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¿CUÁN UNÍVOCA ES LA EXPRESIÓN

«POSITIVISMO JURÍDICO»?
(FRAGMENTO)
Max Silva Abbott *

SUMARIO: 1.– Planteamiento del tema. 2.– El positivismo filosófico. 3.– Una primera aproximación
al positivismo jurídico. 4.– El positivismo normativista. 5.– El positivismo sociológico. 6.– Una
discusión nada reciente: a) El Colloquio sul Positivismo Giuridico: b) La Tavola Rotonda sul
Positivismo Giuridico. 7.– Intentando indagar en la raíz del problema. 8.– Conclusión.

1. PLANTEAMIENTO DEL TEMA

Con bastante frecuencia se da una situación que casi se ha convertido en un tópico dentro
de la Filosofía del Derecho. Consiste en que al momento de contraponer al iusnaturalismo con el
positivismo jurídico, se tiende a presentar al primero como un conglomerado de teorías confusas e
incluso opuestas entre sí, y al segundo, por el contrario, como una sólida y casi monolítica doctrina
de lo que el Derecho es.
Esto en parte es cierto y en parte no. Es cierto en el sentido que el Derecho natural ha
tenido multitud de autores que en ocasiones han llegado a conclusiones bastante diferentes. Sin ir
más lejos, para algunos de estos pensadores la sociabilidad humana es algo evidente, mientras que
para otros no (Aristóteles y Rousseau, por ejemplo). Mas, debe tenerse muy en cuenta que ambos
autores, si bien unidos bajo el mismo rótulo –’iusnaturalistas’–, pertenecen, no obstante, a dos
corrientes muy diferentes: la llamada Escuela Clásica y la Moderna (a veces denominada
igualmente ‘clásica’, nomenclatura que no se utiliza aquí), del Derecho natural, respectivamente.
Tener en cuenta esta división no sólo es correcto, sino absolutamente indispensable. A
decir verdad, la semejanza de nombres no dice relación alguna con las grandes diferencias que
existen entre ambas escuelas, fruto a su vez, de una muy distinta concepción del hombre. Tan
distintas, que no ha faltado quien, consciente de esta diferenciación, considere auténticamente
‘iusnaturalista’ sólo a la escuela Clásica.

*
Profesor de Fundamentos Filosóficos del Derecho y de Filosofía del Derecho, Universidad Católica de la
Santísima Concepción. Doctor en Derecho por la Universidad de Navarra.
Este artículo fue publicado en Revista de Derecho, Universidad Católica de la Santísima Concepción, vol. 8
(2000), pp. 185-214. Por razones de espacio, se han eliminado las notas a pie de página.
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Ahora bien, sin perjuicio que también en los últimos años se han ido descubriendo variadas
relaciones entre ambas escuelas (auténticos puentes de influencia, como en el caso de Vitoria y
Grocio), lo cierto es que pese a ello, las diferencias siguen siendo mayúsculas, lo que también ha
provocado duras críticas de una escuela a otra.
Todo lo anterior ha ocasionado un debate que sería engorroso e inútil citar aquí. Tal vez
por dicho motivo –entre otros–, muchos positivistas han dado por superada la disputa, al
considerarla una auténtica ‘cuestión bizantina’. De esta manera, en su opinión, el término
‘iusnaturalismo’ no significaría nada en particular, sino lo que se ha dicho en un comienzo: un
conglomerado de doctrinas que no pasan de tener un nombre en común y poco o nada más.
Ahora bien, si permanentemente ha sido esgrimida esta crítica de ambigüedad contra el
Derecho natural, ello debiera llevar a una conclusión que parece bastante lógica: que el
positivismo jurídico, por el contrario, no cae en dicha ambigüedad. Es decir, que a diferencia del
Derecho natural, debiera poseer una notable unidad de criterios y de significaciones al momento
de enfrentar el fenómeno jurídico. De hecho, no faltan publicaciones que presentan así las cosas,
una de las cuales, aparecida en nuestro medio recientemente, ha motivado el actual artículo.
Como se ha dicho, la anterior suposición es a primera vista lógica: si son tantas y
constantes las críticas de falta de unidad doctrinaria hechas al iusnaturalismo, se subentiende que
quien esgrime dichas críticas no debiera sufrir el mismo problema, para no contradecirse a sí
mismo. Mas esto no pasa de ser un supuesto solamente. En realidad, el nombre ‘positivismo
jurídico’ es tanto o más equívoco que el de ‘iusnaturalismo’. Por eso se apuntaba más arriba que
este auténtico ‘tópico’ de la Filosofía del Derecho, esto es, presentar de manera tan diferente a
ambas corrientes, era en parte cierto y en parte no. A demostrar esto último se dedican los
siguientes apartados.
No sólo eso: en ciertos sectores se ha comenzado, además, a contraponer no al
‘iusnaturalismo’ en general con el ‘positivismo jurídico’, sino más bien, al iusnaturalismo clásico
por un lado, y al iusnaturalismo moderno junto al positivismo jurídico, por otro. Lo anterior no
debe llamar la atención, puesto que como se ha dicho antes, la concepción del hombre que existe
entre uno y otro iusnaturalismo es absolutamente diferente. Tanto, que en el fondo, puede
considerarse al positivismo jurídico como un ‘hijo ilegítimo’ del Derecho natural racionalista.
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2. EL POSITIVISMO FILOSÓFICO

