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1. Hume y el empirismo
El Empirismo Moderno (segunda mitad del siglo XVII y siglo XVIII) constituye
una respuesta histórica al Racionalismo del siglo XVII. También se lo conoce con el
nombre de «Empirismo inglés» o «Empirismo británico», dada la nacionalidad de sus
principales representantes (y en claro contraste con los autores racionalistas que son
europeos del continente). El primer filósofo de esta corriente es Locke y la línea
inaugurada por éste se continúa y radicaliza sucesivamente en Berkeley y Hume.
Podemos considerar a Ockham y a Bacon como precursores de esta corriente
filosófica.
Los empiristas negarán la existencia de ideas innatas y defenderán que la
experiencia es la única fuente de nuestro conocimiento. Someterán a crítica los
conceptos metafísicos del Racionalismo («sustancia», «Dios», «causa») e insistirán en
que el conocimiento humano tiene límites: los límites de la experiencia.
1.1. LOCKE (1632-1704): empirismo realista y crítica de la idea de sustancia
John Locke nació en Brístol en 1632, el mismo año que Espinoza. Nacido en el
seno de una familia de inclinaciones liberales, Locke fue un ferviente defensor del
liberalismo (es su primer teorizador importante) y en general, de los ideales
ilustrados de racionalidad, tolerancia, filantropía y libertad religiosa. Estudió
química y medicina, tras abandonar los estudios de teología. Desterrado primero
(circunstancia que aprovechó para viajar por Holanda, Francia y Alemania), regresó a
Inglaterra tras la revolución de 1688. Murió en 1704.
Entre sus obras destacan: el Ensayo sobre el entendimiento humano, los Dos
tratados sobre el gobierno civil, La racionalidad del cristianismo, Pensamientos sobre
la educación y Cartas sobre la tolerancia.
1.1.1. Negación de las ideas innatas
Al hablar del Racionalismo señalábamos como su tesis fundamental la
afirmación de que el entendimiento posee ciertas ideas innatas. Según el
Racionalismo, decíamos, sería posible deducir el edificio entero de nuestros
conocimientos fundamentales acerca de la realidad a partir de tales ideas que el
entendimiento encuentra en sí mismo, sin necesidad de recurrir a la experiencia.
La doctrina empirista de que nos ocupamos ahora surge como una teoría
opuesta al Racionalismo en cuanto al origen del conocimiento. Según la corriente
empirista no existen ideas innatas al entendimiento.
Con anterioridad a la experiencia, nuestro entendimiento es como una página
en blanco en que nada hay escrito. Podemos, pues, definir el empirismo como
aquella teoría que niega la existencia de conocimientos innatos y, por tanto, afirma
que todo nuestro conocimiento procede de la experiencia.
Locke dedicó el libro primero de su obra (Ensayo acerca del entendimiento
humano) a demostrar que no existen ideas innatas. Si las hubiera, argumenta Locke,
producidas por ellos en nosotros, los cuerpos son la causa de nuestras sensaciones).
Repárese –más adelante volveremos sobre ello– en que tanto la existencia de Dios
como la existencia del mundo exterior, de los cuerpos, son afirmadas en virtud de un
razonamiento causal: Dios es causa última de nuestra existencia, los cuerpos son
causa de nuestras sensaciones.
1.2. HUME (1711-1776): crítica del principio de causalidad y fenomenismo
Hijo de un terrateniente escoces, David Hume nació en Edimburgo (Escocia)
en el año 1711. Su gran pasión fue desde muy joven la literatura clásica y el saber en
general. Para poder mantener su independencia como filósofo tuvo que dedicarse a
diversas actividades: fue comerciante, preceptor, ayudante de campo de un general,
bibliotecario, secretario de la Embajada británica en diversos países europeos y
subsecretario de Estado. En 1745 intentó acceder a la cátedra de ética y filosofía del
espíritu de la Universidad de Edimburgo, pero fue rechazado por su fama de
incrédulo en materia religiosa. En Francia, donde pasó largas temporadas, mantuvo
contactos con el movimiento ilustrado y entabló una corta amistad con Rousseau.
