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El tesoro de las guerras

NOVELA

Homero Carvalho Oliva

1
En memoria de Adelia y Romualdo
que nos soñaron país.

Esta novela fue escrita pensando en


Gigia Talarico, Kihili Kunturpillku,
y aquellos amigos entrañables que
creyeron en la historia de la carta.

Para mis hijos Brisa Estefanía, Luis


Antonio y Carmen Lucía, aliento
cotidiano.

Y para Carmen Sandoval,


naturalmente.

2
“Entramos, compramos, tomamos una botella. Nos salimos,
entrégole al comandante, me paso al cuartel, véoles confusos
a los soldados y muchos llorando me decían:
– ¿Tambor Mayor, qué haremos, cómo escaparemos?
A esto les digo yo:
– Moriremos si somos zonzos”.
José Santos Vargas, “Diario de un Comandante de la Guerra
de la Independencia”.

“Las ideologías nos separan, los sueños y las angustias nos


unen”.
Eugene Ionesco.

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El Arca de la Alianza

Bolivia, enero del año 2006

Mientras revisa el antiguo manuscrito Antonio Robles siente en el corazón esa rara

sensación de recordar, mezcla de nostalgia y alegría que nos reconcilia con la vida. Al

contacto con las amarillentas hojas rememora su extraño descubrimiento, hace veinte años

atrás, cuando aún vivía en la ciudad de Nuestra Señora de La Paz de Ayacucho, recuerda

haberse sorprendido cuando tomó el viejo documento y supo que eso era lo que estaba

buscando. Los remordimientos, dañinos como agujas penetrando la piel, lo embisten sin

piedad castigándolo por no haberle agradecido a su debido tiempo a don Jorge Calahumana,

guardián del viejo arcón donde encontró el manuscrito. Le remuerde la conciencia no haber

buscado el momento adecuado para decirle que al encontrar, palabra por palabra, lo que

buscaba en el arca suya, descubrió también el significado del gomor de Maná, el grano

divino que según la leyenda bíblica se guardaba en el interior de la legendaria “Arca de la

Alianza”, que asumía el sabor y la forma que cada quien deseaba. Lo que él deseaba era

información sobre la vida de un enigmático militar mencionado en una carta que lo

desvelaba por esos días, cuyo misterio lo encaminó hasta la casa de Calahumana.

Vanamente intenta consolarse diciéndose que ya era tarde para recriminaciones, porque las

cosas fueron como fueron; lástima para él que las ocasiones favorables a veces no sean

perceptibles de forma inmediata y que solamente con los años podamos darnos cuenta de

cuánto pueden condicionar las circunstancias externas nuestra manera de obrar.

Recuerda que en la época del descubrimiento del manuscrito trabajaba en la Biblioteca del

Honorable Congreso Nacional. Recuerda que una noche, después de cobrar su sueldo,

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compró el mejor licor que encontró en el mercadito que queda detrás del panóptico de San

Pedro y se dirigió a la dirección que el coronel Sánchez Sosa le señaló para entrevistar al

“excéntrico personaje”, como definió a Jorge Calahumana. La casona, construida al estilo

de las grandes residencias de la ciudad de La Paz a principios de 1900, se encontraba en la

calle Comercio, a tres cuadras de la Plaza Murillo; era de esos edificios antiguos, como los

de su entorno que al cabo de un siglo parecen iguales, con las paredes descascaradas que

alguna vez lucieron colores recién pintados y con inmensos portones de madera maciza

forjadas para guardar tesoros. Antes de golpear el portón, recordó que cuando Sánchez Sosa

le dio la dirección, respondió con evasivas la pregunta de qué era lo que iba a encontrar en

la casa de aquel hombre. Mencionó que era algo macabro, pero extraordinario, que Antonio

tenía que ver con sus propios ojos y que prefería no adelantarle nada que lo distrajera de su

propósito. “Vaya en paz que nada le va a suceder y a lo mejor encuentra hasta lo que no

andaba buscando”, le dijo el militar y lo despidió con un fuerte y marcial apretón de manos.

Ahora, con la serenidad que otorga el tiempo, Antonio piensa que si el hallazgo de la carta

que lo llevó hasta la casa de Calahumana fue insólito, los curiosos acontecimientos que

rodearon el descubrimiento del manuscrito fueron aún más asombrosos. Recuerda que llegó

hasta la puerta de la vieja casona y, al cerciorarse de que no existía timbre, golpeó la

desgastada madera con un aldabón metálico en forma de puño. Minutos después un hombre

de unos sesenta y pico de años le abrió la puerta; vestía un gastado uniforme militar de gala,

era lo bastante huraño como para temérsele y después de preguntarle si era don Jorge

Calahumana y luego le escuché decir “para servirle a usted y a la patria”, empeoró la

precaria situación ofreciéndole de regalo una botella de Old Parr, “soy abstemio”, le aclaró,

y a Antonio casi se le escapa el alma del cuerpo, avergonzado por tan tremenda metida de

pata. Y es que los bolivianos están tan acostumbrados a sobornar con alcohol que les parece

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natural llevarle una botella a cualquiera. Gracias a Dios el apuro no duró mucho y Antonio

pudo explicarle de parte de quién iba y el anciano venciendo su propia desconfianza, le

ofreció su hospitalidad pidiéndole que se sentara, para luego preguntarle el motivo de su

visita. Asumiendo que estaba ante un hombre no sobornable, acometió de frente, prefirió no

usar el argumento sugerido por el coronel Sánchez Sosa, del parecido del dueño de casa con

Andrés de Santa Cruz y Calahumana, Mariscal de Zepita, cuyo cuadro, en el que se lo veía

altaneramente enfundado en su uniforme de gala de militar francés, los espiaba desde el

centro de la sala. El dueño de casa tenía el señorío aymara que su antepasado quería ocultar

intentando lucir más europeo y menos indígena; ese rostro cordillerano de pómulos

salientes, labios delgados y cabello lacio con algunas canas.

Intentando volver a atar los hilos de una conversación que ocurrió hace dos décadas,

Antonio recordó que prefirió contarle sin mentiras ni exageraciones por qué estaba allí. El

recuerdo de esa conversación le era particularmente agradable, y ahora que lo escribía su

corazón rebozaba de nostalgia. Le contó que en el depósito de la Biblioteca del Congreso

había encontrado una antigua carta, fechada en el 1901, la sacó de su maletín, se la alcanzó

y le explicó que era de una viuda de nombre Adelia de Villamil que solicitaba al Congreso

Nacional le otorgue una pensión alimenticia como premio por los servicios prestados por su

esposo, Romualdo Villamil, un militar que había desempeñado importantes cargos públicos

en el siglo diecinueve y, según la viuda, había muerto en la pobreza. Luego le refirió que el

contenido de la misiva lo había conmovido, al grado de querer hacer algo por la viuda,

aunque sólo fuera una acción reivindicatoria que había llegado hasta el coronel Sánchez

Sosa, buscando información que probase la veracidad de la carta para luego intentar escribir

algo. Le comunicó que después de venderle algunos documentos que certificaban que

efectivamente el señor Villamil había sido militar, mencionó a Calahumana como la

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persona que podía tener algo más que decir sobre la vida de Villamil. El anciano dueño de

casa tomó la carta con delicadeza, la leyó, la revisó de anverso y reverso, y mirándole a los

ojos expresó algo que a Antonio lo llenó de orgullo: “Usted parece una buena persona, con

un fin noble”. Pero a continuación, le bajó los humos: “Una carta como ésta –dijo en tono

de amonestación –, no se la lleva así a todas partes; se puede dañar, dejarla olvidada en

cualquier sitio; perderla. Y eso sería imperdonable. Esta carta ha sido la llave para que yo le

abra los secretos de esta casa y merece que usted la cuide con mayor esmero”.

“Lo que usted va a conocer, lo han visto muy pocas personas. Considérelo un honor

todavía inmerecido, porque sólo el tiempo dirá si valió la pena que yo se lo conceda. Venga,

acompáñeme”, y le señaló una puerta que estaba al fondo de la sala. Entraron a un estudio

con las paredes colmadas de libros antiguos, de esos gruesos tomos con cubierta de cuero y

letras doradas en el lomo. En el centro de la pieza había un vetusto baúl, aproximadamente

de un metro y medio de largo por uno de ancho. Luego se dio cuenta de que abierto parecía

aún más grande; era como si todo lo que los rodeaba pudiese caber en su interior.

“Esto que usted ve –apuntó con su mano al cofre– es conocido en mi familia y entre

algunos privilegiados amigos como el “Arca de la Alianza”, cuando vaya a citarla hágalo

con mayúsculas”. Antonio intentó sonreír y hacer la comparación bíblica bromeando al

respecto, pero dedujo que no era momento para bromas y prefirió callar para que él siguiera

hablando. “Aquí –dijo agachándose para abrirlo–, están guardadas las memorias de

hombres que murieron en muchas de las tantas guerras que sostuvo nuestro país. No se trata

de informes oficiales ni de ensayos sobre tal o cual batalla; tampoco de obras inéditas de

militares desaparecidos. Es algo superior a toda la mentira oficial; aquí, en el interior de

este baúl, está la verdad”. Y lo abrió. En su interior, suavemente alborotadas por un

incomprensible soplo del viento que penetraba por alguna parte, se movieron papeles y más

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papeles. Algunos estaban sueltos, otros amarrados; los había de todos los colores, tamaños

y calidades; también había trozos de cartones y cartulinas, así como fotografías escritas en

el reverso. De igual forma había cuadernos, diarios de cuero, carpetas con lazos. Antonio

Robles quedó asombrado, porque además de lo que ya había escuchado de boca del propio

dueño de casa y de lo que estaba viendo y, pese a la penumbra del cuarto alumbrado

solamente con una lámpara esquinera, tenía la sensación de que una pálida como fantasmal

iluminación brotaba del propio baúl.

“Aquí hay cartas de amor, testamentos, poemas, confesiones, anotaciones y diarios de gente

que estuvo en combate; de aquellos que creyeron en ese sueño llamado patria, por el que

mueren los valientes”. Antonio recuerda que el anciano hablaba poniendo énfasis en las

palabras, como si estuviera ante un nutrido auditorio; o tal vez los autores de las cartas eran

su intangible audiencia.

“La colección la inició un antepasado mío, sobrino del Mariscal de Zepita, quien en una de

las batallas de la Confederación perú-boliviana fue de los pocos sobrevivientes. Él recogió

la correspondencia de los muertos y, pese a sus pretensiones, solamente pudo entregar unas

cuantas cartas, la mayoría no tenía dirección ni nombre completo de los destinatarios. Dice

la leyenda familiar que, luego de la batalla, nuestro antepasado leyó acongojado, una por

una, las cartas que empezaban con expresiones muy sentidas: “Sarita, mi amor”, “Querida

mamita”, y al no saber qué hacer, las guardó para que las palabras no se quemasen en la

estufa de alguna taberna calentando a borrachos indiferentes o se perdieran en la basura o

desaparecieran, en pequeños pedazos, revoloteando en el viento de las calles, volando hacia

el olvido (y el viejo movió sus manos como si fueran un par de cansadas mariposas

nocturnas). En varias de las misivas se pueden leer cosas como estas –y Calahumana tomó

una carta y leyó el encabezado– “Ruego a quien encuentre esta carta se apiade de este

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cristiano y la entregue a mis familiares”. Son cartas de hombres muertos que, desde el más

allá, quisieran que sus seres queridos pudieran leerlas. ¿Cuántas hay? No lo sé. Usted debe

saber, querido joven, que Bolivia ha sostenido muchas guerras; demasiadas. Especialmente

en el siglo diecinueve, cuando ni bien salíamos de una entrábamos a otra peor. Y después

dicen que somos un pueblo pacífico ¡la vaina de mi sable!”

Todavía y pese al tiempo transcurrido se le pone la piel de gallina cuando recuerda el

instante en que don Jorge Calahumana abrió el arca y apareció el tesoro de las guerras, el

tesoro de las palabras olvidadas. Caviló entonces en que ni siquiera las joyas de la corona

inglesa en todo su esplendor lo hubiesen sobrecogido tanto. Tal vez aturdido por lo que

acababa de descubrir continuó la conversación, agregando algo acerca de lo cual ni los

historiadores se ponen de acuerdo: ¿cuántos combates sostuvimos contra Chile, Perú y

Argentina, desde que somos república? “No lo sé, quizá los muertos lo sepan”, le respondió

Calahumana. O así quiere recordarlo, porque la memoria va arreglando los recuerdos a su

modo, los retoca, los embellece tejiendo una irreversible urdimbre que hace que la gente

crea lo que se le viene a la mente.

Mientras escribe la obra que le comentó a don Jorge Calahumana, que escribiría si

encontraba lo que buscaba, recuerda que el viejo guerrero lo miró con condescendencia y

siguió explicándole que de los grupos de cartas uno de los más numerosos era el de los

combates entre bolivianos. “Usted que ha estado en el Archivo Militar, seguramente ha

visto partes de guerra que informan de batallas en las que el número de muertos era

incalculable. Estamos hablando de las que sostuvimos entre nosotros, de esos

enfrentamientos entre escuadrones y hasta de escaramuzas entre soldados partidarios de

uno y otro bando; no me refiero a guerras contra los países vecinos, porque de ésas ni

hablar; pues en ellas hemos perdido a decenas de miles de bolivianos”. Tomó un paquete de

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cartas y le especificó que ese paquete, en particular, era de la batalla de Yamparáez, “donde

Manuel Isidoro Belzu derrotó al cruceño Miguel de Velasco y se hizo de la presidencia del

país. Si quiere puedo mostrarles otros, pero sé que usted ha venido por algo especial”.

No es fácil para Antonio fijar las palabras del encuentro que sostuvo hace más de dos

décadas con el señor Calahumana, así que las va escribiendo una por una, intentando

recuperar las de tan memorable encuentro. Recuerda que hablaron acerca de que los

bolivianos se pasaron el primer siglo de vida republicana peleando interminablemente entre

ellos. “Las guerras son cruentas todas. Creo que ciento setenta y tantos años de vida

republicana son pocos años para tantas muertes”, prosiguió Calahumana, hablando como si

él hubiera estado en cada uno de los conflictos.

“Esos papeles son sentimiento puro –siguió hablando el anciano que descendía de una de

las glorias bolivianas–, no pueden desvanecerse así porque sí, mi familia asumió la misión

de recogerlos y guardarlos. Intuyo que se está preguntando el origen del nombre y que hasta

pensó en recordarme la Biblia, pero no se adelante porque la elección no fue pretenciosa,

fue producto de las circunstancias. No tiene nada que ver con la vara que floreció en el

desierto ni guarda las tablas de la ley de Dios, ni hay un solo grano de maná caído del cielo;

no tiene nada que ver con la alianza sellada entre Dios y el pueblo elegido de Israel. Se lo

explicaré detalladamente porque es una historia que me agrada contar cuando se presenta la

ocasión. El nombre de “Arca de la Alianza” le viene de la batalla de El Alto de la Alianza,

durante la Guerra del Pacífico, que se dio un 26 de mayo de 1880 en la meseta de Inti Orko,

una pampa al noroeste de la “heroica ciudad de Tacna”. En esa desigual batalla, en la que

lucharon nueve mil patriotas contra veinte mil chilenos, el enemigo perdió este gigantesco

cofre que usted está viendo, arrebatado por los bravos soldados del batallón “Colorados de

Bolivia”, que usted sabe que se llamaba así porque usaba los colores de la infantería de la

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primera línea de combate, los más valientes. Nuestras tropas notaron que el cofre además

de vituallas escondía la correspondencia de los soldados chilenos. Mi abuelo, José Miguel

de Calahumana, ya casi un anciano en ese entonces, lo reclamó como suyo porque el

capricho después de las batallas era repartirse los bienes del enemigo. Nadie quiso negarle

la posibilidad de ayudarlo en la misión de atesorar estos escritos, porque en el ejército ya

todos sabían que era una tarea que nos habíamos impuesto como familia, misión sagrada

para nosotros. La estirpe sucesoria familiar cumplió el encargo del primer guardián del

Arca hasta llegar a mi padre, quien añadió muchos escritos que trajo de la Guerra del Acre,

que sostuvimos contra Brasil en 1899, de donde regresó con media vida, enfermo de

paludismo, pero con la convicción de no permitir que las cartas desaparecieran. ¿No le

parece una pena que estos manuscritos no hubieran llegado a destino? Si los destinatarios

hubiesen leído su contenido muchas mujeres sabrían que no fueron olvidadas, que fueron

recordadas todos los días. Padres, madres y hermanos habrían derramado lágrimas

conmovidos leyendo palabras que jamás imaginaron que sus seres queridos y ahora

difuntos fueran capaces de escribir. Aquí está todo el dolor y todo el amor del mundo. En

este cofre, los sentimientos se juntan y se funden en uno solo. ¿Ya ve?, por eso también la

llamó el Arca de la Alianza. Pero, no todas las cosas son agradables, esta urna también

contiene cartas en las que se informa de traiciones; son breves anotaciones que destrozarían

irremediablemente el culto al pasado que pretende canonizar a supuestos héroes, creando

una genealogía mítica. Si las leyéramos trocaríamos nuestra admiración por el desprecio.

Pero ¿para qué vamos a develar estos misterios? La historia ya está escrita y el país ha

sobrevivido pese a todo, revisar nuestra historia y destruir a algunos de nuestros mitos sería

contribuir a la desunión de este país que no termina de consolidarse. Además, sé que los

descendientes de muchos de esos cobardes y traidores mencionados en las cartas, que

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fugaron de los campos de batalla o se vendieron al enemigo, son gente buena, honorable.

¿Para qué fregarles la existencia? No creo que sea justo hacerles pagar por los errores de

sus antepasados. Continuando la tradición soy, pues, el depositario de numerosas

confidencias de hombres que las escribieron para que fuesen leídas y yo hice lo propio con

los papeles que recogí en la Guerra del Chaco cuando me tocó cumplir con mi deber de

soldado. Yo no sé cómo fueron las otras guerras, me imagino que igual en crueldad. En la

del Chaco, el territorio era tan amplio y desconocido para los bolivianos que se convirtió

también en nuestro enemigo antes que en nuestro aliado. Mi amigo y camarada Germán

Busch, el camba más valiente que haya conocido, bautizó al Chaco como el “infierno

verde”, ¿se acuerda de la cuequita? ¡Se dieron tantos enfrentamientos en esa guerra! que

tuve que convencer a varios soldados para que me cooperaran en la misión. Entre los

mejores tuve a un diestro guaraní, Bonifacio Arambiza, chaqueño conocedor de su

territorio, y a Justino Mamani, un aymara estoico que nunca se quejó de nada. El soldado

Mamani parecía que no necesitaba ni comer ni beber y siempre estaba presto a la hora de la

pelea; era una persona extraordinaria. Usted sabe que el calor y la falta de agua eran

insoportables en el Chaco y, sin embargo, a Justino parecía no afectarle nada. Pasados los

años lo he encontrado por las calles de La Paz de aparapita, cargando roperos sobre sus

espaldas, como si fuera una hormiga llevando una caja de fósforos. Del otro, del guaraní,

no sé qué será de su vida porque se quedó en su tierra. Ellos me ayudaban recorriendo los

campos de la muerte para recoger la correspondencia olvidada por nuestros soldados. Como

ya lo advertirá en el Arca también hay manuscritos de soldados paraguayos, como los hay

de chilenos y de brasileños. Sin importar la nacionalidad la muerte les quitaba los

uniformes, los arropaba y cubría la piel de sus víctimas con una lúgubre palidez mortuoria.

Cuando recogíamos las cartas de entre los cadáveres no importaba a qué bando pertenecían

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los autores, en los reinos de la muerte ya no existen las fronteras. En las batallas no

importaba la casta ni la raza de los guerreros, todos éramos hombres nada más y estábamos

muertos si no sucedía un milagro que nos saque vivos del campo de batalla. Sin embargo,

parecía que con los guardianes del Arca sucedía algo extraño, era como si algo más allá de

la razón nos protegiera la vida para que pudiéramos recoger las palabras de los muertos.

Podíamos ser heridos en combate pero nunca mortalmente. Era como si los muertos

supieran que éramos los portadores de sus memorias, de sus vidas postreras, y por eso nos

protegían”.

Antonio recuerda que después de estas palabras, el anciano narrador de guerras tuvo que

tomar aire para seguir hablando: “Las fui juntando con las de otros soldados, que en

tiempos de paz fallecían solos y abandonados, sin familia. Guerreros cuya única

pertenencia era una carta o un cuaderno escrito para que sus destinatarios lo leyeran. Si los

nombres y las direcciones estaban en el documento buscaba a los destinatarios y se las

entregaba; mi única recompensa era verles las caras emocionadas con lo que iban a leer y

mi íntima satisfacción saber que el testimonio del difunto no se perdería para siempre,

haber cumplido otra misión. Un día a la semana recorro las funerarias, donde ya me

conocen como el “viejo buscapapeles” que les compra esa sonceras. Deben creer que estoy

loco, pero no me importa, porque lo que salvo del olvido y de la destrucción es mucho más

importante que las apariencias. Así que, si está buscando algo que haya pertenecido a ese

señor Romualdo es posible que lo encuentre entre estas reliquias. Es posible, si lo que usted

busca quiere dejarse encontrar”.

Mientras Antonio rebuscaba entre los papeles, el viejo guardián se sentó a descansar en su

mecedora y viéndolo vulnerable le preguntó si conocía todo el contenido del Arca, si había

leído todo el material que contenía, porque entonces sabría si en su interior existía lo que él

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estaba buscando. El viejo murmuró algo que Antonio no pudo escuchar y después le

respondió que sí, que lo había hecho, pero que prefería que fuera él mismo quien lo

encontrara, “ya le dije que lo que se busca solamente puede ser encontrado si el objeto

quiere dejarse encontrar, no hay otra manera de hacerlo”.

Antonio siguió la búsqueda eligiendo con cuidado papel por papel, carta por carta,

cuaderno por cuaderno, escrito por escrito; el anciano siguió hablando, pero como si

Antonio no estuviera allí, como si estuviera hablándole a otra persona, a un interlocutor

invisible, se podía distinguir en el tono de su voz y en las palabras que usaba, que no eran

las que se elige para comunicarse con alguien desconocido. “Nadie sabrá de los genios que

se perdieron en las batallas –dijo–, tal vez hayamos perdido a algunos de nuestros mejores

escritores en las guerras que sostuvimos contra todo el mundo. Aquí tengo reunidas las

palabras más maravillosas que los hombres desesperados puedan concebir, porque los que

saben que van a morir no escriben embustes, tampoco adulan, ni prometen lo que no

pueden cumplir. Cuando prometen bajarles las estrellas a sus amadas es porque intuyen que

ése será su próximo destino, de allí podrán tomar algunas constelaciones y volver con un

racimo de ellas para entregárselas en otra vida. ¿Le dije algo de los poetas? Son los únicos

que pueden bajar estrellas. Yo releo las cartas en ocasiones en que me invade la nostalgia y

no me siento como un fisgón de la vida de otros, más bien siento que comparten conmigo lo

que hubiesen querido que sea leído”. Don Jorge Calahumana quedó en silencio, luego

pareció recordar que Antonio estaba allí y le recomendó que siguiera buscando: “Busque,

amigo mío, busque. Su vida puede estar en esas cartas, entre las líneas de las anotaciones de

los soldados”, le dijo amablemente y luego se estiró en el imponente y decimonónico sillón

forrado con artísticos gobelinos.

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Antonio Robles se amaneció buscando. El viejo, que no tomaba alcohol, le invitó sin

embargo calientes tazones de té con té, preparados por él mismo, cargados con un

espirituoso pisco camargueño, “yo no tomo pero no me molesta que otros lo hagan”, le

decía al llenar la taza con el líquido caliente que despertaba a Antonio infundiéndole nuevos

ánimos para continuar la búsqueda.

Poco antes de que saliera el sol halló un documento que parecía el cuaderno de un

estudiante de primaria. Estaba empastado y llevaba una etiqueta escolar con la leyenda:

“Propiedad de Gregorio Aguilar, ayudante de órdenes del Cnl. Romualdo Villamil”. Al

abrirlo leyó una pequeña introducción que advertía al lector que lo escrito tenía el propósito

de contar la vida de un hombre, quien lo leyera sin buena voluntad para comprenderlo o

con indiferencia o por curiosidad debía dejarlo sin destruirlo para que algún día encuentre a

su verdadero destinatario. Antonio sintió que los poetas, historiadores, artistas, novelistas y

filósofos cuyas palabras guardaba el Arca de la Alianza le habían ayudado a encontrar lo

que buscaba.

Años después del hallazgo del manuscrito, ya casado y mientras empacaba para dejar La

Paz e irse a vivir a Santa Cruz de la Sierra por razones de trabajo, tomó todo el material que

había acumulado entre los años 1987 y 1988, en intermitentes pesquisas de aprendiz de

investigador para comprobar tanto el contenido de la carta de la viuda como del cuaderno

de Gregorio, y lo guardó en un archivador de cartulina corriente. Lo puso en la caja de

cartón donde depositó sus pertenencias más queridas, álbumes fotográficos, originales de

poemas que alguna vez publicaría y los libros de sus autores preferidos, y los embarcó en el

camión que llevó sus muebles a la capital oriental.

Días más tarde de haber iniciado la novela, Antonio fue a visitar a la historiadora Paula

Peña, en el Museo Histórico Regional de Santa Cruz, para comentarle sobre su nuevo

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emprendimiento y pedirle consejos acerca de los textos que debía consultar para

comprender mejor el siglo diecinueve. La historiadora le sugirió varios títulos, entre ellos la

novela Juan de la Rosa, que ya Antonio había empezado a releer. Durante la conversación

le comentó la charla con Calahumana en la que habían acordado que “ciento setenta y

tantos años de vida republicana eran poco para tantas muertes” y Paula Peña le respondió

que “lo que pasa es que los bolivianos somos guerreros”.

Horas después, frente a la pantalla de su computador, Antonio escribiría que, en realidad,

los bolivianos somos pendencieros; nos gusta provocar, incitar a la pelea, crear el conflicto,

por eso tenemos todos los récords de paros, huelgas y manifestaciones por cualquier cosa.

En Santa Cruz, un joven llegó al extremo de hacer una huelga de hambre en la Plaza 24 de

Septiembre para que su novia, que lo había abandonado, lo perdonara y volviera con él.

Dos décadas después, lejos de la ciudad de La Paz donde sucedió el encuentro con el Arca,

Antonio tenía al frente el viejo cuaderno con las palabras que traían a la vida la memoria de

Gregorio y eso era algo que no podía eludir; allí estaba el manuscrito, mostrándole el

camino por donde debían seguir las huellas de la vida del hombre por el que la viuda había

escrito la carta que reclamaba “una pensión alimenticia”. Cada vez que Antonio lo abría y

lo leía, revivía a Gregorio para que contara su historia. “Cuéntenos, Gregorio, cuéntenos”,

suplicó Antonio invocando el espíritu del ayudante.

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La carta de la viuda

La carta que llevó a Antonio al descubrimiento del manuscrito en el Arca de la Alianza hizo

su aparición en el año 1987, cuando ocupaba el cargo de Director de la Biblioteca del

Honorable Congreso Nacional, un encantador espacio, desaparecido hoy, que estaba situado

en la planta alta del Palacio Legislativo, en plena Plaza Murillo de la ínclita La Paz.

El recinto que fue fundado en 1911 con cerca de cinco mil libros donados por países

amigos, se caracterizaba por poseer material especializado en temas jurídicos, históricos y

sociales. Para ingresar había que subir la escalinata de mármol que empezaba en la Cámara

de Diputados y terminaba en los corredores de la Cámara de Senadores y bajar por anchas

graderías cubiertas con una alfombra roja que abarcaba todo el piso de la Biblioteca, que se

encontraba rodeada de finos muebles de pino americano. Los anaqueles de madera eran

altos, con amplios compartimentos que albergaban maravillosas colecciones de libros

antiguos. Los estantes estaban protegidos con cristales opacos, especialmente fabricados,

con un escudo de Bolivia finamente labrado en la superficie. En el centro del lugar había

unas formidables mesas cubiertas de gruesos paños color verde, sitiadas por magnos

sillones forrados con tapiz de terciopelo rojo sangre. El sol ingresaba cálido por una alta e

imponente cúpula de vidrio por donde se colaban traviesas palomas que los empleados

tenían que corretear para que no se caguen en la cabeza de los padres de la patria que

usaban la Biblioteca para parlamentar acuerdos políticos y comerciales.

El Palacio Legislativo sigue siendo el mismo pero los libros ya no están allí. En su lugar

funciona una especie de sala de estar de los senadores, donde reciben cómodamente a sus

visitas. No obstante los libros no se esfumaron en el gélido aire paceño; fueron trasladados

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en el año 1997 al edificio de la Vice Presidencia de la República, situado donde antes

estuvo el Banco Central de Bolivia que se reubicó en un modernísimo edificio en la misma

calle Ayacucho a pocas cuadras del Palacio Legislativo.

Recuerda que era el año de 1987, y Bolivia vivía la resaca de la fiesta que significó

recuperar la democracia en 1982 después de muchos años de dictadura. Los políticos, que

se creían los dueños de la fiesta, eran los amos de la Plaza Murillo, especialmente del

Palacio Quemado, llamado así porque casi fue destruido por las llamas durante una

intentona golpista contra el gobierno de Tomás Frías en 1875. Los representantes de los

partidos políticos proscritos durante la dictadura de Hugo Bánzer habían vuelto creyendo

que el mundo era nuevo y que ellos lo estaban bautizando, su lema era que el poder se

había hecho para ejercerlo y lo practicaban sagradamente, con la misma solemnidad con la

que un cura celebra misa. Como resultado del recobrado poder de la democracia, un tío

suyo, senador de la República, le ayudó a que le otorguen un trabajo; y meses después,

cuando se jubiló la directora, una nonagenaria anciana que protegía los libros como si

fueran de su propiedad, transfirieron a Antonio a ese puesto, simplemente porque le gustaba

leer y escribir.

Al igual que otras instituciones, la Biblioteca del Congreso no se había salvado de la

invasión de las hordas bárbaras y había sufrido estragos durante los consecutivos años de

las dictaduras militares, faltando muchos ejemplares en sus estantes. Se suponía que el

inventario de los libros que existía antes de la llegada de la democracia y las fichas

bibliográficas desaparecieron y estaban siendo reemplazadas morosamente por dos

estudiantes de bibliotecología que realizaban pasantías.

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De los años que las dictaduras destruyeron todo vestigio que tuviera que ver con la

democracia palabra prohibida en los colegios por ser sinónimo de caos y anarquía, se

contaban historias de libros quemados, de algunos incunables robados y subastados en el

extranjero; se afirmaba también que muchos de los legajos con documentos antiguos habían

servido para menesteres higiénicos. En las charlas de la cafetería parlamentaria se decía que

el Palacio Legislativo servía de cuartel y las grandes mesas de la Biblioteca, de comedor;

que los oficiales diligentes con sus tropas ordenaron que los legajos permanecieran cerca de

los baños para que los sacrificados y obedientes soldaditos no tuvieran que pedir a gritos

papel para los menesteres que sabemos.

Antonio apreciaba particularmente una de las primeras ediciones españolas de El Quijote,

todo un portento editorial, de la cual solamente quedaba el segundo tomo porque el ladrón –

para suerte de los bibliófilos bolivianos– se llevó únicamente el primero pensando que

ambos tomos eran el mismo.

La Biblioteca del Congreso se caracterizaba también por sus preciosas colecciones

enciclopédicas, entre las que se contaban la colección completa de la Enciclopedia Espasa

Calpe, la Enciclopedia Jurídica Omeba, la Universal César Cantú, la Salvat y una variedad

exquisita de diccionarios como el Enciclopédico Hispanoamericano o el Etimológico

Latino Español, impreso en el siglo diecinueve. Aunque los tratados de Derecho de varias

naciones latinoamericanas eran la verdadera especialidad de este repositorio. También había

una que otra Edición Príncipe que databa del siglo dieciocho, como el Diccionario de la

Lengua Castellana, fechado en 1720, con una tapa de cuero de oveja que le brindaba un aire

de misterio, propio de los libros antiguos. Además, la Biblioteca poseía la memoria

institucional de la labor legislativa y la memoria de las sesiones parlamentarias registrada

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en compendios denominados “Los Redactores”, que contenían la transcripción literal de las

intervenciones de los representantes nacionales, en cada una las sesiones de las Cámaras de

Senadores y de Diputados.

El tesoro de la Biblioteca del Congreso era, sin duda, las partituras originales del Himno

Nacional, compuesto en 1845 por Benedetto Vincenti y cuya letra correspondía a Ignacio

Sanjinés, que se exhibían en una urna de vidrio a la entrada de la misma.

Antonio recuerda con nostalgia los años que trabajó en la Biblioteca del Congreso mientras

vuelve a leer la carta de la viuda, la que encontró una tarde cuando, junto con otros

funcionarios, intentaba atrapar a unos ratones leídos que literalmente consumían libros. Al

abrir una de las gavetas de los estantes del depósito, se topó con una antigua hoja de papel

que leyó ahí mismo. Le extrañó que la hoja hubiera sobrevivido intacta a la glotonería de

ratas y ratones que no dejaban archivos o documentos sin corroer. La carta le intrigó tanto

que abandonó la improvisada cacería y se fue a su escritorio a leerla.

La epístola, dirigida al Senado Nacional el 5 de septiembre de 1901, estaba escrita sobre

papel valorado de diez centavos y poseía una hermosa litografía de uno de los tantos

desaparecidos escudos nacionales que le daba carácter oficial. Su aparición en el depósito

era inexplicable, por la fecha que aparecía en la parte superior había sido entregada al

Congreso diez años antes de la apertura de la Biblioteca; y no había constancia histórica de

que haya existido un archivo organizado hasta 1988, año en el que la Biblioteca adoptó el

nombre oficial de “Biblioteca y Archivo Histórico de la Nación”. No había, pues, una

explicación lógica de su aparición y esto había preocupado a Antonio, al punto de

cuestionarlo ¿Qué hacía la carta en ese cajón? ¿Qué mano la guardó o la ocultó? ¿A quién

esperaba la carta?

20
Escrita con pluma y tinta la carta poseía una caligrafía agraciada propia de los

profesionales, de los amanuenses que hace más de un siglo redactaban y copiaban este tipo

de correspondencia. El encuadre de cada una de las palabras y los rasgos de las letras eran

finos, se destacaba el especial cuidado que el autor había puesto en las mayúsculas, mejor

trabajadas que el resto, sin delatar un pequeño descuido en toda la redacción. Le llamó

también la atención la forma como alargaba letras como la ele o la ere hasta más allá de las

líneas que configuraban el papel valorado. Textualmente la carta decía:

“Señor Presidente del Honorable Senado Nacional.

Con la hoja de servicios que acompaña pide que, por vía de Premio, se le acuerde una

pensión alimenticia.

Adelia R. Viuda de Villamil, vecina de esta ciudad, ante los altos respetos de usted digo:

que por los documentos que en fojas 57 acompaño consta que mi finado esposo, el Coronel

Romualdo Villamil, después de haber desempeñado las Prefecturas de los Departamentos

de Chuquisaca, La Paz, Cochabamba, Cobija y Santa Cruz y prestado a la PATRIA

servicios importantes con honradez acrisolada durante cuarenta y ocho años, ha fallecido

sin dejar bienes de fortuna de ninguna clase; pues la cuantiosa que poseía fue desatendida

por dedicar todo su trabajo y empeño a la causa pública.

Conforme a la ley de 6 de septiembre de 1831 y a otras posteriores, dejó el descuento del 4

y medio por ciento mensual de sus haberes, para tener derecho al montepío militar

respectivo; y yo como su viuda y única heredera, tengo derecho a dicho montepío conforme

a la Ley de 7 de noviembre de1840 y al artículo 679 de “Las ordenanzas militares”;

porque mi recordado esposo falleció en servicio activo en su calidad de Primer Jefe del

Cuerpo de Inválidos del Departamento. Ya que las estrecheces del Erario Nacional, no

permiten al Estado mandar abonarme el montepío que me corresponde en justicia,

21
impetro el amparo del Honorable Senado de Bolivia y le ruego que, haciendo uso de la

facultad que le concede el inciso 7 del artículo 64 de la Constitución Política, se digne

acordarme, por vía de premio, una modesta pensión alimenticia: Será justicia.

La Paz, septiembre 3 de 1901

Firma: Adelia R. Vda. de Villamil

Recibido el 5 de septiembre de 1901 en la Comisión de Justicia y Peticiones. Firma: Ismael

Vásquez, Senador Secretario”.

Mientras la copiaba en la computadora recordó que los serenos del Palacio Legislativo

aseguraban que la Biblioteca era el sitio preferido por el ánima de una mujer que los

espantaba en las noches de tormenta. Por qué no pensar que el fantasma era el de esta mujer

buscando una mano que encuentre la carta y cuente la vida de su esposo, especuló Antonio.

Más intrigante aún que la misteriosa aparición de la carta era su contenido, que lo había

llevado a cuestionarse si solamente eran los desvaríos de una anciana, enamorada del

recuerdo de su marido, que pretendía justificar que le dieran una pensión que le permitiese

acabar dignamente sus últimos días. ¿Serían ciertas sus afirmaciones?, se preguntó Antonio

en ese entonces y ahora, veinte años después, las preguntas resurgían con la misma fuerza:

¿Se habría desempeñado en las prefecturas de los departamentos de Chuquisaca, La Paz,

Cochabamba, Cobija y Santa Cruz? ¿Serían tantas las estrecheces del erario nacional, que

no permitieron que el Estado pueda abonarle el montepío que le correspondía en justicia?

¿Habría prestado a la PATRIA –así con mayúsculas como lo escribiera doña Adelia en su

carta– servicios importantes con honradez acrisolada, durante cuarenta y ocho años?

¿Habría fallecido sin dejar bienes de fortuna? ¿Sería posible que una persona pueda

desatender los cuantiosos bienes que posee y dedicar todo su trabajo y empeño a la causa

pública? ¿Sería posible que hubiera existido un militar honesto? ¿Sería verdadera la vida de

22
este hombre excepcional? ¿Qué suerte habría corrido “la hoja de servicios” que adjuntaba

la carta?

La interrogante sobre la honestidad de los militares surgía del permanente ataque al que

éstos estaban sometidos por los líderes políticos y los medios de comunicación, desde la

recuperación de la democracia en 1982. Se les acusaba de todos los males de la patria,

como si los civiles nunca hubieran tenido participación en sus gobiernos. Bolivia apenas

contaba con dos presidentes elegidos: El primero fue Hernán Siles Suazo, posesionado en

octubre de 1982, que tuvo que renunciar en 1985 antes de cumplir su mandato

constitucional de cuatro años, abrumado por las demandas salariales y por una criminal

inflación que hacía que el dinero no valiese nada de la noche a la mañana. Y el segundo fue

Víctor Paz Estenssoro que ocupó la silla presidencial luego de un acuerdo con otros

partidos que tenían presencia mayoritaria en el Congreso Nacional y lo eligieron presidente

por el periodo de 1985 a 1989.

Ya sabemos que el destino actúa de maneras incomprensibles y permitió que Antonio

encontrara la carta en 1987, pero dejó pasar, caprichosamente, muchos años antes de

incitarle a ocuparse de su contenido y así cumplir con las providencias que le había

deparado el hallazgo de esa lejana tarde. Quizá esperaba que el joven irresponsable

madurara; o tal vez fue mera casualidad; cabe la posibilidad que fuerzas oscuras, más allá

de lo razonable, le hayan impuesto su hallazgo. Es probable que Antonio nunca lo sepa.

La carta lo conmovió como pocas lecturas lo habían hecho y perturbó su rutina burocrática

durante varios días. La guardó para ver qué hacía con ella, para darse ánimo y comprobar si

su contenido era cierto o era de las tantas peticiones que la gente presentaba en el Congreso

para ver si con alguna “muñeca política”, podía conseguir que se apruebe su pedido.

23
Antonio intentará escribir una novela tratando de ser fiel a los recuerdos que tiene sobre lo

que sucedió en los años en que la encontró. Sobre todo, se ha propuesto ser leal a lo que

pudo ser o fue la vida de don Romualdo Villamil. Ha resuelto también que, paralelamente a

la reconstrucción de sus recuerdos, irá construyendo el texto que contará la vida de

Romualdo Villamil. Era de noche cuando Antonio cerró el archivo electrónico donde la

escribía, apagó la computadora y se dirigió a su dormitorio. Antes, pasó por la cocina y se

sirvió un refresco de la heladera para aliviar el tremendo calor que abochornaba la noche

cruceña. Su adolescente hijo Francisco, que estaba comiendo un sándwich luego de llegar

de sus clases de inglés, lo vio entrar y le dijo que necesita hablar con él. Antonio le

devolvió la mirada buscando su compasión y le explicó que había estado todo el día

escribiendo y repasando libros y manuales de historia de Bolivia, para escribir fichas sobre

los presidentes bolivianos del siglo diecinueve y que se sentía muy cansado. “Mañana lo

hablamos”, le sugirió evadiéndolo, y el hijo asintió no muy convencido de la proposición,

porque sabía que al día siguiente su padre tenía que asistir al “Foro”, como denominaban

Antonio y un grupo de conocidos suyos a las reuniones quincenales que desde hacía varios

años sostenían con el propósito de “intercambiar opiniones sobre la situación del país”, en

las que nadie podía hablar de temas que no fueran los relacionados directamente con el

momento político. Al contrario de otros corrillos típicos de Santa Cruz, donde los hombres

gustaban de reunirse en fraternidades y logias, en el “Foro” no estaba permitido hablar de

mujeres, de fútbol, de literatura ni de enfermedades. Por lo que había escuchado del propio

Antonio, su hijo pensaba que, en realidad, era una terapia de grupo encubierta en la que

desahogaban todo lo políticamente incorrecto que no podían decir en público. Frágil

consuelo que les permitía seguir soportando la vida mientras veían triunfar en la política a

personas que consideraban menos capaces que ellos y soñaban que, tal vez, algún día, “les

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llegaría la hora de manejar los destinos del país”. Por supuesto que Francisco no delataba

jamás sus pensamientos porque los hijos saben, en su infinita sabiduría, que educan a los

padres haciéndoles creer que son los mejores progenitores que la vida les pudiera dar.

25
El Archivo de los militares

Para escribir la novela, Antonio tiene que conjugar varios tiempos históricos: el siglo

diecinueve, los primeros años del siglo veinte, la década de los ochentas de este mismo

siglo y los doce meses del año 2006, en pleno tercer milenio en los que escribirá siguiendo

los acontecimientos como si fuera una crónica de la entraña misma de la realidad. El

desafío que enfrenta es acercar el pasado como si alguien lo estuviera contando en el

presente, intentando sortear las irrupciones del azar e inmiscuyéndose en la narración

cuando los acontecimientos lo obliguen, más allá de su resolución de contar desde la

historia. El método elegido lo tomó de un ensayo del filósofo Soren Kierkegaard en el que

afirma que repetición y recuerdo son parte de un mismo movimiento, “sólo que en

direcciones opuestas; lo que es recordado ya ha ocurrido y es repetido hacia atrás, mientras

que la repetición, propiamente dicha, es recordar hacia delante”. Siente una sensación de

regocijo cada vez que recuerda los hechos y los repite en la escritura de la novela.

Antonio recuerda, mientras revisa los documentos que recopiló en el año de 1987, que al no

encontrar información sobre Romualdo Villamil en los pocos libros de historia de la

Biblioteca del Congreso, fue al Archivo Militar y allí su director, un mayor de Infantería,

gordito y con mirada incisiva que parecía buscar algo oscuro en el interior de las personas,

lo atendió amable pero receloso. Para el director, Antonio era un civil que trabajaba para los

políticos que cada día los denigraban en sus discursos improvisados en las sesiones de la

Cámara de Senadores como de Diputados. Era el enemigo y, obviamente, su formación

castrense y su lealtad con la institución tutelar de la patria, no le permitían pactar. Antonio

estuvo a punto de desertar de su misión abortando la idea que lo había llevado allá para

buscar documentos sobre el pasado militar del Coronel Romualdo Villamil, pero algo en su

26
interior lo impulsó a seguir adelante. Recordó un consejo para la ocasión, que recomendaba

que las grandes batallas, se ganen o se pierdan, se dan, y él iba a dar la suya. Decidió lanzar

su última jugada y le mostró la carta que explicaba por sí misma el motivo de su visita y,

aleluya, obró el primer milagro, de muchos que se irían sucediendo a lo largo de ese año,

abriendo puertas para que Antonio continuara con la investigación. Le expuso al Director

del Archivo Militar con paciencia que, si era cierto su contenido, se podía tomar como

ejemplo la vida de este caballero para probar que siempre habían existido militares

honestos con quienes muchas veces la sociedad y los políticos no habían sido justos. “Son

hombres olvidados por la historia”, le dijo para conmoverlo. Al militar le gustó la

posibilidad de desquitarse de los políticos, y Antonio se animó a conjeturar que, en su

interior, el director saboreaba la venganza. El oficial le pidió que regresara al día siguiente

pues tenía que elevar la consulta a sus superiores. Típica respuesta de los burócratas cuando

no están seguros de algo y prefieren consultar con la almohada.

Como acordaron, al día siguiente estuvo firme a la hora señalada y el militar le informó

oficialmente que la superioridad castrense había decidido colaborar con “los sanos

propósitos” de Antonio y le había instruido brindarle “total y absoluta cooperación hasta el

logro final de su cometido”. Buscando los documentos que pudieran servir para descifrar el

pasado de don Romualdo Villamil se fueron relacionando y, con los meses, llegaron a tener

un trato casi amistoso, al punto que un día el militar le confesó su frustración profesional:

“imagínese un militar del Arma de Infantería, es obvio que debería estar capitaneando

tropas y no archivando documentos antiguos. Cometí un error con un general y me

castigaron enviándome aquí. Pero un día de estos volveré a los cuarteles, a mandar tropa”.

El militar le mostró los archivos, explicándole cómo los tenían catalogados y clasificados;

el hombre no amaba su trabajo pero sabía que era una misión que debía cumplir como buen

27
soldado de la patria. Pasaron como tres meses hurgando entre los legajos, en su mayoría

informes administrativos relacionados con la logística de las Fuerzas Armadas; entremedio

tropezaron con partes sobre las fronteras escritos por oficiales destinados a las mismas. No

fue un trabajo constante, Antonio iba al Archivo cuando su trabajo lo permitía. Una tarde de

invierno, el director pegó un salto desde la mesa de lectura avisándole que había encontrado

algo. Era un pequeño legajo con tapa de cartulina de un color indefinible, entre verde y

azul, cosido a mano, cuya tapa decía: “Expediente de servicios militares y civiles que el

Coronel Romualdo Villamil presenta a la Honorable Comisión Militar creada por el

Supremo Decreto reglamentario del 15 de enero del año en curso. La Paz, Abril de 1887”.

En la primera hoja en un papel amarillento con el sello quinto del escudo de la “República

Boliviana” correspondiente al “bienio de 1853 y 1854”, Romualdo Villamil pedía al

Prefecto de La Paz de Ayacucho se sirva ordenar al administrador del Tesoro Público le

franquee los certificados de Teniente de Ejército que obtuvo en el año de 1839 y que, según

consta en la misiva escrita a pulso con pluma, “había perdido todos los títulos de los

servicios prestados a la Nación hasta el año de 1842”

“Ante esta evidencia no es vano suponer que, impetuoso, desordenado y rebelde, como

todos los jóvenes, el Coronel Villamil haya olvidado sus títulos en alguna cantina o

prostíbulo de barrio”, se burló el mayor Murillo que decía no ser descendiente de Pedro

Domingo, prócer paceño de la Independencia cuya efigie mira en silencio a los inquilinos

del Palacio Quemado. Algo inusual en la ciudad de La Paz, donde los paceños de apellidos

españoles se jactaban de tener algún ascendiente histórico, pensó Antonio.

En el expediente tuvieron la suerte de hallar otro pliego que estaba escrito con una extraña

tinta de color café que se aguaba en algunas oraciones, haciendo ilegible el testimonio de

un señor Feliz (sic) Alipaz, quien ante un juez de La Paz afirmaba: “siendo de esta

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vecindad, propietario, casado y mayor de edad, a quien se le recibió juramento en forma,

en su mérito fue examinado al tenor del escrito y dijo: Que es cierto que en el año 1841

mandaba la República el señor Calvo en tiempo de la regeneración, vio que en el puerto de

Calama ejercía el señor don Romualdo Villamil, funciones de Jefe de Ejército, bajo las

órdenes del Comandante finado don Manuel Peña, funcionando y mandando la tropa que

existía en aquel puerto; pero no recuerda exactamente la graduación del señor Villamil.

Leída que le fue persistió en su tenor y firmó con el señor Juez; de que doy fe. Ante mí,

Juan Pinilla, Feliz Alipaz” (Nota de Antonio: se refiere a Mariano Enrique Calvo quien

gobernó por segunda vez Bolivia entre julio y septiembre de 1841)

A los meses, después de trabajar azarosamente, es decir un día o dos a la semana, cuando

agotaron todos los archivos, habiendo escudriñado en cada uno de los legajos y rebatido

toda la estantería sin encontrar otros pliegos o pergaminos, el director del Archivo,

reconociendo el interés de Antonio, le aconsejó que fuera a Sucre a visitar el Archivo

Histórico que guardaba, además de invalorables documentos de la colonia, la memoria

institucional del país desde 1825: “allá va a encontrar información sobre el quehacer en los

ministerios, gobernaciones, prefecturas, salvoconductos, condecoraciones y premios. Allá

son gente muy meticulosa y aman su Archivo, han tenido el cuidado de guardar hasta

cuadernos y notas domésticas de los ministros”. Antonio le contestó que por su trabajo

todavía no podía viajar y entonces el militar soltó prenda y le aconsejó que visitase a un

coronel jubilado de nombre Felipe Sánchez Sosa, que poseía documentos militares que se

había “llevado en custodia” –le guiñó el ojo–, o que había comprado a los familiares caídos

en desgracia para luego venderlos al mejor postor. “Vaya donde el coronel Felipe Sánchez

Sosa, Felipe el Hermoso le decimos porque es más feo que pegar a una madre” le dijo, con

ese tono irónico contra las autoridades que solamente los paceños poseen a fuerza de haber

29
crecido en una ciudad en la que el poder se ha enseñoreado de cada una de las oficinas e

instituciones del Estado.

Los empleados públicos han tenido que acostumbrarse a convivir con los militantes de los

partidos políticos; a soportarlos, para decirlo claramente, con jefes que cambian cada día,

casi tanto como cambiarse de ternos, razonó Antonio recordando los años que vivió en La

Paz. Ese fin de semana eligió ese tema para abordarlo en la reunión quincenal del “Foro”.

El director del Archivo le anotó la dirección en un trozo de papel y le recomendó que fuera

a su nombre porque de otra manera “lo sacaría puerta afuera y no lo atendería”. Es un tipo

desconfiado, le advirtió.

Llegó a la dirección referida con cierto desasosiego porque sabía lo que era enfrentarse a un

militar jubilado y cascarrabias, conocía muy de cerca a uno de ellos y reconocía que no

eran fáciles de lidiar. Creció con gobiernos militares y sabía que eran orgullosos y altaneros

a la hora de hablar de ellos mismos, mucho más siendo jubilados. “Son como los zorros,

pierden el pelo pero no las mañas”, se dijo. Y no se había equivocado, el militar lo recibió

de mal carácter, incluso después de insistir que iba recomendado por el director del Archivo

Histórico Militar, hasta que le repitió la historia de que la investigación podía reivindicar a

sus camaradas y le mostró la carta de la viuda. Fue así que se le abrió otra puerta. Durante

semanas, y tras varias botellas de singani que el veterano, de la Guerra del Chaco consumía

como si fuera refresco, solamente encontraron un pergamino en el que Miguel de Velasco,

presidente de Bolivia, nombraba a Villamil Cónsul en Tacna, Perú. El documento no lo

emocionó porque Antonio esperaba encontrar algunos certificados designándolo Prefecto

en los lugares que mencionaba la viuda. Pero Antonio no estaba dispuesto a dejarse derrotar

tan fácilmente y le preguntó si había otro lugar donde se podría hallar otros documentos.

“Quizá el Colegio Militar, el Estado Mayor, los archivos secretos de las Fuerzas Armadas,

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déme una señal”, le imploró al coronel Sánchez Sosa y éste, compadeciéndose, le respondió

que lo iba ayudar. Lo mandó a comprar otra botella del mejor singani, “traiga un San Pedro

–recomendó –, los otros son alcohol con esencia de uva” y cuando hubo ingerido el último

chuflay volvió a mirarlo de frente y le indicó que la única posibilidad “era buscar a un tipo

medio loco que se llama Jorge Calahumana, un individuo excéntrico que se jacta de ser

descendiente del Mariscal de Zepita, del gran Andrés de Santa Cruz y Calahumana, así que

usted no vaya a contradecirlo y mejor si le comenta el parecido físico que tiene con la

inmensa pintura del fundador de la Confederación Perú –Boliviana que cuelga en la sala de

su casa”.

Así fue como Antonio llegó a la casa del Guardián del Arca de la Alianza, donde la carta

obró un nuevo milagro logrando que el tesoro de las guerras se abriera para él. Dejó por un

momento sus recuerdos, cerró el archivo electrónico y se fue a almorzar.

