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Los Cuadernos de Malte Laurids Brigge

Autor: v (1875-1926)

Experimentaba entonces la influencia que, sin otra intervención, puede ejercer sobre nosotros un
vestido determinado. Apenas me había endosado uno de estos vestidos, tengo que confesar que estaba
en su poder; él dirigía mis movimientos, la expresión de mi rostro; sí, hasta mis ideas; mi mano sobre la
que caía y recaía el puño de encajes, no era ciertamente mi mano habitual; se movía como un actor, sí,
podría incluso decirse que se miraba hacer, por exagerado que esto parezca. Los disfraces no eran, por
lo demás, llevados tan lejos como para que me sintiese convertirme en extraño a mí mismo; al contrario,
cuanto más diversamente me transformaba, más estaba penetrado de mí mismo. Me hacía cada vez
más atrevido; me elevaba siempre más arriba, pues mi destreza para recobrarme era indudable. No
sentía la tentación que me aguardaba bajo esta impresión creciente de seguridad. Se apoderó de mí
cuando el último armario que yo había creído hasta entonces no poder abrir, cedió un día para
entregarme, en lugar de ropas bien determinadas, todo un vago arreo de mascarada en el que lo
fantástico me hizo ruborizarme. No hay manera de enumerar todo lo que allí se encontraba.

Además de una bata que recuerdo, había dominós de diferentes colores, había vestidos de mujeres en
los que tintineaban piececitas cosidas; había pierrots que me parecían animales, y anchos pantalones
turcos y gorros persas de donde se escapaban saquitos de alcanfor y círculos dorados guarnecidos de
piedras estúpidas e inexpresivas. Yo despreciaba un poco todo esto; era de tan indulgente irrealidad y
todo colgaba allí tan despojado y tan lastimado, y se desplomaba sin voluntad cuando se lo sacaba a la
luz... Pero lo que me transportaba a una especie de embriaguez, eran los amplios abrigos, los tejidos, los
chales, los echarpes, todos esos grandes tejidos flexibles e inempleados que eran suaves y acariciadores,
o tan lisos que casi no se podían coger, o tan ligeros que pasaban a vuestro lado como un viento, o
simplemente pesados con todo su peso. Solamente en ellos distinguía posibilidades verdaderamente
libres e infinitamente variables: ser una esclava en venta, ser Juana de Arco, o un rey viejo, o un
hechicero; todo esto lo tenía en la mano, sobre todo habiendo también" caretas, grandes rostros
amenazantes o asombrados, con barbas verdaderas y cejas espesas o levantadas.

