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A Beatriz, como siempre.

PRÓLOGO
La literatura es la expresión de la belleza por medio de la palabra. Provoca
en el lector un placer puro, inmediato y desinteresado. En España, ese placer se ha
experimentado en el siglo XVI, sobre todo, con la poesía; en el siglo XVII, con el
teatro; en el siglo XVIII, con el ensayo; en el siglo XIX, con la novela, y en el XX, con
el periodismo.

La inmensa minoría que en España lee y se emociona con la poesía


permanece estable, a pesar del griterío de las redes sociales y la explosión digital.
Cuando creamos en ABC la sección «Y poesía, cada día», se convirtió en una de las
páginas más leídas del periódico.

Renuncié a hablar de periodismo en mi discurso de ingreso en la Real


Academia Española y me adentré temblándome el pulso en la poesía de amor que
seleccioné en las principales lenguas mundiales. Ante la repercusión de aquel
discurso, algunas editoriales se interesaron porque coordinara una Antología de las
mejores poesías de amor en lengua española. Me esforcé por hacer un trabajo riguroso y
científico. El libro alcanzó incontables ediciones. Al prologar esta Antología
renovada, quiero recordar las «palabras preliminares» que escribí entonces.

Cuando a los pocos días de leer mi discurso de ingreso en la Real Academia


Española, una gran editorial me encargó esta Antología, me di cuenta de que
intentar la tarea encomendada era como encender un candil para iluminar el sol,
como soplar en la dirección del huracán. Lope de Vega escribió que «el amor fue el
inventor de los poemas». El autor de las Rimas sacras, que respiraba versos por los
poros de su entero esqueleto, sabía bien lo que decía.

En Oriente y en Occidente, en el vasto mundo de la Negritud o en la


América precolombina, en la Grecia clásica o en el antiguo Egipto, entre los
esquimales o los bantúes, entre los escandinavos o los malayos, entre los
malgaches o los hebreos, entre los eslavos o los latinos, entre los árabes o los
polinesios, el amor es la médula absorta de la poesía y también de la canción
popular.

Abordé la tarea antológica de la poesía de amor en lengua española,


escogiendo doce grandes poetas que abrieran el libro para evitar al lector la rutina
del orden cronológico que pospone lo mejor a la fecha. No elegí a los doce más
grandes poetas en lengua española, sino a «doce grandes de la poesía de amor». Es
evidente que a ninguno de los elegidos se les puede negar esa categoría. Tras ellos,
dos centenares de poetas de todas las épocas completan la Antología.

Garcilaso, San Juan, Lope, Quevedo, Bécquer, Rubén Darío, Juan Ramón,
Lorca, Aleixandre, Alberti, Neruda y Paz fueron los doce poetas que seleccioné,
con la adenda del anónimo «No me mueve mi Dios para quererte», que no es de
San Juan, pero merece serlo. Muchos lectores habrían efectuado cambios en esta
selección. Está claro, por ejemplo, que Fray Luis o Góngora son, como poetas,
superiores a Bécquer. También lo está que el autor de las Rimas, como poeta de
amor, deslumbra en el siglo XIX y durante muchas generaciones, todavía hoy, sus
versos continúan emocionando a los jóvenes que los citan de memoria.

La elección en la primera parte del libro de seis poetas que pertenecen


literariamente al siglo XX, tiene explicación clara. Por un lado, en el río de la poesía
en lengua española desembocan ya los manantiales iberoamericanos; por otro lado,
la sensibilidad del lector actual sintoniza con los poetas contemporáneos mejor que
con las jarchas o las cantigas de amigo. Entre los doce nombres elegidos para abrir
la Antología, son todos los que están, aunque no estén todos los que son. Cada
lector tiene sus preferencias y muchos amantes de la poesía, y también algunos
críticos, habrían sustituido, por ejemplo, a Juan Ramón por Antonio Machado o a
Octavio Paz por Luis Cernuda. Hace solo unos meses, yo mismo no hubiera
incluido al poeta mexicano en mi propia selección de «doce grandes de la poesía de
amor». Mantuve con él, durante muchos años, una amistad intensa, que se
cimentaba en la admiración que yo sentía por su inteligencia, su cultura universal
y pasmosa, sus ensayos indelebles. Hasta que no he leído en conjunto su obra
poética, varada en la edición del Círculo de Lectores, no me había dado cuenta del
poeta inmenso que es Octavio Paz.

Tras el temblor literario, y el fulgor, de la primera parte de este libro, el


lector encontrará ya, sujetos al inevitable orden cronológico, muchos de los mejores
poemas de amor en lengua española escritos por cerca de dos centenares de poetas
de todas las épocas. Sé muy bien que faltan numerosas poesías de amor que
merecen figurar en esta Antología. No sobra ninguna. La inmensa mayoría de los
poemas seleccionados se centran en el amor entre el hombre y la mujer. Algunos se
refieren al amor a Dios, al amor a la madre, al amor a la amistad, al amor a la vida
y a la muerte. Cuando de un autor se publican varios poemas, estos no guardan
orden cronológico. A una buena parte de los poetas vivos les he solicitado que
eligieran ellos sus mejores poemas. En ocasiones no han coincidido con mi propia
selección, pero he respetado la suya. Sé que faltan, entre los poetas vivos españoles
e iberoamericanos, muchas docenas de nombres. Pido disculpas anticipadas, pero
el libro no podía sobrepasar el número de páginas que tiene. Las ausencias me
duelen porque muchos de los poetas vivos que faltan son amigos personales y,
además, deberían figurar por razones de justicia en esta Antología. Los límites de
espacio son medidas que no cicatrizan nunca en el cuerpo jíbaro de cualquier
esfuerzo antológico serio.

La labor de corrección, llevada a cabo por Carlos A. Moschini, ha sido


ingente. Hemos consultado en las mejores ediciones los diferentes poemas. Hemos
corregido centenares de errores, subsanado docenas de faltas. Aun así, los eruditos
encontrarán sin duda fallos porque las interpretaciones sobre muchos versos
siguen siendo dispares para la crítica literaria. Tampoco descarto, a pesar del
cuidado con que se ha trabajado, que se hayan deslizado erratas y, lo que es peor,
trasposiciones.

En todo caso el esfuerzo ha valido la pena. Aquí está, para el recreo del buen
gusto literario, una Antología muy completa en la que se enredan las mejores
poesías de amor en lengua española. Los enamorados y enamoradas, los maridos y
mujeres, los amantes, los que esperan o viven o recuerdan el amor, encontrarán en
estas páginas la vibración más profunda que a lo largo de los siglos ha suscitado
este sentimiento en los poetas de lengua española. Por eso, la Antología que ahora
presentamos no es solo un libro. Es un tesoro literario de belleza indeclinable, de
emoción en ascuas vivas. El lector puede abrirlo en cualquier página con la
seguridad de que sentirá el aliento más hondo de la escritura de los poetas, el
mensaje infinito de quienes rindieron sus letras al amor profundo, a la palabra
absorta, al sentimiento insondable, a la carne que se estremece, al devastado
corazón, al alma que tiembla, a la cálida ceniza.

LUIS MARÍA ANSON

de la Real Academia Española


DOCE GRANDES
DE LA POESÍA DE AMOR

GARCILASO DE LA VEGA

Nace en Toledo en 1501 o 1503;

muere en Niza (Francia) en 1536

Soneto

Escrito está en mi alma vuestro gesto

y cuanto yo escribir de vos deseo;

vos sola lo escribistes, yo lo leo

tan solo, que aun de vos me guardo en esto.

En esto estoy y estaré siempre puesto;

que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,

de tanto bien lo que no entiendo creo,

tomando ya la fe por presupuesto.

Yo no nací sino para quereros;

mi alma os ha cortado a su medida;


por hábito del alma misma os quiero;

cuanto tengo confieso yo deberos;

por vos nací, por vos tengo la vida,

por vos he de morir y por vos muero.

Égloga

El dulce lamentar de dos pastores,

Salicio juntamente y Nemoroso,

he de cantar, sus quejas imitando;

cuyas ovejas al cantar sabroso

estaban muy atentas, los amores,

de pacer olvidadas, escuchando.

Tú, que ganaste obrando

un nombre en todo el mundo,

y un grado sin segundo;

agora estés atento solo y dado

al ínclito gobierno del Estado

albano, agora vuelto a la otra parte,

resplandeciente, armado,

representando en tierra al fiero Marte;


agora de cuidados enojosos

y de negocios libre, por ventura

andes a caza el monte fatigando

en ardiente jinete, que apresura

el curso tras los ciervos temerosos,

que en vano su morir van dilatando,

espera que en tornando

a ser restituido

al ocio ya perdido,

luego verás ejercitar mi pluma

por la infinita innumerable suma

de tus virtudes y famosas obras,

antes que me consuma,

faltando a ti, que a todo el mundo sobras. [...]

¡Oh más dura que mármol a mis quejas,

y al encendido fuego en que me quemo

más helada que nieve, Galatea!

Estoy muriendo, y aún la vida temo,

témola con razón, pues tú me dejas;

que no hay, sin ti, el vivir para qué sea.

Vergüenza he que me vea

ninguno en tal estado,


de ti desamparado,

y de mí mismo yo me corro agora.

¿De un alma te desdeñas ser señora

donde siempre moraste, no pudiendo

della salir un hora?

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

El sol tiende los rayos de su lumbre

por montes y por valles despertando

las aves y animales y la gente:

cuál por el aire claro va volando,

cuál por el verde valle o alta cumbre

paciendo va segura y libremente;

cuál, con el sol presente,

va de nuevo al oficio

y al usado ejercicio

do su natura o menester le inclina;

siempre está en llanto esta ánima mezquina,

cuando la sombra el mundo va cubriendo,

o la luz se avecina.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Y tú, desta mi vida ya olvidada,


sin mostrar un pequeño sentimiento

de que por ti, Salicio, triste muera,

¿dejas llevar, desconocida, al viento

el amor y la fe, que ser guardada

eternamente solo a mí debiera?

¡Oh Dios!, ¿por qué siquiera

(pues ves desde tu altura,

esta falsa perjura

causar la muerte de un estrecho amigo)

no recibe del cielo algún castigo?

Si en pago del amor yo estoy muriendo,

¿qué hará el enemigo?

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo, [...]

Con mi llorar las piedras enternecen

su natural dureza y la quebrantan,

los árboles parece que se inclinan;

las aves que me escuchan, cuando cantan

con diferente voz se condolecen

y mi morir cantando me adivinan.

Las fieras que reclinan

su cuerpo fatigado,

dejan el sosegado
sueño por escuchar mi llanto triste.

Tú sola contra mí te endureciste,

los ojos aun siquiera no volviendo

a lo que tú hiciste.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. [...]

[...] »¿Dó están agora aquellos claros ojos

que llevaban tras sí, como colgada,

mi alma doquier que ellos se volvían?

¿Dó está la blanca mano delicada,

llena de vencimientos y despojos

que de mí mis sentidos le ofrecían?

Los cabellos que vían

con gran desprecio al oro,

como a menor tesoro,

¿adónde están; adónde el blanco pecho?

¿Dó la columna que el dorado techo

con proporción graciosa sostenía?

Aquesto todo agora ya se encierra,

por desventura mía,

en la escura, desierta y dura tierra.

»¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,


cuando en aqueste valle al fresco viento

andábamos cogiendo tiernas flores,

que había de ver, con largo apartamiento,

venir el triste y solitario día

que diese amargo fin a mis amores?

El cielo en mis dolores

cargó la mano tanto,

que a sempiterno llanto

y a triste soledad me ha condenado;

y lo que siento más es verme atado

a la pesada vida y enojosa,

solo, desamparado,

ciego, sin lumbre, en cárcel tenebrosa. [...]

»Divina Elisa, pues agora el cielo

con inmortales pies pisas y mides,

y su mudanza ves, estando queda,

¿por qué de mí te olvidas y no pides

que se apresure el tiempo en que este velo

rompa del cuerpo, y verme libre pueda,

y en la tercera rueda,

contigo mano a mano,

busquemos otro llano,

busquemos otros montes y otros ríos,


otros valles floridos y sombríos,

donde descanse siempre y pueda verte

ante los ojos míos,

sin miedo y sobresalto de perderte?». [...]

Ode ad florem Gnidi

Si de mi baja lira

tanto pudiese el son que en un momento

aplacase la ira

del animoso viento

y la furia del mar y el movimiento;

y en ásperas montañas

con el süave canto enterneciese

las fieras alimañas,

los árboles moviese

y al son confusamente los trujiese,

no pienses que cantado

sería de mí, hermosa flor de Gnido,

el fiero Marte airado,

a muerte convertido,
de polvo y sangre y de sudor teñido;

ni aquellos capitanes

en las sublimes ruedas colocados,

por quien los alemanes,

el fiero cuello atados,

y los franceses van domesticados;

mas solamente aquella

fuerza de tu beldad sería cantada,

y alguna vez con ella

también sería notada

el aspereza de que estás armada:

y cómo por ti sola,

y por tu gran valor y hermosura

convertido en viola,

llora su desventura

el miserable amante en tu figura.

Hablo de aquel cativo,

de quien tener se debe más cuidado,

que está muriendo vivo,


al remo condenado,

en la concha de Venus amarrado.

Por ti, como solía,

del áspero caballo no corrige

la furia y gallardía,

ni con freno la rige,

ni con vivas espuelas ya le aflige.

Por ti, con diestra mano

no revuelve la espada presurosa,

y en el dudoso llano

huye la polvorosa

palestra como sierpe ponzoñosa.

Por ti, su blanda musa,

en lugar de la cítara sonante,

tristes querellas usa,

que con llanto abundante

hacen bañar el rostro del amante.

Por ti, el mayor amigo

le es importuno, grave y enojoso;

yo puedo ser testigo,


que ya del peligroso

naufragio fui su puerto y su reposo.

Y agora en tal manera

vence el dolor a la razón perdida,

que ponzoñosa fiera

nunca fue aborrecida

tanto como yo dél, ni tan temida. [...]

No fuiste tú engendrada,

ni producida de la dura tierra;

no debe ser notada

que ingratamente yerra

quien todo el otro error de sí destierra.

Hágase temerosa

el caso de Anaxérete, y cobarde,

que de ser desdeñosa

se arrepintió muy tarde,

y así su alma con su mármol arde.

Estábase alegrando

del mal ajeno el pecho empedernido,


cuando abajo mirando,

el cuerpo muerto vido

del miserable amante, allí tendido.

Y al cuello el lazo atado

con que desenlazó de la cadena

el corazón cuitado,

que con su breve pena

compró la eterna punción ajena,

sintió allí convertirse

en piedad amorosa el aspereza.

¡Oh tarde arrepentirse!

¡Oh última terneza!

¿Cómo te sucedió mayor dureza?

Los ojos se enclavaron

en el tendido cuerpo que allí vieron,

los huesos se tornaron

más duros y crecieron,

y en sí toda la carne convirtieron;

las entrañas heladas


tornaron poco a poco en piedra dura;

por las venas cuitadas

la sangre su figura

iba desconociendo y su natura:

hasta que finalmente

en duro mármol vuelta y transformada,

hizo de sí la gente,

no tan maravillada,

cuanto de aquella ingratitud vengada.

No quieras tú, señora,

de Némesis airada las saetas

probar, por Dios, agora;

baste que tus perfetas

obras y hermosura a los poetas

den inmortal materia,

sin que también en verso lamentable

celebren la miseria

de algún caso notable,

que por ti pase triste y miserable.


SAN JUAN DE LA CRUZ

Nace en Fontiveros (Ávila) en 1542;

muere en Ubeda (Jaén) en 1591

Noche oscura

En una noche oscura,

con ansias en amores inflamada,

¡oh dichosa ventura!,

salí sin ser notada,

estando ya mi casa sosegada.

A escuras y segura,

por la secreta escala disfrazada,

¡oh dichosa ventura!,

a escuras y en celada,

estando ya mi casa sosegada.

En la noche dichosa,

en secreto, que nadie me veía,

ni yo miraba cosa,

sin otra luz y guía

sino la que en el corazón ardía.


Aquesta me guiaba

más cierto que la luz del mediodía,

a donde me esperaba

quien yo bien me sabía,

en parte donde nadie parecía.

¡Oh noche que guiaste!,

¡oh noche amable más que el alborada!,

¡oh noche que juntaste

Amado con amada,

amada en el Amado transformada!

En mi pecho florido,

que entero para él solo se guardaba,

allí quedó dormido,

y yo le regalaba,

y el ventalle de cedros aire daba.

El aire de la almena,

cuando yo sus cabellos esparcía,

con su mano serena

en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme, y olvidéme,

el rostro recliné sobre el Amado;

cesó todo, y dejóme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado.

Cántico espiritual

CANCIONES ENTRE EL ALMA Y EL ESPOSO

Esposa

¿Adónde te escondiste,

Amado, y me dejaste con gemido?

Como el ciervo huiste,

habiéndome herido;

salí tras ti clamando, y eras ido.

Pastores, los que fuerdes

allá por las majadas al otero,

si por ventura vierdes


aquel que yo más quiero,

decidle que adolezco, peno y muero.

Buscando mis amores

iré por esos montes y riberas;

ni cogeré las flores,

ni temeré las fieras,

y pasaré los fuertes y fronteras.

Pregunta a las criaturas

¡Oh bosques y espesuras,

plantadas por la mano del Amado!

¡Oh prado de verduras,

de flores esmaltado!,

decid si por vosotros ha pasado.

Respuesta de las criaturas

Mil gracias derramando

pasó por estos sotos con presura,

y, yéndolos mirando,

con sola su figura

vestidos los dejó de hermosura.


Esposa

¡Ay! ¿quién podrá sanarme?

Acaba de entregarte ya de vero;

no quieras enviarme

de hoy más ya mensajero,

que no saben decirme lo que quiero.

Y todos cuantos vagan

de ti me van mil gracias refiriendo,

y todos más me llagan,

y déjame muriendo

un no sé qué que quedan balbuciendo.

Mas, ¿cómo perseveras,

¡oh, vida!, no viviendo donde vives,

y haciendo porque mueras

las flechas que recibes

de lo que del Amado en ti concibes?

¿Por qué, pues has llagado

aqueste corazón, no le sanaste?

Y pues me le has robado,

¿por qué así le dejaste,


y no tomas el robo que robaste?

Apaga mis enojos,

pues que ninguno basta a deshacellos,

y véante mis ojos,

pues eres lumbre dellos,

y sólo para ti quiero tenellos.

Descubre tu presencia,

y máteme tu vista y hermosura;

mira que la dolencia

de amor, que no se cura

sino con la presencia y la figura.

¡Oh cristalina fuente,

si en esos tus semblantes plateados

formases de repente

los ojos deseados

que tengo en mis entrañas dibujados!

¡Apártalos, Amado,

que voy de vuelo!

Esposo
Vuélvete, paloma,

que el ciervo vulnerado

por el otero asoma

al aire de tu vuelo, y fresco toma.

Esposa

Mi Amado, las montañas,

los valles solitarios nemorosos,

las ínsulas extrañas,

los ríos sonorosos,

el silbo de los aires amorosos,

la noche sosegada

en par de los levantes de la aurora,

la música callada,

la soledad sonora,

la cena que recrea y enamora.

Nuestro lecho florido,

de cuevas de leones enlazado,

en púrpura tendido,

de paz edificado,

de mil escudos de oro coronado.


A zaga de tu huella,

las jóvenes discurren al camino,

al toque de centella,

al adobado vino,

emisiones de bálsamo divino.

En la interior bodega

de mi Amado bebí y, cuando salía

por toda aquesta vega,

ya cosa no sabía,

y el ganado perdí que antes seguía.

Allí me dio su pecho,

allí me enseñó ciencia muy sabrosa,

y yo le di de hecho

a mí, sin dejar cosa;

allí le prometí de ser su esposa.

Mi alma se ha empleado,

y todo mi caudal, en su servicio;

ya no guardo ganado,

ni ya tengo otro oficio,

que ya solo en amar es mi ejercicio.


Pues ya si en el ejido

de hoy más no fuere vista ni hallada,

diréis que me he perdido,

que andando enamorada,

me hice perdidiza, y fui ganada.

De flores y esmeraldas,

en las frescas mañanas escogidas,

haremos las guirnaldas,

en tu amor florecidas,

y en un cabello mío entretejidas.

En solo aquel cabello

que en mi cuello volar consideraste,

mirástele en mi cuello

y en él preso quedaste,

y en uno de mis ojos te llagaste.

Cuando tú me mirabas,

tu gracia en mí tus ojos imprimían;

por eso me adamabas,

y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían.

No quieras despreciarme,

que si color moreno en mí hallaste,

ya bien puedes mirarme,

después que me miraste,

que gracia y hermosura en mí dejaste.

Cogednos las raposas,

que está ya florecida nuestra viña,

en tanto que de rosas

hacemos una piña,

y no parezca nadie en la montiña.

Deténte, cierzo muerto;

ven, austro, que recuerdas los amores,

aspira por mi huerto,

y corran sus olores,

y pacerá el Amado entre las flores.

Esposo

Entrado se ha la esposa
en el ameno huerto deseado,

y a su sabor reposa,

el cuello reclinado

sobre los dulces brazos del Amado.

Debajo del manzano,

allí conmigo fuiste desposada,

allí te di la mano,

y fuiste reparada

donde tu madre fuera violada.

A las aves ligeras,

leones, ciervos, gamos saltadores,

montes, valles, riberas,

aguas, aires, ardores

y miedos de las noches veladores:

Por las amenas liras,

y canto de serenas os conjuro

que cesen vuestras iras

y no toquéis al muro,

porque la esposa duerma más seguro.


Esposa

¡Oh ninfas de Judea!,

en tanto que en las flores y rosales

el ámbar perfumea,

morá en los arrabales,

y no queráis tocar nuestros umbrales.

Escóndete, Carillo,

y mira con tu haz a las montañas,

y no quieras decillo;

mas mira las compañas

de la que va por ínsulas extrañas.

Esposo

La blanca palomica

al arca con el ramo se ha tornado,

y ya la tortolica

al socio deseado

en las riberas verdes ha hallado.

En soledad vivía,

y en soledad ha puesto ya su nido,

y en soledad la guía
a solas su querido,

también en soledad de amor herido.

Esposa

Gocémonos, Amado,

y vámonos a ver en tu hermosura

al monte y al collado,

do mana el agua pura;

entremos más adentro en la espesura.

Y luego a las subidas

cavernas de la piedra nos iremos,

que están bien escondidas,

y allí nos entraremos,

y el mosto de granadas gustaremos.

Allí me mostrarías

aquello que mi alma pretendía,

y luego me darías

allí tú, vida mía,

aquello que me diste el otro día.


El aspirar del aire,

el canto de la dulce filomena,

el soto y su donaire

en la noche serena,

con llama que consume y no da pena.

Que nadie lo miraba,

Aminadab tampoco parecía,

y el cerco sosegaba,

y la caballería

a vista de las aguas descendía.

Llama de amor viva

¡Oh llama de amor viva,

que tiernamente hieres

de mi alma en el más profundo centro!

Pues ya no eres esquiva,

acaba ya si quieres;

rompe la tela deste dulce encuentro.

¡Oh cauterio suave!

¡Oh regalada llaga!


¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado,

que a vida eterna sabe,

y toda deuda paga!,

matando muerte, en vida la has trocado.

¡Oh lámparas de fuego,

en cuyos resplandores

las profundas cavernas del sentido,

que estaba obscuro y ciego,

con extraños primores

calor y luz dan junto a su querido!

¡Cuán manso y amoroso

recuerdas en mi seno,

donde secretamente solo moras;

y en tu aspirar sabroso,

de bien y gloria lleno,

cuán delicadamente me enamoras!

El pastorcico

Un pastorcico solo está penado,

ajeno de placer y de contento,


y en su pastora puesto el pensamiento,

y el pecho de amor muy lastimado.

No llora por haberle amor llagado,

que no le pena verse así afligido,

aunque en el corazón está herido;

mas llora por pensar que está olvidado.

Que sólo de pensar que está olvidado

de su bella pastora, con gran pena

se deja maltratar en tierra ajena,

el pecho del amor muy lastimado.

Y dice el pastorcico: ¡Ay, desdichado

de aquel que de mi amor ha hecho ausencia,

y no quiere gozar la mi presencia,

y el pecho por su amor muy lastimado!

Y a cabo de un gran rato se ha encumbrado

sobre un árbol, do abrió sus brazos bellos,

y muerto se ha quedado, asido de ellos,

el pecho del amor muy lastimado.


ANÓNIMO

A Cristo crucificado

No me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido:

ni me mueve el infierno tan temido

para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte

clavado en una cruz y escarnecido;

muéveme ver tu cuerpo tan herido;

muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,

que aunque no hubiera cielo, yo te amara,

y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No tienes que me dar porque te quiera;

pues aunque cuanto espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.


LOPE DE VEGA

Nace en Madrid en 1562;

muere en Madrid en 1635

Soneto

Desmayarse, atreverse, estar furioso,

áspero, tierno, liberal, esquivo,

alentado, mortal, difunto, vivo,

leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo,

mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,

enojado, valiente, fugitivo,

satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,

beber veneno por licor süave,

olvidar el provecho, amar el daño;

creer que un cielo en un infierno cabe,

dar la vida y el alma a un desengaño:


esto es amor: quien lo probó lo sabe.

Rimas sacras

Si de la muerte rigurosa y fiera

principios son la sequedad y el frío,

mi duro corazón, el hielo mío

indicios eran que temer pudiera.

Mas si la vida conservarse espera

en calor y humidad, formen un río

mis ojos, que a tu mar piadoso envío,

divino autor de la suprema esfera.

Calor dará mi amor, agua mi llanto,

huya la sequedad, déjeme el hielo,

que de la vida me apartaron tanto.

Y tú, que sabes ya mi ardiente celo,

dame los rayos de tu fuego santo

y los cristales de tu santo cielo.


¡Cuántas veces, Señor, me habéis llamado,

y cuántas con vergüenza he respondido

desnudo como Adán, aunque vestido

de las hojas del árbol del pecado!

Seguí mil veces vuestro pie sagrado,

fácil de asir, en una cruz asido,

y atrás volví otras tantas atrevido

al mismo precio en que me habéis comprado.

Besos de paz os di para ofenderos;

pero si, fugitivos de su dueño,

hierran, cuando los hallan, los esclavos,

hoy que vuelvo con lágrimas a veros,

clavadme vos a vos en vuestro leño,

y tendréisme seguro con tres clavos.

Muere la vida, y vivo yo sin vida,

ofendiendo la vida de mi muerte.

Sangre divina de las venas vierte,

y mi diamante su dureza olvida.


Está la majestad de Dios tendida

en una dura cruz, y yo de suerte

que soy de sus dolores el más fuerte,

y de su cuerpo la mayor herida.

¡Oh duro corazón de mármol frío!,

¿tiene tu Dios abierto el lado izquierdo,

y no te vuelves un copioso río?

Morir por él será divino acuerdo;

mas eres tú mi vida, Cristo mío,

y como no la tengo, no la pierdo.

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?

¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno escuras?

¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío


secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el Ángel me decía:

«Alma, asómate agora a la ventana,

verás con cuánto amor llamar porfía»!

¡Y cuántas, hermosura soberana,

«Mañana le abriremos», respondía,

para lo mismo responder mañana!

Yo me muero de amor —que no sabía,

aunque diestro en amar cosas del suelo—;

que no pensaba yo que amor del cielo

con tal rigor las almas encendía.

Si llama la mortal filosofía

deseo de hermosura a amor, recelo

que con mayores ansias me desvelo,

cuanto es más alta la belleza mía.

Amé en la tierra vil, ¡qué necio amante!

¡Oh luz del alma, habiendo de buscaros,


qué tiempo que perdí como ignorante!

Mas yo os prometo agora de pagaros

con mil siglos de amor cualquiera instante

que, por amarme a mí, dejé de amaros.

Oh quién muriera por tu amor, ardiendo

en vivas llamas, dulce Jesús mío,

y que las aumentara aquel rocío

que viene de los ojos procediendo!

¡Oh quién se hiciera un Etna despidiendo

vivas centellas deste centro frío,

o fuera de su sangre el hierro impío

de un africano bárbaro cubriendo!

Este deseo, que a morir se atreve,

recibe Tú, pues la ocasión venida,

bien sabes que no fuera intento aleve.

¿Y qué mucho que amor la muerte pida?

Pues no era muerte, sino puente breve


que me pasara a ti, mi eterna vida.

No sabe qué es amor quien no te ama,

celestial hermosura, esposo bello;

tu cabeza es de oro, y tu cabello

como el cogollo que la palma enrama.

Tu boca como lirio que derrama

licor al alba; de marfil tu cuello;

tu mano el torno y en su palma el sello

que el alma por disfraz jacintos llama.

¡Ay Dios!, ¿en qué pensé cuando, dejando

tanta belleza y las mortales viendo,

perdí lo que pudiera estar gozando?

Mas si del tiempo que perdí me ofendo,

tal prisa me daré, que un hora amando

venza los años que pasé fingiendo.

¡Oh vida de mi vida, Cristo santo!


¿adonde voy de tu hermosura huyendo?

¿Cómo es posible que tu rostro ofendo,

que me mira bañado en sangre y llanto?

A mí mismo me doy confuso espanto

de ver que me conozco, y no me enmiendo;

ya el Ángel de mi guarda está diciendo

que me avergüence de ofenderte tanto.

Detén con esas manos mis perdidos

pasos, mi dulce amor; ¿mas de qué suerte

las pide quien las clava con las suyas?

¡Ay Dios!, ¿adonde estaban mis sentidos,

que las espaldas pude yo volverte,

mirando en una cruz por mí las tuyas?

[...]Ven, muerte, tan escondida,

que no te sienta venir,

porque el placer del morir

no me vuelva a dar la vida.


GLOSA

Muerte, si mi esposo muerto,

no eres Muerte, sino muerta;

abrevia tu paso incierto,

pues de su gloria eres puerta

y de mi vida eres puerto.

Descubriendo tu venida,

y encubriendo el rigor fuerte

como quien viene a dar vida,

aunque disfrazada en muerte,

ven, muerte, tan escondida.

En Cristo mi vida veo,

y mi muerte en tu tardanza;

ya desatarme deseo,

y de la fe y esperanza

hacer el último empleo.

Si hay en mí para morir,

algo natural, oh muerte,

difícil de dividir,

entra por mi amor de suerte

que no te sienta venir.


Y si preguntarme quieres,

muerte perezosa y larga,

porque para mí lo eres,

pues con tu memoria amarga

tantos disgustos adquieres,

ven presto, que con venir

el porqué podrás saber,

y vendrá a ser al partir,

pues el morir es placer,

porque el placer del morir.

Y es este placer de suerte,

que temo, muerte, que allí

le alargue otra vida el verte,

porque serás muerte en mí,

si eres vida por ser muerte.

Mas, mi Dios, si, desasida

vuelo destos lazos fuertes,

ver la esperanza cumplida

vuélvame a dar muchas muertes,

no me vuelva a dar la vida. [...]


Amarylis

[...] Como entre el humo y poderosa llama

del emprendido fuego discurriendo

sin orden, éste ayuda, aquél derrama

el agua antes del fuego, el fuego huyendo;

o como en monte va de rama en rama

con estallidos fieros repitiendo

quejas de los arroyos, que quisieran

que se acercaran y favor les dieran;

en no menos rigor turbados miro

de Amarylis pastoras y vaqueros,

y allí expirando, ¡ay Dios!, ¿Cómo no expiro,

osando referir males tan fieros?

Estaban en el último suspiro

aquellos dos clarísimos luceros,

mas sin faltar, hasta morir hermosa,

nieve al jazmín, ni púrpura a la rosa.

Llego a la cama, la color perdida,

y en la arteria vocal la voz suspensa,

que apenas pude ver restituida

por la grandeza de la pena inmensa;


pensé morir viendo morir mi vida,

pero mientras salir el alma piensa,

vi que las hojas del clavel movía,

y detúvose a ver qué me decía.

Mas, ¡ay de mí!, que fue para engañarme,

para morirse, sin que yo muriese,

o para no tener culpa en matarme,

porque aun allí su amor se conociese;

tomé su mano, en fin, para esforzarme,

mas, como ya dos veces nieve fuese,

templó en mi boca aquel ardiente fuego,

y en un golfo de lágrimas me anego.

Como suelen morir fogosos tiros,

resplandeciendo por el aire vano

de las centellas que en ardientes giros

resultan de la fragua de Vulcano,

así quedaban muertos mis suspiros

entre la nieve de su helada mano;

así me halló la luz, si ser podía

que, muerto ya mi sol, me hallase el día.


Salgo de allí con erizado espanto,

corriendo el valle, el soto, el prado, el monte,

dando materia de dolor a cuanto

ya madrugaba el sol por su horizonte.

«Pastores, aves, fieras, haced llanto,

ninguno de la selva se remonte»,

iba diciendo; y a mi voz, turbados,

secábanse las fuentes y los prados.

No quedó sin llorar pájaro en nido,

pez en el agua ni en el monte fiera,

flor que a su pie debiese haber nacido

cuando fue de sus prados primavera;

lloró cuanto es amor, hasta el olvido

a amar volvió, porque llorar pudiera,

y es la locura de mi amor tan fuerte,

que pienso que lloró también la muerte. [...]

Romance

A mis soledades voy,

de mis soledades vengo,

porque para andar conmigo


me bastan mis pensamientos.

No sé qué tiene la aldea

donde vivo y donde muero,

que con venir de mí mismo

no puedo venir más lejos.

Ni estoy bien ni mal conmigo,

mas dice mi entendimiento

que un hombre que todo es alma

está cautivo en su cuerpo.

Entiendo lo que me basta,

y solamente no entiendo

cómo se sufre a sí mismo

un ignorante soberbio.

De cuantas cosas me cansan,

fácilmente me defiendo;

pero no puedo guardarme

de los peligros de un necio.

Él dirá que yo lo soy,


pero con falso argumento;

que humildad y necedad

no caben en un sujeto. [...]

Soneto

Suelta mi manso, mayoral extraño,

pues otro tienes de tu igual decoro;

deja la prenda que en el alma adoro,

perdida por tu bien y por mi daño.

Ponle su esquila de labrado estaño,

y no le engañen tus collares de oro;

toma en albricias este blanco toro,

que a las primeras hierbas cumple un año.

Si pides señas, tiene el vellocino

pardo encrespado, y los ojuelos tiene

como durmiendo en regalado sueño.

Si piensas que no soy su dueño, Alcino,

suelta, y verásle si a mi choza viene:

que aún tienen sal las manos de su dueño.


A la muerte de Carlos Félix

Este de mis entrañas dulce fruto,

con vuestra bendición, oh Rey eterno,

ofrezco humildemente a vuestras aras;

que si es de todos el mejor tributo

un puro corazón humilde y tierno,

y el más precioso de las prendas caras,

no las aromas raras

entre olores fenicios

y licores sabeos,

os rinden mis deseos,

por menos olorosos sacrificios,

sino mi corazón, que Carlos era;

que en el que me quedó, menos os diera.

Diréis, Señor, que en daros lo que es vuestro

ninguna cosa os doy, y que querría

hacer virtud necesidad tan fuerte,

y que no es lo que siento lo que muestro,

pues anima su cuerpo el alma mía,

y se divide entre los dos la muerte.


Confieso que de suerte

vive a la suya asida,

que cuanto a la vil tierra,

que el ser mortal encierra,

tuviera más contento de su vida;

mas cuanto al alma, ¿qué mayor consuelo

que lo que pierdo yo me gane el cielo? [...]


FRANCISCO DE QUEVEDO

Nace en Madrid en 1580;

muere en Villanueva de los Infantes (Ciudad Real) en 1645

Amor constante más allá de la muerte

Cerrar podrá mis ojos la postrera

sombra que me llevare el blanco día,

y podrá desatar esta alma mía

hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera,

dejará la memoria, en donde ardía:

nadar sabe mi llama la agua fría,

y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,

venas que humor a tanto fuego han dado,

médulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejarán, no su cuidado;


serán ceniza, mas tendrá sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado.

A Filis, que suelto el cabello lloraba ausencias de su pastor

Ondea el oro en hebras proceloso,

corre el humor en perlas hilo a hilo,

juntó la pena el Tajo con el Nilo,

éste creciente cuanto aquél precioso.

Tal el cabello, tal el rostro hermoso

asiste en Filis al doloroso estilo,

cuando por las ausencias de Batilo,

uno derrama rico, otro lloroso.

Oyó gemir con músico lamento

y mustia y ronca voz, tórtola amante,

amancillando querellosa el viento;

dijo: «Si imitas mi dolor constante

eres lisonja dulce de mi acento;

si le compites, no es tu mal bastante».


A Lisi, que en su cabello rubio tenía sembrados claveles carmesíes y
por el cuello

Rizas en ondas ricas del rey Midas,

Lisi, el tacto precioso cuanto avaro;

arden claveles en tu cerco claro,

flagrante sangre, espléndidas heridas;

minas ardientes al jardín unidas

son milagro de amor, portento raro,

cuando Hibla matiza el mármol paro

y en su dureza flores ve encendidas.

Esos que en tu cabeza generosa

son cruenta hermosura y son agravio

a la melena rica y victoriosa,

dan al claustro de perlas, en tu labio,

elocuente rubí, púrpura hermosa,

ya sonoro clavel, ya coral sabio.


Compara a la yedra su amor, que causa parecidos efectos, adornando
el árbol por donde sube y destruyéndolo

Esta yedra anudada que camina,

y en verde laberinto comprehende

la estatura del álamo, que ofende,

pues cuanto le acaricia le arruina.

Si es abrazo o prisión no determina

la vista que al frondoso halago atiende;

el tronco sólo si es favor entiende,

o cárcel que le esconde y que le inclina.

¡Ay Lisi! Quién me viere enriquecido

con alta adoración de tu hermosura,

y de tan nobles penas asistido,

pregunte a mi pasión y a mi ventura

y sabrá que es pasión de mi sentido

lo que juzga blasón de mi locura.

Dice que el sol templa la nieve de los Alpes y los ojos de Lisi no
templan el hielo de sus desdenes
Miro este monte que envejece enero,

y cana miro caducar con nieve

su cumbre, que aterido, oscuro y breve,

la mira el sol, que la pintó primero.

Veo que en muchas partes, lisonjero,

o regala sus hielos o los bebe;

que agradecido a su piedad se mueve

el músico cristal, libre y parlero.

Mas en los Alpes de tu pecho airado

no miro que tus ojos a los míos

regalen, siendo fuego, el hielo amado.

Mi propia llama multiplica fríos

y en mis cenizas mesmas ardo helado,

invidiando la dicha de estos ríos.

Quéjase de lo esquivo de su dama

El amor conyugal de su marido

su presencia en el pecho le revela;

teje de día en la curiosa tela


lo mesmo que de noche ha destejido.

Danle combates interés y olvido,

y de fe y esperanza se abroquela,

hasta que dando el viento en popa y vela,

le restituye el mar a su marido.

Ulises llega, goza a su querida,

que por gozarla un día dio veinte años

a la misma esperanza de un difunto.

Mas yo sé de una fiera embravecida

que veinte mil tejiera por mis daños,

y al fin mis daños son no verme un punto.

Las gracias de la que adora son ocasión de que viva y muera al


mismo tiempo

Esa color de rosa y de azucena

y ese mirar sabroso, dulce, honesto,

y ese hermoso cuello, blanco, inhiesto,

y boca de rubíes y perlas llena;


la mano alabastrina que encadena

al que más contra Amor está dispuesto,

y el más libre y tirano presupuesto

destierra de las almas y enajena.

Era rica y hermosa primavera,

cuyas flores de gracias y hermosura

ofendellas no puede el tiempo airado;

son ocasión que viva yo y que muera,

y son de mi descanso y mi ventura

principio y fin, y alivio del cuidado.

Aun en sueños le sirve de pesadumbre su amor

Soñé que el brazo de rigor armado,

Filis, alzabas contra el alma mía,

diciendo: «Éste será el postrero día

que ponga fin a tu vivir cansado».

Y que luego, con golpe acelerado,

me dabas muerte en sombra de alegría,

y yo triste al infierno me partía,


viéndome ya del cielo desterrado.

Partí sin ver el rostro amado y bello,

mas despertóme deste sueño un llanto,

ronca la voz y crespo mi cabello.

Y lo que más en esto me dio espanto

es ver que fuese sueño algo de aquello

que me pudiera dar tormento tanto.

Contraposiciones y tormentos de su amor

Osar, temer, amar y aborrecerse,

alegre con la gloria, atormentarse;

de olvidar los trabajos olvidarse,

entre llamas arder sin encenderse;

con soledad entre las gentes verse

y de la soledad acompañarse;

morir continuamente, no acabarse,

perderse por hallar con qué perderse;

ser Fúcar de esperanzas sin ventura,


gastar todo el caudal en sufrimiento,

con cera conquistar la piedra dura,

son efectos de amor en mis tormentos;

nadie le llame dios, que es gran locura,

que más son de verdugo sus tormentos.

Definiendo el amor

Es hielo abrasador, es fuego helado,

es herida que duele y no se siente,

es un soñado bien, un mal presente,

es un breve descanso muy cansado.

Es un descuido que nos da cuidado,

un cobarde con nombre de valiente,

un andar solitario entre la gente,

un amar solamente ser amado.

Es una libertad encarcelada,

que dura hasta el postrero parasismo,

enfermedad que crece si es curada.


Éste es el niño Amor, éste es tu abismo:

mirad cuál amistad tendrá con nada

el que en todo es contrario de sí mismo.

Preso en los laberintos del amor no puede ya lograr ventura

Tras arder siempre, nunca consumirse,

y tras siempre llorar, nunca acosarme;

tras tanto caminar, nunca cansarme,

y tras siempre vivir, jamás morirme;

después de tanto mal, no arrepentirme;

tras tanto engaño, no desengañarme;

después de tantas penas, no alegrarme,

y tras tanto dolor, nunca reírme;

en tantos laberintos, no perderme,

ni haber tras tanto olvido recordado,

¿qué fin alegre puede prometerme?

Antes muerto estaré que escarmentado;

ya no pienso tratar de defenderme,

sino de ser de veras desdichado.


Hero y Leandro

Esforzóse pobre luz

a contrahacer el Norte,

a ser piloto el deseo,

a ser farol una torre.

Atrevióse a ser Aurora

una boca a medianoche,

a ser bajel un amante,

y dos ojos a ser soles.

Embarcó todas sus llamas

el Amor en este joven,

y caravana de fuego

navegó reinos salobres.

Nuevo prodigio del mar,

la admiraron los tritones:

con centellas, y no escamas,

el agua le desconoce.

Ya el mar le encubre enojado,

ya piadoso le socorre,

cuna de Venus le mece,

reino sin piedad le esconde.


Pretensión de mariposa

le descaminan los dioses:

intentos de salamandra

permiten que se malogren.

Si llora, crece su muerte,

que aun no le dejan que llore;

si ella suspira, le aumenta

vientos que le descomponen.

Armó el estrecho de Abido,

juntaron vientos feroces

contra una vida sin alma

un ejército de montes.

Indigna hazaña del golfo,

siendo amenaza del orbe,

juntarse con un cuidado

para contrastar a un hombre.

Entre la luz y la muerte

la vista dudosa pone;

grandes volcanes suspira

y mucho piélago sorbe.

Pasó el mar en un gemido

aquel espíritu noble:

ofensa le hizo Neptuno,


estrella le hizo Jove.

De los bramidos del Ponto

Hero formaba razones,

descifrando de la orilla

la confusión en sus voces.

Murió sin saber su muerte,

y expiraron tan conformes,

que el verle muerto añadió

la ceremonia del golpe.

De piedad murió la luz,

Leandro murió de amores,

Hero murió de Leandro,

y Amor de envidia murióse.

Amante agradecido a las lisonjas mentirosas de un sueño

¡Ay, Floralba! Soñé que te... ¿Dirélo?

Sí, pues que sueño fue: que te gozaba.

¿Y quién, sino un amante que soñaba,

juntara tanto infierno a tanto cielo?

Mis llamas con tu nieve y con tu hielo,

cual suele opuestas flechas de su aljaba,


mezclaba Amor, y honesto las mezclaba,

como mi adoración en su desvelo.

Y dije: «Quiera Amor, quiera mi suerte,

que nunca duerma yo, si estoy despierto,

y que si duermo, que jamás despierte».

Mas desperté del dulce desconcierto;

y vi que estuve vivo con la muerte,

y vi que con la vida estaba muerto.

Afectos varios de su corazón fluctuando en ondas de los cabellos de


Lisi

En crespa tempestad del oro undoso,

nada golfos de luz ardiente y pura

mi corazón, sediento de hermosura,

si el cabello deslazas generoso.

Leandro, en mar de fuego proceloso,

su amor ostenta, su vivir apura;

Icaro, en senda de oro mal segura,

arde sus alas por morir glorioso.


Con pretensión de Fénix, encendidas

sus esperanzas, que difuntas lloro,

intenta que su muerte engendre vidas.

Avaro y rico y pobre, en el tesoro,

el castigo y la hambre imita a Midas,

Tántalo en fugitiva fuente de oro.


GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

Nace en Sevilla en 1836;

muere en Madrid en 1870

Rimas

XII

Porque son, niña, tus ojos

verdes como el mar, te quejas;

verdes los tienen las náyades,

verdes los tuvo Minerva,

y verdes son las pupilas

de las hurís del profeta.

El verde es gala y ornato

del bosque en la primavera.

Entre sus siete colores

brillante el iris lo ostenta.

Las esmeraldas son verdes,

verde el color del que espera,

y las ondas del Océano,

y el laurel de los poetas.


Es tu mejilla temprana

rosa de escarcha cubierta,

en que el carmín de los pétalos

se ve al través de las perlas.

Y, sin embargo,

sé que te quejas

porque tus ojos

crees que la afean:

pues no lo creas.

Que parecen tus pupilas,

húmedas, verdes e inquietas,

tempranas hojas de almendro,

que al soplo del aire tiemblan.

Es tu boca de rubíes

purpúrea granada abierta,

que en el estío convida

a apagar la sed con ella.

Y, sin embargo,

sé que te quejas
porque tus ojos

crees que la afean:

pues no lo creas.

Que parecen, si enojada

tus pupilas centellean,

las olas del mar que rompen

en las cantábricas peñas.

Es tu frente, que corona

crespo el oro en ancha trenza,

nevada cumbre en que el día

su postrera luz refleja.

Y, sin embargo,

sé que te quejas

porque tus ojos

crees que la afean:

pues no lo creas.

Que entre las rubias pestañas,

junto a las sienes, semejan

broches de esmeralda y oro


que un blanco armiño sujetan.

Porque son, niña, tus ojos

verdes como el mar, te quejas;

quizá, si negros o azules

se tornasen, lo sintieras.

XV

Cendal flotante de leve bruma,

rizada cinta de blanca espuma,

rumor sonoro

de arpa de oro,

beso del aura, onda de luz,

eso eres tú.

Tú, sombra aérea, que cuantas veces

voy a tocarte te desvaneces

como la llama, como el sonido,

como la niebla, como el gemido

del lago azul.

En mar sin playas, onda sonante;

en el vacío, cometa errante;


largo lamento

del ronco viento,

ansia perpetua de algo mejor,

eso soy yo.

¡Yo, que a tus ojos, en mi agonía,

los ojos vuelvo de noche y día;

yo, que incansable corro y demente

tras una sombra, tras la hija ardiente

de una ilusión!

XVII

Hoy la tierra y los cielos me sonríen;

hoy llega al fondo de mi alma el sol;

hoy la he visto..., la he visto y me ha mirado...

¡Hoy creo en Dios!

XXI

«¿Qué es poesía?», dices mientras clavas

en mi pupila tu pupila azul.

¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?

Poesía... eres tú.


XXIII

Por una mirada, un mundo;

por una sonrisa, un cielo;

por un beso..., ¡yo no sé

qué te diera por un beso!

XXIX

Sobre la falda tenía

el libro abierto;

en mi mejilla tocaban

sus rizos negros;

no veíamos las letras

ninguno, creo;

mas guardábamos ambos

hondo silencio.

¿Cuánto duró? Ni aun entonces

pude saberlo.

Sólo sé que no se oía

más que el aliento,

que apresurado escapaba

del labio seco.

Sólo sé que nos volvimos

los dos a un tiempo.


Y nuestros ojos se hallaron

y sonó un beso. [...]

XXX

Asomaba a sus ojos una lágrima

y a mi labio una frase de perdón;

habló el orgullo y enjugó su llanto,

y la frase en mis labios expiró.

Yo voy por un camino, ella por otro;

pero al pensar en nuestro mutuo amor,

yo digo aún: «¿Por qué callé aquel día?»,

y ella dirá: «¿Por qué no lloré yo?».

XXXV

¡No me admiró tu olvido! Aunque de un día

me admiró tu cariño mucho más;

porque lo que hay en mí que vale algo,

eso... ¡ni lo pudiste sospechar!

XXXVIII

Los suspiros son aire y van al aire.

Las lágrimas son agua y van al mar.


Dime, mujer: cuando el amor se olvida,

¿sabes tú a dónde va?

XL

[...]¡Discreta y casta luna,

copudos y altos olmos,

paredes de su casa,

umbrales de su pórtico,

callad y que el secreto

no salga de vosotros!

Callad que por mi parte

lo he olvidado todo;

y ella..., ella, ¡no hay máscara

semejante a su rostro!

XLI

Tú eras el huracán, y yo la alta

torre que desafía su poder.

¡Tenías que estrellarte o abatirme!...

¡No pudo ser!

Tú eras el Océano y yo la enhiesta

roca que firme aguarda su vaivén:


¡Tenías que romperte o que arrancarme!…

¡No pudo ser!

Hermosa tú, yo altivo; acostumbrados

una a arrollar, el otro a no ceder;

la senda estrecha, inevitable el choque...

¡No pudo ser!

LI

De lo poco de vida que me resta,

diera con gusto los mejores años

por saber lo que a otros

de mí has hablado.

Y esta vida mortal..., y de la eterna

lo que me toque, si me toca algo,

por saber lo que a solas

de mí has pensado.

LIII

Volverán las oscuras golondrinas

en tu balcón sus nidos a colgar,

y otra vez con el ala a sus cristales


jugando llamarán.

Pero aquellas que el vuelo refrenaban,

tu hermosura y mi dicha al contemplar;

aquellas que aprendieron nuestros nombres,

esas... ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas

de tu jardín las tapias a escalar,

y otra vez a la tarde, aún más hermosas,

sus flores se abrirán.

Pero aquellas cuajadas de rocío,

cuyas gotas mirábamos temblar

y caer, como lágrimas del día...

esas... ¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos

las palabras ardientes a sonar;

tu corazón de su profundo sueño

tal vez despertará.

Pero mudo y absorto y de rodillas,

como se adora a Dios ante su altar,

como yo te he querido..., desengáñate:

¡así no te querrán!
LXXIX

Una mujer me ha envenenado el alma;

otra mujer me ha envenenado el cuerpo;

ninguna de las dos vino a buscarme,

yo de ninguna de las dos me quejo.

Como el mundo es redondo, el mundo rueda.

Si mañana, rodando, este veneno

envenena a su vez, ¿por qué acusarme?

¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron?

A CASTA

Tu aliento es el aliento de las flores;

tu voz es de los cisnes la armonía;

es tu mirada el esplendor del día,

y el color de la rosa es tu color.

Tú prestas nueva vida y esperanza

a un corazón para el amor ya muerto;

tú creces de mi vida en el desierto

como crece en un páramo la flor.


AMOR ETERNO

Podrá nublarse el sol eternamente;

podrá secarse en un instante el mar;

podrá romperse el eje de la tierra

como un débil cristal.

¡Todo sucederá! Podrá la muerte

cubrirme con su fúnebre crespón;

pero jamás en mí podrá apagarse

la llama de tu amor.

Para que los leas con tus ojos grises,

para que los cantes con tu clara voz,

para que llenen de emoción tu pecho,

hice mis versos yo.

Para que encuentren en tu pecho asilo

y les des juventud, vida y calor,

tres cosas que yo ya no puedo darles,

hice mis versos yo.

Para hacerte gozar con mi alegría,

para que sufras tú con mi dolor,


para que sientas palpitar mi vida,

hice mis versos yo.

Para poder poner ante tus plantas

la ofrenda de mi vida y de mi amor,

con alma, sueños rotos, risas, lágrimas,

hice mis versos yo.


RUBÉN DARÍO

Nace en Metapa (Nicaragua) en 1867;

muere en León (Nicaragua) en 1916

Margarita

¿Recuerdas que querías ser una Margarita

Gautier? Fijo en mi mente tu extraño rostro está,

cuando cenamos juntos, en la primera cita,

en una noche alegre que nunca volverá.

Tus labios escarlatas de púrpura maldita

sorbían el champaña del fino baccarat;

tus dedos deshojaban la blanca margarita:

«Sí... no... sí... no...» ¡y sabías que te adoraba ya!

Después, ¡oh flor de Histeria!, llorabas y reías;

tus besos y tus lágrimas tuve en mi boca yo;

tus risas, tus fragancias, tus quejas eran mías.

Y en una tarde triste de los más dulces días,

la Muerte, la celosa, por ver si me querías,


¡como a una margarita de amor te deshojó!

Era un aire suave...

Era un aire suave, de pausados giros,

el hada Harmonía ritmaba sus vuelos,

e iban frases vagas y tenues suspiros

entre los sollozos de los violoncelos.

Sobre la terraza, junto a los ramajes,

diríase un trémolo de liras eolias

cuando acariciaban los sedosos trajes,

sobre el tallo erguidas las blancas magnolias.

La marquesa Eulalia risas y desvíos

daba a un tiempo mismo para dos rivales:

el vizconde rubio de los desafíos

y el abate joven de los madrigales.

Cerca, coronado con hojas de viña,

reía en su máscara Término barbudo,

y, como un efebo que fuese una niña,

mostraba una Diana su mármol desnudo.


Y bajo un boscaje del amor palestra,

sobre rico zócalo al modo de Jonia,

con un candelabro prendido en la diestra

volaba el Mercurio de Juan de Bolonia.

La orquesta perlaba sus mágicas notas,

un coro de sones alados se oía;

galantes pavanas, fugaces gavotas

cantaban los dulces violines de Hungría.

Al oír las quejas de sus caballeros

ríe, ríe, ríe la divina Eulalia,

pues son su tesoro las flechas de Eros,

el cinto de Cipria, la rueca de Onfalia.

¡Ay de quien sus mieles y frases recoja!

¡Ay de quien del canto de su amor se fíe!

Con sus ojos lindos y su boca roja,

la divina Eulalia ríe, ríe, ríe.

Tiene azules ojos, es maligna y bella;

cuando mira vierte viva luz extraña;


se asoma a sus húmedas pupilas de estrella

el alma del rubio cristal de Champaña.

Es noche de fiesta, y el baile de trajes

ostenta su gloria de triunfos mundanos.

La divina Eulalia, vestida de encajes,

una flor destroza con sus tersas manos.

El teclado harmónico de su risa fina

a la alegre música de un pájaro iguala,

con los staccati de una bailarina

y las locas fugas de una colegiala.

¡Amoroso pájaro que trinos exhala

bajo el ala a veces ocultando el pico;

que desdenes rudos lanza bajo el ala,

bajo el ala aleve del leve abanico!

Cuando a medianoche sus notas arranque

y en arpegios áureos gima Filomela,

y el ebúrneo cisne, sobre el quieto estanque

como blanca góndola imprima su estela,


la marquesa alegre llegará al boscaje,

boscaje que cubre la amable glorieta,

donde han de estrecharla los brazos de un paje,

que siendo su paje será su poeta.

Al compás de un canto de artista de Italia

que en la brisa errante la orquesta deslíe,

junto a los rivales, la divina Eulalia,

la divina Eulalia ríe, ríe, ríe.

¿Fue acaso en el tiempo del rey Luis de Francia,

sol con corte de astros, en campos de azur

cuando los alcázares llenó de fragancia

la regia y pomposa rosa Pompadour?

¿Fue cuando la bella su falda cogía

con dedos de ninfa, bailando el minué,

y de los compases el ritmo seguía

sobre el tacón rojo, lindo y leve el pie?

¿O cuando pastoras de floridos valles

ornaban con cintas sus albos corderos,

y oían, divinas Tirsis de Versalles,


las declaraciones de sus caballeros?

¿Fue en ese buen tiempo de duques pastores,

de amantes princesas y tiernos galanes,

cuando entre sonrisas y perlas y flores

iban las casacas de los chambelanes?

¿Fue acaso en el Norte o en el Mediodía?

Yo el tiempo y el día y el país ignoro,

pero sé que Eulalia ríe todavía,

¡y es cruel y eterna su risa de oro!

Sonatina

La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa?

Los suspiros se escapan de su boca de fresa,

que ha perdido la risa, que ha perdido el color.

La princesa está pálida en su silla de oro,

está mudo el teclado de su clave sonoro;

y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.

El jardín puebla el triunfo de los pavos-reales.

Parlanchina, la dueña dice cosas banales,


y, vestido de rojo, piruetea el bufón.

La princesa no ríe, la princesa no siente;

la princesa persigue por el cielo de Oriente

la libélula vaga de una vaga ilusión.

¿Piensa acaso en el príncipe de Golconda o de China,

o en el que ha detenido su carroza argentina

para ver de sus ojos la dulzura de luz?

¿O en el rey de las Islas de las Rosas fragantes,

o en el que es soberano de los claros diamantes,

o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?

¡Ay! La pobre princesa de la boca de rosa

quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,

tener alas ligeras, bajo el cielo volar,

ir al sol por la escala luminosa de un rayo,

saludar a los lirios con los versos de mayo,

o perderse en el viento sobre el trueno del mar.

Ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata,

ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata,

ni los cisnes unánimes en el lago de azur.

Y están tristes las flores por la flor de la corte,


los jazmines de Oriente, los nelumbos del Norte,

de Occidente las dalias y las rosas del Sur.

¡Pobrecita princesa de los ojos azules!

Está presa en sus oros, está presa en sus tules,

en la jaula de mármol del palacio real,

el palacio soberbio que vigilan los guardas,

que custodian cien negros con sus cien alabardas,

un lebrel que no duerme y un dragón colosal.

¡Oh, quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!

(La princesa está triste. La princesa está pálida).

¡Oh visión adorada de oro, rosa y marfil!

¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe

(La princesa está pálida. La princesa está triste)

más brillante que el alba, más hermoso que abril!

«¡Calla, calla, princesa —dice el hada madrina—,

en caballo con alas, hacia acá se encamina,

en el cinto la espada y en la mano el azor,

el feliz caballero que te adora sin verte,

y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,

a encenderte los labios con su beso de amor!».


Lo fatal

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura porque ésa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,

y el temor de haber sido y un futuro terror...

Y el espanto seguro de estar mañana muerto,

y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,

y la carne que tienta con sus frescos racimos,

y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

¡y no saber adónde vamos,

ni de dónde venimos!...

Blasón

E1 olímpico cisne de nieve

con el ágata rosa del pico


lustra el ala eucarística y breve

que abre al sol como un casto abanico.

De la forma de un brazo de lira

y del asa de un ánfora griega

es su cándido cuello que inspira

como prora ideal que navega.

Es el cisne, de estirpe sagrada,

cuyo beso, por campos de seda,

ascendió hasta la cima rosada

de las dulces colinas de Leda.

Blanco rey de la fuente Castalia,

su victoria ilumina el Danubio;

Vinci fue su barón en Italia;

Lohengrín es su príncipe rubio.

Su blancura es hermana del lino,

del botón de los blancos rosales

y del albo toisón diamantino

de los tiernos corderos pascuales.


Rimador de ideal florilegio,

es de armiño su lírico manto,

y es el mágico pájaro regio

que al morir rima el alma en un canto.

El lado aristócrata muestra

lises albos en campo de azur,

y ha sentido en sus plumas la diestra

de la amable y gentil Pompadour.

Boga y boga en el lago sonoro

donde el sueño a los tristes espera,

donde aguarda una góndola de oro

a la novia de Luis de Baviera.

Dad, Marquesa, a los cisnes cariño,

dioses son de un país halagüeño

y hechos son de perfume, de armiño,

de luz alba, de seda y de sueño.

Leda

El cisne en la sombra parece de nieve;


su pico es de ámbar, del alba al trasluz;

el suave crepúsculo que pasa tan breve

las cándidas alas sonrosa de luz.

Y luego, en las ondas del lago azulado,

después que la aurora perdió su arrebol,

las alas tendidas y el cuello enarcado,

el cisne es de plata, bañado de sol.

Tal es, cuando esponja las plumas de seda,

olímpico pájaro herido de amor,

y viola en las linfas sonoras a Leda,

buscando su pico los labios en flor.

Suspira la bella desnuda y vencida,

y en tanto que al aire sus quejas se van,

del fondo verdoso de fronda tupida

chispean turbados los ojos de Pan.

Madrigal exaltado

¡Dies irae, dies illa!

Solvet saeclum in favilla


cuando quema esa pupila!

La tierra se vuelve loca,

el cielo a la tierra invoca

cuando sonríe esa boca.

Tiemblan los lirios tempranos

y los árboles lozanos

al contacto de esas manos.

El bosque se encuentra estrecho

al egipán en acecho

cuando respira ese pecho.

Sobre los senderos, es

como una fiesta, después

que se han sentido esos pies;

y el Sol, sultán de orgullosas

rosas, dice a sus hermosas

cuando en primavera están:

¡Rosas, rosas, dadme rosas

para Adela Villagrán!


Amo, amas

Amar, amar, amar, amar siempre, con todo

el ser y con la tierra y con el cielo,

con lo claro del sol y lo obscuro del lodo;

Amar por toda ciencia y amar por todo anhelo.

Y cuando la montaña de la vida

nos sea dura y larga y alta y llena de abismos,

amar la inmensidad que es de amor encendida

¡y arder en la fusión de nuestros pechos mismos!

Abrojos

Lloraba en mis brazos vestida de negro,

se oía el latido de su corazón,

cubríanle el cuello los rizos castaños

y toda temblaba de miedo y de amor.

¿Quién tuvo la culpa? La noche callada.

Ya iba a despedirme. Cuando dije «¡Adiós!»,

ella, sollozando, se abrazó a mi pecho

bajo aquel ramaje del almendro en flor.


Velaron las nubes la pálida luna...

Después, tristemente lloramos los dos.

Abrojos

¿Que lloras? Lo comprendo.

Todo concluido está.

Pero no quiero verte,

alma mía, llorar.

Nuestro amor, siempre, siempre...

Nuestras bodas... jamás.

¿Quién es ese bandido

que se vino a robar

tu corona florida

y tu velo nupcial?

Mas no, no me lo digas,

no lo quiero escuchar.

Tu nombre es Inocencia

y el de él es Satanás.

Un abismo a tus plantas,

una mano procaz

que te empuja; tú ruedas,

y mientras tanto, va
el ángel de tu guarda

triste y solo a llorar.

Pero ¿por qué derramas

tantas lágrimas?... ¡Ah!

Sí, todo lo comprendo...

No, no me digas más.

Carne celeste...

¡Carne, celeste carne de la mujer! Arcilla

—dijo Hugo—, ambrosía más bien, ¡oh maravilla!,

la vida se soporta,

tan doliente y tan corta,

solamente por eso:

¡roce, mordisco o beso

en ese pan divino

para el cual nuestra sangre es nuestro vino!

En ella está la lira,

en ella está la rosa,

en ella está la ciencia armoniosa,

en ella se respira

el perfume vital de toda cosa. [...]


Canción de otoño en primavera

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer...

Plural ha sido la celeste

historia de mi corazón.

Era una dulce niña, en este

mundo de duelo y aflicción.

Miraba como el alba pura;

sonreía como una flor.

Era su cabellera oscura

hecha de noche y de dolor.

Yo era tímido como un niño.

Ella, naturalmente, fue,

para mi amor hecho de armiño,

Herodías y Salomé...

Juventud, divino tesoro,


¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer...

Y más consoladora y más

halagadora y expresiva,

la otra fue más sensitiva

cual no pensé encontrar jamás.

Pues a su continua ternura

una pasión violenta unía.

En un peplo de gasa pura

una bacante se envolvía...

En sus brazos tomó mi ensueño

y lo arrulló como a un bebé...

y le mató, triste y pequeño,

falto de luz, falto de fe...

Juventud, divino tesoro,

¡te fuiste para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer...


Otra juzgó que era mi boca

el estuche de su pasión;

y que me roería, loca,

con sus dientes el corazón,

poniendo en un amor de exceso

la mira de su voluntad,

mientras eran abrazo y beso

síntesis de la eternidad;

y de nuestra carne ligera

imaginar siempre un Edén,

sin pensar que la Primavera

y la carne acaban también...

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer.

¡Y las demás! En tantos climas,

en tantas tierras siempre son,


si no pretextos de mis rimas

fantasmas de mi corazón.

En vano busqué a la princesa

que estaba triste de esperar.

La vida es dura. Amarga y pesa.

¡Ya no hay princesa que cantar!

Mas a pesar del tiempo terco,

mi sed de amor no tiene fin;

con el cabello gris, me acerco

a los rosales del jardín...

Juventud divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer...

¡Mas es mía el Alba de oro!


JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

Nace en Moguer (Huelva) en 1881;

muere en San Juan de Puerto Rico en 1958

Nocturnos

Yo no volveré. Y la noche

tibia, serena y callada,

dormirá el mundo, a los rayos

de su luna solitaria.

Mi cuerpo no estará allí,

y por la abierta ventana

entrará una brisa fresca

preguntando por mi alma.

