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La violencia en Colombia (I)

Escribí este trabajo como una contribución al debate en la Jornada de


Reflexión sobre Colombia, que tuvo lugar en Estocolmo el día 26 de abril de
1997. Yo esperaba que estas líneas estimularan una discusión abierta, franca,
fraternal y constructiva. Por desgracia no fue así. Mis opiniones fueron
recibidas con tergiversaciones, provocaciones de índole personal y amenazas
veladas. A pesar de esto, cada día recibo más y más manifestaciones de
simpatía y comprensión, así como muchas opiniones que enriquecen y
complementan mis puntos de vista. Por esta razón, creo de interés publicar
estas notas.

Cuando se habla de "la violencia en


Colombia" se corre el riesgo de emplear
una fórmula que muchas personas
entienden de muy diferentes modos.
Unos piensan en los horribles crímenes
del narcotráfico, con sus asesinos a
sueldo o "sicarios", sus bombas y sus
implacables atentados contra jueces,
periodistas y políticos honrados. Otros
piensan en los grupos paramilitares con
las espeluznantes masacres,
mutilaciones y torturas de sus víctimas que son casi siempre gente humilde del
pueblo, trabajadores, campesinos, estudiantes, sindicalistas. Otros evocan las
emboscadas guerrilleras, los atentados contra oleoductos y empresas
extranjeras, los ajusticiamientos de "sapos" presuntos o reales y, últimamente,
las ejecuciones en masa de personas desarmadas de diversa edad y condición.
Otros, en fin, traen a la mente los secuestros, los robos, la delincuencia brutal
de las ciudades y los campos, en un país que ostenta las más altas cifras de
muertos por causas de violencia en todo el continente americano, con 40.000
víctimas cada año.

Pero sea cual sea la imagen que uno tenga en la mente cuando pronuncia la
expresión "violencia en Colombia", quedan siempre en pie estos hechos
terribles: en las ciudades y regiones más densamente pobladas del país, la
primera causa de muerte es el asesinato o el homicidio y la segunda, el infarto
cardíaco. Colombia tiene el récord mundial de secuestros, con un índice de un
secuestro cada seis horas. Tiene también el récord mundial, en cifras
absolutas, de refugiados internos (desplazados): más que Ruanda o Zaire,
Bosnia, Afganistán, Kurdistán y Chechenia. Más del diez por ciento del total
de periodistas asesinados en el mundo entero en los últimos cinco años, son
colombianos. Colombia tiene el récord continental de asesinatos de maestros y
solamente es superada en este flagelo, a nivel mundial, por Argelia. Colombia
es el único país en el mundo que ha sufrido en un solo año (1989-1990) el
asesinato de tres candidatos a la Presidencia de la República (Luis Carlos
Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro). Por si esto fuera poco, todos los
expertos coinciden en pronosticar que el período pre-electoral 1997-98 será el
más violento en toda la historia de Colombia.

Estos datos son, por sí solos, terroríficos. Pero toda su horrenda significación
se pone al descubierto cuando se establece que cerca del 70 por ciento de
todas las violaciones de los Derechos Humanos que se cometen en el país, son
de responsabilidad de agentes del Estado colombiano, militares, policiales y
paramilitares.

(Aquí debo, por fuerza, hacer una precisión. Los representantes de una
guerrilla colombiana en Suecia han protestado por la publicación de
estas cifras porque, según ellos, lo que estoy afirmando en realidad es
que la guerrilla de ellos es responsable del 30 por ciento de las
violaciones de Derechos Humanos en Colombia. Su razonamiento es
éste: "Si se dice que el 70 por ciento de las violaciones de Derechos
Humanos en Colombia son de responsabilidad del estado, el 30 por
ciento restante deberá por lógica ser responsabilidad nuestra. Por lo
tanto, se nos está calumniando y en consecuencia se le está haciendo el
juego a los paramilitares". Así lo han expresado públicamente, por
consejo y asesoría de un viejo provocador profesional cuya labor
consiste en sembrar odios y recelos entre los colombianos residentes
en Suecia, a cambio de un sueldo que le pagan los inversionistas
suecos en Colombia.

Pero la realidad es otra. Si se dice que el 70 por ciento de las


violaciones de los Derechos Humanos en Colombia son de
responsabilidad del estado colombiano, se dice eso y nada más que
eso, repitiendo simplemente lo que dice Amnistía Internacional en su
informe de 1996, lo que dicen los juristas colombianos y lo que dijo en
su oportunidad el Defensor del Pueblo, doctor Jaime Córdova Triviño.
Del 30 por ciento restante nada se ha dicho por ahora. Pero no tengo
ningún inconveniente en decir lo que me parece sobre ese punto: el 30
por ciento restante deben repartírselo entre la mafia del narcotráfico,
la delincuencia común, los agentes de alguna potencia extranjera y los
diversos grupos guerrilleros que operan en el país. Queda claro,
entonces, que una de las guerrillas no es responsable por el 30 por
ciento sino por menos. Y como no dispongo de cifras confiables al
respecto, prefiero no decir nada en ese particular.)

Paralelamente Colombia tiene, igualmente, el récord mundial en cantidad de


organizaciones independientes ocupadas en la defensa de los Derechos
Humanos. Hay comités regionales y locales, organizaciones de abogados y
centros que se especializan en la defensa de determinados grupos de la
población, por su identidad étnica o cultural, por su actividad profesional, etc.
Se pensaría que todos esos esfuerzos están coordinados a través de una red de
solidaridad nacional e internacional que garantiza la más amplia defensa de
los Derechos Humanos en Colombia. Pero, por desgracia, éste no es siempre
el caso. Con frecuencia se observa una celosa desconfianza mutua entre los
distintos grupos de activistas por los Derechos Humanos. La gran diversidad
de estos grupos no parece obedecer a la necesidad de extender la solidaridad a
todos los sectores de la población civil afectados por la violencia, sino más
bien a la urgencia que tiene cada grupo de asegurarse para sí y sus allegados
una defensa que los otros grupos no les ofrecen, por exclusión sectaria o por
otras razones ideológicas o políticas. En otras palabras, la enorme diversidad y
dispersión, la falta de unidad y de coordinación en los trabajos por los
Derechos Humanos, no son sino el reflejo de la trágica dispersión, división y
fraccionamiento de las fuerzas y corrientes políticas del pueblo colombiano.

A esta dispersión, caracterizada por la desconfianza recíproca, el recelo y la


endurecida negativa de unos y otros a asumir tareas conjuntas en bien del
pueblo, contribuyen los agentes provocadores del estado, dentro del país y en
el exilio. Estos agentes se infiltran en organizaciones de izquierda, siembran la
división, la arrogancia sectaria, la política del aislamiento y del desprecio
hacia los demás, exacerban la desconfianza mediante calumnias y rumores,
manipulan los sentimientos de personas honradas que han sido perseguidas o
torturadas y crean un clima de recelos y de odios personales que solamente
conviene y trae beneficios a los enemigos del pueblo. Y una vez que han
cumplido estos objetivos, salen frescamente de las organizaciones de
izquierda donde han actuado, aduciendo "discrepancias ideológicas" y corren
a recibir su salario de Judas, que en ocasiones se disfraza de "apoyo a la
investigación" pagado por las empresas extranjeras que tienen inversiones en
Colombia y que se lucran de la masacre diaria del
pueblo colombiano.

Ahora bien, la violencia que se ejerce en Colombia


es principalmente una violencia sistemática y
generalizada contra la población civil. Se mata
individualmente o en masa a estudiantes,
trabajadores, campesinos, colonos, indígenas, amas
de casa, ancianos y niños. Es una violencia que se
aplica con sadismo y con rituales de bestialidad
horripilantes. Los niños son degollados en presencia de sus padres. Se
arrancan los ojos y los órganos internos a campesinos y obreros. Se despedaza
a machete el feto en el vientre de su madre. Se hace todo esto para "castigar"
los delitos reales o supuestos del marido, del hermano, del padre o del tío, o
para "hacer justicia", porque a uno le han hecho lo mismo en su hermana, su
hijo o su madre. Detrás de todos estos horrores no hay una guerra sino muchas
guerras superpuestas, muchos odios transmitidos y ejercidos de generación en
generación. Los individuos armados y organizados, sea en las fuerzas
militares del estado, sea en las guerrillas, sea en los grupos paramilitares o en
las organizaciones criminales, ciertamente combaten y tienen sus muertos y
sus heridos. Pero esas bajas son una pequeña parte del total de muertos y
heridos en el proceso de la violencia colombiana. Como en Ruanda, la enorme
mayoría de las víctimas de la violencia en Colombia son gente desarmada y
pacífica, son población civil.

