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José Aricó

Dilemas del marxismo en antología esencial

América Latina
Aricó, José
José Aricó : Dilemas del marxismo en América Latina / José Aricó ;
editado por Martín Cortés. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos
Aires : CLACSO, 2020.
1086 p. ; 23 x 16 cm. - (Antologías)

ISBN 978-987-722-789-5

1. Marxismo. 2. Análisis Político. I. Cortés, Martín, ed. II. Título.

CDD 320.5322

Otros descriptores asignados por CLACSO


Pensamiento Crítico / Marxismo / Socialismo / Izquierdas /
Democracia / Dictadura / Estado / Cultura / Argentina / América
Latina
José Aricó
Dilemas del marxismo en
América Latina
antología esencial

Edición, selección y prólogo de Martín Cortés.


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el creador. Asdi no comparte necesariamente las opiniones
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e interpretaciones expresadas.
Índice

Prólogo: Fragmentos de un marxismo latinoamericano 11


Por Martín Cortés

¿Marxismo versus leninismo? 39

Prólogo a Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado


moderno, de Antonio Gramsci 49

Pasado y presente 69

El peronismo y los problemas de la izquierda argentina 101

El marxismo antihumanista 117

Espontaneidad y dirección consciente en el pensamiento de Gramsci 125

Nueve lecciones de economía y política en el marxismo 147

Prólogo a El socialismo y el hombre nuevo, de Ernesto Che Guevara 285

Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú 293

La hipótesis de Justo
Escritos sobre el socialismo en América Latina 343

Marx y América Latina: El Bolívar de Marx 525

Ni cinismo ni utopía 593

Otto Bauer y la cuestión nacional 605


Marxismo latinoamericano 615

Socialismo latinoamericano 645

Marx y América Latina 657

Democracia y socialismo en América Latina 677

Presentación y Nota biográfica en El concepto de lo “político”. Teoría


del partisano. Notas complementarias al concepto de lo “político”, de
Carl Schmitt 687

El marxismo en América Latina: Ideas para abordar de otro modo


la vieja cuestión 705

Prólogo a Hegemonía y alternativas políticas en América Latina 733

América Latina: El destino se llama democracia 743

Debemos reinventar América Latina, pero... ¿desde qué


conceptos “pensar” América? 763

El populismo ruso 817

La izquierda 847

Pasado y Presente 855

El espejo de Occidente 861

La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina


¿Por qué Gramsci en América Latina? 867

Prólogo a Instituciones e ideologías en la independencia


hispanoamericana 921

Guevara y las tradiciones latinoamericanas 933


Los intelectuales en una ciudad de frontera 949

Crisis del socialismo, crisis del marxismo 961

1917 y América Latina 989

La última entrevista a José M. Aricó 1003

Walter Benjamin, el aguafiestas 1051

Benjamin en español 1055

La búsqueda de una tercera vía 1063

Repensándolo todo (tal vez siempre haya sido así) 1077

Sobre los autores 1085


Prólogo: Fragmentos
de un marxismo latinoamericano

Por Martín Cortés*

El interés por la obra de José Aricó se ha incrementado notablemente en


los últimos años. Desde coloquios realizados en su nombre hasta publica-
ciones de libros dedicados a su figura, pasando por infinidad de artículos
y textos breves, e incluyendo un creciente interés por sus producciones
desde fuera de América Latina: recientemente se ha traducido su Marx
y América Latina al inglés –y tanto en Estados Unidos como en Inglaterra
existen indagaciones en torno de su obra–, y el mundo gramsciano ita-
liano vuelve una vez más su mirada sobre los lectores latinoamericanos
del revolucionario sardo, destacándose allí nuestro autor, naturalmente al
lado de grandes figuras del gramscismo de la región como Carlos Nelson
Coutinho, Juan Carlos Portantiero o Dora Kanoussi.
Difícil saber con precisión a qué se debe este entusiasmo por Aricó,
aunque acaso esta breve introducción pretenda esbozar algunas hipótesis
al respecto. Una primera cuestión que podría subrayarse, y sobre la cual la
presente antología pretende poner foco, es la progresiva importancia que
vienen cobrando en debates teórico-políticos del mundo de las izquierdas
los escritos de Aricó. Remarcamos la palabra porque estamos frente a una
figura cuyas contribuciones teóricas han estado opacadas por una situación
algo paradójica: fue tan fenomenal su trabajo como editor, que sus propias
reflexiones teóricas han quedado en un segundo plano. Recapitulemos: en-
tre los Cuadernos de Pasado y Presente, que funcionaron entre 1968 y 1983 en
tres ciudades distintas (Córdoba, Buenos Aires, México) y la Biblioteca del
Pensamiento Socialista que Aricó dirigió en tiempos de su exilio en México,
podemos contar al menos con dos centenas de libros introducidos al

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José Aricó

debate marxista latinoamericano; títulos centrales como la traducción de


los Grundrisse y la nueva traducción de El Capital, y títulos extraños, situados
en los lejanos bordes de una tradición que Aricó insistía en mostrar como
una inmensa familia de búsquedas y problemas. No contamos aquí otras
experiencias editoriales “menores” en cantidad, pero no por ello en impor-
tancia: Signos en Argentina y Folios en México, solo por mencionar dos sobre
las que algo diremos más abajo. Ni Marx ni el marxismo, entonces, tienen
en castellano la misma espesura antes y después de la intervención edito-
rial de Aricó. Así, su trabajo ha producido efectos perdurables en una larga
serie de lectores de los cuales muchos probablemente ni estuvieran al tanto
de esa tarea de traducción que sustentaba las posibilidades mismas de esas
lecturas. Aquí la palabra traducción va mucho más allá del acto estricto de
trasponer un texto a otra lengua: se trata al mismo tiempo de un modo de
intervención, bajo la hipótesis de que problemas teórico-políticos del pre-
sente pueden ser pensados o leídos por medio de un rodeo, de un ejercicio
que los confronte con otros modos en que problemas similares fueron tra-
tados. De allí también la amplitud con que debemos referirnos al marxismo
que Aricó pone en juego, entendiéndolo como un gran campo de complejos
y heterogéneos saberes que pueden ser hilados en distintas series de acuer-
do a las necesidades que los convocan. Por esto Aricó era un traductor, pero
también un inventor de libros, que componía títulos convocando piezas que
encontraban su articulación solo retrospectivamente, una vez que forma-
ban parte de ese nuevo libro1.

Paradoja: la virtud de la escritura, detrás del poder de la edición

Partimos entonces de una paradoja: la virtud editorial de Aricó puede


ser leída como una gran contribución teórica a los debates marxistas,

1. Hemos desarrollado la hipótesis de lectura del marxismo de Aricó como un gran ejercicio de traducción,
entendiendo por ello la preocupación por poner en relación la productividad crítica del marxismo con las
singularidades históricas de la realidad latinoamericana, lo cual implica, a la vez, un proceso de produc-
ción teórica que rearticula cada vez el corpus marxista de acuerdo a las preocupaciones que lo convocan.
Para un mayor desarrollo de esta tesis, y en general una mirada más amplia sobre el marxismo de Aricó,
ver Cortés (2015).

12
Prólogo: Fragmentos de un marxismo latinoamericano

a pesar de lo cual esa misma contribución opaca las reflexiones escritas


por el propio Aricó. Estas, claro está, acompañan en buena medida esa
vocación editora, y de allí también la centralidad de atender a la infi-
nidad de prólogos escritos por nuestro autor (en esta antología apenas
reproducimos un puñado de ellos, quizá los más relevantes, pero en nin-
gún sentido los únicos). En su conjunto, escritos y ediciones pueden ser
pensados como dos aspectos de una misma obra, que intenta pensar los
modos en que un marxismo latinoamericano es posible. Sin embargo, la
paradoja señalada dificulta tomar en consideración por su propio peso
esos escritos. Por fortuna, decíamos, este entuerto es el que se está ten-
diendo a desarmar en los últimos años, y esta antología tiene la precisa
y explícita pretensión de continuar por esa senda: se trata de mostrar al
Aricó teórico del marxismo latinoamericano.
Ciertamente con ello no concluyen los problemas, sino que más bien
comienzan. Pues aquello que suponemos como el marxismo latinoameri-
cano de Aricó está lejos de hallarse en un texto o tratado al respecto. Antes
que eso, admitimos, se trata de una operación de lectura proyectada sobre
una amplia variedad de fragmentos que recorren ciertamente problemas
muy diversos, y enfocados de distintas maneras. Se trataría, entonces, de
una suerte de interrogante persistente que leemos funcionando por deba-
jo de las diversas intervenciones de Aricó: las condiciones de posibilidad
de un marxismo traducido a la realidad latinoamericana. Ahora bien, esta
antología tiene en realidad un doble propósito. Por un lado, lo ya dicho
acerca de resaltar las contribuciones teóricas y conceptuales de Aricó para
pensar diversos dilemas del marxismo y el socialismo en la región. Pero, al
mismo tiempo, se trata también de hacer una presentación extensiva de
la figura de Aricó, que justamente contribuya a diluir el equívoco en vir-
tud del cual se considera que sus escritos son menores también en térmi-
nos cuantitativos. Al mismo tiempo que pretendemos atacar este prejuicio,
perseguimos el propósito más inmediato de hacer una exposición general
del autor en cuestión. Podríamos articular lo planteado hasta aquí para
empezar de nuevo diciendo que esa es la intención primaria de esta anto-
logía: presentar a Aricó como un autor fundamental de la teoría política
latinoamericana de las últimas décadas, a partir de sus contribuciones
para pensar los dilemas y las desventuras del marxismo en nuestra región.

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José Aricó

Al tratarse de una presentación, el ordenamiento de los materiales


será cronológico y tendrá una intención, al menos parcial, de ser un
trabajo representativo de las distintas preocupaciones y abordajes que
recorrieron la obra de Aricó. Decimos parcial porque efectivamente
queremos mostrar destellos de sus diversas épocas y espacios de in-
tervención (a modo de extremos indicativos, incluimos la primera pu-
blicación que se le conoce, de 1957, y el texto póstumo, escrito en sus
últimos meses de vida, con que se lo despide en 1992 en la revista La
Ciudad Futura, a un año de su fallecimiento), al tiempo que el propósito
de mostrar su valor teórico nos delinea también el recorte que coloca el
énfasis en algunos textos en particular. En su conjunto, como sugiere el
título de esta presentación, se trata de reunir fragmentos de un discurso
que invitamos a leer como la búsqueda de las condiciones de produc-
ción de un marxismo latinoamericano. Con este esquivo par, marxis-
mo latinoamericano, nos referimos no más que a un modo virtuoso de
articulación entre elementos de distinto orden, teóricos e históricos.
Aricó no expresó explícitamente que esta búsqueda fuera su propósito,
mucho menos que en ella pudiera articularse la gran variedad de sus
escritos y empresas culturales e intelectuales, pero nos animamos a
poner nosotros allí el valor más duradero de su contribución. En más
de una ocasión, Aricó se refirió a los Siete ensayos de interpretación de la
realidad peruana de José Carlos Mariátegui, publicados en 1928, como
el único texto de marxismo latinoamericano que podía reconocerse en
la larga tradición escrita de las izquierdas de la región. Desmesurada
afirmación que evidentemente tenía el objetivo de dejar claro el punto:
la alquimia entre vocación universal emacipatoria –aquello que pro-
vee el marxismo– y singularidad histórica latinoamericana no está
dada ni es autoevidente, sino más bien un complejo ejercicio que se
confronta con todo tipo de tentaciones y deslizamientos que atentan
contra sus posibilidades de éxito. Acaso en la soledad de Mariátegui
en esta empresa traductora esté la explicación, para Aricó, del hecho
de que la historia de las izquierdas en la región sea ante todo el drama
del desencuentro, de dos vías –la del socialismo y la del movimiento po-
pular– que las más de las veces corrieron paralelas y sin encontrarse.
¿Qué hay entonces en Mariátegui como secreto para develar el enigma

14
Prólogo: Fragmentos de un marxismo latinoamericano

del desencuentro? Una “lección de método”, como dice por allí nues-
tro autor: el esfuerzo por pensar en clave marxista y en suelo peruano.
Puesta la cuestión de este modo, el punto de partida es siempre el de
una lectura situada en una coyuntura problemática, pensada desde una
búsqueda emancipatoria. De este modo, es a partir de las singularida-
des de esa coyuntura, de cada coyuntura (pero con el auxilio del mar-
xismo como horizonte teórico –y eventualmente de “todo” el marxis-
mo, si nos guiáramos por la insaciable vocación traductora de Aricó–),
que se dirimen los elementos que pueden hacer a su ruptura.
Volvamos entonces a la noción de fragmento. Esta antología está ani-
mada por una forma fragmentaria. Quizá todas las antologías lo estén,
pero aquí hay una particularidad, o más bien dos. Por un lado, el frag-
mento es claramente una forma de trabajo de Aricó. No podrían com-
prenderse sus contribuciones si no es a través del armado de series con
su infinidad de prólogos, artículos dispersos, notas. También están sus
libros, que aquí resaltamos por su valor teórico, pero que no dejan de
encadenarse virtuosamente con esas series de textos fragmentarios. El
trabajo de armado de series, vale aclarar, es del lector mucho más que
del autor (o del “antologista”), que en todo caso y a partir de ese trabajo
fragmentario fuerza aún más el carácter de intervención de todo acto
de lectura. Estamos entonces frente a una obra dispersa, y que además
admira otras obras dispersas: Gramsci como caso paradigmático. Pero
el Marx de Aricó también es mucho más el de los fragmentos que el de
las grandes obras, el de los puntos de fuga antes que el del sistema de pen-
samiento. Podemos con esto referirnos a la segunda particularidad que
mencionábamos más arriba: el propio modo de construcción del mar-
xismo latinoamericano como problema. Cabe aquí una analogía con
aquello que Gramsci sostenía para la historia de las clases subalternas:
esta se nos aparece disgregada y episódica. La falta de un relato triun-
fal en la historia popular no responde –al menos no principalmente– a
la falta de historiadores capaces de escribirla, si no a su condición sub-
alterna y la acumulación de derrotas que eso supone. El marxismo en
América Latina corre una suerte similar: no ha sido la forma, teórica ni
política, predominante en los modos de organización de las clases sub-
alternas. El desencuentro al que nos referimos más arriba es también la

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José Aricó

razón para emprender una búsqueda de ese marxismo latinoamerica-


no en intersticios, proyectos truncos, pliegues no visitados, en suma, en
fragmentos que no constituyen, ni pueden hacerlo, trozos de una gran
historia lineal, sino más bien, formas intermitentes de aparecer de una
posibilidad que, desde el punto de vista de Aricó, vale la pena recuperar
para seguir explorando.
Dicho esto, y como parte de las tareas previstas para introducir una
antología, quisiéramos inscribir los textos que aquí presentamos en un
breve ensayo de periodización de la obra de Aricó, que nos permita a la
vez conocer las grandes pinceladas de su itinerario intelectual. Para los
términos generales de este recorrido, nos basamos a diversos trabajos
que, en líneas generales, coinciden en torno de cómo caracterizar los
distintos momentos de la producción de nuestro autor2. Como veremos,
la antología no es justa ni equitativa en la cantidad de textos seleccio-
nados por período, y también es ciertamente tendenciosa en aquellos
que sí toma. En ambos casos, se trata de seguir la indicación que veni-
mos planteando: por un lado mostrar la prolífica producción de Aricó, al
menos en sus textos o intervenciones más características, y por el otro,
poner el acento en los fragmentos que nos permitan dibujar el contorno
de esa gran empresa de búsqueda de un marxismo latinoamericano que
consideramos puede hallarse en su obra.

2. La periodización general de la obra de Aricó suele coincidir, aun si hay matices entre los diversos
comentaristas, en las grandes coordenadas que permiten ordenarla: (1) un primer período se extiende
desde su militancia juvenil en el PCA -1947- hasta la expulsión en 1963; (2) el segundo momento, signado
por la experiencia de la revista Pasado y Presente, y luego por los Cuadernos homónimos, reúne las diver-
sas lecturas heterodoxas del marxismo, y la aproximación a distintas experiencias políticas en Córdoba
(hasta 1970) y luego en Buenos Aires (hasta 1976); (3) el tercer momento remite al exilio mexicano, a partir
de 1976, marcado por un “redescubrimiento” de la realidad latinoamericana –manifiesta sobre todo en
la recuperación de la figura de José Carlos Mariátegui– y, al mismo tiempo, un mayor espacio para el
trabajo de investigación, alejado de las urgencias políticas que habían signado su vida; (4) por último, el
momento de retorno a la Argentina, participando de las expectativas que generaba el naciente gobierno
de Raúl Alfonsín, y fundando el Club de Cultura Socialista, espacio de debate teórico-político que fue, a su
modo, signo de los años ochenta. Ver De Ípola (2005), Crespo (2001) y Burgos (2004).

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Prólogo: Fragmentos de un marxismo latinoamericano

Recorrido de Aricó (y de esta antología)

1. En el principio fue el comunismo

Muchos personajes salientes de la nueva izquierda argentina y latinoame-


ricana (e incluso global) emergen en los agitados años sesenta como figu-
ras intelectuales de peso a partir de sus rupturas con organizaciones de
izquierda de tipo tradicional, entendiendo por ello a partidos comunistas
y socialistas. En muchos casos, se trata de trayectorias efímeras en aque-
llos espacios, y de posteriores largos despliegues que de algún modo ob-
turan la referencia a aquello que queda marcado en el lugar de los lejanos
orígenes o, incluso, los pecados de juventud. En el caso de Aricó sucede
algo de esto, efectivamente se lo reconoce infinitamente más por todo lo
hecho luego de ser expulsado del Partido Comunista argentino (PCA) en
1963 que por lo que hacía allí. Las razones para ello no dejan de tener una
base material fuerte: son muchos más los textos e iniciativas intelectuales
las que produjo después de ese año que antes. Y son todas esas iniciativas
las que le dieron la trascendencia de la que hoy goza su figura.
Sin embargo, es muy difícil, si se hace una evaluación detenida del
asunto, considerar el paso de Aricó por el PCA como un aspecto menor
de su formación, o como un período efímero y anecdótico. En primer lu-
gar, por una razón casi de orden cuantitativo: Aricó, que había nacido en
1931 en la localidad cordobesa de Villa María, fue un militante comunista
durante más de quince años, desde su adolescencia, ingresando a la orga-
nización en 1947, hasta el ya mencionado 1963, del que luego diremos algo
más. En ese período tuvo diversas ocupaciones, tanto intelectuales como
políticas, y combinó justamente el trabajo en estos dos planos: estuvo a
cargo de diversas instancias de formación, y fue también una destacada
figura de la Federación Juvenil Comunista de Córdoba. Justamente de
aquellos tiempos nos llega uno de sus más entrañables recuerdos, que nos
permite situar en los tiempos de militancia comunista el principio de la
invariante preocupación por el desencuentro. Todavía antes de ingresar al
PCA y ya interesado por la política, el joven Aricó asiste, en 1945, a un acto
estudiantil en contra del gobierno de Farrell, cuyo secretario de Trabajo y
Previsión era Juan Domingo Perón:

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José Aricó

Ese acto fue relevante porque los ferroviarios organizados en una


marcha nos disolvieron ese acto que se hizo en una plaza. Entonces,
me encontraba por primera vez con esto que luego va a ser un desen-
cuentro histórico entre el movimiento estudiantil, que tiene propues-
tas democráticas de avanzada, de cambio, de justicia social, frente a
un movimiento –los ferroviarios– que también planteaban justicia
social, etc., y que sin embargo, se las agarraban con nosotros. Nos
hicieron pedazos el acto, tiraron piedras, rompieron el lugar donde
estaban hablando los oradores. Esta fue la primera impresión fuerte
de mi encuentro con la política (Aricó, 1991a, p. 77-78).

Años de incertidumbre, principalmente respecto del peronismo, y con


ello, de la acción concreta de la clase trabajadora y del gran enigma del
hecho nacional. En las propias palabras de Aricó, su “encuentro con la po-
lítica” coincide con un “desencuentro histórico”, que luego será elabora-
do en la insistente pregunta por las vías divergentes que tantas veces han
tomado izquierdas y movimientos populares en Argentina, y en América
Latina. Acaso instigados por ese desencuentro –es fácil al menos realizar
retrospectivamente esta lectura–, son también años de encuentro con
grandes preocupaciones intelectuales, especialmente con la figura que
no faltaría como fondo de ninguno de sus grandes proyectos: Antonio
Gramsci. En la década del cincuenta Aricó se aproxima a Gramsci, pri-
mero como curioso lector –justamente en 1950 es la primera publicación
del italiano en Argentina, sus Cartas de la Cárcel–, luego como traductor
aficionado y, finalmente, como parte del proyecto de Héctor Agosti de tra-
ducir las Cuadernos de la Cárcel en la editorial comunista Lautaro. Allí Aricó
contribuye con la traducción de Literatura y Vida Nacional y con la revisión
de la traducción, realizada por Raul Sciarreta, de Los intelectuales y la or-
ganización de la cultura. Luego, en 1962, traducirá Notas sobre Maquiavelo,
la política y el Estado Moderno, ocasión en la que escribe, además, su pri-
mer prólogo. En este texto, incluido en la presente antología, aparece una
temprana preocupación por la necesidad de incorporar a Gramsci –toda-
vía estrictamente asociado al marxismo-leninismo– al “acervo ideológi-
co de nuestro pueblo”, en virtud de las particulares virtudes del italiano
para pensar lejos del dogmatismo y a partir de los dilemas que ofrece la

18
Prólogo: Fragmentos de un marxismo latinoamericano

realidad. Incluimos también el primer artículo publicado por Aricó, cin-


co años antes, en la revista Cuadernos de Cultura, donde se confronta nada
menos que con Rodolfo Mondolfo, en particular con un libro suyo de 1956
que operaba sobre Gramsci rescatando todo lo que en él se distinguía de
Lenin, desde una pespectiva humanista y democrática que intentaba re-
montarse hasta Marx. El joven Aricó reaccionaba con furia contra el perfil
liberal del gran profesor italiano.
Los años formativos de Aricó, a diferencia de los de tantos referentes
de la “nueva izquierda”, son años alejados de la universidad y marcados
por la organicidad al comunismo, lo cual configura su carácter de auto-
didacta y deja evidentes marcas en su itinerario posterior. Aun si hasta
sus últimos días será un duro crítico del PCA, hay una sensibilidad po-
lítica e intelectual que ciertamente parece remitir a aquellos años. Juan
Carlos Cena, obrero ferroviario que conoció a Aricó en los cincuenta en
Córdoba y que lo reencontró en México en el exilio, recuerda un detalle
muy singular de los espacios de formación coordinados por Aricó a los
que acudía: “Pancho decía: ‘Si querés saber de política, leé literatura. La
literatura te pinta una sociedad, la política te la fragmenta. Leé Tolstoi,
leé Dostoievski’ Yo me hice tolstoiano por Pancho”3. Por otro lado, aun-
que se trate de una hipótesis impresionista y no a ser probada, se podría
sostener que esa infinita y prolífica búsqueda político-intelectual que
caracterizó el itinerario de Aricó luego de 1963 (y que no encontró nunca
un nuevo espacio de militancia en sentido estricto) buscaba acaso res-
ponder, desde estrategias diversas, a los mismos enigmas en torno de la
nación, de la clase obrera, del peronismo, del comunismo y de la política
en general constituidos en aquella singular atmósfera cordobesa.

2. Bajo el signo de Pasado y Presente

Este subtítulo podría enmarcar el itinerario intelectual de Aricó al menos


hasta 1983, año en que se edita el último de los noventa y ocho Cuadernos
de Pasado y Presente, e incluso podría extenderse un poco más allá, habi-
da cuenta de que esa expresión gramsciana quedó adherida a la figura

3. Entrevista con Juan Carlos Cena realizada en Buenos Aires en julio de 2012.

19
José Aricó

de Aricó, y de algunos otros, más allá de que sus actividades efectivas se


llevaran adelante bajo ese nombre. Aquí nos referiremos, sin embargo y
por razones que saltarán a la vista, a los años que llegan hasta la partida
hacia México en calidad de exiliado, en 1976. La revista Pasado y Presente
ha merecido una importante cantidad de estudios y referencias, de modo
que no es preciso aquí reconstruir su génesis y desarrollo4. Sí nos interesa
señalar algunas de sus características salientes que dejan marcas visibles
en la trayectoria de Aricó. Quizá la principal consista en la convicción de
que los grandes problemas que enfrentaba el marxismo –en aquel con-
texto que reunía la crisis del estalinismo con la revolución cubana a nivel
internacional, y los interrogantes en torno de la relación entre izquierdas
y peronismo en la Argentina– podían ser abordados buscando diversas
torsiones internas a la tradición, o cuanto menos ensayando nuevas for-
mas virtuosas de relación entre marxismo y otros campos del saber y la
cultura contemporánea. Según Aricó explica en el primer editorial, que
incluimos en esta antología, las preguntas fundamentales del marxismo,
en torno de las clases sociales en la historia, debe combinarse con una bús-
queda denodada por identificar las características singulares de la socie-
dad que se analiza. Ello implica, en el lenguaje expansivo de un marxismo
totalizante: “no dejar de lado por consideraciones políticas del momento a
diversos aspectos del conocimiento humano (psicología, sociopsicología,
antropología social y cultural, sociología, psicoanálisis, etc.), abandonan-
do a la ideología burguesa contemporánea campos que ya el marxismo en
1844 reclamaba como suyos” (Aricó, 1963, p. 15). La confianza en la capaci-
dad de “reclamar como suyos” esos campos está probada en que tal cosa
vendría sucediendo desde los Manuscritos de Marx, en 1844. Será posible
volver a leer en Aricó diferendos con las plumas del PCA que parecen pasar
por esta percepción de que aquello que Pasado y Presente muestra, contra
las lecturas de la organización, sería una confianza en los textos marxistas
tanto para lidiar con nuevas realidades como para, por eso mismo, eludir
los riesgos de dogmatización. Así, una tesis de renovación de las discusio-
nes que se daban en el PCA anima a los jóvenes a sacar el primer núme-
ro de la publicación, todavía como militantes comunistas, aunque con el

4. Ver especialmente Burgos (2004).

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Prólogo: Fragmentos de un marxismo latinoamericano

espíritu de emprender una revista de “frente único”. Como se sabe, el PCA


no recibió de buen modo la invitación, y tras algunas discusiones e idas y
vueltas, el colectivo editor es expulsado del Partido.
Hasta su exilio en México en 1976, Aricó vive en Córdoba (hasta 1970) y
luego en Buenos Aires. De acuerdo a su propio testimonio, fueron años de
peregrinación tras un sujeto político5 que resultaba esquivo y resbaladizo:
la militancia orgánica fue una experiencia que no se repitió, y en su lugar
se sucedieron distintas formas de aproximación a experiencias políticas
que iban sacudiendo el mundo de las izquierdas argentinas: la guerrilla
a mediados de los años sesenta, en un efímero contacto con el Ejército
Guerrillero del Pueblo de Jorge Masetti en Salta; el sindicalismo clasista,
en los variados contactos del grupo con las secciones gremiales de izquier-
da de la activa Córdoba de fines de los sesenta; el peronismo de izquierda,
en la aproximación a las grandes movilizaciones y articulaciones que su-
ceden al calor del proceso de lucha por el retorno de Perón y del gobierno
de Héctor Cámpora hacia 1973. Para Aricó en particular, todo esto sucedía
con la actividad de editor tornándose cada vez más central en términos de
sustento material, y es en esos años que comenzará a forjar el imponente
catálogo que nos ha legado.
La revista Pasado y Presente, en su primera época, perdurará hasta
1965, con un total de nueve números (seis de ellos en números dobles),
de los cuales solo el primero, como decíamos, se publica con los editores
como parte del PCA. Por ella desfilan diversos temas y problemas políti-
cos y teóricos. Como prometía el fragmento citado del primer editorial,
el marxismo se funde en la revista con cuestiones de antropología, histo-
ria, literatura, psicoanálisis. La revista tiene una recepción importante
en Córdoba y buena influencia en la activa universidad local, y su nom-
bre se escucha también con atención en Buenos Aires. A la distancia, se
trató de una de las experiencias más características de la llamada “nueva
izquierda”, tanto en las distintas modalidades de intervención política

5. En una entrevista de 1986, Aricó afirma: “Cuando desde el segundo número de la revista [Pasado y Pre-
sente] estuvimos colocados en la situación de un grupo que no tenía destinatarios, excepto la sociedad
en su conjunto, vivimos esa situación con un sentimiento de culpa que creíamos poder apagar buscando
desesperadamente un anclaje político. Creo que la vida de la revista estuvo marcada por este deambular
detrás del sujeto político” (Aricó, 1986, p. 22).

21
José Aricó

como en la amplitud intelectual que mostraba. Si la revista es el produc-


to de un fracaso, respecto de su vocación inicial de intervenir en los deba-
tes internos del PCA, también es la condición de posibilidad de una serie
de experiencias fundamentales de la izquierda intelectual argentina y
latinoamericana de las últimas décadas.
Allí se sitúa Aricó, en la encrucijada de una iniciativa que fracasa y una
inquietud que permanecerá de algún modo buscando en las razones de ese
fracaso. Pero no ya el de la intervención específica en el PCA, sino el proble-
ma más general de una izquierda que no logra ser expresión de masas ni ar-
ticulación de los grandes asuntos nacionales. En ese punto el Aricó editor se
destacará cada vez más en el oficio de traducir e inventar libros y editoriales.
Los Cuadernos de Pasado y Presente comienzan a editarse en 1968 en Córdoba,
pero no es la primera experiencia editorial de nuestro autor. La revista ya
prometía algunos títulos que finalmente no salieron o aparecieron varios
años después en los Cuadernos. Pero se pueden evocar también experien-
cias menos ambiciosas pero que cumplieron el papel de iniciar a Aricó en
el mundo editorial: del contacto con la universidad, en especial con la diri-
gencia de la Federación Universitaria de Córdoba surgen los Cuadernos de la
FUC, materiales de intervención política que incluían, por caso, discursos
del Che Guevara sobre la lucha anticolonial. De esa experiencia surgirá la
más formalizada Editorial Universitaria de Córdoba (Eudecor), en la que Aricó
es nombrado gerente. La dirigía Gregorio Bermann, personaje por varias
razones fundamental en la formación de Aricó, especialmente porque es
el responsable de la ya mencionada publicación de las Cartas de la Cárcel de
Gramsci en 1950. Bermann, que provenía de la mítica reforma universita-
ria que Córdoba había ofrecido a América Latina unas décadas antes, fue
política y materialmente un apoyo fundamental para los jóvenes de Pasado
y Presente. Eudecor, con un catálogo más abierto que incluía títulos como
Televisión y cultura de masas, de Theodor Adorno, Las vanguardias artísticas
del siglo XX, de Mario de Micheli, El modo de producción asiático, de Maurice
Godelier (que incluía Las formaciones económicas precapitalistas, de Marx), y
El drama social de la universidad, de Deodoro Roca (una selección de escritos
preparada, precisamente, por Bermann), funcionó hasta 1968, año en que se
inician los míticos Cuadernos. Esta gran empresa de traducción de debates
marxistas al castellano es difícil de resumir, y tampoco es aquí el sitio para

22
Prólogo: Fragmentos de un marxismo latinoamericano

analizarla en profundidad, pero acaso podemos dar al propio Aricó en bene-


ficio de describirla tal como lo hace en una entrevista de los años ochenta:

La propuesta de los Cuadernos, vista hoy a la luz de los casi cien


números publicados, resulta bastante coherente. Puso en escena las
polémicas que comprometieron a los marxistas en distintas épo-
cas y lugares de la historia del movimiento obrero y socialista en el
mundo: la experiencia de la Segunda Internacional y de la Tercera,
el problema de la organización política, la teoría de la acción de
masas, el problema nacional y colonial, la teoría del valor, etcétera
(Aricó, 1986, p. 22-23).

Ciertamente dentro de esta descripción general se podrían trazar distin-


tas consideraciones, agrupamientos y periodizaciones. Pero como aquí
solamente estamos siguiendo el itinerario de nuestro autor, digamos que
hasta 1970, los primeros doce títulos se publican en la ciudad de Córdoba.
Los Cuadernos se mudan con Aricó a Buenos Aires. La capital argentina
consagraría definitivamente a un gran editor. Primero a través de un pe-
queño emprendimiento llamado Signos6, producto del encuentro entre
los provenientes de Córdoba Aricó, Héctor Schmucler y Santiago Funes
y dos historiadores de Buenos Aires: Juan Carlos Garavaglia y Enrique
Tandeter. Signos tenía previstos en su catálogo varios títulos próximos a
los Cuadernos, incorporando además colecciones de historia, economía, li-
teratura y semiótica. Sin embargo, acaso el más ambicioso de sus proyec-
tos, la publicación de los Grundrisse de Marx por primera vez en castellano,
se realizaría en realidad a través de otra editorial de la cual Aricó comen-
zaría a participar en aquellos años, y a la cual su nombre permanecería
atado por mucho tiempo: Siglo XXI. Hasta 1971, esta casa editorial mexica-
na solo distribuía libros en Argentina, pero justamente a partir del trabajo
de Signos y del nombre que el propio Aricó se iba forjando como editor, el
mítico director de la casa central mexicana de Siglo XXI, Arnaldo Orfila
Reynal confía en el grupo de la pequeña editorial para abrir el capítulo
argentino de la misma.

6. Para un mayor desarrollo de la experiencia de Signos, ver García (2012).

23
José Aricó

Aricó fue el gerente de producción editorial y encaró una larga serie


de proyectos de libros en la nueva editorial, mientras continuaba la edi-
ción de los Cuadernos. Además de los mencionados Grundrisse, y de dece-
nas de títulos fundamentales, Siglo XXI emprende una nueva edición de
El Capital –destinada a superar la clásica traducción de Wenceslao Roces
para Fondo de Cultura Económica– que comienza en Argentina en 1975 y
concluye en los años mexicanos a los que nos referiremos más abajo.
Los primeros setenta son también los años en los que, en el marco de la
convulsionada realidad argentina, la revista Pasado y Presente conoce una
efímera segunda etapa, con tres números publicados en 1973 (el 2 y el 3
como número doble). Aricó es nuevamente una de las figuras principa-
les de la revista, así como del tono general de acercamiento al peronismo
de izquierda que allí se expresa. La revista, de todos modos, no se agota
en sus opciones políticas, sino que vuelve a mostrar amplitud para tra-
tar diversos problemas teóricos, y para mostrar a sus editores a la altura
de los más relevantes debates internacionales de la época. Este período
porteño de Aricó se cierra con el advenimiento de la dictadura militar,
que inicia su exilio mexicano.
Los escritos de Aricó en este período se encuentran dispersos entre
revistas, fascículos, prólogos y notas editoriales. Los prólogos merece-
rían un trabajo aparte que todavía está pendiente, en parte porque cada
uno requiere un fino trabajo en torno también de aquello que es pro-
logado, para comprender los modos en que Aricó va tallando un estilo
de intervención a través del trabajo editorial. Algunos de los prólogos
están firmados con su nombre, en otros se adivina su pluma detrás del
“Pasado y Presente”. Se trata en muchos casos de textos breves, donde se
introduce aquello que se pone a disposición, y se sugiere apenas una vía
de lectura, las más de las veces dejando ver las intenciones de resignifi-
car esos viejos problemas teóricos a la luz de dilemas contemporáneos.
Para esta antología nos hemos inclinado por las revistas, seleccionan-
do algunos textos importantes y sobre todo indicativos de los intereses y
las contribuciones de Aricó a los debates de la época: reproducimos aquí
el editorial del primer número de Pasado y Presente, de 1963, por tratar-
se de un texto emblemático en el itinerario intelectual de Aricó y tam-
bién en la configuración de las preocupaciones de la entonces naciente

24
Prólogo: Fragmentos de un marxismo latinoamericano

“nueva izquierda”. El lector podrá apreciar allí diversas indagaciones de


Aricó sobre las tareas de su generación, sobre el sentido de producir una
revista como ejercicio de intervención, sobre los modos de leer a Marx
y al marxismo y sobre los problemas sociales y políticos argentinos y las
posibles formas de lidiar con ellos. Luego, incluimos un texto inédito
en español, publicado por Aricó en la revista italiana Problemi del socialis-
mo en 1965, a pedido de su director Lelio Basso. El texto, que se inscribe
en una polémica en torno de las relaciones entre izquierda y peronismo
(problema crucial en buena parte de la trayectoria de Aricó) vuelve so-
bre la cuestión de la relación entre bases peronistas y organizaciones
de izquierda, en lo que constituía una preocupación común de diversas
corrientes de izquierda de la época, desde el PCA hasta las más variadas
formaciones políticas que se multiplicaban al calor de la activación polí-
tica de masas característica de los años sesenta. Incluimos además una
reseña de las contribuciones de Louis Althusser en la revista Los Libros
(este texto y el anterior nos muestran, por otro lado, una característica
permanente de Aricó: su conversación de Aricó con el marxismo italiano
y, en menor medida, con el francés), animada entre otros por Héctor
Schmucler y abocada a discutir diversos temas a partir de las novedades
editoriales que iban apareciendo. Finalmente, nos vamos al segundo pe-
ríodo de la revista Pasado y Presente para publicar un texto de Aricó sobre
el pensamiento de Gramsci, en particular sobre la relación entre base y
dirigencia. Como solía ocurrir con Aricó, aquello que aparece como un
posible tema monográfico de análisis textual es también una preocupa-
ción por colocar elementos teóricos que permitan mediar las demandas
políticas del momento. De allí que ese texto se pueda colocar en serie con
diversas publicaciones de la época, incluidos algunos Cuadernos, que in-
dagaban en las formas consejistas y en la acción obrera de base, lugares
desde los cuales Aricó pretendía partir en su apoyo al peronismo.

3. México: marxismo y teoría política

Este período es ciertamente el más presente en la antología, en parte


porque es cuando encontramos mayor cantidad de textos de Aricó, pero
la razón no es solo “cuantitativa”: esta no es una antología “justa” en

25
José Aricó

materia de distribución de textos por períodos, temas o formas de escri-


tura. Como hemos dicho, además de presentar algunos textos clave de la
trayectoria de Aricó, aquí buscamos resaltar especialmente al “teórico”
del marxismo, de allí que dominen las contribuciones de los años mexi-
canos, pues es entonces cuando encontramos sus elaboraciones concep-
tuales más finas.
En México las urgencias de las búsquedas políticas dejan forzosa-
mente lugar a las tareas intelectuales. Siglo XXI Argentina sería cerrada
por la dictadura en 1976, incluyendo la detención por algunos meses de
uno de los colaboradores más próximos de Aricó, Jorge Tula, que será
también un compañero siempre presente en las iniciativas del exilio.
Aricó se traslada directamente a la filial mexicana de la editorial , de
manera que contó con una alternativa laboral inmediata a su llegada
a México7. De hecho, poco antes de la dictadura Aricó fue invitado a
México por Orfila Reynal y juntos recorrieron el país por algunas se-
manas. En Siglo XXI México participará de diversas colecciones, de
las cuales se destaca sin lugar a dudas la ya mencionada Biblioteca
del Pensamiento Socialista. En México, el vínculo entre Siglo XXI y los
Cuadernos sigue siendo orgánico. No solamente porque funcionan en
un mismo espacio, sino porque la afinidad de temas y el trabajo com-
plementario es evidente. En carta a José Sazbón, Aricó (1978) afirma,
respecto de sus labores en la editorial:

Personalmente, además de meter la cuchara en todos los problemas


de Siglo XXI: desde la edición de los libros hasta la forma en que se
los acomoda en los depósitos, trabajo más en particular en las series
de “Biblioteca del Pensamiento Socialista”, “América Nuestra” y los
Cuadernos.

7. En su documentada investigación sobre el exilio argentino en México, Pablo Yankelevich (2010) señala
que esa fue la experiencia de la gran mayoría de los argentinos que hacia allí partieron, al menos de aquellos
ligados con el campo intelectual y cultural. Las universidades (especialmente la Universidad Nacional Au-
tónoma de México, el Colegio de México y la Universidad Autónoma de Puebla) y las editoriales y librerías
(en particular Fondo de Cultura Económica, Siglo XXI y Librería Gandhi) fueron ámbitos que acogieron
de manera inmediata y privilegiada a los argentinos que llegaban huyendo de la dictadura militar. Este
contexto es el que le brindó a Aricó, según variados testimonios, la posibilidad de trabajar de manera menos
urgente y, de ese modo, de desplegar también su trabajo como investigador.

26
Prólogo: Fragmentos de un marxismo latinoamericano

La entrañable respuesta de Sazbón (1978), da cuenta de la fama de Aricó


como editor y bibliófilo:

[…] veo que para la historia tu figura será indiscernible de la de


Siglo XXI: ‘Pancho Aricó, quien en esa época estaba literalmente
tras cada una de las fases de existencia del libro: lo imaginaba, lo
producía inicialmente como un ‘concreto mental’, lo escribía, o
lo reescribía, lo prologaba, lo imprimía, lo corregía, lo editaba, lo
empaquetaba, lo acomodaba en el depósito, lo distribuía y a veces
acompañaba al lector hasta la casa para indicarle por sobre el hom-
bro las erratas supervivientes o una ardua cuestión de interpreta-
ción filológica o política.

Además de su trabajo en Siglo XXI, Aricó participaba, junto con muchos


de quienes habían sido compañeros en Pasado y Presente, de la Comisión
Argentina de Solidaridad8. Este espacio, presidido por el ex Contorno Noé Jitrik,
llevaba adelante diversas actividades de solidaridad (ligadas con cuestiones
de alojamiento, trabajo y trámites migratorios para los argentinos que iban
llegando), culturales y de denuncia de la dictadura argentina, operando ade-
más como un espacio de articulación de iniciativas de los distintos grupos de
exiliados. Aricó integraba el grupo “de los socialistas”, junto con Portantiero,
Schmucler, Jorge Tula, Alberto Díaz, Ricardo Nudelman y Emilio de Ípola
entre otros. En 1980, se conforma sobre esta base el Grupo de Discusión
Socialista, que participó bajo ese nombre en varios debates e iniciativas de
los últimos años del exilio en México. En este marco surge también la publi-
cación de una importante revista en los debates intelectuales de los argenti-
nos exiliados en México: Controversia. La revista estaba dedicada a examinar
el pasado reciente argentino, con un tono fuertemente autocrítico respecto
de las prácticas políticas y los universos teóricos que habían desplegado las

8. Los exiliados argentinos en México se dividieron principalmente en dos sectores expresados en dos
espacios político-culturales que los nucleaban. Por un lado, el COSPA (Comité de Solidaridad con el Pue-
blo Argentino), fundado y dirigido por Rodolfo Puigross, ligado muy estrechamente con Montoneros.
Por el otro, estaba la CAS (Comisión Argentina de Solidaridad) que nucleaba grupos socialistas, pero-
nistas críticos de montoneros y diversas expresiones intelectuales y culturales. Para profundizar en las
fracturas políticas y las instituciones de los argentinos exiliados en México ver Yankelevich (2010).

27
José Aricó

izquierdas, tanto las peronistas como las socialistas, en los años inmediata-
mente previos (reproducimos aquí una intervención de Aricó en la revista,
a propósito de la relación entre socialismo y democracia). Como parte del
ejercicio de revisión amplia de las décadas del sesenta y setenta, la revista,
impulsada por el grupo de socialistas, integraba entre sus editores a figu-
ras provenientes del peronismo, pero críticos de Montoneros, y por ello in-
corporados al CAS: Nicolás Casullo y Sergio Caletti. Junto con estos, Aricó,
Schmucler, Portantiero y Ricardo Nudelman, entre otros, integraban el co-
mité editorial de la revista, que tenía a Jorge Tula por director y que publicó
trece números entre 1979 y 19819.
En ese mismo marco general, funcionó la editorial Folios, dirigida
por Nudelman y animada por varios de los “socialistas” de la CAS. El
emprendimiento, que funcionaba en torno de la infraestructura de la
importante librería Gandhi en la cual el mismo Nudelman trabajaba,
funcionaba como un pequeño espacio de discusión con una importan-
te autonomía de cada una de sus colecciones. Allí, Aricó dirigía la co-
lección denominada “El tiempo de la política”, en el marco de la cual
aparecerían importantes publicaciones que constituían sustantivas
traducciones destinadas a discutir los problemas que se venían tratan-
do en los debates de la izquierda exiliada y que se extenderían a los
primeros momentos de la reapertura democrática. La experiencia de
Aricó en Folios se extendió hasta 1984, cuando algunos de los títulos
editados en México se reeditan en Buenos Aires. Aunque escueta en
publicaciones, esta iniciativa de Aricó es sumamente clara en su pro-
pósito de intervención teórico-política en los temas que veníamos se-
ñalando. Instalada claramente en el contexto de la “crisis del marxis-
mo”, todos sus textos se inscriben de algún modo en el intento por
interrogar la teoría política del marxismo, desplegando además el ejer-
cicio más fuerte de diálogo entre esta tradición y otras corrientes del
pensamiento moderno. La colección “El tiempo de la política” publicó
un total de cinco títulos: Los usos de Gramsci, de Portantiero, en 1981;
el volumen colectivo Discutir el Estado, en México en 1982 y en Buenos

9. Para un análisis de la experiencia de Controversia, centrado en los modos en que el marxismo fue
puesto en discusión en la publicación, ver Giller (2017).

28
Prólogo: Fragmentos de un marxismo latinoamericano

Aires en 1983; los Escritos Políticos de Max Weber, en dos tomos, en 1982
en México; los Escritos Políticos de Karl Korsch, también en dos tomos
editados en México en el mismo año y, finalmente, El concepto de lo po-
lítico, de Carl Schmitt, editado en México y en Buenos Aires en 198410.
De modo que entre estas experiencias editoriales y la vida univer-
sitaria en el mundo mexicano, nos encontraremos con el momento
más prolífico de Aricó en materia de edición (los Cuadernos conti-
núan con más de treinta títulos editados en México y Aricó asume la
dirección de la Biblioteca del pensamiento socialista que publica al me-
nos unos cien libros en aquellos años), así como con sus más finas
reflexiones como pensador de la tradición marxista latinoamericana.
Enumeremos brevemente: en 1977 imparte en el Colegio de México el
curso sobre economía y política en el marxismo, editado hace algu-
nos años, primero en México, luego en Argentina, como Nueve leccio-
nes de economía y política en el marxismo. En 1980 se publica en Perú la
primera edición de Marx y América Latina, que se reeditaría en México
dos años después con el agregado de un epílogo muy relevante en
materia histórica y teórica. De ese mismo año es la escritura de bue-
na parte de La hipótesis de Justo, que se publicaría póstumamente, en
1999. A ello debieran agregarse los textos sobre Mariátegui (desde la
compilación Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano, nú-
mero 60 de los Cuadernos, encabezado por un largo estudio prelimi-
nar de Aricó hasta la participación en diversas revistas con artículos
sobre el amauta) y la importante variedad de artículos distribuidos en
las más diversas publicaciones.
Habida cuenta de la abundancia de materiales producidos (editados y es-
critos) por Aricó en estos años, se puede suponer que son también variados
los temas abordados en el período. Para esta antología hemos recuperado
los trabajos más significativos que, por distintas vías, hacen a la interroga-
ción en torno del marxismo latinoamericano. Por un lado, distintos traba-
jos sobre la figura de Mariátegui (que continuarán en el período siguiente),

10. A propósito del Aricó “inventor” de libros al que aludimos más arriba, es interesante señalar que en
una nota al pie del texto de Louis Althusser que encabeza el volumen Discutir el Estado, se reenvía al texto
“Difusión de la política y crisis del estado” (De Giovanni, 1982). Nos fue imposible dar con este libro, que
aparentemente nunca fue publicado.

29
José Aricó

bajo el ya mencionado signo de la “lección de método”, por cuanto se trataba


de un virtuosos ejercicio de traducción que apuntaba al encuentro entre las po-
tencialidades críticas del marxismo y las singularidades históricas de la rea-
lidad latinoamericana (específicamente de la peruana, en su caso). La pro-
ductividad de Mariátegui, que debía ser heredada, estaba en su capacidad
de situar el marxismo en la formación social peruana, de modo de buscar
allí los sujetos y las condiciones políticas específicas para la transformación
social, y no esperar la verificación de alguna filosofía de la historia que con-
dena a la periferia a una condición imitativa.
Esta senda mariateguiana de un marxismo latinoamericano que recla-
ma ciudadanía propia, nos envía a los grandes temas teóricos de Aricó en
el exilio. Precisamente en ese rechazo de la filosofía de la historia en el
marxismo reside una de las preocupaciones centrales de Aricó: varios de
los textos del exilio intentan recuperar lecturas de Marx que contrasten
con ciertos pesados tópicos que horadaban la productividad de la críti-
ca marxista en la región. Así, el marxismo devenido sistema será un ob-
jeto crecientemente controversial en la pluma de Aricó. Sistema implica
al mismo tiempo filosofía de la historia porque alude a una concepción
teleológica y cerrada de la sociedad, lo cual supone tanto un centro que
le provee sentido en su despliegue, como una tendencia histórica irrefre-
nable. Acaso la primera controversia a este respecto en la región sea jus-
tamente la que Mariátegui emprende hacia fines de los años veinte, en
contra de las tesis simplificadoras que la Internacional Comunista difun-
día para la región11. Aricó se asienta sobre ese legado para pensar el viejo
problema del desencuentro bajo el mismo prisma: una excesiva atención a
cierta forma anquilosada del marxismo habría impedido una lectura agu-
da de las singularidades históricas y políticas de la región, y con ello, ace-
leró la divergencia entre movimiento de masas y corrientes socialistas. El
trabajo más acabado de Aricó a este respecto es sin dudas Marx y América
Latina (que reproducimos parcialmente en esta antología). Allí se bucea en
el Marx “tardío” –hoy bastante conocido, pero no tan trabajado en aquel

11. Sobre este punto, además de los textos de Aricó presentes en la antología, se puede consultar también
el clásico La agonía de Mariátegui, de Alberto Flores Galindo (1980). Se trata de un libro fundamental que
prueba además la importancia general de las relecturas de Mariátegui en aquellos años.

30
Prólogo: Fragmentos de un marxismo latinoamericano

entonces– que se topa con las realidades periféricas (fundamentalmen-


te con Irlanda y Rusia) para pensar de qué modo esas reflexiones, donde
Marx es un furibundo crítico de la filosofía de la historia que, advierte,
comienza a erigirse en su nombre, pueden traducirse para pensar América
Latina. Pues nuestra región no habría tenido la misma suerte de ser leída
con aquella agudeza, ni por Marx –Aricó se detiene en el clásico y desa-
fortunado Bolívar que Marx escribe en los años cincuenta– ni, esto es más
grave, por buena parte de los marxistas latinoamericanos.
Ahora bien, afirmábamos que el problema de la filosofía de la historia
no es solamente el de la vaga teoría del progreso que lastimó la capaci-
dad crítica del marxismo. Como fondo, ella supone una imagen simpli-
ficada de la totalidad social, a la manera de un principio último que le da
sentido uniforme a todas las partes (Louis Althusser, por cierto bastante
presente en estos años de Aricó, llamaba a esto “totalidad expresiva”)12.
Esta imagen tiene varios efectos problemáticos, pero a Aricó le preocupa
particularmente uno: el desdibujamiento de la especificidad de la po-
lítica. Si la historia es concebida bajo la forma del desarrollo lineal, la
política tenderá a establecerse como efecto de un conflicto que sucede
en otro lugar (la economía). Es justamente allí que se insertan las abun-
dantes indagaciones de nuestro autor en torno de la teoría política del
marxismo13. En esa senda se pueden leer las Nueve lecciones de economía
y política en el marxismo, como una búsqueda por los modos en que esta
tradición pensó una relación compleja entre ambas dimensiones, no li-
neal ni reductiva. Allí despuntan Lenin y Gramsci como casos salientes
de pensadores marxistas de la política (reproducimos aquí las lecciones
dedicadas a ellos). Y en esa misma dirección aparece, aunque asociado
con la historia de las izquierdas argentinas, la enigmática figura de Juan

12. Nos referimos en particular al Althusser de “Contradicción y sobredeterminación”, de 1962 (Althus-


ser, 1970). Aunque no es tema inmediato de este trabajo, es muy plausible suponer una notable impor-
tancia de estos argumentos althusserianos en el Aricó de los años de exilio. Tanto es así que se podría
hipotetizar que Marx y América Latina está en buena medida cruzado por una pregunta althusseriana,
justamente aquella que indaga en la (problemática) relación entre Marx y Hegel.
13. Aquí cabe señalar, una vez más, la permanente atención de Aricó por los debates de la izquierda ita-
liana. Al menos desde 1975 se llevaba adelante en la península un fuerte debate en torno de la existencia o
del déficit de una teoría marxista de la política y del Estado. Parte de esos debates fueron publicados por
la Universidad de Puebla (en una colección dirigida por Oscar del Barco). Ver AA. VV. (1978).

31
José Aricó

B. Justo: como una vía para pensar las complejas asincronías entre eco-
nomía, política y cultura en la vida popular argentina, y las recurrentes
dificultades de las izquierdas para lidiar con ellas.

4. Los años democráticos

Aricó pasará en Buenos Aires los años que siguen al fin de la dictadura mi-
litar en 1983, hasta 1991, año de su fallecimiento. Esos tiempos estarán mar-
cados por la continuación de muchas de las preocupaciones intelectuales
que recién consignábamos, pero también por un escenario de discusión que
se modificaba sustantivamente. El naciente gobierno de la Unión Cívica
Radical, contaba con el explícito apoyo de quienes conformaban el Grupo
de Discusión Socialista. De hecho, Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ípola
se integran como asesores del presidente, y muchos otros se incorporan a
distintos puestos de gobierno. En el caso de Aricó, su simpatía por Alfonsín
también era clara y manifiesta, aunque no asume ningún cargo y sus apre-
ciaciones de la época presentan siempre un tono más tocado por la incer-
tidumbre general que por un renovado entusiasmo político. En cualquier
caso, aquello que nos interesa subrayar es que el “clima intelectual” de los
años ochenta implica una gran transformación en materia de temas y esti-
los de discusión, y es incluso allí donde quizá puede rastrearse el desdibu-
jamiento de la tarea editorial de Aricó, que tiene en Folios su última expe-
riencia relevante. Una entrevista de 1984 puede ayudarnos a comprender la
posición de Aricó. Allí, a propósito de los Cuadernos de Pasado y Presente como
propuesta de apertura del marxismo, afirma:

Los Cuadernos ayudaron a que mucho de lo silenciado pudiera


emerger, pero no pueden modificar por sí mismos una tendencia
irrefrenable a la reconstitución de un discurso ideológico, y por
tanto reductivista de la realidad. Y no es meramente con buenos
libros como pueden superarse visiones que emanan del propio
movimiento social. Pero la propuesta de los Cuadernos me parece
hoy insuficiente por una razón adicional. Debido a causas que no
fueron originadas solamente por la censura y la represión, la tra-
dición marxista es hoy mucho más débil en la Argentina. Advierto

32
Prólogo: Fragmentos de un marxismo latinoamericano

la presencia de una suerte de ruptura de tradiciones que, de es-


tar en lo cierto, debería llevarnos a analizar con más cuidado la
fastidiosa reproducción en las jóvenes generaciones de los viejos
discursos. Es como si el olvido el opacamiento de esa tradición,
transformara a los viejos discursos en palabra muerta, en un re-
doble de tambores que impide al lenguaje ser un medio de comu-
nicar ideas (Aricó, 1984, p. 33).

Aparecen en estas palabras, si se quiere, las dos razones que podrían ex-
plicar no solo el fin de la experiencia de los Cuadernos de Pasado y Presente,
sino también de las tareas de edición de Aricó. Primero, porque los “bue-
nos libros” no pueden resolver dilemas que son en realidad del movi-
miento social. Segundo, seguramente como efecto de un mismo clima
de época, porque los oídos del debate argentino ya no reciben al mar-
xismo como insumo para el pensamiento, sino como un eco del pasado
que no parece poder decir nada del presente, lo cual lleva a la trágica
circunstancia de que las palabras que antes se ligaban a la emancipación
suenen anacrónicas.
Nada de esto detiene, desde luego, las iniciativas político-culturales de
Aricó. En tiempos de la revista Controversia, el Grupo de Discusión Socialista
toma contacto con la revista argentina Punto de Vista, animada principal-
mente por Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, y a la cual Aricó se incorpora-
ría al momento de su retorno a la Argentina. Es precisamente a partir del
encuentro entre estos dos núcleos que se forma, en 1984, el Club de Cultura
Socialista, un espacio que buscaba ser un centro de reflexión y elaboración
intelectual que contribuyera a la renovación de la cultura de izquierda en
la Argentina, y que produciría su propia revista, La Ciudad Futura14, a partir
de 1986. Su principal propósito, en este marco, era la discusión en torno
de la democracia como punto de partida para el despliegue de un pensa-
miento socialista.

14. El primer número aparece en 1986. Aricó, Portantiero y Tula son los directores, mientras que el con-
sejo editorial está conformado, entre otros, por: Carlos Altamirano, Emilio de Ípola, Rafael Filippelli,
Ricardo Nudelman, José Nun, Beatríz Sarlo, Oscar Terán y Hugo Vezzetti.

33
José Aricó

Acaso a partir del espíritu del Club se pueda proveer una imagen del
tipo de discusión política en que Aricó está inserto en aquellos años.
Su “Declaración de Principios” es muy gráfica respecto del modo de
pensar el problema de la democracia y el socialismo, situándose en el
manifiesto camino de “renovar la cultura de izquierda”, en el marco
de lo cual sitúa la necesidad de trascender la concepción instrumental
de democracia y de revisar fuertemente el “legado estatalista” de la iz-
quierda latinoamericana:

La democracia y la transformación social estarán en el centro de


las preocupaciones del Club, que estimulará en torno a estas cues-
tiones una búsqueda radical, desprejuiciada y laica, es decir, ajena
por completo a las querellas doctrinarias sobre la ortodoxia teóri-
ca y política. El lugar privilegiado que le conferimos a la cuestión
democrática tiene para nosotros un doble significado. En primer
término, el del reconocimiento de que solo en un contexto demo-
crático puede expandirse un movimiento social de izquierda que
impulse la transformación y adquiera una presencia relevante y
hasta determinante en la vida de la sociedad argentina. En segun-
do término, el de la reafirmación de nuestra certidumbre de que
el conjunto de libertades civiles y políticas asociadas con el fun-
cionamiento de la democracia constituyen un patrimonio irre-
nunciable para una perspectiva socialista, aunque ese patrimonio
requiera en forma imprescindible de su innovación y enriqueci-
miento, como por otra parte lo demuestra la experiencia histórica
(Club de Cultura Socialista, 1984).

Así, las preocupaciones de la tradición socialista se desarrollan cada


vez más sobre un fondo liberal-democrático, y allí se opera un despla-
zamiento desde aquellas preguntas en torno de la teoría política del
marxismo hacia un horizonte dominado por el problema de la democra-
cia. Evidentemente, algo se pierde en este tránsito, y es posiblemente la
potencia que aquellas preguntas entrañaban para la recomposición del
marxismo latinoamericano como conjunto de problemas teórico-políti-
cos. Lo cual no implica que no continúen, como decíamos, apareciendo

34
Prólogo: Fragmentos de un marxismo latinoamericano

múltiples figuras y preocupaciones que ya formaban parte de las preo-


cupaciones de Aricó. Allí podemos contar nuevamente a Mariátegui, a
Schmitt, a los populistas rusos y al propio Che Guevara, que había sido
publicado en Siglo XXI en México (con un prólogo de Aricó que repro-
ducimos) y que encontramos a fines de los años ochenta en una nueva
publicación para lectores italianos que aquí aparece traducida al caste-
llano. Además de referencias a estas figuras, hemos elegido evocar dis-
tintas intervenciones de Aricó en este período que nos muestran a un
intelectual preocupado por las diversas formas de la crisis que atravesaba
no solo el marxismo, sino también la Argentina y, en cierto sentido, la
Modernidad toda.
En este sentido, el conjunto de textos y entrevistas que de estos años he-
mos incorporado a la antología, intentan mostrar los distintos modos a tra-
vés de los cuales Aricó continua indagando en los misterios de una izquierda
que no logra presentarse como opción efectiva de conducción de la sociedad
argentina. Ahora bien, estos textos, posiblemente por la pérdida de potencia
del discurso marxista a la que aludíamos recién, evocan más una amarga
distancia con la plausibilidad de aquellos proyectos de transformación so-
cial que una urgencia que el presente colocaba en la agenda teórica. Quizá
eso explique la pasión tardía por la figura de Walter Benjamin, recuperada
en este libro en una bella pieza de La Ciudad Futura en la que Aricó parece
hablar más de sí mismo que del genial filósofo alemán:

Benjamin manifestaba simpatías por intelectuales tan dispares como


el filonazi Carl Schmitt, el sionista Scholem o el marxista Brecht ¿Un
marginal incomprendido e irreductible o un pensador valiente y as-
tuto que se propuso llevar adelante un proyecto propio en las circuns-
tancias adversas de un campo cultural lacerado por la intolerancia y
el espíritu faccioso? […] Cuando la ‘caza al marxista’ –ese nuevo fan-
tasma que recorre el mundo– amenaza ser un modo burdo y trivial
de disfrazar la incapacidad del pensamiento crítico para volverse
práctica transformadora, rescatar el carácter militante de la crítica
benjaminiana sigue siendo un modo de cuestionar la aceptación in-
discriminada de lo existente. Un modo, en fin, de ser también como
él, un aguafiestas (Aricó, 1991b, p. 15).

35
José Aricó

5. A modo de cierre

Estamos frente a una intensa y compleja trayectoria intelectual, que es al


mismo tiempo la aventura de una vida enlazada íntimamente al nombre
de Marx y de las tradiciones emancipatorias, como el signo de una serie
de itinerarios comunes que engloban a muchas figuras de la izquierda
latinoamericana de las últimas décadas. El recorrido de Aricó puede
pensarse como la historia de una búsqueda, que acaso presenta un pun-
to clave de ruptura en 1963, cuando es forzado a abandonar el Partido
Comunista y comienza un deambular que no encuentra punto de llega-
da. Podríamos arriesgar que con esa expulsión termina de difuminarse
una certeza que se encontraba de por sí cada vez más cercada, la de una
organización y un sujeto político que se suponían encarnaciones de un
proyecto revolucionario. Sin embargo, lo que sigue no es tanto el aban-
dono de esa certeza, como la búsqueda permanente por encontrarle una
sustitución a la altura de los distintos dilemas que la vida política ar-
gentina y latinoamericana va atravesando, siempre con el horizonte de
producir un encuentro entre el mundo de las izquierdas y el movimiento
popular. De algún modo, la amplitud de miras y el permanente proceder
crítico juegan una suerte de mala pasada a nuestro autor: la certeza es
horadada una y otra vez, y no logra nunca constituirse nuevamente, no
del modo en que lo estaba en el pasado. Es precisamente en esos inten-
tos, inevitablemente fallidos, que se producen las grandes indagaciones
teóricas y editoriales de Aricó y, con ellas, sus más relevantes contribu-
ciones al marxismo latinoamericano (y al marxismo en general). Para
nosotros, lectores de sus textos y de sus ediciones, el desencuentro como
fuerza motriz acaso explique la potencia y multiplicidad de legados que
esta figura nos ha dejado.
Como decíamos, esta no es una antología justa. No lo es porque, aun
si pretende hacer una presentación del autor, se detiene especialmente en
una serie de textos que consideramos sus más relevantes contribuciones
teóricas a los dilemas del marxismo latinoamericano. Este recorte tiene
como fondo la certeza de que una trayectoria, como el conocimiento mis-
mo, no es acumulativa, de modo que no encontraremos la verdad final
en el último texto. Por el contrario, como el propio Aricó parecía hacer

36
Prólogo: Fragmentos de un marxismo latinoamericano

con los libros que inventaba y editaba, nos interesa sugerir la posibilidad
de una lectura actual de nuestro autor. Esa actualidad, sostenemos está
en la necesidad de seguir insistiendo con el problema del desencuentro.
Desencuentro que es, en parte, el ya mencionado, el del marxismo y el mo-
vimiento popular en América Latina. Pero es también, de manera más
situada, el de Aricó y la política, relación que aparece siempre más sig-
nada por las derrotas que por las grandes síntesis. Hay que decir, en este
punto, que esas derrotas son también las de las izquierdas latinoameri-
canas en general, y en todo caso Aricó nos puede ayudar a comprender
que esa partida nunca termina definitivamente. Justamente por esto es
posible que la figura de Aricó llame la atención de tantos nuevos lectores
en los últimos tiempos, porque algo de los enigmas políticos de los últi-
mos años parecen volver sobre una cantidad de búsquedas y preguntas
teóricas que aparecen desplegadas en esta antología. Si Bolívar y Marx
se daban dramáticamente la espalda en Marx y América Latina, algo de
esas dos figuras pareció rozarse en las aventuras de los procesos políti-
cos latinoamericanos de las últimas dos décadas. Se trata tan solo de una
resonancia, que debe ser explorada en su complejidad y en sus dobleces,
pero que, esto es lo importante, nos sugiere que las búsquedas de Aricó
son, quizá, también las nuestras.

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37
José Aricó

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38
¿Marxismo versus leninismo?*

Bajo el sello editorial de Raigal, y como complemento de su libro El


materialismo histórico en Federico Engels y otros ensayos, acaba de aparecer
un extenso ensayo del profesor Rodolfo Mondolfo (1956), con el título
“En torno a Gramsci y a la filosofía de la praxis”.
Dos motivos nos impulsaron de inmediato a su lectura. La persona-
lidad del profesor Mondolfo, por una parte, vastamente conocida en el
país y especialmente en nuestra ciudad –de cuya universidad fue pro-
fesor– por sus valiosos trabajos sobre filosofía griega y últimamente
por la meritoria traducción de la Lógica de Hegel (1812/2013). Por otro
lado, por tratarse de un ensayo sobre Antonio Gramsci, filósofo ita-
liano casi desconocido por el público lector argentino. Digo casi, por-
que la Editorial Lautaro editó sus Cartas desde la cárcel (Gramsci, 1950).
Gramsci, secretario del Partido Comunista Italiano, muerto el 27 de
abril de 1937 luego de permanecer once años en las cárceles mussoli-
nianas, escribió en la prisión el más sólido monumento del marxismo
italiano, sus Cuadernos de la cárcel (Gramsci, 1980), lamentablemente
aún no traducidos al castellano. La publicación de dichos cuadernos en
la Italia de posguerra provocó una ola de polémicas y controversias en-
tre todos los sectores políticos y culturales, en los que los agudos plan-
teos gramscianos fueron penetrando cada vez más profundamente y

* Extraído de Aricó, J. (1957, diciembre). ¿Marxismo versus leninismo?. Cuadernos de Cultura,


8(33), 90-96, (Buenos Aires). Nota: Fragmento seleccionado para la presente edición.

39
José Aricó

hoy constituyen el punto obligado de partida, no solo para el análisis


de la cultura italiana, sino quizá también para la nuestra, tan semejan-
te en su problemática a aquella.
Por ello era obligado el pronunciamiento de Mondolfo sobre
Gramsci, más aún cuando los dos, siguiendo las enseñanzas de Antonio
Labriola, por distintos caminos, se esforzaron por oponer a las defor-
maciones economistas-mecanicistas del marxismo una interpretación
más justa, revalorizando el verdadero pensamiento marxengelsiano al
respecto.
Pero la previa lectura de las solapas del libro puso de manifiesto in-
mediatamente qué propósitos guiaban al profesor Mondolfo al escribir
dicho ensayo. Dice la solapa:

Esta inspiración de libertad humana, tan esencial a la filosofía de


la praxis, ha sido desconocida no solo por los adversarios, sino aún
más por los partidos y gobiernos que quisieron y quieren servirse
del marxismo para un sistema político de dictadura y totalitarismo.
La deformación que significa semejante interpretación y las con-
tradicciones que implica son destacadas en el último ensayo agre-
gado a la presente edición, en el Apéndice que la distingue de las
ediciones anteriores (Mondolfo, 1956).

Al análisis de algunas de dichas supuestas “deformaciones” y “contradic-


ciones” está dedicado este artículo, como intento de ubicar en su justo
lugar algunos conceptos fundamentales del marxismo-leninismo.
Todo el análisis de Mondolfo gira alrededor de un concepto de indu-
dable importancia política y cultural: el concepto de hegemonía.
Su coincidencia con Gramsci habría consistido en haber mantenido
una “oposición común tanto al determinismo materialista y catastrófico
como al voluntarismo de la espontaneidad y del mito revolucionario”,
pero su divergencia estriba en que Gramsci apoyó y desarrolló la teoría
de la hegemonía de Lenin y Stalin, mientras que Mondolfo sostiene que
dicha concepción señala una burda deformación del marxismo.
El concepto histórico-político de hegemonía constituye la esencia
del leninismo, como desarrollo del marxismo en la nueva época del

40
¿Marxismo versus leninismo?

imperialismo. Es la profundización de la doctrina marxista del Estado.


Marx y Engels habían mostrado, a través de numerosos escritos, la sig-
nificación del Estado, cómo su esencia se reduce a ser el aparato coer-
citivo –sociedad política– de dominio de las masas. Pero cómo también
las clases dominantes se servían de las organizaciones privadas (en lo
fundamental los partidos políticos) que encontraban en la sociedad ci-
vil, para ejercer una demostración ideológica de las masas. El Estado
cambió su función con el advenimiento del proletariado. De órgano
de poder y dominio de la minoría sobre la mayoría, pasa a ser instru-
mento de poder y guía de la mayoría trabajadora contra las clases ex-
plotadoras. Por ello el proletariado no solo aplica su dictadura (dicta-
dura del proletariado, como dice Marx) sobre la burguesía, sino que
edifica todo su poder sobre la base de la dirección y la guía de todos
los sectores populares. Este es el sentido del término hegemonía –uti-
lizado repetidamente por Gramsci– y que señala la capacidad del pro-
letariado de agrupar bajo su dirección a todas las fuerzas nacionales y
populares. Es decir que el momento de la fuerza es acompañado por
el momento de la conciencia, de la dirección política de los sectores
aliados (del “consenso”, como diría Gramsci). Esta es una condición
necesaria, y mérito de Lenin es haberla desarrollado y profundizado.
El proletariado podrá triunfar sobre la burguesía si sabe colocar bajo
su dirección política y cultural a todos los sectores populares, funda-
mentalmente los campesinos.
Esto presupone la creación de la conciencia de clase en el seno del
proletariado. Es decir, la conciencia de los fines históricos que el pro-
letariado tiene que cumplir, la conciencia socialista.
Y entonces surge un problema fundamental no resuelto por Mondolfo.
Dentro de la sociedad capitalista, ¿cómo se forma esa conciencia socia-
lista? ¿Es un producto mecánico de la madurez económico-política del
sistema capitalista, a través de un proceso de “subversión de la praxis”
que no sabemos cómo se produce? ¿Cómo esta madurez del sistema se
hace conciencia en el proletariado? Por supuesto, en el nivel de la super-
estructura, de la ideología. Pero en la sociedad actual, con la existencia
de importantes organismos “civiles” (partidos políticos, iglesias, escue-
las, prensa, etc.) que son vías de infiltración de la ideología burguesa en

41
José Aricó

el seno de las masas, ¿se puede afirmar que la clase obrera sola, espontá-
neamente, puede producir la ideología socialista? De ninguna manera.
“La historia de todos los países atestigua que la clase obrera, abandona-
da a sus propias fuerzas, solo es capaz de elaborar una conciencia tra-
deunionista, es decir la convicción de que es necesario agruparse en sin-
dicatos” (Lenin, 1946, p. 163). La conciencia socialista únicamente puede
surgir sobre la base de un conocimiento profundo del desarrollo cientí-
fico de la época y de la generalización de la experiencia proveniente de
las luchas obreras y populares. Esa ideología socialista es introducida
desde afuera de la clase obrera y es lo que permite llevar a la misma la
convicción profunda del papel histórico que tiene que desempeñar para
la liquidación de la sociedad basada en la explotación del hombre. En
este sentido quizá convenga transcribir una cita de Emilio Sereni que
ilustra admirablemente lo planteado.

En nuestra sociedad la ideología de la burguesía es la dominante


y basa este dominio en la espontaneidad de las masas. El abando-
no de estas masas a la espontaneidad capitalista, no solamente
impide el acceso a la cultura y a la hegemonía cultural, sino que
la imposibilita para el desarrollo de su lucha política liberadora.
Más aun, impide su constitución como clase para sí, como dice
Marx, porque para un proletariado producto de la diferenciación
y degradación de todas las clases, de la confluencia a las grandes
ciudades de una población de diverso origen regional, nacional,
religioso, de diversa capacidad profesional, su constitución como
clase implica la conquista de una conciencia de clase, la supresión
de la espontaneidad de los prejuicios corporativos, nacionalis-
tas y otros que comporta la variedad de origen de los proletarios
(Sereni, 1950, p. 29).

Por ello, a diferencia de las otras clases que fueron dominantes, el pro-
letariado, para convertirse en clase para sí, debe nuclearse en el seno
del Partido de la clase obrera, que expresa el momento de la conciencia
socialista, producto de la comprensión de las leyes de desarrollo de la so-
ciedad. Así el Partido Obrero cumple la función de acelerar la formación

42
¿Marxismo versus leninismo?

de la conciencia de clase, de convertir en unitaria y coherente la disgre-


gada –porque aún existen elementos heterogéneos de distintos campos
culturales– concepción del mundo que está en la mente de cada uno.
De tal manera y a través de la acción profunda del partido, el marxis-
mo deviene una filosofía histórica, porque se difunde, se convierte en la
concepción propia de las masas, se hace política.
El leninismo, y con él Gramsci, afirman por consiguiente la necesidad
de la existencia del partido político del proletariado. Es decir, de “un nú-
cleo directivo consciente y enérgico que en virtud de un plan realista guíe
y organice dinámicamente a la clase proletaria”. Y esta posición no supone
–como equivocadamente cree Mondolfo– abandonar las exigencias que
Marx (1946, 1895/1980), en el “Prefacio” a la Crítica de la Economía Política,
plantea como condiciones para el triunfo de un cambio social y que son:

1. La idea de que la humanidad solo se propone aquellos cometidos que


puede resolver (y el cometido surge cuando existen las condiciones
materiales de su resolución).
2. Una formación social no aparece antes de que se hayan desarrollado
todas las fuerzas productivas por las cuales aquella es aún suficiente.

Según Mondolfo (1956), la teoría y la acción del leninismo (o “bolchevi-


quismo ruso” como equívocamente lo llama) contrarían estas exigen-
cias, porque a la madurez del sistema anteponen la acción del partido
“capaz de instaurar el socialismo allí donde se verifique la condición,
puramente negativa, de la mayor debilidad en el eslabón del imperia-
lismo capitalista”.
Esto a nuestro entender constituye un error manifiesto. Es claro que
ningún partido por su sola voluntad puede cambiar las condiciones ob-
jetivas de la sociedad. Pero aquí se trata de otra cosa. Se trata de que por
diversas circunstancias históricas el mundo capitalista actual está maduro
para la revolución. ¿Cuáles son esas circunstancias según Stalin (1947)?

1. La dominación del capital financiero en los países adelantados del ca-


pitalismo y como conclusión la agudización de la crisis revolucionaria
en los países capitalistas.

43
José Aricó

2. La exportación intensificada de capital a los países coloniales y de-


pendientes y con ello la agudización de la crisis revolucionaria en los
países coloniales.
3. El desarrollo desigual de los países capitalistas, con el consiguiente
aumento de la lucha por un nuevo “reparto” del mundo.

Es decir que contra el frente del imperialismo se fue desarrollando la


unidad de todas las clases explotadas, desde las naciones imperialistas a
los países dependientes y coloniales, y por tanto apareció la posibilidad
de romper el frente imperialista. Por todo ello ya Lenin en 1914 definió
al capitalismo monopolista como el preludio de la revolución socialista.
Esta situación exigía de los marxistas consecuentes una revaloriza-
ción de la teoría de la revolución proletaria y del partido, exigía

[…] la necesidad de un nuevo partido –con relación a la vieja de-


mocracia– lo bastante intrépido para conducir a los proletarios a la
lucha por el poder, lo bastante experto para orientarse en las condi-
ciones complejas de la situación revolucionaria y lo bastante flexi-
ble para sortear todos y cada uno de los escollos que se interponen
en el camino […]. Sin un partido así no se puede ni pensar en el
derrocamiento del imperialismo (Stalin, 1947, p. 103).

Estos elementos eran nuevos. No existían en la época de Marx y Engels,


por lo que se hacía necesario ubicar el marxismo frente a las nuevas con-
diciones. Cabían dos posiciones. Pensar que la doctrina de Marx era algo
intocable, es decir permanecer en la senda de un marxismo dogmático
y considerar como lo hicieron Kautsky y consortes (y ahora lo reafirma
Mondolfo) que la revolución únicamente sobrevendría y triunfaría en
los países cuyas “condiciones objetivas favorables” (y por dichas condi-
ciones ellos entendían pura y exclusivamente un elevado desarrollo eco-
nómico y capitalista) lo permitiesen. O pensar que la doctrina de Marx y
Engels “no es un dogma sino una guía para la acción” y desarrollarla en
consonancia con las nuevas situaciones planteadas. Este fue el camino
que eligieron Lenin y Stalin y el que siguió Gramsci, el que siguen todos
los partidos revolucionarios del mundo. Este camino se basó en que

44
¿Marxismo versus leninismo?

[…] hoy se debe hablar de la existencia de condiciones objetivas


para la revolución en el sistema general de la economía imperialis-
ta mundial considerada como un todo, aparte de que la existencia
dentro de este sistema de algunos países con un desarrollo indus-
trial insuficiente no puede representar un obstáculo insuperable
para la revolución, si el sistema en su conjunto, o para decirlo con
más precisión, puesto que el sistema en su conjunto está ya maduro
para la revolución (Stalin, 1947, p. 36).

Estas palabras de Stalin están corroboradas por los hechos, ya que


en Rusia, donde según los cánones socialdemócratas no estaban aún
“maduras” las condiciones, triunfó la revolución proletaria y se ins-
tauró el primer Estado obrero. Esta revolución triunfó porque el pro-
letariado, bajo la dirección del Partido Comunista, luego de tomar el
poder de manos de la burguesía, instauró la dictadura del proletaria-
do sobre las clases terratenientes y burguesas, basándose en la unión
de los obreros y los campesinos, que arrastraron tras de sí a todas las
capas populares. Ese fue el mérito de los bolcheviques guiados por el
marxismo-leninismo.
¿Qué hicieron los socialistas de derecha cuando en 1918 se produjo
la revolución obrera en Alemania, es decir, en un país con “condiciones
objetivas favorables” y con un partido socialdemócrata absolutamente
mayoritario? Se dedicaron a la represión sangrienta del proletariado
(asesinato de Rosa Luxemburg, Karl Liebknecht, etc.), o la permitie-
ron, y modelaron una Constitución “ultra avanzada” que se desmoro-
nó cual castillo de naipes ante el avance del nazismo. Exactamente lo
mismo ocurrió en la Italia del año 1920.
O tomemos un ejemplo que aporta Mondolfo (1956) cuando señala
que el caso del laborismo inglés demuestra cómo a la madurez histórica
objetiva corresponde una madurez subjetiva (!) de la clase trabajadora,
sin necesidad de que el partido le imponga su dictadura (!). ¡Pero si el
tradeunionismo inglés es el caso típico de cómo se castra la energía de
las masas negándose a darles una teoría revolucionaria! ¿Cuántas veces
estuvo en el poder el laborismo en Inglaterra? ¿Construyó alguna vez
–o lo intentó siquiera– una sociedad socialista basada en la caducidad

45
José Aricó

de la explotación del hombre por el hombre? ¿Impidió alguna vez que


el voraz imperialismo inglés explotase inicuamente a sus colonias? El
ejemplo del laborismo inglés es precisamente el camino que no debe ele-
gir el proletariado en su lucha por el poder. Y si Mondolfo quiere estar
en la buena compañía de Marx y Engels en este caso, podría leer –y no es
la única– la carta que el 7 de octubre de 1858 dirige Engels a Marx (Marx
y Engels, 1973), en la que enjuicia el oportunismo del proletariado inglés
de la siguiente manera: “El proletariado inglés se va aburguesando de
hecho cada vez más; por lo que se ve, esta nación, la más burguesa de
todas, aspira a tener en resumidas cuentas, al lado de la burguesía, una
aristocracia burguesa y un proletariado burgués”. Es claro que esto tiene
una explicación. La acumulación de superbeneficios provenientes de la
explotación colonial permite a las grandes potencias imperialistas co-
rromper a las capas superiores de sus obreros y crear una aristocracia
obrera que es utilizada como freno de las luchas proletarias, mantenién-
dolas en el lecho de Procusto de las simples reivindicaciones económi-
cas. Esta es la raíz social del oportunismo, que se muestra en sus aspec-
tos típicos en el movimiento obrero norteamericano.
En el problema de las relaciones dialécticas entre el partido y la
clase, existe la posibilidad de incurrir en dos graves errores: por un
lado subestimar al partido, confiar en la espontaneidad de las ma-
sas, confiar en que las masas por sí solas pueden adquirir una con-
ciencia socialista. Esto es tradeunionismo. Y la experiencia histórica
demuestra los fracasos a que conduce esta desviación oportunista,
economista del marxismo. Por el otro lado, subestimar el papel de
la clase es blanquismo, es llevar a la clase a la aventura despegarse
de ella, de sus instintos, grados de evolución, de su iniciativa revolu-
cionaria. Es interrumpir el contacto vital que tiene que existir entre
partido y clase. Es “izquierdismo”.
Desde una supuesta lucha contra el izquierdismo aventurerista bol-
chevique (en su folleto Sobre la acción de Bakunin, Mondolfo (s.d.) habla
hasta de una “orientación bakuniniana” en el leninismo), Mondolfo en
realidad cae en los brazos del oportunismo, de todos aquellos que quie-
ren convertir a Marx en un vulgar liberal adocenado. En todo el en-
sayo de Mondolfo campea la idea “liquidadora” del partido. Nosotros

46
¿Marxismo versus leninismo?

creemos que solo un partido férreamente unido a través de una teoría


revolucionaria –el marxismo-leninismo– es capaz de salvar a las masas
del tradeunionismo y llevarlas a la conquista del poder. Es eso estamos
avalados por innumerables escritos de Marx y Engels, y por la histo-
ria. Lo dice el surgimiento en la posguerra de ese magnífico campo
socialista compuesto de naciones que agrupan a más de novecientos
millones de habitantes. Todos aquellos que, reivindicando al marxis-
mo, silencien o deformen la acción que en tal sentido le corresponde al
partido del proletariado, trabajan por colocar a las masas bajo el manto
“protector” del filisteo pequeñoburgués.

***

Refutar cada uno de los errores de Mondolfo sería una tarea que escapa-
ría de los márgenes de esta simple nota bibliográfica –de por sí bastante
extensa– pero creíamos que era necesario puntualizar algunas observa-
ciones para ubicar en su justo término la posición revisionista del mar-
xismo que ocupa Mondolfo.

Córdoba, julio de 1957

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1 [Ampliada para la presente edición].

47
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48
Prólogo a Notas sobre Maquiavelo, sobre política y
sobre el Estado moderno, de Antonio Gramsci*

Un nuevo tomo de los Cuadernos de la Cárcel de Antonio Gramsci pasa


hoy a integrar el acervo ideológico de nuestro pueblo. Es quizás el más
importante y el más concluido del pensador italiano que junto a los ya
publicados por Lautaro nos permitirá lograr una visión más cabal de la
riqueza de pensamiento, la rigurosidad científica, la amplitud de miras
y la pasión revolucionaria que animan las páginas encendidas de estos
escritos de la cárcel, verdadero monumento del marxismo contemporá-
neo. Y decimos el más importante porque ninguno como este tiende a
mostrarnos el Gramsci combatiente que, alejado del cotidiano batallar
por la acción coercitiva de los jueces fascistas, sigue en la cárcel traba-
jando en forma “desinteresada” für ewig, vale decir para el mañana y no
solo para el presente, para legar a sus compañeros de convicciones la
suma de la experiencia de años de luchas por el triunfo de la causa del
socialismo en Italia. Gramsci fue por sobre todo un hombre de parti-
do, profundamente interesado en los problemas de la construcción del
Nuevo Orden, del Estado socialista, del logro de la hegemonía del prole-
tariado en la sociedad moderna y del papel que deben jugar los intelec-
tuales en este nuevo Estado y en esta nueva sociedad.
Ante todo y por sobre todo fue un político práctico. Y por ello mal po-
dríamos comprender en toda su magnitud las reflexiones gramscianas si

* Extraído de Aricó, J. (1962). Prólogo. En A. Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre
el Estado moderno. Buenos Aires: Lautaro.

49
José Aricó

las apartáramos de su condición de militante y dirigente de la clase obre-


ra italiana. Si para el marxismo se trata no solo de interpretar el mundo
sino fundamentalmente de transformarlo, en la política, en el diario ac-
cionar por la modificación de la realidad existente, se expresa la concep-
ción del mundo, el sentido que cada uno de nosotros, hombres concretos
en circunstancias determinadas, otorga a las cosas de este mundo. Por
ello acierta Togliatti (1958, p. 15) al señalar que “en la política está la sus-
tancia de la historia y para aquel que ha llegado a la conciencia crítica de
la realidad y de la tarea que le espera en la lucha por transformarla, está
también la sustancia de su vida moral”. Y allí están las profundas observa-
ciones personales en Passato e Presente (el último volumen de los Cuadernos;
Gramsci, 1951) para atestiguar que en Gramsci es inescindible la unidad
de teoría y práctica, de lucha política y vida moral. Por sobre la aparente
disgregación de los cientos de notas y apuntes que constituyen los escritos
de la cárcel, existe algo que los unifica en forma vital. Es la propia vida de
Gramsci, sus experiencias de dirigente de la clase obrera italiana la que
se vuelca en esas páginas escritas con letra diminuta y prolija. Su deseo
de estar vivo, de no ser escindido del mundo, pudo más que la acción de
quienes deseaban impedir que su cerebro siguiese funcionando y de los
tormentos de su cuerpo enfermo y maltrecho, porque toda su vida esta-
ba sujeta a una voluntad férrea que le permitía centralizarla alrededor
del estudio y la meditación. Si había algo que odiaba y despreciaba era
la irresponsabilidad, la vanidad, el diletantismo, “la veleidad que suplan-
ta la voluntad concreta”. Desde sus primeros escritos hasta los Cuadernos
aparecerá siempre el motivo socratiano del “conócete a ti mismo” como
guía moral. Para Gramsci la cultura no consiste en el afán enciclopédico
de acumular datos y nociones particulares. Es por sobre todo

[…] organización, disciplina del propio yo interior, es toma de posesión


de la propia personalidad, es conquista de una conciencia superior, por
la cual se llega a comprender el propio valor histórico, la propia función
en la vida, los propios deberes y derechos […]. Conocerse a sí mismo
quiere decir ser sí mismo, ser dueño de sí mismo, distinguirse, salir
fuera del caos, ser un elemento de orden, pero del propio orden y de la
propia disciplina en torno a un ideal (Gramsci, 1958b, pp. 24-25).

50
PRÓLOGO A NOTAS SOBRE MAQUIAVELO...

Y por ello amaba tanto el estudio de la historia, ya que es allí donde el


hombre al conocer a los demás, y al saber de los esfuerzos que debieron
realizar para llegar a ser lo que fueron y para crear este mundo que hoy
nos rodea se conoce también a sí mismo.

[Le escribe a su hijo Delio] Pienso que la historia te gusta como me


gustaba a mí cuando tenía tu edad, porque se refiere a los hombres
que han vivido y todo lo que se refiere a los hombres, a cuantos más
hombres es posible, a todos los hombres del mundo en cuanto a su
reunión en la sociedad, en el trabajo y en la lucha en su afán por su
propia superación, no puede dejar de interesarte más que cualquier
otra cosa (Gramsci, 1950, p. 336).

Este humanismo de Gramsci, su amor a los hombres y su firme y heroica


voluntad de no apartarse de ellos, de ayudarles en el proceso de sus lu-
chas presentes y futuras ha triunfado y su obra, precisamente en virtud
de su “desinterés” que es un trabajar por la humanidad trabajando más
profundamente para la clase obrera y el pueblo italiano, ayuda hoy a to-
dos aquellos que en el mundo están luchando para cerrar una etapa del
desarrollo de la sociedad y para abrir otra donde el hombre, recuperado
de sus alienaciones, pueda realizar el ideal marxista del “hombre total”.
A quien frecuenta los escritos de Gramsci hay algo que de inmediato lo
impresiona en forma viva: su permanente vinculación con la realidad, de
la cual parte y a la que quiere penetrar, y su constante utilización del mate-
rialismo histórico como clave interpretativa de esa realidad. Aquí reside el
mérito de Gramsci que es quizás, después de Lenin, el pensador que más
ha contribuido al desarrollo del marxismo en estos últimos años. Al igual
que Lenin, unía a un acertado conocimiento de la filosofía de la praxis y
de la cultura de nuestra época un amplio y profundo conocimiento de la
sociedad italiana en todos sus aspectos. Y en este sentido su originalidad
es tal que muchos investigadores, no sin la dolorosa intención de retacear
el contenido militante de Gramsci, que además de teórico marxista fue
el fundador y dirigente del Partido Comunista Italiano, han creído en-
contrar una disimilitud de planteamientos en cosas fundamentales de
la teoría marxista como la función del partido del proletariado que para

51
José Aricó

Gramsci sería instrumento de la hegemonía y para Lenin, instrumento de


la dictadura. Vale decir, una cosa sería la doctrina gramsciana de la hege-
monía y otra radicalmente distinta la leninista de la dictadura del proleta-
riado. El problema es complejo porque exige superar dos vicios opuestos
pero en última instancia similares en sus limitaciones metodológicas. Por
un lado la interpretación simplista de aquellos que conciben un Gramsci
llegado a un punto muerto de su desarrollo personal y a quién los sucesos
de la Revolución de Octubre y el conocimiento de las obras de Lenin salvan
del desconcierto y el encierro idealista adviniendo así a la conquista del
leninismo. El mérito de Gramsci residiría por lo tanto en haber aplicado
inteligentemente a la realidad italiana el leninismo así adquirido que pa-
saría a ser, de tal manera, una verdad paradigmática, total y cerrada, vale
decir un sistema ya concluido y no una teoría que deriva y se desarrolla
en situaciones históricas determinadas, estando por ello sometida a un
proceso continuo de renovación y desarrollo.
Pero existe también el simplismo de quienes parecen no darse cuenta
que es imposible comprender a Gramsci en la totalidad de su desarrollo
si lo escindimos de Lenin, que la teoría del Estado tal como se esboza en
el Maquiavelo presupone a Marx y Lenin aún cuando desarrolle algunos
aspectos que estos pensadores solamente delinearon debido a las dife-
rentes exigencias político ideológicas que se les planteaban. El mismo
Gramsci lo reconoce cuando al analizar este problema de la hegemonía
hace mención al aporte leninista en estos términos:

[…] el más grande teórico moderno de la filosofía de la praxis [Lenin,


nota de J. A.], en el terreno de la lucha y de la organización política,
con terminología política, en oposición a las diversas formas “econo-
mistas”, ha revalorado el frente de la lucha cultural y construido la
doctrina de la hegemonía como complemento del Estado-fuerza [es
decir, la dictadura del proletariado en el lenguaje carcelario que debía
utilizar; Gramsci, nota de J. A.], y como forma actual de la doctrina de
la “revolución permanente de 1848” (Gramsci, 1958a p. 199).

Se trata entonces de reconstruir el largo proceso de desarrollo que va


desde su juventud en la Cerdeña oprimida por un Estado que en el

52
PRÓLOGO A NOTAS SOBRE MAQUIAVELO...

mismo momento de su nacimiento basó su estabilidad estructural en


la explotación inhumana de regiones enteras de su país, para favore-
cer así la acumulación capitalista en las otras, hasta su muerte tres días
después de salir de la cárcel en 1937. Fueron pocos años de vida pero
muy intensos, puesto que los sacudimientos surgidos en el mundo con
motivo de la guerra y el desarrollo del movimiento revolucionario plan-
tearon tales exigencias, destrozaron tantas cristalizaciones, rompieron
tantos prejuicios teóricos que fue necesario afrontarlos y resolverlos
abandonando todo esquema dogmático, luchando desde el interior del
movimiento obrero por un marxismo depurado de toda clase de incrus-
taciones extrañas, de toda clase de determinismo fatalista que mellara
la voluntad del hombre, pero sabiendo también que todo retorno a un
marxismo genuino y renovado colocaba a este en condiciones de enfren-
tar y superar todas las manifestaciones de la cultura burguesa. Era una
tarea gigantesca, pero impostergable pues solo cumpliendo con ella el
proletariado estaría en condiciones de ejercer su influencia sobre los di-
ferentes grupos sociales y convertirse en clase hegemónica, portadora
por lo tanto del germen de una nueva cultura, de una reforma intelec-
tual y moral. Esta fue la tarea emprendida por Lenin y resuelta con la
Revolución de Octubre. Hacia este logro se orientó también Gramsci en
su esfuerzo por individualizar las tendencias y particularidades plan-
teadas por la revolución socialista en Italia. El entronque de Gramsci
con el leninismo deriva del hecho de que las exigencias planteadas a los
revolucionarios marxistas por esa época de la primera posguerra eran
en esencia las mismas. Se trataba del triunfo de la revolución socialista
en ambos países, se trataba de criticar las viejas concepciones envejeci-
das de los socialdemócratas que castraban el aspecto revolucionario del
marxismo, se trataba de comprender que el proletariado debía conducir
esta batalla abandonando todo espíritu de cuerpo, toda limitación sec-
taria, para convertirse en el caudillo de todas las masas explotadas y que
esto requería el fortalecimiento y desarrollo de su partido de clase.
Aquí está el leninismo de Gramsci que es innegable además de ori-
ginal, porque no surge de la simple aceptación de las teorizaciones de
Lenin sino de la comprensión profunda de la nueva posición que asu-
me la clase obrera internacionalmente cuando la madurez objetiva del

53
José Aricó

sistema imperialista plantea la necesidad de la revolución socialista. De


estas consideraciones parte la concepción leninista del partido del pro-
letariado y es esta concepción la que fructifica en Gramsci de una mane-
ra profundamente original. Con justeza señala Togliatti (1958, p. 32) que
dicha originalidad “reside en haber dado a esta doctrina una forma que
la inserta en la realidad italiana, la convierte en un momento del desa-
rrollo de las doctrinas políticas en nuestro país, la vincula a los puntos
cruciales de nuestra historia y de aquí deriva una demostración de su
verdad que es de impresionante eficacia”.
De las experiencias de los acontecimientos de octubre y de los suce-
sos posteriores Gramsci extrajo múltiples elementos que tuvieron una
vital importancia para el objetivo que se había trazado de esclarecer a su
clase y, asimismo, sobre las orientaciones e indicaciones necesarias para
guiar al proletariado y a sus aliados hacia la conquista del poder, a través
de los caminos trazados por las particularidades del desarrollo histórico
social italiano.
Ya Agosti (1958a) ha indicado en el “Prólogo” a la edición castellana
de El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce cómo el sentido
creador del marxismo es reivindicado por Gramsci desde sus primeros
escritos en Il Grido del Popolo de Turín. Su concepción de la historia como
desarrollo dialéctico, que le viene de su formación idealista crociana, le
impidió caer en el chato positivismo que constituía la sustancia de la cul-
tura socialista de la época. Pero aún cuando por ese entonces fuera “ten-
dencialmente crociano”, la experiencia política en un medio donde la
fuerza del proletariado tenía (y tiene) tanto peso como en Turín, el feudo
de la Fiat, y el acabado conocimiento de las mejores tradiciones de la
investigación económica e histórica de los maestros de la historiografía
racionalista y positivista, lo llevó a superar las limitaciones especulativas
del mismo Croce y a concebir el marxismo como historicidad absoluta
o humanismo Integral, en el cual “hombre y realidad, instrumento de
trabajo y voluntad, no están disociados, sino identificados en el acto his-
tórico” (Gramsci, 1958b, p. 154).
Es indudable que en el cuadro de dicha formación la etapa del Ordine
Nuovo fue vital para Gramsci. El hecho de que esa modesta “revista de
cultura socialista” se convirtiera en portavoz de un movimiento de

54
PRÓLOGO A NOTAS SOBRE MAQUIAVELO...

masas tan potente como el de los Consejos de Fábrica condujo a Gramsci


a elaborar los fundamentos de una nueva concepción de la revolución
socialista en Italia. Así como en Rusia fueron los Soviets los nuevos órga-
nos de poder de la revolución bolchevique, en Italia dicha función podrá
ser cumplida por los Consejos de Fábrica en quienes, según Gramsci,
“se encarna la forma actual de la lucha de clases tendiente al poder”. Los
Consejos son un nuevo tipo de organización proletaria, que se basa en la
fábrica y no en los oficios, en la unidad de producción y no en los sindi-
catos profesionales. Este nuevo tipo de organización, desarrollándose,
articulándose, enriqueciéndose con funciones ordenadas jerárquica-
mente constituye la estructura del Estado socialista, el instrumento de la
dictadura proletaria en el campo de la producción industrial. Así define
el Ordine Nuovo a estos organismos cuya característica fundamental resi-
de en ser instituciones de carácter “público” en las cuales el conjunto de
la clase obrera entra a formar parte como “productora”, y no como en los
sindicatos como asalariados esclavos del capital, adquiriendo con ello la
conciencia del puesto que ocupa en la producción y en la sociedad. Son
por ello los órganos que posibilitan el control obrero de la producción en
el período previo a la revolución y la dirección total de la economía luego
de ella. Fue tal el entusiasmo creado en el proletariado turinés por el lla-
mamiento del Ordine Nuovo a constituir los Consejos, que al cabo de po-
cos meses más de 150 mil obreros de Turín estaban organizados en ellos.
Estaríamos equivocados si creyéramos que todo esto no fue más que
un genial descubrimiento de Gramsci y de los redactores del Ordine Nuovo.
Aquí jugó un papel fundamental la profunda asimilación del proceso revo-
lucionario ruso, la identificación de lo esencial de dicho proceso al margen
de lo anecdótico. Pero la experiencia ordinovista a pesar de haber creado
las premisas para el nacimiento y el desarrollo de un nuevo partido de la
clase obrera (concretadas en 1921 cuando en Livorno se creó el Partido
Comunista), contenía en su seno un límite que era necesario superar. Un
límite que la propia derrota del movimiento de los Consejos planteó en
toda su magnitud y cuya superación se logra cuando, recogiendo la esen-
cia de la concepción leninista de la hegemonía, Gramsci aproxima los dos
términos de la cuestión obrera y de la cuestión campesina y mediante
una magistral interpretación histórica de la formación y el desarrollo del

55
José Aricó

moderno Estado burgués en Italia, da paso a una concepción totalmen-


te renovadora del problema de la dirección política del proletariado en el
curso de la lucha por el triunfo de la revolución socialista en su país.
Gramsci aporta, por consiguiente, una concepción que es profunda-
mente leninista en la medida en que ha bebido de las raíces naciona-
les del proceso revolucionario. Es evidente entonces que el leninismo
de Gramsci no puede ser reducido a una simple cuestión de adhesión
o de conquista sino que implica también elementos de convergencias
que son verdaderos aportes originales y que deben ser considerados ellos
también como leninismo, si por tal concebimos el desarrollo del marxis-
mo, rescatado de la revisión socialdemócrata, en una nueva fase histó-
rica: la época de la descomposición imperialista, el triunfo de las revolu-
ciones proletarias y el paso a un nuevo ordenamiento social basado en la
liquidación de la explotación del hombre por el hombre.
Testimonios de la madurez alcanzada por Gramsci en la profundiza-
ción de los elementos fundamentales del camino italiano al socialismo
son dos escritos inmediatamente anteriores a su detención que contie-
nen en esencia los temas desarrollados luego en los Cuadernos. Tanto en
las “Tesis para el III Congreso del P.C.I.” (Gramsci, 1926b)1 presentadas
en Lyon el 21 de enero, como en su inconcluso Alcuni temi della questio-
ne meridionale [Algunos problemas de la cuestión meridional] (Gramsci,
1957) las tareas presentes del proletariado están planteadas en función
del conjunto de los problemas no resueltos históricamente por la bur-
guesía. Para Gramsci era imposible analizar científicamente el fenóme-
no del fascismo como tendencia inevitable del Estado liberal italiano y
adoptar una línea de trabajo que condujera a su derrota sin un estudio
profundo de la estructura económica social italiana y el proceso histó-
rico que la conformó. Si en las “Tesis” (Gramsci, 1926b) el análisis de las
fuerzas motrices de la revolución italiana es resuelto con una justeza y
una brillantez admirable, esto es producto de un conocimiento cabal
del complicado movimiento histórico que condujo a la burguesía a la

1. Estas tesis, también difundidas como “La situación italiana y las tareas del PCI” o “Tesis de Lyon”
(Gramsci, 1926/1977), fueron redactadas por Gramsci y Togliatti para el III Congreso del Partido Comu-
nista Italiano celebrado en Lyon, Francia, en 1926. Se puede consultar, además, el Informe de Gramsci
sobre el III Congreso (Gramsci, 1926a) [Nota de la presente edición].

56
PRÓLOGO A NOTAS SOBRE MAQUIAVELO...

dirección del Estado unitario. Trombetti cuenta de la preocupación que


tenía Gramsci por el desarrollo de los cuadros del Partido y de cómo con-
sideraba que el elemento esencial para la formación de un buen dirigen-
te revolucionario era la comprensión profunda de la historia de Italia,
sobre todo de los últimos cien años. Es esta necesidad de esclarecer a
su Partido y a la clase obrera lo que lo impulsa a escribir su folleto sobre
la cuestión meridional que contiene una visión nueva de este problema
fundamental de la historia italiana, ya que por primera vez es analiza-
do exhaustivamente: en función de la estructura de clases que estaba
en la base del Estado liberal burgués surgido del Risorgimento y que era
necesaria transformar en un sentido socialista mediante la sólida alian-
za de las dos grandes clases “que han comprendido ser esencialmente
nacionales y portadoras del porvenir: el proletariado y los campesinos”
(Gramsci, 1957).
Respondiendo a quienes acusaban al grupo ordinovista de tratar de
solucionar el problema de los campesinos del sur de Italia y de las Islas
mediante la “fórmula mágica” de la división de los latifundios entre los
proletarios rurales, Gramsci responde –y perdóneseme lo extenso de la
cita– que

[…] los comunistas turineses se habían planteado concretamente


la cuestión de la “hegemonía del proletariado”, es decir, de la base
social de la dictadura del proletariado y del Estado obrero. El pro-
letariado puede convertirse en clase dirigente y dominante en la
medida en que logra crear un sistema de alianzas de clases que le
permita movilizar contra el capitalismo y el Estado burgués a la ma-
yoría de la población trabajadora, lo que significa, en Italia, en las
reales relaciones de clase existente en Italia, en la medida en que
logra obtener el consenso de las amplias masas campesinas. Pero la
cuestión campesina en Italia está históricamente determinada, no
es la “cuestión campesina y agraria en general”; la cuestión campe-
sina, debido a la determinada tradición italiana, al determinado de-
sarrollo de la historia italiana, ha asumido dos formas típicas y pe-
culiares: la cuestión meridional y la cuestión vaticana. Conquistar
a la mayoría de las masas campesinas significa, por consiguiente,

57
José Aricó

para el proletariado italiano, hacer suya estas dos cuestiones desde


el punto de vista social, comprender las exigencias de clase que ellas
representan, incorporar estas exigencias entre sus reivindicaciones
de lucha (Gramsci, 1957, pp. 206-207).

Este concepto de la alianza de la clase obrera y el campesinado planteado


aquí no como algo circunstancial sino como un nexo fundamental, orgá-
nico, base de un nuevo bloque de fuerzas enfrentado a aquel dirigido por
la burguesía, que constituye el núcleo fundamental de la contribución
leninista al marxismo, es luego desarrollado en forma creadora en el vo-
lumen sobre Maquiavelo y en los demás escritos de la cárcel a través de la
categoría de hegemonía y de la distinción entre el momento del dominio y
el momento del consenso.
Pero para el logro de tal alianza el proletariado debe saber despojarse
de toda clase de prejuicios y residuos corporativos, debo llegar a pensar
no como albañil, carpintero o metalúrgico, sino como hombre pertene-
ciente a una clase cuyo objetivo es la construcción de una nueva socie-
dad que no conozca las laceraciones de clase y cuya victoria depende de
su capacidad de convertirse en el dirigente de los campesinos y de los
intelectuales. Y aquí se plantea la necesidad de la existencia de un fuerte
partido del proletariado, que lo ayude en el complicado proceso de resol-
ver exitosamente estas ecuaciones de fuerzas.

El proletariado destruirá al bloque agrario meridional en la medida


en que logre, a través de su partido, organizar en formaciones autó-
nomas e independientes una masa cada vez mayor de campesinos
pobres; pero logrará en mayor o menor medida esta tarea obligato-
ria también subordinadamente a su capacidad de disgregar el blo-
que intelectual que es la armadura flexible pero muy resistente del
bloque agrario (Gramsci, 1957).

La hegemonía del proletariado implica entonces la alianza con el cam-


pesinado y la necesaria incorporación a este bloque de los intelectuales.
Pero el protagonista de esta tarea debe ser el moderno Príncipe: el partido
del proletariado.

58
PRÓLOGO A NOTAS SOBRE MAQUIAVELO...

El moderno Príncipe y la función que debe desempeñar, su estructura


interna, los problemas tácticos y estratégicos que se presentan a su ac-
tuar en el seno de la sociedad italiana: he aquí el problema fundamental
que Gramsci aborda en los apuntes recogidos por Einaudi en Notas so-
bre Maquiavelo, la política y el Estado moderno (Gramsci, 1949). Hemos tra-
tado de mostrar rápidamente cómo estas notas presuponen un arduo
proceso de maduración del pensamiento gramsciano que culmina en el
ensayo dedicado a la cuestión meridional que quedó inconcluso sobre
su mesa de trabajo cuando en la tarde del 8 de noviembre de 1926 fuera
detenido por la policía fascista. Muchos de los problemas abordados en
los Cuadernos están allí, apenas esbozados mientras que nuevos temas se
agregan respondiendo a nuevas exigencias políticas y culturales.
Recordemos cuán rico en acontecimientos políticos fue el período
transcurrido en la cárcel (1926-1937). El descenso de la ola revolucionaria
que siguió en Europa y otros lugares a la Revolución Rusa, el desarrollo del
fascismo en Italia, Hungría, Polonia, la derrota del movimiento obrero en
Alemania y el ascenso de Hitler al poder, el duro período de construcción
del socialismo en la URSS, agravado por el cerco imperialista establecido
contra ella, la Revolución China, los prolegómenos de la tragedia española,
fueron algunos de los acontecimientos que mostraron que a la etapa de la
ofensiva revolucionaria del proletariado le sucedía una etapa de “estabili-
zación relativa” del capitalismo donde lo fundamental era resistir e impe-
dir que la clase obrera fuese aplastada. Fue la etapa que Gramsci caracte-
rizó, utilizando una imagen del arte militar, como de pasaje de la “guerra
maniobrada” a la “guerra de posición”. Pero si este último tipo de lucha
exige “una concentración inaudita de la hegemonía” comprendemos por
qué el núcleo que estructura y centraliza al conjunto fragmentario de los
Cuadernos gira alrededor de los problemas del Estado y del concepto de
hegemonía con todas las implicancias que de ellos derivan.
Y el mismo Gramsci se encarga de confirmarlo cuando en una carta
a su cuñada Tatiana del 7 de setiembre de 1931, luego de informarle del
estado de sus investigaciones sobre los intelectuales agrega que:

[…] Este estudio conduce también a ciertas determinaciones del


concepto del Estado, que de costumbre es comprendido como

59
José Aricó

sociedad política o dictadura, o aparato coercitivo (para conformar


la masa del pueblo, de acuerdo al tipo de producción y la economía
de un momento dado) y no un equilibrio entre la sociedad políti-
ca y la sociedad civil (hegemonía de un grupo social sobre toda la
sociedad nacional ejercida a través de las llamadas organizaciones
privadas, como la Iglesia, los sindicatos, las escuelas, etc.) y precisa-
mente es en la sociedad civil en la que sobre todo actúan los intelec-
tuales (Gramsci, 1950, pp. 184, 193).

El tema del Estado y de sus relaciones con la sociedad fue siempre, y


es evidente la razón, motivo de profundas reflexiones de parte de los
creadores del marxismo. Tanto Marx como Engels y Lenin escribieron
innumerables trabajos –algunos de ellos de fundamental importancia
como El Estado y la revolución (Lenin, 1917/1957)– desnudando la esencia
de clase de este organismo al que los juristas y políticos burgueses con-
sideran como “representante de los intereses generales de la sociedad”
(sic.). Sin embargo, por exigencias políticas o por otros motivos no todos
los aspectos que presenta un fenómeno social tan complejo como este
fueron analizados con la misma profundidad que el aspecto de “órgano
de dominación de clase, de opresión de una clase por otra” (Lenin, s.d.) en
el que se detuvieron con preferencia los creadores del marxismo. Para
Gramsci (1962, p. 107) “Estado es todo el complejo de actividades prácti-
cas y teóricas con las cuales la clase dirigente no solo justifica y mantiene
su dominio sino también logra obtener el consenso activo de los gober-
nados”. Y es fundamentalmente a este último aspecto al que se refiere
Gramsci en los Cuadernos, vale decir al Estado como hegemonía, como di-
rección política, como ordenamiento moral e intelectual. Es también a
este aspecto al que retorna Lenin (1917/1957) (y digo retorna porque en el
¿Qué hacer? (Lenin, 1946) estaba magistralmente analizado) hacia el final
de su vida en los trabajos sobre el nuevo Estado creado por la Revolución
de Octubre.
Pero más que un afán de precisión filológica política del concepto de
Estado en general que entraría en contradicción con el espíritu y la letra
del método marxista de análisis, el cual parte siempre de una situación
concreta en un momento determinado, a Gramsci le interesa analizar el

60
PRÓLOGO A NOTAS SOBRE MAQUIAVELO...

Estado burgués italiano como forma específica de ordenamiento de las


relaciones entre las clases de la sociedad italiana. Le interesa analizar el
proceso de creación y conservación de dicho ordenamiento, porque a
través de este análisis podrá ser resuelto el problema de su destrucción
mediante la labor ideológico práctica de la clase hasta ayer subalterna y
destinada hoy a superarlo: el proletariado. Partiendo de este concepto de
Estado como totalidad orgánica de dos momentos a veces contradicto-
rios: dictadura y hegemonía, dominación y dirección, para Gramsci no
es suficiente apelar al argumento de la violencia de las clases dominan-
tes, al poder represivo del aparato burocrático militar, para explicar las
razones de por qué una determinada clase social ejerce el predominio.

Cuando se habla de sociedad burguesa o feudal –dice Giuseppe


Tamburrano en un interesante trabajo sobre este tema– mante-
nida coactivamente por las leyes, por los jueces o la fuerza mili-
tar, se entiende también un cierto modo de vivir y de pensar, una
Weltanschauung, una concepción del mundo defendida en la socie-
dad y sobre la cual se fundan las preferencias, los gustos, la moral,
las costumbres, el buen sentido, el folklore y los principios filosófi-
cos y religiosos de la mayoría de los hombres vivientes en aquella
sociedad. Este modo de ser y de actuar de los hombres, de los gober-
nados, es el puntal más importante del orden constituido; la fuerza
material es una fuerza de reserva para los momentos excepcionales
de crisis. Por norma, el dominio de la clase dominante se funda so-
bre aquellas fuerzas que se pueden llamar “espirituales”, vale decir
sobre una adhesión de los gobernados al tipo de sociedad en la cual
viven, al modo de vida de aquel orden de vida social, es decir, sobre
el consenso. Es este concepto el que interesa a Gramsci, y es lo que
trata de definir, analizar y explicar (Togliatti, 1958, p. 280).

Sin embargo, esta distinción gramsciana (que ya se encuentra en Marx


y, antes, en Hegel) no puede conducirnos a creer en la existencia de dos
fenómenos separados. El Estado como dictadura de clase y el Estado
como sociedad no son más que dos momentos reales y activos de un
único fenómeno general y expresan en última instancia el hecho de que

61
José Aricó

la supremacía de una clase social se manifiesta en dos planos diferentes,


como “dominio” y como “dirección intelectual y moral”. Dice Gramsci
(s/d) “Un grupo social es dominante de los grupos adversarios que tien-
den a ‘liquidar’ o a someter aún mediante la fuerza armada, y es dirigen-
te de los grupos afines y aliados”. De allí entonces que no tenga sentido
y constituyan una burda deformación los intentos de algunos revisio-
nistas contemporáneos como Antonio Giolitti de hacer aparecer como
contradictorios o excluyentes los conceptos de hegemonía y dictadura
del proletariado, presentando al primero como inherente a una forma
particular de conquista del poder, que corresponde a las sociedades más
desarrolladas, a Occidente, y al segundo como más adecuado para aque-
llas sociedades más retrasadas, por ejemplo, Oriente.
Mediante un truco conceptual se confunden dos categorías que no
son contradictorias sino distintas puesto que se refieren a diferentes as-
pectos de una misma situación. El concepto de hegemonía define las
relaciones entre la clase dirigente y el conjunto de las clases aliadas,
mientras que el de dictadura hace referencia a las relaciones de enfren-
tamiento entre estas clases y las reaccionarias que es necesario destruir.
Esta distinción entre sociedad política (Estado propiamente dicho)
y sociedad civil tiene no solo una importancia teórica sino también una
gran significación práctica, puesto que para Gramsci (s.d.), “Un grupo
social puede y, aún más, debe ser dirigente ya antes de conquistar el po-
der gubernamental (es esta una de las condiciones principales para la
misma conquista del poder); después, cuando ejerce el poder, aunque
lo tenga fuertemente en un puño se convierte en dominante, pero debe
continuar siendo también ‘dirigente’”. Para el proletariado la conquista
del poder no puede consistir simplemente en la conquista de los órganos
de coerción (aparato burocrático militar) sino también y previamente en
la conquista de las masas.
Si la hegemonía es expresión de una relación orgánica, de una di-
rección intelectual y moral, mediante la cual las masas se sienten per-
manentemente ligadas a sus organizaciones de clases, es decir, si la
hegemonía significa la formación de una voluntad colectiva nacional
popular, para Gramsci es de fundamental importancia rastrear en la his-
toria italiana las razones de los sucesivos fracasos de las tentativas para

62
PRÓLOGO A NOTAS SOBRE MAQUIAVELO...

lograr dicha formación. La conexión con Maquiavelo no es por lo tanto


producto de un capricho sino del intento de indagar qué fuerzas socia-
les impidieron en un momento dado la constitución de un gran Estado
unitario y cómo siguen actuando en el presente para impedir la lucha de
la clase obrera por el nuevo Estado socialista. Pero así como Maquiavelo
en cuanto teórico de los Estados nacionales trató de lograr la formación
de una voluntad nacional popular a través de la figura mítica de un prín-
cipe, en las condiciones actuales,

[…] el moderno príncipe, el mito-príncipe, no puede ser una per-


sona real, un individuo concreto, solo puede ser un organismo, un
elemento de sociedad complejo en el cual comience a concretarse
una voluntad colectiva reconocida y afirmada parcialmente en la
acción. Este organismo ya ha sido dado por el desarrollo histórico
y es el partido político: la primera célula en la que se resumen los
gérmenes de voluntad colectiva que tienden a devenir universales y
totales (Gramsci, 1962, p. 27).

El instrumento a utilizar puede ser diferente pero el objetivo es el mis-


mo. Maquiavelo se esfuerza por convencer al pueblo de la necesidad de la
existencia de un “jefe” que tenga plena conciencia de lo que quiere y de la
forma de lograrlo, y de la utilidad de seguirlo con plena fe y entusiasmo
aunque su actividad parezca estar, o esté en abierta contradicción con la
ideología de la época que era la religión. Esta posición debe ser aproxima-
da según Gramsci a la de Marx, Engels y Lenin que lucharon también por
“destruir la unidad basada en la ideología tradicional sin cuya ruptura la
fuerza nueva no podría adquirir conciencia de la propia personalidad in-
dependiente” (Gramsci, 1962, p. 33). Pero una masa humana no puede ad-
quirir por sí misma una personalidad independiente sin organizarse en el
más amplio sentido de la palabra; y si tenemos en cuenta que la organiza-
ción no puede darse sin la existencia de los intelectuales, vale decir de los
dirigentes (“especialistas” más “políticos” según la distinción gramsciana)
es evidente que la presencia de un cuerpo político homogéneo y conscien-
te como es el partido del proletariado no surge por el capricho de tal o cual
personalidad en cualquier momento de la historia sino como expresión de

63
José Aricó

una necesidad histórica. Surge y puede desarrollarse solo “cuando las con-
diciones para su ‘triunfo’, para su indefectible transformarse en Estado
están al menos en vías de formación y dejan prever normalmente su desa-
rrollo ulterior” (Gramsci, 1962, p. 47).
Todo el volumen del Maquiavelo está dedicado fundamentalmente al
estudio de este “intelectual colectivo” que es el partido del proletariado,
analizado en el cuadro de la realidad italiana. No le interesa construir
un esquema abstracto de cómo debe ser y cómo debe funcionar un par-
tido obrero en cualquier país y en cualquier circunstancia histórica. Si
el presente debe ser una crítica permanente del pasado además de su
superación, si debemos estar cada vez más adheridos a un presente que
nosotros mismos hemos contribuido a crear teniendo conciencia del
pasado para mostrar las diferenciaciones y las precisiones y para justi-
ficarlas críticamente, la historia del partido del proletariado tiene para
Gramsci una vital importancia, puesto que ayuda a esclarecer el proceso
de distanciamiento de una determinada masa de hombres de la ideolo-
gía predominante, las raíces de sus características, las influencias de los
grupos afines amigos o enemigos, la acción sobre ellos de las superes-
tructuras y los elementos estructurales que determinan el surgimiento
de dicho grupo social. La historia del partido es en suma la historia gene-
ral del país escrita desde un punto de vista monográfico. Es lo que hace
Gramsci en este libro que presenta para nosotros, argentinos, tantos
puntos de vista válidos, para nuestras reflexiones políticas en la medi-
da en que trascienden la concreta experiencia de lucha para convertirse
en principios válidos también para nuestro actuar. Los problemas del
Partido Comunista Italiano, de su formación y de su estructura son ana-
lizados exhaustiva y profundamente.
Con una agudeza notable polemiza con las ideologías vinculadas al
revisionismo, en especial contra la concepción crociana de la política-
pasión y contra la concepción soreliana del mito; que en el plano político
se traducen en una tentativa de negar la importancia del partido obre-
ro y en exaltar la espontaneidad. Particularmente notable es la nota so-
bre “Algunos aspectos teóricos y prácticos del ‘economismo’” (Gramsci,
1962) y muy oportuna para la polémica con algunos “izquierdistas” crio-
llos que pretenden enchalecar al proletariado impidiéndole servirse de

64
PRÓLOGO A NOTAS SOBRE MAQUIAVELO...

aquellos sectores vacilantes que mantienen puntos de fricciones con el


imperialismo. Especialmente el fragmento dedicado a quienes man-
tienen una rígida aversión de principio a los “compromisos”. Gramsci
(1962) demuestra sagazmente que esta concepción está ligada al econo-
mismo y dice:

La concepción sobre la cual se funda esta aversión no puede ser


otra que la certeza inquebrantable de que en el desarrollo histórico
existen leyes objetivas del mismo carácter de las leyes naturales, a
lo cual se agrega la creencia en un finalismo fatalista similar al re-
ligioso. Si las condiciones favorables deben verificarse fatalmente
derivándose de ellas, en forma bastante misteriosa, acontecimien-
tos palingenésicos, es evidente no solo la inutilidad sino el daño de
toda iniciativa voluntaria tendiente a predisponer estas situaciones
según un plan. Junto a estas convicciones fatalistas, está sin embar-
go la tendencia a confiar “siempre” ciegamente y sin criterio en la
virtud reguladora de las armas […].

Más claro es absolutamente imposible.


Muchos y diversos son los problemas analizados en este libro. Todos
ellos tratados con la profundidad y capacidad que caracterizan la totali-
dad de los escritos gramscianos. Sería por ello una tarea que escaparía
al marco de esta nota analizarlos con la seriedad que se requiere, que
solo puede ser producto de una mayor frecuentación de sus meditacio-
nes. Solo hemos querido ayudar al público lector –y él dirá si lo hemos
logrado o no– a ubicar este volumen en el conjunto de los escritos inclui-
dos en los Cuadernos de la Cárcel y tomándolo también como el resulta-
do teórico más completo y profundo de toda la vida y de todo el pensa-
miento del que fuera el más genial e insigne dirigente de la clase obrera
italiana. Hemos tratado de demostrar que, por encima de la aparente
fragmentariedad de estas notas, existe una profunda unidad de conte-
nido que deriva del hecho de ser la expresión de una conciencia que ha
logrado asimilar la esencia de la inmortal doctrina de Marx y de Lenin y
de aplicarla sin esquematismos ni estrecheces a la viva y cambiante rea-
lidad italiana. Las obras de Antonio Gramsci a pesar de derivar de una

65
José Aricó

realidad concreta que no es la nuestra –o precisamente en virtud de esta


circunstancia– tienen un gran valor que debe ser aprovechado por todos
aquellos que en nuestra patria luchan por el advenimiento de una socie-
dad más racional y justa. Son en última instancia un magnífico ejemplo
de las alturas interpretativas que puede lograr el marxismo-leninismo
cuando está en manos de un pensador genial que lo utiliza como un ins-
trumento y como una guía y no como un dogma al cual se deba adaptar
la realidad. Ojalá que su ejemplo de lucha, perseverancia, tenacidad y
pasión revolucionaria se convierta en incentivo para las jóvenes genera-
ciones argentinas que comienzan a ver en el marxismo el instrumento
ideológico de su liberación.
En este volumen el traductor ha optado por incluir algunas notas con
el ánimo de aclarar algunas circunstancias, acontecimientos o persona-
jes, para facilitar así la plena comprensión del texto. Nos hemos servido
para ello de las últimas ediciones italianas de las obras de Gramsci, enca-
radas por Editori Riuniti y anotadas mediante el concurso del Instituto
Gramsci.

Córdoba, 1962

Bibliografía2

Gramsci, A. (1926a, 24 febrero). Informe sobre el III Congreso del PCI


(celebrado en Lyon). L’Unità, (Milán).
Gramsci, A. (1926b). Tesis para el III Congreso del P.C.I. Disponible
en http://www.gramsci.org.ar/1922-26/29-sit-italian-tareas-pci.htm
Gramsci, A. (1949). Note sul Machiavelli, sulla politica e sullo Stato moder-
no. Turín: Einaudi.
Gramsci, A. (1950). Cartas desde la cárcel. Buenos Aires: Lautaro.
Gramsci, A. (1951). Passato e Presente. Turín: Einaudi.
Gramsci, A. (1957). Alcuni temi della quistione meridionale. En
Antologia popolare degli scritti e delle lettere. Roma: Editori Riuniti.

2. [Elaborada para la presente edición].

66
PRÓLOGO A NOTAS SOBRE MAQUIAVELO...

Gramsci, A. (1958a) El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto


Croce. Buenos Aires: Lautaro.
Gramsci, A. (1958b). Scritti giovanili. Turín: Einaudi.
Gramsci, A. (1962). Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado
moderno. Buenos Aires: Lautaro.
Gramsci, A. (1926/1977). La situación italiana y las tareas del PCI (Tesis
de Lyon). En A. Gramsci, Escritos Políticos (1917-1933). México: Siglo XXI.
Lenin, V. I. (1946). ¿Qué hacer? En V. I. Lenin, Obras Escogidas, Tomo I.
Buenos Aires: Problemas.
Lenin, V. I. (1917/1957). El Estado y la revolución. Buenos Aires: Anteo.
Togliatti, P. (1958). Gramsci e il Leninismo, Studi Gramsciani. Roma:
Editori Riuniti.

67
Pasado y presente*

Cómo y por qué el presente es una crítica del pasado además de su supe-
ración. ¿Pero el pasado debe por esto ser rechazado? ¿Es preciso rechazar
aquello que el presente criticó en forma “intrínseca” y aquella parte de
nosotros que a él corresponde? ¿Qué significa esto? Que debemos tener
conciencia exacta de esta crítica real y darle una expresión no solo teórica
sino política. Vale decir, debemos ser más adherentes al presente que
hemos contribuido a crear, teniendo conciencia del pasado y de su conti-
nuarse (y revivir) (Gramsci, s.d.).

En la gestación de una revista de cultura siempre hay algo de designio


histórico, de “astucia de la razón”. Algo así como una fuerza inmanente
que nos impulsa a plasmar cosas que roen nuestro interior y que tenemos
urgente necesidad de objetivar. No es por ello desacertado buscar en las
revistas el desarrollo del espíritu público de un país, la formación, separa-
ción o unificación de sus capas de intelectuales. Puesto que al margen de
lo anecdótico, toda revista es siempre la expresión de un grupo de hom-
bres que tiende a manifestar una voluntad compartida, un proceso de ma-
duración semejante, una posición común frente a la realidad. Expresa, en
otras palabras, el vehemente deseo de elaborar en forma crítica lo que se
es, lo que se ha llegado a ser, a través del largo y difícil proceso histórico
que caracteriza la formación de todo intelectual. Es el conocimiento de
uno mismo el que en un proceso singular torna a ser recorrido nuevamen-
te, pero esta vez racionalizando en un esquema coherente esa infinidad de
experiencias que hemos recibido sin beneficio de inventario. Esas huellas

* Extraído de Aricó, J. (1963, abril-junio). Pasado y Presente. Pasado y Presente. Revista Trimestral de
Ideología y Cultura, 1(1), 1-17, (Córdoba).

69
José Aricó

que la vida ha impreso y que al permitirnos reconstruir nuestra biogra-


fía, dan también como resultado la reconstrucción de una parcela de la
historia del país, vista desde un ángulo personal o de grupo. La crónica se
transforma en historia. De allí entonces, que no otra cosa que el oscuro y
contradictorio cuadro de la realidad de las últimas décadas sea el objeto
del inventario de quienes hoy coincidimos en emprender la aventura que
presupone editar en el país una revista.
Pasado y Presente intenta iniciar la reconstrucción de la realidad que
nos envuelve, partiendo de las exigencias planteadas por una nueva ge-
neración con la que nos sentimos identificados. Lo que no significa ne-
gar o desconocer lo hecho hasta el presente, sino incorporar al análisis
esa urgente y poderosa instancia que nos impulsa en forma permanente
a rehacer la experiencia de los otros, a construir nuestras propias pers-
pectivas. Será por ello la expresión de un grupo de intelectuales con cier-
tos rasgos y perfiles propios, que esforzándose por aplicar el materia-
lismo histórico e incorporando las motivaciones del presente, intentará
soldarse con un pasado al que no repudia en su totalidad pero al que
tampoco acepta en la forma en que se le ofrece.
Nadie puede negar que asistimos hoy en la Argentina a la madura-
ción de una generación de intelectuales que aporta consigo instancias
y exigencias diferentes y que tiende a expresarse en la vida política con
acentos particulares. No queremos hacer aquí el examen del conjunto
de acontecimientos que condujeron a esa maduración. Será tema de fu-
turas entregas elucidar cómo se fue abriendo un abismo cada vez más
profundo entre la visión optimista y retórica de una Argentina ficticia,
irreal, que la cultura “oficial” se esforzó por inculcarnos y la lucidez con-
ceptual, la creciente aptitud para descubrir las causas reales de la crisis
nacional que ha ido adquiriendo esta nueva generación. Solo deseamos
reivindicar la validez intrínseca del nuevo “tono” nacional, de la podero-
sa instancia que ella aporta a la acción transformadora. Comprendemos
cuán importante es que sea valorada en sus justos términos por la con-
ciencia política de la clase que aspira a reconstruir en un sentido socia-
lista al país, si se quiere evitar la esterilización de tantos vivos fermentos
renovadores y la interrupción de esa dialéctica unidad de pasado y pre-
sente que debe conformar toda historia en acto, vale decir toda política.

70
Pasado y presente

Lo que aquí señalamos no significa de manera alguna caer en la vi-


sión interesada de quienes en el concepto de “generación” buscan un
eficaz sustituto a aquel más peligroso de “clase social”. Sin embargo, de-
purado de todo rasgo biológico o de toda externa consideración de tiem-
po o edades e “historizado”, el concepto de generación se torna pleno de
significado. Convertido en una categoría histórica-social, válida solo en
cuanto integrante de una totalidad que la comprenda y donde lo funda-
mental sea la mención al contenido de los procesos que se verifican en la
sociedad, se transforma en una útil herramienta interpretativa.
Desde esta perspectiva, ¿cuándo se puede hablar de la existencia de
una nueva generación? Cuando en la orientación ideal y práctica de un
grupo de seres humanos unidos más que por una igual condición de
clase por una común experiencia vital, se presentan ciertos elementos
homogéneos, frutos de la maduración de nuevos procesos antes ocultos
y hoy evidentes por sí mismos. No siempre en la historia se perfila una
nueva generación. Pero hay momentos en que un proceso histórico, ca-
racterizado por una pronunciada tendencia a la ruptura revolucionaria,
adquiere una fuerza y una urgencia tal que es visto y sentido de la misma
forma por una capa de hombres en los que sus diversos orígenes sociales
no han logrado aun transformarse en concepciones de clases cristaliza-
das y contradictorias.
¿Se está produciendo este fenómeno en nuestro país? Creemos que
sí. Basta observar con un mínimo de atención esa amplia escala de hom-
bres que van de los 25 a los 35 años –reconociendo empero cuanto de
aproximativo hay en la estimación– para comprender que tienen algo
en común. Que los une un mismo deseo de hacer el inventario por su
cuenta, que desean ver claro y que para ello apelan a la franqueza recha-
zando la demagogia, la grandilocuencia, las mentiras, el disfraz de una
realidad que comienzan a desnudar y a comprender en toda su dialéc-
tica complejidad. Que más que las palabras les interesan las esencias,
los contenidos. Una generación que no reconoce maestros no por im-
pulsos de simplista negatividad, sino por el hecho real de que en nues-
tro país las clases dominantes han perdido desde hace tiempo la capa-
cidad de atraer culturalmente a sus jóvenes mientras el proletariado y
su conciencia organizada no logran aun conquistar una hegemonía que

71
José Aricó

se traduzca en una coherente dirección intelectual y moral. Es preciso


partir de esta dolorosa realidad para comprenderla en su raíz y transfor-
marla. Pues no se trata de lamentarnos de las cosas que hicieron o deja-
ron de hacer quienes nos precedieron. Se trata sí de comprender que la
limitación apuntada más que estructural es circunstancial, transitoria,
y que la maduración de una generación nueva que se caracteriza por
su inconformismo y espíritu renovador es otro indicio, y muy impor-
tante, del lento y contradictorio proceso de conquista de una conciencia
histórica de parte del proletariado y de sectores considerables de capas
medias, en especial del que conforma nuestra intelectualidad en el más
amplio sentido de la palabra.
Si la insurgencia “generacional” argentina tiende a resolverse en la
maduración de una conciencia revolucionaria, no debemos por ello ol-
vidar que este proceso sigue vías aún demasiado internas, autónomas
con respecto a la acción proletaria. Que el disconformismo de los nue-
vos grupos intelectuales no se encauza todavía con la suficiente energía
hacia el plano de la acción revolucionaria, de su fusión concreta con la
lucha de la clase que aspira a destruir toda forma de explotación huma-
na. Y de allí el peligro [de] que las clases dominantes puedan desviar esta
tendencia mediante una acción transformista que diluya en la pura “in-
surgencia” impulsos que son profundamente renovadores. El transfor-
mismo conservador –tan habitual en nuestra historia– es siempre fac-
tible por la naturaleza del proceso que conduce al despegamiento de su
clase de las nuevas capas de intelectuales provenientes de la burguesía.
En su permanente aspiración a convertirse en los dirigentes de la socie-
dad y por ende de la clase que encarna el movimiento real de la negati-
vidad histórica, se traduce “en forma inconsciente” el afán de realizar
por su cuenta la hegemonía que su clase es incapaz de lograr. Pero en los
momentos de crisis total de la sociedad tienden, como señala con agu-
deza Gramsci (s.d.), a “volver al redil”. Sin embargo, no es “inevitable”
que el proceso se produzca de la manera que destacamos. La historia
no es el campo de acción de leyes inexorables, sino la resultante de la
acción de los hombres en permanente lucha por la conquista de los fines
que se plantean, aun cuando [son] condicionados por las circunstancias
con que se encuentran. Todo depende, en última instancia, del juego

72
Pasado y presente

de las fuerzas en pugna, del equilibrio de poder entre las clases en que
se encuentra escindida la sociedad. De allí que pueda ocurrir –es más,
que ocurra con frecuencia– que cuando el proletariado tiende a devenir
históricamente capaz de asumir la dirección total del país, el proceso
se invierta y las nuevas capas de intelectuales se transformen, a través
de un desarrollo muy capilar y hasta doloroso, caracterizado por suce-
sivos desgarramientos, en intelectuales de la clase obrera. Un proceso
que compromete toda la “persona” del intelectual y que exige como con-
dición imprescindible para producirse un mayor empeño práctico, una
mayor “obsesión política-económica” al decir de Gramsci (s.d.). Sin ella,
es difícil concebir que pueda desarrollarse con éxito la superación del in-
dividualismo, necesaria a los fines de la conquista de una unidad raigal y
profunda del intelectual con el pueblo.
La dualidad apuntada en el proceso de maduración demuestra que
estas condiciones no se dan con la plenitud que es de desear. Es aun
limitada la presencia hegemónica del proletariado, pues inciden sobre
él demasiados residuos corporativos, prejuicios, incrustaciones de ideo-
logías provenientes de otras clases, que el impiden comprender con la
profundidad que exigen las circunstancias la tarea histórica que debe
realizar como futura clase dirigente del país. Y este hecho dificulta a su
vez su poder de captación de las nuevas promociones intelectuales.
De esta limitación debe partir en su análisis el marxismo militante,
pues sin su superación es inconcebible la estructuración del nuevo blo-
que histórico de fuerzas necesario para encarar la reconstrucción nacio-
nal. Partir de ella para comprenderla en toda su significación y poder
así extraer su sentido y no engañarse con las exterioridades. Para poder
actuar con profundidad y coherencia sobre una realidad que cada gene-
ración torna nueva, distinta de la precedente.
Si el marxismo en cuanto historicismo absoluto puede ayudar a la iz-
quierda a comprender la dinámica generacional, el permanente replan-
teo de la cuestión de los “viejos” y los “jóvenes”, es siempre a condición
del esfuerzo por renovarse, por modernizarse, por superar lo envejeci-
do, que debe estar en la base de la dinámica de toda organización revo-
lucionaria. Cuando se parte del criterio de que somos los depositarios de
la verdad y que en la testarudez o en la ignorancia de los demás reside

73
José Aricó

la impotencia práctica de aquella; cuando concebimos a la organización


revolucionaria como algo concluido, terminado, como una especie de
edificio donde lo único que falta colocar son los visillos de las ventanas,
damos la base para que entre nosotros mismos se replantee, y esta vez
en forma virulenta, un “conflicto” que no es esencial, estructural, en el
proletariado y menos en su vanguardia organizada. Un conflicto que
está vinculado a la existencia de clases dominantes y a las dificultades
que ellas encuentran para dirigir a sus “jóvenes”. Recordemos las pala-
bras con que Gian Carlo Pajetta (s.d.) advertía sobre este peligro:

No habremos aprendido de nuestra experiencia y de nuestra doc-


trina si creyéramos que poseemos una verdad bella y terminada y
exigiéramos a los demás hombres que vinieran a aprenderla, como
un fácil catecismo. Entonces nuestro partido no estaría vivo, no ve-
ría afluir a los jóvenes con entusiasmo y con heroísmo, sería un mu-
seo o una galería de solemnes oleografías o simplemente un partido
conservador en vez de revolucionario.

He aquí por qué para que la vanguardia política de la clase revoluciona-


ria pueda facilitar el proceso de “enclasamiento” de las nuevas promo-
ciones intelectuales en los marcos del proletariado y en sus propias filas
es preciso en primer lugar reconocer la validez de la instancia genera-
cional, no tener nunca miedo de la obsesión por ver claro, de la “irres-
petuosidad” del lenguaje, del deseo permanente de revisión del pasado
que la caracteriza. Y además comprender cómo se desarrolla y cambia la
realidad, no permanecer nunca atado a viejos esquemas, a viejos lengua-
jes y posiciones. Comprender que la historia es cambio, transformación,
renovación y que es siempre preciso estar dentro de ella.

II

La revolución que ansiamos realizar, la profunda transformación libera-


dora del hombre argentino que compromete hoy nuestra acción no puede
extraer su sentido del pasado, sino de la proyección crítica de ese pasado

74
Pasado y presente

hacia un futuro concebido en términos de una sociedad sin clases. “No


puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración
supersticiosa por el pasado”, como decía con belleza de expresión el au-
tor de El XVIII Brumario (Marx, 1973). “Las anteriores revoluciones nece-
sitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse
acerca de su propio contenido”, pero nuestra revolución “debe dejar que
los muertos entierren a los muertos, para cobrar conciencia de su propio
contenido”. Cuando los acontecimientos plantean a los hombres tareas de
la magnitud de las actuales, cuando la praxis subvertidora aparece como
un objetivo alcanzable, la reflexión sobre esa praxis deviene una necesidad
perentoria, una tarea del momento. La filosofía, que en última instancia
no es más que la toma de conciencia, la autorreflexión a que se somete la
misma praxis, se anuda aún más con la historia, la asienta sobre bases rea-
les y científicas y de tal manera la prolonga, tornándola “presente”. Pero
la historia no es arbitrio. Es acción teleológica, el producto de hombres
que persiguen fines o proyectos no emanados del azar sino condiciona-
dos por el conjunto de circunstancias que envuelven a los hombres y que
son anteriores a él. Estas circunstancias tienen a su vez una historia, son
cristalizaciones de un pasado humano que es preciso conocer para que la
práctica social no sea gratuita y el condicionamiento al fin propuesto sea
acertado. Para que el proyecto a realizar no sea una mera ilusión óptica,
una simple utopía, sino un objetivo concreto y alcanzable.
¿Cuál debe ser nuestra actitud hacia el pasado? Si nos planteamos re-
hacer las experiencias anteriores, ¿cómo debemos encarar la considera-
ción de la suma de acontecimientos y situaciones que acogimos acrítica-
mente y que hoy nos sentimos urgidos de volver a analizar? Es evidente
que para una revista que no desea permanecer en el marco de la especu-
lación pura, la actitud con que encare el análisis del pasado debe ser no
solo teórica sino fundamentalmente política en el más amplio sentido de
la palabra. Más que por una preocupación de erudición abstracta debe-
rá estar guiada por las exigencias que derivan de la propia vida, por las
necesidades prácticas que proceden de la realidad. Son esas exigencias
y necesidades las que nos obligan permanentemente a dirigir nuestras
miradas al pasado para comprender las diferenciaciones producidas y
poder así justificarlas desde un punto de vista crítico.

75
José Aricó

Si la vida nos plantea la necesidad objetiva de la formación de un


nuevo bloque histórico de fuerzas y si ello presupone como condición
imprescindible la presencia hegemónica del proletariado, es lógico que
debamos buscar en el pasado –especialmente en el pasado más recien-
te– las razones que impidieron la concreción de una voluntad colectiva
nacional de tipo revolucionaria. Sin este análisis, no podríamos ofrecer
a la acción teórica y práctica una perspectiva coherente y clara. Debemos
indagar, por ejemplo, las causas que obstaculizaron la plena expansión
del marxismo en el seno del proletariado, las trabas que mediaron para
que su inserción en la realidad nacional fuese débil y tardía, partiendo
del criterio de que esas trabas no provenían exclusivamente de la clase
o del país, sino también del propio instrumento cognoscitivo, o mejor
dicho, de la concepción que de él se tenía y de cómo se entendía la ta-
rea de utilizarlo como esquema apto para una plena comprensión de la
realidad nacional. Lo cual es hasta cierto punto explicable, ya que la van-
guardia política de la clase, que tiene como misión histórica esa doble
tarea de adecuación interpretativa y de inserción profunda del marxis-
mo en la práctica revolucionaria, nunca puede tener una vida interna
por completo desligada de los procesos de conciencia que se producen
en la clase que históricamente representa. La dialéctica clase-partido no
es unívoca o unidireccional, es una acción recíproca muy sutil y com-
pleja que no puede ser analizada en forma simplista, partiendo exclu-
sivamente desde uno de los dos polos. Las mismas vacilaciones o erro-
res de la vanguardia de la clase no deben ser vistos solamente como
expresiones de inadecuación ideal, incomprensión, incapacidad o cosa
peor. También de aquellos –señala Palmiro Togliatti (s.d.) en un trabajo
dedicado a este tema– “es preciso saber derivar la expresión de una si-
tuación particular, de un grupo de problemas aún no resueltos, de una
exigencia no satisfecha a tiempo de la debida manera y que pesa sobre
todos los desarrollos sucesivos”. Pues, en caso contrario la objetividad
científica, que debe estar en la base de toda política seria, corre peligro
de ser sustituida por un subjetivismo fácil de deslizar hacia uno de los
dos extremos en que más frecuentemente se incurre, cuales son la san-
tificación de toda acción política pasada o su execración total. Esta falsa
polaridad, este maniqueísmo absurdo podrá ser eludido si se analiza el

76
Pasado y presente

pasado a partir de las nuevas experiencias, si se valoran los éxitos o los


fracasos de la acción pasada ajustándose a un método rigurosamente
autocrítico y plenamente historicista. Solo una plena conciencia histó-
rica del presente nos permite penetrar y superar el pasado a través de
un conocimiento que será tanto más objetivo y científico cuanto más
elevado sea el nivel cultural de la clase innovadora y más desarrollado
su espíritu crítico, su sentido de las distinciones. “Se condena en blo-
que el pasado –dice Gramsci (s.d.)– cuando no se logra diferenciarse de
él, o al menos cuando las diferenciaciones son de carácter secundario y
se agotan por lo tanto en el entusiasmo declamatorio”. Sería arriesga-
do afirmar que en el proletariado argentino, que aparece como la única
fuerza social capaz de llevar hasta sus últimas consecuencias un amplio
impulso de renovación nacional, los fenómenos de conciencia hayan
arribado a su plena madurez revolucionaria. Sin embargo, es un hecho
evidente y observable a cada paso cuánto se avanzó en dicho sentido. Y
el proceso contradictorio, a veces confuso, pleno de sutiles mediaciones,
que se está operando en el plano político y social no puede dejar de estar
acompañado de una acción renovadora en la consideración del pasado,
en la investigación histórica. Ya que en el fondo es inconcebible una his-
toriografía al margen de los intereses prácticos y políticos del presente.
Hoy podemos dejar de repudiar en bloque el pasado porque en el terreno
de la realidad concreta se está produciendo una diferenciación. El país
ya no es el mismo que hace diez o veinte años atrás. Ha cambiado y su
transformación, al margen del grado de profundidad que haya alcan-
zado, no puede dejar de transformar también el propio juicio histórico.
Del momento polémico, de la consideración política del pasado se tien-
de a pasar al momento historiográfico, a la conciencia histórica. Hoy se
nos plantea la posibilidad de comprender el pasado más reciente, saber
cómo han ocurrido realmente las cosas porque estamos en condiciones
de rehacer la historia, de transformar el país.
Es claro que en el pasado estamos todos. Ellos y nosotros. Quienes se
esforzaron por impedir un proceso de renovación total de la sociedad ar-
gentina y quienes lucharon por imponerlo; el proletariado con las fuer-
zas políticas que lo representaron y las clases dominantes y sus partidos.
Y en ese pasado se puede encontrar todo lo que se quiera. Basta cambiar

77
José Aricó

un poco las perspectivas, hacerlas atravesar determinadas refracciones


de clase, ordenar en forma diferente las dimensiones y la valoración de
los procesos. Para cada clase o para cada fuerza política determinados
sucesos del pasado adquieren diferente significación. Más aún, en la
propia izquierda son intensas las controversias sobre algunos nudos o
acontecimientos históricos de las últimas décadas, interpretados en for-
ma radicalmente distinta. ¿Demuestra esto la imposibilidad de alcanzar
un juicio verdadero? ¿Es factible lograr un criterio historiográfico co-
mún en la caracterización del pasado más reciente de parte de aquellas
fuerzas sociales que se proponen la construcción de un mismo futuro?
¿Es posible superar el subjetivismo y advenir a una verdadera conciencia
histórica de ese pasado? Difícil es responder a estas preguntas, cuando
las respuestas comprometen posiciones tomadas, criterios políticos aún
actuantes de fuerzas reales y activas en el panorama nacional. Difícil
pero necesario, pues de esas respuestas dependen a veces cosas de vital
importancia no solo en el plano de la historiografía sino también y fun-
damentalmente en el de la acción política.
Es evidente que tenemos que abandonar algunos criterios que no
contribuyen a posibilitar el esclarecimiento adecuado del problema.
Uno de ellos, por ejemplo, y quizás el más usual en la izquierda, es creer
que en la práctica de la fuerza política actuante –de la que su línea de ac-
ción se encarga de escribir la historia– es preciso buscar la clave que nos
permita explicar los hechos del pasado, sin comprender que esa misma
práctica partidaria necesita a su vez ser juzgada con absoluta histori-
cidad. Necesita, en otras palabras, de un criterio exterior a ella misma,
que no puede ser otro que el que Marx aplicara con tanta pasión revolu-
cionaria, pero al mismo tiempo con tanta escrupulosidad científica, en
la pequeña chef d’oeuvre que citáramos al comienzo del capítulo, criterio
que nos señala que así como en la vida privada se distingue entre lo que
un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que realmente es y hace, en
las luchas históricas hay que distinguir todavía más entre las frases y las
figuraciones de los partidos y su organismo real y sus intereses reales,
entre lo que imaginan ser y lo que en realidad son. Esta consideración
nos permite eludir el peligro de caer en los errores “presentistas” que
caracterizan a la mayor parte de los historiadores afectos al mal llamado

78
Pasado y presente

“revisionismo histórico”. Puesto que si bien es cierto que toda historia es


contemporánea, que en última instancia solo hay una historia del pre-
sente, vale decir, una proyección hacia el pasado de la política actual, no
es menos cierto que esta proyección que yace en el fondo de toda labor
histórica, no asume el carácter simplista y esquemático que le asignan
los ideólogos del nacionalismo pequeñoburgués.
El proceso histórico no es una pura discontinuidad valorable por ello
solo desde el presente. Es una unidad en el tiempo, una cadena de acon-
tecimientos donde cada presente contiene “depurado” y “criticado” todo
el pasado. Si no existiese esta continuidad dialéctica no tendría sentido
el devenir histórico no podríamos concebir una labor de recuperación
del pasado y de proyección hacia el futuro, una política de transforma-
ción revolucionaria. Sería el reinado del arbitrio, de la libertad absolu-
ta y no de un telos. Sin embargo, el sentido de un acontecimiento o de
un nudo histórico no puede ser caracterizado de una vez para siempre,
pues la sociedad en su proceso de cambio no está sujeta una regulari-
dad “natural”, inexorable, al margen de la acción de los hombres. Cada
etapa del desarrollo social abre en su proceso de cambio un complejo
de posibilidades que no es limitado pero sí lo suficientemente amplio
como para ofrecer un vasto campo de operaciones para la aplicación de
la libertad humana concreta. Cuáles de esas posibilidades ínsitas en la
sociedad serán realizadas o, en cierto sentido, “conservadas” en la nueva
realidad es, ante todo, una cuestión de “política” práctica. El sentido de
cada acontecimiento es permanentemente reelaborado en forma pro-
gresiva por el movimiento histórico, quien, al transformar las posibi-
lidades de desarrollo en realidades concretas, va mostrando al mismo
tiempo qué fuerzas y tendencias existían en las pasadas estructuras. Y
como ese movimiento no concluye jamás, no podemos tampoco otorgar
un sentido definitivo a cada acto de la historia.
En esa verdadera dialéctica de conservación y renovación que consti-
tuye todo progreso histórico, el pasado no se integra y realiza totalmente
en el presente. Es depurado, reducido a lo esencial. Pero esta selección
constante entre lo vivo y lo muerto del pasado histórico, que constituye
la sustancia real de toda política en acto, no puede estar sujeta al ca-
pricho. Si una fracción de la totalidad del proceso histórico es aislada

79
José Aricó

del conjunto, escindida de las causas que la provocaron y de las conse-


cuencias que acarreó, si se establece un nexo arbitrario entre ella y el
presente, se abandona el firme terreno del historicismo concreto para
incurrir en la manifestación de una necesidad política del momento.
Se deja de hacer ciencia historiográfica y se permanece en el estrecho
marco de una ideología política inmediata. Es imposible determinar
de antemano lo que se conservará del pasado en el proceso dialéctico.
Esto deriva del proceso mismo que en la historia real siempre se desme-
nuza en innumerables momentos parciales. La acción política deviene
momento historiográfico cuando modifica el conjunto de relaciones en
las que el hombre se integra. Cuando conociendo las posibilidades que
ofrece la coyuntura histórica sabe organizar la voluntad los hombres al-
rededor de la transformación del mundo. El político revolucionario es
historiador en la medida en que obrando sobre el presente interpreta el
pasado. En su acción práctica supera toda veleidad ideológica y acciona
sobre el pasado “verdadero”, sobre la historia real y efectiva cristalizada
en una estructura, o lo que es lo mismo, en el conjunto de las condicio-
nes materiales de una sociedad. “La estructura –dice Gramsci (s.d.)– es
pasado real, precisamente porque es el testimonio, el ‘documento’ in-
controvertible de lo que se hizo y de lo que continúa subsistiendo como
condición del presente y del porvenir”. Sin embargo, siempre existe la
posibilidad del error: que se considere vital lo que no lo es, o que no se
ubique con corrección un proceso de cambio que germina, y que de tal
manera la acción política quede rezagada. Pero no se puede descargar
sobre el método errores que provienen de un conocimiento insuficiente
del contorno sobre el que actúa la fuerza renovadora, o de una concep-
ción esquemática que pretende derivar los resultados no de la realidad
sino del propio método. La relación método-aplicación práctica es lo su-
ficientemente indirecta como para que ninguna fuerza social pretenda
edificar una supuesta capacidad de previsión por la sola posesión de un
método correcto, científico. Reconociendo que cada grupo social tiene
un pasado al que considera como el único verdadero, se mostrará supe-
rior aquel grupo o aquella organización que sepa comprender y justifi-
car críticamente todos esos “pasados”. Solo así podrá identificar la línea
de desarrollo real, e intervenir en la acción práctica cometiendo menos

80
Pasado y presente

errores, puesto que sabrá también identificar la mayor cantidad de ele-


mentos renovadores sobre los cuales apoyarse para estructurar una ver-
dadera labor de transformación histórica. Solo así será la expresión viva
del traspaso de la conciencia política a la conciencia histórica.
En esta unidad de política e historia se expresa todo el humanismo
marxista, la profunda validez de su empeño práctico. Un humanismo
que reivindica a la política como la más elevada forma de actividad del
hombre, en cuanto su acción dirigida a transformar la estructura de la
sociedad contribuye a modificar todo el género humano. Si no existe
una naturaleza humana abstracta e inmutable, si es preciso concebir al
hombre como un “bloque histórico”, como la suma de las relaciones so-
ciales en las que se integra, transformar al mundo significa al mismo
tiempo transformarnos a nosotros mismos. De allí que sea en la política
donde se expresa lo genérico de este ser particular, su “humanidad”, la
posibilidad que le es inherente de real apropiación de un mundo al que
mediante el trabajo convierte en prolongación de sí mismo.
A través de la exaltación de la política, el marxismo realiza su función
negadora de una sociedad que por estar fundada en la explotación es por
esencia alienada y alienante. Una sociedad en la que está vedada toda
posibilidad de plena realización de lo humano. Es la única doctrina que
puede verdaderamente convertir a los hombres en dueños de su propio
destino, ya que les permite comprender las condiciones del actuar hu-
mano y trabajar conscientemente por la conquista de aquellos objetivos
que la historia, una vez penetrada en forma racional, muestra como fac-
tibles de alcanzar. Al fundir teoría y práctica, historia y política, pasado y
presente, el marxismo se identifica con el cambio histórico y se torna al
mismo tiempo, a contrario sensu, la concepción más enlodada, combati-
da, deformada por las clases dominantes. No obstante, si el valor históri-
co de una filosofía puede ser medido por su eficacia práctica, es preciso
reconocer que ha resistido con éxito esta dura prueba. Con absoluta jus-
teza el filón italiano del marxismo, a través de Labriola y Gramsci, supo
definir el rasgo sustancial de la doctrina al denominarla Filosofía de la
praxis. Como tal, como concepción transformadora rechaza toda ideo-
logía cristalizadora, cosificadora de la realidad. Aun de aquella que uti-
lizando un léxico marxista incurre en las más groseras deformaciones

81
José Aricó

de fatalismo positivista y de materialismo vulgar. Rechaza toda forma


de pasividad y de indiferencia política, que expresan la aceptación del
mundo y que por ello constituyen el peso muerto de la historia, el fácil
recurso al que apela siempre el pensamiento de derecha.
Pasado y Presente, en cuanto aspira a convertirse en una nueva expre-
sión de la izquierda real argentina, parte de la aceptación del marxismo
como la filosofía del mundo actual y asume los deberes que esa acepta-
ción le plantea. Será por ello una revista “comprometida” con todas las
fuerzas que hoy se proponen la transformación revolucionaria de nues-
tra realidad. Comprometida con todo esfuerzo liberador del hombre.
Será por ello una revista “política” en el más amplio y elevado sentido de
la palabra.

III

Cuando al iniciar estas notas señalábamos la conveniencia de estudiar


a través de la historia de las revistas culturales el desarrollo del espíritu
público en el país, el proceso de conformación de los intelectuales argen-
tinos, indicábamos un camino de búsqueda no suficientemente utiliza-
do. Nuestros investigadores se sienten más propensos a hacer reposar
sobre la mayor o menor originalidad de singulares personalidades el
análisis de problemas que solo pueden ser resueltos en la medida en que
los ubica en el terreno de la formación de los intelectuales, vale decir,
en el estudio de los procesos que conducen a la diferenciación dentro
de una estructura social determinada de una categoría de hombres que
desempeñan vitales funciones de organización y conexión.
No podemos decir que alguna vez se haya intentado analizar inte-
gralmente nuestro desarrollo político-cultural partiendo de las diferen-
ciaciones reales producidas en el cuerpo de la nación, de la formación
y desarrollo de categorías especializadas en el ejercicio de la función
intelectual. Uno de nuestros propósitos es poder ofrecer en una próxi-
ma entrega de Pasado y Presente un análisis de conjunto de los distintos
nudos históricos de formación de los intelectuales argentinos, enfoca-
dos a través de una serie de ensayos monográficos. Aquí basta señalar

82
Pasado y presente

cómo, a partir de la organización nacional, paralelamente a la estruc-


turación y desarrollo del mercado nacional único y a la conformación
de la Argentina como un país capitalista “moderno”, integrado en una
posición subalterna en la división internacional del trabajo, se produce
un considerable desarrollo de la categoría de los intelectuales, especial-
mente de la que ocupa los elevados escalones de la actividad científica,
artística y literaria. En cuanto “funcionario” de la superestructura, los
perfiles del intelectual y del papel que cumple en el seno de la sociedad
aparecen cada vez más diferenciados en comparación con el siglo pasa-
do, cuando la estructura social era más gelatinosa e indiferenciada. Pero
la progresiva distinción de la actividad intelectual como labor en sí y las
necesidades creadas por la nueva sociedad de masas que emerge de la
industrialización capitalista, no podía dejar de estar acompañada por
el surgimiento y expansión de nuevas instituciones culturales, algunas
de las cuales como la organización escolar y el periodismo adquieren un
desarrollo considerable.
El florecimiento pleno de un periodismo “superior”, estructurado
bajo las variadas formas de revistas de política cultural, que se produce
desde comienzos de siglo, pero que se torna más evidente después de la
Primera Guerra Mundial, está vinculado al proceso de modernización
y complejización de nuestra sociedad. En cuanto centro de elaboración
y difusión ideológica, y de vinculación orgánica de extensos núcleos
de intelectuales, la revista constituye una “institución cultural” de pri-
mer orden y su importancia es cada vez mayor en la sociedad moderna.
Todo movimiento cultural, todo proceso de modificación de estructuras
culturales envejecidas, casi siempre fueron vinculados a órganos de ex-
presión, a distintos tipos de revistas que por tal motivo se constituían
en verdaderos centros formadores de las más diversas instituciones
culturales. Por su acción integradora de las funciones intelectuales, las
revistas cumplen en la sociedad un papel semejante al del Estado o de
los partidos políticos, aunque las diferencia de los partidos una perma-
nente función elaboradora de “técnicas culturales”. Y no siempre esta
distinción ha sido suficientemente tenida en cuenta por las publicacio-
nes que mantienen una directa vinculación con las organizaciones po-
líticas. Pero las revistas pueden cumplir con esta verdadera acción de

83
José Aricó

organización de la cultura solo en cuanto devienen centros de elaboración


y homogeneización de la ideología de un bloque histórico en el que la
vinculación entre élite y masa sea orgánica y raigal.
Hubo períodos de la historia del país en que la necesidad imposter-
gable de esclarecerse a sí mismos para tornar clara la acción, el deseo de
[des]entrañar las raíces de nuestras desgracias nacionales, se expresó a
través de la plena expansión de todo tipo publicaciones literarias y cul-
turales, algunas de ellas de indudable importancia histórica. Pero hubo
momentos, como los actuales, en que el progresivo deterioro de los habi-
tuales centros de organización cultural y la ausencia de nuevos centros
unitarios de aglutinamiento y homogeneización de los intelectuales se
expresó también en la labilidad de sus órganos de expresión.
La actual dispersión y el fraccionamiento creciente de la intelectua-
lidad argentina, la división en pequeñas élites incomunicadas entre sí y
aisladas del cuerpo real de la nación no puede dejar de manifestarse en
la dolorosa ausencia de revistas de envergadura nacional, en la absolu-
ta pobreza de las páginas literarias de los grandes rotativos, en la falta
de órganos de expresión que nos vinculen con nuevas problemáticas y
conocimientos. Hoy, si se quiere eludir al provincianismo creciente de
nuestra cultura, es preciso suscribirse a las revistas extranjeras. Muy po-
cas son las publicaciones que mantienen a través de su estructura, de su
contenido y empeño una vinculación permanente, orgánica con la reali-
dad nacional y mundial.
La mayoría de las publicaciones actuales o son verdaderas empresas
industriales en las que priman la búsqueda de beneficios, u “órganos” de
reducidas élites sin homogeneidad de formación ni unidad de objetivos.
De allí la permanente tendencia a la escisión, al fraccionamiento que
impera en dichos grupos, y que limita en forma considerable su influen-
cia y esteriliza su acción corrosiva de las viejas estructuras culturales.
Ocurre con frecuencia que el afán por sobrevivir, por estar a la altura de
los tiempos, impulsa algunas de ellas al “modernismo”, a la exaltación
gratuita de la última moda europea, a no buscar con la suficiente serie-
dad crítica una correcta mediación entre las más valiosas conquistas del
pensamiento extranjero y nuestra realidad, cayendo así en una suerte de
“provincianismo” bastante anacrónico.

84
Pasado y presente

Es claro que la superación de estos vicios presupone cambios sustan-


ciales en el plano de conjunto de la realidad nacional, pero implica en
primera instancia una transformación del concepto tradicional de cul-
tura, la lucha contra toda espontaneidad y por un nuevo sentido de la
organización cultural y también un empeño más unitario, un esfuerzo
mayor de los intelectuales para superar el relativo aislamiento y estruc-
turar nuevos centros de elaboración y difusión cultural.
Nuestra historia registra la existencia de revistas que aun cuando
desde planos diferentes contribuyeron poderosamente a compaginar
una determinada estructura cultural. Que por ser expresión de grupos
unitarios de intelectuales incidieron en la vida nacional introduciendo
nuevos gustos y sentidos de la cultura, nuevas tendencias del pensar.
¿Quién podría negar la importancia de revistas como Nosotros, Revista
de Filosofía, Martín Fierro, Claridad, o aún más reciente, la misma Sur?
¿O quién podría desconocer la influencia que en Latinoamérica, pero
también en nuestro país tuvo Amauta, la por tantos motivos precursora
revista de Mariátegui? Sin embargo, no podríamos afirmar que dichas
revistas hayan logrado modificar sustancialmente el permanente divor-
cio entre los intelectuales y el pueblo-nación que caracteriza a nuestros
procesos culturales.
Uno quizás de los intentos más serios por estructurar una nueva
relación ideológica-moral con el conjunto de la realidad nacional en su
complejo devenir histórico haya sido el de Contorno… Ninguna como
ella, entre sus contemporáneas, se caracterizó por un deseo igual de
posesionarse de la realidad, por una búsqueda tan acuciante de las
raíces de nuestros problemas. Ninguna logró como ella conformar un
equipo tan homogéneo ni adquirir la importancia cultural que tuvo.
Fue quizás la revista más “avanzada” de lo que ha dado en llamarse
izquierda independiente argentina. Vale decir, del conjunto intelectuales
más jóvenes e inconformistas de nuestras capas medias que se sentían
llamados a realizar la reconstrucción nacional, la conquista de la an-
siada síntesis reparadora entre las masas dirigidas ideológicamente
por el peronismo y la nueva clase dirigente en gestación que militaba
en los rangos del frondizismo. Y todo ello logrado sin apelar a la iz-
quierda marxista-leninista, que era de hecho marginada del proceso

85
José Aricó

y considerada absolutamente ajena a nuestra realidad. Una vez más,


la actitud paternalista de las viejas clases dirigentes se servía del in-
conformismo de sus “jóvenes” para revitalizar el intento de captación
del proletariado. Y es esta la conclusión a la que arribó Ismael Viñas
(1959/2007) en el último número aparecido de Contorno, dedicado pre-
cisamente al análisis del frondizismo, cuando señalaba la necesidad
de superar “la tendencia que tenemos los hijos de las clases medias a
abdicar del privilegio económico en que nos encontramos, pero solo a
condición de intentar reemplazarlo por el acatamiento que presten las
clases proletarias a nuestro liderazgo”. La experiencia de Contorno pue-
de sernos bastante aleccionadora, pues aun cuando su desaparición en
plena era frondizista expresa el naufragio de una esperanza, la quiebra
de una ilusión imposible en la Argentina actual, es al mismo tiempo
un claro índice de las limitaciones presentes de la “autonomía” política
del proletariado y de la aún débil puesta en acción de la capacidad in-
trínseca de captación que posee la filosofía de la praxis. La experiencia
de Contorno nos invita, por tanto, a la crítica de una ilusión, pero nos
obliga también a la autocrítica asunción de nuestras responsabilida-
des. Puesto que la tarea que se planteaba Contorno queda aún por re-
solver. La creación de los puentes que permitan establecer un punto de
pasaje entre el proletariado y los intelectuales, entre el proletariado y
sus aliados naturales, la conquista de una corriente concreta que eng-
lobe clase obrera y capas medias, de una totalidad que no excluya a los
otros sectores destinados a conformar el bloque histórico revolucio-
nario, es aun un objetivo a alcanzar. Lo que sí ha quedado claro, hasta
para los mismos ex redactores de Contorno, es que esto solo puede ser
factible si se cambia el punto de partida, si en lugar de ocultar o me-
nospreciar al marxismo militante se lo coloca como punto de arranque
de una verdadera política de unificación cultural destinada a otorgar
al proletariado la plenitud de su conciencia histórica. Y es esto lo que
debe plantearse como tarea esencial toda revista que se considere de
izquierda.
Un órgano de cultura que se fije esos objetivos es hoy imprescindi-
ble. Una revista que sea la expresión de un grupo orgánico y hasta cier-
to punto homogéneo de intelectuales, conscientes del papel que deben

86
Pasado y presente

jugar en el plano de la ideología y responsables del profundo sentido po-


lítico en que hay que proyectar todo su trabajo de equipo. Que tienda a
facilitar, tornándolo más claro y consciente, el proceso de “enclasamien-
to” de la intelectualidad pequeñoburguesa en los marcos de la clase por-
tadora del futuro. Pero que a la vez, por no estar enrolada en organismo
político alguno y por contar entre sus redactores hombres provenientes
de diversas concepciones políticas, se convierta ella misma en un efec-
tivo centro unitario de confrontación y elaboración ideológica de todas
aquellas fuerzas que se plantean hoy la necesidad impostergable de una
renovación total de la sociedad argentina. Y esta función espera cumplir
Pasado y Presente.
Claro está que una revista que aspira a convertirse en el instrumento
de un nuevo sentido de la organización cultural no puede dejar de plan-
tearse hacia dónde va dirigida, a qué masa de lectores pretende influir y
organizar y qué obstáculos debe superar para la conquista de una unifi-
cación cultural verdaderamente nacional y popular.

IV

Esta es una cuestión esencial, ya que las clases dominantes del país tam-
bién aplican una política de unificación cultural aunque concebida como
medio para impedir al pueblo la adquisición de una conciencia plena
de las contradicciones de la vida real, la búsqueda objetiva de la verdad,
el conocimiento histórico y de clase que le permita al mismo tiempo el
pleno desarrollo de la personalidad humana. Una política que en última
instancia es la de la anti-cultura. Contra esto es preciso anteponer una
acción en el plano ideal y práctico por una nueva cultura de masas que
signifique una toma de conciencia más profunda, más dialéctica de la
vida real y que solo puede darse en la medida en que se dé una presen-
cia autónoma, independiente en el plano ideológico y político de la clase
obrera.
La mención del papel decisivo que debe jugar el proletariado en esta
acción, no deriva simplemente del punto de partida ideológico que adop-
tamos. Expresa, por el contrario, lo “nuevo” que caracteriza el desarrollo

87
José Aricó

de las fuerzas productivas del país en las últimas décadas y que está
dado por el crecimiento impetuoso de la clase obrera, su concentración
en grandes empresas industriales y el correlativo aumento de su peso y
conciencia política.
Una revista que se edita en Córdoba no puede desconocer la profun-
da transformación que se está operando en la ciudad y que tiende a con-
vertirla rápidamente en un moderno centro industrial de considerable
peso económico. El proceso de crecimiento de la industria al disgregar
la arcaica estructura “tradicional” sobre la que se asentaba la función
burocrática-administrativa cumplida por la ciudad ha contribuido a
transformar también el clásico distanciamiento ciudad-campo que ca-
racteriza la historia de nuestra región. Sería interesante rastrear en el
pasado cómo se configuró este distanciamiento. Retomar el discurso
que con profunda sagacidad crítica iniciara Sarmiento (1845/1977) en el
Facundo. Sin embargo, podemos quizás afirmar que las transformacio-
nes provocadas han abierto las posibilidades para que esta ciudad, tra-
dicionalmente vuelta de espaldas al campo, pueda cambiar de función y
estructurar una unidad profunda con las fuerzas rurales innovadoras,
vale decir, que la Córdoba monacal y conservadora comience a perfilarse
como uno de los centros políticos y económicos de la lucha por la recons-
trucción nacional.
Ante esta realidad, en constante proceso de transformación, no siem-
pre la izquierda logró ubicarse correctamente superando el dilema de
una consideración puramente ideológica y por tanto abstracta y meta-
física del nuevo contorno social o el empirismo sociológico al que tan
afectos se muestran los “tecnócratas” desarrollistas frigerianos. Difícil
es superar la permanente polaridad entre ideología y ciencia, conoci-
miento histórico y metodología científica, totalidad y empirismo (o más
concretamente revolución y reforma). En esencia, tales polaridades no
son más que expresiones cristalizadas de una peligrosa escisión entre
teoría y práctica. Cuando consideramos a la teoría como “justificadora”
de una práctica política determinada, o a esta última como “ejemplifica-
ción” de una concepción general “ya terminada”, no tenemos una con-
ciencia plena de que ambas posiciones son manifestaciones ideológicas
de un distanciamiento real producido en la unidad intelectuales-masa,

88
Pasado y presente

ya que en toda organización revolucionaria la perfecta identidad de teo-


ría y práctica siempre se plantea en el terreno de la coincidencia entre
dirección y base, dirigentes y dirigidos, élites y masa, intelectuales y
pueblo.
Cuando el delicado sistema de relaciones comunicantes que consti-
tuye la estructura de un partido revolucionario se obtura, fundamen-
talmente a causa de las cristalizaciones dogmáticas, se escinde esa dia-
léctica unidad de base y dirección que permite al partido comportarse
como un verdadero “intelectual colectivo”. La infatigable labor de mues-
treo sociológico que cotidianamente realizan sus militantes en el trabajo
en las fábricas, escuelas o talleres, escuchando, conociendo, analizando,
impulsando acciones, no logran ser unificadas en un todo único, “gene-
ralizadas” por así decir. Quedan reducidas al mero papel de “ejemplos”
de una totalidad ya definida de antemano. Se produce así un cierto des-
apego de la organización con respecto a la realidad, una cierta dureza
para seguir atentamente esa realidad en todo su desarrollo, para encon-
trar lo nuevo y rechazar el estereotipo, el lugar común, las posiciones
preconstituidas. Una cierta incapacidad para compaginar la fidelidad a
los principios revolucionarios y la firme voluntad de luchar por las trans-
formaciones necesarias, con una consideración profundamente científi-
ca y por ello verdadera de la realidad.
Sin embargo, lo que no siempre logran entender los sociólogos “pu-
ros” es que en esa cotidiana labor práctica de los militantes revoluciona-
rios, en esa acción constante sobre la realidad reside la garantía de las
circunstanciales dificultades históricas que pueda atravesar el marxis-
mo que, en cuanto conciencia crítica de la acción transformadora, puede
concebirse a sí mismo en forma absolutamente historicista y someterse
por ello a una permanente y despiadada autocrítica. Más que de un pre-
maturo “envejecimiento” del marxismo hoy convendría hablar, con mu-
cha mayor precisión, de una verdadera crisis del pensamiento dogmático.
La realidad exige hoy de parte de la izquierda una comprensión ca-
bal de la complejidad de los cambios que acarrea en el cuerpo de la na-
ción, o en nuestro caso de la ciudad, la transformación de una sociedad
“tradicional” en una sociedad “industrial”. Pero ocurre a veces que por
aferrarnos a un esquema predeterminado nos comportamos ante esa

89
José Aricó

realidad como si estuviésemos frente a simples cambios en el interior de


una totalidad ya conocida. Partiendo de un correcto análisis global de la
sociedad argentina y de la permanencia histórica de sus líneas estruc-
turales más generales, no siempre tuvimos una noción exacta de cómo
esos “islotes” de capitalismo moderno en el seno de una sociedad subde-
sarrollada fueron adquiriendo paulatinamente un peso considerable en
la vida política y económica del país, entre otras cosas porque contienen
en su interior las fuerzas destinadas a modificar radicalmente nuestra
actual sociedad. Pero, además, porque la introducción en una sociedad
tradicional de grandes complejos industriales como los de Fiat y Kaiser
en Córdoba significa no solo una seria modificación en el dominio de la
producción (y por ende, del consumo, transportes y comunicaciones),
sino también una transformación en el dominio de la sensibilidad, de la
psicología social, caracterizada ahora por la aparición y difusión de nue-
vos “tipos” humanos. Se trata en resumen del surgimiento de un mundo
hasta cierto punto nuevo, diferente, que exige ser penetrado en sus par-
ticulares rasgos distintivos para poder actuar eficazmente sobre él. Este
contorno es el que en última instancia condicionará el “tono” de Pasado
y Presente, la orientación general de su problemática, el campo hacia el
cual va dirigida. Lo que de ninguna manera significa “provincializar”
su empeño, reducir su cuota de generalidad, ya que los fenómenos que
observamos en la ciudad son parte de un proceso más vasto de modifi-
caciones de la vida económica y social que comenzó a producirse en los
preámbulos de la Segunda Guerra Mundial.
Uno de los nuevos “tipos” humanos surgidos del proceso de trans-
formación ciudadana está constituido por los obreros de las grandes
empresas, cualitativamente diferente del resto de la clase. Este es el sec-
tor que nos interesa analizar ahora y al que pretendemos llegar con una
nueva problemática revolucionaria ya que en él encontramos los gérme-
nes del hombre nuevo, la fuerza dirigente del nuevo bloque histórico a
formar. La función directiva que el marxismo atribuye al proletariado
industrial en el proceso de conquista y creación de una nueva sociedad
nos plantea también la necesidad de revalorizar la fábrica concebida
como forma necesaria de la clase obrera, como un organismo político o
al decir de Gramsci (s.d.) como el “territorio nacional del autogobierno

90
Pasado y presente

obrero”. Es a partir de la lucha en el interior de la misma fábrica como


la clase obrera adquiere la conciencia plena de sus responsabilidades,
de su función hegemónica en la sociedad, esa conciencia de productor
necesaria para conquistar la dirección moral e intelectual de las clases
subalternas.
Las modernas fábricas que merced al impulso de distintos grupos
monopolistas se han instalado en la ciudad aportan no solo la utiliza-
ción de nuevos instrumentos de producción, sino también y funda-
mentalmente la introducción de técnicas racionalizadoras elevadas
orientadas más que a la sustitución del trabajo humano a la búsqueda
de nuevas formas de explotación del trabajo. La mayor y más perfecta
división del trabajo en el interior de la empresa y la introducción de
técnicas “racionalizadoras” disminuye progresivamente el peso indivi-
dual del trabajador, desnaturaliza el contenido humano del trabajo pero
al mismo tiempo eleva en forma considerable la productividad social
de la masa de hombres que trabajan en la empresa, los vuelve cada vez
más dependientes unos de los otros, los homogeniza tornándolos un
verdadero trabajador colectivo. El acrecentamiento de la diferencia en-
tre trabajo manual y contenido humano del trabajo si bien por un lado
posibilita a las direcciones empresarias la introducción de nuevas for-
mas de alienación de la conciencia del trabajador, sobre la base de las
técnicas mistificadoras de las “relaciones humanas”, por el otro lado,
paradojalmente, crea al mismo tiempo condiciones favorables para la
superación de la alienación misma en el terreno de la conciencia, si
media una potente acción ideológica de la clase obrera. Y esta acción
dual y contradictoria del maquinismo industrial debe ser perfecta-
mente conocida por la vanguardia política de la clase obrera para que
su iniciativa práctica no se convierta en una primitiva reacción contra
todo progreso técnico, al estilo de los ludditas. La nueva relación entre
esfuerzo muscular e intelectual establecida por los modernos procesos
productivos, con la consiguiente reducción del contenido humano del
trabajo, no significa de por sí la conversión del trabajador en un sim-
ple gorila amaestrado, la reducción del contenido humano del trabajador.
Al obligar al obrero a realizar el propio trabajo en forma automática,
sin la plena utilización de la conciencia, la racionalización deja libre

91
José Aricó

al cerebro de pensar en lo que quiera y este hecho no deja de tener


consecuencias interesantes. Dice Gramsci (1929/1962) en su escrito
“Americanismo y fordismo”:

Los industriales americanos comprendieron muy bien esa dialéc-


tica ínsita en los nuevos métodos industriales. Comprendieron
que “gorila amaestrado” es una frase, que el obrero permanece
siendo hombre y que durante el trabajo piensa más aún, o por lo
menos tiene mayores posibilidades de pensar, al menos cuando su-
peró la crisis de adaptación sin ser eliminado. Y no solo piensa,
sino que el hecho de que no encuentre satisfacciones inmediatas
en el trabajo, o que comprenda que se lo quiere reducir a gorila
amaestrado, puede conducirlo a pensamientos poco conformistas
(subrayado por J. A.).

Lo cual significa que el contenido humano del trabajador se reduce, su


alienación crece solo en la medida en que la liberación de energías psí-
quicas provocadas por la parcialización y mecanización del trabajo no
es orientada por el proletariado hacia el análisis de su situación como
trabajador en la sociedad de clases, sobre la imposibilidad de su integra-
ción social individual en una comunidad alienada. En caso contrario se
convierte en un factor estimulante para la adquisición de una nueva e
integral concepción del mundo. He aquí porque el progreso técnico en
la sociedad capitalista siempre está acompañado de una intensa acción
dirigida a la apropiación del trabajo pero también de la conciencia del
trabajador. No solo dentro de la fábrica sino fuera, durante lo que con
singular eufemismo se ha dado en llamar tiempo libre del trabajador, la
presencia del capitalismo monopolista tiende a manifestarse en todos
los planos de la actividad humana. Ya no basta la alienación que sur-
ge del trabajo en la fábrica es preciso sumarle la alienación total de la
vida cotidiana, exagerando aún más la contradicción entre la esencia y la
existencia del trabajador. Pero todo ello determina una nueva dimensión
de la alienación que ya no expresa simplemente una relación subvertida
entre el producto del trabajo humano y el propio hombre, sino también
entre el trabajador y el conjunto de la sociedad.

92
Pasado y presente

La superación de la alienación debe por ello comenzar allí donde sur-


ge, vale decir, en la propia fábrica, en la recomposición “subjetiva” de
las relaciones humanas que la división del trabajo recompone “objeti-
vamente” en la unidad total de un proceso de trabajo que da como pro-
ducto objetos que no emanan simplemente de la labor de uno u otro de
los trabajadores sino de todos en su conjunto. Son las organizaciones
propias del trabajador al nivel de las fábricas, las “comisiones internas”
las destinadas históricamente a cumplir esa función porque son ellas las
únicas que pueden concebir en términos de futuro a las empresas, no
como simples succionadoras de beneficios sino como centros de la acti-
vidad creadora del hombre.
Aquí es donde el marxismo militante debe cumplir con rigurosidad
científica e inteligente acción práctica una permanente acción desmi-
tificadora; aunque lamentablemente debamos reconocer que es aquí
donde su acción ha quedado más retrasada y más urgente en la nece-
sidad de substituir viejos y rígidos esquemas conceptuales por una ca-
tegorización más dúctil y flexible de la realidad. No siempre los conti-
nuadores de Marx supieron comprender la riqueza actual, el profundo
valor cognoscitivo de trabajos como los Manuscritos Económico-Filosóficos
de 1844 (Marx, 2004) y otros escritos “juveniles”, durante mucho tiempo
reducidos a la cómoda y no comprometedora categoría de obras “pre-
marxistas” y por tanto hegelianizantes. Es hoy más necesario que nunca
que el marxismo retome el discurso del genio de Tréveris y lo desarrolle
en forma creadora profundizando el aspecto antropológico o humanista
de una doctrina que nunca perdió en sus fundadores el sentido de una
reflexión del hombre sobre el hombre. Cuando las condiciones maduran
para grandes transformaciones sociales, el aspecto de la subjetividad
pasa a ocupar el primer plano de la reflexión filosófica y social; esto ex-
plica la actualidad concreta de toda la problemática marxista de 1844 y
de las categorías de alienación, trabajo alienado, exteriorización, reificación,
que tanto escozor provocan en algunos marxistas contemporáneos par-
tidarios de la “vulgata”, y al mismo tiempo explica el creciente interés
de los jóvenes estudiosos marxistas por los aspectos antropológicos y
metodológicos de El Capital (Marx, 1980) hasta ahora estudiado unilate-
ralmente solo desde su aspecto económico.

93
José Aricó

En este campo de la subjetividad, que la vida ha tornado tan actual, de-


bemos trabajar seriamente para lograr una perfecta mediación entre una
filosofía que se nos presenta como la más coherente, la más concretamente
totalizadora, la que más posibilidades de conocimiento ofrece, y una reali-
dad compleja, en permanente cambio, que demanda una constante “puesta
al día” de la teoría misma. Una realidad en la que no existen solamente las
clases sociales y sus luchas, sino también una multiplicidad de grupos hu-
manos y organizaciones de diversos tipos que no pueden ser descartados en
la investigación porque tienen un peso considerable en la historia de todos
los días y porque es a través de ellos como se produce la inserción de lo in-
dividual en lo colectivo, el proceso de conformación ideológica de una clase
social. Es preciso realizar la fusión entre una sociología que parta del reco-
nocimiento del papel fundamental de las clases sociales en la historia y una
microsociología racional dedicada al análisis profundo de las características
y formas que asumen los diversos grupos y subgrupos en que se estructura
nuestra sociedad. Pero esto exige no dejar de lado por consideraciones polí-
ticas del momento a diversos aspectos del conocimiento humano (psicolo-
gía, sociopsicología, antropología social y cultural, sociología, psicoanálisis,
etc.), abandonando a la ideología burguesa contemporánea campos que ya
el marxismo en 1844 reclamaba como suyos.
Es preciso comprender que toda esta temática de la subjetividad no
surge simplemente del injerto de una problemática extraña a nuestra
realidad, de una especie de “moda” filosófica como piensan algunos
marxistas “ortodoxos”. Surge de la vida cotidiana que se muestra tan
opaca y resistente cuando intentamos penetrarla con un instrumental
dogmático, de esta realidad que no cambia con exorcismo sino que exige
una acción inteligente y profunda, permanentemente abierta a lo nue-
vo. Surge del mundo donde se genera el hombre nuevo, del mundo de
las fábricas, de los obreros. De aquí tenemos que partir para elaborar
una acción cultural que tienda a unir a la intelectualidad avanzada con el
proletariado en cuanto agente histórico de una nueva civilización.
Para contribuir a edificar esta política nuestra revista se esforzará
por trabajar en dos planos hoy contrapuestos: el de la intelectualidad
que proviene fundamentalmente de las capas medias de la población y
el de la propia clase obrera.

94
Pasado y presente

Conviene en este sentido aclarar un equívoco bastante generaliza-


do en algunos sectores de la izquierda argentina. El proceso de “en-
clasamiento” de la intelectualidad pequeñoburguesa en los rangos del
proletariado no consiste simplemente en su conversión en élite de la
nueva clase. Implica un proceso más estructural en el que la lucha por
establecer una nueva relación ideológica y moral con la realidad debe
conducir al intelectual “tradicional” a través de una transformación
paulatina, a integrarse con las nuevas categorías intelectuales que la
propia clase crea a lo largo de su devenir. Y ello presupone un laborio-
so esfuerzo de comprensión histórica cuyas dificultades las notamos a
cada paso cuando observamos, por ejemplo, lo difícil que resulta para
un escritor revolucionario proveniente de capas no proletarias repre-
sentar narrativamente el mundo cotidiano de la clase a la que dedica
todos sus afanes.
No podemos decir que el conjunto de la clase obrera sea una masa in-
diferenciada, sin una cierta estructura que surge del interior del proceso
productivo.
La división del trabajo en el seno de la empresa, colocada ahora en un
nuevo plano por la racionalización capitalista crea necesariamente una
capa técnica-productiva que cumple, en el interior de la fábrica y de allí
se expande a toda la sociedad, esas tareas de organización y conexión
social que caracterizan una función intelectual. Pero dicha función se con-
vierte en base para la creación del nuevo tipo de intelectual solo en la
medida en que a partir de ella se elabora críticamente, se “racionaliza” el
nuevo equilibrio logrado y se estructura una concepción del mundo que
dé razón de este poder creciente del hombre.
A partir de esa conciencia crítica puede sí figurarse una intelectua-
lidad orgánica de la clase obrera cuya naturaleza expresa, en esencia,
una ruptura con la vieja relación entre teoría y práctica establecida por
las anteriores formaciones sociales. Al tipo clásico del intelectual, al es-
critor, al filósofo o al artista, le sucede otro tipo de hombre cuyo modo
de ser consiste “en mezclarse activamente con la vida como constructor,
organizador, ‘persuasor permanente’ […] De la técnica-trabajo llega a la
técnica-ciencia y a la concepción humanista histórica, sin la cual se per-
manece ‘especialista’ y no se deviene ‘dirigente’” (Gramsci, 1981).

95
José Aricó

A la acción totalizadora del capitalismo monopolista, ávido no solo


del trabajo del obrero sino también de su pensamiento, debemos oponer
una acción consciente, firme e inteligente del marxismo militante. Ella
es imprescindible para afianzar y acelerar el proceso de transformación
en “intelectuales” de todos aquellos hombres que cumplen en la sociedad
la función de racionalización, dominio y control de cualquier rama de la
realidad con la que estén relacionados; para hacerlos devenir hombres
que expresan en su accionar la unidad total del proceso histórico-social,
que en la sociedad escindida en clases aparece disgregada en una serie
de actividades sin nexos mediadores. En cuanto “especialista” el hombre
sigue siendo esclavo de la técnica y de las fuerzas sociales que la controlan.
Convertido en “intelectual” lograr posesionarse de la totalidad histórica,
se transforma en un dirigente, vale decir, en un especialista más un orga-
nizador de voluntades, un “político” en el más moderno sentido de la pala-
bra. Recién entonces puede dar su mayor contribución como intelectual,
la que en el fondo consiste en una permanente labor de “desalienación” de
los hombres, en una acción constante y tenaz por ayudarles a descubrir las
raíces sociales de los mitos que deforman sus conciencias.
En esta acción dual, dirigida a los intelectuales tradicionales en un
esfuerzo por atraerlos hacia una concepción plenamente historicista del
hombre y también al extenso núcleo de hombres que desde el mundo de
la fábrica, el taller o la escuela profesional tiende a convertirse en la base
de la nueva intelectualidad, se expresa la razón de ser de nuestra revista.
Esta acción condicionará el criterio con que se dispondrá el material y la
clientela hacia la que orientará su preferencia. Pasado y Presente, en con-
secuencia, se esforzará por llegar al numeroso núcleo de seres humanos
que, en la cotidiana innovación de la realidad física y social sobre la que
actúan, van creándose a sí mismos las condiciones para la conquista de
una nueva e integral concepción del mundo.

Una nueva cultura, además de un proceso dirigido a crear un nue-


vo tipo de cultura en su forma y en su contenido, significa también y

96
Pasado y presente

fundamentalmente una modificación sustancial de la clásica relación


existente entre las élites intelectuales “creadoras” de la cultura y el con-
junto de las masas reducidas a meras “consumidoras”. Una modificación
que tienda a cerrar esa grieta histórica que las sociedades de clase fue-
ron paulatinamente ampliando a lo largo del desarrollo milenario, y que
permitirá al hombre el rescate de su total condición humana. De allí las
palabras de Gramsci (2001) cuando señalaba que,

[…] crear una nueva cultura no significa solo hacer individualmen-


te descubrimientos “originales”; significa también y especialmente,
difundir verdades ya descubiertas, “socializarlas” por así decir con-
vertirlas en base de acciones vitales, en elementos de coordinación
y de orden intelectual y moral. Que una masa de hombres sea lleva-
da a pensar coherentemente y en forma unitaria la realidad presen-
te, es un hecho “filosófico” mucho más importante y “original” que
el hallazgo por parte de un “genio” filosófico de una nueva verdad
que sea patrimonio de pequeños grupos de intelectuales.

Esta es en el fondo la preocupación que anima a los redactores de Pasado


y Presente. La de hacer una publicación que al afrontar los problemas his-
tóricos o los derivados de la investigación filosófica o metodológica, las
cuestiones de historia del pensamiento político y social, de psicología o
de estética, los conciba como “instrumentos” o herramientas para com-
prender esta realidad que nos circunda, esta totalidad histórica en la que
vivimos. Que no caiga en el enciclopedismo erudito y estéril y que para
ello tenga siempre presente su función de arma de combate. Esto sin
duda nos obligará a incursionar por todos los campos de la realidad, aún
por aquellos poco frecuentados y en los que nuestra preparación actual
es insuficiente. Facilitaremos esta tarea incorporando a través de traduc-
ciones cuanto viene escrito en el mundo y esté a nuestro alcance, sobre
la problemática del marxismo teórico y otros campos del conocimiento
humano. Pero además apelaremos a todos aquellos que desde diferentes
puntos de vista se planteen las mismas exigencias, las mismas preocupa-
ciones puesto que no deseamos que la orientación marxista de la mayor
parte de los colaboradores de Pasado y Presente excluya la participación de

97
José Aricó

estudiosos de otras tendencias. Porque necesitamos del diálogo, de la dis-


cusión franca destinada a esclarecer ideas, estamos dispuestos a mante-
ner permanentemente abiertas las páginas de la revista a la confrontación
de opiniones. Comprometemos desde ya el máximo empeño en esta di-
rección, inspirada no en meras razones tácticas, circunstanciales, extra-
científicas en el fondo, sino nacida de la convicción profunda de que la
autonomía y la originalidad absoluta del marxismo se expresa también en
su capacidad de comprender las exigencias a las que responden las otras
concepciones del mundo. No es abroquelándose en la defensa de las posi-
ciones preconstituidas como se avanza en la búsqueda de la verdad, sino
partiendo del criterio dialéctico que las posiciones adversarias, cuando no
son meras construcciones gratuitas, derivan de la realidad, forman parte
de ella y deben ser englobadas por una teoría que las totalice. Solo así po-
dremos dejar a un lado la actitud puramente polémica, que corresponde
a una fase primaria de la lucha ideológica del marxismo, cuando aún el
proletariado es una clase subalterna, para pasar al plano crítico y cons-
tructivo. Si lo que está en crisis en el momento actual es el conjunto de la
estructura del mundo burgués y de las ideologías que lo representan, es
una tarea histórica del proletariado interpretar el verdadero sentido de
esta crisis. Esto no se logra oponiendo la doctrina del marxismo a las de-
más, destruyendo a cualquier costo el mundo de falsedades que ellas pue-
dan expresar. Se logra construyendo un nuevo mundo de verdades, una
nueva Weltanschauung. Para esto es preciso saber penetrar en el interior de
los puntos de vista del adversario ideológico, desmontar paso a paso las
construcciones ficticias, mostrar sus contradicciones internas, sus presu-
puestos metafísicos, sus métodos abstractos, sus deducciones incorrec-
tas. Pero al mismo tiempo extraer todo lo que de verdad, de conocimiento
ellos expresen. Es así como el marxismo deviene fuerza hegemónica, se
convierte en la cultura, la filosofía del mundo moderno, colocándose en el
centro dialéctico del movimiento actual de las ideas y universalizándose.
El proceso de conversión del marxismo en la filosofía de las masas se
transforma de tal manera en una gran reforma intelectual y moral, que
al liberar a los espíritus desde el interior de sus concepciones erróneas
les facilita la conquista de una conciencia colectiva de la realidad y de sus
momentos de desarrollo. Al decir de Antonio Banfi (s.d.),

98
Pasado y presente

[…] la superestructura ideológica de la civilización burguesa se des-


pedaza y se resuelve, reconociéndose en ella, en la nueva corriente.
Y esta arrastra consigo cuantas límpidas venas se hallaban ocluidas
en el pantano. El marxismo triunfa usando las armas del mismo
adversario y enriqueciéndose de sus tesoros, no como botín de sa-
queo, sino como premio de una reconocida victoria.

Como comprendemos la magnitud de la labor que hoy decidimos em-


prender sabemos que no puede ser resuelta por el pequeño núcleo de
personas que actualmente dirigen la revista. Es una tarea de todos los
que coincidan en la urgente necesidad de su aparición, de todos los
que al leer sus páginas comprendan que más allá de las limitaciones
conceptuales que puedan cobijar, anima a quienes las escriben el pro-
fundo deseo de facilitar el proceso de asunción de una conciencia más
profunda y certera de nuestro tiempo. Y esto es lo que exige ser sos-
tenido y estimulado. Si una revista no es en el fondo nada más que
un mundo de lectores vinculados entre sí por sus páginas, del mundo
de lectores que seamos capaces de crear y estimular depende nuestra
suerte y nuestro porvenir.

Bibliografía1

Aricó, J. y otros. (2014). Revista Pasado y Presente: edición facsimilar,


Tomos I y II. Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional.
Gramsci, A. (1929/1962). Americanismo y fordismo. En A. Gramsci,
Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado moderno. Buenos
Aires: Lautaro.
Gramsci, A. (1981). La alternativa pedagógica. Barcelona: Fontamara.
Gramsci, A. (2001). Cuadernos de la cárcel, Tomo 4. México: Era.
[Edición crítica de V. Gerratana].
Marx, K. (1973). El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. En K. Marx
y F. Engels, Obras escogidas, Tomo 1. Moscú: El Progreso.

1. [Actualizada para la presente edición].

99
José Aricó

Marx, K. (1980). El Capital, 3 Tomos en 8 Volúmenes. México: Siglo XXI.


Marx, K. (2004). Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Buenos Aires:
Colihue. [Trad. F. Aren, S. Rotemberg y M. Vedda].
Sarmiento, D. F. (1845/1977). Facundo o Civilización y Barbarie. Caracas:
Biblioteca Ayacucho.
Viñas, I. (1959/2007). Orden y progreso. En D. Viñas y otros, Revista
Contorno: edición facsimilar. Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional.

100
El peronismo y los problemas de la izquierda
argentina*

En el número del 17 de septiembre del semanario uruguayo Marcha se


publicó un artículo de Ettore Di Robbio (1965) tomado de Rinascita (en
los números 20 y 21 de mayo pasado) y dedicado a las “prospectivas polí-
ticas de los trabajadores argentinos”.
Las reflexiones que la situación política argentina ha inspirado a Di
Robbio nos interesan por una serie de motivos, entre otros y fundamen-
talmente porque hemos encontrado allí una manera de analizar el fenó-
meno peronista radicalmente diversa respecto a la que normalmente es
ofrecida por los comunistas.
El tono mesurado y objetivo con el que se ha referido a la polémica exis-
tente entre los comunistas y los grupos recientemente expulsados, intro-
duce un “estilo” de análisis absolutamente inconcebible en los ambientes
políticos de nuestra izquierda, donde cada disenso es siempre considera-
do una traición. Esta ductilidad le permite a Di Robbio conducir un estu-
dio extremadamente estimulante, por la observación crítica y la fecunda
discusión de toda una serie de fenómenos que requieren, de manera pe-
rentoria, un elevado nivel de análisis y una discusión política más abierta.
Las respuestas, por otra parte, no se hicieron esperar: recientemen-
te el mismo Marcha publicó una larga nota firmada por Ismael Viñas

* Extraído de Aricó, J. (1965). Il Peronismo e i problemi della sinistra argentina. Problemi del socia-
lismo. [Trad. A. Fagioli y M. Alarcón Ortúzar. Rev. M. Cortés].

101
José Aricó

(s.d.), dirigente del Movimiento de Liberación Nacional, uno de los


grupos que forman la “nueva izquierda”.
Una de las cuestiones principales del debate la constituye la existen-
cia, o no, de estratos burgueses que, en determinados momentos, pue-
dan cumplir un rol antiimperialista. Pero la existencia de tal sector no
depende tanto de las características constitutivas de este o aquel gru-
po (“burguesía nacional”) como, más bien, de las relaciones de fuerza
existentes en un determinado momento. Como muy bien dice el mismo
Viñas, “en diversas circunstancias nacionales e internacionales, diferen-
tes grupos burgueses ligados a diversos sectores de la producción, han
actuado como burgueses nacionalistas, y luego, al variar esas circuns-
tancias, han dejado de actuar como tales”. No se trata de perderse en
bizantinismos sobre si la “burguesía nacional” ha agotado o no sus posi-
bilidades “revolucionarias”.
El hecho es que todo el enfoque deber ser revisado nuevamente en
tanto que utiliza una categoría de análisis errónea, que presupone la
existencia de un grupo burgués que permanentemente se comporta en
sentido nacionalista.
La así llamada “industria nacional”, de la que se supone tomaría
fuerza esta burguesía “no ligada al imperialismo” (como deben agregar
siempre los teóricos del Partido Comunista Argentino) y el capital mo-
nopolista extranjero están unidos, en nuestro país, por un entramado de
conexiones tan vasto que pueden considerarse interdependientes. Con ello
no se pretende negar que puedan existir sectores burgueses medios que
no estén vinculados al imperialismo; sin embargo, es preciso recordar
que su peso económico es muy escaso, en cuanto permanecen margi-
nales respecto a la esfera real del poder económico y político. Por otra
parte, del hecho de que no estén atados de pies y manos al capital mo-
nopólico, no se puede deducir arbitrariamente una total e irreductible
oposición por su parte: entre el luchar a fondo contra el imperialismo y
el convertirse en su socio menor para explotar conjuntamente el atraso
argentina, optarán siempre por esta última solución.
La izquierda argentina siempre se ha movido en torno a dos posicio-
nes extremas que la han conducido al aislamiento de las masas –cuando
de una oposición frontal a los estratos burgueses derivaba un absurdo

102
El peronismo y los problemas de la izquierda argentina

enfrentamiento con los movimientos nacionalistas– o a la conversión


en mera fuerza reformista –cuando esa oposición era luego sustituida
por una política de compromisos indiscriminados con la burguesía.
Evidentemente, la razón de este vaivén debe ser buscada en circuns-
tancias internacionales y, en el caso concreto de los comunistas, en las
necesidades que derivan de la sujeción a las oscilaciones de la política
soviética. Ahora bien, esta evaluación, común en todo el campo de la
“nueva izquierda,” no es, en cambio, aceptada por el PCA, encerrado en
la defensa acrítica de su reciente pasado político (o, por lo menos, de los
últimos veinte años).
En resumen, la suposición de la existencia de una “burguesía nacio-
nal” antagónica respecto de la oligarquía, el imperialismo y el gran ca-
pital no se corresponde con la realidad objetiva. Y ello, por tres motivos
fundamentales (como explica con claridad en un reciente trabajo un eco-
nomista latinoamericano): a. porque las contradicciones efectivamente
existentes entre ambos intereses han sido resueltas, en general, por las
políticas estatales en favor de la “burguesía nacional” sin que se volviera
necesario un conflicto frontal con el imperialismo (como ejemplo, se pueden
aducir los expedientes proteccionistas, el control del comercio exterior,
las restricciones a las inversiones extranjeras en ciertos sectores, y así
sucesivamente); b. porque junto a las contradicciones –y muchas veces
pesando más que estas– han surgido intereses comunes entre la bur-
guesía nacional y los capitalistas extranjeros, como pone en evidencia la
amplia gama de empresas de actividad mixta; c. porque en esta “época
inquieta” se establecen, dentro de la clase de los propietarios, vínculos
de solidaridad política que resultan mucho más fuertes que los eventua-
les antagonismos (Espartaco, 1964).
Se desvanece, entonces, la posibilidad de basar sobre una inconsis-
tente “burguesía nacional” una verdadera lucha de liberación nacional
y social de nuestro pueblo. No se trata, como afirma Victorio Codovilla
en el artículo citado de Di Robbio (1965), de confiarle a esta burguesía
un lugar determinado en el campo de las fuerzas antiimperialistas. La
discusión con el PCA no gira alrededor de una cuestión que solo podría
resolverse en la práctica y más allá de las teorizaciones, sino que apunta
a problemas realmente vitales para el proletariado argentino. Si se parte

103
José Aricó

del criterio habitual del PCA, de que la contradicción fundamental consis-


te, en nuestro país, en el enfrentamiento entre el imperialismo y el “pue-
blo”, ello conduce necesariamente a la elaboración de una estrategia que
sobrevalora las posibilidades revolucionarias de sectores que pueden ser
considerados por el proletariado solamente como aliados circunstancia-
les. Esto explica por qué se elabora una estrategia que, caracterizando
indebidamente la revolución argentina como “democrático-burguesa
con perspectivas socialistas”, separa absurdamente en la teoría y en la
práctica política el momento socialista de aquel democrático, desconocien-
do en los hechos (es decir, en la propia práctica política) que el primero
ya está contenido en el segundo. Nosotros criticamos no el postulado en
sí mismo de la necesidad de una política de alianzas con ciertos sectores
burgueses, sino el intento de elevar al plano de la estrategia, posiciones
que deben ser meramente tácticas. Lo cual contribuye a estructurar una
dinámica política que en la realidad –no en la teoría ni en las afirmacio-
nes hechas en los documentos de partido– no parte del principio de que
por más vasto que pueda ser el frente de clase, las clases que cuentan
en última instancia, las únicas que se empeñarán a fondo en el proceso
revolucionario, son el proletariado, los campesinos pobres y los sectores
intelectuales más radicalizados de los estratos medios, los cuales, por
esto, deben ser movilizados a fondo en el período precedente a la toma del poder.
El ejemplo del peronismo evidencia de manera palmaria lo que he-
mos señalado más arriba. El mérito del artículo de Di Robbio (1965) –y
de las observaciones de Viñas (s.d.)– consiste en haber puesto en evi-
dencia cómo la política de desarrollo económico burgués lanzada por
Perón tenía que terminar necesariamente en un callejón sin salida: y ello
ya sea a causa de las fuerzas que guiaban aquel proceso, o a causa de la
coyuntura nacional e internacional en la que se desenvolvía. “Para lograr
una verdadera transformación de fondo de nuestras estructuras –afir-
ma Viñas (s.d.)– para crear una nación, para liberarse de la dependencia
del imperialismo, el peronismo no tenía otra salida, entonces, que la de
impulsarse cada vez más adelante y lanzarse hacia la revolución prole-
taria y el socialismo”. Pero este paso era inconcebible en 1955, aunque
fuera solamente porque ni Perón ni los dirigentes peronistas estaban
dispuestos a moverse en esa dirección.

104
El peronismo y los problemas de la izquierda argentina

Las razones del fracaso del 55, las causas que explican la caída ocurri-
da prácticamente sin luchar de un movimiento que en apariencia había
alcanzado su máxima expresión, deben ser buscadas en la naturaleza
misma del peronismo, en una reconstrucción objetiva y profunda de su
historia, la cual, por sí misma, puede darnos la clave para comprender su
“inesperada” vitalidad (inesperada para la izquierda, que contaba con el
hecho de que la caída de Perón hubiera determinado un rápido giro a la iz-
quierda de las masas obreras peronistas) y su presencia decisiva en el seno
de las masas populares, diez años después de la caída y exilio de su líder.
Con el fin de una reconstrucción tal es necesario, sin embargo, como
afirma justamente Di Robbio (1965), “afrontar el análisis del contenido
concreto de clase de aquel experimento, más allá de las clasificaciones
por conveniencia y de los juicios con trasfondo más o menos moralis-
ta”. Se trata, de todas maneras, de un trabajo aún por realizar. A pesar
del tiempo transcurrido, no disponemos hasta ahora ni siquiera de una
interpretación marxista adecuada del período histórico que comienza
en los años cuarenta. Los aportes de mayor validez a esta interpretación
deben ser, tal vez, buscados en esa que ha sido llamada la nueva izquierda,
dado que, en lo que concierne a los estudios realizados por los comu-
nistas, el panorama es francamente decepcionante. Pueden, de hecho,
haber cambiado ciertos apelativos, algunas formulaciones fueron reto-
cadas, pero el modelo estratégico continúa siendo el mismo que fue apli-
cado en el 45, cuando el peronismo era definido como “fascismo”, “nazi-
peronismo”, “corporativismo fascista”, y, mientras tanto, se daba inicio
a una colusión de fuerzas con la gran burguesía y la oligarquía terrate-
niente. La mentalidad típica de aquel período1 sigue prevaleciendo en el
PCA, como lo prueban algunos recientes trabajos dedicados a defender
las posturas tomadas en el período precedente a la primera presiden-
cia de Perón (45-46). Si a veinte años de distancia se sigue intentando

1. Puede ser útil, al respecto, consultar el libro de Marianetti (1965), que citamos por varios motivos: por-
que el autor es miembro del Comité Central del PCA; y porque el libro es una lectura recomendada para
los inscritos y dice con absoluta claridad lo que los otros intentan, por todos los medios, esconder con
razonamientos sofistas. Sería, de hecho, inútil buscar en los Trabajos Escogidos de V. Codovilla (1964/1972;
donde se reúnen escritos del 20 hasta hoy) ¡siquiera la mínima huella de la caracterización que se hacía
en el 45 del “naziperonismo”!

105
José Aricó

reconstruir todo un período de la vida política argentina, defendiendo


acríticamente y santificando un pasado que la misma realidad se ha en-
cargado de despedazar, no es arriesgado afirmar que el inmovilismo y
el sectarismo de élite que caracteriza al PCA no podrán ser superados
fácilmente.
Como afirma Portantiero (1964) en el número 5-6 de Pasado y Presente,
los problemas planteados por la constitución en el 46 de un frente elec-
toral entre comunistas y fuerzas burguesas (Unión Democrática) serán
“por mucho tiempo esenciales para el debate político e histórico que se
centra en el análisis de los obstáculos aparentemente inexplicables para
una inserción de las izquierdas en la realidad (y especialmente del PCA,
a quienes obviamente incumben las mayores responsabilidades). Es ne-
cesario insistir en el hecho de que la política comunista del 41-45, con sus
posteriores derivaciones, es la obra maestra de un grupo dirigente, el
primer fruto de su maduración orgánica, la revelación más clara, por lo
tanto, de aquello que un sector de los cuadros del partido entiende por la
aplicación de una estrategia de la revolución argentina”.
Si el 1945 sigue siendo la clave para explicarse la profunda distancia
todavía existente entre proletariado e izquierda revolucionaria, el arro-
gante rechazo a revisar una posición que, de cara al proletariado ha ad-
quirido el sentido y las dimensiones de una “traición” –rechazando de
tal manera un proceso de sana y profunda autocrítica– significa, en los
hechos, negarse conscientemente la posibilidad de una concreta y ade-
cuada comprensión del fenómeno peronista. Si la clase obrera argen-
tina sigue siendo como en el 45, masivamente peronista; si demuestra
una persistente impermeabilidad a la acción de la izquierda, ya es hora
de concluir que las razones de este hecho, aparentemente paradójico,
no residen solo en el peronismo en sí, sino, y fundamentalmente, en la
impotencia de la izquierda. Mientras no se quiera entender que todo el
discurso sobre el presente y el futuro del peronismo implica necesaria-
mente un examen de la capacidad de acción de la izquierda, mientras
no se quiera admitir que, en última instancia, el peronismo es el espejo
donde se reflejan nítidamente las miserias de la izquierda argentina, es
imposible concebir un proceso de convergencia de fuerzas revoluciona-
rias, como el planteado por Di Robbio (1965).

106
El peronismo y los problemas de la izquierda argentina

Este es el aspecto central que el autor italiano examina sin toda la


atención debida y, en algunos momentos, incluso con errores de infor-
mación y de prospectiva.
¿Cuáles son, entonces, las principales objeciones que se pueden pre-
sentar al trabajo que estamos examinando? Una primera y fundamental
se refiere a las prospectivas de trabajo con el peronismo trazadas por
Di Robbio (1965), en particular cuando concluye que “la burocracia pe-
ronista no puede ser derrotada desde el interior, sino solo puesta fuera
de juego desde el exterior: realizando una alianza de clase a nivel de base,
sin preocuparse demasiado de la unidad del movimiento justicialista, en
vista de la búsqueda –mucho más importante– de la unidad del proleta-
riado”. Este esquema sería plausible, a. si la contradicción entre direc-
ción burguesa y base obrera en el seno del peronismo hubiera alcanzado
un grado de maduración tal que hubiera permitido la sustitución de una
dirección interna (burocrática) por una externa (izquierda revoluciona-
ria); b. si existiera en el país una fuerza de izquierda capaz de llevar ade-
lante tal política de alianza de clases a nivel de base. Sin embargo, yo sos-
tengo que estas dos condiciones se dan de un modo bastante diferente
de como las considera Di Robbio (1965).
Consideremos cuál es la contradicción central y de fondo del pe-
ronismo y tendremos así un ejemplo de cómo la evaluación simplista
puede conducir a grandes confusiones. Hoy ya es claro para cualquiera
que el giro a la izquierda existió solamente en la fantasía de los dirigen-
tes comunistas. En cuanto a aquellos peronistas, las palabras pronun-
ciadas para alentar ciertos acuerdos y algunos actos que parecían, ade-
más, concretarse, no eran otra cosa que una maniobra que pretendía
presionar al Gobierno y a los militares. Es claro que el hecho de utilizar
como elemento de presión una posible convergencia entre peronismo
y comunismo ha constituido, de por sí, un elemento altamente signi-
ficativo de un estado de conciencia de las masas favorable a cambios
revolucionarios; pero eso no basta para demostrar la existencia de una
voluntad revolucionaria en la dirección peronista. Como oportunamente
recuerda Di Robbio (1965), es el mismo Andrés Framini (el pretendido
“iniciador del giro”) el que en el 63 aceptó sin dudar la formación del
Frente Nacional y Popular con los frondicistas: alianza dominada por

107
José Aricó

un personaje como el financista Rogelio Frigerio y en el marco de la


cual los peronistas se unieron a sus persecutores del 18 de marzo del
año anterior.
Sin embargo, Di Robbio (1965), en el análisis de esta maniobra, incurre
en algunas contradicciones. En un pasaje afirma justamente que el famo-
so giro a la izquierda nunca tuvo lugar y agrega cautamente –en una frase
que solo tiene el sentido de una desmentida– “alguien se ha sentido autori-
zado a definirlo como un verdadero salto cualitativo”. Ahora, este “alguien”,
aunque Di Robbio no lo diga, es Codovilla (1962), que en su “Informe al
Comité Central del PCA” del 21 y 22 de julio, definió el giro a la izquierda
del peronismo como un proceso irreversible. Algunas líneas más abajo,
no obstante, es el mismo Di Robbio (1965) quien dice que este giro “se re-
veló verdaderamente como tal si se consideran los pasos significativos que
se dieron a nivel de base obrera por el acercamiento entre trabajadores
comunistas y peronistas”. Aquí estamos realmente frente a un equívoco.
Cuando la dirección del PCA hablaba de un “giro a la izquierda del peronis-
mo”, no se refería simplemente a un aumento de la combatividad popular,
sino que definía con esta fórmula un fenómeno político que se le aparecía
como el resultado de años de esfuerzos políticos. Por esto se hablaba del
comienzo de un “salto cualitativo”, pretendiendo referirse a un proceso
localizado a niveles de dirigentes (como reflejo de la situación existente en
la bases), y se llegaba a afirmar abiertamente que “lo que se había previsto
se realizó o está por realizarse del todo: un acercamiento cada vez más es-
trecho entre peronistas y comunistas en la lucha por las reivindicaciones
económicas, sociales y políticas, tanto a nivel sindical como político: una
clarificación de las ideas confusas todavía existentes en este campo y una
creciente asimilación, por parte del peronismo, de la línea política y táctica de los
comunistas” (del informe de Codovilla). Esto no sucedió. La realidad políti-
ca argentina se ha encargado de desmentir netamente esta fórmula, hoy
reducida a un mero lugar común, y no existe ningún “paso significativo”
en la vida política del país, del 62 en adelante, del tan celebrado “acerca-
miento entre trabajadores comunistas y peronistas”. Podríamos incluso
decir que, en cambio, se han producido nuevos motivos de divergencia a
causa de la política netamente oportunista conducida por el PCA frente al
Gobierno de Illia.

108
El peronismo y los problemas de la izquierda argentina

Lo que la realidad nos muestra es, en cambio, una violenta agudi-


zación de las contradicciones internas del peronismo, que amenazan
con conducirlo a una posible ruptura. Es claro para todos que estas
contradicciones derivan de aquella central y originaria: de la verdade-
ra incongruencia congénita en un movimiento ambiguo, ideológica-
mente confuso y de clara impronta pequeño burguesa, con una acción
política incoherente, pero con una base obrera muy fuerte, organizada
sindicalmente y con un sentimiento de clase bastante consolidado en
los últimos 25 años. Esta verdadera concordia discors, que constituye la
naturaleza misma del peronismo, tiende a resolverse, escindiéndose en
sus componentes fundamentales –burguesía y proletariado– cuando la
coyuntura económica y social se caracteriza, como en el momento ac-
tual, por una ofensiva generalizada del gobierno y del patronato contra
la clase obrera. Si algo ha frenado hasta ahora este proceso de disgrega-
ción es, por un lado, la fuerte estructura sindical sobre la que se funda
el movimiento y, por otro, la figura carismática de Perón, como símbolo
unificador de la voluntad revolucionaria de las masas. Su táctica ha con-
sistido hasta ahora en permitir el libre juego de las contradicciones para
resolverlas en última instancia como árbitro supremo. Por eso su guía se
ha caracterizado siempre a través de pasos hacia adelante y hacia atrás, y
de órdenes y contraórdenes destinadas a volver imposible la adopción de
una línea política coherente. Esto le permitía también, al mismo tiempo,
decapitar el movimiento cada vez que surgían dirigentes que por su gra-
vitación podían poner en discusión su liderazgo. Y, de todas maneras, el
maquiavélico juego de Perón no ha impedido el reforzamiento creciente
de los sectores sindicales y, en particular, del grupo dirigido por Augusto
Vandor, secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica. En este sen-
tido, lo que ocurrió con ocasión del viaje de la mujer de Perón a Argentina
en octubre pasado es extremadamente sintomático, en cuanto demues-
tra la violencia que está adquiriendo el contraste entre el “sector políti-
co” –acusado por los sindicalistas de connivencia con el Gobierno– y el
“sector sindical” –actualmente comprometido en una verdadera lucha
política contra el Gobierno de Illia por su aversión a la actividad políti-
ca de los sindicatos. Aparentemente portadora de un mensaje pacifica-
dor de Perón, Isabel Martínez en realidad había sido invitada por Jorge

109
José Aricó

Antonio (cerebro oculto y financista de Perón) con el objetivo de dirimir


la disputa en favor del sector político, defenestrando a los líderes sindi-
cales que dominan la Junta Coordinadora Nacional Peronista. La CGT,
para impedir esta maniobra, apoyada por el mismo Gobierno, suscitó un
imponente movimiento de masas, que sacudió los grandes centros in-
dustriales del país y que cerró con un balance de tres obreros asesinados
por la policía. Así, la clase obrera organizada se había encargado, una vez
más, de demostrarle al Gobierno, y en este caso al mismo Perón, lo difícil
que será concretar los acuerdos que se están tomando para marginali-
zar al proletariado en las próximas elecciones del 67 y 69. Los hechos de
octubre demuestran eficazmente que el prestigio de Perón, como jefe
ha sufrido un deterioro considerable, mucho más de lo que se hubiera
pensado hasta ahora. De todos modos, no sería correcto deducir que la
crisis interna ya llegó a su máxima expresión. El margen de maniobra de
Perón todavía es vasto, aunque se haya reducido por el hecho de encon-
trarse lejos del país y prisionero del mismo juego pendular que le ha per-
mitido, hasta aquí, dirigir el movimiento. La tradicional debilidad de la
izquierda peronista impide que la fractura se profundice mientras, por
su parte, el gorilismo antiperonista de los militares actúa como un factor
que impulsa a superar las divisiones. Todos los elementos, sin embar-
go, indican que la disgregación interna del movimiento tenderá siste-
máticamente a profundizarse y que no se puede descartar una eventual
ruptura. En tal caso, se ofrecen dos posibilidades: a. que el peronismo se
despedace y se diluya en las organizaciones ya existentes, vencido por el
escepticismo y la desilusión, y termine así por integrarse al sistema; b.
que encuentre nuevos canales y que, entonces, conservando su “alma”
revolucionaria, se abra una vía hacia la convergencia con los sectores
revolucionarios. Claro, no podemos decir cuál de las posibilidades po-
drá realizarse. Pero podemos elegir y trabajar decididamente para que la
que triunfe sea la segunda prospectiva, dado que esa continúa siendo la
tarea vital de la izquierda argentina, tanto peronista, como no.
Asistimos hoy en nuestro país a un proceso lento y molecular de re-
composición y de nueva dislocación de las fuerzas. Al interior del pe-
ronismo se está delineando la estructuración orgánica de corrientes
revolucionarias, algunas de las cuales son mencionadas en el artículo

110
El peronismo y los problemas de la izquierda argentina

de Di Robbio (1965), que –si bien tienen poco eco en las masas– se van
uniendo de forma cada vez más estrecha a los cuadros intermedios del
sindicalismo peronista, tendiendo a imprimir una ideología revolucio-
naria a un movimiento privado de un cuerpo doctrinal. Su capacidad de
irradiación es superior al número de cuadros y tenderá a acrecentarse
en momentos de crisis y de ruptura. Por lo tanto, es posible esperar que
grandes contingentes peronistas comiencen a volverse hacia posiciones
conscientemente revolucionarias, contribuyendo, en tal modo, a cortar el
nudo gordiano que hoy paraliza la creación de un gran movimiento de
liberación nacional.
Aquí reside mi parcial disenso con Di Robbio. Es evidente (y los he-
chos tienden a demostrarlo) que este proceso de disgregación interna
y de paralela formación de una tendencia revolucionaria de masas no
puede proceder por vías directas, del todo claras y definidas. De la des-
composición del grupo burocrático no surgirá claramente ni de golpe
una corriente revolucionaria con un programa homogéneo y una sólida
capacidad organizativa. Muy probablemente (y esta probabilidad deriva
del hecho de que tomamos en cuenta la enorme debilidad de la izquierda
no peronista para presionar y acelerar el proceso) se producirán reagru-
pamientos confusos, en que participarán sectores de la misma burocra-
cia, los cuales no querrán, de ninguna manera, perder el apoyo de las
masas del que hoy gozan. Continuaremos moviéndonos en situaciones
muy contradictorias que exigirán, de las fuerzas revolucionarias, una
evaluación no esquemática de la realidad y prácticas dúctiles que permi-
tan concentrar el ataque contra los grupos que serán, en cada caso, los
enemigos más peligrosos. Y, de todos modos, es claro que un proceso así
de fluido y contradictorio como aquel aquí prospectado, requiere como
condición de base la presencia activa de una vanguardia revolucionaria
capaz de transformarse en una verdadera guía orientadora de este pro-
ceso, sea por lo acertado de su enfoque estratégico, como por la eficacia
de sus acciones. Pero aquí comienza el drama argentino, ya que es un
hecho visible para todos que esta vanguardia todavía no existe ni se regis-
tran síntomas que permitan conjeturar su aparición en los márgenes del
peronismo. Actualmente, el drama reside en el rechazo de la izquierda
(fundamentalmente del PCA) a comprender que, sin la estructuración

111
José Aricó

orgánica de una corriente revolucionaria al interior del peronismo, es di-


fícil concebir una solución de izquierda al actual proceso político, dado
que la construcción de una alternativa revolucionaria requiere como
conditio sine qua non que las masas peronistas agoten esa experiencia: y
esto, en las condiciones actuales, solo puede ser hecho al interior del cua-
dro peronista.
Pero, si el abordaje propuesto es correcto o, al menos, practicable; si
la construcción de un “bloque ideológico que, más allá de todo sectarismo
–son las palabras de Di Robbio (1965)– ofrezca finalmente a las masas
proletarias de una guía unitaria para una política de clase” puede conce-
birse únicamente como la culminación de un proceso de confluencia de
militantes y de organizaciones revolucionarias tanto del interior como del
exterior del peronismo, es entonces evidente que será el comportamiento
adoptado de las actuales organizaciones de izquierda lo que favorecerá o
no aquel proceso. Y si al interior de la izquierda el PCA es la organización
fundamental, será necesario examinar rápidamente si la política de este
partido estimula o no la ruptura del juego de las elecciones burguesas,
estableciendo una correcta estrategia revolucionaria, ya que a este pro-
pósito, Di Robbio da por descontadas o afirma cosas muy distantes de la
realidad. Veamos algunas.
a. La presunta habilidad del PCA en la realización de una política
de unidad a nivel de base con los militantes peronistas es una afirma-
ción gratuita. De hecho, esta política no ha tenido ningún éxito, como
queda demostrado por el escaso peso de los comunistas en el seno de
la CGT (control, a nivel nacional, de solo dos federaciones, canillitas y
químicos, con alguna influencia sobre los ferroviarios) y por la modes-
ta adhesión al interior de las grandes empresas industriales y en los
enfrentamientos políticos decisivos. Quizás, donde verdaderamente el
PCA ha demostrado saber moverse con habilidad, ha sido en el trabajo
con los estratos pequeño y medio burgueses. No por nada la mayor
actividad de masa promovida por los comunistas ha sido un acto orga-
nizado en el Luna Park (el local cerrado más grande de Buenos Aires)
del así llamado Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, un or-
ganismo que controla más de 600 cooperativas de crédito del país. Si
hubiera intentado una empresa similar el Movimiento de Unidad y

112
El peronismo y los problemas de la izquierda argentina

Coordinación Sindical (MUCS, controlado por los comunistas) no ha-


bría logrado reunir nunca las 50.000 personas que participaron en el
acto promovido por el Instituto.
b. “El PCA está actuando sabiamente hacia un fortalecimiento de la
alianza obrero-campesina, con vistas sobre a la inserción en el mo-
vimiento sindical de las masas desheredadas del noroeste, relegadas
hasta ahora al margen de la CGT y de cuyo potencial revolucionario
parece lícito esperar ya sea una mayor agresividad de clase, ya sea un
aumento del peso específico de los grupos sindicales de orientación
marxista”. Esta formulación contiene varios errores. La política agra-
ria del PCA, subestimando el grado de desarrollo capitalista en este
sector, ha sostenido siempre, en teoría, la alianza entre obreros y cam-
pesinos, pero concibiéndola como una alianza del proletariado urbano
con el campesino medio (que en nuestro país y en particular en la zona
cerealera es, de hecho, un empresario). En el plano organizativo esta
alianza se ha traducido en la pretendida CGT-FAA (Federación Agraria
Argentina, que reagrupa fundamentalmente a los medianos y ricos
productores de la zona cerealera) ¡La alianza entre la clase obrera y
las masas desheredadas del noreste no ha sido nunca advertida como
el eje de las alianzas de clase en nuestro país! Y no por nada es justa-
mente en las zonas del noroeste donde el PCA es prácticamente inexis-
tente. En Tucumán, feudo de los barones del azúcar, el conjunto de la
clase obrera y de los estratos más pobres es masivamente peronista.
Por otra parte, el PCA no tiene ninguna base real en las refinerías de
azúcar. Y, en cambio, es justamente de aquí desde donde toma fuerza
un bloque de izquierda peronista que se basa en la FOTIA (Federación
Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar), que reagrupa por lo me-
nos 300.000 trabajadores. Tucumán, Salta y Jujuy (zona de concentra-
ción de la industria azucarera y de otros productos) junto a varias pro-
vincias limítrofes (subsidiarias de las primeras, en cuanto ofrecen con
su ejército de desocupados una mano de obra a buen precio, sometida
a una dura explotación) componen el noroeste argentino, una zona
que lleva adelante reivindicaciones particulares, dado que el desarro-
llo industrial que se produce fundamentalmente en el Gran Buenos
Aires ha exacerbado hasta lo impensable los desequilibrios regionales.

113
José Aricó

Sería inútil buscar entre las publicaciones del PCA o en sus formula-
ciones programáticas un examen detallado de estas particularidades,
o un intento de reconstrucción histórica. Así como sería también inútil
buscar allí un reconocimiento del “mayor potencial revolucionario” o
de la “mayor agresividad de clase” que el proletariado del noroeste pre-
senta. En estos casos las tesis se mantienen siempre en el cielo de las
abstracciones y, así como parecen no dar importancia a las particula-
ridades ofrecidas por las zonas donde es mayor el retraso argentino,
igualmente parecen darle poca importancia a los problemas políticos
surgidos a partir de las nuevas empresas imperialistas en las zonas de
desarrollo (especialmente en lo que concierne al análisis de las condi-
ciones particulares de la clase obrera concentrada en tales empresas).
De aquí deriva que el marco de las alianzas de clase necesarias para
la formación de un bloque histórico revolucionario haya sido siempre
formal, producto más de los textos marxistas que de la realidad de las
contradicciones que una estructura económico social como la nuestra
asume, caracterizada, como lo está, por el capitalismo atrasado y de-
pendiente, y de regiones sometidas a la explotación colonial.
Aquí está el centro de la cuestión. Desde nuestro punto de vista, el
PCA no desenvuelve una verdadera función revolucionaria ni ha podi-
do, hasta ahora, convertirse en la gran guía de los trabajadores argenti-
nos, porque no tiene claros los objetivos estratégicos de fondo. Por eso
emerge de su actividad el espíritu de un empirismo y de un reformismo
de corto alcance que se conforma con criticar las elecciones burguesas
antes de luchar por crear sus propias alternativas. Dado que la estrate-
gia no es clara, la táctica es oportunista y tiende a subordinar de hecho
la dinámica del partido al juego de las clases dominantes. Un ejemplo
claro de lo que afirmamos es dado por el comportamiento del PCA con
respecto al Gobierno de Illia.
Si analizamos los hechos siguiéndolos cronológicamente, vemos
que el PCA denuncia como “fraudulentas” las elecciones del 7 de julio
del 63 que se realizaban sobre la base de la proscripción del peronismo
y del comunismo. Como consecuencia, decide votar en blanco (excepto
en las elecciones locales, donde deja libertad de acción a los inscritos).
El 13, seis días después de la denuncia de fraude ¡el PCA identifica el

114
El peronismo y los problemas de la izquierda argentina

triunfo de Illia con la “apertura de una brecha democrática” en el país!


Esto, mientras la dirección peronista llama a sus obreros a concentrar-
se el 17 de octubre para recordar la movilización masiva de 1945 que ha-
bía devuelto a Perón al poder y para protestar contra el fraude. El PCA
responde invitando al pueblo a participar de los festejos por la asun-
ción del presidente electo con fraude, para exigir así el “cumplimien-
to del programa democrático” del partido del nuevo jefe de Estado, la
Unión Cívica Radical del Pueblo. En vez de conducir un riguroso aná-
lisis de clase del Gobierno actual, el PCA encuentra enseguida lo que
ha encontrado siempre, en cada gobierno de la historia del país: los
sectores “democráticos” y los sectores “reaccionarios”. El secreto con-
siste, entonces, en presionar a los primeros para que lleven a cabo el
programa derrotando a los segundos. Es claro que, si algo caracteriza
al oportunismo, es precisamente esta permanente adaptación a “los
acontecimientos del día, a los virajes de las minucias políticas (olvi-
dando) los intereses cardinales del proletariado [...] sacrificando estos
intereses cardinales [...] por ventajas reales o supuestas del momento”
(Lenin,1908/1961). Estimular la presión de las masas hacia un gobierno
claramente burgués tiene sentido solo en el ámbito de una estrategia
global que apunte a develar su rol de explotador (en nuestro caso, el
despotismo de clase que se ejercita detrás de las apariencias “democrá-
ticas”) y la necesidad de una transformación revolucionaria del siste-
ma. Sin una estrategia alternativa tal, que tenga perfectamente claras
las fases de transición a través de las cuales es necesario pasar para
llegar al socialismo, las medidas tácticas que son adoptadas terminan
necesariamente insertándose en el ámbito del sistema, y la práctica
política termina caracterizándose por un empirismo oportunista y
sin principios. Sin embargo, es evidente que un partido marxista que
abandona el terreno de los principios deja de ser un polo de atracción
para el proletariado y empieza a cerrarse, convirtiéndose en un ver-
dadero obstáculo para esa convergencia de masas e ideas que la actual
situación política argentina requiere. Sin este abandono de la estrate-
gia revolucionaria por parte del PCA, tampoco podríamos explicarnos
la extrema fragmentación de las fuerzas de la izquierda marxista, a la
que se refiere Di Robbio.

115
José Aricó

Bibliografía

Codovilla, V. (1962, 21-22 de julio). Informe al Comité Central del PCA.


[s.d.].
Codovilla, V. (1964/1972). Trabajos escogidos, Tomos 1 y 2. Buenos Aires:
Anteo.
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Espartaco [seudónimo de Aníbal Pinto]. (1964, enero-marzo). Crítica
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Obras Escogidas, Tomo I. Moscú: El Progreso.
Marianetti, B. (1965). Argentina. Realidad y perspectivas. Buenos Aires:
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Portantiero, J. C. (1964, abril-septiembre). Un análisis “marxista” de la
realidad argentina. Pasado y Presente, 5-6, pp. 82-86, (Córdoba).
Viñas, I. (s.f.). [Artículo]. Marcha, (Montevideo).

116
El marxismo antihumanista*

Recientemente un semanario de actualidades se preguntaba si el mar-


xismo había muerto. Luego de enumerar las nuevas tendencias en el
plano teórico que acompañan a las fragmentaciones políticas del otrora
aparentemente unido movimiento comunista internacional, concluía
dubitativamente que antes que de muerte, se trataba tal vez de crisis y
cuestionamiento.
Para algunos esta conclusión puede aparecer quizás como demasia-
do benévola, puesto que es difícil pensar que las graves disensiones que
separan y hasta enfrentan a movimientos inspirados en el marxismo no
tengan una influencia directa en la propia teoría marxista. Pero habría
que preguntarse si una situación permanente de crisis no es el modus
vivendi natural de una teoría que se postula también como praxis, vale
decir, de una teoría que quiere interpretar para poder transformar el
mundo. Como “método crítico” [“crítica despiadada de todo lo existente,
despiadada en el sentido de que ella no debe detenerse ni ante las pro-
pias conclusiones ni ante el conflicto con el poder constituido” (Marx,
1844)] el marxismo mantiene su autonomía frente a los hechos políti-
cos que contribuye a generar y su fuerza no depende estrictamente de
los avatares de estos últimos aunque se alimente de ellos; tiene su pro-
pia historia, que aún permanece sin reconstruir. No debe sorprender-
nos que al desconcierto y a la confusión de ideas cada vez mayores del

* Extraído de Aricó, J. (1969, octubre). El marxismo antihumanista. Los Libros, pp. 20-22.

117
José Aricó

movimiento obrero internacional corresponda una influencia creciente


del marxismo sobre la cultura contemporánea. Es difícil encontrar hoy
un libro de economía, de teoría política, sociología o filosofía que no se
refiera a Marx y al marxismo. Las obras y las teorías de Marx suscitan un
interés particular y a diferencia de lo que ocurría a fines del siglo pasado
y comienzos del presente, ese interés no es ya solo interno al movimiento
socialista, sino también y fundamentalmente, exterior a él. Hay un pro-
ceso de universalización del marxismo y tanto Marx como Engels for-
man parte de los clásicos del pensamiento moderno hasta en los países
capitalistas. El marxismo participa del Saber de nuestra época y todos
somos, de una manera u otra, “marxistas”.
Pero esta universalización ¿no se habrá producido en perjuicio de su
potencial crítico? ¿No será un signo de obsolescencia más que de vitali-
dad? Si, para referirnos a la práctica teórica de los partidos comunistas,
el marxismo se ha convertido en algo tan vago que incluye obras dispa-
res como el Programa del PCUS, el Libro Rojo de Mao o el “Testamento”
de Togliatti, ¿no será que a fuerza de querer explicarlo todo ya no puede
explicar nada? Para responder a las preguntas que le plantea la reali-
dad política el marxismo se ve obligado a autocuestionarse, a inquirir
sobre sus “orígenes”, a tratar de identificar el núcleo irreductible que lo
define como teoría y como ciencia. Y todo esto provoca, como es natu-
ral, su propio desarrollo y maduración. A diferencia entonces de lo que
podría indicarnos una observación superficial, es la actual crisis política
del socialismo la que posibilita el vigor intelectual cada vez mayor que
muestra el marxismo de los últimos años. A la pregunta por su muerte,
el marxismo puede responder hoy con una afirmación: la de su nuevo
desarrollo.
El redescubrimiento de los propios orígenes significa para el marxis-
mo un cuestionamiento radical, producir el concepto de una diferencia
que solo es auténtica a condición de ser impura. ¿Diferencia con respec-
to a qué? Con respecto a la filosofía clásica alemana y en especial con
Hegel, que representa el último gran sistema filosófico. La pregunta por
el marxismo nos retrotrae una vez más a la eterna cuestión de la rela-
ción Hegel-Marx como punto de partida para la búsqueda de los conte-
nidos específicos y originarios de las elaboraciones de Marx en sentido

118
El marxismo antihumanista

estricto, y a la vez –y simultáneamente– a las relaciones de este último


con el “marxismo”. Pero esos contenidos deben ser buscados, aislados
y categorizados en la obra en que los expresa más acabadamente: en
El Capital. Es esta la obra de Marx, a la que consagró la mayor parte de
su vida, y es por esta obra que debe ser juzgado, pues con ella esperaba
“asestar a la burguesía en el plano teórico un golpe del que jamás po-
drá reponerse”. Si todo Marx está allí, la historia de esta obra, de su ela-
boración y publicación parcial en vida del autor, de la reelaboración y
publicación post mortem de los tomos subsiguientes por Engels primero
y Kautsky después, la historia de sus lecturas, la desventurada historia
de los manuscritos publicados tardíamente –cuando ya habían echado
raíces interpretaciones equívocas de El Capital– o aún vedados al lector
y guardados en los armarios del Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú,
constituiría sin duda alguna la espina dorsal de una verdadera historia
del “marxismo”.
¿Cuál es la real significación de la “crítica marxiana” –y conviene re-
cordar que ya desde joven Marx concibió a todos sus escritos teóricos
como “críticas”: del Estado, la economía, la política, el derecho–? ¿Hasta
qué punto constituye el fin de toda filosofía o es en realidad el comienzo
de la filosofía? Estas son las preguntas a las que hay que responder si se
quiere fundar teóricamente la especificidad irreductible del marxismo.
Las elaboraciones de Louis Althusser se instalan en este campo
de problemas ya desde su primer libro (una selección de escritos de
Feuerbach) hasta sus trabajos de mayor aliento: La revolución teórica de
Marx (1967) y Para leer El Capital (1967), este último escrito en colabora-
ción con un grupo de profesores de L’Ecole Normale Superieur de París.
Althusser afirma la existencia en Marx de una filosofía implícita, funda-
da por él en el mismo acto de fundación de su teoría de la historia, pero
que esa filosofía debe aún ser construida. El lugar por excelencia “donde
nos está permitido leer la filosofía de Marx” no es como podría pensarse
sus trabajos estrictamente filosóficos, tales como los Manuscritos de 1844,
por ejemplo, sino aquella obra a la que en modo alguno se podría definir
como filosófica: El Capital. Los propósitos de Marx al escribirla estaban
clara y taxativamente indicados en el prólogo con que la presentara al
lector alemán: “la finalidad última de esta obra es […] descubrir la ley

119
José Aricó

económica que preside el movimiento de la sociedad moderna”. Sería


vano buscar en ella una filosofía del trabajo, de la libertad o de la nece-
sidad, y ni siquiera una explicitación de los propios términos filosófi-
cos que allí se emplean: apariencia, esencia, alienación, fetichismo, etc.
Pero Althusser se propone leer El Capital como filósofo y descubrir lo que
Marx no vio ni pudo ver, porque se limitó a dar existencia práctica a una
filosofía que era absolutamente nueva en cuanto dejaba de ser ideología
para acceder al rango de disciplina científica. La tarea fundamental de los
marxistas es darle a esa filosofía su forma de existencia teórica, y es eso
lo que ambiciona Althusser.
Leer El Capital como filósofo significa tratar de responder a la pre-
gunta de si esta obra es una simple producción ideológica entre otras,
“la imposición al dominio de la realidad económica, de las categorías an-
tropológicas definidas en las obras filosóficas de juventud” o si El Capital
representa de hecho la fundación “de una disciplina nueva, la fundación
de hecho de una ciencia, y por lo tanto un verdadero acontecimiento,
una revolución teórica que relega, a la vez, la economía política clásica
y las ideologías hegeliana y feuerbachiana a su prehistoria, el comienzo
absoluto de la historia de una ciencia (Althusser y otros, 1969, p. 20).
El proyecto althusseriano es por tanto esencialmente epistemológi-
co. Se propone fundamentar el derecho del marxismo a postularse como
saber objetivo y colocar al materialismo dialéctico en la base de toda
tentativa de constitución teórica de las ciencias humanas y del conoci-
miento científico. Para ello es preciso fundar teóricamente una distin-
ción entre conocimiento científico y conocimiento ideológico a partir
de la heterogeneidad radical que separa a las categorías fundamentales
correspondientes a ambos modos de producción conceptual: las cate-
gorías de “estructura” y de “totalidad expresiva”. Esta distinción lo lleva
a establecer una rígida separación teórica entre las obras juveniles de
Marx, que serían ideológicas, y las obras de madurez, en las que opera-
ría con conceptos puramente científicos. Los principios de esa separa-
ción son extraídos del interior del propio marxismo, pues este no es para
Althusser la verdad de un proceso histórico particular (la lucha teórico-
práctica del proletariado) sino “disciplina de investigación científica […]
que no está más turbada por su propia génesis que por la evolución de la

120
El marxismo antihumanista

historia que ha marcado con su intervención [… El marxismo] debe so-


meterse igualmente, para ser comprendido, a la aplicación de principios
marxistas de investigación” (Althusser, 1967, p. 50). Esta posición valo-
rizadora de la autonomía formal del conocimiento científico significa
un avance indudable de la problemática epistemológica marxista, pero
comporta a la vez las mayores dificultades teóricas y prácticas. Ella le
permite sostener una eficaz y brillante polémica con las ideologías que:
a) reducen el marxismo a “historicismo”; b) conciben al conocimiento
como “visión” o como “reflejo” en el cerebro de los procesos de lo real,
en lugar de concebirlo correctamente como “producción”; c) reducen el
marxismo a “pragmatismo”; o, d) “humanismo”. En sus últimos escritos,
protestando por la falsa identificación de que fuera objeto por sus críti-
cos, Althusser rechaza también al estructuralismo por ser una “ideolo-
gía formalista de la combinatoria que explota y, por tanto, compromete,
cierto número de progresos técnicos reales que se dan dentro de algunas
ciencias” (Althusser, 1969, p. 3).
Su análisis del modo de producción de los conocimientos ideológi-
cos y su elaboración del concepto de estructura constituyen las premisas
necesarias para una investigación más amplia (de las que sus obras son
apenas “simples comienzos”, reconoce modestamente Althusser) tendien-
te a fundar una dialéctica concebida como lógica científica y como teo-
ría general del conocimiento científico. Una investigación encarada de
esta manera tiene el mérito indiscutible de explicitar las condiciones en
que la dialéctica podría ser inteligible como lógica científica y sacaría al
eterno problema de la dialéctica marxista del impasse teórico en el que
todavía está encerrada. Pero para ello es preciso aceptar la noción de
ciencia que nos ofrece Althusser. Y aquí está el núcleo de las mayores di-
ficultades de la tentativa del filósofo francés. La “reducción” althusseria-
na, que rechaza la experiencia vivida como “ideológica” y que relaciona
el objeto del conocimiento a las condiciones de su producción “de una
manera que recuerda mucho la empresa progresiva y constituyente de
Kant”, señala Badiou (1969, p. 35), solo es posible a partir de la extensión
al campo de las ciencias humanas de las características esenciales que
distinguen al conocimiento científico en el campo de las ciencias físicas
y matemáticas. Aquí están las raíces del antihumanismo althusseriano

121
José Aricó

y de su teoría de la producción de los conocimientos como una espe-


cie de esquematismo práctico. La filosofía del concepto, esbozada por
Althusser prosiguiendo la obra de los maestros de la epistemología y de
la historia de la ciencia moderna en Francia (Bachelard, Koyré, Cavaillès,
Canguilhem) “se parece mucho a la exhibición del campo estructurado
del saber como campo multitrascendental sin sujeto” (Badiou, 1969,
p. 35). El hombre tiende a ser excluido cada vez más de la estructura teó-
rica de las ciencias humanas.
La teoría del conocimiento científico que se proponga la reducción de
la experiencia vivida a la realidad, implica no obstante una determinada
concepción de la realidad y solo puede ser aceptada a condición de com-
partir esta última. Althusser pareciera haber soslayado por completo este
problema y sin embargo es con referencia a él que puede planteársele una
objeción radical. La manera intelectualista (quizás fuera mejor decir “teo-
ricista”, como parece reconocer autocríticamente el mismo Althusser en
sus últimos escritos) en que formula el problema del conocimiento lo lle-
va a otorgar a la experiencia gnoseológica, depurada de toda “ideología”,
el privilegio ontológico de constituir la única vía de acceso a la realidad.
Como señala acertadamente un crítico, “la aspiración a reducir la expe-
riencia vivida a la realidad presupone la existencia de una realidad que
sería realmente tal una vez suspendidos los procesos de proyección de la
conciencia sobre la realidad que son el resultado de las acciones que na-
cen de sentirse en cierto modo en ella; de una cierta conciencia de ella. La
dificultad no consiste tanto o solamente en admitir que se pueda tener
un conocimiento objetivo de lo real, cuanto en admitir la objetividad de lo
real que quiero conocer objetivamente” (Barale, 1969).
Pero si la realidad es siempre y en todo momento la expresión de una
cierta conciencia ideológica, el proyecto althusseriano, que se esfuerza
por expulsar a la ideología del campo de la ciencia, ¿no lo hace a costa de
introducir subrepticiamente una ideología implícita? El reconocimiento
en sus últimos escritos de las limitaciones de la definición de filosofía
como “teoría de la práctica teórica”, puesto que soslaya la otra relación
fundamental entre filosofía y política, ¿no afecta profundamente al con-
junto de sus elaboraciones?
Es precisamente aquí, en las relaciones de la filosofía con la política

122
El marxismo antihumanista

donde aparece la mayor limitación de Althusser, donde mayores son sus


lagunas y “espacios” y más dogmático aparece su pensamiento. Quizás
sean esos vacíos conceptuales los que lo impulsan a adherir tan acrítica-
mente al accionar político del Partido Comunista Francés del cual es hoy
su filósofo oficial.