No sé si habrá quien me aguarde

de mi noble ausencia larga,

o quien bese mi recuerdo

entre caricias y lágrimas.

Pero habrá estrellas y flores,


y suspiros y esperanzas,

y amor en las avenidas,

a la sombra de las ramas.

Y sonará ese piano

como en esta noche plácida,

y no tendrá quien lo escuche,

pensativo, en mi ventana.

Jardines místicos

SIN SENTIDO

Mira, la luna es de plata

sobre los jeranios rosas;

mira, María, la luna

es de plata melancólica.

Mira, el jazmín verde y blanco

ya va afinando su aroma,

entre la maraña de

sombras azules y hojas.

—Es el jazmín... Es la luna...


Aún los jeranios son rosas.

Mira, el jazmín está triste,

y la luna, melancólica.

Tu corazón y mi alma

yerran solos por la sombra

de esta larga tarde azul,

tarde doliente de aromas...

Y ya está hablando el jazmín

con tu alma..., y ya mis hojas

están de plata, a la luz

de la luna melancólica.

Jardines dolientes

Tú me mirarás llorando

—será el tiempo de las flores—,

tú me mirarás llorando,

y yo te diré: —No llores.

Mi corazón, lentamente,

se irá durmiendo... Tu mano


acariciará la frente

sudorosa de tu hermano...

Tú me mirarás sufriendo,

yo sólo tendré tu pena;

tú me mirarás sufriendo,

tú, hermana, que eres tan buena.

Y tú me dirás: —¿Qué tienes?

Y yo miraré hacia el suelo.

Y tú me dirás: —¿Qué tienes?

Y yo miraré hacia el cielo.

Y yo me sonreiré

—y tú estarás asustada—,

y yo me sonreiré

para decirte: —No es nada...

Parque doble

De prisa

¿Hay arañas carceleras

de los bosques encantados?


... Y los troncos, a la lumbre

que decae, van pasando...

Por la sombra, medias almas,

todo piensa, en jesto lánguido

—alejado sueño fijo

de fantásticos acuarios—;

araucarias, magnolieros,

tilos, chopos, lilas, plátanos

—ramas de humo, mustias nieblas—,

aguas ciegas —plata, rasos...

¡Oh, qué dulce es la penumbra!

—Me parece que mi llanto

ha posado su rocío

bajo todo el parque...—Yo amo

estos fondos de las tardes

—grises viejos, hondos, magos—

que entreabren el secreto

de los parques y los campos.

En su tenue opacidad,

se desnuda lo más almo;


y las rosas son más rosas

—y hay más besos en los labios—,

y hay más verdes en las yerbas

—y más joyas en las manos—,

y amarillos, y celestes,

y violetas ignorados.

—Una fábula de idilios

y de cuentos tristes, bajo

¿la pomposa cobrería?

de los árboles románticos.

¿Todo muerto? Todo un éstasis

—chorro, helechos, musgo, charco,

las hojitas verdes, finos

corazones que han volado.

Todo oculto, ¿de qué? Todo,

como huido aquí, llevando

una vida defendida

por las redes del abajo.

Un esmalte de oros lentos,


un ensueño de hechos blancos

—¿gnomos, sátiros, ofelias?,

voces vagas, ojos trájicos...

Pero el cielo... El cielo no

puede ser para este encanto:

el jardín está partido

a la altura de los brazos;

y el cénit se va rompiendo

de hoja en hoja... Sólo un algo

de amatista, ¿de qué mundo?,

de oro ignoto, de azul májico:

una luz de pesadilla

sobre los heléchos blandos;

una nieve de sol: no, un

sol de luna; ¿estrellas, nardos?...

... ¡El sendero! Entre los cirros

de los cielos arrobados,

la arboleda alta —¡tiernos

píos de los vagos pájaros,

que estaban, sobre nosotros,

tan bajos, también tan altos!—


nuestra frente está amarilla,

frente al oro del ocaso.

Recogimiento

¡AMOR!...

De tanto caminar por los alcores

agrios de mi vivir cansado y lento,

mi desencadenado pie sangriento

no gusta ya de ir entre las flores.

¡Qué bien se casan estos campeadores:

el pie que vence y el entendimiento!

El recio corazón, ¡con qué contento

piensa en mayo, brotado de dolores!

Es ya el otoño, y el yermo y puro

sendero de mi vida sin fragancia,

la hoja seca me dora la cabeza...

¡Amor! ¡Amor! ¡Que abril se torna oscuro!

¡Que no cojo al verano su abundancia!

¡Que encuentro ya divina mi tristeza!


Piedra y cielo

EL POEMA

¡No le toques ya más,

que así es la rosa!

Adolescencia

En el balcón, un instante

nos quedamos los dos solos.

Desde la dulce mañana

de aquel día, éramos novios.

—El paisaje soñoliento

dormía sus vagos tonos.

bajo el cielo gris y rosa

del crepúsculo de otoño.

Le dije que iba a besarla;

bajó, serena, los ojos

y me ofreció sus mejillas,

como quien pierde un tesoro.

—Caían las hojas muertas


en el jardín silencioso,

y en el aire erraba aún

un perfume de heliotropos.

No se atrevía a mirarme;

le dije que éramos novios,

... y las lágrimas rodaron

de sus ojos melancólicos.

Con lilas llenas de agua

Con lilas llenas de agua,

le golpeé las espaldas.

Y toda su carne blanca

se enjoyó de gotas claras.

¡Ay, fuga mojada y cándida,

sobre la arena perlada!

—La carne moría, pálida,

entre los rosales granas;

como manzana de plata,


amanecida de escarcha—.

Corría, huyendo del agua,

entre los rosales granas.

Y se reía, fantástica.

La risa se le mojaba.

Con lilas llenas de agua,

corriendo, la golpeaba...

El viaje definitivo

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros

cantando;

y se quedará mi huerto, con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;

y tocarán, como esta tarde están tocando,

las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;


y el pueblo se hará nuevo cada año;

y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,

mi espíritu errará, nostáljico...

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol

verde, sin pozo blanco,

sin cielo azul y plácido...

Y se quedarán los pájaros cantando.

Retorno fugaz

¿Cómo era, Dios mío, cómo era?

—¡Oh corazón falaz, mente indecisa!—

¿Era como el pasaje de la brisa?

¿Como la huida de la primavera?

Tan leve, tan voluble, tan lijera

cual estival vilano... ¡Sí! Imprecisa

como sonrisa que se pierde en risa...

¡Vana en el aire, igual que una bandera!

¡Bandera, sonreír, vilano, alada

primavera de junio, brisa pura...!


¡Qué loco fue tu carnaval, qué triste!

Todo tu cambiar trocóse en nada

—¡memoria, ciega abeja de amargura!—

¡No sé cómo eras, yo que sé qué fuiste!

Octubre

Estaba echado yo en la tierra, enfrente

del infinito campo de Castilla,

que el otoño envolvía en la amarilla

dulzura de su claro sol poniente.

Lento, el arado, paralelamente

abría el haza oscura, y la sencilla

mano abierta dejaba la semilla

en su entraña partida honradamente.

Pensé arrancarme el corazón, y echarlo,

pleno de su sentir alto y profundo,

al ancho surco del terruño tierno;

a ver si con romperlo y con sembrarlo,


la primavera le mostraba al mundo

el árbol puro del amor eterno.

Soledad

En ti estás todo, mar, y sin embargo,

¡qué sin ti estás, qué solo,

qué lejos, siempre, de ti mismo!

Abierto en mil heridas, cada instante,

cual mi frente,

tus olas van, como mis pensamientos,

y vienen, van y vienen,

besándose, apartándose,

en un eterno conocerse,

mar, y desconocerse.

Eres tú, y no lo sabes,

tu corazón te late, y no lo sientes...

¡Qué plenitud de soledad, mar solo!

¡Intelijencia, dame

el nombre exacto de las cosas!


... Que mi palabra sea

la cosa misma

creada por mi alma nuevamente.

Que por mí vayan todos

los que no las conocen, a las cosas;

que por mí vayan todos

los que ya las olvidan, a las cosas;

que por mí vayan todos

los mismos que las aman, a las cosas...

¡Intelijencía, dame

el nombre exacto, y tuyo,

y suyo, y mío, de las cosas!

Vino, primero pura,

vestida de inocencia;

y la amé como un niño.

Luego se fue vistiendo

de no sé qué ropajes;

y la fui odiando, sin saberlo.

Llegó a ser una reina,


fastuosa de tesoros...

¡Qué iracundia de yel y sin sentido!

... Mas se fue desnudando.

Y yo le sonreía.

Se quedó con la túnica

de su inocencia antigua.

Creí de nuevo en ella.

Y se quitó la túnica,

y apareció desnuda toda...

¡Oh pasión de mi vida, poesía

desnuda, mía para siempre!

El nombre conseguido de los nombres

Si yo, por ti, he creado un mundo para ti,

dios, tú tenías seguro que venir a él,

y tú has venido a él, a mí seguro,

porque mi mundo todo era mi esperanza.

Yo he acumulado mi esperanza
en lengua, en nombre hablado, en nombre escrito;

a todo yo le había puesto nombre

y tú has tomado el puesto

de toda esta nombradía.

Ahora puedo yo detener ya mi movimiento,

como la llama se detiene en ascua roja

con resplandor de aire inflamado azul,

en el ascua de mi perpetuo estar y ser;

ahora yo soy ya mi mar paralizado,

el mar que yo decía, mas no duro,

paralizado en olas de conciencia en luz

y vivas hacia arriba todas, hacia arriba.

Todos los nombres que yo puse

al universo que por ti me recreaba yo,

se me están convirtiendo en uno y en un

dios.

El dios que es siempre al fin,

el dios creado y recreado y recreado

por gracia y sin esfuerzo.

El Dios. El nombre conseguido de los nombres.


Aria triste

Cuando la mujer está,

todo es, tranquilo, lo que es

—la llama, la flor, la música—.

Cuando la mujer se fue

—la luz, la canción, la llama—,

¡todo! es, loco, la mujer.

Sol en el camarote

(Vistiéndome, mientras cantan,

en trama fresca, los canarios

de la cubana y del peluquero,

a un sol momentáneo).

Amor, rosa encendida,

¡bien tardaste en abrirte!

La lucha te sanó,

y ya eres invencible.

Sol y agua anduvieron


luchando en ti, en un triste

trastorno de colores...

¡Oh días imposibles!

Nada era, más que instantes,

lo que era siempre. Libre,

estaba presa el alma.

—A veces, el arco iris

lucía brevemente

cual un preludio insigne...

Mas tu capullo, rosa,

dudaba más. Tuviste

como convalecencias

de males infantiles.

Pétalos amarillos

dabas en tu difícil

florecer... ¡Río inútil,

dolor, cómo corriste!

Hoy, amor, frente a frente

del sol, con él compites,

y no hay fulgor que copie


tu lucimiento virjen.

¡Amor, juventud sola!

¡Amor, fuerza en su orijen!

¡Amor, mano dispuesta

a todo alzar difícil!

¡Amor, mirar abierto,

voluntad indecible!
VICENTE ALEIXANDRE

Nace en Sevilla en 1898;

muere en Madrid en 1984

Unidad en ella

Cuerpo feliz que fluye entre mis manos,

rostro amado donde contemplo el mundo,

donde graciosos pájaros se copian fugitivos,

volando a la región donde nada se olvida.

Tu forma externa, diamante o rubí duro,

brillo de un sol que entre mis manos deslumbra,

cráter que me convoca con su música íntima,

con esa indescifrable llamada de tus dientes.

Muero porque me arrojo, porque quiero morir,

porque quiero vivir en el fuego, porque este aire de fuera

no es mío, sino el caliente aliento

que si me acerco quema y dora mis labios desde un fondo.

Deja, deja que mire, teñido del amor,


enrojecido el rostro por tu purpúrea vida,

deja que mire el hondo clamor de tus entrañas

donde muero y renuncio a vivir para siempre.

Quiero amor o la muerte, quiero morir del todo,

quiero ser tú, tu sangre, esa lava rugiente

que regando encerrada bellos miembros extremos

siente así los hermosos límites de la vida.

Este beso en tus labios como una lenta espina,

como un mar que voló hecho un espejo,

como el brillo de un ala,

es todavía unas manos, un repasar de tu crujiente pelo,

un crepitar de la luz vengadora,

luz o espada mortal que sobre mi cuello amenaza,

pero que nunca podrá destruir la unidad de este mundo.

Nacimiento del amor

¿Cómo nació el amor? Fue ya en otoño.

Maduro el mundo,

no te aguardaba ya. Llegaste alegre,

ligeramente rubia, resbalando en lo blando


del tiempo. Y te miré. ¡Qué hermosa

me pareciste aún, sonriente, vívida,

frente a la luna aún niña, prematura en la tarde,

sin luz, graciosa en aires dorados; como tú,

que llegabas sobre el azul, sin beso,

pero con dientes claros, con impaciente amor!

Te miré. La tristeza

se encogía a lo lejos, llena de paños largos,

como un poniente graso que sus ondas retira.

Casi una lluvia fina —¡el cielo, azul!— mojaba

tu frente nueva. ¡Amante, amante era el destino

de la luz! Tan dorada te miré que los soles

apenas se atrevían a insistir, a encenderse

por ti, de ti, a darte siempre

su pasión luminosa, ronda tierna

de soles que giraban en torno a ti, astro dulce,

en torno a un cuerpo casi transparente, gozoso,

que empapa luces húmedas, finales, de la tarde

y vierte, todavía matinal, sus auroras.

Eras tú, amor, destino, final amor luciente,

nacimiento penúltimo hacia la muerte acaso.


Pero no. Tú asomaste. ¿Eras ave, eras cuerpo,

alma sólo? Ah, tu carne traslúcida

besaba como dos alas tibias,

como el aire que mueve un pecho respirando,

y sentí tus palabras, tu perfume,

y en el alma profunda, clarividente

diste fondo. Calado de ti hasta el tuétano de la luz,

sentí tristeza, tristeza del amor: amor es triste.

En mi alma nacía el día. Brillando

estaba de ti; tu alma en mí estaba.

Sentí dentro, en mi boca, el sabor a la aurora.

Mis ojos dieron su dorada verdad. Sentí a los pájaros

en mi frente piar, ensordeciendo

mi corazón. Miré por dentro

los ramos, las cañadas luminosas, las alas variantes,

y un vuelo de plumajes de color, de encendidos

presentes me embriagó, mientras todo mi ser a un mediodía,

raudo, loco, creciente se incendiaba

y mi sangre ruidosa se despeñaba en gozos

de amor, de luz, de plenitud, de espuma.


Mano entregada

Pero otro día toco tu mano. Mano tibia.

Tu delicada mano silente. A veces cierro

mis ojos y toco leve tu mano, leve toque

que comprueba su forma, que tienta

su estructura, sintiendo bajo la piel alada el duro hueso

insobornable, el triste hueso adonde no llega nunca

el amor. Oh carne dulce, que sí se empapa del amor hermoso.

Es por la piel secreta, secretamente abierta,

invisiblemente entreabierta,

por donde el calor tibio propaga su voz, su afán dulce:

por donde mi voz penetra hasta tus venas tibias,

para rodar por ellas en tu escondida sangre,

como otra sangre que sonara oscura, que dulcemente oscura te besara

por dentro, recorriendo despacio como sonido puro

ese cuerpo, que ahora resuena mío, mío poblado de

unas voces profundas,

oh resonado cuerpo de mi amor, oh, poseído cuerpo, oh cuerpo sólo sonido de mi


voz poseyéndole.

Por eso, cuando acaricio tu mano, sé que sólo el hueso rehúsa

mi amor —el nunca incandescente hueso del hombre.


Y que una zona triste de tu ser se rehúsa,

mientras tu carne entera llega un instante lúcido

en que total flamea, por virtud de ese lento contacto de tu mano,

de tu porosa mano suavísima que gime,

tu delicada mano silente, por donde entro

despacio, despacísimo, secretamente en tu vida,

hasta tus venas hondas totales donde bogo,

donde te pueblo y canto completo entre tu carne.

Horas sesgas

Durante algunos años fui diferente,

o fui el mismo. Evoqué principados, viles ejecutorias

o victoria sin par. Tristeza siempre.

Amé a quienes no quise. Y desamé a quien tuve.

Muralla fuera el mar, quizá puente ligero.

No sé si me conocí o si aprendí a ignorarme.

Si respeté a los peces, plata viva en las horas,

o intenté domeñar a la luz. Aquí palabras muertas.

Me levanté con enardecimiento, callé con sombra, y tarde.

Ávidamente ardí. Canté ceniza.

Y si metí en el agua un rostro no me reconocí. Narciso es triste.

Referí circunstancia. Imprequé a las esferas


y serví la materia de su música vana

con ademán intenso, sin saber si existía.

Entre las multitudes quise beber su sombra

como quien bebe el agua de un desierto engañoso.

Palmeras... Sí, yo canto... Pero nadie escuchaba.

Las dunas, las arenas palpitaban sin sueño.

Falaz escucho a veces una sombra corriendo

por un cuerpo creído. O escupo a solas. «Quémate».

Pero yo no me quemo. Dormir, dormir... ¡Ah! «Acábate».

Como la mar, los besos

No importan los emblemas

ni las vanas palabras que son un soplo sólo.

Importa el eco de lo que oí y escucho.

Tu voz, que muerta vive, como yo que al pasar

aquí aún te hablo.

Eras más consistente,

más duradera, no porque te besase,

ni porque en ti asiera firme a la existencia.

Sino porque como la mar

después que arena invade temerosa se ahonda.


En verdes o en espumas la mar, feliz, se aleja.

Como ella fue y volvió tú nunca vuelves. [...]

Unas pocas palabras

Unas pocas palabras

en tu oído diría. Poca es la fe de un hombre incierto.

Vivir mucho es oscuro, y de pronto saber no es conocerse.

Pero aún así diría. Pues mis ojos repiten lo que copian:

tu belleza, tu nombre, el son del río, el bosque, el alma a solas.

Todo lo vio y lo tienen. Eso dicen los ojos.

A quien los ve responden. Pero nunca preguntan.

Porque si sucesivamente van tomando

de la luz el color, del oro el cieno

y de todo el sabor el poso lúcido,

no desconocen besos, ni rumores, ni aromas;

han visto árboles grandes, murmullos silenciosos,

hogueras apagadas, ascuas, venas, ceniza,

y el mar, el mar al fondo, con sus lentas espinas,

restos de cuerpos bellos, que las playas devuelven.

Unas pocas palabras, mientras alguien callase;


las del viento en las hojas, mientras beso tus labios.

Unas claras palabras, mientras duermo en tu seno.

Suena el agua en la piedra. Mientras, quieto, estoy muerto.

Sin fe

Tienes ojos oscuros.

Brillos allí que oscuridad prometen.

Ah, cuán cierta es tu noche,

cuán incierta mi duda.

Miro al fondo la luz, y creo a solas.

A solas pues que existes. Existir es vivir con ciencia a ciegas.

Pues oscura te acercas

y en mis ojos más luces

siéntense sin mirar que en ellos brillen.

No brillan, pues supieron.

¿Saber es conocer? No te conozco y supe.

Saber es alentar con los ojos abiertos.

¿Dudar...? Quien duda existe. Sólo morir es ciencia.


Supremo fondo

Hemos visto

rostros ilimitados, perfección de otros límites,

una montaña erguida con su perfil clarísimo

y allá la mar, con un barco tan sólo,

bogando en las espinas como olas.

Pero si el dolor de vivir como espumas fungibles

se funda en la experiencia de morir día a día,

no basta una palabra para honrar su memoria,

que la muerte en relámpagos como luz nos asedia.

Pájaros y clamores, soledad de más besos,

hombres que en la muralla como signos imploran.

Y allá la mar, la mar muy seca, cual su seno, y volada.

Su recuerdo son peces putrefactos al fondo.

Lluevan besos y vidas que poblaron un mundo.

Dominad vuestros ecos que repiten más nombres.

Sin memoria las voces nos llamaron, y sordos

o dormidos miramos a los que amar ya muertos.


Se querían

Se querían.

Sufrían por la luz, labios azules en la madrugada,

labios saliendo de la noche dura,

labios partidos, sangre, ¿sangre dónde?

Se querían en un lecho navío, mitad noche mitad luz.

Se querían como las flores a las espinas hondas,

a esa amorosa gema del amarillo nuevo,

cuando los rostros giran melancólicamente,

giralunas que brillan recibiendo aquel beso.

Se querían de noche, cuando los perros hondos

laten bajo la tierra y los valles se estiran

como lomos arcaicos que se sienten repasados:

caricia, seda, mano, luna que llega y toca.

Se querían de amor entre la madrugada,

entre las duras piedras cerradas de la noche,

duras como los cuerpos helados por las horas,

duras como los besos de diente a diente solo.

Se querían de día, playa que va creciendo,


ondas que por los pies acarician los muslos,

cuerpos que se levantan de la tierra y flotando...

Se querían de día, sobre el mar, bajo el cielo.

Mediodía perfecto, se querían tan íntimos,

mar altísimo y joven, intimidad extensa,

soledad de lo vivo, horizontes remotos

ligados como cuerpos en soledad cantando.

Amando. Se querían como la luna lúcida,

como ese mar redondo que se aplica a ese rostro,

dulce eclipse de agua, mejilla oscurecida,

donde los peces rojos van y vienen sin música.

Día, noche, ponientes, madrugadas, espacios,

ondas nuevas, antiguas, fugitivas, perpetuas,

mar o tierra, navío, lecho, pluma, cristal,

metal, música, labio, silencio, vegetal,

mundo, quietud, su forma. Se querían, sabedlo.

Los jóvenes

Unos miran despacio.


Morenos, casi minerales, quietos,

serían vida, cual la piedra, y cantan.

Canta la piedra, canta el que ha vivido.

Los minerales quietos desconocen

qué es muerte, y su moreno ardor gime en la sombra.

Jóvenes son los que despacio pisan. Los hay tristes,

pues la tristeza es juventud, o el beso.

Son numerosos, como los besos mismos, y en el labio

el sol no quema, pero se desposa. [...]

El cometa

La cabellera larga es algo triste.

Acaso dura menos

que las estrellas, si pensadas. Y huye.

Huye como el cometa.

Como el cometa «Haléy» cuando fui niño.

Un niño mira y cree.

Ve los cabellos largos

y mira, y ve la cauda

de un cometa que un niño izó hasta el cielo.


Pero el hombre ha dudado.

Ya puede él ver el cielo

surcado de fulgores.

Nunca creerá, y sonríe. [...]

Conocimiento de Rubén Darío

[...]A esa luz más brillaron tus ojos fugitivos,

llegaderos del bien, del mundo amado.

Pues tú supiste que el amor no engaña.

Amar es conocer. Quien vive sabe.

Sólo porque es sapiencia fuiste vivo.

Todo el calor del mundo ardió en el labio.

Grueso labio muy lento, que rozaba

la vida; luego se alzó: la vida allí imprimida.

Por un beso viviste, mas de un cosmos.

Tu boca supo de las aguas largas.

De la escoria y su llaga. También allí del roble.

La enorme hoja y su silencio vivo.

Cual del nácar. Tritón; el labio sopla.

Pero el mar está abierto. Sobre un lomo bogaste.


Delfín ligero con tu cuerpo alegre.

Y nereidas también. Tu pecho una ola,

y tal rodaste sobre el mundo. Arenas...

Rubén que un día con tu brazo extenso

batiste espumas o colores. Miras.

Quien mira ve. Quien calla ya ha vivido.

Pero tus ojos de misericordia,

tus ojos largos que se abrieron poco

a poco; tus nunca conocidos ojos bellos,

miraron más, y vieron en lo oscuro.

Oscuridad es claridad. Rubén segundo y nuevo.

Rubén erguido que en la bruma te abres

paso. Rubén callado que al mirar descubres.

Por dentro hay luz. Callada luz, si ardida,

quemada. La dulce quemazón no cubrió toda

tu pupila. La ahondó.

Quien a ti te miró conoció un mundo.

No músicas o ardor, no aromas fríos,

sino su pensamiento amanecido

hasta el color. Lo mismo que en la rosa la mejilla

está. Así el conocimiento está en la uva

y su diente. Está en la luz el ojo.


Como en el manantial la mar completa.

Rubén entero que al pasar congregas

en tu bulto el ayer, llegado, el hoy

que pisas, el mañana nuestro.

Quien es, miró hacia atrás y ve lo que esperamos.

El que algo dice dice todo, y quien

calla está hablando. Como tú que dices

lo que dijeron y ves lo que no han visto

y hablas lo que oscuro dirán. Porque sabías. [...]

Llueve

En esta tarde llueve, y llueve pura

tu imagen. En mi recuerdo el día se abre. Entraste.

No oigo. La memoria me da tu imagen sólo.

Sólo tu beso o lluvia cae en recuerdo.

Llueve tu voz, y llueve el beso triste,

el beso hondo,

beso mojado en lluvia. El labio es húmedo.

Húmedo de recuerdo el beso llora

desde unos cielos grises

delicados.

Llueve tu amor mojando mi memoria,


y cae y cae. El beso

al hondo cae. Y gris aún cae

la lluvia.

Pero nacido

Quien miró y quien no vio.

Quien amó a solas.

La juventud latiendo entre las manos.

Como una ofrenda para un árbol muerto.

Para un dios muerto, o más,

para un dios insepulto.

Quien padeció y gozó, quien miró a solas.

Quien vio y no comprendió.

Porque quien vio y miró, no nació. Y vive.

El poeta se acuerda de su vida

«Vivir, dormir, morir: soñar acaso».

HAMLET

Perdonadme: he dormido.
Y dormir no es vivir. Paz a los hombres.

Vivir no es suspirar o presentir palabras que aún nos vivan.

¿Vivir en ellas? Las palabras mueren.

Bellas son al sonar, mas nunca duran.

Así esta noche clara. Ayer cuando la aurora,

o cuando el día cumplido estira el rayo

final, y da en tu rostro acaso.

Con un pincel de luz cierra tus ojos.

Duerme.

La noche es larga, pero ya ha pasado.

Cueva de noche

Míralo. Aquí besándote, lo digo. Míralo.

En esta cueva oscura, mira, mira

mi beso, mi oscuridad final que cubre en noche

definitiva

tu luminosa aurora

que en negro

rompe, y como sol dentro de mí me anuncia

otra verdad. Que tú, profunda, ignoras.

Desde tu ser mi claridad me llega toda

de ti, mi aurora funeral que en noche se abre.


Tú, mi nocturnidad que, luz, me ciegas.

El enterrado

La tierra germinal acepta el beso

último. Este reposo en brazos de quien ama

sin tregua, conforta el corazón. Vida, tú empiezas.

Sábana de verdad que cubre el alma

dormida, mientras los brazos grandes no desmayan

jamás. Tenaz vivo del todo,

bajo un cielo inmediato: tierra, estrellas.

Deseo fantasma

(ADVENIMIENTO DE LA AMADA)

E1 labio rojo no es rastro de la aurora tenaz, pues huyó, y queda.

¿Los dientes blancos huella de un beso son?

Espuma, o piedra.

La liviandad de un aire casi puede

deshacerse. Nunca te vi.

—Pues tenla.
Canción a una muchacha muerta

Dime, dime el secreto de tu corazón virgen,

dime el secreto de tu cuerpo bajo tierra,

quiero saber por qué ahora eres un agua,

esas orillas frescas donde unos pies desnudos se bañan con espuma.

Dime por qué sobre tu pelo suelto,

sobre tu dulce hierba acariciada,

cae, resbala, acaricia, se va

un sol ardiente o reposado que te toca

como un viento que lleva sólo un pájaro o mano.

Dime por qué tu corazón como una selva diminuta

espera bajo tierra los imposibles pájaros,

esa canción total que por encima de los ojos

hacen los sueños cuando pasan sin ruido.

Oh tú, canción que a un cuerpo muerto o vivo,

que a un ser hermoso que bajo el suelo duerme,

cantas color de piedra, color de beso o labio,

cantas como si el nácar durmiera o respirara.


Esa cintura, ese débil volumen de un pecho triste,

ese rizo voluble que ignora el viento,

esos ojos por donde sólo boga el silencio,

esos dientes que son de marfil resguardado,

ese aire que no mueve unas hojas no verdes...

¡Oh tú, cielo riente que pasas como nube;

oh pájaro feliz que sobre un hombro ríes;

fuente que, chorro fresco, te enredas con la luna:

césped blando que pisan unos pies adorados!

Otra no amo

Tú, en cambio, sí que podrías quererme:

tú, a quien no amo.

A veces me quedo mirando tus ojos, ojos grandes, oscuros:

tu frente pálida, tu cabello sombrío,

tu espigada presencia que delicadamente se acerca en la tarde, sonríe,

se aquieta y espera con humildad que mi palabra le aliente.

Desde mi cansancio de otro amor padecido

te miro, oh pura muchacha pálida que yo podría amar y no amo.

Me asomo entonces a tu fina piel, al secreto visible de tu frente donde yo sé que


habito,
y espío muy levemente, muy continuadamente, el brillo rehusado de tus ojos,

adivinando la diminuta imagen palpitante que de mí sé que llevan.

Hablo entonces de ti, de la vida, de tristeza, de tiempo

mientras mi pensamiento vaga lejos, penando allá donde vive

la otra descuidada existencia por quien sufro a tu lado.

Al lado de esta muchacha veo la injusticia del amor.

A veces, con estos labios fríos te beso en la frente, en súplica

helada, que tú ignoras, a tu amor: que me encienda.

Labios fríos en la tarde apagada. Labios convulsos, yertos, que tenazmente


ahondan

la frente cálida, pidiéndole entero su cabal fuego perdido.

Labios que se hunden en tu cabellera negrísima,

mientras cierro los ojos,

mientras siento a mis besos como un resplandeciente cabello rubio donde quemo
mi boca.

Un gemido, y despierto, heladamente cálido, febril, sobre el brusco negror que, de


pronto, en tristeza a mis labios sorprende.

Otras veces, cerrados los ojos, desciende mi boca triste sobre la frente tersa,

oh pálido campo de besos sin destino,

anónima piel donde ofrendo mis labios como un aire sin vida,

mientras gimo, mientras secretamente gimo de otra piel que quemara.

Oh pálida joven sin amor de mi vida,


joven tenaz para amarme sin súplica,

recorren mis labios tu mejilla sin flor,

sin aroma, tu boca sin luz,

tu apagado cuello que dulce se inclina,

mientras yo me separo, oh inmediata que yo no pido,

oh cuerpo que no deseo,

oh cintura quebrada, pero nunca en mi abrazo.

Échate aquí y descansa de tu pálida fiebre.

Desnudo el pecho, un momento te miro.

Pálidamente hermosa, con ojos oscuros,

semidesnuda y quieta, muda y mirándome.

¡Cómo te olvido mientras te beso! El pecho

tuyo mi labio acepta, con amor, con tristeza.

Oh, tú no sabes... Y doliente sonríes.

Oh, cuánto pido que otra luz me alcanzase.


FEDERICO GARCÍA LORCA

Nace en Fuentevaqueros (Granada) en 1898;

muere en Granada en 1936

Soneto de la guirnalda de rosas

¡Esa guirnalda! ¡pronto! ¡que me muero!

¡Teje deprisa! ¡canta! ¡gime! ¡canta!

que la sombra me enturbia la garganta

y otra vez viene y mil la luz de enero.

Entre lo que me quieres y te quiero,

aire de estrellas y temblor de planta,

espesura de anémonas levanta

con oscuro gemir un año entero.

Goza el fresco paisaje de mi herida,

quiebra juncos y arroyos delicados.

Bebe en muslo de miel sangre vertida.

Pero ¡pronto! Que unidos, enlazados,

boca rota de amor y alma mordida,


el tiempo nos encuentre destrozados.

Soneto de la dulce queja

Tengo miedo a perder la maravilla

de tus ojos de estatua y el acento

que me pone de noche en la mejilla

la solitaria rosa de tu aliento.

Tengo pena de ser en esta orilla

tronco sin ramas, y lo que más siento

es no tener la flor, pulpa o arcilla,

para el gusano de mi sufrimiento.

Si tú eres el tesoro oculto mío,

si eres mi cruz y mi dolor mojado,

si soy el perro de tu señorío,

no me dejes perder lo que he ganado

y decora las aguas de tu río

con hojas de mi otoño enajenado.


Llagas de amor

Esta luz, este fuego que devora.

Este paisaje gris que me rodea.

Este dolor por una sola idea.

Esta angustia de cielo, mundo y hora.

Este llanto de sangre que decora

lira sin pulso ya, lúbrica tea.

Este peso del mar que me golpea.

Este alacrán que por mi pecho mora.

Son guirnalda de amor, cama de herido,

donde sin sueño, sueño tu presencia

entre las ruinas de mi pecho hundido.

Y aunque busco la cumbre de prudencia,

me da tu corazón valle tendido

con cicuta y pasión de amarga ciencia.

El poeta dice la verdad

Quiero llorar mi pena y te lo digo

para que tú me quieras y me llores


en un anochecer de ruiseñores,

con un puñal, con besos y contigo.

Quiero matar al único testigo

para el asesinato de mis flores

y convertir mi llanto y mis sudores

en eterno montón de duro trigo.

Que no se acabe nunca la madeja

del te quiero me quieres, siempre ardida

con decrépito sol y luna vieja.

Que lo que no me des y no te pida

será para la muerte, que no deja

ni sombra por la carne estremecida.

El poeta pide a su amor que le escriba

Amor de mis entrañas, viva muerte,

en vano espero tu palabra escrita

y pienso, con la flor que se marchita,

que si vivo sin mí quiero perderte.


El aire es inmortal. La piedra inerte

ni conoce la sombra ni la evita.

Corazón interior no necesita

la miel helada que la luna vierte.

Pero yo te sufrí. Rasgué mis venas,

tigre y paloma, sobre tu cintura

en duelo de mordiscos y azucenas.

Llena, pues, de palabras mi locura

o déjame vivir en mi serena

noche del alma para siempre oscura.

El poeta habla por teléfono con el amor

Tu voz regó la duna de mi pecho

en la dulce cabina de madera.

Por el sur de mis pies fue primavera

y al norte de mi frente flor de helecho.

Pino de luz por el espacio estrecho

cantó sin alborada y sementera

y mi llanto prendió por vez primera


coronas de esperanza por el techo.

Dulce y lejana voz por mí vertida.

Dulce y lejana voz por mí gustada.

Lejana y dulce voz amortecida.

Lejana como oscura corza herida.

Dulce como un sollozo en la nevada.

¡Lejana y dulce en tuétano metida!

El poeta pregunta a su amor por la ciudad encantada de Cuenca

¿Te gustó la ciudad que gota a gota

labró el agua en el centro de los pinos?

¿Viste sueños y rostros y caminos

y muros de dolor que el aire azota?

¿Viste la grieta azul de luna rota

que el Júcar moja de cristal y trinos?

¿Han besado tus dedos los espinos

que coronan de amor piedra remota?

¿Te acordaste de mí cuando subías


al silencio que sufre la serpiente

prisionera de grillos y de umbrías?

¿No viste por el aire transparente

una dalia de penas y alegrías

que te mandó mi corazón caliente?

Soneto gongorino en que el poeta manda a su amor una paloma

Este pichón del Turia que te mando,

de dulces ojos y de blanca pluma,

sobre laurel de Grecia vierte y suma

llama lenta de amor do estoy parando.

Su cándida virtud, su cuello blando,

en lirio doble de caliente espuma,

con un temblor de escarcha, perla y bruma

la ausencia de tu boca está marcando.

Pasa la mano sobre su blancura

y verás qué nevada melodía

esparce en copos sobre tu hermosura.

Así mi corazón de noche y día,

preso en la cárcel del amor oscura,


llora sin verte su melancolía.

¡Ay voz secreta del amor oscuro!

¡Ay voz secreta del amor oscuro!

¡ay balido sin lanas! ¡ay herida!

¡ay aguja de hiel, camelia hundida!

¡ay corriente sin mar, ciudad sin muro!

¡Ay noche inmensa de perfil seguro,

montaña celestial de angustia erguida!

¡Ay perro en corazón, voz perseguida,

silencio sin confín, lirio maduro!

Huye de mí, caliente voz de hielo,

no me quieras perder en la maleza

donde sin fruto gimen carne y cielo.

Deja el duro marfil de mi cabeza,

apiádate de mí, ¡rompe mi duelo!,

¡que soy amor, que soy naturaleza!


El amor duerme en el pecho del poeta

Tú nunca entenderás lo que te quiero

porque duermes en mí y estás dormido.

Yo te oculto llorando, perseguido

por una voz de penetrante acero.

Norma que agita igual carne y lucero

traspasa ya mi pecho dolorido

y las turbias palabras han mordido

las alas de tu espíritu severo.

Grupo de gente salta en los jardines

esperando tu cuerpo y mi agonía

en caballos de luz y verdes crines.

Pero sigue durmiendo, vida mía.

¡Oye mi sangre rota en los violines!

¡Mira que nos acechan todavía!

Noche del amor insomne

Noche arriba los dos con luna llena,


yo me puse a llorar y tú reías.

Tu desdén era un dios, las quejas mías

momentos y palomas en cadena.

Noche abajo los dos. Cristal de pena,

llorabas tú por hondas lejanías.

Mi dolor era un grupo de agonías

sobre tu débil corazón de arena.

La aurora nos unió sobre la cama,

las bocas puestas sobre el chorro helado

de una sangre sin fin que se derrama.

Y el sol entró por el balcón cerrado

y el coral de la vida abrió su rama

sobre mi corazón amortajado.

Romance sonámbulo

Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

El barco sobre la mar

y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura

ella sueña en su baranda,

verde carne, pelo verde,

con ojos de fría plata.

Verde que te quiero verde.

Bajo la luna gitana,

las cosas la están mirando

y ella no puede mirarlas.

Verde que te quiero verde.

Grandes estrellas de escarcha,

vienen con el pez de sombra

que abre el camino del alba.

La higuera flota su viento

con la lija de sus ramas,

y el monte, gato garduño,

eriza sus pitas agrias.

¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde...?

Ella sigue en su baranda,

verde carne, pelo verde,

soñando en la mar amarga.

Compadre, quiero cambiar


mi caballo por su casa,

mi montura por su espejo,

mi cuchillo por su manta.

Compadre, vengo sangrando,

desde los puertos de Cabra.

Si yo pudiera, mocito,

este trato se cerraba.

Pero yo ya no soy yo.

Ni mi casa es ya mi casa.

Compadre, quiero morir

decentemente en mi cama.

De acero, si puede ser,

con las sábanas de holanda.

¿No veis la herida que tengo

desde el pecho a la garganta?

Trescientas rosas morenas

lleva tu pechera blanca.

Tu sangre rezuma y huele

alrededor de tu faja.

Pero yo ya no soy yo.

Ni mi casa es ya mi casa.

Dejadme subir al menos

hasta las altas barandas,


¡dejadme subir!, dejadme

hasta las verdes barandas.

Barandales de la luna

por donde retumba el agua.

Ya suben los dos compadres

hacia las altas barandas.

Dejando un rastro de sangre.

Dejando un rastro de lágrimas.

Temblaban en los tejados

farolillos de hojalata.

Mil panderos de cristal,

herían la madrugada.

Verde que te quiero verde,

verde viento, verdes ramas.

Los dos compadres subieron.

El largo viento dejaba

en la boca un raro gusto

de hiel, de menta y de albahaca.

¡Compadre! ¿Dónde está, dime?

¿Dónde está tu niña amarga?

¡Cuántas veces te esperó!


¡Cuántas veces te esperara,

cara fresca, negro pelo,

en esta verde baranda!

Sobre el rostro del aljibe,

se mecía la gitana.

Verde carne, pelo verde,

con ojos de fría plata.

Un carámbano de luna

la sostiene sobre el agua.

La noche se puso íntima

como una pequeña plaza.

Guardias civiles borrachos

en la puerta golpeaban.

Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

El barco sobre la mar.

Y el caballo en la montaña.

La casada infiel

Y que yo me la llevé al río


creyendo que era mozuela,

pero tenía marido.

Fue la noche de Santiago

y casi por compromiso.

Se apagaron los faroles

y se encendieron los grillos.

En las últimas esquinas

toqué sus pechos dormidos,

y se me abrieron de pronto

como ramos de jacintos.

El almidón de su enagua

me sonaba en el oído,

como una pieza de seda

rasgada por diez cuchillos.

Sin luz de plata en sus copas

los árboles han crecido

y un horizonte de perros

ladra muy lejos del río.

Pasadas las zarzamoras,

los juncos y los espinos,

bajo su mata de pelo

hice un hoyo sobre el limo.


Yo me quité la corbata.

Ella se quitó el vestido.

Yo el cinturón con revólver.

Ella sus cuatro corpiños.

Ni nardos ni caracolas

tienen el cutis tan fino,

ni los cristales con luna

relumbran con ese brillo.

Sus muslos se me escapaban

como peces sorprendidos,

la mitad llenos de lumbre,

la mitad llenos de frío.

Aquella noche corrí

el mejor de los caminos,

montado en potra de nácar

sin bridas y sin estribos.

No quiero decir, por hombre,

las cosas que ella me dijo.

La luz del entendimiento

me hace ser muy comedido.

Sucia de besos y arena,

yo me la llevé del río.

Con el aire se batían


las espadas de los lirios.

Me porté como quien soy.

Como un gitano legítimo.

La regalé un costurero

grande, de raso pajizo,

y no quise enamorarme

porque teniendo marido

me dijo que era mozuela

cuando la llevaba al río.

Romance de la pena negra

Las piquetas de los gallos

cavan buscando la aurora,

cuando por el monte oscuro

baja Soledad Montoya.

Cobre amarillo, su carne,

huele a caballo y a sombra.

Yunques ahumados sus pechos,

gimen canciones redondas.

Soledad: ¿por quién preguntas

sin compaña y a estas horas?


Pregunte por quien pregunte,

dime: ¿a ti qué se te importa?

Vengo a buscar lo que busco,

mi alegría y mi persona.

Soledad de mis pesares,

caballo que se desboca,

al fin encuentra la mar

y se lo tragan las olas.

No me recuerdes el mar,

que la pena negra brota

en las tierras de aceituna

bajo el rumor de las hojas.

¡Soledad, qué pena tienes!

¡Qué pena tan lastimosa!

Lloras zumo de limón

agrio de espera y de boca.

¡Qué pena tan grande! Corro

mi casa como una loca,

mis dos trenzas por el suelo,

de la cocina a la alcoba.

¡Qué pena! Me estoy poniendo

de azabache, carne y ropa.


¡Ay mis camisas de hilo!

¡Ay mis muslos de amapola!

Soledad: lava tu cuerpo

con agua de las alondras,

y deja tu corazón

en paz, Soledad Montoya.

Por abajo canta el río:

volante de cielo y hojas.

Con flores de calabaza,

la nueva luz se corona.

¡Oh pena de los gitanos!

Pena limpia y siempre sola.

¡Oh pena de cauce oculto

y madrugada remota!

Casida de la mujer tendida

Verte desnuda es recordar la tierra.

La tierra lisa, limpia de caballos.

La tierra sin un junco, forma pura

cerrada al porvenir: confín de plata.

Verte desnuda es comprender el ansia


de la lluvia que busca débil talle,

o la fiebre del mar de inmenso rostro

sin encontrar la luz de su mejilla.

La sangre sonará por las alcobas

y vendrá con espadas fulgurantes,

pero tú no sabrás dónde se ocultan

el corazón de sapo o la violeta.

Tu vientre es una lucha de raíces,

tus labios son un alba sin contorno,

bajo las rosas tibias de la cama

los muertos gimen esperando turno.

Gacela del amor imprevisto

Nadié comprendía el perfume

de la oscura magnolia de tu vientre.

Nadie sabía que martirizabas

un colibrí de amor entre los dientes.

Mil caballitos persas se dormían

en la plaza con luna de tu frente


mientras que yo enlazaba cuatro noches

tu cintura, enemiga de la nieve.

Entre yeso y jazmines, tu mirada

era un pálido ramo de simientes.

Yo busqué, para darte, por mi pecho

las letras de marfil que dicen «siempre.

Siempre, siempre», jardín de mi agonía,

tu cuerpo fugitivo para siempre,

la sangre de tus venas en mi boca,

tu boca ya sin luz para mi muerte.

Soneto

Largo espectro de plata conmovida,

el viento de la noche suspirando

abrió con mano gris mi vieja herida

y se alejó: yo estaba deseando.

Llaga de amor que me dará la vida

perpetua de sangre y pura luz brotando.

Grieta en que Filomela enmudecida


tendrá bosque, dolor y nido blando.

¡Ay qué dulce rumor en mi cabeza!

Me tenderé junto a la flor sencilla

donde flota sin alma tu belleza.

Y el agua errante se pondrá amarilla,

mientras corre mi sangre en la maleza

mojada y olorosa de la orilla.

Apunte para una oda

Desnuda soledad sin gesto ni palabra,

transparente en el huerto y untuosa por el monte;

soledad silenciosa sin olor ni veleta

que pesa en los remansos, siempre dormida y sola.

Soledad de lo alto, toda frente y luceros,

como una gran cabeza cortada y palidísima;

redonda soledad que nos deja en las manos

unos lirios suaves de pensativa escarcha.

En la curva del río te esperé largas horas,

limpio ya de arabescos y de ritmos fugaces.


Tu jardín de violetas nacía sobre el viento

y allí temblabas sola, queriéndote a ti misma.

Yo te he visto cortar el limón de la tarde

para teñir tus manos dormidas de amarillo,

y en momentos de dulce música de mi vida

te he visto en los rincones enlutada y pequeña,

pero lejana siempre, vieja y recién nacida.

Inmensa giraluna de fósforo y de plata,

pero lejana siempre, tendida, inaccesible

a la flauta que anhela clavar tu carne oscura.

Mi alma como una yedra de luz y verde escarcha

por el muro del día sube lenta a buscarte;

caracoles de plata las estrellas me envuelven,

pero nunca mis dedos hallarán tu perfume. [...]

Del amor desesperado

La noche no quiere venir

para que tú no vengas,

ni yo pueda ir.
Pero yo iré,

aunque un sol de alacranes me coma la sien.

Pero tú vendrás

con la lengua quemada por la lluvia de sal.

El día no quiere venir

para que tú no vengas,

ni yo pueda ir.

Pero yo iré

entregando a los sapos mi mordido clavel.

Pero tú vendrás

por las turbias cloacas de la oscuridad.

Ni la noche ni el día quieren venir

para que por ti muera

y tú mueras por mí.

Tres estampas del cielo

Dedicadas a la señorita

Argimira López,
que no me quiso

[Fragmento]

III

(VENUS)

Efectivamente

tienes dos grandes senos

y un collar de perlas

en el cuello.

Un infante de bruma

te sostiene el espejo.

Aunque estás muy lejana,

yo te veo

llevar la mano de iris

a tu sexo,

y arreglar indolente

el almohadón del cielo.

Te miramos con lupa

yo y el Renacimiento.
RAFAEL ALBERTI

Nace en El Puerto de Santa María (Cádiz) en 1902;

muere en El Puerto de Santa María en 1999

Amaranta

Rubios, pulidos senos de Amaranta,

por una lengua de lebrel limados.

Pórticos de limones desviados

por el canal que asciende a tu garganta.

Rojo, un puente de rizos se adelanta

e incendia tus marfiles ondulados.

Muerde, heridor, tus dientes desangrados,

y corvo, en vilo, al viento te levanta.

La soledad, dormida en la espesura

calza su pie de céfiro y desciende

del olmo alto al mar de la llanura.

Su cuerpo en sombra, oscuro, se le enciende,

y gladiadora, como un ascua impura,


entre Amaranta y su amador se tiende.

Sequivocó la paloma.

Se equivocaba.

Por ir al Norte, fue al Sur.

Creyó que el trigo era agua.

Se equivocaba.

Creyó que el mar era el cielo;

que la noche, la mañana.

Se equivocaba.

Que las estrellas, rocío;

que la calor, la nevada.

Se equivocaba.

Que tu falda era tu blusa;

que tu corazón, su casa.

Se equivocaba.

(Ella se durmió en la orilla.

Tú, en la cumbre de una rama).


Diálogo entre Venus y Príapo

PRÍAPO

Despierta, sí, cerrada

caverna de coral. Voy por tus breñas,

cabeceante, ciego, perseguido.

Ábrete a mi llamada,

al mismo sueño que en tu gruta sueñas.

Tus rojas furias sueltas me han mordido.

¿Me escuchas en lo oscuro?

Sediento, he jadeado las colinas

y descendido al valle donde empieza

el caminar más duro,

pues todo, aunque cabellos, son espinas,

montes allí rizados de maleza.

¿Duermes aún? ¿No sientes

cómo mi flor, brillante y ruborosa

la piel, extensa y alta se desnuda,

y con labios calientes

—coral los tuyos y los míos rosa—

besa la noche de tus labios muda?

¡Despierta! [...]
VENUS

[...] ¡No! No me riegues,

amor, de blancos copos todavía.

Guarda, mi bien, esas nevadas flores

hasta que al fin me llegues

a lo más hondo de mi cueva umbría

con tus largos y ocultos surtidores. [...]

[...] PRÍAPO

Escondo,

también allá en lo hondo

de una caverna oscura,

de blancas y mordientes

almenas vigiladas,

una muy dulce y de humedad mojada

cautiva...

VENUS

Yo prosigo. Son los dientes

los que fijos la rondan y dan vela.

También yo otra cautiva

como la tuya guardo. ¿No la sientes?


A navegar sobre su propia estela

mírala aquí dispuesta, siempre viva.

PRÍAPO

¡Oh encendido alhelí, flor rumorosa!

Deja que tu saliva

de miel, que tu graciosa

corola lanceolada de rubíes

mojen mi lengua, ansiosa

de en la tuya mojar sus carmesíes. [...]

[...] PRÍAPO

Gruta sagrada, toco tus orillas.

Abre tus labios ya, siénteme dentro.

VENUS

¡Oh maravilla de las maravillas!

¡Luz que me quema el más profundo centro!

PRÍAPO

Se confunden los bosques, las lianas

se juntan y conmueven.

En el pomar revientan las manzanas


y en el jardín copos de nardos llueven.

VENUS

¡Qué bien cubres mis ámbitos! Sus muros

¡cómo me los ensanchas y los llenas!

¡Qué pleamar, qué viento acompasados!

PRÍAPO

Jaca y jinete, unísonos, seguros,

galopan, de corales y de arenas

y de espumas bañados.

VENUS

Detente, amor. No infundas ese aliento

tan rápido a las brisas. Aminora

un poco el paso. Da a tu movimiento

un nuevo ritmo ahora.

PRÍAPO

Pondré en mis alas un volar más lento.

VENUS

¡Dulce vaivén! Rezuman mis paredes


las más blandas esencias.

PRÍAPO

Desasidas

de sus más hondas redes,

ya mis médulas saltan encendidas.

VENUS

Ten más el freno.

PRÍAPO

¿El freno? Querencioso,

mi caballo se pierde a la carrera.

VENUS

Sigo también su galopar furioso,

antes que derramado en mí se muera.

PRÍAPO

¡Amor!

VENUS

¡Amor! La noche se desvae.


Nos baña el mar. ¡Oh luz! El mundo canta.

Cae la luna... El viento...

PRÍAPO

Todo cae

cuando el gallo del hombre se levanta.

Soneto

Oh tú, mi amor, la de subidos senos

en punta de rubíes levantados

los más firmes, pulidos, deseados,

llenos de luz y de penumbras llenos.

Hermosos, dulces, mágicos, serenos

o en la batalla erguidos, agitados,

o ya en juegos de puro amor besados,

gráciles corzas de dormir morenos.

Oh tú, mi amor, el esmerado estilo

de tu gran hermosura que en sigilo

casi muriendo alabo a toda hora.


Oh tú, mi amor, yo canto la armonía

de tus perfectos senos la alegría

al ver que se me abren cada aurora.

Sixtina

Tú mi vida, esta noche me has borrado

del corazón y hasta del pensamiento,

y tal vez, sin saberlo, me has negado

dándome por perdido ya en el viento.

Mas luego, vida, vi cómo llorabas,

entre mis brazos y que me besabas.

Soneto

Te digo adiós, amor, y no estoy triste.

Gracias, mi amor, por lo que ya me has dado,

un solo beso lento y prolongado

que se truncó en dolor cuando partiste.

No supiste entender, no comprendiste

que era un amor final, desesperado,

ni intentaste arrancarme de tu lado


cuando con duro corazón me heriste.

Lloré tanto aquel día que no quiero

pensar que el mismo sufrimiento espero

cada vez que en tu vida reaparece

ese amor que al negarlo te ilumina.

Tu luz es él cuando mi luz decrece,

tu solo amor cuando mi amor declina.

Canción a Altair

Cuando abre sus piernas Altair

en la mitad del cielo,

fulge en su centro la más bella noche

concentrada de estrellas

que palpitan lloviéndose en mis labios,

mientras aquí en la tierra,

una lejana, ardiente

pupila sola, anuncia la llegada

de una nueva, dichosa,

ciega constelación desconocida.


Altair

Oh, soñar con tus siempre apetecidas

altas colinas dulces y apretadas,

y con tus manos juntas resbaladas,

en el Monte de Venus escondidas…

Sabes tanto de mí

Sabes tanto de mí, que yo mismo quisiera

repetir con tus labios mi propia poesía,

elegir un pasaje de mi vida primera:

un cometa en la playa, peinado por Sofía.

No tengo que esperar ni que decirte espera

a ver en la memoria de la melancolía,

los pinares de Ibiza, la escondida trinchera,

el lento amanecer, sin que llegara el día.

Y luego, amor, y luego, ver que la vida avanza

plena de abiertos años y plena de colores,

sin final, no cerrada al sol por ningún muro.


Tú sabes bien que en mí no muere la esperanza,

que los años en mí no son hojas, son flores,

que nunca soy pasado, sino siempre futuro.


PABLO NERUDA

Nace en Parral (Chile) en 1904;

muere en Santiago de Chile en 1973

Cuerpo de mujer

Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,

te pareces al mundo en tu actitud de entrega.

Mi cuerpo de labriego salvaje te socava

y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.

Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros

y en mí la noche entraba su invasión poderosa.

Para sobrevivirme te forjé como un arma,

como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.

Pero cae la hora de la venganza, y te amo.

Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.

Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia!

Ah las rosas del pubis! Ah tu voz lenta y triste!


Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.

Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso!

Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,

y la fatiga sigue, y el dolor infinito.

Ah vastedad de pinos...

Ah vastedad de pinos, rumor de olas quebrándose,

lento juego de luces, campana solitaria,

crepúsculo cayendo en tus ojos, muñeca,

caracola terrestre, en ti la tierra canta!

En ti los ríos cantan y mi alma en ellos huye

como tú lo desees y hacia donde tú quieras.

Márcame mi camino en tu arco de esperanza

y soltaré en delirio mi bandada de flechas.

En torno a mí estoy viendo tu cintura de niebla

y tu silencio acosa mis horas perseguidas,

y eres tú con tus brazos de piedra transparente

donde mis besos anclan y mi húmeda ansia anida.

¡Ah tu voz misteriosa que el amor tiñe y dobla


en el atardecer resonante y muriendo!

Así en horas profundas sobre los campos he visto

doblarse las espigas en la boca del viento.

Poema en diez versos

Era mi corazón un ala viva y turbia

y pavorosa ala de anhelo.

Era la Primavera sobre los campos verdes.

Azul era la altura y era esmeralda el suelo.

Ella —la que me amaba— se murió en Primavera.

Recuerdo aún sus ojos de paloma en desvelo.

Ella —la que me amaba— cerró los ojos. Tarde.

Tarde de campo, azul. Tarde de alas y vuelos.

Ella —la que me amaba— se murió en Primavera.

Y se llevó la Primavera al cielo.

Para que tú me oigas...


Para que tú me oigas

mis palabras

se adelgazan a veces

como las huellas de las gaviotas en las playas.

Collar, cascabel ebrio

para tus manos suaves como las uvas.

Y las miro lejanas mis palabras.

Más que mías son tuyas.

Van trepando en mi viejo dolor como las yedras.

Ellas trepan así por las paredes húmedas.

Eres tú la culpable de este juego sangriento.

Ellas están huyendo de mi guarida oscura.

Todo lo llenas tú, todo lo llenas. [...]

[...] Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas.

Ámame, compañera. No me abandones. Sígueme.

Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.

Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras.


Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.

Voy haciendo de todas un collar infinito

para tus blancas manos, suaves como las uvas.

Te recuerdo como eras...

Te recuerdo como eras en el último otoño.

Eras la boina gris y el corazón en calma.

En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo

y las hojas caían en el agua de tu alma.

Apegada a mis brazos como una enredadera,

las hojas recogían tu voz lenta y en calma.

Hoguera de estupor en que mi sed ardía.

Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma.

Siento viajar tus ojos y es distante el otoño:

boina gris, voz de pájaro y corazón de casa

hacia donde emigraban mis profundos anhelos

y caían mis besos alegres como brasas.

Cielo desde un navío. Campo desde los cerros:


Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma!

Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos.

Hojas secas de otoño giraban en tu alma.

Inclinado en las tardes...

Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes

a tus ojos oceánicos.

Allí se estira y arde en la más alta hoguera

mi soledad que da vueltas los brazos como un náufrago.

Hago rojas señales sobre tus ojos ausentes

que olean como el mar a la orilla de un faro.

Sólo guardas tinieblas, hembra distante y mía,

de tu mirada emerge a veces la costa del espanto.

Inclinado en las tardes echo mis tristes redes

a ese mar que sacude tus ojos oceánicos.

Los pájaros nocturnos picotean las primeras estrellas

que centellean como mi alma cuando te amo.


Galopa la noche en su yegua sombría

desparramando espigas azules sobre el campo.

Hemos perdido aun...

Hemos perdido aun este crepúsculo,

Nadie nos vio esta tarde con las manos unidas

mientras la noche azul caía sobre el mundo.

He visto desde mi ventana

la fiesta del poniente en los cerros lejanos.

A veces como una moneda

se encendía un pedazo de sol entre mis manos.

Yo te recordaba con el alma apretada

de esa tristeza que tú me conoces.

Entonces, dónde estabas?

Entre qué gentes?

Diciendo qué palabras?

Por qué se me vendrá todo el amor de golpe


cuando me siento triste, y te siento lejana?

Cayó el libro que siempre se toma en el crepúsculo,

y como un perro herido rodó a mis pies mi capa.

Siempre, siempre te alejas en las tardes

hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas.

Me gustas cuando callas...

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,

y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.

Parece que los ojos se te hubieran volado

y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma

emerges de las cosas, llena del alma mía.

Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,

y te pareces a la palabra melancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.

Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.

Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:


Déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio

claro como una lámpara, simple como un anillo.

Eres como la noche, callada y constelada.

Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.

Distante y dolorosa como si hubieras muerto.

Una palabra entonces, una sonrisa bastan.

Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

Niña morena y ágil...

Niña morena y ágil, el sol que hace las frutas,

el que cuaja los trigos, el que tuerce las algas,

hizo tu cuerpo alegre, tus luminosos ojos

y tu boca que tiene la sonrisa del agua.

Un sol negro y ansioso se te arrolla en las hebras

de la negra melena, cuando estiras los brazos.

Tú juegas con el sol como con un estero

y él te deja en los ojos dos oscuros remansos.


Niña morena y ágil, nada hacia ti me acerca.

Todo de ti me aleja, como del mediodía.

Eres la delirante juventud de la abeja,

la embriaguez de la ola, la fuerza de la espiga.

Mi corazón sombrío te busca, sin embargo,

y amo tu cuerpo alegre, tu voz suelta y delgada.

Mariposa morena dulce y definitiva

como el trigal y el sol, la amapola y el agua.

Puedo escribir los versos...

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,

y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Yo la quise, y a veces ella también me quiso.


En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.

La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.

Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.

Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.

La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.

Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.

Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.


Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.

Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.

Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.

Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,

mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,

y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

Es como una marea...

Es como una marea, cuando ella clava en mí

sus ojos enlutados,

cuando siento su cuerpo de greda blanca y móvil

estirarse y latir junto al mío,

es como una marea, cuando ella está a mi lado. [...]


[...] Ella, tallada en el corazón de la noche,

por la inquietud de mis ojos alucinados;

ella, grabada en los maderos del bosque

por los cuchillos de mis manos,

ella, su goce junto al mío,

ella, sus ojos enlutados,

ella, su corazón, mariposa sangrienta

que con sus dos antenas de instinto me ha tocado!

No cabe en esta estrecha meseta de mi vida!

Es como un viento desatado!

Si mis palabras clavan apenas como agujas

debieran desgarrar como espadas o arados!

Es como una marea que me arrastra y me dobla,

es como una marea, cuando ella está a mi lado!

Eres toda de espumas...

Eres toda de espumas delgadas y ligeras

y te cruzan los besos y te riegan los días.


Mi gesto, mi ansiedad cuelgan de tu mirada.

Vaso de resonancias y de estrellas cautivas.

Estoy cansado: todas las hojas caen, mueren.

Caen, mueren los pájaros. Caen, mueren las vidas.

Cansado, estoy cansado. Ven, anhélame, víbrame.

Oh, mi pobre ilusión, mi guirnalda encendida!

El ansia cae, muere. Cae, muere el deseo.

Caen, mueren las llamas en la noche infinita.

Fogonazo de luces, paloma de gredas rubias,

líbrame de esta noche que acosa y aniquila.

Sumérgeme en tu nido de vértigo y caricia.

Anhélame, retiéneme.

La embriaguez a la sombra florida de tus ojos,

las caídas, los triunfos, los saltos de la fiebre.

Amame, ámame, ámame.

De pie te grito! Quiéreme. [...]

Amiga, no te mueras

Amiga, no te mueras.

Óyeme estas palabras que me salen ardiendo


y que nadie diría si yo no las dijera.

Amiga, no te mueras.

Yo soy el que te espera en la estrellada noche.

El que bajo el sangriento sol poniente te espera.

Miro caer los frutos en la tierra sombría.

Miro bailar las gotas del rocío en las hierbas.

En la noche al espeso perfume de las rosas,

cuando danza la ronda de las sombras inmensas.

Bajo el cielo del Sur, el que te espera cuando

el aire de la tarde como una boca besa.

Amiga, no te mueras.

Yo soy el que cortó las guirnaldas rebeldes

para el lecho selvático fragante a sol y a selva.

El que trajo en los brazos jacintos amarillos.

Y rosas desgarradas. Y amapolas sangrientas.


El que cruzó los brazos por esperarte, ahora.

El que quebró sus arcos. El que dobló sus flechas.

Yo soy el que en los labios guarda sabor de uvas.

Racimos refregados. Mordeduras bermejas.

El que te llama desde las llanuras brotadas.

Yo soy el que en la hora del amor te desea.

El aire de la tarde cimbra las ramas altas.

Ebrio, mi corazón, bajo Dios, tambalea.

El río desatado rompe a llorar y a veces

se adelgaza su voz y se hace pura y trémula.

Retumba, atardecida, la queja azul del agua.

Amiga, no te mueras!

Yo soy el que te espera en la estrellada noche,

sobre las playas áureas, sobre las rubias eras.

El que cortó jacintos para tu lecho, y rosas.


Tendido entre las hierbas yo soy el que te espera!

Déjame sueltas las manos...

Déjame sueltas las manos

y el corazón, déjame libre!

Deja que mis dedos corran

por los caminos de tu cuerpo.

La pasión —sangre, fuego, besos—

me incendia a llamaradas trémulas.

Ay, tú no sabes lo que es esto!

Es la tempestad de mis sentidos

doblegando la selva sensible de mis nervios.

Es la carne que grita con sus ardientes lenguas!

Es el incendio!

Y estás aquí, mujer, como un madero intacto

ahora que vuela toda mi vida hecha cenizas

hacia tu cuerpo lleno, como la noche, de astros!

Déjame libres las manos

y el corazón, déjame libre!

Yo sólo te deseo, yo sólo te deseo!


No es amor, es deseo que se agosta y se extingue,

es precipitación de furias,

acercamiento de lo imposible,

pero estás tú,

estás para dármelo todo,

y a darme lo que tienes a la tierra viniste—

como yo para contenerte,

y desearte,

y recibirte!

Llénate de mí

Llénate de mí.

Ansíame, agótame, viérteme, sacrifícame.

Pídeme. Recógeme, contiéneme, ocúltame.

Quiero ser de alguien, quiero ser tuyo, es tu hora.

Soy el que pasó saltando sobre las cosas,

el fugante, el doliente.

Pero siento tu hora,

la hora de que mi vida gotee sobre tu alma,

la hora de las ternuras que no derramé nunca,

la hora de los silencios que no tienen palabras,


tu hora, alba de sangre que me nutrió de angustias,

tu hora, medianoche que me fue solitaria.

Libértame de mí. Quiero salir de mi alma.

Yo soy esto que gime, esto que arde, esto que sufre.

Yo soy esto que ataca, esto que aúlla, esto que canta.

No, no quiero ser esto.

Ayúdame a romper estas puertas inmensas.

Con tus hombros de seda desentierra estas anclas.

Así crucificaron mi dolor una tarde. [...]

Canción del macho...

Canción del macho y de la hembra!

La fruta de los siglos

exprimiendo su jugo

en nuestras venas.

Mi alma derramándose en tu carne extendida

para salir de ti más buena,

el corazón desparramándose

estirándose como una pantera,

y mi vida, hecha astillas, anudándose


a ti como la luz a las estrellas!

Me recibes

como al viento la vela.

Te recibo

como el surco a la siembra.

Duérmete sobre mis dolores

si mis dolores no te queman,

amárrate a mis alas

acaso mis alas te llevan,

endereza mis deseos

acaso te lastima su pelea.

