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La seguridad pública

en México

José Elías Romero Apis

Documento extraído de:


Romero Apis, J. E. (2002). La seguridad pública en México. En P.J.
Peñaloza, y M. A. Garza Salinas (Coords.). Los desafíos de la seguri-
dad pública en México (pp. 275-285). Recuperado de http://ru.juridi-
cas.unam.mx/xmlui/handle/123456789/9387
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LA SEGURIDAD PÚBLICA EN MÉXICO

José Elías Romero Apis

EL SÍNTOMA DE LA DELINCUENCIA

En el ámbito gubernamental y en el de las agrupaciones de la sociedad civil


se formulan a diario planteamientos y demandas respecto al tema de la
inseguridad pública y de la delincuencia. Desde luego, es muy legítimo que
existan y se manifiesten las preocupaciones derivadas de un problema que
se ha constituido en el más grave de los que aquejan a la sociedad mexica-
na. Es oportuno repetir, una vez más, la preocupación de que ante un pro-
blema tan grave podamos actuar orillados por el temor, que es mal consejero;
por la irreflexión, que es mala promotora; por el protagonismo, que es mal
socio; por la imitación, que es mala amiga o por el interés, que es mal amo.
Ramiro de Maeztú ha dicho que “el hombre ha luchado primordial-
mente por el poder, por la riqueza y por la seguridad”. En La crisis del
humanismo resume sus reflexiones acerca de Cratología, las cuales expo-
ne amplia y magistralmente en su obra hoy clásica. Para él los humanos –
en lo individual y en lo colectivo– nos hemos movido históricamente
impulsados por el temor manifestado en múltiples concreciones. El miedo a
ser víctima de abusos se convierte en ansia de poder, la manera más anti-
gua de ser inmune contra la arbitrariedad, antes del advenimiento –relati-
vamente reciente– del escudo de la legalidad. El miedo al hambre y a la
carencia motiva el apetito de riqueza. Y el miedo a ser lastimado y a la
muerte incita a la búsqueda de la seguridad.
Estas búsquedas –dice– son prioritarias a la del amor –frecuente-
mente menospreciada–, a la de la salud –usualmente relegada– y a la del
prestigio –muchas veces tergiversada–.
El asunto tiene muchas facetas de indiscutible actualidad. En particu-
lar, lo concerniente a la seguridad. México ha vivido y vive tiempos difíciles

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en torno a este problema. Somos los mexicanos de hoy una sociedad ate-
morizada y, prácticamente, amedrentada ante una ola delincuencial que ha
crecido, no quiero discutir si en la estadística pero sí en: presencia,
conspicuidad, violencia, sofisticación, organización, perversidad, versatili-
dad, innovación, cinismo, suficiencia, prepotencia y arraigo. Hasta allí, en
lo que se ve. Reservemos cualquier comentario o suposición acerca de lo
que –como en los icebergs– no está a la vista.
Hemos vivido –vivimos– tiempos de penumbra que nos han hecho
ver con temor el futuro de nuestra calidad de vida frente a la inseguridad y
frente al delito. Nuestra era ha puesto a prueba nuestra capacidad de resis-
tencia ante la agresión, ante la violencia y, finalmente, ante el peor acompa-
ñante de los humanos: el miedo. Para nuestro mal se ha visto flaquear
nuestra fortaleza y ya no estamos seguros de nuestros límites para sopor-
tar. Hay instantes –no se puede negar– en que sentimos que nos están
venciendo y, lo que es peor, que nos estamos venciendo. El cansancio nos
lleva al fastidio y éste al abandono, con el cual se inicia la decadencia
formidable e irreversible.
Demandamos medidas que oxigenen nuestra confianza o, por lo me-
nos –que es mucho– nuestra esperanza. Que nos digan que no estamos
vencidos y que vamos a la carga. Que nos alienten en un momento –quizá
el último– en el que todavía hay oportunidad.
Es una cuestión y un problema que obligan a hablar con sinceridad,
con madurez y con valentía. Planteando un diagnóstico certero, y cierto es
que un diagnóstico no es la cura pero sin él no hay solución. Un buen
diagnóstico no es todo, pero de ninguna manera es poco.
Debemos reconocer que en algunos aspectos hemos fallado, aunque
no de manera irremediable. Debe reivindicarse una responsabilidad del
Estado que de ninguna manera se rehuye, pero que es muy necesario e
ineludible reconocer que no es exclusiva. Que este compromiso desborda
los espacios de actuación de la autoridad y compromete profundamente a
la sociedad civil.
En fin, estamos obligados a colocarnos a la ofensiva –quizá por pri-
mera vez–, frente al problema más generalizado de nuestro tiempo. No
existe, virtualmente, ningún mexicano que no esté expuesto o que no haya
sido víctima de actos delictivos. Igual que la contaminación, la inseguridad
es un problema que no excluye a ninguna clase social; ni a ninguna zona.