(Aquí va otra aclaración. Se me ha dicho que "la


población civil no existe". Según esta nueva teoría,
todos los colombianos son combatientes en una
guerra no declarada. Los defensores de esta
posición, digna de Pol Pot, han confundido el
concepto discutible de "sociedad civil" con el
concepto universalmente reconocido de "población
civil", es decir, la parte de la población que no
lleva armas, que no participa en enfrentamientos
armados, y que desde hace más de dos siglos tiene
derechos reconocidos por las normas y códigos de
guerra en Occidente. Negar la existencia -y por
ende los derechos- de la población civil, significa
automáticamente justificar, legalizar, aceptar los
crímenes y las masacres cometidas por los
paramilitares y por otros grupos armados en contra de campesinos pacíficos,
mujeres, niños y ancianos. Significa justificar el genocidio, los crímenes
contra la humanidad.)

Al mismo tiempo, al lado de la sociedad ensangrentada, funciona otra


Colombia: en importantes regiones del país se trabaja y se vive en una relativa
calma, las grandes empresas nacionales y extranjeras recogen enormes
ganancias y el movimiento sindical, marcado por la división y por una cierta
inercia, parece haberse conformado con los salarios mínimos, la extrema
pobreza y la superexplotación de la fuerza de trabajo. La violencia desatada y
la paz del conformismo coexisten en la misma nación de mil modos
increíbles. Se convive con la muerte y con la fiesta, se trabaja con ahínco y se
hace vida social intensa sin dejar de desconfiar de todo el mundo y sin hacerse
muchas ilusiones. En cualquier momento puede pasar lo peor, pero se trata de
vivir lo mejor posible.
¿Cómo se ha podido llegar a esta situación? ¿Cuáles han sido los factores que
han convertido al Estado colombiano, independientemente de sus sucesivos
gobiernos transitorios, en una máquina de asesinar ciudadanos? ¿Cómo es
posible que una nación latinoamericana, de estructura republicana, tenga
simultáneamente el récord de asesinatos y los mejores rendimientos e índices
macroeconómicos de la región?

Las injusticias sociales

Desde ya quisiera mencionar el factor que, en mi opinión, constituye la base


fundamental y la fuente primaria de la violencia colombiana: la empecinada
injusticia social, ejercida con feroz intolerancia por las clases dominantes del
país desde los orígenes mismos de la república. Esto significa que, a mi
entender, lo que ha producido y sigue produciendo tantas muertes en el país
no es una supuesta "cultura de la violencia" que nos haría algo así como un
pueblo diferente de nuestros vecinos, sino que han sido las desigualdades, las
discriminaciones, las humillaciones, las postergaciones y las marginaciones a
que se ha sometido a las mayorías nacionales, al pueblo raso, a lo largo de la
historia del país, lo que constituyen la causa fundamental de nuestra violencia.

Los individuos y grupos que iniciaron, dirigieron y financiaron la empresa de


la independencia, se consolidaron en el poder al amparo de una política que
implicaba tres estrategias entrelazadas e indisolubles:

1. Culminación de la obra de la conquista: despojo definitivo de las


poblaciones indígenas (en algunos casos, exterminio total de esa
población) y sometimiento absoluto de todas las clases y estamentos
"inferiores";

2. Establecimiento de una república oligárquica, antipopular,


autoritaria;

3. Integración del país al mercado internacional y a los intereses de sus


fuerzas dominantes, el gran capital industrial, minero y mercantil.

A la sombra de ese "desarrollo" se han forjado, a lo largo de casi dos siglos de


injusticias clamorosas, odios terribles que se cobran cada día en los campos y
en las ciudades del país, aunque con frecuencia ni las víctimas ni los
victimarios tengan clara conciencia de ello.

Muchos grupos y sectores explotados entendieron o intuyeron, desde el primer


momento, que la "independencia" era un asunto de los señores hacendados y
de los grandes comerciantes. Los negros de la costa colombo-venezolana se
alzaron en armas para luchar por el rey de España y en contra de la
emancipación. En los valles y montañas del sur, en Pasto, en el Cauca, en las
llanuras del Huila y en la montaña antioqueña, millares de pequeños
agricultores y colonos combatieron ferozmente contra los ejércitos de la Gran
Hacienda. La guerra social se extendió por todo el territorio de lo que más
tarde se llamaría "La Gran Colombia" pero de esto solamente ha quedado
constancia documental en la provincia venezolana y en algunas regiones del
sur de Colombia.

Paralelamente, los ejércitos libertadores


organizados con tenacidad sobrehumana por
Simón Bolívar, aplicaron la Guerra a Muerte en
Venezuela y Colombia, desde 1813 hasta 1820.
Durante esos siete años no se hicieron
prisioneros ni hubo sobrevivientes entre los
vencidos de una batalla o una escaramuza.
Todos los españoles capturados por los patriotas
eran pasados por las armas. Todos los patriotas
capturados por los españoles eran pasados por
las armas. Se arrasaban pueblos enteros, incluyendo ancianos mujeres y niños.
No se hizo distinción alguna entre los combatientes y la población civil. En
Pasto, Simón Bolívar dio orden de lanzar al abismo, desde las alturas de la
cordillera, a centenares de muchachos adolescentes cuyos padres habían
expresado su oposición a la independencia. En esa misma región se ofreció
amnistía absoluta a las partidas guerrilleras campesinas que entregaran sus
armas, y una vez obtenida la paz se procedió a exterminarlas
implacablemente. Detrás de esta felonía había una clara conciencia de clase:
se trataba de la lucha de la gran hacienda contra el minifundio, de los señores
contra la plebe, de una estrategia de autoridad contra una expresión de
libertad.

(Otra aclaración debe hacerse aquí, para eludir equívocos y


tergiversaciones. Las masacres de los pastusos están documentadas en
las cartas de informes que los oficiales en campaña dirigían al
Libertador. Pero constatar el horror de la Guerra a Muerte o las
infamias cometidas contra los pastusos no significa en modo alguno
negar que Simón Bolívar es la figura más grande y esclarecida de
nuestra independencia y que sus méritos militares, políticos y morales
sobrepasan con exceso sus errores, su gestos autoritarios y sus
injusticias. Inútilmente se me podría exigir una posición de servilismo
incondicional frente a ese hombre extraordinario, ocultando hechos ya
comprobados por la historia, así como tampoco se me podría acusar
de ser un "enemigo" de Bolívar por el hecho de respetar la verdad
histórica.)
Por una de esas ironías terribles de la historia, las masas oprimidas terminaron
apoyando a los señores libertadores, no porque éstos hayan hecho concesión
alguna en materia de justicia social, sino porque los ejércitos españoles de la
Reconquista cometieron crímenes y masacres tan horrendos que se ganaron el
odio de los mismos pueblos que los habían apoyado en un comienzo.

La herencia de la emancipación

Como en la mayoría de las nuevas repúblicas latinoamericanas la


emancipación creó, o desató las fuerzas y preparó las condiciones de las
guerras civiles que sacudieron a la sociedad durante los primeros decenios de
vida institucional. Clericalismo contra librepensamiento, tradición contra
renovación, proteccionismo contra librecambio, autoritarismo contra
democracia, federalismo contra centralismo. Todas esas fueron, de una o de
otra manera, luchas en el interior de los grupos y clases dominantes, que si
bien arrastraron a todas las clases sociales en las turbulencias de las guerras
civiles, no pretendieron nunca resolver el problema fundamental: la suerte de
esa enorme cantidad de grupos étnicos y sociales oprimidos, superexplotados,
discriminados, marginados y despreciados a los que llamamos aquí, de manera
genérica, el pueblo trabajador.

La violencia de la guerra emancipadora había destruido casi totalmente a las


clases cultas, letradas, del último período colonial. Los mejores exponentes de
la intelectualidad colombiana se consumieron en esa hoguera. Pero en cambio
se creó una nueva oligarquía de hacendados, guerreros, comerciantes,
leguleyos de provincia, aprendices de legisladores, todos unidos por
complicadas redes de compadrazgos, negocios y matrimonios entrelazados
hasta el infinito. Esa nueva nomenclatura se encargó de mantener silenciados
los reclamos populares a cualquier costo. Las peticiones eran atendidas con
balas. La represión brutal fue el único idioma que se habló con las clases
trabajadoras.