Tú eres lo único que tengo

desde que perdí mi tristeza!

Desgárrame como una espada

o táctame como una antena!

Bésame,

muérdeme,

incéndiame,

que yo vengo a la tierra


sólo por el naufragio de mis ojos de macho

en el agua infinita de tus ojos de hembra!

Sed de ti...

Sed de ti me acosa en las noches hambrientas.

Trémula mano roja que hasta su vida se alza.

Ebria de sed, loca sed, sed de selva en sequía.

Sed de metal ardiendo, sed de raíces ávidas. [...]

[...] Por eso eres la sed y lo que ha de saciarla.

Cómo poder no amarte si he de amarte por eso.

Si ésa es la amarra cómo poder cortarla, cómo.

Cómo si hasta mis huesos tienen sed de tus huesos.

Sed de ti, sed de ti, guirnalda atroz y dulce.

Sed de ti que en las noches me muerde como un perro.

Los ojos tienen sed, para qué están tus ojos.

La boca tiene sed, para qué están tus besos.

El alma está incendiada de estas brasas que te aman.

El cuerpo incendio vivo que ha de quemar tu cuerpo.

De sed. Sed infinita. Sed que busca tu sed.

Y en ella se aniquila como el agua en el fuego.


Juntos nosotros

Qué pura eres de sol o de noche caída,

qué triunfal desmedida tu órbita de blanco,

y tu pecho de pan, alto de clima,

tu corona de árboles negros, bienamada,

y tu nariz de animal solitario, de oveja salvaje

que huele a sombra y a precipitada fuga tiránica. [...]

[...] Y tú como un mes de estrellas, como un beso fijo,

como estructura de ala, o comienzos de otoño,

niña, mi partidaria, mi amorosa,

la luz hace su lecho bajo tus grandes párpados,

dorados como bueyes, y la paloma redonda

hace sus nidos blancos frecuentemente en ti.

Hecha de ola en lingotes y tenazas blancas,

tu salud de manzana furiosa se estira sin límite,

el tonel temblador en que escucha tu estómago,

tus manos hijas de la harina y del cielo.

Qué parecida eres al más largo beso,


su sacudida fija parece nutrirte,

y su empuje de brasa, de bandera revuelta,

va latiendo en tus dominios y subiendo temblando,

y entonces tu cabeza se adelgaza en cabellos,

y su forma guerrera, su círculo seco,

se desploma de súbito en hilos lineales

como filos de espadas o herencias del humo.

Ángela Adónica

Hoy me he tendido junto a una joven pura

como a la orilla de un océano blanco,

como en el centro de una ardiente estrella de lento espacio.

De su mirada largamente verde

la luz caía como un agua seca,

en transparentes y profundos círculos de fresca fuerza.

Su pecho como un fuego de dos llamas

ardía en dos regiones levantado,

y en doble río llegaba a sus pies, grandes y claros.

Un clima de oro maduraba apenas


las diurnas longitudes de su cuerpo

llenándolo de frutas extendidas y oculto fuego.

Oda con un lamento

Oh niña entre las rosas, oh presión de palomas,

oh presidio de peces y rosales,

tu alma es una botella llena de sal sedienta

y una campana llena de uvas es tu piel. [...]

Alianza

Sobre tus pechos de corriente inmóvil,

sobre tus piernas de dureza y agua,

sobre la permanencia y el orgullo

de tu pelo desnudo,

quiero estar, amor mío, ya tiradas las lágrimas

al ronco cesto donde se acumulan,

quiero estar, amor mío, solo con una sílaba

de plata destrozada, solo con una punta

de tu pecho de nieve. [...]


Oda a la bella desnuda

Con casto corazón, con ojos

puros,

te celebro, belleza,

reteniendo la sangre

para que surja y siga

la línea, tu contorno,

para

que te acuestes en mi oda

como en tierra de bosques o en espuma:

en aroma terrestre

o en música marina. [...]

Tu cuerpo, en qué materia,

ágata, cuarzo, trigo,

se plasmó, fue subiendo

como el pan se levanta

de la temperatura,

y señaló colinas

plateadas,

valles de un solo pétalo, dulzuras

de profundo terciopelo,

hasta quedar cuajada

la fina y firme forma femenina?


No sólo es luz que cae

sobre el mundo

la que alarga en tu cuerpo

su nieve sofocada,

sino que se desprende

de ti la claridad como si fueras

encendida por dentro.

Debajo de tu piel vive la luna.

Testamento de otoño

(Fragmento)

Matilde Urrutia, aquí te dejo

lo que tuve y lo que no tuve,

lo que soy y lo que no soy.

Mi amor es un niño que llora,

no quiere salir de tus brazos,

yo te lo dejo para siempre:

eres para mí la más bella. [...]

De Sur a Sur se abren tus ojos


y de Este a Oeste tu sonrisa,

no se te pueden ver los pies

y el sol se entretiene estrellando

el amanecer en tu pelo.

Tu cuerpo y tu rostro llegaron,

como yo, de regiones duras,

de ceremonias lluviosas,

de antiguas tierras y martirios. [...]

Tú fuiste mi vencedora

por el amor y por la tierra,

porque tu boca me traía

antepasados manantiales,

citas en bosques de otra edad,

oscuros tambores mojados:

de pronto vi que me llamaban:

era de lejos y de cuando

me acerqué al antiguo follaje

y besé mi sangre en tu boca

corazón mío, mi araucana. [...]

Alguna vez si ya no somos,


si ya no vamos ni venimos

bajo siete capas de polvo

y los pies secos de la muerte,

estaremos juntos, amor,

extrañamente confundidos.

Nuestras espinas diferentes,

nuestros ojos maleducados,

nuestros pies que no se encontraban

y nuestros besos indelebles,

todo estará por fin reunido,

pero de qué nos servirá

la unidad en un cementerio?

Que no nos separe la vida

y se vaya al diablo la muerte!

Soneto

De viajes y dolores yo regresé, amor mío,

a tu voz, a tu mano volando en la guitarra,

al fuego que interrumpe con besos el otoño,

a la circulación de la noche en el cielo.


Para todos los hombres pido pan y reinado,

pido tierra para el labrador sin ventura,

que nadie espere tregua de mi sangre o mi canto.

Pero a tu amor no puedo renunciar sin morirme.

Por eso toca el vals de la serena luna,

la barcarola en el agua de la guitarra

hasta que se doblegue mi cabeza soñando:

que todos los desvelos de mi vida tejieron

esta enramada en donde tu mano vive y vuela

custodiando la noche del viajero dormido.

Soneto

Quiénes se amaron como nosotros? Busquemos

las antiguas cenizas del corazón quemado

y allí que caigan uno por uno nuestros besos

hasta que resucite la flor deshabitada.

Amemos el amor que consumió su fruto

y descendió a la tierra con rostro y poderío:

tú y yo somos la luz que continúa,

su inquebrantable espiga delicada.


Al amor sepultado por tanto tiempo frío,

por nieve y primavera, por olvido y otoño,

acerquemos la luz de una nueva manzana,

de la frescura abierta por una nueva herida,

como el amor antiguo que camina en silencio

por una eternidad de bocas enterradas.


OCTAVIO PAZ

Nace en Ciudad de México en 1914;

muere en Ciudad de México en 1998

Primer día

Del verdecido júbilo del cielo

luces recobras que la luna pierde

porque la luz de sí misma recuerde

relámpagos y otoños en tu pelo.

El viento bebe viento en su revuelo,

mueve las hojas y su lluvia verde,

moja tus hombros, tus espaldas muerde

y te desnuda y quema y vuelve yelo

Dos barcos de velamen desplegado

tus dos pechos. Tu espalda es un torrente.

Tu vientre es un jardín petrificado.


Es otoño en tu nuca: sol y bruma.

Bajo del verde cielo adolescente

tu cuerpo da su enamorada suma.

Piedra de sol

[...] Voy por tu cuerpo como por el mundo,

tu vientre es una plaza soleada,

tus pechos dos iglesias donde oficia

la sangre sus misterios paralelos,

mis miradas te cubren como yedra,

eres una ciudad que el mar asedia,

una muralla que la luz divide

en dos mitades de color durazno,

un paraje de sal, rocas y pájaros

bajo la ley del mediodía absorto,

vestida del color de mis deseos

como mi pensamiento vas desnuda,

voy por tus ojos como por el agua,

los tigres beben sueño en esos ojos,

el colibrí se quema en esas llamas,

voy por tu frente como por la luna,


como la nube por tu pensamiento,

voy por tu vientre como por tus sueños,

tu falda de maíz ondula y canta,

tu falda de cristal, tu falda de agua,

tus labios, tus cabellos, tus miradas,

toda la noche llueves, todo el día

abres mi pecho con tus dedos de agua,

cierras mis ojos con tu boca de agua,

sobre mis huesos llueves, en mi pecho

hunde raíces de agua un árbol líquido,

voy por tu talle como por un río,

voy por tu cuerpo como por un bosque,

como por un sendero en la montaña

que en un abismo brusco se termina,

voy por tus pensamientos afilados

y a la salida de tu blanca frente

mi sombra despeñada se destroza,

recojo mis fragmentos uno a uno

y prosigo sin cuerpo, busco a tientas,

corredores sin fin de la memoria,

puertas abiertas a un salón vacío


donde se pudren todos los veranos,

las joyas de la sed arden al fondo,

rostro desvanecido al recordarlo,

mano que se deshace si la toco,

cabelleras de arañas en tumulto

sobre sonrisas de hace muchos años,

a la salida de mi frente busco,

busco sin encontrar, busco un instante,

un rostro de relámpago y tormenta

corriendo entre los árboles nocturnos,

rostro de lluvia en un jardín a obscuras,

agua tenaz que fluye a mi costado,

busco sin encontrar, escribo a solas,

no hay nadie, cae el día, cae el año,

caigo con el instante, caigo a fondo,

invisible camino sobre espejos

que repiten mi imagen destrozada,

piso días, instantes caminados,

piso los pensamientos de mi sombra,

piso mi sombra en busca de un instante... [...]


Garabato

Con un trozo de carbón

con mi gis roto y mi lápiz rojo

dibujar tu nombre

el nombre de tu boca

el signo de tus piernas

en la pared de nadie

En la puerta prohibida

grabar el nombre de tu cuerpo

hasta que la hoja de mi navaja

sangre

y la piedra grite

y el muro respire como un pecho

Raíz del hombre

II

Amante, todo calla

bajo la voz ardiente de tu nombre.

Amante, todo calla. Tú, sin nombre,

en la noche desnuda de palabras.


III

[...] Ésta es tu sangre,

desconocida y honda,

que penetra tu cuerpo

y baña orillas ciegas

de ti misma ignoradas.

Inocente, remota,

en su denso insistir, en su carrera,

detiene a la carrera de mi sangre.

Una pequeña herida

y conoce a la luz,

al aire que la ignora, a mis miradas.

Ésta es tu sangre, y éste

el prófugo rumor que la delata.

Y se agolpan los tiempos

y vuelven al origen de los días,

como tu pelo eléctrico si vibra

la escondida raíz en que se ahonda,

porque la vida gira en ese instante,


y el tiempo es una muerte de los tiempos

y se olvidan los nombres y las formas.

Ésta es tu sangre, digo,

y el alma se suspende en el vacío

ante la viva nada de tu sangre.

Bajo tu clara sombra

Bajo tu clara sombra

vivo como la llama al aire,

en tenso aprendizaje de lucero.

II

Tengo que hablaros de ella.

Suscita fuentes en el día,

puebla de mármoles la noche.

La huella de su pie

es el centro visible de la tierra,

la frontera del mundo,

sitio sutil, encadenado y libre;


discípula de pájaros y nubes

hace girar al cielo;

su voz, alba terrestre,

nos anuncia el rescate de las aguas,

el regreso del fuego,

la vuelta de la espiga,

las primeras palabras de los árboles,

la blanca monarquía de las alas.

No vio nacer al mundo,

mas se enciende su sangre cada noche

con la sangre nocturna de las cosas

y en su latir reanuda

el son de las mareas

que alzan las orillas del planeta,

un pasado de agua y de silencio

y las primeras formas de la materia fértil.

Tengo que hablaros de ella,

de su fresca costumbre

de ser simple tormenta, rama tierna.


III

Mira el poder del mundo,

mira el poder del polvo, mira el agua.

Mira los fresnos en callado círculo,

toca su reino de silencio y savia,

toca su piel de sol y lluvia y tiempo,

mira sus verdes ramas cara al cielo,

oye cantar sus hojas como agua.

Mira después la nube,

anclada en el espacio sin mareas,

alta espuma visible

de celestes corrientes invisibles.

Mira el poder del mundo,

mira su forma tensa,

su hermosura inconsciente, luminosa.

Toca mi piel, de barro, de diamante,

oye mi voz en fuentes subterráneas,

mira mi boca en esa lluvia obscura,

mi sexo en esa brusca sacudida


con que desnuda el aire los jardines.

Toca tu desnudez en la del agua,

desnúdate de ti, llueve en ti misma,

mira tus piernas como dos arroyos,

mira tu cuerpo como un largo río,

son dos islas gemelas tus dos pechos,

en la noche tu sexo es una estrella,

alba, luz rosa entre dos mundos ciegos,

mar profundo que duerme entre dos mares.

Mira el poder del mundo:

reconócete ya, al reconocerme.

IV

Un cuerpo, un cuerpo solo, sólo un cuerpo,

un cuerpo como día derramado

y noche devorada;

la luz de unos cabellos

que no apaciguan nunca

la sombra de mi tacto;

una garganta, un vientre que amanece


como el mar que se enciende

cuando toca la frente de la aurora;

unos tobillos, puentes del verano;

unos muslos nocturnos que se hunden

en la música verde de la tarde;

un pecho que se alza

y arrasa las espumas;

un cuello, sólo un cuello,

unas manos tan sólo,

unas palabras lentas que descienden

como arena caída en otra arena...

Esto que se me escapa,

agua y delicia obscura,

mar naciendo o muriendo;

estos labios y dientes,

estos ojos hambrientos,

me desnudan de mí

y su furiosa gracia me levanta

hasta los quietos cielos

donde vibra el instante:

la cima de los besos,

la plenitud del mundo y de sus formas.


Nuevo rostro

La noche borra noches en tu rostro,

derrama aceites en tus secos párpados,

quema en tu frente el pensamiento

y atrás del pensamiento la memoria.

Entre las sombras que te anegan

otro rostro amanece.

Y siento que a mi lado

no eres tú la que duerme,

sino la niña aquella que fuiste

y que esperaba sólo que durmieras

para volver y conocerme.

Los novios

Tendidos en la yerba

una muchacha y un muchacho.

Comen naranjas, cambian besos

como las olas cambian sus espumas.


Tendidos en la playa

una muchacha y un muchacho.

Comen limones, cambian besos

como las nubes cambian sus espumas.

Tendidos bajo tierra

una muchacha y un muchacho.

No dicen nada, no se besan,

cambian silencio por silencio.

Dos cuerpos

Dos cuerpos frente a frente

son a veces dos olas

y la noche es océano.

Dos cuerpos frente a frente

son a veces dos piedras

y la noche desierto.

Dos cuerpos frente a frente

son a veces raíces

en la noche enlazadas.
Dos cuerpos frente a frente

son a veces navajas

y la noche relámpago.

Dos cuerpos frente a frente

son dos astros que caen

en un cielo vacío.

Tus ojos

Tus ojos son la patria del relámpago y de la lágrima,

silencio que habla,

tempestades sin viento, mar sin olas,

pájaros presos, doradas fieras adormecidas,

topacios impíos como la verdad,

otoño en un claro del bosque en donde la luz canta en el hombro

de un árbol y son pájaros todas las hojas,

playa que la mañana encuentra constelada de ojos,

cesta de frutos de fuego,

mentira que alimenta,

espejos de este mundo, puertas del más allá,

pulsación tranquila del mar a mediodía,


absoluto que parpadea,

páramo.

Cuerpo a la vista

Y las sombras se abrieron otra vez y mostraron un cuerpo:

tu pelo, otoño espeso, caída de agua solar,

tu boca y la blanca disciplina de sus dientes caníbales, prisioneros en llamas,

tu piel de pan apenas dorado y tus ojos de azúcar quemada,

sitios en donde el tiempo no transcurre,

valles que sólo mis labios conocen,

desfiladero de la luna que asciende a tu garganta entre tus senos,

cascada petrificada de la nuca,

alta meseta de tu vientre,

playa sin fin de tu costado.

Tus ojos son los ojos fijos del tigre

y un minuto después son los ojos húmedos del perro.

Siempre hay abejas en tu pelo.

Tu espalda fluye tranquila bajo mis ojos

como la espalda del río a la luz del incendio.


Aguas dormidas golpean día y noche tu cintura de arcilla

y en tus costas, inmensas como los arenales de la luna,

el viento sopla por mi boca y su largo quejido cubre con sus dos alas grises

la noche de los cuerpos,

como la sombra del águila la soledad del páramo.

Las uñas de los dedos de tus pies están hechas del cristal del verano.

Entre tus piernas hay un pozo de agua dormida,

bahía donde el mar de noche se aquieta, negro caballo de espuma,

cueva al pie de la montaña que esconde un tesoro,

boca del horno donde se hacen las hostias,

sonrientes labios entreabiertos y atroces,

nupcias de la luz y la sombra, de lo visible y lo invisible

(allí espera la carne su resurrección y el día de la vida perdurable).

Patria de sangre,

única tierra que conozco y me conoce,

única patria en la que creo,

única puerta al infinito.

Agua nocturna

La noche de ojos de caballo que tiemblan en la noche,


la noche de ojos de agua en el campo dormido,

está en tus ojos de caballo que tiembla,

está en tus ojos de agua secreta.

Ojos de agua de sombra,

ojos de agua de pozo,

ojos de agua de sueño.

El silencio y la soledad,

como dos pequeños animales a quienes guía la luna,

beben en esos ojos,

beben en esas aguas.

Si abres los ojos,

se abre la noche de puertas de musgo,

se abre el reino secreto del agua

que mana del centro de la noche.

Y si los cierras,

un río, una corriente dulce y silenciosa,

te inunda por dentro, avanza, te hace obscura:

la noche moja riberas en tu alma.


Hermosura que vuelve

En un rincón del salón crepuscular

O al volver una esquina en la hora indecisa y blasfema,

O una mañana parecida a un navío atado al horizonte,

O en Morelia, bajo los arcos rosados del antiguo acueducto,

Ni desdeñosa ni entregada, centelleas.

El telón de este mundo se abre en dos.

Cesa la vieja oposición entre verdad y fábula,

Apariencia y realidad celebran al fin sus bodas,

Sobre las cenizas de las mentirosas evidencias

Se levanta una columna de seda y electricidad,

Un pausado chorro de belleza.

Tú sonríes, arma blanca a medias desenvainada.

Niegas al sueño en pleno sueño,

Desmientes al tacto y a los ojos en pleno día.

Tú existes de otro modo que nosotros,

No eres la vida pero tampoco la muerte.

Tú nada más estás,

Nada más fulges, engastada en la noche.


Estrella interior

[...] Aislada en su esplendor

La mujer brilla como una alhaja

Como un arma dormida y temible

Reposa la mujer en la noche

Como agua fresca con los ojos cerrados

A la sombra del árbol

Como una cascada detenida en mitad de su salto

Como el río de rápida cintura helado de pronto

Al pie de la gran roca sin facciones

Al pie de la montaña

Como el agua del estanque en verano reposa

En su fondo se enlazan álamos y eucaliptos

Astros o peces brillan entre sus piernas

La sombra de los pájaros apenas obscurece su sexo

Sus pechos son dos aldeas dormidas

Como una piedra blanca reposa la mujer

Como el agua lunar en un cráter extinto

Nada se oye en la noche de musgo y arena

Sólo el lento brotar de estas palabras

A la orilla del agua a la orilla de un cuerpo

Pausado manantial
Oh transparente monumento

Donde el instante brilla y se repite

Y se abisma en sí mismo y nunca se consume […]

Rotación

Alta columna de latidos

sobre el eje inmóvil del tiempo

el sol te viste y te desnuda

El día se desprende de tu cuerpo

y se pierde en tu noche

La noche se desprende de tu día

y se pierde en tu cuerpo

Nunca eres la misma

acabas siempre de llegar

estás aquí desde el principio

Cabellera

II

¿Qué hermoso, verde día,

estremecido, luminoso río,

corre bajo tus pies,


te ciñe y te ilumina?

El mes de Junio, amante,

el implacable y tierno mes de Junio,

transparente, sin cuerpo,

envolviendo en su luz tu cabellera,

el puro mes de nubes deslumbradas,

follajes de presencias invisibles.

¡Qué soles, nubes, montes,

acantilados diáfanos,

nupcias vertiginosas en el cielo!

El mes de Junio, amante, te arrebata,

te cerca de latidos y de luces,

de sonoras presencias

y formas navegando entre los aires.

Horas, desnudas horas.

¿Qué mano corta el tiempo,

despedaza mi cuerpo, abre mis venas


y hace correr mi sangre

en un obscuro mundo

de latidos, relámpagos, silencio?

¿Qué terrenal aliento, qué latido,

tu vivo cuerpo crea

y entre mis manos lentas lo deshace?

Horas, desnudas horas.

Desnuda, entre mi sangre, en mis raíces,

más hondo que mis huesos,

más hondo que la llama de que nacen,

más hondo que la sangre que los baña,

desnuda y silenciosa.

Horas, desnudas horas.

¿Qué mano corta el tiempo,

despedaza mi cuerpo, abre mis venas

y hace correr mi sangre

en negras horas, en espesas olas?

¿Qué hermosa, mortal mano,

corta la música del mundo

y el tallo de tu voz, en que florece?


VI

En los últimos límites carnales

tu sangre quietamente te descubre;

invencible latir, olas obscuras,

te atan a la muerte que nos sitia,

a mi mano mortal, al tiempo inmóvil

que llena nuestro amor y nuestro olvido.

En el aire poblado de alas ciegas,

de pájaros o llamas invisibles

que nacen de tu aliento y agonizan,

¿dónde tu voz, tu nombre mismo, dónde?,

¿dónde nosotros, tú, si sólo somos

en la música un poco de ternura?

Amor, amor, ¡qué sombras nos oprimen!,

¡qué lentos aires tibios nos devoran!,

¡qué fértiles incendios en la noche

nos cubren de presagios y de llamas!,

¡qué silencios nos ciñen y destruyen!

¡qué derrotas, amor, o qué victorias,


nos alzan, nos sepultan en sus olas,

océano de sombras y de nada!

VII

Tendida y desgarrada,

a la derecha de mis venas, muda;

en mortales orillas infinita,

inmóvil y serpiente.

Toco tu delirante superficie,

los poros silenciosos, jadeantes,

la circular carrera de tu sangre,

su reiterado golpe, verde y tibio.

Primero es un aliento amanecido,

una obscura presencia de latidos

que recorren tu piel, toda de labios,

resplandeciente tacto de caricias.

El arco de las cejas se hace ojera.

Ay, sed, desgarradura,

horror de heridos ojos


donde mi origen y mi muerte veo,

graves ojos de náufraga

citándome a la espuma,

a la blanca región de los desmayos

en un voraz vacío

que nos hunde en nosotros.

Arrojados a blancas espirales

rozamos nuestro origen,

el vegetal nos llama,

la piedra nos recuerda

y la raíz sedienta

del árbol que creció de nuestro polvo.

Adivino tu rostro entre estas sombras,

el terrible sollozo de tu sexo,

todos tus nacimientos

y la muerte que llevas escondida.

En tus ojos navegan niños, sombras,

relámpagos, mis ojos, el vacío.


SIETE SIGLOS DE POESÍA DE AMOR EN LENGUA
ESPAÑOLA

LIBRO DE APOLONIO

Siglo XIII

AMORES DE APOLONIO Y LUCIANA

Apolonio, rey de Tiro, náufrago, consigue salvarse cerca de la ciudad del rey Arquitrastes.
Juega a la pelota con unos jóvenes de la ciudad, por donde cae en gracia al rey y halla
entrada en Palacio. Se casa con Luciana, hija de Arquitrastes.

A un por venir era la hora de yantar

saliénse los donzeles fuera a deportar,

comenzaron luego la pellota a jugar,

que solían a esse tiempo aver esse jugar.

Metióse Apolonio maguer mal adobado,

con ellos al trebejo, su manto afiblado,

abinié en el juego, fazié tan aguisado

como si fuesse de pequenyo i criado. [...]


El rey hace llamar a Apolonio y le sienta a su mesa. Ordena el rey a su hija Luciana que
consuele la tristeza de Apolonio. Luciana lo intenta en los versos siguientes:

Aguisósse la duenya fiziéronle logar;

tempró bien la vihuella en un son natural,

dexó cayer el manto, paróse en un brial,

començó una leude, omne non vio atal. [...]

«Maestro —dixo ella—, si amor te tocase,

«non querriés que tu lazerio otrie lograse,

nunca lo creyería fasta que lo provase,

que del rey de Tiro desdenyada fincase».

Escrivió una carta, e cerróla con cera;

diola a Apolonio que mensajero era,

que la diese al rey que estaba en la glera.

Sabet que fue aína andada la carrera.

Abrió el rey la carta, e fizóla catar,

la carta dizía esto, sópola bien dictar;

que con el pelegrino quería ella casar,

que con el cuerpo solo estorció de la mar.


Fizóse de esta cosa el rey maravillado,

non podía entender la fuerza del dictado,

demandó que cuál era ell infante venturado,

que lidió con las ondas e con el mar airado...

Dio Apolonio la carta a leyer

si podrié por ventura la cosa entender;

vio el rey de Tiro qué avía de seyer,

començóle la carta toda a embermejar.

Fue el rey metiendo mientras en la razón,

fuésele demudando todo el corazón,

echó a Apolonio mano al cabeçón,

apartóse con éll sin otro nuyll varón.

Dixo: «Yo te conjuro, maestro e amigo,

por ell amor que yo tengo establecido contigo,

como tú lo entiendes, que lo fables conmigo;

si non, por tu fazienda non daría un figo».

Respuso Apolonio: «Rey, mucho me embargas,

fuertes paraulas me dizes, e mucho me amargas;

creio que de mí traen estas nuevas tan largas;


mas si a ti non plazen son para mi amargas».

Recudióle el rey como leyal varón:

«Non te mintré, maestro, que sería traiçón,

cuando ella lo quiere, plázeme de corazón,

otorgada la ayas sin nulla condición...».

Entraron a la villa, que ya querién comer,

subieron al castiello la enferma veyer,

ella cuando vido al rey cerca de sí seyer,

fizóse más enferma, començó de tremer. [...]

«Padre, bien vos lo digo cuando me lo demandades,

que si de Apolonio en otro me cambiades,

non vos miento, desto bien seguro seyades,

en pie non me veredes cuantos días bivades».

«Fija —dixo el rey—, grant placer me ficiestes;

de Dios vos vino esto que tan bien escogiestes.

Condonado vos seya esto que vos pidiestes,

bien lo queremos todos cuando vos lo quisiestes».

Sallió, esto partido, el rey por el corral,


fallóse con su yerno en medio del portal,

afirmaron la cosa en recabdo cabdal,

luego fue abaxando a la duenya el mal.

Fueron las bodas fechas ricas e abondadas,

fueron muchas de yentes a ellas combidadas,

duraron muchos días que non eran pasadas,

por esos grandes tiempos non fueron olvidadas.

Entró entre los novios muy grant dilección,

el Criador entre ellos metió su bendición;

nunca varón a fembra, nin fembra a varón

non servio en este mundo de mejor coraçón. [...]


RAZÓN DE AMOR

Siglo XIII

Qui triste tiene su coraçón

benga oír esta razón.

Odrá razón acabada,

feita d’amor e bien rimada.

Un escolar la rimó,

que siempre dueñas amó,

mas siempre ovo criança

en Alemania y en Francia;

moró mucho en Lombardía

pora aprender cortesía.

En el mes d’abril, después yantar,

estava so un olivar.

Entre cimas d’un mançanar

un vaso de plata vi estar.

Pleno era d’un claro vino

que era bermejo e fino;

cubierto era de tal mesura


no lo tocás’ la calentura.

Una dueña lo í eva puesto,

que era señora del uerto,

que, cuan’ su amigo viniese,

d’aquel vino a bever le diesse.

Qui de tal vino oviesse

en la mañana cuan’ comiesse

e dello oviesse cada día

nunca más enfermaría. [...]

De las flores viene tomando,

en alta voz d’amor cantando,

e decía: «¡Ay, meu amigo,

si me veré ya más contigo!

Amet’ siempre e amaré

cuanto que biva seré.

Porque eres escolar

quisquiere te devría más amar.

Nunqua odí de homne decir

que tanta bona manera ovo en sí.

Más amaría contigo estar

que toda España mandar;


mas d’una cosa so cuitada:

he miedo de seder enganada,

que dizen que otra dona,

cortesa e bela e bona,

te quiere tan grant ben,

por ti pierde su sen,

e por eso he pavor

que a esa quieras mejor,

¡Mas si io te vies’ una vegada,

a plan me queriés por amada!». [...]


ROMANCES

Siglo XIV

Romance de doña Alda

En París está doña Alda,

la esposa de don Roldán,

trescientas damas con ella

para bien la acompañar:

todas visten un vestido,

todas calzan un calzar,

todas comen a una mesa,

todas comían de un pan.

Las ciento hilaban el oro,

las ciento tejen cendal,

ciento tañen instrumentos

para a doña Alda alegrar.

Al son de los instrumentos

doña Alda adormido se ha;

ensoñado había un sueño,

un sueño de gran pesar.

Despertó despavorida

con un dolor sin igual,


los gritos daba tan grandes

se oían en la ciudad.

—¿Qué es aquesto, mi señora,

qué es lo que os hizo mal?

—Un sueño soñé, doncellas,

que me ha dado gran pesar:

que me veía en un monte,

en un desierto lugar,

y de so los montes altos

un azor vide volar;

tras dél viene una aguililla

que lo ahincaba muy mal.

El azor con grande cuita

metióse so mi brial;

el águila con gran ira

de allí lo iba a sacar;

con las uñas lo despluma,

con el pico lo deshace.

Allí habló su camarera,

bien oiréis lo que dirá:

—Aquese sueño, señora,


bien os lo entiendo soltar:

el azor es vuestro esposo,

que de España viene ya;

el águila sodes vos,

con la cual ha de casar,

y aquel monte era la iglesia

donde os han de velar.

—Si es así, mi camarera,

bien te lo entiendo pagar.

Otro día de mañana

cartas de lejos le traen;

tintas venían de fuera,

de dentro escritas con sangre,

que su Roldán era muerto

en la caza de Roncesvalles.

Cuando tal oyó doña Alda

muerta en el suelo se cae.

Romance del prisionero

Que por mayo era por mayo


cuando hace la calor,

cuando los trigos encañan

y están los campos en flor,

cuando canta la calandria

y responde el ruiseñor,

cuando los enamorados

van a servir al amor,

sino yo, triste, cuitado,

que vivo en esta prisión;

que ni sé cuándo es de día

ni cuándo las noches son,

sino por una avecilla

que me cantaba al albor.

Matómela un ballestero;

déle Dios mal galardón.

Anónimo

ROMANCE

Mal ferida iba la garza

enamorada.

Sola va, y gritos daba.


Romance de Fonte frida y con amor

Fonte frida, Fonte frida,

Fonte frida y con amor,

do todas las avecicas

van tomar consolación,

si no es la Tortolica,

que está viuda y con dolor.

Por allí fuera a pasar

el traidor de Ruiseñor;

las palabras que le dice

llenas son de traición:

—Si tú quisieses, señora,

yo sería tu servidor.

—Vete de ahí, enemigo,

malo, falso, engañador,

que ni poso en ramo verde

ni en prado que tenga flor;

que si el agua hallo clara

turbia la bebía yo;

que no quiero haber marido

porque hijos no haya, no;

no quiero placer con ellos,


ni menos consolación.

¡Déjame, triste enemigo,

malo, falso, ruin traidor,

que no quiero ser tu amiga

ni casar contigo, no!

Romance del infante Arnaldos

¡Quién hubiera tal ventura

sobre las aguas del mar

como hubo el infante Arnaldos

la mañana de San Juan!

Andando a buscar la caza

para su falcón cebar,

vio venir una galera

que a tierra quiere llegar;

las velas trae de sedas,

la ejarcia de oro torzal,

áncoras tiene de plata,

tablas de fino coral.

Marinero que la guía,

diciendo viene un cantar,


que la mar ponía en calma,

los vientos hace amainar;

los peces que andan al hondo,

arriba los hace andar;

las aves que van volando,

al mástil vienen posar.

Allí habló el infante Arnaldos,

bien oiréis lo que dirá:

—Por tu vida, el marinero,

dígasme ora ese cantar.

Respondióle el marinero,

tal respuesta le fue a dar:

—Yo no digo mi canción

sino a quien conmigo va.


JUAN RUIZ, ARCIPRESTE DE HITA

Nace en Alcalá de Henares (?) (Madrid) en 1283 (?); muere en Guadalajara (?) en
1350 (?)

E1 oír e el oler, el tañer, el gustar,

todos los çinco sesos tú los vienes tomar;

non ay omne que te sepa del todo denostar

quanto eres denostada do te vienes acostar.

Tiras toda Vergüença, desfeas Fermosura,

desadonas la Graçia, denuestas la Mesura,

enflaquesçes la Fuerça, enloquesçes Cordura,

lo dulçe fazes fiel con tu mucha amargura.

Despreçias Loçanía, el oro escureçes,

desfazes la Fechura, Alegría entristezes,

manzillas la Linpieza, Cortesía envileçes:

Muerte, matas la Vida, el Amor aborresges.


DON SEM TOB (o SANTOB) DE CARRIÓN

Nace en Carrión de los Condes (?) (Palencia) en 1290 (?);

muere en 1369 (?)

Proverbios morales

[...] Quando la rosa seca

e en su tienpo sale,

el agua della fynca,

rosada, que mas vale. [...]

En sueño una fermosa

besaba una vegada,

estando muy medrosa

delos de su posada.

Fallé boca sabrosa,

saliva muy tenprada;

non vi tan dulce cosa,

mas agra a la dexada. [...]


ALFONSO ÁLVAREZ DE VILLASANDINO

Nace en Villasandino (Burgos) en 1340 (?);

muere en 1425 (?)

Quien de linda se enamora

atender debe perdón,

en caso que sea mora.

El amor e la ventura

me fizieron ir mirar

muy graciosa criatura

de linaje de Aguar;

quien fablare verdad pura,

bien puede dezir que non

tiene talle de pastora.

Linda rosa muy suave

vi plantada en un vergel,

puesta so secreta llave,

de la liña de Ismael:

maguer sea cosa grave,


con todo mi coraçón

la rescibo por señora.

Mahomad el atrevido

ordenó que fuese tal,

de aseo noble, complido,

albos pechos de cristal;

de alabasto muy broñido

debió ser con grant razón

lo que cubre su alcandora.

Dióle tanta fermosura

que lo non puedo dezir;

cuantos miran su figura

todos la aman servir;

con lindeza e apostura

vence a todas cuantas son

de alcuña donde mora.

Non sé hombre tan guardado

que viese su resplandor,

que non fuese conquistado

en un punto de su amor;
por haber tal gasajado

yo pornía en condición

la mi alma pecadora.
ÁLVARO DE LUNA

Nace en Cañete (Cuenca) en 1388;

muere en Valladolid en 1453

Canciones

Si Dios, nuestro Salvador,

ovier de tomar amiga,

fuera mi competidor.

Aun se m’antoxa, senyor,

si esta tema tomaras,

que justas e quebrar varas

ficieras por su amor.

Si fueras mantenedor,

contigo me las pagara,

e non te alzara la vara,

por ser mi competidor.


II

Porque de llorar

et de sospirar

ya non cesaré,

pues que por loar

a quien fuy amar,

yo nunca cobré.

Lo que deseé

et desearé

ya más todavía.

Aunque çierto sé

que menos habré

que en el primer día.

De quien su porfía

me quita alegría,

después que la vi.

Que ya más querría

morir algún día

que bevir ansí.

Mas pues presomí

que desque nasçí


por ti padescer,

pues gran mal sofrí

resciba de ti

agora placer.

III

Mi persona siempre fue

et assí será toda ora,

servidor de una senyora

la qual yo nunca diré.

Ya de Dios fue ordenado,

quando me fizo nacer,

que fuesse luego ofreçer

mi serviçio a vos de grado.

Tomat, senyora, cuidado

de mí, que soy todo vuestro,

pues que me fallastes presto

al tiempo que no diré.


ANTÓN DE MONTORO

Nace en Montoro (Córdoba) en 1404 (?);

muere en 1480 (?)

Amor que yo vi

Amor que yo vi

por mi pesar

quiero olvidar.

Mi corazón se fue a perder

amando a quien no pudo aver.

Si lo perdí

por mi mal buscar,

¿dó lo iré fallar?

Por se perder cuitas le dan,

et puso a mí en tal afán,

que bivo así

sin le cobrar

por le contentar.

Allí do piensa bevir


faze a mí solo morir.

Mas pues allí

piensa durar,

dévolo dexar.
ÍÑIGO LÓPEZ DE MENDOZA, MARQUÉS DE SANTILLANA

Nace en Carrión de los Condes (Palencia) en 1398;

muere en Guadalajara en 1458

Serranillas

Moça tan fermosa

non vi en la frontera

como una vaquera

de la Finojosa.

Faciendo la vía

del Calatraveño

a Santa María,

vencido del sueño,

por tierra fragosa

perdí la carrera,

do vi la vaquera

de la Finojosa.

En un verde prado
de rosas e flores,

guardando ganado

con otros pastores,

la vi tan graciosa,

que apenas creyera

que fuese vaquera

de la Finojosa.

Non creo las rosas

de la primavera

sean tan fermosas

nin de tal manera,

fablando sin glosa

si antes supiera

de aquella vaquera

de la Finojosa.

Non tanto mirara

su mucha beldad,

porque me dejara

en mi libertad.

Mas dije: «Donosa,

por saber quién era,


¿aquella vaquera

de la Finojosa?...».

Bien como riendo,

dijo: «Bien vengades,

que ya bien entiendo

lo que demandades:

non es desseosa

de amar, nin lo espera,

aquessa vaquera

de la Finojosa».

La moçuela de Bores

Moçuela de Bores,

allá do la Lama,

pusom’ en amores.

Cuidé qu’ olvidado

amor me tenía,

como quien s’ havía

grand tiempo dexado

de tales dolores
que más que la llama

queman, amadores.

Mas vi la fermosa

de buen continente,

la cara plaziente,

fresca como rosa,

de tales colores

cual nunca vi dama,

nin otra, señores.

Por lo cual: «Señora»,

le dixe, «en verdad

la vuestra beldad

saldrá desd’ agora

dentr’ estos alcores,

pues meresce fama

de grandes loores».

Dixo: «Cavallero,

tiradvos afuera:

dexad la vaquera

passar al otero;
ca dos labradores

me piden de Frama,

entrambos pastores».

«Señora, pastor

seré, si queredes:

mandarme podedes

como a servidor;

mayores dulzores

será a mí la brama

que oír ruiseñores».

Assí concluimos

el nuestro processo,

sin fazer excesso,

e nos avenimos.

E fueron las flores

de cabe Espinama

los encubridores.

Recuérdate de mi vida,

pues que viste

mi partir e despedida
ser tan triste.

Recuérdate que padesco

e padescí

las penas que non meresco,

desque oí

la respuesta non devida

que me diste,

por la cual mi despedida

fue tan triste.

Pero non cuides, señora,

que por esto

te fue nin te sea agora

menos presto,

que de llaga non fengida

me feriste

assí que mi despedida

fue tan triste.


COSTANA

Segunda mitad del siglo XV

Conjuros de amor

[...] Aquel amor que publica

con su llanto de amargura

desmedido

la viuda tortolica,

cuando llora con tristura

su marido

y se busca soledad

donde su llanto concierte

muy esquivo,

te haga haber piedad

de la dolorosa muerte

que recibo.

Aquel amor tan derecho

y querencias tan estrañas

sin temor,

del ave que rompe el pecho

y da comer sus entrañas


por amor,

en ti misma lo recibas,

y tan poderoso sea

con sus llamas,

que rompas tus carnes vivas,

porque yo solo te crea

que me amas. [...]

¡Oh Amor! ¿y dónde miras?

Tu fuerça que no paresce,

dime, ¿dóla?

¿contra quién obran tus iras?

¿quién mejor te las meresce

que ésta sola?

Vuelve tus sañas en ella,

muestre tu poder cumplido

cuánto pueden,

porque con muerte de aquella

que tus leyes ha rompido

firmes queden.

A éste con rabia pido


que de su mano herida

tal te veas

cual se vio la reina Dido

a la muy triste partida

de su Eneas:

y con el golpe mortal

que dio fin a sus amores

te conjuro

que tu vevir desleal

no jamás de sus dolores

veas seguro. [...]

Fin

Amor que prende y quebranta,

fuerça que fuerças derriba

muy entera,

y al mismo temor espanta

y a lo más libre cativa

sin que quiera,

a ti, muy desconoscida,

tan cruelmente cative,

pues que sabe


que la mi penosa vida

que en tal dolor siempre vive

no s’acabe.
MACÍAS «EL ENAMORADO»

Nace en Padrón (La Coruña) en el siglo XV;

muere en Arjonilla (Jaén) en 1434

Cantigas en loores de Amor

Con tan alto poderyo

Amor nunca fue juntado

nin con tal orgullo e brío

qual yo uy por mi pecado

contra mí, que fuy sandío

denodado en yr a ver

su grant poder

e muy alto señoryo.

Con él venía Messura,

e la noble Cortesya,

la poderosa Cordura,

la briosa Loçanía;

rreglávalos Fermosura

que traya gran valor,

porque Amor
vençió la mi grant locura.

El mi coraçón syn seso

desque los sus ases vydo,

fallesçióme e fuy preso,

e finqué muy mal ferido:

la mi vida es en pesso

sy acorro non me ven,

ora de quen

el desir ni era defeso.

Rendyme a su altesa

desque fuy desbaratado,

e priso me con cruesa

onde bivo encarçelado:

las mis guardas son Tristura

e Cuydado en que biví,

después que vy

la su muy gran rrealesa.


FRANCISCO BOCANEGRA

Nace en el siglo XV

Serrana

Llegando a Pineda,

del monte cansado,

serrana muy leda

vi en un verde prado.

Vila, acompañada

de muchos garçones,

en dança reglada

d’acordados sones.

Qualquier que la viera,

como yo, ¡cuitado!...,

en gran dicha oviera

el ser della amado.

Sola fermosura

tiene por arreo,

de gran apostura,
et muy grant asseo.

Cierto es que 1’ amara,

car fui demudado,

si non m’ acordara

qu’ era enamorado.


PEDRO DE CARTAGENA

Nace en 1456;

muere en 1486

Coplas

QUE HIZO TENIENDO EL AMOR EN EL ESTRECHO QUE AQUÍ DIZE

La fuerça del fuego que alumbra, que ciega

mi cuerpo, mi alma, mi muerte, mi vida,

do entra, do hiere, do toca, do llega,

mata y no muere su llama encendida:

pues ¿qué haré, triste, que todo m’ ofende?

Lo bueno y lo malo me causan congoxa;

quemándome el fuego que mata, qu’ enciende,

su fuerça que fuerça, que ata, que prende,

que prende, que suelta, que tira, que afloxa.

¿A do yré, triste, que alegre me halle,

pues tantos peligros me tienen en medio?

Que llore, que ría, que grite, que calle,

ni tengo, ni quiero, ni espero remedio:


ni quiero qué quiera, ni quiero querer,

pues tanto que quiere tan rauiosa plaga:

ni ser yo vencido, ni quiero vencer,

ni quiero pesar, ni quiero plazer,

ni sé qué me diga, ni sé qué me haga.

Pues ¿qué haré, triste, con tan gran fatiga?

¿A quién me mandáys que mis males quexe?

¿Qué me mandáys que siga, que diga,

que sienta, que tome, que haya, que dexe?

Dadme remedio que yo no lo hallo

para este mi mal que no es escondido;

que muestro, que cubro, que sufro, que callo,

que biuo me mata y no puedo dexallo,

por donde de vida ya soy despedido.


GÓMEZ MANRIQUE

Nace en Amusco (tierra de Campos) en 1412 (?);

muere en Toledo en 1490 (?)

Sentimiento de partida

Yo parto de vos, doncella,

fuera de mi libertad;

yo parto con gran querella

de vuestra pura bondad.

Yo parto con gran tormento

por esta triste partida,

e llevo tal pensamiento

que fará corta mi vida.

Yo parto con gran dolor

por ir de vos apartado:

yo parto muy amador

de vos, que voy desamado.

Yo parto en vuestra cadena

de que no cuido salir,


e llevo tan cruda pena,

que no vos la sé decir.

Yo parto mucho contento

de vuestra gentil figura;

yo parto bien descontento

de vuestra poca mesura.

Yo parto, mas non se parte

siempre de vos mi pensar;

e lievo la mayor parte

de dolor y de pesar.

Yo parto por que me alejo

el más triste que me vi;

yo parto, mas con vos dejo

la mayor parte de mí.

Yo parto triste por que

vuestro mirar me robó,

e lievo por buena fe

gran quexa de vuestro no.


Yo parto por que me aparta

la mi no buena fortuna;

yo parto con pena farta

sin esperanza ninguna.

Yo me parto de mirarvos

con dolor muy dolorido,

e lievo de bien amarvos

prosupuesto no fengido.

Fin.

No quiero más enojarvos,

mas por merçed yo vos pido

que vos plaga recordarvos

de cuán triste me despido.

Canciones

Desnuda en una queça,

lavando a la fontana,

estava la niña loçana,

las manos sobre la treça.


Sin çarcillos nin sartal,

en una corta camisa,

fermosura natural,

la boca llena de risa,

descubierta la cabeza

como ninfa de Diana,

miraba la niña loçana

las manos sobre la treça.


JORGE MANRIQUE

Nace en Paredes de Nava (Palencia) en 1440;

muere en el castillo de Garcimuñoz (Cuenca) en 1479

Diciendo qué cosa es amor

Es amor fuerça tan fuerte

que fuerça toda razón;

una fuerça de tal suerte,

que todo seso convierte

en su fuerpa y afición;

una porfía forçosa

que no se puede vencer,

cuya fuerça porfiosa

hacemos más poderosa

queriéndonos defender.

Es placer en c’hay dolores,

dolores en c’hay alegría,

un pesar en c’hay dulçores,

un esfuerço en c’hay temores,

temor en c’hay osadía;


un placer en c’hay enojos,

una gloria en c’hay pasión,

una fe en c’hay antojos,

fuerça que hacen los ojos

al seso y al coraçón.

Es una catividad,

sin parescer las prisiones;

un robo de libertad,

un forzar de voluntad

donde no valen razones;

una sospecha celosa

causada por el querer,

una rabia deseosa

que no sabe qu’es la cosa

que desea tanto ver.

Es un modo de locura

con las mudanzas que hace:

una vez pone tristura,

otra vez causa holgura,

como lo quiere y le place;

un deseo que al ausente

trabaja, pena y fatiga;


un recelo que al presente

hace callar lo que siente,

temiendo pena que diga.

Fin.

Todas estas propiedades

tiene el verdadero amor;

el falso, mil falsedades,

mil mentiras, mil maldades

como fengido traidor;

el toque para tocar

cuál amor es bien forjado,

es sofrir el desamar,

que no puede comportar

el falso sobredorado.

Canciones

No tardes, Muerte, que muero

ven, porque viva contigo;

quiéreme, pues que te quiero,

que con tu venida espero

no tener guerra conmigo.


Remedio de alegre vida

no lo hay por ningún medio,

porque mi grave herida

es de tal parte venida

qu’eres tú sola remedio.

Ven aquí, pues, ya que muero;

búscame, pues que te sigo;

quiéreme, pues que te quiero,

e con tu venida espero

no tener vida conmigo.


JOAN ESCRIVÁ

Nace en Valencia hacia 1450;

muere a finales del siglo XV

Canción

Ven, muerte, tan escondida,

que no te sienta conmigo,

porqu’el gozo de contigo

no me torne a dar la vida.

Ven como rayo que hiere,

que hasta que ha herido

no se siente su ruydo,

por mejor herir do quiere:

assí sea tu venida;

si no, desde aquí me obligo

que el gozo que auré contigo

me dará de nueuo vida.


GARCI SÁNCHEZ DE BADAJOZ

Nace en Écija (Sevilla) en 1460 (?); muere en 1526 (?)

Infierno de amor

Caminando en las honduras

de mis tristes pensamientos,

tanto anduve en mis tristuras,

que me hallé en los tormentos

de las tinieblas escuras;

vime entre los amadores

en el Infierno de amores

de quien escribe Guevara;

vime dónde me quedara

si alguno con mis dolores

en ser penado igualara.

Vilo todo torreado

de estraña labor de nuevo,

en el cual después de entrado,

vi estar solo un mancebo

en una silla asentado;

hízele la cortesía
que a su estado requería,

que bien vi que era el Amor,

al cual le dixe: —«Señor,

yo vengo en busca mía,

que me perdí de amador».

Respondióme: —«Pues que vienes

a ver mi casa real,

quiero mostrarte los bienes,

pues que has visto mi mal

y lo sientes y lo tienes».

Levantóse y luego entramos

a otra casa do hallamos

penando los amadores

entre los grandes señores,

en las manos sendos ramos,

todos cubiertos de flores.

Díxome: —«Si en una renta

vieres andar mis cativos,

no te ponga sobrevienta,

que de muertos y de vivos

de todos hago una cuenta;


todos los tengo encantados,

los vivos y los finados,

con las penas que tovieron,

de la misma edad que fueron,

cuando más enamorados

en este mundo se vieron».

En entrando vi asentado

en una silla a Macías,

de las heridas llagado

que dieron fin a sus días,

y de flores coronado;

en son de triste amador

diziendo con gran dolor,

una cadena al pescuezo,

de su canción el empiezo:

Loado seas amor

por cuantas penas padeço.

Vi también a Juan Rodríguez

del Padrón decir penado:

Amor, ¿por qué me persigues,

no basta ser desterrado,


aun el alcance me sigues?

Éste estaba un poco atrás,

pero no mucho compás

de Macías padesciendo,

su misma canción diciendo:

Vive leda si podrás

y no penes atendiendo.

Vide luego a una ventana

de una rexa estar parado

al Marqués de Santillana,

preso y muy bien recabdado,

porque estaba de su gana:

y diziendo: Mi penar,

aunque no fue a mi pesar

ni son de oro mis cadenas,

siempre las terné por buenas;

mas no puedo comportar

el gran dolor de mis penas. [...]


JUAN DEL ENZINA

Nace en La Encina (Salamanca) en 1468 (?);

muere en León en 1530

No te tardes que me muero,

carcelero,

no te tardes que me muero.

Apresura tu venida

porque no pierda la vida,

que la fe no está perdida.

Carcelero,

no te tardes que me muero.

Bien sabes que la tardanza

trae gran desconfianza;

ven y cumple mi esperanza.

Carcelero,

no te tardes que me muero.

Sácame d’esta cadena,

que recibo muy gran pena,


pues tu tardar me condena.

Carcelero,

no te tardes que me muero.

La primer vez que me viste,

sin te vencer me venciste;

suéltame, pues me prendiste.

Carcelero,

no te tardes que me muero.

La llave para soltarme

ha de ser galardonarme,

propiniendo no olvidarme.

Carcelero,

no te tardes que me muero.

Fin

Y siempre cuanto vivieres

haré lo que tú quisieres

si merced hacerme quieres.

Carcelero,

no te tardes que me muero.


GIL VICENTE

Nace en Lisboa (?) en 1465/1470 (?);

muere en Évora en 1536 (?)

Muy graciosa es la doncella,

¡cómo es bella y hermosa!

Digas tú, el marinero

que en las naves vivías

si la nave o la vela o la estrella

es tan bella.

Digas tú, el caballero

que las armas vestías,

si el caballo o las armas o la guerra

es tan bella.

Digas tú, el pastorcico

que el ganadico guardas,

si el ganado o los valles o la sierra

es tan bella.
Villancetes

Dicen que me case yo:

no quiero marido, no.

Más quiero vivir segura

n’esta sierra a mi soltura

que no estar en ventura,

si casaré bien o no.

Dicen que me case yo:

no quiero marido, no.

Madre, no seré casada

por no ver vida cansada,

o quizá mal empleada

la gracia que Dios me dio.

Dicen que me case yo:

no quiero marido, no.

No será ni es nacido

tal para ser mi marido;

y pues que tengo sabido

que la flor yo me la so,

dicen que me case yo:


no quiero marido, no.

Los amores de la niña

que tan lindos ojos ha,

que tan lindos ojos ha,

¡Ay, Dios!, ¿quién los servirá?

¡Ay, Dios!, ¿quién los haberá?

Tiene los ojos de azor,

hermosos como la flor;

quien los sirviere de amor,

no sé cómo vivirá,

que tan lindos ojos ha.

¡Ay, Dios!, ¿quién los servirá?

¡Ay, Dios!, ¿quien los haberá?

Sus ojos son naturales

de las águilas reales,

los vivos hacen mortales,

los muertos suspiran allá,

que tan lindos ojos ha.

¡Ay, Dios!, ¿quién los servirá?

¡Ay, Dios!, ¿quién los haberá?


BARTOLOMÉ DE TORRES NAHARRO

Nace en Torre de Miguel Sexmero (Extremadura) en 1476 (?);

muere en Sevilla (?) en 1520/1530 (?)

Lamentación de amor

Mete las armas, traidora,

vuelve tus ojos vellidos,

oye mis llantos agora,

quita las manos, señora,

con que arapas los oídos.

Tus deseos son cumplidos

y mis días,

ora harás alegrías

si alguna pasión te daba

el gran despecho que habías

cuando de mí conoscías

que en verte resucitaba.

Si por amarte esperaba

cortesía,

por mis huesos la querría

si viniesen en tus manos,

que la triste carne mía


sé que en antes de año y día

será un montón de gusanos.

Mis ruegos, si no son vanos,

y mandares,

cuando mi huesa topares

hecha de tristes agüeros,

si por encima pasares

y de mí te recordares,

haz tus pies algo ligeros,

y con ojos halagüeros,

do estoviere,

di, pasando, el miserere,

que de nobles ganas nasce;

si largo te paresciere,

al menos, por quien te viere,

di tú: requiescat in pace.


FERNANDO DE ROJAS

Nace en Puebla de Montalbán (Toledo) en 1465 (?);

muere en Talavera de la Reina (Toledo) en 1541 (?)

Canción intercalada en La Celestina

ACTO XIX

LUCRECIA

Oh quién fuese la hortelana

de aquestas viciosas flores,

por prender cada mañana

al partir a tus amores;

Vístanse nuevas colores

los lirios y la azucena;

derramen frescos olores

cuando entre por estrena.

Alegre es la fuente clara

a quien con gran sed la vea;

mas muy más dulce es la cara

de Calisto a Melibea.
Pues aunque más noche sea,

con su vista gozará.

¡Oh cuando saltar le vea,

qué de abrazos le dará!

Saltos de gozo infinitos

da el lobo, viendo al ganado;

con las tetas los cabritos;

Melibea con su amado.

Nunca fue más deseado

amador de la su amiga;

ni huerto más visitado,

ni noche tan sin fatiga.

LUCRECIA Y MELIBEA

Dulces árboles sombrosos,

humillaos cuando veáis

aquellos ojos graciosos

del que tanto deseáis.

Estrellas que relumbráis,


norte y lucero del día,

¿por qué no le despertáis,

si aún duerme mi alegría?

MELIBEA

Papagayos, ruiseñores,

que cantáis al alborada,

llevad nueva a mis amores

cómo espero aquí asentada.

La medianoche es pasada

y no viene:

sabedme si otra amada

lo detiene.
JUAN BOSCÁN

Nace en Barcelona en 1487/1492 (?);

muere en Barcelona en 1542

Señora doña Isabel,

tan cruel

es la vida que consiento,

que me mata mi tormento

cuando menos tengo dél.

Pero vivo,

con la gloria que recibo,

tan ufano en los amores,

que procuro de estar vivo

porque vivan mis dolores.

Vivo de mi pensamiento

tan contento,

que es mi congoja mayor,

si no hallo el sufrimiento

conforme con el dolor.


Yo querella

no puedo de vos tenella:

solo de mí estoy quejoso

si mi pena en padecella

me conoce temeroso.

La pena queda vencida,

ya perdida,

pues vuestra merced, señora,

ha sido la vencedora

de las fuerzas de mi vida.

De tal suerte

que no puede ya la muerte

ser conmigo sino muerta,

pues tengo por buena suerte

ser en mí la pena cierta.

Mis congojas de bien llenas

son tan buenas,

por la causa que es tan buena,

que no podéis darme pena


sino con no darme penas.

Mas parece

que un contrario se me ofrece,

tan grave, que ved cuál quedo:

que el alma dice: «Padece»,

y el cuerpo dice: «No puedo».

Ausencia

Quien dice que la ausencia causa olvido

merece ser de todos olvidado.

El verdadero y firme enamorado

está, cuando está ausente, más perdido.

Aviva la memoria su sentido;

la soledad levanta su cuidado;

hallarse de su bien tan apartado

hace su desear más encendido.

No sanan las heridas en él dadas,

aunque cese el mirar que las causó,

si quedan en el alma confirmadas.


Que si uno está con muchas cuchilladas,

porque huya de quien lo acuchilló,

no por eso serán mejor curadas.

Capítulo

[...] Era éste tu cuerpo, el cual yo viendo,

tan grande era mi miedo y mi deseo

que moría entre yelo y fuego ardiendo.

Pues ya de tu alma si escribir deseo,

tanto he de andar por lo alto rodeando

que habrá de ser perderme en el rodeo.

Andaré, pues, así como trazando

las figuras por sí, sin las colores,

la obra con mis fuerzas conformando.

No basta amor, ni bastan los amores,

a levantar tan alto mi sentido

que muy bajos no queden mis loores.


El saber de tu alma es infinido:

¿cómo podré de vista no perdelle,

con este mi entender que es tan finido?

Harto será de lejos sólo velle;

y aun este ver será en mí tan confuso

que su bulto veré sin conocelle.

El cielo acá en el mundo te dispuso

con obra tal que, al tiempo que te hizo,

el bien que en él pusieron en ti puso. [...]


DIEGO HURTADO DE MENDOZA

Nace en Granada en 1503;

muere en Madrid en 1575

Definición de los celos

Dama de gran perfección,

valor y merecimiento,

aquí, señora, os presento

aquesta definición

de celos y su tormento.

Y aunque no sea de mi oficio

ni toque a mi profesión,

con entrañable afición

de haceros algún servicio,

diré qué son y no son.

No es padre, suegro ni yerno,

ni es hijo, hermano ni tío,

ni el mar, arroyo ni río,

ni es verano ni es invierno,

ni es otoño ni es estío.
No es ave ni es animal,

ni es luna, sombra ni sol,

becuadrado ni bemol,

piedra, planta ni metal,

ni pece ni caracol.

Tampoco es noche ni día,

ni hora, ni mes, ni año,

ni es lienzo, seda ni paño,

ni es latín ni algarabía,

ni es ogaño ni fue antaño.

Y por más no ir dilatando,

ni proceder a infinito,

mil cosas de decir quito,

y ahora iré declarando

lo que dellos hallo escrito.

Son celos exhalaciones

que nacen del corazón,

sofística presunción

que pare imaginaciones


de muy pequeña ocasión.

Es envidia conocida,

que no sabe contentarse;

una paz interrompida,

yerba en el alma nacida,

muy difícil de arrancarse.

Es jara en yerba tocada,

aljaba que pare flechas,

una traición embozada

de contrarios rodeada,

cárcel de dos mil sospechas.

Sello, que donde se sella,

tarde o nunca se desprende,

purga que mata bebella,

y es un fuego que se enciende

de muy pequeña centella.

Es una fuente de enojos,

río de muchas corrientes,

camisa hecha de abrojos,


rejalgar para los ojos,

neguijón para los dientes.

Es una fiera muy brava,

que allá en las entrañas mora;

casa do siempre se llora,

y la verdad es esclava

y la sospecha señora.

Manjar de ruin digestión,

que mandan que no se coma;

es un pasquín que hay en Roma,

un doméstico ladrón,

de las entrañas carcoma.

Dice un devoto señor,

a quien esta plaga alcanza,

que celos nacen de amor;

y respóndele un doctor:

«No hay amor sin confianza».

Ellos son que es cosa, y cosa

que no se deja entender:


un querer y no querer;

no es rosa ni mariposa,

ni son comer ni beber.

Pero si pensar queréis

más de lo que digo yo,

veréis que no es sí ni no,

ni cosa que hallaréis,

porque sola se crió.

No les puso nombre Adán,

ni ellos tienen haz ni envés:

pero si hallarlos queréis,

sabed, señora, que están

donde vos tenéis los pies.


SANTA TERESA DE JESÚS

Nace en Ávila en 1515;

muere en Alba de Tormes (Salamanca) en 1582

Nacidos del fuego del amor de Dios que en sí tenía

Vivo sin vivir en mí,

y tan alta vida espero,

que muero porque no muero.

Vivo ya fuera de mí

después que muero de amor,

porque vivo en el Señor

que me quiso para sí.

Cuando el corazón le di,

puso en él este letrero:

que muero porque no muero.

Esta divina prisión

del amor con que yo vivo,

ha hecho a Dios mi cautivo,

y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión

ver a Dios mi prisionero,

que muero porque no muero.

¡Ay! ¡Qué larga es esta vida!

¡Qué duros estos destierros,

esta cárcel, estos hierros

en que el alma está metida!

Solo esperar la salida

me causa un dolor tan fiero,

que muero porque no muero.

¡Ay! ¡Qué vida tan amarga

do no se goza el Señor!

Porque si es dulce el amor,

no lo es la esperanza larga;

quíteme Dios esta carga,

más pesada que el acero,

que muero porque no muero.

Solo con la confianza

vivo de que he de morir,

porque muriendo el vivir


me asegura mi esperanza;

muerte do el vivir se alcanza,

no te tardes, que te espero,

que muero porque no muero.

Mira que el amor es fuerte:

vida, no me seas molesta;

mira que solo te resta,

para ganarte, perderte;

venga ya la dulce muerte,

venga el morir muy ligero,

que muero porque no muero.

Aquella vida de arriba

es la vida verdadera,

hasta que esta vida muera,

no se goza estando viva:

muerte, no me seas esquiva;

viva muriendo primero,

que muero porque no muero.

Vida, ¿qué puedo yo darle

a mi Dios, que vive en mí


si no es perderte a ti,

para mejor a Él gozarle?

Quiero muriendo alcanzarle,

pues a Él solo es el que quiero,

que muero porque no muero.

Estando ausente de ti,

¿qué vida puedo tener,

sino muerte padecer

la mayor que nunca vi?

Lástima tengo de mí,

por ser mi mal tan entero,

que muero porque no muero.

Mi Amado para mí

Yo toda me entregué y di,

y de tal suerte he trocado,

que mi Amado para mí

y yo soy para mi Amado.

Cuando el dulce Cazador

me tiró y dejó herida


en los brazos del amor,

mi alma quedó rendida;

y cobrando nueva vida

de tal manera he trocado,

que mi Amado para mí

y yo soy para mi Amado.

Hirióme con una flecha

enherbolada de amor,

y mi alma quedó hecha

una con su Criador.

Ya yo no quiero otro amor,

pues a mi Dios me he entregado,

y mi Amado para mí

y yo soy para mi Amado.

Nada te turbe...

Nada te turbe,

nada te espante,

todo se pasa,

Dios no se muda;

la paciencia
todo lo alcanza;

quien a Dios tiene,

nada le falta:

solo Dios basta.

Canción

El ciervo viene herido

de la yerba de amor;

caza tiene el pecador.

Allá en el monte vedado

la montera libertada,

con saeta enherbolada

de corazón humillado,

tan lindo tiro ha tirado

que hizo siervo al señor.

Caza tiene el pecador.

Como a Dios le tocó allá

aquél veis aquí la sierva;

quedó preso de la yerba

y al fin de amor morirá.


En el corazón le da

la saeta del amor;

caza tiene el pecador.

De nuestras culpas llagado,

de nuestra salud ardiente,

viene a matar en la fuente

la sed de nuestro pecado;

¡tiro bien aventurado

que a Dios enclavó de amor!

Caza tiene el cazador.

Alzó su voz la doncella,

y al son de su dulce canto,

vino el unicornio santo

a echarse en las faldas della.

¡Qué caza tan bella

que a Dios y su señor

dio por caza al pecador!


Dulce Jesús bueno

Véante mis ojos,

dulce Jesús bueno;

véante mis ojos,

muérame yo luego.

Vea quien quisiere

rosas y jazmines,

que si yo te viere

veré mil jardines.

Flor de serafines,

Jesús Nazareno,

véante mis ojos,

muérame yo luego.

No quiero contento,

mi Jesús ausente,

que todo es tormento

a quien esto siente;

sólo me sustente

tu amor y deseo.

Véante mis ojos,

dulce Jesús bueno;


véante mis ojos,

muérame yo luego.
GUTIERRE DE CETINA

Nace en Sevilla en 1520;

muere en México en 1557

Ojos claros, serenos,

si de un dulce mirar sois alabados,

¿por qué, si me miráis, miráis airados?

Si cuanto más piadosos

más bellos parecéis a aquel que os mira,

no me miréis con ira

porque no parezcáis menos hermosos.

¡Ay, tormentos rabiosos!

Ojos claros, serenos,

ya que así me miráis, miradme al menos.