Mientras disfrutaban en familia de un caliente y apetitoso locro de gallina criolla, Silvana,

la esposa de Antonio, le reprochó por la actitud ausente que había sostenido esas semanas:

“usted se ciega con cosas del pasado y del presente solamente le interesa lo político para

hablarlo con sus amigos del “Foro”, siempre parece agobiado por las noticias cuando le

quiero comentar algo. Le he pedido que me ayude con los papeles de mi padre y prefiere

seguir revisando ese cuaderno viejo que ayudarme a poner en orden los documentos que

exigen en la oficina de la Unión de Víctimas de la Violencia Política. Si no presentamos lo

que piden mi padre no podrá calificar para ser resarcido por los daños y perjuicios que

sufrió durante las dictaduras. Usted sabe que para él es muy importante que el Estado le

reconozca su sacrificio. Usted se preocupa por reivindicar la memoria de un muerto y no la

de un vivo”, le sermoneó. A Antonio no le quedó más que disculparse y prometer que al día

siguiente iría a recoger los formularios.

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Ya en casa de don Daniel, su suegro, lo llenaron juntos. Mientras Antonio leía las

preguntas, el suegro respondía: Edad, 79 años. Militancia, ninguna. ¿Estuvo preso?, sí, me

apresaron en Santa Cruz durante la dictadura de Hugo Bánzer, y me llevaron al Panóptico

de San Pedro, en La Paz. ¿Cuánto tiempo?, seis meses y me dejaron libre sin un peso para

volver a casa. Tuve que recurrir a unos familiares que más tardaron en abrirme la puerta

que en pedirme que me vaya, porque los ponía en peligro ya que sabían que yo era

considerado un “terrorista proscrito”. Cuando volví a Santa Cruz me volvieron a apresar,

dizque porque andaba conspirando junto a otros que ni conocía y me llevaron a la comisaría

de El Pari. Allí estuve preso con José Luis Ibsen, un colega y amigo mío cuyo hijo, Rainer

Ibsen, había sido asesinado durante las primeras semanas del golpe de Bánzer. A José Luis,

lo hicieron desaparecer años más tarde cuando después de salir al exilio en Argentina

volvió para conocer a su hija de pocos meses de nacida. Sé que ahora Rebeca, una de sus

hijas sobreviviente, que en esa época tendría unos nueve o diez años, se ha convertido en

una tremenda abogada, viene trabajando incansablemente en juicios contra los torturadores;

es de los pocos familiares de desaparecidos que los ha perseguido y los ha metido presos.

¡Macha la mujer! Sé, también, que ya consiguió una orden para buscar los restos de su

padre y de su hermano en una fosa común en el cementerio “La cuchilla” que fue ubicada

por las declaraciones de testigos anónimos. Te cuento esto porque como a ti te gusta la

literatura debes saber que los desaparecidos eran parientes de Enrik Ibsen, el Premio Nóbel

de Literatura, aclaró don Daniel y siguieron con las preguntas ¿Fue torturado? Si, varias

veces y me quebraron costillas. ¿Salió exilado?, si, a Córdoba, Argentina en el año 1972.

Después quedé libre con el compromiso de irme de Santa Cruz, caso contrario me

aplicarían la Ley de fuga donde me encontrasen. ¿Le mataron familiares?, sí, a un primo y a

muchos amigos. ¿Ha tenido algún trabajo importante en el Estado después del retorno de la

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democracia a partir de octubre 1982? Diga si desde la recuperación de la democracia ha

sido ministro, parlamentario, concejal, director de alguna institución pública o diplomático.

No, ningún cargo porque no era militante de partido político alguno. Solamente el ejercicio

libre de la profesión de abogado. Después de llenar los formularios, hay que firmar y

adjuntar el testimonio de dos testigos, le dijo Antonio. No hay problema, respondió el padre

de su esposa. Mañana traigo a unos amigos, uno de ellos estuvo preso conmigo y ya le

hablé a otro que estuvo exiliado en Córdoba, ambos están de acuerdo en firmar como mis

testigos. Sabe Antonio, yo no tengo una jubilación porque nunca trabajé para el Estado para

asegurarme una pensión vitalicia. Nunca ahorré plata en el banco. Si nos dan esta platita,

será para pasar mis últimos años sin tener que molestar a ninguno de mis hijos. Cuando uno

se pone viejo es mejor tener, por lo menos, agua fría en la heladera, de lo contrario los hijos

y los nietos reniegan de uno y dicen ¿para qué vamos a ir donde ese viejo que ni agua fría

tiene para invitarnos? Además cada uno de ellos tiene sus propias obligaciones y no tienen

porqué hacerse cargo de un fósil del siglo pasado, que en vez de darles una buena vida

estuvo ausente y se perdió lo mejor de sus infancias y juventudes. Un padre en la cárcel y

en el exilio, un abuelo sin un centavo en el bolsillo.

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La familia del Coronel

Una noche, mientras Antonio esperaba que retorne a casa Carolina, su hija menor, quien

había asistido a un concierto de un grupo “pop”, preocupado como lo estaría cualquier

padre cuya hija de trece años saliera a este tipo de eventos, quiso hacer hora trabajando en

la novela. Cuando ingresó al estudio encontró a su hijo usando la computadora, y antes de

que pudiese decirle algo, éste le recordó que durante varios días no había podido usarla para

realizar una tarea estudiantil porque él se le adelantaba. “Es mi turno, querido padre”, le

dijo, y Antonio no tuvo más remedio que sentarse en la sala a revisar las fichas y borradores

de la novela.

Mientras los revisaba se le vino a la memoria la manera cómo siguió las pistas que tenía a

mano para armar la historia familiar del Coronel. La pista evidente eran tanto el nombre

como el apellido del militar y el nombre de la viuda que firmaba la carta como Adelia R. de

Villamil. Tenía el apellido del hombre pero no el de la esposa, que desaparecía en la

primera letra, estigma de una sociedad en la que las esposas eran la sombra del marido.

Este detalle lo intrigó, pues conociendo el apellido de ella hubiera podido rastrearla con

mayor facilidad, para armar su personalidad y definirlos a ambos como matrimonio; de lo

contrario habría que imaginarlos como si fueran personajes de ficción y entonces dejaría de

ser una novela histórica, sería simplemente una novela de aventuras.

Recuerda que mientras miraba los certificados encontrados en el Archivo Militar dedujo

que si Romualdo obtuvo su título de teniente en 1839, a partir de ese año había que buscar

la partida matrimonial. Supuso que los Villamil eran católicos, así que encaminó sus pasos

hacia el Archivo de la Iglesia Católica. Con el secretario del Obispo tuvo que apelar a su

educación católica en un colegio salesiano, darle nombres de varios de los sacerdotes del

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colegio Don Bosco y hablarle de las clases de religión para persuadirlo de que sus

intenciones no eran profanas. El cura se comprometió a buscar personalmente los

documentos y anotó los nombres pidiéndole que regresara en un par de semanas.

Cumplidas las semanas, Antonio retornó al obispado y tuvo que frenar su impaciencia, pues

lo tuvieron esperando durante muchas tardes hasta que compadecido de su persistencia, el

curita lo invitó a acompañarlo en la búsqueda, pero no se le desprendía ni cuando iba al

baño y, con él mirando sobre sus hombros, a su costado, de frente y de medio perfil, dieron

con el documento que buscaban. En papel de veinte centavos y con el sello quinto de la

República Boliviana, el presbítero Marcelino Ortiz, cura rector de la catedral de La Paz,

certificaba que en uno de los compendios parroquiales se hallaba la partida de matrimonio,

celebrado el veintitrés de abril en el año del Señor de 1846, “en virtud al auto librado por el

vicario de la diócesis que después de las tres proclamas establecidas por el Santo Concilio

de Trento, se celebró el rito consagratorio de la Santa Iglesia Católica, uniendo en

matrimonio a Romualdo Villamil con Adelia Rada”. Seguían los nombres de los testigos y

padrinos que para el caso carecían de importancia porque de pronto a Antonio se le

iluminaron los ojos al leer que el cura de la parroquia y bajo consulta al obispado “les había

dispensado del impedimento de consanguinidad en segundo grado de línea colateral en que

se hallaban ligados los contrayentes”. El parentesco, en esa época, solamente podía saberse

si eran familias conocidas en la ciudad, el detalle de las dispensas lo confirmaba así. Si

hubieran sido de origen humilde ni siquiera lo hubieran mencionado en el acta matrimonial.

Al unir los dos apellidos, Villamil y Rada, obtuvo el de un reconocido sabio paceño de

extravagante vida durante el siglo diecinueve. Emeterio Villamil de Rada, fascinante

personaje que hablaba doce idiomas, incluso algunos que ya habían desaparecido, y era

poseedor de uno de los más extraordinarios museos de antigüedades que se recuerda. Era

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un aventurero empedernido, que cruzó las selvas bolivianas y llegó a ser presidente de la

Cámara de Diputados en la República Federal de Brasil, donde se suicidó internándose en

el mar “buscando su sirena”, agregó una amiga de Antonio.

Villamil de Rada, doctor en literatura y filólogo, era recordado en Bolivia, especialmente

por los paceños, porque ubicó el paraíso terrenal de las Sagradas Escrituras en la región

semitropical de Sorata, un valle alto de la provincia Larecaja, población que se encuentra en

las faldas del colosal Illampu “el hacedor de aguas”, montaña que sería, según Villamil de

Rada, el verdadero Olimpo. Naturalmente, la familia Villamil provenía de este privilegiado

lugar de la campiña paceña. Según este singular sabio, el aymará era la lengua de Adán y

Eva, y de ella se desprendían todos los idiomas del mundo entero. Semejante tesis era

motivo de orgullo de los paceños, pero también de chanzas entre los intelectuales de otros

departamentos que, para no quedarse atrás, afirmaban que el paraíso estaba en cada una de

sus regiones.

En su entusiasmo, Antonio estuvo a punto de dar por sentado que una familia tan ilustre

sólo podía tener como descendiente a un personaje como Emeterio, quien se llevó al mar

sus secretos sobre el Edén aymara. Pero se equivocó. El sabio paceño nació en 1800 y se

suicidó en Brasil en el año 1866. Es decir, era contemporáneo de Adelia y Romualdo.

Después, releyendo la carta primordial, reparó en que Adelia afirmaba ser la única heredera.

En posteriores lecturas de los documentos, Antonio comprobaría que la afirmación de ser la

única heredera, parecía ser desmentida por el propio Romualdo cuando en una carta,

fechada en 1881, solicitaba su jubilación exponiendo entre otros argumentos laborales su

trágica situación familiar, afirmando que lo hacía “en resguardo de toda responsabilidad

como padre de familia”, dando a suponer la existencia de hijos en le matrimonio.

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A la distancia de las primeras lecturas de los documentos que recopiló, más sereno y quizá

más objetivo, Antonio creyó que era posible que ambos tuvieran razón. Cabe la posibilidad

que entre 1881 y la presentación de la carta en el Congreso en 1901, vale decir veinte años

después, haya fallecido el supuesto hijo o hija.

El ilustre apellido le permitió a Antonio imaginar que el militar poseía una formación

humanística y enciclopédica pues, aviniéndose a la escasa bibliografía sobre el filólogo y

coleccionista de yelmos y cascos españoles, era fácil inferir que el parentesco traiga las

mismas virtudes. En fin, Antonio quiere creer que si Emeterio no fue el hijo que

hubiésemos esperado al menos hubiese sido el hermano mayor, pues Romualdo habría

nacido en 1811, 11 años después de Emeterio.

En el manuscrito de Gregorio, que relataba la vida de Romualdo, no encontró ninguna

referencia sobre posibles vástagos de la familia. Tampoco llevaba una fecha definida de

cuándo se terminó de escribir pero, si nos atenemos a las referencias históricas y a otros

detalles como la carta de doña Adelia, fechada en 1901, es probable que haya sido escrito

los primeros años del siglo veinte. Por lo tanto vamos a suponer que en esa época quizá

Gregorio no haya querido hablar de un dolor tan profundo como es la pérdida de un hijo, si

eso fue lo que sucedió. El acuerdo con los hechos del pasado es un pacto de caballeros, que

conlleva convenientes olvidos y rescata los momentos felices. Uno recuerda lo que le

interesa y, tal vez, Gregorio decidió no recordar algunas cosas. Respetando su amistad con

el matrimonio Villamil no habló de su angustia. También es posible que no hayan tenido

descendiente y que la cita incluida en la carta de Romualdo acerca de su “responsabilidad

como padre” haya sido un error, un descuido del escribano, recordemos también que a la

edad anciana de Romualdo y Adelia no es dable pensar en hijos pequeños.

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En otro de sus viajes a La Paz Antonio comentó estos detalles con su amigo Carlos Dávila,

historiador por mera afición quien en sus lecturas había hallado varios errores en las fechas

de acontecimientos y apellidos de personajes de la historia, llegando a corregir a estudiosos

que, soberbios, tomaban sus sugerencias de mala gana. Luego de escucharlo, Dávila le

sugirió que consultara el tratado de Nicanor Aranzáes que además de ser un “Diccionario

Histórico del Departamento de La Paz”, era un compendio biográfico publicado a

principios del siglo veinte que abundaba en detalles sobre las familias paceñas basándose

en expedientes matrimoniales, libros de bautizos, y archivos oficiales e históricos.

Cruzaron el patio de su casa en dirección a su “idiotario”, denominado así porque es el

lugar adonde va cuando quiere alejarse de todo y buscarse a sí mismo y, una vez allí,

buscaron en su biblioteca y no lo encontraron. “Seguramente lo presté y ya sabes el dicho

de quién es más tonto, ¿el que presta o el que devuelve?”

Años después cuando investigaba en el Archivo Histórico de Sucre, Antonio halló en el

“Diccionario Histórico del Departamento de La Paz” una referencia del primer Rada que

llegó a esa ciudad, un español que arribó en 1706 como Regidor. También en el Archivo

Histórico de Sucre encontró un libro de Manuel Carrasco, titulado “José Ballivián 1805–

1852”, publicado en Buenos Aires en 1960, en el que dio con una cita donde el autor

nombra a los “villamiles” como gente de confianza de Manuel Isidoro Belzu, dando a

entender que se trataba de una estirpe de guerreros.

Si la tarea de búsqueda de documentos no fue fácil en los años ochenta, no tenía por qué

mejorar con los años; por el contrario, muchas cosas pudieron haberse perdido sin remedio

alguno. Así que Antonio decidió movilizar a varios amigos suyos en la búsqueda y recurrió

a historiadores para que lo socorrieran en su iniciativa. Ya no podía echarse para atrás, así

que cuando retornó a Santa Cruz dirigió sus pasos al Museo de Historia Regional, buscó a

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Paula Peña, directora de ese recinto, a la que ya había acudido en otras ocasiones para

consultarle sobre algunos temas históricos, y llevó para mostrarle algunos de los

documentos antiguos que había recopilado en sus esporádicas investigaciones en los años

ochenta. Después de mirarlos y de tocarlos levemente le hizo algunos comentarios sobre la

autenticidad y se detuvo en la firma de los Presidentes, advirtiendo que la mayoría de ellos,

en el siglo diecinueve, firmaban solamente con su apellido, “eran gente orgullosa de su

ascendiente español y de lo que eran”, comentó.

Luego llamó a su secretaria para que le trajera el libro de Aranzáes que Antonio le había

solicitado. La responsable volvió a los minutos y trajo un volumen titulado “Las

revoluciones en Bolivia”, que no era el que Antonio andaba buscando pero que le

aprovechó porque aludía dos veces a nuestro militar y, las dos alusiones, una en Santa Cruz

y la otra en Sucre, fueron definitivas para confirmar su valentía y ubicarlo temporalmente

en la historia que Antonio intentaba contar. El libro que Antonio buscaba era el que se

refería a las familias paceñas y en éste, en cambio, el autor hacía un escrupuloso inventario

de las “revoluciones” que se dieron en el país, entre 1826 y 1903, es decir en setenta y siete

años. Para ser más preciso, entre los gobiernos de Antonio José de Sucre y José Manuel

Pando, entre aquel que pidió humildemente que preservásemos la obra de su creación y el

otro, soberbio, en cuya gestión presidencial perdimos el gigantesco territorio del Acre. El

resultado al que llegaba este curiosísimo historiador es que, durante esos años, se dieron

ciento ochenta y siete eventos que él llama “revoluciones”, pero que también pueden ser

motines militares, sublevaciones, algaradas, intentonas subversivas y hasta jaleos entre

militares borrachos que, en el siglo diecinueve, se dieron no solamente en las ciudades o

pueblos de importancia, sino hasta en pequeños poblados, caseríos y puentes. Si la historia

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de Bolivia fue violenta, ésta sería la historia de un militar que sobrevivió a toda la

violencia, asegura Antonio Robles.

Luego de visitar a Paula Peña, Antonio regresó a su casa a repasar las cifras de “las

revoluciones” y pensó que en los cincuenta años de vida que él había cumplido hubo cerca

de treinta presidentes en Bolivia; intentó obtener la cifra exacta pero no puede acordarse de

algunas juntas y triunviratos militares que se sucedieron en las dictaduras. Días después, en

la ciudad de La Paz comentó con Carlos Dávila que haría falta otro Nicanor Aranzáez para

detallar la suma correcta, los nombres de los implicados, las fechas, los lugares donde

estallaron y la suerte que corrieron los implicados en los alzamientos, éste le contestó que

en esta época sería muy difícil conseguir un cura como Aranzáez que, libre de las

tentaciones mundanas, se dedicara exclusivamente a la historia. Ya no hay de esos hombres,

le dijo.

Después de su conversación con Dávila y antes de retornar a Santa Cruz, Antonio pasó por

el Viceministerio de Justicia para averiguar el motivo por el cual los papeles de don Daniel

habían sido rechazados y su nombre fuera eliminado de la lista de víctimas de las

dictaduras. Un abogado joven lo recibió amablemente y lo hizo sentar; en seguida de

presentarle su reclamo, Antonio se dio cuenta que aquel novel profesional no tenía ni la

menor idea de lo que fueron las dictaduras militares y que lo escuchaba como si le estuviera

explicando un caso de divorcio. Le volvió a pedir el nombre de su suegro, lo introdujo en la

computadora, esperó unos instantes y le respondió que fue eliminado de la lista porque no

tenía los certificados médicos de las torturas y los días de impedimentos causados por las

mismas, que tampoco tenía el aval de un partido político de izquierda o de un sindicato, ni

sus testigos gozaban de los avales políticos correspondientes. Antonio preguntó cómo podía

subsanar estas falencias y el funcionario le indicó que no había otro modo, lo pensó un

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momento y le aconsejó que fuera al panóptico de San Pedro y consiguiera un certificado de

que había estado allá en calidad de detenido político, tal vez podrían incluirlo. Antonio

postergó su viaje por unos días porque sabía que el trámite era muy importante para el

padre de su esposa. Se fue a la cárcel y, previa donación para “material de escritorio”,

convenció al Gobernador para que lo dejasen buscar el expediente de don Daniel entre los

archivos. Antonio ya era experto en estos menesteres y supuso que no le iba a costar mucho

tiempo, pero los documentos estaban en tal desorden que en dos días no pudo encontrar

nada.

Después de aceptar otra “donación”, el Gobernador de la cárcel se compadeció de Antonio

y le explicó que su búsqueda era inútil porque no iba a encontrar registro de ningún preso

político en las cárceles de Bolivia. “¿Usted cree que dejaban las fichas de los presos

políticos? No, se las llevaban al Ministerio de Gobierno, pero dudo que allá se las quieran

proporcionar. Forman parte de la historia oscura del país, de esa que nadie quiere recordar y

que muchos prefieren mantener en el olvido”.

Y así fue, el policía tenía razón, en el Ministerio de Gobierno primero le dijeron que era

información confidencial y luego, viendo su insistencia, le informaron que los archivos que

contenían estos antecedentes fueron sustraídos por el coronel Luis Arce Gómez, Jefe del

Departamento Segundo de Inteligencia de las Fuerzas Armadas, el año 1980, durante el

fugaz gobierno de Lidia Gueiler, sublevándose contra la primer y única mujer presidenta de

Bolivia y Capitán General de la Fuerzas Armadas. Fue Arce Gómez quien asaltó el

Ministerio de Gobierno y cargó con ellos llevándolos el Estado Mayor. “Si usted tiene

“muñeca” entre los militares puede ser que le den “alguito de información”. Un conocido

suyo que trabajaba en el ministerio le aconsejó que mejor no insistiera, pues si bien éste era

un gobierno de izquierda, a muchos de los gobernantes no les convenía que se conozca la

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verdad, porque algunos de ellos habían traicionado a sus compañeros y sin embargo eran

héroes de la democracia.

Antonio regresó a Santa Cruz sin saber qué decirle a su suegro. Retrocedió a 1901 e

imaginó a Gregorio saliendo del Congreso, de regreso a la casa de doña Adelia sin tener

ninguna novedad que contar, buscando en su mente nuevas palabras para decirle lo mismo

que los anteriores días que, todavía, no había ninguna respuesta de parte del Congreso.

Mintiéndole que los parlamentarios no habían tenido tiempo de revisar la correspondencia,

pero que pronto lo harían: “Vuélvase mañana, quizá hayan novedades”.

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El ayudante ilustrado

La carta que hizo su aparición discretamente y de improviso se proyectó como algo

insólito, tal vez porque estas cosas no asoman por casualidad; hay siempre un acaso detrás

de estas contingencias. Cada vez que Antonio la veía en el cajón de su escritorio de la

Biblioteca sentía una urgente necesidad de leerla y, poco a poco, se fue animando a

comprobar si el contenido era cierto ya que no venía acompañada de otros documentos que

prueben lo que afirmaba su autora. Durante meses recopiló documentos sin saber muy bien

lo que iba a hacer con ellos.

Antonio recuerda que después de revisar el cuaderno de Gregorio Aguilar y comprobar que

eso era lo que buscaba, lo tomó entre sus manos y le rogó al guardián del Arca que se lo

prestara por unos días para tomar notas, presupuso que el hombre no iba aceptar, porque sus

palabras y su actitud acerca del cofre fueron las de alguien obsesionado con un deber que le

venía de un destino excepcional que lo asumía como el mayor propósito de su vida. Sin

embargo, sonriendo para disipar los temores de Antonio, Calahumana se lo ofreció para

tenerlo el tiempo que lo considerase necesario, “si usted no fuera el indicado, el manuscrito

no se hubiese dejado encontrar”, le sonrió, “devuélvalo cuando haya terminado de hacer lo

que tiene que hacer”, le dijo y le acompañó a la puerta de salida.

Lo que Antonio tenía que hacer demoró mucho más de lo que esperaba. Pasaron los años,

se casó con la mujer que vio subir por las escalinatas del Congreso como si estuviera yendo

hacia él, pero que en realidad buscaba la oficina de la presidencia de la Cámara de

Senadores para presentarse como la nueva responsable de protocolo. El tiempo transcurrido

hizo que se olvidara del manuscrito.

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Habían pasado casi veinte años desde que llevó el cuaderno a su casa en la ciudad de La

Paz, y recién en Santa Cruz, en el año 2006, pudo dedicarse a releer la carta y los

documentos recopilados. Decidido se puso a examinar escrupulosamente el cuaderno, a

veces explorando las grafías con la lupa que le obsequió su hijo viéndolo en esos trajines.

El regalo de su hijo le mostró que, ahora sí, “las condiciones históricas”, como decían los

políticos marxistas, estaban dadas, y que era inútil intentar escapar de la trama que va

urdiendo la historia para cada uno de los mortales.

Cuando concluyó la revisión del manuscrito, lo transcribió totalmente a la computadora y

decidió ir La Paz para retornarlo a su lugar, junto a los otros escritos que se habían ido

reuniendo, guerra tras guerra, desde hacía dos siglos. Aprovechó uno de los viajes que

realizaba por cuestiones de trabajo a la ciudad del Illimani para probar suerte buscando a

familiares del señor Calahumana; suponía que él ya había muerto pues cuando lo conoció

en el 1988 ya era un anciano. En el sitio donde estaba la vieja casona republicana de dos

pisos encontró un edificio nuevo; el portero no conocía a ninguna persona con ese apellido

y en la calle nadie se acordaba del viejo ermitaño. Desanimado, y a punto de marcharse

divisó una tienda antigua, de las pocas que aún quedan en La Paz, atendidas por ancianas,

donde no hay mucho que comprar, pero que no faltan “caucas” y “marraquetas” que alguna

vez fueron crocantes. Se acercó preguntándoles por don Jorge Calahumana, le respondieron

que hacía muchos años que había fallecido, que los familiares que vinieron a enterrarlo,

vendieron la casa apurados y regresaron al exterior. Cuando se aprestaba a retirarse,

frustrado, una de las ancianas le dijo “espere, señor, no se vaya todavía, antes de morir don

Calahumana nos pidió que entregáramos esto a quien preguntara por él. No tiene

destinatario y usted es la única persona que ha preguntado por él durante estos años,

suponemos que debe ser para usted”. Le entregaron un manoseado sobre blanco que cuando

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lo tuvo entre sus manos sintió que su corazón casi da un vuelco. Buscó un café por la Plaza

Murillo y se sentó; pidió un expreso y abrió el sobre. Era un papel antiguo, amarillento,

como los del arcano cofre; sus dedos sintieron que era de los viejos folios y leyó la misiva.

“Querido amigo: Espero que se encuentre bien de salud y que la vida le sea amable.

Cuando usted reciba esta carta será porque ha venido a buscarme intentando devolver el

cuaderno de Gregorio. Lamentablemente ya no estaré cuidando el Arca de la Alianza. No

tuve hijos, por lo tanto no hay quien persista en la misión familiar de cuidarla. Sin embargo,

tomé algunas precauciones y dejé establecida en el testamento la obligación que deben

asumir mis familiares si quieren disfrutar de la herencia; no es mucho lo que dejo, pero es

lo suficiente como para que se apiaden del encargo de cuidar el Arca. Y me veo en la

obligación de hacerlo porque no pude cumplir a cabalidad el legado de cuidar de las

palabras de los muertos, porque la vida no me permitió tener descendientes. No estoy

seguro de que mis herederos vayan a cumplir con este compromiso, la mayoría vive en el

exterior y seguramente luego de enterrarme regresaran a sus hogares. Les he pedido

expresamente que se hagan cargo del Arca, que la guarden en sus hogares junto con las

cosas que aman; pero como yo no los crié, no sé si ellos serán capaces de respetar mi última

voluntad o si la botarán por ahí, en una tienda de antigüedades; esos lugares donde la gente

compra objetos por el placer de coleccionarlos, no porque conserven algún apego

sentimental. A fe de cristiano no sé qué sucederá con el Arca, tampoco he querido que caiga

en otras manos para no correr el riesgo de su destrucción. Pero yo siempre he dicho que las

cosas son para quien las busca, así que estoy seguro de que el Arca encontrará a alguien que

valore su contenido y continúe la tradición. A propósito del contenido del Arca encontré

una cita de Arthur Schnitzer, un escritor vienés que dice: “El diccionario de la guerra lo han

hecho los diplomáticos, los militares y los gobernantes. Deberían corregirlo los que

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regresan de las trincheras, las viudas, los huérfanos, los médicos y los poetas”, Hermosa

frase ¿no?

Cuando usted llegó hasta mí me preguntó si yo conocía el contenido del cuaderno y yo no

le respondí como era debido, lo dejé con la duda. Creo que usted ya ha debido adivinarlo y

sabe, por supuesto, que lo conocía. El manuscrito le fue encomendado a mi abuelo por el

propio Gregorio Aguilar, a quien conoció en el ejército, y mi abuelo antes de morir se lo

recomendó a mi padre a la sazón guardián del Arca. Lo releí muchas veces porque era

diferente a los otros testimonios militares; era la evidencia de una vida antes que un parte

castrense o un diario de guerra. Creo que eso era lo que usted andaba buscando para su

investigación sobre Romualdo Villamil.

No se preocupe si no me encontró, regrese a su hogar sin remordimientos que lo que tiene

que ser así será.

Suerte, mi joven amigo y espero que haya valido la pena concederle el manuscrito. Su

seguro servidor por siempre, Jorge Calahumana”.

Antonio no pudo evitar la angustia que le produjo un nudo en la garganta hasta nublarle la

vista; hubiese querido hablarle del cuaderno de Gregorio, decirle que había llegado a la

conclusión de que el Arca que él cuidaba era lo más parecido a la de Noé, que así como ésa

salvó a la humanidad del exterminio total, ésta había salvado de la destrucción y el olvido a

aquellas palabras que los seres humanos nunca debemos olvidar, las palabras cariñosas, las

del amor, las del perdón, las de la amistad, las que nos hacen ser mejores cada día. Le

hubiese dicho que Rosario Moreno, una escritora argentina conmovida por el relato del

manuscrito hallado en el Arca, le había enseñado en la Biblia, en el capítulo 25 de Éxodo, la

descripción de la mítica Arca de la Alianza y que años más tarde él había encontrado en el

versículo 16, que Dios recomendaba: “En el Arca pondrás los testimonios que yo te daré”,

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creyó haber encontrado la justificación divina de la misión que los Calahumana se habían

impuesto desde hacía siglos. Así como el arcaico cofre sagrado guardaba la palabra de Dios

en los Diez Mandamientos, el Arca de los Calahumana guardaba aquellas palabras, que

expresando nuestros sentimientos, nos acercan a Dios. Quiso llorar pero se contuvo. Evitó

hacerlo. Esa tarde, antes de retornar a Santa Cruz, llamó a la gente que figuraba en la guía

telefónica con ese apellido y no tuvo resultados, nadie conocía a Jorge Calahumana. Volvió

a Santa Cruz en el último vuelo nocturno con la esperanza de devolver el manuscrito al

Arca algún día.

Antonio recuerda que cuando el Arca fue abierta pensó encontrar un diario de don

Romualdo Villamil. Inteligente e ilustrado como lo suponía, estimaba que pudo haber

cultivado esa costumbre bastante común entre los guerreros. Pregúntenle al Comandante

Ernesto Che Guevara y a todos lo guerrilleros de los años sesenta y setenta que nos dejaron

sus diarios de combate, pensó.

Reconoce que en el instante de encontrar el cuaderno de Gregorio se olvidó de sus

pretensiones porque se le reveló que ese manuscrito era la verdadera razón de su búsqueda.

Alguna vez, descansando de la búsqueda en el Archivo Militar, había supuesto que un

militar de la talla de don Romualdo debió tener un ayudante, un soldado o sargento que lo

acompañaba a todo lado y fuera su mandadero, sus ojos, sus oídos y, algunas veces, su voz.

Varias veces presumió acerca de cómo y quién hubiese sido ese soldado y supuso que tenía

que haber sido un guerrero nato, un hombre al que no le importase ni su familia ni su tierra,

solamente la aventura y el placer de estar en la batalla. En reiteradas ocasiones especuló

que podría ser un descendiente de Tupac Katari, un aymara pequeño, de piel curtida por el

sol y el frío del altiplano paceño; y en otras lo imaginaba como un quechua alto y fornido,

seductor de cholas y sirvientas; hasta que encontró el manuscrito y fue el mismísimo

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ayudante quien, en la primera página y con cierta inocencia, se describía a sí mismo

confesando que era “un mestizo, hijo de español y una chola paceña, que había escapado

temprano del hogar y que se había enlistado en el ejército desde pequeño. Mi madre dice

que mi padre era un comerciante español que, con la excusa de ir a traer mercadería del

Viejo Mundo, no regresó nunca más. De niño me hizo sentir orgulloso de mi color blanco,

de mi herencia española y me enseñó a hablar como el cura de la iglesia. “Tu padre hablaba

así de bonito, como el padrecito de la iglesia y tú debes hacerlo también para que todos

sepan que no eres indio”, me decía halándome la oreja cada vez que hablaba como los

llocallas, por eso se me quedó la costumbre. En el ejército empecé como tambor de órdenes

hasta llegar a sargento al servicio del Coronel Romualdo Villamil, un hombre noble que me

tenía como amigo pero que muy pocas veces me lo hizo saber, quizá para no romper la

cadena de mando de los cuarteles. Las cosas que voy a referiros en estas páginas tienen que

ver con esta amistad”.

Un amigo, eso fue lo que encontró Antonio en el cuaderno de Gregorio, el testimonio de un

amigo que iba a compartir con los lectores. En las primeras páginas del manuscrito

Gregorio reconocía que lo había escrito en los primeros años del siglo veinte (sin

especificar el año), enseguida de la muerte de doña Adelia, la esposa de su jefe el Coronel

Romualdo Villamil; ella había muerto de consunción y de pena esperando una pensión, un

premio decía ella, que nunca llegó. Antonio se acordó del viejo coronel colombiano, ese

entrañable personaje creado por García Márquez que esperaba el correo soñando con una

pensión que nunca le llega. Si el Coronel no tiene quien le escriba la viuda del Coronel no

tiene quien le pague.

Gregorio Aguilar cuenta que antes de conocer al Coronel él no sabía leer ni escribir como la

gran mayoría de los bolivianos de esa época, en la que las ilustres y acomodadas familias

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descendientes de españoles y los curas tenían ese privilegio. Narra que fueron unos gentiles

oficiales quienes lo acogieron en un regimiento cuando escapó del hogar materno buscando

alejarse para no ser una carga para su madre soltera y abandonada. Gregorio admite que

desde niño desarrolló una gran capacidad de observación y una prodigiosa memoria que

asustaba a sus compañeros de juegos. “No olvido nada de lo que veo y escucho. Recuerdo

hasta los más mínimos detalles sin proponérmelo”, dejó constancia en sus memorias. Esta

virtud o defecto, como se mire, hacía que Gregorio Aguilar recuerde fechas, nombres,

hechos, lugares con “pasmosa facilidad” como lo demostraba en sus relatos sobre sus

aventuras al lado de Romualdo Villamil. “Estoy seguro que ninguno de vosotros podéis

recordaros el tamaño, la forma y el lugar exacto de los lunares de cada una de vuestras

amantes, yo sí puedo hacerlo”, confesaba con el falso orgullo de los hombres de vida alegre

que se creen dueños del mundo y de las mujeres. En este párrafo del manuscrito, Antonio

cree haber encontrado a un pariente de Ireneo Funes, “el memorioso”, ese asombroso

personaje de Jorge Luis Borges que no tenía la dicha de los hombres felices: el olvido.

Cuenta que conoció a Romualdo Villamil cuando pasaba de los quince años, allá por el año

de 1848. Gregorio informa que Villamil regresaba de Tacna, Perú, sitio donde Miguel de

Velasco, presidente de Bolivia por cuarta vez, lo había nombrado representante comercial

de Bolivia, aunque le duró poco porque a los escasos meses de haber llegado a cumplir con

su misión Velasco fue derrocado y el nuevo presidente lo designó teniente Coronel efectivo

y segundo jefe de la Columna de Preferencia de la ciudad de La Paz.

En sus memorias, Gregorio describe así a Romualdo: “Era un joven bien plantado, de

estatura mediana y amplia frente, de mirada profunda, llevaba un bigote espeso que se unía

a una acicalada chiva cuadrada, muy de moda entre los militares del siglo diecinueve, que

le daba un aire aristocrático. Llegó al cuartel buscando enlistar a los mejores oficiales para

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organizar el Cuerpo de Mando de su unidad: “Soldados: a la sombra de vuestras victorias se

ha alzado un pueblo de hombres libres…”, nos arengó a un grupo. Luego de escucharlo y

cómo era la época en la que yo creía que todas las batallas eran contiendas entre héroes, me

presenté ante él y le dije: “Granadero Aguilar a vuestras órdenes, os prometo morir por la

Patria y por usted”. Me miró con simpatía y contestó que “un buen soldado ni se brinda ni

se excusa, pero aún es demasiado mozuelo para saberlo. Ya habrá tiempo, venga conmigo

para que lo aprenda. Y yo ansioso por servirlo, le respondí que será lo que mande Vuesa

Merced”.

“Mientras él evaluaba a la tropa, me di cuenta de que la oficialidad le tenía un gran respeto

y admiración. Ya sabíamos que era graduado del arma de Infantería de Línea y la mención a

este hecho equivalía, sin exagerar, al grande valor de aquellos hombres que enfrentaban

antes que nadie al enemigo. Eran los guapos de las batallas. Con ellos no vale eso de “los

últimos serán los primeros”. En la guerra los primeros son los primeros no más, y los de

Infantería de Línea eran los más machos y valientes guerreros. Los oficiales recién

incorporados declaraban sin ambages que con él podían ir a la batalla sin pestañear, y en

aquellos años de batallas sin vísperas esto era algo ejemplar. La primera vez que nos habló

lo hizo de manera tranquila, sin apurar las palabras; su voz nos transmitió confianza y

poder, virtudes que todo buen jefe militar debe poseer. Su discurso emanaba una profunda

fe en la Patria, una fe tan abrumadora que los que creían que Bolivia debía dividirse nunca

pudieron cuestionársela y terminaban cuestionados ellos mismos.. Poseía de yapa una

inquebrantable moral que nunca lo abandonó, ni siquiera en su lecho de muerte. Desde que

lo conocí no me separé de él y lo acompañé en las buenas y en las malas, comiendo

banquetes o compartiendo un plato de chuño. Yo, que no fui a la escuela fui aprendiendo de

nuestras conversaciones, de las lecturas que él y su esposa compartían conmigo y de su

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manera caballerosa de ser, ese don de gentes que no se enseña ni en las mejores

universidades. Durante los viajes, especialmente cuando teníamos que huir de los complots

en contra del gobierno que el Coronel representaba como autoridad regional, charlábamos

largamente sobre la formación militar, las epopeyas bélicas de la historia, los grandes

conquistadores y otras cosas que leía en los libros que lo acompañaban en sus alforjas

viajeras. Al principio yo no tenía mucho tema de conversación, así que un día hice un trato

con mi Coronel, él me enseñaba a leer y a escribir y yo sería su hombre más leal, tanto que

podía confiarme su propia vida. Creo que esta proposición lo emocionó porque no era un

hombre de muchas amistades”.

Tan embalado estaba Antonio con la historia que cuando viajaba a la ciudad de La Paz no

perdía ocasión de buscar referencias sobre el Coronel Villamil. En una de sus visitas fue a

la Prefectura paceña a buscar datos sobre él, encontró que en el despacho del Prefecto

existe un cuadro pintado por Guillermo Irahola en 2005 que incluía a todos los prefectos

del Departamento desde 1826 al 2001. El cuadro, una obra pictórica sepiada, mostraba a

Romualdo Villamil con las características exactas que Gregorio Aguilar describiera

asombrosamente. Días después de la ubicación del retrato gracias a un dato proporcionado

por José Luis Ballivián, un amigo suyo, Antonio comprobaría que el cuadro también podía

ser visto en los buscadores de la Red Internet, ingresando a “Prefectura de La Paz”.

El cuaderno manuscrito entrañaba muchas cosas, vida, aventura, muerte, traición, amistad,

era una fuente de relatos, pero a veces la lectura se le dificultaba a Antonio porque la tinta

de las letras parecía diluirse y ni siquiera con la lupa lograba descifrar las palabras, había

algunas imposibles de leer, ni siquiera adivinar, tuvo que reemplazarlas improvisando con

otras que consideró apropiadas para el sentido y el espíritu del texto. Gregorio refería

lugares, narraba anécdotas, exponía hechos y dichos de gobernantes y gobernados, e iba

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dejando escapar sus propias opiniones sobre lo que contaba “añadiendo de su propio

caletre”, para decirlo con palabras del español escritas en el manuscrito.

Sus descripciones son sinceras y escuetas; así cuando se refería a pueblos perdidos en el

altiplano decía que son lugares “donde solamente se escucha el viento frío de la puna

hablándole a tus ateridos huesos”; hablaba de puertos marítimos casi abandonados,

paradisíacos valles en medio de las montañas andinas, míseras aldeas en la selva,

imposibles comunidades indígenas enclavadas en la vasta soledad de las montañas donde la

sola vida ya era un milagro y caseríos desperdigados por todo el territorio nacional, cuyos

habitantes parecían no haber visto nunca antes a gente blanca, despertaba la curiosidad de

los comunarios que se acercaban a ellos y los tocaban, “acariciando nuestras ropas y

nuestros cabellos, para ver si no nos estaban soñando, poco faltaba que nos pellizquen para

ver si gritábamos”, contaba gozoso Gregorio en su cuaderno.

Pero son las ciudades donde más parecen disfrutar de los agasajos que les otorga la vida

misma: aquellos incipientes centros urbanos que marcaban el ritmo republicano de esos

años feroces cuando la patria nacía y la nación estaba en permanente campaña; las ciudades

donde se movían los militares y los doctorcitos, donde las conspiraciones estaban a la orden

del día como si fueran parte de la rutina cuartelaria.

Gregorio habla de Sucre, Cochabamba y La Paz, como los centros urbanos más poblados

del país en esa época de consuetudinarias confabulaciones para apoderarse del poder.

Describe a estas ciudades como lugares donde habitaban hombres cultos que deslumbraban

a las ocasionales audiencias hablándoles con una “claridad maravillosa”. Menciona a gente

como Vicente Pazos Kanki que un día contó que venía huyendo de los Estados Unidos,

porque pesaba contra él una orden de captura por sedicioso, condenado por haber fundado

una república independiente denominada “La Florida”, dotándola de bandera, escudo e

52
incluso una Constitución Política del Estado. La nueva república apenas duró unos días,

porque más tardó en posesionar a su flamante gabinete que el ejército norteamericano en

entrar a destruir sus ilusiones patrióticas. “Si un boliviano no funda una Nación en pleno

territorio norteamericano, ningún otro ciudadano del mundo lo habría hecho. Creo que un

hombre así hubiera gustado mucho al libertador Simón Bolívar y no creo que otro hubiera

tenido o tenga el valor o la locura suficientes para hacerlo”, apunta Gregorio que habría

comentado su jefe luego de enterarse de semejante hazaña.

Antonio Robles termina de escribir esta parte y cavila frente a la pantalla del computador,

se levanta, va a la cocina, se prepara un emparedado de enrollado de cerdo que una amiga

le trajo de Vallegrande y, mientras lo saborea, piensa en la situación política actual. Piensa

que para los bolivianos la política forma parte de lo cotidiano, es como respirar, imposible

dejar de hacerlo. En este país todos juran no saber nada de política, todos son apartidarios;

alguien que no es de Bolivia, al escucharlos por primera vez hablar de sus gobernantes,

puede creer que la política para los bolivianos es cosa de los políticos, de unos cuantos que

se hacen dueños del poder. Sin embargo no es así, la clase media boliviana está siempre

bien informada, escucha atentamente radioemisoras, solícita ve televisión, lee periódicos

con avidez y una buena parte de ellos está afiliado a un sindicato, a un colegio de

profesionales o a una organización social aunque sea una junta de vecinos. Los bolivianos,

aunque no lo parezca, están al tanto de todo, no se les escapa nada y a la hora de votar

saben muy bien por quién hacerlo. Después de las elecciones generales todos los

“buscapegas” aparecen con carnés del partido ganador, claro que si el candidato falla nadie

se arroga la responsabilidad de haber votado por él.

Bolivia vivía un devenir histórico impetuoso, uno de esos momentos irrepetibles en la

historia, un momento que trastocaba todas las costumbres políticas, sociales y culturales.

53
Los que nunca pensaron tomar el poder lo hicieron, los arrebatados abuelos de la izquierda

radical de los años setenta, los dirigentes de los movimientos sociales y los nóveles

intelectuales indigenistas se aliaron y ganaron las elecciones de diciembre de 2005 de la

mano de un carismático líder sindical de origen aymara, que arrasó con la votación

venciendo en las elecciones generales con más del cincuenta por ciento de los votos.

Parecía que a Bolivia, país con las esperanzas siempre postergadas, le había llegado la hora

de las primaveras. Algo nunca antes visto en estos veinte años de democracia. Antonio

piensa que valdría la pena recordarles a los anti imperialistas la proeza de Pazos Kanki para

que, en una de ésas, se les ocurra levantarle un monumento al primer aymara que se animó

a enfrentar al águila imperial en su propio territorio. Con Carlos Dávila averiguaron que

este singular personaje también era autor de “El Evangelio de Jesucristo” escrito en español

y en aymará. “Les pasamos el dato a los actuales contestatarios de los Santos Evangelios”,

concluye Antonio.

Esa noche, mientras veía las noticias recostado junto a su esposa y comían uvas negras de

Tarija con queso fresco de la Chiquitania, Antonio caviló en lo paradójica que podía ser la

historia cuando escuchó afirmar al Canciller de la República, David Choquehuanca, un

pequeño aymara de mirada astuta, que se debería prohibir la lectura en las escuelas. Que él

aprendió sobre la vida leyendo las arrugas de sus abuelos. Al principio la declaración oficial

le pareció una provocación poética, los indios jodiendo a los blancos; pero después, cuando

el gobierno indígena propuso que para “desmantelar el Estado colonial había que botar a

todos los blancos que lo representan en las instituciones estatales”, le pareció que la historia

estaba volviendo a la época de la Conquista cuando los españoles prohibían que los indios

aprendan a leer, y luego en la República, en la que los patriotas blancos y mestizos les

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impedían que ocupasen algún cargo en la administración pública que no fuera de porteros o

mensajeros. ¡Qué vida! Ahora la discriminación se invertía, ¡Qué vida!, pensó Antonio.

Al día siguiente de esos sucesos, sábado, mientras leía el periódico echado en la hamaca

guaraya que colgaba en la galería de su casa, se acercó Francisco, su hijo, y volvió a insistir

en la necesidad de hablar del “asunto urgente”. “Ya sé”, le dijo Antonio, de mala gana,

como queriendo demostrarle que los padres lo saben todo, querés mostrarme tus nuevos

dibujos manga, esta bien, tráelos, quiero verlos”. “No, esta vez no se trata de eso, es otra

cosa que me tiene preocupado”. “¿Problemas con tu corteja?” “No, no es nada de eso

tampoco, estoy preocupado porque hay unos chicos de la Unión Juvenil que han estado

reclutando jóvenes por toda la ciudad, que ya han ido varias veces al Centro Boliviano

Americano, invitándome a sumarme a los grupos armados que se entrenan en el Parque

Amboró para enfrentarse al gobierno. Dizque el gobierno de Evo Morales va a acabar con

la religión, va repartir las tierras, nos van quitar las casas y todo, incluso nuestras vidas

serán del Estado como en un régimen comunista”.

No les hagas caso, esas son burreras, nada de eso va a suceder, porque no pueden hacerlo,

para eso tienen que cambiar la actual Constitución Política del Estado, y la única instancia

que puede hacerlo es la Asamblea Constituyente. Así que no te preocupés, en este país

parece que va a pasar todo y nunca pasa nada.

“¿Será? Habría que preguntarle a Gonzalo Sánchez de Lozada”, le respondió Francisco,

satirizando sobre el último mes de gobierno de Sánchez de Lozada, que creía que nada ni

nadie podía derrocarlo y al final tuvo que salir huyendo correteado, como alma que

llevaban los muertos de la sangrienta represión a la que sometió a los paceños durante el

mes de octubre del año 2003.

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Antonio y Silvana han estado muy ocupados con sus respectivos trabajos y no han podido ir

a la oficina de las “Víctimas de la Violencia Política” para averiguar si había novedades

respecto del trámite de su suegro. Se olvidaron de los papeles hasta que el propio interesado

les pidió que fueran porque a él le costaba mucho caminar. Antonio fue y esperó que

decenas de hombres y mujeres que hablaban de la cárcel y de los torturadores, del exilio y

la nostalgia, de la revolución y de las traiciones, pregunten por sus respectivos trámites. El

encargado de la oficina, sentado detrás de un pequeño escritorio, sobre el que estaban

apilados muchos fólderes amarillos le explicó cansado, hablando sin escucharse a sí mismo

y mirando al vacío, que ya habían enviado la lista a la ciudad de La Paz, al Viceministerio

de Justicia y que allá revisarían la nómina y los documentos presentados por los postulantes

y les iban a avisar si faltaban algo, “tienen que tener paciencia”, les aconsejó.

Antonio regresó a la casa de don Daniel, le informó de la situación y éste, disculpándose

por las molestias ocasionadas, le pidió que no se angustie, que todo iba a salir bien, porque

sus compañeros de infortunio le habían contado que ya Naciones Unidas había tomado

cartas en el asunto, supervisando al Estado boliviano para evitar que las víctimas se queden

sin la merecida indemnización. “Además, no se olvide que éste es un gobierno de izquierda,

muchos de los que son diputados y senadores, o autoridades del ejecutivo estuvieron presos

y exilados, se supone que nos van a ayudar. Es lo menos que pueden hacer por nosotros y

por ellos mismos. Hace más de un año que aprobaron la Ley en el Congreso mediante la

cual el Estado boliviano comprometió la indemnización y dicen que la ONU cubrirá un

porcentaje del monto total. Naciones Unidas ya lo hizo con las víctimas de las dictaduras en

la Argentina, en Chile y en Brasil, ahora le toca Bolivia. Me contó mi compadre Carmelo,

que a un primo suyo que cayó preso en Salta, el Estado argentino le otorgó dinero como

indemnización por víctima de la dictadura y le alcanzó para comprarse una casita y meter lo

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demás en el banco para vivir de los intereses. Yo no quiero tanto, me contento con unos

pesos que me permitan vivir dignamente estos últimos años y listo”, dijo don Daniel y

luego le avisó que estaba al tanto de la novela que estaba escribiendo. “Yo sé lo que es

entregar una carta de un ser querido al que se sabe preso o se cree desaparecido. Cuando me

liberaron del Panóptico de San Pedro, los compañeros de infortunio me entregaron cartas

escritas en lo que tenían a mano, papel higiénico, pedazos de cartulinas o páginas en blanco

arrancadas de los pocos libros a los que tuvimos acceso. Al llegar a Santa Cruz lo primero

que hice fue buscar a sus familiares y entregar una por una las cartas. Uno se siente feliz

después de haber cumplido con tan noble encargo. Siga adelante, Antonio. A propósito, leí

en el periódico que Rebeca Ibsen, hija de José Luis y hermana de Rainer, ¿Se acuerda de

esos dos amigos míos desaparecidos durante la dictadura de Bánzer? logró la orden para

cavar en las fosas comunes, pero todavía no encontraron nada. Tarde o temprano van

encontrar y los restos y sus familiares podrán descansar en paz.”. Sí, lo sé porque el otro día

fue a buscar a Silvana para que la ayude con unos trámites judiciales y le dejó la novela “El

agorero de Sal” que trata sobre los desaparecidos en la Argentina, le dijo que a usted le iba

a interesar su lectura porque vivió en Córdoba y en esa novela hay referencias a esa ciudad

y a otras de la Argentina.

Tal como lo había decidido, Antonio, expuso sus teorías sobre la ciudad de La Paz en la

reunión del “Foro”, presuntuoso nombre que habían elegido en consenso ocho personas que

se habían conocido en un sauna de la ciudad y, al haberse caído bien, decidieron prolongar

las húmedas charlas del baño público en la casa de alguno. Cada quince días se turnaban las

casas y los diálogos duraban dos horas, sin ninguna posibilidad de prolongarse. La

característica excluyente hacia las mujeres que habían adoptado los integrantes del “Foro”,

hizo que una amiga de Antonio los rebautizara como el “Club de Toby” haciendo referencia

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al personaje gordito de la historieta “La pequeña Lulú”, que fundó un grupo de niños en el

que estaba prohibido el ingreso de las niñas. La mención también era alusiva a una

camarilla de analistas políticos paceños que solamente publicaban a hombres en su

suplemento “Tiempo Político”.

Dos de los miembros originales del “Foro”, un potosino dueño de una imprenta y un

cochabambino economista, se habían retirado porque desde que subió Evo Morales, de la

noche a la mañana, se hicieron “masistas”, se consiguieron buenos trabajos y no volvieron

por el “Foro” por temor a las críticas de algunos miembros que se mostraban

entercadamente enemigos del gobierno de Morales. Meses después de la deliberada

ausencia de los “masistas” en el “Foro” se comentó que tampoco iban a reuniones sociales,

ni a sus fraternidades ni a sus respectivas comparsas carnavaleras, peor a los lugares donde

corrían el riesgo de encontrarse con gente que pensase diferente a ellos. En los cafés se

hablaba de instrucciones “prohibiéndoles confraternizar con el enemigo”.

Quedaron seis en el “Foro”, Arturo, un ingeniero forestal que había estudiado en Pinar del

Río, Cuba; José María, un pintoresco holgazán que vivía de sus rentas, Gonzalo, un médico

cirujano plástico que operaba reinas de belleza; Aristóteles, un ex concejal al que ningún

partido político había vuelto a invitar como candidato; Huáscar, un paceño que vendía

computadoras y Antonio que trabajaba en una “oenegé”.

Durante las reuniones el dueño de casa tenía el privilegio de abrir la conversación,

hablando por lo general de temas del día y luego todos podían opinar sin restricción alguna.

