Si una de ellas desaparece, la visión del mundo sigue siendo a
pesar de todo una visión total y coherente. La evidencia del enfermo es inaccesible a todo razonamiento puesto que, para él, es una imagen tan evidente y coherente como lo es para el daltónico un mundo sin el color rojo, o como lo es para todos nosotros un mundo sin ultravioletas. Lo mismo ocurre con nuestros relatos íntimos y sociales, donde cada elemento del rompecabezas de nuestra identidad puesto en evidencia por nuestras relaciones y nuestras intenciones compone un conjunto coherente y evidente para uno de esos relatos, aunque no forzosamente habrá de serlo para el otro. Es pues concebible que un niño maltratado o traumatizado conserve huellas en su memoria. Sin embargo, estas huellas difieren por su naturaleza de los recuerdos con los que compone sus relatos. La huella depende de las informaciones que recibe de su medio, mientras que el relato depende de las relaciones que establece con su entorno. La huella es una impresión biológica, el relato es una conciencia compartida. De este modo, los recuerdos traumáticos no tienen la misma forma que los recuerdos ordinarios. Los paracaidistas se ponen a prueba para «obtener una victoria sobre sí mismos». En el momento en que piensan: «Voy a tener que lanzarme al vacío para alcanzar ese punto minúsculo, allí abajo», experimentan una emoción muy fuerte. Sin embargo, es la representación de lo que va ocurrir la que provoca su estrés puesto que, cuando no tienen que saltar, miran por el ojo de buey y perciben el mismo paisaje con total tranquilidad. Para precisar esta noción, dos psiquiatras militares realizaron un enérgico experimento: en el momento en el que el paracaidista se prepara para saltar, un experimentador le propina una descarga eléctrica en el muslo, descarga cuya intensidad y duración se ha medido con anterioridad de modo que la sensación percibida sea próxima al dolor. Cuando el paracaidista llega al suelo, otro psiquiatra le interroga y le pregunta si ha sentido algo desagradable antes de saltar. Todos los paracaidistas afirman que no han sentido nada. El sentimiento que provoca la inminencia del salto, al monopolizar su conciencia, ha embotado el resto de las percepciones. 119 Este experimento ilustra la forma que adquieren los recuerdos traumáticos: la representación es tan fuerte que captura la conciencia, y la hiperclari dad de algunos detalles significativos ensombrece todo el resto de percepciones. Los paracaidistas se encuentran en una situación análoga a la de los heminegligentes. Pero esta vez, lo que provoca la restricción sensorial no es una alteración cerebral, es una representación tan poderosa que avasalla su conciencia. Los recuerdos ordinarios adoptan otra forma. Un niño que haya alcanzado un desarrollo pleno también tendrá huellas cerebrales. La cámara de positrones revela que un alumno que aprende a tocar el violín, a hablar varias lenguas o a practicar un deporte no trabaja las mismas zonas de su cerebro. 120 Estas huellas constituyen un entrenamiento más que un recuerdo. Lo que hace que un acontecimiento permanezca en la memoria como recuerdo es la emoción provocada por la relación que se produce en un contexto humano, y el significado que adquiere este episodio en la historia personal. Los niños aislados se desarrollan en el interior de una enorme laguna de memoria. Para ellos, nada adquiere categoría de recuerdo pues, privados de toda relación, viven en un mundo pobre en acontecimientos. Por consiguiente, lo que compone nuestra identidad narrativa se hace posible gracias a las relaciones. Tal como las figuras de vínculo afectivo hacen destacar los objetos que resultan sobresalientes para nosotros, los discursos sociales ponen de relieve los argumentos de los acontecimientos que constituyen el rompecabezas de nuestra identidad. Y sin esto, no habría autobiografía. Sin embargo, en mi autobiografía, narro el carácter destacado de los objetos y de los acontecimientos que mis relaciones con los demás han impregnado en mi memoria. La manera en que producimos nuestro propio relato dura tanto como dure nuestra vida, pero cambia sin parar puesto que depende de nuestros encuentros. La forma cambia, pero no el tema que permanece en nuestro fondo, expresado u oculto, y que constituye la columna vertebral de nuestra identidad.
