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14/10/2018 El Malpensante

Literatura
La ambición del cuento
Por Steven Millhauser
Mucha tinta ha recorrido en el trazado de estériles paralelos entre el cuento y la Traducción de Antonio Gómez
novela. Un escritor norteamericano, hábil nadador en las dos aguas, dedica estas
emotivas palabras a la poderosa discreción de la narrativa breve.

Steven Millhauser • © Jerry Bauer | Cortesía de knopf

¡Pero qué modesto es el cuento! ¡Cuánta sencillez en sus maneras! Toma asiento discretamente, con los ojos
bajos, como si intentara pasar inadvertido. Y si pudiera llamar la atención de algún modo, diría rápidamente,
con una valiente y tímida voz de leve autoescarnio, al tanto de todas las posibilidades de la decepción: “Mira, yo
no soy una novela. Ni siquiera una novela corta. Si eso es lo que estás buscando, no me necesitas”. Rara vez una
forma ha dominado tanto a otra. Y entendemos, asentimos en señal de complicidad: aquí, en Estados Unidos, el
tamaño es poder.
La novela es el Wal-Mart, el increíble Hulk, el 747 de la literatura. La novela es insaciable: quiere devorar al mundo. ¿Qué es lo que queda
para el pobre cuento? Puede cultivar su jardín, practicar la meditación, regar los geranios en las ventanas. Puede tomar un curso de escritura
creativa de no ficción. Puede hacer cualquier cosa con tal de que no olvide su lugar, con tal de que permanezca inmóvil y fuera del camino.
“¡Epa, epa!”, grita la novela, “¡aquí vengo!”. El cuento siempre está buscando refugio. La novela compra toda la tierra, corta los árboles,
construye los condominios. El cuento va saltando por el jardín, se apretuja bajo la cerca.

Por supuesto, hay virtudes asociadas con la pequeñez. Incluso la novela concederá eso. Las cosas grandes
tienden a ser poco manejables, toscas, bastas; la pequeñez es el mundo de la gracia y la elegancia. Es también el

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ámbito de la perfección. La novela es exhaustiva por naturaleza; pero el mundo es inabarcable; por consiguiente
la novela, esa luchadora faústica, nunca puede alcanzar sus deseos. El cuento, por otra parte, es inherentemente
selectivo. Al excluir casi todo, puede dar perfecta cuenta de lo que permanece. El cuento puede incluso reclamar
cierta clase de redondez que elude a la novela. Tras el primer acto de exclusión radical, puede incluir todo lo
poco que ha quedado. La novela, cuando parece un cuento, se contenta con ser generosa. “Te admiro”, dice,
poniendo sus grandes y pesadas manos sobre su corazón. “En serio, eres tan… tan… ¡tan lindo! ¡Tan esbelto!
¡Tan refinado! Y tan listo, también”. La novela difícilmente puede contenerse a sí misma. Después de todo, ¿qué
diferencia hace? Es puro bla bla bla. Lo que a la novela le preocupa es la vastedad, el poder. Muy en el fondo de
su corazón desprecia al cuento, que ocupa tan poco. No tiene disposición para la austeridad del cuento, para su
poco apetito, para sus negativas y renuncias. La novela quiere cosas. Quiere territorio. Quiere abarcar el mundo.
La perfección es el consuelo de aquellos que no tienen nada más.

Mucho mejor para el cuento. Modesto en sus pretensiones, tímidamente orgulloso de sus pequeñas virtudes, un
poquito ansioso en relación con su desfachatado rival, se contenta con sentarse en la fila de atrás y dejar que la
novela se haga con el mundo. Y sin embargo, sin embargo… Esa pose tan modesta, esas miraditas de reojo, ¿no
contienen un toque de astucia? ¿Podría ser que el tímido cuento se atreva a tener expectativas propias? Si es así,
nunca las admitirá de frente, debido a un constante hábito de secretismo alimentado por la opresión. En un
mundo regido por novelas presuntuosas, la pequeñez ha aprendido a buscar su camino con cautela. Debemos
intuir su secreto. Imagino al cuento albergando un deseo. Lo imagino diciéndole a la novela: “Puedes tenerlo
todo –todo–; lo único que yo pido es un grano de arena”. La novela, con un indiferente encogimiento de
hombros, un encogimiento jovial pero despreciativo, concede el deseo.

Pero el grano de arena es la puerta de escape del relato. El grano de arena es su salvación. Tomo el ejemplo de
William Blake: “Todo el mundo en un grano de arena”. Piensen en ello: el mundo en un grano de arena. Lo que
es decir: cada parte del mundo, no importa lo pequeña, contiene al mundo por entero. O para plantearlo de otra
forma: si pones tu atención en alguna, aparentemente, insignificante porción del mundo, encontrarás, muy al
fondo, nada menos que al mundo mismo. En ese solo grano de arena descansa la playa que contiene al grano de
arena. En ese solo grano de arena descansa el océano que golpea la playa, la nave que surca el océano, el sol que
ilumina la nave, las tormentas interestelares, una cuchara de té en Kansas, la estructura del universo. Y ahí
tienes la ambición del cuento, la terrible ambición que yace tras su fraudulenta modestia: encarnar
sucesivamente al mundo entero. El relato cree en la transformación. Cree en poderes secretos. La novela prefiere
las cosas a la vista. No tiene paciencia para granos de arena, que brillan pero son difíciles de ver. La novela
quiere arrasar todo con su poderoso abrazo –orillas, montañas, continentes–. Pero nunca tendrá éxito, pues el
mundo es mucho más vasto que una novela, el mundo huye a cada momento. La novela salta sin descanso de un
lugar a otro, siempre hambrienta, siempre insatisfecha, siempre temerosa de llegar a su fin –porque cuando se
detenga, exhausta pero nunca en paz, el mundo se le habrá escapado–. El cuento se concentra en su grano de
arena, en la fiera creencia de que ahí –justo ahí, en la palma de su mano– yace el universo. Busca conocer el
grano de arena de la misma manera que un amante busca conocer el rostro del amado. Busca el momento en
que el grano de arena revele su verdadera naturaleza. En ese momento de mística expansión, cuando la
macrocósmica flor brota de la microcósmica semilla, el cuento siente su poder. Es más grande que él mismo. Y
se vuelve aún más grande que la novela. Se vuelve tan grande como el universo. Ahí dentro reside la inmodestia
del cuento, su secreta agresión. Su método es la revelación. Su pequeñez es el agente de su poder. La pesada
masa de la novela se descubre como la irrisoria imagen de la debilidad. El cuento no pide perdón por nada.
Exalta su brevedad. Quiere ser incluso más breve. Quiere ser una sola palabra. Si pudiera encontrar dicha
palabra, si pudiera pronunciar dicha sílaba, el universo entero se desprendería de ella con un rugido. Esa es la
indignante ambición del cuento, su fe más profunda, la grandeza de su pequeñez.  


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