En esa ocasión Antonio aprovechó el conocimiento que tenía sobre la ciudad de La Paz

para explicarles que ésta era la Sede de Gobierno desde los albores del siglo veinte después

de la mala llamada “Guerra Federal”, un pretexto para que los paceños le quiten esa

cualidad a Sucre, olvidándose de lo federal y haciendo que Bolivia siga más unitaria que

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nunca. La Paz siempre fue condescendiente con los sublevados, con los golpistas para

decirlo sin eufemismos, es una ciudad acostumbrada a que la piropeen con frecuentes

proclamas en las que le declaran amor o reconocimiento con frases como “El paciente

pueblo de La Paz…”, hay que ser caraduras para usar la palabra “paciente” y “golpearla”

nuevamente, bromeó Antonio y siguió diciendo que creía que los paceños, para burlarse del

poder, habían optado por la implacable parodia de los gobernantes de turno, haciendo

escarnio de presidentes y ministros. Burlas tan frecuentes en las charlas cotidianas, que si

uno no está avisado o ha llegado recién a la ciudad, se vuelven difíciles de comprender.

“Les cuento un chiste paceño contado en los bares, les dijo el Médico que había llegado

recién de las altas cumbres: ¿Saben por qué nunca se entendieron Gonzalo Sánchez de

Lozada y Evo Morales? – Preguntó refiriéndose a la enemistad entre el ex presidente y el

líder de los cocaleros–, ¿No?, pues porque ambos hablan mal el español, el primero lo habla

como gringo y el segundo como indio. Sánchez de Lozada habla “gringostellano” y Evo

habla “ayamarastellano” o “indioestellano”, precisó Arturo.

Después de la intervención de Antonio, se contaron las anécdotas de los meses de febrero y

marzo del 2006, que tenían que ver con los nuevos capos de las oficinas públicas, la

mayoría de origen indígena. No importa que no tengás título, si poseés un linaje indígena

no necesitás más. Los licenciados Pérez del Castillo o el doctor Iturralde y Sánchez

Bustamante fueron reemplazados por el licenciado Huallparimachi y el doctor en la

Sorbona Quispe Huaricollo, metió su bisturí el cirujano. Lo que me gusta, propuso Antonio,

es que en la Cancillería acabaron con las dinastías de las tradicionales familias paceñas, que

desde los inicios de la República eran los mezquinos dueños de los cargos diplomáticos.

Ahora se jodieron, pues un Choquehuanca es el Canciller y los embajadores serán indios

puros, los patrones de la burocracia son los pongos de ayer y se acabaron las pegas en el

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exterior para los hijitos de papá y mamá. Se terminaron las becas estatales para las familias

de rancio linaje. ¡Un aplauso para la “Revolución indígena”!, propuso Antonio y solamente

dos de los miembros del “Foro” lo secundaron en su moción, a los otros no les gustó mucho

el chiste. Gonzalo, quien también era conocido como el doctor Lalo, se molestó tanto que

afirmó que a él no se la charlaban los comunistas del gobierno, ateos, algún día Dios los va

a castigar.

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Los destinos fugaces

Desde que Evo Morales se declaró el “Primer Presidente Indígena”, en Enero del 2006, su

gestión se anunció como un nuevo inicio en la historia nacional; el cierre de un ciclo y el

comienzo de otro que se abrió con la victoria por mayoría absoluta del jefe de los sindicatos

cocaleros del Chapare cochabambino.

A partir de entonces se hablaba del fin de la “Era de la Oscuridad” inaugurada con la

llegada de los españoles, y de la apertura de la “Era de la Luz”, que prometía el retorno de

la felicidad para los pueblos indígenas. Los cambios se estrenaron con la triple posesión

presidencial, diferente a la de sus antecesores acostumbrados al rígido protocolo

diplomático. La primera posesión, el 21 de enero del 2006, se realizó en Tiwanaku,

considerado un milenario centro ceremonial de la cultura andina; allí, fue ungido con

supuestos ritos aymaras y lució una recién confeccionada bata andina con símbolos de

todas las culturas indígenas del territorio boliviano y un gorro de cuatro puntas

representando los cuatro suyus originales del desaparecido imperio Inca. Ese acto fue para

los aymaras el jacha uru, el gran día del que hablaban los mitos del Pachakuti que

prometían el retorno de los tiempos felices a la cultura andina. El Pachakuti formaba parte

de la concepción cíclica del tiempo que hablaba del fin de una era y del advenimiento de

otra, era considerado por los estudiosos como la dialéctica andina en la que en el mismo

proceso dialéctico se confundía con el desarrollo histórico. La segunda posesión, el 22 de

enero, fue la que establecía la etiqueta diplomática para los invitados oficiales y se

desarrolló, como era costumbre, en el Palacio Legislativo donde se le entregó la preciada

medalla Simón Bolívar. Todo el acontecimiento, incluido el prolongado discurso de

Morales, fue trasmitido “en vivo y en directo” por CNN, la cadena informativa televisiva

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más importante del mundo occidental y cristiano. Ningún mandatario del mundo podía

jactarse de ese privilegio. Y la tercera posesión en la Plaza de los Héroes de la ciudad de La

Paz, culminó en una fiesta popular, en donde se dieron cita delegaciones de artistas de los

nueve departamentos del país y, por supuesto invitados como Eduardo Galeano y Hugo

Chávez, presidente de la República Bolivariana de Venezuela, quién recibió un retrato de su

idolatrado Bolívar elaborado con hojas de coca por el artista paceño Gastón Ugalde.

Los sociólogos afirmaban que Bolivia vivía momentos de quiebre epistemológico, de

fractura étnica, lo indígena había dejado de ser un escarnio para llegar a ser un orgullo en la

vida cotidiana, un duro golpe para un país donde los políticos y burócratas ocultaban su

ascendencia indígena para trepar socialmente. Un apellido indígena y hablar cualquiera de

los treinta idiomas, dialectos y lenguas originarias de este territorio, daba un plus especial a

las personas convirtiéndolas, por arte de magia, en potenciales dirigentes o ejecutivos de la

administración pública. Así como antes había que ser blanco para acceder a las buenas

pegas, ahora había que ser indio o por lo menos parecerlo, como muchos blancos

pretendían, renegando de sus antepasados.

Antonio y sus amigos del “Foro” tomaron como tema de reunión la revancha indígena y

rieron hasta que les dolió el estómago, burlándose de los políticos que no querían jubilarse

deshonrosamente por sus pasados corruptos y se inventaban abuelos indígenas, reclamando

ser portadores de ancestrales linajes originarios. Antes, como Michael Jackson, todos

querían ser blancos, ahora todos querían ser indios para no ser excluidos del proceso que

vivía el país. Al igual que la canción de protesta, que cantaba Antonio en sus años de

estudiante universitario, en la que pedía a gritos “que la tortilla se vuelva”, parecía que la

tortilla, por fin, se había volcado. La rebelión de las masas parecía haber comenzado. Y, así,

quienes antes poseían apellidos aymaras se los cambiaban por otros de sonidos europeos,

62
convirtiendo a los Mamani en Magne, a los Quispe en Quisberth, a los Cholima del Beni en

Schollman, hubo en los juzgados y los registros civiles una creciente demanda por

apropiarse de los apellidos antes injuriados. Los Quisberth volvían a ser Quispe…

En el “Foro”, Huáscar que se jactaba de llevar el nombre de uno de los últimos incas, contó

que los camaleones de la política escarbaban desesperados sus troncos genealógicos

buscando una astilla indígena, negra o mulata. Lo naif era sacar a pasear a la abuela de

pollera, que hasta hacía poco ocultaban en algún rincón de la casa. Los políticos, ladinos

como siempre, hablaban de “las sirvientas como si fueran sus hermanas, que los ayudaban

en las labores domésticas de la casa, y de las nanas indígenas que eran las verdaderas

madres de sus hijos”, sonrió Huáscar recordando a varios paisanos suyos que andaban en

esos afanes.

El peculiar estilo de vestir sin corbata de Evo Morales había ocasionado que los políticos y

burócratas que antes usaban trajes a medida y compraban carísimas corbatas italianas de

seda, los cambiaron por chompas de alpaca, chamarras de cuero, zapatillas tenis,

erradicando de su vestimenta todo símbolo burgués o q’ara. El triunfo del Movimiento Al

Socialismo no solamente arrasó con la votación; también lo hizo con las corbatas de todos

los roperos de los funcionarios públicos y de los “masistas” de la clase media; lo que antes

era un motivo de vanidad se convirtió en una deshonra. “Blanco encorbatado”, pasó a ser la

denigración preferida de los ultrajados del pasado. Muchas tiendas de ropa que vivían de la

vanidosa burocracia estatal, se quedaron con grandes stocks de corbatas, camisas blancas y

ternos finos sin vender y se dedicaron a comerciar artesanías andinas. Lo artesanal, lo

indígena, lo supuestamente originario, cobró inusuales significados; y hasta la sencilla y

común chompa que Evo Morales usó en su gira por diez países, antes de ser asumir la

presidencia, fue motivo de profundas especulaciones teóricas acerca de los mensajes

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andinos cifrados en los colores y la textura, extraños mensajes que antropólogos y

sociólogos europeos interpretaban escribiendo ampulosos ensayos, dictando conferencias y

escribiendo eruditos artículos que eran publicados por los mejores diarios y revistas del

mundo entero.

Antonio no puede dejar de pensar que en menos de tres años, de la caída de Gonzalo

Sánchez de Lozada, autor de todos lo males del país para los nuevos gobernantes, se había

acelerado el proceso de transformación de una nación mestiza con acentuado racismo, a una

con recién descubiertas atávicas convicciones indígenas, que desataba inusitadas polémicas

en los círculos intelectuales. Bolivia vivía un momento histórico único que podría definir la

vida del país por los próximos cincuenta años. Estos pensamientos le sugirieron a Antonio

que bien podría establecer ciertos paralelismos o diferencias mientras iba escribiendo la

novela que, según sus fichas historiográficas y el cuaderno de Gregorio abarcaría,

prácticamente, desde 1839 a 1904, el primer periodo republicano de los grandes caudillos

bolivianos.

Abrió el fólder de plástico donde tenía guardados los documentos, los revisó uno por uno y

los ordenó de nuevo para tenerlos a mano a medida que avance la escritura. Tan

ensimismado estaba que no escuchó a Silvana, su esposa, que desde el comedor, lo llamaba

para cenar. Carolina, su hija menor, comentó en la mesa y en voz alta para que Antonio la

escuchase que desde que comenzó a revisar ese manuscrito antiguo y a leer esos

documentos que guardaba en su velador, su padre había cambiado y se lo notaba distante.

Silvana al ver que no venía, sentenció que se había ido de viaje al siglo diecinueve a buscar

a un personaje que había peregrinado por todo el territorio boliviano. “El cuerpo de su

padre está entre nosotros, pero su alma y su mente están recorriendo las calles de las

ciudades bolivianas de hace doscientos años”, les advirtió a sus hijos. “Sí, ya me di cuenta”,

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dijo resignado su hijo Francisco, “estoy intentando hablar con él desde hace varias semanas

y no parece tener unos minutos para hacerlo. Tal vez cuando termine de escribir, ya sea

tarde para lo que tengo que contarle”. “Si se “cuelga” muy seguido, vamos a tener que

“resetearlo”, aconsejó sonriendo Carolina.

Silvana volvió a llamarlo recordándole que los horarios de comida eran sagrados y que en

eso no iba a transar. Antonio, displicente, ingresó al comedor y se sentó con su familia.

Luego de comer siguió trabajando.

El manuscrito de Gregorio no estaba escrito en orden cronológico ni por acontecimientos

importantes en su vida, parecía que lo había empezado a escribir cuando se dio cuenta de

que la memoria se le estaba yendo por los huecos que los bichos del tiempo carcomían en

su mente. Eran una especie de reflexiones fragmentarias. Mientras seguía la lectura,

Antonio tuvo la impresión de que, al final de sus días, Gregorio se había perdido en el

laberinto de sus recuerdos y al no saber cómo salir saltaba de una anécdota a otra, buscando

la puerta que lo conduciría al olvido definitivo. Antonio decidió organizar el testimonio por

temas. Una de las cosas que le llamó la atención fue que el cuaderno tenía señales de que

varias hojas habían sido arrancadas. De las partes mas intensas del cuaderno se destacaba la

de los viajes que emprendieron por el territorio boliviano cumpliendo misiones para los

distintos presidentes que se sucedieron durante la segunda mitad del siglo diecinueve. El

ayudante de campo atestiguaba que lo había acompañado en todos sus destinos,

permaneciendo a su lado en las buenas y en las malas. “A veces nos enviaban a lugares

lejanos sin dotarnos de alimentos ni dineros, y el buen Coronel tenía que empeñar algo de

su propiedad o solicitar un préstamo para poder movilizarnos. El nombre de su familia y el

prestigio de hombre honesto, lo hacían merecedor de crédito en las casas donde lo

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requiriera. Buen nombre que se vio mancillado injustamente por los vaivenes del poder

que, en su lujuria, se llevaba honras y dignidades de propios y extraños”, escribe Gregorio.

Según el testimonio, Romualdo Villamil fue autoridad en muchos otros lugares además de

los que mencionaba su esposa en la carta al Congreso. “Viajamos tanto por Bolivia y por

tantos años que un día, de los muchos que solíamos pasar conversando, respondiendo a su

preocupación de por qué yo no me casaba todavía y formaba un hogar, ya que los años

pasaban y corría el riesgo de quedarme solo, le manifesté que no esperase milagros porque

el camino era la casa de los que nunca tuvimos una; que las posadas eran nuestro hogar,

cuando llegábamos a alguna de ellas nos parecía como si estuviéramos regresando de un

viaje, y aunque el alojamiento fuera totalmente desconocido nos parecía, o así lo queríamos

creer, que los cuartos y las camas, donde antes reposaron otros viajeros, eran los nuestros.

El calor humano de quienes durmieron se iba acumulando y nos cobijaba a los recién

llegados. ¿Sabe mi Coronel? Voy a exponeros el por qué, gente como yo, soldado de esta

patria incierta, viajero empedernido, no se casa nunca; porque para nosotros las callejeras,

las mozas de las bodegas, las mucamas, las aguateras son nuestras mujeres; nos atienden

cariñosamente, nos halagan y se portan tan bien en la cama que cuando llegamos a un

pueblo o a una ciudad lo primero que hacemos es buscarlas para sentirnos bien, para creer

que estamos en casa. Luego me callé para pensar en lo que había dicho, que me había

salido no sé de dónde y le supliqué no le vaya a decir a doña Adelia, porque ella espera que

siente cabeza y algún día me case con “la moza más fermoza de La Mancha”, pero así no

más son las cosas para nosotros, los caminantes”.

Gregorio aclara también que, al mando del Coronel Villamil, había alcanzado el grado de

sargento; un honor para alguien que no pertenecía a las familias patriotas ni tenía bienes ni

rentas. Después de organizar la plana mayor y las tres compañías que conformarían la

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Columna de Preferencia, fue designado Prefecto interino del Departamento de La Paz, por

Manuel Isidoro Belzu, a la sazón Presidente de Bolivia, en el año de 1849. Gregorio agrega

que el culpable de los sucesivos destinos fue un tío de Romualdo llamado Idelfonso

Villamil que, siendo Prefecto de La Paz, cayó gravemente enfermo y fue quien sugirió el

nombre de su sobrino para que lo reemplace. “Si el viejo e’mierda no se hubiera muerto,

quizá nadie se hubiera dado cuenta que el Coronel era un gran administrador

departamental”, comenta Gregorio, para confirmar que luego de esa misión se sucedieron

las demás designaciones, tan presurosamente que a veces más tardaban en llegar a un lugar

que partir inmediatamente a otro. “Cuando llegaba correspondencia oficial el Coronel

preguntaba con ironía ¿Qué es lo que hay? ¿Adonde nos vamos ahora?”, da cuenta

Gregorio.

Como prueba señala que ejerciendo de Prefecto de La Paz fue designado Prefecto del

Litoral el 11de junio del mismo año de 1849, es decir tres meses después de su nominación

en La Paz. “Semanas después tomamos posesión de las oficinas en el puerto de Cobija,

donde también se hizo cargo del mando militar del Departamento. Allí conocí el mar y supe

por qué lo salado era un sabor inolvidable. Ese mismo año en octubre tuvimos que regresar

porque fue nombrado Coronel de la Guardia Nacional de Infantería Provisional de Línea de

la Ciudad de La Paz. Media vuelta comandante”, ilustra nuestro comedido cronista, para

luego establecer que “no era solamente una cuestión de confianza personal, o por la buena

administración de los recursos públicos, tenía que ver con la imposición del orden en

lugares donde el Estado estaba naciente y debía imponer su presencia”.

“Pero si creímos que íbamos a estar un buen tiempo en la ciudad del Illimani, nuestro

refugio, nos equivocamos. Al año siguiente, en mayo, el Presidente Belzu “convencido y

altamente satisfecho del patriotismo y celo con que ha servido Ud. a esa Prefectura y en

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consideración a que sus servicios son más importantes en la Prefectura de este

Departamento de Cochabamba, ha venido a bien en ordenar que usted venga a

desempeñarla debiendo ponerse en marcha a la posible brevedad. Esta nota le servirá de

suficiente despacho”. Gregorio anota que eso decía la carta que les llegó a Cobija y luego

agrega “esa era la verdad de nuestras vidas: ponerse en marcha”, concluía.

Y luego prosigue: “Eso sucedió en mayo, porque en septiembre del mismo año, 1850, y a

consecuencia de la renuncia del señor Crispín Diez de Medina, Prefecto de Chuquisaca, el

Consejo de Ministros considera necesarios sus servicios en ese distrito. ¿Ya ven lo que les

digo?”, interroga Gregorio al posible lector de sus memorias y luego agrega que el Coronel

Villamil parecía el comodín de un juego del poder cuya baraja estaba en manos de

ambiciosos que juraban ante Dios y si fuera posible ante el Diablo que lo hacían por la

Patria”.

“En la ciudad de La Plata, que antes fue Charcas, Chuquisaca y que en esa época ya había

sido bautizada Sucre, pero que las familias tradicionales de la ciudad que se reclamaban de

descender de nobles españoles se negaban a llamarla con el dulce apellido del Mariscal de

Ayacucho, argumentando que ellos habían nacido “villaplatenses”, lo primero que hicimos

fue buscar a doña Juana Azurduy, que había sido nombrada Coronela por los Ejércitos de la

Argentina pero que era ignorada por los nuestros. La Coronela como le decían sus amigos,

era de los pocos sobrevivientes de los guerrilleros de la independencia que no habían caído

en combate. La visita agradó mucho a doña Adelia que sentía especial admiración por esta

“mujer que muchos hombres hubieran querido ser”.

“Recuerdo que años después escuché al Coronel enfrentarse en una agria discusión con un

bigotudo escritor beniano que sostenía que la liberación de nuestro territorio era cuestión de

tiempo. Que tarde o temprano los guerrilleros y jefes de las republiquetas, de los famosos

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batallones de los valles que tenían nombres como “Batallón Aguerrido”, “Batallón

Sagrado”, se iban unir y juntos habrían expulsado a lo españoles sin necesidad de un

ejército invasor que, aunque luchaba contra los españoles, nos era extraño. El escritor

argumentaba que al llegar los “ejércitos libertadores” ocasionando la huida de los

españoles, se creó un vacío de poder que fue llenado por los otroras realistas que estaban a

la mano. El Coronel Villamil no estaba de acuerdo con esa posición porque creía que sin la

fuerza de las tropas de Bolívar y Sucre eso hubiera sido imposible. “No hablemos mal de

Simón Bolívar porque su nombre es nuestra historia”, reclamaba cuando se le cruzaba

alguien con ideas contrarias al Libertador. El Coronel creía que no hubiera bastado con el

arrojo de gente como Juana Azurduy, Manuel Ascencio, Martín Guemes y otros, que hacían

falta muchos más combatientes, se plantaba firme en sus palabras el Coronel”.

“Estamos en peligro, mi leal ayudante, como nunca antes lo estuvimos, me advirtió un día

que pasamos por la Universidad Mayor Real y Pontificia San Francisco Xavier de

Chuquisaca. Nosotros, que hemos estado en cientos de combates, enfrentando espada en

mano a los mejores ejércitos de Sudamérica; que hemos dormido en la intemperie corriendo

el riesgo de ser atacados por hombres y fieras salvajes y que hemos sobrevivido a

innumerables cuartelazos, debemos ahora redoblar nuestra seguridad porque pisamos

terreno deleznable. Hay que estar avisados”.

“¿Quiere que refuerce su seguridad personal? Le consulté. No, mi estimado amigo, no es

ese tipo de peligro, es otro mucho más dañino y, ante la contingencia de sus ataques, no

podemos contar con las armas de uso reglamentario”.

“No hay problema hoy mismo consigo puñales, insistí haciéndome el loco como si no

entendiera lo que realmente me estaba diciendo. “Mucho me temo, mi estimado Gregorio,

que nada de eso nos serviría ante un ataque a mansalva de este intangible mal. El peligro

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que nos acecha no usa armas convencionales, ni siquiera facinerosas como las de los

delincuentes de la calle. El peligro ante el que estamos se llama política y ha tomado

arteramente las calles de esta hermosa como inocente ciudad. Las armas de la política son

las palabras y sus tácticas son la adulación, la calumnia, el perjurio y la traición, que

ocasionan heridas mucho más mortales que cualquier arma conocida. Aquí subsisten

alimañas letradas inimaginables para el común de los mortales. Estamos en la tierra de los

doctorcitos de Charcas, la tierra del gran comandante de la política boliviana, nos

encontramos en el territorio de Casimiro Olañeta, el hombre al cual la patria le debe su

nombre, pero que lo hizo para lisonjear al Libertador Bolívar y, así como ayer fue apegado

al Rey de España y hoy es republicano, no sabemos con quien estará mañana porque los

hombres como él solamente son partidarios de sí mismos. Fíjese Gregorio que ahora nadie

se acuerda de Bolívar y menos de Sucre; el mismo Olañeta, tras que se fue del país el

vencedor de Ayacucho, sedujo a la mujer de su amigo Antonio José de Sucre y la hizo suya.

¡No hay derecho! ¡Cuidado! Hay que permanecer en vigilia. Mientras vivimos en Sucre

estuvimos afanados todo el tiempo. Ese canalla es un consumado “realisto”, me acuerdo

que le comenté al Coronel y, como siempre lo hacía, me corrigió que no se decía “realisto”

sino “realista”, esta bien, le consentí, es un consumado realista”.

“Y así lo hicimos intentando no hablar más de lo debido, para que nuestras palabras

solamente digan lo necesario y no nos fuesen a interpretar como les diese la real gana. Fue

el tiempo de las cautelas y los silencios. En las reuniones sociales permanecíamos con la

orejas paradas y punto en boca y cuando nos preguntaban porque no hablábamos mucho,

respondíamos que “las palabras son plata y el silencio oro”. Pero igual nos acusaron de

“vendidos al tirano populista” y nos tendieron una trampa. La emboscada vino a

acontecérsenos la vez que regresábamos de la provincia Cinti, donde habíamos acudido a

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tomar providencias contra propagadores de noticias falsas que derramaban rumores

alarmantes contra el orden y la seguridad del Estado, y cabalgando nobles animales y

estrenando monturas finas de dos picos; nuestros caballos se encabritaron presintiendo algo.

Detectamos que, en los pelados flancos de las colinas cercanas, habían apostado varios

honderos que al verse descubiertos movieron sus hondas de correa trenzada lanzando

certeramente piedras que derribaron a nuestra escolta poniendo en peligro nuestras vidas.

Yo tuve la suerte de agacharme en el momento que pretendían asegurarme con otra piedra

que logró hacerme volar el sombrero de fieltro que acababa de comprar en la ciudad.

Logramos reaccionar de inmediato y los hicimos escapar a punta de disparos de pistolas,

descargas de fusiles hanoverianos y gritando como hambrientos salvajes caníbales. El

Coronel no quiso saber que, días después, el cabecilla de la celada fue pasado por las armas

y enterrado donde nadie pudiese encontrarlo. A veces hay que deshacerse de la basura. El

decía que había cosas de las que era mejor no enterarse ni averiguar y ésta era una de esas.

¿Por qué lo iba a apenar con estas muertes? Para eso estaba yo, su fiel ayudante”.

Sucre, la ciudad de los cuatro nombres, antiguo territorio de los indios Charcas que

aglutinaba una especie de confederación de reinos de aymaras, quechuas y urus, a la que

Antonio recién había podido visitar veinte años después que el Director del Archivo Militar

le recomendara investigar en el Archivo Nacional. En agosto del año 2006, para la

Inauguración de la Asamblea Constituyente, pudo visitar el famoso "Archivo y Biblioteca

Nacionales de Bolivia”, cuya Directora, Marcela Inch, le abrió las puertas para que

prosiguiera con sus investigaciones, y le comentó que guardaban la memoria histórica del

país debidamente catalogada y clasificada hasta 1898, porque después de la “Guerra

Federal” esta pasó a la ciudad de La Paz que quedó en los hechos como “Sede de

Gobierno”. “Parece que allá la documentación no cayó en buenas manos y como decía don

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Gunnar Mendoza –célebre exdirector del Archivo–, los primeros treinta años del siglo XX

se convirtieron en papel higiénico o pañales deshechables. La historia institucional del

Bolivia sufre un vacío de tres décadas”.

Hasta su llegada a Sucre y al Archivo Nacional, a Antonio le parecía exagerada tanta

designación en tan breve tiempo, pero allá, en el Archivo y Biblioteca Nacionales de

Bolivia, comprobó que la información proporcionada por la carta de la viuda y Gregorio

Aguilar acerca de los destinos y cargos de Romualdo Villamil era evidentemente correcta,

ratificando las designaciones que las autoridades competentes, algunas veces el propio

Presidente o algún ministro de Estado por encargo presidencial, lo honraban con cargos

como Prefecto o Comandante de algún regimiento. En el Archivo descubrió que la viuda

había olvidado mencionar un destino en su carta: el Beni.

Mientras escribe el texto, considera necesario tener en cuenta que las contraordenes se

hayan debido a los repentinos cambios de presidentes que hubieron durante nuestra historia.

Tanto que hubo ocasiones en las que no duraron ni un día en Palacio de Gobierno.

En la Biblioteca Nacional de Sucre, la más completa de autores bolivianos, Antonio

encontró el “Diccionario Histórico del Departamento de La Paz”, de Nicanor Aranzáes y

dio con una pequeña referencia sobre Romualdo Villamil como Prefecto de Sucre, Cobija y

Santa Cruz.

Antonio estuvo en Sucre varios días, una tarde mientras caminaba entre los cuidados

jardines de la Plaza 25 de Mayo, fijó su vista en el muro lateral de la Catedral

Metropolitana en la que se encuentra la “Capilla de la Virgen de Guadalupe”, habían

desplegado una inmensa manta roja, gigantografía las llaman, que anunciaba con letras

blancas: “Aquí nació la libertad”, se detuvo, la anotó en su agenda y pensó que aquí

también nació la patria, pues fueron los límites territoriales de la colonial Audiencia de

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Charcas los que se tomaron en cuenta para definir el territorio nacional, esto bastaba para

destruir los argumentos de quienes pensaban que Bolivia se fundó en “el territorio que

quedó después de que las demás posesiones españolas en el continente americano fueron

liberadas”, como pretende hacer creer un gringo que se las da de historiador, un tal Martín

Ira, anotó Antonio en su agenda de cuero.

A su regreso a Santa Cruz y pensando en la ciudad de Sucre, Antonio consideró que, con la

Asamblea Constituyente funcionando allá, la ciudad había recuperado su calidad de

“Capital Política de Bolivia”. Lo que no sabe todavía si será bueno o malo para la gente

linda que son los chuquisaqueños. Luego pensó lo mucho que le hubiera gustado a doña

Adelia saber que la Ciudad Blanca se convirtió en la única urbe del mundo en la que se

podía leer poemas en las esquinas de las calles, carácter lúdico que había motivado a la

poeta Kihili Kunturpillku a escribir una novela sobre Sucre. Y en la ciudad de los cuatro

nombres, Antonio, fanático de los graffiti, leyó uno en una esquina cerca de la Plaza 25 de

Mayo que aludía poéticamente al reciente pasado “bloqueador” del Presidente Evo Morales

y lo anotó para el “Foro”: “Únete al bloqueo, despierta al Evo que hay en ti”.

“Y fue allá, en Sucre, como ya la llaman ahora a fuerza de persistir en ello, que vivimos una

de las mayores conspiraciones, en las que casi pierde la vida el presidente Belzu y nosotros

con él. Fue cuando Agustín Morales, uno de sus feroces enemigos y otros sublevados, le

tendieron una celada cuando realizaba su paseo habitual por el parque “El Prado” y lo

hirieron brutalmente dándolo por muerto, dirigiéndose luego a tomar el cuartel de San

Francisco para hacerse del batallón y avanzar hacia Palacio de Gobierno. Anoticiados un

poco antes del vil atentado, por un estudiante que llegó hasta el refectorio diciéndole al

entonces teniente Coronel Romualdo Villamil: “Tengo un recado para vuestra merced,

escuché a unos estudiantes decir en las aulas universitarias que hoy iban a matar al tirano”.

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Como no nos dijo dónde se iba a realizar el crimen, corrimos hasta el cuartel y nos

parapetamos allá con los soldados leales al Presidente, entre los que estaba el temible Pedro

Villamil, primo de Romualdo. No confiábamos en los oficiales porque sabíamos que, ante

la promesa de ascender de grado eran capaces de entregar a sus padres para que sean

fusilados en el acto. Cuando llegaron el traidor Agustín Morales y sus conjurados, gritando

a viva voz: “Camaradas a salvar a la Patria que el tirano ha muerto” los recibimos a tiros,

contestándoles que era mejor que salven sus traidores pellejos porque estaban frente a

hombres dispuestos a vender caras sus vidas. No fue necesario pues viendo nuestra

resolución suicida se retiraron quedando sin tropa para tomar sus objetivos. Belzu se

recuperó milagrosamente del atentado y la gente pensó que resucitó como Cristo de entre

los muertos. Se recuperó a los días y nos felicitó por tan heroica acción.” Sobre este

episodio, el historiador chuquisaqueño Felipe Medina le comentó a Antonio que, ferviente

devoto de la Virgen del Carmen, Belzu, en agradecimiento por haberle salvado la vida

mandó edificar el templete de la Rotonda, cuya imagen fue traída de Italia y cada 16 de

julio se la festeja sin que los creyentes recuerden quién mandó construir la capillita.

“Al año siguiente volvimos otra vez a Cochabamba. Pero antes de hacerlo el Coronel

Villamil me ordenó comprar 300 ejemplares de la Constitución Política del Estado para

regalarlos a nuestro paso por las provincias. “La gente debe conocer lo que dice la

Constitución, de lo contrario no sirve para nada”, me dijo. En muchos lugares teníamos

que explicarles primero el nombre de la Patria, la gente nos miraba sin entender quién era el

tal Bolívar y porque había venido desde tan lejos a liberarnos”.

“Quien esté leyendo se preguntará por qué tanto traslado y por qué el Coronel Romualdo

Villamil y no otros militares de más alto rango o con mejores relaciones familiares. Bueno,

yo creo –explica Gregorio– que era porque el “Tata” Belzu lo consideraba un hombre justo,

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ecuánime y leal como ninguno, merecedor de toda confianza. Y en esos años la confianza

era tan escasa que no había “confianza ni en su camisa” como lo expresó el general

Mariano Melgarejo cuando le contaron que algunos oficiales lo habían traicionado y

quitándose la prenda de vestir ordenó a un pelotón de su guardia personal que la fusilen en

el acto, para que sirviera de advertencia a futuros traidores. Antonio recuerda que de niño

vio, azorado, el despojo de la prenda de vestir en el Museo Policial situado en la calle

Colombia del barrio San Pedro de La Paz. Recuerda la camisa agujereada por decenas de

balas colgando miserablemente de una pared”. ¡Pobrecita la camisa!, pensó Antonio.

Gregorio insiste en su testimonio en que la desconfianza era tal en esos años que “ni bien

había rumores de conspiraciones contra el gobierno, comisionaban al Coronel Villamil al

lugar en cuestión porque suponían que su sola presencia podía calmar los ánimos de los

golpistas. Y así era, porque ni bien llegábamos, los conjurados salían desbandados como

patos salvajes”, cuenta Gregorio.

“En Cochabamba, la Villa de Oropeza, trataron al Coronel y a su esposa de acuerdo a su

condición de distinguidas familias paceñas y todos los días como si hubiera sido fiesta

comíamos banquetes Los fines de semana yo me iba a las quintas en las afueras del pueblo

a beber chicha, considerada por los ricos como “bebida del diablo”, porque de borracho

nadie se acordaba lo que hacía. Las inevitables resacas eran combatidas con suculentos

picantes que abrían otra vez las ganas de seguir consumiendo el brebaje demoníaco. La

verdad es que, en Cochabamba, yo humedecía el gañote con la misma avidez con la que

perseguía a las mozas quechuas del valle, ¡hermosamente hermosas! Cochabamba fue un

destino especial para ambos; nos gustaba la gente y el paisaje, amén de la comida y de la

conversación. El cochabambino es gente muy orgullosa de su pueblo, “llajta” le dicen,

refiriéndose a su ciudad como “La Reina de los Valles”, afirmando sin ninguna modestia

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que durante la Guerra de la Independencia perdieron a más de la mitad de su población, por

tanto “Bolivia fue libre porque Cochabamba lo quiso”.

“Conocedor de las simpatías de los Villamil por Cochabamba, fue que el ciudadano General

Manuel Isidoro Belzu, Presidente Constitucional de la República en 1852, lo nombró

“Prefecto en propiedad del Departamento de Cochabamba” lo cual era mucho honor para

una autoridad, porque siempre los designaban de manera interina para poder botarlos sin

tener problemas con el Congreso, que era la instancia que debía designarlos oficialmente”.

Como ya lo hemos comprobado, después de relatar ciertos hechos, Gregorio Aguilar tenía

la costumbre de agregar algo de su cosecha. Lo cual hacía más amena la lectura del

cuaderno. Es probable que, en muchos casos, sus comentarios hubieren estado impregnados

de las opiniones del Coronel Villamil, a quien éste admiraba y tenía como a un “hombre de

muchos libros, que gustaba de leer a los enciclopedistas franceses, aunque a veces no

parecía conforme con las propuestas de algunos de ellos. Un día, volviendo de una campaña

en la que habíamos derrotado a los sublevados, tomó una de las obras y me leyó algo que lo

reproduzco de memoria, no creo que me haya olvidado de ninguna coma, porque me gustó

lo que decía: “Ingenio, superstición, ateísmo, mascarada, versos, traiciones, devociones,

venenos, asesinatos, unos cuántos hombres, un número infinito de canallas hábiles y sin

embargo desdichados: he aquí lo que es Italia”, lo dijo Voltaire, aclaró. Y si le quitamos lo

de ateismo, porque aquí todos son católicos, lo de versos, porque aquí no hay muchos

poetas y lo de veneno pues no somos tan exquisitos para usar armas tan delicadas y

femeninas –aquí somos todavía salvajes que matan a degüello y a balazos–, esa sería la

definición para Bolivia. ¿No le parece, Gregorio?”.

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La tierra de los salvajes

Los destinos cumplidos en las diferentes ciudades son gratamente narrados por Gregorio.

Cuenta que uno de los lugares donde más tiempo estuvo Romualdo Villamil como

autoridad prefectural fue Cochabamba y que de allí fue enviado a Santa Cruz, “donde

decían había salvajes desnudos deambulando por los montes y los cristianos corríamos el

riesgo de ser heridos por flechas que medían más de dos metros, según daban fe quienes

conocían la región”

“El Presidente de la República, el general Belzu, le había confiado a don Romualdo el

cargo de Prefecto del Departamento de Santa Cruz y debo deciros que llegamos a la capital

cruceña en mayo de 1854. Sabíamos que nuestra estadía no sería nada fácil; los cruceños

tenían fama de detestar a las autoridades foráneas; lo consideraban una intromisión a su

legítimo derecho regional de tener autoridades nacidas en el lugar. Además, debo

confesaros algo que aprendí en los destinos que cumplí a lo largo de mi vida, fue que nada

enoja más a los hombres que le miren a sus mujeres. Al principio, cuando llegábamos a un

pueblo o capital, los hombres nos miraban con desconfianza y recelo, veían a nuevos gallos

en el gallinero y seguramente pensaban que éramos una amenaza para ellos. Menos mal que

en el caso del Coronel, su nombre tenía una buena reputación que lo precedía y el peligro se

alejaba, definitivamente, cuando les presentaba a su esposa Adelia, encantadora como ella

sola, entonces el trato hosco cambiaba volviéndose cordial. No pasaba lo mismo conmigo

por ser soltero y potencialmente un rival; hasta que lograba entablar amistades y luego las

cosas mejoraban y me consideraban uno de ellos.

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“En Santa Cruz, el asunto de las mujeres era algo delicado; ningún extraño podía mirarlas

mucho porque era motivo de conflictos con los afuereños, y los jóvenes, infaliblemente,

mostraban su hombría. Lo hacían por demás evidente pues tienen el merecido orgullo de

poseer las mujeres más bellas del país y tanto ellas como ellos lo saben. Doña Adelia, aguda

en sus observaciones diría más tarde que su belleza es tan llamativa que logra que todo el

mundo sepa y hable de ellas, dando lugar a que la sociedad cruceña sea una de las pocas

donde la mujer se convierte en la referencia para identificar al marido. Es el marido de la

Chichi Antelo, de la Cuca Justiniano, dicen y así todos saben de qué hombre están

hablando. En otra ocasión dijo que las mujeres cruceñas tenían ganada la mitad de la batalla

por la vida: “Formosa facies mutua commendatio est”, añadió para rabia mía, en ese idioma

de los curas “celebramisas” del cual no entendía nada, y el Coronel tuvo que traducir

diciéndome que lo que había dicho era algo así como que la belleza era su mejor

recomendación. No lo hace para enojarlo a usted, sino para no olvidar que ella es una

señorita bien educada y, por tanto, debe hablar en difícil de vez en cuando”.

Una cita del cuaderno que a Antonio le parece curiosa reclama su atención: “El Coronel,

que también era un experto en inteligencia militar, pronto se dio cuenta de que, en la

pequeña población de la capital cruceña, que no pasaba de unos miles de habitantes,

circulaba un manifiesto de un autor alemán que arengaba a los pobres a unirse contra los

ricos y tomar el poder para instalar la dictadura de los desposeídos. Después de enterarse de

estos rumores alarmantes y de constatar que los propagadores de los mismos no pasaban de

ser jovenzuelos revoltosos intentando molestar a sus familias, simplemente bromeó

diciendo que en Bolivia ya teníamos muchos aspirantes a dictadores y que no precisábamos

de ayuda del extranjero para incentivar sus ambiciones”. Este párrafo del manuscrito le

llamó la atención porque podía tratarse del germen del movimiento igualitario que, en el

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siglo diecinueve, encabezó Andrés Ibáñez y que le costó el fusilamiento por alzamiento

armado.

“No estuvimos mucho tiempo en esta capital donde yo no quería moverme de mi hamaca y

del lado de una “cunumicita” que, cuando pasaba por mi lado con su vestido suelto, sin los

perendengues de las mujeres adineradas, yo escuchaba himnos marciales. La cunumicita

me hizo olvidar por algunos meses a todas las mujeres que tuve en el altiplano y los valles,

menos a una que soñé junto al mar”.

“La vida en Santa Cruz era apacible. En el pueblo todo el mundo se conocía y las familias

blancas eran celosas de sus amistades que cultivaban con comedida atención. Todas las

ciudades, por más pequeñas que sean, tienen familias que se las dan de aristocráticas

inventándose pasados nobles o riquezas que nunca existieron, por lo menos hasta que

llegaron y se hicieron “la América”. Santa Cruz de la Sierra no era la excepción, y en

nuestros viajes aprendimos a tratar con esta gente, no era difícil diferenciarlos porque la

nobleza se la lleva en la frente, se la expresa desde el corazón y la ruindad se la exterioriza

en las actitudes. Para los vecinos la presencia del Coronel Villamil significaba la

posibilidad de conocer noticias de las ciudades donde se “decidía el futuro del país, porque

los collas padecen la endémica enfermedad de la política”, comentaban los cruceños con

ironía; y la verdad era que esas regiones se enteraban de lo que estaba sucediendo entre los

políticos de las tierras altas cuando ya todo se había consumado. Solía ocurrir que mientras

llegaba el correo o las nuevas autoridades, ya en La Paz o en Sucre o en cualquier lugar de

los centros de poder se habían sucedido los cambios. En las interminables conversaciones

que entablaba el Coronel con los patricios cruceños, pude comprobar que éstos no

compartían los buenos y siempre amistosos conceptos que el Coronel Villamil tenía sobre

algunos de los señores de la guerra y los señores de la política de las tierras altas.

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Diferencias que los obligaban a emprender acaloradas discusiones sobre las virtudes y

defectos de estos personajes. Fue en una de esas ocasiones que me animé a contradecirlo

por primera vez, recriminándolo por sus opiniones, actitud mía que no pareció

sorprenderlo. Parece que por fin está aflorando el verdadero Gregorio, dijo palmeándome el

hombro y desde ese día empezamos a ser amigos, ya no solamente jefe y soldado, la

amistad no es sumisión ni adulo, me explicó el día en que le pedí disculpas por hacerle

notar sus errores. Lo cierto es que acabábamos de salir de una tertulia que los cruceños

acostumbran llamar el café de la siesta en la que tomaban vino, considerada bebida de

cristianos, sin importar que luego los hiciera hablar herejías. El tema giraba en torno a la

solvencia moral y política de José Ballivián, Agustín Morales y Casimiro Olañeta entre

otros, y el Coronel hubo de defender la honorabilidad de todos ellos con la firmeza propia

de un militar que es interrogado por el enemigo, en este caso como si creyese lo que

defendía. Los cruceños, muy francos a la hora de opinar, afirmaban que la independencia de

Bolivia solamente había servido para que una tropa de cholos altoperuanos de la milicia se

hiciera de su estandarte para matarse libremente entre ellos, sin un rey a quien dar cuenta de

sus actos. Son independientes para hacer sus fechorías, no quieren reyes porque saben que

ellos mismos pueden reinar en este territorio desintegrado, se la pasan queriendo construir

un país a la medida de sus ambiciones personales, explicaron los cruceños. El Coronel salió

renegando, supuestamente reclamando por lo que consideraba eran comentarios injustos y

les echó en cara que había también un cruceño entre “los arribistas y ambiciosos cholos

altoperuanos”, no se olviden de Miguel de Velasco que es cruceño como ustedes, les

recordó. Yo, tratando de calmarlo, le dije que no había porqué enojarse tanto, que a lo mejor

tenían algo de razón. De que sino todos algunos de esos señores que usted ha defendido no

ha de ser tan íntegro como usted los pinta, porque como dice doña Adelia son unos "estultos

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empretinados”. No se olvide que ellos miran el poder desde lejos, y desde la distancia se

pueden ver cosas que estando en el lugar pasan desapercibidas. Me miró, una sonrisa

irónica paseó por sus labios y dijo que los cruceños tenían razón, pero que no era bueno que

lo sepan”.

“En la capital cruceña fue que doña Adelia descubrió las infusiones que supuestamente

servían para curar todos los males del cuerpo. Una empleada de origen chiquitano le enseñó

los secretos de las yerbas y con el Coronel nos convertimos en sus pacientes; había tantas

yerbas y tantos malestares que la señora no dejaba de experimentar con nosotros. A mí la

única infusión que me gustaba era la de paja cedrón, muy oportuna para curar el malestar al

día siguiente de una ingesta de alcohol de caña. Era linda la vida en Santa Cruz, pasábamos

los días echados en hamacas que colgaban de los horcones interiores de la vivienda

prefectural y la estampa de nosotros mismos era bucólica”

“Sin embargo, el Coronel echaba de menos los periódicos de las ciudades cordilleranas para

estar bien informado y no meter la pata en las conversaciones, añoraba las noticias sobre las

constantes confabulaciones de los políticos. Extrañaba especialmente “El Eco de la

Opinión” de Sucre, en el que escribían intelectuales amigos suyos. Y justamente por esa

razón pensamos que allí, lejos de los centros de poder, estábamos a salvo de las

instigaciones cuartelarias y de los conatos subversivos, pero nos equivocamos. Una mañana

fuimos sorprendidos en calzoncillos y tomados presos, junto a otros militares y civiles

leales a Belzu, por gente proclive al que luego sería el dictador José María Linares. Nos

apresaron y nos engrillaron dejándonos bajo el inclemente sol de la llanura, que suele

enloquecer a los que se duermen bajo la canícula. Mientras permanecíamos insolados en el

patio de la Prefectura, uno de los civiles, maniatado de pies y manos, se lamentó de nuestra

fatalidad comentado que habíamos caído, nada menos, que en las manos del más conspicuo

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conspirador del que se tenía referencia en esos años y, la verdad, es que tenía toda la razón,

porque desde la fundación de la República don José María Linares no dejó de complotar

para hacerse del poder hasta que años más tarde lo consiguió. “Perdonad el disparate que os

voy a deciros pero, ahorita, con los sesos cocinados, no se me ocurre otra y la verdad es

que estamos cagados y con el agua lejos”, concluyó el hombre seguro de que no íbamos a

ver el cielo naranja del atardecer cruceño. Menos mal que los insurrectos no estaban

preparados para soportar la rebelión y pronto, después de unas horas de cautiverio, sin saber

qué coño hacer con nosotros, nos liberaron y escaparon con rumbo desconocido. Días

después nos enteramos, por boca de viajeros, que algunos de ellos murieron cerca de

Vallegrande en un enfrentamiento con tropas fieles al presidente Belzu, una vanguardia que

tenía la encomienda de darles fin. Decían que los cazaron como animales entre los cerros,

como si fueran viscachas”.

“De allí fue destinado al Beni para reemplazar al Prefecto que había sido asesinado por

seguidores de Linares. Los cuentos sobre los bárbaros que merodeaban desnudos en las

afueras de los pueblos robándose a las mujeres blancas para violarlas, las alevosas fieras;

las enormes serpientes que se tragaban caballos con jinetes y aperos, los malsanos bichos y

mosquitos del tamaño de avispas portadores de fiebres mortales, asustaron a doña Adelia

que se dio a sentir y prefirió regresar a La Paz y esperar allá alguna contraorden del

gobierno que ella, por experiencia, estaba segura llegaría más temprano que tarde. “Quiera

Dios que no os pase nada”, nos dijo persignándose devotamente y nos bendijo como si con

esa señal de la cruz hecha en el aire nos pudiera librar de los males que presagiaba nuestro

próximo destino”.

Gregorio continúa esta parte con el relato del embalaje de las pertenencias de los esposos

Villamil–Rada, pero esta vez no para llevarlas al Beni, sino para devolverlas con su dueña a

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la ciudad de La Paz. “La gente decente es exclusiva, les gusta viajar con sus vajillas, sus

roperos, sus baúles y hasta cargan pianos de cola, que es toda una aventura trasladarlos en

lomo de mulas por los caminos pedregosos y polvorientos. En el caso del Coronel además

de la ropa, muebles y vajillas, llevaban un cajón de madera con libros que la señora nos iba

leyendo en los descansos del camino. Doña Adelia tenía una voz que nos arrullaba, que

evocaba a nuestras madres y terminábamos durmiendo. También viajaban con una

mecedora y una india anciana que era la nana de la señora y que todas las noches, antes de

acostarse, le peinaba dócilmente el cabello susurrándole al oído. Hubiera dado mi dedo

meñique por saber que era lo que le contaba, ya que, de vez en cuando, en media

conversación, ambas volcaban a mirarme con enojo o conmiseración. Conmigo nunca

intercambió una palabra. Era impenetrable, como son los aymaras. Se quedaba horas y

horas en silencio, oteando el horizonte, como si estuviese viéndose a sí misma caminando

por las montañas; era ese mutismo el que me intimidaba. Una vez habló conmigo, pero

solamente me intrigó más, fue pasando por el lago Titicaca, recuerdo que me dijo: “todas

las estrellas del cielo caben en sus aguas”, y volvió a callarse. Se murió en uno de los viajes

por el altiplano, amaneció congelada entre sus mantas de alpaca; se volvió una chullpa y

tuvimos que enterrarla a la vera del camino a Copacabana, en una apacheta situada en la

cumbre de una cuesta, en la que también ofrendamos a la PachaMama para que nuestro

viaje sea a buen librar. Me da vergüenza admitirlo, pero con su muerte me sentí aliviado

porque que ya no tendría que verla junto a nosotros. Su presencia me infundía un temor

comparado al que sentía ante los soldados aymaras que nos entregaban los ayllus del

altiplano como cuota para cumplir con la Patria. Los indios llegaban huraños y negligentes,

actitud que se transformaba en las batallas volviéndolos sanguinarios en el combate, como

si algo en su interior los empujara a la lucha. No hablaban mucho pero peleaban como

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valientes. Después volvían a permanecer callados, observándonos en silencio, mirándonos

como si estuviesen aguardando algo, alguna señal para hablar y decirnos todo lo que

guardaban en su interior. En su mirada anidaba un rencor antiguo, que nos era permitido

atisbar por instantes cuando nuestras miradas se cruzaban en el combate”.

“Yo, que no era ningún cobarde como lo hubiesen podido afirmar varios de nuestros

enemigos que estaban bien muertitos, compartía sus reparos porque sabía que esa era la

región que los gobernantes elegían para castigar a quienes se sublevaban contra sus

gobiernos. Era la tierra salvaje del destierro. Los políticos temblaban cuando se hablaba de

desterrarlos allá buscando que se mueran. Nadie envía a sus enemigos a un vergel, pensaba

yo. Mi temor se incrementó después que uno de los patricios cruceños nos copió los versos

de un anónimo soldado de la colonia, enviado por la Audiencia de Charcas para detener la

invasión lusitana en los territorios de Moxos y Chiquitos. El poema describía el infierno, y

si estaba escrito era porque era verdad, pero mejor se los transcribo porque todavía lo

recuerdo:

“Es Moxos en pocas voces


unas pampas pantanosas,
unas aguas cenagosas,
unos caimanes feroces.

Dos telares de algodón


tal cual caballo rabón,
una maligna terciana,
y unos indios sin calzón.

Es una región sin trigo,


es un perenne hormiguero,
es un terrible tigrero,

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un sur cruel y enemigo.

Es la muerte, digo poco,


es un infierno en los ojos,
un murciélago con piojos.
y, si bien he de decir
cuanto mal puede venir
es definición de Moxos”.

“Cuando escuché por primera vez las estrofas del poema me produjeron escalofríos. Yo no

sé si el poema era genuino, o era apócrifo ingeniado por algún vate cruceño o villaplatense,

pero en esa época, resumía todos nuestros temores acerca de un territorio que muy pocos

conocían en el país. Del territorio de Moxos también se contaban historias de aventureros

cuya ambición por el oro los llevó a ser tragados por la selva, como si la espesura del monte

fuera un monstruo que devora a quienes osan penetrar en sus parajes. Para el Coronel los

versos malhadados surtieron el efecto contrario, en vez de persuadirlo lo convencieron de ir

para allá lo más rápido posible. Allá está el reino del Gran Paitití, el lugar que vinieron a

buscar los españoles y terminaron fundando pueblos. En una de esas lo encontramos

nosotros y tendremos fabulosas riquezas. ¿No es cierto Gregorio? El Coronel estaba

emocionado de ir a conocer los ríos amazónicos porque de ese legendario territorio había

leído en la obra del naturalista francés Alcide D’Orbigny, que pidió le dieran de obsequio

cuando egresó del Colegio Militar, oportunidad que recibió su sable reglamentario de

manos del Mariscal Andrés de Santa Cruz. El libro tenía un nombre en francés: Voyage

dans l’Amerique meridionale, que yo me lo sabía de memoria porque había escuchado al

Coronel contar magistralmente los relatos de los viajes consumados por el naturalista

europeo por territorio nacional. Al Coronel le costaba leerlo y lo hacía con la ayuda de su

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esposa que sí sabía francés y que le iba traduciendo una a una las palabras. Era una

maravilla verlos juntos hablando ese idioma tan lindo y elegante”.

“Además de lo relatado por D’Orbigny, él ya había oído de esa tierra quimérica, porque fue

quien organizó al cuerpo de caballería que montó los caballos que trajeron llaneros de

Moxos, para reforzar el ejército de Ballivián que obtuvo la victoria en Ingavi y en cuyo

honor, Ballivián que décadas después fue designado Mariscal, creó el Departamento del

Beni tomando el nombre de un río que en alguno de los idiomas nativos de la región

significaba “viento”.

“Pero como sabía que órdenes son órdenes, me encomendé al bendito Santiago Apóstol, el

santo de los desesperados, que ya me había sacado de muchos apuros, guardé en mi alforja

mi frasco con ulupicas conservadas en aceite de oliva y nos fuimos para el Beni. Como

buen paceño, come ají, no iba a ningún lado sin mis ulupicas, esas pequeñas perlas picantes

inigualables a la hora de sazonar la comida más intragable. Ni siquiera los grandes y

jugosos locotos cochabambinos ni los diminutos y coloridos aribibis benianos tienen esta

virtud. Para realizar esta travesía y por sugerencia de los experimentados viajeros de la

zona, solamente llevamos un par de morrales con algo de ropa, un “tapeque” razonable

como dicen los peones “cambas”, que no es otra cosa que ración seca consistente en bolas

de harina de maíz tostado, mezcladas con charque, llamadas “chimas”; y la seguridad de

que en el camino podíamos cazar animales y pescar. Tardamos más de un mes en llegar a

Trinidad luego de atravesar serranías, montes, selvas, ríos y cañadas”.