Bibliografía

Althusser, L. (1967). La revolución teórica de Marx. México: Siglo XXI.


Althusser, L.; Balibar, E. y otros (1969). Para leer El Capital. México:
Siglo XXI.
Badiou, A. y Althusser, L. (1969). Materialismo histórico y materialismo
dialéctico. Córdoba: Pasado y Presente.
Barale, M. (1969). Sul rapporto di scienza e ideologia in Althusser. Aut-
Aut, 1(111), 26-39.
Marx, K. (1843/1844). Carta a Arnold Ruge. Deutsch-Franzosische
Jahrbucher.

123
Espontaneidad y dirección consciente en el
pensamiento de Gramsci*

1. Iniciamos esta sección publicando algunos textos de Antonio Gramsci


referidos a la experiencia de los consejos de fábrica turineses durante el
llamado “bienio rojo” de 1919-1920. Excepto “Espontaneidad y dirección
consciente” (Gramsci, 1973, pp. 136-139, 1977, 2000), que es una aguda re-
flexión sobre esta misma experiencia escrita en la cárcel más de diez
años después, el resto de los trabajos aparecieron como artículos en el
semanario L’Ordine Nuovo y constituyen una de las expresiones más ricas
y sugerentes del “movimiento sovietista” protagonizado por el proleta-
riado europeo al influjo avasallador de la revolución bolchevique.
La tesis fundamental sostenida por la revista turinesa, de la que
Gramsci era el principal animador, es a la vez un reflejo y un desa-
rrollo teórico de una elaboración común a las organizaciones revolu-
cionarias surgidas de la crisis de la socialdemocracia europea. Todas
ellas consideraban al sistema de los consejos como un modelo general
del Estado socialista a construir, una forma de democracia superior a
la liberal burguesa y la única compatible con una efectiva democracia
obrera. La república conciliar se les aparecía coma la forma de poder
capaz de asegurar el tránsito más directo (y “menos doloroso”, enfati-
zaba Lenin) al socialismo, en cuanto sistema social que se caracteriza

* Extraído de Aricó, J. (1973, abril-junio). Espontaneidad y dirección consciente en el pensamien-


to de Gramsci. Pasado y Presente. Revista Trimestral de Ideología y Cultura, 4(1), 87-101, nueva serie,
(Córdoba).

125
José Aricó

por el autogobierno de los trabajadores y por la paulatina superación


de la división de los hombres entre gobernantes y gobernados.
2. Durante los primeros años que sucedieron a la Revolución de
Octubre, la idea de sovietismo estaba unida indisolublemente a la de co-
munismo y constituía el rasgo definitorio que distinguía a los comunis-
tas de los socialdemócratas. ¿Podía introducirse el socialismo a través
de un uso radical del parlamento y de las instituciones de la democracia
liberal burguesa, o era necesario en cambio destruir tales instituciones y
sustituirlas por un Estado basado en las nuevas formas de la democracia
proletaria que los consejos estaban expresando? El movimiento obrero
europeo se dividió en torno a esta cuestión. Aquellos socialdemócra-
tas más preocupados por la realización concreta del socialismo, como
Kautsky por ejemplo, llegaron hasta a reconocer la excepcional impor-
tancia de los consejos como organismos de combate del proletariado en la
lucha por el poder, pero rechazaron la tentativa de transformarlos en
órganos de poder. No pertenecía a su horizonte teórico la idea de una “de-
mocracia directa”, que en su opinión estaba absolutamente en contra-
dicción con los requerimientos de una sociedad industrial moderna. La
democracia conciliar estaba condenada –según ellos– a desembocar en
la desintegración social y en la ineficiencia económica, o en el dominio
incontrolado de un dictador o de una burocracia experta. El socialismo,
por lo tanto, solo era posible a partir de la utilización en favor del prole-
tariado de las instituciones democrático-parlamentarias, consideradas
como “neutras” y susceptibles de ser llenadas de un contenido distinto.
Para los comunistas en cambio, el proletariado debía crear sus pro-
pias instituciones políticas de masa que posibilitaran su conversión en
clase dirigente mediante el control de la estructura social y política y a
través de una experiencia de democracia directa, prefiguradora de las
nuevas formas socialistas de poder. Los consejos debían ser las células
constitutivas de un nuevo poder estatal, capaz de incorporar a la mayo-
ría de los trabajadores a una actividad autónoma y creadora. Solo una
organización como el consejo, en la que un grupo social se unificaba
a partir de su condición inmediata en la fábrica, en la aldea campesi-
na, en la unidad militar, etc., podía estar en condiciones de disciplinar
permanentemente a las masas, educándolas en una nueva forma de

126
Espontaneidad y dirección consciente en el pensamiento de Gramsci

gestión del poder. De ese modo, el consejo resultaba ser la base concreta
(y no formal) en la cual las masas trabajadoras se educaban en el auto-
gobierno y se capacitaban para constituirse en clase dirigente, destru-
yendo la máquina social y política del Estado burgués. Afirma Gramsci
(1919/1973b, p. 106-110): “Después de las experiencias revolucionarias de
Rusia, Hungría y Alemania el Estado socialista no puede encarnarse en
las instituciones del Estado capitalista, sino que es una creación fun-
damentalmente nueva con respecto a estas y con respecto a la historia
del proletariado”. No es suficiente sustituir el personal dirigente en el
aparato del Estado para transformarlo: la sociedad capitalista no admite
una transformación real del poder en sus centros decisivos. Organizadas
para asegurar la reproducción del sistema, las instituciones burguesas
son irreductibles a una política que propugne la destrucción de la or-
ganización capitalista del trabajo, que cuestione el uso capitalista de la
escuela, que intente superar la división de la realidad social en esferas
independientes y autónomas de lo económico y lo político. El sistema
capitalista, en suma, no admite una subversión tal de la sociedad que
conduzca al cuestionamiento de la división entre poderes de decisión y
tareas de ejecución, entre intelectuales y trabajadores manuales, entre
gobernantes y gobernados. Aquí reside el límite infranqueable de “varia-
bilidad” del sistema. En consecuencia, para el marxismo revolucionario,
la consigna de la “conquista del Estado” solo puede significar una única
cosa: “la creación de un nuevo tipo de Estado, generado por la experien-
cia asociativa de la clase obrera, es decir por los consejos, y la sustitución
por este del Estado democrático-parlamentario” (Gramsci, 1919/1973b,
pp. 106-110).
3. De 1918 a 1921 la lucha por la instauración de gobiernos basados en
el sistema de consejos impulsó el movimiento de masas más formida-
ble que conociera la historia de la Europa moderna. Surgen consejos en
Alemania, Hungría, Inglaterra, Italia, etc., que no logran, sin embargo,
asumir el control total del aparato del Estado. El fracaso de la revolución
en Alemania y Hungría, la derrota del proletariado en Italia, luego de las
ocupaciones de fábricas, etc., abre el camino para una recomposición
conservadora y reaccionaria de las estructuras capitalistas desquiciadas
por la irrupción de las masas obreras. Surgen regímenes fascistas en

127
José Aricó

toda la Europa central y el movimiento obrero es aplastado sin piedad.


La Rusia sovietista fue aislada y abandonada a sus propias fuerzas. El
precio que tuvo que pagar para poder subsistir en medio del atraso de
su vida rural y de la disgregación de su clase obrera a consecuencia de
años de guerra civil, fue la decapitación del sovietismo. El frágil equili-
brio instituido en 1917 entre las organizaciones del partido y del Estado y
los soviets se rompió iniciándose un proceso irreversible de vaciamiento
de poder de las instituciones soviéticas, reducidas en adelante a la con-
dición de envolturas formales de una dictadura ejercida primero por el
partido y luego por un hombre, en nombre y por cuenta del proletariado.
El sujeto del poder dejó de ser la clase obrera y su lugar fue ocupado por
un nuevo estrato dirigente, detentador a la vez del control del aparato
del partido y del Estado. La burocracia “socialista” (sic), construyó un
régimen a su imagen y semejanza y pugnó por perpetuarse en el poder,
destruyendo implacablemente todos los obstáculos que pudieran inter-
ponérsele. Para ella, la transformación de un país atrasado en un país
industrial era una tarea lo suficientemente grande como para justificar
cualquier abuso de poder.
Es imposible analizar aquí el conjunto de circunstancias que posibi-
litaron la progresiva extinción de la democracia socialista en la URSS.
Simplemente, vale la pena señalar que la desaparición del sovietismo
condujo a una monstruosa distorsión del objetivo esencial del socialis-
mo en la práctica política y a la sustitución del marxismo por una ideo-
logía justificadora en la teoría. En adelante, ya no se trataba de crear las
condiciones para superar la desigualdad política y social de los hombres
estableciendo un sistema basado en el autogobierno de los trabajadores.
El socialismo no era sino una mera prolongación superestructural de
una base económica ya revolucionada por el traspaso al Estado del con-
junto de los medios de producción. La utopía comunista de una socie-
dad sin Estado, dirigida por hombres emancipados de un poder político
ajeno, resultaba postergada sine die.
4. En síntesis, el movimiento conciliar apareció en la década del
veinte como un intento de resolución de los problemas planteados por
la crisis del capitalismo y de la socialdemocracia europea. “En la reali-
dad contradictoria de la historia social europea, el sovietismo fue una

128
Espontaneidad y dirección consciente en el pensamiento de Gramsci

experiencia valiosa y una gran idea-fuerza, la única que podía indicar


el camino para evitar la restauración capitalista, la reconstitución de un
sistema imperialista mundial y la recuperación de la dominación ideo-
lógica incontrastada de las élites del poder” (Salvadori, 1972). En cuanto
indicaba un objetivo necesario para dar sentido real a la lucha antica-
pitalista, el movimiento conciliar posibilitó el surgimiento de una real
vanguardia revolucionaria. Los consejos fueron las instituciones que
permitieron a la vanguardia dejar de ser un órgano externo al proleta-
riado y transformarse efectivamente en su parte más avanzada. Las ma-
sas entraban en contacto con esa vanguardia reflejando su propio grado
de experiencia real, creando de ese modo las condiciones para superar
la relación pedagógica abstracta y autoritaria que había caracterizado a
la socialdemocracia.
La teoría de los consejos (que en tal sentido debe ser considerada
como el componente esencial de la teoría marxista del Estado), permi-
te articular el pensamiento revolucionario con el concepto proletario
de democracia, ofreciéndole una fórmula concreta de resolución prác-
tica. La democracia obrera podrá tener vigencia solo si el proletariado
logra adueñarse de las condiciones y de la organización del aparato
productivo. Recién entonces tendrá sentido hablar de la conquista del
poder en la sociedad, dado que una clase obrera que no se haya eman-
cipado de la división jerárquica del trabajo en la fábrica no podrá tam-
poco emanciparse de la división capitalista del trabajo en la sociedad,
aunque como ocurre hoy en los países llamados “socialistas” haya sido
abolida legalmente la propiedad privada de los medios de producción.
Para el proletariado, conquistar la propia autonomía como clase signi-
fica subvertir la escala jerárquica impuesta por la división capitalista
del trabajo humano, adueñarse de los instrumentos de producción y
autodeterminar las condiciones y formas en que se crean los bienes
necesarios a la sociedad. Es verdad que un proceso semejante presu-
pone necesariamente la conquista del poder del Estado y fue un méri-
to indiscutible de los bolcheviques rusos haber defendido tenazmente
esta verdad frente a la socialdemocracia reformista. Pero la historia
nos ha enseñado también que la conquista del poder no siempre es el
umbral del socialismo.

129
José Aricó

El sistema de los consejos fue por ello la expresión histórica “concre-


ta” de la aspiración del proletariado a la propia autonomía y a la conquis-
ta de una democracia obrera efectiva. Cuando la lucha obrera fue derro-
tada y comenzó el largo período de la estabilización del capitalismo, era
lógico que la experiencia consular quedara sepultada en los recuerdos
de los viejos militantes revolucionarios de la década del veinte y que la
simple mención de la palabra consejo provocara malestar en los medios
de izquierda oficiales (tanto comunista como socialista).
Hoy, la recuperación del proletariado europeo, las luchas revolucio-
narias en los países dependientes, el malestar creciente en el interior
de los países mal llamados socialistas, reflota nuevamente la temática y
reclama de nosotros la reubicación histórica de una experiencia formi-
dable de la clase obrera, que está unida indisolublemente a la esperanza
de una vigencia real del socialismo en el mundo.
En el terreno teórico, la discusión acerca de los “consejos” tiene el
privilegio de remitimos necesariamente al punto nodal de entronque y
de verificación de los problemas fundamentales de una estrategia y de
una táctica revolucionarias: los problemas del aparato del Estado y de
sus centros decisivos de poder; de las relaciones entre democracia di-
recta y democracia representativa; los distintos niveles en que se sitúa el
movimiento real de las masas y la posibilidad de una síntesis social que
los convierta en un verdadero bloque histórico de fuerzas revoluciona-
rias; la democracia socialista y la necesidad de una pluralidad de insti-
tuciones para que aquella pueda expresarse plenamente otorgando a las
masas el poder de control; finalmente, el problema del poder, de cómo
tomarlo y de cómo mantenerlo.
5. Antonio Gramsci es, sin duda, en el ámbito del movimiento obre-
ro europeo, el “traductor” más original y profundo de la experiencia so-
vietista. Hay dos artículos incluidos en nuestra selección, “Democracia
obrera” (Gramsci,1919/1973a, pp. 103-106) y “El programa de L’Ordine
Nuovo” (Gramsci, 1920/1973, pp. 129-135), en los que se evidencia clara-
mente el esfuerzo por traducir el “leninismo” a la realidad de la sociedad
italiana de posguerra. Para Gramsci la importancia histórica universal
de la Revolución de Octubre, y por lo tanto del leninismo, reside en ha-
ber recuperado y realizado prácticamente las conclusiones teóricas que

130
Espontaneidad y dirección consciente en el pensamiento de Gramsci

Marx y Engels extrajeron de la experiencia de la Comuna de París y que el


socialismo reformista había sepultado, o sea la tesis de que la clase obrera
no puede simplemente apoderarse de la máquina estatal y hacerla funcionar en
su propio beneficio. El hecho esencial de la revolución rusa “es la instaura-
ción de un nuevo tipo de Estado: el Estado de los consejos […] Lo demás
es pura contingencia” (Gramsci, 1955, p. 142). Ya en el segundo número
del semanario, Gramsci apunta a una búsqueda que se concretará en la
idea de los consejos de fábrica. Dice Gramsci (1955, p. 373):

La historia de la lucha de clases ha entrado en una fase decisiva


después de las experiencias concretas de Rusia: la revolución inter-
nacional adquirió forma y cuerpo desde el momento que el prole-
tariado ruso inventó (en el sentido bergsoniano) el Estado de los
consejos, excavando en su experiencia de clase explotada, exten-
diendo a la colectividad un sistema de ordenamiento que sintetiza
la forma de vida económica proletaria organizada en la fábrica en
torno a los comités internos y la forma de su vida política organi-
zada en los círculos de barrio, en las secciones urbanas y de aldea,
en las federaciones provinciales y regionales en que se articula el
Partido Socialista.

En “Democracia obrera”, Gramsci encuentra una forma particular, no


doctrinaria sino esencialmente política, de resolver esta preocupación
por las formas propias en que se debe expresar el movimiento obrero en
su lucha por el poder. Había que encontrar un camino de acceso que no
fuese el producto del acto arbitrario de una organización que se autopro-
clame revolucionaria, un acto de jacobinismo que desemboque luego en
una dictadura que sustituya y reprima a la propia clase obrera. “La revo-
lución es comunista solo si existe en las masas la voluntad de introducir
en las fábricas el orden proletario, de hacer de la fábrica la célula del nue-
vo Estado, de construir el nuevo Estado como reflejo de las relaciones
industriales del sistema de fábrica” (Gramsci, 1919/1973a, pp. 103-106). La
revolución social es un proceso histórico generado “desde abajo”, desde
la fábrica que es el núcleo esencial del proceso productivo en la sociedad
capitalista. ¿Pero existía en Italia una institución obrera que fuera capaz

131
José Aricó

de transformarse en órgano de poder y generadora de un nuevo Estado?


¿Había un germen de gobierno de los soviets en Turín, que era la ciudad
que concentraba a gran parte de la industria italiana? La originalidad
del artículo “Democracia obrera” reside en haber respondido afirmati-
vamente a esa pregunta, planteando el problema de las comisiones in-
ternas de fábrica como los órganos potenciales del poder proletario en
un nuevo sistema de democracia obrera. En un discurso pronunciado
tres días después de la aparición del artículo se encuentran sintetizados
los elementos fundamentales de la elaboración gramsciana1:

Para que la revolución de simple hecho fisiológico y material se


transforme en un acto político e inicie una nueva era es preciso que
se encarne en un poder ya existente cuyo desarrollo estaba frenado
por las instituciones del viejo orden. Este poder proletario debe ser
emanación directa, disciplinada y sistemática de las masas trabaja-
doras obreras y campesinas. Es necesario por lo tanto sistematizar
una forma de organización que absorba y discipline permanen-
temente a las masas obreras: los elementos de esta organización
deben ser creados en las comisiones internas de fábrica, según las
experiencias de la revolución rusa y húngara y según las experien-
cias pre-revolucionarias de las masas trabajadoras inglesa y nortea-
mericana, que a través de la práctica de los comités de fábrica han
iniciado la educación revolucionaria y el cambio de psicología que,
según Karl Marx, deben ser considerados el síntoma más promete-
dor de la realización comunista. El prestigio que irradia el Partido
Socialista debe ser dirigido a dar forma revolucionaria a esta orga-
nización, a convertirla en una concreta expresión del dinamismo
revolucionario en marcha hacia las máximas realizaciones […]. Es
preciso iniciar la educación concreta sovietista de la clase obrera
convirtiéndola en experta constitucionalmente y capaz de ejercer
la dictadura proletaria (Gramsci; citado en Spriano, 1963, pp. 42-43).

1. Discurso pronunciado en la Sección turinesa del Partido Socialista Italiano el 27 de junio de 1919.

132
Espontaneidad y dirección consciente en el pensamiento de Gramsci

Una vez lanzada la idea de la transformación de las comisiones in-


ternas en consejos obreros de fábrica, L’Ordine Nuovo se convierte en
el eje teórico y práctico de un movimiento de masas que se expande
rápidamente por las fábricas de Turín. Sus redactores popularizaron
en las asambleas obreras las experiencias sovietistas y contribuyeron
a que el primer consejo obrero surgido en la fábrica Brevetti de Fiat
fuera seguido por la constitución de organismos similares en la ma-
yoría de las fábricas turinesas. Desde ese momento L’Ordine Nuovo fue
el periódico de los consejos de fábrica. Su programa de acción hacía
de él un centro propulsor de ideas que educaba a la clase en el espíritu
internacionalista de la revolución europea, orientándola hacia la con-
quista de su plena autonomía como clase. Se establece así una relación
entre espontaneidad y dirección consciente, entre masas y vanguardia
absolutamente inédita en la tradición socialista italiana, caracterizada
siempre por una concepción aristocrática, iluminista y tutelar de las
masas proletarias.
Por primera vez en la historia del movimiento obrero italiano, dentro
del proletariado de fábrica, en el seno mismo de la producción indus-
trial, se plasma un proceso de autogestión de las masas, de creación de
nuevas instituciones que se plantean el control obrero y que educan a la
clase en la lucha revolucionaria y en la destrucción del orden capitalista.
Entre L’Ordine Nuovo y los obreros que popularizaban sus ideas-fuerzas
se estableció una dialéctica de dirección y espontaneidad fundada en el
rechazo de la repetición mecánica de las verdades doctrinarias, que no
confundía la política con las disquisiciones científicas o teóricas, que se
aplicaba, como anota Gramsci (1973, pp. 136-139),

[…] a hombres reales, formados en determinadas relaciones históri-


cas, con determinados sentimientos, modos de concebir, fragmen-
tos de concepciones del mundo, etc., que resultaban de las combi-
naciones ‘espontáneas’ de un determinado ambiente de producción
material […]. Este elemento de ‘espontaneidad’ no se descuidó ni se
despreció: fue educado, orientado, depurado de todo elemento ex-
traño que pudiera corromperlo, para hacerlo homogéneo, pero de
un modo vivo e históricamente eficaz, con la teoría moderna.

133
José Aricó

Ninguna iniciativa era adoptada si antes no había sido ensayada en la


realidad, si antes no se había sondeado a través de los más variados me-
dios la opinión de los obreros. “Por ello nuestras iniciativas tenían casi
siempre un éxito inmediato y amplio y aparecían como la interpretación
de una necesidad sentida y generalizada y nunca como la fría aplicación
de un esquema conceptual” (Gramsci, 1973, pp. 136-139).
6. La originalidad de L’Ordine Nuovo reside por lo tanto en el corte ra-
dical que estableció con la tradición positivista del socialismo italiano,
en su capacidad de incorporar a la batalla teórica y política las nuevas
experiencias internacionales y las corrientes de ideas que se inspiraban
directamente en la revolución proletaria: del sorelismo al leninismo, del
sindicalismo “industrial” de Daniel de Leon al anarquismo. Antes que
un órgano de corriente política –del Partido Socialista, al que Gramsci y
su grupo pertenecían en esos momentos– la revista fue el órgano teórico
más importante del movimiento sovietista italiano. La “libertad” de pen-
samiento del grupo les permitió conducir una lucha concreta y efectiva
contra la mentalidad paternalista de la dirección socialista, contra su
tendencia a la esclerosis organizativa e intelectual. De ahí que la reva-
lorización de la importancia de la espontaneidad revolucionaria y de la
necesidad de educarla siguiendo un método que ensayaba en la acción la
universalidad de una teoría, su grado de “traducibilidad” a un contexto
histórico-geográfico distinto, fuera el blanco preferido de las críticas al
grupo, acusado de “espontaneísta” y “sindicalista”.
La heterogeneidad ideológica del grupo animador del Ordine Nuovo
constituía también otro motivo de crítica para los santones socialistas,
acostumbrados a las viejas prácticas de la polémica retórica y banal. En
torno a la revista se recompone un conjunto de fuerzas hasta entonces
divididas por sus orientaciones y tradiciones ideales (anarquistas, socia-
listas, sindicalistas, etc.), que coinciden en la lucha contra el reformismo
y el burocratismo de las direcciones sindicales, contra el sectarismo y la
ceguera de los partidos políticos. Las diferencias de criterios y de tradi-
ciones no impiden la colaboración de este “campo de fuerzas revolucio-
narias” que reconoce en los consejos surgidos en Europa y en Turín el
punto de referencia ideal, el terreno natural de experimentación de sus
proposiciones políticas. Este estilo de trabajo absolutamente original en

134
Espontaneidad y dirección consciente en el pensamiento de Gramsci

la tradición política italiana, que tiene su matriz teórica en la concep-


ción gramsciana de la unidad social de la clase obrera surgida de la fá-
brica, caracterizó al movimiento ordinovista en su lucha contra la visión
sectaria de la relación entre las masas y la dirección política, le dio un
tono iconoclasta que irritaba la poltronería intelectual de los Treves y los
Turati. Polemizando con los dirigentes sindicales, temerosos de perder
el control burocrático sobre sus afiliados, o con los dirigentes socialistas,
acostumbrados a pensar en el partido como el único y legítimo centro de
poder obrero, Gramsci defendía su idea-fuerza del proceso revolucio-
nario como un proceso de masas. Y a quienes batían el parche sobre el
“espontaneísmo” y el “sindicalismo” del Ordine Nuovo, Gramsci respon-
día que la única equivocación que había cometido la revista era la de
“creer que la revolución comunista puede ser hecha solo por las masas,
y que no pueden hacerla ni un secretario de partido ni un presidente de
república a golpe de decretos. Parece ser que esta fue también la opinión
de Karl Marx y de Rosa Luxemburg, y es hoy la de Lenin, todos los cuales
son, para Treves y Turati, anarcosindicalistas” (Gramsci, 1955, p. 489).
Es verdad que el reconocimiento del valor de la acción espontánea
de las masas obreras será una posición permanente de la revista y del
pensamiento de Gramsci. Sin embargo, sería erróneo buscar en este
reconocimiento una causa puramente ideológica, de raíz soreliana.
El texto sobre “Espontaneidad y dirección consciente” (Gramsci, 1973,
1977, 2000), que aunque escrito varios años después es absolutamente
coherente con los de la época ordinovista, evidencia claramente que,
a diferencia de Sorel, Gramsci concibe a la acción espontánea como
un proceso ni arbitrario ni artificial, sino históricamente necesario,
como un nivel de concreción de los sentimientos populares surgido
de la “experiencia iluminada por el sentido común”. De ahí que entre
“espontaneidad” y “dirección consciente”, o sea entre las acciones apa-
rentemente inorgánicas de las masas y la actividad educadora siste-
mática de un grupo dirigente, no haya una diferencia cualitativa, sino
meramente cuantitativa, de grado y no de calidad. Uno y otro nivel son,
para Gramsci, mutuamente reductibles. No hay una dirección única
en el proceso histórico por la cual las luchas sociales deben solo pro-
ducirse a partir de las organizaciones preexistentes que las generen; la

135
José Aricó

experiencia conciliar en Rusia y en Europa central estaba demostran-


do que eran las luchas sociales las que creaban en forma “espontánea”
(vale decir, de manera imprevista) sus propias organizaciones. No es
verdad entonces que la preexistencia de formas organizativas consti-
tuya un presupuesto para la acción de masa organizada; en la historia
de las luchas sociales hay momentos de ruptura en los que surgen nue-
vos movimientos a través de los cuales las masas intentan resolver sus
exigencias de orientación política y de organización. Son movimien-
tos que resultan de las combinaciones “espontáneas” de un determi-
nado ambiente de producción material, de la unificación de elementos
sociales dispares. Es esta heterogeneidad, sin duda, la que impulsa a
las organizaciones políticas a considerarlos como ciegos y por tanto
rechazables, sin comprender que por el hecho mismo de surgir de un
“determinado ambiente de producción material” tales movimientos
no son arbitrarios ni artificiales, sino históricamente necesarios.
El movimiento de los consejos de fábrica, en particular, intentaba dar
cuenta de un proceso real verificado en el desarrollo del sistema de fá-
brica. Como señala Gramsci en una nota de los Cuadernos de la Cárcel,

[…] el hecho de que una división del trabajo cada vez más perfecta
reduzca objetivamente la posición del trabajador en la fábrica a mo-
vimientos de detalle cada vez más “analíticos”, de modo tal que a cada
individuo se le escape la complejidad de la obra común, y en su con-
ciencia su propia contribución se deprecie hasta parecer fácilmente
sustituible a cada instante; el hecho de que al mismo tiempo el tra-
bajo concertado y bien ordenado dé como resultado una mayor pro-
ductividad “social” y de que el conjunto del personal de una fábrica
deba concebirse como un “trabajador colectivo”; estos hechos son los
presupuestos del movimiento de fábrica que tiende a convertir en “subjetivo” lo
que ya se está dando “objetivamente” (Gramsci, 1952, p. 79).

Gramsci advierte que el proceso revolucionario no puede comprome-


ter simplemente a los instrumentos de la superestructura del Estado
burgués, que las organizaciones tradicionales de la clase obrera como
el partido y el sindicato tienen un carácter transitorio e históricamente

136
Espontaneidad y dirección consciente en el pensamiento de Gramsci

determinado que las coloca “en el campo de la democracia burguesa”


y que les veda la posibilidad de llevar adelante el proceso de homoge-
neización de la clase que las estructuras de la sociedad industrial están
facilitando a nivel de la fábrica. Plantearse el problema del poder signi-
fica para Gramsci plantearse la necesidad de nuevas organizaciones de
fábrica y del control por la clase obrera del proceso productivo.
De la experiencia de los soviets rusos, alemanes y húngaros, de los
Shop Stewards Committees ingleses, de los sindicalistas revolucionarios
norteamericanos, de Lenin, Sorel, De Leon y otros, Gramsci recoge
aquellos elementos ideológicos que le permiten sustentar teórica y prác-
ticamente la lucha por la creación de nuevas instituciones de la clase
obrera que reflejen la estructura industrial capitalista, que se desarro-
llen a partir de la fábrica, que sean expresiones de la vida en su interior y
de la conciencia de “productor” subyacente en el obrero de fábrica. Creo
que la coherencia teórica y práctica de Gramsci debe ser buscada aquí,
en esta recuperación bastante original de la tradición de los grandes
maestros revolucionarios a partir del “presente” de la acción histórica y
de las necesidades que este presente plantea.
La recuperación de la fábrica y la importancia central de la acción
en la estructura del sistema fijan sin duda la fuerza y la limitación del
pensamiento del Gramsci “ordinovista”. La fuerza, porque el reconoci-
miento de que el movimiento proletario debe expresarse bajo formas
propias, debe dar vida a sus propias instituciones, no es sino otro modo
de expresar la hipótesis marxiana que afirma que la emancipación de
la clase obrera solo puede ser obra de los mismos obreros2. Es esta hi-
pótesis del crecimiento de la clase como sujeto político directo la que
le permitía redimensionar el papel de las organizaciones políticas y
sindicales y teorizar un proceso revolucionario cuyo eje estaría consti-
tuido por el propio proletariado en el acto mismo de gestión del proce-
so productivo. Cuando varios años después volvió a reflexionar sobre
la experiencia ordinovista, Gramsci (1971, p. 51) señaló que sus méritos
esenciales habían sido: 1) haber sabido “traducir” en un lenguaje histó-
rico italiano los principales postulados de la doctrina y de la táctica de

2. Consigna incorporada por Marx a los Estatutos generales de la Asociación Internacional de Trabajadores.

137
José Aricó

la Internacional Comunista. Y en los años 1919-1920 esto significaba la


consigna de los consejos de fábrica y del control de la producción, o sea la
organización de masas de todos los productores para la expropiación de
los expropiadores, para la sustitución de la burguesía por el proletariado
en el gobierno de la industria y por lo tanto, necesariamente, del Estado;
2) haber sostenido en el seno del Partido Socialista el programa integral
de la Internacional Comunista, incluyendo también la defensa del sistema
de los consejos, y no solo algunas partes de este programa, como ocurrió
con las demás corrientes que luego confluyeron con los ordinovistas en
la formación del Partido Comunista Italiano.
Sin embargo, esta recuperación de la fábrica es hecha a partir de una
concepción más historicista que dialéctica, desde una perspectiva de-
terminista de la evolución social en la que el consejo de fábrica aparece
como un desarrollo “natural” y casi obligatorio del proceso productivo
(Cf. Tomasetta, 1971, p. 222). Hay una tendencia pronunciada –corregida
en parte en los escritos posteriores– a concebir el proceso productivo no
bajo su forma específica de organización capitalista de la producción en
la que despotismo y racionalidad, por una parte, explotación y aliena-
ción, por la otra, representan binomios indisolubles, sino bajo una for-
ma bastante más general, y de validez universal como modelo de organi-
zación en una sociedad comunista. “La unidad entre desarrollo técnico e
intereses de la clase dominante [dice Gramsci] es solo una fase histórica
del desarrollo industrial, debe ser concebida como transitoria. El nexo
puede disolverse; la exigencia técnica puede ser pensada concretamente
al margen de los intereses de las clases dominantes, y aun más, unida a
los intereses de las clases todavía subalternas” (Gramsci, 1952). Pero la
nueva síntesis entre desarrollo técnico y clases subalternas, encarnada
en el consejo de fábrica, no pone necesariamente en cuestión la orga-
nización capitalista de la producción sino apenas su dirección. Debido al
crecimiento de las capas medias improductivas y a la transferencia de
los poderes de decisión a las instituciones políticas del Estado burgués,
donde reina la corrupción y la mistificación de los antagonismos de cla-
se, la sociedad industrial está amenazada de disgregarse. El proletariado
es la única categoría social que puede evitar esa disgregación puesto que
no puede vivir sin trabajar, “y sin trabajar metódica y ordenadamente”.

138
Espontaneidad y dirección consciente en el pensamiento de Gramsci

En la fábrica se crea “la unidad psicológica de la clase proletaria” y se


desarrollan los elementos que concluyen en la formación del “obrero co-
lectivo”; es en la fábrica donde la clase obrera “deviene un determinado
‘instrumento de producción’ en una determinada constitución orgáni-
ca”. Es por ello que el proletariado es el único capaz de revertir el proceso
de disgregación social haciendo que el poder industrial retorne a la fá-
brica, que el sistema industrial sea depurado de la “banda de aventure-
ros y de políticos mercenarios”, para asegurar su traspaso a la sociedad
comunista. Y solo puede hacerlo encarnándose en una forma de poder
que constituye la célula del nuevo Estado proletario, la base del nuevo
sistema representativo: el sistema de los consejos. Es esta opción de fon-
do en favor de la organización económica, de las exigencias productivas
y de la primacía moral de la fábrica lo que lleva a Gramsci a privilegiar
el consejo de fábrica frente al partido político y al sindicato profesional.
La aceptación acrítica del progreso tecnológico como neutral e inde-
pendiente de la especificidad de la relación de producción y como motor
del desarrollo de la sociedad condujo a Gramsci a teorizar la posibilidad
de un pasaje del viejo al “nuevo orden”, salvando la continuidad histórica
y dejando inmutable el centro estructural del despotismo, o sea la fábri-
ca con su racionalidad capitalista, con su organización autoritaria, con
su parcelización y alienación del trabajo. El proceso revolucionario que
él concibe acaba así por coincidir con una revolución como evolución
(Cf. Tomasetta, 1971, p. 222).
Esta limitación del pensamiento del Gramsci ordinovista, que os-
cilaba entre el espontaneísmo controlado de Rosa Luxemburg y el
centralismo organizado de Lenin, que no siempre lograba distinguir
claramente los consejos como “órganos técnicos de la producción y del
ordenamiento industrial” de los consejos como “órganos políticos de
la clase obrera en lucha contra el capital”, que poniendo el acento en
el crecimiento de la clase como sujeto político directo subestimaba la
importancia de la formación y de la organización del partido histórico
de la clase obrera, era también la limitación práctica del movimiento,
como se evidenció bastante nítidamente cuando la realidad nacional
demostró estar más atrasada que la vanguardia turinesa. Los conse-
jos no pudieron resistir la ofensiva combinada de los patrones y del

139
José Aricó

Estado y fueron derrotados ante la indiferencia del Partido Socialista,


la satisfacción apenas oculta de las direcciones sindicales y la pasivi-
dad del resto de la clase obrera italiana.
7. La derrota del movimiento conciliar y el acceso al poder del fas-
cismo coincidió con la derrota del sovietismo en toda Europa, excepto
Rusia, y obligó a un replanteo global de una estrategia hasta entonces
de ofensiva. Gramsci fue sin duda el marxista “occidental” que más pro-
fundamente indagó sobre las causas de esta derrota y las lecciones que
ella arrojaba. En 1919 sus concepciones se fundaban en la creencia de
que el capitalismo habría de derrumbarse rápidamente y de que el movi-
miento de los consejos desembocaría en la dictadura del proletariado. La
maduración en la clase obrera de una voluntad del poder, de una férrea
disposición hacia la conquista del Estado la mostraba como una clase
hegemónica, o sea como el sujeto político directo del proceso revolucio-
nario. Frente a ella, al partido le correspondía actuar como una vanguar-
dia intelectual y moral, como un instrumento de educación y de dirección
política, de síntesis ideológica de una conciencia que no necesitaba de
mediaciones puesto que surgía de la propia experiencia de la clase, de su
autoidentificación como alternativa revolucionaria. Luego de la derro-
ta del movimiento obrero, el acento se desplazará de la clase al partido,
a la necesidad de la formación de un núcleo dirigente del proletariado
italiano, capaz de soportar las duras condiciones impuestas por el fas-
cismo y a la vez de crear, mediante una permanente labor de interpreta-
ción de la realidad, las bases para una nueva expansión de las energías
proletarias. Sin embargo, la temática de la democracia obrera y de las
instituciones propias de la clase recorre como un hilo rojo el conjunto
de sus meditaciones. Se mantiene en lo esencial la exigencia de un “im-
pulso de base”, la intuición de la revolución como un proceso en el cual
el proletariado se expresa a través de sus propios organismos de masas,
autónomos, abiertos a todas las corrientes revolucionarias y prefigura-
dores de la nueva sociedad. Un elemento constante de su pensamien-
to, desde L’Ordine Nuovo hasta los Cuadernos de la Cárcel, es su hipótesis
(de aliento luxemburguiano) del carácter no jacobino sino de masas, no
tanto político como “social”, del proceso revolucionario, el cual nace en
los lugares de trabajo y se nutre ininterrumpidamente de los fermentos

140
Espontaneidad y dirección consciente en el pensamiento de Gramsci

espontáneos de lucha que las condiciones contradictorias en que se des-


envuelve la producción del capital tienden ineludiblemente a suscitar.
Es esta concepción la que le impide compartir las posiciones ideológicas
que caracterizaron a los partidos comunistas desde la muerte de Lenin.
Aun cuando su atención se desplaza de la clase al partido, la hipótesis
gramsciana de la organización revolucionaria es radicalmente distinta
de la estalinista, instituida como teoría y práctica de la III Internacional.
Si el sujeto de la acción revolucionaria no es buscado en el interior de
la clase, sino fuera, en una vanguardia política externa, esta tiene en sí
misma su principio de legitimación. La relación entre ser social y con-
ciencia, entre clase y dirección política es puramente de “exterioridad”:
la verdad deja de estar en la experiencia de la clase para situarse en una
conciencia teórica que permanece externa a ella. Se comprende enton-
ces por qué una concepción “vanguardista” tiende siempre a criticar y
denunciar toda acción espontánea de las masas y a establecer una rela-
ción pedagógica y abstracta con ellas. Lo paradójico es que el rechazo de
la espontaneidad obrera, que no es sino una forma encubierta de negar
el valor de su autonomía como clase que debe aspirar a la conquista de la
hegemonía en la sociedad, desemboca en una inconsciente sumisión po-
lítica al “espontaneísmo”, mediante el expediente de distorsionar el sig-
nificado real de los movimientos concretos de las masas. De ese modo,
cada lucha por reivindicaciones parciales y hasta corporativas es consi-
derada como expresión madura de una conciencia de clase ya existente
sobre la cual basta insertar la acción revolucionaria de la “vanguardia”.
Para Gramsci, al igual que para Rosa Luxemburg (1907/1967) o el
Lenin sovietista de Las tesis de abril (Lenin, 1917/1975) y de la Revolución
de Octubre, el acento debe ser puesto en el agente social directo, en el
proletariado, porque únicamente así se puede llegar a establecer una
dialéctica entre clase y dirección política, entre partido y organismos
de democracia obrera, que alimentada por una forma permanente de
revolucionarización social3 impida al partido convertirse en un cuerpo

3. Este es el elemento concreto que aporta el maoísmo y que significa un retorno a la idea marxiana de la
“revolución en permanencia”, de la sociedad comunista como radicalmente distinta y destructiva de la so-
ciedad burguesa. Cf. al respecto los trabajos de Bettelheim (Aricó y otros, 2014) que incorporamos infra y el
N° 23 de los Cuadernos de Pasado y Presente dedicado a La revolución cultural china (Collotti Pischel, 1971).

141
José Aricó

separado y extraño a la clase. Poner el acento sobre el proletariado signi-


fica colocar en primer plano la función educativa y de dirección política del
partido a fin de elevar el grado de conciencia y de experiencia política de
la clase o, dicho de otro modo, a fin de estimular su conversión en clase
revolucionaria. Pero esta tarea es posible a condición de que no se inten-
te comunicar desde el exterior la conciencia (cual si fuera el espíritu abso-
luto) a las masas. Si una organización política revolucionaria es colocada
por la fuerza de los hechos en una relación de exterioridad con la clase,
resultaría al fin inevitable su degeneración en una secta doctrinarista
y políticamente ineficaz, en la sociedad burguesa, y en una nueva clase
dirigente incontrolable y reaccionaria allí donde hubiera conquistado el
poder. Solo se puede llegar a ser dirigente desde el interior de la lucha de
masas, puesto que es únicamente allí donde la fusión de la espontanei-
dad social con la dirección consciente crean los puentes qua permite el
pasaje del “saber al comprender y al sentir” y viceversa, y donde, con tér-
minos de Marx, el educador acaba también por ser educado4.
8. La función propia de la organización política que se da el proletaria-
do en su lucha contra el capitalismo es recoger, educar, disciplinar y ge-
neralizar los fermentos de espontaneidad de clase (que no son siempre
los mismos, que implican distintos grados y niveles de dirección cons-
ciente en su interior, que no pueden ser analizados como si la historia,
el espacio, la educación, los medios de comunicación de masas, etc., etc.,
no existieran), transformándolos en una voluntad colectiva que se ex-
prese autónomamente como clase. Pero no puede hablarse de autonomía
si la clase no se expresa y solo puede hacerlo a través de sus propios órga-
nos de democracia obrera. Es la organización la que media entre la clase
y su conciencia, pero la experiencia histórica del proletariado ha demos-
trado que esa organización no puede ser identificada con el partido. La

4. Cf. el fragmento de Gramsci (Aricó y otros, 2014) sobre el pasaje del saber al comprender y viceversa,
del sentir al comprender y al saber, reproducido infra. En el fondo, constituye una glosa de la idea de
Marx expuesta en la Tercera Tesis sobre Feuerbach: “La teoría materialista del cambio de las circunstan-
cias y de la educación olvida que [a] las circunstancias las hacen cambiar los hombres y que el educador
necesita, a su vez, ser educado. Tiene, pues, que distinguir en la sociedad dos partes, una de las cuales se
halla colocada por encima de ella. La coincidencia del cambio de las circunstancias con el de la actividad
humana o cambio de los hombres mismos solo puede concebirse y entenderse racionalmente como prác-
tica revolucionaria” (Marx, 1970, p. 666).

142
Espontaneidad y dirección consciente en el pensamiento de Gramsci

clase obrera, en su pasaje de fuerza de trabajo a clase revolucionaria,


crea instituciones de diverso orden que desempeñan la función de de-
fender sus intereses frente al capital (sindicatos, etc.) o de concentrar la
experiencia teórica de sus luchas y la conciencia clara del antagonismo
irreconciliable que divide a burguesía y proletariado (el partido políti-
co). Pero cuando la clase obrera se identifica a sí misma como alternativa
revolucionaria aparece la necesidad de formas organizativas autónomas
y unitarias, con la doble función de órganos de contrapoder en la socie-
dad capitalista y de instrumentos de formación de las masas en la au-
togestión socialista. A partir de estas organizaciones puede concebirse
la formación de un nuevo bloque histórico revolucionario, que eluda las
limitaciones de las estrategias con las que se intentó destruir el poder
del capitalismo aquí y en el resto del mundo.
Resulta difícil concebir el triunfo de una revolución socialista sin
un previo desarrollo democrático del movimiento obrero, sin una
construcción desde la base de órganos propios y autónomos. ¿Cómo en-
carar esta labor cuando la cúspide sindical reformista y burocrática (o
directamente gansteril) es capaz de absorber o destruir los fermentos
de democracia de base? ¿Cómo lograr que dichos fermentos desem-
boquen en organismos de impugnación del sistema sin que puedan
ser aislados y destruidos? ¿Cómo establecer una dirección política que
no sea la realización de un “proyecto exterior”, sino la indicación de
un objetivo aceptado por las masas, porque primero estuvo sometido
prácticamente a la necesaria confrontación y crítica de sus motiva-
ciones? ¿Cómo construir una fuerza capaz de sintetizar el potencial
de lucha de las masas trabajadoras, superando las limitaciones teóri-
cas y prácticas de las “vanguardias externas” a la clase? En las condi-
ciones actuales de la lucha de clases en nuestro país, todos estos son
problemas abiertos que exigen mucho más una dilucidación teórica
y práctica (basada en la confrontación crítica de toda la experiencia
socialista y revolucionaria) que la aplicación de supuestas fórmulas
teóricas definitorias. Pero hay algo que la dureza de la lucha política
tiende a hacer olvidar y que no obstante es lo único que puede dar sen-
tido a una acción política de izquierda. Para que la destrucción de la
sociedad burguesa desemboque en la liberación del proletariado y, con

143
José Aricó

él, de la humanidad, para que una transformación radical resulte ser


verdaderamente socialista y no un trágico regreso a nuevas formas de
explotación social, es preciso partir de una hipótesis conductora, de
una idea-fuerza que fije su impronta desde el comienzo de la lucha.
Esa idea es la de la revolución como un proceso social, producto de la
maduración de las masas que tienden a superar su condición de clases
subalternas para asumir el control total de la sociedad. En este caso,
reflexionar sobre la experiencia sovietista en general, y la de Gramsci
en particular, sobre su visión de los consejos como instituciones polí-
ticas de las masas generadoras de un orden nuevo, tiene un enorme
interés teórico y práctico también para nosotros, por cuanto nos ayuda
a reformular y analizar desde una perspectiva original los problemas
abiertos por la etapa actual de maduración de la conciencia de clase y
de las luchas obreras en la sociedad argentina.

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5. [Elaborada para la presente edición].

144
Espontaneidad y dirección consciente en el pensamiento de Gramsci

Gramsci, A. (1919/1973a, abril-junio) Democracia obrera en Pasado y


Presente, 4(1), 103-106, nueva serie, (Córdoba).
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Tomasetta, L. (1971). I Consigli di fabbrica nel Gramsci ordinovista.
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145
Nueve lecciones de economía y política en el
marxismo*

Lección cuarta

Tema III (primera clase)

Hasta ahora hemos analizado el tipo de aproximación al marxismo que


se operó en un centro de pensamiento de excepcional importancia como
fue Alemania y que estuvo vinculado a la gestación y desarrollo de la so-
cialdemocracia más potente de Europa. Este proceso adquirió una im-
portancia excepcional porque su gestación contó con la ayuda y con la
directa participación de Engels en la última época de su vida. Así que el
análisis de cómo se aproxima al marxismo la socialdemocracia alemana
tiene importancia porque nos lleva a encontrar ciertas diferenciaciones
en el propio cuerpo teórico de los dos pensadores que gestaron y confor-
maron la doctrina marxista. De paso aclaro que el tema de la diferencia
entre el pensamiento de Marx y el pensamiento de Engels todavía no ha
sido abordado con suficiente amplitud como para que de ese análisis
surja con mucha más claridad de lo que se puede exponer aquí, qué ses-
go dio al pensamiento de Marx el conocimiento parcial que de su obra
tenía Engels y la influencia preponderante que en él tuvieron ciertos fi-
lones ideológicos y culturales predominantes en la cultura europea de
finales del siglo pasado.

* Extraído de Aricó, J. M. (2011). Nueve lecciones de economía y política en el marxismo. México: El


Colegio de México. [Lecciones cuarta, quinta y octava].

147
José Aricó

Ahora trataremos de ver cómo se produjo la aproximación al marxismo


en la socialdemocracia rusa. De entrada debemos decir que aunque esta-
mos frente a un complejo nacional mucho más retrasado desde el punto de
vista económico social, su problemática teórica fue mucho más avanzada
que la de la socialdemocracia alemana. ¿Por qué fue más avanzada? Bueno,
ese es un mundo de problemas muy amplio y cuyas respuestas pueden
sernos útiles si nosotros queremos referirnos luego a otros centros de for-
mación del pensamiento marxista, como Asia o América Latina. Debemos
tener en cuenta que el marxismo entra en Rusia cuando ya se ha afirmado
como doctrina internacional de la clase obrera, vale decir Rusia se beneficia
de la expansión del marxismo en el circuito europeo. Luego otros países,
como China, se beneficiarán a su vez de esta penetración del marxismo ya
no solo en el circuito europeo sino también en el circuito ruso, con lo cual
pudo darse una situación donde a pesar de la primitividad del desarrollo
del movimiento social y del retraso del desarrollo de la formación econó-
mica se lograron avances teóricos en el pensamiento marxista, hecho que
contradice la tendencia a pensar que el marxismo es un simple reflejo es-
peculativo de las contradicciones de clase y del desarrollo del movimiento
social. Aunque está vinculada, por nexos causales o de otro tipo con las for-
maciones económicas sociales de las cuales surge, un cuerpo teórico pue-
de desarrollarse independientemente de esas formaciones sociales. Países
arrasados se benefician así del desarrollo de la teoría que se produce en los
países más avanzados en el sentido capitalista. Pero en concreto, en Rusia
también ocurría otra cosa: la situación rusa le planteaba al marxismo un
nudo de problemas tan extremadamente complejos, que para responderlos
el marxismo debía desarrollarse. Los acontecimientos en Rusia plantearon
al marxismo un reto que me explico de la siguiente manera: en virtud de las
relaciones que establece con los movimientos políticos todo pensamiento
doctrinario tiende a mitificarse, tiende a responder a un nudo de problemas
y a eludir otros. Si las nuevas preguntas son complejas y diferentes obliga a
ese pensamiento a desmitificarse. Si esto es cierto no hay que temer exce-
sivamente por la mitificación del marxismo: la emergencia de la vida real,
de la realidad política y social, obliga siempre a un desarrollo. Lo que pasa es
que no siempre solemos comprender cómo “desarrollo” no significa “liqui-
dación” de un pasado teórico, ni tampoco crisis de ese pasado teórico.

148
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

A fines del siglo pasado se discutía en Rusia la posibilidad del desa-


rrollo del capital, la función del mercado interno, las relaciones entre
producción y consumo; de modo que la discusión sobre la posibilidad de
gestación o la presencia ya de un desarrollo capitalista en Rusia obligó
a adoptar puntos de partida radicalmente distintos de los que tenía la
socialdemocracia alemana, aferrada ciegamente a dos textos teóricos:
el capítulo sobre la acumulación originaria, en El Capital (Marx, 1980), y
los capítulos del Anti-Dühring (Engels, 1964) donde se examina el tránsito
del socialismo de la utopía a la ciencia. Como la socialdemocracia alema-
na se enfrentaba a una sociedad capitalista estructurada, se le planteaba
el problema de las formas de paso a una sociedad socialista. De ahí que
el centro de su discusión fuera el problema de si la sociedad capitalista
tenía o no límites, si se debía o no derrumbar. En el caso de la socialde-
mocracia rusa la discusión era otra; se enfrentó con interlocutores que
preguntaban si era o no posible un desarrollo del capitalismo en Rusia.
La posición de la socialdemocracia alemana frente a Rusia heredaba las
posiciones asumidas por Marx y Engels en el año 1848, en la época de la
revolución. La socialdemocracia alemana tenía una concepción de tipo
podría decirse “naturalista” del derrumbe del imperio zarista. Ese de-
rrumbe debía producirse por dos elementos centrales: o por los golpes
que provocaría a ese baluarte zarista la revolución europea, vale decir
una revolución proveniente del exterior a través de una guerra, o por
una lenta disgregación interna que conduciría a muy largo plazo a la
sustitución del zarismo por ignoro qué otra forma de gobierno liberal.
Lo que veía entonces la socialdemocracia alemana eran los rápidos pa-
sos adelante que se estaban dando en Rusia y que habrían de conducir
a la conformación de una sociedad, al igual que la europea, capitalista.
Ya hacia finales del siglo pasado Rusia había dejado de ser el simple gen-
darme de la antirreacción democrática; el Estado ruso reflejaba cada vez
más los intereses de las nuevas clases sociales que se estaban constitu-
yendo en su interior. En lugar de un gendarme colocado por encima de
la sociedad, el Estado ruso se orientó cada vez más a aproximarse a los
grupos burgueses que se fueron constituyendo en su propio interior.
Vale la pena señalar rápidamente algunas características de la Rusia
de aquella época, cuál era su tipo de estructura agraria, advertir la

149
José Aricó

poderosa presencia de la obschina (comuna rural), el hecho de que los


siervos estaban “atados” a la tierra, es decir el hecho de que el tipo de
usufructo de la tierra era una herencia de formaciones comunitarias an-
teriores y que no existía como tal la propiedad del suelo. Los terratenien-
tes no eran dueños de los siervos que estaban atados a la gleba; o, dicho
de otro modo, entre siervos y tierra había una unidad indisoluble, y los
terratenientes solo podían usufructuarla por mediación de los siervos.
Además de este tipo de propiedad estaba la comuna rural rusa, donde
existía una suerte de reparto anual de la tierra como forma degenerada
de formas comunitarias anteriores. La tierra se redistribuía anualmente
entre el conjunto de los campesinos con relación a la cantidad de perso-
nas que formaban cada familia campesina. Es esto lo que viene a tratar
de destruir la reforma zarista de 1861, al emancipar a los siervos de la
tierra y establecer un impuesto a los campesinos con el propósito de des-
pojarlos del usufructo de la tierra. El Estado ruso intentaba así abrir el
paso a un desarrollo más acelerado del capitalismo, a la vez que obtenía
los fondos necesarios para reequilibrar un presupuesto seriamente afec-
tado por su derrota en la Guerra de Crimea.
En este proceso de diferenciación que se da en el campo, y en la ges-
tación en principio débil y luego extremadamente concentrada de la ac-
tividad industrial en las ciudades, iba apareciendo un proletariado en
torno al cual comenzaba a diferenciarse y a cambiar una discusión his-
tórica en el seno del pensamiento social ruso. El centro de interés, ocu-
pado antes por el campesinado, se desplazará hacia el análisis del papel
del proletariado industrial en Rusia. Fue esta problemática la que daría
lugar luego a la formación de los primeros núcleos de socialdemócratas
rusos allá por los años ochenta. El antiguo debate entre occidentalistas
y eslavistas, que durante largos años dividió al espíritu público ruso en
dos tendencias antipódicas, se recreaba ahora de distinta manera pero
con resonancias idénticas en las divergencias entre los llamados “popu-
listas” y los incipientes “marxistas” rusos. En adelante toda la discusión
sobre el destino futuro del país giró en torno al enfrentamiento de am-
bas corrientes.
Pero, ¿cuál fue la actitud de Marx y de Engels y del marxismo europeo,
en general, frente a las perspectivas revolucionarias en Rusia? ¿Hasta

150
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

qué punto se mantuvieron sus posiciones iniciales cuando en momen-


tos de la crisis revolucionaria del 48 manifestaron un desprecio total por
los pueblos eslavos? Permítasenos una digresión al respecto, tanto más
necesaria por el hecho de que, como veremos, las complejas relaciones
que Marx sostuvo con el movimiento democrático y revolucionario ruso
posibilitaron que en todo el debate entre marxistas y populistas estuvie-
ra como trasfondo teórico la adhesión a buena parte del pensamiento de
Marx, que tanto unos como otros manifestaban públicamente.
En la visión que Marx y Engels tenían de las diversidades nacionales
un elemento que aparece con alguna frecuencia es el de ciertas caracte-
rísticas nacionales consideradas como elementos constantes que defi-
nen una idiosincrasia particular, una suerte de atributo inmodificable
o de “genio nacional”. Esta idea romántica de la existencia de un genio
nacional subyace en una concepción que, como la de Marx, tendía por la
propia lógica de su razonamiento a considerar las diversidades naciona-
les como fenómenos superables. No es este el problema que analizamos
aquí, solo quiero recordar que el desprecio que Marx y Engels sentían
por el zarismo los llevaba a tener una actitud de desprecio también para
con los rusos, actitud de desprecio que en el terreno de la lucha política
impregnó al fuerte antagonismo planteado en la Primera Internacional
entre Marx y Bakunin. Si el Imperio ruso fue la fuerza que reprimió las
revoluciones nacionales en Europa, la concepción paneslavista que sos-
tenía Bakunin servía, más allá de las intenciones de este, para justificar
la acción de gendarme que desplegaba el Imperio ruso. Amparados en
la bandera paneslavista los soldados rusos reprimieron la revolución en
Hungría y en otras partes de Europa, contribuyendo así decisivamente
al triunfo de la reacción que siguió a los sucesos de 1848.
A medida que se comienza a discutir sobre la posibilidad de la di-
solución de las comunas agrarias y comienza a surgir una inteligencia
radicalizada en las ciudades, las ideas marxistas predominantes en
Europa occidental penetraron también en Rusia. En la década de los
sesenta, Marx descubre con sorpresa que sus más fieles discípulos no
se reclutaban ni en Inglaterra, ni en Francia, ni en Alemania, sino en
Rusia. Luego de Alemania es Rusia el primer país donde se traduce
El Capital (Marx, 1964). La presencia de un movimiento político como

151
José Aricó

el de los populistas, basado en su doctrina, y el interés que presenta-


ba la formación agraria rusa para el análisis de un problema que lo
obsesiona en sus últimos años, llevó a Marx a prestar una creciente
atención por Rusia. El reexamen del problema de la renta agraria, de
la relación entre agricultura y la industria en el seno del capitalismo,
la naturaleza de los países agrarios y su relación con los países indus-
triales, impulsaron a Marx a estudiar con más detenimiento algunas
zonas y en particular a Rusia. Marx comienza a estudiar ruso para po-
der leer a ciertos autores, entre otros a Chernichevski. Se empapa de
toda la tradición del pensamiento liberal y democrático ruso y estable-
ce relaciones con ciertas personalidades. La correspondencia de Marx
con los rusos se torna cada vez más extensa y en el interior de lo que
fue un amplio intercambio de ideas aparece una serie de reflexiones
de Marx que lo llevan necesariamente a alejarse de cierto eurocentris-
mo característico de su pensamiento hacia la década de los cincuenta,
cuando privilegiaba, por ejemplo, el papel del capitalismo inglés en la
conformación del capitalismo en la India. Marx comienza a vislum-
brar la forma que adquirió el desarrollo del capitalismo en los países
con predominio de estructuras agrarias y estructuras campesinas
fuertemente consolidadas. El hecho es que a partir de los setenta se
produce en Marx una aproximación al pensamiento populista, es decir
al pensamiento de una corriente política que expresaba la ideología de
los campesinos rusos, que teorizaba la naturaleza y la importancia del
movimiento campesino ruso. Se llamaban populistas porque su con-
signa era ir hacia el pueblo, buscar en el pueblo la verdad primigenia,
las fuerzas morales para la regeneración de la sociedad rusa; fue tal la
fascinación ejercida por la teoría marxista entre los populistas que ha-
cia el año 1880 el único hombre que podía decidir sobre quiénes tenían
razón en el interior de Rusia, sobre si la comuna rusa podía desarro-
llarse o estaba condenada necesariamente a desintegrarse para abrir
el paso al capitalismo, sobre si la presencia de la comuna significaba
la posibilidad de abreviar el doloroso parto de una sociedad más justa
eludiendo el camino del capitalismo, el único hombre que podía resol-
ver esta discusión planteada en el interior del pensamiento democráti-
co ruso era Marx. Por eso cuando el grupo de Ginebra de los populistas

152
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

rusos, formado por Vera Zasúlich, George Plejánov, Axelrod y Deutsch


escriben a Marx planteándole este problema lo obligan a reflexionar
sobre algunas intuiciones que ya se habían manifestado en trabajos
anteriores.
El trabajo en el que pretendió no solo responder a sus corresponsa-
les sino ante todo aclararse a sí mismo este complejo problema teórico-
político, quedó en borrador. Una prueba de las dificultades con que se
enfrentaba la proporciona el hecho de que no pudiera concluirlo, que
redactara cuatro variantes y que optara finalmente por enviarle a Vera
Zasúlich una breve carta donde reiteraba conceptos ya expuestos en otra
carta anterior dirigida a la redacción de la Otiechéstvennie Zapiski. Marx
(1964, pp. 711-712) escribió:

Para poder enjuiciar con conocimiento propio las bases del desa-
rrollo de Rusia, he aprendido el ruso y estudiado durante muchos
años memorias oficiales y otras publicaciones referentes a esta ma-
teria. Y he llegado al resultado siguiente: si Rusia sigue marchando
por el camino que viene recorriendo desde 1861, desperdiciará la
más hermosa ocasión que la historia ha ofrecido jamás a un pueblo
para esquivar todas las fatales vicisitudes del régimen capitalista.
El capítulo de mi libro que versa sobre la acumulación originaria
se propone señalar simplemente el camino por el que en la Europa
Occidental nació el régimen feudal capitalista del seno del régimen
económico feudal. Expone la evolución histórica a través de la cual
los productores fueron separados de sus medios de producción
para convertirse en obreros asalariados […], mientras los posee-
dores de estos medios se convertían en capitalistas […]. Hasta hoy,
esta expropiación solo se ha llevado a cabo de un modo radical en
Inglaterra […]. Pero todos los países de la Europa Occidental están
pasando por la misma evolución, etc. […] Al final del capítulo, se re-
sume la tendencia histórica de la producción diciendo que engen-
dra su propia negación con la fatalidad que caracteriza a los cam-
bios naturales, que ella misma se encarga de crear los elementos
para un nuevo régimen económico al imprimir simultáneamente
las fuerzas productivas del trabajo social y el desarrollo de todo

153
José Aricó

productor individual en todos y cada uno de sus aspectos un im-


pulso tan poderoso, que la propiedad capitalista, la cual descansa
ya en realidad en una especie de producción colectiva, solo puede
transformarse en propiedad social. Y si esta afirmación no aparece
apoyada aquí en ninguna prueba, es por la sencilla razón de que
no es más que una breve recapitulación de largos razonamientos
contenidos en los capítulos anteriores, en los que se trata de la pro-
ducción capitalista.
Ahora bien, ¿cuál es la explicación que mi crítico puede hacer a
Rusia de este bosquejo histórico? Solamente esta: si Rusia aspira
a convertirse en un país capitalista calcado sobre el patrón de los
países de la Europa Occidental –y durante los últimos años hay que
reconocer que se han infligido no pocos daños en ese sentido–, no
lo logrará sin antes convertir en proletarios a una gran parte de sus
campesinos; y, una vez que entre en el seno del régimen capitalis-
ta, tendrá que someterse a las leyes inexorables, como otro pueblo
cualquiera. Esto es todo. A mi crítico le parece, sin embargo, poco.
A todo trance quiere convertir mi esbozo histórico sobre los oríge-
nes del capitalismo en la Europa Occidental en una teoría filosófi-
co-histórica sobre la trayectoria general a que se hallan sometidos
fatalmente todos los pueblos, cualesquiera que sean las circunstan-
cias históricas que en ellos concurran, para plasmarse por fin en
aquella formación económica que, a la par que el mayor impulso de
las fuerzas productivas, del trabajo social, asegura el desarrollo del
hombre en todos y cada uno de sus aspectos.

Un poco más adelante señala la necesidad de estudiar por separado cada


fenómeno histórico, para luego compararlos entre sí y poder encontrar
la clase que los explica, agregando que este es un resultado que jamás
podría lograrse si se parte de la clave universal de una teoría general de
filosofía de la historia, “cuya mayor ventaja reside precisamente en el
hecho de ser una teoría suprahistórica” (Marx, 1964, p. 712).
Es evidente que una respuesta semejante venía a alentar las concep-
ciones teóricas y políticas de los populistas frente a sus detractores mar-
xistas. Fueron precisamente aquellos los que publicaron en su periódico

154
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

Viestnik Naroda Volia la carta de Marx (1964) al Otiechéstvennie Zapiski poco


tiempo después de su muerte, y quienes la utilizaron como pieza teórica
fundamental en el debate sobre el destino histórico del capitalismo que
preocupó a la intelectualidad rusa de fines del siglo pasado1.
Si bien la carta a Vera Zasúlich permaneció inédita (en realidad, en
el tiempo que medió entre su carta y la respuesta de Marx (1881/1926),
Zasúlich se había vuelto marxista y consideró conveniente ocultar un
texto que le negaba la razón y los borradores sobre el destino de la comu-
na rural rusa apenas se exhumaron en 1926), el hecho es que sus reflexio-
nes continuaban otras reflexiones anteriores que una lectura cuidadosa
de sus escritos económicos hubiera permitido evidenciar. Qué poca im-
portancia concedían Marx y Engels al reducido grupo de marxistas “or-
todoxos” rusos que decía seguir sus enseñanzas, lo demuestran las re-
laciones de Engels con Plejánov. Cuando este le envía su libro acerca de
la concepción monista de la historia, Engels responde con un simpático
acuse de recibo, aunque luego, en una carta a Kautsky, se permite iróni-
cos comentarios sobre el grupo de los “marxistas” rusos. Para Engels, los
verdaderos revolucionarios rusos, los que luchaban con valor y energía
por la destrucción del zarismo eran los populistas. Y al pequeño grupo
de marxistas rusos exiliados en Ginebra y capitaneados por Plejánov los
contemplaba con la extrañeza de quien admira una flor exótica.
Retomando el tema luego de esta extensa digresión, conviene recor-
dar que el debate suscitado en la Rusia de fines de siglo pasado ya no
giraba en torno al problema de si era posible o no un desarrollo de tipo
capitalista en dicho país, sino acerca del ritmo de ese desarrollo en las
condiciones peculiares de una sociedad abrumadoramente rural. Los
populistas no negaban que el capitalismo se estuviera desarrollando en
Rusia; no eran unos tontos impenitentes empeñados en desconocer la
realidad.
Economistas populistas como Vorontsov y como Danielson, por ejem-
plo, con el último de los cuales Marx y Engels sostienen una estrecha

1. Aricó mostró un gran interés por este debate, que se expresó en la edición de dos publicaciones: Escritos
sobre Rusia II. El porvenir de la comuna rural rusa (Marx y Engels, 1980) [en el que entre otros materiales
publicó los borradores completos de la respuesta de Marx a Vera Zasúlich]; Correspondencia (1868-1895)
(Marx, Danielson y Engels, 1981) [Nota del primer editor].

155
José Aricó

correspondencia (Marx, Danielson, y Engels, 1981), eran pensadores tan


capaces como Bulgákov o Tugan-Baranovski, máximos exponentes de
una escuela económica rusa, adversa al populismo, dedicada fundamen-
talmente al examen de problemas derivados de la economía política clá-
sica y la introducción de métodos matemáticos; era por supuesto una
escuela consistente y teóricamente muy desarrollada. La discusión que
viene luego sobre la validez de los esquemas de reproducción del capital
establecido por Marx en el segundo tomo de El Capital (1980) se hace casi
exclusivamente en Rusia y compromete a lo mejor del pensamiento eco-
nómico ruso. Si ustedes, por ejemplo, leen La acumulación del capital de
Rosa Luxemburg (1967), podrán observar que hay una sección especial
dedicada a reconstruir esa discusión suscitada en el interior de Rusia.
De manera que insistían en decir que los populistas no eran necios que
se negaban a ver que surgían fábricas, que crecían lentamente las di-
mensiones del proletariado industrial, etc. Lo que estaban discutiendo
era otra cosa; si el ritmo de desarrollo del capitalismo en Rusia era ex-
tremadamente débil, las fuerzas políticas podían actuar en el sentido
de invertir o frenar esa tendencia, esa “necesidad natural” que a la larga
había de imponerse. De modo que la discusión versaba más sobre térmi-
nos políticos: en qué clase se depositaba el centro de la actividad política,
sobre qué lugar se ponía el peso fundamental de la actividad.
La discusión giraba en torno a los problemas del ritmo de desarrollo del
capitalismo en Rusia y a cómo gravitaba este ritmo de desarrollo sobre el
proceso de descomposición de la obschina, es decir de la comuna agraria
rusa. En el interior de Rusia se estaba operando el surgimiento de una
industria urbana, protegida fundamentalmente por el Estado a través de
una serie de mecanismos financieros, y se estaba produciendo además
la penetración del capitalismo en el campo, acelerado por la política de
emancipación de los siervos. Al separarse a los siervos de la tierra, esta
se convertiría en una mercancía. Es decir podía ser comprada o vendida.
Es a través de este proceso de compra-venta de la tierra, derivado
de las disposiciones que emancipaban a los siervos, que se va operando
una diferenciación interna en el campesinado. Surgen las consabidas
capas parasitarias (usurarias) que paulatinamente se van apropiando de
la tierra y conformaron una suerte de burguesía rural, que en Rusia se

156
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

denominan kulaks. Se opera en síntesis, un proceso de “kulaquización”


del campo ruso y de diferenciación social: aparecen campesinos ricos
que pasan a ser burgueses kulaks, campesinos medios, campesinos po-
bres, campesinos sin tierra. Ahora bien, este proceso va acompañado
por fuertes movimientos campesinos, por luchas en el interior del cam-
po ruso, luchas que adquieren una intensidad que hizo soñar a Engels
allá por el año 1880 en la posibilidad de una revolución en Rusia como
la francesa de 1789, vale decir, con una revolución jacobina acompañada
de una jacquerie campesina que abriera paso a una transformación social
que podía llegar a ser socialista en virtud de la debilidad del Estado y de
la burguesía rusa.
Era este movimiento campesino el que estaba detrás de la expansión
del populismo en Rusia y hacía de este movimiento político un fenóme-
no de fuerte raigambre campesina. A su vez, la gestación de la industria
en la ciudad sentaba las bases para el surgimiento de un movimiento
socialista, en la medida que esta industria se va desarrollando a base
de la explotación desmedida (prolongadas jornadas de trabajo, multas,
persecuciones, humillaciones, etc.) de una clase trabajadora cada vez
más influida por el pensamiento marxista. Mientras los gérmenes del
movimiento socialista se van conformando en la ciudad, la expansión
del movimiento populista se asienta sobre el desarrollo del movimiento
campesino ruso. Por los años de 1880-1895 se suscita una fuerte polémi-
ca entre Tkachov, un demócrata ruso, y Engels. En esta discusión Engels
modifica las concepciones expresadas por Marx allá por el año 1848. El
factor de disolución de la sociedad rusa y del zarismo ya no habría de
ser la guerra, aunque toda guerra puede cumplir en última instancia esa
función. El fracaso de la insurrección polaca en 1863 significó para Marx
y Engels el fin de la creencia en la posibilidad de una guerra europea
contra Rusia. Descartada tal posibilidad había que buscar los factores
fundamentales de disolución del zarismo en la propia sociedad rusa.
Estos elementos derivaban, para Engels, de la abierta contradicción en-
tre las sociedades polaca y rusa, puesto que Polonia no era entonces una
entidad nacional independiente. La presencia en Polonia de un potente
movimiento nacional, que planteaba la liberación del yugo zarista y la
unificación nacional, era un factor importante de desestabilización del

157
José Aricó

inmovilismo de la sociedad rusa. Es claro que la reivindicación polaca


no se extendía al conjunto del imperio ruso; tenía presencia solo en una
zona geográfica determinada, pero la combinación de esta reivindica-
ción nacional polaca con los procesos de transformación del mundo
rural y el desarrollo del movimiento campesino ruso creaban las condi-
ciones para que la sociedad rusa pudiera ser sacudida por una revolu-
ción que hiciera estallar todas sus contradicciones internas. Es en la res-
puesta a Tkachov donde Engels analiza cómo el sostén social del Estado
ruso comienza a diferenciarse fundamentalmente de la etapa anterior:
comienza a ser no solo como la gran nobleza rusa, sino también como
esta burguesía que se había conformado de la gran burguesía urbana y
la kulaquización del campo.
La descomposición de la comuna rusa provocaba el crecimiento de
una burguesía rural; esta burguesía rural se apropiaba indirectamente
de los beneficios que le otorgaba el Estado a través de la imposición de la
compra-venta de la tierra para favorecer el desarrollo de los kulaks. Por
otra parte, a través de una ayuda inmediata y directa el Estado creaba las
condiciones para el desarrollo de la industria en la ciudad. Para Engels,
en consecuencia, la crisis de lo que Marx denominaba el “despotismo
oriental”, la crisis de este Estado autocrático basado en la ausencia de la
sociedad civil rusa era la forma que adquirirá en Rusia la gestación de
una nueva base social y política de sustentación del Estado. Pero esta cri-
sis del despotismo oriental no tendía a ser resuelta como lo había hecho
la burguesía en Inglaterra o en Francia, puesto que dicho sector social
encontró formas de explotar las dificultades que para sostenerse tenía
la propia autocracia. La fuerza social que podía cuestionar y hasta liqui-
dar al despotismo oriental era, para Engels, el campesinado; la unión del
movimiento campesino con la pequeña nobleza empobrecida represen-
taba la fuerza política fundamental que aseguraría la caída del imperio
de los zares. Al privilegiar al movimiento campesino es explicable que
Engels no se preocupara de los todavía débiles procesos de gestación de
una clase obrera urbana que se estaba operando en Rusia y subestimaba
por ello la presencia política de la socialdemocracia rusa. Engels analiza
en esta respuesta todas las formas peculiares que adoptaba la disgrega-
ción de los modos de producción existentes en Rusia dejando de lado

158
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

el problema de la ciudad para dedicarse exclusivamente al examen del


campo. La orientación dada por Engels a su análisis coincidía con el que
por su parte estaba haciendo Marx (no sabemos hasta qué punto estaba
él enterado) en los últimos años de su vida.
La preocupación de estas charlas consiste en ver qué nexo tienen con
la realidad las formulaciones teóricas y cómo las demandas políticas
obligan a la teoría a dar determinado sesgo; pero también cómo, a ve-
ces, un desplazamiento en el plano teórico tiene a su vez consecuencias
políticas. Estos desplazamientos teóricos pueden llegar a ser graves si,
como en el caso de Rusia, es decir, de una suciedad donde el 80% de
la población eran campesinos, las fuerzas políticas se despreocupan del
problema campesino.
El hecho de que Marx y Engels enfocaban fundamentalmente el
problema campesino y no el problema de la ciudad tenía que ver con la
presencia decisiva del mundo rural en la sociedad rusa. Luego veremos
como Rusia intenta compaginar ambos elementos: parte del punto de
vista de la gestación de la clase obrera en la ciudad rusa, para analizar
desde esa perspectiva el problema de los campesinos. Retengamos por
ahora el hecho de que los marxistas ortodoxos, es decir aquellos marxis-
tas que más aferrados estaban a la ortodoxia de la socialdemocracia ale-
mana, no pudieron ver toda la complejidad del problema de las fuerzas
sociales interesadas en la renovación o transformación de la sociedad
zarista.
Una vez más se reitera aquí el hecho paradójico de que aun cuando el
marxismo es o pretende ser una teoría del movimiento obrero, todo mo-
vimiento obrero demasiado tensionado hacia una visión obrerista impide
que la teoría marxista se despliegue como tal. Preocupados por los gér-
menes de constitución de un proletariado autóctono, los marxistas or-
todoxos rusos de fines del siglo pasado no supieron percibir en toda su
complejidad la diferenciación que se estaba produciendo en el interior de
Rusia. Esto es lo que no sabe ver Rosa Luxemburg, ni tampoco Plejánov en
última instancia. Y el hecho de que tanto Rosa Luxemburg como Plejánov
se esfuercen por fijar fechas más o menos precisas de gestación del proce-
so de desarrollo del capitalismo en Rusia (ambos establecen como fecha la
liberación de los siervos en 1861) los empuja a hacer coincidir el desarrollo

159
José Aricó

del capitalismo en Rusia con determinada política concreta del Gobierno,


como si hubiera sido el Estado ruso el creador del capitalismo en Rusia.
Al establecer una fecha precisa y determinada para lo que en última ins-
tancia constituye todo un proceso histórico, oscurecen el trasfondo histó-
rico de la lucha de clases y del desarrollo del capitalismo en Rusia. Como
decíamos, Plejánov se desplaza desde posiciones populistas hacia posi-
ciones marxistas expresadas claramente en dos textos fundamentales en
la polémica contra los populistas: El socialismo y la lucha política (Plejánov,
1884/1976) y Nuestras diferencias (Plekhanov, 1885). Este último es sin duda
el trabajo más importante. En ambas obras, Plejánov considera que el
Estado sienta los presupuestos económicos del capitalismo a partir de su
necesidad de equilibrar la aguda situación financiera que le ha planteado
la derrota de Crimea. Plejánov rechaza el argumento populista de que la
ayuda del Estado demostraba la debilidad de la burguesía; los populistas
afirmaban que si la burguesía necesitaba para crecer y desarrollarse de
la ayuda del Estado, esto demostraba que era una burguesía precoz, de
donde se permitieron concluir la artificialidad de todo el proceso. Para
Plejánov el hecho de que el Estado contribuyera al desarrollo de la bur-
guesía no constituía una novedad rusa, ya que el proceso de gestación del
capitalismo en Europa había contado siempre de una manera u otra, con
un Estado que lo facilitaba. El Estado, afirma, se comporta en todas partes
de igual manera. Plejánov tiende a confundir lo que es una época histórica
con lo que es una coyuntura política determinada; al confundirlas y al pen-
sar que el Estado colocaba los presupuestos económicos del capitalismo,
Plejánov desbordaba de hecho y sin saberlo el campo teórico del materia-
lismo histórico al convertir a la forma política en el elemento decisivo del
proceso de gestación de una formación económico-social. Plejánov se ol-
vidaba del acelerado proceso de lucha de clases que se estaba operando en
el interior de la sociedad rusa. El concepto despotismo oriental, que sirve a
Marx y a Engels para definir la especificidad de la estructura social y del
Estado ruso, se convertirá, usado por Plejánov, en un esquema dentro del
cual meterá toda la historia de la conformación de la sociedad rusa desde
Pedro el Grande hasta la liberación de los siervos.
El método de análisis de Marx, que se aplica a sociedades concre-
tas en momentos concretos, que parte del presente, de la crítica de la

160
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

ideología y de la crítica de la economía política para analizar formacio-


nes sociales determinadas, deja de disponer de toda la riqueza teórica
que deriva de ese presente para convertirse en la “teoría de un modelo”
de modernización de la sociedad rusa impuesto desde afuera y desde
arriba a través del Estado. El hecho de que Plejánov fijara en 1861 el inicio
del desarrollo del capitalismo en el imperio ruso convierte a la gestación
y al desarrollo del capitalismo en una especie de “proyecto” que ensaya
el despotismo zarista para mantener su política militar y exterior ade-
cuándose así a los nuevos problemas que planteaba el desarrollo del ca-
pitalismo en Occidente.
En resumen, para continuar siendo una potencia mundial, una fuer-
za militar y represiva en el plano interior como exterior, Rusia debía
adecuarse a determinados parámetros que constituían las bases del po-
der del capitalismo occidental. El año de 1861 indica el punto de parti-
da de este “plan”, de este “modelo de modernización” que madura en
el imperio ruso. De aquí se concluye que el desarrollo del capital era un
hecho esencialmente externo, un resultado del proceso de occidentali-
zación de la sociedad rusa y no de los cambios que se operan en su pro-
pio interior. Los cambios que se operaban en la comunidad de aldea y en
el mundo agrario en general eran efectivamente cambios espontáneos
y naturales, pero para Plejánov resultaban tan extremadamente lentos
que no podía tener la fuerza necesaria para afirmarlo autónomamente
sin esta influencia exterior. Solo el proceso de “occidentalización” po-
dría acelerar el desarrollo del capitalismo ruso, el cual se aprovecharía a
su vez de los cambios que se operaban en el interior aunque estos fueran
extremadamente lentos e impotentes para imponerse por sí mismos y
para autonomizarse. El papel del Estado, finalmente, aparece en con-
secuencia como el motor fundamental. Debido a la derrota militar en
1857 el zarismo decide motu proprio emprender un camino fundado en
el modelo occidental sobre la base de la permanencia de las estructuras
fundamentales de la autocracia. Adoptando esta concepción Plejánov
demuestra estar atado a una visión del desarrollo del capitalismo que
deriva de ciertos módulos gestados en el interior de la socialdemocracia
alemana; el único tipo de desarrollo capitalista que puede darse es el que
Marx teoriza en el primer tomo de El Capital (1980), la única forma que

161
José Aricó

puede adquirir el desarrollo capitalista autónomo es la “inglesa” por lo


que esta es la única factible de ser adoptada. El caso particular de Rusia
demuestra para Plejánov la presencia de un Estado que lo adopta por
su propia voluntad. De tal manera, el desarrollo capitalista en una zona
particular y determinada, no es otra cosa que la explicitación de un desa-
rrollo universal. Resultaba así invalidada de hecho la aclaración de Marx
(1964) hecha, precisamente, con referencia al desarrollo ruso en su car-
ta a la redacción del Otiechéstvennie Zapiski que hemos mencionado más
arriba. La posibilidad, defendida por Marx, de que cada país encontrara
su propio camino, dejaba de ser considerada como un tema a dilucidar y
de decisivas consecuencias teóricas y prácticas.
Al pensar Plejánov que el Estado era en Rusia el motor fundamental
del desarrollo del capitalismo abrió las puertas para dos consideraciones
que se diferenciarán claramente en el futuro y contra de las cuales de-
bió luchar Lenin. Por un lado, la apología del capitalismo, que condujo a
la constitución de lo que se denominó el movimiento de los “marxistas
legales”, vale decir de aquellos marxistas que se planteaban que era pre-
ciso desarrollar primero las fuerzas productivas para alcanzar luego el
socialismo, ya que el desarrollo de las fuerzas productivas implicaba el
desarrollo de la clase obrera en tanto que clase destinada históricamente
a revolucionar la sociedad capitalista. Es decir, una posición casi idén-
tica a lo que hoy se denomina “desarrollismo”. Por otro lado, Plejánov
abría también la puerta a una concepción gradualista, lenta, del desa-
rrollo histórico, con lo cual daba armas ideológicas para la constitución
de lo que luego habrá de llamarse el “menchevismo”. Del mismo modo
que los marxistas legales, los mencheviques basaban sus concepciones
fundamentalmente en la teoría de las fuerzas productivas. Ya se dijo que
no era esta la posición de Marx, que Marx consideró evitar para Rusia el
camino capitalista. El hecho de que Marx entreviera dicha posibilidad
no derivaba de ninguna consideración sobre la “lentitud” del desarrollo
del capitalismo en el interior del mundo rural ruso, sino de una apre-
ciación bastante ajustada de la agudización de las contradicciones de
clases en el interior de esa sociedad y de la posibilidad de un frente an-
tizarista (para decirlo de algún modo) de todas las fuerzas populares, de
todas las fuerzas democráticas rusas. Para Marx este hecho, es decir, la

162
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

explosión de un movimiento político de masas en contra de la dictadura


zarista, movimiento político que estaba alimentado por la agudización
de las contradicciones de clases en el interior del campo, abría la posibi-
lidad de una revolución violenta, la cual en virtud de la ayuda que podía
prestar el movimiento obrero europeo y en virtud de las tradiciones co-
munitarias del campesinado ruso, facilitaría enormemente un paso ace-
lerado de la sociedad rusa al socialismo. Reitero: cuando Marx plantea-
ba la posibilidad de evitar el capitalismo no hacía derivar esta creencia
del hecho de que el capitalismo no tenía posibilidades de desarrollo en
Rusia. De ningún modo. Lo que Marx hacía era determinar la presencia
de fuerzas políticas capaces de evitarle dolores de parto, capaces de elu-
dir la “necesidad natural” de desarrollo del capitalismo. Lo que Plejánov
no veía era que un desarrollo lento de las fuerzas productivas puede en
ciertos casos ocultar, y esto es sumamente importante, un desarrollo
acelerado de las relaciones de producción capitalistas. El hecho de que
la gestación de las fábricas fuera lenta, o que la clase obrera rusa no cre-
ciera con toda la velocidad que se deseaba; el hecho también de que la
descomposición de la comuna rusa apareciera como un proceso lento y
desgastante, no implicaba necesariamente que el capitalismo se estaba
desarrollando en Rusia en forma muy lenta. Si comprendemos que el
desarrollo de las fuerzas productivas no es un objetivo del capitalismo
sino una consecuencia de su desarrollo; si comprendemos que el objeti-
vo fundamental del desarrollo capitalista es la acumulación de riquezas en
uno de los polos de la sociedad, el desarrollo de las fuerzas productivas
es entonces solo uno de los indicadores (no siempre el más importante)
del grado de desarrollo capitalista de una sociedad. De modo que la per-
cepción que tenía Plejánov de la concepción materialista de la historia,
percepción que lo llevaba a privilegiar unilateralmente el crecimiento
de las fuerzas productivas, no le permitía ver el intenso grado de de-
sarrollo de las relaciones sociales capitalistas que se operaba en Rusia.
Algo semejante ocurre con otros marxistas tan destacados como Rosa
Luxemburg. Cuando ella analiza el desarrollo del capitalismo en Polonia
lo ve, como Plejánov, en términos “cuantitativos”, cantidad de fábricas,
dimensión de la clase obrera, expansión de las ciudades, etc. A partir de
este criterio cuantitativo es como ambos intentan determinar el grado

163
José Aricó

de desarrollo capitalista alcanzado por una sociedad. Lenin en cambio,


como se verá luego, interpreta y actúa de manera radicalmente distinta.
Si se lee con detenimiento el conjunto de escritos polémicos contra
los populistas y los marxistas legales, observaremos que la preocupa-
ción central de Lenin es el análisis del proceso de conformación de un
mercado interno de tipo capitalista, el estudio de las diferenciaciones eco-
nómicas y sociales que se operan en el interior de las comunas, el tipo
de explotaciones y el nuevo tipo de relaciones que contribuyen a la dis-
gregación social del campo. Los llamados “escritos económicos” son una
forma radicalmente distinta de estudiar el proceso de desarrollo capita-
lista en Rusia. Esto pudo ser porque Lenin no tenía una concepción tan
estrecha como para caracterizar al desarrollo capitalista como un simple
resultado del crecimiento de las fuerzas productivas. Lenin concebía el
desarrollo del capitalismo como la imposición de relaciones sociales ca-
pitalistas en el interior de un circuito económico-social determinado,
no como un hecho técnico meramente cuantitativo (aun cuando es evi-
dente que a mayor cantidad de clase obrera y a mayor cantidad de fá-
bricas corresponde un mayor desarrollo capitalista). Esto es una verdad
de Perogrullo, pero tomar esta verdad como patrón de medida conduce
a dejar de lado el centro de la cuestión: cómo era la determinación del
lugar donde se estaba produciendo el proceso de diferenciación y de
aparición de una formación social capitalista. Es porque Lenin rescata
de la concepción marxista un eje interpretativo fundamental que puede
percibir el fenómeno del desarrollo capitalista desde otra perspectiva.
La formulación del concepto formación económico-social y la comprensión
del sistema capitalista como un sistema de relaciones sociales le permite
desplazar el eje de análisis hacia otro lugar. Y aquí se nos plantea el inte-
rrogante de cómo pudo efectuar este desplazamiento.
¿Por qué marxistas experimentados y teóricamente capaces como
Kautsky, Plejánov o la propia Rosa Luxemburg no pudieron hacer lo que
él hizo prácticamente desde sus inicios en la batalla teórica y política?
Hay que tener en cuenta, como posible línea de búsqueda, que Lenin fue
un lector verdaderamente precoz de El Capital (Marx, 1980). A los vein-
tidós años lee el primer tomo y escribe sus primeros trabajos: Quiénes
son los “amigos del pueblo” (Lenin, 1973), por ejemplo. Escribe todos sus

164
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

“escritos económicos” entre los veintidós y los veintisiete años, cuando


redacta El desarrollo del capitalismo en Rusia (Lenin, 1972). Su lectura pre-
dilecta es El Capital de Marx (1980). Su intuición fundamental es que si
no se discute ideológicamente con los populistas, no hay espacio para
la gestación teórica y práctica de un movimiento político de conteni-
do marxista. Otro hecho a considerar: Lenin parte al exilio varios años
después que Plejánov y Vera Zasúlich. Antes participó intensamente en
diversos círculos socialdemócratas que brotaban como hongos en las
principales ciudades de la Rusia de la última década del siglo pasado. La
proximidad con el proceso de formación del movimiento socialdemó-
crata en el interior de Rusia y los intensos debates teóricos y políticos
que oponían a populistas y marxistas le permitieron mantener un pie
en tierra, lo que no siempre ocurrió con el grupo de emigrados rusos
que con Plejánov a la cabeza se instalaron en Ginebra, en 1882: el grupo
“Emancipación del trabajo”.
El exilio tuvo un efecto contradictorio entre los pensadores rusos de
izquierda. El poner en comunicación a los emigrados rusos facilitó su
proceso de ruptura con la ideología populista y su conversión a la doctri-
na de Marx. Pero marxistas a la europea. Se convirtieron al nuevo credo
con la pasión y el sectarismo de los conversos. Imperceptiblemente se
fueron acercando a una zona de problemas, y fundamentalmente a una
forma de abordarlos, que no era la suya y que con todos sus errores se
había forjado en la consideración del “destino” de Rusia. El mundo teó-
rico al que se adhirieron era el de la socialdemocracia alemana, la cual,
como es obvio, está instalada en otro nivel de análisis, planteándose pro-
blemas que giraban alrededor de un movimiento ya constituido y del
paso de ese movimiento a un nuevo tipo de sociedad.
Ni el problema agrario, ni el problema nacional, ni la posibilidad de
desarrollo y la modalidad de desarrollo del capitalismo, vale decir ningu-
no de los problemas que habían obsesionado a los rusos, aparecían ante
los alemanes como problemas agudos. Por eso el tomo II de El Capital,
la obra donde Marx (1980) esboza los procesos de reproducción del capi-
tal, no despertó ningún interés en la socialdemocracia. Detengámonos
en este hecho singular. El tomo que la socialdemocracia deja de lado es
precisamente el tomo central que para su análisis toma Lenin. En ese

165
José Aricó

tomo Marx intenta constituir un eje interpretativo del proceso global de


desarrollo del capital a través de la elaboración de los esquemas de re-
producción. En síntesis, su temprano exilio (desde el punto de vista del
grado de penetración de las ideas marxistas en el interior de Rusia), su
confinamiento en ese centro cosmopolita del pensamiento centroeuro-
peo que era Ginebra, su adhesión irrestricta al marxismo de la Segunda
Internacional representado por la socialdemocracia alemana y su voce-
ro teórico, Karl Kautsky, restaba posibilidades al núcleo de exiliados de
pensar un conjunto de problemas que Lenin y otros marxistas veían en
Rusia. Como ustedes saben Lenin era hijo de una pequeña propietaria
rural de la región de Samara y su padre fue durante años inspector de
escuelas rurales. Durante su niñez y su juventud vivió siempre en pro-
vincias rusas. Puede afirmarse que su conocimiento del sector rural era
desusadamente profundo y solo explicable por el carácter de su forma-
ción intelectual con respecto a los dos grandes centros intelectuales:
Moscú y San Petersburgo. Cuando se lo expulsa de la universidad debi-
do a su actividad política se lo confina en una pequeña aldea campesi-
na. Convertido finalmente en abogado representa a los campesinos en
innumerables conflictos judiciales con los señores. En mi opinión debe
buscarse en estas circunstancias algunos de los motivos que explican la
singularidad de este pensador, a esta figura solitaria del marxismo ruso
que analiza en su confinamiento siberiano las estadísticas de los zemtsvos
indagando el nivel de desarrollo alcanzado por las pequeñas industrias
artesanales gestadas en el interior de las comunidades campesinas, el
proceso de formación de un mercado interno capitalista, etc., mientras
los demás discuten en los foros más importantes de Europa sobre la con-
cepción monista de la historia, sobre el papel del hombre, de la historia,
sobre el materialismo y sus raíces en las filosofías de la Ilustración, sobre
el problema del arte y de la vida social. Borracho de cifras, obsesionado
con elaborar cuadros estadísticos que ilustrasen lo que estaba pasando
en Rusia, preocupado por encontrar en la propia sociedad que disecaba
con tenacidad inigualable su profesión de fe marxista, Lenin era en rea-
lidad lo que se llama una rara avis en el movimiento socialista ruso.
Por su extracción social, por el lugar donde nació y se formó intelec-
tualmente, por la atracción que ejerció sobre él un hermano populista

166
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

(ajusticiado por un atentado fallido contra el Zar), por razones políti-


cas y familiares vinculado a un mundo campesino como no lo estuvo
casi ninguno de los otros socialdemócratas rusos, Lenin adquirió una
visión totalmente distinta de los problemas teóricos y prácticos deriva-
dos de la formulación de una política socialista para Rusia. Su prepa-
ración teórica, por ejemplo, fue muy novedosa. No se formó leyendo el
Anti-Dühring (Engels, 1964), que prácticamente no utiliza, sino leyendo
exhaustivamente los tres tomos de El Capital (Marx, 1980) Estoy tenta-
do de agregar algunas otras observaciones de tipo psicológico, de orden
subjetivo, que ayuden a explicar mejor las razones que hicieron de Lenin
una figura absolutamente singular en el conjunto del movimiento socia-
lista europeo de la época. El hecho es que puede sostenerse que porque
era un personaje absolutamente singular, porque tenía una visión muy
distinta de la habitual, pudo ver los grandes problemas que planteaba la
sociedad rusa de su época: el problema nacional, en la medida que Rusia
era un complejo multinacional de naciones oprimidas, una variedad de
pueblos, nacionalidades e idiomas que planteaba reivindicaciones que
cuestionaban la estabilidad del zarismo ruso; el problema agrario, cues-
tión fundamental que debía resolver la socialdemocracia; el problema del
imperialismo como el entrelazamiento de una nueva fase de desarrollo
del capitalismo con la actualidad de la revolución socialista; el problema
de la organización, elemento decisivo para la gestación de un movimiento
teórico-político capaz de transformar esa compleja sociedad. Creo que
una ruptura tan profunda con la tradición teórica del movimiento so-
cialista europeo como la introducida por Lenin, presupone necesaria-
mente un método de análisis de la realidad social claramente diferen-
ciado del que caracterizaba al “marxismo de la Segunda Internacional”.
Negándose sistemáticamente a convertir la doctrina de Marx en una fi-
losofía general de la historia y de la sociedad, Lenin redescubre la estruc-
tura científica del sistema marxiano tal como se explicita en El Capital
(Marx, 1980). Y este es un hecho de decisiva importancia. En una etapa
fundamental de su pensamiento como fue el de la lucha contra los po-
pulistas y los marxistas legales, Lenin redescubrió por propia cuenta la
estructura científica de la obra de Marx y lo hizo a tal punto que pudo
expresar formulaciones que reproducen casi textualmente lo que Marx

167
José Aricó

planteaba en algunos textos aún inéditos o simplemente soslayados por


los teóricos marxistas de la época, por ejemplo, la Introducción de 1857. La
Introducción general de la crítica de la economía política (Marx, 1857/1977) fue
publicada por Kautsky en 1902 como complemento de su edición de la
Contribución a la crítica de la economía política (Marx, 1859/1980). Este texto,
considerado por los marxistas actuales como el discurso del método de
la doctrina de Marx no fue prácticamente “descubierto” en su momen-
to. Si se leen escritos posteriores de Plejánov, de Mehring, o de otros
teóricos de la época se observará que prácticamente nadie utiliza dicho
texto. Sin embargo, cuando Lenin polemiza con Mijailovski y dice que
no puede hablarse de la “sociedad en general” sino de las “sociedades
concretas” repite a Marx sin citarlo; cuando Lenin dice que no se puede
separar la producción de la distribución y del consumo porque consti-
tuyen una unidad, dice exactamente lo mismo que Marx (1857/1977) en
su Introducción general. Lenin repite las afirmaciones de Marx y no puede
decirse que las reproduce sin citarlas porque se ignora hasta qué punto
conocía ese texto que para la socialdemocracia no tenía ninguna signi-
ficación particular.

168
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

[Del original A]

Pregunta: La carta que según entiendo Marx envía a Vera Zasúlich, expresa la
idea de que el capitalismo no puede repetirse en ningún otro país del mismo modo
en que se constituyó en Europa Occidental. ¿Podría usted abundar un poco más
sobre este tema?
J. Aricó: Como ya dije, la supervivencia en Rusia de un gran sector rural
caracterizado por la presencia de la propiedad comunitaria de la tierra,
planteaba a los revolucionarios rusos el problema de si la comuna rural
podría llegar a constituir la base de una transformación socialista del país
(como sostenían los populistas), o si habría necesariamente de disolverse
para permitir el traspaso a la forma social capitalista caracterizada por
la propiedad privada, siguiendo de esta manera el camino recorrido por
las sociedades de Europa Occidental. Esta cuestión fue retomada expresa-
mente por Vera Zasúlich en su carta a Marx, en la que le pedía que expre-
sara su opinión sobre “el posible destino de nuestra comunidad rural y de
la teoría de la necesidad histórica para todos los países del mundo de pa-
sar por todas las fases de la producción capitalista”. Esta supuesta teoría
marxista colocaba a los revolucionarios rusos ante la siguiente disyuntiva:

Una de dos: o bien esta comuna rural, libre de las exigencias des-
mesuradas del fisco, de los pagos a los señores de la administra-
ción arbitraria, es capaz de desarrollarse en la vía socialista, o sea
de organizar poco a poco su producción y su distribución de los
productos sobre las bases colectivistas, en cuyo caso el socialismo
revolucionario debe sacrificar todas sus fuerzas a la manumisión
de la comuna y su desarrollo. O si, por el contrario, la comuna está
destinada a perecer no queda al socialista, como tal, sino ponerse
a hacer cálculos, más o menos mal fundados, para averiguar den-
tro de cuántos decenios pasarán las tierras del campesino ruso de
las manos de este a las de la burguesía y dentro de cuántos siglos,
quizá, tendrá el capitalismo en Rusia un desarrollo semejante al
de Europa Occidental. Entonces deberán hacer su propaganda tan
solo entre los trabajadores de las ciudades, quienes continuamente
se verán anegados en la masa de campesinos que, a consecuencia

169
José Aricó

de la disolución de la comuna, se encontrarán en la calle, en las


grandes ciudades, buscando un salario (Marx y Engels, 1980, p. 29;
nota del primer editor).

Es claro que el dilema estaba mal planteado y que expresaba en cierta ma-
nera la inmadurez ideológica de las corrientes vinculadas al pensamiento
de Marx. Por reacción a la mitología populista de la comuna rural, los so-
cialistas, en caso de aceptar la segunda alternativa, se habrían encerrado
en una espera fatalista de la irrupción del capitalismo en Rusia y habrían
limitado su proselitismo al todavía numéricamente débil proletariado
industrial, ignorando por completo al campo y sacrificando a la pura y
simple propaganda teórica y política la acción enérgica de movilización
política del campesinado que la situación rusa imponía y que justificaba
el terrorismo populista. En su respuesta, Marx se esforzó por esclarecer
ante todo el punto teórico de la denominada “inevitabilidad” de la disolu-
ción de la obschina y demostrar que esta podía aún convertirse en “el punto
de partida de una regeneración de la sociedad rusa”, a condición de que la
explosión oportuna de la revolución abatiera los obstáculos para su libre
desarrollo. Y dice Marx (1926) en su carta fechada el 8 de marzo de 1881:

Al tratar de la génesis de la producción capitalista, yo he dicho que


su secreto consiste en que tiene por base “la separación radical en-
tre el productor y los medios de producción” […] y que “la base de
toda esta evolución es la expropiación de los agricultores. Esta no se ha
efectuado radicalmente por el momento más que en Inglaterra […].
Pero todos los demás países de la Europa Occidental siguen el mismo
camino”.
Por tanto, he restringido expresamente la “fatalidad histórica” de
este movimiento a los países de Europa Occidental. Y ¿por qué? Tenga
la bondad de comparar el capítulo XXXII, en el que se dice: […] La
propiedad privada basada en el trabajo personal […], está siendo su-
plantada por la propiedad privada capitalista, basada en la explota-
ción del trabajo ajeno, en el trabajo asalariado.
Por tanto, en resumidas cuentas, tenemos el cambio de una forma de
la propiedad privada en otra forma de propiedad privada. Habiendo sido

170
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

jamás la tierra propiedad privada de los campesinos rusos, ¿cómo


puede aplicárseles este planteamiento?
Desde el punto de vista histórico, el único argumento serio que se
expone a favor de la disolución fatal de la comunidad de los campesi-
nos rusos es el siguiente:
Remontando al pasado remoto, hallamos en todas partes de Europa
Occidental la propiedad comunal del tipo más o menos arcaico; ha
desaparecido por doquier con el progreso social. ¿Por qué ha de es-
capar a la misma suerte, tan solo en Rusia?2

En los borradores que preparó sobre este tema, y a los que ya hice referencia
en mi exposición, Marx mostraba una notable preocupación porque no se
hiciera una aplicación mecánica a la situación social en Rusia de su esque-
ma del desarrollo capitalista. Según Marx, la posibilidad atribuida a Rusia
de evitar el camino capitalista, derivaba del hecho de que en este país:

[…] en Rusia, gracias a una combinación única de las circunstan-


cias, la comunidad rural, que existe aún a escala nacional, puede
deshacerse gradualmente de sus caracteres primitivos y desarro-
llarse directamente como el elemento de la producción colectiva a

2.EnlaediciónhechaporAricódelosmaterialesdeMarxsobrelacomunaruralrusa(MarxyEngels,1980),sepre-
senta una versión distinta de esta carta de Marx a Vera Zasúlich del 8 de marzo de 1881:
“Analizando la génesis de la producción capitalista digo: En el fondo del sistema capitalista está, pues, la
separación radical entre productor y medios de producción […] la base de toda esta evolución es la expropia-
ción de los campesinos. Todavía no se ha realizado de una manera radical más que en Inglaterra […]. Pero todos
los demás países de Europa occidental van por el mismo camino” (Marx, 1873, p. 316; edición francesa).
La ‘fatalidad histórica’ de este movimiento está, pues, expresamente restringida a los países de Europa
occidental. El porqué de esta restricción está indicado en este pasaje del capítulo XXXII: ‘La propiedad
privada, fundada en el trabajo personal […] va a ser suplantada por la propiedad privada capitalista, fundada
en la explotación del trabajo de otros, en el sistema asalariado’ (Marx, 1873, p. 340).
En este movimiento occidental se trata, pues, de la transformación de una forma de propiedad priva-
da en otra forma de propiedad privada. Entre los campesinos rusos, por el contrario, habría que trans-
formar su propiedad común en propiedad privada.
El análisis presentado en El Capital (Marx, 1873) no da, pues, razones, en pro ni en contra de la vitalidad
de la comuna rural pero el estudio especial que de ella he hecho, y cuyos materiales he buscado en las
fuentes originales, me ha convencido de que esta comuna es el punto de apoyo de la regeneración social
en Rusia, mas para que pueda funcionar como tal será preciso eliminar primeramente las influencias
deletéreas que la acosan por todas partes y a continuación asegurarle las condiciones normales para un
desarrollo espontáneo” (Marx y Engels, 1980, pp. 60-61) [Nota del primer editor].

171
José Aricó

escala nacional. Precisamente merced a que es contemporáneo de


la producción capitalista, puede apropiarse todas las realizaciones
positivas de esta, sin pasar por todas sus terribles peripecias3. Rusia
no vive aislada del mundo moderno; tampoco es presa de ningún
conquistador extranjero como ocurre con las Indias Orientales4.

Marx señalaba que la comuna rural rusa constituía el tipo más moderno
de la formación arcaica de la sociedad, y que al mismo tiempo represen-
taba una fase de transición hacia una sociedad basada en la propiedad
privada de la tierra. Pero en tal sentido, se preguntaba si esto significaba
que la parábola histórica de la comuna rural debía arribar fatalmente a
ese resultado. Pero fíjense cómo responde a esta cuestión:

Por cierto que no. El dualismo que ella encierra permite una alter-
nativa: o el elemento de propiedad privada prevalece sobre el ele-
mento colectivo, o este se impone sobre aquel. Todo depende del
medio histórico en que ella se encuentra […]. Las dos soluciones son
de por sí posibles.

3. “Proyecto de respuesta de Marx a la carta de V. I. Zasúlich” (Marx y Engels 1973, pp. 161-162; t. 3). Aricó
agrega el siguiente párrafo de Marx: “El análisis hecho en El Capital (Marx, 1873) no ofrece, pues, razones
ni en pro ni en contra de la vitalidad de la comuna rural, pero el estudio especial que he hecho sobre ella,
y cuyos materiales he buscado en las fuentes originales, me ha convencido que esta comuna es el punto
de apoyo de la regeneración social en Rusia; pero a fin de que ella pueda funcionar como tal habrá que
eliminar primeramente las influencias deletéreas que la sacuden de todos lados y luego asegurarle las
condiciones normales de un desarrollo espontáneo”, que no aparece en la versión de las Obras escogidas
de Marx y Engels (1973) que hemos citado, correspondiente al primer borrador de Marx de la respuesta
a V. Zasúlich. Aricó utilizó en su texto la versión de otro borrador de la respuesta a Zasúlich, que aparece
en la edición francesa de El Capital (Marx, 1873), según la cita en el Original A [Nota del primer editor].
4. Marx y Engels (1973, p. 162). La versión ofrecida por Aricó en su texto dice:
“[…] gracias a una combinación de circunstancias únicas, la comuna agrícola, aún establecida por toda
la extensión del país, puede despojarse gradualmente de sus caracteres primitivos y desarrollarse di-
rectamente como elemento de la producción colectiva en escala nacional. Es precisamente gracias a la
contemporaneidad de la producción capitalista, que ella puede aprovecharse de todas las conquistas po-
sitivas sin pasar a través de sus peripecias terribles […]. Rusia no vive aislada del mundo moderno, ni es
de manera alguna presa de un conquistador extranjero como las Indias Orientales […]. Rusia es el único
país europeo en que se ha conservado la propiedad comunal en escala nacional. Pero al mismo tiempo
Rusia se encuentra en un medio histórico moderno. Es contemporánea de una civilización superior y
está ligada a un mercado mundial en el que predomina la producción, capitalista”. Las diversas versiones
del borrador de respuesta a Vera Zasúlich fueron publicadas por Aricó en el citado Cuaderno de Pasado y
Presente N° 90 (Marx y Engels, 1980, pp. 31-59). [Nota del primer editor].

172
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

Y concluye:

Solo una revolución puede salvar a la comuna aldeana rusa. Los hom-
bres que detentan el poder social y político hacen, además, todo lo
posible a fin de preparar a las masas para este cataclismo. Si la revolu-
ción llega a tiempo, si la intelligentsia concentra todas las fuerzas “vi-
vas del país” para asegurar el libre desarrollo de la comuna rural, esta
será pronto el elemento regenerador de la sociedad rusa y el factor
de su superioridad sobre los países esclavizados por el capitalismo.

Es evidente que esta respuesta, que encierra tantas observaciones de ex-


traordinario interés para una comprensión más acabada de la concepción
marxiana del proceso de transformación social, llevaba aguas al molino
de los populistas. No solo por la revalorización de la comuna rural allí con-
tenida, sino también porque en última instancia la concepción de Marx
del papel del Estado ruso era muy similar a la de los populistas. En los
borradores que estamos comentando, Marx anota que lo que amenazaba
la supervivencia de la comuna rusa “no es la necesidad histórica ni una
teoría social”, sino “la opresión del Estado y la explotación de los capitalis-
tas intrusos que con la ayuda del Estado se hicieron poderosos a expensas
y a costa de los campesinos”. Y en otro lugar, afirma:

A costa de los campesinos el Estado ha ayudado al crecimiento de


esas ramas del sistema capitalista occidental, que sin desarrollar de
ninguna manera las condiciones productivas de la agricultura son
las más adecuadas para facilitar y apurar el robo de las cosechas por
los intermediarios improductivos. El Estado ha contribuido así al en-
riquecimiento de una nueva plaga capitalista que está chupando la
sangre, escasa ya, de la comuna aldeana. En una palabra, el Estado
contribuye al rápido desarrollo de los medios técnicos y económicos
más aptos para facilitar y acelerar la explotación del agricultor, es de-
cir de la fuerza productiva más grande de Rusia, y a enriquecer a los
“nuevos pilares de la sociedad” (Marx y Engels, 1980, p. 43)5.

5. K. Marx (1980) borrador de la “Carta a Vera Zasúlich”, en una versión con algunas diferencias no muy

173
José Aricó

La descomposición de la comuna rural rusa no era entonces el resultado


de un proceso histórico-natural inevitable, la conclusión de una necesi-
dad histórica ineluctable, sino el fruto de la acción de un entrecruzamiento
contradictorio de fuerzas sociales en el cual el antagonismo que oponía
el Estado al campesinado constituía el elemento decisivo. Como sabe-
mos, a partir de 1890, la posibilidad de un camino nuevo de desarrollo
para Rusia, basado en la transformación de la comuna agraria en la base
de constitución de un nuevo tipo de sociedad, es abandonada por Engels
y los marxistas occidentales (y rusos). Es posible que esta posición de
Engels haya sido correcta. Pero lo que interesa subrayar es que el aban-
dono de la perspectiva señalada por Marx no significó simplemente una
reconsideración estratégica derivada de un cambio de la situación (lo
cual podía ser totalmente válido), sino el abandono de una perspectiva
teórica de análisis que conducía de hecho a la reconversión de la doctri-
na de Marx en ese passe-partout universal, en esa teoría histórico-filosófi-
ca de la marcha general impuesta fatalmente a todos los pueblos, contra
la que había reaccionado enérgicamente Marx (1964) en la carta ya citada
a la redacción de los Otiechéstvennie Zapiski.
Recapitulando lo ya dicho, se puede afirmar que cuando Marx consi-
dera al sistema capitalista como un modo de producción históricamente
determinado, que tiende a expandirse y a transformarse en universal,
de ningún modo piensa en un mundo homogéneamente capitalista a la
imagen y semejanza de Europa Occidental. Es cierto que en el “Prólogo”
a la primera edición de El Capital (Marx, 1980), afirma que Inglaterra es
el espejo en el que se refleja el futuro de todos los pueblos. Y también es
cierto que esta expresión (y la frase en latín con que la refuerza: ¡de te
fabula narratur!) dio pie a la versión socialdemócrata (y no solo social-
demócrata) de un camino futuro en el que todos los países acabarían
por ser semejantes a Inglaterra, y de que solo era necesario esperar, o
confiar, o apresurar el proceso que habría de conducir al desarrollo y
consolidación del capitalismo, como forma de aproximarse al esperado
día de la revolución social. Pero, por muchas razones, podemos afirmar
que no fue ese el sentido que Marx quiso darle a su expresión, que en

significativas. [Nota del primer editor].

174
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

realidad estaba pensando en otra cosa. En nuestra opinión, Marx esta-


ba planteando a través de una metáfora, equívoca (por lo menos en sus
consecuencias teóricas y políticas) una característica propia del capita-
lismo, cuál era su capacidad de universalizarse, de unificar el mundo
a través de la formación de un mercado mundial, incorporando a to-
dos los países del mundo al campo de las relaciones sociales burguesas.
Marx intuía que el capitalismo era potencialmente capaz de controlar a
todo el mundo, capaz de someter a todos los países a su propia dinámi-
ca, a sus propias leyes. Y para confirmar nuestra afirmación de que una
idea semejante no suponía en Marx la creencia en un proceso de ho-
mogeneización total en sentido capitalista del universo humano, vale la
pena recordar lo que escribe en el tomo II de El Capital (obra que, como
ustedes saben, fue en gran parte escrita antes6 de la publicación del tomo
I, en 1867). Dice Marx (1980):

El modo capitalista de producción está condicionado por los mo-


dos de producción que yacen fuera de su grado de desarrollo. Pero
su tendencia es la de convertir posiblemente a toda la producción
en producción de mercancías; en esta obra su medio principal es
precisamente la de atraerlos a su propio proceso de circulación; y la
misma producción de mercancías desarrollada, es producción capi-
talista de mercancías.

Como lo veremos más detenidamente en la próxima clase esta afirmación


de Marx encierra una prefiguración teórica del desarrollo capitalista en ge-
neral, que de ninguna manera implica la uniformidad material de toda la
variada gama de la existencia social. Aunque plantea, lo cual se ha demos-
trado como absolutamente verdadera, la subsunción al modo de produc-
ción capitalista de todas las formas sociales precedentes, con el consiguien-
te cambio de significado y de función social de tales formas. Pero vuelvo a
insistir que sobre este tema abundaremos en nuestra próxima clase.

6. En el original A Aricó circuló con lápiz la palabra “antes”, y en el margen del texto anotó, también circu-
lada en lápiz: “no”. [Nota del primer editor].

175
José Aricó

Lección quinta7

En este capítulo, trataremos de analizar, partiendo de sus escritos eco-


nómicos, cómo la formulación del concepto de formación económico-social
le permite a Lenin establecer una diferenciación, con respecto a la tra-
dición del marxismo de la Segunda Internacional, que tendrá una im-
portancia decisiva en sus formulaciones posteriores. Este alejamiento,
que aparece con toda nitidez en el texto posterior “¿Qué hacer?” (Lenin,
1975c), no fue visto con absoluta claridad por el propio Lenin y menos
aún por la tradición posterior. De aquí que en la polémica desarrollada
en torno a la significación de ese libro tan importante para el análisis de
la relación teoría / movimiento y la formulación de las propuestas orga-
nizativas de los partidos comunistas, la identificación que habitualmen-
te se hace entre el pensamiento de Lenin y el pensamiento de Kautsky
sea en gran parte indebida aunque Lenin se ampare en la autoridad
de Kautsky para sostener su posición, y aunque a veces digan aparen-
temente las mismas cosas. Dijimos en el capítulo anterior, que Lenin,
en sus primeros trabajos (por ejemplo, en “A propósito del llamado pro-
blema de los mercados”, Lenin,1975a), partía del análisis que hace Marx
(1980) en el segundo tomo de El Capital, en esa tercera sección dedicada
a la reproducción y circulación del capital social global, a diferencia de
la socialdemocracia que basaba todos sus análisis en el capítulo sobre la
acumulación originaria del capital del primer tomo y en el Anti-Dühring
(Engels, 1964). Este hecho tiene una importancia decisiva ya que al es-
tablecer como núcleo teórico un texto de Marx distinto, Lenin llega a
conclusiones también distintas en torno a la socialdemocracia alemana.
Dijimos, además, que era importante partir de este texto marxiano por-
que únicamente a través de él era posible lograr una visión del desarrollo
del capitalismo distinta de la que predominaba en la socialdemocracia
alemana; y distinta porque, por un lado, dicha concepción no se basaba
ya en términos exclusivamente cuantitativos (en los datos aportados por
las estadísticas fabriles, por el grado de consistencia de la clase obrera,

7. En el original A figura la fecha de impartición de la clase: 30 de noviembre de 1977. [Nota del primer
editor].

176
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

por el número de obreros, de fábricas, etc.), y por el otro, porque teóri-


camente solo a partir de esta sección de El Capital (Marx, 1980) se torna
posible una interpretación de Marx que supere la escisión entre econo-
mía y sociedad, elemento distintivo, característico, de todo el marxismo
anterior a Lenin; dicho marxismo no había logrado reunificar eso que en
la obra de Marx se presuponía que estaba fundido.
Ya en su trabajo sobre el problema de los mercados, Lenin formuló
el concepto de formación económico-social, concepto que tiene una impor-
tancia fundamental desde el punto de vista teórico dado que su carac-
terística esencial consiste en concebir a todos los fenómenos relativos
a la producción material como mediaciones de las relaciones sociales
humanas. En este caso –ya lo hemos recordado– Lenin utiliza el térmi-
no de esqueleto: la formación económico-social el esqueleto en torno al cual
se articula toda la sociedad. A partir de esta visión el marxismo ya no
es una teoría dedicada a analizar la vida económica sino la totalidad de la
vida social. Además, planteando esta categoría de formación económico-
social como eje interpretativo de la sociedad, Lenin se colocaba fuera de
la concepción del materialismo histórico que había caracterizado las po-
siciones anteriores y que planteaba la cuestión en términos de relación
infraestructura / superestructura.
Es esta una relación que, como habíamos visto, empantanó toda la
discusión teórica iniciada a partir del revisionismo y de las concepcio-
nes de Bernstein. Dijimos también que es a partir de ese concepto como
Lenin llega a comprender la distinción entre dos acepciones del concep-
to de producción: por un lado, producción como un momento parcial
del proceso económico y por tanto como una visión técnica, como una
conversión de la economía política, que era una crítica de la sociedad
capitalista, en una teoría económica basada fundamentalmente en las
relaciones técnicas de producción y, por el otro lado, el concepto de pro-
ducción como equivalente al concepto de modo de producción.
Al interpretar la producción como modo de producción, Lenin coin-
cidía con la formulación hecha por Marx (1977) en el segundo párrafo
de la Introducción de 1857, donde dice que la producción, la circulación
y el consumo son elementos de una misma realidad que es la produc-
ción. Por ello, el análisis del proceso de producción hecho en el segundo

177
José Aricó

tomo de El Capital constituía el terreno más favorable para extraer en


su forma más desarrollada los fundamentos lógicos de la crítica de la
economía política formulada por Marx, y por eso retornar a él colocaba a
Lenin ante el problema de la estructura lógica de El Capital (Marx, 1980),
es decir, ante la estructura lógica de una obra crítica de la economía po-
lítica que según Marx era a la vez una exposición del funcionamiento de
conjunto de la sociedad capitalista y una crítica radical de su existencia.
Lenin había llegado a este problema no a través de un conjunto de
lecturas metodológicas previas, sino a través de un razonamiento que
estaba determinado necesariamente por los requerimientos de la prácti-
ca. En efecto, la discusión con los populistas en torno a la posibilidad de
existencia de un sistema capitalista en Rusia lo condujo a analizar el me-
canismo de reproducción del conjunto del capital (de cómo se forma y
circula ese capital en la sociedad global), tema que Marx analiza por me-
dio de los esquemas de reproducción del capital en la citada sección del
tomo II. Dijimos además, que mientras este tomo de El Capital (Marx,
1980) no había merecido ni siquiera un pequeño comentario (excepto
dos líneas de Kautsky) en la socialdemocracia alemana, se convirtió, en
cambio, en el eje de la discusión sobre si el capitalismo era posible o no
en la Rusia zarista.
Ahora bien, el problema consiste en que en la medida en que era una
discusión que estaba mediada por la política, Lenin no utiliza este cono-
cimiento para hacer un discurso de tipo metodológico, sino como ins-
trumento de análisis capaz de ofrecer una representación concreta del
desarrollo económico que se estaba operando en Rusia, representación
que era necesariamente alternativa a la de los clásicos de la economía
política, como se ve claramente en la respuesta de Lenin a los populistas
a través de la crítica de Sismondi8.
En esta tercera sección del segundo tomo de El Capital, Marx
(1980) desarrolla la distinción entre capital e ingreso y demuestra la

8. Es precisamente en el trabajo contra Sismondi, la “Contribución a la caracterización del romanticismo


económico”, donde Lenin (1979a, t. 1) hace su formulación de la producción, que lo lleva a enfrentarse con
toda la tradición clásica del pensamiento: “la economía clásica se ha acostumbrado a ver a esta produc-
ción como un momento parcial del proceso económico, pero para nosotros la producción es el conjunto
de las relaciones sociales de una sociedad, es el modo de producción de una sociedad”.

178
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

imposibilidad de fundar el análisis del proceso de reproducción del


capital sobre la base de la distribución del ingreso entre las distintas
clases. También en esa obra indica que a los movimientos y las con-
tradicciones que se operan en el proceso de reproducción del capital
hay que considerarlos como subordinados al proceso de desarrollo de
las fuerzas productivas y a los movimientos internos de este desarrollo.
Es esto lo que estaba viendo Lenin y lo que la socialdemocracia alema-
na y el mismo Kautsky no habían percibido, dado que por un lado su
atención se centraba en lo que puede denominarse la teoría del plusvalor
que ellos reducían a una simple teoría de los salarios, a una teoría de
la explotación capitalista, y por otro, en la socialización del proceso de
producción como fundamento objetivo para la transformación socia-
lista de la sociedad; por eso estaban afincados fundamentalmente en
el tomo I de El Capital. Una obra, que es paradigmática en este senti-
do, es La doctrina económica de Marx, de Kautsky (1946; una especie de
manual de popularización de la teoría económica de Marx), que versa
solamente sobre el primer tomo de El Capital (Marx, 1980), cuyo eje in-
terpretativo gira alrededor de estos dos elementos: la teoría del plusva-
lor convertida en simple teoría del salario –y por tanto de la explotación
capitalista–, y el proceso objetivo de socialización de la producción y
por tanto de la aparición de una base cultural para la transformación
de la sociedad capitalista en sociedad socialista. De allí entonces, que
en Kautsky se viera necesariamente una interrelación estrecha entre la
reducción de tipo económico-corporativa de la clase obrera, y una teo-
ría apocalíptica de la destrucción del capitalismo: entre la clase obrera
convertida simplemente en clase obrera industrial, y la necesidad in-
eluctable del derrumbe del sistema capitalista. Es sobre estos dos ejes
interpretativos que se basa toda la concepción de Kautsky. Por supues-
to, esta concepción tiene consecuencias en toda la teorización política:
en la medida en que la clase obrera se opone al conjunto de las clases,
ella no se define por una política de alianzas con el conjunto de las cla-
ses explotadas, puesto que debe luchar sola contra un sistema que en
última instancia, por su propia dinámica económica, está condenado a
perecer. Son estos los dos ejes interpretativos de todo el socialismo clá-
sico, que llevan, por un lado, a aislar corporativamente a la clase obrera

179
José Aricó

del resto de los sectores sociales y, por el otro, a confiar en que el capita-
lismo tiene límites fatales que le impiden reconstituirse y lo condenan a
perecer. A pesar de las inconsecuencias que Lenin pueda haber mostra-
do al aceptar de alguna manera la posibilidad de la caída o destrucción
del capitalismo, concluye con una frase que, a diferencia de Kautsky,
lo enfrenta radicalmente a toda teoría del derrumbe económico. Lenin
dice que no hay nada más insensato que deducir de las contradicciones
del capitalismo la imposibilidad de su subsistencia. Por el contrario, la
posibilidad del capitalismo reside en la reproducción permanente de
esas contradicciones. Esta idea vinculará a Lenin con la concepción
económica marxista, enfrentada a esa otra corriente, que tiende a ver a
Marx no como un teórico del equilibrio económico sino como un teóri-
co del desequilibrio económico; por lo que entonces el análisis se monta
sobre la base de la dinámica del proceso de acumulación de capital y
no sobre las relaciones de equilibrio que se mantienen en el interior de
la sociedad capitalista. Podemos decir entonces que es a partir de esta
reexhumación –porque ya estaba contenida en los textos de Marx– del
concepto de formación económico-social como madura en Lenin una
posición particular sobre tres problemas fundamentales alrededor de
los cuales se desarrolló toda la discusión promovida por Bernstein y los
revisionistas: cómo entender la necesidad del desarrollo, la unidad de cien-
cia y revolución, y las relaciones entre teoría y movimiento social. Es en la
respuesta a estos tres problemas donde Lenin se diferencia radicalmen-
te de Kautsky, y en general de la tradición del marxismo de la Segunda
Internacional, incluyendo a sus corrientes más radicales representadas
por Rosa Luxemburg, Pannekoek, Parvus o Radek, los que posterior-
mente, cuando surge la Internacional Comunista, constituyen lo que se
conoce como comunismo de izquierda europeo.
Como vimos en el capítulo anterior, existe en Lenin un neto rechazo
a concebir al marxismo como una filosofía de la historia cuya función
fuera la de garantizar la inevitabilidad de la victoria del proletariado.
Hay pasajes de sus obras donde discute especialmente este tema, que
gira en torno a la discusión sobre las famosas tríadas hegelianas. Según
Mijailovski, Marx las aplicaba en el examen sobre la acumulación origi-
naria para demostrar la inevitable caducidad del capitalismo.

180
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

Su argumento partía de una cita de Marx localizada al final del ca-


pítulo sobre la “acumulación originaria del capital”, en el párrafo VII
(“Tendencia histórica de la acumulación capitalista”) donde dice:

El sistema de apropiación capitalista que brota del régimen capi-


talista de producción, y por tanto la propiedad privada capitalista, es
la primera negación de la propiedad privada individual, basada en el pro-
pio trabajo. Pero la producción capitalista engendra, con la fuerza
inexorable de un proceso natural, su primera negación. Es la ne-
gación de la negación. Esta no restaura la propiedad privada ya des-
truida, sino una propiedad individual que recoge los progresos de la
era capitalista: una propiedad individual basada en la cooperación y
la posesión colectiva de la tierra y de los medios de producción producidos
por el propio trabajo. […] Allí, se trataba de la expropiación de la masa
del pueblo por unos cuantos usurpadores; aquí de la expropiación
de unos cuantos usurpadores por la masa del pueblo (Marx, 1980, p.
649, t. 1; nota del primer editor).

De aquí los populistas rusos, y en primer lugar Mijailovski, basan su críti-


ca a la teoría marxista, al considerar que detrás de todo el análisis de Marx
hay una filosofía de la historia que consiste en la aplicación a la economía
política de las tríadas hegelianas, de la ley de la negación de la negación.
En su obra titulada “Quiénes son los ‘amigos del pueblo’”, Lenin (1975b) de-
muestra la falsedad de la interpretación de Mijailovski. No expondremos
aquí su conocido argumento, pero agregaremos que es en esta afirmación
de Marx (1980,cap. 24, t. 1) en “La acumulación originaria” donde pueden
efectivamente encontrarse elementos para esta conversión del marxismo
en una filosofía de la historia y más en general todo el razonamiento sobre
la acumulación originaria que hace Marx es reducida por este marxismo
de la Segunda Internacional a partir de los elementos característicos de
todo el positivismo europeo a una concepción teologista.
Al reducir el análisis de Marx a los marcos de una concepción posi-
tivista, se da un proceso de generalización de los métodos de las cien-
cias naturales y su aplicación al mundo social. Esta reducción se vio
motivada por el desarrollo de la biología, de las ciencias naturales, por

181
José Aricó

la aparición de lo que se ha llamado el darwinismo social, que consiste


en trasladar las concepciones de Darwin a la sociedad.
El estudio de la sociedad deviene así en una suerte de organismo que
sufre un proceso evolutivo natural signado por la característica de naci-
miento, crecimiento y muerte. Es a partir de este organicismo con que se
interpreta la sociedad como se puede convertir este análisis de Marx sobre
la acumulación originaria en una filosofía de la historia de tipo evolucio-
nista; es a partir de la percepción de esta ley ineluctable de todo organis-
mo que está condenado a fenecer, como se llega a la idea de la caducidad
del sistema capitalista y la necesidad de su muerte ineluctable. Por eso la
posición de Mijailovski no es una posición gratuita, puesto que está dando
cuenta de cierto tipo de interpretación de la teoría de Marx que sin embar-
go confunde con la posición de Lenin cuando en realidad esta marca una
ruptura que se reelabora a partir del concepto de necesidad histórica, y de
rescatar la necesidad vigente en la teoría de Marx, de desarrollar un aná-
lisis minucioso a partir de la coyuntura presente, y no de la utopía futura9.
La corriente opuesta al populismo, el marxismo legal, se reduce por
su parte a la doctrina que explica cómo la propiedad individual, basada
en el trabajo del propietario, cumple en el régimen capitalista su desa-
rrollo dialéctico, y cómo se transforma en su propia negación para luego
socializarse. Lenin rechaza esta posición y con ella el componente esen-
cial del marxismo de la Segunda Internacional que llevó a convertir a El
Capital (Marx, 1980) en un ingrediente necesario para justificar toda teo-
ría de la industrialización capitalista. En base a este componente todas
las corrientes democráticas liberal-burguesas de finales del siglo pasado
que pugnaban por el desarrollo del capitalismo en Rusia, se apoyaron en
las formulaciones de Marx para demostrar la necesidad de este sistema.
El Capital (Marx, 1980) se había convertido en el libro de los burgueses10.

9. El socialismo científico, lejos de establecer perspectiva alguna sobre el porvenir, se limitó a hacer un
análisis del régimen burgués moderno y sus tendencias. Y solo esto: nada de previsiones, nada de uto-
pía. Solo a partir del examen de las contradicciones internas del régimen burgués moderno, se pueden
deducir las perspectivas de una acción política socialista. Aquí reside la gran conquista científica del
marxismo: en haber demostrado la necesidad del actual régimen de explotación capitalista.
10. A partir de este tipo de examen los socialistas formularon la teoría del desarrollo de las fuerzas pro-
ductivas que pretende demostrar que solo es posible cambiar la sociedad capitalista a partir de deter-
minado grado de desarrollo de las fuerzas productivas. Teoría a la que se opuso en Italia una corriente

182
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

A pesar de las diferencias se dio una suerte de alianza implícita en la


lucha contra los populistas, entre los llamados marxistas legales que se
basaban en Marx para demostrar la posibilidad de desarrollo sin contra-
dicciones y al infinito del sistema capitalista –como Struve–, y figuras
más radicales, como Plejánov, o el propio Lenin. Los primeros trabajos
de Lenin se publicaron en una recopilación donde también figura un es-
crito de Struve. El hecho suscitó posteriormente en el seno de los grupos
marxistas una discusión respecto a por qué, a pesar de las diferencias,
fue necesario establecer en su momento un frente de acción junto con
los marxistas legales. Con todo, el hecho importante radica en que desde
sus primeros trabajos, la diferencia entre Lenin y los marxistas legales, y
por tanto entre Lenin y la Segunda Internacional, era radical. Ya en ellos
Lenin contrapone a lo que él llama “sociólogo objetivista” el “sociólogo
materialista”: mientras el primero habla de la necesidad del desarrollo
del sistema capitalista, el verdadero materialista debe tratar de com-
prender las particularidades de una formación económico-social deter-
minada, esto es, descubrir las contradicciones de clase que se generan
en el interior de esta formación económico-social. Al plantear esta dife-
rencia Lenin se colocó fuera del interrogante que obsesionaba a los par-
ticipantes del debate provocado por la teoría de Bernstein: ¿el desarrollo
de los hechos correspondía a las previsiones hechas por Marx?; para él
no se trataba de individualizar las irresistibles tendencias históricas11.

de izquierda dentro del partido socialista que luego, encabezada por Gramsci (1917) quien escribió un
trabajo con el significativo título de “La revolución contra el capital” (no contra las relaciones capitalistas,
sino contra El Capital de Marx), donde demuestra que la revolución en Rusia fue una revolución hecha
contra El Capital de Marx (1980), pero no contra lo que Marx realmente pensaba sino contra todo aquello
que la socialdemocracia había interpretado: las revoluciones podían triunfar sin que se hubiera llegado a
esa etapa de madurez del desarrollo de las fuerzas productivas, parti pris de la cual partían los socialistas
para mostrar la viabilidad de un proceso revolucionario.
11. Para Bernstein y la socialdemocracia en general, la historia tenía un fin predeterminado, por lo que
el marxismo –que daba cuenta de ese fin– les aparecía como una teoría cerrada, confusa. Lenin, por el
contrario, plantea la necesidad de hacer avanzar al marxismo, porque, creía que la teoría de Marx –y lo
dice– no es algo definitivo, inamovible. Por el contrario, está convencido de que ella solo ha puesto “las
piedras angulares de la ciencia que los socialistas deben hacer progresar, en todas las direcciones, si no
quieren distanciarse de la vida. Nosotros pensamos que para los socialistas rusos es particularmente
necesaria una elaboración independiente de la teoría de Marx, puesto que esta teoría nos da solamente los
principios directivos generales, que se aplican en particular a Inglaterra de manera distinta que a Alemania,
a Alemania de manera distinta que a Rusia” (Lenin, 1975d, pp. 217-218) [Nota de la presente edición: Aricó

183
José Aricó

Se trataba, entonces, de determinar la clase que en una determina-


da estructura económica se pondría a la cabeza del proceso, generan-
do la resistencia del resto de las clases sociales. Al plantear el problema
de esta manera Lenin concibió una relación entre teoría e historia que
eludía esa percepción del marxismo que, con distintos signos, era co-
mún tanto a revisionistas como a ortodoxos. Mientras unos hablaban de
irresistibles tendencias históricas, otros trataban de negarlas, mientras
unos sostenían que las predicciones de Marx habían fracasado los otros
sostenían que ellas se verificaban en la realidad; mientras unos aducían
que estaban apareciendo nuevas clases medias, los otros respondían que
estas clases no eran tan consistentes; mientras unos hablaban de la car-
telización de la sociedad, como formas de reorganización económica y
de autocontrol de la sociedad, los otros la veían como síntoma de la exa-
cerbación de la anarquía y de la aproximación cada vez más ineluctable
del derrumbe. Con todo, el esquema de pensamiento de ortodoxos y re-
visionistas era exactamente el mismo.
Cuando Lenin ubica el problema de las tendencias históricas en la
determinación de las clases que dirigen un determinado ordenamiento
económico y la confrontación de estas con el resto de las clases, reor-
dena todo el campo de la relación entre la teoría y la historia. Ahora la
irrupción en el análisis de toda la variedad histórica no es ya contradic-
toria con la teoría, sino que constituye el terreno específico de su con-
validación. La prueba de la cientificidad del marxismo, dice Lenin, con-
siste precisamente en la capacidad de fundar el estudio particularizado
y minucioso de la realidad; es decir, el marxismo podía ser científico en
la medida en que se mostrara capaz de descubrir toda la multiplicidad
contradictoria de las formas de antagonismo social que se generaban
en el interior de la sociedad capitalista. En definitiva la idea central de
Marx (1980) que retoma Lenin de la tercera sección del segundo tomo
de El Capital es aquella según la cual el modo capitalista de producción
está condicionado por los modos de producción residuales con los que
coexiste, pero que tiende a someter a su lógica mercantil: lo que según el

cita otra traducción del ensayo “Nuestro Programa”, que difiere levemente de la que se lee en las Obras
completas consignadas en la bibliografía].

184
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

propio Marx lo logra ateniéndolos a su proceso de circulación. Esta tesis


no lleva a concebir una uniformidad material de todos los procesos, sino
simplemente señala la subsunción en el modo capitalista de producción
de todos los modos de producción anteriores, que si bien no desapare-
cen, sí se imbrican a este modo capitalista de producción dándole una
fisonomía particular.
Tenemos ya los elementos para abordar el segundo punto de discu-
sión con el revisionismo: la unidad de ciencia y revolución. Partiendo de
la concepción expuesta y del reconocimiento de que el marxismo tomó
como punto de partida la aceptación directa y abierta de la perspectiva
de una determinada clase social –el proletariado–, el partidismo de la
doctrina marxista no puede derivar ya de una postura hacia el futuro,
sino solo del análisis del conjunto de las relaciones antagónicas existen-
tes en la realidad capitalista. Pero el partidismo de la doctrina se des-
pliega en el análisis de la multiplicidad de las contradicciones internas
de la formación económico-social. Entonces la esencia revolucionaria
del marxismo debe ser buscada a partir de la propia teoría, indepen-
dientemente de la perspectiva que ella pueda trazar. Es en sus propios
elementos donde hay que buscar su condición revolucionaria; y no en
el hecho de que fije un fin último de todo el proceso. La fuerza de esta
teoría residía en su capacidad de explicar los hechos contemporáneos
y no en su posibilidad de devenir una religión o transformarse en una
filosofía de la historia. Por ello, dirá Lenin, no es necesario arrastrar al
obrero en pos de una perspectiva o fin último para que este cumpla con
su función de representante de los explotados en una lucha coherente y
organizada; basta con explicarle sus condiciones actuales, la estructura
económica y política del sistema que lo oprime, la necesidad y la inevi-
tabilidad del antagonismo de clases sobre el que se basa este sistema.
Desde esta perspectiva todo desarrollo de la espontaneidad en la lucha
de la clase obrera o de otros sectores genera una exigencia de teoría y
una profundización de los nexos que vinculan a esta con el conjunto de
los elementos que conforman una sociedad determinada. Por otra parte,
el análisis de la formación económico-social es lo único que nos permite
fundar el examen de lo que puede llamarse el momento ético-político. Es
este el único nivel a partir del cual se puede constituir la política como

185
José Aricó

ciencia, porque es a partir del análisis de la formación económico-social


como se está en condiciones de reconstruir de manera científica, y no
subjetiva, las relaciones que vinculan al conjunto de las clases sociales
existentes en el interior de una formación económico-social. El análisis
de Lenin llega a un resultado importante: solo el análisis de la formación
económico-social permite superar la distinción irreductible establecida
por Bernstein entre ciencia o ideología concebidas como elementos ab-
solutamente contradictorios.
Una vez liquidado el concepto de ciencia propio de las ciencias natu-
rales, la aplicación de la teoría a una especificidad histórica determinada
nos dice Lenin, ya no se configura como una verificación empírica de un
modelo cristalizado. Esta consideración nos permite llegar al punto que
queda por analizar en la relación entre teoría y movimiento social. Es en
este punto donde aparece el nexo indisoluble que une los primeros escri-
tos de Lenin –“Quiénes son los ‘amigos del pueblo’” (1975b) y la “Crítica
del romanticismo económico”12– con todo lo que conforma la temática
central del “¿Qué hacer?” (1975c) escrito cinco o seis años después: una
vez que se ha liquidado de la teoría toda incrustación finalista, y que se
le considera en términos de instrumental de análisis de la totalidad de
los fenómenos que constituyen el presente, es imposible representarse
ya la génesis de la teoría como algo que se constituye a partir de la lucha
de clases del proletariado.
En efecto, pues si bien para la concepción naturalizante de las rela-
ciones sociales es en la constitución de la lucha de clases del proletaria-
do donde reside la validación de la teoría marxista, a partir del concep-
to de formación económico-social –según el marxismo de Lenin– ella
no necesita de dicha validación. Esto porque entre teoría marxista y
constitución del movimiento de clases del proletariado no hay una
relación causal necesaria, aunque, evidentemente, es la constitución
del proletariado como tal, en la medida en que es parte de la constitu-
ción del sistema capitalista, la que permite el surgimiento de la teoría
marxista.

12. Aricó se refiere a la “Contribución a la caracterización del romanticismo económico” (Lenin, 1979a).
[Nota de la presente edición].

186
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

Lenin dirá en “Quiénes son los ‘amigos del pueblo’” que,

[…] el movimiento obrero socialdemócrata, que ha demostrado a


todos de modo evidente el papel revolucionario y unificador del ca-
pitalismo, surgió dos decenios más tarde, cuando la doctrina del
socialismo científico se formó definitivamente, cuando se exten-
dió con mayor amplitud la gran industria y apareció una pléyade
de hombres talentosos y enérgicos que difundieron esta doctrina
entre los obreros. Además de presentar bajo una luz falsa los hechos
históricos, y olvidar la labor gigantesca realizada por los socialistas
para infundir conciencia y sentido de organización al movimiento
obrero, nuestros filósofos atribuyen a Marx las más absurdas con-
cepciones fatalistas. Al decir de estos filósofos, según la concepción
de Marx la organización y socialización de los obreros se operan
espontáneamente y, por tanto, si nosotros, al ver el capitalismo no
percibimos el movimiento obrero, es porque el capitalismo no cum-
ple su misión, y no porque todavía sea poco eficaz nuestro trabajo
organizativo y de propaganda entre los obreros. Ni siquiera vale la
pena refutar este subterfugio filisteo de nuestros filósofos excep-
cionalistas: lo refuta toda la actividad de los socialdemócratas de
todos los países, lo refuta cada discurso público de cualquier mar-
xista. La socialdemocracia –dice con entera justicia Kautsky– es la
unión del movimiento obrero con el socialismo. Y para que el pa-
pel progresista del capitalismo “se manifieste” también en nuestro
país, nuestros socialistas deben poner con toda energía manos a la
obra; deben elaborar de una manera más detallada la concepción
marxista de la historia y de la realidad rusas, y hacer un estudio más
sistemático, más concreto de todas las formas de la lucha de clases
y de la explotación, que en Rusia aparecen singularmente embro-
lladas y encubiertas (Lenin, 1975b, p. 338; nota del primer editor).

Estas afirmaciones de Lenin son fundamentales para entender el senti-


do del “¿Qué hacer?” (Lenin, 1975c). De lo que se trataba era de combatir
el fatalismo (la filosofía de la historia), que se afirma necesariamente so-
bre la base de una concepción simplista y lineal del desarrollo capitalista.

187
José Aricó

Pero combatir todo esto significa, inevitablemente, combatir toda for-


ma posible de espontaneísmo teórico.
El hecho de que no existiera en Rusia un movimiento obrero or-
ganizado, no podía ser interpretado a la manera populista como un
desmentido concreto del proceso de desarrollo capitalista abierto en
este país. Entre el desarrollo capitalista y el nacimiento de un movi-
miento obrero y socialista no existe, como dice Lenin, una relación
de derivación necesaria; no es cierto que a medida que una sociedad
se desarrolla en forma capitalista deba generarse necesariamente un
movimiento obrero, ni, menos aún, un movimiento obrero de caracte-
rísticas socialistas como pretendía, por ejemplo, el programa socialde-
mócrata de Erfurt. Así, la posibilidad de que fermentara el tradeunio-
nismo en el seno de la clase obrera rusa, era un reflejo real, que lo llevó
al análisis de las formas tradeunionistas de organización sindical que
existían en Inglaterra. De este análisis Lenin extrapola la concepción
del tradeunionismo considerada no como resultado de la conforma-
ción particular de la estructura sindical inglesa, sino como categoría
que muestra un proceso de decapitación política de la clase obrera. Por
ello, al no establecer una relación necesaria entre desarrollo capitalista
y desarrollo del movimiento socialista, Lenin parte de la idea de que
existía en Rusia un peligro concreto de tradeunionismo que debía ser
evitado; la única forma de evitar ese peligro, era luchar plenamente
contra todo tipo de espontaneísmo teórico.
Al respecto se esbozan en el joven Lenin (ídem) dos documentos que
encuentran en el “¿Qué hacer?” una plena función: en primer lugar, el
hecho de conocer profundamente el análisis que del proceso de repro-
ducción del capital social global hace Marx lo llevó a excluir de antemano
toda hipótesis catastrófica, pero además lo llevó a reconsiderar la rela-
ción entre el capital y el trabajo como el punto central de referencia para
un reconocimiento analítico del conjunto de las relaciones de clase que
existían en una formación económico-social determinada. De allí, en-
tonces la afirmación del carácter irreductiblemente político de la acción
de la clase obrera rusa, lo que en este caso significaba la imposibilidad
total de separar la lucha por el socialismo, la lucha por la libertad polí-
tica, de la lucha económica; en otras palabras la lucha social en Rusia

188
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

adquiría necesariamente el carácter de una lucha por reivindicaciones


económicas y políticas, y todo intento de superar esta relación estrecha
entre ambas conlleva el riesgo de conducir a una tradeunionización de
la clase obrera rusa13.
En segundo lugar, este tipo de consideración lleva a Lenin a acentuar
una vez más el papel fundamental de la teoría como instrumento capaz
de garantizar aquel nivel de la lucha de clases en el que se define el aná-
lisis de las relaciones que existen entre el conjunto de las clases sociales
de una formación económico-social dada, una vez que se ha precisado
esta fisura existente entre el elemento espontáneo y el área propia, en la
que se define una política socialdemócrata. No solo no se puede esperar,
dice Lenin, un crecimiento automático de un movimiento obrero socia-
lista, sino que hasta se excluye la posibilidad de hablar de una ideología
independiente elaborada por las propias masas obreras en el curso de
esos movimientos.
Acentuando el rol de la teoría y colocándola como el nivel estricta-
mente necesario para definir el conjunto de las contradicciones de cla-
ses de una sociedad, Lenin llega a la conclusión de que figurando estas
dos áreas –el espontáneo pulular del movimiento de la lucha de clases
respecto al área en que se define la política social demócrata– no se
puede llegar a hablar de la formulación de una ideología independiente
elaborada por las propias masas obreras en lucha. Es esta idea la que
lo lleva a aproximarse a las formulaciones de Kautsky (lo que motivó a
identificar incorrectamente a ambas posiciones); apoyándose en este,
Lenin (1975c) afirma:

13. Es importante señalar que es a través de este análisis marxiano del proceso de reproducción del ca-
pital social global como llega Lenin al análisis de la condición particular de la clase obrera rusa, porque
luego veremos cómo a partir de la concepción particular del estado en la sociedad rusa, Trotsky también
llega a comprender la necesidad de la unidad total e indisoluble entre lucha política y lucha económica.
Ambos llegan a la misma conclusión por diferentes motivos; sin embargo, el hecho de que Lenin hubiera
enfatizado el análisis del proceso de reproducción del capital social global rescatando la categoría de for-
mación económico-social lo lleva luego a prolongar este análisis al conjunto de las clases de la sociedad
rusa, y aquí aparecen ya las diferencia notables con Trotsky fundamentalmente en torno al problema del
movimiento campesino.

189
José Aricó

[…] también en Rusia la doctrina teórica del socialismo surge, in-


dependientemente del crecimiento espontáneo del movimiento
obrero, como resultado natural e inevitable del desarrollo del pen-
samiento de los intelectuales socialistas revolucionarios.

Esta afirmación que hace Lenin en el “¿Qué hacer?” y que en buena me-
dida se constituyó en la piedra del escándalo, no surge por generación
espontánea. Recordemos en este sentido la cita que hemos señalado en
“Quiénes son los ‘amigos del pueblo’” (Lenin, 1975b) o lo que Lenin dirá
luego en “Las tareas de los socialdemócratas rusos” (Lenin, 1979b), escrita
en 1897 y donde puede percibirse claramente la diferencia con Kautsky:

Se ha dicho hace ya mucho que sin teoría revolucionaria no puede


haber movimiento revolucionario, y es dudoso que en el momento
actual sea necesario demostrar esta verdad. Calificar de “particu-
laridades” la teoría de la lucha de clases, la concepción materialista
de la historia rusa, la apreciación materialista de la actual situación
económica y política de Rusia y el reconocimiento de que es necesa-
rio reducir la lucha revolucionaria a determinados intereses de una
clase concreta, analizando su relación con las demás clases: califi-
car de “particularidades” estos importantísimos problemas revolu-
cionarios es un error tan descomunal e inesperado en un veterano
de la teoría revolucionaria que estamos casi dispuestos a considerar
este pasaje como un simple lapsus. En lo que atañe a la primera mi-
tad del párrafo citado, su sinrazón es más sorprendente todavía.
Declarar en letra de molde que los socialdemócratas rusos agru-
pan únicamente a las fuerzas obreras para luchar contra el capital
(¡es decir solo para la lucha económica!), sin unir a los individuos y
grupos revolucionarios para luchar contra el absolutismo, significa
ignorar o querer ignorar hechos por todos conocidos sobre la activi-
dad de los socialdemócratas rusos (Lenin, 1979b, p. 391).

Lenin ofrece aquí una visión muy particular de la definición sobre la


unidad de socialismo y movimiento obrero contenida en el comenta-
rio al programa de Erfurt. Por su parte en Kautsky, y en esto estriba la

190
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

diferencia, esta formulación establece una relación necesaria entre la


teoría del derrumbe y la indiferencia total frente a la temática del par-
tido. Si el capitalismo está ineluctablemente destinado a perecer y si la
clase obrera estaba ineluctablemente destinada a tomar conciencia de
este hundimiento, la teoría de la organización aparece como problema
secundario, que sería superado por la propia toma de conciencia de la
clase. Por eso la socialdemocracia careció siempre de propuestas, frente
a los problemas organizativos. En cambio, Lenin enfatiza la necesidad
de construir subjetivamente el movimiento obrero, por medio de la fu-
sión de dos elementos distintos, tanto por su naturaleza como por su
origen, de forma tal que de ninguna manera podían encontrarse auto-
máticamente en la sociedad. Para Lenin la tarea de la socialdemocracia
es introducir en el movimiento obrero espontáneo determinadas con-
vicciones socialistas, cuyo nivel será el de la ciencia moderna; introducir
la explicación teórica de la realidad económica social que los obreros no
pueden, espontáneamente, descubrir puesto que es necesario que esta
le sea develada con los métodos de una ciencia particular que posee un
sistema propio de categorización ajeno al organicismo que introduce las
categorías de las ciencias naturales a las ciencias sociales.
En sus trabajos sobre la particularidad del desarrollo del capitalis-
mo en Rusia, Lenin logra superar una incomprensión que subyace en el
marxismo anterior a él, la relación estrecha que existe entre el análisis
de El Capital (Marx, 1980) y la riqueza del desarrollo histórico. Esta in-
comprensión acerca de la utilidad de El Capital de Marx como elemento
de validación de la realidad multifacética es el signo común a todos los
participantes en torno al debate sobre Bernstein: Rosa Luxemburg, el
mismo Kautsky, e incluso Bernstein. Es por ello que la consideración
sobre la necesidad de hacer avanzar la teoría a partir del análisis de una
realidad concreta es a su vez acompañada en el caso de Lenin, de una
defensa a ultranza de los elementos constitutivos esenciales de la doc-
trina de Marx. Lenin se enfrentó a las concepciones que invalidaban
estas posiciones de Marx, a las que calificaba de economicistas. Según
Lenin el revisionismo bernsteiniano era totalmente identificable con el
economicismo; este, en su rechazo al derrumbismo, consideró que la
dinámica de la sociedad capitalista suponía una lenta evolución hacia

191
José Aricó

una sociedad más justa, donde las luchas económicas por las propias
reivindicaciones, o las luchas políticas en estrecha relación con estas
conducían a un mejoramiento permanente de las condiciones de la vida
de la clase obrera, de la sociedad capitalista al socialismo. Por eso, decía
Bernstein, el movimiento lo es todo, los objetivos nada. Y son nada por-
que el movimiento es capaz de realizar todo, en la medida en que avanza
paralelamente a la evolución natural de las relaciones económicas14.
Así la teoría de la revolución social aparecía como una teoría aventu-
rera que lo único que lograba era perjudicar la evolución natural y lógica
hacia un mundo de igualdad.
Combatir esta concepción fue para Lenin una tarea central debido a
que ella podría consolidar la tendencia tradeunionista en el joven pro-
letariado ruso. En esta afirmación Lenin otorgaba un papel esencial
a la particularidad de la situación rusa, si bien no hay que olvidar que
esta situación la había ya descifrado a la luz de una interpretación de
marxismo que consideraba que el elemento central de la autonomía de
la clase obrera no residía en su escisión con respecto al resto del cuer-
po social (teoría que Kautsky había extraído de su lectura de El Capital
(Marx, 1980) a través de la teoría del salario). La teoría kaustkiana de la
autonomía llevaba a fomentar la corporativización de la clase obrera; de
aquí que desde finales del siglo, en los procesos de constitución de los
movimientos socialistas, la autonomía de la clase obrera fuera vista en
términos de constitución de partidos independientes que no debían de
establecer alianzas con ninguna fuerza política que no fuera el proleta-
riado. En contraste, para Lenin, la autonomía del proletariado no era
una autonomía organizativa, simplemente política, sino una autono-
mía teórica, ideológica, en la medida en que podía reconocer y determi-
nar científicamente el conjunto de las relaciones de clase existente en
una formación económico-social. Lenin y Kautsky convergen en la idea
de que el socialismo debe ser aportado al movimiento obrero desde el

14. Esta concepción era, para Lenin, el peligro fundamental que había que desterrar, por eso fue Struve,
discípulo ruso de Bernstein, el blanco central de sus ataques. Según este, existía entre la teoría de la
revolución social y la concepción materialista de la historia una contradicción absoluta. La teoría de la
revolución social se reducía para él a la teoría de la catástrofe; la concepción materialista de la historia se
reducía a una visión determinista de los elementos económicos.

192
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

exterior, pero las motivaciones que conducen a ambos a esta afirmación


remiten a dos concepciones del marxismo radicalmente distintas en sus
propios fundamentos. ¿Dónde se sitúa la diferencia? Veamos más dete-
nidamente la cuestión. Para Lenin, la conciencia de clase, solo puede ser
aportada desde el exterior de las relaciones entre obreros y patrones. Y
esta conciencia de clase se puede adquirir en la medida en que el análisis
parte de la sociedad como un todo y dentro de esta se concede funda-
mental importancia a las relaciones recíprocas entre todas las clases y
de estas con el Estado. La conciencia de clase solo podía darse en la me-
dida en que el análisis dejara de estar situado en la confrontación entre
obreros y patrones, y se situara al nivel del conjunto de las clases sociales
existentes en el interior de esa sociedad determinando así el grado de
tensiones entre ellas, el grado de diferenciaciones y de aproximaciones
que podían tener respecto a la clase obrera. En Rusia, para Lenin, por
conciencia de clase se entiende el conocimiento de la totalidad econó-
mico-social. Por su parte para Kautsky, la conciencia de clase era la con-
ciencia de la necesidad de un fin último, la necesidad del socialismo. El
contraste es notable: en lugar de esta percepción de la conciencia como
un fin ético, para Lenin la conciencia equivalía a conocimiento –y por
tanto a ciencia– de la totalidad económico-social. Razón por la cual, si
bien dicen lo mismo, el significado de conciencia es uno en Lenin y otro
en Kautsky.
Las tesis de “¿Qué hacer?” (Lenin, 1975c) nacen entonces del estudio
del proceso de reproducción del capital social global y de la aplicación
de este estudio al desarrollo del capitalismo en Rusia. Aquí reside, en
última instancia, el contenido de verdad que puede haber en la teoría
de Lenin: no en que sea factible de aplicación en contextos sociales y
políticos distintos, sino en que deriva del propio carácter de verdad de
la teoría marxista.
Es a partir del reconocimiento del campo del conjunto de las relacio-
nes sociales como lugar de constitución de la política como ciencia como
Lenin responde a una exigencia válida planteada por la crítica bernstei-
niana: la consideración específica del movimiento ético-político como un
momento particular y no derivado del momento económico. Entonces,
a través de la categoría de formación económico-social encuentra Lenin

193
José Aricó

la forma de relacionar estos dos elementos –el momento económico y


el momento ético-político– que aparecían permanentemente separados
en el marxismo anterior a él.
Es a través de esta categoría como el análisis podrá desplazar su eje
de la simple relación de contradicción entre capital y trabajo para arri-
bar al estudio de las relaciones y tensiones que existen entre el conjunto
de las clases sociales y el Estado, con lo cual la sociedad dejaba de ser una
entelequia definida a través de la contradicción entre capital y trabajo
para convertirse en una sociedad, con una historia y una psicología par-
ticular concretas. Es a partir de este descubrimiento de la sociedad con-
creta, como se podía llegar a estructurar desde la perspectiva marxista,
una teoría política que no fuera la aplicación al terreno de la política de
un objetivo final, sino resultado del despliegue de las contradicciones
internas de una sociedad apostando a una clase social determinada. En
esto consiste el punto de partida de las clases; en reconocer que el so-
cialismo no es un hecho ineluctable sino que puede ser el resultado de
la acción de una clase en la medida en que ella supere ciertos niveles de
actividad y de confrontación para llegar a niveles más amplios donde se
convierte en una fuerza social que tiene la conciencia y el conocimiento
del conjunto de la sociedad necesarios como para emprender la lucha
de transformación. Solo así el socialismo deja de ser el resultado del
camino ineluctable de la rueda de la historia para convertirse en una
apuesta histórica que debe ser construida subjetivamente a través de la
construcción de la conciencia de clase del proletariado. Es evidente que
a partir de esta percepción Lenin debía privilegiar el momento de cons-
titución del partido. Y es en torno a sus ideas de hegemonía del proleta-
riado y del papel de un partido revolucionario, como se puede reconocer
la validez ahistórica de las concepciones de Lenin; ahistórica que luego
requería ser historizada, en la medida en que las clases sociales son dis-
tintas, en que son otros los momentos políticos y otros los procesos de
constitución de la organización política.
La concepción que dio origen al “leninismo” no provino de la gene-
ralización del método del “¿Qué hacer?” sino precisamente de su parte
ahistórica: el contenido. El “¿Qué hacer?” (Lenin, 1975c) es un libro de
política y no de teoría donde Lenin intenta ver las formas concretas

194
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

que debe asumir el proceso de constitución del movimiento socialista


en Rusia. En este sentido, hay en él elementos teóricos que forman una
unidad con otros que se han ido consolidando desde los primeros es-
critos de Lenin; son estos elementos los que ayudan a distinguirlos del
conjunto de la socialdemocracia en la medida en que Lenin reconstituye
un método científico de percepción de la realidad que estaba ya en Marx
y que había quedado oculto por cuanto la significación última de sus
obras había sido desconocida por la socialdemocracia. Esta concepción
de Lenin se desarrolla a través del rescate de una categoría particular
que está subyacente en Marx pero que fue ignorada incluso por Engels:
la categoría de formación económico-social. Pero el contenido del libro
se refiere al problema de la construcción del partido en la sociedad rusa,
de aquí que diga Lenin que el error consiste en creer que dicho libro pue-
de aplicarse a cualquier realidad, que todos los partidos deben ser cons-
truidos a partir de lo allí expuesto por él.
Este hecho condujo, por una parte, a convertir al “¿Qué hacer?” (ídem)
en una suerte de línea divisoria de las aguas entre revisionistas y mar-
xistas (marxistas revolucionarios serían solamente los que aceptan el
“¿Qué hacer?”, marxistas revisionistas serían los que lo niegan), y, por
la otra, entre quienes consideran que existen los marxistas autoritarios
que se basan en el “¿Qué hacer?” y los marxistas libres, espontaneístas,
que hablan de la capacidad de autoconstrucción de las clases, que nie-
gan al “¿Qué hacer?”. En términos de Lenin, toda la discusión, en última
instancia, es falsa: porque se la está viendo a través de la característica
particular y concreta que asumió el proceso de constitución del partido
socialdemócrata en Rusia y de la confusión existente entre las concep-
ciones leninistas y kautskianas de “conciencia”. Sin saberlo, pensando
que está copiando a Kautsky, que podía reproducir todo esto que él de-
cía, Lenin estaba diciendo cosas radicalmente distintas como se demos-
tró luego de la guerra del 14 a propósito de la teoría del imperialismo
donde las diferencias radicales con Kautsky se pusieron claramente de
manifiesto.

195
José Aricó

[Del original A]

Pregunta: Según creo haber entendido, de acuerdo a lo expuesto por usted, los
intelectuales aparecían como los traductores de la teoría marxista a una clase que
por sí misma no puede rebasar su horizonte ideológico economicista. Me pregun-
to si no habría que matizar un poco más las posiciones para alejar toda duda de
una separación entre intelectuales que poseen el saber y proletarios ignorantes.
J. Aricó: Me sorprende que usted haya entendido directamente lo con-
trario de lo que durante dos horas me esforcé por explicar. Usted cree
haber escuchado que en mi opinión la función de los intelectuales es la
de traducir la teoría marxista porque los obreros no la entienden. Yo dije
algo radicalmente distinto: no que había que traducir la teoría marxista,
sino que introducir la conciencia socialista en la clase obrera era anali-
zar la formación social capitalista y lograr que este análisis penetrara
en el conjunto de la acción de la clase. Entonces, no se trata de traducir
la teoría. La teoría marxista no logra definir una formación económico-
social simplemente traduciéndola, pues esto implicaría que la teoría
marxista tiene ya un análisis de todas las formaciones económico-so-
ciales, a partir de lo cual simplemente habría que buscar en un cajón la
ficha correspondiente a México, o a Argentina, por ejemplo, y estaría
resuelto el problema. No, precisamente el hecho de que se haya pensa-
do en una verdad universal del marxismo que debe ser llevada al seno
de la clase obrera ha provocado una confusión entre Lenin y Kautsky,
porque esto era lo que planteaba Kautsky, que había una verdad de la
doctrina marxista, una verdad de la teoría marxista que había que llevar
a la clase. Lenin estaba planteando otra cosa: los obreros se enfrentan a
los capitalistas, ya sea en una fábrica, ya sea como clase en su conjunto.
Lo que no logran saber si no introducen para ello una ciencia, lo que no
se deriva de la propia naturaleza espontánea de su acción es el conjun-
to de relaciones que existen entre el conjunto de las clases. Entonces,
cuando los obreros luchan por un 20% de aumento no siempre saben
que ese 20% de aumento provoca una transformación total del sistema,
una confrontación total del sistema, modifica una cantidad de elemen-
tos; solo saben que necesitan un 20% porque ha habido una devaluación,
un encarecimiento del 20%; pero para saber la relación que hay entre

196
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

su lucha por el 20% de aumento y la lucha del conjunto –de los sectores
campesinos, de obreros, estudiantes, empleados, pequeñoburgueses,
burgueses, burguesía nacional, monopolios, trasnacionales–, para com-
prender la madeja de relaciones que se mueven en torno a la conquista
del 20% de aumento tienen que saber cómo funciona el capitalismo en
una sociedad determinada, y para conocer cómo funciona el capitalis-
mo en una sociedad determinada hay que estudiar el capitalismo. El
conjunto de relaciones capitalistas no se transparenta en la simple con-
frontación entre obreros y patrones; detrás de esta subyace un conjunto
de contradicciones que debe ser develado a través del reconocimiento
de esta formación económico-social, y, como decíamos, sin la introduc-
ción del instrumental teórico marxista una formación económico-social
no puede ser conocida, no puede ser develada, no puede ser analizada.
Entonces, la función de los intelectuales no es introducir conciencia a
nadie: en la medida en que son depositarios de una ciencia, su función
consiste en analizar la estructura económico-social de un país determi-
nado y encontrar la manera de encadenar este análisis con la lucha de
una clase obrera determinada o de sectores sociales determinados para
que estos comprendan la relación que hay entre la lucha que están ha-
ciendo y el conjunto de la sociedad. Lo único que estamos diciendo es
esto: la sociedad en su conjunto, la totalidad social, no se transparenta
en la confrontación o en el enfrentamiento de dos sectores determina-
dos. No, porque existe un conjunto de mediaciones. La tarea de los mar-
xistas es analizar este conjunto de mediaciones. Ahora bien, para que
ese conjunto de mediaciones develado, que forma un cuerpo de ciencia,
se introduzca en la acción política de una clase es necesario encontrar
la forma de conexión entre esa clase y esa ciencia. Definimos la forma
de conexión entre esa clase y esa ciencia a través de la idea de organiza-
ción, a través de la idea de partido, aunque cuando hablamos de partido
ponemos esta palabra entre comillas, porque no siempre partidos deter-
minados y concretos pueden cumplir esa función. A veces dicha función
se cumple desde otras instancias, por ejemplo, a través del sobredimen-
sionamiento de las funciones sindicales. Aparece entonces lo que se lla-
ma el pan-sindicalismo, un sindicalismo que al desbordar determinadas
reivindicaciones encuentra una forma de abrir totalmente el abanico de

197
José Aricó

sus reivindicaciones. Por ejemplo, hoy el movimiento obrero italiano no


plantea simplemente aumentos salariales sino el problema del control
de los ritmos de trabajo, la cuestión del control del ambiente de trabajo,
el control de las inversiones, el control de la ganancia, el problema de
las relaciones entre la fábrica y el conjunto de las instituciones que la
rodean a través de la conformación de consejos obreros de fábricas y
de zonas. Es decir, es un movimiento obrero que ya está desbordando
el campo propio de la relación conflictual entre capital y trabajo, pro-
ducto de su grado de madurez, del grado de conciencia socialista de ese
movimiento obrero y del grado de crisis de la sociedad capitalista como
tal que no puede resolver a través de una política salarial determinada
confrontaciones de clase que son cada vez más agudas.
A veces, entonces, cuando determinados partidos políticos quedan
detrás de este nivel de conciencia del propio movimiento obrero, es este
el que actúa como un movimiento de punta y dinamización de los par-
tidos políticos. Por eso cuando estamos hablando de partidos nos refe-
rimos al momento de organización, o sea, esta conciencia de clase que
es una ciencia no se estructura si no es a través de elementos de orga-
nización. Una clase solo se expresa como clase a través de sus organiza-
ciones, y expresarse a través de sus organizaciones significa expresarse,
en sentido gramsciano, a través de los intelectuales porque son ellos los
que ocupan el movimiento organizacional. Cuando Gramsci está ha-
blando de los intelectuales como ocupando el momento organizacional
nos está hablando de los intelectuales clásicos, de los novelistas, de los
pintores, de los que escriben notas en los periódicos, pero también de
todo hombre que en un lugar determinado ocupa un papel organizati-
vo. En ese sentido, sería intelectual un jefe de policía, sería intelectual
un primer ministro, serían intelectuales los dirigentes sindicales, serían
intelectuales los jefes de sociedades vecinales, serían intelectuales todos
aquellos hombres que ocupan un puesto de organización de la sociedad.
El desdibujamiento de esta categoría intelectual tiene importancia
porque lleva a mostrar que no es cierto que haya un núcleo depositario
de la ciencia y otro núcleo, otro sector amplio compuesto por los que apli-
can esta ciencia. No, esta ciencia comienza a navegar más allá de los pro-
pios intelectuales en la medida en que con la integración de la sociedad

198
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

capitalista aparece la industria cultural como un hecho de masas, en la


medida en que aparecen los libros de la sociedad capitalista. Antes El
Capital (Marx, 1980) lo hacía un hombre y se editaban mil ejemplares.
Hoy se editan cientos de miles de ejemplares, y como los capitalistas han
encontrado que editar El Capital en forma económica rinde mucho, en-
tonces editan miles y miles de ejemplares de El Capital, y no solo de El
Capital sino de las obras de Mao, de Lenin (2015) El Estado y la Revolución,
etc. Entonces, los caminos de acceso a la ciencia son hoy radicalmente
distintos de los que eran cuando se estaba discutiendo el “¿Qué hacer?”
(Lenin, 1975c) en el seno de una sociedad opresiva, que para poder leer El
Capital había que copiarlo a mano porque lo tenía un señor a cincuenta o
doscientos kilómetros de un lugar determinado. Esto se ha modificado
hoy, por lo cual las formas de acceso a la ciencia son otras. Pero también
sabemos que para que esto se conforme en una conciencia necesita ser
organizado y definir la característica de esa organización es definir la ca-
racterística de una formación económico-social determinada. Por tanto,
el problema no está resuelto por el solo hecho de que sus traductores de
la teoría se pongan de acuerdo, hagan un sello, alquilen un local a partir
de allí se definan como la vanguardia del proletariado. No, no se trata de
eso, sino de definir “teóricamente” estas relaciones teóricas. No se trata
de traducir la teoría de Marx como un instrumental técnico aplicable al
análisis de cualquier realidad. Por el contrario, los marxistas desarrollan
el marxismo en la medida en que son capaces de analizar una realidad
económico-social determinada, y el hecho de que haya tan escasos aná-
lisis de formaciones económico-sociales determinadas, el hecho de que
para ver cómo se desarrolla y conforma el mercado nacional en un país,
cómo se desarrolla el capitalismo en un país siempre tengamos que re-
currir necesariamente a Lenin demuestra entonces que esta no es una
verdad simple, sino que es una verdad complicada que los marxistas no
han logrado aún dilucidar porque piensan efectivamente que la teoría
marxista es una verdad universal y que puede ser simplemente adecua-
da, recortada; o sea que cambiando el nombre de los sujetos, cambiando
el nombre de las categorías, puede ser aplicada a cualquier realidad, y es
esto lo que niega concretamente Lenin con su examen de la formación
económico-social.

199
José Aricó

Creo que hay una cosa muy viscosa que deriva de la dificultad de defi-
nir la conformación particular de los sectores no capitalistas clásicos. Esta
diferenciación tan pronunciada, aun cuando ha surgido en Europa, que
es el centro de elaboración de herramientas conceptuales –es Poulantzas
centralmente el que la señala– creo que surge de toda la discusión que se
está haciendo en América Latina sobre el carácter de la dependencia, so-
bre el carácter de las formaciones nacionales, sobre el grado de relación
entre estas formaciones nacionales con el imperialismo con el fin de es-
tablecer una distinción clásica. Decíamos que definir la clase social que
comanda el proceso de desarrollo capitalista en una formación económi-
co-social es definir la dominante; el elemento dominante sería entonces
el modo de producción, mientras que definir la formación económico-
social sería mostrar la relación que hay entre este elemento dominante y
el conjunto de los elementos que constituyen una sociedad determinada.
Sin embargo, esta distinción que parece poseer un valor hermenéutico
extraordinario no ha logrado aún dilucidar el problema de si las socieda-
des precapitalistas latinoamericanas son sociedades feudales en tránsito
hacia el socialismo o sociedades capitalistas deformadas, es decir, si su
temprana adscripción al mercado capitalista mundial las define como so-
ciedades capitalistas o si hay que ver fundamentalmente las relaciones de
producción internas y la forma de extracción de plusvalor para decidir si
son efectivamente capitalistas o feudales. Esas son las dos tendencias que
prevalecen hoy en el discurso marxista en América Latina, discurso que a
veces se torna excesivamente violento porque, recubierto tras él, hay un
intento de categorización de las realidades latinoamericanas, una discu-
sión sobre el papel de determinadas clases en el proceso de desarrollo de
la revolución o de transformación revolucionaria, fundamentalmente la
relación que puede haber entre clase obrera y burguesía nacional o grado
de desarrollo capitalista en el campo. Toda la discusión gira en torno a
esto y hay especialistas en este tema que se han enzarzado en complicadas
discusiones. Nosotros hemos contribuido a la confusión general con un
Cuaderno sobre los modos de producción en América Latina (cf. Laclau y
otros, 1973)15; después Historia y sociedad ha hecho una discusión y yo pre-

15. [Agregado de la presente edición].

200
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

sumo que esa discusión no tiene salida. ¿Por qué? Porque a través de la
referencia de Marx a esta característica particular del sistema capitalista
en el sentido de que este subsume el conjunto de relaciones, el conjunto de
sociedades precapitalistas y, sin modificarlas, convierte la circulación de
productos en una circulación generalizada de mercancías y por tanto en
una circulación capitalista de mercancías, desde este análisis la discusión
habría sido liquidada hace tiempo. Nos interesa el grado de diferencia-
ción interna de cada una de estas formaciones, desde el punto de vista
del mercado mundial son todas sociedades capitalistas en la medida en
que están adscritas a las sociedades capitalistas, lo cual no invalida que el
reconocer la naturaleza real de las clases en el interior de cada una de estas
sociedades tenga cierta importancia para el análisis político, para el análi-
sis social, etc. Pero la distinción no aparece clara ni en Marx ni en Lenin, y
el hecho de que no aparezca clara no le impidió a Lenin hacer un examen
del desarrollo interno del capitalismo en Rusia, análisis del cual se discute
hoy si, en él, Lenin ha exagerado o no el grado de diferenciación capitalista
en el interior del campo. Este análisis, que es muy minucioso, está hecho
en un momento en que Lenin se ve urgido por la necesidad de demos-
trar que ese desarrollo se está operando. Entonces, así como era lógico
que en un momento donde estaba predominando el economicismo Lenin
inclinara todo su razonamiento hacia la necesidad de la conformación
del partido, del elemento político como elemento decisorio en el “¿Qué
hacer?” (Lenin, 1975c), también es factible que haya forzado el análisis de
las diferenciaciones de clases en Rusia lo cual lo haya llevado a afirmar
que la diferenciación era tan grande que el peso de la burguesía agraria
era mayor de lo que realmente era. Si esto es así, no parece contradictorio
que la política de los bolcheviques hasta la Revolución de 1917 contara con
la nacionalización de la tierra como principal reivindicación, tendiendo
a apoyarse fundamentalmente sobre el campesinado pobre. Pero si esa
diferenciación no era tan grande, si las capas intermedias del campesina-
do eran muy consistentes, la política de nacionalización podía llevar a un
enfrentamiento entre el proletariado de la ciudad y estos sectores rurales
muy consistentes. El que Lenin modificara el programa socialdemócrata
de nacionalización para adoptar el de los populistas rusos –entrega de la
tierra a los campesinos– quizás se deba a este hecho. De todas maneras,

201
José Aricó

esta modificación del plan plantea ya la necesidad de reexaminar hasta


qué punto el análisis de las clases que estaba haciendo era correcto.
Lenin partía del criterio de que el instrumental teórico era un ins-
trumental de análisis, y no podía prefigurar, determinar, condicionar la
propuesta política. Además, sabía que el movimiento populista poseía
una gran fuerza y como se trataba de ganar para el proletariado el movi-
miento campesino pues de lo contrario se liquidaba la posibilidad de un
triunfo revolucionario, Lenin podía torcer rápidamente ciertos objeti-
vos políticos, poseía la suficiente ductibilidad como para hacerlo.
Ahora bien, como decíamos, existe una diferenciación entre modo
de producción y formación económico-social que lleva a la necesidad de
un análisis sobre los grados de imbricación entre ambas. Pero creo que
no es a través de la definición teórica de las diferencias entre estas ca-
tegorías o de la definición teórica de esta imbricación como hoy puede
avanzar el análisis concreto de determinadas realidades. Por el contra-
rio, es porque hay un déficit en el conocimiento de ciertas realidades
que se plantea la cuestión de la definición, de la imbricación de los mo-
dos de producción como problemática de irresoluble solución teórica.
Entonces, hay etapas en las que se necesita un avance teórico y otras
en las que lo que se necesita es un avance práctico. Y el momento actual
se ubica en el segundo caso en dos sentidos: en torno a las estructuras
internas de las formaciones económico-sociales y en torno a la nueva es-
tructura que va adquiriendo el mercado mundial capitalista. Como uste-
des saben, son estos dos importantes elementos que Marx no desarrolló.
El segundo, que Marx relegó a un estudio futuro, no llegó a analizarlo, y
a su vez el análisis de las formaciones económicas precapitalistas no es
un examen profundo pues se reduce a ver cómo a través de un modelo
se puede desentrañar que las sociedades anteriores van prefigurando
las sociedades capitalistas. O sea, Marx no estaba analizando la sociedad
rusa, ni la sociedad griega, ni la sociedad china, sino los elementos que
contribuyeron a la conformación de la sociedad capitalista en Europa.
Pero surge una diferencia clara cuando se analiza una realidad en tér-
minos de modo de producción o en términos de formación económi-
co-social. En el primer caso es analizarse en términos de modelo; en el
segundo, supone el análisis de una sociedad concreta, determinada. Si

202
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

tenemos en cuenta que el conjunto de la socialdemocracia montó toda


su interpretación en términos de modo de producción, se entenderá que
perdiera de vista dos elementos centrales: el problema agrario y el pro-
blema nacional.
El problema nacional, diríamos, aparece como tal cuando una for-
mación económico-social no se ha recortado como una formación
económico-social autónoma. El hecho de que este concepto no se insta-
lara en el campo de reflexión de la socialdemocracia trajo como conse-
cuencia que se lo hiciera a un lado y que, por ejemplo, Rosa Luxemburg
analizara a la sociedad polaca como una sociedad sin problema nacio-
nal. ¿Por qué? Rosa Luxemburg analizaba el capitalismo en términos
de mercado, como una especie de mecanismo perfecto que solo podía
funcionar sobre la base de su capacidad de deglutir mercados precapi-
talistas. Entonces, las contradicciones se planteaban entre la sociedad
capitalista y el resto de los mercados. En el caso concreto de Polonia,
debido a que esta era la zona industrial más desarrollada y a que su
consumidor fundamental era Rusia, el capitalismo polaco solo podía
consolidarse si este mercado estaba permanentemente abierto. Por
tanto, luchar por la independencia de Polonia, luchar por su separación
de Rusia era condenar a toda la industria polaca y a la sociedad polaca
a la ruina económica. Por eso Rosa Luxemburg decidió que no había
problema nacional en Polonia, a pesar de ser este un país escindido,
un país que si bien había existido como unidad independiente estaba
dividido ahora en regiones con minorías polacas en Alemania, Austria,
Hungría y Rusia y que venía luchando por su independencia desde lar-
gos siglos antes. Rosa Luxemburg desconoció esta situación porque
tenía un esquema teórico demasiado cerrado, porque analizaba la so-
ciedad en términos de modo de producción; instalada en el nivel mera-
mente económico, se le escapaba el conjunto de mediaciones específi-
cas de una sociedad determinada. Es en este sentido que digo a ustedes
que este concepto de Lenin es un concepto riquísimo porque obliga a
las marxistas a abandonar toda concepción de modelo interpretativo
para concebir el marxismo como un instrumental de análisis, como un
método de análisis aplicado a realidades muy concretas y muy determi-
nadas. Ejemplificando con el caso de Rosa Luxemburg, que concebía a

203
José Aricó

la sociedad capitalista como una sociedad que funciona sobre la base


de determinadas relaciones, desarrollo de la industria, etc., este era el
modelo de funcionamiento de una sociedad capitalista, cuantificada en
términos de fuerza de trabajo, en términos de fábricas, de cantidad de
productos que se exportan e importan. Y a partir de concebir esta socie-
dad capitalista como el tipo ideal había que subsumir o reducir todas
las formaciones económico-sociales a este tipo ideal. Esto con respecto
al modelo capitalista. Paralelamente, se hace del marxismo un modelo,
por ejemplo, cuando se habla de que el desarrollo de la humanidad ha
seguido un esquema unilineal que desde el comunismo primitivo pasa
luego al esclavismo, de este al feudalismo y finalmente al capitalismo.
Todos los especialistas chinos saben que en China nunca hubo feuda-
lismo, pero como los [comunistas]16 chinos creen a pie juntillas en esta
supuesta aseveración de Marx han descubierto el feudalismo también
en China. Pero esta conducta la han tenido no solo los chinos, sino que
a partir de Stalin se aplicó en cualquier análisis de las sociedades, lo
cual llevó a una cantidad de problemas sobre las estructuras económi-
cas feudales, sobre la existencia de restos de feudalismo en el campo,
sobre las revoluciones agrarias y antiimperialistas y, en general, sobre
cantidad de categorías marxistas, de categorías políticas que derivaban
de esta conversión de ciertos procesos o de ciertas concepciones o de
ciertos hechos en modelo. Hay una circunstancia que tiene demasiado
peso sobre todos los investigadores: la conversión del capitalismo como
modelo ideal que se desarrolla en Inglaterra a partir de lo cual todos los
procesos se analizan según el grado de aproximación o diferencia que
presenten con Inglaterra. Entonces, se ha convertido a Inglaterra en el
caso típico, en el modelo, por tanto, de desarrollo del capitalismo, aun
cuando observando con más detenimiento vemos que todos los proce-
sos son diferenciados y que es muy difícil reducirlos a esos modelos, tal
como ocurrió con Japón, Alemania, o aun los Estados Unidos.
Concebir el marxismo como un modelo lleva a pensar que del “¿Qué
hacer?” (Lenin, 1975c) se deducen una serie de modelos organizativos que
deben ser aplicados para la conformación de los partidos políticos en el

16. [Agregado del primer editor].

204
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

mundo. Esto parece una cosa absurda: sin embargo, en el V Congreso


[de la Tercera]17 Internacional de 1925 se proclamaron lo que se conoce
como las “Tesis de bolchevización de los partidos” a partir de las cuales
se reorganizaron los partidos comunistas del mundo partiendo de un
patrón fijo.

Pregunta: ¿Cómo se podría conciliar concretamente su cuestionamiento del mar-


xismo como modelo, como verdad absoluta, y el hecho de que, por ejemplo, en
textos como El izquierdismo… Lenin (1975e)18 plantea el valor universal de la
experiencia bolchevique y reconoce en dicha experiencia toda una serie de carac-
terísticas, de tácticas, de estrategias, de valor universal para todas las organiza-
ciones revolucionarias? Esta sería una primera pregunta.
Una segunda pregunta es la siguiente: ¿hasta qué punto se podría combinar
o matizar el hecho del funcionamiento social en su conjunto de una sociedad es-
tructurada en un sistema de clases con la particularidad específica de una clase
que tiene intereses y objetivos propios, autónomos y distintos de los del resto de
la sociedad?
En tercer lugar, hay otra pregunta en relación a cómo se podría defender el
concepto de “conciencia de clase” en el sentido de que si bien esta conciencia de
clase implicaría el conocimiento de las relaciones globales de la sociedad capita-
lista, estas relaciones no se transparentan en las ciencias sociales. Creo que Lenin
habla en algún lado de que las relaciones que se establecen entre los obreros per-
miten alcanzar a distinguir las relaciones de distribución pero no las de produc-
ción, fundadoras de aquellas. Tomando esta afirmación de Lenin yo pregunto si
la conciencia de clase implica un simple conocimiento “teórico” de esta realidad
que tendríamos que hacer conocer a capas más o menos considerables de trabaja-
dores, o esta conciencia se tiene que manifestar de manera concreta en una acción
práctica específica que haga ver que en la propia realidad existen todo este tipo de
relaciones implícitas dentro de una formación social.
J. Aricó: Como se advertirá, más que preguntas, lo que usted plantea es
un conjunto de problemas que motivarían otra conferencia tan prolon-
gada como esta. Trataremos de dar una respuesta lo más breve posible.

17. [Agregado del primer editor].


18. [Cita documental agregada en la presente edición].

205
José Aricó

Yo creo que para analizar la validez universal del marxismo hay que
partir de un elemento central que como habíamos visto definía todo
el razonamiento de Marx, es decir partir del presente, lo cual significa
partir de una época determinada que es definida en sus características,
partir de una coyuntura determinada. Mejor que hablar de coyuntura
diríamos que hay que partir de una formación económico-social deter-
minada. Existe otro procedimiento, el cual es el de convertir a determi-
nados principios en principio de validez universal, los que deben ser
aplicados inexorablemente; o sea partir de la presencia de principios
universales que deben aplicarse inexorablemente en un movimiento
como este significa partir de custodios de estos principios fundamenta-
les lo cual lleva necesariamente a pensar que hay países, lugares, poten-
cias, sociedades, partidos determinados que son los que deben velar por
la verdad de estos principios generales. Este no es un hecho caprichoso,
sino lo que ocurre hoy concretamente en el movimiento obrero comu-
nista mundial. Existe un centro de poder, que es la Unión Soviética, que
tiene una definición de lo que son los principios de validez universal que
deben aplicarse en cada uno de los casos concretos. Existe otro centro,
que es China, que tiene la misma pretensión, y existen otros centros me-
nores de rechazo como pueden ser los grupos denominados eurocomu-
nistas o la misma Cuba, en cierto sentido, o Vietnam. Anteriormente es-
tos principios se definían a través de la Tercera Internacional, luego del
Cominform, después en la reunión de los partidos comunistas. Debido
a que en la última época las diferencias internas eran muy grandes,
los principios eran definidos diplomáticamente, es decir se lograba el
acuerdo sobre una coma y se buscaba el común denominador; como la
diferencia era tan grande, el común denominador tenía la característica
de ser muy pequeño, muy formal, tan absolutamente general que todos
podían reconocerse en él pues simplemente encubría un campo de pro-
blemas y no una definición. Cuando Lenin está arriesgando ese intento
de definir ciertas características universales del proceso de la revolución
en Rusia, lo hace en un momento muy particular –en un texto cuya im-
portancia no es teórica sino fundamentalmente política–, a través de un
examen y de una definición del capitalismo; pero es este un momen-
to de viraje. Cuando, a partir del Tercer Congreso de la Internacional

206
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

[Comunista]19 se ha llegado a la conclusión de que el capitalismo no se


encamina a su derrumbe definitivo sino que puede consolidarse. Se abre
entonces lo que se ha llamado el periodo de “estabilización relativa” del
capitalismo, durante el cual aparecía para Lenin como tarea fundamen-
tal de los partidos comunistas de Europa no copiar el modelo ruso sino
tratar de construirse como partidos nacionales. Define entonces las ca-
racterísticas universales a través de ciertas categorías: el camino sovié-
tico, la dictadura del proletariado, la formación de un partido de clases
revolucionario, la diferenciación con fuerzas intermedias, es decir a tra-
vés de una serie de características que resultan de una relación particu-
lar entre estrategia y táctica y que por tanto deben estar en relación con
un grado determinado de homogeneización del movimiento social, son
principios que derivaban de una coyuntura particular, en ese momen-
to preciso de constitución de los partidos comunistas como partidos
verdaderamente “marxistas”. Lenin plantea la discusión central contra
aquellos sectores que piensan que es necesario continuar la teoría de
la ofensiva. No sé si tendremos tiempo en este curso, pero sería intere-
sante analizar, a través de lo que se llama la discusión sobre el derrum-
be, aquellas corrientes que derivan la necesidad de la revolución de una
concepción particular de la relación entre economía y sociedad, aquellos
que sostienen cierta concepción especular de la contradicción económi-
ca que se transforma en conciencia social sin mediación de todos los
demás elementos presentes en Lenin y que, por tanto, consideraban que
la posición de la Internacional era defensiva, vinculada a las dificulta-
des internas de la Unión Soviética. Entonces, la acusación que hacen los
Gorter y Pannekoek o el grupo de los comunistas alemanes de izquierda
a Lenin y a los comunistas rusos es la de una suerte de egoísmo nacional.
Al privilegiar la construcción del socialismo y al necesitar un respiro po-
lítico, no tienen interés alguno en enfrentarse a las potencias occiden-
tales. Son sus necesidades y sus contradicciones internas tan fuertes las
que acaban por arrastrarlos a sacrificar la revolución mundial en pro de
la construcción del socialismo en Rusia. Había, sin embargo, en Lenin
una reconsideración estratégica mundial subyacente que ellos negaron,

19. [Agregado del primer editor].

207
José Aricó

por lo que podría interpretarse que esa diferenciación que hace Lenin en
ese momento sobre las características universales del bolchevismo y las
características particulares de los procesos en cada sociedad estaba muy
mediada por dicho reconocimiento. Por ejemplo, hay un elemento que
actúa en todo el movimiento comunista hasta 1935 y que se modifica en
el Séptimo Congreso [de la Internacional Comunista]:20 la necesidad de
que todas las sociedades en proceso de transición iniciaran un camino
soviético. En este sentido, toda la teorización de los comunistas residía
en que la alternativa al Estado burgués era una salida de tipo soviético,
lo que habla que constituir eran sociedades soviéticas. Por tanto, el ca-
mino soviético no era un caso particular ruso sino una verdad universal
de todo proceso revolucionario.
Como decíamos, esta concepción se modifica en 1935 y hay en los
comunistas una reconsideración del papel de las democracias, de los
Estados representativos, parlamentarios: sin embargo, vemos que este
planteamiento al dejar de lado esta verdad del camino soviético que
ahora aparece como particular, deja de lado simultáneamente ciertos
elementos de validez universal de este camino: no se puede concebir la
transición de una sociedad capitalista a una sociedad socialista sin un
Estado en proceso de extinción, sin un Estado que al conformarse como
un cuasi-Estado va creando instituciones de nuevo tipo que significan
una ruptura con respecto al Estado representativo. Entonces, ciertos
elementos de validez universal que estaban detrás de esta verdad par-
ticular fueron dejados de lado, y hoy se vuelven a plantear en el terreno
marxista como una discusión sobre las características del Estado, sobre
si es posible en el caso de Italia, de Francia, de España, construir una
sociedad, iniciar un proceso de transición, si el Estado se deja tal cual,
si simplemente se modifican los grupos gobernantes, las clases dirigen-
tes de ese Estado. Hoy sabemos que la discusión es más profunda. ¿Por
qué? Porque la reconsideración de esto que Marx señalaba como los ele-
mentos de producción y de reproducción del capital social global llevan a
comprender que el Estado no es un elemento externo, no es un elemen-
to superestructural a una formación económico-social capitalista, sino

20. [Agregado del primer editor].

208
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

un elemento interno del propio proceso de producción capitalista, y por


tanto una institución reproductora de relaciones capitalistas.
Mantener el Estado como tal es permitir la posibilidad de reproduc-
ción de la sociedad capitalista. De este modo, podemos ver cómo una
verdad que surgió como universal en un momento determinado –por-
que toda ruptura con la socialdemocracia se produjo alrededor de la
validez del camino soviético, o la del camino socialista, toda la discu-
sión entre Kautsky y Lenin, entre la izquierda socialdemócrata y Rosa
Luxemburg se dirimía como el enfrentamiento entre una amplia franja
sovietista y una franja socialdemócrata–, esto que aparecía como una
verdad universal luego fue reconsiderada para ser analizada como un
camino particular de desarrollo de la revolución en Rusia, hoy, en mo-
mentos en que, a su vez, se rediscute una categoría que aparecía hasta
ahora como universal –la dictadura del proletariado–, aparece, sin em-
bargo, como un elemento que está planteando un problema central para
todo proceso revolucionario. Por eso es muy difícil distinguir lo que son
verdades universales de lo que son verdades particulares; el camino de
definirlo a través de la propia historia de la teoría, a través de la búsque-
da de elementos comunes de los procesos y de definir esos elementos
comunes como verdades universales es un camino teórico inconducente
que no aporta ningún elemento para redefinir el campo en términos de
formación económico-social concreta. Yo creo que solo a través de re-
definir este campo se pueden ver ciertas verdades, y redefinir ese cam-
po de la formación económico-social concreta lleva a su vez a redefinir
otro problema que aparece como una verdad universal: la clase obrera
como soporte de todo proceso revolucionario. ¿Por qué? Porque se da
el caso de formaciones económico-sociales determinadas donde apa-
recen imbricaciones de sectores productivos diferenciados y en lo que
objetivamente la clase obrera aparece formando parte de un sistema de
dirección, de homogeneización, de control de una sociedad, donde los
máximos niveles de dirección no están representados por la clase obre-
ra precisamente, sino por otros sectores. Entonces, puede darse cierta
conjugación, ciertos elementos de unidad entre burguesía y proletaria-
do versus campesinado, a partir de lo cual la consideración que estamos
haciendo de la clase obrera como el eje, como el soporte de un proceso

209
José Aricó

revolucionario, al abandonar la teoría y analizar ciertas formaciones


económico-sociales concretas, se modifica. Por ejemplo, la clase obrera
argelina era una clase constituida fundamentalmente por franceses re-
sidentes en Argelia; o la clase obrera industrial organizada en África del
Sur, particularmente en el sector servicios, es una clase obrera funda-
mentalmente blanca aunque, sabemos, en África del Sur la sociedad está
montada sobre la base de la explotación de un proletariado negro que
ve al sector proletariado-burguesía como una unidad en cierto sentido
reaccionaria frente a sus objetivos, sus necesidades, sus reivindicacio-
nes. Así, el hecho de la validez teórica del reconocimiento de la centrali-
dad de la relación capital-trabajo y de la centralidad del enfrentamiento
proletariado-burguesía no significa que debamos forzar las cosas y dejar
a un lado las connotaciones particulares de los procesos históricos con-
cretos de constitución de una clase obrera determinada en un momen-
to determinado y el tipo de relación que ella guarda con el resto de las
clases. Si no comprendemos esto, esa tarea de construcción subjetiva
de la conciencia de clases que, como Ud. insinuaba correctamente en
su pregunta, no es un proceso simplemente teórico, sino un proceso
donde lo teórico está imbricado con la práctica, porque las realidades se
perciben a través de los hechos, a través de la reconstrucción teórica de
los hechos, pero estos a su vez deben manifestarse para que puedan ser
estudiados, y en las formaciones económico-sociales los hechos son ac-
ciones políticas, pronunciamientos, movilizaciones, luchas, confronta-
ciones, contradicciones, entonces, si no comprendemos esto corremos
el riesgo de que esta construcción subjetiva de la conciencia de clase, que
también presupone una dinámica propia de la clase, no se dé, porque
no es suficiente con que a nivel de estadísticas, a nivel sensible, a ni-
vel económico, se verifique la existencia de una clase obrera para que la
conformación o la construcción de una conciencia de clase sea factible,
sea siempre posible. Hoy sabemos que es una tarea mucho más difícil de
lo que se piensa. La confluencia entre marxismo y movimiento social,
entre teoría y movimiento social, es un punto muy contradictorio, muy
difícil. Históricamente ha asumido ciertas características, en Europa
se conformaron partidos obreros que a veces eran mucho más grandes
que las propias organizaciones sindicales (mientras la socialdemocracia

210
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

alemana tenía un millón y medio de afiliados a comienzos de este siglo,


las organizaciones sindicales no tenían más de 400 mil; y porque solo
tenían 400 mil afiliados pudo Rosa Luxemburg montar la teoría de la
huelga política de masas como instrumento político central para lograr
incorporar a la lucha social a los desorganizados partiendo de la relación
que existía entre sindicalizados y no sindicalizados). Pero sabemos que
en Inglaterra no se configuró así, que en Estados Unidos no se confi-
guró así, y el problema se nos plantea en torno a la causa de que no se
haya configurado así. Sabemos, por otro lado, que en Rusia se configu-
ró así, que en Argentina también aunque luego se haya modificado ra-
dicalmente, y sabemos que en México no se configuró de esta manera;
sabemos que en Chile sí, pero en Brasil no. Entonces, por qué se confi-
gura de determinada manera esta unidad entre teoría y movimiento es
una cuestión muy difícil de precisar. El problema consiste en que hemos
convertido una configuración histórica concreta en el único modelo, la
única forma posible de desarrollo y tanto lo hemos configurado como
única forma de desarrollo que todavía los pequeños grupos de izquierda
siguen soñando con los “¿Qué hacer?” que van a redactar y con los parti-
dos bolcheviques que van a construir.
Pero retomando nuestro tema tratábamos de ver a qué estructuras
da origen esta confluencia entre marxismo y movimiento social y cuál es
la razón de que en lugares distintos origine distintas conformaciones.
Eso no se sabe. Hace poco estuve leyendo una discusión que hubo entre
historiadores del movimiento obrero europeo. Uno de ellos, miembro
del Partido Comunista Francés, Annie Kriegel, que ha elaborado una
tesis muy importante sobre el origen de este partido, cuando tuvo que
hablar de por qué solo en determinados lugares, en determinadas zonas
de Europa, se discutió la cuestión de los partidos socialistas de masas,
la única razón que encontraba era, de alguna manera, el espíritu clásico
frente al espíritu romántico, como si los pueblos tuvieran ciertos signos
que los definen. Pero el hecho de que una historiadora cuidadosa y pre-
cisa llegara a esa conclusión se debe a que en el análisis de cada una de
esas sociedades no encontraba los elementos que pudieran definir esa
conformación particular. Entonces, este es uno de los problemas cen-
trales: la definición de la formación económico-social nos remite a las

211
José Aricó

clases, a las relaciones entre ellas y, desde un punto de vista marxista,


nos permite apostar a una clase y tratar de hallar los núcleos organiza-
tivos y el conjunto de instituciones en torno de las cuales una clase se
despliega. Pero de esa manera solamente estamos abriendo una veta,
un problema histórico que puede o no ser resuelto. Hasta ahora pensá-
bamos que a partir de una filosofía de la historia siempre era posible re-
solverlo. Hoy sabemos que no es así. Hasta hace poco sabíamos que des-
pués del capitalismo vendría el socialismo; hoy sabemos que después del
capitalismo puede sobrevenir la barbarie, la destrucción total, porque
los hombres tienen ahora en sus manos la posibilidad de hacer estallar el
mundo. Si se quiere se puede convertir este mundo en inhabitable. Por
el contrario, cuando Marx, Lenin, Rosa Luxemburg estaban planteando
ciertas cuestiones los hombres no tenían en sus manos la posibilidad de
destruir el mundo; hoy la tienen, y esta posibilidad introduce un cambio
radical. A partir de esto sabemos hoy que el socialismo es fruto de una
lucha muy difícil, muy complicada, con grandes vaivenes, con avances y
retrocesos, por un lado, pero que, por otro lado, el camino de la barbarie
está siempre abierto. Si esto es así, debemos ser más analíticos, más mo-
destos, debemos buscar y encontrar la mejor forma de acción, la mejor
forma de modificar una realidad; debemos comprender que una teoría
es simplemente una teoría que se enriquece con los hechos con los cua-
les debe ser permanentemente confrontada. Lo que intentamos decir es
que la teoría de Marx no es un modelo; si se la define como el análisis de
las contradicciones internas de un modo de producción determinado,
deja un campo abierto a la permanente verificación histórica a través del
análisis de todas las variables que se van introduciendo en este cuerpo
de pensamiento.
Entonces, lo que define al marxismo es su condición de teoría abier-
ta, de teoría capaz de incorporar un máximo de variables, y en la medida
en que es capaz de incorporarlas y de apostar a las transformaciones que
se operan a través de una fuerza social, es una teoría revolucionaria y es
una teoría abierta. Pero solo concibiéndola así puede dar cuenta de los
hechos.
Para resumir la relación entre las tres preguntas planteadas, podemos
afirmar que constituyen tres problemas centrales: el primero se aclara a

212
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

partir de la definición de las características fundamentales de una for-


mación económico-social determinada; el segundo se define a partir del
análisis preciso del papel que desempeña una clase obrera determinada
en esa formación social determinada, los procesos de su constitución,
la cultura en cuyo interior se formó, la ideología política que la envolvió
en el proceso mismo de su constitución, que son ideologías muy difíci-
les de cambiar, de transformar. Me atrevería a afirmar que si se conoce
o si se sabe cómo se constituyó una clase obrera, se podría determinar
qué tan revolucionaria es o puede llegar a ser. Existen vicios de origen
que son muy es modificar, pero el hecho de que sea difícil el cambio no
implica por sí que sea imposible. Solo significa que una fuerza política
debe aprender a conocer las formas particulares que puede asumir di-
cha posibilidad de cambio, lo cual nos remite al último problema que
planteamos acerca del significado de la conformación de una conciencia
de clase, y del grado de elementos de práctica que debe englobar. Porque
hay contradicciones de clase, porque la clase obrera es contradictoria de
la clase capitalista a nivel de ingresos, a nivel de la posesión de la fuerza
de trabajo, a nivel de ritmo de trabajo, a nivel de puestos jerárquicos,
etc.; es decir, que los conflictos aparecen permanentemente y son in-
suprimibles en la sociedad capitalista. Solo a partir de esos conflictos
se puede reconstituir el todo de la sociedad porque solo a partir de ellos
se puede determinar con cierto grado de cientificidad las mediaciones
necesarias, en virtud de las condiciones particulares y concretas, de una
formación económico-social dada.

Lección octava21

Gramsci y la teoría política

Hay un punto de entronque entre la formulación de los comunistas de


izquierda europeos (Grossmann, Mattick) y Gramsci en cuya base se
hallan las reflexiones sobre la derrota del movimiento obrero europeo,

21. En el original A: “14 de diciembre de 1977”. [Nota del primer editor].

213
José Aricó

sobre las limitaciones de la experiencia histórica de construcción del so-


cialismo y sobre los procesos de reconstrucción del capitalismo europeo.
A pesar de la distancia y la incomunicación entre unas y otras elabora-
ciones, ambas vertientes comienzan a interpretar los procesos que se
estaban operando en Europa como la aparición de una nueva época que
encerraba el intento del capitalismo por evitar la ley de la caída de la tasa
media de ganancia a través de una reconstrucción de su aparato produc-
tivo, del predominio neto de la gran empresa, del cambio de composi-
ción de la clase obrera, de la introducción de métodos de racionalización
basados en el taylorismo; en síntesis, todo esto que Gramsci llama “ame-
ricanismo”. Aquí se abre una interesante perspectiva de investigación,
porque en la discusión contra Croce, Gramsci se refiere especialmente a
la ley de la caída tendencial de la tasa media de ganancia. Aunque es una
perspectiva de búsqueda que nosotros dejaremos de lado, sería intere-
sante rastrear hasta qué punto el entronque entre las formulaciones de
estos dos campos (el del pensamiento gramsciano y el de los comunis-
tas de izquierda europea) muestra una unidad aún mayor que sin duda
deriva del replanteamiento del significado de la doctrina económica y
de la crítica de la economía política de Marx. Como para Grossmann y
Mattick, para Gramsci la organización burguesa de la producción no se
presenta como algo fundamentalmente neutral y racional, sino que está
dominada desde el exterior por la anarquía de la carrera capitalista en
pos del máximo de ganancia. La investigación gramsciana sobre el “for-
dismo” ilumina una dirección particular en la que muy pocos marxistas
–casi ninguno, excepto estos dos grupos a que hicimos referencia– se
ubicaron: el de una racionalidad económica nueva como tarea esencial
que el proletariado debe garantizar en el proceso revolucionario y que
solo puede surgir sobre la base de la crítica radical de todo el sistema ca-
pitalista, crítica que engloba al mismo pensamiento científico en cuanto
es el momento esencial de la objetividad de la producción burguesa. Por
ello el pensamiento científico es para Gramsci un momento en sí mismo
ideológico, es decir un momento que en sí mismo pertenece al plano de
la objetividad del modo de producción burguesa, lo cual no significa des-
conocer los elementos de verdad que pueda haber en ese pensamiento,
sino situarlo dentro de un contexto preciso: la objetividad del proceso

214
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

de producción capitalista que, como se dijo, es la objetividad del capi-


tal idéntico a sí mismo, convertido en el verdadero sujeto de toda la ra-
cionalidad capitalista. Se dijo también que en el análisis de Grossmann
no era ya el capital financiero –convertido por Hilferding en el eje del
análisis del capitalismo– el sujeto implícito, sino que todas sus elabo-
raciones erigirán como sujeto del análisis a la gran empresa capitalista
que revoluciona las técnicas y la organización del trabajo. El papel de
la gran empresa industrial capitalista volverá luego, por caminos para-
lelos, a ser encontrado por Gramsci a través de la experiencia singular
del movimiento de los consejos de fábrica en la concentración industrial
más grande de Italia: la ciudad de Turín. El complemento teórico natu-
ral del modelo de Grossmann no podía ser entonces la corriente plani-
ficadora, de origen segundo internacionalista, basada en la concepción
de la importancia fundamental de planificar la anarquía del mercado
para superar las limitaciones de la economía capitalista, ni tampoco la
concepción derrumbista que caracterizó a la Tercera Internacional. Por
el contrario, era necesario analizar los efectos estructurales del fordis-
mo y del taylorismo, y es este el punto de entronque, como decíamos, de
Grossmann y Gramsci, que este último desarrolla en uno de sus trabajos
de los Cuadernos de la cárcel (Gramsci, 1958, 1980b, 1934/2000). Es signi-
ficativo que Gramsci haya comprendido la importancia de Grossmann,
a pesar de no haber conocido su obra sino a través de un comentario,
y que haya analizado al americanismo como una contratendencia a la
caída de la tasa de ganancia y cuya significación era un fenómeno de la
época y no meramente coyuntural. Pero lo más significativo es el hecho
fundamental de que para Gramsci la solución de los grandes problemas
estratégicos del movimiento revolucionario pasaba necesariamente por
la reactivación de las categorías de la crítica de la economía política y
por el intento de volver a fundar la teoría marxista a nivel de las nuevas
formas que adquiría el modo de producción capitalista.
Desde el punto de vista de la historia del movimiento socialista y de
sus momentos teóricos más relevantes, aquí ya está planteado uno de
los elementos fundamentales que separan a Gramsci del conjunto de
los marxistas, teóricos o políticos, que pensaron la realidad de los años
veinte y treinta. Para verificarlo basta leer cualquier página; siempre

215
José Aricó

encontraremos un lenguaje nuevo, una forma nueva de plantear los pro-


blemas y del análisis de la teoría, de desarrollar creativamente el marxis-
mo. Sin embargo, si bien este aspecto es importante y está permanen-
temente presente en Gramsci, es común a un conjunto de pensadores,
como Korsch o Mattick o como el mismo Grossmann; lo fundamental
es recuperar a través de Gramsci la importancia estratégica que tiene
el problema de la relación entre la crítica de la economía política y la
ciencia de la política marxista que se funda en aquella; lo fundamental
es recuperar a través de Gramsci la dinámica de las crisis en la moderna
fase del capitalismo de Estado, y en el interior del capitalismo de Estado
la dinámica de ese proceso reproductivo, que no solo es un proceso de
reproducción de trabajo muerto, de mercancías, de riquezas, sino que
es también y fundamentalmente un proceso de reproducción de las cla-
ses sociales. Quiero señalar que de los escritos iniciales y, fundamental-
mente, de sus escritos de la cárcel, redactados más o menos entre 1931 y
1937, nada se conocía en su época, situación que se mantuvo hasta 1947,
Gramsci muere en 1937; hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, para
la mayoría de los italianos Gramsci era una víctima más del fascismo,
reverenciada en los actos y reivindicada como héroe de la lucha anti-
fascista; pero el pensamiento de Gramsci, lo que significaba su talento
creador y recreador del marxismo, nadie lo supo durante toda esa etapa.
Fue necesario que en 1947 comenzaran a salir a la luz sus cartas desde la
cárcel, dirigidas fundamentalmente a su cuñada22, donde comunica sus
experiencias, sus lecturas, sus búsquedas y sus propuestas de trabajo.
Con la aparición en 1947 de Cartas desde la cárcel (Gramsci, 1950) y, en
1949 de los Cuadernos de la cárcel (Gramsci, 1958), Gramsci comienza a ser
visto por los italianos como un gran pensador marxista y como una gran
figura de la cultura italiana del siglo XX.
Recordarán ustedes que el Partido Comunista Italiano fue ilegal des-
de 1926 hasta 1944; cuando el partido se reconstituye en Italia, lo hace
sobre la base de tres generaciones radicalmente distintas: la de Gramsci,
la generación intermedia que ingresó durante la lucha antifascista y la

22. Tatiana Schucht. La primera edición en castellano de las Cartas de Gramsci (1950), con prólogo de
Gregorio Bermann, fue traducida de la primera edición italiana de 1947. [Nota del primer editor].

216
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

generación que se incorporó al partido en la época de la insurrección


armada contra el fascismo y contra la invasión alemana al norte de
Italia, es decir, tres generaciones, con tres experiencias radicalmente
distintas, con tres historias radicalmente distintas; para las dos últi-
mas Gramsci era una persona absolutamente desconocida. Si además
recordamos que en los años 1930-1931 se plantea una diferencia entre
Gramsci y la Internacional Comunista porque este se opone decidida-
mente a la línea del Sexto Congreso (la política de clase contra clase, lo
que se llama el tercer periodo, es decir, la política de extremo sectaris-
mo de la Internacional Comunista), y que esa oposición, velada o no,
casi le cuesta la expulsión del partido y de la que lo salva su condición
de prisionero y su aislamiento total con respecto a la red exterior del
Partido Comunista, es evidente que el silenciamiento de Gramsci, aún
dentro de la vieja generación de los Togliatti, los Terracini, etc., había
sido provocado por esa diferencia política que, dado el clima, el tipo de
vida y de funcionamiento de los partidos comunistas llevaba necesaria-
mente a olvidar su presencia. De modo que para el conjunto de la inte-
lectualidad italiana Gramsci era un desconocido; la primera impresión
fue que se encontraban, como dije, ante un pensador marxista pero,
además, frente a una gran figura de la cultura italiana en la medida en
que los Cuadernos de la cárcel (Gramsci, 1958) son una reflexión sobre la
cultura italiana y sus figuras: de Maquiavelo a Manzoni, de Benedetto
Croce a Giustino Fortunato. Es con el proceso de desestalinización que
se abre a partir de la muerte de Stalin y del XX Congreso del Partido
Comunista de la Unión Soviética, cuando se afirma una línea de auto-
nomía frente a los soviéticos del Partido Comunista Italiano, en que
comienza a difundirse en el mundo el conocimiento de los escritos de
Gramsci. Para que ustedes tengan una idea, hasta hace dos años en
que la editorial Gallimard comenzó a publicar en Francia las obras de
Gramsci solo se conocía en ese país una edición recortada de las Cartas
desde la cárcel y una edición, más recortada aún, de los Cuadernos , a pesar
de ser un país tan próximo y con bastantes problemas comunes, Francia
se negaba a admitir la presencia de Gramsci en la cultura francesa y el
Partido Comunista no editaba sus libros; el olor a herejía que tenían los
Cuadernos de la cárcel era tan fuerte que partidos disciplinados como los

217
José Aricó

europeos no publicaron las obras de Gramsci sino hasta los años sesen-
ta. Debo decir que la Argentina, que es una de esas zonas aisladas por
motivos bastante particulares, tuvo una función especial en ese sentido:
en 1950 se edita la correspondencia de Gramsci y en 1958 comienzan a
editarse los Cuadernos de la cárcel; en el caso de México la publicación más
o menos intensiva de las obras solo comienza a operarse el año pasado
cuando Juan Pablos (Gramsci, 1980b) reedita las viejas ediciones de 1958
de la editorial argentina Lautaro (Gramsci, 1950, 1958). Podemos decir
entonces que es solo en la última década –luego de 1968 y del Mayo fran-
cés– que Gramsci conquista en el debate teórico marxista internacional
el puesto de decisiva importancia que hoy están dispuestos a reconocer
los marxistas europeos y de todo el mundo. Este hecho coincide también,
y es este sin duda uno de los elementos que han actuado para que este
reconocimiento fuera ampliándose e imponiéndose, con la publicación
de la totalidad de Cuadernos de la cárcel en 1975. Los escritos gramscianos
de esa época están compuestos de una treintena de cuadernos donde
Gramsci va apuntando una serie de temas a partir de un plan inicial co-
nocido a través de la correspondencia a su cuñada, pero las notas fueron
disgregadas. Cuando a fines de 1940 los editores italianos comenzaron
a publicarlos, organizaron el conjunto de los apuntes en una serie de
temas que luego aparecieron como Notas sobre Maquiavelo, sobre la polí-
tica y el Estado moderno (Gramsci, 1962), Los intelectuales y la organización
de la cultura (Gramsci, 1984), Literatura y vida nacional (Gramsci, 1960), El
Risorgimento (Gramsci, 1980a), y otros. Pero independientemente de que
se trataba de un conjunto de temas diferenciados que solo hasta cierto
punto constituían unidades temáticas, se trata en realidad de un con-
junto de textos cuya importancia radica en que apuntan fundamental-
mente a establecer la diferencia entre el pensamiento de Marx y el pen-
samiento de Engels, a la lucha contra el economicismo y a la crítica de
burocratización a la Unión Soviética. Estos temas fueron recortados de
las ediciones anteriores pues eran considerados irritantes para la opi-
nión pública marxista internacional. El hecho de que los libros fueran
separados en volúmenes diferentes, para algunos facilitó y para otros
impidió comprender que, en última instancia, refiriéndose a la política,
a la historia, a los intelectuales o a los dialectos sardos, lo que Gramsci

218
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

estaba planteando era un único problema: cómo una teoría política se


convierte en conciencia nacional, en cultura nacional, en un elemento
fundamental de lo que él llama la reforma intelectual y moral, la mo-
dificación de la conciencia de los hombres y la imposición a través del
consenso de una nueva concepción del mundo que era la teoría marxis-
ta. El hecho de que este corpus político estuviera fragmentado impidió
la comprensión de que, independientemente de su división temática,
había en los escritos de Gramsci una unidad estructural fundamental.
La publicación científica, cronológica, respetuosa del orden de los cua-
dernos y de su sucesión hecha en el año 1975, nos brinda por primera vez
la posibilidad de reconstruir de la mejor manera esta unidad temática
fundamental del pensamiento de Gramsci.
Es evidente que para el reconocimiento de su condición de genial
pensador político marxista también contribuyó el hecho de que Gramsci
fuera italiano y de que sus posiciones sean reconocidas como funda-
mento estratégico de un partido de masas, de una organización cultural
y política como es el Partido Comunista Italiano. Es el peso de este par-
tido en la sociedad italiana y a nivel mundial, ubicado como está ante las
puertas del gobierno o del poder del Estado, lo que ha permitido que las
concepciones de Gramsci adquieran hoy una importancia fundamental;
han dejado de ser las elaboraciones teóricas de un pensador solitario me-
tido en una cárcel para convertirse en el filón ideológico, el cemento que
unifica a una organización política de masas. Aunque Gramsci no sea
responsable de las actuales posiciones del Partido Comunista, el hecho
de que su concepción sea reconocida por el Partido Comunista Italiano,
como la reinterpretación marxista de las condiciones particulares de
Italia, ha llevado a su vez a que quienes consideran a este partido como
una de las organizaciones reformistas del pensamiento revolucionario a
la desconfianza ya no solo hacia el Partido Comunista sino hacia el pro-
pio pensamiento de Gramsci. Quienes consideran al Partido Comunista
Italiano una gran organización reformista y (por ejemplo los chinos, los
soviéticos y la izquierda latinoamericana) revisionista han extendido
ambos calificativos también al pensamiento de Gramsci. Esta descon-
fianza, este desconocimiento o conocimiento imperfecto deben ser su-
perados, lo mismo que los juicios sobre la aparente disgregación de su

219
José Aricó

obra, pues debe recordarse que Gramsci escribía en la cárcel y que los
censores sellaban y recogían cada uno de sus libros. De ahí la necesidad
de reproducir esos acontecimientos expresados metafóricamente para
desentrañar lo que realmente quería decir y, por lo tanto, la necesidad
de conocer esos acontecimientos que pertenecen a la historia interna
de la sociedad italiana, de la sociedad europea, o del Partido Comunista
Italiano. Es este conjunto de dificultades lo que hay que superar para
poder penetrar, despojados de prejuicios, al análisis de esta obra. Pero
puede decirse que de todas maneras en el pensamiento político mar-
xista del mundo ha sido tan profunda su penetración, aun a nivel de la
cultura periodística, que hay un conjunto de categorías elaboradas por
Gramsci en el proceso de su construcción conceptual que hoy pertene-
cen al lenguaje corriente de la política. En este sentido abusamos hoy de
términos como hegemonía, bloque histórico, revolución pasiva, guerra
de maniobras, guerra de posición, sin saber que detrás de ellos hay un
pensamiento concreto y determinado que elabora una categoría concre-
ta y determinada que no puede ser utilizada indeterminadamente por-
que significa algo muy preciso que está en torno a una elaboración tam-
bién muy precisa. Entonces, hoy podemos decir que así como Newton,
Marx, Freud, Engels, pertenecen a nuestra cultura, que todos somos de
una u otra manera freudianos, newtonianos, engelsianos o marxistas
sin saberlo, o sin haber leído sus obras porque ellas están incorporadas
al lenguaje de la época, del mismo modo podemos decir que, tengamos
o no desconfianza, todos somos un poco gramscianos sin necesidad de
haber leído a Gramsci. El problema consiste en que el conocimiento de
su obra es algo aún por abordar. Por eso, independientemente de la cali-
dad de su lectura de los textos de Gramsci, lo que me propongo es hacer
una presentación general tratando de despertar el interés por una obra
a la que se acercarán cuando tengan tiempo.
Hoy sabemos que es imposible conocer el pensamiento de Gramsci
porque en él aparece por primera vez, recortada con nítidos rasgos de
autonomía, una teoría marxista de la política. Gramsci es casi la única
figura solitaria que aborda este campo, que lo recorta como un campo
autónomo y que si bien no intenta construir una teoría, sí realiza una se-
rie de observaciones que nos replantean la posibilidad de construir una

220
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

teoría marxista de la política. Construir una teoría marxista de la polí-


tica no carece de importancia porque la línea divisoria que separa ac-
tualmente a los comunistas soviéticos de los maoístas, eurocomunistas,
etc., es el problema de la teoría marxista de la política: la actitud frente
al Estado, el carácter del partido, la naturaleza del poder, el carácter del
proceso de transición, es decir ese déficit que desde Marx los teóricos
marxistas no han podido superar.
Se dijo ya que cuando Marx se plantea la cuestión de la ideología ale-
mana está pensando en dos grandes problemas: el develamiento de la na-
turaleza real de la sociedad capitalista y el análisis de su estructura econó-
mica, de sus leyes de funcionamiento por un lado, y el develamiento de las
formas de manifestación, de las formas ideológicas con que se expresa la
sociedad burguesa. La teoría política marxista se instala precisamente en
el campo de develamiento de las formas de manifestación de la sociedad
burguesa como elemento fundamental; se dijo, también, que desde el año
1848 en adelante, y a consecuencia de la derrota de la primera revolución
obrera en Europa y de la necesidad de buscar los motivos de la continui-
dad de la sociedad capitalista, toda esta concepción llevó a acentuar el as-
pecto estructural de la sociedad burguesa, dejando de lado el problema de
formas de manifestación; cuando al final de su vida, a partir de sus cartas
a Bloch, Starkenburg y otros, Engels reflexiona sobre el por qué de esta
acritud, dice que Marx y él debieron luchar en ese momento contra todas
las concepciones que desdeñaban este aspecto tan decisivo y que luego
no tuvieron tiempo para desarrollar los demás. Ahora bien, a partir de la
preocupación del pensamiento marxista de los elementos estructurales
surgió luego la falsa teoría de la superestructura y de la infraestructura,
donde la primera quedó reducida a un epifenómeno, a una anécdota de la
historia real que transcurría en la estructura. A partir de este hecho surgió
un pensamiento marxista que dejó de lado los problemas de las institu-
ciones, del sistema social, del sistema de la representación política de una
sociedad. Este antiformalismo de Marx llevó entonces a que los marxistas
no pudieran contrastar la teoría política burguesa con las teorías políticas
marxistas; todo estaba supeditado al objetivo de la conquista del poder y,
por lo tanto, los problemas que derivaban de las formas expresivas de la
sociedad capitalista fueron dejados a un lado.

221
José Aricó

Si bien no se lo propone explícitamente, Gramsci intenta salvar este


problema recortando el campo de la política como un campo autóno-
mo; intentaré explicar por qué fue Italia el país y por qué fue Gramsci
el hombre que se planteó esta problemática. Y procedo de este modo
porque como marxista creo que todo pensamiento está situado en una
época, en un contexto socioeconómico determinado; porque pienso que
los hombres son esclavos de su época, para poder entender ciertos plan-
teamientos, ciertas metáforas de Gramsci es necesario reconstruir este
contexto para luego explicar a qué demandas de la realidad respondía
Gramsci y por qué su pensamiento adopta ese lenguaje diferenciado que
notamos en sus obras.
Italia era en esa época un microcosmos del capitalismo mundial,
puesto que encerraba en su contorno nacional a la colonia, regiones
avanzadas y regiones atrasadas, zonas de desarrollo y de subdesarro-
llo, zonas industriales tan potentes como las del norte de Italia, donde
en una sola empresa existía una concentración obrera de más de 150
mil trabajadores, como era la Fiat, y junto a ellas zonas atrasadas como
Cerdeña, la isla donde nació Gramsci, ejemplo típico de la parte más
atrasada, más arcaica y semicolonial de Italia. Tanto como Sicilia, como
toda la zona del sur de Italia (lo que en italiano se llama el mezzogiorno, el
mediodía). Italia está construida sobre la base de dos grandes regiones
claramente diferenciadas: el norte industrial, rico, con una clase obrera
muy desarrollada, y el sur pobre y miserable, con una gran zona de la-
tifundios y con un peso de la tradición campesina muy grande; es esta
mezcla de “primer mundo” y “tercer mundo” lo que encierra el contor-
no nacional italiano. Gramsci nace en la zona más atrasada de Italia,
vive entre los campesinos hasta aproximadamente los veinte años y en
el año 1912 se traslada precisamente a Turín, el centro industrial más
avanzado del capitalismo industrial. De estos datos generales puede ex-
traerse como consecuencia que un marxista italiano muy inteligente se
hallaba en una posición realmente excepcional para comprender tan-
to la naturaleza de ese mundo industrial, moderno y desarrollado del
norte italiano, como el otro mundo, atrasado y arcaico que era su país
natal. Y digo país porque en Italia las regiones son países con tal peso y
autonomía que en determinado momento surgieron movimientos que

222
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

planteaban constituirse como Estados nacionales independientes de


Italia. La reflexión gramsciana (1977a) sobre el sur de Italia y las islas
(titulada “Algunos temas sobre la cuestión meridional”), escrito que ter-
mina precisamente en el momento de su detención y donde replantea
todo el arco de alianzas de los sectores revolucionarios italianos, está
referido a la relación entre la clase obrera de Turín y el campesinado
pobre del Mediodía; su pensamiento está pleno de reminiscencias de
esa historia juvenil que está detrás de su propia vida. De este modo, a
diferencia de los marxistas provenientes ya sea del mundo desarrollado
o del mundo subdesarrollado, los italianos –y este italiano en particu-
lar– podían conjugar esos dos mundos tan diferenciados y buscar unir
en un solo mundo conceptual estas realidades diferenciadas. Es esta la
razón que explica por qué su pensamiento no se dirige exclusivamen-
te a los países avanzados, sino que también está planteando problemas
específicos de zonas de extremo atraso, como era el caso de Italia, cali-
ficado por Gramsci no como país capitalista avanzado sino como país
intermedio. Y este es el punto de partida de los escritos políticos ante-
riores a su detención, donde establece ciertas tipologías del capitalismo
europeo que unifican bajo el conjunto de “países intermedios” a España,
Portugal, Francia, Italia, es decir un conjunto de países capitalistas fun-
damentalmente de la cuenca del Mediterráneo. Por otro lado, hay que
tener en cuenta las características del movimiento obrero italiano, el
único en Europa que tiene una base fundamentalmente industrial y una
base agraria. Tanto el movimiento obrero en general, como el Partido
Socialista Italiano están conformados sobre la base de dos grandes con-
fluencias, el proletariado y el campesinado, además del proletariado ru-
ral; por eso Italia era un caso único en Europa23.
Pero hay otro elemento a destacar: el papel extraordinariamente de-
cisivo que desempeñaron los intelectuales del sur de Italia en el conjunto

23. En la actualidad, las regiones de más fuerte influencia comunista en Italia son las zonas intermedias
entre el norte y el sur de Italia –la Emilia, la Toscana, la Umbria– regiones donde las capas medias son
más considerables, proletariado en el norte, capa media y proletariado en la zona central y proletariado
rural en el sur de Italia. Quiero recordarles que en las primeras elecciones públicas que se hacen en Italia
en el año de 1946, el Partido Comunista Italiano, junto con el Partido Socialista, ganan las elecciones en
Sicilia, zona donde hay una alta densidad de proletariado y campesinado.

223
José Aricó

de la cultura italiana. Ustedes saben que la cultura italiana que va de fi-


nales del siglo hasta el advenimiento del fascismo está dominada por lo
que se llama el “crochismo”, es decir por el pensamiento de Benedetto
Croce, pensador del sur de Italia. Todo el historicismo italiano que re-
conoce sus raíces en el pensamiento de Hegel pasa a Italia por el sur;
mientras el norte admitía la corriente positivista, cientificista, etc., y los
intelectuales norteños tenían esta característica, los del sur habían asi-
milado toda la cultura alemana.
Por otra parte, hay que tener en cuenta el carácter particular de Italia
como nación y como sociedad burguesa. En Italia se dan una realiza-
ción nacional tardía y un desarrollo capitalista prematuro; en el 1400-
1500 las ciudades italianas se constituyen como ciudades-Estados con
un elevado grado de desarrollo del capitalismo comercial. A partir de las
ciudades-Estados independientes surge un pensamiento burgués y un
liberalismo burgués precoces, que luego desaparecen como consecuen-
cia de la invasión a Italia y de la destrucción de las ciudades-Estados.
Hay entonces un interregno, que abarca desde el Renacimiento hasta el
Risorgimento, y la formación de un mercado único solo comienza a con-
figurarse hacia fines del siglo XIX. A partir del año 1870 Italia se consti-
tuye como una nación independiente y unificada. Pero esa realización
nacional tardía no se produjo a través de una revolución triunfante,
como fue el caso de la Revolución francesa, o a través de una solución de
compromiso, como fue el caso de Alemania que surgió sobre la base de
la captación de la burguesía por la vieja clase dominante de los junkers
prusianos, sino que fue una revolución parcial, (“mancata” dicen los ita-
lianos), pero que expresó la unidad de la revolución que venía desde arri-
ba, a través del reinado en el Piamonte de su primer ministro Cavour,
y de la revolución que venía desde abajo expresada por la lucha de las
masas del sur de Italia y dirigida por Garibaldi. La burguesía italiana
fracasó, al menos en parte, en su misión histórica de crear una nación
italiana. La nación se unificó sobre la base de una serie de regiones que
siguieron manteniendo sus diferenciaciones lingüísticas, económicas
y de todo tipo; por lo tanto, fue una revolución incompleta. Es por eso
que los socialistas italianos como Gramsci tenían una conciencia muy
particular del posible papel del movimiento obrero, del proletariado,

224
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

como elemento de unificación nacional y de conclusión de esta revolu-


ción incumplida. Por eso el proletariado podía tener tempranamente la
conciencia hegemónica, la conciencia de ser depositario de una tarea
histórica de constitución nacional a partir de la incapacidad manifiesta
de la burguesía italiana para constituir una nación moderna.
Otro elemento más: como el resto de países europeos, Italia era un país
católico, pero, a su vez, el país donde el papado había establecido su base
territorial. Por esta razón la Iglesia en Italia era una institución de enorme
peso socioeconómico, un instrumento fundamental de dominio sobre las
clases dominadas, actuando por fuera del aparato o actuando en conjunto
con él; es decir que no solo existía la cohesión y el consenso del aparato
estatal sino de esta gran institución que era la Iglesia italiana. Por otra
parre, Italia era un país donde a partir de la precocidad de la constitución
del capitalismo había aparecido una cultura nacional de élite anterior a la
constitución del Estado nacional. Por eso Gramsci reflexiona largamente
sobre la función cosmopolita de los intelectuales italianos; cuando toda-
vía no estaba constituida la nación italiana. Italia daba intelectuales para
todos los países europeos: eran ingenieros y arquitectos italianos los que
construían los palacios de los zares en Rusia; eran ingenieros y arquitec-
tos los que construían edificios en toda Europa, pero eran también sus
libros, sus obras, los que recorrían Europa. Esta función cosmopolita de
los intelectuales, llevaba a que los marxistas italianos, o marxistas con for-
mación intelectual italiana, tuvieran una sensibilidad particular para este
mundo de la intelectualidad que no expresaba simplemente un mundo de
ideas, sino un mundo de corporeidad física, de capas sociales que cum-
plían la función de intelectuales no solo en Italia sino en toda Europa. Fue
este conjunto de elementos lo que actuó para que Italia se convirtiera en
una suerte de laboratorio social y político de extrema importancia. Luego
se verá que fue Italia el primer país donde se intentó esta reestructuración
desde arriba, esta revolución pasiva expresada a través del fascismo, que a
su vez salió de Italia para expandirse por Europa.
No es casual que este desmesurado y temprano desarrollo capita-
lista haya provocado también un desmesurado y temprano desarro-
llo del pensamiento político, que va desde Maquiavelo en el siglo XVI
hasta Pareto en el siglo XX. Tanto Maquiavelo como Wilfredo Pareto y

225
José Aricó

Gaetano Mosca son los autores que están en la base de la constitución


de la teoría política en el mundo, porque los pioneros extranjeros de la
constitución de lo que hoy se llama “sociología política” han estado vin-
culados con Italia y con estos pensadores, como lo demuestra el caso de
dos hombres que tuvieron la constitución de la teoría política en Europa,
Sorel y Michels. Sorel, más conocido en Italia que en Francia, donde to-
das sus obras fueron traducidas y donde surgieron movimientos anar-
cosindicalistas sorelianos que reconocían su influencia; Michels, por su
lado, era un hombre muy compenetrado de la cultura italiana y en parti-
cular sobre el socialismo italiano, es el autor de un libro de fundamental
importancia sobre la teoría del partido político (Michels, 1979). Nos sor-
prende entonces que los marxistas italianos hayan sido particularmente
conscientes de la presencia de la teoría política como un problema par-
ticular, como un campo particular sobre el cual habría que reflexionar.
Italia era en ese momento, como hoy, el eslabón más débil del capitalis-
mo europeo. Después de 1917 fue el país más próximo a una revolución
social, y donde parecían existir todas las condiciones para el triunfo de
la revolución. Si leemos lo que establece Lenin como situación revolucio-
naria, como situación que facilita todos los elementos para una trans-
formación revolucionaria (incapacidad de los de arriba para manejar a
los de abajo, descreimiento de los de abajo con respecto a la capacidad
de los de arriba, presencia de fuerzas organizadas capaz de dinamizar el
proceso y transformarlo), veremos que en la sociedad italiana en lo que
va del año 1918 al año 1921, cuando los socialistas ganaron las elecciones,
cuando tuvieron mayoría parlamentaria, cuando aparecieron las gran-
des huelgas, cuando bloquearon y ocuparon todas las fábricas, hubo un
proceso de conmoción social que generalizado podría haberse converti-
do en una revolución social. Sin embargo, la revolución no se produjo, la
clase obrera fue derrotada y el fascismo, forma de reestructuración au-
toritaria capitalista que aparece por primera vez en Italia, llegó al poder.
Por todos estos elementos puede decirse que hasta cierto punto es
lógico que los marxistas italianos fueran pioneros en el análisis de por
qué la Revolución de Octubre no pudo expandirse a Europa, y precurso-
res a su vez en la búsqueda de estrategias alternativas para la transición
al socialismo.

226
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

En este plano se ubica el pensamiento de Gramsci, que es una re-


flexión sobre la derrota, lo cual permite entender más claramente el
tono desapasionado de su pensamiento. El centralismo burocrático, el
autoritarismo, ese proceso de deformaciones que se van operando en el
socialismo y que Gramsci percibe desde la cárcel, y sobre el cual escribe,
es también el fruto de la derrota del proletariado europeo. Resumiendo,
el campo de reflexión de Gramsci es este: cómo remontar una derrota
y cómo encontrar resoluciones alternativas a partir de las dificultades
que se le plantean a revoluciones del tipo de la soviética para extenderse
a la Europa capitalista. Y son estas preocupaciones las que nos llevan a
reconocer que lo fundamental de Gramsci es haber sido el iniciador de
una teoría marxista de la política.
Veamos algunos aspectos del pensamiento gramsciano en torno a
este reconocimiento de la teoría política, como campo recortado, dife-
renciado. El objetivo que Gramsci se propone es investigar el lugar que
ocupa o debería ocupar la ciencia política en una concepción marxis-
ta sistemática. Todas sus elaboraciones giran en torno a este núcleo: la
política como actividad autónoma y el lugar que ella ocupa dentro de
una concepción como la marxista, lo cual no significa simplemente la
introducción en el marxismo del tipo de discusión que plantean otros
teóricos, como el mismo Maquiavelo, porque para Gramsci la política es
el núcleo no solo de una estrategia socialista sino del propio socialismo,
es el centro fundamental de actividad, producto de una concepción de la
política mucho más amplia que la que corresponde a la ciencia de la polí-
tica como tal o a la ciencia y el arte de la política como tal. La concepción
gramsciana de la política es equivalente, en cierto sentido, a la noción de
praxis que subyace en el pensamiento de Marx. Si por un lado Gramsci
define a la política como un cuerpo de reglas prácticas para la investi-
gación y de observaciones detalladas útiles para despertar el interés en
la realidad efectiva y estimular una visión más rigurosa de esta, parte
además de una idea ampliada de política que está implícita en el mismo
concepto de praxis: la idea de que comprender al mundo y modificarlo
es una y la misma cosa. El concepto de praxis marxiana no se refiere
simplemente a las formas ideológicas que asume la acción humana, sino
a la historia que los mismos hombres hacen aunque su actividad esté

227
José Aricó

determinada por condiciones históricas dadas. Es por eso que la acción


política es para Gramsci la vertebradora del conjunto de la concepción
del mundo y es a través de esta acción política consciente o inconscien-
te como la concepción del mundo se constituye. Al conferir a la política
esta característica de autonomía Gramsci replantea la temática de es-
tructura y superestructura para dejarla a un lado, pues su concepción
se aplica no solo a la política referida a las luchas por la transición hacia
sociedades socialistas, sino fundamentalmente a los procesos del socia-
lismo y quizá más a este elemento que a ningún otro. La base del socia-
lismo no es para él el proceso económico de socialización (la propiedad
social, la planificación social); este será el punto de partida, pero lo fun-
damental es la socialización en sentido sociológico y político, es decir
el proceso de formación del conjunto de hábitos en el hombre colectivo
que, dice Gramsci (s.d.), “tornarán automático el comportamiento social
de modo tal que se elimine la necesidad de un aparato exterior que im-
ponga normas”.
Y en este contexto “automático” no significa inconsciente, sino todo
lo contrario, porque Gramsci se refiere a un proceso de socialización
donde lo característico es la formación de hábitos en el hombre colectivo
que tornan automático su comportamiento social y eliminan, por tanto,
la necesidad de un aparato exterior, es decir, de un poder que imponga
normas; es evidente que este concepto gramsciano de la política debe
ser aplicado fundamentalmente a todos los procesos de construcción del
socialismo.
Cuando Gramsci vincula este tema al papel de la producción en el
socialismo, lo hace simplemente como medio de creación de una so-
ciedad de la abundancia, aunque evidentemente tenía conciencia de la
necesidad de cierta prioridad de la productividad. Pero podría ser vis-
to así a partir de ciertos conceptos gramscianos y con una mentalidad
productivista, como vimos que ocurrió en el caso de Lenin a través de
su concepción particular del taylorismo. Para Gramsci la producción es
central para la constitución y conquista de una conciencia anticapita-
lista. Por eso, así como la gran fábrica es un elemento de reproducción
de las relaciones capitalistas y de alienación de las relaciones de traba-
jo, para Gramsci era además y paradójicamente la escuela natural de

228
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

constitución de una conciencia de clase anticapitalista. Es evidente que


en esta prioridad concedida a la gran empresa estaba presente la expe-
riencia turinesa que le enseñó a ver en la gran fábrica moderna no tanto
el lugar de la explotación sino también la escuela del socialismo.
No sé si ustedes conocen lo que fue la experiencia conciliar en la zona
de Turín luego de la guerra, en los años 1919-1921. Se expande entonces
por toda la zona industrial turinesa un nuevo tipo de organización social
que redimensiona la función del sindicato. Se constituyen en cada una
de las fábricas consejos obreros siguiendo la experiencia de los que ha-
blan aparecido en Rusia a través de los soviets y en torno a un eje teórico,
el periódico L’Ordine Nuovo, dirigido por Gramsci. Hasta ese momento
el sistema de representación existente en las fábricas italianas –el sin-
dicato– operaba como un elemento exterior. Existían varios sindicatos,
socialista, anarquistas, etc., y solo tenían voto en las elecciones sindica-
les los obreros afiliados a ellos. A diferencia de todo esto aparece por pri-
mera vez una organización interna a la fábrica, los consejos obreros, que
se constituyen sobre la base de delegados y comisiones de cada sección.
Entonces tendría voto el conjunto de los obreros independientemente
de su color político y de su adhesión sindical. Para la elección de cada
consejo, que tenían no solo poder de contratación, sino poder de control
sobre la empresa, se inicia una guerra de guerrillas entre empresa y con-
sejos obreros, que conduce a la ocupación general de las fábricas y luego
se expandirá por toda Italia, proceso que más tarde será derrotado. Es
esta experiencia de un proletariado capaz de convertir, a través de un
proceso espontáneo (espontaneidad que Gramsci (1973, 2000) explica en
un trabajo titulado “Espontaneidad y dirección consciente”), a la unidad
productiva existente en el proceso de producción en una organización
propia, conciliar; es esta presencia del proletariado turinés y su capaci-
dad de generar organizaciones propias, al margen de las organizaciones
políticas y sindicales existentes, lo que impresiona al grupo ordinovista,
que redactaba la revista dirigida por Gramsci. Y es esta temática de la
espontaneidad de masas, del papel de la Fábrica, de la espontaneidad
de las masas en la fábrica que reconstituye a nivel de la clase la unidad
del proceso productivo, es este elemento el que luego aparecerá como
una constante en todas las formulaciones de Gramsci, mucho más allá

229
José Aricó

de la derrota del movimiento ordinovista, y que llegará hasta el final de


su vida. En las actuales reelaboraciones de los escritos de la cárcel, de los
Cuadernos de la cárcel (Gramsci, 1958, 1980b), esta temática está incorpo-
rada a lo que se llama la teoría de la hegemonía como momento de la de-
mocracia y de la autoorganización de las masas. Vemos aquí otro rasgo
de la originalidad de Gramsci que lo aparta del resto del pensamiento
socialdemócrata europeo e incluso de Lenin.
Puede decirse que los principales temas de la teoría política de
Gramsci (1931) aparecen esbozados en una carta escrita a su cuñada el 7
de septiembre, donde dice:

El estudio que he hecho sobre los intelectuales es muy amplio como


proyecto, y en realidad no creo que existan en Italia libros sobre ese
tema […]. Por lo demás, yo amplío mucho la noción de intelectual,
y no me limito a la noción corriente, que se refiere a los grandes
intelectuales. Ese estudio me lleva también a ciertas determinacio-
nes del concepto de Estado, que generalmente se entiende como
sociedad política (o dictadura, o aparato coactivo para configurar
la masa popular según el tipo de producción y la economía de un
momento dado), y no como un equilibrio de la sociedad política con
la sociedad civil (o de la hegemonía de un grupo social sobre la en-
tera sociedad nacional, ejercida a través de las organizaciones que
suelen considerarse privadas, como la Iglesia, los sindicatos, las es-
cuelas, etc.) y los intelectuales operan especialmente en la sociedad
civil. (Ben. Croce, por ejemplo, es una especie de papa laico, un ins-
trumento eficacísimo de hegemonía, aunque, según las ocasiones,
pueda encontrarse en choque con tal o cual gobierno, etc.). Esa con-
cepción de la función de los intelectuales ilumina en mi opinión la
razón, o una de las razones, de la caída de los municipios, o sea, del
gobierno de una clase económica que no supo crearse su categoría
propia de intelectuales.

