos mentales eran más magníficas e higiénicas
que nunca, pero, pese a su tamaño, lo máximo que podían hacer por sus
desdichados internos era organizar su vida del modo más natural posible. En
cuanto al tratamiento de la enfermedad mental, básicamente carecíamos de
esperanza.»
Nadie tenía ni idea del motivo por el cual algunos pacientes creían que
Dios les hablaba, otros creían que Dios los había abandonado y otros creían
ser Dios. Los psiquiatras anhelaban que alguien los sacara de aquel estéril
desierto dando respuestas sensatas a estas preguntas esenciales: ¿cuál es la
causa de la enfermedad mental? ¿Cómo podemos tratarla?
HEREJES
Y de la psicosis maníaco-depresiva:
Para complicar aún más las cosas, los seguidores de cada escuela
psicoanalítica tenían sus propias categorías y definiciones de los conflictos
inconscientes. Los freudianos estrictos subrayaban el papel central de los
conflictos sexuales. Los adlerianos señalaban la agresividad como fuente
clave del conflicto. La escuela de la psicología del yo combinaba ambos
enfoques, centrándose a la vez en los impulsos sexuales y agresivos. Los
junguianos, por su parte, trataban de identificar el choque entre arquetipos
psíquicos en el inconsciente del sujeto.
Otros psicoanalistas se sacaron de la manga sus propios diagnósticos.
Helene Deutsch, una prestigiosa emigrada austriaca, creó la «personalidad
como si» para describir a las personas «que parecen normales hasta cierto
punto porque han sustituido las conexiones reales con los demás por
contactos seudoemocionales; se comportan “como si” tuvieran sentimientos y
relaciones con otras personas, en lugar de seudorrelaciones superficiales».
Paul Hoch y Phillip Polatin propusieron el término «esquizofrenia
seudoneurótica» para describir a las personas que ponían en sus relaciones un
escaso (o quizás excesivo) vínculo emocional. Resulta escalofriante pensar
que algunos pacientes diagnosticados con esquizofrenia seudoneurótica
fueron en su día remitidos a la clínica de psicocirugía situada aquí, en la
Universidad de Columbia, donde Hoch trabajaba.
Freud aportó también su cuota de creaciones psicopatológicas, como, por
ejemplo, el trastorno de personalidad anal-retentivo: «un tipo de
temperamento anal-erótico caracterizado por la obsesión con el orden, la
parsimonia y la obstinación». Un sujeto que consumía comida, alcohol o
drogas en exceso era etiquetado como una personalidad oral-dependiente por
la teoría de Freud, quien argumentaba que tales pacientes se habían visto
privados de nutrición oral en su infancia (es decir, del pecho materno). Freud
catalogaba otros conflictos neuróticos como complejos de Edipo (el varón
que inconscientemente deseaba matar a su padre y tener relaciones sexuales
con su madre), complejos de Electra (la mujer que inconscientemente
deseaba matar a su madre y tener relaciones sexuales con su padre), angustia
de castración (el chico que temía perder el pene como castigo por la atracción
sexual hacia su madre) o envidia de pene (la chica que inconscientemente
deseaba el poder y el estatus que proporcionaba un pene).
El diagnóstico psicoanalítico más tristemente famoso era sin duda el de la
homosexualidad. En una época en que la sociedad consideraba inmoral e
ilícita la homosexualidad, la psiquiatría la catalogó también como un
trastorno mental. Curiosamente, el propio Freud no consideraba que la
homosexualidad fuese una enfermedad mental, y, en sus cartas y relaciones
personales, se mostraba comprensivo con sus conocidos homosexuales. Pero
desde los años cuarenta hasta los setenta, la visión psicoanalítica
predominante sostenía que la homosexualidad se desarrollaba en los dos
primeros años de vida a causa de dos factores: una madre controladora que
impedía que su hijo se separase de ella, y un padre débil o displicente que no
servía como modelo a su hijo, o que no apoyaba sus esfuerzos para escapar
de las garras de la madre.
Esta atribución, tan infundada como tremendamente destructiva, de
conflictos inconscientes a las personas homosexuales ilustra la enorme
falibilidad y el mal uso potencial del enfoque psicoanalítico a la hora de fijar
un diagnóstico. A falta de una metodología científica rigurosa, los terapeutas
tenían tendencia a proyectar sus propios valores e intuiciones en la vida
mental de sus pacientes. A principios de la Segunda Guerra Mundial, cada
psicoanalista se atenía a sus propias ideas sobre lo que constituía un conflicto
psíquico y sobre el modo de identificarlo. Mientras las ideas de Kraepelin
ponían orden en la clasificación europea de la enfermedad mental, la
psiquiatría americana seguía manejando un amasijo caótico de diagnósticos.
Fue el ejército americano el que acudió finalmente en ayuda de la
psiquiatría.
SOLDADOS PSICÓTICOS
UN HÉROE IMPROBABLE
Poco hacía pensar en los inicios de la vida de Robert Leopold Spitzer que
llegaría a ser un revolucionario de la psiquiatría, aunque no resultaba difícil
detectar en él indicios de un enfoque metódico del comportamiento humano:
«Cuando tenía doce años fui durante dos meses a un campamento de verano y
desarrollé un interés considerable por algunas de las campistas femeninas —
me explicó Spitzer—. Así que dibujé en la pared un gráfico de mis
sentimientos hacia cinco o seis chicas y fui trazando los altibajos de esos
sentimientos durante el transcurso del campamento. Recuerdo también que
me preocupaba el hecho de sentirme atraído por chicas que realmente no me
gustaban demasiado, así que tal vez mi gráfico me ayudó a aclarar mis
sentimientos.»
A los quince años, Spitzer pidió permiso a sus padres para iniciar una
terapia con un acólito de Wilhelm Reich. Pensaba que tal vez le ayudaría a
entender mejor a las chicas. Sus padres se negaron. Creían, con buena
intuición, que la orgonomía de Reich era una patraña. Sin amilanarse, Spitzer
empezó a salir a hurtadillas para asistir en secreto a las sesiones con un
terapeuta reichiano del centro de Manhattan, al que le pagaba cinco dólares a
la semana. El terapeuta, un hombre joven, seguía la práctica de Reich de
manipular físicamente el cuerpo de los pacientes y se pasaba las sesiones
palpando los miembros de Spitzer sin hablar apenas. Él recuerda aun así algo
que le dijo el terapeuta: «Me dijo que si me liberaba de mis inhibiciones
paralizantes, experimentaría un corriente física, una conciencia agudizada de
mi propio cuerpo.»
Buscando esa «corriente física», Spitzer convenció a un analista reichiano
que tenía un acumulador de orgón para que le dejara utilizar el dispositivo.
Pasó muchas horas sentado entre las estrechas paredes de madera del
cubículo, absorbiendo la invisible energía orgónica que, esperaba, habría de
hacerlo más feliz, más fuerte y más inteligente. Tras un año de sesiones y
tratamientos reichianos, sin embargo, empezó a sentirse desilusionado con la
orgonomía. Y como tantos fanáticos que han perdido su fe, tomó la
determinación de desenmascarar y poner en evidencia a su antigua ortodoxia.