Como resulta obvio por la similitud de nombres, el positivismo jurídico es generalmente


vinculado al positivismo filosófico. De hecho, suele ocurrir que el primero es considerado una
manifestación del segundo en el ámbito específico del Derecho. Ahora bien, aún cuando una
exposición del surgimiento del positivismo filosófico escapa a los límites del presente trabajo, se
intentará dar un esbozo de sus lineamientos generales, a fin de constatar dentro de lo posible, el
grado de vinculación y continuidad que existe entre ambos.
En general, existe consenso en llamar positivismo ‘a secas’ o ‘filosófico’, al movimiento
intelectual iniciado por Comte en el siglo XIX. Su aspiración es llegar a un conocimiento
científico o ‘positivo’ –que para estos efectos es lo mismo– de la realidad. Más que buscar el ‘por
qué’ de la misma, intenta descubrir ‘cómo’ funciona. Para ello, sus esfuerzos se dirigen a buscar y
utilizar con toda fidelidad lo que considera el camino o método adecuado para arribar a un
conocimiento inobjetable. Este método utilizado es el empírico-racional, propio de la física,
considerada el paradigma de todas las ciencias.
En razón de lo anterior, puede apreciarse cómo el positivismo hunde sus raíces en los
orígenes de la modernidad, siendo un hijo directo del racionalismo. De ahí que la famosa
separación cartesiana entre res cogitans y res extensa se halle fuertemente vinculada a su manera
de pensar. Esto es evidente, si se considera que toda doctrina filosófica, cualquiera sea su clase, no
es ajena al concepto de ciencia de su época.
Ahora bien, este objetivo (llegar a un conocimiento cierto) y del camino propuesto para
lograrlo (el método empírico-racional, propio de la física), tendrán importantes consecuencias. La
principal es que la realidad estudiable científicamente se suscribirá básicamente a los fenómenos o
hechos. Esto es un fiel reflejo de lo que ocurre en la física. En efecto, ya que ésta se ha convertido
en el prototipo de toda ciencia, y en su labor ella estudia precisamente ‘fenómenos’, las demás
manifestaciones del saber tendrán que seguir su ejemplo para alcanzar su misma dignidad. De esta
manera, el positivismo acaba limitando su objeto de estudio sólo a aquella parte de la realidad que
pueda ser analizada con exactitud y precisión. Es decir, se dejarán fuera, de manera consciente o
inconsciente, todas aquellas materias que no se acomoden al método de análisis propuesto. Por eso
se privilegia el pensar calculante (que puede medir y cuantificar la realidad) y la razón
instrumental (que investiga o pretende investigar únicamente cómo funciona esa realidad, no su
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sentido o razón de ser). Por el contrario, lo que no pueda ser objeto de medición precisa y lo que se
refiere al sentido de las cosas (todas áreas de las llamadas ‘ciencias humanas’), son vistos como
formas de saber irracionales o con una racionalidad mucho menor.
Esta actitud tiene otra consecuencia fundamental: puesto que los valores no pueden
percibirse por los sentidos (al pertenecer al mundo del deber ser), no cabe a su respecto un estudio
científico. Como consecuencia de lo anterior y dado su carácter irracional –al no ser ‘positivos’
esto es, hechos medibles y cuantificables–, la labor científica no sólo debe excluirlos de su área de
interés, sino que además, el método a utilizar debe encontrarse libre de dichas valoraciones. El
científico debe limitarse, por tanto, sólo a la fiel recopilación de datos o hechos, hechos que deben
ser perceptibles por los sentidos. Para ello debe proceder de manera ‘objetiva’, es decir, limitarse
sólo a reflejar esa realidad que estudia –como un espejo–, sin tomar partido o posición respecto de
ella.