LUIS DE CAMÕES

Nace en Coimbra (?) (Portugal) en 1524;

muere en Lisboa en 1580

MOTE

Ojos, herido me habéis,

acabad ya de matarme;

mas, muerto, volvé a mirarme,

porque me resuscitéis.

VOLTAS

Pues me distes tal herida

con gana de darme muerte,

el morir me es dulce suerte,

pues con morir me dais vida.

Ojos, ¿qué os detenéis?

Acabad ya de matarme;

mas, muerto, volvé a mirarme,

porque me resuscitéis.

La llaga, cierto, ya es mía,


aunque, ojos, vos no querráis;

mas si la muerte me dais,

el morir me es alegría.

Y así digo que acabéis,

oh ojos, ya de matarme;

mas, muerto, volvé a mirarme,

porque me resuscitéis.

MOTE

Irme quiero, madre,

a aquella galera,

con el marinero

a ser marinera.

VOLTAS

Madre, si me fuere,

do quiera que yo,

no lo quiero yo,

que el Amor lo quiere.

Aquel niño fiero

hace que me muera


por un marinero

a ser marinera.

Él, que todo puede,

madre, no podrá,

pues el alma va,

que el cuerpo se quede.

Con él, por quien muero

voy, porque no muera:

que si es marinero,

seré marinera.

Es tirana ley

del niño señor

que por un amor

se deseche un rey.

Pues desta manera

quiero irme, quiero,

por un marinero

o ser marinera.

Decid, ondas, ¿cuándo

vistes vos doncella,


siendo tierna y bella,

andar navegando?

Mas ¿qué no se espera

daquel niño fiero?

Vea yo quien quiero:

sea marinera.
FRAY LUIS DE LEÓN

Nace en Belmonte (Cuenca) en 1527;

muere en Madrigal de las Altas Torres (Ávila) en 1591

Vida retirada

¡Qué descansada vida

la del que huye el mundanal rüido,

y sigue la escondida

senda por donde han ido

los pocos sabios que en el mundo han sido!

Que no le enturbia el pecho

de los soberbios grandes el estado,

ni del dorado techo

se admira, fabricado

del sabio moro, en jaspes sustentado.

No cura si la fama

canta con voz su nombre pregonera,

ni cura si encarama

la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera.

¿Qué presta a mi contento

si soy del vano dedo señalado;

si, en busca de este viento,

ando desalentado

con ansias vivas, con mortal cuidado?

¡Oh monte, oh fuente, oh río!

¡Oh secreto seguro deleitoso!,

roto casi el navío,

a vuestro almo reposo

huyo de aqueste mar tempestuoso.

Un no rompido sueño,

un día puro, alegre, libre quiero;

no quiero ver el ceño

vanamente severo

de a quien la sangre ensalza o el dinero.

Despiértenme las aves

con su cantar suave no aprendido;

no los cuidados graves


de que es siempre seguido

quien al ajeno arbitrio está atenido.

Vivir quiero conmigo,

gozar quiero del bien que debo al cielo,

a solas, sin testigo,

libre de amor, de celo,

de odio, de esperanzas, de recelo.

Del monte en la ladera

por mi mano plantado tengo un huerto,

que con la primavera,

de bella flor cubierto,

ya muestra en esperanza el fruto cierto;

y como codiciosa

por ver y acrecentar su hermosura,

desde la cumbre airosa

una fontana pura

hasta llegar corriendo se apresura;

y luego, sosegada,

el paso entre los árboles torciendo,


el suelo de pasada,

de verdura vistiendo

y con diversas flores va esparciendo.

El aire el huerto orea,

y ofrece mil olores al sentido;

los árboles menea

con un manso rüido,

que del oro y del cetro pone olvido.

Téngase su tesoro

los que de un flaco leño se confían;

no es mío ver el lloro

de los que desconfían

cuando el cierzo y el ábrego porfían.

La combatida entena

cruje, y en ciega noche el claro día

se torna; al cielo suena

confusa vocería,

y la mar enriquecen a porfía.

A mí una pobrecilla
mesa, de amable paz bien abastada,

me baste, y la vajilla

de fino oro labrada

sea de quien la mar no teme airada.

Y mientras miserable-

mente se están los otros abrasando

en sed insaciable

del peligroso mando,

tendido yo a la sombra esté cantando.

A la sombra tendido

de yedra y lauro eterno coronado,

puesto el atento oído

al son dulce acordado

del plectro sabiamente meneado.

En la Ascensión

¿Y dejas, Pastor santo,

tu grey en este valle hondo, escuro

con soledad y llanto,

y tú, rompiendo el puro


aire, te vas al inmortal seguro?

Los antes bienhadados,

y los agora tristes y afligidos,

a tus pechos criados,

de ti desposeídos,

¿a dó convertirán ya sus sentidos?

¿Qué mirarán los ojos

que vieron de tu rostro la hermosura,

que no les sea enojos?

Quién oyó tu dulzura,

¿qué no tendrá por sordo y desventura?

Aqueste mar turbado,

¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto

al viento fiero airado?

Estando tu encubierto,

¿qué norte guiará la nave al puerto?

¡Ay!, nube envidiosa,

aun de este breve gozo, ¿qué te aquejas?

¿Dó vuelas presurosa?


¡Cuán rica tú te alejas!

¡Cuán pobres y cuán ciegos, ¡ay!, nos dejas!

Noche serena

Cuando contemplo el cielo

de innumerables luces adornado,

y miro hacia el suelo

de noche rodeado,

en sueño y en olvido sepultado,

el amor y la pena

despiertan en mi pecho un ansia ardiente;

despiden larga vena

los ojos hechos fuente,

loarte, y digo al fin con voz doliente:

«Morada de grandeza,

templo de claridad y hermosura,

mi alma que a tu alteza

nació, ¿qué desventura

la tiene en esta cárcel baja, escura?


¿Qué mortal desatino

de la verdad aleja así el sentido,

que de tu bien divino

olvidado, perdido

sigue la vana sombra, el bien fingido?».

El hombre está entregado

al sueño, de su suerte no cuidando;

y con paso callado

el cielo vueltas dando

las horas del vivir le va hurtando.

¡Oh!, despertad, mortales;

mirad con atención en vuestro daño;

¿las almas inmortales

hechas a bien tamaño

podrán vivir de sombra y de engaño?

¡Ay!, levantad los ojos

a aquesta celestial eterna esfera,

burlaréis los antojos

de aquesta lisonjera

vida, con cuanto teme y cuanto espera.


¿Es más que un breve punto

el bajo y torpe suelo comparado

con ese gran trasunto,

do vive mejorado

lo que es, lo que será, lo que ha pasado?

Quien mira el gran concierto

de aquestos resplandores eternales,

su movimiento cierto,

sus pasos desiguales,

y en proporción concorde tan iguales;

la luna cómo mueve

la plateada rueda, y va en pos de ella

la luz do el saber llueve,

y la graciosa estrella

de amor la sigue reluciente y bella;

y cómo otro camino

prosigue el sanguinoso Marte airado,

y el Júpiter benino

de bienes mil cercado


serena el cielo con su rayo amado;

rodéase en la cumbre

Saturno, padre de los siglos de oro,

tras él la muchedumbre

del reluciente coro

su luz va repartiendo y su tesoro;

¿quién es el que esto mira,

y precia la bajeza de la tierra,

y no gime y suspira,

y rompe lo que encierra

el alma, y de estos bienes la destierra?

Aquí vive el contento,

aquí reina la paz; aquí asentado

en rico y alto asiento

está el amor sagrado

de honra y deleites rodeado.

Inmensa hermosura

aquí se muestra toda; y resplandece

clarísima luz pura,


que jamás anochece;

eterna primavera aquí florece.

¡Oh campos verdaderos!

¡Oh prados con verdad frescos y amenos!

¡Riquísimos mineros!

¡Oh deleitosos senos!

¡Repuestos valles de mil bienes llenos!


BALTASAR DEL ALCÁZAR

Nace en Sevilla en 1530;

muere en Sevilla en 1606

Canción

Tres cosas me tienen preso

de amores el corazón:

la bella Inés, y jamón,

y berenjenas con queso.

Una Inés, amantes, es

quien no tuvo en mí tal poder,

que me hizo aborrecer

todo lo que no era Inés:

trájome un año sin seso,

hasta que en una ocasión

me dio a merendar jamón

y berenjenas con queso.

Fue de Inés la primer palma,

pero ya juzgarse ha mal


entre todos ellos cuál

tiene más parte en mi alma.

En gusto, medida y peso

no les hallo distinción;

ya quiero Inés, ya jamón,

ya berenjenas con queso.

Alega Inés su beldad;

el jamón, que es de Aracena;

el queso y la berenjena,

su andaluza antigüedad.

Y está tan en fil el peso,

que, juzgado sin pasión,

todo es uno; Inés, jamón

y berenjenas con queso.

Servirá este nuevo trato

destos mis nuevos amores

para que Inés sus favores

nos los venda más barato;

pues tendrá por contrapeso,

si no hiciera razón,
una lonja de jamón

y berenjenas con queso.


FERNANDO DE HERRERA

Nace en Sevilla en 1534;

muere en Sevilla en 1597

Presa soy de vos solo, y por vos muero

(mi bella Luz me dixo dulcemente),

y en este dulçe error y bien presente,

por vuestra causa sufro el dolor fiero.

«Regalo y amor mío, a quien más quiero,

si muriéramos ambos juntamente,

poco dolor tuviera, pues ausente

no estaría de vos, como ya espero».

Yo, que tan tierno engaño oí, cuitado,

abrí todas las puertas al desseo,

por no quedar ingrato al amor mío.

Ahora entiendo el mal, y que engañado

fui de mi Luz, y tarde el daño veo,

sugeto a voluntad de su albedrío.


Yo vi unos bellos ojos que hirieron

con dulce flecha un corazón cuitado,

y que, para encender nuevo cuidado,

su fuerza toda contra mí pusieron.

Yo vi que muchas veces prometieron

remedio al mal que sufro, no cansado,

y que, cuando esperé vello acabado,

poco mis esperanzas me valieron.

Yo veo que se esconden ya mis ojos,

y crece mi dolor, y llevo ausente

en el rendido pecho el golpe fiero.

Yo veo ya perderse los despojos

y la membranza de mi bien presente;

y en ciego engaño de esperanza muero.


FRANCISCO DE FIGUEROA

Nace en Alcalá de Henares (Madrid) en 1536;

muere en Alcalá de Henares en 1617 (?)

Partiendo de la luz, donde solía

venir su luz, mis ojos han cegado;

perdió también el corazón cuitado

el precioso manjar de que vivía.

El alma desechó la compañía

del cuerpo, y fuese tras el rostro amado;

así en mi triste ausencia he siempre estado

ciego y con hambre y sin el alma mía.

Agora que al lugar, que el pensamiento

nunca dejó, mis pasos presurosos

después de mil trabajos me han traído,

cobraron luz mis ojos tenebrosos

y su pastura el corazón hambriento,

pero no tornará el alma a su nido.


Perdido ando, señora, entre la gente,

sin vos, sin mí, sin ser, sin Dios, sin vida:

sin vos, porque no sois de mí servida;

sin mí, porque no estoy con vos presente;

sin ser, porque de vos estando ausente

no hay cosa que del ser no me despida;

sin Dios, porque mi alma a Dios olvida

por contemplar en vos continuamente;

sin vida, porque ya que haya vivido,

cien mil veces mejor morir me fuera

que no un dolor tan grave y tan extraño.

¡Que preso yo por vos, por vos herido,

y muerto yo por vos d’esta manera,

estéis tan descuidada de mi daño!


FRANCISCO DE ALDANA

Nace en Nápoles (Italia) en 1537;

muere en Alcazarquivir (Marruecos) en 1578

De sus hermosos ojos dulcemente

un tierno llanto Filis despedía

que por el rostro amado parecía

claro y precioso aljófar transparente.

En brazos de Damón, con baja frente,

triste, rendida, muerta, helada y fría,

estas palabras breves le decía,

creciendo a su llorar nueva corriente:

«¡Oh, pecho duro!, ¡oh, alma dura y llena

de mil durezas!, ¿dónde vas huyendo?,

¿do vas con ala tan ligera y presta?».

Y él, soltando de llanto amarga vena,

della las dulces lágrimas bebiendo,

besola y solo un ¡ay! fue su respuesta.


MIGUEL DE CERVANTES

Nace en Alcalá de Henares (Madrid) en 1547;

muere en Madrid en 1616

La gitanilla

Cuando Preciosa el panderete toca

y hiere el dulce son los aires vanos,

perlas son que derrama con las manos;

flores son que despide de la boca.

Suspensa el alma, y la cordura loca,

queda a los dulces actos sobrehumanos,

que, de limpios, de honestos y de sanos,

su fama al cielo levantado toca.

Colgadas del menor de sus cabellos

mil almas lleva, y a sus plantas tiene

amor rendidas una y otra flecha.

Ciega y alumbra con sus soles bellos,

su imperio amor por ellas le mantiene,

y aún más grandezas de su ser sospecha.


Seguirillas

Por un sevillano rufo a lo valón,

tengo socarrado todo el corazón.

Por un morenico de color verde,

¿cuál es la fogosa que no se pierde?

Riñen dos amantes; hácese la paz;

si el enojo es grande, es el gusto más.

Deténte, enojado, no me azotes más;

que si bien lo miras, a tus carnes das.

Ovillejos

¿Quién menoscaba mis bienes?

¡Desdenes!

¿Y quién aumenta mis duelos?

¡Los celos!

¿Y quién prueba mi paciencia?

¡Ausencia!
De ese modo en mi dolencia

ningún remedio me alcanza,

pues me manda la esperanza,

desdenes, celos y ausencia.

¿Quién me causa este dolor?

¡Amor!

¿Y quién mi gloria repuna?

¡Fortuna!

¿Y quién consiente mi duelo?

¡El cielo!

De ese modo yo recelo

morir deste mal extraño,

pues se aúnan en mi daño

amor, fortuna y el cielo.

¿Quién mejorará mi suerte?

¡La muerte!

Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?

¡Mudanza!

Y sus males, ¿quién los cura?

¡Locura!
De ese modo no es cordura

querer curar la pasión,

cuando los remedios son

muerte, mudanza y locura.


LUIS GÁLVEZ DE MONTALVO

Nace en Guadalajara en 1549;

muere en Palermo (Italia) en 1591 (?)

Canciones

Pastora, tus ojos bellos

mi cielo puedo llamallos,

pues en llegando a mirallos,

se me pasa el alma a ellos.

Ojos cuya perfección

desprecia humanos despojos,

los ojos los llamen ojos,

qu’el alma sabe quién son.

Pastora, la fuerza dellos

por espejo hace estimallos,

pues viene junto el mirallos

y el pasarse el alma a ellos.

Muchas cosas dan señal

desta verdad sin recelo:


que tus ojos son del cielo

y su poder celestial.

Pastora, pues solo vellos

fuerza el corazón a amallos,

y la gloria de mirallos,

a pasarse el alma a ellos.


LUPERCIO LEONARDO DE ARGENSOLA

Nace en Barbastro (Huesca) en 1559;

muere en Nápoles (Italia) en 1613

No fueron tus divinos ojos, Ana,

los que al yugo amoroso me han rendido;

ni los rosados labios, dulce nido

del ciego niño, donde néctar mana;

ni las mejillas de color de grana;

ni el cabello, que al oro es preferido;

ni las manos, que a tantos han vencido;

ni la voz, que está en duda si es humana.

Tu alma, que en tus obras se trasluce,

es la que sujetar pudo la mía,

porque fuese inmortal su cautiverio.

Así todo lo dicho se reduce

a solo su poder, porque tenía

por ella cada cual su ministerio.


LUIS DE GÓNGORA

Nace en Córdoba en 1561;

muere en Córdoba en 1627

Sonetos

LA DULCE BOCA QUE A GUSTAR CONVIDA

La dulce boca que a gustar convida

un humor entre perlas destilado,

y a no envidiar aquel licor sagrado

que a Júpiter ministra el garzón de Ida,

amantes, no toquéis, si queréis vida;

porque entre un labio y otro colorado

Amor está, de su veneno armado,

cual entre flor y flor sierpe escondida.

No os engañen las rosas, que la Aurora

diréis que, aljofaradas y olorosas,

se le cayeron del purpúreo seno;


¡manzanas son de Tántalo, y no rosas,

que después huyen del que incitan ahora,

y sólo del Amor queda el veneno!

MIENTRAS POR COMPETIR CON TU CABELLO...

Mientras por competir con tu cabello,

oro bruñido al sol relumbra en vano;

mientras con menosprecio en medio el llano

mira tu blanca frente el lilio bello;

mientras a cada labio, por cogello,

siguen más ojos que al clavel temprano,

y mientras triunfa con desdén lozano

del luciente cristal tu gentil cuello,

goza cuello, cabello, labio y frente,

antes que lo que fue en tu edad dorada

oro, lilio, clavel, cristal luciente,

no sólo en plata o viola troncada

se vuelva, mas tú y ello juntamente

en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.


AL TRAMONTAR DEL SOL LA NINFA MÍA

A1 tramontar del sol la Ninfa mía,

de flores despojando el verde llano,

cuantas troncaba la hermosa mano,

tantas el blanco pie crecer hacía.

Ondeábale el viento que corría

el oro fino con error galano,

cual verde hoja de álamo lozano

se mueve al rojo despuntar del día.

Mas luego que ciñó sus sienes bellas

de los varios despojos de su falda

(término puesto al oro y a la nieve),

juraré que lució más su guirnalda

con ser de flores, la otra ser de estrellas,

que la que ilustra el cielo en luces nueve.

AL SOL PORQUE SALIÓ ESTANDO CON UNA DAMA Y LE FUE FORZOSO


DEJARLA

Ya besando unas manos cristalinas,

ya anudándome a un blanco y liso cuello,

ya esparciendo por él aquel cabello,

que Amor sacó entre el oro de sus minas;

ya quebrando en aquellas perlas finas

palabras dulces mil sin merecello,

ya cogiendo de cada labio bello

purpúreas rosas sin temor de espinas,

estaba, oh claro sol, invidïoso,

cuando tu luz, hiriéndome los ojos,

mató mi gloria y acabó mi suerte.

Si el cielo ya no es menos poderoso,

porque no den los tuyos más enojos,

rayo, como a tu hijo, te den muerte.

Romance

Servía en Orán al rey

un español con dos lanzas,


y con el alma y la vida

a una gallarda africana,

tan noble como hermosa,

tan amante como amada,

con quien estaba una noche

cuando tocaron al arma.

Trescientos Zenetes eran

deste rebato la causa,

que los rayos de la luna

descubrieron las adargas;

las adargas avisaron

a las mudas atalayas,

las atalayas los fuegos,

los fuegos a las campanas;

y ellas al enamorado,

que en los brazos de su dama

oyó el militar estruendo

de las trompas y las cajas.

Espuelas de honor le pican

y freno de amor le para;

no salir es cobardía,

ingratitud es dejalla.

Del cuello pendiente de ella


viéndole tomar la espada,

con lágrimas y suspiros

le dice aquestas palabras:

«Salid al campo, señor,

bañen mis ojos la cama;

que ella me será también,

sin vos, campo de batalla.

Vestíos y salid apriesa,

que el general os aguarda;

yo os hago a vos mucha sobra

y vos a él mucha falta.

Bien podéis salir desnudo

pues mi llanto no os ablanda;

que tenéis de acero el pecho

y no habéis menester armas».

Viendo el español brioso

cuánto le detiene el habla,

le dice así: «Mi señora,

tan dulce como enojada,

porque con honra y amor

yo me quede, cumpla y vaya,

vaya a los moros el cuerpo,


y quede con vos el alma.

Concededme, dueña mía,

licencia para que salga

al rebato en vuestro nombre

y en vuestro nombre combata». [...]

Romance

Amarrado a un duro banco

de una galera turquesca,

ambas manos en el remo

y ambos ojos en la tierra,

un forzado de Dragut

en la playa de Marbella

se quejaba al ronco son

del remo y de la cadena:

«¡Oh sagrado mar de España,

famosa playa serena,

teatro donde se han hecho

cien mil navales tragedias!

Pues eres tú el mismo mar

que con tus crecientes besas

las murallas de mi patria,


coronadas y soberbias,

tráeme nuevas de mi esposa,

y dime si han sido ciertas

las lágrimas y suspiros

que me dice por sus letras;

porque si es verdad que llora

mi cautiverio en su arena,

bien puedes al mar del Sur

vencer en lucientes perlas.

Dame ya, sagrado mar,

a mis demandas respuesta;

que bien puedes, si es verdad

que las aguas tienen lenguas;

pero, pues no me respondes,

sin duda alguna que es muerta,

aunque no lo debe ser,

pues que vivo yo en su ausencia;

pues he vivido diez años

sin libertad y sin ella,

siempre al remo condenado,

a nadie matarán penas».

En esto se descubrieron

de la religión seis velas


y el cómitre mandó usar

al forzado de su fuerza.

Romancillo

La más bella niña

de nuestro lugar,

hoy viuda y sola,

ayer por casar,

viendo que sus ojos

a la guerra van,

a su madre dice,

que escucha su mal:

«Dejadme llorar

orillas del mar.

»Pues me distes, madre,

en tan tierna edad

tan corto el placer,

tan largo el pesar,

y me cautivastes

de quien hoy se va

y lleva las llaves


de mi libertad:

dejadme llorar

orillas del mar.

»En llorar conviertan

mis ojos, de hoy más,

el sabroso oficio

del dulce mirar,

pues que no se pueden

mejor ocupar,

yéndose a la guerra

quien era mi paz:

dejadme llorar

orillas del mar.

»No me pongáis freno

ni queráis culpar;

que lo uno es justo,

lo otro por demás.

Si me queréis bien

no me hagáis mal;

harto peor fuera

morir y callar:
dejadme llorar

orillas del mar.

»Dulce madre mía,

¿quién no llorará

aunque tenga el pecho

como un pedernal,

y no dará voces

viendo marchitar

los más verdes años

de mi mocedad?

Dejadme llorar

orillas del mar.

»Váyanse las noches,

pues ido se han

los ojos que hacían

los míos velar;

váyanse y no vean

tanta soledad,

después que en mi lecho

sobra la mitad:

dejadme llorar
orillas del mar».

Celos

Las flores del romero,

niña Isabel,

hoy son flores azules,

mañana serán miel.

Celosa estás, la niña,

celosa estás de aquel

dichoso, pues lo buscas;

ciego, pues no te ve;

ingrato, pues te enoja,

y confiado, pues

no se disculpa hoy

de lo que hizo ayer.

Enjuguen esperanzas

lo que lloras por él,

que celos entre aquellos

que se han querido bien,

hoy son flores azules,

mañana serán miel.


Aurora de ti misma,

que cuando a amanecer

a tu placer empiezas,

te eclipsan tu placer,

serénense tus ojos,

y más perlas no des,

porque al Sol le está mal

lo que a la Aurora bien.

Desata, como nieblas,

todo lo que no ves,

que sospechas de amantes

y querellas después,

hoy son flores azules,

mañana serán miel.


FRANCISCO DE MEDRANO

Nace en Sevilla en 1570;

muere en Sevilla en 1607 (?)

A Flora

Tus ojos, bella Flora, soberanos,

y la bruñida plata de tu cuello,

y ese, envidia del oro, tu cabello,

y el marfil torneado de tus manos,

no fueron, no, los que de tan ufanos

cuanto unos pensamientos pueden sello,

hicieron a los míos, sin querello,

tan a su gusto victorioso llanos.

Tu alma fue la que venció la mía,

que, expirando con fuerza aventajada

por ese corporal apto instrumento,

se lanzó dentro de mí, donde no había

quien resistiese al vencedor la entrada,


porque tuve por gloria el vencimiento.
CRISTÓBAL SUÁREZ DE FIGUEROA

Nace en Valladolid en 1571;

muere en Nápoles (Italia) en 1639 (?)

Endechas

Bella zagaleja

del color moreno,

blanco milagroso

de mi pensamiento;

gallarda triguera,

de belleza extremo,

ardor de las almas

y de amor trofeo;

suave sirena,

que con tus acentos

detienes el curso

de los pasajeros;

desde que te vi
tal estoy, que siento

preso el albedrío

y abrasado el pecho.

Hasta donde estás

vuelan mis deseos

llenos de afición,

y de miedo llenos,

viendo que te ama

más digno sujeto,

dueño de tus ojos,

de tu gusto cielo.

Mas ya que se fue,

dando al agua remos,

sienta de mudanza

el antiguo fuero.

Al presente olvidan;

y quien fuere cuerdo,

en estando ausente

téngase por muerto;


y pues vive el tuyo

en extraño reino,

por ventura esclavo

de rubios cabellos,

antes que los tuyos

se cubran de hielo,

con piedad acoge

suspiros y ruegos.

Permite a mis brazos

que se miren hechos

hiedras amorosas

de tu airoso cuerpo;

que a tu fresca boca

robaré el aliento,

y en ti transformado,

moriré viviendo.

Himeneo haga

nuestro amor eterno,

nazcan de nosotros
hermosos renuevos.

Tu beldad celebren

mis sonoros versos,

por quien no te ofendan

olvido mi tiempo.
JUAN DE TASSIS, CONDE DE VILLAMEDIANA

Nace en Lisboa en 1582;

muere en Madrid en 1622

Nadie escuche mi voz y triste acento,

de suspiros y lágrimas mezclado,

si no es que tenga el pecho lastimado

de dolor semejante al que yo siento.

Que no pretendo ejemplo ni escarmiento

que rescate a los otros de mi estado,

sin mostrar creído, y no aliviado,

de un firme amor el justo sentimiento.

Juntóse con el cielo a perseguirme,

la que tuvo mi vida en opiniones,

y de mí mismo a mí como en destierro.

Quisieron persuadirme las razones,

hasta que en el propósito más firme

fue disculpa del yerro el mismo yerro.


Es la mujer un mar todo fortuna,

una mudable vela a todo viento;

es cometa de fácil movimiento,

sol en el rostro y en el alma luna.

Fe de enemigo sin lealtad ninguna,

breve descanso e inmortal tormento,

ligera más que el mismo pensamiento,

y de sufrir pesada e importuna.

Es más que un áspid arrogante y fiera;

a su gusto, de cera derretida,

y al ajeno, más dura que la palma;

es cobre dentro y oro por de fuera,

y es un dulce veneno de la vida

que nos mata sangrándonos el alma.


FRANCISCO DE RIOJA

Nace en Sevilla en 1583;

muere en Madrid en 1659

Pura, encendida rosa,

émula de la llama

que sale con el día,

¿cómo naces tan llena de alegría

si sabes que la edad que te da el cielo

es apenas un breve y veloz vuelo,

y ni valdrán las puntas de tu rama

ni púrpura hermosa

a detener un punto

la ejecución del hado presurosa?

El mismo cerco alado

que estoy viendo riente,

ya temo amortiguado,

presto despojo de la llama ardiente.

Para las hojas de tu crespo seno

te dio Amor de sus alas blandas plumas,


y oro de su cabello dio a tu frente.

¡Oh fiel imagen suya peregrina!

Bañóte en su color sangre divina

de la deidad que dieron las espumas;

y esto, purpúrea flor, esto ¿no pudo

hacer menos violento el rayo agudo?

Róbate en una hora,

róbate licencioso su ardimiento

el color y el aliento.

Tiendes aún no las alas abrasadas

y ya vuelan al suelo desmayadas.

Tan cerca, tan unida

está al morir tu vida,

que dudo si en sus lágrimas la Aurora

mustia, tu nacimiento o muerte llora.


ESTEBAN MANUEL DE VILLEGAS

Nace en Matute (Logroño) en 1589;

muere en Nájera (La Rioja) en 1669

Sáficos

Dulce vecino de la verde selva,

huésped eterno del abril florido,

aliento de la madre Venus,

céfiro blando.

Si de mis ansias el amor supiste,

tú que las quejas de mi voz llevaste,

oye, no temas, y a mi ninfa dile,

dile que muero.

Filis un tiempo mi dolor sabía,

Filis un tiempo mi dolor lloraba,

quísome un tiempo, mas agora temo,

temo sus iras.

Así los dioses con amor paterno,


así los cielos con amor benigno,

nieguen al tiempo que feliz volares

nieve a la tierra.

Jamás el peso de la nube parda,

cuando amenace la elevada cumbre,

toque tus hombros, ni su mal granizo

hiera tus alas.


PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA

Nace en Madrid en 1600;

muere en Madrid en 1681

Estas que fueron pompa y alegría,

despertando al albor de la mañana,

a la tarde serán lástima vana,

durmiendo en brazos de la noche fría.

Este matiz que al cielo desafía,

iris listado de oro, nieve y grana,

será escarmiento de la vida humana:

¡tanto se emprende en término de un día!

A florecer las rosas madrugaron

y para envejecerse florecieron;

cuna y sepulcro en un botón hallaron.

Tales los hombres sus fortunas vieron:

en un día nacieron y expiraron;

que, pasados los siglos, horas fueron.


SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ

Nace en San Miguel de Nepantla (México) en 1651;

muere en Ciudad de México en 1695

Soneto

AL QUE INGRATO ME DEJA, BUSCO AMANTE...

A1 que ingrato me deja, busco amante;

al que amante me sigue, dejo ingrata;

constante adoro a quien mi amor maltrata,

maltrato a quien mi amor busca constante.

Al que trato de amor, hallo diamante,

y soy diamante al que de amor me trata;

triunfante quiero ver al que me mata

y mato al que me quiere ver triunfante.

Si a éste pago, padece mi deseo;

si ruego a aquél, mi pundonor enojo:

de entrambos modos infeliz me veo.

Pero yo, por mejor partido, escojo,


de quien no quiero, ser violento empleo,

que de quien no me quiere, vil despojo.

Liras que expresan sentimientos del ausente

Amado dueño mío,

escucha un rato mis cansadas quejas,

pues del viento las fío,

que breve las conduzca a tus orejas,

si no se desvanece el triste acento

con mis esperanzas en el viento.

Óyeme con los ojos,

ya que están tan distantes los oídos

y de ausentes enojos,

en ecos de mi pluma mis gemidos,

y ya que a ti no llega mi voz ruda,

óyeme sordo, pues me quejo muda.

Si del campo te agradas,

goza de sus frescuras venturosas,

sin que aquestas cansadas

lágrimas te detengan, enfadosas;


que en él verás, si atento te entretienes,

ejemplo de mis males y mis bienes.

Si al arroyo parlero

ves, galán de las flores en el prado,

que, amante lisonjero,

a cuantas mira intima su cuidado,

en su corriente mi dolor te avisa

que a costa de mi llanto tiene risa.

Si ves que triste llora

su esperanza marchita, en ramo verde,

tórtola gemidora,

en él y en ella mi dolor te acuerde,

que imitan con verdor y con lamento,

él mi esperanza y ella mi tormento.

Si la flor delicada,

si la peña, que altiva no consiente

del tiempo ser hollada,

ambas me imitan, aunque variamente,

ya con fragilidad, ya con dureza,

mi dicha aquélla y ésta mi firmeza.


Si ves el ciervo herido,

que baja por el monte, acelerado,

buscando, dolorido,

alivio al mal en un arroyo helado,

y sediento al cristal se precipita,

no en el alivio, en el dolor me imita.

Si la liebre encogida

huye medrosa de los galgos fieros

y, por salvar la vida,

no deja estampa de los pies ligeros,

tal mi esperanza, en dudas y recelos,

se ve acosada de villanos celos.

Si ves el cielo claro,

tal es la sencillez del alma mía;

y, si de luz avaro,

de tinieblas emboza el nuevo día,

es con su obscuridad y su inclemencia

imagen de mi vida en esta ausencia.

Así que, Fabio amado,


saber puedes mis males sin costarte

la noticia cuidado,

pues puedes de los campos informarte,

y pues yo a todo mi dolor ajusto,

saber mi pena sin dejar tu gusto.

Mas ¿cuándo, ¡ay gloria mía!,

mereceré gozar tu luz serena?

¿Cuándo llegará el día

que pongas dulce fin a tanta pena?

¿Cuándo veré tus ojos, dulce encanto,

y de los míos quitarás el llanto?

¿Cuándo tu voz sonora

herirá mis oídos, delicada,

y el alma que te adora,

de inundación de gozos anegada,

a recibirte con amante prisa

saldrá a los ojos, desatada en risa?

¿Cuándo tu luz hermosa

revestirá de gloria mis sentidos?

¿Y cuándo yo, dichosa,


mis suspiros daré por bien perdidos,

teniendo en poco el precio de mi llanto?

Que tanto ha de penar quien goza tanto.

¿Cuándo de tu apacible

rostro alegre veré el semblante afable,

y aquel bien indecible,

a toda humana pluma inexplicable,

que mal se ceñirá a lo definido

lo que no cabe en todo lo sentido?

Ven, pues, mi prenda amada;

que ya fallece mi cansada vida

de esta ausencia pesada;

ven, pues: que mientras tarda tu venida,

aunque me cueste su verdor enojos,

regaré mi esperanza con mis ojos.

Redondillas

Hombres necios que acusáis

a la mujer sin razón,

sin ver que sois la ocasión


de lo mismo que culpáis.

Si con ansia sin igual

solicitáis su desdén,

¿por qué queréis que obre bien

si la incitáis al mal?

Combatís su resistencia,

y luego, con gravedad,

decís que fue liviandad

lo que hizo la diligencia.

Parecer quiere el denuedo

de vuestro parecer loco

al niño que pone el coco

y luego le tiene miedo.

Queréis con presunción necia

hallar a la que buscáis,

para pretendida, Thais,

y en la posesión, Lucrecia.

¿Qué humor puede haber más raro


que el que, falto de consejo,

él mismo empaña el espejo

y siente que no esté claro?

Con el favor y el desdén

tenéis condición igual,

quejándoos, si os tratan mal,

burlándoos, si os quieren bien.

Opinión ninguna gana,

pues la que más se recata,

si no os admite, es ingrata;

y, si os admite, es liviana.

Siempre tan necios andáis,

que con desigual nivel

a una culpáis por cruel

y a otra por fácil culpáis. [...]


EUGENIO GERARDO LOBO

Nace en Cuerva (Toledo) en 1679;

muere en Barcelona en 1750

Arder en viva llama, helarme luego,

mezclar fúnebre queja y dulce canto,

equivocar la risa con el llanto,

no saber distinguir nieve ni fuego.

Confianza y temor, ansia y sosiego,

aliento del espíritu y quebranto,

efecto natural, fuerza de encanto,

ver que estoy viendo y contemplarme ciego;

la razón libre, preso el albedrío,

querer y no querer a cualquier hora,

poquísimo valor y mucho brío;

contrariedad que el alma sabe e ignora,

es, Marsia soberana, el amor mío.

¿Preguntáis quién lo causa? Vos, Señora.


IGNACIO DE LUZÁN

Nace en Zaragoza en 1702;

muere en Madrid en 1754

Leandro y Hero

Musa, tú que conoces

los yerros, los delirios,

los bienes y los males

de los amantes finos,

dime quién fue Leandro,

qué dios o qué maligno

astro en las fieras ondas

cortó a su vida el hilo.

Leandro, a quien mil veces

los duros ejercicios

del estadio ciñeron

de rosas y de mirtos

ya en la robusta lucha,
ya con el fuerte disco,

ya corriendo o nadando

diestro, gallardo, invicto,

amaba a Hero divina,

bellísimo prodigio

sobre cuantas bellezas

Sesto admiró y Abido.

Negro el cabello, ufano

de naturales rizos,

realzaba del cuello

los cándidos armiños. [...]

Vióla Leandro un día

en los cultos festivos

que a Venus tributaban

de Sesto los vecinos.

(Que era sacerdotisa

del templo y sacrificio,

y aun emulaba en todo

al sacro numen ciprio).


Vióla en el gran concurso

de los solemnes ritos

brillar, único asombro:

vióla, y quedó perdido.

Y a la deidad del templo,

con el nuevo, excesivo

ardor que le abrasaba,

frenético le dijo:

«Gran diosa de Citera,

de Pafos y de Gnido,

esta mortal belleza

es tu traslado vivo.

»Perdona, pues, si a ella

tus mismos cultos rindo

y si un traslado adoro

equívoco contigo».

Oyó Venus sus voces,

oyólas el dios niño,

y decretaron ambos
venganzas y castigos.

¿Tanto el enojo puede

en ánimos divinos?

¿Un lenguaje del alma

ha de ser un delito?

Dígame el que conozca

a Venus y a Cupido

si es más cruel la madre

o es más cruel el hijo.

Qué sé yo: cruel la madre,

cruel y vengativo

es el hijo, que ejerce

tiránicos caprichos.

Miró tierno Leandro,

habló amante, instó fino,

ya mudo, ya elocuente,

con ojos y suspiros.

Oyóle Hero con pecho


ya tímido, ya esquivo,

mas poco a poco un fuego

la entró por los sentidos:

un fuego que es veneno,

un fuego que es martirio;

si es martirio y veneno,

¿cómo es apetecido?

De una torre en la playa

el murado recinto

de esta sacerdotisa

era albergue y retiro.

Allí, cautos, sus padres

del concurso y bullicio

este bello tesoro

guardaban escondido.

Mas contra amor, ¿qué muro

será seguro asilo

si todo lo penetran

sus vencedores tiros?


Leandro, enamorado,

resuelto y atrevido,

los reparos allana,

desprecia los peligros.

Pasar nadando ofrece

del uno al otro sitio,

prometiendo himeneos

nocturnos y furtivos. [...]

El joven en la playa,

arrojando el vestido,

a las ondas se entrega

con intrépido brío,

y alternando de brazos

y pies el ejercicio,

ágil y diestro rompe

el ímpetu marino. [...]

Fuese el favor del numen

o fuese el norte fijo


del farol, que ya cerca

vio arder con grato auspicio,

o fuese amor, que suele

con prósperos principios

atraer los amantes

a infaustos precipicios,

cobrando nuevo aliento

a esfuerzos repetidos,

afierra de la arena

el suelo movedizo.

Allí a guardarle sola

su fina esposa vino,

y al verle tiembla toda

de susto y regocijo.

«Ven, esposo —le dice—,

llega a los brazos míos;

para exponerte tanto,

¿cómo ha de haber motivo?


»Amor venció tan duro

insólito camino.

¿Cómo vienes? ¿Qué numen

tu conductor ha sido?».

Así diciendo, enjuga

los restos del rocío

salobre que del cuerpo

corrían hilo a hilo,

y a la torre le guía,

aliviando el prolijo

afán con oficiosos

brazos entretejidos.

Entretanto Himeneo,

volando en torno, el vivo

sagrado fuego enciende

de sus nupciales pinos.

Pero antes que saliese

el astro matutino,

ya volvía Leandro
a su confín nativo.

Así todas las noches

por el silencio amigo

iba nadando a Sesto,

centro de sus cariños. [...]

En fin, salió una aurora

con ceño y desaliño;

siguióse triste día

en tenebroso Olimpo.

La noche añadió horrores,

y para más cumplirlos

dio licencia a los vientos

Éolo, su caudillo. [...]

Leandro, en tanto, triste,

anhela ver tranquilo

el mar, y ya calmados

los vientos enemigos.

Pero al fin, impaciente,


cediendo a su destino,

fuese a la playa, y de esta

manera habló consigo:

«Corazón, ¿qué te espanta?

¿Qué importará que, tibios,

huyamos de una muerte

si de otra nos morimos?».

Dijo, y de su arrestado

amante desvarío

impelido, se arroja

al mar embravecido.

Y a pesar de su furia,

contra los torbellinos

lucha con fuerte brazo

por no poco distrito.

Pero ya se redoblan

del Aquilón los silbos,

levanta el mar sus olas,

aumenta sus bramidos.


¡Ay, mísero Leandro,

ya con dolor te miro

contiguo a las estrellas

y al Tártaro contiguo!

Agotadas las fuerzas,

sin aliento, sin tino,

y del farol amado

el claro norte extinto,

viendo por todas partes

presente a los sentidos

de la pálida muerte

el bárbaro cuchillo,

a las ondas se vuelve

trémulo y semivivo,

hallar piedad pensando

donde nunca la ha habido:

«Ondas, si darme muerte

es decreto preciso,
no a la ida, a la vuelta

matadme a vuestro arbitrio».

Las crueles ondas niegan

al ruego los oídos

y le sepultan dentro

de su profundo abismo.

Entonces, exhalando

el último suspiro,

tres veces a Hero llama

con lamentable grito. [...]


JOSÉ DE CADALSO

Nace en Cádiz en 1741;

muere en Gibraltar en 1782

A la peligrosa enfermedad de Filis

Si el cielo está sin luces,

el campo está sin flores,

los pájaros no cantan,

los arroyos no corren,

no saltan los corderos,

no bailan los pastores,

los troncos no dan frutos,

los ecos no responden...

es que enfermó mi Filis

y está suspenso el orbe.

A la muerte de Filis

En lúgubres cipreses

he visto convertidos

los pámpanos de Baco


y de Venus los mirtos;

cual ronca voz del cuervo

hiere mi triste oído

el siempre dulce tono

del tierno jilguerillo;

ni murmura el arroyo

con delicioso trino;

resuena cual peñasco

con olas combatido.

En vez de los corderos

de los montes vecinos

rebaños de leones

bajar con furia he visto;

del sol y de la luna

los carros fugitivos

esparcen negras sombras

mientras dura su giro;

las pastoriles flautas,

que tañen mis amigos,

resuenan como truenos

del que reina en Olimpo.

Pues Baco, Venus, aves,

arroyos, pastorcillos,
sol, luna, todos juntos

miradme compasivos,

y a la ninfa que amaba

al infeliz Narciso,

mandad que diga al orbe

la pena de Dalmiro.
JOSÉ IGLESIAS DE LA CASA

Nace en Salamanca en 1748;

muere en Carbajosa de la Sagrada (Salamanca) en 1791

La rosa de abril

Zagalas del valle,

que al prado venís

a tejer guirnaldas

de rosa y jazmín,

parad en buen hora

y al lado de mí

mirad más florida

la rosa de abril.

Su sien, coronada

de fresco alhelí,

excede a la aurora

que empieza a reír,

y más si en sus ojos,

llorando por mí,

sus perlas asoma

la rosa de abril.
Veis allí la fuente,

veis el prado aquí

do la vez primera

sus luceros vi;

y aunque de sus ojos

yo el cautivo fui,

su dueño me llama

la rosa de abril.

La dije: «¿Me amas?».

Díjome ella: «Sí».

Y porque lo crea

me dio abrazos mil.

El Amor, de envidia,

cayó muerto allí,

viendo cuál me amaba

la rosa de abril.

De mi rabel dulce

el eco sutil

un tiempo escucharon

londra y colorín;

que nadie más que ellos

me oyera entendí,

y oyéndome estaba
la rosa de abril.

En mi blanda lira

me puse a esculpir

su hermoso retrato

de nieve y carmín;

pero ella me dijo:

«Mira el tuyo aquí»;

y el pecho mostróme

la rosa de abril.

El rosado aliento

que yo a percibir

llegué de sus labios,

me saca de mí;

bálsamo de Arabia

y olor de jazmín

excede en fragancia

la rosa de abril.

El grato mirar,

el dulce reír,

con que ella dos almas

ha sabido unir,

no el hijo de Venus

lo sabe decir,
sino aquel que goza

la rosa de abril.
TOMÁS DE IRIARTE

Nace en Tenerife en 1750;

muere en Madrid en 1791

Cuando la tierra fría

dé hospedaje a mi cuerpo,

¿qué servirá que deje

acá renombre eterno,

que me erija un amigo

sepulcral monumento,

que me escriba la vida,

que publique mis versos,

que damas y galanes,

niños, mozos y viejos

me lean, y me lloren

mis parientes y afectos?

Esta fama, esta gloria,

a que aspiran mil necios,

no me da, mientras vivo,

vanidad ni consuelo.

No quiero yo otra fama,


otra gloria no quiero,

sino que se oiga en boca

de niños, mozos, viejos,

de damas y galanes,

de parientes y afectos:

«Este hombre quiso a Laura,

y Laura es quien le ha muerto».


MARGARITA HICKEY

Nace en Barcelona en 1753 (?);

muere en 1793 (?)

Romance

IMITANDO AL QUE EMPIEZA...

Aprended, flores, de mí,

lo que va de ayer a hoy...;

de amor extremo ayer fui,

leve afecto hoy aún no soy.

Ayer, de amor poseída

y de su aliento inflamada,

en los ardores vivía:

del fuego me alimentaba.

Y, a pesar de la violencia

con que sus voraces llamas

cuanto se opone a su furia

arden, consumen y abrasan,

como pábilo encendido,

cual cantada salamandra,

solamente hallaba vida


entre sus ardientes ascuas,

y hoy, en tan tibios ardores

yace o desfallece el alma,

que el frío carbón apenas

da señas de que fue brasa.

Ayer, los fieros volcanes

de amor no solo halagaban

el pecho, sino que amante

fuera de ellos no se hallaba;

y, sin ellos, decadente

y exánime, desmayaba

y moría, y parecía

como el pez fuera del agua.

Y hoy, no solo, temeroso

y pavoroso, se espanta

de la más leve centella

que en el aire corre, vaga,

sino que el horror y miedo

que a la luz la fiera brava

tiene imitando, a cualquiera

resplandor vuelve la cara.

Ayer, por poco, el incendio

en que amante me abrasaba


vuelve en pavesas el mundo

todo, y en humo le exhala;

y en una hoguera la hermosa

máquina dél transformada,

por poco vuela en cenizas

de mi ardor comunicadas.

Y hoy, apenas de que ha habido

lumbre dan señas escasas

tibios rescoldos: ¡tan muertas

yacen ya, y tan apagadas! [...]


JUAN MELÉNDEZ VALDÉS

Nace en Ribera del Fresno (Badajoz) en 1756;

muere en Montpellier (Francia) en 1817

Odas anacreónticas

[...] ¡Qué espalda tan airosa!

¡Qué cuello! ¡Qué expresiva

volverlo un tanto sabe

si el rostro afable inclina!

¡Ay! ¡Qué voluptuosos

sus pasos! ¡Cómo animan

al más cobarde amante,

y al más helado irritan!

Al premio, al dulce premio

parece que le brindan,

de amor, cuando le ostentan

un seno que palpita.

¡Cuán dócil es su planta!

¡Qué acorde a la medida

va del compás! Las Gracias


la aplauden y la guían;

y ella, de frescas rosas

la blonda sien ceñida,

su ropa libra al viento,

que un manso soplo agita.

Con timidez donosa

de Cloe simplecilla

por los floridos labios

vaga una afable risa.

A su zagal, incauta,

con blandas carrerillas

se llega, y vergonzosa

al punto se retira.

Mas ved, ved el delirio

de Anarda en su atrevida

soltura: ¡Sus pasiones

cuán bien con él nos pinta!

Sus ojos son centellas,

con cuya llama activa

arde en placer el pecho

de cuantos, ¡ay!, la miran.

Los pies, cual torbellino

de rapidez no vista,
por todas partes vagan,

y a Lícidas fatigan.

¡Qué dédalo amoroso!

¡Qué lazo aquel que, unidas

las manos con Menalca,

formó amorosa Lidia!

¡Cuál andan! ¡Cuál se enredan!

¡Cuán vivamente explican

su fuego en los halagos,

su calma en las delicias!

¡Oh pechos inocentes!

¡Oh unión! ¡Oh paz sencilla,

que huyendo las ciudades,

el campo solo habitas!

¡Ah! ¡Reina entre nosotros

por siempre, amable hija

del Cielo, acompañada

del gozo y la alegría! [...]


JUAN PABLO FORNER

Nace en Mérida (Badajoz) en 1756;

muere en Madrid en 1797

A Lucinda, en el fin del año

¿Qué importa que ligera

la edad, huyendo en presuroso paso,

mi vida abrevie en la callada huida,

si cobro nueva vida

cuando en las llamas de tu amor me abraso,

y logro renacer entre su hoguera,

como el ave del sol, que vida espera?

Amor nunca fue escaso,

¡oh, Lucinda amorosa!

y aumenta gustos en los pechos tiernos.

Si el año tuvo fin, serán eternos

los que goce dichosa

mi dulce suerte entre tus dulces brazos,

¡oh mi Lucinda hermosa!,

brazos con tal blandura, que los lazos


vencerán de la Venus peregrina,

cuando, suelto el cabello,

a Marte desafía

y al victorioso dios vence en batalla;

en ellos mi amor halla

la vida, que en sus vueltas a porfía

el sol fúlgido y bello

me lleva en su carrera presurosa,

¡oh Lucinda amorosa!,

y en la estación helada,

cuando su margen despojada enfría

y el yerto Manzanares,

al año despidiendo con su hielo,

la lumbre de tu cielo

dará calor a la esperanza mía,

ajena de pesares,

no perdida mi edad, mas renovada,

por más que el año huya,

con el calor de la esperanza tuya. [...]


JUAN BAUTISTA ARRIAZA

Nace en Madrid en 1770;

muere en Madrid en 1837

La vi deidad, y me postré a adorarla,

y por volver el ídolo benigno,

la prosa olvido, y me dedico a hablarla

en el lenguaje de los dioses digno.

De entonces fue mi signo

pintar en mis canciones

sus dulces perfecciones;

¡y cuánto, oh cielos, su beldad me humilla!

que es a su lado mi elocuencia parca.

Un hilo de agua que en el campo brilla,

y el ancho mar que casi el mundo abarca. [...]


JOSÉ SOMOZA

Nace en Piedrahita (Ávila) en 1781;

muere en Piedrahita en 1837

La luna mientras duermes te acompaña,

tiende su luz por tu cabello y frente,

va del semblante al cuello, y lentamente

cumbres y valles de tu seno baña.

Yo, Lesbia, que al umbral de tu cabaña

hoy velo, lloro y ruego inútilmente,

el curso de la luna refulgente

dichoso he de seguir, o amor me engaña.

He de entrar cual la luna en tu aposento,

cual ella al lienzo en que tu faz reposa,

y cual ella a tus labios acercarme;

cual ella respirar tu dulce aliento,

y cual el disco de la casta diosa,

puro, trémulo, mudo, retirarme.


FRANCISCO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Nace en Granada en 1787;

muere en Madrid en 1862

La espigadera

Zagala donosa,

linda espigadera,

que el dorado fruto

llevas a la era,

pon sobre mis hombros

la carga ligera;

no más afanada

mis ojos te vean.

Mira que, envidiosa,

Venus te aconseja

malogres tus años

en ruda faena.

¿Qué placer te brindan

las desnudas eras,

los tostados haces,


las aristas secas?

El sol, con sus rayos,

abrasa la tierra,

sin que leve sombra

de su ardor descienda.

Enjutas del río

se ven las arenas;

y al margen se apiñan

las mustias ovejas.

Sin flores el prado,

los campos sin hierba,

los árboles secos,

la fuente sedienta.

Ni cantan las aves,

ni céfiro vuela;

la triste cigarra

tan solo resuena...

¡Ay, ven! Y en la gruta,

de musgo cubierta,

en pláticas dulces
pasemos la siesta;

que amor te convida,

te llama, te espera,

de gente curiosa

guardando la puerta.
ÁNGEL DE SAAVEDRA, DUQUE DE RIVAS

Nace en Córdoba en 1791;

muere en Madrid en 1865

Con once heridas mortales,

hecha pedazos la espada,

el caballo sin aliento

y perdida la batalla,

manchado de sangre y polvo,

en noche oscura y nublada,

en Ontígola vencido

y deshecha mi esperanza,

casi en brazos de la muerte

el laso potro aguijaba

sobre cadáveres yertos

y armaduras destrozadas.

Y por una oculta senda

que el Cielo me deparara,

entre sustos y congojas


llegar logré a Villacañas.

La hermosísima Filena,

de mi desastre apiadada,

me ofreció su hogar, su lecho

y consuelo a mis desgracias.

Registróme las heridas,

y con manos delicadas

me limpió el polvo y la sangre

que en negro raudal manaban.

Curábame las heridas,

y mayores me las daba;

curábame las del cuerpo,

me las causaba en el alma.

Yo, no pudiendo sufrir

el fuego en que me abrasaba,

díjele: «Hermosa Filena,

basta de curarme, basta.

»Más crueles son tus ojos


que las polonesas lanzas:

ellas hirieron mi cuerpo

y ellos el alma me abrasan.

»Tuve contra Marte aliento

en las sangrientas batallas,

y contra el rapaz Cupido

el aliento ahora me falta.

»Deja esa cura, Filena;

déjala, que más me agravas;

deja la cura del cuerpo,

atiende a curarme el alma».

La niña descolorida

Pálida está de amores

mi dulce niña:

¡nunca vuelven las rosas

a sus mejillas!

Nunca de amapolas

o adelfas ceñida
mostró Citerea

su frente divina.

Téjenle guirnaldas

de jazmín sus ninfas,

y tiernas violas

Cupido le brinda.

Pálida está de amores

mi dulce niña:

¡nunca vuelven las rosas

a sus mejillas!

El sol en su ocaso

presagia desdichas

con rojos celajes

la faz encendida.

El alba en Oriente

más plácida brilla;

de cándido nácar

los cielos matiza.

Pálida está de amores

mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas

a sus mejillas!

¡Qué linda se muestra

si a dulces caricias

afable responde

con blanda sonrisa!

Pero muy más bellas

al amor convida

si de amor se duele,

si de amor respira.

Pálida está de amores

mi dulce niña:

¡nunca vuelven las rosas

a sus mejillas!

Sus lánguidos ojos

el brillo amortiguan;

retiemblan sus brazos:

su seno palpita;

ni escucha, ni habla,

ni ve, ni respira;
y busca en sus labios

el alma y la vida...

Pálida está de amores

mi dulce niña:

¡nunca vuelven las rosas

a sus mejillas!
MANUEL BRETÓN DE LOS HERREROS

Nace en Quel (Logroño) en 1796;

muere en Madrid en 1873

Letrillas satíricas

Tanta es, niña, mi ternura,

que no reconoce igual.

Si tuvieras un caudal

comparable a la hermosura

de ese rostro que bendigo,

me casaría contigo.

Eres mi bien y mi norte,

graciosa y tierna Clarisa,

y a tener tú menos prisa

de llamarme tu consorte,

pongo al cielo por testigo,

me casaría contigo.

¿Tú me idolatras? Convengo.


Y yo, que al verte me encanto,

si no te afanaras tanto

por saber qué sueldo tengo

y si cojo aceite o trigo,

me casaría contigo.

A no ser porque tus dengues

ceden solo a mi porfía

cuando, necio en demasía,

para dijes y merengues

mi dinero te prodigo,

me casaría contigo.

A no ser porque recibes

instrucciones de tu madre,

y es forzoso que la cuadre

cuando me hablas o me escribes,

o me citas al postigo,

me casaría contigo.

Si cuando solo al bandullo

regalas tosco gazpacho,

haciendo de todo empacho,


no tuvieras más orgullo

que en la horca don Rodrigo,

me casaría contigo.

Si después de estar casados,

en lugar de rica hacienda,

no esperase la prebenda

de tres voraces cuñados

y una suegra por castigo,

me casaría contigo.

Si, conjurando la peste

que llorar a tantos veo,

virtudes que en ti no creo,

de cierto signo celeste

me pusieran al abrigo,

me casaría contigo.
JUAN AROLAS

Nace en Barcelona en 1805;

muere en Valencia en 1849

[...] Conducida en su galera

prisionera

fui cruzando el mar azul;

mucho lloré; sordos fueron;

me vendieron

al sultán en Estambul.

Él me llamó hurí de aroma,

que Mahoma

destinaba a su vergel;

de Alá gloria y alegría,

luz del día,

paloma constante y fiel.

Vi en un murallado suelo

cómo un cielo
de hermosuras de jazmín,

cubiertas de ricas sedas,

auras ledas

disfrutaban del jardín.

Unas padecían celos

y desvelos;

lograban otras favor;

quién por desdén gemía,

quién vivía

sin un goce del amor.

Mil esclavas me sirvieron

y pusieron

rico alfareme en mi sien;

pero yo siempre lloraba

y exclamaba

con voz triste en el harén:

«¿De qué sirve a mi belleza

la riqueza,

pompa, honor y majestad,

si en poder de adusto moro


gimo y lloro

mi perdida libertad?».
PATRICIO DE LA ESCOSURA

Nace en Madrid en 1807;

muere en Madrid en 1878

El beso

Levantan en medio de patio espacioso

cadalso enlutado, que causa pavor;

un Cristo, dos velas, un tajo asqueroso

encima; y con ellos, el ejecutor.

En torno al cadalso se ven los soldados,

que fieros empuñan terrible arcabuz,

a par del verdugo, mirando asombrados

al bulto vestido del negro capuz.

«¿Qué tiemblas, muchacho, cobarde alimaña?

Bien puedes marcharte, y presto a mi fe.

Te faltan las fuerzas, si sobra la saña;

por Cristo bendito, que ya lo pensé».


«Diez doblas pediste, sayón mercenario,

diez doblas cabales al punto te di.

¿Pretendas ahora negarme, falsario,

la gracia que en cambio tan sola pedí?».

«Rapaz, no por cierto, ¡creí que temblabas!;

bien presto al que odias verásle morir».

Y en esto, cerrojos se escuchan y aldabas,

y puertas cerradas se sienten abrir.

Salió el comunero gallardo, contrito,

oyendo al buen fraile que hablándole va;

enfrente al cadalso miró de hito en hito,

mas no de turbarse señales dará.

Encima, subido, de hinojos postrado,

al mártir por todos oró con fervor;

después sobre el tajo grosero inclinado:

«El golpe de muerte», clamó con valor.

Alzada en el aire su fiera cuchilla,

volviéndose un tanto con ira el sayón,

al triste que en vano lidió por Castilla,

prepara en la muerte cruel galardón.


Mas antes que el golpe descargue tremendo

veloz cual pelota que lanza arcabuz,

se arroja al cautivo «¡García!», diciendo,

el bulto vestido del negro capuz.

«¡Mi Blanca!», responde, y un beso, el postrero,

se dan, y en el punto la espada cayó.

Terror invencible sintió el sayón fiero

cuando ambas cabezas cortadas miró.


JOSÉ DE ESPRONCEDA

Nace en Almendralejo (Badajoz) en 1808;

muere en Madrid en 1842

Canto a Teresa

DESCANSA EN PAZ

Bueno es el mundo, ¡bueno!, ¡bueno!, ¡bueno!

Como de Dios y al fin obra maestra,

por todas partes de delicias lleno,

de que Dios ama al hombre hermosa muestra.

Salga la voz alegre de mi seno,

a celebrar esta vivienda nuestra,

¡paz a los hombres! ¡Gloria en las alturas!

¡Cantad en vuestra jaula, criaturas!

(MIGUEL DE LOS SANTOS ÁLVAREZ: María).

¿Por qué volvéis a la memoria mía,

tristes recuerdos del placer perdido,

a aumentar la ansiedad y la agonía

de este desierto corazón herido?


¡Ay!, que de aquellas horas de alegría

le quedó al corazón sólo un gemido,

y el llanto que al dolor los ojos niegan,

lágrimas son de hiel que el alma anegan.

¿Dónde volaron, ¡ay!, aquellas horas

de juventud, de amor y de ventura,

regaladas de músicas sonoras,

adornadas de luz y de hermosura?

Imágenes de oro bullidoras,

sus alas de carmín y nieve pura,

al sol de mi esperanza desplegando,

pasaban, ¡ay!, a mi alredor cantando.

Gorjeaban los dulces ruiseñores,

el sol iluminaba mi alegría,

el aura susurraba entre las flores,

el bosque mansamente respondía,

las fuentes murmuraban sus amores...

¡Ilusiones que llora el alma mía!

¡Oh, cuán suave resonó en mi oído

el bullicio del mundo y su ruido!

Mi vida entonces, cual guerrera nave


que el puerto deja por la vez primera,

y al soplo de los céfiros suave

orgullosa desplega su bandera

y al mar dejando que a sus pies alabe

su triunfo en roncos cantos, va, velera,

una ola tras otra bramadora

hollando y dividiendo vencedora.

¡Ay!, en el mar del mundo, en ansia ardiente

del amor volaba; el sol de la mañana

llevaba yo sobre mi tersa frente,

y el alma pura de su dicha ufana:

dentro de ella el amor, cual rica fuente

que entre frescuras y arboledas mana,

brotaba entonces abundante río

de ilusiones y dulce desvarío.

Yo amaba todo: un noble sentimiento

exaltaba mi ánimo, y sentía

en mi pecho un secreto movimiento,

de grandes hechos generoso guía:

la libertad con su inmortal aliento,

santa diosa, mi espíritu encendía,


continúo imaginando en mi fe pura

sueños de gloria al mundo y de ventura.

El puñal de Catón, la adusta frente

del noble Bruto, la constancia fiera

y el arrojo de Scévola valiente,

la doctrina de Sócrates severa,

la voz atronadora y elocuente

del orador de Atenas, la bandera

contra el tirano macedonio alzando,

y al espantado pueblo arrebatando.

El valor y la fe del caballero,

del trovador el arpa y los cantares,

del gótico castillo el altanero

antiguo torreón, do sus pesares

cantó tal vez con eco lastimero,

¡ay!, arrancada de sus patrios lares,

joven cautiva, al rayo de la luna,

lamentando su ausencia y su fortuna.

El dulce anhelo del amor que aguarda,

tal vez inquieto y con mortal recelo,


la forma bella que cruzó gallarda,

allá en la noche, entre medroso velo;

la ansiada cita que en llegar se tarda

al impaciente y amoroso anhelo,

la mujer y la voz de su dulzura,

que inspira al alma celestial ternura;

a un tiempo mismo en rápida tormenta

mi alma alborotaban de contino,

cual las olas que azota con violenta

cólera, impetuoso torbellino:

soñaba al héroe ya, la pleba atenta

en mi voz escuchaba su destino;

ya al caballero, al trovador soñaba,

y de gloria y de amores suspiraba.

Hay una voz secreta, un dulce canto,

que el alma solo recogida entiende,

un sentimiento misterioso y santo,

que del barro al espíritu desprende:

agreste, vago y solitario encanto

que en inefable amor el alma enciende,

volando tras la imagen peregrina


el corazón de su ilusión divina.

Yo, desterrado en extranjera playa,

con los ojos extático seguía

la nave audaz que en argentada raya

volaba al puerto de la patria mía:

yo, cuando en Occidente el sol desmaya,

solo y perdido en la arboleda umbría,

oír pensaba el armonioso acento

de una mujer, al suspirar del viento.

¡Una mujer! En el templado rayo

de la mágica luna se colora,

del sol poniente al lánguido desmayo

lejos, entre las nubes se evapora;

sobre las cumbres que florece el mayo

brilla fugaz al despuntar la aurora,

cruza tal vez por entre el bosque umbrío,

juega en las aguas del sereno río.

¡Una mujer! Deslízase en el cielo

allá en la noche desprendida estrella,

si aroma el aire recogió en el suelo,

es el aroma que le presta ella.


Blanca es la nube que en callado vuelo

cruza la esfera, y que su planta huella,

y en la tarde la mar olas le ofrece

de plata y de zafir donde se mece.

Mujer que amor en su ilusión figura,

mujer que nada dice a los sentidos,

ensueño de suavísima ternura,

eco que regaló nuestros oídos;

de amor la llama generosa y pura,

los goces dulces del amor cumplidos,

que engalana la rica fantasía,

goces que avaro el corazón ansia.

¡Ay!, aquella mujer, tan sólo aquélla,

tanto delirio a realizar alcanza,

y esa mujer tan cándida y tan bella

es mentida ilusión de la esperanza:

es el alma que vívida destella

su luz al mundo cuando en él se lanza,

y el mundo con su magia y galanura

es espejo no más de su hermosura.


Es el amor que al mismo amor adora,

el que creó las sílfides y ondinas,

la sacra ninfa que bordando mora

debajo de las aguas cristalinas:

es el amor que recordando llora

las arboledas del Edén divinas:

amor de allí arrancado, allí nacido,

que busca en vano aquí su bien perdido.

¡Oh llama santa!, ¡celestial anhelo!

¡Sentimiento purísimo!, ¡memoria

acaso triste de un perdido cielo,

quizá esperanza de futura gloria!

¡Huyes y dejas llanto y desconsuelo!

¡Oh, mujer!, ¡que en imagen ilusoria

tan pura, tan feliz, tan placentera,

brindó el amor a mi ilusión primera...!

¡Oh Teresa! ¡Oh dolor! Lágrimas mías,

¡ah!, ¿dónde estáis que no corréis a mares?

¿Por qué, por qué como en mejores días,

no consoláis vosotras mis pesares?

¡Oh!, los que no sabéis las agonías


de un corazón que penas a millares,

¡ay!, desgarraron y que ya no llora,

¡piedad tened de mi tormento ahora!

¡Oh, dichosos mil veces, sí, dichosos,

los que podéis llorar!, y ¡ay! sin ventura

de mí, que entre suspiros angustiosos

ahogar me siento en infernal tortura.

¡Retuércese entre nudos dolorosos

mi corazón gimiendo de amargura!

También tu corazón, hecho pavesa,

¡ay!, llegó a no llorar, ¡pobre Teresa!

¿Quién pensara jamás, Teresa mía,

que fuera eterno manantial de llanto,

tanto inocente amor, tanta alegría,

tantas delicias y delirio tanto?

¿Quién pensara jamás llegase un día

en que perdido el celestial encanto

y caída la venda de los ojos,

cuanto diera placer causara enojos?

Aún parece, Teresa, que te veo

aérea como dorada mariposa,


en sueño delicioso del deseo,

sobre tallo gentil temprana rosa,

del amor venturoso devaneo,

angélica, purísima y dichosa,

y oigo tu voz dulcísima, y respiro

tu aliento perfumado en tu suspiro.