Murió en Edimburgo en el año 1776. Sus obras más destacadas son: Tratado acerca
de la naturaleza humana, Investigación sobre el entendimiento humano, e
Investigación sobre los principios de la moral.
El pensamiento de Hume es considerado como el momento culminante del
empirismo moderno iniciado con Locke. La influencia de Hume en la filosofía ha sido
enorme. Fue la lectura de Hume lo que despertó a Kant, en frase de éste, de su
«sueño dogmático». El empirismo contemporáneo reconoce en él su fuente y
precursor más cualificado.
1.2.1. Impresiones e ideas: elementos del conocimiento
Hume no estaba satisfecho en absoluto con la manera en que Locke utilizaba
el término «idea» para referirse a todo aquello que conocemos (el color que vemos,
el dolor que sentimos, eran denominados ideas por Locke, como ya hemos indicado.)
En consecuencia, reservó la palabra «idea» para designar solamente ciertos
contenidos del conocimiento.
Vea el lector esta página y cierre a continuación los ojos tratando de
imaginarla. En ambos casos estará percibiendo (o conociendo) esta página, si bien
entre ambos casos existe una notable diferencia: la percepción de esta página es
más viva cuando la vemos que cuando la imaginamos. Al primer tipo de percepción
lo denomina Hume impresiones (conocimiento por medio de los sentidos), al segundo
tipo lo denomina ideas (representaciones o copias de aquellas en el pensamiento).
Estas últimas son más débiles, menos vivas que las primeras.
El ejemplo que hemos utilizado pone, además, de manifiesto que las ideas
proceden de las impresiones, son imágenes o representaciones de éstas.
(¿cómo íbamos a poseer impresiones de lo que aún no ha sucedido?). Ahora bien, es
incuestionable que en nuestra vida contamos constantemente con que en el futuro
se producirán ciertos hechos: vemos caer la lluvia a través de la ventana y tomamos
precauciones, contando con que la lluvia mojará cuanto encuentre a su paso;
colocamos un recipiente de agua sobre el fuego, contando con que se calentará. Sin
embargo, solamente tenemos la impresión de la lluvia cayendo y solamente tenemos
la impresión del agua fría sobre la llama. ¿Cómo podemos estar seguros de que
posteriormente tendremos las impresiones de los objetos mojados y del agua
caliente?
Hume observó que en todos estos casos (es decir, tratándose de hechos),
nuestra certeza acerca de lo que acontecerá en el futuro se basa en una inferencia
causal: estamos seguros de que las cosas bajo la lluvia se mojarán (en vez de
ponerse azules, por ejemplo) y de que el agua se calentará (en vez de enfriarse más,
por ejemplo) basándonos en que el agua y el fuego producen sendos efectos. La
lluvia es causa, el fuego es causa y sus efectos respectivos son el mojarse y
calentarse de cuanto caiga bajo su acción.
b) Causalidad y «conexión necesaria»
La idea de causa es, pues, la base de todas nuestras inferencias acerca de
hechos de que los que no tenemos una impresión actual. Pero ¿qué entendemos por
causa?, ¿cómo entendemos la relación causa-efecto cuando pensamos que el fuego es
la causa y el calor el efecto? Hume observa que esta relación se concibe
normalmente como una conexión necesaria (es decir, que no puede no darse) entre
la causa y el efecto, entre el fuego y el calor: el fuego calienta necesariamente y,
por tanto, siempre que arrimemos agua al fuego, aquélla se calentará
necesariamente. Puesto que tal conexión es necesaria, podemos conocer con certeza
que el efecto se producirá necesariamente.
c) Crítica de la idea de conexión necesaria
No seamos, sin embargo, tan precipitadamente optimistas y apliquemos el
criterio arriba expuesto a esta idea de causa. Una idea verdadera es, decíamos,
aquella que corresponde a una impresión. Pues bien, ¿tenemos impresión que
corresponda a esta idea de conexión necesaria entre dos fenómenos? No, contesta
Hume. Hemos observado a menudo el fuego y hemos observado que a continuación
aumentaba la temperatura de los objetos situados junto a él, pero nunca hemos
observado que entre ambos hechos exista una conexión necesaria. Lo único que
hemos observado, lo único observable es que entre ambos hechos se ha dado una
sucesión constante en el pasado, que siempre sucedió lo segundo tras lo primero.