Párrafos más adelante Gregorio informa que por donde pasaban no había ni una bandera, ni

profesores, peor médicos, pero sí muchos curas para tan poca población, y confiesa que

recién venía a darse cuenta que el Estado eran ellos, Gregorio y el Coronel. “El Estado

éramos nosotros, pero apenas nos teníamos a nosotros mismos y teníamos que hacer

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milagros organizando algunas plazas. En el caso del oriente había que hacerlo todo de la

nada, crear un cuerpo de guardia de línea, enseñarles a cantar “La Canción Patriótica” que

hacía pocos años se había estrenado y había poblaciones que nunca habían escuchado

hablar de su existencia; y, al entonarlo pensaban que era una canción demasiado aburrida

para bailarla. En esos lugares uno comprendía el sentido cabal de uno de los versos del

Himno Nacional: “Esta tierra inocente y hermosa, que ha debido a Bolívar su nombre”. En

los pueblos había que establecer los impuestos nacionales y hacerles ver su importancia

para el erario nacional. “Sin impuesto no hay Estado”, argumentaba, el Coronel Villamil. Si

en las poblaciones alejadas de las ciudades de occidente todo esto era nuevo, peor en las del

oriente; incluso conocimos gente que no se había enterado todavía de la Independencia

Nacional. Algunos pensaban que seguíamos en guerra y otros que los patriotas habrían

fracasado. Como igual no vienen nunca por aquí, nos da igual, decían los más indiferentes”,

registra Gregorio.

“Alejados como estábamos del gobierno, pensamos que si las intentonas subversivas

lograron llegar a Santa Cruz, no podrían nunca arribar al Beni. Era duro llegar hasta allá y

salir no era tarea fácil, había que preparar los viajes con antelación, esperando que pasen las

lluvias para poder cabalgar en las inundadizas llanuras, y que bajen las aguas de los

caudalosos ríos para poder cruzarlos aún con el peligro de ser tragados por algún remolino

inesperado. Sin embargo, no tuvimos en cuenta que al ser la tierra de los desterrados por el

Gobierno, lo era también de conspiradores. Meses después de nuestro arribo sufrimos las

consecuencias de la bondad del Coronel, quien no quiso apresar a los adversarios

garantiéndoles la libertad, creyendo que nos iban a respetar porque prometieron que no iban

a complotar entretanto permanezca en Trinidad “un caballero como el Coronel Villamil”.

¡Voto a sanes, qué hombre bueno!, lo alabó un cura en el Beni”.

87
“Hombre de palabra y de nobles y cristianos sentimientos, mi jefe asumió que ellos también

lo eran. Pero nos volvimos a equivocar porque sus palabras eran de perjurio, tan practicado

en esos años por todos los políticos que un día aparecían de partidarios de uno y al día

siguiente de otro. El líder de los alzados era un argentino de pésimos antecedentes, un

pájaro de cuentas, a quién mi jefe, viéndolo lejos de su tierra y desamparado, le perdonó y

lo acogió como un refugiado. Pero al poco tiempo, y alzado con otros bajo el patrocinio de

José María Linares, pretendieron tomar la plaza; fracasando en su intento de establecer

desde Trinidad las bases para que el futuro dictador Linares llegue a la Presidencia de

Bolivia. Jamás se le ocurrió al Coronel que allí, perdidos entre la selva y los ríos, hubieran

osado organizar revoluciones. Así que, en represalia les hicimos dar unas cuantas arrobas

de palo, que era el castigo en el territorio de los indios moxos, que casi les matan el cuerpo

pero no ocasionaron la desaparición de las ideas de tumbar a Belzu porque, meses después,

y ya recuperados de la paliza, volvieron a intentarlo. ¡Qué cuerudos!, dijo un beniano

amigo nuestro”

En el Beni, Gregorio se contagió del entusiasmo de su jefe por esa región y describió ese

territorio como un “paraíso” en el que brotan los más pecaminosos frutos y los más

increíbles animales y peces, aunque reconoce que fue allí que viendo una sicurí de diez

metros había sentido un temor tan grande que lo hizo “salir de su semblante”. En otro

párrafo da cuenta de la existencia de “una extraña variedad de mariposas blancas que

vuelan sobre curichis y poseen la extraordinaria característica de llevar pintada sobre sus

níveas alas letras de color azul intenso. Un gitano que hacía pascana por Trinidad de paso a

Colombia, de nombre Melquíades, nos confesó que si uno las sigue puede leer su destino

siguiendo el orden de aparición de las mariposas. Yo quise averiguar el mío y el Coronel me

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aconsejó que era mejor no jugar con el futuro, que debíamos dejar que acontezca sin

inmiscuirnos en su designios”.

En la ciudad de Sucre, años más tarde, Antonio conoció a “Negra” Molina, una bella

tarijeña, que le habló de la misma variedad de mariposas en el valle florido de su natal

Tarija, le dijo que cuando ella era chica las veía a menudo pero que no las había vuelto a

ver, que era como que si el avance de la ciudad las hubiera espantado.

Gregorio informa también que Romualdo se enamoró de los ríos benianos. “Los ríos son las

carreteras de esta región, hay que hacer del Mamoré y sus afluentes verdaderas rutas de

navegación, dijo el Coronel allá en Trinidad; si los navegamos adecuadamente no vamos a

necesitar abrir caminos”. Un vecino de Trinidad, que tenía su estancia en la banda del río

Mamoré, sintiéndose en la obligación de acotar dijo algo poético: “El Mamoré es una

ilusión, lo que vemos es un espejismo, el verdadero río baja del cielo con las lluvias

torrenciales y humedece la tierra para que la vida exista”. Así, de bien, como lo hacía el

hacendado hablaba el Coronel. Era un magnífico narrador, uno podía escucharlo durante

horas como lo hacía la tropa cuando contaba sus aventuras en los campos de batalla y

ninguno se cansaba”. Los insistentes reclamos del Coronel alertando sobre la necesidad de

usar los ríos dieron resultado, y en junio de 1855 el gobierno de Jorge Córdoba lo nombró

Comandante de la Guardia Nacional de Línea de las Fronteras del este de Bolivia “aquellas

que colindan con el Imperio del Brasil; a fin de que con su conocido patriotismo y

distinguido celo, contribuya al engrandecimiento del país, facilitando con sus esfuerzos la

próxima navegación a realizarse en nuestros ríos. Con este objeto declaró a su favor el goce

de las dos terceras partes del sueldo que corresponde a su clase de Coronel de infantería,

debiendo considerársele en los presupuestos de la plaza de Santa Cruz”.

89
Después de leer el poema transcrito en el cuaderno, Antonio quedó ofendido porque Moxos

era su tierra de nacimiento, “es mi patria de las aguas, y tengo con ella un afecto que va

más allá de lo cívico, le contó a Silvana que luego sería su esposa. Le aclaró que su

devoción era igualmente literaria y, por eso mismo, cuando leyó el poema en el cuaderno de

Gregorio, llamó por teléfono a su padre, un escritor y poeta beniano afincado en Trinidad y

luego de contarle de la carta, del “Arca de la Alianza” y el hallazgo del manuscrito, pasó a

leerle lo que podría ser considerado como un agravio al Beni.

Al terminar la lectura del poema escuchó, azorado, una sonora carcajada que le llegó desde

el reino del Enín, desde el Dorado, desde el río Mamoré, río madre, desde las selvas, las

pampas y los ríos amazónicos y cuando su progenitor dejó de reír y se calmó, le pidió que

se la leyera de nuevo. “Acabas de encontrar el remedio para evitar que los collas se vengan

al Beni –le dijo–, hablaré con mi amigo Pablo Velasco, para que difunda ese poema por

todos los medios de comunicación del occidente, los collas se asustarán tanto que dejarán

de seguir viniéndose en masa como lo están haciendo. De esa manera preservaremos el

Beni únicamente para nosotros, para que sea nuestro paraíso privado”, le dijo su padre

bromeando.

90
El signo de los tiempos

Han pasado varios meses desde enero del 2006, cuando Antonio empezó a escribir la

novela sobre la vida de Romualdo Villamil. Una mañana de mayo recibió una llamada

telefónica de La Paz, era Carlos Dávila avisándole que había logrado rastrear el “Arca de la

Alianza”. Le habló emocionado, pues, él también estaba conmovido por el relato de

Antonio y por la posibilidad de encontrar el tesoro de las palabras olvidadas. Le contó que

un abogado, colega suyo, que trabajó en Palacio de Gobierno durante el gobierno de Jorge

Quiroga, le comentó que una familia paceña, que prefirió quedar en el anonimato, había

donado al Palacio Quemado un arcón antiguo con documentos históricos que fueron

guardados en el Archivo del edificio palaciego. Antonio viajó con urgencia a La Paz y

desde el aeropuerto de El Alto, donde lo esperaba Dávila, se dirigieron juntos al recinto

presidencial. Mientras el auto de alquiler bajaba por la autopista, Carlos Dávila le contó su

idea de convencer a las autoridades nacionales de hacer un museo en base al material que

resguardaba el Arca. “Sería un insólito museo de la guerra, sin un arma, sin un uniforme,

sin ningún utensilio bélico, solamente las palabras de los muertos. Único en el mundo. Las

cartas, los diarios, las hojas sueltas, exhibidas en paneles, testimoniando todo el sentimiento

humano que aflora frente a la posibilidad inmediata de morir”. En una primera impresión,

Antonio pensó que la idea no era buena, le pareció que estarían traicionando a los

guardianes del Arca, pero llegando a la Plaza Murillo, Carlos le hizo notar que era la única

forma de brindarles una oportunidad a los descendientes de los destinatarios para que,

eventualmente, pudiesen enterarse de lo que antes de morir quisieron trasmitir sus

antepasados. “No se olvide compañero que ellos escribieron esas cartas deseando que

fueran leídas”.

91
Llegaron al lugar, pidieron hablar con el director del Archivo, éste los recibió de mala gana

y luego de escucharlos les informó que él se hizo cargo de dicha oficina, “invitado por el

Gobierno Revolucionario del hermano Evo Morales Ayma, Presidente Constitucional de la

República y Capitán General de las Fuerzas Armadas de la Nación, que estaban por primera

vez al servicio del pueblo y de los grandes intereses de la Nación”, lo dijo poniendo énfasis

en cada una de las palabras especialmente en las designaciones oficiales. “Antes este

Archivo estaba a merced de q’aras flojos y ganapanes y no he encontrado ningún baúl

como el descrito por ustedes. Aprovecho para decirles que tuve que destituir y echar a la

calle a antiguos funcionarios que estaban al servicio de las oligarquías criollas y del

imperialismo gringo, así que no hay quien pudiera darles otras referencias acerca de la

existencia del baúl”. Antonio insistió alegando que la familia apellidaba Calahumana, que

era de un linaje aymara del que procedía Andrés de Santa Cruz y Calahumana, Mariscal de

Zepita, pensó que su argumento era apropiado a los tiempos actuales de gobernantes

aymaras, pero se equivocó, pues el Director, enfundado en una chompa ordinaria de alpaca

y con rasgos mestizos le refutó diciéndole que “los Calahumana, al igual que los

Cusicanqui o los Pasos Kanki pertenecían a la pérfida línea de las familias

colaboracionistas, traidores que, por no perder sus privilegios transaron con los españoles

primero y con los criollos republicanos después, vendiendo a sus hermanos de sangre para

esclavos en las minas de la colonia y para carne de cañón en los ejércitos republicanos,

respectivamente. Nada que tenga que ver con indios traidores nos interesa, es probable que

hayamos quemado las cartas que usted menciona porque se trataría de documentos escritos

por blancos ya que en esa época a nuestros hermanos no les era permitido leer y escribir.

No olvide que el compañero Evo Morales siempre nos recuerda que les cortaban las manos

para que no puedan escribir y les sacaban lo ojos para que no puedan leer. Así que esas

92
porquerías sentimentales útiles únicamente a los historiadores blancos, para que sigan

alentando el pensamiento colonizador, no nos incumben, búsquenlas en otra parte, y no en

este recinto que ha sido recuperado por el pueblo oprimido y por el nuevo ejército indio

libertador. Nosotros, iluminados por la luz de nuestro hermano Choquehuanca, el verdadero

q’ananchiri, la verdadera luz que nos ilumina en el pachakuti, creemos que nuestra historia

se la debe leer en las arrugas de nuestros ancianos”.

“Esito sería todo”, agregó Carlos Dávila al salir frustrados de la oficina del Palacio

Quemado. En el momento en que estaban recogiendo sus documentos de identidad de la

recepción, se les acercó un viejito y les hizo señas que los esperaba afuera de Palacio. Se

encontraron con él en la acera empinada de la calle Ayacucho y les contó, en voz baja,

temiendo que alguien lo escuche, que el baúl con las cartas lo hizo desaparecer el anterior

Director del Archivo porque decía que desde que llegaron a Palacio fue como si todos los

fantasmas del país se hubieran dado cita en ese lugar. El viejo indígena les informó que

trabajaba desde hacía años en el Palacio Quemado, les confesó que todos estaban alarmados

con los fantasmas nuevos. “Estábamos acostumbrados al “Tata” Belzu y al barbón

Melgarejo ¿no ve?, que por las noches siguen peleándose, en el Salón de los Espejos;

primero se escucha el chocar de los metales de sus sables y si uno se asoma por la puerta se

los puede ver combatiendo como dos salvajes. A ellos se sumó, hace dos años apenitas, el

fantasma del doctor Víctor Paz Estensoro, uno sabe de antemano cuándo va a aparecer

porque se siente el olor a tabaco chocolatado de la pipa que fumaba y luego, se lo ve,

elegantemente vestido, paseando por el Palacio como si fuera su casa ¿No ve?” “Y, claro

que lo es –le aclaró Carlos Dávila–, recuerde que fue presidente durante cuatro períodos

constitucionales, sin contar el que le escamoteó Barrientos en 1964, su propio

vicepresidente. Yo creo que pasó más tiempo en el Palacio de Gobierno que en su propia

93
casa. Paz Estensoro es el verdadero dueño de este viejo edificio”, concluyó Dávila

señalando el Palacio.

Antonio retornó a la ciudad de Santa Cruz decepcionado y al ingresar en ella en un taxi

tomado en el aeropuerto de Viru Viru, notó complacido que las hojas secas del otoño habían

convertido las jardineras de las grandes avenidas en alfombras doradas que crujían al paso

apurado de los madrugadores caminantes.

En el trayecto pensó que exceptuando la trasandina ciudad de Cobija, antigua capital del

departamento boliviano del Litoral, hoy un pequeño puerto en la II Región de Chile, ha

recorrido casi todas las ciudades capitales en las que estuvo Romualdo Villamil como

Prefecto. Caminando por las calles y avenidas, con los borradores en su mochila, es posible

que se haya tropezado con descendientes de aquellos que hace cerca de siglo y medio

conocieron al protagonista de su obra. El tatarabuelo de alguna de estas mujeres y hombres,

pudo haber conversado con Romualdo y Adelia y haberle dado la mano a Gregorio.

Las ciudades han cambiado, algunas han pasado de agrestes pueblitos con algunos miles de

almas a grandes urbes con más de un millón de habitantes.

Al llegar a su casa retomó el testimonio de Gregorio, en el que nos hace conocer que sus

abiertas simpatías con Belzu, el caudillo de origen árabe, se debían en parte a la admiración

que compartía con el Coronel Villamil acerca de un hombre que llegó a ser idolatrado por el

pueblo, a punto de convertirlo en un santo popular sin necesidad de canonización oficial. La

devoción a la que se refiere Gregorio era tal que todavía hoy es posible encontrar a familias

de origen aymara que la siguen profesando, encendiendo veladoras para suplicarles que

interceda por ellos en el cielo.

“Me gustaba el general Belzu, porque era un paria fugado de su casa como yo, él también

se había criado entre la soldadesca, y aprendió a leer y a escribir en los cuarteles, se

94
alimentó con el rancho diario, aprendió de Dios escuchando al capellán y formó su carácter

bélico queriendo emular los relatos que los oficiales contaban de sus hazañas en combate.

Esto era algo que elogiaba el Coronel Villamil, pues creía que Belzu era de los hombres que

se hacían a sí mismos y por esa razón, decía él, vale por muchos de nosotros de los que

tenemos apellidos y venimos de buenas familias, que lo tuvimos todo y no somos nada,

apenas unos pobres soldados de la Patria. Muchos de mis camaradas están en el ejército

porque sus padres los obligaron como si fuera un reformatorio para muchachos rebeldes, no

tienen ningún apego por la Patria”. Gregorio escribe “Patria” con mayúscula, destaca

Antonio.

“El Coronel, igualmente, afirmaba que Belzu era un caudillo popular que había aprendido

sus ideas políticas en Francia, adonde fue enviado en misión diplomática, y siempre que

podían discutían acerca del socialismo, las utopías, la democracia y esas vainas que todavía

y a mis años no entiendo muy bien que digamos. Belzu no era socialista como muchos

creían –afirmaba–, era anarquista, sus ideas se acercaban más a la abolición de las

instituciones que al fortalecimiento de éstas. Sin embargo, contradiciendo lo de anarquista y

con el temperamento de los hombres de su genio, pretendía ser el conductor de la primera

revolución ideológica del continente, ahora dicen que se trataba del primer proyecto

populista nunca antes visto en América Latina. Eso lo hacía diferente a los demás, por lo

menos Belzu esgrimía una razón para luchar por el poder. Y yo estaba de acuerdo con él en

muchas cosas, mi estimado Gregorio –repetía mi Coronel–. Estaba de acuerdo en la ayuda

que daba a los artesanos, esa gente necesitaba que el Estado los apoyase, así como la

incipiente industria nacional también necesitaba de alguien para protegerla de los productos

que llegaban del exterior; decretó que las niñas tengan acceso a la educación, esas eran

medidas buenas y lo bueno debía ser apoyado, porque Bolivia necesitaba consolidarse

95
como país, necesitaba que el Estado tenga presencia nacional, que se manifieste hasta en el

último rincón del territorio patrio. El Estado tenía que llegar allá donde nadie llegaba y era

menester que nosotros seamos ese Estado, por eso es que no me corrí de las misiones que

me encomendaban, porque creía que estábamos haciendo patria. ¿Era así o no era así? Era

así mi Coronel”.

“Admiraba a Belzu porque creo que, en esa época, en la que el signo de los tiempos era la

lucha por el poder sin razón ideológica alguna, simplemente por llegar a posesionarse en el

Palacio de Gobierno, lo suyo era algo noble, afirmaba el Coronel Villamil. Sin embargo

algo que no le gustaba de Belzu y de otros mandatarios nacionales era la actitud

megalómana, en la que lo presuntuoso y lo fatuo eran la característica principal, que se

manifestaba en ellos de diversas formas, En el caso del caudillo popular este talante se

revelaba en su correspondencia oficial que incluía en el borde superior derecho una leyenda

que homenajeaba el Primer Grito Libertario, que se dio en Sucre, el 25 de mayo de 1809, al

que le agregaba los años de su gobierno que se inició en 1848. Se leía “Palacio del

Supremo Gobierno en La Paz a 31 de agosto de 1853, 45 años de la Independencia y 5 de

la Libertad”.

Antonio escribe una apostilla: Belzu al igual que muchos mandatarios bolivianos del siglo

diecinueve, del veinte y seguramente del actual creían que con ellos empezaba la “Historia

Nacional”. La fecha de ascensión a la presidencia marcaba el año cero de “La Libertad”,

con ellos empezaba la “verdadera y genuina” historia del país.

“Un día, cuando la ceguera amenazaba con borrarle todos los colores, mientras se tomaba

un matecito de tilo para calmar los nervios que no lo dejaban ni dormir, mostrándome

algunos de sus diplomas, nombramientos y designaciones me hizo notar que los presidentes

de Bolivia, desconfiados y maliciosos, viajaban con el poder a cuestas. Mire Gregorio, lea

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este pergamino ha sido firmado en Cochabamba y dice “Casa de Gobierno”, este otro está

firmado en Sucre. Preste atención a este otro y mostró uno en el que lo designaban Prefecto

en Cochabamba; fíjese que la parte impresa dice “Palacio de Gobierno Supremo y la parte

de la ciudad está en blanco para ser llenada de acuerdo al lugar donde se encuentre, lo

mismo que las fechas, pero lo de las fechas es comprensible. ¿Por qué dejan un espacio

para la ciudad? Porque así podían firmarlo en cualquier lado; mire este otro, está firmado en

Sica Sica en 1866, nada menos y nada más que por el más viajero y aventurero de todos, el

General Mariano Melgarejo. El tarateño establecía la Sede de Gobierno donde lo agarraba

la noche. “El Palacio andaba en lomo de las mulas viajeras. Tal vez por eso algunos

escritores se referían a la política como “el potro del poder” que había que saber amansar”,

esclareció una vez el Coronel; y recordó que Melgarejo afirmaba que el Palacio estaba

donde a él le daba la gana, “si estoy tomando chicha, el Palacio es la chichería y si estoy

con mi “Juanacha” el Palacio está entre sus piernas en medio de la cama”, repetía el

Coronel imitando el tono prepotente de Melgarejo que con unas copas demás alzaba la voz;

y yo le creía, porque el Coronel no mentía ni cuando contaba chistes. Diferente hubiera sido

nuestro país si en vez de viajar con el poder a cuestas lo hubieran hecho con la Patria a

cuestas, me previno cierta vez que viajábamos a Potosí”.

“Cuando estuvimos en Sucre, y aún hoy en día –afirma Gregorio, refiriéndose a principios

del 1900, en que Antonio estima fue escrito el cuaderno –, los chuquisaqueños creyeron y

creen que su ciudad es la Sede de Gobierno y, cada vez que pueden, lamentan que los

paceños se la hayamos quitado. Nada más falso, si nos atenemos a la correspondencia

oficial veremos que la Sede de Gobierno era móvil, se trasladaba con los presidentes

porque para ellos “el Palacio del Supremo Gobierno podía estar en el campamento que

levantaban para enfrentar a sus enemigos o mientras planificaban una estrategia para

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destruir los planes de los conjurados. Yo no sé por qué los chuquisaqueños se enojaron

después de la Guerra Federal, cuando los paceños les quitaron la Sede de Gobierno con el

pretexto de una Nación Federal, con departamentos autogobernándose, que luego

olvidaron”. Antonio, apunta que a los chuquisaqueños de nada les sirvió tanto trabajo y

tanta angustia para hacer aprobar, en 1898, la Ley de Radicatoria, que establecía a la

antigua Charcas como sede obligatoria del Poder Ejecutivo, cuando en el siglo diecinueve,

en los hechos, no lo fue nunca. Para lo único que sirvió esa Ley fue para pretexto de la

Guerra Federal, para que nos enfrentemos entre bolivianos engañados por falsas promesas,

como siempre”.

Acucioso, como demuestra ser en las páginas de su manuscrito, Gregorio reparó en el

encabezamiento de la correspondencia oficial y apuntó que las intenciones o de los deseos

de nuestros gobernantes también se reflejaba en los oficios, que poseían leyendas como la

de “¡Viva la Alianza Americana!” o “¡Viva la Unión Americana!”. Los de la época de Belzu

hacían hincapié en que el general de origen árabe era “Jefe Supremo del Ejército

Libertador”.

Anotando luego: Rastreando minuciosamente los nombres de los ministros que firmaban

las tantas designaciones del Coronel Villamil, sería posible graficar un mapa de aquellos

políticos que se acomodaban con uno y otro gobierno. En varios de estos oficios se destaca

la firma del polémico Casimiro Olañeta acompañando a más de un Presidente en diversas

carteras ministeriales. En Sucre Antonio recogió una cita del historiador Gunnar Mendoza,

quién lo describe como un “criollo que recibió una esmerada educación académica en la

Universidad de Córdoba, abogado de la Audiencia de Charcas, panfletista, magistrado,

diplomático, ministro de Estado, jurisconsulto y político ante todo”. Y en una pequeña

publicación del Centro Bibliográfico Documental Histórico, dirigido por Analí Fuentes, se

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topó con un artículo del historiador Charles Arnade, que no era tan generoso como

Mendoza, en el cual lo describe con un personaje que “con su fenomenal perspicacia

conocía perfectamente cuándo la causa o persona que estaba apoyando perdería

popularidad. Cuando el descontento estaba en etapa embrionaria abría relaciones con la

oposición por detrás de bastidores”. Es lo que un novelista postmoderno denominaría un

depredador político, un peine el tipo ¿no? , sonríe Antonio comentándole a su hijo.

En el Centro Bibliográfico Documental Histórico Antonio tuvo la maravilla de encontrase

con la edición incunable de “Historia Natural” de Plinio, publicado en España 1624 por el

Impresor del Rey. Maravilla que estuvo comentando con sus amigos durante días.

“La traición era la moneda corriente en esos años; y era común ver a los ministros más

allegados a un régimen volcarle la cara al amigo, al que le habían jurado lealtad eterna.

Darse vuelta para que otros lo asesinen, porque sabían que no había revolución si el

presidente no era asesinado. A propósito de este tema, el Coronel Villamil dijo una vez,

cuando ya viejo y ciego, pero sabio, que Napoleón Bonaparte no conocía Bolivia cuando

dijo que nunca un pueblo había tenido tantos reyes asesinados como Francia, lo cual

demostraba que no era un país fácil de gobernar. Nosotros les ganamos mi estimado

Gregorio, use su prodigiosa memoria y saque usted las cuentas de cuántos presidentes

fueron asesinados en los últimos cincuenta años de este siglo y verá que no hay en el

mundo otra nación que nos iguale. Me gustaban esos desafíos, porque siempre estuve

orgulloso de mi memoria. Estábamos allá por el año 1875 cuando me hizo esa pregunta, lo

recuerdo porque hacía como un mes que una intentona subversiva dirigida por Casimiro

Corral se había levantado contra Tomás Frías, presidente por segunda vez; y al no poder

vencer la resistencia de los defensores de Palacio lo incendiaron lanzando antorchas”.

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Gregorio lamenta que “el Palacio inaugurado por Manuel Isidoro Belzu, en una inolvidable

velada, con artistas y poetas declamando versos y que, además, contó con la presencia de

los caciques y mallkus de todo el altiplano; donde se comió y se bebió abundantemente,

como se estila en una fiesta popular, haya sido quemado por la iracundia de la masa

desaforada. Y es que el paceño no tiene límites cuando se enoja. Ahora bien, si tomamos en

cuenta esta fecha y retrocedemos cincuenta años, empezaremos justamente en 1825, el año

de la fundación de la República. Comenzando desde allí fueron siete los presidentes

asesinados en cincuenta años. Siete de diecisiete presidentes que tuvimos entre 1825 y

1875, eso sin considerar al actual, que en cualquier momento le pegan un tiro en la calle.

Casi la mitad de los presidentes, mi Coronel, le respondí. Nombres, Gregorio, no me la

charle, me dijo el Coronel y yo emprendí la lista empezando por Antonio José de Sucre, un

tal Pedro Blanco que no duró ni cinco días porque antes de que concluyera el quinto día fue

asesinado. Luego siguieron Eusebio Guilarte, nuestro amigo Jorge Córdoba, yerno del

también amigo y camarada Manuel Isidoro Belzu, cobardemente asesinado por Mariano

Melgarejo, quien a su vez fue ultimado por un familiar cercano al igual que Agustín

Morales a quién le dio muerte su sobrino carnal. Y está la otra lista, de los que salvaron la

vida porque sus esposas y familiares fueron a rogarles a los nuevos mandamases para que

les perdonasen la vida y los desterrasen, deshonrados pero vivos. Aunque muchos de ellos

murieron en la miseria lejos de su tierra. ¿Quiere que complete los nombres? “

“No, es mejor que no siga, Gregorio, creo que es suficiente por hoy, me dijo, y noté que el

macabro inventario le había afectado recordándole a varios amigos y enemigos que ya la

muerte hermanaba en huesos”.

“Si el mandatario depuesto sobrevivía era seguro que volvería a encargarse de los traidores.

Sin embargo, había más de un político protegido por el diablo, porque después de traicionar

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una vez lo volvía a hacer, pero era perdonado como si nada, como si fuera imprescindible

en los gobiernos. Eso es algo que nunca voy a entender”.

“La respuesta es muy sencilla, me respondió el Coronel, y es porque los letrados son muy

escasos y la mayoría de los poderosos si bien poseen dotes de comandantes, apenas sabían

leer y escribir. Los doctores saben que son necesarios ya para escribir discursos, para llevar

las cuentas del tesoro nacional, o para redactar los informes que van al Congreso o

simplemente para hacerles decir frases inteligentes. La pregunta correcta es ¿quién usaba a

quién?”

“Eran tiempos sanguinarios, la lucha por el poder no respetaba ni honras ni vidas humanas.

Había tantas batallas entre nosotros con igual número de vencedores y derrotados, que los

oficiales, envalentonados con sus pequeñas victorias que la mayoría de las veces eran

escaramuzas, creían que habían ganado épicas guerras y se soñaban capaces de dirigir el

país. Bastaba un toque de rebato, una cholada congregada en una plaza, un regimiento, un

buen orador para inflamar la revuelta, y que alguien levante un acta proclamando a un

fulano para que éste se crea Presidente. Anhelaban ver sus egregias figuras moldeadas por

el inmortal bronce, vestidos con su mejores galas, montando arrojados caballos; pero la

verdad es que a mi edad y en los primeros años del siglo veinte, puedo afirmar sin ironía,

que la mayoría de ellos fueron enterrados en tumbas anónimas en cementerios marginales,

y alguno que otro posee una lápida de eterno mármol encargado por la familia adinerada”.

“El triunfo creaba en los hombres la ilusión de la eternidad, haciéndolos olvidar que son

seres humanos, convirtiéndolos en bestias reclamando venganza. Ni bien llegaban al poder

proclamaban la ley marcial y decretaban el estado de sitio en las poblaciones que se

sublevaban contra ellos, porque eso era lo que sabían hacer, era lo que otros les habían

hecho y este era su desquite. Su revancha. Las lealtades y las amistades efímeras, como los

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presidentes eran “provisorios”; no había cómo descuidarse pues se corría el riesgo de ser

asesinado por algún amigo o familiar que, por esas cosas de la política, había tomado otro

partido. Ni siquiera las esposas o las amantes se salvaban de las broncas y corrían el riesgo

de ser secuestradas para luego negociar su liberación. Amén de ser emboscado camino a

casa por militares leales al recién estrenado rival. Las instigaciones eran el rancho diario en

los cuarteles y en los cenáculos universitarios. Los jóvenes oficiales deseosos de ganar

estrellas, de un día para otro, se prestaban a los juegos de la perfidia. El Coronel Villamil

afirmaba que en la lucha por el poder no existía la casualidad, que hasta el aparente azar era

un signo para ser leído en la “desmesura del ejercicio del poder”. Y una de esas señales eran

las fiestas populares, porque aprovechaban que la gente estaba durmiendo la borrachera

para golpear”.

“Las campañas bélicas eran tan largas que, a veces, nos la pasábamos de insurrección en

insurrección. Debo reconocer que nosotros no éramos nada, comparados a ciertos militares

que disfrutaban de la guerra, parecía que habían nacido con una espada y una pistola en

cada mano. Uno de ellos era un pariente del Coronel que se llamaba Pedro Villamil, un

guerrero nato que buscaba la ocasión para combatir. Me acuerdo que junto a Pedro Villamil

fuimos muchas veces a la carga con bayonetas o sables o simplemente a puño pelado. Unas

veces aparecía deshaciendo entuertos y otras era el autor de encarnizadas sublevaciones.

Era como los gatos, tenía más de siete vidas, lo herían y más tardaban en curarlo que en

verlo recuperado para el próximo combate. Fue un legendario comandante del Batallón de

húsares “Chorolque” que, también, combatió en la Guerra del Pacífico”.

“La traición y el engaño servían como pretextos ideales para conformar improvisados

Consejos de Guerra, como si verdaderamente lo estuviésemos contra alguna nación vecina.

En pocas horas sentenciaban a muerte a sus rivales, el “quinteo” o la muerte por

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fusilamiento, por flagelación y por horca eran parte de la rutina castrense. Era común

matarlos a ojo abierto para que las víctimas sepan quienes eran sus asesinos y en los

caminos uno se tropezaba con cabezas plantadas en bastones, lanzas y en simples palos de

escoba. Los patíbulos se alzaban de la noche a la mañana, y eran el espectáculo preferido de

la muchedumbre. La calumnia era parte del desayuno. Antes que salieran los periódicos, ya

circulaban pasquines anónimos, distribuidos por gentes que aprovechaban la oscuridad para

descargar su infamia; eran dejados en las puertas de las iglesias, en las oficinas públicas y

en las casas de los propios damnificados por los rumores. Los insultos y las malas noticias

eran las que más rápidamente corrían de boca en boca, ganando en adjetivos y en dañineras

a su paso. Era común encontrarse con sueltos impresos tipográficamente que publicaban

loas, denuestos y manifiestos a la nación. Pero también se publicaban poemas, elegías y

sátiras. Me acuerdo una pequeña décima dedicada a un militar amigo nuestro que decía:

“Es tan grande tu impericia / ya tanta tu cobardía, / que las dos a porfía / desopinas la

milicia; / debiera pues, en justicia /a un convento retirarte/ a donde estudiando artes / de

cocina titulado / pudiera bien tu prelado / de cocinero nombrarte”.

“Los odios personales traspasaban los límites de la guerra y entraban al terreno personal

con mucha frecuencia ¡Se decía cada cosa de los militares! “Maldición eterna al infame”,

era un nada comparado con otros insultos. Pero los militares no eran los peores, los peores

eran los doctorcitos, “sopatintas” les decían, que se ufanaban de instigarlos a los

alzamientos; los “capituleros”, que dirigían las maquinaciones antes y después de las

elecciones. Yo no creo que se los pueda separar a unos y a otros, eran como el tiesto para

una mecha, pero que los militares no se hagan los inocentes porque a veces eran los

verdaderos instigadores y sabían que necesitaban a los civiles para gobernar”.

103
“Los cruceños afirmaban que los doctores altoperuanos disponían de un mecanismo natural

en sus cerebros que los hacía olvidar con pasmosa facilidad de sus amores, odios y

promesas cuando de asuntos políticos se trataba. Habría que destaparles la tapa de los sesos

para ubicar dónde tienen almacenado ese subterfugio tan conveniente a la hora de ocupar

puestos públicos para extirparlo, porque no vaya a ser que sea contagioso y pronto todos los

bolivianos estemos infectados. Pero si los políticos tenían el olvido, yo poseía la memoria,

le dije un día al Coronel, y éste me respondió que tendría que escribir esas memorias,

porque lo que no estaba escrito era como si se lo llevara el viento. No lo creo, recuerdo que

le respondí, para eso están lo historiadores, ellos sabrán hacerlo mejor que yo. Lo dudo, me

contestó, porque ellos también son parte de ese olvido”.

“Un botón, dijo un sastre”, bromea Antonio para reproducir lo que sigue en el manuscrito:

“En el pueblo de La Paz se rumoraba que Jorge Córdoba era, en realidad, hijo de José

Ballivián, de quien se hablaba muchas cosas y no muy buenas, especialmente con las

mujeres. Las viejas malas decían que era tan “caliente” que no perdonó ni a sus familiares.

Belzu odiaba a Ballivián, porque también había seducido con malas artes a su esposa, la

dama argentina Juana Manuela Gorriti. Décadas después he escuchado, a gente que nunca

la conoció, jurando que doña Juana Manuela era una mujer de extraordinaria belleza y de

una coquetería proverbial, cosa que no era cierta. La argentina no era fea pero tampoco era

una beldad; la “Juanacha” de Melgarejo la superaba en atributos físicos, por lo menos para

mi gusto; lo que si tenía la extranjera era un aire reservado e intelectual, como si supiera

cosas que nadie más sabía que la hacía irresistible para los hombres en general y para los

militares en particular que soñaban en conquistar a una dama como ella. Los que conocen el

Océano Pacífico sabrán que es áspero y frío pero que una vez se lo conoce nadie quiere

alejarse de sus costas. Creo que el desafío de conquistar algo inexpugnable era lo que los

104
alentaba al riesgo, al peligro, porque todos quienes la galanteaban sabían de la ira de su

marido. Pero como buenos guerreros sabían que el placer con riesgo satisface más”.

“Quiero aclarar, salvando la memoria del Coronel Romualdo Villamil y de su amada esposa

Adelia, que estas burreras que voy a contar las he escuchado en la calle y también en los

grandes salones adonde los acompañaba. Las palabras eran diferentes, elegantes en los

salones y vulgares en las tabernas, pero los chismes eran los mismos. No sólo se rumoraba

de las infidelidades de la argentina con Ballivián, sino que se afirmaba que la propia esposa

de éste, cansada de las perradas de su marido, se la hizo con un militar y escritor argentino

que andaba exiliado por nuestra patria. La insidia de la mala gente decía que, en la hermosa

hacienda Cebollullo, el argentino, a quién José Ballivián había honrado con el cargo de

primer Director del Colegio Militar, conquistó a punta de versos y sonetos a la esposa de su

protector. ¡Qué pena!, dijo a los años mi Coronel Villamil, afirmando que los dos fueron

grandes presidentes y supieron rodearse de gente capaz, Ballivián con lo más granado del

exilio argentino y Belzu con lo mejor de los mestizos”.

“Volviendo a Jorge Córdoba, se decía que nunca fue reconocido como hijo por Ballivián y

que le guardaba un rencor enfermizo porque se sentía despreciado y humillado; Belzu quiso

aprovechar esta debilidad y lo casó con su hija Edelmira, canalizando el odio hacia

Ballivián como si fuera una cuestión ideológica contra los de su clase. Entre las grandes

familias paceñas comparaban el odio de Belzu contra su esposa Manuela, con los celos que

sufría el moro de Venecia, es un drama “chaquesperiano” (sic) ironizaban y yo tuve que

preguntarle al Coronel qué era lo que querían decir, lo cual me significó una larga

explicación acerca de un dramaturgo inglés, autor de muchas obras que fuimos leyendo en

los caminos. En esos años de capa y espada también se decía que Plácido Yánez, prefecto

de La Paz durante la presidencia de José María Achá, era también hijo bastardo de Ballivián

105
y, por tanto, presunto hermano de Jorge Córdoba a quien asesinó cobardemente. Se

sospechaba que nuestro Caín criollo organizó las crueles matanzas del Loreto, para vengar

la memoria ultrajada de José Ballivián de las afrentas del vástago resentido. En esa fatal

ocasión además de Córdoba fueron asesinados mientras dormían más de medio centenar de

ilustres personalidades militares y civiles detenidos por el gobierno en el Loreto. Fue una

acción tan ruin que fue repudiada por toda la prensa nacional e internacional. Recuerdo que

circuló un suelto que reproducía el editorial de un periódico peruano que lo calificaba de

“soldado soez” y afirmaba que gente como Yañez, son la “hez de la tierra”, concluía

Gregorio en uno de los párrafos más patéticos del manuscrito. (Pobre Gregorio, piensa

Antonio, no imaginó ni en sus peores pesadillas lo que nos deparaba el futuro en materia de

escándalos mediáticos, nunca sospechó que pudiesen haberse globalizado y viajar por el

éter como imágenes satelitales o impulsos electrónicos. ¡Tenemos las imágenes! El futuro

no es mejor, querido y leal amigo del Coronel Romualdo, Comandante de Inválidos.

“De lo que sí os puedo dar fe, como hombre y como militar de honor, fue del asesinato de

Belzu porque yo estaba en Palacio celebrando su retorno a la presidencia. Habíamos

sometido al tarateño Melgarejo. Todo era algazara entre los belcistas, especialmente entre

las gentes humildes. Todavía humeaba la sangre vertida en las calles paceñas y, entre en el

barullo, vimos entrar a Mariano Melgarejo, pensamos que venía a rendirse y a suplicar lo

dejen salir al exilio. La misma presunción la tuvo el general Belzu, fue a su encuentro con

los brazos abiertos. En ese instante, el sargento Nicanor Vega, ayudante del tirano

Melgarejo, le disparó a quemarropa. La presencia de Melgarejo solamente fue para

distraerlo y matarlo. Mientras nuestro líder caía al piso, se armó tal confusión en Palacio,

que nosotros, veteranos de guerras, no supimos qué hacer y temerosos de nuestra suerte nos

dimos a la fuga. Después de matarlo, Melgarejo salió a los balcones del Palacio y la

106
multitud traidora y casquivana como mujer de la calle, estalló en vítores. ¡Ay Melgarejo!

También se había criado en los cuarteles y había aprendido las mañas y copiado las

megalomanías de los que temprano se disputaron la silla presidencial. Se daba tales aires de

grandeza que llegó a exigir que cuando se dirigiesen a su persona, lo hicieran con el

apelativo de “Gran Capitán del Siglo”. Hoy se cuentan muchas cosas de este hombre que, al

principio, admiraba a Belzu por su valentía, pero que luego, por la codicia del poder, se

convirtió en su enemigo. Algunas cosas son mentiras, pero no me toca a mí desmentirlas.

Solamente diré que para engrandecer su fama de hombre valiente y culto sus fervorosos

aduladores contaban historias inventadas en las que Melgarejo pronunciaba inteligentes y

rebuscadas frases que opacarían a nuestros más ilustres poetas. Yo creo que la mayoría de

esas citas son falsas y que las verdaderas contenían palabras vulgares, propias de la jerga

cuartelaria. Lo mismo sucedió con José Ballivián en la batalla de Ingavi; los historiadores

afirman que arengó a nuestras tropas con un poema que decía: “Los enemigos que veis al

frente pronto desaparecerán como las nubes cuando las bate el viento”. Mentira, a la hora

de ir al combate necesitamos que nos exalten los ánimos con términos que despierten a la

bestia que duerme en nuestro interior. Mucho más creíble fue lo que dijo el peruano

Gamarra, quién aseguró a sus tropas que después de “almorzar al ejército boliviano,

cenaremos en La Paz”.

“Seguramente que el poema de Ballivián lo inventaron escritores amigos del propio

Ballivián, aunque el Coronel Villamil asegura que fue él mismo Ballivián quien, pasada la

batalla, la dijo en una de las tertulias, contando victorioso cómo fue que hicimos huir al

invasor. “No olvidemos, Gregorio que el vencedor de Ingavi era también escritor y en esa

ocasión nos leyó algo que había escrito y hablaba que de que el general Gamarra había

107
encontrado su sepulcro en el suelo boliviano que profanó y que sobre su tumba se erigiría

una pirámide que serviría de advertencia a los invasores”.

Antonio asocia estas palabras con la charla del “Foro”, en la que se debatía si los bolivianos

eran un pueblo político, antes que culto. Debate que fue ganado por los que afirmaban que

primero eran políticos, y se ponía como ejemplo que, en otros países, las frases nacionales

más célebres eran de sus escritores, de sus artistas y en el nuestro lo eran de los políticos.

“Los libros y manuales de historia nacional están plagados de expresiones supuestamente

pronunciadas por mártires y guerrilleros de la independencia, por gobernantes y héroes de

mil batallas, pero hay pocas oraciones inteligentes consignadas para algún escritor de

antaño. Tal vez porque preferían atribuírsela a los poderosos, recuerda Antonio que dijo el

José María a quién acreditaba como un hombre leído, porque tenía todo el tiempo del

mundo para hacerlo.

En la ciudad de La Paz, contó Huáscar que se alababa de haberse venido a Santa Cruz

porque estaba enamorado de esta tierra, se llegó al extremo de crear una comisión especial

del Instituto Murillano para que se dedicara a estudiar la vida del célebre prócer paceño

coautor de la famosísima Proclama de la Junta Tuitiva, para que defina con meridiana

exactitud cuales fueron las palabras que salieron de boca de Pedro Domingo Murillo, antes

de ser colgado por los españoles. La versión popular se refería a una metáfora de la libertad,

“cual tea que dejaba encendida”, como luz que ya no se apagaría nunca en la lucha por la

liberación del Alto Perú.

Creo que, hasta el día de hoy, siguen trabajando para establecer las palabras precisas,

comentó Antonio, citando una conversación que sostuvo en un café de Santa Cruz con Juan

Murillo, un paceño descendiente del prócer, fotógrafo de sitios históricos, que entre sus

108
miles de imágenes poseía las de Zongo, un pueblito cerca de La Paz, donde había sido

apresado el prócer paceño antepasado suyo, para luego ser inmolado por lo españoles.

Y no hay porque extrañarse, pensó Antonio. Y recordó esa vez en el “Foro”, que mencionó

que varios de sus amigos escritores y, él mismo, a veces, escribieron para presidentes de la

República, garrapateándoles discursos que luego la historia recogería como propios de los

mandatarios. Entre ellos era común referirse al caso de un conocido poeta que le escribía

los discursos al General René Barrientos Ortuño, un narrador cochabambino a Jaime Paz

Zamora, a Jorge Quiroga e incluso le escribía los discursos a Hugo Bánzer.

Y vos no te hagas el desentendido, porque también escribiste para Gonzalo Sánchez de

Lozada, arremetió Arturo contra Antonio.

Cuando se publicaban los discursos de Fulano de Tal, Presidente de Bolivia, entre ellos

sabían de quiénes eran en realidad las largas peroratas que, dependiendo del humor del

autor, podrían ser piezas únicas de oratoria o copia de otras disertaciones que, en su

ensimismamiento, los gobernantes no querían darse cuenta y preferían pensar que ellos

mismos habían inspirado esas palabras.

Antonio les aclaró que él único Presidente que nunca había dejado que le escriban sus

discursos era Carlos Mesa. Contó que un politólogo paceño amigo suyo le había

comentado, durante un desayuno trabajo, que intentar escribir algo para Mesa era como

intentar asesorar a Dios, misión imposible compadre.

Luego Antonio se acordó, riendo impúdicamente mientras les contaba a los del “Foro”, que

otro escritor los bautizó como los “Esopo de la literatura nacional, porque hacían hablar a

los animales inventándose seductoras fábulas sobre un país imaginario”; había colegas del

oficio de la escritura que les sacaban el cuero en ausencia pero que, en el fondo de sus

almas, se morían de envidia porque habrían dado los dos dedos con los que escribían, para

109
redactar una frase de los discursos, para luego poder presumir de su autoría. Antonio les

contó que conocía a los resentidos, que bastaba con mirarles a los ojos para ver la envidia

creciendo en silencio en el fondo de sus pupilas. Por supuesto que ninguno lo reconocería

en público, menos ahora que estos presidentes, blancos indecentes, q’aras malditos, están

defenestrados, caídos, lejos de la mano de Dios que ya no reina en la heredad de la

PachaMama.

Recordó también a don Ramiro Carrazana, poeta yungueño, entrañable amigo suyo de la

época de la Biblioteca, que asesoraba a senadores; recordó que cuando terminaba de

redactar una intervención o una defensa para alguno de los representantes nacionales,

repetía con sarcasmo que “su ligera pluma había ganado unos pesos –y luego agregaba –,

¿Sabe una cosa Antonio? gente como yo está condenada al purgatorio, a penar por siempre,

buscando el perdón divino por habernos convertido en prostitutas de la palabra, las plumas

más cotizadas de la Plaza Murillo”. La última vez que lo vio le comentó que un libro de

sonetos escrito por encargo había ganado un premio internacional. “Lástima que el libro

lleve otro nombre, me hubiera gustado que la gente me recuerde por estos sonetos pero, en

fin, necesitaba urgentemente la platita”.

Y hablando de eso ¿cuáles de tus amigos están escribiendo para Evo?, le preguntó el

ingeniero forestal.

No sé si los asesores eventuales de hoy me siguen considerando como amigo porque hay

una tendencia de no confraternizar con quienes no piensan como ellos. Lo que sé es que

existe una guerra sorda entre el entorno cercano al que se descuida inmediatamente lo

defenestran con Evo y lo apartan sin lugar a reclamos. Aquellos que trabajaron con Evo,

desde la época de dirigente cocalero en el Chapare, fueron desplazados y ahora son nuevas

personas las que lo asesoran. Entre ellos hay un refugiado peruano que ya asesoró a otros

110
políticos; un explorador argentino experto en marketing político que trabajó en las

campañas de Jaime Paz y de Hugo Bánzer; un periodista cochabambino que le escribió una

temprana biografía, y un equipo de intelectuales aymaras que antes de redactar una oración

se encomiendan a sus dioses cósmicos para que el discurso salga bien. Entre estos se

destaca Choquehuanca, creador de la teoría “de la cultura de la vida y la cultura de la

muerte”, en la que los aymaras serían los portadores de la primera y los demás de la

segunda. Todos ellos son miembros de un selecto grupo conocido como “El Círculo de

Hierro”, un privilegiado comité político que redactó el documento de la campaña electoral

denominado "Los diez puntos del MAS”.

Ajá, intervino el cirujano plástico: entre ellos habrá que buscar al autor del lema: “Un

proyecto, un pueblo, un líder” que no es otra cosa que la traducción literal de “Ein reich, ein

volk, ein fürher”, la exitosa propaganda de los nazis; y también de la leyenda “Evo soy yo”,

que parece copiada del final de la película Espartaco protagonizada por Kirk Douglas, en la

que después de la batalla final donde casi exterminan a los esclavos insurrectos, los

sobrevivientes identificándose con su líder declaran: “Espartaco soy yo”.

No lo sé, respondió Antonio, pero en honor a la verdad, me han contado que el hombre lee

los discursos que le escriben, escucha a sus consejeros y asesores pero después dice lo que

quiere. En el Café Berlín y en otros cafés de La Paz, se afirma que a Evo le encanta que sus

asesores extranjeros lo alaben, que le rindan pleitesía y también se rumora que ha

reemplazado las opiniones y consejos del “Círculo” por el servilismo de los dirigentes

campesinos e indígenas. Fíjense que Evo, sin falta, viaja todos los fines de semana a las

comunidades, buscando que lo adulen y lo mimen, que lo aguaguachen como dicen los

paceños.

111
Debe creerse la reencarnación de René Barrientos, dijo Arturo, con la diferencia que éste

viajaba en un humilde helicóptero de la FAB y Evo Morales lo hace en un espectacular,

pero prestado, helicóptero de los venezolanos.

¡Así que asesores extranjeros!, se sorprendió el Médico en la cita quincenal del “Foro” que,

esta vez, se realizaba en la casa de José María. Preferían reunirse en las casas de cada uno

de ellos y no en los simpáticos cafés de la avenida Monseñor Rivero, porque allá no se

sabía quien podía sentarse en la mesa y ya habían tenido problemas con algunos

parroquianos intolerantes que no respetaban las opiniones de los otros. Desde el ascenso al

poder de Evo Morales elegían a quién invitaban a las capillas del “Foro”, para evitar

odiosas confrontaciones indignas de caballeros. Así que asesores extranjeros ¿no?, nuestro

país es tan generoso que cualquiera que viene de afuera lo recibimos con los brazos

abiertos. Ya desearía yo que a algún boliviano escritor triunfe en el exterior, fíjense que hay

eminentes profesionales bolivianos que trabajan en bares, o escritores bolivianos que viven

durante muchos años en Europa y los Estados Unidos, y si han logrado una reseñita, en un

pinche periódico, se dan por satisfechos porque saben que no pueden aspirar a más. En

cambio aquí los extranjeros, dirigen periódicos, gerentan empresas, vienen a operar gratis

como los cubanos sin que nadie les pregunte por sus títulos profesionales y encima asesoran

a presidentes. ¡Sólo en Bolivia!, especuló el galeno intentando acaparar la charla.

Antes que me olvide –intervino en la charla otro paceño, escritor de cuentos eróticos, que

por esos días andaba por Santa Cruz y que había sido invitado al “Foro”– y hablando de

asesores extranjeros, fíjense que los que más defienden a este gobierno son justamente los

forasteros que viven en Bolivia, tal vez porque nos miran como los indiecitos que quieren

hacer la revolución. Nos miran con la indulgencia superior de los blancos buenos. Pero “en

fin Lenín”, como dice un amigo escritor de microcuentos y, ya que mencionaron a

112
escritores que escriben para gobernantes, creo que Evo Morales se lleva la flor. Noten que

en menos de cuatro meses de gestión ya se han publicado varios libros sobre su vida, su

personalidad, incluso se ha publicado una biografía no autorizada en la que revelan sus

amores y sus hijos. Se ha escrito sobre su ideología y recopilado sus discursos de los

primeros noventa días; se han hecho documentales, ahora mismo se está rodando una

película y lo han comparado con Tupac Katari. Dicen que es el Simón Bolívar indio, que es

Zárate Willca, que es el supuesto socialista presidente David Toro, que es el Che Guevara

por supuesto y hasta que es Jesucristo. “Es Cristo que vino a redimirnos de los q’aras y a

descolonizarnos”, evangelizó un sacerdote aymara en los medios de comunicación; y un

cura le contestó que había que exorcizarlo para sacarle el demonio de Hugo Chávez que le

había poseído el alma. Los analistas y politólogos de adentro y de afuera del país ya no

hablan de marxismo ni de indigenismo; hablan de etnopolítica y de “evismo”; una nueva

ideología que supuestamente mezcla ambas corrientes teóricas y que según el propio

Álvaro García Linera “es un movimiento cuya acción está centrada en lo que haga y deje de

hacer el caudillo”. Es decir que Evo sería una especie de deidad propiciatoria de la

revolución, cuya meta es “construir una nueva civilización sobre las ruinas del capitalismo

que ya agoniza”. Ideología que todavía no sé qué significa, pero me suena a idolatría o

mesianismo que pretende sacralizar a este gobierno, y sabemos que es muy peligroso que el

poder caiga en manos de los fundamentalistas, ya sean religiosos o étnicos, concluyó

seductoramente el Paceño.