En este párrafo que he leído está planteado el conjunto de temas que


Gramsci elabora luego en los Cuadernos de la cárcel (Gramsci, 1958, 1980b);
la idea de que el Estado implica no un simple aparato coercitivo sino que

230
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

representa un equilibrio entre instituciones coercitivas e instituciones


consensuales, o que es también una unidad entre ambos tipos de insti-
tuciones, no es en sí misma nueva, ya estaba planteada antes. Es eviden-
te, y lo advertimos en cada acto cotidiano, que un Estado no puede fun-
cionar exclusivamente sobre la base de la represión, sino que funciona
también sobre la base del consenso. Es evidente que la clase dominante
no solo confía en el poder y en la autoridad coercitiva, sino en el con-
senso derivado de la hegemonía, de lo que Gramsci llama la “dirección
intelectual y moral” ejercida por el grupo dominante, lo cual equivale a
una dirección general impuesta a la vida social por el grupo dominante.
Esta es la idea de hegemonía subyacente en Gramsci. Pero el elemento
novedoso que él aporta es la observación de que la hegemonía burguesa
no es un hecho automático, sino algo que se logra mediante la acción y
la organización política consciente. Para que se establezca la hegemonía
una clase social debe trascender, dice Gramsci, la organización econó-
mico-corporativa, y convertirse así en hegemónica políticamente. Hay
un nivel primario de la clase en que esta se define y se agrupa por el con-
junto de sus intereses; un ejemplo son las organizaciones obreras, las or-
ganizaciones sindicales, las organizaciones empresarias; pero para que
una clase social pueda ser hegemónica, para que pueda dirigir al con-
junto de la nación sobre la base del consenso y de la constricción debe
superar este nivel económico corporativo y convertirse en una clase po-
líticamente hegemónica, lo cual implica necesariamente que esta clase
social implemente otros modelos de organización, distintos del econó-
mico corporativo. Se plantea aquí toda la temática del partido, en cuanto
no existe clase sin organización de clase, ni organización de clases sin
intelectuales que las organicen. Pero cuando hablamos de intelectuales
no lo hacemos en el sentido corriente, restringido de este término, se-
gún el cual son intelectuales los que escriben en los suplementos de los
sábados o de los domingos, o los que lo hacen sobre cine o sobre arte,
sino en el sentido amplio que le daba Gramsci: los organizadores de la
cultura y los organizadores del consenso; por lo tanto, un cura, un mili-
tar, un dirigente sindical, un estadista son intelectuales. A partir de esta
definición Gramsci puede analizar por qué organizaciones a nivel econó-
mico-corporativo que expresan agudos intereses de clases siguen siendo,

231
José Aricó

no obstante, una parte subalterna de la sociedad capitalista; no interesa


el grado de violencia que pueda tener el sindicalismo, no interesa su re-
presentatividad en el seno de la clase, no interesa el grado de honesti-
dad con que esta organización defienda los intereses de sus represen-
tados; mientras se mantenga en un nivel económico-corporativo, mientras
no apunte al Estado, sigue siendo una parte subalterna de la sociedad
capitalista. De ahí se desprende entonces otra distinción fundamental
que hace Gramsci entre clases dominantes y hegemónicas y clases sub-
alternas, punto verdaderamente crucial en su pensamiento porque para
Gramsci el problema básico de la revolución es cómo lograr que una cla-
se subalterna sea capaz de ejercer la hegemonía, convencida ella misma
de ser una potencial clase dominante, y capaz de convencer al resto de
las clases de esta potencialidad propia. Aquí reside para Gramsci la sig-
nificación del partido del proletariado, que él denomina el “príncipe mo-
derno”; es decir, con la organización el proletariado viene a suplir en las
condiciones de la sociedad burguesa el papel que Maquiavelo asignaba
al príncipe a quien dedicó su libro. Dejando a un lado la significación
histórica del desarrollo del partido en el periodo burgués, Gramsci re-
conoce que solo a través del movimiento y la organización, es decir a
través del partido, la clase obrera desarrolla su conciencia y trasciende
la fase económica corporativa o sindicalista espontánea. Puede decirse
que en todos aquellos lugares donde ha triunfado el socialismo se verifi-
ca la transformación de los partidos en Estado, y que esta metamorfosis
ha hecho posible el triunfo. En este sentido, puede afirmarse que con
respecto a su visión general del papel del partido, Gramsci es leninista,
y sus apuntes están referidos en general a la función del partido como
intelectual colectivo.
Pero si en esta visión general del papel del partido reside el carácter
leninista de la reflexión de Gramsci no es correcto afirmar que lo sea
en cuanto a la aceptación de opiniones acerca de cómo debe ser con-
cretamente la organización del partido en determinado momento o de
cuál debe ser la naturaleza de la vida del partido en un momento de-
terminado. En este sentido hay diferencias radicales, por lo menos en
cuanto a las formas con que se conceptualizaron y llevaron a la práctica
las ideas de Lenin acerca del partido, su función, y la naturaleza de su

232
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

vida interna, que aparecen con claridad en una etapa de aguda tensión
entre el Partido Comunista Italiano y el Partido Comunista Soviético
en el momento de la sanción contra el grupo opositor encabezado por
Trotsky. Véanse al respecto las cartas redactadas por Gramsci que el
Partido Comunista Italiano dirige al soviético; en ellas aparece clara-
mente esta diferenciación a que nos referíamos, pues Gramsci se negó
siempre a considerar al partido como un elemento externo a la clase.
Esta idea, que lo diferenciaba de Bordiga, el otro dirigente del Partido
Comunista Italiano, y que constituyó el motivo de la separación y la con-
dena de Bordiga, tenía una gran importancia, porque si el partido es
considerado como un destacamento exterior cuya función es la de ilu-
minar a la clase, el tipo de organización, la relación entre partido y clase,
etc., cobraban un carácter distinto. De todas maneras, y por mucho que
se identifiquen históricamente, Gramsci sabía que partido y clase no
son lo mismo, que pueden diferenciarse y hasta enfrentarse, particular-
mente en las sociedades socialistas. Sobre este tema reflexiona Gramsci
en esa carta; él era muy consciente de este peligro así como del riesgo de
burocratización que generaba el distanciamiento entre clase y partido;
y aunque no pueda decirse que en su examen de la burocratización en-
cuentre soluciones teóricas para evitar este problema, es indudable que
el conjunto de observaciones que hace en torno al problema del centra-
lismo burocrático son sumamente ricas y aprovechables prácticamen-
te. Debe añadirse que Gramsci no podía encontrar soluciones teóricas
acerca de este problema porque la relación entre partido y clase no es
un problema que admita soluciones teóricas, sino soluciones histórica-
mente determinadas en virtud del carácter de la clase, de la naturaleza
del partido, de las correlaciones de fuerzas, de las relaciones entre deter-
minado Estado y los demás, es decir un conjunto de relaciones que solo
pueden ser correctamente analizadas si se las ubica en los términos de
este conjunto de mediaciones. Por tanto, no puede ofrecerse una solu-
ción teórica sino una solución concreta, porque la teoría se constituye a
partir del conjunto de soluciones históricamente concretas de este tipo
de problemas.
Otro aporte novedoso que diferencia a Gramsci del resto de los mar-
xistas es su insistencia en que el aparato de gobierno, tanto en su forma

233
José Aricó

hegemónica como en su forma autoritaria, está compuesto fundamen-


talmente por la capa social intelectual, que no está definida como una
élite o como una categoría social especial, sino –dice Gramsci– como una
suerte de especialización funcional de la sociedad para ese fin. Por eso
para Gramsci todos los hombres son intelectuales, aunque no todos des-
empeñen esa función en la sociedad; todos los hombres son filósofos en
la medida en que todos hablan y piensan, y hablar y pensar es expresar
concepciones del mundo que, sean heterogéneas u homogéneas, siem-
pre son concepciones filosóficas.
En cuanto al pensamiento estratégico de Gramsci puede decirse que
está repleto de intuiciones históricas brillantes que tienen además una
enorme significación práctica. Pero es preciso distinguir entre el análi-
sis general de Gramsci sobre estrategia comunista en distintos periodos
históricos, por un lado y, por otro, la utilización de estas ideas por parte
del Partido Comunista. Para analizar este problema vale la pena dete-
nerse rápidamente en tres elementos fundamentales de la teoría estra-
tégica de Gramsci: 1) la guerra de posición, 2) la lucha por la hegemonía
y, 3) el problema de las relaciones entre la clase y el partido. Hablamos
ya del significado de esta polaridad entre guerra de posición y guerra de
movimiento tomada del arte militar. Dijimos también que correspondía
a una nueva etapa de la sociedad capitalista para la cual la concepción de
la revolución permanente, enunciada par Marx en su directiva a la Liga
comunista en 1848, había sido superada por las circunstancias, fruto del
desarrollo del sistema capitalista, de la creación de un sistema político
basado en la representación parlamentaria, de la creación de grandes
organizaciones políticas de masas –fueran de derecha, de centro o de
izquierda–, de la creación de sociedades económicas corporativas –sin-
dicatos, organizaciones patronales, etc.– y, en general del proceso de
reestructuración capitalista. A partir de este análisis de las modificacio-
nes que se habían operado y que distinguían a la sociedad capitalista
más o menos desarrollada de las sociedades menos desarrolladas (que
Gramsci sintetiza en su diferenciación de Oriente y Occidente), Gramsci
plantea que se ha abierto en Europa una etapa caracterizada por una
guerra prolongada o de posición. En lugar de tomar el poder por asal-
to era necesario emprender una guerra de posiciones que permitiera ir

234
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

tomando las trincheras con que el Estado y la sociedad burguesa se recu-


bren para constituirse. Si hay una concepción más amplia del Estado, si
no es ya el aparato del Estado mayor de la burguesía, sino el conjunto de
instituciones a través de las cuales se despliega la concepción del mundo
que predomina y se convierte en hegemónica, era necesario batir este
conjunto de instituciones que eran las casamatas a través de las cuales
el Estado se defendía contra las irrupciones violentas. La imposibilidad
de que triunfara en Europa una revolución del tipo de la rusa, llevó a
Gramsci a pensar en una estrategia de más largo plazo, pero de ninguna
manera planteó la inevitabilidad del triunfo revolucionario con una estra-
tegia como la que él defendía. Puede afirmarse que él pensaba que una
estrategia de este tipo conducía directamente a una transición al socia-
lismo, por lo menos a una nueva fase: guerra de maniobra, ataque fron-
tal o alguna otra fase estratégica. Pero lo que en definitiva habría de su-
ceder dependería fundamentalmente de los cambios que se produjeran
en la situación concreta. A diferencia del resto de los marxistas Gramsci
contempló la posibilidad de que la ausencia de revolución en Occidente
pudiera provocar a largo plazo un debilitamiento de las fuerzas progre-
sistas a través de lo que él llama los procesos de revolución pasiva. ¿Qué
significa revolución pasiva? Un proceso de transformaciones estructu-
rales que se operaba desde la cúspide de ese poder, porque la clase domi-
nante podía acceder a algunas demandas de la clase dominada, subalter-
na, con el fin de prevenir o evitar una revolución; también podía darse
el caso de que el movimiento revolucionario admitiese, en la práctica,
su derrota, aunque su teoría siguiera siendo aparentemente revolucio-
naria; resultado de esta impotencia podía ser asimilada políticamente
a un sistema capitalista que mostraba una gran capacidad de practicar
reformas para calmar a las clases populares y, a su vez, cooptar, liquidar
o desgastar la resistencia de la clase dominada; es esto lo que Gramsci
definía a grandes rasgos como revolución pasiva. Como consecuencia,
la guerra de posición debía ser pensada sistemáticamente como una es-
trategia de lucha y no simplemente como una tarea que debían llevar a
cabo los revolucionarios. Mientras no existiera la posibilidad de levantar
barricadas, la estrategia de guerra prolongada no era una estrategia de
acumulación de fuerzas para esperar el momento de dar el golpe frontal,

235
José Aricó

sino una estrategia pensada en términos de transformar toda la estruc-


tura política de la sociedad. Porque Gramsci pensaba, ya se ha dicho, que
el enemigo fundamental de la constitución de un movimiento proletario
autónomo y con capacidad hegemónica era el economicismo, el deter-
minismo histórico. Esa difundida idea que suponía que el capitalismo
tenía una suerte de sino fatal que provocaría el triunfo inexorable de las
fuerzas populares debía ser abandonada. Mientras esto no sucediera las
clases subalternas no podrían imponer su hegemonía sobre la sociedad
porque seguirían sin comprender que los problemas fundamentales se
dilucidaban en el marco de las relaciones políticas, es decir en el marco
de las relaciones de fuerza.
Esto nos conduce a una segunda idea que está detrás de la lucha por
la hegemonía: para convertir a la clase trabajadora en una clase poten-
cialmente dominante, dice Gramsci, debe librarse una lucha, durante
o después de la toma del poder. Esta es una de las ideas que más han
llevado a pensar en una suerte de Gramsci reformista, iluso, descono-
cedor del hecho, advertido por Marx, de que las ideas de una sociedad
determinada son las ideas de la clase dominante. Si esto es así no pue-
de pensarse en la lucha por la hegemonía antes de la constitución del
poder, por lo que entonces la constitución de una cultura socialista se
verá postergada hasta la toma del poder. Este es precisamente el tema
que discute Lenin en uno de sus escritos posteriores a la toma del poder;
pero luego no se entendió que la discusión de Lenin está referida a la
posibilidad del asalto al poder en una circunstancia muy determinada
y muy concreta, cuando la situación general en la sociedad rusa estaba
desde cierto punto inmadura para la revolución. Pero para Gramsci la
idea de que la lucha por la hegemonía se libra desde el mismo proce-
so de constitución del movimiento revolucionario es el eje, el aspecto
fundamental, el aspecto crucial de toda la estrategia revolucionaria en
cualquier caso, cualquiera que sea el tipo de resolución que tenga la sa-
lida revolucionaria. Evidentemente, la conquista de la hegemonía antes
de la conquista del poder aparece como importante, o como básica, en
aquellos países donde el núcleo de poder de la clase dominante se ha
instalado no en su poder conflictivo, coercitivo, sino en su poder con-
sensual. La idea de la conquista de la hegemonía previa a la conquista del

236
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

poder tiene sentido en aquellos lugares donde el Estado se constituye


sobre una base consensual, y no sobre la base dictatorial y autoritaria,
que es lo que sucede en la mayoría de los países occidentales en los que
el sistema parlamentario ha sido el gran instrumento de hegemonía de
la sociedad burguesa sobre el proletariado. Si se quiere un ejemplo de lo
que es la idea gramsciana de hegemonía vista no en términos de fuerza
proletaria, sino en términos de burguesía es necesario remitirse al sis-
tema de constitución del Estado parlamentario burgués occidental, este
gran elemento de consenso y de dominación del proletariado. Aunque
la coerción está siempre detrás del consenso, aunque existe siempre el
aparato coercitivo preparado para intervenir en el momento preciso, es
evidente que para que funcione en los momentos de agudización y de
tensiones solo puede operar liquidando la base consensual. Cuando se
llega a una etapa de dictadura como resultado de una profunda lucha
de masas, lo que se está liquidando es una de las bases constitutivas del
Estado burgués que es su sistema consensual. Resumiendo: la idea de
hegemonía en Gramsci tiene importancia fundamental para aquellos
países donde la base del Estado es fundamentalmente consensual, si
bien, como decíamos, no solo existe el consenso, sino también la coer-
ción pero es el caso que por la fuerza del proletariado, o por innumera-
bles razones, el aparato coercitivo no puede ser usado para frenar las
luchas de las masas. Por el contrario, en aquellos países en que se hace
uso de él, como es el caso de Chile o de Uruguay, se hace a costa de la
propia institucionalidad burguesa, a costa del propio Estado burgués,
porque la utilización del aparato coercitivo se vuelve incompatible con
el uso del consenso, a menos claro que la sociedad pueda combinar la
capacidad de reestructuración económica y la capacidad de otorgar re-
formas económicas profundas con una profunda base coercitiva, como
en el caso del fascismo.
La concepción de la hegemonía en Gramsci es, por sobre todas las
cosas desde el punto de vista del proletariado, una concepción de la de-
mocracia y de la forma de Estado en el proceso de transición, proceso en
el cual la formación de la sociedad capitalista se plantea como una lucha
entre dos formas asimétricas, distintas, de guerra de posición: una en-
cabezada por la burguesía y la otra por el proletariado. Sin embargo, la

237
José Aricó

relación entre ambas es asimétrica en la medida en que la conformación


de la hegemonía en el seno del proletariado adquiere una forma dife-
rente de la que asumirá en el seno de la burguesía. La guerra de posición
no suprime el momento de la ruptura, pero lo subordina a la posibili-
dad del asalto, a la propia guerra de posición como un momento táctico
que forma parte de la estrategia general. La hegemonía aparece como la
forma política de la transición puesto que no consiste simplemente en
acumular más fuerzas para preparar el asalto final, según los esquemas
clásicos. Después de la toma del poder por parte de la fuerza socialista
el carácter de sus acciones dependerá de lo que ha ocurrido antes de la
toma del poder; un momento está en relación con el otro: si tomamos
el poder de una manera, el proceso se desarrolla de una manera; si to-
mamos el poder de otra manera este proceso se desarrollará de manera
distinta. La estrategia de la hegemonía, de las alianzas, de la conquis-
ta preliminar de la sociedad civil y de sus fortificaciones, este conjunto
de ideas gramscianas plantea una nueva forma de acceso al poder y de
construcción del socialismo; por lo que hegemonía, entonces, no implica
simplemente una forma de dominio, una forma de dirección de las ma-
sas, sino una forma de ejercicio de la democracia y una forma particular
del nuevo Estado.
Detrás de su concepción de hegemonía Gramsci replantea el proble-
ma del carácter del Estado en la sociedad de transición; dicho con otras
palabras, el Estado se modifica a través de los procesos de constitución
de la hegemonía, con lo cual se supera la problemática reformismo ver-
sus revolución. Ambos momentos están en relación uno con otro en tan-
to aparecen insertos dentro del propio proceso de transición, el que a su
vez se convierte en un doble proceso que tiende a transformar el con-
junto de las relaciones de fuerza y a hacer avanzar a la sociedad hacia
una sociedad socialista. Es esta dialéctica entre hegemonía y momento
estatal, hegemonía como democracia y como ejercicio de la democracia
y forma de Estado lo que rompe con la separación entre democracia y so-
cialismo como momentos interrumpidos y radicalmente diferenciados
que existía en la tradición marxista anterior. Gramsci pudo replantear el
problema del Estado porque liquidó el concepto instrumental de Estado
tanto de la socialdemocracia como de la Tercera Internacional. Gramsci

238
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

modificó el concepto de Estado al ofrecer una visión más amplia: para


mí el Estado no es una máquina, un aparato, un instrumento, sino un
sistema de dominación social que se ejerce a través del proceso de repro-
ducción de la sociedad capitalista y del conjunto de instituciones a través
de las cuales se generaliza la reproducción social (a nivel de lo económi-
co, lo social, lo político y lo ideológico). Y a partir de esta idea del Estado
como un sistema de dominación social surge el concepto gramsciano de
bloque histórico. Este no es un simple sector, no es un grupo social, sino
un conjunto de clases que ejercen el poder a través de un bloque históri-
co, lo cual presupone no una alianza coyuntural de fuerzas para resolver
ciertos problemas de la coyuntura, sino un conjunto de fuerzas unifi-
cadas en torno a un proyecto de constitución de una sociedad. Es este
bloque histórico de la burguesía el que debe ser sustituido por el bloque
histórico del proletariado, lo cual implica la existencia de clase que se
sabe hegemónica por su poder y rompe con el aparato del Estado arras-
trando tras de sí, en torno a la reconstitución ideológica y política de
la sociedad, al conjunto de las clases subalternas. Esta concepción que
rompe con el concepto instrumental del Estado y tiende a verlo como
un sistema de dominación y no como mecanismo, lleva a reconsiderar
el problema de la revolución pasiva porque esta revolución hecha desde
la cúspide no solo corresponde a formas de dominación burguesa, sino
que puede responder a formas de transición socialista. La revolución
pasiva puede ser ejercida a través de las tendencias autoritarias y cen-
tralizadoras, caso de un Estado dictatorial; pero, como dice Gramsci no
está separada del consenso, de la hegemonía, que es lo que ocurre fun-
damentalmente en la Unión Soviética. Es decir, o bien se da una restruc-
turación social, una modificación de la propiedad social desde arriba,
a través de la dictadura que opera sobre el conjunto de las clases que la
soportan, o bien este proceso puede ser llevado a cabo por una tenden-
cia corporativa, es decir una tendencia socialdemocratizadora que frag-
menta al conjunto de las clases, que las divide a través de una política de
reforma que impide la conformación de un bloque histórico capaz de
reconstituir la sociedad sobre nuevas bases. De este modo, todo proceso
de transición que no esté dirigido, conformado y regido por el ejercicio
pleno de la democracia como elemento decisivo de la conformación de

239
José Aricó

la hegemonía (democracia que significa el proceso de autogobierno de


las masas) adquiere el carácter de una revolución pasiva, de un poder de
transformación que se ejerce desde la cúspide contra la voluntad de las
masas y que, en última instancia acaba siempre por cuestionar la posi-
bilidad concreta de constitución del socialismo. Esta es la característica
distintiva del ejercicio de la hegemonía de la burguesía o del proletaria-
do; aquella lo ejerce sobre la base de un consenso que logra a través de
la manipulación, de la fragmentación, de la destrucción de la capacidad
hegemónica del proletariado; este, en cambio, solo puede convertirse en
hegemónico a través del ejercicio pleno de la democracia, que es el pleno
ejercicio de la propia voluntad creadora de las masas. Agreguemos que el
socialismo no implica necesariamente un proceso de revolución pasiva,
aunque puedan darse situaciones históricas muy particulares, como es
el caso de la Unión Soviética. Pero entonces la función de las organiza-
ciones políticas socialistas, verdaderamente revolucionarias y guiadas
por el ejercicio de la democracia en su vida interna y externa, es supe-
rar las situaciones de revolución pasiva sobre la base de la unificación
social, sobre la base de la creación de un cemento ideológico, político y
cultural, que unifique al conjunto de las clases subalternas en torno a la
conquista del Estado y a su transformación.
El problema de la democracia adquiría para Gramsci un valor parti-
cular por dos razones: porque era constitutiva de la idea del socialismo
en tanto que no puede hablarse de socialismo sin autogobierno de las
masas; pero además porque es el único terreno en que se podía batir a la
hegemonía burguesa, expresada fundamentalmente a través del siste-
ma de representación parlamentaria. El hecho es que aun cuando hable-
mos de que la conquista de la hegemonía antes de la conquista del poder
es particularmente importante en aquellos países donde existen siste-
mas basados en la hegemonía burguesa, de esta afirmación no puede
deducirse que el problema de la hegemonía sea un problema específico
de los países capitalistas desarrollados no autoritarios y que, por tan-
to, no se plantee en los países subdesarrollados que presentan sistemas
dictatoriales, o que en ellos solo se plantee a posteriori el problema de la
toma de poder. Cuando la necesidad de unificar a las masas alrededor de
ciertas ideas se presenta en países donde ha habido un derrocamiento

240
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

revolucionario de los antiguos gobernantes, como es el caso concreto de


Portugal, la ausencia de fuerzas hegemónicas lleva a las revoluciones al
fracaso. Les resta aún la tarea de conquistar el consenso suficiente en es-
tratos que no se han desprendido todavía del viejo sistema, por lo que la
conversión del proletariado en fuerza hegemónica es un problema que
se plantea siempre aunque esté condicionado por la forma política del
sistema de que se trata. Si se da el caso de dictaduras que impiden la
manifestación o dificultan la lucha por la conquista hegemónica, esta
dificultad subsistirá aun después de la caída de esa dictadura, porque
esta libera fuerzas que quedan absolutamente disgregadas, sin un nú-
cleo centralizador que las enfrente al sistema capitalista y les permita
apuntar a la constitución de otro tipo de sociedad. Desde el punto de vis-
ta estratégico, el problema básico de la hegemonía no es entonces cómo
llegan al poder los revolucionarios, aunque este sea evidentemente un
problema importante; se trata más bien, de cómo son aceptados por el
conjunto de las clases sociales subalternas; y no, por supuesto, como un
gobierno inevitable, sino como nuevos dirigentes de la sociedad. El pro-
blema, por ejemplo, no es cómo tomar el poder en Italia, sino cómo man-
tener el poder en Italia; es una economía que puede quebrar en segun-
dos, porque los capitales tienen una fluidez total, lo que implicaría una
caída radical de los consumos y plantearía el problema de la reacción de
las capas medias. ¿Cómo controlarlas utilizando en lugar del consenso
la violencia? ¿Y cómo, no pudiendo controlarlas a través del consenso,
utilizar la violencia sin producir una ruptura en un aparato militar que
no se controla?
Todos estos no son temas del asalto al poder sino de la lucha por la he-
gemonía dentro de la sociedad: ganar a las capas medias, a la dirección
del proletariado, al campesinado. En este sentido, dos son los aspectos
fundamentales: 1) cómo se obtiene el consenso y, 2) si los revoluciona-
rios están preparados o no para ejercer la dirección. A esto debe agre-
garse la coyuntura política concreta, las relaciones internacionales de
ese país, etc.; es por eso que las soluciones son muy difíciles. Veremos
algunos ejemplos: evidentemente en 1945 los comunistas polacos no
eran aceptados como una fuerza hegemónica, aun cuando el Partido
Comunista Polaco estaba preparado para serlo; pero solo pudieron

241
José Aricó

tomar el poder en virtud de una coyuntura internacional favorable: la


ocupación de Polonia por la Unión Soviética. Es decir que no siendo una
fuerza hegemónica pero pretendiendo serla y quizás con capacidad para
ello, solo pudieron tomar el poder a partir de la apertura de una situa-
ción internacional especial. Es evidente que en 1918 los socialdemócra-
tas alemanes eran aceptados como fuerza hegemónica, que concitaron
el apoyo de la mayoría de la población; sin embargo, no tenían capacidad
hegemónica, no eran en sí una fuerza hegemónica aunque el resto de
las clases sociales los reconocieran como tal, aunque el proletariado los
reconociera como tal; de ahí entonces el fracaso y la tragedia de la revo-
lución alemana. A diferencia de los polacos, los comunistas checos po-
drían haber sido aceptados como fuerza hegemónica y tenían capacidad
para constituirse como tal tanto en 1945 como en 1968; pero, también a
diferencia de los polacos, una situación internacional, la ocupación de
Checoslovaquia por las tropas soviéticas en 1945 y 1968 les impidió con-
vertirse en una fuerza hegemónica. Queda claro que existen diversos ti-
pos de soluciones que no es posible determinar en abstracto. Pero es evi-
dente también que si una fuerza política y una clase social no devienen
hegemónicas, el proceso de transformación de una sociedad capitalista
en socialista puede estar condenado al fracaso, porque hoy sabemos que
transformar una sociedad capitalista en socialista no significa planificar
la producción, quitarle los medios de producción a los burgueses para
entregárselos al Estado; no significa torcer un mecanismo económico,
sino distorsionarlo. El socialismo solo puede lograrse con el consenso, con
la democracia, con el autogobierno de las masas, con la hegemonía; es esta la
idea gramsciana considerada hoy por la izquierda radicalizada como una idea
reformista, como una idea que no conduce a la transformación de la sociedad
socialista o que al menos no conduce a la conquista del poder. Puede decirse,
por el contrario, que es esta idea la que brinda el único criterio válido
para cuestionar profunda y radicalmente a la sociedad socialista y para
explicarnos el porqué de su forma actual. Quiero agregar que ninguna
otra idea ha logrado constituir una sociedad que puede ser definida hoy
como típicamente socialista o característicamente socialista, por lo que
la objeción al carácter revisionista o reformista de esta concepción de
hegemonía en primer lugar no resuelve el problema y en segundo lugar

242
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

no plantea opciones válidas a una acción política que está definida fun-
damentalmente por su intento de transformación de la sociedad, por su
intento de conquista de una sociedad libre, donde no existen ni la dicta-
dura ni el poder ni el Estado.
De este modo retornamos al punto inicial: la diferenciación grams-
ciana entre dirigentes y dirigidos vuelve entonces a replantearse como
un elemento central, porque para Gramsci la sociedad socialista signi-
ficaba la desaparición de esta distinción; si la política era la función y la
actividad social de todos los hombres, no podía estar en manos de deter-
minados depositarios que ejercían el poder. La política debía ser univer-
salizada y para que esto sea posible es necesario encontrar una relación
entre economía y política radicalmente distinta; para ello es también ne-
cesario no solo socializar la economía, sino transformar todo el proceso
productivo. La transformación del proceso productivo suponía que este
no estuviera ya dirigido, controlado por una clase o por una burocracia
dominantes, sino por los propios productores. De ahí entonces la noción
de productores, de ahí la noción de autogobierno de las masas, de ahí
también la noción de organizaciones de masas como mediadoras entre
el partido y la clase, manifestaciones de la capacidad propia de la clase
de organizarse. De ahí, en fin, un conjunto de temáticas que aparecen
en el pensamiento de Gramsci y que constituyen los rasgos de diferen-
ciación con respecto al leninismo, o con respecto a lo que habitualmente
se ha dado en llamar “marxismo-leninismo”. Es en torno a estos proble-
mas que debe analizarse toda la riqueza de pensamiento de Gramsci.

[Del original A]

Gramsci y la teoría política

La discusión actual sobre la “crisis del marxismo” remite al problema de


la ausencia o no de una teoría sustantiva de la política y del Estado en
Marx. En tal sentido, podríamos plantearnos la pregunta: ¿es verdad que
existen lagunas en Marx que es necesario completar? O, antes que de la
presencia de lagunas, ¿no deberíamos hablar mejor de la presencia de

243
José Aricó

nuevas realidades sociales que plantean un redimensionamiento, una


prolongación, una extensión, una reconciliación, una reelaboración de
la teoría de Marx? Si así fuera, la crisis del marxismo ¿no resultaría en-
tonces de la resistencia a admitir una situación nueva? No, es la crisis
de los soportes teóricos de una concepción que sigue apareciendo hasta
ahora como la única que puede dar cuenta de un proceso revolucionario,
u ofrecer una teoría de la revolución, una teoría de la transformación.
Las razones de por qué Marx no desarrolla una vasta teoría de la po-
lítica se pueden encontrar en el propio recorrido intelectual de Marx,
en la propia formación y vida intelectual de Marx. Y no desarrolla una
homogénea teoría de la política aunque ella está propuesta como tema
cuando escribe Manuscritos económico-filosóficos de 1844 (Marx, 2011), obra
que habría de llamarse precisamente crítica de la economía y de la po-
lítica. Los temas de la política y del Estado están presupuestos también
en obras anteriores tales como la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel
(Marx, 1946), Introducción a la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel (Marx,
2013), La cuestión judía (Marx, 2003). El propósito de Marx al comienzo de
su actividad intelectual es hacer una crítica de la política. Sin embargo, el
campo de la política aparece en Marx como analíticamente secundario,
fundamentalmente a partir de la derrota de la revolución de 1848. El fra-
caso de esta revolución implicaba la quiebra de cierta concepción jacobi-
na, movimientista, de los procesos revolucionarios. El mundo capitalista
aparecía con una opacidad, con una densidad, con una permanencia tal
que obligaba a un desplazamiento del campo de análisis de lo que Marx
llamaba las formas jurídicas, las formas estatales, a la anatomía de esta
sociedad, constituida por la economía política en cuanto ciencia. Es de-
cir, este desplazamiento de campo que se opera en Marx fundamental-
mente en la década del cincuenta y que aparece como el examen de la
anatomía de la sociedad civil encontrada en la economía política lo llevaba
necesariamente a entender el campo de la política como analíticamente
secundario. Luego veremos que los resultados de esta conciliación plan-
teada en términos de estructura y superestructura tal como es esbozada por
Marx (1859/1980) en el “Prólogo” de la Contribución a la crítica de la econo-
mía política da pie para la conformación de un marxismo donde la su-
perestructura es un simple epifenómeno de una realidad que es la única

244
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

válida: la realidad de la economía, con lo cual tiende a predominar dentro


de toda la teoría marxista aquella tendencia interpretativa que Gramsci
critica denominándola economicismo, y para la cual la teoría, la política
aparece como una duplicidad que solamente puede ser entendida en los
términos de las leyes del funcionamiento económico del sistema. Por eso
dice Marx que las relaciones jurídicas, así como la forma del Estado, no
pueden ser comprendidas por sí mismas sino que hunden sus raíces en
las condiciones materiales de la vida social. Esta idea era sumamente rica
en la medida en que reconstituía la unidad de la política con la economía,
la unidad del cuerpo de la sociedad, y permitía la construcción de una
teoría de la sociedad, puesto que superaba el subjetivismo clásico de las
concepciones anteriores. De todas maneras, al plantear en términos de
estructura y superestructura la totalidad del cuerpo social, de una mane-
ra u otra sentó las bases para la concepción de la división de la realidad
en estructura y superestructura, convirtiendo a la superestructura en un
epifenómeno. Lo que en Marx son simplemente metáforas, no formula-
ciones teóricas ni construcciones teóricas, sino simplemente imágenes
que deben ser develadas en la construcción teórica, fueron convertidas
en categorías interpretativas de los hechos sociales.
De tal modo, podemos decir que la concepción materialista de la his-
toria, esbozada ya a partir de estas elaboraciones, desalentó de hecho el
estudio de la política y del Estado como sujetos autónomos, como entes
sustantivos. Al final de su vida, en diversos escritos Engels reconoció
que hubo un desplazamiento demasiado violento, que elementos im-
portantes de lo que él llama la superestructura fueron dejados de lado, y
que en el futuro deberían ser estudiados con más atención, y deja como
herencia en el desarrollo de la concepción materialista de la historia la
tarea de la construcción de una teoría referida a estos campos.
Sin embargo, el hecho contradictorio era que en la vida de Marx, la
política constituía un elemento sustancial de sus elaboraciones, podría-
mos decir que la política era lo absolutamente primario, lo predominan-
te en su actividad, y no podemos entender a Marx si no lo vemos como
sujeto político, participando de una u otra manera en las luchas socia-
les de su época. Basta leer la correspondencia entre Marx y Engels de
1843-1844 hasta el final de su vida (1883) para encontrar en ese momento

245
José Aricó

literario toda la reconstrucción de la vida política de Europa y hasta cier-


to punto del mundo conocido, del mundo que era la prolongación de la
Europa de su época. Por lo que no podemos decir que existiera una des-
preocupación por el tema. El desplazamiento del campo, al que hicimos
mención, de la política hacia la anatomía de la sociedad no significará en
la vida práctica de Marx un desplazamiento de actividad, no se conver-
tirá en un sabio que desde su gabinete examina situaciones alejadas de
las luchas de los pueblos, de las clases y de las sociedades. Hay en el Marx
de la época una cantidad de obras políticas, de escritos de circunstancias
sobre los hechos de la política mundial y europea que muestran la pro-
funda, primordial y decisiva preocupación política de Marx.
Esta preocupación política se expresa, a su vez, fundamentalmente
en su concepción de la revolución social, entendida al mismo tiempo
como una revolución política. Si hubo en el siglo pasado un teórico del
socialismo que realizó un esfuerzo por vincular, por estrechar los lazos
entre esos dos tipos de revoluciones que en la constitución del movi-
miento social socialista aparecía siempre dividido entre anarquistas y
jacobinos, partidarios de Babeuf, fourieristas y sansimonianos, estas
dos ideas de la revolución social y de la revolución política como un he-
cho único, de una revolución social que se muestra y se expresa a la vez
como una revolución política, ese teórico fue Marx.
Es en Marx donde se produce la refundición entre estas dos vertien-
tes del pensamiento social: una que hereda, digamos, la Revolución
francesa y el movimiento jacobino, y otra que deriva de la transforma-
ción capitalista que se ha ido produciendo en la sociedad de la época
y que se expresa fundamentalmente en el pensamiento anarquista. Es
en Marx donde encontramos esta unidad. Por otra parte, es también en
Marx donde toda una elaboración teórica desemboca en la necesidad de
la constitución del organismo político de la clase como elemento deci-
sivo para asegurar la transformación social y política de la sociedad. Es
decir, durante todo el siglo pasado, a Marx y al movimiento socialista
de raíz marxista los separaba del anarquismo y de otras corrientes so-
cialistas el privilegiamiento de la constitución de la clase obrera como
un cuerpo político autónomo, como elemento decisivo para asegurar la
transformación social y política de la sociedad.

246
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

La discusión fundamental entre anarquistas y socialistas no versa so-


bre el modelo de sociedad futura, puesto que en última instancia ambos
podían coincidir hasta en el mismo problema del Estado; mientras unos
planteaban su destrucción inmediata, los otros pensaban más en el pro-
ceso paulatino de su extinción. La diferencia fundamental entre ambos
estribaba en cómo concebían la acción política. Había que insertarse en
la sociedad, había que convertirse en ciudadanos con derechos civiles,
había que volar, había que registrarse, había que constituir organizacio-
nes políticas, toda la discusión entre estas dos corrientes, no solo hasta
finales de siglo, sino hasta muy avanzado el presente, se expresa en estos
dos términos.
Podríamos decir que desde Marx en adelante entre socialistas y
anarquistas durante toda la época que va hasta la Revolución rusa y
aún después de esta la discusión no giraba en torno a la actitud frente
al Estado, sino a la actitud frente a la política. Socialistas y anarquis-
tas consideraban que las luchas obreras comprometían solamente a
patrones y obreros y que el Estado no tenía absolutamente nada que
ver. Estas consideraciones eran comunes a anarquistas, socialistas y
comunistas, y por eso, aún en la década del veinte en América Latina,
por ejemplo, se opusieron a todo tipo de leyes reglamentadas por el
Estado sobre servicios o seguros sociales; por ejemplo, tanto socialis-
tas, como comunistas y anarquistas se opusieron a las leyes de jubi-
laciones. ¿Por qué lo hicieron? Porque consideraban que este era un
campo propio de la lucha entre obreros y patrones, y el Estado debía
ser prescindente.
Desde esta perspectiva, el economicismo conducía necesariamente
a identificarse con la concepción del Estado liberal, del Estado prescin-
dente. La diferencia fundamental se establecía en torno a la participa-
ción política, a la constitución del poder político, del partido político.
Podríamos decir, resumiendo, que en Marx está presente, de una u
otra manera, una teoría política, aunque debemos reconocer que esto
no aparece suficientemente explicitado. Es esta concepción implícita
de la política lo que Gramsci busca analizar, desarrollar, con todas las
implicaciones y consecuencias que tienen estos conceptos implícitos de
política que subyacen en el cuerpo del pensamiento de Marx.

247
José Aricó

¿Cuáles fueron entonces las razones que hicieron que esta teoría no
fuera formulada claramente por Marx, no fuera formulada en el mis-
mo sentido en que sí lo fue el análisis de las leyes de funcionamiento
de la sociedad capitalista? Primero, porque a partir de la derrota de 1848
la perspectiva de un triunfo de la revolución en Europa era bastante le-
jana. Habrá que esperar la aparición de la comuna de París para que la
posibilidad de la revolución, la posibilidad de la transformación revolu-
cionaria vuelva a presentarse. De todas maneras, hoy se sabe que Marx
y Engels exageraron la capacidad o la posibilidad de transformación re-
volucionaria que había abierto la comuna de París. El otro elemento que
hay que tener en cuenta, elemento muy importante, es que ni Marx ni
Engels eran efectivamente dirigentes políticos de organizaciones polí-
ticas de masas. Y que estas organizaciones políticas de masas aparecen
fundamentalmente a finales de siglo, en el mismo momento de la cons-
titución de la Segunda Internacional, 1890. Es el periodo de constitución
de los grandes organismos políticos de masas, organismos sindicales y
partidos políticos socialdemócratas o socialistas.
La única organización de la que efectivamente habían formado parte
era la Liga Comunista, y esta había desaparecido con la revolución de
1848. La Primera Internacional no fue estrictamente una organización
política; fue más bien la unificación europea de un movimiento obrero
organizado que incorporaba en su seno a diversas expresiones políti-
cas en la multiplicidad de las corrientes existentes. Por eso el modelo de
partido que estaba en la cabeza de Marx era el que se había expresado
en la comuna de París; es decir, no el partido del proletariado en sentido
estricto, como fue luego teorizado fundamentalmente por Lenin, sino
más bien la expresión política de una clase organizada sobre la base de
las diferenciaciones internas ideológicas y políticas que en ella existie-
ran. En mi opinión, el partido de la clase implicaba de un modo u otro
la presencia de una diversidad de corrientes políticas. Aunque debemos
reconocer que sería inútil buscar en Marx y en el mismo Engels una teo-
ría sustantiva del partido político, ni una delimitación precisa del tema.
Retomando el caso particular de Gramsci, debemos recordar que él
escribe no solo en calidad de teórico político, sino esencialmente como
participante activo de la política de su época en su país y como uno de

248
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

los dirigentes de un movimiento de masas considerable, de una orga-


nización política que había hundido sus raíces en la sociedad italiana
desde fines del siglo pasado, que era una organización considerable y
casi mayoritaria en las elecciones realizadas luego de la primera gue-
rra y además una organización que se desplegaba en una multiplicidad
de organizaciones: sindicatos, cooperativas, centros de cultura, o sea de
organizaciones de todo tipo que expresaban la capacidad de creación
de cultura, de una concepción del mundo, de la vida y de la sociedad, in-
herente a un partido que no solo expresaba al proletariado italiano, sino
también, y este es un hecho que lo distinguía en el movimiento socialis-
ta europeo, al campesinado italiano. En tal sentido, recordemos que el
Partido Socialista Italiano constituía una rara avis en toda la socialde-
mocracia europea porque era el único partido que tenía fuertes raíces
campesinas, zonas donde encauzaba y dirigía la voluntad de lucha no
solo de capas obreras rurales, es decir de proletariado rural, sino tam-
bién de pequeños propietarios rurales. Estas regiones se fueron confor-
mando como zonas rojas desde aquella época y hoy continúan siendo las
zonas de mayor poder comunista en Italia, poder que no está asentado
exclusivamente en el proletariado del norte ni en el proletariado del sur
sino también en el proletariado intermedio de aquella zona de fuerte
presencia de capas medias urbanas y rurales.
Esta fue la base social en la que se sustentó el Partido Socialista des-
de fines de siglo pasado y fue la base social del Partido Comunista. Si
analizamos los planteos de Gramsci en torno a la cuestión meridional,
a su concepción de las alianzas, del bloque histórico, de la guerra de po-
siciones, en fin, a su concepción de la hegemonía, es evidente que esta
realidad de un partido construido sobre dos pies, uno apoyado en el mo-
vimiento proletario y otro en el movimiento campesino y pequeñobur-
gués, tuvo mucho que ver en dicha categorización de la teoría política
marxista.
Es más, podríamos decir que en un partido constituido fundamental-
mente, o exclusivamente, por la clase obrera, o con una elevada y fuerte
presencia de la clase obrera, no solo numérica sino también política-
mente, es muy difícil concebir la formulación de una concepción de la
hegemonía entendida como proceso de alianza, de nexo, de formación

249
José Aricó

de un bloque histórico. Todo partido constituido sobre la base de la pre-


sencia decisiva del proletariado tiende a ser un partido de tipo obreris-
ta, es decir un partido donde la presencia del economicismo como con-
cepción del marxismo es predominante. Esto ha pasado en la historia.
Habrá que indagar hasta qué punto dentro de la propia clase obrera,
dentro del propio peso de la clase obrera, están los elementos que inva-
lidan su conversión en clase nacional, lo cual constituye, como ya sabe-
mos, el presupuesto necesario de toda concepción de la hegemonía, de
toda teoría de la hegemonía.
Los hechos y circunstancias que hemos recordado indican una situa-
ción muy particular que puede ayudarnos a explicar lo que diferencia a
Gramsci del resto de los dirigentes marxistas europeos. No para esta-
blecer comparaciones, ni una escala de magnitudes y valores, sino so-
lamente comprobaciones de hechos. Existe una diferencia en Gramsci
con respecto a Marx y Engels y aun con respecto al propio Lenin. Este
último, por ejemplo, reflexiona sobre un movimiento inexistente, sobre
una perspectiva que hay que demostrar en el propio proceso de consti-
tución de un movimiento que tiene enormes dificultades legales para su
propia constitución. Lenin no pudo ver, ni participar ni dirigir grandes
organizaciones políticas como las que funcionaban en los Estados bur-
gueses burocráticos, donde la presencia del movimiento obrero organi-
zado era legal y podía expresarse en el conjunto de la sociedad.
Lenin reflexionó sobre una situación de absoluta ilegalidad del movi-
miento, donde la lucha contra esta ilegalidad, expresada en lucha contra
el absolutismo, se fundía con la lucha por la transformación revolucio-
naria. Es importante tener en cuenta este hecho cuando analizamos el
caso de Gramsci, quien no se limita simplemente a tomar el contenido
implícito en las concepciones de Marx para volverlo explícito, sino que a
partir de Marx arriba a la comprensión de que lo que se está producien-
do en el mundo es una transformación de una realidad política y que
esa transformación desborda el campo de lo que el propio Marx había
vislumbrado.
O sea, así como la reflexión de Marx se sitúa en una época deter-
minada, en un momento determinado, esta nueva reflexión debe si-
tuarse en otro momento histórico caracterizado por transformaciones

250
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

decisivas en el sistema capitalista que tienen profundas implicaciones


para la consideración marxiana de la política y del Estado.
De esta concepción de Marx, Gramsci toma no solamente la idea de
que la política es una actividad autónoma, aunque determinada nece-
sariamente por un cierto condicionamiento establecido por el desa-
rrollo histórico, sino también la visión de la política como la actividad
humana central decisiva de todo sujeto social. En otras palabras, no
hay en Gramsci una concepción restrictiva de la política, como ustedes
podrán encontrarla en teóricos de la política del tipo de Weber; por
el contrario, la consideración gramsciana de la política la hace equi-
valente, en cierto sentido, a la noción de praxis que subyace en todo
el pensamiento de Marx. Desde este punto de vista, toda actividad
humana de transformación de la sociedad es, de una manera u otra,
una actividad política, y el hombre se realiza en ese mismo proceso
de constitución de esa actividad que él llama política, asuma esta la
forma que asuma. Por eso para Gramsci el significado de la política va
mucho más allá que el significado de la ciencia y del arte de la política
en sentido estricto. Una concepción semejante de la política conlleva
una serie de consecuencias en torno al planteo del Estado y de la po-
sibilidad de su superación y, con esta, de la superación de la división
entre gobernantes y gobernados, es decir, tienen una serie de conse-
cuencias, de razonamientos que hace Gramsci y que están referidos
no solo a su experiencia particular y a las necesidades de constitución
de un movimiento socialista en Italia, sino que de manera indirecta,
metafórica, tienen que ver también con lo que estaba ocurriendo en
la Unión Soviética, es decir con el país donde comenzaban a ponerse a
prueba una serie de conceptos políticos marxistas referidos a proble-
mas de dirección política y de superación de la cisura entre sociedad
política y sociedad civil. Cuando Gramsci, por ejemplo, habla de cesa-
rismo, no se refiere solamente a Mussolini, Napoleón y otros persona-
jes semejantes, incluye también en tal denominación al propio Stalin,
por lo que sus reflexiones se vinculan estrechamente a las vicisitudes
de la experiencia socialista en Rusia. Es importante retener esta ca-
racterística de los cuadernos gramscianos, el hecho de que su trasfon-
do es una tentativa de reexamen de toda su experiencia política en el

251
José Aricó

Partido Comunista Italiano, en la Tercera Internacional y en la Unión


Soviética. Si no se entiende esto, si no se sitúan los cuadernos en ese
momento particular, si se pretende hacer de ellos una lectura no con-
notada, resultará difícil, si no imposible, entender a Gramsci. En tal
sentido, yo diría que lo que estamos haciendo hoy es encontrar una
forma de aproximarnos a Gramsci, luego podremos discutir si su con-
cepción es políticamente productiva.
Estábamos diciendo que la política tiene para Gramsci un significado
más amplio, y que rebasa el campo de estado aun en la forma dilatada
en que concibe a este cuando lo define como el complejo de actividades
prácticas y teóricas con las que la clase dirigente justifica y mantiene su
dominio, y además logra obtener el consenso activo de los gobernados.
¿Por qué va más allá? Porque, como recordamos, todo hombre, en la
medida en que es un sujeto activo, es decir en la medida en que es un
sujeto vivo, contribuye a modificar el ambiente social en el que actúa;
es por tanto un sujeto político, se desarrolla como un sujeto político, y
tiende a establecer reglas, normas, pautas que modifican las sociedades,
y esta contribución, como decimos, es una contribución política. En este
sentido, ustedes podrán leer un primer párrafo bastante extenso donde
Gramsci habla del sentido común y de su relación con el buen sentido.
En realidad, es toda una reflexión sobre la relación entre la teoría y la
práctica, en la que trata de indagar esto que estamos planteando aquí,
y que como veremos fundamenta su concepción del proceso revolucio-
nario como un continuo que hunde sus raíces en la cultura popular y se
despliega en una multiplicidad de formas de conciencia hasta alcanzar
ese nivel de reforma intelectual y moral vista ante todo en términos de
adquisición de una nueva concepción del mundo.
Observarán ustedes la presencia de Gramsci de una idea, de una teo-
ría o de una concepción del proceso de constitución de la conciencia de
clase radicalmente distinta de la forma habitual en que la formulan los
marxistas y que está planteada de una manera u otra en ciertos libros
como el “¿Qué hacer?” de Lenin (1975c), y que conciben la conciencia
como algo exterior que se adquiere en determinado momento a través
de la “fusión” de determinadas direcciones ideológicas como un movi-
miento social.

252
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

Podríamos afirmar que para Gramsci esta dilatación del campo de la


política, esta comprensión de la política como algo que impregna el con-
junto de los actos humanos, lleva necesariamente a plantear la acción
humana como un elemento decisivo de este proceso de transformación,
reencontrándose con esa conocida tesis de Marx sobre Feuerbach cuando
dice: “los filósofos hasta ahora han interpretado al mundo, pero de lo que
se trata es de cambiarlo” (Marx, 1846/1982, Tesis XI). La política entendida
como la acción del hombre en una sociedad determinada es vista como
transformadora de la sociedad y como superadora necesariamente del
campo estricto de la filosofía, concebida como el campo de la ideología.
La política, entonces, no es simplemente un instrumento, no es sim-
plemente un medio para llegar a determinado fin, sino que es el proceso
mismo de constitución de los hombres como seres libres, como seres
autónomos, como seres capaces de conformar una sociedad autorregu-
lada, como seres capaces de conformar una sociedad sin gobernantes ni
gobernados. Es decir, como seres soportes de la sociedad.
Podríamos decir que aquí se expresa una verdad hasta cierto punto ob-
via, de una u otra manera siempre planteada por la teoría marxista, pero
si concebimos la acción de todos los hombres como una acción política,
por más heteróclita que ella sea, es decir si concebimos que la acción de
los hombres en la sociedad está presidida por una cantidad de elementos
dispersos, la mayoría de las veces contradictorios, pero que son elemen-
tos que sirven a los hombres para actuar en una sociedad, comprendemos
entonces que la adquisición de una nueva conciencia de la sociedad no
significa meramente la adquisición de un hecho nuevo, sino la reformula-
ción del conjunto de los elementos con los cuales se ha constituido la con-
ciencia de los hombres. Plantear entonces como lo hace implícitamente
Gramsci que entre la cultura popular, entre las concepciones populares,
entre el sentido común y el buen sentido y la conciencia no hay un hiato,
no hay un salto, no hay una transformación, no hay un cambio operado
por un elemento exterior a la acción de los hombres, sino que es el propio
proceso de despliegue de la multiplicidad de afirmaciones de los hombres,
de concepciones de los hombres, es plantear de una manera radicalmente
nueva la relación entre teoría y práctica, entre ciencia y conciencia, entre
teoría revolucionaria y movimiento revolucionario.

253
José Aricó

Si ustedes leen el conjunto de los textos de Gramsci podrán obser-


var que una cantidad de formulaciones están planteadas en estrecha
vinculación con el mundo de la cultura popular. Gramsci trata de ana-
lizar, desmenuzando una serie de concepciones, aforismos, vocablos,
formas de expresión de los sectores populares, y esto es consecuencia
de su concepción particular como lingüista. Gramsci era glotólogo, es
decir un hombre que antes de volcarse de lleno a la política se dedica a
su actividad profesional, la lingüística, un hombre que parte de la con-
cepción de que los términos tienen un significado determinado y que en
los significados están implícitas distintas concepciones del mundo. Si
comparan ustedes a Lenin con Gramsci se encontrarán con una actitud
radicalmente distinta frente al mundo popular subalterno. El conjunto
de las referencias de Gramsci apunta fundamentalmente al humus de
la cultura popular, a los dichos populares, en cambio, nunca encontra-
rán en las palabras de Lenin, en sus recuerdos, ninguna imagen litera-
ria extraída del mundo popular. Sus imágenes provienen de Goncharov,
Saltikov-Schedrín, podrán remitir a Pushkin, Herzen o Tolstoi, incluso
a toda la literatura culta rusa, pero no al mundo subalterno de la cultura
popular rusa; por el contrario, sí encontrarán este aspecto en Gramsci,
y este es un hecho importante porque sin una concepción particular de
la cultura, de lo que significa el sentido común, el proceso de confor-
mación histórica de un pueblo, no se puede lograr una concepción de la
hegemonía ni elaborar una teoría de la hegemonía que exprese, como
decíamos, esta concepción de la clase obrera como una clase nacional;
o sea un clase que representa al conjunto de la nación y en la medida en
que lo representa es la prosecución del proceso de constitución histórica
de un pueblo. Esto también apunta a ciertas características del movi-
miento socialista y a ciertas características particulares de la formación
de un hombre nacido a su vez en un mundo popular subalterno, como
era la Cerdeña del siglo pasado.
Quizás hayan visto ustedes Padre padrone24. Esta película está referida
a un mundo cultural que aún existe actualmente en Italia, donde Italia

24. Dirigida por los hermanos Taviani (1977) y basada en la novela autobiográfica homónima de G. Ledda
(1975). [Nota de la presente edición].

254
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

es el continente, es decir lo que está afuera de la nación, porque la na-


ción es Cerdeña: entonces, hasta cierto punto, el personaje que ahí apa-
rece remeda bastante a Gramsci.
Gramsci es el hombre que nace en ese pueblo, que nace en ese mundo
cultural subalterno y que cuando se traslada al centro de la producción
industrial, Turín, la ciudad italiana de mayor concentración proletaria,
es capaz de fundir estos dos mundos, y puede hacerlo porque, de una
manera u otra, esta cultura popular subalterna está volcada en sus re-
flexiones sobre los nuevos hechos culturales que se están produciendo
en Italia.
Entonces, como decíamos, este doble aspecto de la política –que con-
siste, por un lado, en que el campo específico de esta es el de la acción en
el Estado y desde el Estado, y, por el otro, en la circunstancia particular
de que es la política el elemento que explica la actividad de los hombres,
que ella es el resultado de su actividad en la medida en que la suma de
sus acciones transforman a la sociedad–, este doble elemento es el que
aparece permanentemente en la reflexión de Gramsci a lo largo de toda
su obra y lo que impulsa su pensamiento en torno al significado del pro-
ceso de transición y a la posibilidad de superación de la vieja sociedad y
de construcción de una nueva.
Entonces, cuando Gramsci plantea este doble aspecto de la política
está reconociendo la necesidad de vincular esta filosofía de Marx, esta
filosofía de la praxis de Marx25 con el carácter concreto de una ciencia de
la acción política.
Por eso las imágenes que se presentan son aquellas que asimilan a
Marx con Maquiavelo en la propia consideración de Ricardo; es decir,

25. Vale la pena señalar que esta designación del marxismo como “filosofía de la praxis” no es, como
durante muchos años se sostuvo, una metáfora para eludir el rigor de la censura mussoliniana. La publi-
cación científica de los Cuadernos de la cárcel (todos ellos acompañados con el respectivo sello del censor)
permite comprender mejor las dificultades del propio Gramsci para encontrar las palabras adecuadas
para sus nuevos conceptos. En las distintas versiones de los mismos textos aparece claramente de ma-
nifiesto un procedimiento bastante singular. El orden va de “filosofía de Marx” a “filosofía de la praxis”,
de “clase social” a “grupo social”, etc. Descartada la necesidad de metaforizar por razones policiales sus
expresiones, la adopción de términos provenientes fundamentalmente de la ciencia política tradicional
(Mosca, Sorel, Pareto) solo puede ser explicada satisfactoriamente por la necesidad de expresar nuevos
contenidos y reflexiones sobre hechos sociales que intentan ser vistos desde una perspectiva no habitual
en la tradición marxista.

255
José Aricó

a través de esta figura simbólica de un personaje determinado Gramsci


está planteando la necesidad de desplegar esta teoría de Marx en térmi-
nos de ciencia, de arte, de técnica, de política, pero, más aún, en térmi-
nos de una reflexión general sobre la acción del hombre en el mundo. Y
esta consideración tiene no solo tiene connotaciones teóricas, sino tam-
bién una importancia práctica y estratégica en torno a dos problemas
centrales: el de la acción por transformar el capitalismo en socialismo, y
en torno al desarrollo de la sociedad socialista.
Decíamos que la reflexión de Gramsci apunta a estos dos elementos y
que es necesario conocer las vicisitudes del proceso de construcción del
socialismo en la Unión Soviética para entender una cantidad de discu-
siones que plantea Gramsci (1980b) en Los cuadernos… Es este segundo
punto el que veremos, pero también nos detendremos en el primero,
es decir en la importancia práctica y estratégica que cobra esta consi-
deración sobre la acción que transforma el capitalismo en socialismo y
que constituye el centro de la reflexión de Gramsci sobre el significa-
do de un proceso de transición, de una situación de transición, de una
experiencia de transición de una sociedad a otra. Debemos decir que
el movimiento comunista ha pecado por un enorme retraso en el desa-
rrollo de un pensamiento estratégico adecuado desde el punto de vista
científico en lo que respecta al proceso de transformación de la socie-
dad, por un lado, y, por el otro, en la concepción sobre el contenido y las
formas que asumen las sociedades socialistas. Y hoy este retraso se hace
sentir; concretamente, se está pagando con la situación de crisis por la
que atraviesan las sociedades socialistas constituidas, crisis que no es
simplemente económica, sino fundamentalmente teórica, de reflexión
sobre los nuevos problemas surgidos en el proceso de constitución de
estas sociedades.
Diríamos que el movimiento comunista hereda este retraso del pro-
pio movimiento socialista, pues debe su constitución como tal a fines
del siglo pasado, este se caracterizó fundamentalmente por la ausencia
de un pensamiento estratégico acerca de la política de transformación
del capitalismo al socialismo. Si leen ustedes las polémicas ideológi-
cas planteadas incluso por Rosa Luxemburg y Karl Kautsky en el seno
de la izquierda europea socialdemócrata contra la derecha o el centro

256
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

socialdemócrata, verán que aun cuando la discusión está referida a ac-


ciones políticas concretas, a la forma de estas, remite a una discusión
teórica general sobre la toma del poder, sobre la transformación del
poder.
Pero el significado de este proceso de tránsito, su posibilidad, sus
mediaciones, no se explicitan, es decir, no hay una teoría de la conquista
del poder.
Y lo que aparecía como tal no era otra cosa que la explicitación de dos
concepciones simplistas. Por un lado, en el sector centrista, represen-
tado por Kautsky, y, por el otro, en el sector izquierdista, Pannekoek, la
misma Rusa Luxemburg y hasta cierto punto Lenin, aunque con dife-
rencias en el caso de Lenin. Pero lo que caracteriza a la izquierda social-
demócrata europea, la transformación revolucionaria, solo era posible
después de la toma del poder; es decir, antes de esta etapa solo podía ha-
ber acumulación de fuerzas, disciplinarización de fuerzas para la toma
del poder; pero el momento de la transformación correspondía a un
periodo posterior a la toma del poder. Lean ustedes el libro de Kautsky
(s.d.) La revolución social, y ahí verán claramente expresada esta idea.
Por otro lado estaba la idea de la posibilidad de una transformación a
través de la conquista de la mayoría parlamentaria. El 51% como salto
mágico en la situación no es actualmente un planteo original de deter-
minados sectores comunistas o socialistas; no, es una herencia del siglo
pasado. De una manera u otra, la lectura del 51% se puede extraer de la
“Introducción” de Engels (1973) a “La lucha de clases de Francia”. Ahí se
plantea ya el desarrollo inevitable, impetuoso, insuperable, indestructi-
ble del movimiento socialdemócrata que conquistando la mayoría par-
lamentaria inauguraría una nueva etapa caracterizada por la conquista
del poder y la transformación de la sociedad.
Por eso, decíamos, antes de la transferencia del poder las fuerzas so-
cialistas debían operar en el interior del sistema, de las instituciones y
de la política del Estado burgués, aunque sin formar parte del mismo;
y es aquí donde se advierte la quimera de la socialdemocracia, porque
en la práctica no se podía estar fuera del campo burgués si pensamos
en el Estado burgués en el sentido amplio en que lo define Gramsci:
como el conjunto de mediaciones y multiplicidad de organizaciones y de

257
José Aricó

instituciones a través de las cuales se despliega la capacidad de dirección


de una clase gobernante. De este modo, si hacemos nuestra esta con-
cepción del Estado era un sueño de la socialdemocracia pensarse fuera
del sistema de las instituciones del Estado: pero de todas maneras este
era el planteo, y la discusión entre centristas e izquierdistas consistía en
hasta qué punto se estaba al margen. Fíjense ustedes, sin embargo, que
cuando un dirigente socialista francés como Millerand forma parte de
un gabinete burgués se produce en la socialdemocracia europea una cri-
sis internacional, una tremenda discusión y una división total. Porque
el Partido Socialista se sostenía sobre la base de considerarse un ente
autónomo, apartado, una especie de microorganismo dentro de la socie-
dad burguesa aislado del aparato burgués, que se negaba a formar parte
del sistema institucional y político burgués. En este sentido, la partici-
pación en el sistema parlamentario formaba parte de este proceso de
acumulación de fuerzas pero no de un proceso de transformación de la
sociedad burguesa.
Ahora bien, ¿quiénes fueron los que plantearon la posibilidad de la
transformación burguesa? ¿Quiénes los que hicieron hincapié en el mo-
mento de la transformación, en la discusión sobre la transformación?
Los revisionistas.
Aquí debemos referirnos a Bernstein. Eduard Bernstein, que era un
marxista cabal, que era un discípulo de Marx, que era el hombre al que,
junto con Kautsky, legara Engels todos los escritos de Marx, es decir el
hombre que mejor expresaba en el mundo la ortodoxia marxista, este es
el hombre que puesto a reflexionar sobre el hecho novedoso que signifi-
caba un cambio en la estructura económica de la sociedad europea (care-
ciendo de los datos que hoy poseemos: el surgimiento del imperialismo,
las modificaciones del Estado, el proceso de conformación de un poder
económico directo del Estado, el proceso de intervención creciente del
Estado en la economía), plantea que la teoría de Marx no funciona, que
los presupuestos de las concepciones marxianas son inadecuados y que
no es cierto que se esté verificando un proceso de concentración de las
contradicciones sociales en dos sectores, burguesía, por un lado, y pro-
letariado por el otro, con la simultánea desaparición de las clases inter-
medias. O sea, Bernstein no analiza el hecho de la aparición de nuevas

258
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

clases intermedias que de una manera u otra Marx (1987) había plantea-
do ya en las Teorías sobre la plusvalía. Si ustedes leen detenidamente las
Teorías, verán que allí Marx plantea que el proceso de desarrollo técnico,
económico y social, el proceso de desarrollo del capitalismo hace emer-
ger permanentemente nuevas capas sociales, nuevos sectores sociales.
Pero no estamos hablando de lo que decía Marx, sino de cómo el pen-
samiento marxiano había tomado cuerpo en el movimiento socialista.
En este sentido, si leen ustedes el programa de la socialdemocracia
que redacta Kautsky para el Congreso de Erfurt y que se convierte en
el parámetro de todos los programas socialistas de todos los partidos
socialistas del mundo, verán que ahí está planteado el hecho de la con-
centración del capital en un polo, la concentración del proletariado en
otro y el inevitable proceso del derrumbe del capitalismo, que era el otro
elemento que motivaba esta concepción de la transformación como
algo que se operaba luego de la toma del poder. Si las contradicciones
capitalistas conducían necesariamente a la destrucción del sistema, si
su derrumbe era inevitable, toda esta discusión sobre los procesos po-
líticos, sobre las instituciones burguesas, sobre la transformación de la
sociedad capitalista, era en última instancia una discusión estéril. La
discusión necesaria debía versar sobre el tipo de acción que habrían de
desplegar los socialistas para acelerar los dolores del parto, para acelerar
un proceso que era ineluctable dentro de la sociedad capitalista.
En realidad, lo que Bernstein niega es la idea de la proletarización, de
la polarización entre burgueses y proletarios, para afirmar la consisten-
cia, el mantenimiento de las capas intermedias y lo absurdo que signifi-
caba plantear un inevitable derrumbe del sistema capitalista. Destruidos
estos dos soportes, toda la concepción de la socialdemocracia devenía
caduca. La reacción de esta fue negar la validez del planteo de Bernstein,
negar el hecho de la permanencia de los sectores intermedios, tratar de
demostrar, utilizando nuevas cifras, que la concentración de capital en
pocas manos efectivamente se daba, que la polarización era un hecho,
que los sectores intermedios desaparecían y que la piedra angular de la
teoría marxista era la creencia en el derrumbe del sistema capitalista.
Entonces aparece Rosa Luxemburg, que es quien intenta reconstituir
el significado revolucionario de la teoría marxista para modelar una

259
José Aricó

acción política revolucionaria; es ella la partidaria decidida de la con-


cepción del derrumbe inevitable del sistema capitalista. Enfatizando al
mismo tiempo el problema de las “terceras personas” (ni proletarios ni
capitalistas), o, dicho de otra manera, el problema de las relaciones en-
tre el capitalismo y los sectores no capitalistas, precapitalistas, entre el
capitalismo y el tercer mundo, podríamos decir. El capitalismo era un
sistema que no podía funcionar por sí mismo, que era contradictorio
en sí mismo y que no podía existir en estado “puro”; y como se expandía
devorando los sectores precapitalistas, encontraba así su límite natural.
Aunque Rosa Luxemburg afirmaba que mucho antes de que se encon-
trara su límite natural la socialdemocracia lo habría de derrumbar, la
concepción misma del límite natural le permitía buscar en esta estruc-
tura contradictoria del capitalismo los fundamentos “materiales” de su
concepción revolucionaria.
De este modo, el hecho del revisionismo, la presencia de Bernstein, el
surgimiento de esta corriente de pensadores que en el terreno político se
estaba desplazando hacia el campo de la burguesía, el hecho de que este
sector político hubiera percibido la modificación de una situación en el
mundo llevó necesariamente al otro sector a abroquelarse en la defensa
de los puntos aparentemente fuertes, inconmovibles, de los cimientos
indestructibles de la teoría marxista. Por eso, a su vez, toda esa temá-
tica entrevista de una u otra manera en las concepciones de Bernstein
–la posibilidad de la transformación de un movimiento socialista que se
fortalecía en el interior de la sociedad capitalista– fue dejada a un lado.
Ahora bien, las críticas revisionistas planteaban tres problemas im-
portantes: ¿qué implicaciones tenía el hecho de que las viejas clases y es-
tratos sociales y los nuevos que se iban conformando no desaparecieran
ni fueran absorbidos por el proletariado, ya fuera agrícola o industrial?
Esta observación remite al hecho de que la heterogeneidad social, la mul-
tiplicidad de las clases, es un elemento natural dentro de todas las socie-
dades capitalistas. Sin embargo, ni el propio Bernstein ni sus oponentes
extrajeron conclusión alguna de este hecho. Fueron incapaces de formu-
lar conceptos tales como los de dictadura del proletariado, o de dirección
hegemónica del proletariado, y ni siquiera vislumbraron la posibilidad
de una política de alianzas. Anotemos que el Partido Socialdemócrata

260
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

Alemán, por ser un organismo fuertemente “obrerista” percibía como


contradictorio con su ideología proletaria todo tipo de vinculación con
el mundo rural y con el movimiento campesino.
En La cuestión agraria, Kautsky (1903) llega a reconsiderar la posibili-
dad de una política de alianzas del proletariado urbano con el proleta-
riado rural, pero no con las capas campesinas. El desarrollo del capita-
lismo en el campo era inevitable, y, por tanto, un proletariado urbano no
podría apostar a la defensa de los sectores campesinos atrasados pues
estos estaban condenados por la historia. La tecnificación, el desarrollo,
la colectivización capitalista del campo eran inevitables.
Por otro lado, frente a la eventualidad de una inevitable conquista
del poder se planteaba otro problema: ¿cuál era la vía, la insurrección o
el triunfo electoral? Cuando la convicción de esta inevitable conquista
del poder desapareciera, ¿cómo se sustituiría esta idea que se demos-
traba irreal, qué actividad, qué actitud, qué concepción deberían tener
los socialistas puestos entonces en la situación de la imposibilidad de la
conquista del poder? Si bien por un lado pretendían que su acción polí-
tica fuera una invocación a la fuente, una invocación a la teoría, por otro
lado, corrían el riesgo de quedar fuera de la política cuando en el interior
de la sociedad capitalista las reformas introducidas por el propio capi-
talismo hubieran quitado espacio a las reivindicaciones que planteaba
este Partido Socialista, ¿qué acción debía cumplir entonces el partido?
Estos hechos, que no fueron vislumbrados por la crítica revisionista, la
única que estaba en condiciones de hacerlo, y que quedaron fuera de la
consideración y del horizonte teórico y cultural de la socialdemocracia,
estos hechos fueron los que se verificaron luego en el desarrollo de la
crisis capitalista en Europa y en el mundo no europeo. Es decir, estos
problemas suscitados de una manera u otra por la crisis del marxismo a
final del siglo no fueron vistos ni analizados ni discutidos por la social-
democracia, ni siquiera la perspectiva de la destrucción física del movi-
miento socialista fue entrevista.
Por la misma época Engels (1973) plantea esta posibilidad en su
“Introducción a ‘La lucha de clases en Francia’”. Sin embargo, piensa
que el intento de destrucción física del movimiento socialdemócrata por
parte de la reacción alemana ocasionaría inevitablemente la revolución

261
José Aricó

en Alemania, o sea, también para Engels el triunfo de la socialdemo-


cracia era inevitable. Fue ante la crisis provocada por la guerra, ante la
necesidad de dar una respuesta a una situación radicalmente distinta
en que aparece un nuevo tipo de planteo. Efectivamente, Lenin elabo-
ra una estrategia política de la transformación. Pero esta fue, en última
instancia, una respuesta parcial en la medida en que si bien respondía
al primer punto –las implicaciones que tenía el hecho de la existencia
en la sociedad de una multiplicidad de clases sociales–, de ninguna ma-
nera respondía a estos dos elementos que podemos caracterizar como
la imposibilidad de la conquista del poder, por un lado, y, por el otro, al
hecho de que las reformas estructurales en la sociedad capitalista fueran
introducidas por el propio capitalismo y no resultantes de la conquista o
la expresión de la lucha de la clase obrera.
Entonces, estas dos respuestas quedaron excluidas de la elaboración
leninista porque esta planteaba una estrategia acorde a las exigencias
derivadas de una sociedad concreta donde de hecho estas dos conside-
raciones ni siquiera se planteaban, donde había un Estado absolutista
incapaz de introducir ningún tipo de reforma, ni siquiera la reforma po-
lítica primera y fundamental consistente en dar una expresión política
al conjunto de las clases sociales.
Por eso, el leninismo no admite de hecho una vía alternativa al poder
fuera de la revolución, y ni siquiera ha tomado en consideración esa hi-
pótesis; no se la encuentra en todo el cuerpo del pensamiento de Lenin
hasta el triunfo de la Revolución rusa.
Antes de ese momento la disputa se planteaba entre quienes lucha-
ban por la revolución, y quienes pactaban con el enemigo contra su reali-
zación. Pero la revolución aparecía entonces como resultado inevitable,
como la única vía de transformación posible. Después de la Revolución
rusa Lenin entrevé esta cuestión, pero se hace necesario entonces dar
respuesta a los nuevos problemas que plantea la constitución del Estado
socialista. Ahora bien; si tenemos en cuenta que una alternativa seme-
jante a la que estamos planteando aquí es, de uno u otro modo, la al-
ternativa planteada hoy a la enorme mayoría de los países capitalistas,
tendremos que admitir entonces que los problemas que surgen a finales
de siglo con la crisis revisionista planteada por Bernstein cobran en la

262
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

actualidad una urgencia fundamental; porque ha habido una quiebra de


aquella concepción que no admitía ninguna otra forma de alternativa en
torno a la lucha del poder que no fuera el camino de la revolución.
Como decíamos, el movimiento en Rusia se encontraba enfrentado al
enemigo, por lo tanto, necesariamente fuera del Estado y de la sociedad.
La imposibilidad de integrarse de alguna manera a la sociedad llevaba
aparejada la necesidad de que ese Estado y esa sociedad fueran destrui-
dos y sustituidos necesariamente por otros. Y si bien la posibilidad de
reformas aparecía como un hecho absolutamente descartable, en Lenin
estaba planteado el hecho de que la revolución era el producto de la lu-
cha de un gran movimiento popular, de una formidable capacidad de
expresión de las clases populares, lo cual, a su vez, nos lleva a ver que ya
en la elaboración leninista estaban presentes el problema de las alianzas
políticas, y el de las nacionalidades, dos elementos que están excluidos
del planteo ideológico de la Segunda Internacional.
Sin embargo, el problema de las nacionalidades fue entrevisto, e in-
cluso discutido, por la Segunda Internacional pero desde la perspectiva
de encontrar parámetros políticos que permitieran obstaculizar la dege-
neración de los Estados multinacionales. La socialdemocracia austriaca
debía encontrar formas de impedir que el Imperio austrohúngaro, cons-
tituido por una multiplicidad de nacionalidades, se desintegrara, pues
de este modo la conformación de Estados nacionales llevaría a toda la
situación austrohúngara a un retroceso en un momento en que la social-
democracia estaba conquistando la mayoría y en que ya se visualizaba la
posibilidad de conversión del Imperio en un imperio socialista. La dis-
gregación de ese Imperio en diversas nacionalidades era un paso atrás
en el acceso de la burguesía de cada una de esas naciones al poder. En
este sentido, el problema de las nacionalidades se planteaba como con-
secuencia de las contradicciones nacionales internas, pero no debido a
una reconciliación del papel de las naciones en este continuo proceso de
transformación que es el proceso revolucionario.
Por eso, la discusión sobre el problema de las nacionalidades y de las
alianzas debió abandonar el campo de la Segunda Internacional para
remontarse al pensamiento de Marx, y es en este sentido que la elabora-
ción de la hipótesis leninista fue visualizada como un “retorno a Marx”,

263
José Aricó

como un remontarse a las fuentes del pensamiento marxista desvirtua-


das por la concepción de la Segunda Internacional.
La actual discusión entre los marxistas en torno al problema de la
estrategia política, e, incluso, a la estrategia planteada por Marx, deriva,
en última instancia, de los debates estratégicos rusos acerca de diversos
problemas: el papel del proletariado, el problema de las alianzas, el de las
nacionalidades. Por eso, cuando consideramos un término fundamental
de la elaboración gramsciana como es el de hegemonía, veremos que ha
sido acuñado a lo largo de la discusión política de la socialdemocracia y
del bolchevismo ruso. Lo que queremos decir es que el conjunto de las te-
máticas en torno a las cuales se desarrolla hoy el debate sobre la estrate-
gia de ruptura de la sociedad capitalista está planteado ya en la hipótesis
leninista. Sin embargo, la profundidad de la Revolución rusa, el efecto
deslumbrador de la estrategia leninista y el triunfo de la efectividad de
esta revolución opera entonces simultáneamente como un elemento de
modificación del pensamiento de la Segunda Internacional, y además
como un elemento conservador, de afianzamiento, en cierto modo, de
la ortodoxia, lo que provocó que la temática de la transformación fuera
abandonada.
Es por esta razón que la Tercera Internacional aparecerá como un
intento de explicitación, de universalización, de la hipótesis leninista: el
único camino válido para la transformación de la sociedad es el camino
bolchevique. La lucha se planteará entonces en pro de la aplicación, en
todas partes, de los procesos de octubre, de la Revolución de Octubre, lo
cual, llevado hasta el extremo, deviene en la lucha por la reivindicación
de los mismos modelos organizativos el proceso revolucionario ruso.
Será en el año 1935 cuando se abandona la reivindicación de los so-
viets como una institución universal, válida para el conjunto de los
países revolucionarios, o para aquellos en tránsito o en proceso revolu-
cionario de transformación. O sea que de una manera u otra la Tercera
Internacional es el organismo que disciplina las fuerzas políticas para
la conversión de la Revolución rusa en un fenómeno de valor universal,
pero no en un valor universal en términos de experiencia concreta de
transformación de cada sociedad concreta, sino en términos de la elabo-
ración de los parámetros de todo proceso de transformación.

264
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

Por eso, la actual discusión sobre si el marxismo es marxismo-leninis-


mo o no lo es esconde en realidad la discusión sobre si estos parámetros
instituidos por la Tercera Internacional siguen teniendo validez, siguen
siendo universales; no es una discusión sobre Lenin, como tampoco lo es
sobre Marx, sino sobre la teorización de la Tercera Internacional. No es
justo asignarle a Lenin las culpas que provienen de sus sucesores. Del mis-
mo modo, nadie quiere descolgar el retrato de Lenin, sino, simplemente,
ver que si la aplicación de la fórmula leninista significa la adscripción a un
cuerpo de pensamiento rígido es necesario modificar la forma de ese cuer-
po de ideas, actitud que los italianos han asumido hace mucho tiempo.
Ellos hablan de marxismo y de leninismo como dos expresiones dife-
renciadas, producto de dos momentos diferentes. Todavía en 1946 o 1947
la Cominform planteaba la posibilidad del tránsito hacia la sociedad so-
cialista sin necesidad de pasar por la dictadura del proletariado porque
la democracia popular, en cuanto que nueva estructura de poder basa-
da en el pluralismo político y de clase, podía asegurar dicho tránsito. Y
cuando se habla de democracia popular se está planteando la existencia
de un Estado donde se expresan una pluralidad de partidos, donde se ve-
rifica la presencia de partidos que expresan a la pequeña burguesía unos,
y que representan al movimiento comunista los otros. ¿Por qué? Porque
en Checoslovaquia, en Hungría, en Polonia, en Rumania, en Bulgaria los
partidos campesinos eran instituciones poderosas con capacidad hege-
mónica, con una formidable expresión de masas. Esta posibilidad inédita
de tránsito al socialismo se interrumpe cuando sobrevienen los procesos
Rajk, el golpe de Estado comunista en Checoslovaquia, la expulsión de
Yugoslavia de la Cominform. Y si bien el proceso se detiene, esta discusión
ya estaba planteada en el año 1946 porque, de una manera u otra, también
estaba planteada ya en el año 1935 en ocasión del Séptimo Congreso26, y
no sabemos hasta qué punto en la cabeza de Dimitrov, en la cabeza de
Togliatti, en todo un conjunto de hombres que vuelven luego a actualizar
la misma temática estaba o no planteada esta nueva necesidad de supera-
ción de la experiencia del modelo de octubre.

26. Séptimo Congreso de la Internacional Comunista celebrado en Moscú en agosto de 1935. [Nota del
primer editor].

265
José Aricó

Entonces, a partir de la crisis de la revolución alemana de 1921, confir-


mada por la crisis de la revolución alemana de 1923, para el mundo, para
el movimiento revolucionario resulta claro que octubre había sido un
caso especial, un modelo particular y no un modelo general en la medida
en que sea posible plantear la posibilidad de la existencia de un modelo
general. Es Lenin, nuevamente, el que en 1921 plantea la modificación
de ciertas líneas, quien plantea entonces la necesidad de la unidad de
clase y del frente único. Es Lenin el que lanza la iniciativa de la unifica-
ción de la Tercera Internacional con la Segunda, digamos la Segunda
Internacional reconstituida. Después de la Primera Guerra, la Segunda
Internacional se divide en dos vertientes, la Segunda Internacional y la
Segunda y media, que suele llamarse la “dos y media” (ustedes saben
que hubo dos intentos para unificar esas organizaciones, es decir, toda
la dura crítica contra el austromarxismo y contra las demás concepcio-
nes de la izquierda socialdemócrata se desarrolla a partir del fracaso
de ese intento, fundamentalmente a partir del Cuarto Congreso de la
Internacional)27. Pero ya en el Tercer Congreso (1921) se había llegado a
la conclusión de la necesidad de reconstituir la unidad de la clase porque
se ingresaba a una etapa de defensiva revolucionaria.
Por eso dice Gramsci que habría que ver si en el planteo que Lenin
hace en 1921 en torno al problema del frente único de la clase –unidad de
toda la clase proletaria y alianza con los demás sectores– no estaba plan-
teando ya un corte radical con todos los conceptos anteriores y formu-
lando, en ciernes, este concepto de hegemonía sobre el cual se basa todo
el razonamiento de Gramsci. Entonces, es a partir de esta hipótesis, de
su discusión en el seno de la Internacional Comunista y de sus efectos
sobre las demás fuerzas sociales como Gramsci va engarzando toda su
interpretación.
Pero, como dijimos, a partir del fracaso de 1921 la revolución ya está
detenida; el modelo de los partidos constituidos sobre la base de las 21
condiciones establecidas por el Segundo Congreso de la Comintern
clausura la capacidad creadora, la iniciativa política, la capacidad de la

27. Cuarto Congreso de la Internacional Comunista celebrado en Moscú en noviembre-diciembre de


1922. [Nota del primer editor].

266
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

imaginación política de las organizaciones28. Y hasta el fracaso en 1927


de la Revolución de China obligaba de una manera u otra a una nueva
reflexión sobre esta etapa nueva. Pero hay que agregar que no solo en
el movimiento comunista se advierte esta incapacidad de reflexionar
sobre las nuevas situaciones, hecho que es necesario recordar cuando
se discute este problema porque no solo fracasan los comunistas en su
incapacidad de ver la modificación de la situación, la reconstitución del
capitalismo, su capacidad de recomposición, sino que también fracasan
las experiencias socialdemócratas y las esperanzas socialdemócratas,
pues si bien lo que se da en 1914 es la derrota de la socialdemocracia en
su oposición frente al Estado, lo que fracasa desde 1918 hasta el año 1933,
fundamentalmente en Austria y Alemania, es la experiencia de la social-
democracia en el gobierno. Y hasta tal punto que lo que sobreviene luego
del gobierno de la socialdemocracia es el fascismo. Entonces, fracasan
por un lado los comunistas, pero también fracasan los socialistas. Por
eso, no hay que caer en el engaño de pensar que toda esta desgracia-
da historia pertenece a un sector. No, pertenece al conjunto del movi-
miento obrero, a la totalidad del movimiento obrero en estas sus dos
vertientes. Si lo pensamos de esta manera, si pensamos que el problema
iba más allá del fracaso de los comunistas y de los socialdemócratas, no
era entonces la existencia de la perfidia la causa del fracaso, no lo era la
existencia de la entrega ni del reformismo, por un lado, ni tampoco la
del revolucionarismo abstracto, de la política del ataque sistemático por
el otro. Eran ambas posiciones las que estaban fracasando. No solo Otto
Bauer era culpable, o Max Adler; también lo eran Stalin, Bujarin, Trotsky
y, en cierto sentido, Lenin. El fracaso era imputable al conjunto del mo-
vimiento socialdemócrata, socialista y comunista. Y esto solo lo advirtie-
ron sectores muy marginales, pequeños grupos de izquierda expulsados
de la Internacional Comunista y colocados fuera del campo de la acción
política. Tal es el caso de Korsch, Grossmann y otros.
Pero, desde su gabinete, en la medida en que todos ellos se aislaron
del escenario de la acción política concreta, lo vieron en términos de

28. Segundo Congreso de la Internacional Comunista celebrado en Moscú en julio-agosto de 1920. [Nota
del primer editor].

267
José Aricó

crisis del marxismo y sus posiciones se fueron convirtiendo cada vez


más en políticamente improductivas, incapaces de generar nuevos he-
chos políticos, nuevas reflexiones políticas, salvo en términos puramen-
te teoricistas. Pero también Gramsci visualizó este problema y este es
un mérito que hay que reconocerle. Fue debido a la persecución musso-
liniana que Gramsci pudo verlo desde una cárcel, pero manteniendo los
vínculos con el movimiento comunista, siendo parte de ese movimiento
aunque parte muy conflictuada. En el año 1930, en ocasión de un vira-
je radical de la Internacional Comunista hacia una posición ultrasecta-
ria –clase contra clase, revolución inmediata– Gramsci sufre una seria
amenaza de expulsión. Sin embargo, sigue planteando para el caso de
Italia la necesidad de la asamblea constituyente, de una amplia políti-
ca de alianzas. Simultáneamente con este planteo –política de alianzas,
asamblea constituyente, la posibilidad de la caída del mussolinismo y la
entrada en un proceso de transición, es decir la apertura de un campo
democrático–, Gramsci está elaborando los Cuadernos de la cárcel (1958,
1980b). Por eso no es posible aislar los Cuadernos de esta reivindicación
donde, de una manera u otra, en ciernes, se está gestando una alterna-
tiva para el movimiento socialista que elude el camino de la revolución
inmediata o de la reforma sin perspectivas.
Es en esta propuesta de desarrollo de una etapa democrática donde
desempeñan un papel importante toda una serie de conceptos que va
elaborando Gramsci. Por eso podemos decir que fue en ese momento
histórico, fundamentalmente a partir de 1921 pero convertido en un he-
cho evidente, en un hecho flagrante debido a la crisis de 1930, cuando
el pensamiento marxista en torno a una estrategia política de la trans-
formación se torna indispensable. Ya no es la reflexión sobre una vic-
toria ni la forma de universalización de una victoria, sino que debe ser
o de hecho tenía que ser la reflexión sobre una derrota, lo cual pone de
manifiesto la circunstancia de que ni aun el Séptimo Congreso29 fuera
la reflexión sobre la derrota, porque al tiempo de señalar el ascenso de
Hitler al poder, estaba presente simultáneamente la idea de la caída más
o menos rápida del nazismo y del triunfo de la revolución socialista. El

29. Séptimo Congreso de la Internacional Comunista (1935). [Nota del primer editor].

268
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

hecho de que no se reconociera que el triunfo de la Revolución socialista


en Rusia solo pudo darse en los términos generales de una derrota del
proletariado mundial, que no era una victoria que podía impedir, tapar
u ocultar esta derrota gravísima, el que no se viera desde este punto de
vista fue la gran tragedia del movimiento socialista y del movimiento
comunista. Gramsci replantea todos sus elementos teóricos en torno a la
concepción de que a partir de la derrota del movimiento de la clase obre-
ra, signada por ella, se inaugura una nueva situación cuyos signos más
evidentes son la transformación del conjunto de los sujetos que actúan
en la vida política, por un lado, y, por otro, una transformación profunda
de la economía capitalista.
Por eso indaga Gramsci la sociedad norteamericana; es decir, los
Estados Unidos se erigen en el parámetro de esas transformaciones que
comienzan a operarse y desarrollarse, universalizándose en el conjunto
de la sociedad capitalista. Y su reflexión se sitúa en torno a este nuevo
tipo de estructura que se está conformando en el centro del imperialis-
mo y a la resistencia que en las sociedades europeas suscita esta nueva
forma de expresión del Estado capitalista.
Cuando las obras de Gramsci son publicadas este elemento fun-
damental de su elaboración figura aislado del Maquiavelo: por un lado
las Notas sobre Maquiavelo (1962), referidas fundamentalmente a este,
al resurgimiento y demás, y por el otro “Americanismo y fordismo”
(1934/2000) como una especie de suplemento que nadie sabía a cuento
de qué venía. Por el contrario, en los Cuadernos de la cárcel (1958, 1980b)
estos escritos aparecen juntos: la reflexión sobre uno es la reflexión so-
bre el otro. Y es este el eje en torno al cual debe desplegarse todo el aná-
lisis del razonamiento de Gramsci. De no ser así, toda su reflexión sobre
el Estado, sobre el significado de la guerra defensiva, de la guerra de po-
siciones, sobre la concepción de un bloque histórico, sobre la concepción
de hegemonía carece de sentido.
Hoy, en el centro del debate se ubican, como nervio, como núcleo de-
cisivo, este pequeño trabajo sobre “Americanismo y fordismo” (ídem),
que es un examen de la crisis del treinta, de la relación entre la teoría
económica marxista y la crisis del treinta, una reflexión de la crisis del
treinta como un intento del capitalismo por escapar a los efectos de la

269
José Aricó

ley de la caída tendencial de la tasa de ganancia, sobre el proceso de


transformación industrial, la reconversión, la aparición del fenómeno
de la producción en serie, estandarizada, los efectos que esto tiene sobre
la población, el nuevo tipo de población obrera que se va creando, las re-
laciones entre el puritanismo fordiano y la nueva clase obrera. Reflexión
que incluye un análisis de las características de la clase obrera en el seno
de una política capitalista de alto salario, es decir es un intento por ana-
lizar esto que hoy se llama capitalismo organizado, esto que hoy es la
realidad capitalista en el mundo. Gramsci comienza entonces a analizar
hasta qué punto la resistencia al capitalismo es productiva frente a este
nuevo hecho y qué efecto tiene este sobre los nuevos fenómenos de ma-
sificación de las costumbres, de las ideologías, de los aparatos estatales
en la sociedad capitalista y la respuesta del proletariado frente a estos
nuevos hechos.
Si bien desde 1948 comienzan a divulgarse sus obras, no es casual que
se haya debido dar un largo rodeo en las interpretaciones de Gramsci
para que solo ahora, luego de varios años de publicación, se haya abier-
to la posibilidad de esta nueva interpretación. El que recién en los años
setenta hayan aparecido los Cuadernos de la cárcel (1958, 1980b) tal como
fueron redactados por Gramsci y comience a operarse esta reconsidera-
ción de las categorías gramscianas no se debe simplemente al hecho de
que aparezcan en una nueva edición científica (de ser así habría que ex-
plicar el mismo hecho de que solo veinte años después de publicarse se
haya considerado imprescindible la nueva edición). Ocurre que en esta
etapa de transición, de crecimiento de las organizaciones políticas de
la izquierda socialista y comunista, cuando estas hacen mella cada vez
más profundamente en el aparato estatal de la sociedad burguesa, los
problemas que plantea Gramsci son decisivos para la elaboración de una
estrategia de ruptura y de transformación revolucionaria a condición de
ser vistos en la unidad total de perspectivas sobre la que se basa el razo-
namiento gramsciano.
Es por eso que hoy se abre la posibilidad de un análisis más puntual,
adecuado y correcto de Gramsci, y es por eso que hoy es posible enten-
der sus reflexiones sobre el superhombre, las novelas de folletines, el pa-
pel de los intelectuales, y de Croce en particular, la función del sentido

270
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

común, las modificaciones del Estado moderno, el papel de las clases


dirigentes en el Risorgimento. En última instancia, la obra de Gramsci
es una reflexión única sobre el partido del proletariado y sobre el proce-
so de transformación de la sociedad capitalista, que hoy puede leerse e
interpretarse de distintas maneras.
Es claro que estas posibles lecturas traen aparejado un conjunto de
problemas y de dificultades sobre los que vale la pena detenernos unos
minutos. Si rechazan ustedes la tendencia siempre presente en los in-
telectuales –más aún cuando están colocados fuera de la práctica polí-
tica– a buscar definiciones precisas de los conceptos gramscianos, y a
ordenarlos en función de un sistema más o menos cerrado de pensa-
miento (como hace Portelli (2003), por ejemplo, en su libro Gramsci y el
bloque histórico), podrán hacer una lectura verdaderamente productiva
del texto gramsciano. Más que definiciones, deberán buscar ustedes los
nudos problemáticos que intenta desatar Gramsci. De este modo, po-
drán hacer una lectura gramsciana del propio Gramsci, liquidando la
tentación de reducirlo a formas categoriales de la tradición leninista o
de cualquier otra. Lo que aparece claramente esbozado ante ustedes, si
se esfuerzan por tener la actitud que propugnamos, es una concepción
nueva, diferente de la acuñada en la historia del movimiento socialista,
del partido político del proletariado, de sus relaciones con las masas, de
su forma de realizar la política, concebida no ya simplemente como or-
ganización de la lucha por la conquista del poder, sino como fundadora
de una reforma intelectual y moral. Desde esta perspectiva, la noción de
hegemonía no significa una traducción italiana del concepto leninista de
“alianzas de clase”, sino la revalorización del socialismo como creador
de una nueva cultura capaz de homogeneizar al conjunto de las masas
trabajadoras de una sociedad en la lucha por la conquista de una nue-
va forma de vivir y de pensar de los hombres. De ahí que sea más bien
la visión soreliana del cristianismo primitivo antes que el recuerdo de
la Revolución de Octubre lo que menta esa noción. Solo a condición de
convertirse en una reforma intelectual y moral la propuesta proletaria
puede ser hegemónica, y por eso debe necesariamente contenerla aun
en germen como base de una acción política concebida de manera radi-
calmente distinta de cómo se entiende habitualmente la palabra. Es por

271
José Aricó

esto que una lectura tendencialmente gramsciana de los Cuadernos de la


cárcel (Gramsci, 1958, 1980b) presupone necesariamente la imposibilidad
de una traducción inmediata de las categorías gramscianas a las de la
tradición socialista.
Queda por aclarar un conjunto de problemas dentro de esta mis-
ma temática, algunas observaciones sobre el pensamiento estratégico
gramsciano que en todo caso trataríamos de explicitar en la próxima
charla. Solo quiero agregar que apuntan fundamentalmente a esta con-
cepción de la sociedad burguesa como una sociedad que se explicita en
el dominio y en la hegemonía y que el asalto de las clases populares al
poder se inserta en este momento del dominio. Pero inserto en este mo-
mento del dominio, el problema de la hegemonía queda pendiente en la
medida en que un nuevo poder no puede convertirse en el elemento ins-
trumentador de una nueva sociedad donde hay un Estado en proceso de
extinción y tampoco es posible si la superación de esta distinción entre
gobernante y gobernado si la hegemonía no se explicita. Y, a su vez, un
nuevo poder no puede apoderarse del poder si no está planteada ya esa
lucha por la hegemonía. Entonces, hay que ver hasta qué punto estos dos
problemas de dominio y hegemonía no estuvieron separados en toda la
historia del movimiento socialista y comunista.
Ejemplificando en la multiplicidad de experiencias muy concretas,
los comunistas portugueses, evidentemente, no tuvieron capacidad de
hegemonía, y en la medida en que carecieron de ella el asalto revolucio-
nario en Portugal no dio lugar a un proceso de transición si no a una
detención de la revolución cuyos resultados no podemos prever, aunque
es evidente la involución reaccionaria de la situación en su conjunto.
Evidentemente, en el año 1945 y en 1968 los checoslovacos tenían capaci-
dad de hegemonía, y, más aún, existía una población dispuesta a aceptar
la hegemonía de los comunistas checoslovacos. Pero también es evidente
que intervinieron fuerzas extrañas a esa capacidad hegemónica y a esta
capacidad de convicción de la población: fue la intervención soviética la
que liquidó la propuesta democrático-popular en 1948 a través de un gol-
pe de Estado “comunista” y los intentos autonomistas y democratizado-
res del Partido Comunista Checoslovaco en 1968. Evidentemente, en 1945
los polacos intentaron conquistar la hegemonía, pero se encontraron

272
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

con una población que no estaba dispuesta a aceptar ni a reconocer la


hegemonía comunista. El Gobierno de Allende pudo conquistar el poder
pero no la hegemonía, y no lo logró porque sectores importantes de la
población, no enemigos de clase, sino elementos internos de estos sectores de las
clases populares se enfrentaron decididamente al Gobierno de Allende y
fueron presa de las maniobras imperialistas o de las clases dominantes
para derrumbar esta experiencia30.
Por otro lado, el problema de la hegemonía no es un planteo gramscia-
no que justifique todo tipo de concepción eurocomunista. No; Gramsci
escribe en un determinado momento y el eurocomunismo sobreviene
después; habrá que analizar la distancia que hay entre un planteo y otro.
Pero lo que quiero decir es esto: el planteo de la hegemonía en Gramsci
es un planteo constitutivo de la teoría y de la estrategia marxista y no un
problema referido a un determinado contorno geográfico mundial. No
está referido a las sociedades capitalistas desarrolladas donde el sistema
institucional reconoce la presencia organizada del proletariado. No, es
un elemento constitutivo de toda estrategia. Si se carece de una direc-
ción ideológica, política y cultural de las masas, es difícil adueñarse del
poder, y si por una determinada circunstancia absolutamente fortuita,
vinculada a la experiencia de la guerra o al descuido del imperialismo,
o a lo que sea, nos apoderaremos del poder sin lograr la hegemonía, el
poder se pierde o se convierte en un mero dominio. El hecho de que se
mantenga el poder en determinadas sociedades no significa que se haya
conquistado la hegemonía, sino que hay un poder externo o interno que
se aplica sobre las clases y que mantiene ese statu quo. Yo me atrevería a
preguntar qué pasaría si los ejércitos soviéticos desaparecieran de todos
los países del Este. Porque no puedo entender que hoy, cuando entre
el mundo socialista y el mundo capitalista no hay ya agresión sino di-
visión de funciones, reconocimiento de esferas de influencia, la Unión
Soviética tenga tropas en Polonia para defender a Polonia de un posible
ataque imperialista, y lo mismo en Checoslovaquia o en Hungría.

30. Véase sobre el particular las atinadas observaciones hechas por Hobsbawm en el coloquio gramsciano
de Florencia. De él tomamos los ejemplos. [El tercer Coloquio Gramsci se reunió en Florencia en 1977,
precedido por el de Roma en 1958 y el de Cagliari en 1967. La edición de los trabajos de Florencia se titula:
Politica e storia in Gramsci (Ferri, 1977; 2 Vols.). Nota del primer editor].

273
José Aricó

Evidentemente, lo que no soportaría esa sociedad es la desaparición


de una cierta estructura militar coercitiva, o un mero dominio, digamos,
independientemente de que lo justifiquemos o no, sobre clases popula-
res que no están conquistadas, convencidas, ideológicamente unidas en
torno a esta idea de transformación de la sociedad. Es por eso que apa-
recen fenómenos de americanización en los sectores más conflictivos
de las sociedades socialistas. Por eso el mercado negro de blue-jeans, por
ejemplo, en la sociedad soviética, por eso los jóvenes polacos se deses-
peran por la nueva modalidad de consumo de la sociedad occidental; lo
que allí está en crisis es la hegemonía, es decir la capacidad de dirección
ideológica y cultural de una clase.
Por todo esto, esta temática de la hegemonía no es una temática exó-
tica que nos sirve para explicar qué está pasando en Europa, sino un ele-
mento constitutivo de toda estrategia revolucionaria, de toda estrategia
de transición. En la segunda discusión trataremos de hacer un examen
más detallado de algunas categorías, teniendo en cuenta que cuando es-
tamos hablando de categorías gramscianas estamos refiriéndonos a ca-
tegorías sui géneris. Gramsci no era un académico, un profesor de teoría
política que estuviera haciendo un manual de esta materia.
Está descubriendo un nuevo campo de reflexión donde los concep-
tos son absolutamente provisionales. El hecho de que Perry Anderson
no entienda esta circunstancia nos lleva a una absurda polémica sobre
el significado último de las categorías gramscianas vistas desde una
perspectiva “marxista” de tipo académica. Anderson, evidentemente,
no entiende hacia dónde está apuntando Gramsci, porque comparar la
discusión sobre guerra de posiciones de Gramsci, con la discusión en-
tre Kautsky y Rosa Luxemburg sobre estrategia de aniquilamiento o es-
trategia de agotamiento es cometer un pecado de doctrinarismo en la
medida en que se sostiene que las discusiones teóricas pueden ser tras-
ladadas de los contextos históricos en que se produjeron sin sufrir mo-
dificaciones sustanciales. Ustedes, que tienen la posibilidad de leer esa
polémica en español, verán que eso no tiene absolutamente nada que
ver con lo que está planteando Gramsci. Porque con su concepción de
guerra de posiciones Gramsci está planteando una línea de trabajo en
torno a una coyuntura compleja, pero no hace ninguna apuesta sobre

274
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

los resultados de esa guerra de posiciones. A partir de ella se llega al so-


cialismo o al fascismo. De acuerdo a los resultados no puede descartarse
de antemano que no se operará luego una actualización de luchas ante-
riores. El triunfo del fascismo, por ejemplo, no impidió que en sus co-
yunturas distintas aparecieran formas de guerra de movimiento, como
ocurrió en la última guerra mundial. Si ustedes tienen en cuenta estos
recaudos metodológicos, si comprenden que es una obra única y que así
hay que abordarla, verán que se lee con dificultad no porque sea compli-
cado su contenido, sino porque no siempre se sabe hacia qué está apun-
tando. Pero la nueva edición que dentro de poco saldrá en español tiene
el mérito de presentar notas al pie de página. Entonces, cuando Gramad
está hablando de la fábula del castor que frente al enemigo se come sus
propios testículos, viene una nota al pie donde se explica que a través de
esta fábula Gramsci se refiere a determinadas corrientes del movimien-
to comunista, y por qué reflexiona de esa manera.
Si ustedes comprenden que se trata de una tarea difícil por las cir-
cunstancias particulares en que se elaboró la obra, igualmente debe re-
cordarse que es una obra muy metafórica y que es preciso entender en
la particular coyuntura en que se elaboró. De ahí la utilización de ciertos
conceptos, y la necesidad de discutirlos atravesando la malla del censor.
Puesto que apenas murió, sus libros fueron recogidos y enviados a la
Unión Soviética. Gramsci era consciente, entonces, de la necesidad de
pasar por la malla de innumerables censores provenientes de diversos
campos.
Entonces, la búsqueda de un lenguaje apropiado, la búsqueda de nue-
vos conceptos, lo transforma en un pensamiento muy metafórico. Pero
no es El Capital (Marx, 1980), no es un texto abstruso, difícil y compli-
cado; es un texto llano y sencillo pero con connotaciones que hay que
precisar, que es necesario entender como una reflexión única, unitaria.
Luego será posible entender las categorías, cómo se explicitan y aplican
en primer lugar a la realidad italiana, no a la mexicana. Y les digo esto
porque hoy estamos leyendo trabajos donde las categorías gramscianas
se utilizan para analizar gran cantidad de hechos. Quiero aclarar que en
mi opinión, no es que ellas no sean aplicables, sino que hay que tomar los
recaudos necesarios para que esa aplicación no signifique simplemente

275
José Aricó

la traslación mecánica de un nuevo modelo, en la medida en que la fuer-


za revolucionaria apunta siempre a la búsqueda de un modelo.
Porque el apoyarse en un modelo significa apoyarse en la verdad re-
velada, en las seguridades y no en la búsqueda, en la interpretación de
una realidad específica, que siempre es difícil, complicada, tortuosa.
Entre otras cosas, porque para descubrir lo específico de una realidad
siempre es necesario un instrumento, y no es suficiente un instrumento
teórico, sino que es necesario un instrumento político. O sea, podríamos
decir que se desentraña la realidad si se tiene capacidad de operar sobre
ella, y para poder hacerlo hay que contar con organizaciones políticas
en la multiplicidad de sentidos con que puedan accionar sobre la reali-
dad. Esto que aparentemente es un círculo vicioso, solo se resuelve en
la actividad práctica. Es en la actividad práctica precisamente donde la
reflexión de Gramsci puede proporcionar ayuda antes que resultados.

[Del original A]
[Anexo a la clase N° 8]

Hemos dicho ya que las corrientes marxistas anteriores fueron funda-


mentalmente corrientes de tipo antiformalista, que dejaron absoluta-
mente de lado el problema de las instituciones. Vimos también que la
reflexión de Marx comienza por la crítica del Estado y por la crítica de la
concepción hegeliana del Estado, es decir que la necesidad del análisis
del Estado estaba planteado en Marx. Lo que no supieron entender sus
discípulos es que todo el replanteo del problema de estado y la bases
para la constitución de una teoría política no fue expuesta por Marx en
los análisis parciales que podía hacer en sus obras históricas, como “La
lucha de clases en Francia” (Marx, 1973a), “El dieciocho Brumario” (Marx,
1973b), sino en El Capital (Marx, 1980), en el periodo anterior de su obra
magna. Pero como ya hemos explicado, ha habido un desconocimiento
histórico de lo que efectivamente se proponía Marx, y estos elementos
de constitución de una teoría marxista de la política que estaban presen-
tes en Marx quedaron absolutamente ocultos hasta hoy, cuando intenta-
mos descorrer el velo. Por otro lado, los pensadores que siguen a Marx,

276
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

fundamentalmente Lenin, están obligados a pensar en términos y en


situaciones coyunturales muy particulares, y cuando llegó el momento
de la reflexión particular sobre el campo de la política con la cuestión de
los procesos de transición y del significado del partido, aquellos y las
tensiones que se operaron en la Unión Soviética fueron tan fuertes, ese
proceso se vio tan distorsionado por el aislamiento europeo, por la au-
sencia y solidaridad de la clase obrera europea, por la guerra civil, por la
necesidad de comenzar un proceso de descentralización y de industria-
lización forzada, que existiendo el campo para la reflexión política, no
obstante, este campo particular no se recortó. Sin embargo, existían en
Lenin los supuestos para la constitución de una teoría marxista de la
política, porque ya desde los primeros escritos se advierte que su parti-
cularidad residía en analizar los procesos de reproducción global del ca-
pital, lo cual lo llevaba a la reintroducción de la categoría de formación
económico-social que como dijimos es la categoría fundamental para la
conformación de una teoría política marxista. Es decir que en Lenin es-
taban planteados estos elementos y otros, como la relación entre teoría
y movimiento, entre lucha económica y lucha política, entre democracia
y socialismo que también son decisivos para la conformación de una
teoría política, y que hoy forman porte constitutiva del pensamiento
marxista. Por eso actualmente es difícil pensar absteniéndose de la pre-
sencia de Lenin y por eso carece de sentido discutir sobre la superiori-
dad de Lenin o de Gramsci en la medida en que no se puede suponer a
uno sin la presencia del otro. En última instancia, lo más productivo es
indagar las diferenciaciones, las tensiones hacia donde apuntaban uno
u otro, pero el hecho fundamental es que también en Lenin estaba pre-
sente la necesidad de constitución de la teoría política, necesidad que lo
llevó a individualizar los elementos esenciales de una época determina-
da y a analizar cómo en el interior de esta época determinada aparecían
situaciones determinadas que debían ser analizadas específicamente
porque eran históricamente diferenciadas. Estos elementos están en
Lenin y constituyen el núcleo de su dialéctica. A partir de la idea leninia-
na de que la política consiste en el análisis concreto de una situación
concreta podemos reencontrar la idea de formación económico-social, y
es esta lógica del conocimiento específico de un objeto de una situación

277
José Aricó

específica lo que se pierde después de Lenin, lo que no rescatan sus dis-


cípulos, y la teoría política como tal, el problema de la política como tal,
desaparece. Es por eso no se pudo constituir una teoría del Estado total
y es por eso que los marxistas no reflexionan sobre el problema de la
teoría del Estado, pues el Estado ya estaba definido en sus contornos
particulares en “El dieciocho Brumario” (Marx, 1973b) o en las obras his-
tóricas de Marx (Marx y Engels, 1973) y recién hoy el marxismo se propo-
ne remontar este vacío, este antiformalismo que padece toda la teoría
marxista. Por otra parte, la distorsión del proceso revolucionario llevó a
que el problema de las instituciones soviéticas, de las organizaciones es-
tatales y de las formas institucionales propias del proceso revoluciona-
rio ruso quedaran vaciadas de contenido y el problema institucional
desapareciera como tal. Por ejemplo, hoy los soviets siguen existiendo
pero nada tienen que ver con lo que fueron durante el proceso de su
constitución, hoy están vaciados de poder, de este modo, el problema del
poder popular, de su constitución y funcionamiento, de las relaciones
del poder popular, de la relación entre movilización y politización per-
manentemente de las masas, estos son problemas que no entran dentro
del campo particular de la teoría marxista elaborado por los soviéticos,
aunque este mismo sea actualmente el eje de la discusión en el seno del
marxismo; y ustedes no entenderán nada del significado del eurocomu-
nismo con relación a los soviéticos o a los chinos si no analizan este pro-
blema, porque es el punto de partida de todas las consideraciones euro-
comunistas. Es evidente que este conjunto de problemas que, disfrazados
o no, se estaban planteando entre algunos marxistas desde fines de la
década del veinte, ya no pudieron ser discutidos dentro del movimiento
comunista. El grado de sectarización, de congelamiento y cristalización
de la Internacional llegó a tal punto que ninguno de estos problemas
pudo ser discutido. Si esto es así, es fácil advertir otra condición particu-
lar en que se desarrolla el pensamiento de Gramsci; el que Gramsci pudo
situarse en ese problema, discutido y analizado sin dejar de ser comu-
nista se debe exclusivamente al hecho de que escribió desde la cárcel, de
que las manos de la Internacional no podían llegar hasta él: por el con-
trario, es imposible imaginar que las elaboraciones que hizo Gramsci en
la cárcel hubieran podido ser pensadas y discutidas en el interior de la

278
Nueve lecciones de economía y política en el marxismo

Internacional Comunista. No son ya los problemas referidos a la repre-


sentación popular, a la movilización popular, al poder, al carácter del
Estado en la Unión Soviética, sino cosas aparentemente más inocentes
como es la diferencia de pensamiento entre Marx y Engels. Gramsci
anota en los años 1928-1929, en sus Cuadernos de la cárcel (1958, 1980b) que
había una diferencia esencial de pensamiento entre ambos y que el mar-
xismo ha sido interpretado a través de Engels y no de Marx. Cuando esos
escritos se publican en Italia se excluye esa parte para no irritar a los
soviéticos, lo cual resulta bastante comprensible. Es absurdo imaginar
un Gramsci ilegal, perseguido por el fascismo, escapado de Italia, for-
mando parte del grupo de comunistas italianos emigrados en Moscú y
discutiendo todos estos problemas en la Unión Soviética. Por mucho
menos que esto el grupo de emigrados italianos (y no solo él) sufrió re-
presiones durísimas para no hablar de exterminio. Por eso Hobsbawm
anota irónicamente que a Mussolini le debemos varias cosas: una de
ellas, que hubiera tenido en la cárcel a Gramsci y hubiera permitido a
través de sus censores que los libros hubieran podido entrar para que
Gramsci escribiera sus escritos. Gramsci solo pudo plantearse este pro-
blema y seguir siendo comunista porque estaba fuera del campo de la
Internacional Comunista, y como estaba aislado de la política concreta
del exterior pudo mantener la distancia suficiente para someter a crítica
esa política, pudo mantener la distancia para escribir no para el presen-
te sino para el futuro. Por eso él dice “yo quiero escribir para la eterni-
dad, fuera de las tensiones del presente”. Esto no significa que no escri-
biera políticamente en términos de la década del veinte y principios del
treinta, porque no podía dejar de pensar en ese tiempo que era el de su
experiencia política. Es esto lo que hoy dificulta la lectura de sus obras
por aquellos que no conocen la historia política de esas décadas. Para
ellos es necesario completar los textos gramscianos con la lectura de las
discusiones de esa época, con la lectura de Bujarin, Trotsky, con Stalin,
porque sus textos hacen referencia a esas discusiones y su riqueza solo
puede ser extraída si se los vincula a ese contorno. Sintetizando, pode-
mos decir que Gramsci, por las razones mencionadas, fue el único que se
dedicó a este conjunto de problemas y nos legó una obra donde se asien-
tan las bases para la constitución de una teoría completa del marxismo.

279
José Aricó

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283
Prólogo a El socialismo y el hombre nuevo, de Ernesto
Che Guevara*

La selección de trabajos de Ernesto Che Guevara que hoy presentamos


no tiene la pretensión de ser exhaustiva. Solo constituye una parte rela-
tivamente pequeña de la totalidad de sus escritos que aún esperan ser
editados en forma completa. Hemos querido reunir un conjunto de tex-
tos, muchos de ellos incorporados por primera vez en un libro, articula-
dos en torno al tema de la construcción del socialismo, de las enormes
dificultades que este proceso implica y de la necesidad de basar toda
transformación de las estructuras económico-sociales en la formación
simultánea de un nuevo tipo humano liberado de la opresión y “del cie-
no” en que se hunde en la sociedad capitalista. Por eso hemos titulado
a la selección El socialismo y el hombre nuevo, intentando resumir con esa
frase el sentido último de toda la acción teórica y práctica del Che.
La selección apunta así a un Guevara no suficientemente conocido
ni valorado, aunque sea en nuestra opinión el más auténtico. Apunta
a la vez al teórico y al hombre de acción. No al voluntarista extremo
que se ha querido presentar, erigiéndolo en una suerte de jacobino
a ultranza, negador de la opacidad de un mundo terrible, obstinado,
irreductible al cambio. Queremos reivindicar la figura de un dirigente
revolucionario, poseedor de una experiencia no por breve menos rica,
de un conocimiento de la teoría no por heterodoxa menos profunda,

* Extraído de Aricó, J. (1977). Prólogo. En E. Ch. Guevara, El socialismo y el hombre nuevo. México:
Siglo XXI.

285
José Aricó

de una ética no por utópica menos realizable. Queremos mostrar que


en su etapa de revolucionario “constructivo” de la nueva sociedad,
Guevara supo partir de una concepción clara de lo que se debía y podía
lograr y de un conocimiento adecuado de los medios a los que era pre-
ciso apelar para conquistarlo. Es posible que sea aún prematuro pen-
sar en la reconstrucción científica y no apologética del pensamiento de
Guevara, y que resulte inevitable la etapa presente de exaltación de su
ejemplo, de su intransigencia revolucionaria, de sus esperanzas en un
hombre nuevo. Es demasiado profundo el sacudimiento que provocó
su presencia en la conciencia de los latinoamericanos y de todos los
oprimidos del mundo como para que pueda abrirse paso con facilidad
el juicio ponderado y justo de la validez de su acción y de su pensa-
miento. Pero debemos reconocer que esta sigue siendo una deuda que
todos tenemos con él y con la revolución latinoamericana. Porque no
se trata simplemente de ajustar cuentas con un pasado, de arribar a
un juicio histórico que nos permita explicar, sin mentirnos a nosotros
mismos, el sentido de todo lo que ocurrió. El Che murió defendien-
do la causa de los explotados y de los oprimidos de este continente
y del mundo entero, sacrificó su vida en la realización de un proyec-
to de nueva sociedad que aún debe ser conquistada. Comprender su
pensamiento y su acción es también analizar los problemas que hace
aflorar la revolución aquí y en el mundo, reconocer las dificultades
que debe sortear el socialismo para ser real y no formal. En un mo-
mento de crisis y de perplejidades, el rescate del Che representa una
toma de partido que divide tajantemente las aguas, que define clara-
mente los campos. Adoptar el partido del Che significa reafirmarse en
la convicción de que el socialismo y el hombre nuevo siguen siendo
objetivos realizables, por los que vale la pena la lucha y el sacrificio.
Cuando se quiere identificar al socialismo con la barbarie y se descree
de la capacidad de los hombres de liberarse de las lacras del capitalis-
mo para alcanzar una sociedad sin clases, igualitaria y libre, el “pensa-
miento” del Che se revela como el antídoto de la decepción, como esa
sabia conjunción de pesimismo de la conciencia y de optimismo de
la voluntad que reivindicaba Gramsci como lema de todo revoluciona-
rio cabal. Frente a la social- democratización que amenaza disgregar

286
Prólogo a El socialismo y el hombre nuevo, de Ernesto Che Guevara

la esperanza socialista en el mundo y empantanarla en una realpolitik


devoradora, el ejemplo del guerrillero heroico, del “compañero minis-
tro”, del internacionalista sin prejuicios ni chovinismos, del comunista
integral, seguirá siendo por muchos años un patrimonio a defender.
Un patrimonio que representa no una loca aventura sino un proyecto
profundo de redención humana, sostenido no por un mesías sino por
un político revolucionario en el verdadero sentido de la palabra.
La selección de trabajos está dividida en tres partes que mantienen
entre sí una estrecha relación; son tres aspectos distintos de un mismo
problema. Iniciamos el volumen con una primera parte dedicada a “la
formación del hombre nuevo”. El comunismo, para Guevara, y no se
cansaba de repetirlo, antes que un sistema de reparto social más igua-
litario, implica en lo esencial un nuevo tipo de sociedad y de hombre.
No podemos afirmar que conociera todos los textos de Marx referidos
al carácter de la nueva sociedad a la que la revolución proletaria abriría
paso. Pero conociéndolos o no, es indudable que Guevara como pocos
supo hacer suya esa frase de Marx en la que definía la esencia misma de
la revolución comunista:

[…] tanto para engendrar en masa la conciencia comunista como


para llevar adelante la cosa misma, es necesaria una transforma-
ción en masa de los hombres, que solo podrá conseguirse mediante
un movimiento práctico, mediante una revolución; por consiguien-
te, la revolución no solo es necesaria porque la clase dominante no
puede ser derrocada de otro modo, sino también porque únicamen-
te por medio de una revolución logrará la clase que derriba salir del
cieno en que se hunde y volverse capaz de fundar la sociedad sobre
nuevas bases (Marx y Engels, 1846/1982).

La absoluta coincidencia con este pensamiento de lo expuesto por el Che


Guevara en su carta a Marcha, conocida por el título de “El socialismo y
el hombre en Cuba” (1965), nos ha llevado a trasgredir el criterio crono-
lógico introducido en el resto de los trabajos, y comenzar el volumen por
este texto que constituye, a nuestro entender, la matriz ideológica con
base en la cual debe ser interpretado su pensamiento y su acción.

287
José Aricó

Cuando luego de su muerte sus antiguos colaboradores sintieron


la necesidad de reflexionar sobre cuál era el aporte ideológico funda-
mental del Che a la teoría y a la práctica de la revolución, concluyeron
individualizándolo

[…] en su prédica constante sobre la necesidad de formar el hombre


nuevo, el hombre producto del socialismo y constructor del comu-
nismo, que viviera para y por la sociedad. Guevara plantea el desa-
rrollo de la conciencia como el único posible que conduce a la nueva
sociedad. Plantea que con las armas melladas del capitalismo, el
socialismo no puede formar su hombre; que el estímulo material
es un mal necesario, pero al que hay que erradicar definitivamen-
te; ningún hombre consciente puede ser sustituido por hombres
que se muevan empujados por estímulos materiales. Viéndolo en
su perspectiva histórica, el hombre nuevo ya es viejo para él; en su
propia vida vemos las virtudes que él pregona necesariamente para
ese nuevo ser social (Guzmán, s.d.).

Así sintetiza Arturo Guzmán, el ex ministro de minería y metalurgia de


Cuba, la opinión común de todos sus colaboradores. Es por esto por lo
que, para Guevara, el hombre debe transformarse conjuntamente con el
avance de la producción, que solo adquiere sentido y logra capacidad li-
beradora de la enajenación humana si sirve de fundamento para aquella
transformación. El socialismo como tal quedaría gravemente cuestio-
nado si la preocupación de los dirigentes y de todo el movimiento en su
conjunto estuviera aplicada solamente al incremento de la producción
material, si solo fuera capaz de generar una conciencia “productivista”.
El socialismo implica necesariamente, para ser definido como tal, la
producción de “cosas” y de “conciencia”. Pero la conciencia solo puede
ser producida si, al decir de Marx, la revolución comunista va dirigida
contra el carácter anterior de actividad, si es capaz de eliminar el trabajo
como forma de actividad alienada y desintegradora de la personalidad
humana, y de suprimir la dominación de todas las clases.
Si el socialismo significa a la vez una transformación total de los
mecanismos productivos de los bienes y de la conciencia, realizada por

288
Prólogo a El socialismo y el hombre nuevo, de Ernesto Che Guevara

hombres que en ese mismo proceso se van transformando a sí mismos,


el socialismo y el comunismo no están separados entre sí por una barre-
ra a la que solo la superabundancia de bienes logrará destruir. Todo es
un único proceso cuyo hilo conductor debe estar constituido necesaria-
mente por la prioridad asignada a la relación entre estructura material
y conciencia revolucionaria. Esta idea verdaderamente comunista del
proceso de transformación de la vieja sociedad fue determinante en la
orientación dada por Guevara a la conducción del sector económico y
político a su cargo. Tal es lo que aparece claramente de manifiesto en los
textos incluidos en la segunda parte dedicada a “las bases materiales del
socialismo”. En la línea del pensamiento expresado en “El socialismo y
el hombre en Cuba” (1965), el conjunto de sus intervenciones como mi-
nistro de industrias demuestra su preocupación permanente porque esa
unidad estrecha entre estructura material y conciencia revolucionaria
no fuera cuestionada por la carencia de instituciones adecuadas. Frente
a tal insuficiencia, y al peligro de la expansión de la degeneración buro-
crática que toda estatización genera y que la debilidad del poder popu-
lar alimenta, Guevara destaca la necesidad de acentuar la participación
consciente, individual y colectiva de los trabajadores cubanos. Solo una
política de masas, plenamente abierta a la participación popular, podía
ser capaz de cubrir el espacio aún vacío de la institucionalidad revolucio-
naria. Antes que fabricar desde la cúspide modelos institucionales que
en vez de soldar a la dirección revolucionaria con las masas abriera entre
ambas una cisura insuperable, el Che encuentra una salida, transitoria
claro está, en la masificación política, y por tanto consciente, del trabajo
voluntario. Si las nuevas instituciones del poder popular solo pueden ser
gestadas desde abajo por las propias masas en movimiento, movilizar a
las masas era crear el terreno más apto para que la capacidad de autoor-
ganización de los trabajadores pudiera abrirse paso. Es por eso por lo
que, como señaló Fidel Castro (1967) en su conmovedor Discurso de ho-
menaje al revolucionario caído en la batalla, el 18 de octubre, fue el Che
“el inspirador y el máximo impulsor de ese trabajo voluntario que hoy
es actividad de cientos de miles de personas en todo el país, el impulsor
de esa actividad que cada día cobra en las masas de nuestro pueblo ma-
yor fuerza”. Movilización permanente, participación en las decisiones,

289
José Aricó

educación técnica e ideológica, estas eran para Guevara las palancas que
podrían permitir a Cuba sortear el camino a veces sin retorno de la de-
generación burocrática, y avanzar en la construcción del comunismo.
Sobre estos pilares debían ser estructurados los mecanismos de gestión
de la economía socialista cubana.
Los trabajos más estrictamente “económicos” del Che, incluidos en la
tercera parte del volumen, están dedicados al debate que sobre el tema
de la gestión socialista de las empresas se desarrolló en Cuba durante
los años 1963-1965. Como es natural, fue en torno a las posiciones de
Guevara que giró toda la discusión destinada a reexaminar la experien-
cia de construcción del socialismo en el mundo y el grado de su adecua-
ción a Cuba. Todas sus intervenciones muestran la absoluta coherencia
de su pensamiento. Un socialismo concebido como un proceso que des-
de el inicio va introduciendo elementos de comunismo presupone nece-
sariamente un elevado grado de participación popular, el cual puede ser
mantenido solo mediante un sistema de gestión que privilegie los estí-
mulos morales y los consumos sociales y que tienda a aniquilar en forma
constante y sistemática todas las categorías económicas sobre las que se
asienta el sistema capitalista de producción. Es que los estímulos mate-
riales crean elementos de fragmentación y despolitización de las masas,
que pueden causar el estancamiento y la muerte de las revoluciones. Su
consigna era “revolución que no se radicaliza, muere”.
Sus trabajos de la época de la polémica están dedicados a defender
encarnizadamente esta verdad para él indiscutible. Su defensa perma-
nente del sistema presupuestario como el único acorde con los objetivos
de transformación revolucionaria y socialista de las estructuras econó-
micas y sociales heredadas del pasado, lo condujo a observar con cier-
to escepticismo las experiencias realizadas en otros países socialistas
con sistemas de gestión radicalmente opuestos al propugnado por él.
Escepticismo que a su vez se convirtió en irritación cuando creyó des-
cubrir en tales sistemas la raíz de la ausencia de un verdadero interna-
cionalismo en las relaciones económicas de esos países con los pueblos
dominados por el imperialismo. Y en el discurso que pronunció en Argel
sostuvo la posición de que el único parámetro válido para medir el inter-
nacionalismo proletario de un país socialista con un país dependiente

290
Prólogo a El socialismo y el hombre nuevo, de Ernesto Che Guevara

estaba constituido por la decisión de aquel de violar en favor de este las


reglas del mercado capitalista. El Che estaba proponiendo una suerte
de “intercambio desigual” de los países socialistas en beneficio de los
pueblos expoliados por el imperialismo. Porque era un revolucionario
cabal, podía ser un internacionalista a ultranza porque su principal vir-
tud era ser un comunista, “él pudo como ningún otro hombre en estos
tiempos –dijo Fidel– llevar al nivel más alto el espíritu internacionalista
proletario” (1967).
Exactamente a diez años de su muerte, la recopilación de textos de
Ernesto Che Guevara que hoy publicamos tiene el doble sentido del ho-
menaje al revolucionario caído en la defensa de la causa de los pobres,
de los humillados y ofendidos, de los explotados, de los alienados por un
sistema voraz y destructor así como el propósito de contribuir, con todo
lo de modesto que pueda tener nuestro esfuerzo editorial, al rescate de
la figura del Che como pensador y dirigente revolucionario. Esto puede
servir sin duda a la develación de un patrimonio intelectual y moral del
que de una forma u otra nos consideramos herederos.

México, 8 de octubre de 1977

Nota editorial1

Para nuestra selección de escritos, discursos y conferencias del Che he-


mos utilizado como guía la “Bibliografía del Comandante Ernesto Che
Guevara” publicada en un número especial dedicado al Che de la Revista de
la Biblioteca Nacional “José Martí” (1967). Los trabajos incorporados fueron
en general tomados de las publicaciones en las que aparecieron origina-
riamente. En algunos casos, debimos recurrir a las ediciones de las obras
realizadas por Casa de las Américas de Cuba y Editorial Era de México.
Las notas del compilador que incluimos al final del volumen con el ob-
jeto de comentar algunos trabajos, de aclarar circunstancias o presentar
personajes hoy casi desconocidos para las nuevas generaciones, derivan

1. [Nota de la primera edición].

291
José Aricó

de la lectura de un conjunto de obras referidas a la revolución cubana o


a sus líderes. Más en particular, queremos dejar sentado el insustituible
servicio que nos prestó la edición italiana de las obras del Che prepara-
da y anotada por Carlos Varela (1968) que sigue siendo en la actualidad
la recopilación más completa de sus escritos, al alcance de la mano del
lector no cubano. Sabemos de la existencia de una edición especial pre-
parada para los cuadros dirigentes del Partido Comunista y del Estado
cubano en 6 Vols., la que lamentablemente no pudimos consultar. Las
valiosas e inteligentes notas de Varela nos permitieron en muchos casos
ampliar las informaciones incluyendo menciones a trabajos del Che o
sobre él que nos han resultado hasta ahora inaccesibles.

Bibliografía2

AA. VV. (1967, julio-diciembre). Bibliografía del comandante Ernesto


Che Guevara. Revista de la Biblioteca Nacional “José Martí”, 4(3-4), edición
especial dedicada al Che, (La Habana).
Castro Ruz, F. (1967, 18 de octubre). Discurso en memoria del coman-
dante Ernesto Che Guevara, Plaza de la Revolución, La Habana. [Día
del Guerrillero Heroico]. Disponible en http://www.cuba.cu/gobierno/
discursos/1967/esp/f181067e.html
Guevara, E. Ch. (1965, 12 de marzo). El socialismo y el hombre en Cuba.
Marcha, (Montevideo). [Carta a Carlos Quijano, editor del semanario].
Marx, K. y Engels, F. (1846/1982). La ideología alemana. México: Era.
Varela, C. (1968). Ernesto Che Guevara, Opere, 4 Vols. Milán: Feltrinelli.

2. [Elaborada para la presente edición].

292
Mariátegui y la formación del Partido Socialista
del Perú*

Debo aclarar inicialmente que no me propongo abordar aquí la totalidad


de aspectos, bastante controvertidos por lo demás, que ofrece el tema
tal cual lo he titulado. Solo intentaré ofrecer una interpretación que, a
partir de la documentación y de datos testimoniales existentes, aunque
tratando de ir más allá de ellos para desentrañar lo que está allí supuesto
pero no siempre dicho en forma explícita, permita explicarnos algunos
elementos discordantes que son, precisamente, los que justifican una
polémica todavía no concluida sobre las características “singulares” de
la organización política revolucionaria que Mariátegui intentó cons-
truir a partir de su ruptura con Haya de la Torre. Trataré de mostrar
que Mariátegui se diferenciaba de Haya de la Torre, por una parte, y de
la Comintern, por otra, en tres aspectos sustanciales, aspectos que han
quedado oscurecidos, velados o menospreciados por la tendencia a en-
fatizar en forma desmedida otras diferencias reales de carácter funda-
mentalmente teórico. En mi interpretación, por lo tanto, me colocaré
un tanto al margen de una tradición historiográfica fuertemente conso-
lidada, que privilegia el análisis de las concepciones teóricas y políticas

* Extraído de Aricó, J. (1980, septiembre). Mariátegui y la formación del Partido Socialista del
Perú, pp. 139-167. En L. Cueva Sánchez, Socialismo y participación. Lima: Centro de Estudios para el
Desarrollo y la Participación.

293
José Aricó

de Haya de la Torre y de Mariátegui sobre el carácter de la revolución


peruana, para tratar este mismo problema desde sus respectivas prác-
ticas políticas. De tal modo, la discusión sobre los aspectos teóricos del
debate, o sobre la propia teoría que lo alimentaba, tiene en mi opinión
la posibilidad de mostrar lo que esta puede y debe realmente ser: no el
principio fundante de una práctica que aparece como su mera realiza-
ción, sino apenas una matriz teórica en permanente proceso de refun-
dación en el proceso mismo de refundación política del movimiento so-
cial. Si aceptamos ese principio esencial del análisis de Marx, que afirma
que aun cuando la teoría es un elemento constituyente de la totalidad
social e histórica, en realidad y primordialmente es parte de esa misma
totalidad, es forma teórica de ser del propio movimiento; o dicho de otro
modo, si admitimos que la teoría nunca puede ser “aplicada”, puesto que
siempre es “recreada” por wel proceso social del que quiere dar cuenta o
contribuir a crear, detenernos en las características de la práctica políti-
ca de Mariátegui es un camino original, inédito, de reconstruir la natu-
raleza real de su concepción teórica y política, o, dicho de otro modo, de
comprender la singularidad de “su” marxismo.
Se puede afirmar, y hay suficientes razones para ello, que es este el
único modo correcto de aproximarnos a la obra de Mariátegui y de pe-
netrar su significado. Privilegiar su actividad práctica, su condición de
dirigente político y de creador de la primera organización revoluciona-
ria de las masas peruanas, es una manera de evitar esa simplificación
abstracta y malévola de raíz aprista de un Mariátegui “intelectual puro,
esteticista, tardíamente comprometido con la causa “proletaria”1. Pero

1. Dice Sánchez (1978, pp. 142-143): “Estas diferencias tipifican dos actitudes ante la vida: la de Mariá-
tegui, obligado por sus condiciones físicas a llevar una vida sedentaria, recibiendo a quienes querían
visitarlo, sin contacto con la vida cotidiana; y la de Haya, ambulatoria y beligerante, lo que le obligaba
a conceder más interés a la acción que a la cavilación. El uno, intelectual, puro, esteticista, tardíamente
comprometido con la causa proletaria; el otro, intelectual dinámico, dedicado más al hacer que al pensar.
Al uno le sobró el espacio, al otro le faltaba el tiempo. El uno modeló su perspectiva de acuerdo con sus
lecturas; el otro según sus experiencias”. En realidad, Sánchez atribuye aquí a limitaciones físicas lo que
Haya de la Torre atribuía esencialmente al “eurocentrismo” mariateguiano. Recordemos que en su carta
a César Mendoza del 22 de septiembre de 1929, Haya destaca la “falta de sentido realista”, el “exceso de
intelectualismo y su ausencia casi total de un sentido eficaz y eficiente de acción”, que caracterizarían
a Mariátegui. Y es en torno a la oposición entre Mariátegui/hombre de pensamiento y Haya/hombre de
acción que el aprismo lleva adelante su lucha ideológica contra el “‘pensamiento” de Mariátegui. Ecos de

294
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

es también un camino para superar la tendencia hoy predominante a


datar en el encuentro con el leninismo el verdadero descubrimiento ma-
riateguiano de la política, con el consiguiente resultado de considerar
a su pensamiento como la “traducción” o la “aplicación” del leninismo
a la realidad peruana. Es esta visión canónica de un Mariátegui que se
desplaza de la cultura a la política, en la visión aprista, o del idealismo al
marxismo, en la visión comunista, la que debe ser superada para poder
reconstruir la continuidad concreta de un pensamiento que contenía ya,
en su primera etapa de definición política, ciertas intuiciones destina-
das a emerger aún bajo formas ambiguas y no suficientemente explici-
tadas en la etapa de construcción del movimiento de masas, que lamen-
tablemente coincidió con el de su muerte2.
Algunos trabajos recientes, estimulados sin duda por las nuevas pers-
pectivas abiertas por el libro de Guillermo Rouillón sobre el período “ju-
venil” de Mariátegui3, subrayan la importancia excepcional que tienen en
la formación del pensamiento mariateguiano su inicial matriz mística y
religiosa y la atmósfera política y cultural existente en el Perú de los años

esa posición pueden encontrarse, a su vez, en el trasfondo de la lucha de la Comintern contra el “maria-
teguismo” en la década del treinta.
2. Es interesante señalar, por ejemplo, la revalorización que hace Mariátegui del fenómeno “colónida”
como expresión de una “apetencia de renovación” que solo podía ser satisfecha con un pasaje a la política.
El interés y el respeto que merecían a Valdelomar las “primeras divagaciones socialistas” del joven Ma-
riátegui es un signo de ese desplazamiento del elitismo alejado de las masas y del espíritu “antiburgués”
que alimentó la fugaz experiencia de Colónida. Pero cabe preguntarnos cómo fue posible que de un mo-
vimiento cuyas concepciones políticas –en el sentido más amplio del término– eran antidemocráticas,
antisociales y reaccionarias se pudiera pasar tan rápidamente a una orientación “‘resueltamente socia-
lista”. Es posible pensar que sea precisamente en el “antiburguesismo” de los “colónidas” donde haya
que buscar el punto de flexión. Y en tal caso habría que relativizar el énfasis puesto por Mariátegui en su
carta a Glusberg al aclarar que “desde 1918, nauseado de política criolla, me orienté resueltamente hacia
el socialismo, rompiendo con mis primeros tanteos de literato inficionado de decadentismo y bizantinis-
mo finiseculares, en pleno apogeo”. ¿Por qué no aceptar, más bien, lo que afirma en la información que
prepara para la Primera conferencia de partidos comunistas de 1929, respondiendo, sin duda, a quienes
lo acusaban de haberse preocupado de los problemas nacionales solo a su regreso de Europa? Mariátegui
recuerda “que a los catorce o quince años empezó a trabajar en el periodismo” y que, por consiguiente, “a
partir de esa edad tuvo contacto con los acontecimientos y cosas del país, aunque carecía para enjuiciar-
los de puntos de vista sistemáticos”. Si esto es así, los escritos “de la edad de piedra” que el propio autor
consideraba soslayables resultarían de fundamental interés para reconstruir su itinerario intelectual y
político.
3. Cf. Rouillon (1975); Gargurevich (1978); Garrels (1976); Cornejo U. (1978); Terán (1980). Sin olvidar, por
supuesto, el precursor: Carnero Checa (1964).

295
José Aricó

de la guerra y de la revolución de octubre. Esa atmósfera, que algunos pre-


fieren identificar genéricamente con el anarquismo y que más apropia-
damente definiríamos como ética-moral4, crea las condiciones para que
el encuentro de Mariátegui con el idealismo, aunque parta del proceso de
unificación cultural realizada por este y de hecho lo presuponga, muestre
desde un principio una fuerte dimensión política, pero en torno a varios
ejes que dan a su pensamiento una diversidad de acentos profundamen-
te distintivos. Es verdad que las transformaciones morfológicas operadas
en la sociedad peruana de los años diez y veinte modifican las relaciones
históricamente instituidas entre intelectuales y masas, en una etapa ca-
racterizada por el apogeo y la crisis de la “república aristocrática” y por la
emergencia de masas populares movilizadas. Y es lógico, por tanto, que
estas modificaciones colocaran a la política en el centro de un debate que

4. En un trabajo con el que coincido en gran parte, Carlos Franco (1979) aclara que la “disponibilidad”
de Mariátegui al “marxismo italiano” (yo diría más bien a la reacción antipositivista del idealismo filo-
sófico italiano) “es incomprensible si marginamos de su conciencia el activo sedimento teórico de su
período formativo anarquista peruana” (Franco, 1979, pp. 248, 249 y ss.]. En mi opinión, Franco acierta
al enfatizar la importancia de la atmósfera política y cultural del Perú de los años 1918-1923 como con-
dición necesaria y antecedente de la disponibilidad mariateguiana. Sin embargo, no creo que se pueda
identificar directamente a dicha atmósfera con el anarquismo, y esto por dos razones sobre las que creo
que vale la pena detenernos: 1) porque el conjunto de valores, de ideas-fuerza y de estilos de acción defi-
nidos como “anarquistas” son más bien características del romanticismo social latinoamericano, antes
que atributos exclusivos de una corriente política más acotada en el tiempo; 2) porque la expansión del
anarquismo peruano en los años de la crisis de la guerra mundial es a su vez un producto de una cisura
intelectual que requiere ser explicada. Aunque es innegable que existen lazos más o menos estrechos de
Haya y de Mariátegui con la cultura política anarquista es difícil extender estos lazos indiscriminada-
mente a toda la intelligentsia peruana. Por lo demás, habría que agregar que dichos lazos son distintos
en uno y otro caso. Si podría reconocerse que la influencia anarquista fue importante en Haya de la
Torre, es posible pensar que haya sido menor en el caso de Mariátegui, quien recuerda entre otras raí-
ces de la conversión política de la joven intelectualidad peruana, las enseñanzas de un Víctor M. Maúr-
tua, por ejemplo, caracterizadas por una neta orientación “idealista”.
Todo lo cual lleva a preguntarme hasta qué punto ciertas características del anarquismo latinoamerica-
no, y más en particular del peruano, del brasileño, o del de un Flores Magón, por ejemplo, son explicables
más en términos de la propia historia de las élites intelectuales, que en términos por lo general arbitra-
rios de adscripción a paradigmas ideológicos. El “anarquismo” así, expresaría un estado de espíritu, una
manera de concebir y de relacionarse con el mundo antes que la mera adhesión a una corriente política
definida. Se ha señalado muchas veces que en el interior de la gran autonomía política que caracteriza a las
sociedades latinoamericanas, existe una autonomía aún mayor de la producción ideológica, lo cual explica
el papel excepcional que han desempeñado históricamente los intelectuales. Quizás por este costado de
la singularidad que asume en nuestros países la función intelectual podamos explicarnos la similitud de
comportamientos que podemos descubrir entre la intelectualidad latinoamericana y la intelligentsia rusa de
la segunda mitad del siglo pasado. La circunstancia de que entre nosotros pesara más la figura de Bakunin
que lo que pesaba en Rusia la figura de Marx, no es en realidad un hecho demasiado importante.

296
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

se preguntaba por las condiciones mismas de existencia y de transforma-


ción de un país que no era todavía una nación, sino apenas una posibi-
lidad, un “concepto por crear”, según las palabras de Mariátegui. Solo a
partir de este nuevo tejido social fue posible que la sociedad peruana se
pensara a sí misma, que se abriera la posibilidad de pensar al país como
una totalidad5. Desde este punto de vista, Mariátegui fue una expresión
más, por relevante que ella fuera, de esa intelligentsia peruana que irrumpe
en los años veinte. Participó de la misma atmósfera cultural, de los mis-
mos valores, de las mismas motivaciones ideales que, como bien ha sido
recordado, “restauraba el poder de la subjetividad y la acción creadora de
la conciencia, privilegiaba la ‘voluntad heroica’ al tiempo que devaluaba
el imperio de la explicación económica, hacía de la moral el territorio de
la política y recusaba, en nombre del instinto popular y democrático, la
subordinación al fatalismo de la evolución ‘necesaria’” (Franco, 1979, p. 249).
El “idealismo” de Mariátegui está expresando así el reconocimiento del
valor creativo de la iniciativa política y la importancia excepcional del po-
der de la subjetividad para transformar la sociedad, o para desplazar las
relaciones de fuerza más allá de las determinaciones “económicas” o de
los mecanismos automáticos de la crisis. Lo que me interesa señalar es
que siendo todas estas motivaciones ideales un patrimonio común de la
intelligentsia peruana de esos años, posibles de ser encontradas tanto en
Haya de la Torre como en Mariátegui, lo que distingue a este último del
resto, o por lo menos claramente de Haya, es la dirección decididamente
antijacobina en la que iniciativa y subjetividad son colocadas. Es la crítica
del jacobinismo como forma de mediación política lo que creo encontrar
como elemento realmente sustantivo en su enfrentamiento primero con
Haya de la Torre y luego con la Internacional comunista. Y es por esto que
considero de suma utilidad, para aclarar puntos del debate que aún si-
guen oscuros, detenernos a meditar sobre esos tres aspectos sustanciales
a los que hice mención más arriba y que se podrían formular del siguiente
modo. Lo que distingue a Mariátegui, aquello que otorga a sus reflexiones

5. Sobre este tema en particular, bastante relevante por cierto en la medida que muestra las vincula-
ciones del fenómeno Mariátegui con el proceso de “nacionalización” de una vasta capa de intelectuales,
véase el artículo de Flores Galindo (1980).

297
José Aricó

una diversidad de acentos y una diferencia de finalidades que lo coloca


fuera de la tradición teórica de la III Internacional y lo aparta violenta-
mente de Haya, reside en:

1. Una concepción democrática, no jacobina, del proceso revolucionario, vis-


to desde una perspectiva “de abajo” como irrupción en la vida nacional
de un movimiento social autónomo, homogeneizado por un mito de re-
generación de la nación peruana, capaz de constituirse en una voluntad
colectiva y de devenir Estado;
2. Una forma no aristocrática de concebir la relación entre intelectua-
les y masas, no ya como términos de una abstracta alianza de clases,
sino como elemento de decisiva importancia en la organización del
movimiento de masas y en la formación de un bloque ideológico
revolucionario;
3. Una percepción distinta del “tiempo” propio del proceso político y so-
cial peruano, en que el elemento determinante resulta ser el nivel de
organicidad alcanzado por el movimiento social.

La dilucidación de estos puntos o núcleos temáticos de diferenciación


pueden arrojar la suficiente luz para aclararnos por qué, en la construc-
ción de la organización política revolucionaria, Mariátegui insistió en
defender su condición de Partido socialista (y no “comunista”); su mo-
delo organizativo propio y su composición social amplia y definitoria
de un partido “popular” antes que “de clase”. Es evidente que una di-
ferenciación como la que deseo establecer, diferenciación que apunta
más bien a la manera de cómo se piensa una sociedad y la posibilidad de
su transformación, al tipo de organizaciones y de instituciones popula-
res que puedan llevar adelante el proceso social transformador, al ritmo
propio de tal proceso, a un estilo distinto de construir una política y de
llevarla a la práctica cotidianamente debe estar en el trasfondo de todo
el pensamiento mariateguiano, y por lo tanto aun en aquellos campos
más distantes de la actividad directamente política. Aquí solo trataré
de encontrarla en el lugar donde más conflictivamente apareció, en la
construcción del partido socialista, punto de condensación de todas sus
diferencias con la Comintern y el aprismo.

298
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

Podría afirmarse que un enfoque que privilegia estos aspectos de


la práctica política y de la concepción teórica que de esta práctica tenía
Mariátegui corre el riesgo de exagerar los elementos de “continuidad” de
su pensamiento. Se podría recaer así en un error de distinto signo pero
equivalente al que se pretende superar. Sin embargo, está tan consolidada
la creencia en una simple adscripción mariateguiana a cierto patrimonio
teórico “marxista-leninista”, que quizás resulte conveniente una torce-
dura del bastón en sentido opuesto para descubrir nuevas perspectivas
de análisis y poder dar cuenta, en la medida de lo posible, de la sorpren-
dente originalidad de su visión de la realidad. Por otra parte, si el propio
Mariátegui se concebía a sí mismo como un combatiente, es decir, como
un político práctico, es en el sitio teóricamente privilegiado de su práctica
política, allí donde se conjuga pensamiento y acción, donde debemos bus-
car el real significado de su conciencia crítica de la sociedad, el sentido
fundante de la unidad de sus propuestas. ¿De qué otro modo podríamos
evitar la recurrencia al “europeísmo”, al “eclecticismo” para dar cuenta de
su asombrosa capacidad de vincular el marxismo a las más diversas co-
rrientes culturales de la época? ¿Desde qué otro lugar podemos explicar
satisfactoriamente el proceso en acto de recomposición de fuentes en el
que la muerte sorprendió a Mariátegui? Como diría Togliatti de otro com-
batiente al que el nuestro tanto se aproxima en ciertos aspectos, si es en
la política donde está “contenida toda la filosofía real de cada persona”, si
es allí donde “se encuentra la sustancia de la historia, y para el individuo
la sustancia de su vida moral”, es en la política donde hay que buscar la
unidad de su vida, el punto de partida y el punto de llegada. Y todos, los
múltiples aspectos de la vida de Mariátegui, las distintas etapas de su evo-
lución, la investigación, el trabajo, las luchas, los sacrificios, son momen-
tos de esta unidad (Togliatti, 1971, p. 47).

II

Aunque siga siendo un tema polémico, y no por razones historiográfi-


cas sino más directamente políticas, es posible afirmar que la corriente
marxista que reconoce en Mariátegui su animador intelectual y moral y

299
José Aricó

que funda en 1928 el Partido Socialista del Perú, emerge desde el interior
y como una escisión del mismo movimiento del que habrá de surgir poco
después el Partido Aprista. Miles de páginas fueron escritas para negar
esta verdad que, por lo menos en los inicios de los treinta, era reconoci-
da por comunistas y apristas6. El moderno movimiento social peruano
tiene un punto de arranque común en esa suerte de Sturm und Drang que
fueron las movilizaciones populares iniciadas con la jornada del 23 de
mayo de 1923, fecha en que, como afirma Mariátegui, “tuvo su bautizo
histórico la nueva generación”. Un año después, el 7 de mayo de 1924,
Haya de la Torre crea en México un movimiento de regeneración y unifi-
cación continental llamada Alianza Popular Revolucionaria Americana,
o Apra. La nueva organización tiene la enorme virtud de recoger una
diversidad de temas que la ruptura de la intelligentsia con el régimen de
Leguía había hecho aflorar catárticamente en la sociedad peruana. El
Apra fue desde ese momento en adelante la expresión de un movimiento
intelectual y moral profundamente renovador de la sociedad en la medi-
da que creaba las condiciones para una ruptura “de masas” de los inte-
lectuales peruanos con su tradición histórica.
El hecho de que el Apra se postulara como un movimiento “continen-
tal”, aunque debíase en parte a la excesiva cuota de megalomanía de su

6. En una publicación oficial de la Internacional Comunista destinada a efectuar un balance de las ac-
tividades de sus distintas secciones nacionales, publicada en 1935, se detalla de la siguiente manera el
proceso peruano: “Ya en 1924 surgió en Perú la así llamada Apra, organización que en la primera época
de su existencia fue la representante política del bloque que reunía a una parte de los elementos revolu-
cionarios pequeñoburgueses y a los elementos nacionalreformistas de la burguesía y los terratenientes,
y que se orientaba hacia el imperialismo británico (por entonces había un gobierno reaccionario en Perú
que se mantenía en el poder con ayuda del imperialismo de los Estados Unidos de Norteamérica). El
Apra se sirvió abundantemente de la fraseología ‘antimperialista’ y ‘revolucionaria’ y supo conquistar
gran popularidad entre las masas. En la medida en que se ahondaba la crisis económica y se agudizaban
las contradicciones de clase, se intensificó en las filas del Apra el proceso de la diferenciación política.
Mientras una parte de sus cuadros dirigentes se vinculaba cada vez más con los elementos opositores
del campo burgués-terrateniente, manteniendo gracias a una demagogia de izquierda a una significa-
tiva parte de las masas pequeñoburguesas bajo su dirección, otra parte de los antiguos apristas se pasó
a las posiciones del movimiento obrero revolucionario y se acercó al comunismo. En 1928, este grupo
formó con Mariátegui al frente (uno de los dirigentes del aprismo de izquierda, y más tarde uno de los
fundadores del Partido Comunista) el Partido Socialista, en cuya ideología preponderaban concepciones
socialreformistas. La lucha interna en este partido llevó a la escisión, y en 1930 fue fundado el Partido
Comunista Peruano (con el grupo Mariátegui, los elementos de la izquierda del Apra y elementos anar-
quistas aislados)” (Komintern, 1935, p. 484-485).

300
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

fundador, era a la vez un sintomático indicador del proceso de conti-


nentalización de las aspiraciones sociales y políticas de la inteligencia
latinoamericana y tenía en la Reforma universitaria su base de susten-
tación. Si un movimiento como el surgido en la Córdoba de 1918 había
sido capaz de expandirse por toda la región, lo cual mostraba la presen-
cia de una formidable comunicatividad generacional, ¿por qué no co-
ronar políticamente la disponibilidad ideológica que de manera fulgu-
rante aparecía en toda América? El Apra podía de tal modo convertirse
en una fuerza política integradora, capaz de llevar a su realización las
tareas de emancipación económica, política y social de América Latina
que el movimiento de la Reforma universitaria había contribuido a sus-
citar. Concebido como sintetizador de todas las experiencias de luchas
populares continentales, el Apra intentaba ser, además, el heredero de
las grandes experiencias histórico-sociales que sacudieron al mundo de
posguerra: la revolución de octubre, en cuanto que expresión de la ac-
tualidad de la revolución en un mundo al que el imperialismo y la guerra
contribuyeron decisivamente a unificar, y luego las revoluciones mexi-
cana y china como ejemplos evidentes de las transformaciones sociales
que preanunciaban el inevitable derrumbe de toda la civilización bur-
guesa. Basta reconstruir los debates ideológicos de la época para com-
prender el profundo estremecimiento nacionalista y revolucionario que
sacudía toda América Latina. Fue, en realidad, el inicio de una nueva
época en la historia de nuestros pueblos y un punto radical de viraje en
el comportamiento de las capas intelectuales latinoamericanas.
Al exponer de este modo la atmósfera política y cultural de nuestro
continente en los años veinte, no intento negar o soslayar el otro he-
cho que estaba en el trasfondo de todo el proceso: la presencia constan-
te desde el último tercio del siglo pasado de un movimiento social de
raíz obrera, campesina y popular, capaz de coagular en algunos países
en instituciones políticas y culturales de cierta magnitud, no tanto por
su fuerza organizativa sino por su presencia ideológico-cultural. Solo
deseo enfatizar que es a partir de los años veinte cuando se “produce
este viraje de la intelectualidad, cuando se abren las posibilidades del
encuentro del movimiento popular con una intelligentsia en franca rup-
tura con el orden existente. Sin que se pueda afirmar que tuvieran de

301
José Aricó

esto una conciencia totalmente lúcida, o que hubieran alcanzado los


puntos de vista sistemáticos para enjuiciarlo, a los que hacía mención
Mariátegui, los intelectuales latinoamericanos iniciaban varias décadas
después de la experiencia populista rusa una comparable “marcha hacia
el pueblo” destinada a convertirla en la élite dirigente de los movimien-
tos populares-nacionales y revolucionarios modernos. Podría hablarse,
entonces, de un verdadero “redescubrimiento de América”, de un acu-
ciante proceso de búsqueda de la identidad nacional y continental a par-
tir del reconocimiento, de la comprensión y de la adhesión a las luchas
de las clases populares.
Esta mutación del espíritu público latinoamericano, esta verdade-
ra revolución intelectual y moral por la que atravesó el continente en
los años veinte, encontró en el crisol peruano, y por razones que aún
nos cuesta explicar –y hasta aceptar–, una forma de recomposición
que aún cincuenta años después nos sigue apareciendo como para-
digmática. Es incontrovertible que debemos a la poderosa intuición
de Haya de la Torre la emergencia de un movimiento que, aunque re-
ducido en sus pujos continentalistas al Perú y a las colonias de estu-
diantes peruanos en América Latina y Europa, en los años treinta se
constituyó en la fuerza política hegemónica del Perú, al tiempo que
influyó decisivamente en las formaciones populares de nuestro con-
tinente. Pero en los años veinte, el Apra era en realidad un universo
de tendencias, de puntos de vista y de experiencias disímiles, una
suerte de réplica en Latinoamérica del Kuomintang, o de los frentes
antimperialistas propugnados por la Comintern, que encontraba un
punto de condensación en una compartida visión de la realidad na-
cional peruana.
Pero por encima o más allá de la diversidad, ¿qué definiciones comu-
nes de la realidad del Perú los mantenía unidos? ¿Cuál era el terreno de
las coincidencias entre Haya de la Torre y Mariátegui? (Y no solo entre
ellos, puesto que es ya suficientemente conocido hasta qué punto fueron
ambos expresiones de un movimiento de renovación ideológica y cultu-
ral, antes que pensadores solitarios). A fuerza de acentuar sus diferen-
cias, ¿no comienza ya a ser analíticamente necesario mostrar el campo
–no tan estrecho como una visión sectaria quiere hacernos creer– de sus

302
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

coincidencias en lo esencial? (Franco, 1979, pp. 255-256)7 En mi opinión,


Carlos Franco (1979) acierta cuando define del siguiente modo los rasgos
del Perú en los que tanto Haya como Mariátegui tienen puntos de vista
semejantes:

1. Perú no es todavía una nación; es apenas un proceso de gestación


y un “concepto por crear”, como con belleza de imagen lo definió
Mariátegui.
2. Dicho proceso encuentra en la transformación económica y social del
mundo indígena su fundamento y, ¿por qué no?, su fuerza social de
sustentación.
3. El desarrollo histórico de la sociedad peruana obedece a pautas de
transformación claramente diferenciadas de las que caracterizaron la
evolución de las sociedades europeas o norteamericanas.
4. El Perú como nación es un proyecto bloqueado por el poder latifun-
dista y el poder imperialista articulados en el control del Estado.
5. La economía peruana aparece combinada y desarticulada al mis-
mo tiempo por la imbricación de distintos modos de producción,
pero el nexo que las vincula es la dominación imperialista y el poder
latifundista.
6. El sujeto histórico de la transformación revolucionaria del Perú es un
bloque o un frente de las fuerzas populares definidas como campesi-
nas, obreras y de clase media.

A partir de esta definición común, rastreable en las dos obras funda-


mentales de la época, Por la Emancipación de América Latina, de Haya de la

7. Cuando se habla de “coincidencia en lo esencial” de ningún modo se quiere denotar “identidad”. En el


interior de esa coincidencia existe una diversidad de matices que tenderán a profundizarse en la polémi-
ca. Recordemos, además, que el texto de Haya de la Torre (1935/1985) más utilizado para contraponer a
Mariátegui es El antimperialismo y el Apra, que aunque supuestamente escrito en 1928, fue publicado solo
en 1935. Admitiendo esta aclaración del autor, no tenemos por qué creer a pie juntillas que no sufrió antes
de publicarse ninguna alteración o modificación. Es bastante probable que, como fruto de la violenta
discusión con los comunistas y del debate en el interior del propio movimiento aprista haya sido modifi-
cado. Lo cual introduciría nuevos elementos en la discusión, como son, por ejemplo, aquellos vinculados
con las variaciones operadas en la situación política y en la vida interna del Partido Aprista Peruano.

303
José Aricó

Torre (1927/1985), y los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, de


Mariátegui (1928/1984), se produce en el curso del año 1928 una diferen-
ciación política que concluye en una abierta y franca ruptura. Y los te-
mas sobre los que versa la ruptura, predeterminados en mi opinión por
una diferencia más radical y nunca claramente explicitada, versan sobre
la organización política del frente de clases y el papel a desempeñar por
cada una de estas en dicho frente, y sobre la relación entre el proceso
nacional peruano y la revolución socialista.
Es, vuelvo a decirlo, en el interior de esa constelación de fuerzas
aún no homogeneizadas en torno a una propuesta política definida,
pero orientadas por un mismo propósito de regeneración nacional y
social, donde comienza a emerger una inevitable tendencia a la cons-
titución de partidos políticos diferenciados. El propio Mariátegui,
en el documento sobre los antecedentes y el desarrollo de la acción
clasista en el Perú, que hiciera presentar en la conferencia de 1929,
señala que a su regreso a Europa, en 1923, estaba animado “del pro-
pósito de trabajar por la organización de un partido de clase”. Podría
pensarse que tal propósito reconoce como origen la experiencia eu-
ropea de formación de nuevas organizaciones políticas de izquierda,
populares y campesinas que le tocó vivir. Sin embargo, y sin por esto
negar la importancia que tales hechos pudieron tener en la forma-
ción política de Mariátegui, es oportuno recordar que la voluntad po-
lítica afirmada en 1923, ya había tenido ocasión de expresarse en 1919,
aunque esta vez paradójicamente en su rechazo a la constitución de
un partido socialista en el Perú. Cuando en el Comité de Propaganda
y Organización Socialista, formado por sindicalistas e intelectuales
y con la finalidad de unificar “a todos los elementos capaces de re-
clamarse del socialismo”, una parte de los elementos que la compo-
nían se propone la inmediata transformación del grupo en partido,
Mariátegui, Falcón y sus compañeros se separan porque no conside-
raban esta tarea como posible mientras la presencia de dicho Comité
“no tuviera arraigo en las masas”. Y me parece que se expresa aquí
una misma preocupación política porque es el argumento que puede
explicar el profundo desagrado que manifestó en 1928 ante la actitud
precipitada y unilateral de Haya de formar el Partido Nacionalista

304
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

Libertador cuando aún estaba inmaduro el proceso de diferenciación


política que necesariamente debía de operarse en el interior del Apra
como frente único.
El Apra podía aparecer como movimiento de síntesis de la experien-
cia revolucionaria latinoamericana y asiática en la medida en que su
característica inicial de organismo expresivo de una alianza de clases
perdurara aún más allá de las diferenciaciones que se produjeran en
su seno. De tal modo, y ateniéndose a las particularidades del movi-
miento social continental y peruano, se configuraba como expresión
inédita, original, de la línea estratégica central que la Internacional
Comunista había establecido desde su II Congreso para los pueblos
dependientes y coloniales: la posibilidad de mantener vínculos estre-
chos de colaboración entre las formas estrictamente nacionales de
transformación social y la revolución socialista en cuanto que “mo-
vimiento mundial, al cual no se sustrae ninguno de los países que se
mueven dentro de la órbita de la civilización occidental”. Revolución
socialista mundial y formas nacionales de este proceso podían encon-
trar un principio de resolución en el imprescindible carácter “frentis-
ta” del Apra. Modificada prematuramente dicha característica esencial
del Apra por el apresuramiento personalista de Haya de la Torre, no
quedaba en Perú otro camino que apresurar la formación de un parti-
do “de clase”, capaz de recomponer sobre la base de nuevas definicio-
nes ideológicas y políticas el campo social ahora fragmentado. Lo cual
explica que en un comienzo el debate con Haya de la Torre haya adop-
tado la forma de una defensa de las características esenciales del Apra,
contra la desviación hayista. La lucha por el derecho ineludible de las
fuerzas más declaradamente socialistas a convertirse en partido polí-
tico se da en el interior del aprismo y hasta la muerte de Mariátegui se
opera un molecular y complicado desplazamiento de fuerzas donde las
lealtades personales desempeñaron, hasta cierto punto, un papel rele-
vante. Y hasta hubo un momento en el que el peso moral, ideológico y
político de Mariátegui fue tan decisivo como para aislar de modo tal
al grupo hayista que cupiera “en un sillón”, según la gráfica expresión
de Haya de la Torre. Y habría que preguntarse, pero este es otro tema,
por qué siendo así las cosas el Partido Aprista Peruano, no obstante,

305
José Aricó

emerge a fines de 1930 como una gran fuerza política, capaz de dis-
putar a los comunistas la dirección de las masas y de conquistarlas en
forma perdurable8.
Creo que en la distinta concepción que tenían Haya y Mariátegui del
carácter frentista del Apra está un punto central del debate y la expli-
cación de la inevitabilidad de la ruptura. Para Haya el Apra no era sino
la característica propia que adoptaba en América Latina la forma euro-
pea del “partido político”, de modo tal que ambos eran una misma cosa.
(“El Apra es partido, alianza y frente ¡Imposible! Ya verá usted que sí.
No porque en Europa no haya nada parecido no podrá dejar de haberlo
en América”, le dice a Mariátegui en su carta del 20 de mayo de 1928)
(Martínez de la Torre, 1947/1949; t. 2). Para Mariátegui, en cambio, la exis-
tencia del Apra como frente único implicaba la presencia en su interior
de un proceso de definiciones y diferenciaciones en el que la formación
de corrientes y de organizaciones políticas aparecía como un desarrollo
probable y, en determinado nivel, necesario. Es interesante advertir que
en la polémica aparece reivindicado de manera positiva, tanto de uno y
otro lado, aunque por distintos motivos, el fenómeno del Kuomintang.
Mientras que Haya tenía en mente la imagen del Kuomintang de Chiang
Kai-sheck, el de la derecha que negó y aplastó la presencia de los comu-
nistas en su interior, el Kuomintang de Mariátegui es el de Sun Yat-sen,
el de la alianza con la Unión Soviética y el de la admisión, en el interior
del movimiento y como organización política autónoma, del Partido
Comunista de China. Relativizando la “estimación exagerada de las fór-
mulas asiáticas y de su posible eficacia en nuestro medio”, Mariátegui
aclaraba en una carta escrita en nombre del grupo de Lima a los compa-
ñeros peruanos deportados en México, de junio de 1929, que la experien-
cia del Kuomintang “es preciosa para el movimiento antimperialista de
Indoamérica, a condición de que se aproveche íntegramente”, y que la
crisis por la que atravesaba en esos mementos dicha organización de-
bíase “en gran parte por no haber sido explícita y funcionalmente una
alianza, un frente único” (ídem).

8. Sobre este tema, véase las siguientes contribuciones de ineludible lectura: Deustua y Flores Galindo
(1977); Anderle (1978); Béjar (1980); Balbi (1980).

306
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

Mariátegui considera inaceptable el proyecto de Haya de convertir al


frente único en un Partido Nacionalista Libertador por varias razones
que podríamos sintetizar del siguiente modo:

1. Porque la decisión fue tomada desde México y no como hubiera corres-


pondido desde el núcleo que tenía en Perú “la responsabilidad de nues-
tra obra”. En la citada carta de 1929 que estamos glosando, Mariátegui
advierte “la necesidad de que la acción del Apra en el Perú no sea resuel-
ta por un comité establecido en México, sino amplia y maduramente
deliberada como principal intervención de los elementos que actúan en
el país. Cuantos se coloquen en el terreno marxista, saben que la acción
debe corresponder directa y exactamente a la realidad. Sus normas, por
consiguiente, no pueden ser determinadas por quienes no obran bajo
su presión e inspiración” (Martínez de la Torre, op. cit.);
2. Porque desvirtuaba la idea que originariamente inspiró, hasta en su pro-
pio nombre, al Apra como frente único y no como partido. “Un programa
de acción común e inmediato no suprime las diferencias, ni los matices
de clase y de doctrina. Y quienes desde nuestra iniciación en el movi-
miento social e ideológico, del cual el Apra forma parte, nos reclamamos
de ideas socialistas, tenemos la obligación, de prevenir equívocos y con-
fusiones futuras. Como socialistas, podemos colaborar dentro del Apra
[…] con elementos más o menos reformistas o socialdemócratas […], con
la izquierda burguesa y liberal […]; pero no podemos, en virtud del senti-
do mismo de nuestra cooperación, entender el Apra como partido, esto
es, como facción orgánica y doctrinariamente homogénea”;
3. Porque así como los elementos de izquierda que coadyuvaron a la for-
mación del Apra en el Perú constituían de hecho, y decidían desde
ese momento en adelante organizarse formalmente como Partido so-
cialista, un partido como el que proponía Haya tenía todo el derecho
del mundo de fundarse dentro del Apra, pero a condición de tener
en cuenta que “su biología natural exige que se decida su oportunidad y
necesidad en el Perú y no desde México”;
4. Porque existiendo razones para justificar el proceso de diferenciación
ideológica en el interior del Apra, la decisión de Haya obedecía a una

307
José Aricó

pura e irresponsable actitud personalista, y se basaba en la mentira y


el equívoco como instrumentos de la acción política.

Mariátegui rechaza, por tanto, el proyecto de Haya por ser ajeno al pro-
ceso interno de maduración del movimiento social, por desvirtuar el
sentido de su actividad, por tratar de imponer fórmulas de “populismo
demagógico e inconcluyente”, vaciados de toda verdad que no fuera la
de la “vieja política criolla”, y finalmente por querer establecer un “caudi-
llaje personalista” que contradecía la necesidad de la disciplina de grupo
y de doctrina que requería un movimiento ideológico como el que pre-
tendía consolidar Mariátegui.

Como aclara en una carta previa a Magda Portal, del 16 de abril de 1928,
“me opongo a todo equívoco. Me opongo a que un movimiento ideológico,
que por su justificación histórica, por la inteligencia y abnegación de sus
militantes, por la altura y nobleza de su doctrina ganaré, si nosotros no lo
malogramos, la conciencia de la mejor parte del país, aborte miserable-
mente en una vulgarísima agitación electoral” (Martínez de la Torre, op.
cit.). Y aquí, en mi opinión, aparece claramente indicada la última de las
razones, y quizás la más importante, del rechazo de una propuesta que al
intentar colocarse prematuramente es el terreno del enfrentamiento polí-
tico directo con Leguía, amenazaba con abortar un movimiento todavía
colocado en un plano primordialmente “ideológico” y por lo tanto sin ca-
pacidad de respuestas políticas a la acción represiva del Estado.
Producida la ruptura con Haya, el único camino de acción posible que
quedaba libre para Mariátegui era apresurar la formación de “un grupo
o partido socialista, de filiación y orientación definidas, que, colaboran-
do dentro del movimiento (o sea el Apra, o alianza, o frente único, como
ambiguamente lo califica) con elementos liberales o revolucionarios de la
pequeña burguesía y aun de la burguesía, que acepten nuestros puntos de
vista, trabaje por dirigir a las masas hacia las ideas socialistas” (ídem, p.
301)9. A ese objetivo aplicará en adelante todas sus fuerzas y toda su capa-
cidad de pensamiento y de acción.

9. En el Tomo II del libro de Martínez de la Torre (1947/1949), pueden verse el resto de las cartas antes citadas.

308
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

III

¿Pero qué significaba en el Perú de los años veinte la formación de un


“grupo” o partido político “de filiación y orientación” definidamente so-
cialista, como decía Mariátegui en 1928, o de un partido “de clase”, como
aclaraba en 1929? ¿Hasta qué punto este propósito era realizable en una
situación de extrema debilidad numérica, ideológica y política del na-
ciente proletariado peruano, y de las difíciles condiciones de semi o casi
ilegalidad a [las] que el Gobierno de Leguía sometía al movimiento po-
pular? Y de ser esto posible, ¿qué tipo de partido? ¿Con qué fundamen-
tos ideológicos y políticos? ¿Con qué estructura organizativa? ¿Con qué
fuerzas sociales y de clase de sustentación? Rechazada la propuesta de
corte “nacionalista” de Haya de la Torre ¿qué organización debían dar-
se los socialistas peruanos? Y aquí conviene recordar que en esa primera
etapa de aislamiento de Haya y de redefinición de posiciones socialistas
parecieron emerger tres alternativas:

1. La del grupo comunista del Cusco, que mantenía estrechos contac-


tos con el Buró Sudamericano de la Internacional Comunista y que
se constituyó definidamente como tal a comienzos de 1929. Influidos
por sus vinculaciones con la Internacional y por los resultados de la
conferencia de Buenos Aires resuelven rechazar las gestiones hechas
por Mariátegui para lograr su adhesión al Partido Socialista y prepa-
rar y organizar el Partido Comunista del Perú (Lynch, 1979, pp. 40-41);
2. La de grupos apristas que, como el de Buenos Aires, se oponían al pro-
yecto del Partido Nacionalista de Haya, pero a la vez discrepaban con
la formación en el Perú de un partido de “clase”. Proponían en cambio
una organización de corte antimperialista, nacionalista-revolucionaria
y popular (Martínez de la Torre, op. cit., pp. 309-315)10

10. Existiendo disidencia sobre el nombre a dar a la organización propuesta por los apristas de Buenos
Aires, en el documento enviado a todas las organizaciones apristas de América Latina y de Europa inclu-
yeron las siguientes propuestas: Partido Socialista Peruano, Partido Agrarista Peruano, Partido Popular
del Perú. Es interesante señalar cómo al sostener la necesidad de la fisonomía nacionalista y popular de
la nueva organización, lo hacían desde una perspectiva socialista. En tal sentido, planteaban, por ejem-
plo, la “utilización simultánea de los símbolos socialistas y nacionales” (Martínez de la Torre, op. cit., p.

309
José Aricó

3. La planteada par Mariátegui y el grupo de sus más afines, que enfati-


zaba la necesidad de crear un Partido Socialista, concebido como una
organización de clase, basado en las masas obreras y campesinas or-
ganizadas y “en cuya formación y orientación se esforzará tenazmen-
te por hacer prevalecer sus puntos de vista revolucionarios clasistas”.
Como luego veremos, el énfasis puesto en la designación de “socialista”
del partido a formar, con todas las implicancias que esto tenía, se con-
virtió en el punto central de discusión del grupo de Mariátegui con la
Internacional Comunista.

En el interior de este campo problemático de tendencias divergentes y


contradictorias, constreñido por la doble presión de la recomposición
aprista iniciada por Haya y de la fuerte presión de la Internacional, que
desde 1927 utiliza todos los medios a su alcance para comprometer a los
“comunistas aislados que están de acuerdo con el programa y la táctica
de la IC” en la “iniciativa de constituir un Partido Comunista Peruano”,
Mariátegui intenta desplegar el proyecto de un tipo nuevo de organiza-
ción, no populista, pero sí popular, que colocada en la perspectiva ideal
y política de la clase obrera fuera capaz de aglutinar a su alrededor a
un vasto movimiento de masas, movilizado política y nacionalmente en
torno a un definido propósito de transformación revolucionaria. Este
proyecto nunca estuvo claramente explicitado, aunque existan una se-
rie de documentos (acta de constitución del Partido Socialista, progra-
ma y estatuto, declaraciones públicas y cartas y testimonios privados)
que parecieran demostrar lo contrario. Y que el proyecto no era claro,
sino por lo contrario, profundamente ambiguo desde la perspectiva de
cómo la Internacional Comunista concebía a un organismo de clase,
“consecuentemente” revolucionario y socialista, lo demuestra la firme
oposición que sostuvo frente a él en la conferencia de 1929. La discusión
que la delegación peruana debió sostener con el resto de los delegados
latinoamericanos y en particular con los dirigentes de la IC, demuestra

313). Es sorprendente lo generalizada que estaba la idea de que el atraso de la cultura política de las ma-
sas peruanas obligaba a privilegiar contenidos antes que designaciones. Para todos, se trataba en cierto
modo de ser socialistas en los hechos antes que en las declaraciones.

310
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

fehacientemente que la confrontación no versaba sobre aspectos for-


males, sino sobre una amplia gama de problemas referidos a problemas
teóricos, ideológicos, políticos y organizativos esenciales como eran los
del análisis del imperialismo y sus efectos sobre la realidad peruana,
la cuestión indígena y el problema nacional, el tipo de instituciones de
masas a constituir, el carácter del partido, su composición social, sus
funciones específicas, el modo de constitución de su núcleo dirigente
y de sus relaciones con las organizaciones de base y con las masas. Es
en torno a este tema del partido donde la discusión sube de tono, no
obstante el papel morigerador desempeñado por Jules Humbert Droz, el
representante del Comité ejecutivo de la IC y hasta poco tiempo después
encargado del Secretariado latino.
El tema esencial del debate es el del partido; la crítica que dirige la IC
a la delegación peruana es la de que al negarse a formar un verdadero
Partido Comunista, intentando suplir esa tarea por la de una formación
de corte interclasista, muestran estar todavía prisioneros del esquema
del Apra11; sin tener una clara noción de ello, los comunistas peruanos
daban lugar a una experiencia destinada irremisiblemente a fracasar
al sembrar la confusión entre las masas e impedir la “formación de un
auténtico Partido Comunista”. Es por esto que la lucha de la Comintern
contra el Partido Socialista debe ser analizada como un aspecto más
de su lucha contra el Apra y contra todo tipo de formación política que
no importa cuál fuera la modalidad de nacionalismo revolucionario o
popular que adoptase se colocara objetivamente en un terreno de com-
petencia con el Partido Comunista por la conquista de las masas. Esta
actitud de la IC se irá tornando cada vez más clara hasta alcanzar un
grado inaudito de aislamiento y sectarismo político en el período de la
Gran depresión, es decir, del llamado “tercer período” (1929-1934). Fue
esta una etapa en la cual la IC establece una línea estratégica que, en-
tre otras cosas, define a los sectores políticos intermedios y de la peque-
ña burguesía (socialdemócratas y socialistas de izquierda, en Europa;

11. “Temo que bajo una nueva forma y con una nueva etiqueta tendremos en Perú una nueva edición del
Apra”, advertía Jules Humbert Droz (Luis) a los delegados peruanos (Secretariado Sud Americano de la
Internacional Comunista, 1929).

311
José Aricó

apristas, batllistas, prestistas, irigoyenistas, de “izquierda”, en América


Latina) como los enemigos más peligrosos del proletariado y de la revo-
lución socialista12.
Es importante recordar que esta política, llamada de “clase contra
clase”, venía a modificar una línea estratégica anterior caracterizada
por una política más amplia de alianza con sectores burgueses, peque-
ñoburgueses e intelectuales, línea que, en América Latina, permitió
abrirse paso a diversas tentativas de alianzas estratégicas con los movi-
mientos nacionales-revolucionarios y a formas organizativas más ade-
cuadas para la conquista de las masas obreras y campesinas. Partiendo
del esquema del “bloque de las cuatro clases”, teorizado por Stalin para
la situación china, pero generalizado luego a otros países “semicolonia-
les” (incluida América Latina), los comunistas se esforzaron por romper
su aislamiento y por establecer alianzas con los movimientos naciona-
les revolucionarios. El mismo proceso de formación del Apra, la aproxi-
mación a la Internacional Comunista de organizaciones tales como el
Partido Socialista del Ecuador y el Partido Socialista de Colombia (orga-
nizaciones más “populares” que de “clase”), la aproximación a Prestes,
etc., constituyen ejemplos de una perspectiva estratégica que privilegia-
ba lo más válido de la propuesta del frente único antimperialista. Es por
esta época, y vinculada a la necesidad de buscar formas organizativas
más adecuadas a las condiciones políticas locales, cuando emerge la pro-
blemática de los partidos obrero-campesinos sin duda estimulada por
la apertura al mundo campesino que caracteriza a la nueva dirección
bujarinista. Tratando de dar una base teórica y social a sus posiciones
evolucionistas y a su concepción de la sociedad soviética, Bujarin co-
menzó a considerar a los campesinos de manera más positiva y menos

12. “Parte de los radicales en la Argentina se proclaman a sí mismos ‘radicales-bolcheviques’, tratando de


salvar así al radicalismo, bastante comprometido ante las masas explotadas. Partes del batllismo, abier-
tamente fascistizado, del Uruguay, se denominan ‘avanzados’, ‘marxistas’, ‘simpatizantes del comunis-
mo’, etc. Algunos sectores de la Alianza Liberal de Brasil se declaran revolucionarios y utilizan todas las
formas de adaptación a la creciente radicalización de las masas. Los apristas del Perú, reaccionarios por
todo su contenido, se llaman a veces ‘comunistas tácticos nacionales’, etc., etc. Todas las agrupaciones
feudal-burguesas opositoras utilizan al trotsquismo como bandera e ideología para combatir a la Unión
Soviética, a los partidos comunistas, a la Internacional Comunista” (Bureau Sudamericano de la Inter-
nacional Comunista, 1932).

312
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

ambigua que Lenin. De allí que concluyera afirmando el potencial revo-


lucionario de los campesinos no solo en Rusia, donde apoyaban a una
revolución proletaria, sino también a nivel mundial. En su opinión, era
posible prever un período en el que la “campaña mundial”, bajo la guía
de los obreros, se habría de convertir en la “gran potencia liberadora de
nuestros tiempos”, definición que, vista a la luz de los acontecimientos
posteriores, mostró su aguda capacidad de anticipación (Lewin, 1977,
p. 51)13. Ecos de esta posición pueden aún encontrarse en su informa al
VI Congreso de la Internacional Comunista, cuando era ya un derrota-
do político. La reconsideración del potencial revolucionario del mundo
rural, en momentos que el campesinado sudeslavo mostraba su predis-
posición a sostener formaciones políticas que lo representaban como
tal, y en que aparecían fenómenos como el del Kuomintang y del creci-
miento de las ligas campesinas chinas, y en nuestro continente, de las
mexicanas, retomaba ciertas ideas que habían comenzado a germinar
en el Lenin de los últimos años. La detención en Europa de la expan-
sividad propia de la Revolución de Octubre, la perspectiva de un largo
período de asedio del capitalismo y de lento avance de la revolución en
el interior de Rusia, hizo volver los ojos de Lenin hacia ese mundo no
suficientemente conocido, al Oriente campesino y colonizado que en-
traba en el vórtice de los procesos sociales de transformación. El carác-
ter autónomo de los movimientos de liberación nacional y su función
antimperialista y anticapitalista fue intuido y claramente expuesto por
Lenin en el III Congreso de la Internacional, cuando reafirmó el papel
“activo e independiente” de tales movimientos. Pero esta intuición de
Lenin, que lo indujo a admitir las posibilidades de existencia de movi-
mientos auténticamente revolucionarios –aun fuera del campo de la he-
gemonía material de la clase obrera– o a reflexionar sobre la necesidad
de “adecuar el Partido Comunista al nivel de los países campesinos del
Oriente colonial”, fue sepultada por el peso cada vez mayor y opresivo
de una tradición “obrerista”. La hipótesis leniniana encerraba “in nuce”
el reconocimiento de que en las situaciones de tipo colonial o –semico-
lonial– las fuerzas capaces de encarar transformaciones revolucionarias

13. Cf. Lewin (1977, p. 51) incluye la cita del artículo de Bujarin publicado en 1925.

313
José Aricó

de la sociedad constituyen siempre fuerzas diversas liberadas por el pro-


ceso de disgregación de la economía agrícola y revolucionarizadas por
los extremos costos sociales de dicho proceso. En tales situaciones las
funciones de vinculación entre el campesinado y la débil clase obrera,
entre el estudiantado y la pequeña burguesía patriótica, dicho de otro
modo, la constitución de un nuevo bloque social transformador de la
sociedad, podía encontrar un punto de concreción en la formación de
cuadros revolucionarios dirigentes provenientes en lo esencial de la in-
telectualidad urbana. Y es a este fenómeno al que nos referimos cuando
hablamos de la emergencia en América Latina de un sector social al que
designamos con el término ruso de “intelligentsia”.
Ya hice mención a ciertas particularidades latinoamericanas que ex-
plican el papel excepcional que han desempeñado históricamente los in-
telectuales. Pero creo que es conveniente aclarar que aun dentro de esa
excepcionalidad reconocida, los fenómenos operados en las capas intelec-
tuales latinoamericanas de los años veinte adquieren un relieve especial
sin cuyo reconocimiento analítico resulta difícil entender cabalmente la
dinámica real de las fuerzas que por esos años confrontaban propuestas
de transformación social. En sociedades como las nuestras, tan difícil-
mente parangonables a las europeas, resulta comprensible que en ciertas
condiciones las capas intelectuales se definan más en términos de su co-
mún actitud crítica frente al orden vigente, que por su extracción de clase
o por categorías puramente profesionales. Frente a la ausencia de formas
sociales definidas, no pudiendo apoyarse en una clase económica y social
precisa, la intelectualidad aparece como suspendida en el vacío, planean-
do por sobre el sentimiento de frustración que despiertan las autoritarias
oligarquías nativas y la atracción ejercida por las interminables masas de
“humillados y ofendidos”14. Es ese mismo aislamiento y la sensación de un

14. La expresión “humillados y ofendidos” es de origen dostoievskiana y está utilizada en el sentido en


que la recupera Gramsci: “Esta expresión –‘los humildes’– es característica para comprender la actitud
tradicional de los intelectuales hacia el pueblo y por tanto el significado de la ‘literatura para los humil-
des’. No se trata de la relación contenida en la expresión dostoievskiana de ‘humillados y ofendidos’.
En Dostoievski es potente el sentimiento nacional-popular, es decir la conciencia de una misión de los
intelectuales hacia el pueblo, que no obstante estar constituido ‘objetivamente’ por ‘humildes’ debe sin
embargo ser liberado de esta ‘humildad’, transformado, regenerado” (Gramsci, 1975, p. 2.112, vol. 3). An-
tes se refirió al mismo tema en una carta a su cuñada Tania del 7 de marzo de 1932: “Aquello que en las

314
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

carácter propio, de una “función” propia que debía ser llevada a cabo aun
en contra del curso natural de los hechos, lo que tiende a constituirlos en
una “clase” distinta caracterizada por una fuerte tensión moral, por una
dedicación absoluta a la puesta en práctica de todas aquellas ideas que
pudieran encaminar a los pueblos latinoamericanos a su regeneración
material y moral. De ahí entonces que lo que caracterice a la “intelligent-
sia” sea el sentido misional de su compromiso con el pueblo y la ruptura
radical o el apartamiento de los intereses de la propia clase, antes que su
extracción de clase. No haber podido comprender esto, haber empeñado
en un reduccionismo “obrerista” frente a un sector social de tamaña im-
portancia, fue uno de los límites más serios de la acción obrera y socia-
lista en América Latina. Cuando la relación conflictiva entre ambas fuer-
zas sociales dejó de ser una acción paralela con momentos históricos de
encuentro para transformarse en caminos antagónicos –tal como resultó
del viraje estratégico de la Comintern en 1928– la búsqueda comunista de
una propuesta hegemónica no era sino una pobre frase declamatoria. Tal
como veremos más adelante es precisamente en torno a este tema que las
diferencias entre Mariátegui y la Comintern se muestran más radicales.
Este fenómeno de intelectual alienado15, que en su forma más típica y
más cargada de consecuencias sociales está vinculado a la experiencia de

novelas de Dostoievski es indicado con el término de ‘humillados y ofendidos’ es la gradación más vasta,
la relación propia de una sociedad en que la presión estatal y social es de las más mecánicas y exteriores,
en las que el contraste entre derecho estatal y derecho ‘natural’ (para usar esta expresión equívoca) es de
las más profundas por la ausencia de una mediación como la que en Occidente ha sido ofrecida por los
intelectuales dependientes del Estado; Dostoievski, por cierto, no mediaba el derecho estatal, puesto que
él mismo era ‘humillado y ofendido’” (Gramsci, 1956, p. 585).
15. Alienado no en el sentido filosófico y complejo de la palabra, sino en aquel más pedestre y cotidiano
al que se refiere precisamente el término ruso “otchuzhdenie” (“enajenación”) utilizado por Herzen para
dar cuenta de ese sentimiento que surge como resultado de una “inquietud profunda, un malestar inex-
presable”. El elemento común a todos los miembros de esta intelligentsia era “un sentimiento de profunda
alienación hacia la Rusia oficial y el ambiente que la circunda, y al mismo tiempo el deseo de escapar de
ella y, en algunos, hasta el impulso de liberar al ambiente mismo” (Herzen, 1961, p. 411). Según el estudio-
so M. Confino, las actitudes que parecieran caracterizar la intelligentsia rusa son: “1) la profunda solicitud
por los problemas de interés público: sociales, económicos, culturales y políticos; 2) un sentido de culpa y
de responsabilidad personal por el estado y la solución de estos problemas; 3) la propensión a considerar
las cuestiones políticas y sociales a la luz de problemas morales; 4) el sentirse en el deber de buscar las
conclusiones lógicas definitivas –en el pensamiento como en la vida– a cualquier costo; 5) la convicción
de que las cosas no son como deberían ser y que es preciso hacer algo” (Confino, 1972, p. 118). Sobre este
tema véase la exhaustiva reseña crítica de Di Simplicio (1979).

315
José Aricó

las luchas sociales de la Rusia de mediados y fines del siglo pasado, carac-
terizó también ciertos períodos de las clases ilustradas latinoamericanas.
Y no solo en el pasado, porque quizás comportamientos semejantes, insa-
tisfacciones y tormentos equivalentes, podríamos encontrarlas en toda la
experiencia guerrillera latinoamericana de los años sesenta, aunque las
estructuras sociales se hayan en parte modificado y sean menos amorfas
que las que dieron lugar en el pasado a fenómenos similares.
En mi opinión es a un proceso de este tipo al que asiste la América
Latina de los años veinte, y el significado último de ese gran movimien-
to de reforma intelectual y moral que fue la Reforma universitaria. La
traslación a nuestra realidad de la canonización estaliniana del “bloque
de las cuatro clases”, fundado en un estricto análisis de clase, debía dar
como resultado una práctica política que obnubilada por la referencia
obligada a la burguesía nacional y a sus prolongaciones en el tejido so-
cial, no confiaba en alianzas amplias y positivas con vastos estratos de
la población. Como advierte Tutino (1968, p. 81), “es la siempre huidi-
za alternativa burguesa la que sustancialmente alimenta el sectarismo
proletario, incapaz de hegemonizarla; a fuerza de impotentes y deses-
perados esfuerzos, la idea de hegemonía se convierte en una especie de
exorcismo: la política del proletariado se transforma en una abstracción
metafísica y el propio partido del proletariado se encamina hacia un in-
merecido descrédito”.
Y aquí precisamente residía el límite insuperable de la política de la
III Internacional y de los comunistas en general. La inconsistencia, o
mejor dicho, la contradictoriedad interna de esta política residía en que
al tiempo que instaba a los comunistas a apoyar los movimientos na-
cionales revolucionarios que se enfrentaban con el imperialismo, pre-
tendía que se comprometiesen a crear partidos comunistas de compo-
sición esencialmente proletaria, porque solo en esto residía la garantía
de conquista de la dirección de las fuerzas antimperialistas, lo cual a
su vez era condición ineludible de su victoria. En la medida en que el
proletariado en la sociedad colonial era una clase demasiado incipiente
–como recordaron con tanta justeza los delegados peruanos en la con-
ferencia de 1929– la formación de partidos comunistas del tipo de los
europeos se tornaba irrealizable y a veces –por no decir la mayoría de

316
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

las veces– producía directamente resultados negativos. De hecho, los


partidos constituidos en los países coloniales (o dependientes) estaban
compuestos fundamentalmente por estudiantes e intelectuales, junto a
pequeños núcleos obreros. Y los cuadros dirigentes eran casi siempre
intelectuales. Sin embargo, la Internacional consideraba que este pre-
dominio intelectual constituía la principal debilidad de los partidos
comunistas y su mayor preocupación fue la de “proletarizarlos”. En las
condiciones concretas de América Latina, la “proletarización” de los par-
tidos –categoría equivalente a lo que se llamó su “bolchevización”– solo
podía conducir a una consolidación del sectarismo característico de su
trabajo inicial cuando el sueño de la inmediata revolución mundial los
iluminaba. Lo cual debía concluir lógicamente en una exasperación de
los contrastes y en una imposibilidad real de establecer alianzas de vasto
alcance, “estratégicas” por así decirlo, con organizaciones y con movi-
mientos políticos de la pequeña burguesía revolucionaria. La política de
formación de frentes únicos antimperialistas tendería por tanto a en-
contrar un límite insuperable allí precisamente donde los comunistas
creían encontrar las condiciones imprescindibles para su realización: en
el propio Partido Comunista. Cuanta más flexibilidad táctica para una
política de apertura y de alianzas hacia los movimientos nacionales se
reclamaba, más sectariamente se insistía en la necesidad de preservar
la pureza de la doctrina y del aparato del partido de las impurezas que
esta táctica conllevaba. Esta contradicción solo podía ser resuelta pri-
vilegiando uno u otro de los términos; se modificaba en el sentido de la
intuición de Lenin la concepción misma del partido, o insistiendo sobre
su condición de partido “de clase” se invalidaba el sentido real de la po-
lítica del “frente único”.
El fracaso de la revolución china y la consiguiente ruptura entre na-
cionalistas y comunistas, hecho que acompañaba una serie de cambios
operados en el interior de la Unión Soviética y que condujeron a la li-
quidación de la NEP y de la corriente bujarinista, dio como resultado el
viraje estratégico signado por el VI Congreso de la Internacional (1928) y
la invalidación de hecho de la política del “frente único antimperialista”16.

16. El papel decisivo que desempeñó el fracaso de la revolución china en la modificación de la estrate-

317
José Aricó

Sería arriesgado afirmar que Mariátegui conoció a fondo todo este


proceso; no disponemos de pruebas documentales o testimoniales que
permitan sostener que siguió los entretelones de este debate, excepto
el hecho de que recibía La Correspondencia Sudamericana –publicación
quincenal del Buró Sudamericano de la IC– y probablemente la edi-
ción francesa de una de las publicaciones oficiales, La Correspondance
Internationale. Pero para un hombre que nunca fue ni quiso ser un “cua-
dro” de la Comintern, que no se formó en la tradición histórica de dicha
organización, ni de hecho compartió su patrimonio ideal y sus pautas
políticas y organizacionales, no habría de resultarle fácil penetrar en la
complejidad de una controversia que se remontaba a los inicios mismos
del bolchevismo en cuanto que corriente interna del Partido Obrero
Socialdemócrata de Rusia. Lo que me interesa señalar es que las pre-
ocupaciones de Mariátegui están instaladas en la contradicción antes
apuntada entre política amplia de frente y concepción sectaria del parti-
do, que caracteriza una etapa determinada de la vida de la Internacional
y a la que la estrategia de “clase contra clase” viene a resolver en senti-
do negativo. En tal sentido, se podría afirmar, con todos los riesgos que

gia de la Internacional para los países dependientes y coloniales es reconocido indirectamente por Jules
Humbert Droz en el siguiente párrafo de una de sus intervenciones en la conferencia de 1929: “Ha habido
en América Latina otras tentativas además de la del Partido Socialista propuesto por Mariátegui para
solucionar el problema de la ligazón con las masas. Fue el Apra en el Perú, que tendía a convertirse en el
partido revolucionario de tres clases: pequeña burguesía, proletariado y campesinado, y que quería des-
empeñar en América Latina el papel del Kuomintang en China. Y es también la idea emitida por nuestro
partido brasileño, en el momento en que las tropas chinas del sur marchaban sobre Shanghái, de crear
en el Brasil un Kuomintang en el que entrarían el Partido Comunista con los liberales revolucionarios. La
experiencia del Kuomintang chino ha convencido a nuestros camaradas del Perú y del Brasil de la nece-
sidad de tener un partido del proletariado para hacer la revolución y no un partido de tres o cuatro clases,
donde en realidad dominan los pequeñoburgueses, que impiden el desarrollo de la revolución agraria y
el movimiento revolucionario del proletariado, al que traicionaron en el momento decisivo de la lucha
revolucionaria” (Secretariado Sud Americano de la Internacional Comunista, 1929, p. 102). Es claro que
Humbert Droz no recuerda que la entrada del Partido Comunista de China al Kuomintang obedeció
a una exigencia concreta de la IC, la cual solo logró imponerse merced a la modificación del núcleo
dirigente de los comunistas chinos. Además, no aclara cómo estas ideas que critica pudieron aflorar
entre peruanos, brasileños y otros comunistas latinoamericanos sin que de algún modo existiera el
consenso previo de la Comintern. En el caso del Perú, es evidente que la dirección de la Internacional,
o por lo menos ciertos dirigentes conspicuos de ella, veían con profunda simpatía la actividad de Haya
de la Torre, al que un hombre de la importancia de Losovski consideraba todavía como “compañero
peruano” meses después del enfrentamiento producido en el Congreso Antimperialista de Bruselas,
de febrero de 1927.

318
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

esta posición conlleva, que la propuesta mariateguiana de formación del


Partido Socialista del Perú está en una línea de continuidad con ciertos
aspectos de esa línea anterior de la Comintern a la que esta misma habrá
de calificar luego como “desviacionismo de derecha”. Lo que creo encon-
trar en Mariátegui es una tentativa de resolver la contradicción mante-
niendo todas las virtualidades unitarias del frente único y modificando
la concepción de la Internacional sobre las características definitorias
de la organización política que las condiciones del Perú requerían para
llevar a cabo la propuesta frentista. Existiría por tanto un cierto parale-
lismo de las actitudes, que en el caso de Mariátegui no podemos deducir
de la propia historia de la Internacional y que requiere, en consecuencia,
un análisis más detenido de su itinerario intelectual y político. La vía
crucis de su posición residió en que el punto de encuentro del nuevo
proyecto a articular con ciertas tendencias implícitas de la estrategia y
de la táctica de la IC se produce cuando esta ha modificado radicalmente
su política. De allí que se tornara inevitable un enfrentamiento cada vez
más violento entre Mariátegui y la Internacional, enfrentamiento que,
en la medida que el peruano defendió su punto de vista hasta su muerte,
explica la virulencia con que la Internacional siguió criticando su heren-
cia teórica y política mucho tiempo después de su desaparición17.

IV

¿Cómo podríamos sintetizar las críticas hechas por la Internacional


Comunista al proyecto mariateguiano a través de voceros tan represen-
tativos como Jules Humbert Droz, el camarada Peters –seudónimo de-
trás del cual se ocultaba uno de los dirigentes rusos de la Internacional

17. En el sentido de nuestro planteamiento, hay que recordar que Mariátegui se mantuvo adherido a
ciertas categorías estratégicas o formulaciones de la Comintern elaboradas en el período del V al VI Con-
greso (1924-1928), por ejemplo, la de “estabilización relativa del capitalismo”. El hecho de que hasta sus
últimos escritos siguió pensando en el sistema capitalista mundial en términos de su estabilidad y de que
no participara de la creencia de una inminente y hasta inevitable guerra de las potencias capitalistas con-
tra la Unión Soviética hecho este último del cual la Comintern extraía importantes conclusiones políticas
y estratégicas, es un claro indicio del paralelismo desfasado en el tiempo que creemos encontrar entre las
reflexiones de Mariátegui y las propuestas de la IC.

319
José Aricó

Juvenil Comunista– y Victorio Codovilla, del Secretariado Sudamericano


de la Comintern? La discusión versó sobre un conjunto tan amplio de
problemas que resulta imposible abarcarlos en los límites naturales de
una ponencia ya de por sí excesivamente extensa. Solo abordaré aque-
llos puntos referidos más estrictamente al tema Partido Socialista, que
de todas maneras constituye el eje en torno al cual se desplegó la reite-
rada crítica de la IC a la totalidad de las posiciones sustentadas por la
delegación peruana18.
La caracterización que de tal Partido hacía la Internacional, basán-
dose en las conversaciones mantenidas previamente y en la interven-
ción de Julio Portocarrero (Zamora) que incluía el texto mariateguiano
“Punto de vista antimperialista” (Mariátegui, 1928/1971), era la siguiente:
una organización no bolchevique, que dispone de un programa máxi-
mo y mínimo y que se concibe a sí misma como un partido amplio, “jus-
tamente para impedir que los reformistas tomaran la iniciativa de su
creación e hicieran de él un partido de oposición burguesa en una situa-
ción política caracterizada por signos evidentes del derrumbe de Leguía
con la consiguiente perspectiva de ‘grandes acontecimientos revolucio-
narios’”. Dicho Partido Socialista estaría constituido por varias capas
sociales: proletariado, artesanado, campesinado, pequeña burguesía e
intelectuales, adaptando ciertas pautas programáticas y políticas para
poder actuar en un terreno de legalidad frente al Estado. A partir de esta
caracterización más o menos correcta de las posiciones mariateguia-
nas, la Internacional (Secretariado Sud Americano de la Internacional
Comunista, 1929) introducía las siguientes críticas:

1. La presencia de una total contradicción entre la declaración de pro-


pósitos expuesta en una nota enviada a la internacional tiempo antes,
en la que se afirmaba el reconocimiento de la ideología del marxismo
y del leninismo militante y revolucionario, “doctrina que aceptamos
en todos sus aspectos: filosófico, político y económicosocial” (1929, p.
421), y la decisión de formar un partido reformista y no bolchevique.

18. En adelante, las citas de las intervenciones en la Conferencia de 1929 son tomadas del Tomo II de la
obra de Martínez de la Torre (op. cit).

320
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

2. La negativa a reconocer que la creación de un verdadero partido comu-


nista ideológicamente monolítico “es la condición previa de todo trabajo
revolucionario serio” (1929, p. 425).
3. La idea de que la presencia en el interior de un partido socialista am-
plio y reformista de un núcleo comunista disciplinado ideológica y
políticamente, no podía constituir garantía alguna de acción verdade-
ramente revolucionaria, como lo demostraban algunas experiencias
latinoamericanas (vg. el Partido Socialista del Ecuador) (1929,p. 424).
4. La necesidad de establecer una profunda vinculación con las masas,
objetivo correcto que motiva las formas particulares de acción política
intentada por los peruanos, presupone necesariamente la formación
de un partido comunista y de una “serie de organizaciones paralelas
del partido en que se pueden reunir a las masas” (1929, p. 427). ¿Cuáles
eran esas organizaciones paralelas del partido? Codovilla las detalla-
ba así: “Los bloques de obreros y campesinos pueden constituir or-
ganismos de frente único y de alianza de las diversas capas sociales
interesadas en la lucha contra el imperialismo, pero esos mismos blo-
ques deben estar constituidos por adhesiones colectivas, de manera
que sean organismos de frente único y no se transformen en partidos de
varias capas sociales. Las Ligas campesinas, las Ligas antimperialistas,
el Socorro rojo internacional, los Amigos de Rusia, etc., deben ser las
diversas agrupaciones de masas, en cuyo seno podrían actuar, con-
juntamente con las masas laboriosas, los elementos antimperialistas que
no pueden actuar en el partido del proletariado. Pero para que esas mis-
mas organizaciones de masas tengan una línea política revoluciona-
ria, se presupone la existencia de un partido comunista ilegal, que dé
la línea para toda su labor” (1929, pp. 430-431; énfasis del autor). De
este modo, y adaptando las formas propias de institucionalidad del
movimiento de masas a los moldes ya preparados previamente por la
Internacional se lograba controlar todo el movimiento sin correr “el
riesgo de trabajar en provecho de nuestros enemigos”, enemigos que
no podían menos que ser todos aquellos que cuestionaran este tipo de
estructuración de la multiplicidad de requerimientos y de tendencias
propias de las masas populares.

321
José Aricó

5. Que el proyecto de organizar a un partido compuesto de tres clases


sociales: proletariado, campesinos, y algunas capas de la pequeña
burguesía, al introducir en el interior del partido las contradicciones
propias de esa diversidad social, acabaría por aniquilar “la voluntad
de nuestros compañeros de mantener su carácter clasista” (1929: 429).
Los elementos liberales burgueses y los intelectuales tomarían la di-
rección de ese partido, lo transformarían en un organismo de “opo-
sición legal” al gobierno y utilizarían la influencia adquirida entre las
masas por el partido para desviarlas del camino de la revolución. El
hecho de que los delegados peruanos a la conferencia se mostraran
“dispuestos a hacer algunas concesiones a nuestro punto de vista”,
eliminando a la pequeña burguesía como sector social constitutivo en
parte de la nueva organización, “no cambia la composición social del
partido y el error político persiste”, afirma Codovilla (1929, p. 428). Lo
cual permite deducir que, según el criterio de la Internacional, la in-
correcta composición social del partido se mantenía por la presencia
en él del campesinado y de los intelectuales.
Por una parte, la IC mantiene una caracterización profundamente
negativa de la pequeña burguesía, a la que se le niega cualquier tipo
de capacidad de comprensión de la lucha de clases del proletariado y a
la que sus intereses sociales la conducen inexorablemente a la traición
o a la defección cuando la revolución comienza a abrirse paso. Por el
otro lado se cuestiona la posibilidad de existencia de una potencia-
lidad revolucionaria propia de la masa campesina, excluyendo per se
la perspectiva de un bloque social en la que el campesinado pudiera
desempeñar el papel de fuerza revolucionaria inmediata. La idea del
bloque obrero-campesino, aunque formalmente se mantiene, encu-
bre en realidad una concepción simplemente manipuladora de la di-
rección de las Ligas campesinas por el Partido Comunista. Excluida la
pequeña burguesía y negada la autonomía del mundo rural, la crítica
central contra el proyecto mariateguiano debía apuntar a su aspecto
más peligroso, a su propósito de incorporar a los intelectuales. “El solo
hecho de querer atraer a los intelectuales –dice Humbert Droz– de-
muestra que el Partido Socialista tendría una base y una composición,
social distintas a la de un verdadero partido comunista. Hay que tener

322
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

en cuenta otra posibilidad: es posible que durante algún tiempo, los


pequeñoburgueses y los intelectuales, sean disciplinados; pero en el
momento decisivo, traicionarán, como ha pasado siempre, y es pre-
ciso precavernos de ese peligro” (1929, p. 432). La actitud de los diri-
gentes de la Internacional reflejaba el estereotipo del intelectual como
“traidor”, o por lo menos siempre proclive a la traición, característico
de la visión sectaria y obrerista de los movimientos obreros de la épo-
ca y en particular de los comunistas (El esquemático desprecio por
los intelectuales y por los grupos estudiantiles más avanzados, agu-
dizado al máximo en la etapa del llamado “tercer período” (1928-1933)
se manifestó en el relegamiento cada vez mayor a que se sometió a
los intelectuales de los puestos dirigentes partidarios. Un prejuicio
celosamente sostenido por la Internacional exigía, por ejemplo, que
el puesto de secretario general del Partido fuese ocupado por obre-
ros, aunque ellos no estuvieran en condiciones de desempeñar efec-
tivamente tal función). El rechazo de la virtualidad revolucionaria
del estrato intelectual rebelde y patriota, por lo general de extracción
pequeñoburguesa, vinculado a la tradición nacional y popular, en las
condiciones latinoamericanas no podía dejar de implicar el mante-
nimiento de ciertas características económico corporativas de una
clase tan débil y tan pobre en elementos organizativos, una clase que,
como recordaba Gramsci en un trabajo dedicado entre otras cosas a
combatir la concepción sectaria de los comunistas italianos, “no tiene
ni puede formarse un estrato propio de intelectuales sino muy lenta-
mente, muy fatigosamente, y solo después de la conquista del poder
estatal” (Gramsci, 1977, p. 326).
El rechazo de la predilección por la acción directa y por el gesto heroico,
del romanticismo “libertario” y del individualismo que caracterizaban
el estilo de pensamiento y de acción de los movimientos antimperialis-
tas latinoamericanos y de sus militantes, tratando de contraponerlos
a las virtudes de la rígida disciplina anónima y de un cierto economi-
cismo del “estilo obrero”, que solo existía en las representaciones de
los comunistas, concluyó en un desconocimiento gravoso de su insu-
primible función en la sociedad. Separados del mundo intelectual, los
partidos comunistas se vedaron a sí mismos la conquista de un estrato

323
José Aricó

social sin el cual la tarea de hacer del proletariado o de la fuerza social


que representa su perspectiva la fuerza ideológica y política hegemóni-
ca de la sociedad se convierte en un imposible. Excluyéndolos, trans-
formándolos en el típico caso de “elementos antimperialistas que no
pueden actuar en el partido del proletariado” –como afirmó Codovilla,
quien era, en última instancia, un intelectual–, facilitó el traspaso no
molecular, sino orgánico de las capas intelectuales a las experiencias
políticas de corte nacional-antimperialista y populista que tiñen la
vida de nuestro continente desde la década del treinta en adelante
(Secretariado Sud Americano de la Internacional Comunista, 1929).
“Al sobrevalorar la importancia los factores espirituales” en la carac-
terización del comportamiento político de las clases sociales, según la
acusación que les dirige González Alberdi (1929, p. 477), la perspectiva
política en que intentaban colocarse los peruanos desplazaba el re-
duccionismo de clase fundante del análisis de la Internacional, para
tratar de encontrar en la psicología política, o más bien, en la tradi-
ción nacional, en la historia nacional, las características esenciales
de las fuerzas sociales del Perú. El hecho de que en el caso peruano
la aristocracia y la burguesía criollas no se sintieran solidarias con el
pueblo por el lazo de una historia y de una cultura comunes desem-
peñaba un papel fundamental en todo el razonamiento de Mariátegui
y en su manera distinta de abordar el problema de la historia y de la
cultura nacional, y por lo tanto de los intelectuales.
6. Finalmente, una crítica más que hacía la Internacional a las posicio-
nes peruanas era la creencia de que un programa máximo y mínimo
que contuviera implícitamente una propuesta socialista, pero imple-
mentado por un partido no bolchevique, y “en una palabra, con todas
las características de un partido socialdemócrata” (1929, p. 430), ha-
bría permitido que el proletariado diera un gran paso hacia su evolu-
ción y educación política, aunque como fruto de la propia dinámica
política dicho partido escapara al control de los comunistas. Para la
Internacional esto constituía un craso error, porque al proletariado
solo puede educárselo si se le demuestra “que toda nuestra acción,
por pequeña que sea, tiende siempre a un solo fin: a la revolución.

324
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

Para eso no se precisan ni programas máximos ni mínimos; basta el


programa comunista que es el de la revolución social”. “Hay que hacer
comprender –dice Codovilla– a las masas que el único partido capaz
de dirigirlas a la revolución y al triunfo es el Partido Comunista, que
debe estar formado por una sola clase: el proletariado rural y urba-
no, única fuerza social capaz de realizar la revolución” (1929, p. 430).
Aunque los peruanos, sin duda presionados por el clima adverso pre-
dominante en la conferencia, cambian el programa aprobado en 1928,
y lo sustituyen por el preparado por la célula de París dirigida por
Eudocio Ravines, la Internacional le critica sobre todo la propuesta
“reformista” de municipios obreros y campesinos y la ausencia de una
propuesta de gobierno obrero-campesino como exigencia de poder.
Si recordamos que desde varios años antes la consigna del gobierno
obrero-campesino era el principio vertebrador de la estrategia y de la
táctica de la Comintern, su ausencia en el programa peruano no podía
deberse a ningún olvido sino al soslayamiento de hecho de la temática
del poder, quizás por considerarla fuera o más allá de los objetivos
posibles. En tal sentido, y coherentemente con esto, la propuesta de
las municipalidades obreras y campesinas estaba mostrando la pre-
sencia de un campo de acción conquistable en las condiciones nuevas
creadas por la prevista caída de Leguía.

Estas son las principales críticas que en la conferencia se le hicieron a la


delegación peruana en lo referente a las características de la organiza-
ción política. Aunque esta defendió con perseverancia sus posiciones,
no siempre, o quizás muy pocas veces, lo hizo con una argumentación
plenamente coherente con el sentido de la hipótesis mariateguiana. El
tono que adoptó fue defensivo, tratando de encontrar argumentos en
su favor dentro de la propia lógica del discurso de la IC. Todo lo cual
plantea un nudo de problemas difícil de desentrañar porque la muerte
de Mariátegui implicó también el fracaso de su propuesta, y por tan-
to el no desplegamiento de sus propuestas, aunque ese fracaso estuvo
inscrito en los hechos aun antes de la desaparición de aquel. Solo po-
demos aventurar algunas afirmaciones a modo de pistas para indaga-
ciones posteriores. Es posible que los peruanos hayan adecuado sus

325
José Aricó

posiciones al clima imperante en la conferencia, tratando de disminuir


al máximo las zonas de fricciones con la Internacional, sin embargo la
tozudez con que se mantuvieron en sus posturas nos permite pensar
más en el profundo respeto que tenían por Mariátegui que en un co-
nocimiento plenamente cabal de los elementos fundantes de sus elabo-
raciones; elaboraciones que, por otra parte, estaban en ese período de
investigación en que aun no están definidos claramente sus conceptos.
La necesidad de diferenciarse del Apra y de mantenerse en el terreno de
la Comintern, pero manteniendo al mismo tiempo su plena solidaridad
con las propuestas de Mariátegui, propuestas que eran aceptadas antes
que, probablemente, del todo compartidas, son factores lo suficiente-
mente consistentes como para explicar el comportamiento “defensivo”
del grupo peruano. Otro elemento a tener en cuenta es la aproximación
cada vez mayor a las posiciones de la IC que se estaba operando en al-
gunos miembros del grupo mariateguista, como Ravines, y el propio
Portocarrero. “Ya hemos batallado en Moscú con el compañero Zamora
acerca del rol del Apra, pero una vez que se hubo convencido, defendió
el punto de vista de la Internacional Comunista, frente a los demás com-
pañeros” (dice Humbert Droz; citado en Secretariado Sud Americano
de la Internacional Comunista, 1929, p. 431). Por último, el desaliento
que lógicamente debía suscitar entre el grupo peruano el saber hasta
dónde el proyecto concitaba la oposición de la Internacional, hecho que
sumado al jaqueo persistente del Apra, a las difíciles condiciones políti-
cas imperantes en el Perú y a la debilidad del movimiento social en pro-
ceso de vertebración, mostraba las elevadas probabilidades de fracaso
que él conllevaba. Y señalamos esto último porque hay fuertes razones
para pensar que ese desaliento embargó también a Mariátegui, quien
significativamente proyectó abandonar el Perú para proseguir su labor
intelectual en el clima cultural y político más favorable de Buenos Aires,
en vísperas de acontecimientos que la Internacional y los propios perua-
nos se empeñaron en concebir como “revolucionarios” y de los que él,
muy probablemente, descreyó19.

19. En tal sentido me parece totalmente acertado el juicio de Basadre: “Ahora bien, lo que no está claro
es si, con su viaje proyectado a Buenos Aires, quiso acentuar sus actividades de escritor sobre las de

326
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

Hemos visto de manera sucinta las críticas que la Comintern dirigía


contra el proyecto de Mariátegui. Pero si tales críticas abarcaban un
campo de problemas más amplio que el de las declaraciones programá-
ticas del nuevo partido, lo cual presupone la inevitable presencia de zo-
nas de sombras solo posibles de iluminar mediante la incorporación de
una documentación considerablemente más rica de la que actualmen-
te disponemos –vg. los archivos del Partido Comunista del Perú aún no
abiertos a los investigadores en el caso altamente improbable de que hu-
bieran sido devueltos por los soviéticos–, ¿cómo podemos reconstruir de
una manera aproximada dicho proyecto? ¿Hasta qué punto las críticas
que se le dirigían eran correctas o no? ¿En qué medida los documentos
elaborados por Mariátegui, en especial el acta de constitución del PS, la
declaración programática y los estatutos, etc., expresan realmente y de
manera cabal su pensamiento, o son solamente documentos “diplomáti-
cos”, es decir mediados por la necesidad de la diferenciación con el Apra
y del reconocimiento de la Comintern? Y a su vez, ¿hasta dónde ese pen-
samiento era tan claro como para fundar teóricamente una “autonomía”
que nosotros solo podemos deducir de sus resistencias? ¿Qué relación
de retroalimentación es posible establecer entre este costado “político”
de su reflexión, donde el énfasis está puesto cada vez más, desde 1928 en
adelante, en el reconocimiento de la primordialidad leninista como fun-
dante de la nueva organización, y el costado más genéricamente “cultu-
ral”, en el que sigue reivindicando hasta el final la excepcional impor-
tancia de filones ideológicos absolutamente exteriores –y antipódicos– a
la tradición de la III Internacional? A pesar de la considerable cantidad
de material escrito sobre el tema debemos reconocer que se han dado
muy pocos pasos más allá de lo ya dicho por Martínez de la Torre en sus
Apuntes (1949 [1947]: T. II). Es posible que uno de los caminos de salida del

organizador político y social. Al intentar pasar de aquellas a estas, había sido rudamente golpeado por
las consignas internacionales de entonces, por los intereses, los planes y los esfuerzos de otros hombres
más poderosos que él” (Basadre, 1970, p. 354]. Las cartas a Glusberg de esa etapa confirman que quienes
preparaban en Buenos Aires su instalación eran los intelectuales argentinos a los que desde años atrás
estaba vinculado y no precisamente el Partido Comunista (Martínez de la Torre, op. cit.).

327
José Aricó

impasse interpretativo –hasta tanto no se produzca una ampliación con-


siderable de la documentación existente, de la que no habría que excluir
el hallazgo del original extraviado– resida en colocarse fuera del marco
referencial de la Comintern, y por tanto del “marxismo-leninismo”, para
analizar desde el itinerario ideológico y político del propio Mariátegui,
desde la “continuidad” de su pensamiento, todo el proceso que desem-
boca en la formación del partido socialista. De ese modo se torna expli-
cable, en los mismos términos de “su” marxismo, de “su” leninismo, “su”
pertinaz resistencia a adoptar las modalidades teóricas, estratégicas,
políticas y organizativas de la Internacional Comunista; su “opacamien-
to” luego de la crisis que indudablemente debe haber afectado a la novel
organización con los resultados de la Conferencia de 1929 y su decisión
final de privilegiar su actividad de educador y de formador de una nueva
cultura política al resolver trasladar Amauta a Buenos Aires.
Cuando enfatizo la necesidad de instalarnos en la continuidad de
su pensamiento, no pretendo negar la existencia en él de mutaciones,
de “saltos” producidos a consecuencia del enorme campo de intere-
ses intelectuales en que se desplegaba su actividad teórica y política.
Simplemente me instalo en un lugar desde el cual pueden evidenciarse
con mayor claridad ciertas constantes de su pensamiento y explicarse
con mayor rigor las formas concretas que adoptó en Mariátegui la recom-
posición teórica y política de tanta diversidad de fuentes. Colocándonos
en esta perspectiva su “heterodoxia” constituye una virtud, y no una
limitación, sus “ismos” los instrumentos conceptuales de mediación
para poder inteligir la morfología que adoptaba en Perú el proceso de
organización de las masas populares. La heterodoxia de las posiciones
de Mariátegui con respecto al problema agrario, por ejemplo, aunque
están pensadas por un hombre de débil formación marxista, que igno-
raba elementos importantes del leninismo, poderosamente influido por
concepciones sorelianas, o crocianas, o nietszchianas –y la lista podría
ampliarse bastante– son incuestionablemente socialistas y revoluciona-
rias, y en cuanto tal aproximables al marxismo. Si el problema deja de
ser considerado desde el punto de vista burdamente idealista de la ade-
cuación de la realidad a un esquema preestablecido de propuestas rígi-
das –como hacían los comunistas– para considerarlo desde el punto de

328
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

vista de las condiciones en que en Perú podía formarse y desarrollarse


una voluntad colectiva nacional y popular, Mariátegui nunca aparecería
más marxista que cuando se funda en el carácter peculiar de la sociedad
peruana para establecer una acción teórica y política transformadora.
No podemos criticarle entonces que en su actitud frente al movimiento
indigenista, y más en general frente al proceso de confluencia de la inte-
lectualidad radicalizada y de las masas populares peruanas, Mariátegui
se valga de la teoría soreliana del mito para tratar de encontrar en esta
las categorías con que pensar las condiciones de su expansión. Lo que
debemos preguntarnos, más bien, es qué ausencias había en el marxis-
mo de la III Internacional para que dicho problema solo pudiera ser di-
lucidado apelando a Sorel y no a Marx. Si en todas estas elaboraciones
de Mariátegui podemos encontrar el eco de las mismas preocupaciones
que condujeron a Gramsci a formular categorías claves de su teoría de
la hegemonía como la de “bloque histórico”, y si es fácilmente individua-
lizable el origen soreliano de esta última, la pregunta de por qué Sorel y
no Marx solo puede ser respondida si eludimos el razonamiento tram-
poso de las “influencias” para dilatar hacia la propia teoría el campo de
dilucidación.
Es evidente que la temática de la alianza de la clase obrera con el cam-
pesinado es de estricta raigambre leninista20, y constituye el campesina-
do el presupuesto de una acción revolucionaria socialista en todos aque-
llos países donde la presencia del campesinado es relevante. Nadie puede
dudar de que este es el caso concreto del Perú. Pero para transformar
esta categoría política en una realidad política, era necesario dilucidar
las formas concretas que en Perú asumía o podía asumir el proceso de
confluencia de un proletariado apenas en formación y un campesinado

20. En el Coloquio de Culiacán (s.f.), mi amigo Robert Paris objetó, con toda razón, la exactitud histó-
rica de esta formulación. La temática de la formación de un bloque social basado en la confluencia de
la clase obrera con el campesinado estaba instalada en el movimiento social ruso aun antes del propio
Lenin, quien es más bien uno de sus propugnadores antes que su creador. Y no solo en el mundo obrero
e intelectual, sino fundamentalmente en un partido que, como el socialista revolucionario, expresaba
los intereses del campesinado radicalizado. Sm embargo, sin desconocer la importancia historiográfica
y política de esta observación, que modifica profundamente una interpretación ya consolidada, hay que
reconocer también que esta temática penetra en las luchas sociales del mundo no ruso vinculada a la
propuesta leninista, y como parte inescindible y determinante de sus contenidos esenciales.

329
José Aricó

fundamentalmente indígena, hecho que, como es obvio, impedía cual-


quier tipo de traslación mecánica del plano categorial al plano político.
La Internacional Comunista instó a los socialistas peruanos a resolver
este problema de la misma manera que intentaban resolverlo los demás
partidos comunistas. La constitución del Partido Comunista y el encua-
dramiento de las masas campesinas en el interior de las instituciones
creadas desde fuera de esas masas. En Mariátegui, en cambio, la resolu-
ción de ese problema exigió una reconstrucción histórica de la sociedad
peruana. El formalismo característico del pensamiento de la Comintern
–por lo menos en el período que estamos considerando– no necesitaba
de la historia para aplicar sus fórmulas universales. Y es por eso que re-
sulta vano buscar en las casi 400 páginas de las actas de la Conferencia de
1929 cualquier tipo de recurrencia a la historia nacional de cada pueblo
para fundar las propuestas políticas. Excepto, claro está, el esfuerzo ex-
cepcional, único, de los delegados peruanos. Resulta también tarea vana
buscar en las publicaciones oficiales u oficiosas de la Internacional al-
gún eco de la publicación de los Siete ensayos de interpretación de la realidad
peruana (Mariátegui, 1928/1984). Para la Internacional Comunista, Perú,
América Latina y todo el mundo colonial o semicolonial eran idénticos.
“Para ‘justificar’ la creación de ese partido [socialista] –dice Codovilla–
los compañeros llaman a reflexión al Secretariado sobre las condiciones
ambientes y diríamos –para utilizar una expresión ya clásica– sobre la
‘realidad peruana’. Indiscutiblemente, toda táctica debe ser adaptada
a las condiciones peculiares de cada país. ¿Pero es que las condiciones
del Perú se diferencian fundamentalmente de las del resto de los países
de América Latina? ¡Absolutamente no! Se trata de un país semicolonial
como los otros” (Martínez de la Torre, op. cit., p. 428).
Al desprecio por el reconocimiento del campo nacional que caracteri-
zó a la Internacional, y que explica su negativa a reconocer como campo
político de indagación la historia nacional de cada pueblo21, Mariátegui

21. Recordemos que en la Conferencia de 1929 se cuestionó la propia existencia del Perú como nación, o
como nación en formación al afirmar un vocero de la Internacional que sus fronteras como tales cons-
tituían algo puramente artificial, juicio que era extendido indiscriminadamente al resto de los países
latinoamericanos. Sobre este tema en particular, lamentablemente no he podido utilizar para mi trabajo
dos contribuciones de fundamental importancia presentadas en el Coloquio de Culiacán (s.f.): Oscar

330
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

contrapuso una búsqueda obsesiva en el pasado histórico del Perú de los


elementos de su regeneración nacional, de su peruanización. De allí que
pudiera arribar a la conclusión de que la consigna leninista de la alian-
za obrero-campesina en las condiciones concretas del Perú asumía la
forma históricamente particular de una alianza del proletariado con las
masas indígenas. Pero la confluencia de ambas fuerzas sociales solo re-
sultaba posible si el bloque agrario gamonalista era destruido a través de
la creación de organizaciones autónomas e independientes de las masas
indígenas idea que, por lo que anotamos más arriba, era radicalmente
opuesta a la de la Internacional. La fracturación del bloque intelectual
que excluyó al mundo indígena del espíritu público de la sociedad pe-
ruana, el surgimiento de una tendencia objetivamente de izquierda, que
colocada en la perspectiva de las masas indígenas, mantuvo una actitud
comprensiva frente a la emergencia de las luchas obreras, fueron reco-
nocidos por Mariátegui como hechos de fundamental importancia. Y es
por eso que pudo afirmar que la creación del grupo intelectual proindi-
genista Resurgimiento anunciaba y preparaba una profunda transfor-
mación nacional, lo cual, como es sabido, lo obligó a sostener una áspera
polémica con Luis Alberto Sánchez. Frente a la descalificación que este
hacía del grupo valcarciano, defendió violentamente a un movimiento
que en su opinión habría de coincidir con el de la clase obrera. La “cues-
tión campesina” en Perú se expresaba, según Mariátegui, como “cues-
tión indígena”, o dicho de otro modo, se encarnaba en un movimiento
social concreto y determinado, y de su capacidad de irrupción en la vida
nacional como una fuerza “autónoma” dependía la suerte del socialismo
peruano22. Es en esta confluencia o recomposición de indigenismo y so-
cialismo donde está el nudo esencial, la problemática decisiva, el eje teó-
rico y político en torno al cual Mariátegui articuló toda su obra de crítica
socialista de los problemas y de la historia del Perú y sus esfuerzos enca-
minados a la constitución de un movimiento político de transformación
que debía encontrar en el Partido Socialista del Perú su animador.

Terán “Latinoamérica: naciones y marxismos” y Carlos Franco “De la nación al partido”.


22. Sobre este tema véase mi Introducción al volumen colectivo Mariátegui y los orígenes del marxismo
latinoamericano (AA. VV., 1978, pp. XLIII-LVI).

331
José Aricó

Vemos aquí desplegarse una tentativa inédita por convertir al socia-


lismo en la expresión propia y originaria de las clases subalternas en la
lucha por conquistar su autonomía histórica. La esperanza en una trans-
formación revolucionaria, que en el mundo indígena aparecía como la
prolongación de un pasado de grandeza, sintetizada en la idea de socia-
lismo, podía convertirse en el mito sin el cual la formación de los gran-
des movimientos populares se convierte en un imposible. Peruanizar
el Perú significaba por ello realizar al Perú como una nación socialista.
La fractura del movimiento renovador que tenía en Amauta su principal
centro de agregación significó el primer golpe serio contra este proyec-
to. No pudiéndolo evitar y obligado por las circunstancias a apresurar
la formación de un organismo político, trató por todos los medios de
que su propuesta programática, la composición social de su militancia,
la característica organizativa de sus núcleos de base, el tipo de sus re-
laciones con la Internacional fueran lo suficientemente amplios como
para impulsar y no constreñir el movimiento social en maduración. Por
su formación teórica y por el exacto conocimiento que tenía del esca-
so desarrollo de la experiencia histórica de las masas peruanas, intuyó
que el momento del partido político debía ser un resultado, antes que un
presupuesto de las luchas de masas, que los puntos de condensación y de
organización de la experiencia histórica de esas masas constituían la
trama a partir de la cual, y como un producto propio de la voluntad co-
lectiva en formación, emergía un nuevo organismo político, una nueva
institución de clase donde se sintetiza toda esa experiencia histórica de
luchas y se despliega en un programa concreto la irresistible tendencia
de las masas a convertirse en el soporte de un nuevo proyecto de socie-
dad. El partido político debía crecer, no como un todo completo, sino
en sus elementos constitutivos, en el interior del movimiento de masas
en desarrollo, y solo en la relación con dicho movimiento el partido
encontraba su razón de ser, la garantía contra una sectarización que
lo llevara a encontrar en sí mismo las razones de su propia existencia.
Estas reflexiones que creemos encontrar en el trasfondo de las actitudes
de Mariátegui nos permite comprender el “retraso” con que el comu-
nismo peruano se constituyó en partido, retraso que con justa razón la
Internacional le atribuyó en forma exclusiva. Pero a su vez, nos muestra

332
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

cómo no obstante el movimiento crecía, las organizaciones sindicales y


campesinas se formaban, la Confederación General de Trabajadores del
Perú se constituía, Amauta y el nuevo periódico obrero Labor se difun-
dían, ampliando sus relaciones con otros grupos intelectuales y obre-
ros, es decir cómo iban surgiendo en el movimiento aún informe de las
clases subalternas un conjunto de instituciones en las que se expresaba
la voluntad organizativa de esas clases, aproximando el momento del
surgimiento de un verdadero partido político revolucionario. Es claro
que toda esta voluntad de lucha y de organización tenía un centro de-
cisivo de agregación, que era concebido por Mariátegui como un grupo
comunista, cuya función decisiva debía ser la de impulsor de la madu-
ración de conciencia política, de ejecutante de una obra de preparación,
de educación política, ideológica y organizativa de los cuadros del movi-
miento social. Solo la maduración de este movimiento estaba en condi-
ciones de dar a luz el organismo político que lo expresara. Entre tanto la
función de los comunistas debía ser la de preparar las condiciones de su
formación, acentuando su labor de educación política y de organización
del movimiento de masas. La política de la Internacional era incorrecta
porque al intentar apresurar artificialmente la formación de un partido
comunista creaba las condiciones para una división aún mayor que la
operada por la actitud unilateral y divisionista de Haya de la Torre.
La formación del Partido Socialista, como organización que reúne en
su seno la dirección del movimiento social constituido por el proletaria-
do, las masas campesinas indígenas y las capas de intelectuales radica-
lizados, con un programa democrático radical y controlado por el grupo
comunista dirigente, fue la respuesta que intentó Mariátegui para res-
ponder a esa triple exigencia de la realidad peruana: 1) la necesidad de
disputar la orientación del movimiento social a un Apra en proceso de
reconstitución en torno a Haya de la Torre; 2) la urgencia de encontrar
una forma de vinculación “autónoma” con la Internacional Comunista;
3) las demandas políticas y organizativas del movimiento de masas. En
esta estructura singular, que no creo pueda ser asimilada a organizacio-
nes “interclasistas” sino más bien a esas formas nuevas insinuadas por
los comunistas a mediados de los veinte –partidos obreros y campesi-
nos–, los comunistas habrían podido desplegar, bajo la protección del

333
José Aricó

movimiento de masas y de la estructura legal del Partido Socialista, esa


labor de formación de la conciencia política y de centralización de los
mejores elementos del movimiento social imprescindible para acelerar
la maduración del movimiento. Solo a partir de una situación tal un par-
tido comunista en el Perú tendría una razón de ser.
Es precisamente a esta concepción, factible de ser detectada en la la-
bor política e ideológica de Mariátegui, a la que yo denomino el “antija-
cobinismo” de Mariátegui, aproximable en muchos sentidos al Gramsci
del período ordinovista. El rechazo de la caracterización de la revolución
como un hecho político, antes que social; la intuición de la autonomía
de los movimientos de masas frente al partido; el reconocimiento de la
institucionalidad propia del proceso de organización de las clases sub-
alternas, en cuya morfología se expresa su condición de clases histórica-
mente –y no solo estructuralmente– situadas; la idea de un partido al que
las masas, y no una voluntad externa a ellas, contribuye a formar, todos
estos son los rasgos distintivos de un pensamiento radicalmente opues-
to al que predominaba en la Internacional Comunista, pero también, y
es bueno no olvidarlo, al que explícitamente aparecía en la concepción
hayista del partido aprista en proceso de formación23.
Es paradójico señalar que si hay alguien en quien el esquema leni-
nista de organización influyó poderosamente ese alguien fue Haya de
la Torre. Su concepción de la inorganicidad del movimiento espontáneo
de las masas en los países no europeos, donde la no centralidad del con-
flicto burguesía/proletariado impide la presencia en la propia dinámica
social de los instrumentos ordenadores de la transformación; su privile-
giamiento del partido político como “organizador científico” del proceso
y dirigido en forma vertical y centralizada por un jefe único; la serie de
atributos de tipo mesiánico con que justifica su liderazgo indiscutido; la
concepción de la disciplina política como absoluta supeditación al jefe,
todos estos elementos que caracterizan la visión hayista del organis-
mo político tiene serias reminiscencias leninistas y mussolinianas. Lo
cual es bastante comprensible si recordamos que tanto la experiencia

23. Sobre la concepción de Haya de la Torre en torno al organismo político véase el análisis particulari-
zado hecho por Carlos Franco en su trabajo ya citado (1979, pp. 271-277).

334
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

bolchevique, como la fascista –por esos años no todavía suficientemente


identificada como de derecha– aparecían ante vastos sectores medios
latinoamericanos como experiencias anticapitalistas y socializantes.
La violenta reacción de Mariátegui contra el proyecto hayista se
explica también por su rechazo del jacobinismo a ultranza que se
ocultaba detrás de un punto como el tercero del “Plan de México”. La
formación de una organización político militar revolucionaria era radi-
calmente contrapuesta a su idea de un movimiento ideológico, político
y de masas que por la inmadurez de la situación objetiva peruana y
de la consolidación del propio movimiento estaba colocado fuera de
un proyecto inmediato y concreto de conquista del poder. Y aquí creo yo
encontrar la última –¿y por qué no?– la más decisiva de las diferencias
entre la hipótesis mariateguiana y las de la Internacional y de Haya
de la Torre. La ausencia en Mariátegui de la temática del poder, sobre
la cual nunca se ha reparado suficientemente, quizás porque incons-
cientemente los comunistas aceptaron la polaridad afirmada por los
apristas de un Mariátegui ideólogo puro colocado al margen de la po-
lítica concreta, frente a un Haya de la Torre obsesionado por la toma
del poder –polaridad que, vista desde esta perspectiva, nos remite a
esa imagen exterior del soreliano y del leninista–, solo puede ser en-
tendida cabalmente si aceptamos la misma explicación que da el pro-
pio Mariátegui en su carta al grupo de México cuando sostiene que
de ninguna manera podía permitir que un movimiento ideológico de la
magnitud del que se estaba formando en el Perú fuera abortado por el
proyecto jacobino de Haya. Valdría la pena insistir sobre esta caracte-
rización del movimiento social peruano como esencialmente “ideoló-
gico” (las palabras son suyas) porque en mi opinión pone claramente
de relieve la aguda comprensión que tenía Mariátegui del movimiento
histórico y social por el que atravesaba la sociedad peruana, y a la vez
del grado de paciencia, tenacidad y claridad que se requería para que
la construcción del movimiento político de masas no fuera triturado
(o, como él dice, “abortado”) por hechos no suficientemente valorados
en sus consecuencias y que provocaran, por lo tanto, una crisis social
y política incapaz de ser aprovechada por una fuerza aún débil y en
formación como era la que él se esforzaba por crear.

335
José Aricó

Por eso cuando afirmo que es imposible encontrar en Mariátegui una


temática del poder, quiero decir simplemente que frente al Gobierno de
Leguía (gobierno que, como muchas veces se ha señalado, para aniquilar
políticamente a los partidos opositores, permitió tácitamente las críti-
cas a los regímenes pasados)24 sostuvo una inteligente política de apro-
vechamiento de las fisuras del régimen para estructurar el movimiento.
Una política “de poder” presupone necesariamente un programa de al-
ternativa, pero una alternativa para aparecer como tal debe prever de
manera concreta los procesos reales a través de los cuales la organiza-
ción política que la propone será apta para efectuar, en un tiempo razo-
nablemente previsible, un desplazamiento de fuerzas suficientes como
para imponer precisamente el relevo del poder y su gestión. ¿Es posible
encontrar en los escritos mariateguianos de 1928-1930 reflexiones más
o menos significativas sobre todos estos temas? ¿Podemos hablar de la
presencia en el Partido Socialista de un programa de transición don-
de aparecieran claramente delimitados los fines de esta transición, las
fuerzas que lo alimentan, las proposiciones concretas sobre las cuales se
articula, la relación entre el programa y las posibilidades de realización?
Creo que nada de esto aparecía, porque Mariátegui estaba instalado en
otro terreno, en el terreno que él definía como “ideológico” y que en otra
parte yo a mi vez me permitía definirlo como “fundacional” vale decir,
en ese lugar donde el grito aislado no cuenta, “por muy largo que sea

24. Cf. Macera (1977, p. 79). En torno a este tema controvertido de la actitud de Mariátegui frente a la
coyuntura política peruana de los años veinte, y más en particular sobre el gobierno de Leguía, tiendo
a pensar exactamente como Basadre (1978, pp. 200-201) cuando afirma que “para Mariátegui, combatir
a Leguía no era lo esencial, sino difundir ideas, preparar el ambiente ideológico para la ‘gran transfor-
mación’ y muchas fueron las veces que Mariátegui coincidió con el leguiísmo atacando a la oligarquía
tradicional. Muy común es la tendencia a mirar solo el presente, a adoptar ante el hecho histórico que se
tiene delante una actitud de enloquecimiento considerándolo algo así como un hecho definitivo del cual
se va a acabar el mundo, […] La acción genial puede acelerar el rumbo de la historia pero solo en la medida
en que la época y el momento lo permiten. Algo de esto debió meditar o intuir seguramente Mariátegui
cuya obra por lo mismo que no rozaba los intereses inmediatos y era de tipo estrictamente intelectual,
carecía de fundamental importancia ante los ojos de Leguía y de quienes como él pensaban”. Cuando el
desarrollo del movimiento social afectó al gobierno de Leguía, este hizo uso de todo el poder represivo
del estado. Pero el hecho es que Mariátegui trató de construir una acción teórica y política que evitara
un enfrentamiento que intuía catastrófico para el movimiento de masas. Sobre este tema valdría la pena
de seguir reflexionando porque aquí creo que está una de las claves importantes para comprender su
actitud frente a Haya de la Torre y también frente a la Comintern.

336
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

su eco; vale la prédica constante, continua, persistente. No vale la idea


perfecta, absoluta, abstracta indiferente a los hechos, a la realidad cam-
biante y móvil; vale la idea germinal concreta, dialéctica, operante, rica
en potencia y capaz de movimiento”25.
Tanto la Comintern –a través de su Buró Sudamericano– como Haya
de la Torre criticaron a Mariátegui esa ausencia del problema del poder
a la que hacemos mención. Ambos acabaron por definirlo como un ideó-
logo con toda la carga peyorativa que en ellos tenía esta designación: el
utopista vano que alimenta la esterilidad en la acción. Para Mariátegui
el problema del poder no podía ser tematizado porque no estaba ins-
talado en el horizonte político de las masas trabajadoras peruanas, ni
existía por tanto un movimiento político de masas en condiciones de
plantearlo como una tarea realizable. Para la Comintern y también para
Haya, para que el poder pudiera ser “tomado” solo bastaba que existiera
un organismo político lo suficientemente audaz como para coronar po-
líticamente la irrupción destructiva de las masas en un momento con-
creto. Puesto el énfasis del análisis en la propia organización política, es
lógico que la concepción insurreccionista que alimenta la estrategia de
la Internacional Comunista por esos años tienda poderosamente a coin-
cidir con la propuesta hayista de un organismo político y militar que a
través del pustch rompa el muro de contención con el que las oligarquías
autoritarias intentan frenar el movimiento inorgánico de las clases sub-
alternas. Y porque se considera a dicho movimiento como “inorgánico”
la relación entre organismo político y masas es siempre vista en térmi-
nos “iluministas”, y por tanto “jacobinos”.
Creo encontrar en Mariátegui una visión –¡y el problema reside en
saber hasta dónde ya había alcanzado a ser una concepción!– radical-
mente distinta del “partido de la revolución”. Una visión que lo impul-
saba a considerarlo no como un presupuesto de la acción, sino como un
resultado de las luchas de las masas. Las vanguardias políticas más o
menos “externas” a las masas que se planteaban la tarea de formar ese
“partido de la revolución” (y pongo entre comillas esta expresión porque

25. Original Mariátegui (1928, p. 1). Tomado de Burga y Flores Galindo (1979, p. 193); libro al que lamenta-
blemente tuve acceso solo después de concluido el presente trabajo.

337
José Aricó

la recupero en el sentido marxiano, antes que leninista) solo estarán en


condiciones de realizar dicha tarea desde el interior de un movimiento de
masas autónomo y organizado en una red de estructuras organizativas
reivindicativas y políticas a la vez, estimulando el desarrollo de ese movi-
miento, combatiendo sus momentos corporativos, elevando los niveles
de conciencia de las vinculaciones entre la lucha local y el movimiento
general, o dicho de otro modo, generalizando las experiencias de lucha
y creando las condiciones para nuevos avances. De este modo el creci-
miento del propio movimiento se va configurando como una alternativa
social, y no solo política, al sistema. Si el proceso de constitución del mo-
vimiento social es concebido de esta manera –y existen suficientes ele-
mentos para afirmar que así ocurría con Mariátegui– un partido o una
organización política que se considere verdaderamente revolucionaria
no puede concebirse a sí misma como una típica organización “bolche-
vique”, sino como un organismo de nuevo tipo, cuyas formas organiza-
tivas precisas no pueden ser trasladadas de procesos revolucionarios de
otros momentos o de otros países, sino creadas a partir de las exigencias
y de las características de luchas que son nacionalmente diferenciadas
(con todo lo que esto implica) y a partir de un grado determinado de
organización del movimiento de masas.
Son todas estas ideas las que encontramos viviendo en el horizonte
ideológico y político mariateguiano. El hecho de que no hubieran madu-
rado plenamente no solo derivan de lo prematuro de su muerte, y de la
gelatinosidad del proceso social peruano, sino también de que para que
pudieran abrirse paso era preciso hacer estallar el modelo revoluciona-
rio constituido y difundido hegemónicamente por la III Internacional.
Tuvieron que ocurrir demasiadas cosas en el mundo para que hoy se
pueda intentar un análisis crítico de todo ese movimiento de tan ex-
traordinaria significación, no obstante sus serias limitaciones ideológi-
cas, teóricas y políticas. Mariátegui no las vivió pero por razones que
siempre resultan extremadamente útiles indagar su pensamiento apun-
taba a un horizonte sorprendentemente próximo al de hoy.
Creo que una perspectiva crítica como en la que estamos colocados
puede permitirnos explicar por qué hasta el fin de sus días Mariátegui
insistió, contra la opinión de algunos de sus colaboradores y la presión

338
Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú

irrefrenable de la Comintern en el carácter socialista, popular y autóno-


mo de la nueva organización que se propuso formar, y que solo se con-
virtió en comunista un mes después de su muerte y a costa de su frac-
cionamiento. Las dos direcciones en las que insistía Mariátegui: la de
la dimensión popular del partido en cuanto que forma de organización
política adherente a los caracteres distintivos de la sociedad neocolonial
peruana, y la definición de los rasgos propios a través de los cuales debía
expresarse la dirección política, y que ponía el acento fundamental en la
permanencia y la extensión del movimiento de masa, fueron totalmente
dejados de lado por un núcleo dirigente que, apoyado en la fuerza incon-
trastable de la Comintern hizo de la lucha contra el aprismo la razón de
ser de su existencia política.

Bibliografía

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341
La hipótesis de Justo
Escritos sobre el socialismo en América Latina*

Introducción: América Latina como una unidad problemática

La primera dificultad con que se enfrenta una tentativa de reconstruc-


ción de las características distintivas del marxismo en América Latina
reside en el propio campo geográfico presupuesto en el análisis.
¿Hasta qué punto las diversas formaciones sociales latinoamericanas
constituyen un conjunto único posible de identificar con tal categoría?1
La presencia en la historia de nuestros pueblos de una civilización, una
lengua, una religión, un pasado comunes, ¿es suficiente para definir un
complejo social único, con una identidad propia, de una fuerza tal como
para que se imponga por sobre las profundas diferencias surgidas en
más de siglo y medio de vida independiente de los Estados nacionales

1. Las variaciones históricas en la designación de las naciones surgidas de la desintegración del imperio
español –y portugués– muestran la existencia de esa dificultad en el mismo vocabulario. De modo tal que
podríamos ensayar una reconstrucción histórica de la constitución del objeto histórico “América Latina”
estudiando simplemente la variación de sus designaciones. Véase en tal sentido la síntesis ofrecida por
Aricó (1980, pp. 107-112).

* Extraído de Aricó, J. M. (1999). La hipótesis de Justo. Buenos Aires: Sudamericana..