Aquí es preciso hacer un alcance. La Guerra a Muerte decretada por Bolívar


en 1813 contra los españoles afectó, según la letra del decreto, a la provincia
venezolana. Pero se aplicó de hecho también en territorio colombiano. Cuando
la guerra fue regularizada por los tratados de 1820, la Guerra a Muerte cesó de
hecho y de derecho en la provincia venezolana, pero continuó aplicándose de
hecho en Colombia. Los Tratados de Regularización de la Guerra, que fueron
fruto de arduas negociaciones entre Simón Bolívar y el Pacificador Morillo, se
vieron siempre entorpecidos por las iniciativas particulares de muchos
oficiales de ambos bandos, que continuaban ejecutando militares y civiles a
discreción. Como la oligarquía dirigente local no había querido formalizar
jamás, "por razones humanitarias", una guerra de exterminio que no tenía
ningún inconveniente en aplicar sistemáticamente, siempre que no se hablara
de ella, tampoco se sintió obligada a dejar de practicar estos métodos. Tal fue
el triunfo de la arbitrariedad y de la hipocresía políticas. Francisco de Paula
Santander, el prócer que en nuestro país ha recibido el nombre de "El Hombre
de las Leyes" se caracterizó por ordenar fusilamientos sin fórmula de juicio,
sin proceso alguno, ni siquiera sumario, y se complacía en organizar
personalmente la puesta en escena de las ejecuciones, que se realizaban en la
Plaza Mayor, a pocos metros de su despacho presidencial.

Esta disposición arbitraria de la vida ajena ha


sido, desde aquellos días, una constante de la
vida nacional. No puede sorprender,
entonces, que en Colombia siga aplicándose
aún hoy, en campos y ciudades, la guerra a
muerte que dejó de tener vigencia en
Venezuela en 1820.

http://hem.bredband.net/rivvid/carlos/VIOLEN01.HTM

Colombia está estancada en un nivel de violencia epidémica, que se manifiesta 


persistentemente en ciertos territorios. Las bajas y las alzas en las tasas
municipales se prestan para un juego de sumas y restas que sirve a las
autoridades para argüir que el homicidio sigue disminuyendo. Su conclusión: si
bien en comparación con otros países seguimos mal, al menos no estamos peor
en relación con nuestro pasado.

El Informe señala que hacemos parte del continente más violento del mundo (con
el 36 por ciento de los homicidios que ocurrieron en 2012), y que en Colombia
ocurre uno de cada 30 homicidios del total mundial. Solo nos superan los países
del “triángulo norte”  (Honduras, Guatemala, Salvador) y Venezuela. Si esto no es
un motivo de preocupación, habría que preguntarse si hemos perdido la noción de
lo que no es aceptable.
Los dos riesgos
emergentes

El Informe pone sobre la


mesa dos puntos claves
Comuna 13 de Medellín, vista desde el Metrocable.
para el futuro de la Foto: Omar Uran
violencia en Colombia: el
papel del crimen
organizado y las
economías ilegales, y los riesgos de la etapa de post-conflicto.

Si bien parte de la idea de que la violencia tiene muchas explicaciones y facetas, el


Informe resalta que América los homicidios vinculados a la delincuencia
organizada constituyen el 30 por ciento del total – en Europa, Asía y Oceanía
apenas llegan al 1 por ciento. En el caso de Colombia, hasta el 60 por ciento  de
los homicidios estarían relacionados con actividades criminales.

Para decirlo claro: no es la intolerancia de los ciudadanos lo que nos ha llevado a


esta situación, sino la inercia de una violencia instrumental por parte de actores
“legales” e ilegales. El resultado: se han formado contextos de impunidad donde
surgen y operan múltiples formas de violencia criminal e interpersonal, que se
entrecruzan poniendo en duda la noción de lo legítimo y lo legal. No hay que
olvidar que, según la cuentas de DeJusticia en “Esfuerzos irracionales:
investigación penal del homicidio y otros delitos complejos”, los homicidios dolosos
en Colombia tienen un nivel de impunidad procesal del 95 por ciento.

De otro lado, el  Informe de Naciones Unidas hace una advertencia: “Para los
países que van saliendo de un conflicto es decisivo prestar atención a la
delincuencia y el homicidio en todas sus formas, ya que la violencia vinculada al
crimen puede igualar, e incluso superar, a aquélla generada por el conflicto
mismo”. Esta suerte de profecía, repetida pero no suficientemente atendida en
Colombia, plantea incertidumbres sobre lo que podría suceder tras la firma de los
acuerdos con las FARC. Si el Estado no es capaz de contener la violencia, la
violencia acabará por configurar – una vez más - al Estado.
No es la intolerancia de los ciudadanos lo que nos ha llevado a
esta situación, sino la inercia de una violencia instrumental por
parte de actores “legales” e ilegales.

Violencia persistente y “construcción del Estado”

El crimen organizado en América tiene un peso importante en el total de


homicidios, sobre todo en los países más afectados por el narcotráfico. Sin
embargo no hay una relación directa ni causal entre el tráfico de drogas y los
niveles de violencia. Esta violencia se expresa de manera crítica y persistente en
ciertos territorios donde el Estado no logra consolidarse y donde tienen asiento
diversas economías ilegales.

La violencia del crimen organizado en zonas de presencia débil – o efímera- del


Estado  tiene tres rasgos básicos:

1. Se manifiesta de manera persistente en ciertos territorios.

Tomando datos de la Policía Nacional, la Fundación Ideas para la Paz (FIP) señala
que durante la última década un promedio de 200 municipios no registraron
homicidios. En el año 2013, esta cifra llego a 277 municipios.

Mientras tanto, la tercera parte del país enfrenta niveles de violencia parecidos a
los del “triángulo norte” de Centroamérica, la región más violenta del mundo.
La FIP señala que en 2013, 348 municipios superaron el promedio nacional de 32
por cien mil habitantes (hpch). De estos, 131 (cerca del 10 por ciento de los
municipios) superaron dos veces el promedio, es decir están por encima de 64
hpch. Por otra parte, el ejercicio  estadístico de  Javier Moreno – sobre registros de
Medicina Legal – confirma que la violencia en determinadas regiones es
persistente y que no obstante las bajas recientes, sigue muy por encima del
promedio nacional; así se puede ver en el siguiente mapa.

Tasas de homicidios en los municipios de Colombia 2002, 2008 y 2013


  

Fuente: Javier Moreno, http://finiterank.github.io/homicidios/

Durante los últimos ocho años, Cali ha encabezado la lista de urbes principales
con mayores tasas de homicidios. El Norte del Valle lleva más de una década con
tasas que triplican el promedio nacional. Regiones como El Catatumbo, el Bajo
Cauca, el piedemonte de Caquetá y Meta, la costa pacífica y municipios de Arauca
y Putumayo figuran con insistencia en la narrativa reciente de la violencia. En estos
lugares no parece aplicarse la historia del éxito del “modelo” de seguridad
colombiano: para tomar una expresión del historiador Raymond Craib, son
territorios fugitivos a la idea de construcción del Estado.

2. El narcotráfico es una explicación importante de la violencia pero no es la


única, ni la más acertada.

Siguiendo un trabajo reciente  de  Daniel Mejía y Pascual Restrepo, el Informe de


Naciones Unidas advierte que en los municipios con presencia de cultivos ilícitos,
la tasa de homicidios es de 70 por cien mil habitantes, mientras que en las
regiones sin cultivos es de 30. Y añade que en ciudades como Cali y Medellín, los
ajustes de cuentas o vendettas alrededor del tráfico de drogas son causal
importante de la violencia.

Pero cabe anotar que detrás de esta correlación entre cultivos de coca y violencia
se encuentra la incapacidad del Estado para afirmar su presencia integral. En esos
lugares se asientan los poderes de facto, para condicionar y reconfigurar los
intentos de construcción de la institucionalidad.

Si el Estado no es capaz de contener la violencia, la violencia


acabará por configurar – una vez más - al Estado. 

El Ministerio de Justicia reconoce que “El análisis de la serie histórica de cultivos


de coca indica que las áreas afectadas actualmente ya lo estaban hace 10 años.
Esto indica que a pesar de los esfuerzos de lucha contra los cultivos ilícitos, lo
territorios no logran liberarse del fenómeno”. El Ministerio estima que después de
15 meses de la erradicación manual forzosa, la resiembra alcanza el 50 por ciento
y en el caso de la aspersión, la resiembra llega a 57 por ciento (1).

En estos territorios no solo persiste la economía ilegal, sino que a menudo se


traduce en violencia, porque el Estado es incapaz de controlar la una o prevenir la
otra. En otras palabras, la violencia no se debe a los cultivos ilegales, sino que
ambos nacen de la incapacidad o la ausencia del Estado.