Y aún miro aquellos ojos que robaron

a los cielos su azul, y las rosadas

tintas sobre la nieve, que envidiaron

las de mayo serenas alboradas:

y aquellas horas dulces que pasaron

tan breves, ¡ay!, como después lloradas,

horas de confianza y de delicias,

de abandono, y de amor, y de caricias.

Que así las horas rápidas pasaban,

y pasaba a la par nuestra ventura;

y nunca nuestras ansias las contaban,

tú embriagada en mi amor, yo en tu hermosura.

Las horas, ¡ay!, huyendo nos miraban,

llanto tal vez vertiendo de ternura;

que nuestro amor y juventud veían,


y temblaban las horas que vendrían.

Y llegaron en fin... ¡oh!, ¿quién, impío,

¡ay!, agostó la flor de tu pureza?

Tú fuiste un tiempo cristalino río,

manantial de purísima limpieza;

después, torrente de color sombrío,

rompiendo entre peñascos y maleza,

y estanque, en fin, de aguas corrompidas,

entre fétido fango detenidas.

¿Cómo caíste despeñado al suelo,

astro de la mañana luminoso?

Ángel de luz, ¿quién te arrojó del cielo

a este valle de lágrimas odioso?

Aún cercaba tu frente el blanco velo

del serafín, y en ondas fulgurosos

rayos al mundo tu esplendor vertía

y otro cielo el amor te prometía.

Mas, ¡ay!, que es la mujer ángel caído

o mujer nada más y lodo inmundo,

hermoso ser para llorar nacido,


o vivir como autómata en el mundo.

Sí, que el demonio en el Edén perdido,

abrasara con fuego del profundo

la primera mujer, y ¡ay!, aquel fuego

la herencia ha sido de sus hijos luego.

Brota en el cielo del amor la fuente,

que a fecundar el universo mana,

y en la tierra su límpida corriente

sus márgenes con flores engalana,

mas, ¡ay!, huid: el corazón ardiente

que el agua clara por beber se afana,

lágrimas verterá de duelo eterno,

que su raudal lo envenenó el infierno.

Huid, si no queréis que llegue un día

en que enredado en retorcidos lazos

el corazón, con bárbara porfía,

luchéis por arrancároslo a pedazos:

en que al cielo en histérica agonía

frenéticos alcéis entrambos brazos,

para en vuestra impotencia maldecirle,

y escupiros, tal vez, al escupirle. [...]


A Jarifa en una orgía

Trae, Jarifa, trae tu mano

ven y pósala en mi frente,

que en un mar de lava hirviente

mi cabeza siento arder.

Ven y junta con mis labios

esos labios que me irritan,

donde aún los besos palpitan

de tus amantes de ayer.

¿Qué la virtud, la pureza?

¿Qué la verdad y el cariño?

Mentida ilusión de niño

que halagó mi juventud.

Dadme vino: en él se ahoguen

mis recuerdos; aturdida,

sin sentir, huya la vida,

paz me traiga el ataúd.

El sudor mi rostro quema,

y en ardiente sangre rojos


brillan inciertos mis ojos,

se me salta el corazón.

Huye, mujer; te detesto,

siento tu mano en la mía,

y tu mano siento fría,

y tus besos hielo son.

¡Siempre igual! Necias mujeres,

inventad otras caricias,

otro mundo de delicias,

¡o maldito sea el placer!

Vuestros besos son mentira,

mentira vuestra ternura,

es fealdad vuestra hermosura,

vuestro gozo es padecer.

Yo quiero amor, quiero gloria,

quiero un deleite divino,

como en mi mente imagino,

como en el mundo no hay.

Y es la luz de aquel lucero

que engañó mi fantasía,

fuego fatuo, falso guía


que errante y ciego me tray.

¿Por qué murió para el placer mi alma

y vive aún para el dolor impío?

¿Por qué, si yazgo en indolente calma,

siento, en lugar de paz, árido hastío?

¿Por qué este inquieto abrasador deseo?

¿Por qué este sentimiento extraño y vago,

que yo mismo conozco un devaneo,

y busco aún su seductor halago?

¿Por qué aún finge amores y placeres

que cierto estoy de que serán mentira?

¿Por qué en pos de fantásticas mujeres

necio tal vez mi corazón delira,

si luego en vez de prados y de flores

halla desiertos áridos y abrojos,

y en sus sandios o lúbricos amores

fastidio sólo encontrará y enojos?

Yo me arrojé, cual rápido cometa,


en alas de mi ardiente fantasía

doquier mi arrebatada mente inquieta

dichas y triunfos encontrar creía.

Yo me lancé con atrevido vuelo

fuera del mundo en la región etérea,

y hallé la duda, y el radiante cielo

vi convertirse en ilusión aérea.

Luego en la tierra la virtud, la gloria

busqué con ansia y delirante amor,

y hediondo polvo y deleznable escoria

mi fatigado espíritu encontró.

Mujeres vi de virginal limpieza

entre albas nubes de celeste lumbre;

yo las toqué, y en humo su pureza

trocarse vi, y en lodo y podredumbre.

Y encontré mi ilusión desvanecida,

y eterno e insaciable mi deseo.

Palpé la realidad y odié la vida:

sólo en la paz de los sepulcros creo.


Y busco aún y busco codicioso,

y aun deleites el alma finge y quiere;

pregunto, y un acento pavoroso

«¡Ay!», me responde, «desespera y muere.

»Muere, infeliz: la vida es un tormento,

un engaño el placer; no hay en la tierra

paz para ti, ni dicha, ni contento,

sino eterna ambición y eterna guerra.

»Que así castiga Dios el alma osada

que aspira loca, en su delirio insano,

de la verdad para el mortal velada,

a descubrir el insondable arcano».

¡Oh, cesa! No, yo no quiero

ver más, ni saber ya nada;

harta mi alma y postrada,

sólo anhela descansar.

En mí muera el sentimiento,

pues ya murió mi ventura;

ni el placer ni la tristura
vuelvan mi pecho a turbar.

Pasad, pasad en óptica ilusoria,

y otras jóvenes almas engañad;

nacaradas imágenes de gloria,

coronas de oro y laurel, pasad.

Pasad, pasad, mujeres voluptuosas,

con danza y algazara en confusión;

pasad como visiones vaporosas

sin conmover ni herir mi corazón.

Y aturdan mi revuelta fantasía

los brindis y el estruendo del festín,

y huya la noche y me sorprenda el día

en un letargo estúpido y sin fin.

Ven, Jarifa; tú has sufrido

como yo; tú nunca lloras.

Mas, ¡ay, triste!, que no ignoras

cuán amarga es mi aflicción.

Una misma es nuestra pena

en vano el llanto contienes...


Tú también, como yo, tienes

desgarrado el corazón.
GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA

Nace en Puerto Príncipe (Cuba) en 1814;

muere en Madrid en 1873

A Él

Era la edad lisonjera

en que es un sueño la vida:

era la aurora hechicera

de mi juventud florida,

en su sonrisa primera.

Cuando sin rumbo vagaba

por el campo silenciosa,

y en escuchar me gozaba

la tórtola que entonaba

su querella lastimosa.

Melancólico fulgor

blanca luna repartía

y el aura leve mecía

con soplo murmurador


la tierna flor que se abría.

¡Y yo gozaba! El rocío,

nocturno llanto del cielo,

el bosque espeso y umbrío,

la dulce quietud del suelo,

el manso correr del río,

y de la luna el albor

y el aura que murmuraba

acariciando a la flor,

y el pájaro que cantaba...

¡Todo me hablaba de amor!

Y trémula, palpitante,

en mi delirio extasiada,

miré una visión brillante,

como el aire perfumada,

como las nubes flotante.

Ante mí resplandecía

como un astro brillador,

y mi loca fantasía
al fantasma seductor

tributaba idolatría.

Escuchar pensé su acento

en el canto de las aves;

eran las auras su aliento

cargadas de aromas suaves,

y su estancia el firmamento.

¿Qué ser extraño era aquél?

¿Era un ángel o era un hombre?

¿Era un Dios o era Luzbel?...

¿Mi visión no tiene nombre?

¡Ah!, nombre tiene... ¡Era Él! [...]


JOSÉ ZORRILLA

Nace en Valladolid en 1817,

muere en Madrid en 1893

Don Juan Tenorio

DON JUAN

[...] ¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,

que en esta apartada orilla

más pura la luna brilla

y se respira mejor?

Esta aura que vaga, llena

de los sencillos olores

de las campesinas flores

que brota esa orilla amena;

esa agua limpia y serena

que atraviesa sin temor

la barca del pescador

que espera cantando el día,

¿no es cierto, paloma mía,

que están respirando amor?


Esa armonía que el viento

recoge entre esos millares

de floridos olivares,

que agita con manso aliento;

ese dulcísimo acento

con que trina el ruiseñor,

de sus copas morador,

llamando al cercano día,

¿no es verdad, gacela mía,

que están respirando amor?

Y estas palabras que están

filtrando insensiblemente

tu corazón, ya pendiente

de los labios de don Juan,

y cuyas ideas van

inflamando en su interior

un fuego germinador

no encendido todavía,

¿no es verdad, estrella mía,

que están respirando amor?

Y esas dos líquidas perlas

que se desprenden tranquilas

de tus radiantes pupilas


convidándome a beberlas,

evaporarse a no verlas

de sí mismas al calor;

y ese encendido color

que en tu semblante no había,

¿no es verdad, hermosa mía,

que están respirando amor?

¡Oh! Sí, bellísima Inés,

espejo y luz de mis ojos;

escucharme sin enojos

como lo haces, amor es;

mira aquí a tus plantas, pues,

todo el altivo rigor

de este corazón traidor

que rendirse no creía,

adorando, vida mía,

la esclavitud de tu amor.

DOÑA INÉS

Callad, por Dios, ¡oh!, don Juan,

que no podré resistir

mucho tiempo, sin morir,


tan nunca sentido afán.

¡Ah! Callad, por compasión;

que, oyéndoos, me parece

que mi cerebro enloquece

y se arde mi corazón.

¡Ah! Me habéis dado a beber

un filtro infernal, sin duda,

que a rendiros os ayuda

la virtud de la mujer.

Tal vez poseéis, don Juan,

un misterioso amuleto,

que a vos me atrae en secreto

como irresistible imán.

Tal vez Satán puso en vos

su vista fascinadora,

su palabra seductora

y el amor que negó a Dios.

¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!,

sino caer en vuestros brazos,

si el corazón en pedazos

me vais robando de aquí?

No, don Juan; en poder mío

resistirte no está ya;


yo voy a ti, como va

sorbido al mar ese río.

Tu presencia me enajena,

tus palabras me alucinan,

y tus ojos me fascinan,

y tu aliento me envenena.

¡Don Juan! ¡Don Juan! Yo lo imploro

de tu hidalga compasión:

o arráncame el corazón,

o ámame, porque te adoro.

DON JUAN

¡Alma mía! Esa palabra

cambia de modo mi ser,

que alcanzo que puede hacer

hasta que el Edén se me abra.

No es, doña Inés, Satanás

quien pone este amor en mí;

es Dios, que quiere por ti

ganarme para Él quizá.

No; el amor que hoy se atesora

en mi corazón mortal,
no es un amor terrenal

como el que sentí hasta ahora;

no es esa chispa fugaz

que cualquier ráfaga apaga;

es incendio que se traga

cuanto ve, inmenso, voraz.

Desecha, pues, tu inquietud,

bellísima doña Inés,

porque me siento a tus pies

capaz aun de la virtud.

Sí; iré mi orgullo a postrar

ante el buen Comendador,

y o habrá de darme tu amor,

o me tendrá que matar.

DOÑA INÉS

¡Don Juan de mi corazón! [...]

A buen juez, mejor testigo

[...] Enclavado en un madero,


en duro y postrero trance,

ceñida la sien de espinas,

decolorido el semblante,

veíase allí un crucifijo

teñido de negra sangre,

a quien Toledo, devota,

acude hoy en sus azares.

Ante sus plantas divinas

llegaron ambos amantes,

y haciendo Inés que Martínez

los sagrados pies tocase,

preguntóle:

—Diego, ¿juras

a tu vuelta desposarme?

Contestó el mozo:

—¡Sí juro!

Y ambos del templo se salen. [...]

Pasó un día y otro día,

un mes y otro mes pasó,

y un año pasado había;

mas de Flandes no volvía

Diego, que a Flandes partió.


Lloraba la bella Inés

su vuelta aguardando en vano;

oraba un mes y otro mes

del crucifijo a los pies

do puso el galán su mano.

Todas las tardes venía

después de traspuesto el sol,

y a Dios llorando pedía

la vuelta del español,

y el español no volvía.

Y siempre al anochecer,

sin dueña y sin escudero,

en un manto una mujer

el campo salía a ver

al alto del Miradero.

¡Ay del triste que consume

su existencia en esperar!

¡Ay del triste que presume

que el duelo con que él se abrume

al ausente ha de pesar!

La esperanza es de los cielos

precioso y funesto don,

pues los amantes desvelos


cambian la esperanza en celos,

que abrasan el corazón.

Si es cierto lo que se espera,

es un consuelo en verdad;

pero siendo una quimera,

en tan frágil realidad

quien espera desespera.

Así Inés desesperaba

sin acabar de esperar,

y su tez se marchitaba,

y su llanto se secaba

para volver a brotar.

En vano a su confesor

pidió remedio o consejo

para aliviar su dolor;

que mal se cura el amor

con las palabras de un viejo.

En vano a Iván acudía,

llorosa y desconsolada;

el padre no respondía,

que la lengua le tenía

su propia deshonra atada.

Y ambos maldicen su estrella,


callando el padre severo

y suspirando la bella,

porque nació mujer ella,

y el viejo nació altanero.

Dos años al fin pasaron

en esperar y gemir,

y las guerras acabaron,

y los de Flandes tornaron

a sus tierras a vivir.

Pasó un día y otro día,

un mes y otro mes pasó,

y el tercer año corría;

Diego a Flandes se partió,

mas de Flandes no volvía.

Era una tarde serena;

doraba el sol de Occidente

del Tajo la vega amena,

y apoyada en una almena

miraba Inés la corriente. [...]

A lo lejos, por el llano,

en confuso remolino,

vio de hombres tropel lejano

que en pardo polvo liviano


dejan envuelto el camino.

Bajó Inés del torreón,

y, llegando recelosa

a las puertas del Cambrón,

sintió latir, zozobrosa,

más inquieto el corazón.

Tan galán como altanero,

dejó ver la escasa luz

por bajo el arco primero

un hidalgo caballero

en un caballo andaluz.

Jubón negro acuchillado,

banda azul, lazo en la hombrera,

y sin pluma al diestro lado

el sombrero derribado

tocando con la gorguera.

Bombacho gris guarnecido,

bota de ante, espuela de oro,

hierro al cinto suspendido,

y a una cadena, prendido,

agudo cuchillo moro.

Vienen tras este jinete,

sobre potros jerezanos,


de lanceros hasta siete,

y en la adarga y coselete

diez peones castellanos. [...]

Una mujer en tal punto,

en faz de gran aflicción,

rojos de llorar los ojos,

ronca de gemir la voz,

suelto el cabello y el manto,

tomó plaza en el salón

diciendo a gritos: —¡Justicia

jueces; justicia, señor!

Y a los pies se arroja, humilde,

de don Pedro de Alarcón,

en tanto que los curiosos

se agitan al derredor.

Alzóla cortés don Pedro

calmando la confusión

y el tumultuoso murmullo

que esta escena ocasionó,

diciendo:

—Mujer, ¿qué quieres?

—Quiero justicia, señor.


—¿De qué?

—De una prenda hurtada.

—¿Qué prenda?

—Mi corazón.

—¿Tú le diste?

—Le presté.

—¿Y no te le han vuelto?

—No.

—¿Tienes testigos?

—Ninguno.

—¿Y promesa?

—¡Sí, por Dios!

Que al partirse de Toledo

un juramento empeñó.

—¿Quién es él?

—Diego Martínez.

—¿Noble?

—Y capitán, señor.

—Presentadme al capitán,

que cumplirá si juró.

Quedó en silencio la sala,

y a poco en el corredor

se oyó de botas y espuelas


el acompasado son.

Un portero, levantando

el tapiz, en alta voz

dijo: —El capitán don Diego.

Y entró luego en el salón

Diego Martínez, los ojos

llenos de orgullo y furor.

—¿Sois el capitán don Diego

—díjole don Pedro— vos?

Contestó, altivo y sereno,

Diego Martínez:

—Yo soy.

—¿Conocéis a esa muchacha?

—Ha tres años, salvo error.

—¿Hicísteisla juramento

de ser su marido?

—No.

—¿Juráis no haberlo jurado?

—Sí juro.

—Pues id con Dios.

—¡Miente! —clamó Inés, llorando

de despecho y de rubor.

—Mujer, ¡piensa lo que dices!


—Digo que miente: juró.

—¿Tienes testigos?

—Ninguno.

—Capitán, idos con Dios,

y dispensad que, acusado,

dudara de vuestro honor.

Tornó Martínez la espalda

con brusca satisfacción,

e Inés, que le vio partirse,

resuelta y firme gritó:

—Llamadle, tengo un testigo.

Llamadle otra vez, señor.

Volvió el capitán don Diego,

sentóse Ruiz de Alarcón,

la multitud aquietóse

y la de Vargas siguió:

—Tengo un testigo a quien nunca

faltó verdad ni razón.

—¿Quién?

—Un hombre que de lejos

nuestras palabras oyó,

mirándonos desde arriba.

—¿Estaba en algún balcón?


—No, que estaba en un suplicio

donde ha tiempo que expiró.

—¿Luego es muerto?

—No, que vive.

—Estáis loca, ¡vive Dios!

¿Quién fue?

—El Cristo de la Vega

a cuya faz perjuró.

Pusiéronse en pie los jueces

al nombre del Redentor,

escuchando con asombro

tan excelsa apelación.

Reinó un profundo silencio

de sorpresa y de pavor,

y Diego bajó los ojos

de vergüenza y confusión.

Un instante con los jueces

don Pedro en secreto habló,

y levantóse diciendo

con respetuosa voz:

—La ley es ley para todos;

tu testigo es el mejor;
mas para tales testigos

no hay más tribunal que Dios.

Haremos... lo que sepamos;

escribano: al caer el sol,

al Cristo que está en la Vega

tomaréis declaración. [...]

Está el Cristo de la Vega

la cruz en tierra posada,

los pies alzados del suelo

poco menos de una vara;

hacia la severa imagen

un notario se adelanta,

de modo que con el rostro

al pecho santo llegaba.

A un lado tiene a Martínez;

a otro lado, a Inés de Vargas;

detrás, el gobernador

con sus jueces y sus guardias.

Después de leer dos veces

la acusación entablada,

el notario a Jesucristo

así demandó en voz alta:


—Jesús, Hijo de María,

ante nos esta mañana

citado como testigo

por boca de Inés de Vargas,

¿juráis ser cierto que un día

a vuestras divinas plantas

juró a Inés Diego Martínez

por su mujer desposarla?

Asida a un brazo desnudo

una mano atarazada

vino a posar en los autos

la seca y hendida palma,

y allá en los aires «¡Sí juro!»,

clamó una voz más que humana.

Alzó la turba medrosa

la vista a la imagen santa...

Los labios tenía abiertos

y una mano desclavada. [...]

Oriental

Corriendo van por la vega


a las puertas de Granada

hasta cuarenta gomeles

y el capitán que los manda.

Al entrar en la ciudad,

parando su yegua blanca,

le dijo éste a una mujer

que entre sus brazos lloraba:

—Enjuga el llanto, cristiana,

no me atormentes así,

que tengo yo, mi sultana,

un nuevo Edén para ti.

Tengo un palacio en Granada,

tengo jardines y flores,

tengo una fuente dorada

con más de cien surtidores,

y en la vega del Genil

tengo parda fortaleza,

que será reina entre mil

cuando encierre tu belleza.


Y sobre toda una orilla

extiendo mi señorío;

ni en Córdoba ni en Sevilla

hay un parque como el mío.

Allí la altiva palmera

y el encendido granado,

junto a la frondosa higuera

cubren el valle y collado.

Allí el robusto nogal,

allí el nópalo amarillo,

allí el sombrío moral

crecen al pie del castillo.

Y olmos tengo en mi alameda

que hasta el cielo se levantan,

y en redes de plata y seda

tengo pájaros que cantan.

Y tú mi sultana eres,

que desiertos mis salones


están, mi harén sin mujeres,

mis oídos sin canciones.

Yo te daré terciopelos

y perfumes orientales;

de Grecia te traeré velos

y de Cachemira chales.

Y te daré blancas plumas

para que adornes tu frente,

más blancas que las espumas

de nuestros mares de Oriente.

Y perlas para el cabello,

y baños para el calor,

y collares para el cuello;

para los labios... ¡amor!

—¿Qué me valen tus riquezas

—respondióle la cristiana—,

si me quitas a mi padre,

mis amigos y mis damas?

Vuélveme, vuélveme, moro,


a mi padre y a mi patria,

que mis torres de León

valen más que tu Granada.

Escuchóla en paz el moro,

y manoseando su barba,

dijo como quien medita,

en la mejilla una lágrima:

—Si tus castillos mejores

que nuestros jardines son

y son más bellas tus flores

por ser tuyas, en León,

y tú diste tus amores

a alguno de tus guerreros,

hurí del Edén, no llores;

vete con tus caballeros.

Y dándole su caballo

y la mitad de su guardia,

el capitán de los moros

volvió en silencio la espalda.


RAMÓN DE CAMPOAMOR

Nace en Navia (Asturias) en 1817;

muere en Madrid en 1901

¡Quién supiera escribir!

Escribidme una carta, señor cura.

—Ya sé para quién es.

—¿Sabéis quién es, porque una noche oscura

nos visteis juntos?

—Pues.

—Perdonad, mas...

—No extraño ese tropiezo.

La noche... la ocasión...

Dadme pluma y papel. Gracias. Empiezo:

Mi querido Ramón:

—¿Querido?... Pero, en fin, ya lo habéis puesto...

—Si no queréis...

—¡Sí, sí!

—¡Qué triste estoy! ¿No es eso?

—Por supuesto.
—¡Qué triste estoy sin ti!

Una congoja, al empezar, me viene...

—¿Cómo sabéis mi mal?...

—Para un viejo, una niña siempre tiene

pecho de cristal.

—¿Qué es sin ti el mundo? Un valle de amargura.

¿Y contigo? Un edén.

—Haced la letra clara, señor cura,

que lo entienda eso bien.

—El beso aquel que de marchar a punto

te di... —¿Cómo sabéis?...

—Cuando se va y se viene y se está junto,

siempre... no os afrentéis.

—Y si volver tu afecto no procura,

tanto me harás sufrir...

—¿Sufrir y nada más? No, señor cura,

¡que me voy a morir!

—¿Morir? ¿Sabéis que es ofender al cielo?...

—Pues sí, señor; ¡morir!

—Yo no pongo morir —¡Qué hombre de hielo!

¡Quién supiera escribir! [...]


Mi carta, que es feliz...

[...] Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros,

cuenta os dará de la memoria mía.

Aquel fantasma soy que, por gustaros,

juró estar viva a vuestro lado un día.

»Cuando lleve esta carta a vuestro oído

el eco de mi amor y mis dolores,

el cuerpo en que mi espíritu ha vivido

ya durmiendo estará bajo unas flores.

»Por no dar fin a la ventura mía,

la escribo larga... casi interminable...

¡Mi agonía es la bárbara agonía

del que quiere evitar lo inevitable!

«Hundiéndose al morir sobre mi frente

el palacio ideal de mi quimera,

de todo mi pasado, solamente

esta pena que os doy borrar quisiera.

»Me rebelo a morir, pero es preciso...

¡El triste vive y el dichoso muere!...

¡Cuando quise morir, Dios no lo quiso;

hoy que quiero vivir, Dios no lo quiere!

»¡Os amo, sí! Dejadme que habladora

me repita esta voz tan repetida;


que las cosas más íntimas ahora

se escapan de mis labios con mi vida.

«Hasta furiosa, a mí que ya no existo,

la idea de los celos me importuna;

¡juradme que esos ojos que me han visto

nunca el rostro verán de otra ninguna!

»Y si aquella mujer de aquella historia

vuelve a formar de nuevo vuestro encanto,

aunque os ame, gemid en mi memoria;

¡yo os hubiera también amado tanto!...

»Mas tal vez allá arriba nos veremos,

después de esta existencia pasajera,

cuando los dos, como en el tren, lleguemos

de vuestra vida a la estación postrera.

»¡Ya me siento morir!... El cielo os guarde.

Cuidad, siempre que nazca o muera el día,

de mirar al lucero de la tarde,

esa estrella que siempre ha sido la mía.

»Pues yo desde ella os estaré mirando;

y como el bien con la virtud se labra,

para verme mejor, yo haré, rezando,

que Dios de par en par el cielo os abra.

»¡Nunca olvidéis a esta infeliz amante


que os cita, cuando os deja, para el cielo!

¡Si es verdad que me amasteis un instante,

llorad, porque eso sirve de consuelo!...

»¡Oh Padre de las almas pecadoras!

¡Conceded el perdón al alma mía!

¡Amé mucho, Señor, y muchas horas;

mas sufrí por más tiempo todavía!

»¡Adiós, adiós! Como hablo delirando,

no sé decir lo que deciros quiero.

Yo sólo sé de mí que estoy llorando,

que sufro, que os amaba y que me muero».


CAROLINA CORONADO

Nace en Almendralejo (Badajoz) en 1823;

muere en Lisboa en 1911

El amor de los amores

¿Cómo te llamaré para que entiendas

que me dirijo a Ti, dulce amor mío,

cuando lleguen al mundo las ofrendas

que desde oculta soledad te envío?...

A Ti, sin nombre para mí en la tierra,

¿cómo te llamaré con aquel nombre,

tan claro que no pueda ningún hombre

confundirlo, al cruzar por esta sierra?

¿Cómo sabrás que enamorada vivo

siempre de Ti, que me lamento sola

del Gévora que pasa fugitivo

mirando relucir ola tras ola?


Aquí estoy aguardando en una peña

a que venga el que adora el alma mía;

¿por qué no ha de venir, si es tan risueña

la gruta que formé por si venía?

¿Qué tristeza ha de haber donde hay zarzales

todos en flor, y acacias olorosas,

y cayendo en el agua blancas rosas,

y entre la espuma lirios virginales?

Y ¿por qué de mi vida has de esconderte?

¿Por qué no has de venir si yo te llamo?

¡Porque quiero mirarte, quiero verte

y tengo que decirte que te amo!

¿Quién nos ha de mirar por estas vegas,

como vengas al pie de las encinas,

si no hay más que palomas campesinas

que están también con sus amores ciegas?

Pero si quieres esperar la luna,

escondida estaré en la zarza-rosa,

y si vienes con planta cautelosa,


no nos podrá sentir paloma alguna.

Y no temas si alguna se despierta,

que si te logro ver, de gozo muero,

y aunque después lo cante al mundo entero,

¿qué han de decir los vivos de una muerta?


ROSALÍA DE CASTRO

Nace en Santiago de Compostela (La Coruña) en 1837;

muere en Padrón (La Coruña) en 1885

[...] Y a duermen en su tumba las pasiones

el sueño de la nada;

¿es, pues, locura del doliente espíritu,

o gusano que llevo en mis entrañas?

Yo sólo sé que es un placer que duele,

que es un dolor que atormentando halaga,

llama que de la vida se alimenta,

mas sin la cual la vida se apagara. [...]


JOSÉ MARTÍ

Nace en La Habana (Cuba) en 1853;

muere en Boca de Dos Ríos (Cuba) en 1895

Yo soy un hombre sincero

de donde crece la palma,

y antes de morirme quiero

echar mis versos del alma.

Yo vengo de todas partes,

y hacia todas partes voy:

arte soy entre las artes,

en los montes, monte soy.

Yo sé los nombres extraños

de las yerbas y las flores,

y de mortales engaños,

y de sublimes dolores.

Yo he visto en la noche oscura

llover sobre mi cabeza

los rayos de lumbre pura


de la divina belleza.

Alas nacer vi en los hombros

de las mujeres hermosas:

y salir de los escombros

volando las mariposas.

He visto vivir a un hombre

con el puñal al costado,

sin decir jamás el nombre

de aquella que lo ha matado.

Rápida, como un reflejo,

dos veces vi el alma, dos:

cuando murió el pobre viejo,

cuando ella me dijo adiós.

Temblé una vez —en la reja,

a la entrada de la viña—

cuando la bárbara abeja

picó en la frente a mi niña.

Gocé una vez, de tal suerte


que gocé cual nunca, cuando

la sentencia de mi muerte

leyó el alcaide llorando.

Oigo un suspiro, a través

de las tierras y la mar,

y no es un suspiro, es

que mi hijo va a despertar.

Si dicen que del joyero

tome la joya mejor,

tomo a un amigo sincero

y pongo a un lado el amor.

Yo he visto al águila herida

volar al azul sereno,

y morir en su guarida

la víbora del veneno.

Yo sé bien que cuando el mundo

cede, lívido, al descanso,

sobre el silencio profundo

murmura el arroyo manso.


Yo he puesto la mano osada,

de horror y júbilo yerta,

sobre la estrella apagada

que cayó frente a mi puerta.

Oculto en mi pecho bravo

la pena que me lo hiere:

el hijo de un pueblo esclavo

vive por él, calla, y muere.

Todo es hermoso y constante,

todo es música y razón,

y todo, como el diamante,

antes que luz es carbón.

Yo sé que el necio se entierra

con gran lujo y con gran llanto,

y que no hay fruta en la tierra

como la del camposanto.

Callo, y entiendo, y me quito

la pompa del rimador:


cuelgo de un árbol marchito

mi muceta de doctor.
ÁNGEL GANIVET

Nace en Granada en 1865;

muere en Riga (Letonia) en 1898

Vivir

Lleva el placer al dolor

y el dolor lleva al placer;

¡vivir no es más que correr

eternamente alrededor

de la esfinge del amor!

Esfinge de forma rara

que no deja ver la cara...;

mas yo la he visto en secreto,

y es la esfinge un esqueleto

y el amor en muerte para.


MIGUEL DE UNAMUNO

Nace en Bilbao en 1864;

muere en Salamanca en 1936

El Cristo de Velázquez

(Fragmento)

¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?

¿Por qué ese velo de cerrada noche

de tu abundosa cabellera negra

de nazareno cae sobre tu frente?

Miras dentro de Ti, donde está el reino

de Dios; dentro de Ti, donde alborea

el sol eterno de las almas vivas.

Blanco tu cuerpo está como el espejo

del padre de la luz, del sol vivífico;

blanco tu cuerpo al modo de la luna

que muerta ronda en torno de su madre

nuestra cansada vagabunda tierra;

blanco tu cuerpo está como la hostia

del cielo de la noche soberana,

de ese cielo tan negro como el velo


de tu abundosa cabellera negra

de nazareno.

Que eres, Cristo, el único

Hombre que sucumbió de pleno grado,

triunfador de la muerte, que a la vida

por Ti quedó encumbrada. Desde entonces

por Ti nos vivifica esa tu muerte,

por Ti la muerte se ha hecho nuestra madre,

por Ti la muerte es el amparo dulce

que azucara amargores de la vida;

por Ti, el Hombre muerto que no muere,

blanco cual luna de la noche. Es sueño,

Cristo, la vida, y es la muerte vela.

Mientras la tierra sueña solitaria,

vela la blanca luna; vela el Hombre

desde su cruz, mientras los hombres sueñan;

vela el Hombre sin sangre, el Hombre blanco

como la luna de la noche negra;

vela el Hombre que dio toda su sangre

por que las gentes sepan que son hombres.

Tú salvaste a la muerte. Abres tus brazos

a la noche, que es negra y muy hermosa

porque el sol de la vida la ha mirado


con sus ojos de fuego: que a la noche

morena la hizo el sol y tan hermosa.

Y es hermosa la luna solitaria,

la blanca luna en la estrellada noche

negra cual la abundosa cabellera

negra del nazareno. Blanca luna

como el cuerpo del Hombre en cruz, espejo

del sol de vida, del que nunca muere.

Los rayos, Maestro, de tu suave lumbre

nos guían en la noche de este mundo,

ungiéndonos con la esperanza recia

de un día eterno. Noche cariñosa,

¡oh noche, madre de los blandos sueños,

madre de la esperanza, dulce Noche,

noche oscura del alma, eres nodriza

de la esperanza en Cristo salvador!

Ante su último retrato

Ahora que voy tocando ya la cumbre

de la carrera que mi Dios me impuso

—hila su última vuelta al fin mi huso—,

me dan tus ojos su más pura lumbre.


Siento de la mansión la pesadumbre,

grave carga deber decir: «¡Acuso!»,

y en esta lucha contra el mal intruso

eres tú, Concha mía, mi costumbre.

En la brega se pierde hojas y brotes

y alguna rama de vigor se troncha,

que no en vano dio en vástagos azotes;

pero al alma del alma ni una roncha

tan solo me rozó, que con tus dotes

eres de ella la concha tú, mi Concha.

Dulce silencioso pensamiento

En el fondo, las risas de mis hijos;

yo sentado al amor de la camilla;

Heródoto me ofreció rica cilla

del eterno saber y, entre acertijos

de la Pitia venal, cuentos prolijos,

realce de la eterna maravilla

de nuestro sino. Frente a mí, en su silla,


ella cose, y teniendo un rato fijos

mis ojos de sus ojos en la gloria,

digiero los secretos de la historia,

y en la paz santa que mi casa cierra,

al tranquilo compás de un quieto aliento,

ara en mí, como un manso buey la tierra,

el dulce silencioso pensamiento.


JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

Nace en Bogotá (Colombia) en 1865;

muere en Bogotá en 1896

Una noche,

una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas,

una noche

en que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas,

a mi lado, lentamente, contra mí ceñida toda,

muda y pálida

como si un presentimiento de amarguras infinitas

hasta el fondo más secreto de tus fibras te agitara,

por la senda que atraviesa la llanura florecida

caminabas,

y la luna llena

por los cielos azulosos, infinitos y profundos esparcía su luz blanca,

y tu sombra,

fina y lánguida,

y mi sombra,

por los rayos de la luna proyectada,

sobre las arenas tristes


de la senda se juntaban

y eran una

y eran una

¡y eran una sola sombra larga!

¡Y eran una sola sombra larga!

¡Y eran una sola sombra larga!

Esta noche

solo, el alma

llena de las infinitas amarguras y agonías de tu muerte,

separado de ti misma por la sombra, por el tiempo y la distancia,

por el infinito negro

donde nuestra voz no alcanza,

solo y mudo

por la senda caminaba,

y se oían los ladridos de los perros a la luna,

a la luna pálida,

y el chillido

de las ranas.

Sentí frío, ¡era el frío que tenían en la alcoba

tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas

entre las blancuras níveas

de las mortuorias sábanas!

Era el frío del sepulcro, era el frío de la muerte,


era el frío de la nada...

mi sombra,

por los rayos de la luna proyectada,

iba sola,

iba sola,

¡iba sola por la estepa solitaria!

Y tu sombra esbelta y ágil,

fina y lánguida,

como en esa noche tibia de la muerta primavera,

como en esa noche llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas,

se acercó y marchó con ella,

se acercó y marchó con ella,

se acercó y marchó con ella... ¡Oh las sombras enlazadas!

¡Oh las sombras que se buscan y se juntan en las noches de negruras y de


lágrimas!...
RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN

Nace en Villanueva de Arosa (Pontevedra) en 1866;

muere en Santiago de Compostela (Pontevedra) en 1936

¡Aleluya!

Por la divina primavera

me ha venido la ventolera

de hacer versos funambulescos

—un purista diría grotescos—.

Para las gentes respetables

son cabriolas espantables.

Cotarelo la sien se rasca,

pensando si el Diablo lo añasca.

Y se santigua con unción

el pobre Ricardo León.


Y Cejador, como un baturro

versallesco, me llama burro.

Y se ríe Pérez de Ayala,

con su risa entre buena y mala.

Darío me alarga en la sombra

una mano, y a Poe me nombra.

Maga estrella de pentarquía

sobre su pecho anuncia el día.

Su blanca túnica de Esenio

tiene las luces del selenio.

¡Sombra del misterioso delta,

vibra en tu honor mi gaita celta!

¡Tú amabas las rosas, el vino

y los amores del camino!

Cantor de Vida y Esperanza,

para ti toda mi loanza.


Por el alba de oro, que es tuya.

¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!

La gran caravana académica

saludo con risa ecuménica.

Y con un guiño a hurto de Maura,

me responde Clemencina Isaura.

En mi verso rompo los yugos

y hago la higa a los verdugos.

Yo anuncio la era argentina

de socialismo y cocaína.

De cocotas con convulsiones

y de vastas Revoluciones.

Resplandecen de amor las normas

eternas. Renacen las formas.

Tienen la gracia matinal


del Paraíso Terrenal.

Detrás de la furia guerrera,

la furia de amor se exaspera.

Ya dijo el griego que la furia

de Heracles engendra lujuria.

No cambia el ritmo de la vida

por una locura homicida.

A mayor fiebre de terror,

mayor calentura de amor.

La lujuria no es un precepto

del Padre: es su eterno concepto.

Hay que crear eternamente

y dar al viento la simiente:

el grano de amor o veneno

que aposentamos en el seno.


El grano de todas las horas

en el gran Misterio sonoras.

¿Y cuál será mi grano incierto?

¡Tendré su pan después de muerto!

¡Y de mi siembra no predigo!

¿Será cizaña? ¿Será trigo?

¿Acaso una flor de amapola

sin olor? La gracia española.

¿Acaso la flor digital

que grana un veneno mortal

bajo el sol que la enciende? ¿Acaso

la flor del alma de un payaso?

¡Pálida flor de la locura

con normas de literatura!

Acaso esta musa grotesca

—ya no digo funambulesca—,


que con sus gritos espasmódicos

irrita a los viejos retóricos

y salta luciendo la pierna,

¿no será la musa moderna?

Apuro el vaso de bon vino,

y hago cantando mi camino.

Y al compás de un ritmo trocaico,

de viejo gaitero galaico,

llevo mi verso a la Farándula:

Anímula, Vágula, Blándula.


AMADO NERVO

Nace en Tepic (México) en 1870;

muere en Montevideo (Uruguay) en 1919

Gratia plena

Todo en ella encantaba, todo en ella atraía;

su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar...

El ingenio de Francia de su boca fluía.

Era llena de gracia, como el Avemaría;

¡quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar!

Ingenua como el agua, diáfana como el día,

rubia y nevada como Margarita sin par,

al influjo de su alma celeste, amanecía...

Era llena de gracia, como el Avemaría;

¡quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar!

Cierta dulce y amable dignidad la investía

de no sé qué prestigio lejano y singular.

Más que muchas princesas, princesa parecía:

era llena de gracia, como el Avemaría;


¡quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar!

Yo gocé el privilegio de encontrarla en mi vía

dolorosa; por ella tuvo fin mi anhelar,

y cadencias arcanas halló mi poesía.

Era llena de gracia, como el Avemaría;

¡quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar!

¡Cuánto, cuánto la quise! Por diez años fue mía,

¡pero flores tan bellas nunca pueden durar!

Era llena de gracia, como el Avemaría,

¡y a la fuente de gracia, de donde procedía,

se volvió... como gota que se vuelve a la mar!

Sin rumbo

Por diez años su diáfana existencia fue mía.

Diez años en mi mano su mano se apoyó,

¡... y en sólo unos instantes se me puso tan fría,

que por siempre mis besos congeló!

¡Adonde iréis ahora, pobre nidada loca

de mis huérfanos besos, si sus labios están


cerrados, si hay un sello glacial sobre su boca,

si su frente divina se heló bajo su toca,

si sus ojos ya nunca se abrirán!


MANUEL MACHADO

Nace en Sevilla en 1874;

muere en Madrid en 1947

Adelfos

Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron

—soy de la raza mora, vieja amiga del sol—,

que todo lo ganaron y todo lo perdieron.

Tengo el alma de nardo del árabe español.

Mi voluntad se ha muerto una noche de luna

en que era muy hermoso no pensar ni querer...

Mi ideal es tenderme, sin ilusión ninguna...

De cuando en cuando un beso y un nombre de mujer.

En mi alma, hermana de la tarde, no hay contornos...

y la rosa simbólica de mi única pasión

es una flor que nace en tierras ignoradas

y que no tiene aroma, ni forma, ni color.

Besos, ¡pero no darlos! Gloria... ¡la que me deben!

¡Que todo como un aura se venga para mí!


Que las olas me traigan y las olas me lleven

y que jamás me obliguen el camino a elegir.

¡Ambición!, no la tengo. ¡Amor!, no lo he sentido.

No ardí nunca en un fuego de fe ni gratitud.

Un vago afán de arte tuve... Ya lo he perdido.

Ni el vicio me seduce, ni adoro la virtud.

De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo.

No se ganan, se heredan elegancia y blasón...

Pero el lema de casa, el mote del escudo,

es una nube vaga que eclipsa un vano sol.

Nada os pido. Ni os amo ni os odio. Con dejarme

lo que hago por vosotros hacer podéis por mí...

¡Que la vida se tome la pena de matarme

que yo no me tomo la pena de vivir!...

Mi voluntad se ha muerto una noche de luna

en que era muy hermoso no pensar ni querer...

De cuando en cuando un beso, sin ilusión ninguna.

¡El beso generoso que no he de devolver!


ANTONIO MACHADO

Nace en Sevilla en 1875;

muere en Colliure (Francia) en 1939

Melancolía

Tarde tranquila, casi

con placidez de alma,

para ser joven, para haberlo sido

cuando Dios quiso, para

tener algunas alegrías... lejos,

y poder dulcemente recordarlas.

Yo voy soñando caminos...

Yo voy soñando caminos

de la tarde. ¡Las colinas

doradas, los verdes pinos,

las polvorientas encinas!...

¿Adonde el camino irá?

Yo voy cantando, viajero

a lo largo del sendero...


—la tarde cayendo está—:

«En el corazón tenía

la espina de una pasión;

logré arrancármela un día:

ya no siento el corazón».

Y todo el campo un momento

se queda, mudo y sombrío,

meditando. Suena el viento

en los álamos del río.

La tarde más se oscurece;

y el camino que serpea

y débilmente blanquea,

se enturbia y desaparece.

Mi cantar vuelve a plañir:

«Aguda espina dorada,

quién te pudiera sentir

en el corazón clavada».

Anoche, cuando dormía...


Anoche, cuando dormía,

soñé, ¡bendita ilusión!,

que una fontana fluía

dentro de mi corazón;

Di, ¿por qué acequia escondida,

agua, vienes hasta mí,

manantial de nueva vida

en donde nunca bebí?

Anoche, cuando dormía,

soñé, ¡bendita ilusión!,

que una colmena tenía

dentro de mi corazón;

y las doradas abejas

iban fabricando en él,

con las amarguras viejas,

blanca cera y dulce miel.

Anoche, cuando dormía,

soñé, ¡bendita ilusión!,

que un ardiente sol lucía

dentro de mi corazón.
Era ardiente porque daba

calores de rojo hogar,

y era sol porque alumbraba,

y porque hacía llorar.

Anoche, cuando dormía,

soñé, ¡bendita ilusión!,

que era Dios lo que tenía

dentro de mi corazón.

La primavera besaba...

La primavera besaba

suavemente la arboleda,

y el verde nuevo brotaba

como una verde humareda.

Las nubes iban pasando

sobre el campo juvenil...

Yo vi en las hojas temblando

las frescas lluvias de abril.

Bajo ese almendro florido,


todo cargado de flor

—recordé—, yo he maldecido

mi juventud sin amor.

Hoy, en mitad de la vida,

me he parado a meditar...

¡Juventud nunca vivida,

quién te volviera a soñar!

Retrato

Mi infancia son recuerdos

de un patio de Sevilla,

y un huerto claro donde

madura el limonero;

mi juventud, veinte años

en tierras de Castilla;

mi historia, algunos casos

que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara

ni un Bradomín he sido

—ya conocéis mi torpe


aliño indumentario—,

mas recibí la flecha

que me asignó Cupido,

y amé cuanto ellas pueden

tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas

de sangre jacobina,

pero mi verso brota

de manantial sereno;

y, más que un hombre al uso

que sabe su doctrina,

soy, en el buen sentido

de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura,

y en la moderna estética

corté las viejas rosas

del huerto de Ronsard;

mas no amo los afeites

de la actual cosmética,

ni soy un ave de esas

del nuevo gay-trinar.


Desdeño las romanzas

de los tenores huecos

y el coro de los grillos

que cantan a la luna.

A distinguir me paro

las voces de los ecos,

y escucho solamente,

entre las voces, una.

¿Soy clásico o romántico?

No sé. Dejar quisiera

mi verso, como deja

el capitán su espada:

famosa por la mano

viril que la blandiera,

no por el docto oficio

del forjador preciada.

Converso con el hombre

que siempre va conmigo

—quien habla sólo espera

hablar a Dios un día—;


mi soliloquio es plática

con este buen amigo

que me enseñó el secreto

de la filantropía.

Y, al cabo, nada os debo;

debéisme cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo,

con mi dinero pago

el traje que me cubre

y la mansión que habito,

el pan que me alimenta

y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día

del último viaje,

y esté al partir la nave

que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo,

ligero de equipaje,

casi desnudo, como

los hijos de la mar.


Campos de Soria

Colinas plateadas,

grises alcores, cárdenas roquedas

por donde traza el Duero

su curva de ballesta

en torno a Soria, oscuros encinares,

ariscos pedregales, calvas sierras,

caminos blancos y álamos del río,

tardes de Soria, mística y guerrera,

hoy siento por vosotros, en el fondo

del corazón, tristeza,

tristeza que es amor! ¡Campos de Soria

donde parece que las rocas sueñan,

conmigo vais! ¡Colinas plateadas,

grises alcores, cárdenas roquedas!... [...]

Estos chopos del río, que acompañan

con el sonido de sus hojas secas

el son del agua, cuando el viento sopla,

tienen en sus cortezas

grabadas iniciales que son nombres

de enamorados, cifras que son fechas.


¡Álamos del amor que ayer tuvisteis

de ruiseñores vuestras ramas llenas;

álamos que seréis mañana liras

del viento perfumado en primavera;

álamos del amor cerca del agua

que corre y pasa y sueña,

álamos de las márgenes del Duero,

conmigo vais, mi corazón os lleva!

Otras canciones a Guiomar

¡Sólo tu figura,

como una centella blanca,

en mi noche oscura!

¡Y en la tersa arena,

cerca de la mar,

tu carne rosa y morena,

súbitamente, Guiomar!

En el gris del muro,

cárcel y aposento,
y en un paisaje futuro

con sólo tu voz y el viento;

en el nácar frío

de tu zarcillo en mi boca,

Guiomar, y en el calofrío

de una amanecida loca;

asomada al malecón

que bate la mar de un sueño,

y bajo el arco del ceño

de mi vigilia, a traición,

¡siempre tú!

Guiomar, Guiomar,

mírame en ti castigado;

reo de haberte creado,

ya no te puedo olvidar.

II

Todo amor es fantasía;

él inventa el año, el día,

la hora y su melodía;
inventa el amante y, más,

la amada. No prueba nada,

contra el amor, que la amada

no haya existido jamás.

II

Escribiré en tu abanico:

te quiero para olvidarte,

para quererte te olvido.

IV

Te abanicarás

con un madrigal que diga:

en amor el olvido pone la sal.

Te pintaré solitaria

en la urna imaginaria

de un daguerrotipo viejo

o en el fondo de un espejo,
viva y quieta,

olvidando a tu poeta.

VI

Y te enviaré mi canción:

«Se canta lo que se pierde»,

con un papagayo verde

que la diga en tu balcón.

VII

Que apenas si de amor el ascua humea

sabe el poeta que la voz engola

y, barato cantor, se pavonea

con su pesar o enluta su viola;

y que si amor da su destello, sola

la pura estrofa suena,

fuente de monte, anónima y serena.

Bajo el azul olvido, nada canta,

ni tu nombre ni el mío, el agua santa.

Sombra no tiene de su turbia escoria

limpio metal; el verso del poeta


lleva el ansia de amor que lo engendrara

como lleva el diamante sin memoria

—frío diamante— el fuego del planeta

trocado en luz, en una joya clara...


EDUARDO MARQUINA

Nace en Barcelona en 1879;

muere en Nueva York en 1946

Melancolía

A ti, por quien moriría,

me gusta verte llorar.

En el dolor eres mía,

en el placer te me vas.
EMILIO CARRERE

Nace en Madrid en 1881;

muere en Madrid en 1947

El romance de la princesa muerta

«Los faroles de Palacio ya no quieren alumbrar

y solo luce la luna como un cirio funeral».

Solo la luna lucía

y en el triste jardín real

una fontana plañía

su elegía de cristal:

—¡Oh Mercedes, lirio, estrella,

que en mi espejo se miró:

la Muerte la vio tan bella

y en los ojos la besó!

Solo estaban encendidas

las luces del funeral;

los faroles, como vidas,

apagó un viento mortal,

«Los faroles de Palacio ya no quieren alumbrar,

porque se ha muerto Mercedes y luto quieren guardar».


«Su carita era de virgen; sus manitas de marfil

las cruzó la Dama Pálida, que ha pasado por aquí»,

clamaba un ave agorera

viendo a la sombra venir.

Ya su carita de cera

se ve en la caja dormir.

Manos de virtudes llenas,

en cuyo albor marfileño

dibujan las finas venas

una flor azul de ensueño.

¡Tristes pupilas vidriadas!

¡Muertas manos de marfil!

¡Con qué pena en sus tonadas

llora el romance infantil! [...]


RAMÓN PÉREZ DE AYALA

Nace en Oviedo (Asturias) en 1881;

muere en Madrid en 1962

Una vez, érase que se era...

Una vez, érase que se era...

Érase una niña bonita.

Le decían todos ternezas

y le hacían dulces halagos.

Tenía la niña una muñeca.

Era la muñeca muy rubia

y su claro nombre Cordelia.

Una vez, érase que se era...

La muñeca, claro, no hablaba,

nada decía a la chicuela.

«¿Por qué no hablas como todos

y me dices palabras tiernas?».

La muñeca nada responde.


La niña, enojada, se altera.

Tira la muñeca en el suelo

y la rompe y la pisotea.

Y habla entonces por un milagro,

antes de morir, la muñeca:

«Yo te quería más que nadie,

aunque decirlo no pudiera».

Una vez, érase que se era...


FERNANDO VILLALÓN

Nace en Morón de la Frontera (Sevilla) en 1881;

muere en Madrid en 1930

Luna lunera

Viudita habías de ser,

viudita cascabelera,

y yo casarme contigo.

Luna lunera...

¡Quiquiriquí! Canta el gallo;

yo partía a mi tarea

dejándote arropadita,

Luna lunera...

Tan. Tan. Tan. Ya son las doce.

Yo me sentaría a tu mesa

y en tu boca comería,

Luna lunera...

Plon. Plon. Plon; a la oración


tus manitas de azucena

en exvoto rezarían,

Luna, lunera...

Tin, tan; tin, tan; ya es la queda...

La nube de tu camisa

trabaría tus lindas piernas

y entre tus dos pomas rosa

dormirían, Luna lunera...


LEÓN FELIPE

Nace en Tábara (Zamora) en 1884;

muere en México en 1968

Como tú...

Así es mi vida,

piedra,

como tú; como tú,

piedra pequeña;

como tú,

piedra ligera;

como tú,

canto que ruedas

por las calzadas

y por las veredas;

como tú,

guijarro humilde de las carreteras;

como tú,

que en días de tormenta

te hundes

en el cieno de la tierra

y luego
centelleas

bajo los cascos

y bajo las ruedas;

como tú, que no has servido

para ser ni piedra

de una Lonja,

ni piedra de una Audiencia,

ni piedra de un Palacio,

ni piedra de una Iglesia;

como tú,

piedra aventurera;

como tú,

que, tal vez, estás hecha

sólo para una honda,

piedra pequeña

ligera...

[...]¡Oh, esa niña! Hace un alto en mi ventana

siempre y se queda a los cristales pegada

como si fuera una estampa.

¡Qué gracia

tiene su cara
en el cristal aplastada

con la barbilla sumida y la naricilla chata!

Yo me río mucho mirándola

y la digo que es una niña muy guapa...

Ella, entonces, me llama ¡tonto!, y se marcha.

¡Pobre niña! Ya no pasa

por esta calle tan ancha

caminando hacia la escuela de muy mala gana,

ni se para

en mi ventana,

ni se queda a los cristales pegada

como si fuera una estampa.

Que un día se puso mala,

muy mala,

y otro día doblaron por ella a muerto las campanas.

Y una tarde muy clara,

por esta calle tan ancha,

al través de la ventana,

vi cómo se la llevaban

en una caja muy blanca...

En una caja
muy blanca

que tenía un cristalito en la tapa.

Por aquel cristal se le veía la cara

lo mismo que cuando estaba

pegadita al cristal de mi ventana...

Al cristal de esta ventana

que ahora me recuerda siempre el cristalito de aquella caja

tan blanca. [...]


DELMIRA AGUSTINI

Nace en Montevideo (Uruguay) en 1886;

muere en Montevideo en 1914

El arroyo

¿Te acuerdas?... El arroyo fue la serpiente buena...

Fluía triste y triste como un llanto de ciego.

Cuando en las piedras grises donde arraiga la pena,

Como un inmenso lirio, se levantó tu ruego.

Mi corazón, la piedra más gris y más serena,

Despertó en la caricia de la corriente, y luego

Sintió cómo la tarde, con manos de agarena,

Prendía sobre él una rosa de fuego.

Y mientras la serpiente del arroyo blandía

El veneno divino de la melancolía,

Tocada de crepúsculo me abrumó tu cabeza,

La coroné de un beso fatal; en la corriente

Vi pasar un cadáver de fuego... Y locamente

Me derrumbó en tu abrazo profundo la tristeza.


GABRIELA MISTRAL

Nace en Vicuña (Chile) en 1889;

muere en Nueva York en 1957

Dios lo quiere

La tierra se hace madrastra

si tu alma vende a mi alma.

Llevan un escalofrío

de tribulación las aguas.

El mundo fue más hermoso

desde que me hiciste aliada,

cuanto junto de un espino

nos quedamos sin palabras

¡y el amor como el espino

nos traspasó de fragancia!

Pero te va a brotar víboras

la tierra si vendes mi alma;


baldías del hijo, rompo

mis rodillas desoladas.

Se apaga Cristo en mi pecho

¡y la puerta de mi casa

quiebra la mano al mendigo

y avienta a la atribulada!

II

Beso que tu boca entregue

a mis oídos alcanza,

porque las grutas profundas

me devuelven tus palabras.

El polvo de los senderos

guarda el olor de tus plantas

y oteándolas como un ciervo,

te sigo por las montañas...

A la que tú ames, las nubes

la pintan sobre mi casa.

Ve cual ladrón a besarla

de la tierra en las entrañas,

que, cuando el rostro le alces,

hallas mi cara con lágrimas.


III

Dios no quiere que tú tengas

sol si conmigo no marchas;

Dios no quiere que tú bebas

si yo no tiemblo en tu agua;

no consiente que tú duermas

sino en mi trenza ahuecada.

IV

Si te vas, hasta en los musgos

del camino rompes mi alma;

te muerden la sed y el hambre

en todo monte o llamada

y en cualquier país las tardes

con sangre serán mis llagas.

Y destilo de tu lengua

aunque a otra mujer llamaras,

y me clavo como un dejo

de salmuera en tu garganta;

y odies, o cantes, o ansies,

¡por mí solamente clamas!


V

Si te vas y mueres lejos,

tendrás la mano ahuecada

diez años bajo la tierra

para recibir mis lágrimas,

sintiendo cómo te tiemblan

las carnes atribuladas,

¡hasta que te espolvoreen

mis huesos sobre la cara!

Amo Amor

Anda libre en el surco, bate el ala en el viento

late vivo en el sol y se prende al pinar.

No te vale olvidarlo como al mal pensamiento:

¡le tendrás que escuchar!

Habla lengua de bronce y habla lengua de ave,

ruego tímidos, imperativos de mar.

No te vale ponerle gesto audaz, ceño grave:

¡lo tendrás que hospedar!


Gasta trazas de dueño; no le ablandan excusas.

Rasga vasos de flor, hiende el hondo glaciar.

No te vale decirle que albergarlo rehúsas:

¡lo tendrás que hospedar!

Tiene argucias sutiles en la réplica fina,

argumentos de sabio, pero en voz de mujer.

Ciencia humana te salva, menos ciencia divina:

¡le tendrás que creer!

Te echa venda de lino; tú la venda toleras.

Te ofrece el brazo cálido, no le sabes huir.

Echa a andar, tú le sigues hechizada aunque vieras

¡que eso para en morir!

El amor que calla

Si yo te odiara, mi odio te daría

en las palabras, rotundo y seguro;

pero te amo y mi amor no se confía

a este hablar de los hombres, tan oscuro.

Tú lo quisieras vuelto en alarido,


y viene de tan hondo que ha deshecho

su quemante raudal, desfallecido,

antes de la garganta, antes del pecho.

Estoy lo mismo que estanque colmado

y te parezco un surtidor inerte.

¡Todo por mi callar atribulado

que es más atroz que el entrar en la muerte!

Éxtasis

Ahora, Cristo, bájame los párpados,

pon en la boca escarcha,

que están de sobra ya todas las horas

y fueron dichas todas las palabras.

Me miró, nos miramos en silencio

mucho tiempo, clavadas,

como en la muerte, las pupilas. Todo

el estupor que blanquea las caras

en la agonía, albeaba nuestros rostros.

¡Tras de ese instante, ya no resta nada!


Me habló convulsamente;

le hablé, rotas, cortadas

de plenitud, tribulación y angustia,

las confusas palabras.

Le hablé de su destino y mi destino,

amasijo fatal de sangre y lágrimas.

Después de esto, ¡lo sé!, ¡no queda nada!

¡Nada! Ningún perfume que no sea

diluido al rodar sobre mi cara.

Mi oído está cerrado,

mi boca está sellada.

¡Qué va a tener razón de ser ahora

para mis ojos en la tierra pálida!

¡Ni las rosas sangrientas

ni las nieves calladas!

Por eso es que te pido,

Cristo, al que no clamé de hambre angustiada:

ahora, para mis pulsos,

y mis párpados baja.


Defiéndeme del viento

la carne en que rodaron sus palabras;

líbrame de la luz brutal del día

que ya viene, esta imagen.

Recíbeme, voy plena,

¡tan plena voy como tierra inundada!

Íntima

Tú no oprimas mis manos.

Llegará el duradero

tiempo de reposar con mucho polvo

y sombra en los entretejidos dedos.

Y dirías: «No puedo

amarla, porque ya se desgranaron

como mieses sus dedos».

Tú no beses mi boca.

Vendrá el instante lleno

de luz menguada, en que estaré sin labios

sobre un mojado suelo.


Y dirías: «La amé, pero no puedo

amarla más, ahora que no aspira

el olor de retamas de mi beso».

Y me angustiara oyéndote,

y hablaras loco y ciego,

que mi mano será sobre tu frente

cuando rompan mis dedos,

y bajará sobre tu cara llena

de ansia mi aliento.

No me toques, por tanto. Mentiría

al decir que te entrego

mi amor en estos brazos extendidos,

en mi boca, en mi cuello,

y tú, al creer que lo bebiste todo,

te engañarías como un niño ciego.

Porque mi amor no es sólo esta gavilla

reacia y fatigada de mi cuerpo,

que tiembla entera al roce del cilicio

y que se me rezaga en todo vuelo.


Es lo que está en el beso, y no es el labio;

lo que rompe la voz, y no es el pecho:

¡es un viento de Dios, que pasa hendiéndome

el gajo de las carnes, volandero!

Poema del hijo

A Alfonsina Storni

¡Un hijo, un hijo, un hijo! Yo quise un hijo tuyo

y mío, allá en los días del éxtasis ardiente,

en los que hasta mis huesos temblaron de tu arrullo

y un ancho resplandor creció sobre mi frente.

Decía: ¡un hijo!, como el árbol conmovido

de primavera alarga sus yemas hacia el cielo.

¡Un hijo con los ojos de Cristo engrandecidos,

la frente de estupor y los labios de anhelo!

Sus brazos en guirnalda a mi cuello trenzados;

el río de mi vida bajando a él, fecundo,


y mis entrañas como perfume derramado

ungiendo con su marcha las colinas del mundo.

Al cruzar una madre grávida, la miramos

con los labios convulsos y los ojos de ruego,

cuando en las multitudes con nuestro amor pasamos.

¡Y un niño de ojos dulces nos dejó como ciegos!

En las noches, insomne de dicha y de visiones,

la lujuria de fuego no descendió a mi lecho.

Para el que nacería vestido de canciones

yo extendía mi brazo, yo ahuecaba mi pecho...

El sol no parecíame, para bañarlo, intenso;

mirándome, yo odiaba, por toscas, mis rodillas;

mi corazón confuso, temblaba al don inmenso;

¡y un llanto de humildad regaba mis mejillas!

Y no temí a la muerte, disgregadora impura;

los ojos de él libraran los tuyos de la nada,

y a la mañana espléndida o a la luz insegura

yo hubiera caminado bajo de esa mirada...


ALFONSINA STORNI

Nace en Capriasca (Suiza) en 1892;

muere en Mar del Plata (Argentina) en 1938

Voy a dormir

Dientes de flores, cofia de rocío,

manos de hierbas, tú, nodriza fina,

y el edredón de musgos encardados.

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.

Ponme una lámpara a la cabecera,

una constelación, la que te guste:

todas son buenas; bájala un poquito.

Déjame sola: oyes romper los brotes...

te acuna un pie celeste desde arriba

y un pájaro te traza unos compases

para que olvides... Gracias. Ah, un encargo:

si él llama nuevamente por teléfono

le dices que no insista, que he salido...


La caricia perdida

Se me va de los dedos la caricia sin causa,

se me va de los dedos... En el viento, al rodar,

la caricia que vaga sin destino ni objeto,

la caricia perdida, ¿quién la recogerá?

Pude amar esta noche con piedad infinita,

pude amar al primero que acertara a llegar.

Nadie llega. Están solos los floridos senderos.

La caricia perdida, rodará..., rodará...

Si en el viento, te llaman esta noche, viajero,

si estremece las ramas un dulce suspirar,

si te oprime los dedos una mano pequeña

que te toma y te deja, que te logra y se va.

Si no ves esa mano, ni la boca que besa,

si es el aire quien teje la ilusión de llamar,

oh, viajero, que tienes como el cielo los ojos,

en el viento fundida, ¿me reconocerás?


CÉSAR VALLEJO

Nace en Santiago de Chuco (Perú) en 1892;

muere en París en 1938

Los heraldos negros

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!

Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma... Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras

en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.

Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;

o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,

de alguna fe adorable que el Destino blasfema.

Esos golpes sangrientos son las crepitaciones

de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como

cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;


vuelve los ojos locos, y todo lo vivido

se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!

Idilio muerto

Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita

de junco y capulí;

ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita

la sangre, como flojo, cognac, dentro de mí.

Dónde estarán sus manos que en actitud contrita

planchaban en las tardes blancuras por venir;

ahora, en esta lluvia que me quita

las ganas de vivir.

Qué será de su falda de franela; de sus

afanes; de su andar;

de su sabor a cañas de mayo del lugar.

Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje,

y al fin dirá temblando: «Qué frío hay... Jesús!».


Y llorará en las tejas un pájaro salvaje.

Masa

A1 fin de la batalla,

y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre

y le dijo: «No mueras, te amo tanto!».

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:

«No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!».

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,

clamando: «Tanto amor y no poder nada contra la muerte!».

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,

con un ruego común: «¡Quédate hermano!».

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Entonces, todos los hombres de la tierra


le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;

incorporóse lentamente,

abrazó al primer hombre; echóse a andar...


VICENTE HUIDOBRO

Nace en Santiago de Chile en 1893;

muere en Cartagena (Chile) en 1948

El espejo de agua

Mi espejo, corriente por las noches,

Se hace arroyo y se aleja de mi cuarto.

Mi espejo, más profundo que el orbe

Donde todos los cisnes se ahogaron.

Es un estanque verde en la muralla

Y en medio duerme tu desnudez anclada.

Sobre sus olas, bajo cielos sonámbulos,

Mis ensueños se alejan como barcos.

De pie en la popa siempre me veréis cantando.

Una rosa secreta se hincha en mi pecho

Y un ruiseñor ebrio aletea en mi dedo.


Marino

Aquel pájaro que vuela por primera vez

Se aleja del nido mirando hacia atrás

Con el dedo en los labios

os he llamado

Yo inventé juegos de agua

En la cima de los árboles

Te hice la más bella de las mujeres

Tan bella que enrojecías en las tardes

La luna se aleja de nosotros

Y arroja una corona sobre el polo

Hice correr ríos

que nunca han existido

De un grito elevé una montaña

en torno bailamos una nueva danza


Corté todas las rosas

De las nubes del este

Y enseñé a cantar un pájaro de nieve

Marchemos sobre los meses desatados

Soy el viejo marino

que cose los horizontes cortados

Depart

La barca se alejaba

Sobre las olas cóncavas

De qué garganta sin plumas

brotaban las canciones

Una nube de humo y un pañuelo

Se batían al viento

Las flores del solsticio

Florecen al vacío
Y en vano hemos llorado

sin poder recogerlas

El último verso nunca será cantado

Levantando un niño al viento

Una mujer decía adiós desde la playa

TODAS LAS GOLONDRINAS SE ROMPIERON LAS ALAS


JORGE GUILLÉN

Nace en Valladolid en 1893;

muere en Málaga en 1984

Los nombres

Albor. El horizonte

Entreabre sus pestañas

Y empieza a ver. ¿Qué? Nombres.