Que además de esta sucesión constante exista una conexión necesaria entre ambos
hechos es una suposición incomprobable. Y como nuestro conocimiento acerca de los
hechos futuros solamente tendría justificación si entre lo que llamamos causa y lo
que llamamos efecto existe una conexión necesaria, resulta que propiamente
hablando no sabemos que el agua vaya a calentarse, simplemente creemos que el
agua se calentará.
Que nuestro pretendido conocimiento de los hechos futuros por inferencia
causal no sea en rigor conocimiento, sino suposición y creencia (creemos que el agua
se calentará), no significa que no estemos absolutamente ciertos acerca de los
mismos: todos tenemos certeza absoluta de que el agua de nuestro ejemplo se va a
calentar. Esta certeza proviene, según Hume, del hábito, de la costumbre de haber
observado en el pasado que siempre que sucedió lo primero, sucedió también lo
segundo.
1.2.4. Los límites de la inferencia causal y la existencia de realidades distintas
de nuestras ideas e impresiones. Crítica del concepto de sustancia
Nuestra certeza acerca de hechos no observados no se apoya, pues, en un
conocimiento de éstos, sino en una creencia. En la práctica, piensa Hume, esto no es
realmente grave, ya que tal creencia y certeza nos bastan y sobran para vivir. Pero
¿hasta dónde es posible extender esta certeza y esta creencia basadas en la
inferencia causal?
El mecanismo psicológico al que nos hemos referido (el hábito, la costumbre)
es la clave que nos permite responder a esta pregunta. La inferencia causal
solamente es aceptable entre impresiones: de la impresión actual del fuego
podemos inferir la inminencia de una impresión de calor, porque fuego y calor se nos
han dado unidos repetidamente en la experiencia. Podemos pasar de una impresión
a otra, pero no de una impresión a algo de lo cual nunca ha habido impresión,
experiencia.
a) La realidad exterior: la sustancia material
Tomemos este criterio y comencemos aplicándolo al problema de la existencia
de una realidad distinta de nuestras impresiones y exterior a ellas. En Locke –
veíamos– la existencia de los cuerpos como realidad distinta y exterior a las
impresiones o sensaciones que se justifica en una inferencia causal: la realidad
extramental es la causa de nuestras impresiones. Ahora bien, esta inferencia es
inválida, a juicio de Hume, ya que no va de una impresión a otra impresión, sino de
las impresiones a una pretendida realidad (los cuerpos materiales) que está más allá
de ellas y de la cual no tenemos, por tanto, impresión o experiencia alguna. La
creencia en la existencia de una realidad corpórea distinta de nuestras impresiones
es, por tanto, injustificable apelando a la idea de causa.
b) La existencia de Dios
Locke y Berkeley habían utilizado la idea de causa, el principio de causalidad,
para fundamentar la afirmación de que Dios existe. A juicio de Hume, esta
inferencia es también injustificada por la misma razón, porque no va de una
impresión a otra, sino de nuestras impresiones a Dios, que no es objeto de impresión
alguna.
Ahora bien, si ni la existencia de un mundo distinto de nuestras impresiones ni
la existencia de Dios son racionalmente demostrables, ¿de dónde vienen nuestras
impresiones? El empirismo de Hume no permite contestar a esta pregunta.