La falsificación creadora transforma la magulladura en
organizador del Yo Un recuerdo autobiográfico con el que se ha procedido a una gene- ralización excesiva121 se convierte de este modo en el paradigma de nuestra andadura en la existencia. Nuestro caminar, 122 como un lucero del alba, señala la dirección que orienta nuestras decisiones y vuelve probables nuestros encuentros. Un niño excesivamente estabilizado por efecto de un entorno rígido conocería un itinerario, una ruta fija, como sucedía en la época aún reciente en que el padre decidía el oficio y el matrimonio de su descendencia. Por el contrario, un niño abandonado y sin un sustituto familiar conocería una vida de vagabundeo, iría a la deriva en la dirección en que quisieran arrastrarle los acontecimientos. Entre uno y otro, un niño herido pero resiliente, conoce la andadura, como sucede con los caminantes que se dirigen hacia un objetivo, hacia un sueño, hacia un lucero del alba que les señala la dirección. Sin embargo, como los vientos les son contrarios, deben dar bordadas, alejarse del objetivo para volver a él más adelante. La vía del rodeo es frecuente en los resilientes, que, a pesar de todo, terminan por encontrar de nuevo su camino después de largas desviaciones y de meandros laboriosos. El proceso de resiliencia permite a un niño herido transformar su magulladura en un organizador del yo, a condición de que a su alrededor haya una relación que le permita realizar una metamorfosis. Cuando el niño está solo, y cuando se le hace callar, vuelve a ver su desgracia como una letanía. En ese momento queda prisionero de su memoria, fascinado por la precisión luminosa del recuerdo traumático. Sin embargo, desde el momento en que se le concede el uso de la palabra, del lápiz o de un escenario en el que pueda expresarse, aprende a descentrarse de sí mismo para dominar la imagen que intenta producir. Entonces, trabaja en su modificación adaptando sus recuerdos, haciéndolos interesantes, alegres o hermosos para volverlos aceptables. Este trabajo de recomposición de su pasado le resocializa, precisamente a él que se había visto expulsado de un grupo que no soportaba oír semejantes horrores. Pero el ajuste de los recuerdos, que asocia la per- cepción del acontecimiento a la imagen deliberadamente borrosa del contexto, le prepara para la falsificación creadora que transformará su sufrimiento en obra de arte. De una manera muy curiosa, los recuerdos de los resilientes, al asociar la precisión con la modificación creadora, resultan menos sesgados que los recuerdos de los que sufren síndromes postraumáticos. La memoria resiliente se parece a la de los novelistas que van a buscar so bre el terreno los hechos concretos con los que alimentarán su ficción. Por el contrario, la memoria traumatizada se halla prisionera, no del hecho que la ha herido, sino del despertar fantasmal que el acontecimiento ha provocado. A partir de la guerra de 1914 a 1918, John Mac Curdy, 123 uno de los primeros observadores de los síndromes postraumáticos, señalaba que la reminiscencia envenenaba la memoria de los combatientes. Ahora bien, no era una escena de combate lo que volvían a ver una y otra vez, sino una escenificación de los combates que temían. Noche tras noche, un veterano del Vietnam se veía a sí mismo ametrallando a las familias de los vietnamitas en sus cabañas. Esta tortura por intermediación de la imagen no correspondía en absoluto a la realidad, puesto que nunca había tenido ocasión de disparar un solo tiro en toda la guerra. Sin embargo, este falso recuerdo tampoco constituía una mentira, puesto que escenificaba el fantasma que había aterrado a este hombre durante la campaña militar: tener que masacrar a una familia inocente. Cuando el pequeño Bernard fue detenido por el ejercito alemán y la policía francesa, algunos voluntarios ayudaban a los soldados a agrupara los niños repartiendo entre ellos latas de leche condensada donadas por la Cruz Roja. Después de su evasión, Bernard tenía recuerdos asombrosamente precisos, confirmados cincuenta años después por los archivos y los testigos. Sin embargo, asociaba esas reminiscencias con una modificación de su memoria, una modificación en la que el niño atribuía a un oficial alemán un acto generoso que probablemente era inventado. Esta falsificación adquiría un efecto de resiliencia porque le permitía amnistiar al agresor y sobrevivir pese a todo en un mundo en el que aún podía permitirse el lujo de la esperanza. Por el contrario, durante varios decenios, cada vez que Bernard tuvo ocasión de beber leche condensada, la simple visión de la lata desencadenaba en él una curiosa angustia de muerte festiva. El objeto se convertía en algo maléfico al evocar la muerte, pero conservaba un carácter benéfico por el hecho de recordarle que había escapado a ella. La imagen puesta en la memoria no era pues la huella mnésica del acontecimiento. Era una porción de realidad que representaba el desastre: un símbolo. Cuando los traumatizados no consiguen dominar la representación del trauma, simbolizándolo por medio del dibujo, de la palabra, de la novela, del teatro o del compromiso, entonces el recuerdo se impone y captura la conciencia, haciendo volver sin cesar, no la realidad, sino la representación de una realidad que les domina. En el momento de su historia en que los niños heridos empiezan su carrera social, irán a la escuela, se harán amigos y tejerán vínculos de un estilo particular valiéndose de un temperamento moldeado por la historia de sus padres y valiéndose también de los procesos de resiliencia puestos en marcha después de la agresión. Conclusión