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LA SEGURIDAD PÚBLICA EN MÉXICO 277

EL DIAGNÓSTICO INEXISTENTE

La seguridad en México se deterioró en cincuenta años, en un proceso


constante y acumulativo, no en un incidente instantáneo y único. Las ca-
racterísticas básicas de la violencia delincuencial actual son cinco: incorpo-
ración de nuevas tecnologías, fuerte dosis de violencia, alto grado de desafío,
amplia organización y alta virulencia.
En cuanto a causas generatrices de la violencia en México, los espe-
cialistas han señalado más de medio centenar. De esas causas se han
mencionado como las más sobresalientes algunas, como las históricas: frus-
traciones ancestrales, composición étnica de la población, predisposición
congénita, condiciones geográficas, alteraciones climatológicas. Otras más
de naturaleza económica: desarrollo económico desigual, desempleo o
subempleo, falta de expectativas profesionales, insuficiencia retributiva del
salario, nuevos patrones de consumo. Algunas de índole social: deficiente
planeación urbana, sobrepoblación, mala canalización del ocio, disgrega-
ción familiar. Otras más de orden político-administrativas, tales como: co-
rrupción, incompetencia policial, abandono presupuestal, abandono
administrativo, falta de voluntad política para combatir la delincuencia, in-
suficiencia de centros de readaptación social, benevolencia de las penas,
deficiente legislación, procedimientos en materia penal, tortuosos e incom-
prensibles. También se han señalado algunas de naturaleza cultural: bajo
nivel educativo, cultura de impunidad, crisis de valores, promoción de la
violencia a través de los medios, e inclusive algunas tesis casi místicas que
lo atribuyen a una era apocalíptica, preludio a la destrucción final.
Lo trascendente y preocupante de lo anterior es que no existe un
diagnóstico global ni preciso del origen del problema a partir del cual pudie-
ra establecerse un plan de acción sobre bases ciertas y sólidas. Esto induce
a actuar sobre hipótesis empíricas que, frecuentemente, son erráticas,
mutantes y subjetivas, con el consecuente desperdicio irreparable de re-
cursos y, más grave aún, de tiempo. Lo cierto y seguro es que no se trata
sólo de un problema policial o ministerial, sino de algo de una complejidad
mucho más trascendente, donde la gendarmería es una respuesta momen-
tánea que no será la solución fundamental.
Vivimos en una era de violencia con la cual convivimos de cerca en
más de una manera. Se ha dicho que cualquier joven de 14 años de edad ha
presenciado once mil homicidios televisados. Tan sólo esta mínima porción
del problema indica que no se trata nada más de un problema de policía,
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sino de: educación, difusión, temperamento, orientación, administración, ci-