En 1953, durante su último año en la Universidad de Cornell, Spitzer
concibió ocho experimentos para poner a prueba las afirmaciones de Reich
sobre la existencia de la energía orgónica. Para algunas pruebas, reclutó a
estudiantes. Para otras, se colocó él mismo como objeto de estudio. Al
terminar los ocho experimentos, Spitzer concluyó que «un examen atento de
los datos no demuestra en modo alguno ni ofrece siquiera el menor indicio de
la existencia de la energía orgónica».
La mayoría de las investigaciones de los universitarios no suele alcanzar
otra audiencia que la del propio tutor, y el estudio de Spitzer no fue una
excepción. Cuando presentó al American Journal of Psychiatry su artículo
desacreditando la orgonomía, los editores se apresuraron a rechazarlo. Unos
meses más tarde, sin embargo, recibió una visita inesperada en la habitación
de su residencia: un funcionario de la Agencia de Alimentos y Medicamentos
(FDA). El hombre le explicó que estaban investigando las afirmaciones de
Reich de que podía curar el cáncer. Necesitaban a un experto que pudiera
testificar sobre la eficacia —o ineficacia— de los acumuladores de orgón, y
la Asociación de Psiquiatría Americana, editora del American Journal of
Psychiatry, les había facilitado su nombre. ¿Estaba interesado? No dejaba de
ser una reacción gratificante para un joven aspirante a científico, aunque al
final el testimonio de Spitzer no fue necesario. El incidente, en todo caso,
demostraba que Spitzer ya estaba preparado para desafiar a la autoridad
psiquiátrica mediante la razón y la experimentación.
Tras licenciarse en 1957 en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Nueva York, Spitzer empezó a estudiar psiquiatría en la Universidad de
Columbia y psicoanálisis en su Centro de Formación e Investigación
Psicoanalítica, que era el instituto de psicoanálisis más influyente de
Norteamérica. En cuanto empezó a tratar a sus propios pacientes mediante el
psicoanálisis, sin embargo, se sintió desilusionado una vez más. Pese a sus
fervientes esfuerzos para aplicar adecuadamente la teoría psicoanalítica con
todos sus entresijos y matices, los pacientes raramente parecían mejorar.
Spitzer comenta al respecto: «A medida que pasaba el tiempo, me fui dando
cuenta de que no sabía realmente si solo estaba diciéndoles lo que yo quería
creer. Yo trataba de convencerlos de que podían cambiar, pero no estaba
seguro de que fuera cierto.»
Robert Spitzer, el arquitecto del DSM-III. (Por cortesía de Eve Vagg, Instituto Psiquiátrico del Estado
de Nueva York.)
CATALOGAR LA HOMOSEXUALIDAD
Los homosexuales veían su condición de una forma muy distinta que los
psiquiatras. A finales de los sesenta, muchos hombres gais se sintieron
fortalecidos por el formidable activismo social que veían a su alrededor:
concentraciones por la paz, marchas por los derechos civiles, protestas contra
la ley del aborto, sentadas feministas. Así pues, empezaron a formar sus
propios grupos activistas (como el Frente de Liberación Gay) y a organizar
sus propias manifestaciones (como las protestas del Orgullo Gay contra las
leyes de la sodomía que criminalizaban el sexo gay) para desafiar la estrechez
de miras de la sociedad acerca de la homosexualidad. No es sorprendente que
uno de los objetivos más visibles y urgentes del primer movimiento de los
derechos gais fuese la psiquiatría.
Los gais empezaron a explicar en público las dolorosas experiencias que
habían sufrido en las terapias, y especialmente en el psicoanálisis. Animados
por las halagüeñas promesas de los psiquiatras de llegar a sentirse «mejor que
bien», habían buscado su ayuda profesional para sentirse mejor consigo
mismos, pero habían terminado sintiéndose todavía más indignos y
rechazados. Particularmente angustiosas eran las historias demasiado
corrientes de psiquiatras que intentaban reformar la identidad sexual de los
gais mediante hipnosis, terapia confrontacional e incluso utilizando terapias
aversivas en las que se administraban al paciente dolorosas descargas
eléctricas: a veces directamente a los genitales.
En 1970, los grupos de derechos gais se manifestaron por primera vez en
la convención anual de la APA, celebrada en San Francisco, uniendo fuerzas
con el movimiento antipsiquiátrico, que se hallaba en plena expansión. Los
activistas gais formaron una cadena humana en torno al centro de
convenciones e impidieron a los psiquiatras la entrada en el recinto. En 1972,
la Alianza Gay de Nueva York decidió reventar una reunión de terapeutas de
la conducta, empleando una forma rudimentaria de «acto relámpago» para
exigir el fin de las técnicas aversivas. También en 1972, un psiquiatra y
activista de los derechos gais llamado John Fryer pronunció un discurso en la
convención anual de la APA bajo el nombre de «Dr. H. Anónimo». Fryer
llevaba esmoquin, peluca y una máscara de terror que le tapaba la cara
mientras hablaba a través de un micrófono especial que le distorsionaba la
voz. Su célebre discurso empezaba con estas palabras: «Soy homosexual. Soy
psiquiatra.» Luego describía la vida opresiva de los psiquiatras gais, que se
veían obligados a ocultar su orientación sexual ante sus colegas por temor a
la discriminación y, al mismo tiempo, debían ocultar su profesión a los gais a
causa del desdén que la psiquiatría inspiraba dentro de la comunidad gay.
Robert Spitzer se quedó impresionado por la energía y la sinceridad de los
activistas. Él no tenía amigos ni colegas gais antes de que le encargaran la
misión de ocuparse de la controversia, y más bien sospechaba que la
homosexualidad merecía ser catalogada como un trastorno mental. Pero la
pasión de los activistas lo convenció de que el asunto debía discutirse
abiertamente y decidirse con datos y un debate serio.
Así pues, organizó en la siguiente convención de la APA, en Honolulu, un
comité sobre la cuestión de si la homosexualidad debía figurar como un
diagnóstico del DSM. El comité ofreció un debate entre psiquiatras que
estaban convencidos de que la homosexualidad procedía de una educación
defectuosa y psiquiatras que creían que no había pruebas significativas que
indicaran que se trataba de una enfermedad mental. Por invitación de Spitzer,
Ronald Gold, miembro de la Gay Alliance e influyente activista del
movimiento gay, tuvo la oportunidad de expresar sus puntos de vista sobre la
validez de catalogar la homosexualidad como un diagnóstico psiquiátrico. El
debate atrajo a una audiencia de más de un millar de profesionales de la salud
mental y de hombres y mujeres gais, y fue cubierto ampliamente por la
prensa. Al final, todo el mundo coincidió en que los adversarios de la tesis de
la enfermedad mental habían salido victoriosos.