Están sobre la pátina

De las cosas. La rosa

Se llama todavía

Hoy rosa, y la memoria

De su tránsito, prisa,

Prisa de vivir más.

A largo amor nos alce

Esa pujanza agraz

Del Instante, tan ágil


Que en llegando a su meta

Corre a imponer Después.

Alerta, alerta, alerta,

Yo seré, yo seré.

¿Y las rosas? Pestañas

Cerradas: horizonte

Final. ¿Acaso nada?

Pero quedan los nombres.

Cima de la delicia

¡Cima de la delicia!

Todo en el aire es pájaro.

Se cierne lo inmediato

Resuelto en lejanía.

¡Hueste de esbeltas fuerzas!

¡Qué alacridad de mozo

En el espacio airoso,

Henchido de presencia!

El mundo tiene cándida


Profundidad de espejo.

Las más claras distancias

Sueñan lo verdadero.

¡Dulzura de los años

Irreparables! ¡Bodas

Tardías con la historia

Que desamé a diario!

Más, todavía más.

Hacia el sol, en volandas

La plenitud se escapa.

¡Ya sólo sé cantar!

Muerte a lo lejos

Je soutenais l’eclat de la mort toute purie.

VALÉRY

Alguna vez me angustia una certeza,

Y ante mí se estremece mi futuro.

Acechándolo está de pronto un muro

Del arrabal final en que tropieza


La luz del campo. ¿Mas habrá tristeza

Si la desnuda el sol? No, no hay apuro

Todavía. Lo urgente es el maduro

Fruto. La mano ya lo descorteza.

... Y un día entre los días el más triste

Será. Tenderse deberá la mano

Sin afán. Y acatando el inminente

Poder diré sin lágrimas: embiste,

Justa fatalidad. El muro cano

Va a imponerme su ley, no su accidente.

Salvación de la primavera

Ajustada a la sola

Desnudez de tu cuerpo,

Entre el aire y la luz

Eres puro elemento.

¡Eres! Y tan desnuda,

Tan continua, tan simple


Que el mundo vuelve a ser

Fábula irresistible.

En torno, forma a forma,

los objetos diarios.

Aparecen. Y son

Prodigios, y no mágicos.

Incorruptibles dichas,

Del sol indisolubles.

A través de un cristal

La evidencia difunde.

Con todo el esplendor

Seguro en astro cierto.

Mira cómo esta hora

Marcha por esos cielos.

II

Mi atención, ampliada,

Columbra. Por tu carne

La atmósfera reúne
Términos. Hay paisaje.

Calmas en soledad

Que pide lejanía

Dulcemente a perderse

Muy lejos llegarían,

Ajenas a su propia

Ventura sin testigo,

Si ya tanto concierto

No convirtiese en íntimos

Esos blancos tan rubios

que sobre su tersura

La mejor claridad

Primaveral sitúan.

Es tuyo el resplandor

De una tarde perpetua.

¡Qué cerrado equilibrio

Dorado, qué alameda!


III

Presa en tu exactitud,

Inmóvil regalándote,

A un poder te sometes

Férvido, que me invade.

¡Amor! Ni tú ni yo,

Nosotros, y por él

Todas las maravillas

En que el ser llega a ser.

Se colma el apogeo

Máximo de la tierra.

Aquí está: la verdad

Se revela y nos crea.

¡Oh realidad, por fin

Real, en aparición!

¿Qué universo me nace

Sin velar a su dios?

Pesa, pesa en mis brazos,

Alma, fiel a un volumen.


Dobla con abandono,

Alma, tu pesadumbre.

IV

Y los ojos prometen

Mientras la boca aguarda.

Favorables, sonríen.

¡Cómo íntima, callada!

Henos aquí. Tan próximos.

¡Qué oscura es nuestra voz!

La carne expresa más.

Somos nuestra expresión.

De una vez paraíso,

Con mi ansiedad completo.

La piel reveladora

Se tiende al embeleso.

¡Todo en un solo ardor

Se iguala! Simultáneos

Apremios me conducen
Por círculos de rapto.

Pero más, más ternura

Trae la caricia. Lentas,

Las manos se demoran,

Vuelven, también contemplan.

¡Sí, ternura! Vosotros,

Soberanos, dejadme

Participar del orden:

Dos gracias en contraste

Valiendo, repartiéndose

¿Sois la belleza o dos

personales delicias?

¿Qué hacer, oh proporción? [...]

Amor a una mañana

Mañana, mañana clara:

¡Si fuese yo quien te amara!


Paso a paso en tu ribera,

Yo seré quien más te quiera.

Hacia toda tu hermosura

Mi palabra se apresura.

Henos sobre nuestra senda.

Déjame que yo te entienda.

¡Hermosura delicada

Junto al filo de la nada!

Huele a mundo verdadero

La flor azul del romero.

¿De tal lejanía es dueña

La malva sobre la peña?

Vibra sin cesar el grillo,

A su paciencia me humillo.

¡Cuánto gozo a la flor deja


Preciosamente la abeja!

Y se zambulle, se obstina

La abeja. ¡Calor de mina!

El grillo ahora acelera

Su canto. ¿Más primavera?

Se pierde quien se lo pierde.

¡Qué mío el campo tan verde!

Cielo insondable a la vista:

Amor es quien te conquista.

¿No merezco tal mañana?

Mi corazón se la gana.

Claridad, potencia suma:

Mi alma en ti se consuma.

Las horas

La luna da claridad
Humana ya al horizonte,

Y la claridad reúne

Torres, sierras, nubarrones.

Se abandona el desvelado,

¡Firme el borde

Nocturno! La inmensidad

Es un bloque.

En torno, velando el cielo

Atiende, ciñe a la noche.

De la raíz a la hoja

Se yergue velando el bosque.

Fiel, a oscuras

Va el mundo con el insomne.

El reloj

Da las cuatro. ¡Firmes golpes!

Todo lo ciñe el sosiego.

Horas suenan. Son del hombre.


Las soledades humanas

Palpitan y se responden.
ENRIQUE DURÁN

Nace en Valencia en 1895;

muere en Valencia en 1967

El madrigal de los ojos verdes

De verdes varios, tallada

en mil facetas, la huerta,

el bello paisaje amado

que nuestra dicha contempla.

Verde el agua en los regajos,

en el estanque, en la acequia;

verde el río que entre campos,

siempre verdes, zigzaguea.

Verde intenso en los labrados,

verde bronce en la arboleda,

verde el mar que allá, a lo lejos,

suavemente rumorea...

Verde, verde en el paisaje


y en tus ojos que contemplan

con sus vivas esmeraldas

la huerta lozana y bella,

y si es ella no se sabe

la que a tus ojos luz presta

o es la luz de tus pupilas

que en la huerta reverbera.


EVARISTO RIBERA CHEVREMONT

Nace en Puerto Rico en 1896;

muere en Puerto Rico en 1976

Los sonetos de Dios

Dios me llega en la voz y en el acento.

Dios me llega en la rosa coronada

de luz y estremecida por el viento.

Dios me llega en corriente y marejada.

Dios me llega. Me llega en la mirada.

Dios me llega. Me envuelve con su aliento.

Dios me llega. Con mano desbordada

de mundos, Él me imprime movimiento.

Yo soy, desde las cosas exteriores

hasta las interiores, haz de ardores,

de músicas, de impulsos y de aromas.

Y cuando irrumpe el canto que a Él me mueve,

el canto alcanza, en su estructura leve,

la belleza de un vuelo de palomas.


GERARDO DIEGO

Nace en Santander en 1896;

muere en Madrid en 1987

Dolorosa

He aquí, helados cristalinos,

sobre el virginal regazo,

muertos ya para el abrazo,

aquellos miembros divinos.

Huyeron los asesinos.

¡Qué soledad sin colores!

¡Oh Madre mía, no llores!

¡Cómo lloraba María!

La llaman desde aquel día

la Virgen de los Dolores.

El ciprés de Silos

Enhiesto surtidor de sombra y sueño,

que acongojas el cielo con tu lanza.

Chorro que a las estrellas casi alcanza

devanado a sí mismo en loco empeño.


Mástil de soledad, prodigio isleño;

flecha de fe, saeta de esperanza.

Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza,

peregrina al azar, mi alma sin dueño.

Cuando te vi, señero, dulce, firme,

qué ansiedades sentí de diluirme

y ascender como tú, vuelto en cristales,

como tú, negra torre de arduos filos,

ejemplo de delirios verticales,

mudo ciprés en el fervor de Silos.

Silencio

La voz, la blanca voz que me llamaba

ya apenas entre sueños la adivino.

Suena su son angélico

cada día más tímido.

Bajo el agua del lago va enterrándose,

va hundiéndose en el fondo del abismo.


Los años van tejiendo

densas capas de limo.

Ella se esfuerza por romper las ondas,

por dejar su cristal en mis oídos.

Y yo apenas la escucho

como un leve suspiro.

Más que la voz percibo ya el armónico.

Ya más que timbre es vacilante espíritu.

Me ronda, helado, mudo,

el silencio infinito.

Emilia

La adelantada fuiste tú en la tierra

a sonreír desde la cuna,

tú, nuestra adelantada hoy en el cielo,

rica de primogenitura.

Si la primera entre los diez hermanos

fuiste en la cuna y en la tumba,

más crecida entre todos, nos preparas


en nueva casa nueva cuna.

Hoy es quince de agosto y es el día

en que María el cielo surca.

Que Ella te diga que en ti espero y pienso,

tú, su azucena en las alturas.

Yo era un niño de meses, tú una infanta

virgen de musas y de músicas.

Entre tus brazos de soñada madre

tú me estrechabas con ternura.

Durante trece meses que mi lengua,

pétalo apenas que se curva,

no supo articular la santa sílaba

que leche y madre clama y busca,

fuimos tú y yo de padre y madre hermanos

—nuestra mudez, madre profunda—

y al pensar que ya pronto me perdías,

más me robabas cada luna.

Tú chapuzabas en mis ojos nuevos


tus ojos fijos de preguntas

y hablaban con las mías tus pupilas

voces de arroyo que susurra.

Al jugar tu recelo y mi inocencia,

mi transparencia con tu angustia,

sentías derramarse en tus entrañas

mil cataratas de clausura.

El mundo para ti se te abreviaba

entre mantillas y entre espumas;

mis puños sonrosados que esgrimía

eran tus flores, solo tuyas.

¿Cómo de aquellas pláticas sublimes

la clave hallar que las traduzca,

de aquellas letanías de amor puro,

de amor que lleva a la locura?

El padre y los hermanos nos miraban

y se asomaban a la cuna,

al umbral del misterio doloroso

de aquella sima taciturna.


¿Acaso ya sabías, dulce hermana,

dulce doncella sordomuda,

que Dios, que te selló boca y oídos

para embriagarte de su música

desataría un día mi trabada

lengua discípula y adulta?

¿Sabías ya que yo iba a ser poeta?

¿No eres tú, Emilia, quien me apunta?

(«Mi Santander, mi cuna, mi palabra»).

Tú me miras

Tú me miras, amor, al fin me miras

de frente, tú me miras y te entregas

y de tus ojos líricos trasiegas

tu inocencia a los míos. No retiras

tu onda y onda dulcísima, mentiras

que yo soñaba y son verdad, no juegas.

Me miras ya sin ver, mirando a ciegas


tu propio amor que en mi mirar respiras.

No ves mis ojos, no mi amor de fuente,

miras para no ver, miras cantando

cantas mirando, oh música del cielo.

Oh mi ciega del alma, incandescente,

mi melodía en que mi ser revelo.

Tú me miras, amor, me estás mirando.


JOSÉ MARÍA PEMÁN

Nace en Cádiz en 1897;

muere en Cádiz en 1981

In memoriam

La Navidad sin ti, pero contigo.

Como el volver a ser

cuando empieza a nacer

verde de vida y de memoria, el trigo.

Porque tú no estás lejos.

No sé si es que te veo o que te escucho.

Me iluminan, me templan tus reflejos.

Voy hacia ti... No puedo tardar mucho.

Pagando estrellas por salario

te escondes en las barbas torrenciales de Dios.

Recuerdo el ritmo lento de tu horario.

Humilde en la infinita paciencia del rosario:

y en la fe penetrante de tu voz.
Y el belén de su Amor,

como tú lo ponías.

Tú, la niña mayor,

la flor más pura de las flores mías.

Como es la luz del río

y el canto es de la fuente:

este cariño ardiente

es todo tuyo, a fuerza de tan mío.

Entre los geranios rosas

¡Entre los geranios rosas,

una mariposa blanca!

Así me gritó la niña,

la de las trenzas doradas:

—Corre a verla, corre a verla,

que se te escapa.

Por los caminos regados

del oro nuevo del alba,

corrí a los geranios rosas,


¡y ya no estaba!

Volví entonces a la niña,

la de las trenzas doradas.

«No estaba ya», iba a decirle.

Pero ella tampoco estaba.

A lo lejos, ya muy lejos,

se oían sus carcajadas.

Ni ella ni la mariposa;

todo fue una linda trama.

El jardín se quedó triste

en la alegría del alba,

y yo solo por la sola,

calle de acacias.

Y esto fue mi vida toda:

una voz que engañó el alma,

un correr inútilmente,

una inútil esperanza...

¡Entre los geranios rosas,


una mariposa blanca!

Soledad

Soledad sabe una copla

que tiene su mismo nombre:

Soledad.

Tres renglones nada más:

tres arroyos de agua amarga,

que van, cantando, a la mar.

Copla tronchada, tu verso

primero, ¿dónde estará?

¿Qué jardinero loco,

con sus tijeras de plata

le cortó al ciprés la punta,

Soledad?

¿Qué ventolera de polvo

se te llevó la veleta,

Soledad?
¿O es que, por llegar más pronto,

te viniste sin sombrero,

Soledad?

Y total:

¿qué mas da?

Tres versos: ¿para qué más?

Si con tres sílabas basta

para decir el vacío

del alma que está sin alma:

¡Soledad!

Resignación

Por eso, Dios y Señor,

porque por amor me hieres,

porque con inmenso amor

pruebas con mayor dolor

a las almas que más quieres.

Porque sufrir es curar


las llagas del corazón;

porque sé que me has de dar

consuelo y resignación

a medida del pesar;

por tu bondad y tu amor,

porque lo mandas y quieres,

porque es tuyo mi dolor...,

¡bendita sea, Señor,

la mano con que me hieres!


JOSÉ BERGAMÍN

Nace en Madrid en 1897;

muere en San Sebastián en 1983

A Cristo crucificado

Tú me ofreces la vida con tu muerte

y esa vida sin Ti yo no la quiero;

porque lo que yo espero, y desespero,

es otra vida en la que pueda verte.

Tú crees en mí. Yo a Ti, para creerte,

tendría que morirme lo primero;

morir en Ti, porque si en Ti no muero

no podría encontrarte sin perderte.

Que de tanto temer que te he perdido,

al cabo, ya no sé qué estoy temiendo:

porque de Ti y de mí me siento huido.

Mas con tanto dolor, que estoy sintiendo,

por ese amor con el que me has herido,

que vivo en Ti cuando me estoy muriendo.


RICARDO E. MOLINARI

Nace en Buenos Aires (Argentina) en 1898;

muere en Buenos Aires en 1996

Oda a la sangre

Esta noche en que el corazón me hincha la boca duramente,

sin pudor, sin nadie, quisiera ver mi sangre corriendo por la tierra:

golpeando su cuerpo de flor,

—de soledad perdida e inaguantable—

para quejarme angustiosamente

y poder llorar la huida de otros días,

el color áspero de mis viejas venas.

Si pudiera verla sin agonía

quemar el aire desventurado, impenetrable,

que mueve las tormentas secas de mi garganta

y aprieta mi piel dulce, incomparable;

no, ¡las mareas, las hierbas antiguas,

toda mi vida de eco desatendido!

Quisiera conocerla espléndida, saliendo para vivir fuera de mí,


igual que un río partido por el viento,

como por una voluntad que sólo el alma reconoce.

Dentro de mí nadie la esperó. Hacia qué tienda o calor ajeno

saldrá alguna vez

a mirar deshabitada su memoria sin paraíso,

su luz interminable, suficiente.

Quisiera estar desnudo, solo, alegre,

para quitarme la sombra de la muerte

como una enorme y desdichada nube destruida. [...]


DÁMASO ALONSO

Nace en Madrid en 1898;

muere en Madrid en 1990

Oración por la belleza de una muchacha

Tú le diste esa ardiente simetría

de los labios, con brasa de tu hondura,

y en dos enormes cauces de negrura,

simas de infinitud, luz de tu día;

esos bultos de nieve, que bullía

al soliviar del lino la tersura,

y, prodigios de exacta arquitectura,

dos columnas que cantan tu armonía.

Ay, tú, Señor, le diste esa ladera

que en un álabe dulce se derrama,

miel secreta en el humo entredorado.

¿A qué tu poderosa mano espera?

Mortal belleza eternidad reclama.


¡Dale la eternidad que le has negado!

Lucía

Lucía es rubia y pálida. Sus quietas

pupilas de princesa vagamente

miran hacia el ocaso, y en su frente

se muere una ilusión. Las violetas

de sus grandes ojeras melancólicas

parece que presienten el intenso

olor del camposanto y el incienso

de preces funerarias y católicas.

Sobre su falda tiene un libro abierto...

Mueve el aire los árboles del huerto,

y a la hoja del libro va una hoja

otoñal...

(En el libro se refiere

cómo besa una hoja que se muere

a una rosa carnal que se deshoja...).


¡Qué sutil gracia

tiene tu amor, Amada!

Hoy las rosas eran más rosas

y las palomas blancas, más blancas

y la risa del niño paralítico

del paseo de invierno estaba

suspensa, quieta, azul y diluida

para ti y para mí.

¡Qué sutil gracia

tiene tu amor, Amada!

Ciencia de amor

No sé. Sólo me llega, en el venero

de tus ojos, la lóbrega noticia

de Dios; sólo en tus labios, la caricia

de un mundo en mies, de un celestial granero.

¿Eres limpio cristal, o ventisquero


destructor? No, no sé... De esta delicia,

yo sólo sé su cósmica avaricia,

el sideral latir con que te quiero.

Yo no sé si eres muerte o si eres vida,

si toco rosa en ti, si toco estrella,

si llamo a Dios o a ti cuando te llamo.

Junco en el agua o sorda piedra herida,

sólo sé que la tarde es ancha y bella,

sólo sé que soy hombre y que te amo.

Mujeres

Oh blancura. ¿Quién puso en nuestras vidas

de frenéticas bestias abismales

este claror de luces siderales,

estas nieves con sueño enardecidas?

Oh dulces bestezuelas perseguidas.

Oh terso roce. Oh signos cenitales.

Oh músicas. Oh llamas. Oh cristales.

Oh velas altas, de la mar surgidas.


Ay, tímidos fulgores, orto puro,

¿quién os trajo a este pecho de hombre duro,

a este negro fragor de odio y olvido?

Dulces espectros, nubes, flores vanas...

¡Oh tiernas sombras, vagamente humanas,

tristes mujeres, de aire o de gemido!

Insomnio

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas


estadísticas).

A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en que hace 45


años que me pudro,

y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir
blandamente la luz de la luna.

Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro


enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.

Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre


lentamente mi alma, por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta
ciudad de Madrid,

por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.

Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?

¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día,


las tristes azucenas letales de tus noches?

La madre

No me digas

que estás llena de arrugas, que estás llena de sueño,

que se te han caído los dientes,

que ya no puedes con tus pobres remos hinchados, deformados por el veneno del
reuma.

No importa, madre, no importa.

Tú eres siempre joven,

eres una niña,

tienes once años.

Oh, sí, tú eres para mí eso: una candorosa niña. [...]

¡Las maravillas del bosque! Ah, son innumerables; nunca [te las podría enseñar
todas, tendríamos para toda una vida...

... para toda una vida. He mirado, de pronto, y he visto tu bello rostro lleno de
arrugas,

el torpor de tus queridas manos deformadas,

y tus cansados ojos llenos de lágrimas que tiemblan.

Madre mía, no llores: víveme siempre en sueño.


Vive, víveme siempre ausente de tus años, del sucio mundo hostil, de mi egoísmo
de hombre, de mis palabras duras.

Duerme ligeramente en ese bosque prodigioso de tu inocencia,

en ese bosque que crearon al par tu inocencia y mi llanto.

Oye, oye allí siempre cómo te silba las tonadas nuevas tu hijo, tu hermanito, para
arrullarte el sueño.

No tengas miedo, madre. Mira, un día ese tu sueño cándido se te hará de repente
más profundo y más nítido.

Siempre en el bosque de la primer mañana, siempre en el bosque nuestro.

Pero ahora ya serán las ardillas, lindas, veloces llamas, llamitas de verdad;

y las telas de araña, celestes pedrerías;

y la huida de corzas, la fuga secular de las estrellas a la busca de Dios.

Y yo te seguiré arrullando el sueño oscuro, te seguiré cantando.

Tú oirás la oculta música, la música que rige el universo.

Y allá en tu sueño, madre, tú creerás que es tu hijo quien la envía.

Tal vez sea verdad: que un corazón es lo que mueve el mundo.

Madre, no temas. Dulcemente arrullada, dormirás en el bosque el más profundo


sueño.

Espérame en tu sueño. Espera allí a tu hijo, madre mía.

Explicación actual

Yo soy un clown sentimental.

Mi novia es guapa.

Y llevo el alma en el ojal


de la solapa.

Su inmensa fama y su muerte

Después de Ámbito ofrece Vicente libros sumos:

Espadas como Labios, Destrucción o el Amor,

Sombra del Paraíso, tres formas ascendentes

hacia lo hermoso, abiertas a enorme gozo humano.

Siguen otros poemas bellos y estremecidos.

Después, otros finales, intensos, los Poemas

de la Consumación, y del conocimiento,

los Diálogos, todo ello con fin maravilloso.

Mas hay dos cosas fuertes de intensidad de forma.

Una es el entusiasmo de extraña fuerza enorme,

que recibe Aleixandre de España y aun del mundo

(y amor, la gloria y fama, desde mi corazón).

Lo segundo es la triste lesión, tan insidiosa,

que llenó en la corriente los años de su vida

y surgió con la muerte, final, en poco tiempo.

Maravillosa ha sido la fama universal

con los premios enormes de poesía.


De España aun fue mayor, creído siempre:

le admiraban, le adoran los poetas, prosistas,

literatos y gentes de cultura.

Y aun muerto se conserva total la admiración.

Yo le amé por cariño, por su gracia,

por la gran amistad, la de nosotros dos,

por el atroz anhelo que da su poesía,

la inflamación inmensa que su verso me infunde.

Vicente, ¡pobre!, estuvo muchas veces enfermo

y nunca pudo hacer lo que necesitaba.

No podía formar

conferencias pedidas a su espíritu.

Una vez fue preciso que los miembros

de la «Generación del 27»

fuéramos a Sevilla, mas él no pudo ir:

malo, estaba muy malo.

También, en la Academia

deseábamos que fuera a las sesiones,

desde hace años bastantes:

y no fue ni una vez, estaba siempre malo.


No pudo recibir con su presencia

el gran premio Nobel universal.

Un amigo va a Suecia y lo recibe

en su nombre.

Después, pobre Vicente,

mucho más grave enfermo, de años, años,

llega su muerte, en fin.

¡Cuántas veces Vicente estuvo enfermo!

¡Qué horrible fue de enfermedades tantas

su vida! ¡Cuántas veces!

¡Adiós, Vicente, mi querido, adiós!

Catorce de diciembre,

año mil novecientos

ochenta y cuatro: muere.

Yo vivo. Mas quisiera

morirme yo como él.

Quizá con alma eterna, sí, quizá,

podríamos juntar, muertos los dos,

jugar nuestras ideas y recuerdos.


¡Maravilla, Vicente! ¡Maravilla, Aleixandre,

qué gozo junto a ti!

¡Oh, qué pena, qué pena!

¡Adiós, Vicente, mi querido, adiós!

¡Adiós!

Pedida al Señor

¡Ah, Señor! ¡Si tú existes!

«Señor» omnipotente, me presento tristísimo.

Perdóname, «Señor», éste es mi pensamiento,

lo que juzgo verdad:

creo verdad la idea de la muerte

del alma, al punto mismo en que se muere el cuerpo.

Pienso que esto es lo exacto, lo verídico.

Mas me ocurre, me duele, que esto sea,

o que se considere, como auténtico.

¡Qué tristeza, qué lástima, alma mía,

qué bien quisiera eterna conocerte!

Oh gran «Señor», sería mi entusiasmo

saber que vive el alma cuando el cuerpo se muere.


Ay, qué triste es ahora que, oh «Señor», yo no sepa

si existes; ni, si existes, dónde existes.

Mas a pesar de esa terrible duda,

yo te amo, yo te adoro. Te pido que concedas

(¡ay, que sería imposible, no existente!),

cuando se muera el cuerpo, la eterna vida al alma.

Eso es lo que deseo; mas, ay, no tengo prueba:

mi alma se deshará cuando se muera el cuerpo.

Hace tiempo escribí la idea lamentable,

que es toda verdadera, pero al «Señor» le pido

que la declare nula. (¿Pero podría hacerlo?)

Esto fue lo que dije:

Lo que creo verdad. Lo que desearía

Esto es cierto: total. Muertos ya, cuerpo y alma

nada sufren: ya están plenamente acabados.

Nosotros, al vivir, sí que tenemos

una inmensa tristeza

pensando que una vez nos llegará la muerte.

Los vivos están tristes; sienten nada los muertos.


Tenemos hoy dolor inmenso, equivocado.

La muerte para el muerto es «Nada», cero.

«Nada» no duele, a nadie da tristeza.

No hay sufrimiento en «Nada».

Los muertos «Nada», «Nada»; ni alegría, ni pena.

Lo creído. Lo deseado

Yo creo exactamente

que el alma muere cuando muere el cuerpo,

pero enorme me ocurre una tristeza

de esa horrible verdad.

Yo quisiera que el alma

se eternizara cuando acaba el cuerpo,

se juntara con cuerpos muertos antes,

y animada esperanza a los que vengan,

reconociera todo el universo

terrestre y celestial,

se aunara con el «Ser» omnipotente

(si cierto el tal es cierto)

y viviera con Él todo el futuro.


Alma, todo el futuro.

Esto quisieran los deseos míos.

(Yo creo lo contrario).

Pero desearía —¡mi Alma!— esos portentos.

Petición del alma eterna

Yo creo —ya lo he dicho— que la muerte

del cuerpo mata al alma al tiempo mismo:

alma y cuerpo se mueren a la par.

Mi idea es eso.

Pero puede ser falsa. ¡Ojalá sea!

Dudas hay, muchas dudas.

Otro deseo tengo,

y me pongo a pedir al gran «Ser» único,

al «Ser» que creo eterno, omnipotente,

que no sé dónde (no sé cierto si existe).

Yo le busco y le adoro,

quiero hallarle y servirle, astro santísimo;

yo le pido mi alivio y mi deseo:

que haga vivir las almas, que no mueran


cuando se muera el cuerpo.

Te pedí muchas veces que existieras.

Hoy te pido otra vez que existas; ¿dónde existes?

Mi amor te ama: ¡que existas!

Te lo pido con toda tu inmensa intensidad.

Deseo esto de ti: que el alma quede eterna

cuando se muere el cuerpo.

Casualidad inmensa sorprende algunas veces:

saltan periodos tersos de ideas de «alma eterna».

Creo que ahora me viene —grande encanto— eso mismo.

Versos voy a escribir de alma viva sin muerte.

Hablaré de mi vida, de mi padre y mi madre,

de mis amigos muertos, de famosos poetas,

del enorme Universo. ¡Muchas gracias! Mas sé

que otra vez volverá la idea resurgente:

volverá el alma muerta cuando se muere el cuerpo.

Mas ahora, sí, ¡gracias!, viva el alma inmortal

cuando se muere el cuerpo: la tendré varias horas.

¡Feliz tiempo dichoso!


JORGE LUIS BORGES

Nace en Buenos Aires (Argentina) en 1899;

muere en Ginebra (Suiza) en 1986

El enamorado

Lunas, marfiles, instrumentos, rosas,

Lámparas y la línea de Durero,

Las nueve cifras y el cambiante cero,

Debo fingir que existen esas cosas.

Debo fingir que en el pasado fueron

Persépolis y Roma y que una arena

Sutil midió la suerte de la almena

Que los siglos de hierro deshicieron.

Debo fingir las armas y la pira

De la epopeya y los pasados mares

Que roen de la tierra los pilares.

Debo fingir que hay otros. Es mentira.

Sólo tú eres. Tú, mi desventura

Y mi ventura, inagotable y pura.


Himno

Esta mañana

hay en el aire la increíble fragancia

de las rosas del Paraíso.

En la margen del Éufrates

Adán descubre la frescura del agua.

Una lluvia de oro cae del cielo;

es el amor de Zeus.

Salta del mar un pez

y un hombre de Agrigento recordará

haber sido ese pez.

En la caverna cuyo nombre será Altamira

una mano sin cara traza la curva

de un lomo de bisonte.

La lenta mano de Virgilio acaricia

la seda que trajeron

del reino del Emperador Amarillo

las caravanas y las naves.

El primer ruiseñor canta en Hungría.

Jesús ve en la moneda el perfil de César.

Pitágoras revela a sus griegos

que la forma del tiempo es la del círculo.

En una isla del Océano


los lebreles de plata persiguen a los ciervos de oro.

En un yunque forjan la espada

que será fiel a Sigurd.

Whitman canta en Manhattan.

Homero nace en siete ciudades.

Una doncella acaba de apresar

al unicornio blanco.

Todo el pasado vuelve como una ola

y esas antiguas cosas recurren

porque una mujer te ha besado.

El amenazado

Es el amor. Tendré que ocultarme o huir.

Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La

hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única.

¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la

vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero

Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las

galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven

amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche

intemporal, el sabor del sueño?

Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.


Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a

la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las

ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.

Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera

y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.

Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.

Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.

Ya los ejércitos me cercan, las hordas.

(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto).

El nombre de una mujer me delata.

Me duele una mujer en todo el cuerpo.

Arte poética

Mirar el río hecho de tiempo y agua

Y recordar que el tiempo es otro río,

Saber que nos perdemos como el río

Y que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueño

Que sueña no soñar y que la muerte

Que teme nuestra carne es esa muerte

De cada noche, que se llama sueño.


Ver en el día o en el año un símbolo

De los días del hombre y de sus años,

Convertir el ultraje de los años

En una música, un rumor y un símbolo.

Ver en la muerte el sueño, en el ocaso

Un triste oro, tal es la poesía

Que es inmortal y pobre. La poesía

Vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en las tardes una cara

Nos mira desde el fondo de un espejo;

El arte debe ser como ese espejo

Que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,

Lloró de amor al divisar su Ítaca

Verde y humilde. El arte es esa Ítaca

De verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable

Que pasa y queda y es cristal de un mismo

Heráclito inconstante, que es el mismo


Y es otro, como el río interminable.
FRANCISCO LUIS BERNÁRDEZ

Nace en Buenos Aires (Argentina) en 1900;

muere en Buenos Aires en 1978

Estar enamorado

Estar enamorado, amigos, es encontrar el nombre justo de la vida.

Es dar al fin con la palabra que para hacer frente a la muerte se precisa.

Es recobrar la llave oculta que abre la cárcel en que el alma está cautiva.

Es levantarse de la tierra con una fuerza que reclama desde arriba.

Es respirar el ancho viento que por encima de la carne se respira.

Es contemplar desde la cumbre de la persona la razón de las heridas.

Es advertir en unos ojos una mirada verdadera que nos mira.

Es escuchar en una boca la propia voz profundamente repetida.

Es sorprender en unas manos ese calor de la perfecta compañía.

Es sospechar que, para siempre, la soledad de nuestra sombra está vencida.

Estar enamorado, amigos, es descubrir dónde se juntan cuerpo y alma.

Es percibir en el desierto la cristalina voz de un río que nos llama.

Es ver el mar desde la torre donde ha quedado prisionera nuestra infancia.

Es apoyar los ojos tristes en un paisaje de cigüeñas y campanas.

Es ocupar un territorio donde conviven los perfumes y las armas.

Es dar la ley a cada rosa y al mismo tiempo recibirla de su espada.


Es confundir el sentimiento con una hoguera que del pecho se levanta.

Es gobernar la luz del fuego y al mismo tiempo ser esclavo de la llama.

Es entender la pensativa conversación del corazón y la distancia.

Es encontrar el derrotero que lleva al reino de la música sin tasa. [...]

Estar enamorado, amigos, es adueñarse de las noches y los días.

Es olvidar entre los dedos emocionados la cabeza distraída.

Es recordar a Garcilaso cuando se siente la canción de una herrería.

Es ir leyendo lo que escriben en el espacio las primeras golondrinas.

Es ver la estrella de la tarde por la ventana de una casa campesina.

Es contemplar un tren que pasa por la montaña con las luces encendidas.

Es comprender perfectamente que no hay fronteras entre el sueño y la vigilia.

Es ignorar en qué consiste la diferencia entre la pena y la alegría.

Es escuchar a medianoche la vagabunda confesión de la llovizna.

Es divisar en las tinieblas del corazón una pequeña lucecita.

Estar enamorado, amigos, es padecer espacio y tiempo con dulzura.

Es despertarse una mañana con el secreto de las flores y las frutas.

Es libertarse de sí mismo y estar unido con las otras criaturas.

Es no saber si son ajenas o si son propias las lejanas amarguras.

Es remontar hasta la fuente las aguas turbias del torrente de la angustia.

Es compartir la luz del mundo y al mismo tiempo compartir su noche obscura.

Es asombrarse y alegrarse de que la luna todavía sea luna.

Es comprobar en cuerpo y alma que la tarea de ser hombre es menos dura.


Es empezar a decir siempre y en adelante no volver a decir nunca.

Y es además, amigos míos, estar seguro de tener las manos puras.


LUIS CERNUDA

Nace en Sevilla en 1902;

muere en Ciudad de México en 1963

Diré cómo nacisteis

Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos,

Como nace un deseo sobre torres de espanto,

Amenazadores barrotes, hiel descolorida,

Noche petrificada a fuerza de puños,

Ante todos, incluso el más rebelde,

Apto solamente en la vida sin muros.

Corazas infranqueables, lanzas o puñales,

Todo es bueno si deforma un cuerpo;

Tu deseo es beber esas hojas lascivas

O dormir en ese agua acariciadora.

No importa;

Ya declaran tu espíritu impuro.

No importa la pureza, los dones que un destino

Levantó hacia las aves con manos imperecederas;


No importa la juventud, sueño más que hombre,

La sonrisa tan noble, playa de seda bajo la tempestad

De un régimen caído.

Placeres prohibidos, planetas terrenales,

Miembros de mármol con un sabor de estío,

Jugo de esponjas abandonadas por el mar,

Flores de hierro, resonantes como el pecho de un hombre.

Soledades altivas, coronas derribadas,

Libertades memorables, manto de juventudes;

Quien insulta esos frutos, tinieblas en la lengua,

Es vil como un rey, como sombra de rey

Arrastrándose a los pies de la tierra

Para conseguir un trozo de vida.

No sabía los límites impuestos,

Límites de metal o papel,

Ya que el azar le hizo abrir los ojos bajo una luz tan alta,

Adonde no llegan realidades vacías,

Leyes hediondas, códigos, ratas de paisajes derruidos.

Extender entonces la mano


Es hallar una montaña que prohíbe,

Un bosque impenetrable que niega,

Un mar que traga adolescentes rebeldes.

Pero si la ira, el ultraje, el oprobio y la muerte,

Ávidos dientes sin carne todavía,

Amenazan abriendo sus torrentes,

De otro lado vosotros, placeres prohibidos,

Bronce de orgullo, blasfemia que nada precipita,

Tendéis en una mano el misterio,

Sabor que ninguna amargura corrompe,

Cielos, cielos relampagueantes que aniquilan.

Abajo, estatuas anónimas,

Sombras de sombras, miseria, preceptos de niebla;

Una chispa de aquellos placeres

Brilla en la hora vengativa.

Su fulgor puede destruir vuestro mundo.

Donde habita el deseo

Donde habite el olvido,

En los vastos jardines sin aurora;


Donde yo sólo sea

Memoria de una piedra sepultada entre ortigas

Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje

Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,

Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible

No esconda como acero

En mi pecho su ala,

Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.

Allá donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,

Sometiendo a otra vida su vida,

Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,

Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;

Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,

Disuelto en niebla, ausencia,

Ausencia leve como carne de niño.


Allá, allá lejos;

Donde habite el olvido.

Soliloquio del farero

Cómo llenarte, soledad

Sino contigo misma...

De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,

Quieto en ángulo oscuro,

Buscaba en ti, encendida guirnalda,

Mis auroras futuras y furtivos nocturnos,

Y en ti los vislumbraba,

Naturales y exactos, también libres y fieles,

A semejanza mía,

A semejanza tuya, eterna soledad.

Me perdí luego por la tierra injusta

Como quien busca amigos o ignorados amantes;

Diverso con el mundo,

Fui luz serena y anhelo desbocado,

Y en la lluvia sombría o en el sol evidente

Quería una verdad que a ti te traicionase,


Olvidando en mi afán

Cómo las alas fugitivas su propia nube crean.

Y al velarse a mis ojos

Con nubes sobre nubes de otoño desbordado

La luz de aquellos días en ti misma entrevistos,

Te negué por bien poco;

Por menudos amores ni ciertos ni fingidos,

Por quietas amistades de sillón y de gesto,

Por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma,

Por los viejos placeres prohibidos,

Como los permitidos nauseabundos,

Utiles solamente para el elegante salón susurrado,

En bocas de mentira y palabras de hielo.

Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona

Que yo fui,

Que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones;

Por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos,

Limpios de otro deseo,

El sol, mi dios, la noche rumorosa,

La lluvia, intimidad de siempre,


El bosque y su alentar pagano,

El mar, el mar como su nombre hermoso;

Y sobre todos ellos,

Cuerpo oscuro y esbelto,

Te encuentro a ti, tú, soledad tan mía,

Y tú me das fuerza y debilidad

Como al ave cansada los brazos de la piedra.

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,

Oigo sus oscuras imprecaciones,

Contemplo sus blancas caricias;

Y erguido desde cuna vigilante

Soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres,

Por quienes vivo, aun cuando no los vea;

Y así, lejos de ellos,

Ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,

Roncas y violentas como el mar, mi morada,

Puras ante la espera de una revolución ardiente

O rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo

Cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.

Tú, verdad solitaria,

Transparente pasión, mi soledad de siempre,


Eres inmenso abrazo;

El sol, el mar,

La oscuridad, la estepa,

El hombre y su deseo,

La airada muchedumbre,

¿Qué son sino tú misma?

Por ti, mi soledad, los busqué un día;

En ti, mi soledad, los amo ahora.

Himno a la tristeza

Fortalecido estoy contra tu pecho

de augusta piedra fría,

bajo tus ojos crepusculares,

oh madre inmortal.

Desengañada alienta en ti mi vida,

oyendo en el pausado retiro nocturno

ligeramente resbalar las pisadas

de los días juveniles, que se alejan

apacibles y graves, en la mirada,

con una misma luz, compasión y reproche;


y van tras ellos como irisado humo

los sueños creados con mi pensamiento,

los hijos del anhelo y la esperanza.

La soledad poblé de seres a mi imagen,

como un dios aburrido;

los amé si eran bellos,

mi compañía les di cuando me amaron,

y ahora como ese mismo dios aislado estoy,

inerme y blanco tal una flor cortada.

Olvidándome voy en este vago cuerpo,

nutrido por las hierbas leves

y las brillantes frutas de la tierra,

el pan y el vino alados,

en mi nocturno lecho a solas.

Hijo de tu leche sagrada,

el esbelto mancebo,

hiende con pie inconsciente

la escarpada colina,

salvando con la mirada en ti

el laurel frágil y la espina insidiosa. [...]


A las estatuas de los dioses

Hermosas y vencidas soñáis,

vueltos los ciegos ojos hacia el cielo,

mirando las remotas edades

de titánicos hombres,

cuyo amor os daba ligeras guirnaldas

y la olorosa llama se alzaba

hacia la luz divina, su hermana celeste.

Reflejo de vuestra verdad, las criaturas

adictas y libres como el agua iban;

aún no había mordido la brillante maldad

sus cuerpos llenos de majestad y gracia.

En vosotros creían y vosotros existíais;

la vida no era un delirio sombrío.

La miseria y la muerte futuras,

no pensadas aún, en vuestras manos.

Nocturno entre las musarañas


Cuerpo de piedra, cuerpo triste,

entre lanas con muros de universo,

idéntico a las razas cuando cumplen años,

a los más inocentes edificios,

a las más pudorosas cataratas.

Blancas como la noche, en tanto la montaña

despedaza formas enloquecidas,

despedaza dolores como dedos,

alegrías como uñas.

No saber dónde ir, dónde volver

buscando los vientos piadosos

que destruyen las arrugas del mundo,

que bendicen los deseos cortados a raíz

antes de dar su flor,

su flor grande como un niño.

Los labios que quieren esa flor,

cuyo puño, besado por la noche,

abre las puertas del olvido labio a labio.


JORGE CARRERA ANDRADE

Nace en Quito (Ecuador) en 1902;

muere en Quito en 1978

Amor es más que la sabiduría:

es la resurrección, vida segunda.

El ser que ama revive

o vive doblemente.

El amor es resumen de la tierra,

es luz, música, sueño

y fruta material

que gustamos con todos los sentidos.

¡Oh mujer que penetras en mis venas

como el cielo en los ríos!

Tu cuerpo es un país de leche y miel

que recorro sediento.

Me abrevo en tu semblante de agua fresca,

de arroyo primigenio

en mi jornada ardiente hacia el origen

del manantial perdido.

Minero del amor, cavo sin tregua

hasta hallar el filón del infinito.


ÁNGELA FIGUERA AYMERICH

Nace en Bilbao en 1902;

muere en Madrid en 1984

Muerto al nacer

No aurora fue. Ni llanto. Ni un instante

bebió la luz. Sus ojos no tuvieron

color. Ni yo miré su boca tierna...

Ahora, ¿sabéis?, lo siento.

Debisteis dármelo. Yo hubiera debido

tenerle un breve tiempo entre mis brazos,

pues sólo para mí fue cierto, vivo...

¡Cuántas veces me habló, desde la entraña,

bulléndome gozoso entre los flancos!...

Cuando nace un hombre

Cuando nace un hombre

siempre es amanecer aunque en la alcoba

la noche pinte negros los cristales.


Cuando nace un hombre

hay un olor a pan recién cocido

por los pasillos de la casa;

en las paredes, los paisajes

huelen a mar y a hierba fresca

y los abuelos del retrato

vuelven la cara y se sonríen.

Cuando nace un hombre

florecen rosas imprevistas

en el jarrón de la consola

y aquellos pájaros bordados

en los cojines de la sala

silban y cantan como locos.

Cuando nace un hombre

todos los muertos de su sangre

llegan a verle y se comprueban

en el contorno de su boca.

Cuando nace un hombre

hay una estrella detenida


al mismo borde del tejado

y en un lejano monte o risco

brota un hilillo de agua nueva.

Cuando nace un hombre

todas las madres de este mundo

sienten calor en su regazo

y hasta los labios de las vírgenes

llega un sabor a miel y a beso.

Cuando nace un hombre

de los varones brotan chispas,

los viejos ponen ojos graves

y los muchachos atestiguan

el fuego alegre de sus venas.

Cuando nace un hombre

todos tenemos un hermano.


NICOLÁS GUILLÉN

Nace en Camagüey (Cuba) en 1902;

muere en La Habana en 1989

Guitarra

Tendida en la madrugada,

la firme guitarra espera:

voz de profunda madera

desesperada.

Su clamorosa cintura,

en la que el pueblo suspira,

preñada de son, estira

la carne dura.

Arde la guitarra sola,

mientras la luna se acaba;

arde libre de su esclava

bata de cola.

Dejó al borracho en su coche,


dejó el cabaret sombrío,

donde se muere de frío,

noche tras noche,

y alzó la cabeza fina,

universal y cubana,

sin opio, ni mariguana,

ni cocaína.

¡Venga la guitarra vieja,

nueva otra vez al castigo

con que la espera el amigo,

que no la deja!

Alta siempre, no caída,

traiga su risa y su llanto,

clave las uñas de amianto

sobre la vida.

Cógela tú, guitarrero,

limpíale de alcol la boca,

y en esa guitarra, toca

tu son entero.
El son del querer maduro,

tu son entero;

el del abierto futuro,

tu son entero;

el del pie por sobre el muro,

tu son entero...

Cógela tú, guitarrero,

limpíale de alcol la boca,

y en esa guitarra, toca

tu son entero.

Son número 6

Yoruba soy, lloro en yoruba

lucumí.

Como soy un yoruba de Cuba,

quiero que hasta Cuba suba mi llanto yoruba;

que suba el alegre llanto yoruba

que sale de mí.

Yoruba soy,

cantando voy,
llorando estoy,

y cuando no soy yoruba,

soy congo, mandinga, carabalí.

Atiendan, amigos, mi son, que empieza así:

Adivinanza

de la esperanza:

lo mío es tuyo,

lo tuyo es mío;

toda la sangre

formando un río.

La seiba seiba con su penacho;

el padre padre con su muchacho;

la jicotea en su carapacho.

¡Que rompa el son caliente,

y que lo baile la gente,

pecho con pecho,

vaso con vaso,

y agua con agua con aguardiente!

Yoruba soy, soy lucumí,

mandinga, congo, carabalí. [...]


AGUSTÍN DE FOXÁ

Nace en Madrid en 1903;

muere en Madrid en 1959

Cui-Ping-Sing

[...] HOANG:

Escucha...

¿En qué otro mundo de cerezas raras

oí tu voz? ¿En qué planeta lento

de bronces y de nieve, vi tus ojos

hace un millón de siglos? ¿Dónde estabas?

Fuiste agua hace mil años.

Yo era raíz de rosa, y me regabas...

Fuiste campana de Pagoda, yo era

nervio del ojo que miró a tu bronce.

Nos hemos perseguido

alma con alma, atravesando cuerpos

peregrinos de venas y latidos,

por pieles de animales, por estambres,

escamas, esqueletos y cortezas;

por mil cuerpos y sangres diferentes,

alma con alma, cincelando torres


de espíritu con lágrima y sonrisa. [...]

[...] HOANG:

Tú fuiste, Cui-Ping-Sing, todo lo claro,

el cisne o la ceniza.

Yo fui todo lo oscuro,

la raíz, la tortuga.

Tus pechos

son dos nidos calientes,

tejidos en la rama de un almendro. [...]


ERNESTINA DE CHAMPOURCÍN

Nace en Vitoria en 1905;

muere en Madrid en 1999

Amor

Puliré mi belleza con los garfios del viento.

Seré tuya sin forma, hecha polvo de aire,

diluida en un cielo de planos invisibles.

Para ti quiero, amado, la posesión sin cuerpo,

el delirio gozoso de sentir que tu abrazo

sólo ciñe rosales de pura eternidad.

Nunca podrás tenerme sin abrir tu deseo

sobre la desnudez que sella lo inefable,

ni encontrarás mis labios

mientras algo concreto enraice tu amor...

¡Que tus manos inútiles acaricien estrellas!

No entorpezcan besándome la fuga de mi cuerpo.

¡Seré tuya en la piel hecha fuego de sol!


MANUEL ALTOLAGUIRRE

Nace en Málaga en 1905;

muere en Burgos en 1959

La soledad de mi ser

Mi soledad llevo dentro,

torre de ciegas ventanas.

Cuando mis brazos extiendo,

abro sus puertas de entrada

y doy camino alfombrado

al que quiera visitarla.

Pintó el recuerdo los cuadros

que decoran sus estancias.

Allí mis pasadas dichas

con mi pena de hoy contrastan.

¡Qué juntos los dos estábamos!

¿Quién el cuerpo? ¿Quién el alma?

Nuestra separación última,

¡qué muerte fue tan amarga!

Ahora dentro de mí llevo


mi alta sociedad delgada.
JUAN GIL-ALBERT

Nace en Alcoy (Alicante) en 1906;

muere en Valencia en 1994

Elegía a una casa de campo

¡Oh tú, casa deshabitada

en el solemne verano de nuestro silencio!

¿No adviertes que el solaz ha quebrado tus alas

y tus verbenas orlan inútilmente

las cintas verdes que nadie recorre?

Tu follaje ha crecido a su tiempo,

y la ligereza de las doradas mariposas,

el zureo de los palomos

y la ardiente cigarra del olivo,

dan el espacio frágil

donde la vida como otros años transcurre.

Ya penderán los racimos de tus traviesas

acumulando en sus granos un leve iris de polvo.

Ya tiempo hará que tus vibrantes chopos

la voz del agua entretienen en sus hojuelas,

sobre la amarillenta calina,


y la soledad estará sentada en tu balcón agreste

viendo a las cabras de cuello gentil

ramonear las hierbas inmortales

en los débiles cerros. [...]

A un monasterio griego

Más que el amor que un día me cediste

te pido, ¡oh Providencia!, que me lleves

a aquel rincón que guarda entre tus brazos

la indolencia divina. En el Himeto,

de incansables abejas coronado,

yace el ruinoso caserón, cual nido

de lagartijas; claros olivares

pardean sus declives en vetustas

ramas de cenicientos esplendores,

y pegadas al muro de la casa

frescas higueras arden con oscuras

constelaciones. Cálido, el incienso

trae su sopor al eco de las puertas,

donde un asnillo puede detenerse

largas horas en paz, mientras descargan

rancio vino de frágiles alforjas


y los privilegiados ruiseñores

trinan en los cipreses. Vida, ¡oh vida,

qué manantial del alma en esos cercos,

vieja y sabia manando sus promesas

de libertad! Allí estaría Adonis,

besando por la errante pecadora;

allí, llorando un día bajo el cáliz

de su ilusión, el hijo de los dioses

despídete, temblando, de la tierra...

Lágrimas, besos, zonas seductoras

que me han dado la esencia de mí mismo,

aquí como en un lírico sosiego

funden sus ansias. Monjes venerables,

¿quiénes son allí dentro paseando

la celestial nostalgia de la tierra,

más que sabios o reyes, dueños vivos

de la gentil fugaz concupiscencia?

Soberano dominio en que enaltecen

la imagen inmortal de lo creado.

Volver quiero al lugar donde es posible

mecerse en el ascético deleite

de la hermosura: allí quiero entornarte

mundo de mi pasión, cual si una siesta


fuera a dormir en pleno mediodía.
MANUEL DE CABRAL

Nace en Santiago de los Caballeros (República Dominicana) en 1907;

muere en Santo Domingo en 1999

La mano de Onan se queja

Yo soy el sexo de los condenados.

No el juguete de alcoba que economiza vida.

Yo soy la amante de los que no amaron.

Yo soy la esposa de los miserables.

Soy el minuto antes del suicida.

Sola de amor, mas nunca solitaria,

limitada de piel, saco raíces...

Se me llenan de ángeles los dedos,

se me llenan de sexos no tocados.

Me parezco al silencio de los héroes.

No trabajo con carne solamente...

Va más allá de digital mi oficio.

En mi labor hay un obrero alto...

Un Quijote se ahoga entre mis dedos,

una novia también que no se tuvo.

Yo apenas soy violenta intermediaria,


porque también hay verso en mis temblores,

sonrisas que se cuajan en mi tacto,

misas que se derriten sin iglesias,

discursos fracasados que resbalan,

besos que bajan desde el cráneo a un dedo,

toda la tierra suave en un instante.

Es mi carne que huye de mi carne;

horizontes que saco de una gota,

una gota que junta

todos los ríos en mi piel, borrachos;

un goterón que trae

todas las aguas de un ciclón oculto,

todas las venas que prisión dejaron

y suben con un viento de licores

a mojarse de abismo en cada uña,

a sacarme la vida de mi muerte.

La carga

Mi cuerpo estaba allí... nadie lo usaba.

Yo lo puse a sufrir... le metí un hombre.

Pero este equino triste de materia

si tiene hambre me relincha versos,


si sueña, me patea el horizonte;

lo pongo a discutir y suelta bosques,

sólo a mí se parece cuando besa...

No sé qué hacer con este cuerpo mío,

alguien me lo alquiló, yo no sé cuándo...

Me lo dieron desnudo, limpio, manso,

era inocente cuando me lo puse,

pero a ratos,

la razón me lo ensucia y lo adorable...

Yo quiero devolverlo como me lo entregaron;

sin embargo,

yo sé que es tiempo lo que a mí me dieron.


HÉRIB CAMPOS CERVERA

Nace en Asunción (Paraguay) en 1908;

muere en Buenos Aires (Argentina) en 1953

Ahora estoy de nuevo desnudo.

Desnudo y desolado

sobre un acantilado de recuerdos;

perdido entre recodos de tinieblas.

Desnudo y desolado;

lejos del firme símbolo de tu sangre.

Lejos.

No tengo ya el remoto jazmín de tus estrellas,

ni el asedio nocturno de tus selvas.

Nada: ni tus días de guitarra y cuchillos,

ni la desmemoriada claridad de tu cielo.

Solo como una piedra o como un grito

te nombro y, cuando busco

volver a la estatura de tu nombre,

sé que la Piedra es piedra y que el Agua del río


huye de tu abrumada cintura y que los pájaros

usan el alto amparo del árbol humillado

como un derrumbadero de su canto y sus alas. [...]

Estás en mí: caminas con mis pasos,

hablas por mi garganta; te yergues en mi cal

y mueres, cuando muero, cada noche.

Estás en mí con todas tus banderas;

con tus honestas manos labradoras

y tu pequeña luna irremediable.

Inevitablemente

—con la puntual constancia de las constelaciones—

vienen a mí, presentes y telúricas:

tu cabellera torrencial de lluvias;

tu nostalgia marítima y tu inmensa

pesadumbre de llanuras sedientas.

Me habitas y te habito:

sumergido en tus llagas,

yo vigilo tu frente que, muriendo, amanece.


Estoy en paz contigo;

ni los cuervos ni el odio

me pueden cercenar de tu cintura:

yo sé que estoy llevando tu Raíz y tu Suma

sobre la cordillera de mis hombros.

Y eso tengo de Ti.

Un puñado de tierra:

eso quise de ti.


MIGUEL OTERO SILVA

Nace en Barcelona (Venezuela) en 1908;

muere en Caracas en 1985

Siembra

Cuando de mí no quede sino un árbol,

cuando mis huesos se hayan esparcido

bajo la tierra madre;

cuando de ti no quede sino una rosa blanca

que se nutrió de aquello que tú fuiste

y haya zarpado ya con mil brisas distintas

el aliento del beso que hoy bebemos;

cuando ya nuestros nombres

sean sonidos sin eco

dormidos en la sombra de un olvido insondable

tú seguirás viviendo en la belleza de la rosa,

como yo en el follaje del árbol

y nuestro amor en el murmullo de la brisa. [...]


LEOPOLDO PANERO

Nace en Astorga (León) en 1909;

muere en Astorga en 1962

Hijo mío

Desde mi vieja orilla, desde la fe que siento,

hacia la luz primera que torna el alma pura,

voy contigo, hijo mío, por el camino lento

de este amor que me crece como mansa locura.

Voy contigo, hijo mío, frenesí soñoliento

de mi carne, palabra de mi callada hondura,

música que alguien pulsa no sé dónde, en el viento

no sé dónde, hijo mío, desde mi orilla oscura.

Voy, me llevas, se toma crédula mi mirada,

me empujas levemente (ya casi siento el frío);

me invitas a la sombra que se hunde a mi pisada,

me arrastras de la mano... Y en tu ignorancia fío,

y a tu amor me abandono sin que me quede nada,

terriblemente solo, no sé dónde, hijo mío.


MIGUEL HERNÁNDEZ

Nace en Orihuela (Alicante) en 1910;

muere en Alicante en 1942

¿No cesará este rayo que me habita

el corazón de exasperadas fieras

y de fraguas coléricas y herreras

donde el metal más fresco se marchita?

¿No cesará esta terca estalactita

de cultivar sus duras cabelleras

como espadas y rígidas hogueras

hacia mi corazón que muge y grita?

Este rayo ni cesa ni se agota:

de mí mismo tomó su procedencia

y ejercita en mí mismo sus furores.

Esta obstinada piedra de mí brota

y sobre mí dirige la insistencia

de sus lluviosos rayos destructores.


Como el toro he nacido para el luto

y el dolor, como el toro estoy marcado

por un hierro infernal en el costado

y por varón en la ingle con un fruto.

Como el toro lo encuentra diminuto

todo mi corazón desmesurado,

y del rostro del beso enamorado,

como el toro a tu amor se lo disputo.

Como el toro me crezco en el castigo,

la lengua en corazón tengo bañada

y llevo al cuello un vendaval sonoro.

Como el toro te sigo y te persigo,

y dejas mi deseo en una espada,

como el toro burlado, como el toro.

Elegía

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto del rayo Ramón Sijé, con quien tanto
quería)
Yo quiero ser llorando el hortelano

de la tierra que ocupas y estercolas,

compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas

y órganos mi dolor sin instrumento,

a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.

Tanto dolor se agrupa en mi costado,

que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,

un hachazo invisible y homicida,

un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,

lloro mi desventura y sus conjuntos

y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,

y sin calor de nadie y sin consuelo


voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,

temprano madrugó la madrugada,

temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,

no perdono a la vida desatenta,

no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta

de piedras, rayos y hachas estridentes

sedienta de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,

quiero apartar la tierra parte a parte

a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte

y besarte la noble calavera

y desamordazarte y regresarte.

Volverás a mi huerto y a mi higuera:


por los altos andamios de las flores

pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.

Volverás al arrullo de las rejas

de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,

y tu sangre se irán a cada lado

disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,

llama a un campo de almendras espumosas

mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero,

que tenemos que hablar de muchas cosas

compañero del alma, compañero.

Vientos del pueblo me llevan

Vientos del pueblo me llevan,


vientos del pueblo me arrastran,

me esparcen el corazón

y me aventan la garganta.

Los bueyes doblan la frente,

impotentemente mansa,

delante de los castigos:

los leones la levantan

y al mismo tiempo castigan

con su clamorosa zarpa.

No soy de un pueblo de bueyes,

que soy de un pueblo que embargan

yacimientos de leones,

desfiladeros de águilas

y cordilleras de toros

con el orgullo en el asta.

Nunca medraron los bueyes

en los páramos de España.

¿Quién habló de echar un yugo

sobre el cuello de esta raza?

¿Quién ha puesto al huracán


jamás ni yugos ni trabas,

ni quién al rayo detuvo

prisionero en una jaula? [...]

Sonetos

Umbrío por la pena, casi bruno,

porque la pena tizna cuando estalla,

donde yo no me hallo no se halla

hombre más apenado que ninguno.

Sobre la pena duermo solo y uno,

pena es mi paz y pena mi batalla,

perro que ni me deja ni se calla,

siempre a su dueño fiel, pero importuno.

Cardos y penas llevo por corona,

cardos y penas siembran sus leopardos

y no me dejan bueno hueso alguno.

No podrá con la pena mi persona,

rodeada de penas y de cardos:

¡cuánto penar para morirse uno!


Por tu pie, la blancura más bailable,

donde cesa en diez partes tu hermosura,

una paloma sube a tu cintura,

baja a la tierra un nardo interminable.

Con tu pie vas poniendo lo admirable

del nácar en ridícula estrechura

y a donde va tu pie va la blancura,

perro sembrado de jazmín calzable.

A tu pie, tan espuma como playa,

arena y mar me arrimo y desarrimo

y al redil de su planta entrar procuro.

Entro y dejo que el alma se me vaya

por la voz amorosa del racimo:

pisa mi corazón que ya es maduro.

Fuera menos penado si no fuera

nardo tu tez para mi vista, nardo,


cardo tu pie para mi tacto, cardo,

tuera tu voz para mi oído, tuera.

Tuera es tu voz para mi oído, tuera,

y arde en tu voz y en tu alrededor ardo,

y tardo a arder lo que a ofrecerte tardo

miera, mi voz para la tuya, miera.

Zarza es tu mano si la tiento, zarza,

ola tu cuerpo si lo alcanzo, ola,

cerca una vez, pero un millar no cerca.

Garza es mi pena, esbelta y triste garza,

sola como un suspiro y un ay, sola,

terca en su error y en su desgracia terca.

Tengo estos huesos hechos a las penas

y a las cavilaciones estas sienes:

pena que vas, cavilación que vienes

como el mar de la playa a las arenas.

Como el mar de la playa a las arenas,


voy en este naufragio de vaivenes

por una noche oscura de sartenes

redondas, pobres, tristes y morenas.

Nadie me salvará de este naufragio

si no es tu amor, la tabla que procuro,

si no es tu voz, el norte que pretendo.

Eludiendo por eso el mal presagio

de que ni en ti siquiera habré seguro,

voy entre pena y pena sonriendo.

Te me mueres de casta y de sencilla:

estoy convicto, amor, estoy confeso

de que, raptor intrépido de un beso,

yo te libé la flor de la mejilla.

Yo te libé la flor de la mejilla,

y desde aquella gloria, aquel suceso,

tu mejilla, de escrúpulo y de peso,

se te cae deshojada y amarilla.


El fantasma del beso delincuente

el pómulo te tiene perseguido,

cada vez más patente, negro y grande.

Y sin dormir estás, celosamente,

vigilando mi boca ¡con qué cuido!

para que no se vicie y se desmande.

Fatiga tanto andar sobre la arena

descorazonadora de un desierto,

tanto vivir en la ciudad de un puerto

si el corazón de barcos no se llena.

Angustia tanto el son de la sirena,

oído siempre en un anclado huerto,

tanto la campanada por el muerto

que en el otoño y en la sangre suena,

que un dulce tiburón, que una manada

de inofensivos cuernos recentales,

habitándome días, meses y años,


ilustran mi garganta y mi mirada

de sollozos de todos los metales

y de fieras de todos los tamaños.


SARA DE IBÁÑEZ

Nace en Montevideo (Uruguay) en 1910;

muere en Montevideo en 1971

[...] Quisiera abrir mis venas bajo los durazneros,

en aquel distraído verano de mi boca.

Quisiera abrir mis venas para buscar tus rastros,

lenta rueda comida por agrias amapolas.

Yo te ignoraba fina colmena vigilante.

Río de mariposas naciendo en mi cintura.

Y apartaba las yemas, el temblor de los álamos,

y el viento que venía con máscara de uvas.

Yo no quise borrarme cuando no te miraba

pero me sostenías, fresca mano de olivo.

Estrella navegante no pude ver tu borda

pero me atravesaste como a un mar distraído.

Ahora te descubro, tan herido extranjero,

paraíso cortado, esfera de mi sangre.

Una hierba de hierro me atraviesa la cara...


Sólo ahora mis ojos desheredados se abren.

Ahora que no puedo derruir tu frontera

debajo de mi frente, detrás de mis palabras.

Tocar mi vieja sombra poblada de azahares,

mi ciego corazón perdido en la manzana. [...]


LUIS ROSALES

Nace en Granada en 1910;

muere en Madrid en 1992

La casa encendida

(Fragmento)

Y ahora vamos a hablar,

ahora ya estamos juntos, ayeridos y ciegos,

porque lo junto nos va haciendo hombres;

ahora ya estamos sombreados

como un camino de alas choperas por la muerte;

juntos como un camino,

juntos, ciegos y dentro los unos de los otros

como un poco de mar que se reúne,

que se ha reunido, al fin, y que se besa entero

con un beso agotado y repentino

que deshoja sus labios,

que deshoja sus olas una a una;

y estáis conmigo al fin, y os estoy viendo

esperar, como siempre.


—«¿Y quién te cuida, Luis?».

y veo que estás sentada,

devolviendo a tu cuerpo aquel cansancio

de madre con sus hijos y sus olas,

de madre hacia su infancia,

de madre hacia el bautismo que recrea con cada nuevo hijo

y él apoya las manos en tus hombros,

tras el respaldo de la silla,

como el río que va siguiendo su ribera;

y puede ser que yo sea niño,

y tu voz y tus ojos me aíslan,

me miran y me vuelven a mirar

llorando para verme encristalado...

y es tan fácil morir,

y es tan fácil seguir a pie descalzo y para siempre,

ese gesto que tienes todavía,

ese gesto que nunca he de olvidar,

ese gesto donde alguien pierde pie,

donde alguien busca,

donde alguien va buscando sus mismos ojos en el aire,

los mismos ojos suyos que se le quedan ciegos,

y se le van rompiendo interiormente


mientras sueña alcanzarlos algún día.

CON VUESTRA VUELTA SE HA ORDENADO TODO

y ahora, junto a vosotros, están los libros en las estanterías

y el vino, los hermanos y las horas,

y el abejorro silabeante que reunía entre sus alas nuestros labios de niño,

y luego vendrán Pedro y Primitivo, con Leopoldo, Dionisio y Alfonso,

y el buen callar que llaman Dámaso,

y Enrique,

para deciros que hicisteis bien,

para deciros que todo vuelve y nada se repite,

y Luis Cristóbal que ha crecido callando,

que ha crecido en mi vida

como se clava una bisagra en la puerta para evitar que se desquicie,

y ¿quién te cuida, Luis?

y volverán de nuevo la pobreza decidida y las sábanas

en donde, alguna vez, me he amortajado con Cervantes,

y María que entra en la habitación

para poner sobre la mesa una jarra con lirios púlpitos y frágiles;

y tal vez se repita este instante en que al llevar la mano a la mejilla he tocado mis
huesos,

y me parece que siempre están dispuestos, disponibles, definidores,

y tal vez todo cicatrice, algún día, como la herida cierra sus bordes,
y tal vez todo se reúna

porque la muerte no interrumpe nada.