vilización y voluntad política.
Por ello, para tratar el fenómeno delictivo debe tenerse muy claro
que se trata de un problema estructural, como lo muestran las estadísticas
y los aspectos cualitativos de los delitos de mayor incidencia. Es decir,
invirtiendo la proposición, no es un problema coyuntural y, por tanto, no se
puede ni debe combatirse con soluciones que atiendan a la seducción de las
medidas draconianas, como tampoco a las que ofrezcan resultados obser-
vables a largo plazo, porque puede ser demasiado tarde.
Es necesario reconocer con objetividad la magnitud del problema de
la delincuencia, así como las medidas y acciones por realizar para comba-
tirla eficazmente. Demanda la participación social, además, por supuesto,
de quien tiene la responsabilidad de procurar la justicia y de quien debe
realizar labores de prevención. Hasta ahora, ver el combate a la delincuen-
cia como algo externo, ajeno a cada uno de nosotros, ha propiciado la falta
de coherencia en muchos de los programas puestos en marcha, porque se
ha llegado al extremo de considerar que quienes combaten a los delincuen-
tes son tan peligrosos para la sociedad como éstos mismos. Por ello, debe
insistirse en la toma de conciencia de que la delincuencia es un problema
que aqueja a la sociedad, que es parte de su propia dinámica y, precisamen-
te por esto, la sociedad misma debe curar los males que le afectan.
Para hacer un pronóstico del combate a la delincuencia es necesario
considerar cuatro preguntas: ¿Se puede ganar? ¿Quién va a ganar? ¿Cómo
se va a ganar? ¿Cuándo se va a ganar?.
En todo el esquema propositivo sobre la materia se han estudiado, en
muy diversos foros, algunas medidas que van desde las aceptables hasta
las repugnantes. Hay que verlas todas con mucho cuidado y con gran pru-
dencia, sin pasividad ni apatía.
Ellas son: pago de informantes, utilización de señuelos, infiltración de
personas, operaciones encubiertas, reversión de la carga de la prueba, in-
tercepción de comunicaciones, fama pública, responsabilidad solidaria, res-
ponsabilidad subsidiaria, supresión de la libertad preparatoria, supresión de
la remisión parcial de la pena, testigos convenidos, compensaciones proce-
sales, beneficios confesionales, fueros policiales, cazadores de cabezas,
delitos provocados, acusación abierta, testigos de oídas, acusación plena
hasta conclusiones, trascendencia de las penas, decomiso global, tipos abier-
tos, pruebas no contradecibles, inaccesibilidad al amparo, prisión a disposi-
ción de la fiscalía, jueces anónimos, militarización de la investigación,
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LA SEGURIDAD PÚBLICA EN MÉXICO 279

pistolización general, fiscalía inmune, moratoria de derechos humanos, sus-


pensión de garantías y aplicación de pena capital.
Debe tenerse cuidado con todo ello. Bien dijo Martin Luther King:
“lo peor no es el activo ímpetu de los malos, sino el temor y la impaciencia
de los buenos”.

