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MI VIDA ENTRE FLORES

Pat Muñoz

Mi vida entre flores, es una historia de las mujeres de una gran familia. Margarita Durán,
sus hijas Lili, Hortensia y su nieta Amaranta.

Margarita enviudó muy joven, quedando a cargo de sus hijos, y aunque le cerraron las
puertas, logró emprender un negocio que se volvió su pasión.

Descubre cómo estas mujeres se convierten en las fervientes floristas de aquella pequeña
ciudad, donde se vuelven testigos de romances, bodas, bautizos y funerales, viviendo entre
flores.
CAPÍTULO 1

Margarita

Mi nombre completo es Margarita Durán viuda de Álvarez, pero me llaman Maggy. Era el
año de 1955, tenia a apenas 17años, y me enamoré, de mi primer y único amor, Carlos…
Álvarez.

Él era huérfano de padres, habiendo quedado bajo el cuidado de su tía: Doña Teresa
Álvarez del Castillo, una mujer verdaderamente terrible, acostumbrada a resolver
cualquier asunto con dinero y a humillar a todo aquel que estorbara en su camino para
salirse con la suya.

Pero Carlos, pese a que su tía no estaba contenta con su reciente enamoramiento, llegaron
un día a mi casa, bueno a la casa de mis padres a pedir mi mano, esto después de varios
coqueteos a la salida de la iglesia de San Francisco enfrente del jardín Zenea.

Mi padre, que en paz descanse, al verme enamorada, aceptó, y después de una linda boda
en el patio de mi casa familiar, Carlos me llevó a vivir a casa de su tía.

Los primeros días, todo fue lindo, estuvimos encerrados día y noche haciéndonos
cosquillas. Sólo salíamos a tomar los sagrados alimentos y volvíamos a la alcoba. Unos
días después, cuando Carlos dijo que ya era suficiente de tanto juego, comenzó a salir por
las mañanas, decía que a ver negocios y a buscar trabajo mientras yo me quedaba en casa
aguantando los berrinches de Doña Teresa, que me trataba de manera hostil, ahora que lo
pienso era realmente malvada: ”Tú no opines”, “Tú aquí no eres nadie”, “Fuera de mi
vista”.

Pero jamás lo hacía frente a Carlos, cuando él estaba presente, literal me trataba como si
en verdad me adorara. Por eso esperaba ansiosa a Carlos, para cenar juntos, y con suerte
pasar un rato en el juego de las cosquillas.

Casi al año de casados nació Amaranta, y a los dos años Lily. Pero Carlos como típico
macho quería un niño, que llegó cuatro años después, a quien bautizamos como Sebastián.

Un día, escuché a la tía decirle a Carlos que los niños hacían muchas travesuras, que eran
latosos y chillones, que se los llevara a vivir a otro lado. Así que molesta, porque Carlos no
hacía nada, me marché con los niños a la casa de mis padres, quienes felices, nos recibieron
con los brazos abiertos.

—Ya vendrá Carlos a rogarte, no te preocupes — decía mi madre, pero mi corazón estaba
destrozado.
Carlos, por fin un día después de un mes, hizo acto de presencia en casa de quienes fueran
sus suegros. La condición para ser bien recibido en la familia, era que dejara la casa de
Doña Teresa y se quedara a vivir con nosotros, en la vieja casona con mis padres.

Al principio todo iba bien. Carlos seguía saliendo de casa desde temprano, disque iva a
hacer negocios y yo me quedaba en la casa ayudando a mi madre, atendiendo a mi padre y
a mis hijos.

A los pocos años, mis padres murieron, dejándome como herencia aquella enorme casa, y
algo de dinero, que ovbio pronto se acabó con los malos manejos de Carlos.

En aquella epoca, comenzó a visitar mucho a su tía Teresa para pedirle dinero y la tía se lo
daba. El me daba algo de dinero a mi y el resto lo gastaba en parrandas y apuestas. Nunca
tenía lo suficiente para el gasto de la casa la realidad era que mi marido era un bueno para
nada, despilfarrador y vividor.

Un día, llamaron a la puerta en la madrugada. Las deudas de juego y sus excesos cobraron
la vida de Carlos, Mis hijas rompieron en llanto, y mi hijo sólo se encerró en cuarto. Doce
años de un matrimonio terminaron en un rotundo y fuerte final.

A los pocos días, recibí otra mala noticia, mi difunto esposo no me había dejado nada,
absoulutamente nada, solo deudas tuve que pagar con las pocas joyas que me heredó mi
madre. Por suerte, pude conservar la vieja casona que mi padre me había dejado como
herencia.

Doña Teresa, su tía millonaria, se hizo cargo del funeral, y que bueno, porque yo no tenía
más que para que lo echaran en una fosa común.

Lo único que me había dejado Carlos, era a mis hijos, y aún tenía que resolver cómo
sacarlos adelante.

Don Manolo, el dueño de la tienda de abarrotes cerca del templo de la Congregación, no


tardó nada en ofrecerme matrimonio, él también era viudo, con una familia enorme, tres
varones y cinco niñas. Qué mejor que una mujer que pusiera orden en su hogar.

–Margarita, usted debería casarse con Don Manolo, — sugirió Virginia mi vecina—. Mire,
que para que usted salga adelante sola con tres hijos, está bien difícil y que alguien la quiera
con todo y chamacos, pues la verdad es lo mejor que le puede pasar, no lo dude, hágalo…

—Don Manolo anda buscando una nana para sus hijos y una sirvienta. Ni que
estuviéramos en el siglo pasado. -Respingué - No podía tomar aquello como un consejo y
mucho menos como una solución. Sabía que mi situación no era buena, pero no sería la
primera vez que hubiera tenido que buscarme el sustento, pues mi marido, “que en paz
descanse”, era un bueno para nada: Borracho, suertudo y vividor al que su tía, Doña Teresa,
le tapaba todas sus fechorías, le daba dinero para sus múltiples parrandas y disque para que
mantuviera a su familia.