Nota: [El ensayo] La hipótesis de Justo fue escrito en 1981 y obtuvo una Mención Especial en el Premio
Internacional de Historia “J. L. Romero”. En la ocasión, el jurado estuvo integrado por T. Halperin
Donghi, R. Morse, J. A. Oddone y G. Weinberg. “Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoame-
ricano” fue publicado como introducción al volumen del mismo título, donde Aricó (1978) recopiló
trabajos de distintos autores referidos a Mariátegui. El volumen apareció en la colección Cuader-
nos de Pasado y Presente.

343
José Aricó

que la integran? ¿Puede sostenerse con razones valederas la presencia


continental de una suerte de comunidad de destino (en el sentido baue-
riano) que unifique en un todo abarcable y definible una realidad indis-
cutiblemente diferenciada? Una respuesta positiva a estas preguntas,
que menosprecie sus niveles de problematicidad, conlleva el riesgo de
conducir el análisis hacia el peligroso terreno de una tipologización de
corte sociologista que destruya o silencie el tejido “nacional” en el que
las historias diferenciadas de las clases obreras y populares latinoame-
ricanas se constituyeron como tales. Pero el camino alternativo de en-
fatizar las singularidades históricas y sociológicas de cada uno de los
países que conforman ese no siempre claramente definible mundo de
naciones que es nuestro continente, no acierta a explicar las razones de
la permanencia del problema, el porqué de la pertinaz reiteración de la
temática de la unidad latinoamericana. De un modo u otro, la existen-
cia de un sentimiento latinoamericano en estado virtual o latente nos
habla, sin duda, de algo más fuerte que nos remite a un patrimonio de
experiencias comunes instalado en el inconsciente colectivo. El hecho
de que este sentimiento de pertenencia haya reconocido históricamente
momentos de virtualidad y de latencia indica, sin embargo, que ese con-
junto histórico-social ambiguo y polivalente sufre procesos de consti-
tución y de desconstitución, momentos de vida intensamente colectiva
y unitaria y momentos de desintegración y ofuscamiento del espíritu
continentalista.
La problematicidad de la categoría “América Latina” encuentra así su
fundamento y su explicación en su necesidad de dar cuenta de una rea-
lidad no preconstituida sino en formación, cuya morfología concreta no
puede ser concebida como la “mundanización” de un a priori, sino como
un producto histórico en prolongado proceso de constitución, pero que
puede ser posible como tal por la presencia de un terreno histórico co-
mún que se remonta a una matriz contradictoria pero única. El carácter
asumido por la colonización europea y luego por la guerra de indepen-
dencia, la decisiva impronta que las estructuras coloniales dejaron en
herencia a las repúblicas latinoamericanas sin que estas pudieran aún
hoy superarla del todo; el fenómeno común de la inclusión masiva en
un mercado mundial que las colocó en una situación de dependencia

344
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

económica y financiera de las economías capitalistas de los países cen-


trales; el papel excepcional desempeñado en nuestros países por los in-
telectuales en cuanto suscitadores y organizadores de una problemática
ideológica y cultural común; las luchas que las clases populares, con todo
lo ambiguo y diferenciado según las épocas históricas que tiene la expre-
sión, entablaron por conquistar para cada uno de sus países y para todos
en su conjunto un espacio “nacional” y “continental” propio, una real y
efectiva independencia nacional, son todos elementos que contribuyen
a mostrar la presencia de esta matriz única sobre la que se funda la posi-
bilidad del concepto.
De todas maneras, y aun reconociendo la existencia de un filón la-
tinoamericanista que en determinados momentos emergió con fuerte
densidad histórica y con capacidad aglutinadora (la guerra de indepen-
dencia, el proyecto bolivariano, el antimperialismo de fuerte tono anti-
capitalista de comienzos de siglo, el redescubrimiento de la unidad con-
tinental bajo la envoltura de la Reforma universitaria de los años veinte,
el viraje latinoamericanista como producto de la fulgurante experiencia
de la revolución cubana en los años sesenta), la imposibilidad de definir
con nitidez la condición “latinoamericana” de nuestros pueblos remite a
un problema más general cuya dilucidación tuvo profundas implicacio-
nes sobre la “difusión” del marxismo en un contexto histórico diferen-
te de aquel en que se constituyó como doctrina, y sobre el carácter que
adoptó en algunas tentativas de recomposición teórica y política.
Para decirlo en pocas palabras, el problema surgía por la ubicación
anómala de nuestra región en ese mundo dividido y cada vez más dife-
renciado entre los países capitalistas modernos y aquellos otros defini-
dos como coloniales y atrasados que, desde el advenimiento del imperia-
lismo en las últimas décadas del siglo pasado, se abre paso con una fuerza
incontrastable. La condición ni periférica ni central del subcontinente;
la autonomía de sus formas estatales y la ausencia de dominación polí-
tica directa por parte de los países centrales conquistada por la mayoría
de las naciones latinoamericanas ya desde la guerra de independencia;
la existencia de fuertes movimientos nacionales y populares orientados
a la conquista de un espacio “nacional” propio; el elevado grado de orga-
nización institucional, ideológica y política de las clases gobernantes en

345
José Aricó

países que, como Chile, Argentina y Uruguay, por ejemplo, reproducían


con bastante fidelidad procesos, ya conocidos en Europa, de construc-
ción de ciertos Estados nacionales; el carácter netamente capitalista de
la evolución económico-social, política y cultural de la mayoría de los
países, indican la existencia de características distintivas que no permi-
ten una identificación simplista con ese mundo asiático o africano que la
Tercera Internacional clasificó genéricamente como “países coloniales y
semicoloniales”. Más bien admiten una aproximación a Europa, a esa
Europa de “capitalismo periférico” que Gramsci ejemplificaba con los
casos de Italia, España, Polonia y Portugal, y en los que la articulación
entre sociedad y Estado estaba fuertemente signada por la presencia de
un variadísimo espectro de clases intermedias “que quieren, y en cierta
medida logran, llevar una política propia, con ideologías que a menudo
influyen sobre vastos estratos del proletariado, pero que tienen una par-
ticular sugestión sobre las masas campesinas” (Gramsci, 1971, p. 122)2.
Una diferenciación neta respecto del mundo oriental y una búsqueda
de identidad en la proximidad de Europa comportan, no obstante, un
riesgo que el pensamiento social latinoamericano no ha logrado todavía
hoy sortear con éxito, aunque la crisis de las formas teóricas de su reso-
lución haya permitido alcanzar en el presente una aguda conciencia de
la imposibilidad de resolver el problema en los términos en que históri-
camente se planteó. El riesgo está en que en la misma idea de “aproxi-
mación” subyace implícita la posibilidad de desplazar la comparación
del terreno hasta cierto punto exterior de una semejanza hacia una
relación más interna, más estructural, de identidad fundante de una
evolución capaz de suturar en un futuro previsible los desniveles exis-
tentes. Al aproximarnos a Europa es lógico que acabáramos por pensar
a nuestras sociedades como formando parte de una realidad destinada

2. Sobre los recaudos a que obliga la utilización de esta categoría de “capitalismo periférico” véanse las
utilísimas consideraciones hechas por Juan Carlos Portantiero (1981, pp. 123-132). Refiriéndose a los paí-
ses latinoamericanos arriba mencionados, Portantiero destaca que, más allá de los rasgos comunes que
los aproximan a esas naciones europeas periféricas y de tardía maduración capitalista, en los primeros
aparece con mayor claridad que en las segundas el papel excepcional desempeñado por el Estado y la
política en la construcción de la sociedad. Aunque se trata de un Estado –aclara– “que si bien intenta
constituir la comunidad nacional no alcanza los grados de autonomía y soberanía de los modelos bis-
marckianos o bonapartistas” (Portantiero, 1981, p. 127).

346
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

inexorablemente a devenir Europa. En tal caso, nuestra anomalía no re-


queriría de un sitio propio en la clasificación, puesto que solo indicaría
una atipicidad transitoria, una desviación de un esquema hipostatiza-
do de capitalismo y de relaciones entre las clases adoptado como mo-
delo “clásico”. Pero en la medida en que un razonamiento analógico es
por su propia naturaleza de carácter hipotético o, para decirlo de otro
modo, contrafáctico, las interpretaciones basadas en la identidad de
América con Europa, o más en general con Occidente, no representa-
ban en realidad sino transfiguraciones ideológicas de propuestas polí-
ticas modernizantes. La dilucidación del carácter histórico de las socie-
dades latinoamericanas, como señala agudamente Chiaramonte (1975,
p. 109), constituirá “una suerte de preámbulo al análisis del problema
de su transformación”3; en el fondo, y no siempre claramente explici-
tado, era el aspecto teórico del abordaje de un problema de naturaleza
esencialmente política. No interesaba tanto la realidad efectiva como la
estrategia a implementar para modificarla en un sentido previamente
establecido.
Prácticamente desde el inicio de la vida independiente de sus nacio-
nes, la especificidad latinoamericana fue definida por los historiadores
y políticos de la región –funciones ambas que no por casualidad fueron
cumplidas en buena parte y hasta avanzado el siglo XX por los mismos
individuos– en forma negativa, como una herencia colonial a superar. Y
esto explica que la investigación se orientara fundamentalmente a expli-
car las razones de las desviaciones con respecto a un patrón de normali-
dad idealizado y que encontró en la historia distintos sitios de represen-
tación. Aunque Inglaterra y Francia fueron en las primeras épocas los
ejemplos paradigmáticos, acabaron siendo los Estados Unidos el espejo
en el que las jóvenes repúblicas latinoamericanas desearon reflejarse. Y

3. Es ese condicionante político el que explica su constante reiteración en la historia, en la medida en


que su dilucidación era considerada como un prerrequisito para decidir el tipo de transformaciones a
encarar en el presente. Sin embargo, este condicionante político que en los historiadores de fines de
siglo aparece claramente explicitado se obnubila por completo con la introducción de una perspectiva
marxista. La aplicación inadecuada de los criterios metodológicos del pensamiento marxista a un objeto
histórico, cuya naturaleza intrínseca era apriorísticamente equiparada a la que permitió su elaboración y
sus aplicaciones relevantes, conducía necesariamente a un error “que condicionó toda la historia de este
problema y lo convirtió en un gran equívoco” (Chiaramonte, 1975, p. 111).

347
José Aricó

esto por el hecho de que esa gran nación “americana” graficaba de ma-
nera incontrovertible cómo una diversidad de origen podía conducir a
un país americano a una diversidad de destino. Y aunque la reacción
modernista cuestione a comienzos de siglo el materialismo utilitario
y maquinizado que pervertía la democracia tocquevilliana, no lo hacía
para descalificar el ejemplo sino para asignar a la herencia cultural gre-
colatina y cristiana de América Latina la función de completarlo en una
síntesis ideal confiada a los resultados del progreso evolutivo.
La ruptura del orden colonial fragmentó el vasto patrimonio de la
historia cultural de nuestros pueblos haciendo emerger la pregunta
por una identidad que no aparecía claramente inscripta en la lógica de
hechos totalmente nuevos, contradictorios y, las más de las veces, des-
alentadores. El debate en pro o en contra de Europa no podía dejar de
fundarse en proyectos o exigencias que encontraban su referente en
la propia historia europea. Y si las corrientes liberales y democráticas
propugnaban transformaciones que permitieran la conquista de la ci-
vilización, del progreso y de la libertad que visualizaban en las nacio-
nes capitalistas modernas, aquellas otras corrientes de raíz conserva-
dora pugnaban por el mantenimiento o la reconquista de estructuras
económico-sociales y de poder alejadas del materialismo, de la ausen-
cia de solidaridad, de proletarización de las masas y de perversión de
la vida humana, de desorden social y revoluciones, de la aparición de
fenómenos aterrorizadores bajo las formas de socialismo, comunismo,
anarquismo, ateísmo y nihilismo, que descubrían en aquellas mismas
naciones y que veían insinuarse en sus propios países. Si para los pri-
meros debía ser tomado como ejemplo el nuevo orden social iniciado
en Europa con la Revolución Francesa, y al que el terror provocado por
la revolución de 1848 frenó en sus impulsos más radicales y democráti-
cos, sin anular sus tendencias liberales moderadas, para los segundos,
en cambio, la adopción de formas políticas que remedaban el absolu-
tismo y que se alimentaban de ideologías fuertemente conservadoras y
autoritarias podía constituir el único dique de contención para la marea
jacobina que amenazaba destruir al mundo. La discusión, por tanto, no
versaba sobre el apoyo o el rechazo de Europa, sino sobre cuál época de
su historia podía servir de fuente de inspiración y de modelo a seguir.

348
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

Colocados en esta perspectiva, la historia del marxismo en América


Latina puede ser analizada como formando parte de la historia de las
diversas formulaciones teóricas y resoluciones prácticas que sucesi-
vamente el pensamiento latinoamericano fue dando a este proble-
ma. Hecho que, bien mirado, constituye una demostración de cómo,
aun en sus momentos de mayor exterioridad, el marxismo fue parte
de nuestra realidad, aunque mostrara una evidente incapacidad para
descifrarla en su conjunto y para convertirse –como postulaba Engels–
en una expresión “originaria” de ella. Su suerte fue en buena parte la
suerte corrida por todo el pensamiento latinoamericano, por lo que
hablar, como aún hoy se hace, de su insuperable limitación “europeís-
ta”, pretendiendo de tal modo contraponerlo a otras corrientes de pen-
samiento no sabemos por qué razones exentas de tal estigma, no es
sino una forma extravagante y caprichosa de desconocer que el pensa-
miento europeo fue en América Latina un presupuesto universal por
todos reconocido para sistematizar de una manera racional cualquier
tipo de reflexión sobre su naturaleza y sus características definitorias.
Y fue esta sin duda la razón que impulsó a una de las inteligencias más
advertidas del problema a enfatizar, en la advertencia de un libro que
signó una nueva estación del marxismo latinoamericano, que “no hay
salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeos
y occidentales” (Mariátegui, 1977b, p. 12). A partir de este reconoci-
miento, es posible sostener que el camino recorrido por el marxismo
en América Latina, desde el carácter preferentemente difusivo que,
como es lógico, tuvo en sus inicios, hasta el intento de adecuación a
las nuevas condiciones de la sociedad argentina realizado por Juan B.
Justo, y las tentativas de recomposición de sus formas teóricas y de sus
propuestas prácticas ensayadas a fines de los años veinte –cuando el
debate entre José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre hizo
emerger por vez primera con rasgos diferenciados y logró describir
en sus formas generales los problemas de la transformación que en
estado práctico la revolución mexicana venía planteando desde 1910–
debe ser visto no tanto como un resultado necesario de las dificultades
insuperables de una ideología congénitamente inadecuada para pen-
sar una realidad excéntrica, sino como el indicador de las limitaciones

349
José Aricó

prácticas, y como consecuencia también teóricas, de ese movimiento


real representado por las clases trabajadoras en proceso de constitu-
ción desde fines de siglo.
La herencia histórica del movimiento obrero, no importa cuál sea la
orientación ideológica que finalmente en él predomine, es siempre la
expresión compleja y contradictoria de las distintas fases de una lucha
de clases que opera en el interior del tejido histórico en el que la clase
obrera se constituye como tal, crece y se autoorganiza. En cuanto for-
ma teórica de este movimiento real, las limitaciones e incapacidades del
marxismo para abrirse paso en el interior de esta nueva realidad remi-
ten a dos campos de problemas que en América Latina fueron abordados
y resueltos en la teoría y en la práctica de manera tal que el resultado no
fue, en modo alguno, el previsto. La visión tan cara a ciertas corrientes
marxistas de una determinación “socialista” de la clase obrera fue con-
tradicha por una realidad que, como tal, no podía dejar de cuestionar
los presupuestos sobre los que dicha visión se fundaba. Si socialismo y
movimiento obrero son aún hoy en Europa dos aspectos de una misma
realidad –por más contradictorias y nacionalmente diferenciadas que se
evidencien sus relaciones–, en América Latina constituyen dos historias
paralelas que en contadas ocasiones se identificaron y que en la mayoría
de los casos se mantuvieron ajenas y hasta opuestas entre sí. Ni la his-
toria del socialismo latinoamericano resume la historia del movimiento
obrero, ni la de este encuentra plena expresión en aquella.
Esos dos campos problemáticos a los que hicimos mención se re-
fieren en esencia a la forma teórica en que el marxismo se introdujo y
difundió en América Latina, y a la morfología concreta y diferenciada
que tuvo en nuestra región el proceso de constitución de un proletaria-
do “moderno”. En nuestra opinión, es el segundo campo de problemas
el más importante y hasta cierto punto el decisivo, puesto que fija las
condiciones y modalidades de los niveles globales de la lucha de clases
y por tanto la forma de la teoría. Y no podemos dejar de recordar que
es precisamente aquí donde el marxismo latinoamericano mostró una
notable incapacidad analítica, de modo tal que, en vez de representar las
formas teóricas del proceso de construcción política de un movimiento
social transformador, fue, en realidad, o un mero reflejo del movimiento

350
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

o una estéril filosofía de un modelo alternativo. Sin embargo, la natu-


raleza del presente trabajo nos obliga a analizar aquí el primero de los
problemas, referido a la forma teórica del marxismo latinoamericano,
en la experiencia concreta del primer intento de pensamiento y de ac-
ción por establecer una relación políticamente productiva entre teoría y
movimiento social.

I. Para un análisis del socialismo y del anarquismo latinoamericanos

1. Obstáculos para la difusión del marxismo

Si la doctrina marxista logró difundirse y conquistar una presencia he-


gemónica, o por lo menos significativa, entre las clases trabajadoras
europeas, venciendo la fuerte resistencia que le oponían otras corrien-
tes ideológicas anarquistas, nacionalistas o democráticas, en América
Latina este proceso debió afrontar además otros obstáculos inéditos
y en buena parte aún insuperados. En primer lugar, la ausencia de un
modo de producción dominante en el que la emergencia de una mano
de obra libre y asalariada adquiriera los rasgos de tipicidad y el grado
de generalización característicos de las formaciones capitalistas moder-
nas. De ahí que, aunque el romanticismo social fuera un componente
inseparable del movimiento independentista y de la formación de los
Estados nacionales –lo cual habla de la facilidad con que las ideologías
de transformación social penetraron en nuestra región–, el socialismo
como pensamiento y como acción, y con él la difusión de concepciones
de matriz marxista, solo comenzó a evidenciarse hacia fines de siglo,
una vez que se hubo completado la abolición de la esclavitud en algu-
nos de los países más avanzados, o que en otros las fuertes inmigracio-
nes europeas hubieron creado una masa considerable de trabajadores
libres. Sin embargo, la aparición en el escenario de las luchas sociales de
las nuevas figuras del proletariado, de sus instituciones de clase y de for-
maciones políticas socialistas estuvo condicionada en buena parte por la
inmadurez en el desarrollo de un capitalismo industrial de algún modo
parangonable al de ciertos países europeos y también a las limitaciones

351
José Aricó

que caracterizaron el proceso de abolición del trabajo servil4. La imposi-


ción externa de las relaciones de producción capitalistas solo logró abrir-
se paso al precio de una imbricación atípica de formas productivas que
mantuvieron hasta las primeras décadas del siglo XX la presencia, en
algunos casos decisiva, del trabajo servil. Pero la coexistencia de trabajo
servil y trabajo asalariado, si bien generalizaba formas de relaciones que
permitían la reproducción del capital, establecía límites insuperables
para la constitución de una clase obrera moderna. El resultado fue la
marginalización de una parte sustantiva de la fuerza de trabajo, la limi-
tación del peso del proletariado agrícola y el aislamiento frente al mun-
do rural de un proletariado de industria de por sí fuertemente minorita-
rio y desplazado geográficamente hacia las zonas mineras y de la costa5.
Lejos de conducir a una modernización y a una uniformación material
de la diversidad de lo social existente, la introducción y el desarrollo del
capitalismo en América Latina produjo una forma económica relativa-
mente inédita caracterizada por la superposición del modo capitalista
de producción sobre todas las formas anteriores y por la transformación
de estas –sin su previa destrucción– en productoras de mercancías.
Las necesidades suscitadas por la explotación capitalista de nuestros
recursos naturales demandaron la construcción de obras de infraestruc-
tura como ferrocarriles y puertos, al mismo tiempo que la creación de
una incipiente industria de transformación en los ramos de minería,
textiles, alimentación, vehículos. Con la relativa expansión de un indus-
trialismo moderno y de la incorporación de la agricultura al mercado
mundial, se fue constituyendo una masa de trabajadores sometidos a

4. “También la aparición del socialismo está frecuentemente condicionada por la abolición de este tra-
bajo servil. Es en 1905, por ejemplo, o sea un año después de la abolición parcial de las corveas para los
indígenas, cuando se constituye la primera organización socialista de Bolivia, la Unión Obrera Primero
de Mayo. La creación formal del Partido Obrero brasileño, en 1890, siguió igualmente a la abolición de
la esclavitud (1888). Y si el primer periódico obrero cubano, La Aurora, circuló desde 1865, la iniciativa de
militantes como Enrique Roig San Martín o Fermín Valdés Domínguez fructificó, en el Congreso Obrero
de 1892, solo después de la abolición definitiva de la esclavitud (1889)” (Paris, 1978, p. 166).
5. La ubicación geográfica desplazada hacia los puertos y zonas costeñas del proletariado industrial y
de servicios limitó fuertemente la posibilidad de expansión nacional de organizaciones socialistas que,
como la argentina o uruguaya, habían logrado una relativa implantación entre los trabajadores urbanos.
Sin embargo, las áreas de difusión de las corrientes políticas socialistas o anarquistas obedecen a muchas
otras razones que no son simplemente las de las características estructurales de la fuerza de trabajo.

352
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

las más duras condiciones de trabajo –especialmente en los lugares de


predominio del trabajo servil–, a una penosa explotación económica y
a la negación de los derechos y garantías formalmente reconocidos por
las constituciones “liberales” que las clases dominantes de las jóvenes
repúblicas habían impuesto en sus países. A su vez, las demandas del
mercado mundial en expansión y el déficit crónico de fuerza de trabajo
en algunas regiones latinoamericanas condujeron a las clases dominan-
tes locales a apresurar el proceso de formación de una masa de trabaja-
dores libres mediante la inmigración masiva de mano de obra excedente
europea o asiática en una magnitud tal que en países como la Argentina
los inmigrantes constituyeron por muchos años la gran mayoría de los
trabajadores de la ciudad y del campo. Y este componente extranjero ha-
bría luego de gravitar sobre las características y la ideología del proleta-
riado de las zonas de inmigración masiva (Argentina, Brasil, Uruguay,
etc.) contribuyendo a darle una impronta que solo habrá de modificarse
en la década de los treinta, cuando los nuevos procesos de industrializa-
ción absorban de las migraciones internas el flujo de fuerza de trabajo
necesaria6.
El hecho es que las características propias de la expansión capitalista
en América Latina y la profunda transformación operada por la intro-
ducción masiva de fuerza de trabajo extranjera en un período relati-
vamente breve provocaron una dislocación económica y social radical
de toda la sociedad latinoamericana. Lo que ante los ojos de las clases
dominantes y de la inteligencia americana aparecía como un gigantes-
co esfuerzo de “europeización” de toda la región, proceso que era exal-
tado como una conquista irreversible del progreso y de la civilización,

6. Es un error demasiado generalizado atribuir en forma casi exclusiva el tipo de comportamiento de la


clase obrera del período al hecho de su condición extranjera. Es indiscutible que dicha condición operó
como un elemento retardatario de los procesos de nacionalización de los trabajadores. Pero exagerar su
importancia conduce a menospreciar la importancia decisiva que tienen los análisis histórico-estruc-
turales en el estudio de la constitución de la clase obrera latinoamericana y de sus formas de acción.
Solo a partir de esos estudios –aún tan escasos y deficientes en nuestra historiografía– será acaso po-
sible encontrar el fundamento real de una similitud de comportamientos incluso en lugares donde la
inmigración fue notoriamente menor o casi inexistente. No es necesario aclarar que este error de tipo
reduccionista tiene como trasfondo político la visión del socialismo como un fenómeno “externo” a una
realidad supuestamente ajena a las determinaciones de clase.

353
José Aricó

ocultaba en realidad una distorsión siempre mayor de la sociedad glo-


bal, una diferenciación creciente de las estructuras económico-sociales,
que fracturaban las sociedades nacionales en zonas de “modernidad” y
zonas de “atraso”. Antes que en un continente arrastrado irremisible-
mente al torrente del progreso universal, América Latina se transforma-
ba velozmente en una vasta área de disgregación social que exacerbaba
las tensiones, desarticulaba las relaciones sociales tradicionales y pos-
tergaba sine die la constitución de esas naciones burguesas que el pen-
samiento positivista europeo y su réplica americana concebían como un
resultado ineluctable del pasaje de la sociedad militar a la sociedad in-
dustrial, o, dicho de otro modo, de una sociedad estamental controlada
por caudillos a una sociedad de clases en lucha entre sí, pero regulada
por el saber científico. Tal como ya había observado Marx para el caso
de Rusia –esbozando una perspectiva de búsqueda que quedó lamenta-
blemente inconclusa, y que sus discípulos no parecieron tener interés
alguno en desarrollar:

[…] la aparición del sistema ferroviario en los principales países ca-


pitalistas permitió –e incluso obligó– que naciones en las que el ca-
pitalismo abarcaba solo una reducida capa superior de la sociedad
crearan y ampliaran repentinamente su superestructura capitalista
en una medida enteramente desproporcionada al conjunto del orga-
nismo social, que llevaba a cabo la mayor parte del trabajo productivo
según los métodos tradicionales. Por eso no cabe la menor duda de
que en esos Estados el ferrocarril ha acelerado la desintegración so-
cial y política, de la misma manera que en los Estados más avanzados
ha acelerado el desarrollo final y, por lo mismo, la transformación fi-
nal de la producción capitalista (Marx, 1879/1981, pp. 126-127).

Tanto América del Norte como América del Sur estaban involucradas
contemporáneamente en un mismo proceso de incorporación al mo-
vimiento general de la sociedad moderna; sin embargo, las vías que
debieron recorrer resultaron en definitiva diferentes, porque también
eran por completo diferentes sus respectivas estructuras económicas
y sociales. Los mismos elementos técnicos y procesos económicos que

354
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

condujeron a una sociedad que, como la norteamericana, era capitalista


desde sus inicios, a transformarse ya a finales de siglo en una nación mo-
derna, hicieron aflorar en Hispanoamérica un mundo de problemas no
resueltos que trasladaron a un futuro impredecible los sueños de la con-
quista de una plena modernidad para las repúblicas del subcontinente7.
Una situación como la aquí esbozada no podía menos que provocar se-
rias consecuencias sobre el tipo de socialismo y sobre sus áreas geográfi-
cas de difusión, en un territorio en el que el surgimiento de un proletaria-
do relativamente numeroso creaba condiciones en apariencia aptas para
su expansión. En primer lugar porque ese proletariado, en virtud preci-
samente de su situación objetiva, tenía fuertes limitaciones estructurales
para constituirse por sí mismo en una clase obrera capaz de unificar, en
torno a su propio accionar, todos los antagonismos que el desarrollo capi-
talista hacía aflorar. En la medida en que sus relaciones con el resto de las
masas trabajadoras estaban predeterminadas por la desarticulación eco-
nómica, social y política de la sociedad global, su propia identidad como
clase obrera tendía objetivamente a constituirse como una conciencia de
tipo corporativo, con el consiguiente eclipsamiento de toda la multifacé-
tica problemática de la realización nacional. La lucha por la legalidad de
su acción de clase, por el reconocimiento de sus propias instituciones, por
la conquista de sus reivindicaciones como productor y como ciudadano,
tendía paradójicamente a acentuar las inevitables características “cosmo-
politas” de toda clase obrera naciente. Y cuando en una etapa posterior de

7. Marx retornó muchas veces sobre las causas de la completa modernidad de los Estados Unidos. En los
Grundrisse (Marx, 1976: 92), por ejemplo, afirmaba lo siguiente: “[...] un país en el que la sociedad burguesa
no se desenvolvió sobre la base del régimen feudal, sino a partir de sí misma; donde esta sociedad no se
presenta como el resultado supérstite de un movimiento secular, sino como el punto de partida de un
nuevo movimiento; donde el Estado, a diferencia de todas las formaciones nacionales precedentes, es-
tuvo subordinado desde un principio a la sociedad burguesa, a su producción, y nunca pudo plantear la
pretensión de constituir un fin en sí mismo; donde, en conclusión, la sociedad burguesa misma, asocian-
do las fuerzas productivas de un mundo viejo al inmenso territorio natural de uno nuevo, se desarrolla
en proporciones hasta ahora ignotas y con una libertad de movimientos desconocida, y ha sobrepasado
con largueza todo trabajo precedente en lo que atañe al dominio sobre las fuerzas naturales; y donde,
por último, las antítesis de la sociedad burguesa misma aparecen solo como momentos evanescentes”.
En este sentido Engels (s.d.) podía sostener con una expresión paradójica que América era “el más joven
pero también el más viejo país del mundo”, un país burgués desde el inicio de su historia y en el que la
república burguesa se constituye en una suerte de modelo al que tenderán a conformarse los Estados
modernos arrastrados por el mecanismo de reproducción del capital.

355
José Aricó

su evolución superó en parte su “antiestatalismo” inicial, para incorporar


a sus exigencias la necesidad de una democratización radical de la socie-
dad, esta dilatación de sus perspectivas no significó en realidad la postu-
lación de un proyecto propio y diferenciado de constitución de la nación,
sino la lucha por la conquista de los presupuestos necesarios para que la
propia acción de clase estuviera en condiciones más favorables para triun-
far. Democratización radical y profundización del desarrollo capitalista
aparecían así como dos elementos complementarios e insuprimibles de
un proceso único de superación del atraso y de maduración de las condi-
ciones para una transformación social. De hecho, el movimiento obrero
quedaba reducido a un mero polo radical en el interior del movimiento
democrático burgués.
Como no podía ser de otro modo, la objetiva inserción de la clase obre-
ra en un proyecto de modernización burguesa de la sociedad daba como
resultado no enteramente deseado, ni previsto, una peligrosa fragmenta-
ción del movimiento social; la clase obrera se excluía a sí misma de su po-
tencial capacidad de centro de agregación social y política de las demandas
de todas las clases explotadas, para convertirse finalmente en parte de un
bloque de fuerzas que por su situación objetiva, y por sus propuestas ideo-
lógicas, tendía a excluir el mundo de las clases subalternas erosionadas
por el crecimiento capitalista. Entre masas populares, fundamentalmente
rurales, y proletariado urbano8, la fractura inicial derivada de las caracte-
rísticas intrínsecas del tipo de desarrollo capitalista se profundizará hasta
alcanzar los grados extremos de dualización que la sociología latinoame-
ricana ha calificado de manera aproximativa como de “colonialismo inter-
no”. Cuando la crisis de los años treinta provoque un sacudimiento radical
de todo este sistema, ambas vertientes del movimiento social irrumpirán

8. Estamos simplificando. La relación ciudad-campo es extremadamente más compleja que el simplista


esquema de la progresividad per se del modelo urbano sobre el rural, que, como es comprensible, era un
supuesto incuestionado del “marxismo” de la Segunda Internacional, pero también de la Tercera en la
medida en que la recuperación leninista de la potencialidad política del campesinado no significaba la
liquidación del paradigma urbano-obrerista sobre el que se fundaba. Para nuestro caso, y como veremos
más adelante, resulta de interés recordar la posición de Juan B. Justo al respecto por cuanto su proyecto
de un desarrollo argentino basado en una democracia rural avanzada tendía a distinguirlo netamente
de ese marxismo “alemán” –y por tanto también bernsteiniano– al que con demasiada ligereza se lo ha
querido siempre adscribir.

356
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

en la vida política e intelectual de las naciones latinoamericanas como dos


corrientes netamente diferenciadas y hasta antagónicas, profundizando
gravemente una diferencia preexistente y abriendo una nueva etapa en
las luchas sociales que aún está lejos de concluir.
La segunda consecuencia se refiere a las expresiones ideológicas de
todo este proceso. Porque es evidente que las dificultades objetivas con
que se enfrentaba la clase obrera para constituirse como tal se daban en el
interior de un tejido nacional y continental en el que predominaban una
multiplicidad de corrientes democráticas revestidas de un fuerte carácter
social, de sostenidas esperanzas mesiánicas en una regeneración univer-
sal, sin que existieran entre ellas las fronteras más o menos precisas que
luego de la revolución de 1848 se fueron estableciendo en Europa. La su-
perposición estructural de formas productivas que reconocían tiempos y
modalidades distintas parecía corresponderse con un extremo sincretis-
mo ideológico que borraba los contornos de las ideologías y de sus pro-
puestas de transformación social. Hasta avanzado el nuevo siglo, América
Latina parecía detenida en un mundo de esperanzas de regeneración uni-
versal semejante al de los años que precedieron en Francia a la revolución
de 1848. Como anota con acierto Robert Paris (1978, p. 167), “la ausencia de
un modo de producción dominante hace que el espacio americano apa-
rezca abierto a todas las experiencias y que, a veces, hasta parezca susci-
tarlas”; la persistencia de la utopía, además de atestiguar la gelatinosidad
y disponibilidad del tejido social, es a su vez “productora de un equivalen-
te de durée, creadora de esta temporalidad inmóvil, sub specie aeternitatis,
donde se enraízan mitos y milenarismos”. En este mundo de violencia y
mesianismo, de mitos y milenarismos que signaron la lucha de las clases
subalternas contra la disgregación social y la opresión capitalista, el socia-
lismo moderno propugnado por la doctrina de Marx encontraba obstácu-
los muy difíciles de sortear para su difusión.

2. Causas de la capacidad expansiva del anarquismo

Fueron las corrientes anarquistas las que, por lo menos hasta los años
veinte del presente siglo, mostraron su extrema ductilidad para re-
presentar buena parte de todo este híbrido mundo de pensamientos

357
José Aricó

inspirados en proyectos de reformas sociales y de justicia económica,


manteniendo no obstante una estrecha vinculación con las clases pro-
letarias urbanas. La “receptividad” –para utilizar una palabra ambigua
y neutra, y por tanto más evocadora que conceptual– del movimiento
social latinoamericano a las pautas ideológicas, organizativas y de ac-
ción política de matriz anarquista obedece a una diversidad de razones
aún no suficientemente indagadas; es una historia que aún debe ser
hecha y para la cual siguen faltando todavía las fuentes primarias más
elementales. Y esta circunstancia es en cierta medida comprensible si
admitimos que entre nosotros el anarquismo fue más la expresión de
un subversivismo espontáneo de las masas populares, que la búsqueda
de una resolución positiva de la “cuestión social”. Su historia no es por
tanto sino un mero capítulo de esa otra historia más vasta y complicada
de las “clases subalternas” que, al decir de Gramsci, es por naturaleza
disgregada y episódica, y que, aun para ser estudiada como tal, requiere
de una inmensa cantidad de fuentes con frecuencia difíciles o imposi-
bles de recoger9.

9. Para el concepto de “clase subalterna”, véanse las observaciones hechas por Antonio Gramsci (1980a)
en sus Cuadernos de la cárcel. La mayor parte de ellas están agrupadas bajo el título de “Appunti sulla
storia delle classe subalterne” e incluidas en el volumen sobre Il Risorgimento (Gramsci, 1953, pp. 189-
225), en español El Risorgimento (Gramsci, 1980b, pp. 249-285). Gramsci anota que “la unidad histórica
de las clases dirigentes ocurre en el Estado, y la historia de estas es la historia de los Estados y de los
grupos de Estados”. La unidad histórica fundamental no es una mera expresión jurídica y política, sino
que resulta de las relaciones orgánicas que se establecen entre el Estado y la sociedad civil. Las clases
subalternas, en cambio, están por definición no unificadas ni pueden tampoco lograrlo a menos que se
conviertan ellas mismas en “Estado”, o sea, a menos que dejen de ser subalternas para convertirse en di-
rigentes y dominados. Su historia está entrelazada con la de la sociedad civil, es una función disgregada
y discontinua de la historia de la sociedad civil, es necesariamente episódica. “Es indudable que en la
actividad histórica de estos grupos existe una tendencia a la unificación aunque sea con planes provi-
sorios, pero esta tendencia es continuamente destruida por la iniciativa de los grupos dominantes [...]
Los grupos subalternos sufren siempre la iniciativa de los grupos dominantes, hasta cuando se rebelan
y emergen: solo la victoria ‘permanente’ destruye, y no inmediatamente, la subordinación”. Es por esto
que cada expresión de iniciativa autónoma de parte de los grupos subalternos tiene un valor inestimable
para la reconstrucción histórica del proceso de autonomía de las clases populares. Sin embargo, en la
medida en que el desarrollo hacia la conquista de una autonomía integral es para las clases populares
un proceso “disgregado” y “episódico”, su historia “solo puede ser tratada en forma monográfica y cada
monografía es un cúmulo muy grande de materiales con frecuencia difíciles de recoger” (Gramsci, 1953,
pp. 191-193). Antropólogos, sociólogos preocupados por la indagación de aquellos mecanismos que fun-
dan y preservan el mantenimiento de las estructuras económicas y sociales, han confluido en la necesi-
dad de sustituir una visión de las clases populares desde la esfera del Estado por una nueva perspectiva
“desde abajo”, es decir, “desde su formación objetiva en cuanto grupos subalternos, por el desarrollo y

358
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

En la medida en que la vida social del continente estaba fuertemente


teñida de la presencia de un subproletariado generalizado, para el que
carecían de sentido las luchas de las clases propietarias por la consti-
tución de los Estados nacionales, y de una vasta masa de proletariado
urbano y rural, en su gran mayoría de origen inmigrante, colocada en
la situación objetiva de fuerza de trabajo segregada y explotada, era na-
tural la existencia de un larvado sentimiento de rebeldía contra una re-
composición del tejido social que se realizaba a expensas de las clases
subalternas. Las masas populares mantuvieron y profundizaron una ac-
titud de protesta que tendía a estallar bajo las formas de una violencia
destructiva, las más de las veces espontáneas, viciadas de odio y deses-
peración. La reacción inmediata contra el “desorden social” impuesto
por las clases dominantes encontraba en las doctrinas libertarias una
ideología acorde con una visión que fundaba en la eliminación física de
toda la estructura autoritaria y represiva la posibilidad de la liberación
de los hombres. Las esperanzas puestas en una resolución catastrófica e
inmediata del presente, que es típica del mundo de nuestro siglo y par-
ticularmente de sus zonas periféricas, tornaba en definitiva prescindi-
ble toda estrategia que se planteara objetivos futuros a largo plazo. La
redención humana solo era posible si los hombres estaban dispuestos a
rebelarse ya contra la nueva sociedad nacional, que era la que aparecía
ante ellos como la causante de sus males presentes.
En este ambiente objetivamente apto para la penetración de con-
cepciones como las de Bakunin, las doctrinas libertarias ejercieron una
profunda fascinación sobre ese vasto mundo de los “humillados y ofen-
didos” que eran los destinatarios de sus ideas: los proletarios y artesanos
de la ciudad y del campo, en gran medida inmigrantes, los campesinos

trastornos que se verifican en el mundo de la producción económica”.


Respecto de esta nueva problemática, a la que Hobsbawm (1968) contribuyó a suscitarla con su libro
Rebeldes primitivos, véase la síntesis hecha en “Para el estudio de las clases subalternas” (Hobsbawm, 1963,
pp. 158-167). Del mismo autor véase Revolución industrial y revuelta agraria (Hobsbawm y Rudé, 1977) obra
escrita en colaboración con George Rudé, al que debemos uno de los mejores trabajos sobre los disturbios
populares en Francia e Inglaterra entre 1730 y 1848, La multitud en la historia (Rudé, 1971). Es también a este
tema de la historia de las clases subalternas que se orienta una de las más importantes iniciativas edito-
riales de habla española. Nos referimos a la “Historia de los movimientos sociales”, colección publicada
por Siglo XXI de España desde 1975.

359
José Aricó

pobres, los peones y desocupados, la juventud intelectual pequeñobur-


guesa de la que podría decirse lo mismo que el propio Bakunin decía del
ambiente anarquista italiano de los años setenta:

La Italia posee lo que falta en los demás países; una juventud ar-
diente y enérgica, con frecuencia desposeída, sin carrera y sin sa-
lidas, la cual, no obstante el origen burgués, no está moral e inte-
lectualmente exhausta, como la juventud burguesa de los demás
países. Esta juventud se precipita hoy de cabeza en el socialismo
revolucionario, en el socialismo que acepta por entero nuestro pro-
grama (Bakunin, 1971, p. 85).

La crítica, entre romántica y violenta, de las instituciones “sagradas” de


la sociedad burguesa, de la propiedad privada, el Estado, el parlamento,
el Ejército, la Iglesia, la familia, la educación, encontraba terreno fértil
en una masa de trabajadores que eran verdaderos parias expulsados de
sus aldeas de Italia o de España por la miseria endémica, la opresión
terrateniente y la violencia del Estado. Rotos los vínculos con su comu-
nidad y su familia, desarraigados en una tierra extraña, ¿cómo podían
esos hombres no sentirse atraídos por esta nueva comunidad basada en
el respeto mutuo, en la fraternidad y en la igualdad ofrecida por los idea-
les libertarios y colectivistas? Las asociaciones en las que los anarquistas
trataban de incorporar a los trabajadores, esas verdaderas comunas ba-
sadas en el apoyo mutuo, tenían por función no solo la defensa de sus
intereses profesionales y la difusión doctrinaria, sino también la de in-
tegrarlos cultural y societariamente en su condición de “pueblo trabaja-
dor”, es decir, de seres humanos desposeídos y por lo tanto excluidos de la
civilidad burguesa. Era una forma de estructurar una verdadera cultura
de oposición, capaz de mantener vivo el rechazo violento del capitalismo
e incólume la fe apasionada en la siempre próxima e inmediata revolu-
ción social.
El aislamiento en que estaban los trabajadores respecto de la socie-
dad global, la ausencia o debilidad de las instituciones de la democracia
burguesa que operaban en Europa como mecanismos de incorporación
de las masas al sistema político (el sufragio universal, la plena libertad

360
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

de expresión sindical y política, etc.), los obstáculos creados para el libre


acceso de los inmigrantes a la tierra y a la conquista de sus derechos
ciudadanos, crearon en América condiciones aun más favorables para
la difusión de aquellas corrientes que desconfiaban de la utilidad que
podían obtener los trabajadores de su participación en luchas políticas
y electorales a las que, en definitiva, consideraban extrañas a sus inte-
reses y sentimientos. Las corrientes libertarias y sindicalistas podían
lograr una receptividad mayor que las socialistas porque se basaban
precisamente en este apoliticismo natural de las clases subalternas, al
que contribuían a su vez a consolidar. El predominio que de tal modo
fueron conquistando en el interior del movimiento obrero en formación
frenó la posterior expansión del socialismo de filiación marxista, contri-
buyendo a fortalecer entre estos aquellas tendencias más moderadas y
reformistas.
Un hecho al que se debió en buena parte la gran difusividad del anar-
quismo, tanto en su variante individualista, primero, y en la sindicalista,
después, fue la capacidad de atracción que mostró tener frente a la inte-
lectualidad de origen pequeñoburgués. En América Latina el anarquismo
reclutó a los intelectuales avanzados de las primeras décadas del siglo, parti-
cularmente aquellos formados al margen de las instituciones universitarias
y de los ambientes académicos, cada vez más sensibilizados frente a la vio-
lenta irrupción de la “cuestión social” en la realidad del subcontinente –y no
solo de este. La relativa libertad de prensa existente por esos años permitió
a los anarquistas desplegar una formidable publicística que convirtió a la
Argentina en uno de los lugares más importantes de difusión de la literatura
de corte social, lo cual era también una demostración de una relevante capa-
cidad de organización cultural e intelectual. Según afirma Nettlau (1927, p.
17), Buenos Aires era por esa época uno de los dos centros americanos para
la difusión de publicaciones anarquistas; un centro tan importante que en
1900, por ejemplo, se llegaron a editar en esta ciudad tantos folletos y libros
de propaganda como en Barcelona, máximo centro mundial10. Por otra par-

10. Oved (1975, p. 368, t. 2) recuerda que “en la actividad de los grupos anarquistas de la Argentina resal-
taba una tendencia notable a difundir publicaciones ideológicas [...]. Entre 1890 y 1905 se editaron en
Buenos Aires y se difundieron en la república (así como en países vecinos) 90 libros y folletos de autores
anarquistas, principalmente europeos, y de algunos activistas locales. De este modo Buenos Aires, a fines

361
José Aricó

te, la presencia en el Río de la Plata de las dos figuras internacionalmente


más destacadas del anarquismo, como fueron Enrico Malatesta y Pietro
Gori, contribuyó tan decisivamente a crear una atmósfera cultural favorable
en los medios intelectuales de Buenos Aires, que durante años la bohemia
porteña se sintió totalmente identificada con el mundo moral e intelectual
del anarquismo. Figuras como Alberto Ghiraldo, Florencio Sánchez, José de
Maturana, Rodolfo González Pacheco, Julio R. Barcos, Elías Castelnuovo, o
españoles casi nacionalizados como Rafael Barrett, le dieron al anarquismo
un irresistible poder de expansión entre la juventud intelectual iconoclasta.
De ahí que haya podido afirmarse con toda razón que en la Argentina de
la primera década del siglo nacer a las letras “casi era como iniciarse en la
anarquía” (Abad de Santillán, 1930, p. 121)11.
Sin embargo, toda esta inmensa actividad publicística y de propaganda
doctrinaria, al margen en muchos casos de su valor literario, tuvo un muy
bajo nivel teórico y político. Como destaca Abad de Santillán, que para el
caso es una fuente insospechable por la adhesión moral e intelectual que
mantuvo frente a un movimiento del cual fue, además, uno de sus máximos
exponentes, “se han divulgado ideas, pero no se ha pensado; el movimiento
argentino fue un vehículo excelente, pero no ha ofrecido al mundo mucho

del siglo XIX y comienzos del siglo XX, se convirtió en uno de los dos centros principales en el continente
americano para la difusión de publicaciones anarquistas (el otro era Paterson, en los Estados Unidos). La
propaganda escrita en ese entonces, por intermedio de las publicaciones, tuvo amplia difusión; además
de la literatura impresa en Buenos Aires, Argentina era un mercado vasto para absorber literatura anar-
quista europea: francesa, italiana, y sobre todo española. Los libros, periódicos y folletos de las editoriales
anarquistas de Barcelona y Madrid llegaban pronto a Argentina y eran absorbidos por un público lector
numeroso”. La edición del libro de Oved (1978) El anarquismo y el movimiento obrero en Argentina, publicada
por Siglo XXI, no incluye la parte citada de la tesis.
11. El mismo autor afirma, quizá con demasiado énfasis, que no hubo país donde el anarquismo tuviera
tanta influencia en la literatura como en Argentina, salvo un corto período en Francia: “Se puede de-
cir que la gran mayoría de los jóvenes escritores en la Argentina se han ensayado desde 1900 [...] como
simpatizantes del anarquismo, como colaboradores de la prensa anarquista y algunos como militantes
[...]” (op. cit., p. 121). Aunque considerando exagerada esta afirmación de Santillán, Oved reconoce que
“el anarquismo ejerció influencia sobre un número de autores jóvenes destacados en la primera década
del siglo XX. En esos años estaban muy cerca la bohemia porteña y los círculos anarquistas; varios de los
cafés más famosos de Buenos Aires, por ser lugar de cita de los bohemios [...] eran conocidos también
como lugares de reunión de anarquistas activos” (Oved, 1975, pp. 369-370, t. 2). En estos círculos brillaba
con luz propia la figura intelectual más relevante con que contó el anarquismo en la Argentina, Alberto
Ghiraldo. Sobre la relación entre el anarquismo y la intelectualidad argentina, tema aún no suficiente-
mente abordado, véanse entre otras obras: Cordero (1962); Bagú (1963); Giusti (1965).

362
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

de original” (Abad de Santillán, 1938, p. 182). Pero la falta de “originalidad”


teórica del movimiento anarquista argentino no puede ser imputable ex-
clusivamente, como hace Santillán, al bajo nivel intelectual de sus propa-
gandistas. Vale la pena recordar que el movimiento se expande en el Río de
la Plata cuando comienza a sufrir de una parálisis intelectual en el mundo,
de la que no saldrá ni siquiera en la deslumbrante aunque lamentablemente
breve estación de la República española12. Al margen, empero, de esta crisis
teórica del movimiento anarquista mundial, que no impidió que en América
Latina se destacaran figuras de la magnitud de Manuel González Prada o
de Ricardo Flores Magón, es acaso en las características propias del movi-
miento obrero en germen y de su organización más representativa donde
deba rastrearse la ausencia o no de “originalidad” del anarquismo argenti-
no. Aun cuando las clases trabajadoras tenían en Argentina un peso numé-
ricamente importante en las primeras décadas del siglo, la heterogeneidad
de su composición desde el punto de vista de las corrientes migratorias que
las constituyeron era de tal magnitud que solo podían recomponerse como
“clase” autónoma en la medida en que ponían entre paréntesis el propio es-
pacio nacional en el que operaba tal recomposición. En el acto mismo de
reafirmarse como clase obrera, paradójicamente se vedaban a sí mismas la
comprensión teórica de la posibilidad de su conversión en “clase nacional”.

12. En una entrevista concedida al periódico La Stampa, Francesco Saverio Merlino, ese socialista anár-
quico al que Robert Michels definió como “el primer revisionista de Marx en el campo de los socialistas ita-
lianos”, extendía un certificado de defunción del anarquismo espontaneísta y romántico de fin del siglo:
“Creo que el partido anárquico está destinado a desaparecer. Es mi impresión particular que el partido
anárquico no posee más ningún hombre de primera línea [...] Por lo demás, el partido anárquico ya no
produce más intelectualmente; ninguna obra científica o política de valor ha surgido de alguna mente
del partido anárquico, que tampoco ha logrado procrear nada nuevo. Cuando el pensamiento anarquista
generaba vigorosas manifestaciones en los Estados Unidos, en Alemania, en la propia Inglaterra, el mo-
vimiento anárquico lograba expandirse. No solo se ha detenido; está concluido” (Bakunin, 1971, p. 698). El
agotamiento teórico del pensamiento anarquista no logrará ser superado ni por figuras de la importan-
cia política de un Enrico Malatesta, o de un Camillo Berneri, en España. Solo en los años sesenta, y como
resultado del cuestionamiento anticapitalista del movimiento estudiantil y de luchas obreras de nuevo
signo, emerge una izquierda extraparlamentaria y radicalizada que además del marxismo recupera la
temática antiautoritaria y no institucional del anarquismo y del comunismo de izquierda europeo de la
década del veinte. Lo cual, aunque no siempre se esté dispuesto a reconocerlo, contribuyó decisivamente
a incorporar a la discusión sobre el socialismo un conjunto de problemas soslayados durante muchos
años por el movimiento obrero internacional. Antes que una resurrección del anarquismo es posible afir-
mar que estamos presenciando una recuperación por parte del movimiento socialista –en el más amplio
sentido de esta palabra de una constante libertaria a la que las experiencias socialdemócratas y comunistas
ahogaron en la teoría y en la práctica del movimiento social.

363
José Aricó

Excluidas objetivamente del sistema político, su propia fuerza numérica las


arrastraba a un quid pro quo de pensamiento y de acción, del que por largos
años no pudieron escapar y por el cual la conquista de una conciencia “obre-
ra” solo podía ser hecha a expensas de la posibilidad de pensar en la teoría
y en la práctica los caminos que pudieran conducirlas a la conquista de una
transformación revolucionaria de la sociedad en su conjunto que inspiraba
muchas de sus acciones. Una doctrina como la anarquista, que fundamenta
en abstractos principios de justicia la denuncia de la explotación y la expli-
cación de la lucha de clases, no resultaba en definitiva apta para contribuir a
superar esta limitación por así decirlo “estructural” del proletariado argen-
tino y para elaborar una propuesta de transformación basada en un análisis
concreto de la sociedad argentina, del carácter nacionalmente situado de
la lucha de clases y de la naturaleza del Estado. En la teoría, el movimiento
anarquista apuntaba solo retóricamente a la destrucción del poder capitalis-
ta; en los hechos, su esfuerzo estaba puesto casi exclusivamente en la defen-
sa de los intereses corporativos de los trabajadores, en tareas de solidaridad
y en la lucha por la conquista de una plena libertad de funcionamiento de
las organizaciones profesionales y culturales del proletariado13. Y es aquí, en

13. Son bastante ilustrativas al respecto las “Consideraciones finales” con las que Abad de Santillán (1971,
pp. 285-293) termina su libro sobre la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), fechadas el 31 de
diciembre de 1932, o sea, en momentos en los que la sociedad capitalista en su conjunto, y en particular
la argentina, atravesaban una profunda crisis económica, social y política: “[La FORA] ha cumplido hasta
aquí, como ninguna otra organización en América, con su misión de defensa de los trabajadores, en
resistencia tenaz y abnegada contra el capitalismo. Pero no basta ya la resistencia; es preciso encarar
más y más la superación del actual sistema económico [...]. No es ya la defensa la que ha de primar, sino
el ataque, y ese ataque implica una mejor disposición de nuestras fuerzas, pues en el terreno económico
la producción y el consumo no pueden ser interrumpidos, so pena de hacer odiosa la revolución y de
tener que sostenerla solo a base de nuevas dictaduras [...]. En una palabra, el centro de la FORA hasta
aquí, la resistencia al capitalismo, hay que desplazarlo por este otro: la preparación revolucionaria. La
preparación revolucionaria tiene dos aspectos, uno económico y otro insurreccional [...]. La FORA reco-
noce como medios de lucha para la conquista de mejoras económicas y morales solo la acción directa, es
decir, la acción en la que no intervienen terceros y que se desarrolla por los trabajadores mismos frente
al capital explotador y al Estado tiránico”. El arma específica de que dispone, la huelga general, responde
perfectamente, según Santillán, a la lucha contra el capitalismo y el Estado en el régimen capitalista; sin
embargo, no permite al movimiento salir de él y destruir el monopolio de la riqueza y del poder capitalis-
ta: “La huelga, el boicot y el sabotaje valen para arrancar esas conquistas y para defenderlas; para destruir
los pilares del capitalismo no basta. Y la FORA quiere destruir esos pilares, para eso ha sido creada, para
eso ha sido sostenida”. Para superar esta “falla en su táctica”, la FORA debe “afilar las armas de la revolu-
ción y declarar que lo mismo que las conquistas parciales tienen sus métodos propios y lógicos, los tiene
la destrucción del régimen de opresión y explotación en que vivimos [...]. La revolución tiene sus armas
propias, y una organización obrera no puede concertarlas más que en estos dos métodos: Ocupación de las

364
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

su estilo de acción obrera, en su práctica cotidiana por la defensa de los ex-


plotados, donde podremos encontrar un filón de búsqueda que nos permita
colocar en su correcta dimensión la pregunta acerca de la verdadera origi-
nalidad de un movimiento que, al igual que su congénere norteamericana la
Industrial Workers of the World (IWW), más que en la potencialidad de su
teoría residía precisamente en una aguda percepción de la condición obrera
y de las formas prácticas a través de las cuales podía organizarse para luchar
por sus reivindicaciones.
El mérito del movimiento anarquista favorable a la organización sin-
dical, es decir, anarcosindicalista, residió en haber intentado con éxito
organizar a los trabajadores a partir de sus características intrínsecas,
derivadas en buena parte del tipo de desarrollo capitalista que se impuso
en el país y de su condición prioritaria de proletariado inmigrante. La
Federación Obrera Regional Argentina (FORA), constituida en 1901 bajo
la inspiración del anarquista italiano Pietro Gori, fue un verdadero cri-
sol donde se fundieron una diversidad de nacionalidades, fundamental-
mente latinas y eslavas, que constituían una masa trabajadora extrema-
damente móvil y desprovista de cualquier tipo de calificación técnica.
Unificándolos en organizaciones gremiales por principio “absoluta-
mente autónomas en su vida interior y de relación”14, la FORA contribu-

fábricas, de la tierra y de los medios de transporte. Insurrección armada para la defensa de esa ocupación”. Resultará
una tarea vana buscar en el libro alguna previsión concreta de los procesos reales a través de los que una
organización extremadamente debilitada por las divisiones internas, la represión policial y la coyuntura
económica de crisis, como era la FORA a comienzos de los años treinta, podía ser capaz de efectuar, en
un tiempo más o menos razonable, un desplazamiento de fuerzas como el planteado. El llamado a la
insurrección en boca del autor no es sino una exhortación a no integrarse, a resistir paciente y obstina-
damente la derrota para estar prontos a usufructuar la inevitable victoria del mañana.
14. Bayer enfatiza el papel desempeñado por la FORA del V Congreso, es decir, por la organización que
se mantuvo fiel a los principios del “comunismo anárquico”, en el establecimiento de un nexo orgánico
dúctil y creativo de una masa de trabajadores de por sí bastante difícil de organizar. “La central obrera
anarquista había logrado algo que luego ningún movimiento político-gremial superó en nuestra historia:
la formación de las ‘sociedades de oficios varios’ en casi todos (¡sic!) los pueblos de campaña. Y lo que es
más, casi todas (¡sic!) con sus órganos propios de expresión o sus propios volantes impresos. Es a la vez
curioso e increíble lo que hizo el anarquismo por el proletariado agrario argentino: hubo pueblos o pe-
queñas ciudades del interior donde el único órgano de expresión, el único periódico, era la hoja anarquis-
ta, con sus nombres a veces chorreando bondad, a veces oliendo a pólvora. Y los únicos movimientos cul-
turales dentro de esas lejanas poblaciones fueron los conjuntos filodramáticos que representaban obras
de Florencio Sánchez, Guimerá o Dicenta [...]. En los pueblos de campaña con estación de ferrocarril se
juntaban tres organizaciones obreras anarquistas: la de conductores de carros, la de oficios varios (en la

365
José Aricó

yó decisivamente a establecer un vínculo clasista entre un proletariado


rural y semiurbano que no podía encontrar en un sistema fabril ausente
el punto de concentración de la voluntad obrera sobre el que funda el
marxismo la superioridad de la estrategia y de la acción socialista. De
tal modo creó condiciones para que la extrema movilidad de ese proleta-
riado fuera un elemento decisivo en la “comunicatividad”15 de las luchas
obreras. La elevada capacidad de comunicación de estas luchas obviaba
en gran parte la necesidad de un aparato burocrático centralizador, lo
cual explica el hecho sorprendente de que en las dos primeras décadas
del siglo hubieran podido producirse grandes movimientos de lucha de
los trabajadores argentinos orientados por un movimiento que se opo-
nía por principio a la existencia de funcionarios sindicales permanentes
y que debatía apasionadamente en sus congresos la conveniencia o no
de que los dirigentes se beneficiaran con sueldos pagados por el sindi-
cato. Como resultado de esta concepción de la lucha obrera, derivada
de una excepcional capacidad empírica de percibir el flujo continuo de
la lucha obrera, se configura un tipo de agitador social completamente

que entraban los peones de la cosecha) y la de estibadores, es decir, los que hombreaban las bolsas de los
carros al depósito de la estación y de la estación a los vagones. Las tres organizaciones eran autónomas
pero a su vez pertenecían a la FORA en un sentido descentralizado y de amplia libertad interna. Ya lo
decía el pacto federal de la FORA: las sociedades (los sindicatos) serán absolutamente autónomas en su vida
interior y de relación y sus individuos no ejercerán autoridad alguna. Además, se reafirmaba este principio de libertad
y descentralización en el punto 10, cuando se establecía con énfasis: ‘la sociedad es libre y autónoma en el seno de la
federación local; libre y autónoma en la federación comarcal; libre y autónoma en la federación regional’” (Bayer,
1975, pp. 121-125). Es posible pensar que el autor, dejándose llevar por su identificación con el mundo
intelectual y moral de la resistencia anarquista, exagera el grado de organicidad y extensión alcanzado
por el movimiento obrero rural de orientación anarquista. Sin embargo, es preciso reconocer que es a
Osvaldo Bayer a quien le corresponde el mérito de haber re-exhumado el tema del sindicalismo agrario,
que no obstante haber sido durante las dos o tres primeras décadas del siglo una experiencia de funda-
mental importancia en la formación política de las capas trabajadoras rurales, aún no ha sido estudiado
ni siquiera en la etapa primaria de recopilación de fuentes. El trabajo (Bayer, 1975) sobre la huelga de los
obreros rurales de Jacinto Arauz, ocurrida el 9 de diciembre de 1921 en esa pequeña población pampeana,
se publicó originariamente en la revista Todo es Historia en 1974, y sigue siendo en la actualidad una expre-
sión desoladoramente solitaria de una orientación de búsqueda todavía no encarada. Recordemos que es el
mismo Bayer el autor del revelador dossier (cf. Los vengadores de la Patagonia trágica) sobre el genocidio de los
obreros rurales de la Patagonia durante la presidencia de Yrigoyen (Bayer, 1972; 1974; 1978 [tomo publicado
en Alemania Federal]) y de la biografía del anarquista italiano Di Giovanni (Bayer, 1970).
15. Por “comunicatividad” de clase debe entenderse la elaboración de una conciencia unitaria que une
a los trabajadores en torno a objetivos comunes, independientemente de las situaciones concretas, que
son, por lo general, bastante diversas entre sí.

366
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

distinto del clásico dirigente de experiencias sindicales europeas como


la inglesa, la alemana y aun la francesa. No el militante que durante años
trabaja en su taller o en su barrio, como fue la característica predomi-
nante en la militancia de las formaciones socialistas, sino un tipo de agi-
tador móvil, capaz de nadar en el interior de la corriente de las luchas
proletarias, que se desplaza de un confín al otro del país, o aun del con-
tinente, que tiene una aguda intuición para percibir los signos del con-
flicto latente próximo a estallar, que no reconoce fronteras nacionales
que le impidan desplegar su voluntad de lucha y su fidelidad ilimitada a
la causa de los explotados16.
La historia del anarcosindicalismo argentino y latinoamericano está
colmada de este tipo de agitador y organizador social cuyos anteceso-
res más mundialmente conocidos fueron los italianos Enrico Malatesta
y Pietro Gori y de los que dos relevantes ejemplos son, por un lado, el
mexicano Ricardo Flores Magón, y por el otro, un chileno, que aunque

16. Sobre el papel de Enrico Malatesta en las polémicas internas del anarquismo y como difusor de los
ideales del comunismo anárquico en el movimiento obrero rioplatense, véase la biografía de Nettlau
(1923), en especial el cap. XIV, y Oved (op. cit., pp. 17-21). Pero el análisis más exhaustivo de la relación
entre el revolucionario italiano y el surgimiento del movimiento obrero en Buenos Aires durante los
años 1885-1889 es el ensayo de Zaragoza Ruvira (1972, pp. 401-424). Sobre Pietro Gori, que arribó a Buenos
Aires a mediados de 1898 y permaneció casi cuatro años en el país, véase el encendido elogio que le hace
otro emigrado, Gilimón (1911/2011, p. 32; subrayado nuestro): “Y cuando entre ellos ha habido alguno,
como Pedro Gori, de figura atrayente, de gestos elegantísimos y de una elocuencia florida y encantadora,
deleitosa en la forma y profunda en el concepto, el éxito ha sido clamoroso y triunfal. En no pequeña
parte débese el incremento del anarquismo a ese poeta, sociólogo, jurista, orador sin rival y hombre cari-
ñoso, bueno, sin pose, que se llamó Pedro Gori. Su verbo atrajo a la juventud estudiosa e hizo sobreponer
la tendencia anarquista a la socialista. Sin él, es posible que el Partido Socialista hubiera crecido a la par
de las falanges anárquicas a pesar de contar el socialismo en su contra varios factores de importancia [¡sic!];
Gori dio un impulso extraordinario al anarquismo en la Argentina, cuyo territorio recorrió en todas las
direcciones, dando conferencias y captándose simpatías por su carácter, tanto como por su talento”.
Véase también Oved (op. cit., pp. 106-110), que considera a Gori como “una personalidad impresionante y
con una capacidad de propaganda excepcional”, siendo “su aporte a la corriente de los adictos a la organi-
zación muy valioso”. Sin embargo, y como correctamente advierte Oved, la actividad de Gori pudo ser tan
importante porque contribuyó a aglutinar, o a consolidar, una tendencia hacia la organización de la acti-
vidad reivindicativa obrera que ya se había abierto paso en el seno de los trabajadores. “Una evidencia es
el hecho de que el afianzamiento de los círculos ‘organizadores’ se cumplió en pocas semanas, y es difícil
de suponer que surgió de la nada, por generación espontánea, o por influjo exclusivo de un solo propa-
gandista como Pietro Gori” (op. cit., p. 108). De todas maneras, es indiscutible el papel desempeñado por
el anarquista y penalista italiano en la incorporación a la militancia social de un núcleo significativo de la
joven inteligencia porteña, como Pascual Guaglianone, Félix Basterra, Alberto Ghiraldo y otros. Sobre la
estadía de Gori en la Argentina, véase la extensa crónica de Larroca (1971, pp. 44-57).

367
José Aricó

creía ser ortodoxamente marxista estaba en realidad mucho más cerca


de la atmósfera ética y política anarquista en que se formó. Nos referi-
mos a Luis Emilio Recabarren, que no por casualidad fue luego uno de
los protagonistas principales de la fundación de los tres primeros parti-
dos comunistas de América del Sur17.

3. Socialismo y “cosmopolitismo” obrero

El socialismo de matriz marxista o vinculado a la experiencia de la


Segunda Internacional fue en cambio, y por sobre todo, la expresión
ideológica y política de las clases trabajadoras urbanas de origen migra-
torio. Sus áreas de difusión se superponen exactamente con aquellas
en las que se concentraron los flujos de mano de obra proveniente de
Europa y solo pudieron crecer en disputa permanente con las corrientes
democráticas, radicales y anarcosindicalistas. Pero mientras en México,
Brasil o el Perú el predominio de esas corrientes bloqueó, por lo me-
nos hasta los años veinte, casi por completo la difusión del socialismo
de raíz marxista, en aquellos países donde el desarrollo prematuro de
la institucionalidad burguesa había provocado una cierta liberalización
del sistema político –como fue el caso de Argentina, Uruguay y Chile–,
anarquismo y socialismo coexistieron durante largo tiempo realimen-
tándose mutuamente18.

17. El más ilustrativo es el caso del líder obrero chileno Luis Emilio Recabarren. Luego de una prolongada
militancia en su país, Recabarren viaja en 1916 a la Argentina y participa allí activamente en el movimien-
to obrero y en el socialismo. Cuando en el interior del Partido Socialista se opera la división provocada
por la postura en favor de la guerra y de los aliados, adoptada por el bloque parlamentario y luego por
la dirección del partido, Recabarren se inclina decididamente en favor de la tendencia de izquierda y en
un congreso extraordinario (el 5 y el 6 de enero de 1918) decide formar el Partido Socialista Internacional
(luego Partido Comunista). De igual manera, participó poco después en la creación de una corriente
internacionalista en Uruguay. Aunque no siempre recordado así, Recabarren fue uno de los precursores
del comunismo argentino y uruguayo, y el fundador, en 1922, del Partido Comunista de Chile. En Buenos
Aires escribió, entre otros textos, dos ensayos motivados, sin duda, por las experiencias recogidas duran-
te su militancia en el socialismo argentino: Lo que puede hacer la municipalidad en manos del pueblo inteligente
y Proyección de la acción sindical (Recabarren, 1917a, 1917b).
18. Al igual que lo ocurrido en Europa, en América Latina el proceso de organización de la clase obrera
en el plano sindical y político reproducía una insuprimible tensión interna del propio proceso. La dialéc-
tica anarquismo/socialismo no estaba expresando en el plano de la ideología y de la acción política la
polaridad verdad/error, como creían los antagonistas, sino dos fases o perspectivas de una situación en

368
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

Sin embargo, vale la pena preguntarnos hasta qué punto es cierta la


afirmación tantas veces repetida –y nunca demostrada– que la fragmen-
tación en dos tendencias radicalmente contrapuestas de ese campo de-
mocrático y socialista, sin fronteras claramente definidas, fue en América
Latina el resultado de una profundización en el conocimiento del mar-
xismo. Si aceptamos con Antonio Labriola que “el complejo de doctrinas
que en la actualidad se suele llamar marxismo solo ha llegado en verdad
a su madurez en los años del 1860 al 1870” (Labriola, 1973p. 88)19. ¿Qué

sí misma contradictoria. Por esto, atribuir el predominio de una u otra corriente exclusivamente a las
características estructurales de la clase obrera latinoamericana (del tipo: masas de extracción artesanal
= anarquismo; proletario industrial = socialismo) es una explicación que soslaya aspectos tan importan-
tes y decisivos como, por ejemplo, el de las experiencias políticas previas y el tipo de organizaciones en
cuyo interior realizaron experiencias de luchas sociales buena parte de los líderes obreros y de la masa
de trabajadores movilizados. El hecho de que las características estructurales establezcan los límites de
la acción sindical y hasta los módulos organizativos, no significa que determinen el signo ideológico de
tal o cual organización. Porque las clases obreras argentina y chilena tenían fuertes rasgos distintivos,
una misma ideología y propuesta política como la socialista tenía en ambos países una morfología y
funcionalidad diferenciadas.
19. Es importante recuperar esta observación de Labriola que considera al marxismo como un fenómeno
históricamente determinado y no como un sistema dogmático de verdades ya adquiridas desde las pri-
meras elaboraciones de Marx y Engels. Y esto por dos razones: en primer lugar, para superar una concep-
ción restrictiva y maniquea de la historia del marxismo y del movimiento obrero; en segundo lugar, para
poder abordar en términos de problemática historicidad la querella acerca del encuentro del marxismo, en
cuanto teoría de la transformación social, con el movimiento social no solo de los países capitalistas cen-
trales, sino también en el resto del mundo. El reconocimiento implícito en la formulación de Labriola de
que la maduración del pensamiento de Marx no es un hecho puramente individual, puesto que se corres-
ponde con la maduración de un proceso en el que adquiere una decisiva importancia la transformación
histórica de ese sujeto concreto al que la doctrina asigna una función esencial, instala a la investigación
historiográfica en el terreno concreto de una realidad dada y otorga al encuentro del marxismo con el mo-
vimiento obrero el carácter de un problema siempre abierto en la medida en que cada uno de los térmi-
nos se resuelve en su relación con el otro. La definición del encuentro en términos de correspondencia es una
vía para eludir el falso dilema de las interpretaciones marxistas condenadas a oscilar entre una versión
especulativa y una versión pragmática de la relación entre teoría y movimiento social.
En cuanto al contenido en sí de la afirmación de Labriola (1973: 88), es innegable que una experiencia
como la de la Primera Internacional a la que indirectamente se refiere, en la medida en que estaba enca-
minada a superar el nivel de “secta” de la acción obrera y socialista anterior para dar paso “a la verdadera
organización de la clase obrera para la lucha”, debía ser de fundamental importancia para la elaboración
marxiana y condujo a Marx y a Engels a la firme convicción de que la desembocadura de ese proceso debía
ser la formación de partidos nacionales autónomos de la clase obrera. Vale la pena citar al respecto una co-
municación de Engels al Consejo Federal español de la Internacional, escrita el 13 de febrero de 1871, donde
aparece taxativamente enunciada la idea de que la formación de los partidos políticos nacionales era el re-
sultado inevitable de un proceso de maduración de la autonomía política de la clase obrera: “La experiencia
ha demostrado en todas partes que el mejor medio para liberar a la clase obrera de esta dominación de los
antiguos partidos consiste en fundar en cada país un partido proletario con una política propia, política que
se distinga claramente de la de los demás partidos, ya que debe expresar las condiciones de emancipación

369
José Aricó

conocían de ese cuerpo de doctrinas los socialistas americanos que desde


fines del siglo se definían como marxistas? Evidentemente muy poco y
bastante mal. Excepto algunas obras de los fundadores como el Manifiesto
Comunista (Marx y Engels, 1848/1973) la Miseria de la filosofía (Marx,
1987), La guerra civil en Francia (Marx,1973b [1871]), los manifiestos de la
Asociación Internacional de los Trabajadores (Marx, 1864/1973, 1871/1973a)
y los fragmentos del Anti-Dühring (Engels, 1964) que Engels recogió en
folleto aparte sobre La evolución del socialismo de la utopía a la ciencia (Engels,
1891/2012), las ideas socialistas eran conocidas a través de divulgadores
como Gabriel Deville (1883), cuyo resumen de El Capital fue traducido al
español ya en 1883, Carlo Cafiero, Paul Lafargue (1883/2002) y algo de Karl
Kautsky (1903). Y aunque el socialista argentino Juan Bautista Justo había
traducido el primer tomo de El Capital (Marx, 1898) para la editorial madri-
leña de F. Cao y D. de Val, esta obra fue durante las primeras décadas del
nuevo siglo más reverenciada que leída, excepto por el propio Justo. En el
pensamiento social latinoamericano, Marx era uno más de una vasta plé-
yade de reformadores sociales que las deficientes ediciones españolas mal
traducían del francés. Y en las publicaciones de la época eran mucho más
citados publicistas como Louis Blanc, Eliseo Reclus, Benoit Malon, Enrico
Malatesta, Achilles Loria, Enrico Ferri, Proudhon, Bakunin o Luisa Michel,
que Marx y Engels. La ausencia de fronteras entre las diversas tendencias
era tal que el club Vorwärts, por ejemplo, fundado en 1886 en Buenos Aires
por emigrados socialistas alemanes, con la finalidad de “cooperar a la rea-
lización de los principios y de los fines del socialismo, de acuerdo con el
programa de la socialdemocracia de Alemania”, era al mismo tiempo el
mayor centro de difusión de la literatura anarquista y social en general20.

de la clase obrera. Las particularidades de esta política pueden en cada caso variar según sean las circuns-
tancias de cada país; pero puesto que las relaciones fundamentales entre capital y trabajo son en todas
partes las mismas y puesto que en todas partes subsiste el hecho del poder de las clases poseedoras sobre las
clases explotadas, los principios y el fin de la política proletaria serán idénticos, por lo menos en todos los
países occidentales” (Marx y Engels, 1962, p. 288, t. 17).
20. La exhumación del archivo del checo Anton Neugebaur ha permitido reconstruir la historia del club
Vorwärts, el cual, por lo menos hasta principios de los noventa cuando el grupo de G. Avé-Lallemant
conquista su dirección, nucleaba no solo a socialistas marxistas, como se pensaba erróneamente, sino
también a republicanos y anarquistas. Véase sobre este tema el artículo de Klima (1974, pp. 111-134), que
consultó dicho archivo.

370
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

En realidad, el debate en el interior de este abigarrado mundo de fer-


mentos sociales que condujo a la conformación de los socialistas como
un movimiento autónomo versó no tanto sobre la “ciencia” de unos con-
trapuesta a la “utopía” de los otros, como sobre si se debía o no intervenir
en la vida política de cada país con una organización política propia. Los
partidarios de Marx –y no todavía los “marxistas”, en la medida en que
este término se incorporó al vocabulario político años después y solo ad-
quiere un carácter más claro de definición política cuando en los años
veinte lo asuman los partidos comunistas latinoamericanos reciente-
mente formados– eran aquellos que, desconociendo en gran medida lo
efectivamente dicho y pensado por Marx, admitían como lo esencial de
su pensamiento la afirmación de la necesidad de que las clases trabaja-
doras se dieran un partido político propio, el partido socialista u obrero,
que debería actuar en la vida nacional siguiendo los patrones de con-
ducta de las organizaciones socialistas que integraban la Internacional
Socialista y Obrera, de la que el partido alemán era el ejemplo más desta-
cado. La rotunda victoria electoral conquistada por los socialistas alema-
nes el 20 de febrero de 1890, y poco tiempo después, la caída de Bismarck,
el hombre que más se había empeñado en destruirlos, no podía menos
de tener un valor paradigmático y ejercer un poderosísimo influjo sobre
los intentos de formación de partidos obreros en América. Ante socia-
listas como Germán Avé-Lallemant, que entre 1894 y 1909 fue un asiduo
corresponsal en la Argentina de Die Neue Zeit –órgano científico de la
SDP dirigido por Karl Kautsky (1890)–, o Juan B. Justo, lector constante
de las publicaciones sociales europeas y en particular alemanas, o ante
los socialistas de San Pablo, que en lo concerniente a sus ideas “se ubican
total y absolutamente en el terreno de los postulados establecidos por
sus compañeros alemanes” (Cf. Löbe, 1902, pp. 524-530) o Pablo Zierold,
de México, la socialdemocracia alemana aparecía como una gran fuerza
política iniciadora de una época nueva en la historia de los movimientos
sociales, expresión de una moderna cultura laica y democrática, y forja-
dora consciente de un proyecto de transformación social. Representaba
un ejemplo que debía ser seguido y hasta imitado.
Sin embargo, el ejemplo de la socialdemocracia alemana, aureola-
da del apoyo que le prodigara Engels al considerarla como un modelo

371
José Aricó

internacional de partido socialista, llegó a nuestras tierras cuando co-


menzaba a romperse el difícil equilibrio programáticamente alcanzado
entre la perspectiva palingenética en la que se inspiraba y su naturale-
za de partido de masas moderno, vinculado por miles de hilos visibles
e invisibles al sistema político del Estado germano. De ese partido, lo
que se trasvasó a América fue su visión del marxismo como ideología del
desarrollo y la modernización, en el interior de una insuprimible lucha
de clases en la que el socialismo representaba el “partido del progreso”.
El divorcio cada vez mayor entre los principios teóricos proclamados y
la actividad práctica se revertía en América en forma agravada, acen-
tuando una ignorancia de la teoría que los socialistas europeizantes se
empeñaban en considerar como propia no solo del atraso, sino también
de la condición “latina” de los trabajadores21. La exigencia, derivada de
la doctrina de Marx, de la autonomía ideológica, política y organizativa
del movimiento obrero, y la necesidad de una nítida distinción del par-
tido socialista u obrero respecto de los partidos democráticos burgueses
eran traducidos en clave corporativa, aislando la acción reivindicativa
de los trabajadores y colocando barreras insalvables para una política
de bloque con las corrientes radicales, democráticas y anarquistas del
movimiento social de las clases explotadas.
Como resultado de una tenaz y admirable actividad cotidiana, los so-
cialistas lograron formar un conjunto de instrumentos de vida demo-
crática colectiva tales como sindicatos, sociedades de socorros mutuos,
cooperativas de vivienda y de consumo, círculos socialistas, bibliotecas,
universidades populares y otras instituciones de cultura, editoriales y
periódicos, etc. Supieron vincular la propaganda y la agitación a la ac-
ción inmediata orientada a satisfacer las necesidades más apremiantes
de los trabajadores, fundamentalmente de los urbanos, movilizados en

21. Sostiene Avé-Lallemant (1903, p. 838; subrayado nuestro): “En el interior de los círculos militantes
predomina un sentimiento abiertamente antirreligioso. Pocos argentinos poseen una idea clara de la
grandiosidad del ateísmo y del materialismo, ni pueden tenerla puesto que, lamentablemente, el método
de enseñanza en los países neolatinos es descuidado, la elaboración del pensamiento filosófico no está arrai-
gada en la raza, y, sobre todo, no se practica el pensar en general. Todo se supedita ciegamente a la concepción
autoritaria, mientras que una corriente con inclinación mística subyace decididamente en los mejores
obreros de origen español”.

372
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

buena medida gracias a esta labor; pero no pudieron o supieron darle


una organización de combate verdaderamente transformadora a una
clase a la que contribuyeron decididamente a constituir. No disponían
de una teoría revolucionaria ni creían verdaderamente en la posibilidad
de lograr transformaciones socialistas en un futuro más o menos previ-
sible. En el fondo, eran radicales de izquierda y como tales fueron dura
e injustamente criticados por el selecto núcleo de socialdemócratas emi-
grados que medían con el rasero de la teoría y de la práctica de la social-
democracia alemana el difuso proceso de constitución del movimiento
obrero y de los partidos socialistas en América. Es suficiente recorrer las
innumerables crónicas sobre la realidad latinoamericana publicadas en
Die Neue Zeit, por ejemplo, escritas por sus propios redactores o por co-
rresponsales como Avé-Lallemant o Paul Löbe, para advertir claramente
el desdeñoso paternalismo del que hacía gala la socialdemocracia alema-
na en sus relaciones con los partidos u organismos socialistas del mun-
do no europeo –y aun no Mitteleuropeo–, y que, como es lógico, influía
poderosamente en la mentalidad de los militantes alemanes emigrados
a América Latina22.

22. Aún falta un estudio detenido sobre el papel desempeñado por la emigración alemana en la forma-
ción del socialismo latinoamericano. Pero sobre la diferencia entre la emigración “latina”, y más parti-
cularmente italiana, y la alemana, resultan sugerentes las observaciones de Gramsci (1953, pp. 210-211):
“En Alemania el industrialismo produjo en un primer tiempo una exuberancia de ‘cuadros industriales’,
que fueron quienes emigraron en condiciones económicas bien determinadas. Emigró un cierto capital
humano apto y calificado, junto con una cierta escolta de capital financiero. La emigración alemana era
el reflejo de cierta exuberancia de energía activa capitalista que fecundaba economías de otros países
más atrasados o del mismo nivel, pero escaso de hombres y de cuadros dirigentes. En Italia el fenómeno
fue más elemental y pasivo y, lo que es fundamental, no tuvo un punto de resolución, sino que aún conti-
núa [...]. Otra diferencia fundamental es la siguiente: la emigración alemana fue orgánica, es decir junto
con la masa trabajadora emigraron elementos organizativos industriales. En Italia emigró solo masa
trabajadora, preferentemente todavía informe tanto desde el punto de vista industrial como intelectual”.
Es posible pensar que haya sido esta doble condición de “técnicos” e “intelectuales” que caracterizaba
a la emigración alemana lo que contribuyó además a reforzar ese paternalismo característico de la so-
cialdemocracia alemana. Un caso paradigmático es el de Germán Avé-Lallemant (1835-1910), ingeniero
agrimensor y estudioso del marxismo, que fundó en 1890 el semanario El Obrero, y figura relevante de un
grupo compuesto en su mayor parte de alemanes (Augusto Kühn, Guillermo Schulze, Gotardo Hümmel,
Germán Müller) que contribuyeron a formar el Partido Socialista, en el interior del cual mantuvieron
siempre una actitud crítica y de principios, y que finalmente formaron parte desde sus inicios del Partido
Comunista. Una recopilación parcial de los escritos de Avé-Lallemant, precedida de una introducción de
Leonardo Paso, se publicó hace algunos años (Avé-Lallemant, 1974). Pero el estudio más detenido de su
vida intelectual y política, aunque deformado por una visión fuertemente ideologizada y anacrónica de
los términos del debate en el interior del Partido Socialista, sigue siendo el de Ratzer (1969).

373
José Aricó

No obstante lo fundado de buena parte de sus observaciones sobre el


primitivismo doctrinario y político de las débiles organizaciones socia-
listas del subcontinente, sorprende sin embargo la pobreza de sus pro-
puestas alternativas, el sentimiento de externidad o, para decirlo de otro
modo, el distanciamiento que trasuntan sus escritos, como si estuvieran
presididos por la certeza de la imposibilidad de modificar esa situación
de atraso hasta tanto el crecimiento de “una masa obrera con concien-
cia de sí misma y de sus objetivos” (Thiessen, 1912, p. 857) pusiera las
condiciones necesarias para el surgimiento de una fuerza cabalmente
socialista. Su razonamiento perdía así toda capacidad de reacción sobre
una realidad a la que, en última instancia, descalificaba y hasta menos-
preciaba; no era capaz de extraer las consecuencias que necesariamente
se derivaban de su justo reconocimiento del terreno “más democrático
y reformista social, antes que socialista” (Zierold, 1911, p. 396)23 en el que
tales organizaciones estaban instaladas. Porque si tal era la situación,
el problema consistía en cómo debía ser reformulada la doctrina para
que la relación inédita –en términos de la propia teoría, claro está– en-
tre socialismo y democracia proyectara una propuesta de resolución
que no postergara al primero de los términos para un futuro lejano e
imprevisible.
Es por esta razón que la crítica al “cosmopolitismo” del socialismo
latinoamericano, hecha desde una perspectiva nacionalista, radical o
populista, o a la ausencia en él de “proposiciones verdaderamente socia-
listas” (Avé-Lallemant, 1903, p. 838), como objetaban los socialistas más
apegados a ciertas experiencias europeas, tienden ambas a menospre-
ciar las reales dimensiones intelectuales, culturales y civiles de su acti-
vidad. Los socialistas lucharon por organizar a las masas artesanales y
constituyeron, junto con los anarquistas, los primeros núcleos de clase

23. Pablo Zierold (?-1938), técnico alemán que emigró a México en 1888, constituye otro ejemplo semejan-
te al de Avé-Lallemant y el grupo de emigrados alemanes de Buenos Aires. Además de las notas enviadas
a Die Neue Zeit mantuvo correspondencia con Bebel, Liebknecht y Rosa Luxemburg y tradujo al español
artículos y ensayos de socialistas europeos. En 1911 fue uno de los fundadores del Partido Socialista Obre-
ro mexicano, organizado según el modelo del Partido Socialista español. Lamentablemente su archivo,
legado después de su muerte al Partido Comunista mexicano, se ha extraviado, por lo que hasta ahora
resulta imposible reconstruir tanto la intensidad de sus relaciones con los socialistas europeos, como la
historia de ese partido. Tomamos la referencia de García Cantú (1969, pp. 130-132).

374
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

obrera, alimentando en las clases subalternas ese “espíritu de escisión”


frente a la sociedad que constituye el requisito imprescindible para la
formación de una conciencia de clase. Contribuyeron así a constituir
una concepción del mundo distinta y contrapuesta a la de las socieda-
des tradicionales, de modo tal que sus teorías y su práctica formaron
parte inescindible del proceso de organización de las clases populares
latinoamericanas. Todos estos eran objetivos valiosos por sí mismos;
sin embargo, les faltaba algo esencial para ser parte constitutiva de una
estrategia que pudiera merecer el nombre de socialista; les faltaba una
perspectiva política vinculada a la acción teórica y práctica por impo-
ner soluciones avanzadas a los grandes problemas nacionales. En una
palabra, no incluían una definición políticamente productiva sobre las
condicionales “nacionales” para el cumplimiento integral de una revo-
lución democrática y de su tránsito a una transformación socialista.
Porque nunca se les planteó en la práctica el problema del poder; para
desplegar su actividad no necesitaron de la rigurosa determinación, o
especificación, de los elementos originales y propios del proceso históri-
co nacional y continental en el que les tocó actuar. Es por ello que, y sin
tener una clara conciencia de ello, apostaron simplemente a la democra-
tización de la vida ciudadana y a la organización de las clases populares.
Pero vale la pena reconocer que en esa apuesta estuvo acaso la mayor de
sus virtudes.
Porque intentaron dar una expresión política a una clase instalada aún
en un terreno “no-nacional” o, para decirlo en otros términos, en el inte-
rior de un horizonte económico-corporativo y pequeñoburgués, teñido
de la presencia de fuertes tradiciones populares de romanticismo social,
los socialistas latinoamericanos tendieron a pensar la realidad dentro de
un tipo de pensamiento que hacía recaer sobre la dilatación de los ele-
mentos de modernidad la posibilidad de una perspectiva socialista. Es
comprensible por tanto que encontraran en el marxismo de la Segunda
Internacional o, con más propiedad, en la construcción hegemónica que
de él hizo la socialdemocracia alemana, la teoría más apropiada para en-
tender la realidad. Colocados fuera de una perspectiva concreta de po-
der, una doctrina que fundaba en la fuerza espiritual de los principios
y en la capacidad organizativa del partido la homogeneización política

375
José Aricó

de la clase, se les aparecía como el instrumento más idóneo para actuar


en condiciones de atraso. Paradójicamente, una ideología que ocultaba,
detrás de la radicalización kautskiana de la teoría, una estrecha política
de representación de los intereses corporativos de una clase obrera fuer-
te se convertía en la concepción dominante de un movimiento que tenía
por base un proletariado no industrial. La funcionalidad reformista de
la socialdemocracia alemana, despojada de su retórica marxistizante,
se ponía claramente de manifiesto en un territorio que solo podía re-
cuperar de ella su condición de partido parlamentario de las reformas
sociales. Aquello que los socialistas latinoamericanos privilegiaban de la
experiencia alemana no era el escolasticismo marxista de Kautsky, y ni
siquiera el cuestionamiento revisionista de Bernstein, sino su capacidad
de implementar un partido político moderno y de masa, con principios
socialistas generales lo suficientemente amplios como para que la uni-
dad partidaria no dependiera de una estricta adhesión a una teoría sino
de la habilidad política excepcional de sus líderes. No en vano fue pre-
cisamente August Bebel, un dirigente que reunía una aguda percepción
política y una relevante capacidad de organización y de dirección, la fi-
gura más respetada y hasta reverenciada.

4. Socialistas europeos y revolución democrática latinoamericana

Si para todas las formaciones socialistas europeas la experiencia ale-


mana fue hasta la Primera Guerra Mundial la expresión más acabada
y paradigmática de una teoría y de una práctica marxista, ¿puede sor-
prender que se haya convertido también en el modelo indiscutido de
los socialistas latinoamericanos? Otras experiencias europeas como la
francesa, y en menor medida la italiana o española, o el mismo coope-
rativismo belga, eran leídas como adecuaciones y nuevos desarrollos del
modelo, antes que como tendencias que lo invalidaban. Si eran desco-
nocidas casi por completo situaciones anómalas del tipo del socialismo
serbio, o de los socialistas revolucionarios rusos, o de las que provocaron
la temprana separación entre mencheviques y bolcheviques en la Rusia
de comienzos de siglo, ¿a qué otras experiencias podían dirigir sus mira-
das en búsqueda de ejemplos iluminadores? Hay que recordar que hasta

376
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

la aparición del movimiento comunista no existió en el socialismo eu-


ropeo hegemónico ninguna tentativa efectiva de ampliación al mundo
no europeo de las categorías analíticas fundamentales de la doctrina de
Marx. Y para el caso particular de América Latina, esta deficiencia resul-
taba agravada porque ciertas particularidades de su evolución histórica
y política y de su estructura económico-social la volvían irreductible a
una identificación genérica con ese mundo colonial que la expansión im-
perialista arrastró violentamente al torrente de la historia. La condición
ni periférica ni central de América Latina, la temprana conquista de las
independencias nacionales de los países que la formaban, las particu-
laridades de sus construcciones estatales eran elementos que cuestio-
naban de hecho la generalización indiscriminada del valor explicativo y
proyectivo de la doctrina marxiana, y hasta habían creado un implícito
problema teórico al propio Marx, en los momentos en que emprendió
la compleja tarea de indagar la especificidad de las formaciones no ca-
pitalistas24. Ni en la Internacional, y ni siquiera en el debate interno de
la socialdemocracia rusa, fueron recuperadas aquellas tentativas hechas
por Marx que, si bien no contenían resolución alguna del problema,
planteaban al menos una manera radicalmente distinta de analizar las
vías posibles de transformación social de formaciones caracterizadas
por la ausencia de un capitalismo industrial y por el predominio absolu-
to del mundo rural y campesino. Es posible pensar que la recuperación
de estas perspectivas podrían haber creado las premisas para un análi-
sis diferenciado de realidades en las que operaban partidos u organiza-
ciones socialistas representadas tempranamente en los congresos de la
Internacional y en el Buró Socialista Internacional25. Si la Internacional

24. Sobre este tema véase la reciente obra Marx y América Latina de José Aricó (1980) y los comentarios críti-
cos de Oscar Terán, Emilio de Ípola y Carlos Franco publicados en Socialismo y Participación (1981, pp. 63-72).
25. Sin hablar ya de las organizaciones socialistas de Asia o de Europa sudoriental, y contrariamente a
una creencia generalizada, puede afirmarse que las relaciones entre la Segunda Internacional y los par-
tidos socialistas o grupos de internacionalistas latinoamericanos existieron desde el momento mismo
de su constitución. El Partido Socialista Argentino, por ejemplo, participó con delegaciones propias en
buena parte de los congresos internacionales y ocupó un puesto permanente en las sesiones del BSI des-
de 1901 hasta los umbrales de la Primera Guerra Mundial. Más que de incomunicación habría que hablar
con mayor justeza de incomprensión. Como señala W. Abendroth, “La base de la Internacional [...] se
hallaba en los partidos europeos. Los delegados americanos no jugaron un papel importante en ninguno

377
José Aricó

no llegó a ser consciente de la naturaleza de los problemas que creaba


la diferencia existente entre su realidad, limitada a Europa –y de esta,
a su parte más avanzada–, y su pretensión universalista es porque pre-
viamente había excluido en la teoría y en la práctica a un mundo al que
descalificaba como “bárbaro”.
Un ejemplo muy ilustrativo de este soslayamiento es el hecho de que
dos años después de iniciada la revolución mexicana no se hiciera nin-
guna mención de ella en el Congreso Socialista Internacional de Basilea,
realizado en noviembre de 1912. Podría pensarse que la atención de los
participantes fue unilateralmente desplazada hacia los inminentes pe-
ligros del estallido de una guerra mundial, o que faltó una información
adecuada o por lo menos suficiente. Sin embargo, si recordamos lo es-
crito por los socialistas europeos sobre el tema debemos concluir que no
pueden ser estas las razones que expliquen un olvido que resulta inex-
cusable desde el punto de vista de la naturaleza y de los objetivos de un
congreso concebido por todos como la sede donde se debatían las expe-
riencias de lucha de las masas trabajadoras del mundo. Si tomamos, por
ejemplo, los análisis publicados en Die Neue Zeit y el Vorwärts!, los dos ór-
ganos más autorizados de la socialdemocracia alemana, observaremos
que, curiosamente, la perspectiva de redactores de la importancia de
August Thalheimer, Gustav Ledebour o Heinrich Cunow es exactamen-
te la misma no obstante integrar corrientes radicalmente diferenciadas
dentro del partido alemán por sus posiciones ideológicas, teóricas y po-
líticas. Todos enfatizaban las consecuencias exteriores de un proceso
del cual solo parecían interesarles los ecos en los Estados Unidos. Como
anota agudamente Leopoldo Mármora26 (1981, p. 4),

de los congresos de la Internacional, a causa de la estructura social distinta de la europea y de la diversidad de


los problemas que de ahí se derivaban. Tampoco los escasos representantes de los grupos obreros asiáticos,
que más tarde llegaron, pudieron cambiar nada de este carácter de la Internacional. Los delegados indios
representaban más bien a una nación oprimida en cuanto colonia, que no a un movimiento obrero, y
los representantes del movimiento primero ilegal y luego semilegal de los trabajadores del Japón, país
en gran auge industrial, pero aún regido de un modo feudal-militar, solo lo eran de una insignificante
minoría. La Internacional no llegó a ser consciente de la diferencia existente entre su realidad, limitada
a Europa, y su pretensión universal” (Abendroth, 1975, pp. 64-65; subrayado nuestro).
26. Veamos algunas referencias recogidas por este autor: “El destino de México está hoy inseparable-
mente unido al de los Estados Unidos. Los esclavos por deudas del campo y los esclavos asalariados de

378
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

[…] la estructuración y la dinámica interna de la sociedad mexicana


están ausentes o integradas a los mismos de un modo totalmente
accesorio. Todo lo que no se adecuaba a los moldes conocidos de
la lucha de clases “moderna” y “civilizada” era ignorado o negado
como ahistórico, irracional, etc. Por ejemplo, la fuerza social y cul-
tural del sistema agrario comunal fue completamente desconocida
no obstante sus profundas raíces históricas y el papel central des-
empeñado en la revolución.

De tal modo el análisis tendía a sobredimensionar la acción de los su-


jetos sociales “modernos”, como el proletariado industrial, los peque-
ños propietarios o la burguesía liberal, mientras que las masas rurales
eran descalificadas o reducidas a mero objeto de explotación27. Como
de todas maneras lo que caracterizaba a la revolución era el hecho de
ser esencialmente una revolución campesina, y la superestructura “mo-
derna”, sobredimensionada o no, se evidenciaba en extremo frágil y re-
ducida, el análisis mostrábase incapaz de profundizar en la dinámica
revolucionaria del proceso social, el cual era percibido solamente en sus
elementos de espontaneidad y caos. La denuncia moralista de las con-
diciones brutales de opresión y explotación quedaban opacadas por la
fuerte insistencia en la incapacidad histórica de las masas explotadas.
La debilidad, o ausencia, de aquellos sujetos sociales reconocidos
como los únicos válidos de un proceso de transformación conducía a
todo el razonamiento a seguir una actitud de tipo naturalista a partir de
la cual los factores de disciplinarización y de racionalidad social solo po-
dían ser introducidos desde afuera. Tal como la burguesía europea hacía
descansar en un caudillo militar o en la intervención norteamericana la

la industria difícilmente podrían liberarse por sus propias fuerzas” (Thalheimer, 1911, p. 860; citado en
Mármora, 1981); Eugen V. Debs (1912, p. 31; citado en Mármora, 1981, n. 8) sostiene que la consigna “de los
liberales, ¡Tierra y Libertad!, ¡Expropiación de los latifundios! no parece correcta. Las masas proletarias
mexicanas son ignorantes, supersticiosas, desorganizadas, completamente esclavizadas y oprimidas.
Antes de realizar una ‘revolución económica’ hay que esclarecer a esas masas e imbuirlas de conciencia
de clase”.
27. El 21 de febrero de 1913 el Vorwärts (Buenos Aires) escribe que “los oprimidos tomaron las armas en
busca de su liberación y no lograron más que un cambio de opresor”. Dos días después, el 23 de febrero,
caracteriza a los dirigentes de la revolución como simples bandidos.

379
José Aricó

resolución del caos, para los socialdemócratas alemanes la única pers-


pectiva contemplada a largo plazo era la imposición de un nuevo orden
basado en la presencia decisoria de la burguesía liberal y del proletaria-
do moderno. En la visión socialista, mientras la perspectiva y la presen-
cia del proletariado internacional no lograran enraizarse en México, “los
sujetos sociales estaban condenados a ser marionetas en manos de los
intereses y antagonismos de tal o cual fracción del capital internacional”
(Mármora, 1981, p. 5).
Es evidente que un razonamiento como el que estamos analizando
descansaba sobre una concepción profundamente arraigada en la so-
cialdemocracia europea, y también entre los socialistas latinoamerica-
nos, cuya raíz se encuentra en el Marx del Manifiesto Comunista (Marx y
Engels, 1848/1973) y de El dieciocho Brumario (Marx, 1852/1973): la desca-
lificación del mundo rural y del campesinado identificados con el “pri-
mitivismo” y la “barbarie”. Si es verdad que proletariado y clase obrera
no coinciden necesariamente, lo que el europeísmo a ultranza de los
socialdemócratas no percibía era que ese proletariado cuya ausencia
lamentaban estaba en las masas rurales movilizadas, que en México
constituían, como es lógico, la fuerza motriz de todo proyecto radical
de transformación. Del mismo modo que el débil semiproletariado ur-
bano de la ciudad de México –que manifestó una fuerte incomprensión
del movimiento zapatista por su notable componente religioso, y que
tendió a aliarse con la pequeñaburguesía citadina para reprimir mili-
tarmente a las masas campesinas en rebelión–, los socialistas europeos
no podían entrever siquiera la perspectiva de la formación de un nuevo
bloque social revolucionario basado en la fusión de fuerzas sociales que,
como el campesinado y la clase obrera, eran, para ellos, expresiones de
dos mundos excluyentes.
Es sin duda esta concepción la que explica el soslayamiento y aun la
negación de uno de los hechos revolucionarios más significativos del si-
glo. Pero no fue solo Europa la que olvidó o trató de silenciar esta reali-
dad traumatizante; ocurrió del mismo modo con América Latina, y hubo
menester de las fulgurantes presencias de las revoluciones rusa y china
para descubrir, en los años veinte, que en su propio territorio se esta-
ba operando desde una década anterior una experiencia de masas de

380
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

tamaña magnitud. El laboratorio político mexicano ponía a prueba la


validez de las hipótesis teóricas fundamentales del movimiento obrero
mundial y mostraba que sin una refundación de la teoría y de la práctica
del socialismo la realidad americana era indescifrable para el marxismo.
La paradoja del socialismo latinoamericano residía, por tanto, en que
al operar sobre una realidad distinta de la europea sus esfuerzos por
aplicar a nuestro medio las orientaciones fundamentales del marxismo
construido y canonizado por la Segunda Internacional tenían efectos
contradictorios, efectos de los que no se tuvo plena conciencia en su na-
turaleza y consecuencias. Si bien les permitía obtener éxitos relativos en
la organización de las clases trabajadoras, los colocaba objetivamente en
una posición subalterna en el interior del bloque de fuerzas orientadas a
la modernización capitalista de la región. El desconocimiento casi total
de la esencia de la teoría revolucionaria de Marx, la aceptación incues-
tionada del paradigma socialdemócrata que condicionaba la posibilidad
del socialismo al crecimiento de las fuerzas productivas y por tanto al
consiguiente aumento cuantitativo de la clase obrera moderna, el ple-
gamiento a las difíciles condiciones ideológicas y políticas en las que se
desarrollaba su labor tendían a limitar la acción socialista a una mera
batalla cotidiana por las reivindicaciones más inmediatas de los trabaja-
dores y por la plena legalidad y libertad del movimiento. La doctrina es-
taba, de hecho, escindida de esta acción y relegada a la condición de una
filosofía de la historia sobre la que se fundaba la propaganda abstracta
de una sociedad alternativa. Tal como afirmaba Cornelio Thiessen (1913,
p. 688) en la reseña antes citada, las condiciones de atraso, en este caso
en la Argentina, hicieron que el socialismo

[…] se limitara también al trabajo presente. Faltan aquí las condi-


ciones objetivas para una propaganda colectivista y el llamado “ob-
jetivo final” se convierte en una “hipótesis” auxiliar. Si se considera
este estado de cosas como transitorio, uno puede reconciliarse en
parte con esta actividad “socialista”. Lo malo es, precisamente, que
se pretende hacernos ver como normal esta “etapa de transición”28.

28. La única referencia que hemos podido obtener sobre este corresponsal es una mención circunstancial

381
José Aricó

En la medida en que para Thiessen el desarrollo de las relaciones eco-


nómicas capitalistas ya se habían hecho presentes, maduraban “los ele-
mentos que permiten probar que el socialismo en Argentina tiene ya hoy
una base más firme”. De lo que se trataba, entonces, era de no descuidar
el trabajo práctico, pero sí de “imbuirlo del espíritu socialista”. Hasta en
quienes defendían con mayor firmeza el contenido doctrinario socialis-
ta de los nuevos organismos políticos, la doctrina, en realidad, era con-
siderada como una suma de principios abstractos, válidos de una vez
para siempre y en cualquier circunstancia; principios que debían ser
difundidos como prerrequisito para que un movimiento obrero, aún no
desprendido por completo del mundo burgués del que surgió, pudiera
conquistar una identidad propia. A ese mundo lo separaba del proleta-
riado una cisura radical y la función de la doctrina y de la acción socia-
lista era transformar dicha cisura en una grieta profunda y consciente.
Teoría y movimiento real no eran, por tanto, los dos términos de una
relación que solo podía fundarse en la determinación precisa de la espe-
cificidad histórica del proceso, sino entes abstractos y siempre idénticos
a sí mismos en los que únicamente la ignorancia e incultura transitoria
del segundo creaba las dificultades de inserción del primero. La tarea de
los socialistas quedaba reducida, en última instancia, a una empeñosa
e inteligente labor de organización y de educación del proletariado. El
peso aplastante que este debía necesariamente adquirir en la sociedad
capitalísticamente desarrollada, según la visión reformista, o los hipo-
téticos cataclismos históricos a que estaba condenada, según la visión
revolucionaria, habrían de conducir a ese proletariado a la conquista del
poder y a la construcción del socialismo.

del dirigente comunista Rodolfo Ghioldi. En un reportaje que le hiciera Emilio J. Corbière, y al rememo-
rar su etapa juvenil de militancia en el Partido Socialista, dice: “Constituíamos un grupo juvenil socialista
numeroso y también nos apoyaban algunos veteranos socialistas. El proceso en el que se desarrolló la
tendencia de izquierda dentro del Partido Socialista arranca a principios de la década del diez. De aquella
época son testimonios Palabras Socialistas, una publicación quincenal, y Adelante, órgano de la Federa-
ción de las Juventudes Socialistas. [...] Nosotros constituimos la Juventud Socialista ‘Amilcare Cipriani’
–anexa al Centro de la Sección 8ª que tenía su sede en Mármol 911. Trabajamos organizando cursos de
capacitación y conferencias. López Jaime pronunció una sobre ‘El concepto materialista de la historia’ y
recuerdo también al malogrado joven Cornelio Thiessen, fallecido a principios de 1916, y que trabajó en
torno al problema del militarismo” (Corbière, 1974, p. 22).

382
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

Tal era la concepción del socialismo moderno, y más en particular


de la doctrina de Marx, que los militantes latinoamericanos recogieron
de la experiencia de la socialdemocracia europea. Es la aceptación de
esta hipótesis lo que condujo a que, por lo menos hasta Mariátegui, so-
cialismo y marxismo fueran, en América Latina, “sinónimos de Europa”
(Paris, 1981, p. 12). Lo cual explica que solo pudiera formularse una pro-
puesta de terrenalización de la doctrina de Marx a una realidad reco-
nocida en forma explícita como históricamente diferenciada –aunque
dentro del paradigma europeísta y al precio de la amputación de toda
su perspectiva revolucionaria– en las zonas más plenamente “europeas”
del continente, en ese confín de América del Sur donde una extensa co-
marca fue convertida prácticamente en colonia de “poblamiento” por el
capitalismo central.
Ya hemos señalado las consecuencias negativas para el desarrollo del
marxismo derivadas de la despreocupación del socialismo europeo por
la singularidad latinoamericana, despreocupación que mantiene inalte-
rada una actitud ya presente en los propios fundadores de la doctrina.
Lo que acaso sorprenda es saber que el cuestionamiento marxiano de
la validez universal del camino recorrido por el capitalismo en Europa
occidental –que tuvo como origen la reorientación de sus estudios ha-
cia el análisis de los procesos de disolución de la comunidad agraria en
Occidente y de las razones de su permanencia en Oriente y en Rusia–
confluyó no solo en la revalorización de la comuna rusa, sino también
en el “redescubrimiento” de América. Aunque no de esa América hispá-
nica a la que Marx había descalificado en los años cincuenta, sino de
ese territorio del norte cuya vertiginosa transformación tenía la virtud
de revelar al Viejo Mundo el secreto del modo capitalista de producción
y de acumulación (Marx, 1980, p. 967, t. 1). Modificando su visión fuer-
temente anclada en las condiciones de Francia y de Inglaterra, Marx
convertirá desde los años sesenta en adelante a Rusia y a los Estados
Unidos en los soportes del cuadro estratégico general caracterizado por
la expansión del capitalismo hacia nuevas áreas de explotación. Pero si
el análisis de Rusia lo condujo a descubrir en el campesinado potenciali-
dades revolucionarias antes negadas, el de los Estados Unidos le permi-
tió a su vez vislumbrar los obstáculos que un país nuevo y de fronteras

383
José Aricó

abiertas podía oponer a una clase obrera de reciente creación y dividida


en sus nacionalidades de origen. Paradójicamente, en los momentos en
que descubre la virtualidad revolucionaria del campesinado advierte el
error que significa creer en una universal determinación “socialista” de
la clase obrera.

II. La hipótesis de Justo

1. Movimiento real versus doctrinarismo programático

Las vicisitudes del socialismo en América Latina remiten curiosamente


–no obstante las radicales diferencias que resultan fáciles de establecer–
al caso también anómalo del socialismo en los Estados Unidos, donde
apareció siempre como un hecho no fácilmente explicable la ausencia
de una clase obrera organizada según los patrones europeos. Ambos
fenómenos son aproximables en términos precisamente de su excen-
tricidad; constituyen pruebas flagrantes del pecado de simplificación
que se comete cuando se hace depender exclusivamente del crecimien-
to del capitalismo el desarrollo de un movimiento obrero moderno so-
cialista, puesto que si el portentoso avance de la sociedad burguesa no
daba necesariamente como resultado el crecimiento del socialismo en
los Estados Unidos, ¿hasta qué punto podía ser admitida como válida la
atribución al atraso de sus dificultades de expansión en Latinoamérica?
Son hechos estos que evocan en la reflexión historiográfica y política la
idea de un mundo distinto, en el que ciertas características propias de-
terminan una diversidad de caminos irreductible a ciertos paradigmas
teóricos constituidos en la Europa de fines de siglo29. Ya el propio Marx

29. Ya a comienzos de siglo Werner Sombart (1906) había de poner en duda la necesidad de la coinciden-
cia entre capitalismo y desarrollo de un movimiento obrero socialista. En 1906 publica un ensayo titulado
sugerentemente Warum gibt es in den Vereinigter Staaten kein Sozialismus? con el propósito, al final no logra-
do, de dar una respuesta a la refutación práctica que la experiencia predominante en los países anglosa-
jones hacía de su tesis sobre el socialismo como expresión ideológica necesaria derivada de la existencia
económico-corporativa inmediata de los trabajadores. Para la conciencia socialista de fines de siglo, la
experiencia de la sociedad americana obligaba a una ampliación considerable de la teoría marxista y a la
necesidad de un enriquecimiento de la imagen que se tenía del socialismo. Como es evidente, analizar la

384
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

se había topado con este problema cuando trató de determinar las cau-
sas de la distinta función que desempeñaba en una y otra parte la repú-
blica burguesa: forma política de la subversión de la sociedad burguesa
en Europa era en América del Norte su forma conservadora de vida. En
países de vieja civilización, con una formación de clase desarrollada, con
condiciones modernas de producción “y con una conciencia intelectual
en la que todas las ideas tradicionales se hallan disueltas por un traba-
jo secular” la república burguesa, en cuanto forma política, facilitaba la
transición a una forma social distinta. Pero en los Estados Unidos de
América, “donde, si bien existen ya clases, estas no se han plasmado
todavía, sino que cambian constantemente y se ceden unas a otras sus
partes integrantes, en movimiento continuo; donde los medios moder-
nos de producción, en vez de coincidir con una superpoblación crónica,
suplen más bien la escasez relativa de cabezas y brazos, y donde, por úl-
timo, el movimiento febrilmente juvenil de la producción material, que
tiene un mundo nuevo que apropiarse, no ha dejado tiempo ni ocasión
para eliminar el viejo mundo fantasmal” (Marx, 1852/1973, p. 416, t. 1)30,
allí, o en países semejantes, la república burguesa es “la forma conserva-
dora de vida” de esa sociedad.
La escasez de brazos y la extrema movilidad social que de esta deriva;
la ausencia de una conciencia intelectual capaz de disolver en un trabajo
secular todas las ideas tradicionales... Solo basta agregar ese elemento
que los explica a ambos: la presencia de inmensos territorios libres, para

experiencia socialista en los Estados Unidos solo en términos de “fracaso” impide plantearse la verdadera
pregunta: hasta qué punto hubo o no una “americanización” de las doctrinas socialistas y a qué organiza-
ciones dieron vida dichas doctrinas que significaron un momento de relevante importancia en la consti-
tución de la clase obrera norteamericana. Pero un estudio de este tipo requiere necesariamente estudiar
la historia del socialismo norteamericano no solo en relación con la evolución social y económica del país,
sino también preguntarse de qué manera tal historia estuvo unida a la del socialismo europeo.
30. Justo utiliza estas frases de Marx para mostrar que, al igual que en los Estados Unidos, en la Argentina
resulta imposible mantener el carácter exclusivamente “obrero” del Partido Socialista, el cual sufre, como
la sociedad en su conjunto, un incontrolable proceso de movilidad social. “Es un país aquel, y quizá lo es
en bastante grado este, en que un proletariado puede llegar en un período relativamente breve a la situa-
ción de empresario, de patrón, de capitalista más o menos grande, y donde, por consiguiente, un partido
como el nuestro, si conserva los elementos humanos que entran a formarlo [...] es seguro que ha de tener
en sus filas, después de cierto número de años, cierto número de patrones, aunque sea un partido obrero
y socialista” (Justo, 1921/1947, p. 354).

385
José Aricó

que aparezca ante nuestros ojos ese haz de singularidad sobre el que la
conciencia radical europea fundará las razones de la anomalía america-
na. Si para Hegel la existencia de la tierra libre imposibilitaba de hecho la
emergencia de un Estado moderno o, dicho de otro modo, de la sociedad
burguesa como tal, en la medida en que la emigración constante diluía
las diferencias de clase, para Marx la inexistencia de la presión sobrepo-
blacional colocaba a los Estados Unidos fuera de la revolución europea
presagiada. La revolución socialista –y por lo tanto, agregamos nosotros,
el movimiento social capaz de llevarla a cabo– no podría abrirse paso allí
mientras la colonización capitalista no se hubiera agotado en Occidente.
La suerte de América, la posibilidad de formar un sistema compacto de
sociedad civil y de experimentar las necesidades de un estado orgánico,
solo habría de decidirse, tanto para Hegel como para Marx, cuando los
espacios libres se hubieran llenado y cuando la sociedad pudiera con-
centrarse sobre sí misma. Civilización burguesa e inmigración masiva
se evidencian así como dos aspectos de un mismo proceso, y el espectro
de la lucha de clases parece derivar inexorablemente de la consumación
de ambos. El Nuevo Mundo permitía a la economía política del Viejo
descubrir el secreto del modo capitalista de producción y de acumula-
ción en la medida en que mostraba que solo es posible a condición de
aniquilar la propiedad privada que se funda en el trabajo propio o, lo que
es lo mismo, la expropiación del trabajador.
Mientras el caudaloso y continuo torrente humano que todos los
años Europa depositaba en América encontrara la forma de disemi-
narse por un vasto territorio libre, la producción capitalista avanza-
ría lentamente. Cuando el proceso se revirtiera o la ola inmigratoria
europea fuera superior a la capacidad de absorción del territorio, la
producción capitalista avanzaría a pasos de gigante, aunque la de-
pendencia del asalariado tardara en alcanzar los niveles logrados en
Europa. Mientras cualquier hombre pudiera convertirse, si no en capi-
talista, por lo menos en un hombre independiente, produciendo o co-
merciando con sus propios medios o por su cuenta, no existía espacio
alguno en el interior del cual la clase obrera pudiera madurar para un
movimiento histórico independiente. Pero apenas el desarrollo capi-
talista concentrara la riqueza y distribuyera ampliamente la pobreza,

386
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

ese movimiento habría inevitablemente de surgir con un ímpetu y


una fuerza desconocidos por el mundo, y esto por la simple razón de
que, a diferencia de los más antiguos movimientos políticos y obreros
europeos, no tendría que enfrentarse a ese colosal montón de basura
heredada de las formaciones sociales anteriores. No obstante que el
Nuevo Mundo aparecía ante Marx y Engels como más atado por ciertas
costumbres, más viejo en algunos aspectos que Europa, el optimismo
y activismo revolucionario sobre los que fundaron sus análisis los llevó
a subestimar los obstáculos que podrían anteponerse a la constitución
de grandes movimientos obreros en América. Exagerando la “plasti-
cidad” de esa masa enorme de fuerza de trabajo descargada en nues-
tras costas por Europa, trasladaron la dinamicidad del industrialismo
americano al proceso mismo de formación de las organizaciones de
clase. Las tradiciones arcaicas, la religiosidad artificial, la incapacidad
teórica serían aventadas fácilmente cuando el inevitable movimiento
social se echara a andar. Pero lo que interesa recordar es que frente a
un movimiento inédito en sus características distintivas, ambos com-
prendieron lúcidamente la necesidad de recomponer el campo de la
propia teoría, de enriquecer toda su visión de la relación entre teoría y
movimiento. Se plantearon, en cierto modo, el problema crucial de las
condiciones de validez de un conjunto de principios, de categorías y
hasta de vocabularios constituido con relación a otros pueblos y a otros
medios culturales. El propio Engels recordaba, y no por casualidad, a
su corresponsal germano americano Sorge que el caso de Inglaterra,
y también por supuesto el de los Estados Unidos de América, demos-
traba “que es imposible machacarle simplemente una teoría en forma
abstracta y dogmática a una gran nación, aun cuando se posea la me-
jor de las teorías, surgida de las propias condiciones de vida, y aun
cuando los tutores sean los mejores” (Engels, 1972b, p. 574). La necesi-
dad de organizar el movimiento obrero a escala nacional, aun abstra-
yéndose de programas teóricos definidos, que recorriera un camino
propio, por más limitado que este fuera, era enérgicamente defendida
frente a cualquier exigencia de claridad teórica, porque “mucho más
importante a que el movimiento proceda desde el principio sobre lí-
neas perfectamente correctas en teoría es que se difunda, que marche

387
José Aricó

armoniosamente, que se arraigue y abarque en todo lo posible a todo


el proletariado norteamericano [...]. Lo más importante es poner en
marcha a la clase obrera como clase” (Engels, 1972a, p. 564), porque “cada
paso del movimiento real” es infinitamente más valioso que una infi-
nidad de programas.
El movimiento real de autoconstitución de la clase obrera en el proceso
de lucha por la defensa y la ampliación de sus intereses específicos podría
evolucionar hacia propuestas socialistas no mediante la imposición desde el
exterior de dogmas “alemanes” o “marxistas”, sino a través de una revolu-
cionarización desde el interior del mismo movimiento, en un proceso en el
que la propia teoría de Marx debía ser puesta a prueba con las experiencias
adquiridas. Solamente así los socialistas estarían en condiciones de contri-
buir a que la teoría se convirtiera en una expresión originaria de la propia
realidad del movimiento, a que se incorporara “a la carne y a la sangre” de la
clase obrera (Engels, 1979, p. 316)31. Sin embargo, para elevarla a un nivel tal
en que le resultara posible en las nuevas condiciones representar el movi-
miento del futuro en el movimiento del presente, la doctrina debía ser des-
pojada de su “característica específicamente alemana” y reformulada “a la
manera inglesa”. La ortodoxia teórica, ese campo privilegiado que remitía
casi exclusivamente a características específicas del movimiento obrero y
socialista alemán, debía por tanto dejar paso a una nueva forma de la rela-
ción entre teoría y movimiento social que no podía menos que implicar la
recomposición de ambos. La obstinación con que estas grandes naciones
“independientes” –y para Engels “las inglesas y sus descendientes son con
seguridad las más independientes”– se empeñaban en recorrer un cami-
no propio debía molestar lógicamente a todos los doctrinarios, es decir a
aquellos dogmáticos que no pudieron aprender a usar la teoría como pa-
lanca para poner en movimiento a las masas, pero eso no impedía que tal

31. Carta de Engels a Florence Kelly Wischnewetsky, del 27 de enero de 1887: “Nuestra teoría es una teoría de
desarrollo, no un dogma a aprender de memoria y a repetir mecánicamente. Cuanto menos se les macha-
que a los norteamericanos desde afuera y cuanto más la pongan a prueba con su propia experiencia –con
ayuda de los alemanes tanto más profundamente se incorporará a su carne y a su sangre [...] Creo que toda
nuestra experiencia ha mostrado que es posible trabajar junto con el movimiento general de la clase obrera
en cada una de sus etapas sin ceder u ocultar nuestra propia posición e incluso nuestra organización, y
temo que si los germano americanos eligen una vía distinta cometerán un grave error” (Engels, 1979, p. 316).

388
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

obstinación constituyera en sí misma una garantía de que “una vez comen-


zado el proceso este pudiera llevarse a su término” (Engels, 1972c, p. 578).
Frente a una clase obrera fuertemente diferenciada en su interior,
por razones económicas, culturales, de raza, religión y nacionalidad,
colocada totalmente fuera de las experiencias europeas conocidas, y
por tanto ajena a los propios esquemas marxistas, a sus fundamen-
tos doctrinarios y hasta a sus distintas fases de elaboración, Marx y
Engels se esforzaron, en nuestra opinión sin lograrlo, por adecuar la
teoría a las particularidades del movimiento. No corresponde diluci-
dar aquí hasta dónde sus discípulos americanos tuvieron en cuenta
estas advertencias que, por lo demás, encerraban consecuencias que
en modo alguno ambos extrajeron32. Poco antes de morir, Engels se
mostró tan escéptico de la capacidad de comprensión de sus amigos

32. La correspondencia de Marx y Engels con los americanos (en su mayoría emigrantes alemanes) es
bastante ilustrativa de la despreocupación por la teoría de que hacen gala. Evidentemente tenían una
noción aproximada del modo de formación de la sociedad americana y de los efectos que sobre ella
podían tener las sucesivas oleadas de inmigrantes y la consiguiente incorporación a la producción de
una mano de obra en extremo diferenciada, tanto racial como culturalmente. Comprendieron hasta
dónde resultaba difícil formar allí un tejido unitario en términos de conciencia de clase, y se sintieron
inclinados a valorizar, de una manera inusual en ellos, todo movimiento práctico de los trabajadores;
comprendiendo que, como tal, dicho movimiento no podía dejar de tener profundas implicaciones
teóricas. Mientras sometieron a una virulenta crítica el Programa de Gotha, que sirvió de base a la
unificación del movimiento obrero alemán en 1875 en un único partido socialdemócrata, en el caso
del movimiento obrero norteamericano estaban dispuestos a considerar de modo favorable cualquier
programa que, manteniéndose en el terreno de clase, permitiera al movimiento dar un paso adelante.
Esta actitud, aparentemente contradictoria, en realidad no es tal si se la analiza desde la perspectiva
política en la que Marx se colocaba, y no desde las consecuencias que se cree deducir de sus concep-
ciones. Lo que Marx creía encontrar en el obrero alemán y lo llevaba a atribuirle una función em-
blemática, no podía en modo alguno descubrirlo en el obrero norteamericano, lo cual muestra hasta
qué punto es errónea, o por lo menos parcial, la afirmación, que ya es casi un lugar común, de que
Marx y Engels no entendieron la naturaleza específica de los partidos socialistas que se organizaron
en el marco del desarrollo capitalista. Esta opinión no puede sostenerse si en lugar de tomar como
patrón de medida la relación entre Marx y el movimiento obrero alemán introducimos a esta en el
contexto más amplio del movimiento obrero europeo y americano.
De todas maneras, es evidente que ambos tendieron a observar el movimiento americano con las lentes
del inglés, influidos, acaso, por los elementos de convergencia que podían encontrarse en los procesos
formativos de ambos. Abrigaron idénticas esperanzas en la capacidad de ambas clases obreras de supe-
rar el peso retardatario de sus respectivas tradiciones, sin comprender cabalmente cuán distintas eran
entre sí. Dicho de otro modo, no pudieron imaginar hasta dónde las características de la sociedad ameri-
cana colocaban al movimiento de sus clases trabajadoras fuera de las experiencias europeas conocidas, y
por lo tanto también fuera de los propios esquemas marxistas, de sus fundamentos doctrinarios y hasta
de sus fases de elaboración. Lo cual plantea el problema de los límites de la teoría y no simplemente los de
su aplicación, terreno este en el que, como es explicable, ni Marx ni Engels pudieron instalarse.

389
José Aricó

germano americanos que hasta se pronunció lisa y llanamente por la


disolución del partido “alemán” en cuanto tal. En su opinión se había
convertido en el peor de los obstáculos para que pudiera fructificar
una acción doctrinaria socialista en un movimiento que hacia fines
de siglo mostraba serios indicios de comenzar a marchar. Pero lo que
interesa señalar aquí es que hubo en América Latina, y más precisa-
mente en la República Argentina, un pensador socialista que, sin te-
ner posibilidad alguna de conocer estas reflexiones marxianas, salvo
las que se pudieran desprender de su lectura de El Capital (Marx, 1946,
t. 1), del cap. XXV: “La teoría moderna de la colonización”, trató de
encarar en el mismo sentido de la preocupación de Marx la tarea his-
tórica de construir en su país un movimiento socialista. Hecho este
que no debe sorprendernos demasiado porque en la etapa en que ma-
duraban sus concepciones socialistas pudo observar en la práctica a
un movimiento obrero y a una realidad nacional que, con la nortea-
mericana, Marx solo pudo seguir de manera indirecta. Un año antes
de la formación del Partido Socialista Argentino, pero un año después
de la creación del periódico obrero La Vanguardia por él dirigido, pudo
realizar un viaje de estudios a los Estados Unidos, del que extrajo con-
clusiones que indudablemente le permitieron formular una propues-
ta de socialismo en la Argentina que partía del explícito rechazo de un
modelo a imitar33.

33. En 1895 Juan B. Justo realiza un viaje de estudios a Estados Unidos y Europa. Desde allí envía al pe-
riódico obrero La Vanguardia una serie de notas que fueron luego reunidas en un folleto titulado En los
Estados Unidos (Justo, 1928). La idea de que es en ese país donde se estaba operando un experimento
vinculado al destino futuro de toda la humanidad recorre sus páginas. Veamos, por ejemplo, la com-
paración que hace con su propio país: “La población blanca en los Estados Unidos proviene casi toda
de las naciones europeas que hoy más sobresalen por su energía y su aptitud de organización. Se ha
desarrollado libre de toda traba feudal como las que aún pesan sobre algunos de los pueblos de Euro-
pa; libre de todo militarismo, porque no tiene vecinos temibles, ni colonias que defender; libre de las
convulsiones de los países sudamericanos, donde la clase gobernante, de una incapacidad económica
completa, ha luchado, dividida en facciones, por el privilegio de oprimir una clase inferior, ignorante y
débil, o donde, como en la República Argentina, una numerosa y activa población extranjera se mantiene
fuera del organismo político del país. Constituyen, pues, los Estados Unidos, entre las grandes naciones
modernas, la sociedad que más se acerca al tipo industrial, y colocada en las condiciones más favorables
para su prosperidad. Si esa prosperidad está ahora matizada con miseria, si el desorden y la anarquía han
hecho su aparición en la sociedad americana [...] el origen de todo eso tiene que estar en que el sistema
industrial muy adelantado ya no está en armonía con las instituciones vigentes, ni con el nivel intelectual
y moral de la población y exige perentoriamente en ellos un adelanto proporcional. Es en Norte América

390
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

Juan B. Justo representa indudablemente un caso excepcional en


el socialismo latinoamericano, no solo porque resulta imposible en-
contrar en su interior figuras intelectuales de su nivel, sino porque en
ninguna otra parte logró conformarse en torno a una personalidad
equiparable un núcleo dirigente de la calidad y de la solidez del que ca-
racterizó al Partido Socialista Argentino. Ni aún en países como Chile
o Uruguay, en los que la acción socialista fue temprana y permanente,
se dio un fenómeno semejante, y hasta se puede afirmar, sin temor
a que se nos contradiga, que algunas características de dicha acción
derivan de la poderosa influencia que ejerció en el continente la expe-
riencia argentina. Vinculado estrechamente al movimiento socialista
internacional, lector asiduo de las principales publicaciones sociales
europeas y americanas, estudioso de la problemática teórica y práctica
suscitada por los escritos de Bernstein, al que leía en su propio idioma,
traductor de El Capital (Marx, 1946) ya a fines de siglo, Justo fue una de
esas grandes figuras que caracterizaron a la Segunda Internacional.
Injustamente soslayado en ese plano, su personalidad relevante quedó
sepultada bajo la pesada lápida con la que el movimiento revoluciona-
rio, a partir de la Primera Guerra y de la Revolución de Octubre, inten-
tó enterrar toda la significación histórica de esa vastísima y controver-
tida experiencia social. Al igual que otros dirigentes internacionales
trató de mantener una relación crítica con la doctrina de Marx, no con-
cibiéndose a sí mismo ni a su partido como “marxistas”, sino como so-
cialistas que encontraban en Marx, pero también en otros pensadores,
un conjunto de ideas y de propuestas útiles para poder llevar adelante
el propósito al que dedicó toda su inteligencia y su voluntad de lucha:
el de crear, en las condiciones específicas de la sociedad argentina, un
movimiento social de definido carácter socialista y un cuerpo de ideas
que, sintetizando los conocimientos aportados por la ciencia y los que
se derivan de la propia experiencia de ese movimiento, se constituye-
ra en una guía certera para el logro del objetivo final de una sociedad
socialista.

donde el capitalismo se desarrolla hoy más grande y más libre. Es aquí, pues, donde conviene estudiar su
evolución” (Justo, 1928, pp. 5-6).

391
José Aricó

Concibiendo al socialismo como un resultado inevitable del avan-


ce de la cultura política y de la democratización de las instituciones,
Justo fue un demócrata cabal, un consecuente proseguidor de las tra-
diciones liberales democráticas que tuvieron en Sarmiento su mayor
exponente en la sociedad argentina. De ahí que, a diferencia de una
actitud bastante generalizada en el pensamiento socialista de la épo-
ca, desde el inicio de sus reflexiones intentara encontrar las raíces
del socialismo en una revalorización crítica, y desde el punto de vista
de la lucha de clases, de toda la historia nacional. Porque en realidad
nunca fue un marxista tout court, su “teoría científica de la historia
y la política argentina” no fue otra cosa que la reiteración del papel
relevante desempeñado por el “factor económico” en la Revolución
de Mayo y en la guerra civil que sucedió a aquella, sobre lo cual ya ha-
bía insistido desde años antes una corriente interpretativa bastante
difundida. Pero lo que en nuestro caso importa, porque lo distan-
cia de esa interpretación, es que el análisis “economicista” de Justo
concluía en una condena radical de las clases dirigentes argentinas
y en una revalorización positiva de las clases populares34. El Partido

34. “El pueblo argentino no tiene glorias. La independencia fue una gloria burguesa; el pueblo no tuvo
más parte en ella que la de servir los designios de la clase privilegiada que dirigía el movimiento. Pero
pronto tuvo que luchar contra esta clase para defender el suelo en que vivía contra la rapiña y el absoluto
dominio de los señores [...]. El gaucho vio su existencia amenazada, e, incapaz de adaptarse a las condi-
ciones de la época, se rebeló. Así nacieron las guerras civiles del año veinte y subsiguientes, que fueron
una verdadera lucha de clases. Las montoneras eran el pueblo de la campaña levantado contra los señores
de las ciudades [...]. Los gauchos defendían el terreno que pisaban; luchaban a su modo por la libertad. Su
resistencia, sin embargo, fracasó. ¿Por qué fracasó? Porque eran de una incapacidad económica completa;
su insurrección, puramente instintiva, no tendía más que a dejar las cosas como estaban, a un imposible
statu quo, que les permitiera seguir viviendo como habían vivido hasta entonces” (Justo, 1947, T. VI: 37-38).
“Los gauchos no eran ‘un pueblo lleno de la conciencia de sus intereses y de sus derechos políticos’, como
lo pretende el historiador López, y lo creen quienes toman en serio el mote aquel de ‘Federación’; no eran
tampoco una ‘inmunda plaga de bandoleros alzados contra los poderes nacionales’, como dice el mismo
historiador. Eran simplemente la población de los campos acorralada y desalojada por la producción
capitalista, a la que era incapaz de adaptarse, que se alzaba contra los propietarios del suelo, cada vez
más ávidos de tierras y de ganancias [...]. Poco a poco la población campesina fue domada por los mismos
que ella había exaltado como jefes, y de toda esta lucha no resultó nada permanente en bien de quienes
la habían sostenido: los campesinos insurreccionados y triunfantes no supieron establecer en el país la
pequeña propiedad. Para ellos, esta hubiera sido, sin embargo, el único medio de liberarse efectivamente
de la servidumbre y del avasallamiento a los señores; como establecer la pequeña propiedad hubiera sido
el medio más eficaz de oponerse a las montoneras y de cimentar sólidamente la democracia en el país”
(Justo, 1947, T. VI: 167). Como luego veremos, esta idea de una democracia rural cimentada en un desa-
rrollo agrario de tipo norteamericano constituye uno de los presupuestos de la estrategia justista de un

392
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

Socialista aparecía en su razonamiento como el único capaz de fusio-


nar los esfuerzos históricamente ciegos de aquellas clases subalter-
nas con el movimiento obrero y social moderno en gestación, porque
era el único partido político dotado de un programa y de un objetivo
histórico compatible con la evolución de las sociedades. Afirmaba
Justo (1897/1947, p. 40):

El socialismo moderno cuenta también con las masas populares y


con el poder de la razón; pero con las masas populares en tanto que
ejercitan su razón, y con la razón, en tanto que es ejercitada por las
masas [...]. El pueblo, movido por la necesidad, se está asimilando
una gran verdad científica: la teoría económica de la historia, y su
porción más inteligente y activa, el Partido Socialista, basa en ella
su acción. Enseña a los trabajadores a comprender su situación de
clase explotada.

Esta versión original del socialismo, como un incontenible movimiento


emergente de la modernidad de la sociedad argentina pero con fuertes
raíces que lo unen a todas las tradiciones de lucha de las clases explota-
das del país, y del mundo, permitió al Partido Socialista arraigarse en la
vida política y social argentina como una parte de ella misma y no como
un fenómeno “externo”, ajeno a la propia realidad. Sin embargo, los éxi-
tos logrados tanto en el movimiento social como en el sistema político
no pudieron superar los límites subyacentes en la propia hipótesis de
Justo, límites que habrían de condicionar decisivamente su accionar po-
lítico y su capacidad de conquistar a las masas trabajadoras argentinas
para su proyecto estratégico.
No sería metodológicamente correcto analizar el proceso histórico
concreto de construcción de una gran organización política como fue el
Partido Socialista Argentino solo y exclusivamente desde la perspectiva
que trazó Juan B. Justo. Tampoco resultaría válido insistir en encontrar
las razones de su decadencia y frustración histórica en las limitaciones
del pensamiento de un dirigente, por más importante que este haya

bloque urbano-rural bajo la dirección de la clase obrera.

393
José Aricó

sido. Un movimiento político que fue de hecho expresión de buena parte


de las clases populares es mucho más que la encarnación metafísica de
una idea; no se agota como tal demostrando el error o las limitaciones
de sus propuestas. Pero puede ser de utilidad para esa reconstrucción
histórica, aun faltante, indagar un poco más sobre las tensiones inter-
nas de la hipótesis de Justo, no con la finalidad de convertirlas en de-
miurgos sino simplemente de reintroducirlas luego en la funcionalidad
propia que tuvieron en un tejido político que, en cuanto que tal, no podía
dejar de modificarlas. Trataremos de ver hasta qué punto su visión ex-
tremadamente sugerente –no digo exacta– del entrelazamiento de los
elementos de modernidad y atraso en la sociedad argentina le permitió
a Justo rebatir con éxito las superficiales observaciones del socialista ita-
liano Enrico Ferri, que cuestionaban la posibilidad misma de existencia
del socialismo en América Latina –y más en particular, en la Argentina–;
pero al mismo tiempo intentaremos mostrar cómo su razonamiento
soslayaba teóricamente un problema implícito en la argumentación de
Ferri destinado a tener gravísimas consecuencias políticas no solo para
el socialismo, sino también para la democracia argentina.

2. Nacionalización de las masas y democracia social

La elevada magnitud del flujo migratorio y la estrecha relación de tiempo


y de lugar que puede establecerse entre dicho fenómeno y el nacimiento
y desarrollo de formaciones socialistas en América Latina contribuyeron
decisivamente a que se difundiera una concepción unilateral del carác-
ter contradictorio y nacionalmente diferenciado de todo el proceso. Se
tendió a confundir dos elementos distintos como son el papel excepcio-
nal desempeñado por los inmigrantes europeos como portadores de una
conciencia socialista adquirida en sus países de origen, con su peso real
en la formación y en el desarrollo del movimiento mismo. De tal modo,
la historia del socialismo en América Latina fue interpretada como un
fenómeno “externo”, ajeno en última instancia a la originalidad de una
realidad supuestamente impermeable a las determinaciones de clase.
Al identificar la emergencia del movimiento socialista con la situación
de una masa humana a la que dolorosas vicisitudes políticas, sociales

394
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

y económicas despojaron del conjunto de determinaciones específicas


que la vinculaban a una nación o sociedad dada, todo proceso de “na-
cionalización” de esas masas debía terminar siendo, inevitablemente,
un proceso de superación de ese socialismo primigenio. Si Europa era
el continente clásico del capitalismo y de su contradictor histórico, el
socialismo, América, ese “continente del porvenir” con el que soñó el ro-
manticismo europeo, no parecía dejar espacio alguno para la sostenida
reiteración de aquella experiencia. A partir de tal concepción, la historia
del socialismo latinoamericano quedaba reducida a una suerte de “an-
tihistoria”, de interregno destinado inexorablemente a disolverse en el
proceso mismo de integración de las masas populares en los sistemas
políticos nacionales35.
De más está decir que una idea semejante tiene en su favor la aparente
fuerza de los hechos, porque a diferencia de lo ocurrido en Europa, resulta
imposible –quizá con la sola excepción de Chile– encontrar en América
Latina la presencia constante, prolongada en la historia, de movimientos
obreros y socialistas con características similares o aproximadas a las de
los europeos. El carácter problemático, y relativamente atípico, que asu-
mió en América la relación entre movimiento social y organización so-
cialista fue resuelto en el plano de la teoría de una manera negativa y, en
última instancia, simplista. Aquello que históricamente no pudo existir
como tal no puede reclamar la legitimidad de una existencia futura; la
debilidad histórica del socialismo latinoamericano es en sí misma una

35. Nada hay más estéril para la indagación crítica de los elementos fundantes de una identidad propia de
América Latina –más allá de las diferencias y semejanzas de sus territorios nacionales constitutivos– que
la idea de un continente colocado fuera de la historia universal, categoría con la que hemos aceptado de-
signar la historia de Occidente, o dicho de otra manera la historia de la expansión mundial de la sociedad
burguesa. La “utopía de América” no es, en realidad, sino una proyección mítica de la conciencia culposa
de Occidente. Producto de esa civilización que nos constituyó como realidad social y cultural, no somos
sino sus hijos putativos, a veces exaltados y muchas otras condenados. Ni excepción, ni perversión, no
hay salvación para nosotros, en el caso de que la humanidad tenga alguna, “sin la ciencia y el pensa-
miento europeos u occidentales”, como reconocía Mariátegui. La crisis de la racionalidad occidental es
también la nuestra, y solo desde el interior de ella y de todo lo que ella libera es posible pensar un mundo
nuevo y los caminos propios que todo pueblo recorre para construir su identidad propia en ese universal
colectivo que es el mundo de los hombres. Bien vista, la idea de la existencia de un “continente del por-
venir” reconoce como fundamento la posibilidad abierta para toda la humanidad de construir una nueva
civilización que involucra necesariamente al socialismo; en caso contrario, solo es un sustituto ideológi-
co del encubrimiento real del statu quo.

395
José Aricó

evidencia irrefutable de su insuperable condición de fenómeno externo


a la singularidad continental. Arrinconado en el desván de la historia, el
socialismo no forma parte de nuestra realidad, no aparece como una de
sus expresiones originarias ni puede dar cuentas, aun parcialmente, de la
experiencia de un siglo de luchas sociales latinoamericanas. Reducido a
la condición de mera faceta, un tanto folklórica, del romanticismo social
cuarentiochesco y colocado en la situación de elemento externo al proce-
so histórico de constitución del movimiento obrero latinoamericano, el
movimiento socialista como tal no tuvo ni pudo tener entre nosotros una
historia sustantiva, propia, que debiera necesariamente ser reconstruida
como parte insoslayable de la historia de los trabajadores. No para conva-
lidar un presente, signado por el distanciamiento de movimiento obrero
y socialismo, sino para delimitar un campo problemático que requiere de
nuevas propuestas teóricas y políticas.
En síntesis, para ciertas corrientes historiográficas vinculadas más
o menos directamente a expresiones ideológicas de corte nacionalista o
populista, el socialismo fue, en realidad, solo un mero cuerpo catalítico,
uno de esos elementos de los que se sirve la historia para precipitar los
procesos sociales y que acaban agotándose en los mismos; estuvo pre-
sente en un momento particular de la vida de las clases subalternas, con-
tribuyó en cierta medida a conformar una visión del mundo que mostró
ser impotente para trastocar una realidad y una teoría constituida desde
la perspectiva y las necesidades propias de las clases dominantes.
Frente a esta concepción del socialismo como una doctrina de impor-
tación, aplicada a una realidad cuyas determinaciones estructurales
eran distintas de las del modo de producción capitalista en cuyo interior
aquella germinó, el movimiento socialista encontró su razón de ser, su
necesidad inmanente, en la admisión de una manifiesta o latente ho-
mogeneidad capitalista del mundo, de una irrefrenable tendencia a la
unificación burguesa de toda la humanidad. Si América Latina ocupaba
un peldaño aun inferior del proceso, no por ello dejaría ineluctablemen-
te de alcanzar la cima en un futuro previsible. La inmadurez no estaba
en una ciencia que demostraba la inevitabilidad histórica del triunfo del
proletariado, sino en la propia realidad. Pero la inmadurez no implica-
ba diversidad presente y eventualmente futura, sino evolución más o

396
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

menos rápida hacia una sociedad “moderna”. El desarrollo del capita-


lismo debía provocar una determinación socialista de la clase obrera en
un proceso en el que la presencia de los partidos socialistas aseguraba
la aceleración de su ritmo, en la medida en que facilitaba un aprovecha-
miento mejor de la experiencia mundial; permitía, en una palabra, un
acortamiento de la diferencia de los tiempos históricos. Es difícil encon-
trar un texto más ilustrativo de esta forma de ver la realidad que el dis-
curso pronunciado por Juan B. Justo (1896/1947a, pp. 30-31) en el congre-
so de fundación del Partido Socialista Obrero Argentino el 28 de junio, y
que nos permitimos citar in extenso:

Empezamos treinta años después que los partidos socialistas de


Europa y por lo mismo que empezamos tarde debemos empezar
mejor, aprovechando de toda la experiencia ya acumulada en el mo-
vimiento obrero universal. Poco haríamos si nos diéramos el mis-
mo punto de partida que tuvieron las ideas socialistas de Europa.
Para ver mejor cómo ha evolucionado el movimiento obrero, lo me-
jor es comparar el de Inglaterra, Alemania y Bélgica. En la primera
empezó como movimiento gremial, y así se conserva, siendo esto
una de las causas de su estancamiento y de su atraso; en Alemania
predominó el carácter político del movimiento, y en esa forma ha
adquirido su gran desarrollo; en Bélgica, donde empezó después, al
carácter gremial y político, se agrega desde un principio el elemen-
to cooperativo, y en esta forma llega a adquirir una importancia re-
lativa mayor que en cualquier otra parte. Debemos buscar nuestro
modelo en las formas más recientemente adoptadas por el movi-
miento obrero, y las ideas socialistas, en este país virgen de ideas,
tomarán así una importancia principal, si no decisiva. Notemos que
insignificante como es nuestro partido, es el único que representa
en el país ideas positivas de política y de gobierno. Adoptemos sin
titubear todo lo que sea ciencia; y seremos revolucionarios por la
verdad que sostenemos y la fuerza que nos da la unión, muy dis-
tintos de esos falsos revolucionarios, plaga de los países sudameri-
canos, que solo quieren trastornar lo existente, sin ser capaces de
poner en su lugar nada mejor.

397
José Aricó

Subyace en el discurso de Justo la imagen de un movimiento de clase


que, apoyado en la experiencia mundial y “guiado por la ciencia”, es
capaz de superar sus limitaciones de origen para alcanzar formas más
perfectas y fructíferas de acción política, formas que pueden ser libre-
mente escogidas. Admitida esta plasticidad proyectiva de la sociedad,
comenzar tarde puede concluir siendo una virtud antes que una debili-
dad, pero solo a condición de que exista una institución de clase, un par-
tido político de la clase, en condiciones de asimilar tales experiencias y
de transmitirlas e implementarlas. Las determinaciones “nacionales” no
son, en última instancia, sino meros resabios de ignorancias heredadas
que la acción científica y política del socialismo podrá extirpar, supuesta
una maleabilidad inagotable de la clase obrera y de las masas populares.
Apoyado en la ciencia, y operando en el mismo sentido que el fijado por
la evolución de los sistemas económicos y sociales, el movimiento so-
cialista “tiende a realizar una libre e inteligente sociedad humana” en
el mismo proceso de lucha en “defensa y por la elevación del pueblo tra-
bajador” (Justo, 1902/1947, p. 176). En la visión iluminista de Justo, para
que el proceso de agregación organizativa de los trabajadores se cons-
tituya en un movimiento histórico con conciencia de clase es necesaria
la presencia de una guía teórica, pero esta guía no es concebida como
un complejo mecanismo de síntesis de la experiencia de lucha del mo-
vimiento obrero que se constituye como una teoría crítica transforma-
dora, revolucionaria, de la sociedad nacional, sino simplemente como la
mediación organizativa a través de la cual es posible la adquisición de
una cultura general no percibida, en última instancia, en sus determi-
naciones de clase. Es esta cultura general la que permite que en determi-
nados pueblos –Suiza, Alemania, Escandinavia, Francia e Italia– y no en
otros –Inglaterra, Estados Unidos– los trabajadores “conscientes” lleven
la lucha de clases en que están empeñados “directamente al campo de la
política, donde se afirma con toda su amplitud y toda su fuerza la solida-
ridad de los que trabajan” (Justo, 1902/1947, p. 186).
En las condiciones de Argentina (¿y hasta qué punto en las de otros
países latinoamericanos?) las posibilidades de adquisición de una cul-
tura moderna, y en cuanto tal tendencialmente socialista, por par-
te de los trabajadores se dilataban, según Justo, por la ausencia de

398
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

superestructuras ideológicas profundamente arraigadas en las masas


populares. La facilidad con que el país había entrado en la vorágine mo-
dernizadora auguraba por lo tanto un rápido crecimiento del movimien-
to socialista. Aunque no suficientemente explicitada, esta idea subyace
en todo el razonamiento de Justo y aflora algunas veces bajo la forma de
hipótesis muy sugerentes, como cuando sostiene, por ejemplo, que

[…] los movimientos religiosos, políticos y filosóficos, que disfra-


zan u ocultan el fondo del movimiento histórico de otros países y
de otras épocas, tienen tan pequeño papel en la historia argentina,
que el fundamento económico de esta es evidente, aunque no ha-
yan tenido teoría alguna del movimiento histórico en general, ni
hayan estudiado los acontecimientos según su criterio sistemático.
El desarrollo colonial quand même de los países del Plata patentiza el
predominio general de la economía en la formación y el crecimien-
to de la sociedad argentina (Justo, 1898/1947, p. 158).

Esta supuesta relación de “transparencia” entre economía y política,


esta privilegiada posibilidad expresiva de la estructura, que no requeri-
ría de velo alguno para mostrarse en la vida social y política de los paí-
ses del Plata, aparece en Justo como una conclusión de su análisis del
proceso histórico de constitución de la sociedad argentina. Hoy resulta
clara para nosotros la fuerte impronta iluminista que caracteriza esta
hipótesis. La ausencia de principios teóricos generales en un país defini-
do como “virgen de ideas”, aproximable a esa incapacidad latina para el
pensamiento filosófico a cuya falta atribuía G. Avé-Lallemant el retraso
de la difusión del marxismo y de la doctrina socialista, se transforma en
Justo en una virtud. Como afirma en otro párrafo y aparece claramente
explicitado en sus notas de viaje a los Estados Unidos, es esta circuns-
tancia favorable la que convierte a la Argentina –a diferencia de lo que
creía observar en la democracia americana– en un territorio extremada-
mente apto para un crecimiento acelerado del movimiento obrero y del
socialismo.
Aunque en el fondo errónea, esta conclusión evocaba ciertas carac-
terísticas propias que hicieron de Argentina un caso excepcional en la

399
José Aricó

historia latinoamericana de la segunda mitad del siglo pasado. El in-


usitado progreso argentino, como recuerda T. Halperin Donghi (1980,
p. XII) en un ensayo por muchos motivos memorable, era “la encarna-
ción en el cuerpo de la nación de lo que comenzó por ser un proyecto
formulado en los escritos de algunos argentinos cuya única arma era
su superior clarividencia”. La idea de un país colocado por diversas ra-
zones históricas ante la posibilidad de proyectar un futuro concebido
como “inédito” y que como tal no podía dejar de tomar en cuenta las
experiencias más o menos exitosas de constitución de una democracia
estable y avanzada logradas en Europa o en los Estados Unidos, forma
parte constitutiva de la ideología de la inteligencia liberal y democrá-
tica argentina. En toda la problemática de la Organización Nacional,
que el derrumbe de la confederación rosista colocó en el terreno de la
política concreta, subyace el presupuesto por todos compartido de una
nación y de un Estado aun por construir. Lo cual, antes que una prue-
ba del inveterado cosmopolitismo jacobino de las élites letradas –como
se empeñan en demostrar ciertas corrientes historiográficas de matriz
revisionista–, es una demostración de las dramáticas demandas de un
país y de una nación en formación. Si hoy podemos vislumbrar hasta
qué punto las ilusiones de una nación construida a imagen y semejan-
za de ciertos modelos derivados de aquellas experiencias demostraron
ser estériles, no es porque existieran otros que un pensamiento también
iluminista intenta hoy presentar como correctos, sino porque la reali-
dad acaba siempre por mostrarse no reductible a ningún proyecto. Pero
esta verdad no los invalida como tal, en la medida en que el resultado
es algo nuevo y, por lo general, una realidad que desencanta a todos,
pero sin cuya participación no hubiera sido posible. De ahí que denostar
la utopía iluminista de las élites ilustradas del liberalismo argentino no
constituye en sí un juicio de valor historiográfico, sino meramente la
expresión política de un proyecto distinto36.

36. Véase, por ejemplo, el caso paradigmático del libro de Fermín Chávez (1977). La crítica de las utopías
iluministas de la clase dirigente argentina, definidas como “ideologías de la dependencia”, se hace desde
una perspectiva que enfatiza un “pensamiento nacional” que, aunque se reconoce que aún no está for-
mulado como tal, subyace, según el autor, en una supuesta voluntad historicista de un pueblo argentino
metafísicamente pre constituido. Para Chávez (1977, p. 30), “el día que la historia de la cultura argentina

400
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

Es verdad que la tentativa de trazar un plano del país para luego edi-
ficarlo realizada por las élites letradas argentinas no logró un consenso
tal que obviara las luchas violentas por las que debió atravesar el país
para que, en 1880, el Estado emergiera como un todo concluido. Y tam-
bién es cierto que el resultado no coincidió en mucho con los proyectos
alentados por un ideal democrático como el de Sarmiento, por ejemplo.
Entre dichos proyectos, o los de Alberdi u otros, y el proceso de cons-
trucción del Estado argentino se fue abriendo una cisura cada vez más
profunda que terminaría frustrando las esperanzas de la inteligencia
argentina. Si la república parecía haber encontrado en 1880 el camino
señalado por Alberdi (s.d.), el Estado a que dio lugar no resultó ser “el
instrumento pasivo de una élite política”. La excesiva gravitación al-
canzada por “ese servidor prematuramente emancipado y difícilmente
controlable” suscitaba fuertes dudas sobre la probable evolución futura
del país hacia una república verdadera. Sarmiento (s.d.) pretendió mo-
dificar la realidad de un sistema representativo falseado en su funciona-
miento concreto mediante la naturalización en masa de los extranjeros.
Pero su propuesta no tuvo resonancia alguna en la sociedad, y esto por
la sencilla razón de que las clases propietarias argentinas, que detenta-
ban los derechos electorales, no estaban en modo alguno interesadas en
extenderlos a otros sectores sociales y en hacerlos respetar. Cuando por
motivos muy poderosos dicha actitud debió modificarse en sectores
decisivos de estas clases, la reforma electoral pudo abrirse paso. Como
advierte Halperin, “más que un proyecto realizable, el de Sarmiento es
una nueva manifestación de la curiosa lealtad al ideal democrático que
mantiene a través de una larga carrera política en que su papel más
frecuente fue el de defensor del orden, y aun en momentos en que su
preocupación inmediata es –como en esta última etapa de ella– limi-
tar la influencia de los desheredados” (Halperin Donghi, 1980). Aunque
distinta de como la soñó la generación del 37, la Argentina de 1880 es, a
su modo, una nación moderna. Pero ha dejado aún sin respuesta “una

se escriba sobre un nuevo eje, habrá que dar el sitio y el espacio que le corresponde al pensamiento histo-
ricista o antiiluminista que transcurre de Alberdi a Taborda, y a aquellas obras literarias que, exaltando y
defendiendo lo americano de la barbarie europeísta, constituyen una suerte de antifacundos que rebaten
la funesta fórmula sarmientina”.

401
José Aricó

de las preguntas centrales de la etapa que va a abrirse: si es de veras


posible la república verdadera, la que debe ser capaz de ofrecer a la vez
libertad e igualdad, y ponerlas en la base de una fórmula política eficaz
y duradera” (Halperin Donghi, 1980).
El proyecto de Justo pretendió dar una respuesta democrática y radi-
cal a este interrogante. Haciendo del proletariado el núcleo en torno al
cual era posible construir un nuevo bloque social, Justo esboza un pro-
yecto que no apunta simplemente al saneamiento de una organización
política defectuosa sino a una transformación de toda la sociedad. Y aquí
reside su mérito indiscutible, lo que lo vincula a la tradición liberal, pero
también el nuevo terreno desde el cual puede negarla y sobrepasarla. De
todas maneras, lo que interesa para nuestro examen es insistir sobre
esa fuerte convicción que tenía la inteligencia argentina que participó
en la construcción del nuevo país de que solo en la clarividencia del pro-
yecto residía la garantía de su triunfo. Los obstáculos que se le opusie-
ron fueron atribuidos por ella a causas episódicas, a malos entendidos
o a rivalidades personales y de grupo, desprovistas, todas por igual, de
vinculación alguna con problemas políticos más generales derivados del
contexto ideológico e internacional en que operaba el proceso (Halperin
Donghi, 1980, p. XII).
Solo a partir de los años treinta, y en el nuevo marco político y cultural
abierto por la revolución de septiembre, se constituye una corriente his-
toriográfica que defiende la existencia de una alternativa a ese proyecto
nacional; alternativa que, aunque derrotada en el pasado, emerge de la
crisis del Estado liberal como la única tradición en la que podrían fun-
darse una ideología y una práctica política privilegiadora de la soberanía
nacional. El hecho de que el “revisionismo histórico” no haya logrado, ni
mucho menos, una reconstrucción historiográficamente aceptable del
pasado argentino no debería hacernos olvidar, como subraya Halperin
(1980) “que solo gracias a él se alcanzaron a percibir ciertos aspectos
básicos de esta etapa de la historia argentina”. La historia revisionista
nunca pudo ser otra cosa que el reverso de la historia liberal, pero preci-
samente por esa circunstancia ayudó a percibir hasta qué punto el pro-
yecto liberal “se daba en un contexto ideológico marcado por la crisis del
liberalismo que sigue a 1848 y en uno internacional caracterizado por

402
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

una expansión del centro capitalista hacia la periferia que los definido-
res de ese proyecto se proponían a la vez acelerar y utilizar” (Halperin
Donghi, 1980, p. XIII).
La quiebra del Estado liberal y la restauración conservadora inicia-
da en los treinta tenían la virtud de mostrar las miserias de las clases
propietarias argentinas, vinculadas por lazos económicos, ideológicos
y políticos de subordinación al capitalismo extranjero y en particular a
Inglaterra. Sin embargo, la condena de esas clases (definidas curiosa-
mente por los revisionistas no en términos de grupos de intereses o de
capa social, sino de una élite unificada por una mentalidad extranjeri-
zante, esto es, de una “oligarquía”) se alimentaba de una tradición cul-
tural tan fuertemente tributaria de la derecha antijacobina francesa que
concluía por negar cuanto de democrático pudiera haber en la tradición
liberal. No es por esto casual que dicha corriente se fuera constituyendo
en torno a la crítica del gobierno radical de Yrigoyen no por sus insu-
ficiencias reales, sino por sus aspectos democráticos, por su condición
de “plebeyo”. La quiebra del Estado liberal era la consecuencia lógica de
un régimen político que, al colocar el poder de decisión en manos de
las masas populares, conducía a desjerarquizar la función pública y a
negar el pale de dirección que por naturaleza correspondía a ciertas éli-
tes. El antiideologismo revisionista, su rechazo de la utopía iluminista,
encubre, en realidad, una actitud abiertamente hostil contra una ideo-
logía determinada: la ideología democrática heredada de la Revolución
Francesa, cuyos principios, según Ernesto Palacio (1960, p. 24) “implican
la negación de todas las condiciones de la convivencia social”37.
Colocado en una perspectiva ideológica y política pretendidamen-
te nacionalista –aunque de hecho usufructuaria del pensamiento de
Maurras y de la derecha francesa– el revisionismo histórico fue un vio-
lento contradictor de aquellas interpretaciones que, como la de Justo,
intentaban explicar los conflictos dominantes en la Argentina posrevo-
lucionaria en términos de lucha de clases. Y aunque este revisionismo

37. Es, como advierte Halperin “un antiintelectualismo propio de intelectuales, que si creen que una ideo-
logía tiene por sí sola fuerza suficiente para deshacer todo un orden secular, es porque creen implícita-
mente que las ideas gobiernan la historia” (Halperin Donghi, 1970, p. 17-18).

403
José Aricó

de corte “nacionalista-oligárquico” de los años treinta sufrió profundas


modificaciones a partir de la presencia en la vida política nacional del
peronismo, sus fundamentos historiográficos permanecieron incólu-
mes. El conflicto social es considerado por ellos como un hecho negativo
que solo tiene vigencia por la presencia de una contradicción básica de
ideales de vida y de cultura entre una “mentalidad nacional” y una “men-
talidad de clase”. Siendo la “mentalidad de clase” patrimonio exclusivo
de la burguesía, puesto que el proletariado y, más en general, las masas
populares se caracterizarían por una “mentalidad nacional” (Rosa, 1968,
p. 10-11). De tal modo, conciencia de clase tienen, según Rosa, solo los de
arriba, mientras que la conciencia nacional está siempre instalada en los
de abajo. Las caracterizaciones sociales, aun en aquellos historiadores
que utilizan categorías marxistas, tienden a ser elaboradas “a partir del
examen del conflicto político antes que de un estudio de las funciones de
los distintos grupos sociales dentro del sistema económico” (Halperin
Donghi, 1970, p. 64).
En última instancia, la historia es reducida a mera historia ético-po-
lítica porque los conflictos económicos y sociales y los bloques de poder
que a partir de tales conflictos pudieran constituirse apenas alcanzan
a ser una masa informe de datos y de argumentos reapropiados más
o menos caprichosamente en función de un debate que sigue siendo
esencialmente político. El resultado es una historia fuertemente espe-
culativa, maniqueísta y fetichizada, en la que predomina el sentimiento
nostalgioso de un pasado donde lo que se desea existió y no pudo triun-
far o manifestarse abiertamente a causa de la intervención de fuerzas
“antinacionales” y de la derrota de sus “caudillos” históricos.
Justo participaba de esa ideología “proyectual” tan fuertemente con-
solidada en las clases dirigentes, pero lo que lo apartaba de esta eran
la determinación precisa y explícitamente defendida del nuevo sujeto
social sobre el que fundaba la viabilidad de un proyecto de transforma-
ción, y el papel que asignaba a la acción política socialista como la única
fuerza orgánica capaz de realizar la república verdadera con la que so-
ñaba Sarmiento. Es innegable que toda su prédica mantiene estrechos
lazos de continuidad con la solución propugnada por Sarmiento (s.d.)
de una dilatación del control de la sociedad sobre el Estado a través de

404
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

una democratización del sistema representativo38. La campaña periodís-


tica llevada a cabo por el genio sarmientino en sus últimos años de vida
en pro de la naturalización en masa de los residentes extranjeros, será
recuperada y convertida en una de las propuestas programáticas esen-
ciales del nuevo Partido Socialista. Por lo que no resulta un despropósito
ubicar a Justo en ese punto de flexión en el que el ideal democrático se
transforma en socialista al incorporar como elemento decisivo de la re-
generación social a las masas trabajadoras en su conjunto, es decir, al
conjunto de desheredados que tantos temores había despertado en las
élites letradas argentinas, luego de la experiencia traumatizante de la
revolución europea de 1848.
En el caso de Justo, esa concepción de la transparencia de las relacio-
nes entre economía y política sobre la que fundaba su razonamiento, al
incorporar como un elemento decisivo la presencia de una nueva clase
social, la clase obrera, modificaba en forma radical los términos sobre
los que se había constituido la hipótesis liberal. La posibilidad de trans-
formar a la república posible en una república verdadera ya no depen-
día exclusivamente de la clarividencia de un proyecto ni, como quería
Sarmiento, de la nacionalización de aquellos extranjeros a los que la ex-
trema movilidad social había convertido en propietarios sin voz política.
No era en el interior de estos sectores donde había que buscar los sopor-
tes sociales de una propuesta de democratización radical de la sociedad.
La democracia podía ser conquistada si la nueva clase de los trabajado-
res, en su enorme mayoría extranjeros, intervenía organizadamente en
la vida nacional a través de una institución de nuevo tipo, de un partido
político “moderno” como se proponía llegar a ser el Partido Socialista.
No era ya una minoría ilustrada capaz de imponerse sobre el desorden
de las masas lo que requería el país para modernizar su sistema político.
Ahora se trataba de algo distinto, porque el propio desarrollo capitalista
operaba en el sentido de la transformación del tejido social preexistente.
Como indicaba Justo (1894/1947) en el editorial del primer número de La

38. Declara Justo en la fundamentación de un proyecto de legalización de las asociaciones obreras por él
presentado a la Cámara de Diputados, en 1912: “La intervención del Estado, la extensión de sus atribucio-
nes, no las queremos, señor presidente, sino en la medida en que la clase trabajadora conquista el poder
político, penetra dentro del Estado y lo impregna de sus ideales” (Justo; citado por Cúneo, 1956, p. 35-36).

405
José Aricó

Vanguardia, el 7 de abril, el país se había transformado; las grandes crea-


ciones del capital se habían enseñoreado de modo tal de la vida nacional
que los caracteres de toda sociedad capitalista “se han producido en la
sociedad argentina”, haciendo emerger “las dos clases de cuyo antago-
nismo ha de resultar el progreso social”. Afirma Justo:

Pero junto con la transformación económica del país se han pro-


ducido otros cambios de la mayor trascendencia para la sociedad
argentina. Han llegado un millón y medio de europeos, que unidos
al elemento de origen europeo ya existente forman hoy la parte ac-
tiva de la población, la que absorberá poco a poco al viejo elemento
criollo, incapaz de marchar por sí solo hacia un tipo social superior.
Además de la capital se han desarrollado varias ciudades importan-
tes. Se ha formado así un proletariado nuevo que si no está todo él
instruido de las verdades que le conviene conocer, las comprende-
rá pronto. Comprenderá que su bienestar material y moral es in-
compatible con el actual orden de cosas; comprenderá que la gran
producción solo puede ser fecunda para todos con la socialización
de los medios de producción; comprenderá, por fin, que solo él, el
mismo proletariado, puede realizar una revolución tan grandiosa, y
se pondrá a la obra. Sus intereses y sus simpatías lo llevan a poner-
se al lado del proletariado europeo, en su irresistible movimiento
de emancipación, y las estrechas relaciones económicas que el ca-
pitalismo ha establecido entre nosotros y Europa, los vapores, los
cables, la corriente inmigratoria no hacen sino acelerar esa incor-
poración (Justo, 1894/1947, p. 22).

La situación singular de una considerable masa humana compuesta en


su gran mayoría por inmigrantes y sometida a un acelerado proceso de
incorporación al sistema productivo estaba mostrando la emergencia
del nuevo sustrato social, con base en el cual la transformación de la so-
ciedad se tornaba un objetivo posible. Y el destino de la república verda-
dera se jugaba solo allí.
En una Argentina dividida entre un país político en decadencia (“la
Bolsa, la especulación, el capitalismo improductivo”, “la política es la

406
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

alternativa del pillaje y de la plutocracia”) y un país económico en verti-


ginosa expansión, el socialismo aparece ante Justo como un formidable
instrumento cultural y político para unificar como clase a esa ingente
fuerza de trabajo a la que el capitalismo homogeneizaba en un acele-
rado proceso de recomposición social. Pero esta unidad solo podía ser
lograda en forma plena si la clase obrera era integrada a un sistema po-
lítico obligado inexorablemente a renovarse por los efectos mismos de
dicha integración. La oposición histórica entre nativos e inmigrantes
desaparecía en virtud de una hipótesis estratégica de nacionalización
de las masas populares a partir de la incorporación de los extranjeros
–pero no solo de ellos– a la vida política nacional y de la creación de las
instituciones propias de las clases trabajadoras, capaces de imponer,
por la fuerza que les daba su unidad y su experiencia, su “inteligencia
y su sensatez”, su condición de “parte activa de la población” y de “tipo
social superior”, una democratización profunda de la sociedad argen-
tina. De esta manera, el socialismo dejaba de ser para Justo una doc-
trina extraña al país –aunque como tal hubiera sido elaborado en otras
realidades– para transformarse en la expresión ideológica, organizativa
y política de una voluntad de regeneración social convertida, a la vez,
por las circunstancias en las que debía actuar, en el elemento esencial
de la nación proyectada. Hundiendo sus raíces en el pasado histórico
nacional, estableciendo con él una relación compleja de continuidad y
de discontinuidad, el socialismo se presenta ante el país como la única
fuerza política en condiciones de transformar la estructura económica y
social argentina y de imponer un Estado moderno democrático, laico y
“revolucionario”, en el sentido que Justo otorgaba a estas designaciones,
vale decir, de un Estado en el que la participación directriz del proleta-
riado le asegura la posibilidad de disipar “la amenaza de una catastrófi-
ca revolución social”, reemplazándola “con la perspectiva de una sabia y
progresiva evolución” (Justo, 1902/1947, p. 204).
Entre historia y política se establece así una estrecha relación de
continuidad; la guerra de independencia con que se inició el irreversible
proceso de constitución del Estado y de la nación argentinos encuentra
en el movimiento socialista la fuerza sintetizadora de una experiencia
que presupone ya el socialismo, en la medida en que se inserta en una

407
José Aricó

evolución histórica mundial que compromete a todos los países civiliza-


dos. La tradición democrática argentina, que pretendía conjugar ciertas
vertientes del pensamiento social europeo con la propuesta de organiza-
ción de una nación moderna, encontraba su expresión ideal y práctica,
el movimiento capaz de llevarla a su máxima realización, en el primer
partido político argentino merecedor del nombre de tal, puesto que es-
taba animado de un verdadero y “científico” proyecto de construcción de
una sociedad avanzada, y una férrea organización en la que los intereses
particulares se supeditaban al interés general de una institución que se
debía exclusivamente a los trabajadores. En su propia condición de “so-
cialista” residía la verdadera impronta “nacional” de la nueva agregación
política creada por los trabajadores argentinos. Esta identificación nos
permite comprender la total ausencia en el pensamiento de Justo del re-
conocimiento del carácter problemático del nexo entre realización na-
cional e hipótesis socialista. Al transformar al segundo de los términos
en la plena consumación del primero, Justo hace emerger la necesidad
de una resolución socialista de las propias raíces de la historia nacional,
aunque al precio, como veremos, de desconocer el carácter profunda-
mente disruptivo, y por tanto discontinuo, de la revolución socialista.

3. Hegemonía obrera y organicidad de la nación

Del marxismo Justo adopta la concepción de la lucha de clases y con base


en esta intenta constituir la problemática histórica y cultural del país,
así como la acción política del Partido Socialista. Como se desprende
de su discurso inaugural antes citado, en una sociedad como la argen-
tina, en la que el ordenamiento burgués, aunque se basara de derecho en
una estructura institucional republicana, excluía de hecho a las clases
populares del sistema y de la vida política, la lucha de clases debía ser
utilizada no solo para imponer, a través de la organización sindical y
de la organización política, las exigencias corporativas de los trabajado-
res, sino también –y fundamentalmente– para la conquista del sufragio
universal, como forma de aprovechar en favor de los objetivos finales
del proletariado los márgenes para la acción clasista permitida por la
democratización del Estado.

408
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

Es en una vinculación cada vez más estrecha e inteligente entre ac-


ción económica y acción política como el proletariado puede llegar a
comprender su situación de clase explotada no únicamente como traba-
jador, sino también como ciudadano. Pero esta vinculación requiere de
una madurez política que la clase debe adquirir por sí misma en la lucha
por sus intereses y por la formación de sus propias instituciones. Si me-
diante la huelga los obreros aprenden a resistir la explotación capitalista
y se arraigan en su seno los sentimientos y hábitos de solidaridad sin los
cuales no es de hecho una clase social, para poder alcanzar un nivel de
desarrollo en que se plantee la tarea de emanciparse necesita además de
otros instrumentos de lucha. “Solo en el esfuerzo activo, solo en la lucha
política y en la asociación cooperativa, puede adquirir la clase obrera los
conocimientos y la disciplina que le hacen falta para llegar a la emanci-
pación” (Justo, 1896/1947b, p. 33)39.
La emancipación del proletariado no consiste, por tanto, en un mero
acto de conquista del poder por el Partido Socialista (“no somos el pue-
blo, sino una fracción de él; no nos creemos llamados a librarlo de la opre-
sión, ni nos atribuimos el papel de libertadores. Contribuimos simple-
mente a poner a la clase obrera en condiciones de librarse ella misma”),
sino en un proceso de lucha social en el que la clase aprende a organizar-
se y a gobernar una sociedad nueva. No es, por ello, una creación ex novo,
sino la culminación de un proceso en el que los elementos fundantes de
su resolución positiva han madurado en la propia sociedad burguesa.
“La madurez política de la clase trabajadora consiste en poder modificar
las relaciones de propiedad, por vía legislativa o gubernamental, elevan-
do al mismo tiempo el nivel técnico-económico del país, o, al menos, sin
deprimirlo” (Justo, 1919/1947b, p. 43)40, pero para que esto resulte posible
es preciso que dentro de la sociedad se constituya un movimiento que,
por su disciplina y por su capacidad política, aparezca ante las clases
populares como una alternativa social al sistema. En la medida que es-
tos fenómenos se fueran operando, se adelantaría la emancipación del
proletariado “pacíficamente, si la clase dominante llega a comprender el

39. Discurso pronunciado en una reunión obrera en El Tigre el 3 de octubre de 1896.


40. Informe al Partido Socialista Argentino del 27 de junio de 1919.

409
José Aricó

movimiento socialista como necesario y fatal; por la fuerza, no de una


revolución, sino de una serie de movimientos revolucionarios, si la clase
rica opone una resistencia ciega y brutal” (Justo, 1896/1947b, p. 34).
Estos y otros textos semejantes que Justo repitió insistentemente a
lo largo de tres décadas de reflexión y de acción política y cultural so-
cialista muestran su rechazo a caracterizar a la revolución como un he-
cho político antes que primordialmente social. Dicho rechazo, un tanto
atenuado en 1919, cuando como resultado de la crisis social y política
que sacudió a la Europa de posguerra diversos países atravesaron por
violentos cambios41, fue una constante de su pensamiento no solo en una
primera etapa, de diferenciación y enfrentamiento con las corrientes
anarquistas hegemónicas en el movimiento obrero, sino también luego
de la guerra y en relación con la experiencia soviética, a la que, no obs-
tante reconocer su derecho a existir, cuestionó en sus aspectos cada vez
más predominantes de autoritarismo y burocratización y en su intento
de presentarse como único modelo a seguir. Su concepción fuertemente
evolucionista de la dinámica social y su rechazo de todo tipo de catas-
trofismo economicista lo llevaba a enfatizar la autonomía del momento
ético-político. La causa del socialismo era tan noble, tan acorde con el
progreso de la humanidad, que no podría dejar de atraer en su favor a
la enorme mayoría de la población. En una etapa de expansión y creci-
miento del movimiento socialista debía ser dejado de lado todo tipo de
intransigencia que obstaculizara o retrasara una aspiración que, aun-
que naciera entre los trabajadores, podía extenderse al conjunto de la
sociedad, y que apuntaba hacia una grande y profunda transformación
social, “llamémosla o no revolución social” (Justo, 1921/1947, p. 376).
Es claro que una concepción semejante desplazaba de modo tal las
contradicciones implícitas en todo proceso de transformación social,
desconocía hasta tal punto las características específicas del desarrollo
capitalista argentino en una etapa nueva del capitalismo mundial sig-
nada por el ascenso del imperialismo, simplificaba tanto la magnitud

41. Véase su Informe al Partido Socialista Argentino del 27 de junio de 1919 (Justo, 1919/1947b, pp. 15-49) y
la conferencia pronunciada en un Centro socialista el 13 de diciembre (Justo, 1921/1947, pp. 352-376), que
representan la exposición más razonada y completa de la concepción de Justo acerca de las vinculaciones
entre el Partido Socialista y el movimiento democrático burgués.

410
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

de los obstáculos que se interponían a una ampliación de la democracia,


que el objetivo de la transformación socialista concluía esfumándose en
el nebuloso terreno de la utopía. Pero si recordamos que este “reformis-
mo” justista no contradecía ninguna otra alternativa concreta y definida
como “revolucionaria” de pasaje al socialismo, resultaría un craso error
contraponer la posición de Justo a lo que debería haberse hecho, según
un esquema ideológico e histórico construido al margen o sin tener su-
ficientemente en cuenta las condiciones de la época, la existencia o no
de condiciones objetivas –y el grado de organización del movimiento es
una de ellas– para tal proyecto, el estado de la opinión pública y el gra-
do de conciencia de los actores sociales. Ateniéndonos a una considera-
ción metodológica como la que planteamos, lo que realmente importa
es analizar hasta qué punto la hipótesis “reformista” de Justo intentaba
dar una respuesta positiva, lo cual significa políticamente productiva,
a la acción de una clase lo suficientemente fuerte para jaquear a los go-
biernos oligárquicos de turno, pero totalmente incapaz de provocar un
desplazamiento de fuerzas en favor ya no de sus objetivos de revolución
social sino, más inmediatamente, de la legitimidad de sus instituciones
y de sus organismos de clase. Se trata, en síntesis, de indagar si dicha hi-
pótesis contenía las propuestas adecuadas para posibilitar que esa clase
pudiera convertirse en una fuerza decisiva de la sociedad, y, en el caso de
que así lo fuera –como es nuestro punto de vista–, qué incomprensiones
encerraba, qué contradicciones pretendía compatibilizar, qué limitacio-
nes no pudo superar como para que, siendo válida, finalmente fracasara
en su propósito de conquistar para sus objetivos a la mayoría de los tra-
bajadores y de las clases populares argentinas.
Si nos colocamos en una perspectiva semejante adquiere relieve el
rechazo por parte de Justo de cualquier propuesta de colaboración de
clase que implicara la subordinación del proletariado a otras fuerzas po-
líticas y sociales. Si además, por concepción y temperamento, no creía
en la existencia en el interior del sistema capitalista de contradicciones
económicas de tal tipo que lo condujeran a su inevitable derrumbe, era
lógico que tratara de perfilar caminos diferentes para el avance orga-
nizativo y político de la clase, sin renunciar por ello a la propuesta de
transformación social. Es en la resolución de este nudo de problemas

411
José Aricó

donde Justo muestra una autonomía de pensamiento que lo distancia


de las corrientes kautskiana y bernsteiniana en que se dividió ideológi-
camente la socialdemocracia alemana a fines de siglo.
No hay razón alguna para admitir la excesivamente reiterada califi-
cación de Justo como un reformista bernsteiniano, aunque más no sea
por el simple hecho de que Bernstein era marxista y Justo nunca preten-
dió serlo. Si seguía con detenimiento el debate suscitado por Bernstein
y reconocía méritos en este no era porque creyera que sus ideas fueran
las únicas correctas y debían ser adoptadas por el socialismo argentino,
sino porque su concepción de la doctrina socialista lo inclinaba a recha-
zar por principio cualquier tipo de ortodoxia teórica. No era por esto
un revisionista, en el preciso sentido que ese término tuvo en el debate
socialista internacional, sino un reformista que privilegiaba las tareas
cotidianas y la evolución gradual del modo en que lo hacía un Jaurès,
por ejemplo. Es sorprendente, que quienes se detuvieron a analizar el
pensamiento y la acción de Justo no hayan reparado en todo lo que lo
aproximaba al dirigente francés y se dejaran obnubilar por el símil falso
y exterior que creyeron encontrar con Bernstein.
La identificación superficial de todo tipo de cuestionamiento de la
doctrina de Marx desde el interior del movimiento socialista con las con-
cepciones de Eduard Bernstein condujo, como ya vimos, a considerar a
Justo como un revisionista de matriz bernsteiniana. Además de ser esta
una afirmación absolutamente gratuita, muestra la incapacidad de cier-
tas corrientes interpretativas para colocarse en un plano historiográfi-
camente adecuado en el análisis del complejo mundo de las ideas. Ni
los defensores ni los detractores de Justo repararon nunca en el simple
hecho de que Bernstein pretendió siempre mantenerse en un estricto
terreno ideológico y teórico marxista, mientras que resultaría una tarea
vana encontrar en Justo una definición en tal sentido. Justo fue marxista
solo en la medida en que el término remitía genéricamente a la versión
del marxismo por ese entonces predominante en el movimiento socialis-
ta mundial; dicho de otro modo, en la medida en que la doctrina de Marx
era aceptada como cierto horizonte ideológico último de todo socialista.
Pero no lo era en la acepción que al término otorgaba un Kautsky, por
ejemplo. En tal sentido, Luis Pan (1963) señala correctamente la relación

412
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

de “contemporaneidad” antes que de “derivación” que puede establecer-


se entre la aparición del revisionismo bernsteiniano y la creación del so-
cialismo argentino:

Por los mismos días en que Croce iniciaba [...] la crítica de algunas
ideas y proposiciones de Marx, y en que Bernstein todavía exiliado
en Londres comenzaba en la revista Neue Zeit una serie de artículos
[...] bajo el título común de ‘Problemas del socialismo’, Justo funda-
ba entre nosotros el Partido Socialista que, si bien inspirado en el
ideario del autor de El Capital se diferenciaba netamente de la ma-
yoría de las agrupaciones hermanas de Europa por la modernidad
de su lenguaje, su actitud crítica y su disposición al libre examen.
Justo nos dio así un partido socialista al día, despojado de intran-
sigencias estériles, aligerado de cargazones dogmáticas y en el que
no era posible advertir la existencia de residuos antiliberales, tan
comunes en la conformación ideológica de algunos partidos del
viejo continente.

En un trabajo dedicado en particular a este tema, Barreiro demuestra la


temprana vocación de Justo por recrear en las condiciones particulares
de la sociedad argentina el contenido de emancipación social implíci-
to en la doctrina de Marx. Ya en la conferencia que pronuncia a fines
de 1897 en el Centro socialista obrero de Buenos Aires sobre Cooperación
obrera, Justo inicia su labor de “interpretar, rectificar o ampliar la teoría
histórica de Marx, para guiar la acción medio siglo después de la desapa-
rición del gran pensador”. Pero a diferencia de lo que cree Barreiro, esa
misma conferencia y el énfasis que siempre puso Justo en la cooperación
obrera demuestran el desmedido peso que en su pensamiento tuvo la
experiencia del socialismo belga. No obstante su profundo conocimien-
to del idioma y de la cultura alemana, sus asiduas lecturas de la publicís-
tica socialdemócrata, tanto en la vertiente ortodoxa kautskiana como en
la revisionista, la atracción que sobre él ejerció la disciplina y la exten-
sión de masa del partido alemán, es probablemente en las experiencias
belga y francesa donde puede resultar más útil buscar ciertas fuentes,
evocaciones y antecedentes doctrinarios del socialismo de Justo. De ahí

413
José Aricó

que, no obstante su riqueza de datos, el trabajo de Barreiro (Barreiro,


1966, pp. 159-205) no pueda mostrar ninguna filiación directa entre las
elaboraciones de Bernstein y las de Justo42.
Jaurès y Justo compartían una misma concepción del socialismo
como realización plena de los ideales de la democracia moderna; basta
leer los discursos por ellos pronunciados el 5 de octubre de 1911 en la de-
mostración de afecto que los socialistas argentinos dedicaron a Jaurès
con motivo de su resonante viaje a Sudamérica para percibir la profun-
da comunidad de intereses y la idéntica manera de situarse frente a las
ideas y a los hechos de las clases populares43.
Reconociendo en la sociedad argentina una notable preocupación por
constituir un Estado de nacionalidad definido, coherente y consciente,
“armonizando poco a poco tantos elementos múltiples y fundiéndolos
en el crisol de pensamientos comunes y de comunes pasiones colecti-
vas”, Jaurès intenta demostrar cómo esa preocupación sería vana si no
llegara “a la realidad profunda de las cosas”, si además de la enseñanza
de la historia y el conocimiento de la lengua tradicional, “no entraran en
juego esas poderosas fuerzas sociales de unificación” constituidas por
las clases trabajadoras.

Es necesario que todos los elementos obreros de este país, france-


ses, italianos, españoles o argentinos de origen, sientan y traduz-
can en vastos programas la unidad de sus reivindicaciones y de
sus esperanzas. Es una gran debilidad para la clase obrera de un
país de inmigración estar separada por naciones y razas. La fuerza
de las reivindicaciones, como el método mismo, se empequeñece.

42. Ocurre simplemente que en aquellos países donde se formaron partidos socialistas sobre bases socia-
les no claramente diferenciadas, en los que no existía previa o simultáneamente una tradición marxista
fuerte o personalidades teóricas relevantes, y la doctrina de Marx era leída con las lentes de ideologías
socialistas heredadas de las tradiciones revolucionarias francesas e inglesas, el reformismo social no
tenía necesidad alguna de modificar una teoría marxista revolucionaria a través de un abierto o velado
“revisionismo”. Sobre el tema véanse Eric J. Hobsbawm (1974, p. 265) y también los ensayos de Hobs-
bawm y otros (1980).
43. Las conferencias pronunciadas por Jean Jaurès en Buenos Aires, en septiembre y octubre de 1911,
fueron taquigrafiadas y traducidas por Antonio de Tomaso y luego publicadas en volumen aparte: Con-
ferencias (Jaurès, 1911/1922).

414
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

Cuanto más la organización obrera se extienda y se haga poderosa,


comprenderá elementos que, para entenderse y realizar una acción
colectiva, deberán hacer largas y serias discusiones, e irán preva-
leciendo sobre los movimientos instintivos la organización metó-
dica y las reivindicaciones inteligentes. Y al mismo tiempo que los
obreros están debilitados por su separación en nacionalidades y
razas, la nacionalidad misma se debilita, porque todos estos indi-
viduos, en cuyo pensamiento sigue reflejándose la patria de origen,
se desinteresan por completo del movimiento y de la legislación de
este país, que es su patria nueva. La intervención de toda esta clase
obrera en las cosas del país sería, pues, un doble progreso: progreso
obrero y progreso nacional [...]. Es imposible hoy en cualquier país
que sea constituir nacionalidades vigorosas sin una clase obrera
fuertemente organizada (Jaurès, 1911/1922, pp. 54-56).

Y en su discurso de despedida, retomando las afirmaciones de Justo so-


bre las profundas raíces “nacionales” del ideal socialista, Jaurès agrega:

Vuestra burguesía quiere una nacionalidad argentina; quiere que


este pueblo no sea más la aglomeración de elementos distintos y
extraños los unos a los otros; quiere crear y fundar aquí una nacio-
nalidad homogénea. Y bien: esa obra no podrá realizarse si no tiene
por cimiento, por fuerza de cohesión, la fuerza única del trabajo
organizado [...]. El trabajo es la base de las naciones, como es la base
de la vida. Y mientras el trabajo esté desunido, mientras los traba-
jadores sean despreciados, mientras los instintos de chauvinismo y
de raza prevalezcan sobre la conciencia de los proletarios explota-
dos, será imposible levantar sobre ese fundamento sin unión, sobre
esas piedras reducidas a polvo, la casa de la nacionalidad. He ahí
por qué los que sancionan contra vosotros leyes de represión, los
que persiguen a los sindicatos obreros, los que persiguen a vues-
tras asociaciones van, no solo contra la clase obrera de este país,
sino contra el país mismo [...]. No, la burguesía no fundará así la
nación argentina, no poblará así su vasta superficie, como no lo ha-
rán tampoco las otras naciones americanas [...]. Yo sé bien que aquí,

415
José Aricó

como en todas partes, la verdadera fuerza está en la organización


obrera, en el proletariado, en el socialismo mismo [...]. Vosotros no
trabajáis solamente por vosotros mismos, sino que trabajáis para
toda la democracia argentina. Vosotros la obligaréis a organizarse,
vosotros obligaréis a la burguesía argentina, para combatir vues-
tras doctrinas, a oponer ideas contra ideas, doctrinas contra doctri-
nas. Así como en física, cuando en un líquido amorfo se introduce
un cristal toda la sustancia poco a poco se cristaliza en su torno, el
Partido Socialista es el cristal puro que obligará a los otros partidos
a depurarse y organizarse (Jaurès, 1911/1922, pp. 100-101).

Son estas mismas ideas las que alimentan las concepciones de Justo, su
visión de la historia de las sociedades humanas, del papel transformador
de las masas cuando están guiadas por un ideal de transformación. Por
lo que resulta doblemente curioso que nunca se haya intentado analizar
el paralelismo de ambas figuras del socialismo, ni siquiera a la luz de un
texto tan sugerente e ilustrativo como las conferencias porteñas de Jaurès.
Ambos aceptaron la lucha de clases como ese drama necesario por
el que la humanidad debía atravesar para que una nueva sociedad pu-
diera abrirse paso44. Aunque próximos al marxismo, se separaron de él
cuantas veces lo creyeron necesario, porque la teoría solo podía ser tal si
dejaba de ser una doctrina abstracta para convertirse en un cuerpo de
pensamientos apto para descubrir o inventar las formas nuevas que el
ideal socialista debía adquirir en cada sociedad nacional concreta.

44. En el homenaje que la Cámara de Diputados rindió al presidente de la república, Roque Sáenz Peña,
que acababa de fallecer, Justo pronunció un discurso en el que, luego de reconocer los méritos de un
hombre que “supo comprender en su hora una gran necesidad pública”, concluía afirmando: “Ha realiza-
do sin esfuerzo aparente, en este continente de revueltas sangrientas y estériles, una verdadera revolu-
ción incruenta y fecunda. Lo colocamos al mismo nivel de los hombres que en el arte y en la ciencia, en la
economía y en la técnica, propulsan el progreso humano. Y por eso el Partido Socialista extiende también
su aplauso a la memoria del presidente extinto. Con ello probamos que si la lucha de clases es para nosotros
una necesidad, no es un ideal. Se nos impone como un hecho. Su noción y su práctica nos vienen de la sociedad misma
en que vivimos y nuestra actividad fundamental tiende a hacerla más humana, más conducente. Si ha de haber par-
tidos, ¿qué partidos son más justificados que aquellos en que esté dividida la sociedad misma por sus leyes fundamen-
tales? Con nuestra actitud, aportando a la deliberación pública de los negocios de la Nación la opinión de
la clase productora manual, de la clase productora por excelencia, contribuimos a que se solucionen los
problemas nacionales en la mejor forma. Estamos seguros de evitar así conflictos ciegos y destructivos en el seno
de la sociedad en que vivimos” (Justo, 1914; citado por Cúneo, 1956, pp. 342-343, énfasis nuestro).

416
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

Para Justo, y esto lo aproxima a Jaurès, la tarea del Partido Socialista no


podía limitarse a una mera acción organizativa y educativa del proletaria-
do, sino que debía comprometerlo en toda la actividad política presente
de modo tal que apareciera ante toda la sociedad como una fuerza capaz
de dirigirla. El proletariado no podía ser solo un elemento de oposición,
porque en las condiciones particulares de la sociedad argentina una ac-
titud tal lo condenaba a la esterilidad. Mediante la utilización inteligente
de todos los instrumentos de la agitación social que su capacidad organi-
zativa ponía a su alcance, debía conquistar el sufragio universal como pla-
taforma a partir de la cual se tornaba posible ejercer en favor de las clases
populares un control del poder político. Pero el hecho esencial no residía
en la magnitud de los objetivos alcanzados, que dependían siempre de la
correlación de fuerzas existentes, sino en la naturaleza misma de un tipo
de actividad que contribuía a conformar a la clase trabajadora como una
fuerza hegemónica. La lucha a largo plazo por la conquista de la dirección
de la sociedad debía estar acompañada de una acción cotidiana de orga-
nización de las clases populares en la base de la sociedad civil, y solo esta
podía convertir en un objetivo alcanzable a aquella.
Pero una tarea tan vasta como la planteada por Justo requería de la
resolución teórica y práctica de un problema a las puertas del cual su vi-
sión política lo condujo pero sus limitaciones ideológicas le impidieron
atravesar. El excepcional conocimiento que tenía del movimiento obrero
mundial le permitió percibir con claridad sus límites históricos. Trató de
superar el dilema de la oposición global o integrada al sistema mediante
una metodología de lucha que potenciaba los avances organizativos y po-
líticos de la clase en la sociedad civil y su capacidad de control del Estado.
Pero de hecho quedó fuera de su programa y de sus perspectivas a corto o
mediano plazo el problema de la conquista del poder. Comprendió que el
Partido Socialista no debía ser un partido de oposición sino la dirección
política de una clase que debía orientar a toda la sociedad; pero estuvo
siempre ausente en él una visión de la complicada dialéctica a través de la
cual el proletariado puede transformarse en una fuerza hegemónica en la
sociedad democrática burguesa. Enfatizando correctamente la importan-
cia trascendental de la lucha política contribuía a hacer del proletariado
una fuerza activa en la renovación de la sociedad argentina, pero la visible

417
José Aricó

ausencia en su programa de una estrategia de poder conducía inexora-


blemente a encerrar la lucha obrera en el estrecho marco de una pura ac-
ción defensiva. Todo lo cual, a su vez, limitaba la capacidad del Partido
Socialista de destruir o por lo menos de neutralizar el peso decisivo que
tenían en el proletariado las corrientes anarquista y sindicalista. Y este es
el reproche que, en un debate parlamentario en el que la intransigencia
socialista se puso claramente de manifiesto, habrá de dirigirle una de las
figuras más relevantes de la democracia argentina: Lisandro de la Torre.
Dice el dirigente demócrata progresista:

El doctor Justo al cerrar a su partido, a la vez, el camino revoluciona-


rio y el gubernamental, lo ha metido en un callejón sin salida, conde-
nándolo a la impotencia perpetua [...]. Yo no conozco en la política ar-
gentina un caso personal más contradictorio que el del doctor Justo.
Anarquista por temperamento y socialista por reflexión, se traiciona
a cada paso [...]. El doctor Justo ha perdido el derecho de imponer sus
postulados a los que no sean meros sacristanes socialistas, porque no
renueva sus ideas desde hace veinte años (Cúneo, 1956, pp. 435-436).

Más allá de la agresión gratuita habitual en este tipo de debates, y la


crítica indebida a esa actitud de inquebrantable moralidad política que
caracterizó a Justo, Lisandro de la Torre advierte claramente cuál es la
limitación esencial de la estrategia socialista.
Sin un proyecto hegemónico, la autonomía política y organizativa de
la clase obrera, correctamente propugnada por Justo, se transformaba
de hecho en su aislamiento corporativo y en una manifiesta incapacidad
para definir el problema de las alianzas con la democracia burguesa. La
lógica interna de su hipótesis lo debía llevar necesariamente a plantear-
se la posibilidad y la conveniencia de los acuerdos con todas aquellas
fuerzas interesadas en la democratización de la sociedad, pero la indefi-
nición de la naturaleza específica de las relaciones entre el proletariado
y las demás clases populares en la formación económico-social argenti-
na le vedó una correcta comprensión del fenómeno del radicalismo.
Justo rechazó la visión esquemática del marxismo que conducía a
contraponer radicalmente al Partido Socialista a todas las demás fuerzas

418
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

políticas definidas como “burguesas”. Su oposición a lo que él llamó la


“política criolla” no estaba inspirada en aquella visión sino en su idea
democrática de lo que debía ser la cultura política de un país moderno.
Le repugnaba la ausencia de organicidad y de seriedad programática ca-
racterística de formaciones que de ningún modo podían ser definidas
como “partidos” pues solo eran organismos clientelares al servicio de los
más sórdidos intereses personales y de grupos. Más aún, intuyó sagaz-
mente que la formación del Partido Socialista conduciría a definir la lu-
cha política a punto tal que resultaría ineludible la constitución de otros
partidos políticos modernos. En ese nuevo sistema político vertebrado
en torno a la presencia de partidos orgánicos, el socialismo tendería a
predominar porque representaba a los trabajadores y porque la necesi-
dad de dar una desembocadura política a su acción cotidiana obligaba a
sus militantes “a un continuo esfuerzo de estudio y de pensamiento que
hará del Partido Socialista la élite activa y pensante de la humanidad”,
según la ilustrativa fórmula de Jaurès (1933)45.
El rechazo de la intransigencia característica de otros movimientos so-
cialistas, la lucha por una inserción concreta del proletariado en la lucha
política que lo apartara del espejismo de una revolución, para la cual no
existía ninguna acción preparatoria de las condiciones que la tornaran po-
sible, y que eludiera la mera actividad corporativa, constituían los presu-
puestos de la acción doctrinaria y política de Justo. Aquí residía el punto
de mayor riqueza y de efectividad de su estrategia, lo que hizo de él uno de
los dirigentes socialistas más respetados en América Latina y en la propia

45. En el artículo “Question de méthode”, bastante difundido en idioma español en las primeras décadas
del siglo, Jaurès (1899/1933, p. 112-113) definía claramente su propuesta de una política socialista fuerte-
mente proyectada a la actividad política cotidiana; capaz, por lo tanto, de eludir el encierro de una labor
organizativa e ideológica concebida solo en términos de una ritual, antes que real, preparación para la
conquista del poder. Si una fuerza socialista no puede renunciar, sin negarse a sí misma, a su propio
proyecto de transformación social, la lucha revolucionaria, o, en los términos de Jaurès, el “método revo-
lucionario, debe ser acompañado de un método de organización y de asimilación cotidiana, en el cual el
proletariado deberá emplear todas sus fuerzas, asimilando cuanto sea posible a las demás clases [...]. Es
preciso que en la democracia burguesa no exista una sola cuestión referida a la enseñanza, al arte, a la
finanza, en la que el socialismo no dé pruebas, desde ahora, de tener soluciones preparatorias superiores,
desde el solo punto de vista democrático y humano, a las soluciones burguesas. Es preciso que por esta
vía él constriña y obligue a sus militantes a un esfuerzo continuo de estudio y de pensamiento que hará
del Partido Socialista la élite activa y pensante de la humanidad”.

419
José Aricó

Internacional. Su comprensión de la acción sindical como autónoma con


respecto a la organización política, pero tendencialmente socialista en su
propia capacidad de generalización de las reivindicaciones parciales de la
clase; su matizada visión del partido político como expresión y organiza-
ción de la conciencia de clase de los trabajadores, pero a la vez con carac-
terísticas nacionales propias que le permitieran ser una síntesis histórica
de la realización nacional; su convicción de la múltiple actividad (gremial,
económica, política y cultural) en que debía desplegarse en toda la socie-
dad la capacidad organizativa y de guía del nuevo partido que contribuyó
decisivamente a crear y que representó el mayor de sus aportes a la historia
política argentina; todo esto hace de Justo un pensador y un hombre de
acción excepcional para su época, en muchos sentidos, un anticipador de
los problemas que hoy debate el socialismo latinoamericano. El hecho de
haber puesto, ya desde fines del siglo pasado, el centro de su atención en
la lucha política del proletariado, en la acción organizada por obtener des-
embocaduras políticas que dilataran el poder efectivo de los trabajadores,
aparta radicalmente a Justo de una concepción teórica revisionista y de
una práctica de oposición global al sistema que caracterizó al movimiento
obrero bajo dirección anarquista. Su concepción del socialismo no como
un acto de imposición de una cúspide que corona un tumultuoso e inorgá-
nico desborde de las masas, sino como un proceso de transición a operar
en el interior de la sociedad burguesa, en virtud de la capacidad autoor-
ganizadora y de la voluntad de poder de la lucha de masas, explica a su
vez su preocupación (escasamente compartida, por cierto) por la compleja
temática de las condiciones nacionales específicas en que debía desplegar
su actividad el proletariado argentino. Este es su mérito y lo que torna res-
catable, después de medio siglo de su muerte y del ostracismo a que lo con-
denó una crítica sectaria, su figura de pensador y de luchador socialista.

4. Las razones de una incomprensión

Pero cabe preguntarnos: siendo el de Justo el proyecto más coherente


y radical de democratización de la sociedad argentina, ¿por qué fra-
casó? ¿Cuáles fueron las razones que condujeron a que sus propues-
tas no lograran imponerse en un país supuestamente en condiciones

420
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

favorables para ello? ¿Por qué no logró, ni aun en los momentos de


máxima expansión del Partido Socialista, movilizar en su favor a todo
o por lo menos a la mayor parte del movimiento obrero argentino? Y
en última instancia, ¿qué le impidió arrancar la dirección de la clase
obrera a las corrientes anarquista y sindicalista, predominantes en las
tres primeras décadas del siglo? Solo podremos aquí esbozar una ten-
tativa general de respuesta a estas preguntas cuya dilucidación podría
permitirnos visualizar con mayor claridad los límites de la experiencia
más avanzada de construcción de una formación socialista moderna
en un país latinoamericano. Lo cual, a su vez, arrojaría elementos de
decisiva importancia para una reconstrucción crítica de toda la histo-
ria del socialismo en la región.
Podría objetarse que, por ser Argentina un país en muchos sentidos
distinto al resto de los países del continente, resultaría inadecuada y
hasta incorrecta una generalización de experiencias, condenadas, en
virtud de esa circunstancia, a permanecer como incomunicables. Pero
independientemente del hecho de que tal objeción clausura una proble-
mática que aun requiere ser dilucidada, que es la de la individualiza-
ción de los elementos comunes a ese conjunto de naciones que se han
identificado históricamente como pertenecientes a un complejo social
único, debe recordarse el excepcional papel desempeñado por el socia-
lismo argentino en la formación de corrientes similares en otros países
del área. Su experiencia de construcción de un gran organismo político
de masas, sus éxitos electorales, la homogeneidad y calidad intelectual
de su núcleo dirigente, la relevancia de la labor de pensamiento y de ac-
ción de su líder máximo, se convirtieron en un ejemplo para la mayor
parte de los socialistas latinoamericanos, que veían en él una forma de
acción política adecuada y generalizable a sus propias situaciones espe-
cíficas. Aunque todavía no dispongamos de un estudio ni siquiera apro-
ximativo de la influencia regional del Partido Socialista Argentino, son
suficientes algunos indicadores como la difusión de sus publicaciones,
la correspondencia intercambiada entre sus dirigentes46, las experien-

46. Según el investigador norteamericano Weinstein, que tuvo acceso al archivo de Justo, “[…] existen ar-
tículos y cartas inéditas que evidencian que mantenía una activa correspondencia con líderes sindicales

421
José Aricó

cias realizadas en Argentina de militantes socialistas de otros países, las


estrechas relaciones entre sus iniciativas continentales y los procesos
de constitución de núcleos socialistas donde aún no los había47, para re-
conocerle al partido argentino un relevante papel de eslabón mediador
entre la experiencia socialista mundial y la latinoamericana. En cierto
sentido, y conservando las distancias, el Partido Socialista Argentino
cumplía en nuestra región, por lo menos en países como Chile, Perú,
Bolivia, Brasil y Uruguay, una función equivalente a la de la socialdemo-
cracia alemana entre los países del este y del sudeste europeo. Esta es la
razón de por qué indagar las causas de su incapacidad para transformar
la sociedad: encontrar las limitaciones de una hipótesis de cambio so-
cial que se concebía a sí misma como generalizable en cuanto resultaba
ser la síntesis de la experiencia mundial del movimiento obrero puede
arrojar elementos útiles para un mejor examen de las características del
movimiento socialista latinoamericano.
La propuesta de Justo presenta un interés particular no solo por una
coherencia desusada en el pensamiento social de la época, sino por la

del continente y que era un verdadero portavoz del obrero latinoamericano [¡sic!]. Se conserva corres-
pondencia con Santiago Iglesias de Puerto Rico, Juárez de El Salvador, Moisés de la Rosa y L. Grana-
dos (h.) de Colombia, Alejandro Escobar y Carvallo, Francisco Carfías Merino y José Ibsen Coe de Chile,
Emilio Frugoni del Uruguay y Ramiro Villasboas (h.) del Brasil. Este material revela además que esos
dirigentes estaban familiarizados con los escritos de Justo, sea a través de La Vanguardia, de artículos o
de libros que este les enviaba” (Weinstein, 1978, pp. 182-183 y ss.). Se conserva además su correspondencia
con Pablo Iglesias, fundador y dirigente del Partido Socialista Obrero Español, y con diversas otras per-
sonalidades sociales europeas. Weinstein afirma que “este material no solo completa la imagen de Justo
como representante del pensamiento latinoamericano, sino que además indica que es posible una inves-
tigación más completa de las relaciones entre el Partido Socialista Argentino y los partidos socialistas de
los restantes países de América Latina” (Weinstein, 1978, p. 184).
47. Las relaciones entre los partidos socialistas de Uruguay y de Argentina fueron siempre muy estrechas.
Por sus concepciones, su estilo de acción y el carácter de su núcleo dirigente, el uruguayo mostraba estar
poderosamente influido por el argentino. Pero Emilio Frugoni (1880-1969), que era su figura intelectual
y política más destacada, no logró constituir un grupo dirigente de la calidad y de la experiencia política
del que formó Justo. Recordemos, además, que cuando en 1919 se da en Lima una tentativa efímera de
formación de un partido socialista, ella estuvo vinculada a ciertas iniciativas de acción continental propi-
ciadas por el Partido Socialista Argentino. Véase sobre el tema el libro de Rouillon (1975, p. 259 y ss.).
Un explícito y muy elogioso reconocimiento de esta función relevante desempeñada por el socialismo
argentino en el subcontinente está contenido en el saludo enviado por el Partido Socialista Obrero de
España con motivo de la realización del III Congreso del PSA, en julio de 1900: “En vosotros –dice el
mensaje– beben las ideas socialistas los uruguayos, los chilenos, los peruanos; vosotros sois la Alemania
socialista de la América hispana” (PSOE; citado por Cúneo, 1956, p. 232).

422
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

aguda percepción de las nuevas características que asumía el proceso


social argentino. Halperin Donghi recuerda con acierto cómo la solu-
ción elaborada por Justo encontraba un referente social caracterizado
por “el creciente eclecticismo de los mitos populares de protesta social y
por la popularidad nueva de que gozan entre un público en el que criollos
e inmigrantes no están ya separados” (Halperin Donghi, 1976, p. 477)48.
Es el momento en que emerge una cultura de contestación al orden es-
tablecido basada no ya en la oposición entre criollos e inmigrantes, sino
entre masas explotadas y clases gobernantes. En la literatura social de
comienzos de siglo, fundamentalmente de orientación anarquista49, re-
aparecen los mitos de la cultura popular subalterna como fulgurantes
recreaciones de una situación de explotación generalizada y de un larva-
do sentimiento de oposición al orden existente que adquiría periódica-
mente formas violentas de luchas urbanas. Sin embargo, lo que resulta
sorprendente es que, no obstante la notable difusión de este crepuscular
sentimiento negativo frente al Estado, no haya podido constituirse en la
contradicción determinante de la vida política argentina.
Justo no se equivocaba cuando situaba en la contradicción entre mo-
dernidad capitalista del sistema económico y atraso del sistema político
una limitación esencial de la democracia argentina. Y hoy resulta evi-
dente para todos que fue el reconocimiento de las incontrolables conse-
cuencias políticas y sociales de esta contradicción, y la necesidad peren-
toria de resolverla, lo que está en el trasfondo de esa revisión radical de
la política tradicional de las clases gobernantes que significó la Ley de
Reforma Electoral promulgada por el presidente Roque Sáenz Peña, que
imponía el voto universal, secreto y obligatorio50.

48. Sobre el proyecto de Justo en particular, véase Halperin Donghi (1976, pp. 473-478).
49. Retomando la observación de David Viñas (1971, pp. 212-213), Halperin menciona la nueva y definitiva
popularidad adquirida por el mito de Juan Moreira cuando es llevado al teatro. Fue el conjunto teatral de
los Podestá, una familia proveniente de inmigrantes italianos, el que llevó hasta los últimos rincones del
país “las desgracias del pobre cuya justa venganza sobre su implacable acreedor no tiende a ser vista ya
sobre la clave exclusiva de una oposición entre gauchos y gringos; es la reaparición de Martín Fierro en la
prensa anarquista, como víctima simbólica de la opresión política y social, que convive con las denuncias
contra la ‘barbarie gaucha’ de los gobiernos represores” (Halperin Donghi, 1976, p. 477).
50. Sobre las causas que impulsaron al presidente Roque Sáenz Peña a poner en marcha una reforma polí-
tica que daría como resultado el triunfo de Hipólito Yrigoyen en las elecciones presidenciales de 1916 véase,

423
José Aricó

La introducción en 1912 de reformas políticas tendientes a adecuar


la estructura institucional del país a un sistema de gobierno represen-
tativo tenía por objetivo fundamental atraer la oposición radical a la
acción legal, desalentando aun tendencias insurreccionales, y utilizarla
como acicate para la transformación de las clientelas conservadoras en
un partido moderno, pero de características populares, que legitimara
el dominio de las clases propietarias al suprimir todas aquellas expre-
siones de descontento popular. Se trataba, por lo tanto, de un proyecto
político de vasto alcance con vistas a la construcción de un nuevo blo-
que social, que fuera capaz de incorporar a las clases medias urbanas y
de restituir estabilidad al sistema político. Como afirma correctamente
Rock (1977, p. 37),

Más que representar un cambio político revolucionario, los sucesos


de 1912 fueron, por consiguiente, significativos como reflejo de la
capacidad de la élite para adaptar la estructura política del país a
nuevas condiciones y para hacer lugar a nuevos grupos dentro del
sistema.

La institucionalización de la participación política se hacía, de hecho,


a expensas de la clase obrera, la cual, por su mayoritaria condición de
extranjera, era excluida del sufragio. Mientras radicales y capas medias
encontraban un sitio en el sistema político, inmigrantes y obreros se-
guían permaneciendo fuera. Y hasta la propia participación limitada del
Partido Socialista constituía un elemento más en ese vasto dispositivo
de seguridad construido por el sector más lúcido y políticamente capaz
de las clases gobernantes.
En nuestra opinión, lo que Justo pareció no comprender es la comple-
jidad del proceso económico, social y político que hacía emerger la ne-
cesidad de la reforma como instrumento decisivo para la recomposición
del Estado. En otras palabras, lo que no pudo entrever, o por lo menos
no valoró en sus justas dimensiones, fue la dilatación de la capacidad de

en especial, el excelente libro de Natalio R. Botana (1977, p. 217-345); más referida al tema del conflicto entre
sistema político y clases populares, es por muchos motivos valiosa la contribución de David Rock (1977).

424
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

absorción del Estado burgués y el acrecentamiento de los elementos de


conservación del sistema capitalista que la reforma se proponía poten-
ciar. Porque si bien a partir de la aplicación de la nueva Ley Electoral la
Unión Cívica Radical (UCR) y, en menor medida, pero de todas maneras
en grado relevante, el Partido Socialista se transforman en dos grandes
fuerzas populares, con gran presencia electoral y parlamentaria, la con-
frontación de clases subyacente en la contradicción apuntada no pasa
a un primer plano. Y en aquellos escasos momentos en que emerge a
la superficie, como en la crisis de 1919, lo hace a través de un complejo
proceso político que desdibuja, o mejor dicho oscurece, la confrontación
entre fuerzas populares y clases dominantes51.
¿Pero en qué consistía en realidad la “modernidad capitalista” del
sistema económico argentino sobre la que Justo fundaba su proyecto

51. Los grandes conflictos sociales que en 1917 dieron lugar a un movimiento huelguístico sin preceden-
tes (entre otros, ferroviarios y portuarios) culminan en enero de 1919 con una huelga general reprimida
violentamente por el gobierno. La “semana trágica” de enero abrió una crisis profunda en la sociedad y
en el seno del gobierno radical, hasta ese momento proclive a aceptar la legitimidad de las luchas obreras.
Dos hechos fundamentales mostraron la debilidad de los soportes sociales sobre los que se apoyaban los
cambios intentados por Yrigoyen e hicieron emerger a esas mismas fuerzas que, una década después,
provocaron la ruptura del régimen de gobierno representativo y la caída de la segunda presidencia de
Yrigoyen. Por primera vez las fuerzas armadas se vieron envueltas de manera directa en la represión
social y participaron como árbitros de la suerte del gobierno civil; además, y juntamente con el ejército,
en la acción represiva participan grupos paramilitares integrados por civiles de clase media y alta, expre-
sivos del temor generalizado en las capas medias por la subversión social. Si durante una primera etapa
del gobierno de Yrigoyen sus relaciones con las clases dominantes estuvieron mediadas, en gran parte,
por su política de coalición con el movimiento obrero, desde 1919 en adelante la política de los radicales
tenderá a consolidar un bloque con la clase media urbana. Véanse, sobre este tema, Rock (1977, pp. 167-
204); Godio (1972). Un comportamiento semejante tuvo poco tiempo después el gobierno de Yrigoyen
cuando se produjeron los movimientos huelguísticos de los peones rurales de la Patagonia, en 1921-1922.
Una vívida reconstrucción del conflicto y de la masacre de más de 1.500 trabajadores llevada a cabo por el
ejército y la guardia blanca de los terratenientes es la obra ya citada de Osvaldo Bayer (1972, 1974, 1978) Los
vengadores de la Patagonia trágica, en cuatro volúmenes. Considerados estos conflictos desde una perspec-
tiva actual, resulta evidente que por sus características propias, y por la ausencia de fuerzas radicalizadas
en condiciones de aprovecharlos con propósitos revolucionarios, estos conflictos nunca significaron una
amenaza real para el orden social vigente. Sin embargo, la gravedad de la crisis económica y social y los
hechos revolucionarios europeos hicieron creer a muchos que efectivamente existía un grave peligro de
trastrocamiento del sistema político y social existente. Y esto explica el violento desplazamiento de los
sectores medios hacia una política fuerte de reconstitución del orden, que se expresó orgánicamente con
el surgimiento de la Liga Patriótica Argentina. Pero a diferencia de lo ocurrido con las bandas armadas
que en los años anteriores colaboraban con la policía en la destrucción de los locales y de las publicacio-
nes socialistas y anarquistas, la Liga Patriótica Argentina representó el primer grupo con propósitos
antirrevolucionarios organizado de modo permanente y con una propuesta orgánica de resolución de
los conflictos sociales.

425
José Aricó

socialista? Aunque son numerosísimos los escritos que dedicó a este


tema, es sin duda en el artículo de polémica con Ferri donde más sinté-
tica y claramente Justo reitera su interpretación de la evolución econó-
mica argentina como un ejemplo concreto del proceso de colonización
capitalista que se opera en los países periféricos desde el siglo pasado.
La expansión capitalista a vastas tierras vírgenes despobladas planteó
a las clases gobernantes la necesidad de crear rápidamente una clase de
trabajadores asalariados, sin la cual la explotación capitalista no tenía
fundamento. Como lo demuestra Marx (1946, 1980) en el último capítu-
lo del tomo I de El Capital –capítulo que para Justo adquiere el valor de
un canon interpretativo incuestionable–, el capitalismo resolvió teórica
y prácticamente este problema mediante un mecanismo que se ha dado
en llamar “colonización sistemática” y que en realidad no es otra cosa
que la “implantación sistemática en estos países de la sociedad capita-
lista, la colonización capitalista sistemática. Consiste en impedir a los
trabajadores el acceso inmediato a las tierras libres, declarándolas de
propiedad del Estado y asignándoles un precio bastante alto para que
los trabajadores no puedan desde luego pagarlo”. En las colonias lati-
noamericanas, las masas trabajadoras, que en un primer momento esta-
ban constituidas esencialmente por mestizos e indígenas, fueron desde
un principio excluidas de la propiedad del suelo, adjudicado a los seño-
res en grandes mercedes reales. Desde el momento en que “el progreso
técnico-económico” comenzó a expandirse en nuestras tierras, las clases
gobernantes comenzaron también a practicar la colonización capitalis-
ta sistemática recurriendo en forma masiva a ese “ejército de reserva”
que le proporcionaban las masas pauperizadas italianas y españolas.

De este modo se ha formado en este país una clase proletaria, nu-


merosa relativamente a la población, que trabaja en la producción
agropecuaria, en gran parte mecanizada; en los veintitantos mil ki-
lómetros de vías férreas; en el movimiento de carga de los puertos,
de los más activos del mundo; en la construcción de las nacientes
ciudades; en los frigoríficos, en las bodegas, en los talleres, en las
fábricas. Y a esa masa proletaria se agrega cada año de un ⅕ a ¼
de millón de inmigrantes. [...] Y ese mismo ejército proletario de

426
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

reserva, que cada año cruza los mares para trabajar en los miles de
trilladoras a vapor que funcionan cada verano en este país, ¿no es la
mejor prueba de que la agricultura argentina es a tal punto capita-
lista y está en tal grado vinculada a la economía mundial, que ya no
puede engendrar las ideas políticas de los viejos pueblos de campe-
sinos propietarios? (Justo, 1908/1947, pp. 243-244).

Aunque en virtud de ciertas características particulares de la economía


agropecuaria argentina las masas trabajadoras de la zona pampeana
obtenían ingresos comparativamente buenos en términos internacio-
nales, el crecimiento y la prosperidad de todo este mecanismo económi-
co descansaba en el control económico y político de la clase trabajadora
(Rock, 1977, p. 25)52. Y es por eso que el sistema político argentino negaba
violentamente el ejercicio de los derechos de expresión y de organiza-
ción de esas masas, además de conspirar de hecho y de derecho contra
su naturalización. Entre clases gobernantes y clases trabajadoras, en
su mayor parte inmigrantes, existía un marcado conflicto, lo suficien-
temente tenso como para que, no obstante la densidad de las formas
ideológicas y culturales que obstaculizaban su percepción, aparecieran
en el tejido social como una verdadera lucha de clases. Como recuerda
Rock (1977, p. 29), ser extranjero equivalía a ser obrero y probablemente
un obrero no calificado. El Estado argentino resultaba ser así el instru-
mento de una clase terrateniente y comercial cuyo parasitismo, según
Justo, se convertía en un freno para un desarrollo capitalista sano del
país que, considerado como inevitable, solo podía abrirse camino “a
pesar de la oligarquía”. La corrupción generalizada, el fraude electoral,
el despojo de las masas a través del envilecimiento de la moneda y un
sistema impositivo “solo comparable con la gabela y la capitación de la
antigua Francia”, la violencia represiva, constituyen todos los elementos
de una política única que tiene en la oligarquía terrateniente su funda-
mento social y en el Estado su órgano ejecutor. El carácter extranjero
del capital, que no es un obstáculo para su integración en el bloque de

52. Sobre la estrecha relación entre progreso económico y control de la clase trabajadora, véanse además
los trabajos recopilados por Giménez Zapiola (1975); Flichman (1977); Cortés Conde (1979).

427
José Aricó

poder oligárquico, acentúa el carácter parasitario de este y agrava las


consecuencias de la dominación capitalista en cuanto supone un drena-
je permanente de divisas: “Los millones que van anualmente a Europa
como dividendo e intereses de las empresas y del capital extranjero, no
contribuyen más a sostener el pueblo argentino, que si los quemaran o
fueran arrojados al mar” (Justo, 1895/1947, p. 188)53.
Toda la vida política argentina desde 1880 en adelante está signada por
el dominio parasitario de este bloque de poder constituido por la oligar-
quía y el capital extranjero, el cual, no obstante, puede preservar la esta-
bilidad política y el crecimiento económico deformado solo a condición
de impedir la organización política, sindical y económica de las clases
trabajadoras. Pero si estas son en su enorme mayoría inmigrantes, su na-
cionalización y su participación en la vida política del país constituían la
palanca esencial para destruir el orden oligárquico burgués. Solo una ac-
tiva participación política de las masas podía transformar la realidad, no
ya caracterizada por la oposición entre nativos e inmigrantes sino por la
que existe entre las fuerzas parasitarias tan bien descriptas por Justo y sus
víctimas, “que forman una alianza potencial dentro de la cual correspon-
derá a la clase obrera el lugar hegemónico” (Halperin Donghi, 1976, p. 477).
Halperin destaca el fuerte contraste observable entre la elabora-
da propuesta de Justo y la tosquedad de las exhortaciones xenófobas
que proliferan en los lenguajes de los dirigentes políticos de la época.
Sostiene, además, que en ella subyace una percepción de las nuevas di-
mensiones que ha adquirido el proceso social argentino y que posibilita
el descubrimiento de la comunidad de intereses entre trabajadores in-
migrantes y clases populares criollas. Y sin embargo, a diferencia de lo
que creía Justo, esta comunidad de intereses, que resultaba del hecho
de ser ambas víctimas de la opresión política correspondiente y el mo-
vimiento social, se mantuvo fuertemente fragmentada y contrapuesta
en sus vertientes históricas. Contra las previsiones de Justo, “el conflicto
entre unas clases populares hegemonizadas por la obrera y unos secto-
res dominantes formados por la alianza de las clases terratenientes y los

53. Sobre la crítica de Justo al carácter parasitario, según él derivado de la condición absentista de buena
parte del capital extranjero, véanse las observaciones de Halperin Donghi (1976, pp. 474- 477).

428
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

emisarios de la economía metropolitana no proporciona a comienzos


del siglo XX –y todavía no proporcionará por décadas– el tema domi-
nante a la vida política argentina” (ídem).
¿Dónde buscar las causas que puedan ayudarnos a explicar este error
de previsión? ¿Qué elementos coadyuvaron a que el bloque oligárquico
dominante pudiera neutralizar ese enorme potencial de contestación
acumulado en las clases populares argentinas? Es evidente que buena
parte de la explicación está en las características propias del capitalismo
dependiente argentino, en el modo específico a través del cual se articu-
ló el dominio económico, social, político e ideológico de un sistema cuyo
dinamismo derivaba de las cuantiosas ganancias extraordinarias logra-
das de la explotación de la pampa húmeda. En los últimos años diversas
investigaciones han analizado con inteligencia y rigurosidad científica
las características esenciales y las consecuencias políticas de ese proceso
económico mostrando hasta qué punto las clases dominantes pudieron
establecer un poder con elevada capacidad hegemónica en virtud del éxito
logrado en la incorporación de Argentina al mercado mundial y a la ex-
cepcional potencialidad redistributiva de que dispuso la oligarquía terra-
teniente durante toda esta etapa de expansión de la renta diferencial obte-
nida no de la sobreexplotación del trabajo sino de la mayor fertilidad de la
pampa húmeda54. Como advierte agudamente Laclau, el monopolio de la
tierra ejercido por la oligarquía terrateniente y la elevada renta diferencial
proveniente de la extrema fertilidad de la llanura pampeana fueron los
dos elementos que, imbricados, tendieron a consolidar la estructura a la
vez capitalista y dependiente de la economía argentina.

Si el monopolio de la tierra determinó el surgimiento de la renta


como categoría significativa dentro de la organización rural ar-
gentina, la renta diferencial al actuar como un multiplicador de su
magnitud, la transformó en una categoría clave. Pero la renta dife-
rencial [...] es plusvalía producida por el trabajador extranjero e in-
gresada al país en razón de la amplitud de la demanda de materias

54. Además de los trabajos de Rock (1977); Laclau (1975); Flichman (1977) y Cortés Conde (1979) ya citados,
sobre este tema véanse: Ferns (1968); Scobie (1968) y Laclau (1978, pp. 164-233).

429
José Aricó

primas en el mercado mundial. De ahí que la Argentina, al absor-


berla, lograra tener un elevado ingreso per cápita que no guardaba
relación con su esfuerzo productivo (Laclau, 1975, p. 37).

El resultado fue, entre otros, que si bien no pudo consolidarse, como


pretendía Justo, una fuerte clase de medianos propietarios rurales debi-
do a las dificultades del acceso a la tierra antepuestas por el monopolio
terrateniente,

[…] la expansión del consumo oligárquico, unida a las tareas de co-


mercialización de la riqueza del vasto hinterland rioplatense y a la
construcción de la red ferroviaria, crearon fuentes de trabajo en el
sector urbano que dieron origen a una estratificación de clases me-
dias, obreros artesanales, de servicios, etc., de una magnitud sin par
en América Latina. De tal manera, la oligarquía argentina conseguía
asociar a toda una estratificación social considerablemente diversifica-
da al ciclo expansivo de la renta diferencial (Laclau, 1978, p. 211).

En la medida en que el nivel de ingreso de los trabajadores argentinos


estaba estrictamente vinculado a la continuidad de todo el proceso, era
lógico que tendiera de modo más o menos consciente a oponerse a todo
cambio estructural que implicara el crecimiento de la industria nacio-
nal sobre la base del proteccionismo estatal y arancelario. La lucha en
el interior de este mecanismo productivo tenía como horizonte una re-
distribución de la renta y nunca un cuestionamiento teórico y práctico
de la misma, lo cual explica la arraigada concepción librecambista que
impregna todo el movimiento obrero en sus diversas tendencias, y que
inspira el tipo de reivindicaciones y de propuestas programáticas defen-
didas por ese movimiento popular que fue el radicalismo. Ni los grupos
industriales incipientes, ni el movimiento popular y obrero opusieron
a este mecanismo productivo un proyecto diverso de desarrollo econó-
mico alternativo, sobre la base de algo semejante a la industrialización
sustitutiva que se abrirá paso desde los años treinta en adelante.
Empeñados en la defensa de las condiciones de vida de los tra-
bajadores, tanto socialistas como anarquistas, sindicalistas y luego

430
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

comunistas, se opusieron a medidas proteccionistas que provocaran el


encarecimiento de los medios esenciales para la reproducción de la fuer-
za de trabajo. Y si en el caso de los anarquistas, o de los sindicalistas, esta
posición se vinculaba a sus actitudes principistas opuestas a todo tipo de
intervención obrera “en los intereses unilaterales de la clase burguesa o
en sus expresiones materiales que son la industria y el comercio, cuya
gestión directa les pertenece”55, en el caso de los socialistas y de Justo, en
particular, el liberalismo económico constituía un elemento esencial de
su programa y de su práctica política. El partido obrero, afirmaba reite-
radamente Justo, que es esencialmente internacional por su tendencia y
organización, no podía dejarse engañar “por las ficciones del nacionalis-
mo industrial o proteccionismo, con trabas aduaneras al comercio que
son tan bárbaras como hace ciento cincuenta años”.
¿Pero hasta qué punto el librecambismo justista puede ser identi-
ficado –como una crítica interesada tiende a hacerlo– con la defensa
consciente o inconsciente del ordenamiento económico existente? La
evidente insuficiencia de los instrumentos interpretativos de los que se
sirve su razonamiento no puede de ningún modo conducirnos a defor-
mar el sentido de sus propuestas. Su oposición al proteccionismo indus-
trial tiene como fundamento no la aceptación de un pacto cuasi colonial,
que rechazaba por principio, sino la creencia incuestionada en la fuer-
za depuradora de los impulsos automáticos del capitalismo. Si el atraso
político era el causante principal de los fuertes rasgos de parasitismo
subyacentes en la economía argentina, la capacidad política y organiza-
tiva del partido obrero debía ser puesta al servicio de una actividad ten-
diente a despejar el campo para que ese automatismo pudiera abrirse
libremente el paso. Su liberalismo, por tanto, no implicaba una propues-
ta de abstención del Estado frente al juego de las fuerzas económicas,
sino una intervención positiva para la destrucción de esas dos grandes

55. Resolución adoptada en el IX Congreso de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA) del 1 al
4 de abril de 1915. El Congreso resuelve “pronunciarse contra el proteccionismo, por cuanto reconoce
que si bien el intercambio libre y universal puede, en ciertos casos, lesionar intereses circunscriptos de
determinados grupos industriales de trabajadores, el proteccionismo representa una forma artificial de
concurrencia en la producción que solo puede sustentarse a expensas de las clases consumidoras, enca-
reciendo el precio real de las mercaderías”. Citado por Laclau (1975, pp. 40-41).

431
José Aricó

trabas del desarrollo argentino: la gran propiedad terrateniente y el ca-


pital extranjero ausentista. El establecimiento de una clase de pequeños
propietarios rurales, productores inteligentes, de visión modernista,
constituía el presupuesto de una verdadera industrialización. Y los tra-
bajadores no solo no debían considerar como ajena a sus intereses una
propuesta de transformación semejante, sino que debían constituirse
en su fuerza impulsora. Dice Justo:

El proletariado es ese personaje ideal que no tiene más recursos


que el producto diario de su trabajo, situación demasiado real
para una gran masa humana, pero que no es universal dentro de
la clase obrera propiamente dicha. Fuera de esta distinción, en-
tre el proletariado y el burgués hay una cantidad de otras que se
imponen; pero eso no excluye que de un lado y otro de la frontera
haya fuerzas que puedan, en un momento dado, hacerse efectivas
para un propósito común. [...] Entre los empresarios mismos no
hemos de creer que todos sean iguales, que basta su situación de
empresarios para que no debamos tener con ninguno de ellos la
menor afinidad. Desde luego se impone la separación entre em-
presarios de industrias libres, de industrias sanas, de industrias que se
han desarrollado espontáneamente, y empresarios incubados y ceba-
dos por la ley, mediante trabas aduaneras y privilegios impositi-
vos (Justo, 1921/1947, pp. 373-374)56.

Hay una industria sana que crece espontáneamente en el suelo del capi-
talismo argentino; ella necesita de la “protección” del Estado no porque
encuentre en este su condición de existencia, sino porque a través de la

56. Estas expresiones son de 1921, pero ya en sus primeros escritos insistía sobre la misma perspectiva:
“La ilusión está en creer que el progreso del país depende de la implantación de industrias artificia-
les o que las buenas industrias necesitan protección legal. La tontería es no darse cuenta de que esta
protección se hace en detrimento de su propia industria, de la ganadería y de la agricultura, bases del
bienestar y del adelanto económico del país [...]. Un partido librecambista debe congregar cuanto antes
a los capitalistas de la industria rural. Ella no pide protección del Estado, ni la necesita; pero no puede
sufrir por más tiempo sin protesta, las leyes del proteccionismo. Que haya en buena hora una industria
argentina, pero no a costa del debilitamiento de las principales fuentes de riqueza que tiene el país”
(Justo, 1896/1947c, pp. 135-137).

432
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

promoción e intervención positiva el parasitismo puede ser sofrenado y


luego destruido. Entendido de esta manera, el proteccionismo aparece
como afín y complementario de la política de la oligarquía terrateniente
y del gran capital, mientras que el liberalismo presupone necesariamen-
te una activa iniciativa promocional del Estado. ¿Pero de qué Estado?
Evidentemente de un Estado sometido a la fuerte presencia y capacidad
política del partido obrero. Podría resultar de extrema utilidad un ras-
treo sistemático, en el movimiento social anterior a los años treinta, de
la percepción que en su interior se tuvo de la naturaleza del fenómeno
que estamos analizando. En numerosos escritos Justo denuncia los efec-
tos negativos para el país de este mecanismo económico y social pero
nunca llega a entender su naturaleza específica, ni sus límites concretos.
Cuando se topa con el problema tiende de hecho a descalificarlo, a con-
siderarlo como algo meramente transitorio en virtud de una abstracta
caracterización del capitalismo y de sus mecanismos esenciales de fun-
cionamiento. Aunque ciertos efectos de la capacidad redistributiva de
la oligarquía son claramente visualizados, nunca son indagados en su
origen porque se los considera destinados a desaparecer a breve plazo
por las leyes inexorables de la acumulación capitalista. Por ejemplo, en
1894, en su primer editorial de La Vanguardia Justo advierte que:

[…] si entre nosotros los salarios son a veces relativamente elevados,


es debido a circunstancias transitorias que han de desaparecer para
siempre. A medida que se perfeccione la producción y la circula-
ción de las mercancías, el número de brazos disponibles va a ir en
aumento hasta que por fin se forme el ejército de desocupados que
ya tiene a su disposición la clase capitalista de los otros países más
adelantados [...] A medida pues que se caracterice la explotación
capitalista en la República Argentina los salarios van a bajar a su
mínimo posible, al mismo tiempo que va a ser más difícil para el
trabajador encontrar trabajo (Justo, 1894/1947, p. 22).

Aunque en otros análisis posteriores el catastrofismo inicial cede-


rá paso a una visión más matizada o atenuada, permanecerá siempre
como clave interpretativa última. El fenómeno fue percibido también,

433
José Aricó

curiosamente, por el Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista,


que, en una Carta Abierta dirigida al Partido Comunista de la Argentina,
el 4 de abril de 1925, afirma lo siguiente:

El proceso económico de la Argentina, base de su evolución políti-


ca y social sigue el mismo curso del capitalismo internacional pero
con un ritmo más acelerado, al aplicar las grandes invenciones, la
forma y los métodos de producción más adelantados de los otros
países capitalistas [...] Las condiciones de país de colonización y su
característica agrícola y de cría de ganado, han permitido que las con-
diciones generales de vida de la clase obrera puedan ser superiores a
las de los grandes países capitalistas (Justo, 1925; énfasis nuestro).

Para la dirección de la Comintern, estos elementos sentaban las bases


económico-sociales (estructurales) del reformismo en el interior del mo-
vimiento obrero argentino, del peso desmesurado de sus tendencias cor-
porativas, etc. Sin embargo, en la medida en que estos hechos eran ana-
lizados desde una perspectiva en la que la crisis capitalista constituía un
umbral insuperado e incuestionado, nunca dejaron de ser simplemente
lo que eran: observaciones inteligentes o intuiciones fugaces dentro de
un discurso incapaz de entender la funcionalidad de tales elementos en
el singular proceso de desarrollo del capitalismo en la Argentina. Si la
conflictualidad social estaba fuertemente atenuada por la abundancia
de alimentos baratos y la casi perfecta elasticidad del mercado de traba-
jo alcanzada a través de la inmigración europea, ¿cómo plantearse una
previsible y radical transformación social sin una fuga mítica hacia la
“crisis”? De todas maneras, sería un craso error atribuir exclusivamente
a la izquierda –socialista o comunista– esta limitación de perspectivas
que la convertiría, paradójicamente, en funcional a dicho sistema oli-
gárquico (tal es la acusación que le dirigen ciertas corrientes políticas
e historiográficas autodenominadas “nacionales” y algunas de ellas de
raíz marxista, como Rodolfo Puiggrós o Abelardo Ramos). En tal senti-
do, vale la pena recordar que salvo en las fantasmagóricas recreaciones
de estas corrientes “nacionales”, no existió en la Argentina anterior a
los años treinta ningún grupo que opusiera un programa de desarrollo

434
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

económico alternativo, y fundado en el predominio industrial, al im-


puesto por el bloque oligárquico-imperialista. Como recuerda Laclau, la
invención de la presencia real de tal alternativa es una imagen abusiva
y sin fundamentos, “resultado de una lectura de la historia argentina
efectuada por los escritores nacionalistas posteriores a 1930, que proyec-
taron así en el siglo XIX el campo connotativo al que el antiliberalismo
estaba ligado en su propia época” (Laclau, 1978, p. 211).
Solo a partir de la crisis de los años treinta la sociedad argentina pudo
hacer estallar este paradigma opresivo que le impedía verse a sí misma
y a la nación como lo que realmente eran: no una democracia imperfec-
ta en camino de su realización plena; no una nación excepcional sino
apenas una semicolonia poderosamente sujeta a la voluntad imperial.
Fue solo desde entonces que emergieron a la superficie las condiciones
que posibilitaron una comprensión más acabada y objetiva de toda la
contradictoriedad interna del sublimado “progreso” argentino. Solo en-
tonces pudo comenzar una verdadera autocrítica.
Retornando a Justo, el problema central que tenía por delante era,
por lo tanto, el de encontrar una fórmula política capaz de mediar la
movilidad social, de destruir la corteza resistente de la estructura eco-
nómica y social tradicional, de controlar los impulsos disruptivos de las
masas, de orientarlos hacia la consolidación de una organización civil
democrática. La unidad entre desarrollo económico y proceso de demo-
cratización, presupuesta en la teoría, era vislumbrada como alcanzable
en la práctica mediante un intento de anular el antagonismo específico
del capital absorbiéndolo en una conflictualidad más genérica y expresi-
va de la vieja sociedad, a través de un proyecto de democratización de la
vida política y de las instituciones o, dicho de otro modo, de integración
de las masas populares en el Estado. Su visceral repulsión frente al des-
orden y la desobediencia, su rechazo de toda forma de autoritarismo,
su profundo desdén por la política criolla, su odio y repugnancia por la
intromisión de la fuerza militar en la política, lo condujo a privilegiar
exageradamente una visión del partido obrero como racionalizador de
la insubordinación social, como un responsable y supremo gestor del di-
sentimiento en beneficio de la construcción avanzada y de una nueva
clase política, de la que ese partido sería su dinamizador y su expresión

435
José Aricó

más clarividente. En una conferencia dedicada a denunciar los peligros


del fanatismo autoritario en el interior del movimiento obrero, Justo re-
construye de manera muy ilustrativa su autobiografía intelectual y mo-
ral. Y de sus palabras emerge con nitidez la singular personalidad de un
hombre obsesionado por encontrar en la sociedad argentina una fuerza
social y un cuerpo de ideas capaces de construir un nuevo ordenamiento
político. Recuerda Justo:

Me hice socialista sin haber leído a Marx, arrastrado por mis senti-
mientos hacia la clase trabajadora en la que veía una poderosa fuerza
para mejorar el estado político del país. Mis más importantes lectu-
ras de orden político y social habían sido, hasta entonces, las obras
de Herbert Spencer, que en estilo claro y relativamente ameno, ha
escrito sobre lo que algunos llaman sociología, pretendida ciencia en
la que no creemos. Nos sentimos, en cambio, bien dentro de la his-
toria, desarrollo continuo y eterno de la humanidad, en que, activa
y pasivamente, tomamos parte, y es porque queremos imprimir a la
historia un sentido dado que tratamos de ver bien claro en los acon-
tecimientos para dirigirla mejor. Asimismo la lectura de Spencer me
había dado algunas ideas, que ya eran un paso para orientarme en el
desbarajuste político del país, que después de Sarmiento no había tenido
hombres de ideas sustanciales. El teorema spenceriano de la evolución
social de tipo primitivo militar a un tipo industrial definitivo, fue
uno de los motivos ideológicos de mi adhesión al socialismo. Spencer
también me iluminó haciéndome ver lo relativo e imperfecto de la
función del Estado, lo muy poco que puede la ley, y curándome así
de todo fetichismo político, de toda superstición por el poder de los
hombres que hacen leyes y decretos. La lectura de Marx me hizo ver
más allá; comprendí la superficialidad de Spencer al denunciar al so-
cialismo como la esclavitud del porvenir, crítica en la cual caía en el
doble error de suponer que el esclavo trabaja siempre para su amo
y los asalariados modernos siempre para sí mismos. De las ideas de
Spencer me quedó, sin embargo, bastante sedimento para que al
hacerme socialista, es decir, amigo de la formación y del desarrollo
de un partido político obrero empeñado en la conquista del poder,

436
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

tuviera la conciencia de la utilidad social relativa del anarquismo an-


tielectoral, de esa secta que nos ha molestado con sus obstrucciones
y difamación sistemáticas desde el comienzo de nuestra actividad
social, desacreditándonos ante la opinión de los trabajadores que
no son todavía capaces de comprender el socialismo, ni de utilizar el
partido, y alejándonos al mismo tiempo de las facciones de la políti-
ca criolla, acaparadoras del voto inconsciente del pueblo. Comprendí
también la necesidad de que los socialistas no se encierren en los cua-
dros del partido y sepan asociarse también con otros hombres, para
otros fines, en otras organizaciones (Justo, 1920/1947, pp. 318-319).

Aparecen aquí claramente evidenciadas las razones ideológicas y éticas


de su postura en favor de la clase trabajadora. El teorema spenceriano,
que no es sino una hipótesis, encuentra su fundamentación científica
en la obra de Marx, a la que se concibe como aquella doctrina que hace
de las relaciones económicas la base esencial de los más elevados y com-
plejos fenómenos sociales o, dicho de otro modo y con palabras de Justo,
“la base técnico-económica de la historia”. La inevitable evolución de la
sociedad moderna hacia ese spenceriano “tipo industrial definitivo”, por
la impronta capitalista en ella dominante, provoca el crecimiento siem-
pre cuantitativamente más significativo de las clases trabajadoras, que
se convierten de hecho, aunque no de derecho, en la fuerza social fun-
damental. Actuar en su favor significa marchar en el propio sentido de
la historia, que aun cuando en un comienzo es sufrida pasivamente por
las masas, puede recibir el impulso de una dirección mejor cuando estas
mismas masas se vuelven conscientes del sentido último de su avance.
El sentimiento lacerante de adhesión moral a los oprimidos y explo-
tados encuentra ahora la posibilidad de encarnarse en un movimiento
social transformador que, como tal, se constituye en el elemento esen-
cial del que la historia ha menester para ser realmente un desarrollo
continuo y eterno de la humanidad hacia la justicia y el bienestar social.
Aquí, en este movimiento, es donde reside por tanto la única garantía
posible de una evolución auténticamente democrática de la vida política
argentina, para la cual la base técnico-económica ya ha creado las pre-
misas. La lucha por la democratización radical de la sociedad, concebida

437
José Aricó

como una suerte de encarnación nacional de ese movimiento eterno de


la historia hacia la libertad, aparece así como el nudo estratégico esen-
cial, en el polo central de agregación de un nuevo bloque social del que la
clase obrera no puede menos que ser su fuerza decisiva.
En la medida en que para Justo el concepto de partido obrero no
era intercambiable con el de la clase obrera, no podía concebir a ese
bloque como una simple absorción en los encuadramientos parti-
darios de la masa obrera, a modo de un inédito movimiento nacio-
nal-popular de orientación socialista; como tendía preferentemen-
te a considerar los hechos sociales en términos de “instituciones”,
antes que de “fuerzas”, la unidad tendencial de la clase en torno a
una propuesta socialista era vista como una agregación de las tres
instituciones esenciales en las que se condensaba históricamente la
voluntad organizativa de la clase: el partido político, el sindicato y la
cooperativa. Considerados siempre por el socialismo como fuerzas
meramente negativas, ni el anarquismo, ni el radicalismo, ni tam-
poco el sindicalismo podían ser los interlocutores contradictorios de
este movimiento real de la clase; en última instancia, solo lo podían
ser las clases propietarias si mostraban ser capaces de modernizarse,
de constituir corrientes de opinión vertebradas en partidos políticos
en el cabal y moderno sentido del término, es decir, instituciones en
las que los intereses corporativos y particulares, y todos los persona-
lismos que padecía el sistema político argentino, cedieran su lugar
a los verdaderos intereses de clases, de los que tales partidos debían
ser portavoces conscientes.
Sin embargo, Justo nunca identifica del todo a estas fuerzas y, en el
caso del sindicalismo, acaba finalmente por revalorizarlo. Es interesante
observar cómo, en la inmediata posguerra, su visión sobre la significa-
ción histórica de la corriente sindicalista acentúa fuertemente una con-
sideración positiva ya preexistente. Al analizar la inevitable tendencia
hacia el fanatismo autoritario que emerge como un producto natural del
movimiento político y de la acción gremial de la clase trabajadora, Justo
trae a colación el caso del sindicalismo para mostrar hasta qué punto es
una experiencia positiva de los trabajadores, no obstante que tiende a
exagerar sus propios alcances.