LA DIMENSIÓN DEL CRIMEN

Tenemos que reconocer que el problema de la inseguridad no es nuevo,


aunque la memoria –dulce amiga– ayuda a olvidar los momentos difíciles.
Si se midiera el tiempo por sexenios –como suele medirse en México– se
puede recordar que en la campaña presidencial de 1988 el planteamiento
más recurrente, sobre todo en las urbes, fue el de la seguridad pública. Seis
años después, en 1994, el tema capital fue el mismo. Allí están las
hemerotecas, los discursos de oferta electoral, las plataformas de partido y
los planes de acción, si acaso alguien duda de sus recuerdos. De nueva
cuenta, una vez más, en 2000 este mismo fue el tema central de las campa-
ñas políticas. Esto, por sí solo, da cuenta de un problema que se ha prolon-
gado en el tiempo, que quizá se ha incrementado y que ha cobrado matices
de complicación múltiple que lo han vuelto estructural.
En la sociedad mexicana el delito se ha vuelto un fenómeno cuya
materia es más cercana a la sociología que a la psicología. Más relaciona-
do con lo social que con lo individual. Y más vinculado al comportamiento
de grandes grupos integrados por cientos de miles de hombres y no sola-
mente al perfil de bandidos aislados, legendarizados e inclusive idealizados.
Las medidas tradicionales de prevención, investigación y castigo,
que quizá fueron útiles en otros tiempos y en sociedades pequeñas, modes-
tas, simples e intimidables, hoy resultan obsoletas ante la complejidad del
fenómeno. Las macrocifras de esta crisis confirman su magnitud agobiante.
En México se registran anualmente casi 2 millones de delitos, con-
siderando sólo los denunciados. Algunos de los más respetados especia-
listas en la estadística criminológica, como Rafael Ruiz Harrel, suponen
que la cifra de lo no denunciado puede ser de lo doble o del triple. Sin
embargo, la capacidad total de investigación criminal de la nación mexi-
cana es tan sólo de 8 por ciento. Es decir, tan sólo podríamos investigar
160 mil delitos al año. A ello hay que agregar que solamente podemos
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enjuiciar 80 mil casos al año. Ese es, hoy, el tamaño de nuestro problema
y el tamaño de nuestra capacidad.
Pero, por otra parte, esos delitos no son cometidos por un solo indivi-
duo, sino por muchos. Si cada delincuente cometiera cinco delitos al año
estaríamos hablando de 400 mil delincuentes al año y nuestros espacios
penitenciarios totales son alrededor de 100 mil, por lo tanto muy insuficien-
tes para recluir a todos.
El asunto gira en varios círculos viciosos. Uno de ellos es que no
tenemos capacidad para prevenir todos los delitos. Por lo tanto, se cometen
muchos delitos y se rebasa nuestra capacidad de investigarlos. Y al no
investigarlos no podemos castigarlos. Por último, al no castigarlos se vuel-
ven a cometer otros delitos.
Otro de los círculos es que las autoridades necesitan más facultades,
pero como no se han hecho dignas de ellas y a diario caen en desprestigio
no se las conferimos. Nos movemos entre dos grandes temores: el miedo a
la delincuencia y el miedo a la autoridad. Luis Marín decía que los pueblos
latinoamericanos –a diferencia de los sajones– hemos enfrentado una gran
dificultad histórica y temperamental para hacer coincidir el orden con la
libertad y, por ello, nos hemos movido a través del tiempo en espacios de
mucho orden y poca libertad o en espacios de mucha libertad y poco orden.
Uno de los casos actuales sorprendentes en materia de abatimiento
de los índices de inseguridad han sido el de Nueva York –en la Unión
Americana– donde Rudolph Giuliani apostó a una solución eminentemente
policial: cero tolerancia, restricción de libertades ciudadanas, ampliación de
libertades policiales, mucho equipamiento, alta tecnificación, vigilancia cons-
picua y secreta, semiespionaje, ojos escondidos, oídos escondidos y mu-
chos otros similares. Los resultados fueron buenos, muy buenos. El precio,
únicamente los neoyorkinos lo sabrán en el futuro.
Así podríamos hablar de decenas de círculos viciosos en el escena-
rio de la seguridad pública y de la procuración de justicia. El caso es que su
ruptura debe ser simultánea y urgente porque la complejidad del problema
lo ha vuelto estructural. Tiene que ver con: vicios históricos, causas econó-
micas, desigualdad, desempleo, falta de expectativas profesionales, insufi-
ciencia retributiva del salario, nuevos patrones de consumo, deficiente
planeación urbana, sobrepoblación, mala canalización del ocio, disgrega-
ción familiar, corrupción pública, incompetencia policial, abandono
presupuestal y administrativo, falta de voluntad política, insuficiencia del
sistema de readaptación, benevolencia de las penas, deficiente legislación
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LA SEGURIDAD PÚBLICA EN MÉXICO 281

procesal, bajos niveles educativos, cultura de ilegalidad y de impunidad,


promoción de la violencia, crisis de valores y, muy por encima de todo ello,
con la ausencia de políticas y acciones integrales sobre la materia.