Unos meses después, Gold llevó a Spitzer a una reunión secreta de
psiquiatras gais. Spitzer se quedó atónito al descubrir que varios de los
asistentes eran catedráticos de destacados departamentos de Psiquiatría y que
otro era ex presidente de la APA: todos —naturalmente— llevando una doble
vida. Al detectar la presencia inesperada de Spitzer, ellos reaccionaron con
sorpresa e indignación, pues lo veían como un miembro de la cúpula
dirigente de la APA, que probablemente habría de revelar su condición,
arruinando su carrera y su vida familiar. Gold les aseguró que Spitzer era de
fiar y que encarnaba todas sus esperanzas de que se revisara de forma justa y
rigurosa si la homosexualidad debía continuar figurando en el DSM.
Tras hablar con los asistentes, Spitzer se convenció de que no había datos
plausibles que indicaran que ser homosexual fuera consecuencia de un
proceso patológico o de un funcionamiento mental deteriorado. «Todos esos
activistas gais eran buenos tipos, gente amigable, atenta y compasiva. Para mí
quedó claro que ser homosexual no afectaba a la propia capacidad para
funcionar en sociedad al máximo nivel», explica. Al finalizar el encuentro,
tenía la convicción de que el diagnóstico 302.0, la homosexualidad, debía
eliminarse del DSM-II.
Pero Spitzer se hallaba ahora ante un inquietante dilema intelectual. Por
un lado, el movimiento de la antipsiquiatría sostenía con gran estridencia que
todas las enfermedades mentales eran construcciones sociales artificiosas
perpetuadas por unos psiquiatras ávidos de poder. Como todo el mundo en la
APA, Spitzer era consciente de que esos argumentos estaban repercutiendo
negativamente en la credibilidad de su profesión. Él creía que las
enfermedades mentales eran auténticos trastornos médicos, y no constructos
sociales. Pero ahora estaba a punto de declarar que la homosexualidad era
justamente uno de tales constructos. Si la excluía como ente patológico, podía
abrir la puerta a que los antipsiquiátricos sostuvieran que también debían
excluirse otros trastornos como la esquizofrenia o la depresión. Y lo que aún
era más preocupante: tal vez las compañías de seguros aprovecharan la
decisión de anular la diagnosis de la homosexualidad como pretexto para
dejar de costear cualquier tratamiento psiquiátrico.
Por otro lado, si Spitzer mantenía que la homosexualidad era un trastorno
médico con el fin de preservar la credibilidad de la psiquiatría, causaría un
daño enorme —ahora se daba cuenta— a hombres y mujeres sanos que
simplemente se sentían atraídos por miembros de su propio sexo. El
psicoanálisis no ofrecía una salida a este dilema, pues la posición inflexible
de sus practicantes era que la homosexualidad obedecía a conflictos
traumáticos infantiles. Spitzer resolvió finalmente el problema inventando un
nuevo concepto psiquiátrico, un concepto que demostraría ser decisivo muy
pronto, en la siguiente y revolucionaria edición del DSM: la «angustia
subjetiva».
Spitzer empezó por argumentar que si no había pruebas claras de que la
dolencia de un paciente le provocaba angustia o mermaba su capacidad para
funcionar, y el paciente insistía en que estaba bien, entonces no se le debía
imponer una etiqueta. Si una persona decía estar contenta, satisfecha y
funcionando adecuadamente, ¿quién era el psiquiatra para decir lo contrario?
(Según el razonamiento de Spitzer, incluso si un esquizofrénico afirmaba que
se encontraba bien, el hecho de que fuese incapaz de relacionarse o tener un
trabajo justificaría que su estado se etiquetara como una enfermedad.) Al
respaldar el principio de angustia subjetiva, Spitzer dejó claro que la
homosexualidad no era un trastorno mental y que, por sí misma, no
justificaba ningún tipo de intervención psiquiátrica.
Esta visión permitía que una persona gay pidiera expresamente ayuda si
sufría angustia o depresión por el hecho de ser gay. Entonces la psiquiatría sí
podía intervenir. Spitzer sugería que esos casos debían encuadrarse dentro de
un nuevo diagnóstico de «trastorno por la orientación sexual», un enfoque
que dejaba abierta la posibilidad de que los psiquiatras trataran de cambiar la
orientación de alguien que así lo solicitaba. (Spitzer finalmente se arrepintió
de haber respaldado cualquier tipo de reconversión de la orientación sexual.)
Cuando la propuesta de Spitzer llegó al consejo de investigación de la
APA del cual dependía el Comité de Nomenclatura y Evaluación, sus
miembros votaron por unanimidad que se suprimiera del DSM-II el
diagnóstico del trastorno de homosexualidad y se reemplazara por el más
restrictivo de trastorno por orientación sexual. El 15 de diciembre de 1973, la
junta directiva de la APA aceptó la recomendación del consejo y el cambio se
introdujo oficialmente como una revisión del DSM-II.
Spitzer temía que esta decisión provocara un escándalo en el seno de la
psiquiatría, pero sus colegas, por el contrario, lo elogiaron por forjar una
solución de compromiso creativa que a la vez era práctica y humana: una
solución que se anticipaba a la reacción de los antipsiquiátricos y, al mismo
tiempo, proclamaba ante el mundo entero que la homosexualidad no era una
enfermedad. «Lo irónico —recuerda Spitzer— es que las críticas más severas
que recibí a fin de cuentas fueron las de mi propia institución, el Centro
Psicoanalítico de Columbia.»
En 1987, el trastorno por orientación sexual también fue eliminado como
diagnóstico del DSM. En 2003, la APA creó el premio John E. Fryer en honor
al discurso que Fryer pronunció enmascarado como Dr. Anónimo. El premio
se otorga anualmente a una figura pública que haya realizado importantes
contribuciones en el campo de la salud mental de lesbianas, gais, bisexuales y
personas de transgénero (LGBT). Más tarde, en 2013, el doctor Saul Levin se
convirtió en el primer dirigente abiertamente gay de la Asociación
Psiquiátrica Americana, al ser nombrado director general y director médico.
Aunque la psiquiatría americana ha tardado de un modo vergonzoso en
excluir la homosexualidad de entre las enfermedades mentales, el resto del
mundo ha tardado todavía más. La Clasificación Internacional de
Enfermedades publicada por la Organización Mundial de la Salud no
suprimió el «trastorno de homosexualidad» hasta 1990, y todavía hoy incluye
el «trastorno por orientación sexual» entre sus dolencias catalogadas. Ese
nocivo diagnóstico es citado con frecuencia por los países que aprueban leyes
contra la homosexualidad como Rusia o Nigeria.
En Estados Unidos, sin embargo, los medios de comunicación no trataron
la eliminación del trastorno de homosexualidad de la Biblia de la Psiquiatría
como una victoria progresista de la psiquiatría. Los periódicos y los activistas
antipsiquiatría, por el contrario, se mofaron de la APA por «decidir sobre la
enfermedad mental por votación democrática». Una enfermedad mental o era
una dolencia médica o no lo era, decían estos críticos con tono burlón: nunca
verías a los neurólogos decidiendo por votación si un vaso sanguíneo
obturado en el cerebro constituía una apoplejía, ¿no? Así pues, en vez de
darle a la imagen de la psiquiatría un empujón del que andaba muy
necesitada, el episodio acabó constituyendo otra ocasión embarazosa para
una profesión asediada en todos los frentes.