[Para] la concepción positivista, lo único que es accesible al conocimiento científico, prescindiendo de


la Lógica y la Matemática, son los ‘hechos’ perceptibles junto con la ‘legalidad’, corroborable
experimentalmente, que en ellos se manifiesta. En este planteamiento aparece decisivo el modelo de las
ciencias naturales ‘exactas’. En esto el positivismo es ‘naturalismo’.

El estrechamiento del horizonte del positivismo resulta obvio: si con tal de llegar a un
conocimiento exacto de la realidad se establece un método para lograrlo, será este método quien
acabará determinando qué es real y analizable, y qué no. Dicho de otra manera: en vez de percibir
la realidad tal cual es y se presenta al conocimiento humano, se la capta tal cual el conocimiento
humano la entiende y es capaz de demostrarla con los medios de comprobación que tiene a su
alcance a través de dicho método. Al haber, en el fondo, una mayor preocupación por el método en
vez de su objeto de estudio, será el método quien acabe condicionando dicho objeto y no lo
contrario.
Esto es fundamental, porque lo que prima no es la realidad en sí, sino el método
considerado idóneo para alcanzarla. Dada la identificación entre racionalidad, método y ciencia, se
intentará aplicar el mismo método a todas las áreas del saber, al haberse arrogado el monopolio de
la racionalidad. De este modo, el argumento de autoridad pasa a ser sustituido por el de ciencia, el
cual, paradójicamente, acabará asumiendo también el valor del argumento de autoridad. De ahí el
prestigio que automáticamente se vincula en la actualidad a la labor científica, al considerársela
sinónimo de seriedad, exactitud y rigor.
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Todo lo que no calza dentro de la categoría de los ‘hechos’ es rechazado del ámbito
racional. Por eso se ha dicho, y al parecer con razón, que el positivismo es ‘negativista’, en el
sentido que niega más que afirma algo. Niega que los valores sean realidades objetivamente
válidas y por tanto, ‘científicas’, al no ser reducibles a simples hechos, ni perceptibles por los
sentidos. Existen, sí, pero sólo como una confusa manifestación de sentimientos, sin asidero
racional. La expulsión de los valores del ámbito científico es, pues, imprescindible. Más aún,
desde su perspectiva, constituye un auténtico avance, consistente en darse cuenta, por fin, de lo
inútil de intentar encontrar un punto de apoyo objetivo –’científico’– para determinar lo que se
considera bueno o malo. Por eso para el positivismo, la discusión ética resulta vana –al menos
racionalmente–, por lo que se propugna en muchos casos el acuerdo de voluntades como manera
de llegar a una solución en este campo.
Sin embargo, esta corriente de pensamiento nunca se detiene a considerar qué se entiende
por ‘hecho’, ni tampoco duda de su preexistencia. Dicho de otro modo: la realidad y
cognoscibilidad de los ‘fenómenos’ se da por supuesta. Se trata, en consecuencia, de un postulado
a priori del que nunca se da una explicación. No se logra justificar, en definitiva, por qué los
hechos y sólo los hechos son estudiables científica o racionalmente, ni además, sobre qué
parámetros se califica algo como un ‘hecho’, esto es, en virtud de qué criterio se divide la realidad
entre ‘hechos’ y ‘no-hechos’.

De ahí que las proposiciones no empíricas sean consideradas como proposiciones metafísicas, esto es,
carentes de sentido. Sólo tiene sentido hablar de hechos, puesto que es sobre lo único que es posible la
comprobación.