Sencillamente, no lo sabemos ni podemos saberlo: pretender contestar a esta
pregunta es pretender ir más allá de nuestras impresiones y éstas constituyen el
límite de nuestro conocimiento. Tenemos impresiones, no sabemos de dónde
proceden, eso es todo.
c) El yo y la identidad personal
De las tres realidades o sustancias cartesianas (Dios, mundo, yo), nos queda
solamente ocuparnos del yo como realidad, como sustancia distinta de nuestras ideas
e impresiones. La existencia de un yo, de una sustancia cognoscente distinta de sus
actos, había sido considerada indubitable no sólo por Descartes, sino también por
Locke. Y no le sirve ahora a Hume aplicar su crítica de la idea de causa, ya que la
existencia del yo no fue considerada por sus predecesores como resultado de una
inferencia causal, sino como resultado de una intuición inmediata («Pienso, luego
existo»).
Sin embargo, la crítica de Hume alcanza también al yo como realidad distinta
de las impresiones e ideas. La existencia del yo como sustancia, como sujeto
permanente de nuestros actos psíquicos, no puede justificarse apelando a una
pretendida intuición, ya que sólo tenemos intuición de nuestras ideas e impresiones
y ninguna impresión es permanente, sino que unas suceden a otras de manera
ininterrumpida:
«El yo o persona no es ninguna impresión, sino aquello a que se supone que
nuestras ideas e impresiones se refieren. Si alguna impresión originara la idea del
yo, tal impresión habría de permanecer invariable a través del curso total de
nuestra vida, ya que se supone que el yo existe de este modo. Sin embargo, no hay
impresiones constantes e invariables. Dolor y placer, tristeza y alegría, pasiones y
sensaciones suceden unas a otras y nunca existen todas al mismo tiempo» (Tratado
acerca de la naturaleza humana, 1, 4, 6).
Más adelante añade Hume:
«Si alguien, tras una reflexión seria y sin prejuicios, piensa que tiene una noción
distinta de su yo, he de confesar que no puedo seguir discutiendo con él. Todo lo
que puedo concederle es que tal vez esté tan en lo cierto como yo, en cuyo caso
somos esencialmente distintos en este aspecto. Tal vez él perciba algo simple y
permanente que denomina su yo; por mi parte, estoy seguro de que en mí no hay tal
principio» (ibídem).
Por lo tanto, no se puede justificar la existencia del yo como sustancia
distinta de las impresiones e ideas, como sujeto de la serie de los actos psíquicos.
Por lo demás, esta afirmación tajante de Hume no permite explicar fácilmente la
conciencia que todos poseemos de nuestra propia identidad personal: en efecto,
cada sujeto humano se reconoce él mismo a través de sus distintas y sucesivas ideas
e impresiones. (El lector que está leyendo esta página tiene conciencia de ser el
mismo que antes contemplaba el paisaje o escuchaba música apaciblemente; si sólo
hay conocimiento de las impresiones e ideas, y éstas –la página, el paisaje, la
melodía– son tan distintas entre sí, ¿cómo es que el sujeto tiene conciencia de ser el
mismo?) Para explicar la conciencia de la propia identidad, Hume recurre a la
memoria: gracias a la memoria reconocemos la conexión existente entre las distintas
impresiones que se suceden; el error consiste en que confundimos sucesión con
identidad.
A pesar de que los principios de que partía le obligaban a llegar a esta
conclusión, Hume se dio cuenta de que su explicación no es plenamente
satisfactoria, adoptando una actitud resignadamente escéptica.
1.2.5. Fenomenismo y escepticismo
Los principios empiristas de la filosofía de Hume llevan a éste, en último
término, al fenomenismo y al escepticismo.
En efecto, de una parte, sólo podemos afirmar la existencia de impresiones:
ni conocemos una realidad exterior que sea causa de las mismas, ni conocemos
tampoco una sustancia pensante o yo como sujeto de las mismas. No las conocemos
y no las podemos conocer. Ni siquiera podemos afirmar que existen. Tampoco
podemos afirmar lo contrario. Sólo podemos estar seguros de la existencia de las
impresiones.
Y, por otra parte, la crítica del principio de causalidad implica que no
podemos descubrir conexiones reales entre las impresiones, sino solamente su
sucesión o contigüidad.
