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Antonio Caballero
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Sin remedio
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Antonio Caballero
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Sin remedio
—Mijo.
—Mamá.
—No me llamas nunca.
—Hace un rato te llamé. No contestó nadie.
—Estaba hablando con Ernestico Espinosa.
—Siempre estás hablando con Ernestico Espinosa,
mamá. ¿De qué hablan?
—Ernestico es magnífico cardiólogo.
¿Qué era lo de su madre? ¿Hipertensión? ¿Infraten-
sión, si así se llama lo contrario?
—¿Cómo sigue tu tensión?
—Igual.
—Ah.
—No vienes nunca, mijo.
Tembló de sólo pensarlo. Una cosa es llamar a la madre
en el trance severo de la muerte, y otra muy diferente visi-
tarla. El informe saquito de huesos perfumado y pintado,
arrebujado en chales en el hondo sillón, junto a la chime-
nea siempre encendida. La alta onda gris petrificada del
cabello, el haz de tendones de la garganta aprisionado por
seis vueltas de collares de perlas. Las sirvientas almidona-
das y crujientes. Los tíos bebiendo whiskies pálidos, las
tías empecinadas en el té. Ernestico Espinosa, con per-
fil ondulado y perfumado de cardiólogo, de perla en la
corbata. Monseñor Boterito Jaramillo, con su sotana de
botones morados, perdidos en el cuello bajo su doble juego
de papadas. Ricardito Patiño, poeta de salones, eructando
su whisky con dulzura tras una larga mano desmayada,
veteada de pecas grises, rojas, violetas. Las bandejas de
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