Pero aunque el resto del mundo no lo viera así, Spitzer había logrado
llevar a cabo una impresionante hazaña de diplomacia diagnóstica. Había
introducido una forma nueva e influyente de concebir la enfermedad mental
mediante la noción de «angustia subjetiva»; había conseguido contentar a los
activistas gais y había eludido eficazmente las críticas de los
antipsiquiátricos. Estos logros no habrían de pasar inadvertidos entre los
dirigentes de la Asociación Psiquiátrica Americana.
En la reunión de urgencia celebrada en el momento álgido de la crisis de
la antipsiquiatría, en febrero de 1973, la junta directiva de la APA
comprendió que el mejor sistema para detener la oleada de críticas contra la
profesión era presentar un cambio fundamental en el modo de conceptualizar
y diagnosticar la enfermedad mental: un cambio basado en la ciencia
empírica y no en los dogmas freudianos. Todos coincidieron en que lo más
convincente para demostrar este cambio era reformar el compendio oficial de
la APA sobre enfermedad mental.
Al terminar la reunión de emergencia, los directivos habían autorizado la
creación de la tercera edición del Diagnostic and Statistical Manual y
encargado al próximo grupo de trabajo del DSM que «defina la enfermedad
mental y defina lo que es un psiquiatra». Pero si la APA quería ir más allá de
la teoría freudiana —una teoría que aún determinaba el modo de diagnosticar
a los pacientes de la gran mayoría de los psiquiatras—, ¿cómo demonios
había que definir la enfermedad mental?
Un psiquiatra tenía la respuesta: «En cuanto la reunión urgente de la junta
directiva decidió autorizar un nuevo DSM, tuve claro que yo quería dirigir el
proceso —recuerda Spitzer—. Hablé con el director médico de la APA y le
dije que me encantaría asumir el puesto.» La junta de la APA, consciente de
que la nueva edición del DSM requeriría cambios radicales, y a la vista de la
destreza con la que Spitzer había manejado el conflictivo dilema sobre la
homosexualidad, lo nombró director del grupo de trabajo del DSM-III.
Spitzer no ignoraba que, si quería cambiar el criterio de la psiquiatría para
diagnosticar a los pacientes, necesitaría un sistema completamente nuevo
para definir la enfermedad mental: un sistema basado en la observación y los
datos empíricos, no en la tradición y el dogma. Pero en 1973 solo había un
lugar en todo Estados Unidos donde se hubiera desarrollado un sistema
semejante.
EL CRITERIO FEIGHNER
Presentación del volumen en honor de Robert Spitzer. De izquierda a derecha: Michael First (psiquiatra
y pupilo de Spitzer, que trabajó en los DSM-III, IV y 5), Jeffrey Lieberman, autor de este libro, Jerry
Wakefield (profesor de Asistencia Social en la Universidad de Nueva York), Allen Frances (psiquiatra,
pupilo de Spitzer y director del grupo de trabajo del DSM-IV), Bob Spitzer (psiquiatra y director del
grupo de trabajo del DSM-III), Ron Bayer (profesor de Ciencia Sociomédica de la Universidad de
Columbia y autor de un libro sobre la supresión de la homosexualidad en el DSM), Hannah Decker
(historiadora y autora de The Making of DSM-III [La creación del DSM-III]) y Jean Endicott (psicóloga
y colaboradora de Spitzer). (Cortesía de Eve Vagg, Instituto Psiquiátrico del Estado de Nueva York.)
Hubo también consecuencias involuntarias. El DSM-III creó una
incómoda simbiosis entre el Manual y las compañías de seguros que pronto
habría de condicionar todos los aspectos de la atención mental en Estados
Unidos. Las aseguradoras solo estaban dispuestas a pagar por algunas de las
dolencias recogidas en el DSM, induciendo así a los psiquiatras a meter con
calzador a más y más pacientes en un número limitado de diagnósticos para
asegurarse de que les reembolsaban la atención recibida. Aunque el grupo de
trabajo pretendía que el DSM-III solo fuera utilizado por los profesionales
sanitarios, las definiciones consagradas por el Manual enseguida se
convirtieron en la guía de facto de la enfermedad mental en todos los sectores
de la sociedad. Las aseguradoras, los colegios, las universidades, las agencias
de subvención a la investigación, las compañías farmacéuticas, las asambleas
legislativas estatales y federales, los sistemas judiciales, el ejército y los
organismos de salud pública —Medicare y Medicaid—, estaban deseando
contar con un sistema coherente de diagnóstico psiquiátrico, y en poco
tiempo todas esas instituciones vincularon su política y sus fondos al DSM-
III. Nunca en toda la historia de la medicina un solo documento había
cambiado tantas cosas y afectado a tantas personas.
Yo no estuve presente en la trascendental reunión en la que la asamblea
de la APA aprobó el DSM-III, pero tuve la fortuna de presidir la última
aparición pública de Spitzer. Bob se vio obligado a retirarse en 2008 a causa
de una forma grave e incapacitante de la enfermedad de Parkinson. Para
celebrar su jubilación, organizamos un homenaje a sus extraordinarios logros
al que asistieron ilustres psiquiatras y numerosos discípulos de Bob. Uno tras
otro, tomaron la palabra para hablar del hombre que tan profundamente había
marcado sus carreras. Finalmente, Bob se levantó para intervenir. Siempre
había sido un orador convincente y disciplinado, pero al empezar su
intervención estalló en sollozos incontrolables. Fue incapaz de continuar,
abrumado por aquella demostración sincera de afecto y admiración. Mientras
él seguía llorando, yo, con delicadeza, tomé el micrófono de sus manos
trémulas y expliqué a los presentes que la última vez que Bob se había
quedado sin palabras fue cuando la APA aprobó el DSM-III en la reunión de
la asamblea de Chicago. La audiencia se puso en pie y le dedicó una ovación
que se prolongó largo rato.
SEGUNDA PARTE
La historia del tratamiento
NIDO DE VÍBORAS
En las primeras décadas del siglo XX, los manicomios estaban llenos de
pacientes aquejados de un tipo de psicosis llamado «parálisis general del
demente» (GPI), provocado por la sífilis avanzada. Sin el tratamiento
adecuado, el microorganismo con forma de espiral (espiroqueta) de esta
enfermedad venérea se asentaba en el cerebro y generaba unos síntomas a
menudo indistinguibles de la esquizofrenia o el trastorno bipolar. Puesto que
la sífilis seguía siendo incurable a principios del siglo XX, los psiquiatras
buscaron con desesperación algún modo de mitigar los síntomas padecidos
por una auténtica avalancha de pacientes con demencia GPI, entre los que
figuraban el gánster Al Capone y el compositor Robert Schumann.