No significa nada. Lo que pasa es que los abuelitos de la izquierda que se la pasaban

tomando café y hablando mal de los gobiernos, ahora no saben cómo justificar que éste sea

un gobierno de raza y no un gobierno de clase como aconseja la teoría marxista clásica.

113
Estos tipos están manejando categorías sociales que no existen para tapar su ignorancia

fundamentalista. Así, cualquiera se las cree, aclaró José María.

No se lo vayan a decir a nadie, pero creo que los paceños estamos creando un monstruo,

Pol Pot será un niño malo y travieso a su lado, retomó la palabra Huáscar. Este presidente

les ha ganado a todos los anteriores, ni siquiera Carlos Mesa y su destacada oratoria de

pupilo de los jesuitas lo iguala; y eso ya es mucho decir. La intelectualidad paceña ha sido

poseída por un repentino complejo de culpa, por su presunta complicidad en la exclusión a

la que fueron sometidos los indígenas y ahora pretende lavar su conciencia de clase

guardando silencio o colaborando con la temprana creación del mito “evista”. Los

intelectuales aymaras quieren hacernos creer que el pensamiento generado en el mundo

hasta la fecha no está a la altura de los conocimientos y conceptualizaciones andinas

ancestrales, complejas y telúricas, como si los aymaras o quechuas hubieran tenido escuelas

del pensamiento o escritura, pretenden que creamos que en el mundo andino existen

propuestas filosóficas que desconocemos. ¿Por qué no las hacen conocer? ¿Por qué ser tan

egoístas? ¿Por qué privar al mundo de una nueva visión? Me parece que hemos pasado de

los dogmas marxistas que imponían intelectuales al servicio de la revolución a los dogmas

indígenas que pretenden imponer intelectuales al servicio de una supuesta ideología

indígena, intelectuales que se han apropiado de todo el referente histórico indígena. Como

dice Fernando Montes, un blanco autor de un monumental ensayo sobre la personalidad

social de los aymaras titulada La máscara de piedra, están inventando una falsa tradición y

una identidad ficticia y lo hacen con la arrogancia de quienes creen que los demás somos

unos pelotudos. Pero, por supuesto, que a Montes ellos no lo leen porque lo consideran un

q’ara impostor, concluyó apesadumbrado el prosista altiplánico.

114
Menos mal que sos paceño, le aclaró Aristóteles, porque si eso que acabas de decir lo

hubiera dicho un cruceño ya lo hubieran acusado de oligarca racista, de “camba maldito”.

Pero tampoco crean que todos los intelectuales andinos están al servicio del MAS; el otro

día leí un artículo de Fernando Untoja, aymara neto, quien plantea que: “Actualmente,

todos los “masistas” hablan de comunitario pero nadie sabe lo que es; sostienen que el

poder es desde las comunidades, cuando en los hechos, es la decisión del déspota” que para

Untoja no es otro que Evo Morales. Y lo dijo un colla, no un camba.

No sean tan jodidos, intervino Antonio, yo creo que ustedes no perdonan que un indio haya

ganado con más del cincuenta por ciento y que esté haciendo lo que no pudo hacer la

izquierda pequeño burguesa, y hablo de la nacionalización de los hidrocarburos y de la

Asamblea Constituyente. Creímos que nuestra clase estaba predestinada a hacer la

revolución y lo único que hicieron los que llegaron al poder fue la revolución en sus

bolsillos, porque de yescas pasaron a platudos. Y ustedes saben muy bien de quienes estoy

hablando. Evo es consecuencia de todos los gobiernos corruptos de estos veinticuatro años

de democracia, no hay porqué enojarse, es la consecuencia del fracaso de la pequeña

burguesía en el gobierno. Deberíamos estar felices de que un indio, por fin, nos gobierne.

Nadie va a hacerlo peor de lo que ya lo hicieron. Respecto al pensamiento andino, no hay

porque ser tan prejuiciosos. El hecho de que no hayan tenido escritura no quiere decir que

no hayan podido trasmitir sus saberes por vía de la tradición oral. Creo que estamos

juzgándolo prematuramente, hay que dejar que las cosas sucedan; dejemos que gobiernen,

que cometan sus propios errores, que nuestros antepasados ya cometieron los suyos.

No, no es así, retoma la palabra el escritor paceño, no se trata de juzgar prematuramente a

nadie. Los que conocemos a Álvaro desde sus tiempos de guerrillero del Ejército Tupak

Katari, sabemos que es el ideólogo de la instauración de un racismo de Estado, y como dice

115
Elizabeth Burgos, una amiga venezolana historiadora de los movimientos guerrilleros de

América Latina, está siguiendo los lineamientos de Pierre Bourdieu, el sociólogo del

resentimiento idolatrado por el actual Vicepresidente.

En la casa de José María, Antonio se fijó en la joven que servía las tacitas de café, era de

rasgos indígenas chiquitanos, una mozuela de buen tamaño, muslos y brazos fuertes, de

escasa cintura, en la cual solamente él parecía reparar cada vez que entraba cargada de

bandejas. Para los demás, permanecía invisible como su antepasada que enseñó a doña

Adelia el secreto de las yerbas; invisible para los mestizos adinerados que aún, en el

gobierno indígena de Evo Morales, se resistían a aceptar que las cosas habían cambiado y

que Bolivia ya nunca más sería la misma, mejor o peor pero no igual, reflexionó en

silencio.

Antonio ha decidido incluir parte de los diálogos con sus amigos del “Foro” en la novela,

pretendiendo establecer algunas supuestas analogías con las supuestas conversaciones que

sostenía Romualdo con sus amigos en el siglo diecinueve. La política siempre será la

misma, siempre será un juego de engaños, se justifica Antonio. La inclusión también le

serviría para darle polifonía a la obra y para que se convirtiese en una especie de crónica de

la cotidianidad de la nueva era que empezaba a vivir Bolivia.

En cierta ocasión, cuando Antonio le contó de su decisión a una poetisa cruceña, ¿Ya ves?,

le dijo, vos también te estás convirtiendo en otro de los panegiristas de Evo, cuando

deberíamos ignorarlo. La clase media debía ponerlo al hielo, no hablar de él, matarlo con la

indiferencia.

Querida amiga, no voy a intentar justificarme, pero la verdad es que creo que estamos

viviendo una época intensa; los acontecimientos de estos días son potentes y perturbadores

y no he podido sustraerme a su influjo, le contestó Antonio.

116
Antonio vuelve a las palabras antiguas de Gregorio, copia lo que el ayudante de campo o de

órdenes escribió refiriéndose a Belzú y a Melgarejo, afirmando que ambos sabían cómo

exaltar al populacho a diferencia de los copetudos, pues ellos provenían de allí, “eran sus

iguales, conocían sus mañas y sus debilidades”. Y Evo también lo sabe, pensó Antonio,

teniendo a su favor su apariencia totalmente aymara a diferencia de Belzu y Melgarejo que

eran mestizos y que fueron usados por las familias poderosas, para no decir por la

oligarquía paceña de entonces.

Los asesores de Evo, expertos en imagen, saben que su adscripción étnica es fundamental

para la construcción del mito del estadista indígena y no descuidan ningún detalle. Para

agigantar el mito y situarlo en la línea de los héroes nacionales han generado la sospecha

entre la población de que hay gente que quiere matarlo –“la oligarquía y el imperialismo

quieren asesinarlo” – y para darle contenido oral a la leyenda, lo hacen dormir en

domicilios diferentes cada noche, encargando su seguridad a grupos selectos de indígenas

que son renovados cada cierto tiempo. Los que ya prestaron servicio vuelven a sus

comunidades y cuentan que “tuvieron el honor de proteger y de salvarle la vida al Primer

Presidente Indígena de Bolivia”, registra Antonio y luego vuelve al testimonio:

“Solo de pensarlo vuelvo a sentir vergüenza de mí mismo –continúa Gregorio en su

manuscrito, hablando del asesinato de Belzu–, lo que debí haber hecho era vender cara mi

vida y morir en Palacio como un valiente y no salir atestando, a uña de caballo,

desparpajados por todas las calles. En cambio hice lo de los cobardes, huí pretextando que

volveríamos a vengar su muerte. Volvimos después que masticamos un plan e improvisando

un grupo de ataque en el acto nos dirigimos a Palacio pero ya era tarde; los melgarejistas ya

se habían hecho fuertes en la Plaza. Lo que no pudimos hacer nosotros, por esas cosas

comunes en Bolivia, años después, lo hizo el hermano de su amante, cuando Melgarejo se

117
encontraba expatriado en Lima, dándole muerte como a un perro. Ya ves, me dijo el

Coronel cuando nos enteramos de su asesinato por la prensa, no hay porqué angustiarse ni

mancharse las manos por quienes no lo merecen. Nuestros enemigos irán pasando frente a

nuestras narices, camino al cementerio y nosotros, seguiremos vivos. La noche de su

asesinato, junto a un grupo de indios, rescatamos el cuerpo y lo llevamos a velar a pocas

cuadras de la plaza en una humilde morada de adobe con techo de paja” (donde ahora es la

sede del Club The Strongest, le confirmó luego Carlos Dávila)

Gregorio extiende su relato con un sentido homenaje al amigo de su jefe, a quien también

admiraba por propio convencimiento. Cuenta que los aymaras, sabedores de que “Manuel

Isidoro Belzu había vencido a la muerte ya en una oportunidad, cuando Agustín Morales,

que se hacía llamar “valiente entre los valientes”, por su desmedido coraje en combate, le

disparó a quemarropa en la cara y luego varios caballos le pasaron por encima, dejándolo

hecho un guiñapo humano y creyéndolo muerto lo dejaron tirado en la calle. Horas más

tarde lo recogieron unos indios compadecidos, quienes considerando que se trataba de un

cadáver abandonado que merecía cristiana sepultura se lo llevaron a enterrarlo. Dicen que,

cuando lo estaban velando, recobró la vida y, ante el azoro de todos los dolientes, les pidió

que lo llevaran a un médico. Esto también es algo de lo que puedo testificar, pues yo estuve

en Sucre cuando sucedieron los hechos. La verdad, es que el “árabe”, como le decían su

adversarios, volvió de la muerte, tal como lo hizo otras veces en las más de cuarenta

sublevaciones y motines que se dieron en contra de su gobierno, que tuvimos que sofocar

reciamente, para decirlo con delicadeza. Yo no sé cómo hacía, pero varias veces lo dimos

por muerto y tuvimos que tragarnos las lágrimas, porque el hombre resucitaba y nos

regañaba si nos pillaba llorando por él”.

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“Los indios pensaron que el milagro podría repetirse, porque creían que Belzu era inmortal

y escoltaron su cuerpo durante tres días, realizando ofrendas a los santos católicos y a los

dioses de la tierra, mezclaban los ritos católicos de la oración y el rosario con ritos paganos

ancestrales. Rezos con q’oas, rosarios con “mesas andinas”. Nadie, ningún blanco podía

entrar y al que lo pillaban curioseando corría el riesgo de ser lapidado en una apacheta

cercana. Sin embargo el “Tata”, así le decían porque lo consideraban su padre y él les decía

“mis hijos amados”, no volvió nunca a la vida, por lo menos no físicamente, pero la

creencia popular asegura que los cuida y los protege desde el más allá y por eso le rezan,

como a un santo varón. Al tercer día, una inmensa multitud acompañó sus restos hasta el

cementerio donde la devoción se convirtió en delirio al momento de enterrarlo. Me dolió

mucho esa muerte. Después del Coronel fue uno de los hombres a quienes más admiré.

Belzu sabía de mis sentimientos, de mi probada lealtad y me llamaba para encargarme

misiones secretas. En una de ellas tuvimos que cabalgar de noche para llegar en la

madrugada a los campos de Ingavi, donde el general José Ballivián había hecho construir

una pirámide en honor de Agustín Gamarra, su enemigo caído allí mismo en combate.

Ballivián era un guerrero que respetaba el valor de sus adversarios, quiso honrar la

memoria del peruano Gamarra y advertir a futuros agresores construyendo sobre su tumba

un mausoleo en forma de pirámide. Nuestra misión consistió en tumbar la pirámide piedra

por piedra, robar los restos de Gamarra y devolverlos al Perú. A la distancia de los hechos

puedo afirmar que, lo que hicimos, fue una vil acción encomendada por un hombre

desquiciado por los celos. Belzu nunca fue el mismo después de la supuesta traición de su

amada, Juana Manuela con Ballivián; los celos lo enloquecieron. Pero por esos avatares del

destino, años después, cuando Ballivián y Belzu no podían reclamar nada nos enteramos,

por un soldado leal al vencedor de Ingavi, que los restos que entregamos a las autoridades

119
peruanas no eran precisamente los de Agustín Gamarra, sino los de un soldadito boliviano

desconocido. En realidad José Ballivián quiso burlarse del enemigo que pretendía

anexarnos al Perú y, en su lugar, honró a nuestros valientes y anónimos guerreros indígenas

construyendo la pirámide como un monumento al soldado desconocido; pero eso solamente

lo sabían los más cercanos colaboradores que habían jurado guardar silencio”.

Antonio Robles finalizó de leer estos tan crudos como dramáticos sucesos e

inmediatamente se recogió en los temores de don Jorge Calahumana que le había advertido

que mucho del contenido de la correspondencia y documentos guardados en el “Arca”

podían destruir honras y naciones. Antonio imagina la sorpresa que se llevarían los

peruanos si descubrieran que los despojos que veneran, como si fueran los de uno de sus

grandes próceres de la Independencia son, en realidad, los de un humilde indiecito

cordillerano. Por eso es mejor que ellos sigan creyendo sus mentiras, así como los

bolivianos insistimos en creer las nuestras. Terminó de escribir y se fue a dormir.

Al día siguiente Antonio se levantó a las cinco de la madrugada, se sirvió un plato de

“tujuré” –maíz cocido con lejía–, le derramó leche fría y pensó que el cuaderno confirmaba

que Gregorio era un hombre leal de profundas convicciones; por eso no le sorprendió que

hasta el fin de sus días no creyera lo que se afirmaba de Belzu cuando volvió de Europa.

“La canalla acusa a mi General Belzu de haber viajado al Viejo Continente en busca de un

Rey para restaurar la monarquía en nuestro país. Miseria de miserias, Belzu fue un caudillo

popular que amaba a los indios. Nadie como él se ocupó de ellos, en una época en la que

sus tierras eran embargadas y devueltas de acuerdo a la voluntad de los gobernantes.

Incluso devolvió las propiedades a la Iglesia, que le habían sido arrebatadas por gobiernos

anteriores. Los enemigos juraban que lo hizo porque creía que, de esa manera, se

garantizaba un lugar en el cielo. Los doctorcitos lo acusaban de populista asegurando que

120
iba a caer en desgracia como otros caudillos populares, “porque las masas van de un lado a

otro y, como todos los credos fanáticos, están destinados al fracaso”, decían los ilustrados.

Mientras yo viva seguiré leal a la memoria del Coronel Villamil y a la del general Belzu”,

concluía la página Gregorio.

Antonio recordó que contándole a don Ramiro Carrazana el mágico y prolongado velatorio

de Belzu, éste se acordó de la muerte de Gaspar Rodríguez de Francia, el dictador del

Paraguay, cuyo restos fueron velados también tres días y tres noches esperando que vuelva

a la vida. La guardia paraguaya del Palacio de Gobierno de Asunción incluso le daba partes

diarios como lo hacían rutinariamente. Esa vez don Ramiro recomendó a Antonio que

leyera a Fausto Reynaga, intelectual indígena, autor del libro La Revolución India, para

quien Manuel Isidoro Belzu era el “Mahoma boliviano”; el “Apóstol de los indios”, que

con su gran oratoria y gestos histriónicos, tenía la capacidad de movilizar a las masas indias

tanto del campo como de las ciudades. Una concesión impensable en un intelectual

indigenista radical que pensaba que todos los q’aras o mestizos no eran dignos de ningún

elogio. Reynaga era un fundamentalista indígena, cuando la palabra fundamentalista no era

peyorativa, cuya obra debería tener mayor repercusión en la actual gestación del

pensamiento político indio, injustamente olvidado por los indigenistas contemporáneos,

anotó Antonio.

Recordó luego que la majestuosa conjunción de sentimientos populares que se dio en los

velatorios de Manuel Isidoro Belzu y Gaspar Rodríguez, que reveló el impresionante furor

de la multitud devota reclamando por la resurrección de sus ídolos, solamente se había

vuelto a ver a finales del siglo veinte durante el velorio y entierro del “compadre” Carlos

Palenque, líder populista que falleció de un paro cardiaco en la década de los noventa, cuya

ideología endógena propugnaba la reivindicación de lo “cholo” como categoría política. Y

121
pensar que ahora, frente a lo indígena, lo “cholo” viene a ser un insulto, pensó. Luego

rememoró que fueron los seguidores de Palenque quienes primero hablaron del jacha uru y

del pachakuti; pero de eso nadie quiere acordarse, sencillamente porque los actuales

indigenistas consideran que Palenque no era indígena, sonrió para sí mismo.

Comentando estas analogías con Carlos Cordero, otro historiador aficionado, que escribía

la historia secreta de las estatuas y los monumentos urbanos de Bolivia, éste le hizo notar

que ni Belzu ni Palenque tenían sus estatuas, quizá porque como no pertenecían a familias

poderosas no hubo quien se ocupe de ellos, y quizá porque el pueblo no necesite de

monumentos para recordarlos, pues una recóndita consanguinidad de la masa con ellos

hacía que los lleven en sus corazones.

Antonio piensa en otra paradoja del supuesto anarquista criollo que fue Belzu: la creación

de la actual bandera oficial de Bolivia, que rige por la Ley de 5 de noviembre de 1851, fue

dictada por él porque seguramente creía también en el poder de los símbolos, como el

Presidente Carlos D. Mesa Gisbert, que ordenó nuevas reformas al Escudo Nacional. Por

culpa de gente como ellos –insiste Antonio –, los pobres escolares tienen que soportar a

profesores que los atormentan con preguntas acerca de cuántas banderas hubo en Bolivia y

qué mandatario las cambió o quien modificó por última vez el escudo. Si ya es difícil con

las banderas que tenemos, imagínense si a los niños y niñas les preguntaran ¿cuántos

colores tiene la whipala? ¿Usted lo sabe?

Y, para no olvidarse, Antonio consignó que los manuales de historia informan que Belzu

fue el primer presidente boliviano en convocar a elecciones para elegir presidente de la

República, que convenientemente las ganó su yerno Jorge Córdoba. Vaya destino el de

Manuel Isidoro Belzu, pensó Antonio, un hombre que transformó el país permitiendo que

los indígenas sean tomados en cuenta por el Estado, que celebraba su cumpleaños rodeado

122
de niñas y niños humildes, para quienes hizo construir nuevas escuelas porque creía que un

pueblo educado y culto sería más difícil de sojuzgar, acabó dando su nombre a una

diminuta como desconocida plazoleta de La Paz que, durante los años ochenta, era la

referencia para que los borrachos trasnochadores ubiquen el ahora desaparecido callejón

Caracoles que daba al bar Averno, una cantina de mala muerte donde servían unos

quemapechos ordinarios y baratos que destrozaban las tripas de los poetas e intelectuales

que lo visitaban. Pero, bueno, esta no es una novela sobre Manuel Isidoro Belzu, aclara

Antonio escribiéndolo en la computadora.

Otra anotación de Antonio, en las fichas que va escribiendo sugiere que así como en el siglo

diecinueve todo fue nominado por los patriotas, bautizado, oleado y sacramentado por la

Iglesia Católica, con nombres de los insignes criollos y mestizos con castizos apellidos

españoles, héroes de la independencia y fundadores de la patria, ahora, en pleno siglo

veintiuno, la corriente revisionista indígena pretendía cambiarle de nombre a todo lo

conocido por el hombre. Ahora ya no se celebra un acontecimiento, se c’halla; tampoco se

desea buena suerte o se encomienda a Dios para que las cosas salgan bien, ahora se

millucha; ya no se dice ¡Viva Bolivia! Lo políticamente correcto es ¡Jallala Bolivia!

acompañado de ¡Antiguo Kollasuyo! Las autoridades ya no invitan a recepciones sociales

por las fiestas patrias y los aniversarios cívicos departamentales, sino a aptapis, donde en

una mesa plena de productos andinos se come con la mano. Las entradas folclóricas, que

antes eran “representaciones festivas del sincretismo pagano–católico, en el que se

mezclaban armónicamente la devoción cristiana con los cultos nativos”, hoy se han vuelto

“manifestaciones de nuestra identidad cultural que pugnan por revalorizar nuestro pasado

indígena”. Y el turbión que está reescribiendo la historia ya halló su emblema en la

refundación de la estatal Radio Illimani que ahora se llama “Radio Patria Nueva”.

123
La revolución “evista” está arrasando también, con los nombres de personalidades

europeas, las escuelas nuevas, las plazas públicas, los coliseos municipales, las carreteras,

las recién fundadas comunidades campesinas y los recién nacidos llevan y llevarán nombres

indígenas. Dicen también que un equipo de aymaristas y quechuistas se encuentra

trabajando una lista de nombres nativos para reemplazar el santoral; el directorio de

nombres será entregado a los oficiales de registro civil y será de uso obligatorio para

bautizar a los niños y niñas, como antes lo fuera la guía de santos católicos. La “Revolución

Cultural” preveía una transformación radical desde la educación misma; la enseñanza en las

escuelas, además de ser bilingüe, en castellano y el idioma nativo del lugar, se impartiría

con un nuevo abecedario coherente con los tiempos de cambio que vivía el país.

Abecedario que fue redactado en base a los usos y costumbres de los pueblos originarios.

Al igual que en el siglo diecinueve, circulaban pasquines por todas las ciudades en los que

se reproducía el supuesto “Abecedario Revolucionario”, que sería de uso obligatorio en las

escuelas para garantizar el profundo contenido cultural de la revolución que buscaba

indianizar la sociedad boliviana. Antonio lo transcribe:

“A, Ayma, apellido materno de Evo Morales; Primer Presidente Indígena del mundo entero.

Primera letra del abecedario y del Ama Sua, Ama llulla, Ama Quella y Ama LLunku.

Aymara, cultura andina milenaria que sobrevivió a la conquista española. Andes, cordón

montañoso, el más alto del mundo.

B, blanco invasor, extranjero avasallador. Bartolina Sisa, esposa del grande y heroico líder

indígena Tupac Katari. Bolívar Simón, Libertador de Bolivia de origen mulato.

C, Cuba, país socialista amigo gobernado por nuestro hermano el comandante Fidel Castro.

Coca, hoja sagrada de la cultura andina. Constituyente originaria, espacio revolucionario

donde se fundará la Nación del Kollasuyo.

124
CH, Che Guevara, comandante guerrillero cuyo ejemplo deben seguir todos los niños.

Chacha, palabra aymara que significa hombre.

D, Dios, deidad mayor. Todas las religiones poseen dioses.

E, Evo Morales, Primer Presidente Indígena del mundo entero. El Alto, ciudad, capital de la

Nación Aymara, su verdadero nombre es Alaj Pacha que quiere decir Ciudad de Allá Arriba.

F, Fidel Castro, nombre del hermano revolucionario que dirige la República Socialista de

Cuba.

G, gamonal, oligarca del oriente. Persona que acapara tierras originarias. Guaraní, habitante

del Chaco.

H, Hugo Chávez, presidente y comandante de la segunda independencia de Venezuela.

I, Indio, gentilicio impuesto por los perversos conquistadores y usado de manera denigrante

por los blancos. Inti, sol, dios de la religión cósmica andina

J, Juan Evo Morales, Primer Presidente indígena del mundo entero.

K, Kollasuyo, patria de nuestros antepasados. Katari, Tupac, líder indígena que derrotó a

los blancos y cercó La Paz obligando a los españoles a comer ratas. Tomó su nombre de los

revolucionarios hermanos Katari de Chayanta.

L, Laymes, pueblo indígena del norte de Potosí

LL, Llama, hermoso animal andino. Llunku, blanco “chupamedias”

M, Morales Evo, Primer Presidente Indígena del mundo entero. Mama Oqllo y Manco

Cápac, madre y padre de la milenaria y sabia cultura andina.

N, nativo que pertenece al lugar donde ha nacido. Los pueblos nativos son los dueños de la

tierra donde han nacido. Naciones originarias como la Aymara, la Quechua y la Guaraní.

Ñ, Ñusta, joven sacerdotisa de la religión cósmica andina. Ñeque, fortaleza. Ñandú,

avestruz de América.

125
O, originario, pueblos y culturas de América. Oligarquía, empresarios blancos cruceños que

se adueñaron injustamente de las tierras y territorios indígenas del oriente.

P, PachaMama, diosa madre del universo. Pueblo; conjunto de personas humildes. Patria,

hogar de los pueblos originarios. Paraíso, tierra sin mal y sin pecado ubicado en el valle de

Sorata, cuna de la cultura aymara.

Q, Quechua, cultura andina milenaria que sobrevivió a la conquista española. Quinua,

cereal originario de los Andes mucho más nutritivo que el trigo. Q’ara, blanco ladrón.

R, Raúl Castro, hermano del comandante Fidel Castro.

S, Supay, demonio. China Supay, figura de la danza de la diablada.

T, Tupac Amaru y Tupac Katari, líderes indígenas cobardemente asesinados por los

españoles. Tiwanaku, cuna del imperio andino. Tomás Katari, de la familia Katari de

Chayanta.

U, Uru Uru, el más antiguo pueblo del continente y del mundo entero, cuyo nombre

significa “Pueblo de las aguas”. Urucú, especie del oriente boliviano que sirve para cocinar.

V, vicuña, hermoso animal originario de los Andes cuya lana sirve para confeccionar finas

mantas.

W, Wiphala, antigua bandera de los pueblos originarios, su origen es inmemorial y

representa la pluralidad de la cultura andina. Wara, estrella. Warmi, mujer.

X, Xochitl, día vigésimo del mes azteca que solamente tenía veinte días. Calendario

destruido por los invasores españoles. Nombre maya que significa Flor.

Y, Yatiri, sacerdote de la religión cósmica aymara. Yungas, hermosas tierras cálidas de los

Andes. Segunda letra del apellido materno de Evo Morales Ayma, Presidente de la

República y Capitán General de las Fuerzas Armadas y Presidente Honorario de todos los

pueblos indígenas de América.

126
Z, Zapata Emiliano, líder mexicano revolucionario de origen indígena. Zángano, burócrata

blanco ocioso”.

En los pasquines también se afirmaba que, “para acompañar la “Revolución Cultural”, el

gobierno había previsto decretar que, en las oficinas públicas, durante los refrigerios,

solamente se consuma mate de coca, refrescos de pito de cañahua, papas y charque de

llama.

Una circular ordenaba a los empleados públicos atender en sus lenguas maternas a “los

hermanos indígenas” y dar prioridad a las demandas del pueblo trabajador. Y, por supuesto,

que los canales de televisión entendieron velozmente cómo venía la mano y se adelantaron

a incluir en sus programas habituales a periodistas “originarios”. Cambia todo cambia,

tarareó Antonio mientras escribía; y esa noche, en la cena, bromeó con su familia sobre las

“profundas transformaciones” realizadas por el gobierno. Silvana, su esposa, siguiendo el

tono de los pasquines, bromeó recordando que antes a los indígenas con algunas copitas de

demás, se les decía que eran unos “indios borrachos” y a los blancos en las mismas

condiciones se les absolvía como “que estaban alegres”; en cambio ahora, y siguiendo la

reinvención indígena, una imagen de indígenas bebiendo sugiere que están celebrando a la

PachaMama, y una imagen de blancos haciendo lo mismo es que son unos borrachos que

no pueden con la herencia viciosa del alcoholismo occidental.

En la ciudad de La Paz, prosiguió Antonio, como siempre a la vanguardia de estas sagaces

reivindicaciones, un diputado “masista” ya había presentado un proyecto de ley para

cambiarle el nombre a todos los paseos, plazas, avenidas y calles que lleven nombres

europeos y reemplazarlos por indígenas. Primero que nada se cambiaría el nombre de la

plaza de armas Pedro Domingo Murillo, por el de Tupac Katari, veremos si la propuesta

127
prospera, apuntó Antonio y luego se acordó de las musas de la Plaza ¿Serían reemplazadas

por ñustas?

Y, ¿qué pasará con aquellos lugares, plazas, avenidas, rutas, que se llaman “Che Guevara?

No olvidemos que nació en la Argentina, descendiente de vascos y de ingleses, es decir un

invasor foráneo, como dicen los militares chauvinistas, cuestionó Francisco.

Días más tarde uno de sus amigos le comentó que un jubilado, de esos que pasan sus

últimos días alimentando a las palomas que merodean bajo el monumento del mártir paceño

de la independencia, entrevistado por la prensa, habría dicho que esas “son macanas, esta se

llama Plaza Murillo ¿no ve? Y si lo aceptamos cualquiera después va a venir y le va querer

cambiar de nombre a nuestra ciudad. Qué nos llamaremos entonces: ¿Choqueyapu,

Chuquiyawu o Chuquiago Marka?” ¿Qué pasará con la Plaza de Armas de Tarija que lleva

el nombre de Luis de Fuentes, un capitán español, fundador de la ciudad? ¿Los tarijeños

dejarán que le cambien el nombre? En Santa Cruz la cosa se va a poner peor –comentó el

amigo– porque ya se alzaron voces disidentes y revolucionarias pidiendo que se cambie la

letra del himno departamental, especialmente esa estrofa que dice: “La España grandiosa/

con hado benigno/ aquí plantó el signo/ de la redención. Y surgió a su sombra/ un pueblo

eminente…”, porque los indigenistas consideran que es el único himno de América que le

rinde tributo a la conquista y que, por tanto, es una vergüenza para la memoria de los

pueblos indígenas oprimidos y masacrados durante la colonia.

128
“Esa envidiable independencia”

Una noche, en su casa, Antonio recibió la visita de uno de los miembros del “Foro”, que fue

a buscarlo para pedirle un favor. Se trataba de José María, que le pidió unos minutos para

explicarle que su primo, un Notario de Fe Pública, le había entregado un documento con el

que no sabía qué hacer. El notario le contó que por la tarde se le presentó en su oficina un

viejo pidiéndole que le tome una declaración jurada; así lo hizo y, cuando terminó la leyó y

le hizo prometer ante una pequeña Biblia que él mismo sacó de su bolsillo, que cuando él

muriese haría conocer públicamente el contenido de su declaración. Después de firmar el

documento el viejo sacó un revolver y se pegó un tiro allí mismo. El primo quedó traumado

y no atinaba a nada. Temeroso de las repercusiones ocasionadas por los medios de

comunicación que invadieron su notaría para informar estridentemente del suicidio, quería

deshacerse de los papeles pero al mismo tiempo no quería fallarle al difunto. Así que lo

buscó a él y se los dejó rogándole que lo ayude a hacer pública la declaración del suicida,

“dásela a alguno de tus amigos que tiene contacto con la prensa, por favor no me rechacés.

No sabés como estoy”.

Y José María no halló cosa mejor que llevársela a Antonio porque sabía que tenía

conocidos entre la prensa y quería dejársela para que intente hacerla pública. Antonio la

leyó y se enteró de que la declaración jurada, era de un Oficial de Registro Civil durante la

dictadura de Hugo Bánzer, que confesaba de motu propio, que en esos años lo obligaban a

dar parte informativo, a los organismos de represión del Estado, de todos los niños que

fueran inscritos con determinados nombres de acuerdo a una lista que los agentes del

Ministerio de Gobierno le proporcionaron. Entre los nombres prohibidos figuraban Fidel,

Ernesto, Camilo, Benjo, Tania, Loyola, Tupac, Inti… El Oficial testimoniaba a quien

129
pudiera interesarle que los agentes volvían cada semana a su oficina para recoger un

informe detalle los nombres y los domicilios de los potenciales subversivos. Afirmaba

también que a él le constaba que algunos de sus clientes desaparecieron sin dejar rastro

alguno y que cansado de cargar con la culpa había escrito esta confesión que debía ser

conocida luego de su muerte para evitar que los ex agentes vayan a tomar represalias contra

sus seres queridos.

Luego que se retiró José María, Antonio guardó la carta en su velador para decidir más

adelante que iba a hacer con ella. Siguió trabajando en el borrador, recordando que en la

época de los ochenta vivía en el barrio de San Pedro, en la calle Almirante Grau, que tuvo

varios nombres, primero se llamó calle de La Plata y luego Litoral, hasta terminar

homenajeando al navegante peruano de brillante actuación en la Guerra del Pacífico. Pero

ya un investigador, de origen indígena, descubrió que el primer nombre fue Mojsacalle y

había sugerido que “se lo debe reponer de inmediato porque no es posible que lo originario

siga relegado por lo colonial, por la perversa conquista que destruyó hasta nuestra manera

de pensar que era totalmente distinta a la lógica occidental. Recuperando las

denominaciones nativas podemos ir recuperándonos lentamente del trauma de la violación

que sufrimos en lo físico y en lo cultural que nos robó la memoria y el pensamiento”.

Antonio recuerda que en San Pedro vivía también un extraordinario personaje, poseedor de

una de las más grandes y completas bibliotecas y hemerotecas nacionales que guardaba

material que venía desde la época colonial: De don Arturo Costa de la Torre, que era una

especie de “Cronista de la ciudad”, que se ocupaba de recopilar, guardar y cuidar

documentos, archivos, periódicos, libros, folletos y hasta panfletos publicados. Recuerda

que recurrió a él porque, si bien en la hemeroteca del Congreso existían periódicos desde

1825, no estaban clasificados y prácticamente se encontraban en un depósito en el subsuelo

130
del Palacio Legislativo. En cambio en la ordenada hemeroteca de Costa encontró una

insólita carta de don Romualdo.

La carta dirigida al editor del periódico La Reforma y que transcribe Antonio corrigiendo el

castellano de la época y las posibles erratas ortográficas y gramaticales, excepto aquellas

palabras sabrosas que le dan un condimento especial al texto, fechada el 30 de julio de

1873, dice: “Interesado como estoy en la conservación del crédito mercantil que tengo

abierto en el comercio de esta plaza, y para satisfacer cumplidamente a algunos señores

cuya confianza merezco y que se han alarmado excesivamente creyéndome comprometido

en la política, me permito rogar a usted se sirva publicar las dos cartas que le adjunto,

cuyo contenido e imparcial apreciación me pondrán, no lo dudo, a cubierto de

susceptibilidades e infundadas desconfianzas, pues que verán claramente, los que suponen

que aún pertenezco a la política militante, que son firmes e inquebrantables mis propósitos

de buscar en el trabajo personal, esa envidiable independencia del hombre que tiene sobre

sí, los largos y continuados años de una “decepción” completa y de los sacrificios

patrióticos que, en Bolivia, no tienen más recompensa que comprometer el bienestar y la

tranquilidad doméstica, a que únicamente aspiro ya, en los últimos años de mi vida”

Antonio anota que a sus sesenta y dos años Romualdo aspiraba a la “envidiable

independencia” que brinda el trabajo personal, alejado de los vaivenes de la política

nacional, pero comprendía que ya era tarde para arrepentirse de haber estado en el infierno.

En la misma hoja matutina se publicaban otras dos cartas: la primera dirigida a Don Tomás

Frías, que fuera Presidente de la República, en la que pedía se aclare su rehabilitación como

militar después de haber sido dado de baja.

“Señor D. Tomás Frías.

Su casa, 8 de julio de 1873.

131
Muy respetado señor:

Incluido en la baja de más de setenta Jefes y Oficiales que han sido separados del servicio

militar, por falta de mérito y antecedentes (según se me ha asegurado) he resuelto molestar

su atención, dirigiéndole la presente, con el objeto de ponerme a cubierto de una

responsabilidad que no es mía.

Decretada espontáneamente mi rehabilitación militar en los tres meses de la justiciera

administración de usted, acepté este honor, más que todo, por corresponder a aquella

espontaneidad, pues que hace tiempo que, separado absolutamente de la política, mi

resolución inquebrantable como la de hoy, es vivir del trabajo personal y altamente

honroso que ejerzo a la vista pública.

Mi deseo, al separarse usted del Gobierno de la República, era licenciarme del servicio

militar: empero por un acto de prudencia y porque mi conducta no fuese interpretada de

hostil al gobierno nuevamente establecido en el país, retardé solicitar mi licencia final

para un momento más oportuno, que me pusiese al abrigo de toda interpretación

“disfavorable”.

Hoy, al dirigirme a U., le ruego se sirva decirme, si yo o de otro modo algunos enemigos

míos o ajenas influencias contribuyeron a la orden general que expidió el Ministerio

rehabilitándome en mi clase militar.

Debo justificar que, por mi prescindencia de la política no lo solicité; pues que

comprometido en un pequeño giro comercial con intereses ajenos, antes que nada, quiero

buscar la garantía de mi trabajo y de mi crédito, que hoy me importan más que los títulos y

los antecedentes de la carrera pública que no me han traído otra cosa que atrasos y

sinsabores.

132
Sin más que aguardando el honor de su contestación, ofrezco a U. mis sentimientos de

distinguida consideración y el profundo respeto con que me suscribo.

S.S.S.

Romualdo Villamil.

Y la segunda carta era la respuesta de Tomás Frías, Presidente de Bolivia hasta mayo de ese

mismo año de 1873:

“Señor D. Romualdo Villamil

Muy señor mío.

Me apresuro a responder a su apreciable carta de ayer, en que para resguardo de los

intereses fiados a su trabajo privado de U., solicita el esclarecimiento de la manera con

que fue U. rehabilitado militarmente, por el Gobierno que rigió hasta el mes de mayo

último. En su mérito debo decir, que sin ninguna insinuación personal ni privada, el

Gobierno se decidió a dicha rehabilitación en puro y simple homenaje al principio electivo

de autoridad, que había propuesto realizar. Con esas rehabilitaciones quiso el Gobierno,

honrar a los que no habían prevaricado, arrebatando con las armas la autoridad en 1864,

para sacrificar el régimen constitucional al abuso irrefrenable.

Lo cual espero satisfaga a los fines de su citada carta; quedando como quedo de U. su

atento y seguro servidor.

Tomás Frías.

Su casa de Usted, julio 9 de 1873.

La respuesta del doctor Tomás Frías, pronta y oportuna, dejaba percibir que consideraba al

Coronel Villamil un amigo. Gregorio también comenta sobre la rehabilitación como militar

acusando de injustos a quienes promovieron su expulsión del ejército, provocando en el

ánimo de su jefe una profunda depresión. Cita una correspondencia oficial en la que el

133
Coronel Villamil: “Pide la ratificación de la orden general que señala y el gozo de la

pensión alimenticia que en ella se le asigne. Señor Presidente: Romualdo Villamil ante los

respetos y rectitud de usted, por el digno conducto del señor Ministro de la Guerra con el

acatamiento debido digo: que por la orden general del 15 de diciembre de 1872, se dignó

usted rehabilitarme con el goce de la cuarta parte de mi haber en esta Plaza. Mas en junio

del 1873, inopinadamente sin que sobre mí pesara un delito, sin público juzgamiento ni

fallo y sin una orden general motivada, se me dió de baja, privándome de mi clase y de la

módica asignación alimenticia debida, según ley, a compensar mis honrados servicios

prestado por más de treinta años a la Nación y nada más que a la Nación. Hoy el carácter

justiciero de usted y su respeto a las leyes, no lo dudo, subsanará aquel acto de

contravención y atenderá a mi justo reclamo. En esta virtud suplico a su autoridad que se

digne declarar subsistente la citada general y el goce de la pensión que en ella se me

asignó, Será justicia. Etc.

La Paz, 8 de mayo de 1874”

Y luego el mismo Gregorio reproducía parte de la respuesta oficial firmada por Tomás

Frías como presidente de la República por segunda vez e Hilarión Daza, como su ministro,

quien bajo el signo de los tiempos lo traicionaría años después despojándolo de los

símbolos presidenciales y lo enviaría preso. El resumen que hacía Gregorio en el cuaderno

decía: “ En fecha 15 de mayo de 1874, el Ministerio de Guerra, desde la ciudad de Sucre, le

comunica que el Presidente Constitucional, teniendo en consideración la larga carrera del

concurrente, ha tenido a bien rehabilitarlo en su clase de Coronel y destinarlo a la Plaza de

La Paz”.

Sin embargo, el azar le volvería a jugar otra mala pasada al Coronel, porque sobrevino la

intempestiva destitución de Tomás Frías como Presidente de la República –cuenta

134
Gregorio– lo volvieron a inhabilitar, hasta que años después de remitir incontables misivas

reclamando justicia, le llegó una notificación oficial del “Estado Mayor del Grande e

Invencible Ejército de Diciembre”, comandado por el invencible Mariano Melgarejo, quien

le comunica entre otras cosas que “El Capitán General de la República siempre

humanitario, generoso y a la vez conocedor de los que sacrifican su vida en defensa de la

Patria, tiene a bien conceder en la fecha la rehabilitación del señor Coronel Romualdo

Villamil, destinándolo a esa plaza con el medio haber de su clase…” Hasta ahí la copia y

luego, como buen soldado, Gregorio volvía a la carga aclarando que “el generoso y

humanitario no era otro que Mariano Melgarejo, del cual se decían muchas cosas pero que

siempre respetó a los valientes y por eso, pese a que mi jefe era partidario de Belzu,

enemigo del caudillo de Tarata, nunca permitió que le tocaran un pelo.

Ateniéndonos a la fecha de publicación del periódico La Reforma, Antonio supone que

fueron escritos a su retorno del Perú, donde estuvo exiliado por orden de José María

Linares, otro de los enemigos heredados por su amistad con Belzu. Gregorio afirma que

“entre sus adversarios se contaban los amigos y partidarios de José Ballivián, que nunca

perdonaron a los Villamiles que hayan sublevado a las masas y hasta a los indios para que

apoyen al “caudillo de las turbas”, como llamaban despectivamente a Belzu”.

A propósito de estos detalles Gregorio aclara: “No pude acompañarlo en ese viaje porque

todavía estaba en servicio activo y si lo hacía equivaldría a deserción. El Coronel Villamil

regresó a las pocas semanas de que el Dictador Linares, rotundo título con el que éste se

proclamó desde la presidencia, que no le duró mucho porque fue depuesto por sus propios

ministros que le habían jurado amor eterno, quienes cansados de sus actitudes despóticas lo

echaron de Palacio de Gobierno. Lugar común de la historia política de Bolivia. Este

dictador también dejó otra lacra a Bolivia: los partidos políticos, porque fue el primero en

135
fundar y liderar uno. “Dios consiente pero no para siempre, mi muy estimado Gregorio”,

me comentó el Coronel Villamil después de saludarme en el Prado paceño donde nos

volvimos a reunir para ponernos al día del acontecer nacional”.

Antonio piensa que con José María Linares, por lo menos, tuvimos un autócrata sincero,

que creyéndose iluminado y elegido no dubitó en proclamarse “dictador”, un ejemplo frente

a decenas de militares déspotas que asumieron sus gobiernos comprometiéndose

cínicamente a respetar la Constitución Política del Estado que acababan de violar con sus

gobiernos de facto. Toma el antiguo recorte de periódico y lo guarda en el archivador

recordando que esa semana los periódicos publicaron solicitadas de hijos que denunciaban

a sus padres, de padres que denunciaban a sus hijos, de hermanos que se acusaban entre

ellos por herencias miserables.

Y, hablando de prestigios personales, Antonio recordó que en una de las reuniones del

“Foro”, Gonzalo hizo un paralelismo entre algunos ministros de este gobierno y lo sucedido

en Colombia durante los años ochenta; allá los narcotraficantes vivieron felices hasta que

empezaron a meterse en política. El pueblo, que los conocía, no aguantó verlos hablar de

corrupción y honestidad y les sacaron sus trapitos al sol, poniendo bajo sospecha los

orígenes de sus cuantiosas fortunas, acusándolos de todos los delitos y actos deshonestos

posibles. En Bolivia pasó lo mismo con algunos ministros de Evo Morales, se habló incluso

de investigación de fortunas pero, al igual que otros años, la amenaza tampoco se cumplió.

Las cadenas televisivas hicieron su agosto especulando sobre el origen de la fortuna del

único ministro blanco del gabinete. Eso le pasa por alejarse de Dios y venderse a un

gobierno de ateos, sentenció Gonzalo, pero pronto lo olvidaron con la muerte de un

adolescente asesinado en la calle para robarle su celular; los canales compitieron

indecentemente por llevar a los familiares a sus estudios y preguntarles qué les harían a los

136
asesinos si los tuvieran frente a frente. Días después, en Santa Cruz, los medios de

comunicación estaban más interesados por el supuestamente “irresponsable

comportamiento de la miss Bolivia” quien por la presión y los ruegos de la población para

que hiciera un buen papel, juró ante la virgencita de Cotoca que iba a mejorar y se iba a

poner en forma para representarnos dignamente en el concurso internacional de belleza

“Miss Universo”.

También esa semana, sus amigos de La Paz le informaron que habían visitado todos los

anticuarios de la ciudad, los legales y los informales, y que Jorge Núñez del Arco, el más

famoso coleccionista de fotografías antiguas y reconocido experto en antigüedades, les

había pasado el dato que las últimas semanas del gobierno de “Tuto” Quiroga aparecieron

unos jóvenes vendiendo cartas antiguas, pero que ningún coleccionista las compró porque

no eran de personajes conocidos en el país. Muchas de las cartas eran anónimas y no tenían

otro valor que no sea el de su contenido sentimental, pero eso a nadie le interesa, les dijo el

coleccionista. Antonio les pidió que no se dieran por vencidos y siguieran en la búsqueda

del arca perdida. “Los cristianos vienen buscando la sagrada hace miles de años y nosotros

no llevamos ni siquiera uno, no nos desanimemos”, los exhortó.

Semanas después, Carlos Dávila lo llamó para leerle una noticia publicada en un periódico

paceño que daba cuenta de la misteriosa aparición de cartas antiguas en la puerta del

Archivo Histórico Militar, el director de dicho centro de documentación creía que se trataba

de misivas autenticas de soldados desaparecidos en combate y que, mientras no se

presentaran sus dueños las iba a guardar en calidad de depositario accidental. Seguro que se

las robaron del Palacio Quemado y los ladrones al no saber qué hacer con ellas las dejaron

allí, le comentó Dávila. Lo que pasa es que los finados, autores de las cartas, les han debido

jalar de las patas durante las noches y los pobres rateros se desesperaron por deshacerse de

137
su macabro robo, sonrió Antonio. Menos mal que las devolvieron al Archivo Militar,

imagínate si las cartas y documentos del Arca hubieran caído en manos de un comando

guerrillero, de esos nada originales comandos folclóricos como “Los Talibanes de El Alto”,

y estuvieran usando el contenido de los manuscritos para deshonrar a los posibles

descendientes de los aparentes traidores mencionados en alguna correspondencia, mejor

dejar las cosas como están, como aconsejaba don Jorge Calahumana, cerró la conversación

Antonio. Se despidieron, prometiendo llamarse si se presentaban novedades acerca del

famoso baúl que, a fuerza de contarles las historias de las cartas olvidadas, había cobrado

ribetes míticos entre los amigos de Antonio.

Así como el Arca sagrada eludía a los curiosos, el Arca de los Calahumana seguía en el

misterio, eludiendo a Antonio.

138
Un señorío venido a menos

Conforme la tecnología contemporánea y los tiempos modernos la disputa política nacional

también había tomado el ciberespacio. Los seguidores de Evo Morales abrían páginas web

en homenaje a su líder y los detractores respondían creando nuevas y contestatarias

comunidades electrónicas. Cada instante los correos privados eran bombardeados con

mensajes de uno y otro bando; la lucha era sin cuartel y, tal como lo había advertido

Romualdo Villamil en Sucre, las palabras podían ser más mortales que las heridas de bala.

Intelectuales de ambos bandos escribían en redes de correos electrónicos intentando dirimir

sus diferencias ideológicas en la Internet. De la noche a la mañana se creaban nuevas

comunidades virtuales que compartían chismes, especulaciones, breves ensayos y power

points. Para decirlo en el lenguaje de los años setenta, la guerrilla había hecho del éter su

espacio revolucionario. Era la nueva montaña, la Sierra Maestra, la selva Lacandona, el

nuevo Teoponte.

Claudio Ferrufino, escritor cochabambino radicado en los Estados Unidos, alarmado por

esta ola afirma que en Bolivia “hay que manejarse con cuidado dentro del arduo y

malicioso mundillo de los literatos del Alto Perú”, entre los que lee combativos manifiestos

de los alteños, junto con opiniones “de

tecnócratas agoreros y divagaciones de una élite "revolucionaria" a la que

aún se necesita cambiarle los pañales; hechiceros andinos que predicen el

nacimiento del padre sol y el hundimiento de los huacas cristianos como el

barbado Nazareno y la lacrimosa María”.

139
Antonio recibía comunicaciones de oficialistas y de opositores. En el mes de Agosto había

irrumpido en las computadoras José Mirtenbaum, un judío colla, director de la Carrera de

Sociología de Santa Cruz, cuyas disquisiciones místico–políticas–filosóficas mezclaban

reflexiones de Hare Krishna con conceptos de Carlos Marx, advirtiendo a quien quisiera

leerlo, “que nos encontrábamos en la delgada línea roja que nos podía llevar a absurdos

enfrentamientos”. Sus breves reflexiones se reprodujeron por la Red provocando a unos y a

otros a tal extremo, que Sebastián Molina y Puki Gutiérrez, jóvenes poetas cruceños

fanáticos de los Blog ofrecieron sus sitios cibernéticos “Mundoalrevés” y “Toborochi

Urbano”, para que la polémica alcance mayor difusión y se amplifique entre la juventud.

Si en los años setenta las armas arreglaban los desacuerdos ideológicos, un tiempo en el que

“no había tiempo para las palabras” como lo definió Omar Ruiz Paz, un exguerrillero de

Teoponte y en la década de los ochenta las discusiones se las realizaban en las aulas

universitarias, ahora se lo hacía en las redes informáticas. La tecnología había hecho

realidad el sueño de los guerrilleros de llegar con sus proclamas a la mayor cantidad de

personas. A veces, las discusiones adquirían dimensiones tan disparatadas que era difícil

creer que se trataba de intelectuales de reconocido prestigio; como aquella vez que los

defensores del gobierno acusaron a los otros de “escribir con el falo en la mano” y de “no

querer reconocer el proyecto civilizatorio que se construía en Bolivia como una alternativa

al cruel modelo occidental y capitalista”. Los aludidos replicaron que “cuando se trataba de

opiniones no era cuestión de piel sino de libertades”. Antonio revisaba su correo cada día y,

a veces, participaba de las polémicas enviando pequeños comentarios o acotaciones a los

artículos recibidos.

Cierra su email y continúa trabajando en la novela. Vuelve al cuaderno para que Gregorio

Aguilar siga contando de la amistad con Manuel Isidoro Belzu y el aprecio de este al

140
Coronel Villamil, que se manifestaba distinguiéndolo con cargos de entera confianza y en

invitaciones a su mesa cada vez que la ocasión lo permitía. Tal estimación personal hizo

que muchos otros gobernantes, que se sucedieron a partir de 1865, desconfiaran de

Romualdo. Empezando por Jorge Córdoba que, pese a ser yerno de Belzu, en mayo de ese

año lo nombró Gobernador de la Provincia Pacajes, quizá para que los rebeldes señoríos

aymaras de la zona hagan trastabillar al sereno militar que era Villamil. Estos territorios

también conocidos como reinos collas, eran célebres porque ni siquiera los Incas lograron

dominarlos y la Colonia tuvo que pactar con ellos para convivir en paz, corría la bola que

los lugareños eran salvajemente violentos; que varios de los pueblos habían empedrado sus

calles con los relucientes y níveos cráneos de los conquistadores españoles que fueron

derrotados implacablemente en las sucesivas incursiones que hicieron a su territorio. “Lo

que no hizo la corona española lo hicieron los criollos y mestizos republicanos quitándoles

sus tierras cuantas veces quisieron, comentó el Coronel en uno de sus destinos, casi al final

de su carrera militar, observando cómo esos indios ricos mandaban a sus peones a engrosar

las filas de un ejército que a nombre de la Patria no hacía nada por ellos y neciamente los

llevaba a la muerte lejos de sus seres queridos”.

Gregorio también nos informa que ningún otro gobernante lo volvió a designar en

prefecturas y que, más bien, preferían tenerlo en las provincias. Así fue durante algunos

años Jefe Político de la Provincia de Yungas, una región que producía coca para los centros

mineros, para exportar a la Argentina y para el escaso consumo en las ciudades, pero que no

poseía ninguna importancia social o política. Entre tantas intrigas que siempre terminaban

en sangrientos enfrentamientos, cuerpo a cuerpo, eliminando metódicamente a quienes

estaban en puestos jerárquicos del gobierno nacional y departamental, es milagroso que el

Coronel Villamil haya sobrevivido. “Quizá los rezos y suplicas de doña Adelia hayan

141
surtido efecto y el Coronel gozara de la protección divina, o tal vez simplemente se

explicaba por el aprecio que le profesaban los oficiales que nunca se animaron a asesinarlo,

ni siquiera cuando el Prefecto Yañez ejecutó, en 1861, la peor masacre política de la que se

tenga memoria en Bolivia; fusilando a más de de medio centenar de civiles y militares

notables en una emboscada en el Loreto. Pobre apellido, encima que era postizo, ahora

viene asociado a la palabra matanzas”.