Antes, nunca había visto máscaras, pero comprendí en seguida que debían existir. Estallé de risa cuando
recordé que teníamos un perro que parecía llevar una. Me representaba sus ojos afectuosos que
miraban siempre como viniendo de otro rostro, en su cabeza cubierta de pelos. Reí todavía mientras me
disfrazaba y había olvidado completamente lo que había querido figurar. Ahora era nuevo y
emocionante no decidir esto hasta después, ante el espejo. El rostro que me adjudiqué tenía un olor
singularmente hondo, se colocaba estrechamente sobre el mío —pero podía ver cómodamente a través
— y hasta que la careta no estuvo fija no escogí toda clase de tejidos que enrollé a manera de turbante
alrededor de mi cabeza y, de manera que el borde de la máscara, que llegaba por abajo hasta el
inmenso manto amarillo, estaba casi por completo oculto en lo alto de la cabeza y en los lados. Cuando
por fin llegué al borde de la invención, me tuve por suficientemente disfrazado. Aun cogí una gran caña
que hice marchar a mi lado tan lejos como alcanzaba mi brazo, y así, no sin trabajo, pero a mi parecer
con mucha dignidad, me arrastré a la habitación de los invitados, ante el espejo. Fue verdaderamente
grandioso, superior a toda esperanza. El espejo lo reprodujo en seguida: era del todo convincente. No
había necesidad de hacer muchos movimientos; esta aparición era perfecta, y sin tener yo que
contribuir a ella. Pero ahora se trataba de saber quién era, y me volví un poco y terminé por levantar los
dos brazos; grandes movimientos de conjuración, esto me parecía ser lo adecuado. Pero precisamente,
en este instante solemne, oí, ensordecido por mi disfraz, a mi lado, un ruido múltiple y compuesto;
aterrado, perdí de vista el ser que había al otro lado del espejo, y quedé muy afligido al ver que había
derribado un velador redondo, con Dios sabe qué objetos seguramente muy frágiles. Me incliné mal que
bien y vi mis peores temores confirmados; todo parecía haberse roto. Naturalmente, los dos inútiles
loritos de porcelana verde violeta estaban dañados, el uno más que el otro. Una bombonera dejaba
rodar sus bombones que parecían insectos en sus crisálidas de seda, y había arrojado muy lejos su
tapadera; no se veía más que una mitad, la otra había desaparecido. Pero lo más fastidioso era un frasco
roto en mil pequeños cascos y de donde se había vertido el resto de no sé qué antigua esencia que
formaba ahora sobre el piso una mancha de un aspecto muy repelente. La limpié de prisa con no sé qué
que colgaba alrededor mío, pero se hizo más negra y desagradable. Yo estaba verdaderamente
desolado. Me levanté y busqué algún objeto que me permitiese reparar ese desastre. Pero no
encontraba nada. Además, me resultaba muy difícil, así, ver y moverme, de modo que me sentí invadido
de cólera contra esta vestimenta absurda que ya no comprendía. Las ataduras del manto me
estrangulaban, y la tela se apoyaba sobre mi cabeza como si se le añadiesen otras sin cesar. Para colmo,
el aire se hizo turbio y estaba como penetrado del olor añejo del líquido vertido. Hirviendo de cólera, me
lancé ante el espejo y seguí el trabajo de mis manos mirando con dificultad a través de la máscara. Pero
él no esperaba sino esto. El momento de la revancha había llegado para él. Mientras que en una
angustia que crecía sin medida me esforzaba por evadirme de algún modo de mi disfraz, me obligó, no
sé por qué medio, a levantar los ojos y me impuso una imagen, no, una realidad; una extraña,
incomprensible y monstruosa realidad que me penetraba a pesar de mi voluntad, pues ahora él era el
más fuerte, y yo era el espejo. Fijé este grande y horrible desconocido ante mí, y me pareció fantástico
estar solo con él. Pero mientras pensaba esto, sobrevino lo peor; perdí toda conciencia de mí, dejé de
existir, sencillamente. Durante un segundo sentí una indecible y dolorosa e inútil lástima de mí mismo; y
después no quedó nada, más que él; no había nada fuera de él. Me escapé, pero ahora era él el que
corría. Tropezaba por todos lados, no conocía la casa, no sabía dónde dirigirse; descendió una escalera,
se derrumbó en el pasillo sobre alguien que se defendía gritando. Una puerta se abrió, varias personas
aparecieron. ¡Ah, qué bueno era reconocerlas! Era Sieversen, la buena Sieversen, y la doncella y el
repostero; ahora, la cuestión iba a ser zanjada. Pero se guardaron bien de lanzarse en vuestro socorro;
su crueldad no tenía límites. Allí estaban, y se reían. ¡Dios mío! ¿Cómo podían quedarse allí y reírse? Yo
lloraba, pero la careta no dejaba salir las lágrimas; corrían en el interior, sobre mi rostro, y se secaban, y
corrían de nuevo y se secaban una vez más. Por fin me arrodillé ante ellos, como nadie se ha arrodillado
jamás; me arrodillé y levanté las manos hacia ellos, y supliqué: “Sacadme si aún es posible, y tenedme
con vosotros”, pero no oían nada; ya no tenía voz.

Acceso al texto completo: https://filoymas.files.wordpress.com/2016/04/reiner-maria-rilke-los-


cuadernos-de-malte-laurids-brigge.pdf
Preguntas para resolver:

1. Mencione los objetos contenidos en el texto.


Espejo, careta, disfraz, vestido, mascara.
2. Haga una síntesis del texto.
Es una persona que no tiene control de sus acciones y que por más que intenta zafarse, se
queda asombrada del nuevo personaje que acaba de adoptar.
3. ¿Cuál es la idea central del texto?
Que todos estamos influenciados por el sistema y que, sin darnos cuenta, perdemos el control
de nuestras acciones. Que de una u otra manera solo jugamos el rol que se nos ha dado para
interpretar.
4. Haz una lista de palabras desconocidas para ti. Añade su definición.
Repostero: Persona que hace postres.
Cólera: Enfado violento, rabia extrema
5. De su opinión sobre el texto. ¿Le gustó? ¿no le gustó? ¿qué le llamó más la atención? ¿qué lo
dejó con incertidumbre? Justifique su respuesta.
Me gusto el texto. Me dejo pensando en si yo he sido influido por el sistema y me he convertido
en un títere de la sociedad en la que vivimos.
6. ¿Qué recomendación le haría al protagonista del texto? Escríbala.
Que trate a como dé lugar de conservar su originalidad.

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