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Los derechos humanos son derechos inherentes a todos los seres humanos, sin
distinción alguna de nacionalidad, lugar de residencia, sexo, origen nacional o
étnico, color, religión, lengua, o cualquier otra condición. Todos tenemos los
mismos derechos humanos, sin discriminación alguna. Estos derechos son
interrelacionados, interdependientes e indivisibles.
Derecho a la vida
Toda persona tiene derecho a que su vida sea respetada. Este derecho debe
conceptualizarse en dos sentidos:
a) Como una obligación para el Estado de respetar la vida dentro del ejercicio
de sus funciones;
b) Como una limitación al actuar de los particulares, para que ninguna persona
prive de la vida a otra.
Derecho a la igualdad y prohibición de discriminación
Todas las personas tienen derecho a gozar y disfrutar de la misma manera los
derechos reconocidos por la Constitución, los tratados internacionales y las
leyes.
Se prohíbe toda exclusión o trato diferenciado motivado por razones del
origen étnico o nacional, género, edad, discapacidades, condición social,
condiciones de salud, religión, opiniones, preferencias sexuales, estado civil o
cualquier otra que atente contra la dignidad
humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de
las personas.
De igual manera, queda prohibida toda práctica de exclusión que tenga por
objeto impedir o anular el reconocimiento o ejercicio de los derechos
humanos consagrados en nuestro orden jurídico.
En México los títulos de nobleza, privilegios u honores hereditarios no
tendrán validez.
Igualdad entre mujeres y hombres
Todas las personas gozan los mismos derechos sin importar su sexo o género.
El Estado establecerá las acciones necesarias que garanticen a las mujeres la
erradicación de la violencia y el acceso a las mismas oportunidades e igualdad
en todos los ámbitos de la vida pública y privada.
Igualdad ante la ley
Todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en la
Constitución, en los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano
sea parte, y en las leyes que de ellos deriven.
Todas las personas son iguales ante la ley. El contenido de la ley deberá
atender a las circunstancias propias de cada persona a fin de crear condiciones
que permitan el acceso a su protección en condiciones igualdad.
Ninguna persona puede ser juzgada por leyes o tribunales creados
especialmente para su caso.
Libertad de la persona
En nuestro país se prohíbe la esclavitud en cualquiera de sus formas y toda
persona extranjera que llegue a nuestro territorio con esa condición, recobrará
su libertad y gozará de la protección de las leyes mexicanas.
Así también, están prohibidos los trabajos forzosos y gratuitos o no pagados,
por lo que nadie puede ser obligado a prestar trabajos contra su voluntad y sin
recibir un pago justo.
Derecho a la integridad y seguridad personales
Toda persona tiene el derecho a que el Estado respete su integridad física,
moral y psíquica. La Constitución prohíbe las penas de muerte, de mutilación,
de infamia, la marca, los azotes, los palos, el tormento de cualquier especie, la
multa excesiva, la confiscación de bienes y cualesquiera otras penas inusitadas
y trascendentales.
Existe una protección especial de este derecho en la prohibición de infligir
tortura o malos tratos, tratos crueles, inhumanos o degradantes.
Libertad de expresión
Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y expresión. Este
derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e
ideas, ya sea oralmente, por escrito, o a través de las nuevas tecnologías de la
información; además, no puede estar sujeto a censura previa sino a
responsabilidades ulteriores expresamente fijadas por la ley.
No se puede restringir el derecho de expresión por medios indirectos, como el
abuso de controles oficiales o particulares del papel para periódicos; de
frecuencias radioeléctricas; de enseres y aparatos usados en la difusión de
información; mediante la utilización del derecho penal o por cualquier medio
encaminado a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones.
En primer lugar, las herejías de esta época tenían un carácter diferente a las anteriores. El
problema dogmático que planteaban era de menor importancia que el problema social. Los
herejes a los que combatía la Inquisición actuaban mancomunadamente, clandestinamente, con
el fin de socavar los cimientos de la sociedad. En muchos casos constituían ejércitos, asaltaban
iglesias y robaban, asesinaban, incluso a los legados pontificios o a los inquisidores, como san
Pedro de Verona.
Este asesinato dio lugar a una bella historia que nos muestra cuál era el comportamiento de la
Iglesia con respecto a los herejes arrepentidos. San Pedro fue hasta su conversión cátaro. Su
asesino, Carimo da Balsamo, se arrepintió tras su crimen y se confesó con el prior del convento
de Forli de los dominicos, la misma orden a la que pertenecía el asesinado. Allí fue acogido y
allí murió en olor de santidad. Hoy se lo venera como beato.
La principal y más peligrosa secta herética de la época fue la de los cátaros. Su doctrina era de
tipo maniqueo; partía de la dualidad radical entre el espíritu, bueno, y la materia, mala;
planteaba la eliminación de la Iglesia como institución, la desaparición del matrimonio, aunque
admitía el concubinato, pues no tenía como fin la procreación; condenaba los juramentos, con lo
cual suprimía toda posibilidad de celebrar contratos y de realizar operaciones económicas.
Muchos nobles, sobre todo en el sur de Francia, enseguida vieron el potencial que esto
representaba para incrementar sus posesiones a base de apropiarse de los bienes de la Iglesia.
Las autoridades seculares, por su parte, se habían encargado de reprimir a los herejes ya
desde la época de Diocleciano, quien no solo persiguió a los cristianos, sino también a los
maniqueos. Aquellas leyes pasaron a los códigos de los pueblos bárbaros y, con el resurgir de
las herejías violentas, entraron nuevamente en vigor durante los siglos XII y XIII y fueron
usadas por los tribunales de los diversos señores.
El Papa tuvo que establecer un tribunal que dependiese de él para mantener la libertad de la
Iglesia, y de esa forma dio la seguridad de un proceso justo.
Como dice monseñor Douais, la Iglesia tenía la obligación de proteger al hereje y, por ello,
la de sustraerlo de las violencias a las que estaba expuesto, es decir, a los actos de salvajismo
de la población y a la confiscación arbitraria de sus bienes por un juez secular al servicio de un
señor avariento. La Iglesia no tenía otro medio de protegerlo que perseguir ella misma el delito
de herejía.