EL MIEDO Y LA SEGURIDAD

Es imperativo que el Estado y la sociedad civil tengan a la seguridad como


uno de los temas de mayor prioridad en sus agendas. En México quizá
debamos apostar a un esquema de solución integral y de fondo que va
desde la prevención del delito, pasa por la procuración de justicia, prosigue
en su impartición y culmina con el sistema de readaptación social.
El esfuerzo tiene que enfocarse a la remisión de problemas detecta-
dos en un profundo diagnóstico: estrechez de las instituciones, desarticula-
ción orgánica y funcional, carencia de sistemas, precariedad del sistema de
control, corrupción en los bajos niveles operativos, timidez de actuaciones,
falta de inteligencia institucional, deficiente investigación de los delitos, mala
atención ciudadana, carencia de un diagnóstico de la situación delictiva y
de las causas criminógenas, leyes obsoletas, anticuadas, inaplicables, com-
plicadas, lentas e imprecisas y desprestigio global de las instituciones, muy
dotadas de mala fama, de mala apariencia y de mala compañía.
Hay que elaborar un programa emergente dirigido de manera pri-
mordial a: profesionalizar el servicio público, especialización de la investi-
gación de los delitos, creación de estructuras contemporáneas y novedosas,
participación ciudadana, generación de una cultura de prevención, mayor
atención victimológica, ampliación de los servicios a la comunidad, mayor
orden administrativo, impulso en la modernización tecnológica, posibilidad
de mejores salarios y prestaciones, crear cuadros directivos de mayor ca-
lidad, mejor sustentación y mayor agilización del proceso y a la moderniza-
ción del sistema de readaptación social.
Por lo tanto, es necesario corregir vicios y deficiencias que se tradu-
cen en conductas desvaloradas que actualmente no se castigan. En otras
que, por lo contrario, se castigan sin correspondencia con una descalifica-
ción ética. En sanciones incongruentes, por extrema dureza o extrema blan-
dura con los bienes jurídicos tutelados y agraviados. En agravantes y
atenuantes mal relacionadas con los medios y circunstancias comisivas. En
penas sustitutivas que no se aplican. En una sobrepenalización de la vida
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jurídica, muchas veces indebidamente supletoria de las deficiencias o


incapacidades aplicativas a otras áreas normativas.
Para eso también se necesita un proceso más ágil, más equilibrado y
más certero. Prosigamos en nuestras preocupaciones por un sistema de
protección al individuo y a sus derechos fundamentales que no devenga en
espacios de inseguridad ante la violencia y al delito. Busquemos mayor
presencia de inculpados y ofendidos dentro del procedimiento, de mejorar
su entroncamiento con el ejercicio de la misma. En fin, adoptemos una
posición frontal ante el crimen organizado y las consecuencias secundarias
que ello entraña.

LA MUTACIÓN DE LOS HOMBRES

En nuestros días, el concepto de crimen organizado se refiere a la estructu-


ra de grandes grupos dedicados a actividades ilícitas, establecidos como
grandes corporaciones de carácter agropecuario, industrial, comercial y
financiero, a través de las cuales se ocultan operaciones criminales.
Esta forma corporativa implica una estructura directiva, cuadros
operativos, acervo tecnológico, ciclos de financiamiento, relación con otras
corporaciones criminales, programas de expansión, jefaturas de proyecto,
capacitación y desarrollo de personal, actividades de reclutamiento y con-
trol interno. En fin, todo aquello que podría tener cualquier gran corpora-
ción lícita.
Se advierte claramente la diferencia entre la organización criminal y
otras formas rudimentarias de asociación delictuosa como la pandilla. Los
distingos no sólo tienen que ver con su alcance, sino con su permanencia,
con su complejidad estructural y su nefasto profesionalismo.
Pero, además, tiene otros ingredientes de distinción. Quizá el más
exclusivo y el más peligroso es su mimetismo. En muchas latitudes, las
organizaciones criminales cuentan entre sus activistas con personas dedi-
cadas profesionalmente a giros lícitos, tales como: comercio, banca, tecno-
logía, comunicación y política. Esta capacidad mimética es una de sus
fortalezas más inexpugnables y más estratégicas.
Si se observara a los actuales capitanes de la delincuencia organiza-
da en México –pensemos en los que están presos– se puede advertir en
ellos características comunes: imagen de rudeza, escasa escolaridad, habi-
lidad gatillera, perfil de hombres formados a sí mismos. Pero la siguiente
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LA SEGURIDAD PÚBLICA EN MÉXICO 283