Por otro lado importa recordar que el tráfico de drogas no es la única economía
ilegal. Por ejemplo el
trabajo de Idrobo y
coautores  “Minería Ilegal
y Violencia en
Colombia” (2013)
muestra como el auge de
la minería ilegal del oro
ha causado un aumento 
significativo de las tasas
de homicidio o el número
de víctimas de masacres. Miliciano con arma de fuego en Darfur, Sudán.

Foto: ENOUGH Project
De la misma manera, el
contrabando, la extorsión
y la lucha por las rentas
del Estado inciden de manera notable sobre los índices de violencia.

3. El crimen organizado contribuye a explicar las altas de homicidio, pero


también a veces los descensos.
Según Naciones Unidas, los estudios y datos disponibles señalan que el cultivo, 
producción, tráfico y venta de drogas ilícitas pueden ir acompañados de niveles
elevados de violencia. El Informe sin embargo advierte que esta relación no es
constante sino que varía según cuáles sean el modus operandi de los grupos de
delincuencia organizada y la respuesta por parte del Estado.

Y en efecto, las tasas de homicidio en aquellas regiones del país suben o bajan al
compás de las disputas o los acuerdos que afectan al crimen organizado. El caso
más estudiado  es Medellín, donde se discute abiertamente si la baja notable de la
violencia  se debe a la gestión del gobierno local o si resultó  del pacto entre las
facciones criminales que operan en la urbe. También se encuentran bajas en el
nivel de violencia que parecen resultar del   predominio de un determinado actor
armado sobre sus competidores– como decir los territorios donde los “Urabeños”
ha logrado imponer su control.

Como Ariel Ávila nuestra en “Violencia urbana, radiografía de una región”, el


homicidio no es la única expresión de la incidencia de las organizaciones
criminales sobre la vida cotidiana de los ciudadanos. Por eso pese al descenso de
los homicidios en varias ciudades del país, la población local se siente más
insegura; y esto se debe en mucho a la persistencia de economías ilegales, como
la extorsión, que siguen afectando a muchas personas.

La advertencia: el crimen y las economías ilegales podrían poner en riesgo el


postconflicto.

Según el Informe de Naciones Unidas, la delincuencia organizada puede “…


aprovechar los vacíos de poder que surgen entre el conflicto y el establecimiento
de instituciones sólidas; además, la impunidad de la delincuencia puede mirar la
confianza de la población en el aparato de justicia”. Así ocurrió en Afganistán y en
Irak, donde la violencia ha resurgido, especialmente en contra de los civiles. La
tasa de homicidios en  Haití se ha duplicado en seis años y en Sudán del Sur la
abundancia de armas de fuego ha aumentado la letalidad asociada con robo de
ganado. A estos podrían sumarse los casos de Guatemala y Salvador, que siguen
figurando en los primeros lugares de homicidios después de los acuerdos que
pusieron fin a sus guerras civiles.
La violencia no se debe a los cultivos ilegales, sino que ambos
nacen de la incapacidad o la ausencia del Estado. 

Esta vulnerabilidad es más notable justamente en aquellos territorios donde la


violencia se ha expresado de manera persistente, así como en los municipios o
ciudades donde las mejorías han dependido de pactos frágiles o del dominio
temporal de alguna organización criminal. Por tanto, una pregunta central de cara
al postconflicto es cómo puede hacer el Estado colombiano para que las múltiples
economías criminales no se traduzcan en violencia persistente. Como dice el
Informe, “más que atender las causas (del conflicto)… hay que prevenir el
surgimiento de la violencia debido a la delincuencia organizada y a la violencia
interpersonal, que pueden dispararse en entornos donde es débil el Estado de
Derecho”.

Y aquí encaja el hallazgo de Vanda Felbab-Brown en el sentido de que los


gobiernos que han logrado reducir la violencia no han librado al país de la
delincuencia organizada pero sí han disminuido  su influencia sobre la sociedad y
el Estado. Para llegar a esto es necesario que las economías criminales no
(re)configuren al Estado sino que el Estado  las controle de manera que se
reduzca al mínimo su potencial de corrupción y violencia.   Como dice León
Valencia en “Violencia Urbana, radiografía de una región”, es justamente en la
relación entre agentes del Estado, líderes políticos y organizaciones ilegales donde
se definirá la continuidad o la desaceleración definitiva  de la violencia.

Habrá que insistir entonces en que una tasa de 32 homicidios por cada cien mil
habitantes sigue siendo un problema y en que la reducción de la violencia tendrá
que ser un punto central de la agenda.

Notas

(1) Documento de trabajo “Lineamientos para el Plan Nacional de Intervención


Integral para la Reducción de los Cultivos Ilícitos en Colombia”

http://www.razonpublica.com/index.php/conflicto-drogas-y-paz-temas-30/7615-estado,-
criminales-y-post-conflicto-las-claves-del-futuro-de-la-violencia-en-colombia.html
Posconflicto en Colombia: un análisis del
homicidio después del proceso de desmovilización
de los grupos de autodefensa*
A Post-Conflict Scenario in Colombia: A Homicide Analysis
After the Demobilization Process of Paramilitary Groups

Catalina Bello Montes


MSc. in Sociology of Crime, Control and Globalisation.
cbello@alumni.lse.ac.uk

RESUMEN
En este trabajo se analiza el comportamiento del homicidio en Colombia
durante el período 2003-2006, en el que se llevó a cabo el proceso de
desmovilización de los grupos de autodefensas, y que trajo como
consecuencia una etapa de posconflicto para el país. A la luz de este tema, se
exponen las experiencias de países que también han vivido escenarios de
posconflicto, como Guatemala, El Salvador e Irlanda del Norte.

Posteriormente se hace una reflexión sobre el proceso de desmovilización,


como una posible causa que ha contribuido al decremento de las tasas de
homicidio. Junto con esto, otros factores, como los programas
gubernamentales y la política de seguridad democrática, explican el descenso
en las estadísticas del crimen. La metodología utilizada es una integración de
análisis cualitativo y cuantitativo.

Palabras clave: conflicto, homicidio, criminalidad, violencia, estadísticas


criminales, posconflicto (fuente: Tesauro de política criminal latinoamericana
- ILANUD).

ABSTRACT
This paper analyzes the behavior of homicide in Colombia in the 2003-2006
period, during which the demobilization process of paramilitary groups was
carried out, a fact that brought about a post-conflict scenario in the country. In
the light of such a fact, this paper describes experiences also lived by
countries that have held post-conflict scenarios – such as Guatemala, El
Salvador, and North Ireland.

This paper afterwards reflects upon the demobilization process as a likely


cause that has contributed to the decrease of homicide rates; different factors
such as government programs and democratic security policy explain such
crime-rate decrease. The methodology used is an integration of qualitative and
quantitative analysis.

Key words: conflict, homicide, crime, violence,


crime statistics, post-conflict (Source: Thesaurus
of Latin American Criminal Policy - ILANUD).
* Este documento contó con el apoyo del Programa Alban, Programa de
Becas de Alto Nivel de la Unión Europea para América Latina, beca No.
E07M401575CO.

Fecha de recepción: 04-III-2009. Fecha de aceptación: 22-IV-2009. ISSN


1794 – 3108, Rev. crim., Volumen 51, Número 1, junio 2009, pp. 163-177.
Bogotá, D. C., Colombia

INTRODUCCIÓN
Colombia ha tenido un conflicto armado durante los últimos 45 años. Los
grupos paramilitares o de autodefensa se desmovilizaron entre el 2003 y el
2006, como parte de un proceso gubernamental. Puesto que la
desmovilización se desarrolló en medio de un conflicto armado con otros dos
grupos guerrilleros, es necesario examinar con cuidado las estadísticas
criminales, dado que Colombia en la actualidad atraviesa por una etapa de
posconflicto. Esto sucede porque, a pesar de la existencia del conflicto armado
con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército
de Liberación Nacional (ELN), Colombia atraviesa por un escenario
posconflicto, en lo que respecta a los grupos de autodefensa recientemente
desmovilizados. El debate actual se centra en el análisis de las posibles
variaciones del crimen, cuando el conflicto armado termine. Existe evidencia
que sugiere que en etapas posconflicto, el crimen, en especial el homicidio, se
incrementa (Moser, 2001; Vesga, 2002; Rettberg, 2002). Sin embargo, esta
situación parece ser diferente en Colombia, donde los principales delitos han
mostrado un descenso desde el 2002, sobre todo el homicidio. Esto a pesar del
carácter de posconflicto de la sociedad colombiana (DeShazo et al., 2007;
Ministerio de Defensa, 2008).