Fruto de lo anterior y en razón de su objeto (el ser de las cosas), la filosofía será
constantemente atacada en virtud de sus resultados poco exactos y por versar sobre problemas
‘metafísicos’, que van más allá de los simples ‘hechos’. De ahí que en estricto rigor, hablar de
positivismo ‘filosófico’, pueda ser –y de hecho es, en cierta medida– problemático. A decir
verdad, esto último depende de la perspectiva desde la que se lo analice. Desde una óptica
‘interna’, es decir, propia de los positivistas, el ‘positivismo filosófico’ es una contradicción: el
conocimiento es positivo o filosófico, no ambas cosas a la vez, al ser dos realidades antagónicas.
Por el contrario, desde una perspectiva ‘externa’ al positivismo, se percibe claramente que esta
división bipolar de la realidad –una clara muestra de la partición entre res cogitans y res extensa–
es, en sí misma, una filosofía, porque la pregunta acerca del método va más allá del ámbito
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estrictamente científico. Esto es evidente, porque la ciencia se limita a conocer, pero la


problemática de cómo conoce es una cuestión filosófica.
En realidad, el positivismo es, propiamente, una ‘filosofía’, porque esconde una visión del
mundo. No se preocupa sólo de conocer la realidad, sino que establece –e incluso impone–
estrictas directrices para pensar correctamente.

El positivismo es, por tanto, una actitud normativa que rige los modos de empleo de términos tales como
‘saber’, ‘ciencia’, ‘conocimiento’, ‘información’; en consecuencia, las reglas positivistas distinguen, en
cierto modo, las polémicas filosóficas y científicas, que merecen ser llevadas a cabo de las que no
pueden ser dilucidadas y en las que, por consiguiente, no vale la pena detenerse.

Por eso Comte crea una nueva ciencia: la sociología. La sociología es la última ciencia en
formarse, tanto por su complejidad, como por el hecho de requerir de los descubrimientos previos
de las restantes ciencias: es así el centro de las demás ciencias, una ‘superciencia’. Mas, su papel
va mucho más allá del mero afán investigador. No sólo le interesa el ‘cómo’ funciona la realidad.
Contrariamente a su ‘objetividad’ (que pretende reflejar la realidad tal cual es, sin agregar ni
proponer nada), hay un ‘para qué’ en su la labor investigadora, un motivo. En efecto, lo que
impulsa a Comte y sus seguidores es que todo el cúmulo del saber humano –incluido el jurídico–
acabe siendo analizado desde el mismo ángulo. De esta manera, si es analizado con el mismo
método, la sociología acabará convirtiéndose en una ‘física social’, que como tal, pretende cambiar
el mundo. En palabras de Gilson:

Si todas las ideas, si todas las leyes son igualmente positivas, se las puede reducir a un sistema
homogéneo cuya cohesión ideológica sea la cohesión social de la Humanidad.

En suma, se quiere llegar a una sociedad y un mundo mejor, más valioso. Existe, por tanto,
una opción ética que condiciona la elección –y posterior dogmatización– del método empírico-
racional exigido para hacer ciencia. Por alguna razón (que no se expresa) es considerado ‘mejor’ –
y por tanto, más valioso– que otras formas de saber. En consecuencia, este método ‘objetivo’ y
‘racional’ descansa en una elección, en una preferencia que, curiosamente, ha sido excluida (al ser
un valor) del ámbito propiamente ‘científico’.

En la medida en que el método condiciona su propio objeto de estudio, su inocente acepcia se hace
imposible. El modo de acercarse a la realidad encierra ya nociones previas sobre la realidad misma.
Reducir, por ejemplo, a lo experimentable el ámbito del conocimiento racional puede rendir envidiables
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frutos de fiabilidad y eficacia en no pocos campos del saber. Decidir que no hay más realidad que la
experimentable se convierte, en otros, en una apuesta arriesgada. No cabe dictaminar empíricamente la
inexistencia de lo metaempírico. Si –aun sin licencia metodológica– existe, el ‘realismo’ resultante no
pasará de ser una caricatura de la realidad. Empeñarse en convertir en real semejante ‘descripción’
empuja –a través de una apologética más o menos tácita– a que la ‘ciencia social’ no resista una
querencia normativista, que presenta como admisible, o incluso como deseable, los perfiles que su
propia metodología proyecta sobre la realidad.