Por momentos la narración de Gregorio alcanza instantes épicos como cuando relata que

“en esos años Bolivia era polvo y sangre, el polvo que levantaban los cascos de nuestras

cabalgaduras, aplacado con la sangre de los caídos. Recuerdo que, después de un combate

contra insurrectos en las pampas cercanas a Oruro, el Coronel Villamil dijo que si

pudiésemos moldear la República con el barro que formaba la sangre de nuestros

compatriotas muertos, otro hubiera sido nuestro destino como país”.

Siguiendo la lectura de Gregorio éste insiste “que muchas veces tuvimos que vivir a salto

de mata, huyendo por los tejados, durmiendo en el campo, ocultándonos con familiares o

pidiendo la protección de las iglesias y conventos. Las asonadas militares fueron tantas que

ya perdí la cuenta, solamente para que aquel que lea este testimonio tenga una idea, le

cuento que en el brevísimo gobierno de Eusebio Guilarte, que no duró ni diez días, hubo

cinco conatos o revoluciones, como gustaban llamarlas los adversarios, convencidos que si

triunfaban una nueva era empezaba para nuestro país. Cuantas “Nuevas Eras” habré visto.

Mandatarios que empezaban deslumbrantes como fuegos artificiales, “sunchuluminarias”, y

al rato se apagaban, dejando eso sí un reguero de sangre que nunca terminaba de secarse en

las calles, familias deshechas, huérfanos, exiliados y prisioneros. ¿Cuántas veces nosotros

mismos estuvimos a punto de morir y fuimos salvados por la Providencia? Y cuántas veces

tuvimos que ingresar clandestinamente para comandar escuadras que se enfrentaban a otros

142
camaradas sin saber muy bien por qué. A veces teníamos que desarmar a regimientos

enteros que ni bien nos íbamos eran nuevamente armados por otros sublevados. ¡Ah! si no

sabré yo que los cuarteles eran los escenarios de crímenes de la peor especie. ¡No quiero

acordarme, no quiero!”

“Fue en esos años que el Coronel fue descubriendo que, cuando caía en desgracia era

porque llegaba al poder algún enemigo suyo, muchos de los que se decían sus amigos en

realidad no lo eran y, a la hora de la verdad, evadían el bulto como si nunca lo hubieran

conocido. Él nunca tuvo otra ambición que la de ser un servidor público, nunca usó las

prefecturas como palanca para catapultarse al Palacio como lo hicieron la mayoría de los

que ocuparon ese cargo. Es suficiente con una revisión superficial en la hoja de vida de los

mandatarios de esos años para comprobar que todos pasaron por las prefecturas y los

ministerios. Desde esos lugares privilegiados y al amparo del mando de tropas pudieron

complotar en libertad y ejecutar las felonías frecuentes en los años cuando la Patria nacía.

Al Coronel nunca lo desveló el poder; él parecía estar más allá de las miserias que la

ambición impone a sus devotos. “Yo no sé cómo será en otros países, pero en el nuestro, el

poder huele a muerte”, me dijo una vez que asesinaron a unos amigos suyos por un ajuste

de cuentas entre partidarios. Años después, cuando el Estado le negó su derecho a la

jubilación, le recordé que alguna vez él me había dicho que el poder olía a muerte; en este

país también huele a mierda, mi Coronel, le dije”.

“Uno de los últimos cargos que ocupó, que fue un regreso al honor como decía el propio

Coronel, fue el que tuvo durante el segundo gobierno de Tomás Frías que le pidió que

aceptase ser Vocal de la Corte Marcial a fin de evitar que los militares ejecuten juicios

injustos, prevaricados por razones políticas antes que castrenses o jurídicas”.

143
Cuando se le otorgó esta designación el Coronel ha debido ser un anciano de más de setenta

años y Antonio se imagina cuán “desatendida estaba la fortuna del Coronel Villamil por

dedicar todo su trabajo y empeño a la causa pública”, como lamenta doña Adelia en su carta

al Congreso. Tanto fue así, que Gregorio va dando cuenta de la manera como fueron

vendiendo sus propiedades para poder sufragar los gastos de los traslados y cumplir las

designaciones a los diferentes lugares del país. La desazón que les produjo deshacerse de

las haciendas de Sorata, el paraíso terrenal, herencia familiar, y de las casas del centro de la

ciudad de La Paz, donde vivía la gente decente como ellos para irse a barrios donde las

casas eran más baratas porque eran vecindades de indios adinerados o mestizos bastardos.

Antonio recordó una cita del escritor argentino Juan Bautista Alberdi incluida en el libro

Nacionalismo y coloniaje de Carlos Montenegro, que decía algo así como si uno no ha dado

a la patria una fortuna como lo hicieron Simón Bolívar, Antonio José de Sucre y otros

tampoco debe enriquecerse a la sombra de su bandera.

Reflexionando sobre los viajes que detalla Gregorio, a Antonio no le fue difícil suponer

cuál era la situación caminera durante el siglo diecinueve, si aún hoy es desastrosa, los

sacrificados y morosos viajes en carreta, a caballo y a lomo de mula. Si atendemos el

testimonio acerca de la manera aparatosa como viajaban los Villamil Rada, costumbre

corriente en las familias paceñas de su abolengo, podremos advertir que cada

desplazamiento, largo y tedioso, significara una fuerte disminución de sus bienes

patrimoniales. Es probable que Romualdo, inspirado por los espíritus que se posesionan de

los hombres libres, haya creído que estaba invirtiendo en algo sublime: la Patria; que algún

día, en su grandeza, sabría reconocérselo. Antonio escucha en su mente el cuento de “viaje

usted con sus propios fondos que el Estado le reembolsará luego”.

144
Cuando cierra este capítulo Antonio recuerda a Arturo, parroquiano del “Foro”, que vivió

en Cuba, cuando las cosas no eran lo que parecían, afirmaba que, “como dicen los cubanos

ese cuento es más largo. Y, hablando de cubanos, aquí todavía no hemos caído en cuenta

que los servicios de inteligencia de Cuba y de Venezuela ya están trabajando; cuando nos

demos cuenta, vamos a estar tan vigilados como en la Isla. Primero habrá soplones,

chivatos les dicen en Cuba, luego los “Comités de Defensa de la Revolución” se instalarán

en cada cuadra, calumniarán a los opositores sin darles ningún chance a la defensa. Dicen –

¿quién dice?, ya estás como los reporteros, se inmiscuyó otro–, un amigo policía cuyo

nombre no puedo delatar, por razones obvias, dice que ya están interviniendo los teléfonos

de los políticos y de gente influyente en la opinión pública; que hay movilidades que

recorren las calles de las ciudades con escaners que captan conversaciones detectando

palabras claves contra el gobierno. Todos los correos electrónicos están interceptados y ya

no se puede coger tranquilo en los moteles, porque las habitaciones poseen cámaras ocultas

para filmar a políticos y a empresarios. El mismo policía dice que los primeros en cagar

fueron algunos periodistas, los tienen de los huevos con fotografías y filmaciones obscenas.

Él asegura que entre los cubanos y los venezolanos vienen compitiendo para ver quiénes

logran más informes por día. Esta endemoniada maquinaria de intimidación habrá dado

resultado cuando a cada boliviano se le haya colado un policía en su interior, un agente que

lo atemorizará y reprimirá cada vez que intente decir algo contra el régimen y entonces será

muy tarde para levantar la voz, porque todas nuestras actitudes y reflejos serán productos

del miedo. Pregúntele a un cubano y verán como tiembla, mira a un lado y al otro y se calla.

Para entonces, ya no se necesitará de los servicios de inteligencia. Esto es en realidad una

inversión para el futuro. Acordate de los ex amigos del café, antes eran de otros partidos,

del MNR, del MIR, de UCS, de NFR, de FSB, del PDC, de ADN y también los había de

145
toda la gama roja de la izquierda, ahora son furibundos “masistas” de último momento, que

tienen miedo que los vean con nosotros, porque mantenemos una posición crítica respecto

al MAS. Pobrecitos, ellos ya fueron posesionados por el peor de los miedos, el miedo al

desempleo.

A propósito, quiero citar a José Mirtenbaum, que en uno de sus últimos mensajes

electrónicos, se pregunta quién será capaz de dormir tranquilo en esta Bolivia orwelliana,

donde “El Gran Hermano” nos está observando, vigilando cada paso. Acordate también que

entre los propios ministros de Evo hay varios de los admiradores de Gonzalo Sánchez de

Lozada, que incluso aportaron con dinero para sus campañas, ahora no quieren ni

escucharlo nombrar. Han convertido en delatores a los empleados públicos obligándolos a

denunciar en las oficinas a sus ex compañeros, por cada uno que acusan en los ministerios

les garantizan un mes de trabajo, esto ya se parece a una purga. Los más fanáticos “evistas”

son los que no trabajaron nunca, y como les dieron una “peguita”, se llenan la boca

hablando de revolución, de socialismo, de igualdad, inventándose pasados de izquierdistas

que nunca tuvieron.

A los “masistas” cruceños les pasó lo mismo que a los guerrilleros de las republiquetas,

muy pocos llegaron a formar parte de la convención que redactó el Acta de la

Independencia, los demás fueron patriotas de último momento. Tal cual les pasó a los del

MAS con las “pegas”. Creo que dramatizas, compadre, le dijo Antonio al Forestal, pero tus

excesos me sirven para lo que estoy escribiendo.

Antonio terminó este capítulo y se fue a conversar con un par de amigos en el café

Alexander de la avenida Monseñor Rivero, a media cuadra del monumento al Cristo

Redentor, donde el Comité Pro–Santa Cruz en meses anteriores había realizado dos

cabildos colmando las inmediaciones con cientos de miles de personas que exigían la

146
autonomía regional. Recuerda que comentado con Ricardo, un analista político paceño,

sobre estos cabildos, llegaron a la conclusión que si los mismos se hubiesen realizado en La

Paz, se hubiese tomado el poder; en cambio en Santa Cruz terminaron en fiesta, bailando

taquiraris y carnavalitos.

Tomó un taxi y le hurgó la boca al chofer preguntándole qué pensaba sobre la Asamblea

Constituyente, pero antes le hizo recuerdo de las pasadas elecciones del dos de julio para

elegir a doscientos cincuenta y cinco asambleístas y el Movimiento Al Socialismo por

poquito no repitió en números la victoria de las elecciones presidenciales. Le faltaron

cuatro puntos pero igual obtuvo mayoría de representantes. El “sí” del referéndum por las

autonomías departamentales ganó en Pando, Beni, Tarija y Santa Cruz y el “no” en Potosí,

Cochabamba, La Paz, Oruro y Chuquisaca. Para el taxista, un camba de padre y madre, la

situación política no era favorable para Santa Cruz porque creía que Evo Morales odiaba a

los cruceños y no iba a aceptar darles la autonomía.

Antonio intentó explicarle la importancia de un evento como la Constituyente, comparando

los acontecimientos del siglo diecinueve con lo que estaba sucediendo ahora. En esa época

–dijo más para sí mismo que para el taxista– se inventaban Asambleas Constituyentes para

legitimar a militares que se habían hecho del poder con golpes de Estado, o para pasar de

gobiernos provisionales a gobiernos constitucionales. La mayoría de las Asambleas eran

payasadas pues en ellas participaban únicamente los correligionarios del mandamás. En

cambio ahora era la primera vez que se elegía democráticamente a los representantes de la

Asamblea Constituyente y eso hacía la diferencia.

Sí, es cierto, le respondió el taxista. Pero, igual, los collas son más y no nos van a dar la

autonomía porque no les da la gana, yo creo que lo mejor es que nos separemos o ¿Qué

cree usted?

147
Creo que hay que agotar todos los recursos para mantenernos unidos y la Asamblea es el

espacio adecuado para lograr la autonomía. Es el lugar ideal para resolver nuestros sueños y

pesadillas, porque no olvidemos que los sueños de unos son las pesadillas de otros. Luego

se quedó callado recordando que su trabajo con las organizaciones populares fortaleciendo

los valores ciudadanos que brinda la democracia, lo había llevado a escuchar posiciones de

lo más diversas sobre el modelo autonómico; había quienes creían que dividiría al país y

otros que era la última oportunidad de consolidarnos como nación. Las posiciones se

radicalizaban tanto en occidente como en oriente, algunos intelectuales aymaras proponían

que el artículo primero de la Constitución Política del Estado debía empezar reconociendo

que somos una “República plurinacional” y se refería a tres grandes naciones, la aymara, la

quechua y la guaraní, todas las demás serían subnaciones incluyendo los blancos que serían

la subnación hispano–boliviana. Antonio no puede dejar de pensar en la propuesta

excluyente de algunos líderes de la “Nación Camba”, similar a la de los intelectuales

aymaras. Los unos por una nación de indios, y los otros por una nación de blancos. Nadie

se ocupaba de los mestizos, de los cholos, de los clasemedieros que somos la mayoría,

pensó.

Otro tema que se discutía durante esos días, próximos a la inauguración de la Asamblea

Constituyente en Sucre, ciudad que reclamaba el derecho de ser la sede de ese gran

acontecimiento por ser la Capital Constitucional de la República, era el tema de si la

materia de religión debiera seguir o no como parte de la curricula escolar. El gobierno y los

“masistas” le habían declarado la guerra al clero y a las iglesias cristianas que se oponían a

su eliminación en contra del Estado laicista que proponía el propio Presidente de la

República. En los medios de comunicación se enfrentaban izquierdistas e indigenistas

contra laicos, sacerdotes y pastores. Los unos se acordaban de los 500 años de opresión

148
inculpando a los “jerarcas católicos” como cómplices de las oligarquías, argumentando que

la religión católica era “el núcleo del proceso de colonización que destruyó el alma, el

ajayu, de los pueblos indígenas negando la cosmovisión andina” y que por lo tanto era el

mayor símbolo de la dominación occidental. Antonio pensaba que, extrañamente, los

izquierdistas parecían haberse olvidado del apoyo que recibieron de las iglesias durante las

dictaduras, salvándolos incluso de la muerte. Los revolucionarios desmemoriados no se

acordaban de los sacerdotes tercermundistas, de la Teología de la Liberación y del apoyo

incondicional que brindaron a dirigentes campesinos, obreros, mineros y militantes

radicales de partidos políticos que trabajaban al amparo de cientos de organizaciones no

gubernamentales de origen católico, ganando considerables sumas de dinero que los

convirtieron en la aristocracia de la izquierda boliviana. Las iglesias habían movilizado a

sus feligreses en defensa de “la presencia de Dios en los colegios”, pero Antonio creía que

no tendrían mucho éxito porque, si bien eran mayoría entre la población, podía pasar lo

mismo que pasó con el Referéndum por las autonomías, ganó en cuatro departamentos,

pero perdió en cinco y el MAS obtuvo la victoria en la representación ante la Asamblea y

serían ellos quienes decidirían por el futuro de la autonomía en las deliberaciones por una

nueva Constitución Política del Estado. Los medios de comunicación entrevistaban a

analistas que hablaban de la necesidad de la independencia de la Asamblea Constituyente y

criticaban que Evo Morales haya elegido a la presidenta y lo haya anunciado públicamente,

como diciendo “aquí mando yo”.

El doctor Lalo les comunicó “extraoficialmente”, que la nueva Constitución ya estaba

escrita y que para los constituyentes del MAS era cuestión de levantar la mano para ir

aprobando artículo por artículo. No habrá discusión porque ellos tienen la mayoría absoluta

en la Asamblea. Ya está todo cocinado.

149
Antonio recordó que le había llamado la atención el tema elegido por el historiador Carlos

Mesa para su discurso de ingreso a la Academia Boliviana de la Historia, que versaba sobre

los grandes señoríos indígenas, aymaras y quechuas que mantuvieron sus privilegios

durante la colonia pero que los perdieron durante la República. Antonio piensa que el error

de los patriotas fue no incorporarlos al Estado y hacer participar a la inmensa mayoría de

indígenas de los beneficios públicos. No haber sembrado la idea de la libertad en todos los

pueblos y comunidades del país, para que, luego, germinara el tan necesario sentimiento de

patria, ausente en la mayoría de los bolivianos. Los patriotas creyeron que el poder era

solamente para los criollos y unos cuántos mestizos, por eso es que ciento ochenta y un

años después, aparecen los sentimientos de revancha que destilan algunos de los dirigentes

indígenas encaramados en el poder. Son la pus de las heridas no cicatrizadas, por eso no

debe extrañarnos que el canciller Choquehuanca convoque a las empleadas domésticas a

envenenar a los hijos de sus patrones. Pobres los ricos paceños, nunca más podrán comer

sin la sospecha de estar siendo envenenados o por lo menos de haber recibido un furioso

escupitajo en la sopa, comentó Antonio en el “Foro”, mientras levantaba la tacita de

humeante café expreso, tratando de hacer memoria si no había ofendido alguna vez a la

empleada que les servía, porque si así fuera seguro que la taza traía algo más que café.

150
Las fantasías de Gregorio

Antonio pensó que era de esperar que Gregorio, amante de la vida y guerrero de los

caminos, inserte en su manuscrito sus aventuras amorosas; sin embargo, dudó en incluirlas

en su propio texto. Antes de hacerlo optó por leérselo a dos damas, a su esposa Silvana y a

Kihili, la poeta colombiana amiga suya; mientras lo hacía, pudo percatarse que lo

escuchaban con simpatía, y fue suficiente; lo copió inmediatamente para evitar desanimarse

luego.

“Tal vez estas sonceras mías no deberían estar escritas en este cuaderno. Sin embargo, no

puedo dejar de hacerlo porque cada vez que tomo la pluma, para seguir narrando como

fueron esos años cuando vivíamos a lomo de caballo conquistando Bolivia para los

bolivianos, una mano suave y pequeña se posa suavemente sobre la mía y guía mi escritura.

Quizá sean las propias mujeres las que no quieren que las olvide; quieren que las ame en el

recuerdo como lo hice en la vida real. Yo sé que no soy un caballero, nunca lo fui ni lo seré.

Mi jefe, el Coronel Romualdo Villamil, era un señor a carta cabal y me aconsejaba que no

era de caballeros hablar de las damas. Consejo que él practicaba a pie juntillas ya que nunca

lo escuché hablar ni siquiera de los amoríos anteriores a su esposa ni de sus escapadas para

encontrarse con damitas que habían sido previamente seducidas en reuniones sociales,

donde él, muy circunspecto, parecía que les estaba hablando de la guerra y de la muerte en

los campos de batalla, pero en realidad estaba halagando sus cabellos, sus ojos, sus

sonrisas, sus vestidos y sus joyas. No hablaba mucho pero actuaba rápido lo mismo que en

los combates; yo no sabía en qué tiempo se había despachado a sus contrincantes”.

Pero para que mi jefe y su digna esposa no se revuelquen en sus tumbas voy a contar los

pecados sin decir el nombre de las pecadoras. Haremos de cuenta que usted, que me lee, es

151
el confesor y yo soy el pecador impenitente que espera lo absuelvan. Así todos quedamos

en paz, como debe ser”. Amén, bendijo el padre José María, amigo de Antonio cuando le

contó este pasaje de Gregorio.

“Si esperan las memorias de un don Juan están equivocados, no tuve la sutileza de un

seductor; lo mío era más vulgar, pero daba resultado. Tampoco fui el clásico soldado

fanfarrón que a su paso va tomando mujeres como si las estuviera cazando para olvidarlas

al día siguiente. Me da la impresión que ellas saben que los hombres somos previsibles

porque somos mentirosos. Desde niñas, están preparadas para enfrentarnos. Para mí, cada

mujer debe ser tratada con sinceridad, hay que decirles la verdad. Si se dejan engatusar es

porque así lo han decidido y no porque nuestras malas tretas las hayan conquistado. Los

hombres no conquistamos nada; ellas son las conquistadoras, pero para hacernos sentir

machos, nos hacen creer lo contrario. En el caso de los soldados, era mejor confesarles que

éramos aves de paso, retándolas a que no se enamoren de nosotros porque seríamos

llamados a la guerra en cualquier momento o podíamos ser cambiados de destino en pleno

“cortejamiento” como dicen los cruceños. Ese desafío les gusta, las motiva. En esos

tiempos nuestro país estaba en permanentes hostilidades internas y externas, las mujeres

sabían que podíamos morir al día siguiente, despertando sentimientos compasivos; otras

simplemente querían estar con un hombre al que nunca más volverían a ver y, algunas –y

esas fueron las que amé–, miraban más allá de nuestra condición de mortales y veían al

niño que necesita amor. No vayan a creer que soy poeta, las palabras bonitas las he venido

acumulando en mi mente, de escuchárselas a otras personas instruidas, porque cuando las

necesito las voy escogiendo una por una; así es que puedo usar algunas de ellas para decir,

por ejemplo, que si nosotros somos el mundo, las mujeres son el cielo, no sé cómo

explicarlo, pero eso es exactamente lo que quiero decir”.

152
“Creo que las mestizas son las mujeres más bellas de Bolivia. No sé si inspiraran sonetos a

los delicados poetas, pero estoy seguro que pueden desvelarnos noches enteras. Las blancas

son todas iguales, las habrá más grandes o más chicas, gordas o flacas, tetonas o nalgudas,

pero no pueden disimular que se sienten superiores, y ese convencimiento nos obliga a

tener que seducirlas todo el tiempo, lo cual le complica la existencia al más organizado de

los hombres. Tal vez, con los de su clase se comporten de otra manera, pero con nosotros,

simples vasallos de su majestad, hacen el amor como si estuvieran haciéndonos un favor, en

el fondo nos damos cuenta de que lo hacen para satisfacerse mezquinamente, por eso las

evito, y plazco con ellas solamente cuando ya no es posible eludirlas”.

“Las mestizas en cambio son otra cosa. Mientras las blancas solamente traen la sangre de

Europa, las mestizas llevan además la sangre de sus propios lugares de origen, por eso son

diferentes entre ellas, su piel tiene el color de la tierra, sus ojos el de sus frutos, sus cabellos

la suavidad de las plumas salvajes de las aves del monte y, sus manos la fortaleza de sus

felinos. Cuando hacía el amor con una de ellas, lo hacíamos de igual a igual, ni ella ni yo

teníamos nada que perder; nos teníamos a nosotros mismos para ganarnos”.

“En el altiplano, las paceñas se distinguen porque hablan despacio y en voz baja, y en la

cama susurran; sus gemidos son discretos como su caminar en la calle. Son menudas, de

senos grandes y jugosos, fieras para defender a sus hombres del resto del mundo. No hay

mejores bailarinas que las nacidas en la ciudad de Nuestra Señora de La Paz, el contoneo

sutil parece que lo llevaran en el alma. Las paceñas, como buenas artistas de la danza,

saben que se debe bailar únicamente si se tiene las ganas de hacerlo. El calor que

almacenan sus cuerpos, para protegerse del frío, se concentra en la hoguera que llevan entre

las piernas. Las vallunas son más grandes, de amplias caderas que se salen de sus polleras,

son seguras de si mismas, no se preocupan si sus hombres se van, porque saben que

153
volverán a buscarse entre sus muslos. Y si de cocinar se trata, no hay otra mujer en el

mundo capaz de condimentar con tanta sazón los platos que le vengan en gana, no tardan en

descubrir nuestros gustos e inventarse comidas para cada ocasión. Cierta vez pasamos por

Torotoro, un pintoresco pueblecito de los valles cochabambinos y, al ver tanta mujer

embarazada, no pude menos que indagar, me acerqué a una chola que llevaba orgullosa su

enorme panza y le comenté que me hallaba sorprendido por el estado de ellas, en mi ciudad

esto solamente sucede después de los festejos de carnaval, le expliqué, y ella, riéndose

coquetamente me respondió que, en su pueblo, las mujeres eran tan lindas que los hombres

las festejaban todos los días. “Soldadito, aquí todos los días son de fiesta para nosotras” me

dijo y se marchó, contoneándose por la calle principal. Ya no sé cuántas veces estuve

tentado de desertar del servicio militar, de dejar a mi amable jefe y regresar a los brazos de

las mujeres que sabía me esperaban en los valles. Pero al tiempo un nuevo abrazo me hacía

olvidar de la anterior”.

“Las cruceñas, “cambas” se dicen a sí mismas, son atropelladoras. No ocultan nada, su

sexualidad está a flor de piel; tanto, que sus cuerpos están levemente cubiertos por vestidos

de telas delgadas apropiadas para el calor. Las benianas, que descienden de diversos

pueblos indígenas, llevan la selva en sus cuerpos; son ríos que cruzan nuestras vidas

dejando hondas huellas en nuestras almas. La humedad de los encuentros es una sensación

difícil de olvidar, aún hoy se mojan mis labios recordando a una “moperita” trinitaria. Las

orientales, cruceñas y benianas, tienen senos pequeños pero sus nalgas se asemejan a dos

lunas llenas que se separan generosas para que podamos ver el abismo oscuro donde se

pierde el infinito. Las benianas tienen las piernas largas y finas; caminan dando la

impresión que estuvieran calzando finas zapatillas altas y, sin embargo, andan descalzas

comunicándose con la tierra, con el pasto, con el barro, recibiendo las vibraciones de la

154
madre naturaleza. Cuando regresan del arroyo, en el atardecer, huelen a “pampita mojada”

y ese aroma es mejor que un afrodisíaco. Con las benianas, me acordé de un dicho

escuchado por ahí: “que bien huele la mujer que a nada huele”. Tal vez la costumbre de

caminar con un cántaro sobre sus cabezas les da esa altanería que no se ve en ningún salón

de baile de las grandes ciudades bolivianas. Las orientales parecen haber descubierto que el

movimiento del cuerpo acentúa la belleza y se contonean por las calles como si estuvieran

caminando hacia el lecho nupcial. La sensualidad de las mujeres de las tierras cálidas es

salvaje, la de las del altiplano es discreta y la de los valles es evidentemente insinuante.

Dije que las mujeres más bellas de Bolivia son las mestizas, me retracto. Todas las mujeres

son bellas y peligrosas, con el compás de sus piernas nos pueden encerrar en un círculo

infinito”.”

Hay una mujer en la que Gregorio se detiene, parece que su pluma vacila, escribe en el

cuaderno la letra A con mayúscula y la deja abandonada, desamparada, porque seguramente

recordó su promesa de no correr la cortina de los nombres. Antonio piensa que estos

silencios son los que más revelan en estos casos. ¿Cuál sería el nombre de la mujer? ¿Ana?

¿Angélica? O ¿simplemente era A de Amada?.

Luego, Gregorio, vuelve a la carga como buen soldado de los “Colorados de Bolivia” y

habla de una dama que conoció en “Cobija, un pueblito ubicado en una bahía abierta, en un

amable recodo donde el mar entra a la tierra”, la describe como “una joven llena de mar, su

piel era salada y sus ojos parecían de agua marina. Su piel tenía la mezcla de muchas

sangres; sus palabras eran la herencia de muchas culturas y su cuerpo, desnudo, parecía

agradecido con la fresca brisa del Pacífico y encima de todo, sabía cocinar, lo cual no

hubiera sido necesario para que yo la amara como la amé. Igual que yo era una abandonada

de la mano de Dios y eso también nos acercaba más. Ella misma no sabía quiénes eran sus

155
padres, pues había sido criada como arrimada en la casa de una familia que llegó desde La

Paz y la recogió de unos indios camanchacas que la repudiaban porque su madre fue

seducida y abandonada por un gringo viajero y había fallecido en el parto. Su familia

verdadera no quería saber de ella, la veían como el fruto de la deshonra familiar. Nos

hermanaba el dolor de no poseer una familia, de saber que solamente nos teníamos a

nosotros mismos y lo que nos unió amistosamente pronto se fue convirtiendo en pasión; un

atardecer en que yo intentaba seducirla en la fonda del puerto, se río de mis bellacadas que

inventaba para enamorarla y, de buenas a primeras, me desafío a ir por su casa, mirándome

el alma desnuda, me dijo: “ven esta noche; las puertas del paraíso se abrirán solamente para

ti”.

“Con ella me pasó lo que les sucede a todos los que prueban la comida con sal, nunca más

podrán comer algo sin su sabor. Después de ella todo me parecía caima, como dicen los

collas refiriéndose a algo desabrido. Cuando retornamos al altiplano mi cuerpo viajó solo

durante muchos meses acompañando al Coronel, mi mente y mi corazón tardaron en

venirse de Cobija. Desde entonces vivo con el mar al frente, mirando su oleaje y sintiendo

su brisa salada. Creo que fue la única vez que el Coronel estuvo a punto de decirme que me

licenciaba para que pudiese regresar a las playas del Pacífico, para abordar el barco que me

aguardaba. Me adelanté diciéndole que no se preocupara, que todavía no había conocido a

la mujer que pudiera retenerme. ¡Mentiras!, todas las mujeres que amé después de ella

fueron para buscar otro sabor que pudiera saciarme como ella lo hacía. El recuerdo de la

mujer del mar me sume en una profunda melancolía que solo puedo curar rociándola

abundantemente con aguardiente. El alcohol aturde mi mente devolviéndome la dicha de

olvidar mientras lo bebo y así puedo disfrutar en la borrachera, como si siempre hubiese

sido la primera vez”

156
“En el mar aprendí el verdadero significado de concha como sinónimo de sexo femenino,

de vagina. En La Paz, los adolescentes la usábamos de manera denigrante, como si fuera

feo, pecaminoso, como si fuera degradante para las mujeres, cuando es algo sublime. En las

playas hay tal variedad y tan bonitas, suaves y rosadas internamente, un poco ásperas en la

superficie pero todas hermosas. Años después en Santa Cruz, aprendí otra hermosa palabra

que los “cambas” usan para denominar a la vagina: Pan. Tan necesario como el alimento

diario. Mi Coronel siempre decía que la Patria estaba donde uno se sentía bien, si eso es

cierto mi patria fueron las mujeres que amé”.

”Un día que llegué amanecido y me jactaba de mis aventuras de la noche anterior con el

estafeta del Coronel, un joven soldado, que me miraba maravillado convencido que yo era

lo que él quería ser cuando creciera, se acercó doña Adelia y me reprochó que le esté

mintiendo y enseñando vicios de alcohol y mujeres a un inocente. “Vaya a bañarse con agua

bendita porque huele a pecado” me atacó haciéndome un gesto de conmiseración. Esa fue

la ocasión ideal que tuve para desquitarme por todas las veces que ella había hablado latín

dejándome intrigado, aprendí una frase escuchada de un poeta borrachín que quería decir

algo así como que a las mujeres había que darles vino para que no se enfríen y se la repetí:

“Sine cerere et libero friget Venus”, le dijo sonriendo maliciosamente y ella se ruborizó

ante tal afrenta, pero se repuso velozmente y me lanzó una espeluznante admonición:

“Facilis descensos averni”, “sé que no se olvidará de lo que le he dicho porque, como buen

mentiroso, tiene buena memoria, me dijo y yo adiviné que era algo así como que me iría al

infierno”.

Siguiendo el consejo del Coronel Romualdo, Antonio decide no hacer ningún comentario al

respecto. Mary Ortiz, una amiga de Antonio que era una tenaz militante feminista, después

de leer este capítulo le reprochó que haya recurrido al artificio de consultar con dos mujeres

157
si valía la pena incluirlo en la novela. Desconfiaba que ellas hayan visto “con simpatía” la

descripción que recorre la geografía de los estigmas femeninos: “las blancas son todas

iguales…”, “las cruceñas… son atropelladoras”, en fin. Le recriminaba que, con esa

inclusión, volvía a caer en la misma trampa de otras novelas, como la Gula del picaflor en

las que mujer es igual a puerto de conquista, cuerpo para goce y disfrute de los hombres…

no tienen “pienso”, no tienen “alma”, son materia disponible…, le cuestionó y siguió

zarandeándolo insistiendo en que tampoco es cierto eso que “las mujeres sabemos que los

hombres son mentirosos y que si nos creemos sus mentiras es porque nos conviene, que nos

entrenaron desde pequeñas para seguirles el juego. Esas son mentiras, las mujeres no somos

tan pelotudas”. Antonio se defendió diciendo que le parecía poco honesto de su parte

privarles a los lectores de las fantasías eróticas de un hombre de tan abierto talante, que

había redactado su manuscrito esperando que alguien lo leyera. Le hizo saber a Mary, que

la novela en la que trabajaba se escribía días tras día y que, sus comentarios iban a formar

parte de la trama, porque al haberlos emitido se volvieron inevitablemente parte de la

misma. No puedo evitarlo, ya estás incluida en la novela, le dijo.

Sin embargo, y ya que estamos hablando de lindas damitas y para confirmar la belleza de la

mujer cruceña, Antonio cree conveniente informar a los lectores que la representante

boliviana ante el concurso Miss Universo, celebrado en la ciudad de Los Ángeles, quedó

entre las diez mujeres más bellas del mundo. Dato importante porque fue motivo de

orgullo para los cruceños que festejaron su retorno con banda. Algo curioso y paradójico

fue que el Vicepresidente de la República haya visitado a Desiré Durán, para desearle

suerte, en las fastuosas instalaciones del hotel donde se realizaba el concurso. Paradójico

juzgó Antonio, porque Álvaro García fue un excombatiente del Ejército Guerrillero Tupac

Katari. Guerrillero antiimperialista que seguramente nunca soñó estar en esos banales

158
menesteres de la farándula internacional, que muestran la decadencia de la burguesía,

degradando a la mujer a un simple objeto hedonista, pero por lo visto se quitó de las malas

pulgas y se fue para allá. Lo bueno es que después de la visita oficial del Vicepresidente, ya

nadie podrá seguir criticando a los cruceños por la supuesta superficialidad y apego a estas

vanidades. Una analista paceña escribió en un periódico que “un acto tan frívolo, como el

protagonizado por Álvaro García, no se había visto ni siquiera durante el gobierno

farandulesco de Jaime Paz Zamora”.

Francisco, el hijo de Antonio, la noche de la elección comentó que Evo Morales tenía tan

buena estrella que, a lo mejor, la boliviana salía reina y así los cruceños se dejaban de

jorobarlo un poco con el tema de la autonomía y de la religión que amenazaba con

convertirse en un conflicto nacional. En el altiplano, un grupo de aymaras, sacerdotes de la

religión cósmica a la que estaban adscritos muchos de los ministros de Evo Morales,

compartieron una wilancha, sacrificando llamas para que le vaya bien a la “cambita”, en

Santa Cruz se celebraron misas pidiendo a Dios que iluminara a los miembros del jurado

con la hermosa sonrisa de Desiré Durán.

En el “Foro” el Médico contó que Álvaro García se jactaba entre sus íntimos de poseer

pinta de modelo adulto de ropa masculina pero nunca usaría corbata, fue obligado por el

presidente Evo Morales a usarla durante el acto de posesión en el Palacio Legislativo. “Está

bien que yo no use corbata porque soy indio, pero tú tienes que usarla porque eres q’ara y

los blancos la usan, jefecito” y al blanco intelectual que decía haber leído miles de libros,

que se había constituido por derecho propio en el más reconocido intelectual proindigenista

sin serlo étnicamente, no le quedó más remedio que mandar a buscar una que tenía por ahí

oculta entre sus finas camisas de marca.

159
En Santa Cruz, por esos días, se enfrentaron dos bandos por la Central Obrera

Departamental y una pandilla de jóvenes pertenecientes a la Unión Juvenil Cruceñista, se

dio gusto apaleando a gente del lado de Evo Morales. Como respuesta a esta acción, en la

ciudad de El Alto, apareció, una gavilla de jóvenes aymaras denominados “Talibanes

indígenas”, comandados por un concejal que ensombrerado a la usanza española amenazó

con marchar a la capital cruceña a “defender a sus hermanos campesinos de origen quechua

y aymara”. En Santa Cruz, un abuelo excomandante guerrillero, conmemoró sus años de

desventuras organizando otro grupo denominado “Unión Juvenil del MAS”, que también

tendría la “misión suicida” de enfrentar a los unionistas cruceños a quienes calificaban de

“blancos racistas y abusivos”. Estos hechos hicieron, por fin, recordar a Antonio que no

había prestado la suficiente atención a su hijo Francisco y, esa noche lo buscó para

preguntarle que había decidido respecto al reclutamiento; se sintió aliviado cuando éste le

explicó que no se había dejado convencer con los argumentos de los miembros de la Unión,

porque le parecieron infundados y racistas tanto como los de los otros grupos. “Los de la

Unión quieren que defendamos las tierras de algunos gamonales, pero nuestra familia no

tiene ni media hectárea y sé que hay gente que posee miles y miles tan sólo para venderlas.

¡Que se las quiten! Creo que es lo justo; y respecto a lo otro, el discurso de los “Talibanes

indígenas” es también racista, solamente ellos son los puros y buenos. Ambos son una

caterva de fascistas, blancos o indios, al fin y al cabo yo soy moreno. Lo que sí me

preocupa es que ante tanta bronca entre collas y cambas estemos creciendo con la

percepción de que somos diferentes y no creo que eso sea bueno. Pero no todo es malo, esta

situación ha hecho que los jóvenes reaccionemos y discutamos entre nosotros, y ya un par

de estudiantes de comunicación están haciendo circular por la Red un Manifiesto en el que

convocan a los jóvenes a no dejarse embaucar por “la mal oliente” –así entre comillas–

160
práctica política tanto del gobierno como de la oposición que busca enfrentarnos en una

guerra que nosotros nunca buscamos ni queremos”, concluyó Francisco, pensativo.

161
Comandante de inválidos

“¡Oh! Si el pueblo pudiera vernos y comprendernos,


estoy seguro que se horrorizaría y lloraría y no
pediría más guerra. La guerra es terrible, muy
terrible”
“Diario de Guerra”, Germán Busch Becerra,
Héroe de la Guerra del Chaco.

En los primeros días de agosto murió don Daniel mientras dormía. Lo encontraron en su

cama tomando con la mano derecha una fotografía de su esposa, ya fallecida años antes,

como si le estuviera avisando que iba a su encuentro. Lo enterraron en el cementerio

general en un nicho junto al de ella. Su deterioro físico se aceleró después de la noticia de

que no lo iban a incluir en la lista aprobada para el resarcimiento de daños por la violencia

política de las dictaduras. La muerte de su padre había sumido a Silvana en una profunda

depresión. Antonio intentando levantarle el ánimo le dijo que quienes fueron admitidos en

la privilegiada lista seguirían esperando creyendo que algún día la patria cumpliría con

ellos, que la nación sabría recompensarlos por todos esos años de exilio, por los años de

cárcel, por las torturas, por el escarnio, por la discriminación, en fin, que el Estado los

recompensaría por haber creído que un mundo mejor era posible, cuando ni siquiera era

posible juntar los fondos para pagarles, terminó Antonio su discurso. Consiguió hacerla

reaccionar en su contra, Silvana lo recriminó por escribir sobre un militar al que supone

honesto, basándose en la carta de una viejita enamorada y en el testimonio de su ayudante.

“Usted debería escribir sobre mi padre. Mi padre fue un hombre digno, nunca militó en

ningún partido político porque no creía en ellos y por eso mismo tampoco les pidió empleo.

Usted dice que está contando la vida de un hombre que peleó muchas batallas, mi padre las

162
peleó también pero lo hizo desde su bufete de abogado, desde donde enfrentaba a los ricos

y poderosos de este pueblo que no respetaban a la gente humilde. Esto que le ha pasado a

mi padre, de esperar una jubilación que nunca llega, les sucede a miles de bolivianos que

mueren pobres y abandonados sin que reciban un sueldito mínimo por todo lo que hicieron

por esta patria ingrata. Porque hasta el más humilde de los hombres y mujeres ha hecho

algo con solamente vivir en este territorio y no hay quien haga algo por ellos. Apenas esa

limosna llamada Bonosol y nada más”, lo sermoneó su esposa.

Cuando se sentó frente a la computadora a escribir los últimos capítulos de la novela

recordó que una noche, a finales de 1988 el Director del Archivo Histórico Militar lo llamó

por teléfono a su casa para decirle que habían omitido los cajones que guardaban la

información relacionada con los heridos en combate o en acciones militares y que allí

encontró otro expediente de Romualdo Villamil.

Antonio recuerda que, al día siguiente de la llamada, llegó a su oficina, estuvo unos

minutos y luego salió rumbo al Archivo y el Mayor ya lo esperaba con una taza de café y

un fajo de papeles amarillentos cuya primera página en su parte central titulaba:

“Documentos del Coronel Romualdo Villamil con los que ha solicitado su invalidez. Está

en fojas 11 marcadas con lápiz y es la numeración que regirá”. La segunda hoja era un

papel valorado con el escudo oficial de la República de Bolivia que tenía un sol radiante

hasta la mitad del óvalo y un inmenso cerro rico, otro de los tantos escudos que fueron

transformándose a capricho de los mandatarios. Seguramente creían legarnos algo eterno,

inmortal como sus ambiciones, un símbolo que represente a la Nación en toda su

dimensión, no sabían que simplemente les estaban dando mayor tarea a los futuros

escolares.

163
El expediente contenía una carta oficial dirigida al “Señor Capitán General y Presidente

Constitucional de la República” en la que, acompañando documentos, Romualdo Villamil

pedía se le declare invalidez conforme a Ley. Villamil le informaba al primer mandatario

que “La noche del 4 de octubre de 1864, en Corocoro, hallándome en comisión

desempeñando la Sub Prefectura, fui asaltado por unos hombres armados que de súbito me

hicieron una descarga de rifles cuyos proyectiles rozaron mis ojos a través de las

cerraduras de una ventana. Desde entonces, y cada día, en una rápida progresión, estoy

quedando privado de la vista hasta el extremo de que hoy no me es posible consagrarme

con facilidad a mi trabajo material, ni al que me pudiera llamar la necesidad del servicio

público. Aquel hecho de Corocoro es muy notorio y mi malestar queda acreditado en el

certificado de fojas 9 en los que mis servicios calificados constan.

En esta virtud a vuesa merced ruego, señor Presidente, se digne en justificado carácter,

declararme inválido conforme lo determina el artículo 18, capítulo 5 del Código Militar;

será merced de lo que imploro.

La Paz, 30 de junio de 1875, su seguro servidor

Romualdo Villamil”

Mire usted, diez años después del atentado sufrido por el Coronel Villamil y haciendo gala

de una prosa depurada y de una impecable presentación de argumentos, nuestro Coronel

solicitaba una merecida pensión, le comentó Antonio al Mayor; eso no es nada, le contestó

sonriente, con la picardía de los que saben algo que nadie sospecha siquiera. A continuación

y también en papel valorado de entonces se adjuntaba un certificado, de fecha 27 de junio

de 1875, de dos profesores en cirugía y medicina de apellidos Salinas y Salmón pero de

nombres ilegibles. En el afirmaban que el Coronel Villamil “desde algunos años sufre

disminución general de la vista, habiendo en la actualidad abolido completamente la

164
visión del ojo derecho” y advertían que el daño era tan severo que corría el riesgo de

padecer ceguera permanente.

Después de releer lo que copió de los originales del repositorio militar, esperaba que

Gregorio hubiera realizado, a su estilo, algunos aportes para aclarar estos entuertos. Y

encontró en el manuscrito la trascripción de las declaraciones juradas de los testigos del

atentado que sufrió Don Romualdo, los señores Juan de la Cruz Pizarroso, Francisco

Oquendo y José Baigorrí. Los tres vecinos de Corocoro juraban ante la Biblia “que un

grupo de hombres armados dispararon contra la humanidad del señor Romualdo Villamil

a través de una ventana y que, inclusive, tuvieron que extraerle varias astillas de madera

que se le habían clavado en la cara causándole desagradables cicatrices; trofeos de

guerra”, comenta Gregorio en su cuaderno.

Mientras copia estos testimonios, Antonio piensa que algo extraordinario para ese entonces

y para esta época también fue que los policías, que nunca encuentran a los culpables, lo

hicieran veinte días después del atentado señalado; el 25 de octubre de 1864, el Ministro de

Estado en el Despacho de Gobierno y Culto le informaba, desde Cochabamba, que había

atrapado a los culpables. “La acción legal en este punto está perfectamente satisfecha con

la detención y el sometimiento a juicio de los sindicados de este delito. Y el Gobierno

sabrá siempre con satisfacción que los delincuentes han sido castigados condignamente.

Así para la custodia de estos sindicados como para la eficaz garantía del orden público,

ha ordenado el Gobierno al Comandante General de La Paz que en el acto, mande a

Corocoro un piquete de diez hombres para que los custodien”.

Antonio observa otra cosa interesante en esta comunicación de lo que hoy vendría a ser un

Ministro de Gobierno, Interior y Justicia: es que también le hace saber que el Cónsul de

España, reclamaba por Domingo Nava, un súbdito español, que se encontraba entre los

165
acusados por la tentativa de asesinado, se lo tenga “engrillado” bajo el pretexto de la

inseguridad del cuartel de Corocoro. En ese entonces, la autoridad le pedía a la víctima que

ordenase “inmediatamente se le quiten tales grillos, pues que la Constitución prohíbe todo

género de tormentos; debiendo ser de cargo de las autoridades tomar cuantas

precauciones juzguen convenientes a la seguridad de los detenidos” Más adelante advertía,

en tono irónico, algo que no parece redactado en la época, porque las palabras no eran de

uso frecuente en esos días y ahora podrían ser usadas para calificar a pandilleros, afirmando

que “los turbulentos y díscolos de esa localidad deben tener la convicción de que el orden

se halla perfectamente asegurado”. Ya quisiéramos ahora tener una autoridad así de clara y

eficiente, pensó Antonio para sus adentros.

Bolivianos al fin y al cabo, ya desde entonces retrasados en todos nuestros trámites sin

importar si la persona se está muriendo, se resignó Antonio. Seis meses después don

Romualdo pedía al Presidente Constitucional “las providencias a su solicitud” porque por

su delicado estado de salud le urgía una pronta respuesta. Esta es la carta a la que se refiere

Antonio cuando afirmó en un capítulo anterior, que fue el propio Coronel quien desmentía

aquello que la esposa alegaba ser la “única heredera”, informándole al Presidente “que en

los seis meses que transcurrieron desde su primera solicitud de invalidez su inhabilitación

había sido completa y apelaba que lo hacía en resguardo de toda responsabilidad como

padre de familia”.

Antonio vuelve al tema porque cree que también es probable que de haber existido un

descendiente pudo haber muerto o desaparecido de sus vidas; haberse marchado al exterior

para nunca volver escapando de este país que lo único que le ofrecía era la muerte, aunque

no deja de ser pura especulación, pues desde los ochenta a la fecha no ha podido comprobar

si hubo un sucesor o sucesores. Antonio decide cerrar este episodio y dejarlo tal como está,

166
porque ni siquiera Gregorio comenta sobre el tema, tal vez cumpliendo la instrucción del

Coronel que aconsejaba que “hay cosas que es mejor dejarlas como están”.

Y, aquí venía lo impensable, pero que no nos sorprende tratándose de nuestro país. La

respuesta del Consejo de Estado, con sede en la ciudad de Sucre, con fecha 11 de febrero de

1876, casi un año después. La comunicación estaba firmada por el patricio Serapio Reyes

Ortiz, después de la consideraciones preliminares, dando cuenta de los antecedentes, que

según el Consejo “deberían darle derecho a que se le declare inválido si las disposiciones

del Código Militar en que apoya su solicitud no estuvieran suspensas por los Supremos

Decretos de 28 de febrero de 1858 y 31 de diciembre de de 1872, mientras se preparan las

leyes de reforma militar y de una jubilación o retiro y si a consecuencia del segundo

decreto, fundado en las escasez del erario, los militares que no están en servicio activo, no

estuvieran sujetos a la cuarta parte de su haber integro.

Por estos antecedentes, el Consejo de Estado consecuente con sus anteriores dictámenes

en solicitudes de este género, opina que no es aceptable por ahora la demanda del señor

Villamil”

Antonio le pidió al Director del Archivo los documentos para tomarles fotocopias y, este,

sonriendo socarronamente como lo hacía para sus adentros, lo palmeó en el hombro y le

dijo: “Mire mi amigo, lléveselos, el tipo este no es de los grandes próceres de la

Independencia Nacional y tampoco ha sido Presidente de la República, ni siquiera llegó a

ministro de Estado; no creo que asome por aquí otro loco como usted buscando

información sobre él, así que me hago de la vista gorda y usted se los lleva prometiendo

devolverlos algún día. De esa manera yo no cometo ninguna falta al reglamento y usted

ningún delito”. Antonio volvió a su oficina llevando en sus manos lo que creía era parte de

167
la verdadera historia de Bolivia, de aquel libro colectivo que se escribe entre las familias y

que se trasmite de generación en generación.

Pasada la jornada se fue a su casa, comió algo y buscó el cuaderno de Gregorio, pasó

velozmente las hojas del manuscrito buscando algo relacionado con la invalidez y lo

encontró casi al final del mismo. En su testimonio el fiel ayudante cuenta que estuvo con su

jefe el día del atentado y que fue él quien, a punta de pistola, hizo huir a los atacantes,

“cobardes al servicio de algún político que quería vengar alguna afrenta pasada, ya que el

Coronel en esos años, ni nunca, se había metido a la política. Él cumplía órdenes. Puede ser

que, en el cumplimiento del deber, haya no solamente herido los sentimientos de algún

adversario del Presidente de turno, pero no lo hizo de manera personal, porque no le

interesaba llegar a Palacio como la mayoría de sus camaradas, que habían hecho de la

función pública una escalera para llegar a la cúspide del poder”.

Luego Antonio reparó en un párrafo en el que se afirmaba que el presidente Narciso

Campero atendiendo a los largos y buenos servicios que tenía prestados a la patria el señor

Coronel don Romualdo Villamil y, en consideración al mal estado de su salud, lo declaraba

inválido y lo designaba “Primer Jefe del Cuerpo de Inválidos del Departamento con medio

haber de su clase”, esto habría pasado, según Gregorio, el 7 de julio de 1881, es decir más

de seis años después que lo solicitara. “La designación era un honor porque los mutilados e

incapacitados por las guerras eran tantos y de todas las clases sociales que formaban un

batallón; así lo entendió mi Coronel y aceptó con hidalguía esa nueva misión que le

imponía la Patria. Para él no había servicios menores, todos eran importantes si la Nación

lo requería”

Antonio se abstrajo, pensando que ahí acababa esta parte de la historia de Romualdo; pero

no era así tratándose de un hombre digno, el golpe vino en la siguiente página en la que

168
Gregorio copia una carta que el propio Coronel Villamil dirigía en fecha 23 de diciembre de

1881 al Ministro de Guerra, es decir a los seis meses ulteriores a su designación. En ella le

decía textualmente: “De poco tiempo a esta parte sufro de ataques nerviosos que me

postran cuando es más preciso ocuparme de los deberes de mi puesto. Esta circunstancia

que me causa la completa pérdida de la vista y una perturbación en la acción mental, me

ha puesto en estado de curación. La primera prescripción del facultativo es que yo observe

el quietismo y el alejamiento de los trabajos de una oficina, cuyo desabrigo y los malos

aires que la dominan pueden traerme una enfermedad penosa o una muerte violenta, sobre

una edad avanzada de setenta y tres años. La inasistencia al cumplimiento de mi deber, en

tales circunstancias, no se concilia pues, con semejantes prescripciones y causaría muchos

males al Cuerpo de Inválidos, cuyo régimen he podido principiar y está a punto de

terminarse. Por tan justos motivos personales, cuanto por los que afectan al servicio,

ruego a usted Señor General Ministro, se digne recabar del señor Presidente de la

República la pronta aceptación de mi renuncia como Primer Jefe habiendo, en el cuerpo

de Coroneles de un mérito no contradicho que se hallan en mejores condiciones de salud

para subrogarme. Entre tanto debo expresarle que, si no he correspondido debidamente a

la confianza con que espontáneamente me honró al hacerme Jefe de Inválidos, quiera al

menos, abrigar la convicción de que le soy sinceramente agradecido por tan señalada

distinción. Suscribiéndome a de U. Señor General, atento y seguro servidor

Romualdo Villamil”

Antonio retorna al presente y vuelve a releer la carta de la renuncia, no solamente está

arrebatado por la dignidad, está también embriagado con la hermosa caligrafía y el cuidado

con que fue escrita, algo que ya solamente veremos en los museos, y la comparó con

aquella escrita al Congreso, el autor de ambas tendría que ser el propio Gregorio, fiel a los

169
esposos Villamil–Rada hasta la muerte. El Coronel Villamil no solamente le enseñó a

escribir, le enseñó el arte de hacerlo bien, letra por letra, con rasgos delicados como si

fueran filigranas. No es pues difícil imaginar que ciego como estaba, haya recurrido a su

amigo para confiarle la escritura de algo tan importante. Con esta certeza Antonio consideró

posible que el propio Gregorio haya terminado las frases, haya mejorado las oraciones, toda

vez que su jefe, cansado y en la oscuridad, no encontraba las palabras precisas para

expresar con propiedad lo que quería decir.