«TU PRIMER CORAZÓN QUIETO SE ENFRÍA»,

y ahora vamos a hablar, ¿sabéis?, vamos a hablar

mientras recuerdo madre,

madre, mientras recuerdo

que hemos vivido el mismo corazón durante largos meses,

que yo he vivido de ti misma durante nueve meses,

que yo...

que tú lo sabes,

he vivido doliéndote,

doliendo para ti durante largos meses

en que tú me escuchabas porque entonces dolía,

porque hablaba doliéndote

durante largos meses,

porque decía doliéndote mi nombre,

y era un latido escrito y una sangre con prisa entre tu sangre

durante varios meses

durante todo el tiempo que es necesario hablar,

durante todo el tiempo que aún estamos hablando,

que aún estamos doliendo en algún sitio

que Dios debe tener;


porque tú sabes bien,

tú sí lo sabes, tú siempre lo supiste,

que eres tú quien me cuida,

que eres tú quien me sigue cuidando,

que es tu paso quien suena en mis latidos,

que yo he dolido mucho para lograr vivir,

que yo he seguido consumiéndote,

que yo he querido seguir haciendo desde entonces, aquel viaje de la sangre que,
vuelve a circular entre dos corazones,

dentro de un mismo cuerpo;

que yo sigo doliendo todavía

allá en el centro de tu vientre, allá en el fruto de tu vientre,

y encendiéndome en él,

y ardiendo de tu carne, de tu habilitación y de tu sangre. [...]

Y AHORA VAMOS A HABLAR, ¿SABÉIS?, VAMOS A HABLAR,

como si hubiera empezado el deshielo

y ya estuviese circulando la misma sangre en nuestros corazones,

y todo principiase, como sube a los pechos de la madre la leche cuando la boca la
solicita,

y todo hubiese ya empezado en un lugar distante,

en un lugar, sin minuciosidades, que Dios debe tener ya preparado para nosotros,

con un salón de costura y un despacho y unas estanterías con libros y con cuadros,

en un lugar en donde el tiempo se ha convertido, de repente, en la palabra ahora,


esta palabra misma:

ahora,

que ayer era un latido perdiéndose en la lluvia,

y hoy ya junto a vosotros, crece y se agranda hasta borrar el mundo,

porque empieza el deshielo,

porque empieza el deshielo y yo he llegado a tener la estatura de una gota de


agua,

porque soy como un niño que despierta en un túnel,

y jamás he sentido la plenitud que estoy sintiendo en este instante,

la plenitud que no puede acabar si no es conmigo,

la plenitud que estoy besando en vuestras manos,

que estoy hablando en vuestras manos,

que estoy viviendo junta

porque ahora,

vamos a hablar, ¿sabéis?, ¡vamos a hablar!,

hasta que puedan conocerse todos los hombres que han pisado la tierra

hasta que nadie viva con los ojos cerrados,

hasta que nadie duerma.

SIEMPRE MAÑANA Y NUNCA MAÑANAMOS


AL DÍA SIGUIENTE,

—hoy—

al llegar a mi casa —Altamirano, 34— era de noche,

y ¿quién te cuida?, dime; no llovía;

el cielo estaba limpio;

—«Buenas noches, don Luis» —dice el sereno,

y al mirar hacia arriba,

vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares,

las ventanas,

—sí, todas las ventanas—,

Gracias, Señor, la casa está encendida.


GABRIEL CELAYA

Nace en Hernani (Vizcaya) en 1911;

muere en Madrid en 1991

Tú por mí

Si mi pequeño corazón supiera

algo de lo que soy;

si no fuera, perdido, por los limbos, cantando

otro ser, otra voz,

¡ay, sabría qué me duele!,

¡ay, sabría lo que busco!,

sabría tu nombre, amor.

Sería todo mío, todo tuyo, y unidos,

diría yo lo que quieres,

dirías tú quién soy yo.


DIONISIO RIDRUEJO

Nace en Burgo de Osma (Soria) en 1912;

muere en Madrid en 1975

Cómo mana tu savia ardiente...

Nos junta el resplandor en esta hoguera

que tu alabastro transparenta y dora,

y en lenguas alegrísimas devora

una viña de muerta primavera.

Astros de velocísima carrera

resbalan en tus ojos, y me explora

todo tu ser en ascua tentadora,

el corazón que consumido espera.

Amada sin secreto, tan cercana,

veo íntima y abierta, en un ocaso

que hace el sol en ti misma, cómo mana

tu savia ardiente bajo limpio raso;

y hago sarmiento de mi amor, que gana


oro para la sed en que me abraso.
JOSÉ LEZAMA LIMA

Nace en La Habana (Cuba) en 1910;

muere en La Habana en 1976

Ah, que tú escapes

Ah, que tú escapes en el instante

en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.

Ah, mi amiga, que tú no querías creer

las preguntas de esa estrella recién cortada,

que va mojando sus puntas en otra estrella enemiga.

Ah, si pudiera ser cierto que a la hora del baño,

cuando en una misma agua discursiva

se bañan el inmóvil paisaje y los animales más finos:

antílopes, serpientes de pasos breves, de pasos evaporados,

parecen entre sueños, sin ansias levantar

los más extensos cabellos y el agua más recordada.

Ah, mi amiga, si en el puro mármol de los adioses

hubieras dejado la estatua que nos podía acompañar,

pues el viento, el viento gracioso,

se extiende como un gato para dejarse definir.


PABLO ANTONIO CUADRA

Nace en Managua (Nicaragua) en 1912;

muere en Managua en 2002

La noche es una mujer desconocida

Preguntó la muchacha al forastero:

—¿Por qué no pasas? En mi hogar

está encendido el fuego.

Contestó el peregrino: —Soy poeta,

sólo deseo conocer la noche.

Ella, entonces, echó cenizas sobre el fuego

y aproximó en la sombra su voz al forastero:

—¡Tócame! —dijo—. ¡Conocerás la noche!


EDUARDO CARRANZA

Nace en Apiaya (Colombia) en 1913;

muere en Bogotá en 1985

Azul de ti

Pensar en ti es azul, como ir vagando

por un bosque dorado al mediodía:

nacen jardines en el habla mía

y con mis nubes por tus sueños ando.

Nos une y nos separa un aire blando,

una distancia de melancolía;

yo alzo los brazos de mi poesía,

azul de ti, dolido y esperando.

Es como un horizonte de violines

o mi tibio sufrimiento de jazmines

pensar en ti, de azul temperamento.

El mundo se me vuelve cristalino,

y te miro, entre lámpara de trino,


azul domingo de mi pensamiento.
JOSÉ GARCÍA NIETO

Nace en Oviedo (Asturias) en 1914;

muere en Madrid en 2001

¿Estoy despierto? Dime. Tú que sabes

cómo hiere la luz, cómo la vida

se abre bajo la rosa estremecida

de la mano de Dios y con qué llaves,

dime si estoy despierto, si las aves

que ahora pasan son cifra de tu huida,

si aún en mi corazón, isla perdida,

hay un lugar para acercar tus naves.

Ángel mío, tesón de la cadena,

tibia huella de Dios, reciente arena

donde mi cuerpo de hombre se asegura,

dime si estoy soñando cuanto veo,

si es la muerte la espalda del deseo,


si es en ti donde empieza la hermosura.

El Hacedor

Entra en la playa de oro el mar y llena

la cárcava que un hombre antes, tendido,

hizo con su sosiego. El mar se ha ido

y se ha quedado, niño, entre la arena.

Así es este eslabón de tu cadena

que, como el mar, me has dado. Y te has partido

luego, Señor. Mi huella te ha servido

para darle ocasión a la azucena.

Miro el agua. Me copia, me recuerda.

No me dejes, Señor, que no me pierda,

que no me sienta Dios, y a Ti lejano...

Fuimos hombre y mujer, pena con pena,

eterno barro, arena contra arena,

y solo Tú la poderosa mano.

Gracias, Señor...
Gracias, Señor, porque estás

todavía en mi palabra;

porque debajo de todos

mis puentes pasan tus aguas.

Piedra te doy, labios duros,

pobre tierra acumulada

que tus luminosas lenguas

incesantemente aclaran.

Te miro; me miro. Hablo;

te oigo. Busco; me aguardas.

Me vas gastando, gastando.

Con tanto amor me adelgazas

que no siento que a la muerte

me acercas...

Y sueño...

Y pasas...
NICANOR PARRA

Nace en San Fabián de Alico (Chile) en 1914;

muere en La Reina (Chile) en 2018

Solo

Poco

poco

me

fui

quedando

solo

Imperceptiblemente:

Poco

poco

Triste es la situación

Del que gozó de buena compañía

Y la perdió por un motivo u otro.


No me quejo de nada: tuve todo

Pero

sin

darme

cuenta

Como un árbol que pierde una a una sus hojas

Fuime

quedando

solo

poco

poco.
JUAN EDUARDO CIRLOT

Nace en Barcelona en 1916;

muere en Barcelona en 1973

Momento

Mi cuerpo se pasea por una habitación llena de libros y de

espadas y con dos cruces góticas;

sobre mi mesa están Art of the European Iron Age y The Age of

Plantagenets and Valois, aparte de un resumen de la Ars Magna

de Lulio.

Las fotografías de Bronwyn están en sus carpetas, como tantas

otras cosas que guardo (versos, ideas, citas, fotos).

Si ahora fuera a morir, en esta tarde (son las 6) de finales de mayo

de 1971, y lo supiera de antemano,

no me conmovería mucho, ni siquiera a causa del poema «La

Quête de Bronwyn» que está en imprenta.

En rigor, no creo en la «otra vida», ni en la reencarnación, ni tengo

la dicha (menos aún) de creer


que se puede renacer hacia atrás, por ejemplo, en el siglo XI.

Sé que me espera la nada, y como la nada es inexperimentable,

me espera algo no sé dónde ni cómo,

posiblemente ser en cualquier existente como ahora soy en Juan

Eduardo Cirlot.

Mi cuerpo me estorbaría y desearía la muerte —¡ah, cómo la

desearía!— si pudiera

creer en que el alma es algo en sí que se puede alejar

e ir hacia los bosques estelares donde el triángulo invertido de los

ojos y boca de Rosemary Forsyth

me lanzaría de nuevo a la tierra de los hombres, porque en esta

vida no he sabido o no he podido

trascender la condición humana, y el amor ha sido mi elemento,

aunque fuese un amor hecho de nada, para la nada y donde

nunca.

Estoy oyendo Khamma de Debussy, que, sin ser uno de mis

músicos favoritos (éstos son Scriabin, Schönberg y otros)

no deja de ayudarme cuando estoy triste, que es casi siempre.

Mi tristeza proviene de que me acuerdo demasiado de Roma y de

mis campañas con Lúculo, Pompeyo o Sila,

y de que recuerdo también el brillo dorado de mis mallas doradas


en los tiempos románicos,

y proviene de que nunca pude encontrar a Bronwyn cuando,

entonces, en el siglo XI,

regresé de la capital de Brabante y fui a Frisia en su busca.

Pero, pensándolo bien, mi tristeza es anterior a todo esto, pues

cuando fui en Egipto vendedor de caballos, ya era un hombre

conocido por «el triste».

Y es que el ángel, en mí, siempre está a punto de rasgar el velo del cuerpo,

y el ángel que no se rebeló y luchó contra Lucifer, pero más tarde

cedió a las hijas de los hombres y se hizo hombre,

ese ángel es el peor de los dragones.


CAMILO JOSÉ CELA

Nace en Iria Flavia (La Coruña) en 1916;

muere en Madrid en 2002

Toisha V

Ahora que ya tus ojos son como sal, y fértil

Tu inmensa boca es un volcán difunto.

Ahora que ya los lobos y las piedras,

Tus vestidos pegados cual olvidadas vendas

Y este atroz mineral que extraje de tu pecho,

Son reliquias tan ciertas como antiguos abrazos.

Ahora que tus axilas pueblan de olor el mundo

Donde yo con mi piel de viudo te presiento.

Ahora que tus zapatos, tus sostenes, tu lápiz de los labios,

No me dan más que frío al encontrarlos.

Ahora que ya no puedo dormir donde has dormido

Porque mis ojos lloran azufre y yodo ardiendo.


Ahora que ya no puedo ver tu talla desnuda

Porque alambres al rojo se clavan en mi sexo.

Ahora que, los domingos, salgo sin rumbo, inmóvil.

Y que tranvías, yeguas, las moradas mujeres ni el consuelo,

Han de torcer mi ruta de novio eternamente.

Ahora que ya conozco lo bastante a los hombres,

Para que no me fíe ni de mi pena misma.

Ahora que los difuntos, en montones austeros,

Son incapaces de hacerme verter lágrimas

Porque mis ojos son de cristal y aluminio.

Ahora que ya me olvido de qué es dormir tranquilo,

E imbéciles amigos pueblan mi soledad de compasiones que no quiero.

Ahora que mis dos manos son totalmente inútiles

Porque en clavos con óxido sólo encuentran tu cuerpo.

Ahora que ya mi boca pudiera cerrarse eternamente,

Porque tus salobres ingles, tus sustanciosos huesos,


Ya ni me pertenecen.

Ahora que ni cuchillos, ni pistolas, ni ojos envenenados,

Me hacen temblar de miedo, porque un solo veneno

Es quien late en mis pulsos.

II

Ahora, ahora mismo,

En este instante idéntico a niña embarazada,

En este instante mismo en que la sangre se agolpa por mis sienes.

En este instante, oh muerta!, en que navajas, tréboles,

O espartos moribundos dan sabor a tu boca,

En que huracanes trémulos, musgos recién nacidos,

O gusanos sin boca son dueños de tus senos,

En que la tierra inmensa te ahoga por la garganta

Por un instante no mayor que un beso,

En que lágrimas huecas o mechones de pelo perfectamente inútiles


No son lo que yo quiero: que es tu presencia misma,

Que es tu carne dorada donde yo me dormía,

Que son tus piernas tibias, tus muslos abarcados,

Tus fecundas caderas donde yo cabalgaba

Como un verano, hasta que te rendías,

Tus fortísimos brazos con que, toda desnuda,

Me levantabas sobre tu cabeza...

En este instante en que un dolor inmenso

Es incapaz de hacerme mover un solo dedo,

Yo te prometo, oh dulce esposa mía asesinada,

Oh madrecita sin haber parido, oh muerta,

Colgar tu atroz recuerdo cada noche de un pelo,

Y que desiertos de tinieblas moradas

O amargas noches de insomnio y sobresalto

Sean incapaces de ahogarme como a un niño.


Catorce versos en el cumpleaños de una mujer

(Poemilla ínfimo y azorado, tenue, orgulloso y levemente soberbio, que debe leerse en
cueros y con mucha parsimonia)

Cuando mi corazón empezó a nadar en el caudaloso río de la alegría de las más


limpias herraduras de agua

Y descubrí que en el alma de la mujer subyacen cinco estaciones de grácil silueta

Oí silbar al ruiseñor del camposanto de la aldea y ahuyenté de mi piel los malos


pensamientos

Aparté de mí los torvos presagios de la debilidad la enfermedad el

hambre la guerra la miseria y los vacíos de la conciencia.

Empecé a oler tímidamente el gimnástico aire de la belleza que duerme contigo

Y volé tan alto que perdí de vista el aire de los invernaderos el

agua quieta de las acequias y el fuego purificador también la

arcillosa y pedregosa tierra que piso y en la que seré olvidado por tu mano

Te amo lleno de esperanza

Tu vida es aún muy breve para acariciar la esperanza

Y hoy cumples años quizá excesivos

Hoy cumples mil años

Quisiera bailar en un local cerrado con la muerte coronada de esmeraldas y rubíes


yo coronado de musgo y hongos y alfileres

Para proclamar en el reino de las más solitarias ballenas

Mi dulce sueño con estas sobrecogidas palabras


Pregono en voz alta el espanto que me produce la felicidad.

Poema en forma de mujer que dicen temeroso, matutino, inútil

Ese amor que cada mañana canta

y silba, temeroso, matutino, inútil

(también silba)

bajo las húmedas tejas de los más solitarios corazones

—¡Ave María Purísima!—

y rosas son, o escudos, o pajaritas recién paridas,

te aseguro que escupe, amoroso

(también escupe)

en ese pozo en el que la mirada se sobresalta.

Sabes por donde voy:

tan temeroso,

tan tarde ya

(también tan sin objeto).

Y amargas o semiamargas voces que todos oyen

llenos de sentimiento,

no han de ser suficientes para convertirme en ese dichoso


caracol al que renuncio

(también atentamente).

Un ojo por insignia,

un torpe labio,

y ese pez que navega nuestra sangre.

Los signos del oprobio nacen dulces

(también llenos de luz)

y gentiles.

Eran

—me horroriza decirlo—

muchos los años que volqué en la mar

(también, como las venas de tu garganta, teñida de un tímido color).

Eran

—¿por qué me lo preguntas?—

dos las delgadas piernas que devoré.

Quisiera peinar fecundos ríos en la barba

(también acariciarlos)

e inmensas cataratas de lágrimas

sin sosiego,

desearía, lleno de ardor, acunar allí mismo donde nadie se atreve


levantar la vista.

Un muerto es un concreto

(también se ríe)

pensamiento que hace señas al aire.

La mariposa,

aquella mariposa ruin que se nutría de las más privadas

sensaciones,

vuela y revuela sobre los altos campanarios

(también los hollados campanarios)

aún sin saber,

como no sabe nadie,

que ese amor que cada día grita

y gime, temeroso, matutino, inútil

(también gime)

bajo las tibias tejas de los corazones,

es un amor digno de toda lástima.

GASTÓN BAQUERO
Nace en Banes (Cuba) en 1918;

muere en Madrid en 1997

El viajero

La Barcarola de Los Cuentos de Hoffmann:

sólo esta melodía quedó en la memoria del viajero

cuando echó a andar sin más finalidad que sacudirse

el tedio de estar vivo.

Luego de recorrido paso a paso

el gran bosque de ciervos que va de Alaska a Punta del Este,

con su bastón de fibra

y con el gran sombrero tejido a ciegas por indios

de dedos iluminados por rayos puros de luna bajo el río,

decidió concentrar su viaje sobre castillos y bellas estatuas,

y emprendió, así, la última etapa de su peregrinar,

que consistía, y consiste todavía —porque el viajero

ni ha terminado de andar, ni conoce el cansancio o el sueño—

en ir y volver a pie, incesantemente,


desde Lisboa hasta Varsovia, y desde Varsovia hasta Lisboa,

silbando la Barcarola de Los Cuentos de Hoffmann.

Si alguien le pregunta, él, sin dejar de andar, explica:

«Silbar en la oscuridad para vencer el miedo es lo que nos queda.

No creáis que me haya dejado, jamás, distraer por la apariencia

de la luz: desde pequeño supe que la luz no existe, que es

tan sólo uno de los disfraces de las tinieblas,

porque sólo hay tinieblas para el hombre. Silbo en la oscuridad

a ver si de alguna parte acude un perro a socorrerme;

el perro que la Virgen dejaba como guardián de su hijo

cuando ella se iba a su menester de cantante en el coro

de la sinagoga, para alabar a Abraham, a David, a Salomón,

y a todos sus hieráticos parientes de barbas taheñas

y crótalos de marfil, y balidos de corderos sacrificados

cuando la luna se ofrece como arco para enviarle

saetas al corazón del Creador: inútil todo, inútil».

Y el viajero seguía murmurando para sí:

«Lleno de miedo pero abroquelado en el castillo

de escucharme silbar, compruebo todos los días

que es sólo noche cerrada e irrompible lo que nos rodea;

percibo el desdén de la Creación por nosotros, la orfandad del planeta


en la siniestra llanura del universo, la soledad

absoluta de este puntito de polvo que tan importante creemos,

pero que es apenas el sucio corpúsculo de mugre

que revuela en la habitación cuando el señorito

se mira al espejo, ciñe su corbata, y displicentemente

sacude con la punta de los dedos

ese poquito de polvo que no sabemos cómo ha llegado hasta allí,

ni qué hace en el medio de su impecable traje.

»Voy desde Lisboa a Varsovia,

me apiado otra vez

de la pavorosa soledad de

la tierra en el Cosmos,

acaricio su rostro para aliviarle, quizá, su eterna pena,

y vuelvo desde Varsovia hasta Lisboa, silbando

muy suavemente la Barcarola,

la Barcarola de Los Cuentos de Hoffmann del Tuerto de

Offenbach,

una melodía tan tonta e inútil

como el nacimiento de un niño, o como

el descender de un cadáver al castillo iluminado finalmente».


BLAS DE OTERO

Nace en Bilbao en 1916;

muere en Madrid en 1979

Un relámpago apenas

Besas como si fueses a comerme.

Besas besos de mar, a dentelladas.

Las manos en mis sienes y abismadas

nuestras miradas. Yo, sin lucha, inerme,

me declaro vencido, si vencerme

es ver en ti mis manos maniatadas.

Besas besos de Dios. A bocanadas

bebes mi vida. Sorbes. Sin dolerme,

tiras de mi raíz, subes mi muerte

a flor de labio. Y luego, mimadora,

la brizas y la rozas con tu beso.

Oh Dios, oh Dios, oh Dios, si para verte

bastara un beso, un beso que se llora


después, porque, ¡oh, por qué!, no basta eso.

Cuerpo de la mujer

«... Tántalo en fugitiva fuente de oro».

QUEVEDO

Cuerpo de la mujer, río de oro

donde, hundidos los brazos, recibimos

un relámpago azul, unos racimos

de luz rasgada en un frondor de oro.

Cuerpo de la mujer o mar de oro

donde, amando las manos, no sabemos

si los senos son olas, si son remos

los brazos, si son alas solas de oro...

Cuerpo de la mujer, fuente de llanto

donde, después de tanta luz, de tanto

tacto sutil, de Tántalo es la pena.

Suena la soledad de Dios. Sentimos

la soledad de dos. Y una cadena


que no suena, ancla en Dios almas y limos.

Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,

al borde del abismo, estoy clamando

a Dios. Y su silencio, retumbando,

ahoga mi voz en el vacío inerte.

Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte

despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo

oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando

solo. Arañando sombras para verte.

Alzo la mano, y tú me la cercenas.

Abro los ojos: me los sajas vivos.

Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.

Esto es ser hombre: horror a manos llenas.

Ser —y no ser— eternos, fugitivos.

¡Ángel con grandes alas de cadenas!


RAFAEL MORALES

Nace en Talavera de la Reina (Toledo) en 1919;

muere en Madrid en 2005

El toro

Es la negra cabeza negra pena,

que en dos furias se encuentra rematada,

donde suena un rumor de sangre airada

y hay un oscuro llanto que no suena.

En su piel poderosa se serena

su tormentosa fuerza enamorada

que en los amantes huesos va encerrada

para tronar volando por la arena.

Encerrada en la sorda calavera,

la tempestad se agita enfebrecida,

hecha pasión que al músculo no altera:

es un ala tenaz y enardecida,

es un ansia cercada, prisionera,

por las astas buscando la salida.


A un esqueleto de muchacha

(Homenaje a Lope de Vega)

En esta frente, Dios, en esta frente

hubo un clamor de sangre rumorosa,

y aquí, en esta oquedad, se abrió la rosa

de una fugaz mejilla adolescente.

Aquí el pecho sutil dio su naciente

gracia de flor incierta y venturosa,

y aquí surgió la mano, deliciosa

primicia de este brazo inexistente.

Aquí el cuello de garza sostenía

la alada soledad de la cabeza,

y aquí el cabello undoso se vertía.

Y aquí, en redonda y cálida pereza,

el cauce de la pierna se extendía

para hallar por el pie la ligereza.


JOSÉ HIERRO

Nace en Madrid en 1922;

muere en Madrid en 2002

Lope. La noche. Marta

He abierto la ventana. Entra sin hacer ruido

(afuera deja sus constelaciones).

«Buenas noches, Noche».

Pasa las páginas de sombra

en las que todo está ya escrito.

Viene a pedirme cuentas.

«Salí al rayar el alba —digo—.

Lamía el sol las paredes leprosas.

Olía a vino, a miel, a jara»

(Deslumbrada por tanta claridad

ha entornado los ojos).

La llevan mis palabras por calles, ascuas, no lo sé:

oye la plata de las campanadas.

Ante la puerta de la iglesia

me callo, me detengo —entraría conmigo


si yo no me callase, si no me detuviera—;

yo sé bien lo que quiere la Noche;

lo de todas las noches;

si no, por qué habría venido.

Ya mi memoria no es lo que era. En la misa del alba

no dije Agnus Dei qui tollis peccata mundi,

sino que dije Marta Dei (ella es también cordero de Dios

que quita mis pecados del mundo).

La Noche no podría comprenderlo,

y qué decirle, y cómo, para que lo entendiese.

No me pregunta nada la Noche,

no me pregunta nada. Ella lo sabe todo

antes que yo lo diga, antes que yo lo sepa.

Ella ha oído esos versos

que se escupen de boca en boca, versos

de un malaleche del Andalucía

—al que otro malaleche de solar montañés

llamara «capellán del rey de bastos»—

en los que se hace mofa de mí y de Marta,

amor mío, resumen de todos mis amores:


Dicho me han por una carta

que es tu cómica persona

sobre los manteles, mona

y entre las sábanas, Marta.

qué sabrá ese tahúr, ese amargado

lo que es amor. [...]

Hasta mañana, Noche.

Tengo que dar la cena a Marta,

asearla, peinarla (ella no vive ya en el mundo nuestro),

cuidar que no alborote mis papeles,

que no apuñale las paredes con mis plumas

—mis bien cortadas plumas—,

tengo que confesarla. «Padre, vivo en pecado»

(no sabe que el pecado es de los dos),

y dirá luego: «Lope, quiero morirme»

(y qué sucedería si yo muriese antes que ella).

Ego te absolvo.

Y luego, sosegada, le contaré, para dormirla,

aventuras de olas, de galeones, de arcabuces, de rumbos marinos,

de lugares vividos y soñados: de lo que fue


y que no fue y que pudo ser mi vida.

Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar.

Para un esteta

Tú que hueles la flor de la bella palabra

acaso no comprendas las mías sin aroma.

Tú que buscas el agua que corre transparente

no has de beber mis aguas rojas.

Tú que sigues el vuelo de la belleza, acaso

nunca jamás pensaste cómo la muerte ronda

ni cómo vida y muerte —agua y fuego— hermanadas

van socavando nuestra roca.

Perfección de la vida que nos talla y dispone

para la perfección de la muerte remota.

Y lo demás, palabras, palabras y palabras,

¡ay, palabras maravillosas!

Tú que bebes el vino en la copa de plata

no sabes el camino de la fuente que brota


en la piedra. No sacias tu sed en su agua pura

con tus dos manos como copa.

Lo has olvidado todo porque lo sabes todo.

Te crees dueño, no hermano menor de cuanto nombras.

Y olvidas las raíces («Mi Obra», dices), olvidas

que vida y muerte son tu obra.

No has venido a la tierra a poner diques y orden

en el maravilloso desorden de las cosas.

Has venido a nombrarlas, a comulgar con ellas

sin alzar vallas a su gloria.

Nada te pertenece. Todo es afluente, arroyo.

Sus aguas en tu cauce temporal desembocan.

Y hechos un solo río os vertéis en el mar

«que es el morir» dicen las coplas.

No has venido a poner orden, dique. Has venido

a hacer moler la muela con tu agua transitoria.

Tu fin no está en ti mismo («Mi Obra», dices), olvidas

que vida y muerte son tu obra.


Y que el cantar que hoy cantas será apagado un día

por la música de otras olas.

Réquiem

Manuel del Río, natural

de España, ha fallecido el sábado

11 de mayo, a consecuencia

de un accidente. Su cadáver

está tendido en D’Agostino

Funeral Home. Haskell. New Jersey.

Se dirá una misa cantada

a las 9.30, en St. Francis.

Es una historia que comienza

con sol y piedra, y que termina

sobre una mesa, en D’Agostino,

con flores y cirios eléctricos.

Es una historia que comienza

en una orilla del Atlántico.

Continúa en un camarote

de tercera, sobre las olas

—sobre las nubes— de las tierras


sumergidas ante Platón.

Halla en América su término

con una grúa y una clínica,

con una esquela y una misa

cantada, en la iglesia St. Francis,

Al fin y al cabo, cualquier sitio

da lo mismo para morir:

el que se aroma de romero,

el tallado en piedra, o en nieve,

el empapado de petróleo.

Da lo mismo que un cuerpo se haga

piedra, petróleo, nieve, aroma.

Lo doloroso no es morir

acá o allá...

Requiem aeternam,

Manuel del Río. Sobre el mármol

en D’Agostino, pastan toros

de España, Manuel, y las flores

(funeral de segunda, caja

que huele a abetos del invierno),

cuarenta dólares. Y han puesto

unas flores artificiales


entre las otras que arrancaron

al jardín... Libera me Domine

de morte aeterna... Cuando mueran

James o Jacob verán las flores

que pagaron Giulio o Manuel...

Ahora descienden a tus cumbres

garras de águila. Dies irae.

Lo doloroso no es morir

Dies illa acá o allá,

sino sin gloria...

Tus abuelos

fecundaron la tierra toda,

la empapaban de la aventura.

Cuando caía un español

se mutilaba el universo.

Los velaban no en D’Agostino

Funeral Home, sino entre hogueras,

entre caballos y armas. Héroes

para siempre. Estatuas de rostro

borrado. Vestidos aún

sus colores de papagayo,

de poder y de fantasía.
Él no ha caído así. No ha muerto

por ninguna locura hermosa.

(Hace mucho que el español

muere de anónimo y cordura,

o en locuras desgarradoras

entre hermanos: cuando acuchilla

pellejos de vino, derrama

sangre fraterna). Vino un día

porque su tierra es pobre. El mundo

Libera me Domine es patria.

Y ha muerto. No fundó ciudades.

No dio su nombre a un mar. No hizo

más que morir por diecisiete

dólares (él los pensaría

en pesetas). Requiem aeternam.

Y en D’Agostino lo visitan

los polacos, los irlandeses,

los españoles, los que mueren

en el week-end.

Requiem aeternam.

Definitivamente todo
ha terminado. Su cadáver

está tendido en D’Agostino

Funeral Home. Haskell. New Jersey.

Se dirá una misa cantada

por su alma.

Me he limitado

a reflejar aquí una esquela

de un periódico de New York.

Objetivamente. Sin vuelo

en el verso. Objetivamente.

Un español como millones

de españoles. No he dicho a nadie

que estuve a punto de llorar.

Las nubes

Inútilmente interrogas.

Tus ojos miran al cielo.

Buscas, detrás de las nubes,

huellas que se llevó el viento.

Buscas las manos calientes,


los rostros de los que fueron,

el círculo donde yerran

tocando sus instrumentos.

Nubes que eran ritmo, canto

sin final y sin comienzo,

campanas de espumas pálidas

volteando su secreto,

palmas de mármol, criaturas

girando al compás del tiempo,

imitándole a la vida

su perpetuo movimiento.

Inútilmente interrogas

desde tus párpados ciegos.

¿Qué haces mirando a las nubes,

José Hierro?

Así era

Canta, me dices. Y yo canto.

¿Cómo callar? Mi boca es tuya.


Rompo contento mis amarras,

dejo que el mundo se me funda.

Sueña, me dices. Y yo sueño.

¡Ojalá no soñara nunca!

No recordarte, no mirarte,

no nadar por aguas profundas,

no saltar los puentes del tiempo

hacia un pasado que me abruma,

no desgarrar ya más mi carne

por los zarzales, en tu busca.

Canta, me dices. Yo te canto

a ti, dormida, fresca y única,

con tus ciudades en racimos,

como palomas sucias,

como gaviotas perezosas

que hacen sus nidos en la lluvia,

con nuestros cuerpos que a ti vuelven

como a una madre verde y húmeda.

Eras de vientos y de otoños,

eras de agrio sabor a frutas,

eras de playas y de nieblas,


de mar reposando en la bruma,

de campos y albas ciudades,

con un gran corazón de música.

Paseo

Sin ternuras, que entre nosotros

sin ternuras nos entendemos.

Sin hablarnos, que las palabras

nos desaroman el secreto.

¡Tantas cosas nos hemos dicho

cuando no era posible vernos!

¡Tantas cosas vulgares, tantas

cosas prosaicas, tantos ecos

desvanecidos en los años,

en la oscura entraña del tiempo!

Son esas fábulas lejanas

en las que ahora no creemos.

Es octubre. Anochece. Un banco

solitario. Desde él te veo

eternamente joven, mientras

nosotros nos vamos muriendo.


Mil novecientos treinta y ocho.

La Magdalena. Soles. Sueños.

Mil novecientos treinta y nueve,

¡comenzar a vivir de nuevo!

Y luego ya toda la vida.

Y los años que no veremos.

Y esta gente que va a sus casas,

a sus trabajos, a sus sueños.

Y amigos nuestros muy queridos,

que no entrarán en el invierno.

Y todo ahogándonos, borrándonos

Y todo hiriéndonos, rompiéndonos.

Así te he visto: sin ternuras,

que sin ellas nos entendemos.

Pensando en ti como no eres,

como tan solo yo te veo.

Intermedio prosaico para

soñar una tarde de invierno.


Vida

Después de todo, todo ha sido nada,

a pesar de que un día lo fue todo.

Después de nada, o después de todo

supe que todo no era más que nada.

Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».

Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».

Ahora sé que la nada lo era todo,

y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.

(Era ilusión lo que creía todo

y que, en definitiva, era la nada).

Qué más da que la nada fuera nada

si más nada será, después de todo,

después de tanto todo para nada.


ALFONSO CANALES

Nace en Málaga en 1923; muere en Málaga en 2010

La cita

Amor, amor, amor, la savia suelta,

el potro desbocado, amor, al campo,

la calle, el cielo, las ventanas libres,

las puertas libres, los océanos hondos

y los escaparates que ofrecen cuanto hay

que ofrecer al deseo de los vivos.

De los vivos, amor, de los que olvidan

que un día no habrá puertas ni ventanas,

ni potros ni raudales de hermosura

para estos, estos ojos, estos ojos

donde habrá que engastar unas monedas

—y otra bajo la lengua—, por si acaso

al barquero le sirven o al que busque

sueños de ayer, de hoy, bajo la tierra.

Bajo la tierra, amor, trufas, estatuas,

oro, cántaros, dioses

apagados, amor, tesoros, premios


de la ansiedad.

Amor, dame la mano,

no te conozco, amor, no importa, dame

la mano, amor, no la conozco, nunca

importa demasiado conocerse.

Abre los ojos, no, no puedo, abre

la boca, ¿dónde está tu risa, dónde

se duerme tu palabra? Amor, no tengo

más risa, más palabra: amor.

Te doy,

a cambio, lo que esperas. ¿Tú lo sabes,

tú sabes lo que espero? Amor, ¿tú tienes

lo que espero? Es amor, amor y el mundo

como está, como es, con estas vías

abiertas, con las cosas

que con amor se hacen, con la gracia

de hacer las cosas con amor, con tiempo

para formarlas con amor, con fuerzas,

aguas de amor para apagar el miedo.


TORCUATO LUCA DE TENA

Nace en Madrid en 1923;

muere en Madrid en 1999

Viento de ayer

¿Es tu hija, verdad? La he conocido

por la estrella fugaz que hay en sus ojos,

la cabeza inclinada y la manera,

tan tuya, de mirar llena de asombro.

¿Es tu hija, verdad? Lo han presentido

—¡desde tan hondo!—

unos vientos callados que dormían

bajo las aguas quietas, en el pozo

de los tiempos perdidos, donde guardo

las hojas que cayeron

de los sauces remotos.

Tiene luz en la frente

—tu misma luz—. Y el gesto melancólico.

Tiene el cuello tan frágil como tú lo tenías


y en el pelo los mismos

pájaros locos.

Tiene un viento de ayer entre los dedos,

y en el rostro...

tu firma escrita

con otra sangre

que no conozco.
CARLOS BOUSOÑO

Nace en Boal (Asturias) en 1923;

muere en Madrid en 2015

Letanía para decir cómo me amas

Me amas como una boca, como un pie, como un río.

Como un ojo muy grande, en medio de una frente solitaria.

Me amas con el olfato, los sollozos,

las desazones, los inconvenientes,

con los gemidos del amanecer, en la alcoba los dos, al despertar;

con las manos atadas a la espalda

de los condenados frente al muro; con todo lo que ves,

el llano que se pierde en el confín, la loma dulce y el estar cansado,

echado sobre el campo, en el estío cálido,

la sutil lagartija entre las piedras rápidas;

con todo lo que aspiras,

el perfume del huerto y el aire y el hedor

que sale de una pútrida escalera;

con el dolor que ayer sufriste y el que mañana has de sufrir;

con aquella mañana, con el atardecer


inmensamente quieto y retenido con las dos manos para que no se vaya a
despertar;

con el silencio hondo que aquel día, interrumpiendo el paso de la luz,

tan repentinamente vino entre los dos, o el que invade la atmósfera justo un
momento

antes de la tormenta;

con la tormenta, el aguacero, el relámpago,

la mojadura bajo los árboles, el ventarrón de otoño,

las hojas y las horas y los días,

rápidos como pieles de conejo,

como pieles y pieles de conejo, que con afán corriesen incansables, con prisa,

hacia un sitio olvidado, un sitio inexistente, un día que no existe,

un día enorme que no existe nunca, vaciado y atroz

(vaciado y atroz como cuenca de ojo, saltado y estallado por una mano vil);

con todo y tu belleza y tu desánimo a veces cuando miras el techo de la alcoba sin
ver, sin comprender,

sin mirar, sin reír;

con la inquietud de la traición también, el miedo del amor y el regocijo del estar
aquí,

y la tranquilidad de respirar y ser.

Así me quieres, y te miro querer como se mira un largo río

que transparente y hondo pasa,

un río inmóvil,

un río bueno, noble, dulce,


un río que supiese acariciar.

Palabras dichas en voz baja

(A Ruth, tan joven, desde otra edad)

No es vino exactamente lo que tú y yo apuramos

con tanta lentitud en esta hora

pulcra de la verdad. No es vino, es el amor.

No se trata, por tanto, de una celebración

esperada, una fiesta

ruidosa, alzada en oros.

No es montañoso cántico.

Es sólo silbo, flor, menos que eso:

susurro, levedad.

II

Y esto empezó hace mucho. Unimos nuestras manos

muy apretadamente para quedarnos solos,

juntos y solos por la senda infinita

interminablemente.
Y así avanzamos juntos por la senda

tenaz. La misma senda, el mismo instante de oro,

y sin embargo, tú marchabas sin duda

siempre muy lejos, atrás, perdida en la distancia

luminosa, diminuta y queriéndome

en otra estación más florida,

en otro tiempo y otro espacio puro.

Y desde el retirado calvero, desde la indignidad arenosa

del madurado atardecer, en que yo contemplaba

tu tempranero afán,

te veía despacio, una vez y otra vez,

sin levantar cabeza en tu jardín remoto,

atareada y obstinada-

mente

¡y tan injustamente!

coger con alegría

las rosas para mí.

Verdad, mentira

Con tu verdad, con tu mentira a solas,

con tu increíble realidad vivida,

tu inventada razón, tu consumida


fe inagotable, en luz que tú enarbolas;

Con la tristeza en que tal vez te enrolas

hacia una rada nunca apetecida,

con la enorme esperanza destruida,

reconstruida, como el mar sus olas;

con tu sueño de amor que nunca se hace

tan verdadero como el mar suspira,

con tu cargado corazón que nace,

muere y renace, asciende y muere, mira

la realidad, inmensa, porque ahí yace

tu verdad toda y toda tu mentira.

Irás acaso por aquel camino

Irás acaso por aquel camino en el chirriante atardecer

de cigarras, cuando el calor inmóvil te impide, como un bloque, respirar.

E irás con la fatiga y el recuerdo de ti, un día y otro día, subiendo a la montaña por
el mismo sendero,

gastando los pesados zapatos contra las piedras del camino,

un día y otro día, gastando contra las piedras la esperanza, el dolor,


gastando la desolación, día a día,

la infidelidad de la persona que te supo, sin embargo querer

(gastándola contra las piedras del camino), que te supo adorar,

gastando su recuerdo, y el recuerdo de su encendido amor,

gastándolo

hasta que no quede nada,

hasta que ya no quede nada

de aquel delgado susurro, de aquel silbido,

de aquel insinuado lamento;

gastándolo hasta que se apague el murmullo del agua en el sueño,

el agitarse suave de unas rosas, el erguirse de un tallo

más allá de la vida,

hasta que ya no quede nada y se borre la pisada en la arena,

se borre lentamente la pisada que se aleja para siempre en la arena,

el sonido del viento, el gemido incesante del amor, el jadeo del amor,

el aullido en la noche

de su encendido amor y el tuyo

(en la noche cerrada

de su abrasado amor),

de su amor abrasado que incendiaba las sábanas, la alcoba, la bodega,

en las llamas ibas abrasándote todo hacia el quemado atardecer,

flotabas entre llamas, sin saberlo, hacia el ocaso mismo de tu quemada vida.
Y ahora gastas los pies contra las piedras del camino

despacio, como si no te importara demasiado el sendero,

demasiado el arbusto, la encina, el jaramago,

la llanura infinita, la inmovilidad de la tarde

infinita, allá abajo, en el valle de piedra

que se extiende despacio esperando despacio

que se gasten tus pies, día a día,

contra las piedras del camino.


PABLO GARCÍA BAENA

Nace en Córdoba en 1923;

muere en Córdoba en 2018

Jardín

La sonrisa apagada y el jardín en la sombra.

Un mundo entre los labios que se aprietan en lucha.

Bajo mi boca seca que la tuya aprisiona

siento los dientes fuertes de tu fiel calavera.

Hay un rumor de alas por el jardín. Ya lejos,

canta el cuco y otoño oscurece la tarde.

En el cielo, una Irma menos blanca que el seno

adolescente y frágil que cautivo en mis brazos.

Mis manos, que no saben, moldean asombradas

el mármol desmayado de tu cintura esquiva,

donde naufraga el lirio, y las suaves plumas

tiemblan estremecidas a la amante caricia.

Sopla un viento amoroso el agua de la fuente...

Balbuceo palabras y rozo con mis labios

el caracol marino de tu pequeño oído,


húmedo como rosa que la aurora regase.

Cerca ya de la reja donde el jardín acaba

me vuelvo para verte última y silenciosa,

y de nuevo mi boca adivina en la niebla

el panal de tus labios que enamora sin verlo,

mientras tus manos buscan amapolas de mayo

en el prado enlutado de mi corbata negra.

Galán

Aquí está ya el amor.

La luna crece en el espacio virgen.

Desnudo, el desvelado hacia la aurora siente

resbalar por su cuerpo un agua de sonrisas.

Los álamos palpitan de finos corazones

y lento va el cortejo de los enamorados suspirante en la noche,

deshojando el jazmín de las vihuelas.

Una mano enjoyada de anillos y serpientes

hunde sus uñas sabias de placer en los durmientes núbiles

y fría en su belleza la alta madrugada respira en las glicinas.

Él piensa:

Ah, caminar a solas bebiendo tu embeleso


por el vientre sombrío de la playa

donde el mar, a nuestros pies descalzos,

rompe en astros su voz amarga y su desdén.

Un rumor de guitarras perezosas

en los puertos azules donde la palma florecida mece,

ebria, su danza lánguida

nos dirá que el amor es tan sólo un sorbo de verano.

Viviremos bajo un dolmen de yedras y de lluvias

en las suaves colinas enrojecidas de frutos

y la dicha fugaz apartará sumisa para vernos

los pámpanos silvestres dorados por el ala de los abejarucos.

Ah, morir, quiero morir con tu nombre en mis labios.

La noche unge con sus sacros óleos los ojos del amante.

Juglares y doncellas

que ofrecían manzanas de amor entre columnas

duermen bajo una brisa de besos que deshace sus cabellos floridos

y sólo el ruiseñor, el príncipe nocturno,

asciende por las altas graderías de la luna

y en su pluma suave

lina rosa de láudano crece esparciendo olvido.

Él piensa entre los sueños:


Quiero morir cantando junto al mar.

Palacio del cinematógrafo

Impares. Fila 13. Butaca 3. Te espero

como siempre. Tú sabes que estoy aquí. Te espero.

A través de un oscuro bosque de ilusionismo

llegarás, si traído por el haz nigromántico

o por el sueño triste de mis ojos

donde alientas, oh lámpara temblorosa en el cuévano

profundo de la noche, amor, amor ya mío.

Llegarás entre el grito del sioux y las hachas

antes de que la rubia heroína sea raptada:

date prisa, tú puedes impedirlo. O quizás

en el mismo momento en que el puñal levanta

las joyas de la ira y la sangre grasienta

de los asesinatos resbala gorda y tibia,

como cárdena larva aún dudosa

entre sopor y vida, goteando

por el rojo peluche de las localidades.

Ven ahora. Un lago clausurado de altos

árboles verdes, altos ministriles, que pulsa

la capilla sagrada de los vientos


nos llama; o el ciclamen vivo de las praderas

por donde el loco corazón galopa

oyendo al histrión que declama las viejas

palabras, sin creerlas, del amor y los celos:

«Pagamos un precio muy elevado por aquella felicidad»;

o bien: «Ahora soy yo quien necesita luz»,

y más tarde: «Tuve miedo de ir demasiado lejos»,

en tanto que el malvís, entre los azafranes

del tecnicolor, vuela como una gema alada.

Ah, llega pronto junto a mí y vence

cuando la espada abate damascenas lorigas

y el gentil faraute con su larga trompeta

pasea la palestra de draperías pesadas

junto al escaño gótico de Sir Walter Scott.

Vence con tu áureo nombre, oh Rey Midas; conviérteme

en monedas de oro para pagar tus besos,

en el vino de oro que quema entre tus labios,

en los guantes de oro con los cuales tonsuras

el capuz abacial de rojos tulipanes.

Vendrás. Alguna vez estarás a mi lado

en la tenue penumbra de la noche ya eterna.

Sentado en la caliza de astral anfiteatro

te esperaré. Tal ciego que recobra la luz,


me buscarás. Tus hijos estarán en su palco

de congelado yeso, divertidos, mirando

increíbles proezas de cow-boys celestiales,

y yo ya sabes dónde: impares, fila 13.


ÁNGEL GONZÁLEZ

Nace en Oviedo (Asturias) en 1925;

muere en Madrid en 2008

Muerte en el olvido

Yo sé que existo

porque tú me imaginas.

Soy alto porque tú me crees

alto, y limpio porque tú me miras

con buenos ojos,

con mirada limpia.

Tu pensamiento me hace

inteligente, y en tu sencilla

ternura, yo soy también sencillo

y bondadoso.

Pero si tú me olvidas

quedaré muerto sin que nadie

lo sepa. Verán viva

mi carne, pero será otro hombre

—oscuro, torpe, malo— el que la habita...


Me he quedado sin pulso

Me he quedado sin pulso y sin aliento

separado de ti. Cuando respiro,

el aire se me vuelve en un suspiro

y en polvo el corazón, de desaliento.

No es que sienta tu ausencia el sentimiento.

Es que la siente el cuerpo. No te miro.

No te puedo tocar por más que estiro

los brazos como un ciego contra el viento.

Todo estaba detrás de tu figura.

Ausente tú, detrás todo de nada,

borroso yermo en el que desespero.

Ya no tiene paisaje mi amargura.

Prendida de tu ausencia mi mirada,

contra todo me doy, ciego me hiero.

Ya nada ahora

Largo es el arte; la vida en cambio corta


como un cuchillo

Pero nada ya ahora

—ni siquiera la muerte, por su parte

inmensa—

podrá evitarlo:

exento, libre,

como la niebla que al romper el día

los hondos valles del invierno exhalan,

creciente en un espacio sin fronteras,

este amor ya sin mí te amará siempre.


JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD

Nace en Jerez de la Frontera (Cádiz) en 1926

Blanco de España

Escribo la palabra libertad,

la extiendo

sobre la piel dormida de mi patria.

Cuántas salpicaduras, ateridas

entre sus letras indefensas, mojan

de fe mis manos, las consagran

de olvido.

¿Quién se sacrificó

por quién?

Tarde llegué a las puertas

que me abrieron, tarde llegué

desde el refugio maternal

hasta el lugar del crimen,

con la paz aprendida

de memoria y una palabra pura

yerta sobre el papel atribulado.


Blanco de España, ensombrecido

de púrpura, madre y madera

de odio, olvídate

del número mortal, bruñe y colora

los hierros sanguinarios

con la luz del olvido,

para que nadie pueda recordar

las divididas grietas de tu cuerpo,

para escribir tu nombre sobre el mío,

para encender con mi esperanza

la luz naciente de tu libertad.

Ceniza son mis labios

En su oscuro principio, desde

su alucinante estirpe, cifra inicial de Dios,

alguien, el hombre, espera.

Turbador sueño yergue

su noticia opresora ante la nada

original de la que el ser es hecho, ante

su herencia de combate, dando vida

a secretos cegados,

a recónditos signos que aún callaban


y pugnan ya desde un recuerdo hondísimo

para emerger hacia canciones,

puro dolor atónito de un labio, el elegido

que en cenizas transforma

la interior llama viva del humano.

Quizá solo para luchar acecha,

permanece dormido o silencioso

llorando, besando el terso párpado rosa,

el pecho triste de la muchacha amada;

quizá solo aguarda combatir

contra esa mansa lágrima que es letra del amor,

contra

aquella luz aniquiladora

que dentro de él ya duele con su nombre: belleza. [...]

Suplantaciones

Unas palabras son inútiles y otras

acabarán por serlo mientras

elijo para amarte más metódicamente

aquellas zonas de tu cuerpo aisladas

por algún obstinado depósito de abulia,


los recodos quizá donde mejor se encubre

ese rastro de hastío

que circula de pronto por tu vientre

y allí pongo mi boca y hasta

la intempestiva cama acuden

las sombras venideras, se interponen

entre nosotros, dejan

un barrunto de fiebre y como un vaho

de exudación de sueños

y otras esponjas vespertinas,

y ya en lo ambiguo de la noche escucho

la predicción de la memoria: dentro

de ti me aferró igual

que recordándote, subsisto

como la espuma al borde de la espuma

mientras se activa entre los cuerpos

la carcoma voraz de estar a solas.

La botella vacía se parece a mi alma

Solícito el silencio se desliza por la mesa nocturna, rebasa el


irrisorio contenido del vaso. No beberé ya más hasta tan tarde:

otra vez soy el tiempo que me queda. Detrás de la penumbra

yace un cuerpo desnudo y hay un chorro de música insidiosa

disgregando las burbujas del vidrio. Tan distante como mi ju-

ventud, pernocta entre los muebles el amorfo, el tenaz y oxida-

do material del deseo. Qué aviso más penúltimo amagando en

las puertas, los grifos, las cortinas. Qué terror de repente de

los timbres. La botella vacía se parece a mi alma.

Desencuentro

Esquiva como la noche,

como la mano que te entorpecía,

como la trémula succión

insuficiente de la carne;

esquiva y veloz como la hoja

ensangrentada de un cuchillo,

como los filos de la nieve, como el esperma

que decora el embozo de las sábanas,

como la congoja de un niño

que se esconde para llorar.

Tratas de no saber y sabes

que ya está todo maniatado,


allí

donde pernocta el irascible

lastre del desamor, sombra

partida por olvidos, desdenes,

llave que ya no abre ningún sueño.

La ausencia se aproxima

en sentido contrario al de la espera.


JOSÉ MARÍA VALVERDE

Nace en Valencia de Alcántara (Cáceres) en 1926;

muere en Barcelona en 1996

Air mail

Amor, ya cada día es más otoño

sobre el mundo que nos aleja.

Cada tarde estoy más en mí, en tu imagen,

en mi secreta y suave hoguera.

Pero nuestras palabras, cuando vienen

milagrosas entre la niebla,

llegan mojadas de terror profético,

del miedo de ríos y aldeas.

No nos dejan hablar a solas, dentro

de nuestra complicidad tierna;

hay mucho ruido de locura y muerte,

el viento invade la voz nuestra.

Ay, sí; y así: tendremos que aceptarlo,


ayudándonos la tarea

uno a otro como cuando empezábamos

la edad mayor de la obediencia.

Perdidos en el mundo, en los pequeños

Cristos que entre todos se llevan

la cruz, equivocándonos de espalda,

con el dolor de otro cualquiera.

Es el tiempo en que nuestro amor no debe

pensar qué será de él siquiera:

sólo dejarnos juntos, ofrecidos

sobre el altar común a ciegas.

«Aquí estamos, Señor», nos enseñábamos

uno a otro a rezar: ya llega

tras los ensayos la hora de decirlo,

y qué distinto suena y quema.

Pero aunque a esta lección nos ayudemos,

buenos compañeros de escuela,

no borres los cuadernos que escribíamos

otras mañanas más serenas.


Al ponernos de pie bajo los cielos,

prestos a todo, muerte, ausencia,

que el orgullo no diga que fue vana

la más chica brizna de hierba.

Al mirar hacia atrás, como ya estamos

juntos los dos, no vemos nuestras

porciones; nos fundimos con las gentes,

por las raicillas, con la tierra.

Y así aprendo que nunca ha sido inútil

la más vulgar palabra ajena;

tanto vivir en masa, aunque festín

de la muerte sólo parezca.

Tú, amor, lo sabes bien; tus parpadeos

en la luz de Dios fijos quedan;

tu «sí» está resonando eternamente

tras la muralla de tiniebla.

Amor, amor, atiende bien, enséñame

mejor lo que te digo, que ésta


es la última lección del libro; luego

vivir, morir, lo que Dios quiera.


CARLOS BARRAL

Nace en Barcelona en 1928;

muere en Barcelona en 1989

Baño de doméstica

Entonces arrojaba

piedrecillas al agua jabonosa,

veía disolverse

la violada rúbrica de espuma,

bogar las islas y juntarse, envueltas

en un olor cordial o como un tibio

recuerdo de su risa.

¿Cuántas veces pudo ocurrir

lo que parece ahora tan extraño?

Debió de ser en tardes señaladas,

a la hora del sol,

cuando sestea la disciplina.

En seguida volvía

crujiendo en su uniforme almidonado


y miraba muy seria al habitante

que aún le sonreía

del otro lado de la tela metálica.

Vaciaba el barreño

sobre la grava del jardín.

Burbujas

en la velluda piel de los geranios...

Su espléndido desnudo,

al que las ramas rendían homenaje,

admitiré que sea

nada más que un recuerdo esteticista.

Pero me gustaría ser más joven

para poder imaginar

(pensando en la inminencia de otra cosa)

que era el vigor del pueblo soberano.


MANUEL ALCÁNTARA

Nace en Málaga en 1928;

muere en Málaga en 2019

Soneto para empezar un amor

Ocurre que el olvido antes de serlo

fue grande amor, dorado cataclismo,

muchacha en el umbral de mi egoísmo,

¿qué va a pasar? Mejor es no saberlo.

Muchacha con amor, ¿dónde ponerlo?;

amar son cercanías de uno mismo,

como siempre, rodando en el abismo

se irá el amor, sin verlo ni beberlo.

Tumbarse a ver qué pasa, eso es lo mío,

cumpliendo años irás en mi memoria

viviendo para ayer como una brasa,

porque no llegará la sangre al río,

porque un día seremos solo historia,


y lo de uno es tumbarse a ver qué pasa.

Mira que cosa tan rara:

pasé la noche contigo

estando solo en mi cama.


JOSÉ AGUSTÍN GOYTISOLO

Nace en Barcelona en 1928;

muere en Barcelona en 1999

Cuando todo suceda

Digo: comience el sendero a serpear

delante de la casa. Vuelva el día

vivido a transportarme

lejano entre los chopos.

Allí te esperaré.

Me anunciará tu paso el breve salto

de un pájaro en ese instante fresco y huidizo

que determina el vuelo

y la hierba otra vez como una orilla

cederá poco a poco a tu presencia.

Te volveré a mirar a sonreír

desde el borde del agua.


Sé lo que me dirás. Conozco el soplo

de tus labios mojados:

tardabas en llegar. Y luego un beso

repetido en el río.

De nuevo en pie siguiendo tu figura

regresaré a la casa lentamente

cuando todo suceda.


JOSÉ ÁNGEL VALENTE

Nace en Orense en 1929:

muere en Ginebra (Suiza) en 2000

Cabeza de mujer

Ya nunca. Sobre un fondo de luz inviolable. El hilo oscuro no segará tu delicado


cuello. ¿Qué queda, dime, de la noche en la desposesión y qué palabra queda
después y al fin de la palabra? Al pie del árbol, del árbol de la vida sumergido,
escrito está tu nombre. Y queda esta cabeza, esta cabeza sola sobre el límite de las
aguas que un día anegaron la tierra. Cabeza de mujer. Más alta. Más alta está, más
alta que el más alto nivel a que la muerte llega.

La repentina aparición de tu solo mirar en el umbral de la puerta que ahora abres


hacia adentro de ti. Entré: no supe hasta cuál de los muchos horizontes en que
hacia la oscura luz del fondo me absorbe tu mirada. Nunca había mirado tu mirar,
como si sólo ahora entera residieses en la órbita oscura, posesiva o total en la que
giro. Si mi memoria muere, digo, no el amor, si muere, digo, mi memoria mortal,
no tu mirada, que este largo mirar baje conmi-

go al inexhausto reino de la noche.

Como el oscuro pez del fondo

gira en el limo húmedo y sin forma,

desciende tú

a lo que nunca duerme sumergido


como el oscuro pez del fondo.

Ven

el hálito.

Luego del despertar

y mientras aún estabas

en las lindes del día

yo escribía palabras

sobre todo tu cuerpo.

Luego vino la noche y las borró.

Tú me reconociste sin embargo.

Entonces dije

con el aliento sólo de mi voz

idénticas palabras

sobre tu mismo cuerpo

y nunca nadie pudo más tocarlas

sin quemarse en el halo de fuego.

The tempest
Vi tu cuerpo subir

en la luz irreal de la mañana,

ante el frío residuo de la nieve,

trepar las alambradas,

crecer contra la lluvia más oscura,

nacer arriba irresistible sobre

un universo concentracionario.

Del otro lado charcos y ojos quietos,

la latitud forzada de los días,

el canto oscuro y la labor oscura,

el ritmo monocorde de las manos impares.

Tu cuerpo, such stuff, tu cuerpo,

as dreams are made on, habías repetido,

subía incontenible sobre todos los sueños.

Para qué andar después las mismas avenidas,

contar los mismos pasos,

resucitar a qué otra misma muerte.

Vi tu cuerpo y aquella claridad secreta de tus ojos

abrir en grandes alas todo el aire.


Sobre las alambradas y la lluvia,

sobre la reiteración de los contornos,

sobre la resistencia ciega de los límites,

tu libre cuerpo juvenil nacía

como una inabatible bandera.

En el descenso oscuro

del paladar a la materia húmeda

lo amargo llena

de pájaros raíces el deseo.

Cómo se abría el cuerpo del amor herido

como si fuera un pájaro de fuego

que entre las manos ciegas se incendiara.

No supe el límite.

Las aguas

podían descender de tu cintura

hasta el terrible borde de la sed,

las aguas.
Iluminación

Cómo podría aquí cuando la tarde baja

con fina piel de leopardo hacia

tu demorado cuerpo

no ver tu transparencia.

Enciende sobre el aire

mortal que nos rodea

tu luminosa sombra.

En lo recóndito

te das sin terminar de darte y quedo

encendido de ti como respuesta

engendrada de ti desde mi centro.

Quién eres tú, quién soy,

dónde terminan, dime, las fronteras

y en qué extremo

de tu respiración o tu materia

no me respiro dentro de tu aliento.

Que tus manos me hagan para siempre,


que las mías te hagan para siempre

y pueda el tenue

soplo de un dios hacer volar

al pájaro de arcilla para siempre.

Latitud

No quiero más que estar sobre tu cuerpo

como lagarto al sol los días de tristeza.

Se disuelve en el aire el llanto roto,

el pie de las estatuas

recupera la hiedra

y tu mano me busca

por la piel de tu vientre

donde duermo extendido.

El pensamiento melancólico

se tiende, cuerpo, a tus orillas,

bajo el temblor del párpado, el delgado

fluir de las arterias,

la duración nocturna del latido,


la luminosa latitud del vientre,

a tu costado, cuerpo, a tus orillas,

como animal que vuelve a sus orígenes.

Cerqué, cercaste,

cercamos tu cuerpo, el mío, el tuyo,

como si fueran sólo un solo cuerpo.

Lo cercamos en la noche.

Alzóse al alba la voz

del hombre que rezaba.

Tierra ajena y más nuestra, allende, en lo lejano.

Oí la voz.

Bajé sobre tu cuerpo.

Se abrió, almendra.

Bajé a lo alto

de ti, subí a lo hondo.

Oí la voz en el nacer

del sol, en el acercamiento

y en la inseparación, en el eje
del día y de la noche,

de ti y de mí.

Quedé, fui tú.

Y tú quedaste

como eres tú, para siempre

encendida.
JAIME GIL DE BIEDMA

Nace en Barcelona en 1929;

muere en Barcelona en 1990

Amor más poderoso que la vida

La misma calidad que el sol en tu país,

saliendo entre las nubes:

alegre y delicado matiz en unas hojas,

fulgor en un cristal, modulación

del apagado brillo de la lluvia.

La misma calidad que tu ciudad,

tu ciudad de cristal innumerable

idéntica y distinta, cambiada por el tiempo:

calles que desconozco y plaza antigua

de pájaros poblada,

la plaza en que una noche nos besamos.

La misma calidad que tu expresión,

al cabo de los años,


esta noche al mirarme:

la misma calidad que tu expresión

y la expresión herida de tus labios.

Amor que tiene calidad de vida,

amor sin exigencia de futuro,

presente del pasado,

amor más poderoso que la vida:

perdido y encontrado.

Encontrado, perdido...

De vita beata

En un viejo país ineficiente,

algo así como España entre dos guerras

civiles, en un pueblo junto al mar,

poseer una casa y poca hacienda

y memoria ninguna. No leer,

no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,

y vivir como un noble arruinado

entre las ruinas de mi inteligencia.


ANTONIO GALA

Nace en Brazatortas (Ciudad Real) en 1930

Soneto de La Zubia

Tú me abandonarás en primavera,

cuando sangre la dicha en los granados

y el secadero, de ojos asombrados,

presienta la cosecha venidera.

Creerá el olivo de la carretera

ya en su rama los frutos verdeados.

Verterá por maizales y sembrados

el milagro su alegre revolera.

Tú me abandonarás. Y tan labriega

clareará la tarde en el ejido,

que pensaré: «Es el día lo que llega».

Tú me abandonarás sin hacer ruido,

mientras mi corazón salpica y juega

sin darse cuenta de que ya te has ido.


FRANCISCO BRINES

Nace en Oliva (Valencia) en 1932

Causa del amor

Cuando me han preguntado la causa de mi amor

yo nunca he respondido: Ya conocéis su gran belleza.

(Y aún es posible que existan rostros más hermosos).

Ni tampoco he descrito las cualidades ciertas de su espíritu

que siempre me mostraba en sus costumbres,

o en la disposición para el silencio o la sonrisa

según lo demandara mi secreto.

Eran cosas del alma, y nada dije de ella.

(Y aún debiera añadir que he conocido almas superiores).

La verdad de mi amor ahora la sé:

vencía su presencia la imperfección del hombre,

pues es atroz pensar

que no se corresponden en nosotros los cuerpos con las almas,

y así ciegan los cuerpos la gracia del espíritu,

su claridad, la dolorida flor de la experiencia,

la bondad misma.
Importantes sucesos que nunca descubrimos,

o descubrimos tarde.

Mienten los cuerpos, otras veces, un airoso calor,

movida luz, honda frescura;

y el daño nos descubre su seca falsedad.

La verdad de mi amor sabedla ahora:

la materia y el soplo se unieron en su vida

como la luz que posa en el espejo

(era pequeña luz, espejo diminuto);

era azarosa creación perfecta.

Un ser en orden crecía junto a mí,

y mi desorden serenaba.

Amé su limitada perfección.

Aquel verano de mi juventud

¿Y qué es lo que quedó de aquel viejo verano

en las costas de Grecia?

¿Qué resta en mí del único verano de mi vida?

Si pudiera elegir de todo lo vivido

algún lugar, y el tiempo que lo ata,


su milagrosa compañía me arrastra allí,

en donde ser feliz era la natural razón de estar con vida.

Perdura la experiencia, como un cuarto cerrado de la infancia;

no queda ya el recuerdo de días sucesivos

en esta sucesión mediocre de los años.

Hoy vivo esta carencia,

y apuro del engaño algún rescate

que me permita aún mirar el mundo

con amor necesario;

y así saberme digno del sueño de la vida.

De cuanto fue ventura, de aquel sitio de dicha,

saqueo avaramente

siempre una misma imagen:

sus cabellos movidos por el aire,

y la mirada fija dentro del mar.

Tan sólo ese momento indiferente.

Sellada en él, la vida.


Palabras para una mirada

Miras, con ojos luminosos,

mientras hablo, mis ojos. Los cabellos

son fuego y seda,

y el rosa laberinto del oído

desvaría en la noche,

acepta las razones que doy sobre una vida

que ha perdido la dicha y su mejor edad.