En conclusión, sólo conocemos las impresiones, la realidad queda reducida a
éstas, a meros fenómenos, en el sentido etimológico de este término (fenómeno = lo
que aparece o se muestra). Este es el sentido del fenomenismo de Hume. De un
fenomenismo que va unido a un escepticismo radical.
2. Locke y las teorías del contrato social
2.1. La filosofía política moderna: el contractualismo o teoría del contrato
social
La filosofía política moderna entronca con el pensamiento político de
Maquiavelo, que, en el Renacimiento, había defendido la teoría de que la política
constituye un ámbito autónomo con una mecánica propia, desligada de principios
morales o religiosos. Esta teoría se conoce con el nombre de «realismo político».
Esta demanda de autonomía para la actividad política corre paralela al creciente
protagonismo de la burguesía y su demanda de libertades para el individuo. Al
constituirse la política como ámbito autónomo ya no cabe asentar su legitimidad en
un supuesto origen divino, de ahí que surgiesen las teorías del contrato social, que
remiten la génesis del poder político a un acuerdo o pacto entre individuos libres.
Entre mediados del siglo XVII y mediados del XVIII se van sucediendo las
teorías del contrato social: Thomas HOBBES (Leviatán, 1651), John LOCKE (Tratado
sobre el gobierno civil, 1690) y Jean-Jacques ROUSSEAU (El contrato social, 1762)
son sus principales representantes. Estas teorías evolucionan desde una inicial
defensa del absolutismo hacia el parlamentarismo, la división de poderes y la
soberanía popular.
2.2. De Hobbes a Locke: del absolutismo al liberalismo
2.2.1. HOBBES: contrato social y absolutismo político
Hobbes (1588-1679) es el iniciador del contractualismo moderno.
Thomas Hobbes no fundamentó el Estado absoluto en el derecho divino y en la
directa emanación divina del poder estatal, sino en el libre establecimiento de los
hombres (dotados en el estado de naturaleza de un poder libre y absoluto para
preservar la propia vida) de un pacto o contrato social.
La opinión que Hobbes tiene de la naturaleza humana es pesimista, ya que,
según él, lo natural en el hombre es una conducta egoísta orientada hacia la propia
supervivencia y el propio placer. Dicho egoísmo hace que el estado de naturaleza sea
para Hobbes un “estado de guerra de todos contra todos” donde “el hombre es un
lobo para el hombre”. Es el miedo a la aniquilación lo que impulsa a los individuos a
abandonar el estado natural de guerra realizando un pacto de no agresión y
sometimiento a un poder soberano que vela por la seguridad. En opinión de Hobbes
lo mejor era que la soberanía recayera sobre un individuo, el monarca, pero no
excluye que esta fuera poseída por una asamblea elegida por el pueblo. Una vez
realizado, el pacto es definitivo e irrevocable e implica otorgarle al soberano un
poder absoluto en todo lo relativo la garantía de la paz y defensa común.
La defensa hobbesiana del absolutismo deriva de su pesimismo antropológico.
La alternativa a una sociedad civil articulada sobre un poder absoluto sería, para él,
la guerra civil.
2.2.2. LOCKE: contrato social y liberalismo político
Locke publicó sus Dos tratados sobre el gobierno civil en 1690, tras la
«Revolución Gloriosa» de 1688, que ponía fin a la monarquía de los Estuardo y
establecía una monarquía parlamentaria. En el primero de estos tratados, Locke
critica la teoría absolutista del derecho divino del monarca; en el segundo formula –
de acuerdo con la nueva situación política– su propia versión, frente a Hobbes, del
estado de naturaleza, del contrato o pacto social, de los derechos del Estado y de los
ciudadanos. Es la perspectiva liberal, frente al absolutismo hobbesiano.