438
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

Lo hemos visto al aparecer en los gremios obreros esa nueva


corriente de ideas que se ha llamado sindicalismo. Esta fue en
Francia una reacción sana y necesaria contra la politiquería so-
cialista en los gremios, divididos por la multiplicidad de partidos
titulados socialistas que hubo en cierto momento en aquel país.
Aquel movimiento fue saludable, aun cuando afirmara la auto-
nomía absoluta de los gremios y pretendieran estos bastarse a sí
mismos para realizar la transformación social, porque desdeñó
las declamaciones de ciertos políticos y puso término a su injeren-
cia perniciosa en la organización gremial. Fue también un progre-
so del sindicalismo su realismo social, que le hizo menospreciar
las divagaciones sobre la sociedad entera y la emancipación final,
para concretarse a las cuestiones positivas de hoy y de aquí, según
la enérgica expresión que los socialistas argentinos hemos toma-
do de un buen documento obrero norteamericano [...] El sindica-
lismo caracteriza bien su tendencia al hablar de la acción directa
de los gremios, capaces por sí solos de obtener grandes venta-
jas; pero la exagera al considerar suficiente esa acción directa y
creerse en condiciones de prescindir de toda otra forma de acción
social, y al engreírse en la eficacia universal de la huelga general
(Justo, 1920/1947, p. 330).

Las razones de esta valorización son varias, y aquí solo enumeraremos


algunas. En primer lugar, porque el sindicalismo se instalaba en ese te-
rreno de la autonomía de la institución sindical, que era un supuesto ple-
namente aceptado y defendido por Justo. En segundo lugar, porque al
colocar como base de la unidad de los trabajadores el fundamento socio-
profesional, y no el ideológico, el sindicalismo podía responder cabal-
mente al conjunto de aspiraciones y necesidades inmediatas de la clase
obrera. En tercer lugar, y quizá sea esta la razón fundamental, porque el
sindicalismo otorgaba una importancia decisiva a los medios de gestión
con relación a los objetivos finalistas, rechazando de tal modo toda es-
catología revolucionaria que colocara al movimiento obrero al servicio
de opciones políticas extrañas a su estado de conciencia y a sus niveles
de organización. Esta idea, tan presente en la experiencia de la Primera

439
José Aricó

Internacional, de una emancipación de los trabajadores que resulte de


su propia acción, coincide plenamente con el concepto de Justo respecto
del significado formativo de la acción socialista. En cierto modo, tanto
su perspectiva como la de los sindicalistas consideraban por igual que lo
realmente significativo eran los medios a través de los cuales una clase
obrera puede adquirir plena conciencia del sentido de su lucha en favor
de la transformación social.
La modernización del conflicto social implicaba, por lo tanto, una re-
constitución de la clase política de la que el Partido Socialista constituía de
hecho el motor impulsor. En una estrategia semejante, no había espacio
alguno para la existencia de fuerzas tan vinculadas, según la concepción
de Justo, al atraso político del país, como eran el radicalismo y el anarquis-
mo, las que, en consecuencia, no eran sino sobrevivencias culturales de un
pasado destinado inexorablemente a desaparecer. Siendo un partido de
clase y, precisamente por serlo de manera consciente, de una fuerza capaz
de remodelar toda la sociedad, el Partido Socialista desempeñaba al mis-
mo tiempo la función de esas corrientes radicales europeas, democráticas
y propugnadoras de reformas sociales, que la ignorancia y la sordidez de
los políticos argentinos imposibilitó crear en el país.

Para un observador imparcial y sobrio de juicio [dice Justo], este


país ofrece el cuadro singular de una sociedad moderna, íntima-
mente vinculada al mercado universal, y cuya vida política está en
manos de partidos políticos sin equivalentes ni afines en la políti-
ca de ningún otro país moderno. Agrupaciones efímeras, sin pro-
gramas ni principios, ni más objetivo que el triunfo personal del
momento, los partidos de la política criolla, pasada la frontera,
carecen de todo sentido [...] Frente a este caos de facciones y ca-
marillas, cuya única palabra de orden y único vínculo interno es el
nombre del condottiere que los guía al asalto de los puestos públicos,
ha aparecido y se desarrolla el Partido Socialista que, sin excluir a
nadie de su seno, se presenta ante todo como la organización polí-
tica de la clase más numerosa de la población, la de los trabajadores
asalariados. Representa una corriente de opinión, extendida por el
mundo entero civilizado; está en relación regular con los partidos

440
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

afines extranjeros; sus costumbres son las de la democracia moder-


na; tiene centros organizados en los principales puntos del país; es
la única agrupación política de vida progresiva y permanente, que
sostiene un programa, celebra grandes asambleas y vota, despre-
ciando por igual la inercia de la mayoría de los electores y las malas
artes del gobierno. Es, en una palabra, para el observador sobrio e
imparcial, el único partido que existe (Justo, 1908/1947, p. 241).

Al contrario de lo que sostenía la “ciencia de pacotilla” del profesor


Ferri, esta dualidad de funciones a que las condiciones particulares del
país obligaba al Partido Socialista no constituía una limitación para el
proyecto de nueva sociedad, sino condiciones favorables para su des-
pliegue. La indefinición estructural de las fronteras de clase, la notable
movilidad social imperante en Argentina podían ser altamente favora-
bles a una evolución socialista si, tal como ocurría en Australia o Nueva
Zelanda –países a los que Justo aproxima al nuestro–, una inteligente
política de reformas de la propiedad del suelo permitía “la formación
de clases enteras de nuevos propietarios que, porque son nuevos, están
tocados por el espíritu socialista y, dígalo o no la ley escrita, saben que su
derecho de propiedad es condicional, relativo, prescriptible”.
El hecho de que en tales países no existieran partidos socialistas, tal
como concebía a estos el juicio superficial y limitado de Ferri, no invalida-
ba que el partido obrero de Australia, o el partido progresista neozelandés
hicieran realmente socialismo aunque no se proclamaran como tales. En
las condiciones argentinas, la circunstancia de que un avanzado partido
de reformas utilice una metodología socialista y defiende como objetivo
futuro una sociedad sin clases constituye por tanto una virtud, el recono-
cimiento de una posibilidad abierta por la historia de un paso menos do-
loroso y ¿por qué no? más acelerado hacia esa nueva sociedad. El partido
radical a la francesa, recetado con total ligereza por Ferri a los socialistas
argentinos, no tenía en ese país espacio alguno y sus equivalentes funcio-
nes debían ser cumplidas por una organización distinta.

Ferri cree haber desautorizado el socialismo en este país [dice


Justo]. Lo habrá robustecido si reconocemos las medias verdades

441
José Aricó

contenidas en sus temerarias afirmaciones. Dice que desempeña-


mos la función de un partido radical a la europea; pongamos enton-
ces mayor empeño en llevar a su madurez de juicio a los radicales
doctrinarios que haya en el país, hagámosles sentir y comprender
que su puesto está en nuestras filas. Presenta como un obstáculo
al socialismo la actual economía agrícola argentina; dediquemos,
pues, mayor esfuerzo a la política agraria, que ha de acelerar la evo-
lución técnico-económica del país, y también su evolución política,
enrolando en nuestro partido a los trabajadores del campo (Justo,
1908/1947, p. 249).

Si la perspectiva estratégica de Justo incorporaba como un elemento esen-


cial una propuesta de profundas reformas estructurales en la propiedad
agraria, de esto se desprendían dos consecuencias respecto de las cuales
mostró una sorprendente lucidez: 1) la necesidad de prolongar organi-
zativa y políticamente la acción socialista al mundo rural, incorporando
a los trabajadores del campo a las filas del partido; 2) una propuesta de
bloque social entre trabajadores urbanos y pequeños y medianos produc-
tores agrarios, de la que el Partido Socialista debía ser motor impulsor.
La preocupación de Justo por encontrar las vías aptas para constituir este
bloque urbano-rural fue tan grande que dedicó buena parte de su pensa-
miento y de su acción al estudio del problema. Y para poder llevarlo a cabo
se instaló durante cuatro años en una población del interior de la provin-
cia de Buenos Aires que le permitió mantener un contacto estrecho con el
mundo rural. Durante su estadía en Junín, a partir de 1899, Justo estudió
las particularidades de la cuestión agraria argentina y dio las bases para
el programa de su partido sobre el tema. Dado su conocimiento de la lite-
ratura del socialismo europeo, es posible que dispusiera de los materiales
fundamentales del debate sobre la cuestión agraria que por esos años se
suscitó en la socialdemocracia alemana. Lamentablemente, el tema aún
no ha sido estudiado desde esta perspectiva. De su preocupación por este
problema dan buena cuenta sus numerosos artículos y conferencias57,

57. De sus innumerables escritos mencionamos: “El programa socialista del campo” (1901); La cuestión
agraria (1915b), que incluye como apéndice una conferencia sobre “La renta del suelo” (1915a); ¿Crisis ga-

442
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

pero también sus observaciones sobre las limitaciones de la acción socia-


lista cuando, como en el caso de Australia, por ejemplo, se muestra inca-
paz de conquistar el apoyo “del partido de los chacareros”. ¿Pensaba Justo
que en las condiciones argentinas era posible y conveniente un partido
político que representara a ese sector? ¿Hasta qué punto la proximidad
política e ideológica con el Partido Demócrata Progresista y con su líder,
Lisandro de la Torre (expresión de un bloque agrario democrático de la
“pampa gringa”), reconocía como fundamento la posición de Justo favo-
rable a una autonomía política y organizativa de los medianos y pequeños
productores agrarios?
Quizás en ningún otro texto como el de la polémica con Ferri aparece
de manera tan traslúcida, y tan libre de obstáculos teóricos y prácticos
insuperables, la visión que tenía Justo de la evolución probable del país.
La clave fundamental, la palanca de la que había que servirse para mo-
dificar la situación en un sentido progresivo era la recomposición del
sistema político, porque solo desde allí se tornaba posible una acción
transformadora que aventara las rémoras que entorpecían la evolución
técnico-económica. La presencia de una numerosísima clase trabajado-
ra, a la que consideraba como carente de atavismos irreductibles a la
labor educativa del socialismo, y la incuestionada confianza en la po-
tencialidad “racionalizadora” emergente de la condición de “país nuevo”
de la Argentina, conducían a Justo a subestimar la naturaleza y solidez
de las resistencias estructurales e ideológicas a una política de reformas

nadera o cuestión agraria? (1923), que reproduce su intervención parlamentaria de los días 20 y 21 de abril
de 1923. En el Congreso socialista realizado en La Plata en julio de 1901 se aprobó el programa agrario re-
dactado por Justo. De su vocación por los problemas del campo argentino, quizá debida también a la dura
tensión familiar que debió soportar cuando joven, entre una madre que lo deseaba intelectual y un padre
que se batía infructuosamente por convertirlo en un hacendado, dan una buena prueba sus reiterados
intentos por compatibilizar su profesión y su vocación políticas con la de un productor agrario moderno.
Ya no solo su instalación como médico rural en Junín, con el propósito de investigar el problema agra-
rio, sino también su finca en Morón, luego la compra de la chacra “La Vera” en Tío Pujio –experiencia
que su socio de aventura, Nicolás Repetto (1960) cuenta en su ilustrativo libro Mi paso por la agricultura–,
finalmente su residencia en la chacra “Los Cardales”, donde fallece. Precisamente de esta etapa última
de su vida, y de su amor a la naturaleza transformada por el hombre, nos habla Alicia Moreau de Justo
(1938, pp. 25-28) en “Algunos recuerdos de su estada en ‘Los Cardales’”. Por esta relación particular con el
mundo rural Justo se aproxima a esa otra gran figura democrática argentina, Lisandro de la Torre, de un
modo mucho más significativo que cuanto hasta ahora se ha analizado. De todas maneras, es esta una
perspectiva de búsqueda no ensayada todavía.

443
José Aricó

que, en última instancia, solo hacía depender de esa recomposición


del sistema político. Si la evolución política era un hecho esencialmen-
te cultural, y no podía a corto o mediano plazo ser incompatible con la
evolución técnico-económica que, como tal, estaba exenta de concretas
determinaciones de clase, las barreras y los límites hacia una evolución
progresiva de la sociedad solo podían ser superfetaciones, excrecencias
fácilmente extirpables de un tejido social esencialmente sano. El atraso,
los parasitismos, las sedimentaciones pasivas no constituyen elemen-
tos inseparables de la morfología concreta de lo “nuevo”, sino apenas
expresiones de lo viejo que una inteligente política transformadora
debe superar. Reconociendo la necesidad de la reforma de estructura
como camino ineludible para la conquista de un ordenamiento político
democrático, lo que Justo y los socialistas argentinos no pudieron lle-
gar a comprender es que ni una ni otra cosa podía ser lograda sin una
transformación radical de la economía y de la política, esto es, sin una
recomposición global de las masas populares en torno a una estrategia
de alternativa a todo el sistema, no solo político, sino también, y funda-
mentalmente, económico-social.
En la capacidad, o quizá resultaría más exacto decir en la posibili-
dad, de formular una estrategia semejante –que no solo estuvo ausente
entre ellos, sino en todo el movimiento social en su conjunto– se funda-
ban los presupuestos para superar el plano exquisitamente formal en
que Justo instalaba la constitución del bloque social transformador. El
deslizamiento hacia un fácil sociologismo, en un pensador tan sensible
al reconocimiento del papel primordial de la política, aparece así como
un resultado necesario de una concepción que desplaza hacia un futu-
ro imprevisible el único elemento capaz de otorgar una dirección po-
líticamente eficaz a toda la acción del movimiento social. Ausente una
estrategia de alternativa, la potencialidad propia del movimiento social
desaparece en la práctica de una institución política cada vez más incli-
nada a la acción parlamentaria. Los éxitos electorales condujeron desde
1914 en adelante a una creciente parlamentarización de toda la actividad
política del Partido Socialista, a cuya consolidación contribuyó podero-
samente una estructura interna de sus núcleos dirigentes cada vez más
dependiente del bloque parlamentario. Pero lo que interesa señalar es

444
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

que, en Justo, el parlamentarismo es el resultado inevitable de los límites


de su propuesta antes que una convicción. Creyéndose a salvo “de todo
fetichismo político, de toda superstición por el poder de los hombres
que hace leyes y decretos”, Justo quedó finalmente envuelto en las finí-
simas mallas de una estructura peligrosamente proclive a subrogar con
la acción parlamentaria las durísimas luchas sociales y políticas que lle-
varon a cabo por esos años las masas populares argentinas. Exagerando
la rigidez organizativa y política de sus instituciones y el puritanismo
moral de sus militantes, el Partido Socialista, bajo la impronta de Justo,
acabó siendo finalmente fácil presa de los arribistas a los que atrajeron
sus éxitos derivados de la incorporación al sistema político existente58.
Las consecuencias de una perspectiva semejante sobre el accionar
político concreto de los socialistas, sobre su forma de construir la polí-
tica y de vincularse con las masas, resultan previsibles. Al privilegiar la
dimensión formal-institucional en la percepción del movimiento de las
clases subalternas, tendieron a dejar de lado, mucho más de lo que cons-
cientemente querían, todas aquellas corrientes programáticamente in-
definidas, vinculadas a tradiciones políticas pasadas, o expresivas del
larvado malestar social y que de un modo u otro se mostraban renuentes
al organicismo socialista. Aceptando de hecho el parlamento como sede
esencial de la dilucidación del conflicto, menospreciaron y hasta ridicu-
lizaron el espontaneísmo subversivista de los anarquistas y la contradic-
toria búsqueda de un encuentro con el movimiento obrero por parte del
yrigoyenismo. Mientras se mostraban atentos a las fragmentaciones del

58. Véanse al respecto las consideraciones hechas por el Comité Ejecutivo del PSA en su informe presen-
tado al Buró de la Internacional Socialista sobre el fraccionamiento partidario que condujo a la forma-
ción del Partido Socialista Independiente enfrentado al oficial: “A partir de 1914 –año en el que el Partido
obtiene sus grandes triunfos electorales logrando la mayoría de diputados por la Capital, además de la
elección de un senador por el mismo distrito, y la de dos diputados a la Legislatura de la provincia de
Buenos Aires y uno a la Legislatura de Mendoza– el Partido comienza a sufrir una crisis de crecimiento.
Atraídos por estos éxitos engrosan sus filas numerosas personas sin educación ni costumbres de verda-
deros socialistas. Numerosos jóvenes que hasta entonces se habían conducido de una manera correcta y
en relación con los ideales que nosotros defendemos, entrevieron horizontes políticos más halagadores
que la ruda lucha del socialismo como fuerza de crítica y de control. Comienzan a verificarse en nuestra
propia organización algunos fenómenos desagradables de inconducta individual y de grupos que pre-
tenden aclimatar en nuestro seno las prácticas y los métodos que nosotros repudiamos de las facciones
de la política tradicional” (Vandervelde, 1928, pp. 7-8).

445
José Aricó

bloque oligárquico y siempre esperanzados en el efecto regenerador que


sobre sus mentes más lúcidas podía lograr la aceptación de la legitimi-
dad civilizadora de las reformas propuestas, rechazaban con violencia
toda reforma de hecho si venía envuelta en el ropaje mesiánico y perso-
nalista que caracterizó al radicalismo.
Si el socialismo era un resultado directo de la democracia, y esta solo
era posible como superación del atraso político de las masas y como
conquista de su propia autonomía política y organizativa, todos aque-
llos movimientos vinculados de algún modo a este atraso debían ser
combatidos para que el progreso pudiera abrirse paso. Anarquistas y ra-
dicales se convertían de tal modo en los dos obstáculos fundamentales
para que el Partido Socialista pudiera desempeñar el papel excepcional
de gestador de un sistema político estable, dinámico y permisivo a las
exigencias de democratización avanzada. El bloque eventual de las cla-
ses subalternas era de hecho fragmentado en dos sectores antagónicos y
en relación de competencia según un abstracto criterio de modernidad
que dejaba fuera un reconocimiento acertado de la naturaleza real del
conflicto de clases. Es verdad que el sectarismo no era patrimonio ex-
clusivo de los socialistas, que los anarquistas se oponían a todo tipo de
acuerdos o alianzas que reconocieran de algún modo la necesidad de la
acción política de los trabajadores; es también cierto que el radicalismo
pretendía reconstruir en su interior la sociedad entera y rechazaba por
principio una perspectiva de acuerdo a corto o a mediano plazo con los
socialistas. Duramente enfrentados en torno a la conquista de las masas
trabajadoras urbanas, hasta los años veinte, las contradicciones que, por
razones de clase, de visión del mundo, de cultura, de competencia y de
estilo político, arrastraron a socialistas y radicales a conformar dos co-
rrientes adversas, se convirtieron en abierto e insuperable antagonismo
cuando después de la crisis de 1919 el radicalismo mostró una peligro-
sa proclividad a buscar soluciones autoritarias, xenófobas y represivas
para resolver un conflicto social al que la revolución europea ayudaba a
visualizar como enormemente más disruptivo de lo que en realidad era.
No se trata de determinar culpabilidades, sino de analizar un me-
canismo de reciprocidades a través del cual la indisponibilidad radical
era causa y efecto al mismo tiempo del sectarismo aristocratizante de

446
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

los socialistas. Y para el caso es posible que resulte de extrema utilidad


reconstruir de manera científica y no hagiográfica el comportamiento
de ambos sujetos en la crisis de 1919. Porque fue precisamente durante
esa crisis cuando la intuición de una dirección de progreso que poseyó
siempre a Yrigoyen mostró una capacidad inesperada para entrever la
posibilidad de una resolución de la crisis que abriéndose a las reformas
sociales fundara en estas las bases para la instauración de un sólido régi-
men de democracia avanzada. Si el bloque que las clases propietarias su-
pieron constituir con una pequeña burguesía aterrorizada por la irrup-
ción violenta de las clases populares imposibilitó esta salida, el hecho de
que hubiera sido planteada y de que el movimiento social no la hubiera
impulsado es bastante ilustrativo de esa profunda incomprensión de la
morfología nacionalmente diferenciada en que se presentaba la posibi-
lidad de un nexo entre democracia y socialismo. De esa incomprensión
los socialistas en general, y Justo en particular, son en buena parte deu-
dores. Alejados como estuvieron de toda perspectiva de poder, no alcan-
zaron a vislumbrar hasta qué punto la crisis social y la disponibilidad de
Yrigoyen los colocaba objetivamente ante una responsabilidad dirigente
que solo pudieron eludir, porque la consolidación de una democracia de
tendencias radicales y sociales, tan pregonada por ellos, estaba colocada
en un plano formal y no práctico. El hecho de que no tuvieran una cons-
ciencia cabal de la magnitud de la crisis muestra cómo, aun más allá de
las convicciones de Justo, el Partido Socialista no era otra cosa que un
“partido de oposición”59.

59. Véanse sobre el tema los capítulos 7 y 8 del libro de David Rock (1977) y el relato hecho por la hija de
José Ingenieros, Delia Kamia (Ingenieros, 1957) de los contactos previos establecidos por los emisarios
personales del presidente de la república, Hipólito Yrigoyen, con algunos intelectuales vinculados al so-
cialismo y a la corriente sindicalista, con el propósito de lograr un acuerdo interpartidario. Resulta muy
ilustrativo el “Memorial sobre las orientaciones sociales del presidente Yrigoyen (1919-1920)” (Ingenieros,
1957), redactado como documento privado por J. Ingenieros frente a la eventualidad de un desenlace
fatal de sus malestares físicos. El “Memorial” es reproducido también en la recopilación de escritos de
Ingenieros (Ingenieros, 1979, p. 422) de la cual “Ingenieros, o la voluntad de saber”, la Introducción de
Oscar Terán (1979), representa un iluminador esfuerzo interpretativo de esta otra gran figura del socia-
lismo argentino (Cf. Ingenieros, 1979). De todas maneras, no hay que olvidar que la búsqueda por parte
de Yrigoyen de una aproximación política al socialismo aparecía ante estos como una pura maniobra
circunstancial, puesto que había sido precisamente el entorno de Yrigoyen el que más había combatido al
Partido Socialista, utilizando para ello los instrumentos más deleznables de esa “politiquería criolla” que
tanta repugnancia despertaba en Justo y sus compañeros. Cuando en 1914, Enrique Del Valle Iberlucea es

447
José Aricó

El menosprecio de Justo por las formas concretas que asumía en


Argentina la incorporación de las masas populares a la lucha política,
formas obsesivamente identificadas con la incultura y el atraso, lo lle-
vaba inexorablemente a excluirlas de la reflexión y a combatirlas en la
práctica, contraponiéndoles aquellas instituciones “legítimas” de los
trabajadores. Paradójicamente, la concepción de un capitalismo sano
y otro parasitario encontraba las maneras de prolongarse sobre el mo-
vimiento social para legitimar un tipo de institucionalidad e invalidar
otra. La distinción entre acción política, sindical y económica, como ac-
tividades diferenciadas y sin conexiones reales, salvo sus objetivos fina-
listas, que no es sino el modo en que opera sobre la propia clase el proce-
so de reproducción del capital, era admitida como naturalmente válida.
Entre economía y política no podía existir otro nexo que el naturalmente
implícito en esa unidad de objetivos presupuesta en la clase. El concepto
de autonomía de las instituciones, que en el pensamiento de Justo ad-
quiría un relieve particular por ser considerado el principio fundante de
la independencia del movimiento sindical o cooperativista con respecto
a corrientes políticas determinadas, resultaba al final soslayado porque
faltaba siempre el momento de la unidad, de la recomposición teórica y
práctica de todo aquello que el capitalismo tiende a fragmentar y con-
traponer. Las consecuencias negativas de esta ausencia de unidad entre
economía y política operaban en dos sentidos:
1. Con referencia estricta al movimiento sindical, la autonomía ten-
día a mutarse en indiferencia. La responsabilidad política del partido
por la creación y ampliación de los organismos sindicales se diluyó cada
vez más en una práctica que hacía recaer sobre la buena voluntad de

electo senador de la Capital por el Partido Socialista, el senador José Emilio Crotto, presidente del comité
nacional del radicalismo y hombre de confianza de Hipólito Yrigoyen, es quien impugna al senador so-
cialista con argumentos como los siguientes: “[...] no tiene el candidato las cualidades necesarias para ser
senador [...] contribuye a que se expandan por el territorio de la República esas ideas antipatrióticas [...]
además de estas consideraciones, es de nacimiento extranjero [...] esos predicadores del parricidio, estos
enemigos de la humanidad incapaces de comprender que se viva y que se muera por el hogar y la bande-
ra, no deben merecer nuestra consideración” (Crotto ; citado por Cúneo, 1956, pp. 339-340). Ejemplos de
este tipo constituían hechos cotidianos en la vida política de ambas organizaciones, pero por encima de
la anécdota, lo que dificultaba una aproximación de ambas fuerzas, en el caso de que esto fuera realmen-
te posible, era por parte de los socialistas su total desconfianza por una política en la que solo veían los
fuertes elementos de continuidad con un pasado que ellos, en cambio, se proponían superar.

448
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

sus militantes una tarea de decisiva importancia para transformar al


Partido Socialista en un verdadero partido de los trabajadores. Ya hacia
1913 Jean Longuet, en una rápida síntesis de las características distinti-
vas del socialismo argentino, observaba la débil composición obrera del
partido:

El movimiento socialista argentino cuenta en sus filas con persona-


lidades universitarias eminentes y sus principales militantes: Justo,
Palacios, Ugarte, son intelectuales muy estimados. Pero ofrece el
defecto frecuente en los movimientos socialistas de los países lati-
noamericanos de no ser en grado suficiente un movimiento obrero,
encuadrado y dirigido por hombres salidos de la clase obrera. Este
desagradable estado de cosas tiene por resultado y al propio tiempo
por excusa, el estado inorgánico del movimiento sindical argentino
(Longuet, 1913/1976, p. 623).

Cuando la corriente de izquierda, preocupada por modificar esta situa-


ción, inició en 1914 la experiencia del Comité de Propaganda Gremial,
organismo formado por militantes obreros socialistas con el propósito
de ayudar a la constitución de nuevos sindicatos y de investigar las con-
diciones de vida y de trabajo de los obreros, su actividad se vio en un
inicio facilitada –por así decirlo– por la indiferencia de los organismos
partidarios, pero luego fue despertando una resistencia tan enconada
que impulsó al Comité Ejecutivo del partido a disolverlo en 191760.

60. El Comité de Propaganda Gremial fue constituido el 12 de mayo de 1914 por un conjunto de militantes
provenientes del movimiento juvenil socialista y que sostenían una política de oposición de izquierda en
el interior del PSA. Sus propósitos eran: “Constituir sindicatos gremiales entre los obreros de un mismo
oficio que aún no estén organizados en sociedad; Intensificar la propaganda gremial para el acrecenta-
miento de los sindicatos ya organizados; Crear sociedades de oficios varios en las localidades y entre los
obreros que por condiciones especiales no pueden por el momento constituirse en sindicatos de oficio;
Uniformar las organizaciones a constituir y las ya existentes mediante una eficaz y positiva reglamenta-
ción que, a más de estar basada en el espíritu de la lucha de clases que encarna el moderno movimiento
proletario, consulte asimismo todo otro género de necesidades, que, si bien son inherentes al régimen,
la organización obrera puede prever y atenuar; Levantar estadísticas del trabajo por gremios, número de
obreros de cada profesión, desocupación, salarios, condiciones de trabajo, costo de la vida y habitación
obreras, etc.; Publicar en hojas volantes el resultado de estas estadísticas y otras análogas del extranjero,
como asimismo todo aquello que tienda a ilustrar a la clase trabajadora en lo relativo a su progreso y
mejoramiento”. La necesidad de una organización semejante estaba dictada por un hecho que resulta

449
José Aricó

2. Con respecto a las masas populares, el rechazo de las formas in-


orgánicas de sus manifestaciones y el privilegiamiento de ciertas insti-
tuciones frente a otras alimentaba ese doctrinarismo connatural de las
formaciones socialistas. Esta segunda consecuencia no era menos gra-
vosa que la primera por cuanto conducía a profundizar el aislamiento
del Partido Socialista frente al movimiento democrático y obrero, influi-
do por el anarquismo y las corrientes sindicalistas y próximas al gobier-
no radical. Al ser consideradas como expresivas del atraso, dichas masas
eran desestimadas en su potencial disruptivo, que tenía como origen su
propensión a hacer estallar esa cisura entre economía y política que los
socialistas se mostraban predispuestos a legitimar en la teoría y en la
práctica del movimiento.
La transformación de la doctrina de Marx en un canon interpretativo
basado en la unidad tendencial de evolución técnico-económica y evolución
política conducía a Justo a desconocer el hecho esencial de que no era
el “atraso” sino precisamente la “modernidad” capitalista la que estaba
subyacente en la morfología concreta que adoptaba el proceso de cons-
titución de las masas populares. La visión de una transparencia de las
relaciones entre vida económica y vida política en la sociedad argentina,
derivada de la ausencia de las sedimentaciones pasivas que caracteri-
zaban a la sociedad europea (y aún a los Estados Unidos, para el caso
concreto del peso excesivo que tenían en su vida social los movimientos
religiosos y sectas confesionales), concluía en el fácil sociologismo de
privilegiar una institucionalidad perfecta que solo existía en los papeles

sumamente ilustrativo de la indiferencia por la actividad sindical que invadió la vida interna del Partido
Socialista cuando comenzaron sus grandes éxitos electorales. Según observa el Informe publicado en
1917 por el CPG, “constituido el actual Comité, trató de desarrollar su acción preliminar entre el elemento
obrero incorporado al Partido Socialista, considerándolo como el más apto por su concepto de la lucha de
clases y aspiraciones de emancipación social. Indújole a esta preferencia, además de la circunstancia in-
dicada, el hecho de haber comprobado, mediante una estadística levantada en agosto de 1914, que un 95%
de los afiliados estaban sin agremiar” [!]. El Comité organizó –según reza su propio informe– a 16.671 trabaja-
dores, realizó 64 conferencias de propaganda, publicó 32 manifiestos con un tiraje de 67.500 ejemplares y
en momentos de su disolución tenía organizados 18 sindicatos y 3 centros culturales. De los documentos
sobre la polémica que se suscitó entre el CPG y la dirección de La Vanguardia y del Partido Socialista se
deduce que este organismo había logrado el suficiente éxito en su labor como para que despertara los
recelos de los dirigentes sindicales de la FORA y del propio Partido Socialista. Buena parte de los inte-
grantes del Comité de Propaganda Gremial pasarán luego a formar parte del nuevo Partido Socialista In-
ternacional surgido de una ruptura interna del socialismo. Véase Comité de Propaganda Gremial (1917).

450
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

y que condujo al Partido Socialista a estrellarse infructuosamente con


la opacidad de un mundo irreductible a la transformación proyectada.
Quizás entonces no resulte erróneo pensar que es precisamente allí,
en esa idea de transparencia que impregna todo el pensamiento de Justo,
donde es posible rastrear los límites últimos de una hipótesis condenada
a la esterilidad política en la medida en que colocaba en un terreno pri-
mordialmente “pedagógico” la tarea histórica de conquista de las masas
populares para un proyecto socialista. Al sobredimensionar el grado de
homogeneidad capitalista de la formación económico-social argentina
y la virginidad política e ideológica de las clases populares, Justo se ve
impulsado por la propia lógica de su razonamiento a simplificar los tér-
minos de la lucha de clases. Si en las condiciones particulares del país
las contradicciones del sistema económico podían reflejarse especular-
mente en las luchas de las masas en virtud de que no estaban mediadas,
ni por tanto veladas, por fuertes cristalizaciones superestructurales, la
irrupción violenta de la “cuestión social” en la Argentina de fines de siglo
expresaba de hecho, en opinión de Justo, la “modernidad” del conflicto.
El pronunciado subversivismo de las clases populares era, por lo tanto,
más demostrativo de la maduración de una conciencia de clase que la
reacción negativa y elemental de un sector de la sociedad sin conciencia
exacta de su propia personalidad histórica, y ni mucho menos de las ca-
racterísticas y de los límites de las clases dominantes.
El hecho de que esta modernidad no lograra todavía expresarse en
un desplazamiento significativo de los trabajadores hacia posiciones so-
cialistas representaba un mero problema de atraso político y cultural al
que una constante y generalizada labor de educación socialista podía
superar en un tiempo que se preveía relativamente corto. De ahí que
la lucha ideológica en contra de las corrientes anarquista y sindicalista,
en cuanto que expresivas de esos rasgos de atraso cultural61, y la acción

61. Sobre el carácter abstractamente pedagógico y privilegiador de la divulgación científica de la política


cultural socialista podría aportar esclarecedores resultados una reconstrucción de la experiencia de la
Universidad Popular y de la Sociedad LUZ, instituciones creadas por el Partido Socialista con finalida-
des culturales. A esto habría que agregar las actividades de la Editorial La Vanguardia, y hasta la de una
empresa autónoma pero vinculada al Partido como Editorial Claridad, dirigida por Antonio Zamora,
indudablemente esenciales para reconstruir la formación del pensamiento socialista. En la década del

451
José Aricó

divulgativa de los conocimientos científicos constituyeran el núcleo


fundamental de la política cultural del Partido Socialista. Las formas
ideológicas a través de las cuales el movimiento social se había consti-
tuido históricamente aparecían así como fácilmente reemplazables por
una nueva forma que tenía detrás el peso incontrovertible de una expe-
riencia mundial y del avance de la ciencia.
La tarea era concebida en términos primordialmente pedagógicos
porque se partía del supuesto, nunca sometido a crítica, de la extrema
plasticidad de la clase obrera argentina, formada en gran parte por in-
migrantes a los que su “capacidad de organización” les asegura un pasa-
je sin problemas a “un tipo social superior”. El equívoco residía en la to-
tal incomprensión del nexo que vincula indisolublemente el proceso de
constitución de la clase como tal y las formas ideológicas e institucionales
en que dicho proceso se expresa. Desde esta perspectiva, ni el anarquis-
mo, ni el sindicalismo, ni tampoco el radicalismo –en todo lo que este
tuvo de experiencia propia de las clases subalternas– eran meras con-
cepciones erróneas, fenómenos políticos espurios derivados de la igno-
rancia de las masas, sino formas ideológicas de una morfología singular
del movimiento obrero, morfología que, en sus características distinti-
vas, no podía dejar de estar estrechamente vinculada a las característi-
cas propias del capitalismo argentino, por lo que plantearse una recom-
posición del movimiento obrero y popular implicaba todo lo contrario
de una acción política fuertemente teñida de pedagogismo abstracto.
Presuponía nada menos que una reformulación de toda la estrategia
global, que obligara a la propia clase y a sus formas organizativas a mo-
dificarse a sí mismas en el proceso de transformación de sus relaciones
con el resto de la sociedad.
Para los socialistas de comienzos de siglo, la radicalidad y exten-
sión del movimiento social constituían una prueba incuestionable de la
presencia de fuertes elementos de conciencia de clase. Sin embargo, la

treinta, poco después de la muerte de Juan B. Justo, aparece la Revista Socialista, en 1933 se funda la Escue-
la de Estudios Sociales “Juan B. Justo” y en 1935, y como resultado de los esfuerzos de Julio V. González,
la Universidad Popular Socialista. Sobre la acción cultural socialista hasta los años veinte una buena sín-
tesis es la que ofrece Ángel M. Giménez (1927, pp. 56-86) en su ensayo “Treinta años de acción cultural”,
redactado con motivo del 30° aniversario de la fundación del Partido Socialista (30 de junio de 1896-1926).

452
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

cuestión esencial no residía en este reconocimiento, sino en la posibili-


dad de determinar con precisión el carácter y la naturaleza distintivos
de tal conciencia. Aun cuando el movimiento obrero se situaba, con toda
la diversidad de sus manifestaciones y corrientes ideológicas, en un te-
rreno de genérica definición clasista, la conciencia que lo inspiraba era
más negativa que positiva, más destructiva que constructiva. Instaladas
históricamente en un plano al que podemos definir como “corporativo”,
las clases trabajadoras solo podían adquirir conciencia de sí en la medi-
da en que se mostraban capaces de cuestionar lo existente, de negar toda
la institucionalidad a través de la cual las clases dominantes ejercían su
poder, lo cual explica el carácter predominantemente “antiestatal” que
tiñó todo el proceso de constitución del movimiento social proletario.
Si únicamente a condición de “escindirse” del cuerpo social, de verse a
sí misma como algo separado y autónomo con respecto a dicho cuerpo,
puede la clase obrera adquirir conciencia de su perfil propio y definir a
su adversario, ¿por qué pensar que las cosas debían ocurrir de diferen-
te manera en la Argentina? Si esta es una característica universal de la
constitución como clase de los trabajadores, ¿no es absolutamente com-
prensible que lo mismo ocurriera con el proletariado argentino y que
fueran también aproximables ciertas formas ideológicas predominan-
tes en las fases constitutivas? Colocadas objetivamente en un plano de
cuestionamiento global al sistema, las clases trabajadoras encuentran
en las ideologías contestatarias el cuerpo teórico a través del cual la rea-
lidad se les torna legible.
Pero el problema consiste en que si bien la escisión es el acto fun-
dacional de la clase, esta solo puede alcanzar capacidad hegemónica
y transformarse en “nacional” si la escisión como tal es superada en
el sentido hegeliano de la palabra, es decir, si en un proceso que se
despliega en un tiempo histórico determinado el proletariado muestra
una capacidad siempre acrecentada de recomponer en la acción polí-
tica la totalidad social. En cierta manera, esta es una verdad que muy
tempranamente comprendió Justo, lo cual le permitió entrever dónde
residían los verdaderos límites de la acción obrera. La actividad teórico
práctica que conduce a la clase obrera a transformarse en una clase na-
cional, o dicho con otras palabras, a transformarse en una fuerza social

453
José Aricó

capaz de convertir sus intereses en los intereses de toda la nación, pre-


supone necesariamente superar el antiestatismo inicial, ese vago cos-
mopolitismo pre político que distinguió el accionar de los trabajado-
res argentinos y que resultaba no tanto, o no solo, de su composición
nacional heterogénea, sino de ese tránsito obligado de la escisión a la
totalidad que debe recorrer históricamente una clase para llegar a ser
tal62. El cosmopolitismo del proletariado argentino era, en consecuen-
cia, un resultado inevitable de su actitud negativa ante el Estado y la
lucha política, actitud que encontraba formas de cristalización teórica
y política en las ideologías orgánicas que le daban identidad. Como
señala acertadamente Gramsci (1977, p. 27),

[…] el concepto de revolucionario y de internacionalista, en el sen-


tido moderno de la palabra, es correlativo con el concepto preciso
de Estado y de clase social; por oposición, la escasa comprensión
del Estado significa a la vez la escasa conciencia proletaria, pues la
comprensión del Estado existe no solo cuando se lo defiende, sino
también cuando se lo ataca para transformarlo. De la escasa com-
prensión del Estado y de la conciencia proletaria se deriva la escasa
eficiencia de los partidos políticos63.

En nuestra opinión, Justo advirtió esa doble raíz del cosmopolitismo obre-
ro argentino y lo prueba el hecho de que su hipótesis se basara esen-
cialmente en las propuestas de: 1) nacionalización de las masas traba-
jadoras, y 2) acción política de la clase obrera; propuestas ambas que
por sí mismas implican una lucha política por superarlo. Comprendió,
quizá como nadie en su época, la necesidad de que el recientemente for-
mado Partido Socialista se fijara como tarea prioritaria la lucha por la

62. Sobre el “cosmopolitismo” de la clase obrera y sus raíces véanse las aclaraciones hechas en la nota 3 de
la Primera Parte del presente ensayo.
63. Es importante indicar la dimensión “antiestatal” del cosmopolitismo porque, aun admitiendo las difi-
cultades para el proceso de nacionalización de las masas que generaba su fuerte composición extranjera,
lo que realmente interesa analizar son las actividades desarrolladas para modificar esta situación, o la
ausencia de ellas, lo cual implica la incomprensión de los propios objetivos. De tal modo, se podrá dar una
importancia privilegiada “a los grupos que surgieron de esta situación por haberla entendido y modifica-
do en su ámbito” (Gramsci, 1977, pp. 24-27).

454
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

incorporación de los trabajadores extranjeros a los organismos del mo-


vimiento obrero, como elemento de decisiva importancia para la con-
quista de la plenitud de los derechos políticos por él concebidos como
el supuesto inderogable de toda lucha de clases moderna. Y en la aplica-
ción de estas propuestas llegó a ser de una inflexibilidad tal que a veces
colocó al joven partido ante la disyuntiva de su fraccionamiento64.
Era en el terreno común de la lucha por la imposición del sufragio uni-
versal, de la libertad política ilimitada, del gobierno de las mayorías y del
respeto de las minorías donde habría de operarse la fusión de las masas
“extranjeras” y de las “nacionales” que posibilitara la formación de un mo-
vimiento de masas moderno y por lo tanto compatible con la modernidad
alcanzada por el desarrollo de las fuerzas productivas en la Argentina. La
función esencial del partido debía ser, por esto, la de prolongar hacia la
sociedad política la madurez de un conflicto social al que solo veía oscure-
cido por la ignorancia de las clases dominantes y la inmadurez de las cla-
ses populares, explicables ambas por “la poca actuación política del pue-
blo argentino”65. El sonambulismo histórico de las masas encontraba una

64. En 1898 se produjo la primera división orgánica en el socialismo argentino. Uno de los motivos de la
ruptura, que luego se constituyó en el motivo central, giró en torno a los procedimientos para la elección
de los candidatos del Partido en las elecciones de ese mismo año. La decisión del Partido de excluir como
candidatos a los militantes que por su condición de extranjeros no tuvieran los derechos políticos motivó
la protesta del Centro Socialista de Barracas al Norte por lo que consideraba una flagrante discrimina-
ción. El Comité Ejecutivo (1896) responde sentando un criterio que luego constituiría un artículo del
Estatuto aprobado en el Primer Congreso partidario: “Puede haber algún extranjero o algún ciudadano
no inscripto que haya prestado a nuestra causa servicios de consideración; pero seguramente él será el
primero en comprender cuán poco importante es para el Partido que él tenga en todos los casos dere-
cho a voto en el funcionamiento interno del Partido. Lo importante para una organización que predica
la acción política es fomentar esa acción en todos sus miembros; y para eso nada tan razonable ni tan
necesario como dar mayor influencia dentro de la colectividad a los que por sus hechos responden mejor
a los fines de esta”. Posteriormente, el congreso partidario aprobará el siguiente artículo 7 de sus esta-
tutos: “En las cuestiones políticas (actitud del Partido en las elecciones, designación de candidatos, etc.)
solo resolverán los miembros del Partido que tengan los derechos políticos, y las mujeres adherentes,
despojadas por ley de estos derechos. Los demás miembros del Partido tendrán su campo de acción en
la propaganda, en las tareas administrativas de las agrupaciones, etcétera” (citado en Oddone, 1934, t. 1).
Los grupos disconformes con esta actitud formarán en 1899 una nueva organización a la que darán el
nombre de Federación Obrera Socialista Colectivista.
65. Era esta convicción la que animaba también a los autores de la reforma política de 1912. “Este país,
según mis convicciones después de un estudio prolijo de nuestra historia, no ha votado nunca”, afirmó
Joaquín V. González en el Senado de la Nación cuando se discutió la ley de reforma electoral propiciada
por Roque Sáenz Peña.

455
José Aricó

posibilidad de superación porque había surgido en la sociedad una nueva


organización política que, “armada de todos los recursos que proporciona
el progreso del intelecto humano, y guiada por la ciencia”, podía orientar
todo el proceso hacia la meta de la emancipación social.
Pero una vez planteada esta perspectiva estratégica, surgía el proble-
ma concreto de los caminos a transitar para que el movimiento obrero ar-
gentino se movilizara en torno a estas propuestas y las hiciera totalmente
suyas. ¿Cómo hacer para que una clase instalada en un terreno de acción
tendencialmente anarquista o sindicalista, y despreocupada de la lucha
política, se desplazara hacia posiciones socialistas? ¿Cuál debía ser, en
consecuencia, la relación entre el Partido Socialista y el mundo popular
subalterno? ¿Hasta qué punto la ausencia de Justo de una comprensión
acabada de las condiciones particulares en que sus objetivos proyectados
debían ser llevados a cabo concluía invalidándolos? ¿En qué medida la fal-
ta de sensibilidad y de comprensión por ese mundo de los “humillados y
ofendidos”, renuente a integrarse a la institucionalidad de clase prefigu-
rada, que era su característica personal –y no solo la de él, sino también
la de todo el núcleo dirigente que contribuyó decisivamente a formar–,
establecía una barrera infranqueable con esas mismas masas a las que se
pretendía conquistar?66 La falta de respuestas teóricas y prácticas a todos
estos interrogantes evidencia el límite que no pudo superar la hipótesis
de Justo, y que expresaba, en última instancia, una porfiada negativa a
reconocer la legalidad propia de ciertas tendencias profundas de la socie-
dad argentina, que la remodelación de la Nación y del Estado no alcanzó
a destruir. El proceso de nacionalización de las masas, que era la aspira-
ción esencial del proyecto de Justo, tenía un efecto contradictorio que, por
convicciones o por temperamento, nunca pudo visualizar. Lograr que las
masas trabajadoras, en su mayor parte extranjeras, pudieran convertirse

66. Como señalaba Gramsci (1975a, pp. 120-121), “[…] el elemento popular ‘siente’, pero no siempre com-
prende o sabe. El elemento intelectual ‘sabe’ pero no comprende o, particularmente, ‘siente’. Los dos ex-
tremos son, por lo tanto, la pedantería y el filisteísmo por una parte, y la pasión ciega y el sectarismo por
la otra. [...] El error del intelectual consiste en creer que se pueda saber sin comprender y, especialmente,
sin sentir ni ser apasionado (no solo del saber en sí, sino del objeto del saber), esto es, que el intelectual
pueda ser tal [...] si se halla separado del pueblo-nación, o sea, sin sentir las pasiones elementales del pue-
blo [...]. No se hace política-historia sin esta pasión, sin esta vinculación sentimental entre intelectuales
y pueblo-nación”.

456
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

en sujetos políticos detentadores de plenos derechos ciudadanos signifi-


caba también el reencuentro con una tradición histórica cuya apropiación
mostraba ser una condición necesaria para que el proceso pudiera llevarse
a cabo, para que la conquista de una identidad nacional pudiera ser final-
mente el problema por todos compartido.
A través de un razonamiento que, por enfatizar el carácter capitalista
“puro” –para decirlo de algún modo– de la formación económico-social
argentina, concluye despojando de connotaciones históricas concretas
el proceso de constitución de las masas populares, Justo es arrastrado a
una simplificación iluminista, y en el fondo paternalista, de los términos
complejos en los que se produce la maduración política de las fuerzas
sociales. Si se arranca, como él hace, de una relación especular, inme-
diata, entre subversivismo de masa y modernidad clasista del conflic-
to, se concluye no entendiendo la dinámica del movimiento real, pero a
la vez se limita en la teoría y en la práctica la potencialidad estratégica
del organismo político de los trabajadores, se vuelve imposible la for-
mulación de un proyecto general articulado y de vastos alcances alre-
dedor de la conquista del Estado y de la transformación revolucionaria
de la sociedad. Y es aquí donde más clara aparece la distancia entre su
pensamiento y el cuerpo de ideas fundamental del marxismo. Porque
mientras para Marx la autoemancipación de los trabajadores presupo-
nía siempre una compleja dialéctica entre movimiento histórico de la
clase (“movimiento real”) y capacidad develadora de la teoría, en Justo
todo el proceso es visto en términos de una explotación directa visuali-
zable por un movimiento al que la lucha política y sindical y la asociación
cooperativa –en cuanto que instrumentos decisivos y únicos de la acción
de clase– permiten rápidamente adquirir los conocimientos y la disci-
plina necesarios para la conquista de la emancipación social. El conjun-
to de categorías analíticas con que Marx abordó el develamiento de la
naturaleza contradictoria de la sociedad burguesa se volatilizan en un
razonamiento que reduce el movimiento de la clase a un momento más
del eterno e irreductible progreso del intelecto humano67. Desaparecido

67. En realidad, frente al método de Marx, Justo (1947, p. 262, t. 6) adopta una posición esencialmente
empirista, coincidente con la asumida por Bernstein: “No falta, pues, quien crea que si Marx y Engels han

457
José Aricó

el marxismo reaparece esa vieja idea que permea todo el movimiento


socialista y que Lassalle llevó a su más clara expresión: la del encuentro
y fusión del proletariado con la ciencia como presupuesto de la realiza-
ción de una sociedad sin clases.

5. A modo de conclusión

El punto fuerte de razonamiento de Justo, lo que hace de él un pensa-


dor “moderno” en el estricto sentido de la palabra, es decir, un políti-
co capaz de analizar la situación argentina en las nuevas condiciones
creadas por una profunda extensión de las bases de la sociedad capita-
lista y por un ascenso notable de la voluntad organizativa del proleta-
riado mundial, reside, como hemos tratado de mostrar, en su recono-
cimiento de la necesidad y de la posibilidad de la formación de un partido
político autónomo de las masas trabajadoras argentinas, separado del
resto del movimiento democrático y popular. Es cierto que hacia fines
de siglo esta necesidad es sentida por la casi totalidad de las corrientes
socialistas de otros países latinoamericanos. Aquello que lo distingue,
sin embargo, es la claridad con que plantea la urgencia de superar una
visión de secta para fundar en la acción política del proletariado, esto es,
en la explicitación de un programa y en el desarrollo de la organización
y de la amplia participación política de las masas, el reconocimiento
del carácter históricamente necesario del proceso de superación del
capitalismo.

llegado a grandes resultados, no ha sido gracias a la dialéctica hegeliana, sino a pesar de ella. Bernstein
achaca a las ‘trampas’ de este modo de raciocinio algunos de sus errores de hecho, como la predicción
de que la revolución burguesa alemana del año 48 sería el inmediato preliminar de una revolución pro-
letaria [...]. Toda la sección ‘Forma de valor’ del primer capítulo de El Capital, donde el autor dice haber
hecho gala del modo de expresión característico de Hegel, es un artificioso esfuerzo por demostrar que
la igualdad A = B es una desigualdad, y en la equiparación del valor de dos mercancías cualesquiera des-
cubrir por el raciocinio que una de ellas está en la ‘forma de equivalente’, es decir, de moneda”. Justo no
comprendió la importancia fundamental que tiene para el sistema científico de Marx el análisis de la for-
ma de valor y de las demás categorías económicas fetichistas. Considerándolas como puras “alegorías”,
como vacuna metafísica, Justo no entendió que con ellas Marx no pretendía fundar una nueva filosofía
sino precisamente escapar de esta. No para crear en su lugar una nueva “ciencia”, sino los instrumentos
para una crítica de la economía política, concebida por Marx como un cuestionamiento radical de toda la
ideología burguesa y, por tanto, también de la “ciencia”.

458
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

La fuerte influencia que tuvieron en su formación política ciertas


experiencias del movimiento obrero europeo (el francés y el belga, por
ejemplo), su aceptación de la validez teórica y práctica del cuestiona-
miento bernsteiniano de la doctrina fundante de la tradición –aunque
no ya de la práctica– de la socialdemocracia alemana, su aguda percep-
ción de las limitaciones del movimiento obrero inglés, lo reafirmaban en
su hipótesis inicial que hacía descansar en la introducción, en el sistema
político argentino, de una formación política de clase establemente or-
ganizada la única posibilidad de superar la contradicción cada vez más
gravosa entre el “atraso” de tal sistema político y la “modernidad” capita-
lista de su ordenamiento económico. Los trabajadores argentinos, en el
mismo acto de constitución de su organización política propia, creaban
los presupuestos necesarios para que su lucha por la conquista de una
democracia económica implicara de hecho la realización de la demo-
cracia política. Y, en tal sentido, debe reconocerse que la fundación del
Partido Socialista no solo significó el surgimiento de la primera organi-
zación política del proletariado, sino también el punto de arranque del
proceso de formación de los modernos partidos políticos en Argentina.
Cuando en 1933 uno de los más importantes dirigentes de ese partido
realizó un balance de la actividad teórica y práctica desplegada por él
en sus casi cuarenta años de existencia, en pocas palabras ofreció una
síntesis que ilustra con bastante precisión lo que quiso ser la hipótesis
de Justo. Una síntesis precisa, pero a la vez reveladora no tanto por la
distancia que podamos encontrar entre sus propósitos y sus logros efec-
tivos, como por el hecho de que en su escueta formulación se destacan
con nitidez las razones de su falencia:

La clase obrera orientada por una doctrina de la historia y por un


ideal de perfeccionamiento realiza en el país una actividad propia y
autónoma que difiere fundamentalmente de la actitud asumida por
los gauchos en su posición instintiva y regresiva en los primeros años
de la vida independiente. La clase obrera no va contra la máquina,
no persigue a los inventores, no se pone al servicio de ambiciones
caudillistas para servir de masa de choque en los conflictos de gru-
pos burgueses. Acepta la técnica, busca inspiración en la ciencia y

459
José Aricó

quiere desplegar una acción propia sin encerrarse, empero, en forma


tan absoluta que no prevea (como lo hacen los estatutos del Partido
Socialista aprobados en 1896) alianzas y pactos con otros partidos y
agrupaciones para la defensa de un mínimo común interés. Partido
Socialista, gremios obreros, cooperación libre, centros de cultura
proletaria, realizan una gran tarea nacionalista que los gobiernos no
habrían sabido realizar. En este país de inmigración esos organismos
tienen a su cargo la función de “asimilación nacional” de los extran-
jeros que conociendo el idioma, la idiosincrasia, las leyes y la organi-
zación política y civil del país, dejan de ser metecos, se ciudadanizan
y se incorporan a él definitivamente. Solo la escuela primaria puede
mostrar una tan grande obra de asimilación nacionalista como la de-
sarrollada por los órganos del movimiento autónomo e integral de la
clase obrera organizada sobre bases socialistas. La lucha de clases ha
cumplido y cumple una tarea profundamente civilizadora. Asimiló a
los extranjeros, elevó al pueblo educándolo políticamente, y mejoró la
política obligando a los partidos burgueses a darse una organización
moderna (Ghioldi, 1933, p. 31).

En estas formulaciones de Américo Ghioldi, que en el interior del so-


cialismo argentino apareció por muchos años como un fiel seguidor del
pensamiento de Justo, se evidencian claramente las virtudes pero a la
vez las limitaciones que encerraba este proyecto de democratización
económica, social y política de la nación argentina. Virtudes, porque no
se puede explicar la irrupción de la problemática de la nación que com-
promete el pensamiento y la acción del movimiento social de los años
treinta sin toda esa labor desplegada desde fines de siglo por el Partido
Socialista68. Limitaciones, porque dicho proyecto se fundaba en una con-

68. Por todo eso no es casual que hayan sido los socialistas y los comunistas quienes en los años treinta
se convirtieran en las corrientes dirigentes del proceso de constitución de un nuevo sindicalismo in-
dustrial. Instalados en el conflicto de clases, su capacidad organizativa y su honestidad e inteligencia
les permitieron conquistar a sectores decisivos de la clase obrera para una intervención más activa en
la vida política de la república. Sin embargo, ni socialistas ni comunistas fueron capaces de incorporar
como problemáticas propias el conjunto de temas que de un modo u otro habían contribuido a suscitar
en los años anteriores a la crisis y que esta había hecho emerger con intensidad dramática. El problema
de la nación, de su identidad, de sus incapacidades, de la vinculación entre propuesta nacional y pro-

460
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

cepción del proceso de transformación social que podía dar cuenta de


la realidad –aun con todas las restricciones señaladas– solo a condición
de que la propia realidad fuera, o permaneciera siendo, aquella en la que
efectivamente los progresos de la ciencia y de la instrucción pública ten-
dieran objetivamente a permitir o facilitar soluciones pacíficas, no vio-
lentas, en una palabra, “reformistas”, de los conflictos sociales. El hecho
de que Ghioldi reafirme la validez de la propuesta de Justo tres años des-
pués de un golpe de Estado que destruyó el ordenamiento institucional
de la república y la legalidad del movimiento social, elementos ambos
sobre los que se asentaba la hipótesis reformista, demuestra hasta qué
punto el criterio de realidad fundante del gradualismo justista se ha-
bía esfumado entre las sinuosas mallas del transformismo burgués. El
proyecto inicial de una reforma democrática del Estado por medio de la
presión organizada de las masas trabajadoras cedía su lugar a las más
pobres justificaciones ideológicas; las miserias del presente eran exor-
cizadas recurriendo a las virtudes creadoras de la ciencia. Las palabras
eran las mismas, solo la realidad era distinta.
Para cerrar la profunda cisura abierta entre las palabras y las cosas
hubiera sido necesario hacer algo que la izquierda argentina no hizo ni
pudo hacer, y no solo en las inéditas condiciones de los años treinta, sino
tampoco años después, cuando el ascenso del peronismo volvió a plan-
tear la temática de la actitud del movimiento obrero y socialista frente
a las experiencias del reformismo burgués. Porque la actitud socialista
–y también la comunista– de oposición global e irrestricta a los gobier-
nos radicales (1916-1930) no fue un hecho casual y pasajero, ni el error
de cálculo de una táctica circunstancial, sino el resultado lógico de una
forma de percibir la realidad de los movimientos sociales, de la política
y de la naturaleza del capitalismo que ya está toda presupuesta en las
concepciones de Justo. En la medida en que las posiciones adoptadas
por ambas fuerzas políticas de la izquierda argentina contribuyeron, no

puesta socialista, entre intelectuales y pueblo, o dicho de otro modo, esa autocrítica nacional que la crisis
del treinta permitió realizar, fue encarada por corrientes ideológicas distintas y divergentes de aquellas
otras vinculadas al movimiento obrero, de modo tal que entre socialismo y nación se profundizó una
cisura en el momento mismo en que el socialismo mostraba una capacidad inédita de fundirse con la
única clase verdaderamente nacional.

461
José Aricó

podemos precisar aquí hasta qué punto, a erosionar los obstáculos que
se interponían al triunfo del golpe de Estado en 1930, el análisis de las ra-
zones que condujeron a la derrota de un movimiento nacional y popular,
como era –no obstante todas sus limitaciones– el yrigoyenista, hubiera
obligado también a cuestionar los fundamentos de una política basada
en la identificación del bloque de fuerzas populares como los enemigos
frontales del proletariado.
Y aquí está, indudablemente, el momento de extrema debilidad del
razonamiento de Justo, pero también el de toda la izquierda argentina;
la incapacidad de comprender en la teoría y en la práctica que la sustitu-
ción de un ordenamiento capitalista por otro ordenamiento económico,
social y político distinto, fundado sobre nuevas relaciones de producción
y de propiedad, no solo supone el ascenso al poder de la clase obrera,
sino también –y nos atreveríamos a decir, esencialmente– de un bloque
de fuerzas sociales y políticas que, como tal, modifica los contornos y
funciones de todas las clases, incluida, claro está, la propia clase obrera.
Lo que no entendía Justo, pero no solo él, sino tampoco el maximalismo
que lo denostaba por “reformista”, era que el dilema falso entre refor-
mismo y maximalismo que dividía al movimiento obrero argentino por
esos años, y que lo siguió dividiendo de ahí en adelante, no era sino una
forma ideológica, y por tanto velada e inconsciente, de reproducir en su
propia interioridad la división entre economía y política sobre la que se
asienta la posibilidad incontrastada de reproducción del sistema al que
se creía afectar con uno u otro tipo de acción obrera.
El socialismo que precedió a la crisis del treinta –cuando hablamos
de tal no nos referimos exclusivamente al partido de Justo, sino también
a corrientes que, como el anarquismo, el sindicalismo y el comunismo,
defendían proyectos finalistas orientados al logro de una sociedad so-
cialista– se mostró incapaz de diseñar una estrategia orientada a dilatar
en la teoría y en la práctica las funciones de la clase obrera argentina, no
solo aquellas referidas a su definición económico-corporativa (políticas,
sindicales, cooperativas y culturales), como hizo precursoramente Justo,
sino aquellas otras que podían convertirlas en una clase nacional, esto es,
en la fuerza dirigente de un nuevo bloque social y de un nuevo proyecto
de sociedad. Las limitaciones de su pensamiento, que eran también y en

462
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

buena parte, limitaciones de la propia realidad, impidieron a Justo tener


una concepción certera de esta funcionalidad “hegemónica” de la clase
obrera y de los trabajadores en general. Hoy sabemos hasta qué punto
esto constituyó un límite de todo el socialismo. De todas maneras, lo que
rescatamos de su pensamiento y de su acción fue la lucidez y la integri-
dad moral con que defendió un proyecto de democratización radical de
la sociedad argentina de la que el proletariado y el partido político que
contribuyó a fundar debían ser los protagonistas fundamentales.

Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano

Nuestra recopilación de artículos y notas bibliográficas dedicadas al


examen de algunos aspectos del pensamiento de José Carlos Mariátegui
no tiene la intención de ofrecer un cuadro completo de la diversidad de
interpretaciones presentes hoy en el debate teórico y político sobre la
figura del singular revolucionario peruano. En los últimos años el in-
terés por Mariátegui, durante largo tiempo reducido al ámbito parti-
cular de la cultura peruana –y en menor medida latinoamericana–, se
ha incrementado de modo tal que ya no resulta factible compilar en un
solo volumen las múltiples contribuciones aparecidas en otros idiomas
además del español, para no hablar del revival mariateguiano suscita-
do en el Perú de la última década69. El objetivo que nos proponemos es

69. De las publicaciones aparecidas en los últimos años, vale la pena mencionar las introducciones de
R. Paris (1969, 1972) a las ediciones francesas e italiana de los 7 ensayos. En italiano, y con introducciones
de G. Foresta (1970) y de I. Delogu (1973) se publicaron sendas antologías de las “Cartas de Italia” y otros
escritos. En cuanto a sus trabajos sobre temas culturales y literarios fueron antologizados recientemente
por la editorial italiana Mazzotta, y prologados por A. Melis, estudioso de Mariátegui del que incorpo-
ramos en este volumen su contribución más importante. En español, las publicaciones son numerosí-
simas, por lo que solo mencionaremos algunas de las más significativas: D. Meseguer Illan (1974); Y.
Moretic (1970); H. E. Vanden (1975); G. Rouillon (1975, t. 1; 1977, t. 1 y 2). Deben mencionarse además los
varios volúmenes de recopilaciones de ensayos sobre Mariátegui publicados por la Editorial Amauta en
las series “Presencia y proyección de los 7 ensayos” y “Presencia y proyección de la obra de Mariátegui”. A
la misma Editorial Amauta, propiedad de la esposa y los hijos de Mariátegui, se debe la iniciativa invalo-
rable de la publicación de sus Obras completas en 20 volúmenes, y en ediciones reprint de sus dos más gran-

463
José Aricó

más delimitado y concreto. Solo trataremos de ordenar aquellos traba-


jos más significativos, y que a la vez resultan de difícil acceso para el
lector latinoamericano, que versaron sobre tres temas de fundamental
importancia para el análisis de la naturaleza y de las características del
“marxismo” de Mariátegui. Y esos temas son: 1) sus vinculaciones ideo-
lógicas con el aprismo, minimizadas, negadas o criticadas por sus pro-
pios compañeros de lucha inmediatamente después de su muerte; 2) su
supuesto “populismo”, denostado por la Internacional Comunista; 3) su
filiación “soreliana”, atribuida por los más benévolos a la inmadurez y al
estado de gestación de sus concepciones definitivas.
Como es fácil advertir, estos tres temas no son sino aspectos diversos
de un único y mismo problema: el de las relaciones entre el pensamiento
marxista y la cultura contemporánea o, dicho en otros términos, el viejo
y siempre actual problema del carácter “autónomo” del marxismo. No es
necesario insistir aquí sobre la importancia de una cuestión que está en
el centro del debate teórico, ideológico y político del movimiento obre-
ro y socialista desde Marx hasta nuestros días. Pero reconocer su im-
portancia no siempre ha implicado reconocer su problematicidad. Todo
lo contrario. Es así que una de las razones, o mejor dicho, la razón más
poderosa de la actual crisis del movimiento socialista (que en el plano
de la teoría aparece como “crisis del marxismo”), reside en la tenaz re-
sistencia de la tradición comunista a admitir el carácter crítico, proble-
mático y por tanto siempre irresuelto de la relación entre el marxismo

des iniciativas culturales: el periódico Labor (Lima, 1974) y la revista Amauta (Lima, s.d.), 6 volúmenes que
contienen los 32 números publicados más dos números del suplemento Libros y Revistas que precedie-
ron su aparición. En los últimos años se han publicado además innumerables antologías y recopilaciones
de los trabajos de Mariátegui, muchas de ellas en ediciones populares y de elevados tirajes. Es de esperar
que en este año 1978, con motivo del cincuentenario de la aparición de los 7 ensayos de interpretación de la
realidad peruana (Mariátegui, 1928/1984), se reavive aun más el interés por su figura, a la que la crisis polí-
tica que sacude al Perú desde el golpe militar contra Velasco convierte en el punto central de referencia.
Anotemos desde ya la muy reciente publicación del folleto de César Germaná (1977): La polémica Haya de
la Torre-Mariátegui: Reforma o revolución en el Perú; el debate de varios intelectuales y dirigentes políticos:
Frente al Perú oligárquico (AA.VV., 1977); la exhumación de varias cartas escritas por Mariátegui con motivo
de la polémica con Haya de la Torre; etc. Esperemos que este sea también el año de la prometida publica-
ción de su correspondencia, fundamental para poder reconstruir con el máximo de objetividad posible el
período final de la vida de Mariátegui, tan oscuro todavía en algunos aspectos referidos a su relación con
la Internacional Comunista y a su polémica con los apristas. En tal sentido, lamentamos no haber podido
consultar aún el segundo tomo de la obra de Rouillon (1977).

464
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

y la cultura de la época, a la que dicha tradición califica genéricamente


como “burguesa”. Es en esta polaridad conflictiva donde se sintetiza la
permanente exigencia teórica y política que tiene el marxismo de me-
dirse con el desarrollo de las situaciones históricas reales y con el mundo
de las ideas en que dichas situaciones se expresan. No es casual que en
una etapa en la que se plantea como una tarea inexcusable la reflexión
crítica sobre toda una tradición histórica, consolidada con la fuerza
que otorgan décadas de acción teórica y política y formaciones estata-
les emergentes de esa lucha, reaparezca en un plano destacado la figura
excepcional de Mariátegui. Ocurre que, al igual que otros heterodoxos
pensadores marxistas, él pertenece a la estirpe de las rara avis que en una
etapa difícil y de cristalización dogmática de la historia del movimien-
to obrero y socialista mundial se esforzaron por establecer una relación
inédita y original con la realidad. Es por esto y no solo por su formación
italiana, aunque esta fue decisiva, o por su muerte prematura o sus li-
mitaciones físicas, por lo que su figura evoca irresistiblemente la de ese
gran renovador de la teoría política marxista que fue Antonio Gramsci.
Admitiendo como un supuesto inderogable la “criticidad” del marxis-
mo, nuestra recopilación se propuso incluir un conjunto de textos cuyas
controvertidas posiciones remitieron al carácter crítico del marxismo de
Mariátegui. Su lectura cuidadosa nos ayuda a comprender las falacias a
que conducen las tentativas de definir el pensamiento de Mariátegui en
términos de “adopción” o “encuentro” con determinadas corrientes ideo-
lógicas. Si resultan fallidos los intentos de convertirlo en un “marxista-le-
ninista” (¿y, por qué no, stalinista?)70 cabal; si aparecen como arbitrarias las

70. Este es precisamente el tono que caracteriza el libro de Jorge del Prado, compañero de lucha de Ma-
riátegui en el proceso de gestación del Partido Socialista del Perú y en la actualidad, desde hace varias
décadas, secretario general del Partido Comunista peruano. En Mariátegui y su obra, Del Prado (1946) se
empeña en demostrar la presencia en Mariátegui de una suerte de stalinismo avant la lettre, al mismo
tiempo que lo convierte en un teórico del “frentismo” browderiano. Resultaría interesante analizar las
diversas reelaboraciones que sufrió este texto al cabo de los años como piezas fundamentales para la re-
construcción del itinerario de los comunistas peruanos. Constituye una demostración bastante elocuen-
te de las graves limitaciones de una historiografía de partido que hace de la unidad del grupo dirigente y
de su identificación rígida y sectaria con un módulo ideológico y político determinado el eje interpretati-
vo de una historia que presenta multiplicidad de articulaciones, de vacilaciones y de errores, de debates
y fraccionamientos. El resultado de una historia concebida de esta manera es, como diría Togliatti (1974)
la “representación de una ininterrumpida procesión triunfal” que, como es obvio, no puede explicar el

465
José Aricó

calificaciones de “aprista de izquierda”, “populista” o “soreliano”, la discu-


sión no obstante demuestra hasta qué punto el “marxismo” de Mariátegui
extrajo su inspiración renovadora precisamente de la parte más avanzada
y moderna de la cultura burguesa contemporánea. Dicho en otros térmi-
nos, la discusión nos permite comprender el hecho paradojal que signi-
fica determinar la presencia del marxismo de Mariátegui precisamente
allí donde los marxistas pretendieron rastrear sus vacilaciones frente a
las “ideologías del enemigo de clase” (Levano, 1976)71. Si Mariátegui pudo
dar de la doctrina de Marx una interpretación tendencialmente antieco-
nomicista y antidogmática en una época en que intentarla desde las filas
comunistas era teóricamente inconcebible y políticamente peligroso, solo
fue posible merced al peso decisivo que tuvo en su formación la tradición

hecho de que una organización con historia semejante haya fracasado históricamente en su doble ob-
jetivo de conquista de las masas y de transformación revolucionaria de la sociedad. Aunque, claro está,
siempre queda el recurso de la traición, que se convierte así en el canon interpretativo fundamental. Por
ejemplo, el fracaso de los comunistas en su política de conquista de las masas apristas en la década del
treinta se debió –según la Internacional Comunista– a las rémoras mariateguistas que repercutían en su
trabajo práctico; varios años después, cuando la caracterización del aprismo se ha modificado, la exclusi-
va responsabilidad del sectarismo de la etapa inicial del Partido Comunista del Perú recae sobre la acción
disociadora y de traición del renegado Ravines...
71. Véase la nota introductoria de César Levano (1976,p. 17, v. 16) a Figuras y aspectos de la vida mundial.
Levano refuta a Robert Paris afirmando sin, por supuesto, demostrarlo que entre la concepción soreliana
del mito y la que sustentaba Mariátegui hay una diferencia radical, dado que este no era “de ningún
modo, proclive a concesiones a las ideologías del enemigo de clase” (¡sic!). ¡Qué distancia hay entre las
palabras de Levano y otro autor, al que sin duda respeta, sobre la personalidad de Sorel! Nos referimos
a Antonio Gramsci y a la crónica que escribió en L’Ordine Nuovo comentando las declaraciones de Sorel
en favor de la Revolución de Octubre y de la experiencia inédita de los obreros turineses. Y dice Gramsci
(1919, p. 1): Sorel “no se ha encerrado en ninguna fórmula, y hoy, conservando cuanto hay de vital y nuevo
en su doctrina, es decir la afirmada exigencia de que el movimiento proletario se exprese en formas
propias, de que dé vida a sus propias instituciones, hoy él puede seguir no solo con ojos plenos de in-
teligencia, sino con el ánimo pleno de comprensión, el movimiento realizador iniciado por los obreros
y campesinos rusos, y puede llamar también ‘compañeros’ a los socialistas de Italia que quieren seguir
aquel ejemplo. Nosotros sentimos que Georges Sorel ha permanecido siendo lo que había sido Proudhon,
es decir un amigo desinteresado del proletariado. Por esto sus palabras no pueden dejar indiferentes a
los obreros turineses, a esos obreros que tan bien han comprendido que las instituciones proletarias
deben ser creadas ‘en base a un esfuerzo permanente si se quiere que la próxima revolución sea otra cosa
que un colosal engaño’”. Pocos años después, Togliatti rendía un homenaje al “pensador revolucionario
que permaneció hasta el fin siempre fiel a la parte mejor de sí”, afirmando que Sorel había reconocido en
el soviet “su” sindicato, “es decir la primera realización del sueño de Marx de la redención de los trabaja-
dores por obra de sí mismos, a través de un trabajo orgánico de creación de un nuevo tipo de asociación
humana” (Togliatti, 1922, p. 407-409, v. 1, n. 4). Es por esto que Sorel debe ser reivindicado como propio
por el movimiento obrero y socialista, rechazando el apresurado e injusto juicio de Lenin (s.d.) que lo
llamó “el conocidísimo embrollón”.

466
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

idealista italiana en su etapa de disolución provocada por la quiebra del


Estado liberal y el surgimiento de corrientes crocianas “de izquierda” y
marxistas revolucionarias. Mariátegui leyó a Marx con el filtro del histo-
ricismo italiano y de su polémica contra toda visión trascendental, evolu-
cionista y fatalista del desarrollo de las relaciones sociales, característica
del marxismo de la II Internacional. El destino deparó al joven Mariátegui
la posibilidad, única para un latinoamericano, debemos reconocerlo, de
llegar a Marx a través de la experiencia cultural, ideológica y política de
constitución de un movimiento marxista obligado a ajustar cuentas por
una parte con la crisis de la sociedad y de la cultura liberales, y con la cri-
sis de la política y de la cultura del socialismo formado en la envoltura
ideológica de la II Internacional, por la otra. Vale la pena recordar aquí
la particularidad del caso italiano, donde la presencia desde fines del si-
glo pasado de un vasto movimiento de masas no estuvo acompañada de
una fuerte tradición política marxista, sino de una subalternización total
a la tradición positivista y evolucionista burguesa. La recuperación de la
creatividad histórica del pensamiento marxista que se opera en el movi-
miento obrero italiano desde fines de la década del diez, como fruto de la
crisis revolucionaria abierta en la sociedad europea de posguerra, impli-
caba necesariamente, en virtud de tal ausencia, no la restauración de una
doctrina marginada del proceso histórico de constitución del movimiento
de clase, sino directamente una auténtica creación de la dimensión crítica y
activista del marxismo. En los duros enfrentamientos de clase del “bienio
rojo” italiano se gestaba, de tal modo, una visión del marxismo no asimi-
lable a ninguna de las formas que había precedentemente asumido en la
historia el movimiento obrero internacional. Como señala con precisión
Ragionieri (véase Togliatti, 1974, p. XLIX-L)72, el primer elemento distinti-
vo de este marxismo era una contraposición explícita y consciente
contra la visión evolucionista y fatalista propia de la II Internacional,

72. Sobre el tema de las características ideológicas del grupo de jóvenes intelectuales turineses que ani-
maron la experiencia ordinovista, la bibliografía es extensísima, pero siempre es útil volver a las agudas
reflexiones de uno de sus más destacados participantes: Togliatti (1964/1977) “Rileggendo L’Ordine Nuo-
vo”, publicado en Rinascita el 18 de enero e incluido ahora en la recopilación de sus escritos sobre Antonio
Gramsci. Véanse también la introducción “Espontaneidad y dirección consciente en el pensamiento de
Gramsci” en Gramsci (1973, pp. 87-101); y el “Apartado II” del trabajo de Portantiero (1977, pp. 22-36).

467
José Aricó

contraposición basada en el rechazo de la pasividad política que era su


corolario. Rechazando la pasividad, colocaba en el centro el problema de
la revolución y del partido, es decir el problema de la transformación so-
cial y política y de la organización de las fuerzas capaces de realizarlas.
Es por esto que reivindicaba como la forma más elevada de actividad hu-
mana, como la forma y la fuente del conocimiento, a la práctica humana
asociada. Pero de esta exaltación de la actividad humana, que establece la
línea de continuidad entre ese marxismo y la tradición idealista italiana,
derivaba también su peculiaridad irrepetible tanto frente a la crítica del
marxismo de la II Internacional madurada en el interior de la socialdemo-
cracia europea, como frente a la revalorización doctrinaria de la dialéctica
revolucionaria, emergentes en el pensamiento marxista europeo a partir
de la Revolución de Octubre. El hecho es que en la lucha contra el empiris-
mo y el economicismo reformista, y contra el sectarismo y el dogmatismo
del maximalismo, surge en el interior del movimiento socialista italiano
un grupo de intelectuales turineses, vinculados estrechamente al mundo
proletario y nucleados en torno al semanario L’Ordine Nuovo, que se ins-
pira en la parte más avanzada y moderna de la cultura burguesa contem-
poránea para llevar a cabo una tarea de refundación del marxismo revo-
lucionario. Por razones históricas y culturales, en la Italia de las primeras
décadas del siglo no existían otras armas que las del idealismo historicista
para combatir el marxismo cristalizado y subalterno emergente de la cri-
sis de la II Internacional y de la impotencia práctica del movimiento socia-
lista y obrero. En este neomarxismo de inspiración idealista, fuertemente
influido por Croce y Gentile, y más en particular por el bergsonismo sore-
liano, renuente a utilizar el marxismo como un cuerpo de doctrina, como
una ciencia naturalista y positivista que excluye de hecho la voluntad hu-
mana, y a quien le corresponde el mérito histórico de haber comprendido
claramente la extraordinaria novedad de la Revolución de Octubre, en este
verdadero movimiento de renovación intelectual y moral de la cultura ita-
liana y europea es donde Mariátegui abreva la inagotable sed de conoci-
mientos que lo consume. Si, como bien dice, fue en Italia donde desposó
una mujer y conoció el marxismo, el Marx que penetró en su mente fue
en gran medida ese Marx subvertido por el idealismo crociano que, como
afirma Togliatti, había significado para el grupo ordinovista

468
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

[…] la liberación definitiva de toda incrustación positivista y me-


canicista, de cualquier origen y de cualquier marca, y por lo tanto
la conquista de una gran confianza en el desarrollo de la concien-
cia y voluntad de los hombres y de nosotros mismos, como parte
de un gran movimiento histórico renovador de clase (Togliatti,
1964/1977, p. 209).

Lo que distingue a Mariátegui del grupo ordinovista, lo que vuelve a su


iter cultural y político un proceso más mediado, más indirecto y traba-
joso, es su condición de observador “externo” de la experiencia italiana,
el hecho de que su intervención directa y concreta en la vida política de
su país se produjera con posterioridad a dicha experiencia, y en una si-
tuación de relativa inmadurez del movimiento social peruano. Es cierto
que ya era tendencialmente socialista antes de partir a Europa, pero la
fundamentación de su posición en una perspectiva marxista requería
no solo de una comprensión teórica de la sociedad, sino fundamental-
mente de un referente práctico, de un movimiento en desarrollo con la
suficiente densidad histórica como para constituir una acción de clase.
En la medida en que el proceso de constitución del movimiento obrero y
campesino peruano estaba aún en ciernes, la actividad teórico-práctica
de Mariátegui fue en cierto modo fundacional antes que dirigente. La lec-
tura “crociana” de Marx desde el pie en tierra que significaba su fun-
ción dirigente en el movimiento obrero más moderno de Italia facilitó
a Gramsci la definición de los instrumentos teóricos autónomos y ori-
ginales para la interpretación de la realidad italiana. Y si bien es preci-
so buscar las fuentes de su marxismo en Labriola, Sorel y la presencia
catártica de Lenin, la validez inédita de su pensamiento reside en haber
“recompuesto” todos los instrumentos teóricos así extraídos en una vi-
sión de conjunto de la sociedad capitalista moderna, es decir en una eta-
pa en la que la revolución pasiva del capital tiende a velar los caracteres
de la transición histórica al socialismo. El sorelismo es en Gramsci una
fuente decisiva de su pensamiento, aunque reabsorbida y “recompues-
ta” en una concepción más amplia y global del mundo, que la centralidad
del elemento político de raíz leninista no obnubila por completo. Y es la
función de las perspectivas soreliana y leninista lo que

469
José Aricó

[…] hace del pensamiento de Gramsci una de las voces más auto-
rizadas de una perspectiva revolucionaria en Occidente, y que in-
tenta precisamente el camino de una relación no formal, sino real,
con el leninismo. Lo cual a su vez es verdadero porque el leninis-
mo de Gramsci es por otra parte un aspecto de una recomposición
más vasta, que compromete en primera persona al pensamiento de
Marx (Badaloni, s.d., p. 174)73.

El esfuerzo gramsciano por llegar hasta Marx, partiendo de esas fuentes


emergentes de la descomposición del marxismo segundointernaciona-
lista que flotaba en el aire de la cultura italiana de izquierda en la déca-
da del veinte, fue captado indirectamente por Mariátegui a través de la
densa presencia que tuvo en sus reflexiones la obra de Piero Gobetti,
ese “crociano de izquierda” en filosofía y teórico de la revolución liberal
y mílite de L’Ordine Nuovo en política, según la definición que de él ofre-
ce Mariátegui casi al final de sus días. Vale la pena citar al respecto un
párrafo donde este sintetiza a vuelo de pájaro las características de la
biografía intelectual de “uno de los espíritus con los cuales sentía mayor
afinidad”:

Gobetti llegó al entendimiento de Marx y de la economía por la vía


de un agudo y severo análisis de las premisas históricas de los movi-
mientos ideológicos, políticos y religiosos de la Europa moderna en
general y de Italia en particular. [...] La enseñanza austera de Croce,
que en su adhesión a lo concreto, a la historia, concede al estudio de
la economía liberal y marxista y de las teorías del valor y del prove-
cho, un interés no menor que al de los problemas de lógica, estética
y política, influyó sin duda poderosamente en el gradual orienta-
miento de Gobetti hacia el examen del fondo económico de los he-
chos cuya explicación deseaba rehacer o iniciar. Mas decidió, sobre
todo, este orientamiento, el contacto con el movimiento obrero

73. Señalemos que para toda la temática del significado de la recomposición de las fuentes originarias
del marxismo gramsciano, y la formulación de nuevos conceptos teóricos para interpretar la realidad
de Occidente a partir de los ya elaborados por Gramsci, el libro de Badaloni (s.d.) tiene una importancia
fundamental.

470
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

turinés. En su estudio de los elementos históricos de la Reforma,


Gobetti había podido ya evaluar la función de la economía en la
creación de nuevos valores morales y en el surgimiento de un nuevo
orden político. Su investigación se transportó, con su acercamiento
a Gramsci y su colaboración en L’Ordine Nuovo, al terreno de la ex-
periencia actual y directa. Gobetti comprendió, entonces, que una
nueva clase dirigente no podía formarse sino en este campo social,
donde su idealismo concreto se nutría moralmente de la disciplina
y la dignidad del productor (Mariátegui, 1950, pp. 151-152)74.

La visión que tenía Gobetti de la clase obrera, de la significación de su


autonomía, de su tendencia a transformarse en una nueva clase diri-
gente, capaz de reorganizar el mundo de la producción, de la cultura y
de la sociedad toda, es de estricto origen soreliano. Su interpretación
del Risorgimento como un proceso “incompleto o convencional” de for-
mación de la unidad italiana, en virtud del carácter limitado de la “cla-
se política” liberal que condujo dicho proceso, es la interpretación que
Mariátegui intenta aplicar a la historia del Perú. Como señala Delogu
(1973), el núcleo central de las ideas que Mariátegui desarrolla en el pe-
ríodo de realización de su programa de “peruanización” de la acción teó-
rica y práctica revolucionaria “es indudablemente el que resulta de la
exposición del pensamiento de Gobetti”. Pero Mariátegui concluye de
manera no gobettiana y sí leninista en la “necesidad del partido como
instrumento de acción” (Delogu, 1973, p. XII).
De todas maneras, aunque la asimilación de la crítica histórica de
Gobetti está en la base de la elaboración de los 7 ensayos (Mariátegui,
1928/1984) y de sus escritos publicados bajo la rúbrica “Peruanicemos al
Perú”, lo realmente significativo es que la materia prima de sus reflexio-
nes es una realidad distinta de la italiana, una realidad que él intenta
explicar con el único instrumental conceptual que admite como válido:

74. En este libro se incluye la serie de tres artículos que Mariátegui dedicó a Gobetti: “I. Piero Gobetti”, “II.
La economía y Piero Gobetti” y “III. Piero Gobetti y el Risorgimento” (1950, pp. 146-159). Originariamente
fueron publicados en la revista Mundial (12 y 26 de julio y 15 de agosto de 1929, respectivamente). Sobre
la relación entre Mariátegui y Gobetti, véase “Mariátegui e Gobetti” de Paris (1967) y la “Introduzione” de
Delogu (1973, LIII-LXIII).

471
José Aricó

el de “la ciencia y el pensamiento europeo u occidental”75. Es indudable


que un esfuerzo semejante conlleva riesgos, y el propio Mariátegui tenía
plena conciencia cuando presentaba sus ensayos aclarando que ningu-
no estaba acabado, ni lo estaría mientras viviera y pensara y tuviera algo
que añadir. Pero lo que interesa rescatar es que él, a diferencia del resto
de los marxistas latinoamericanos, se esforzó por “traducir” el marxis-
mo aprendido en Europa en términos de “peruanización”. Y es por eso
sin duda que, con todos los errores o limitaciones que puedan contener,
los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (Mariátegui, 1928/1984)
siguen siendo, a cincuenta años de su publicación, la única obra teórica
realmente significativa del marxismo latinoamericano.
Mariátegui tuvo con Gobetti una indudable afinidad intelectual y
moral (“he hallado [en su obra] una originalidad de pensamiento, una
fuerza de expresión, una riqueza de ideas que están muy lejos de alcan-
zar [...] los escritores de la misma generación”), más que su discípulo
fue su interlocutor, y a través de él y con su ayuda emprendió su labor
de “crítica socialista de los problemas y la historia del Perú”. Pero el in-
tento de aplicar las lecciones gobettianas a la realidad peruana no lo
apartó del marxismo, sino que, todo lo contrario, fue la forma concreta
y original que adoptó el proceso de su apropiación. Pero en la medida
en que Mariátegui se planteaba como objetivo esencial la formación de
una fuerza revolucionaria capaz de transformar la sociedad peruana, la

75. Sobre un periplo europeo como observatorio privilegiado para redescubrir la identidad propia de
América, Mariátegui hace unas curiosas reflexiones autobiográficas sobre las cuales no se ha insistido lo
suficiente. En una serie de notas dedicadas a Waldo Frank, Mariátegui observa que lo que lo aproximó
al autor de Nuestra América es “cierta semejanza de trayectoria y de experiencia”. “Como él yo no me sentí
americano sino en Europa. Por los caminos de Europa, encontré el país de América que yo había dejado
y en el que había vivido casi extraño y ausente. Europa me rebeló hasta qué punto pertenecía yo a un
mundo primitivo y caótico; y al mismo tiempo me impuso, me esclareció el deber de mi regreso, yo tenía
una conciencia clara, una noción nítida. Sabía que Europa me había restituido, cuando parecía haberme
conquistado enteramente, al Perú y a América [...] no es solo un peligro de desnacionalización y de des-
arraigamiento; es también la mejor posibilidad de recuperación y descubrimiento del propio mundo y
del propio destino. El emigrado no es siempre un posible deraciné. Por mucho tiempo, el descubrimiento
del mundo nuevo es un viaje para el cual habrá que partir de un puerto del viejo continente” (Mariátegui,
1950, pp. 211-214). El deber de una tarea americana... apareció ante el joven Mariátegui como un imperativo
moral cuando en Europa se sintió extraño, diverso e inacabado, cuando comprendió que allí “no era ne-
cesario”, y el hombre “ha menester de sentirse necesario” para poder emplear gozosamente sus energías,
para poder alcanzar su plenitud.

472
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

definición de los instrumentos teóricos autónomos y originales para la


interpretación de la realidad presuponía necesariamente un reconoci-
miento crítico de las fuentes de su pensamiento. De ahí que sea preci-
samente en la última etapa de su vida, la etapa decisiva en términos de
producción teórica y actividad práctica, cuando paradójicamente apare-
ce con tal intensidad la presencia de Croce, de Sorel y de Lenin. Es como
si estas grandes figuras que obsesionaron sus vigilias se rehusaran a en-
trar en el crisol de la recomposición creadora del marxismo.

II

No debe sorprendernos entonces, ni debe constituir un motivo de es-


candalosa polémica, reconocer que para un hombre formado en el
ambiente cultural de la tradición idealista italiana, la introducción del
pensamiento de Lenin (o mejor dicho, la canonización que de este pen-
samiento hizo la III Internacional) estuviera siempre acompañada y
hasta el final de sus días con la presencia decisiva de filones ideológi-
cos ajenos a la tradición del mundo obrero e intelectual comunista. El
reconocimiento de este hecho indiscutible no cuestiona el “leninismo”
de Mariátegui; por el contrario, lo delimita con mayor precisión y, al
hacerlo, lo revaloriza otorgándole una importancia excepcional. Porque
fue indudablemente la experiencia viva de la lucha política e ideológica
en el Perú la que imprimió un viraje definitorio a sus reflexiones. Si la
lectura de la doctrina de Marx a través de Croce, Sorel y Gobetti lo in-
clinó a percibir la realidad peruana con una mirada distinta de la que
caracterizaba (y, ¿por qué no?, aún sigue caracterizando) a los marxistas
latinoamericanos, fue el reconocimiento de la Revolución de Octubre,
del bolchevismo y de la figura de Lenin lo que le permitió individuali-
zar y seleccionar un complejo de principios de teoría política en base
al cual constituir el movimiento histórico de transformación de aquella
realidad. Mariátegui fue leninista en el doble sentido del reconocimien-
to de Lenin como el teórico de la política y el artífice de la Revolución
Rusa, y de la adscripción al movimiento revolucionario mundial gestado
a partir de esa experiencia y de sus enseñanzas. Pero su peculiaridad,
lo que hace de Mariátegui una figura completamente extraña al estilo

473
José Aricó

característico del teórico y del político de la III Internacional, consis-


tía en que por su formación cultural tendía a mantener constante una
concepción del marxismo que enfatizaba su capacidad de recrearse en
el proceso mismo de desarrollo de la lucha de clases, su capacidad de su-
perar los esquemas dogmáticos acumulados en el camino76. Todo lo cual
presuponía necesariamente introducir el criterio de realidad en la con-
sideración de problemas a los que el escolasticismo teórico y la rigidez
política tienden a colocar fuera del campo de la historia. En la singulari-
dad del pensamiento de Mariátegui, en la imposibilidad de identificarlo
plenamente con el sistema de conceptualizaciones y con el estilo de pen-
samiento del marxismo de la III Internacional, reside la demostración
más contundente de que el marxismo solo podía ser creador a condición
de mantener abiertos los vasos comunicantes con la cultura contempo-
ránea. Porque si es verdad el principio de que “las ideas no nacen de
otras ideas, de que las filosofías no engendran otras filosofías, sino que
son expresión siempre renovada del desarrollo histórico real” (Gramsci,
1970, pp. 354-355)77, el hecho de que la verdad del marxismo se expresa-

76. Debemos preguntarnos hasta qué punto es correcto y cuáles son las razones que impulsan a los his-
toriadores de filiación comunista a identificar a Mariátegui con otros destacados dirigentes del comu-
nismo latinoamericano (véase al respecto el artículo de V. Korionov incluido en la presente recopilación).
Si lo que los aproxima es el hecho de haber “levantado la bandera del internacionalismo proletario en
América Latina”, los puntos de comparación son importantes pero por completo insuficientes. Si, según
lo que se desprende del párrafo de Korionov (s.d.), Mariátegui al igual que los demás habría sido “uno
de los más ardientes propagadores de las ideas del marxismo-leninismo”, la identificación corre el ries-
go de hacer desaparecer lo que los distingue, es decir todo aquello que caracteriza la “singularidad” del
pensamiento de Mariátegui. Aunque más no sea desde un punto de vista metodológico, lo relevante no
es enfatizar la adscripción ideológica y política de Mariátegui a la III Internacional, puesto que esta es
innegable; lo realmente importante, y el único camino válido para reconstruir “su” marxismo, es señalar
lo que lo distinguía y hasta distanciaba de la Comintern. Solo así podremos entender, por ejemplo, la
diferencia de actitud mental, de estilo de razonamiento, de concepción política y de visión ideológica
que caracteriza a la polémica que Mariátegui y Mella emprendieron con Haya de la Torre y el aprismo.
Únicamente. El verdadero marxismo excluye el procedimiento del “pensar en abstracto”, porque solo
puede medirse en forma fructífera con la realidad: 1) si es capaz de no separar el juicio sobre un fenóme-
no histórico del proceso de su formación; 2) si en el examen de dicho proceso no convierte a una de sus
características en un elemento tal que le permita suprimir todas las otras. Siempre es útil recordar las
observaciones que hace Lenin contra ese estilo de pensamiento en abstracto en su polémica contra Buja-
rin y Trotsky acerca del papel de los sindicatos. Como curiosidad anotemos que cuando Togliatti (1974) se
vio obligado a luchar contra la misma deformación del estilo de pensamiento marxista, tradujo y publicó
en Rinascita un escrito de Hegel, titulado precisamente Wer denkt abstrack? [¿Quién piensa en abstracto?].
Sobre el particular, véase la citada introducción de Ragionieri (en Togliatti, 1974, p. LIII).
77. Gramsci (1970) se pregunta en dicha nota “si una verdad teórica descubierta en correspondencia con

474
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

ra en Mariátegui en el lenguaje de la situación concreta y particular del


Perú, y lo hiciera utilizando una lengua “particular”, no demostraba la
presencia de “inconsecuencias” en su leninismo, ni reminiscencias de
anarcosindicalismo, sino la forma particular y concreta en que tendía
a formularse el marxismo peruano, y más en general latinoamericano.
Mariátegui de hecho no pecaba de “eclecticismo” sino que se mantenía
firmemente aferrado a la convicción de que la unidad de la historia no es
un presupuesto, sino una continua realización progresiva, y que es so-
lamente la igualdad de la realidad lo que puede determinar la identidad
del pensamiento. El “sorelismo” de los escritos últimos de Mariátegui,
cuando estaba empeñado en la construcción de la organización revolu-
cionaria de las masas peruanas, ¿no es, en este sentido, equivalente al
“bergsonismo” y al “sorelismo” del que los socialistas reformistas italia-
nos acusaban al grupo turinés que, desde L’Ordine Nuovo, reformuló los
términos de una teoría y de una política revolucionaria para Italia? No
es necesario insistir aquí sobre cuán fundada es la comparación, pero sí
vale la pena destacar una vez más que fue en ese clima de lucha contra el
positivismo, contra el materialismo vulgar y contra las limitaciones de
las filosofías idealistas de la historia que se conformó el pensamiento de
esta figura absolutamente inédita en el marxismo latinoamericano. Solo
a partir del reconocimiento y de la revalorización positiva de esta gé-
nesis cultural tan excéntrica y marginal del pensamiento de Mariátegui
tiene sentido y validez la temática de la inserción en él del encuentro
con Lenin, que sin duda representó, como ya dije, el elemento decisivo

una determinada práctica”, es decir si el leninismo “puede generalizarse y considerarse universal en una
época histórica”. La prueba de su carácter universal consiste, para Gramsci, en la posibilidad de que esta
verdad se convierta: 1) en un estímulo para conocer mejor la realidad efectiva en un ambiente distinto
del que la vio surgir; 2) en que una vez ocurrido esto dicha verdad se incorpore a la nueva realidad con
la fuerza de una expresión propia y originaria. Y aclara: “En esta incorporación estriba la universalidad
concreta de aquella verdad, y no meramente en su coherencia lógica y formal, o en el hecho de ser un
instrumento polémico útil para confundir al adversario”. La universalidad del marxismo, o en nuestro
caso del leninismo, no residiría entonces en su “aplicabilidad”, sino en su capacidad de emerger como
expresión “propia” de la totalidad de la vida de una sociedad determinada. En este sentido, solo sus múl-
tiples encarnaduras “nacionales” permitirán lograr que la teoría de Marx y, aceptemos también, la de
Lenin, en la medida en que pueda ser autonomizable de aquella, se convierta de una verdad teórica en
una universalidad concreta. Es por eso que Gramsci acota, con razón, que la unidad de la historia no es
un presupuesto, sino un provisional punto de llegada.

475
José Aricó

de catalización. Pero aún queda abierto el problema de con qué Lenin y


hasta qué punto, puesto que las circunstancias concretas de los últimos
años de la vida y de la lucha política e ideológica de Mariátegui demues-
tran que fue un “encuentro” siempre multifacético y conflictivo y nunca
de aceptación y “aplicación”.
Si las vertientes culturales y los filones ideológicos que confluyeron
en la formación de su pensamiento aparecen en Mariátegui como fuer-
tes nervaduras posibles de distinguir con relativa facilidad, es porque
ese pensamiento aún estaba en maduración cuando su cerebro dejó de
funcionar. Pero una remisión a las fuentes, una disección que pretenda
separar lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, lo ortodoxo de lo
heterodoxo, en el caso de que fuera posible, acabaría finalmente por des-
truir la trama elaborada en torno a los nuevos conceptos. Si no podemos
afirmar que Mariátegui llegó a completar en un sistema de conceptos
nuevos su reflexión sobre las características de la revolución peruana y
latinoamericana, sobre el papel del proletariado, de las masas rurales y
de los intelectuales en dicha revolución, es hoy indiscutible que estaba
en el camino correcto, y que el mismo hecho de que planteara en térmi-
nos de “peruanización” la reflexión crítica y la acción práctica lo coloca-
ba en el campo lamentablemente restringido de los verdaderos marxis-
tas. Es por esto por lo que hoy reconocemos en su pensamiento una de
las grandes contribuciones americanas a la revolución mundial.

III

Apenas muerto Mariátegui se desata entre los intelectuales y militantes po-


líticos peruanos una aguda polémica en torno a la definición ideológica y
política de sus ideas. Esa discusión compromete fundamentalmente a los
partidarios de las dos corrientes de opinión en que se había fragmentado el
movimiento social peruano de izquierda hacia fines de la década del veinte:
la corriente marxista, gestada al calor de las iniciativas culturales y políticas
emprendidas por Mariátegui (Amauta, Labor, la Federación de Yanaconas
del Perú, la Confederación de Trabajadores del Perú, el Partido Socialista
peruano) y la corriente aprista, orientada por Víctor Raúl Haya de la Torre.
El hecho mismo de que el grupo marxista hubiera madurado, en gran

476
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

parte, en el interior del movimiento de ideas que condujo a la formación


del APRA, y que el mismo Mariátegui hubiera expresado en diversas oca-
siones su adhesión a dicho movimiento, constituyó lógicamente el terreno
común sobre el que se instaló una acre polémica, que se continúa hasta
el presente, acerca de las circunstancias históricas concretas y las razones
que condujeron a la ruptura personal y política entre ambas figuras. Para
los apristas, dichas razones derivaban de dos actitudes distintas frente a la
realidad peruana y a las mediaciones que debían establecerse entre teoría y
práctica, o, sintetizado en otros términos, entre cultura y política. Pero ade-
más, trataban de demostrar, y no sin cierta razón, que Mariátegui se había
visto arrastrado a una ruptura que no deseaba por las presiones ejercidas
por la III Internacional, y más particularmente por su Buró Sudamericano
con sede en Buenos Aires. Vale la pena recordar que durante el período
que va del V al VI Congreso de la Internacional Comunista, su Comité
Ejecutivo y en especial A. Losovski, dirigente máximo de la Internacional
Sindical Roja, mantenían relaciones, no podemos determinar hasta qué
punto estrechas, con Haya de la Torre, relaciones que se irán transforman-
do paulatinamente en mutuo distanciamiento y franca ruptura a partir del
Congreso Antimperialista de Bruselas, en febrero de 1927.
La operación de apropiación de la figura de Mariátegui se inicia ya en
el número de homenaje (1930) que le dedica la revista argentina Claridad,
esa histórica tribuna del pensamiento de izquierda latinoamericano, di-
rigida por Antonio Zamora. Manuel A. Seoane y Luis E. Heysen78, mili-
tantes del movimiento aprista pero vinculados estrechamente al “com-
pañero y amigo” que acababa de fallecer, intentan realizar un balance
crítico de su pensamiento en el que el acento es puesto en la oposición
no resuelta entre un andamiaje intelectual “europeizante” y una realidad

78. No encontramos en la Bio-Bibliografía de José Carlos Mariátegui de Rouillon (1963) referencia alguna al
número de homenaje que la revista Claridad de Buenos Aires dedicó a Mariátegui. No hemos tenido acce-
so a dicho número y conocemos la polémica solo a través de la recopilación de trabajos sobre el pensador
peruano preparada por Ramos (1973), algunos de los cuales forman parte también de nuestra edición. En
el número de homenaje publicado en mayo aparecieron los artículos de Seoane (1930) “Contraluces de
Mariátegui” y de Heysen (1930a) “Mariátegui, bolchevique d’annunziano”. Posteriormente, en septiem-
bre del mismo año, Armando Bazán (1930) envía a la revista una Carta Abierta que se publica con el título
de “La defensa de Amauta”, y a la que Heysen (1930b) responde el 18 de octubre con su artículo “Un poroto
en contra de mi bolchevique d’annunziano”.

477
José Aricó

singular a la que Mariátegui pugnó dolorosamente por aproximarse, sin


haber podido lograrlo jamás. Ambos coinciden en la reconstrucción de
una figura de la que rescatan sus valores intelectuales y morales, pero a
la que descalifican políticamente: lacerado entre una formación román-
tica que lo arrastraba con fanatismo ciego a batallar por una revolución
irrealizable, y una vocación por la acción política, a la que su sensibilidad
de “artista” anteponía barreras imposibles de superar; habiendo preten-
dido escribir para el pueblo, Mariátegui solo había logrado hacerlo para
una élite. Aunque el momento histórico lo unía a las muchedumbres, su
yo lo alejaba. Como dirá Cox años más tarde, Mariátegui, el hombre del
verbo, no era el hombre de acción que necesitaban y ya tienen ahora las
masas oprimidas del Perú. No es necesario aclarar que la persona a la
que se estaba refiriendo Cox era Haya de la Torre.
Este juicio lapidario con que se despedía al compañero de lucha, aun-
que estuviera edulcorado por entusiastas adjetivaciones, no lograba ve-
lar una clara motivación política nacida pocos años antes. Tanto Heysen
como Seoane no hacían sino reiterar los argumentos usados por su líder
en el sinuoso debate que condujo a la ruptura. Recordemos en tal sen-
tido la carta que Haya de la Torre (1929) escribe desde Berlín, el 22 de
septiembre a su correligionario César Mendoza:

Yo siempre he simpatizado con Mariátegui. Me parece una figura


interesante del romanticismo, de la fe y de la exaltación intelectual
de un revolucionario. Pero Mariátegui nunca ha estado en la lucha
misma. El 23 de mayo79, cuando lo invité a unirse a las filas de los

79. Se refiere a la manifestación de obreros y de estudiantes que el 23 de mayo de 1923 se lanzaron a las
calles de Lima para protestar contra el propósito del presidente Leguía de consagrar el país al Sagrado
Corazón de Jesús. Varios miles de manifestantes, incluyendo una gama extremadamente variada de co-
rrientes políticas (desde civilistas hasta anarquistas), luego de escuchar una encendida arenga de Haya
de la Torre marcharon en masa hacia la sede del gobierno, que desató una brutal represión. Todo terminó
con la muerte de dos manifestantes, muchos heridos y gran cantidad de detenidos. Haya de la Torre fue
expulsado del país, iniciando así un periplo latinoamericano y europeo que lo pondría en contacto con la
revolución mexicana, los países capitalistas de Europa y la Unión Soviética. El hecho tuvo una significa-
ción política de tal magnitud que Haya se convirtió súbitamente en un héroe nacional. Comentando la
jornada del 23 de mayo, Mariátegui afirmó que ella “reveló el alcance social e ideológico del acercamiento
de la vanguardia estudiantil a las clases trabajadoras. En esa fecha tuvo su bautizo histórico la nueva
generación”. Sobre este episodio de importancia decisiva en la historia de las masas populares peruanas,

478
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

que luchábamos con el proletariado de Lima, contra las balas de la


tiranía, me dijo que esa era una lucha liberalizante y sin sentido
revolucionario. Varios años después, en carta que conservo me con-
fiesa su error. Pero el líder que se equivoca en el momento mismo
de la acción tiene que aprender a rectificarse a tiempo. Mariátegui
piensa como un intelectual europeo del tiempo en que él estuvo en
Europa. Pero la realidad de estos pueblos cambia y exige nuevas
tácticas. Mis objeciones fraternales a Mariátegui fueron siempre
contra su falta de sentido realista, contra su exceso de intelectua-
lismo y su ausencia casi total de un sentido eficaz y eficiente de
acción. Pero yo creo que no puede exigírsele más. Mariátegui está
inmovilizado y su labor es meramente intelectual. A nosotros los
que estamos en la acción nos corresponde la tarea de ver la realidad
frente a frente y acometerla80.

Convertido en un pensador, en un brillante y culto proseguidor de la ta-


rea de reforma intelectual y moral de la sociedad peruana emprendida
desde fines de siglo por Manuel González Prada, Mariátegui resultaba así
escindido del mundo concreto de la política, y convertido en uno más de
los filones de pensamiento que contribuyeron a la formación del movi-
miento aprista. Basta leer en tal sentido la presentación de los documen-
tos que sirvieron de base al proceso contra Haya de la Torre incoado por
el gobierno dictatorial de Sánchez Cerro, y que fuera redactada por un
grupo de exiliados apristas en 1933, para comprender cómo la conversión
de Mariátegui en un antecedente próximo y directo del APRA implicaba

véase el relato puntual e ilustrativo de Sánchez (1955, pp. 118-128).


80. La carta de César Mendoza forma parte de un conjunto de documentos (el llamado “documento se-
creto” del Partido Aprista peruano y dos cartas particulares de Haya de la Torre a César Mendoza, fecha-
das en Berlín el 22 y el 29 de septiembre de 1929) que constituyeron las piezas fundamentales del proceso
contra Haya incoado por la dictadura de Sánchez Cerro en 1932. Inicialmente publicada por el Gobierno
peruano (1932), el grupo de apristas exiliados en Ecuador volvió a publicarla en un volumen especial que,
además de los documentos difundidos por el gobierno, incluía las Actas del proceso judicial y un extenso
trabajo introductorio en el que explicitaba, luego de una reflexión sobre la historia del Perú de las déca-
das anteriores, el significado autónomo y no comunista del aprismo. “El proceso Haya de la Torre”, título
con que se publicó la documentación, ha sido incluido en las Obras completas (1976, pp. 161-325, v. 5). El
fragmento de la carta a César Mendoza que transcribimos está en op. cit. (pp. 252-253).

479
José Aricó

necesariamente la descalificación o el silenciamiento de sus concepciones


teóricas y prácticas en torno al proceso peruano y latinoamericano. Como
“hombre de ideas”, formaba parte de los forjadores del “nuevo Perú”; como
político, debió cargar con el peso muerto de su sumisión al “europeísmo”.
Tanto Mariátegui como el APRA se reconocían socialistas, pero mientras
que para los apristas “la salvación estaba en nosotros mismos, en nuestra
tierra y riqueza nacionalizada, en nuestra independencia frente al yanqui
voraz o al oso, es decir la Rusia soviética, despierto y sin cadenas, gigante
y promisor que da lecciones para todos los pueblos y vende metros y ki-
los de teoría, difícil de aplicar en pueblos sin industrias, sin proletariado
numeroso y con conciencia de clase” (Heysen, s.d.), para Mariátegui en
cambio su proyecto socialista “tenía las irrealidades y fantasías de las co-
sas creadas por la imaginación” (Cox, s.d.). En última instancia, no había
podido ser otra cosa que un “bolchevique d’annunziano”, como lo definió
con clara intención peyorativa Luis E. Heysen.
Esta interpretación de la figura de Mariátegui, que motivó ya en
1930 una agria disputa entre los apristas y el pequeño núcleo de segui-
dores del fundador de Amauta, se vio favorecida por la apreciación, en
cierto sentido coincidente, que se abrió paso en el interior del Partido
Comunista del Perú, constituido apenas un mes después de la muerte de
Mariátegui y dirigido durante casi una década por un hombre que hizo
de la lucha contra el pensamiento de Mariátegui un componente deci-
sivo de la afirmación de su liderazgo. Nos referimos a Eudocio Ravines.
El “mariateguismo”, palabra acuñada para designar una desviación pe-
queñoburguesa, una suerte de “aprismo de izquierda” liquidacionista en
la medida en que subestimaba la necesidad y urgencia de la formación
de la organización política del proletariado peruano, fue durante varios
años considerado como la limitación ideológica y política fundamental
para la consolidación orgánica del Partido Comunista en el interior de la
clase obrera peruana. En definitiva, a través de una operación semejante
a la aprista, aunque de signo contrario, Mariátegui fue confinado por
los comunistas en el campo reverenciado de los precursores intelectua-
les de un movimiento histórico, al que sus limitaciones filosóficas y su
desconocimiento concreto de la realidad peruana impidieron dar toda la
densidad y el estímulo necesarios.

480
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

Es lógico entonces que la polémica sobre Mariátegui sufriera una


permanente distorsión y que ni apristas ni comunistas hicieran esfuer-
zo alguno por reconstruir la originalidad de su pensamiento, su decidi-
da vocación por pensar una realidad particular desde una perspectiva
marxista y revolucionaria. Los textos que incorporamos en la sección
dedicada al tema constituyen una prueba demasiado elocuente de la in-
capacidad de reflexión, de la pereza intelectual, del profundo sectaris-
mo que impregnaron las discusiones sobre la herencia mariateguiana.
Nuevamente fue la revista Claridad la sede de la polémica suscitada en-
tre el dirigente aprista Carlos Manuel Cox y el comunista Juan Vargas,
presumiblemente el seudónimo de alguien que no sabemos por qué ra-
zones prefirió conservar el anonimato. Si tenemos presente la época en
que se produjo el debate (1934-1935), debemos recordar que son los años
que corresponden a un viraje radical en las formulaciones estratégicas y
en la política de alianzas de los comunistas. Luego de la profunda crisis
provocada en el interior del movimiento comunista por el triunfo del
nazismo y el aplastamiento físico del Partido Comunista en Alemania,
la Comintern abandona la línea política establecida en el VI Congreso
mundial (1928) y que se caracterizaba por una visión catastrófica del fu-
turo inmediato de la sociedad capitalista. La consigna de “clase contra
clase” allí impuesta, que concluía en la determinación de las corrientes
socialistas y socialdemócratas de la clase obrera y de los movimientos
nacionalistas revolucionarios y reformistas de los países dependientes y
coloniales como los enemigos fundamentales del proletariado, es susti-
tuida por otra de signo contrario que alentaba la formación de amplios
frentes de lucha contra el fascismo y el imperialismo (esto último por
lo menos en el período que va de 1935 a 1939). Esta modificación de la
línea política, que se gesta durante el año 1934 y queda impuesta como
línea oficial en el VII Congreso de la Internacional Comunista, en ju-
lio de 1935, en el caso particular del Perú implicaba, como es lógico, una
modificación también radical de la caracterización del APRA en cuanto
movimiento expresivo de la pequeña burguesía y de vastos sectores po-
pulares peruanos. Si desde la fundación del Partido Comunista del Perú
el aprismo había sido definido como una especie de fascismo criollo, o
“aprofascismo”, según la designación utilizada desde 1931, en adelante

481
José Aricó

se iniciaba un período donde la unidad entre apristas y comunistas era


concebida por estos últimos como el núcleo generador de una conjun-
ción bastante más amplia de las fuerzas populares y democráticas pe-
ruanas. Y, en tal sentido, es la propia dirección comunista, y con la firma
de su secretario general, Eudocio Ravines, la que da el paso inicial pro-
poniendo en una Carta Abierta a Haya de la Torre la constitución de un
frente nacional libertador con base en la unidad de acción de apristas y
comunistas.
La polémica Cox-Vargas resulta por esto bastante ilustrativa por
cuanto demuestra hasta qué punto la modificación estratégica intenta-
da por la dirección de la Comintern había sido comprendida en todas
sus implicancias por los comunistas peruanos. Si dejamos de lado el
campo específico del debate sobre el significado real del pensamiento
de Mariátegui y nos detenemos en el análisis del único texto de Vargas
(s.d.), publicado como folleto aparte por la Editorial Claridad y que re-
producimos con algunos cortes en nuestra recopilación, resulta eviden-
te que más allá de las modificaciones de los planteos políticos coyun-
turales, en el fondo los comunistas peruanos siguen manteniendo una
concepción prácticamente inmodificada de la realidad de su país y de
la naturaleza del movimiento aprista. Esta identidad visceral, por de-
cirlo de alguna manera, se expresa no solo en la argumentación utili-
zada en la disputa, sino también y fundamentalmente en un estilo de
razonamiento, en una forma de pensar que concibe al discurso comu-
nista como el único verdadero. En última instancia, Vargas no hace sino
reafirmar la permanencia de una visión profundamente sectaria frente
a los movimientos nacionalistas de origen pequeñoburgués o a movi-
mientos aun más indefinibles desde el punto de vista de clase y dirigidos
por la intelligentzia radicalizada del mundo dependiente y colonial. La
actitud excluyente y competitiva que caracterizó la primera época de los
comunistas peruanos no constituyó para Vargas un gravísimo error teó-
rico y político, sino que fue una etapa necesaria para la afirmación del
Partido Comunista como un organismo de clase del proletariado perua-
no. La nueva línea de unidad no es el resultado de un cuestionamiento
interno, de un proceso autocrítico que ayudara al partido a salir de su
infantilismo sectario inicial, sino la adecuación a un cambio operado en

482
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

el mundo, en el continente y en el país. La continuidad de la concepción


ideológica, política y estratégica del partido se mantiene como un dato;
la percepción de la realidad, el estilo de razonamiento y la forma de ha-
cer la política siguen siempre idénticos a sí mismos. En la trama estruc-
tural de la historia nada nuevo ha ocurrido. En última instancia, el VII
Congreso no es otra cosa que la prosecución casi lineal del VI, aunque,
claro está, adaptado a las nuevas circunstancias. El complejo problema
no solo historiográfico, sino fundamentalmente político e ideológico, de
la relación entre “continuidad” y “ruptura” en la acción teórica y práctica
del movimiento obrero y socialista, que el marxismo ha concebido como
un campo siempre problemático en virtud de la permanente necesidad
de la teoría de dar cuentas de la confrontación del movimiento con la
realidad, queda por completo ocluido en virtud de un razonamiento ba-
sado en la percepción de la teoría y del movimiento como siempre idén-
ticos a sí mismos. Es por eso que la realidad queda siempre degradada a
la condición de “anécdota”, o de elemento de confirmación de la verdad
de aquellos. ¡Y pensar que una concepción tan verdaderamente “idea-
lista” de la historia se autodefine pomposamente como la concepción
“materialista” y “científica” de la historia y de la sociedad!81
Las consecuencias en el plano del debate político de una posición seme-
jante resultan previsibles y aparecen con nitidez en los textos de Vargas.
Frente a las tentativas de Cox por demostrar la presencia en el razona-
miento de Mariátegui de una flagrante contradicción entre su análisis de
la realidad peruana hecho en los 7 ensayos y su propuesta de formación

81. Una demostración bastante ilustrativa de las limitaciones de la actual historiografía soviética apli-
cada al estudio de la Internacional Comunista, es la ofrecida por el reciente volumen preparado por el
Instituto de Marxismo-Leninismo anexo al Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética
(1969). Esta obra, que representa la primera tentativa de escribir una historia orgánica y documentada
de la Comintern, tiene el grave defecto de superponer al movimiento real de la clase obrera un cuerpo de
doctrinas fijo y cristalizado, el “marxismo-leninismo”, de modo tal que los hechos y situaciones son inter-
pretados en términos de aproximación o no a dicho esquema. Es así como las directivas de la Comintern
son consideradas siempre correctas y los “errores” derivan exclusivamente de su mala interpretación o
de su incorrecta aplicación. Hay que reconocer, sin embargo, que a diferencia de obras anteriores que
seguían el lamentable criterio de no citar nunca el origen de la documentación utilizada, la presente
contiene referencias puntuales y precisas al material de archivo empleado, lo cual tiene una importancia
fundamental para el análisis de algunos períodos decisivos de la historia de la Comintern, como es el
caso concreto de la etapa preparatoria del viraje del VII Congreso, desde fines de 1933 a mediados de 1935.

483
José Aricó

de un partido socialista y no comunista –lo cual remitía, como recorda-


ba el propio Cox, al oscuro y controvertido problema de las relaciones de
Mariátegui con la Internacional Comunista–, la respuesta de Vargas sos-
laya por completo el asunto. Cuando Cox recuerda, y con razón, los es-
trechos lazos que unían a Mariátegui con las figuras más destacadas del
movimiento aprista, Vargas se encarga de demostrar, con profusión de
citas, que ello ocurrió en una etapa anterior en la evolución intelectual y
política y que su transformación en marxista debía apartarlo necesaria-
mente de un movimiento “nacionalista reaccionario” como era el APRA.
De tal modo, desde 1924 a 1929 se habría operado en Mariátegui una “evo-
lución natural” que lo llevó del error del aprismo a la verdad del marxismo,
lo cual contradice de hecho las propias afirmaciones de Mariátegui que
indican que fue ya desde 1923 cuando inició su “trabajo de investigación
de la realidad nacional, conforme al método marxista”.
Separadas así las ideas en “malas” y “buenas”, todo el complejo pro-
ceso dialéctico de interpenetración de las ideas marxistas con las tra-
diciones revolucionarias del radicalismo político del movimiento social
peruano, que era el terreno común que homogeneizaba a la intelligentzia
emergente del sacudimiento de la Reforma Universitaria, se desvane-
ce y es sustituido por un estrecho canon interpretativo basado en ideas
que se excluyen mutuamente. El análisis de las raíces sociales de una
amalgama de filones ideológicos y culturales, tan singular como para
unificar en una problemática única a fuerzas destinadas a enfrentarse
violentamente pocos años después, el porqué de la constitución de un
terreno ideológico común desaparece absorbido por la reconstrucción
de una historia basada en un “antes” y un “después”. El hecho de que el
aprismo se pensara a sí mismo como una aplicación del método marxis-
ta al estudio de la realidad nacional, según una formulación semejante
a la de Mariátegui, solo debía ser interpretado como una demostración
más de su perfidia, de su propósito de confundir a las masas populares
que buscaban en el marxismo el instrumento teórico de su liberación.
De todas maneras, quedaba sin explicación el fenómeno histórico-
social del aprismo, es decir el hecho singular de que lo que se conside-
raba en “etapa de liquidación total” en 1929 demostrara ser en 1935 un
movimiento político de una envergadura tal como para ser capaz de

484
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

movilizar a “cientos de miles de trabajadores manuales e intelectuales”.


Dicho de otro modo, el que una concepción errónea e inadecuada como
el aprismo pudiera afirmarse tan consistentemente en la realidad pe-
ruana, y hasta latinoamericana, un hecho tan enigmático o difícil de ex-
plicar como este no parecía quebrantar en modo alguno las certezas de
Vargas. En tal sentido, bien hacía Cox (s.d.) en recordarle las palabras de
su maestro cuando afirmaba que “nada importa, en la historia, el valor
abstracto de una idea. Lo que importa es su valor concreto. Sobre todo
para nuestra América, que tanto ha menester de ideales concretos”.
La escisión provocada por Mariátegui en el interior del genérico e in-
distinto universo aprista (escisión a la que Haya de la Torre contribuyó
decisivamente con su propuesta de transformación del movimiento en
partido) fue, según Cox, esencialmente política antes que ideológica, y
giró en torno al problema de la naturaleza de la organización política
vertebradora y unificadora de la lucha de las masas populares peruanas.
En nuestra opinión, es este un señalamiento de fundamental importan-
cia para abordar el nudo problemático de una controversia tan cargada
de implícitos como fue la que enfrentó a apristas y comunistas desde
fines de la década del veinte. Recordemos nuevamente que el terreno
común de definición era en un comienzo la profesión de fe marxista, y
que si los apristas reivindicaban como suya la figura de Mariátegui, no
obstante puntualizar las diferencias que los separaban, lo hacían des-
de una posición que calificaban de “marxista creadora”. De allí que en
la conclusión de su respuesta a Vargas, Cox destaque los “fundamentos
marxistas del aprismo” y esboce la idea de un Mariátegui inconsecuente
consigo mismo, con su profesión de fe de un marxismo siempre reno-
vado y en condiciones de aplicarse creadoramente a “aquellas fases del
proceso económico que Marx no previó”.
Dichos “fundamentos” se podían percibir fácilmente por cuanto los
apristas (s.d.) reconocían y aceptaban del marxismo “la interpretación
económica de la historia (sic), la lucha de clases y el análisis del capital”.
Recalca Cox (s.d.):

El aprismo niega la posibilidad de la dictadura del proletariado que


no puede ser efectiva en países de industrialismo incipiente y en

485
José Aricó

donde la clase obrera es rudimentaria y no ha llegado a la madu-


rez para abolir de un golpe la explotación del hombre por el hom-
bre, imponer la justicia social, el socialismo en una palabra. Y, en
segunda instancia, aprovechar las lecciones del marxismo cuando
enfoca la realidad latinoamericana desde el ángulo de la interpre-
tación económica y propone la planificación de la economía y la
formación de un Estado, nuevo en su estructura, que controlen e
integren las masas productoras, quitándole su dominio a la casta
feudal-latifundista.

Pero son precisamente estas consideraciones, que objetivamente cons-


tituían un elemento poderoso de aproximación entre apristas y comu-
nistas, las que se empeñan en ocultar o soslayar la reflexión de Vargas.
Años después, en 1943, otro dirigente comunista peruano, Moisés Arroyo
Posadas, lo reconocerá explícitamente en un artículo sobre Mariátegui
que reproducimos en la segunda sección de este volumen. Y dice Arroyo
Posadas refiriéndose a una obra publicada por Haya de la Torre en
1927, que constituyó desde entonces el blanco preferido de los ataques
comunistas82:

El libro, que es recopilación de cartas y proclamas del señor Haya de


la Torre y que se llama Por la emancipación de América Latina, contiene
afirmaciones antifeudales y antimperialistas que, por más que ha-
yan sido simples lucubraciones verbales del referido señor, podrían
servir en un futuro inmediato para los efectos de la política de alianzas y de
frente único (Posadas, s.d.; énfasis nuestro).

82. Fue precisamente la publicación de su libro Por la emancipación de América Latina lo que motivó el
comienzo de la polémica pública entre el Buró Sudamericano de la Internacional Comunista y Haya de
la Torre. Ya la carta dirigida por Haya a los estudiantes de La Plata (incluida en ese volumen) había mere-
cido una crítica de la Internacional, órgano oficial del Partido Comunista de la Argentina. Apenas publi-
cado el libro, el 15 de agosto de 1927, La Correspondencia Sudamericana, revista quincenal del Secretariado
Sudamericano de la Comintern, publica un extenso editorial titulado “¿Contra el Partido Comunista?” en
el que critica duramente las posiciones defendidas por Haya de la Torre en su libro. El editorial concluye
denunciando al APRA como “forma orgánica de una desviación de derecha, que comporta una concep-
ción pequeño-burguesa y que constituye una concesión que se hace a los elementos antimperialistas no
revolucionarios”. (PCA, 1927, p. 5).

486
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

Aquello que los comunistas estaban dispuestos a reconocer “positiva-


mente” y hasta admitir como parte importante de la plataforma unita-
ria de lucha de la izquierda peruana en 1943, constituía precisamente el
cuerpo de ideas que desde 1927 habían considerado y por tanto combati-
do como el enemigo fundamental de la revolución. La mayor flexibilidad
en la consideración de las posiciones ideológicas y de las elaboraciones
teóricas de fuerzas políticas distintas de las comunistas no derivaba, sin
embargo, de una reflexión crítica de un pasado tan lleno de incompren-
siones y sectarismo, de un reexamen de la responsabilidad fundamental
que le cupo a la Internacional Comunista en la orientación impresa al
Partido Comunista del Perú desde el mismo momento de su fundación.
Es verdad que en la década del cuarenta la organización es propensa a
reconocer la existencia de errores y de sectarismos, fundamentalmente
en la política de alianzas, pero bien vale la pena recordar que en mayo de
1942 la Internacional Comunista ha expulsado de sus filas al ejecutor de
su política en Perú.
La reflexión crítica de los comunistas peruanos no estaba expresando
entonces un cuestionamiento radical de sus posiciones en la década del
treinta, ni tratando de indagar de qué manera estas derivaban de la línea
general de la Comintern; la quiebra del grupo dirigente les daba la po-
sibilidad de reabsorber el viraje browderista dentro de la “continuidad”
de una línea de la Comintern desvirtuada en el Perú por el “radicalismo
infantil” de Eudocio Ravines, “de su irresponsabilidad de aventurero y
de la influencia que sobre él ejercía el traidor trotskista Sinani”83, según
señala Jorge del Prado (1946) en su artículo.

83. Observamos aquí cómo Del Prado manipula los hechos para descargar a la Comintern de sus respon-
sabilidades en la aplicación de la línea del “social-fascismo” en América Latina. El “radicalismo infantil”
de Ravines, antes que constituir una nota distintiva de su personalidad intelectual y política, o ser el
resultado de la influencia ejercida sobre él por el “traidor trotskista Sinani”, es la expresión del tipo de
mentalidad que caracterizaba a la militancia comunista en el período que va del VI al VII Congreso de
la Comintern. Para convencerse de esto basta con leer las publicaciones de la época. La manipulación de
los hechos resulta de convertir en un mero provocador a un hombre como Sinani, que en esta etapa era
precisamente el dirigente del buró latinoamericano que desde Moscú orientaba, dirigía y controlaba las
actividades de las secciones de la Internacional Comunista en nuestro continente. Acusado de trotskista,
cayó víctima de las purgas efectuadas en la Unión Soviética luego del asesinato de Kirov, en 1934. De los
pocos datos sobre su figura de que disponemos, deducimos que la acusación fue un simple pretexto para
deshacerse de uno de los miembros de una vasta e informe corriente política que cuestionaba la direc-

487
José Aricó

Es interesante observar cómo no solo en el trabajo de Del Prado que


acabamos de citar, sino fundamentalmente en los artículos de los inves-
tigadores soviéticos que incluimos, prevalece una interpretación que, si
bien reconoce los elementos nuevos incorporados por el VII Congreso de
la Internacional Comunista, se esfuerza por establecer una relación de
ininterrumpida continuidad con la política precedente de la IC. Las limi-
taciones de una interpretación semejante aplicada al “caso Mariátegui” se
ponen claramente de manifiesto en dichos artículos. De un modo u otro,
todos ellos rehúsan establecer una vinculación forzosa entre las directivas
del VI Congreso de la IC –basadas en la teoría del “tercer período”, del “so-
cialfascismo” y de la política de “clase contra clase”– y la campaña contra
el “mariateguismo” lanzada por el Buró Sudamericano de la IC desde 1930
a 1934. La lucha contra el legado revolucionario de Mariátegui, según sus
interpretaciones, habría sido iniciada por un grupo al que designan ge-
néricamente como los “dogmáticos” y cuyo más ferviente representante
habría sido Eudocio Ravines. Protegido por la cobertura que le prestaba
una línea política de la Comintern, que nunca es sometida a crítica –ni
tampoco a análisis–, este grupo habría utilizado el poder que detentaba
para imponer sus concepciones sectarias y liquidadoras. ¿Quiénes com-
ponían este grupo, aparte de Ravines? ¿Cómo pudo controlar la actividad
de los partidos comunistas latinoamericanos en una etapa en que fue
decisiva la centralización orgánica y política de las secciones nacionales
por el Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista? ¿Por qué razones
y en virtud de qué circunstancias un personaje de las características de
Ravines pudo tener semejante predicamento en el Buró Sudamericano
y en el Comité Ejecutivo? ¿Cuál es la explicación de la demora en repu-
diar la acción de Ravines (de 1942), cuando, según Korionov (s.d.), las ca-
lumnias levantadas contra Mariátegui ya habían sido “repudiadas en el

ción de Stalin, y que reconocía en Kirov su más enérgico representante. Es sugestiva al respecto la recu-
peración de su figura como historiador en el ensayo bibliográfico de M. S. Alperovich (1976, p. 49). Un
relato bastante puntual, aunque no podemos precisar hasta qué punto distorsionado, del proceso contra
Sinani, puede verse en el capítulo “Catártica stalinista” del libro de Ravines (1974, pp. 233-241). Sinani
publicó diversos trabajos sobre temas históricos y políticos latinoamericanos tanto en La Correspondencia
Internacional, como en La Internacional Comunista, que eran los órganos oficiales de la Comintern, y circuló
profusamente por nuestros países un folleto suyo dedicado a La rivalidad entre Estados Unidos e Inglaterra
y los conflictos armados en la América del Sur (Sinani, 1933).

488
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

período de la preparación y celebración del VII Congreso de la Internacional


Comunista”? ¿Por qué, si esto es así, Miroshevski aun en 1941 seguía criti-
cando a Mariátegui por sus desviaciones “populistas”? ¿Hasta qué punto
es correcto eximir a la Comintern de la responsabilidad fundamental por
un juicio extremadamente crítico sobre Mariátegui si innumerables docu-
mentos oficiales demuestran lo contrario?84 Es inútil buscar una respuesta
coherente a esta multiplicidad de interrogantes que, de hecho, cuestionan
una línea interpretativa aún predominante en la historiografía soviética
de la III Internacional. A menos que seamos lo suficientemente ingenuos
para aceptar la pueril explicación que ofrece Jorge del Prado, basada en
la presunta ingenuidad teórica y política de la dirección de la Comintern.
Veamos un ejemplo. Tratando de explicar a sus camaradas cómo pudo
ocurrir que una historiografía basada en la aplicación de criterios cientí-
ficos al estudio de la historia pudiera interpretar de manera tan errónea
las ideas de Mariátegui, como fue el caso de Miroshevski, Del Prado (1946)
anota lo siguiente:

No es de extrañar, por eso, camaradas, que sobre la base del insu-


ficiente conocimiento de su obra escrita y de la falsa información
sobre su militancia política, recogida, seguramente, a través de
Ravines cuando este renegado estuvo en la URSS, el escritor soviético
Miroshevski, en un interesante estudio que tiene el mérito indudable
de estudiar la historia social de nuestro país, cogiendo fragmentaria-
mente (como él mismo lo advierte) algunos aspectos de la obra escri-
ta por Mariátegui, señala en ellas una tendencia populista.

84. Veamos uno de esos documentos, de importancia excepcional porque forma parte nada menos que
del informe del Comité Ejecutivo de la Comintern sobre la situación ideológica, política y organizativa
de cada una de sus secciones nacionales, con motivo de la próxima realización del VII Congreso. En la
parte dedicada a Perú anota lo siguiente: “El lado fuerte del Partido Comunista peruano reside en que
la formación de sus cuadros se opera en lucha tenaz contra el APRA y contra los restos de mariateguis-
mo. Mariátegui (fallecido en 1930), a quien le cabe un lugar sobresaliente en la historia del movimiento
revolucionario peruano, no pudo librarse íntegramente de los restos de su pasado aprista. Vaciló en la
cuestión de la creación del partido comunista como partido de clase del proletariado y no comprendió
del todo su significación. Conservó su ilusión sobre el papel revolucionario de la burguesía peruana y
subestimó la cuestión nacional indígena, a la que identificaba con la cuestión campesina. En el partido
peruano, incluso hasta hoy se hace sentir la presencia de diversos restos de mariateguismo que repercu-
ten en su trabajo práctico” (Comité Ejecutivo de la Comintern, 1935, p. 486).

489
José Aricó

Es probable que Del Prado no supiera hasta qué punto la posición de


Miroshevski expresaba no una visión particular, de un investigador de-
terminado, sino toda una corriente interpretativa de la que Miroshevski
fue solamente la figura más conocida. Como indican Semionov y
Shulgovski (s.d.), en la década del treinta la crítica a Mariátegui fue, no
podemos afirmar hasta qué punto sistemática, pero sí frecuente en las
publicaciones soviéticas. Dichas críticas versaban sobre su supuesto
“populismo” y sobre toda una gama de desviaciones derivadas de aquel:
opiniones liberales sobre el problema indígena, al que se negó a consi-
derar como una “cuestión nacional”, concesiones al aprismo, resistencia
a la formación del partido del proletariado, etc. Hay que tener en cuen-
ta, además, que en las décadas del treinta y del cuarenta la acusación
de “populistas” no era pequeña cosa en el universo comunista. Después
de “trotskista” era sin duda la acusación más infamante. En una época
caracterizada por la colectivización forzada del campo, por la represión
a sangre y fuego de la resistencia campesina, por la liquidación física
de las corrientes intelectuales vinculadas al mundo rural, por el silen-
ciamiento de la historia del movimiento populista ruso, por el privile-
giamiento obrerista del proletariado, por la trasposición al terreno de la
historiografía de las tesis que consideraban a los sectores intermedios,
y en ellos incluidas hasta las masas rurales, como enemigos del comu-
nismo y de la revolución; en una época de feroz autoritarismo como esa,
todo intento de indagar nuevos caminos de transición revolucionaria
que apuntaran a la revalorización del potencial transformador de las
masas rurales, estaba condenado de antemano como la peor de las here-
jías. Como señala Franco Venturi (1975, p. 52) en su bellísimo libro sobre
los populistas rusos,

[…] persuadido como estaba [Stalin] de que los populistas debían


ser abandonados al silencio, tenía igualmente la firme convicción
de que las únicas revoluciones campesinas aceptables eran las que
se realizaban desde arriba. La situación en que se hallaba el campo
ruso tras la colectivización de 1920 no invitaba a estudiar de cerca las
rebeliones, las revueltas que acompañaron y siguieron a la reforma
de 1861. Se acabó pronto llegando a una de esas típicas situaciones

490
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

disociadas y contradictorias que abundan en la vida mental de la


Unión Soviética. Por una parte, el motor de las reformas fueron
los campesinos rebeldes, y por otra, era mejor no observar muy de
cerca esos movimientos aldeanos. El mito revolucionario se cernía
sobre la realidad sin iluminarla ni penetrar en ella85.

Si bien en los inicios de la década del treinta, y con motivo de la colec-


tivización de los campesinos entonces en curso, se suscita en la Unión
Soviética el más interesante debate historiográfico, político e ideológico
sobre el papel del populismo y su vinculación con la historia rusa, po-
cos años después, entre 1935 y 1936, había desaparecido todo rastro de la
discusión. La causa principal, o al menos la más evidente y clara, según
Venturi, fue la voluntad de Stalin de evitar por todos los medios posibles
que volviera a hablarse de revolucionarios capaces de servirse de bom-
bas y pistolas, de realizar acciones de guerrilla y golpes de mano. Como
explicó Stalin a Zhdanov86, y como repitió este el 25 de febrero de 1935
al Comité urbano de Leningrado del Partido Comunista: “Si educamos
a nuestros jóvenes como a los hombres de la Narodnaia Volia, criaremos
terroristas” (citado en Venturi, 1975, p. 76). Las medidas de seguridad

85. Sobre el “redescubrimiento” por parte de la historiografía soviética actual, del movimiento populista
como una corriente con una unidad propia y una continuidad que expresaba la experiencia más formi-
dable de fusión de las masas populares con la intelligentzia revolucionaria rusa del siglo pasado, véase la
“Introducción” de Venturi a la segunda edición italiana de su libro, incluida en la edición española que
citamos (Venturi, 1975, pp. 9-75). El autor señala con acierto que la manifiesta necesidad que sienten los
historiadores soviéticos de volver sus miradas sobre la experiencia del populismo revolucionario, es por-
que de una manera u otra encuentran en ella una serie de puntos problemáticos aún no resueltos, tales
como la relación entre democracia y socialismo, intelligentzia y pueblo, desarrollo retrasado o acelerado
de la economía, Estado y participación popular, etc. Para Venturi, la meta obligada del renovado interés
por el populismo es siempre la comparación histórica con el marxismo, y en tal sentido concluye su intro-
ducción con una afirmación que suscribimos totalmente. Si en su comparación histórica con el populis-
mo el marxismo se ve obligado a llegar a la conclusión de que en dicho movimiento ya están planteados
in nuce una cantidad de problemas aún irresueltos, en las sociedades en transición, debe comprender
también “que el pensamiento y el movimiento socialistas, en toda Europa, de dos siglos a esta parte, son
demasiado variados y ricos para poder ser monopolizados por una única corriente, aunque esta sea el
marxismo, y que todo intento de establecer en el ámbito del socialismo una corriente llamada científica
y considerada como auténtica –contrapuesta a las otras, utópicas y falaces– no solo es históricamente
erróneo, sino que acaba llevando a una voluntaria mutilación y distorsión de la totalidad del pensamien-
to socialista” (ídem, 1975, p. 75). Sobre este tema, véanse también el libro de la investigadora soviética V.
A. Tvardovskaia (1978) y en especial el prólogo, redactado por M. I. Gefter.
86. Las afirmaciones de Zhdanov fueron extraídas de los archivos citados por M. G. Sedov (1965, p. 257).

491
José Aricó

adoptadas por Stalin afectaron tanto a los muertos como a los vivos, y se
aplicaron con idéntica crueldad contra el recuerdo del populismo revo-
lucionario y contra los historiadores y eruditos que se habían ocupado
de él. [...] La teoría oficial fue expresada por E. Yaroslavski, que en 1937 se
dirigía a las nuevas generaciones diciéndoles que “los jóvenes miembros
del partido y del Konsomol no siempre saben, ni valoran suficientemen-
te, el significado de la lucha que nuestro partido libró durante decenios,
superando la influencia del populismo, contra este, aniquilándolo como
el peor enemigo del marxismo y de la causa entera del proletariado”
(ídem, 1975, p. 11-12).
Fueron entonces necesidades políticas inmediatas las que conduje-
ron a efectuar, a mediados de los años treinta, tan violento corte rea-
lizado en el tejido histórico de Rusia, que en virtud de la hegemonía
cultural e ideológica del PCUS sobre la Internacional Comunista, y por
ende sobre todos los partidos comunistas del mundo, inevitablemente
debía convertirse en canon interpretativo de otras realidades nacionales,
caracterizadas por un fuerte componente campesino y por densos mo-
vimientos intelectuales vinculados al mundo rural. Tal es lo que ocurrió,
por ejemplo, con China y con el grupo dirigente maoísta, fuertemente
criticado en la dirección de la Comintern por sus desviaciones campe-
sinistas, y por tanto “populistas”. Y fue solamente debido a circunstan-
cias tan especiales como la derrota del movimiento revolucionario en
las ciudades y la relativa “autonomía” frente a la Comintern del grupo
maoísta, lo que permitió a Mao conquistar la dirección total del Partido
a comienzos de 193587.
La condena del populismo encubría en realidad la negación de toda
posibilidad subversiva y revolucionaria de movimientos ideológicos y po-
líticos de las masas populares que no fueran dirigidos directamente por

87. En enero de 1935 se reunió en Tsunyi, en las montañas de la provincia de Kueichow, el Buró Político Am-
pliado del PCCh que, luego de ásperas discusiones, resolvió elegir a Mao Tse-tung presidente del partido,
a la cabeza de un nuevo grupo dirigente compuesto por sus más fieles compañeros de armas y de ideas.
Desde entonces Mao se convierte en el jefe de los comunistas chinos y la Internacional Comunista queda de
hecho marginada del proceso. Los hombres que defendían su política en la dirección del Partido Comunista
chino vuelven a Moscú o son relegados a un segundo plano. Uno de los que regresan a Moscú es precisa-
mente Van Min, informante en el VII Congreso de la IC de los problemas del mundo colonial.

492
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

los comunistas. De este modo gravitaba negativamente sobre una estra-


tegia política derivada del III Congreso de la Internacional Comunista
que, no obstante el tinte fuertemente sectario de sus elaboraciones,
mantenía abierto el camino del entronque del movimiento comunista
con el movimiento nacional (en los países dependientes y coloniales) y
con el populismo rural de los países centro y sud europeos. Al estable-
cer una relación de discontinuidad entre el movimiento comunista y los
movimientos sociales que precedieron la constitución de aquella forma-
ción política, contribuyeron a romper los lazos ideológicos, políticos y
culturales que los vinculaban con las realidades nacionales y que podían
permitirles convertirse en una expresión originaria de ellas, antes que
ser la expresión de una doctrina “externa” y por tanto “impuesta” a las
formaciones nacionales siempre históricamente concretas.
Las consecuencias de un planteo que supone consciente o incons-
cientemente una concepción en términos de “discontinuidad” de las
relaciones entre el movimiento revolucionario marxista y la historia
“nacional”88 son fácilmente deducibles, no solo por razones de lógica
del discurso sino también porque se encarnaron en la realidad determi-
nando actitudes y comportamientos que contribuyeron poderosamente
a aislar a los comunistas de las fuerzas sociales y políticas potencial o
efectivamente comprometidas en las transformaciones revolucionarias.
En primer lugar, condujeron a excluir por principio toda búsqueda ori-
ginal basada en el estado social del país y no a partir de doctrinas secta-
rias89. La revolución fue vista más en términos de modelos a aplicar que

88. Y decimos “inconscientemente” porque muchas veces la continuidad de un proceso es afirmada solo
de manera retórica y artificial, como aclara Venturi (1975, p. 10) para el caso de los populistas rusos, de
modo tal que existe a condición de estar vaciada de contenido. Movimientos que, no obstante sus articu-
laciones propias y sus diferencias de matices, conservaban una unidad interna son desagregados en sus
elementos componentes separando a los malos de los buenos, “haciendo caer el silencio y la sombra sobre
los primeros y confundiendo a los otros en la forzosa e indistinta claridad de los paraísos ideológicos”
(ídem, 1975, p. 11).
89. Siempre es bueno recordar lo que escribía Engels (1872/1976) al italiano G. Bovio: “En el movimiento
de la clase obrera, según mi opinión, las verdaderas ideas nacionales, es decir correspondientes a los he-
chos económicos, industriales y agrícolas, que rigen la respectiva nación, son siempre al mismo tiempo
las verdaderas ideas internacionales. La emancipación del campesinado italiano no se cumplirá bajo la
misma forma que la del obrero de fábrica inglés; pero cuanto más uno y otro comprendan la forma pro-
pia de sus condiciones, más la comprenderán en la sustancia”.

493
José Aricó

de “caminos nacionales” a recorrer, y fue característico de todo un pe-


ríodo iniciado en el VI Congreso (1928) concebir a las revoluciones como
la aplicación del modelo de los soviets. Aunque el VII Congreso (1935)
abandonó de hecho esta consigna, en ningún momento fue sustituida
por una reconsideración teórica y práctica que privilegiara el recono-
cimiento de las estructuras nacionales como punto de partida de toda
elaboración estratégica (lo cual constituye, sin duda, el límite supremo
de un viraje que tuvo no obstante tanta importancia para la superación
del radicalismo infantil que caracterizaba en gran medida la acción mi-
litante de los comunistas). En segundo lugar, condujo a menospreciar la
potencialidad revolucionaria del mundo rural, degradado a la condición
de zonas de “atraso” cuyos movimientos sociales de características “pre
políticas” solo podían ser utilizados para cuestionar la estabilidad del
sistema o, mejor dicho, del gobierno. Sin capacidad de inserción autó-
noma en la lucha por la gestación de nuevas formaciones estatales revo-
lucionarias, el mundo rural debía cumplir una mera función disruptiva,
dentro de una concepción que mantenía sin modificar la idea de una
ciudad siempre progresiva y de una campaña siempre atrasada. En ter-
cer lugar, degradado el mundo rural a la condición de mundo atrasado y
sin potencial histórico, los comunistas debían lógicamente luchar por la
destrucción ideológica y política de todas aquellas formaciones intelec-
tuales que pugnaban por homogeneizar y autonomizar los movimien-
tos rurales (regionalistas, indigenistas o campesinistas) emergentes del
proceso de descomposición de las sociedades provocado por el desarro-
llo capitalista.
Por todas estas razones, debemos descartar la intervención dada por
Del Prado (1946) de la campaña iniciada por ciertos historiadores sovié-
ticos y por la Internacional Comunista contra el “populismo” mariate-
guiano. Más aún si consideramos que V. M. Miroshevski no era simple-
mente un historiador reconocido en el mundo intelectual soviético, ni
la figura más destacada de los investigadores aplicados al estudio de la
historia latinoamericana, sino también, y quizás fundamentalmente, un
asesor de primera línea en el Buró Latinoamericano de la Comintern90,

90. Es lo que se deduce de las memorias de Ravines (1974, p. 244): “[...] Manuilski convocó a una ‘confe-

494
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

todo lo cual no puede de ninguna manera sorprendernos si tenemos en


cuenta la relación estrecha –diríamos prácticamente de supeditación–
que establecía el Partido Comunista de la Unión Soviética entre las cien-
cias históricas y las elaboraciones políticas.

IV

La acusación de “populista” lanzada contra Mariátegui lleva una carga


infamante y cumple una función política precisa: la de clausurar una
temática subyacente en las elaboraciones estratégicas y tácticas de los
partidos comunistas de los países no europeos en los años veinte, temá-
tica que los vinculaba a las indagaciones marxianas de los años ochenta,
cuando al reflexionar sobre el caso concreto de Rusia, Marx entrevió la
posibilidad de que este país, en virtud precisamente de su atraso y de
la presencia aún poderosa de una institución fenecida mucho tiempo
antes en Europa occidental, la comuna rural, pudiera eludir el capitalis-
mo y pasar directamente a formas socialistas de vida y de producción91.
Este Marx, como es obvio, no pudo ser conocido por Mariátegui, puesto
que los borradores, apuntes y cartas en los que abordaba el problema
de la comuna rusa fueron publicados recién a partir de 1926 y en re-
vistas científicas de circulación muy limitada, al alcance solamente de

rencia estrecha’ a la que solo asistimos cinco dirigentes latinoamericanos: Prestes, Rodolfo Ghioldi, Blas
Roca, Da Silva y yo. Participaron en las reuniones secretas, además de Manuilski y de Dimitrov, Guralski,
Kuusinen, Motilev, Miroshevski y el ‘camarada Grinkov’, el profesor de arte militar que dirigía los cursos
en una academia especial sobre métodos de sabotaje, de ataque y defensa, de lucha callejera, de asalto a
cuarteles, líneas férreas, depósitos de armas, víveres, etcétera”. Además, y es otro elemento en favor de
nuestra hipótesis, Miroshevski escribía en el órgano teórico oficial, La Internacional Comunista.
91. Véase al respecto la carta de la por ese entonces populista Vera Zasúlich a Marx y la respuesta de
Marx en Marx y Engels (1881/1980). Para responder a la pregunta de su corresponsal sobre el destino fu-
turo del capitalismo en Rusia, Marx (1926, pp. 309-342) preparó un borrador más o menos extenso sobre
el particular, que no llegó a completar ni enviar y que permaneció desconocido hasta que lo publicó el
Marx-Engels Archiv de Frankfurt. Diversos otros materiales sobre el tema de la evolución de la economía
y de las estructuras agrarias rusas, que demuestran el gran interés que Marx tenía por esa problemática,
hasta estos momentos solo han sido publicados en revistas especializadas soviéticas, y en idioma ruso.
La bibliografía sobre el asunto es ya bastante extensa, pero sigue siendo sugerente la respuesta intentada
por Eric J. Hobsbawm (1976, pp. 5-47) a la pregunta de cuáles habrían sido las razones que impulsaron a
Marx a indagar en la posibilidad de existencia de caminos que obviaran los sufrimientos generados por
el capitalismo.

495
José Aricó

un restringido grupo de especialistas. El último escrito conjunto de los


dos fundadores del socialismo científico referido precisamente a este
problema, el prefacio a la edición rusa del Manifiesto Comunista (Marx
y Engels, 1882), en la medida en que discrepa con la perspectiva en la
que estaba colocado Marx por esa misma época, se supone con buenas
razones que, aunque suscrito por Marx, fue redactado exclusivamente
por Engels, quien tendía más bien a privilegiar el papel de la clase obrera
europea en la tarea de asegurar la viabilidad de un camino no capitalis-
ta para Rusia. Es casi seguro que Mariátegui leyó este texto, así como
lo leyeron generaciones íntegras de marxistas; sin embargo, no es de
su lectura de donde Mariátegui podía derivar ciertas opiniones sobre la
comunidad indígena peruana factibles de ser calificadas de “populistas”
por la ortodoxia soviética. Es posible afirmar que Mariátegui no pudo
tener del populismo otro conocimiento que el que pudiera extraerse de
la literatura anarquista, y de la testimonial y folletinesca con que los edi-
tores españoles inundaron el mercado latinoamericano desde fines del
siglo pasado. A lo cual habría que agregar, sin poder precisarlo dema-
siado, la eventual lectura de algunos de los escritos polémicos de Lenin
sobre el tema92.
No creemos entonces que haya sido la lectura del Marx liberado de
las mallas del eurocentrismo, ni las elaboraciones hasta cierto punto
tercermundistas de la Comintern del período bujariniano, ni siquiera
la experiencia italiana, de la que solo asimiló curiosamente su costado
capitalista moderno representado por el Norte industrial93, lo que im-

92. Según el registro de los libros de la biblioteca particular de Mariátegui laboriosamente elaborado por
Harry E. Vanden (1975), la única recopilación de obras de Lenin que probablemente incluyera algunos de
sus escritos contra el populismo es el Tomo I de Pages Choisies (1895- 1904) editado en París (Lenin, 1930),
es decir varios años después de que las posiciones de Mariátegui sobre la comunidad agraria peruana
ya habían sido elaboradas. En su biblioteca figuraban también algunos tomos de Oeuvres Completes de
Editions Sociales Internationales, editadas en París (Lenin, 1928). Pero debemos recordar que esta edi-
ción nunca se completó y que solo se publicaron pocos volúmenes, ninguno de ellos sobre los primeros
escritos. Vanden indica que es probable que otros trabajos de Lenin pudieron haber sido extraídos de la
biblioteca de Mariátegui, pero esto es solo una presunción.
93. Como señala Delogu (1973, p. LXX), Mariátegui conoció una Italia bien determinada geográficamen-
te: aquel territorio que desde Roma hacia el norte “se desanuda, antes que distenderse, por Siena, Flo-
rencia, Génova, Turín, Milán, Venecia. Una Italia que más que cuerpo y sustancia parece tener articula-
ciones, puntos de conjunción y de anudamiento, coincidencias y contradicciones”. La Italia fuertemente

496
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

pulsó a Mariátegui a buscar en las primitivas civilizaciones autóctonas


las raíces de un socialismo primigenio que la clase obrera peruana de-
bía tener por misión realizar en las nuevas condiciones del Perú capi-
talista. Todos estos elementos, que Mariátegui sintetizó quizás en su
expresión de “la ciencia europea” y que tuvieron en la Revolución Rusa
el núcleo político de homogeneización, pudieron ser refundidos en una
visión de la singularidad nacional porque fueron filtrados por la fulgu-
rante presencia en la realidad latinoamericana de los años veinte de dos
grandes experiencias histórico-sociales que sacudieron a las masas po-
pulares del continente: las revoluciones china y mexicana. Precedidas
por las repercusiones de la Revolución de Octubre y por ese verdadero
movimiento de reforma intelectual y moral, en sentido gramsciano, que
fue la Reforma Universitaria, las experiencias transformadoras de dos
países rurales de las magnitudes de China y de México provocaron una
revolución tal en las mentes de la intelligentzia latinoamericana que ini-
ciaron una nueva época en la historia de nuestros pueblos. Sin tener de
ello una conciencia totalmente lúcida, los intelectuales latinoamerica-
nos iniciaban, varias décadas después de la experiencia populista rusa,

tensionada entre centralismo y regionalismo, entre Norte y Sur, entre campo y ciudad, entre industria
y agricultura, entre desarrollo y subdesarrollo, aparece en Mariátegui siempre mediada a nivel político
y, dada también la naturaleza del mediador, todas estas contradicciones, son “esfumadas, atenuadas y
de algún modo, aunque solo sea a través del silencio, mistificadas”. A ese provinciano en franca ruptura
con su pasado de literato inficionado de decadentismo y de bizantinismo finiseculares que fue el jo-
ven Mariátegui, el deslumbramiento ante el sincretismo cultural grecorromano no le impidió advertir
los signos indudables de consunción, arrastrado por la caída de la democracia liberal. Pero, impresio-
nado por el mundo fabril y por la nueva clase social que en su interior maduraba (no por casualidad
al escribir sobre el sentido ético del marxismo transcribe una extensa cita donde su admirado Gobetti
relata la emoción que sintió al conocer por primera vez el interior de las usinas Fiat y encontrarse con
una masa de trabajadores con “una actitud de dominio, una seguridad sin pose, un desprecio por todo
tipo de diletantismo”), Mariátegui no vio esa Italia subyacente, esa Italia meridional e “indígena” con la
que debería haber tenido un mayor sentido de afinidad. La temática del “atraso”, que está en el centro
de su reflexión de los años 1926-1928, no emerge en Mariátegui como traducción del “meridionalismo”
gramsciano y ordinovista, sino como “descubrimiento” de un mundo ocluido hasta ese entonces de su
pensamiento. Mariátegui se aproxima a Gramsci no por lo poco que pudo haber leído y aceptado de él,
sino porque frente a una problemática afín tiende a mantener una actitud semejante. Verdad esta que,
de ser aceptada, ahorraría a los exégetas muchas elucubraciones gratuitas acerca de su relación con un
dirigente político que solo se reveló como un extraordinario teórico marxista más de veinte años después
de cuando lo conoció Mariátegui. ¿No resultaría históricamente más plausible afirmar que el Gramsci
conocido por Mariátegui es el que Gobetti (1964, pp. 103-107) perfila, con agudeza de ideas y emocionada
afección, en La Rivoluzione Liberale?

497
José Aricó

una misma “marcha hacia el pueblo” que habría de convertirlos en la éli-


te dirigente de los movimientos nacionales-populares y revolucionarios
modernos. Mariátegui y el grupo que se constituyó en torno a la revista
Amauta representaron indudablemente la parte más lúcida de ese proce-
so, tan lúcida como para liberarse de la férrea envoltura de una función
intelectual que por el hecho mismo de ejercerla los apartaba del pueblo,
y virar sus miradas hacia ese mundo aún inmaduro, pero ya “escindido”
y con perfiles propios, de las clases subalternas. Se puede hablar con pro-
piedad de un verdadero “redescubrimiento de América”, de un acucian-
te proceso de búsqueda de la identidad nacional y continental a partir
del reconocimiento, de la comprensión y de la adhesión a las luchas de
las clases populares. Y este era un hecho totalmente nuevo, por lo menos
en la historia de los intelectuales peruanos.

Es indudable que en el Perú el universo indígena fue desde el principio


de su historia la realidad dominante. Sin embargo, si hay algo que ca-
racteriza a la intelectualidad peruana es haberse constituido a espaldas
de esta realidad o, mejor aún, ignorando totalmente su presencia: tan
grande era el temor que esta le inspiraba. El recuerdo traumatizante de
la rebelión indígena de Tupac Amaru en el Perú colonial, y la convicción
implícita de la posibilidad siempre presente de su repetición, fueron
factores determinantes del conservadorismo visceral de las clases domi-
nantes y lo que explica el carácter efímero de toda tentativa de cambio
basada de algún modo en el apoyo de las masas oprimidas. Como seña-
lan acertadamente Bonilla y Spalding (1972, p. 46), “la reducida acción de
los movimientos con participación indígena revela más que la vacilante
respuesta de los grupos más bajos de la sociedad, el temor a una revuelta
social y la repulsión de los miembros de la sociedad criolla”. El Estado
republicano se constituyó sobre bases políticas, ideológicas e institucio-
nales que mantenían inmodificada la herencia colonial y que instaura-
ban de hecho un sistema cuasi medieval de estamentos jerárquicamente
organizados. La república política, basada formalmente en la igualdad
universal, descansaba de hecho en la convicción de la desigualdad social.

498
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

En ese vasto espacio profundamente desarticulado por la guerra de in-


dependencia primero, y por la penetración del capitalismo inglés luego,
la delimitación del territorio nacional, la formación de la “nación” fue el
resultado de la dirección de los sectores más moderados del país andino,
animados de un pensamiento político y social que reflejaba la continui-
dad aun bajo nuevas formas de las estructuras coloniales. La república
acabó por ser la sustantivación de un concepto de “nación” y de “patria”
vinculado

[…] a la cultura y a la lengua españolas, que en el caso del Perú


automáticamente excluía a los indios, es decir a la mayoría de
los residentes de un territorio que la independencia convirtió en
República del Perú. Por eso los indios, definidos durante la época
colonial como una “república” aparte, con sus propias leyes, relacio-
nes y características, ligados a los criollos solamente por el hecho de
compartir con ellos la condición de súbditos de la corona española,
pasaron a ser ignorados en la nueva república, levantada sobre el
modelo de la sociedad criolla (ídem, pp. 62-63).

El hecho de que los indios fueran ignorados por el espíritu público de


una sociedad constituida sobre su exclusión, no significó, sin embargo,
que su presencia dejara de hacerse sentir con peligrosa constancia en
la realidad política y social peruana. La gran insurrección de Huaraz en
1885, dirigida por Atusparia y la de Rumimaqui, en la segunda década
de este siglo, son únicamente las expresiones más resonantes de una si-
tuación endémica de rebeldía campesina indígena que en la sola región
de Puno conoció entre los años 1890 y 1924 más de once sublevaciones.
Y no es casual, como anota Robert Paris (s.d.) en su contribución al aná-
lisis de los 7 ensayos que incluimos en este volumen, que, con la notable
excepción de Castro Pozo, la mayoría de los intelectuales que se coloca-
ron en un terreno favorable al mundo indígena provengan de las pro-
vincias meridionales del Perú, es decir “particularmente en el caso de la
región de Puno, de las zonas en las que, a comienzos de los años veinte,
las comunidades indígenas se mantienen todavía intactas”. La larvada y
permanente presión indígena sobre una sociedad desintegrada como la

499
José Aricó

peruana operó durante muchos años como un factor de homogeneiza-


ción conservadora de las clases dirigentes, contribuyendo al rechazo a la
constitución de un bloque agrario absolutamente solidario en la función
represiva del movimiento campesino indio. Cuando la derrota frente a
Chile en la Guerra del Pacífico provoque una crisis generalizada, crisis
ideal y de conciencia que permitirá a los peruanos redescubrir la antes
negada realidad de un país invertebrado, de una nación irrealizada, se
abrirá en el interior de la intelectualidad peruana una profunda cisu-
ra que facilitará la formación de una corriente de opinión favorable al
indígena.
La preocupación por ese submundo terrible de explotación, rebeldía
y represión ya había aparecido en Manuel González Prada, cuando al
regreso de un viaje por el interior del país escribe sus Baladas peruanas
(González Prada, 1966) en las que por primera vez el exotismo románti-
co, la utilización del indio como un mero elemento decorativo, cede el
lugar a una tentativa de mostrar una realidad social conmovedora. La
crisis moral que sacude a la sociedad peruana luego de la derrota y que
obliga a preguntarse sobre las causas que la provocaron, permite nue-
vamente a González Prada proclamar ante la opinión pública peruana
que la causa de la debilidad nacional residía precisamente en la negativa
de las clases dirigentes a admitir como elemento decisivo de la nacio-
nalidad a las masas indígenas. En su célebre discurso pronunciado en
el Politeama, el 28 de julio de 1888, González Prada (1976) proclamará:
“Con las muchedumbres libres aunque indisciplinadas de la Revolución,
Francia marchó a la victoria; con los ejércitos de indios disciplinados y
sin libertad, el Perú irá siempre a la derrota. Si del indio hicimos un sier-
vo, ¿qué patria defenderá? Como el siervo de la Edad Media, solo com-
batirá por el señor feudal”. El Perú solo puede constituir una nación a
condición de asegurar la libertad para todos y principalmente para las
masas indígenas:

No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y ex-


tranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y
los Andes; la nación está formada por las muchedumbres de in-
dios diseminados en la banda oriental de la cordillera [...]. Cuando

500
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

tengamos pueblo sin espíritu de servidumbre, y políticos a la altura


del siglo, recuperaremos Arica y Tacna, y entonces y solo entonces
marcharemos sobre Iquique y Tarapacá, daremos el golpe decisivo,
primero y último (ídem, pp. 44-46).

En la prosa un tanto alambicada y retórica del discurso del Politeama la


intelectualidad radicalizada peruana descubrió el “germen del nuevo es-
píritu nacional” que González Prada (1904) intentó bosquejar con mayor
precisión en su inconcluso estudio sobre Nuestros indios. Partiendo del
criterio de que la cuestión del indio no es un problema racial, que pueda
ser resuelto en términos pedagógicos, sino que presupone una trans-
formación económica y social, concluye con la sorprendente afirmación
de que deben ser los propios indios los artífices de su libertación social:

Al indio no se le predique humildad y resignación sino orgullo y re-


beldía. ¿Qué ha ganado con trescientos o cuatrocientos años de con-
formidad y paciencia? [...] el indio se redimirá merced a su esfuerzo
propio, no por la humanización de sus opresores. Todo blanco es,
más o menos, un Pizarro, un Valverde o un Areche (ídem, p. 343).

Este ensayo de González Prada (1904) determinó un cambio profundo


en la orientación de aquellas capas intelectuales favorables o próximas
al mundo indígena, especialmente de los que constituyeron pocos años
después, en 1909, la Asociación Pro-Indígena. El hecho de que las po-
siciones de González Prada encerraran más una protesta que un pro-
grama concreto, y que el método de los “proindigenistas” tuviera un
fondo humanitario y filantrópico antes que político, no invalidaba la
significación y las implicaciones que tenía para la vida de la nación la
constitución de un bloque orgánico de intelectuales favorables a una
resolución liberal y reformista de la cuestión indígena. Cuando la pe-
netración imperialista y el desarrollo capitalista agudizan las tensiones
del mundo rural peruano y aceleran la irrupción de las masas indíge-
nas en la vida nacional, surge desde el interior de aquella corriente el
grupo más radical de intelectuales proclive a plantear el problema en
términos de “cuestión nacional”. Y es sin duda la vinculación estrecha

501
José Aricó

con este grupo de “indigenistas” lo que permite a Mariátegui encarar el


problema del indio desde el punto de vista original en el que se coloca.
Al rehusarse a considerarlo como “cuestión nacional”, Mariátegui rom-
pe con una tradición fuertemente consolidada. Vinculando el problema
indígena con el problema de la tierra, es decir con el problema de las
relaciones de producción, Mariátegui encuentra en la estructura agraria
peruana las raíces del atraso de la nación y las razones de la exclusión
de la vida política y cultural de las masas indígenas. De ahí que indague
en la superposición e identificación del problema del indio y de la tierra
el nudo de una problemática que solo una revolución socialista puede
desatar. Sin embargo, lo que vincula a Mariátegui con el movimiento
“indigenista” y lo aparta de la falsa ortodoxia marxista es la concepción
fundamentalmente política, antes que doctrinaria, del proceso de con-
fluencia del movimiento obrero “moderno” con las masas campesinas
indígenas. Remedando a Gramsci, aunque sin saberlo, Mariátegui en-
tendió como ningún otro que la “cuestión campesina” en Perú se expre-
saba como “cuestión indígena”, o dicho de otra manera se encarnaba en
un movimiento social concreto y determinado, y que de su capacidad
de irrupción en la vida nacional como una fuerza “autónoma” dependía
la suerte del socialismo peruano. Respondiendo a la acusación de falta
de sinceridad lanzada por Luis Alberto Sánchez contra los indigenistas,
Mariátegui afirma que:

[…] de la confluencia o aleación de “indigenismo” y socialismo,


nadie que mire al contenido y a la esencia de las cosas puede sor-
prenderse. El socialismo ordena y define las reivindicaciones de las
masas, de la clase trabajadora. Y en el Perú las masas –la clase tra-
bajadora– son en sus cuatro quintas partes indígenas. Nuestro so-
cialismo no sería, pues, peruano –ni sería siquiera socialismo– si no
se solidarizase, primeramente, con las reivindicaciones indígenas.
En esta actitud no se esconde nada de oportunismo. Ni se descubre
nada de artificio, si se reflexiona dos minutos en lo que es socialis-
mo. Esta actitud no es postiza, ni fingida, ni astuta. No es más que
socialista. Y en este “indigenismo” vanguardista, que tantas apren-
siones le produce a Luis Alberto Sánchez, no existe absolutamente

502
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

ningún calco de “nacionalismo exótico”; no existe, en todo caso,


sino la creación de un “nacionalismo peruano”. Pero, para ahorrar-
se todo equívoco [...] no me llame Luis Alberto Sánchez “nacionalis-
ta”, ni “indigenista”, ni “pseudoindigenista”, pues para clasificarme
no hacen falta estos términos. Toda la clave de mis actitudes [...]
está en esta sencilla y explícita palabra. Confieso haber llegado a la
comprensión, al entendimiento del valor y el sentido de lo indígena
en nuestro tiempo, no por el camino de la erudición libresca ni de la
intuición estética, ni siquiera de la especulación teórica, sino por el
camino –a la vez intelectual, sentimental y práctico– del socialismo
(Mariátegui, 1927b)94.

En esta confluencia o aleación de indigenismo y socialismo está el nudo


esencial, la problemática decisiva, el eje teórico y político en torno al cual
Mariátegui articuló toda su obra de crítica socialista de los problemas y
de la historia del Perú. Su originalidad, su capacidad de reflexionar en
los términos particulares, connotados social e históricamente, en que
se presenta en el Perú el problema teórico, político de la alianza obrero-
campesina, nos muestra la presencia de un verdadero pensador marxis-
ta. El “leninismo” de Mariátegui está aquí, en su traducción a términos
peruanos de una problemática que solo puede evitar la recaída en las
tendencias más economicistas y chatamente descriptivas de la sociolo-
gía –que caracterizaron las elaboraciones de la III Internacional– si se
pone en el centro de la reflexión, como hizo Mariátegui, el nudo de las
relaciones entre las masas y la política.

94. El texto de Mariátegui ha sido incluido en una útil recopilación de los textos y documentos principales
de la discusión: La polémica del indigenismo (Mariátegui, 1976, pp. 75-76). La idea de la resolución final del
indigenismo en el socialismo deriva en Mariátegui de la convicción de la incapacidad de las burguesías
locales de “cumplir las tareas de la liquidación de la feudalidad”. “Descendiente próxima de los coloni-
zadores españoles, le ha sido imposible [a la burguesía] apropiarse de las reivindicaciones de las masas
campesinas. Toca al socialismo esta empresa. La doctrina socialista es la única que puede dar un sentido
moderno, constructivo, a la causa indígena, que, situada en su verdadero terreno social y económico, y
elevada al plano de una política creadora y realista, cuenta para la realización de esta empresa con la vo-
luntad y la disciplina de una clase que hace hoy su aparición en nuestro proceso histórico: el proletariado”
(Mariátegui, 1930/1971, p. 188).

503
José Aricó

La vinculación con el movimiento indigenista, el hecho de que fue-


ran las obras de aquellos intelectuales más identificados con el mundo
de las reivindicaciones indígenas las que constituyeran la fuente de in-
formación sobre un universo de problemas del que en su juventud estuvo
tan alejado, significó un acontecimiento de decisiva importancia en su
proyecto de reinterpretación de la realidad peruana. El indigenismo le
permitió aproximarse a ese mundo para él vedado del Perú “real”, de ese
Perú cuyo “resurgimiento” constituye el presupuesto ineludible para la
realización nacional: “el progreso del Perú será ficticio, o por lo menos
no será peruano, mientras no constituya la obra y no represente el bien-
estar de la masa peruana, que en su cuatro quintas partes es indígena y
campesina” (Mariátegui, 1927a, p. 1). Fue a través de la lectura de las obras
de Castro Pozo, Uriel García y fundamentalmente Luis E. Valcárcel que
Mariátegui se adentró en el conocimiento del mundo rural peruano; y no
solo de la lectura, puesto que la publicación de Amauta permitió el esta-
blecimiento de un nexo orgánico entre la intelectualidad costeña, influi-
da por el movimiento obrero urbano, el socialismo marxista y las nuevas
corrientes de la cultura europea, y la intelectualidad cuzqueña, expresiva
del movimiento indigenista. Amauta, que desde su propio título expre-
saba la definida voluntad mariateguiana de instalar la reflexión colectiva
en el centro mismo de la problemática peruana95, se constituyó en una
plataforma única de confluencia y confrontación de ambas vertientes
del movimiento social, en una suerte de órgano teórico y cultural de la
intelectualidad colocada en el terreno de las clases populares urbanas y
rurales. En tal sentido, es bastante sugestivo que sea precisamente un ar-
tículo de Luis E. Valcárcel (1926, pp. 2-4) el que aparezca en primer lugar
en el número inicial de Amauta. Tampoco es casual que sea Dora Mayer
de Zulen, [la amiga de] la autora de Aves sin nido, la militante, junto con

95. Vale la pena recordar, como una prueba más del carácter emblemático asumido por el título de la nue-
va revista, que poco tiempo antes todavía se pensaba en “Vanguardia”, es decir en un nombre vinculado
más a otras experiencias ideológicas y culturales. No es difícil pensar que el hecho de que el grupo inicial
de Amauta se integrara en sus comienzos con elementos provenientes del Cuzco y de Puno, y el que desde
1925 la relación entre Luis E. Valcárcel y Mariátegui fuera bastante estrecha determinó en gran medida
la elección del título y la tendencia de la revista. Lo que hacía de Amauta una revista marxista única en su
género era su singular capacidad de incorporar las corrientes más renovadoras de la cultura europea a las
expresiones más vinculadas a la emergencia política y cultural de las clases populares latinoamericanas.

504
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

su esposo Pedro Zulen y otros intelectuales de la primera organización


de lucha en favor del indígena, la colaboradora entusiasta de “El proceso
al gamonalismo”, boletín de defensa indígena que, desde su número 5,
Amauta inserta en sus páginas. Y es precisamente en dicho boletín donde
Mariátegui hace pública su adhesión al Grupo Resurgimiento, creado en
el Cuzco por un destacado núcleo de intelectuales, obreros y campesinos.
En su nota pública de adhesión, Mariátegui señala que el proceso de ges-
tación del grupo viene desde muy lejos y se confunde con el movimiento
espiritual e ideológico suscitado por todos aquellos que desde fines del si-
glo pasado comprendieron que la realización de la nacionalidad peruana
estaba condenada a ser un proyecto fallido sin la regeneración del indio.
Al afirmar que la creación de este movimiento “anuncia y prepara una
profunda transformación nacional”, sostiene que aquellos que lo consi-
deren como una corriente literaria artificial no perciben las profundas
raíces nacionales de un fenómeno que

[…] no se diferencia ni se desconecta, en su espíritu, del fenóme-


no mundial. Por el contrario, de él recibe su fermento e impulso.
La levadura de las nuevas reivindicaciones indigenistas es la idea
socialista, no como la hemos heredado instintivamente del extinto
inkario sino como la hemos aprendido de la civilización occiden-
tal, en cuya ciencia y en cuya técnica solo el romanticismo utopista
puede dejar de ver adquisiciones irrenunciables y magníficas del
hombre moderno (Mariátegui, 1927a, p. 1).

De este modo las reivindicaciones indígenas entraban en una nueva


fase, adquiriendo un alcance mucho más vasto. El antiguo método de la
Asociación Pro-Indígena, de fondo humanitario y filantrópico, dejaba de
ser válido frente a la acción de un nuevo grupo que, aunque no presentaba
todavía “un cuerpo de proposiciones definitivas sobre el problema indíge-
na”, debía ser considerado como una iniciativa más adecuada a la nueva
situación histórica. Y Mariátegui creía encontrar un símbolo de esta po-
sibilidad en el hecho de que a diferencia de la Asociación Pro-Indígena,
cuya sede lógica era Lima, la sede natural del grupo Resurgimiento era el
Cuzco, es decir el centro mismo de la cuestión indígena.

505
José Aricó

La interpretación mariateguiana de la sociedad nacional, no por es-


tar influida poderosamente por Gobetti y los indigenistas menos mar-
xistas, lo llevó al reconocimiento del carácter peculiar del problema
agrario peruano, derivado de la supervivencia de la comunidad y de los
elementos del socialismo práctico en la agricultura y en la vida indíge-
nas. La presencia de la comunidad, es decir del lazo económico, social e
histórico que vinculaba a los indígenas presentes a un lejano pasado de
civilización y de armonía y que determinaba la permanencia de hábitos
de cooperación y de socialismo, se proyectaba en el mundo ideal de los
indígenas bajo la forma mítica del retorno a ese pasado de grandeza. La
obra de los indigenistas, y en particular la de Valcárcel, operaba sobre di-
chos mitos en su trabajo de organización e ideologización del mundo in-
dígena. Mariátegui sabía que no era allí donde debían ser buscados “los
principios de la revolución que restituirá a la raza indígena su sitio en la
historia nacional”, pero sabía y reconocía que era precisamente allí don-
de estaban los mitos de su reconstrucción, porque no importaba mucho
que para algunos fueran los hechos los que crean la profecía y para otros
la profecía la que crea los hechos. Frente a los mitos movilizadores de la
resistencia indígena, Mariátegui recordaba a su maestro Sorel, cuando
“reaccionando contra el mediocre positivismo de que estaban contagia-
dos los socialistas de su tiempo, descubrió el valor perenne del mito en la
formación de los grandes movimientos populares, [y] sabemos bien que
este es un aspecto de la lucha que, dentro del más perfecto realismo, no
debemos negligir ni subestimar” (Mariátegui, 1976b, pp. 139-140).
Y porque en el Perú se trataba de organizar precisamente un gran
movimiento nacional y popular capaz de crear una nación integrada,
moderna y socialista, la necesidad de operar en el interior de una fuerza
social histórica e ideológicamente situada se convertía en un problema
político de primer orden. La heterodoxia de las posiciones de Mariátegui
con respecto al problema agrario no deriva entonces de sus inconse-
cuencias ideológicas, de su formación idealista, ni de su romanticismo
social, sino de su firme pie en tierra marxista. Si el problema deja de
ser considerado desde el punto de vista (idealista, claro está) de la ade-
cuación de la realidad a un esquema preestablecido de propuestas rí-
gidas para ser visto desde el punto de vista gramsciano del análisis de

506
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

las condiciones para que pueda formarse y desarrollarse una voluntad


colectiva nacional-popular, Mariátegui nunca aparece más marxista
que cuando se afirma en el carácter peculiar de la sociedad peruana para
establecer una acción teórica y política transformadora. En su actitud
frente al movimiento indigenista, y más en general frente al proceso de
confluencia de la intelectualidad radicalizada y las masas populares pe-
ruanas, Mariátegui tiende a considerarlos –y el recuerdo de Sorel no es
por ello casual– como una ejemplificación histórica del “mito” soreliano,
es decir “como una creación de fantasía concreta que opera sobre un
pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad co-
lectiva” (Gramsci, 1975b, p. 4).
La alianza de la clase obrera con el campesinado, que constituye el
presupuesto de una acción revolucionaria socialista, en las condicio-
nes concretas del Perú asumía la forma históricamente particular de la
alianza del proletariado con las masas indígenas. Pero la confluencia de
ambas fuerzas solo resultaba posible si el bloque agrario gamonalista
era destruido a través de la creación de organizaciones autónomas e in-
dependientes de las masas indígenas. La fracturación del bloque intelec-
tual, la conformación de una tendencia de izquierda que, colocada en la
perspectiva y en las reivindicaciones de las masas indígenas, mantenía
una relación de comprensión con las luchas obreras urbanas, represen-
taba un hecho de fundamental importancia para Mariátegui, y por eso
afirmó que la creación del Grupo Resurgimiento anunciaba y prepara-
ba una profunda transformación nacional. Como creía firmemente que
este movimiento (u otros semejantes aparecidos en diversos lugares del
Perú) recorría un camino que indefectiblemente habría de coincidir con
el de la clase obrera, respondió con violencia a quienes atribuyeron al
oportunismo su posición. Ocurre que Mariátegui, a miles de kilómetros
de distancia de otro dirigente marxista al que solo conoció por interpó-
sita persona, arribaba en virtud de una experiencia teórica y política tan
singular como la de él a la misma conclusión acerca del papel de los in-
telectuales, en cuanto representantes de toda la tradición cultural de un
pueblo. Nos referimos a Antonio Gramsci (1977a) y a su escrito Algunos
temas sobre la cuestión meridional, redactado por la misma época de la ba-
talla pro “indigenista” de Mariátegui.

507
José Aricó

En un testimonio grabado hace algunos años, Luis E. Valcárcel, el an-


tropólogo indigenista cuzqueño que tanto contribuyó al conocimiento
de la vida indígena por parte de Mariátegui, ofrece una visión bastante
sugerente del pensamiento de este, que confirma la aproximación con
las posiciones de Gramsci que establecimos:

Él [Mariátegui] creía realmente no solo en la acción de los intelec-


tuales, sino que este movimiento [es decir, el grupo Resurgimiento]
iba a prender en la masa misma indígena y que, tomando concien-
cia de la responsabilidad que el propio indio tenía con su destino,
iba a producirse. De manera que nunca tuvo desconfianza, nunca
creyó que el indio iba a permanecer indefinidamente inconsciente
de su destino, inconsciente de su papel, de su porvenir. Esto ali-
mentaba la esperanza de José Carlos en que la acción ideológica, es
decir el movimiento ideológico que surgió entre los intelectuales
y que se alimentó precisamente siempre dentro de un círculo re-
lativamente reducido, iba a tener impacto en la masa indígena. Y
yo abrigaba la misma esperanza, manifestándole que ya llegaría el
momento de ponernos en un contacto más directo con el elemento
indígena. Porque hasta la fundación que hicimos en el Cuzco del
grupo Resurgimiento no habíamos tenido en realidad un contacto
personal ni siquiera con los personeros, con los jefes de comuni-
dades; y toda nuestra actividad se reducía a conversaciones dentro
de un grupo restringido de escritores, periodistas, artistas, que se
inquietaban por estos problemas. Había que esperar y, claro, él no
abrigaba la posibilidad de un repentino movimiento, de un movi-
miento que pudiera producirse en breve tiempo, sino que conside-
raba que iría madurando (Soldi, 1970)96.

96. En dichas conversaciones, recopiladas en cinta magnetofónica por Ana María Soldi, Valcárcel se re-
mite a un artículo suyo aún inédito y titulado “Coloquios con José Carlos” en el que expone con mayor
detalle las entrevistas e intercambios de ideas que sostuvo con Mariátegui. De todas maneras, y para
completar el cuadro del interesante y decisivo episodio de las relaciones de estas dos figuras destacadas
del pensamiento social peruano, vale la pena transcribir el relato de la otra faceta de la relación, la de la
influencia poderosa que tuvo Mariátegui en el grupo indigenista para hacerlo avanzar en una definición
más concreta de su problemática. Y dice Valcárcel: “Las reuniones en torno a Mariátegui, a quien ya
veíamos en sus dos últimos años inmovilizado en su silla de ruedas, atraía a elementos no solamente de

508
La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

Es sin duda la acuciante necesidad de hacer emerger el socialismo de la


propia realidad, de convertir al marxismo en la expresión propia y origi-
naria de la acción teórica y práctica de las clases subalternas por conquis-
tar su autonomía histórica, lo que explica el disgusto con que Mariátegui
participó en el proceso de fractura del movimiento renovador del que
Amauta era su centro decisivo de agregación. Por su formación teórica y
por el exacto conocimiento que tenía del nivel aún primario de desarro-
llo de la experiencia histórica de las masas peruanas, comprendía como
nadie que el momento del partido político de los obreros y de los campe-
sinos debía ser el resultado y no el supuesto de las luchas de las masas, que
los puntos de condensación y de organización de la experiencia histórica
de esas masas constituyen la trama a partir de la cual, y como un produc-
to propio de la voluntad colectiva en formación, emerge un nuevo orga-
nismo político, una nueva institución de clase donde se sintetiza toda
esa experiencia histórica de luchas y se despliega en un programa con-
creto la irresistible tendencia de las masas a convertirse en el soporte de
un nuevo proyecto de sociedad. El partido político debía crecer, no como
un todo completo, sino en sus elementos constitutivos, en el interior de
la envoltura protectora que le daba el movimiento de masas en desarro-
llo. Y este partido en ciernes necesitaba esa protección no solo, ni tanto,
por las difíciles condiciones políticas en que se desarrollaba la lucha de
clases, sino fundamentalmente para evitar el peligro siempre presente
de su maduración precoz, de su tendencia a encontrar en sí mismo las
razones de su propia existencia. Estas consideraciones constituyen la
clave para explicarnos por qué mientras se resiste a la creación de un
partido comunista propugnada por la célula comunista del Cuzco, es-
tablece relaciones con los organismos internacionales de la Comintern,
impulsa la creación de organizaciones sindicales y de la Confederación

la capital, sino de las provincias; de manera que era frecuente encontrar en estas reuniones a gentes del
norte, del centro, del sur del Perú, de la sierra y de la costa. En las discusiones que llegamos a tener con
José Carlos, en realidad nunca llegamos a disentir; por el contrario, íbamos cada vez entendiendo más el
planteamiento nuevo que él hizo del problema indígena, sacándolo de su ambiente puramente regional
y aun nacional, para adherirlo al movimiento universal de las clases oprimidas. También en ese aspecto
estábamos de acuerdo y no hay duda de que se produjo un verdadero vuelco en ese sentido, sacando el
problema indígena de su ambiente restringido para denunciar la opresión indígena ya al lado de las
demás opresiones que se realizan en el mundo” (Soldi, 1970).

509
José Aricó

General Obrera del Perú, crea además de Amauta un periódico de difu-


sión cultural y política destinado a capas más amplias de trabajadores,
se adhiere al grupo Resurgimiento, es decir promueve, desarrolla y crea
todas esas instituciones constitutivas de la voluntad organizada de la
clase y, por tanto, fundantes del movimiento del partido político.
La decisión de Haya de la Torre de transformar al movimiento de
masa en un partido político, agudiza las tensiones internas del amplio
frente de trabajadores e intelectuales que se expresaba en el APRA. La
ruptura se vuelve inevitable, aunque Mariátegui apela a todos los re-
cursos a su alcance para evitarla. Comprende que la fragmentación del
movimiento en comunistas y nacionalistas, como dos corrientes sepa-
radas y en mutua competencia, puede ser fatal para la suerte del socia-
lismo –como realmente lo fue–, pero de ninguna manera puede resig-
nar el derecho de la clase obrera a organizar su propio partido de clase.
Producida la ruptura, Mariátegui realiza un esfuerzo gigantesco por
impedir que ella tenga efectos demasiado gravosos para el movimiento
revolucionario peruano. Y aunque la división del movimiento lo obligue,
aun en contra de sus deseos, a apresurar la formación del partido po-
lítico del proletariado, y ponga en esta tarea toda su inteligencia y su
capacidad de trabajo, nunca pierde de vista la necesidad de mantener
la dimensión “popular” de la nueva organización. Por eso se niega a for-
mar un partido comunista e insiste sobre su definición “socialista”. No
es que se niegue a mantener una relación estrecha y de colaboración
ideológica y política con la Comintern, sino que, al apelar a la particu-
laridad de las tareas políticas que debe cumplir la organización en una
sociedad como la peruana97, Mariátegui defiende el valor de la “autono-
mía” como requisito obligatorio para su realización. Es evidente que en
las condiciones del movimiento comunista de la época, una concepción

97. El hecho de que en la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana de Buenos Aires (junio de
1929) los delegados peruanos adujeran razones de legalidad política para defender el carácter, la defini-
ción política y el rótulo del partido en el Perú no puede conducirnos a engaño acerca de la naturaleza real
de la discusión. Y el hecho de que los dirigentes de la Internacional Comunista y de su Buró Sudameri-
cano rechazaran por ingenuas tales razones y destacaran las implicaciones políticas de una posición a
la que en cierto modo calificaban de neoaprista, demuestra que la discusión era más profunda y versaba
sobre posiciones absolutamente opuestas.

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La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina

como la que subyacía en el pensamiento de Mariátegui no tenía ninguna


posibilidad de existencia. La incorporación a la III Internacional tenía el
efecto contradictorio de abrir el movimiento comunista peruano a una
perspectiva internacional, por más errónea que esta fuera, a la vez que
le hacía perder el pie en tierra del reconocimiento del terreno nacional.
No podemos precisar hasta dónde, pero de las posiciones de Mariátegui
se deduce que intuía este peligro. La definición socialista del partido no
era un simple problema de nomenclatura, y estaba unida a 1) una con-
cepción particular de las alianzas; 2) una determinación divergente de la
Comintern sobre sus componentes de clase, en cuanto que quería ser el
organismo político de los obreros, los campesinos y los intelectuales pe-
ruanos; 3) una visión bastante heterodoxa de su proceso de constitución,
en la medida en que su núcleo dirigente, antes que originador, debía ser
el resultado de la acción de los grupos de base en los distintos centros del
país. Esto explica que hasta el fin de sus días Mariátegui haya insistido,
frente a la opinión de algunos de sus colaboradores y la presión terri-
ble de la Comintern, en el carácter socialista, popular y autónomo de la
nueva organización, que solo se convierte en comunista un mes después
de su muerte y a costa de un fraccionamiento. Las dos direcciones en
que insistía Mariátegui, la de la dimensión popular del partido en cuan-
to forma de organización política adherente a los caracteres propios de
la sociedad neocolonial peruana, y la definición de los rasgos propios a
través de los cuales debía expresarse la dirección política, y que ponía el
acento fundamental en la permanencia y la extensión del movimiento
de masa, fueron totalmente dejadas de lado por un nuevo núcleo diri-
gente que, apoyado en la fuerza irresistible de la Comintern, hizo de la
lucha contra el aprismo la razón de su existencia política.
Los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (Mariátegui,
1928/1984) fueron editados como obra independiente en el proceso de
esta lucha por formar la nueva organización política de los trabajadores
peruanos. Constituyen el mayor esfuerzo teórico realizado en América
Latina por introducir una crítica socialista de los problemas y de la his-
toria de una sociedad concreta y determinada. Mariátegui los conside-
ró simplemente como resultados provisionales de la aplicación de un
método de examen que no reconocía antecedentes en el movimiento

511
José Aricó

socialista en Latinoamérica. A partir de estos resultados, y como sínte-


sis teórica del proceso político de construcción del movimiento de ma-
sas y del partido político de los trabajadores en el que estaba empeña-
do, Mariátegui trabajaba en un nuevo libro sobre la evolución política e
ideológica del Perú, donde sin duda serían explicitados un conjunto de
elementos que solo aparecen en él como intuiciones. Escribe Mariátegui
(1977) a su compañero Arroyo Posadas:

Este último libro contendrá todo mi alegato doctrinal y político. A él


remito a los que en 7 ensayos pretenden buscar algo que no tenía por
qué formular en ninguno de sus capítulos: una teoría o un sistema
político, como a los que, desde puntos de vista hayistas, me repro-
chan excesivo europeísmo o insuficiente americanismo. En el pró-
logo de 7 ensayos está declarado expresamente que daré desarrollo y
autonomía en un libro aparte a mis conclusiones ideológicas y po-
líticas. ¿Por qué, entonces, se quiere encontrar en sus capítulos un
pensamiento político perfectamente explicado? Sobre la fácil acu-
sación de teorizante y europeísta que puedan dirigirme quienes no
han intentado seriamente hasta hoy una interpretación sistemática
de nuestra realidad, y se han contentado al respecto con algunas
generalizaciones de declamador y de editorialista, me hará justicia
con cuanto tengo ya publicado, lo que muy pronto, en el libro y en la
revista entregaré al público.

Pero el destino, o el sectarismo ideológico y político, no quisieron que


Ideología y política –que así fue titulado por Mariátegui– fuera un hecho.
Los originales, enviados en sucesivas remesas a su amigo César Falcón,
director en Madrid de la casa editorial que habría de publicarlos, pare-
cen no haber llegado nunca a su destino. Y nadie puede decir con ab-
soluta precisión si hubo o no copias, aunque algunos afirman haberlas
visto, y otros sostienen que fueron destruidas, después de la muerte de
su autor. Quizás, como otros hallazgos que, aunque tardíos, permitieron
nuevas indagaciones sobre episodios oscuros de la lucha de los hombres,
alguna vez aparezcan en los archivos de algún dirigente internacional y
¿por qué no? en los de la propia Comintern...

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Marx y América Latina: El Bolívar de Marx*

Fue sin duda el azar quien condujo a Marx a la redacción de su artícu-


lo sobre Bolívar. Comprometido en 1857 por Charles Dana, director del
New York Daily Tribune, para colaborar sobre temas de historia militar,
biografías y otros varios en la New American Cyclopaedia que estaba pre-
parando, Marx se dividió el trabajo con Engels y le tocó en suerte hacer
el de Bolívar. El resultado de las lecturas hechas para redactar su nota
fue un sentimiento de animadversión tan agudo con el personaje que
no pudo menos que dar un tono sorprendentemente prejuicioso al tra-
bajo. Frente a los lógicos reparos puestos por Dana a un texto que se
apartaba del lenguaje imparcial característico de este tipo de publica-
ciones, Marx admite en una carta a Engels que se salió algo del tono en-
ciclopédico pero que “hubiera sido pasarse de la raya querer presentar
como Napoleón I al canalla más cobarde, brutal y miserable. Bolívar es el
verdadero Soulouque” (Marx,1858/1975, p. 94)1. Y la comparación resulta
reveladora porque es precisamente al nombre del emperador haitiano al
que tanto Marx como Engels recurren para ridiculizar a Luis Napoleón
III. El hecho de que nunca antes Marx haya reparado en Bolívar y que

1. En un escrito del 7 de junio de 1883, Engels (1961, p. 7) afirma que “el rey negro Soulouque, de Haití”
fue “el verdadero prototipo de Luis Napoleón III”. Véase sobre el particular Marx y Engels (1975, pp. 12-13,
120-121).

* Extraído de Arico, J. M. (1980/1982). Marx y América Latina. México: Alianza.

525
José Aricó

puesto a escribir sobre él se sienta impulsado a elaborar una extensa y


desusada diatriba en la que el revolucionario latinoamericano es iden-
tificado, a través de una tercera persona, con una figura tan repudiada
por él como el emperador francés evidencia con total claridad que Marx
veía en Bolívar un remedo del bonapartismo, o, mejor dicho, un tipo de
dictador bonapartista.
El artículo de Marx tuvo una extraña fortuna. Prácticamente desco-
nocido hasta 1934, en que fue incluido en la edición en ruso de las obras
de Marx y Engels, Aníbal Ponce lo redescubrió para los lectores de habla
española publicándolo en el primer número de su revista Dialéctica, en
marzo de 19362. Desde 1937 en adelante forma parte de la recopilación
de trabajos de Marx y Engels sobre La revolución española, aunque sin
nota alguna de los editores comentando el texto o justificando su in-
clusión (Alperovich, 1976, p. 61)3. Todavía en 1951, el dirigente comunista
estadounidense William Z. Foster lo citó favorablemente en su Outline

2. Sobre la publicación del artículo por Aníbal Ponce y su “comentario marginal”, véase: “Apéndice” Nota VII.
3. El artículo de Alperovich ofrece una buena síntesis de la evolución del pensamiento historiográfico
soviético sobre América Latina, aunque no ahonda en las razones de tal evolución. Indicar al XX Con-
greso del PCUS como el hecho que creó condiciones favorables para un nuevo examen de la historia
latinoamericana es solo una comprobación que de todas maneras no ayuda demasiado a aclarar por qué
los juicios del período anterior eran incorrectos. Atribuyendo la unilateralidad de las concepciones ori-
ginarias “al culto de Stalin y a las condiciones subsiguientes de la época”, Alperovich no obstante agrega
una consideración que, a nuestro entender, constituye una buena hipótesis de trabajo y coincide con
las reflexiones que estamos haciendo acerca de la relación entre el pensamiento marxista y América La-
tina. Según Alperovich, las pocas obras sobre el tema, publicadas en la etapa anterior, “se referían a la
historia de unos cuantos países latinoamericanos (México, Argentina, Cuba, Panamá, Paraguay, Haití)
y sus autores se centraban en los problemas de la expansión imperialista de los Estados Unidos y las
cuestiones del movimiento obrero y los problemas agrarios. Así sucedió que en la mayoría de los estudios
publicados, las naciones de América Latina figuran como meros objetos en que se realiza la política agre-
siva del imperialismo norteamericano. Asimismo, la historia interior o nacional de los numerosos países
latinoamericanos […], hasta de algunos que se han señalado más arriba, prácticamente se investigaba en
una medida inadecuada, insuficiente; la mayoría de los países permanecían fuera del estrecho ángulo
hacia el cual se enfocaba el interés de los historiadores soviéticos” (Alperovich, 1976, pp. 53-54). Dicho con
otras palabras, las razones de los errores conceptuales derivaban: 1) del hecho de considerar a nuestras
naciones exclusivamente desde el fenómeno imperialista; 2) o desde la perspectiva del movimiento obre-
ro (agrego, internacional). América Latina, y el conjunto de naciones que la componen, era considerada,
por tanto, desde su exterioridad. Alperovich soslaya el hecho importantísimo de que esto era posible en
gran medida porque la historiografía soviética constituía una sistematización teórica e histórica de la ex-
periencia concreta de la Comintern y de los partidos comunistas. Sobre la relación entre historiográfica
y política en el movimiento comunista, y referida más concretamente al caso de Mariátegui, remitimos
a nuestra “Introducción” a Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano (Aricó, J. y otros, 1978, pp.
XI-LVI y, en particular, XXVI-XXIX y XXXIII-XL).

526
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

Political History of the Americas, lo cual era explicable en términos de la


aceptación acrítica no tanto de los textos de Marx como de las tenden-
cias historiográficas soviéticas. Debemos recordar que, durante un largo
período –según los propios historiadores soviéticos, hasta los umbrales
del XX Congreso del PCUS–, las opiniones de los americanistas sovié-
ticos influidos decisivamente por Vladímir Mijáilovich Miroshevski y
su escuela coincidían con la visión de Marx sobre Bolívar, haciéndola
extensiva a una caracterización negativa de las guerras de indepen-
dencia latinoamericanas. Enfatizando el limitado carácter nacional
y popular del proceso revolucionario que condujo a la constitución de
los Estados independientes, solo vieron en este “un asunto propio de
un puñado de ‘separatistas criollos’ que no contaban con el apoyo de las
masas populares”4. El juicio de Marx era trasladado incluso a las demás
personalidades del movimiento liberador y hasta al propio movimiento.
Cuando estas posiciones fueron abandonadas, fue cuestionado también
el juicio de Marx. En la segunda edición en ruso de las obras de Marx
y Engels (1959/1962) se incluyó una severa crítica de las posiciones sos-
tenidas en el citado artículo, aunque la explicación de tales errores se
fundaba en las insuficiencias y la parcialidad de las fuentes utilizadas
por Marx:

Marx, como es natural, no poseía en aquel tiempo otras fuentes a


su disposición que las obras de los autores mencionados, cuya par-
cialidad era entonces poco conocida. Por consiguiente era inevita-
ble que Marx elaborara una opinión unilateral de la personalidad de
Bolívar, tal como se refleja en este ensayo. Esa ambición de poder
personal, magnificada en las obras mencionadas, no pudo dejar de
influir en la actitud de Marx hacia Bolívar (Marx y Engels, 1962, p.
743, t. 4; citado en Draper, 1968, p. 300; cursivas nuestras)5.

4. La nueva recopilación soviética y los textos de Marx y Engels sobre España, publicada por la editorial
Progreso de Moscú en 1974, abandonó el criterio anterior y dejó de incluir el artículo sobre Bolívar. Como
en los casos anteriores, y a diferencia de una práctica habitual en este tipo de publicaciones, no se incluye
ninguna nota editorial aclaratoria.
5. Draper (1968) señala correctamente la motivación política del juicio adverso de Marx sobre Bo-
lívar, pero deja de lado un problema que en nuestra opinión sigue siendo el fundamental. Si bien

527
José Aricó

Como vemos, los editores trataron elegantemente de zafarse de esta


ardua cuestión esbozando una respuesta que, en realidad, antes que
una solución constituía una mera excusa, porque la aceptación tan
entusiasta por parte de Marx de una información nunca sometida a
crítica –lo cual contradecía el estilo de trabajo que lo caracterizaba–
mostraba claramente la presencia de un prejuicio político firmemente
enraizado. La respuesta de los editores, por lo tanto, nos remite nue-
vamente al nudo del problema a dilucidar, porque debemos preguntar-
nos hasta qué punto es verdad que Marx no disponía de otras fuentes
que las mencionadas. Y si se demuestra, como creemos posible, que
Marx dispuso de otras fuentes que eran favorables a su biografiado, la
nueva pregunta que se nos plantea es por qué las dejó conscientemen-
te de lado.
Si aceptamos las aclaraciones hechas por Scaron en su presentación
del texto de Marx, la biografía de Bolívar fue escrita en una época en

Marx tendió siempre a usar una tabla de valores tradicionales para hablar de personajes, la dejó de
lado al enjuiciar los hechos. ¿Por qué en el artículo sobre Bolívar el enjuiciamiento de los hechos de
la independencia latinoamericana quedó desplazado totalmente por la utilización de esa tabla de va-
lores? El problema vuelve a plantearse. La reducción del fenómeno bolivariano a un ejemplo más de
bonapartismo lo hizo recaer en los mismos vicios de polemista en que recayó en su excesiva persona-
lización del régimen de Napoleón III. Sorprende observar cómo esta personalización, absolutamente
contradictoria con su propio método de análisis, lo condujo a descuidar en su análisis de la Francia
del Segundo Imperio las transformaciones operadas en su infraestructura industrial y a sobreestimar
los fenómenos políticos y financieros en sus rasgos parasitarios y degenerativos. Como señala Rubel
(1960, pp. 149-150): “la pasión del polemista predominó constantemente sobre el estudio de los hechos
en sus encadenamientos múltiples. Se diría que Marx se rehusó a prestar atención a la vocación eco-
nómica del bonapartismo; se complacía en considerar solo sus ambiciones militares, sus acrobacias
financieras y sus ‘remilgos políticos’. […] Podríamos haber esperado un análisis más penetrante de
las determinaciones económicas de parte de un ‘materialista’” Según Rubel (1960), una explicación
sociológica de este hecho singular puede encontrarse en El dieciocho brumario (Marx, 1973b). Para Marx,
la aventura bonapartista solo es explicable como “traición” de una clase que ha abandonado sus intereses
“históricos” en beneficio de sus intereses inmediatos. Siendo una clase económicamente dominante, la
burguesía francesa pudo renunciar a una representación política adecuada. Dividida en fracciones riva-
les, pudo consagrarse tranquilamente a sus negocios a la sombra del poder del Estado. Para conservar in-
tacta su potencia social, la burguesía renunció en su propio interés al gobierno propio. El bonapartismo,
en cuanto supremacía absoluta del Poder Ejecutivo sobre el resto de los poderes de la nación, expresaba
por ello el supremo antagonismo entre el Estado y la sociedad (Rubel, 1960: 152-153). Pero razonando de
este modo, el bonapartismo comenzaba a dejar de ser un fenómeno político particular, expresivo de una
inadecuación circunstancial de la sociedad y del poder de la clase dominante, para convertirse, según la
lógica del discurso de Marx, en una línea de tendencia de la sociedad moderna. Fracturando la relación
entre Estado y sociedad, Marx retornaba inconscientemente a toda la temática antiestatalista de sus
primeros escritos políticos antihegelianos.

528
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

que el juicio en un comienzo favorable al Libertador que tenían las más


importantes figuras de la cultura europea

[…] había cedido la plaza a una animadversión punto menos que


general. Los liberales repudiaban el centralismo y autoritarismo
de Bolívar; los republicanos detectaban recetas criptomonárqui-
cas tras los esquemas de organización política propuestos por el
Libertador; los ideólogos de la expansión europea –y esto nos pa-
rece lo decisivo– intuían certeramente en los planes bolivarianos
de unidad latinoamericana una voluntad de resistencia a aquella
penetración (Marx y Engels, 1975, p. 105)6.

Este supuesto cambio de juicio es simplemente recordado por Scaron,


como si fuera una verdad de hecho, cuando en realidad hay elementos
para pensar que solo se trata de una opinión derivada, muy probable-
mente, de una creencia no por extendida menos cuestionable: la de que
el capitalismo europeo, y fundamentalmente el inglés –que constituía
en nuestros países la nueva potencia por ese entonces hegemónica–,
se oponía a la unidad latinoamericana, y por tanto a los proyectos boli-
varianos. El ejemplo de Brasil muestra que por lo menos Inglaterra no
tenía motivo alguno para temer la creación de unidades políticas más
vastas, capaces de mantener la paz y el orden interno, y por tanto de
ofrecer mercados “seguros” a las exportaciones metropolitanas y luego
a las inversiones de capitales. Lo cual explica que el proyecto de orga-
nización americana esbozado por Bolívar haya contado con la simpatía
británica7. Antes que una posición principista favorable a la disgregación
hispanoamericana, en el sentido de divide et impera, por temor a la even-
tual capacidad de autonomía de la unidad latinoamericana, lo que te-
mía Inglaterra era que una unidad impuesta forzadamente, y por tanto

6. Las consideraciones del recopilador del volumen sobre el texto de Marx están incluidas en su “Intro-
ducción” (Marx y Engels, 1975, pp. 12-13) y en las numerosas y utilísimas notas con que se comenta el
artículo (Marx y Engels, 1975, pp. 105-121).
7. Véase sobre el tema de la hegemonía británica en América Latina y de su actitud frente a la unidad
continental las desmitificadoras reflexiones de T. Halperin Donghi (1969, pp. 146-161, 168-175), que co-
mentamos en la Nota VIII del “Apéndice”.

529
José Aricó

sobre bases inestables, acabara por “anular los esfuerzos por imponer
algún orden a las unidades más pequeñas en que espontáneamente
se había organizado la Hispanoamérica posrevolucionaria” (Halperin
Donghi, 1969, p. 156).
En oposición a esta tendencia a descubrir en la conciencia europea de
la época una animadversión por la figura de Bolívar, de la que Marx fue
prejuiciosamente partícipe, son reveladoras las agudas observaciones
hechas por Draper (1968) en un artículo dedicado precisamente a este
tema. A través de la correspondencia mantenida por Marx y Engels po-
demos reconstruir la forma en que ambos encararon la tarea encomen-
dada por Dana. Sabemos por ejemplo que, como era característico en él,
Marx comenzó consultando los artículos que sobre el tema habían pu-
blicado otras enciclopedias de la época, como la Encyclopaedia Americana,
la Encyclopaedia Britannica, la Penny Encyclopaedia, la Encyclopédie du XIXe
siècle, el Dictionnaire de la Conversation, el Brockhaus Conversations-Lexikon,
etc. Al consultar el término en los textos utilizados por Marx, Draper ad-
vierte que, curiosamente, estos no solo no critican a Bolívar sino que, por
el contrario, son abiertamente favorables a él, lo cual, a su vez, explica la
molestia de Dana. Por otra parte, una de las fuentes incluida como re-
ferencia al final del trabajo de Marx, las Memorias del general Miller (s.d.),
si bien censura los proyectos políticos bolivarianos, trata de mantener
frente al libertador una actitud imparcial, reconociéndole, entre otros,
sus “inmensos servicios” prestados a la causa independentista. Scaron
señala que el hecho de que Marx se hubiera inclinado por los juicios de
dos enemigos declarados de Bolívar, como eran Hippisley y Ducudray, y
no por los más equilibrados de Miller, constituye una prueba de que “su
actitud de entonces hacia lo latinoamericano era previa, no posterior, a la
lectura de las obras en que se fundó para redactar la biografía de Bolívar”
(Marx y Engels, 1975, pp. 106-107). Lo cual constituye un argumento más
en favor de lo sostenido por Draper (1968) y de lo que intentamos de-
mostrar en el presente trabajo. Marx redacta su diatriba no siguiendo el
juicio de sus contemporáneos sino contrariándolo. Escoge a veces en for-
ma arbitraria argumentos y datos que sirven para avalar su posición,
desconociendo otros que su formación de “materialista histórico” le ve-
daba hacer, y todo esto al servicio de una posición netamente contraria

530
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

a un personaje al que se empeña en identificar con el más odiado de sus


enemigos. Debemos coincidir entonces con Draper (1968) cuando con-
cluye que fue una evaluación política la que indujo a Marx a interpretar a
Bolívar como autoritario y bonapartista, y a proyectar, como solía hacer-
lo, su hostilidad política al conjunto de las actividades y hasta a la propia
personalidad del libertador, del que se burla encarnizadamente a lo lar-
go de su extenso ensayo. En conclusión, no fue por el desconocimiento
de datos imprescindibles ni por haber tenido al alcance de la mano solo
fuentes tendenciosas por lo que la actitud personal y política de Marx
fue tan violentamente antibolivariana, sino por su radical discrepancia
con respecto a la visión, a las metas y a los actos antidemocráticos de
Bolívar.
Si aceptamos, aun como hipótesis de trabajo, que fueron considera-
ciones políticas las que arrastraron a Marx a la adopción de una actitud
tan prejuiciosa sobre Bolívar y lo que esto implicó de incomprensión
sobre las características de América Latina y la naturaleza de su movi-
miento real, se trata ahora de ver más detenidamente cómo en el propio
texto sobre Bolívar afloran dos líneas de pensamiento subyacentes en
las elaboraciones de Marx desde su juventud. Estimuladas por su eva-
luación política negativa del fenómeno latinoamericano reaparecen en
forma encubierta ambas líneas de pensamiento de raigambre hegeliana,
aunque la primera implique una adhesión modificada de aquel pensa-
miento, mientras que la segunda exprese el rechazo del hegelianismo
en este terreno. El razonamiento adoptado es el que se vincula con la
noción de los “pueblos sin historia”; en tanto que el negado se refiere al
papel del Estado como instancia productora de la sociedad civil8.
Permítasenos retornar sobre el tema de la ahistoricidad de ciertos
pueblos para tratar de dilucidar desde qué aspecto ella pudo ser recupe-
rada por Marx. Debe recordarse que la noción de “pueblos sin historia”
no alude en Hegel solamente a un carácter de ausencia de potencia o viri-
lidad expansiva, sino a una noción más radical y necesaria de su sistema:

8. Debo buena parte de las reflexiones que siguen a las discusiones que sobre este trabajo mantuve con
Oscar Terán, quien tuvo la generosidad de facilitarme sus observaciones por escrito, y permitirme utili-
zarlas libremente en mi texto.

531
José Aricó

a la de la racionalidad del devenir. En la medida en que el proceso general,


y el histórico humano dentro del mismo, no es en Hegel un aconteci-
miento exterior sino inmanente al desarrollo de lo real (el espíritu uni-
versal), un aspecto central del esfuerzo teórico hegeliano pasa por mos-
trar precisamente la interioridad, la necesidad y por ende la racionalidad
de todas las grandes figuras adoptadas por este despliegue a lo largo de
su desarrollo. Pero como esta racionalidad es pensada desde el punto de
vista de la totalidad, los pueblos con destino histórico serán aquellos que
estén en condiciones de recuperar, y al mismo tiempo negar, el conjunto
de las diversas figuras desplegadas a lo largo de una historia que esté en
condiciones de operar como continente sintetizador de aquella heren-
cia. De ahí que la noción de historicidad hegeliana implique la negación
de la “positividad” o, lo que es lo mismo, la negación de la exterioridad en
cuanto que reinado de la arbitrariedad, del absurdo y, en definitiva, de
la irracionalidad. Elementos estos últimos que aparecen condicionando
fuertemente la lectura que hace Marx de los sucesos históricos prota-
gonizados por Bolívar, descritos como una sumatoria de casualidades
y de hechos gratuitos o “positivos”, es decir, contingentes. Por ejemplo,
cuando Marx (1975, pp. 85-86) anota que, como consecuencia de las suce-
sivas derrotas derivadas de la manifiesta incapacidad militar de Bolívar,
“a una defección seguía la otra, y todo parecía encaminarse a un desca-
labro total. En ese momento extremadamente crítico, una conjunción
de sucesos afortunados modificó nuevamente el curso de las cosas”. Quizá
pocas veces como en esta oportunidad se le aplicaría al propio Marx la
crítica que este le hiciera en otra oportunidad a Víctor Hugo por el modo
de presentar el golpe de Estado de su odiado Luis Napoleón: “En cuan-
to al acontecimiento mismo, parece, en su obra, un rayo que cayese de
un cielo sereno”9. Lo cual permite pensar que la xenofilia que recorre

9. “Víctor Hugo se limita a una amarga e ingeniosa invectiva contra el editor responsable del golpe de Es-
tado. En cuanto al acontecimiento mismo, parece, en su obra, un rayo que cayese de un cielo sereno. No
ve en él más que un acto de fuerza de un solo individuo. No advierte que lo que hace es engrandecer a este
individuo en lugar de empequeñecerlo, al atribuirle un poder personal de iniciativa que no tenía paralelo
en la historia universal. Por su parte, Proudhon intenta presentar el golpe de Estado como resultado de
un desarrollo histórico anterior. Pero, entre las manos, la construcción histórica del golpe de Estado se le
convierte en una apología histórica del héroe del golpe de Estado. Cae con ello en el defecto de nuestros
pretendidos historiadores objetivos. Yo, por el contrario, demuestro cómo la lucha de clases creó en Francia

532
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

todo el texto de Marx sobre Bolívar se deba fundamentalmente a esta


ubicación de la racionalidad en los representantes de aquellos “pueblos
sin historia” donde la inexistencia en los hechos de una lucha de clases
impida explicar a partir de esta “las circunstancias y las condiciones que
permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de
héroe” (Marx, 1975). Y podemos citar al respecto un nuevo párrafo donde
la contraposición es tajante e ilustrativa:

Bolívar marchó hacia Pamplona, donde pasó más de dos meses en


festejos y saraos. […] Con un tesoro de unos 2 millones de dólares,
obtenidos de los habitantes de Nueva Granada mediante contribu-
ciones forzosas, y disponiendo de una fuerza de aproximadamente
9 mil hombres, un tercio de los cuales eran ingleses, irlandeses, ha-
noverianos y otros extranjeros bien disciplinados (Marx y Engels, 1975,
p. 87; cursivas nuestras).

En síntesis, puede afirmarse que fue a través del privilegiamiento del


carácter arbitrario, absurdo e irracional del proceso latinoamericano
–a causa de la imposibilidad de visualizar en él la presencia de una
lucha de clases definitoria de su movimiento real y por tanto fundante
de su sistematización lógico-histórica– que Marx se vio conducido a
reflotar la noción, siempre presente en el trasfondo de su pensamien-
to, de “pueblos sin historia”. Pero no ya entendida de una manera abs-
tracta, como se inclinan a pensar quienes quieren explicar todo por
las creencias prejuiciosamente eurocéntricas de Marx, sino como un
círculo temático dentro del cual gira el fantasma de la irracionalidad
o la positividad en la historia. Lo cual, como es lógico, nos remite a
algo que no pertenece exclusivamente al pensamiento marxiano sino
que constituye la línea dominante del pensamiento occidental, del que
aquel forma parte inseparable: la búsqueda de una legalidad histórica
de los procesos sociales.

las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el
papel de héroe” (Marx, 1973b, p. 405). Resulta imposible negar la identidad de procedimiento analítico
utilizado por los historiadores “objetivos” frente a Napoleón III y por Marx frente a Bolívar.

533
José Aricó

Pero si esto es así nos vemos obligados a plantearnos una nueva pre-
gunta: ¿por qué Marx, que con tanta sutileza y profundidad trató de des-
entrañar otras coyunturas históricas sumamente complejas para hallar
su “núcleo racional”, pudo percibir los sucesos bolivarianos –y por ex-
tensión el fenómeno de América Latina– como sumergidos en un con-
texto francamente irracional? En nuestra opinión, puede postularse con
suficientes razones que sobre esta forma hegelianizante de percibir el
proceso operó el segundo principio que hemos señalado, que es el de la
resistencia de Marx a reconocer en el Estado una capacidad de “produc-
ción” de la sociedad civil y, por extensión, de la propia nación. La “cegue-
ra” teórica de Marx derivaría, entonces, del círculo vicioso en que acabó
por encerrarse su pensamiento.
Recordemos que la concepción hegeliana de la “dialéctica de los es-
píritus de los varios pueblos particulares” reconocía a cada uno de ellos
la posibilidad de “llenar solo un grado y a ejecutar solo una misión en la
acción total”10. En el pasado, no a todos los pueblos les cupo esta tarea
sino única y exclusivamente a aquellos que por sus disposiciones natu-
rales y espirituales estuvieron en condiciones de crear un vigoroso siste-
ma estatal, mediante el cual lograron imponerse sobre los demás. Según
Hegel, “en la existencia de un pueblo, el fin esencial es ser un Estado
y mantenerse como tal: un pueblo sin formación política […] no tiene
propiamente historia; sin historia existían los pueblos antes de la forma-
ción del Estado, y otros también existen ahora como naciones salvajes”
(Hegel, 1974, p. 372, § 549). A partir de tal consideración, Hegel pensaba
que un pueblo al que le resultara indiferente poseer un Estado propio de-
jaría rápidamente de ser un pueblo. Pero como América era para Hegel
el continente del porvenir, la potencial historicidad de sus pueblos estaba
en su capacidad de devenir Estados, capacidad que, por ser desplazada a

10. “Este movimiento de la historia universal es el camino para la liberación de la sustancia espiritual, el
hecho mediante el cual el fin absoluto del mundo se realiza en el mundo; el espíritu, que primeramente
es solo en sí, llega a la conciencia y a la autoconciencia y por tal modo a la revelación y realidad de su
esencia en sí y por sí, y se hace también eternamente universal, se hace el espíritu del mundo. Puesto
que este desenvolvimiento tiene lugar en el tiempo y en la existencia, y por tanto en cuanto a historia sus
momentos singulares y grados son los espíritus de los varios pueblos, cada uno como singular y natural
en una determinación cualitativa está destinado a llenar solo un grado y a ejecutar solo una misión en la
acción total” (Hegel, 1974, p. 370, § 549).

534
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

un futuro en el que la relación entre hombre y espacio geográfico habría


de modificarse, dejaba abierta una problemática que, como tal, escapaba
a la filosofía, pero no necesariamente a la política. Porque si dejamos
de lado el punto de vista de la “filosofía de la historia universal” desde
el cual Hegel analizaba América y retomamos su concepción del Estado
como “productor” de la sociedad civil y de la nación, es necesario admitir
que dicha concepción tenía la enorme virtud de mantener “la riqueza de
interrelaciones que unen la política a lo político-institucional, los suje-
tos sociales a la esfera estatal, con sus múltiples articulaciones y con su
compleja dimensión de ‘legitimación’” (Marramao, 1982, p. 25). Y es esto,
precisamente, lo que tiende a perder de vista el pensamiento marxiano
al operar una proyección elíptica de la inmanencia sectorial de lo “eco-
nómico” sobre la totalidad de las relaciones sociales y de su historia en
cuanto que permanente transformación.
El rechazo de la concepción hegeliana del Estado tuvo el efecto con-
tradictorio de obnubilar su visión de un proceso caracterizado por una
relación asimétrica entre economía y política, de modo tal que, no pu-
diendo individualizar el “núcleo racional” fundante del proceso –la “ley
de movimiento” de la sociedad–, Marx redujo la “política” a puro arbi-
trio, sin poder comprender que era precisamente en esa instancia don-
de el proceso de construcción estatal tendía a coagularse. Recordemos
que la negación del Estado como centro productor de la sociedad civil
es un principio constitutivo del pensamiento de Marx. No es por azar
que su Crítica de la filosofía hegeliana del derecho (Marx, 2010) se inicia
prácticamente con el cuestionamiento del parágrafo 262 de la Filosofía
del Derecho de Hegel (1975), o sea, allí precisamente donde se afirma la
productividad de la sociedad civil, o, dicho de otro modo, de la “eco-
nomía”, por el Estado, esto es por la “política”. Hegel afirma allí que
“la idea efectivamente real –el espíritu– se divide en las dos esferas
ideales de su concepto, la familia y la sociedad civil. […] Reparte así en
esas esferas el material de su realidad finita”. Más explícitamente, en
el parágrafo 263 utiliza la metáfora del sistema nervioso central para
equipararla al Estado, y aclara definitivamente que el Estado requie-
re, como momentos interiores al mismo, el desarrollo de la familia y
de la sociedad civil, aun cuando estas dos últimas esferas solo puedan

535
José Aricó

devenir “efectivamente reales” cuando están encuadradas estatalmen-


te, o sea, cuando “las leyes que los gobiernan son las instituciones de la
racionalidad que aparecen en ellos”.
Pero ¿en qué consiste institucionalmente el Estado hegeliano? Basta
citar la descripción que de él hace Eric Weil (1970) para advertir cuánto
se le aproximaba el proyecto bolivariano de nuevo Estado a formar. “Este
Estado es una monarquía constitucional, fuertemente centralizada en
su administración, descentralizada en cuanto a los intereses económi-
cos, con un cuerpo de funcionarios profesionales, sin religión de Estado,
absolutamente soberano tanto en lo exterior como en lo interno” (Weil,
1970). Descripción esta que coincide con la hecha por Marx en su cono-
cida referencia crítica al Estado francés incluida en El dieciocho brumario:

Este Poder Ejecutivo, con una inmensa organización burocrática


y militar, con su compleja y artificiosa maquinaria de Estado, un
ejército de funcionarios que suma medio millón de hombres, jun-
to a un ejército de otro medio millón de hombres, este espantoso
organismo parasitario que se ciñe como una red al cuerpo de la so-
ciedad francesa y le tapona todos los poros, surgió en la época de
la monarquía absoluta, de la decadencia del régimen feudal, que
dicho organismo contribuyó a acelerar. […] Napoleón perfeccionó
esta máquina del Estado. […] Todas las revoluciones perfecciona-
ban esta máquina, en vez de destrozarla (Marx, 1973b, p. 488; citado
por Weil, 1970, p. 72).

Sin embargo, esta réplica del Estado hegeliano que Marx ve reproducirse
de manera agudizada en la situación de “autonomización del Ejecutivo”
característica del Segundo Imperio, no era sino una expresión lineal
de una relación de fuerza ya previamente consolidada dentro de la es-
fera económico-productiva. Sin la presencia claramente delimitable
de dicha esfera, su existencia era una falsa forma, pura arbitrariedad y
autoritarismo.
A partir de todas estas consideraciones, no resulta difícil imaginar de
qué modo el Bolívar que Marx construye debía ser el heredero arbitrario y
despótico de aquella tradición político-estatal contra la que siempre había

536
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

combatido desde una doble perspectiva teórica y política. Teórica, porque


la constitución misma de su pensamiento se realiza contra el sistema de
Hegel, pero no contra una parte cualquiera del mismo sino en oposición a
su teoría política. En parte compartiendo así aun el clima joven hegeliano,
pero en parte desbordándolo en la medida en que su crítica no se limita
al terreno de la alienación religiosa, el joven Marx desemboca en la crítica
de la política como instancia autonomizada de la sociedad civil. En ade-
lante, la crítica de la política será una directa emanación de la crítica de la
economía política, y del sistema marxiano resultarán finalmente exclui-
dos una teoría y un análisis positivo de las formas institucionales y de las
funciones de lo político11. La reiterada negativa a dotar de eficacia propia
a la esfera estatal derivaría, por tanto, no del Estado “incompleto” en que
quedó, en momentos de la muerte de Marx, su sistema global, sino de las
consecuencias inevitables de su propia modalidad de constitución. Para
Marx, reconocer el momento político en su autonomía implicaba retroce-
der a una problemática “prefeuerbachiana”, es decir, ya superada. El pri-
vilegiamiento del carácter “político” de ciertas situaciones, que no dejará
nunca de recorrer el pensamiento de Marx, pertenecerá más bien a los
“puntos de fuga” del sistema, antes que ser un elemento necesariamente
deducible del sistema mismo.
En consecuencia, es natural que sociedades como las latinoamerica-
nas, en las que el peso de la constitución “desde arriba” de la sociedad
civil era tan notable, debían inaugurar una zona de penumbras dentro
de la reflexión marxiana. Se explica así el énfasis puesto por Marx, en su

11. “Toda transformación puede y debe, para Marx, devenir objeto de explicación causal mediante la re-
currencia a la ‘esencia’ del modo de producción. De ahí la relación de adecuación perfecta que se viene
a establecer entre crítica de la economía política y explicación científica de la morfología capitalista. En este
esquema –que de ‘núcleo esencial’ deduce las ‘leyes de movimiento’ y de estas la tendencia fundamental
al derrumbe del sistema–, la crisis política se presenta como una variable dependiente de la crisis de la
relación de producción, precisamente en la medida en que la crítica de la política es considerada como
emanación directa de la crítica de la economía política. El momento político se configura entonces como
violencia concentrada e instrumento (complejo de aparatos de represión) del dominio de clase, o bien
[…] como expresión lineal de una relación de fuerza ya consolidada dentro de la esfera económico-pro-
ductiva. La ausencia en Marx de una teoría y de un análisis positivo de las formas institucionales y de
las funciones de lo político no indica por tanto una ausencia o una ‘laguna’ del sistema global, sino sobre
todo la consecuencia de las modalidades peculiares con las que el propio sistema ha sido ‘construido’”
(Marramao, 1982, p. 22).

537
José Aricó

texto sobre Bolívar, en la incapacidad congénita del “Estado bolivaria-


no” para ordenar hegelianamente el mundo de la sociedad civil: “Pero,
como la mayoría de sus compatriotas, era incapaz de todo esfuerzo de
largo aliento y su dictadura degeneró pronto en una anarquía militar,
en la cual los asuntos más importantes quedaban en manos de favoritos
que arruinaban las finanzas públicas y luego recurrían a medios odiosos
para reorganizarlas” (Marx y Engels, 1975, p. 79). Esta oposición teóri-
ca está a su vez sobredeterminada por el tipo de Estado propuesto por
Hegel y realizado luego del fracaso de la revolución de 1848 en Europa. La
identificación de Bolívar con Soulouque, que había sido a su vez compa-
rado con Napoleón III, no es por ello casual, ya que este último era una
especie de corporización sintetizadora de su oposición teórica al con-
cepto estatal hegeliano y de su oposición política al bonapartismo. De
ningún modo podía Marx aceptar la legitimidad de un sistema político
basado en la presencia omnímoda de un dictador, ni tampoco admitir el
principio hegeliano sobre el que parecía basarse:

El pueblo tomado sin sus monarcas y sin la articulación del todo


que se vincula necesaria e inmediatamente con ellos, es una masa
carente de forma que no constituye ya un Estado y a la que no le co-
rresponde ninguna de las determinaciones que únicamente existen
en un todo formado y organizado: soberanía, gobierno, tribunales,
autoridades, clases, etcétera (Hegel, 1975, p. 329, § 279).

Tampoco podía Marx admitir las referencias positivas a la clase militar,


en cuanto que “clase de la universalidad”, hechas por Hegel. Como es ob-
vio, resultaban difícilmente compatibles para un cuerpo de pensamien-
to que, como el marxiano, ubicaba la densidad económico-social como
instancia fundante de la historia y la centralidad de la clase como sujeto
de la misma.
La descalificación de Bolívar implicaba un riesgo que Marx fue inca-
paz de sortear y del que nunca tuvo plena conciencia: la incomprensión
del movimiento en su conjunto. No es casual que, dejándose llevar por su
odio al autoritarismo bolivariano, concebido como una dictadura “educa-
tiva” impuesta coercitivamente a masas que no parecían estar maduras

538
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

para una sociedad democrática, Marx haya dejado de considerar lo que


su propio método lo impulsaba a buscar en otros fenómenos sociales que
analizó: la dinámica real de las luchas de clases o de fuerzas actuantes.
Resulta así sorprendente que no haya prestado atención alguna a las re-
ferencias acerca de la actitud de los distintos sectores sociales latinoa-
mericanos ante la guerra de independencia, las rebeliones campesinas
o rurales contra las élites criollas que dirigían la revolución, la endeblez
de las apoyaturas políticas de dichas élites entre los sectores populares
de la población, y más en particular entre los negros y los indios, quienes
tendían a sostener la causa de los españoles: el alcance de la abolición del
pongo y la mita; la distinta característica de las guerras de independencia
entre el Sur, donde las élites urbanas habían logrado mantener el control
del proceso evitando el peligro de una abierta confrontación entre po-
bres y ricos, y México, donde la revolución comenzó siendo una rebelión
generalizada de campesinos y de indígenas; en fin, el profundo temor
que embarga a la clase gobernante ante la posibilidad de un proceso que
reprodujera los hechos de la sublevación indígena de Tupac Amaru, o la
rebelión negra en Haití. Entre la disgregación política y social y la volun-
tad revolucionaria de imponer un orden que pudiera asegurar la libertad
de los individuos, entre la necesidad de destruir el viejo orden colonial y
el temor por abrir paso así a la rebelión incontrolada de las masas, el pro-
yecto bolivariano no se agotaba en el bonapartismo ni en su autoritaris-
mo. Frente a las diversas opciones en que se fragmentaba el movimien-
to independentista colocado ante una inabarcable heterogeneidad de la
realidad continental, Bolívar se esforzó por llevar a cabo un proyecto que,
habida cuenta de la hostilidad creciente hacia el radicalismo político que
dominaba a las élites gobernantes latinoamericanas desde 1815 en ade-
lante, implantara un sistema basado en un poder central de naturaleza
tal como para desempeñar en la nueva situación el mismo papel que des-
empeñara el aparato administrativo, eclesiástico y militar de la corona
española. En cierto sentido, Bolívar intentaba repetir en la América es-
pañola lo que la monarquía portuguesa había logrado hacer en el Brasil.
Dicho proyecto se basaba en dos grandes ideas fuerza compartidas
por un importante grupo que tuvo en Bolívar a su más audaz y constan-
te exponente; dos principios fundamentales para la constitución de un

539
José Aricó

Estado moderno, en los que sorprendentemente Marx no reparó aunque


estuvieran en el trasfondo de su pensamiento acerca de las condiciones
que debían reunirse para la existencia de Estados “modernos”. La pri-
mera de tales ideas fuerza apuntaba a la formación de una nacionalidad
geográficamente extendida, capaz de defender y promover el progreso
económico ulterior no solo frente a España sino también al resto de las
grandes potencias europeas. La segunda pugnaba por el establecimien-
to del orden político y social, con el propósito de que la anarquía emer-
gente de la naturaleza propia del proceso independentista no acabara
por invalidar el progreso económico y por someter a los pueblos a una
tiranía aun más arbitraria y despótica que aquella contra la cual la revo-
lución se había alzado12.
Cuestionada hacia fines de la primera década revolucionaria la credi-
bilidad de las soluciones monárquicas soñadas por los patriotas, cuando
fueron desbordados por el torbellino de la disgregación y el desorden,
la única posibilidad de organización “nacional” –que por ese entonces
seguía siendo contemplada desde una perspectiva continental– residía
en la imposición de un poder fuertemente centralizado basado en la pre-
sencia de un orden constitucional aceptado por las elites gobernantes
locales y capaz de asegurar una representación legitimada y segura a
cada una de las fuerzas sociales en pugna. El virtuosismo republicano
de los dirigentes aseguraría que el sistema no se desplazara hacia las
formas opresivas de la libertad ciudadana que la Independencia se había
propuesto destruir13. Solo una unidad semejante podía lograr atraer, sin

12. Es verdaderamente sugestivo que Marx no reparara en la propuesta bolivariana de la formación de


una gran nación andina capaz de unificar las diversas regiones en una estructura política única, con un
poder fuertemente centralizado, cuando es notorio que su pensamiento en torno a este problema estuvo
dominado por la idea de la dimensión geográfica como condicionante de la posibilidad de existencia de
los Estados. Aunque, como hemos señalado, su concepto del problema nacional se fue matizando con el
correr de los años, sobrevivieron en él algunos elementos y uno de ellos es precisamente la idea de que
las naciones pequeñas no eran eficazmente capaces de establecer una existencia política independiente
bajo condiciones modernas (véase Bloom, 1975, p. 45 y ss.). Enemigo de todo separatismo, de cualquier
tipo de particularismo, Marx se sentía fuertemente inclinado a reconocer la legalidad propia de la lucha
nacional de los grandes países; sin embargo, en el caso concreto de la Gran Colombia, volvió a soslayar
el problema de la lucha bolivariana por impedir la balcanización de América para solo considerar sus
veleidades imperiales.
13. El virtuosismo republicano de los dirigentes reclamado por Bolívar se asemeja sorprendentemente

540
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

necesidad por esto de caer en otra forma de sujeción, el apoyo decisivo


del capital británico, con el que se contaba imprescindiblemente para
la recuperación económica de un continente arruinado por las guerras.
Como tantas veces se ha señalado, el hecho de que este proyecto fuera
derrotado no significa por sí mismo que hubiera sido utópico, que no
expresara a fuerzas sociales existentes en la realidad continental. Los
planes de Bolívar no fracasaron simplemente porque no contaban con
una poderosa clase social que los hiciera suyos, sino porque no existien-
do tal clase las fuerzas sociales que se aglutinaban en torno al proyec-
to bolivariano, y que debían haber “sustituido” la ausencia de aquella,
carecían de la voluntad revolucionaria suficiente para hacer avanzar el
proceso hasta un punto en el que un posible retorno a la situación ante-
rior resultara imposible. En otras palabras, se volvió irrealizable por la
debilidad propia de las fuerzas que debían encarnarlo y por el profundo
temor que sentían ante la violencia destructiva de las masas populares.
El recuerdo traumatizante de las rebeliones en la época colonial, la reac-
ción conservadora y realista provocada en la élite criolla por la presencia
amenazante de masas “dispuestas a ser agitadas por cualquier dema-
gogo y lanzadas contra los centros del orden, la cultura y las finanzas”,
corroía el débil jacobinismo que caracterizó aun a los más radicalizados
representantes del movimiento revolucionario. La perspectiva de hacer
depender de la profundización de la movilización popular el triunfo del
nuevo orden revolucionario era temida “no solo por los individuos de
mentalidad conservadora, sino también por muchos de formación libe-
ral, como Bolívar, que veían que la masa popular tenía más capacidad
destructiva que constructiva” (Di Tella, 1968, p. 181). Pero si tales eran

a la idea que se hacía Lenin, por ejemplo, de la característica que debía tener el núcleo dirigente del
partido revolucionario, en condiciones de ilegalidad, para continuar siendo democrático. Pero también
se asemeja a la propuesta leniniana de ampliar el grupo dirigente del PCUS en las nuevas condiciones
de partido en el poder mediante la incorporación de unos cien obreros que por su virtuosismo “de clase”
podrían contrarrestar la peligrosa tendencia a la burocratización del Estado y del partido que detectaba
Lenin. Véase, al respecto, la recopilación de textos de Lenin (1980, p. 97 y ss) titulada Contra la burocracia.
Aunque la semejanza establecida deriva de una identidad de situaciones, antes que de opiniones, resulta
interesante ver cómo las respuestas a los problemas suscitados por los procesos de cambio hechos “desde
arriba” son casi siempre las mismas y combinan de manera curiosa la apelación al poder represivo del
Estado y la confianza en las virtudes excepcionales del núcleo dirigente.

541
José Aricó

las complejas y peligrosas alternativas que se alzaban delante del movi-


miento independizador, la forma bonapartista y autoritaria del proyec-
to bolivariano no expresaba, como la entendió Marx, las características
personales de un individuo sino la debilidad de un grupo social avanza-
do que, en un contexto continental y mundial cuyo rasgo característico
era el ascenso de la contrarrevolución, solo pudo proyectar la construc-
ción de una gran nación moderna a partir de la presencia de un Estado
fuerte, legitimado por un estamento profesional e intelectual que por
sus propias virtudes fuera capaz de conformar una opinión pública fa-
vorable al sistema, y por un ejército dispuesto a sofocar el subversivismo
constante de las masas populares. Por lo que podemos afirmar que, trai-
cionando lo que constituía la esencia de su manera de analizar los pro-
cesos sociales, Marx sustantivó en la persona de Bolívar lo que se negó
de hecho a analizar en la realidad latinoamericana: las fuerzas sociales
que provocaron su auge y decadencia. De modo idealista, el “movimien-
to real” fue sustituido por las desventuras de un falso héroe.
Marx pudo abrirse a la comprensión de los fenómenos sociales del
mundo europeo porque sumó a un conocimiento totalizador de la di-
námica del capitalismo en el mundo la determinación desprejuiciada
de nuevos soportes sociales de los procesos de transformación. Al anali-
zar países como Irlanda, España, Rusia o Turquía descubrió siempre en
ellos la presencia de esos soportes a los que atribuyó una vitalidad pro-
pia de tal magnitud como para generar una revolución plebeya, popular,
revolucionadora del conjunto de la sociedad como lo fue la Revolución
Francesa. Para decirlo de algún modo, en cada uno de ellos encontró los
gérmenes de un nuevo “1789”. Es eso precisamente lo que no pudo vis-
lumbrar en América Latina. La ausencia de voluntad “nacional y popu-
lar” característica de las élites criollas que condujeron el proceso inde-
pendentista estableció un límite de “visibilidad” del proceso que Marx
no pudo superar y que resolvió paradójicamente a través de un meca-
nismo de negación. La debilidad de las élites políticas y sociales latinoa-
mericanas y la ausencia aún alveolar de una presencia autónoma de las
masas populares debían conducirlo, y de hecho lo condujeron, a negar
todo tipo de legalidad propia de un proceso social al que solo vio en sus
elementos de arbitrariedad y de autoritarismo. Desde un punto de vista

542
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

moral pudo justificarlo y hasta defenderlo; pero tanto teórica como polí-
ticamente le negó cualquier grado de creatividad histórica. Y cuando en
virtud de circunstancias muy especiales tuvo que analizar a una figura
histórica excepcional, atravesada por la multiplicidad de determinacio-
nes del contradictorio proceso latinoamericano, se rehusó a desplegar
su formidable capacidad de análisis en el examen de una revolución
dramáticamente colocada en la situación de realizarse “desde arriba”.
A partir de todos los elementos que hemos tratado de incorporar a un
análisis que, en las circunstancias actuales aspira a ser una perspectiva
de búsqueda antes que una tentativa de resolución, podemos problema-
tizar de mejor manera la oclusión de una realidad que durante décadas
caracterizó la historia del movimiento socialista. La singularidad lati-
noamericana no pudo ser comprendida por dicho movimiento no tanto
por el “eurocentrismo” de este como por la singularidad de aquella. La
condición ni periférica ni central de los Estados naciones del continente,
el hecho de haber sido el producto de un proceso al que gramscianamen-
te podríamos definir como de revolución “pasiva”, el carácter esencial-
mente estatal de sus formaciones nacionales, el temprano aislamiento
o destrucción de aquellos procesos teñidos de una fuerte presencia de
la movilización de masas fueron todos elementos que contribuyeron a
hacer de América Latina un continente ajeno a la clásica dicotomía entre
Europa y Asia que atraviesa la conciencia intelectual europea desde la
Ilustración hasta nuestros días.
Es por todo esto que resulta pobre, limitado y falso asignar al su-
puesto “eurocentrismo” marxiano el paradójico soslayamiento de la
realidad latinoamericana. La presencia obnubilante de los fenómenos
de populismo que caracterizan la historia de nuestros países en el si-
glo XX llevó curiosamente a identificar eurocentrismo con resistencia
a toda forma de bonapartismo o de autoritarismo. El resultado fue una
fragmentación cada vez más acentuada del pensamiento de izquierda,
dividido entre una aceptación del autoritarismo como costo ineludible
de todo proceso de democratización de las masas y un liberalismo aris-
tocratizante como único resguardo posible del proyecto de una socie-
dad futura, aun al precio de enajenarse el apoyo de las masas. Aceptar
la calificación de “eurocéntrico” con que se pretende explicar la oclusión

543
José Aricó

marxiana implica de hecho cuestionar el filón democrático, nacional


y popular que constituye una parte inescindible del pensamiento de
Marx. Si es innegable que el proceso de constitución de las naciones lati-
noamericanas se realizó en gran parte a espaldas y en contra de la volun-
tad de las masas populares, cuestionar la idea cara a la II Internacional
(pero no solo a ella) de la “progresividad” in nuce del desarrollo de las
fuerzas productivas y de las formaciones estatales significa de hecho
reencontrarse con ese filón democrático y popular del marxismo. Es in-
troducir un nuevo punto de partida, una nueva perspectiva “desde aba-
jo” de los procesos históricos, en los que la consideración de las masas
populares, de sus movimientos de constitución y de fragmentación, de
sus formas expresivas, de sus vinculaciones con las élites intelectuales
o políticas, de su homogeneidad interna, de sus mitos y valores, de su
grado de supeditación o autonomía, que debería ser reivindicado como
el único y verdadero criterio marxista. Solo así quizá se podría evitar
esa permanente oscilación entre “objetivismo” y “subjetivismo” en que
se debate aún hoy la historiografía y la teoría política marxista, incapa-
ces de dar cuenta de lo nuevo a fuerza de seguir atadas a lo viejo. De ahí
que problematizar las razones de la resistencia de Marx a incorporar a
su pensamiento la realidad del devenir Estado de las formaciones so-
ciales latinoamericanas no sea un mero problema historiográfico o un
vacuo ejercicio de “marxología”, sino una más de las múltiples formas
que puede y debe adoptar el marxismo para cuestionarse a sí mismo. Al
rechazar el criterio del europeísmo de Marx como principio explicativo
válido para dar cuenta de su paradójica oclusión, debemos internarnos
por caminos intransitados que su genio desbrozó por vez primera, pero
a los que la conversión de sus ideas en sistema sepultó bajo exquisitos
procedimientos hermenéuticos. La crisis de un saber que intentó ser a
la vez completo y autosuficiente nos permite recuperar hoy esas verda-
deras “sendas perdidas” del pensamiento de Marx. Y estas, de un modo
u otro tienen el efecto contradictorio de mostrarnos los límites de vali-
dez de un método, al tiempo que arrastran a la superficie filones de un
pensamiento ocultos por años en la tradición socialista. Cuestionando
una tradición interpretativa, hemos llegado a rozar ciertos núcleos pro-
blemáticos en los que los puntos de fuga del sistema marxiano aparecen

544
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

como ofreciendo mayores posibilidades de proseguir una línea de bús-


queda más adherente al espíritu de Marx. Y de ese modo el resultado
logrado, aunque se funda quizás exageradamente más en lo no dicho
que en lo explícitamente afirmado por Marx, podrá contribuir en parte
a restituirnos la heterodoxia de un pensamiento al que un movimiento
histórico de extraordinaria magnitud como es el socialista insistió en
ver solo desde el costado de una verdad incontrovertible.
Mostrando la presencia en su interior de sus dos “almas”, hegelia-
nizante y libertaria, enfatizando la necesidad de privilegiar la segunda
frente a la primera, podremos restituirle al marxismo su condición de
teoría crítica y revolucionaria, la carga disruptiva que siempre tuvo en el
pensamiento de Marx. El hecho de que en el presente, y en momentos de
crisis de las concepciones autoritarias y burocráticas, el marxismo como
filosofía de Estado atraviese una grave crisis y el filón democrático y an-
tiautoritario vuelva a emerger con una fuerza tal como para reclamar
todo un reordenamiento de la teoría y de la práctica política muestra la
vitalidad de una doctrina aún capaz de sostener una confrontación pro-
ductiva con la realidad y con la cultura contemporáneas.

México, 12 de marzo de 1980.