Gregorio resucitando desde sus recuerdos agrega que el 5 de enero de 1882 le habrían

respondido aceptando su “separación del Cuerpo de Inválidos por el tiempo que dure su

curación y restablecimiento. Ya ven lo que les dije de la dignidad de mi Coronel, otro

hubiera ganado su medio sueldo porque lo necesitaba y porque se lo merecía; él no pensaba

así y viéndose inútil para cumplir con su trabajo prefirió renunciar. Ése era el Coronel

Romualdo Villamil, oficial del Invencible Ejército Libertador de la República de Bolivia,

Prefecto en toda Bolivia, caminante de todos los caminos, navegante de todos los ríos,

hombre de una sola mujer, compañero y camarada”. Luego complementó que, después de

eso, intentó algunos negocios pero ya su crédito no era el mismo, los prestamistas no

dudaban de su honestidad, pero lo veían como un viejo y no querían correr riesgos. Por la

precisión de las fechas y los detalles de las cartas, Antonio cree que es posible que

Gregorio, además de su extraordinaria memoria, haya tenido a mano los expedientes de

Romualdo Villamil, de donde iba reproduciendo literalmente cada correspondencia y

certificados incluidos en el cuaderno.

Gregorio continúa: “Pasaron los años. Nuestra amistad se fortaleció con largas

conversaciones en las que su infatigable celo por la Patria seguía intacto. Todas las

mañanas le leía el periódico y una mañana de febrero de 1879 la noticia de la toma de

170
Antofagasta por los chilenos que sobrevino en la Guerra del Pacífico pareció no

sorprenderle. La guerra se había iniciado dizque por un impuesto de diez centavos sobre el

guano de los pájaros, decían las noticias. Nada de eso me dijo el Coronel, las guerras son

siempre por territorio. Gregorio, ¿Usted que es un hombre inteligente cree que la Guerra de

Troya fue por rescatar a Helena? No. Fue porque Agamenón quería esa ciudad fortaleza

para seguir ampliando su vasto imperio. Los chilenos quieren nuestra costa porque ellos no

tienen mucho territorio y la lógica nos enseña que todo espacio vacío es susceptible de ser

llenado”. Lástima que la Guerra nos agarró con Hilarión Daza, un borrachín que gustaba

celebrar durante semanas su cumpleaños, pensé yo, pero después me di cuenta que usaron

esta tontería para echarle la culpa de la derrota, cuando se sabía que la oligarquía minera no

dejó que las tropas acantonadas en las minas Huanchaca combatieran contra los chilenos.

Para bromas estuvo bien aquello que Bolivia prefirió bailar antes que combatir, pero la

realidad la saben los mineros ricos que prefirieron que el ejército cuide sus propiedades y

no dejaron que varios regimientos vayan a luchar, obligándolos a permanecer en guardia

cuidando sus minas”.

“Venga Gregorio, conversemos y de rato en rato cuénteme alguna noticia. Tenemos que

estar atentos, a lo mejor el ejército nos llama a los veteranos; calló ensimismado, sabiendo

que a él, viejo y ciego, ya nadie lo iría a buscar y tampoco podría salir de la casa porque sus

graves dolencias se lo impedirían. Había perdido la vista y, para enterarse del avance de la

guerra, dependía de doña Adelia y de mi persona. El haber sido Prefecto el Litoral le había

permitido conocer a muchos ciudadanos y guardaba un especial aprecio por la gente

costeña. Siempre que la memoria se lo permitía, recordaba nombres y anécdotas de amigos

suyos con mucho cariño. La Guerra del Pacífico vino a deprimirlo más aún después del

terrible terremoto que un año antes había desolado las ciudades de Cobija y Tocopilla.

171
Decidimos no contarle la verdad para no adelantarle la muerte. Sabíamos que una noticia

trágica y devastadora para el país como la pérdida de nuestra salida al mar, podía ser fatal

para su débil humanidad. Así que cuando llegaban los periódicos con los partes de guerra y

nos íbamos anoticiando de las poblaciones que perdíamos se las leíamos al revés; no

éramos nosotros los que perdíamos batallas, eran los chilenos; nuestras bajas eran las suyas

y nuestras derrotas también. No queríamos que sepa la verdad; en nuestro cariño, creímos

que no valía la pena amargarlo con tanto drama, la derrota se venía inevitable, no tenía

remedio, nuestras Fuerzas Armadas y sus comandantes no eran los mismos de antes. La

moral, como gustaban decir los oficiales, estaba relajada por la infame lucha por el poder.

Sin embargo, nuestro ejército aliado al peruano también nos dio algunas satisfacciones

como la victoria en la batalla de Tarapacá, donde con sólo tres mil hombres logramos

derrotar a cinco mil chilenos, arrebatándoles varias banderas”.

“Con la mentira de nuestras imposibles victorias lográbamos, aparentemente, prolongarle la

vida. Nos veíamos en afanes, cuando venía alguien a visitarlo deseoso de comentar las

últimas noticias y de saber la opinión de un hombre culto y experimentado en la guerra.

Pero como las desgracias alejan a las personas, no eran muchos los que venían por la casa;

y los que lo hacían, pronto fueron aleccionados por nosotros para que nos siguieran el

juego. Los amigos que aún nos quedaban se convirtieron en cómplices de nuestras

“mentiras blancas”, como se justificaba doña Adelia. Alguna vez se nos descuidó alguien y

tuvimos que decirle que el hombre estaba loco, que Bolivia no perdía guerras; que las

ganaba todas, que nuestro ejército estaba tan entero como cuando él comandaba las tropas.

“Cada semana se publicaba el “Boletín de Guerra” que daba parte de los sucesos bélicos, en

uno de esos boletines de abril de 1879 se leía que don Eduardo Avaroa, amigo del Coronel,

había sido fusilado después de haber luchado como un héroe y de disparar su último

172
cartucho les tiró su rifle por la cara. También se contaban historias de soldados

desconocidos que prefirieron hacerse matar antes que rendirse. Cómo no tener unos años

menos, repetía todas las mañanas, ya hubiéramos estado en la campaña, dirigiendo la carga

de la Infantería de Primera Línea contra los chilenos. Ahora tenemos mejores armas que

antes, cuando usábamos esas armas obsoletas que parecían arcabuces de la colonia o

cuando nuestros indios tenían que ir a la guerra con macanas como lo hicieron cuando

llegaron los conquistadores; ahora tenemos modernos fusiles, rifles y cañones de verdad.

Tenemos magníficos regimientos de coraceros bien pertrechados, luciendo elegantes

uniformes con relucientes cascos de acero que lucen altos penachos y montan briosos

caballos. Tenemos a osados granaderos que no retrocederán ni un paso si se trata de calar la

bayoneta. La tropa está disciplinada, como un verdadero ejército. Sin embargo, no hay que

subestimarlos, los chilenos son buenos guerreros. Gregorio, los rotos son valientes, tienen

un ejército poderoso y una armada mucho mejor que la nuestra. Si mal no recuerdo, apenas

tenemos una goleta. Cierto, mi comandante, seguía la charla, pero tenemos a nuestros

hermanos peruanos que están haciendo honor al pacto de ayuda mutua contra las agresiones

de países vecinos, y ellos poseen una armada experimentada. “Ya ve, Gregorio, yo le dije

que toda alianza es buena”; y seguíamos conversando nostálgicos, toda la mañana, mientras

él se servía sus mates de yerbas medicinales preparados por doña Adelia que, desde nuestra

estadía en Santa Cruz, se había vuelto una experta en curar pequeñas dolencias con estos

brebajes. Pasaron las semanas y, un día, descubrimos que los engañados éramos nosotros,

doña Adelia y mi persona; el Coronel habíase despertado muy apesadumbrado y cuando

quise levantarle la moral, contándole otra de piratas, me dijo: “Hoy no Gregorio, hoy no

estoy para historias. Usted y yo sabemos que no podemos ganar esta guerra, no con este

ejército "caudillero" que ya perdió toda disciplina, que no posee comandantes veteranos

173
porque la mayoría o estamos inválidos o están enterrados en el cementerio general,

asesinados por sus propios camaradas en tantos alzamientos que hubo desde la fundación

de la República. Un ejército dirigido solamente por jóvenes ansiosos de probar su hombría

en el campo de batalla solo garantiza muertos en el combate. Los viejos zorros poseemos el

equilibrio necesario para definir buenas estrategias. Ahora no sé de nadie que pueda

definirlas”. Bastaron esas palabras para que me diera cuenta que siempre supo la verdad. A

partir de ese día no volvimos a hablar del asunto de la guerra. Ambos volvimos a sentir ese

silencio ominoso después de las batallas, ese silencio producido por el horror de la guerra,

por los cuerpos mutilados y carbonizados de nuestros camaradas. Establecimos un mudo

como tácito acuerdo, y todo lo relacionado con el mar fue eliminado de nuestras

conversaciones. Después, cuando supimos de la derrota, sentí que lo que habíamos perdido

nos dolía más por la humillación sufrida, que por la pérdida de la mar oceánica misma; ya

nadie se acordaba de las frías e inhóspitas aguas del Pacífico; nadie lloraba porque ya no

podría bañarse en sus aguas ni por la imagen romántica de corretear en las playas que ahora

cantan los poetas. Nos dolía la derrota, nos dolía saber que nuestro ejército estaba derrotado

desde antes de empezar la guerra. Decir que la guerra podía esperar hasta después de

festejar los carnavales fue un pretexto, la verdad es que a nuestros gobernantes no le

interesaban las costas; para ellos estaban muy lejos, el gobierno estaba en La Paz y era lo

único que importaba. Ellos no se preocupaban por territorios tan lejanos, pensaban que

ellos se cuidaban solos. Si hasta parece que ahora nos preocupa el litoral que cuando lo

tuvimos nunca nos preocupó. Pocos años después nos volvimos a olvidar de lo perdido y

nos enfrascamos en otra guerra civil entre federalistas y unitaristas”.

“Agregaré algo más, porque él, previsor como era, e intuyendo que lo haría, me pidió que si

algún día escribía sobre nosotros incluyera lo que me iba a decir cuando sintiera que la vida

174
se le escapaba. El aciago día llegó inevitable y, cuando la melancolía se apoderaba de su

espíritu, me llamó a su lecho de muerte, “ahora que ya me tocó el turno de rendir cuentas y

parafraseando al poeta Quevedo que tantas lindezas ha escrito, como esa de “el ayer se fue

y el mañana no llegará nunca”, quiero decirle algunas cosas. Yo creo saber por qué usted no

se casó y no creo que haya sido porque no encontró a una mujer que lo ame como usted

afirma, fue porque usted es como el país, un mestizo incorregible. La gente como usted no

puede comprometerse con alguien, solamente se compromete consigo mismo, con su

libertad. Los mestizos son incorregiblemente libres porque no tienen nada que perder; tanto,

que miran el poder con temor porque temen que su incontenible fuerza pueda acabar con su

amada independencia personal. Siempre admiré eso de usted, porque es lo mismo que

admiro del pueblo. Eso fue lo que también admiré en Andrés de Santa Cruz durante sus

primeros años de gobernante, él pudo haber sido el prototipo del mestizo nacional, porque

al principio se sentía orgulloso de su mestizaje, de descender de padre español y madre

aymara, ni bien español ni bien indio, pero luego en Europa renegó de su herencia de

sangres y no hay nada peor que un renegado”, me dijo y sentí que el Coronel había

recobrado esa lucidez y oratoria que lo hicieron famoso entre la oficialidad. Esa prestancia

en el lenguaje que me hizo quererlo desde que llegó al cuartel, buscando gente para

organizar la Columna de Preferencia de la Ciudad de La Paz, que era una unidad de

elegidos, lo mejor entre lo mejor, recuerdo que nos dijo esa vez”.

“Ya estuvo bueno de vivir; ya he visto demasiadas muertes, demasiadas vidas segadas en su

esplendor y el siglo todavía no acaba en su letanía, estoy seguro de que no llegaré a los

ochenta y quiero decirle algo más antes de partir a la batalla eterna. He vivido muchas

guerras, he sentido el horror de ver a familiares y amigos destrozados, pero me he

horrorizado más aún cuando descubría que la indiferencia me invadía al grado de no

175
importarme quién moría a mi lado. La guerra nos convierte en sombras, y me avergüenza

admitir que cuesta volver a ser humanos. ¿Se acuerda que una vez, en medio de una

matanza y asqueado de tanta guerra, le dije que deseaba morir de una vez?, bueno creo que

ya me llegó la hora. Me acuerdo, le contesté y luego recuerdo que, en esa ocasión, le repetí

una frase que circulaba de boca en boca entre los soldados, atribuida a un guerrillero de la

Independencia, mi Coronel “moriremos si somos zonzos”, le dije”.

“He vivido lo suficiente como para darme cuenta de que los políticos han convertido a

Bolivia en un pueblo pequeño, en el que unas cuantas familias se disputan el poder. La vida

de nuestro país, en el siglo diecinueve, se parece más al prontuario de un delincuente que a

un tratado de Historia. Pobre esta noble patria de bravos hombres y mujeres. Ya he visto

demasiado y nada parece cambiar. ¿Se acuerda del Salmo segundo que yo repetía antes de

entrar a la batalla? Me acuerdo, le respondí y se lo recité: “¿Por qué se amotinan las gentes

y los pueblos maquinan cosas vanas?”. Ese mismo, me dijo, nuestros políticos siguen

maquinando proyectos inútiles solamente para amotinarse y hacerse del poder. ¿Y la

Patria?, que se la coma el tigre”.

“Quiero que sepa mi muy estimado amigo, que no me arrepiento de la forma en que viví,

pues, fue la que elegí y tuve la suerte de tener una mujer que me acompañó en mi

peregrinaje. Yo fui un hombre afortunado porque la tuve a ella, que fue lo único que quise

tener en la vida. Sé que, por ella, usted hubiese querido que acaso yo actúe diferente,

porque ella se merecía lo mejor y no la vida errante que yo le brindé en plena juventud. Yo

sé, mi amigo, que sus mejores años los pasó en el camino, celebrando la vida al borde de un

sendero. Pero ya no quiero amargarme más; ella lo aceptó porque sabía que mi sueño era

servir a mi Patria, así que cuando le declaré mi amor preguntándole si quería ser parte de mi

sueño, ella me respondió que yo era parte del suyo. Hace algunas noches, mientras

176
recordábamos nuestros viajes, le pregunté si se arrepentía de la vida que habíamos llevado,

de vernos en las últimas fatigas después de tener fortunas, si me odiaba por haberla

arrancado como una flor de su jardín, ella sonrió y me respondió en el idioma que a usted

tanto le molestaba porque no lo entendía, “Omnia vincit amor”, que quiere decir “todo lo

vence el amor”, y luego besó su dedo anular y lo posó sobre mi boca. Y aquí estamos

todavía juntos y amándonos por necesidad o por costumbre, que, a nuestra edad, da lo

mismo. Dejemos el asunto familiar y permítame recordar una frase de Bartolomé Arzans

Orsúa y Vela, un cronista potosino cuyos manuscritos leímos en Sucre. Se la cito porque

resume mejor lo que yo hubiera querido decir. Aquí va, el potosino afirmaba que “el riesgo

de ser bueno entre los malos es que uno siempre queda a descubierto y el mérito mayor de

los malos es ser el peor de ellos”. Y no me arrepiento de haber preferido el honor antes que

la buena vida. Hemos conocido a tantos disputándose ese lugar que estoy seguro que usted

no me hubiera permitido participar de ese juego infame, en el fondo usted nunca quiso que

yo sea igual a ellos. A mis años creo saber cuál es el peor defecto de los bolivianos, creo

que es la angurria por el poder, para los bolivianos el poder es algo por lo que podemos

matar y morir. Y nos pasamos la vida preocupados por quién nos gobierna antes de por

cómo nos gobiernan. Para nosotros el poder se personifica y por eso nos importa más la

persona que lo que esta hace ¿Me equivoco? No, mi Coronel, como siempre no se

equivoca, le dije y él sonrió. Y después de eso le dije que era más que suficiente haber

sobrevivido medio siglo combatiendo, haciéndole lance a la muerte en tantas y tantas

batallas”.

“Sí, esos lejanos años en los que los días nacían preñados de amenazas pero en los que

siempre estuvimos dispuestos a enfrentar a los monstruos que parían “los

pronunciamientos”, para decirlo como los “cagatintas”, continuó el Coronel. Esos años en

177
los que la guerra lo era todo para nosotros, agregó y nos reímos juntos. Siguió riéndose y se

acordó de la vez que lo retaron a duelo, estoy seguro que usted no ha olvidado la carta del

pelafustán ese, me increpó y yo le respondí que eso era algo difícil de olvidar porque fue lo

más solemne y ridículo que yo haya leído para desafiar a alguien a batirse a muerte. Decía:

“Si sois valiente aceptad el desafío de mediros nuestras espadas, y si no, coronado de

plumas de cuervo, declaraos en derrota” y lo mejor fue que el retador no apareció nunca en

el lugar elegido. Nos volvimos a reír, él riéndose apenas porque se sentía agobiado por las

enfermedades y por las heridas ocasionadas en la batalla y, yo a carcajadas porque todavía

estaba fuerte y no débil como estoy ahora casi cuarto siglo después del fallecimiento del

Coronel. Bueno, para terminar me dijo: “Gregorio, usted vale por todos los amigos que

pensé tener y compensa los amigos que nunca tuve”, y así fue para mí también. Ahora que

estoy solo, sin Romualdo y Adelia, ya no es necesario decirles don y doña, intentando

ordenar mis recuerdos para escribirlos, rememoro lo vivido y pienso que nos faltó vida más

allá de los cuarteles. Vivimos lo que nos tocó del siglo diecinueve, pensando que la Patria

era un cuartel y que las presidencias eran simples cambios de guardia, como si formaran

parte de la ordinaria rutina castrense. No mirábamos más allá de nuestros sucios uniformes,

cubiertos por una pátina con el polvo de los combates; nunca nos preocupamos por saber de

que vivía la gente, si eran felices en la Patria en que les tocó vivir, si guardaban algo para

comer cuando tenían que abastecer a las tropas durante las guerras externas e internas. Ni

siquiera nos preocupaba si sabían quien gobernaba al país, o con qué motivo o razón los

llevábamos a la muerte. Ahora que lo pienso me doy cuenta que nunca por nunca supieron

siquiera de los cambios en los escudos y los colores de las banderas que los gobernantes

cambiaban a su antojo; a veces, simplemente para agasajar a sus caprichosas amantes.

Ninguna vez supimos cómo se llamaba la música que bailaban en sus celebridades, cuáles

178
eran sus aspiraciones, sus sueños, sus esperanzas. En ningún tiempo nos preocupamos por

sus lenguas, por los nombres nativos de sus lugares queridos; sabíamos como se llamaban

pero nunca se nos ocurrió preguntarles el significado. A ninguno de los gobernantes se le

ocurrió preguntarles si sabían lo que significaba ser boliviano... Pero así como había

cabrones que solamente se preocupaban por robar lo poco que tenía el Estado, también

hubo gente valiosa como el Coronel Villamil que intentaba organizar el Estado por donde

anduviera pero no tenían con que hacerlo, no había dinero ni para pagar una enfermera,

menos a alguien que enseñe a leer y a escribir. Bolivia poseía población y un gran territorio

pero nos fallaron los gobiernos. El mismo Coronel reconoció, cierta vez, que lo enviaban a

administrar territorios de los que desconocía su cultura y sus costumbres, que no era

solamente buena voluntad lo que hacía falta sino una mayor presencia estatal. A los años y

de repente no más vengo a caer en cuenta que en Bolivia hay la república de nosotros los

criollos y mestizos y el vacío para los indios”.

“Ahora mismo, en pleno inicio del siglo veinte, un siglo que se nos presenta con nuevas

esperanzas, nunca saben si el Tesoro General de la Nación va a tener fondos para pagar

nuestras miserables rentas vitalicias, porque la poca plata se la sigue gastando comprando

pertrechos para las guerras. Antes, cuando era soldado efectivo, pensaba que los bolivianos

eran magos pues sobrevivían sin saber cómo. Pero no era algo sobrenatural, era

simplemente que más allá, de los cuarteles estaba la vida, bullendo en cada hogar, en cada

chacra, con gente sacrificándose cada día para que nosotros podamos jugar a la guerra. La

Patria ocurría fuera de los cuarteles y nosotros pasábamos de largo, como gitanos buscando

un destino, que no obstante las penurias, nunca nos dimos cuenta que estaba en nosotros

mismos. Quizá porque creíamos que la Patria eran los símbolos, las horas cívicas, los

discursos de los políticos, o que el uniforme militar era la Patria, cuando la Patria, como

179
decía Gonzalo Ruiz un amigo tarijeño, está más allá de esas trivialidades, la Patria es

intangible e inexplicable como el amor. A aquellos que no creen en la Patria argumentando

que nunca la han visto pregúnteles sin alguna vez han visto caminando a un sentimiento.

Durante esos años la presencia del Estado en el territorio nacional fuimos nosotros, los

militares; y solamente sabíamos de guerra, ¿en qué tiempo íbamos a aprender otras cosas si

la guerra estaba en el parte diario? Y no eran solamente las acciones bélicas en los campos

de batallas o las escaramuzas urbanas contra los complots cotidianos, también era la guerra

política más sórdida y más infame que cualquiera, que terminó derrotándonos a todos. Por

ahora estoy cansado, dormiré un poco y mañana, Dios quiera que siga escribiendo todavía.

Al día siguiente encontré a doña Adelia leyendo mi cuaderno y sus manos sostenían varias

hojas arrancadas, sintió mi mirada inquisitoria y me respondió que había arrancado aquellas

páginas en las que yo describía las batallas de manera sangrienta. Mucha sangre derramada

para que usted la siga exprimiendo en el papel, me dijo y rompió las páginas”.

En esta parte del manuscrito, Antonio piensa que otra de las causas por las que todavía no

llegamos a ser Nación; es que en el siglo diecinueve el Estado apenas buscaba ser territorio

pero con tantas guerras nunca pudo o no le interesó buscar a la Nación entre la gente.

“Lograrlo es la gran tarea de la Asamblea Constituyente para que podamos reconstruir las

esperanzas, recordar los sueños olvidados y entusiasmarnos con nuevos proyectos”,

escribió Antonio rememorando aquello que Gregorio cuenta de lo que sufrieron y vieron en

el siglo diecinueve, concluyendo que “el tiempo que vivimos fue una ilusión, ahora

solamente queda de mí la sombra del caminante que se va desapareciendo con el

crepúsculo”.

180
De indios y vaqueros

“–Abogado: ¿Cuál es su gracia?


–Cantinflas: La facilidad de palabra”
“Ahí esta el detalle”, película mexicana

Desde la Independencia había cosas que eran inmutables en Bolivia y nuestra añeja historia

de conflictos era una de ellas. En pleno siglo veintiuno los cruceños leales a su inveterada

actitud contraria al centralismo estatal andino seguían renuentes a confiar en el discurso de

los altiplánicos, y a estos tampoco parecía interesarles el pensamiento de ellos. “Si los

cruceños quieren irse de Bolivia que se vayan de una vez y nos dejen nuestro país”, se

escuchaba decir a algunos collas iracundos. “No insistan porque nos vamos a ir”,

respondían algunos cambas iracundos.

Los ánimos separatistas eran exacerbados cada día por distintos motivos, los medios de

comunicación azuzaban a la población desde uno y otro bando. Oficialistas y opositores no

se daban tregua ni para tomar aliento. La razón era cotidianamente sustituida por

hiperbólicas propagandas sobre las mentiras y las imposturas de los adversarios. Sin

embargo nadie se atrevía a organizar un gran debate sobre si Bolivia era una nación, un país

o apenas éramos un simulacro de ambos. El fantasma del odio parecía arrastrar su rabia

encadenada por todo el territorio boliviano.

Los intelectuales orgánicos estaban preocupados por la polémica que sobrevino de la

“fractura étnica” ocasionada por la victoria electoral indígena que amenazaba con enfrentar

a indios contra mestizos. Los indígenas de tierras altas se empecinaban en hablar del

181
“trauma de la conquista” y los mestizos respondían con “la integración social”. “Inclusión”,

parecía la palabra “sésamo” que habría las cuentas corrientes de los organizaciones no

gubernamentales y de los organismos internacionales de cooperación para que se organicen

encuentros sobre el tema. En todas las latitudes se discutía la “cuestión social” como el

tema irresuelto, como la asignatura pendiente de la república. Los pensadores blancos y

mestizos hablaban que ante la irrupción de un nuevo “actor comunitario político

emergente”, refiriéndose a los pueblos indígenas y movimientos sociales campesinos, el

presente imponía la gran tarea de la “complementariedad de opuestos”. Todos, todos,

concluían “que el verdadero problema de Bolivia era resolver como vivir juntos, respetando

las diferencias”, chocolate por la noticia dijo un heladero que escuchó la celebérrima frase.

Los más lúcidos intelectuales blancos y mestizos publicaban sendos ensayos reclamando

pasar del reconocimiento de lo pluricultural a la acción intercultural, mientras los

intelectuales aymaras reclamaban la hegemonía social reivindicando que había llegado “la

era de la luz para los pueblos del Ande” y pretendían articular el mito aymara como la base

de la identidad nacional.

Las oéneges preocupadas por el desbarajuste organizaban coloquios interculturales en los

que juntaban a conversar a pensadores de oriente y occidente, a indígenas, blancos y

mestizos; los descendientes de europeos evidenciaban su sentimiento de culpa, afirmando

“que era el tiempo de incluir a los hermanos indígenas en todos los procesos nacionales,

desde el fortalecimiento de la democracia hasta el ejercicio de acciones interculturales en la

vida cotidiana”.

Cierta vez un pensador aymara les preguntó: “¿Quién incluye a quién? Ya está bueno que

quieran a incluirnos a la mayoría. ¿No les parece que es a la inversa, que somos los

indígenas los que debemos incluir a la minoría?”.

182
Durante el mes de diciembre de 2006 la oposición desató una ola de huelgas de hambre

exigiendo al gobierno que la Asamblea Constituyente apruebe los artículos de la nueva

constitución por dos tercios y la bancada del MAS usando su aplastante mayoría ratificó, en

el Reglamento General de Debates de la Asamblea, que la aprobación sería por mayoría

absoluta. Cuatro departamentos realizaron multitudinarios cabildos exigiendo el respeto a

los dos tercios y al referéndum vinculante sobre las autonomías departamentales. En La Paz

una muchedumbre del MAS asaltó un piquete de huelga de hambre obligando a huir a los

huelguistas, entre los que se encontraba un escritor amigo de Antonio.

Los enfrentamientos en el departamento de Santa Cruz presagiaron una guerra étnica como

la de Ruanda, una guerra entre collas y cambas. Pese a todos los pronósticos alarmistas las

fiestas de fin de año agotaron los últimos estertores del alboroto causado por las huelgas y

cabildos, y los conflictos se archivaron implícitamente para el nuevo año.

A las doce de la noche del 31 de diciembre el Presidente Evo Morales realizó una sesión de

gabinete y en un par de horas aprobaron cinco decretos, para irse luego a celebrar un año de

victorias contra la oposición. El 1 de enero de 2007 la población miró impávida que tanto

en el Palacio de Gobierno, en el Palacio Legislativo y en el Teatro Gran Mariscal de Sucre,

donde se llevan adelante las sesiones de la Asamblea Constituyente, la multicolor whipala,

blasón de los movimientos sociales flameaba radiante junto a la bandera boliviana. Los

intelectuales y los marketeros del MAS que se deleitaban con los símbolos daban una

inequívoca señal de advertencia a sus enemigos.

Cuando los pastores y los reyes magos volvieron a ser guardados para el próximo año se

sucedieron las primeras acciones violentas, y fueron contra el Prefecto de Cochabamba que,

meses atrás en un Cabildo, había expresado su apoyo al proyecto autonómico de Santa

Cruz. Siguiendo la tradición de la multitud enardecida los sindicatos cocaleros del trópico

183
cochabambino tomaron la plaza principal de Cochabamba y quemaron el Palacio

Prefectural, un antiguo edificio colonial que era una reliquia de la ciudad. Antonio ironizó

delante de su hijo que no se deberían quemar los palacios sino la “Silla Presidencial” que

realmente era la codiciada. El gobierno simplemente se desatendió del asunto y días

después se produjeron furiosos enfrentamientos entre campesinos cocaleros y jóvenes

cochabambinos. Dos muertos fueron el saldo trágico, uno por cada bando. Los fanáticos del

MAS deploraron la muerte del campesino y los fanáticos de la oposición la muerte del

joven. El fuego se avivaba en el escenario político boliviano. La dama negra, como decía

Gregorio que se paseaba por su vivienda susurrándole al oído, ahora se paseaba

descaradamente por las ciudades bolivianas.

En el mundo virtual no cesaban las hostilidades y tampoco faltaban los intelectuales que

explicaban que la persistencia de la crisis del Estado agudizaba las luchas políticas,

demostrando una alarmante incapacidad o falta de voluntad del gobierno para solucionar

los conflictos. Sectores de la oposición creían ver un evidente interés de los grupos más

radicales del MAS, que propugnaban que la única vía para la revolución era la armada y

justificaban las provocaciones como parte de un necesario ritual de expiación que debían

purgar los blancos para ser dignos de los nuevos tiempos. En la Red ya no se dialogaba, los

que participaban de las comunidades virtuales sencillamente monologaban. Antonio

escribió que la persistencia de los conflictos demostraba que en Bolivia nada había

cambiado, mientras no haya paz, nada habrá cambiado, subrayó.

En la ciudad de La Paz, a fines de enero, como todos los años, el Presidente de la República

y el Alcalde inauguraron la Fiesta de Alasita, dando inicio al tiempo de las cosas pequeñas.

El año 2007 llegó también promoviendo el tiempo de las desconfianzas.

184
En la reunión del “Foro” celebrada en la casa de Aristóteles, éste provocó a los demás

preguntándoles: ¿De dónde salió Evo Morales indigenista? ¿Acaso no era sindicalista hasta

el año pasado?

Pero si es indio, mírenle la cara y esa nariz aguileña y los pómulos salientes, no hay por

dónde perderse, respondió Gonzalo.

Habrá nacido en una familia indígena, pero él ha sido criado como un cholo altoperuano en

las prácticas políticas sindicales conocidas. Y para colmo de colmos Evo Morales no habla

ni quechua ni aymará, en todo caso es un indio desarraigado culturalmente, es un indio

postizo como García Linera, y ambos no están actuando dentro de los principios de la

cultura andina que propone el equilibrio entre la gente, la famosa complementariedad de los

opuestos, que no es otra cosa que el respeto al otro. Yo creo que están siendo empujados por

los sobrevivientes de las tendencias autoritarias de la clásica tradición marxista y por un

pequeño grupo de intelectuales aymaras que se creen los representantes de la auténtica

Nación Andina y aseguran que, nosotros, los blanquitos, somos subnaciones

hispanohablantes. A ambos habría que enseñarles a ser indios, propuso Huáscar.

Eso va a ser misión imposible porque, como decimos en el oriente, “camba viejo no

aprende a rezar”, refutó Arturo.

Cierta vez leí sobre un sabio aymara, un amauta de nombre Policarpio Flores, que afirmaba

que todos somos iguales, porque todos somos hijos de la PachaMama, parece que esos

intelectuales no lo han leído, intervino Antonio.

¿Y cual es el problema que sea o no sea indio? Cuestionó Aristóteles, si aquí los indios

siempre han participado de todo, incluso de la corrupción aunque sea recibiendo migajas, o

¿van a negar que los empleados públicos de origen indígena, ya sean porteros, cobradores

de impuestos, policías, aduaneros, no recibieron alguna vez coimas? Aquí roban millones y

185
roban centavos, roban los ricos y roban los pobres. Silencio sepulcral en el “Foro” aromado

por cafés expresos y humo de cigarrillos.

El silencio fue roto por Gonzalo que como buen cirujano plástico atacó desde lo pequeño,

desde aquello que nadie da importancia, para hacer notar que así como los blancos son unos

mañudos en mayor escala, los indios lo son en menor. A ver, ¿quién de ustedes no se ha

sentido engañado cuando está viajando por tierra y le venden una botella con agua mineral

falsa? o ¿cuando compran pañuelos desechables y la bolsita ya está abierta? O ¿creen por

ventura que es casualidad que las oficinas de Migración e Identificación son sucias y

cochinas? No. Son así para que uno desee salir de ellas lo más rápidamente posible y

busque a los policías para dejarse extorsionar con gusto. Eso está pensado desde los

orígenes de la República y todos los partidos políticos siguen el mismo libreto.

Lo único que va a suceder en este país es que con la llegada de un indígena a la presidencia

se van a igualar en todo con nosotros y eso quiere decir también en lo malo, continuó

Arturo.

Lo bueno es que se va a acabar el mito de que los blancos son corruptos por antonomasia y

que los indios no lo son; nada de eso, aquí se acabó esa historia y todos seremos iguales.

Nada de buen salvaje y conquistador perverso, no hay lo uno sin lo otro. Si no hubiesen

querido dejarse conquistar con los españoles los hubieran resistido, en cambio no

reconocen que el triunfo de los españoles sobre los incas, que eran quechuas, se debió

fundamentalmente a la ayuda que recibieron de los pueblos aymaras que buscaban

desquitarse de sus ancestrales enemigos. Los aymaras hablan del pachakuti, diciendo que se

acabaron los quinientos años de opresión y se olvidan, convenientemente, de los siglos que

estuvieron sometidos por los quechuas, se hacen los locos por peerse a gusto, determinó

Aristóteles.

186
Eso de que Evo es el pachakuti y otras supercherías místicas supuestamente andinas

también son invenciones de algunos vivillos aymaras, porque yo tengo información que

muchos de los brujos que vinieron a la posesión en Tiahuanacu se dieron cuenta que Evo

Morales no era el elegido por la madre naturaleza. Hay gente que afirma que a un chamán

ecuatoriano lo mataron de regreso a su comunidad porque iba a denunciar que Morales es

un impostor. Un primo que está metido en esas cosas esotéricas me contó que los yatiris

bolivianos les imploraron a su pares del continente que no revelen esa información porque

creían que el paso de Evo Morales por la Presidencia de Bolivia serviría para preparar el

camino del verdadero elegido que limpiaría la maldad racista que se impuso en América,

especuló José María.

Algo de eso he escuchado, dicen que Evo no puede ser el elegido porque muestra señales

autoritarias y ni siquiera está casado, no posee el equilibrio cósmico chacha-warmi,

hombre-mujer, del que habla la mística andina. Y algo curioso, Ludovico Bertonio, un

jesuita de la colonia, escribió en el primer diccionario aymará que pachakuti significa

“tiempo de guerra”, completó la idea Antonio.

Yo no creo en esas supersticiones. Yo creo que lo que va a cambiar, intervino el ex

munícipe, es que habrá nuevos ricos en los próximos años y, claro, ya no serán los mismos

de siempre. A los indios les llegó su hora y van a sacar ventaja de lo indígena en todo, van a

hacer prevalecer su condición antropológica antes que su capacidad, porque los bolivianos,

indios y no indios, somos uno ventajistas. Sacamos ventaja de todo para nuestro provecho.

Nos engañamos a nosotros mismos en muchísimas cosas, los collas engañan diciendo que

la altura no afecta a los seres humanos, como si fuera lo mismo jugar a nivel del mar que a

tres mil quinientos metros. En Santa Cruz, los cambas, sabemos que a los jugadores de la

academia de fútbol “Tahuichi” les disminuyen la edad, falsificando certificados de

187
nacimientos, para que en los campeonatos internacionales jóvenes pasen por adolescentes y

tampoco nadie dice nada. Todos somos cómplices de la mentira. Nada de esto va cambiar.

Con Evo o sin Evo, los bolivianos seguiremos pensando que somos los más listos del

mundo, que somos el centro del universo, concluyó Aristóteles.

En el tema de la corrupción no se puede generalizar, yo no he robado a nadie, dijo José

María.

No, qué vas robar, si ya tus padres lo hicieron por vos y te dejaron una buena fortuna para

que no tengás que trabajar nunca en la vida, lo agredió Aristóteles.

No te permito que te metas con mis padres, replicó enojado el que vivía de sus alquileres, y

la cosa estuvo a punto de estallar a golpes hasta que intervino Antonio y les comentó que, el

gran problema era que estaban subestimando a Evo, tal como lo habían hecho sus

bisabuelos con los antepasados de Morales. Nada de eso. Hay que hablarle de igual a igual

y dejarnos de poses de niñas despechadas. El sólo hecho de que un político que se declara

indígena haya llegado a la presidencia del país es un gran avance, eso no lo podemos negar.

Y que haya mayoría indígena en su gabinete es símbolo del cambio, si hasta parece que los

ministros blancos están ahí de adorno, para la fotografía panorámica. Nosotros ya

gobernamos, dejémoslos a ellos, dijo Antonio.

¿Cuál nosotros? –salió al paso Arturo–, si yo nunca he gobernado, a mi no me echen la

culpa, échensela a los que lo hicieron.

No se olvide que no se trata de que usted y yo hayamos gobernado, me refiero a nuestra

clase social, replicó Antonio.

Lo bueno de este gobierno y del MAS es que después de ellos seremos corruptos todos o

inocentes todos, retomó el rumbo de la conversación el Forestal.

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Mirá los actos de corrupción que están saliendo a la luz, siguió el doctor Lalo solazándose

con las desgracias de los corruptos pillados. Estos tipos, cada día que pasa, se parecen más

a los que criticaban.

Otra cosa, prosiguió Arturo: este gobierno se llenó la boca prometiendo empleo y hasta sus

propios dirigentes se están yendo a España a buscarlo, porque aquí no hay, mana q’anchu

para decirlo en quechua. En menos de dos meses de gobierno, Vidal Quenta, jefe

departamental del MAS y Evaristo Huallpa, secretario ejecutivo del poderoso sindicato de

colonizadores de San Julián, santuario electoral del MAS en Santa Cruz, se fueron a

buscarse la vida al continente de los colonizadores, a trabajar de sus sirvientes.

¡Si son igualingos a los anteriores!, metió su cuchara Aristóteles, al igual que los partidos

tradicionales llevaron a tránsfugas en sus listas al Congreso, postularon a fiscales y a

periodistas acusados de corrupción, designaron a familiares en el aparato estatal y

posesionaron a gente sin mérito alguno en puestos de responsabilidad.

Para echar más leña al fuego agreguemos que tampoco van a cambiar las familias que

desde la colonia mantienen el poder, concluyó Arturo sonriendo al recordar que en esos días

un paceño analista político se había referido a este tema detallando apellidos conocidos

como los Arce y los Ortiz, que en el gobierno indígena de Evo Morales se repetían sin

descaro alguno. Sus hermanos eran neoliberales y ellos son indigenistas, mañana cuando se

venga el golpe militar volverán a ser de derecha, sin ningún empacho.

¿Ya ves?, remató obstinado José María, ¿cuál es la diferencia? ¡Ninguna! Cuando nos

demos cuenta de que el color de piel y los apellidos no nos hacen diferentes, que hay

buenos y malos en ambos bandos, quizá podamos construir una sociedad mejor.

¿Cual sociedad mejor?, volvió a intervenir Aristóteles, si don Evo es más megalómano que

Jaime Paz Zamora. Nuestro Excelentísimo Señor Presidente a seis meses de gestión firmó

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un decreto supremo declarando a Orinoca, su pueblo de nacimiento, en Oruro, como

“Patrimonio Histórico Nacional” y a su humilde casa como “Monumento Histórico

Nacional”, debiendo crearse además un museo interactivo que muestre toda su vida, desde

su nacimiento hasta la asunción a la presidencia. Quieren eternizarlo muy tempranamente.

Me imagino que se van a inventar los pañales de Evo, que obviamente van a ser de tocuyo

de la tierra; el aguayo con que la madre cargaba a Evo, la primera mamadera de Evo, las

abarquitas del niño que sería rey, se imaginan… ¿“Histórico”? ¿A ver? Cuando apenas tiene

unos pocos meses en el poder ¿por qué no espera sus cinco años? Seguramente que todo

llevará su nombre, ni lo duden. Están siguiendo el modelo de los países socialistas del culto

a la personalidad, pronto veremos estatuas con “evos” robustos y murales con “álvaros”

con el tremendo físico de “Conan, el bárbaro”. Y, por último, yo no quiero seguir siendo

testigo indolente del avasallamiento andino que quiere construir un país aymara. Cada día

que pasa me convenzo más de que la única solución es separarnos de Bolivia.

Esas son burreras, es imposible por el momento porque Evo Morales tiene todas las de

ganar, las condiciones internas y las externas. En lo interno posee la lealtad de las Fuerzas

Armadas y en lo externo posee una opinión pública favorable que lo sigue viendo como el

indiecito que quiere gobernar para su maltratado pueblo y que unos cuántos perversos

oligarcas del oriente no lo dejan. Olvídense de esas teorías separatistas, recomendó Arturo.

Cuidado que a Aristóteles le suceda lo mismo que al periodista Guido Guardia, que decía

defender a Santa Cruz del avasallamiento colla y desde que lo invitaron a ser candidato a

senador por el MAS no volvió a hablar más del tema. Cuidado, que la “necesidad tiene cara

de hereje” y a Aristóteles hace varios años que ningún partido lo invita a nada, ironizó

Huáscar.

Yo no me vendo a los comunistas, yo soy un libre pensador, respondió molesto Aristóteles.

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Sintiendo el peligro, el médico cristiano cambió el rumbo de la discusión y señaló que Evo

Morales declaró varias veces que siente “que aquí comienza la nueva historia de Bolivia”

¡vaya pretensión!, se olvida de los logros de la Revolución Nacional del 52, de la Reforma

Agraria, del Voto Universal que hizo ciudadanos a los indígenas y de la Nacionalización de

las minas”.

No, no se olvida, lo que hace es taparlos con sus propios decretos, por eso elige las mismas

fechas para realizar sus reformas y nacionalizaciones. Busca que en el futuro solamente se

acuerden de él, es parte de la creación del mito del líder, del gran estadista. Ellos saben del

poder simbólico las fechas, de los hechos y quieren usar ese valor para sus propios actos.

Qué diferente a Mandela quién no solo respetó las fechas y los hechos históricos

importantes para los blancos, sino que no permitió que le cambien de nombre a sus calles, a

sus plazas y ni siquiera que se tumben las estatuas del creador del apartheid, porque atinó a

reconocer que era parte la historia de su país. Habría que recordarles una cita de Mandela

que dice que para ser libres hay dejar de ser prisionero del pasado. Eso es ser incluyente,

sentenció Huáscar.

Incluyente fue la Ley de Participación Popular –aprobada por el mismísimo demonio de

Gonzalo Sánchez de Lozada– la que redistribuyó el poder económico, político y social en

Bolivia, empoderando a los indígenas en los municipios. Fue esa Ley la que allanó el

camino para que ahora Evo Morales sea Presidente. ¿Quién se acuerda de esa Ley? Y los

patrimonios históricos no son nada comparado con lo que hicieron los “chupamedias” de

correos imprimiendo tres estampillas en su honor, dizque conmemorativas de las

posesiones del Presidente de la República. En la primera de ellas está Evo con esa bata

inventada por los antropólogos del Instituto Nacional de Antropología para cuidar sus

“pegas”; en la segunda luce la medalla del q’ara Simón Bolívar y en la tercera lleva una

191
chamarrita de cuero, al mejor estilo de los cholitos galanes de la avenida Buenos Aires de

La Paz. Y para justificarse argumentaron que era “un homenaje al Primer Presidente indio

de América”. Hasta en el exterior han ridiculizado esta acción .Ya es el colmo del

servilismo y del cinismo.

Se olvidaron de Benito Juárez, el indígena presidente de México, terció José María que, en

cierta ocasión había sido maltratado por amigos suyos que según él habían llegado al

gobierno por pura casualidad y les recriminó que se habían olvidado de la emblemática

reivindicación cruceña de la autonomía regional, seguramente porque ya recibieron el

primer sueldo; y le respondieron que por lo menos ellos trabajaban y no eran unos ociosos

como él. Desde entonces, no perdía tiempo criticándolos.

Los criticones de ayer son los “chupas” de hoy, siguió destilando su inquina personal.

Yo creo que la culpa de estos desaciertos la tienen los asesores, llunkus como se dice en

quechua a los adulones, son ellos los que le hacen meter la pata con estas sonceras. Pobre

Evo, no se da cuenta que los aduladores son sus peores enemigos, se compadeció Gonzalo.

Un momento caballeros, irrumpió Huáscar como si hubiera estado esperando largamente

este momento, yo debo decir que para descargo de los “tirasacos” paceños, esta vez el adulo

vino de parte de cruceños a quienes ya les gustó vivir del Estado, como siempre ocurre y

ustedes lo deben reconocer hidalgamente. Lo que pasó es que nunca antes trabajaron

políticamente, no tenían un pasado de lucha que los avale y querían ocultar su falta de

legitimidad política a través de la adulación. Y por eso mismo acaban de salir malparados

del gobierno, quedando mal con Dios y con el Diablo. Y, el tiro de gracia: Díganme el

nombre de un cruceño que siendo ministro haya peleado por Santa Cruz. Ninguno ¿verdad?

Sencillamente porque el poder embrutece moralmente a los hombres, concluyó Huáscar que

a veces terminaba sus intervenciones con frases grandilocuentes.

192
No se me dispare con la cincha a las verijas, arremetió Aristóteles, que siempre estaba

presto a defender a los cruceños; lo de las estampillas es un hecho anecdótico, una simple

bufonada que no hay que darle importancia. Lo que yo veo pernicioso es ese sentimiento de

culpa y miedo que acompleja a la clase intelectual paceña ¿se acuerdan?, parece que

lamentan, desde su alma, haber permitido que el racismo domine las relaciones sociales en

La Paz porque se creen responsables tanto del racismo de la colonia, como del racismo de

la República. Creo que en el fondo temen que aparezca otro Tupac Katari y cerque su

ciudad matándolos de hambre.

Que se jodan los collas, los cambas no tenemos nada qué hacer con ellos, la culpa es

solamente de ellos no de nosotros. Sin embargo, con su silencio están permitiendo un

racismo que ahora viene de los aymaras, porque nadie puede negar que los excluidos de

ayer son los excluyentes de hoy, renegó José María, y Huáscar se quedó callado.

Antonio intentó desviar el tema contando que por lo menos gracias a Evo, los bolivianos

salimos en National Geographic, y mencionó un reportaje sobre Orinoca, “la cuna de Evo

Morales”, recientemente publicado en esa revista.

¿Y como no vamos a salir? Si esa es una revista que solamente publica sobre indios, faltaba

más, contraatacó Aristóteles que ya no tenía partido político porque el suyo había

desaparecido del escenario nacional en las últimas elecciones generales.

No sean racistas, también salió en Play Boy, se rehizo Antonio.

Será Play Girl, corrigió José María.

No, hombre, le hicieron una entrevista en Play Boy, rebatió Antonio.

¿Cuánto habrá pagado? le respondió Aristóteles, porque a partir de su asunción al poder,

Evo es el nuevo galán de las cholitas. Todos los indios se visten como él, se peinan igual,

193
sonríen de la misma manera, y se han vuelto tan soberbios como su líder, que ya no se

puede hablar con ninguno de ellos.

¿Y qué creías?, nuestros abuelos le decían “hijo”, con tono paternalistas, cuestionó Antonio.

¿Pero yo qué culpa tengo de lo que hicieron o dejaron de hacer mis abuelos? Yo no tengo

porque pedirles permiso para vivir en mi propio país. Vayan a quejarse a Gardel, provocó el

ex político municipal. Las fortunas de los cholos de los mercados de la Max Paredes de La

Paz, de La Cancha de Cochabamba y de Los Pozos de Santa Cruz ahora serán noticia de los

suplementos sociales de los periódicos. Sus bautizos, sus matrimonios y sus “prestes”, que

duran tres días de chupa y farra, serán los nuevos acontecimientos sociales. Hoy, para ser

lindo, hay que ser “exótico”, cobrizo, tener apellido indígena.

¿Saben la última?, preguntó Arturo. Dicen que las camas solares están repletas de

blanquitos que se queman hasta los huevos para verse negritos, buscando camuflarse para

que nos los boten de sus trabajos.

Ya, hablando en serio, recuperó la palabra Gonzalo, no olvidemos la advertencia de Felipe

Quispe, indígena como ellos, que cuando Evo fue posesionado previno que “el peor

enemigo del indio es el mismo indio”. ¿Se fijaron que en el desfile del 6 de agosto pasado,

los indígenas marcharon comandados por militares?, preguntó.

Sí, lo ví, y me recordaron los desfiles de la época del Pacto Militar Campesino que se

inventó el general René Barrientos Ortuño para apoyarse en esta fuerza social, respondió

Arturo, y José María que andaba leyendo lo que encontraba recordó que el escritor Rúber

Carvalho, en una de sus famosas cartas dirigidas a Evo Morales, había afirmado que ese

desfile con tanto indio disfrazado, exhibiendo supuestos trajes típicos, “fue apenas una

pobre reproducción marcial de la entrada del Gran Poder”, y yo creo que con tanta

194
payasada que están haciendo su “Revolución Cultural”, esta se parece más a una

“Revolución Folclórica”, signada por una absurda arrogancia.

Sospecho –receló el Médico severo en sus comentarios– que los asesores no se dan cuenta

de lo que están haciendo, y creen que pueden dominar a los uniformados cuando la historia

nos demuestra lo contrario. Mientras los militares están de capa caída no pasa nada, pero

cuando se les da alas no tardan en patearnos el trasero. Los uniformados nunca trabajan

para otros que no sean ellos mismos. Acuérdense de eso señores míos.

Bueno, compañeritos, como diría mi paisano “El Papirri” apelando a la metafísica popular

de los paceños, yo creo que en Bolivia “Bien no más mal estamos”, sonrió Huáscar. Todos

rieron de la ocurrencia y Aristóteles lo señaló con el dedo: “Colla tenías que ser”. “Hasta en

el nombre”, mi querido filósofo venido a menos, replicó Huáscar.

No es así…y fue entonces que Antonio les reprochó por qué no criticaban con la misma

saña a la derecha y al Comité Cívico. Arturo, no se hizo esperar y le respondió que a la

derecha no había nada que criticarle porque simplemente no existía, no se hace oposición

declamando malos versos y riéndole a las pésimas rimas que declama el líder de

PODEMOS. Del Comité Cívico cruceño, ni hablar; porque a veces no puede con su

herencia fascista y embarra lo que estaba haciendo bien, a mí no me interesa lo que hagan o

digan porque son como los perros que ladran y nunca muerden, terminó su intervención.

Pero para qué se preocupan si hay o no oposición, si los mismos “masistas” son sus propios

opositores. No se olviden que son una “juntucha” o una “merienda de negros” en la que hay

de todo y para todos, recuerden lo que dijo Henry de Bracton –¿quién? Preguntó Gonzalo–

Bracton, un juez inglés del siglo diecisiete, que afirmaba que “no hay Rey allí donde manda

la voluntad y no la ley” y aquí, en Bolivia, manda la voluntad de una masa sin rumbo

definido, que terminará llevando al cadalso al hombre que se cree predestinado por los

195
dioses andinos para gobernarnos por treinta años, emulando a Hugo Chávez, dictaminó

Aristóteles que a veces hacía honor a su nombre y se mandaba unas ilustradas citas.

¿Saben una cosa?, preguntó aviesamente Arturo, pese a todos nosotros que renegamos

contra Evo Morales y sus comunistas atrasados, creo que es mejor que Tuto. ¿Imagínense

un gobierno con el gemelo del payaso “Quico” de presidente y con Evo y el MAS en la

oposición? Insostenible. Por eso nadie quiere que Evo se caiga, estamos mejor con él que

sin él. Hay que resignarse para los próximos diez años por lo menos. ¿No es cierto?

Yo creo que, a falta de una oposición organizada, tenemos unos cuántos columnistas

escribiendo los fines de semana, no creo que con ellos lleguemos muy lejos, porque su

oposición no convoca ni moviliza a nadie, solamente los leen unos cuántos como nosotros,

que comentamos sus críticas mientras nos tomamos un cafecito y nada más. ¡Ah! Y a varios

de ellos ya ni siquiera les publican porque el gobierno controla muchos periódicos con el

avisaje, si joden no les dan la publicidad del Estado y listo y sabemos que la prensa vive de

las licitaciones y convocatorias públicas que se publican a diario. Por eso es que, ahora, la

resistencia contra este gobierno ha optado por la Red. A través de cadenas informativas se

envían artículos y comentarios contrarios, es como si hubiéramos vuelto a los tiempos de la

clandestinidad, cuando había que establecer redes de comunicación secretas y pasarse

sigilosamente cartas y panfletos. Estamos jodidos, nuestros correos son despiadadamente

invadidos por estas cadenas sin que nada podamos hacer, lamentó resignado Huáscar.

Volvamos al tema de la Constituyente, se recuperó Aristóteles que quería informar que ya

sabía que el MAS tenía todo listo y que incluso poseían la nueva Constitución redactada de

acuerdo a su propuesta comunitaria y plurinacional.

Quieren hacernos creer que lo de “plurinacional” es una idea original, pero los que hemos

leído marxismo sabemos que es un mala copia del modelo soviético del “Estado

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Plurinacional”, con la diferencia de que allá el más chico de los estados poseía al menos

diez millones de habitantes y aquí hay etnias que están al borde de la extinción, objetó

Aristóteles.

Así es, dicen que si Evo no logra que la apruebe el pleno de la Asamblea pedirá que se

defina en el referéndum y obligará a la oposición a presentar otro proyecto de constitución

política, uno por mayoría y otro por minoría, y ¿adivinen quien ganará?, cuestionó

Gonzalo.