2.2.2.1. El estado de naturaleza
Los hombres en estado natural son libres e iguales entre sí y no están sujetos
a ningún poder por encima de ellos. Su libertad solo está limitada por una ley moral
natural descubierta por la razón y que obliga a todos. Esta ley moral, racional y
universal, establece que los hombres poseen naturalmente ciertos derechos. Entre
estos derechos naturales destacan el derecho a la vida, a la libertad y a la
propiedad. Locke insiste –de acuerdo con las circunstancias socioeconómicas de su
época– en el derecho a la propiedad: para él, los hombres poseen un derecho natural
a la propiedad, cuyo fundamento es el trabajo.
En el estado de naturaleza son las personas individuales las encargadas de
hacer cumplir la ley natural.
2.2.2.2. La sociedad política (producto del pacto social): el Estado
Pero en el estado de naturaleza resulta difícil una defensa eficaz y justa de
los derechos individuales (y, muy especialmente, del derecho de propiedad), bien
porque los individuos particulares sean incapaces de repeler por sí mismos las
agresiones de los demás, bien porque al repelerlas se excedan innecesariamente y de
modo arbitrario (como en el estado de naturaleza es el propio individuo quien tiene
el poder de castigar a quien atente contra sus derechos, se corre el riesgo, al ser
éste juez y parte, de que el castigo a la infracción cometida sea arbitrario y
desproporcionado). Se hace así necesaria una organización política –el Estado– que
remedie las desventajas del estado de naturaleza.
Para evitar las desventajas del estado natural, los individuos realizan un pacto
entre ellos por el cual renuncian a parte de su libertad para poder gozar de sus
derechos individuales con más seguridad, aceptando someterse a la voluntad de la
mayoría. Para que el pacto tenga validez, cada uno de los individuos debe dar,
expresa o tácitamente, su consentimiento al mismo. En consecuencia, la legitimidad
del Estado se basa en el consentimiento y mutuo acuerdo entre los individuos. La
finalidad principal del Estado es la de proteger los derechos naturales de los
miembros de la sociedad y promover el bien común.
Mientras que en Hobbes los individuos pierden su soberanía irreversiblemente
cuando por contrato la otorgan al soberano, en Locke el pacto es reversible. El
pueblo nunca pierde la soberanía y puede recuperarla si el soberano no se atiene a
lo pactado y no vela adecuadamente por los derechos inalienables de los individuos.
De ahí que Locke defienda el derecho de rebelión y la libertad de los ciudadanos
para, llegado el caso, retornar al estado natural o constituir una nueva sociedad
política. El individuo no renuncia a sus derechos personales inalienables, sólo
renuncia al ejercicio individual de la fuerza, dejando ese ejercicio al Estado siempre
y cuando este proteja el bien común.
Frente al Estado absoluto de Hobbes, Locke aboga por un Estado liberal donde
es la mayoría quien decide cómo organizarse políticamente. Locke se inclina por una
monarquía parlamentaria con división de poderes; en ella el pueblo elegiría sus
representantes en el Parlamento para que estos, como poder legislativo, que
incluiría el judicial y que sería el poder supremo, controlaran al poder ejecutivo del
gobierno.
Nos encontramos, por lo tanto, ante una concepción liberal del Estado, donde
el poder no es absoluto e indivisible, sino dividido fundamentalmente en dos. Medio
siglo más tarde Montesquieu, inspirándose en Locke pero independizando el poder
judicial del legislativo, estableció la doctrina de la separación de poderes, principio
fundamental del moderno Estado de derecho. En consonancia con el liberalismo
económico y político está la difusión de la tolerancia frente al dogmatismo. Dicha
defensa de la tolerancia no es ajena a la necesidad de la burguesía mercantil de
acabar con los conflictos religiosos para estabilizar los intercambios comerciales.
Frente a las guerras avivadas por conflictos religiosos Locke defendió, en su Carta
sobre la tolerancia, la libertad religiosa y la separación entre la Iglesia y el Estado.
En el siglo XVIII Inglaterra representará para los pensadores ilustrados de toda
Europa el país de la libertad y Locke será el abanderado de la misma y de la razón,
que debe presidir toda manifestación de la vida humana.