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Paraco atrincherado

La ‘parapolítica’ es un capítulo oscuro en la historia reciente de


Colombia que trajo consigo dolor, despojo de tierras, masacres y
destrucción del tejido social en gran parte del territorio, por cuenta de
sombrías y escalofriantes alianzas entre paramilitares, narcotraficantes,
políticos y supuestos empresarios honorables, que terminó permeando a
los más altos estamentos del poder y corrompiendo los valores de la
sociedad. Todo aquel que tenga vínculos con los paramilitares no es otra
cosa que un criminal que merece el repudio de todos. Así de sencillo.

Las impactantes declaraciones ante la JEP del exgobernador de Córdoba


y expresidente del Fondo Ganadero de ese departamento Benito Osorio,
reveladas por Noticias Caracol, dan cuenta, una vez más, de los nexos
entre las AUC y quienes posan como intachables personajes en nuestra
sociedad.

Este caso -a pesar de no ser algo novedoso- relata cómo José Félix
Lafaurie, recalcitrante y ultraderechista presidente de Fedegán (gremio
de los ganaderos honestos y deshonestos), concertó reuniones con nada
más ni nada menos que uno de los temibles jefes de la Auc, Salvatore
Mancuso, para incidir en la elección del fiscal general, a pedido de un
exministro uribista ya condenado.

Dios los hace y ellos se juntan. En pocas palabras, el también condenado


Benito Osorio detalla la estrecha relación entre Lafaurie y un bandido de
alta magnitud como Salvatore Mancuso, que se pavoneaba en las calles
de Montería como un ciudadano más y quien fuera conocido por llevar a
cabo las peores atrocidades.
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De hecho, el mismo Mancuso, desde una cárcel en los Estados Unidos,


confirmó que Lafaurie lo buscó para que intermediara en la elección del
fiscal ante la Corte Suprema, pues ese era el deseo del gobierno uribista
de la época, que al igual que en la actualidad, cohonestaba con
criminales, que incluso tenían entrada VIP al Palacio de Nariño.
Vergüenza absoluta, por no decir otra cosa, que un gobierno enviara a un
emisor -Lafaurie- para contactar y concertar reuniones ilegales con
paramilitares.

De hecho, la íntima relación entre Lafaurie y los ‘paras’ no es algo ni


mucho menos novedoso, toda vez que en virtud de sus andanzas ha sido
investigado penalmente por nexos con el paramilitarismo y por
corrupción en Fedegán, por lo que las explosivas declaraciones del
autodenominado ‘pirómano’ Benito Osorio y del jefe paramilitar
Salvatore Mancuso reafirman quién es verdaderamente Lafaurie, un líder
paraco que desdibuja la grandeza del gremio ganadero y de la clase
empresarial, por regla general honorable.

Por esa razón este personajillo de la triste historia colombiana debe


renunciar de manera inmediata a la presidencia de Fedegán, y renunciar a
cualquier aspiración política o cargo público, ya que es incuestionable su
relación con la criminalidad y la corrupción. La senadora María Fernanda
Cabal, quien se ha dedicado a generar odio e indignación hacia todo
aquel que se atreva investigar los nexos de su esposo y los de ella con los
paramilitares, a quienes exaltan como héroes desde sus trincheras de la
ultraderecha, debe también renunciar a la política. Con razón quieren
acabar con la JEP, pues esa institución al parecer es la única que puede
evitar lo que han logrado que no es más que mantenerse ambos alejados
de las rejas de una cárcel.

No hay duda alguna que los vínculos políticos y empresariales con el


paramilitarismo son una mancha que jamás podremos borrar de nuestra
historia, y es por esa razón que todo aquel que haya hecho parte activa de
esa historia criminal debe recibir no solo el peso de la ley, sino también
la sanción y el repudio de una sociedad hastiada de personajes que se
anuncian como legítimos, pero no son más que nuncios de los criminales,
como es el caso de José Félix Lafaurie.

La gente honorable del gremio ganadero no debe seguir permitiéndole a


Lafaurie atrincherarse como cualquier paraco en Fedegán, pues eso le
hace un gran mal a la reputación gremial y al país en general.