No, eso es demasiado, intervino José María, no creo que sean tan cínicos, ellos saben que el

éxito de la nueva constitución depende del consenso. Digamos que sea así, que ganen ellos

con una constitución política indígena, un poema a los originarios, un canto a las

reivindicaciones ancestrales de nuestras etnias, una loa similar a la Constitución Política de

Cuba y de Venezuela, nada de eso nos garantizará que el país vaya a cambiar si no

cambiamos nosotros, concluyó.

Lo que pasa es que vos sos un boludo, como no haces nada todo el día no sabés lo que es la

política, la política para tu buen gobierno no es otra cosa que la delación de aquello que

permanece oculto, en su revelación está el secreto de la negociación y estos nuestros

políticos ni lo adivinan, le dijo Aristóteles, que creía que en política se las sabía todas.

Y vos te crees saber mucho, le replicó Huáscar, cuando fuiste concejal ni abrías la boca, a

no ser para aprobar ordenanzas previamente concertadas y con jugosas comisiones.

Mirá “colla e’mierda”, agradecé que estamos en una casa de familia que si no te hacía

tragar tus palabras.

Si quieres vamos afuera y nos cascamos, se violentó Huáscar… y entonces la ridícula

escena colmó los ánimos de Antonio y dejando de un lado su acostumbrado tono

conciliador alzó la voz, algo que nunca había hecho en las anteriores reuniones del “Foro” y

197
les pidió, casi a gritos que lo escuchen. No creo que valga la pena agarrarnos a golpes por

las huevadas que hablamos Y es que estamos asistiendo a un tiempo impúdico en el que

estamos tan influenciados por la televisión, que nuestros comentarios no van más allá del

escándalo, de la anécdota, hemos caído en la misma superficialidad que reclamamos de los

políticos y nos vamos a enfrentar sin llegar al fondo de los temas. Antes éramos un grupo

en el que se podía conversar de temas interesantes y, por lo menos, lo hacíamos con un

centímetro de profundidad, pero ahora parece que nos pasó lo que a Álvaro García Linera

que de analista ecuánime, de equilibrado cientista político, llegó a la Vicepresidencia de la

República y se convirtió en otro más de los políticos folclóricos, con la diferencia que es

tan tieso que se asemeja a esos mediocres humoristas engominados de los bares de Buenos

Aires. Antes de que sea Vicepresidente, Álvaro García, insistía en que había que discutir

temas de fondos y diseñar matrices ideológicas, ahora parece haber involucionado y su

otrora académico e ilustrado lenguaje se ha reducido al insulto. Vamos mal si nos alejamos

del pensamiento crítico.

Cierto, a mi no me gusta mucho el tal Alvarito, pero debo reconocer que hemos perdido un

buen analista político y no hemos ganado un buen político, se recuperó Aristóteles.

Está mañana conversaba con mi amiga Mary Ortiz, la sicóloga que nos ha bautizado como

“El club de Toby” por machistas, ella cree que destilamos mucho sarcasmo, mucho cinismo

en nuestras reuniones, estoy seguro que si los hubiese escuchado afirmar que todos en este

país, indios, criollos, cholos, blancoides, somos ladrones y corruptos y, que ahora, por fin,

nos vamos a igualar en el mierdero, porque creemos que somos un pueblo de mierda, se

hubiera reído de nuestra ingenuidad, de nuestra manera maniqueísta de mirar las cosas. Una

vez ella me dijo y ahora yo se los trasmito a ustedes porque creo que vale la pena, que si

bien es cierto que hay ladrones, pícaros y cínicos en todos los estamentos sociales y en

198
todos los grupos raciales o etnias, para decirlo como se acostumbra ahora, si bien es cierto

que aquí no hay “puros” moralmente hablando, no significa que no haya gente buena.

Porque aceptar que solamente somos un fracaso de país, es darles gusto a quienes nos

desprecian y consideran que somos una aberración de la historia, un país de mierda que

nunca debió de existir. Tal como lo escribió un gringo afirmando que somos “un país

artificial, una idea tardía, el que no fue el producto de un movimiento de independencia” o

como acaba de escribir un periodista en El universal de México, que se nos viene la guerra

porque no somos ni siquiera “algo parecido a una nación”. Si bien es cierto que, como

todos los países latinoamericanos, somos un país que nació a la vida independiente porque

los criollos así lo quisieron, no vamos a negar que lo que hicieron fue reproducir sus

privilegios de clase manteniendo la tendencia colonialista hispánica para consolidarse en el

poder, fomentando el modo de vida europeo y olvidándose de lo genuinamente nuestro.

Pero también es cierto que hubo indígenas que lucharon por la independencia, y aquí

lamento desilusionar a aquellos indigenistas que aseguran que ninguno de sus antepasados

participó liderando la lucha por la liberación. Hubo varios que participaron y no como

carne de cañón, es decir como soldadesca ignorante y obligada, sino promoviendo la

liberación nacional. Uno de esos fue el indígena moxeño Pedro Ignacio Muiba que en 1810,

un año después del Grito de la Independencia de Chuquisaca, se levantó en Trinidad contra

el dominio español. También está Kumbay, un Capitán Grande guaraní que luchó junto a

Juana Azurduy de Padilla y que fue honrado con el grado de General de los Ejércitos

Auxiliares cuando a doña Juan a penas le dieron el grado de “Coronela”. Y si no me creen

les paso el siguiente dato: don Juan Bautista Condorkanqui, hermano menor de José Gabriel

Condorkanqui, alias Tupac Amaru, después de haber estado preso en España y de ser

liberado, regresó al Perú y le envío una carta a Simón Bolívar reconociéndolo como

199
Libertador. ¿Qué tal? Claro que los indigenistas de ahora no dicen ni dirán nada al respecto,

prefieren ignorarlo. Y estoy seguro que hubo otros alzamientos indígenas apoyando la

independencia. Así que ni los blancos ni los indios de hoy tienen razón de decir que no

hubo indígenas en la historia de la independencia, cuando todos sabemos que el grueso de

las tropas patriotas eran los indios. El tema secreto de nuestra historia como nación es que

el fantasma de ese sueño llamado la patria grande nos habita desde la muerte de Simón

Bolívar y no nos deja vivir tal cual somos. Ni en occidente y ni aquí en el oriente leemos

nuestra historia que es de una endemoniada complejidad que ha entrañado despiadadas

injusticias pero también sublimes sacrificios, nos contentamos con lo que nos enseñaron en

el colegio y eso no está bien ni siquiera para la hora cívica. Lo que hay que hacer es

encontrar la encrucijada donde nuestros caminos se cruzan y asumirnos bolivianos todos.

¿Y si no queremos seguir siendo bolivianos?, interrumpió José María.

Déjame terminar y te contesto, lo miró Antonio y reanudó su discurso: ¿Saben que,

compañeros? ya me cansé de ser Antonio el conciliador, que evita que las cosas pasen a

mayores, Mary dice que ese papel ya no me sienta y a mí mismo ya no me convence y la

verdad es que ya me cansaron, creo que he sido demasiado condescendiente con ustedes,

pendejos prejuiciosos de un lado y del otro. Estoy cansado de escucharlos expresarse de

este gobierno como lo hacen los comentaristas y presentadores de noticias de los canales de

televisión, pero también estoy cabreado de escuchar a los del gobierno hablar con ese

lenguaje estalinista de los años setenta, acusando al que no está de acuerdo con ellos de

“neoliberales, imperialistas y oligarcas”. Volviendo a la pelea, si ustedes quieren sacarse la

mugre, háganlo de una buena vez y quedemos en paz. No lo harán ¿verdad?

Todos los del “Foro” bajaron la cabeza haciéndose los desentendidos.

200
Creo que lo mismo que nos sucede en el “Foro” está sucediendo en el país y por supuesto

que en la Asamblea Constituyente que es su reflejo y no hay por qué alarmarse cuando las

cholas se enojan porque no las dejan hablar en su idioma originario y amenazan con

chicotes, o cuando los propios indios abuchean a su presidente, indio como ellos, es parte

de un desahogo colectivo. Pero tampoco debemos dejar que el resentimiento étnico nos

confisque las ilusiones y nos robe el alma. Ahora que los quinientos años nos están

interpelando violentamente creo que la Asamblea no se va resolver en pactos o alianzas

entre partidos políticos, sino en las calles, como dice el sociólogo Ricardo Paz. Los

cabildos y los bloqueos tendrán que hacer lo suyo. ¿Se acuerdan del graffiti escrito en una

de las paredes de Sucre? Tendremos que despertar al Evo que hay nosotros y salir a

bloquear, a manifestarnos en las calles para hacernos escuchar. Y está bien que todos lo

hagamos, creo que el quilombo es inherente al carácter complejo de Bolivia, porque de este

despelote, de esta aparente sin razón, de esta confusión, tiene que parirse algo. Necesitamos

que el oficialismo y la oposición copulen, en el sentido figurado, para que la guagua se

produzca. No hay que hacerse mucho rollo, es cierto que los bolivianos somos

pendencieros, bochincheros, pero cuando llegamos al enfrentamiento sabemos superarlo.

¿Cómo creen que hemos sobrevivido 180 años a tantos golpes y guerras? Puede que suceda

algo terrible, pero nos levantaremos y volveremos a empezar. Hace unos días, a propósito

de la novela que estoy escribiendo, me preguntaron a quién se asemejaba Evo Morales en el

siglo diecinueve si a Belzu o a Melgarejo, y la verdad es que se parece a ambos y no se

parece a ninguno. Evo Morales siguiendo la tradición política más enraizada de América

Latina es populista como ambos lo fueron, es un hombre pragmático que, como Belzu,

conoce de teorías y dogmas socialistas. Tiene el insólito coraje y la desfachatez del tarateño

Melgarejo, pero es un hombre de este siglo y la historia no pasa en vano. Creo que también

201
se parecen en el hecho que a Belzu y a Melgarejo también les gustaban los halagos del

pueblo y los solemnes y marciales honores militares. Evo sabe que tiene el poder producto

de elecciones y no de una revolución armada, porque de haber sido así nadie ni nada nos

hubiera salvado del degüello, ni siquiera hubieran perdonado a los blanquitos que se hacen

pasar por indios. Creo que él sabe que puede cambiar la historia, pero también es cierto que

ya le dio borrachera de poder y que es un indio engreído que pudo ser nuestro Nelson

Mandela pero no lo es, simplemente es Evo Morales. Pero no olvidemos que es nuestra

hechura, nosotros lo hemos criado desde niño, lo hemos formado en las calles, en los

bloqueos, en la ilegalidad, en la mentira de la hoja sagrada, Evo es nuestro hijo y sus

asesores nuestros entenados. Evo y su gente son el resultado de generaciones de

discriminación y odio, de veinte años de democracia corrupta. Veinte años en los que

políticos hicieron de la política el mejor de los negocios. Ahora bien, no se puede negar que

logros, como la firma del contrato de venta de gas a la Argentina y la migración de

contratos de las transnacionales adecuándose al decreto de nacionalización, que pretende

crear una estrategia de desarrollo basada en los hidrocarburos, fueron medidas favorables

para el país. Y si los intelectuales aymaras de la utopía mística andina insisten en el

discurso de la violencia hay que seguir mostrando tolerancia, esa es la única manera de

darle sentido a la nación que queremos construir. En algún momento tiene que acabarse el

discurso folclórico de lo indígena, ese momento se vislumbró cuando Evo Morales dijo, en

uno de sus discursos, aquello de que “sentía que aquí comenzaba la nueva historia de

Bolivia, una historia donde haya igualdad, donde no haya discriminación”. Pero eso

solamente va a suceder cuando los mestizos nos demos cuenta que somos el paradigma

colectivo de la nación. Y para eso todos los “clasemedieros” que ahora están en el gobierno,

empezando por el Vicepresidente de la República y algunos ministros se asuman como tales

202
y trabajen a lado de los indígenas, sin dejarse sojuzgar por ellos, como hasta ahora lo han

venido haciendo, en un vano intento de convencerlos de que pese a ser blancos son más

radicales que los propios indios. Cuando dejen de avergonzarse por tener la piel y el cabello

más claros y comprendan que podemos impulsar la reconciliación nacional a partir del

reconocimiento de los errores de nuestros antepasados y de los nuestros las cosas van a

mejorar. Sabemos que ninguna revolución contemporánea se hace sin la presencia activa de

la clase media, y creo que nuestro papel en este proceso de cambio es el de ser el fiel de la

balanza, el equilibrio para construir una sociedad que respete la pluralidad cultural, étnica y

religiosa. Ahora es cuando debemos recordar que Bolivia es como un saco de aparapita, que

estamos hechos de remiendos pero somos un todo. Que somos un “Estado abigarrado en el

sentido nacional”.

Me imagino que con eso de “abigarrado” te refieres al término acuñado por René Zabaleta

Mercado para definir la sociedad boliviana, aclaró José María.

Si, pero la cita es de Lenin y la leí en el breve ensayo “Sobre la autodeterminación de los

pueblos”, publicado en 1914, mucho antes que Zabaleta hable de la realidad boliviana

definiéndola como “abigarrada”. Pero, bueno no interesa quién acuñó el término sino lo

que define y lo indígena como parte substancial de este “abigarramiento” tiene que ser

transversal a toda la política de Estado, como el género o la interculturalidad, pero no tiene

por qué ser una categoría ideológica sino parte de nuestra cosmovisión cotidiana. A

propósito de eso que dijo nuestro amigo Aristóteles, de que nos creemos el centro del

universo, les voy a leer algo y quiero que me respondan quien lo escribió: “Somos una

nación cansada sobre la que ha llovido demasiado dolor. Un todo siempre en lucha con sus

partes. Un cuerpo en perpetua discordia con sus propios miembros; un río que no encuentra

sus afluentes. El resultado es una tensión insoportable, que algún día nos hará saltar por los

203
aires. Entonces, todos seremos más débiles y peores, una presa fácil para cualquiera”. Uno

dijo que por la profundidad del análisis tendría que ser de René Zabaleta Mercado, otro

dudó entre Sergio Almaraz Paz y Marcelo Quiroga Santa Cruz. Antonio se sonrió y les dijo

que sentía decepcionarlos, pero que era una frase del personaje central de El Rey del

Maestrazgo una novela histórica de Fernando Martínez Laínez, autor español, que la cita se

refería a España durante la Guerra Carlista que se dio entre 1836 y 1855. ¿Ya ven? Los

bolivianos creemos que somos los únicos a los que nos sucede lo peor, terminó Antonio.

Después que habló Antonio los miembros del “Foro”, incluido el dueño de casa, recordaron

que tenían compromisos pendientes y salieron de prisa a la calle, sin fijarse siquiera en los

últimos arreboles que se perdían sofocados por la húmeda noche cruceña.

204
Tiempo de despertar

Mientras camina de retorno a su casa intentando olvidar la reunión del “Foro” Antonio

evoca el capitulo final de la novela y una memorable conversación que sostuvo con su hijo.

Recuerda que el año 2006 las cosas se fueron dando de manera extraña en Santa Cruz de la

Sierra, pues a diferencia de otros años el invierno pasado no fue lo que se esperaba.

Llegaron pocos de los vientos fríos del sur que, partiendo de la lejana Antártica, recorren el

sudcontinente, para arribar intempestivamente a la ciudad y quedarse durante semanas

angustiando a los cruceños amantes del calor tropical de su región. En los meses de junio y

julio se asomaron por la ciudad unos débiles “sures” de “La Santísima Trinidad” y de “La

Virgen del Carmen” que apenas refrescaron el ambiente por escasos días. Sin embargo,

agosto llegó con sus acostumbrados vientos huracanados despeinando a toda la ciudad, el

deshoje alcanzó su apogeo cuando los patios, las calles y las avenidas amanecieron

tapizados de hojas, flores y frutos, y los árboles quedaron pelados como si el otoño hubiera

acaecido nuevamente.

La vendedora de estampitas, rosarios y velas de la capilla Jesús Nazareno, donde Antonio y

su familia iban a orar, les advirtió un domingo que era un año muy extraño, “el invierno no

se ha cumplido naturalmente, es un mal presagio, algo va a pasar este año, créame don

Antonio, algo va a pasar, acuérdese de mí cuando suceda”.

La primavera política que vivía el país se ensombreció cuando “la delgada línea roja” de la

que hablaban los analistas políticos fue cruzada por la muerte convirtiéndola en un “cintillo

negro de luto”. Primero fueron los cocaleros muertos en el Chapare; y luego, el estaño

volvió a desangrar la historia nacional enfrentando en Huanuni a mineros asalariados y a

cooperativistas, dejando en el cerro de Posakani cerca de una veintena de muertos y

205
decenas de heridos. Contrariamente a los discursos revolucionarios la masacre de Huanuni

no fue ocasionada por militares fascistas ni por gobernantes neoliberales, fue por la

negligencia e incapacidad del gobierno de resolver el conflicto entre los mineros. Las

tonalidades rojizas de la tierra del cerro se volvieron rojo sangre durante dos violentos días

de octubre. Parecía que la sangre llamaba a la sangre alertando con la tragedia lo que nos

podría suceder en una eventual guerra civil.

Durante la conversación que rememora con su hijo, Antonio que le había afirmado,

socarronamente, que en Bolivia no pasaría nada, tuvo que tragarse sus palabras y admitir

que el gobierno de Evo Morales cada día se parecía más a aquellos políticos que había

criticado. Antonio se acordó que en esos días, la hija del Che Guevara visitaba Bolivia, pero

a nadie le importó. El signo de la tragedia era mayor que los símbolos de la Revolución y

también se llevaba por delante supuestas conspiraciones inventadas por el gobierno, para

distraer la atención de la tragedia de Huanuni. Conspiraciones en las que nadie creía porque

la única oposición del gobierno eran sus propios errores. Sin embargo, los críticos de ayer

se resistían a ser criticados hoy.

Casi dos siglos después de que la lucha por el poder se viniera decidiendo en las calles, en

sangrientas batallas en las ciudades altiplánicas, o en violentos golpes de Estado, parecía

que la última década del siglo veinte había dejado atrás la violencia convirtiendo los

combates callejeros en pesadas batallas ideológicas que parecían haberse iniciado con la

recuperación de la democracia, pero no fue así. El tercer milenio aportó los numerosos

muertos de febrero y octubre de 2003 y de 2006, mostrando que, en Bolivia, la violencia

política seguiría cobrando vidas.

206
“El Coronel soñaba con el día en que las disputas políticas se resolvieran en el arte de la

oratoria, como en Atenas”, glosa Gregorio en su cuaderno a propósito de que las diferencias

políticas en su época se resolvían a tiros.

Las decenas de muertos, durante la segunda gestión de Gonzalo Sánchez de Lozada y los

lamentables acontecimientos, del más repugnante nivel político que un pueblo pueda

soportar, que se sucedieron entre febrero de 2003 y enero de 2006 retrotrajeron al país a la

época de la fundación de la República cuando, en “arrebatiña” –para decirlo como

Gregorio–, todos querían hacerse del poder.

Lamentable situación que tampoco sirvió para que los bolivianos nos sentemos a discutir

civilizadamente, escribe Antonio afirmando que la lucha en las calles sigue siendo

sangrienta, tal vez con menos muertos que en el siglo diecinueve y con la diferencia de que

los comandantes de los regimientos ya no comandan a sus tropas en las calles, y cambiaron

caballos y sables por micrófonos, dirigiendo a sus leales desde los medios de

comunicación, donde los adversarios eran llevados haciéndoles creer que eran gladiadores

que combatirían ante la respetable audiencia pero, invariablemente, terminaban haciendo de

payasos en deplorables espectáculos que de ideológicos no tenían nada.

Conmovido por la muerte de los mineros en Huanuni, Antonio recordó una frase de Sergio

Almaraz Paz que afirmaba que “ni la más grande de las ideologías justifica el asesinato del

más miserable de los hombres” “Si estalla una guerra civil –le dijo a su hijo–, será tan

violenta y despiadada que nadie tendrá tiempo de despedirse de sus seres queridos y mucho

menos de escribir una carta o un diario. En Bolivia las cosas se resuelven en pocos días, así

fue la revolución del 52 y así será una eventual guerra entre bolivianos”, concluyó

apesadumbrado.

207
Mientras las paredes de las ciudades bolivianas amanecían con nuevos graffitis a favor y en

contra de Evo Morales, como si fueran los pasquines que en el siglo diecinueve ofendían y

deshonraban a los poderosos, la obra escrita por Antonio Robles llegaba a su final. Como

en toda contienda había buenos y malos grafiteros en ambas facciones expresando sus

criterios sobre las autonomías regionales y la Asamblea Constituyente, hubo uno que

agradó especialmente a Antonio porque le recordaba sus años de universitario en la ciudad

de La Paz. Estaba pintado en una calle del centro de la capital cruceña y decía: “Autonomía

y constituyente/las grandes mamadas/Revolución comunista/la solución”, firmaba POR–

LORA, nada menos que el Partido Obrero Revolucionario línea Cuarta Internacional,

comandado por Guillermo Lora, un legendario líder de cerca de cien años de edad que

permanecía, desde hacía más de sesenta años, fiel a su tradición opositora.

La antigüedad y la persistente oposición a cualquier propuesta presentada por otras

organizaciones políticas, hicieron que Antonio recordase nuevamente al ya desaparecido

poeta del Congreso Nacional, don Ramiro Carrazana que parafraseando al escritor

argentino ciego que contaba sobre héroes y traidores describiendo míticas batallas como si

las hubiera visto, quien bromeaba afirmando que, si se trataba de militar en algún partido

político él hubiera elegido el POR, porque “nunca van a llegar al poder”.

Esa era la situación política cuando se encontraba corrigiendo el último borrador sentado en

su escritorio, y se le acercó su hijo preguntándole cómo iba la novela. A Antonio le gustaba

que sus hijos participen de su vida, y siempre que podía les contaba de su trabajo y de los

cuentos que escribía. Entusiasmado y agradecido por el interés de su hijo, algo no muy

frecuente en un joven de diecisiete años, le contó que hacía como veinte años, cuando era

director de la Biblioteca del Congreso, encontró prodigiosamente la carta de una viuda,

carta que había sobrevivido casi un siglo desde que la presentó en el Congreso Nacional en

208
1901. Estaba ahí quizá esperando a Antonio. Esperando que el tiempo haga justicia. La

señora justificaba su solicitud afirmando que su marido era poco menos que un hombre

excepcional que había dado todo por la patria. Le confesó que la carta lo había conmovido,

pero joven como era se dejó llevar por los años que ya no vuelven y se olvidó de ella, hasta

que en enero de este año del señor de 2006, la había vuelto a encontrar junto con los

documentos que pudo rescatar. Le contó que, a partir de ese hallazgo, se desencadenaron

una serie de extraños acontecimientos que nadie hubiera podido anticipar, entre los que se

destaca el manuscrito de Gregorio Aguilar. Le relató cómo fue que investigó sobre la vida

de este peregrino de la Patria, confirmando todos sus destinos y armando año tras año su

vida de militar y de servidor público. Le comentó que en un par de los muchos libros de

historia boliviana apenas lo mencionaban, pero que no le extrañaba, porque estos seres

pasaban inadvertidos. Otros escritores eligen grandes personajes de la historia para escribir

sus novelas, yo elegí un anónimo porque creo que la grandeza de los héroes nacionales no

sería tal sin el aporte de los ignorados, le dijo justificando la elección de su personaje.

Le confesó que escondido entre las palabras de su manuscrito Gregorio vigila que le sea fiel

a sus memorias”, y siguió describiéndole los múltiples viajes que Romualdo Villamil había

realizado por el país cumpliendo misiones oficiales, gastando de su peculio, porque el

gobierno se quejaba de falta de fondos públicos y le prometía que pronto le cancelarían lo

adeudado, que no fue poco ya que en esas épocas, para movilizarse, se debió necesitar

grandes sumas de dinero, pero que Romualdo Villamil lo hacía porque creía en la Patria y

porque poseía un extraordinario código ético y político acerca del servicio público que no le

permitió tomar para sí mismo una pequeña sayaña donde criar gallinas y sembrar papas. La

honestidad y el patriotismo fueron los signos que gobernaron su vida, le comentó.

209
Antonio se esmeró en resumirle los capítulos, describiendo a héroes y villanos que en el

siglo diecinueve se confundían intentando ingresar por cualquier medio a la memoria del

mundo. Le contó de las guerras sostenidas por Bolivia y le explicó que cuando se vive en

guerra las fronteras morales desaparecen. La guerra va imponiendo sus códigos y las

formas de sobrevivir o de llegar al poder no suelen ser muy cristianas o caballerescas. Los

momentos de crisis política devienen en crisis morales y en Bolivia, estos momentos de

quiebre social ejercían sobre él una fascinación repulsiva a ratos pero irresistible siempre.

Le reveló que, a través, de la vida de Adelia, Romualdo y Gregorio, y dada la pertinacia con

la que cumplieron sus misiones se podía atisbar el tan esquivo “ser nacional”, el espíritu

que nos anima a ser útiles, el tesoro que buscan las oenegés y, la mayoría de los

intelectuales de las ciencias sociales. ¿Cómo fue que en un siglo tan violento pudo

sobrevivir este hombre de acción?, cuestionó Francisco.

Quizá por los rezos de su esposa o porque, como dice un amigo, en política mejor estar “ni

tan bajo que te pisen, ni tan alto que te disparen”, respondió Antonio.

“Padre, es difícil de creer que un tipo así haya existido, parece nomás un personaje de tus

novelas. Pero existió, el cuaderno y los documentos son la prueba del hombre–país que

todos buscan. Su ejemplo debe servirnos para mostrar que pese a todo lo que está

sucediendo podemos ser un país. Ahora que tanto se habla de separatismo, de naciones

collas, chapacas y cambas, y que estamos a punto ya, no solamente de agarrarnos a puñetes

entre los jóvenes, sino de matarnos entre todos, nos vendría bien saber que hubo gente

como ese Coronel. Valdría la pena repensar nuestro espacio geográfico a partir de las

perdidas territoriales ocasionadas por las guerras, Bolivia ha perdido más de la mitad de su

territorio y aún somos una inmensidad, quizá lo que nos queda sea el verdadero tesoro de

las guerras”, acometió Francisco.

210
Antonio le respondió, de manera irresponsable pero franca, revelándole que lo dudaba: Ese

es el hombre, pero no estoy seguro si este es el país.

“Tiene que ser éste”, le replicó Francisco, “porque no tenemos otro y ¿sabes pa’? ¿Qué es

lo jodido de vivir en Bolivia? Lo jodido es vivir en un país donde los políticos y no la

política parecen ser el centro de todo; creo que ustedes, los del “Foro” y los bolivianos en

general, pasamos mucho tiempo intentando entender el país cuando de lo que se trata es de

quererlo sin muchas complicaciones, así como hacemos los jóvenes con nuestras cortejas.

Las amamos sin preguntarnos quienes son sus padres, qué hacen o a qué clase social

pertenecen, sencillamente disfrutamos mientras dure el enamoramiento”.

A Antonio le pareció un buen discurso el que acababa de improvisar su hijo, que ya tenía

fama de orador en su grupo de amigos; creyó que su primogénito varón era un digno

heredero de la tradición revolucionaria y generosa de sus abuelos. Por la línea materna su

abuelo fue un abogado independiente que se la jugó contra las dictaduras, y por el lado

paterno fue un afamado historiador que fundó periódicos por todo el territorio amazónico y

siempre peleó contra las tiranías. Lo que se hereda no se hurta, pensó Antonio y, para sus

adentros sonrió feliz sabiendo que ambos abuelos hubieran estado satisfechos de

escucharlo. Pero él, Antonio Robles, de medio siglo de edad, había sido testigo de cómo

una generación de luchadores y de idealistas desapareció en los vericuetos del poder; y

ahora era una generación frustrada y amargada que tenía en la Asamblea Constituyente la

última posibilidad de redimirse antes de jubilarse de la vida misma.

Antonio se reconoció miembro de esa generación ganada por el cinismo, que ya no creía

que las cosas fueran a cambiar simplemente porque los indígenas hubieran tomado el poder.

Su hijo en cambio creía que hacía falta una revolución interior, pero no sabía cómo la iba a

encarar su generación. “A veces creo que somos muy soñadores y no nos damos cuenta que

211
para realizar nuestros sueños debemos estar despiertos, por eso es que no estoy seguro de

que tengamos la voluntad necesaria para llevar adelante esa revolución profunda que

reclama el país. Yo veo entre mis amigos que lo único que nos anima es un sentimiento por

la tierra donde nacimos, por nuestra ciudad, por nuestras calles, por nuestras plazas. Eso es

lo único que tenemos”, dijo.

Eso que acabas de decir es la verdadera patria, se ama al país desde lo que se tiene y

queriéndolo así como es nos podemos salvar del desastre. Tenemos que amarlo, no porque

sea el mejor, sino porque es lo único que tenemos. Por eso es que quiero creer que en la

Asamblea Constituyente no va a suceder el Apocalipsis. El país no se va a desintegrar

porque se crea que el nombre Bolivia no significa nada para los indígenas ni para los

revolucionarios rezagados y quizá también para muchos de nosotros; pero así como es una

ilusión, es una mentira que nos une, que nos brinda un sentimiento de comunidad, de

común pertenencia a algo, aunque ese algo no sepamos aún definirlo muy bien. Creo que

nos falta mucho camino por recorrer, y este gobierno es apenas el epílogo de muchos años

de desaciertos. Es el final, y todo final encierra un principio. Este gobierno tiene que darse

cuenta que es parte del problema de la crisis estatal que vivimos, ellos no son la solución

pero pueden ayudar a buscarla porque son mayoría. Espero que después de nosotros, con la

generación de ustedes, venga la redención. Ojalá así sea. Y ahora hablemos de nuestra

patria pequeña, que somos nosotros, la familia; contáme de vos y de tus cortejas, creo que

hace tiempo que no conversamos de estas cosas.

Esta bien, pero antes que te cuente de mi corteja una cosita más acerca de tu novela. ¿Ya

pensaste a quién se lo vas a dedicar?”, preguntó Francisco.

Si, a los amigos que creyeron en la historia de la carta de la viuda y a ustedes, mi familia,

respondió Antonio.

212
“Así lo supuse, pero sería interesante que también se la dediques a Bolivia, que diga “a mi

país”, simplemente”, concluyó Francisco.

Después de charlar un buen rato sobre la incipiente vida amorosa de Francisco, éste salió a

verse con sus amigos y su padre se quedó en casa trabajando el cierre de la novela.

Antonio sabe que a Bolivia le espera un largo año en el que la atención estará concentrada

en los debates de la Asamblea Constituyente, sobre la nueva Constitución Política del

Estado, pero atendiendo a don Jorge Calahumana, piensa que no hay que preocuparse, lo

que será va a ser, no hay vuelta. Así que decide dejar a un lado las circunstancias políticas y

prefiere dedicarse a terminar la obra hablando de doña Adelia. Cree que como ella fue la

autora de la carta que inició esta novela, sería justo cerrarla con ella. Recuerda que en una

de las páginas del manuscrito de Gregorio, éste hacía un retrato hablado de la mujer de su

amigo. La va describiendo como una altiva y digna anciana, con los cabellos largos y

blancos, el rostro todavía hermoso pero apagado, como si su ángel la hubiera abandonado.

La siente hondamente afligida por el mañana, pero con un orgullo que jamás le hubiese

permitido denostar su aflicción. Y, entonces, Antonio la imagina menuda, esmirriada, como

si el otrora bello cuerpo se le hubiese escondido entre las ropas negras, pequeña pero fuerte,

capaz de levantarse cada mañana y ordenarle a Gregorio que la acompañe al Honorable

Congreso Nacional a averiguar sobre el trámite de la pensión. “Una mujer obstinada –la

define Gregorio en las últimas páginas del cuaderno –. Como tardaban en darle respuesta,

escribió una carta al Papa León XIII en la que apelaba a la Encíclica Rerum Novarum, para

pedirle que le haga recuerdo a Dios que, de vez en cuando, le pegue una ayudita en las

cuestiones terrenales y le exponía someramente su caso. El Papa le respondió, diciéndole

que había ayunado por ella y que, para el Creador, no había cosas insignificantes, que todas

eran importantes. “Cuando llegó la respuesta del Vaticano con sello y todo, me dijo, ahora

213
va a ver Gregorio, ya tenemos la ayuda del de arriba y lo que es justo es agradable a los

ojos del Señor. No tuvo en cuenta que aquí abajo también se pasea el cornudo que con su

cola va impidiendo lo bueno que los hombres intentan hacer y terminan haciéndolo todo

mal. Algo que yo, hombre de poca fe y muchos años de experiencia, estaba seguro iba a

pasar y se lo dije una tarde en que las nubes tapaban la visión del Illimani dejando a nuestra

imaginación las nieves de la montaña. ¿Sabe señora mía? ni siquiera el Cerro Rico de

Potosí posee vetas tan inagotables como la ingratitud de los hombres, le dije esa tarde

mientras merendábamos comentando que había pasado otro día sin noticias del Congreso.

Recuerdo que Su Merced permaneció pensativa por un largo rato, luego, recuperando la

vieja arrogancia de su familia y mostrando por vez primera un descreimiento explícito en el

Estado, me citó un verso de Pedro Calderón de la Barca, su poeta español preferido, “todos

los imperios son soñados”, puede ser que nosotros hayamos estado soñando un país, creo

que ya es hora de despertar”, me dijo, y días más tarde, murió”.

“El día que enterré la malograda humanidad de doña Adelia, unos indios harapientos

enterraban también al otrora temido y temible Pablo Zárate Wilca, un líder aymara que

combatió al lado de los federales y después del triunfo de éstos sobre los unitaristas, los

blancos temerosos de su poderío entre los quechuas y aymaras, lo traicionaron y lo

asesinaron en un cuartel, aplicándole la infame ley de fuga. José Manuel Pando, quizá sin

darse cabal cuenta de lo que hacía, nombró a un aymara Comandante General del Ejército

de Indios, pensando que haciéndolo su compadre era suficiente para controlarlo. Pero

cuando lo vio con tanto poder y supo que en el altiplano se hablaba de una guerra de

exterminio contra los blancos; que secretamente Zárate se había autoproclamado

“Presidente del Kollasuyo” y que había ordenado que todos hablen las lenguas de los indios

y vistan como ellos, se asustó y no tuvo más remedio que mandarlo matar para espantar sus

214
pesadillas. Creo que fue la primera vez que los indios pelearon por algo suyo, pues ellos

entraron a la guerra civil intentando recuperar las tierras que les habían quitado los

anteriores gobiernos y creyeron que aliándose con el bando de los federales las iban a

recobrar. Alguna vez le advertí a Don Romualdo que cuando los indios tomen el poder, la

revancha contra los blancos iba ser sangrienta, y él me respondió que eso y la cara de Dios

no lo íbamos a ver nunca. “Los de mi clase jamás lo van permitir, este país se ha creado con

esa condición y solamente una revolución de verdad podría cambiar las cosas y todavía

estamos lejos de ver ese cambio”. Los de la clase social del Coronel Romualdo nunca

miraron a los indios de frente, porque creían que no eran como ellos y por eso no

percibieron el odio que yo vi encenderse en sus ojos tras cada palada de tierra que echaban

sobre la tumba de su líder. Era como si pretendieran enterrar su bronca para desenterrarla en

otra ocasión. Recuerdo que los miré pensando que el cementerio nos hermanaba y me

devolvieron la mirada con indiferencia, como diciéndome que mi dolor no era el suyo, que

las muertes nuestras no eran las suyas. Esa tarde de diciembre del año 1903 también

sepultaban los restos de soldados bolivianos muertos en la Guerra del Acre, seguramente

eran los despojos de aquellos que habían tenido la suerte de que sus familiares hayan

podido recuperarlos y traerlos desde las lejanas selvas amazónicas. Otra guerra que

perdimos, pero que, ya el Coronel Villamil no tuvo que lamentar. ¿Cuántas guerras más

perderemos?”.

Antonio terminó de releer la última página del manuscrito y rememoró la cita de Calderón

de la Barca, aquella de “todos los imperios son soñados” y se le vino a la mente una frase

de Octavio Paz que era algo así como "se olvida con frecuencia que, como todas las

creaciones humanas, los imperios y los estados están hechos de palabras: Son hechos

verbales" y pensó que, desde la asunción de Evo Morales y en lo que iba del año 2006,

215
Bolivia era más que nunca, un país hecho de palabras. Los discursos sobre el nuevo país

iban y venían, a favor y en contra, “pero seguimos sin hablar de la patria”, se lamentó

Antonio. Luego cerró el cuaderno, ya no había nada que leer, lo había leído y releído

muchas veces en los ocho meses que había pasado trabajando la novela; ya no quedaba

nada más que el manuscrito pudiera decirle literalmente. Había que cerrarlo y dejar que el

silencio hable.

Antonio se sintió tranquilo, piensa que el cuaderno se asemeja a los “diarios de viaje” que

escribían los exploradores de los siglos dieciocho y diecinueve, con la diferencia de que ese

diario nos llevaba por la vida de un hombre, y los caminos, los ríos, las ciudades y los

pueblos por los que pasaban eran simples pascanas que le permitían a Gregorio contar

cómo se vivió en esos días, en los que la fiesta marcaba la víspera de alguna sublevación.

Queda lo que Antonio pueda pensar sumergiéndose en el interior del cuaderno, para desde

allí rememorar las palabras de Gregorio, escoger las adecuadas y darles la justa dimensión a

sus citas y a sus recuerdos. Recordar, por ejemplo, cuando habla de los últimos años de

Adelia y la imagina caminando por las calles de La Paz, creyendo que el siglo veinte

dejaría atrás las amarguras del anterior y haría realidad sus esperanzas. La imagina

arrebujada en su rebozo, mirando al paso las panaderías que ofrecen sus panes calientes, las

chocolaterías y heladerías, las tiendas que venden hojas de coca, las de licores, los

mercados campesinos. La imagina recordando su casa en la subida al barrio de San Pedro,

cerca de la Iglesia. Imagina a Romualdo y a Adelia, amaneciendo ateridos de frío, una

madrugada invernal sin un leño para la estufa, cayendo en cuenta, como si cayeran a un

abismo, que solamente se tenían a ellos mismos. Si bien Romualdo Villamil combatió con

suceso contra sus enemigos, sobrevivió a todas las batallas en las que participó, salió ileso

de muchas intentonas golpistas y celadas contra los presidentes a los que sirvió, salvó la

216
vida milagrosamente en varios atentados en los que las cargas de fusilería iban dirigida a su

corazón, no pudo escapar a las traiciones de la política, ni a las eficaces heridas que le

produjeron las artimañas de la burocracia, citándole artículos y leyes que lo lastimaron

como dardos ponzoñosos de los que nunca pudo recuperarse. ¿De dónde sacó tanta vida

para viajar tanto y por tanto lugares de una patria que ya no existe tal como él la recorrió?

Antonio se queda con esta pregunta, para intentar responderla leyendo entre líneas la vida

de este peregrino de la nación.

Volvió a imaginar a Doña Adelia con su mantón negro cubriéndole la cabeza y parte del

rostro, caminando apurada como si no tuviera tiempo para nada, con ese paso ligero que

adquirió a fuerza de caminar al lado de su marido, siempre viajando, siempre cumpliendo

órdenes, obedeciendo a sus superiores, consumando misiones, “porque primero la Patria

querida mía”, sin tiempo para ellos mismos, amándose en las posadas o a la vera de los

caminos. La imagina en el año del Señor de 1900, viendo nacer el siglo veinte y ella con su

agonía de buscar al presbítero Florencio Dávila, a la sazón cura interino de la parroquia del

Sagrario, de su barrio, donde el cura Anselmo Santalla mandó dar sepultura a Romualdo un

ya lejano veintitrés de junio de 1889, para rogarle que le extienda un certificado de

defunción que precisa con suma urgencia para entregarlo junto con la carta que deberá

hacer llegar al Senado Nacional solicitando, ya no la jubilación que le corresponde como

viuda de militar, apenas una pensión alimenticia que durante once largos años le negaron

las autoridades castrenses, sin otro argumento que el “vuélvase mañana, mañana sin falta la

va atender mi general”.

Entre los últimos párrafos del cuaderno, Gregorio cuenta que doña Adelia nunca olvidó el

día que murió Romualdo y que siempre recordaba el momento que llegó el cura Santalla y

217
le dio junto con los santos óleos, el auxilio espiritual para que muriese en paz. “Qué ironía

pensó doña Adelia, para que muriese en paz un hombre que siempre estuvo en guerra”,

Antonio abandona la imagen de doña Adelia y vuelve a pensar en Gregorio Aguilar, a quién

supone triste en sus últimos años, sabiendo que ha sobrevivido a sus amigos. Se lo figura en

un cuartito perdido en algún conventillo de la zona norte de la ciudad de La Paz, esperando

el fin de mes para cobrar su magra pensión de jubilado militar. Lo ve, sentado en el patio,

buscando los rayos de sol para calentarse, intentando recordar a las mujeres que pasaron

por su vida y cuando lo lograba sonreía como si se estuviera acordando de alguna picardía.

Lo concibe percibiendo que su prodigiosa memoria, en la que miraba la vida como si fuese

un espejo, se había hecho trizas y solamente le estuviera permitido mirar los pedazos, los

recuerdos más obstinados que trataba de unir a veces sin éxito, confundiendo nombres,

cuerpos, fechas y lugares. Seguramente que cuando era joven Gregorio los recuerdos eran

fieras enjauladas buscando desesperadamente escapar, en cambio ahora esas fieras están tan

cansadas que buscan como volver a entrar a la jaula. Los recuerdos retornan a veces

huraños, como los de las mujeres que amó y lo amaron, presintiendo que llegaría el día en

que miraría sus huesudas manos y ese sería su único recuerdo. En uno de esos pedazos, de

la secuencia interrumpida de su frágil mente, se mira a sí mismo escribiendo sus memorias

y entonces piensa que la soledad absoluta de estos últimos años, después de la muerte de

doña Adelia, no ha sido tan miserable como aparece reflejada en las pocas pertenencias que

le quedan: un camastro, una mesa con dos sillas, algunos libros y su manuscrito.

“Cuánto ha que quería escribir mis memorias, recuerdo que un día le pregunté al Coronel

como se hace para escribir y él me sonrió y me contestó citando a un autor inglés que tenía

que empezar por el principio y continuar hasta llegar al final. Pero fue el día, allá por el año

de 1853, que conocí a un antiguo guerrillero de la Guerra de la Independencia que me

218
decidí a hacerlo. Me acuerdo que el viejo guerrero buscó al Coronel Villamil para que

abusando de su amistad con el Presidente Belzu intercediese para que le otorgue un premio

que le permita publicar su diario sobre la Guerra de la Independencia. El Coronel lo tuvo

varios días en su poder y yo pude leer algo de su contenido, era el diario de José Santos

Vargas, que contaba los sucesos bélicos ocurridos en las provincias Sica Sica y Ayopaya,

entre 1814 y 1825. El Coronel se lo hizo llegar al Presidente Belzu y luego no supimos más

del cometido. Tal vez si doña Juana Manuela Gorriti hubiera intercedido por la obra de

Santos Vargas se hubiera publicado, pero su relación con Belzu no era buena. Santos Vargas

ya era un viejo, pero cuando hablaba de su diario volvía a ser el joven y valiente tamborero

de las campañas por nuestra libertad y, por momentos, dejaba ver una enfermiza obsesión

por ver publicado su testimonio. Vaya Dios a saber en las manos de qué ministro inculto

fueron dar las palabras del viejo guerrero, que no era otro que el autor de la inmortal frase:

“Moriremos si somos zonzos”, que circulaba entre la soldadesca y que servía para

levantarnos la moral y marchar entusiastas a la batalla. Leyendo las cosas que contaba

sobre el valor de los patriotas que lucharon tantos años para “abonar el árbol de la libertad”,

aclarando que en su “Diario” solamente contaba “la verdad sin los ornamentos literarios de

los escritores”, fue que me entraron las ganas de escribir. Al Coronel le pareció que el

“Diario” poseía una tremenda originalidad que trasuntaba la guerra dentro de cada palabra,

de cada frase del manuscrito. Animado por el ejemplo de Santos Vargas me prometí que

algún día escribiría la vida de mis amigos, pero nunca tenía tiempo para las palabras, hasta

que muchos años después me encontré con todo el tiempo del mundo para preservar mis

recuerdos. Cuando empecé a escribir creí que los recuerdos estaban donde siempre

estuvieron, aguardando para complacerme, siempre a la mano. Sin embargo las imágenes se

me escapan con mayor frecuencia y tengo que buscarlas en la vigilia del desvelo. Cada día

219
que pasa me es más difícil encontrarlas y cuando me llegue el último de los recuerdos

convertido en el único que ha sobrevivido sabré que ha llegado la hora de morir. Qué pena

que los recuerdos ingratos sean los últimos en irse. Ahora que se fue doña Adelia su lugar

ha sido tomado por la dama oscura que se pasea por los cuartos susurrándome cosas

ininteligibles al oído”.

Desposeído de bienes materiales y viviendo al día como siempre lo hizo, porque con el

mañana nunca se sabía, su soledad no era tan mala porque la veía enriquecida con el

recuerdo luminoso de sus amigos. “Estoy solo pero no vacío, porque estoy lleno de sus

recuerdos”, reconoce Gregorio y añade que la ausencia de sus amigos le había hecho perder

todo interés en la observación del firmamento, como lo hacía antes cada vez que Romualdo

y Adelia se lo pedían; ya no le importaba si la luna salía redonda detrás del Illimani y

tampoco leía las estrellas. Gregorio se acuerda en el manuscrito que eso era algo que doña

Adelia disfrutaba mucho, y que cuando acampaban le pedía que mirase las estrellas para

leer los mensajes que traían a la tierra, tal como se lo habían enseñado unos amautas

chuquisaqueños. Gregorio revive en su mente las veces que se salvaron de varias

emboscadas advertidos por las lejanas luces del cielo infinito.

Antonio pensó en lo maravilloso que hubiera sido que Gregorio, ese hombre que vivió sus

últimos años amamantado por los recuerdos, hubiese dejado escrito el método que seguían

los amautas para leer las luces de las estrellas, pero solamente escribió que el secreto estaba

en el movimiento y el titilar de los astros.

Al empezar a escribir este texto había pretendido darle el lugar que Gregorio Aguilar,

humildemente, reclamaba en sus memorias, el de “Ayudante de campo de un hombre

noble”, pero a medida que fue avanzando en la escritura las cosas fueron tomando otro

rumbo, y al llegar al final descubrió, con desconcierto, que el personaje central de esta obra

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era el propio Gregorio. Antonio se sintió frustrado, como si estuviera traicionando la

memoria del Coronel Romualdo Villamil y volvió a releer los originales, revisó los

borradores que había escrito desde que decidió cumplir con el extraño mandato del pasado

y no había caso, inconcientemente, o encaminado por algo incompresible aún para él la

obra había sido escrita de esa manera. No había escapatoria y tampoco sentía la necesidad

de volverla a escribir del modo como se lo había impuesto al empezarla, tal vez porque los

capítulos le habían revelado que la carta de doña Adelia que le obligó a escudriñar en los

archivos públicos y privados, como si fuera un rastreador buscando a un soldado perdido en

combate, formaba parte de una acción premeditada y gestada en algún lugar del tiempo

histórico que va inventando a las naciones.

Esta novela quiso ser la historia del Coronel Romualdo Villamil, pero mientras Antonio iba

recorriendo su fascinante vida, acudía más al testimonio de Gregorio, es probable también

que sus palabras, las de este párrafo que usted lee en este preciso instante, sean las del

propio Gregorio, y Antonio, simplemente, sea su amanuense.

Así fue cómo esta historia se fue transformando en la del hombre que acompañó a

Romualdo y Adelia durante décadas; el hombre que les salvó la vida y escribió un

testimonio para que no olvidemos que estos seres son posibles, que la República ha sido

posible porque existieron otros como Romualdo, que no son los inventos de ciertos

historiadores panegiristas de sus mecenas. Antonio ahora puede afirmar que en las

anotaciones finales de Gregorio que, delatan un orgullo evidente cuando reproduce las

últimas palabras del Coronel Romualdo Villamil sobre la amistad son, en realidad, para el

mismo Gregorio. Son para este soldado de la República que pudo haber muerto solitario,

pero que murió acompañado con el recuerdo de la vida que pasó junto a Romualdo y

Adelia, que fueron los amigos que no tuvo.

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Antonio terminó de escribir, ya estaba todo dicho. Cerró el manuscrito y percibió que la

ausencia secular de Gregorio acabó por fin, lo imaginó cabalgando un brioso corcel, de esos

que traían desde las pampas moxeñas; lo vio en sus pensamientos cabalgando hacia el mar,

saboreando entre sus labios la sal que tría el viento de la costa.

Antonio sintió que ha concluido su escrito. Estuvo aliviado, como si se hubiese quitado un

peso de encima, volvió a colocar los papeles antiguos, la carta de la viuda, los pergaminos,

los certificados y el cuaderno manuscrito de Gregorio en un archivador plástico. Tomó los

documentos, se dirigió al baúl que tenía en la sala de su casa, un antiguo arcón que servía a

los abuelos de su mujer para proteger la ropa de la humedad del clima cruceño, lo abrió y

depositó los antiguos manuscritos en el interior junto a la carta que don Jorge Calahumana

le dejó. A un costado del interior del baúl estaba el expediente de su suegro “Víctima de las

Dictaduras”, que le devolvieron en la ciudad de La Paz, y la carta notariada del oficial de

registro civil testimoniando la represión desatada por la dictadura de Bánzer contra aquellos

que tenían nombres similares a los de revolucionarios o guerrilleros de entonces.

Antonio recordó que luego de concluir la novela salió a tomar el aire nocturno, se acostó en

su hamaca y pensó en el mañana, como de costumbre será otro día se dijo a sí mismo.

Recordó que los jarajorechis de su patio florecieron como cada año lo hacen en el

cumpleaños de su hijo y recordó que por esos días se hizo, a sí mismo, la promesa de

reiniciar la búsqueda del Arca de la Alianza de los Calahumana en todos los anticuarios de

las ciudades por donde la vida lo llevase.

Pensando en la muerte de Gregorio y preguntándose quién lo veló y lo enterró se acordó de

la sagrada y ancestral fecha de recordación de los difuntos en el mes de noviembre, en la

que la gente alista lo necesario para que las almas queridas lleguen a la tierra y compartan

con ellos comidas y bebidas, para partir al día siguiente nuevamente al más allá y retornar

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al año próximo. Para agasajar a los que volvían de la muerte, a los que volvían a vivir en

los recuerdos de aquellos que los amaron, los habitantes de las tierras altas y los valles se

esmeraban en preparar qh’anachakus adornando las mesas–tumbas con masitas,

th’antawawas, chicha y coctelitos de colores; los de tierras bajas de costumbres más

cristianas elevaban responsos recordando a sus difuntos. La gente conmemora a sus

muertos por un día y muchos los olvidan al día siguiente.

Recordó que el año pasado su esposa encargó a un albañil la limpieza del mausoleo

familiar, y lo visitó con toda la familia para acompañar por unas horas a su difunto padre.

El recuerdo del Día de los muertos le trajo la dicha de estar vivo y se le vino a la mente

unos versos del poeta heleno Odiseas Elytis: “Yo no conozco la terrible/ noche unánime de

la muerte: / en el fondo de mi alma/ está anclada una flota de astros.”

Quería llegar a su casa y decirle a su familia lo hermoso que sería que todos pudiésemos

morir dignamente, pero sabía que las sorpresas de la parca eran infinitas y prefirió

guardarse sus comentarios. Mientras caminaba reafirmó su propósito de salir a recorrer las

funerarias para preguntar si entre los fallecidos se encuentra alguno de los últimos soldados

beneméritos que sobrevivieron a la Guerra del Chaco y al siglo veinte pero no al olvido y al

abandono. Si la respuesta fuese positiva, seguiría indagando, sutilmente, para no despertar

sospechas que pudiesen entorpecer su misión; averiguaría si el veterano dejó entre sus

pobres pertenencias alguna correspondencia, alguna anotación o algún cuaderno escolar

que hubiese escondido como si fuese algo importante.

Bolivia, enero del 2007.

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CONTRATAPA

Fiel a su postulado de que “el presente de la literatura boliviana está en el pasado”,


Homero Carvalho Oliva escribió “El Tesoro de las guerras”, una obra que pretende contar
parte de la historia nacional desde lo anónimo, desde lo cotidiano, intentando una reflexión
metatextual sobre los procesos que contribuyeron a formar la sociedad boliviana actual.
A partir de la carta de una viuda y de las memorias de un soldado del siglo diecinueve,
Antonio Robles, escritor aficionado, cuenta las aventuras de un enigmático militar que
peregrinó por buena parte del territorio boliviano.
A Carvalho no le interesa consagrar a su personaje como uno más de la estirpe de los
románticos héroes nacionales, le interesa humanizar a los mitos, trasmitiendo la atmósfera
de la época, dando a conocer como se vivía en ese entonces, qué se pensaba y cómo se
resolvían los conflictos internos. Alzando vuelo con el relato del pasado no canonizado
juega contextualmente con la crónica de lo acontecido durante el primer año del gobierno
de Evo Morales, intentando definir las claves y encontrar las huellas de la identidad
nacional que buscamos desesperadamente los bolivianos.
Una novela en la que a través del rescate de la historia y apelando a la memoria colectiva,
se sublima aquello de “la naturaleza subversiva de la ficción”, tan necesaria y urgente ahora
para comprender la compleja realidad boliviana.
Una novela contundente que nos hará revisar nuestra historia oficial.

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