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¿Nueva Educación o Nuevos 

Adjetivos? De Carlos
Meza
Publicada el 18 de noviembre de 2012 en Página Siete, Los Tiempos, Correo del Sur y El
Potosí
Cuando Mariano Baptista Gumucio publicó al despuntar los años setenta del siglo pasado
su libro “La educación como forma de suicidio nacional”, no hizo otra cosa que una
descarnada radiografía de una realidad desgarradora.
Una relectura de esa obra demuestra que las premisas en torno al sistema, el enfoque y
especialmente la fosilización de formas de enseñanza ancladas en el siglo XIX, valen a la
hora de analizar el mecanismo educativo boliviano de hoy.
La reforma educativa de 1994 adecuadamente orientada en algunos aspectos centrales
como la interculturalidad y el bilingüismo, la horizontalidad y la transversalidad, no pudo
despegar del todo por un enfoque que enfrentó una actitud negativa de varios sectores de
la sociedad y muy especialmente del magisterio. No supo además transmitir con un
sentido genuinamente democrático su filosofía.
Como era predecible, el gobierno “del cambio” arremetió contra esa reforma e inventó un
nuevo caminó llenando la Ley Avelino Siñani-Elizardo Pérez de un verdadero aguacero de
adjetivos: unitaria, pública, universal, democrática, participativa, comunitaria,
descolonizadora, liberadora, revolucionaria, intracultural, intercultural, plurilingüe, abierta,
humanista, científica, técnica, tecnológica, productiva, territorial, teórica, práctica, crítica y
solidaria. Sí, todo junto y así de revuelto.
La pregunta es ¿cómo se digiere ese chairo de adjetivos?
¿Qué ha cambiado en el área rural y en el área urbana de siete años a esta parte? Alguna
muy pequeña mejora en infraestructura y el comienzo de la entrega de computadoras a
los alumnos, pero una realidad tan dramática como antaño de escuelas precarias o
sobresaturadas de alumnos en unas zonas, o inexistentes en otras, niños obligados a
pasar clases en condiciones de llanto…pero algo más grave que eso, maestros mal o
pésimamente formados, con mínimo dominio académico, serias dificultades en el manejo
de la lengua, sea porque no la hablan bien, sea porque carecen de práctica en la
enseñanza y los métodos de aplicación didáctica de su propia lengua materna.
La realidad del siglo XXI y los desafíos de comunicación, lenguaje verbal, escrito y visual,
las transformaciones en las líneas básicas de aprendizaje, los estímulos a niños y jóvenes
radicalmente distintos a los del pasado siglo, no han sido asumidos por los educadores.
Los valores, la proyección de una formación en la que la educación ciudadana y la
educación democrática en profundidad sean un imperativo, el fin de la memorización y
acumulación de información y el principio de una educación para pensar, para comparar,
para crear e innovar, la ruptura de prejuicios, el fortalecimiento de la idea igualdad, brillan
por su ausencia.
¿Quieren nuestros maestros un cambio? ¿Hay en nuestros sindicatos de educadores un
impulso genuino por conseguir una mejor educación? El argumento, lo sabemos, es que
no se puede tener una buena educación con malos salarios. Argumento válido
parcialmente. No hay un camino paralelo entre una cosa y la otra. Más allá de las frases y
las consignas es poco o nada lo que hemos escuchado de los maestros referido a
formarse para una educación que esté a la altura del gigantesco desafío que enfrentan.
¿Son acaso la excelencia, la imaginación, la innovación, la actualización, prioridades de
nuestros educadores? ¿Se dan cuenta que en el universo del internet, el lenguaje
vertiginoso de la comunicación vía redes sociales y la conectividad instantánea en todos
los ámbitos, los instrumentos con los que cuentan son equivalentes a jeroglíficos?
¿Pueden manejarse a la misma velocidad mental y en la misma sintonía digital que sus
alumnos?
Y a la vez ¿Qué hacemos con la idea de oportunidades iguales para todos?
¿Oportunidades iguales? El acceso a los medios tecnológicos de hoy es  prohibitivo por
costos y muy limitado por acceso.  Nuestros ancho de banda y el costo de comunicación
es el peor y el más caro de América Latina. No es un detalle, es una forma de
discriminación y de limitación al acceso democrático, a la comunicación y a la educación.
Somos muy descolonizadores, muy revolucionarios y muy liberadores ¿Se han enterado
las niñas y niños de los colegios fiscales del país que lo son? ¿En qué se nota la
descolonización, la liberación y la revolución en nuestros colegios públicos? A fin de
cuentas los currículos cambian para seguir enseñando lo mismo, de la misma y penosa
forma, las ventanas de las aulas están tan rotas como antes y los baños tan hacinados y
mal mantenidos como siempre.
El país sigue haciendo de la educación una forma de suicidio, porque confunde mala
calidad con democratización. La excelencia no es como creen algunos parlamentarios y
muchos maestros, una expresión execrable de las elites, es una condición imprescindible
para lograr profesionales competitivos que le sean útiles al país. No es solo un camino
ciego, es una estafa para padres que han luchado toda su vida por educar a sus hijos. Los
adjetivos de la nueva Ley no resuelven el problema.
La guerra del chaco
La guerra con el Paraguay tuvo como punto de partida histórico un problema de límites
cuya base eran las pretensiones desmesuradas de ambos países. Según Bolivia los
papeles coloniales le daban derechos hasta el vértice de los ríos Pilcomayo y Paraguay,
es decir una frontera teórica que llegaba hasta la orilla opuesta donde se asentaba la
capital paraguaya, Asunción. Según Paraguay los títulos coloniales le daban derecho a
reivindicar soberanía hasta una de las orillas del río Parapetí en las inmediaciones de
Camiri. Sobre esa lógica fue imposible un acuerdo, a pesar de los varios tratados
bilaterales que intentaron resolver la cuestión durante el siglo XIX y principios del XX.
Muchos historiadores afirman que la guerra del Chaco fue promovida por las petroleras
Standard Oil y Royal Dutch Shell, en virtud de las riquezas petroleras alojadas en el
territorio en disputa. Fue una de las razones, pero no la más importante. Las riquezas
probadas de Bolivia en los años veinte del siglo pasado eran simplemente insignificantes;
los niveles de producción de la Standard en Bolivia en comparación a su producción en
otros países, equivalían literalmente a cero. La potencialidad de riquezas en la zona en
disputa era interesante pero no fabulosa. De hecho, las reservas de gas que Bolivia
encontró en la región son económicamente significativas pero no espectaculares ni de
rango mundial. Esta realidad no desestima la influencia de las petroleras (baste recordar
el contrabando de petróleo boliviano que hizo la Standard por la vía de su empresa
hermana en la Argentina), pero no se puede asumir como la razón fundamental de la
guerra.
Tampoco se pueden desechar los intereses argentinos (menciono a título de ejemplo al
grupo Casado) y sus inversiones en el territorio disputado, lo que inclinó a la Argentina a
respaldar al Paraguay y llevó a Carlos Saavedra Lamas –que, irónicamente ganó por sus
gestiones en la guerra, el premio Nobel de La Paz- a una mediación claramente escorada
del lado paraguayo.
Ochenta años después lo positivo es que no quedaron heridas entre paraguayos y
bolivianos, que Bolivia preservó sus riquezas de hidrocarburos y que la salida al Atlántico
es –aún insuficiente- una realidad tangible.

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