545
José Aricó

Apéndice

Nota III. Marx y el porvenir social en Rusia

En 1877, Yuli Galaktiónovich Zhukovski (1822-1907), economista perte-


neciente al grupo de Sovremiénnik [El Contemporáneo], la publicación
que desde 1836 hasta 1866 aglutinó en torno suyo a lo más avanzado de
la intelligentsia revolucionaria rusa, publicó en la revista liberal Viétnik
Evropy [El mensajero de Europa] (N° 9 de 1877) un artículo titulado “Karl
Marx y su libro acerca del capital”, en el que polemizaba violentamente
contra El Capital (Marx, 1980a) y en general contra las teorías marxis-
tas. El artículo provocó muchos comentarios, entre otros, el del escritor
populista Nikolái Kostantinovich Mijailovski (1842-1904), quien decidió
asumir la defensa de Karl Marx desde las columnas de la revista progre-
sista Otiéchestviennie Zapiski [Anales de la Patria] con un ensayo titulado
“Karl Marx ante el tribunal del señor Y. Zhukovski” (N° 10 de 1877). Su
ensayo, no obstante, incurría a su vez en una serie de tergiversaciones
del pensamiento de Marx, sobre todo en lo concerniente al problema de
la “inevitabilidad” en cualquier ambiente histórico de un proceso de dis-
gregación de las economías basadas todavía en la unidad de los produc-
tores con sus medios de producción, expuesto por Marx con relación a
los países europeos occidentales. Para rectificar estas deformaciones de
su pensamiento, Marx escribió hacia finales del mismo año una carta
redactada en francés y dirigida a la redacción de la revista, aunque al
parecer nunca fue enviada. Descubierta por Engels entre los papeles de
Marx, una copia de ella se le envió a Vera Zasúlich en 1884, es decir, cuan-
do esta había dejado ya de ser populista y, junto con Plejánov, Axelrod
y otros revolucionarios rusos, acababa de formar el grupo marxista
Emancipación del Trabajo. El grupo de Plejánov consideró conveniente
no publicarla, pero según afirma Engels (Marx y Engels, 1894/1980) en el
“Postscriptum” de su ensayo “Acerca de la cuestión social en Rusia”, copias
en francés circularon clandestinamente en Rusia. Poco tiempo después,
en 1886, el órgano de los populistas revolucionarios en la emigración,

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Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

Viéstnik Naroda Volia [El mensajero de la voluntad del pueblo], la publicó


en ruso. Dos años más tarde, en octubre de 1888, volvió a publicarse en
ruso, pero esta vez en la revista legal Iuridíchevski Viéstnik [El mensaje-
ro jurídico], de tendencia populista. Por su parte, Nikolái Frántsevich
Danielson la incluyó en forma integral para conocimiento del público
occidental como apéndice a la versión francesa de su libro sobre la eco-
nomía rusa (Danielson, 1902, p. 507-509), aunque por esa misma fecha
lo publicó también la revista Le mouvement socialiste (24 de mayo de 1902,
p. 968 y ss). Resulta significativo que ni los marxistas rusos ni los oc-
cidentales (excepto los franceses) hicieran esfuerzo alguno por publi-
car un documento de tamaña importancia. En la polémica de los años
noventa, teóricos populistas como Mijailovski, Danielson, Vorontsov y
otros utilizaron con bastante frecuencia esta carta de Marx para con-
traponerla a las posiciones de los marxistas rusos. Véase, en particular,
la utilización de la carta hecha por Mijailovski y la respuesta del joven
Lenin en su libro ¿Quiénes son los “amigos del pueblo” y cómo luchan contra
los socialdemócratas? (1894/1973). En español, tanto este documento como
el conjunto de materiales de Marx y Engels sobre el problema del ca-
mino original ruso fueron recopilados en los Escritos sobre Rusia que han
comenzado a editar los Cuadernos de Pasado y Presente (Marx y Engels,
1980). Pero sigue siendo una de las mejores exposiciones sobre el debate
la “Presentación general” redactada por Fernando Claudín (Lenin, 1974,
pp. 1-55), para su edición de los Escritos económicos de Lenin (1974). Sobre
la diferencia de opiniones entre Marx y Engels acerca del “problema
ruso”, resulta ilustrativa la reciente publicación de la Correspondencia de
ambos con Danielson (Marx; Danielson y Engels, 1981).

Nota IV. El desplazamiento del campo de interés de Marx hacia las


comunidades agrarias

Se puede aducir, y con buenas razones, que el desplazamiento marxia-


no del campo de interés hacia las sociedades precapitalistas es solo un
caso particular de un fenómeno más general que comprometió a buena
parte de la intelectualidad europea del último tercio del siglo pasado.

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José Aricó

El proceso de expansión capitalista hacia el mundo colonial y las regio-


nes atrasadas de Europa sudoriental y meridional dislocó sociedades
enteras e hizo emerger problemas que reclamaban ser abordados. No
es casual que la exhumación de Haxthausen a través de Maurer y el des-
cubrimiento de que la comunidad rural, con la posesión colectiva de la
tierra, fue la forma primitiva de la sociedad desde la India hasta Irlanda
–como aclara Engels en su nota rectificatoria a la edición inglesa de 1888
del Manifiesto del Partido Comunista (Marx y Engels, 1848/1973)– se hayan
sucedido cuando Rusia “comenzó a moverse” y en vastas zonas euro-
peas y asiáticas irrumpieron grandes movimientos rurales bajo diversas
formas políticas. Marx y Engels aprovecharon ampliamente las investi-
gaciones científicas de la época no solo para verificar y redimensionar
la validez de su teoría de la sociedad, sino también para medir la pro-
ductividad política de tales investigaciones. En nuestra opinión, y par-
ticularmente en el caso de Marx, pensamos que su creciente interés por
la historia y la teoría de la comuna rural implica una apertura hacia el
mundo popular subalterno de efectos imprevisibles sobre la propia teo-
ría marxista, por lo menos para aquella época. Desde este punto de vista,
el hecho de que la preocupación fundamental de Marx hubiera sido sos-
layada por el marxismo de la II Internacional –del que hasta cierto pun-
to hay que exceptuar al filón austromarxista y al marxista “ruso”– tuvo
consecuencias negativas para el examen de problemas tan importantes
como la cuestión campesina y la cuestión nacional y colonial, afectando
seriamente a la propia teoría de la sociedad y del Estado marxiana. El
hecho de que los estudios de Marx giraran en torno a dos problemáticas
distintas como fueron la de Morgan, orientada a los fenómenos del pa-
rentesco, y la de Kovalevski, interesada esencialmente en el análisis de la
naturaleza de la comunidad primitiva y de sus restos en las sociedades
actuales, permitió, a través de la recuperación engelsiana de sus apuntes
sobre la obra de Morgan, que fuera considerado como esencial lo que
en Marx tenía solamente una importancia accesoria. De sus estudios de
la década del setenta y de los primeros años del ochenta, la tradición
marxista solo incorporó los dedicados a Morgan, sepultando en el olvido
los dedicados a Kovalevski y la comunidad rural. La interpretación de
Morgan hecha por Engels (s.d.) con base en los cuadernos de apuntes de

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Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

Marx, y plasmada en su libro sobre los Orígenes de la familia, la propiedad


privada y el Estado, tuvo el efecto negativo de empobrecer el desarrollo del
estudio de la historia y de la teoría de la sociedad por parte de los mar-
xistas y de los socialistas de la II y de la III Internacional, como señala
Lawrence Krader (1978) en su interesante contribución en el tomo 1 de
Storia del marxismo editada por Einaudi14.
Volviendo a lo señalado al comienzo de esta nota, podemos afirmar
que el cambio de perspectiva marxiana operado en los años setenta es-
tuvo motivado por la necesidad de resolver problemas teóricos surgidos
en el proceso de elaboración definitiva de los tomos subsiguientes de El
Capital (Marx, 1980a), pero además por razones más estrictamente polí-
ticas: las condiciones sociales de Rusia y los problemas que de ella deri-
vaban para el triunfo de una revolución a la que consideraba inminen-
te. A su vez, la lectura de Maurer, Kovalevski, Morgan, Tylor, Lubbock,
Phear, Maine y de los economistas y sociólogos rusos le permitió abrir-
se, con la amplitud de criterio y la capacidad analítica que lo caracteri-
zaba, a la ciencia de la época para encontrar en esta los elementos que
permitieron la potenciación crítica de su teoría. Por esta misma época,
además, anota cuidadosamente la obra de Bakunin Estatismo y anarquía
(s.d.), que gira en torno a la problemática del Estado. Para Marx, la li-
beración de los siervos de la gleba en Rusia fue la señal indicativa de un
proceso de disgregación de los cimientos de la autocracia zarista, que
estaba destinado inexorablemente a agudizarse. Pero la expansión de
las rebeliones campesinas y el crecimiento del movimiento populista,
que colocaron a Rusia al borde de su “1789”, hicieron emerger con fuerza
inusitada un problema que había lacerado desde muchos años antes a
la intelectualidad rusa, generando esos dos grandes movimientos ideo-
lógicos y políticos complementarios que fueron el occidentalismo y la
eslavofilia. Occidentalistas y eslavófilos discutían, con la pasión román-
tica que caracterizó a los debates rusos, sobre el destino último de su
país. ¿Estaría condenado a reproducir las formas bárbaras del atomismo

14. Véase “Evoluzione, rivoluzione e Stato: Marx e il pensiero etnológico” (Krader, 1978, pp. 211-244). En
la versión española véase “Evolución, revolución y estado: Marx y el pensamiento etnológico” (Krader
1979, pp. 89-137).

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José Aricó

y de la explotación burguesa que caracterizó a la Europa luego de la re-


volución de 1848, o el conocimiento de los males sociales de los países
avanzados podía permitir a los atrasados evitarlos? La debilidad del ca-
pitalismo en Rusia ¿era un hecho positivo o negativo? La presencia de
formas comunitarias profundamente arraigadas en el campo ¿favore-
cían o no un camino propio hacia el socialismo capaz de obviar las mise-
rias del capitalismo? ¿Qué papel debía o podía cumplir la comuna rural
en el tránsito a una sociedad igualitaria? En torno a estos problemas,
que en la polémica de Marx y Engels con Herzen, Bakunin y Tkachov
había sido resuelto hasta entonces en forma negativa, se opera en la dé-
cada del setenta un cambio en el que se perfila una diferencia de crite-
rios –disimulada o, mejor dicho, no explicitada– entre ambos teóricos
del socialismo. Mientras Engels considera que la Comuna rural puede
facilitar el paso al comunismo, evitando así para Rusia la fase capitalista,
solo a condición de que la revolución campesina antifeudal en Rusia esté
acompañada por una revolución proletaria en Europa occidental, Marx
intenta en cambio dar una respuesta distinta, o por lo menos se advier-
te en él un acento distinto en el análisis del problema. En su artículo
“Acerca de la cuestión social en Rusia” de la polémica contra Tkachov
de 1875, Engels (Marx y Engels, 1980) tiende a ver fundamentalmente
cómo el capitalismo se desarrolla cada vez más en ese país, desintegran-
do inexorablemente la propiedad comunal en el campo. El hecho de que
Rusia pudiera llegar al socialismo a partir de la obschina era una mera
posibilidad aleatoria y circunstancial, supeditada a una previa y triun-
fante revolución en Occidente. Todavía en vida de Marx, esta posición
es reafirmada, aunque con mayor ambigüedad, en el prefacio de 1882
a la segunda edición rusa del Manifiesto (op. cit.), que aun cuando lle-
va la firma de ambos, es muy posible que haya sido redactado solo por
Engels. Existen varias razones para defender esta hipótesis, aunque la
más importante sigue siendo la evidente diferencia entre esta posición
y las afirmaciones de Marx contenidas en el borrador de su proyectada
respuesta a Vera Zasúlich, escrito un año antes. En la breve carta con
que finalmente trató de satisfacer las cruciales demandas de su corres-
ponsal, Marx admitía que la comuna rural podía convertirse, bajo de-
terminadas condiciones, en el fundamento de la regeneración social de

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Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

Rusia, pero dichas condiciones parecían estar relacionadas directamen-


te con la vida de la propia comuna rural, con la necesidad de “eliminar
primeramente las influencias deletéreas que la acosan por todas partes
y a continuación asegurarle las condiciones normales para un desarro-
llo espontáneo”. Es muy probable que Marx incluyera a la revolución en
Occidente como uno de los factores que podía contribuir a dicha elimi-
nación, pero el hecho es que en los borradores el énfasis está puesto en
la revolución en el interior de Rusia, como el elemento decisivo y fun-
damental para aprovechar una ocasión histórica a la que considera en
parte como excepcional.

Para salvar a la comuna rusa hace falta una revolución rusa. Por
lo demás, los detentadores de las fuerzas políticas y sociales hacen
cuanto pueden para preparar a las masas a semejante catástrofe. A
la vez que desangran y torturan la comuna, esterilizan y agotan su
tierra, los lacayos literarios de los “nuevos pilares de la sociedad”
señalan irónicamente las heridas que estos le infligieron como
otros tantos síntomas de su decrepitud espontánea e incontesta-
ble. Aseveran que se muere de muerte natural y que sería un bien
el abreviar su agonía. No se trata ya de un problema que hay que
resolver sino simplemente de un enemigo al que hay que arrollar.
No es entonces un problema teórico. […] Si la revolución se efectúa
en el momento oportuno, si la inteligencia rusa concentra todas las
fuerzas vivas del país en asegurar el libre desenvolvimiento de la
comuna rural, esta se erigirá pronto en elemento regenerador de la
sociedad rusa y en elemento de superioridad sobre los países sojuz-
gados por el régimen capitalista (véase parte del borrador en Marx
y Engels, 1973, p. 170).

Pero entonces podemos preguntarnos: ¿Hasta qué punto Engels, en su


polémica con Tkachov en 1875 (Marx y Engels, 1980), en el “Postscriptum”
de 1894 (Marx y Engels, 1980) o en las cartas a Danielson (Marx,
Danielson y Engels, 1981), no incurre precisamente en aquello que criti-
caba Marx? Cuando Engels escribe a Danielson, el 17 de octubre de 1893,
que “ninguna gran calamidad histórica deja de tener por compensación

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José Aricó

un progreso histórico. Lo único que varía es el modus operandi. Que les


destinées s’accomplissent!” (Marx, Danielson y Engels, 1981), ¿no estaba
considerando en forma positiva el hecho de que se abreviara la agonía
de la comuna y de que acelerara el avance inevitable del desarrollo capi-
talista? Basta leer los borradores de Marx y compararlos con esos textos
de Engels para advertir que estamos ante dos posiciones distintas. Vale
la pena acotar, sin embargo, que estas diferencias no aparecían clara-
mente delimitadas y que los populistas rusos consideraban tanto al uno
como al otro sus soportes teóricos. Al publicar en su periódico Narodnaia
volia el prefacio a la segunda edición rusa del Manifiesto (op. cit.), la re-
dacción le añadió un comentario en el que sostenía que dicho texto con-
firmaba plenamente “una de las tesis fundamentales del norodovolchest-
vo, confirmación que se beneficia de las investigaciones de estudiosos
de elevadísima estatura como Marx y Engels” (Tvardovskaia, 1978, p. 95).
Porque en el Engels de los años setenta y ochenta ya estaba firmemen-
te arraigada la concepción del papel rector de la revolución en Occidente
resulta explicable la facilidad con que se desvanecieron en él las esperan-
zas que albergó en ciertos momentos en la posibilidad de compatibilizar
un proceso revolucionario de tipo plebeyo en Rusia con las necesidades
de la revolución obrera y socialista en Europa occidental. El “Prólogo”
de 1882 al Manifiesto (op. cit.) pareciera ser un texto de compromiso, el
punto en el que se encontraron las posiciones diferenciadas de ambos
pensadores. Pero ya en los inicios de los noventa, Engels vuelve a insistir
sobre las mismas ideas explicitadas en la polémica con Tkachov y descu-
bre en la realidad rusa lo que había sostenido como existente años antes:
la plena afirmación del capitalismo y el inevitable proceso de disgrega-
ción de la propiedad comunitaria. Más allá de los matices que puedan
encontrarse en ambos discursos, lo que realmente interesa destacar es
la diferente concepción del nexo entre teoría y movimiento social que
los inspira. En su análisis, Marx no excluye la posibilidad del desarrollo
capitalista en Rusia; simplemente lo considera como un hecho histórica-
mente negativo que los hombres –es decir, el movimiento social– deben
por todos los medios evitar. Dando por descontado la inevitabilidad his-
tórica del proceso capitalista ruso, Engels, en cambio, considera a este
como una transformación históricamente progresiva. Aunque no está

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Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

dicho en forma explícita sino apenas sugerido, el análisis de Marx nos


hace pensar en que, según él, el socialismo ruso depende en gran parte
de la posibilidad de evitar el capitalismo. El de Engels, en cambio, parte
de la convicción de que el socialismo solo es posible luego del capitalis-
mo en Rusia. Para decirlo de un modo distinto, en los años noventa, el
“voluntarista” Marx ha cedido su lugar al “objetivista” Engels y, a través
de este, a la expansión en Rusia –pero no solo en ella– de un marxismo
instalado ideológicamente en su forma “legal”. Y por eso durante los pri-
meros años el joven marxismo ruso polemizó contra el populismo desde
la perspectiva de Struve. Cuando sobreviene la diferenciación entre las
dos alas del marxismo ruso, la ecuación leniniana de voluntarismo po-
pulista + objetivismo marxista está tan firmemente instalada en el in-
terior de una teoría del partido y de la revolución que queda fuera del
análisis la hipótesis subyacente en el pensamiento de Marx y que infruc-
tuosamente trató de explicitar en la respuesta a sus amigos y discípulos
populistas. La abrumadora presencia de masas rurales vinculadas por
lazos comunitarios no podía dejar de tener profundas implicancias so-
bre el modelo “occidental” de proceso de transición ensayado en Rusia.
Las limitaciones con que el bolchevismo encaró las agudas tensiones
sociales generadas por la Revolución de Octubre fue, desde este punto
de vista, una prueba práctica de las consecuencias peligrosas que tuvo
para la teoría y para la práctica revolucionaria la oclusión de la hipóte-
sis marxiana. Continuar el análisis de Marx, a partir del reconocimiento
de la pertinencia de los términos en que él lo planteó, implicaba de he-
cho modificar la estrecha visión “obrerista” que el socialismo tenía de
los fenómenos populares. Considerar a los campesinos como aliados
de la clase obrera era un paso adelante en la definición del carácter de
la transición en Rusia. Pero esto colocaba al movimiento apenas en los
umbrales del verdadero problema, el cual era el de “unificar” realmente
a ambas clases sociales en un nuevo bloque histórico, problema del que
Lenin, al final de su vida, mostró tener una aguda conciencia. En este
sentido valdría la pena indagar hasta qué punto se puede descubrir una
línea que, no obstante las interrupciones, vincula la hipótesis de Marx,
las trágicas comprobaciones de Lenin y los intentos de Bujarin de reto-
mar, a fines de los años veinte, la perspectiva de una revolución basada

553
José Aricó

fundamentalmente en su capacidad de hegemonizar –con el mínimo


de costos sociales que permitían las condiciones existentes– una trans-
formación socialista de las estructuras agrarias y, a partir de estas, de
toda la sociedad. Al intentar dar un fundamento teórico y social a sus
posiciones gradualistas, como a su concepción de la revolución socia-
lista en Rusia, Bujarin comenzó a considerar a los campesinos en forma
positiva, abandonando las ambigüedades tácticas que caracterizaron la
posición de Lenin y de otros bolcheviques. Bujarin defendió las poten-
cialidades revolucionarias del campesino no solo en Rusia, donde apo-
yaban a una revolución proletaria, sino también a nivel mundial, por lo
que preveía un período en el que el campesinado, bajo la dirección del
proletariado, se habría de transformar en “la gran potencia liberadora
de nuestros tiempos” (1925). De esta convicción parte la consigna defen-
dida en el VI Congreso de la Internacional Comunista de una campaña
mundial cercando a la ciudad capitalista. Véanse sobre este tema, Moshe
Lewin (1977, p. 51); y la iluminadora biografía de Stephen F. Cohen (1976,
pp. 227-299, especialmente).

554
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

Epílogo a la segunda edición

I.

Tal como se ha insistido reiteradas veces en el texto que hoy intenta una
nueva edición, mi propósito al emprender lo que podría llamar una lec-
tura “contextual”, no ya del marxismo, sino del propio Marx, era el de
construir una perspectiva adecuada, o por lo menos crítica, para encarar
de manera no ritual ni abstracta la vexata quaestio del lugar paradójico
que ocupa América Latina en su pensamiento. Y digo así porque bien
vale la pena recordar que ya en el debate que comprometió a apristas y
marxistas desde fines de los años veinte emergió el problema de la nece-
sidad de poner a prueba la validez de ese compacto cuerpo de doctrinas
que era el “marxismo” –de la III Internacional, claro está– a partir de
la heterodoxia de Europa representada por América. Fue precisamente
por esos años cuando los trabajos de Marx sobre la India, o las irritantes
expresiones de Engels sobre México, fueron exhumados por un movi-
miento que comenzaba a preguntarse por su identidad y su destino.
Muchos años transcurrieron desde entonces; años preñados de gran-
des convulsiones, de inauditas transformaciones que han dejado como
saldo la pérdida del sentido de una historia en cuya prevista dirección
ascendente se basó por largo tiempo la confianza en la futura liberación
humana. Revestidas del aroma ideológico que les otorgó la vulgata mar-
xista, en el interior de la cual adquirían la robustez de tendencias cuyas
dimensiones objetivas permitían analizarlas con el rigor de la ciencia,
las antiguas seguridades y creencias se han desmoronado y de muy poco
sirven hoy para analizar la complejidad de un mundo en el que los ac-
tores parecieran haber trastrocado sus papeles. Cuestionada la “razón
histórica” que configuró al marxismo –a despecho de Marx, y permíta-
seme esta machacona insistencia– como un providencialismo ochocen-
tista, se nos cuela por la ventana la realidad de un mundo que no veo por
qué debamos justificar, y que por definición ideológica y por la simple
condición de “humano” me inclino como muchos otros a reconocer en

555
José Aricó

términos de transformación y de interpretación. Y cambio de exprofeso


el ordenamiento categorial porque creo encontrar en el prius acordado
a la transformación la idea que inspiraba a Marx cuando en la onceava
tesis sobre Feuerbach privilegiaba crípticamente el devenir mundo de
la filosofía como un punto de clausura de toda una prolongada historia
del pensamiento occidental. No porque creyera que la transformación
del mundo no requiriera del concepto, sino porque dicho concepto, para
que la transformación fuera efectiva realización humana, debía fundar-
se según palabras de Ernst Bloch (1977) “en la inmensa conexión de lo
que está haciéndose con lo que todavía no ha llegado a ser”. El concepto
no debía por tanto preceder sus determinaciones, como en apariencia
ocurría en Hegel, sino expresar un “movimiento real” cuya dirección
proyectiva solo podía imponer su necesidad en la medida en que se
constituía como crítica radical de lo existente, de lo que inmediatamen-
te aparece y se reviste de una racionalidad legitimadora15.
Corroído por su tránsito mundano, doblegado bajo el peso asfixian-
te y exterior de la forma de valor sobre el trabajo concreto de los hom-
bres, el marxismo se ha desdoblado en sus naturalezas sacra y terrenal
al precio de aniquilar el poder eversivo que a sus principios asignaba
Marx. Como interpretación de la historia y creador de ella muestra ser
menos “subversión de la praxis” que ciencia de la legitimación, lógica del
poder, ideología encubridora. La crisis del socialismo, que es también
crisis de la idea y de la práctica del proyecto de transformación, arrastra
como la piel al cuerpo el cuestionamiento de su perspectiva teórica, cual
es el de un marxismo al que los avatares del movimiento de las clases
subalternas sobre las que se fundó ha ido configurando como una doc-
trina completa, o por lo menos completable con sutiles procedimientos
hermenéuticos. Convertido en religión de Estado, el marxismo parece
reducirse a esa ideología autoritaria y represiva predominante en casi
un tercio de nuestro planeta, o en un término genérico, pobre de teoría

15. Véase Bloch (1977, pp. 270-277). Cuando Marx afirma que los filósofos solo han interpretado al mundo
y de lo que se trata es de transformarlo, nos está diciendo que toda interpretación es posible únicamente
como transformación y que toda transformación es interpretación. Como podría decirse hoy, el terri-
torio de la interpretación se extiende a todo el mundo ya que todo el mundo puede ser concebido como
lenguaje.

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Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

pero formidable como mito político, con el que se afirma una posición
frente al mundo, una voluntad de lucha por transformar una sociedad
lacerada e injusta.
Pero esta realidad incontrovertible, ¿da cuenta plenamente de la
complejidad del fenómeno “marxista”? Si desde que existe como edificio
teórico y motor de la historia fueron constantes las tentativas de reinter-
pretarlo de acuerdo a las distintas experiencias y circunstancias, ¿hasta
qué punto el objeto “marxismo” se deja aprisionar por un término sinté-
tico que expresa ciertas formas de su constitución –por más hegemóni-
cas que estas sean– pero deja de lado otras, a las que la ortodoxia descali-
ficó como “heréticas” y sin cuya determinación la historia del marxismo
puede construirse como historia universal al precio de mutilar lo que
le es verdaderamente propio, su sustancia práctico-política? Así como
la historia de la Iglesia no es idéntica a la historia del cristianismo ni la
contiene in toto, la historia del marxismo desborda las vicisitudes de la
vulgata y de sus “desviaciones”. Además de una historia esotérica como
institución y como dogma, como hecho de ideas y de figuras intelectua-
les, es innegable que hay otra historia suya discontinua y descentrada,
plena de morfologías ocultas, de sendas perdidas y temporalidades di-
versas; una historia esotérica y pluralista en la que se expresa la multipli-
cidad de tentativas, de proyectos y de resultados de la lucha de las clases
subalternas. Negada como reconstrucción ideal, cronológica y rectilínea
de una ortodoxia –que no deja de ser tal por el hecho de instituirse a par-
tir de ciertas corrientes o centros teóricos y políticos de coagulación–, la
historia del marxismo reclama ser construida en su extrema diversidad
nacional. Deja por tanto de ser una historia única, aunque con admitidas
fracturas, para transformarse en una historia de la “pluralidad” de los
marxismos. Y solo de esta manera podrá ser posible reconstruir cómo y
en qué medida el trabajo teórico de Marx y de los que siguieron tales o
cuales de sus ideas o en él se inspiraron pudo haber influido –para utilizar
una expresión que reconozco ambigua e imprecisa– en un determinado
país y en un preciso momento histórico; hasta dónde fue recuperado por
las fuerzas y movimientos sociales en sus luchas y en la configuración de
sus ideologías, programas y culturas; qué papel desempeñó en la consti-
tución del socialismo como una corriente ideal y política.

557
José Aricó

Desde una perspectiva semejante, que al retener sus elementos esen-


ciales16 privilegie siempre la diversidad de realidades, de ritmos y de
temporalidades en que tales elementos debieron operar para ser formas
teóricas y prácticas de fenómenos nacionales, el marxismo como hecho
terrenal e histórico, y en tal sentido también como teoría “finita”17, de-
berá ser visto en la historia laica de sus “reconstrucciones” –¿y, por qué
no, de sus “producciones”?–, que como tales fueron algo más que “in-
terpretaciones” debidas al genio de sus mayores o menores exponentes
intelectuales. Con una condición, sin embargo: la de que al convertirlo
en objeto de la investigación se mantenga siempre firme ese principio
hermenéutico radical establecido por Marx que nos recuerda que el su-
jeto de esta historia está siempre fuera, en ese “movimiento real” de cu-
yas vicisitudes el marxismo pretendió ser no mera visión especular sino
construcción teórica. De ahí entonces que solo pueda construirse una
cabal y no sacra historia del marxismo en la medida en que sea al mismo
tiempo historia del movimiento obrero, del socialismo y de las luchas
sociales que en él se inspiraron.
¿Qué sentido tiene entonces plantear la compleja contradictoriedad
de este fenómeno en el término reductivo de “crisis”? Si con tal expre-
sión se quiere hacer referencia a la presencia de una cisura radical en
las conexiones existentes entre proceso de elaboración de la teórica y
procesos reales, podría recordarse que entre teoría y movimiento nunca
existió una relación lineal y que la reconversión de la teoría en políti-
ca constituyó un campo problemático de contradictoria resolución. Si
la teoría no puede ser supuesta como un dato de hecho, ni es tampoco
un producto espontáneo del proceso histórico, su relación con el movi-
miento no puede ser sino problemática, conflictiva, ambigua, fragmen-
tada por discontinuidades y rupturas. Y hasta podría afirmarse que son
muy breves los momentos en los que teoría y movimiento mantienen

16. Cuando me refiero a los elementos esenciales del marxismo apunto a tres aspectos que en Marx cons-
tituían una unidad inescindible: la crítica de la economía política como ciencia del trabajo fetichizado de
los hombres; una concepción de la historia y una metodología historiográfica por la cual el tiempo histó-
rico se constituye como teoría de las formas a partir del carácter sistemático del presente; la coincidencia
de filosofía y política, o dicho de otro modo, la “identidad” de teoría y práctica.
17. La expresión es de L. Althusser (1982, pp. 11-21).

558
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

una relación de plena expresividad o correspondencia. Hablar de crisis


es, en tal sentido, una forma ideologizante, eufemística y restrictiva, de
designar las dificultades con que se enfrenta el movimiento social, en
su teoría y en su práctica, para relevar la absoluta novedad de nuestro
tiempo y proyectar soluciones a la altura de los problemas del mundo
contemporáneo. Si el marxismo –en el sentido fuerte de la expresión–
no pretendió erigirse como un saber totalizante productor por sí mismo
de conocimiento sino solo dar criterios cognoscitivos formales y orien-
taciones políticas para una lucha que emergía de conflictos objetivos; si
primordialmente quiso ser organización crítica del saber y proyecto de
transformación radical, ¿es posible reducirlo, sin desvirtuarlo, a mera
“filosofía de la historia”, a un momento hoy perimido o por lo menos
en irrecuperable crisis del logos en Occidente? En consecuencia, hablar
de “crisis del marxismo” –y no con mayor propiedad, de marxistas en
crisis–18 tiene sentido si previamente hemos hecho de él lo que precisa-
mente nunca pretendió ser: una visión del mundo capaz de englobar
como método y como teoría la totalidad de lo diverso desde una sede
privilegiada convertida en Absoluto.
Digo “nunca” sabiendo que cometo un abuso de lenguaje, porque
si algo fue y es la vulgata marxista, ese tristemente célebre “diamat” de
perniciosa y asfixiante presencia, es una filosofía del Absoluto. ¿Pero a
título de qué confundir los términos del problema? ¡Una cosa es Marx
y otra el movimiento marxista y de ningún modo es posible reducir a
identidad la extrema complejidad de la historia de sus relaciones! No
es necesario hacer una indagación demasiado sofisticada para mostrar
una nítida línea de continuidad en el pensamiento de Marx que se ex-
presa como crítica radical de la filosofía, de la economía política y de

18. Recordemos las sensatas palabras de Bobbio: “Para concluir, he comenzado a hablar de crisis del
marxismo para adoptar el lenguaje corriente; en realidad para quien como yo no es marxista ni antimar-
xista, y considera a Marx como un clásico con quien es preciso ajustar cuentas como se hace con Hobbes
o Hegel, no existe tanto una crisis del marxismo como marxistas en crisis. Solo un marxista, en cuanto
considera que el marxismo es una doctrina universal, o un antimarxista, en cuanto considera que el
marxismo debe ser rechazado del principio al fin, pueden correctamente decir, con dolor o placer, que el
marxismo está en crisis. El primero, porque no encuentra allí lo que creía encontrar; el segundo, porque
de la constatación de un error decreta su fracaso y su fin”. Véase ahora, en español, la intervención de N.
Bobbio (1982, pp. 76-83) de donde tomamos la cita.

559
José Aricó

la política, y es incuestionable su rechazo a todo intento de convertir a


sus ideas en un sistema, su negativa a admitir cualquier ideología es-
tatalista que se postulara monopolizadora de la verdad. Puede decirse,
sin embargo, que el vulgo marxismo –pero no solo él– no habría existi-
do sin Marx; que ciertas visiones, análisis e ideas suyas contribuyeron
a fundarlo; que contradiciéndolo el movimiento marxista avanzó a su
amparo y en torno a los problemas que su crítica puso en el centro de la
estructura de nuestro tiempo histórico. Es verdad también que el propio
Marx tendió a ser muchas veces “marxista”. Pero no por esto debemos
cambiar las cartas y aceptar análisis indiscriminados que acaban anu-
lando la insuprimible dimensión histórica de estos problemas. El dia-
mat o, más en general, el movimiento “marxista” debe ser explicado, y es
necesario hacerlo porque solo de tal modo será quizás posible destruir
o recomponer tradiciones ideológicas y culturales que, formadas en el
terreno histórico-concreto de constitución del movimiento social, con-
tribuyeron a darle a este una identidad sin la cual su autonomía política
resultaba imposible, pero que hoy representan lastres poderosos para
dar respuestas prácticas y teóricas a las grandes preguntas de nuestro
tiempo.
Es posible pensar entonces que, del mismo modo que hace más de un
siglo debió mediar la crítica de la “ideología alemana” para que el mo-
vimiento socialista se abriera paso como consciente alternativa social y
política al desarrollo de la racionalidad y del dominio capitalista, hoy sea
imprescindible otra labor de crítica semejante sobre la “ideología mar-
xista” en una nueva época histórica signada por la crisis del Estado, de
la política y de las formas generales del intelecto europeo –entendiendo
este término en el sentido de “capitalístico-céntrico”. Pero hasta tan-
to aparezca otro Marx19, no encuentro razones que impidan poner en

19. Por el razonamiento que estoy haciendo es evidente que este condicional tiene para mí un valor
meramente retórico. No creo en tal posibilidad porque me parece que con Marx se clausura la tentativa
de la razón occidental de englobar como método y teoría la diversidad de lo real. Pero la consumación de
las categorías definitorias de “totalidad”, “progreso” y “centralidad”, presupuestas en dicha razón y que
Marx –aunque no solo él– arrastra a su punto de disolución, ¿lo instala solo en el pasado? Resultaría iluso-
rio negar que el debate actual sobre el problema del Estado y de lo político obliga a examinar críticamente
toda la cultura de izquierda, ¿pero cómo abrirse a una renovada y más poderosa tensión proyectual sin
medirse necesariamente con Marx? Si el pasado continúa operando sobre el presente cronológico y tien-

560
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

tensión las potencialidades críticas de su discurso para historizar el iter


de un movimiento que forma parte inescindible del pensamiento y de la
acción de las clases explotadas del mundo moderno en favor de un reor-
denamiento democrático de la organización del trabajo social y de toda
la sociedad en su conjunto. Por lo que no se trataría ya de dar nihilista-
mente por concluido un saber al que previamente se ha congelado en
una forma determinada, ni de iniciar un movimiento de “retorno” a un
Marx “verdadero”, pero condenado siempre a la incomprensión, sino de
analizar con los instrumentos analíticos de que disponemos –y pensar
en excluir de estos al mundo categorial marxista es una mera puerili-
dad– esta confusa fase de traspaso a una nueva forma de la modernidad
que involucra un cambio radical de las relaciones entre los procesos de
recomposición de clase y las transformaciones políticas e instituciona-
les en acto.

II.

Despojada de sus ribetes propagandísticos, o de la acrítica exaltación


alternativa de un intuicionismo que se sustrae a toda crítica posible, y
que en su pretensión de encerrar en un solo punto la extrema comple-
jidad de la historia participa de la misma limitación de lo que critica, la
polémica en torno a la llamada “crisis del marxismo” puede ser un cami-
no para nuevos descubrimientos, para penetrar en terrenos apenas ex-
plorados, para delimitar con mayor claridad las nervaduras de un tejido
social en el que la crisis del Estado se vincula a una crisis más general de
racionalidad. Como metáfora para evocar la clausura de toda una época,
la “crisis del marxismo” puede sí ser productiva.

Decir cómo ha nacido, a través de qué estaciones ha venido madu-


rando, es ya un primer modo de sustraerla al morfinismo político de
la vacía charlatanería ideológica, de colocarla útilmente dentro de un

de a proyectarse al futuro, ¿cómo pensar la transición sin todo aquello que nos dio Marx para entender
el pasado y el presente?

561
José Aricó

proyecto de transformación. La puesta en fusión del marxismo con la


enorme acumulación de pensamiento moderno puede indicar –para
Oriente y para Occidente– una fase de desarrollo y de enriquecimien-
to de su autonomía teórica. No por el deseo de encontrar legitimidad
en el diálogo con las demás culturas, ni para validar nuevas valencias
totalizantes, sino para elevar su potencial crítico sobre el gran tema
de la democracia moderna, para retomar el hábito de su elevado gra-
do de construcción intelectual (Auciello, 1981, p. 9).

En la historia del pensamiento, el marxismo ocupa una posición excep-


cional porque es algo más que una teoría o un hecho de pensamiento;
puede alcanzar esa “dimensión esencial en la historia” que le reconocía
Heidegger porque es, ante todo, crítica del concepto de teoría como fun-
damento de proyectos enciclopédicos, como metalenguaje de las cien-
cias especializadas. Pero para alcanzar lo que jamás pudo lograr filosofía
moderna alguna, debió fundar su saber “en otro elemento”20, como en
su habitual estilo alegórico evocaba Marx la necesidad de la filosofía de
volver los ojos al mundo exterior, en el elemento de la actividad huma-
na misma considerada como actividad objetiva. Solo allí, en la actividad
crítico-práctica del hombre es posible dilucidar el problema de la verdad
o, según sus palabras, de “la realidad y el poder, de la terrenalidad de su
pensamiento”. El mundo sensible que aparece en la vida cotidiana de los
hombres, en sus construcciones teóricas y científicas, no es un objeto,
o una cosa que la conciencia simplemente refleja, sino siempre un pro-
ducto de la práctica histórica global. Es a partir de este concepto clave
de la vida social como vida esencialmente práctica que puede construir-
se una concepción materialista de la sociedad. Porque si la vida social es
vida esencialmente práctica, todos los fenómenos de la sociedad deben

20. “El mundo es, pues, un mundo desgarrado, que se enfrenta a una filosofía de suyo total.” Si después
de Hegel pudieron aparecer en escena “todos esos ensayos pobres y en su mayoría sin fundamento de
los filósofos modernos” es porque “los espíritus mediocres conciben, en tales épocas, una idea inversa a
la de los estrategas de cuerpo entero. Creen poder reparar el daño sufrido reduciendo las fuerzas com-
batientes, dispersándolas, concluyendo un tratado de paz con las necesidades reales, al revés de lo que
hizo Temístocles cuando, amenazada Atenas por la destrucción, movió a los atenienses a abandonar la
ciudad, para crear una nueva Atenas en el mar, en otro elemento” (Marx, 1982, p. 131).

562
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

ser remitidos a las relaciones sociales que los hombres establecen para
vincularse consigo mismos y con la naturaleza. En adelante, todos los
misterios que inducían a la teoría al misticismo “encuentran su solución
racional en la práctica humana y en la comprensión de esta práctica”. Y
en la idea de sociabilidad, o de actividad critico-práctica, o de praxis, está el
núcleo teórico de reunificación de todos los elementos de la vida social,
elementos que, por lo demás, se encuentran en la base de toda forma de
vida social históricamente determinada. Esta idea de Marx hoy aparece
como tan obvia que ni valdría la pena mentarla. Sin embargo, la idea de
que el conocer no es una simple actividad descriptiva de lo objetivamen-
te existente sino la construcción de un mundo sensiblemente experimen-
tal y estructurado de relaciones constantes y de procesos regulares, im-
plica el establecimiento de un principio que ya no puede ser contradicho
desde el interior del discurso filosófico.
Que con esta idea que Marx comparte con Nietzsche se haya alcan-
zado, según palabras de Heidegger, la “posibilidad más extrema de la
filosofía” (Heidegger, 1968, p. 133, 1969)21, sin lograr romper no obstante
con las premisas metafísicas a las que se mantuvieron ligados, siendo un
problema relevante no anula la radicalidad de sus propuestas. Después
de Marx y Nietzsche, el pensamiento filosófico ya no puede ser prose-
guido libremente y debe limitarse a los sucesivos “renacimientos de los
epígonos y de sus variantes”. Para una conciencia laica como la que me
empeño en situarme interesa poco que ambos pensadores estén más acá
o más allá de los umbrales de la nueva época que vislumbramos; o epí-
gonos o heraldos marcan un insoslayable punto de flexión de la cultura
moderna. Si tal como recordaba Marx todo gran pensador condena a las
generaciones sucesivas a explicarlo, de un modo u otro, sacralizándo-
lo a despecho de aquello que lo cuestiona o desdeñándolo como “perro

21. Tanto Marx como Nietzsche “permanecen, y no solo exteriormente, ligados a premisas metafísicas;
ellos completan la metafísica y realizan de tal manera el fin de la filosofía en absoluto. En el ‘platonismo
subvertido’ de Nietzsche y en el ‘trastrocamiento de la metafísica’ realizada por Marx, Heidegger destaca,
‘es alcanzada la posibilidad más extrema de la filosofía’” (Schmidt, 1977, p. 24). Como subversión de la
“abstracta metafísica” concebida por el idealismo hegeliano, Marx expresaría el círculo de Hegel como
tiempo histórico de la burguesía. Es por esto que resulta tan cierta la afirmación de Maximilien Rubel
cuando recuerda que es Hegel –teórico sistemático del Estado y de la guerra– nuestro verdadero contem-
poráneo, el verdadero triunfador del siglo XX.

563
José Aricó

muerto”, seguimos girando en la órbita de Marx, es decir, en los temas


que él colocó, resolviéndolo o no, en el centro de la estructura de toda
una época histórica a cuya agonía estamos asistiendo sin que lo nuevo se
descubra todavía en sus determinaciones conceptuales. Lo que enseña el
concepto, ya lo muestra en su necesariedad la historia, decía Hegel; “solo
en la madurez de la realidad aparece lo ideal frente a lo real, y erige a este
mismo mundo, aprehendido en su sustancia, en la figura de un reino
intelectual” (Hegel, 1975, p. 26)22. En definitiva, la verdad del marxismo
no reside en que tales o cuales afirmaciones suyas no puedan aun ser re-
futadas –tarde o temprano lo serán, o ya lo están siendo–; la validez de la
teoría marxista deriva del hecho de que es, con todo lo que esto implica,
el juicio existencial sobre una época del mundo todavía no concluida23.
He aquí la razón de por qué en mi texto, aun considerando discutible e
insuficiente la manera en que Rosa Luxemburg encara el problema del
“estancamiento” y del “avance” del marxismo, traté de reconstruir su
razonamiento admitiendo la presencia en él de un compartido criterio
sobre la validez “epocal” del pensamiento de Marx. En su “Presentación”,
Carlos Franco encuentra aquí una ambigüedad interpretativa de mi par-
te, cuya explicación remitiría –y no creo malinterpretarlo– al “conflic-
to entre un pensamiento teórico liberado y una resistencia efectiva a la
ruptura” que descubre como recurrente en mi ensayo. Es posible que el
texto sea en sí ambiguo, pero si suspendemos la presunción de que se
trate de una reiterada tentativa de mantenerse adherido a una fe, es po-
sible analizarlo como la tematización de un nudo teórico y práctico aún
no desatado, cual es el de la vigencia de Marx. Cuestión esta que se plan-
tea el mismo Franco cuando cree posible aun hoy “convertirlo en el ac-
tivo fermento de nuevas y creativas construcciones teóricas”. En efecto,
esta operación reconstructiva solo es posible si de algún modo se acepta

22. Como señala Tronti (1982, p. 52) “el umbral crítico está exactamente en el punto en el que la realidad
no aparece según lo que es, pero deviene lo que es. Se puede aferrarla únicamente en ese punto: no con
los ojos de una ciencia exacta sino con las manos de una práctica transformadora”.
23. “Lo que Marx –viniendo de Hegel– ha reconocido en un sentido esencial y significativo como aliena-
ción del hombre alcanza en sus raíces la apatricidad del hombre moderno. […] Por cuanto Marx, al expe-
rimentar la alienación, alcanza a introducirse en una dimensión esencial de la historia, la visión marxista
de la historia supera a toda la restante historiación”. Solo dentro de aquella dimensión, “y solo allí, se hará
posible un diálogo fecundo con el marxismo” (Heidegger, op. cit., pp. 94-95).

564
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

en sus motivaciones más profundas la pregunta que intentaba contestar


Rosa Luxemburg a comienzos del siglo XX, cuando otro debate sobre la
disolución del marxismo comprometía al movimiento obrero y al pen-
samiento europeo. Solo porque la realidad no ha sido capaz todavía de
agotar la potencialidad de un pensamiento anticipado a las necesidades
de su época, Marx sigue hablando a nuestros contemporáneos.
Pensar el marxismo como una teoría “finita”, y por tanto “limitada”
–para usar la expresión de Althusser (1982)–, es ya un modo de desplazar
el razonamiento del terreno de la fe al de la crítica, por la simple razón
de que su validez deja de fundarse sobre una metafísica “filosofía de la
historia” totalizadora del pasado, el presente y el futuro de la humani-
dad, para inscribirse –yo diría que exclusivamente– en su pretensión de
dar cuenta de la realidad del modo capitalista de producción, de un mo-
vimiento dialéctico hacia la superposición cada vez más aplastante de la
forma del valor de cambio sobre el valor de uso, de la subsunción dentro
de sí, como mera fuerza de trabajo abstracta, a la clase obrera y a toda la
sociedad. Aquí está quizás la esencia del paradigma marxiano, la identi-
ficación de los términos de la dialéctica social en el doble carácter de la
mercancía y de la fuerza de trabajo, como valor de uso y valor de cambio;
aquí encuentra fundamento científico la crítica de la economía política.
Reconociendo esta dialéctica como fundante de las contradicciones de
la sociedad moderna, y sin abrir juicio sobre la dimensión teórica que
puede adquirir este descubrimiento cuando se vuelve hacia el pasado,
Marx podía plantear la perspectiva histórico-epocal de la liberación del
trabajo social de su condición de “mercancía”. La recuperación de viejas
y la construcción de nuevas formas de sociabilidad, dicho de otro modo,
la superación de la alienación, se volvía posible –hoy no diríamos como
ayer necesaria– porque el desarrollo capitalista solo podía efectivizarse
a través de una reproducción inaudita de sus propias contradicciones,
liberando de tal modo una multiplicidad de sujetos y conflictos. La gran-
deza de Marx, entre las otras que podemos reconocerle, reside en haber
podido establecer las determinaciones esenciales de toda una época his-
tórica en la que el despliegue de la forma de valor llega hasta su propia
consumación lógica. En los Grundrisse der Kritik der politischen Ökonomie
o los Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Marx,

565
José Aricó

1972), en momentos en que apenas se iniciaba la expansión del capita-


lismo en el mundo, previó que la automatización plenamente desarro-
llada convertiría a la ciencia en un poder productivo directo tornando a
la expropiación del trabajo ajeno, sobre la base de la cual existe la socie-
dad moderna, en una condición demasiado estrecha de la producción.
La producción de mercancías como soporte de la producción se volve-
ría así superflua. Esta sorprendente previsión marxiana nos habla de
su genio, de su excepcional capacidad analítica para ver en la realidad
tal como es, en la realidad capitalista, lo que ya está en potencia en ese
objeto que se llama “mercancía”. Pero de ninguna manera nos obliga
a relegitimar siempre todo el aparato conceptual de la crítica de Marx
frente a la complejidad de las sucesivas transformaciones operadas en la
sociedad capitalista. La antítesis descubierta por él entre desarrollo de
la productividad social general y reducción al tiempo de trabajo funda
la posibilidad de pensar una forma política de la crisis, que en las con-
diciones de las sociedades actuales se expresa como una diseminación
de las fuerzas productivas en su negativa a ser modeladas por el tiempo
de trabajo. Su previsión histórica del agotamiento de un modelo clásico
de reproducción del capital hoy aparece ante nuestros ojos como una
realidad incontrovertible en la crisis del Estado “social”. Como bien se
ha señalado recientemente,

[…] el análisis combinado de los fenómenos de superproducción


y del carácter contradictorio del dominio del tiempo de trabajo; la
imagen fundamental de la crisis como el “violento restablecimiento
de la unidad entre momentos independientes y el violento volver-
se independientes de momentos que esencialmente son una sola
cosa”; el esquema de una relación “deductiva” entre desarrollo y cri-
sis y el consiguiente emerger de un “límite” en el mantenimiento
constante de la formalización del trabajo delimitan en su conjunto
el perímetro de las adquisiciones más duraderas de Marx.

Pero la imposibilidad de reducir a los términos de El Capital (Marx,


1980a) la diversidad de los elementos del análisis deriva precisamente
del hecho de que la teoría de la crisis de Marx se evidencia, a un mismo

566
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

tiempo, como el anuncio del agotamiento de una forma “política” de la


dominación capitalista y como apertura de un nuevo tiempo suyo, como
clausura de un modelo lineal de las relaciones entre las clases y como
individualización de una nueva perspectiva de desarrollo de lo políti-
co (Auciello, 1981, p. 47)24. Considerada como momento de pasaje a la
apertura de un nuevo continente estatal y teórico, o sea, como una fase
nueva de las formas de la reproducción, la crítica de Marx se manifies-
ta en toda su moderna significación, a condición de que se admita las
consecuencias que de aquí derivan sobre su propio sistema teórico, que
grafican la presencia de fronteras que para ser atravesadas requieren
de su reconstrucción. Porque ya no es posible restringir la historia del
antagonismo político al desarrollo de su ciclo estatal-institucional, tra-
tar de reducirlo en clave “económica” implicaría instaurar un verdadero
axioma de clausura del marxismo teórico que acabaría vedándole toda
capacidad de proyección de las formas moleculares de la transición.
Sería una manera de resolver “en negativo” los objetivos elementos de
crisis del sistema teórico de Marx abiertos por la crisis del Estado y de la
política en la sociedad moderna.
Es preciso comprender que en las condiciones actuales la modifica-
ción radical de las formas de reproducción implica cambios en el propio
estatuto político de las clases y que con estos toda una prolongada etapa
de la política moderna entra en agonía. Lo que era patrimonio o mono-
polio de las grandes clases, en condiciones de aguda exasperación de los
conflictos internacionales y sociales, pugna de confusa manera por di-
seminarse, por extenderse a una multiplicidad de sujetos sociales que se
muestran irreductibles a las tradicionales formas de tutela ejercidas por
los ordenamientos institucionales vigentes. Es esta extrema compleji-
dad de la lucha social actual –que más sufrimos que comprendemos–
la que reclama la perentoriedad de nuevas formas teóricas y prácticas
de penetrar las estructuras del antagonismo. Dentro del espacio de las
proyecciones morfológicas fundamentales de Marx, vale decir “dentro”
suyo, hoy es preciso ir “más allá” de él. Quizás esta formulación suene

24. Véase también todo el apartado “Sviluppo, socializzazione e forma ‘politica’ della crisi in Marx” (Au-
ciello, 1981, pp. 11-47), que desarrolla la línea argumental aquí presentada.

567
José Aricó

para muchos un tanto ambigua, es posible que intente disfrazar elegan-


temente esa “intolerancia a lo ambiguo” que Franco descubre en la mi-
rada de Marx sobre América Latina, pero aun admitiendo la presencia
en mi espíritu de un estado de ánimo semejante, me niego a pensar que
la extrema fatiga con que la cultura de izquierda trata de alcanzar una
visión de conjunto de la contradictoriedad de la sociedad actual se deba
exclusivamente –o primordialmente– a su rechazo a lo nuevo, al horror
hacia todo aquello que desafía las coordenadas a partir de las cuales
comprendemos lo real. Creo firmemente que estamos atravesando por
algo más que una crisis teórica, que la agonía de la sociedad “moderna”
–y utilizo el adjetivo para colocarme por encima de la distinción en tres
mundos– arrastra consigo la pretensión de la Teoría, de la Filosofía, de
reducirlo a unidad y sistema, de englobar la totalidad de sus “juegos”.
Instalados en la complejidad inédita de la modernidad, en las transfor-
maciones que se suceden en la fisonomía históricamente adquirida por
las fuerzas productivas en sus relaciones de implicancia orgánica con la
“determinación formal” del capital, el pasaje del esquema dual de Marx
al plural y complejo que se ha ido constituyendo ya no puede ser buscado
en la existencia colateral y autónoma de formas y funciones sociales del
proceso de valorización, sino fundado en la crisis y disolución de la ley
misma del valor a partir de su despliegue totalizante en el entero cuerpo
social. Las crisis, las catástrofes –para utilizar una expresión hoy en uso–
, nacen precisamente de estas columnas de Hércules alcanzadas por el
capital, y que Marx previó tan lúcidamente en su análisis de los “límites”
y “barreras” del mismo25. La mercancía, que era objetivación de una re-
lación social, estalla, rompiéndose la naturalidad del cambio constitu-
tivo-genético entre fuerza de trabajo y capital. La mercancía deja de ser
síntesis real (la realidad tal cual es, la realidad del mundo capitalista,
como sitúa Marx en el primer tomo de El Capital (Marx, 1980a) el punto
de partida de su análisis) y la fuerza de trabajo deviene trabajo vivo au-
tónomo. El dominio capitalista, en adelante, deberá refundarse en un
posicionamiento de poder colocado fuera de la relación “económica” que

25. Véase Marx (1972, pp. 373-377, v. 1; pp. 227-230, v. 2). Véase también Rosdolsky (1978, p. 457-481, c. 28),
dedicado específicamente al tratamiento del tema.

568
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

representaba el capital, pero la “crisis de gobernabilidad” que involucra


una fase semejante muestra los obstáculos insorteables que plantea la no
asimilabilidad de la subjetividad separada de lo social dentro de la sínte-
sis sistémica. Y digo “insorteables” porque la ruptura del viejo contrato
que esta dilatación irreductible de la subjetividad plantea –en términos
de la crisis de la forma Estado y de la crisis de la forma partido–26 ya no
puede ser suturada epocalmente en términos de una revitalización del
Estado de derecho hoy en extinción. El hobbesiano “estado de guerra”
que se instala en el escenario del mundo tiene como a uno de los actores
la materialidad de un sujeto –diverso, múltiple, contradictorio en sí mis-
mo, y como tal irreductible también al sueño utópico de una sede privi-
legiada desde la cual se dicte ley al mundo– para el cual el comunismo
aparece no ya como un fin sino como una contingencia posible. Pero en
la medida en que solo se trata de una posibilidad contingente, la existen-
cia de otros actores nos enfrenta al espectro mortífero de la catástrofe.
La pobreza actual de la teoría no encuentra por esto su justificación
en sí misma, o por lo menos solo en sí misma, sino primordialmen-
te en la tenaz resistencia del mundo real, del diferenciado mundo del
antagonismo social, a esa “aproximación al concepto” de la que Marx
hablaba que pueda permitirnos hacer de su morfología concreta no ya
algo de lo cual sabemos sino el reconocimiento de un campo de fuer-
zas cognoscible, aunque no unificable. Me pregunto, sin embargo, ¿has-
ta dónde una reformulación radical de las teorías y de las prácticas
de la transformación puede efectuarse sin recurrir a los análisis, a las

26. Crisis de la forma Estado en el sentido de que la parte “Estado” de los sistemas políticos tiende a
perder peso relativo respecto de las demás partes del mismo sistema. “El Estado, como máquina, aparato,
no solo de dominio sino también de administración, no solo como estrato de gobernantes sino tam-
bién como cuerpo de funcionarios, comando y ejecución, decisión más burocracia, Schmitt más Weber:
esta forma de Estado está en crisis general” (Tronti, 1982, p. 54). Y esta crisis es acompañada de manera
paralela y convergente por una crisis general del partido político. El punto crítico que atraviesa hoy el
hecho histórico de la organización de las masas, señala Tronti (1982), deriva del hecho de que tanto el
Estado como el partido “han perdido el monopolio de la política”. La notable dilatación de la subjetividad
que tanto el capitalismo como el socialismo crearon en las últimas décadas –y que tuvieron en 1968 un
agudísimo momento de manifestación– no pareciera ser integrable a través de los mecanismos de una
sociedad altamente conflictuable en Occidente, o de un sistema fuertemente ideologizado como en los
países de socialismo “real”. El hecho de que esta tendencia a la crisis del Estado en los actuales sistemas
políticos se manifieste de las más variadas maneras no alcanza a velar la nitidez de un proceso para el que
hoy se ha acuñado el término de “ingobernabilidad”.

569
José Aricó

tradiciones, a las conceptualizaciones teóricas de que disponemos? Es


verdad, como evoca Béjar (s.d.), que “fuera de casa… hace frío”, o dicho
de otro modo, que los marxistas –¿pero solo ellos?– se resisten a reco-
nocer el viejo topo que fatigosamente y a la intemperie sigue excavan-
do los cimientos del mundo y corroyendo la continuidad de la historia.
Es inútil que desde nuestras ventanas intentemos percibir sus movi-
mientos subterráneos, o queramos reproducir la laberíntica trama de
sus desvelos. Se requiere salir de la casa para que la realidad de lo otro,
de lo diverso, carcoma nuestras certezas. ¿Pero advenir a lo diverso
implica necesariamente destruir el sitio del que se parte? ¿No se co-
rre de tal modo el riesgo de pagar con un desarme de la organización
y con un debilitamiento de la relación de fuerzas una fuga adelante
tras la ilusión de que todo puede hacerse a condición de abandonar los
grandes principios?27 Se comprenderá entonces por qué el dilema de
desterrar o no al marxismo es un dilema falso, una nueva trampa de la
razón para eludir el verdadero debate sobre el carácter ambiguo de la
subjetividad en la edad moderna.
La crisis de la “razón histórica” marxista, aunque no solo de esta pues-
to que, como ya vimos, también ella es heredera de toda una cultura que
fijó sus presupuestos y determinó sus límites; la crisis de la idea mítica
de un tiempo homogéneo y continuo que desemboca en el comunismo,
nos devuelve a la laicidad de un mundo que no tiene “asegurado” un des-
tino ni un futuro venturoso, excepto el que los hombres puedan con-
quistar para sí; que no tiene una dirección única, salvo la que impone la
reproducción de un sistema que conlleva la destrucción del sentido mis-
mo de lo humano. Sería una tarea vana negar la importancia, yo diría
trascendental, del curso laicizador que la realidad y el intelecto moderno
está imprimiendo al pensamiento de Marx y al marxismo. Solo un curso
semejante permitirá, como ya lo está haciendo, que las líneas de demar-
cación entre el marxismo y las otras formas de indagación social y de
emancipación política, provenientes de tradiciones distintas, pierdan

27. Véase Tronti (1982, p. 53). Es verdad que hay momentos de “clausura” de toda una época histórica en
los que resulta inconducente mirar hacia atrás para encontrar en el pasado las respuestas a los desafíos
del presente. Pero aunque, como alguien recordaba, sea particularmente difícil saber ser herederos de
sí mismos, no nos queda otro camino que medirnos con el pasado y el presente para proyectar el futuro

570
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

la rigidez que el Miserabilismus de la vulgata marxista de la ortodoxia


logró darle durante casi un siglo. Rescatado del cielo de la metafísica,
un marxismo laico podrá volver traslúcida la categoría de crítica que lo
funda. Crítica, no como elaboración de aparatos conceptuales definiti-
vos, ni como una marcha inexorable hacia la Ciencia, sino como un hilo
conductor que avanza autocriticándose al tiempo que somete a crítica
radical a los contemporáneos y al estado de cosas existente. Este es el
sentido que Marx daba a la Selbsverständigung, en cuanto inteligencia de
sí y del mundo y al modo en que debía proceder la crítica.
La posibilidad de medirse con la gran cultura burguesa, con ese
“pensamiento negativo” que a través de Nietzsche y Weber sometió a
una crítica decisiva e irreversible la pretensión del Estado moderno
de fundar instancias hegemónicas totalizantes, sin la cual le resultaría
imposible aferrar los nudos centrales del debate en torno al signifi-
cado actual de la crítica del Estado y de lo político, depende de la ca-
pacidad que muestre la cultura de izquierda de privilegiar el carácter
crítico del pensamiento de Marx. Privilegiándolo, ya no tendrá sentido
para el marxismo la obsesiva búsqueda de su identidad en la restau-
ración de una visión del mundo concebida en términos de competen-
cia-exclusión con respecto a la cultura moderna, o en una empirista
admisión de la complejidad, o finalmente en una reconstrucción que
lo convierta en una suerte de verdad inmanente de la multiplicidad de
los “juegos”, tal como advierte agudamente Cacciari (1977, p. 25)28. Pero
negado como sistema, y por lo tanto como método y teoría totalizante
de la realidad, el marxismo parece disolverse, lo que, desde la perspec-
tiva en que estoy situado, no es en realidad otra cosa que la modalidad
que adopta el proceso de su “devenir mundo”, según las palabras de
Marx. Su “terrenalización” constituye de hecho la recuperación de los
vínculos que lo unen a la cultura moderna y lo “delimitan” como la pers-
pectiva crítica que esta incluye en tanto que dimensión insuprimible de

28. Me refiero a “juegos” en el sentido de multiplicidad de proyectos y funciones, de organismos que


desarrollan y transforman los propios lenguajes para afirmar la propia voluntad de poder. Es este uni-
verso conflictual, por cuanto existe como espacio de confrontación entre los diversos proyectos que lo
componen, lo que Cacciari denomina Técnica. Véase sobre el tema su libro Krisis. Ensayo sobre la crisis del
pensamiento negativo de Nietzsche a Wittgenstein (Cacciari, 1982).

571
José Aricó

la contradictoriedad del mundo. Todo lo cual da razones del por qué de


la inacabada querella en torno a la autonomía teórica de una obra que,
hoy como ayer, sigue siendo para nosotros enigmática y fascinante29.

III.

Son todas estas consideraciones, quizás hoy precisadas de manera más


nítida que en el momento de redactar mi ensayo, las que me llevaron a
pensar en la inoperancia de la noción de eurocentrismo para explicar el
olvido, o el soslayamiento, o, si se quiere, el menosprecio por la realidad
de América Latina en la obra de Marx. El problema presenta para mí
un interés no situado en un plano filológico o histórico sino esencial-
mente teórico político, y ello porque parto de la fundada presunción de
que tal hecho tuvo consecuencias gravosas sobre el destino teórico del
continente en la tradición socialista. Se trata, por lo tanto, de arrancar
de una dificultad ya presente en el propio Marx, no para confirmar una
vez más, y con una de las expresiones más lúcidas y radicales, la absoluta
ininteligibilidad de América por parte de Europa. Creo que este es, en el
fondo, un falso problema, o por lo menos una forma inadecuada, ideo-
logizante, de abordar las preguntas por la propia identidad que toda co-
munidad humana se plantea cuando los procesos históricos la arrancan
de su vida natural. Si la identidad solo puede definirse como oposición
a lo otro, a lo diverso y distinto, la pregunta por la naturaleza específica
de cada pueblo remite siempre a una dimensión comparativa que por su
propia naturaleza es de carácter hipotética. La dilucidación del carác-
ter histórico de las sociedades latinoamericanas solo podía ser encarada
convirtiendo a Europa en el punto desde el cual semejanzas y diferen-
cias adquirían contornos conceptualizables. Entre muchas otras razo-
nes, por el hecho de que el pensamiento europeo fue, entre nosotros,

29. Ya Marx (s.d.) advertía la necesidad de no ideologizar esta cuestión cuando recordaba que “la clase
obrera no tiene ideales a realizar, sino elementos nuevos de la sociedad a liberar”, afirmación que, anali-
zada a fondo, muestra hasta qué punto la “positividad” proletaria es definida por Marx como posibilidad
suya de ser “negatividad”, “no capitalismo real” (“la clase obrera será revolucionaria o no será”). La crítica
marxiana sitúa aquí su fundamento y su punto de partida.

572
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

un presupuesto universal nunca puesto en cuestión para sistematizar


de una manera racional cualquier tipo de reflexión sobre la naturaleza
y las características definitorias de la región y de cada una de sus for-
maciones nacionales. Y fue esta sin duda la causa que llevó a una de las
inteligencias más advertidas del problema a enfatizar, en la advertencia
de una obra excepcional, que “no hay salvación para Indo-América sin
la ciencia y el pensamiento europeos y occidentales” (Mariátegui, 1977,
p. 12). En el fondo, y no siempre claramente explicitado, la discusión so-
bre nuestra identidad no es sino el aspecto teórico y la transfiguración
ideológica de un problema de naturaleza esencialmente política, donde
lo que interesa en realidad no es lo que somos sino lo que deberemos ser.
No me propuse, por lo tanto, escribir un texto sobre un episodio pun-
tual de historia de las ideas, sino efectuar una reconstrucción “proble-
mática” de la manera en que Marx se situó frente a realidades con las
que tuvo que enfrentarse cuando encaró los grandes fenómenos de la
política internacional. En otras palabras, intenté ver cómo funcionaron
ciertos análisis, teorías y tradiciones en el propio Marx para tratar lue-
go de ir más allá de él y encarar la cuestión de por qué el socialismo no
pudo transformarse en América en una alternativa real de la morfología
concreta que adquirieron los procesos de construcciones estatales y de
nacionalización de las masas ocurridos en nuestra región. Como recha-
zo la idea de una ajenidad estructural del socialismo o del marxismo a
un continente colocado no se sabe por cuáles razones al resguardo de los
movimientos políticos y sociales que emergieron de la sociedad moder-
na, creo firmemente que los obstáculos que el socialismo no pudo sor-
tear para convertirse en una significativa y perdurable corriente ideal
son los mismos que impidieron la efectivización de procesos verdade-
ramente democráticos y la instauración y permanencia de democracias
en América Latina. La pregunta finisecular acerca del “porvenir de las
democracias latinoamericanas” hoy se ha transformado en la interroga-
ción sobre las razones de su fracaso.
En un ensayo reciente, Octavio Paz (1982) subraya hasta qué punto
recaen en el círculo fantasmal del eurocentrismo –él utiliza, en realidad,
la palabra “etnocentrista”, pero ambos términos son equivalentes– quie-
nes tratan de responder a este crucial interrogante apelando a conceptos

573
José Aricó

que, como el de continente subdesarrollado, antes que descripciones


constituyen juicios. La insistencia en explicar los males de una parte
del mundo condenada a vivir entre el desorden y la tiranía, la violen-
cia anárquica y el despotismo, por la “ausencia” de aquellas estructuras
económicas y de aquellas clases sociales que posibilitaron la democracia
en Europa y Estados Unidos no es sino una forma subvertida, y por ello
ideológica, de concebir a nuestras sociedades como formando parte de
una realidad destinada inexorablemente a devenir Europa. Instaladas
en el reconocimiento de la tensión permanente entre un ser y un deber
ser o, dicho de otro modo, de la relación entre un pasado y un presente
a rechazar y un futuro a realizar, tales interpretaciones constituyen un
complejo ideológico y también mítico que, explícita o implícitamente, se
propone ir al encuentro de fuerzas que se sienten desvalorizadas o por
lo menos no utilizadas. En el centro de estas ideologías de las “ausen-
cias” está la certeza de que el capitalismo, como forma de civilización,
es siempre capaz de superar las manifestaciones históricamente dadas
y se pone a sí mismo, de manera trascendente, como una totalidad que
puede absorber gradualmente tensiones y conflictos, transformando en
el camino de su realización a los antagonismos en elementos de su pro-
pio reforzamiento.
Nadie puede negar que las diferencias sobre las que se basaron y si-
guen basándose tales ideologías son notorias, evidentes y hasta men-
surables, pero de aquí no puede derivarse la idea, “sórdidamente judai-
ca” podríamos decir con Marx, de que la democracia es simplemente
el resultado de las condiciones sociales y económicas propias del capi-
talismo y de la revolución industrial. Si como anota Paz, recordando a
Castoriadis, “la democracia es una verdadera creación política, es decir,
un conjunto de ideas, instituciones y prácticas que constituyen una in-
vención colectiva”, si siendo el fundamento de la civilización moderna
es esencialmente “una creación popular” (Paz, 1982, p. 41), la explicación
de su agónico abrirse paso en la realidad latinoamericana requiere de
mucho más que la disección de esta para aislar “causas” de no intere-
sa qué índole. Pero aun aceptando una forma de razonar que presupo-
ne una noción del tiempo histórico hoy indefendible, si concebimos a
la democracia no como una superestructura del capitalismo sino como

574
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

una creación popular, es evidente que el análisis debe orientarse hacia


la reconstrucción –¿pero no es más correcto hablar de “construcción”?–
morfológica de los diversos y entrecruzados niveles horizontales de
estructuras, donde lo que realmente interesa es la forma en que estas
intervienen en el tejido social y no el revelamiento de un atributo parti-
cular otorgado a tal o cual de ellas por una interpretación finalista de la
historia. Y en este sentido resulta de fundamental importancia el énfasis
que pone en su ensayo Paz sobre dos dimensiones de la realidad latinoa-
mericana que el reduccionismo economicista ha tendido a soslayar: los
insorteados obstáculos con que debió enfrentarse la conformación de
una corriente intelectual crítica y moderna, por un lado, y por el otro “la
inercia y la pasividad, esa inmensa masa de opiniones, hábitos, creen-
cias, rutinas, convicciones, ideas heredadas y usos que forman la tradi-
ción de los pueblos” (Paz, 1982)30.
Es evidente que una y otra dimensión guardan una estrecha re-
lación mutua. Solo una profunda “reforma intelectual y moral” en el
sentido gramsciano podía romper la inerte envoltura que mantenía a
las masas populares en la pasividad, pero para ello se requería de la
presencia de una élite transformadora cuya existencia estaba condi-
cionada por la puesta en fusión de esas mismas masas. Roto o ausente
este mecanismo de alimentación recíproca, la cultura, como resultado
de las acciones humanas, reducíase a “ilustración” neutralizante y el
espíritu público permanecía anclado en el tradicionalismo autoritario.
En este irresuelto nudo gordiano se empantanó la democracia ameri-
cana, pero la incapacidad de romperlo está también en el trasfondo de
la bastardía e impotencia del socialismo. Porque estoy convencido que
democracia y socialismo son en América Latina la doble dimensión
de un mismo proceso insisto en pensar que una lectura contextual de

30. ¿Qué otra cosa es el movimiento socialista sino la conjunción de las dos dimensiones aquí señaladas?
Recordemos las palabras de Gramsci cuando sintetizaba en dos puntos fundamentales la función del
socialismo: “la formación de una voluntad colectiva nacional-popular de la cual el Príncipe moderno es
al mismo tiempo organizador y expresión activa y operante”. El movimiento socialista debía ocupar en
las conciencias de las masas populares el sitio ocupado por la divinidad o el imperativo categórico, y en
tal sentido podía convertirse en la base de un laicismo moderno y de una completa laicización “de toda
la vida y de todas las relaciones de costumbres”. Como fundamento de la civilización moderna, ¿qué es la
democracia sino esta laicización del poder?

575
José Aricó

Marx –aunque no solo de este, claro está– puede ofrecernos elementos


teóricos y políticos útiles para explicarnos el desarrollo histórico del
marxismo, pero también para tematizar hasta qué punto la forma teó-
rica que adoptó en nuestro continente vuelve nítida y perfila con ma-
yor claridad una limitación más estructural del intelecto americano
para reunificar conocimiento y vida o, para decirlo con las palabras
de Simmel, para arraigar las ideas en la tierra. Si así fuera, el análisis
de las vicisitudes soportadas por el marxismo en su tentativa de ser
forma teórica del proceso de constitución de las masas como sujetos
políticos nos ayudaría a comprender esos pliegues íntimos de las for-
maciones nacionales, esos fenómenos retorcidos, asincrónicos, oscu-
ros, deformes, anómalos, siempre presentes en la trama de la socie-
dad, y a los que la persistencia del estado de convulsión y crisis de las
endebles repúblicas latinoamericanas arrastran con fuerza inusitada
a la superficie31.

IV.

Aclarar, como he tratado de hacer hasta ahora, la perspectiva del mar-


xismo en que me coloco y las motivaciones más generales de mi ensayo
–y subrayo la palabra por razones que explicitaré más adelante– tiene
el único propósito de acotar con mayor nitidez el itinerario de una cir-
cunnavegación alrededor de ciertos núcleos problemáticos que el texto,
y los análisis críticos que mereció, lejos de cancelar ubican en un suelo
más fértil para su posterior dilucidación. Sin embargo, debo confesar
que tales análisis32, no obstante encontrar en ellos objeciones válidas y
sagaces y puntuales razonamientos que abren nuevas perspectivas de
búsqueda, agudizan una sensación de la que nunca pude desprenderme

31. ¿No es hora ya que la cultura de izquierda tenga la misma sensibilidad por estos fenómenos supues-
tamente “anómalos” que la que siempre caracterizó a los intelectuales “reaccionarios”? Desde esta pers-
pectiva resultaría de extrema importancia una relectura verdaderamente crítica de todo el pensamiento
conservador latinoamericano, que, me atrevería a adelantar, supo ver con mayor lucidez que la izquierda
los vastos conos de sombras de nuestras sociedades.
32. Franco, Terán y De Ípola (1981); Franco (1981); Filippi (1982).

576
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

mientras redactaba mi trabajo. Me preguntaba, y lo sigo haciendo, hasta


qué punto la “oclusión” marxiana de nuestra realidad puede ser leída
exclusiva o fundamentalmente en términos teóricos, es decir, en base a
la contradicción que emerge entre un modelo teórico-abstracto y una
situación irreductible a sus parámetros esenciales. Y la pregunta tiene
importancia porque, si se contesta afirmativamente la conclusión de
Franco –pero no solo de él–, resulta incontrovertible: “El hecho de que
Marx no percibiera las ‘regularidades’ de la realidad latinoamericana no
se explica por la inexistencia de estas, sino por la perspectiva desde la
cual las analizaba”. Dicha perspectiva era un resultado de su adhesión “a
la modalidad particular que tomó la relación nación-Estado en Europa”
y teñía necesariamente “su concepción de la política, del Estado, de las
clases, en realidad, del íntimo curso histórico de los procesos”. La visión
“eurocéntrica” de Marx era, por tanto, consecuencia inevitable de su
concepción, de su sistema de pensamiento.
Tiendo a pensar que un razonamiento estructurado de la manera en
que lo hace Franco, siendo válido para explicar las nervaduras esenciales
del discurso marxista sobre la realidad latinoamericana, acaba haciendo
de Marx su prisionero. Y es esto lo que me parece discutible. No porque
crea que exista un Marx “verdadero” que deba ser salvado a toda costa de
las falsificaciones de sus discípulos, sino porque todo análisis fundado
exclusivamente en la presencia constrictiva en su pensamiento de “re-
des categoriales” que predeterminan su mirada oscurece –aun sin pro-
ponérselo– un problema más relevante, cual es el de su asistematicidad33,

33. Véase en la reciente “Introducción” de Oscar del Barco a las Notas marginales al “Tratado de economía
política” de Adolph Wagner, de K. Marx (1982, p. 11-28), una densa y significativa exposición de los alcances
que puede tener para la “reinterpretación” de Marx una lectura del carácter “fragmentario” de su discur-
so. Para Del Barco, el hecho de que siempre dejara inconclusos sus escritos no es producto de la impoten-
cia creadora del autor ni de falta de tiempo debido a una sobrecarga de sus tareas políticas; “se trata, más
bien, de una compleja mutación en el objeto de estudio de Marx y, consecuentemente, en la perspectiva
del enfoque teórico. Por causas […] que constituyen lo diferente del sistema capitalista y que descentran
todo el aparato teorético explicativo, el objeto ha perdido su traslucidez y asibilidad, de manera tal que
el discurso que pretende dar cuenta de ese objeto no puede presentarse como un todo teórico, sino que
está constreñido a ser un discurso molecular, genealógico […]; ese saber, en sentido propio, intenciona
una realidad a la que solo es posible acercarse a través de los restos y las fracturas, los deslizamientos,
las fallas y los desechos de lo que durante tanto tiempo, y al menos en el proscenio histórico, se creyó
algo compacto y legal, una pura objetividad estructurada según los cánones de la Razón” (ibíd., pp. 13-14).

577
José Aricó

con la entera exigencia que esta reclama de individualizar los puntos


límites de su pensamiento; todas esas fisuras por donde se cuela un dis-
currir que en su pretensión de dar cuenta de la densidad refractaria –no
solo a la teoría, por supuesto– de la trama social en su devenir histórico
retorna pendularmente a sus propios parámetros para criticarlos y re-
definirlos. Esta es la razón por la que creo que trabajar en Marx obliga
siempre a criticar en él todo aquello que lo impulsaba muchas veces a ser
“marxista”. No niego que tal observación recae también sobre mi texto:
leído a dos años de distancia ofrece fundadas razones para esa inquie-
tud –que en realidad es más bien insatisfacción– que siempre me ins-
piró. Pero como no se trata aquí de justificar lo hecho sino de examinar
una forma de proceder de la crítica, poner el acento en el carácter asis-
temático del pensamiento de Marx obliga a no encerrar nuestro trabajo
en la vivisección de sus limitaciones “teóricas” sino a proyectarlo hacia la
plena admisión de su radical ambigüedad.
¿En torno a qué problemas creo que un razonamiento fundado en
el privilegiamiento de limitaciones de orden teórico oscurece en vez de
aclarar la cuestión? No pudiendo por ahora extenderme en la conside-
ración de temas que todavía despiertan en mí más interrogantes que
respuestas, me limitaré simplemente a plantear algunas observaciones
sobre las que valdría la pena seguir debatiendo. Veamos las referidas
a la utilidad de establecer rígidos criterios de periodización en la obra
de Marx, a partir de los cuales pueda fundarse un análisis en térmi-
nos de “ruptura de paradigma”, y la que versa sobre la naturaleza de su
“eurocentrismo”.
Es indudable que mi texto comparte con los de Franco (1981; Franco,
Terán y De Ípola, 1981)– y me refiero específicamente a los suyos porque
son los que de manera más clara y tajante han llevado a sus consecuen-
cias extremas algunos de mis análisis– un énfasis exagerado en ciertos
cambios sucedidos en el pensamiento de Marx, luego del fracaso de la re-
volución europea de 1848. Para designar tales cambios hemos utilizado
expresiones fuertes como las de viraje radical, mutación, quiebra, supe-
ración, cambio y hasta ruptura de “paradigma”, que prestaron la utilidad
de agredir violentamente la convicción de una continuidad sin relieves
del discurso marxiano. ¿Pero hasta qué punto es correcto concebir como

578
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

verdaderas “rupturas” estos cambios? Y si no lo es, ¿en qué medida afec-


taron las hipótesis fundamentales formuladas anteriormente? No creo
que un concepto tan controvertido como el de paradigma pueda dar
cuenta per se de la diversidad de planos, de discursos múltiples, que en-
cierra un pensamiento fuertemente inervado por la política, o, dicho de
otro modo, por posiciones y juicios de valor por lo general no fundados
“teóricamente”. En definitiva, aceptar aun a título tentativo la validez de
la noción de paradigma para aclarar el sentido y los límites del descen-
tramiento de la visión marxiana del acontecer histórico, solo es posible
a condición de convertir a su pensamiento en una ciencia (tal como esta
es entendida comúnmente) y no en una crítica que, como tal, no necesita
para desplegarse de una ontologización de lo social y de la naturaleza.
Pero efectuada una reducción semejante se evidencia fuertemente discutible la
afirmación de que en algún momento hubo en Marx tal cambio de paradigma.
Si el pensamiento de Marx es visto desde la perspectiva de su cons-
titución sistemática, el paradigma que lo preside es un modelo teóri-
co-abstracto construido en base a un esquema dualista de la sociedad,
capaz de captar efectivamente el momento genético de la sociedad
“cristiano-burguesa-capitalista” y la consiguiente identificación histó-
rica de la producción con la clase obrera, por una parte, y la burguesía,
por la otra. El análisis de Marx en sus obras teóricas fundamentales
se coloca así en una perspectiva de unificación mundial como resul-
tado de la tendencia a la universalización de las relaciones capitalis-
tas. La potencia explicativa de El Capital (Marx, 1980a) tiende a hacer
gravitar toda la historia en torno o como precedente de esta relación
capitalista, con la finalidad de establecer su histórico e inevitable cum-
plimiento y superación. La centralidad de la clase obrera –momento a
su vez central de ese paradigma marciano– deriva de su condición de
portadora exclusiva del trabajo productivo, en la medida en que este se
identifica y agota en la producción de mercancías. La perspectiva de
la supresión del capitalismo, resultado de la capacidad organizativa y
revolucionaria del proletariado como agente histórico de la transfor-
mación, es la matriz que determina en última instancia las opciones
coyunturales en favor de tales o cuales procesos históricos. El hecho de
que luego, para construir, completar y verificar tal modelo Marx haya

579
José Aricó

considerado útil, o en ciertos aspectos hasta imprescindible, ocuparse


científica o políticamente de otras formaciones económico-sociales,

[…] no afecta la naturaleza, por así decir, autosuficiente, autocen-


trada, o ‘céntrica’ […] de todo el proceso de configuración capita-
lista burgués que, en este sentido, no puede no decirse europeo y, sin
embargo, también en este caso está referido (al menos hasta los
tiempos de Marx) solo a aquellas zonas particulares de Europa en
que la abstracción […] se habría realizado o se encamina a comple-
tar su dominio (Filippi, 1982).

No creo que pueda discutirse esta correcta puntualización de Filippi,


pero quizás valga la pena detenernos en ella para mostrar de qué modo
nos sitúa frente a uno de esos nudos problemáticos a los que antes hice
mención y sobre los que conviene reflexionar. Porque es precisamente
en su exilio londinense, cuando inicia con los Grundrisse (Marx, 1972) el
período más productivo dedicado a la crítica de la economía política, el
momento en que Marx afronta con mayor pericia y dedicación los pro-
blemas de la política internacional y de la historia diplomática. Lo que
quiero destacar es que, en la misma etapa de su vida en que redacta los
textos que han sido tradicionalmente considerados como la manifesta-
ción del materialismo histórico, efectúa simultáneamente un análisis de
los grandes temas de la política internacional en los que paradójicamen-
te muestra no seguir los criterios interpretativos que de aquel se deducen.
¿En qué sentido los soslaya o los violenta? En el sentido de que lo “polí-
tico” tiende a ser visto no como una expresión lineal de una relación de
fuerzas instalada en lo “económico”, en la esfera económico-productiva,
sino como autónomo lugar de resistencia contra el dinamismo revolu-
cionario de la sociedad civil. Si en su juventud su reflexión estuvo orien-
tada a tratar de ofrecer una respuesta al problema de la autonomización
de lo político como característica esencial del proceso de autoconstitu-
ción del Estado moderno centralizado; si concibió la continuidad de la
revolución como la expulsión de la sociedad civil de la categoría de lo
político, las vicisitudes de la revolución y su fracaso en 1849 han hecho
emerger el peso de la política con toda su fuerza. El agotamiento de la

580
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

revolución muestra la solidez del bloque de fuerzas tendientes a la con-


servación, que mantendrán el sistema de equilibrio europeo impuesto
desde antes de la Revolución Francesa. Colocado en la situación de ob-
servador tendencioso del desplegarse del capitalismo en el mundo, su
análisis del proceso real de producción le permite analizar de manera
crítica la naturaleza de las fuerzas sustentadoras de tal equilibrio, y de
las que en su interior, y fuera de él, son los protagonistas del mundo mo-
derno. Sin embargo, la anomalía marxiana resulta del hecho de que, una
vez colocado en ese sitio excepcional que es la política internacional, la
confianza indiscutible de Marx en el determinismo de las fuerzas pro-
ductivas es contrastada en los hechos por la resistencia que le opone la
trama “política” de las relaciones de fuerza entre los Estados. La energía
disolvente de las fuerzas productivas encuentra formas de neutraliza-
ción, o barreras que tornan exasperadamente lento su avance, en sólidos
tejidos sociales que sustentan a poderes capaces de intervenir de mane-
ra catastrófica en el contexto mundial. El “tiempo del capital” evidencia
ser distinto y no superponerse al “tiempo de las sociedades” concretas,
por lo que la explicación de la lentitud y de la complejidad que adopta
la difusión del modo capitalista de producción deberá ser buscado en el
terreno de la política y de las relaciones internacionales.
Es verdad que Marx consideraba como un hecho negativo lo que se
oponía a este desarrollo capitalista. Entre sus convicciones más íntimas
está la idea de que el movimiento emancipatorio de los hombres surge
desde el interior de la sociedad civil y que lo “político” y lo “estatal” repre-
sentan obstáculos que imposibilitan o retrasan la irrupción en la escena
histórica de las fuerzas del progreso. Para que la emancipación social y
económica, y este es el sentido que da al concepto de “progreso”, pueda
abrirse paso es preciso simplificar, “modernizar” o si se quiere racionali-
zar el contexto internacional. Tal es en síntesis la propuesta, el principio
rector desde el cual analiza dicho contexto, intentando establecer pau-
tas para un movimiento socialista más imaginario que real en aquellos
momentos. Pero lo que quiero destacar es que, convirtiendo a lo político
y a lo estatal en obstáculos, Marx subvierte la supuesta relación de de-
terminación entre base y superestructura en el examen de ciertos casos
“nacionales”: Irlanda, Polonia, España, Rusia, etc. Nos enfrentamos así a

581
José Aricó

una paradoja indescifrada: existe un Marx que en los años posteriores a


la revolución de 1848 dedica sus afanes “teóricos” a la construcción de un
modelo teórico-abstracto que fuera a la vez determinación de la ley de
movimiento de la sociedad capitalista y crítica radical de su existencia.
En este “modelo”, la crítica de la política emana directamente de la críti-
ca de la economía política, por lo que no existe espacio alguno para una
teoría y un análisis positivo de las formas institucionales y de las fun-
ciones de lo político. Podría decirse que, en última instancia, los temas
de lo político habrán de ser exhibidos, a partir de este modelo o sistema,
como simple escenario (superestructural), a cuyas espaldas se agita la
realidad de las clases. Como señalo en mi texto, la negativa a dotar de
eficacia propia a la esfera estatal era una consecuencia inevitable de las
modalidades de constitución del sistema de Marx, expuesto en trabajos
como los Grundrisse (Marx, 1972) el “Prólogo” de 1859 a la Contribución a la
crítica de la economía política (Marx, 1980c) y El Capital (Marx, 1980a).
Pero, y aquí viene la paradoja, por esos mismos años, “en sus análisis
concretos”, Marx privilegia la autonomía de la política hasta tal punto
que puede analizar el asiatismo ruso-mongol, por ejemplo, en sus so-
las componentes político expansionistas34. Así como reconoce a la so-
ciedad civil una fuerza disruptiva de propagación, asigna a lo político
y a lo diplomático que se concentran en el Estado la tarea de bloquear

34. Véanse, por ejemplo, sus Revelaciones sobre la historia diplomática secreta del siglo XVIII (Marx, 1980b).
Este texto casi desconocido de Marx evidencia por sí mismo hasta qué punto una lectura paralela relati-
viza, o por lo menos condiciona y delimita, el valor general de algunas afirmaciones por todos aceptadas,
y de las que en mi libro me hice partícipe. Por ejemplo, en la página 130 sostengo que “la negación del Es-
tado como centro productor de la sociedad civil es un principio constitutivo del pensamiento de Marx”.
Cito allí el cuestionamiento que él hace de la concepción hegeliana de la productividad de la sociedad
civil por el Estado, pero podría haber citado muchos otros textos orientados en el mismo sentido. Porque
este principio de Marx es fundamental en su razonamiento, el marxismo tuvo siempre serias dificulta-
des para explicar el poder dictatorial. Cuando, como en el caso de Napoleón III, el Estado no aparecía
dominado por ninguna clase determinada, el hecho era presentado como la resultante de una situación
“transitoria” de equilibrio de fuerza entre las clases, que permitía una “momentánea autonomización del
Ejecutivo”. Es esta situación particular la que Marx describe en sus escritos histórico-políticos como Las
luchas de clases en Francia (Marx, 1973a) y El dieciocho brumario de Luis Bonaparte (Marx, 1973b). Pero lo que
quedaba sin explicación era el hecho de que, una vez instaurado, el Estado dictatorial, estaba siempre
en condiciones de perseguir una política independiente porque en realidad se había convertido en una
potencia en sí mismo. Lo cual, y aquí vuelve a reaparecer la “paradoja” marxiana, es lo que muestra con
lujo de detalles y hasta con exageración Marx en sus Revelaciones, redactadas, como se sabe, en la misma
época de sus artículos sobre la revolución en España y sobre Bolívar.

582
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

la sociedad civil, de sofocar sus potencialidades revolucionarias, por lo


que en su pensamiento gozan de un estatuto ampliamente autónomo.
Lo político es frecuentemente visto por él como el autónomo lugar de
resistencia contra el dinamismo de la sociedad civil35. En mi ensayo acla-
ro que este privilegiamiento del carácter “político” de ciertas situacio-
nes –siempre presente en Marx– pertenece más bien a los “puntos de
fuga” del sistema, antes que ser deducibles del sistema mismo. Creo que
hay suficientes razones para refrendar esa afirmación, pero me preocu-
pa que el relegamiento de esta aceptación de la autonomía de lo políti-
co a la condición de “punto de fuga” del sistema le otorgue un carácter
tan excepcional que acabe finalmente por arrinconar en una supuesta
“anomalía” o “heterodoxia” del propio Marx todo aquello que en reali-
dad muestre la diversidad de formas en que se explicita su crítica de
la política. No pudiendo convertirse en ejemplificaciones de un método
preconstituido (o deducido), los exámenes históricos y políticos de Marx
son finalmente separados de aquellas obras suyas privilegiadas como
“teóricas”, y reducidos a escritos “de ocasión”, pane lucrando, y por lo tan-
to “menores”. La división de sus obras o escritos en mayores y menores
funda la posibilidad de una lectura donde las “anomalías” constituyen
una forma indirecta de demostrar la existencia de una “norma”, o, dicho
de otro modo, de una “ortodoxia”.
De ahí que me parezcan fuertemente cuestionables todas aquellas
posiciones que, al enfatizar en Marx su construcción teórico-siste-
mática, descalifican el valor de escritos suyos que la contradicen, sin

35. Aunque existan diversas teorías “marxistas” de la política, no existe en cambio una teoría marxista de
la política. Como subraya Bongiovanni, lo que existe, en realidad, es una crítica marxiana de la política.
“Cuando Marx adopta en positivo categorías de la política no las reelabora (lo cual sería imposible), sino
que toma en préstamo aquellas provenientes de la gran tradición democrática y revolucionaria prece-
dente. […] Pero en su análisis las categorías de lo ‘político’ y hasta de lo ‘diplomático’ gozan de amplia
autonomía: gravitan sobre la realidad histórica, en sus escritos ‘periodísticos’, ‘políticos’ e ‘histórico-di-
plomáticos’, seguramente no menos y quizá más que la ‘economía’ y las ‘clases’ de sus epígonos marxis-
tas.” En Marx, en cambio, “lo ‘político’ es con frecuencia visto (internacionalmente) como el autónomo
lugar de resistencia contra el dinamismo revolucionario de la sociedad civil” (Bongiovanni, 1981, p. LI).
Desde este punto de vista, creo que es cuestionable la observación de Franco de que la falta de elabora-
ción en Marx de “un conjunto sistemático de categorías políticas independientes” le impidió “identificar
los fenómenos reales en su propia esfera e identificar las determinaciones de la institucionalidad políti-
ca”, puesto que tal ausencia no lo tornó desvalido ante el curso íntimo de otro proceso –el de Rusia– que
también “descendía de las alturas”.

583
José Aricó

advertir que esta circunstancia suscita un problema a dilucidar. Si la


masa de significantes y de enunciados cuyo conjunto constituye la
obra marxiana no es un todo homogéneo sin diferencias ni jerarquías,
¿cómo pensar y establecer la relación que estos escritos guardan con
la obra global? ¿Hasta qué punto su lectura estuvo o está condicionada
desde un principio por la concepción global del sistema que la sub-
tiende? Pero debemos preguntarnos también si ciertos escritos (los
referidos a España, Rusia, Irlanda, Polonia o América) están o no en
condiciones de inaugurar, a su vez, una definición o redefinición de
la morfología del corpus teórico global, y bajo qué requisitos pueden
aspirar a reformar, reconstruyéndolo, la identidad del sistema hasta
ahora admitido.
Son estas las razones por las que descreo de la utilidad de extrapo-
lar de los escritos de tal o cual época de Marx una serie de elementos
o de creencias para ordenarlos y jerarquizarlos luego de modo tal que
constituyan un “paradigma”, el que por supuesto no podría tener otro
atributo que el de “eurocéntrico”. Pienso que la creencia en el progreso,
en la necesidad del dominio del hombre sobre la naturaleza, en la reva-
lorización de la tecnología productiva y en una laicización de la visión
judeocristiana de la historia, subyacente en el pensamiento de Marx,
jamás lo abandona. Por lo que si estos elementos constituyen el basa-
mento valorativo y cultural de un “típico paradigma eurocéntrico”, como
destaca Franco (Franco, Terán y De Ípola, 1981, p. 70), resultaría extre-
madamente difícil no encontrarlos en toda la obra de Marx desde sus
primeros escritos hasta los últimos. Los nítidos y paradójicos “descen-
tramientos” de la historia que advertimos en sus escritos tardíos sobre
Rusia o las comunidades de aldea, además de remitirnos a tensiones de
su pensamiento claramente distinguibles en sus trabajos juveniles, no
requieren para ser explicados que se los conciba como abandono o mo-
dificación radical de ningún paradigma. El rechazo por parte suya de la
tentativa de transformar su reconstrucción genético-estructural en una
teoría histórico-filosófica, que para Franco implica el “pasaje de un sis-
tema interpretativo a otro”, no requiere en realidad de la sustitución de
un paradigma que, fundado como él lo hace, puede admitir “anomalías”
que en definitiva no lo cuestionan como tal.

584
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

Franco advierte las dificultades que plantea una interpretación “teo-


ricista” cuando aclara “que el pasaje de un sistema interpretativo a otro
no es suficientemente claro, no solo en el plano del contenido sino tam-
bién en el de los tiempos” (Franco, 1981, p. 21), hecho este que desde mi
punto de vista tiene una importancia hermenéutica radical en la medi-
da en que obliga a “contextualizar” o, dicho de otro modo, a “politizar”
las lecturas de los inocultables cambios, desplazamientos, “alteraciones
de los centros de referencia”, incorporación de nuevas temáticas, evi-
dentísimas en el discurso marxiano. En definitiva, estoy firmemente
convencido de que existen en Marx concepciones fuertemente arraiga-
das, elaboraciones teóricas “fuertes”, que fundan una lectura en clave
de “sistema”, al cual, como bien distingue Filippi, deberíamos designar
con mayor propiedad “capitalístico-céntrico”. Si queremos ser estrictos,
no podemos hablar de “eurocentrismo” frente a una elaboración que
reconoce explícitamente el desplazamiento del centro de gravedad ca-
pitalista –y por tanto el centro de la revolución– de Europa occidental
a diversos otros lugares; a menos que otorguemos a dicha noción un
significado más “filosófico”, y no referido por tanto a la “ideología” o al
“gusto” de Marx, ni tampoco a su “modelo teórico-abstracto”. Desde esta
perspectiva podemos preguntarnos hasta dónde ese sentido filosófico
de eurocentrismo hace referencia más bien a la idea de una unificación
ecuménica de los hombres, a una suerte de “polis” que permita pensar al
género humano como una unidad, y si pensarlo de esa manera no esta-
blece por sí mismo ciertos criterios antropocéntricos en base a los cuales
el “eurocentrismo” no es sino una forma bastarda, impura, de una idea
que lo sustenta y trasciende y que designa realidades tan fuertes como la
de “Occidente”, de “metafísica occidental”, etc. Si así fuera el caso, como
creo que lo es, Marx es tan eurocéntrico como Bolívar, Martí, Sarmiento,
Rosas o cualquier otro; toda América es eurocéntrica, y de un modo tal
que la categoría deja de tener valor explicativo alguno para analizar el
tema que nos preocupa.
Cuando Marx cuestiona de hecho el paradigma de una sucesión uni-
lineal de transformaciones históricas –que emerge de sus textos y del
cual es muchas veces prisionero–, sienta la posibilidad de pensar las
diferencias, el paralelismo, la discontinuidad temporal de los procesos

585
José Aricó

de transformación. En esos momentos, que no están situados en una


precisa etapa de su vida, o solamente en ella, que no son por tanto “pe-
riodizables” porque recorren transversalmente su pensamiento, mani-
fiesta de manera incontrovertible que lo asedian otras visiones o ideas
en las que las figuras dialécticas son continuamente forzadas, las con-
tradicciones destrozadas en sus elementos constitutivos, el movimiento
histórico permanentemente dislocado y proyectado hacia adelante sin
dirección ni sentidos previos, o preconstituidos. No creo que este sea el
“Marx verdadero” que deba sustituir a cualquier otro descalificado como
“falso”, por la sencilla razón de que uno y otro están siempre presentes
de alguna manera en una obra que, al rechazar aparatos conceptuales
definitivos para analizar los problemas sobre los que versa, acaba sien-
do tan enigmática como fascinante. Es la plena aceptación del carácter
no “unívoco” del pensamiento de Marx, recorrido como está por fuertes
tensiones problemáticas, lo que me impulsa a enfatizar la impronta “en-
sayística” de mi trabajo. A los lectores les tocará juzgar hasta dónde mi
propósito ha sido alcanzado, pero definir su intención es ya una forma
de preconizar un estilo de trabajo capaz de sustraerse a toda aproxima-
ción totalizante, como una posibilidad concreta de encarar productiva-
mente los diversos y contradictorios niveles de problemas que la rea-
lidad plantea; una realidad que, como la latinoamericana, aparece en
Marx bajo la modalidad perturbadora de una no-presencia, un objeto
que no es tal, un mundo que rehúsa tornarse “visible”.
América Latina no aparece como tal en Marx, no porque la modalidad
particular de la relación nación-Estado en Europa obnubile su mirada, ni
porque su concepción de la política y del Estado excluya la admisión de
lo diverso, ni tampoco porque la perspectiva desde la cual analiza los pro-
cesos lo conduzca a no comprender sociedades ajenas a las virtualidades
explicativas de su método. Ninguna de estas consideraciones, por más
presentes que estén en Marx y que influyan sobre su manera de situarse
frente a la realidad, me parecen suficientes por sí mismas para explicar el
fenómeno. Todas ellas menosprecian, curiosamente, la perspectiva política
desde la cual Marx analiza el contexto internacional, al mismo tiempo
que señalan su falta como una consecuencia inevitable de la rigidez de su
hipótesis interpretativa. No eran esquemas teóricos definidos, sino más

586
Marx y América Latina: El Bolívar de Marx

bien opciones estratégicas consideradas como favorables a la revolución,


lo que llevaba a Marx a privilegiar campos o a jerarquizar fuerzas. La
matriz de su pensamiento no era por tanto el conocimiento del carácter
progresivo del capitalismo sino la posibilidad que esto abría de la revolu-
ción. Es la revolución el sitio –¿pero es en realidad un “sitio”?, ¿no es más
preciso, y a la vez ambiguo, decir el “punto” para eludir el riesgo de una
connotación “geográfica” de la palabra?– desde el cual se caracteriza la
“modernidad” o “atraso” de los movimientos de lo real. Y porque esto es
así, la bendición o la maldición marxiana caen de manera aparentemente
caprichosa sobre los hechos. Aceptando el carácter “progresista” del ca-
pitalismo, es la Inglaterra “moderna” la que resulta denostada por Marx
debido a su colusión con el baluarte reaccionario del zarismo. El contexto
internacional no puede ser analizado, en consecuencia, única y exclusi-
vamente a partir de la confianza –innegable en Marx– del determinismo
de las fuerzas productivas. Requiere de otras formas de aproximación
que permitan visualizar aquellas fuerzas que, puestas en movimiento por
la dinámica trastocadora del capital, tiendan a derruir todo lo que sofoca
el libre desenvolvimiento de los impulsos de la sociedad civil. Porque el
desarrollo del modo capitalista de producción sucede sobre un mundo
profundamente diverso y diferenciado, tratar de mostrar y de mutar la
proteiforme realidad de este obliga a dejar de lado cualquier pretensión
de unificarlo de manera abstracta y formal y abrirse a una perspectiva
micrológica y fragmentaria. En la enumeración material de lo que es ver-
daderamente, está encerrada la posibilidad de aferrar la realidad histó-
rica concreta para potenciar una práctica transformadora. Es desde la
política, desde la admisión de la diversidad de lo real, desde la presenta-
ción de los elementos contiguos de la historia social de su tiempo, como
Marx intenta fundar una lectura que descubra en los intersticios de las
sociedades los huecos por donde se filtre la dinámica revolucionaria de la
sociedad civil. Tal es la razón de por qué sus análisis de “casos” nacionales
no parecen obedecer a “procesos globales”, “mediaciones” o “totalizacio-
nes” que den un sentido único, un orden de regularidad, a sus movimien-
tos. Por cuanto no existe en él ninguna “teoría” de la cuestión nacional,
los momentos nacionales son solo variables de una propuesta política de
destrucción de todo aquello que bloquea el desarrollo del progreso, de

587
José Aricó

la democracia y de la revolución. En última instancia, las naciones que


realmente interesan a Marx son las que, desde su perspectiva, pueden
desempeñar tal función histórica.
Como América Latina era por él considerada desde la perspectiva de
su supuesta o real función de freno de la revolución española, o como
Hinterland de la expansión bonapartista, su mirada estuvo fuertemente
refractada por un juicio político adverso; procedimiento este que se tor-
na muy evidente en su escrito sobre Bolívar. El hecho de que a partir del
reconocimiento de una perspectiva que se transformó en un verdadero
prejuicio político podamos rastrear luego hasta qué punto tal prejuicio se
alimentó de aromas ideológicos, de concepciones teóricas y de ideas ori-
ginados en su formación ideológica y cultural no invalida la necesidad
de privilegiar una dirección de búsqueda acorde con el sentido mismo de la
obra de Marx. A partir de las conclusiones aquí expuestas, el lector podrá
preguntarse si ellas no cuestionan en todo o en parte mi ensayo; si algu-
nas de las reflexiones hechas dos años después de su elaboración inicial
no obligan a someter a una crítica radical ciertas líneas de razonamiento
hoy consideradas insatisfactorias. Si así fuera, me sentiría plenamente
satisfecho, porque aun de esa manera habría alcanzado el objetivo que
me propuse de privilegiar la sustantividad de un tema, no solo para po-
ner de relieve lo que pueda ayudarnos a reconstruir las vicisitudes del
socialismo en América, sino para ensayar una forma de trabajar en Marx
que evidencie las razones de su incuestionable actualidad.

México, 12 de octubre de 1982.

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592
Ni cinismo ni utopía*

1. Incursionar en el tema de la democracia, no meramente desde la pers-


pectiva de la teoría política, o como un insoslayable emergente de ese otro
debate epocal sobre la crisis de fe en la razón y el socialismo, abordarlo
como una indagación lo más situada posible acerca de la posibilidad o
imposibilidad del establecimiento de formas democráticas en un plazo
tendencial o previsible en la Argentina de las próximas décadas –esta
discusión así situada incurre en un doble riesgo. El de transformarse en
un autocomplaciente viaje a un país de Jauja proyectado ilusoriamente
a un futuro para el que no parecen evidenciarse sus fundamentos reales
a corto o mediano plazo; o también –y esta es la sospecha que siempre
despierta el tema en el suspicaz mundo del exilio político– la búsqueda
de un pasaporte que nos permite incorporarnos a ese vaho pestilente
que comienza a destilar el esperado desbloqueo político. Hablar de las
condiciones de una democracia posible en la Argentina de las próximas
dos décadas, nos tornaría así inmediatamente culpables de gestionar,
por lo bajo, la recuperación de esa pequeñísima cuota de libertad que
nuestra redescubierta fe democrática permita obtener del festín de los
vencedores.
Discutir este problema implica un mínimo de buena fe, que des-
cuento en todas las colaboraciones incorporadas en este número de

*
Extraído de Aricó, J. (1980, diciembre). Ni cinismo ni utopía. Controversia, 9, pp. 15-16, Suple-
mento La democracia como problema, (México).

593
José Aricó

Controversia. Pero requiere también de ciertas otras cosas que, como


es lógico, varían conforme se modifique la perspectiva político-cul-
tural desde la cual se analiza el problema. Para una persona forma-
da en la cultura socialista de matriz marxista, como es mi caso, por
ejemplo, lo obligatorio sería partir –como era usual en la Tercera
Internacional desde su fundación hasta 1935– de la idea de la demo-
cracia como disfraz burgués, “superado” por el socialismo (“el socia-
lismo supera la democracia”, dice Lenin). Aunque podría adoptar la
fórmula que comenzó a imperar desde esa fecha en adelante: “el so-
cialismo como plena realización de la democracia”, o directamente,
de la identidad de ambas categorías. La ambigüedad de las relaciones
categoriales muestra la presencia de una fuerte tensión irresuelta en
el movimiento socialista. Tratando de no abandonar el campo de la
democracia, los socialdemócratas olvidaron el socialismo. Aferrados
al mito del socialismo como superador de la democracia, los comu-
nistas acabaron instalando una autocracia. Lo que quedó es cualquier
cosa, pero nunca socialismo.
Si así eran las cosas, hablar de democracia en el seno de la izquier-
da no-socialdemócrata (utilizó este término simplemente para comu-
nicarme, no porque crea que tiene alguna denotación precisa) no era
sino incurrir en una forma duplicidad. La famosa “doppiezza” a la que
hacen mención crítica los comunistas italianos. Mientras hablamos
públicamente democracia y sostenemos basarnos en sus métodos para
construir nuestras propuestas, instituciones y estilos de acción política,
en nuestro fuero íntimo, en los entresijos de nuestro pensamiento del
mundo y de la sociedad, en el cuerpo de nuestra teoría, en nuestros obje-
tivos finales, etc., etc., somos profundamente jerárquicos y autoritarios.
La apelación a la democracia encubre una acción tendiente a anularla
en el futuro. La lucha democrática y socialista por un “nuevo” tipo de
democracia, no es sino un burdo disfraz de un astuto plan de captura
del poder en lugares donde el partido comunista constituye una mino-
ría incapaz por sí sola de arrastrar al conjunto de fuerzas democráticas
detrás de consignas como las de “dictadura” del proletariado. Quizás
debiera valerme de viejos recuerdos para ilustrar este hecho. Veamos el
siguiente.

594
Ni cinismo ni utopía

Resulta curioso que en toda esta discusión actual sobre democracia


y socialismo mientras se habló de muchas cosas, otras pasaron bastante
ignoradas. Una de ellas es que la discusión más tensa, pero con enormes
posibilidades de resolución positiva en el plano de la política, fue la que
comprometió a socialistas y comunistas europeos –y no solo a ellos, pues
el “browderismo” debe ser también colocado en ese terreno– a finales de
la Segunda Guerra Mundial. En los años 1945-1947, los procesos de tran-
sición encarados en los países de Europa Oriental partían de la unidad
socialista y comunista (no organizativa, sino política y de objetivos) para
proponerse la construcción de una democracia avanzada (“nueva demo-
cracia”) con base en las reformas de estructuras y el pluralismo político.
La alianza del bloque obrero urbano (socialista y comunista) con los par-
tidos campesinos que eran verdaderas expresiones de masa del mundo
rural predominante en aquellas sociedades. Rechazado el modelo so-
viético como único y excluyente, el método democrático aparecía como
connatural al proceso de transición a una forma social autorregulada.
En la complejidad de la sociedad, en el reconocimiento de este hecho
como un valor positivo y no negativo, residía la garantía del manteni-
miento de un pluralismo cultural, ideológico y político, en el interior de
cuya dialéctica se perfilaban los ineludibles puntos de ruptura. Las for-
mas democráticas, antes negadas como “disfraces”, eran ahora valoriza-
das como expresivas de la morfología de la complejidad del movimiento
social. La dictadura del proletariado, en la forma concreta que asumió
en la revolución rusa, era archivada junto con el movimiento soviético
que contribuyó a delinear.
En un ciclo de conferencias pronunciadas a mediados de 1948 con
motivo del centenario del Manifiesto comunista (1958), Vittorio Codovilla
nos explicaba, con su manera ramplona de atravesar los terrenos teóri-
cos, cómo “la democracia popular aseguraba una transición al socialis-
mo sin pasar por la dictadura del proletariado” (este era más o menos
textual el título de una de las conferencias).
No creo que pueda a ustedes explicarles lo que pasaba por nuestras
cabezas en esos años. Estaba la experiencia gloriosa hecha por la Unión
Soviética en la guerra; pero había también muchas otras cosas que nos
maravillaban: los comunistas chinos en Yenán, la resistencia yugoslava,

595
José Aricó

el reencuentro con su patria de Dimitrov, los triunfos comunistas y so-


cialistas en Francia e Italia, etc., etc. Un mundo nuevo se abría ante no-
sotros. Era natural que las viejas fórmulas caducaran. A diferencia de
lo ocurrido en el interior del comunismo francés hace dos o tres años,
nadie por aquella época se rasgó las vestiduras, y es curioso que mante-
niendo mi mente el brumoso recuerdo de las conferencias de 1948, no
haya registrado o conservado dato alguno de resistencias o perplejida-
des sobre esta reformulación estratégica, que parecía solo refrendar en
la teoría, lo que la práctica de aquellas experiencias avanzadas estaba
realizando. Por lo que diría que una nueva perspectiva de avance hacia
el socialismo era, en esos momentos, parte importante del movimiento
democrático y socialista mundial.

2. Sin embargo, el noviazgo entre democracia y socialismo duró muy poco


tiempo. En realidad, ya estaba roto con los acontecimientos que condu-
jeron en septiembre de 1947 a la constitución del Cominform, aunque el
cambio de ruta apareciera públicamente por los mismos días de las con-
ferencias codovillianas cuando la resolución condenatoria de Yugoslavia,
lanzada por el Cominform el 28 de julio de 1948, frente al estupor y la in-
credulidad del movimiento comunista mundial, mostró que el período de
las “vías nacionales” quedaba clausurado quizás para siempre.
No existen aun explicaciones suficientemente satisfactorias de las
razones que motivaron estos hechos, pero lo que importa destacar es
que es si los comunistas yugoslavos pudieron triunfar como fuerza de
dirección ideológica y política de su pueblo es porque supieron incluir
en su reformulación radical del proyecto socialista, como un principio
esencial del nuevo Estado, del partido, de las empresas industriales y
agrarias, de las administraciones nacionales, regionales y locales, la ple-
na participación de los ciudadanos. Y no debe por ello sorprendernos
que el primer serio cuestionamiento del monolitismo soviético aparezca
en una línea de continuidad con esta experiencia de mediados de los
cuarenta, y que a su vez haya pugnado por encontrar una forma de reso-
lución de los grandes problemas suscitados por el proceso de transición
avanzando audazmente en la instauración de un poder autogestionario
de los trabajadores, o dicho más propiamente, de los productores.

596
Ni cinismo ni utopía

He recordado este hecho solo con el afán “provocativo” de mostrar


que todo el debate actual tiene una larga historia previa y que conviene
siempre mantenerse aferrado a una perspectiva “terrenal”, no ideologi-
zante ni puramente “especulativa” de los grandes problemas teóricos, si
queremos realmente encontrar sus formas de resolución práctica.
Para nuestro caso, esto significa que, aunque lleguemos a la conclu-
sión de que las razones determinantes de la ruptura entre democracia y
socialismo (digámoslo así) en los primeros años de posguerra son otras,
nadie puede desconocer las agudas tensiones que fueron emergiendo
de la puesta en funcionamiento de democracias avanzadas en el este
europeo. Surgieron gravísimos problemas teóricos y prácticos para la
resolución de los cuales no había soluciones previas, ni podía haberlas,
como es natural.
La admitida dialéctica entre democracia y socialismo fue rota no sim-
plemente porque los comunistas eran y son autoritarios por su teoría
y por su práctica política. Dejando de lado este problema que requiere
de un discurso distinto, hay que reconocer que esa dialéctica se rompió
porque toda propuesta de transición, en la medida en que está coloca-
da necesariamente en un plano productivista, es esencialmente autoritaria
y genera tensiones que acaban por apagar la democracia. No se puede
reorientar en un sentido anticapitalista el funcionamiento de la vida
económica de una sociedad sin una decisiva presencia del Estado. Pero
un proceso de estatalización creciente de la sociedad provoca un sofoca-
miento cada vez mayor de los espacios democráticos. Este es el dilema
que se planteó en aquel entonces y es el dilema en que están encerrados
los procesos de cambio hoy. Para decirlo de un modo lapidario: pan y de-
mocracia parecen ser términos excluyentes; lo único que resta es optar
por lo uno o por lo otro. Durante largos años la izquierda latinoameri-
cana –y no solo esta, por supuesto– justificó el socialismo “real” sobre la
base de la admisión de que había sido capaz de resolver los mismos pro-
blemas que afectaban sin solución a los pueblos latinoamericanos. Para
ella, quienes desde la izquierda se empeñaban en hablar de democracia,
lo hacían solo con el propósito mezquino de negar las conquistas del so-
cialismo, porque, en última instancia, ¡qué importaban las miserables
libertades burguesas, como las de disponer y poder leer el periódico que

597
José Aricó

cada uno prefiera, frente a los incontables beneficios que el socialismo


dio al hombre! Este dilema aparentemente insuperable colocó a la iz-
quierda en un plano de duplicidad, de laceración entre ética y política,
de un cinismo generalizado que la llevaba a reclamar para su país cosas
cuya inexistencia defendía en otros.
Es en este terrible quid pro quo el que hoy ha estallado por los aires.
Porque no es cierto que el socialismo asegure las necesidades históricas
de los hombres cercenando sus libertades fundamentales. A la larga, dicho
cercenamiento impide la satisfacción de las necesidades históricas. Hoy la
crisis del socialismo nos está mostrando que entre pan y democracia no es
posible trazar una línea divisoria pues si así se hace lo que también des-
aparece es el propio socialismo. En sociedades complejas como son cada
vez más las modernas, el socialismo no pareciera poder abrirse paso con
base en una confianza iluminista en la capacidad de la razón programa-
dora, sino al revés, cuestionándola en todo lo que tiene de recuperación
neocapitalista. Solo cuestionando el armonicismo de los modelos socialis-
tas es posible admitir la conflictualidad social y la interacción política como un
fenómeno e insuprimible de toda sociedad futura, y por tanto presente. El
socialismo recompone la dialecticidad de su relación con la democracia al
incorporar al pluralismo (político, organizativo, ideológico, cultural, etc.,
etc.) como un valor propio, insuprimible, pero al hacerlo cuestiona radi-
calmente todas las experiencias socialistas concretas.
Para todos estos problemas, los socialistas no tienen soluciones prác-
ticas, ni el marxismo respuestas teóricas. Pero yo me pregunto: ¿Las
tiene o las tuvo alguien? ¿Es una respuesta el capitalismo? ¿No estamos
asistiendo a la quiebra de los paradigmas ideológicos sobre los que se
constituyeron las sociedades burguesas? ¿No comenzamos a aceptar la
idea de la ingobernabilidad de tales sociedades? A su vez, ¿el hecho de
que cuestionemos firmemente las experiencias socialistas existentes
significa que neguemos los avances logrados en el crecimiento y redis-
tribución de los recursos?, o dicho de otro modo, ¿significa que debamos
renunciar a todo proyecto de reconstrucción programada y en un sen-
tido societario de la sociedad? ¿Existe una tercera vía que nos permita
escapar del capitalismo para construir una sociedad más igualitaria,
pero a la vez más infinitamente democrática y libre? Creo que es aquí

598
Ni cinismo ni utopía

donde el debate se muerde la cola y se muestra absolutamente incapaz


de avanzar en propuestas inéditas. Y donde no parecemos ser capaces
de eludir la corrida a la utopía, o la aceptación cínica de lo existente. Es
aquí donde con toda buena fe, pero con el máximo de capacidad crítica
debemos aprender a medirnos con los hechos.

3. Es por todo esto por lo que para quien, como uno, nunca pretendió
ser otra cosa que un socialista a secas, y que durante muchos años pen-
só que era el movimiento y la teoría comunista los que expresaban más
fielmente aquel ideal, el problema debe comenzar por la negativa a
aceptar cualquier tipo de identificación entre socialismo y democracia,
o cualquier tipo de supeditación de uno al otro término. Si a esta altu-
ra del mundo, de un mundo terrible colocado ante la alternativa de un
irrefrenable proceso de autodestrucción, el ideal socialista tiene todavía
sentido, es porque fuera de sus ideas esenciales, de sus grandes ideales
de transformación social y de configuración de una nueva comunidad
humana, solo entrevemos la barbarie y no una forma civil de relación del
hombre con sus semejantes. Casi podríamos decir que lo que muestra
hoy la realidad del mundo es que para poder ser tal requiere necesaria-
mente del socialismo.
Pero siendo diverso, el ideal socialista se sostiene como tal solo a con-
dición de admitir al método democrático como camino de su efectiviza-
ción. Solo así el mundo incontenible de lo diverso y de lo complejo puede
abrirse paso de una manera no negativa, sino positiva, como una nueva
forma de vida moral y cultural de las masas. Si nos oponemos a la unidi-
mensionalización capitalista, no podemos doblegarnos ante tendencias
semejantes rotuladas de “socialistas”. La desaparición del capitalismo
no significa, como creímos ingenuamente durante tantos años, el re-
torno de lo complejo a lo simple; por el contrario, supone una diversifi-
cación gigantesca de las formas sociales que maduran como formas de
contestación en el seno de la sociedad burguesa. La pluralización social
y por lo tanto el método democrático de resolución de las diferencias en
eterno proceso de aparición y desaparición (los “nuevos sujetos socia-
les”), aparecen así como los fundamentos sobre los cuales el socialismo
puede abrirse paso.

599
José Aricó

Para mí, por lo tanto, discutir de democracia significa comenzar a


preguntarme por muchas de las cosas que jamás me pregunté, pero no
para descubrir las supuestas virtudes del capitalismo, o del populismo, o
de cualquier otro ismo que se presente, ni para aceptar la separación un
tanto falaz entre democracia formal y democracia sustantiva y demos-
trar los méritos de una en contra de los deméritos de la otra. Yo diría que
esta sería una forma de ocultar la verdad o de “generar nuevos ideologis-
mos sobre el tema”, como observa N. Casullo en este mismo número de
Controversia (1980). ¿Y qué más da que a los nuevos ídolos los llamemos
nacionales y populares o socialistas, peronistas o marxistas, si a todos
los define su pobre y miserable condición de “ídolos”? Introducirse en el
tema significa una actitud distinta, porque así como el debate sobre la
democracia no es mero resultado de la crisis teórica el marxismo, sino
el reconocimiento de una crisis radical de todo el mundo civilizado, por
el momento, la discusión sobre la democracia en la Argentina no es una
evaluación de los aciertos y los errores de los socialistas argentinos, sino
de las debilidades de toda la sociedad en su conjunto y en primer lugar
de su movimiento popular hegemónico: el peronismo. Discutir sobre la
democracia en la Argentina es, por esto, abrirse a una actitud de modes-
tia, comprensión y autocrítica que compromete, como es lógico, a todo el
espectro de fuerzas de izquierda, pero también, y en primerísimo lugar,
a la fuerza política, al movimiento popular que tuvo fundamentalmente
en sus manos la posibilidad de asegurar, o por lo menos, defender de
mejor manera el terreno democrático en el que debían mantenerse fir-
memente arraigadas todas las propuestas de avance social.
Desde esta perspectiva, introducirse en el tema de la democracia sig-
nifica de un modo u otro receptar la crítica que el presente ya hizo del
pasado, acoger plenamente esa crítica real que aunque se debata infruc-
tuosamente por alcanzar el nivel del concepto, está ya instalada en la
política. Y el hecho de que por nuestra condición de trasterrados –per-
mítaseme el término menos pretencioso aunque más cierto–, estemos
objetivamente situados fuera del juego político argentino es una condi-
ción no negativa, como insistimos en pensar, sino positiva, pues lo que
buscamos decir no son las verdades “oportunas” sino aquellas otras que
son en el fondo las únicas ciertas, y valga la paradoja.

600
Ni cinismo ni utopía

Me refiero a esas verdades que la sofocante atmósfera de una lucha


política de bajos principios, sin grandes ideales ni fuertes personalida-
des, donde la mentira, la simulación y el ocultamiento se convierten en
estilo y lenguaje “políticos”, impidió que emergieran y se abrieran paso
en nuestra forma de razonar y pensar la realidad. Me refiero a esas ver-
dades que solo decimos entre los amigos, y en la cocina, cuando pocos
nos escuchan. Nosotros tenemos la posibilidad de hablar con desenfado
de muchas cosas y el tema de la democracia quizá sea el que mejor lo
permita, el que mejor pruebe hasta qué punto quienes tienen la obli-
gación moral de tratar de ver claro, siguen mostrándose como hasta el
presente prisioneros de un pasado que no les deja pensar ni actuar.

4. Todo nuestro empeño ha estado siempre orientado a mostrar la pre-


sencia en la Argentina de fuerzas poderosas que, coaligadas, se convir-
tieron en las barreras insuperables de toda democratización efectiva de
la sociedad. No importa cómo hayamos denominado cada uno de noso-
tros a esas fuerzas; metafórica o científicamente, ética o políticamente,
nosotros eran y son siempre las mismas: los dueños de la tierra, la gran
burguesía, el imperialismo extranjero, la burocracia de Estado, etc. Pero
si esto es así, ¿no es hora ya preguntarse por qué pueden vencer, dónde
están las raíces de la profunda debilidad de la democracia argentina, el
por qué de la falta de propuestas verdaderamente renovadoras, la per-
plejidad de las fuerzas populares frente al sentido de los cambios que se
operan en la economía, en la sociedad y en la política? ¿Es posible pensar
que el tiempo no ha permitido ya de modo suficiente que las fuerzas
políticas y sociales se expresen, desplieguen sus propuestas y concep-
ciones? Sabemos lo que ha dado y dio el peronismo, y del mismo modo
podemos hablar de los radicales, comunistas y de las demás corrientes.
Y si esto es así, ¿es posible pensar que lo ocurrido no es en buena parte
también resultado de lo que se propusieron hacer o de lo que fueron in-
capaces de impedir, de lo que no supieron controlar o de lo que efectiva-
mente deseaban, de lo que estalló así porque cada uno actuó buscando
su propio beneficio sin colocar nunca a los intereses colectivos, en este
caso el de los sectores populares, por encima de los intereses de su gru-
po, facción o cuerpo?

601
José Aricó

Si es verdad como afirma Portantiero (1980), y como creo a pie juntilla,


que “fue mucho más la presión corporativa de los sindicatos sobre la tasa
de ganancia que el desborde guerrillero lo que descalabró el proyecto [pe-
ronista]”, ¿no tendremos que contabilizar necesariamente a esa “presión
corporativa” como uno de los elementos decisivos que operaron para que
todo el sistema estallara? ¿No estaríamos aquí frente a la contradictoria
evidencia de que aquello que fue siempre un poderoso elemento de de-
mocratización de las sociedades puede en determinadas circunstancias
convertirse, más allá (o no) de los intereses del grupo dirigente de esa ac-
ción, en un factor de decisiva importancia para su caída? Pero entonces, si
consideramos estos y mil otros elementos más, discutir sobre democracia
no puede significar mostrar la responsabilidad de los militares, el impe-
rialismo, la oligarquía y la gran burguesía, por su falencia, sino indagar en
la propia realidad de las clases populares, en su propia interioridad, para
encontrar allí las razones de su debilidad: mostrar su presencia en su propia
fuerza, en las organizaciones sociales en que se organizan, en las fuerzas
políticas en que se expresan, en las ideologías a partir de las cuales cono-
cen a la sociedad y a sí mismas. Lo que se deberá analizar no serán tanto las
coyunturas organizadas por clases y grupos estructuralmente enemigas
de proyectos democráticos, sino más bien los fuertes condicionamientos
que existieron históricamente y aún existen en la propia interioridad de
clases populares para poder convertirse realmente en las protagonistas de
un movimiento social y político de democratización efectiva de la socie-
dad argentina. Se trataría, como dice Tomás Borge, de buscar el monstruo
en nosotros mismos, y no ya fuera de nosotros.
Mi propósito inicial era el de comenzar mi artículo exactamente por
donde termina, es decir por el reconocimiento de que, en mi opinión, la
debilidad fundamental de la democracia argentina está en el propio interior
del movimiento que constituye su nervio, es decir en el propio interior del
movimiento obrero argentino, en su capacidad de reconocerse a sí mis-
mo en el sector social decisivo, con todo lo que esto implica, para una
recomposición democrática de la sociedad argentina.
Colocado, en virtud de la debilidad del sistema político argenti-
no, en la situación de núcleo central de agregación de todo el mundo
popular subalterno, el sindicalismo está colocado hoy ante la tarea de

602
Ni cinismo ni utopía

recomponer la unidad política de los trabajadores frente a una nueva


estrategia de dislocación social y hasta de supresión cada vez más pro-
funda y contradictoria en sus consecuencias finales. Pero solo una estra-
tegia de transformación puede hacer que el sacrificio económico-corpo-
rativo adquiera un sentido que no sea simplemente el de la frustración y
el sacrificio para revitalizar el mecanismo capitalista.
Sin embargo, una estrategia de transformación supone una transfor-
mación de los objetivos, de la naturaleza, de los contenidos, de las orga-
nizaciones, del estilo de dirección y de la participación y movilización de
las masas, del sindicalismo argentino.
Para plantearlo de otro modo, ¿es posible la conquista de la demo-
cracia en nuestro país sin una superación del rol fundamentalmente
contractual en que está tradicionalmente anclado el sindicalismo ar-
gentino? El sindicalismo argentino, insistiendo de hecho en conside-
rar al salario como una variable independiente del proceso de acumula-
ción, ha entrado en un callejón sin salida caracterizado por la brutal
pérdida del salario y de su propia capacidad de decisión autónoma. La
reconquista de la unidad de la clase trabajadora y de la autonomía del
movimiento sindical parece solo ser posible de lograr si el sindicato
está en condiciones de fusionar la defensa efectiva de los intereses de
los trabajadores que representa con la batalla por la renovación de la
vida económica y democrática de la sociedad en su conjunto. Pero para
esto, la renovación del sindicalismo aparece como una conditio sine qua
non. La crisis argentina está contribuyendo a mostrar que ya no es su-
ficiente enfatizar el contenido democrático objetivo del movimiento
obrero y de las organizaciones políticas y sociales populares, que para
salir de la crisis del propio movimiento obrero demuestra su capacidad
de autodemocratizarse hasta dónde puede llegar a ser una prefigura-
ción de la nueva Argentina.
Lo que hoy está en crisis no es solo la sociedad argentina y el movi-
miento obrero en su conjunto, sino también la idea de un sindicato úni-
co sobre el que se montó toda una estructura corresponsable también,
y en medida fundamental, de la caída de la democracia argentina. Es
hora ya de iniciar el análisis de lo que debe realmente cambiar para que
lo nuevo se abra paso.

603
José Aricó

Bibliografía

Casullo, N. (1980, diciembre). Desde el movimiento de masas o des-


de los mitos. Controversia 9, pp. 25-26, Suplemento La democracia como
problema, (México).
Marx, K. y Engels, F. (1957). Obras Escogidas. Moscú: El Progreso.
Portantiero, J. C. (1980, septiembre). Peronismo, clase obrera, socia-
lismo. Controversia, 8, pp. 12, (México).

604
Otto Bauer y la cuestión nacional*

En una nota necrológica motivada por la muerte de su amigo y cama-


rada de lucha, Max Adler, tres años después de la trágica derrota del
movimiento obrero y socialista austríaco, Otto Bauer trazó un cuadro
preciso de las condiciones históricas y sociales que permitieron la eclo-
sión, en el centro de Europa, de un movimiento teórico y político que
hoy se nos aparece como la tentativa más acabada de prosecución del
discurso marxiano en las nuevas condiciones de la sociedad europea de
inicios del siglo XX. Nos referimos al austromarxismo, un movimiento
de tal envergadura teórica que después de tres décadas de ocultamiento
reaparece vigorosamente en el actual debate sobre la naturaleza de la
concepción marxiana del Estado y sobre la posibilidad de existencia de
una teoría política marxista.
Según Bauer, a finales del siglo pasado se agudizó la crisis del viejo
Estado habsburguiano, crisis que provocó la rápida decadencia de los
dos partidos históricos que habían ocupado la escena política desde los
años sesenta. Tanto el clericalismo feudal, como el liberalismo burgués,
son sustituidos por el movimiento pequeñoburgués de los cristianos
sociales y del nacionalismo, que expande progresivamente su influen-
cia sobre todo entre los intelectuales. El ascenso nacionalista exasperó
los conflictos entre las nacionalidades que formaban parte del Imperio

* Extraído de Aricó, J. (1981, octubre). Otto Bauer y la cuestión nacional. Icaria. Revista de Crítica
y Cultura, 1(2), 15-20, (Buenos Aires).

605
José Aricó

austro-húngaro y cuestionó seriamente el ordenamiento plurinacional


del Estado. Es en ese proceso de disgregación de la vieja forma estatal y
de sus expresiones partidarias cuando se desarrolla la socialdemocra-
cia. Ya en su Congreso de Haifeld, en 1889, el Partido Socialdemócrata
austriaco apareció como una organización unitaria capaz de aglutinar
en torno a un proyecto común a una diversidad de realidades culturales
e instancias políticas hasta ese momento sujetas a la dispersión. El he-
cho de expresar los intereses emergentes de aquella sociedad industrial
que –gracias a la revolución tecnológica de fines de siglo– crecía rápida-
mente en un contexto agrario y pequeñoburgués, y de tener que repre-
sentarlos en una realidad económica y cultural bastante diversificada y
multiforme, torna a la socialdemocracia austriaca sensible a las proble-
máticas de la política y de la ideología, que precisamente por aquellos años
habían emergido en los debates del movimiento socialista europeo.
La cisura entre “teoría marxista” y “socialismo práctico”, entre doc-
trina y movimiento, que el debate en torno a las posiciones de Bernstein
puso claramente de manifiesto, constituyó la materia fundamental de
reflexión de la intelectualidad austriaca que el acelerado crecimiento
socialdemócrata logró atraer. Es así como surgió en el interior del mo-
vimiento estudiantil socialista vienés una joven escuela marxista, cuyos
representantes más prestigiosos eran Max Adler, Karl Renner y Rudolf
Hilferding, a los que se les unieron un poco más tarde Gustav Eckstein,
Friedrich Adler y el propio Bauer. “Crecida en el terreno académico, en
confrontación con las corrientes culturales que atravesaban el mundo
académico de aquellos años, esta joven escuela marxista se encontraba
más próximas a los filones culturales de la época de cuanto lo había es-
tado la precedente generación marxista de los Kautsky, los Mehring, los
Lafargue y los Plejánov” (Bauer y Adler, 1937). Lo que unía a este grupo
de jóvenes intelectuales que conformaban una comunidad espiritual a la
que se comenzó a designar desde comienzos de siglo como austromarxis-
ta no era una particular orientación política, sino la naturaleza peculiar
de su trabajo científico. Como relata el propio Bauer:

Todos crecieron en una época en la que hombres como Stammler,


Wildenband y Rickert combatían al marxismo con argumentos

606
Otto Bauer y la cuestión nacional

filosóficos; así estos compañeros sintieron la necesidad de confron-


tarse con las modernas corrientes filosóficas. Si Marx y Engels ha-
bían partido de Hegel, y los marxistas que los sucedieron del materia-
lismo, los más jóvenes ‘austromarxistas’ se basaron en parte en Kant
y en parte en Mach. Por lo demás, en los ambientes universitarios
austriacos ellos debían confrontarse con la llamada escuela austria-
ca de economía política; y también esta confrontación influyó sobre
el método y la estructura de su pensamiento. Finalmente, en la vieja
Austria sacudida por los conflictos de nacionalidades, todos debieron
aprender a aplicar la concepción marxista de la historia a los fenó-
menos complejos que no toleraban un uso superficial y esquemático
del método de Marx. Se formó así en el ámbito de la escuela mar-
xiana una comunidad espiritual (Geistesgemeinschaft) a la cual, para
distinguirla por un lado de la precedente generación marxista –re-
presentada sobre todo por Kautsky, Mehring y Cunow–, y por la otra
de las contemporáneas escuelas marxistas de los demás países, y en
especial de la rusa y de la holandesa, ambas desarrolladas bajo influ-
jos culturales sustancialmente diversos, se le ha dado el nombre de
austromarxismo (Bauer, 1927; AA. VV., 1970).

La socialdemocracia austriaca creció bajo la orientación doctrinaria


del marxismo kautskiano aunque la vigorosa personalidad de Viktor
Adler desde los inicios imprimió a su acción práctica un sello particu-
lar. Diferenciándose de esta tradición, el austromarxismo se constituyó
en un centro de coordinación de una política cultural y de un estilo de
trabajo nuevos, en torno al cual se operó la agregación de intelectuales
provenientes de diversas orientaciones. Aparece como una tendencia
relativamente autónoma en el interior del movimiento obrero austriaco
cuando funda su organización propia y sus propios medios de expresión.
En 1903 se constituyó la “Zukunft-Verein”, que un año después organi-
zará una importante escuela obrera. En 1904 también se inicia la publi-
cación de una de las más importantes iniciativas científicas de la cultura
marxista de la época, los Marx-Studien, volúmenes de periodicidad irre-
gular dirigidos por Max Adler y Rudolf Hilferding, en los que aparecen
trabajos de fundamental importancia para el marxismo teórico, como

607
José Aricó

por ejemplo: Die soziale Funktion der Rechtsinstitution [La función social de las
instituciones jurídicas] de Karl Renner, y Kausalität und Teleologie im Streite
um die Wissenschaft [Casualidad y teología en la disputa sobre la ciencia] de
Max Adler (1904, v. 1); Die Nationalitätenfrage und die Sozialdemokratie [La
cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia] de Otto Bauer (1907, v. 2);
Das Finanzkapital [El capital financiero] de Rudolf Hilferding (1910, v. 3); Die
Staatsauffassung des Marxismus [La concepción marxista del Estado] de Max
Adler (1922, v. 4). En octubre de 1907, año en que conquistado el sufra-
gio universal tanto el Partido socialdemócrata como el Partido cristiano
social obtuvieron una gran victoria electoral que los convirtió en las dos
fuerzas principales del electorado austriaco, se inició la publicación de
la revista teórico-política Der Kampf [La lucha], fundada por Otto Bauer
junto con Karl Renner y Adolf Braun.
La necesidad de crear un ámbito propio de expresión surgió de la
nueva perspectiva abierta por la escuela marxista de Viena en el interior
de la socialdemocracia austriaca. Pero esto implicaba un distanciamien-
to cada vez mayor con la política cultural llevada a cabo por Kautsky des-
de Die Neue Zeit, el órgano científico de la socialdemocracia alemana que
hasta ese momento había sido también el de la austriaca. De tal manera,
y sirviéndose de sus propios instrumentos ideológicos, los austromar-
xistas pudieron realizar una confrontación productiva con esa cultura
de la gran Viena de las primeras décadas del siglo que aun nos sigue
asombrando por su carácter verdaderamente excepcional: Una cultura
expresada en el campo del derecho por las teorías de Hans Kelsen, con
el que no casualmente Bauer y Adler tendrán discusiones cruciales en
los años veinte; en el campo de la economía con aquella Wiener Schule de
Carl Menger, Böhm-Bawerk y Wieser que en la disputa sobre el método
había desbaratado a la Historia Schule alemana, en el campo lógico-cien-
tífico por Ludwig Wittgenstein, que estableció un puente entre la cultu-
ra vienesa y el mundo anglosajón, y por la Wiener Kreis de Carnap, Hahn,
Neurath y Schlick, influida poderosamente por el pensamiento de Ernst
Mach (autor que representó uno de los más importantes puntos de re-
ferencia del austromarxismo); en el campo literario por Hofmannsthal,
Kraus, Musil, Roth, Zweig, Schnitzler, Bahr, Altenberg, etc.; en el campo
de la música por Mahler, Schönberg y Richard Strauss; en el campo de

608
Otto Bauer y la cuestión nacional

la arquitectura por Hoffmann, Loos, Wagner, etc.; y, finalmente, en el


campo del psicoanálisis, por su fundador Sigmund Freud, del cual Bauer
era amigo personal y admirador.
Resulta imposible pensar en la maduración de una escuela como la
austromarxista sin este excepcional clima cultural que hizo de Viena el
centro de la cultura mundial en las dos o tres primeras décadas del siglo.
Porque únicamente en una relación productiva con la alta cultura con-
temporánea el marxismo podía dar respuestas a los interrogantes plan-
teados por la crisis provocada por Bernstein. En el centro de la iniciativa
de los Marx-Studien, como en el proyecto más vasto de Der Kampf, estaba
en primer lugar el propósito de encontrar una salida al debate artificial
entre ortodoxia y revisionismo, de establecer una confrontación política
no solo con Bernstein, sino también con el propio Kautsky. Negándose
a compartir las consecuencias radicales del revisionismo bernsteiniano,
tanto Bauer como Adler acogieron la instancia crítica por él planteada
en relación con el doctrinarismo ortodoxo de Kautsky: el señalamien-
to de la complejidad del proceso histórico de desarrollo del capitalismo,
que no podía ser encerrado dentro de un esquema rígido y unilateral.
Pero de aquí ambos pensadores extrajeron una consecuencia que se co-
locaba fuera de la perspectiva planteada por Bernstein: la necesidad de
poner en el centro del debate del movimiento socialista el problema del
estatuto de la teoría marxista, o sea de la adecuación de la forma teórica
y de los instrumentos predicativos a las nuevas tendencia de desarrollo
de la formación social, a los fines de penetrar, como escribía Bauer en el
artículo de 1927, aquellos fenómenos complejos que no toleraban un uso
superficial y esquemático del problema de Marx.
Pero esta reconsideración teórica, a la que se sumaba el énfasis pues-
to en la conquista de una nueva “orientación científica” en el examen
de las cuestiones, no podía menos que implicar una nueva formulación
del problema de la relación entre intelectuales y socialismo y, finalmen-
te, de la cuestión del partido político del proletariado. Separándose de
la formulación mecánica y naturalista hecha por Kautsky de la relación
entre teoría y movimiento, el austromarxismo asumió como punto de
partida de su reflexión la aceptación del postulado revisionista de la no
identidad entre marxismo y socialismo. No ya para perpetuarlo, como

609
José Aricó

hizo Bernstein, sino para plantear de una manera más articulada el


problema de su reunificación, en un nivel más elevado y complejo de
la organización capitalista y de la lucha de clases. La formulación dada
por los austromarxistas al problema de la relación entre intelectuales y
clase obrera divergía por tanto radicalmente de la kautskiana y ponía el
acento correctamente sobre los efectos de complejización de la estruc-
tura social producidos por las nuevas tendencias del capitalismo. De ahí
entonces la necesidad de una nueva orientación científica que recalifi-
cara al marxismo como una sociología capaz de explicar la variedad de
los procesos moleculares a los que daba […] el desarrollo desigual de la
formación social capitalista.
La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia (Bauer, 1907) expre-
sa esa fuerte tensión hacia un nuevo examen de los problemas de la reali-
dad que caracterizó al austromarxismo. Frente a la compleja realidad de
la estructura plurinacional del Estado habsburguiano, hubo en el interior
de la escuela “austromarxista” dos posiciones aparentemente afines que
solo mostraron su antagonismo después de la Primera Guerra Mundial.
Mientras que en Karl Renner la nación es vista como sujeto jurídico y
momento de una unión pluralista que da lugar a la unidad del Estado,
en Bauer es concebida como “comunidad de destino” como un complejo
de elementos histórico-culturales en transformación que no puede por lo
tanto establecer una línea de continuidad con el Estado, del mismo modo
en que la voluntad colectiva no puede ser identificada con la voluntad
abstracta del Estado. Esta concepción de Bauer lo lleva a reintroducir los
fenómenos nacionales en los problemas complejos de las luchas de clases
que se desenvuelven en el curso de desarrollo de una formación social. De
aquí deriva su teoría del odio nacional como un odio de clase transforma-
do y su análisis del “despertar de las naciones sin historia”. Sin embargo,
su oposición al organicismo renneriano no lo condujo como muchos de
sus contradictores pensaron a considerar a la nación como una categoría
“natural”. Antes bien, se lo podría acusar –como hicieron Lenin y Stalin–
de una reducción de la nación a un hecho meramente “cultural”.
Otro aspecto que distancia a Bauer de Renner es la relación que es-
tablece entre la época del capitalismo maduro, de los carteles, de los
trusts, de los grandes bancos, es decir, del imperialismo, y el principio de

610
Otto Bauer y la cuestión nacional

nacionalidad, que “traicionado por la burguesía, se transforma en una


posesión segura de la clase obrera”. Es esta posición de Bauer lo que se-
gún Lenin lo hace defendible frente a las críticas de Rosa Luxemburgo.
Por lo que entonces puede afirmarse que más allá de las deformacio-
nes psicológicas contra las que polemizó Lenin (1914/1961) en su artículo
Sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación, el análisis de Bauer
expresaba ya antes de la guerra la exigencia de redefinir en términos
antieconomicistas el carácter de la lucha de clases en la época del impe-
rialismo. De ahí que aunque su propuesta de una federación de naciones
autónomas en el interior del Estado austriaco pareciera semejante a la
de Renner, en realidad los distanciaba el hecho de que Bauer concibiera
esa propuesta simplemente como una solución provisional y no como
un “modelo” impermeable a la lucha de clases. Cuando en 1924 prologa
una nueva edición de su libro, no obstante reconocer que su programa
político de 1907 había quedado sepultado por la historia, recalca que su
“exposición histórica de la génesis y del desarrollo de las naciones no ha-
bía sido rectificada sino confirmada por los acontecimientos e investi-
gaciones sucesivas” (Bauer, 1907/1924). Lo ocurrido en la Europa central
y sudoriental luego de la guerra mostraba cuán acertado había estado
Bauer al describir el despertar de las naciones sin historia como uno de
los más importantes fenómenos concomitantes con el moderno desa-
rrollo económico y social.
A más de setenta años de la aparición de esta obra maestra nadie pue-
de negar su importancia trascendental en la historia del marxismo. A
partir de ella la investigación de la cuestión nacional se apartó de los
horizontes tradicionales, recurriendo para el examen del problema a los
conocimientos aportados por la ciencia social de la época. Sin embargo,
el aporte baueriano desencadenó en su momento ásperos debates en los
que intervinieron Kautsky y Lenin. “Mi definición de la nación –recuer-
da Bauer– tropezó en el campo de la escuela marxista con una fuerte re-
sistencia de la que Kautsky fue el principal portavoz”. En su respuesta a
las críticas de este, Bauer destacó lo que constituye el fundamento de su
investigación y que lamentablemente no pudo profundizar: la doctrina de
las formas sociales, a partir de la distinción de Tönnies entre comunidad
y sociedad, y del hecho de que la nación concebida por Kautsky como

611
José Aricó

una comunidad de lengua es, según este esquema, una sociedad (Bauer,
1978, p. 173). En su “Prefacio” de 1924, Bauer procederá a un análisis crí-
tico de su enfoque metodológico, pero como ya dijimos no cuestionará
la esencia de su teoría.
Los austromarxistas, y entre ellos Bauer en primer lugar, fueron los
únicos en consagrarse a un verdadero estudio científico del problema
y por lo tanto los únicos auténticamente, “marxistas” en el verdadero
sentido de la palabra. Cualesquiera sean las críticas a que hoy podamos
someter una obra teórica de la magnitud de la que estamos comentan-
do, no podemos de ninguna manera desconocer su importancia. Por lo
que no deja de sorprender –y esto constituye por sí mismo todo un cam-
po de indagación sobre la forma en que el cuerpo teórico del marxismo
penetró en el movimiento social– que a pesar de los años transcurridos
La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia (Bauer, 1907/1924) no
haya sido aún editada en otros idiomas que el original y que en la pro-
pia área alemana, desde 1924 en adelante nadie pensara en la utilidad
de reeditarlo1. ¡Aunque resulte curioso, tampoco es casual que en estos
días haya aparecido una edición en catalán y se anuncie otra en idioma…
occitano! Si como acostumbraba recordar Bauer, cada época debe tener
su propio Marx, en la nuestra, tan compleja y contradictoria, donde ob-
servamos el pronunciado in crescendo de luchas nacionales que corroen
violentamente hasta el propio interior del bloque de los países llamados
“socialistas”, ¿no habrá llegado la hora también de tener nuestro propio
Bauer? Cuando trastabillan las viejas convicciones en una igualdad de
destino que el análisis económico –o mejor dicho, economicista– atribuyó
a todos los proletarios del mundo, releer los escritos de un teórico mar-
xista que mantuvo imperturbable su fe en el triunfo del socialismo, pero
que supo descubrir ya a principios de siglo la insoslayable presencia de
una “comunidad de destino” resultante de la compleja e irreductible his-
toria de cada nación y tanto o más importante que la primera, volver a
las páginas del texto de Bauer es una forma de mantenerse firmemente

1. Según las referencias incluidas en el escrito de Stalin (1913/1977) la editorial Serp publicó en 1909 una
edición en ruso del libro de Bauer. No sabemos si volvió a publicarse luego de la Revolución de Octubre.
En cuanto a la edición catalana, que solo hemos visto anunciada, se titula Sobre la qüestió nacional (Bauer,
1979). No podemos precisar si se trata de una antología o de la obra completa.

612
Otto Bauer y la cuestión nacional

adherido al mundo real. Lo cual, además de ser la única forma en que


los marxistas pueden seguir siendo tales, es el pie en tierra desde donde
puede pensarse la posibilidad actual de realizar la consigna de Bauer de
una unidad internacional construida no sobre la nivelación de las par-
ticularidades nacionales, sino sobre el pleno despliegue de su variedad2.

Bibliografía3

AA. VV. (1970). Austromarxismus. Frankfurt: Europaische Verlagsanstalt.


Adler, M. (1904). Kausalität und Teleologie im Streite um die Wissenschaft,
Vol. 1. Viena: Wiener Volksbuchhandlung Marx-Studien.
Adler, M. (1922). Die Staatsauffassung des Marxismus, Vol. 4. Viena:
Wiener Volksbuchhandlung Marx-Studien.
Bauer, O. (1907). Die Nationalitätenfrage und die Sozialdemokratie, Vol.
2. Viena: Wiener Volksbuchhandlung Marx-Studien.
Bauer, O. (1927, 3 de noviembre). Austromarxismus. Arbiter-Zeilung,
p. 1, (Viena).
Bauer, O. (1978). Observaciones sobre la cuestión de las nacionalida-
des. En La Segunda Internacional y el problema nacional y colonial. México:
Cuadernos de Pasado y Presente N° 74.
Bauer, O. (1979a). La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia.
México: Siglo XXI.
Bauer, O. (1979b). Sobre la qüestió nacional. Barcelona: Edicions La
Magrana.
Bauer, O. y Adler, M. (1937). Eim Beitrag zur Geschichte des
‘Austromarxismus’. Der Kampf, 4, pp. 297-302, (Praga).
Bourdet, I. (Comp.). (1968). Presentación. En Otto Bauer et la révolution.
París: EDI.

2. Para la redacción de esta nota hemos consultado varias obras. Pero dejamos constancia de nuestro
reconocimiento para con dos trabajos que ofrecen un muy buen cuadro de conjunto de la significación
teórica y política del austromarxismo y de la figura de Bauer. Ellos son: (1) Marramao (1977); (2) Bourdet
(1968). Nuestra advertencia solo se ha limitado a glosar las fuentes indicadas, y en especial, la Introduc-
ción de Marramao, extremadamente rica en ideas y sugerencias analíticas.
3. [Ampliada para la presente edición].

613
José Aricó

Hilferding, R. (1910). Das Finanzkapital, Vol. 3. Viena: Wiener


Volksbuchhandlung Marx-Studien.
Hilferding, R. (1971). El capital financiero. La Habana: Ediciones de
Ciencias Sociales, Instituto Cubano del Libro.
Lenin, V. I. (1914/1961). Sobre el derecho de las naciones a la autodetermina-
ción. Moscú: El Progreso.
Marramao, G. (1977). Introduzione. En Austromarxismo e socialismo di
sinistra tra le due guerre. Milán: La Pietra.
Renner, K. (1904). Die soziale Funktion der Rechtsinstitution, Vol. 1. Viena:
Wiener Volksbuchhandlung Marx-Studien.
Stalin, J. (1913/1977). El marxismo y la cuestión nacional. Barcelona:
Anagrama.

614
Marxismo latinoamericano*

I. Consideraciones generales

La inserción del marxismo en la cultura política latinoamericana plan-


tea un conjunto de problemas de difícil dilucidación dado que el vo-
cablo incluye una vasta constelación de perspectivas diferenciadas en
términos doctrinarios y programáticos. Esta circunstancia se compli-
ca porque, en muchos casos, partidos políticos o movimientos nacio-
nales que reclaman enfáticamente para sí la calificación de marxistas
deberían con justa razón ser considerados expresiones más o menos
modernizadas de antiguas corrientes democráticas latinoamericanas,
antes que formaciones ideológicas adheridas estrictamente al pensa-
miento de Marx o a las corrientes que de él se desprendieron. La difi-
cultad inicial, y no por esto la menos importante, reside en el escaso
interés (para no hablar de soslayamiento prejuicioso) que los funda-
dores del marxismo prestaron a esa suerte de “confín” del mundo eu-
ropeo que el colonialismo de ultramar hizo de América. Y este hecho
acabó gravitando negativamente sobre el destino teórico del continen-
te en la tradición socialista. En primer lugar, porque a diferencia de lo
ocurrido con aquellos países donde el marxismo pudo ser de manera
significativa la teoría y la práctica de un movimiento social de carácter

* Extraído de Aricó, J. M. (1982). Marxismo latinoamericano, pp. 942-957. En N. Bobbio; N. Mat-


teucci y G. Pasquino, Diccionario de política. México: Siglo XXI.

615
José Aricó

fundamentalmente obrero, entre nosotros sus intentos de traducción


no pudieron medirse críticamente con una herencia teórica “fuerte”
como la del propio Marx, ni con elaboraciones equivalentes por su im-
portancia teórica y política a las que él hizo de las diversas realidades
nacionales europeas. Ausente una relación original con la complejidad
de las categorías analíticas del pensamiento marxiano, y con su po-
tencial cognoscitivo aplicado a formaciones nacionales concretas, el
marxismo en América Latina fue, salvo muy escasas excepciones, una
réplica empobrecida de esa ideología del desarrollo y de la moderniza-
ción canonizada como marxista por la II Internacional y su organiza-
ción hegemónica, la socialdemocracia alemana.
Pero el “menosprecio” de Marx por la América hispana, o mejor di-
cho, su indiferencia frente al problema de la naturaleza específica de
las sociedades latinoamericanas –en una etapa de su reflexión en la
que, paradójicamente, abordó con mayor amplitud y apertura crítica
el mundo no europeo–, tuvo también consecuencias negativas por ra-
zones de orden estrictamente teórico. Más que un prejuicio “europeís-
ta”, el soslayamiento era un resultado hasta cierto punto inevitable de
limitaciones subyacentes en la propia teoría por él elaborada. Forzado
por el fuerte perfil antihegeliano que adoptó polémicamente su consi-
deración del Estado moderno, Marx se sintió inclinado a negar teórica-
mente todo posible rol autónomo del Estado político. Al extender inde-
bidamente al mundo no europeo la crítica del modelo hegeliano de un
Estado político como forma suprema y fundante de la comunidad éti-
ca, Marx debía ser conducido, por la propia lógica de su análisis, a des-
conocer en el Estado toda capacidad de fundación o de “producción” de
la sociedad civil y, por extensión y analogía, cualquier influencia sobre
los procesos de constitución o fundación de la nación. A partir de estos
presupuestos, que en el caso de sus trabajos sobre América Latina nun-
ca estuvieron claramente explicitados, aunque pueden ser deducidos
del análisis que hizo, por ejemplo, de la figura de Simón Bolívar (Marx
y Engels, 1972), Marx se rehusó a conceder espesor histórico, alguna
determinación real a los Estados-naciones latinoamericanos y al con-
junto de los procesos ideológicos, culturales, políticos y militares que
los generaban. Al privilegiar el carácter arbitrario, absurdo e irracional

616
Marxismo latinoamericano

de tales procesos en América Latina Marx concluye haciendo un razo-


namiento semejante al de Hegel y con consecuencia similares. Porque
si este excluye a América de su Filosofía de la historia (Hegel, 1976), Marx
simplemente la soslaya.
La idea de un continente “atrasado” que solo podía lograr la moderni-
dad a través de un acelerado proceso de aproximación y de identificación
con Europa –paradigma fundante de todo el pensamiento latinoameri-
cano del siglo pasado y de las dos primeras décadas del presente– estaba
instalada en la matriz misma del pensamiento de Marx. La exhumación
de los trabajos sobre Rusia y otros países “anómalos” demuestran cómo
esta idea ya había sido impugnada por el propio Marx, sin embargo su
pensamiento siempre reacio a dejarse encerrar en la ortodoxia siste-
matizadora se cristalizó en la tradición marxista bajo la forma de una
ideología fuertemente eurocéntrica. La inserción de esta tradición en
la realidad latinoamericana no hizo sino acentuar, con el prestigio que
le otorgaba su presunta “cientificidad”, la arraigada convicción de una
identidad con Europa que permitía confiar en una evolución futura que
suturase en un tiempo previsible los desniveles existentes. La “anoma-
lía” latinoamericana tendió a ser vista por los socialistas de formación
marxista como una atipicidad transitoria, una desviación de un esque-
ma hipostatizado de capitalismo y de relaciones entre las clases adopta-
do como modelo “clásico”. Pero en la medida en que un razonamiento
analógico como el aquí planteado es, por su propia naturaleza, de ca-
rácter contrafáctico, las interpretaciones basadas en la identidad de
América con Europa, o más ambiguamente con Occidente, de la que los
marxistas latinoamericanos se convirtieron en los más fervientes por-
tavoces, no representaban en realidad otra cosa que transfiguraciones
ideológicas de propuestas políticas modernizantes. De ahí entonces que
la dilucidación del carácter histórico de las sociedades latinoamerica-
nas, elemento imprescindible para fundar desde una perspectiva mar-
xista las propuestas de transformación, estuviera fuertemente teñida de
esta perspectiva, eurocéntrica. A fin de cuentas, no era tanto la realidad
efectiva, como la estrategia a implementar para modificarla en un senti-
do previamente establecido lo que tendió a predominar en el marxismo
latinoamericano.

617
José Aricó

El perfil eurocéntrico de la “traducción” latinoamericana del mar-


xismo, derivado de la forma teórica e ideológica adquirido por este al
convertirse desde fines del siglo en la doctrina de una parte significa-
tiva del movimiento social europeo, encontró un terreno fértil de con-
validación en las características singulares del proceso de formación
de un proletariado moderno en las áreas de más temprano desarrollo
capitalista. De orígenes abrumadoramente europeos, los trabajado-
res que dan vida a las primeras expresiones de un movimiento obre-
ro estructurado encuentran en el pensamiento y en la acción de los
partidos socialistas europeos las orientaciones fundamentales para
su actividad. En países como Argentina, Chile, Uruguay y Brasil, el re-
conocimiento por los mismos trabajadores de una condición propia,
la conquista de una identidad obrera, estuvo teñida de una voluntad
de transformación social que se expresó inicialmente bajo las formas
antagónicas de la contraposición de anarquistas y socialistas “marxis-
tas”. Porque la aceptación por los segundos de una insuprimible di-
mensión política de la lucha obrera los llevaba necesariamente a pri-
vilegiar una exigencia heredada de la I Internacional y que constituyó
el punto de ruptura entre bakuninistas y marxistas: la formación de
un partido político autónomo con respecto a la democracia burguesa.
De ahí entonces que todos aquellos que colocándose desde el punto
de vista de la clase obrera expresaran la necesidad de constituir un
partido político propio, se pensaran a sí mismos como marxistas, no
importa qué conocimientos tuvieran de las ideas de Marx. El marxis-
mo fue entonces en América Latina una determinación de fronteras
precisas respecto de los anarquistas y de la democracia burguesa, an-
tes que la introducción de una forma del saber, reconocida en sus ca-
tegorías fundamentales. Para los socialistas latinoamericanos Marx
no era sino uno de los tantos en una vasta pléyade de reformadores
sociales que las deficientes ediciones españolas mal traducían del
francés, mientras que en la publicística de la época eran mucho más
citados Louis Blanc, Pablo Lafargue, Enrico Ferri, o los anarquistas
Bakunin, Proudhon, Malatesta o Reclus.
Los partidos socialistas que se forman ya a partir de fines de siglo
en América Latina (v. socialismo latinoamericano) solo recogen del

618
Marxismo latinoamericano

marxismo –en forma abstracta y sin el necesario “reconocimiento nacio-


nal”– las tres orientaciones fundamentales recabadas de los programas
de acción del socialismo europeo:

a. la autonomía ideológica, política y organizativa del movimiento


obrero y en consecuencia la necesidad de que el partido socialista se
distinguiera nítidamente de los partidos democráticos o radicales
burgueses;
b. la exigencia de que el movimiento obrero autónomo no se aislara en la
espera de una crisis revolucionaria, sino que se preparara para ella y para
su resolución favorable cuando sobreviniera, mediante la participación
en las luchas cotidianas de los trabajadores por la extensión de la demo-
cracia y por la satisfacción de sus propias reivindicaciones de clase;
c. la convicción de que la crisis revolucionaria era el resultado de una nece-
sidad histórica inmanente al propio desarrollo de la sociedad capitalista.

Sin embargo, a los núcleos dirigentes del socialismo latinoamericano


les faltó –no importa fueran reformistas o revolucionarios, sindicalis-
tas revolucionarios o sindicalistas reformistas– una comprensión más
o menos adecuada de cómo estas tres orientaciones podían ser plasma-
das en la realidad. Faltos de una sólida cultura marxista, adheridos a las
corrientes más paternalistas de la II Internacional, imbuidos de una fe
inconmovible en la ciencia y el progreso de la humanidad, no pudieron
elaborar una definición sobre las condiciones “nacionales” en las que su
voluntad de transformación debía abrirse paso. Concibieron al movi-
miento obrero como la prolongación del movimiento radical-democrá-
tico, y el encargado por tanto de llevar a cabo las tareas históricas que
la burguesía no había sabido o podido resolver. El socialismo marxista
significaba para ellos una acción doctrinaria y política tendiente a lograr
la progresiva democratización de la sociedad y del Estado mediante los
instrumentos democrático-burgueses de la concientización del pueblo y
de la conquista de mayorías parlamentarias. Dentro de esta concepción
el marxismo no era sino una vertiente más que contribuyó a la forma-
ción del pensamiento socialista, y sus hipótesis fundamentales no des-
empeñaron ningún papel determinante en su práctica política.

619
José Aricó

Solamente desde los años veinte del nuevo siglo, y con la formación
del movimiento comunista, se inició en América Latina una actividad
sistemática de edición y difusión de la literatura marxista. Sin embar-
go, desde mucho tiempo antes, más precisamente con la repercusión
que tuvieron en las corrientes democráticas latinoamericanas los ful-
gurantes acontecimientos de la Comuna de París, en 1871, se despertó
el interés por la figura de Karl Marx y por su pensamiento. Debe re-
cordarse que en América Latina la Comuna fue unánimemente con-
siderada como la obra exclusiva de la Asociación Internacional de los
Trabajadores y todo el espectro de las tendencias ideológicas en ella
presentes, desde el jacobinismo y la democracia social hasta el socia-
lismo revolucionario y el anarquismo, fueron remitidos por la opinión
pública a una matriz: la Internacional. Es así como ya en 1870 un pe-
riódico obrero mexicano publica el Manifiesto Comunista (Marx, 1970)
por primera vez en América Latina. Pero durante estos años inicia-
les y hasta la constitución del Partido Socialista en la Argentina, en
1896, el conocimiento de las obras más importantes de Marx estaba
en manos de los pequeños núcleos de la emigración política alemana
–que leía tales obras en su idioma original– o francesa e italiana. Pablo
Zierold, desde México, o el ingeniero socialista alemán Germán Avé-
Lallemant (1903), desde Argentina, mantuvieron un estrecho contacto
con los socialdemócratas alemanes, y en especial con Kautsky (1890)
y su revista Die Neue Zeit, de la que eran corresponsales. Sin embargo
excepto en el pequeño núcleo de emigrantes alemanes que protagoni-
zó con Avé-Lallemant la experiencia de un periódico declaradamente
marxista como El Obrero (Avé-Lallemant, 1890), publicado en Buenos
Aires, el conocimiento del marxismo no pudo expandirse en los me-
dios obreros e intelectuales latinoamericanos, aunque el nombre de
Marx comenzara a ser reiteradamente mentado por pensadores como
José Martí, Tobías Barreto, Euclides da Cunha y otros. Fue sin duda
desde la creación por militantes socialistas argentinos del periódico
obrero La Vanguardia (AA. VV., 1894), y dos años después, del Partido
Socialista, que la teoría marxista comienza a difundirse en forma or-
gánica, y en torno a la experiencia ideológica y política de un orga-
nismo obrero que sustenta tal filiación. En 1898, y como resultado del

620
Marxismo latinoamericano

memorable esfuerzo intelectual del socialista Juan B. Justo, se publica


en Madrid la primera traducción directa y completa del primer tomo
de El Capital al español (Marx, 1898). Desde 1909, y durante varios años,
comienza a editarse en Buenos Aires, y bajo la dirección del socialista
Enrique del Valle Iberlucea, la Revista Socialista Internacional, colocada,
según su presentación, “en el dominio teórico de la concepción mar-
xista”. Desde ese momento, y hasta la formación de los partidos comu-
nistas, el marxismo teórico en América Latina fue patrimonio casi ex-
clusivo del núcleo generado en Argentina en torno a la figura de Juan
B. Justo y de sus otras áreas continentales de expansión (Uruguay,
Chile, Bolivia, Brasil).

II. Juan B. Justo y su reinterpretación del marxismo

El fundador y dirigente más respetado del socialismo argentino durante


las tres primeras décadas del siglo, Juan B. Justo, representa indiscuti-
blemente un caso particular en el marxismo latinoamericano, no solo,
por su excepcional nivel intelectual, sino porque en ningún otro país
logró coagularse en torno a una personalidad equiparable un núcleo di-
rigente como el que dirigió por muchos años al Partido Socialista de su
país. Vinculado estrechamente al movimiento socialista internacional,
lector asiduo de las principales publicaciones sociales europeas y ameri-
canas, estudioso de la problemática teórica y política de los movimientos
sociales, traductor de El Capital (Marx, 1946) ya a fines de siglo, Justo fue
una de las grandes figuras de la II Internacional injustamente soslayada.
Como otros pensadores (Pablo Iglesias, Jean Jaurès, Émile Vandervelde)
trató de mantener una relación crítica con la doctrina de Marx, defi-
niéndose a sí mismo y al propio partido como socialista que encontraba
en él, pero también en otros hombres de doctrina y de acción, un con-
junto de ideas y de propuestas útiles para realizar el propósito al que
dedicó toda su capacidad crítica y su voluntad de lucha: el de crear, en las
condiciones específicas de la sociedad argentina, un movimiento social
de definido carácter socialista y un cuerpo de ideas que, sintetizando los
conocimientos aportados por la ciencia y derivados de la experiencia del

621
José Aricó

propio movimiento, se constituyera en una guía certera para alcanzar el


objetivo final de una sociedad democrática y socialista. En tal sentido,
su experiencia representa la primera tentativa, teóricamente elaborada,
de utilizar la doctrina de Marx para formular una propuesta que basada
en el análisis de las condiciones sociales de su país permitiera la consti-
tución de un movimiento capaz de conducir a las clases trabajadoras a
una activa participación en la vida política argentina. El marxismo deja
de ser así una mitología de redención social para convertirse en un ins-
trumento a partir de cuya reinterpretación puede ser pensada y trans-
formada una realidad inédita.
Concibiendo al socialismo como el resultado necesario del progreso po-
lítico y del desarrollo democrático de las instituciones, Justo supo valorar
el significado civil de las tradiciones liberales que tuvieron en Domingo
F. Sarmiento (1811-1888) el exponente más iluminado de la sociedad ar-
gentina. Por esto, a diferencia de lo que era una actitud generalizada en el
pensamiento social de su época, desde el inicio de sus reflexiones intentó
encontrar las raíces del socialismo en una revalorización crítica de toda la
historia nacional, repensada desde el punto de vista de la lucha de clases.
En realidad su “teoría científica de la historia y de la política argentina”
no fue sino la reiteración del papel relevante desempeñado por el “factor
económico” durante la revolución de Mayo de 1810 y la guerra civil que le
siguió, sobre el cual había insistido la historiografía liberal. A diferencia
de esta, sin embargo, su análisis concluía en una condena radical de las
clases dirigentes argentinas y una revalorización positiva de las clases po-
pulares. El Partido Socialista era, en su pensamiento, el único capaz de
fusionar los esfuerzos históricamente “ciegos” de aquellas clases subalter-
nas con el movimiento obrero moderno en gestación, porque constituía el
único partido político dotado de un programa y de un objetivo histórico
compatibles con la evolución de la sociedad.
La concepción del socialismo como un incontenible movimiento
emergente de la modernidad de la sociedad argentina, pero con capa-
cidad de recuperación de las tradiciones de lucha de las clases explota-
das del país, contribuyó a que el Partido Socialista lograra echar sóli-
das raíces en la vida política, social y cultural argentina. Sin embargo,
los éxitos alcanzados en la construcción del nuevo partido no lograron

622
Marxismo latinoamericano

superar los límites existentes en la propia hipótesis estratégica de Justo,


límites que condicionaron decisivamente su acción política y su capaci-
dad de conquista de las masas trabajadoras argentinas para su proyecto
estratégico.
Del marxismo Justo adoptó sobre todo la concepción de la lucha de
clases. En un país en el que, no obstante la estructura institucional repu-
blicana, se excluía de hecho a las clases populares del sistema y de la vida
política, la lucha de clases debía ser utilizada no solo para imponer, a
través de la organización sindical y política, las exigencias corporativas
de los trabajadores, sino también –y fundamentalmente– para la con-
quista del sufragio universal, como forma capaz de ampliar la acción cla-
sista posibilitada por la democratización del Estado. Antes que un mero
acto de conquista del poder por parte de los socialistas, la emancipación
del proletariado debía ser el resultado de un proceso de lucha social en
el que la clase obrera aprende a organizarse y a gobernar una sociedad
nueva. Más que una creación ex novo es la culminación de un proceso en
el que los elementos fundantes de su solución positiva han madurado en
la sociedad burguesa. “La madurez política de la clase trabajadora –decía
Justo (1947)– consiste en poder modificar las relaciones de propiedad,
por vía legislativa o gobernativa elevando al mismo tiempo el nivel téc-
nico-económico del país, o al menos sin deprimirlo”, pero esta madurez
debe expresarse en la construcción de un movimiento surgido desde el
interior de la sociedad, que por disciplina y capacidad política se pre-
sente ante las clases populares como una alternativa social al sistema.
La revolución, con toda la carga de ambigüedad que el término posee
en Justo, debía ser un hecho social antes que político. Al negarse a creer
en la existencia en el sistema capitalista de contradicciones económicas
que condujeran inevitablemente a su derrumbe, Justo era llevado por
su privilegiamiento de la revolución como hecho social a indicar diver-
sos caminos para el avance organizativo y político de la clase obrera, sin
renunciar por esto a la propuesta de transformación social. Y precisa-
mente en la resolución de este nudo de problemas Justo demuestra una
autonomía de pensamiento que lo distancia de las corrientes kautskiana
y bernsteiniana en la que se había lacerado ideológicamente la socialde-
mocracia alemana, y por extensión europea, desde fines del siglo.

623
José Aricó

El objetivo esencial planteado por la propuesta de Justo era el de en-


contrar una fórmula política capaz de destruir la corteza resistente de la
estructura económica general, de controlar la tendencia subversiva de
las masas, y de impulsarlas hacia la consolidación de una organización
civil democrática. La unidad entre desarrollo económico y proceso de
democratización era para él un objetivo alcanzable mediante el despla-
zamiento del antagonismo del sector moderno hacia aquel campo de la
conflictualidad instalado en la vieja sociedad, para lo cual el socialismo
debía tensionar al máximo su proyecto de democratización de la vida
política y de las instituciones o, para decirlo de otro modo, de integra-
ción de las masas populares en el Estado. Así la lucha por la democrati-
zación radical de la sociedad aparece como el nudo estratégico esencial,
el polo central de agregación de un nuevo bloque social del que la clase
obrera es su fuerza decisiva. La modernización del conflicto implicaba,
por tanto, una reconstitución de la clase política, de la que el partido
socialista era de hecho el motor impulsor.
¿Pero cuál fue el límite nunca superado de esta hipótesis y que al
mantenerse inalterada comprometió la suerte futura y hasta la propia
existencia del Partido Socialista argentino? Hoy resulta fácil demostrar
cómo dicho límite estaba subyacente en una estrategia que, al exagerar
las posibilidades de modernización del conflicto social, no dejaba espa-
cios para el reconocimiento de aquellas fuerzas que, como el radicalismo
y el anarquismo, al ser vinculadas por la concepción de Justo al atraso
político del país, eran descalificadas a nivel de supervivencias culturales
de un pasado destinado inexorablemente a desaparecer. Privilegiando
la dimensión formal-institucional en la percepción del movimiento de
las clases subalternas, los socialistas tendieron a dejar de lado todas
aquellas corrientes programáticamente indefinidas, vinculadas a tradi-
ciones políticas pasadas, o que expresaban el larvado malestar social, y
que de un modo u otro se mostraban renuentes frente al organicismo
socialista. Al aceptar de hecho al parlamento como sede privilegiada
para la manifestación del conflicto subestimaron y hasta ridiculizaron
el espontaneísmo subversivista de los anarquistas y la contradictoria
búsqueda de un punto de encuentro con el movimiento obrero del iri-
goyenismo. Si el socialismo era un resultado directo de la democracia,

624
Marxismo latinoamericano

y este solo era posible como superación del atraso político de las masas
y como conquista de su propia autonomía política y organizativa, todos
aquellos movimientos vinculados de algún modo a este atraso debían
ser combatidos a fin de que el progreso pudiera abrirse paso.
La transformación de la doctrina de Marx en un canon interpretativo
basado en la unidad tendencial de evolución técnico-económica y evolu-
ción política le impedía a Justo advertir que no era el atraso sino preci-
samente la modernidad capitalista el trasfondo de la morfología concre-
ta adoptada por el proceso de constitución de las masas populares. La
visión de una trasparencia de las relaciones entre esfera económica y
esfera política en la sociedad argentina concluía en el fácil sociologismo
de privilegiar una institucionalidad perfecta que solo existía en el papel
y que condujo al partido socialista a estrellarse infructuosamente con
la opacidad de un mundo irreductible a la transformación proyectada.
Justo (1947) advirtió como pocos –y aquí reside el valor de su hipótesis–
que el socialismo podía ser una fuerza “nacional” en la Argentina finise-
cular si mostraba ser capaz de luchar por la nacionalización de las masas
trabajadoras extranjeras y por la acción política de la clase obrera. En la
lucha por la imposición del sufragio universal, de la libertad política sin
restricciones, por el gobierno de las mayorías y el respeto de las mino-
rías habría de operarse la fusión de masas “extranjeras” y “nacionales”
requerida para la formación de un movimiento de masas moderno, que
como tal era compatible con la modernidad alcanzada por el desarrollo
de las fuerzas productivas en Argentina. Pero el problema no residía en
la perspectiva en sí, sino en los procesos que debía protagonizar el movi-
miento obrero argentino para que pudiera movilizarse en torno a dicha
propuesta estratégica. Y es aquí donde se evidencia una distancia pro-
funda entre su pensamiento y el marxismo. Porque si para Marx la au-
toemancipación de los trabajadores suponía siempre una compleja dia-
léctica entre movimientos históricos de la clase y capacidad develadora
de la teoría, para Justo en cambio se reduce a una simple explotación
directa claramente visualizable por un movimiento al que la lucha políti-
ca, la lucha sindical y la asociación cooperativa permite rápidamente al-
canzar los conocimientos y la disciplina necesarios para la conquista de
la emancipación social. Desaparecido o mutilado el marxismo reaparece

625
José Aricó

esa vieja idea que permea todo el movimiento socialista y que Lassalle
llevó a su más clara expresión: la del encuentro y fusión del proletariado
con la ciencia como presupuesto para realización del socialismo.

III. El leninismo en América Latina

Fue sin duda la introducción de la perspectiva leninista la que contri-


buyó a modificar radicalmente los términos en que se había plantea-
do hasta entonces la posibilidad del socialismo en Latinoamérica. Por
primera vez el tema de la conquista del poder como supuesto inde-
rogable de un proyecto de transformación revolucionaria de la socie-
dad era colocado en el centro del debate y defendido como la divisoria
de aguas cuya aceptación o rechazo determinaba la condición o no de
marxistas de las fuerzas que se proclamaban socialistas. El leninismo
(v.) se convirtió en la ideología no solo de quienes lo recuperaron desde
el interior de un movimiento socialista escindido en adelante en las
corrientes revolucionarias y reformistas, sino también de todas aque-
llas fuerzas que emergieron de la crisis de posguerra con objetivos de
transformación política y social. Contra el orden natural de las cosas,
el leninismo apostaba fuertemente a la subjetividad de la lucha de cla-
ses, a la energía y creatividad de las masas, a la voluntad de poder de
un grupo sólidamente estructurado y de cuya energía, audacia y or-
ganización dependía fundamentalmente su posibilidad de transfor-
marse en Estado. En un continente instalado en la desarticulación y la
dependencia, una ideología que tendía a colocar todo en el terreno de
la política y que inspiraba una experiencia social de la magnitud de la
soviética, no podía dejar de convertirse en una componente muy fuer-
te –aunque no siempre reconocida como tal– de todas las agregaciones
políticas de tipo socialista o nacionalistas revolucionarias y populistas
que proliferaban en la América Latina de los años veinte y treinta. Por
lo que si puede hablarse en esos años de una creciente difusión del
marxismo, solo lo es a condición de aclarar que el conocimiento de
las obras de Marx y de Engels estuvo teñido de las lecturas leninista y
tercerainternacionalista que de ellas se hicieron.

626
Marxismo latinoamericano

Si bien el leninismo arrastraba consigo una absolutización de la for-


ma partido, que acabaría por desvirtuar y anular el marxismo en cuan-
to que forma teórica del movimiento de autoemancipación humana,
encerraba también, virtualmente, la posibilidad de pensar los proce-
sos de transformación de las sociedades no europeas según una nueva
perspectiva. Independientemente de las formas teóricas y políticas que
adoptó en el pensamiento de la III Internacional y de los comunistas
el reconocimiento de la especificidad de la naturaleza de los procesos
revolucionarios en los países llamados “dependientes y coloniales”, el le-
ninismo hizo emerger toda una nueva y compleja temática ignorada o
subestimada por la II Internacional. Si el debate sobre estos problemas
se había quizás ya iniciado en algunas áreas más o menos excéntricas del
socialismo europeo, la posibilidad de analizar según una perspectiva so-
cialista la revolución colonial solo emergió como resultado de la fractura
provocada por el leninismo en el marxismo segundointernacionalista.
Sin abandonar la óptica eurocéntrica implícita en el pensamiento mar-
xista, las tesis sobre la cuestión colonial –redactadas por Lenin y el hindú
M. N. Roy (1920)– aprobadas por el II Congreso de la III Internacional
asignaban a la lucha emancipadora de los pueblos coloniales y no euro-
peos un papel de primer orden en el proceso revolucionario mundial,
sin subordinarlas a la victoria del proletariado metropolitano. El carác-
ter autónomo de los movimientos de liberación nacional y su función
antiimperialista y anticapitalista estaba implícito en la concepción de
Lenin, que lo reafirma un año después, cuando en el III Congreso de la
Comintern enfatiza el papel activo y autónomo de tales movimientos.
Sin embargo, esta intuición de Lenin, que lo llevaba a admitir la po-
tencialidad revolucionaria de movimientos no subordinados a la hege-
monía de la clase obrera, o que lo hacía reflexionar sobre la necesidad
de adecuar la composición social y los objetivos propios de los partidos
comunistas de los países no europeos al abrumador predominio en
estos del mundo rural, quedó finalmente aplastada por una tradición
obrerista que el leninismo contribuyó paradójicamente a consolidar.
De ahí que la contradicción de fondo de las elaboraciones estratégicas
de la III Internacional sobre el problema colonial –categoría en la que
estaba también incluida la realidad latinoamericana– residía en que,

627
José Aricó

mientras reclamaba de los comunistas un apoyo a los movimientos


nacionales revolucionarios opuestos al imperialismo, pretendía que
estos intentaran crear partidos comunistas de composición esencial-
mente proletaria, como condición inexcusable para el triunfo de la re-
volución colonial.
En la incapacidad del leninismo de extraer todas las consecuencias
derivadas de la admisión de la autonomía de la revolución colonial re-
sidía, en consecuencia, su límite mayor, lo que le impidió una “traduc-
ción” adecuada o políticamente productiva a las realidades específicas
del mundo no europeo. Una apertura como la vislumbrada por Lenin
requería necesariamente de una búsqueda autónoma de los distintos
niveles histórico-sociales, de las diversas configuraciones políticas y
culturales de los países donde operaban, pero una búsqueda tal no po-
día dejar de modificar el marco estratégico general dentro del que se
intentaban subsumir aquellas. Privilegiar una estrategia general con-
ducía inevitablemente a desdibujar y hasta menospreciar las realida-
des nacionales. Mientras esa estrategia general se desplazaba hacia los
supuestos centros de la revolución mundial, el sectarismo era en parte
atenuado por la autonomía relativa de que gozaban las secciones nacio-
nales de la Comintern, especialmente las del mundo latinoamericano.
Cuando ancló definitivamente en la realidad soviética, y se constituyó
en una prolongación de los requerimientos propios de esta, el campo
teórico del reconocimiento nacional y del análisis diferenciado como sede
privilegiada para una traducción latinoamericana del marxismo, vir-
tualmente abierto por el pensamiento de Lenin, quedó clausurado. En
adelante, la posibilidad de una recomposición crítica del marxismo, sin
la cual las realidades nacionales no podían ser pensadas, solo era facti-
ble fuera de los marcos de la III Internacional, o por lo menos fuera del
peso opresivo de su pensamiento y de su maquinaria organizativa. Y si
en Europa será entre los reducidos grupos de exiliados alemanes y aus-
triacos, o en las reflexiones desde la cárcel de Gramsci (1981), donde se
extraerán las lecciones de la derrota del movimiento obrero y se analiza-
rán las nuevas formas de la restructuración capitalista; y si en China la
excentricidad incontrolable del núcleo de comunistas chinos dirigidos
por Mao Zedong y enclaustrados en las montañas de Yenan le permitirá

628
Marxismo latinoamericano

reconocer las potencialidades revolucionarias inéditas de sus áreas


rurales, en América Latina le corresponderá a José Carlos Mariátegui
(1894-1930) recrear el marxismo en oposición a la corriente populista y a
la teoría y la práctica de los partidos comunistas.

IV. Mariátegui y la formulación de un marxismo latinoamericano

La intuición leniniana de la autonomía de la situación colonial y de la


necesidad de su descentralización encontrará en América Latina úni-
camente en el movimiento intelectual y social peruano –vertebrado en
torno a la revista Amauta– una tentativa relativamente elaborada de di-
lucidación. Y no porque este movimiento dispusiera, en virtud de cir-
cunstancias excepcionales, de un conocimiento vedado para los demás
de las elaboraciones fundamentales de Lenin –y por lo tanto de las razo-
nes de esta preocupación suya por la autonomía colonial–, sino por el he-
cho de que tal grupo comprendió como ningún otro en América Latina
que para dar una respuesta a las demandas de una realidad irreductible
a la visión marxista tradicional se debía necesariamente cuestionar los
supuestos sobre los que este se fundaba. Si se trataba, por lo tanto, de la
reconstitución de un corpus teórico que como tal no admitía directamen-
te una traducción valedera, más que de la adquisición de una perspecti-
va marxista o leninista por el movimiento peruano debería hablarse, con
mayor propiedad, de una verdadera refundación del marxismo. Lo que se
estaba operando en el Perú de mediados de los años veinte era la “pro-
ducción” de un marxismo al que por primera vez le cabía enteramen-
te el término de “latinoamericano”. Nuevamente el marxismo como tal
era puesto en cuestión, pero a diferencia de la reconstrucción planteada
y resuelta por Juan B. Justo a expensas del achatamiento de la teoría a
mera explicación económica de la historia, de la explotación del trabajo
humano y del papel de la lucha de clases, ahora el debate se desplazaba
hacia los temas fundamentales del carácter del desarrollo económico en
los países dependientes de América Latina, sobre la posibilidad de su
constitución como verdaderas naciones y sobre las relaciones entre es-
tos procesos de democratización radical y la revolución socialista.

629
José Aricó

La idea de una revolución socialista que solo podía ser el producto


de una maduración de la sociedad capitalista había sido quebrantada
por la hipótesis leninista de una maduración a nivel histórico-mundial
del capitalismo. Pero si la estrategia de la Comintern sustituía en los
hechos y en la teoría las transformaciones en América Latina por la re-
volución en Europa, ¿hasta qué punto ambas estrategias, la de la II y
la de III Internacional, no conducían finalmente a una análoga actitud
quietista? Y poco cambiaba esta situación el hecho de que los partidos
comunistas latinoamericanos durante los años veinte proyectaran su
impotencia real, como les reprochaba la Internacional, sobre el “espejis-
mo de la revolución mundial”.
En realidad en aquellos años, y en un país completamente excéntrico
a las áreas tradicionales de desarrollo teórico y práctico de la experiencia
social, se perfila una tentativa de respuesta al dilema ante el cual se ha-
bía detenido el pensamiento revolucionario. La paradoja de las virtudes
productivas del atraso se presenta en América Latina con la misma fas-
cinación que condujo a Marx a poner en discusión la idea de un modelo
unilineal de sucesión de los modos de producción. El conocimiento de
la particular situación de Rusia llevó a Marx a descubrir la potencialidad
de una vía de desarrollo distinta de la europeo-occidental, en la cual el
atraso aparecía como una virtud antes que como un límite insuperable.
El hecho curioso es que en América Latina, y en un país distinto de Rusia,
pero lacerado por una idéntica crisis ideal y de conciencia, se opera un
mismo proceso de reapropiación crítica del marxismo, que conduce a
cuestionar el paradigma eurocéntrico del que padecía gravemente el so-
cialismo latinoamericano. El Perú podía ser la Rusia de América Latina
porque no existía quizás otro país en el que más abiertamente contra-
dictoria se mostrara la experiencia histórica del socialismo con las con-
diciones de atraso económico y social, de crisis intelectual y moral que
soportaba la nación. La fractura profunda que conmueve a la sociedad
peruana a partir de su derrota frente a Chile en la Guerra del Pacífico
(1879-1894) hace aflorar desde su interior una corriente intelectual favo-
rable al mundo de las clases subalternas y que se pregunta con inquie-
tud por la identidad de una nación que tradicionalmente se creía tal y
que la guerra ha mostrado como un país invertebrado, como un mero

630
Marxismo latinoamericano

“proyecto a realizar”. De tal modo la “cuestión nacional” se reveló como


el punto de partida obligado para cualquier reflexión sobre la posibili-
dad de un proyecto de transformación de la sociedad peruana. Pero para
que este proceso de refundación pudiese alcanzar elementos reales de
novedad, fue necesaria una concentración igualmente excepcional de
capacidad teórica, de conocimiento de la realidad nacional y mundial,
de actitud crítica frente al propio marxismo.
La matriz del pensamiento de aquellos intelectuales que encontraron
en la revista Amauta y en la personalidad de José Carlos Mariátegui un
núcleo privilegiado de agregación, se nutre de la diversidad de filones
liberados en la cultura europea por la crisis del positivismo. Las corrien-
tes vitalistas, antiintelectualistas, antipositivistas, anticientistas, an-
tieconomistas, en relación con las cuales se estructura la recuperación
mariateguiana del marxismo, habían sido denunciadas por el marxismo
oficial como expresiones de la decadencia burguesa. A su vez, la políti-
ca cultural de fusión de las vanguardias estéticas con las vanguardias
políticas propugnada por Amauta, ya había conocido en Europa una de-
cisiva fractura. Estos dos hechos muestran hasta dónde la experiencia
de la revista peruana estaba colocada en las antípodas de la concepción
ideológica y cultural de la III Internacional. Es por esto posible afirmar
que si Mariátegui logró dar de la doctrina de Marx una interpretación
tendencialmente antieconomista y antidogmática –en una época en que
intentarla desde las filas comunistas era teóricamente inconcebible y
políticamente peligroso– solo pudo ser posible por una doble situación
que ayuda en parte a explicar cómo surgió en el Perú un marxismo re-
novado. En primer lugar, porque la formación marxista de Mariátegui
se produce fuera del movimiento comunista y de la III Internacional; en
segundo lugar, porque el movimiento socialista peruano se estructura
en el interior de un amplio movimiento intelectual y político, no sujeto a
la presencia constrictiva del Partido Comunista, y sin la herencia de un
Partido Socialista que hubiera fijado en el movimiento social la fuerte
impronta positivista que modificó al propio marxismo. Mariátegui leyó
a Marx y a Lenin con el filtro del historicismo italiano y de su polémica
contra toda visión positivista y fatalista del desarrollo de las relaciones
sociales.

631
José Aricó

El destino reservó al joven Mariátegui la posibilidad, única para un


latinoamericano, de llegar a Marx a través de esa auténtica refundación
de la dimensión crítica y activista de su pensamiento que se operaba
en el socialismo italiano. Pero esa revisión de fuentes tan diversas –que
van del historicismo crociano hasta Marx, pasando por Sorel, Bergson,
Gobetti y la presencia catártica de Lenin– fue posible solo porque la
realidad nacional sobre la cual operaba, ese Perú de los años veinte, se
presentaba como un laboratorio político indicativo también de un con-
junto de problemas que caracterizaban y comprometían a toda América
Latina. En el crisol de la realidad peruana y de sus complejas exigencias,
la estación italiana de Mariátegui logró amalgamarse con experiencias
tan diversas como las del grupo de intelectuales “indigenistas”, los mo-
vimientos obreros de tendencia anárquica y sindicalista, las corrientes
radicalizadas de los estudiantes, las vanguardias artísticas; así su cono-
cimiento excepcional de los sucesos de la historia mundial le permitió
absorber las contradictorias vicisitudes de la revolución mexicana en
vías de transformarse en Estado, la experiencia de la revolución china y
las elaboraciones estratégicas de la III Internacional. De esta confluen-
cia de historias de vida y de tradiciones culturales tan diversas emerge
un bloque intelectual y político unificado en torno a dos ideas-fuerza,
sobre las cuales se basó la posibilidad de constitución de un marxismo
latinoamericano: 1) una aguda conciencia del carácter original, especí-
fico y unitario de la realidad latinoamericana; 2) la aceptación del mar-
xismo, pero de este marxismo heterodoxo, como el universo teórico
común, según el cual las sociedades latinoamericanas, como cualquier
otra realidad, podían ser discretas y analizadas determinando sus posi-
bilidades de transformación.
Admitir como un principio indiscutible el reconocimiento del carác-
ter original, específico y unitario de la realidad peruana y latinoameri-
cana significaba de hecho el cuestionamiento del paradigma eurocén-
trico que había acompañado la constitución del marxismo como tal. Sin
embargo, aunque la admisión de la originalidad de la región ya estaba
presente en la discusión de los comunistas latinoamericanos y se evi-
denció en los debates del VI Congreso de la IC, solo fueron los perua-
nos y en particular Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre, los que

632
Marxismo latinoamericano

extrajeron las consecuencias más radicales que de aquella se derivaban.


Y sus conclusiones, aunque no idénticas y con diferencias que luego
se convertirán en oposiciones, se aproximaron curiosamente a las del
Marx estudioso de la comuna rural rusa. El desarrollo económico y so-
cial latinoamericano se apartaba del europeo occidental, por lo que de
ninguna manera podía ser admitido este como prefiguración y modelo
universal. Era necesario reconocer la presencia de una nueva tipología
histórica que admitiese cuanto aparecía como anomalía en su auténtico
carácter de tipicidad. Entre Europa occidental y la región latinoamerica-
na no existía un continuum definido en términos de modernidad y atra-
so, sino una conflictiva interdependencia que debía ser definida en su
especificidad. Una redefinición de la naturaleza de las formaciones eco-
nómico-sociales americanas implicaba necesariamente un cambio en la
caracterización de las clases de los sujetos sociales sobre los que podía
basarse un proyecto de transformación, pero además en la forma de or-
ganización política capaz de estructurarlos. Y es quizás en la discusión
de este último problema donde las diferencias iniciales entre Mariátegui
y Haya de la Torre se mutaron en contraposiciones radicales, que aca-
baron por fragmentar la unidad de un movimiento ideológico sobre el
que tantas esperanzas se cifraban. De esa ruptura emerge el aprismo (v.)
como una de las grandes corrientes ideológicas del pensamiento radical
de izquierda latinoamericano.
Una lectura cuidadosa y desprejuiciada de las dos obras teóricas más
significativas del pensamiento social latinoamericano: los Siete ensayos
de interpretación de la realidad peruana, de Mariátegui (1928/1984) y El anti-
imperialismo y el Apra, de Haya de la Torre (1936/1985), precedido este por
otro libro de gran significado como Por la emancipación de América Latina
(Haya de la Torre, 1927), muestra que utilizando ambas al marxismo
como un instrumento de análisis antes que como una teoría prescripti-
va, llegan a un idéntico reconocimiento nacional, más allá del cual apa-
recen sin embargo las diferencias que habrán de convertirse luego en
rupturas. Y tales diferencias versan precisamente sobre la organización
política del bloque de clases y de fuerzas sociales revolucionarias y el pa-
pel que en dicho bloque se asigna a cada una de ellas, y sobre la relación
entre el proceso nacional peruano y la revolución socialista. Mientras

633
José Aricó

Haya de la Torre duda sistemáticamente de la capacidad del proletaria-


do y de los campesinos de construirse autónomamente como sujetos po-
líticos y concibe al Estado como la sede natural de una articulación que
necesariamente debe descender del poder; Mariátegui piensa en cambio
en un laborioso proceso de construcción de una voluntad nacional po-
pular que se despliega desde las bases de la sociedad, como una suerte
de réplica de ese movimiento cristiano primitivo que su maestro Sorel
había tomado como ejemplo para mostrar “el valor perenne del mito en
la formación de los grandes movimientos populares” (Mariátegui, 1976).
En consecuencia, es verdad que tanto Haya de la Torre como Mariátegui
sostuvieron que el sujeto histórico de la transformación revolucionaria
del Perú debía ser un bloque de las fuerzas populares. Pero a partir de un
análisis en el que se esboza con elevada coherencia una primera teoría
marxista de la dependencia, Haya deduce de la incipiencia y atraso de las
clases sociales en el Perú una concepción de ese bloque social que acaba
degradando los sujetos históricos al nivel de grupos económico-corpo-
rativos articulados desde el Estado. Aparece así claramente evidenciada
la poderosa influencia que ejerció sobre Haya la teoría leninista del par-
tido político revolucionario, que es leída por este desde la perspectiva
mesiánica que acompañó siempre su visión de los procesos sociales. El
rechazo mariateguiano del proyecto de Haya se fundaba en una con-
cepción democrática, popular y laica del socialismo y de la propia teo-
ría marxista, que lo conducirá luego a rechazar también la presión de la
Internacional Comunista para la formación de un partido comunista, a
su parecer similar al de Haya. La veta antiestatalista que permea todo su
pensamiento se manifiesta en su manera de ver los procesos históricos
“desde abajo”, desde los procesos de constitución y de fragmentación de
las masas populares, desde sus formas expresivas, sus mitos y sus valo-
res, para determinar y potenciar sus tendencias hacia la construcción
de una propia autonomía. Es sin duda posible rastrear en José Carlos
Mariátegui la presencia de este filón de pensamiento ya en sus prime-
ros escritos de los años precedentes a su viaje a Europa. Su particular
formación intelectual durante la estación italiana lo preparó de algún
modo para el cambio de perspectivas que se produce en su vida poco
tiempo después de su regreso al Perú. El descubrimiento del mundo

634
Marxismo latinoamericano

fascinante de las clases subalternas aparece claramente evidenciado en


su artículo sobre “El problema primario del Perú” (Mariátegui, 1924/1971)
dedicado a analizar el problema indígena. Y este descubrimiento el que
señalará el punto de partida de una nacionalización de su discurso y
de una refundación de su marxismo, concebido no ya como una teoría
exterior, sino como una traducción productiva para el propio reconoci-
miento nacional de la realidad peruana y para el análisis diferenciado
de sus procesos. La hipótesis leninista de un bloque social construido
sobre la alianza entre la clase obrera y los campesinos podía encontrar
en el Perú una forma de traducción que la hiciese emerger como expre-
sión propia y original de la realidad. Mariátegui –a diferencia de Haya
de la Torre y del pensamiento de la III Internacional– logró analizar el
problema indígena desde una perspectiva de clase que tornaba posible
su introducción en una propuesta socialista y revolucionaria. Y no sim-
plemente por el hecho de que comprendió que el problema indígena era
el problema de la tierra y no el de nacionalidades oprimidas, sino por
que operó una transformación de todo el discurso marxista oficial que lo
condujo a basar sobre el indio la fuerza social estratégica de todo proyec-
to socialista de transformación. Iluminando de tal modo la centralidad
del problema indígena para una solución socialista de la transformación
peruana, Mariátegui debió necesariamente fundar una lectura antieco-
nomista de la clase, destinada a tener consecuencias importantes sobre
todo, su discurso socialista.
No solo porque contrastaba radicalmente con la visión “clasista” del
marxismo oficial, sino porque lo diferenciaba del jacobinismo estata-
lista de Haya de la Torre. Colocando como eje teórico y político de su
análisis socialista un universo que se definía más en término de cultura
que en los estrictamente de clase, un objeto nacional y popular antes que
“obrero”, Mariátegui hacía aflorar de una manera inédita el problema
de la nación peruana. Porque ya no se tratará de la liberación de una
nación irredenta, ni de la autodeterminación de una nacionalidad opri-
mida, tal como se entendía la “cuestión nacional” en el discurso de la III
Internacional, sino de la incorporación democrática de las masas antes
marginadas a un proceso constitutivo de la nacionalidad, que debía ne-
cesariamente fusionarse con un proyecto socialista.

635
José Aricó

Amenazado por la Internacional Comunista, que en la conferencia de


Buenos Aires de los partidos comunistas había criticado violentamente
sus posiciones y los presupuestos ideológicos y políticos sobre los que
se fundaban, aislado de los grupos socialistas que en el interior del Perú
se inclinaban por las posiciones de la Internacional, obligado a sostener
una amarga polémica con los antiguos compañeros apristas, alineados
ahora con Haya de la Torre, cada vez más debilitado por una enfermedad
que algunos años antes lo había obligado a la inmovilidad, Mariátegui
vivió una larga agonía que concluyó el 16 de abril de 1930. Con él se clau-
suró la breve estación del marxismo teórico latinoamericano, y debió es-
perarse más de treinta años para que el sacudimiento provocado por la
revolución cubana liberara de su explícito o velado ostracismo la figura
excepcional de un pensador convertido hoy en el punto de referencia
obligado de todo pensamiento crítico y revolucionario.

V. EL marxismo latinoamericano desde los años treinta hasta la Re-


volución Cubana

Desde la clausura de la tentativa mariateguiana de recomposición


teórica y política del marxismo, hasta fines de los años cincuenta, el
pensamiento de Marx sufre un singular proceso de neutralización. La
dilatación creciente de su conocimiento en los medios intelectuales y
académicos se produjo a expensas de la capacidad de penetración de sus
estructuras analíticas y metodológicas en el campo de las elaboraciones
políticas, operándose una profunda fractura entre cultura y política.
En cuanto fenómeno ideológico el marxismo acompañado de sus su-
cesivas adjetivaciones –primero leninismo, pero desde los años cuaren-
ta también estalinismo– no era sino un referente genérico, y por tanto
neutro, de las propuestas programáticas de los partidos comunistas, en
cuanto que fuerzas hegemónicas del discurso socialista marxista. Pero
estas propuestas eran fieles traslaciones a contextos diferenciados de
las elaboraciones teóricas y políticas efectuadas por la III Internacional
–hasta su disolución en 1943– y por el Partido Comunista de la Unión
Soviética. Sin embargo, es por esos años que comienza una constante

636
Marxismo latinoamericano

actividad de difusión del pensamiento de Marx y de sus seguidores más


relevantes. Es un hecho conocido, pero aun no estudiado en toda su real
envergadura, el papel desempeñado por la emigración política europea
en un mayor conocimiento del marxismo en América Latina. El ascen-
so del fascismo y del nazismo en Europa, y la consiguiente destruc-
ción de áreas importantísimas de la elaboración teórica marxista como
Alemania, Austria, Europa central y la propia Italia, obligó a buena parte
de la intelectualidad socialista a emigrar finalmente a América. En al-
gunos casos fueron grupos enteros los que debieron reconstituir su ac-
tividad en ambientes no siempre favorables como fueron los de Estados
Unidos para la Escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Pollock,
Marcuse, Kirchheimer, Lazarsfeld, Grossmann), o para el grupo de con-
sejistas alemanes y holandeses (Mattick, Korsch, Pannekoek); en otros
fueron intelectuales aislados los que intentaron continuar desde la cáte-
dra universitaria, el periodismo o la actividad editorial, una difícil labor
de difusión del marxismo y de las corrientes más importantes del pen-
samiento moderno, mencionaremos casos como los de R. Mondolfo y E.
Suda, en Argentina, o de Kozlik, en México, La masiva inmigración in-
telectual y política española provocada por la caída de la República espa-
ñola, estimuló también poderosamente la expansión de iniciativas edi-
toriales que comenzaron a realizar por esos años una sistemática labor
de publicación de las principales obras del marxismo. Los esfuerzos de la
Editorial Europa-América o de la “Biblioteca Carlos Marx”, dirigida por
Wenceslao Roces para la Editorial Cenit, de Madrid, fueron prosegui-
das por editoriales americanas que, como Fondo de Cultura Económica
de México y merced al trabajo pionero del mismo W. Roces, pusieron al
alcance de los estudiosos latinoamericanos la traducción íntegra de El
Capital (Marx, 1946) y de otros escritos fundamentales de Marx.
Sin embargo, esta significativa y aun no suficientemente valorada
actividad de difusión del pensamiento de Marx, por importantes que
hayan sido sus efectos en los planos ideológico y cultural, no logró sutu-
rar la fractura entre cultura marxista y política socialista emergente en
Europa de la derrota del movimiento obrero y de la involución estalinis-
ta, y agudizada en América desde la condena de Mariátegui. Es así como
se irá produciendo una escisión siempre mayor entre una izquierda

637
José Aricó

socialista en buena parte marginada del movimiento obrero y cuya ads-


cripción marxista es meramente ritual, y un campo intelectual y acadé-
mico cada vez más interesado en estudiar el marxismo como estructu-
ra de pensamiento y como corpus teórico cuya significación se muestra
cada vez más relevante en las ciencias sociales contemporáneas y en la
cultura en general. La potencialidad teórica y política del marxismo es
así desmembrada en dos esferas separadas y prácticamente incomu-
nicables. Ni los estudios sobre las realidades nacionales o continental,
hechos desde una perspectiva marxista, fundamentan las propuestas
programáticas de las fuerzas de izquierda, ni tales propuestas reclaman
esos estudios para construirse. El marxismo se bifurca en una ciencia
académica aparentemente neutra como las demás y en una ideología
legitimadora de programas de acción construidos con base en modelos
aceptados a priori.
Quizás ningún otro caso como el del pensador marxista Aníbal
Ponce (1898-1938) exprese esta fractura entre cultura y política que en la
América Latina de los años treinta a los cincuenta alcanza una magni-
tud significativa. Discípulo de J. Ingenieros, al que se mantuvo fiel casi
hasta el final de sus días, Ponce unió a su vasta cultura humanista un
conocimiento profundo de la publicística marxista. Como lo prueba la
experiencia de la revista Dialéctica (Ponce, 1936) publicada en Buenos
Aires, Ponce muestra una versatilidad sorprendente en los comentarios
marginales de los textos marxistas que por primera vez hace conocer a
sus desinformados lectores. Sin embargo, en sus ensayos sociológicos
y filosóficos, o aun en las obras consagradas a estudiar ciertos aspectos
de la vida nacional, nunca aparece claramente puesta de manifiesto la
intención de utilizar al marxismo como una clave interpretativa de la so-
ciedad argentina. A diferencia de un pensador como Mariátegui, Ponce
no pareciera interesarse por encarar un análisis sistemático del desarro-
llo histórico del Estado y de la sociedad argentina. Su marxismo opera
en el plano de la crítica cultural, y en tanto que tal permanece inmodi-
ficado, como un cuerpo teórico concluido que no necesita medirse con
una realidad histórica concreta para validar su potencialidad cognosci-
tiva. Sin embargo, y para hacer justicia a un ensayista desaparecido trá-
gicamente en un momento de profunda mutación de su pensamiento,

638
Marxismo latinoamericano

debe recordarse cómo desde el exilio mexicano al que lo empujó a fines


de 1936 la reacción conservadora argentina, Ponce corta amarras con el
pensamiento de Ingenieros y modifica, no sabemos hasta qué punto ra-
dicalmente, su visión antes negativa de las clases subalternes argenti-
nas. Poco tiempo antes de su muerte, en los trabajos sobre “La cuestión
indígena y la cuestión nacional” (Ponce, 1937), da fe de su voluntad de
encarar una perspectiva de análisis que implicaba necesariamente una
ruptura con su pensamiento anterior.
El caso de Ponce es paradigmático de la tendencia del marxismo lati-
noamericano a convertirse en un saber neutro, por lo menos en el plano
de la acción política, y cuya gravitación es preciso rastrearla en los efec-
tos que indudablemente produjo en los medios culturales e intelectuales.
Su penetración en el mundo académico lo convierte en una dimensión
insuprimible del pensamiento contemporáneo, destinado luego a fijar
una impronta significativa en las ciencias sociales latinoamericanas. Pero
el hecho es que durante todo este periodo el marxismo ha perdido en la
utilización que de él hace el movimiento comunista toda la originalidad
que evidenció tener en los años veinte, cuando se desató la polémica entre
apristas y marxistas. Será preciso buscar fuera de los marcos estrechos
del “marxismo soviético” –aceptando la designación de Marcuse (s.d.)– los
intentos de aplicar un instrumental marxista renovado para el análisis
de realidades reconocidas como anómalas. Y en tal sentido, deben men-
cionarse los trabajos de estudiosos como Sergio Bagú, Oscar Waiss, Julio
César Jobet, o las reflexiones de un Alejandro Korn, no olvidando tampo-
co las tentativas de aquellos intelectuales que influidos por el trotskismo
pretendieron analizar la realidad latinoamericana a través de una síntesis
original entre el marxismo y las ideologías democráticas latinoamerica-
nas. Es precisamente en estos últimos grupos donde el término de mar-
xismo latinoamericano se acuña como referente teórico de lo que dio en
llamarse “socialismo nacional”, o también “izquierda nacional”.
Dentro de una perspectiva marxista, aunque fuertemente adherido a
las elaboraciones frentistas del VI Congreso de la Comintern y a la doc-
trina “marxista-leninista”, el intelectual mexicano Vicente Lombardo
Toledano (1894-1968) intentó formular una propuesta ideológica, cul-
tural y política desde el propio interior de la revolución mexicana.

639
José Aricó

Definiéndose a sí mismo como un “marxista radical, aunque no comu-


nista” (Lombardo Toledano, s.d.), criticó a estos por su falta de prepara-
ción ideológica, por su sectarismo y por “su olvido de los grandes proble-
mas nacionales y el estudio de la concreta recuperación de los derechos
de la clase trabajadora” (Lombardo Toledano, s.d.). Lombardo Toledano
presentó a su propuesta programática como el resultado de la aplicación
de una nunca cuestionada verdad universal del marxismo-leninismo al
análisis y la construcción de una perspectiva radical y de izquierda de
la revolución mexicana, basada en la fortaleza ideológica, social y polí-
tica del movimiento obrero organizado. Su visión del pensamiento de
Marx, leído en clave “marxista-leninista”, estaba absolutamente fijada
en torno a la experiencia cardenista y al papel excepcional que le tocó
desempeñar como dirigente máximo de la Confederación de Trabajores
de México (CTM). En tal sentido, sus concepciones se aproximan de ma-
nera significativa a las elaboraciones hechas por los soviéticos desde el
XX Congreso del PCUS sobre la “democracia nacional” como forma de
transición al socialismo en los países dependientes y coloniales. Pero es
útil recordar que tales formulaciones constituyeron el núcleo mismo de
las ideas expresadas en los años veinte y treinta por Haya de la Torre y
el aprismo. Consolidado el bloque de poder que aun hoy dirige el pro-
ceso mexicano, y marginado totalmente de la central sindical que ha-
bía contribuido a formar, Lombardo Toledano se trasformó en un mero
portavoz de las corrientes de izquierda interiores al establishment y su
marxismo, en una pedestre ideología legitimizadora.

VI. El marxismo latinoamericano a partir de la Revolución Cubana

El triunfo de la revolución castrista en Cuba inaugura una nueva es-


tación del marxismo latinoamericano, caracterizada por una extrema
variedad de posiciones y de perspectivas ajenas en su mayoría a las
clásicas delimitaciones de tendencias establecidas por la experiencia
de la II y de la III Internacional. Su extraordinaria capacidad expan-
siva en la joven intelligentsia radicalizada –proveniente de sectores que
como los católicos o los de partidos políticos tradicionales no habían

640
Marxismo latinoamericano

mostrado antes excesiva proclividad al discurso marxista– abre un


inmenso campo de acción para las ideas de Marx, que son ahora re-
cuperadas en claves esencialmente voluntaristas. Vuelven así a aflo-
rar los temas del humanismo marxiano, de su ética revolucionaria,
de la función del mito en la construcción de una voluntad nacional,
del hombre como productor de la historia, que recorren el joven Marx
y que reaparecen siempre en los momentos de accesos revoluciona-
rios. El ejemplo cubano, la imposibilidad de reducirlo a los modelos
clásicos, su profunda heterodoxia teórica, su adopción del marxismo
como orientación ideológica pero a través de una lectura que enfati-
zaba sus supuestos o reales elementos de continuidad con la tradición
martiana, posibilitaba una ruptura con el determinismo cientificista
al que había sido reducido el pensamiento de Marx en los años del re-
flujo obrero europeo. Se liberan así las potencialidades críticas y revo-
lucionarias de una teoría que requiere para su recomposición de una
nueva sutura entre cultura y política. Desde una perspectiva política,
los escritos fundamentales a través de los cuales la revolución cubana
pretende constituirse en un cuerpo de doctrina, y que hará emerger al
castrismo (v.) como una corriente nueva en el interior del marxismo,
se constituirán en adelante en los ejes vertebradores de un debate que
corroerá las elaboraciones teóricas y políticas de la izquierda tradicio-
nal. Y a partir de este debate habrá de producirse una profunda recom-
posición de todas las estructuras partidarias. Las fuerzas ideológicas y
políticas emergentes de esta etapa de restructuración del campo de la
izquierda latinoamericana –excepto los partidos comunistas, que en
general mantendrán inmodificadas sus tradiciones teóricas, aunque a
costa de fracturas internas y desprendimientos de sus corrientes más
renovadoras– ya no se reconocerán en las viejas tradiciones de la II y
la III Internacional y tratarán de establecer nuevas formas de recom-
posición entre la teoría marxista y las configuraciones inéditas de la
política. El marxismo dejará así de presentarse como una estructura
de pensamiento y un corpus teórico unívoco para convertirse en lo que
Braudel (s.d.) llama “un pueblo de modelos”, una diversidad de pers-
pectivas girando en torno al denominador común de una perspectiva
de transformación social.

641
José Aricó

A partir de una situación semejante deja de tener sentido plantearse


la pregunta de la existencia o no de un marxismo latinoamericano, por-
que es hoy una convicción generalizada que la posibilidad de la recons-
trucción de su historia en nuestro continente solo se torna factible si la
atención está puesta en sus áreas nacionales y no globales de expansión.
Motivada históricamente por la necesidad de probar sus condiciones de
validez en un terreno ajeno y diverso de aquel en que se constituyó, no
es necesario ya plantearse esa pregunta porque la disgregación de sus
centros constitutivos reintegra el marxismo a su campo real de valida-
ción, cual es el de la reconstrucción de las conexiones existentes entre
el proceso de elaboración de la teoría y los procesos reales de constitu-
ción de una fuerza social y de una voluntad transformadora. Pues en
última instancia, y parafraseando a Marx, ¿en qué otra cosa que en su
“devenir mundo” consiste la “realización de la filosofía” y, por tanto, del
marxismo?

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643
Socialismo latinoamericano*

I. Consideraciones generales

El socialismo de raíz marxista fue en América Latina, a diferencia del


anarquismo (v.) y en parte quizás del socialismo chileno, la expresión
ideológica y política de las clases obreras urbanas de origen migratorio.
Sus áreas de difusión corresponden exactamente a aquellas en las que
se concentraron los flujos de mano de obra provenientes de Europa y
debieron crecer en disputa permanente con las corrientes democráti-
cas, radicales y anarquistas. En algunos países como México, Brasil o
Perú, el predominio de estas ideologías alternativas llegó a bloquear casi
por completo el desarrollo de formaciones políticas socialistas. Pero en
aquellos países donde el fenómeno de la inmigración masiva coincidía
con un desarrollo temprano de la institucionalidad burguesa y una re-
lativa liberalización del sistema político, como el caso de Argentina y
Uruguay, anarquismo y socialismo de filiación marxista coincidieron
durante largo tiempo, alimentándose mutuamente. Las limitaciones de
uno facilitaban las condiciones para la expansión del otro. Y si en un
comienzo la intransigencia principista de las ideologías libertarias con-
tribuía a acentuar el moderatismo y reformismo de los socialistas el que
empujara a las corrientes más contestatarias de la clase obrera hacia el

* Extraído de Aricó, J. M. (1982). Socialismo latinoamericano, pp. 1.507-1.514. En N. Bobbio; N.


Matteucci y G. Pasquino, Diccionario de política. México: Siglo XXI.

645
José Aricó

sindicalismo revolucionario, que constituyó la ideología predominante


en el movimiento obrero latinoamericano de las dos primeras décadas
del siglo.
El peso de las emigraciones alemana e italiana en la constitución del
socialismo latinoamericano creó condiciones más favorables para que la
hegemonía conquistada por la socialdemocracia en la II Internacional
fuera reconocida como un ejemplo a seguir por las organizaciones so-
cialistas formadas desde fines del siglo pasado en Argentina, Uruguay,
Brasil, Chile y México. Ante socialistas como Germán Avé-Lallemant,
que entre 1894 y 1909 fue corresponsal en Argentina de Die Neue Zeit,
o Juan B. Justo, que seguía asiduamente las publicaciones alemanas, o
ante los socialistas paulistas, que en lo concerniente a sus ideas “se ubi-
can total y absolutamente en el terreno de los postulados establecidos
por sus compañeros alemanes” –como la misma Die Neue Zeit–, la social-
democracia alemana aparecía como una gran fuerza política iniciadora
de una nueva época en la historia de los movimientos sociales, expresión
de una nueva cultura laica y democrática, y forjadora consciente de la
revolución social.
Sin embargo, el ejemplo de la socialdemocracia alemana, aureolada
del apoyo que le había prodigado Engels, considerándola como un mo-
delo internacional de partido socialista, llegó a nuestras tierras cuando
comenzaba a fracturarse el difícil equilibrio alcanzado entre la perspec-
tiva palingenética en la que se inspiraba y su naturaleza de partido de
masa, vinculado por miles de hilos visibles e invisibles a la acción inte-
gradora del Estado germano. Lo que de este partido venía trasplantado a
América fue su visión del marxismo como ideología del desarrollo y de la
modernización, en el interior de una insuprimible lucha de clases en la
que el socialismo expresaba el “partido del progreso”. El divorcio siem-
pre mayor entre principios teóricos proclamados y la actividad práctica
revertíase en América en forma agravada, acentuando una ignorancia
de la teoría que los socialistas europeizantes se empeñaban en conside-
rar como propia no solo del atraso, sino también de la condición “latina”
de los trabajadores. La exigencia, derivada de la doctrina de Marx, de
la autonomía ideológica, política y organizativa del movimiento obrero
y la necesidad de una nítida distinción del partido socialista u obrero

646
Socialismo latinoamericano

respecto de los partidos democráticos burgueses era traducida en clave


corporativa, aislando la acción reivindicativa de los trabajadores y colo-
cando barreras insalvables para una política de bloque con las corrientes
radicales, democráticas y anarquistas del movimiento social de las cla-
ses explotadas.
La paradoja del socialismo latinoamericano consistía, por lo tanto, en
el hecho de que actuando sobre una realidad distinta de la europea, sus
esfuerzos por aplicar a nuestro ambiente las orientaciones fundamen-
tales del marxismo canonizado de la II Internacional tenían sin embar-
go plena conciencia. Aun permitiéndoles obtener éxitos relativos en la
organización de las clases trabajadoras, los colocaba objetivamente en
una posición subalterna en el interior del bloque de fuerzas orientadas
hacia la modernización capitalista. La ignorancia casi total de la teoría
revolucionaria de Marx, la aceptación indiscutida del paradigma social-
demócrata, que condicionaba la posibilidad del socialismo al crecimien-
to de las fuerzas productivas y, por lo tanto, al consiguiente aumento
cuantitativo de una clase obrera moderna, la subordinación a las difíci-
les condiciones ideológicas y políticas en las que se desenvolvía su labor,
tendía a limitar la acción socialista a una mera batalla cotidiana por las
reivindicaciones más inmediatas de los trabajadores y por la legalidad
del movimiento. La doctrina estaba de hecho escindida de esta acción
y relegada a la condición de una filosofía de la historia sobre la que se
fundaba la propaganda abstracta de una sociedad alternativa.
Hasta en quienes defendían con mayor firmeza el contenido doctri-
nario socialista de los nuevos organismos políticos, la doctrina, en rea-
lidad, era considerada como una suma de principios abstractos, válidos
de una vez para siempre y en cualquier circunstancia; principios que de-
bían ser difundidos como prerrequisito para que un movimiento obre-
ro, aún no desprendido por completo del mundo burgués del que surgió,
pudiera conquistar una identidad propia. A ese mundo lo separaba del
proletariado una cisura radical y la función de la doctrina y de la acción
socialista era transformar dicha cisura en una grieta profunda y cons-
ciente. Teoría y movimiento real no eran, por lo tanto, los dos términos
de una relación que solo podía fundarse en la determinación precisa de
la especificidad histórica del proceso, sino entes abstractos y siempre

647
José Aricó

idénticos a sí mismos en el que únicamente la ignorancia e incultura


transitoria del segundo creaba las dificultades de inserción del primero.
La tarea de los socialistas quedaba reducida, en última instancia, a una
empeñosa e inteligente labor de organización y de educación del prole-
tariado. El peso aplastante que este debía necesariamente adquirir en la
sociedad capitalísticamente desarrollada, según la visión reformista, o
los hipotéticos cataclismos históricos a que estaba condenada, según la
visión revolucionaria, habría de conducir a ese proletariado a la conquis-
ta del poder y a la construcción del socialismo.
Debido a su incansable actividad cotidiana, los socialistas lograron
formar un conjunto de instrumentos de vida democrática colectiva tales
como gremios obreros, sociedades de socorros mutuos, cooperativas de
consumo y de viviendas, círculos socialistas, bibliotecas y universidades
populares, editoriales y periódicos. Supieron vincular la propaganda y
la agitación a la acción inmediata orientada a satisfacer las necesidades
más apremiantes de los trabajadores, fundamentalmente de los urba-
nos, movilizados en buena medida gracias a esta labor, pero no pudie-
ron o supieron darle una organización verdaderamente transformadora
a una clase a la que contribuyeron decididamente a constituir. No dis-
ponían de una teoría revolucionaria, ni creían verdaderamente en la po-
sibilidad de lograr transformaciones de tipo socialista en un futuro más
o menos previsible. En el fondo eran radicales de izquierda y como tales
debieron soportar de ese selecto núcleo de socialdemócratas emigrados
a América, que medían con el rasero de la teoría y de la práctica de la
socialdemocracia europea, el contradictorio proceso de constitución del
movimiento obrero y de los partidos socialistas en América Latina.
En aquellos lugares donde pudieron constituir organismos políti-
cos “modernos”, por el ligamen doctrinario sobre el que fundaron sus
propuestas organizativas, los socialistas lucharon por el ejercicio de la
democracia política, por la implantación de sistemas electorales que
respetaran la voluntad popular y por regímenes republicanos que im-
pidieran el gobierno de la sociedad a través de la violencia militar o el
cesarismo. Privilegiaron la constitución de partidos políticos basados
en una clara definición programática y respetuosos de la autonomía de
las instituciones de la sociedad civil. Defendieron los derechos de las

648
Socialismo latinoamericano

minorías políticas y bregaron por una legislación social que protegiera


los derechos de los trabajadores. Postularon medidas económicas que,
no obstante rechazar la dilatación excesiva del poder del Estado y de la
burocracia, se dirigían a incrementar la independencia del país con res-
pecto al capital extranjero y a modificar su estructura económica y de
clases. De ahí que propugnaran el impuesto a la renta y a la herencia y
también un impuesto territorial destinado a combatir el latifundismo,
que consideraban como el obstáculo esencial para una efectiva demo-
cratización de la sociedad y del Estado.

II. Relaciones continentales e internacionales

Apenas constituidos, los grupos o partidos socialistas latinoamericanos


trataron de relacionarse entre sí y con la Internacional Obrera y Socialista
de la que, formalmente o no, se sentían miembros plenos. Desde fines
de siglo el Partido Socialista Argentino mantuvo una relación sistemá-
tica y permanente con la II Internacional. Participó con delegaciones
propias o haciéndose representar por otros partidos en casi todos los
congresos de la II Internacional, ocupando un puesto permanente en las
sesiones del Buró Socialista Internacional, desde 1901 hasta los umbrales
de la Primera Guerra Mundial. Aunque de manera más discontinua par-
ticiparon de este organismo internacional las agrupaciones socialistas
chilena, brasileña, uruguaya, boliviana y hasta mexicana. Después de la
Primera Guerra Mundial siguieron siendo miembros del nuevo organis-
mo reconstituido los partidos de Argentina, Uruguay y Chile, fundado
en 1933 a partir de una diversidad de grupos preexistentes. Cuando en
1951 se reconstituye en Fráncfort la Internacional Socialista, solo contará
con la adhesión de los socialistas argentinos, y hasta los años sesenta de
los uruguayos. La reactivación de la vida de la Internacional y su interés
creciente por América Latina en los años setenta dará como resultado
una etapa nueva en la relación de tal organismo con una multiplicidad
de formaciones socialistas y populares latinoamericanas de antigua o
reciente data y cuyas definiciones ideológicas son genéricamente social-
demócratas (v. socialdemocracia latinoamericana).

649
José Aricó

En el plano continental existieron varias tentativas infructuo-


sas por establecer un organismo coordinador de los partidos socia-
listas latinoamericanos. En 1919, y con la asistencia de delegados de
Paraguay, Bolivia, Perú, Chile y Uruguay, fue convocada a iniciativa
del Partido Socialista de Argentina la Primera Conferencia Socialista
y Obrera Panamericana que sesionó en Buenos Aires. Sin embar-
go, la crisis abierta en el movimiento obrero y socialista a partir de
la Revolución de Octubre y la creación de los partidos comunistas y
de la III Internacional impidió que se realizara la nueva conferencia
programada para dos años después. En 1946 se realiza en Santiago de
Chile un Congreso de partidos socialistas y populares cuyos resultados
quedan invalidados debido a la ilegalización de dos de sus organismos
más importantes: el Partido Acción Democrática, en Venezuela, y el
APRA, en Perú. Desde 1955 existió un Secretariado Latinoamericano de
la Internacional Socialista que se extinguió pocos años después, cuan-
do la expansión continental de la experiencia de la Revolución Cubana
provocó un trastrocamiento ideológico y organizativo de todas las for-
maciones de izquierda.

III. El socialismo argentino

Es esta la experiencia más temprana y prolongada en el tiempo de for-


mación de un partido socialista basado en las experiencias alemana,
italiana y belga. En 1894, y bajo la dirección del médico Juan B. Justo
(1865-1928), se fundó el periódico socialista La Vanguardia, en torno al
cual, y como resultado de la integración de una serie de agrupaciones de
trabajadores argentinos y extranjeros, se constituyó en 1895 el llamado
Partido Socialista Obrero Argentino, título del que luego se eliminaron
los dos últimos aditamentos. Un año después, en su primer congreso,
establece su declaración de principios, estatutos y programa, que aun-
que modificados varias veces en los años sucesivos se mantienen en su
esencia hasta el presente. En dicho congreso se define como el partido
de los trabajadores organizados para la conquista del poder político y la
socialización de los medios de producción.

650
Socialismo latinoamericano

En 1904, cuando era todavía una pequeña organización política, lo-


gra imponer como diputado, por la circunscripción obrera de la Boca, al
doctor Alfredo L. Palacios, que fue en tal sentido el primer representante
socialista a un parlamento latinoamericano. La excepcional labor desple-
gada por Palacios, que mediante una estrecha vinculación con sus repre-
sentados hizo aprobar disposiciones legislativas fundamentales como el
descanso dominical y la protección al trabajo femenino e infantil, ade-
más de proyectarlo al plano nacional como una de las más destacadas
figuras de la democracia argentina, mostró a su partido como una fuer-
za disciplinada, democrática y consecuente defensora de los intereses
de los trabajadores. Años después, cuando la presión de un movimien-
to obrero en ascenso y la oposición del Partido Radical (v. radicalismo
latinoamericano) al desconocimiento de la voluntad popular, ejercida
por un régimen que usufructuaba un ordenamiento electoral viciado,
impongan el voto universal, secreto y obligatorio, el Partido Socialista
surgirá de las elecciones parlamentarias de 1912 como la tercera fuer-
za política del país, luego de los radicales y conservadores, mayoritaria
por muchos años en la ciudad capital de la República. Por esa misma
época, el Partido contaba con más de 4 mil miembros, un periódico (La
Vanguardia) de gran difusión nacional, una revista bimensual y varios
semanarios en diversos lugares del país. Por su neto perfil programáti-
co, por la elevada disciplina de sus militantes y por la permanente labor
de educación ideológica y política que desplegaban sus organismos en el
seno de la sociedad civil, el Partido Socialista fue, con plenos derechos, el
primer partido político moderno de su país y del continente.
Su fundador y dirigente más respetado durante las tres primeras dé-
cadas del siglo, Juan B. Justo, representa indiscutiblemente un caso par-
ticular en el socialismo latinoamericano no solo por la excepcionalidad
de su nivel intelectual, sino porque en ningún otro país logró coagularse
en torno a una personalidad equiparable un núcleo dirigente como el
que lideró por muchos años al Partido Socialista Argentino. Vinculado
estrechamente al movimiento socialista internacional, lector asiduo de
las principales publicaciones sociales europeas y americanas, estudioso
de la problemática teórica y política de los movimientos sociales, traduc-
tor de El Capital (Marx y Engels, 1946) ya a fines de siglo, Justo fue una de

651
José Aricó

las grandes figuras de la II Internacional. Como otros pensadores, trató


de mantener una relación crítica con la doctrina de Marx, definiéndose a
sí mismo y al propio partido como socialistas que encontraban en Marx,
pero también en otros pensadores, un conjunto de ideas y de propuestas
útiles para realizar el propósito al que dedicó toda su capacidad crítica
y su voluntad de lucha: el de crear, en las condiciones específicas de la
sociedad argentina, un movimiento social de definido carácter socialis-
ta y un cuerpo de ideas que, sintetizando los conocimientos aportados
por la ciencia y los derivados de la experiencia del propio movimiento,
se constituyera en una guía certera para alcanzar el objetivo final de una
sociedad socialista.
Hasta el advenimiento del peronismo (v.), en 1945, el socialismo ar-
gentino fue la principal fuerza de izquierda compitiendo con los comu-
nistas por la dirección del movimiento obrero y popular. Luchando en
un principio contra los anarquistas en los medios obreros y contra los
radicales en el terreno político, el Partido Socialista se transformó en
una gran corriente democrática en cuyo seno se formaron intelectuales
que contribuyeron decisivamente a la formación de un pensamiento de
transformación social en Argentina y en todo el continente. A los nom-
bres ya citados de Juan B. Justo y Alfredo L. Palacios debemos agregar
los de Enrique del Valle Iberlucea y José Ingenieros, autor este último de
ensayos importantes sobre el desarrollo político y social de su país, como
La evolución de las ideas argentinas (1946) y Sociología argentina (1913/1961),
que despertaron en los medios intelectuales el interés por el conoci-
miento del marxismo y de la doctrina socialista.
Desde su nacimiento el socialismo argentino sufrió una intermina-
ble serie de cismas y divisiones que lo condujeron prácticamente a su
disgregación en los años sesenta, situación de la que aún no ha logrado
escapar no obstante las tentativas presentes de reunificación. En 1918
las corrientes de izquierda que desde 1912 se fueron perfilando en su
interior rompieron con la dirección partidaria que rehusaba el apoyo a la
Revolución de Octubre y la participación en la III Internacional y forma-
ron un nuevo partido que, denominado inicialmente Partido Socialista
Internacional, adoptó en 1920 el nombre, que aún conserva, de Partido
Comunista.

652
Socialismo latinoamericano

IV. Otras organizaciones socialistas

Es en Uruguay donde desde inicios del siglo existe un partido socialis-


ta que, sin la gravitación del argentino, reproduce significativamente la
experiencia de este. Desde 1896 existían ya en Montevideo algunos gru-
pos socialistas cuya labor permitió que en diciembre de 1904, y bajo el li-
derazgo de un intelectual prestigioso como Emilio Frugoni (1880-1969),
se constituyera el Centro Carlos Marx y en 1910 el Partido Socialista
Uruguayo, que ese mismo año concurre a las elecciones conquistando
una banca parlamentaria. Apoyando críticamente las reformas econó-
micas, sociales e institucionales impulsadas por el Gobierno democráti-
co de José Batlle y Ordóñez, el socialismo luchó por la extensión de estas
a la clase trabajadora y por mantener una autonomía política y organi-
zativa de los sindicatos obreros y del propio partido. En su declaración
de principios el socialismo colocó en un primer plano la necesidad de
transformar la estructura agraria y de impulsar la creación de una clase
de pequeños propietarios rurales. Para los socialistas uruguayos el desti-
no de la democracia social y política reposaba en la capacidad de la joven
república de provocar una transformación que permitiera fundarla so-
bre otros cimientos que los del latifundio. La construcción democrática
debía encontrar una “nueva sustancia en la vida de la nación”, en “las
masas proletarias urbanas y en la clase media, especialmente del sec-
tor intelectual”, las fuerzas sociales que permitieran convertirla en un
proceso constante e irreversible. En caso contrario, la democracia uru-
guaya, solo sería “una construcción en la arena” (Frugoni, 1934, p. 143).
En tal sentido, el socialismo uruguayo fue la primera y por largos años
la única organización política que hizo de este tema un elemento central
de su pensamiento y de su acción. Sin embargo, nunca pudo escapar de
su fuerte y constrictiva envoltura urbana para expandir su acción a un
mundo rural caracterizado por la ausencia de un campesinado sediento
de tierra, es decir, por la inexistencia de la única fuerza social intrínseca-
mente interesada en un proyecto de transformación agraria tan radical
como la que propugnaban.
El Partido Socialista nunca pudo ser en la realidad uruguaya de su
tiempo una fuerza política con tal gravitación teórica y política como

653
José Aricó

para transformarse en la columna vertebral de un fuerte movimiento


obrero y popular en favor de la transformación agraria. Ni las corrien-
tes que sustentaban el batllismo (v. radicalismo latinoamericano), ni el
anarcosindicalismo (v. anarquismo latinoamericano) entre los trabaja-
dores pugnaban por una solución semejante. Frente a estas dos grandes
fuerzas que hegemonizaban el mundo de las clases subalternas, el so-
cialismo solo pudo ser una formación política pequeña, pero influyen-
te; débil, pero respetado, clamando por un proyecto de nación cuya pe-
rentoriedad nadie, salvo ellos, alcanzaba a vislumbrar. Su programa de
acción práctica fue, en esencia, la lucha constante porque se respetaran
plenamente los intereses de las clases populares y en primer lugar de los
trabajadores. En hechos, el socialismo no pudo apartarse demasiado de
esa función que lo convirtió más en un círculo de doctos influyentes que
en los representantes políticos de los obreros uruguayos.
Partido de cuadros o más bien de elementos intelectuales sin sopor-
tes significativos de masa, el Partido Socialista valía por su prestigio en
el campo de las ideas y por la doctrina que sustentaba. Su crecimien-
to en la sociedad uruguaya fue excesivamente lento. Pacifista duran-
te la Primera Guerra Mundial, resuelve mayoritariamente ingresar
a la II Internacional en 1920 y un año después convertirse en Partido
Comunista. La minoría, encabezada por Frugoni, resuelve permanecer
fiel a los principios y al programa del viejo partido y reconstituirlo con
el mismo nombre. En la década de los treinta ha concluido su etapa de
reorganización aumentando sus efectivos y su peso político a un punto
tal que puede transformar a su semanario El Sol en un cotidiano. En los
años sesenta, la expansión de la experiencia revolucionaria cubana y del
castrismo (v.) provoca una nueva división en el viejo tronco partidario
del que acaban marginándose los sectores más tradicionales y el pro-
pio Frugoni. El Partido Socialista será en adelante una fuerza política de
orientación antimperialista, nacionalista y revolucionaria, estrechamen-
te vinculada a las experiencias de la nueva izquierda latinoamericana.
En Chile, y como resultado de una persistente labor de agitación en
los medios obreros realizada por el tipógrafo Luis Emilio Recabarren
(1876-1924) se fundó en 1912 el Partido Socialista Obrero, al que se adhi-
rieron los sectores más radicalizados del Partido Democrático y grupos

654
Socialismo latinoamericano

dispersos que ya a fines del siglo pasado habían intentado dar forma or-
gánica a la tendencia socialista. Habiendo logrado cierta implantación
entre los obreros del salitre, en el norte del país, en 1921 se transformó en
Partido Comunista. La fundación de un nuevo partido socialista fue una
resultante de la experiencia, excesivamente breve pero ilustrativa del es-
tado de ánimo de las clases populares, de la “república socialista” surgi-
da de una revuelta militar el 4 de junio de 1932. En 1933 se constituye el
Partido Socialista sobre la base de la fusión de grupos provenientes de
la izquierda radical y de divisiones producidas en el interior del Partido
Comunista. El nuevo organismo protagonizará, pocos años después,
junto con los comunistas y los radicales, la primera experiencia latinoa-
mericana de Frente Popular. Desde 1957 en adelante, y luego de haber
superado divisiones internas que esterilizaron en buena parte su acción
política, el partido reunificado establecerá con los comunistas una alian-
za que, bajo distintas formas, se mantendrá aun hasta el presente.
El Partido Socialista ha mantenido siempre una actitud crítica frente
a las experiencias de la II y III Internacional, manteniéndose al mar-
gen de ellas y con una política continental e internacional propia. Así
su Declaración de Principios señala que “[…] la doctrina socialista es
de carácter internacional y exige una acción solidaria y coordinada de
los trabajadores del mundo. Para iniciar la realización de estos postu-
lados, el Partido Socialista propugnará la unidad económica y política
de los pueblos del continente para llegar a la Federación de Repúblicas
Socialistas del Continente y a la creación de una economía antimperia-
lista” (Partido Socialista Chileno, s.d.).
Afirma además en lo nacional que “durante el proceso de transforma-
ción total del sistema es necesaria una dictadura de trabajadores orga-
nizados”. En 1970, una coalición de cinco partidos vertebrada en torno a
la alianza socialista-comunista y denominada Unidad Popular, impone
como nuevo presidente de la República al socialista Salvador Allende,
que intenta instrumentar un programa de profundas reformas de es-
tructura abortado por el golpe militar de 1973.
Otras experiencias de formación de partidos socialistas en los mar-
cos de la II Internacional, casi todas infructuosas o de muy breve du-
ración, se produjeron en Brasil, Cuba y México. En los años veinte, y

655
José Aricó

vinculados a la III Internacional, se constituyen partidos socialistas en


Ecuador, Colombia y Perú. En los años sesenta, a partir de las profun-
das recomposiciones que genera en las izquierdas latinoamericanas la
expansión del castrismo, surgen prácticamente en todos los países del
continente nuevas formaciones socialistas que, no obstante mantener
muchas de ellas vinculaciones ideológicas o políticas con los distintos
bloques ideológicos emergentes de la fragmentación del movimiento
comunista internacional, no se reconocen enteramente como herederas
de las tradiciones de la II o de la III Internacional.

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Partido Socialista Chileno. (s.d.). Declaración de Principios. S.d.

656
Marx y América Latina*

América Latina: El confín del mundo de Marx

La inserción del marxismo en la cultura política latinoamericana es un


tema aún insuficientemente explorado y que suscita problemas de com-
pleja resolución. Obligado como está a incluir una extensa constelación
de perspectivas diferentes en términos de teorías, doctrinas y progra-
mas de acción, situación que, por lo demás, lo aproxima en parte a lo que
ocurre en otras áreas culturales, en Hispanoamérica el tema se complica
porque, en muchos casos, partidos políticos o movimientos nacionales
que reservan enfáticamente para sí el calificativo de “marxistas” debe-
rían con mayor razón ser considerados expresiones más o menos mo-
dernizadas de antiguas corrientes democráticas, antes que formaciones
ideológicas adheridas estrictamente al pensamiento de Marx o a las co-
rrientes que de él se desprendieron. Si hoy, por ejemplo, no podríamos
reducir el fenómeno aprista a una variante autóctona de movimientos
inspirados en el marxismo, no debe olvidarse que en los años treinta,
sin embargo, se presentó como una genuina interpretación indoameri-
canista de la doctrina de Marx.

* Extraído de Aricó, J. (1983, mayo-junio). Marx y América Latina. Nueva Sociedad, 66, pp. 47-58.
Este trabajo, con algunas correcciones y agregados, reproduce la ponencia presentada en el Con-
greso Internacional sobre Karl Marx en África, Asia y América Latina, organizado por la Fundación F.
Ebert en colaboración con la Comisión Alemana de la UNESCO en Tréveris, Alemania Federal, del
14 al 16 de marzo de 1983. [Nota de la primera edición].

657
José Aricó

Una dificultad inicial, y no por ello la menos importante, para enca-


rar esta problemática reside en el escaso interés (aunque en realidad, y
como veremos, debería hablarse con mayor precisión de soslayamien-
to prejuicioso) que los fundadores del marxismo, y más en particular el
propio Marx, prestaron a esa suerte de “confín” del mundo europeo que
el colonialismo de ultramar hizo de América. Este hecho, como es lógico,
acabó gravitando negativamente sobre el estatuto teórico del subconti-
nente en la tradición socialista. En primer lugar, porque a diferencia de
lo ocurrido en aquellos países donde el marxismo pudo ser de manera
significativa la teoría y la práctica de un movimiento social de carácter
fundamentalmente obrero, entre nosotros sus intentos de “traducción”
no pudieron medirse críticamente con una herencia teórica “fuerte”
como la del mismo Marx, ni con elaboraciones equivalentes por su im-
portancia teórica y política a las que él hizo de las diversas realidades na-
cionales europeas. Ausente una relación original con la complejidad de
las categorías analíticas del pensamiento marxiano, y con su potencial
cognoscitivo aplicado a formaciones nacionales concretas, el marxismo
fue en América Latina, salvo muy escasas excepciones, una réplica em-
pobrecida de esa ideología del desarrollo y de la modernización canoni-
zada como marxista por la Segunda y la Tercera Internacional.
Pero el “menosprecio” de Marx por la América hispana, o mejor di-
cho, su indiferencia frente al problema de la naturaleza específica de las
sociedades nacionales constituidas a partir del derrumbe del colonialis-
mo español y portugués –en una etapa de su reflexión en la que paradóji-
camente abordó con mayor amplitud y apertura crítica el mundo no eu-
ropeo– tuvo también consecuencias negativas por razones de orden más
estrictamente teórico. Forzado por el perfil fuertemente antihegeliano
que adoptó polémicamente su consideración del Estado Moderno, Marx
se sintió inclinado a negar teóricamente todo posible rol autónomo del
Estado político, idea esta que sin embargo constituía el eje en torno al
cual se estructuró su proyecto inicial de crítica de la política y del Estado.
Al extender indebidamente al mundo no europeo la crítica del modelo
hegeliano de un Estado político como forma suprema y fundante de la
comunidad ética, Marx debía ser conducido, por la propia lógica de su
análisis, a desconocer en el Estado toda capacidad de fundación o de

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Marx y América Latina

“producción” de la sociedad civil y, por extensión y analogía, cualquier


influencia decisoria sobre los procesos de constitución o fundación de
una nación.
A partir de estos supuestos, que en el caso de sus trabajos sobre
América Latina nunca estuvieron claramente explicitados, aunque pue-
den ser deducidos del análisis que hizo, por ejemplo, de la figura de
Simón Bolívar, Marx se rehusó a conceder espesor histórico, alguna de-
terminación real, a los Estados naciones latinoamericanos y al conjun-
to de los procesos ideológicos, culturales, políticos y militares que los
generaban. Al privilegiar el carácter arbitrario, absurdo e irracional de
tales procesos en la América hispana, Marx concluyó haciendo un razo-
namiento semejante al de Hegel y con consecuencias similares. Porque
si este excluyó a América de su filosofía de la historia al transferirla al
futuro, Marx simplemente la soslayó.
La idea de un continente “atrasado” que solo podía lograr la moder-
nidad a través de un proceso acelerado de aproximación y de identifi-
cación con Europa –paradigma fundante de todo el pensamiento lati-
noamericano del siglo pasado y aún del presente– estaba instalada en
la matriz misma del pensamiento de Marx a partir de la lectura que de
él hizo la conciencia europea. Pero la exhumación de sus escritos sobre
Rusia y otros países “anómalos” con respecto a las formas occidentales
de constitución del mundo burgués muestra que esa idea era impugna-
da por el propio Marx, quien comprometió buena parte de sus esfuerzos
en la dilucidación de los caminos que pudieran evitar a determinados
países los horrores del capitalismo (Marx y Engels, 1980). Su pensa-
miento, cada vez más renuente a dejarse encerrar en ortodoxias siste-
matizadoras, sus deslizamientos y descentramientos ajenos a cualquier
manía teoricista, cristalizaron en una tradición que se consolidó bajo la
forma de una ideología fuertemente eurocéntrica, legataria de la idea
de progreso y de continuidad histórica. La inserción de esta tradición
en la realidad latinoamericana no hizo sino acentuar, con el prestigio
que le acordaba su presunta “cientificidad”, la arraigada convicción de
una identidad con Europa que permitía confiar en una evolución futura
destinada a suturar en un tiempo previsible los desniveles existentes.
La “anomalía” latinoamericana tendió a ser vista por los socialistas de

659
José Aricó

formación marxista como una atipicidad transitoria, una desviación de


un esquema hipostatizado de capitalismo y de relaciones entre las clases
adoptado como modelo “clásico”. Pero en la medida en que un razona-
miento analógico como el aquí esbozado es, por su propia naturaleza,
de carácter contrafáctico, las interpretaciones basadas en la identidad
de América con Europa, o más ambiguamente con Occidente, de la que
los marxistas latinoamericanos –excepto el caso atípico del peruano
Mariátegui– se convirtieron en los más fervientes portavoces, no re-
presentaban en realidad otra cosa que transfiguraciones ideológicas de
propuestas políticas modernizantes. De ahí entonces que la dilucidación
del carácter histórico de las sociedades latinoamericanas, elemento im-
prescindible para fundar desde una perspectiva marxista las propuestas
de transformación, estuviera fuertemente teñida de esta perspectiva
eurocéntrica. A fin de cuentas, no era tanto la realidad efectiva, como la
estrategia a implementar para modificarla en un sentido previamente
establecido, lo que tendió a predominar en la forma teórica, ideológica y
política adoptada por el marxismo en Hispanoamérica.