En 1917, mientras Freud publicaba sus Conferencias de introducción al
psicoanálisis, otro médico vienés estaba a punto de realizar un
descubrimiento igualmente asombroso. Julius Wagner-Jauregg, vástago de
una familia noble austriaca, estudió Patología en la Facultad de Medicina y
luego empezó a trabajar en una clínica psiquiátrica con pacientes psicóticos.
Un día, observó algo sorprendente en una paciente GPI llamada Hilda.
Hilda llevaba más de un año perdida en la turbulenta locura de la
enfermedad cuando sufrió una fiebre no relacionada con la sífilis, sino con
una infección respiratoria. Al remitir la fiebre, Hilda despertó con la mente
despejada y lúcida. Su psicosis se había desvanecido.
Como los síntomas GPI evolucionaban por lo general solo en una
dirección —o sea, a peor—, la remisión de los síntomas psicóticos de Hilda
suscitó el interés de Wagner-Jauregg. ¿Qué había ocurrido? Puesto que había
recuperado la cordura inmediatamente después de bajar la fiebre, conjeturó
que la causa debía estar relacionada con la fiebre misma. ¿Acaso la elevada
temperatura corporal había aturdido o matado a las espiroquetas de la sífilis
que tenía en el cerebro?
Actualmente sabemos que la fiebre es uno de los mecanismos más
primitivos del cuerpo para combatir la infección: una parte de lo que se
conoce como «sistema inmune innato». El calor de la fiebre daña tanto al
huésped como al invasor, pero suele ser más dañino para el invasor, pues
muchos agentes patógenos son sensibles a las temperaturas elevadas.
(Nuestro «sistema inmune adaptativo», más reciente evolutivamente, produce
los conocidos anticuerpos, que atacan de forma específica a los invasores.) A
falta de un verdadero conocimiento de la mecánica de la fiebre, Wagner-
Jauregg concibió un osado experimento para estudiar los efectos de la
temperatura elevada en la psicosis. ¿Cómo? Infectando a pacientes GPI con
enfermedades que provocaban fiebre.
Empezó sirviendo a sus pacientes psicóticos agua que contenía bacterias
estreptocócicas (las causantes de las anginas). Luego probó con la
tuberculina, un extracto de la bacteria de la tuberculosis; y finalmente con la
malaria, tal vez porque había una provisión disponible de sangre infectada
por esta enfermedad procedente de los soldados que regresaban de la Primera
Guerra Mundial. Los pacientes, después de que Wagner-Jauregg les inyectara
el parásito plasmodium, sucumbían a la fiebre típica de la malaria... y poco
después mostraban una mejora espectacular de su estado mental.
Enfermos que antes actuaban de forma estrafalaria y soltaban
incoherencias ahora estaban serenos y charlaban con toda normalidad con el
doctor Wagner-Jauregg. Algunos incluso parecían totalmente curados de su
sífilis. En el siglo XXI quizá pueda parecer un mal negocio cambiar una
enfermedad espantosa por otra, pero al menos la malaria podía tratarse con
quinina, un extracto barato y abundante de corteza de árbol.
El nuevo método de Wagner-Jauregg, llamado piroterapia, se convirtió
rápidamente en el tratamiento estándar de la GPI. Aunque la idea de infectar
a propósito a pacientes mentales con parásitos de la malaria nos pone los
pelos de punta —y en efecto, un quince por ciento de los pacientes tratados
con la cura de fiebre de Wagner-Jauregg pereció a causa del procedimiento
mismo—, la piroterapia constituyó el primer tratamiento efectivo de varias
dolencias mentales. Piénsenlo por un momento. Ningún procedimiento
médico había logrado en toda la historia aliviar los síntomas de la psicosis, la
más grave y despiadada de las enfermedades mentales. La GPI había
constituido siempre un viaje sin retorno a la reclusión permanente o a la
muerte. Ahora, los afectados por esta dolencia tan destructiva para la mente
tenían una posibilidad razonable de recuperar la cordura y volver a casa. Por
este logro impresionante, Wagner-Jauregg obtuvo el Premio Nobel de
Medicina en 1927, el primero que se otorgaba en el campo de la psiquiatría.
La cura de fiebre de Wagner-Jauregg infundió la esperanza de que
hubiera otros métodos prácticos de tratar la enfermedad mental. De modo
retrospectivo, podríamos señalar que la GPI, comparada con otras dolencias
mentales, constituía un caso muy inusual, pues era causada por un patógeno
externo que infectaba el cerebro. Difícilmente podríamos esperar que un
método germicida tuviera ningún efecto en otras enfermedades mentales,
cuando sabemos que infinidad de psiquiatras biológicos no han detectado la
presencia de agentes externos en el cerebro de los pacientes. Durante los años
veinte, sin embargo, muchos psiquiatras, espoleados por el éxito de Wagner-
Jauregg, intentaron aplicar la piroterapia a otros trastornos.
En los manicomios de todo el país, los pacientes con esquizofrenia,
depresión, manía e histeria empezaron a ser infectados con una amplia
variedad de enfermedades que cursaban con fiebre. Algunos alienistas
llegaron al extremo de inyectar sangre infectada con malaria directamente en
el cerebro del paciente a través del cráneo. Pero, ay, la piroterapia no resultó
ser la panacea que muchos habían esperado. Aunque la cura de fiebre
mitigaba los síntomas psicóticos de la GPI, demostró ser inútil contra todos
los demás tipos de enfermedad mental. Como los otros trastornos no estaban
causados por agentes patógenos, no había nada que la fiebre pudiese matar...
salvo, en ocasiones, al propio paciente.
Aun así, la inaudita eficacia de la piroterapia en el tratamiento de la GPI
arrojó el primer destello de luz en las tinieblas que habían dominado la
psiquiatría manicomial durante más de un siglo. Espoleado por el éxito de
Wagner-Jauregg, otro psiquiatra austriaco, Manfred Sakel, experimentó con
una técnica fisiológica todavía más inquietante que la fiebre de la malaria.
Sakel había estado tratando a drogadictos con dosis bajas de insulina, como
medio para combatir la adicción a los opiáceos. Con frecuencia, los
consumidores de morfina y opio mostraban conductas extremas similares a
las de la enfermedad mental, como deambular incesante, movimiento
frenético y pensamiento incoherente. Sakel observó que cuando un adicto
recibía accidentalmente una elevada cantidad de insulina, su nivel de azúcar
caía en picado, induciendo un coma hipoglucémico que podía prolongarse
durante horas. Al despertar, sin embargo, el paciente estaba mucho más
calmado y su conducta extrema había remitido. Sakel se preguntó si el coma
podría aliviar quizá los síntomas de la enfermedad mental.
Así pues, empezó a experimentar con comas artificialmente inducidos.
