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Rayuela

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Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por
la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin
imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos
de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al
recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá
dulcemente hasta calcinarnos. Entonces es mejor pactar como los gatos y los musgos, trabar
amistad inmediata con las porteras de roncas voces, con las criaturas pálidas y sufrientes que
acechan en las ventanas jugando con una rama seca. Ardiendo así sin tregua, soportando la
quemadura central que avanza como la madurez paulatina en el fruto, ser el pulso de una
hoguera en esta maraña de piedra interminable, caminar por las noches de nuestra vida con la
obediencia de la sangre en su circuito ciego.

Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en que


corremos al engaño entre ecuaciones infalibles y máquinas de conformismos. Pero preguntarse
si sabremos encontrar el otro lado de la costumbre o si más vale dejarse llevar por su alegre
cibernética, ¿no será otra vez literatura? Rebelión, conformismo, angustia, alimentos terrestres,
todas las dicotomías: el Yin y el Yang, la contemplación o la Tatigkeit, avena arrollada o perdices
faisandées, Lascaux o Mathieu, qué hamaca de palabras, qué dialéctica de bolsillo con
tormentas en piyama y cataclismos de living room. El solo hecho de interrogarse sobre la
posible elección vicia y enturbia lo elegible. Que sí, que no, que en esta está... Parecería que
una elección no puede ser dialéctica, que su planteo la empobrece, es decir la falsea, es decir la
transforma en otra cosa. Entre el Yin y el Yang, ¿cuántos eones? Del sí al no, ¿cuántos quizá?
Todo es escritura, es decir fábula. ¿Pero de qué nos sirve la verdad que tranquiliza al
propietario honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir, escritura,
literatura, pintura, escultura, agricultura, piscicultura, todas las turas de este mundo. Los
valores, turas, la santidad, una tura, la sociedad, una tura, el amor, pura tura, la belleza, tura de
turas. En uno de sus libros, Morelli habla del napolitano que se pasó años sentado a la puerta
de su casa mirando un tornillo en el suelo. Por la noche lo juntaba y lo ponía debajo del
colchón.
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El tornillo fue primero risa, tomada de pelo, irritación comunal, junta de vecinos, signo
de violación de los deberes cívicos, finalmente, encogimiento de hombros, la paz, el tornillo fue
la paz, nadie podía pasar por la calle sin mirar de reojo el tornillo y sentir que era la paz. El tipo
murió de un síncope, y el tornillo desapareció apenas acudieron los vecinos. Uno de ellos lo
guarda, quizá lo saca en secreto y lo mira, vuelve a guardarlo y se va a la fábrica sintiendo algo
que no comprende, una oscura reprobación. Solo se calma cuando saca el tornillo y lo mira, se
queda mirándolo hasta que oye pasos y tiene que guardarlo presuroso. Morelli pensaba que el
tornillo debía ser otra cosa, un dios o algo así. Solución demasiado fácil. Quizá el error estuviera
en aceptar que ese objeto era un tornillo por el hecho de que tenía la forma de un tornillo.
Picasso toma un auto de juguete y lo convierte en el mentón de un cinocéfalo. A lo mejor el
napolitano era un idiota, pero también pudo ser el inventor de un mundo. Del tornillo a un ojo,
de un ojo a una estrella... ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la
invención, es decir, el tornillo o el auto de juguete. Así es cómo París nos destruye despacio,
deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con
su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos. Nos arde un
fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de la raza, una ciudad que es el Gran
Tornillo, la horrible aguja con su ojo nocturno por donde corre el hilo del Sena, máquina de
torturas como puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en
nuestra obra, fabuloso honor mortal, alto desafío del fénix. Nadie nos curará del fuego sordo,
del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette. Incurables, perfectamente
incurables, elegimos por tura el Gran Tornillo, nos inclinamos sobre él, entramos en él,
volvemos a inventarlo cada día, a cada mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en
las madrugadas de la Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera,
quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro
esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no; o el no sin el sí, el día sin Manes, sin
Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta.

Julio Cortázar
(argentino)
(fragmento)

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