¿Cómo me ven tus ojos? Yo sé, porque estás cerca,

que mis labios sonríen,

y hay en mí delirante juventud.

Inocente me miras, y no quiero saber

si soy el más dichoso hipócrita.

Sería pervertirte decir

que quien ha envejecido es traidor,

pues ha dado la vida

o dado el alma,

no sólo por placer, también por tedio,

o por tranquilidad;

muy pocas veces por amor.


He acercado mis labios a los tuyos,

en su fuego he dejado mi calor,

y emboscado en la noche

iba espiando en ti vejez y desengaño.

Provocación ilusoria de un accidente mortal

He aquí el ciego, que sólo ve la vida en el recuerdo.

Era la playa estrecha e irregular, junto al mar sosegado en el crepúsculo;

y el mundo va a morir, porque en la soledad y en la belleza

tendrá lugar el acto del amor dentro del agua.

Desnudos reposamos en la orilla

del sur del Adriático platino,

y aguardamos la noche en nuestros ojos.

Mas no vino la noche; sí el infortunio

(la vida sucedida desde entonces).

Y aquella brisa falsa, ya en el coche,

mientras los faros amarillos desunían la intimidad de la fatiga y aquel país


extraño.

Ahora acerco tu rostro hasta mi boca,

y quiero que mi vida y tu historia concluyan bruscamente.

Y si existe el poema, no fue escrito por nadie.


CLAUDIO RODRÍGUEZ

Nace en Zamora en 1934;

muere en Madrid en 1999

Sin leyes

«Ya cantan los gallos,

amor mío. Vete:

cata que amanece».

ANÓNIMO

En esta cama donde el sueño es llanto,

no de reposo, sino de jornada,

nos ha llegado la alta noche. ¿El cuerpo

es la pregunta o la respuesta a tanta

dicha insegura? Tos pequeña y seca,

pulso que viene fresco ya y apaga

la vieja ceremonia de la carne

mientras no quedan gestos ni palabras

para volver a interpretar la escena

como noveles. Te amo. Es la hora mala

de la cruel cortesía. Tan presente

te tengo siempre que mi cuerpo acaba


en tu cuerpo moreno por el que una

vez más me pierdo, por el que mañana

me perderé. Como una guerra sin

héroes, como una paz sin alianzas,

ha pasado la noche. Y yo te amo.

Busco despojos, busco una medalla

rota, un trofeo vivo de este tiempo

que nos quieren robar. Estás cansada

y yo te amo. Es la hora. ¿Nuestra carne

será la recompensa, la metralla

que justifique tanta lucha pura

sin vencedores ni vencidos? Calla,

que yo te amo. Es la hora. Entra y un trémulo

albor. Nunca la luz fue tan temprana.

II

(Sigue marzo)

Para Clara Miranda

Todo es nuevo quizá para nosotros.

El sol claroluciente, el sol de puesta,

muere; el que sale es más brillante y alto


cada vez, es distinto, es otra nueva

forma de luz, de creación sentida.

Así cada mañana es la primera.

Para que la vivamos tú y yo solos,

nada es igual ni se repite. Aquella

curva, de almendros florecidos suave,

¿tenía flor ayer? El ave aquella,

¿no vuela acaso en más abiertos círculos?

Después de haber nevado el cielo encuentra

resplandores que antes eran nubes.

Todo es nuevo quizá. Si no lo fuera,

si en medio de esta hora las imágenes

cobraran vida en otras, y con ellas

los recuerdos de un día ya pasado

volvieran ocultando el de hoy, volvieran

aclarándolo, sí, pero ocultando

su claridad naciente, ¿qué sorpresa

le daría a mi ser, qué devaneo,

qué nueva luz o qué labores nuevas?

Agua de río, agua de mar; estrella

fija o errante, estrella en el reposo

nocturno. Qué verdad, qué limpia escena

la del amor, que nunca ve en las cosas


la triste realidad de su apariencia.

Nuevo día

Después de tantos días sin camino y sin casa

y sin dolor siquiera y las campanas solas

y el viento oscuro como el del recuerdo

llega el de hoy.

Cuando ayer el aliento era misterio

y la mirada seca, sin resina,

buscaba un resplandor definitivo,

llega tan delicada y tan sencilla,

tan serena de nueva levadura

esta mañana...

Es la sorpresa de la claridad,

la inocencia de la contemplación,

el secreto que abre con moldura y asombro

la primera nevada y la primera lluvia

lavando el avellano y el olivo

ya muy cerca del mar.


Invisible quietud. Brisa oreando

la melodía que ya no esperaba.

Es la iluminación de la alegría

con el silencio que no tiene tiempo.

Grave placer el de la soledad.

Y no mires al mar porque todo lo sabe

cuando llega la hora

adonde nunca llega el pensamiento

pero sí el mar del alma,

pero sí este momento del aire entre mis manos,

de esta paz que me espera

cuando llega la hora

—dos horas antes de la medianoche—

del tercer oleaje, que es el mío.

Salvación del peligro

Esta iluminación de la materia,

con su costumbre y con su armonía,

con sol madurador,

con el toque sin calma de mi pulso,

cuando el aire entra a fondo

en la ansiedad del tacto de mis manos


que tocan sin recelo,

con la alegría del conocimiento,

esta pared sin grietas,

y la puerta maligna, rezumando,

nunca cerrada,

cuando se va la juventud, y con ella la luz,

salvan mi deuda.

Salva mi amor este metal fundido,

este lino que siempre se devana

con agua miel,

y el cerro con palomas,

y la felicidad del cielo,

y la delicadeza de esta lluvia,

y la música del

cauce arenoso del arroyo seco,

y el tomillo rastrero en tierra ocre,

la sombra de la roca a mediodía,

la escayola, el cemento,

el zinc, el níquel,

la calidad del hierro, convertido, afinado

en acero,

los pliegues de la astucia, las avispas del odio,


los peldaños de la desconfianza,

y tu pelo tan dulce,

tu tobillo tan fino y tan bravío,

y el frunce del vestido,

y tu carne cobarde...

Peligrosa la huella, la promesa

entre el ofrecimiento de las cosas

y el de la vida.

Miserable el momento si no es canto.


FÉLIX GRANDE

Nace en Mérida (Badajoz) en 1937;

muere en Madrid en 2014

El infierno

E1 bien irreparable que me hizo tu belleza

y la felicidad que se llevó tu piel

son como dos avispas que tengo en la cabeza

poniendo azufre donde conservaba tu miel

Cambió tanto la cena! Botijas de tristeza

en vez de vasos de alba tiene hoy este mantel

Y aquel fervor, espero esta noche a que cueza

para servirme un plato de lo que queda: yel

Rara la mesa está. La miro con asombro

Como y bebo extrañeza y horror y absurdo y pena

Se acabó todo aquel milagro alimenticio

Tras un postre espantoso me levanto y te nombro

que es el último trago de dolor de esta cena

Y voy solo a la cama como quien va al suplicio


GRACIANO GARCÍA

Nace en Moreda (Asturias) en 1939

Qué cielos, madre

Qué cielos estarán viendo, madre,

tus ojos, ahora que ya no ven

los cielos que tantas veces

me enseñaste, para que mi mirada

fuese alta y nunca altiva.

Qué flores cosecharán tus manos,

que tan blancas y hermosas eran,

en los jardines prometidos.

Qué brisa acariciará tu cara,

tan bella y serena siempre.

Qué recuerdos de nosotros

habrás podido guardar

tras tan largo viaje.

Los que tengo de ti,

tan llenos de luces,

los llevo siempre conmigo.


CLARA JANÉS

Nace en Barcelona en 1940

Del regio firmamento emulemos los astros;

describa yo una rueda mirífica de fuego

y que mi cabellera, ciñéndose a mis pies,

en ígneos destellos, cuidosa, los envuelva.

Cuando el cénit alcance, con precisión de rayo,

como lanza candente clavarás tu fulgor.

Y en la cópula viva, áureos, victoriosos,

por la órbita insomne seguiremos en giros,

movidos por el pulso de nuestro propio ardor.


JUAN LUIS PANERO

Nace en Madrid en 1942;

muere en Torroella de Montgrí (Gerona) en 2013

Ocurre a veces

Ocurre a veces

en las calladas horas de la noche,

al filo mismo de la madrugada,

tras el telón caído de la euforia y del vino.

Unos ojos parpadean, se abren,

nos miran con su última transparencia

y un instante a nuestro lado

su dolorido transcurrir, su apretado paisaje de ternura

muestran, como un mendigo o un esclavo,

la humillada quietud de su tristeza.

Entonces, cuando no hay una sola palabra que decir,

con la avidez que lleva en sí lo fugitivo,

besar, unirse en la húmeda tibieza,

en la empapada, áspera arcilla de otra boca,

donde nada al fin y todo nos pertenece.

Después, igual que el viento


agitando fugaz unas cortinas

la claridad de la mañana nos muestra,

desvelar un instante en la memoria

aquello que una noche, una mirada,

la destruida posesión de unos labios, nos dio.

Lo que ahora ciego tropieza, resbala

por la gastada pared del corazón,

aferrándose terco hacia la muerte,

desplomándose sordo hacia el olvido.

Vals en solitario

Extraño ser y extraño amor, tuyo y mío,

absurda historia, delirantes imágenes,

remotos pasajeros en un tren sin destino,

compañeros entonces, unidos y tan lejos,

al filo de la vida, donde duerme el silencio.

Suene por ti, interminable, un vals,

suenen por ti, incansables violines,

suene una orquesta en el salón enorme,

suenen tus huesos celebrando tu espíritu.

Una copa de tallado cristal, alzada al cielo,

brinde por tu azul adolescencia disecada


y madera y metal festejen tu retrato

de borrosa figura y suave pelo oscuro.

Suene, suene hasta el fin el largo trémolo,

la delicada melodía, vagorosas nubes de pasión

bañando de alegres lágrimas tus ojos imposibles,

dibujando en tus labios un deseo perdido,

entrega fugitiva, besando sólo el aire.

Vals en el tiempo y en la dicha sonámbula

de la eterna alegría y la más tersa piel

riendo bajo luces de radiantes reflejos,

inmóviles estrellas en la noche fingida.

Música y sueño, sueño en tecnicolor,

tan cursi y tonto que llena de ternura

en algunos momentos del todo indeseables

cuando vivir resulta un sueño más grotesco.

Oh amor de Mayerling y antigua Viena,

dulce Danubio y fuegos de artificio.

Oh amor, amor al amor, que te conserva

como un oculto talismán y mariposas disecadas.

Extraño ser, extraño amor, extraña vida tuya.

Una gota de sangre en una copa de champagne,

el ruido de un disparo irrumpiendo en la música,

un helado sudor tras las blancas pecheras,


no podrán detenerte, hacer cambiar tu paso.

Tú seguirás, sobre ti misma, bailando siempre,

soñando siempre, soñando enloquecida,

aunque caigan, con estruendo de cascote y tierra,

los decorados techos, las gráciles arañas,

y rasguen lentamente tu rostro los espejos

y en un quejido mueran las cuerdas y sus notas.

Tú seguirás, eternamente sola y desolada,

girando entre las ruinas, evocando otras voces,

sonriendo a fantasmas con tímida esperanza,

en helados balcones abrazada a tus brazos.

Verás borrar la noche, su temblor inconstante

y otra luz, turbia luz, iluminar tu reino.

Su terquedad cruel descubrirá las ruinas

y la verdad del tiempo detrás de tus pupilas.

Pero tú seguirás sin detenerte nunca,

fantasma ya tú misma en el gris de la sombra,

altiva la cabeza sobre el cuello intocable,

girando para siempre, bailando para siempre,

frente a la sucia realidad de la muerte,

frente a la torpe mezquindad de los hechos.

Tú seguirás, extraño ser, extraño amor,

danzando sola, escuchando impasible


ese vals de derrota, extraña amiga,

ese vals de derrota, tu más cierta victoria.

Espejo negro

Dos cuerpos que se acercan y crecen

y penetran en la noche de su piel y su sexo,

dos oscuridades enlazadas

que inventan en la sombra su origen y sus dioses,

que dan nombre, rostro a la soledad,

desafían a la muerte porque se saben muertos,

derrotan a la vida porque son su presencia.

Frente a la vida sí, frente a la muerte,

dos cuerpos imponen realidad a los gestos,

brazos, muslos, húmeda tierra,

viento de llamas, estanque de cenizas.

Frente a la vida sí, frente a la muerte,

dos cuerpos han conjurado tercamente al tiempo,

construyen la eternidad que se les niega,

sueñan para siempre el sueño que les sueña.

Su noche se repite en un espejo negro.


ANTONIO CARVAJAL

Nace en Albolote (Granada) en 1943

Bajo continuo

Como en la muchedumbre de los besos

tantos pierden relieve —sólo el beso

inicial y el postrero por los labios

recibidos perduran—, estas flores

que el año nuevo entrega: Con el blanco

del almendro en su abrigo contra el norte,

la voz del macasar, no su presencia;

hoy, esta rosa. ¿La aguardabas? Huele

como la adolescencia y sus deseos.

Pero en medio se abrieron las cidonias,

los ciruelos, manzanos y perales,

tantos y tantos, rojos, rosas, blancos,

y apenas los mirabas: Como el gozo

de unos brazos constantes de certeza

te acogieron, te acogen, y recuerdas

sólo el primer calor, sólo la boca

que te ha dicho, al partir, esta mañana:

«No vuelvas tarde».


Pasas por los campos:

Entre las hojas con su verde intenso,

aún canta la blancura de los pétalos.

Es la felicidad que da sus trinos,

sus trémolos, su leve melodía,

sobre un bajo continuo de sosiego,

de paz, de vuelta al labio no sabido

en la forma, en la flor que te formule.

Deshojar un recuerdo se convierte

en un trabajo lleno de rocío,

como un campo de lirios y cerezos

donde me vieras sin estar conmigo.

Dócilmente te tiendes a mi lado,

extiendes tu cabello, abres al lino

interiores de concha y amaranto:

el alba fija tus contornos tibios.

Yo repaso el silencio suavemente,

fluyen las horas, y en su claro signo

ponemos un común astro de besos,

y damos los recuerdos al olvido.


Todo lo que anhelé, tú me lo has dado;

todo lo que viví, por ti está vivo;

lo que no fuiste tú, sombra es de un sueño

y no esta flor quemándose en tu brillo.

Tus alas puras lo tocaron todo

y aún vuelas en mi gesto pensativo.

Oh, no levantes más recuerdos yertos.

Déjame en ti gozosamente hundido.

Pocas cosas más claras me ha ofrecido la vida

que esta maravillosa libertad de quererte.

Ser libre en este amor más allá de la herida

que la aurora me abrió, que no cierra la muerte.

Porque mi amor no tiene ni horas ni medida,

sino una larga espera para reconocerte,

sino una larga noche para volver a verte,

sino un dulce cansancio por la senda escondida.

No tengo sino labios para decir tu nombre;

no tengo sino venas para que tu latido


pueda medir mi tiempo sin soledad un día.

Y así voy aceptando mi destino, el de un hombre

que sabe sonreírle al rayo que lo ha herido

y que en la tierra espera que vuelva su alegría.


PERE GIMFERRER

Nace en Barcelona en 1945

Madrigal

Amor, con el poder terrible de una rosa,

tu tensa piel ha saqueado mis ojos, y es demasiado claro

este color de velas en un mar terso. ¡Dulzura,

la tan cruel dulzura violeta

que las nalgas defienden, como el nido de la luz!

Porque una rosa

tiene el poder de la seda: tacto mortal, estíos

crujientes, con el grosor de un tejido desgarrándose,

el resplandor estrellado contra las cornisas

y el cielo, más allá de la ventana, tan lóbrego como un sumidero.

De anochecida, el hombre

con los anteojos ahumados, en la cocina de gas,

palpa los utensilios de Auschwitz, las tenazas alquímicas,

las botellas de cal. Amor, el hombre de los guantes oscuros

no raerá el color de concha de un vientre,

el perfume de enebro y olivas de la piel,

no raerá la luz de una rosa inmortal

que la simiente deshoja con un tierno pico.


Y ahora veo la garza

real, plegando sus alas en la habitación,

la garza que, con la luz que capitula,

es plumaje y calor, y es como el cielo:

sólo resplandor marino

y, después, un recuerdo de haber vivido contigo.

Versión de A. Colinas

El cuerno de caza

Para quién pide el viento de esta tarde clemencia

En los arcos de otoño qué susurra el zorzal

Con sirenas de buques a lo lejos la ausencia

Oh capillas nevadas de la noche y el mal

cetrería de oros y de bruma imperial

bella presa halconeros un amante desnudo

presa de luz de viento de espacio de bahías

todo su cuerpo en llamas un puñal un escudo

Lebrel en los pantanos qué luz de cacerías

Para mí sólo amor por mí sólo vivías

No es hablaros de oídas de cuchillos y sedas


ni proyectar historias en los cuartos oscuros

Cuando todo se ha ido sólo tú amor me quedas

no quiero hablar entonces de estanques ni arboledas

sólo el amor nos hace más solemnes más puros

En la noche de otoño no me valen conjuros

En la glacial tiniebla de las calles la luna

lleva guantes de plata muerta y fosforescente

Al acecho en la esquina ninguna voz ninguna

me llamará mi amor dulce cuerpo presente

Como si hubiera vuelto la niñez de repente

oh borrosas imágenes cristal esmerilado

densa penumbra densa silencio en los pasillos

de puntillas andamos el viento en los visillos

las ventanas el agua aquel cuarto cerrado

A oscuras muy despacio no sé quién me ha besado

Qué me han dado que todo resplandece y se esfuma

Qué diluye los rostros en su luz misteriosa

Los armarios se abren cae del libro una rosa

Rueda en la playa un aro al jardín de la espuma

Sí recuerdo mi vida Que el amor le consuma


Estos focos que ciegos en la noche no cesan

de recorrer palacios y ciegas galerías

del país del amor encendidos regresan

cuando unos labios a otros labios temblando besan

cuando tú amor a mi lado palidecías

Y la muerte de blanco soltará sus jaurías

Acto

Monstruo de oro, trazo oscuro

sobre laca de luz nocturna:

dragón de azufre que embadurna

sábanas blancas en un puro

fulgor secreto de bengalas.

Ahora, violentamente, el grito

de dos cuerpos en cruz: el rito

del goce quemará las salas

del sentido. Torpor de brillos:

la piel —hangares encendidos—,

por la delicia devastada.

Fuego en los campos amarillos:

en cuerpos mucho tiempo unidos


la claridad grabó una espada.

Versión de J. Navarro
ANTONIO COLINAS

Nace en La Bañeza (León) en 1946

Nocturno

Duermes como la noche duerme:

con silencio y con estrellas.

Y con sombras también.

Como los montes sienten el peso de la noche,

así hoy sientes tú esos pesares

que el tiempo nos depara:

suavemente y en paz.

Te han llovido las sombras,

pero estás aquí, abrazando en la almohada

(en negra noche)

toda la luz del mundo.

Yo pienso que la noche, como la vida, oculta

miserias y terrores,

mas tú duermes a salvo,

pues en el pecho llevas una hoguera de oro:

la del amor que enciende más amor.


Gracias a él aún crecerá en el mundo

el bosque de lo manso

y seguirán girando los planetas

despacio, muy despacio, encima de tus ojos,

produciendo esa música

que en tu rostro disuelve la idea del dolor,

cada dolor del mundo.

Reposas en lo blanco

como en lo blanco cae en paz la nieve.

Duermes como la noche duerme

en el rostro sereno de esa niña

que todavía ignora

aquel dolor que habrá de recibir

cuando sea mujer.

Otra noche,

la nieve de tu piel y de tu vida

reposan milagrosamente al lado

de un resplandor de llamas,

del amor que se enciende en más amor.

El que te salvará.

El que nos salvará.


LUIS ALBERTO DE CUENCA

Nace en Madrid en 1950

A Alicia, disfrazada de Leia Organa

SONETO

Si sólo fuera porque a todas horas

tu cerebro se funde con el mío;

si sólo fuera porque mi vacío

lo llenas con tus naves invasoras.

Si sólo fuera porque me enamoras

a golpe de sonámbulo extravío;

si sólo fuera porque en ti confío,

princesa de galácticas auroras.

Si sólo fuera porque tú me quieres

y yo te quiero a ti, y en nada creo

que no sea el amor con que me hieres...

Pero es que hay, además, esa mirada

con que premian tus ojos mi deseo,

y tu cuerpo de reina esclavizada.


JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN

Nace en Aldeanueva del Camino (Cáceres) en 1950

Dido y Eneas

Me preguntas qué ha sido de mi vida

en estos años últimos. Tú llegas con un brillo

exótico en los ojos que tanto amé, sonríes

de mágica manera como entonces

y conocen tus pasos el polvo

de todos los caminos. Qué ha sido de mi vida.

Fracasar es un arte que tú ignoras.

Se aprende lentamente, en largas tardes

y rincones oscuros, se aprende entre los brazos

que fingen un calor que no perdura.

Cuántas veces anduve por las mismas

calles, ya sin ti y con incierta lluvia,

cuántas veces me senté en lugares

que conocieron la precaria dicha

de aquel adolescente tan irreal y puro.

No todos saben encontrar la puerta

que lleva lejos, con amor y riesgo,

a las islas azules y a ciudades con sol.


Dijiste que la vida es un licor

que hay que apurar de un trago, y yo te vi partir,

te veo todavía partir a prima noche,

partir hacia otro mundo en donde yo no existo.

Con lástima me miras porque ignoras

que hay un placer mayor, decir que no

a la vida, andar por un atajo incierto,

desdeñar el amor, sonreír en la ausencia,

abrazar el vacío y seguir adelante

hasta ese punto último que aúna

la tiniebla y la luz.

Remedio para melancólicos

«All you have to do is take your clothes off».

FRANK O’HAEA

Cuando me veas deprimido, ansioso, malhumorado,

todo lo que tienes que hacer es quitarte la ropa,

y entonces brilla el sol y se revela el secreto:

que somos carne y respiramos y estamos

cerca uno del otro.


Tu desnudez me vuelve invulnerable.

La lógica podrida, el corazón

borroso, las gangrenadas tardes se curan

con la simetría perfecta de tus brazos y piernas.

Extendidos forman un círculo eterno, sendas

hacia una playa sola, la rúbrica de un Dios.

Todo lo que no eres tú, todo lo que no soy yo

deja de tener importancia: el dolor,

el sinsentido, el asco, son nimiedades

que nada tienen que ver con la vida.

Cuando me veas agonizante, quítate la ropa.

Aunque estuviera muerto resucitaría.

La amenaza

«The year’s gold garbage»

R. L.

La dorada basura de los años

me ha ido acostumbrando a vivir entre sueños;

ninguna sonrisa se desvanece en mi memoria;

los ojos que una vez me miraron

incitantes o quizá sin verme


siguen fijos para siempre en mí;

una amable palabra distraída

para todo el invierno enciende un fuego;

cualquier borroso amor

que apenas si llega a ser amor

se transforma en un árbol inmenso cuyas ramas

me protegen de sol inclemente.

Piedra a piedra he construido una casa

sin puertas ni ventanas,

un jardín

del tamaño del mundo,

una celda

donde me encierro con todas las cosas que amo.

Algunas noches salgo,

bien protegido el corazón,

en busca del botín: un pretexto,

un mínimo pretexto adolescente,

para seguir soñando.

Y esta mañana

al despertar

atónito compruebo

que sigues sonriendo entre mis brazos.


Tú no eres un sueño; estoy perdido.
JAIME SILES

Nace en Valencia en 1951

Acis y Galatea

Ese cuerpo labrado como plata,

ese oro, esa túnica, esa piel,

ese color que tiñe la escarlata

corola del pistilo de un clavel;

ese cielo de cárdenos espacios,

esa carne que tiembla en el vaivén

de las rodillas y de los topacios

nos dicen que este cuadro es de Poussin.

El resplandor del sol en los minutos

del gris del agua sobre el gouache del gres,

el césped de corales diminutos

que puntean las puntas de sus pies;

el placer de los vicios absolutos,

el maquillado estambre, el cascabel

de sus tacones, los ojos resolutos


disueltos en vidrieras de bisel;

las dunas de su cuerpo y esas manos

que la luz difumina en el papel

de este poema dicen que eran vanos

ese oro, esa túnica, esa piel.

La chica que los mira aquí a mi lado

es más real que el lienzo y que el pincel:

hace un gesto de geisha emocionado,

más certero, más cierto, más rimado

de rimmel que la estrofa del clavel.

El cuadro del museo que miramos

no está en la sala, ni en el Louvre, ni en

la Tate Gallery, el Ermitage o Samos,

y no es —ni por asomo— de Poussin.

El cuadro del museo que miramos,

Acis y Galatea, ella y él,

somos nosotros mismos mientras vamos

—ojo, labio, boca, lengua, mano—

sobre la carne del amor humano


ensortijando flores, cuerpos, ramos

de un verano mejor que el del pincel.

Semáforos, semáforos

La falda, los zapatos,

la blusa, la melena.

El cuello con sus rizos.

El seno con su almena.

El neón de los cines

en su piel, en sus piernas.

Y, en los leves tobillos,

una luz violeta.

El claxon de los coches

se desangra por ella.

Anuncios luminosos

ven fundirse sus letras.

Cuánta coma de rimmel

bajo sus cejas negras

taquigrafía el aire
y el aire es una idea.

El cromo de las motos

gira a cámara lenta.

Destellos, dioramas,

tacones, manos, medias.

Un solo parpadeo

y todo se acelera.

El carmín es un punto

y es un ruido la seda.

La falda, los zapatos,

la blusa, la melena

se han ido con la luz

verde que se la lleva.

En un paso de cebra

la vi y dije: ¡ella!

Y todos los motores

me clavaron su espuela. [...]


Daimon atopon

[...] Árbol de olvido, tú,

cuerpo incesante,

paloma suspendida sobre el vértigo.

Hay una sal azul tras de tus cejas,

un mar de abierto fuego en tus mejillas

y un tic-tac indecible que me lleva

hasta un profundo dios hecho de espuma.

Y es otear el aire,

arañar el misterio,

acuchillar la sombra.

Y te voy descubriendo,

metálica mujer, entre el espino:

un murmullo de sangre transparente

en el rostro perdido del silencio. [...]

Nadadora vestida

Una orilla, una malla, unos cabellos


de nácar y coral, vidriado viento,

gotas de luz y láminas de espuma,

va tu forma en el agua componiendo.

El fulgor de las olas dora y baña

de topacios y pórfidos tu cuerpo

y tus brazos levantan escarlatas

tonos y timbres, tintas, tactos, textos.

Como si fueras página te miro,

en mosaico de múltiples reflejos,

constelarte, ceñirte, coronarte

de estriadas estelas de destellos.

Y te veo volver hacia la orilla,

diosa de sol y sal, en flotes lentos.

Y tu cuerpo y el mar son una misma

sucesión de sonido y de deseo.


LUIS ANTONIO DE VILLENA

Nace en Madrid en 1951

Tractatus de amore

No digas nunca: Ya está aquí el amor.

El amor es siempre un paso más,

el amor es el peldaño ulterior de la escalera,

el amor es continua apetencia,

y si no estás insatisfecho, no hay amor.

El amor es la fruta en la mano,

aún no mordida.

El amor es un perpetuo aguijón,

y un deseo que debe crecer sin valladar.

No digas nunca: Ya está aquí el amor.

El verdadero amor es un no ha llegado todavía.

II

Y es que el verdadero amor —nos dicen— nunca jamás

se parece a su imagen.

Disociadas la forma y la materia,


se nos obliga a elegir,

considerando en más a la interior morada.

(¡Pequeña traición, dulce retaguardia, muy humana!)

Porque el verdadero amor coincide

con sí mismo,

y dice bien Novalis que todo será cuerpo

un día que anhelamos.

Columna de oro y niño de azul,

el tetractys entregando en la mirada,

tú fuiste al tiempo unísono

el amor y su imagen

y sólo la realidad trastocó nuestros cuerpos

o confundió con falsa voz nuestra amistad equivocada.

Porque no siempre es posible el encuentro

y hostil es, a menudo, el bosque y su carcoma,

y se cubren los senderos de hojas malas...

Mas el verdadero amor, el alto amor,

—lo sé y te vi—

coincide, inevitablemente, con su alta representación

afortunada.

III
¿Será el amor vencer tan sólo al cuerpo

con el cuerpo? Porque el ansia de beldad

empuja hacia dentro, para alcanzar un alma

confundida con las formas mismas de la materia...

Y al succionar los labios bebes alma,

y al estrechar el pecho tocas otro jardín

cuyas ramas te alcanzan. Queremos romper

el cuerpo para encontrar el cuerpo, bañarnos

en el pozo acuático de adentro con la imagen

misma que la luz nos muestra. Posesionar

el cuerpo para tocar un alma que es el mismo cuerpo.

Pues al ver y palpar el dorado desierto

de tu cuerpo, saltaba el alma en mis labios

deseando entrar en ti, restregarse a ti, ser en ti,

chupando tus axilas y tus nalgas y tu cuello,

ebria de ti, la absurda, la infame, la degenerada...

IV

Ya que el más alto amor es imposible.

Ya que no existe el alma pura convertida en cuerpo.

Ya que el instante detenido

(¡oh, párate un momento, eres tan bello!)


no es más que un grato sueño de la literatura.

Ya que se muda el dios de un día

y el tiempo toma falaz toda imagen armónica.

Ya que el eterno muchacho es sólo mito

y fugaz representación que solemniza el arte;

cuando alguien nos provoca amor,

cuando sentimos el ansia irreprimible

de estar con fuertemente, y de abrasarnos,

cuando creemos que aquel ser es toda

la dorada plenitud, sin dudar nos engañamos.

(Una magia y un deseo nos embaucan).

No existe el sumo amor. Es tan sólo

un impulso del alma, y unas horas o unos meses,

ciegos, felices, burlados...

Aunque quizá todo esto es mentira.

Y el único amor posible (entiéndase, pues el Amor con mayúscula)

sea un ansia poderosa y humilde de estar juntos,

de compartir problemas, de darse calor bajo los cubrecamas...

Reír con la misma frase del mismo libro

o ir a servirse el vino a la par, cruzando las miradas.


Deseo de relación, de compartir, de comprender tocando,

de entrar en otro ser, que tampoco es luz, ni extraordinario,

pero que es ardor, y delicadeza y dulzura...

No la búsqueda del sol, sino la calma día a día encontrada.

El montón de libros sobre la mesa, tachaduras y tintas

en horarios de clase, el programa de un concierto,

un papel con datos sobre Ophuls y la escuela de Viena...

Quizá es feliz tal Amor, lleno de excepcionales minutos

y de mucha, mucha vulgaridad cotidiana...

Amor de igual a igual, con arrebato y zanjas, pero siempre amor,

un ansia poderosa, pobre, de estar unidos, juntos,

acariciar su pelo mientras suena la música

y hablamos de las clases, de los libros, de los pantalones vaqueros,

o simplemente de los corazones...

Aunque quizá todo esto es mentira.

Y es la elección, elegir, lo que finalmente nos desgarra.

VI

Pero no utilices la palabra desprecio

si no aceptan el amor que regalas.

Si es un amor de palabras dulces,

de comprensión, de afecto, de ternura,


sabrás bien que el obsequio que

ofreces no lo has de dar tú solo...

Y si es pasión tu amor,

si es un arrebatamiento que desborda

y desdeña la vida cotidiana,

entonces el regalo recae sobre ti propio.

Desprecio no habrá en ningún caso.

Sólo carencia. Echar algo en falta.

Pero es que todo gran amor,

el poderoso amor, el importante amor,

el que llenaría plenamente un vivir,

ése es siempre ausencia, hay un foso

siempre; lo ves y no lo alcanzas...

VII

Eres, al fin, el nombre de todos los deseos.

No importa si en ti buscamos la solicitud o la amistad.

No importa si es el río dorado de la carne,

o el alma, el inasible alma,

siempre la última frontera.

Son tuyos todos esos nombres, y en ellos te vemos

pero nunca, jamás te acercas.


No eres el codiciado calor de la leña

que temen perder quienes tienen morada y compañero.

No eres el brillo acuático, ni la piel del ídolo solar

que buscan paseantes solitarios.

Tampoco la marcha alada, el cendal cabello, la plática antigua

del que desea la corpórea forma (aunque espiritual)

del ángel...

Sombrío dios sin devotos, les prestas tu mirar a todos ellos,

pero ninguno eres.

Estás siempre más allá, más lejos.

Y no te adornan aljabas ni rosas.

Ni proteges en tu seno a quienes nombran la palabra amor,

o dicen cumplirla, célibes y familiares.

Sobre tus largas uñas pones frío oro molido,

y en tus ojos oscuros dejas entrar la luna...

¿Qué nombre darte? ¿Amor, Hipólito, Cupido?

Eres un dios de muertos. El dios, por excelencia.

Y pues que nada te cumple, ni rosas te sirven

ni anacreónticas imágenes.

Frío cuerpo de oro, las rojas amapolas te coronan

y las plantas del largo sueño eterno...


CÉSAR ANTONIO MOLINA

Nace en La Coruña en 1952

Vieja ánfora con el cuello roto

La cabeza se vuelve hacia un lado:

¡El nuevo amor!

La cabeza se vuelve hacia otro lado:

¡El nuevo amor!

¿Con cuál quedarse?

Con el de Cracovia o con

el de París.

Nadie, él o ella,

deben encontrarse

con su doble.

Eso que te da temor

lo haré por nada.

No porque tenga que

hacerlo, sino por el amor

que siento.

Nadie más que yo mismo

puede dañarme.

¡Qué camino más raro


he debido seguir

para llegar a la plaza de Cracovia

o a las mojadas calles de París!

El peligro golpea

cuando todo parece seguro.

Ella con esa mirada que engaña

al pecado.

El amor no es más que una burda

exageración de la diferencia

entre una persona y las demás.

El amor es antidemocrático.

La gran ola con el azul

de Prusia nos viene a buscar.

Quizás llegó la hora

de descender sobre uno mismo.

Y este Vístula y este Sena

con sus corrientes impetuosas

solo comparables a las

pasiones.

La cabeza se vuelve hacia un lado:

¡El nuevo amor!

La cabeza se vuelve hacia otro lado:

¡El nuevo amor!


¿Cómo ser viejo con corazón

tan nuevo?

Pocas cosas para ser feliz:

verte en Cracovia o en París.

Solo una doble felicidad.

Solo una doble inquietud.

Ambas en cualquier ciudad.

Quaeris, cur ueniam tibi tardior.

¿Me preguntas por qué he llegado

a ti tan tarde?

En Cracovia, en París.

La cabeza se vuelve

ánfora con el cuello roto.

Y el amor que ya no cuadra

a destiempo.

Y sin embargo como siempre

llueve dentro de la alta fantasía.

Vendrás hoy.

Descansaremos juntos.

El amor nos preparará hospedaje,

en Cracovia, en París.

La cabeza hacia un lado.

La cabeza hacia el otro.


Y la gran ola con el azul

de Prusia nos viene a buscar

en el amor de Dios.
ANDRÉS TRAPIELLO

Nace en Manzaneda de Torio (León) en 1953

Adonde tú por aire claro vas

A donde tú por aire claro vas,

en sombra yo, o en hojarasca breve,

te he seguido. Yo mismo sombra soy

de ti. Y no puedes tú notar que yo

te siga, yo, callado tras de ti,

lumbre contigo o nieve de tu mano.

Y veo tu mirar, mas siempre esquivo,

oscuro y amoroso, en huertos altos

que tú para tu amor los cercas. Fuentes,

aves, la reja de la casa sueño

ser yo, la claridad, su vuelo limpio,

el aire entre los hierros. Pero tú,

a mi través, cuando me miras, creo

que estás mirando a otro, de no verme.

Y ya la fuente, el ave, las espadas

de la verja no son nada. La tarde

su rosa le retira al vaso. Pétalos

sólo, los continentes que parecen


sobre la mesa, a ti te los ofrezco,

te envío su gobierno y yo, la sombra.

En tus mejores años

Cuando te veo ahora en tus mejores años

con toda la belleza de una copa de vino,

brillándote en los ojos el deseo y las noches

estrelladas de agosto, imagino ese invierno

en que, vieja y cansada, te entregues al recuerdo.

He querido llegar antes que tú a ese día.

Y revivir los tiempos en que tú levantaste

de esta ruina una casa, plantaste en ella higueras,

y alimentaste fuegos que a todos nos hicieron

imaginar la vida muy lejos de los muertos.

Ya ves que ahora han llegado, siniestros, silenciosos.

Por eso tu poeta ha venido contigo

a recorrer de nuevo nuestras amadas ruinas,

y si ayer fue tu risa, hoy será tu silencio,

cuando, vieja y cansada, de nada sirve el sueño.


RAFAEL JUÁREZ

Nace en Estepa (Sevilla) en 1956;

muere en Madrid en 2019

Lo que vale una vida

Estoy en esa edad en la que un hombre quiere,

por encima de todo ser feliz, cada día.

Y al júbilo prefiere la callada alegría

y a la pasión que mata, la renuncia que hiere.

Vivir entre las cosas, mientras que el tiempo pasa

—cada vez menos tiempo para las mismas cosas—

y elegir las que valen una vida: las rosas

y los libros de versos, y el viaje y la casa.

Hasta ahora he vivido perdido en el mañana

—seré, seré, decía— o en el pasado —he sido

o pude ser, pensaba— y el mundo se me iba.

Ahora estoy en la edad en la que una ventana

es cualquier aventura, y un regalo el olvido.

Ya no quiero más luz que tu luz mientras viva.


Homenaje

La estatua que te erijan, poderosa

y tenue amada del desgarro, tenga,

en homenaje a tanto amor, corona

de espumas combatientes, manto de agua

detenida y azul, túnica roja.

Una mano en el vientre sobre el vuelo

corto de un blanco pájaro, la otra,

en homenaje a tanto amor, caída

ligeramente sobre el pecho, rota.

Sentada sobre un trono de humo y piedra

permanezcas, ni sierpe ni paloma,

ocultos los cabellos por el viento,

los labios juntos, la mirada sola.


LUIS GARCÍA MONTERO

Nace en Granada en 1958

Life vest under your seat

Señores pasajeros buenas tardes

y Nueva York al fondo todavía,

delicadas las torres de Manhattan

con la luz sumergida de una muchacha triste,

buenas tardes señores pasajeros,

mantendremos en vuelo doce mil pies de altura,

altos como su cuerpo en el pasillo

de la Universidad, una pregunta,

podría repetirme el título del libro,

cumpliendo normas internacionales,

las cuatro ventanillas de emergencia,

pero habrá que cenar, tal vez alguna copa,

casi vivir sin vínculo y sin límites,

modos de ver la noche y estar en los cristales

del alba, regresando,

y muchas otras noches regresando

bajo edificios de temblor acuático,


a una velocidad de novecientos

kilómetros, te dije

que nunca resistí las despedidas,

al aeropuerto no,

prefiero tu recuerdo por mi casa,

apoyado en el piano del Bar Andalucía,

bajo el cielo violeta

de los amaneceres en Manhattan,

igual que dos desnudos en penumbra

con Nueva York al fondo, todavía

al aeropuerto no,

rogamos hagan uso

del cinturón, no fumen

hasta que despeguemos,

cuiden que estén derechos los respaldos,

me tienes que llamar, de sus asientos.

Cabo Sounion

Al pasar de los años,

¿qué sentiré leyendo estos poemas

de amor que ahora te escribo?


Me lo pregunto porque está desnuda

la historia de mi vida frente a mí,

en este amanecer de intimidad,

cuando la luz es inmediata y roja

y yo soy el que soy

y las palabras

conservan el calor del cuerpo que las dice.

Serán memoria y piel de mi presente

o sólo humillación, herida intacta.

Pero al correr del tiempo,

cuando dolor y dicha se agoten con nosotros,

quisiera que estos versos derrotados

tuviesen la emoción

y la tranquilidad de las ruinas clásicas.

Que la palabra siempre, sumergida en la hierba,

despunte con el cuerpo medio roto,

que el amor, como un friso desgastado,

conserve dignidad contra el azul del cielo

y que en el mármol frío de una pasión antigua

los viajeros románticos afirmen

el homenaje de su nombre,
al comprender la suerte tan frágil de vivir,

los ojos que acertaron a cruzarse

en la infinita soledad del tiempo.

Confesiones

Yo te estaba esperando.

Más allá del invierno, en el cincuenta y ocho,

de la letra sin pulso y el verano

de mi primera carta,

por los pasillos lentos y el examen,

a través de los libros, de las tardes de fútbol,

de la flor que no quiso convertirse en almohada,

más allá del muchacho obligado a la luna,

por debajo de todo lo que amé,

yo te estaba esperando.

Yo te estoy esperando.

Por detrás de las noches y las calles,

de las hojas pisadas

y de las obras públicas

y de los comentarios de la gente,

por encima de todo lo que soy,


de algunos restaurantes a los que ya no vamos,

con más prisa que el tiempo que me huye,

más cerca de la luz y de la tierra,

yo te estoy esperando.

Y seguiré esperando.

Como los amarillos del otoño,

todavía palabra de amor ante el silencio,

cuando la piel se apague,

cuando el amor se abrace con la muerte

y se pongan más serias nuestras fotografías,

sobre el acantilado del recuerdo,

después que mi memoria se convierta en arena,

por detrás de la última mentira,

yo seguiré esperando.
ALEJANDRO G. ROEMMERS

Nace en Buenos Aires (Argentina) en 1958

Amor entero

Amor oscuro, claro, amor entero,

que a todo da valor y da sentido.

Un fuego que jamás será extinguido

nos enseñó a servir por ser primero.

A veces ciego y sordo y aún certero.

Se oculta cuánto más es perseguido.

Es libre en la amistad como en un nido

este amor fugitivo, aventurero.

Guerrero más humilde que arrogante,

va desnudo, sonriente y elegante,

este amor infinito y pasajero.

Capaz de sorprenderte y de turbarte,

misterio de la música y el arte,

no es perfecto, mas siempre verdadero.


FELIPE BENÍTEZ REYES

Nace en Rota (Cádiz) en 1960

Advertencia

Si alguna vez sufres —y lo harás—

por alguien que te amó y que te abandona,

no le guardes rencor ni le perdones:

deforma su memoria el rencoroso

y en amor el perdón es sólo una palabra

que no se aviene nunca a un sentimiento.

Soporta tu dolor en soledad,

porque el merecimiento aun de la adversidad mayor

está justificado si fuiste

desleal a tu conciencia, no apostando

sólo por el amor que te entregaba

su esplendor inocente, sus intocados mundos.

Así que cuando sufras —y lo harás—

por alguien que te amó, procura siempre

acusarte a ti mismo de su olvido

porque fuiste cobarde o quizá fuiste ingrato.


Y aprende que la vida tiene un precio

que no puedes pagar continuamente.

Y aprende dignidad en tu derrota

agradeciendo a quien te quiso

el regalo fugaz de su hermosura.

Encargo y envío

«Señora de mis pobres homenajes...».

GÓNGORA

Este arte sombrío no se ajusta a la vida

y de muy poco valen los versos que se escriben

aun si apresan la esencia fugaz y desvalida

del tiempo, que va huyendo:

luna o rosa en la noche hecha de estrellas,

irreal como luna y como rosa hiriente.

Luna o rosa que cifra la memoria.

Este arte sombrío vale poco,

y me pides que escriba


un poema de amor en el que brille

la alta luz temblorosa del pasado,

su sol negro caído sobre el mar

muerto del tiempo, que surca un barco en llamas

(y en él va mi recuerdo) camino del recuerdo.

Un poema de amor tiene un alma que vuela

sobre un reino de humo;

quiero decir que apenas

su sentido es real, porque el amor dispone

su retórica propia, que poco tiene

que ver con el amor,

y es fantasmagoría.

Y es un cuerpo de oro

en el poema el cuerpo que se ama,

y son teatrales noches magas

las noches de amor furtivo

—en hoteles no siempre confortables—

a las que da un prestigio desmedido

la verdad literaria.

Me has pedido
un poema de amor.

Sé que no cumplo

con esto que ahora escribo:

un poema amoroso que no habla

del amor en la forma decorosa

en que debiera hablarse del amor

en un poema de amor de alguien enamorado,

de alguien que te ha dado

su vida y reverencia;

un poema de amor que no lo es.

Señora de mis pobres homenajes,

este arte sombrío no se ajusta a la vida

y es difícil decir en un poema «Te quiero».

Este arte vacío, más raro que la vida...

Kasida y rondó

Las ciudades sin ti no las recuerdo

Son las flores cerradas del mundo

Las ciudades sin ti no tienen nombre

Las ciudades sin ti no las recuerdo


La noche solitaria que parece

Tan sólo una tiniebla vagabunda

La noche en que no estás tiembla mi noche

Si el vacío me mira con tus ojos

Vale más el vacío que la vida

Si me mira el vacío con tus ojos

La noche en soledad corrompe sueños

La noche en que no estás tiembla mi noche


PABLO GARCÍA CASADO

Nace en Córdoba en 1972

dixán

por qué se secará tan lenta la ropa por qué persisten

las manchas de grasa de fruta y de tus labios

si dixán borra las manchas de una vez por todas

por qué la aspereza de las prendas la sequedad de su tacto

si pienso en tus manos en tu modo de mirarme de decirme

que por culpa del amor habrá que lavar las sábanas de nuevo

preguntas tristes tristes como todos los anuncios de detergente

y es que no encuentro mejor suavizante que tus manos

en esos bares supermercados desnudos de la noche

Las Vegas, NV

bendito sea el crupier que lanzó los dados

bendita sea la exxon ltd. que arruinó los planes de la compañía

bendita la convención republicana que nos hizo cambiar todas las fechas

benditos desastrosos resultados financieros benditas habitaciones


oscuras solitarias bendita la soledad y el sufrimiento

sin todos ellos sin la exxon el crupier y todo lo demás nunca te hubiese conocido
casémonos lidia

casémonos quiero apostarlo todo a tu número

quedarme en tu hueco para siempre casémonos

conozco una capilla en la avenida oeste 24 horas 40.95

flores aparte casémonos casémonos esta noche

porque esta noche estoy de suerte

1972,

parís, texas

por qué travis qué hay de esa oscura pregunta

por qué la casa en ruinas por qué él por qué ella

por qué el verano de mil novecientos setenta y uno

qué tuvo que pasar qué clase de química por qué

la huelga en el sector metalúrgico por qué el atasco

por qué llegaron rendidos y aun así se besaron

como si mi vida les fuera en ello


ANTONIO LUCAS

Nace en Madrid en 1975

Amor

El amor no es ciencia ni promesa.

El amor es pan temprano.

Y un esplendor. Y una deriva.

A ratos cobardía. A veces una holganza.

También un lance hermoso.

Amar hace cabañas en el humo.

Amar desprende un suero de veranos.

Amar no es un milagro, ni un lingote.

Tampoco es un volar que se exagera.

Amar no es un destino,

ni el viaje a la raíz, ni un juramento,

ni amar se dice amor,

ni droga más que el vértigo,

ni alberga más verdad que la inclemencia.

Nosotros que inventamos todo el cielo.

Nosotros que inventamos la fruta de la nada,


las nubes, las montañas,

la sed de tener tiempo.

Nosotros que fundamos la protesta.

Nosotros que saltamos negando la caída.

Nosotros sin porqué.

Nosotros sin licencia.

Nosotros que al amarnos fingimos algo eterno

sabiendo que el amor sólo es un fin que a veces se anticipa.


JOAQUÍN PÉREZ AZAÚSTRE

Nace en Córdoba en 1976

Tony ojos azules campeón de los juegos

guarda el sobre sellado de su intacta tristeza

has visto alguna vez una sonrisa igual

escucha eres muy seria ya estaban entregados

sólo con sonreír te hubieran aplaudido

franco rusia españa en la universidad hubbell sólo es un símbolo

y yo no puedo hacer personajes con símbolos

ni siquiera inscribirlos en el vidrio empañado de nuestra graduación

dame una identidad que salpique en el oro

una incomodidad rubia en la jabalina

las memorias del brillo las esquinas del hambre

nuestro paseo en la playa no volverá a encenderse

en una chimenea de malibú melancolía en octubre

tras carnavales nómadas no prepararé el cóctel

frances price ha muerto hoy nace katie morosky

cómo vas a rendirte defiende tus derechos

mientras te veo correr por la orilla del sol

no existen los derechos no lo sabes aún katie

sólo hay desolación tras la noche de baile


pero jamás tendremos libertad de expresión si no luchas por ella

no la habrá nunca katie la gente tiene miedo

es peligroso y esos hombres y mujeres sufrirán para nada

no importan los principios solamente tú y yo

hubbell mírame yo soy esos principios

las personas el mar somos nuestros principios

incluso nuestra hija que no conocerás

pero no hablemos tanto aún no me he presentado

déjame que acaricie el pelo de tu frente

llegaremos allí en un descapotable jugaremos al tenis

aprenderé a reír y seré divertida igual que tus amigos una tarde lluviosa

o nos encontraremos muchos años después

y tocaré otra vez con mis dedos mojados tu promesa en el aire


JOSÉ ANTONIO GÓMEZ-CORONADO

Nace en Sevilla en 1978

Un mar como tus ojos

Un mar como tus ojos. Tristemente

iluminado al fondo del crepúsculo.

Como si todo el sueño de ese bosque

que recuerdan las aguas descansara

en los suaves océanos que duermen

debajo de tus párpados. Un cuenco

lleno de atardeceres. Un otoño

de pájaros que huyen, una larga

despedida del mundo y es mirarte...

Como si fuera sólo la tristeza

lo que mis ojos ven, como si el verde

fuese a morir allí donde ha nacido.

Un mar como tus ojos, el reflejo

de lo que sabe arder desde sí mismo,

como si fuera hielo, como el viento

que desata las hojas y las besa,

tan silenciosamente y es la tarde

tantas veces buscada, que va huyendo


bajo el sol, bajo el mar, bajo tus ojos

que se cierran y vuelven al recuerdo.

Que se cierran y vuelven y son otros

desde el fondo de todos los océanos

en los que quise arder, como la tarde,

para ser fuego en medio de las aguas

y me vieras al fin desde tus ojos.


CARMEN JODRA DALVO

Nace en Madrid en 1980

Retrato gongorino

[...] Al hilo dignifica la hermosura,

dulcemente inmadura,

del rendido durmiente,

porque en dieciséis años

no ha habido tiempo aún para los daños

de tiempo cruel o práctica natura,

que sacrifica el arte a la simiente;

en el cuerpo yacente

hay candor y abandono y hay tersura.

¡Qué vértigo provoca,

cómo provoca vértigo la boca!,

roja rosa entreabierta

de riquísimo aroma,

con las mórbidas formas de una poma,

que al más dormido instinto lo despierta.

Y los párpados lisos,

y de las cejas las espesas líneas,

que no han tocado nunca las Erinias


con sus crueles avisos,

la barbilla perfecta,

la nariz intachablemente recta

y la suave mejilla ruborosa;

la cara más hermosa,

en fin, y el cuerpo más hermoso y noble

que engendrara jamás mujer alguna,

y no quiso el azar hacerlo doble

porque tanta belleza fuera una, [...]

Se yergue, y su hermosura al cielo embriaga

y al barro que su planta pisa halaga,

y el águila recuerda

sus misiones de antaño

y lamenta que hoy, para su daño,

sea la divinidad siempre tan cuerda.

Con leve pie el muchacho sale y deja,

más cuanto más se aleja,

arrebatada y anhelosa el alma

y vacía de calma.

Divertimento erótico
Un gemido doliente entre la alheña,

un rítmico suspiro en el helecho,

musgo y pluma por sábana del lecho,

por dosel hoja, por almohada peña,

y la lujuria tiene como seña

violar mujeres y violar derecho

y ley y norma, y un hermoso pecho

sabe el pecado y el pecado enseña.

Trasciende de la fronda un olor suave

a sagrados ungüentos, y una queda

música, contenida y cadenciosa,

y el blanco cuerpo de la bella ave

y el blanco cuerpo de la bella Leda,

bajo el peso del cisne temblorosa.

El ciclo satánico

[...]¿Cómo pude dudar? ¿Cómo he podido

vivir sin vida todos estos años?


Por evitarme daños, tuve daños,

y huyendo penas, penas me han venido.

¡Cuánto tiempo, cuánto placer, perdido

en virtud, muerte, ritos tan extraños

como inflexibles, místicos engaños,

humillaciones, Dios! ¡Qué buena he sido!

Me arrepiento del tiempo en que fui buena,

viviendo sin gozar el prodigioso

fulgor del mal, quebrando mi destino.

Y ahora que su goce me envenena,

¿cómo negarse, si es tan delicioso,

o cómo retornar al buen camino?

Hastío

El bello mundo me produce asco.

Si pudiera, lo haría

saltar en pedacitos por los aires,

y con él a mí misma.
Yo no pedí vivir; si Tú me hiciste,

es tu culpa, y no mía.

Atrévete a juzgarme si tu pobre

criatura se suicida.
ELENA MEDEL

Nace en Córdoba en 1985

Una plegaria por las mujeres solteras

Ángel

de los pisos de soltero,

ángel de las solteras

que duermen varias noches en un piso de soltero,

¿lo sabías?

Antes del amor el hombre

se entrena golpeando.

Su hogar lo construye con el ruido:

tan firmes las paredes

tan familiares tan firmes las paredes,

los cimientos de su casa los ha hundido daño a daño.

Ángel del sexo con los inquilinos de pisos de soltero,

ángel del no querer oír de las solteras,


¿lo sabías?

Después del amor

el hombre se incorpora para escoger un disco

y suena una canción y susurra me gusta esta canción:

para entonces está otra vez dentro de ella.

Luego habla de su hogar en otra parte

y de quienes viven en él —sin él, en ese hogar más suyo: enseña fotos—

y la mujer lo abraza y él susurra me gusta estar contigo.

Y la mujer oye.

Ángel del suelo sin barrer

de los pisos de soltero,

ángel de las solteras

que pasean desnudas por los pisos de soltero,

¿lo sabías?

Antes del amor la mujer predijo su futuro. Junto a él,

en su sofá, ella se fijó en sus libros. Debe de ser bueno

un hombre que lee así. (Pero también antes del amor

los amigos del hombre predijeron su futuro). Debe de ser bueno

un piso en el que distingues dónde pisaste la otra noche


y dónde pisó la otra la anterior.

Ángel del frigorífico vacío

de los pisos de soltero,

de las solteras que se conforman y desayunarán solas, más tarde,

¿tú lo sabías?

Después del amor la mujer se ducha mientras

el hombre fuma en el pequeño salón de su piso

de soltero. Se despiden,

dos amigos: ella viste la ropa de la noche

anterior, él se avergüenza.

Pero tú

ya lo sabías.
CONSTANTINO MOLINA

Nace en Pozo Lorente (Albacete) en 1985

Moneda al aire

Mientras se lanza y gira

al aire la moneda,

de mis manos, la suerte

cargada de palabras,

ya ha partido al humilde

encuentro con las cosas:

Si pronuncio la lluvia, lloverá.

Si digo sur, vendrá la calidez.

Y, si mantengo oculta

la palabra final entre mis labios,

es para que te acerques

a recogerla entre los tuyos.

Créeme cuando digo que en tus ojos

aúlla la belleza de este mundo,

que el afán que sostiene

nuestra simple existencia

brillará más sincero

si obedece a un lenguaje
hecho de voluntad.

Porque, antes de caer,

las dos caras que giran en el aire

serán ya nuestras.
LOLA NIETO

Nace en Barcelona en 1985

Dudurudú, dime

¿Qué guardarías en una cajita? ¿Qué guardarías tú? Yo soy una cajita y te guardo,
Dudurudú te guardo a ti Dudú desde dentro me masticas Dudú Dudurudú ¿quién

eres? En medio. Un pedacito de carne y a esto llamaremos lengua nos dijeron no


somos ni lengua tampoco Dudú Dudurudú no somos una voz oímos a través de
una brecha en este cúmulo rosado abierto hacia

ti y yo yo la carne no es carne es mira y miramos un cachorrito de carne rosada

saliendo entrando la finísima sutura entre mis cuerpos Dudurudú Dudú. Deforme
y libre nadie nos desea

Somos la cajita parlante.

Una membrana, Dudú. ¿Sabes lo que es eso? Busca en el diccionario, Dudurudú


Ninguna palabra nos dice ¿sabes

lo que es eso? Dudú y Dudurudú ninguna palabra dice dudú y dudurudú


buscamos

palabras y comemos palabras tenemos la tripa llena de huecos dudús y


dudurudús están creciendo pínchame esta enorme tripa Dudú Dudurudú la
burbuja va a explotar ¡ah! la cajita parlante lanza un eructo cósmico Dudú y
Dudurudú duermen plácidamente Cada gota de sangre canta nuestra canción
Otra vez Dudú:

Eres un

secreto no eres ojos ni oídos ni boca ni dedos pero trenza estómago de doble
pasmo Dudú Dudurudú sola y múltiple

Dudú Dudurudú bucle sonoro resonante viviente-viviente

Dudú dudú durudú dudú rudú dú dú d u dúuuuuuu dudú duuuuuuestá a punto


de estallar

o sueña una energía repetida henchida deforme y libre la conciencia antes de mis
separaciones y en el sueño nos reímos de ti de mí de Dudú y Dudurudú de esta
canción secreta esta canción tonta secreta la canción sin secreto que nadie sabe oír
demasiado cerca Dudú y Dudurudú el estallido el ronroneo Dudú y Dudurudú

estas columnas, mis espirales, mis veinte conciencias de Dudú y Dudurudú

comiéndose mutuamente

comida mutua comida dormida y estalla duerme mi estallido otra vez otra vez

¿quién somos y te miramos? ¿quién somos y te miramos?


VÍCTOR PEÑA DACOSTA

Nace en Plasencia (Cáceres) en 1985

Variación sobre un viejo tema de Eric Clapton

Te encuentro hoy especialmente guapa,

cariño, así, tal cual, sin arreglar

y despeinada, en este momento

como cualquier otro, que compartimos

en esto que podemos llamar casa.

No te cambiaría ni un lunar, pecho

o coma: estás perfecta así, sweetheart,

tanto que me gustaría guardarte

para siempre, como un coleccionista

de tebeos su mejor obra: aislada,

precintada, protegida, intocable,

ajena al mundo cruel que nos rodea.

No por esperar que te revalorices

(nunca podrás, ni tú ni nadie,

valer más que en este instante),

sino para demostrar que el dinero


no me preocupa y que rechazo

cuantas ofertas puedan llegarme

de cambiarte por millones, favores

o promesas. Nada quiero que no sea

esperar a que nos llegue el momento

adecuado y te saque de tu precinto.

Entonces seguirás siendo preciosa

aun con ese leve mohín de enfado,

y esperarás a que yo me disculpe

y te diga: ya eres libre, aunque mía

y perfecta. Y yo he renunciado a todo

por no dejarte en manos de cualquiera:

vayamos a cenar, si te apetece,

a un sitio romántico y asequible,

y paguemos a medias, vida mía,

acabemos juntos con tantos siglos

de opresivo patriarcado.
ÁNGELA SEGOVIA

Nace en Las Navas del Marqués (Ávila) en 1987

Es un misterio (responde el viento)

El desconocido

hace trabajos de desconocimiento

para mí el misterio es siempre creciente

nunca decreciente dice

pon ahí la fascinación

en el ángulo muerto del amor

ella se las arregle

mira hacia el lado donde

no están las cosas

dos cuadrados naranjas te ven

mira los cuadrados

increíblemente quietos

son como lados invisibles

seres luminosos y escurridizos

se escabullen entre las argollas

amo el misterio

ese gato que gime qué dirá

no sabes cuánto amo el misterio


la espera está en la base siempre

como un angelito protector

pon ahí una corneja pero no la cazaré

para ti

aunque sé que te da miedo

la pérdida se parece a una niebla

el hecho de que no suceda

no es un castigo

sino que es la condición

del misterio
ALBA FLORES

Nace en Madrid en 1992

El amor es sencillo a veces

Algo tan sencillo como ponerse de puntillas para alcanzar una manzana,

mirar el patio de una casa por encima de un muro,

dar un beso, hacer menos

ruido

al caminar.

El amor es preguntar

¿vienes conmigo hasta la boya amarilla?,

apuntar con un dedo el horizonte

y no tener que nadar en soledad nunca más.

El amor es no querer que te quemes,

quitarte polen de gramínea del pelo,

preguntar

con suavidad

si tienes frío.

El amor puede ser estar mucho rato bajo el sol con los ojos cerrados
y ser tan feliz que consigues no pensar en la muerte.

El amor puede ser también

oír una bicicleta que frena delante de tu puerta.

Pelar pipas en un banco, señalar

una trucha que salta a lo lejos

o un meteoro

que cae.

Escuchar una canción que no te gusta

y aun así pensar

la vida es buena.

El amor podríamos ser fácilmente nosotros dos

pegándonos porque nos parece divertido,

manchándonos porque nos parece divertido,

despidiéndonos porque despedirse

es siempre divertido.

El amor es apartar

un cigarrillo de tu boca.

El amor es acariciar

los dos al mismo perro.

El amor es echar una carrera,

llorar de risa, dar una patada


por debajo de la mesa,

no avergonzarme,

ante ti,

de mi ropa vieja.
FÉLIX MOYANO

Nace en Córdoba en 1993

Circular

Desconozco los ciclos que remueven tu sangre,

pero estaré a tu lado cuando estalle la rosa

y las lunas puntuales te acuchillen el vientre.

Trazaremos los dos geometrías imposibles

en espejos muy amplios, mancharemos el suelo

y también nuestros rostros, y la muerte vendrá

y estaremos dormidos, sosteniendo el silencio

con nuestras manos sucias…


XAIME MARTÍNEZ

Nace en Oviedo (Asturias) en 1993

Los pensadores enfermos

Uns rics convens don tan gran joi atendi,

qe.l seu bel cors baisan rizen descobra

e qe.l remir contra.l lum de la lampa.

ARNAUT DANIEL

La consigna era clara: vomitar la verdad y después prenderse fuego,

pero Arturo no vio nuestras llamas azules.

Volviendo en el avión, frente al crepúsculo acerado de Avilés, qué parecidos, qué


cercanos incluso... Y, sin embargo, ella

recordará las noches que se descomponían

sobre la noche acanalada de Dublín, o no recordará ni siquiera la causa de la


muerte.

Eso te preguntabas entonces, y hoy te aseguro

que nunca pensaréis lo mismo y no podréis, desde luego, demostrarlo,

ella recordará el amor aunque lo evite y la culpa aunque odie a la iglesia católica y
las noches en que visteis concursos de cocina con el horror de los naufragios lentos,

mientras tú habrás vivido otra historia sutilmente

distinta, una que trata sobre cuerpos perdidos en las morgues públicas

y un hombre muerto que sujeta en su puño el misterio de una bala de oro,


y coincidiréis quizás en una frase

(entonces los abismos o la nada),

pero os separarán

el amor y los cuerpos y una lancha que avanza en silencio entre los cisnes del viejo
canal,

un bulto oscuro y la proximidad mental del asesino

y esa noche en que le preguntaste quién cometió el crimen

y ella te miró como si solo tú estuvieras

jugando, como si conocieras las tres cartas (arma, lugar y personaje)

desde el principio, te preguntó

de qué crimen estás hablando

—un silencio entre los dos como una masa de agua que se intuye—

y os separará posiblemente el simulacro de la sexualidad bajo la forma de un culo


inmarcesible que sostiene todo el cava de la tierra

y los dos querréis saber cuál de las dos historias es la cierta

y no os atreveréis a mencionarlo en vuestros largos

paseos, en vuestras excursiones largas a la costa,

y acabaréis por lanzaros

sobre el amor, sobre el desierto y el espejo,

sobre esas noches infinitas viendo realities, tocando la penumbra y la


desintegración,

acabaréis por lanzaros sobre el fuego de la verdad

que es el único fuego que existe

como dos detectives que nunca pudieron encontrar


el cadáver borroso del maníaco,

o quizá como dos espectadores que contemplan y que fingen

diferentes lunas.
CARLOS CATENA

Nace en Jaén en 1994

Mi vocación es la espera

quiero esperar ocho horas al día

a que en silencio regrese a casa

quiero esperar aviones trenes autobuses

y decir en un coche compartido

vivo de esperar su regreso

mi titulación es lo mal que pronuncia mi nombre

mi salario son sus manos después de tanto tiempo

aún ásperas y rugosas y muy frías

digo: cruzaría a pie un continente

si el final fuera el principio de su cuerpo

digo: no hay esfuerzo que no merezca

la vergüenza de besarme en público

espero impaciente la noche en que reconozca que me quiere

espero impaciente a que un funcionario me dé su apellido

espero impaciente la mañana de invierno en que muramos juntos

o el día en que por fin elogie mi paciencia: este talento

de mantener siempre los brazos extendidos

para que nadie olvide cuánto espacio ocupa


ROCÍO ACEBAL

Nace en Oviedo en 1997

El retorno

La inclinación melódica del mar

vuelve a posar tu voz sobre la arena

de vuelta en Calafell, años más tarde.

En días como éste, me pregunto

si, inhóspita sirena, has olvidado

la dignidad furtiva de aquel beso

o en los momentos íntimos regresa

aún a tu retina esa experiencia

primera del amor correspondido;

y en días como éste desearía

sentir una vez más entre mis manos

los contornos de sal que acaricié

en esta misma cala, en otro tiempo,

aunque una toga de nostalgia cubra,

después de tantos años, las viejas ambiciones

aunque escondas el rostro, avergonzada


porque perviven

en nuestros cuerpos juveniles restos

de afecto y de pasión,

porque es posible amarnos,

todavía.

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