Contextualizar a Marx

Sin embargo, creo que no sería de mucha utilidad contentarnos con el


reconocimiento de la existencia de un menosprecio, indiferencia o sos-
layamiento de la especificidad americana en el pensamiento de Marx, y
aceptar este hecho como una evidencia más de las limitaciones de la con-
ciencia europea para comprender y admitir la insuprimible heterogenei-
dad del mundo. Pienso por el contrario que reflexionar sobre esta admi-
tida “laguna” de Marx, y sobre las razones que pudieron motivarla, puede
ser un modo teóricamente relevante y políticamente productivo de con-
trastar una vez más la validez del corpus teórico marxiano en su examen
de las sociedades periféricas y no típicamente burguesas. Lo cual, como se
comprende, es también una forma indirecta de poner a prueba su vigen-
cia actual como teoría y práctica de la transformación histórica.
Si hoy sabemos que los textos de Marx y de Engels referidos en for-
ma directa o indirecta a la América hispana son más abundantes de lo

660
Marx y América Latina

que se creyó, y que la actitud que adoptaron frente a nuestra realidad


de ningún modo puede ser identificada por completo con la benevolen-
cia y hasta la aceptación con que enjuiciaron, en una primera etapa de
sus reflexiones, la invasión y despojo de México por los Estados Unidos1,
cuando hablamos de indiferencia evidentemente nos queremos referir
a algo más que a un simple vacío de pensamiento. Lo que intentamos
sostener no es que Marx –para referirnos solo a él– dejara de percibir
la existencia de una parte del mundo ya en gran medida incorporada al
mercado mundial capitalista en la época histórica que le tocó vivir. Más
aún, el papel que desempeñaron y seguían desempeñando las regiones
americanas en la génesis y reproducción del capital aparece nítidamente
señalado en sus elaboraciones esenciales. Pero lo que nos interesa inda-
gar es desde qué perspectiva estos territorios periféricos, estas “fronteras”
del cosmos burgués, fueron o no considerados en su discurso teórico y
político. Pero una vez admitido el hecho indiscutible2 de que la América
hispana emerge de los textos de Marx solamente como frontera, es decir
como territorios sin personalidad ni autonomía propias, el nudo pro-
blemático se desplaza hacia la pregunta por las razones que pudieron
conducirlo a hacer de América una realidad en cierto modo soslayada, o
sea, “ocultada” en el mismo acto de referirse a ella.
A partir de lo hasta aquí afirmado pienso que para avanzar en la di-
lucidación del problema lo que corresponde es analizar la forma en que
América Latina aparece en Marx –por ejemplo, en el panfleto desmedi-
damente negativo sobre la figura de Bolívar–, forma que, en mi opinión,
exige para su develamiento ir más allá de los contenidos explícitos de los
textos directamente referidos al tema. Se trata, por lo tanto, de construir
una trama más vasta que permita contextualizar a Marx confrontando
sus textos “americanos” con los que paralelamente dedicó al análisis del

1 ¿No es sorprendente la abusiva reiteración con que siempre se recuerdan estos juicios tempra-
nos (1847) de Engels y de Marx como si fueran los únicos que hubieran emitido sobre las conflicti-
vas relaciones entre México y los Estados Unidos? Véanse al respecto las siempre útiles reflexiones
de García Cantú (1969, pp. 186-198, 464-469) y, en este número de Nueva Sociedad, el trabajo “Marx y
México” de Monjarás Ruiz (1983), como texto preliminar de su estimulante estudio sobre los textos
éditos e inéditos de Marx y Engels referidos a América Latina.
2 Tal como he mostrado en mi libro “Marx y América Latina” (Aricó, 1980, 1982), del que el pre-
sente trabajo es en realidad una síntesis.

661
José Aricó

complejo fenómeno de descomposición del mundo no burgués. Dicho


de otro modo, y para aclarar mejor el sentido de mi reflexión, no inte-
resa tanto saber si Marx tenía o no razón frente a Bolívar como inda-
gar por qué tendía a verlo del modo en que lo vio. En caso contrario la
discusión no tendría otro valor que el estrictamente historiográfico, el
cual, como es obvio, no tiene para nuestro caso relevancia alguna. Para
saber algo de Bolívar nunca se necesitó leer el panfleto de Marx; pero
este y otros textos suyos siguen siendo muy importantes para nosotros
no por los conocimientos que aportan sobre el tema en sí, sino por lo
que nos enseñan del propio Marx y de su modo de abordar realidades en
buena parte ajenas al mundo social y cultural que dio razón de ser a sus
concepciones.

Cuatro excusas equivocadas

Se han ensayado varias explicaciones para dar cuenta de este desen-


cuentro de Marx con nuestra realidad, que en el caso de la ya citada
diatriba antibolivariana estaba destinada a convertirse en una suerte
de vía crucis para los marxistas latinoamericanos. En realidad, más que
explicaciones satisfactorias fueron exoneraciones de culpas que mante-
nían intocado un sistema aceptado de antemano como verdad absoluta
e incontrastable, o la enfatización de una supuesta incapacidad del mar-
xismo para dar cuenta de la originalidad radical del mundo americano.
Veamos algunos ejemplos de las explicaciones más usuales.

¿La superficialidad del periodista?


Basada en una distinción que rechazo como incorrecta o por lo me-
nos superficial entre un Marx “científico” y un Marx “político”, es casi
una frase hecha la afirmación de que muchas de las reflexiones de Marx
sobre la política y la diplomacia mundiales, por provenir de artículos pe-
riodísticos justificados por razones económicas personales, no tienen
un valor teórico propio. Se tratarían, por tanto, de trabajos ocasionales
factibles de ser dejados de lado en el estudio de la naturaleza estricta del
programa científico trazado por Marx. Y no puede negarse que durante

662
Marx y América Latina

muchos años fueron prácticamente desconocidos o no suficientemente


utilizados por los investigadores. Material de acarreo de innumerables
antologías, solo se los utilizaba para alimentar la vocación enciclopédica
de una filosofía de la historia convertida en saber absoluto. Pero si re-
cordamos que la abrumadora mayoría de sus textos sobre el mundo eu-
ropeo, o para decirlo con más precisión sobre el mundo no capitalístico-
céntrico, fueron escritos periodísticos, al aceptarlos solo como “material
de segunda clase” estamos obligados a concluir que el análisis hecho por
Marx sobre las formas particulares que adoptaba el proceso de devenir
mundo del capitalismo occidental no constituye una reflexión sustanti-
va. Sus trabajos sobre Rusia, el mundo esclavo, China y la India, Turquía,
la revolución en España, y hasta la cuestión irlandesa, no nos enseñarían
nada equivalente a lo que en términos de teoría nos ofrecen sus análisis
de formaciones sociales concretas como Inglaterra, Francia o Alemania.
Esta explicación, en el caso de que fuera reconocida como tal, es una
tontería que hace muy poca justicia al estilo de trabajo de Marx. Utilizada
por quienes rechazan a priori la existencia de fuertes tensiones internas
en su pensamiento acaban fragmentándolo en un extraño ser bifron-
te que hace ciencia a la mañana y escribe liviandades a la tarde. Basta
comparar sus escritos periodísticos sobre Irlanda, por ejemplo, con las
muchas páginas dedicadas a la acumulación originaria del capital en su
obra teórica más relevante para advertir hasta dónde existe entre ambos
textos una alimentación recíproca. Lo cual, como se comprende, es un
proceso lógico, natural e inevitable que funda el rechazo de cualquier
distinción o jerarquización de corte althusseriano de sus textos.

¿El desconocimiento del historiador?


He aquí otra de las razones aducidas con mayor frecuencia, aun-
que en realidad más que una explicación constituye simplemente una
constatación de hecho al servicio de un intento justificatorio. “En des-
cargo de Marx –recuerda Maximilien Rubel comentando su texto an-
tibolivariano– podría decirse que en los momentos en que escribió su
artículo la historia de las luchas liberadoras de los países de América
Latina estaban aún insuficientemente exploradas” (Rubel, 1968, pp. 24-
29). Nadie puede negar que el conocimiento por parte de Europa de la

663
José Aricó

Guerra de Independencia era limitado y que la información al alcance


de Marx lo era aún más. Sin embargo, un argumento que intente fun-
darse sobre la limitación de las fuentes historiográficas solo es par-
cialmente válido porque deja de lado el problema más importante del
modo en que tales fuentes son utilizadas. En cierto modo la permanen-
te renovación y avance de los estudios históricos coloca siempre a un
investigador en la incómoda situación de “desconocer” informaciones.
Es más, prolongando el razonamiento sobre la contradictoria relación
entre conocimiento y verdad histórica podríamos llegar a la conclu-
sión –que no corresponde discutir aquí– de que la historia, como “se-
cuela de los hechos a narrar”, es de algún modo una tarea imposible.
Pero no creo que resulte de utilidad alguna introducir aquí este reco-
nocimiento de validez más general que nos coloca fuera de la sustancia
del problema que estamos abordando.
La rigurosidad extrema, el enfermizo exceso de celo, la insaciable
capacidad de lectura y de reflexión de Marx, que sigue provocando en
nosotros admiración, respeto y ¿por qué no? mucho de envidia, nos lle-
va a rechazar cualquier privilegiamiento de la ignorancia para explicar
las razones de sus juicios. Para encarar el estudio de los diversos temas
que despertaron su interés, Marx consultó una imponente cantidad
de materiales en los más diversos idiomas que le permitieron dispo-
ner de una información excepcional para su época. Véase, por ejemplo,
el exuberante listado de obras que consultó para escribir sus ensayos
sobre España, o el referido al estudio que en los años setenta efectuó
sobre las formas comunitarias en Asia, África y América; de su lectura
se deduce un escrupuloso trabajo de búsqueda, que no condice con la
gratuita y superficial atribución a “desconocimientos” su facciosa va-
loración de Bolívar. Pero aun admitiendo que todo pudiera deberse a
informaciones insuficientes, insisto en que esta razón no tiene validez
explicativa. Porque o bien se demuestra que las informaciones de que
disponía eran unívocamente negativas, y Marx fue un acrítico pero
comprensible deudor, o bien se reconoce que era contradictoria y el
argumento deja de tener validez. Y lo que sorprende es que disponien-
do Marx de fuentes que evaluaban de manera contradictoria el papel
desempeñado por Bolívar, hubiera aceptado plenamente los juicios de

664
Marx y América Latina

dos de sus enemigos declarados como eran Hippisley y Ducudray, en


lugar de los más favorables de Miller. Todo lo cual constituye una prue-
ba más de que la actitud de Marx hacia lo latinoamericano era previa a
la lectura de los textos en los que se basó para redactar su panfleto. Y
porque su juicio era desmedido e injusto el redactor de la enciclopedia
para la cual lo escribió aceptó a regañadientes publicarlo y solo por el
respeto que Marx le inspiraba.

¿Las limitaciones del metodólogo?


Quizás sea esta la objeción de mayor peso, aunque pienso que antes
que a Marx habría que aplicarla a esa construcción teórica que arranca
de él pero se constituye como sistema luego de su muerte, hacia fines
de siglo. Si el marxismo enfatizó la supuesta división de la realidad en
“base” y “superestructura” –división que indudablemente está en Marx,
pero que tiene connotaciones distintas y sostuvo que las formaciones
sociales solo podían ser analizadas arrancando de la infraestructura,
es lógico pensar que este método era de difícil aplicación a sociedades
cuya estructuración de clase en el caso de existir era gelatinosa, y cuya
organización giraba en torno al poder omnímodo del Estado nacional
o de los poderes regionales. Sin embargo, si analizamos desde nuestra
perspectiva los escritos de Marx sobre España, o sobre Rusia, nos sor-
prenderá observar que sus razonamientos parecen adoptar un camino
inverso al previsible, y es precisamente este hecho el que aún provoca en
muchos marxistas perplejidad y desconcierto. Como recuerda Sacristán
al analizar sus trabajos sobre España, el método de Marx, notablemente
evidenciado en sus textos “políticos”, es

[…] proceder en la explicación de un fenómeno político de tal modo


que el análisis agota todas las instancias sobrestructurales antes
de apelar a las instancias económico-sociales fundamentales. Así
se evita que estas se conviertan en Dei ex machina desprovistas de
adecuada función heurística. Esa regla supone un principio episte-
mológico que podría formularse así: el orden del análisis en la in-
vestigación es inverso del orden de fundamentación real admitido
por el método (Sacristán, 1970, p. 14).

665
José Aricó

Y es esto lo que afirma precisamente Marx cuando en El Capital (1980, p.


453, c. 13 n. 89) observa que aun cuando sea más fácil hallar mediante un
análisis el contenido, “el núcleo terrenal de las brumosas apariencias de
la religión, […] el único método materialista, y por consiguiente científi-
co”, es adoptar el camino inverso que permita a partir del análisis de las
condiciones reales de la vida desarrollar las formas divinizadas que les
corresponden.

¿El eurocentrismo?
La última explicación del soslayamiento de Marx apela al socorri-
do argumento del supuesto desprecio “eurocéntrico”. Si dejamos de
lado esa noción pedestre del concepto que se funda en la idea de una
ontológica “ininteligibilidad” del mundo no europeo por la cultura oc-
cidental –idea esta profundamente arraigada en América Latina, en
cuanto mundo de naciones aún en búsqueda de una identidad propia
siempre evanescente e indeterminada– nos queda de todas maneras
la fundamentación que el concepto recibe por parte de quienes, colo-
cados en una perspectiva distante de la romántica-nacionalista que
la visión de eurocentrismo conlleva, enfatizan el hecho indiscutible
de un Marx pensador de su tiempo y poseído, como es lógico, de una
creencia nunca puesta en cuestión en el progreso, en la necesidad del
dominio del hombre sobre la naturaleza, en la revalorización de la tec-
nología productiva, y en una laicización de la visión judeocristiana
de la historia. A partir de este basamento cultural, definido como un
típico “paradigma eurocéntrico”, Marx habría construido un sistema
categorial basado en las determinantes contradicciones de clase que
debía necesariamente excluir aquellas realidades que escapaban al
modelo. La contradicción subyacente entre un modelo teórico-abs-
tracto y una realidad concreta irreductible a sus parámetros esencia-
les explicaría, por tanto, la exclusión de América. Marx no podía ver
detrás del caos, del azar y de la irracionalidad, el proceso de devenir
naciones de los pueblos latinoamericanos, porque su perspectiva capi-
talístico-céntrica se lo vedaba. Una construcción teórica como la suya,
basada en la modalidad particular que adquirió la relación nación-
Estado en Europa, determinaba necesariamente una concepción de la

666
Marx y América Latina

política, del Estado, de las clases, y más en general del curso histórico
de los procesos que no encontraba réplica cabal en América Latina.

Actitud política desviante

Confieso que esta explicación me resulta insatisfactoria por diversas


razones, la principal es la de que acaba por convertir a Marx en un pen-
sador esclavo de su teoría y a esta en un sistema cerrado e impermeable
a la irrupción de la historia. Creo encontrar en Marx fuertes descentra-
mientos de sus hipótesis que no podrían ser entendidas y evaluadas en
su real significación si aceptáramos tal explicación. Cito solamente al-
gunos casos:

a. el viraje estratégico de los años setenta en torno al privilegiamiento de


la independencia de Irlanda como elemento motriz de la revolución
en Inglaterra;
b. el rechazo explícito en los años setenta de la idea de un camino unili-
neal de la historia basado en la expansión capitalista y de la reducción
de su teoría a una filosofía de la historia omnicomprensiva;
c. el reconocimiento de la potencialidad de la comuna agraria como vía
no capitalista para el tránsito a una sociedad socialista;
d. el privilegiamiento de la autonomía de la política en sus análisis con-
cretos, privilegiamiento que impregna fuertemente todos sus escritos
políticos desde los años cincuenta.
Pienso que cualquier estudio que se haga sobre su obra debe necesaria-
mente ser capaz de integrar tales perspectivas que parecen contradecir
una lectura en clave sistémica de tal obra.
Es debido a esta y otras razones por las que creo encontrar en la dia-
triba de Marx contra Bolívar elementos para fundar una interpretación
que privilegie, en cambio, la presencia en sus reflexiones de una previa
y prejuiciosa actitud política desviante de su mirada. La caracterización
de Bolívar como delator, oportunista, incapaz, mal estratega militar,
autoritario y dictador, y su identificación con el haitiano Soulouque,

667
José Aricó

encontraba luego el tercero y verdadero término de comparación en el


denostado Luis Bonaparte contra cuyo régimen Marx desplegó toda su
capacidad de análisis teórico y denuncia política, y todas sus energías de
combatiente.
El rechazo del bonapartismo como obstáculo esencial para el triunfo
de la democracia europea, el temor por las consecuencias políticas de
la apertura hacia América de Napoleón III y la identificación de Bolívar
como una forma burda de dictador bonapartista, fueron los paráme-
tros sobre los que Marx construyó una perspectiva de análisis que unió
a la hostilidad política una irreductible hostilidad personal. Este cabal
prejuicio político pudo operar como un reactivador en su pensamiento
de ciertos aromas ideológicos que, como aquella idea hegeliana de los
“pueblos sin historia”, constituyeron dimensiones nunca extirpadas de
su mirada del mundo. Y es indudable que tal idea subyace en su carac-
terización del proceso latinoamericano, aunque nunca –como en otros
casos– haya sido claramente expresada; es indudable que más por lo no
dicho que por lo dicho podemos descubrir en Marx la consideración de
los pueblos de la América hispana como conglomerados humanos ca-
rentes de potencialidad propia y, podríamos decir, de esa masa “crítica”
siempre necesaria para la constitución de una nación legitimada en sus
derechos de existencia.
Paralelamente con la resurrección positiva de esta idea hegeliana el
síndrome bonapartista hace aflorar también con fuerza su viejo rechazo
juvenil al postulado de Hegel que coloca al Estado como instancia pro-
ductora de la sociedad civil. Si el supuesto era la inexistencia de la na-
ción, Marx no podía visualizar de otra forma que como presencia omní-
moda y no racional –también en sentido hegeliano– del Estado sobre los
esbozos de sociedad civil los procesos en curso en América Latina desde
las guerras de Independencia, procesos en los que el Estado cumplía
indudablemente un papel decisivo en la modelización de la sociedad.
Marx no logró ver en ellos la presencia de una lucha de clases definitoria
de su “movimiento real” y por lo tanto fundante de su sistematización
lógico-histórica. A partir de lo cual no pudo caracterizar en su perso-
nalidad propia, en su sustantividad y autonomía una realidad que se le
presentaba en estado magmático.

668
Marx y América Latina

La revolución como separadora de las aguas

Las condiciones de constitución de los Estados latinoamericanos y las


primeras etapas de su desarrollo independiente eran tan excéntricas de
los postulados de Marx respecto de la relación entre Estado y sociedad
civil que solo podían ser descubiertas en su positividad si Marx hubie-
ra empleado frente a ellas un tipo de razonamiento como el que utilizó
para el caso de España o del asiatismo ruso-mongol, pero en la medida
en que las consideró como la potenciación sin contrapartida del bona-
partismo y de la reacción europea, el resultado fue su soslayamiento. Es
por esto que me siento inclinado a pensar que América Latina no apare-
ce en Marx desde una perspectiva “autónoma” no porque la modalidad
particular de la relación nación-Estado desvíe su mirada, ni porque su
concepción de la política y del Estado excluya la admisión de lo diverso,
ni tampoco porque la perspectiva desde la cual analiza los procesos lo
conduzca a no poder comprende aquellas sociedades ajenas a las virtua-
lidades explicativas de su método. Ninguna de estas consideraciones,
por más presentes que estén en Marx y que influyan sobre la manera de
situarse frente a la realidad, me parecen suficientes por sí mismas para
explicar el fenómeno. Todas ellas, curiosamente, menosprecian la pers-
pectiva política desde la cual Marx analiza el contexto internacional, al
mismo tiempo que critican la supuesta ausencia en él de una admisión
de la “autonomía” de lo político como consecuencia de la rigidez de su
método interpretativo. No eran esquemas teóricos definidos, sino más
bien opciones estratégicas consideradas como favorables a la revolución,
lo que llevaba a Marx a privilegiar campos o a jerarquizar fuerzas. La
matriz de su pensamiento no era por tanto el reconocimiento indiscuti-
do del carácter progresivo del desarrollo capitalista, si no la posibilidad
que este abría para la revolución. Es la revolución el sitio desde el cual
se caracteriza la “modernidad” o “atraso” de los movimientos de lo real.
Y porque esto es así, la bendición o maldición marxiana cae de manera
aparentemente caprichosa sobre los hechos. Aun aceptando el carácter
“progresivo” del capitalismo, es la Inglaterra “moderna” la que resulta
denostada por Marx a causa de su entendimiento con el baluarte reac-
cionario del zarismo. El contexto internacional no puede ser analizado,

669
José Aricó

en consecuencia, única y exclusivamente a partir de la confianza –pre-


sente en Marx– del determinismo del desarrollo de las fuerzas producti-
vas. Requiere de otras formas de aproximación que permitan visualizar
aquellas fuerzas que, puestas en movimiento por la dinámica avasalla-
dora del capital, tiendan a destruir todo lo que impide el libre desenvol-
vimiento de los impulsos de la sociedad civil.
Porque el desarrollo del modo capitalista de producción sucede sobre
un mundo profundamente diverso y diferenciado, tratar de mostrar y
de mutar la proteiforme realidad de este obliga a dejar de lado cualquier
pretensión de unificarlo de manera abstracta y formal y abrirse a una
perspectiva micrológica y fragmentaria.
En la enumeración material de lo que es verdaderamente está encerra-
da la posibilidad de aferrar la realidad histórica concreta para potenciar
una práctica transformadora. Es desde la política, desde la admisión de la
diversidad de lo real, desde la presentación de los elementos contiguos
de la historia social de su tiempo, como Marx intenta fundar una lectura
que descubra en los intersticios de las sociedades las fisuras por donde
se filtre la dinámica revolucionaria de la sociedad civil. Tal es la razón de
por qué sus análisis de “casos” nacionales no parecen obedecer a “proce-
sos globales”, “mediaciones” o “totalizaciones” que otorguen un sentido
único, un orden de regularidad, a sus movimientos. Por cuanto no exis-
te en él una teoría sustantiva de la “cuestión nacional”, los momentos
nacionales son solo variables de una política orientada a destruir todo
aquello que bloquea el desarrollo del progreso, concepto este en el que
Marx siempre incluye al movimiento social que pugna por la transfor-
mación y la conquista de la democracia. En última instancia, las nacio-
nes que realmente interesan a Marx son las que, desde su perspectiva,
pueden desempeñar tal función histórica.
Como América Latina fue por él considerada desde la perspectiva de
su real o imaginaria función de freno de la revolución española, o como
Hinterland de la expansión bonapartista, su mirada estuvo fuertemen-
te refractada por un juicio político adverso; procedimiento que se torna
muy evidente e irritante en su escrito sobre Bolívar. El hecho de que a
partir del reconocimiento de una perspectiva basada en lo que califico
de prejuicio político podamos rastrear luego hasta dónde tal prejuicio

670
Marx y América Latina

se alimentó de aromas ideológicos, de concepciones teóricas y de ideas


adquiridas en su formación ideológica y cultural, no invalida la necesi-
dad de privilegiar una dirección de búsqueda más acorde con el sentido
propio de la obra de Marx.
La compleja relación entre presencias y ausencias de determinadas
perspectivas en el tratamiento de realidades de algún modo aproxima-
bles –la noción misma del “mercado mundial” sienta las bases para tal
aproximación y las condiciones de existencia de una “historia mun-
dial”– no debe ser resuelta apelando a categorizaciones que condicionen
la obra de Marx en un sentido general. Y tal es el riesgo que conlleva la
aplicación a su pensamiento de una noción general y confusa como la
de europeísmo. Una lectura contextual como la que he intentado hacer
sobre este tema instaura la posibilidad de que sus textos puedan ilumi-
narse mutuamente, mostrando las fisuras e intersticios que grafican la
presencia a diferencia de lo que siempre se pensó –de un pensamiento
fragmentario, refractario a un sistema definido y congelado de coorde-
nadas. Es verdad que existen en el mismo Marx fuertes elementos para
concebirlo como un genial creador de sistemas; pero visto de ese modo
terminaría siendo un epígono de la civilización burguesa, el constructor
de una nueva teoría afirmativa del mundo, y no, como quiso ser, el ins-
trumento de una teoría crítica. Si como puede probarse Marx pareciera
ser europeísta en un texto al tiempo que resultaría arbitrario designarlo
como tal en otro, la explicación debe ser buscada fuera de esta noción y
de la ciega fe en el progreso que la alimenta. Marx, es cierto, se propuso
descubrir la “ley económica que preside el movimiento de la sociedad
moderna”, y a partir de ella explicar el continuum de la historia como “his-
toria” de los opresores, como progreso en apariencia automático. Pero el
programa científico instalaba este momento cognoscitivo en el interior
de una radical indagación que permitiera develar en la contradictorie-
dad del “movimiento real” las fuerzas que apuntaban a la destrucción de
la sociedad burguesa, o sea revelar el sustancial discontinuum que corroe
el proceso histórico. Utilizando una aguda observación de Benjamin
(2008), se puede afirmar que el concepto de progreso cumple en Marx la
función crítica de dirigir la atención de los hombres a los movimientos
retrógrados de la historia, a todo aquello que amenaza hacer estallar la

671
José Aricó

continuidad histórica reificada en las formas de la conciencia burguesa.


Contra la idea “marxista” de que los destinos debían cumplirse [Que les
destinées s’accomplissent! escribía Engels al revolucionario ruso Danielson
recordándole la inevitabilidad del progreso histórico (Marx, Danielson
y Engels, 1981)] Marx defendía la necesidad y la posibilidad de evitarlos.

La sustitución del movimiento real por un falso héroe

La descalificación de Bolívar tenía consecuencias que Marx no sorteó y


de las que, en realidad, jamás tuvo conciencia. El resultado fue la incom-
prensión del movimiento latinoamericano en su autonomía y positivi-
dad propia. Dejándose llevar por su odio al autoritarismo bolivariano,
visto como una dictadura personal y no, como quizás fue, una dictadura
“educativa” impuesta de manera coercitiva a masas que se pensaba in-
maduras para una sociedad democrática, Marx dejó de considerar aque-
llos aspectos de la realidad que su propio método lo condujo a explorar
en otros fenómenos sociales que analizó: la dinámica real de las fuerzas
sociales, aquellos movimientos más orgánicos de la sociedad que el tu-
multuoso ocurrir de los hechos ocultaban detrás de la superficie. Es por
esto que nos sorprende que no haya prestado atención alguna a las refe-
rencias que en algunas de las obras que consultó se hacen sobre la acti-
tud de los distintos sectores sociales hispanoamericanos ante la guerra
de Independencia; las rebeliones campesinas o rurales contra las élites
criollas que dirigieron la revolución; la endeblez de las apoyaturas polí-
ticas de dichas élites entre los sectores populares de la población, y más
en particular entre los negros y los indios, quienes en muchos casos sos-
tuvieron la causa de los españoles; el alcance de la abolición del pongo y
de la mita; la distinta característica de las guerras de independencia en
las regiones del sur, donde las élites urbanas habían logrado mantener
el control del proceso evitando el peligro de una abierta confrontación
entre pobres y ricos, y en México, donde la revolución comenzó siendo
una rebelión generalizada de campesinos e indígenas.
Marx no comprendió que si el movimiento independizador estaba
enfrentado a tan complejas y peligrosas alternativas, en un momento de

672
Marx y América Latina

clausura de la etapa revolucionaria en Europa y de plena expansión de la


restauración conservadora, la forma bonapartista y autoritaria del proyec-
to bolivariano no expresaba simplemente, como creyó, las características
personales de un individuo, sino la debilidad de un grupo social avanzado
que en un contexto internacional y continental contrarrevolucionario solo
pudo proyectar la construcción de una gran nación moderna a partir de la
presencia de un Estado fuerte, legitimado por un estamento profesional
e intelectual que por sus propias virtudes fuera capaz de conformar una
opinión pública favorable al sistema, y por un ejército dispuesto a sofocar
el constante impulso subversivo y fragmentador de las masas populares
y de los poderes regionales. Por todo esto es posible afirmar que, dejando
a un lado lo que constituía la forma mentis de su modo de abordar los pro-
cesos sociales, Marx sustantivó en la persona de Bolívar lo que de hecho
se negó a ver en la realidad de Hispanoamérica: las fuerzas sociales que
conformaban la trama de la historia. De modo idealista, reproduciendo
un mecanismo que tan brillantemente criticara en Víctor Hugo, el movi-
miento real fue sustituido por las desventuras de un falso héroe.
La presencia obnubilante de los fenómenos del populismo que caracte-
rizan la historia de los países americanos en el siglo XX llevó curiosamente
a cuestionar como formas de “eurocentrismo” la resistencia a las modali-
dades bonapartistas y autoritarias que signan nuestra vida nacional. El re-
sultado fue una fragmentación cada vez más acentuada del pensamiento
de izquierda, dividido entre una aceptación del autoritarismo como costo
ineludible de todo proceso de socialización de las masas, y un liberalismo
aristocratizante como único resguardo posible de toda sociedad futura,
aun al precio de enajenarse el apoyo de las masas. Aceptar la calificación
de eurocéntrico implica en nuestro caso soslayar el filón democrático, na-
cional y popular que representa una parte inseparable del pensamiento
de Marx. Si es innegable que el proceso de configuración de las naciones
latinoamericanas se realizó en gran medida a espaldas y en contra de la
voluntad de las masas populares, si pertenece más bien a la historia de
los vencedores antes que a la de los vencidos, cuestionar la idea cara a la
Segunda y a la Tercera Internacional de la progresividad en sí del desarro-
llo de las fuerzas productivas y de las formaciones estatales, significa de
hecho reencontrarse con ese filón democrático y popular del marxismo

673
José Aricó

para encarar un nuevo modo de apropiación del pasado. Problematizar


las razones de la resistencia de Marx a incorporar a sus reflexiones la rea-
lidad del devenir Estado de las formaciones sociales latinoamericanas no
es, por esto, un mero problema historiográfico o un estéril ejercicio de
marxología, sino una de las múltiples formas que puede, y yo diría más
bien debe, adoptar el marxismo para cuestionarse a sí mismo.

Los puntos límites como puntos de partida

Estas son las razones por las que creo que es un camino inconducen-
te atribuir a un supuesto “europeísmo” de Marx su paradójico soslaya-
miento de la realidad latinoamericana. Inconducente, porque clausura
un nudo problemático que solo a condición de quedar abierto libera las
capacidades críticas del pensamiento de Marx para que puedan ser uti-
lizadas en la construcción de una inédita capacidad de representar lo
real, de una nueva racionalidad que nos permita leer aquello que, como
recordaba Hofmannsthal, “jamás fue escrito”.
Únicamente si la investigación marxista avanza a contrapelo en la
historia puede cuestionar un patrimonio cultural que reclama siempre
el momento destructivo, para que la memoria de los sin nombre atravie-
se una historia que en la conciencia burguesa es siempre el cortejo triun-
fal de los vencedores. Es en los puntos límites de su pensamiento donde
podemos encontrar todo aquello que Marx aún nos sigue diciendo. Pero
esta tarea es posible solo porque siendo un pensador que alcanzó una
aguda conciencia de la crisis fue capaz de leer en el libro de la vida la
pluralidad de las historias que fragmentan un mundo que se propuso
destruir, para que la posibilidad del futuro pudiera abrirse paso.

Bibliografía

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España. Barcelona: Ariel.

675
Democracia y socialismo en América Latina*

Lo que voy a decir, lo que voy a intentar presentar aquí no es, por su-
puesto, una ponencia. Será simplemente una mera conversación en la
que trataré de tomar algunos temas más o menos deshilvanadamente.
El resto de los compañeros cubrirán otros temas más referidos a lo que
estrictamente se quería plantear.
Lo fundamental es que de este conjunto de ideas o de sugerencias que
surjan aquí, de la conversación, tratemos de organizar una discusión
sobre, quizás el tema más arduo, más difícil de una discusión sobre los
caminos de la democracia en América Latina. Porque en el supuesto de
que en alguno de nosotros existiera algo de claridad o de seguridad o de
convicción sobre las posibilidades más o menos concretas, a un plazo más
o menos visualizable, de abrir un proceso más o menos efectivo de de-
mocratización, o por lo menos de instauración de sistemas democráticos
más o menos formales en lo institucional, creo que si alguna idea o espe-
ranza tenemos de este tipo, que si además le sumamos a este tema de la
democratización la idea de socialismo, esas esperanzas serían mucho más
evanescentes aún. Y serían mucho más evanescentes porque en América
Latina, aun cuando ha existido una dimensión socialista y ha existido un
ideal socialista, y han existido organizaciones socialistas (tomándolas en
un sentido amplio), organizaciones que vienen prácticamente desde fines

* Extraído de Aricó, J. (1984). Democracia y socialismo en América Latina. En Caminos de la demo-


cracia en América Latina. Madrid: Fundación P. Iglesias.

677
José Aricó

del siglo pasado, el socialismo no aparece como una corriente política y


organizativa, ideológica y estratégica con la suficiente densidad nacional
y continental como para mostrarse como una alternativa concreta. Esto
no es tan exactamente así como lo planteo, porque hubo alternativas que
se jugaron, entre otras la alternativa de Chile, que yo creo que ha sido bas-
tante importante para nuestro continente, pero que ha sido mucho más
importante –no quiero decir en qué sentido, si negativo o positivo– para
el socialismo europeo; porque muchas actitudes y comportamientos del
socialismo europeo, hoy día, están dictados por la experiencia chilena, por
los resultados de esa experiencia.
Este sería un tema de conversación de por sí. Hasta qué punto el pri-
vilegiamiento de la temática institucional no deriva solamente de todo
un sistema de reconversión teórica, de reexamen teórico, sino también
del profundo temor a la capacidad de resistencia de las sociedades y a la
capacidad de acción de los sectores represivos, reaccionarios, conserva-
dores, oligárquicos, burgueses o lo que sea, sobre sistemas políticos que
apenas amenazan con la instalación de “democracias progresivas”; vale
decir, de democracias en un proceso de transformación que vislumbra
la posibilidad del socialismo.
El hecho de que esta realidad socialista en América Latina recorrie-
ra un camino sinuoso, que no fuera un camino que acompañaba, que
era simultáneo y que estaba muy vinculado al proceso de formación del
movimiento obrero, el hecho de que, a diferencia de Europa, [la] forma-
ción y expansión del movimiento obrero no siempre coincidieran con el
proceso de desarrollo, formación y expansión del movimiento socialista,
el hecho de que fueran dos vías paralelas que a veces se juntaban pero
en la mayor parte de las veces estaban separadas, plantea un problema:
plantea el problema de la posibilidad del socialismo en América Latina.
En el caso de mis estudios personales, yo estoy más instalado en el
reexamen de cómo fue esa experiencia pasada. En el caso de otros com-
pañeros aquí presentes, están más instalados en el estudio de cuál es la
situación hoy.
Para examinar este problema de las dificultades del socialismo, en-
tendido como una dimensión del propio proceso de democratización
radical de la sociedad, para entender esta situación, creo que sería muy

678
Democracia y socialismo en América Latina

difícil permanecer solamente en un plano de generalidad, de una gene-


ralidad que deriva de esta unidad de análisis particular que tomamos,
que es América Latina. Creo que es muy difícil considerar América Latina
como un todo. Creo que América Latina aparece como una unidad por
su origen histórico, por una cantidad de cosas que se pueden rastrear
en el pasado, pero aparece como una unidad porque hay un elemento
externo a esta propia extensión continental, que es el imperialismo nor-
teamericano, al que el conjunto de los latinoamericanos, de una manera
u otra, consideran como el enemigo [...] expresión esta acción frente a
un enemigo que se visualiza –y se visualiza de una manera sorprendente
para los europeos, por ejemplo– como el enemigo común.
El hecho de que el imperialismo yanqui se visualice como un enemigo
común es el que crea el problema de la identificación de amigos y ene-
migos en el sistema de bloques mundial, tema que ya se estudió y que
merece, sin duda, una ampliación, una discusión que, en mi opinión, no
fue hecha suficientemente: por razones técnicas o por escasa decisión
del conjunto de los participantes, entre los que creo encontrar opiniones
distintas de las que sustentaron los expositores.
Si nosotros rechazamos la idea de un continente único y admitimos
una profunda diversidad nacional, es evidente que el problema del so-
cialismo se disgrega y comienza a ser el problema de las vías o de las
posibilidades del socialismo en cada uno de los países determinados. Y
en ese sentido las diferencias son también bastante radicales.
La exposición que yo quería hacer ante ustedes, y que ahora se mo-
difica, era sobre las posibilidades de socialismo en Argentina. Pero,
evidentemente, no puedo reflexionar en el mismo sentido sobre lo que
ocurre en otros lugares. Por eso, entonces, solamente haré algunas con-
sideraciones generales.
Aunque no podemos decir que no hayan existido formaciones socia-
listas densas y consistentes, lo cierto es que excepto en el caso particular
de Chile (en los otros lugares todos los fenómenos son más espurios o
más débiles), el caso de Chile antes, el caso de Perú hoy, donde hay una
franja de izquierda que se reconoce como socialista o marxista, que llegó
a sacar [por] caso el 30% de los votos en las últimas elecciones peruanas,
excepto en estos casos, es muy difícil encontrar fuertes concentraciones

679
José Aricó

de izquierda. Pero, de todas maneras, un pensamiento de izquierda se


elaboró, un pensamiento socialista se elaboró, y ese pensamiento socia-
lista fijó las categorías esenciales que configuraron el sistema de pensa-
miento de la izquierda sobre la realidad latinoamericana.
Esas categorías esenciales derivan, no tanto de las tradiciones so-
cialistas que pudieron existir en países como Chile o como Argentina o
como Uruguay, sino fundamentalmente en el proceso de expansión del
leninismo en América Latina. Y este es otro problema que nos plantea
otra contradicción: aun cuando se desarrollaron escasamente las for-
maciones comunistas en América [...] Internacional para interpretar o
analizar a los pueblos dependientes y coloniales, este conjunto de pen-
samientos que estaban en la Internacional, que tomaron los partidos
comunistas, que copiaron, plagiaron o adaptaron son los suficientes
recaudos, configuraron luego el conjunto de categorías esenciales de la
izquierda latinoamericana y, de un modo u otro, por afirmación o por
negación, esta izquierda latinoamericana se mueve dentro de un espec-
tro leninista.
Por ello, entonces, esta suerte de crítica del leninismo en Europa, como
un elemento fundamental a superar para la recomposición de una cultura
de izquierda y de un pensamiento de izquierda en Europa, en el caso de
América Latina presenta más problemas. Y presenta más problemas por-
que esta contradicción entre la baja consistencia o escasa persistencia de
las organizaciones comunistas y la constitución de un pensamiento, un
mundo categorial que respondía a sus concepciones, esta contradicción
está mostrando que existía algo en la propia naturaleza de las cosas, que
existía algo en América Latina que hacía que estos conceptos leninistas
dieran cuenta de ciertos fenómenos latinoamericanos. Por lo que me atre-
vería a decir una suerte de boutade: el leninismo se expandió en América
Latina porque América Latina es un continente leninista.
Este es un tema de discusión: ¿por qué es un continente leninista?
Porque me parece que todo el sistema histórico de configuración de
estas sociedades, que surgieron más como disgregación del virreinato,
la constitución de pequeñas nacionalidades definidas no como nacio-
nalidades, porque no se configuraron así, sino como ciertas áreas, cier-
tos espacios económicos, políticos y sociales en torno a ciudades que

680
Democracia y socialismo en América Latina

montaron los españoles en América Latina, dio lugar a un proceso donde


los Estados configuraron las sociedades. Lo digo así, quizás de manera
demasiado rotunda. El proceso no fue exactamente así pero esa fue por
lo menos la línea de tendencia y, por tanto, la constitución de socieda-
des nacionales recorrió un camino diferente del de Europa y los Estados
nacionales en América Latina fueron fundamentalmente Estados que
constituyeron naciones.
Si esto es así, la dimensión estatal fue siempre una dimensión ex-
traordinariamente fuerte en América Latina, y el mérito que tenía el
leninismo frente a las concepciones socialistas anteriores derivaba del
hecho de que privilegiaba el problema del poder; con todas sus limitacio-
nes, por lo menos planteaba la posibilidad [...].
Y el tema del poder fue tematizado, como tal, por los partidos comu-
nistas. Y es esa tematización la que penetra luego, poco tiempo después,
en una de las grandes discusiones que marcaron cierto norte de todas
las discusiones posteriores que se hicieron sobre realidad, teoría, carac-
terísticas de América Latina y demás. Es el debate entre apristas y mar-
xistas, entre Haya de la Torre y Mariátegui. Este es el debate fundacional
de la teoría política de este siglo en América Latina o de las temáticas
políticas de este siglo en América Latina.
En esta discusión, frente a un Mariátegui democrático-pluralista,
que pensaba en la conformación de un movimiento nacional basado en
la recuperación y en la participación decisiva del indígena, que en las
categorías de él tiendo a interpretar en el sentido de que reivindicaba al
indígena como el obrero del Perú, frente a eso aparece una concepción
homogénea, absolutamente estructurada que persigue algo que es se-
mejante a lo que me atrevería a definir como un “socialismo estatalista”,
como un “socialismo de Estado”. En cierto sentido, creo que esta es la
concepción de Haya de la Torre; que Haya de la Torre fue el primer leni-
nista de dimensión continental en América Latina.
Si interpretamos las cosas de esta manera sorprendente, de esta ma-
nera que cambia los cánones con que se ha interpretado toda esta histo-
ria, se modifica totalmente la perspectiva de análisis.
Observamos que la idea de la constitución de un bloque de cuatro
clases, la idea de la conquista del aparato estatal, la idea –a partir de la

681
José Aricó

conquista del aparato estatal– de la introducción del conjunto de refor-


mas que son necesarias para constituir un socialismo nacional, en con-
diciones de atraso y sin una presencia decisiva de la clase trabajadora
pero sí con una presencia decisiva de un partido y de un líder –de ese
partido, digo–, este era el esquema leninista. Y en otros lugares, funda-
mentalmente en Asia, este esquema aparece absolutamente perfecto. Y
cuando luego de las elaboraciones del XX Congreso surge en el interior
del movimiento obrero internacional –es decir, en el movimiento comu-
nista internacional– la tematización de las democracias nacionales, el
perfil que se da de esas democracias nacionales responde exactamente
a lo que había planteado Haya de la Torre, allá por el año 1929, y concre-
tado en el año 1934.
Esto creo que constituye el horizonte mental del socialismo [...] las
características que fijaba la Internacional o las que quería fijar Haya.
Toda esta discusión, luego, entre socialistas, marxistas, comunistas y
demás, es una discusión interna a este mundo categorial, sorprenden-
temente perfilado de una manera tan homogénea por un hombre al que
toda su historia política posterior nos llevó a denostar, sin entender su-
ficientemente la significación que pudo haber tenido en aquella época.
Pero lo que quiero decir es que la cultura de izquierda latinoamerica-
na se configuró en torno a esos parámetros. Y yo quiero decirles que esos
parámetros siguen siendo hoy los que configuran la cultura de izquierda
de América Latina. Pero entonces, si esta cultura de izquierda, perfila-
da de esta manera, es fundamentalmente un socialismo de Estado, y si
vemos que otra de las particularidades de América Latina es la imposi-
bilidad de recorrer una suerte de camino histórico que podía hacer que
estas concepciones pudieran concretarse y pudieran instrumentalizarse
y dar lugar a cierto tipo de formaciones económico-sociales con cier-
to orden político estable; si estamos cuestionando la idea de un camino
propio de América Latina que recorra, en un tiempo más corto, las fases
históricas que recorrió el mundo europeo; y si, a su vez, a esta dificultad
se le suman los umbrales críticos que atraviesa el proceso de moderniza-
ción de Europa, que hoy están expresados en una crisis de dimensiones
gigantescas que pone en cuestión –como se decía aquí– no solamente
su economía, sino un mundo de valores, un mundo de creencias, un

682
Democracia y socialismo en América Latina

mundo de convicciones, no parece entonces muy difícil que, sin una


descomposición de toda esta cultura política, sin una reconversión, re
transformación de toda esta cultura política, pueda pensarse hoy un ca-
mino de democratización efectiva, en el sentido de un control social de
las fuerzas de trabajo, que –para mí– es un poco una suerte de definición
más amplia de lo que entiendo por socialismo. Es decir, me parece muy
difícil que cosas de este tipo puedan operar si no producimos una trans-
formación de esta cultura política.
El problema que se nos plantea es que un proceso de transformación
de la cultura política no es simplemente un proceso de transformación
de la ideología, sino que implica necesariamente un mundo de valores,
de convicciones, de símbolos, creencias y demás, y esto, digo, me pa-
rece muy difícil. El problema que se plantea es: ¿cómo es posible crear
esta nueva cultura política, sin la presencia de un orden político más o
menos [...] nuevo de participación de las masas, pueda operar y pueda
concretarse?
Con esto acabo de cerrar el círculo, acabo de decir que toda esta con-
cepción estatalista socialista necesita reformularse; que para reformu-
larse necesita un elevado grado de participación social que, a su vez,
presupone un orden estable; orden estable que no puede ser conseguido
por este tipo de característica de América Latina. Entonces, cuando en
los razonamientos llegamos a un círculo sin salida, lo único que nos que-
da –si pensamos que para el hombre existen ciertas posibilidades, cierta
ventura, ciertas esperanzas–, es romperlo por el lado de la voluntad.
Si admitimos como hipótesis la necesidad de un cuestionamiento de
todo este sistema de conceptualización que hoy consideramos sobrepa-
sado, que hoy debemos reconvertir sin saber claramente cómo lo debe-
mos reconvertir, un cuestionamiento que nos permita pensar de nueva
manera el socialismo, sobre la base de dos experiencias centrales: sobre
la base de la crisis del capitalismo y sobre la base de la experiencia de la
crisis del socialismo real –que ese es otro elemento–, ¿hasta qué punto
una voluntad política puesta en el sentido de este reexamen crítico de
todo un pasado y de estas evidencias que nos muestran la crisis capi-
talista –en la que nosotros estamos metidos– y la crisis socialista, pue-
de dar lugar a procesos de reconversiones intelectuales, a procesos de

683
José Aricó

reagregaciones que coinciden con lo otro, con lo no integrable, con lo


que todavía no tiene sentido o tuvo sentido y lo perdió, pero que aparece
permanentemente en América Latina, que es esta dimensión de las lu-
chas sociales que opera a modo de desestabilizador de los sistemas y que
está también en la raíz de la crisis de estos sistemas, que no pueden con-
figurar estructuras tales que puedan dar respuestas a esta conflictividad
permanente de la sociedad latinoamericana?
En ese sentido hablo de voluntad y no de voluntarismo. Porque cuan-
do estoy expresando el momento de voluntad, estoy expresando esa otra
perspectiva que está dada por esta conflictualidad de masas, que es una
característica distintiva de América Latina desde que la recordamos
como tal.
Entonces, yo creo, la recomposición de esta cultura de izquierda
pasa, sí, por un cuestionamiento del leninismo, por un cuestiona-
miento de los límites del leninismo. Pero digo que este cuestiona-
miento, en América Latina, tiene que partir del reconocimiento de
lo que he llamado el leninismo de la sociedad [...] sistemas políticos
estables. Y esta es una contradicción que nos lleva a pensar, enton-
ces, los problemas del socialismo, o de la democratización radical,
no simplemente como problemas de instauración de un orden insti-
tucional representativo parlamentario, sino que nos obliga a pensar
en algo que va más allá. Porque esta debilidad de las instituciones,
del tipo de instituciones que tuvimos en América Latina, no es sim-
plemente un problema de la incapacidad para estructurar las masas
en el interior de las instituciones, sino que deriva también de cierta
formalidad de estas instituciones.
Yo creo que para superar esta discusión sobre formalidad institucio-
nal y acción real o tendencia a la disgregación real, debemos someter a
crítica el propio problema de las instituciones. Por lo que yo diría: un
socialismo democrático avanzado, pluralista, en América Latina, presu-
pone también el análisis del sistema parlamentario, presupone también
la discusión del sistema parlamentario, presupone también la discusión
de todo el aparato institucional que en la sociedad capitalista ha permi-
tido hacer, por lo menos, una sociedad de orden y que el conflicto sea
interior a ese orden. Ese es un problema abierto.

684
Democracia y socialismo en América Latina

Ahora, otro problema abierto es que sin una concepción fuerte de la


democracia como una práctica difícil, como un sistema de acción sobre
las cosas, que no desemboca en una sociedad ideal o en un momento
institucional ideal; sin comprender que la democracia no constituye un
punto de llegada sino el ejercicio permanente y difícil de un sistema de
participación de la sociedad –y, por tanto, una práctica difícil–, sin todo
esto no creo que podamos avanzar.
En ese sentido, pienso que el socialismo está inseparablemente unido
con la democracia. No se puede pensar una sociedad nueva –es este, por
lo menos, el ideal socialista–, sin una puesta en práctica de un sistema
de participación creciente de la sociedad. No sé bajo qué instituciones.
No me atrevería a cerrar la discusión en torno a la aceptación en sí de las
instituciones; y yo creo que, allí, la diversidad de América Latina opera y
tenemos que verlo. Pero lo que me interesa ver es cómo este ejercicio per-
manente y constante de la democracia aparece en aquellos lugares don-
de ciertas circunstancias, cierta necesariedad de los procesos, han dado
lugar a hechos que impiden la presencia de instituciones determinadas.
En ese sentido me preocupa, por ejemplo, una reflexión que [...] en
Nicaragua inmediatamente después del triunfo. Este es un primer he-
cho que me sorprende. A esta altura, él considera que fue un error no
haber hecho unas elecciones generales en Nicaragua. El segundo ele-
mento que agrega es el que me preocupa: “porque de esa manera hu-
biéramos demostrado la aplastante mayoría del movimiento sandinista
en Nicaragua”. Este es un elemento que me preocupa porque no es la
presencia de una mayoría aplastante lo que debe condicionar o no la rea-
lización de elecciones.
Nada más.

685
Presentación y Nota biográfica en El concepto de lo
“político”. Teoría del partisano. Notas complementarias
al concepto de lo “político”, de Carl Schmitt*

Presentación

Más de un lector habrá de preguntarse por las razones que nos llevan
a incluir en nuestra colección “El tiempo de la política” a un autor tan
controvertido como Carl Schmitt. En tiempos como los presentes, ha-
bituados a trasladar a los debates ideológicos los métodos y las cate-
gorías de la guerra, pareciera ser una necesidad insoslayable justificar
la presencia en una editorial democrática de quien es por lo general
considerado como un pensador político nazi por su adhesión al parti-
do nacionalsocialista y, esencialmente, por la justificación teórica que
él dio a la práctica y a las instituciones del nazismo. En circunstancias
semejantes es mucho menos probable que existan personas que piensen
que la preocupación no tiene, en realidad, motivos valederos. El mismo
hecho de que el tema se planteara en el Consejo editorial de Folios y que
decidiéramos de común acuerdo la utilidad de una presentación que
fuera a la vez expresión de motivos, da cuenta de una modalidad aun
presente de la confrontación intelectual, de un –por así decirlo– “esti-
lo” de debate que no por anacrónico e inaceptable debe ser soslayado.
Quienes se sientan inclinados a receptar con sorpresa y hasta fastidio

* Extraído de Aricó, J. (1984). Presentación y Nota biográfica. En C. Schmitt, El concepto de lo “polí-


tico”. Teoría del partisano. Notas complementarias al concepto de lo “político”. Buenos Aires: Folios. [Trad.
E. Molina y Vedia, R. Crisafio].

687
José Aricó

lo que con apresuramiento querrán considerar como una tentativa de


“recuperación” para la izquierda de alguien al que sus ideas excluye de
tal operación, pensarán quizás que se trata de una explicable, pero no
tan justificable, empresa comercial. Es posible también que encuentren
en ella la evidencia nuevamente reiterada de la debilidad del progresis-
mo laico, incapaz por naturaleza de sostener a ultranza una definición
de fronteras que asigne a cada quien su papel y que no transforme a la
“batalla de las ideas” en esa oscura noche donde todos los gatos resultan
pardos. Para una visión tan reductivista y maniquea, la responsabilidad
editorial debiera extenderse, quiéraselo o no, a los autores que publica,
pero también a las perspectivas o puntos de vistas que estos sostienen
en sus obras.
El lector deducirá por lo dicho que no compartimos esta concepción
del trabajo editorial, el cual es, para nosotros, ante todo y por sobreto-
do empresa de cultura o, para decirlo con mayor precisión, de cultura
“crítica”. El adjetivo enfatiza la necesidad que acucia al pensamiento
transformador de instalarse siempre en el punto metódico de la “des-
construcción”, en ese contradictorio terreno donde el carácter destruc-
tivo de un pensamiento que no se cierra sobre sí mismo es capaz de
transformarse en constructor de nuevas maneras de abordar realidades
cargadas de tensiones y de provocar a la vez tensiones productivas de
un sentido nuevo. Solo una actividad semejante nos permite admitir
la riqueza inaudita de lo real y medirnos con el espesor resistente de
la experiencia, sin perder ese obstinado rigor con que pretendemos –o
deberíamos pretender– construir sentidos en un mundo sin ilusiones.
Solo así la interpretación puede abrirse a la historia y configurarse como
saber crítico, cultura de la crisis o, en fin, cultura “crítica”.
Sin compartir, empero, una concepción que de manera soberbia se
arroga el derecho de eximir a sus convicciones de las pruebas de rea-
lidad, no deberíamos incurrir en el error equivalente de negarnos a
aceptar que es precisamente a través de la fragmentación de tales se-
guridades que el saber crítico se abre paso. La visión maniquea de la
cultura como el campo de confrontación de saberes preconstituidos y
condenados a aniquilarse mutuamente no es patrimonio exclusivo del
pensamiento de derecha. Es también la concepción abrumadoramente

688
Presentación y Nota biográfica en El concepto de lo “político”

dominante en la izquierda. Basta leer ese texto emblemático de György


Lukács (1959) sobre El asalto a la razón para advertir hasta qué extremos
el cuestionamiento del sujeto y de su saber que irrumpe en el pensa-
miento occidental desde fines de siglo es reducido de manera estrecha y
arbitraria a fenómeno expresivo de la decadencia burguesa y, como tal,
albacea del nazismo. La crisis del saber positivista y más en general de la
racionalidad clásica, que para mantener la pregonada adhesión a la obra
de Marx debía ser considerada ante todo como crisis del sujeto en la his-
toria, era degradada a fenómeno casi patológico de una filosofía conde-
nada a ser irracionalista en virtud de la miseria cultural de un país que
llegó tarde y mal a la condición burguesa. Arrancando del irracionalismo
de Schelling para llegar a la sociología fascista de Carl Schmitt, Lukács
se empeñaba en rastrear implacablemente la perversa continuidad de
una ideología impugnadora de la idea del progreso.
Desde esta perspectiva lukacsiana, que fue y aun sigue siendo com-
partida por toda la cultura progresista de izquierda, la separación entre
el sujeto y el mundo –constitutiva de una racionalidad a la que el “ocaso”
de Occidente estaba sometiendo a una crítica devastadora– solo podía
ser resuelta si se desandaba un camino sin salida y se reafirmaban las
viejas certidumbres de la Ilustración. El marxismo, en definitiva, no in-
dicaba la tentativa más radical de crítica de un mundo al que la crisis
tornaba siempre más indecible, sino la consumación de las concepcio-
nes racionalistas que el cosmos burgués elevó a su máxima expresión.
La necesidad de encarar de manera inédita el problema de la representa-
ción, de establecer una nueva relación con lo real, que constituía la razón
de ser de la emergencia del pensamiento negativo, era soslayada por-
que de este solo se percibían sus efectos destructivos y nihilistas. Pero al
identificar de manera ciega la modernidad con la decadencia se terminaba
clausurando la posibilidad de asumir la construcción de otro modelo de
racionalidad, de un saber de la crisis que se propusiera atravesar los te-
rritorios que la representación lineal de la lógica clásica había declarado
intransitables. Desalojado del complejo y oscuro territorio donde se cru-
zaban dos épocas, Marx era desplazado violentamente hacia atrás, hacia
un pasado desde el cual ya poco podía decirnos. La demoníaca volun-
tad puesta de manifiesto en su desconstrucción de la Economía Política

689
José Aricó

como verdadera “ciencia” del poder de su época, y que expresa el punto


de máxima tensión, el umbral crítico que mantiene abierto el modelo allí
precisamente donde tendía a cerrarse, no encuentra seguidores, sino
apenas epígonos.
Acaso resulte un tanto aventurado señalar a Carl Schmitt –ese no-
nagenario testarudo que aun hoy se sigue considerando el único y ver-
dadero discípulo de Weber– como uno de los “proseguidores” de Marx.
Admítasenos esta paradoja que se propone alcanzar algo más que un efec-
to provocativo. Como crítico “de derecha” de la sociedad burguesa Schmitt
es un pensador reaccionario que considera a las conquistas iluministas
como errores gravemente perniciosos para la humanidad. En tal senti-
do está en las antípodas de Marx. Pero aun con propósitos radicalmente
opuestos a los suyos, Schmitt se sitúa en el pleno reconocimiento de lo
que para nosotros caracteriza la contribución epocal que Marx produjo:
la determinación esencialmente política de la economía. Ya se ha señalado
con agudeza hasta qué punto la crítica inmanente de la “ciencia” econó-
mica efectuada por Marx desquicia ese ámbito central que caracterizó al
siglo XIX. Al poner en evidencia el carácter antagónico de sus relaciones
constitutivas, El Capital (Marx, 1980) mostró y puso en crisis la función
“neutralizante” que desempeñaba la abstracción del cambio. En aquello
que la Economía Política se empeñaba en presentar como “no político”, en
la neutralidad del cambio entre capital y fuerza de trabajo, Marx descu-
bría la emergencia de lo político: la antítesis de clase y su consiguiente lu-
cha (Marramao, 1982, p. 25). Nadie estaría hoy dispuesto a negar que esta
crítica del dispositivo neutralizante de la economía clásica representa un
punto sin regreso para el análisis social contemporáneo. Es más, resulta
una verdad tan fuertemente adquirida que hasta se ha desdibujado su ra-
dicalidad de origen, un poco por eso de que en la sociedad moderna todos
somos de un modo u otro “marxistas” sin saberlo o sin quererlo.
Es posible que Marx, como sostiene Schmitt, quedara finalmente pri-
sionero del plan impuesto por la propia burguesía; que la centralidad con-
quistada por lo “económico” en el siglo XIX terminara condicionando el
proyecto teórico marxiano, y con él, las posibilidades analíticas y críticas
de su descubrimiento. Aunque es este un tema de controversias, y acaso
lo siga siendo todavía por un largo tiempo, es indudable que más allá de

690
Presentación y Nota biográfica en El concepto de lo “político”

las intenciones del mismo Marx, el desmedido apego de sus discípulos al


terreno en que situó su crítica y la transformación de su visión del mun-
do en una filosofía de la historia de matriz hegeliana, condujo a acentuar
ciertos límites históricos subyacentes en la empresa marxiana. Al privi-
legiar lo económico como matriz explicativa de toda la morfología capi-
talista, se dejaba fuera “la riqueza de interrelaciones que unen lo político
a lo político-institucional, los sujetos sociales a la esfera estatal, con sus
múltiples articulaciones y con su compleja dimensión de legitimación”
(Marramao, 1982, p. 25). De ese modo el “esencialismo” de Marx, la creen-
cia nunca por él teóricamente cuestionada de que toda transformación
puede y debe convertirse en objeto de explicación causal recurriendo a la
“esencia” del modo de producción, convertía finalmente a la crítica de la
política en emanación directa de la crítica de la economía política. (Y des-
tacamos el adjetivo porque estamos convencidos de que es posible encon-
trar en Marx, más precisamente en sus análisis del contexto internacional
en que opera el desarrollo capitalista, una admisión de la diversidad de lo
real que lo arrastra a dejar de lado cualquier pretensión de unificarlo de
manera abstracta y formal, cualquiera explicación que otorgue un sentido
único, un orden de regularidad “esencialista” a sus movimientos.) La crí-
tica a lo que, según la reconstrucción schmittiana, era el campo específico
de la “neutralización” del siglo XIX, al proyectarse de su área inmanen-
te de validez al conjunto de las relaciones sociales transformábase en esa
suerte de “passe-partout de una filosofía de la historia” que ya Marx había
negado enfáticamente por su condición de teoría “suprahistórica”, y por
tanto, opuesta a su forma de pensar.
El concepto moderno de lo político intenta ser construido por Schmitt
fuera de toda filosofía de la historia universal y de cualquier justificación
normativa de lo existente. La suya es esencialmente una antropología
pesimista que niega la idea de igualdad y apela en cambio al principio
de autoridad: autoridad de la tradición, pero en esencia autoridad del
más fuerte.

Si yo digo mío y tuyo –afirma Schmitt– no solo individualizo el origen


del momento polémico, sino que impongo la definición del enemigo
como definición de mi identidad. La más horrible de las experiencias

691
José Aricó

que una sociedad pueda soportar es la de la guerra civil: el Ius publi-


cum europaeum ha nacido precisamente como neutralización de las
oposiciones, de la guerra civil confesional de los siglos XVI y XVII.
Esta Erfahrung está en la base de la teoría hobbesiana y no es casual
que en su autobiografía afirme que su madre engendró dos gemelos:
él, Thomas, y el miedo. Desde este punto de vista, cuando hablo de
Estado no hablo en general, sino que pienso solamente en el Estado
moderno desde el 1500 en adelante […]. El problema de la dictadura,
sea la de los comisarios del pueblo o la soberana, corre paralelamente
con las vicisitudes de la edad moderna y se plantea con particular
agudeza cuando el proceso de desarrollo en dirección del “Estado to-
tal” pone peligrosamente en cuestión, disuelve “al soberano”, al suje-
to de la soberanía (cf. Bolaffi, 1982, pp. 192-193)1.

Es esta idea de una crisis de la “soberanía” del Estado liberal, incapaz de


hacer frente a los problemas internos y externos y a la irrupción de la
guerra civil lo que lo lleva a teorizar las condiciones y la naturaleza de un
poder de decisión a la altura de los tiempos.
La acción política para Schmitt es sobre todo opción, riesgo, decisión:
“producción de un mito” que no deja espacio libre y que compromete
al sujeto imponiéndole la elección. Y porque tal producción solo puede
nacer de la guerra, está dotada de una cualidad existencial y no norma-
tiva. La guerra se convierte de tal modo en el momento y en el lugar de
definición de la naturaleza “existencial” del comportamiento político en
cuanto impone una elección irreversible que no permite circunloquios
y mediaciones dialécticas y pone fin a la práctica discutidora de la eter-
na indecisión. La categoría de “lo político” no puede en nuestra época
ser confundida con la de “estatal”. Si Estado y sociedad se compenetran
recíprocamente y todos los asuntos antes sociales se han transformado
en estatales, (“aparece el Estado total propio de la identidad entre Estado
y sociedad, jamás desinteresado frente a ningún sector de la realidad y
potencialmente comprensivo de todos”) la referencia al Estado no es su-
ficiente para fundar un carácter específico distintivo de “lo político”. Es

1. Reflexiones expuestas al italiano Angelo Bolaffi.

692
Presentación y Nota biográfica en El concepto de lo “político”

la distinción schmittiana de amigo y enemigo la única que puede ofrecer


una definición conceptual, o sea un criterio, y no simplemente una defi-
nición exhaustiva o una explicación del contenido. Y como tal distinción
no puede ser derivada de otros criterios, ella corresponde en política a
los criterios relativamente autónomos de las demás contraposiciones.
Desde esta perspectiva, el enemigo es simplemente el otro, “el extranje-
ro y basta a su esencia que sea existencialmente […] algo otro o extranje-
ro, de modo que, en el caso extremo, sean posibles con él conflictos que
no puedan ser decididos ni a través de un sistema de normas preesta-
blecidas ni mediante la intervención de un tercero ‘descomprometido’ y
por eso ‘imparcial’”.
La contraposición/distinción entre amigo y enemigo debe no obstan-
te ser asumida en su significado concreto, existencial y no como una
metáfora o un símbolo. No debe ser teñida por concepciones económi-
cas, morales o de otro tipo, ni debilitada por contraposiciones normati-
vas o “puramente espirituales”. Enemigo no es el competidor o el adver-
sario en general. Enemigo no es siquiera el adversario privado que nos
odia debido a sentimientos de antipatía. Enemigo es solo un conjunto
de hombres que, al menos virtualmente, o sea dentro de una posibilidad
real, combate y se contrapone a otro agrupamiento semejante. “Enemigo
es solo el enemigo público, puesto que todo lo que se refiere a semejante
agrupamiento, y en particular a un pueblo íntegro, por el mero hecho
de serlo se convierte en público. El enemigo es el hostis, no el inimicus en
sentido amplio” (Schmitt, 1984). Si los conceptos de amigo y enemigo
adquieren su significado pleno en el hecho de que se refieren de manera
específica a la posibilidad real del aniquilamiento físico, para dejar de
ser metafórica la contraposición solo puede tornarse concreta allí don-
de la existencia se pone verdaderamente en juego, allí donde se vive o
se muere: en la guerra. Si recordamos, además, que según Schmitt las
contraposiciones interestatales cedieron su lugar al predominio de la
política interna, y por tanto son los agrupamientos de amigo y enemigo
en el interior de un Estado los que se transforman en decisivos para el
enfrentamiento armado, la consecuencia lógica que de aquí deriva es
que el lugar decisivo de producción del máximo grado de intensidad de
la contraposición no puede ser otra que la de la guerra civil. De tal modo,

693
José Aricó

Schmitt participa plenamente del diagnóstico de Lenin que afirmaba


que con la finalización de la Primera Guerra Mundial había concluido
también de manera irreversible toda una época y comenzaba una nueva
cuyo signo distintivo era la guerra civil a escala mundial.
La guerra como lugar de definición de la política que encuentra sen-
tido y finalidad en la eliminación física del enemigo, en la forma actual
de la guerra civil, transfórmase así en la única forma políticamente sen-
sata bajo la que puede expresarse la lucha de clases. La propia clase en
sentido marxista, afirma Schmitt (1984), “deja de ser algo puramente
económico y se convierte en una entidad política si alcanza este punto
decisivo, es decir, si toma en serio la lucha de clases y trata al adversario
de clase como enemigo real y combate contra él, tanto como Estado con-
tra Estado, que como en la guerra civil en el interior del Estado”.

El planeta se presenta como un inmenso campo de batalla: el fin del


Ius publicum europaeum está signado por la proliferación de los sujetos
políticos que en cuanto tales, en nombre de un principio de legitimi-
dad opuesto al vigente, ponen en discusión el monopolio de la autori-
dad legal del Estado. Se abre la época de la guerra civil dominada por
la figura del partisano que deviene una figura clave y en la época de
la imposibilidad nuclear de la guerra, el sustituto positivo de la gue-
rra limitada, el último refugio de la verdadera enemistad, esto es, de
lo político […]. La weberiana lucha provocada por la pluralización de
las visiones del mundo se radicaliza, a consecuencias de la disolución
policrática de la unidad estatal, en inconciliables contraposiciones de
alineamientos enemigos sobre cuyos estandartes flamea el término
de legitimidad: el fin del Estado de Derecho clásico provocado al con-
vertirse en total coincide con la actualización del peligro de la guerra
civil, pero también del problema de cómo el Estado pueda evitarla
revitalizando su propia autoridad (Bolaffi, 1982, pp. 165-166).

¿Cómo evitar la guerra civil? Dicho de otro modo, ¿cuál es el nexo entre
dialéctica histórica y orden que la controla en una época signada por la
crisis de la representación estatal clásica? Este es, en suma, el problema
histórico que desde siempre fascinó a Schmitt y al que abordó desde una

694
Presentación y Nota biográfica en El concepto de lo “político”

perspectiva de derecha, aunque deberíamos con más propiedad hablar


de “conservadora”, porque no debería ser identificada con la filosofía de
la vida y la subcultura völkisch que conformaron los filones ideológicos
sustanciales del nacionalsocialismo. Con razón ha podido decirse que
cuanto hay de reaccionario o de conservador en el pensamiento schmit-
tiano evidencia una angustia histórica frente a las nuevas formas de lo
político, un monismo que no impide el análisis ni paraliza el juicio críti-
co, pero que apunta a la búsqueda de una composición a cualquier costo.
La crisis implícita en el liberalismo, que es crisis de una clase discutidora
(vg., impotente y fantasiosa) y de toda su práctica parlamentaria, encon-
trará una forma trágica de manifestarse en esa “catástrofe alemana” que
para Meinecke y la inteligencia germana de posguerra es también la de
Europa entera. En el sueño burgués de un Estado sin política y sin deci-
sión, que Schmitt define como la característica distintiva de la repúbli-
ca de Weimar, se expresa la impotencia del sujeto aislado para abordar
productivamente el análisis de una crisis política real signada por la ob-
solescencia del Estado de Derecho y la apertura hacia el Estado total.
El Estado de Derecho, en cuanto mero custodio y garante del orde-
namiento institucional dado, acaba finalmente por quedar prisionero
de este. El equilibrio sobre el que se sustenta el automatismo normativo
ya no está en condiciones de admitir innovaciones y transformaciones:
cuanto más, podrá apenas ser reajustado. Pero una vez que se alcanza
este último extremo de la neutralización que Schmitt identifica con la
era de la técnica, el equilibrio se resquebraja comprometiendo al Estado
en su conjunto. Al extenderse a la política la forma de contrato, la diná-
mica pluralista del conflicto y del cambio entre los diversos grupos de
presión y cuerpos institucionales conduce inexorablemente a la disolu-
ción de la unidad soberana del Estado.

Del mismo modo que, para Nietzsche, está irremisiblemente muer-


to el Dios que preside ociosamente el orden inmutable del mundo,
para Schmitt el Estado de Derecho está muerto porque ha perdido el
monopolio de lo político. Es en esta muerte y en esta pérdida donde se
encuentra encerrada toda la peculiaridad que constituye también el
drama entero de la época presente (Marramao, 1980).

695
José Aricó

Los grandes problemas de la creación de un verdadero orden político en


Alemania, y por extensión en Occidente, problemas que encuentran su
razón de ser en la necesidad de comandar el irreversible proceso de trans-
formación del Estado; la recuperación del concepto clásico de soberanía,
alterado o disuelto por la teoría liberal y sus variantes pluralistas; la deter-
minación de la autonomía irreductible de “lo político”: he aquí los temas
nodales en torno a los cuales giró obsesivamente el pensamiento schmit-
tiano midiéndose críticamente con ese excepcional laboratorio político re-
presentado por la experiencia de Weimar. Su eterno combate contra toda
concepción ocasionalista de la política lo llevó a polemizar con sus enemi-
gos de siempre: no solo el relativismo kelseniano, o las decisiones “apócri-
fas” de Radbruch, sino también las diversas variantes del corporativismo,
desde la versión romántico-reaccionaria de Othmar Spann, o la organicis-
ta de Von Gierke, hasta la pluralista de Cole y Laski. Pero no pudiendo elu-
dir el riesgo de confundir la “gran oportunidad” con la occasio, implícito en
su indiferencia hacia la realidad empírica, Schmitt incurrió con su adhe-
sión al nazismo en ese mismo ocasionalismo contra el que combatió con
tanta firmeza. Su antihistoricismo, su negativa a divinizar la historia hizo
de él, que era un maestro de realismo político, una víctima de las energías
políticas dominantes, buscando a veces consuelo frente a los juegos de la
realidad en fantasías pseudo históricas. La incapacidad de llevar hasta sus
últimos extremos las consecuencias del reconocimiento de que la dimen-
sión propia del ciudadano ha perdido ya irrevocablemente su “aura”, y que
es en sí misma expresión de aquella crisis de la “síntesis” que marca el
punto de arranque de la gran cultura europea de este siglo, fue resuelta
por Schmitt adoptando una posición aventurera que buscará inútilmente
soldar las dimensiones de “lo político” y lo “estatal”, cuya diferenciación
fue precisamente el supuesto inicial de El concepto de lo “político” (Schmitt,
1984). Paradójicamente, quien hizo de la incapacidad y de la irresponsa-
bilidad política del intelectual un motivo central de su reflexión crítica,
incurría de tal modo en el más craso de los oportunismos. Es posible que
los avatares de la desgraciada historia de su país lo colocaran en esa situa-
ción “desagradable, poco gloriosa y sin embargo, auténtica de un Epimeteo
cristiano” a la que hiciera referencia. Si se vio obligado, o mejor dicho, si
cedió a la fascinación de trabajar “entre las garras del propio Leviatán”

696
Presentación y Nota biográfica en El concepto de lo “político”

fue porque su búsqueda de un pensamiento de orden posestatal, en una


sociedad en la que el Estado se fue configurando como “total”, rechaza a
la democracia parlamentaria y pluralista como forma capaz de dominar
la dialéctica histórica. Su visión extremadamente crítica de la neutraliza-
ción liberal que caracterizó al ordenamiento weimariano, y que tuvo con-
secuencias trágicas con respecto al problema de la Constitución y a sus
“custodios”, lo impulsaba a impugnar una concepción del Estado como
medio de “técnica social” derivada del formalismo kelseniano. (Porque la
reflexión socialdemócrata de la época de Weimar se concentró exclusiva-
mente en el problema institucional, porque identificó de manera estrecha
racionalización con socialización, y a esta con “democratización”, fue in-
capaz de controlar las nuevas potencias creadas por la socialización.) Aun
hoy, Schmitt mantiene una arrogante conciencia del valor de su obra y de
su persona, sin perder la lucidez extrema de la desdichada situación que
le tocó vivir. Son estos valores, precisamente, los que se trasuntan de esa
autoconfesión que ofrece en los versos del “Cántico de un viejo alemán”
(Schmitt, 1950, 1984):

Mordí el freno a caballo del destino,


Victorias y derrotas, revoluciones y restauraciones,
Inflaciones, deflaciones, bombardeos,
Denuncias, crisis, ruinas y milagros económicos,
Hambres y fríos, campos de concentración y automatización:
Todo lo atravesé. Todo me ha atravesado.
Conozco los muchos estilos del terror.

Sería un error, sin embargo, considerar su adhesión al nazismo como


una consecuencia necesaria de su teoría, porque procediendo de tal
modo liquidaríamos con su nazismo la novedad radical de su pensa-
miento y su tentativa de colocar la reflexión a la altura del tiempo “fuer-
te” de lo político y de la crisis de la forma de Estado2. De mucha mayor

2. “Hay cierto acuerdo entre los críticos en considerar la adhesión de Schmitt al nazismo como derivada
del método decisionista y no de la homogeneidad de contenidos entre el pensamiento de Schmitt y la expe-
riencia nazi. Es notable las divergencias en torno a la evaluación de este hecho entre aquellos que creen
que deriva de un general ‘ocasionalismo’ del pensamiento schmittiano, y los que creen que es, sobre todo,

697
José Aricó

utilidad resultaría, en cambio, analizar con inteligencia y desprejuicio


las aporías encerradas en las elaboraciones de Schmitt, tal como en la
actualidad lo intenta el pensamiento crítico de la izquierda europea.
Son tales aporías las que individualiza con acierto el comunista italiano
Giacomo Marramao en su intervención en el Seminario de Padua con-
vocado para debatir su obra. Afirma Marramao (1980),

El decisionismo de Schmitt tiene el mérito de dar cuenta, en alto


nivel de conocimiento teórico, de un proceso que se estaba produ-
ciendo en la práctica, y que tornaba extraordinariamente proble-
mática la eficacia explicativa del modelo weberiano de racionalidad
burocrático-administrativa. Me refiero a la separación, al no para-
lelismo, a la asincronía entre ratio económico-productiva y ordena-
miento político-institucional. Pero alcanza este resultado al precio
de hacer depender linealmente las transformaciones internas a una
morfología social cada vez más desarticulada y diferenciada, de la
decisión absoluta del sujeto-Estado. Si la constante de lo político es
una relación de indiferencia frente a sujetos históricamente deter-
minados que se constituyen dentro de la dinámica de las “mutacio-
nes de forma” del derecho y del Estado, dando lugar a ordenamien-
tos siempre renovados de la “constitución material”, la soberanía
no es más que indiferencia soberana al sistema de las necesidades,
de los intereses y de las relaciones de poder surgidas de la crisis del
Estado liberal […]. La crítica schmittiana ha realizado –después de
Weber y según sus premisas– un poderoso desencanto en torno a la
historia de lo político burgués entre los siglos XIX y XX, poniendo
de relieve indirectamente de qué manera la parcialidad de la “des-
mitificación” marxiana depende de su pertenencia a aquella “época
victoriana” que privilegiaba la dimensión interna con respecto a la
dimensión internacional del conflicto. La obra de Marx, en sustan-
cia, se encuentra en el centro del período histórico que Polanyi cali-
fica sugestivamente de “paz de los cien años”.

un riesgo presente como posibilidad en la revisión de las metodologías positivistas e historicistas” (Galli,
1981, p. XXIX).

698
Presentación y Nota biográfica en El concepto de lo “político”

En circunstancias como las presentes, caracterizadas por la ruptura del


equilibrio de un sistema de relaciones internacionales, o mejor dicho por
la obsolescencia de un sistema basado en la agregación de las fuerzas
mundiales en dos campos contrapuestos en torno al liderazgo de las dos
superpotencias, emerge nuevamente con la dimensión de la catástrofe
el eterno problema de la guerra y la paz. Y con él, resulta inevitable que
ejerzan una fascinación particular las posiciones teóricas y prácticas de
Carl Schmitt. Un pensamiento que, como el suyo, asume la guerra como
posibilidad y como tendencia continuamente presente en torno a la cual la
política se define en todo lo que tiene de específica, nos habla, querámos-
lo o no, de la tragedia presente. Y por esto no podemos soslayar, quienes
creemos que frente a la hecatombe nuclear sigue abierta la posibilidad de
la transformación, la perentoria necesidad de medirnos con sus lúcidas
elaboraciones. Si la posibilidad de recurrir a las armas nucleares ha trans-
formado de tal modo a la tradición de la guerra que ya no puede ser con-
siderada en los términos “clásicos”; si toda guerra “convencional” transcu-
rre hoy en ese cono de sombras que aproxima la tragedia a la catástrofe,
se vuelve insensata la misma idea de la guerra “justa” o de la guerra en
nombre de la paz. El trastrocamiento de la célebre máxima clausewitzia-
na, (Clausewitz, 1983), que permite a Schmitt mutar a la política en la “pro-
secución de la guerra con otros medios” (frase, por lo demás, simiesca e
irresponsablemente evocada en ciertos medios políticos argentinos), no
puede seguir expresando la realidad de nuestro tiempo porque en su hori-
zonte se dibuja la destrucción de lo humano. Detrás o contra la posibilidad
de la catástrofe nuclear, allí donde la enemistad debería expresarse en su
forma total, reaparece la humanidad, afirma con justeza Bolaffi (1982a).
Pero si el concepto de humanidad excluye el de enemigo, la contraposi-
ción indica también el punto de consumación de esa categoría clásica de
“lo político” que Schmitt desnudó en sus significaciones últimas. “La dis-
tinción amigo-enemigo tiene, como todos los conceptos, un destino y una
historia propias. Está vinculada a la memoria de la ‘guerra civil’ y a la rea-
lidad de dos guerras mundiales. La pregunta a la que es preciso responder
es, entonces: ¿cuáles serán las ‘categorías de lo político’ en el interior de los
sistemas complejos y en la edad de la contraposición entre humanidad y
guerra nuclear?” (Bolaffi, 1982a, p. 170).

699
José Aricó

Creer que en las nuevas situaciones en que se presenta el proble-


ma de la guerra, y en un mundo en que el Estado ha perdido el mono-
polio de lo político –como lo pone claramente en evidencia el debate
teórico actual sobre la llamada “crisis de la democracia”–, pueda este
reconquistar el “aura” que el corrosivo análisis schmittiano contri-
buyó a disolver, sería una vana ilusión, otra tentativa estéril de re-
tornar a un mundo definitivamente sepultado. La consumación de
un proceso que ya no puede impedir la irrupción de nuevos sujetos
y la generalización inaudita de la política marcan un momento de
traspaso de época histórica. La notable dilatación de la subjetividad,
que tanto el capitalismo como el socialismo crearon en las últimas
décadas, no pareciera ser integrable a través de los mecanismos de
una sociedad altamente conflictual en Occidente, o de un sistema
fuertemente ideologizado como en los países de socialismo “real”.
La diversidad de lo real muestra hoy, para quien se empeña en leer
en el presente los signos del mundo del mañana, la materialidad de
un sujeto que se presenta como irreductible al sueño utópico de una
sede privilegiada –sea el Estado, el partido o la iglesia– desde la cual
se dicte la ley al mundo.
Para estar a la altura de las demandas de nuestro mundo histórico,
para aferrar de manera productiva los nudos centrales del debate en
torno al significado actual de la crítica del Estado y de lo político, es
imprescindible que el pensamiento de la transformación sepa medir-
se con la gran cultura burguesa que a través de Nietzsche y Weber,
pero también de Schmitt, sometió a una crítica decisiva e irreversible
la pretensión del Estado moderno de fundar instancias hegemónicas
totalizantes. Una crítica de la forma burguesa de lo político resultaría
parcial, mutiladora, y finalmente estéril, si dejara de lado por prejui-
cios políticos o morales, que en el caso de ser válidos reclaman otras
sedes y formas de debate, el análisis de una obra que, como la de Carl
Schmitt, ha fijado una impronta insoslayable en la vida espiritual del
siglo XX. Para que deje de ser patrimonio exclusivo de la derecha, o
de la academia, para que entre en el debate de izquierda de mane-
ra plena, y para que este pueda medirse con los grandes enemigos
de sus propuestas y no con sus mediocres escribas, incluimos a Carl

700
Presentación y Nota biográfica en El concepto de lo “político”

Schmitt en nuestra colección. ¡Ojalá sea leído con la comprensión y el


espíritu crítico que el excepcional valor de su obra se merece!

Buenos Aires, septiembre de 1983.

Nota biográfica

Carl Schmitt nació en Plettenberg (Westfalia) el 11 de julio de 1888. De


formación católica, estudió derecho en las universidades de Berlín y
Estrasburgo, obteniendo en esta última el doctorado en jurisprudencia.
En los inicios de su actividad intelectual adhirió al neokantismo jurí-
dico, es decir, a una concepción que aborda el análisis de la política a
través del derecho y que convierte al Estado en la realización del mismo.
Pero ya desde temprano modificó de manera radical esta postura para
asumir la concepción “decisionista” que habrá de caracterizar toda su
carrera de pensador desde 1920 en adelante. Para el decisionismo sch-
mittiano el principio de explicación del mundo del derecho no reside en
la norma, sino en la voluntad política que la genera: en la decisión, lo cual
implica necesariamente la aceptación de la primacía de lo político sobre
el derecho. Este factor voluntarista, creador y soberano es la matriz de
todo su pensamiento político.
Schmitt desempeñó tareas docentes en las universidades de
Greifswald, Bonn, Berlín y Colonia. A fines de los años veinte, cuando ya
se conocían de él dos de sus obras fundamentales –El concepto de lo político
(Schmitt, 1984) y Teoría de la Constitución (Schmitt, 1996)– era reconocido
como un excepcional pensador de la derecha antiparlamentaria alema-
na. Formaba parte del entorno del general Schleicher, último canciller de
la república de Weimar antes del ascenso de Hitler al poder y personaje
muy influyente en los acontecimientos que condujeron a la destrucción
del orden jurídico y político instituido a partir de la derrota alemana en la
Primera Guerra Mundial. Precisamente a pedido de Schleicher, Schmitt
participó como experto en el juicio sustanciado en el Tribunal Supremo
del Reich entre el Gobierno central y el Estado federado de Prusia, luego
de las medidas de excepción que llevaron a la destitución de los ministros

701
José Aricó

de ese Estado alemán y a la designación por el Gobierno del Reich de Von


Papen como comisario. Su posición en los momentos previos al adveni-
miento del nazismo y su adhesión a la política de Schleicher puede ser
vista de algún modo como prueba de su desconfianza frente al nacio-
nalsocialismo, en alternativa del cual prefería una solución autoritaria,
conservadora y anticomunista, pero no extremista como la defendida
por Hitler. Sin embargo, apenas conquistado el poder por los nazis en
marzo de 1933, Schmitt se afilió al partido triunfante, se pronunció enér-
gicamente por el establecimiento del nuevo Reich y colaboró en forma
activa en la nueva legislación política, constitucional y penal que sustitu-
yó a la anterior. Después de la consolidación del Tercer Reich se dedicó
cada vez con mayor intensidad al estudio de los problemas de política
y de derecho internacionales, abandonando en 1936 la presidencia de la
asociación de los juristas nacionalsocialistas. En diciembre de ese mismo
año fue atacado por Das schwarze Korps, órgano oficial de los SS. Desde
entonces vivió apartado de la vida política, aunque no de la enseñanza,
y reducido a una situación por él parangonada a la de Benito Cereno, el
protagonista del conocido relato de Melville (1998). En 1940, Carl Schmitt
publicó una selección de sus diversos trabajos menores bajo el título de
Posiciones y conceptos3 (Schmitt, 2004) y varios artículos sobre el problema
de los “grandes espacios”, los que evidencian una adhesión sin reservas
al nacionalsocialismo. Después de la caída del Tercer Reich fue internado
por los norteamericanos en un campo por más de un año y al reconquis-
tar su libertad se retiró a Plettenberg. De esa experiencia dará cuenta en
su libro testimonial Ex captivitate salus (Schmitt, 1950), en el que se defi-
ne a sí mismo como contemplativo, “sosegado, silencioso y transigente”,
amante como profesor de “formulaciones precisas”, pero condenado a
representar el papel “de un Epimeteo cristiano”. Como Epimeteo abrió
la caja de Pandora liberando las sorpresas trágicas que trató de explicar
buscando sus raíces en la crisis espiritual del siglo XVI.
Sus escritos de posguerra muestran la persistencia de los puntos fun-
damentales de su pensamiento teórico conservador y anticomunista. Y
en tal sentido resulta ilustrativo leer la corta monografía sobre Donoso

3. Traducción del título en alemán [Nota de la presente edición].

702
Presentación y Nota biográfica en El concepto de lo “político”

Cortés en interpretación paneuropea4 (Schmitt, 1952, 2009), redactada tam-


bién en momentos de su internación. En ella Schmitt reflexiona filosó-
ficamente sobre el hecho de que la antítesis entre anarquía y autoridad,
tema de gran actualidad entre los años 1922 y 1933, ha sido desplazada
por la antítesis entre anarquía y nihilismo. En opinión de nuestro autor
las ideas dominantes en el mundo han seguido con toda lógica la evolu-
ción que los escritores políticos de la contrarrevolución profetizaron en
1848 y es posible construir una continuidad histórico-espiritual del pen-
samiento de derecha capaz de cuestionar el monopolio de la interpre-
tación de los acontecimientos detentado por los marxistas. Lo esencial
del pensamiento contrarrevolucionario radica según Schmitt en la idea
de Donoso Cortés de que la pseudo religión del humanismo absoluto
abre el camino a un terror inhumano. El humanismo pretendió liberar
al hombre colocándolo en el centro del Universo. Desvinculado de Dios y
de su Iglesia se enfrentó a otros hombres que como él quisieron también
ser superhombres. Muerto Dios, el mundo humano semejó al de los lo-
bos, condenado según la imagen a la “guerra de todos contra todos”. La
solución de un Estado capaz de evitar el conflicto se mostró ilusoria en la
medida en que solo podía asegurar la paz a condición de crecer constan-
temente, convirtiéndose así en un monstruo que devora a sus propios
miembros. Preocupado por encontrar una salida a la Europa desgarrada
espiritual y políticamente que emergió de la primera posguerra Schmitt
contribuyó a la creación de un orden que efectivamente puso fin a la
guerra civil, claro que a costa de arrastrar a la humanidad a la tragedia
acaso más terrible que debió soportar en toda su historia.

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4. Traducción del título en alemán [Nota de la presente edición].

703
José Aricó

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704
El marxismo en América Latina: Ideas para abordar
de otro modo la vieja cuestión*

¿Qué sentido tiene introducir en un debate sobre las “ideas y expe-


riencias socialistas en el mundo contemporáneo” una discusión más
acotada sobre el marxismo latinoamericano, o en América Latina, lo
cual, como resulta obvio, no es la misma cosa? ¿De qué modo eludir
la fascinación por el pasado que nos arrastra hacia un terreno tal vez
ajeno al interés de los organizadores y participantes del seminario?
Pero cabe preguntarnos, no obstante, si podemos referirnos a una
constelación cultural de tan imprecisos contornos sin incursionar
por determinadas estaciones en las que se constituyeron matrices
decisivas de la forma del marxismo americano. Como no creo –aun-
que me gratifica pensarlo– que debemos a la benevolencia excesiva
de los amigos del Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea
la oportunidad que hoy tenemos de dialogar en torno a un tema más
mentado que estudiado, es posible pensar que las razones sean otras
y de una pertinencia tal que merezcan ser compartidas por todos.
Si así fuera, explicitarlas sería ya una manera quizás fructífera de
introducirnos en el asunto.

* Extraído de Aricó, J. M. (1985, septiembre-diciembre). El marxismo en América Latina: Ideas


para abordar de otro modo la vieja cuestión. Opciones, 7, (Santiago de Chile). [Editor R. Alvayay].

705
José Aricó

Pienso que si este seminario se hubiera realizado veinte años atrás,


para dar un ejemplo, la pregunta no habría sido planteada por la sencilla
razón de que, excepto algunos pocos, nadie por aquellos tiempos se sen-
tía dispuesto a reafirmar la distinción entre categorías del pensamiento
y de la realidad política consideradas afines, equivalentes o insepara-
bles. El término de socialismo, al igual que el de marxismo, eran acepta-
dos como dos dimensiones de un mismo fenómeno, remitiendo el uno
necesariamente al otro. Si el congreso de la socialdemocracia alemana
de Bad Godesberg pudo alcanzar tan vasta y justificada resonancia en
buena parte del movimiento obrero y socialista mundial es porque por
vez primera, y de manera clara y taxativa, una formación política de his-
tórica raigambre marxista renunciaba a la aceptación de este como su
único y excluyente patrimonio teórico y cultural. Desde ese lejano no-
viembre de 1959 hasta ahora, muchas y lacerantes experiencias ha vivido
el mundo y el movimiento socialista como para que el recuerdo de Bad
Godesberg provoque en nosotros la irritación que en su momento pro-
dujo. Y hasta es posible considerarlo, sean cuales fueren nuestras opi-
niones sobre la significación específica de las reformas programáticas
allí establecidas, como un hito importante en el proceso de laicización
de un movimiento tan fuertemente cargado de finalismo escatológico.
Veinte años después, la relación entre marxismo y socialismo se
ha vuelto problemática, lo que no significa inexistente. Me atrevería a
afirmar que es hoy una convicción compartida por todos nosotros las
insuficiencias de las elaboraciones intelectuales y políticas referidas al
uso de categorías que, como las del pensamiento socialista y comunista
clásico, constituyeron las “grandes narraciones” de las que se nutrieron
el mundo simbólico, político y cultural de los movimientos de transfor-
mación. Y hasta la propia categoría de “socialismo” se vuelve evanescen-
te, cuando en Occidente parece ser invariable y en Oriente inadmisible
en su morfología concreta. Si el llamado “socialismo real” no constituye
para nosotros una alternativa creíble, y si el control público de la econo-
mía y de las sociedades capitalistas –orientado a aliviar sus más eviden-
tes iniquidades– es un proceso pleno de dificultades casi insorteables,
¿cómo pretender incuestionadas aquellas ideas que guiaron las luchas
de las clases trabajadoras por la transformación social?

706
El marxismo en América Latina: Ideas para abordar de otro modo la vieja cuestión

Más allá de las opiniones que tengamos respecto del actual debate
sobre la crisis del marxismo –que en realidad implica otro, aún más im-
portante, sobre el sentido y la posibilidad del socialismo– es innegable
que en el mundo de hoy son firmemente cuestionadas dos ideas fuerza
que encontraron en el marxismo su sustento teórico y que hicieron del
movimiento obrero y socialista un movimiento histórico de transforma-
ción. Ellas son, y permítanme enunciarlas de esta manera sumaria pero
a la vez ilustrativa:

1) Una idea alternativa de democracia capaz de superar la escisión y


contraposición entre nivel formal y nivel sustancial que la democracia
liberal conlleva;
2) La convicción de que al industrialismo incontrolable de la sociedad
burguesa podía contraponérsele un industrialismo bueno que finca-
ra en la capacidad planificadora del Estado la posibilidad concreta de
superar el crecimiento irracional que caracteriza al primero.

El cuestionamiento de ambas certidumbres, resultado de la marcha real


de una crisis capitalista que no parece dejar espacios para políticas de
reformas y de las resistencias con que se enfrentan en los países del área
soviética las tentativas de democratización, ha dejado como saldo en la
cultura de izquierda una pérdida notable de capacidad crítica y de ini-
ciativa política. Antes que una versión intransigente y militante de la
democracia, se abre paso en la izquierda una imagen modesta y resigna-
da de la democracia como “mal menor”, como un sistema en definitiva
incapaz de producir innovaciones políticas. Y me refiero, claro está, a la
izquierda que de algún modo trata de dar cuenta de una realidad que
admite como distinta; porque sigue existiendo aquella otra que se em-
pecina en reducir la complejidad del mundo a sus estrechos paradigmas
ideológicos. Para esta nada ha cambiado y el asalto al Palacio de Invierno
sigue siendo su sueño.
Frente a transformaciones tecnológicas que provocan una de las
más rápidas y profundas revoluciones de la historia de los hombres, hay
una evidente incapacidad de intervención de la izquierda en el senti-
do de prefigurar con su acción una hipótesis de sociedad distinta en su

707
José Aricó

manera de producir y reproducir la vida humana. Más que constructor


de un futuro, el socialismo parece expresar la más fuerte tendencia ha-
cia la conservación del pasado. Tal vez resulte para ustedes exagerada y
hasta injusta esta afirmación, pero pienso que aún con reservas vale la
pena considerarla porque nos pone abruptamente ante una inesperada
paradoja que el mundo de hoy plantea a los marxistas. Cuál es la razón
de que una teoría y un movimiento que hacía del crecimiento y meta-
morfosis de las fuerzas productivas el fundamento real de la posibili-
dad y de la necesidad del socialismo, precisamente, en el momento en
que más gigantesco es el cambio de tales fuerzas, no encuentra modelos
plausibles y suficientemente articulados de una organización social no
capitalista.
Es en este terreno afectado por la declinación de las viejas certezas,
que creyeron encontrar en los fulgurantes sesenta su punto de consu-
mación, donde se expande la ofensiva cultural conservadora que pre-
tende la posibilidad misma de imaginar el cambio hacia una sociedad
más justa. Y es en el reconocimiento y aceptación de este terreno donde
el socialismo debe aplicar el principio de realidad que le permita escapar
del círculo estéril de la ideología para enfrentarse a los grandes dilemas
del mundo actual. Pero eludir la ideología manteniendo los ideales su-
pone necesariamente desconstituir y reconstituir una tradición desde
cuyo interior se piensan y descifran los hechos del mundo, un cuerpo de
ideas y de teorías, que alimentan a fuerzas activas de la sociedad, una
cultura de contestación que mantiene abierta la lucha por un orden en
el que imperen los grandes principios de igualdad, justicia y solidaridad.
Por razones que no es del caso analizar aquí esas tradiciones e ideales
de transformación encontraron en la doctrina marxista su punto nodal
de concreción y por esto es lógico, y por tanto pertinente, que un debate
sobre las ideas y experiencias socialistas del mundo de hoy remita con-
trapuntísticamente a un examen crítico de su referente teórico tradi-
cional. Y aunque estemos dispuestos a sostener que en las condiciones
presentes ya no es válida una identidad imaginada como existente en la
historia del movimiento socialista, no podemos dejar de medirnos con
el pensamiento de Marx y con el marxismo para imaginar los caminos
de la transformación.

708
El marxismo en América Latina: Ideas para abordar de otro modo la vieja cuestión

II

Pero es posible pensar que una razón más se agrega a la señalada para
validar el tema del marxismo. Porque si lo que se quiere es razonar no
ya sobre el marxismo en general, sino sobre el marxismo “en América
Latina”, es porque de algún modo se piensa que su itinerario recorrió
aquí caminos singulares que merecen ser reconstruidos para establecer
con mayor rigor sus límites y potencialidades. Y pienso que esta preo-
cupación se justifica de manera plena, porque en caso contrario el de-
bate sobre el marxismo y su crisis arriesgaría ser entre nosotros el eco
distorsionado de otro debate que aunque importante no es totalmente
el nuestro, dado que el nuestro, como diría Tolstoi, puede serlo solo “a
su manera”. Todo lo cual, bien mirado, puede ayudarnos a reflexionar
sobre otro problema, de importancia crucial, que ordena el tema de hoy
y que se refiere a las relaciones entre populismo y marxismo en América
Latina. Y digo crucial porque para todos aquellos que compartimos la
convicción de que el destino de nuestro continente está vinculado de
manera estrecha a la posibilidad de diseñar una alternativa democrática
y socialista a su crisis de civilización, resulta evidente que la encrucijada
ante la que nos encontramos es la de descubrir o inventar los caminos
que posibiliten construir movimientos socialistas potencialmente capa-
ces de superar las viejas oposiciones entre populismo y clasismo, inade-
cuadas y desprovistas hoy de realidad sustantiva.
Es en torno a estas formas antipódicas de manifestación de la iz-
quierda latinoamericana que puede resultar útil una breve incursión
historiográfica y no porque crea que el pasado arroja lecciones que de-
ben ser recogidas en el presente. Sino por aquello de que nada de lo que
alguna vez aconteció ha de darse por perdido y porque nuestra tarea,
no de historiadores, sino de socialista que en las voces del presente a las
que presta oído intenta escuchar el eco de las que enmudecieron, acaso
no pueda ser otra que la que Walter Benjamin (2009) atribuía al mate-
rialista histórico: “fijar la imagen del pasado tal como este se presenta
de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro”. En tal senti-
do estoy persuadido que fue hacia fines de los años veinte, y en un país
excéntrico a las grandes sedes del debate teórico y político, cuando se

709
José Aricó

configuran las ideas directrices de las dos vertientes en que se fragmen-


tó el movimiento social americano; ideas que, significativamente, giran
en torno a lo que debería ser una genuina y creadora interpretación de
la doctrina de Marx.
Fue en Perú, y más precisamente con Mariátegui, que se sientan las
premisas para un efectivo proceso de “nacionalización” del marxismo;
no bajo la forma acabada de una teoría sino en el estado inorgánico de
intuiciones. Y porque más que un sistemático trabajo de desarrollo de la
teoría y de refundación de la política, lo que Mariátegui produjo fue la
iluminación de un camino, o tal vez de una senda tempranamente aban-
donada en el fragor del combate, podemos retornar casi medio siglo des-
pués a esa imagen del pasado, a ese destello de lucidez y clarividencia,
para reiniciar desde la sapiencia del presente ese diálogo interrumpido
que reclama de su consumación para que podamos finalmente vencer la
inercia de la tradición, para que el pasado deje de ser esa pesada lápida
que nos impide imaginar el futuro.
Creo que la breve estación peruana del marxismo teórico en los tiem-
pos que precedieron la cisura de los años treinta tiene para nosotros
una doble importancia, historiográfica y política, para encarar de manera
productiva el tema que hoy nos ocupa porque por vez primera América
Latina fue vista en sus elementos de originalidad. Con Mariátegui, pero
no solo con él, Iberoamérica dejaba de ser esa región obsoleta diagnosti-
cada por el pensamiento clásico para ser considerada desde su condición
autóctona, desde la potencialidad nutriente de visiones alternativas que
su relación particular con Europa le permitía. A su vez, y en torno a los
dilemas que ponía la “anomalía” americana, producíase en el interior de
un movimiento antimperialista, indoamericanista y socialista como fue
el Apra en sus orígenes, una escisión entre marxistas y populistas desti-
nada a tener una ejemplaridad emblemática.
Al criticar la así llamada “evolución histórica”, Marx observó con agu-
deza que esta categoría se basaba en el simple hecho de que toda forma
histórica considera siempre a las pasadas como otras tantas etapas ha-
cia ella misma. De ahí que solo pudiera concebirlas “de manera unilate-
ral”. Para eludir esta limitación, una sociedad debía ser capaz de criti-
carse a sí misma, pero eso, según Marx, ocurría en muy raras ocasiones

710
El marxismo en América Latina: Ideas para abordar de otro modo la vieja cuestión

“y únicamente en circunstancias bien determinadas”. ¿Cómo pudo ser


que esta rareza histórica ocurriera en el Perú de los años veinte? ¿Cuáles
fueron las condiciones precisas bajo las que Iberoamérica pudo ser ca-
paz de criticar la sociedad burguesa en la que estaba inscrita y compren-
der que su destino no podía ser ya el de alcanzar a Europa? ¿Qué ele-
mentos permitieron que el marxismo, precisamente esa ideología de la
modernización capitalista en la visión socialista clásica, contribuyera a
fundar la posibilidad de ruptura de la pertinaz dependencia intelectual
de América? Indagar críticamente los complejos procesos culturales que
condujeron a Mariátegui a incorporar la experiencia europea como lec-
ción, y no como paradigma, es a mi modo de ver la manera en que el
estudio del marxismo en América Latina, o mejor dicho, “latinoamerica-
no”, puede alcanzar su verdadero espesor histórico y su real potenciali-
dad crítica.

III

¿Por qué pienso que desandar el camino y volver a los años veinte tiene
una importancia historiográfica decisiva? Como ustedes saben la in-
serción del marxismo en la cultura política latinoamericana es un tema
insuficientemente estudiado. Su dilucidación plantea problemas de
difícil trámite por el hecho de que su itinerario fue discontinuo y con-
tradictorio, atravesado como estuvo por complejos procesos de fusión
con ideologías democráticas o liberales, o con ciertas dimensiones de
la cultura política heredada del orden colonial. Las razones de este difi-
cultoso camino de adaptación o recomposición son diferentes pero creo
que en esencia remiten a dos campos problemáticos. Por un lado, como
es obvio, a la naturaleza intrínseca de la propia teoría marxista; por el
otro, y yo diría que fundamentalmente, a las características propias, ori-
ginales, de las formaciones sociales iberoamericanas en cuyo interior las
clases trabajadoras se constituyeron como tales. Este es el motivo por el
que estudiar las formas teóricas que adoptó el marxismo en sus áreas dife-
renciadas de expansión constituye un campo analítico excepcional para
el historiador de las ideas, en la medida en que es posible pensar que

711
José Aricó

tal estudio permitiría acceder a un conocimiento más profundo de los


dos grupos sociales en los que el marxismo sostuvo encontrar su base de
sustentación: los trabajadores manuales –reductivamente considerados
como proletariado– y los intelectuales.
A diferencia de quienes enfatizan un supuesto “europeísmo” congé-
nito del marxismo –aunque la calificación se extiende al liberalismo y la
democracia– parto del supuesto de que las modalidades adoptadas por
las culturas políticas que lo precedieron, y los obstáculos que no pudie-
ron sortear para un “trasplante” exitoso, liberaban un terreno que podía
presumirse fértil para la expansión del marxismo. Si esto no ocurrió, si
socialismo marxista y movimiento del trabajo fueron en América casi
dos historias separadas, las causas fueron las de una supuesta impene-
trabilidad americana a las ideas de ultramar. El “europeísmo” es un fenó-
meno harto más complejo que el modo en que lo aborda el nacionalismo
cultural. En tal sentido participo de la afirmación de Richard Morse de
que la explicación del retraso con que llegó el marxismo a Iberoamérica
–y agrego, de las dificultades de su adaptación– “no está en el elitismo de
su vida intelectual, ni en el autoritarismo de sus instituciones políticas,
ni en la lentitud de su desarrollo intelectual”. Causas estas, vale la pena
recordar, que son las más habitualmente utilizadas al analizar el fenó-
meno. Pero si puede afirmarse, con válidas razones, que la Iberoamérica
preindustrial encerraba “condiciones favorables” (en el sentido marxis-
ta) para el florecimiento de la conciencia de clase revolucionaria, y si
además el Estado se mostraba incapaz de integrar a una dilatada capa
de intelectuales críticos, ¿cómo explicar los magros resultados logra-
dos por el marxismo? No debe sorprendernos que quienes intentaron
despejar el enigma hayan recurrido al ejemplo de Rusia, esto es, de otra
gran área nacional colocada por la misma época frente a la alternativa
de la occidentalización.
Allí, en cambio, el marxismo logró en el último tercio del siglo pasado
convertirse en la ideología dominante de la intelligentsia. La compara-
ción, o mejor dicho el contraste entre Iberoamérica y Rusia presenta el
enorme interés de dar cuenta de una diferencia radical que permite deli-
mitar con claridad el núcleo de problemas en torno al cual debe girar toda
tentativa de resolución del enigma. Los intelectuales latinoamericanos,

712
El marxismo en América Latina: Ideas para abordar de otro modo la vieja cuestión

al decir de Morse, no podían apoyarse, como sus congéneres rusos, ni


en una idea fuerte de nación, ni en una occidentalización traumática
como fue la rusa, ni en la existencia de una previa tradición “socialista”
como la que permitió a los naródniki fusionar la tradición comunal con el
socialismo marxista.
La comparación, o mejor dicho el contraste, entre Iberoamérica y
Rusia presenta el enorme interés de dar cuenta de una diferencia radical
que permite delimitar con claridad el núcleo de problemas en torno al
cual debe girar toda tentativa de resolución del enigma. Los intelectua-
les latinoamericanos, al decir de Morse, no podían apoyarse, como sus
congéneres rusos, ni en una idea fuerte de nación, ni en una occidenta-
lización traumática como fue la rusa, ni en la existencia de una previa
tradición “socialista” como la que permitió a los naródniki fusionar la tra-
dición comunal con el socialismo marxista.
Desde esta perspectiva, con la que coincido, el vía crucis del marxismo
en América Latina fue la dificultad para abordar el hecho nacional, es
decir, la naturaleza propia, diferenciada, irrepetible y excéntrica a los
modelos “clásicos” del proceso de construcción de los Estados naciona-
les en la región. La determinación de este nudo problemático no es, sin
embargo, una explicación del fenómeno, sino apenas el presupuesto de
la reconstrucción historiográfica. Pero si aceptamos este punto de par-
tida, resulta evidente que para poder llevarla a cabo es preciso poner en
cuestión ambos términos de la pareja “marxismo latinoamericano”. Al
primero, porque únicamente desde la admisión de la diversidad nacio-
nal de su elaboración y aplicación el marxismo puede ser objeto de histo-
ria. (Si, como de aquí se desprende, hay una pluralidad de marxismos, ¿a
qué nos estamos refiriendo cuando utilizamos el concepto?). Al segundo,
porque América Latina es una categoría problemática que, para nuestro
caso, simplifica y vela la profunda y creciente fragmentación nacional
que la caracteriza. Encarar la historia del marxismo en América Latina
supone, por tanto, admitir una pluralidad de caminos y de perspectivas
que dieron lugar a diferentes centros de elaboración teórica y política,
en los que las ideas de Marx y de sus seguidores influyeron de manera
dispar, inspiraron luchas con características propias y se contaminaron
de ideologías, programas y valores nacionalmente diferenciados. Esta

713
José Aricó

pluralidad de ideas o perspectivas da cuenta del hecho esencial de que


el verdadero sujeto de la investigación, que es el “movimiento real”, está
siempre nacionalmente situado. Producida esta “subversión de los tér-
minos”, que restituye a la dinámica de las clases subalternas el carácter
de sujeto de una indagación en torno a ese objeto teórico-político que
denominamos “marxismo”, es impensable una reconstrucción de su
historia que no sea a la vez y al mismo tiempo historia del movimiento
obrero, del socialismo y de las luchas sociales que en él se inspiraron o
encontraron un punto de referencia.
Creo que lo dicho hasta aquí puede para muchos parecer un recono-
cimiento obvio y tal vez pedestre. Podría decirse, además, que deriva tan
estrictamente de los propios cánones del materialismo histórico que ni
valdría la pena que los marxistas perdieran el tiempo en considerarlo.
Sin embargo, sorprende advertir hasta qué punto esta manera yo diría
laica de analizar los hechos de pensamiento contradice la tendencia ge-
neralizada de los marxistas a considerar el corpus teórico/político en el
que fundan sus perspectivas de análisis desde los términos antitéticos
pero complementarios de ortodoxia y heterodoxia. Si abandonamos esta
matriz porque ponemos en cuestión la naturaleza universal, homogé-
nea y verdadera de ese fenómeno ideológico llamado marxismo, se abre
la posibilidad de una nueva manera de reconstruir la historia de cómo
las tesis de Marx y de las diversas corrientes que en él se inspiraron fue-
ron discutidas y traducidas a línea política en distintas áreas nacionales,
contribuyendo a crear agrupaciones políticas socialistas. Una historia,
en síntesis, en condiciones de revelar las conexiones existentes entre el
proceso de elaboración de la teoría y los procesos reales.

IV

Es mi opinión que ya en los comienzos de la formación de agrupamien-


tos socialistas se planteó el problema de escoger entre una “aplicación”
del pensamiento de Marx a la realidad americana, y lo que podría lla-
marse una refundación de proposiciones doctrinarias nacidas en otros
contextos y a las que se les adjudicaba, en virtud de su relación particular

714
El marxismo en América Latina: Ideas para abordar de otro modo la vieja cuestión

con la práctica social de los trabajadores, la pertinencia incuestionable


de tal procedimiento. No creo, sin embargo, que este momento inicial
del marxismo teórico –y del que el socialista argentino Juan B. Justo y su
grupo fueron probablemente su expresión mayor– estuviera en condi-
ciones de establecer un terreno apto para abordar las complejas elabora-
ciones conceptuales que suponía la “producción” de un marxismo autóc-
tono. Las razones de esta limitación son de distinto orden, pero tiendo a
pensar que se vinculan a las características de los procesos diferenciales
de formación de la masa de trabajadores libres y a las ideologías predo-
minantes en las áreas nacionales donde tales procesos se sucedían. Las
ideas socialistas de matriz marxista aparecían como la coronación del
movimiento liberal o democrático, y las agrupaciones que con mayor o
menor éxito trataron de crear debían ser las encargadas de llevar a cabo
las tareas históricas que las débiles burguesías no habían sabido o podi-
do resolver.
Para esta concepción el marxismo solo era una vertiente más en la
formación del pensamiento socialista y sus hipótesis fundamentales no
tenían por qué desempeñar un papel exclusivo en su práctica política. A
la crítica científica de la economía política se le sustituyó una pedestre
distinción entre capitalismo “bueno” y capitalismo “malo”. La concep-
ción materialista de la historia, vinculada como estaba a una compleja
metodología historiográfica, se redujo al reconocimiento del rol fun-
damental desempeñado por el “factor económico” en los eventos so-
ciales. Y, finalmente, el encuentro entre filosofía y política, ese terreno
teórico-práctico que hacía del movimiento real un verdadero proceso de
emancipación, se transmutó en la fórmula lassalleana de la fusión de
los trabajadores con la ciencia como presupuesto para la realización del
socialismo.
De todas maneras, aún bajo una forma teórica que hacía de la doctri-
na de Marx una coherente ideología de la modernización, el problema
de su ineludible “traducción” a una realidad diferenciada estaba presen-
te en los socialistas argentinos –pero no solo en ellos– desde el inicio.
Para Justo, el hecho de que el Partido Socialista comenzara en nuestras
tierras treinta años después que sus compañeros europeos le permi-
tía beneficiarse de una experiencia acumulada y darse otros puntos de

715
José Aricó

partida. “Debemos buscar nuestro modelo en las formas más recien-


temente adoptadas por el movimiento obrero –afirmaba en 1896– y las
ideas socialistas, en este país virgen de ideas, tomarán así una impor-
tancia principal, si no decisiva”.
Empezar tarde posibilitaba “empezar mejor” porque el itinerario
estaba predeterminado. La evolución de las formas sociales se sucedía
en un tiempo histórico concebido como único y centrado, homogéneo
y lineal. El resultado no podía ser sino el mismo, la generalización de la
sociedad moderna. Por consiguiente, la acción socialista debía apuntar
a romper la corteza resistente del ordenamiento económico-social tra-
dicional. El reconocimiento nacional se volvía así imprescindible para
determinar los puntos de resistencia a la política de modernización y el
marxismo dejaba de ser una mitología de redención social para conver-
tirse en un instrumento, a partir de cuya reformulación podía pensarse
y transformarse una realidad inédita.
Es interesante destacar que, a diferencia de otros pensadores socia-
listas de la época, Juan B. Justo intentó desde el inicio de sus reflexiones
encontrar las raíces del socialismo en la historia nacional, que fue reva-
lorizada críticamente desde la perspectiva de la lucha de clases. En rea-
lidad su “teoría científica de la historia y de la política argentina” no era
sino la reiteración del papel relevante reconocido al “factor económico”
en la formación del Estado nacional, sobre el que ya había insistido la
historiografía liberal. Pero a diferencia de esta, su análisis concluía con
una condena radical de las clases dirigentes argentinas y una revalori-
zación positiva de las clases populares. El partido socialista era, en su
pensamiento, el único capaz de fusionar los esfuerzos históricamente
“ciegos” de aquellas clases subalternas con el movimiento obrero moder-
no en gestación, porque constituía el único partido político dotado de
un programa y de un objetivo histórico compatibles con la evolución de
la sociedad. En la hipótesis de Justo se recupera del marxismo la concep-
ción de la lucha de clases y la propuesta de un partido político autónomo
de los trabajadores, pero bajo la forma de un canon interpretativo basa-
do en la unidad tendencial de evolución técnico-económica y evolución
política. Esta idea de una suerte de transparencia de las relaciones entre
esfera económica y esfera política en la sociedad argentina conducía, en

716
El marxismo en América Latina: Ideas para abordar de otro modo la vieja cuestión

definitiva, al privilegiamiento de la búsqueda de una institucionalidad


perfecta que solo existía en el papel y que condujo al Partido Socialista a
estrellarse infructuosamente con la opacidad de un mundo irreductible
a la transformación proyectada.

Sin embargo, y para no incurrir en un vicio de anacronismo, corres-


ponde señalar que el objeto teórico “marxismo”, como constitución de
un saber autónomo y autosuficiente, derivado de la emergencia de una
determinada clase social y fundante de una visión teleológica de formi-
dable fuerza política, solo es individualizado en la América Latina de los
años veinte y bajo su forma “rusificada”.
Fue únicamente, bajo su forma “leninista” que el marxismo reclamó
entre nosotros una legitimación incuestionable como teoría científica
del mundo y de la transformación social. Es por esta razón que, aunque
no comparto el criterio de algunos investigadores que insisten en el “re-
traso” con que América recibió esta importación –dado que el término
puede aludir también a un conocimiento tardío de los escritos de Marx
que no fue tal– pienso que algo de verdad encierra si con él se quiere
reconocer un hecho. Es decir, que las condiciones para poder imaginar
un proceso de “americanización” del marxismo, con todo lo que dicho
proceso conlleva, solo se crean en el momento mismo de introducción
y expansión del “leninismo”. Si desde fines del siglo pasado las ideas de
Marx se conocen y difunden por toda Iberoamérica, el debate sobre la
significación y naturaleza del marxismo adquiere densidad histórica
en los años veinte, cuando una nueva corriente ideal, la comunista, pre-
tende ser expresiva de un marxismo del que los socialistas renegaron.
En realidad, y hasta la quiebra de la hegemonía comunista en la cultu-
ra de izquierda, el único marxismo que se difundió por América fue el
“marxismo-leninismo”.
Esta forma teórica y política de un marxismo validado por una gran
experiencia histórica se convirtió en la ideología no solo de aquellos
que la recuperaron desde el interior de un movimiento socialista ahora

717
José Aricó

enfrentado en las corrientes revolucionarias y reformistas, sino también


de otras fuerzas nuevas de transformación que emergieron de la crisis
de posguerra. Contra el orden natural de las cosas, el leninismo aposta-
ba decididamente al activismo revolucionario, a la energía y creatividad
de las masas populares, a la voluntad de poder de un grupo sólidamente
estructurado de cuya energía, audacia y organización dependía funda-
mentalmente la conquista del Estado. En un continente que se carac-
terizaba por su heterogeneidad, desarticulación y dependencia, una
ideología que tendía a colocar todo en el terreno de la política y que te-
nía detrás el prestigio de la experiencia soviética, y luego de la china, no
podía menos que convertirse en un formidable mito político. Y aunque
no siempre fue reconocido como tal, el leninismo se transformó en una
componente de todas las agregaciones políticas de tipo nacional revo-
lucionarias, llamadas genéricamente populistas, que proliferaron como
hongos en la América Latina de los años veinte y treinta. Como una teo-
ría del poder en condiciones de atraso, la forma rusificada del marxismo
formó parte del discurso populista y contribuyó a definir algunas de sus
ideas más difundidas. ¿Cómo negar la filiación leninista de reconoci-
mientos como el de las heterogeneidades internas de naciones sin posi-
bilidad de su realización por la presencia decisiva del Imperialismo y la
debilidad de las clases nacionales, o de la imposibilidad de la constitu-
ción de un capitalismo nacional, o de la necesidad de un partido capaz
de superar la debilidad de las clases fundamentales?
Quien se tome el trabajo de releer las publicaciones de izquierda o
democráticas de difusión continental que se editaban por esos años
(Amauta, Claridad, Repertorio Americano, etc.) se sorprenderá al obser-
var hasta dónde la experiencia rusa, combinada con otras que, como la
mexicana y la china se suponen semejantes, forma parte inseparable de
una galaxia ideológica y cultural que se reclama del marxismo. Y por esta
razón creo que las reconstrucciones historiográficas que redujeron la
demarcación del fenómeno leninista a las dimensiones e influencias de
los escuálidos partidos comunistas sudamericanos, soslayan de hecho el
tema central. Cual es, el de que la bifurcación del movimiento social en
corrientes “populistas” y corrientes “clasistas” no expresaba en definiti-
va la exclusión por parte de las primeras, del leninismo defendido por

718
El marxismo en América Latina: Ideas para abordar de otro modo la vieja cuestión

las segundas, sino la morfología concreta que adoptó el proceso de di-


fusión del leninismo, o del “marxismo-leninismo” en dicho movimiento
social. En este sentido, la experiencia latinoamericana reproduciría de
una manera propia, diferenciada, lo ocurrido desde los años setenta del
siglo pasado en Rusia, cuando populistas y marxistas discutían sobre los
destinos de su país amparándose ambos en las teorías de Marx.
Pero si aceptamos la perspectiva de análisis en que me coloco, es po-
sible admitir cuánta razón tenían aquellos que en los años veinte y trein-
ta estaban convencidos que el debate entre el Apra y la Internacional
Comunista encerraba, en realidad, visiones divergentes de un patrimo-
nio teórico común. Y aún más, podría sostenerse con poderosas razones
que Haya de la Torre y el aprismo expresaron en los hechos, y más allá
de la letra de sus discursos, el más sorprendente y original caso latino-
americano de un ideal-tipo leninista. La sustitución del mito universa-
lista por el indoamericanista expresa una necesidad semejante de res-
puestas a la demanda de formación de una voluntad nacional-popular
en América Latina, a partir de un diagnóstico de la situación que era
casi idéntico entre comunistas y apristas. La idea tan cara a Haya de la
Torre de la presencia en las naciones latinoamericanas de diferentes
modos de producción que coexistían contradictoriamente está tomada
de los escritos de Lenin; el conflicto con el imperialismo como el conflic-
to principal; la necesidad de un frente de clases; el objetivo de la crea-
ción de un Estado antimperialista; la constitución política de las clases
oprimidas; el reconocimiento de la debilidad congénita de las burgue-
sías y la necesidad del capitalismo de Estado; la nacionalización de las
tierras e industrias, todas estas propuestas contenidas en las dos obras
doctrinarias de mayor significación teórica de Haya de la Torre: Por la
emancipación de América Latina (1927/1985) y El antimperialismo y el Apra
(1936/1985; aunque redactado sustancialmente en 1928) tienen una in-
cuestionable matriz marxista. Su sesgo más estrictamente leninista
deriva de la absoluta claridad con que el análisis de las características
singulares de la cuestión latinoamericana está vinculado al problema
del poder y a la organización de las fuerzas en condiciones de conquis-
tarlo. Tales propuestas, nacidas de una inteligente reelaboración de las
tesis sobre la cuestión colonial emanadas del Segundo Congreso de la

719
José Aricó

Comintern, fueron los paradigmas en torno a los cuales se estructuró el


pensamiento y la acción de la izquierda latinoamericana hasta nuestros
días. Su agotamiento deja en el presente un vacío teórico y práctico que
la izquierda no parece poder colmar, tensionada como está entre una
ideología que le dio identidad y la necesidad de un proyecto realista y
verosímil de transformación social.

VI

Si aceptamos aún a título de hipótesis de trabajo las consideraciones


aquí expuestas, una conclusión se impone. Más allá de las diferencias
políticas que enfrentaban a populistas y marxistas, los unía no solo un
patrimonio cultural común de referencia, sino también una idéntica vi-
sión del motor de los procesos de cambio de la sociedad. Y aunque el
referente ideológico, en un principio común, con el correr de los años se
irá distinguiendo hasta oscurecer su origen marxista, la dimensión fuer-
temente estatalista de sus visiones permaneció inmodificada. Ambos
partían del supuesto de que solo desde el poder podían ser imaginadas
las transformaciones que posibilitaran a los países latinoamericanos la
liberación nacional y social propugnada.
A la pregunta de cómo puede suscitarse y desarrollarse una volun-
tad nacional-popular –esa pregunta crucial con la que Gramsci inicia-
ba su discurso sobre el Príncipe moderno– ambos respondían desde la
perspectiva del Estado. Las diferencias de sus modelos partidarios, que
como es obvio contaron en la elaboración de sus respectivas políticas y
en los éxitos o fracasos de estas, no invalidaba su sustancia común de
“antiestado” (uno del pueblo, el otro de la clase obrera). Lo que quedaba
fuera de este esquema era una dimensión societal, para darle un nom-
bre, cuya ausencia sorprende en los discursos aprista y comunista y que
constituye, yo diría, la nota distinta de la visión de Mariátegui. Lo que
anuda esta visión al antiguo ideal socialista es la certidumbre de que el
movimiento revolucionario no podía dejar de ser el abanderado y orga-
nizador de una reforma intelectual y moral –en el sentido que Gramsci
da a la palabra. Para que la transformación pudiera ser algo más que

720
El marxismo en América Latina: Ideas para abordar de otro modo la vieja cuestión

una revolución desde arriba, debía previa o simultáneamente penetrar


y modificar la conciencia de los hombres; solo así estaría en condiciones
de romper la inercia de la tradición que mantenía a las masas populares
en la pasividad.
Pero la ruptura de la tradición es posible porque ella misma es he-
terodoxa y contradictoria en sus componentes, “porque se caracteriza
precisamente por su resistencia a dejarse aprehender en una fórmula
hermética”, dice Mariátegui. Si la tradición tiene siempre un aspecto
ideal, fecundo como fermento o impulso de progreso o superación, y un
aspecto empírico, que la reflejaba sin contenerla esencialmente, el revo-
lucionario no debe negarla sino refundarla, encarnando la voluntad de
la sociedad de no petrificarse en un estadio, de no inmovilizarse en una
actitud. Fundir las demandas de clase, de nación y de ciudadano en una
realidad nacional que todavía no lo era, que era apenas “un concepto
por crear”, suponía para Mariátegui incorporar a las masas populares,
fundamentalmente indígenas, a un movimiento capaz de anclar en el
pasado, en una memoria colectiva recompuesta como mito, su realiza-
ción como nación. Desde la sociedad, desde los poderes de la sociedad
civil debía ser pensado el nuevo orden revolucionario.
Nunca ha dejado de sorprenderme la proximidad, por no decir la si-
militud, entre esta visión de Mariátegui y la que por los mismos años
habita en Gramsci. Para el marxista italiano era “imposible cualquier
formación de voluntad colectiva nacional-popular si las grandes masas
de campesinos cultivadores no irrumpen simultáneamente en la vida po-
lítica”; para el peruano, es precisamente esta necesidad la que sustenta
su propuesta fundacional de confluencia o aleación de indigenismo y
socialismo. Si el socialismo define y ordena las reivindicaciones de las
masas populares, y en Perú estas son en sus cuatro quintas partes in-
dígenas, “nuestro socialismo no sería, pues, peruano –ni siquiera sería
socialismo– si no se solidariza, primeramente, con las reivindicaciones
indígenas”. La nación, la idea de nación alimenta la solidaridad social
en la medida en que todos se sienten partícipes de un destino común,
protagonistas de una gran empresa, de un proyecto a realizar que no
es sino la construcción de una forma ejemplar, y por esto sugestiva, de
vida colectiva. El sentimiento nacional podía operar como equivalente

721
José Aricó

funcional a la fe religiosa que unificó la ciudad sacra si se mostraba ca-


paz de incorporar al indígena como peruano, y esta era la única actitud
socialista posible.
Creo descubrir aquí el núcleo problemático de una perspectiva teó-
rica y política que diferencia a Mariátegui tanto de las posiciones de la
Internacional Comunista, como de las de Haya de la Torre y los apristas.
Y por esto pienso que un análisis riguroso y crítico –en la medida en
que afecta a la naturaleza del propio instrumento de análisis: el “marxis-
mo”– del debate que enfrentó a estas visiones puede arrojar elementos
de extrema riqueza conceptual para estudiar, bajo una nueva luz, el sig-
nificado filosófico y cultural de la perspectiva de Mariátegui. Y privilegio
la suya, y no la de Haya, porque estoy persuadido de que es en ella donde
se asienta una dirección de búsqueda que, por estar fundada en una vi-
sión alternativa del “destino” de América, cuestiona de manera radical
el paradigma eurocéntrico que subyace aunque de distinto modo, en las
visiones aprista y comunista. Si mi hipótesis es correcta, el resultado de
ese estudio nos colocaría frente a la aparente paradoja de que es en el
“europeísta” Mariátegui y no en el “indoamericanista” Haya de la Torre
donde la producción de un marxismo latinoamericano ilumina los con-
tornos borrosos de la especificidad americana. Es Mariátegui quien como
nadie intuye que América puede fundar una opción alternativa a Europa
por ser ella misma parte de ese mundo; expresión viva de potencialida-
des que el despliegue victorioso de la “razón occidental” ha sofocado y a
la que la crisis de esta permite que emerja a la superficie.

VII

¿Cómo pudo ser posible tal cambio de paradigmas en un país del que
Mariátegui afirmaba aún en 1927 que no constituía una nación, una socie-
dad que soportaba con nostalgiosa tragicidad el derrumbe de sus creen-
cias, una intelectualidad aristocrática, elitista, constituida como tal sobre
las espaldas de un mundo popular subalterno sometido a la explotación
más inicua, un Estado que conservaba incólume la herencia colonial y
un sistema institucional jerárquicamente organizado? Es aquí donde la

722
El marxismo en América Latina: Ideas para abordar de otro modo la vieja cuestión

imagen paradójica de las virtudes “productivas” del atraso muestra tener


en América Latina el mismo poder corrosivo de certezas que condujo a
Marx a cuestionar su propio paradigma de un modelo unilineal de suce-
sión de los sistemas económico-sociales. El conocimiento de la situación
particular de Rusia (punto de encuentro de Oriente y Occidente) condujo a
Marx a descubrir la potencialidad de un camino de desarrollo distinto del
europeo-occidental, y en el que el atraso constituía una virtud antes que
un límite. El hecho curioso es que en Iberoamérica, y en un país muy dis-
tinto de Rusia, pero atravesado por una misma aguda crisis ideal y de con-
ciencia, se sucede un proceso similar de recomposición del “marxismo”
que conduce al cuestionamiento del paradigma eurocéntrico del socia-
lismo americano. Es posible trazar paralelismos entre Rusia y la América
andina. Una población en su mayoría campesina con ricas culturas loca-
les; una profunda religiosidad popular asentada sobre la subsistencia del
paganismo aborigen; la imposibilidad de las corrientes ilustradas de ge-
neralizar sus visiones que chocaban con las tendencias autoritarias de la
cultura política autóctona; la conformación de una intelligentsia colocada
en situación de ajenidad respecto de los sectores sociales de origen y con
un fuerte sentido de culpa y de responsabilidad personal por la suerte de
los desposeídos; una crisis de certidumbre provocada por grandes desas-
tres políticos (la Guerra del Pacífico en Perú, las derrotas rusas frente a las
potencias europeas, los turcos y luego los japoneses) que evidenciaron la
existencia de una desigualdad social y económica insoportable; la genera-
lización en el espíritu público de una profunda inquietud, de un malestar
que no siempre encontraba formas de expresarse. Estos elementos y al-
gunos otros más que podríamos agregar permiten establecer un vínculo
entre experiencias sometidas a idénticos y traumatizantes procesos de
modernización. Lo que quiero enfatizar es que Perú pudo ser la “Rusia” de
América porque quizás no haya habido otro lugar en el que más abierta-
mente contradictoria se mostrara la experiencia histórica del socialismo
con las condiciones de atraso económico y social, de crisis intelectual y
moral, que pesaba sobre la nación.
En los años veinte la “cuestión nacional” se reveló como el punto
obligado de partida para cualquier reflexión sobre las posibilidades de
transformación de la sociedad peruana. Pero para que este proceso de

723
José Aricó

refundación pudiera conquistar elementos reales de novedad fue me-


nester una concentración igualmente excepcional de capacidad teórica,
de búsqueda de lo concreto en los grandes problemas del país, de actitud
crítica frente a la propia doctrina de la que se propugnaba su apropia-
ción. Esta relación es la que merece ser expuesta en sus formas propias
para que el enigma deje de ser tal y se ponga claramente de manifiesto
de qué modo esa búsqueda de lo concreto permite fusionar la dimen-
sión crítica y activista que Mariátegui imprime al marxismo con la si-
tuación excepcional de laboratorio político que presentaba la realidad
peruana de esos años. En el crisol de esa realidad, la estación “italiana”
de Mariátegui logró amalgamarse con las experiencias indigenistas y
anarquistas, las vanguardias artísticas, el conocimiento de experiencias
como la revolución mexicana, la expansión del socialismo en Europa y
luego el ascenso del fascismo, la revolución china, las elaboraciones de
la Tercera Internacional. De estas experiencias tan disímiles, y bajo el
liderazgo de Mariátegui, se constituye un grupo de pensamiento y de
acción unificado en torno a lo que podríamos designar dos ideas fuerza:
1) una aguda conciencia del carácter original, específico y unitario de la
realidad latinoamericana; 2) la aceptación del marxismo como el univer-
so teórico común según el cual las sociedades iberoamericanas, como
cualquier otra realidad, podían ser descriptas y analizadas determinan-
do sus posibilidades de transformación.
Pero admitir como un principio indiscutible el reconocimiento del
carácter original, específico y unitario de la realidad peruana e ibe-
roamericana significaba de hecho poner en discusión el paradigma
eurocéntrico que sustentó el marxismo como tal. Las interpretaciones
sobre la constitución del círculo político e intelectual que encontró en
la revista Amauta “un campo de gravitación y polarización”, que luego se
dividió internamente alrededor de las figuras de Mariátegui y de Haya
de la Torre y que en los años treinta protagonizó las experiencias del
aprismo y del comunismo peruano, son muy opuestas. Sin embargo,
pienso que a muchas de ellas las unifica un vicio común: su anacronis-
mo. Tanto las lecturas “apristas” del conflicto, como las “comunistas” o
“revolucionarias” (y no importan los ismos que se les agreguen) anali-
zan el debate desde un presente determinado, que según ellos permite

724
El marxismo en América Latina: Ideas para abordar de otro modo la vieja cuestión

que se expliciten históricamente los significados objetivos de fórmulas,


posiciones, análisis, conceptualizaciones, en su momento ambiguas o
teñidas de los elementos espurios que acompañan siempre esos debates.
Si se cuestiona esta perspectiva desde una definición más estrictamente
marxiana del presente histórico, resulta posible analizar de otro modo el
debate y comprender hasta qué punto la centralidad del problema indíge-
na para una revolución democrática y socialista de la transformación es
en Mariátegui un elemento dirimente con relación a las posturas aprista
y comunista.
Se evidenciaría así que Mariátegui puede construir un nuevo con-
cepto de centralidad porque emprende una lectura antieconomicista
del concepto de clase –no en la teoría, sino en el examen de la realidad
peruana–, cuyas consecuencias tienen una importancia decisiva sobre
todo su discurso socialista. No solo porque contradice la visión “clasista”
del marxismo oficial, sino también porque lo diferencia del jacobinismo
estatalista de Haya de la Torre. Al colocar como eje teórico y político de
su análisis socialista un universo que se definía más en términos de cul-
tura que en los estrictos de clase, un objeto nacional y popular antes que
específicamente obrero, Mariátegui hizo emerger de manera inédita el
problema de la nación peruana. Aunque no lo designara así, y su discur-
so no estuviera exento de una persistente animosidad por la democracia
liberal, era la “cuestión democrática” el paradigma desde el cual teori-
zaba la posibilidad y la necesidad de la transformación. El problema del
Perú no será ya la liberación de una nación irredenta, ni la autodeter-
minación de una nacionalidad oprimida, sino la incorporación demo-
crática de las masas populares marginadas a un proceso constitutivo
de la nacionalidad, que podía y debía necesariamente fundirse con un
proyecto socialista.

VIII

Se dijo, y hay mucho de verdad en esto, que con Mariátegui el pensa-


miento de Marx pudo ser utilizado como herramienta en lugar de ser
impuesto como sistema. Al igual que un ingeniero alquimista mezcló las

725
José Aricó

elaboraciones conceptuales más vivas de la tradición no marxista con


las ideas del sabio alemán en el crisol de una realidad que, como la de
su pueblo y América toda se interrogaba por su destino. Esta operación
pudo darse como se dio porque ocurrieron algunos accidentes en su vida
que de tan fortuitos parecen dictados por un oscuro designio. Las vicisi-
tudes de la contienda política precipitaron el exilio europeo donde des-
cubrió certezas que en él, hombre de filiación y de fe, se impusieron con
la solidez de la revelación. Allí pudo descubrir el nuevo Marx que la revo-
lución de los bolcheviques liberó de la ristra de afirmaciones dogmáticas
indiscutibles, absolutas, fuera de las categorías del tiempo y del espacio
que habían sustentado el discurso socialista clásico. Y por esto el Marx
de Mariátegui fue, en definitiva, el exhumado por la izquierda europea,
y más en particular italiana; ese Marx de los ordinovistas que tan nítida-
mente perfiló Gramsci (1917) en algunas páginas que tal vez el peruano
leyó, las de “La revolución contra el capital”. Para todas las fuerzas que
el ciclo de la revolución europea liberó, Marx fue ese vasto cerebro que

[…] nunca sitúa como factor máximo de la historia a los hechos eco-
nómicos en bruto, sino siempre al hombre, a la sociedad de los hom-
bres, de los hombres que se reúnen, se comprenden, desarrollan a
través de esos contactos (cultura) una voluntad social, colectiva, y
entienden los hechos económicos, los juzgan y los adaptan a su vo-
luntad hasta que esta se convierte en motor de la economía, en plas-
madora de la realidad objetiva, la cual vive entonces, se mueve y toma
el carácter de materia telúrica en ebullición, canalizable por donde la
voluntad lo desee, y como la voluntad lo desee (Gramsci, 1980, p. 35).

Es un Marx filtrado por las lecturas de Sorel y de Piero Gobetti, un Marx


atravesado por la obsesiva urgencia del descubrimiento de lo concreto,
de todo aquello que posibilita al espíritu, a las ideas, realizarse.
Pero por los caminos de Europa Mariátegui se descubrió, además,
americano, perteneciente a un mundo primitivo y caótico en el que ha-
bía vivido hasta entonces “casi extraño y ausente”. La revelación de que
la experiencia europea no instituía el paradigma de la nuestra, aunque
las lecciones de su universalización y decadencia tuvieran la virtud de

726
El marxismo en América Latina: Ideas para abordar de otro modo la vieja cuestión

iluminar por contraste nuestra identidad extraviada, determinó el nue-


vo cometido de su vida: liberar América de la sumisión intelectual a
Europa. El deber de una “tarea americana” que esa liberación le impuso
ya no podía agotarse en la prosecución del quimérico sueño de “alcan-
zar” a Europa que ofuscó la mente de nuestros pensadores clásicos. Era
menester desnudar el espíritu crepuscular del mundo burgués, su se-
nectud y decadencia por pérdida de voluntad de creación, para poder
así abrazar la causa de los pueblos “receptivos a un mito multitudinario”
que en el mundo de posguerra no podía ser otro que el socialismo. La au-
tonomización respecto de la cultura europea, de sus patrones evolutivos
pretendidamente universales, determinantes de lo que es avanzado y de
lo que no lo es, abre la posibilidad de imaginar otra construcción de la
historia de nuestros pueblos, en la que la autoctonía americana emerja
no como un límite sino como una latente disponibilidad a invenciones
alternativas de la realidad social.
Con Mariátegui –señala con justeza Morse– América Latina tuvo por
vez primera una interpretación revolucionaria “indoamericanizada” del
proceso histórico comparable a la que setenta años antes había elabora-
do para Rusia Chernishevski, y que contara con la adhesión de Marx. No
existen datos que permitan afirmar que Mariátegui conocía los escritos
de los naródniki rusos; la coincidencia se debería entonces a la similitud
de situaciones. Pero es tan sorprendente que explica las razones que in-
dujeron a la Comintern a denunciar al peruano por su “populismo”.
Pienso que todo lo aquí expuesto ilustra la doble importancia histo-
riográfica y política que trató de encontrar en el debate peruano de los
años veinte y que le otorga su carácter emblemático. El resultado fue la
producción por Mariátegui de un marxismo latinoamericano que termi-
nó allí sepultado por una confrontación ideológica y política equívoca.
Tal marxismo se alimenta de una visión voluntarista que privilegia su
condición de ética revolucionaria antes que su supuesta cientificidad,
el hecho de ser principio ordenador de la práctica antes que catecismo
de afirmaciones dogmáticas e indiscutibles. Como es obvio, esta visión
rompe con las posiciones tradicionales del socialismo de matriz segun-
do internacionalista, pero también con el doctrinarismo a ultranza de la
Comintern. La identidad entre historia y filosofía que Mariátegui recoge

727
José Aricó

del historicismo crociano lo conduce, como a Gramsci, al descubrimien-


to de lo concreto. La “crítica socialista de los problemas y la historia del
Perú” (Mariátegui, 1928/1984), iniciada en un libro que todavía hoy sigue
siendo la única gran obra realmente significativa del marxismo latino-
americano, supone por tanto situarse frente a ellos desde la perspectiva
de la transformación. La descripción de las regularidades profundas,
de sus formas ocultas, de los procesos complejos y diferenciados, solo
pueden ser leídos desde una interpretación del presente que ponga de
relieve su carácter sistemático. Las grandes cuestiones nacionales son
vistas por tanto desde un presente histórico que permite desnudar esa
formidable imbricación de formas que caracterizó la evolución econó-
mica, política y cultural del Perú. El anclaje en la historia no implica una
recaída en la ilusión de encontrar en dicha evolución la génesis real de
las formaciones sociales. Desde el presente es posible otorgar la dimen-
sión teórica al problema de la historia peruana (iberoamericana) y des-
cubrir por qué no hubo nunca una “historia” nacional en el sentido de
una secuencia trascendental de etapas. El anclaje histórico puede apare-
cer así, en los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (Mariátegui,
1928/1984), como connatural a una perspectiva de abordaje que arran-
cando de lo concreto introduce los datos históricos y culturales como
internos al propio proceso. La necesidad y la posibilidad del socialismo
encuentran su razón de ser en la dinámica misma de un proceso que las
hace emerger como instancias propias y no como un injerto extraño.
En esta lección de inmanentismo marxista aplicado al conocimiento
y transformación de su país está encerrado el núcleo de la originalidad de
Mariátegui. Retornar a ella nos hace entrever la posibilidad de construir
una historia distinta que el vacuo ejercicio hagiográfico al servicio de
las leyendas partidarias; una historia que recupere un pasado olvidado
pero imperecedero, donde no solo están los vencedores sino también los
vencidos, los que aún desde el silencio de su voces acalladas nos advier-
ten “de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo, si este
vence”. Y como recuerda Benjamin (2009), el enemigo no ha dejado de
vencer.
Creo que la vigencia del legado de Mariátegui se instala en esta lec-
ción de método, que sigo persuadido pertenece a la esencia viva del

728
El marxismo en América Latina: Ideas para abordar de otro modo la vieja cuestión

marxismo. De otro modo no podríamos responder a la pregunta de por


qué, si los temas, los problemas y los paradigmas en torno a los cuales
la reflexión de Mariátegui se abrió paso ya no tienen estrictamente que
ver con una realidad en profunda mutación, nos seguimos refiriendo a
él para imaginar un socialismo renovado en su manera de considerar
el mundo de los humanos y las posibilidades de su transformación. Yo
pienso que lo hacemos porque creemos encontrar en dicha lección una
dirección de búsqueda, una senda extraviada, que nos lleva a reencon-
trar el filón democrático y antiautoritario subyacente en el discurso de
Marx.
Deberíamos aceptar este reto que nos plantea nuestra tradición, re-
conocer plenamente la demanda de realidad que se oculta detrás de la
recuperación de Mariátegui, y mostrarnos capaces de atravesar el ropaje
de lo viejo con que se reviste lo nuevo. Tentativamente, y para interrum-
pir esta meditación que tal vez haya confundido más que aclarado el
tema, me permito indicar algunas perspectivas que valdría la pena reto-
mar y que colocan en un plano sorprendentemente actual el “problema”
Mariátegui.

1. En una época en que resultaba difícil hacerlo, Mariátegui se atrevió


como nadie a pensar y a postular que el socialismo no podía dejar de
llevar consigo una reforma intelectual y moral, una concepción del
mundo, capaz de encarar de modo inédito la relación entre intelec-
tuales y mundo popular subalterno. Desde esta perspectiva el proble-
ma de la religiosidad popular admitía un abordaje distinto que el des-
calificador del iluminismo socialista.
2. Que en consecuencia, el socialismo, el movimiento socialista, debía
ser el animador de una fe, de un mito, de una creencia común capaz
de galvanizar una sociedad hacia la búsqueda de un porvenir para los
suyos. Todo lo cual supone una mirada desde abajo, desde la sociedad,
de los procesos políticos tendientes a crear un efectivo movimiento de
transformación.
3. El nexo inseparable entre política y moral que este mito supone y
que opera sobre la sociedad como una permanente tensión hacia la

729
José Aricó

dilatación de lo posible, de lo no todavía existente, hace que la política


sea vista por Mariátegui no como forma de alienación humana sino
como instrumento de autoemancipación. La ausencia de la temática
del poder, su no leninismo, muestra hasta qué punto el terreno en que
estaba instalado, y que él definió como “ideológico”, era esencialmen-
te fundacional.
4. A diferencia de una concepción fuertemente arraigada en el movimien-
to socialista, que hacía del marxismo el heredero nato de la racionalidad
capitalista, Mariátegui apunta a destacar en el pensamiento de Marx el
momento de crítica radical de una dirección del mundo. La crisis del
mundo burgués resulta de la pérdida de su voluntad creadora, “para-
lizada por una sensación de acabamiento o desencanto. Pero entonces
se constata, inexorablemente, su envejecimiento y su decadencia”. El
socialismo es posible y necesario porque los “revolucionarios encarnan
la voluntad de la sociedad de no petrificarse en un estadio, de no in-
movilizarse en una actitud”. El sentido del ideal socialista solo puede
realizarse en la medida que sea capaz de atravesar por la cabeza y las
experiencias de los hombres. Y es esta relación tan singular entre mar-
xismo y subjetividad la que borra de sus textos la pátina del tiempo y
nos hace leerlos como si fuéramos nosotros sus destinatarios.

Es verdad que esta lectura mariateguiana fue posible por la compleja


fusión que él realiza del marxismo con ese pensamiento negativo que
la crisis de posguerra contribuyó a liberar. Y es verdad también que en
esta refundación Sorel o Nietzsche fueron tan importantes como Marx.
Imaginar que esta manera de tratar con las cosas pudiera ser entendida
por el movimiento socialista de su tiempo es imposible. Hoy, cuando el
agotamiento de la alternativa aprista por una parte, y la crisis de los pa-
radigmas de la izquierda clásica, por la otra, arrancó a Mariátegui de la
confusa zona de penumbras en la que por muchos años estuvo, podemos
preguntarnos y encontrar respuestas acerca de las razones de su actua-
lidad. Estoy convencido que en estas respuestas está el camino para la
dilucidación del tema del “marxismo latinoamericano”.

Buenos Aires, 25 de agosto de 1985.

730
El marxismo en América Latina: Ideas para abordar de otro modo la vieja cuestión

Bibliografía

Benjamin, W. (2009). Estética y Política. Buenos Aires: Las Cuarenta.


[Trad. J. Fava y T. Bartoletti].
Gramsci, A (1917, 24 de marzo). La revolución contra el capital. Avanti!,
(Milán).
Gramsci, A. (1980). Antología. México: Siglo XXI.
Gramsci, A. (1984). Los intelectuales y la organización de la cultura. Buenos
Aires: Nueva Visión.
Haya de la Torre, V. R. (1927/1985). Por la emancipación de América
Latina. Buenos Aires: Gleyzer.
Haya de la Torre, V. R. (1936/1985). El antimperialismo y el Apra. Santiago
de Chile: Ediciones Ercilla.
Mariátegui, J. C. (1928/1984). Siete ensayos sobre la realidad peruana.
Lima: Amauta.

731
Prólogo a Hegemonía y alternativas políticas en
América Latina*

Por causas de orden editorial, no podemos incluir en nuestra edición las


presentaciones de las ponencias y los debates a que estas dieron lugar,
material que fue grabado y que hoy puede ser consultado por los inves-
tigadores e interesados en el Instituto de Investigaciones Sociales. De
todas maneras, los textos incluidos en el presente libro, que no repro-
ducen exactamente las ponencias iniciales puesto que los investigado-
res contaron con la posibilidad de efectuar correcciones finales para dar
respuestas en su elaboración definitiva a las ideas, o cuestionamientos,
o intentos de refutaciones que afloraron en los debates, muestran cla-
ramente los campos de convergencia y de divergencia que colorean con
tonalidades diversas el pensamiento crítico latinoamericano y europeo.
Sería una tarea vana intentar aquí una síntesis de las posiciones que
a veces de manera excesivamente contrastante se sustentaron en el se-
minario. Además de imposible, resultaría inválida en la medida en que
lo que se intentaba era más una confrontación que una coincidencia en
torno a una temática que todos reconocieron compleja y diferenciada.
Simplemente nos referiremos a algunas ideas allí expuestas que pensa-
mos justifican estas reflexiones.
En primer lugar convendría insistir sobre el sentido del seminario,
que no se propuso analizar cómo y a través de qué caminos se impuso

* Extraído de Aricó, J. (1985). Prólogo, pp. 11-16. En J. Labastida Martín del Campo (Coord.), He-
gemonía y alternativas políticas en América Latina (Seminario de Morelia). México: Siglo XXI.

733
José Aricó

históricamente la hegemonía de las clases dominantes en las naciones


latinoamericanas, sino, más bien, cómo y a través de qué procesos y re-
composiciones teóricas y prácticas puede construirse una hegemonía
proletaria, o popular –la definición ya constituye de por sí un tema de
debate–, capaz de provocar una transformación radical acorde con las
aspiraciones democráticas de las clases trabajadoras del continente. Es
precisamente esta perspectiva de las clases populares la que se deseaba
subrayar puesto que organizadores y participantes reconocíamos que
no siempre, o con la debida frecuencia, tal perspectiva estuvo presen-
te en los debates organizados por las instituciones que centralizan la
actividad intelectual de indagación de los grandes problemas políticos
y sociales de nuestros países. En nuestra opinión, que como es natural
puede o no ser compartida, se ha tendido a analizar más lo que existe,
lo ya dado, lo que finalmente ha acabado por imponerse, que las alter-
nativas que en la realidad se presentaron para que pudieran imponerse
procesos efectivos de democratización y socialización progresiva de las
sociedades latinoamericanas. En definitiva, buena parte de la reflexión
teórica e histórica estuvo dedicada más al análisis de los vencedores que
a la indagación de las alternativas que no pudieron resolver en su favor
los vencidos. Una orientación que insiste en forma desmedida en dicha
perspectiva, concluye instituyendo una forma de ver la realidad según la
cual detenerse en las vicisitudes de las derrotas de las clases populares
pareciera ser un indebido desplazamiento al terreno de la política, plano
que debería ser evitado si se desea permanecer en el ámbito “académico”
en el que tendió a concentrarse el debate no políticamente partidario de
los problemas latinoamericanos.
El objetivo del seminario era romper esta suerte de brecha abierta
entre análisis de la realidad y propuestas teóricas y políticas de trans-
formación. Para ello era preciso tender a buscar una aproximación a la
política que, sin desvirtuar la naturaleza de un seminario de cientistas
sociales donde se discute sobre teoría política, pugnara por encontrar
un nivel de mediación con la realidad en la que las fronteras demasiado
rígidas entre lo “académico” y lo “político” se desdibujaran. Cuestionada
de tal modo una brecha que no siempre existió en el movimiento social,
y sobre cuyas razones históricas de constitución bien valdría la pena

734
Prólogo a Hegemonía y alternativas políticas en América Latina

reflexionar, entre teoría y movimiento social, o dicho de otro modo,


entre ciencia crítica de la realidad y propuestas políticas de transfor-
mación, podría establecerse una relación de alimentación recíproca
que permitiera superar un distanciamiento e incomunicación que, en
nuestra opinión, caracterizó gran parte de nuestra historia cultural, por
lo menos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta los últimos
años. La reflexión académica estuvo mutilada en su capacidad de pro-
longarse al mundo interior de la política, fue más ideología legitimadora
que crítica social, al tiempo que la reflexión política tendió a excluir el
reconocimiento de los nuevos fenómenos teorizados y tematizados por
los intelectuales. Para usar una metáfora de Marx, ni la crítica se ejer-
cía como arma, ni las armas necesitaban de la crítica para encontrar un
fundamento.
Al reconocer la presencia de una brecha que acaba mutilando las po-
sibilidades creadoras de ambas dimensiones de lo real, el seminario se
propuso experimentar una forma de trabajar en la teoría que permitiera
avanzar en un estilo nuevo de elaboración capaz de incluir en el propio
debate esa insuprimible y constante tensión entre teoría y movimien-
to. Para ello escogió un tema de discusión cuyas fuertes connotaciones
políticas no pudieran ser obviadas, en la medida en que colocaba en el
centro del debate la relación entre proyecto de transformación y sujeto
histórico transformador.
El eje en torno al cual giró todo el debate fue el concepto gramscia-
no de hegemonía, su validez como instrumental teórico y político para
reconsiderar desde la perspectiva del presente las limitaciones de la
teoría marxista de la política y del Estado; las reelaboraciones mediante
las cuales tal teoría podía reconquistar su potencial crítico y productor
de estrategias de transformación en el terreno concreto de la realidad
latinoamericana, y, finalmente, la relación de continuidad o de ruptura
que podía establecerse entre las elaboraciones de Gramsci y la tradición
leninista. Como se comprenderá, el último tema provocó las más arduas
y a veces enardecidas discusiones por cuanto dicha tradición constituye
precisamente la forma teórica en que de manera casi excluyente adquirió
entre nosotros la reformulación del marxismo como teoría y política de
la transformación social. Algunas ponencias, que al insistir fuertemente

735
José Aricó

sobre los elementos de novedad aportados por Gramsci, tendían a sosla-


yar la problemática relación que de todas maneras mantuvo con el pen-
samiento de Lenin, fueron a veces violentamente contrastadas por otras
que menospreciaban a su turno el valor disruptivo de una teorización
que, como la de Gramsci, se asienta sobre el reconocimiento de trans-
formación epocal de la que ni Lenin ni el propio Marx pudieron en modo
alguno dar cuenta. De todas maneras, la discusión permitió avanzar en
el establecimiento de un terreno común de confrontación que permitirá
sin duda en el futuro relacionar tendencias que hasta ahora parecían
separadas por áreas geográficas de pertinencia, y a las que una visión
restrictiva de la distinción gramsciana entre “Oriente” y “Occidente”
parecía dar plena legitimidad. En este sentido, el debate hizo aflorar,
aunque no con la suficiente claridad, los dos órdenes de problemas a
los que el concepto de hegemonía en Gramsci insoslayablemente nos
remite. Porque si es cierto que él se funda sobre el análisis de cómo un
orden burgués pudo ser impuesto encontrando una legitimación en las
masas populares, incluye a la vez una reflexión, nunca suficientemente
explícita pero no por ello menos constante, sobre la experiencia concre-
ta de construcción de un orden socialista en un país de “Oriente”. Quizás
valga la pena insistir en esta aclaración porque no siempre se tiene sufi-
cientemente en cuenta que las elaboraciones de Gramsci sobre el tema
son también reflexiones sobre lo que estaba sucediendo en la sociedad
soviética de su época, vale decir, en un momento en que la hegemonía
comenzaba a extinguirse como principio rector en la construcción de
un nuevo orden social, y la capacidad expansiva del fenómeno soviético
encontraba insuperables barreras para difundirse.
Si nosotros queremos aferrar el sentido más profundo de las reflexio-
nes gramscianas, si deseamos develar lo que muchas veces de manera me-
tafórica intentaba realmente decirnos, debemos necesariamente leerlas a
la luz de los fenómenos concretos de construcción del socialismo, fenó-
menos críticamente analizados por un hombre que siempre fue un comu-
nista convicto y confeso, es decir, un militante revolucionario que admitía
como puntos de partida ciertos paradigmas esenciales de la interpretación
leninista de Marx. El reconocimiento de la centralidad proletaria, la nece-
sidad de un partido como supuesto inderogable de la hegemonización de

736
Prólogo a Hegemonía y alternativas políticas en América Latina

las clases subalternas, la conquista del poder como iniciación de un nuevo


orden social, la reforma intelectual y moral de la que aquel debía ser ge-
nerador para fundar el nuevo orden en un cemento cultural unificador de
las masas populares, etc., fueron principios que Gramsci reconoció como
propios de un Lenin que en el terreno de la política, aunque no de la teoría,
reconsidera en el tercer Congreso de la Internacional Comunista la vali-
dez epocal de buena parte de una tradición que él como nadie contribuyó
a configurar. Por lo que nos atreveríamos a afirmar que es a ese Lenin,
al Lenin que privilegia la conquista de las masas, que critica fuertemente
la burocratización del proceso soviético, que admite diferencias fuerte-
mente significativas de los sistemas políticos de Occidente, que busca for-
mas más dinámicas y flexibles de organización de las masas en Oriente,
que privilegia la reunificación de las clases trabajadoras como soporte de
los procesos de transformación social, en fin, al Lenin de frente único al
que reconoce como su inspirador. Y es en él donde cree encontrar in nuce
la formulación de una teoría de la hegemonía que habrá de representar
su aporte aún inagotado a una comprensión moderna de la política, del
Estado y de la transformación. Gramsci arranca, en suma, de una serie de
conceptos, muchos de ellos de matriz leninista, sobre los que funda una
visión del proceso revolucionario en una etapa caracterizada por la de-
rrota del movimiento obrero, la crisis del Estado liberal y los fuertes lími-
tes de la experiencia soviética. Y vale la pena recordar esta circunstancia
porque son precisamente tales conceptos los que hoy deben ser puestos a
prueba, no simplemente porque la crisis del socialismo –para situar en su
debido lugar lo que hoy denominamos restrictivamente como “crisis del
marxismo”– ha provocado la proliferación de corrientes que cuestionan
una tradición teórica fuertemente arraigada en la historia del movimien-
to social, sino porque toda una época histórica está concluyendo y es difí-
cil pensar que con ella no se hayan agotado también partes significativas
de tal tradición.
Un problema que afloró con particular agudeza en el seminario versó
precisamente sobre la validez del principio teórico y político del proleta-
riado como clase fundante, como soporte histórico y social de una nueva
forma de sociedad. Algunos ponentes analizaron con mucha claridad los
peligros que implica pretender deducir de las posiciones que se ocupan

737
José Aricó

en las relaciones de producción ciertos comportamientos sociales que


permitan establecer por sí mismos la constitución de sujetos sociales so-
portes de transformaciones radicales. La concepción de sujetos sociales
“preconstituidos”, que deriva de una lectura ingenua del pensamiento
de Marx pero que sigue siendo aplastantemente dominante en el sen-
tido común marxista, se convierte de tal modo en la matriz esencial del
reduccionismo economicista, limitación que con distinto énfasis los
participantes del seminario tendieron a considerar como la traba fun-
damental para la reconquista de la capacidad explicativa y proyectiva
del marxismo. El privilegiamiento deductivista del proletariado, típico
de las teorizaciones de la Segunda Internacional, o aun su parcial co-
rrección mediante la incorporación del concepto leninista de “alianza
de clases”, impuesto por la Tercera Internacional, dejaban en definiti-
va intocado el problema de la complejidad de los procesos a partir de
los cuales el antagonismo instalado en el nivel de las relaciones de pro-
ducción podía expresarse en la constitución de las fuerzas sociales en
permanente estado de recomposición. El concepto gramsciano de he-
gemonía, aquello que –para decirlo ahora de manera provocatoria– lo
transforma en un punto de ruptura de toda la elaboración marxista que
lo precedió, es el hecho de que se postula como una superación de la no-
ción de alianza de clases en la medida en que privilegia la constitución
de sujetos sociales a través de la absorción y desplazamiento de posicio-
nes que Gramsci define como “económico-corporativas” y por tanto in-
capaces de devenir “Estado”. Así entendida, la hegemonía es un proceso
de constitución de los propios agentes sociales en su proceso de devenir
Estado, o sea, fuerza hegemónica. De tal modo, aferrándonos a catego-
rías gramscianas como las de “formación de una voluntad nacional” y de
“reforma intelectual y moral”, a todo lo que ellas implican más allá del
terreno histórico-concreto del que emergieron, el proceso de configura-
ción de la hegemonía aparece como un movimiento que afecta ante todo
a la construcción social de la realidad y que concluye recomponiendo de
manera inédita a los sujetos sociales mismos.
Cuando afirmamos que el concepto gramsciano de hegemonía es
irreductible al concepto leniniano de “alianza de clases”, no podemos
negar que de algún modo lo presupone. Sería absurdo no ver que detrás

738
Prólogo a Hegemonía y alternativas políticas en América Latina

de Gramsci está Lenin, aunque no solo él; en el mismo sentido, desco-


noceríamos la historia si tratáramos de comprenderlo sin apelar a las
elaboraciones y a la experiencia de la Tercera Internacional. Pero cuan-
do se insiste en tal irreductibilidad simplemente se quiere señalar que,
aun siendo así, de todas maneras resultaría mutilador y falso encerrar a
Gramsci en la matriz leninista. Todo lo nuevo que pudiera haber aporta-
do quedaría de hecho invalidado o subsumido dentro de una tradición
de pensamiento eximida de la perentoria necesidad de medirse con la
realidad de nuestro tiempo. Podría reflexionarse ampliamente sobre las
consecuencias en la teoría y en la práctica social que esta forma sacra
de abordar los problemas acarrea. Nos gustaría insistir solamente sobre
una en particular, por el peso asfixiante que aún tiene para abordar el
problema de los procesos de transición. Si como hemos recordado, la
reflexión gramsciana encierra metafóricamente un análisis de los me-
canismos que condujeron al agotamiento de la capacidad hegemónica
de las fuerzas rectoras del proceso soviético, estaríamos dispuestos a
afirmar que de la lectura de los Cuadernos de la cárcel (Gramsci, 1980) se
deduce con mucha claridad que Gramsci evaluó en toda su importancia
el error que significó considerar al proletariado y al campesinado ru-
sos como sujetos preconstituidos de cuya alianza un partido que nunca
cuestionó su condición de representante –ni siquiera cuando la fractura
de su núcleo dirigente colocó al rojo vivo este tema– pretendió ser exclu-
sivo y único garante. Y es esta la razón por la que estamos firmemente
convencidos de que frente a Gramsci es preciso realizar siempre una
lectura que coloque en el lugar debido la relación insoslayable que sus
reflexiones mantienen con la experiencia mutilada de implementación
de un proyecto hegemónico revolucionario como fue el iniciado por la
Revolución de Octubre. Es cierto que este principio hermenéutico vale
para todo pensador y con más razón para un pensador político, pero en
el caso de Gramsci es doblemente válido por las condiciones en que de-
bió escribir, cercado como estaba por la prisión mussoliniana y la des-
confianza e incomprensión de sus propios compañeros.
Si la discusión sobre los parámetros fundamentales en torno a los
cuales se elaboró el leninismo como lectura fuertemente politizada del
marxismo de la Segunda Internacional, y la proximidad o distancia que

739
José Aricó

frente a él mantuvo Gramsci, tiene una importancia teórica general, en


el caso de América Latina esa importancia trasciende esos límites teó-
ricos por cuanto el debate marxista nunca alcanzó a ser un fenómeno
interno al movimiento obrero, o, si en algunos lugares lo fue, nunca la
relación entre teoría marxista y movimiento de las clases trabajadoras
adquirió características aproximables a la constelación de formas euro-
peas. Ni la extensión y densidad histórica del proletariado es semejante,
ni su horizonte ideal tendió a reconocer el socialismo como una expre-
sión política propia. De ahí entonces la utilidad de confrontar con las
diferenciadas realidades latinoamericanas paradigmas que exigen de
nosotros “traducciones” (en el sentido de Gramsci) menos puntuales e
infinitamente más cautas. Si un principio esencial del marxismo era, y
en gran medida sigue siendo, el reconocimiento de la centralidad pro-
letaria como supuesto inderogable de todo proyecto de transformación
socialista, ¿qué vigencia podemos otorgar a este principio en condicio-
nes o en situaciones donde la clase obrera no ocupa en la producción
ni en la sociedad espacios como los que detentó y aún detenta en los
países capitalistas centrales? ¿Hasta qué punto el “sustitutivismo” –de la
clase por el partido, del partido por los jefes– que en las áreas centrales
de constitución del movimiento obrero pareció ser en un principio un
elemento connatural del proceso de organización del proletariado como
clase, y luego la manifestación perversa de un reduccionismo de matriz
esencialmente teórica, en América Latina es más la exorcización de una
realidad que nunca llega a ser como la teoría quiere que sea para que
esta tenga capacidad explicativa y predictiva y por tanto potencialidad
política? ¿Por qué las experiencias que se plantearon transformaciones
sociales aparecieron como ajenas a las elaboraciones orgánicas de una
teoría que se pensó siempre como elemento inseparable de aquellas?
¿Cómo explicarse la eterna querella entre marxismo y movimiento so-
cial latinoamericano? Si la resolución de tal conflicto fue por muchos
de nosotros proyectada a un futuro siempre inalcanzado de “madura-
ción” de la realidad y no de “recomposición” de la teoría, la actual dilata-
ción del conflicto a los mismos lugares de configuración de la teoría nos
plantea la perentoria necesidad de someter todo nuevamente a crítica,
de medirnos de renovada manera con los hechos y la significación de

740
Prólogo a Hegemonía y alternativas políticas en América Latina

un mundo que se resiste como nunca a ser categorizado. Pensar que la


crisis del capitalismo y del socialismo “real”, que los obstáculos en apa-
riencia insorteables para compatibilizar justicia y libertad no requieran
hoy de una audaz recomposición teórica –y práctica, por supuesto– del
marxismo, aunque no solo de él, sería solo una forma no por vergon-
zante menos mutiladora de fuga de la realidad, de obcecada negativa a
admitirla tal como realmente es, con todo lo que ella encierra de posibili-
dades trágicas para el destino de la humanidad. De más está decir hasta
qué extremos una actitud semejante se contradice con el espíritu y la
naturaleza del programa científico de Marx.
Medirnos con las preguntas de nuestro tiempo implica poner a prue-
ba los principios mismos de una teoría que no admitió nunca, ni aquí ni
en parte alguna, una “traducción” puntual. Si a la vez que mantenemos
una adhesión crítica a una tradición teórica de la que resulta imposible
e inútil escapar en la medida que es una dimensión insuprimible e “in-
superada” de la propia realidad [y] pretendemos analizar de una mane-
ra veraz y realista los procesos de cambio en América Latina, debemos
indagar las posibilidades y las condiciones en que fuerzas sociales que
se constituyen a partir del carácter contradictorio del mundo capitalista
pueden convertirse en sujetos históricos transformadores. En esta pers-
pectiva, colocando en el tapete estas preguntas, el seminario de Morelia
tuvo la enorme virtud de abrir un campo de problemas hasta ahora inex-
plorado entre nosotros. Nos atreveríamos a sostener que es precisamen-
te esta circunstancia lo que, probablemente, habrá de proyectarlo como
un momento excepcional de esa fuerte demanda de realidad que hoy
tensiona a los científicos sociales avanzados.

Bibliografía

Gramsci, A. (1980). Cuadernos de la cárcel, 6 Vol. México: Casa Juan


Pablos.

741
América Latina: El destino se llama democracia*

José Aricó, cordobés, residió en México durante varios años y allí, como
antes y ahora en Argentina, desarrolló una intensa actividad como
investigador de la historia de las ideas, y principalmente del marxis-
mo, en América Latina. Entre sus libros hay que recordar Mariátegui
y los orígenes del marxismo latinoamericano (Aricó y otros, 1978); Marx y
América Latina (Aricó, 1980/1999) y el que en este momento tiene en
prensa: La hipótesis de Justo (Aricó, 1980/2009). Aricó obtuvo este año
una beca de la Fundación Guggenheim de Estados Unidos.

¿Por qué la dedicatoria de tu libro Marx y América Latina dice “A los compañe-
ros de Pasado y Presente”? ¿Qué connotaciones de tu vida intelectual y política
están comprendidas en esa evocación?
Pasado y Presente es el nombre de una revista que en 1963 comenzamos
a publicar en Córdoba. Su aparición provocó desagrado en los medios
comunistas a los que en su mayoría pertenecía el núcleo redaccional,
pero también interés y sorpresa en la izquierda intelectual, en especial

* Extraído de Crespo, H. y Marimón, A. (1986, septiembre). América Latina: el destino se llama


democracia [Entrevista a J. Arico]. Vuelta Sudamericana, 1(2), (Buenos Aires).
Nota: Primera edición Aricó, J. (1983, 24 de abril). [Entrevista]. Revista de la Universidad de México,
Nueva Época, (México: UNAM). Sobre esa versión, y a pedido de Danubio Torres Fierro, secretario
de redacción de Vuelta Sudamericana, Aricó corrigió el material para esta publicación. Aquí segui-
mos esta segunda versión. Asimismo, extractos extensos de esta entrevista fueron publicados en
Aricó, J. (1991-1992, diciembre-febrero). [Entrevista]. La Ciudad Futura, 30-31, (Buenos Aires).

743
José Aricó

porteña. La pregunta era cómo pudo ser posible que una revista de las
características de Pasado y Presente pudiera surgir en un lugar como
Córdoba, que había gozado en el pasado de cierto prestigio intelectual,
pero hecho desde modelos intelectuales muy distintos. La revista pare-
cía instituir un campo de reflexiones sin antecedentes, sin una tradición
en la que inscribirse y por lo tanto como una creación ex nihilo. De pron-
to, irrumpía un grupo de personas que provenían en su mayoría de la
universidad, que eran todos militantes de la izquierda y comunistas los
más, y que mostraban una disposición inédita a vincular ciertos debates
teóricos que se sucedían en Europa (pero no solo en ella) con los proble-
mas de la izquierda argentina. Esto era lo que sorprendía: la novedad de
un grupo que pensaba los problemas políticos y de la izquierda desde un
lugar de provincia, esto es, desde fuera del tradicional centro de conden-
sación de las estructuras teóricas y de la fisonomía organizativa del pen-
samiento de izquierda. Esta circunstancia anómala sirvió de estímulo
para el desarrollo de la revista porque le permitía descentralizar tanto
el discurso como los viejos temas de debate. Pero además le posibilitó
incorporar voces que nunca hubieran aparecido juntas en una publica-
ción porteña del mismo tipo. Es difícil, desde el presente, reconstruir
toda esa historia o darle su verdadera significación, pero en todos estos
años, me parece, por lo que he visto y oído, por lo que he conversado con
gente a la que no había conocido antes, que la presencia de la revista,
el clima de ideas que animó, el tipo de discusiones que suscitó, fueron
muy importantes para una historia que aún no estamos en condiciones
de reconstruir, pero en cuyo interior Pasado y Presente desempeñó una
función más relevante que la que nosotros mismos tendimos a asignar-
le. Supongo que la reconstrucción de esa historia, con todas sus implica-
ciones positivas y negativas, puede ayudarnos a explicar momentos que
aún nos resultan difíciles de abordar: los años sesenta y el Cordobazo, la
década de los setenta y el vertiginoso viraje de la sociedad argentina a
una espiral de violencia total. En México, durante el exilio, descubrimos
hasta qué punto Pasado y Presente estuvo en el centro de un debate teó-
rico y político que coagula en el más significativo movimiento social de
transformación de las últimas décadas. De sus aciertos y de sus profun-
dos errores somos corresponsables: su historia es la nuestra.

744
América Latina: El destino se llama democracia

¿Cuáles fueron los puntos de nucleamiento del grupo que animó Pasado y
Presente?
Nosotros éramos un grupo de comunistas que nos propusimos re-
flexionar sobre las razones de las insuficiencias de la acción comunista
en la Argentina. Y para esto arrancábamos de dos hechos. Por un lado, lo
que estaba ocurriendo en la Unión Soviética, que nos parecía grave y ur-
gente de analizar a diferencia de la actitud asumida por un PC que dis-
minuía su significado. Por el otro, ciertos fenómenos de recomposición
de la teoría marxista que se sucedían en algunos países. Nos interesaba,
en especial, el debate intelectual y político que atravesaba el marxismo
italiano. Pienso que seguíamos con detenimiento lo que ocurría en Italia
porque, de un modo u otro, todos recibimos la influencia poderosa de
Antonio Gramsci. Y aquí podría afirmar que si hubo un grupo sobre el
cual la influencia del pensamiento gramsciano en Argentina fue decisi-
vo, ese grupo estaba fundamentalmente en Córdoba o nucleado en tor-
no a la experiencia de nuestra revista. En tal sentido, y para hablar de mi
caso, no fue por azar que haya sido traductor de Gramsci, que el título
de la revista reprodujera el nombre con que Gramsci reagrupó algunas
de sus notas de los Cuadernos de la cárcel (Gramsci, 1980). Recuerdo que el
nombre fue escogido simultáneamente por Juan Carlos Portantiero des-
de Buenos Aires y por mí desde Córdoba, sin que nos hubiéramos puesto
de acuerdo previamente. Desde años antes de la publicación de la revista
hubo una estimulante frecuentación de sus escritos que, más allá de la
discusión actual sobre la vigencia del gramscismo, tuvo en nosotros un
efecto de liberación muy fuerte y nos ayudó a observar fenómenos que
antes, en el pensamiento marxista, estaban soslayados. Por ejemplo, los
problemas de los intelectuales, de la cultura, de la relación entre Estado,
nación y sociedad, la función del partido político en el seno de un bloque
de fuerzas populares, etcétera. No es que tales problemas no se pensa-
ran, sino que se pensaban desde una perspectiva que no nos obligaba
a descubrir nuestra propia realidad nacional. Aquí conviene señalar,
que antes de Gramsci, para nosotros, comunistas argentinos, no nos
era necesario conocer el pasado nacional para pensar la política. Pero si,
como nos enseñaba Gramsci, la unidad histórica de las clases dirigen-
tes se da en el Estado y este es el centro de constitución de un aparato

745
José Aricó

hegemónico que asegura la dominación de un grupo social sobre el resto


de la población, el reconocimiento del terreno nacional en el que una
política socialista podía tornarse eficaz suponía necesariamente la de-
terminación de las formas particulares de Estado argentino. Lo cual
solo era posible a partir de la reconstrucción de la historia política de las
clases, de sus formas de conciencia, de sus modos de organización. La
teoría de la hegemonía de Gramsci nos obligaba a reencontramos con la
historia argentina.
Recordemos los caminos tortuosos a través de los cuales se introdujo
el tema de la historia en el interior de la izquierda y la forma sórdida-
mente utilitaria con que se intentaron legitimar las opciones políticas
con el análisis histórico. Entre historiografía e izquierda siempre hubo
conflictos y esto no ocurrió solo en Argentina. Hubo un libro en América
Latina, tal vez el primer libro marxista, que se llamó justamente 7 ensa-
yos de interpretación de la realidad peruana y fue escrito por Mariátegui en
1928 (Mariátegui, 1928/1984). Es posible que con él se introdujera en la
izquierda –pero no solo en ella– la idea, el concepto, de “realidad nacio-
nal”. Y digo esto, porque fue precisamente la idea de realidad nacional la
que más irritó a los dirigentes de la Internacional Comunista y de algu-
nos partidos comunistas latinoamericanos en los debates del Congreso
que realizaron en Buenos Aires en 1929. Para estos dirigentes no exis-
tían realidades “nacionales” que distinguieran de manera significativa
a cada uno de los pueblos americanos. Solo existían numerosos países
oprimidos por el imperialismo que constituían el llamado mundo colo-
nial en el interior del cual las diferencias contaban muy poco frente a una
condición que los igualaba y los reducía ad unum. El libro de Mariátegui
probaba que Perú y Argentina, por ejemplo, no eran la misma cosa. Creo
que, sin saberlo, Mariátegui hizo un libro “gramsciano” sobre la realidad
de su país y en el que el tema de fondo de los intelectuales era tratado de
manera nueva y creadora. Véase, por ejemplo, el ensayo dedicado a la
evolución de la literatura peruana.
Pero volviendo al papel desempañado por Gramsci, yo diría que su
insistencia en el reconocimiento cuidadoso del carácter nacional que
suponen una teoría y una práctica marxista nos permitía cuestionar
la posición de subalternización de ese problema que dominaba en el

746
América Latina: El destino se llama democracia

interior del PC y escapar de la lectura obligatoria de la Historia del Partido


Comunista (B) de la URSS (CC-PCUS, 1939) para comprender la natu-
raleza de los hechos del mundo y, por lo tanto, también de Argentina.
Podíamos comenzar a leer, no por la necesidad de completar una forma-
ción cultural, sino por los requerimientos políticos que dirigían el redes-
cubrimiento de la realidad, a aquellos autores que siempre nos habían
parecido soslayables, de segundo orden, y que sin embargo eran quienes
habían hecho o reflexionado sobre nuestra historia, sobre nuestra vida
nacional. La lectura de la obra de Gramsci, si era hecha como lo fue en
nuestro caso, a plena conciencia, nos llevaba irremisiblemente a poner
en duda un conjunto de seguridades que había sostenido nuestra for-
mación comunista. A partir de él, mucho de lo que ya sabíamos podía ser
conocido por nosotros. Por eso pienso que ciertos fenómenos de ruptura
interna de la homogeneidad comunista comenzaron a darse entre los
años 1960 y 1962 y en torno a hechos antes conocidos. Así, para recordar
uno, si el XXII Congreso de PCUS fue decisivo, no lo fue porque dijera
algo nuevo respecto de lo que con incredulidad y luego vergüenza nos
enteramos a partir del XX Congreso, sino porque no existiendo en 1962
nada que como los sucesos de Hungría en 1956 ocultaran entre los comu-
nistas la verdadera significación del informe de Jruschov1, la tragedia del
estalinismo aparecía desnuda ante nuestros ojos ávidos de entender. La
actitud del PCA, que intentó frenar la discusión sobre la significación
real de los hechos denunciados en el XXII Congreso y la corresponsa-
bilidad en ellos de todos los comunistas, junto a otros sucesos que mos-
traban la distancia entre lo que se decía ser y lo que se era realmente,
nos llevaron a pensar la necesidad de emprender una tarea de transfor-
mación del partido desde el interior del propio partido. Deslumbrados
por la experiencia de la Revolución Cubana (por la que la dirección co-
munista no podía ocultar su animadversión), críticos de la respuesta
que daba el mundo comunista al problema del estalinismo, convencidos
de la necesidad de repensar la forma teórica del marxismo a partir de
las indicaciones de Gramsci, llegamos a la conclusión de que debíamos

1. Se refiere al famoso “Informe Secreto” de Nikita Kruschev (o Jruschov, o Jrushchov), presentado en


el XX Congreso del PCUS el 25 de febrero de 1956. [Nota de la presente edición].

747
José Aricó

emprender la aventura de una revista redactada por comunistas y no


comunistas, colocada fuera de la disciplina orgánica partidaria, que pu-
diera actuar sobre el partido como un centro de fermentos ideales, de
debate y crítica, posibilitando a las fuerzas renovadoras que creíamos
existentes en su interior la tarea de llevar adelante una reconstrucción
teórica y política en condiciones más favorables. Eludiendo el rigor de
las estrictas normas partidarias, ofreceríamos al debate ideológico un
terreno hasta ahora no utilizado y una demostración clara del rigor y
la inteligencia con que los comunistas se planteaban las demandas de
aggiornamento.
Así estuvieron planteadas las cosas. Si se recorre la lista de los miem-
bros de la dirección de la revista se observará el carácter no estrictamen-
te partidario del núcleo constituyente. Una parte era comunista, otra no,
y la función de esta última era la de impedir las presiones inevitables que
vendrían de la dirección del PCA. Debe recordarse, además, que algu-
nos de los intelectuales comunistas que allí figuraban habían ocupado u
ocupaban lugares de significación en la organización regional cordobe-
sa o, dicho de otro modo, eran figuras políticas más que intelectuales. El
primer editorial, que lleva mi firma, provocó un malestar tal que acabó
finalmente con nuestra expulsión del partido. Allí se planteaban varios
problemas o focos de atención en torno a los cuales pretendíamos orga-
nizar la discusión. Primero, que la posición que tenían los comunistas
respecto del peronismo no era correcta porque soslayaba los nuevos y
necesarios elementos que había introducido la concepción política pero-
nista. Se tendía a verla como un fenómeno de primitivismo de las masas
que debía, y podía, ser erradicado con la implementación de una política
“culta” frente a esas mismas masas. Era una visión iluminista y no perci-
bía que el peronismo expresaba un momento histórico de formación de
las masas obreras en el país, y que por lo tanto resultaba un fenómeno
absolutamente necesario antes que una perversión satánica. Tampoco
podían comprender que su actitud errónea frente al peronismo les im-
pedía reconocer, al mismo tiempo, que una política de conquista de esas
masas necesitaba ineludiblemente de un reexamen de toda la situación
nacional y, por sobre todo, de la búsqueda un nuevo tipo de vinculación
entre mundo intelectual y mundo proletario y popular. Y esa nueva y

748
América Latina: El destino se llama democracia

urgente vinculación, en el caso del marxismo, debía llevarlo a repen-


sar su forma teórica tradicional y su relación con la cultura moderna.
Insisto en este tema porque es el principal que hoy está en discusión
en el marxismo: ¿qué relaciones pueden existir entre el marxismo, que
es una teoría y una doctrina, un pensamiento que se constituye en un
momento preciso de la historia del mundo para dar respuestas a ciertos
problemas de esa realidad, y un mundo moderno en el que se da una
explosión del campo científico que plantea una multiplicidad de nuevos
problemas que por supuesto no fueron vistos –ni podían serlo– ni por el
marxismo ni por la ciencia del momento de su constitución? Nosotros
defendíamos en la revista una posición absolutamente contraria de la
sostenida por el PCA. La relación entre marxismo y cultura moderna no
era para nosotros algo ya definido y establecido, inmutable; el marxis-
mo no constituía un cuerpo de verdades desde el cual se debía analizar
y metabolizar la cultura moderna; entre marxismo y cultura moderna
debía existir un sistema de vasos comunicantes. A fin de que esta re-
lación dialéctica instalada en la realidad no se cerrara, debía existir en
nuestra opinión un pluralismo ideológico en el interior mismo de las
organizaciones que se decían marxistas; solo de ese modo el marxismo
podía medirse permanentemente con la realidad. Esta es la idea que de-
fendíamos en 1963 y que todavía hoy podemos defender a pie juntillas.
Es lo que digo en el epílogo a la segunda edición de Marx y América Latina
(Aricó, 1980/2009).
En la posición de Pasado y Presente es posible que no pudiera encon-
trarse mucho más que eso. Más que un cuerpo de propuestas sobre el
país y su historia, más que una estrategia u orientaciones de acción po-
lítica o ideológica, más que un proyecto elaborado de recomposición
cultural –sobre los cuales existieron simplemente intuiciones–, más que
todo esto había un clima de heterodoxia, una conciencia pluralista ali-
mentada de la certeza de que una cultura de izquierda solo podía reali-
zarse a través del debate, de la discusión y de la libre circulación de las
ideas. Es posible pensar que esto era poco, y sin embargo, ¡cuánto nos
costó defenderlo!
En definitiva, y simplificando, yo diría que el de Pasado y Presente
fue, en esencia, un grupo socialista, pluralista y democrático. Si

749
José Aricó

tuviera que precisar en pocas palabras la manera en que nuestra


revista intentaba pensar y contribuir a transformar la realidad, di-
ría que nos situábamos frente a los hechos desde la perspectiva de
un marxismo colocado siempre como uno de los elementos de esa
realidad, y no separado de ella. Excluidos del Partido Comunista y
renuentes a aceptar una forma de concebir la unidad entre intelec-
tuales y clase obrera que desde el peronismo había entrado en crisis,
¿qué porvenir tenía un grupo de intelectuales socialistas descreídos
de una salida en el peronismo? Todas las vicisitudes del itinerario po-
lítico del grupo tienen como fondo su incapacidad de dar respuesta a
esta encrucijada. Su propia naturaleza como grupo con pretensiones
políticas entraba en contradicción con su exacerbado espíritu crítico
y pluralista. Y si menciono el tema de la “naturaleza” del grupo tengo
que referirme a cierta característica de la sociedad argentina, esto es,
a una sociedad donde los intelectuales no tienen un peso propio –hoy
existe la posibilidad de que sí lo tengan, porque en medio del desas-
tre, del genocidio, personas como Borges o Sabato tienen a veces más
importancia cívica que la Multipartidaria o las 62 Organizaciones.
En Argentina ser un intelectual de izquierda era, en definitiva, ser
un intelectual vergonzante. Solamente se podía ser de izquierda si
se estaba adscripto a alguna fuerza política de izquierda y, de una u
otra manera, se acompañaba a dicha fuerza. Cuando desde el segun-
do número de la revista estuvimos colocados en la situación de un
grupo que no tenía destinatarios, excepto la sociedad en su conjun-
to, vivimos esa situación con un sentimiento de culpa que creíamos
poder apagar buscando desesperadamente un anclaje político. Creo
que la vida de la revista estuvo marcada por este deambular detrás
del sujeto político. Basta recorrer las notas dedicadas a la reflexión
política para encontrar en ellas los vaivenes del grupo y también su
imposibilidad de pensarse como un grupo autónomo cultural, insta-
lado en la reflexión crítica y constituyendo como tal, en sí mismo, un
grupo político, una forma de organización política. Esta es, tal vez,
una verdad adquirida hoy por nosotros, pero para que adviniéramos
a ella debió mediar todo lo que ocurrió en la Argentina, y también las
experiencias que tuvimos fuera del país.

750
América Latina: El destino se llama democracia

¿Cómo surge la experiencia de la colección Cuadernos de Pasado y Presente?


Cuando en su primera época (1963-1965) la revista no logró resolver
de manera fructuosa el problema del anclaje político, y las debilidades
del grupo impidieron continuar con su tarea de recomposición de la cul-
tura de izquierda, se abre la alternativa de los Cuadernos. Fueron, en
parte, una propuesta sustitutiva. Partíamos de la convicción de que no
se podía recomponer una cultura de izquierda como si se estuviera tra-
bajando con un rompecabezas. Era preciso encontrar un lenguaje posi-
ble, en cierto modo aceptado por todos, y que pudiera desplegar su labor
crítica en el texto mismo en que se proponía un tema. En ese momento
se planteó la cuestión de si debíamos dirigirnos a lectores que prove-
nían del PCA, o a castristas o socialistas en general. Algo era evidente:
la recomposición de esa cultura suponía un trabajo en el marxismo, un
esfuerzo por desentrañar la multiplicidad de significaciones de ese arte-
facto teórico. Los Cuadernos representaron un intento de implementar
una perspectiva crítica del marxismo que admitiera la dimensión plura-
lista y que reconociera la naturaleza múltiple del propio objeto. Lo que se
trató de afirmar en los Cuadernos, no meramente como declaración de
principios sino como manera de construir cada uno de sus números, era
la idea de que no existía “el” marxismo, que desde su inicio existieron
“los” marxismos, que distintas perspectivas teóricas y políticas habían
cohabitado en las instituciones internacionales en las que se expresa-
ron, que discutieron arduamente una diversidad de problemas y en esa
compleja batalla ideal hubo triunfadores y perdedores circunstancia-
les; en fin, que toda la historia del socialismo, en cuyo interior el debate
marxista adquirió significación, había sido y seguía siendo un proceso
infinitamente más complejo que las simplificaciones bizarras de una
historiografía al servicio de la política.
La propuesta de los Cuadernos, vista hoy a la luz de los casi cien núme-
ros publicados, resulta bastante coherente. Puso en escena las polémicas
que comprometieron a los marxistas en distintas épocas y lugares de la
historia del movimiento obrero y socialista en el mundo: la experiencia de
la Segunda Internacional y de la Tercera, el problema de la organización
política, la teoría de la acción de masas, el problema nacional y colonial, la
teoría del valor, etcétera. Este conjunto de asuntos, que dentro de cierta

751
José Aricó

tematización vinculada a la experiencia de la Tercera Internacional en su


fase estalinista fue estructurado como un cuerpo cerrado y homogéneo
de doctrina: el marxismo-leninismo, a lo largo de los Cuadernos fue so-
metido a un trabajo de desagregación que resultaba de la distinción de
situaciones, figuras y teorías diferenciadas. Ya no emergían solamente
aquellos nombres que habían pertenecido a los salvadores por la tradi-
ción, sino también los vencidos, los que desaparecieron, los olvidados,
los denostados (los Bernstein, Kautsky, Pannekoek, Bauer, Grossmann,
Korsch, Chayánov, Ber Borojov, Gramsci, etc.). Con otras palabras, apa-
recía un mundo de figuras que expresaron la heterodoxia de la Tercera
Internacional. Fue una especie de panóptico en el que la historia del mo-
vimiento socialista dejaba de ser la del enfrentamiento entre la verdad y
el error, entre el bien y el mal, entre una Internacional buena y otra mala;
aparecían historias discontinuas y fragmentarias, momentos de ilumina-
ción y otros de ceguera, problemas que el debate no clausuraba, etcétera.
Frente a estas cuestiones la edición de los Cuadernos no intervenía más
allá del propósito confesado de hacer conocer lo olvidado, de dar voces a
los silenciados. El catálogo de los distintos volúmenes restituía una histo-
ria donde no existía una filiación única sino una multiplicidad de filiacio-
nes, de tradiciones. Pensar las realidades nacionales requería necesaria-
mente de un vasto trabajo de recomposición de esas tradiciones teóricas,
doctrinarias y políticas, de todas aquellas fuerzas que se denominaban
marxistas. El hecho de que en toda esa complicada historia se pudieran
reconocer o construir tipos ideales, modelos de configuración, no signifi-
caba que se pudiera ir mucho más allá del ámbito metodológico en el que
tales modelos podían ser útiles. En la realidad, no existían modelos, solo
se daban creaciones inéditas en las que las experiencias nacionales eran
decisivas. Este fue el sentido de los Cuadernos.
En su etapa argentina, la colección tuvo cierto anclaje en una rea-
lidad política en vertiginoso cambio, logró canalizar ciertas temáticas
nuevas como la de los consejos obreros, los efectos de la división social
del trabajo, la neutralidad o no de la ciencia. En tal sentido, Cuadernos
fue una publicación que acompañó, y con sus medios, estimuló, el ac-
ceso de la sociedad civil que a fines de los sesenta se planteó problemas
que giraban en torno a su autonomía política, al cuestionamiento de las

752
América Latina: El destino se llama democracia

estructuras de la dirección clásica del movimiento obrero, a formas di-


versas de autoorganización de masas. Hasta se podría afirmar que inda-
gando en los Cuadernos y en sus sucesivas condensaciones temáticas, se
podría, de alguna manera, reconstruir no solo el itinerario de un grupo
sino también el modo en que se transfiguraban en debates teóricos los
problemas de la vida real. Una vez que abandonamos el país en 1976, y la
serie debió continuarse en México un año después, esta relación entre
vida nacional y teoría de transformación se vio, por razones obvias, fuer-
temente afectada, y los últimos materiales pertenecerán a registros más
estrictamente teóricos que políticos.

¿Podrías hacer referencia a tu trabajo en los textos de Marx, a la parte “filológica”


de tu tarea?
Creo que la historia del marxismo y sus vicisitudes, sus desdobla-
miento y multiplicidades, lleva a plantearnos siempre el problema de la
relación entre marxismo y tiempo histórico, marxismo y realidad, teo-
ría de transformación y movimientos sociales de transformación. Si,
además, arrancamos de la certidumbre de que la teoría no es un dato
adquirido para siempre, sino que se reformula frente a realidades cam-
biantes, los elementos de perennidad y de cambio se muestran de vali-
dez relativa, en permanente cuestionamiento y lo que puede sobrevivir
frente a lo coyuntural y episódico se impone siempre como un interro-
gante obsesivo, como un círculo del cual no podemos escapar. Este es,
por lo demás, el problema que siempre se nos plantea frente a los clási-
cos. ¿Por qué hay que volver a ellos si pertenecieron a una época y dieron
cuenta de una época que pasó hace ya muchos años y, en algunos casos,
como el de Aristóteles, hace muchos siglos? Volvemos a ellos porque,
evidentemente, retienen un poder de evocación, y porque existe cierta
estructura fundamental de la vida asociada de los hombres que atravie-
sa las épocas históricas y sobre la cual ese poder evocador actúa como
estímulo e incentivo para medir a los clásicos con el presente. Desde ese
punto de vista el problema que se plantea entre lo “vivo” y lo “muerto”
en Marx es semejante al que tenemos con todos los clásicos. Marx es
un clásico del pensamiento sobre el hombre, del pensamiento social,
del pensamiento político; hablar de la “muerte” de Marx me parece tan

753
José Aricó

estúpido como hablar de la “muerte” de Aristóteles. En realidad, se pre-


tende hablar más bien de la muerte de un sistema de pensamiento. Pero
si afirmo, en cambio, que ese sistema de pensamiento nunca existió con
la identidad, unidad y universalidad con que se lo ha hecho aparecer, si
digo que el marxismo, desde que se alude a él, no existió de otro modo
que como una diversidad de tendencias interpretativas a partir de cier-
tos núcleos temáticos que admitieron distintas resoluciones, hablar en-
tonces de “crisis del marxismo”, o de “muerte del marxismo”, me parece
una estrecha manera de referirse a otro tipo de problemas, que apuntan
más bien a la posibilidad o no de alcanzar transformaciones socialistas
de la sociedad capitalista, y de las del llamado “socialismo real”. Dicho
con otras palabras, el debate sobre la suerte del marxismo involucra otro
más sustantivo sobre si los hombres deben seguir pensando y luchan-
do por modificar una realidad que no aceptan, y si esta puede o no ser
modificada. Por eso, y desde este ángulo, siendo yo un hombre que se
plantea permanentemente la necesidad del “trabajo en Marx”, de buscar
en Marx todo aquello que traiciona y niega el marxismo de Marx, pienso
que debo levantar mi condición de marxista como una especie de defini-
ción de barrera, como la expresión de una apuesta, de una toma de parti-
do. En este lado de la barrera estamos los que pensamos que la sociedad
es transformable, que el apocalipsis que preanuncia el desarrollo capi-
talista y en su interior el “socialismo real” puede ser detenido, que los
hombres pueden convertir esta sociedad en un mundo humano vivible.
No digo en un paraíso terrenal, porque no existen tales paraísos ni Marx
jamás pensó en ellos, pero sí una sociedad de dimensiones humanas y
manejada por hombres con un grado de conciencia y responsabilidad
mayor que el que existe en las sociedades presentes.
Esta toma de partido se alimenta también de la convicción del “no”
marxismo de Marx. Si recorremos la historia de la constitución de la teoría
marxista –o de algo que era reconocido por una mayoría como tal– obser-
vamos hasta qué punto las querellas se sucedieron desde muy temprano.
A la exacerbación de estas querellas sirvió además la manera tenebrosa
en que se publicó el legado de Marx. Solo desde hace pocos años han co-
menzado a editarse sus obras completas en alemán –¡se calcula termina-
rán su publicación después del año 2000!– y ya apenas muerto Engels se

754
América Latina: El destino se llama democracia

sucedieron interminables disputas sobre lo que debía o no ser reconocido


como “marxista” en la montaña de papel escrito que nos dejó el autor de
El Capital. Contar esta historia –vuelvo a decir tenebrosa– es mostrar la
existencia de un problema. ¿Por qué Marx no pudo ser publicado en su
integridad en la Unión Soviética a pesar de que Riazánov ya se había pro-
puesto hacerlo en 1919? ¿Por qué ciertas obras fueron publicadas en edicio-
nes reducidas y fuera del contexto de otras que eran privilegiadas como
marxistas? ¿Por qué algunas obras nunca fueron publicadas en los países
socialistas? ¿Por qué cada obra más o menos sistemática de Marx que se
publicó después de su muerte –obras importantes en la historia de su iti-
nerario intelectual– provocó una querella de interpretaciones? Bien, des-
enterrar estos hechos, trabajar en ellos, es también una manera de recons-
truir –desde un costado un tanto impúdico– la historia de un movimiento
que tuvo siempre una relación conflictiva con el hombre al que reconoció
como su tutor ideológico. Se evidenciaba así que entre Marx y el marxis-
mo hubo siempre problemas y que nunca existió una interpretación sino
muchas acerca de la naturaleza de su obra y de lo que de ella podía o no
extraerse. La exhumación de ciertas obras fundamentales de Marx permi-
tía, por tanto, contribuir a definir mejor el terreno de confrontación de los
diversos marxismos. Así, a partir de esta posición, comenzamos a trabajar
en ciertas obras que nos parecían de excepcional importancia, como los
Grundrisse y una edición científica de El Capital (Marx, 1975), que desde
1971 comenzó a publicar Siglo XXI de Argentina. Estas fueron dos gran-
des experiencias editoriales, de muy buen éxito. Creo que la edición de
Siglo XXI de El Capital es, en la actualidad, la mejor en español; al menos
hasta que podamos conocer los resultados de la nueva edición que prome-
te el Fondo de Cultura Económica de México y la que a cargo de Manuel
Sacristán publicará próximamente Grijalbo en España.

¿Por qué precisamente los Grundrisse? ¿Cuál es la importancia de esos textos


de Marx?
La publicación de los Grundrisse tenía para nosotros una significación
particular. Allí aparecía Marx bajo una forma distinta. No como un pensa-
dor que prepara y pule un material para publicarlo, con el recato y el sen-
timiento de contención que despierta el saber que algo propio será leído

755
José Aricó

por otros y con las preocupaciones y mediaciones en los razonamientos


cuando se prevén condiciones incontrolables de entendimiento. El Marx
de los Grundrisse trabaja para sí mismo, piensa para sí mismo, sin nada ex-
terno a sí mismo que impida el despliegue de su fantasía. Es pues un Marx
que se dispara, que va más allá de los límites preestablecidos, que se deja
tomar por el encadenamiento lógico de un razonamiento que –él cree– ex-
presa una manera de funcionar de la sociedad moderna –o “burguesa”–,
que para él eran sinónimos. Su razonamiento ilumina formas de automa-
tismo de un sistema que él es el primero es mostrar y que lo conduce a ver
tempranamente problemas que luego, más de cien años después, aparece-
rán encarnados en la sociedad de manera sorprendente. Eso sucede, por
ejemplo, al plantearse Marx el problema de qué contradicciones aparecen
cuando el papel productivo directo de la ciencia conduce a la caducidad
de la ley del valor, o cuando señala los límites últimos de la sociedad ca-
pitalista, a los que nunca concibe, es preciso aclarar, en términos de “de-
rrumbe” en el sentido económico. En fin, este era el Marx que emergía de
los Grundrisse y optábamos por él, deseábamos entenderlo y ponerlo en
evidencia. Es el Marx en el que la teoría y la práctica, los escritos teóricos
y los escritos políticos, de alguna manera estaban en fusión, en el interior
de un continente teórico donde las categorías aparecían apenas en forma-
ción. En un estado todavía magmático emergía una consideración teórica
que pugnaba por llegar al concepto. A nosotros, que no fuimos sus con-
temporáneos, se nos ofrecía la inesperada posibilidad de observar cómo
Marx construía ciertas categorías que en otras obras vimos ya presenta-
das como acabadas: penetrábamos en el fascinante mundo de su labora-
torio y lo veíamos manipular a veces a tientas con la materia económica.
Los Grundrisse mostraban además la estrechez de una forma de considerar
a Marx a partir de la cual debía ser privilegiado el “teórico” frente al “polí-
tico”. Había por tanto un Marx que se zafaba de las intentonas de sistema-
tizarlo, que no podía ser totalizado. Y reitero lo que acabo de decir: este es
el Marx que nosotros quisimos mostrar y por eso fuimos escogiendo todos
aquellos materiales que contribuían a mostrar ciertos rasgos esenciales de
su pensamiento y que la consideración sistémica debe soslayar para vali-
darse como interpretación. Así, preferimos sus obras inéditas a las otras
porque nos parecía que en esos textos inacabados se ponía claramente

756
América Latina: El destino se llama democracia

de manifiesto el mecanismo de fusión de fuentes, de apropiación crítica


de saberes que fue, en realidad, la característica sustancial del trabajo de
Marx, de un hombre que en definitiva nunca concluía sus obras. En su
propia vida, en sus manuscritos, en lo poco publicado y en la magnitud
sorprendente de lo que se guardó para sí, Marx muestra ser una figura
prometeica. Solo si se retiene esta característica es posible emprender la
reconstrucción de su pensamiento.
¿Cómo encaramos un trabajo tendiente a presentar no el verdadero Marx,
sino nuestro Marx? Publicando textos siempre olvidados y que obligaran
al lector a contextualizar lecturas, destruyendo la concepción althusseria-
na de textos teóricos con significación y textos políticos sin significación,
salvo la coyuntural. Para que esta operación intelectual pudiera ser asu-
mida era necesario también que la obra de Marx ingresara en un ámbito
que erosionara la idea del marxismo como totalidad excluyente. Por eso
lanzamos la colección Biblioteca del Pensamiento Socialista en Siglo XXI
(una colección que nunca estuvo dedicada exclusivamente al marxismo o
a los marxistas). En otras palabras se trataba de mostrar que el socialismo
era un fenómeno que rebasaba el tema del marxismo, que suponía una
diversidad de ideologías y tendencias que expresaron situaciones socia-
les determinadas, movimientos significativos, procesos de organización
de las clases populares y de los intelectuales, y que en la medida en que
expresaron todo ello no debían ser consideradas como muertas. Seguían
sobreviviendo de distintas maneras en la sociedad y contenían un poder
evocador sobre una proyectualidad que es inherente, como una dimen-
sión esencial suya, al movimiento social. No existe movimiento que aspire
a llamarse socialista sin esa dimensión proyectualista que apunta a pensar
una sociedad distinta; desde este ángulo, autores como Charles Fourier,
por ejemplo, tienen más importancia que muchos otros para reflexionar
sobre la realidad de hoy y de mañana.

Hablabas, al principio, de la herencia gramsciana. ¿Hay otras vertientes que se


puedan mencionar?
No hay otra que Gramsci. ¿En qué sentido? En el sentido de que
fue a partir de Gramsci que pudimos redescubrir una realidad.
Gramsci, de un modo u otro, instaló toda su reflexión en una realidad

757
José Aricó

a la que caracterizó como nacional-popular. Y pienso que las socie-


dades latinoamericanas son, esencialmente, nacional-populares, o
sea, que todavía viven con vigor el problema de su destino nacional,
de si son o no son naciones. Se trata de sociedades que se pregun-
tan por su identidad, por lo que son, sociedades que aún atraviesan
una etapa de Sturm und Drang –como anotaba agudamente Gramsci
refiriéndose a nuestra América–, esto es, de acceso romántico a la
nacionalidad. Si hay un hombre que trató de pensar este campo de la
diversidad de relaciones entre una fuerza social moderna y un mun-
do “no moderno”, y además el tipo de transformaciones que debía
sufrir tal relación en el nexo entre intelectuales y vida nacional, ese
hombre fue casi exclusivamente Gramsci. Es este espíritu gramscia-
no el que, supongo, inspiró el campo y la naturaleza de mi trabajo in-
telectual. Es el pensador que despierta en mí más estímulos, a quien
sigo leyendo con el entusiasmo y la sorpresa de las primeras lecturas.
Puedo reconocer hoy que su concepción de la hegemonía es proble-
mática y está demasiado conectada a la afirmación de la centralidad
del proletariado, aunque sobre estos temas hay mucho todavía por
reflexionar. Aunque yo ahora rechace la idea de la dictadura del pro-
letariado como un camino válido de concreción del socialismo, por
lo menos en algunos países de América Latina, tal posición es más
la consecuencia lógica de la inscripción gramsciana que una ruptu-
ra. A veces no es exactamente lo textual de un pensador lo que nos
sirve, sino de qué modo nos ayuda a ver costados de la realidad para
nosotros antes vedados. Y este es el tipo de lecturas que siempre me
interesaron: las que me obligan a ver lo que no aparece, lo que no
está presente, lo oculto, lo silencioso. Eso es lo que hace Gramsci. ¡Su
capacidad de descubrir el orden de un sistema a través de la lectura
del reglamento del cabo…! Es lo que me deslumbra en sus escritos:
la manera en que exhuma lo inédito, lo no registrado, un panorama
que se oculta. Desde este ángulo es posible establecer comparacio-
nes entre Gramsci y Foucault, por ejemplo. Me parece que en ambos
pueden encontrarse las mismas cosas. Alguien podría afirmar que
estoy diciendo una tontería porque en ambos son distintos sus prin-
cipios. Pero esto me interesa poco en la medida en que cada uno lee

758
América Latina: El destino se llama democracia

a los autores como quiere leerlos. Y hasta se podría sostener que los
autores no existen; existen solo lectores que traducen y recomponen.

¿Supone todo esto una importancia decisiva del gramscismo en América Latina?
Creo que cuando haya que analizar los elementos que contribu-
yeron a la modificación de ciertas teorías acerca de América Latina,
de su constitución como tal y sus procesos de cambio –teorías como
las del subdesarrollo, de la dependencia, etcétera– el “gramscismo”
aparecerá como un dispositivo teórico corrector de visiones y fusio-
nador de fuentes diversas. El desplazamiento del campo de interés
de la teoría desde una visión economicista de la dependencia hasta
el privilegiamiento de las formas histórico-sociales en que se organi-
zaron las clases y fuerzas en pugna y que a su vez condicionaron las
formas particulares de los Estados, esta recuperación de la historia
frente a la estructura se produjo en los momentos de crecimiento
de la inspiración gramsciana y en buena parte estimulada por esta.
Además de las vicisitudes políticas adversas que vivieron nuestros
pueblos y que obligaron a repensar muchas cosas, las condiciones en
que estas debieron ser pensadas –el exilio, por ejemplo– facilitaron la
penetración de las ideas de Gramsci. El encuentro del marxismo con
el problema del Estado, con el soslayado problema de las “formas”
del Estado, no fue en tal sentido una copia de las discusiones que se
suscitaron en Europa, sino el fruto de una relectura crítica posibili-
tada por el demoledor ataque que el gramscismo condujo contra las
formulaciones economicistas. Y esto me lleva a otro problema más
general sobre las maneras que tenemos los latinoamericanos de leer
tradiciones teóricas que no son las nuestras, y sobre el cual ejem-
plificaré solo un caso. Hay un pensador que entre nosotros fue más
mentado que leído y cuyas obras fueron conocidas a principios de
siglo y luego olvidadas. Me refiero a George Sorel, que de la mano de
Gramsci, y antes, de la de Mariátegui, ha vuelto a la superficie como
alguien muy próximo a nosotros. Y esto puede ocurrir así porque
de la misma manera que puede a afirmarse que América Latina es
un continente nacional-popular, debe reconocerse también que fui-
mos sorelianos sin saberlo. En este continente necesitado de mitos

759
José Aricó

unificadores, de grandes ideas-fuerza que indiquen una señal en el


horizonte, lo que pareciera estar muerto en Europa resuena entre
nosotros con otras voces. Necesitamos de líneas generales no para
consumar la forma bastarda en que pudimos llegar a ser Estados
nacionales a medias, sino para encontrar un destino común en el
que podamos reconocernos. Los pueblos encuentran sus destinos si,
paradójicamente, saben previamente construirlos, y yo pienso que
construir hoy un destino para América Latina –y en esto creo coin-
cidir exactamente con lo que sostiene Octavio Paz– es inventar la
democracia, inventar un modus vivendi que elimine la barbarie, las
formas más inicuas de la opresión, las dictaduras militares y el auto-
ritarismo, el asesinato de los pueblos. Estoy convencido de que si la
idea de la redención universal apareció vinculada al ideal socialista,
hoy el ideal socialista no puede dejar de aparecer bajo la forma de la
democracia. Y en este sentido, en América Latina, entre socialismo
y democracia no hay confines, ninguna diferencia puede oponerlos.
La conquista de un orden democrático supone entre nosotros una
recomposición avanzada del capitalismo. No es imprescindible –y ni
siquiera sé si es conveniente– que tal recomposición se efectúe bajo
formas “socialistas”, pero evidentemente el resultado apunta a una
sociedad distinta de la actual. Y como a estas alturas, y cuestionado
el modelo estatal de socialismo, no sabemos lo que es en concreto el
socialismo, como no sabemos hasta qué punto será o no una sociedad
mixta, de mercado o de socialización; como no estamos dispuestos a
apostar necesariamente a la liquidación de la economía de mercado
para pensar en el socialismo; como nos parece que una sociedad es
más libre (y en tal sentido socialista) cuando más controla las alter-
nativas de su desarrollo y más social es el manejo de su vida asocia-
da, porque pensamos todas estas cosas y el socialismo se define para
nosotros alrededor de un horizonte ideal de justicia, igualdad y fra-
ternidad, diríamos, o mejor dicho, digo, que para que la democracia
pueda ser un hecho en América Latina, aquella recomposición a la
que defino no sé por qué como capitalista, reclama de una intensa
participación de la sociedad civil en el aparato del Estado. Repito:
exige una fuerte y responsable participación de la sociedad civil, y en

760
América Latina: El destino se llama democracia

mi opinión, la democratización del Estado y la inserción en este de


la sociedad son rasgos que no definen el modo de funcionamiento
del capitalismo entre nosotros, y constituyen formas socializantes, o
directamente socialistas. En esta desaparición de las fronteras fijas
entre democracia radical y socialismo, el mito de la democracia, de la
invención democrática, puede convertirse tal vez en el mito laico que
unifique a las fuerzas sociales en pro de su recomposición. Pienso
que la conquista de la democracia como un elemento sustantivo en
sí mismo, como un objetivo ideal que se agote en sí mismo debe ten-
der a transformarse en el nudo central de la actual reconstrucción
de la cultura de izquierda en América Latina. En consecuencia, y
reflexionando sobre algunos debates que ocurrieron en México –y
al mismo tiempo, continuando una vieja discusión que sostuve con
ustedes dos–, no sé qué es lo que me opone a Octavio Paz. Es posi-
ble que, en realidad, no haya oposición alguna. Porque creo que Paz
marcha exactamente en el mismo sentido que aquí he señalado. El
hecho de que él pueda tener una confianza en la democracia nortea-
mericana que yo no tengo, el que enfatice algunos elementos de la
sociedad norteamericana, no creo que importe demasiado. De todas
maneras, es evidente que en América Latina debe haber una gran
confrontación con los Estados Unidos, como dos grandes civilizacio-
nes que aún no han logrado determinar si pueden coexistir. Y para
esto las remanidas fórmulas al estilo de “lucha antimperialista” ya no
son suficientes porque al culpabilizar a los otros se inocenta a quie-
nes también lo son. Hoy es necesario pensar la cuestión de manera
diferente, porque la situación general lo es. Creo que la limitación,
en el caso del discurso de Paz, es que casi no encuentra interlocu-
tores en México. Claro, tal vez no tiene demasiada importancia que
un pensador tenga o no interlocutores en su tiempo. El ya hizo su
obra, ya recibió sus premios, podría dedicarse a descansar si qui-
siese. La cuestión es que los problemas que suscita Paz constituyen
los problemas centrales de la apuesta democrática, y que cuando la
izquierda los evita al mostrarse precisamente la discusión sobre los
problemas más urgentes, más dramáticos, más decisivos.

761
José Aricó

Bibliografía2

Aricó, J. y otros. (1978). Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoame-


ricano. México: Cuadernos de Pasado y Presente N° 60.
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Aricó, J. (1980/2009). Marx y América Latina. Buenos Aires: FCE.
Comité Central, Partido Comunista (Bolchevique) de la URSS (CC-
PCUS). (1939). Historia del Partido Comunista (B) de la URSS. Moscú:
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Mariátegui, J. C. (1928/1984). 7 ensayos de interpretación de la realidad
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política (Grundrisse 1857-58), 3 Tomos. México: Siglo XXI.

2. [Elaborada para la presente edición].

762
Debemos reinventar América Latina, pero...
¿desde qué conceptos “pensar” América?*

José Aricó pertenece a la excepcional categoría de intelectuales que no


necesita mayor presentación. Argentino, nacido en 1931, su principal área
de investigación y reflexión es la del pensamiento marxiano, particular-
mente la percepción que Marx tenía de América Latina, como también el
surgimiento y desarrollo del pensamiento marxista en nuestro continen-
te. Traductor de Antonio Gramsci al español, editor de la revista Pasado
y Presente (Córdoba, 1963-95; Buenos Aires, 1973-74), que originó la ya cé-
lebre colección del mismo nombre (iniciada en Córdoba y continuada en
Buenos Aires y México), autor de numerosos artículos y del libro Marx y
América Latina (1980/1983), una obra excepcional que abrió un importan-
te debate sobre el tema y a la que Carlos Franco llamó, certeramente, “un
texto fundador”. Ha estudiado con visión renovadora, el pensamiento de
José Carlos Mariátegui y el de Juan B. Justo. Ha editado los Escritos políticos
de Max Weber y los de Karl Korch (ambos editados por Folios Ediciones,
México). Brillante, agudo, riguroso en sus análisis, se distingue también
por una generosidad intelectual y afectiva poco común. Nuestro codirec-
tor, Waldo Ansaldi, conversó largamente con él en una soleada tarde de
otoño en Buenos Aires. Esta es la versión desgrabada de la conversación.
Te propongo, Pancho, para esta conversación, cuatro temas casi inevitables

* Extraído de Ansaldi, W. (1986, julio). [Entrevista a J. Arico]. David y Goliath, 49, (Buenos Aires).
Nota: Extractos de este reportaje fueron publicados en Aricó, J. (1991-1992, diciembre-febrero). Re-
inventar América Latina. La Ciudad Futura, 30-31, (Buenos Aires).

763
José Aricó

tratándose de una conversación contigo. En primer lugar, la crisis del marxismo;


en segundo lugar, Marx y América Latina; en tercer lugar, Mariátegui y Justo o,
tal vez mejor, Mariátegui y Haya de la Torre, por un lado, y Juan B. Justo, por el
otro; y en cuarto lugar, democracia y socialismo.
El primero de los temas, la crisis del marxismo, es uno de los temas de moda,
digamos, en la actualidad, tal vez en algunos países con más intensidad que en
otros. Me parece que él plantea varios problemas. Uno tiene la sensación, a veces,
releyendo algunos de los clásicos del pensamiento socialista en el siglo XX, que
esto de la crisis del marxismo no es un asunto nuevo, por un lado; y por otro,
está esa posibilidad de abordaje del tema en términos más parecidos a los que
emplearía Bobbio, por ejemplo, esto es, que de lo que se trata, más que de la crisis
del marxismo, es de la crisis de los marxistas.
Sí, en verdad es un tema bastante viejo. Podríamos decir que surgió
en el mismo momento en que apareció lo que llamamos “marxismo”,
vale decir, una cierta homogeneización de los textos de Marx y de Engels
para dar lugar a un cuerpo de ideas y de doctrinas coherentes. Según se
afirma, el marxismo es un producto en primer lugar de Engels y, luego,
de Kautsky. Ese marxismo en el momento mismo de su constitución se
enfrentó con un hecho singular: la diferencia de época respecto de aque-
lla en la que Marx desplegó su actividad no solo como científico sino
también como político.
En vida de Marx sus ideas se confrontaban con otras ideas equipara-
bles a las suyas. Había blanquistas, proudhonianos, anarquistas, baku-
ninistas y también partidarios de Marx. Pero las ideas de Marx tenían
un elemento fundamental en su favor que les permitía constituirse en
un cuerpo coherente de pensamiento con la fuerza de una doctrina con-
trastable con los hechos. Yo creo que esa posibilidad de condensar un
conjunto de ideas en un cuerpo de doctrina estaba dada no solo por el
objeto de análisis de Marx, que era la sociedad capitalista, y por lo que
pudo haber producido el análisis de la sociedad capitalista, sino por el
hecho de que él demostraba convincentemente que la posibilidad de
transformación de la sociedad capitalista, y su sustitución por una so-
ciedad de otro tipo, se conformaban en el interior mismo de la sociedad
capitalista, estaban determinadas por la capacidad de organización que
podía tener la clase que estaba destinada históricamente a sepultar este

764
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

sistema: la clase trabajadora. El marxismo pudo constituirse con extre-


mo grado de coherencia porque dio el referente ideológico al proceso
concreto de constitución de las grandes organizaciones políticas y sin-
dicales de la clase trabajadora. Esto le dio una fuerza inusitada y por eso
el marxismo pudo acompañar el proceso de constitución de los partidos
obreros con el reverso de una misma medalla. Casi podríamos afirmar
que el triunfo del marxismo es la Segunda Internacional, es la constitu-
ción de las grandes organizaciones obreras. Este hecho le dio una fuerza
mítica, simbólica, política, enorme. Le permitió batirse exitosamente
con las otras concepciones surgidas en el mundo popular subalterno,
destruirlas o reducirlas a su mínima expresión, de tal manera que el
conjunto de los partidos miembros de la Segunda Internacional, que
eran los partidos obreros de la época, se definían ideológicamente con
relación al marxismo. Es verdad que esa definición no era clara, no to-
dos lo hacían de la misma manera, no todos decían ser marxistas, pero
el medirse con el marxismo era algo insoslayable. Recordemos además
que Engels, que murió en 1896, asistió a la formación de estos partidos
y fue su hombre de consulta. Las ideas de Marx pudieron configurarse
como una tradición solo porque lograron vincularse estrechamente con
la constitución de los partidos obreros. La tradición marxista se consti-
tuyó a partir de la formidable labor de difusión y de popularización de las
ideas de Marx llevada a cabo por Engels, que contó para ello con la ayuda
de dos discípulos: Karl Kautsky y Eduard Bernstein. A estos se sumaron
otros como Plejánov, Lafargue, Jaurès, Vandervelde, Adler, Labriola, un
conjunto de teóricos y de dirigentes políticos que dieron continuidad y
fuerza de doctrina a las ideas del autor de El Capital. ¿Cuáles eran estas
ideas?: el carácter histórico del capitalismo que encerraba en su interior
contradicciones potencialmente capaces de arrastrarlo a su superación;
que esas contradicciones se manifestaban en la presencia de un polo de
contestación del sistema capitalista representado por la clase obrera.
Los trabajadores podrían cumplir con su destino de clase revolucionaria
–puesto que solo así constituirían una clase, como decía Marx– si eran
capaces de formar una organización política, una táctica diferente de la
de los partidos burgueses. De tal modo podrían entrar en la lucha políti-
ca y bregar por la obtención de una serie de medidas democráticas y de

765
José Aricó

transformación y, a través de ellas, lograr la consecución de una socie-


dad de nuevo tipo. Esas propuestas democráticas y de transformación
de alguna manera ya están enunciadas en el Manifiesto Comunista. El
Manifiesto Comunista y la experiencia de la Revolución de 1848, las ideas
de Marx sobre esta revolución, constituyen el patrón general, las líneas
esenciales de eso que se llama marxismo. Pero solo pasaron a ser mar-
xistas hacia finales de siglo aquellos que arrancaban de esas ideas y que,
por lo tanto, privilegiaban la necesidad de constitución de un partido
político de los trabajadores, condición inexcusable para una transfor-
mación revolucionaria al sistema político, económico y social capitalista.

¿Cómo se concibe esta relación clase/partido?


Para que esta revolución no fuera un mero hecho político, sino tam-
bién económico, se necesitaba el poder organizado los trabajadores.
Estas ideas, hay que recordarlo, van germinando cuando aún no existe
el movimiento obrero organizado, no existen las organizaciones sindi-
cales y hay, después de la derrota del 48, una indeterminación muy gran-
de sobre cuáles eran estas organizaciones políticas de los trabajadores,
si podían ser las organizaciones sindicales que comenzaban a surgir
o debían ser exclusivamente los partidos políticos. La discusión sobre
la relación del partido político y las organizaciones sindicales era una
discusión interna al movimiento socialista. Y es una discusión interna
porque, en ambos casos, aún los que privilegiaban la acción política es-
tricta del partido o los que privilegiaban la acción sindical partían del
mismo principio, esto es, de una organización autónoma de los trabaja-
dores frente al capital: frente al poder del capital, el poder organizado
de los trabajadores o, como diría Marx, frente a la economía política del
capitalismo, la economía política de los trabajadores. Eso se decía en los
primeros manifiestos y declaraciones de la Primera Internacional.
En el proceso mismo de constitución de estos grandes partidos obre-
ros, que ocurre fundamentalmente en las dos últimas décadas del siglo
pasado, surge un debate en el interior de las fuerzas que se reconocían
marxistas acerca de carácter de las predicciones de Marx. Como se sabe,
el razonamiento de Marx que demostraba la existencia de contradiccio-
nes en el interior del capitalismo, se fundaba para su análisis en una

766
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

serie de supuestos y extraía diversas conclusiones, las que prefiguraban


en cierto sentido las tendencias fundamentales de la sociedad capitalis-
ta. Hablaba de un proceso de concentración y centralización del capital;
hablaba de un crecimiento paralelo de los trabajadores y su organiza-
ción; hablaba de un aumento de las contradicciones en el proceso mis-
mo de reproducción capitalista.
Preveía, por tanto, la explosión de crisis económicas y, aún cuando no
existe estrictamente en Marx una teoría del derrumbe capitalista, que es
algo que se construye posteriormente, en el análisis que hacía de la so-
ciedad burguesa se establecían las tendencias internas del capitalismo
que potenciaban la acción obrera. Cuando estas ideas, encarnadas en
movimientos políticos y sociales concretos, deben desplegarse en inicia-
tivas que no pueden ser solamente ideológicas sino que también deben
ser iniciativas políticas se ven contradichas por los hechos. Cuando estas
organizaciones alcanzan un cierto grado de crecimiento que las coloca
necesariamente en el terreno político (y las coloca de manera excepcio-
nal, como fue en el caso de la socialdemocracia alemana que, hacia fines
de siglo, es el partido fundamental y mayoritario de Alemania), cuando
estos partidos –y no solo el alemán, sino también el belga, el austría-
co, el francés– están obligados a luchar cotidianamente, a entrar en la
vida política, los problemas de una sociedad que mostraba ser más di-
ferenciada que en el esquema que había establecido supuestamente el
marxismo, este esquema no se compadecía claramente con los hechos.
Se hablaba de un proceso de concentración capitalista y, sin embargo,
Bernstein detectaba que este proceso no era tan absoluto. Se hablaba
de un crecimiento de la clase obrera industrial y esto era cierto, pero
también era cierto que crecían sectores medios e intelectuales que la
teoría preveía en proceso de extinción. Hacia final de siglo aparece claro
que las llamadas “previsiones” históricas de Marx no se correspondían
exactamente con las tendencias y con la dinámica del capitalismo de la
época. Posiblemente, esas tendencias existieran desde antes, incluso en
Marx la idea de previsión no tuvo nunca las características que le asig-
naron sus discípulos, por el marxismo se constituyó de esta manera, con
estas características, y estas previsiones están claramente enunciadas
en lo que se llama el Programa de Erfurt, redactado por Kautsky, y ahí

767
José Aricó

se habla precisamente de estos hechos. El hombre que centralmente ini-


cia esta lucha política y teórica por transformar, por suturar esta diver-
gencia abierta entre teoría y práctica fue Bernstein. Y no es casual que
haya sido Bernstein. Él había vivido mucho tiempo en Inglaterra y tuvo
un conocimiento más acabado de la sociedad inglesa. Precisamente,
el hecho de que viera la economía alemana y el problema de Alemania
con las lentes inglesas, tal vez le permitió distanciarse de una doctrina
determinada y cerrada a la que se llamaba marxismo y que conducía a
desconocer las tendencias de la realidad. Pero hacia final de siglo, y con
motivo de este debate, surgió lo que se llama la “crisis del marxismo”. Si
nosotros recordamos estos hechos sobrevenidos a finales del siglo pa-
sado por los que aparecen las primeras discrepancias entre lo que pos-
tulaba el marxismo y los datos de la realidad, y vemos que ellas afloran
bajo la categoría general de crisis del marxismo –crisis que se expande
luego a todos los países capitalistas europeos– podemos reconocer que
el marxismo viene sufriendo crisis intermitentes. Podríamos entonces
considerar que, si pretendemos colocarnos en el terreno marxista y qui-
siéramos defendernos con un razonamiento un tanto sofístico, podría-
mos decir que dado que la manera de ser, de existir y de expandirse del
marxismo es la crisis, no deberíamos preocuparnos por el hecho de que
hoy se hable nuevamente de su crisis. Me parece que este es un razona-
miento sofístico y que se aplica con demasiada frecuencia, pero es un
razonamiento que deja de lado el problema.
Porque de todas maneras no advierte que podemos estar efectiva-
mente frente a un cambio de época, que podemos estar frente al tér-
mino de una época histórica y, por tanto, esta supuesta crisis del mar-
xismo no debe ser medida del mismo modo en que lo fue en anteriores
circunstancias.
Este es un problema que debemos indagar porque tengo la sospecha
de que estamos, efectivamente, bajo un cambio de época radical, y no en
el sentido de que estamos asistiendo a la liquidación o a la superación
de la llamada sociedad capitalista. Creo que los elementos distintivos
de lo que Marx llamaba sociedades capitalistas siguen siendo las carac-
terísticas de las sociedades presentes y no solo de aquellas que lo son
en sentido estricto sino, en muchos casos, las llamadas socialistas. Pero

768
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

pienso que existe tal complejidad en los problemas que atraviesan las
sociedades modernas, tal morfología concreta de la sociedad capitalista,
que la idea central de Marx de un movimiento político que cristalizara
en torno del proletariado y el énfasis puesto en la potencialidad propia
del proletariado para superar y destruir las contradicciones capitalistas
esté llegando a su consumación. Tengo la sospecha –y digo la sospecha,
simplemente para dar una palabra que relativice las cosas– de que esta
idea que aparece en Marx y que se sedimenta y se constituye como una
idea fuerte del marxismo, la idea de una clase social que es la depositaria
y la ejecutora de una transformación de la sociedad, ha caducado. No
porque los trabajadores no puedan ser elementos activos de superación
de la sociedad capitalista, sino porque no pasa estrictamente por su con-
dición de productor el convertirse en elementos activos de superación
de la sociedad capitalista. No pasa estrictamente hoy por el trabajo asa-
lariado la posibilidad configuración de un polo social de superación de la
sociedad capitalista. Esto podríamos decir –como podría decirlo Marx,
recordando a los Grundrisse– que es una base excesivamente estrecha
para tomar en cuenta el conjunto de contradicciones que hoy sacuden a
la sociedad moderna y que solamente podrían ser superadas si se pensa-
ra el movimiento social y el movimiento político de una manera distinta
que la manera clásica de los partidos obreros. Estos, al defender los in-
tereses estrictos de los trabajadores, pugnaban al mismo tiempo por la
transformación de la sociedad en la medida en que los intereses estrictos
de los trabajadores se correspondían totalmente con esa nueva forma de
la sociedad que podía ser la sociedad socialista. En realidad, el trabajo
asalariado forma parte del sistema de reproducción del capital. Y tiende
a constituirse, a abroquelarse y a corporativizarse en la defensa del pro-
pio sistema, por lo que ninguna lucha social en pro de las estrictas rei-
vindicaciones de los trabajadores tienen la posibilidad de transformarse
en una lucha por la sustitución de un sistema si no está mediada por una
fuerte subjetividad, la que no puede surgir espontáneamente de la pro-
pia lucha de los trabajadores. Con esta afirmación tal vez pueda decirse
que, de algún modo, rescato la respuesta que en su momento dio Lenin
a esta crisis inicial del marxismo, a fines del siglo pasado y comienzos
de este siglo: la idea de que el movimiento obrero era un movimiento

769
José Aricó

esencialmente corporativo o tradeunionista y se necesitaba de una con-


ciencia socialista para transformarlo. Desde cierto punto de vista, lo que
acabo de decir es semejante a esta idea. Sin embargo, yo creo que hay
que tener en cuenta las siguientes precisiones: en primer lugar, se emite
cien años después y frente a otros problemas y, a su vez, se señala otra
fuente de subjetividad, otro elemento de constitución de la subjetividad
que no está dado simplemente por la idea que Lenin se hacía de un polo
socialista, un polo intelectual-socialista donde cristalizaba y condensa-
ba la idea de transformación en virtud de la posesión de una teoría que
aparecía como verdadera estructura de sentido de toda la realidad. En
Lenin esa expresión tenía sentido porque el marxismo para él era una
verdad a priori. Creo que si partimos de esta idea, si admitimos la idea
de una crisis epocal del marxismo y de los marxistas (y en este sentido
tiendo a coincidir con Bobbio y no porque se piense que el marxismo es
impoluto y son solamente los marxistas los que entran en crisis, sino
porque Bobbio nunca pensó desde el marxismo y yo quisiera ya no pen-
sar estrictamente desde el marxismo, sino más bien desde Marx y desde
los problemas que se suscitaron a partir de Marx), el debate puede tener
significación. Si de alguna manera los que están adscriptos a la idea del
marxismo reconocen este cambio, reconocen que hay una consumación
de toda una época histórica y hoy ya no se pueden plantear la tarea y los
problemas del socialismo como la prolongación estricta de las necesida-
des del movimiento obrero y si se admiten aún con cautela, puede ser
extremadamente productivo un debate sobre el marxismo y su crisis.
Con esto no estoy diciendo nada sobre el movimiento obrero en sí, ese
es otro problema. Estoy hablando del destino mesiánico del movimiento
obrero. Pero si esto es así, si aceptamos esta idea de la desaparición, de
la afectación de la idea de una clase histórica que es el soporte la trans-
formación, si el soporte de la transformación es una subjetividad que
rompe estrictos límites de clase y que configura un nuevo sistema de
agregación en la sociedad que suma lo que antes no podía ser sumado,
entonces nosotros podemos volver y ver de una manera mucho más laica
y descarnada esto que se llama la crisis del marxismo, podemos tratar de
observar con mucha más tranquilidad y sin desgarrar nuestras vestidu-
ras qué queda de Marx a cien años de su muerte, qué sigue alimentando

770
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

nuestras luchas, qué es lo perecedero, lo que corresponde al siglo pasado


y qué es lo que tiene aún vigencia en este siglo. Haciéndome esta pre-
gunta de manera más descarnada puedo llegar a la conclusión de que es
imposible pensar un proceso de transformación en la sociedad presente
sin establecer un encuentro con Marx.

¿Pero solamente con Marx o también con toda la tradición del socialismo utópico
del siglo pasado: Saint-Simon, Fourier, Proudhon, etcétera?
No digo solamente con Marx pues debe ser necesariamente con otros,
con toda esa tradición que mencionas. Por supuesto no se puede olvi-
dar a Proudhon, por ejemplo, pero no es lo mismo Marx que Proudhon
hoy. Pensando en Marx, me parece que nos legó muchos conocimien-
tos ya no estrictamente en el terreno histórico, económico o filosófico,
sino también en el terreno político. Construyó un paradigma político
que se asienta sobre la idea de la necesidad de la construcción de otra
manera de relacionarse de los hombres, de la necesidad de construir
otro tipo de sociedad, pero intentó mostrar cómo esta sociedad no es
una construcción meramente utópica, vale decir una construcción
ex-nihilo, sino que solo puede ser pensada y construida a partir de los
elementos y de las fisuras de la sociedad presente. Esa idea de Marx
de que la utopía era la posibilidad de realizar algo cuyos elementos ya
estaban presentes, esa idea de la “terrenalidad” de la utopía pienso que
debe ser rescatada porque tiende a darle a la necesidad y a la posibilidad
de conquista de una sociedad mejor una encarnadura material que los
hombres deben saber descubrir en la propia lucha de su época, en los
propios movimientos de su época. En ese sentido, y alimentando po-
derosamente una utopía de transformación, Marx no es, sin embargo,
un utopista. Es esencialmente un pensador no utópico. ¿Cómo se en-
tiende esta aparente paradoja? Hay dos maneras de entender la utopía.
La utopía como un norte ideal que permite descubrir lo que se asoma
en la vida de la sociedad, lo que corroe una manera histórica de vivir de
los hombres, lo aún no existente. La otra forma de entender la utopía
es como una construcción ideal, como una sociedad perfecta la cual los
hombres debían acomodarse. Marx no fue un constructor de utopías
en este último sentido, pero trató siempre de prefigurar un futuro.

771
José Aricó

¿Se puede rescatar una utopía marxiana? ¿Se puede seguir siendo marxista hoy?
O dicho en otros términos, ¿qué significa hoy ser marxista?
Pienso que hay que rescatar este utopismo materialista de Marx,
este utopismo terrenal de Marx, porque me parece que nos afinca en la
necesidad de entender que la lucha por la transformación de la socie-
dad actual y la conquista de una sociedad futura mejor está inscripta
en la sociedad presente. Nos ayuda a comprender la necesidad de mo-
vimientos sociales, políticos, culturales, de civilización de las costum-
bres, que sepan ver lo que aún no existe en su plenitud pero cuyas hue-
llas se detectan en el presente. Solamente manteniéndonos con este pie
en tierra de la sociedad presente y con una visión de transformación es
posible imaginar que la sociedad puede ser transformada, que es posi-
ble pensar una sociedad de nuevo tipo. Y creo que pensar una sociedad
de nuevo tipo es un horizonte moral de importancia para los hombres.
Es una postura intelectual y moral frente a la realidad. Por último, de-
bemos recordar además que detrás de la idea de la crisis del marxismo
se oculta la idea de la imposibilidad del socialismo, de la imposibilidad
de una sociedad mejor. Sin embargo, la idea de la imposibilidad de
una sociedad mejor se funda en última instancia en otra filosofía de
la historia tan negativa como aquella que se criticaba en el marxismo,
filosofía que nos lleva a reconocer la “naturalidad” de lo existente, que
nos impulsa a ser siervos de lo existente, en lugar de hombres libres
que pugnan por cambiar lo existente. Entonces, yo diría para finalizar
que, quizás, una manera de seguir siendo marxista hoy es afincarse en
esta idea de transformación, en esta idea de cambio de la sociedad, en
esta dimensión utópica del pensamiento de Marx que no nos aparta de
la realidad sino que nos arrastra violentamente hacia esta para ver allí
lo que efectivamente está cambiando, lo que se mueve, lo que quiere
expresar otra realidad que no puede aún cristalizar porque los hom-
bres no siempre logran llevar a cabo lo que se proponen ser o lo que
imaginan que quieren ser.
Esta última parte de tu intervención plantea de alguna manera el problema del
sujeto de la revolución, o del actor principal del proceso de transformación de la
sociedad capitalista hacia una de nuevo tipo, que es también un viejo problema
dentro de las tradiciones socialista y marxista, entre otras cosas, lo que ya es una

772
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

perogrullada, porque la mayoría de las revoluciones socialistas tuvo por sujeto


decisivo, cuando no principal, a campesinos más que proletarios, a diferencia de
lo que pensaba Marx. Me parece, aquí, que es atinado recordar aquella célebre
expresión del joven Gramsci acerca de que la revolución soviética fue una revo-
lución contra El Capital. Pero no quiero preguntarte sobre esto, sino sobre una
cuestión más interesante y problemática como desafío teórico y político-práctico,
que apareció en una observación tuya respecto del achicamiento numérico de la
clase obrera en el capitalismo actual, el cual no solo ya es notable hoy, sino que se
percibe como creciente en el futuro inmediato en la medida en que se extienda el
proceso de robotización industrial, por ejemplo, lo cual incluso ha llevado a poner
en cuestión la propia teoría del valor. Se trata de un fenómeno de las sociedades
capitalistas desarrolladas, sin duda, pero también presente en sociedades capi-
talistas dependientes y nos replantea la cuestión de cómo se transita y de quién
dirige el tránsito de estas sociedades a otras de nuevo tipo, a las que seguimos
denominando socialistas.
El problema que planteas puede ser visto desde varios costados. Yo
trataré de responderte abordando tres problemas: 1) la desaparición de
una forma histórica concreta del proletariado moderno: la clase obrera
industrial, considerada como lo fue “el sujeto histórico de la revolución”;
2) la consumación de una forma de organización política consustan-
cial a aquella tanto su faz socialdemócrata como su faz leninista; 3) la
caducidad de una concepción estrecha de la transformación social en
términos exclusivos de “revolución”. Como advertirás estos tres pro-
blemas están estrechamente vinculados con el tema que planteas en tu
pregunta. Veamos el primer problema. La idea de sujeto histórico de la
transformación está en Marx y es el componente fundamental del mar-
xismo, pero está también en la tradición socialista proveniente de otros
filones ideológicos. Esta idea de que la transformación se encarnaba en
una clase social determinada que constituida políticamente como tal se
hacía cargo del cambio social, de una clase “sujeto”, cristalizó históri-
camente en el proceso de constitución de los grandes partidos obreros
socialistas. La afirmación teórica se validó prácticamente. La idea de su-
jeto histórico era correlativa de la presencia práctica de una fuerza social
que se concebía a sí misma como transformadora. Esta fuerza social,
constituida en partido político, encarnaba en sí misma a una clase social

773
José Aricó

destinada a cambiar radicalmente, esto es, de raíz, el sistema burgués o


capitalista. Transformación y revolución eran términos equivalentes y
hacían referencia a la radicalidad del proceso. Este podría ser más o me-
nos violento, corto o prolongado, acto o proceso, en fin, las discusiones
al respecto fueron muy variadas, pero todos pensaban que solo a través
de una revolución ese sujeto histórico que cargaba a cuestas un destino
inexorable podría realizarlo en un acto de liberación que se consumaba
en el proceso mismo de disolución de ese sujeto histórico. El proletaria-
do, al liberarse a sí mismo, liberaba a todos los hombres; pero liberándo-
se dejaba de ser, por esto mismo, “proletariado”.

Esta parece una idea más metafísica que materialista.


¡Es claro que estamos frene a una afirmación metafísica! ¡Pero esta
idea fue el principio motor de las grandes organizaciones políticas del
proletariado! Lo que quiero decir es que ese principio metafísico tenía
valor como mito político porque en los hechos, en la realidad, existía un
polo de negatividad en torno del movimiento de los trabajadores. La clase
obrera podía ser en la teoría un “sujeto histórico” por el hecho de que lo
era en la realidad de su tiempo.
El problema aparece bajo una nueva faceta cuando esa clase deter-
minada a la que históricamente se la ha identificado como “sujeto histó-
rico” tiende a modificarse tanto cuantitativa como cualitativamente. Si
hoy aparece como una clase en extinción, para decirlo provocadoramen-
te, si la clase obrera tal como ha sido pensada y representada por la tradi-
ción socialista es hoy un hecho del pasado, o un sector social que se bate
en retirada frente a la revolución tecnológica, si esto es hoy o será ma-
ñana tal como lo afirmo, toda una cadena de razonamientos eslabonada
con aquella premisa pierde su fundamento y debe ser cuestionada. Yo sé
que en la vida real lo que planteo es mucho más complejo, pero intento
describir una línea de tendencia de la sociedad que no puede ser nega-
da o desconocida por los socialistas sin no quieren ser una fuerza ideal
y política del pasado. Colocándonos entonces en este plano general, yo
pienso que la situación histórica que dio fundamento material a la idea
de sujeto de transformación y a la consiguiente teoría de la revolución y
del partido “de clase” está cambiando, ha sufrido una metamorfosis que

774
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

tiene a su vez la virtud de mostrar las carencias de que tal teoría (y por
supuesto, tal idea) encerraba. Pero no podemos dejar de ver que estas
mismas carencias deben ser situadas históricamente para no incurrir
en la soberbia de hacer del pasado una mera suma de errores. Y esto
resulta mucho más fácil de ser dicho que de ser llevado a la práctica en la
reconstrucción historiográfica o en la reflexión teórica.
Pero volviendo al tema inicial, hay un evidente achicamiento de la
clase obrera en la sociedad moderna. En su cantidad numérica, en su
proporción con el resto de la población y en su peso político y social. Hoy
es un hecho indiscutible que la clase obrera industrial constituye un sec-
tor cada vez más minoritario de la sociedad moderna.
Y es posible imaginar en el futuro una sociedad automatizada a un
punto tal que ese sector de trabajadores quede reducido a una mínima
expresión. Esto ya había sido contemplado por Marx en sus famosos
manuscritos de 1857-1858, a los que antes hice referencia. Reflexiona allí
sobre el problema y adelanta hipótesis de extrema actualidad. Y no por-
que fuera omnisciente y pudiera prever las características particulares
de las nuevas tecnologías, sino porque la prolongación lógica de su razo-
namiento lo llevaba a enfatizar al sistema capitalista como un modo de
producción que posibilitaba la transformación del maquinismo indus-
trial en una suerte de gran autómata que subsumía real y formalmente
la clase obrera al capital con los consiguientes efectos de su tendencial
reducción numérica y su enajenación cualitativa.
Sin embargo, debo aclararles que esta prognosis tan clarividente que-
dó oculta en manuscritos exhumados casi un siglo después de haber sido
escritos y que los marxistas estaban persuadidos de que a medida que fue-
ra creciendo el capitalismo se produciría un aumento cualitativo del peso
específico de la clase obrera. Esta tendencia, considerada como una ley
inexorable, se deducía estrictamente del análisis de Marx, quien –no pue-
de negarse– participaba de tal idea. Hay que tener en cuenta que esta lectu-
ra de las leyes de tendencia del capitalismo se correspondía en la práctica
con un vertiginoso crecimiento del proletariado industrial y con la forma-
ción de los grandes partidos obreros. Y por eso pudo tal vez imponerse
como una verdad adquirida en el movimiento socialista. Una vez hecha
esta aclaración quisiera seguir reflexionando sobre esas sendas perdidas

775
José Aricó

del análisis de Marx que lo condujeron a plantearse a sí mismo, dado que


nunca publicó la conclusión a la que llegó, que la ley del valor, luego de ha-
ber durante largo tiempo determinado o condicionado el movimiento del
capital en su conjunto, dejaba de tener validez en el capitalismo.
Marx pensaba que la expansión futura del capital y la transformación
de la ciencia en un poder productivo directo, derivada necesariamente de
la primera, convertían a la contabilidad en tiempo de trabajo en una base
estrecha, excesivamente estrecha, para medir la riqueza social. En una si-
tuación semejante, la teoría del valor caducaba, dejaba de tener validez. Y
de tal modo se abría en la sociedad una contradicción insuperable entre el
trabajo asalariado y la requerida distribución social de la masa de bienes
creados. Esa distribución requería objetivamente de un sistema que no
podía basarse en la utilización de un ingreso derivado del trabajo, por-
que este dejaba de ser la categoría determinante de aquel. La presencia
de una contradicción insoluble en los términos del capitalismo, no signi-
ficaba para Marx su inexorable derrumbe –aunque es esto precisamente
lo que dedujeron sus discípulos– sino la presencia de una “barrera” que
debía tener consecuencias profundas sobre la sociedad en su conjunto.
Los sistemas socialistas han eludido parcialmente el problema a costa de
afectar la productividad y la innovación tecnológica. Se mantiene el obje-
tivo de la ocupación plena disminuyendo la rentabilidad de las empresas o
dejándolo por completo de lado. La pregunta es ¿hasta cuándo? Los países
capitalistas lo morigeran a través de métodos tan clásicos como la des-
ocupación, el cierre de empresas, la expansión del terciario, el seguro de
desocupación, etc. Pero en la crisis fiscal del Estado actual están en parte
las consecuencias de un comportamiento semejante. Lo notable de la so-
ciedad moderna es que la desocupación, para tomar el caso de los siete
países más importantes de Europa, afecta fundamentalmente a sectores
que tienen una mediana o alta calificación técnica, o preparación profe-
sional. Ya no son desocupados los que no sirven para el trabajo o no tienen
calificación alguna, sino aquellos que sí la tienen. Si esta es la realidad y si
se advierte que hay una tendencia creciente a la desocupación, indepen-
dientemente de los ciclos coyunturales de las economías capitalistas, sería
ridículo negar que al mundo de hoy se le plantea un grave problema que
no sabe cómo resolver.