Las tasas de homicidio se utilizarán con el objeto de determinar si este delito


ha variado de manera significativa después del proceso de desmovilización en
Colombia, dado que es uno de los indicadores más importantes de los niveles
de crimen y violencia. En este artículo se analizan las siguientes preguntas:
¿Hasta qué punto el descenso en los niveles de homicidio es una consecuencia
del proceso de desmovilización de las autodefensas? Y si Colombia es una
sociedad en posconflicto, ¿por qué los niveles de delitos no han aumentado
después de la desmovilización, a pesar de la evidencia del surgimiento de
nuevas bandas emergentes? El propósito principal es determinar si los niveles
de homicidio han descendido como consecuencia del proceso de
desmovilización o si esta variación es parte del fenómeno mundial y de
estrategias que permitieron una significativa disminución de la criminalidad
después de la década de los 90 (Levitt, 2004, p. 167; Reiner, 2007, p.117).

En el artículo se afirma que las tasas de delitos han variado significativamente


durante el proceso de desmovilización. Sin embargo, esto no solo es
consecuencia del hecho evidente que permitió al Gobierno nacional sacar del
conflicto a uno de los principales grupos armados ilegales, también es el
resultado de una combinación de elementos, que causaron la caída del delito
en los últimos años. Estos factores son la mayor concentración de recursos en
el presupuesto de seguridad y defensa, el incremento en el número de
efectivos de la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas, y el mejor control
territorial por parte del Estado. Como se demostrará más adelante, el
homicidio no está aumentando; por el contrario, está descendiendo, a pesar de
la actual etapa posconflicto y el conflicto entre fuerzas irregulares y el Estado.

Por otro lado, es importante analizar los principales resultados del proceso de
desmovilización. Existe evidencia que sugiere la conformación de nuevos
grupos armados en las regiones donde operaban los grupos de autodefensa.
Esto implica un cambio en el panorama general, en la medida en que la
criminalidad se transforma, y pasa de grupos ilegales con una estructura
militar y una escala de mando definida, a grupos de delincuencia común
involucrados en el tráfico de drogas. Un análisis del proceso de
desmovilización, con sus ventajas y desaciertos, brinda claridad a este tema.
Este artículo involucra un análisis cuantitativo y cualitativo, con el apoyo de
datos estadísticos de la Dirección de Investigación Criminal, durante el
periodo de desmovilización (2003-2006) hasta el 2007.

Con el objetivo de responder a las preguntas de investigación, el artículo se


estructura de la siguiente manera: primero se revisa la literatura relacionada
con las sociedades en posconflicto y se presentan algunas experiencias
internacionales, que vinculan la violencia con el posconflicto, como los casos
de Guatemala, El Salvador e Irlanda del Norte. Después se ofrece un breve
balance de lo que ha sido el proceso de desmovilización en el país, con sus
éxitos y desaciertos. Igualmente, los datos estadísticos del homicidio en
Colombia serán analizados y vinculados a los conceptos mencionados con
anterioridad. Finalmente se concluye con los principales elementos que
pueden ser considerados responsables de la reducción del homicidio en estos
últimos años.
SOCIEDADES EN POSCONFLICTO
Características principales
Existe evidencia que muestra el papel de la violencia en sociedades en
posconflicto, de modo especial en comunidades que se encuentran en
transición de guerras civiles o conflictos armados a épocas de paz. De hecho,
la violencia permanece como uno de los principales obstáculos para la
reconstrucción y estabilización de las sociedades después de la guerra
(Hoglund, 2004, p. 9).

De igual manera, Kumar señala que la violencia es una característica común


en las sociedades en posconflicto. Esto se debe a que estas comunidades
permanecen ‘fragmentadas, polarizadas y más dadas a la violencia’ (Kumar,
citado en Darby, 2001, p. 38), pero también por la continua presión que los
procesos de desmovilización de combatientes ponen sobre el Gobierno y la
sociedad civil. Algunos estudios muestran que las víctimas de la violencia
tienen más posibilidades de estar involucradas en acciones violentas. Esto
puede demostrarse al analizar las tasas de homicidio antes del conflicto y
después del proceso de negociación (Morrison, 2003, p. 103).
Adicionalmente, algunos autores aseveran que entre más larga sea la
confrontación armada, mayor es el daño a la estructura social y económica de
las comunidades (Rettberg, 2002, p. 6).

Experiencias internacionales de posconflicto


Caso Guatemala

Finalizados los acuerdos de paz de Oslo, firmados entre el Gobierno de


Guatemala y la Unidad Revolucionaria Nacional de Guatemala, en 1996, este
país se transformó en ‘una nación en posconflicto’ (Palencia Prado, citado en
Moser, 2004, p. 45). Al igual que otros países que enfrentan una etapa
posterior a la confrontación armada, el fin de la guerra civil no significó el fin
de la violencia. Por el contrario, aún en estos días existe evidencia de
violencia en algunas áreas del país que no fueron afectadas por la guerra civil
(Moser, 2004, p. 45). Como lo presenta De León, ‘hay más violencia ahora
que durante los años del conflicto armado’ (Darby, 2001, p. 64; De León,
citado en Moser, 2004, p. 45). De hecho, a pesar del fin de la guerra civil,
Guatemala permanece como uno de los países más violentos de América
Latina. Las muertes violentas aumentaron de 2.699 en 1992 a 3.657 en 1995;
‘en 1998, las muertes violentas habían alcanzado 76,99 por 100.000
habitantes, comparadas a las 63,7 por 100.000 habitantes en 1991’ (Moser,
2004, p. 44).
Durante el periodo posconflicto, Guatemala ha afrontado un legado de
violencia urbana y exclusión social. La evidencia muestra que después de la
finalización del conflicto armado, la violencia política ha descendido,
mientras que la violencia económica y social ha aumentado de manera
importante (Moser, 2001, p. 3). Adicionalmente, se ha demostrado cómo la
percepción pública de miedo e inseguridad en los espacios públicos de
sectores menos favorecidos ha aumentado durante el posconflicto. En la
actualidad, la violencia se ha convertido en una parte importante de la
cotidianidad de la ciudadanía, y es catalogada como más fuerte que la
violencia experimentada durante la guerra civil (Moser, 2001, p. 8).

De igual manera, Hoglund señala que la persistencia de la violencia en la


sociedad guatemalteca, aun después de los acuerdos de paz, tiene su
fundamento en algunas redes criminales que son responsables por los
violentos ataques, y estas están vinculadas al Estado, las Fuerzas Armadas y el
crimen organizado (Peacock y Beltrán, citados en Hoglund, 2004, p. 65).
Algunos otros autores señalan el caso de las maras, dado que no había
evidencia de la existencia de estos grupos durante la guerra. Sin embargo,
después de los acuerdos de paz, se han transformado en una de las principales
preocupaciones de la comunidad (Moser, 2001, p. 41). Actualmente
Guatemala afronta problemas de delincuencia, más que asuntos de violencia
política. Las estadísticas oficiales apoyan este hecho, y muestran el cambio
evidente de una violencia rural hacia una urbana.

Caso El Salvador

La guerra civil en El Salvador terminó como consecuencia de los acuerdos de


Chapultepec, en 1992. Como señala Vesga, el fin de la guerra no significó el
final de la violencia. De hecho, la tasa de homicidios aumentó en el periodo
posconflicto, pues pasó de 8.019 en 1996 a 8.281 en 1998 (Vesga, 2002, p. 1).
El incremento de la violencia después del conflicto se ha atribuido a la
disponibilidad de armas de fuego, a las limitaciones y fallos del programa de
desmovilización implementado, y a varios elementos relacionados con la
seguridad y la aplicación de la justicia en el país (Vesga, 2002, p. 1). Uno de
los principales aspectos fue la reintegración de ex combatientes a quienes el
Gobierno ofreció programas educativos, entrenamiento técnico y apoyo en
programas de agricultura e industria (Ahmed, 2002, p. 81). Al final, el
programa falló en mejorar las condiciones de vida de los ex combatientes de
manera significativa. Esta se considera como una de las principales causas del
incremento de la violencia en el país después del conflicto. Lo anterior replica
las mismas situaciones que enfrentan Guatemala y Nicaragua en sus etapas
posconflicto (Moser, 2000, p. VII; Darby, 2001, p. 64).

Caso Irlanda del Norte


En 1992, el Ejército Republicano Irlandés (IRA) anunció un cese del fuego
como el primer paso para comenzar las negociaciones de paz. Dos meses
después, los grupos paramilitares: la Fuerza Voluntaria del Ulster (UVF) y la
Asociación de Defensa del Ulster (UDA), adoptaron un cese del fuego
también. El acuerdo se firmó en 1998. Hoglund establece que la violencia
descendió en forma significativa luego de la declaración de cese del fuego
(Hoglund, 2004, p. 89). Sin embargo, después del acuerdo de paz, hay
evidencia de formas de violencia política, dado que algunos ataques tuvieron
lugar.