generación de capitanes del crimen –y no necesariamente me refiero a sus


descendientes biológicos, sino a sus sucesores organizacionales– serán
sustancialmente distintos y mucho más miméticos.
En 20 años –acaso en 10– los capos mexicanos serán como noso-
tros: tendrán respetabilidad, postgrados universitarios y un lugar en la so-
ciedad. Muchos de ellos habrán sido –o serán–compañeros nuestros de
escuela, de club o de trabajo.
¿Por qué lo decimos? Sencillamente, porque la grande y creciente
complejidad de estas organizaciones lo reclama. Como ejemplo, recordemos
que una organización criminal mexicana, cuyo jefe está preso, contaba entre
sus operarios con entre 25 y 37 mil individuos. Es decir, se trataba de una
organización del tamaño de cualquiera de los dos grandes bancos mexicanos.
Esto nos obliga a pensar que en el futuro no se escogerá para cuidar
organizaciones de esa complejidad al mismo individuo que se escoge para
cuidar una puerta o una aeropista, así como no se escoge para lavar su
dinero al mismo sujeto que para lavar su automóvil.
Conviene recordar el itinerario histórico en otras latitudes. Durante
los años treinta, en Estados Unidos, la prohibición hizo florecer organiza-
ciones ilícitas formadas por individuos como los hombres que hemos des-
crito. Hoy, 70 años después, sus sucesores tienen tres generaciones de ser
ricos y de contar con lo que el dinero da: educación, posición, renombre y
mando. Quizá ellos mismos no tengan armas, ni saben utilizarlas, ni lo nece-
sitan. Ellos ya no son ejecutores; ahora son ejecutivos. Los ejecutores que
trabajan para ellos ni los conocen, ni saben para quién trabajan. En materia
de crimen nunca ha habido en la historia un mimetismo más extremo.
En muchos países el crimen organizado significa muy diversas espe-
cialidades: tráfico de armas, subversión profesional, terrorismo, espionaje,
contrabando, defraudación fiscal, lavado de dinero, juego, piratería intelec-
tual y de patentes, robo de obras de arte, delitos financieros, fraudes colec-
tivos, delincuencia cibernética, uso indebido de telecomunicaciones, tráfico
de vehículos, venta de protección, comercio de órganos, tráfico de niños,
prostitución, robo de patrimonio histórico y otras más.
En México, al hablar del crimen organizado, lo hemos entendido fun-
damentalmente como narcotráfico. Es cierto que el narcotráfico y la
farmacodependencia parecieran ser un signo inequívoco de los tiempos
actuales, una característica de esta era que puede convertirse además en
el sello de una o de varias generaciones. Pero, más allá de estas razones,
no debemos restringir el concepto a esta especialidad.
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284 JOSÉ ELÍAS ROMERO APIS