Por eso no sólo se señala, sino que incluso se exige que el método científico sea neutral,
esto es, avalorativo, a fin de lograr una verdadera ciencia. El positivismo, por tanto, opta por la
objetividad de la investigación apelando a criterios que desde su propia perspectiva, no son ni
pueden ser científicos: llegar a la verdad. Ante la pregunta de por qué es mejor llegar a la verdad
que caer en el error, el positivismo no puede responder desde su interior sin contaminarse con esos
mismos valores que intenta desesperadamente excluir de su campo de acción. Con este
planteamiento, evidentemente, se está yendo mucho más allá de una mera reproducción de la
realidad; se está preguntando por el sentido o finalidad de la labor científica y por qué es mejor
(esto es, más valioso) realizar una investigación que no puede acudir, paradójicamente, a criterios
de valor. ¿Por qué es tan valiosa la neutralidad? La respuesta no puede ser, a su vez, neutral.
Como es lógico, este modo de pensar que abarca el siglo XIX y parte del XX repercutiría
en el mundo jurídico, materia que será analizada en los apartados siguientes.

3. UNA PRIMERA APROXIMACIÓN AL POSITIVISMO JURÍDICO

Si bien sus primeros indicios pueden encontrarse en autores como Hobbes, el ‘positivismo
jurídico’ comienza propiamente en el siglo XIX. Como tal, constituye una especie de ‘reacción’ –
aunque sería más correcto hablar de ‘evolución’– respecto del ya agotado Derecho natural
racionalista que había imperado en el siglo XVIII. Por un proceso que no corresponde analizar
aquí, el Derecho natural moderno se había ido haciendo cada vez más teórico, al punto de llegar a
ser concebido sólo como un Derecho ideal. De ahí la elaboración de monumentales tratados de
Derecho natural, que regulaban toda la conducta humana hasta en sus más mínimos detalles,
llegando mucho más allá de lo estrictamente ‘jurídico’. Sin embargo y por lo mismo, era propuesto
como un Derecho ejemplar y por tanto, paralelo al real, el Derecho positivo. De esta manera, en la
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práctica, este último se transformaba en el único Derecho existente. El natural, a lo sumo, era
tomado como un modelo a imitar, pero no como parte del Derecho real de una época determinada.
Este nivel meramente teórico y abstracto del iusnaturalismo –en virtud del cual se pretendía
que estos voluminosos códigos pudieran ser aplicados en cualquier época y lugar– produjo, como
era de esperar, una fuerte reacción, iniciada por el historicismo jurídico. Encabezado por Savigny
en Alemania, abogaba, por el contrario, por recalcar las diferencias y particularidades jurídicas de
cada pueblo y de cada tiempo. Esto significaba no sólo que cada Derecho era considerado, por así
decir, único, sino que necesariamente se estaba aludiendo sólo al positivo. De esta manera, se
puede concluir que el Derecho natural moderno cavó su propia tumba, dejando sólo al Derecho
positivo o ‘puesto’ por la autoridad, como único orden jurídico vigente. En efecto, si bien el
historicismo –salvo en Alemania– pasó rápidamente, lo que sí quedó en su lugar, fue ese Derecho
positivo, emanado de una autoridad política y plenamente autónomo frente a las directrices
iusnaturalistas. A este Derecho se dirigieron, pues, los estudios de los juristas en general.
A lo anterior debe agregarse la influencia del positivismo filosófico, movimiento que ha
sido analizado en el apartado anterior. Dentro de los variados puntos de contacto entre éste y el
positivismo jurídico, se pueden destacar fundamentalmente los siguientes:
a) La identificación de la labor científica con los resultados propios del método empírico-
racional;
b) La consecuente limitación de lo observable de manera racional sólo a lo perceptible por
los sentidos, a los fenómenos;
c) Fruto directo de esto último, la expulsión de los valores del ámbito científico, al ser
entidades metaempíricas; y
d) Por todo lo anterior, que en su labor, el científico –en este caso, el jurista– debe
abstenerse de formular juicios de valor; en una palabra, ser neutral.