Administraba a pacientes esquizofrénicos dosis elevadas de insulina, que
habían empezado a ser utilizadas como tratamiento para la diabetes. La
sobredosis de insulina los sumía en un coma que Sakel interrumpía
administrando glucosa por vía intravenosa. Cuando los pacientes recuperaban
el conocimiento, esperaba un poco y repetía la operación. En ocasiones
inducía un coma en el paciente seis veces seguidas. Para su gran satisfacción,
los síntomas psicóticos disminuían y aparecían signos de mejora.
Como podrán imaginar, la técnica de Sakel entrañaba serios riesgos. Un
efecto secundario era que los pacientes se volvían tremendamente obesos,
pues la insulina empuja la glucosa hacia el interior de las células. Un efecto
mucho más grave era que un pequeño número de pacientes no despertaba del
coma y moría en el acto. El mayor peligro era que se produjera un daño
cerebral permanente. El cerebro consume un porcentaje desproporcionado de
la glucosa total presente en el cuerpo (setenta por ciento), pese a que solo
representa el dos por ciento del peso corporal. Por lo tanto, es un órgano
extremadamente sensible a las fluctuaciones del nivel de glucosa en sangre y
puede sufrir daños si esos niveles son demasiado bajos incluso durante un
breve período de tiempo.
En vez de considerar un inconveniente el daño cerebral, los defensores
del método de Sakel alegaban que era un beneficio: el daño cerebral, en caso
de producirse, causaba una deseable «disminución de tensión y hostilidad»; o
al menos eso aducían en su defensa.
Tal como la terapia de fiebre, la terapia de coma inducido fue
ampliamente adoptada por los alienistas americanos y europeos. Se empleó
en casi todos los hospitales mentales importantes durante los años cuarenta y
cincuenta, y cada institución desarrolló su propio protocolo para la inducción
del coma. Algunos pacientes llegaron a ser sometidos a un coma sesenta o
setenta veces en el curso del tratamiento. Pese a los riesgos evidentes, los
psiquiatras se sentían maravillados por el hecho de que por fin —¡por fin!—
hubiera algo capaz de aliviar el sufrimiento de sus pacientes, aunque fuese de
modo temporal.
CEREBROS ELECTRIFICADOS
LA MEDICINA DE LABORIT
EL COMPUESTO G 22355
CARAMBOLA EN OCEANÍA
Si hay un hecho intelectual esencial en las postrimerías del siglo XX es que el enfoque biológico
de la psiquiatría —la concepción de la enfermedad mental como un trastorno de base genética de
la química cerebral— ha sido un éxito aplastante. Las ideas de Freud, que dominaron la historia
de la psiquiatría durante gran parte del siglo pasado, se están desvaneciendo ahora como las
últimas nieves del invierno.
EDWARD SHORTER
7
El fin de la travesía del desierto:
la revolución del cerebro
Aquí tenemos esta masa gelatinosa de apenas kilo y medio que puedes
sostener en la palma de la mano y que es capaz de contemplar la inmensidad
del espacio interestelar. Puede contemplar el sentido del infinito y puede
contemplarse a sí misma contemplando el sentido del infinito.
VILAYANUR RAMACHANDRAN
Como era muy poco lo que se había aprendido durante el siglo XIX y
principios del XX sobre la enfermedad mental mediante el examen visual de
cerebros post mórtem, los psiquiatras sospechaban que cualquier marca
neurológica de los trastornos mentales debía ser mucho más sutil que las
anomalías fácilmente identificables causadas por los derrames, las demencias
seniles, los tumores y las heridas por traumatismo cerebral. Lo que hacía falta
era un medio de atisbar en el interior del cerebro para ver su estructura,
función y composición.
La invención de los rayos X, realizada por Wilhelm Roentgen en 1894,
pareció constituir al principio el adelanto tecnológico que los médicos
llevaban tanto tiempo esperando. Los rayos X contribuían a diagnosticar el
cáncer, la neumonía, las fracturas óseas... Pero cuando se sacaron las
primeras radiografías de la cabeza, resultó que solo mostraban el vago
contorno del cráneo y del cerebro. Los rayos de Roentgen podían detectar las
fracturas del cráneo, las heridas penetrantes o los grandes tumores cerebrales,
pero no mucho más que pudiera resultar útil para los psiquiatras de
orientación biológica.
Para poder hallar signos físicos de la enfermedad mental en el cerebro
vivo, los psiquiatras necesitaban una tecnología de captación de imágenes
que mostrara la compleja estructura del cerebro de forma detallada y
discernible o, todavía mejor, que revelara de algún modo la propia actividad
del cerebro. En los años sesenta, esa tecnología parecía un sueño imposible.
Pero el descubrimiento habría de llegar por fin; y los fondos que lo hicieron
posible procedían de la fuente más sorprendente que quepa imaginar: de los
Beatles.
A principios de los años setenta, la EMI era primordialmente una
compañía discográfica, pero poseía también una pequeña división de
electrónica, tal como refleja su propio nombre sin abreviar: Electric and
Musical Industries [Industrias eléctricas y musicales]. La división musical de
EMI estaba cosechando unos enormes beneficios gracias al éxito fenomenal
de los Beatles, el grupo más popular del mundo en aquel entonces. Sobrada
de liquidez, la EMI decidió probar suerte en un proyecto caro y arriesgado de
su división electrónica. Los ingenieros de la EMI estaban tratando de
combinar una serie de rayos X emitidos desde múltiples ángulos para
producir imágenes tridimensionales de los objetos. Superando los obstáculos
técnicos con los beneficios de canciones como I Want to Hold Your Hand y
With a Little Help from My Friends, los ingenieros de la EMI crearon una
tecnología radiográfica capaz de obtener imágenes del cuerpo mucho más
exhaustivas y detalladas que las de ningún otro sistema médico de
exploración. Y lo que todavía era mejor: el procedimiento no era invasivo ni
provocaba molestias a los pacientes. La nueva tecnología de la EMI fue
llamada tomografía axial computarizada; o más corrientemente, escáner
TAC.
El primer estudio de la enfermedad mental con escáner TAC fue
publicado en 1976 por Eve Johnstone, una psiquiatra británica, y contenía un
hallazgo pasmoso: la primera anomalía física del cerebro asociada a una de
las tres principales enfermedades mentales. Johnstone descubrió que los
cerebros de los pacientes esquizofrénicos tenían agrandados los ventrículos
laterales, un par de cavidades del interior de la masa encefálica que contienen
el fluido cerebroespinal que nutre y limpia el cerebro. Los psiquiatras se
quedaron estupefactos. El agrandamiento ventricular era ya un fenómeno
conocido en las enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer,
cuando las estructuras cerebrales alrededor de los ventrículos empezaban a
atrofiarse. Como es natural, pues, los psiquiatras dedujeron que el
agrandamiento ventricular de los cerebros de los esquizofrénicos se debía
también a una atrofia causada por algún proceso desconocido. Este hallazgo
de dimensiones históricas fue reproducido enseguida por un psiquiatra
americano, Daniel Weinberger, del Instituto Nacional de Salud Mental.