LA TRANSFORMACIÓN DE LOS CRÍMENES

Bastó una década para modificar el panorama del narcotráfico y la


farmacodependencia en términos objetivamente alarmantes. Hacia 1982 el
tráfico internacional de algunos narcóticos, como la cocaína, se contaba
por gramos, se desplazaba en vehículos comerciales y ocultos en la más
variada sofisticación de artículos y prendas de uso común. Ya para 1992
ese microtráfico era historia olvidada y la leyenda lejana, ante el embate de
un tráfico internacional que en los tiempos actuales se cuantifica todos los
días en toneladas, que se desplaza en turboaviones particulares y con la
conspicuidad que da la tecnología asociada con la corrosión moral.
Desde luego, las respuestas del Estado han sido intensas, versátiles
y vertiginosas. En el mismo periodo se pasó de la revisión de maletines a la
persecución aérea. De los esfuerzos internos aislados a la cada vez más
intensa colaboración multinacional. De su conceptualización como un asunto
de policía a su enfoque ineludible como un problema de Estado.
El desafío de la humanidad, en este sentido, no tiene precedente en
la lucha contra el crimen. Nunca antes los hombres se habían enfrentado a
un fenómeno delincuencial con capacidad organizativa para operar, simul-
táneamente, en todo un continente o en más de uno; con recursos que, en
ocasiones, superan la capacidad financiera de los países donde actúa, y
con una penetración en las esferas del poder y del dinero hasta ahora
incomparable.
En muchos países la movilización pública ha implicado en términos
cuantitativos de individuos y de recursos, lo que sólo reclamaría un estado
de guerra. El reciclaje de los excedentes financieros del narcotráfico ha
producido una acumulación de riqueza ilícita, estacionada en los principales
centros financieros, y una capacidad de incremento productivo que determi-
na alarmantes estancos de droga. Es razonable estimar que la oferta para
satisfacer la demanda ilícita de estupefacientes de los próximos cuatro o
cinco años ya está producida, almacenada y dispuesta para su distribución.
Son importantes los esfuerzos que las naciones han realizado contra
este mal universal. Pero no es superfluo reflexionar, una vez más, en la
necesidad de una actitud cada vez más decidida que se resuelva por lo
menos en la vertiente de la concientización, de la regulación y del funciona-
miento de las sociedades y los gobiernos.
Se necesita fortalecer nuestra conciencia frente al asunto. Debe-
mos tener claro que la lucha contra el crimen organizado es en serio. Es
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LA SEGURIDAD PÚBLICA EN MÉXICO 285

una lucha total y global. Total, porque no existe espacio del interés colecti-
vo que no se vea amenazado por las organizaciones criminales del
narcotráfico: salud, economía, cultura, seguridad pública, seguridad nacio-
nal, Estado de derecho, integración familiar y estructura de valores, entre
otros.
Global, porque nadie es ajeno ni inmune a sus riesgos y daños. Sin
embargo, frente a las cuestiones del narcotráfico, todavía existe en algunos
segmentos de la población algo así como un síndrome de Atlántida: creen
que sucede en otro lugar, en otro tiempo, quizá en otra dimensión, pero no
en México. La verdad es que la lucha contra el narcotráfico se libra en
nuestro territorio, en nuestra sociedad, en nuestros días. Vamos, cerca de
nosotros.
De ahí la necesidad imperiosa de que el Estado asuma las posibilida-
des para una respuesta adecuada. En ella deben protegerse los derechos
fundamentales del individuo y de la sociedad. Pero además debe lograrse
la eficiencia necesaria para el combate externo contra el crimen. No basta
un Estado que no haga daño. Se necesita, además, que haga el bien. No es
suficiente un Estado inocuo; es imprescindible un Estado idóneo.
En una ocasión el juez italiano Giovanni Falcone señaló que no se
puede combatir el crimen organizado de manera desorganizada. Esto en-
cierra una lógica incuestionable.
Podemos agregar que en la lucha de la ley contra el crimen no existe
ni el vacío ni la tierra de nadie. La tierra de nadie es una creación fantástica
de los ingenuos. El espacio que no ocupa la ley lo ocupa el crimen, pero no
queda vacío. No debemos caer ni en la complacencia ni en la inconsciencia
que nos hagan ceder los espacios de la ley, cuya recuperación cuesta mu-
cho tiempo, mucho esfuerzo y mucho sufrimiento.

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