Uribe, el maximalista
Hace algún tiempo, en un evento académico, yo celebré el hecho de que
en Medellín hubiéramos pasado de 7.500 homicidios al año a 750. Un
joven furioso me interrumpió y dijo, rojo de indignación moral, que
nuestra ciudad seguiría siendo una porquería mientras hubiera un solo
asesinato al año.

Yo estoy de acuerdo en que todos debemos aspirar a construir el paraíso,


pero eso no me impide creer que, por horrible que sea, es menos mala
una ciudad con 750 asesinatos que con 7.500.

La actitud de este joven podría definirse como “maximalista”. El


maximalismo consiste en defender una posición extrema sumamente útil
en una discusión política, sobre todo si uno está en la oposición y no en
el gobierno. Los maximalistas sacan a relucir una moral absoluta para
negar cualquier logro o avance en una situación dada. Si un país
disminuye las tasas de desnutrición o mortalidad por hambre, el
maximalista dice: “esa disminución es una infamia para distraer a la
opinión; ningún niño debería morir de hambre en el país.” La segunda
afirmación sienta un principio general válido, pero eso no quiere decir
que sea lo mismo que mueran cien mil niños por desnutrición que mil. El
optimista tratará de hacer ver los 99 mil niños que ya no se mueren de
hambre; el maximalista verá solamente los mil muertos.

Los maximalistas —en general extremistas de izquierda o de derecha—


lo comparan todo con un mundo ideal, no con el mundo real. Con la
utopía de la perfección, no con la realidad de un mundo complejo que,
por mucho que evolucione hacia el bien, nunca será perfecto.
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Uribe, mientras gobernaba, no era maximalista, sino gradualista.


Mostraba con orgullo la disminución de los actos terroristas; no decía
que el único país vivible era un país sin un solo atentado terrorista. Esta
semana, en cambio, lanzó sablazos de ira contra la petición de los países
garantes y facilitadores del proceso de paz de disminuir las acciones
armadas, y contra el anuncio de las Farc de hacer otra tregua unilateral
desde el 20 de julio. Sus declaraciones, llenas de indignación moral y
aparentemente sensatas, fueron estas:

“Desescalar el conflicto es una propuesta inhumana. ¿Cómo así que no se


asesine a diez sino a tres? La vida no se puede tasar (…). Lo que
requerimos es que los países garantes le hagan el bien a Colombia de
exigirle al terrorismo el cese unilateral del crimen”. Esto, desde el punto
de vista de una moral perfecta, suena bien. Nadie debería morir
asesinado, de acuerdo. Si una mujer tiene diez hijos y le matan uno la
pena es inmensa. Pero uno no puede negar que sería peor si le mataran
nueve.

Si yo digo que prefiero un país en donde los corruptos se roben el 10% y


no el 90%, mi preferencia no es moral, sino práctica. Cuando el astuto
Turbay decía que había que “reducir la corrupción a sus justas
proporciones”, el problema estaba en la palabra “justas”. Ninguna
proporción es justa; pero sí es preferible una corrupción del 10% que una
del 90%.

Desescalar el conflicto, es decir, hacer desminados, declarar una tregua


unilateral, no atentar contra la infraestructura, renunciar a los
bombardeos aéreos a cambio de un cese al fuego comprobado, es algo
que ahorra vidas humanas y tragedias personales y ambientales. Decir
que esto es “inhumano” es aspirar a acciones divinas de bondad absoluta.
Lo humano, en cambio, es mejorar un poco una situación espantosa.
Cuando Uribe desmovilizó y perdonó a 30 mil paramilitares (muchos de
ellos narcos), salvo una decena de extraditados, llevó a cabo una acción
conveniente que desescaló la violencia en Colombia. Debería dejar a
Santos hacer lo mismo con la guerrilla, en lugar de pasearse por el
mundo diciendo la mentira de que Colombia se está hundiendo en el
abismo del terror en el mismo momento en que —con relación a las tasas
de su gobierno— los homicidios de soldados y civiles disminuyen. Y
sobre esto hay cifras concretas de mejoría, no alharaca ni propaganda
moral maximalista.

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