De esta forma, en el campo estrictamente jurídico, se da un doble fenómeno: por un lado,
que el único Derecho que se analiza es el vigente en un momento dado; y por otro, que este
análisis se intentará hacer cada vez más de acuerdo a los parámetros propuestos por el positivismo
filosófico. De esta manera:
a) Se procurará aplicar al Derecho el método empírico-racional;
b) El Derecho se asimilará a un hecho o fenómeno;
c) Los valores serán expulsados del análisis científico del mismo; y por lo mismo,
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d) El punto de vista del estudioso tenderá a ser neutral, o lo que es igual, a no tomar
posición ante lo que ve. El Derecho puesto es así analizado de manera ‘objetiva’ o,
como suele decirse, tal cual ‘es’, no como ‘debiera ser’.
Hasta aquí pareciera que la cuestión es bastante simple: se debe estudiar el Derecho
positivo sin apelar a valoraciones (tanto en el objeto de estudio como en el método empleado), y
verse como un simple hecho. Es esto lo que se entiende más o menos –se volverá sobre esto dentro
de poco– al hablar de ‘positivismo jurídico’. Ahora bien, ¿a qué consecuencias ha conducido
semejante actitud que se mueve dentro de tan nítidos parámetros?
El resultado no puede menos que sorprender: pese a lo anterior, existen muchas teorías que
se autodenominan ‘positivistas’ y que no obstante, dan explicaciones bastante diferentes de lo que
el Derecho es. Y esto, a pesar de que todas procuran (más aún: aseguran) estudiar al Derecho de
manera empírico-racional, como un fenómeno, sin atender a su contenido (de suyo variable y
subjetivo, al ser irracional) y, por todo ello, de manera neutral. Y no obstante lo anterior, al poco
andar se perciben nítidamente dos grandes corrientes al interior del ‘positivismo jurídico’: las
llamadas teorías ‘normativistas’ y las teorías ‘sociológicas’. Las primeras entienden al fenómeno
jurídico como un conjunto de normas que constituyen un ordenamiento jurídico; las segundas,
como el conjunto de hechos o comportamientos sociales que realizan los sujetos de una
colectividad determinada, en razón de lo que ellos consideran el orden jurídico dentro del cual
viven. Para los primeros, las normas deben ser estudiadas sin atender a su contenido, esto es, desde
una perspectiva formal o estructural, ya sea individualmente consideradas o como un todo, esto es,
analizando el ordenamiento jurídico en cuanto tal. En uno y otro caso, se apela a la validez como
criterio de identificación de las normas jurídicas. Para las corrientes sociológicas, por el contrario,
las normas no pasan de ser ilusiones, ‘metafísica’, lo mismo que el concepto de ‘validez’. Lo único
realmente existente es el comportamiento de los sujetos, perceptible por los sentidos. Por eso se
privilegia la noción de eficacia, que vendría a ser la manifestación en los hechos de esas normas,
que si bien no existen para ellos, son –curiosamente– tenidas por ciertas por los miembros de la
comunidad y en su actuar creen estar obedeciéndolas. De más está decir que tanto en una como en
otra vertiente hay las más variadas ramificaciones y matices. Pero tal vez lo más llamativo es que
además, aseguran no sólo ser verdaderamente ‘positivistas’, sino que cada una critica –y a veces
duramente– a las manifestaciones de la otra corriente.
Todo lo anterior ha dado lugar a que uno de los mayores positivistas del siglo XX,
Norberto Bobbio, se haya preguntado, y con razón, qué se entiende por ‘positivismo jurídico’. De
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hecho, ha reconocido no sólo que la expresión es bastante ambigua, sino además, que existen una
serie de postulados no solo no compartidos entre unos y otros exponentes del mismo, sino además,
opuestos entre sí. De ahí que haya intentado en varias de sus obras, encontrar los elementos
comunes a los diferentes ‘positivismos’. Aún cuando ha incursionado en realidad, en la vertiente
‘normativista’, su esfuerzo merece alta consideración, por constituir una elocuente muestra de
honestidad intelectual.