El crimen en Irlanda del Norte ha sido tradicionalmente bajo, pero después del
cese del fuego este patrón cambió. Como señala Darby, ‘habiendo caído en los
4 años después del cese al fuego, el número de delitos reportados aumentó de
59.922 en 1998 a 76.644 en 1999, un incremento del 29%; el número de
crímenes violentos se incrementó un 21%, pasando de 7.837 a 9.496’ (Darby,
2001, p. 64). Este argumento proporciona las bases para afirmar que la
violencia aumenta en las etapas posconflicto.

ESTUDIO DE CASO: POSCONFLICTO EN


COLOMBIA

Aproximación al conflicto armado interno en


Colombia
La problemática es compleja en la medida en que existen varios actores
armados y muchos intereses de tipo político, económico y social involucrados.
Los actores ilegales han sido grupos guerrilleros de izquierda y grupos
ilegales de derecha conocidos como grupos de autodefensa o paramilitares.
Por un lado, las dos principales organizaciones guerrilleras son las FARC y el
ELN, que al inicio de la confrontación armada tenían una ideología política
basada en ideas socialistas y comunistas, respectivamente. En la actualidad se
consideran como organizaciones criminales internacionales (DeShazo et al.,
2007, pp. 3-6), involucradas en tráfico de drogas, tráfico ilegal de armas,
secuestros, extorsión, terrorismo y violacioviolaciones contra los derechos
humanos y el derecho internacional humanitario. Por otra parte, existieron
grupos de autodefensa o paramilitares, que surgieron como un intento de la
población de luchar contra los grupos guerrilleros. Sin embargo, estos grupos
terminaron involucrados con el tráfico de drogas y otros delitos. Como señala
DeShazo, los primeros grupos de autodefensa fueron una consecuencia del
decreto 1968, que permitió ‘la creación de fuerzas de defensa civil para
defender la propiedad de las incursiones guerrilleras’ (DeShazo et al., 2007, p.
6). Estos grupos fueron desmovilizados dos años atrás, como parte de un
proceso gubernamental. A pesar de las diferentes implicaciones, en relación
con acciones permitidas por la ley o complicidad por parte del Estado, los
términos de autodefensas o grupos paramilitares se usarán en el artículo con el
mismo significado y no implicarán nada distinto a grupos armados ilegales de
derecha, con un fundamental objetivo contrainsurgente.

Proceso de desmovilización de las autodefensas


La Ley 782 de 2002 permitió a cualquier grupo armado ilegal el inicio de
negociaciones de paz con el Gobierno nacional. La administración Uribe
estaba dispuesta a impulsar un proceso de paz sólo si los grupos ilegales
estaban a su vez dispuestos a comprometerse con un cese del fuego, a finalizar
las violaciones del Derecho Internacional Humanitario y el tráfico de drogas
(International Crisis Group, 2003, p. 1). Como respuesta a esta iniciativa
gubernamental, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) hicieron el
primer cese del fuego unilateral el 29 de noviembre del 2002. Posteriormente,
el Gobierno nacional y las AUC firmaron el Acuerdo de Santafé de Ralito, el
15 de julio del 2003, que establecía el compromiso de desmovilización
gradual de las autodefensas como grupo armado para el 31 de diciembre del
2005. En mayo del 2004 las partes firmaron una segunda versión del pacto,
llamada Acuerdo de Santafé de Ralito II, que permitió el establecimiento de la
zona de concentración. Los equipos autorizados por ambas partes dialogaron
en el área establecida, con la protección de 400 miembros de las Fuerzas
Armadas y de Policía, y monitoreados por una misión internacional de la
Organización de Estados Americanos (OEA) (International Crisis Group,
2004a, p. 11; MAPP/ OEA, 2004).

El proceso de desmovilización comenzó el 3 de noviembre del 2003. El Alto


Comisionado para la Paz anunció, el 17 de abril del 2006, que el proceso de
desmovilización se había completado. Entre noviembre del 2003 y abril del
2006, 30.151 combatientes se desmovilizaron, y cerca de 17.000 armas fueron
entregadas (International Crisis Group, 2006b, p. 4).

Uno de los principales retos durante el proceso fue alcanzar el objetivo de


desmovilizar los frentes paramilitares, ofrecerles una oportunidad de
reintegrarse a la vida civil, protegiendo sus vidas, verificando el cese del
fuego y manteniéndolos alejados del tráfico de drogas (International Crisis
Group, 2003a, p. i). Todos estos elementos en medio del conflicto que
continúa con las guerrillas de las FARC y el ELN. La comunidad
internacional decidió apoyar el proceso, pero solo si ofrecía una posibilidad
real de alcanzar la verdad y la reparación para las víctimas.

El proceso de desmovilización puede considerarse exitoso, si se toma en


cuenta que cerca de 32.000 excombatientes fueron desmovilizados y ahora
están fuera del conflicto armado. Sin embargo, después de la finalización del
proceso, en marzo del 2006, fue evidente que no todas las estructuras se
habían acogido al proceso, y en muchos casos seguían operando, vinculadas
en el tráfico de drogas y otras actividades ilegales (International Crisis Group,
2006a, p. 4).

Del mismo modo, no hay consenso sobre su origen, dado que el Gobierno
nacional los considera como bandas criminales, mientras que otros sectores
enfatizan su condición de paramilitares remanentes (International Crisis
Group, 2007; Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, 2007;
Ministry of Defense, 2007; DeShazo et al., 2007; MAPP/ OAS, 2007a;
MAPP/OAS, 2007b; Arias, 2008). Igualmente, la Misión de Apoyo al Proceso
de Paz de la Organización de Estados Americanos (MAPP/ OEA) ha señalado
la evidencia del ‘reagrupamiento de ex combatientes desmovilizados en
bandas criminales, que controlan comunidades específicas y actividades
económicas ilegales, reductos que no se han desmovilizado y el surgimiento
de nuevos actores armados’ (MAPP/OAS, 2006a, p. 10; MAPP/ OAS, 2006b).
Es importante saber que estos grupos parecen ser organizados por líderes
paramilitares que decidieron no acogerse al proceso, mientras que otros
pudieron haber recibido órdenes de sus líderes desde la cárcel.

Sus actividades ilegales van desde el tráfico de drogas al contrabando de


gasolina. Sus miembros se encuentran entre los 3.000 y los 9.000
(International Crisis Group, 2007, p. 1). Tal vez la diferencia más importante
entre estos grupos y los frentes de las autodefensas es que los primeros no
están involucrados en actividades contrainsurgentes. De hecho, ellos evitan
cualquier tipo de confrontación con grupos guerrilleros y con tropas del
Estado, y en algunos casos han realizado pactos con los grupos guerrilleros,
para compartir las ganancias del negocio del tráfico de estupefacientes en
algunas zonas del país (Fundación Seguridad y Democracia, 2008, p. 6). En
este sentido, la formación y consolidación de las nuevas bandas criminales o
paramilitares de tercera generación se produce a raíz de la continuación del
conflicto armado y el tráfico ilegal de narcóticos, elementos que facilitan y
promueven la extracción ilegal de rentas y dificultan el proceso de
reintegración (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, 2007, p.
16).

En las primeras fases del proceso de desmovilización, el líder de la Misión de


la OEA, Sergio Caramanga, advirtió sobre la posibilidad de que ‘paramilitares
desmovilizados fueran reclutados por bandas criminales’ (International Crisis
Group, 2005b, p. 19). Sin embargo, existen grandes posibilidades de que estos
grupos sean el resultado de algunos desmovilizados que decidieron alzarse en
armas de nuevo (MAP/OAS, 2007). Esto puede considerarse como una señal
de alarma para reformar los programas y dar mayor apoyo a la población
desmovilizada.
Rangel argumenta que el surgimiento de estos grupos era previsible, apoyado
por las experiencias internacionales, que muestran cómo estos grupos se crean
en el posconflicto (Rangel, 2007; Pizarro, 2008).Además, señala tres factores
que son responsables del surgimiento de grupos de autodefensa y que siguen
inmodificables: un Estado débil en algunas zonas del país, a pesar de los
esfuerzos del Gobierno; la existencia de grupos guerrilleros, y la presencia de
cultivos ilegales y tráfico de drogas (Rangel, 2007). En suma, este fue un
escenario que pudo haberse prevenido.