Antes de que la onda expansiva de los primeros escáneres TAC
psiquiátricos hubiera empezado a amainar, apareció otro maravilloso sistema
de obtención de imágenes cerebrales que incluso resultaba más adecuado para
el estudio de los trastornos mentales: la imagen por resonancia magnética
(IRM). La IRM empleaba una nueva tecnología revolucionaria que situaba a
la persona en el interior de un potente imán y medía las ondas de radio
emitidas por las moléculas orgánicas corporales al ser excitadas por el campo
magnético. La IRM se empleó por vez primera para obtener imágenes del
cerebro en 1981. Mientras que el escáner TAC permitía a los investigadores
psiquiátricos mirar las anomalías cerebrales por la cerradura, por así decirlo,
el IRM abría las puertas de par en par. La tecnología IRM era capaz de
producir imágenes tridimensionales del cerebro de una claridad inaudita. La
IRM podía ajustarse para mostrar los distintos tipos de tejido, incluidas la
materia gris, la materia blanca y el fluido cerebral; podía identificar el
contenido de grasa y de agua; e incluso medir el flujo de la sangre en el
interior del cerebro. Y lo mejor de todo: era absolutamente inofensiva, a
diferencia del escáner TAC, que empleaba una radiación ionizante que podía
acumularse y representar con el tiempo un riesgo potencial para la salud.
IRM en un corte axial (mirando desde lo alto de la cabeza) de un paciente con esquizofrenia, a la
derecha, y de un voluntario sano, a la izquierda. Los ventrículos laterales son la silueta oscura con
forma de mariposa situada en medio del cerebro. (Cortesía del doctor Daniel R. Weinberger, MD,
Instituto Nacional de Salud Mental.)
Imagen ponderada por difusión del cerebro, presentada en un plano sagital (mirando de lado la cabeza,
con la frente a la derecha de la imagen y la nuca a la izquierda). Las fibras de materia blanca que
conectan en circuitos las neuronas del cerebro aparecen aisladamente, sin la matriz de materia gris,
fluido cerebroespinal y vasos sanguíneos. (Shenton y otros, en Brain Imaging and Behavior, 6 (2)
2012; imagen de Inga Koerte y Marc Muehlmann.)
Eric Kandel, con sus nietas, en la ceremonia del Nobel en Estocolmo, Suecia, el 10 de diciembre de
2000. (Fotografía de Thomas Hökfelt, de la colección personal de Eric Kandel.)
LA REFORMA DE LA PSICOTERAPIA
Cuando visité a Jenn por primera vez en 2005, los médicos no lograban
comprender qué le ocurría exactamente. Jenn, una joven de veintiséis años,
era de una familia adinerada y había disfrutado de una educación
privilegiada. Había estudiado en una escuela privada de Manhattan y luego
en una universidad de Humanidades de Massachusetts, que fue donde su
comportamiento empezó a volverse problemático.
Durante su penúltimo año, Jenn se volvió suspicaz y recelosa, y dejó de
relacionarse con sus amigos. Empezó a mostrar cambios de humor extremos.
Podía ser amigable y simpática un día, e irascible y desagradable al siguiente
y, a la menor provocación, soltaba insultos sarcásticos. Al final, su hostilidad
e irascibilidad se volvieron tan conflictivas que la universidad rogó a sus
padres que la enviaran a un psiquiatra. Ellos obedecieron y la llevaron a un
destacado centro psiquiátrico del noreste, donde la ingresaron de inmediato.
Pero, cuando le dieron el alta, Jenn no se presentó a las citas de seguimiento
estipuladas ni tomó la medicación prescrita. Recayó repetidas veces, lo que
provocó múltiples hospitalizaciones; y a cada recaída, empeoraba. Lo que
volvía todavía más desesperante su situación era que, cada vez que la
ingresaban, los médicos parecían atribuirle un diagnóstico distinto; entre
otros, esquizofrenia, trastorno esquizoafectivo y trastorno bipolar.
A mí me consultaron sobre su caso cuando la trajeron al hospital
Presbiteriano de Nueva York y centro médico de la Universidad de
Columbia, tras un violento incidente con su madre, provocado por la creencia
de Jenn de que esta quería impedirle que se viera con su novio. Cuando yo la
evalué, su aspecto era desaliñado, y su pensamiento, incoherente. Había
dejado la universidad hacía cinco años, no tenía trabajo y vivía en la casa de
sus padres. Manifestó repetidamente su convencimiento de que una amiga
quería robarle el novio, y me explicó que si ella y su novio querían seguir
juntos debían huir de inmediato a Nuevo México.
Tras hablar con la familia de Jenn, me enteré de que en realidad el objeto
de su amor no tenía ningún interés por ella. El joven, de hecho, había llamado
a la madre de Jenn para quejarse de que estaba acosándolo y amenazando a
su novia real. Cuando la madre trató de explicarle esto a su hija, ella se
enfureció y la derribó de un golpe, lo que motivó su hospitalización.
Durante nuestra conversación, Jenn parecía ausente y distraída, una
actitud que suele asociarse con la esquizofrenia, pero también con otras
dolencias. Sus falsas creencias no eran delirios sistemáticos; solo reflejaban
apreciaciones poco realistas de sus relaciones con los demás. Exhibía una
amplia variedad de emociones, y sus sentimientos eran a menudo extremados
y erráticos, mientras que lo característico en los esquizofrénicos es mostrar
emociones limitadas y apagadas.
Aunque el diagnóstico que le asignaron en su ingreso era de
esquizofrenia, mi intuición clínica me decía que allí había algo más. La
intuición, no obstante, debe apoyarse en pruebas, así que empecé a reunir más
datos. Cuando interrogué a los padres de Jenn sobre su historial médico, no
apareció gran cosa, salvo un hecho. Su madre me contó que Jenn había
nacido prematuramente y con un parto de nalgas. Eso solo no habría
justificado su extraño comportamiento, pero el parto de nalgas y otros tipos
de trauma durante el embarazo y el parto se relacionan con una incidencia
más alta de problemas de desarrollo neuronal. Un parto traumático puede
producir complicaciones en el cerebro del bebé, como falta de oxígeno,
compresión o hemorragia. Además, a causa de una incompatibilidad de tipos
de Rh sanguíneo entre ella y su madre, Jenn nació con anemia y requirió una
transfusión inmediata. Como consecuencia, presentó unos bajos resultados en
el test de Apgar (las calificaciones que los pediatras dan a los recién nacidos
para resumir su estado físico general), lo que indicaba algún tipo de
sufrimiento fetal, y la mantuvieron una semana en una unidad neonatal de
cuidados intensivos antes enviarla a casa.
Le hice algunas preguntas adicionales a Jenn sobre su vida y sus
actividades. Ella respondía de un modo mecánico, con respuestas breves, y
parecía confusa ante las preguntas. Presentaba también una concentración
limitada y una memoria escasa. Estos marcados deterioros cognitivos no
encajaban con los que suelen darse en los pacientes esquizofrénicos, que no
parecen tanto confusos y olvidadizos como ensimismados y distraídos, u
obsesionados con estímulos imaginarios. Empecé a preguntarme si la
irritabilidad y la rara conducta de Jenn habrían sido provocadas por su
entorno más que por sus genes.