4. EL POSITIVISMO NORMATIVISTA

Como su nombre lo indica, el normativismo estudia las normas jurídicas, sea de manera
individual o como un conjunto organizado, llamado usualmente ordenamiento –o incluso
‘sistema’– jurídico. Se trata de una larga tradición cuyos orígenes se pueden encontrar de manera
fragmentaria, pero casi simultánea, en la Escuela de la Exégesis, en Francia, en los utilitaristas
ingleses, Bentham y Austin, y ya más propiamente, en la llamada Jurisprudencia de Conceptos del
siglo XIX, principalmente en Alemania.
Hacer una recopilación de todas sus manifestaciones es demasiado largo y engorroso para
estas páginas. De ahí que se haya optado por presentar someramente algunas de sus características
aludiendo por lo general a su representante más ilustre, el austríaco Hans Kelsen. Se da por
sobreentendido, no obstante, que no todas las manifestaciones del normativismo participan de
todos los postulados de Kelsen, aunque también es verdad no sólo que en dicho autor se encuentra
el momento culmen de esta manifestación del positivismo jurídico, sino además, que constituye un
punto de referencia obligado para el estudio de la Filosofía del Derecho del siglo XX.
Como lógica consecuencia de lo dicho en los apartados anteriores, en Kelsen pueden
encontrarse los ideales de cientificidad analizados en su oportunidad. De ahí su especial interés por
el análisis científico de las normas jurídicas y la expulsión de los valores de esta tarea
(comúnmente aglutinados bajo el nombre de ‘ideología’), fruto de su supuesta irracionalidad. En
consecuencia, se debe estudiar el Derecho tal cual es, no como debe ser, y por lo mismo, desde
una perspectiva meramente formal, esto es, abocándose al estudio de las normas jurídicas en
cuanto ‘recipiente’, no en cuanto a su contenido. De ahí que se hable a este respecto de un análisis
‘estructural’ de la norma jurídica.
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Como es sabido, Kelsen aborda el fenómeno jurídico –según él mismo expresa– desde una
óptica ‘pura’, esto es, libre de elementos ideológicos a fin de “acercarla, en la medida en que fuera
de alguna suerte posible, al ideal de toda ciencia: objetividad y exactitud”. Por eso se ha dicho que
Kelsen se encuentra “fascinado por el mito científico de la simplicidad”, fruto de un verdadero
complejo de inferioridad de las llamadas ‘ciencias humanas’ en relación con las ‘ciencias de la
naturaleza’.
Lo importante es destacar que su objeto, pues, son las normas jurídicas. Como ha dicho
Larenz:

No es una Ciencia de hechos, como la Sociología, sino una Ciencia de normas; su objeto no es lo que es
o lo que sucede, sino un complejo de normas. Su carácter científico sólo está garantizado si se limita
estrictamente a su misión y si mantiene ‘puro’ su método de toda mezcla de elementos ajenos a su
esencia –es decir, de todo empréstito de una ‘Ciencia de hechos’ (como de la Sociología o de la
Psicología), pero también de toda influencia de ‘dogmas’, ya sea de naturaleza ética o religiosa–. Como
conocimiento ‘puro’, no tiene que perseguir fines prácticos inmediatos, sino más bien eliminar de su
consideración todo aquello que no guarde relación con la peculiaridad de su objeto como complejo de
normas.

Por eso lo que interesa es determinar la existencia ‘objetiva’ de las normas jurídicas, tal
como se puede establecer la existencia de un hecho. Para esto se acude al concepto de validez, con
el cual, según palabras de Kelsen, “designamos la existencia específica de una norma”. De esta
manera, lo que debe hacer el estudioso para saber si una norma es jurídica o no, es verificar si ella
ha sido producida de acuerdo a los mecanismos establecidos por el propio ordenamiento jurídico.
Debe tenerse presente que las normas emanan de un acto de voluntad. Por tanto, al tratarse
de una creación humana, el Derecho no sólo es visto como algo artificial, sino además, totalmente
dependiente de dicha voluntad. De ahí que se lo enmarque no en el mundo de la naturaleza, del
Sein, sino en el del Sollen, esto es, el espiritual, el del deber ser, propio del hombre. Las normas en
general y las jurídicas en particular pertenecen, por tanto, al mundo del deber ser, porque no
describen lo que ocurre en la realidad –lo que es–, sino que prescriben lo que debe hacerse. Esta
separación debe tenerse muy en cuenta, por constituir uno de los ejes de la Teoría Pura del
Derecho, y una clara manifestación de la separación entre res cogitans y res extensa, como se ha
comentado ya. Kelsen es enfático al diferenciar ambos mundos, en particular al hablar de la
relación de causalidad, imperante en el Sein (la cual sencillamente ‘se da’ de manera
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independiente al querer humano) y de la relación de imputación, existente en el Sollen (que por el