Después del funeral, Doña Teresa se desentendió totalmente de nosotros.

Mi padre me decía cuando yo era una niña, que era muy valiente, y en ese momento que
tanto lo necesitaba decidí creerle.

Estuve pensando que hacer, y un día al estar pensando, me senté frente a la puerta del
mercado. Observé con cautela los negocios: qué vendían, a quién le vendían y porqué
vendían. Yo necesitaba comenzar un negocio de algo, pero literal no tenía capital para
invertir ni una buena idea.

La gente salía con carne, verduras, masa para las tortillas y flores. Había mujeres que
bajaban de la sierra vendiendo ¡flores!, así nada más, a todo el que pasaba le ofrecían
flores. Muchas no hablaban ni entendían español, sólo sabían cobrar, y les costaba mucho
trabajo darse a entender.

Un día, una mujer muy elegante, bien vestida y muy guapa, la cual nunca había visto, se
acercó y le dijo a una de aquellas vendedoras de flores con un acento extraño:

—Necesito flores, pero quiero algo más elaborado. Al menos un moño o una canasta,
dígame cuánto me cobra por hacerme un arreglo lindo.

La mujer la miraba y le decía:

—Flores, doce por cincuenta centavos marchantita.

La mujer le insistía, pero no se ponían de acuerdo, pasaron unos minutos y yo, en mi


desesperación, le dije a la gupa mujer:

— ¿Cuántos arreglos quiere y a dónde se los llevo?

— ¿Usted es florista?

Yo no tenía idea alguna , pero le dije que sí; en mi casa tenía cestos de mimbre, telas y
listones. Cosas que mi mamá tenía y yo habia guardado con cariño, con eso seguro algo
bonito le podía hacer, y además cobrar por el servicio.

—Soy la señora Sandra Palacios. Lléveme dos canastas de flores, que se vean muy bonitas.
Las quiero de centro de mesa, porque hoy piden la mano de mi hija. A las doce en punto.
¿Cuánto le doy por el servicio?

De inmediato hice cuentas mentales, se me daba bien. El costo de las flores, las canastas,
los listones y mi ganancia. Le pedí la dirección a Doña Sandra y esta me pagó sin rechistar.
Les compré las flores a las mujeres del mercado, Margaritas, (igual que yo), salí corriendo a
la casa a preparar los arreglos.

Mis hijas, Amaranta y Lily me ayudaron, cuando las dos cestas quedaron listas, quedamos
fascinadas con el resultado. Habíamos llenado el fondo de las cestas con hojas verdes de los
helechos del jardín, sobre éstas, una por una, fuimos acomodando las margaritas, atadas
entre telas, alambre y lo que encontramos. Humedecimos las telas para mantenerlas
húmedas y cuando quedaron listas, me arreglé para ir a la casa de los Palacios.

Al llegar, la señora Sandra quedó fascinada con el trabajo.

—Margarita, quiero que me traiga dos como estos cada semana. ¿Dónde la encuentro?

—En la calle de Allende número 17 en el centro. Con gusto yo le traigo flores cada ocho
días.

A las pocas semanas, Doña Sandra ya había pasado la voz a sus amigas y conocidas, así
me convertí en la florista de Allende 17.

Al poco tiempo, uno de los cuartos del frente de la casa, lo convertimos en bodega,
comenzamos a comprar de la variedad de flores que llevaban las mujeres del mercado. Casi
todas eran flores silvestres, del campo como les llaman, pero dignas para mis clientes.

Y así fue como inicié en el mundo de las flores y mi florería se hizo de un nombre
“Arreglos florales para toda ocasión: “Margarita e hijos” Mandé pintar un letrero arriba de
la puerta de la Casa, de “La casa donde vendían flores”

Mis hijas, Amaranta y Lily, disfrutaban ayudando y aportando ideas y Sebastián, nos
ayudaba a ir y venir con los pedidos.

A los pocos años, ya tenía dos repartidores en bicicleta para ir a entregar los pedidos a
domicilio y una camionetita para llevar flores a eventos.

En 1976, Lily, se casó con un español, y se la llevó a vivir a la capital, pero Amaranta, no
dejaba aquel lugar, comenzó a trabajar con flores desde muy niña, y ahora a sus veinte
años, estaba decidida a seguir su vida entre flores.

— ¿Qué tú no te piensas casar nunca?—Le dije una vez, saliendo de misa, cuando vi que
un joven le coqueteaba.

—No mamá, yo quiero seguir trabajando en la florería, y si me caso, tendré que ser la
señora de la casa y yo quiero ser la señora de la casa, pero de Las Casa De Las Flores, y
Amartata moria de la risa.
—Ay hija, ¿en serio no hay ningún muchacho que te haya gustado? ¿Nunca te has
enamorado?

—No, mamá. Todos los hombres que vienen a la florería, son hombres que ya están
enamorados, comprometidos o casados, entonces ni al caso.

Yo quería que se casara, porque no quería que estuviera sola, pero Amartanta no quería
estar atada a un matrimonio, y bueno el mío no le servia como ejemplo.

Lo que ella no sabía era que, el siguiente hombre que cruzara por aquella puerta, llegaría a
darle un vuelco a su vida, y este hombre pondría de cabeza su vida entre flores.

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