De igual manera, algunos documentos muestran los fallos del proceso de


reintegración, dado que los beneficios de los programas de salud, educación y
empleo solo han alcanzado al 40% de los ex combatientes. A pesar de los
esfuerzos concentrados en los programas, los resultados no se consideran
como exitosos (Lobo-Guerrero, 2008). Otras críticas se relacionan con el
carácter del proceso, al tratarse de un programa de desmovilización, pero no
de uno de reintegración. En este sentido, el proceso no ha involucrado ningún
cambio fundamental; por el contrario, se ha limitado a ofrecer una limitada
asistencia económica, sin la posibilidad de participación política (Fundación
Seguridad y Democracia, 2007, p. 17). En este contexto, es importante señalar
que las oportunidades laborales en el sector informal ‘tienen menos
probabilidades de reducir el crimen, en la misma forma como lo harían las
oportunidades en el sector primario’ (Reiner, 2007, p. 100).

Adicionalmente, existe una fuerte evidencia que señala que el poder


paramilitar no terminó con el proceso de desmovilización y, por el contrario,
algunas de las más importantes estructuras aún mantienen el control territorial
sobre la población y los negocios de rentas ilegales (International Crisis
Group, 2006b, p. 6). Algunos documentos muestran una relación positiva
entre las zonas de cultivos ilícitos y aquellas en donde es evidente la presencia
de unidades remanentes de grupos ilegales (MAPP/OAS, 2007c, p. 2).

En este sentido, es importante señalar que la naturaleza del conflicto


colombiano ya no está relacionada con componentes políticos e ideológicos
significativos. Por el contrario, el conflicto armado actual encuentra sus raíces
en ‘las grandes rentas económicas generadas por la industria del secuestro y el
tráfico de drogas ilícitas’ (Moser, 2000, p. VIII). Como consecuencia, ellos
han argumentado que no es probable que la violencia en Colombia termine
gracias a un acuerdo de paz. Este elemento está ligado a la inequidad, el
desempleo, problemas sociales y económicos, que tradicionalmente han sido
considerados como una de las principales explicaciones de la criminalidad y el
conflicto en Colombia (Oquist, 1980; Gómez Buendía, 2003; Reiner, 2007).
Sin embargo, este argumento está fundamentado en la idea de que estas
condiciones favorecen de alguna manera el comportamiento criminal, que
también ha sido debatido por varios autores como un elemento no
determinante (Llorente, 1994; Uprimny, 2001; Vold et al., 2002; Presidencia
de la República-Ministerio de Defensa, 2003).

Fuente: Datos del Centro de Investigaciones Criminológicas, Dirección de


Investigación Criminal.

Análisis de las tasas de homicidio


Algunos analistas han señalado que en términos de duración y pérdida de
vidas, el conflicto colombiano se sitúa entre los cinco más largos e intensos en
el mundo, después de Afganistán, Angola, Ruanda y Sudán (Echeverry et al.,
citado en Garfield, 2003, p. 37).

Es importante comprender las principales variaciones estadísticas del


homicidio en el curso de los últimos 50 años, con el objeto de entender el
comportamiento del delito durante y después del proceso de desmovilización.
Puede decirse que algunos analistas reportan dos periodos de ascenso en las
tasas de homicidio: el primero entre 1948 y 1966, y el segundo entre mediados
de la década de los 80 y el comienzo de la década de los 90 (Villaveces, 2001,
p. 276). El incremento de las tasas de homicidio durante los años 80 y 90 fue
evidente (gráfica 1), no solo en Colombia sino también a nivel regional,
especialmente en el área andina y en el Cono Sur. De igual manera, existe un
consenso sobre el incremento en el crimen durante la década de los 80, como
un elemento que se deriva del tráfico de drogas, el cual se considera como un
incentivo del conflicto armado y la actividad criminal. El desempleo, la
pobreza y la disponibilidad de armas de fuego son factores importantes en la
variación del crimen, en especial el homicidio (Garfield, 2003, p. 37). Sin
embargo, ha sido difícil determinar cuál es el factor más importante que
explica las variaciones del homicidio en un periodo determinado. Esto ha sido
atribuido al ‘carácter multidimensional y a la naturaleza de las fuentes de la
violencia’ (Garfield, 2003, p. 39; DeShazo et al., 2007).

Desde este punto, un descenso importante ha sido evidente desde 1990 hasta
1998. Poco después, el homicidio ascendió un 25% en el 2002, y alcanzó una
tasa de 66 hechos por cada 100.000 habitantes. Desde entonces, el homicidio
ha disminuido notablemente (gráfica 2). Esta reducción es consistente con la
aplicación de la Política de Seguridad y Defensa Democrática. De hecho, uno
de los principales resultados fue la reducción del homicidio de un 40% entre
el 2002 y el 2006 (Ministry of National Defence, 2007; DeShazo et al., 2007).
A pesar de las altas tasas que aún se mantienen en algunas regiones, el
descenso ha sido definitivo a nivel regional. Por ejemplo, Arauca, Caquetá,
Guaviare, Buenaventura, Meta y Putumayo tuvieron las tasas más altas
durante el 2006, mientras que Bogotá, Cali y Medellín reportaron un
decremento durante la última década. El caso de Bogotá es importante, pues el
descenso en el homicidio desde 1993 se ha vinculado a una serie de medidas
desarrolladas por la Alcaldía Mayor, que involucraron un cambio cultural,
educacional y policial, para fortalecer actitudes de solidaridad ciudadana y
responsabilidad social, a fin de disminuir la violencia (Mockus, 1999;
Mockus, 2001).

Ya durante el proceso de desmovilización, algunos reportes han mostrado


cómo después del establecimiento de la zona de concentración en Santafé de
Ralito, ‘el porcentaje de homicidios atribuidos a las AUC descendió
significativamente’, y este porcentaje era cercano a un 60% (MAPP/OAS,
2004b, p. 9). El reporte de MAPP/OEA ha señalado que aunque existe un
número importante de delitos no denunciados, ‘no hay datos estadísticos
confiables que reporten un cese de hostilidades’ (MAPP/OAS, 2005a, p. 3).
Sin embargo, en términos de la estadística disponible, los reportes muestran
un descenso en el homicidio común, homicidios colectivos y secuestros
atribuidos a los grupos de autodefensa, en fuentes oficiales y de
organizaciones no gubernamentales (MAPP/OAS, 2005a).

Para citar un ejemplo, Medellín, que ha sido considerada como una de las
ciudades más violentas del mundo, mostró una disminución en las tasas de
homicidio en el periodo posterior a la desmovilización de los frentes de
autodefensas que operaban en la zona. De hecho, entre el 2002 y el 2004 el
homicidio disminuyó un 68,4%. De igual manera, un estudio sobre el
homicidio, realizado por MAPP/0EA, mostró un descenso del delito de
44,24% entre el 2003 y el 2004 en diez comunidades donde viven miembros
del Frente Cacique Nutibara, reintegrados a la vida civil, en comparación con
una reducción del 22,58% en las seis comunidades restantes, donde no se
habían reintegrado los ex combatientes (MAPP/OAS, 2005b, p. 3). Este caso
es similar a otros evidenciados en varias zonas del país donde se desarrolló el
proceso de desmovilización (MAPP/OEA, 2005c).

Respecto al homicidio colectivo, los resultados también muestran un descenso


significativo del 76% entre el 2002 y el 2006 (gráfica 3). El número de
masacres creció en el periodo comprendido entre 1997 y el 2001, y se asoció
con la expansión paramilitar. Poco después del proceso de desmovilización, el
número de hechos descendió en forma significativa (DeShazo et al., 2007, p.
18).

Resultados
Algunos documentos han analizado las variaciones del homicidio después del
proceso de desmovilización, y uno de los principales hallazgos es que a pesar
del descenso significativo de las tasas a nivel nacional, existen algunas zonas
del país donde el homicidio se ha incrementado, y estas áreas coinciden
precisamente con aquellas en donde se reporta la presencia de nuevos grupos
armados (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, 2007, p. 55; El
Tiempo, 2008). En este sentido, es posible argumentar que el proceso de
desmovilización pudo haber tenido un impacto en el descenso, pero como se
ha mostrado en el documento, la presencia de nuevos grupos armados ha
producido un ascenso en las tasas de homicidio a nivel regional en algunas
zonas del país. Esto puede vincularse al argumento presentado por Garfield,
según el cual el homicidio se encuentra estrechamente ligado al tráfico de
drogas. De igual manera, varios autores han demostrado cómo los cultivos
ilícitos y los grupos ilegales se encuentran en las mismas zonas del país, así
como los mayores niveles de homicidio. Este argumento sugiere que aun
cuando la desmovilización de estos grupos es una de las razones que explican
el descenso, no es la más importante. De hecho, los fallos en el proceso han
conducido al incremento de este delito en algunas áreas del país.