contrario, depende totalmente de dicho querer).
En consecuencia, si el Derecho (que está constituido por normas que forman un
ordenamiento jurídico) pretende ser objeto de un estudio científico, debe ser abordado de manera
objetiva, esto es, sin atender al contenido o materia de esas normas, de suyo variable e irracional.
Este es el motivo por el cual se intenta estudiar sólo su estructura o forma, desde una perspectiva
neutral, o como se ha dicho antes, limitándose a analizar el Derecho que es, no el que debiera ser.
De esta manera, en su aspecto estructural o formal, las normas son identificadas como un juicio
hipotético respaldado por una sanción. En esto Kelsen muestra una diferencia con la tradición
anterior. Mientras usualmente se había tendido a identificar la estructura de las normas con los
mandatos u órdenes, Kelsen hace hincapié en el nexo de imputación. Esto significa que la norma
jurídica establece una relación (emanada de la voluntad humana, que por lo mismo, puede ser
arbitraria) entre un comportamiento determinado –no importa cuál– y una sanción, de tal modo
que en caso de no cumplir el primero, se desencadena la segunda. De esta forma, el Derecho es
considerado un aparato coactivo, que como tal, regula el uso de la fuerza.
Ahora bien, puesto que lo que interesa fundamentalmente es la validez o existencia de una
norma dentro del ordenamiento, y como tales, las normas son una creación humana –un deber
ser–, ello significa que no hay materias o comportamientos que sean jurídicos ‘de suyo’. O dicho
de otra manera, que el Derecho (la norma jurídica) puede tener el contenido que quiera. La
juridicidad es, pues, un atributo conferido por el hombre al mundo que lo rodea, de manera
arbitraria. Esta es la razón por la cual para este pensador las corrientes sociológicas del Derecho, si
bien operan en su labor con hechos, dependen de la existencia de normas válidas para su labor. En
efecto, si para la Teoría Pura no existe ninguna realidad jurídica en sí misma, aquello que los
sociólogos consideran un comportamiento ‘jurídico’, ha requerido para convertirse en tal, de la
intervención previa de la norma correspondiente, que de esta manera, lo juridiza.
En fin, pueden seguir analizándose diferentes aspectos de la teoría kelseniana (la eficacia,
la norma fundamental, la labor del juez, etc.). En todo caso, lo importante para la materia del
presente trabajo, es que la atención del jurista vienés y de sus seguidores se centra en la norma
jurídica, sea de manera individual o como parte de un complejo de normas u ordenamiento
jurídico. Como tal, este último posee problemas propios, diferentes a los que aquejan a las normas
aisladamente consideradas. Por tanto, para el tema que interesa aquí, debe tenerse presente que se
estudian normas, cuya estructura lógica es un juicio hipotético, y siendo fundamental el concepto
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de validez, única manera de saber a ciencia cierta, cuándo se está ante una norma jurídica y cuándo
no. O según dice este autor, cómo saber o poder distinguir entre una orden emanada de una norma
jurídica y la emanada de una banda de ladrones.
Como puede apreciarse, pues, la teoría kelseniana tiende a coincidir con el concepto
positivista de ‘ciencia’ según se ha apuntado:

Las explicaciones de Kelsen sólo son comprensibles, y en este caso enteramente consecuentes, si se les
pone como base el concepto positivista de ciencia. Éste, como sabemos, excluye de la Ciencia toda
Metafísica, toda Ética material y toda doctrina de valores. Sólo reconoce como ciencia, de un lado, las
Ciencias causales basadas en la experiencia, de otro lado la Lógica y la Matemática como doctrina de las
‘formas puras’ de los cuerpos y de los números. Kelsen se dio cuenta acertadamente que la Ciencia del
Derecho no tiene que ver, o no primariamente, con la conducta efectiva de los hombres o con los
fenómenos psíquicos como tales, sino con normas jurídicas y con su contenido de sentido. Por ello no
puede ser una Ciencia natural que describe hechos o investiga su enlace causal. Pero entonces, si es que
es realmente una ciencia, sólo puede ser, según el concepto positivista de ciencia, una doctrina de las
‘formas puras’ del Derecho.

Esta es, pues, una de las dos manifestaciones del ‘positivismo jurídico’. Como tal, presenta
varias y profundas diferencias con las corrientes sociológicas, que se verán a continuación.

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