Le pregunté si bebía y consumía drogas. Al fin, ella reconoció que había
consumido marihuana desde los catorce y cocaína desde los dieciséis, y que
en la universidad fumaba porros y esnifaba coca casi todos los días. En mi
mente empezó a perfilarse una hipótesis. Sospechaba que Jenn había sufrido
un leve daño cerebral por el trauma del parto que le había causado un déficit
neurocognitivo; y que ese déficit se había visto exacerbado durante la
adolescencia por el consumo abusivo de drogas, generando aquellas
conductas casi psicóticas. Una prueba que apoyaba esta hipótesis era el hecho
de que los fármacos antipsicóticos que le habían recetado previamente no
habían tenido mucho efecto en su estado.
Solicité varios análisis que habrían de contribuir a evaluar mi hipótesis.
Los resultados de las pruebas neuropsicológicas revelaron una discrepancia
significativa entre su capacidad verbal y sus funciones ejecutivas. En la
esquizofrenia los resultados verbales y ejecutivos tienden a ser similares,
aunque resulten inferiores a la media de la población. Los resultados de las
funciones ejecutivas se consideran más sensibles a la disfunción cerebral que
los verbales, y el hecho de que los resultados ejecutivos de Jenn fueran
considerablemente inferiores que los verbales indicaba que sufría algún tipo
de deterioro cognitivo adquirido. La IRM mostró un agrandamiento
marcadamente asimétrico de los ventrículos laterales y del espacio
subaracnoideo, una asimetría asociada con más frecuencia a un traumatismo
o un accidente vascular (como un derrame) que a una enfermedad mental (en
la esquizofrenia el agrandamiento ventricular es más simétrico). La asistente
social que me ayudaba elaboró un exhaustivo árbol genealógico con la
información aportada por los padres, que mostraba una ausencia total de
antecedentes de enfermedad mental en la familia. El único problema afín
observado entre los parientes biológicos directos era el consumo de drogas en
algunos hermanos y primos.
Ahora sí me sentí seguro de que su patología se debía a una lesión del
desarrollo neurológico y a la toxicidad de las drogas. Sus anteriores
diagnósticos de esquizofrenia, trastorno psicoafectivo y trastorno bipolar
habían constituido hipótesis razonables, pues en realidad Jenn sufría una
«fenocopia» de enfermedad mental, es decir, presentaba síntomas que
remedaban un trastorno definido por el DSM sin sufrir el trastorno en sí.
Si Jenn hubiera sido ingresada en un pabellón psiquiátrico hace treinta
años, cuando yo empecé a formarme, habría permanecido largo tiempo en
una institución mental y casi con toda seguridad habría recibido una
medicación antipsicótica muy fuerte que la habría dejado prácticamente
incapacitada. O habría sido sometida a meses o años de terapia psicoanalítica
para explorar su infancia y su tensa relación con su madre.
Pero en el mundo de la psiquiatría actual Jenn fue dada de alta del
hospital rápidamente y recibió un tratamiento intensivo de drogodependencia,
así como terapia de rehabilitación social y cognitiva y una pequeña dosis de
medicación para estabilizarla durante el curso del tratamiento. Su calidad de
vida mejoró gradualmente y, hoy en día, está centrada y ocupada, y expresa
su gratitud por la ayuda que recibió para darle un vuelco radical a su vida. Y
aunque no viva por su cuenta, ni goce de éxito profesional, ni se haya casado
y tenido hijos, trabaja a tiempo parcial, vive tranquilamente con su madre y
ha desarrollado relaciones sociales estables.
La modesta recuperación de Jenny —un simple ejemplo entre un número
creciente de historias exitosas— ilustra cómo ha cambiado la psiquiatría
clínica gracias a la revolución del cerebro y a la infinidad de avances
científicos de las últimas décadas. Sin embargo, hubo un último adelanto
trascendental en los anales de la psiquiatría que contribuyó a darle su rostro
actual a nuestra profesión: un adelanto que tal vez sea el descubrimiento
menos valorado y más subestimado de todos.
1. Principio inspirado en el cuento infantil Los tres ositos, que postula el término medio como punto
ideal y que se emplea en diferentes disciplinas científicas.
8
Corazón de soldado: el misterio del trauma
No queremos que ningún maldito psiquiatra ponga enfermos a nuestros
chicos.
GENERAL JOHN SMITH, 1944
SESIONES DE RAP
CRÍTICOS EMÉRITOS
LA APA REACCIONA
Ken Kendler (izquierda) y Oliver Sacks en una recepción en Nueva York en 2008. (Cortesía de Eve
Vagg, Instituto Psiquiátrico del Estado de Nueva York.)
OCULTA EN EL DESVÁN
CERRAR LA BRECHA
El ex congresista Patrick Kennedy (derecha) con el vicepresidente Joseph Biden y el autor del libro en
el 50 aniversario de la Ley de Centros de Salud Mental Comunitarios, celebrado el 25 de octubre de
2013 en la Biblioteca Presidencial JKF de Boston. (Fotografía de Ellen Dallager, Asociación de
Psiquiatría Americana, 2014.)
UN LUMINOSO FUTURO
«El cerebro es más ancho que el cielo», reproducido con el permiso de los
editores y de la junta directiva del Amherst College, de The Poems of Emily
Dickinson, editado por Thomas H. Johnson, Cambridge, Mass.; The Belknap
Press of Harvard University Press, Copypright © 1951, 1955 por el
presidente y los directivos del Harvard College. Copyright © renovado 1979,
1983 por el presidente y los directivos del Harvard College. Copyright
© 1914, 1918, 1919, 1924, 1929, 1930, 1932, 1935, 1937, 1942, por Martha
Dickinson Bianchi. Copyright © 1952, 1957, 1958, 1963, 1965, por Mary L.
Hampson; «Gee, Officer Krupke» (de West Side Story) por Leonard
Bernstein y Stephen Sondheim. © 1956, 1957, 1958, 1959, por Amberson
Holdings LLC y Stephen Sondheim. Copyright renovado. Leonard Bernstein
Music Publishing Company LLC, publisher. Boosey & Hawkes, agent for
rental. International copyright garantizado. Reimpreso con permiso; extracto
de los Notebooks de Tennessee Williams reproducido con el permiso de
Georges Borchardt, Inc. por la University of the South. Copyright © 2006 por
la University of the South; «Mother’s Little Helper», escrita por Mick Jagger
y Keith Richards. Publicada por ABKCO Music, Inc. Utilizada con permiso.
Todo los derechos reservados; diálogo Terapia Cognitivo Conductual
publicado con permiso de Taylor y Francis Group LLC Books, de Cognitive
Behavioral Therapy for Adult ADHD: An Integrative Psychosocial and
Medical Approach, J. Russell Ramsay y Anthony L. Rostain, 2007; permiso
otorgado a través de Copyright Clearance Center, Inc.
Fuentes y lecturas complementarias
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