En segundo lugar, si bién en los últimos 45 años Colombia ha tenido un


conflicto armado, resulta sorprendente que las políticas de seguridad y defensa
nunca habían sido una prioridad real para el Estado hasta la administración de
Uribe, quien lanzó la Política de Seguridad y Defensa Democrática como un
plan para superar el conflicto armado interno, mientras el Estado persigue un
decremento en los niveles de violencia controlando el crimen y la
delincuencia en el país (International Crisis Group, 2003b, p. 1). La política se
ha centrado en muchas estrategias, pero algunas que pueden ser responsables
por el descenso en los niveles de homicidio son: la mayor concentración de
recursos del presupuesto nacional en los sectores de seguridad y defensa, el
incremento en el pie de fuerza, tanto en las Fuerzas Armadas como en la
Policía Nacional, y por último, un mejor control territorial por parte de la
fuerza pública.

De acuerdo con algunos documentos del Ministerio de Defensa, el


presupuesto para el sector de la seguridad y defensa aumentó de 5,1% en el
2002 a 5,7% en el 2008. Este porcentaje es una proporción del producto
interno bruto (DeShazo et al., 2007, p. 16; Ministerio de Defensa, 2008b).
Este es un factor importante y a la vez más acorde con un país en conflicto,
que requiere más inversión en este rubro, en particular si quiere obtener
mejores resultados.

De igual manera, el pie de fuerza en las Fuerzas Armadas y la Policía


Nacional pasó de 307.703 en el 2002 a 421.418 en junio del 2008, lo que
implica un incremento del 37% en seis años. El número de soldados
profesionales aumentó de 20.000 en 1998 a 78.000 en el 2007 (DeShazo et al.,
2007, p. 16). Levitt toma un argumento propuesto por Marvell y Moody, sobre
la correlación positiva entre el incremento del pie de fuerza y reducciones del
crimen en el futuro cercano (Marvell and Moody, citados en Levitt, 2004, p.
176). El argumento de Levitt, que señala el incremento en el pie de fuerza de
la Policía como el responsable de la disminución del crimen durante la década
de los 90 en Estados Unidos (Levitt, 2004, p. 164), ofrece las bases para
apoyar la idea de cómo el incremento del pie de fuerza en Colombia, durante
los últimos años, podría estar vinculado con el descenso en las tasas de
homicidio (DeShazo et al., 2007).

Este elemento sugiere que el incremento en el pie de fuerza hizo posible la


consolidación de la presencia estatal en todo el territorio, aun en regiones
aisladas, donde operaban los grupos armados ilegales y bandas criminales. En
la actualidad hay una estación de policía en cada uno de los 1.098 municipios
del país, y este elemento se encuentra ligado a mejores estrategias de control
policial.

A pesar de las críticas de Reiner sobre el poco peso de este argumento en la


caída del crimen en la década de los 90 (Reiner, 2007, p. 156-157), es posible
concluir que aún no hay consenso sobre las razones que permitieron el
decremento, pero en el caso colombiano este argumento puede ser relevante,
dado que la mayor concentración de recursos en las Fuerzas Armadas y de
Policía se ha reflejado en un mejor control territorial, y esto actúa como un
elemento de control, prevención y disuasión. La administración de Uribe no
solo aumentó el pie de fuerza, sino que también mejoró su equipamiento y su
nivel salarial (DeShazo et al., 2007, p. 12).

CONCLUSIONES
La administración del presidente Álvaro Uribe estuvo centrada en el proceso
de negociación con las autodefensas, al considerarlo como un paso importante
hacia la consolidación de la paz en Colombia. Sin embargo, después del
proceso de desmovilización, muchos interrogantes han aparecido en relación
con la sostenibilidad del proceso y el impacto real del mismo en la dinámica
del conflicto. Algunos analistas han sugerido que sin duda este proceso
implica una mejora considerable en la situación actual, pues uno de los más
grandes grupos ilegales se encuentra ahora por fuera del conflicto armado.
Otros culpan al Gobierno y critican los programas, al no considerarlos
efectivos en términos de reintegración de ex combatientes a la vida civil. En
relación con estadísticas criminales, otros han sugerido que el proceso
definitivamente tuvo un impacto en el descenso del homicidio, mientras que
otros señalan el surgimiento de nuevos grupos armados que han tomado el
espacio dejado por los grupos desmovilizados, con el objetivo de mantener
control territorial y continuar con el tráfico de drogas y otros delitos.
De igual manera, existe un consenso sobre la importancia de las acciones que
tuvieron lugar durante la administración de Álvaro Uribe. El proceso de
desmovilización, que permitió que cerca de 32.000 excombatientes dejaran
sus armas y comenzaran una acción de reintegración a la vida civil, es un
importante paso hacia la paz en Colombia. Es verdad que aún hay dos grupos
guerrilleros que están en confrontación con el Estado, pero es un paso
significativo el lograr la neutralización de uno de los más grandes grupos
ilegales. Del mismo modo, es importante señalar que la Política de Seguridad
y Defensa Democrática ha tenido un éxito sin precedentes en la historia
colombiana, y en la actualidad los grupos guerrilleros se han visto afectados
en forma dramática. De hecho, uno de los principales resultados de estas
políticas ha sido el descenso de delitos relacionados con la seguridad
democrática, como el homicidio, el secuestro y la extorsión.

Sin embargo, como han sugerido algunas experiencias internacionales, la


violencia aumenta en la etapa posterior al conflicto, o al menos no desciende
tan rápido como se espera. El éxito de los procesos de paz depende de la
efectividad de los programas gubernamentales para apoyar a los ex
combatientes, con opciones reales para empezar una nueva vida lejos de la
violencia. En el estudio de caso fue evidente cómo el homicidio ha descendido
durante los últimos diez años, en especial desde el 2002, cuando el proceso de
desmovilización comenzó, y contrario a las experiencias internacionales. Los
casos de América Central e Irlanda del Norte muestran algunas características
específicas de los procesos de negociación en medio de la violencia, y algunos
escenarios que podrían esperarse después de la consolidación de los acuerdos
de paz.

El estudio de caso muestra cómo durante el proceso de desmovilización


(2003-2006), y en el periodo posterior, específicamente en el 2007, el
homicidio reportó un descenso considerable. Es difícil estableestablecer con
claridad los elementos que pudieron propiciar su caída. Sin embargo, es
importante mencionar la tendencia de disminución del homicidio desde el
2002, y de igual manera la reducción en las confrontaciones armadas, como
consecuencia del proceso realizado con las autodefensas. El artículo
demuestra que aunque el proceso puede ser considerado como una de las
causas del descenso del homicidio en este periodo, no es la razón principal ni
definitiva, al existir evidencia de la conformación de bandas criminales que
tomaron el espacio dejado por los grupos de autodefensa, las cuales continúan
con el tráfico de drogas y el control territorial en áreas específicas del país.
Esto implica que simplemente hubo un cambio de poder en las regiones,
aunque a menor escala; por tanto, los índices de homicidio permanecieron
estables. Lo anterior lleva a analizar otros factores que pudieron haber tenido
un impacto, como el incremento en el pie de fuerza de la Policía Nacional y
las Fuerzas Armadas, la mayor concentración de recursos en el presupuesto de
seguridad y defensa y, por último, el mejor control territorial por parte de la
fuerza pública.

Finalmente, es posible apreciar, a través del artículo, que el conflicto armado


en Colombia es único, y no es posible compararlo con experiencias similares a
nivel mundial. A pesar de ser un país con escenarios posconflicto, los delitos
no aumentaron de modo significativo durante el 2007. Esto subraya la
necesidad de diseñar políticas contra el crimen que sean integrales, de acuerdo
con las necesidades de cada país, tomando en cuenta experiencias
internacionales, pero solo como un modelo de referencia, como un marco
general que puede brindar algunos lineamientos para el diseño de políticas
públicas. Sin embargo, el proceso hasta ahora comienza, y no es posible
predecir el comportamiento del delito hacia el futuro. Es probable que en los
próximos años el delito aumente, como ha sucedido en los países
centroamericanos que afrontan situaciones posconflicto. Esto dependerá de la
fortaleza de los programas gubernamentales que apoyen a ex combatientes y
víctimas. De igual manera, es importante recordar que las FARC y el ELN
continúan en confrontación armada con el Estado, y como es obvio, este
escenario de conflicto tiene profundas implicaciones para el panorama de la
seguridad en Colombia.

http://www.policia.gov.co/imagenes_ponal/dijin/revista_criminalidad/vol51_1/51107posconfl
icto.html

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