776
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

La ciencia económica, o las ciencias sociales en general, parecieran


ser incapaces de encontrar salidas viables manteniendo las condiciones
económicas-sociales existentes.
Habrás leído recientemente la conversación entre los economistas P.
Sylos-Labini y V. Leontief publicada en un número de Debates. Me sor-
prendió el pesimismo con que analizan las posibilidades de nuestras
sociedades para soportar las revoluciones tecnológicas sin una desocu-
pación creciente.

¿Por qué dices que son pesimistas?


¿Por qué son pesimistas? Porque siendo las medidas a tomar fuer-
temente contradichas por la naturaleza del sistema económico-social
imperante, la única manera de pensar en soluciones de mediano o lar-
go plazo supone imaginar otro tipo de organización de la vida social,
otra forma de vida económica y social de los hombres, que el presen-
te margina en ese terreno despreciado de la imaginación utópica. Por
todo esto pienso, como decía antes, que no se puede dejar de hablar de
la presencia de una crisis del marxismo, pero asumirla en la plenitud de
sus significaciones significa hablar también de la crisis de las premisas
básicas, históricas, sobre las que se legitimó el sistema capitalista im-
perante como un orden económico, social y político capaz de asegurar
oportunidades vitales para todos los hombres.
¿No ha entrado en crisis una certeza del capitalismo cuando la rea-
lidad evidencia el sinsentido de depositar en el pleno desarrollo econó-
mico las posibilidades crecientes de satisfacción para todos o la mayoría
de esas oportunidades vitales? La certeza de poder alcanzar y mantener
la ocupación plena, la expansión plena de los recursos, la incorporación
plena de los trabajadores al disfrute de un sistema político y social que
avanzaba en su democratización simultáneamente con su motor pro-
pulsivo que era el crecimiento, o el desarrollo o como se lo quisiera lla-
mar; todas estas “plenitudes” que el capitalismo defendía como elemen-
tos connaturales a su propia naturaleza, como atributos exclusivamente
suyos, todo este mundo de certezas que unían en un haz sólido de mo-
dernidad a crecimiento y democracia, todo esto ha volado por los aires,
todo se ha esfumado y la incertidumbre, el principio de incertidumbre,

777
José Aricó

da la tonalidad característica del pensamiento social en su conjunto.


El umbral crítico alcanzado por el proceso de modernización pone en
crisis el paradigma marxista, ¿pero puede ser una solución al problema
revestir de características mágicas al paradigma del mercado, cuya vi-
gencia histórica es la que ha dado al mundo actual su morfología con-
creta? Frente a esta crisis de las ideas fundamentales que constituyeron
el mundo moderno, el pensamiento social se ha achicado, se ha tornado
“débil”, porque sabe pero no “puede”.
Vayamos ahora al segundo problema, al de la consumación de una
forma histórica de organización política de la clase obrera. Si en las so-
ciedades modernas se han producido transformaciones reales que cues-
tionan una idea del movimiento obrero estructurado históricamente en
correspondencia con una fase determinada del proceso de industriali-
zación, como lógica consecuencia se desvanecen las pretensiones de al-
canzar esa fusión monolítica entre movimiento social, acción política y
teoría de la sociedad, que constituía el fundamento del partido obrero o
del partido de clase. Afectada la solidez y expansividad de un estrato so-
cial como el de la clase obrera industrial, desaparece el sustrato material
que permitía fundar las ideas de representación y de delegación sobre
las cuales se configuró la teoría y la práctica del partido obrero. Porque
la idea de la existencia en la sociedad de un sujeto transformador encar-
nado en una clase social determinada conducía necesariamente a la que
depositaba en la organización política de la clase, esto es, en el partido,
la realización de la tarea histórica al que aquel estaba convocado. Apenas
se conforman a fines del siglo pasado las grandes organizaciones sin-
dicales y políticas de los trabajadores se evidencian de inmediato los
problemas que arrastran consigo estas funciones de “representación” y
de “delegación”. Y es interesante destacar la forma ideológica que asu-
mía la problemática: el cuestionamiento de una concepción simplista
de ambas categorías remitió al descubrimiento de la mayor complejidad
de la sociedad respecto de la matriz teórica adoptada para analizarla, y
esto a su vez precipitó la llamada crisis del marxismo a la que antes hice
mención. Esta crisis, a su vez, giró profundamente en torno del proble-
ma de los intelectuales. ¿Por qué ocurrió de ese modo? Porque ninguna
discusión teórica, por más sofisticada que fuera, podía ocultar el hecho

778
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

evidente de que tales partidos eran el resultado del encuentro de los in-
telectuales con las élites obreras. La discusión sobre si el ideal socialista
surgía espontáneamente de la dinámica propia del movimiento de los
trabajadores o si era producto de la fusión de la ciencia con la existen-
cia, no alcanzaba a ocultar este hecho evidente del desplazamiento de
un amplio campo intelectual hacia un movimiento social que mostra-
ba capacidad de autoorganización, y de resistencia a los efectos de la
industrialización.

¿Qué se puede decir hoy de esta fusión?


Pienso que esta fusión histórica ocurrida hace ya casi un siglo ha con-
sumado su funcionalidad: dio lugar a experiencias radicales de transfor-
mación que produjeron sociedades más igualitarias pero menos libres
que las occidentales, de todas maneras sociedades de ninguna manera
identificables con el ideal de Marx y de los grandes partidos socialistas;
produjo experiencias muy importantes de organización democrática de
la economía y de la sociedad como la de la socialdemocracia europea;
permitió que se constituyera un gran movimiento de contestación en
el mundo a la dinámica propia del capitalismo, sin cuya presencia esta
dinámica hubiera sido distinta y no creo que mejor; en fin, permitió mu-
chas cosas, pero ha dejado como saldo y como herencia la imposibilidad
de identificar el ideal socialista con un modelo determinado de trans-
formaciones sociales. La teoría y la práctica de un partido de clase que
representa a los trabajadores y que trata de organizarlos en la defensa de
sus intereses que son los de una política de transformación económica y
social, esto es lo que ha entrado en crisis porque no existe una dirección
de cambio que prefigure una sociedad sin la presencia de las categorías
definitorias del capitalismo. Esto por un lado.
Por el otro lado, no debemos olvidar que los grandes partidos obreros
fueron socialistas o comunistas (como el caso de los italianos), pudieron
hacerse cargo de la complejidad creciente de las sociedades a condición
de ser cada vez menos partidos de clase y cada vez más partidos popu-
lares, esto es, partidos que representan a los trabajadores y a los sec-
tores populares en general. Quienes no pudieron acceder a esta esfera
de lo político quedaron relegados a la condición de grupos minúsculos

779
José Aricó

instalados en la ideología u organizaciones en proceso de desintegración


(como el caso de los comunistas españoles y franceses). Pienso que en el
caso de América Latina nunca existió el espacio propio que tuvieron los
socialistas hacia fines de siglo, por lo que en realidad nunca pudo darse
el fenómeno mencionado de partidos “de clase”. Entre nosotros, quienes
así se definieron, fueron solo organizaciones incapaces de transformar-
se en los grandes partidos de masas de los que estamos hablando. Pero
lo que me interesa recalcar que aún la funcionalidad misma del partido
político como tal ha entrado en crisis en la sociedad moderna y como
un fenómeno concomitante con la crisis del Estado Social o del llamado
Estado de Bienestar.

¿Qué podrías decir de la crisis de la “forma -partido”?


La “forma-partido” pareciera mostrarse inapta para asumir y resol-
ver en un sentido positivo los procesos de complicación social y cultu-
ral de los que constituyen un testimonio muy evidente la explosión de
nuevas formas de agregación, de los llamados nuevos sujetos socia-
les. Y el movimiento general de los trabajadores, sus organismos y sus
tradiciones no parecen ser capaces de hacerse cargo de los problemas
que estas realidades crean. Existen por tanto limitaciones prácticas y
teóricas que impiden a una tradición política y cultural determinada
visualizar problemas para afrontar, los cuales tienen enormes caren-
cias analíticas y teóricas.
Esta es, en síntesis la situación actual de un movimiento histórico de
transformación que pareciera haber alcanzado ya su punto de máximo
esplendor y se enfrentará ahora a una penosa decadencia. Tanto más
penosa por cuanto una política de defensa estricta de los intereses de
los trabajadores tiende a convertirse en una política que privilegia una
parte en desmedro del conjunto de los trabajadores, que bloquea las po-
sibilidades de los cambios, y que se expresa como una fuerza de conser-
vación y no de transformación.
Yo no pienso que esto sea en sí malo o bueno. Ninguna otra propues-
ta de avance puede validarse a costa de dejar en la calle a los trabajadores
y sin siquiera la esperanza de que alguna vez vuelvan al trabajo. El he-
cho de que la clase obrera aparezca como obstaculizando la renovación

780
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

técnica y defendiendo una manera de producir que aparece arcaica y


antieconómica según los criterios modernos de rentabilidad, muestra el
tipo de contradicciones con que se enfrenta la sociedad actual: una pro-
puesta de renovación vertiginosa que la sociedad no puede metabolizar
sino a costa de sacrificios sin futuro. Por eso es necesario pensar una
acción de transformación, no digo total, pero por lo menos de mayor al-
cance que esté en condiciones de comprometer en torno a su realización
a la multiplicidad de sectores que afloran en la realidad.
Pero esta empresa colectiva ya no pasa por la potenciación o la cons-
titución de un partido del proletariado en el sentido clásico. Esta etapa
ya se ha cumplido en las sociedades industriales, y en las que no pudo
ocurrir así resulta vano confiar en que alguna vez ocurra. Es verdad que
no hay una temporalidad uniforme en los procesos sociales, pero es im-
posible imaginar un camino que dé validez histórica a lo que ya no lo tie-
ne. Es necesario imaginar otros tipos de agregaciones políticas que sean
aptos para articular sectores sociales diferenciados y contrapuestos aún
en el interior de una misma clase social, siendo como son el producto de
la forma que adquiere el Estado moderno. Y la noción de complejo refe-
rida a la sociedad significa precisamente esto: que se ha constituido un
tipo de Estado que introduce formas inauditas de difusión capitalista de
la política y destinadas a trastornar toda la estructura del conflicto social
y de la lucha política.
En una situación que en la terminología actual se define como la in-
gobernabilidad, ¿es posible compatibilizar intereses en pugna a favor
de una propuesta aceptada de transformación? Si la transformación no
puede ya ser entendida en el sentido de la industrialización con hege-
monía obrera, ¿cómo hacer avanzar la sociedad sin aceptar la lógica del
capital o colocando esta lógica bajo el control social? ¿Es posible imagi-
nar formas de la vida económica y social donde la innovación técnica
y el principio de la rentabilidad no sean sus instrumentos decisivos y
orientadores? Si ninguna forma de sociedad puede vivir si no se produce
y en las condiciones dictadas por un mercado mundial que articula las
economías nacionales, ¿es posible escapar de la lógica capitalista (mer-
cantil-privada)? Dicho de otro modo, ¿es posible imaginar en el mundo
actual la “salida del capitalismo”?

781
José Aricó

Estoy convencido de que cuando las cuestiones se plantean en estos


niveles de abstracción resultan de solución imposible. Pero pienso que
si dejamos de lado estas preguntas nos vemos irremisiblemente arras-
trados a naturalizar el presente, a aceptar lo dado, a rechazar lo aún no
existente, a reprimir la imaginación. Si acepto incorporar las dimensio-
nes de lo utópico, me niego a aceptar el pasivo doblegamiento del pen-
sar. Porque además estoy persuadido de que, a diferencia de lo que se
intenta imponer, cuanto más dramático es el presente más necesario es
que el mañana aparezca en el horizonte.
Creo que es a partir de todos estos reconocimientos que debemos
plantearnos el tercer problema al que me referí, el de la caducidad de
una concepción estrecha de la transformación social que se expresa en
la noción clásica de “revolución”. Sería largo recorrer la historia de esta
categoría tal como fue recogida y reelaborada por Marx y como entró
luego en la tradición socialista. De todas maneras, cuando entre noso-
tros, americanos, se utiliza esta categoría y se le asigna en el pensamien-
to de izquierda una función estratégica dirimente, de un modo u otro,
sabiéndolo o no, nos estamos refiriendo más a las conceptuaciones de
Lenin que a las del propio Marx. Sería una tontería reflexionar sobre
este tema sin hacerse cargo del problema que implica que la mayor tra-
dición revolucionarias del siglo es la leninista y que esta ha adoptado
formas aparentemente diferenciadas pero en esencia idénticas en su fi-
liación. A los temas en torno de los cuales Marx planteaba la revolución,
los de un movimiento radical que se convirtiera en el coronador de un
proceso de socialización de la política y de la extinción del Estado como
“sociedad política”, inscriptos ambos en el supuesto de racionalidad
subyacente, Lenin le agrega un elemento que se tornará decisivo: el de la
teoría de la revolución como organización. Planteado el asunto de este
modo, todo el concepto tradicional de revolución se trastoca en la medi-
da en que se otorga al partido político y a su capacidad de monopolio de
la fuerza organizativa una legitimidad revolucionaria que en el socialis-
mo clásico se situaba en una clase social determinada. La idea de Marx
de una capacidad de autoliberación de los trabajadores, que posibilita-
da por la sociedad moderna se realizaba en su constitución como clase
revolucionaria, se transforma con Lenin en la teoría de un partido que

782
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

asumiendo el destino histórico de los trabajadores organiza las fuerzas


de contestación, realiza la revolución y constituye el nuevo Estado bajo
su monopolio absoluto. Se ha señalado y con razón que la revolución
como organización desempeña hoy el papel de un Leviatán moderno; un
Leviatán que apuesta a un proceso político monopolizado por el parti-
do para romper las constricciones históricas de una sociedad capitalista
atrasada y para encarar el desarrollo económico. De todas maneras, en
el leninismo la relación con la tradición no ha sido cortada y la idea de
clase sujeto general, del proletariado como clase general, está en la esen-
cia misma de la matriz teórica y estratégica.
Si, como dijimos antes, esta clase obrera en los grandes países indus-
triales está dejando de ser lo que era por los efectos de una producción
post-mecanizada y regida por la electrónica y el automatismo total, si
esa clase obrera ya no es o no está siendo una “clase general”, un suje-
to histórico privilegiado de la sociedad capitalista, entonces las grandes
categorías derivadas de esta verdad adquirida a partir del análisis de
Marx, categorías como las de revolución y socialismo, quedan lógica-
mente afectadas. Si la clase obrera se aproxima a su ocaso, y de poco vale
decir que en tal o cual lugar falta aún mucho para esto, toda la propuesta
de la conquista de una sociedad diferente debe ser replanteada. Me pa-
rece que lo que aquí expongo es claro como el agua y que todo intento
de negarse a ver estos hechos que están allí, delante de nuestras narices,
es la desgracia más terrible que le pueda pasar a un movimiento que
se supone de transformación, pues sin saberlo ni quererlo se habrá de
convertir inexorablemente en un residuo histórico, es una fuerza con-
servación, incapaz de percibir ese movimiento real de las cosas sobre el
que Marx basaba la cientificidad de su teoría. Si dejamos de pensar en
una clase sujeto que en los países centrales ha dejado de serlo y que en
nuestros países tal vez no lo haya sido nunca, la significación real de
las fuerzas sociales existentes, su potencialidad en términos de crítica
y negación del sistema, los efectos de transformación que a través de
su articulación puedan imaginarse y lograrse, adquieren una tonali-
dad completamente distinta. Si dejamos de considerar a la clase obrera
como una fuerza histórica dotada de una intrínseca fuerza expansiva de
larga duración y colocada, por tanto, en el centro de una constelación de

783
José Aricó

fuerzas distintas, si el modelo que se fundaba en la centralidad produc-


tiva, teórica y estratégica de la clase obrera está en desaparición, ¿cómo
podemos seguir pensando en los mismos términos del pasado? Hay que
tener en cuenta que la declinación de la figura social “clase obrera” está
vinculada con la aparición de nuevas figuras sociales, que asumen nue-
vos roles, nuevas competencias. ¿Cómo puede pensarse en supeditar
estas nuevas figuras a otra vieja que no solo no puede por definición
englobarlas, sino que es contradictoria de aquellas? Pero además, ¿qué
queda del concepto mismo de clase construido por Marx?
¿Hasta dónde puede dar cuenta de los nuevos fenómenos de la so-
ciedad que desdibujan, oscurecen y cuestionan el esquema dicotómico
sobre el que Marx construye las categorías analíticas? Creo que si pensa-
mos a los problemas admitiendo estas preguntas podemos ver de mejor
manera qué son realmente los trabajadores en nuestro país, para dar
un ejemplo. Ni siquiera el discurso más alocado de la izquierda puede
afirmar que el movimiento obrero argentino en concreto, es decir el mo-
vimiento obrero que tiene en la CGT su punto central de agregación, es
el núcleo de un proyecto de transformación. Lo cual, no significa admi-
tir que un proyecto de transformación pueda hacerse sin las fuerzas del
trabajo o en contra de estas.

Lo que estás proponiendo es tanto una visión diferente de la política como de las
fuerzas sociales transformadoras.
Si la política debe dejar entonces de ser imaginada como el enfrenta-
miento de dos ejércitos compuestos por fuerzas regulares y constantes,
siempre idénticos a sí mismos, pugnando uno por la revolución y el otro
por la conservación, uno por el pueblo y el otro por el antipueblo, uno
por el avance y el otro por el retroceso, etc., etc.; si la política debe ser
no el mero hecho del reconocimiento de la diversidad, sino la búsque-
da constante de síntesis que permitan avanzar en la implementación de
un proyecto compartido, descomponiendo y recomponiendo las fuerzas
existentes en el escenario; si la política de transformación no puede ba-
sarse en la confianza en la existencia de un sujeto trascendental corpo-
rizado en una figura social determinada, si todo esto que estoy diciendo
tiene algo de razón, puedo extraer entonces la siguiente conclusión: las

784
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

fuerzas sociales de transformación no están prefiguradas, se constitu-


yen permanentemente a través de procesos políticos que rompen los es-
tancos cerrados de las clases y fuerzas tradicionales –y, desde este punto
de vista, la clase obrera también es tradicional–, la política en definitiva
produce los sujetos transformadores y no, como se tiende a pensar, los
expresa, los representa. Tiendo a pensar que las posibilidades de trans-
formación, esto es, las posibilidades de consecución no de una sociedad
perfecta, sino de una sociedad mejor, y esta cualidad no puede sino defi-
nirla en términos de libertad y de igualdad, o sea, de justicia, se aloja en
los intersticios de la sociedad o no está situada en una clase en particu-
lar. La extrema variedad de particularismos que fragmentan la sociedad
en micros y macros corporaciones que pugnan por defender intereses,
posiciones o valores, que expresan su desagrado por una sociedad que
exacerba las expectativas y las frustra de manera brutal, deben encontrar
formas de articularse en torno de un diseño, de un proyecto, de un es-
quema –como se ve, trato de evitar la palabra “modelo”– en singular o en
plural, que permita colocar en el horizonte un futuro verosímil. ¿Cómo
darle un norte a la innovación técnica y a la productividad evitando la
desocupación y sin hipotecar un futuro? Y digo esto último porque a ve-
ces ciertas medidas que aparecen como beneficiosas hoy acumulan tal
grado de problemas mañana que se vuelven perniciosas. Apuntar hoy a
la energía nuclear tal como esta se plantea es hipotecar un futuro. ¿En
pro de qué cosa debemos hacerlo? Si abandonamos los criterios que en
su época nos llevaron a efectuar una industrialización sustitutiva que
hoy muestra ser una rémora para la dinamización de la producción so-
cial, ¿a título de qué insistir en su reactivación? ¿No es posible imaginar
otros lugares y otros procedimientos que permitan ocupar a trabajado-
res? Si sabemos que el desplazamiento hacia nuevas industrias como
la electrónica y la microcomputación no contribuye manera decisiva o
importante a disminuir los efectos de la desocupación, ¿qué sectores de
la industria o de la actividad productiva o improductiva deberían ser
privilegiados? Pero si nuestros objetivos debieran ser la búsqueda de
una sociedad más justa, ¿no son otros patrones que los de productivi-
dad, rentabilidad, etc., etc., los que debieran comandar el movimiento
transformador? ¿No hay que cambiar también patrones de consumo que

785
José Aricó

acentúan las diferencias, que imposibilitan resoluciones parciales, que


exasperan a los ciudadanos? ¿No es necesario abrirnos a una cultura del
recato, de la modestia, de la austeridad y el control? El privilegiamien-
to de todos aquellos mecanismos de acción, procedimientos, medidas y
procesos económicos y sociales que potencian la democratización de la
sociedad, su autoorganización, la formación de instituciones de direc-
ción de nuevo tipo, la reforma profunda de las instituciones existentes,
todos estos procesos sé que son de difícil resolución, pero se trata de
pensar en ellos. Creo, por ejemplo, que los problemas de la televisión es-
tatal podrían ser resueltos de mejor manera si el ente gozara de un esta-
tuto como el de la universidad, en lugar del sistema arbitrario, despótico
e ineficiente que hoy lo caracteriza. ¡Y esto puede ser conquistado por la
sociedad, que es en definitiva la que paga! Es necesario que emerja en
la sociedad un movimiento reformador capaz de ver los procesos socia-
les no en términos de productividad, sino en términos de capacidad de
liberación de los individuos y, de este modo, sí será posible volver luego
sobre los requerimientos de la productividad, sin quedar preso de una
lógica económica que doblega la imaginación, que nos impide pensar en
lo que sí puede cambiar hoy. Si has tenido ocasión de leer un reportaje
publicado hace pocos días atrás en La Razón, un reportaje a un alcalde
de una población marginal de Lima, recordarás que allí, en medio de
una miseria terrible, la voluntad de autoorganización de los hombres, la
imaginación para resolver problemas que son muy urgentes, están pre-
sentes con una fuerza admirable. Cuando leía la nota me preguntaba
si en la sociedad argentina podrían existir experiencias de este tipo. Y
creo que no, porque la sociedad misma no resistiría experiencias que
serían vistas con desconfianza por las instituciones de poder, que sus-
citarían las oposiciones de los organismos políticos en búsqueda de su
manipulación, que encontrarían los cubículos corporativos que se sen-
tirían afectados por algo que escapa de su trama. Recuerdo, por ejem-
plo, el temor que despertó en los setenta el movimiento de villeros, o la
manera burocrática-estatal en que ha sido puesto en funcionamiento el
programa del PAN bajo el gobierno radical. Cualquier tipo de acción que
tienda a potenciar la capacidad propia de organización de los ciudada-
nos en torno de pequeños o grandes problemas, choca de inmediato con

786
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

la extrema rigidez del sistema político, con la susceptibilidad enfermiza


de estamentos como la Iglesia y el ejército que temen cualquier voz diso-
nante, pero también con sectores de la sociedad de la que no deben ser
excluidos muchas veces los propios sindicatos.
Las grandes ideas de autoliberación, de autoorganización, de ex-
periencias de formas distintas de “democracia directa” no son de fácil
aceptación ni por los gobiernos, ni por los sistemas políticos, ni por las
instituciones públicas o privadas existentes, ni por la sociedad misma.
Solo avanzan a contrapelo, imaginando salidas para impasses generados
en la sociedad, y sus dimensiones hablan de la cuota de liberación y de
autoemancipación humana, que una sociedad es capaz de permitirse. Y
yo diría que cuanto más débiles son esas dimensiones, menos libre es la
sociedad en su conjunto.
La crisis en que está metido nuestro país, pero en general la de nues-
tros países americanos, no pareciera ofrecer salidas. Y esto no lo digo
yo desde un repudiable catastrofismo marxista. Lo dicen todos, desde
los gobernantes hasta los políticos, pasando por los técnicos. Pero no
podemos encontrar salidas porque estamos prisioneros de los propios
términos de la crisis, razonamos desde su interior y es ella la que nos
fija un horizonte de visibilidad. Si insistimos en esta manera de ver no
creo que la Argentina tenga un futuro mejor, no creo que vislumbremos
nuestro destino. Si nacimos como país organizado con la esperanza de
prendernos a un mundo que iba hacia lo mejor, hoy que ese mundo ha
perdido una dirección de avance y nosotros no tenemos lugar seguro en
su recomposición. Si ninguna de las teorías que inventamos para imagi-
nar que les podíamos ser imprescindibles, hoy puede sostenerse. ¿Será
capaz América Latina de construirse un destino propio que nos incluya?
¿Seremos nosotros lo suficientemente generosos para pensar en esta
dirección de búsqueda? Hace pocos días, el presidente del Perú, Alan
García, habló ante el parlamento argentino poniendo este interrogante.
La suerte de Perú también se juega aquí, el destino de Nicaragua está en
América, pero del mismo modo nuestra suerte se juega en Nicaragua.
¿Lograremos encontrar otras formas de articulación que rebasen el mar-
co de la solidaridad, valiosísima por sí misma, como lo está mostrando
el ejemplo de Contadora? ¿Podremos encontrar formas de escapar aun

787
José Aricó

parcialmente a los efectos de la crisis mediante una combinación de me-


didas extranacionales? ¿Podremos, como lo están haciendo hoy los de-
mócratas europeos respecto de su continente, volver a inventar América?
Hay que negarse a admitir las cosas como son. No hay que creer que el
mundo deba ser fatal y eternamente como es, repetía Mariátegui. Pienso
que en esta frase está encerrado todo el optimismo que sostiene el razo-
namiento que he tratado de exponer.

La experiencia a la que acabas de hacer referencia, en Villa El Salvador, en el


cinturón de Lima, que lidera Miguel Azcueta, es un buen pretexto para introdu-
cirnos en otros de los puntos planteados por esta conversación. En realidad, es un
buen pretexto para encarar dos de esos puntos. Uno, la cuestión de las relaciones
entre democracia y socialismo; otro, el debate acerca de Marx, del marxismo y de
América Latina. Y no es casual, probablemente, que esta experiencia haya sur-
gido en el Perú. Un Perú que fue la cuna de un debate como el de Mariátegui y
Haya por los años veinte, y el lugar donde se intentó pensar el marxismo desde
una perspectiva americana. Esto se encadena su vez con una temática en la que
trabajaste en los últimos años y en la que tu aporte funciona como una divisoria
de aguas. Son dos cuestiones, creo. Una, la de Marx y América Latina, y la otra,
la que se refiere a cómo pensar desde el marxismo la cuestión de la constitución
de la nación…
Rememorando las circunstancias que me condujeron a centrar mis
reflexiones en estos dos temas a los que hiciste referencia, me parece
importante señalar que ambas preocupaciones surgieron concretamen-
te en una situación de exilio. Y yo diría que están fuertemente marcadas
por esa impronta. De Marx y de Mariátegui me ocupé mucho antes de
mi viaje a México, en 1976. Es más, el planteo del problema de la incapa-
cidad de Marx para abordar este continente inclasificable que es el nues-
tro, ya estaba hecho en un breve texto de no más de nueve páginas que
debía servir de introducción a un libro sobre el socialismo en América
Latina, que nunca fue terminado de escribir. Pero allí yo solamente
planteaba el problema. El giro de la investigación, los caminos que reco-
rrió para avanzar en un terreno tan movedizo, los resultados que pueda
haber alcanzado, todo esto se hizo en el exilio mexicano y pienso que le
deben mucho a él. Tal vez si hubiera decidido irme a Europa, a Italia, por

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DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

ejemplo, tan afín a mi ascendencia, a mis preferencias, mis reflexiones


hubieran recorrido otros temas o problemáticas. Esto no lo sé, pero de
lo que sí estoy absolutamente persuadido es de que no se puede cortar
sin consecuencias ese hilo invisible que nos une al suelo, y agregaría que
en muchos casos las consecuencias son favorables y, si me apuran, po-
dría llegar a decir hasta que son favorables siempre, sin que por esto se
me pueda acusar de propiciador del exilio como forma de conocimiento.
Creo que en el exilio mexicano surgió una serie preocupaciones, deriva-
da de la angustiante experiencia de los hechos vividos en la Argentina de
los setenta, pero también de la necesidad de aprender a vivir en un país
radicalmente distinto del nuestro, como es México.
Dicho de otro modo, México es un país que ofrece al estudioso una
riqueza de elementos nacionales como tal vez fueran las Galápagos para
Darwin. Es posible que lo que estoy diciendo sea una absoluta tontería,
pero esa fue la sensación que tuve frente a dos países americanos, que
fueron, precisamente, México y Perú. Dos naciones con fuerte implan-
tación indígena y campesina, dos especies de laboratorios políticos. Por
primera vez supe en México lo que era el campesinado indígena; por
primera vez advertí que un mismo idioma no evita los problemas de tra-
ducción, sino que por el contrario puede dificultarlos al máximo; que las
tradiciones son elementos intransferibles y de dificultosa comparación;
que un conjunto nacional distinto del nuestro nunca deja de ser ajeno a
nosotros, ni mejor ni peor, pero siempre distinto. México era además el
país que había protagonizado una gran revolución campesina, tal vez la
primera de este siglo, y su sociedad atravesaba esos momentos de cam-
bios de época en que se preguntaba a sí misma si era todavía hija de esa
revolución, o ya había dejado definitivamente de serlo. Allí, en ese país,
se había producido tal vez el fenómeno intelectual más importante en
América Latina: una concentración inaudita de corrientes intelectuales
originadas por los exilios políticos que habían asolado antes a la España
de la guerra civil, y que asolaban ahora a los pueblos sudamericanos y
centroamericanos. Fue el entrecruzamiento de discursos disímiles, de
experiencias diferenciadas, de experiencias políticas diversas, de ma-
trices culturales distintas, lo que creó la posibilidad de medir efectiva y
no ritualmente nuestras ideas con las de los otros. Estoy convencido de

789
José Aricó

que fueron todas estas circunstancias y las que no menciono pero que
se refieren a la configuración del tejido intelectual plural, las que permi-
tieron que se diera una estación muy fértil del exilio latinoamericano en
México, de la que yo me siento un usufructuario privilegiado. ¿Por qué?
Porque me permitió darle a mi trabajo intelectual una dimensión, una
manera de ver los hechos que acaso no hubiera podido alcanzar en mi
país, por lo menos en esa Argentina que yo recuerdo, en la Argentina de
mis años. Por supuesto que en la Argentina de mi exilio, la del Proceso,
nada de esto era pensable. Pero ¿qué es lo que se produjo en México?
En esencia, un cambio del punto de observación, desde el sitio desde el
cual pensaba. Y esto tiene relevancia porque nunca cuando se piensa se
incorporan en ese pensar las coordenadas del lugar en el que, y desde el
cual, se piensa. Pero lo que no es habitualmente un hecho de conciencia,
se convierte, podríamos decir, en un hecho de existencia cuando el des-
plazamiento se produce. Y el que este virar del pensamiento a veces no
ocurra puede, si razonamos bien, ser la prueba indirecta de lo que estoy
diciendo. Situado en otro lugar, en un espacio nacional caracterizado
por una multiplicidad de elementos tan significativos, yo podía plan-
tearme problemas o maneras particulares de verlos que antes no me ha-
bía planteado en mi indagación. Yo venía trabajando desde hacía varios
años sobre el tema de la expansión del marxismo como si ella fuera el
resultado natural de la potencialidad de este. Ahora lo que me interesaba
ver eran los obstáculos que dificultaban su difusión. Y esto me remitió al
origen, al conocimiento de que el socialismo en América no pudo contar
para su expansión con una reflexión de Marx en la que apoyarse. Pero
la recopilación de trabajos de Marx y Engels sobre América Latina –que
tan bien preparó Pedro Scaron y que yo edité en los Cuadernos de Pasado
y Presente en 1972– mostraba que si bien los textos de ambos pensado-
res sobre nuestra realidad no eran demasiados, eran sí suficientes para
sacar conclusiones sobre el modo particular en que Marx vio a nuestro
continente, sobre lo que pudo ver y sobre lo que se empecinó en ver mal.
La idea de que Marx despreció a América, justificó la ocupación de terri-
torios mexicanos por los Estados Unidos, pensó que lo mejor que le po-
día ocurrir a México era su ocupación total, etc., etc., es tan generalizada
que constituye casi un lugar común y como tal un prejuicio histórico.

790
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

Porque cuando Marx, en la década del cuarenta, pensaba que era bueno
que los territorios mexicanos pasaran a manos de los norteamericanos,
muchos mexicanos pensaban lo mismo, algunos se proponían venderles
más porciones de territorio y otros hasta pensaron soluciones institu-
cionales que condicionaron fuertemente la existencia de México como
una nación republicana independiente. Con esto quiero decir que el
problema nacional no se planteaba en esos momentos de la misma ma-
nera que se planteó luego, frente a los franceses, por ejemplo.
Pero dejando estas tonterías de lado, lo que me interesaba ver eran
las razones de las dificultades de Marx para considerar un complicado
proceso de constitución de los Estados nacionales, que no era totalmen-
te comparable al que se había dado y se estaba dando en Europa.
Esto era lo que yo pretendía aclarar. Para poder hacerlo yo necesi-
taba previamente descalificar el valor explicativo de una noción desde
la cual se analizaron los errores de Marx: el concepto de “europeísmo”.
Si aceptaba sin discutir la idea de que la condición de europeo de Marx
establecía un límite insuperable para analizar otras realidades irreduc-
tibles al modelo “europeo”, la investigación no podía dar un solo paso
adelante. Yo me propuse tematizar la cuestión mostrando que en sus
trabajos históricos Marx hizo gala de una curiosa capacidad analítica. Y
digo curiosa porque parecía contradecir o diferenciarse de los cánones
clásicos del materialismo histórico. Basta leer, por ejemplo, sus trabajos
sobre España, Rusia o Turquía, para advertir que la supuesta descalifi-
cación teórica y política del campesinado, que es verdad que pertenece
a la tradición marxista y que se puede encontrar en los escritos de Marx
sobre Francia, no es tal y que, por el contrario, el campesinado es privi-
legiado como un excepcional sujeto de transformación. Es interesante
recordar, además, que la revalorización del campesinado ruso lo lleva
concretamente a cuestionar la idea, aceptada como “marxista” ya en su
época, de una secuencia unilineal en la sucesión de las formaciones so-
ciales. Su insistencia en considerar a su teoría como antipódica de una
filosofía de la historia y su capacidad para analizar ciertas constantes
atípicas en los procesos de configuración de los Estados en las naciones
excéntricas a los países de Europa occidental, dan elementos para cues-
tionar la presencia en él de un vicio europeísta como el que permeó el

791
José Aricó

socialismo europeo. A partir de estas consideraciones, es fácil mostrar


las insuficiencias del análisis tradicional. Pero si aceptamos, como hice
en mi trabajo, la existencia en el razonamiento de Marx de verdade-
ros puntos de fuga respecto del sistema analítico, es posible conside-
rarlo históricamente como una figura de su tiempo, atravesado por las
contradicciones de la época, obsesionado por la transformación de un
mundo irreductible a la uniformación totalizante. Es posible romper
el estereotipo marxista, del cual sé que participa también Marx pero al
que no debe ser reducido, no simplemente por un acto de justicia histó-
rica, sino por algo que tiene para nosotros mayor importancia. Pensar
en las dificultades que tuvo Marx para considerar el hecho americano
es también una manera de ajustar cuentas con toda una cultura de iz-
quierda que basó su razonamiento en las hipótesis fuertes de Marx y
que todavía lo sigue haciendo. Las dificultades de Marx son también
las dificultades que luego encontrará el marxismo para expandirse en
América. Es claro que la relación no es directa, que una cosa no esclare-
ce por sí misma la otra, pero el dato sobre el que hay que basarse es que
ninguna de las grandes importaciones culturales europeas (el tradicio-
nalismo hispánico, el liberalismo político, el principio democrático, el
marxismo de la Segunda y la Tercera Internacional) fructificaron del
modo supuesto por la teoría, ninguna dio lugar a la configuración de
realidades nacionales identificables de algún modo con los modelos de
base. Razonar, por tanto, sobre Marx y América Latina es una manera
no tan directa como se podría sospechar de razonar sobre las “resis-
tencias” americanas al discurso no autoctonizado. Es sospechoso que
se hable tanto de la crisis del discurso marxista entre nosotros, privi-
legiando de algún modo las supuestas virtudes de los demás discursos.
¿Pero cuáles fueron las razones para que el liberalismo político fuera
una ensoñación antes que una realidad? ¿Por qué el discurso democrá-
tico se confundió entre nosotros con el populismo más inescrupuloso?
Creo que los límites de estas implantaciones nos obligan a pensar sus
puntos críticos no solo con relación a su coherencia teórica, sino tam-
bién, y fundamentalmente, con relación a una realidad opaca, resisten-
te, que nos habla de tradiciones, de mitos y símbolos políticos, de mo-
mentos históricos de acceso popular no consumados, de morfología de

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DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

procesos económicos y sociales impermeables a traslaciones analógi-


cas. Y los criterios de realidad a través de los cuales se somete la crítica
al marxismo, que pienso válidos e importantes, deberían ser aplicados
con la misma rigurosidad para analizar el discurso liberal, o democráti-
co. Solo así podremos distinguir lo que permitieron conquistar en tér-
minos de espíritu crítico y de conciencia de los problemas de nuestras
realidades, lo que han dejado como un patrimonio cultural, y lo que de
ellos permite hoy una utilización por la política.
Como arranco de los niveles de criticidad y de conciencia de la his-
toricidad de la sociedad moderna que está en la esencia del marxismo,
puedo someterlo a crítica y preguntarme cuál es el peso que aún debe-
mos otorgar el pensamiento de Marx y a la tradición marxista para ima-
ginar una política de transformación social. Y si como creo, dicho peso
es y será en el futuro cada vez más débil, no considero que valga la pena
rasgarse las vestiduras. Marx nos enseñó a ver cosas que solo a través
de él pudimos ver, fue capaz de desnudar una trama de opresión y de
violencia que atraviesa la producción y la distribución de la riqueza en el
mundo y en la historia, desnaturalizó una forma de sociedad que se le-
gitimaba como eterna mostrando su historicidad, los límites y barreras
que forman parte de su automovimiento. Marx nos permitió pensar en
otras formas de la vida social donde los objetivos de libertad y de igual-
dad pudieran ser conjugados. Pero todo esto que forma parte del saber
de los hombres de hoy no puede constituir el programa de acción políti-
ca de un partido transformador. Un horizonte intelectual y moral no es
un programa; es solo el supuesto mediato de una política. Pero ahí está
su grandeza.
Pero volviendo a nuestro tema, yo diría que una investigación enca-
rada desde esta perspectiva puede tal vez iluminar esos vastos conos de
sombras que permean las sociedades americanas y que el progresismo
racionalista ha cedido graciosamente al pensamiento conservador.
Si junto con la quiebra de la confianza en una marcha del mundo ha-
cia lo mejor tenemos la certidumbre de que no hay un camino para los
americanos que nos aproxime a Europa, si con la crítica al marxismo
hemos cuestionado su idea de la historia como una escalera que podía-
mos escalar hasta ahorrándonos algunos peldaños (aunque, en verdad,

793
José Aricó

la imagen de la escalera no me parece que pertenezca con exclusividad


al marxismo), la crisis de todas estas certidumbres positivas han dado
paso a una certidumbre negativa, tan metafísica como las primeras,
¿cómo podemos pensar un destino para nosotros, americanos? Es im-
posible pensar ese destino sin libertades políticas y derecho al disenso,
sin formas políticas que aseguren el derecho a la participación y a la de-
cisión para todos los ciudadanos, sin transformaciones estructurales
que permitan un control más social de los recursos y de la distribución.
Garantías individuales, participación política, grandes reformas eco-
nómicas, sociales, políticas y culturales, todos estos principios que ali-
mentaron históricamente a esas tres grandes importaciones europeas
a las que hicimos mención son las que deben ser refundidas si se quiere
transformar la vida asociada de los hombres en América en un proceso
civilizatorio.
Un discurso sobre la transformación supone necesariamente un
complejo entramado que permita refundir o fusionar esas tradiciones.
¿Pero cómo es posible pensar en proceso de fusión de tradiciones encar-
nadas en movimientos políticos con palabras de orden y con símbolos
que los oponen entre sí? Francamente no sé cómo pensar un poco más
allá de la invocación. Es cierto que se tratan por lo general de tradiciones
impuras, que ya sufrieron procesos de recomposición derivados de esa
misma singularidad americana frente a la que se debatió Marx.
Hablamos de un continente que constituyó una comunidad de len-
gua, tradición y religión, un espacio histórico y cultural unificado, tal
vez una nación, y que luego se fragmentó en cantidad de pueblos que
nunca se convencieron de la posibilidad de alcanzar una realización na-
cional plena al margen de la realización de esa unidad simbólica y mítica
que es Latinoamérica. Pero si nuestra realización nacional es para noso-
tros impensable si no es al mismo tiempo una realización continental,
debemos reinventar América Latina, debemos encontrar una dirección
común de avance que nos permita construir en lo real una identidad
continental. ¿Pero cómo es posible hacer esto? ¿Cómo encontrar lo co-
mún en un mundo tan diferenciado? ¿Qué es lo que debe ser potencia-
do y redimensionado para que tenga la fuerza suficiente de imponer-
se como una mirada, como una estrategia, como una política capaz de

794
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

imponerse a los intereses particularistas, los chauvinismos nacionales, las


presiones internacionales? Desde su nacimiento y fundamentalmente
en el siglo pasado, América apareció ante la conciencia europea como
la esperanza de libertad y de igualdad para los hombres. ¿Qué ideología
más libertaria que la que inspiró las guerras de independencia?
Frente a un mundo aplastado por el peso gravoso del pasado, América
era la esperanza del mañana, el lugar de los sueños, la sede de la utopía
porque aquí, todo estaba por hacerse. Hoy es sinónimo de frustración, de
pérdida de destino, de miseria y prepotencia, de violencia y exterminio,
de desigualdades insoportables. Estamos dejando atrás las dictaduras
y tal vez hayamos aprendido algo del sufrimiento de nuestros pueblos
para no caer nuevamente en las trampas de querer abreviar el tiempo
humano de las cosas. ¿Pero la conquista del Estado de Derecho no nos
obliga a pensar su consolidación en términos de realización continen-
tal? ¿Podemos hacer del nuestro un verdadero continente de libertad
e igualdad? Aceptando la presunción de Hegel de que nuestro tiempo
histórico es el futuro, ¿qué es lo que tenemos detrás y en qué medida
obstaculiza o ayuda a pensar ese futuro?
¿Pero desde que conceptos “pensar” América? Creo recordar que en
uno de sus últimos trabajos José Luis Romero sostenía con razón que no
podíamos acogernos a ninguna tradición intelectual válida para expli-
car la historia de América Latina. Aún nos faltan los conceptos, las redes
conceptuales que nos ayuden a comprender su unidad social y cultural.
Si a las importaciones materiales las afectó muchas veces el calor del
trópico, a las intelectuales las afectó una realidad que no era la suya y
que solo podían comprender si eran a la vez capaces de advertir en qué
medida dejaban de ser tales, para ser otra cosa, distinta, no remisible
a sus orígenes. La reinvención América debería suponer por esto una
recomposición de las tradiciones intelectuales que nos constituyeron,
un gigantesco proceso de síntesis en el que el principio rector podría
ser, tal vez, el reconocimiento del valor del eclecticismo como método, la
admisión de la actitud ecléctica como un hábito laico y democrático del
pensar que nos permita mantener abierta la mirada hacia lo nuevo. Ni
el liberalismo, ni la democracia, ni el marxismo, fueron en América im-
portaciones fructuosas, y, sin embargo, no podemos pensar la realidad

795
José Aricó

americana sin considerarlas. ¿Pero es posible pensar desde fuera de ellas y


no contra ellas? Y digo esto porque hay otra importación al fin, que no he
tomado en cuenta, que nos vino con el colonizador español, y que hizo
del absolutismo más cerrado y de la sumisión total al Estado una forma
de vida asociada profundamente internalizada. Por motivos que pode-
mos enumerar, pero no siempre explicar en sus modalidades específi-
cas, las grandes importaciones ochocentistas no lograron transformar o
metabolizar una tradición que alojada en las áreas rurales, en las regio-
nes no incorporadas a los ciclos productivos o en proceso de decadencia,
se impuso como un rechazo de la modernidad. Pero en todo este proceso
de conformación de los Estados nacionales y de reducción casi siempre
brutal de las diversidades existentes se fue evidenciando la presencia
de un fuerte sentimiento igualitario, de un individualismo exasperado,
de una porfiada confianza en nociones como la del pueblo, como la de
soberanía popular. Este larvado ideal democrático forma parte del hu-
mus cultural de nuestros pueblos y en su existencia se asienta, tal vez,
la razón de ser del reclamo democrático como apelación insuprimible.
Si todo esto es cierto, si solo así puede explicarse la necesidad que
siempre tuvieron los regímenes de excepción de legitimarse apelando
de algún modo a la soberanía popular, creo que es posible pensar ese sis-
tema de creencias transformado en mito, esa ideología popular anclada
en la noche de los tiempos, como el núcleo compartido de certidumbre
desde el cual proyectar un destino. Las ideas de soberanía popular, de
federalismo, de regionalismo y poderes locales, de democracia directa
y de municipalidades, de traspaso a la sociedad –y digo a la sociedad,
no a las corporaciones–, de funciones hoy asumidas por un Estado om-
nívoro, son estas ideas, y todas las otras que van en la misma dirección
de una democracia social avanzada, las que debieran constituir el banco
de prueba de las tradiciones intelectuales existentes, las que debieran
fundirse en ese crisol de matrices que propugno. Mi preocupación por
el marxismo se sitúa precisamente aquí. Por eso podría decirte en qué
sentido cambió mi pensamiento en la última década. Si en un comien-
zo intenté pensar América Latina desde el marxismo, hoy me interesa
mucho más ver qué efectos sobre una matriz ideológica tan perfecta,
tan expresiva de una voluntad de progreso como fue y es el marxismo,

796
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

tuvo una realidad irreductible a sus paradigmas. Más que el marxismo


en sí, lo que hoy me interesa es lo que potencialmente encierran estos
pueblos en su imaginario colectivo, en su memoria histórica, que pueda
servir para la reinvención de América, de una América democrática y
socialista.

Recojo esta última afirmación tuya para plantearte ahora el segundo tema de mi
pregunta anterior y que versa sobre las relaciones entre democracia y socialismo.
Escuchándote con atención creo observar en tu razonamiento algo así como una
equivalencia de ambos términos. ¿Cómo ves concretamente sus relaciones?
Yo diría que tiendo a pensar al discurso democrático como un discur-
so socialista. En teoría, el discurso democrático se valida en la medida en
que propugna una aproximación siempre mayor entre libertad e igual-
dad. El problema de la igualdad, el hacerse cargo de este valor, el colo-
carlo como el valor desde el cual un orden político es legítimo, todo esto
que forma parte del ideal democrático, es sostenido firmemente por el
socialismo. El socialismo se coloca en la historia como la coronación y
la efectivización del ideal liberal de libertad y del ideal democrático de
igualdad. Y por esto el cuestionamiento por parte de la derecha fascista
del Estado liberal-democrático suponía el cuestionamiento de esas tres
grandes corrientes del pensamiento político europeo. Creo que en este
sentido hay una idea equivocada, o por lo menos parcial, de lo que ha
sido el socialismo. Esta idea se formó en el interior de las tradiciones
históricas e historiográficas que hoy deben ser reexaminadas. El socia-
lismo aparece como el fruto inevitable de la configuración de una nueva
clase social que es el proletariado, o, mejor dicho, la clase obrera. Sin em-
bargo, basta incursionar superficialmente sobre la historia de las ideas
socialistas para observar que su germinación fue mucho más temprana
y que el discurso democrático-radical tenía fronteras indefinibles con
el discurso socialista. Por la sencilla razón de que el primero arrancaba
del supuesto de un orden económico y social distinto del existente, la
posibilidad de obtención del cual era la razón de ser del segundo. Todo
discurso democrático supone en el límite una sociedad de iguales, una
sociedad en la que la soberanía reposa exclusivamente sobre el pueblo.
La creencia en que la sociedad vuelva traslúcida las relaciones de los

797
José Aricó

hombres mediante una profundización del ideal democrático despierta


hoy sonrisas de conmiseración en los teóricos políticos que saben hasta
dónde la complejidad de la sociedad vuelve a la categoría irreal. Y sin
embargo el lenguaje político pareciera no querer desterrar la palabra.
Tal vez si se razona sobre este hiato entre teoría y política se pueda llegar
a la conclusión de que admitir que en el mundo moderno las relaciones
no son traslúcidas conlleva, más allá de las intenciones de la teoría por
enderezar el discurso político, una aceptación de lo existente, otra ma-
nera de racionalizar lo real, de hacer de lo que está lo que vale la pena
que esté. Del hecho de que la sociedad moderna no sea traslúcida no se
puede derivar la conclusión de que la búsqueda de su translucidez sea
un objetivo abandonable. Pugnar porque la sociedad sea traslúcida sig-
nifica no aceptar como inevitable su opacidad.
El socialismo estuvo siempre vinculado con esta propuesta de de-
mocratización radical y se pensó a sí mismo como la realización de un
ideal que la burguesía abandonó cuando se convirtió en poder. Pero la
manera en que el socialismo intentó conjugar ambos ideales derivó en
buena parte de la característica del movimiento social que lo hizo suyo
y de las relaciones que este movimiento tenía con el resto de la socie-
dad. Desde el fracaso de la revolución de 1848, la corriente democrática
se fue distinguiendo de la socialista pero conformó combinaciones de
las más heteróclitas. El socialismo francés nunca estuvo apartado del
radicalismo democrático que hunde sus raíces en la revolución de 1789;
en Alemania, en cambio, el débil democratismo de la burguesía liberal
se extinguió con la derrota del 48. En aquellos lugares donde las co-
rrientes democráticas sobrevivieron, el socialismo intentó distinguir-
se con una designación que le era propia. En el caso de Alemania, el
partido de los trabajadores se llamó partido de la democracia social o
socialdemocracia. En algunos casos, como en Italia, el republicanismo
unió a demócratas y socialistas; en el caso francés los aproximó a final
de siglo el temor de la involución monárquica. Lo que quiero marcar
es que, de algún modo, era claro para todos que el heredero del ideal
democrático era el socialismo. Creo que estas complejas tendencias a
juntar o a separar experiencias que tenían idealmente fronteras móvi-
les, que no eran claramente definibles ni en la teoría ni en la práctica,

798
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

se separaron drásticamente cuando la experiencia bolchevique hizo


aparecer un movimiento político idealmente separado de la tradición
democrática y teóricamente adherido a una recomposición del marxis-
mo que hacía de este una divisoria de aguas irrenunciable. La transfor-
mación del socialismo en una modalidad de funcionamiento de la so-
ciedad que tenía sus leyes propias, leyes que a su vez transformaban en
normas las características históricas del proceso de construcción de so-
ciedades postcapitalistas en Rusia y en otras partes, hizo de él un modo
de producción fundado en la capacidad de organización y de disciplina
social que podía introducir un Estado omnipotente. Desde entonces,
socialismo casi se transformó en sinónimo de estatalismo. Lo que tal
vez solo podía justificarse por las difíciles condiciones que debía supe-
rar una revolución desde arriba, se convirtió en paradigma válido para
cualquier circunstancia. Lo casual se transformó en ley. Es por esto que
pensar el socialismo significa un difícil esfuerzo por poner en cuestión
o entre paréntesis lo que existe y lleva la designación de tal. ¿Por qué
una transformación socialista en el campo debe suponer la gran pro-
piedad colectiva de la tierra? ¿Por qué el socialismo debe privilegiar la
propiedad estatal y no buscar otras formas más efectivas de democra-
tización del poder, de la economía y de la sociedad? Si el énfasis está
puesto en la categoría de democratización, todo estatalismo cae bajo
sospecha. Si la transformación supone ambos términos, sus formas se
piensan de múltiples modos, porque lo que sí se muestra con claridad
es la inexistencia de límites imaginarios a su acción. Siempre es posible
pensar en una sociedad más democrática, siempre hay un proceso de
socialización que podrá llevarse a cabo. No atado a formas económicas
precisas, el socialismo puede soportar fructuosamente el debate al que
hoy quiere llevarlo el neoconservadorismo, que privilegia las excelen-
cias del mercado y combate contra toda forma de control social o estatal
de la economía. El socialismo no es un estadio ideal sino un concepto
ideal para referirnos a todas aquellas formas económicas, sociales, polí-
ticas y culturales que apuntan a la construcción de una nueva igualdad,
de una forma distinta de producir y de vivir.
Pensar en esas nuevas formas sin ninguna obligación apriorística de
someternos a un modelo teórico es de algún modo pensar el socialismo

799
José Aricó

como un movimiento, como un encaminarse a algo que no tiene punto


de llegada. Desde esta perspectiva, yo diría que entre un discurso demo-
crático ad limite y un discurso socialista laico como el que estoy plantean-
do no solo no existe contradicción sino que son o deberían ser el anverso
y el reverso de un mismo proceso.

¿Cómo se relacionan estos temas cuyos nexos internos has mostrado con esa otra
línea tuya de investigación vinculada con Juan B. Justo y con la experiencia del
socialismo argentino? ¿Hasta qué punto es otra faceta del mismo problema de la
relación entre democracia y socialismo?
Se dice que cada libro tiene su historia. Y el que estoy escribiendo
sobre Justo también la tiene. Te dije al comienzo de cómo trabajando
sobre el socialismo en América Latina recalé en dos grandes temas que
ocupan por años mis días de exilio. Y lo que debían ser dos capítulos
del libro originario se convirtieron luego en obras independientes. Una
publicada y la otra no. También tenía un capítulo dedicado a Justo, pero
luego se fue ampliando de tal manera que constituyó una obra indepen-
diente. Concluida en 1980, pero que en estos momentos reescribo para
publicarla en Buenos Aires. No creo que alguna vez concluya el bendito
libro sobre el socialismo latinoamericano, pero ya cumplió y tal vez siga
cumpliendo una finalidad que no deja de alegrarme, pues da sentido
a mi vida y un horizonte definido a mis preocupaciones intelectuales.
Y esto no es poca cosa para un intelectual, aunque lamento haberlo al-
canzado tan tarde. Me detuve en el relato solo porque quise señalarte
que mi preocupación por Justo fue más reciente y está estrechamente
vinculada con el viraje que se fue produciendo en mi orientación de
búsqueda. Me enfrenté al problema de Justo cuando debí trabajar so-
bre la visión que tenían los socialistas europeos residentes en América
sobre la posibilidad de crear entre nosotros movimientos políticos co-
nectados con el centro. La característica distintiva de las notas de los
corresponsales americanos publicadas en Die Neue Zeit, la revista teó-
rica más importante el socialismo europeo, dirigida por el discípulo de
Marx más relevante, Karl Kautsky, es su inocultable paternalismo, el
fastidio que les provocaba observar las dificultades que obstaculizaban
la difusión del marxismo y del ideal socialista en países bárbaros como

800
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

eran los nuestros. Leyendo con detenimiento los trabajos de Justo me


encontré con una personalidad diferente. Siendo un pensador que por
sus conexiones internacionales, por su conocimiento de la doctrina, por
sus hábitos intelectuales, podía aproximarse a ciertas figuras europeas,
sin embargo su universalismo socialista no le impedía tener una com-
prensión adecuada de los obstáculos a superar y una confianza plena
en la capacidad del movimiento. Para poder encarar una reconstrucción
correcta del pensamiento de Justo yo debí vencer los prejuicios que me
venían de mi antigua formación comunista. Me propuse como norma
cuestionar las interpretaciones existentes y recorrer de otra manera el
itinerario intelectual de Justo. Desde esta actitud, el marxismo o no de
Justo era un problema no significativo para lo que yo me proponía inda-
gar. La historiografía comunista, en consecuencia, solo podía servirme
como modelo de una forma de razonar que debía rechazar. En cuanto
a las interpretaciones de otras corrientes de la izquierda, como las de
Rodolfo Puiggrós, o Jorge Enea Spilimbergo, por ejemplo, son tan ar-
bitrarias y descontextualizadas que constituyen más proceso de inten-
ciones que reconstrucciones historiográficas. Al rechazarlas, yo quería
poner a prueba la siguiente hipótesis: hasta qué punto el marxismo de
aquellos socialistas de formación europea, como el de Avé-Lallemant
(para citar el caso del corresponsal más asiduo e interesado de los pro-
blemas argentinos), fue un obstáculo para determinar alternativas que
el no marxismo de Justo le permitió lograr. La distancia que siempre
mantuvo respecto de la aceptación acrítica de la doctrina y su defensa
de una actitud abierta en la consideración de las tradiciones teóricas lo
convirtió en un pensador fuertemente tensionado al privilegiamiento
de la práctica política y de la experiencia efectiva de un movimiento so-
cial del que fue por muchos años su creador y orientador. Al cuestionar
la utilidad de la matriz marxista para reconstruir el pensamiento de esta
figura tan excepcional, quedó claramente puesta de manifiesto la línea
de continuidad que se puede establecer entre ciertas tradiciones demo-
cráticas avanzadas y las ideas defendidas por Justo.
En mi opinión, concebía a su movimiento como el único capaz de
llevar a su culminación un pensamiento democrático que la defección
de una clase ociosa y decadente había sepultado bajo el peso humillante

801
José Aricó

de las peores formas de la perversión política. La tradición democrática


podía ser recuperada y llevada a su consumación socialista si en la vida
política de la nación intervenía decididamente la voluntad organizada
de los trabajadores.
Yo me propuse analizar cómo veía él esta relación entre democra-
cia y trabajadores y qué recomposición del ideal socialista aparecía en
los escritos de un dirigente fuertemente inclinado al reconocimiento
de las virtudes de una acción evolutiva y reformista. Como además la
crítica de la izquierda se ha centrado sobre su figura, al reconsiderar la
naturaleza íntima de sus ideas podía yo establecer con mayor claridad
la razón de ser de la distancia crítica que me inspiraba la historiografía
de filiación marxista. Tal fue mi propósito al escribir un libro al que
titulé La hipótesis de Justo y que tal vez me decida a publicar este año.
No me interesaba tanto estudiar el Partido Socialista, ni construir la
biografía de un pensador y de un político excepcional, sino analizar
la coherencia del conjunto su propuesta estratégica y política, y por
eso hablo de su “hipótesis”. Pienso que esta ya fue expuesta en lo esen-
cial en el discurso de fundación del Partido Socialista, en 1896. Justo
planteó allí un modo de relación con la teoría que posibilitara a los
socialistas argentinos aprovecharse de la experiencia internacional del
mundo del trabajo. A diferencia de lo que decían los socialistas euro-
peos, Justo consideraba como una circunstancia que podría resultar-
nos beneficiosa el retraso de la incorporación a la vida política mo-
derna. Me interesaba esta visión de la virtuosidad del atraso porque la
encontraba en aquellos crisoles donde se producían reapropiaciones
creadoras del pensamiento de Marx. El rechazo de la uniformidad del
tiempo histórico, y la consideración del atraso como virtud, como lu-
gar desde el cual es posible visualizar problemas que otras situaciones
no veían, ambas posiciones involucran un reconocimiento de la acción
histórica, de la voluntad política, que ponía en cuestión ese determi-
nismo ciego que adoptó como forma preponderante el marxismo de
fines de siglo.
En los debates de los populistas rusos esta idea aparece expuesta de
manera ejemplar. Pero en América Latina la encontramos de figuras
como la de Mariátegui y respecto de situaciones que el marxismo clásico

802
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

o el marxismo-leninismo no podían comprender. En 1896, justo pudo de-


fender la idea de que si los trabajadores argentinos habían conformado
un movimiento de clase treinta años después del inicio de la experiencia
europea, debían aprovecharse de sus mejores enseñanzas. ¿Y cuáles eran
esas enseñanzas a privilegiar? Aquellas que mostraban que la expansión
autónoma de la clase en la diversidad de aspectos de su acción como clase
creaban las mejores condiciones para la conquista del socialismo. Frente
a movimientos que privilegiaban una u otra dimensión, el socialismo de-
bía ser, en las condiciones argentinas, el motor de un gran movimiento
de organización de los trabajadores en un partido político autónomo, en
organismos gremiales autónomos, en instituciones cooperativas autóno-
mas, como ramas diferentes de una acción de clase que se desplegaba en
la multiplicidad de formas de la sociedad moderna. Nos topamos con un
hombre que de entrada no se proclama marxista, que dice que no lo es
aunque se propone aplicar las ideas del marxismo; un hombre que ha leí-
do a Marx como ninguno de sus iguales, que aprendió el alemán para tra-
ducir El Capital, que escribió una serie de obras que se alimentan del pen-
samiento de Marx; pero que no quiere convertirse en un marxista, esto es,
en un doctrinario. Un hombre, en fin, que se propone utilizar el contenido
democrático y socialista avanzado del movimiento europeo, tratando de
recomponer las tradiciones democráticas argentinas en el interior de las
cuales se formó, para abrir paso así a una experiencia socialista argentina.
Más allá de los límites que podamos encontrar en su pensamiento y en su
acción, lo que realmente interesa de Justo es precisamente eso, la posibili-
dad que entrevió de construir una experiencia socialista en Argentina que
se expresara como continuidad de una tradición avanzada de esta sociedad
y que introdujera en la vida política del país lo que en otras partes la ca-
pacidad de autoorganización de los trabajadores estaba produciendo en
términos de democratización de las formas políticas y de ampliación de
la justicia social.
Esta idea encontraba sustento en la definición de la sociedad argen-
tina como una sociedad moderna, es decir, capitalista. Me explico. Por
distintas razones, pero especialmente por una a la que Justo atribuía un
carácter paradigmático, nuestro país representaba un caso particular en
Latinoamérica. La fuerte especificidad de la situación nacional residía

803
José Aricó

en su naturaleza de colonia de poblamiento (como se definió a los es-


pacios naciones cuasi-vacíos llenados luego por las inmigraciones euro-
peas y asiáticas). Si esta situación aproximaba nuestro país a otros como
Brasil, o Uruguay, lo distanciaba en cambio de países como México o
Perú, Colombia o Panamá. Hoy sabemos que esta fue una semiverdad,
que dejaba de lado realidades preexistentes destinadas a mostrarse irre-
ductibles a la modernización y a condicionar decididamente la evolu-
ción económica y política de la sociedad argentina. No es que esas rea-
lidades no fueron vistas, sino que se las consideraba como condenadas
a desaparecer. Pero de todas maneras, esta presunción daba cuenta del
impetuoso avance del crecimiento capitalista, de los cambios que se
operaban en la estructura económico-social, de la conformación de una
considerable fuerza de trabajo asalariada, hechos todos que fundaban
la posibilidad de creación de un movimiento socialista. Esta posición se
muestra con absoluta claridad en el debate público que sostuvo con el
socialista italiano Enrico Ferri. Si en la Argentina no existe una estructu-
ra industrial moderna, ni por tanto un proletariado industrial extendi-
do, no es posible el socialismo, y si alguna corriente política afirma serlo
solo disfraza la realidad de un partido que solo puede ser democrático
radical a la europea. Esto es más o menos lo que viene a decirles Ferri a
los sorprendidos congéneres argentinos.
Y Justo le responde que creer que el proletariado nació con la máquina
de vapor es una tontería que muestra la crasa ignorancia de un socialista
a la violeta como era el italiano. Si el capitalismo se expandía acelerada-
mente y se incrementaba simultáneamente al mundo de los asalariados,
era necesario que los trabajadores se organizaran y combatieran por sus
propósitos. El socialismo no solo era necesario sino también posible.
¿Dónde residía, en opinión de Justo, la fuente de la contradicción mate-
rial que fundaba esa posibilidad? En el hecho de que si bien la sociedad
argentina estaba sometida a un vertiginosos proceso de modernización
económica, el sistema político existente era compatible con el avance de
la sociedad. Las clases gobernantes se apropiaron de los beneficios del
flujo modernizador pero eran, en esencia, incapaces de encarar el ade-
centamiento y la democratización de las costumbres políticas del país.
Únicamente la emergencia de una nueva clase social, los trabajadores,

804
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

creaba las condiciones favorables para que, en las condiciones de com-


petencia política que tal emergencia provocaba, pudiera surgir en el in-
terior de una clase decadente, un sector moderno y pujante, industria-
lizador y respetuoso de los derechos ciudadanos. La formación de un
partido obrero moderno, de sanas costumbres políticas y de clara visión
programática, debía cumplir el efecto de provocar en el extremo opues-
to del partido de las clases gobernantes. La democratización del país, la
superación de los vicios generados por la llamada “política criolla”, de-
pendían de esta dialéctica de oposición que expresaban el terreno de la
política la lucha de clases existente en la sociedad. La organización polí-
tica de los trabajadores en el Partido Socialista, su organización gremial
en los sindicatos autónomos, su capacitación en la gestión económica e
industrial a través de la expansión de las cooperativas, su apropiación de
una cultura hasta entonces en manos de las clases dirigentes mediante
la creación de sus propias instituciones de cultura y de universidades
populares; todo este formidable diseño organizativo es lo que Justo ex-
pone delante del pequeño grupo de intelectuales y organizadores obre-
ros que en 1896 decidieron dar vida a un partido socialista. Dentro de la
propuesta estratégica de Justo hubo elementos que provocaron fuertes
resistencias. Por ejemplo, el énfasis que puso en señalar que no debía
existir un gremialismo dependiente orgánicamente del partido, que
entre sindicatos y partido debía haber una independencia total, y que
los socialistas debían impregnar al movimiento obrero de sus ideales
y propuestas mediante la capacidad de conquistar sus direcciones no
como socialistas, sino como obreros. Es verdad que esta autonomía, mal
entendida, alimentó la pasividad de las direcciones partidarias frente al
problema gremial. Pero hay otras razones para explicar esta pasividad.
De todas maneras, mis reflexiones sobre el asunto me conducen a
pensar que haya sido tal vez esa propugnada autonomía de planos entre
la lucha sindical y la lucha política lo que le permitió al Partido Socialista
crecer y convertirse en el primer tercio del siglo en la más importan-
te organización política de los trabajadores urbanos, en la fuerza elec-
toral mayoritaria en la Capital Federal y en una corriente ideológica y
cultural de excepcional importancia, no solo en Argentina, sino en toda
Latinoamérica. El problema no ha sido visto desde la perspectiva estoy

805
José Aricó

planteando, pero vale la pena interrogarse al respecto porque, si estoy


en lo cierto, la “hipótesis” de Justo se fundaría en el reconocimiento del
valor positivo de una línea de autonomía sindical frente al Estado y a los
partidos como la que tempranamente se impone como una caracterís-
tica distintiva del movimiento obrero, por lo menos hasta el primer go-
bierno de Yrigoyen. Creo que es esta característica la que Justo interpre-
ta en un sentido positivo. Aquello que lo separaba del anarquismo no era
la hegemonía lograda por este en el movimiento gremial, sino su nega-
tiva a aceptar las mediaciones políticas. Pero su visión de movimientos
paralelos que empujaban en el mismo sentido lo conducía a respetar al
sindicalismo como una corriente que contribuía a la constitución de los
trabajadores como una nueva clase dirigente. Insisto entonces en que, a
diferencia de lo dicho sobre este asunto, es posible que ese diseño orga-
nizativo que con tanta claridad Justo esbozó en el congreso fundacional
esté en la raíz misma del éxito del partido socialista. Y vale recordar que
sus éxitos electorales no representan un parámetro que le haga total-
mente justicia porque buena parte de los trabajadores inmigrantes no
podían votar por su condición de extranjeros.
Creo que en este hecho, en el reconocimiento de que la mayoría de
los trabajadores eran desde inicios del siglo de procedencia extranjera y
podían contar como fuerza propulsiva del proceso de democratización
solo a condición de nacionalizarse, en el reconocimiento de este hecho,
repito, está el elemento paradigmático de la hipótesis de Justo. La clase
trabajadora en Argentina podía aspirar a transformarse en la dirección
intelectual y moral de la sociedad únicamente a condición de nacionali-
zarse. La propuesta socialista no era otra cosa que la cobertura política de
implementación efectiva de un proceso de nacionalización de masas. En
el plano político esto suponía la modificación del sistema electoral, con
vistas a lograr el voto universal, secreto y obligatorio, y una convincente
acción política y cultural a favor de la nacionalización de los trabajos ex-
tranjeros. ¿Pero cómo luchar por el voto en un lugar donde era burlado
sistemáticamente? ¿Cómo convencer a los trabajadores extranjeros para
que se nacionalizaran si esto le ocasionaba más perjuicios que beneficios?
Creo que no puede analizarse el acendrado purismo ético y político de
los socialistas fuera de este quid pro quo que le planteaba una realidad que

806
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

aparentemente no estaba en sus manos cambiar. El rigor con que ese pe-
queño partido impulsó la exigencia de ser argentino para ocupar puestos
de dirección, la decisión que a comienzos de siglo tomó un congreso par-
tidario de obligar al extranjero a nacionalizarse en el año de su afiliación,
han sido vistos como otra expresión más del moralismo mojigato que el
grupo dirigente del partido, nucleado en derredor de Justo, trató de im-
poner como correctivo de formas degradantes de la moralidad pública.
Y sin embargo, ese rigorismo ético debería ser visto como un elemento
decisivo de esa revolución cultural –para usar un término moderno– que
el socialismo quiso ser y en parte fue en la sociedad argentina. Había que
votar aunque no se pudiera hacerlo, había que defender el voto, aunque
tal vez se le fuera la vida en esta acción. Como una especie de gandhianos
prematuros, los socialistas defendieron una manera de hacer política, de
vivir la cotidianeidad, propugnar una moralización de las costumbres que
a tantos años de distancia se me aparece como portentosa. No solo fue-
ron ellos. Estuvieron también los anarquistas y otras corrientes del mo-
vimiento social. Pero el hecho es que en la primera década del siglo este
movimiento tenía tal fuerza que el problema “social” se impuso como uno
de los problemas más graves del país. Si en 1912 se produjo en el seno de las
clases dominantes esa fractura que permitió a su núcleo más avanzado, a
su sector más transformista, imponer un proyecto de reforma integral del
sistema electoral, este hecho no puede ser explicado desconociendo aque-
lla presión social. El insurreccionarismo radical pero también la fuerza y
gravitación del movimiento socialista y anarquista fueron los elementos
de la realidad que indudablemente indujeron a la clase gobernante a intro-
ducir una reforma que pocos años después posibilitó su derrota electoral.

A propósito de ello, ¿cuál es la percepción de Justo de radicales y conservadores y


del papel del socialismo frente a unos y otros?
Es evidente que en la visión que Justo tenía del país, la apuesta debía
efectuarse a favor de los conservadores. Frente a los radicales, a los que des-
preciaba por sus formas plebeyas de aceptación de la inorganicidad de las
masas, Justo veía en esa élite conservadora que había sido capaz de darle al
país un mecanismo que posibilitara la configuración de un sistema político
basado en la incorporación de las masas y en el respeto pleno del Estado

807
José Aricó

de Derecho, el contradictor natural de un Partido Socialista destinado ne-


cesariamente a crecer en una situación favorable para su prédica. Además,
el mismo hecho de representar los intereses de las fuerzas que realmente
controlaban la vida económica del país hacía de los conservadores –en el
esquema de Justo, claro está– el polo inevitable de agregación de las clases
dominantes. Frente al partido de la burguesía se alzaría el partido de los
trabajadores. Capital y trabajo enfrentados en la contradicción que rige la
dinámica del sistema y asegura su avance hacia las formas mejores.
Este esquema de la probable evolución política del país, de inocul-
table matriz liberal, debía llevar a Justo a descalificar al partido radical
como la continuidad de una tradición política que debía ser abandona-
da. Su oposición al radicalismo está fundada en la resistencia de este
a transformarse en un partido moderno, con programa definido y con
formas organizativas que respeten la voluntad ciudadana. Su oposición
al anarquismo tiene en el fondo la misma motivación. El rechazo de la
inorganicidad de las masas, la búsqueda desesperada de todas aquellas
instancias capaces de introducir cauces institucionales precisos para
dar un orden a las cosas, para aferrar ese Proteo inaprensible que es la
sociedad argentina. Todo el debate de fines de siglo que recorre América
gira en torno de este dilema. Y surge con tal uniformidad y desesperan-
za porque ya no se confía en poder encontrar un camino cierto. El socia-
lismo aparecía dando una respuesta a este problema, venía a canalizar
en una propuesta de organización de masas las exigencias de interven-
ción de las masas movilizadas por la quiebra de la sociedad tradicional y
la incorporación masiva de la avalancha inmigratoria. La fuerza de esta
propuesta residía en que acompañaba el proceso de modernización y no
lo negaba, en que proyectaba la constitución de un organismo político
de nuevo tipo, claro en sus propósitos, definido en su programa y funda-
do en una teoría que esclarecía con la potencia de la ciencia la dirección
del mundo, sostenido por el apoyo que le daba una clase que irrumpía
en la historia con fuerza sin igual. Justo se sirve de las ideas de Marx y de
la tradición socialista para pensar un proyecto de transformación que la
crisis del ‘90 colocó como necesario. Ni el radicalismo ni el anarquismo
estaban en condiciones de dar respuestas a los requerimientos de cam-
bios exigidos por la realidad.

808
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

Eran fuerzas revulsivas, pero no constructoras. En mi opinión Justo


no se equivocaba al respecto. Cuando el radicalismo fue gobierno mostró
su incapacidad de resolver esas grandes cuestiones nacionales que fun-
daban la razón de ser del Partido Socialista. ¿Cuáles eran esas grandes
cuestiones? La nacionalización de los extranjeros y su incorporación a la
vida política, la plena libertad de organización y de acción del sindicalis-
mo obrero, la democratización del sistema político, el potenciamiento de
los agricultores medios, el privilegiamiento de los poderes locales y del
municipio, la socialización de ciertas áreas industriales, la moralización
de las funciones públicas. En torno de estos grandes temas giraba la polí-
tica socialista, pero también la de otras fuerzas democráticas como la de la
Liga del Sur, en Santa Fe, y, luego, el Partido Demócrata Progresista, o la
intransigencia radical sabattinista en los años treinta en Córdoba.
Creo encontrar un área más extendida que la específica del Partido
Socialista alrededor de un proyecto indefinido de democracia rural y de
potenciamiento de una industrialización vinculada con la expansión del
sector agrario. Yo diría que esta perspectiva constituye un aroma común
de la democracia argentina y que no alcanzando nunca a constituirse
en una opción clara, permea no obstante la pampa gringa por lo menos
hasta el triunfo del peronismo. Desde el 45 en adelante esta orientación
caerá sepultada bajo el sueño obnubilante del nuevo esquema industrial.
La conformación del Estado social argentino se habrá de realizar me-
diante la constitución de un bloque urbano en el que alcanza un peso
sustantivo el movimiento obrero reconstituido por el peronismo. El sue-
ño de una democracia agraria fundada en la relación entre trabajadores
de la ciudad y medios productores rurales, en un federalismo efectivo y
en una reforma democrática del Estado, se desvanecerá a un punto tal
que resultará difícil para muchos aceptar que lo que aquí te cuento exis-
tió realmente alguna vez.

¿En qué medida conservan vigencia política aquellos debates en torno de alterna-
tivas que la historia se encargó hace mucho tiempo de devorar? ¿Piensas que una
alternativa como la que crees poder definir en la Argentina preperonista puede
hoy ser revalorizada y en función de qué?
Creo que sí, que debe ser revalorizada por varios motivos que

809
José Aricó

intentaré explicitar en pocas palabras. Pienso, además, que esta revalo-


rización tiene significación política y no solo historiográfica. Los proble-
mas que hoy aquejan a la república son de muy vieja data. La dirección
que tomó la Argentina desde la segunda posguerra generó otros, sin re-
solver en definitiva los que ya estaban planteados desde hace un siglo.
Volver a esos problemas, a esos efectivos nudos problemáticos, tratar de
ver la manera en que el peronismo los tematizó o veló, hasta qué extre-
mo los problemas que generó significan una metamorfosis de los ante-
riores, es hoy de vital importancia porque en 1983 se ha clausurado toda
una época en la Argentina. Desde ese momento en adelante las viejas
corrientes ideológicas y políticas están obligadas a recomponer identi-
dades y a replantearse orientaciones. Desde esta situación de excepción,
que bien mirada es toda una ocasión histórica para un país metido en un
atolladero del que no sabe salir, volver a esos problemas puede ser una
forma de liberarse de las cargas del pasado. Somos demasiado propen-
sos a pensar que basta condenar el pasado para consumarlo, olvidando
que es esta la peor sumisión a su peso asfixiante. La historia a contra-
pelo, la historia contrafáctica, me interesa no para encarar otra requi-
sitoria del pasado, sino porque es la única manera en que un socialista
puede hacerla. Si estoy aprendiendo a liberarme de las prisiones de una
filosofía de la historia de matriz marxista, no ha de ser para incurrir en
otra de signo contrario que me obligue a conceder racionalidad a lo ocu-
rrido. La idea sarmientina de una república verdadera que fuera capaz
de ofrecer a sus ciudadanos libertad e igualdad, y que fueran estos los
valores fundantes de un efectivo sistema político democrático, este sue-
ño de Sarmiento aún está irrealizado. Pensar en llevarlo a cabo significa
pensar en un nuevo país en el que se desanden caminos equivocados y
se emprendan otros. Si deseamos una república federal es preciso des-
armar una máquina que funciona centralizando y de manera aplastante
todos los aspectos de la vida asociada de los argentinos. Si queremos una
república democrática es preciso encarar una reforma del Estado que
modifique el sistema clientelar de reclutamiento de su burocracia, que
la califique técnica y moralmente para hacerla servir a los intereses de
los ciudadanos, que devuelva a la sociedad la gestión de aquellas áreas
donde más eficazmente la iniciativa de los ciudadanos puede ponerse a

810
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

prueba, que anule las múltiples disposiciones legales que obstaculizan


el pleno ejercicio de los derechos humanos, que destruya los servicios
especiales que amenazan la vida y los bienes de todos y que representan
el más sólido baluarte de la inestabilidad constitucional. Si queremos
una república verdadera es preciso controlar el equilibrio de los poderes
y para ello potenciar todas las formas de poderes locales y regionales que
reabsorban las funciones de un Ejecutivo hipertrofiado.
El cuestionamiento de la deformación estatalista que subvirtió la
carga libertaria y autogestionaria del socialismo debe encontrar una
resolución positiva en una nueva nación donde sus habitantes sepan
eludir la falsa discusión sobre achicar o agrandar el Estado. Cuando un
Estado afirma la necesidad de privatizar, reconoce de hecho de que es
incapaz de manejar con eficacia la empresa pública. ¡Cómo si el proble-
ma del país fuera solo el de la ineficacia del Estado y no también el de
la ineficacia del capitalismo en su conjunto! No se trata de aceptar tan
rápidamente el juego porque es verdad que la empresa privada es más
eficaz que la pública. ¿Pero qué significado damos a la palabra eficacia?
¿Eficacia con relación a qué y a quiénes? Además, ¿podemos aceptar la
categoría de “pública” para las empresas del Estado?
¿En qué medida lo público determina su funcionamiento? Las defi-
ciencias que inevitablemente generan las empresas estatalizadas fueron
reconocidas por los socialistas ya desde fines del siglo pasado. Y por eso
frente a la nacionalización o estatización defendieron la idea de “socia-
lización”, “cooperativización”, “municipalización”, etc. Entre lo estatal y
lo privado, ¿qué otras maneras de manejar público pueden haber? Creo
que estas preguntas deben estar siempre planteadas para que el razo-
namiento pueda ir al fondo de los problemas. En el siglo pasado, tanto
los socialistas como los liberales participaban de una misma visión de
la naturaleza del Estado y de sus funciones. Para ambos, el Estado era
un guardián nocturno, el conjunto de poderes que aseguraba el orden
social. Poco cambiaba que unos pensaran que habría de extinguirse en
una sociedad que como la socialista no requeriría de fuerzas especia-
les de orden, o que otros afirmaran que pensar en su desaparición no
era más que utopía barata. El Estado moderno no tiene ya mucho que
ver con ese Estado restringido de los socialistas y de los liberales. Pero

811
José Aricó

defender el ideal liberal y defender el ideal socialista ¿no supone nece-


sariamente plantearse este dilema? ¿Pero cómo planteárselo sin volver
a ciertos supuestos de ambos ideales, sin imaginar una sociedad donde
este Estado, tal como está constituido hoy, como un Estado que potencia
y reproduce la dinámica de la vida económica, social, política y cultural
tal como hoy se presenta, es decir con todas sus formas patológicas y
enajenantes, donde este Estado, repito, sea reformado, democratizado?
Democratizar el Estado argentino significa cambiarlo de raíz. Y, por
esto, una propuesta que puede aparecer ante muchos como reformismo,
en las condiciones del país se convierte en una consigna revolucionaria.
Reformar el Estado democratizándolo significa no tanto cambiar una
serie de aparatos de un mecanismo impersonal. En realidad, significa
cambiar la mente de treinta millones de argentinos. Y si hay algo que
define con certeza la idea de revolución es precisamente el propósito de
cambiar la conciencia de los hombres. Más que por las cosas la revolu-
ción pasa esencialmente por la cabeza de los hombres.

Esto remite, de alguna manera, a la relación entre sociedad civil y Estado, que me
parece una buena manera de abordar el último punto de esta conversación: la po-
lémica entre Mariátegui y Haya de la Torre dentro del proceso de constitución y
desarrollo del pensamiento y de la práctica política socialista en América Latina.
Mariátegui, como Justo, piensa en el socialismo pero, a diferencia de este, es mar-
xista, entendiendo bien, por supuesto, que se trata de un marxismo que tiene sus
rasgos de originalidad, en tanto es pensado desde la especificidad peruana, tema
este que ahora se valoriza.
Es cierto y esto me lleva a reflexionar sobre un tipo de expresiones
que confunde y no aclara los problemas. Cuando se dice que Mariátegui
es el primer marxista de América, se afirma, sin demostrarlo, que todos
los que lo precedieron no lo fueron. Justo fue el primer traductor de El
Capital al español, trató de utilizar de manera positiva el legado de Marx
y fue una figura decisiva en la constitución del más importante Partido
Socialista adherido a la Segunda Internacional. Aníbal Ponce fue un
difusor de las ideas de Marx y al final de sus días se identificó con el
marxismo. Dialéctica fue una revista marxista editada por Ponce. ¿Cómo
saber quién lo era y quién lo era menos? ¿Qué nos ayuda a conocer la

812
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

designación? Cada vez estoy más convencido que estas designaciones


tienen poca importancia. Es como si cada país necesitara en esto tam-
bién sus padres fundadores. Días atrás, alguien me reprochó que me
ocupara tanto de Mariátegui y tan poco de Recabarren. Claro, quien lo
decía era chileno. Cada quien tiene sus héroes locales y no pienso que
esto en sí sea algo malo o criticable.
Pero una de las funciones definitorias de la condición de intelectual
es la capacidad de traducir los lenguajes teóricos y políticos. Y en ese sen-
tido, siendo diferentes por muchos motivos, estas tres figuras del mar-
xismo teórico en América Latina pueden ser vistas como equivalentes.
¿Pero lo son de verdad? Uno socialista reformista, los otros marxistas
leninistas revolucionarios. ¿Pero esta última definición engloba por igual
a Mariátegui y a Ponce? ¿Cómo es posible instituir un juicio que permi-
ta encontrar la identidad al mostrar las diferencias? Yo arranco de una
inquietud tal vez más apegada a la tierra: ¿qué me lleva a ocuparme de
Mariátegui y de Justo? ¿Qué instancias de la sociedad son habladas por
el historiador? ¿Qué es lo que pretende ver? Las preguntas pueden mul-
tiplicarse pero todas ellas confluyen hacia un núcleo: la relación entre un
ideal de transformación y la realidad que aquel pretende cambiar. Si por
su adhesión al marxismo Mariátegui se veía impulsado a privilegiar como
sujeto de transformación una clase social extremadamente débil en Perú,
el problema para mí es preguntarse hasta qué punto esta situación era
vista por Mariátegui expuesta de manera explícita. En este sentido habla
de buscar lo que no está, lo que no se ve, lo que está oculto pero tiene efecto
sobre lo que aparece. Toda la discusión con Haya tiene como trasfondo
la debilidad del proletariado, aunque Haya la remarque y Mariátegui no
la mencione. Ni uno ni otro creían en que un partido comunista tuviera
espacio político en el Perú. Pero Haya toma del leninismo su teoría del
partido y Mariátegui no. En uno se privilegia una organización férrea y
piramidal que esté en condiciones de hacerse cargo de un poder conquis-
tado mediante la revuelta. En el otro, la temática del poder está ausente,
se privilegia el movimiento de organización de los estratos de la sociedad
en una dinámica de tipo socialista clásica. En el primero, el partido genera
la transformación; en el segundo, el movimiento político es un punto de
llegada. Hay quienes afirman que este juicio que les estoy exponiendo es

813
José Aricó

anacrónico, porque le hace decir a Mariátegui cosas que se desprenden de


mi imaginación, que nunca fueron dichas por Mariátegui. Sin embargo,
lo que no pueden o no quieren advertir quienes defienden la pureza del
marxismo-leninismo de Mariátegui es que precisamente allí donde afir-
ma serlo, y en el momento en que lo afirma, dice y hace cosas que no son
compatibles o contradicen lo que otros dirigentes marxistas-leninistas de
su país y de América hacían o deshacían. En este caso el énfasis puesto en
la identidad deja de lado una diferencia que particulariza a Mariátegui
respecto del APRA y de los partidos comunistas.
Frente a preguntas semejantes las respuestas de Mariátegui son dis-
tintas. Pero lo son no porque los pensadores sean distintos, sino porque
las realidades y los movimientos sociales sobre los que se fundan los dis-
cursos son diferentes. Y creo que enfatizar esto último frente a lo primero
tiene importancia porque nos obliga a reparar en algo que tiende de suyo
a olvidarse cuando se razona privilegiando las diferencias en los pensado-
res. Suponiéndolos arbitrariamente iguales puedo descubrir los elemen-
tos de realidad que están en cada uno de los discursos, puedo restituirle
a la teoría ese lugar modesto que su soberbia se empeña en desplazar. La
apuesta a la modernización encerrada en la hipótesis de Justo daba cuenta
del hecho real de un país metido violentamente en una orientación com-
patible con tal apuesta. Y por eso fue la única experiencia socialista de ma-
sas realmente exitosa el primer tercio de siglo en América.
Desde la sociedad y frente al Estado, el Partido Socialista de la
Argentina constituyó una fuerza política de real gravitación, pero cir-
cunscrita fielmente al área de modernización de la sociedad argentina.
La construcción de un organismo político semejante es la prueba indi-
recta de la “verdad” de la hipótesis de Justo. Pero no hubo eficacia políti-
ca alguna en la hipótesis de Mariátegui que nos permita afirmar, como
en el caso de Justo, su capacidad intrínseca de medirse con la realidad.
Y sin embargo, a más de medio siglo su muerte seguimos refiriéndonos
a él a pesar de que la sociedad de su tiempo ha cambiado y la mayor
parte de lo que pensó y dijo pertenece a un pasado ya perimido. ¿Pero
qué es el pasado para que en el presente del Perú se necesite evocar a
este hombre? ¿Qué hay en la constitución de ese país, o de América, que
Mariátegui ha expresado de algún modo?

814
DEBEMOS REINVENTAR AMÉRICA LATINA

De poco sirve indagar cuán diferente es hoy la sociedad peruana de


como la pensó Mariátegui si no indagamos a la vez por que sigue te-
niendo que ver con su pensamiento y con su acción. Creo entrever en la
evolución política y cultural del Perú actual ese momento de consuma-
ción de un pasado que permite difundir en un mismo crisol metales que
no admitían aleaciones. Es posible que hacia delante Mariátegui pueda
estar al lado de Haya; es posible pensar que todo habría sido quizás más
fácil si Haya no se hubiera sobrevivido. Pero todo lo que Haya fue de po-
lítico práctico, de oportunista olvidado de los principios que pregonó, el
personaje oscuro de la maniobra, de servil defensor de intereses que no
eran los de la nación peruana, no puede solo ser explicado en los térmi-
nos de ciertas características personales que hicieron de él, al nacer, un
traidor, y de Mariátegui, héroe.
¿Qué marxismo de pacotillas es este que deja de lado las circunstan-
cias para explicar todo con inconmovibles categorías morales? ¿Qué
marxismo es este que consagra como hábito intelectual ese vicio del
pensar abstracto tan denostado por Hegel? La decadencia de Haya debe
ser explicada también por las difíciles y pérfidas circunstancias de un
dirigente político obligado a vivir exiliado de su país, separado de su
movimiento, distanciado del suelo nutricio de una realidad que funda
el pensar y la acción política. ¡Cuánto de la decadencia de los liderazgos
políticos americanos debe ser buscado en esa endémica lacra del exilio!
El Perú de hoy, la democracia peruana depende de la capacidad de
entendimiento, de comprensión, de articulación, de concertación, de
confluencia (¡son tantas las palabras!) de la izquierda y del APRA. De un
APRA renovado, pero también de una izquierda renovada. El que pueda
entreverse en el futuro una línea de confluencia es el indicador de la po-
sibilidad de que esos dos padres fundadores en torno de cuya polémica
se constituyó el Perú moderno, puedan soportar las necesarias opera-
ciones sincréticas que requiere una nueva sociedad. Sería conveniente
que una experiencia semejante pudiera darse en la sociedad argentina.
No sé si estamos en ventaja o desventaja respecto del Perú para encarar
una operación semejante. Pero estoy convencido de que es preciso en-
carar un sistemático, profundo y sincero trabajo de recomposición de
experiencias y tradiciones políticas disímiles, que condujeron a nuestro

815
José Aricó

país al enfrentamiento y la decadencia por la manera cerril y violenta


con que intentaron imponerla, más allá de la real voluntad de los su-
puestos beneficiarios. ¿Es posible encontrar un lenguaje común que
permita comunicarlas? ¿Nos deparará el destino a nosotros, que acaso
seamos solamente los náufragos de una terrible tormenta, la tarea de
comenzar este verdadero trabajo de Sísifo que significa que los hombres
aprendan a hablar un lenguaje común aunque quieran, como es lógico,
cosas distintas? No lo sabemos. Pero lo que sí sabemos es que uno de los
requisitos para resolver el problema reside en saber plantearlo con toda
su agudeza, su pertinencia y su amplitud. Al calor de esta preocupación,
ir hacia el pasado significa reconocer los antecedentes históricos de los
problemas de hoy y trabajar por recomponerlos, esto es, por construir
otra tradición que esa pobre ideología maniquea sobre la que se ha fun-
dado nuestra frustración. Y esta es una tarea de la que no debería deser-
tar hoy la intelectualidad democrática y socialista.

Muchas gracias, Pancho.

Bibliografía

Aricó, J. (1980). Marx y América Latina, Primera edición. Lima: CEDEP.


[Segunda edición ampliada, México: Alianza, 1983].

816
El populismo ruso*

No sé si ustedes conocen las circunstancias que me han llevado a estar


hoy aquí. Mi relación con María Teresa Gramuglio, vuestra profesora,
me condujo a aceptar su pedido de conversar con ustedes sobre Rusia, el
movimiento social ruso, los populistas rusos del siglo pasado.
Posiblemente los abrume con una serie de nombres y personajes de
una historia que no conocen y que en una de esas les resulta difícil re-
tener. Tal vez lo que les diga no les sirva demasiado para el trabajo que
están encarando. Pero de todas maneras, quizás sea difícil poder seguir
la literatura rusa que aparece y deslumbra a la conciencia europea en el
siglo pasado, si por lo menos no conocen algo de lo que era ese inmenso
país, baluarte de la reacción europea durante todo el siglo XIX.
Y digo que quizás no lo conocen no porque en el mundo no se hable
de Rusia, ni porque la Unión Soviética no sea un país de excepcional
gravitación e importancia en la vida de los pueblos de este siglo. Ocurre
que a veces, tratar de reconstruir el pasado de Rusia a través de lo que
es hoy Rusia, encierra el peligro de tener una visión estrecha, reducida,
un tanto maniquea de lo que significó en el siglo pasado un movimien-
to social, político-ideológico de excepcional importancia, como lo fue el
movimiento populista ruso.

* Extraído de Aricó, J. M. (1995, enero-julio). El populismo ruso. Estudios, 5, pp. 31-52, (Córdoba:
UNC, Centro de Estudios Avanzados).
Nota: Desgrabado de la clase magistral que dictara en 1987 en el curso de Literatura del siglo XIX de
la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, Argentina, a instancias de M. T. Gramuglio

817
José Aricó

Hablo de una visión maniquea porque toda esa historia pasada fue de
alguna manera reinterpretada, recolocada, reconstruida, a partir de lo
que ocurrió desde la Revolución de Octubre en adelante. Ese proceso es-
tuvo signado por una estructura ideológica, por una doctrina de pensa-
miento, el marxismo, y fue el marxismo el que leyó de una determinada
manera todo ese pasado de la sociedad rusa. Con esto no estoy diciendo
que lo haya leído mal, sino que lo leyó en virtud del tipo de resolución
que tuvo el problema social ruso a partir de la Revolución de Octubre. Y
ese tipo de resolución llevó a que –por una cantidad de motivos sobre los
cuales podemos conversar luego– este movimiento populista quedara
descalificado o clausurado, quedara silenciado.
Si quieren conocer con más o menos profundidad y detalle lo que
fue ese movimiento, deben recurrir a un libro de Franco Venturi (1975)
Los populistas rusos, que es quizás lo mejor que se ha escrito sobre el
tema. Franco Venturi es un historiador del iluminismo italiano de fi-
nes del siglo XVIII. Fue agregado cultural de la embajada italiana en
la Unión Soviética entre los años 47 y 50. En ese entonces se le ocu-
rrió trabajar sobre la ideología de la Revolución Rusa, fundamental-
mente sobre el debate que tuvo lugar dentro del Partido Comunista
entre Bujarin, Trotsky, Stalin, Lenin. Quiso estudiar el fenómeno del
leninismo. Cuando trató de conseguir el material bibliográfico para
poder hacer ese estudio, el manejo existente en las bibliotecas de la
Unión Soviética –donde a veces los libros son secreto de Estado– se
lo impidió. Entonces fue retrocediendo en los años de pedido y se en-
contró con que el material referido al movimiento populista ruso de
entre 1840 y 1850 era de relativamente fácil acceso. Entonces se puso
a estudiar el populismo. Vale decir que debemos a la censura de las
bibliotecas soviéticas el hecho de que un historiador italiano nos haya
suministrado la obra más importante sobre ese movimiento del siglo
pasado y nos permita seguirlo en todos sus detalles.
Ya sé que ustedes estudian literatura y en este curso de literatura solo
les ha tocado un ruso y que posiblemente no les toque uno nunca más.
En una de esas la literatura rusa no les interesa o no les interesa tanto
como para ponerse a estudiar el ámbito, el lugar donde surgió esa litera-
tura. Pero si les llegara a interesar, les prometo que se encontrarán con

818
El populismo ruso

lecturas fascinantes. Se encontrarán con un mundo lleno de problemas,


de debates, de personajes, de circunstancias, que los remitirán a los pro-
blemas del presente.
La particularidad de trabajar sobre estas corrientes del siglo pasado
es que ustedes encuentran allí, vinculados a un mundo particular que no
es el nuestro, el conjunto de problemas que otros pueblos –entre otros,
América Latina– se han venido planteando desde el siglo pasado y que
aún hoy lo hacen. Porque el problema central que se planteaba en la so-
ciedad rusa del siglo pasado era si, siendo de alguna manera Occidente,
tenía un lugar en Occidente; si siendo un punto marginal de Europa,
pero reconociéndose como parte de Europa, tenía un lugar en ese mun-
do, tan distinto de lo que era el propio mundo ruso.
No sé si ustedes conocen a grandes rasgos lo que es la historia de
Rusia: el Imperio de los Mongoles, el Reinado de Moscovia, la formación
del Imperio Zarista, Catalina la Grande, las grandes sublevaciones cam-
pesinas. Todo esto lo van a encontrar en novelas. Si leen Pushkin (1999),
en La hija del capitán van a encontrar la rebelión de Pugachov. Quizás la
conozcan de manera más indirecta por la película Miguel Strogoff, o si
han leído la novela de Julio Verne (1966), donde el acontecimiento cen-
tral es precisamente esa sublevación.
La sociedad rusa, que se separó del mundo occidental a partir de la
reforma religiosa; desde la ruptura de la Iglesia, que era parte del Reino
de Bizancio pero que después se aparta; que tiene una religión católica
pero ortodoxa; que sufrió reformas religiosas durante los siglos XVII y
XVIII; que fue obligada por Pedro el Grande a una europeización forza-
da –puesto que Pedro el Grande se propuso hacer de Rusia una parte de
Europa e intentó hacerlo con un poder omnímodo que lo llevó a tratar
de superar un atraso secular mediante la violencia, la coerción, la pre-
sión y las muertes–; esta sociedad que de alguna manera estaba incluida
en Europa, se sentía, por tradiciones religiosas, por el enorme peso del
campesinado, con un destino particular. Reconociéndose como parte de
Europa, intuía que su camino no podía ser el de la sociedad occidental.
¿Qué era Rusia? Hasta la Guerra de Crimea –vale decir hasta los años
cuarenta del siglo pasado– era un cuartel reaccionario de protección de
las monarquías europeas. Desde las guerras napoleónicas, el Imperio

819
José Aricó

ruso había ocupado buena parte de Europa y fue uno de los elementos
decisivos en la constitución de la Santa Alianza, ese encuentro de go-
bernantes europeos que trató de instaurar un sistema de dominio de la
sociedad europea por largo tiempo.
Para la conciencia democrática y revolucionaria europea, Rusia era
el baluarte de la reacción. Y así había aparecido en 1848 al producirse
la Revolución porque Rusia contribuyó a romper, a destruir una serie
de revoluciones nacionales u obreras que se dieron en Europa por esos
años, logrando imponer de nuevo el peso de gobiernos monárquicos
reaccionarios.
A partir de la Guerra de Crimea, que significó una derrota del Imperio
ruso frente a un intento turco, inglés, francés y de otras potencias, esa
sociedad se ve sacudida. Fue una guerra en la que el orgullo nacional
quedó destrozado y que colocó a la sociedad rusa en una situación de
perplejidad y de necesidad de reflexionar sobre su camino.
Casi siempre son grandes derrotas militares –o no tan grandes– las
que hacen que los pueblos se invaginen, se replieguen sobre sí mismos,
se den vuelta y comiencen a preguntarse qué son, hacia dónde van. No
olvidemos nuestro caso. Si hoy podemos estar hablando sobre Rusia
es porque también existió una guerra, porque también perdimos una
guerra y porque esa pérdida tuvo significación para la situación argenti-
na. Los remito a ello para tratar de que entiendan, o traten de entender
cómo es posible que en una sociedad como la rusa se haya podido dar un
movimiento de renovación intelectual, un movimiento ideológico que
se preguntó por las raíces de esa sociedad y por su propio camino.
El tipo de estructura policial del Estado, el enorme peso del campe-
sinado, la debilidad de aquellas clases que constituyen las sociedades
europeas modernas –me refiero fundamentalmente a la burguesía–, la
escasa presencia de un proletariado que recién aparece como fenómeno
masivo hacia final del siglo, colocaban a esa sociedad en una situación
singular: era un mundo de príncipes, de aristócratas, de comerciantes,
de curas, que manejaban un inmenso archipiélago de instituciones cam-
pesinas de una naturaleza particular.
En ese mundo, la mayor parte de la intelectualidad estuvo coloca-
da siempre en una situación particular. Constituyó –y el término es

820
El populismo ruso

importante– algo de lo que ustedes habrán escuchado hablar: la intelli-


gentzia. Cuando los rusos utilizaban esa palabra –que luego se trasmite
a otras lenguas– no hacían referencia a una función determinada que se
cumplía en la sociedad; no hacían referencia al mundo de los intelectua-
les, sino que se referían a un mundo de intelectuales que tenía una situa-
ción particular. Vale decir, a un mundo intelectual cohesionado en torno
a un conjunto de ideas, por las cuales el origen social de este grupo no
tenía significación frente al peso que tenían determinadas ideologías.
La intelligentzia era la corriente radical rusa que rechazaba el sistema
existente, que pensaba que la posesión de la cultura era un lujo y que
debía necesariamente, esta cultura que detentaba este grupo particular,
ser devuelta al pueblo del cual había surgido. Es decir que era un grupo
de gente unificada en torno a ciertas ideas de transformación de la so-
ciedad. Por eso, visto desde el costado de la intelectualidad, podríamos
decir que todo el debate ideológico y político del siglo pasado es un de-
bate en torno a las relaciones que deben existir entre los intelectuales y
el pueblo. El discurso populista fue un discurso sobre esas relaciones. En
ese discurso el pueblo aparece como dador de sentido, como unidad de
pureza, como una unidad por encima de las diferencias. Es ese concepto
de pueblo el que luego es extendido y conforma la categoría que se de-
nomina populista.
En Rusia la palabra narod, que hace referencia a pueblo, también hace
referencia a nación. Vale decir, los rusos tienen esa misma y única pa-
labra para designar pueblo y para designar nación. De ella se derivan
luego los naródniki, los populistas. El hecho de que existiera un solo con-
cepto para designar esas dos entidades que en occidente aparecen como
distintas, está marcando el tipo de relación que existía entre la idea de
pueblo y la de idea de nación: eran una sola cosa; la nación no era sino el
pueblo y el pueblo no podía ser entendido sino como ente independien-
te, autónomo, con sus perspectivas propias.
Evidentemente, la intelligentzia constituida en torno a esas concepcio-
nes, tenía que resultar un elemento extraño, un elemento molesto para
la existencia de un Estado que tenía la estructura de un Estado policial,
donde no circulaban las ideas, donde la publicación de un libro debía ser
autorizada por el Zar, donde existían censores y todo tipo de controles

821
José Aricó

del pensamiento. Buena parte de esa intelligentzia debió emigrar, fue ex-
pulsada, fue exilada y transitó por todas las grandes ciudades europeas.
Zúrich, por ejemplo, fue uno de los grandes centros de confinamiento y
de encuentro de los intelectuales rusos.
Esa intelligentzia conocía Occidente, seguía los procesos políticos de
Occidente y trataba de integrar esos procesos a la suerte de Rusia. Pero
la pregunta era ¿Rusia, con esa situación, con esas características, era un
país que podía incorporarse al torrente de Occidente? Recordemos que
la intelligentzia consideraba que tenía un deber para con el pueblo y que
ese deber colocaba en primer plano la búsqueda de la justicia, la búsque-
da de la libertad, la búsqueda de la felicidad. La pregunta que se hacían
entonces era ¿esos valores predominaban en Occidente? ¿Existían en
Occidente? ¿Qué existía en Occidente?
En esos años –estamos hablando de 1840 y 1850– existía el reinado
del capitalismo. Existía una sociedad sometida a procesos de transfor-
maciones violentas a los que se llamó en un comienzo las revoluciones
industriales, que descompaginaban la sociedad tradicional, que movili-
zaban enormes cantidades de fuerza de trabajo, que sacaban a esa fuer-
za de trabajo de los lugares en donde vivía y la confinaban en grandes
barriadas. Fueron revoluciones que hicieron de las ciudades grandes
ghettos donde el hombre, separado de su comunidad, separado de su
mundo de relaciones, era convertido en obrero fabril.
La sociedad burguesa de mediados del siglo pasado europeo era una
sociedad de ricos y de pobres, una sociedad jerárquica donde un mundo
paupérrimo debía soportar las cargas, los costos económicos y sociales
del proceso de industrialización. Esa masa se había sublevado, había
protagonizado revoluciones, había protagonizado la gran revolución de
1848 y, sin embargo, había sido derrotada. Lo que aparecía como propio
del capitalismo europeo era la pérdida de sentido de lo humano, la im-
posición de un régimen que, sobre la base de la individualización pro-
gresiva del hombre, lo despojaba de todas sus características, de todos
sus atributos.
Eso era lo que los intelectuales rusos veían en la sociedad europea.
¿Qué significaba entonces occidentalizarse para Rusia? ¿Podía encon-
trarse en el camino de un desarrollo capitalista acelerado la manera de

822
El populismo ruso

resolver el destino particular de Rusia? Ese era el problema que se plan-


teaba y trataron de darle una respuesta original. Trataron de pensar en
qué condiciones era posible que la sociedad rusa, evitando los proble-
mas del capitalismo pudiera reorganizarse como sociedad y encontrar
otra forma de vida asociada de los hombres que no fuera la capitalista,
sino que fuera esa sociedad pregonada por los grandes reformadores
sociales europeos del siglo pasado en Europa. Por los Fourier, por los
Saint-Simon, por los Proudhon, por los Marx, por estos que hablaban de
socialismo.
Por ello podemos decir que la experiencia populista rusa es una pá-
gina de la historia del movimiento socialista europeo. Su contorno par-
ticular, sus características, la manera en que abordaron y trataron de
solucionar sus problemas, están vinculados al contorno geográfico don-
de operaba ese mundo cultural, pero sus ideas se correspondían con las
ideas de transformación social que aparecieron en el movimiento socia-
lista europeo.
Lo que germinó fue la idea de que el atraso ruso, la situación rusa
vista en términos de atraso con respecto de Europa, bien podía ser no un
defecto, no un límite, sino una situación privilegiada, un punto desde el
cual se pudiera encontrar –sobre la base de la experiencia recorrida por
Europa– un camino que invalidara ese camino y que permitiera encon-
trar otras respuestas para el avance de la sociedad en un nuevo sentido.
Es en torno a dos figuras esenciales de la historia cultural rusa, los
revolucionarios Herzen y Chernichevski, que se trata de ver el problema
de cubrir la sutura, esa concepción del atraso corno una suerte de privi-
legio particular de la que gozaban ciertos pueblos. En torno a estas dos
figuras esenciales se constituye el movimiento populista ruso. La idea
de Chernichevski tiene visos de cierto organicismo biologizante. Según
su pensamiento, un pueblo que está en una situación de atraso con res-
pecto a otro, está en condiciones –sobre la base de la experiencia histó-
rica– de superar esa situación de atraso evitando los caminos recorridos
por el otro pueblo para llegar a la situación en la que está. Rusia podía
encontrar una resolución socialista, o la conformación de una sociedad
de nuevo tipo, porque había una experiencia europea que había recorri-
do una serie de caminos y esos caminos podían ser evitados en la otra

823
José Aricó

situación. Por tanto, partían de una visión del proceso histórico que, aun
reconociendo la existencia de etapas y leyes de desarrollo, no era deter-
minista. Pensaban que la organización popular, que la cultura popular,
que la acción de ciertas élites, podía organizar este mundo de manera tal
que pudiera invalidar lo que aparecía como determinismo histórico en
la sociedad europea.
Esta idea de la posibilidad de evitar un camino que recorriera lo que
se llamó la acumulación originaria del capital en Europa, cargada de
hambre y de miseria, estaba vinculada a una visión particular que te-
nían de la sociedad rusa, y fundamentalmente del mundo campesino.
¿En qué consistía el mundo campesino ruso? Aun cuando existían pro-
pietarios individuales, la relación entre el campesino y la tierra estaba
indisolublemente unida. Si leen una novela como la de Gógol (2017), Las
almas muertas, entenderán por qué no era la posesión de la tierra sino la
posesión de las almas vinculadas a la tierra lo que hacía de un señor un
terrateniente. La tierra no tenía ningún valor; lo que tenía valor era la
existencia de campesinos que trabajaban la tierra. Entre ella y el campe-
sino no había separación. Hasta 1860, cuando se produce lo que se llama
la liberación de los siervos de la gleba, entre siervos y gleba había una
unidad total. La tierra era, en última instancia, hombres que la trabaja-
ban. No tenían una propiedad per se.
Además de la presencia de estos grandes señores terratenientes –que
verán en las novelas de Tolstói, de Turguéniev, en todos los novelistas
rusos del siglo pasado–, de estos grandes señores que se pasaban todo el
día discutiendo sobre la base de que tenían miles de almas vivas que tra-
bajaban para ellos, existían otras formas de cultivo de la tierra, diferen-
tes de la típica modalidad de la propiedad individual grande, pequeña o
chica que existía en Occidente.
Era una institución que se llamaba la obschina, vale decir una comu-
na aldeana en función de la cual una determinada extensión de tierra
era cultivada en forma comunitaria por un grupo de campesinos que
constituían una comunidad de aldea. Vale decir, una unidad en la que
se repartían de manera comunitaria el conjunto de los bienes extraídos
del trabajo común de los campesinos en torno a un determinado tipo de
propiedad.

824
El populismo ruso

Además de esta forma comunitaria de producción de la tierra, exis-


tían otras formas vinculadas a ella que realizaban otro tipo de tareas
semi-industriales. Además de las obschinas estaban los sarteles, que eran
sistemas de trabajo cooperativo del pequeño artesanado.
Sobre el origen de esta comunidad agraria se sigue discutiendo. Lo
estudiarán Marx y, fundamentalmente, Engels (1957) en El origen de la
familia. Constituirá un elemento central de la propiedad agraria en la
Europa del siglo pasado. El origen de esta forma comunitaria es discuti-
ble, pero el hecho es que en Rusia estas formas comunitarias eran mayo-
ritarias en la sociedad hacia mediados del siglo pasado.
Si estos intelectuales rusos, que se planteaban movilizar esas poten-
cias nacionales vinculadas fundamentalmente al campesinado para
cambiar una situación de atraso y encontrarle un camino propio de de-
sarrollo a la sociedad rusa, veían la crisis de la sociedad occidental, tal
como ellos la vieron a partir de la derrota de la revolución del 48, pero
además eran socialistas convencidos y encontraban en la sociedad rusa
formas de trabajo colectivo de la tierra, y dado que el trabajo de la tierra
era el 90% de lo que era el trabajo productivo de Rusia –el campesina-
do era el noventa y tanto por ciento de la población–, Rusia ofrecía al
mundo la posibilidad de que, afincándose en ese tipo de estructura co-
munitaria, pudiera reestructurarse el Estado, la sociedad, de manera tal
que el capitalismo fuera evitado y las conquistas del capitalismo fueran
introducidas en una sociedad que tenía una estructura social distinta.
Ese fue el conjunto de ideas en torno a las cuales se estructuró el pen-
samiento populista: una visión del atraso como situación privilegiada;
por lo tanto, la necesidad de acelerar un proceso histórico sin replicar
el modelo occidental; la idea de que ello era posible a partir de un tipo
particular de relación entre intelectuales y pueblo; y el hecho de que esa
relación se basaba en la existencia de una tradición, de una forma de tra-
bajo, de una forma de relación entre los hombres que era consecuencia
de un tipo de sociedad comunitaria.
A pesar de que el pensamiento populista no fue un pensamiento
único, porque existían alternativas, corrientes y diferenciaciones, estos
elementos que he señalado constituían el terreno ideológico común,
compartido por todas las corrientes. Por eso podemos hablar de un

825
José Aricó

movimiento populista, independientemente del hecho de que hubo mu-


chas figuras que disputaban entre sí en torno a su significado.
Yo diría que podemos encontrar dos grandes tendencias dentro del
populismo ruso. Una influenciada fuertemente por el anarquismo de
Bakunin, que daba prioridad a una revolución social nacida desde abajo.
Antiestatista, antipolítico, enemigo de toda forma de dirección centra-
lizada de la dinámica social, Bakunin privilegiaba fundamentalmente el
carácter espontáneo, el carácter auto-organizador de un pueblo movili-
zado en torno a ciertas ideas. Un pueblo que había expresado esta posi-
bilidad en las luchas sociales de la época. Porque todas las discusiones
que se dan desde los años cuarenta hasta por lo menos los setenta, tie-
nen como trasfondo una historia secular de grandes luchas campesinas
contra la autocracia zarista.
Si bien esas luchas tomaron la forma de la búsqueda del mejor zar, o
del zar puro que había sido despojado del poder, del zar verdadero que
había sido sustituido ilegítimamente por otro, eran luchas por una nue-
va forma de estructuración de la sociedad en torno a un nuevo poder y
es eso lo que está detrás de la gran sublevación campesina de Pugachov.
Bakunin toma esa idea de la movilización popular, de la revolución so-
cial que nace desde abajo y rompe con todos los poderes existentes, no
solo de ese trasfondo de luchas campesinas rusas, sino también de su
experiencia y vinculación con el mundo campesino italiano.
Pero además de esa tendencia que privilegiaba la revolución social
por sobre la revolución política, y que pensaba que esta revolución debía
surgir del pueblo y no venir de arriba hacia abajo, existían otros grupos
que privilegiaban la revolución política, la conquista del poder, la lucha
contra la autocracia.
Es en torno a estos dos grandes principios –o una revolución demo-
crática popular que renegaba de alguna manera del 1789 francés, o un
golpe, una acción que condujera a la conquista del poder y desde allí el
cambio de la sociedad– que se constituyen las organizaciones populistas
rusas: Zemlyá i Volya “tierra y libertad”, Naródnaia Volia “expresión popu-
lar o voluntad nacional”, Chernye Peredel “reparto negro”, y otras1. Esas

1. Naródnaia Volia significa expresión popular o voluntad nacional. El reparto negro se refiere a la resti-

826
El populismo ruso

organizaciones nacen fundamentalmente luego de un hecho que tras-


torna la sociedad rusa: la famosa liberación de los siervos, entre 1859 y
1860. Esa liberación buscaba separar la propiedad de la tierra del mundo
de los trabajadores campesinos y obligarlos a comprar la tierra.
Derrotado el Estado ruso en la Guerra de Crimea, habiendo las clases
dominantes rusas tomado nota de esta situación de un atraso secular,
que se expresó en la incapacidad del ejército de hacer frente a ejérci-
tos modernos, plantearon la necesidad en el Estado de una occidenta-
lización forzada, de donde podían ser extraídos los recursos que per-
mitieran la construcción de un capitalismo desde el Estado con marcha
forzada. Esos recursos solo podían venir a través de exprimir en todo
lo posible a este mundo campesino, para tratar de sacar de allí lo que
podían ser los recursos necesarios para construir los altos hornos, las
carreteras, los ferrocarriles, cuya inexistencia precipitó la derrota del
ejército ruso en esta guerra.
La autocracia rusa, la clase dominante rusa, aplicó el sistema que se
aplicó siempre para la instauración del sistema capitalista. Si el hombre
está vinculado a la tierra, es necesario separar al hombre de la tierra. Es
necesario convertirlo en un ser despojado de todo instrumento de traba-
jo para que se vea obligado necesariamente a contratar esa fuerza de tra-
bajo por dinero. Esto es lo que Marx llama “la colonización sistemática”.
Esto es lo que se hizo en Estados Unidos, en Australia. Esto es lo que se
hizo en Argentina para lograr colocar a masas de la población, que con la
existencia de fronteras abiertas era irreductible a este tipo de políticas.
Solamente controlando la tierra esto podía darse.
Marx dice que el capitalismo inglés, cuando intenta trasladar a
Estados Unidos las fábricas y los trabajadores, estos duraban exacta-
mente una semana, porque después se iban, se apropiaban de la tierra
y se convertían en agricultores. Para que no pudieran apropiarse de la
tierra, esa tierra debía ser controlada.
Para que los campesinos desembolsaran lo que necesitaba el Estado
ruso, era necesario separarlos de la tierra. Y entonces se los separa de la

tución de la tierra negra, fértil, la tierra del humus, a los campesinos; esa tierra que había sido usurpada
por los terratenientes.

827
José Aricó

tierra, y lo que aparece como una gran reforma liberal en la sociedad oc-
cidental, liberando a estos siervos de esta forma de propiedad aparente-
mente feudal, era la gran tentativa de las clases dominantes rusas de hacer
avanzar el desarrollo del capitalismo, separando a los hombres de la tierra.
Pero entonces el problema que se planteaban era: si este es el camino
adoptado por las clases dominantes, ¿cómo era posible torcerlo? Porque
si este camino se profundizaba, conduciría inevitablemente a la destruc-
ción de la comunidad agraria, y por tanto a un desarrollo del capitalismo
en Rusia que sería más terrible que el de la sociedad occidental, pero
que no dejaría luego posibilidades de transformar esta sociedad en un
sentido capitalista.
La idea de la aceleración del proceso histórico era, por tanto, para los
populistas, una guerra contra el tiempo. Un tiempo que, de no ser torci-
do, iba a operar en su desfavor.
Entre la acción de las clases dominantes para imponer un capitalismo
desde el Estado, con la consiguiente destrucción de lo que constituían
las bases del tipo de desarrollo socialista, y el énfasis en torcer estos des-
tinos precipitando una revolución, es la idea que se va imponiendo en
este movimiento populista, desdibujando esta idea de una revolución
social que debía nacer desde abajo.
Porque a partir de estas transformaciones que se dan en los sesenta,
y a partir del fracaso de un movimiento muy singular, que se da en los
setenta, los intelectuales revolucionarios rusos llegan a la conclusión de
que la masa inerme de campesinos no puede ser movida en torno a una
revolución que nazca desde abajo, sino que es necesario destruir desde
arriba el poder de la autocracia zarista.
En los años setenta se da tal vez la experiencia más singular del mo-
vimiento populista, que se llamó “la ida hacia el pueblo”, que duró tres
años, donde cientos de intelectuales abandonaron sus puestos, abando-
naron sus profesiones, y se desparramaron por toda Rusia para llevar
el verbo revolucionario y para organizar a los campesinos en esta revo-
lución que debía darse necesariamente, porque ellos partían de que el
mundo de dolor, de sufrimiento, de insatisfacción que estaba alojado en
este mundo campesino podía explotar con facilidad si la inteligencia, si
la conciencia, si la razón, era capaz de vincularse a la fuerza.

828
El populismo ruso

Esto, que puede provocar risa hoy, sin embargo es una técnica de vin-
culación con un mundo del cual se toma conciencia que se tiene una re-
lación externa y se trata de cambiarlo mediante un proceso de mutación
de valores y de características de un sector social con relación a otro.
En algunas organizaciones de izquierda, esto se ha llamado desde hace
muchos años en este país “proletarización”.
Esto fue una suerte de “campesinización” de los intelectuales. Y a los
intelectuales rusos, como a los que se proletarizaron aquí, les fue más o
menos de la misma manera, porque no era posible pensar que este hiato
histórico entre intelectuales y pueblo, que había signado la característi-
ca de esa sociedad, como la separación entre intelectuales y proletarios
en este país, sería suturado mediante este simple cambio de valores y de
comportamientos.
Pero de todas maneras, el fracaso de este movimiento, que era un fra-
caso de una tendencia a penetrar en el conjunto de la sociedad molecu-
larmente y hacerla estallar desde la propia sociedad, enfatiza, privilegia
el camino de respuesta violenta que adoptan los populistas para tratar
de desarticular y destruir el poder zarista, la autocracia zarista, desde el
lugar donde estaba ubicada, desde la conquista del poder. Comienza lo
que se llama el terrorismo ruso. Comienza la organización de pequeños
grupos revolucionarios que se plantean operar sobre el Estado para pro-
vocar estos cambios. O para liquidar un zar y sustituirlo por otro, o para
liquidar el conjunto de este estrato de gobierno, de este poder omnímo-
do que existía dentro de la sociedad.
No es que esta idea fuera simplemente una idea alocada, porque es-
taba vinculada a un análisis que se hacía de la situación particular de
Rusia, comparada con la situación occidental. El capitalismo europeo
había provocado un cambio de las sociedades, la expansión de un área
burguesa, la expansión de un sistema político de representación de es-
tos intereses a través de los partidos y del parlamento, la expansión del
movimiento proletario, la expansión de las capas medias. Por tanto, las
sociedades occidentales tenían un tejido conectivo entre el poder del
Estado y el conjunto de la sociedad que les permitía manejarse –pode-
mos introducir un concepto gramsciano– de manera hegemónica sobre
el conjunto de la sociedad. Vale decir, entre la sociedad y el Estado existía

829
José Aricó

una multiplicidad de relaciones que hacían de este Estado un sistema de


representación de esa sociedad. Por tanto, entre este Estado y la socie-
dad estas mediaciones eran decisivas, y eran estas mediaciones las que
habían provocado –según el pensamiento de los populistas– esta suerte
de estancamiento, de pérdida de perfil revolucionario de las sociedades
europeas.
En Rusia la situación era distinta. Entre el Estado y la sociedad solo
estaba la policía. Ese Estado funcionaba en el vacío, no existían sistemas
de representación. No existía nada. Se podía operar sobre ese elemento
relativamente externo a la sociedad y hacerlo saltar porque este Estado
pendía en el vacío.
Esta es la idea que los sostenía. Y digo que no era una idea ridícu-
la, porque esta diferencia de la relación entre Estado y sociedad en las
sociedades occidentales y en Rusia es el esquema de análisis no sola-
mente de los populistas rusos, sino de todos los analistas europeos del
pensamiento socialista. La particularidad rusa era esa. Por eso, cuando
se pensaba la revolución rusa en Europa se la pensaba en los términos
de lo ocurrido en la Revolución Francesa. Rusia estaba madura por una
revolución equivalente a la Revolución Francesa, que fue una revolución
del pueblo contra el absolutismo.
Representado de esta manera, los populistas podían operar como
elemento de mediación entre estas ideologías europeas y sus visiones
particulares porque su razonamiento no rompía el esquema de interpre-
tación con el que se analizaban las sociedades en el mundo.
Entonces, a partir de esa situación abierta por la transformación que
se va operando en el Estado ruso, y a través de esta derrota de un movi-
miento que fincaba su eficacia en el desarrollo de una revolución desde
abajo, aparece la conquista del poder como el objetivo principal, y la or-
ganización de fuerzas en torno a esta idea de conquista de poder.
Esta idea de que debía operarse centralmente en esta instancia es-
tatal tenía una serie de consecuencias sobre la dinámica social, sobre
la dinámica política e ideológica de esta organización, la acentuación
del papel de la organización, la necesidad de la estructura centraliza-
da y disciplinada, el privilegiamiento cada vez mayor del rol de la in-
teligencia como dadora de sentido, como depositaria de la conciencia,

830
El populismo ruso

como conocedora de la sociedad, como punto de la totalización de los


conflictos, el papel por lo tanto educativo de la intelligentzia y el papel de
dirección. Estoy hablando de una serie de características que luego van
a aparecer en personajes concretos y que ustedes los leerán luego en las
novelas de Turguéniev, por ejemplo, que tienen la particularidad –por
supuesto, transfigurado por la visión estética y artística de este creador
genial que era Turguéniev– de hacer aparecer a todos estos personajes,
con estas características, con estos elementos.
Pero, privilegiando el saber sobre la fuerza, privilegiando la dirección
sobre el movimiento, privilegiando la organización sobre la espontanei-
dad de base, se cambiaba, en cierto sentido, la relación entre esta inte-
lligentzia y el pueblo, tal como sería visto en las doctrinas de Hertzen
o de Chernicheski. No existiendo ninguna posibilidad de surgimiento
de una revolución desde abajo, era necesario entonces privilegiar esa
respuesta de tipo –como se puede decir –en clave– “jacobino blanquis-
ta”, que privilegiara la capacidad de esta institución de transformar de
golpe, súbitamente, mediante el terrorismo individual y colectivo una
sociedad que se negaba a cambiar porque estaba inmovilizada.
Si ustedes analizan con detenimiento lo que fue el movimiento terro-
rista ruso de esos años, se encontrarán luego con que esos elementos ca-
racterísticos del terrorismo ruso se reiterarán en todos los movimientos
similares que aparecieron a lo largo de la historia. Si ustedes analizan
cómo la ETA hoy discute los problemas de la conquista de una indepen-
dencia nacional del país vasco, sobre la base de una operación terrorista,
se encontrarán con que todos sus elementos son equivalentes a las con-
sideraciones por las cuales los populistas establecían este tipo de visión.
Entre los terroristas rusos y ETA, o entre terroristas rusos y movi-
mientos terroristas o violentos de las sociedades latinoamericanas, en-
contrarán cuerpos de ideas homogéneas. Y no porque unas deriven de
otras, sino porque el tipo de tarea que se plantean, el tipo de función que
se han planteado lleva, necesariamente, a estas consecuencias.
Evidentemente, en la visión terrorista de los populistas rusos había
un sustrato iluminista del siglo XVIII muy claro, que los llevaba a plan-
tear la omnipotencia de la ley y del poder. Desde el poder se podían trans-
formar las cosas, desde la ley se podía imponer un orden. Privilegiando

831
José Aricó

la omnipotencia de la ley y del poder, los populistas rusos, que habían


nacido de una visión particular del pueblo y del destino particular de
este pueblo, venían sin saberlo a prolongar una tradición de despotismo
que estaba inserta en la propia estructura de la sociedad rusa. Vale decir,
una noción que potenciaba esa idea del Estado como el único demiurgo,
como el único creador de la sociedad.
Esa idea estaba en los populistas. Luego la encontraremos en Lenin, y
la encontraremos en los bolcheviques rusos, o aun en los mencheviques
rusos. La diferencia está en que los populistas rusos creían que podían
imponer una revolución de este tipo, y que una vez impuesta el poder re-
tornaba inmediatamente al pueblo. Este pueblo que no podía ser movili-
zado en torno a una revolución, se encontraba luego con una revolución
hecha por esta minoría, que le permitía luego gobernar.
El democratismo del movimiento populista ruso acompañó siempre
esta forma de percibir la sociedad, aun cuando la forma del terrorismo
y la búsqueda de una resolución violenta del problema ruso cuestionaba
esta idea, la afectaba y la colocaba en un terreno de imposibilidad.
Este es, más o menos, el cuerpo de ideas que tenía esta fuerza, que se
definía como una fuerza socialista. Definida como una fuerza socialista,
buscó en su conexión con el movimiento socialista europeo un respaldo,
una defensa, una doctrina. El encuentro entre estas concepciones y el
pensamiento socialista predominante en los setenta y en los ochenta,
que era el marxismo, era bastante lógico.
¿Qué es lo que les interesaba ver de la visión marxista a los populistas
rusos? La idea de que la sociedad cumplía ciertos ciclos por los cuales
los malestares presentes, las dificultades presentes era el costo que ne-
cesariamente se tenía que pagar para que la felicidad humana pudiera
abrirse paso. Este determinismo histórico marxista les permitía en un
momento de descorazonamiento de represión furiosa, de imposibilidad
de presencia en el movimiento campesino, encontrar en el futuro una
esperanza de transformación que estaba inserta ya no simplemente en
la voluntad, sino en la propia dinámica del mundo, en la propia capaci-
dad de movimiento de las sociedades.
Esto es fundamentalmente lo que buscaban en el marxismo, y es intere-
sante ver cómo, de todas maneras, la obra de Marx tuvo una doble lectura

832
El populismo ruso

en Rusia. Por un lado el razonamiento que Marx (1980a) instituye en El


Capital le permite a un grupo de personas vinculadas al marxismo ruso
demostrar el inexorable desarrollo del capitalismo en la sociedad rusa.
Por el otro lado, la lucha, el mundo del sufrimiento, la definición del
significado del capitalismo, el carácter represivo y represor del capita-
lismo permite a otras personas de la sociedad rusa encontrar en Marx
alimento para luchar contra la imposición del capitalismo.
Es en torno, nuevamente –1870-1880– a la posibilidad de redimensio-
nar la propiedad agraria rusa, que los populistas rusos se dirigen a Marx
para encontrar una respuesta. Le escriben planteándole qué posibilidad
tiene Rusia de encontrar un camino alternativo, potenciando esto nuevo
que tiene Rusia con respecto a otros pueblos.
Es interesante la historia de la respuesta de Marx (Marx y Engels,
1980), porque él responde favorablemente a las esperanzas de los popu-
listas rusos.
Pero cuando responde, quienes le escribieron esa carta pidiéndole la
respuesta –y no era una carta común, porque le estaban escribiendo al
hombre que, según ellos, podía darle respuesta a su problema–, cuando
reciben la respuesta ya habían dejado de ser populistas y eran marxistas.
Agarraron la respuesta de Marx, del año 1881, la guardaron en un cajón y
solo pudo conocerse por el año 1928.
La respuesta de Marx, que les venía a decir que es posible que la comuna
agraria rusa sea la base de la constitución de un nuevo tipo de sociedad, y
que para que esta comuna pueda constituir la base de una nueva sociedad
es necesaria una acción estatal que tienda a impedir la presión de la socie-
dad capitalista que tiende a descomponerla; venía a decir que Rusia sí podía
tener una alternativa independiente, que esa alternativa podía ser jugada y
que eso presuponía una manera de ver la constitución de los hechos socia-
les, la conducción de los procesos estatales, la forma de constituir la socie-
dad que era distinta de lo que había ocurrido en la sociedad occidental.
Esta idea, que está en los populistas rusos, se reconstituye luego en
los socialistas revolucionarios que forman la mayoría del movimiento
socialista ruso, que es la agrupación con la cual Lenin establece un pacto
aceptando el programa de los socialistas revolucionarios en octubre del
17, y que luego es destruida.

833
José Aricó

Pero, la posibilidad de un camino alternativo sigue su discusión en el


interior de la Rusia bajo la dominación bolchevique, durante los veinte y
aun hasta los treinta. La posibilidad de encontrar otro tipo de reconsti-
tución del sector rural, otro tipo de industrialización, estaba planteada
desde los populistas en el siglo pasado, siguió estando planteada en la
sociedad rusa aún hasta finales de los treinta, cuando son decapitados
los famosos técnicos agrarios, cuando es fusilado esa expresión del po-
pulismo ruso que fue el agrónomo Chayánov, teórico de la pequeña pro-
piedad, de la propiedad colectiva de la tierra.

Alumno: ¿Por qué ocultaron la carta de Marx?


Aricó: La razón es muy simple. Ellos habían dejado de ser populistas, por
tanto ya descreían de la posibilidad de un movimiento afincado en el cam-
pesinado que potenciara la comunidad agraria. Ellos pasaron ya a defen-
der la hipótesis de que era fundamentalmente sobre el proletariado ruso,
que se había ido conformando en esos años, donde debía fincarse la posi-
bilidad de la transformación revolucionaria. Ellos, entonces, estaban con-
cibiendo el desarrollo de Rusia según los esquemas europeos, y por tanto
la respuesta de Marx parecía contradecirlo y daba armas ideológicas a los
que eran sus enemigos en la constitución de un nuevo movimiento social.
Entonces, esta idea de un camino singular, de todas maneras perma-
nece en la Unión Soviética durante años. Sin embargo, permanece con
un gran límite. Porque el problema que no se planteaba era la posibili-
dad de la comuna agraria, la posibilidad del privilegiamiento del movi-
miento campesino. Este camino singular de Rusia permitía acelerar el
movimiento histórico para que, sin sufrir los dolores del capitalismo, la
sociedad rusa se colocara al nivel de la sociedad occidental.
Planteada de esta manera, la singularidad del camino populista que-
daba desdibujada, porque no era sino una manera de operar sobre los
tiempos para lograr un desarrollo que era equivalente al desarrollo oc-
cidental. El cuestionamiento del eurocentrismo que estaba metido en la
hipótesis populista quedaba desdibujado cuando el objetivo era llegar a
lo mismo que había llegado occidente.
O se pensaba un camino alternativo, pero se pensaba entonces el
desarrollo de la técnica, el desarrollo de la industria, el desarrollo de la

834
El populismo ruso

organización fabril y campesina de otra manera, o en última instancia


esto no era sino un camino de abreviamiento de etapas. Y si tuviéramos
que definir de alguna manera lo que fue el camino soviético, fue un ca-
mino acelerado de abreviación de etapas de la constitución de un siste-
ma industrial semejante, yo diría idéntico, al sistema occidental.
Lo que está en ciernes en la hipótesis populista, y lo que sigue estando
en ciernes en el movimiento social ruso de las tres primeras décadas de
este siglo, era la idea de un camino alternativo que suponía necesaria-
mente el cuestionamiento global de la occidentalización. Vale decir, el
cuestionamiento global del proceso industrial occidental.
Se trataba de encontrar otras maneras de combinar la industria, el
agro, el tipo de propiedad, el tipo de organización fabril, y eso estaba en
discusión en ese debate de finales de siglo.
Por eso, cuando el problema de cubrir etapas aparece en el mundo
luego, cuando a partir de la Segunda Guerra Mundial se esclarece y se
acepta la idea de que este mundo está repartido, de que hay un mundo
capitalista avanzado, que existen los países centrales y existen los países
periféricos, y que los países periféricos tienen determinadas caracterís-
ticas, y esas características se definen en términos de dependencia, sub-
desarrollo, atraso o como lo quieran definir; las categorías varían como
varían las teorías, el problema era cómo estos países cubren rápidamen-
te sus déficits acelerando su tiempo histórico para igualar los niveles y
las formas sociales de los países centrales.
Cuando aparece, entonces, la teoría del subdesarrollo, la teoría de
la dependencia, cuando se construye la teoría del desarrollo necesaria-
mente se repiten los temas que estaban planteados en este debate de los
populistas rusos del siglo pasado. Y se siguen planteando.
Lo volverán a encontrar en la discusión sobre la revolución cultural
china. El tipo de organización de la empresa moderna, compuesta por
una enorme cantidad de trabajadores, ¿aumenta las tensiones sociales
o no las aumenta? ¿Es preferible un complejo industrial –como discutía
Mao– de 200 mil trabajadores, a diez complejos de 20 mil trabajadores
o cien complejos de 2 mil trabajadores? ¿Qué efectos tiene sobre el con-
junto de la sociedad? ¿La centralización ocasiona un aumento de las di-
ferencias sociales?

835
José Aricó

Estos temas, que estaban siendo discutidos con las categorías limi-
tadas del pensamiento social ruso del siglo pasado, con las maneras un
poco bastardas del debate, pero vinculadas a la teoría de la dinámica del
capitalismo de Marx, luego vuelven a discutirse y se siguen discutiendo
en todos los lugares.
Nosotros, hoy, ¿tenemos posibilidades de recorrer la escalera que nos
puede llevar a niveles equivalentes a los de las sociedades europeas? Si
alguna vez lo llegamos a pensar, esta es la idea que está en la sociedad
argentina del siglo pasado. Esto es lo que está en Alberdi, lo que está en
Sarmiento, lo que está en Roca. ¿Cómo hacer para acelerar los tiempos
históricos que nos permitan llegar a donde están los otros? O como dice
Alfonsín, “sumarnos al concierto de los grandes países actuales”. Ser
igual que ellos hoy es un hecho cuestionado, porque es imposible pensar
que podamos reconstituir de alguna manera nuestras estructuras como
para que podamos llegar allí. Ese nivel no solamente ya no puede ser
alcanzado por estos pueblos, sino que ya comienza a dejar de poder ser
alcanzado por países de las propias potencias centrales.
Cuando todo el sistema de producción industrial se modifica, ya no
se trata de la capacidad de montar una industria pesada o una industria
liviana. Cuando el problema central es quien detenta los elementos de la
información, cuando la información se ha convertido en una especie de
cerebro que ordena todo el trabajo productivo, las diferencias entre las
sociedades se acrecientan, y el problema de los modelos de civilización,
de los modelos de producción y de consumo, se vuelven a replantear.
Esto es lo que estaba en la discusión de los populistas rusos en el siglo
pasado: ¿cómo constituir una sociedad donde el bienestar colectivo, la fe-
licidad de los hombres, la igualdad, la justicia y la libertad sean los valores
que determinen toda la dinámica de la sociedad? Ese es el problema que
tenemos nosotros, y ese es el problema que tienen todas las sociedades.
Desde este punto de vista, el debate de los populistas, que es un de-
bate histórico, puntual, datado, en un momento determinado que con-
movió a toda Rusia y que tuvo su expresión luego en la literatura, porque
es contra ciertos personajes de este momento que verán ustedes apare-
cer en Crimen y Castigo (Dostoievski, 2004) un sistema de razonamiento
–Raskolnikov está pugnando contra cierto sistema de razonamiento que

836
El populismo ruso

está aquí instalado–, cuando esta sociedad se separa entre eslavófila y


occidentalista, vuelve a producirse en los países que no tienen identidad
histórica, o que se preguntan por su identidad histórica.
Entre eslavófilos y occidentalistas lean ustedes el movimiento ruso,
traten de representárselo como lo que fue la oposición entre federales
y unitarios en este país, y verán bastantes elementos comunes. Verán
entonces que la virtud de los populistas rusos es haber concentrado en
un momento determinado, en una época determinada, sobre la base
de la movilización de fuerzas intelectuales considerables, un problema
por el que atraviesa toda la humanidad. Esto hace, entonces, que siendo
un debate histórico datado, de todas maneras tenga un poder evocador
enorme sobre todos los debates contemporáneos. Y aquí termino.

Alumna: ¿Podrías especificar un poco más cómo era el Estado ruso?


Aricó: Yo trataba de pintarles cómo veían estas personas lo que pasaba
en Occidente, y trataban de reflexionar a partir de ello sobre lo que pa-
saba en sus lugares. ¿Qué veían en occidente? Veían parlamentos. Veían
partidos políticos. Veían prensa libre. Veían clubes. Veían organizacio-
nes populares. Existían municipalidades. Existían formas de discusión
de los problemas. Existían bibliotecas. La única posibilidad de trabajar
con [una] biblioteca en Rusia era cuando se era confinado a Siberia.
Lenin (1972) hizo El desarrollo del capitalismo en Rusia, que es un libro
fundado en los trabajos estadísticos de los zemstvos –los zemstvos eran
unas organizaciones territoriales, una parte de la política de reforma
de Alejandro; es interesante porque en un Estado policial si se quiere
hacer estadística se puede hacer hasta de los movimientos silenciosos,
de la persona cuando sale de su casa para ir a visitar al vecino– porque
el Estado zarista, primero, le pagaba un sueldo –porque los detenidos
tenían un sueldo– y aparte porque tenía acceso a la biblioteca. El recibía
cargamentos de libros y podía consultarlos.
Cuando luego viene la época comunista, desaparecieron los carga-
mentos de libros, y por supuesto desaparecieron los sueldos, hubo que
trabajar. Buena parte de la acumulación en la Unión Soviética se hizo
sobre la base de mano de obra forzada, constituida por los prisioneros.
Esto cambió.

837
José Aricó

Era un régimen terrible, pero como nosotros hemos conocido en


el siglo XX regímenes terribles en serio, era mucho más digno de lo
que nosotros pensamos. Pero para la sociedad de la época era una cosa
terrible.
Ellos veían todo este tipo de instancias, y además veían que existían
gobiernos que estaban representados. Todo el mundo de intereses popu-
lares, de pugna por intereses, de reivindicaciones, de reclamos, encon-
traba forma de resolución en toda esta estructura de poder. Entonces,
ese era un Estado integrado. Efectivamente era un Estado integrado.
Luego se constituyeron los llamados Estados de bienestar, vale decir
Estados que integraron a las masas a la ciudadanía política y a la propia
estructura del Estado.
Ellos decían: “esto no lo queremos”. No podían aceptar esto, porque
está bien que hay un mundo de mayores libertades, pero esas libertades
se configuran al precio de abjurar de una acción revolucionaria. Tenían
que lograr apresurar los tiempos en su país para evitar caminos de este
tipo. “Ahora o nunca”, dice un revolucionario ruso. “O la revolución la
hacemos ahora, o no la podremos hacer nunca”.
Todas las operaciones de guerrilla que se hicieron desde la experien-
cia castrista, y alimentadas por la experiencia castrista, se hicieron en
buena parte en la época de la llamada “Alianza para el progreso”. El ra-
zonamiento de la guerrilla castrista era este: o ahora, o la Alianza para el
progreso podría imponerse y ya no tendríamos condiciones favorables
para llevar adelante una política de guerrilla.
Yo no creo que ellos hayan leído a los populistas rusos, pero la idea de
que mañana va a ser tarde, y mañana va a ser tarde porque el capitalismo
tiene un poder corruptor y englobador, deglutinador de las masas, esa
idea estaba. Esa idea que creaba una situación de exasperación, de pre-
cipitación, que forma el clima ideológico de la sociedad rusa de la época.
Contra ese clima, de alguna manera, reacciona el mismo Dostoievski.
En Endemoniados (Dostoievski, 2011) verán ustedes cómo él reconstruye
de manera absolutamente crítica ese mundo de revolucionarios, por el
cual él siente un rechazo total, aun cuando en su juventud había forma-
do parte de grupos radicales, como el círculo Petrashevski, donde fue
detenido y estuvo amenazado de fusilamiento.

838
El populismo ruso

Contra esto reacciona. Pero reacciona contra esto reaccionando tam-


bién con la idea de lo que está creando esta sociedad capitalista, la idea
de la ciudad enferma, la ciudad que está descomponiendo al hombre. Es
la ciudad donde toda la lacra de la sociedad se acumula.
Esa idea está vinculada en el caso de él a una eslavofilia profunda,
la idea de una virtualidad del mundo ruso que debía evitar también el
camino occidental, porque la religiosidad no debía ser suprimida, por-
que era la única posibilidad de felicidad de los hombres. La felicidad de
los hombres estaba asentada en el dolor, estaba asentada en el suplicio.
Pero era posible. El tiempo de oro estaba en el pasado, pero podía estar
en el futuro. Pero había que evitar el pasado.

Alumno: ¿Por qué dice que el personaje de Raskolnikov refleja este pensamiento
eslavófilo?
Aricó: Estoy usando un término que sin dudas ustedes rechazarán. En
otras discusiones verán cómo este término obedece a una visión de la
sociedad o una visión de la literatura donde la literatura es reflejo de
la sociedad. No me quiero meter en ese problema porque el personaje
es sumamente complicado, y la función de ustedes es discutir sobre el
personaje. Yo lo que les estoy dando es el contorno donde se han hecho
estas discusiones.
Pero la reflexión que hace Raskolnikov cuando va a ir a asesinar a la
viejita, al pajarraco ese, usurero, si uno ha leído a Fourier puede encontrar
fuertes elementos fourieristas. Yo creo que se puede descomponer una
obra haciendo una operación ya no de crítica literaria. Diseccionando
fuentes van a encontrarse con un conjunto de elementos que circulan en
la sociedad europea, como el problema de la figura de Napoleón.
La figura del dictador, el problema de cómo se configura una vi-
sión del delito, delito y enfermedad, todo eso son temas de otras áreas.
Están siendo discutidos. Pero en el caso de Dostoievski, él tenía una
visión fundamentalmente crítica de este movimiento. Y creo que lo
que lo asustaba de este movimiento era su racionalismo, el privilegia-
miento de la vida frente a la visión racionalista de que las sociedades
eran perfectibles, de que las sociedades podían ser arregladas, de que
el Estado podía arreglar la sociedad, de que los nombres podían ser

839
José Aricó

ordenados. Esta visión colmenar de la sociedad no podía ser aceptada


por Dostoievski. Pero no me meto más allá de eso.
Si ustedes analizan Lenin, van a ver que buena parte de estos elemen-
tos –si leen ¿Qué hacer?, de Lenin (1960)– que estoy discutiendo, cons-
tituyen ese libro. No porque Lenin los haya copiado de estos debates,
sino porque eran datos adquiridos de la manera de reflexionar sobre los
hechos políticos y sociales que tenía el pensamiento avanzado ruso de la
época.
Esto fue el humus cultural de la sociedad rusa. Impregna toda la lite-
ratura. En el caso de Turguéniev, impregna cada una de sus novelas, que
están vinculadas a alguna de estas corrientes. Y toda la discusión de los
populistas rusos. ¿Cuánto bastardeó Turguéniev la figura de los revolu-
cionarios con su obra?
Pero si ustedes leen Humo, de Turguéniev (1944), ahí van a ver toda
la discusión sobre el camino de Rusia. Quienes son los que discuten
si Rusia tiene un camino o no. Son intelectuales rusos veraneando en
Baden-Baden, sentados en las aguas termales de Baden-Baden.
Esto lo horrorizaba a Dostoievski, esta necesidad de discutir de los
rusos, esta absoluta racionalización de las cosas.

Alumno: Este vacío que había entre esta cabeza de poder que los terroristas que-
rían destruir y el resto de la nación se explica en realidad por la falta de una
burguesía, que era precisamente la que formaba las instituciones que había en
Inglaterra y en Francia. Para la teoría central de Marx esto es indispensable, es
indispensable que se constituya la burguesía hablando en términos sociológicos y
luego que se empobrezca para que se concentre el poder económico y se pueda dar
esta revolución que él en ese momento ve muy fácil: se trataba nada más que de
tomar las grandes empresas que habían centralizado la acumulación del capital.
¿Cómo Marx puede hacer esa voltereta ideológica para poder justificar que de las
comunas rusas pudiera salir otra vía distinta?
Aricó: Marx (s.d.) dice lo siguiente: “lo que yo describo en El Capital es
el movimiento de las sociedades de la Europa occidental”. No es una
teoría de la historia. No se puede construir una teoría de la historia.
No es un paspartú en el cual deben ser encerrados todos los hechos
históricos. Estas sociedades se organizaron así, lo cual no significa que

840
El populismo ruso

otras sociedades no se organicen de otra manera. “En mi obra –dice él–


no deberían buscar una ley de desarrollo de las sociedades”.
Sin embargo, el movimiento socialista se constituyó haciendo de la
teoría de Marx una ley de desarrollo de la sociedad. Y los marxistas rusos
convirtieron esa ley de desarrollo de la sociedad en el leit motiv esencial
de su política y de su trabajo.
Ahora, ¿por qué Marx dio esa voltereta? ¿Por qué Marx hizo pensar a
sus discípulos que estaba creando una ley de desarrollo histórico? Y no
solamente lo hizo pensar, sino que hay elementos de su propia escritura
que pueden llevar a pensar eso. Habla de que los otros pueblos deben
mirarse en el espejo de Inglaterra, lo cual se interpretó de una manera,
aunque puede interpretarse de otra.
¿Por qué Marx da esta voltereta? Eso es una discusión. ¿Por qué ha
asistido al desarrollo del capitalismo? ¿Por qué está viendo lo mismo que
están viendo los populistas? ¿Por qué descree de la posibilidad de la re-
volución en Europa, y entonces la revolución tiene que venir, como un
vendaval, de otros lugares, y Rusia era el sitio privilegiado?
Si vemos el pensamiento de Marx, lo vamos a ver oscilando en la bús-
queda de puntos donde la revolución era el eje que transformaba todas
las sociedades. Pensando la revolución no en contornos nacionales, pen-
só que eso podía ser en Alemania porque tenía la particularidad de en-
cerrar en su filosofía lo que en la práctica estaba en Francia. Pensó luego
en Francia, pensó en Inglaterra. ¿Por qué no podía pensar en Rusia, si
descreía de la revolución europea?
El hecho es que después de la derrota de la Comuna de París, Marx
se dedica a estudiar el ruso –tiene cerca de cincuenta años, ya es un mo-
mento difícil para aprender idiomas según se dice, pero él lo aprendió,
leyó ruso–, y se dedicó a leer literatura fundamentalmente rusa desde los
años setenta hasta su muerte en el 83. Su preocupación fue la comuna
agraria. Estudió la comuna agraria en Rusia y en todos los pueblos del
mundo. Trabajó, por ejemplo, sobre la comuna agraria entre los aztecas
y entre los incas.
Vale decir, esta obsesión por estudiar un mundo que ya no era el
mundo fabril, que tenía que ser el mundo privilegiado por él, sino otro
mundo extraño, ¿a qué se debía?

841
José Aricó

También es una obsesión de la época. Es la época donde comienza la


investigación antropológica. Se expanden los conocimientos antropo-
lógicos. Marx leía obras de personas que estaban escribiendo sobre la
comuna agraria. La conciencia europea descubre el mundo no europeo
en esos años; como también lo descubrió en otros años.
Hay algunos que dicen que la sociología como ciencia surgió sobre
la base del impacto que tuvo el descubrimiento de América. La incorpo-
ración de América en ciertas visiones teóricas –en Smith, o en Stuart,
la teoría de las dos etapas– está marcada por eso. En ese punto de cruce
surgió la sociología. En ese punto de cruce de la sociedad europea, que
era el imperio del capital, y por tanto la idea de un imperio que no tenía
fin, que podía expandirse de manera inusitada, que no tenía límites, la
idea de que el límite estaba en otra parte y de que en otra parte había
virtualidades que debían ser aprovechadas, posiblemente apareció el
marxismo.
De todas maneras, esos textos no solamente fueron silenciados por
los que siendo populistas en algún momento cuando se hicieron marxis-
tas recibieron esa respuesta, también fue silenciada por los marxistas. Y
este tema de la visión de Marx permaneció absolutamente oscuro, hasta
hace relativamente muy poco tiempo.
Permaneció silenciado hasta, en el caso de Rusia, que el estigma que
existía sobre el movimiento populista desapareció. Ese estigma fue
puesto fundamentalmente por Stalin en los treinta. No se podía permi-
tir a la sociedad soviética que estudiase la manera en que los populistas
rusos en el siglo pasado luchaban contra un poder omnímodo. Por tanto
fue dejado de lado.
Hoy eso se ha exhumado, y se trabaja, y los problemas de las so-
ciedades en el mundo lo vuelven a replantear. Entonces, el porqué
de esa voltereta de Marx (1980b) –voltereta en la cual no lo siguió ni
el propio Engels, que les dice a los populistas rusos por el año 1894
que “los destinos se cumplen” y que la historia avanza a través del
horror, que los costos del capitalismo no pueden ser evitados y que
solamente hay que morir para que el desarrollo capitalista cree luego
las condiciones para su transformación. Esa idea de Engels no es la
idea de Marx.

842
El populismo ruso

Alumno: Es notable que a pesar de que llueven críticas sobre el determinismo


marxista tome poco relieve esta idea de que Marx en un momento dado consideró
la posibilidad de un camino alternativo.
Aricó: Sí, porque cuestionaría la idea de un sistema constituido sobre
una idea determinista. El determinismo marxista sirvió en Rusia para
la constitución de una corriente marxista que luego fue parte del sis-
tema estatal zarista, y fue parte importante de la corriente liberal, los
llamados “marxistas legales”, que son lo más parecido a los frondizistas
que nosotros podemos conocer. Porque los frondizistas plantearon la
transformación de esta sociedad sobre la base de la lógica del desarrollo
del capitalismo. Todas las teorías que volvemos a discutir estaban ahí.
¿Por qué estuvieron allí? Porque efectivamente el atraso tiene virtua-
lidades. Porque precisamente las sociedades atrasadas tienen la parti-
cularidad de iluminar ciertos aspectos de su propia sociedad y de la otra
sociedad mostrando esos límites. Rompen con el concepto de neutrali-
zación de las relaciones sociales. Si existe el atraso, el desarrollo queda
cuestionado. El desarrollo no aparece con la capacidad de superarlo, con
la capacidad de liquidarlo.
La hipótesis capitalista de un mundo uniformado en torno a ciertas
características de este sistema no es así. No es el capitalismo el que da
máxima de oportunidades y máxima de posibilidades a los ciudadanos.
El capitalismo avanza sobre la base del subdesarrollo, sobre la base de la
liquidación de áreas, sobre la base del empobrecimiento, sobre la base
de la desigualdad. A mayor desarrollo capitalista no hay mayor igualdad
social, sino mayor desigualdad. Y es el Tercer Mundo el que lo mues-
tra, o los otros países no capitalistas los que lo muestran, o los resabios
de precapitalismo o sociedades atrasadas en el capitalismo las que lo
muestran.
Y porque ese desarrollo es cada vez más profundamente desigual
aparece en las sociedades capitalistas avanzadas una forma de explosión
de esta desigualdad recubierta detrás de las luchas nacionales que carac-
terizaron a la sociedad europea de mediados del siglo pasado. Es Gales
que plantea la independencia, es Escocia que plantea la independencia.
Es el país vasco que plantea la autonomía. Es Occitania que se piensa
como una región especial. Es Córcega que quiere la autonomía nacional.

843
José Aricó

Terminando el siglo XX, cuando los contornos nacionales se desdi-


bujan, cuando hay una internacionalización del capital por la cual los
contornos nacionales no pueden autodeterminarse, en ese momento
aparece una pugna por constituir naciones que no tienen sentido en
[un] lugar que aparentemente constituyen una unidad total.
Entonces, desde este punto de vista podríamos concluir que nunca
nada está perdido. Nunca nada desaparece del todo. Aquello que perdió
y fue destrozado, de alguna manera sobrevive y aparece en determina-
das circunstancias.
En un sentido negativo, esta es la pregunta que se planteaba Brecht:
¿Cómo es posible que el nazismo ocurriera? La conclusión a la cual lle-
gaba Brecht es que el nazismo siempre es posible. El horror siempre
es posible. Y porque el horror siempre es posible, la felicidad, la justi-
cia, la libertad, lo que fuera, tiene que ser un objetivo. Las cosas nunca
están jugadas del todo. No es cierto que haya un ahora o nunca, no.
Pero para eso hay que romper con la idea determinista. Los hombres
pueden hacer todo.
Eso estaba en la cabeza de esta gente, y valdría la pena recuperarlo en
otras lecturas, no solamente en esta. Si ustedes leen Mariátegui se van
a encontrar con estos personajes. Si ustedes leen sobre la formación del
Estado mexicano se van a encontrar con que estos personajes también
estaban. Vale decir, estos personajes están en todas partes. Son como
esos tipos literarios que después vamos a ver en todo tipo de literatura.
Mi fascinación por este mundo deriva de cuando yo era pequeño.
Estoy hablando de 1935, yo vivía en un pueblo de provincia. Todavía
había un personaje que tal vez ustedes no hayan conocido nunca. Era
un señor que distribuía determinado tipo de cosas, por ejemplo vendía
miel, tenía una bicicleta con un canastito. Una vez a la semana traía los
pliegos de dieciséis páginas donde venían los folletines españoles. Esos
folletines se leían colectivamente. Yo recuerdo que en mi casa o en la
casa del vecino, nos sentábamos y leíamos esos folletines.
Eran Los misterios de París, era Sue (1931), eran españoles. Pero además
eran rusos. Eran populistas rusos, que se juramentaban, que con un cu-
chillo se hacían una lastimadura para hacer el juramento con sangre.
Todo ese mundo de seres idealistas que peleaban por cambiar las cosas,

844
El populismo ruso

que eran justicieros, que eran nobles, que eran buenos a carta cabal, que
eran respetuosos, que tenían un sentido de la familia, de los hijos, todo
eso impregnó mi mundo infantil, y en una de esas impregnó el mundo
infantil de muchos de esta sociedad. De allí viene mi fascinación.
Si ustedes leen algunas obras, por ejemplo el libro Los exiliados román-
ticos de Carr (2010), van a encontrar las relaciones de este mundo, donde
por ejemplo, las mujeres son personajes. Es interesante que en Turguéniev
los personajes sean fundamentalmente mujeres, que la mujer rusa sea un
personaje decisivo de la literatura rusa, y habría que ver por qué.
Este mundo influyó poderosamente en mi visión de las cosas. De allí
que sea un enamorado de este mundo y de los populistas rusos, y haya
tratado de transmitirles con cierto fervor un conocimiento sobre un
mundo que yo creo vale la pena reconstruir. Para trabajar mejor en los
problemas de la literatura, para trabajar mejor con los problemas de la
sociedad, para ser un poco más sabios, más conocedores, y para saber
que la historia de lo humano no se agota nunca. Ni lo sabemos todo, ni
ninguna sociedad tiene nunca las claves de todas las cosas.
Entonces, como educación sentimental y como educación en la mo-
destia, valdría la pena que incursionaran un poco sobre eso. Si deciden
incursionar les puedo sugerir alguna literatura. Un libro muy interesan-
te es el de Isaiah Berlin (2012), un ruso de nacimiento, liberal, que está en
Inglaterra, y que se llama Pensadores rusos. En este libro está incorporado
un trabajo que se llama “El zorro y el erizo” que vale la pena leer, porque
es lo mejor que yo he leído sobre La guerra y la paz de Tolstoi (2004).

Bibliografía

Berlin, I. (2012). El zorro y el erizo. En Pensadores rusos México: FCE.


Carr, E. H. (2010). Los exiliados románticos. Barcelona: Anagrama.
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845
José Aricó

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Gógol, N. (2011). El capote. Madrid: Nórdica.
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Venturi, F. (1975). El populismo ruso. Madrid: Revista de Occidente.
Verne, J. (1966). Miguel Strogoff. México: Cumbre.

846
La izquierda*

La pregunta plantea una cuestión previa sobre la cual no sería fácil hoy
ponernos de acuerdo. El concepto mismo de “izquierda” encierra signi-
ficaciones distintas que solo pueden identificarse si se mantiene la espe-
cular representación del término con el oposicional de “derecha”. En su
sentido fuerte supone un modelo político construido sobre el principio
dicotómico de la oposición izquierda-derecha, entre sí excluyentes en
una lógica política fundada esencialmente en la distinción amigo-ene-
migo que es dable encontrar como un residuo de la cultura de izquierda
y de derecha y a la que el teórico alemán Carl Schmitt elevó al rango de
refinada elaboración teórica.
Estas polaridades, aunque sean constantemente erosionadas por los
hechos, son reacias a desaparecer porque se alimentan de posturas exis-
tenciales que admiten de manera implícita o explícita la destrucción vio-
lenta del enemigo y la superación del antagonismo social como requisi-
tos insoslayables de una vida asociada de los hombres concebida como
comunidad armónica y sin conflictos. En la medida en que las fuerzas
políticas que las sustentan afirman aceptar el compromiso democrático
como el único terreno en el que tales antagonismos deben dirimirse, am-
bos términos tienden a ser cuestionados por una realidad que se resiste a
ser partida en dos. Sin embargo, aunque la imposición de la forma de la
democracia política obliga necesariamente al concepto de “izquierda” a

* Extraído de Aricó, J. M. (1987). La izquierda. Todo es historia, (Buenos Aires).

847
José Aricó

emanciparse de sus connotaciones negativas, el término resulta difícil de


mutar en su significación porque pertenece a un mundo simbólico que,
desde la Revolución Francesa en adelante, forma parte de nuestra civiliza-
ción y está internalizado en el inconsciente colectivo de nuestros pueblos.
Con estas breves consideraciones preliminares solo quiero indicar
que el actual desdibujamiento del concepto en sus estrictas connotacio-
nes políticas (¿qué es izquierda? ¿quién es de izquierda? ¿qué propone
efectivamente la izquierda?), su progresivo encierro en su carácter sim-
bólico definitorio de una identidad histórica, o, para decirlo de mane-
ra más clara, la distancia siempre mayor entre ideología de izquierda y
política concreta del mismo signo, se vincula a los profundos cambios
que se operan en la sociedad moderna y a las dificultades que plantea en
la teoría y en la práctica la implementación de una transformación de
carácter socialista, con la que las izquierdas tradicionalmente se identi-
fican. Esta indefinición ayuda a explicar el hecho paradójico de que en
algunos casos, por no decir en la mayoría, determinadas políticas de go-
biernos de centro o directamente de derechas concitan el apoyo de unas
izquierdas y el rechazo de otras. (¿No hubo representantes de fuerzas o
ideologías que se autodefinen de izquierda –para citar un hecho vergon-
zoso– en un reciente homenaje a Galtieri?).
De cualquier modo, y para referirme a lo que entre nosotros se ha
conocido y se conoce por izquierdas yo diría que el término se difun-
de en la cultura política argentina desde los años veinte. Recordemos
el ejemplo de una de las más importantes publicaciones sociales de la
época, Claridad, que en sus primeros tiempos incluyó a modo de sub-
título el lema de “Tribuna del pensamiento izquierdista”. Pero es en los
años treinta cuando el concepto adquiere plena ciudadanía para deno-
tar a un conjunto de fuerzas sociales y políticas merecedoras de un ape-
lativo común que las identificaba: los partidos Socialista, Comunista,
Socialista Obrero, Concentración Obrera y otras corrientes vinculadas
a los trabajadores y de genérica definición socialista. Y es indudable-
mente el modo en que la sociedad argentina metabolizó los traumati-
zantes sucesos de la Guerra Civil Española –vistos como confrontación
de derechas contra izquierdas– lo que contribuyó a darle al término el
significado englobador que tuvo hasta la llegada del peronismo.

848
La izquierda

La definición incluía a todas aquellas corrientes ideológicas y políticas


de común signo obrero y socialista, opuestas a los gobiernos de derecha
nacidos de la usurpación del poder con el golpe septembrino. Más allá de
las virulentas discusiones doctrinarias que las oponían, las vinculaban en
cambio los propósitos de impulsar una plena democratización de la vida
nacional sobre la base del imperio del Estado de derecho, el respeto de
la voluntad popular expresada en el sufragio, la vigencia de las libertades
ciudadanas, la legalidad del movimiento obrero y de las organizaciones
políticas y culturales a él vinculadas, la libre circulación de las ideas en un
clima de tolerancia y de recíproco respeto. La defensa incondicionada de
la democracia política, viciada por el fraude y la corruptela oligárquica, era
el terreno privilegiado a conquistar para que un ideal de transformación
de la sociedad pudiera abrirse paso. Y es en torno a este terreno que se
crearon las condiciones favorables para que las izquierdas aparecieran en
el escenario político como una gran corriente nacional.
La acción mancomunada contra el proyecto de ley de represión del co-
munismo y el masivo acto unitario del 1° de Mayo de 1936 simbolizaron el
encuentro de las corrientes más avanzadas de la democracia liberal ar-
gentina con el movimiento obrero y sus partidos de clase. Y acaso haya
sido este encuentro la expresión más fulgurante del reconocimiento por
la sociedad de un patrimonio ideal de la izquierda como integrante –al
igual que otros– de la cultura nacional. Frente a una derecha que, al ilega-
lizar al comunismo, pretendía en definitiva extirpar del país una cultura
de izquierda que consideraba nociva para la nacionalidad, la democracia
argentina, pero junto a ella los trabajadores, rechazaban la tesis sectaria
e integrista que pretendía hacer de las culturas políticas, confesiones se-
paradas y excluyentes. Las corrientes democráticas y socialistas defen-
dieron, tal vez más en la práctica que en la teoría, la convicción de que
una cultura nacional vive del aporte de las más diversas contribuciones y
direcciones de pensamiento, que no obstante los sectarismos propios de
cada linaje se confrontan y reaccionan unas sobre las otras, alimentán-
dose recíprocamente. A través de este incesante intercambio contribuyen
todas, las que triunfan y las que son vencidas, las que nacen y las que se
extinguen, a formar un terreno común que es el humus nutricio de un
consenso popular cuyos cambios signan el desarrollo de la historia.

849
José Aricó

En esos años de vida intensamente colectiva y unitaria el elemento


común y el sentimiento compartido fue la apetencia de conquista de la
democracia contra una derecha integrista, seducida por el discurso fas-
cista, que hacía del fraude electoral y de la represión estatal los instru-
mentos privilegiados de su dominación. En esta lucha fue la izquierda
la protagonista más firme; las batallas que contribuyó a librar la mostra-
ron ante la conciencia nacional como la fuerza esencial de renovación de
la sociedad, pero a la vez como la condición para la defensa de la repú-
blica y la conquista de la democracia. Las transformaciones del país, de
sus estructuras económicas y políticas en un marco de independencia
nacional, de justicia social y de libertades civiles suponían esa conquista,
sin la cual el socialismo no tenía sentido.
Este fue un punto de llegada de las izquierdas, una conquista ideal
que las constituyó como tal. Y por eso fue capaz, en los duros años de
la crisis, de iluminar una perspectiva de avance de la sociedad que se
nutría de una tradición y de una cultura nacidas medio siglo antes. Las
corrientes que la alimentaron fueron de distintos signos: socialistas,
anarquistas y sindicalistas en un comienzo, se les agregaron luego las
nuevas formaciones emergentes de la experiencia soviética y de la divi-
sión del movimiento obrero mundial. Como un organismo de múltiples
cabezas sufrió permanentes recomposiciones que la ampliaron o la es-
trecharon, pero vinculada como estaba a la experiencia de constitución
de los trabajadores como clase, fue un factor de decisiva importancia en
la configuración de la Argentina moderna. ¿Qué dejó como herencia de
algún modo incorporada a la tradición nacional esa izquierda a la que el
peronismo vendría luego a relegar a una marginalidad de la que nunca
pudo escapar? En primer lugar, la idea de que el sistema político anacró-
nico con el que la oligarquía manejaba los asuntos del Estado no tenía
por sí misma capacidad de transformación, y de que esta solo era posible
si la nueva clase de los trabajadores irrumpía en el escenario político.
La “cuestión social” que emergió de manera amenazadora a comienzos
de siglo, requería por tanto de otras soluciones que la represión directa
o indirecta a la que apelaron las clases dirigentes, puesto que, en reali-
dad, solo era la forma en que se planteaba el problema de la nacionali-
zación de las masas a través de la conquista de su ciudadanía política. El

850
La izquierda

hecho de que esas masas fueran en gran medida inmigrantes no hacía


sino complicar una situación de “extranjería” derivada de la sobreviven-
cia de un sistema político fundado en la exclusión del mundo popular
subalterno.
Para que los trabajadores pudieran modificar este estado de cosas
necesitaban organizarse como clase en un partido político propio y en
el conjunto de instituciones que los transformara de parias en elemen-
tos activos de un movimiento obrero moderno. Solo así estaban en con-
diciones de cambiar las relaciones de poder e introducir las reformas
políticas que posibilitaran un terreno más apto para luchar por sus rei-
vindicaciones como productores y ciudadanos. Desde esta perspectiva,
la constitución del Partido Socialista en 1896 no solo significó el surgi-
miento de la primera organización política del proletariado, sino tam-
bién el punto de arranque del proceso de formación de los modernos
partidos políticos en la Argentina. Del mismo modo, la creación de la
primera central sindical perdurable bajo inspiración anarquista (FORA)
mostró la temprana capacidad organizativa de un movimiento proleta-
rio que hizo de la lucha de clases una experiencia profundamente civili-
zadora. Asimilando a los extranjeros, educando políticamente a los tra-
bajadores, desplegando en la sociedad un profundo activismo al servicio
de la autoorganización de las masas y de la reforma intelectual y moral
de sus conciencias, la izquierda contribuyó a generar una nueva cultura
popular inspirada en los grandes principios de la igualdad, de la frater-
nidad y de la solidaridad entre los hombres. Se ha insistido demasiado
sobre la gravitación que pudo tener la irreductibilidad yrigoyenista en
la imposición de la Ley del Sufragio y la reforma política de 1912. Y sin
embargo, hasta qué extremos se ha soslayado el hecho de que también
estuvieron dictadas por el profundo temor que despertó en las clases di-
rigentes la extraordinaria capacidad de organización y de presión de la
que dieron muestra “las clases peligrosas” orientadas por la izquierda
socialista y obrera. Desde esta perspectiva, los partidos políticos moder-
nos, la imposición del sufragio universal como expresión de la soberanía
del pueblo, la organización de las clases trabajadoras, el progreso políti-
co y moral de los argentinos, las ideas de transformación que involucran
sus exigencias, les deben a la existencia y a la lucha de las izquierdas

851
José Aricó

buena parte de lo que hoy representan. La Argentina moderna, con sus


virtudes y sus defectos, no sería lo que es sin esa corriente que contribu-
yó a darle una conciencia nacional.
Fundadora de nuevas instituciones políticas, gremiales, económi-
cas y culturales; portavoz de los derechos que le asistía a una clase de
hombres oprimidos y explotados por un sistema económico inicuo y a
la que contribuyó como nadie a darle organización y autoconciencia, la
izquierda fue por sobre todas las cosas un gran movimiento político y
cultural de la laicización de las costumbres y de la manera de percibir
los hechos sociales. Si por laicidad del pensamiento se entiende su in-
dependencia de toda visión ultraterrena o irracionalista del hombre, y
el papel que asigna al hombre, a su trabajo, a sus exigencias como ser
con apetencias de libertad y justicia, ¿qué cultura política podía ser más
laica que la de la izquierda cuando podía mostrar, como otras no hacían,
las condiciones económicas, políticas y culturales que posibilitaban la
existencia de un orden injusto y que hacía de la libertad pregonada por
sus beneficiarios una ideología, es decir, un instrumento práctico de do-
minio y de hegemonía social?
La cisura abierta en la sociedad por la crisis de la guerra y el nuevo
ciclo político abierto por el peronismo arrancó a esta izquierda su base
de sustentación: el mundo de los trabajadores. Constreñido a no ser otra
cosa que un medio de conservación de determinadas instituciones po-
líticas y económicas del orden oligárquico, incapaz de dar cuenta de los
problemas planteados por las mutaciones de una sociedad que sopor-
taba profundos cambios, el ideal de libertad que nos constituyó como
nación y que nos permitió proyectarnos a un futuro signado por su im-
perio, quedó aplastado, silenciado, por ese vendaval de igualitarismo
social que el peronismo desató sobre el país. El espacio de la izquier-
da se cerró y con él desapareció el impulso innovador que le daba un
sentido y una función a cumplir. Excluida de la política, se disgregó en
una constelación de corrientes ideológicas incapaces de medir sus dis-
cursos, sus propuestas, sus proyectos con el gobierno de las cosas, con
la prueba de la realidad. La tradición de la izquierda socialista no pudo
soportar el desafío planteado por el fenómeno peronista, un fenómeno
que partió la sociedad en dos, que la transformó radicalmente pero que

852
La izquierda

a la vez le hizo perder aquellos atributos que podían permitirle consti-


tuirse como una sociedad democrática y libre. Nunca pudo salir de una
posición subalterna que la sometía a la voluntad y a la iniciativa de otras
fuerzas –fundamentalmente del peronismo– cuando buscaba aliados, o
aislada en un maximalismo anacrónico y sin fronteras cuando pugnaba
por un perfil propio. La tradición de izquierda y el ideal socialista que
anima a las corrientes transformadoras en el mundo actual, quedaron
libres para que, de a pedazos, alimentaran y renovaran el discurso de los
partidos populares argentinos, en particular, de radicales y peronistas. Y
sería un ejercicio fácil indicar en sus propuestas doctrinarias y políticas
las formas de pensar, las categorías de análisis, los valores de justicia y
libertad, la búsqueda de otra manera de organizar la vida asociada de
los hombres, que puso en circulación la izquierda desde hace ya casi un
siglo y que hoy son patrimonio también de fuerzas que gravitan en el
escenario nacional. Es posible que tengamos razón y que en octubre de
1983 concluyó ese ciclo político que el peronismo inició en 1945. Si así
fuera, la necesidad de una democratización radical de la sociedad que
tiñe los nuevos tiempos requiere, para ser algo más que una esperanza,
de una cultura política distinta, no anclada en el pasado, sino profunda-
mente renovadora y capaz de incorporar lo que la misma sociedad, aquí
y en todas partes, está creando con proyección de futuro. El mérito de la
izquierda no es otro que el haber contribuido a darle a esta nueva cultura
sus rasgos definitorios.
¿Qué debería darle al país de hoy y de mañana una nueva izquierda
renovada en sus propuestas teóricas y prácticas? Este es ya otro proble-
ma, pero valdría la pena que comenzáramos a discutirlo.

853
Pasado y Presente*

La revista Pasado y Presente apareció en Córdoba, Republica Argentina,


en abril de 1963. Su primer número, que tenía la notación de: año I, núm.
1, abril-junio de 1963, incorporaba además el subtítulo de la publicación
que indicaba “Revista trimestral de ideología y cultura”. En realidad, la
periodicidad no fue muy estricta aunque entre abril de 1963 y septiem-
bre de 1965 publicó 9 números (6 de ellos dobles).
En el primer número figuraban como directores Oscar del Barco y
Aníbal Arcondo. El número 2-3 agregaba a estos nombres el de Héctor
N. Schmucler como secretario de redacción. En el número 5-6 de abril-
septiembre de 1964 la dirección de la revista cambió, incorporando el
conjunto de personas más vinculadas al trabajo de la revista. En dicho
consejo figuraban: Oscar del Barco, José M. Aricó, Samuel Kieczkovsky,
Juan Carlos Torre, Héctor N. Schmucler, Aníbal Arcondo, César U.
Guiñazú, Carlos Assadourian y Francisco Delich. Héctor N. Schmucler
seguía como secretario de redacción y se incorporaba a Osvaldo Tamain
como administrador.
Excepto en el caso de Delich, el resto de los miembros de PyP pro-
venían del Partido Comunista y en un solo caso, el de Arcondo, era un
amigo cercano, un “aliado” como se decía en la jerga partidaria.
La revista, o mejor dicho, el proyecto de la revista, comenzó a discutirse

* Extraído de Aricó, J. (s.d.). Pasado y Presente. Córdoba: Biblioteca Aricó. [Documentos, caja 1,
folio 1, mimeo].

855
José Aricó

ya en 1962 entre el grupo de militantes del partido y de la juventud de-


dicado al trabajo en los medios intelectuales y universitarios. Algunos
hechos ocurridos en el interior del Partido Comunista Argentino (el fra-
caso del llamado “giro a la izquierda” del peronismo, la derrota estre-
pitosa de la táctica del partido en las elecciones para gobernador de la
provincia de Santa Fe, la incapacidad de discutir abierta, franca y res-
ponsablemente sobre estos y otros problemas más vinculados al debate
de ideas) y los efectos del XXII Congreso del PCUS, nos llevaron a pensar
en la oportunidad de publicar una revista de reflexión política y cultural,
que, redactada por comunistas y no comunistas, pudiera operar desde
fuera del encuadramiento partidario como un factor de modernización
y des-sacralización del discurso partidario. Porque era un proyecto que
contaba con la participación de los comunistas, la revista podía ser un
fermento revitalizador de la cultura comunista y de izquierda; como
además no era un órgano “del partido” lo que allí se decía no cuestiona-
ba directamente la táctica partidaria y por tanto podía ser metabolizado
por un organismo político que no solo necesitaba una renovación, sino
que parecía contar con fuerzas en su propia dirección política que pre-
tendían llevarla a cabo. En suma, aunque el proyecto de PyP perteneció
yo diría que exclusivamente al grupo de intelectuales cordobeses y al que
rodeaba a Juan Carlos Portantiero, en Buenos Aires, ayudó a llevarlo a
cabo la convicción de que en el interior del Partido Comunista Argentino
existía una corriente renovadora que la revista, aunque no solo ella, ayu-
daría a construir. A la distancia, pienso que tal corriente existió y poco
tiempo después, en 1967, se produciría la cascada de rupturas que con-
figuraran el Partido Comunista Revolucionario y corrientes castristas
guerrilleras. Por lo que podría afirmarse que la expulsión del llamado
grupo “pasado y presente” en 1963, y el grupo que fundará luego La rosa
blindada, precipitó un proceso de diferenciación más o menos extendido
en el interior del comunismo argentino que comprometió a una parte de
sus direcciones políticas, en especial las afectadas al trabajo universita-
rio con los intelectuales y algún sector obrero.
El primer número de PyP, esperado con fuertes sospechas en la direc-
ción nacional de la juventud comunista y del partido, cayó como un rayo
en un cielo sereno en los medios intelectuales avanzados, en especial de

856
Pasado y Presente

Buenos Aires. Nadie podía pensar que en una ciudad de provincia como
Córdoba se publicara una revista con tal grado de apertura a los debates
teóricos y políticos de ciertas áreas europeas, y mucho menos que esa
revista fuera redactada por comunistas militantes. Pues esta era otra de
sus características. Buena parte de los redactores pertenecían a organis-
mos partidarios como el comité provincial, las comisiones de organiza-
ción, de cultura, del sector universitario, etc. Recuerdo que la sorpresa
fue tanta que el secretariado del comité provincial nos ofreció un brindis
de felicitación. Pocos días después la dirección nacional del partido en
la persona de Rodolfo Ghioldi criticó duramente a la revista como con-
traria al espíritu del partido y se decidió su prohibición y la disolución
del grupo redactor. Nuestra negativa a aceptar esta resolución provocó
finalmente la expulsión de Aricó, Del Barco, Schmucler y Kieczkovsky.
Luego se sucedieron las expulsiones de buena parte del sector universi-
tario de la Federación Juvenil Comunista de Córdoba, que constituía de
hecho la base de sustentación del trabajo de la revista.
En esta primera etapa de su existencia, PyP fue un órgano cultural de la
izquierda cordobesa, con fuerte prestigio en el país y vinculada al campo
ideológico del llamado castrismo. Lo que nos diferenciaba de las otras co-
rrientes castristas surgidas del Partido Socialista, o de fraccionamientos
del Partido Comunista, o de raíz católica, era nuestra filiación “gramscia-
na”, por lo menos en algunas de sus figuras intelectuales más relevantes:
Aricó, Portantiero, Del Barco (aunque en este eran notables sus apertu-
ras hacia ciertos fenómenos de la cultura europea: el estructuralismo,
Husserl, Claude Lévi-Strauss, etc.). Tan es así que una publicación de la
llamada izquierda nacional nos bautizó polémicamente “los gramscianos
argentinos”. Admitiendo la potencialidad revolucionaria de los movi-
mientos tercermundistas, castristas, fanonianos, guevaristas, tratábamos
de vincularlos a los procesos de recomposición del marxismo europeo que
se producían en Italia. Éramos una mezcla rara de guevaristas togliattia-
nos. Si alguna vez esta combinación fue posible, nosotros la expresamos.
Desde la tentativa de trabajar en el interior del Partido Comunista
para cambiarlo (N° 1), o luego de nuestra expulsión, el descubrimiento
de las contradicciones objetivas que pudieran ofrecer una base de sus-
tentación para una izquierda revolucionaria colocada fuera del sistema

857
José Aricó

(N° 4), hasta finalmente el reconocimiento de la emergencia del clasismo


en las fábricas automotoras cordobesas y los problemas que esto plan-
teaba a una izquierda intelectual que buscaba un anclaje “orgánico” con
los trabajadores (N° 9), PyP fue la expresión de un grupo que pugnaba
por determinar o individualizar un interlocutor de clase. El desaliento
que sucedió al fracaso de la guerrilla castrista de mediados de los se-
senta y la caída del Gobierno radical de Illia, nos evidenció el extremo
aislamiento de un grupo colocado fuera del terreno concreto de la polí-
tica. Y aunque nunca abandonamos la idea de proseguir con el trabajo
de la revista, PyP dejó de aparecer. En 1968, y confiando en que de tal
modo podíamos establecer el puente que nos permitiera reanudar la pu-
blicación de la revista, comenzamos la experiencia de los cuadernos. Era
una tentativa de mostrar que el proyecto continuaba; que el grupo no se
había desarmado y que retomaríamos en nuevas condiciones la publica-
ción de la revista. Creo recordar que hubo varios proyectos discutidos,
correspondencia sostenida, reuniones con los amigos de Buenos Aires,
etc. En 1969 y 1970 Schmucler, Aricó y otros redactores se trasladan a
Buenos Aires y la discusión en torno a la nueva serie de la revista cambia
de eje. Ya no sería más una revista publicada en Córdoba y por un grupo
local, sino la expresión de un nuevo grupo estructurado en Buenos Aires.
Se incorporan redactores como Jorge Feldman, José Nun, Jorge Tula, y
el mismo Portantiero, quienes con Oscar del Barco y José Aricó serán los
que inician la nueva serie de Pasado y Presente.
El primer número de la nueva serie aparece en abril-junio de 1973 y le
sigue el 2/3, correspondiente a los meses de julio-diciembre del mismo
año, y con el cual concluye definitivamente la publicación de la revista.
Más vinculada al proyecto de configuración de una tendencia socialista,
de izquierda, en el interior del movimiento peronista, la revista sucum-
be con el fracaso estrepitoso de las ilusiones revolucionarias del pos 68.
Su estación fue muy breve, aunque yo diría relevante en la medida que
los dos números publicados influyeron mucho, para bien y para mal, en
la visión que tuvo cierta izquierda de toda la experiencia que va desde el
Cordobazo al fracaso del segundo gobierno peronista. Para algunos fue
un órgano oficioso de Montoneros, en la medida en que creyó descubrir
en ese movimiento una posibilidad concreta de recomposición avanzada

858
Pasado y Presente

del peronismo; en realidad, si se leen con mayor profundidad sus artí-


culos se observará que la calificación es abusiva y que mantuvo fuertes
reservas frente a un movimiento no suficientemente democrático.
Para sintetizar, y advirtiendo la cuota de arbitrariedad que toda sínte-
sis porta consigo, diría que la revista se colocó siempre en el terreno del
marxismo militante y de la izquierda socialista. El gramscismo le permitió
plantearse dos orientaciones que con mayor o menor nitidez estuvieron
siempre presentes en sus dos series: a) el descubrimiento de la sede “na-
cional” desde la cual el problema de la transformación y del socialismo de-
bía ser planteado; b) la aceptación plena de la visión del socialismo como
un proceso que se despliega desde la base, desde las masas, desde sus pro-
pias instituciones y organismos. Estas dos ideas centrales tenían la posi-
bilidad, mejor dicho, encerraban un potencial crítico que nos permitieron
mantener siempre ciertas distancias frente a los discursos castristas, gue-
varistas, peronistas, socialdemócratas o maoístas. Esta distancia crítica
fue vista, además, no como un límite sino como una virtud. Rechazábamos
fuertemente los “ismos” aunque las flexiones del discurso político nos lle-
varan a aproximarnos a uno o a otro de tales ismos. Este rechazo se basó
en una hipótesis fuertemente defendida desde el primer número, en 1963,
que caracteriza el tipo de marxismo del que nos apropiamos. Un marxismo
que no encontraba en sí mismo su punto de validación sino en su capaci-
dad de medirse con los hechos de una realidad en transformación; pero
tal capacidad no era la evidenciación de su supuesta condición de teoría
verdadera sino de la admisión que en su propia estructura teórica hacía de
las adquisiciones de la ciencia y de la cultura moderna.
De tal modo, el marxismo que hizo suyo y defendió la revista Pasado
y Presente era aquel que estaba en condiciones de soportar un producti-
vo diálogo con el mundo y la cultura del presente. Esta suerte de visión
laica, no ideológica del marxismo, hizo de la revista Pasado y Presente un
hecho marginal molesto, inclasificable, de la cultura de izquierda argen-
tina, y convirtió a sus redactores, por lo menos a los de mayor actividad
en los medios culturales y políticos, en personas no muy bien vistas por
la ortodoxia de izquierda.

859
El espejo de Occidente*

La perestroika es un llamado al examen de conciencia histórica. Las refor-


mas de Mijail Gorbachov en la Unión Soviética, al cambiar el rostro del
Este, comienzan a provocar una crisis de identidad en el Oeste.
Entre los múltiples efectos que pueden derivar del proyecto reforma-
dor que, desde la cúspide del poder, intenta llevar a cabo en la Unión de
las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) el grupo dirigente liderado
por Gorbachov, es posible que uno de los más reveladores sea el de erosio-
nar una visión fuertemente cristalizada de la idea misma de Occidente, de
su significado real y de su extensión geográfica. Basta tener un mínimo
de conocimiento histórico para poder mostrar sin esfuerzo alguno que la
idea de Occidente y de “cultura occidental” en ella implícita, si tiene una
virtud es precisamente la de escapar a cualquier intento de localización
estricta. De ahí que para las tendencias favorables al arco de alianzas es-
tablecido por la política norteamericana en el mundo sea natural incluir
bajo tal noción a Turquía o a Japón, mientras se excluye a países como los
centroeuropeos del área socialista y, por supuesto, a la Unión Soviética y a
Cuba. La ambigüedad del término no alcanza, en consecuencia, a ocultar
la valencia, más política que cultural, que él ha ido adquiriendo en conso-
nancia con los avatares de la evolución del mundo de posguerra, sometido
a la lógica perversa y destructiva de la bipolaridad.

*
Extraído de Aricó, J. (1988). “El Espejo de Occidente”. El Ciudadano (Buenos Aires) 15 de noviembre.

861
José Aricó

El Imperio del Mal

No debe sorprendernos, por tanto, que frente a los cambios que se están
produciendo en la Unión Soviética y las crecientes dificultades que se le
presentan en sus relaciones con sus zonas alógenas y los países que de ella
dependen muchos se sientan tentados a plantear la cuestión en los viejos
términos de “ellos o nosotros”: o la declinación de Occidente o la del impe-
rio soviético, de modo tal que la desintegración de este último es la condi-
ción para la preservación del primero. La Unión Soviética se convierte así
en ese “Imperio del Mal” cuya desaparición se busca apelando no importa
a qué medios, aunque contradigan valores que se consideran atributos de
la noción misma de Occidente. Desde esta perspectiva, ninguna reforma
sustancial del sistema soviético resulta posible y los cambios que ya se han
producido no tienen significación alguna o son puramente circunstancia-
les. En cuanto Imperio del Mal, la Unión Soviética no es sino una confi-
guración moderna de ese Oriente despótico, inmutado e inmutable, en
contraposición al cual se construyó la noción de Occidente.
Resulta evidente la función reaccionaria que cumple tal visión en el
mundo actual. Busca legitimar ideológica y políticamente la permanen-
cia de una bipolaridad que comienza a desintegrarse por la emergencia
de nuevos conflictos como los que separan al Norte del Sur y a los que
se suman las crecientes tendencias a la unificación de Europa. En los
umbrales del nuevo siglo, el futuro previsible de un mundo estructurado
en una diversidad de sistemas complejos y enfrentado a la necesidad
de disipar el espectro de la catástrofe nuclear que nutrió la lógica de la
bipolaridad, replantea el problema del destino de las naciones presentes
y, con este, la necesidad de restituir al concepto de Occidente las virtua-
lidades implícitas en su propia constitución.

La idea de Europa

Es por todos sabido que el concepto de Occidente se acuñó en la Europa


iluminista del siglo XVIII como una forma de autoidentificación frente a
la otredad de un “Oriente” opuesto y contradictorio. Es precisamente en

862
El espejo de Occidente

las Cartas Persas de Montesquieu (1982), para citar solo un nombre, donde
se despliega con todo su vigor una concepción que privilegia el pluralismo
a la homogeneidad despótica de Oriente, las muchas virtudes individuales
a la condición de uno señor y todos los demás siervos. Mientras la origina-
lidad de la cultura de Occidente (en el sentido de la cultura de Europa “occi-
dental”) residía en el valor fundante del principio de libertad, a Oriente, en
cambio, le estaba asignado el lugar específico del imperio del despotismo.
Así, es posible descubrir en el origen de la conciencia europea un principio
estrictamente político que se refiere a la organización de la libertad y a la
forma del Estado. Es verdad que esta idea de libertad nace como forman-
do parte de una originaria conciencia cristiana, pero tiende a separase de
ella en los procesos de secularización de la sociedad y del Estado. A partir
de una concepción que atribuye una connatural capacidad expansiva de
la idea de Europa o de Occidente, la Rusia que sucede a las reformas de
Pedro el Grande pertenece con pleno derecho a tal mundo y no ocurre así,
en cambio, con los países de la península balcánica sometidos a los tur-
cos. Para Voltaire, “la Italia y la Rusia fueron unidas por las letras” (1978, c.
34). Y en pleno siglo XIX, cuando los grandes novelistas y escritores rusos
se convirtieron en nombres conocidos por el hombre de Occidente, Rusia
formó parte verdaderamente activa de la Europa cultural y así fue sentida,
no obstante el rechazo que por las formas autoritarias de su régimen polí-
tico manifestaron las corrientes democráticas europeas.
Tanto por su cultura como por la inspiración cristiana de su pue-
blo, Rusia se pensó a sí misma como formando parte de Europa y de
Occidente, en la medida de que ambas naciones, siendo distintas, ten-
dieron a identificarse desde la época del humanismo cristiano. Y sin
embargo, en su autoconciencia como nación europea estaba incluido
también el reconocimiento de su singularidad, el lugar específico de
país de frontera, obligado a mediar culturas diferentes y hasta opuestas.
Fue esta situación particular la que sin duda estuvo siempre presente
en la conciencia desdichada con la que sus intelectuales se enfrenta-
ron al problema de occidentalizarse conservando una identidad; iden-
tidad que, como siempre ocurre, está insuprimiblemente habitada por
la ambivalencia de pretender ser universales a la vez que reivindicar la
particularidad.

863
José Aricó

El debate que opuso a “occidentalistas” y “eslavófilos” fue simplemen-


te una puesta a prueba de la capacidad de la cultura occidental para dilu-
cidar los caminos de Rusia hacia una modernidad planteada ya como ho-
rizonte ideal un siglo antes. Y porque en la noción misma de Occidente
hunden sus raíces todas las tendencias que cuestionan sus pretensiones
de universalidad, porque fue la misma cultura europea la que generó
como parte también de sí misma el antieuropeísmo, se pudo dar la para-
doja de dos tendencias absolutamente opuestas, nutridas ambas de un
mismo mundo de ideas.

Examen de conciencia

La difusión del marxismo, las revoluciones de 1905 y de 1917, el triunfo


de los bolcheviques y la imposición del régimen soviético no pueden, por
consiguiente, ser considerados como fenómenos ajenos al concepto de
Occidente, sino como el modo particular en el que una gran nación llevó
a cabo el proyecto de Occidente. “En tierra rusa –como lúcidamente des-
cribió Carl Schmitt la transferencia de la conciencia de Europa a la Rusia
posrevolucionaria– se ha tomado en serio la antirreligión del tecnicismo
y ha nacido un Estado que es el más estatal, el más intensamente esta-
tal que cualquier otro Estado del príncipe más absoluto… Él completa
y supera ideas específicamente europeas y muestra en una dimensión
paroxística el núcleo de la historia moderna de Europa”. Europa se en-
frenta así a una imagen deformada de sí misma que ilumina la profunda
ambivalencia del concepto; desde Auschwitz, Hiroshima y el Gulag, ya
no podemos pensarlo como excluyendo por sí mismo la barbarie.
En el proyecto de Occidente está inscripto con una lógica inexorable
un proceso de secularización sin límites y sin valores. Como fruto de su
despliegue se abre paso una civilización de la que no se pueden definir
con certeza sus rasgos y características. El camino de las reformas so-
viéticas, cuyos propósitos no pueden ser otros que los de desmontar un
Estado despótico que sofoca a la sociedad y se neutraliza a sí mismo, tie-
ne precisamente la virtud de enfrentarnos al dilema de Occidente. O de-
muestra ser capaz, en su teoría y en su práctica, de mediar entre culturas

864
El espejo de Occidente

diferentes en un mundo en dispersión, o pretende imponer como hasta


hoy una supuesta universalidad cuyo horizonte es también el de la jaula
de hierro de la que nos habló Max Weber (1983). Occidente no debería
por tanto rehusarse a considerar que, en cierto modo, Rusia es también
su propio espejo. Comprender el fenómeno soviético y estimular su
cambio sin intentar medirlo con el exclusivo rasero de la constitución li-
beral del sujeto, es también una forma de colocar bajo examen su propia
autoconciencia. Solo así, Occidente, estará en condiciones de dilatar sus
confines y abrirse a un nuevo concepto de humanidad.

Bibliografía

Montesquieu, Ch. L. J. de Secondat. (1982). Cartas persas. Buenos


Aires: CEAL.
Voltaire, F. M. A. (1978). El siglo de Luis XIV. México: Fondo de Cultura
Económica.
Weber, M. (1983). La ética protestante y el espíritu del capitalismo. México:
Península.

865
La cola del diablo. Itinerario de Gramsci
en América Latina
¿Por qué Gramsci en América Latina?*

Un hecho significativo en el que se reparó en el Coloquio de Ferrara de


octubre de 1985 fue la existencia de una cierta asincronía del debate políti-
co intelectual en torno a Gramsci en América Latina respecto de su área
originaria. La fortuna que el autor de los Cuadernos alcanzó en el conti-
nente desde los años setenta y fundamentalmente en los ochenta no pare-
cía corresponderse con el ocaso de su presencia en su propio país. Frente
al innegable reflujo de su gravitación en los medios intelectuales italia-
nos, ocurría en el continente un fenómeno que tal vez sea comparable
con el que se está produciendo en países tales como la República Federal
Alemana, con relación al reexamen de la cultura socialdemócrata, o en los
Estados Unidos, en vinculación con los desarrollos de la vida intelectual
del país1. Desde mediados de los setenta en adelante el conocimiento de la
obra de Gramsci ha progresado de manera constante y significativa entre
los intelectuales y científicos sociales no solo del área idiomática españo-
la, sino también de la portuguesa. Una serie de conceptos propios de la
elaboración gramsciana, aun aquellos más complejos y específicos como
los de bloque histórico, revolución pasiva, guerra de posición y guerra de

1. Véase Vacca (1987, p. 17).

* Extraído de Aricó, J. (1988). La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina, pp. 83-126.
Buenos Aires: Puntosur. [Segunda edición revisada Aricó, J. (2005). La cola del diablo. Itinerario de
Gramsci en América Latina, Cap. 4. Buenos Aires: Siglo XXI].

867
José Aricó

movimiento, reforma intelectual y moral, etc., se han generalizado de


modo tal que se transformaron en algo propio, una suerte de “sentido co-
mún” no solo del discurso más estrictamente intelectual, sino también del
discurso político de la izquierda –aunque no solo de esta.
La circulación de sus escritos y la incorporación de sus ideas recorrió,
no obstante, caminos singulares, con prolongados períodos de oculta-
miento –como en la Argentina de los años de la dictadura militar–, pero
con recuperaciones notables en aquellos lugares donde situaciones ex-
ternas a su propia capacidad de circulación dejaron de tener efectos. La
conquista de la democracia en la Argentina permitió redescubrirlo, del
mismo modo que años antes la transición democrática en el Brasil ex-
pandió considerablemente su difusión. En México, la presencia del pen-
samiento de Gramsci en los centros de estudios y de investigación, y en
las organizaciones políticas de la izquierda, es muy fuerte y ha desplaza-
do algunas corrientes del marxismo que alcanzaron en su momento una
expansión desconocida en otras partes.
Una simple mirada sobre la imponente cantidad de trabajos y publi-
caciones referidos a la problemática latinoamericana en todos sus as-
pectos, desde aquellos históricos hasta los más estrictamente culturales,
da cuenta de la presencia que señalamos y de la difundida utilización
de los instrumentos conceptuales que Gramsci puso en circulación para
analizar viejas o nuevas dimensiones de la realidad de países colocados
ante la disyuntiva de encarar profundas transformaciones para superar
sus crisis y posibilitar la apertura hacia sociedades más justas. Desde
esta perspectiva y con las puntualizaciones que en este caso, como en
cualquier otro, deben siempre ser hechas, puede afirmarse que las ela-
boraciones de Gramsci forman parte de nuestra cultura y constituyen un
patrimonio común de todas aquellas corrientes de pensamiento demo-
cráticas y reformadoras del continente. Todos somos, en cierto modo,
tributarios de su pensamiento aunque algunos no lo sepan o no estén
dispuestos a reconocerlo. Y si hay razones para pensar que las incerte-
zas en las que se debaten las corrientes de izquierda ponen a prueba la
actualidad de tales elaboraciones, resulta difícil creer que las respuestas
a las nuevas preguntas de la sociedad puedan encontrarse más acá y no
más allá de su pensamiento.

868
La cola del diablo

¿Cuáles fueron las razones de tal expansión y en torno a qué nudos pro-
blemáticos el pensamiento de Gramsci fue incorporado como un ins-
trumental eficaz para examinarlos bajo nuevas perspectivas analíticas?
¿Frente a qué demandas de la realidad las elaboraciones de los Cuadernos
de la cárcel (Gramsci, 1981a) que comenzaron a publicarse demostraban
ser aptas para admitir traducciones hasta puntuales? Para esbozar un
cuadro de conjunto, pero que retenga al mismo tiempo las diferencias
temáticas y de apropiaciones que se dieron en las distintas áreas nacio-
nales, o aun regionales como Centroamérica, es preciso recordar el con-
texto político e intelectual en el que se produjeron. La difusión de sus
ideas ocurre en América Latina a caballo de dos momentos históricos
diferentes, divididos como estuvieron por la derrota de las ilusiones re-
volucionarias que despertó en el continente el “octubre cubano”2. A co-
mienzos de los setenta la ola expansiva de la Revolución Cubana ya se
había consumado y una cascada de golpes militares modificó el rostro
de un continente erosionado por la violencia armada y la contrarrevolu-
ción. En esta situación, y de modo que no podía ser sino contradictorio,
las ideas de Gramsci contribuyeron primero a nutrir proyectos radicales
de transformación, para posibilitar luego reflexiones más críticas y rea-
listas de las razones de una trágica desventura.
Como es lógico, en uno o en otro momento las inflexiones fueron
distintas, como distinto fue también el lugar que se le atribuyó en una
tradición de pensamiento que constituyó desde la Revolución Rusa en
adelante la matriz esencial de la cultura de izquierda. Si en los años
sesenta y comienzos de los setenta, los “años de Cuba”, para utilizar
una expresión sintética pero certera, el Gramsci que se incorpora en-
tra todo entero en la historia del leninismo americano, en la nueva
etapa que se inicia a partir de la descomposición de los regímenes au-
toritarios, Gramsci, en tanto que marxista, aparece como irreductible al

2. Es el título de esa hermosa crónica de los avatares de la revolución cubana publicada por Saverio
Tutino (1968) a partir de su contacto directo con dicha experiencia como corresponsal de L’Unità en La
Habana.

869
José Aricó

leninismo, aunque lo presuponga y se nutra de su sustancia. Esta fue


una convicción compartida por la mayor parte de los intervinientes en
el seminario de Morelia de febrero de 1980, que giró fundamentalmen-
te sobre la validez teórica y política del concepto gramsciano de hege-
monía para analizar los problemas de la transformación en América
Latina. Al resumir las conclusiones de lo que fue un debate riquísimo
de ideas, me permití expresar del siguiente modo lo que sin duda fue
un resultado del seminario:

El concepto gramsciano de hegemonía, aquello que […] lo trans-


forma en un punto de ruptura de toda la elaboración marxista que
lo precedió, es el hecho de que se postula como una superación de
la noción leninista de alianza de clases en la medida en que privi-
legia la constitución de sujetos sociales a través de la absorción y
desplazamiento de posiciones que Gramsci define como “econó-
mico-corporativas” y por tanto incapaces de devenir “Estado”. Así
entendida, la hegemonía es un proceso de constitución de los pro-
pios agentes sociales en su proceso de devenir Estado, o sea, fuer-
za hegemónica. De tal modo, al aferrarnos a categorías gramscia-
nas como las de “formación de una voluntad nacional-popular” y
de “reforma intelectual y moral”, a todo lo que ellas implican más
allá del terreno histórico concreto del que emergieron, el proceso
de configuración de la hegemonía aparece como un movimiento
que afecta ante todo la construcción social de la realidad y que
concluye recomponiendo de manera inédita a los sujetos sociales
mismos (Aricó, 1985b, pp. 14-15)3.

Si se aceptan estas consideraciones, no pueden dejar de aceptarse las


conclusiones que de ellas derivan y que distinguen nítidamente al pen-
samiento de Gramsci de uno de los filones culturales que contribuyó a
constituirlo, por más importante que este haya sido en su formación
intelectual y política. No se puede negar que el concepto de hegemonía

3. Esta publicación reúne las ponencias presentadas en el Seminario de Morelia dedicado específica-
mente a analizar la funcionalidad metodológica y política del concepto gramsciano de hegemonía.

870
La cola del diablo

presupone el concepto leniniano de alianza de clases. Si rehusáramos


admitir que detrás de Gramsci está Lenin cometeríamos un pecado
de anacronismo histórico y nos impediríamos comprender hasta qué
punto su pensamiento atraviesa las elaboraciones y la experiencia de
la Tercera Internacional. Pero cuando en mi texto insistía en la irre-
ductibilidad de Gramsci a la matriz leninista simplemente quería re-
cordar que de tal nexo no podía deducirse una filiación genérica que
mutilara los elementos de novedad de su pensamiento. Y por esta razón
señalaba que “frente a Gramsci es preciso realizar una lectura que co-
loque en el lugar debido (y esto ya es todo un problema no solo herme-
néutico, sino ideológico-político) la insoslayable relación que sus re-
flexiones mantienen con la experiencia mutilada de implementación
de un proyecto hegemónico revolucionario como fue el iniciado por
la Revolución de Octubre”. Porque si es verdad que la discusión sobre
los parámetros fundamentales en torno a los cuales se elaboró el leni-
nismo como una lectura fuertemente politizada del marxismo de la
Segunda Internacional, y la proximidad o la distancia que frente a él
mantuvo Gramsci, tiene una importancia teórica general, que para el
caso de Latinoamérica adquiere una relevancia particular por cuanto
debe poder rendir cuenta de procesos específicos de vinculación entre
la teoría y la práctica. No es necesario insistir demasiado sobre la rela-
tiva ajenidad del debate marxista respecto de la problemática concreta
del movimiento obrero de nuestro continente. Aun en los casos, bas-
tante aislados por cierto, en los que existió una vinculación más o me-
nos estrecha entre el mundo de los trabajadores y el referente teórico
marxista, nunca la relación adquirió características aproximables a la
constelación de formas europeas. Ni la extensión y densidad histórica
del proletariado es comparable, ni su horizonte ideal tendió a reco-
nocer el socialismo más o menos infisionado de marxismo como una
expresión política propia.
A partir de esta constatación se evidencia la necesariedad de con-
frontar con las diferenciadas realidades latinoamericanas aquellos pa-
radigmas teóricos y políticos que para poder ser utilizados requieren de
“traducciones” menos puntuales e infinitamente más cautas. Y utilizo el
concepto en el sentido gramsciano de “traducibilidad” de los lenguajes

871
José Aricó

y que se refiere a la posibilidad de algunos experimentos históricos, po-


líticos y sociales, de encontrar una equivalencia en otras realidades4. Si
la traducibilidad supone que una fase determinada de la civilización
tiene una expresión cultural “fundamentalmente” idéntica, aunque el
lenguaje sea históricamente distinto por cuanto está determinado por
las tradiciones específicas de cada cultura nacional y todo lo que de ellas
se desprende, Gramsci podía ser traducido en clave latinoamericana si
era posible establecer algún tipo de similitud o sintonía histórico-cul-
tural entre su mundo y el nuestro. Y no es casual que la primera obra
de aliento sobre el pensamiento de Gramsci escrita por un latinoameri-
cano se propusiera la tarea de encontrar en él una clave de lectura que
permitiera basar su eficacia en el hecho de que “podía ser expresado
en los lenguajes de las situaciones concretas particulares”. Me refiero
al libro Los usos de Gramsci, de Portantiero (1981a), y en particular a su
intervención en el coloquio de México de septiembre de 19785, dedicada
específicamente a este tema. Años antes se había publicado la edición
científica de los Cuadernos de la cárcel (Gramsci, 1981a) que permitió des-
cubrir cuestiones hasta entonces inadvertidas y vinculadas a la reconsi-
deración del significado de los procesos de revoluciones pasivas de los
años treinta. La fortuna de Gramsci en la Europa de los años setenta
se asentaba en la convicción compartida de que era un teórico –el más
grande marxista occidental de este siglo, lo definió Hobsbawm– de la
revolución en Occidente, es decir, en los países de capitalismo avanzado.

4. Sobre este tema véase el conjunto de notas reunidas bajo el título de “Traductibilidad de los lenguajes
científicos y filosóficos” pertenecientes al Cuaderno 11 (1932-1933), es decir, aquel dedicado fundamental-
mente a refutar la interpretación mecanicista del marxismo hecha por Bujarin en su Teoría del materia-
lismo histórico. En español, dichos textos pueden leerse en Gramsci (1981a, pp. 317-322, t. 4), pero también
en Gramsci (1975a, pp. 71-79). Gramsci se refiere en muchísimas partes de sus Cuadernos, y de los escritos
previos a su detención, a este problema frente al cual su condición de sardo de nacimiento y filólogo
de formación lo hacía particularmente sensible. No deja de sorprender que estas reflexiones no hayan
despertado un interés mayor de los comentaristas. En tal sentido, no es por azar que el concepto de
traducibilidad haya sido utilizado con imaginación e inteligencia para encarar un estudio contrastado
de la difusión del marxismo en América Latina a través del análisis de los discursos de Gramsci y de José
Carlos Mariátegui. Me refiero a la comunicación presentada por Robert Paris al Coloquio de Culiacán
(Sinaloa) sobre Mariátegui en 1980 y publicada aparte en Paris (1983, pp. 31-54).
5. Los textos incluidos en el libro fueron escritos en un arco de tiempo que va desde 1975 hasta 1981. Véase
de mismo autor, Portantiero (1980, pp. 29-51).

872
La cola del diablo

Se redescubría en Gramsci su perspicacia para analizar situaciones de


transición en sociedades de capitalismo maduro o avanzado y a esta fi-
nalidad sirvió el sinnúmero de interpretaciones a que dieron lugar las
nuevas iluminaciones de sus apuntes sobre americanismo y fordismo y
más en general sobre la categoría de “revolución pasiva”.
Portantiero se preguntaba si no era esta una lectura en parte reduc-
tiva, como habían sido las otras, porque si nos ateníamos estrictamente
a ella, nos vedábamos la posibilidad de recoger un mensaje teórico y po-
lítico que él sospechaba de suma utilidad para nosotros. “Se me ocurre
–afirmaba– que el uso de las categorías gramscianas de análisis aparece
como absolutamente pertinente entre nosotros”, y más aun, “buena par-
te del conjunto del arsenal teórico-gramsciano es directamente pertinen-
te” para el análisis de las sociedades latinoamericanas. A su entender, y
recuperando una observación de Colletti, la obra de Gramsci consistía
en realidad

[…] en un estudio sociológico sobre la sociedad italiana; es decir,


sobre una sociedad típica del “capitalismo tardío” en el sentido que
Gerschenkron da a la expresión. Una sociedad compleja pero desar-
ticulada, penetrada por una profunda crisis estatal en sentido inte-
gral, marcada por un desarrollo económico desigual y sobre la que
el fascismo, a partir de una derrota catastrófica del movimiento
obrero y popular, intentó reconstruir estatalmente la unidad de las
clases dominantes y disgregar la voluntad política de las clases po-
pulares, en un movimiento convergente con un proceso de centra-
lización del capitalismo que se daba en la economía (Portantiero,
1980, pp. 36-37).

Pero si este era el terreno histórico-político sobre el que se fundaron las


reflexiones de Gramsci,

[…] ellas estarían más cerca de cierto tipo de sociedades latinoa-


mericanas actuales, que de las formaciones sociales del capitalis-
mo contemporáneo más avanzado y maduro. Precisamente son
las características de este tipo de sociedad las que le permiten

873
José Aricó

repensar de manera original el tipo de articulación entre sociedad


y política, la forma de lo político, distinguiéndola de lo que sería
la forma ideal típica de lo político en el liberalismo representativo
(Portantiero, 1980, p. 37).

La delimitación de Gramsci como pensador de “Occidente” tiene sen-


tido solo a condición de no convertirlo en un eurocomunista avant la
lettre y de admitir que sus reflexiones son aplicables para situaciones que
no son típicamente occidentales. Es por sobre todo el pensador de una
época nueva del capitalismo signada por la profundidad de los cambios
morfológicos en las relaciones entre el Estado y la sociedad que la crisis
del treinta desencadena, pero que ya estaban molecularmente en curso
desde fines de siglo. Por eso sus notas sobre el americanismo como la
inmanente necesidad del capitalismo moderno de alcanzar la organi-
zación de una economía programática forman el pendant necesario del
análisis de las diversas formas de resistencia que este movimiento de
desarrollo genera, y que Gramsci define como procesos de “revolución
pasiva”, o de “modernización conservadora”, para utilizar la expresión
de Barrington Moore (1976). Como indica Portantiero, estas notas “po-
seen una absoluta pertinencia como estímulo para indagar en las carac-
terísticas de los fenómenos […] a través de los cuales se plantea también
hoy una reorganización de los lazos entre economía y política en los paí-
ses de mayor desarrollo relativo de América Latina” (Portantiero, 1980,
p. 41)6. También entre nosotros, y con todas las diferencias resultantes
de procesos históricos particulares, se está operando un proceso de re-
composición capitalista, algo así como esa tercera revolución burguesa
descrita por el brasileño Florestan Fernandes (1978) en una obra notable
que todavía no han descubierto los lectores de habla española7. Su carac-
terística distintiva reside en ser un proceso de transformación desde la

6. En el mismo sentido y con idéntico énfasis véase todo el parágrafo V: “¿Por qué Gramsci?” (Portantie-
ro, 1984a, pp. 123-140, 145-146).
7. El autor utiliza la expresión de “contrarrevolución prolongada” para designar el proceso de transfor-
mación capitalista desde arriba de la sociedad brasileña según el modelo de revolución pasiva descrito
por Gramsci. El libro de Florestan Fernandes (1978) muestra una evidente inspiración gramsciana aun-
que su nombre solo sea mencionado en la bibliografía.

874
La cola del diablo

cúspide, de revolución desde lo alto, que está por supuesto en las antípodas
de la tan ansiada revolución democrático-burguesa que los partidos co-
munistas latinoamericanos instituyeron como modelo teórico y político
del cambio y que pretendieron llevar a la práctica a través de múltiples
combinaciones tácticas, desde fines de los años veinte.
Las desventuras de la izquierda latinoamericana derivan del hecho
de que sus estrechos paradigmas ideológicos le impidieron comprender
la singularidad de un continente habitado por profundas y violentas lu-
chas de clases, pero donde estas no han sido los actores principales de su
historia. Como recordó Touraine, “la nitidez de las situaciones de clase
no acarrea prácticas de clase aislables. Más profundamente, el análisis
de las relaciones de clases está limitado por el de dependencia”. Los per-
sonajes principales de la historia latinoamericana reciente no parecen
ser la burguesía ni el proletariado, ni tampoco los terratenientes y los
campesinos dependientes. Son, más bien, según el mismo autor, el ca-
pital extranjero y el Estado8. Se entiende, así, que todo el desarrollo de la
sociología latinoamericana desde los cincuenta en adelante haya partido
de la crítica de la idea de burguesía nacional, es decir, de la crítica de la
teoría y de la práctica de una izquierda que hizo del modelo de la revolu-
ción democrático-burguesa su matriz ideológica fundante y su punto de
referencia insoslayable para caracterizar la realidad. De tal modo, entre
ciencia crítica de la realidad y propuestas políticas de transformación se
abrió una brecha que produjo consecuencias negativas para ambas di-
mensiones. La reflexión académica quedó mutilada en su capacidad de
prolongarse al mundo de la política, al tiempo que una pedestre y anqui-
losada reflexión política excluyó de hecho el reconocimiento de aquellos
nuevos fenómenos tematizados por los intelectuales. Parafraseando a
Marx, ni la crítica se ejercía como arma, ni las armas necesitaron de la
crítica para encontrar un fundamento9.

8. Véase Touraine (1978, p. 81). La cita forma parte del ensayo “Las clases sociales en una sociedad de-
pendiente” (1978, pp. 81-100) motivado por el debate que se produjo en el Seminario de Mérida, Yucatán,
sobre las clases sociales y los problemas metodológicos que plantea el análisis histórico estructural en so-
ciedades “anómalas”. Las intervenciones y discusiones fueron recogidas en un volumen que sigue siendo
de imprescindible consulta: Benítez Centeno (1973).
9. Fue el reconocimiento de la existencia de esta brecha entre “lo académico” y “lo político” –y la explo-

875
José Aricó

Constreñida por su visión societalista a colocar siempre en un plano


casi excluyente de los demás la estructura de clases y las relaciones que
de allí arrancan, la izquierda de tradición marxista se rehusó a recono-
cer y admitir la funcionalidad específica de un Estado que, en ausen-
cia de una clase nacional, operaba como una suerte de Estado “puro”
arrastrando a la sociedad al cambio y fabricando desde la cúspide a la
clase dirigente. Allí donde se producían metamorfosis profundas del ca-
pitalismo “dependiente”, la izquierda solo podía descubrir descompo-
siciones catastróficas, preanuncios de derrumbes que alimentaban sus
pujos jacobinos; no estaba en condiciones de observar y de aprovechar
en su beneficio los procesos de modernización a los que las sociedades
latinoamericanas estuvieron sometidas a partir de la crisis de 1930. Y
es en torno a las formas nuevas de articulación entre sociedad y Estado
en países de industrialización tardía y “postrera”10 como la Argentina,
el Brasil, Colombia, Chile, México y Uruguay, donde el pensamiento de
Gramsci parece poder expresarse en “lenguas particulares” concretas
transformándose, de tal modo, en un estímulo útil, en un instrumento
crítico capaz de dar cuenta de los pliegues más complejos de lo real.

ración de los caminos de su superación– lo que impulsó al Instituto de Investigaciones Sociales de la


UNAM a organizar un seminario que reunió a científicos sociales y a dirigentes políticos de la izquierda
latinoamericana. Se escogió como tema la categoría gramsciana de hegemonía “cuyas fuertes connota-
ciones políticas no pudieran ser obviadas, en la medida en que colocaba en el centro del debate la relación
entre proyecto de transformación y sujeto histórico transformador”. Véase Labastida Martín del Campo
y otros (1985, p. 12); como ya se ha recordado, este volumen recoge las intervenciones del Seminario rea-
lizado en 1980 en Morelia, Michoacán.
10. La expresión “industrialización tardía y postrera” pertenece a Albert Hirschman (1973, pp. 96-98). Es
utilizada para diferenciar de los países de industrialización “tardía” (Alemania Italia y Rusia) aquellos otros
que ingresaron más tarde al proceso industrializador haciéndolo con diferencias cualitativas importantes
en los patrones de acumulación. Una de ellas, la limitada o ausente producción de bienes de capital. De
todos modos, Hirschman invita a no exagerar la diferencia entre ambos tipos de industrialización (1973, p.
97) y es esta una recomendación que convendría extender, aunque a contrario sensu, a toda unificación des-
medida de un grupo de naciones a partir de ciertas características comunes. Como recuerda Portantiero,
“cada una de las sociedades en consideración es definida no solo por el tipo de relaciones entre Estado y eco-
nomía […] sino también, y sobre todo, por el nivel que define las relaciones entre Estado y masas […]. Por eso
una sociedad como Bolivia, cuya industrialización comienza recién después de la segunda posguerra, pero
en la que la fuerza política del movimiento sindical ha alcanzado enorme gravitación, integra el referente
histórico de estas notas. Pese a que no participa del mismo peldaño de desarrollo económico que el resto de
los países en consideración, la densidad del sistema político boliviano y la influencia que dentro de él ejerce
desde 1952 el movimiento obrero, acerca mucho más a Bolivia, para el sentido de estas notas, a Argentina y
a Chile que a los países centroamericanos, por ejemplo, u otros países andinos” (Portantiero, 1984a, p. 172).

876
La cola del diablo

Ya Gramsci había señalado en uno de sus últimos trabajos redacta-


dos antes de su detención la situación particular, respecto de los paí-
ses europeos de capitalismo avanzado, de una serie de países a los que
llamó “Estados periféricos” (Italia, Polonia, España, Portugal) y en los
que la articulación entre Estado y sociedad operaba a través de la pre-
sencia de un variadísimo estrato de clases intermedias “que quieren, y
en cierta medida logran, llevar una política propia con ideologías que
a menudo influyen sobre vastos estratos del proletariado, pero que tie-
nen una particular sugestión sobre las masas campesinas” (Gramsci,
1977a)11. En la distinción de “Oriente” y “Occidente” que Gramsci
(1981a) instaura en los Cuadernos, es evidente que coloca a esta zona
periférica dentro de la segunda. Desde el punto de vista de las formas
diferenciadas de articulación de la sociedad con el Estado, la categoría
o, más exactamente, la metáfora de “Occidente” es lo suficientemente
amplia como para incluir en ella esa vasta área de países europeos de
frontera y, por qué no, también aquellas sociedades latinoamericanas
donde más avanzó el proceso de industrialización. Para estas socieda-
des, insiste Portantiero, el pensamiento de Gramsci demuestra ser de
extrema potencialidad analítica:

Comparables por su tipo de desarrollo, diferenciables como forma-


ciones históricas “irrepetibles”, estos países tienen aun en ese nivel
rasgos comunes: esa América Latina no es “Oriente”, es claro, pero
se acerca mucho al “Occidente” periférico y tardío. Más claramente
aunque en las sociedades de ese segundo “Occidente” que se cons-
tituye en Europa a finales del siglo XIX, en América Latina son el
Estado y la política quienes modelan la sociedad. Pero un Estado –y
he aquí una de las determinaciones de la dependencia– que si bien
trata de constituir la comunidad nacional no alcanza los grados de
autonomía y soberanía de los modelos “bismarckianos” o “bonapar-
tistas”. Todas las pujas políticas del siglo XIX son pujas entre gru-
pos que desde el punto de vista económico se hallan escasamente

11. Segunda edición, modificada (Gramsci, 1981, p. 286): “En los Estados periféricos típicos del grupo,
como Italia, Polonia, España y Portugal, las fuerzas estatales son menos eficientes”.

877
José Aricó

diferenciados y que aspiran al control del aparato del Estado para


desarrollar desde él la economía y promover, con ello, una estructu-
ra de clases más compleja (Portantiero, 1984a, p. 127 y ss).

El proceso de construcción de los Estados latinoamericanos operó sobre


este virtual vacío social, que en el caso de los países andinos y de pobla-
ción indígena se logró a costa de reproducir respecto de esta la relación
colonizador-colonizado impuesta por los grandes imperios. Al amparo
de la fuerza de los ejércitos –cuya casta militar junto al clero constitu-
yen esas dos categorías de intelectuales tradicionales fosilizadas en la
forma de la madre patria europea, según la caracterización que de ella
hace Gramsci– se crean los Estados nacionales, y con estos, los espacios
económicos favorables a la rápida penetración del capital extranjero. De
tal modo se configura la pareja de los que habrán de ser los personajes
principales de la vida social y política latinoamericana desde sus oríge-
nes hasta épocas recientes.

¿No nos ofrece Gramsci (1981a) en algunas notas lamentablemente poco


frecuentadas de sus Cuadernos una caracterización próxima a la aquí
expuesta, pero que tiene el mérito de encarar más específicamente el
problema desde la cuestión de los intelectuales? Ya en sus apuntes pri-
meros de los años 1929 y 1930 incorpora el mundo de América del Sur y
Central en la perspectiva de una reflexión sobre la formación de los in-
telectuales tradicionales y sobre la importancia decisiva de la cultura en
la dinámica de la sociedad. Pero luego se sucederán algunas brevísimas
aunque sagaces iluminaciones sobre la función de la casta religiosa, el
problema indígena y las limitaciones de una clase dominante incapaz de
pasar por esa fase necesaria de laicización de la sociedad y del gobierno
que posibilitan la constitución de un Estado moderno. Como ha recor-
dado recientemente Santarelli (1987), hay una nota de ese período ini-
cial en la que al comentar un libro de Filippo Meda sobre estadistas ca-
tólicos, exponentes todos ellos del conservadurismo clerical, considera

878
La cola del diablo

interesante detenerse en la biografía del dictador García Moreno para


comprender algunos aspectos de las luchas ideológicas de Iberoamérica,
“donde todavía se atraviesa un período de Kulturkampf primitivo”, o sea,
donde el Estado moderno debe enfrentarse a un pasado clerical y feudal,
según un esquema interpretativo que tiene reminiscencias de las tesis
de la Tercera Internacional elaboradas años antes. Pero agrega algunos
señalamientos de sumo interés:

Es interesante observar esta contradicción que existe en la América


del Sur entre el mundo moderno, de las grandes ciudades comer-
ciales de la costa, y el primitivismo del interior, contradicción que
se prolonga por la existencia de grandes masas aborígenes por un
lado y de inmigrados europeos del otro más difícilmente asimila-
bles que en la América del Norte: el jesuitismo es un progreso en
comparación con la idolatría, pero es un obstáculo para el desa-
rrollo de la civilización moderna representada por las grandes ciu-
dades costeras: sirve como medio de gobierno para mantener en
el poder a las pequeñas oligarquías tradicionales, que por ello no
luchan sino blanda y flojamente. La masonería y la Iglesia positivis-
ta son las ideologías y las religiones laicas de la pequeña burguesía
urbana, a las cuales se adhiere en gran parte el sindicalismo anár-
quico que hace del cientificismo anticlerical su pasto intelectual
(Gramsci, 1981a, p. 159, t. 1)12.

Tal vez las limitaciones de la información con que contaba le impidie-


ron desarrollar este tema del “jesuitismo” como ideología modernizan-
te y como medio de gobierno, así como también el otro gran tema del
“despertar a la vida política y nacional de las masas aborígenes” que le

12. En su introducción a un volumen de homenaje a Gramsci publicado en español en Italia, con motivo
del simposio realizado en Santiago de Chile en mayo de 1987, el historiador italiano Enzo Santarelli hace
una reseña detallada de los apuntes referidos a América Latina contenidos en los Cuadernos; advirtiendo
la necesidad de insertarlos en el contexto de la problemática sobre la revolución pasiva, Santarelli en-
cuentra en ellos, y con razón, “algunas deformaciones o simplificaciones propias de una tendencia a la
comparación continental”, pero valoriza al mismo tiempo la hipótesis gramsciana de la presencia de un
proceso en curso de Kulturkampf, como traducción del concepto de matriz europea de “reforma intelec-
tual y moral”, a las condiciones propias de Latinoamérica. Véase Santarelli (1987, p. 12).

879
José Aricó

sugiere lo que por esos años estaba ocurriendo en el México de Obregón


y Calles. Pero es en el Cuaderno 12 redactado en 1932 donde incluye una
reflexión más extensa y madura sobre el problema, como un caso parti-
cular de su reconstrucción histórica de la formación de los intelectuales
tradicionales. Repite allí algunas de las consideraciones ya hechas y pre-
senta más nítidamente la función del clero y del militarismo parasitario
en países atravesados por una aguda lucha cultural:

En la América meridional y central la cuestión de los intelectuales


me parece que debe examinarse tomando en cuenta estas con-
diciones fundamentales: tampoco en la América meridional y
central existe una vasta categoría de intelectuales tradicionales,
pero la cosa no se presenta en los mismos términos de los Estados
Unidos. En efecto, encontramos en la base del desarrollo de estos
países los cuadros de las civilizaciones española y portuguesa de
los siglos XVI y XVII, caracterizados por la Contrarreforma y el
militarismo parasitario. Las cristalizaciones resistentes todavía
hoy en estos países son el clero y una casta militar, dos categorías
de intelectuales tradicionales fosilizadas en la forma de la madre
patria europea. La base es muy restringida y no ha desarrollado
superestructuras complicadas: la mayor cantidad de intelectuales
es de tipo rural y puesto que domina el latifundio, con extensas
propiedades eclesiásticas, estos intelectuales están vinculados al
clero y a los grandes propietarios. La composición nacional es muy
desequilibrada incluso entre los blancos, pero se complica por las
masas notables de indios que en algunos países constituyen la
mayoría de la población. Puede decirse en general que en estas
regiones americanas existe aún una situación de Kulturkampf y de
proceso Dreyfus, o sea una situación en la que el elemento laico y
burgués no ha alcanzado aún la fase de la subordinación a la po-
lítica laica del Estado moderno de los intereses y de la influencia
clerical y militarista. Así sucede que por oposición al jesuitismo
tiene todavía mucha influencia la masonería y el tipo de organiza-
ción cultural como la “Iglesia positivista”. Los acontecimientos de
estos últimos tiempos [noviembre de 1930], desde el Kulturkampf

880
La cola del diablo

de Calles en México a las insurrecciones militares-populares en la


Argentina, en el Brasil, en el Perú, en Chile, en Bolivia, demues-
tran precisamente la exactitud de estas observaciones (Gramsci,
1981a, p. 365, t. 4)13.

Es notable la insistencia con que en los distintos textos Gramsci de-


fine la fase por la que atraviesa América Latina como una “situación
de Kulturkampf y de proceso Dreyfus”. Se advierte aquí la tentativa de
traducir en clave de la experiencia mexicana –como forma peculiar y
sistemática de constitución de un bloque nacional-popular– la catego-
ría de reforma intelectual y moral que ha introducido en su examen
crítico del Risorgimento italiano y en sus formulaciones más generales
de teoría política. La subordinación a la política laica del Estado mo-
derno de todos los sectores sociales vinculados al antiguo régimen por
intereses económicos y estratificaciones culturales suponía una lucha
que requería una profunda transformación de las conciencias. En las
condiciones particulares de las naciones latinoamericanas, ni las cla-
ses dominantes “podían vincularse a patrias europeas que tuvieran
una gran función económica e histórica” ni los indígenas estaban en
condiciones de dinamizar un proceso no obstante ejercer, aun pasiva-
mente, una influencia sobre el Estado. La definición de la fase como
de Kulturkampf –“la lucha de México contra el clericalismo ofrece un
ejemplo de esta fase”, aclara en otro apunte– sugiere el implícito reco-
nocimiento por parte de Gramsci de dos rasgos que caracterizaron el
proceso de constitución de nuestros Estados nacionales: una autono-
mía considerable de la esfera ideológica y una evidente incapacidad de
autoconstitución de la sociedad. Colocados en este plano de análisis,

13. Las referencias a América Latina en los Cuadernos se encuentran en las siguientes páginas de la edi-
ción en español que estamos citando: (Gramsci, 1981a, pp. 159, 216-217, 220, 299-300, t. 1); (Gramsci, 1981a,
p. 18-20, 194, t. 2); (Gramsci, 1981a, p. 365, t. 4). Conviene recordar que en un apunte fechado en 1930
Gramsci exceptúa a la Argentina de esa fase necesaria de Kulturkampf que detecta en América. La nota,
que se pregunta por los rasgos distintos de la supuesta “latinidad” de nuestras naciones, agrega
una observación que conviene retener “la difusión de la cultura francesa está ligada a esta fase: se
trata de la cultura masónica-iluminista, que ha dado lugar a las llamadas Iglesias positivistas, en las
que participan también muchos obreros aunque se llamen anarcosindicalistas” (Gramsci, 1981a, p.
18-19, t. 2).

881
José Aricó

los grandes temas de la revolución pasiva, del bonapartismo y de la re-


lación intelectuales-masa, que constituyen lo propio de la indagación
gramsciana, tienen para nosotros una concreta resonancia empírica
(Portantiero, 1981a, p. 125)14.
Ya hemos recordado el informe de Gramsci al Comité Central del PCI
de agosto de 1926 en el que define a Italia como país de la “periferia” y
analiza el desmedido peso que tienen las clases medias. Como producto
de una composición demográfica que Gramsci califica de malsana, de-
terminados estratos sociales no vinculados a las clases fundamentales
encontraban allí un espacio favorable para desplegar un variado espec-
tro de iniciativas políticas. Sobre este tema de la concepción del Estado
según la productividad o función de las clases sociales retorna en los
Cuadernos y escribe una serie de apuntes extremadamente sugerentes
para un reexamen del proceso de formación de nuestros propios Estados
nacionales y de la función que en él cumplieron los intelectuales.
Gramsci se plantea el problema de aquellas formas particulares de
Estados nacidos sobre la base de un determinado modo de producción
y para corresponder a los intereses de las clases productivas fundamen-
tales, pero en los que la iniciativa de su formación no estuvo a cargo de
aquellos sectores económicamente fundamentales en él, sino de grupos
de un posible bloque dominante pero relacionados indirectamente con
tales sectores. Cuando el impulso hacia el progreso no va estrechamente
ligado a un desarrollo económico local, sino que es un reflejo del desa-
rrollo internacional que manda a la periferia sus corrientes ideológicas,
nacidas –recuerda Gramsci– sobre la base del desarrollo productivo de
los países más avanzados, entonces la clase portadora de las nuevas
ideas “es la clase de los intelectuales y la concepción del Estado cambia

14. El autor realiza aquí un examen cuidadoso del modelo propuesto por Gramsci para analizar el bo-
napartismo como ejemplo clásico de discontinuidad entre clases y movimiento y de la utilidad de su
aplicación a casos como el de los movimientos políticos nacionalistas y populistas latinoamericanos.
Luego de mostrar que, en opinión de Gramsci, el estudio de un movimiento de tipo “boulanguista” –o
sea, de cesarismo regresivo según la conceptualización utilizada en los Cuadernos– no puede efectuarse
de modo tal que lo presente como expresión inmediata de una clase, Portantiero agrega que el texto en
el que Gramsci critica esta visión “economicista” de la dinámica social, “parece un retrato ex profeso de
tanta lectura “clasista’ que se ha hecho (y se hace) en América Latina de los movimientos populistas”
(Portantiero, 1981a, p. 125-126).

882
La cola del diablo

de aspecto. El Estado es concebido como una cosa en sí, como un abso-


luto racional”. Siendo el Estado la expresión de un mundo productivo, y
siendo los intelectuales aquel estrato que se identifica más plenamente
con la burocracia estatal, “es propio de la función de los intelectuales
poner al Estado como un absoluto”. De tal modo es concebida como ab-
soluta su función histórica y es racionalizada plenamente su existencia,

Este motivo es básico en el idealismo filosófico, y va ligado a la


formación de los Estados modernos en Europa como “reacción-
superación nacional” de la Revolución Francesa y del napoleonismo
(revolución pasiva). […] Cada vez que los intelectuales parecen “di-
rigir”, la concepción del Estado en sí reaparece con todo el cortejo
“reaccionario” que de costumbre la acompaña (Gramsci, 1981a).

Las formaciones estatales se construyen en base a “sucesivas oleadas” pro-


ducidas por una combinación de luchas sociales de clases y de guerras na-
cionales, con predominio de estas últimas. Gramsci caracteriza el período
de la Restauración15 como el más rico e interesante desde este punto de
vista, por cuanto es la forma política en la que las luchas sociales

[…] encuentran cuadros elásticos que permiten a la burguesía llegar


al poder sin rupturas notables, sin el aparato terrorista francés. Las
viejas clases son degradadas de “dirigentes” a “gubernativas”, pero no
eliminadas y mucho menos suprimidas físicamente: de clases se con-
vierten en “castas” con características psicológicas determinadas ya
no con funciones predominantes. ¿Puede repetirse este “modelo” de
la formación de los Estados modernos? (Gramsci, 1981a, p. 190, t. 1).

15. La introducción de las comillas para designar a la restauración en algunos de los apuntes sugiere que
Gramsci usa el término en sentido metafórico, es decir para indicar “toda época compleja de grandes
sacudimientos históricos”. Utilizada como metáfora, la designación de “período de la Restauración” ad-
mite extensiones a procesos que no tienen vinculación histórica con ese periodo considerado en sentido
estricto. Pero su generalización tiene la virtud de permitirnos plantear el problema estrictamente teórico
de “qué tipos de efectos se producen cuando cierto tipo de sujetos históricos actúan de un cierto modo, y
cuáles otros se producen cuando se actúa de modo distinto. La definición de los tipos es entonces función
de la teoría que se quiere verificar” (Pizzorno, 1978, p. 47). No se trata, por tanto, de una tesis historiográ-
fica, sino más bien de un criterio teórico-político.

883
José Aricó

La respuesta a esta pregunta oscila desde su exclusión en 1930 (“por


lo menos en cuanto a la amplitud y por lo que respecta a los grandes
Estados”) hasta la aceptación condicionada de esta posibilidad en los
apuntes de 1935: “¿Debe excluirse esto en sentido absoluto, o bien pue-
de decirse que al menos en parte pueden darse evoluciones similares,
bajo la forma de advenimiento de economías programáticas?” Pero toda
la cuestión es para él de suma importancia, “porque el modelo francés-
europeo creó una mentalidad”.
Vinculado a esta cuestión aparece el problema de los intelectuales y
del papel que creyeron cumplir en todo este prolongado período de fer-
mentación política y social incubado por la restauración. La expansión
de la filosofía clásica alemana y, sobre la base de esta, del marxismo, es
producto de un paralelismo de desarrollo –una “traducción” del lengua-
je político al lenguaje especulativo en el sentido de Hegel que recupera
Gramsci– entre dos dimensiones de la realidad: “lo que es ‘política’ para
la clase productiva se convierte en ‘racionalidad’ para las clases intelec-
tuales”. A partir de este fundamento histórico es posible explicar todo
el idealismo filosófico moderno y hasta cierta tendencia degenerativa
del marxismo que conduce a algunos de sus fieles a considerar como
“superior la ‘racionalidad’ a la política, la abstracción ideológica a la con-
creción económica” (Gramsci, 1981a, p. 190, t. 1).
En una posterior reelaboración de estos apuntes, Gramsci perfila de
manera más acabada un razonamiento que no quiere incurrir en abs-
tractos esquemas sociológicos y que exige, por lo mismo, un cuidadoso y
profundo reconocimiento histórico. Y dice:

Aunque sea cierto que para las clases productivas fundamentales (bur-
guesía capitalista y proletariado moderno) el Estado no es concebible
más que como forma concreta de un determinado mundo económi-
co, de un determinado sistema de producción, no se ha establecido que
la relación de medio a fin sea fácilmente determinable y adopte el aspecto de un
esquema simple y obvio a primera vista. […] En realidad, el impulso para
la renovación puede ser dado por la combinación de fuerzas progre-
sistas escasas e insuficientes de por sí (sin embargo de elevadísimo
potencial porque representan el futuro de su país) con una situación

884
La cola del diablo

internacional favorable a su expansión y victoria. […] Cuando el im-


pulso del progreso no va estrechamente ligado a un vasto desarrollo
económico local que es artificialmente limitado y reprimido, sino que
es el reflejo del desarrollo internacional que manda a la periferia sus co-
rrientes ideológicas, nacidas sobre la base del desarrollo productivo de los
países más avanzados, entonces el grupo portador de las nuevas ideas
no es el grupo económico, sino la capa de los intelectuales, y la con-
cepción del Estado de la que se hace propaganda cambia de aspecto:
este es concebido como una cosa en sí, como un absoluto racional. La
cuestión puede ser planteada así: siendo el Estado la forma concreta de
un mundo productivo y siendo los intelectuales el elemento social del
que se extrae el personal gobernante, es propio del intelectual no ancla-
do fuertemente en un poderoso grupo económico presentar al Estado
como un absoluto: así es concebida como absoluta y preeminente la
misma función de los intelectuales, es racionalizada abstractamente
su existencia y su dignidad histórica (Gramsci, 1981a, p. 232-233, t. 4).

Rigurosamente anclado en una perspectiva analítica marxista, preo-


cupado por establecer los nexos fundamentales entre estructura de las
relaciones de clase y formaciones de la conciencia (economía, política
y cultura), Gramsci ofrece, no obstante, una visión por completo ale-
jada de la aplicación mecánica de un modelo de construcción estatal,
que creó sí una mentalidad generalizada, pero que no se repitió luego
en ninguna otra parte. Aparecen aquí los elementos sobre los que cons-
truye el concepto de “revolución pasiva” como revolución sin revolución,
como criterio de elucidación, “en ausencia de otros elementos activos de
modo dominante”, de “toda época compleja de sacudimientos históri-
cos”. Los procedimientos analíticos a través de los cuales Gramsci llega
a formular este concepto clave, y que podemos seguir en las sucesivas
elaboraciones presentes en los Cuadernos (Gramsci, 1981a), nos permiten
captar no solo su estilo de trabajo, sino también la relación que él esta-
blece entre paradigma interpretativo y ejemplificaciones históricas.

Los pasajes internos al razonamiento seguido por Gramsci, la cau-


tela expositiva que privilegia hipótesis interpretativas respecto a

885
José Aricó

esquemas generalizantes, inducen a individualizar un procedi-


miento circular: de un fenómeno definido a un paradigma interpre-
tativo más general, que a su vez debe ser verificado concretamente
a la luz de específicas ejemplificaciones históricas. Este método de
trabajo comporta una progresiva articulación de la misma hipóte-
sis inicial. Si se supone que el caso ejemplar de revolución pasiva es
aquel donde se da “una combinación de fuerzas progresivas escasas
e insuficientes por sí mismas […] con una situación internacional
favorable a su expansión y victoria”, derivan de aquí algunas conse-
cuencias relevantes. Así la compleja realidad política que encierra
la “expresión metafórica” de Restauración no puede ser leída como
puro proceso de conservación, desde el momento que detrás del
aparente inmovilismo de una “envoltura política” ocurre en reali-
dad una transformación molecular de las “relaciones sociales fun-
damentales” (Mangoni, 1987, p. 129-130).

Si como se ha señalado son evidentes las derivaciones de un análisis de


este tipo para un nuevo examen de las interpretaciones del fascismo,
también resultan claramente evidentes las consecuencias que ellas aca-
rrean cuando se aplican al cuestionamiento crítico de toda una literatu-
ra de impronta marxista sobre América Latina.

Ya hicimos mención al hecho de que el desarrollo de la sociología latinoa-


mericana de las últimas décadas partió de la crítica de la teoría y de la prác-
tica de una izquierda que hizo del modelo de la revolución democrática
burguesa su matriz ideológica y su clave de interpretación de la realidad.
La resultante fue un distanciamiento de graves consecuencias políticas
entre política y cultura, que el althusserianismo en boga pretendió suturar
en los años sesenta y setenta reduciendo la teoría a una ideología legiti-
madora de una práctica política muy definida. Se ha señalado con justeza
la función desempeñada por las elaboraciones teóricas de Althusser y de
sus discípulos en toda una generación latinoamericana que encontró en

886
La cola del diablo

ellas la base doctrinaria y política para una acción caracterizada por su ex-
tremo voluntarismo16. Es curioso observar el fenómeno solo en apariencia
contradictorio de la fascinación ejercida por lo que pretendiendo ser toda
una “revolución teórica” no era, en realidad, sino una reformulación bajo
nuevos conceptos de las tesis fundamentales del marxismo-leninismo. El
vanguardismo típico del discurso de izquierda encontraba en la aparente
rigurosidad conceptual de Althusser una posibilidad de refundar su con-
dición de portador de una verdad científica, y por lo tanto histórico-políti-
ca, erosionada por la crisis del estalinismo y la emergencia de fenómenos
revolucionarios fuera de la tradición comunista.
El althusserianismo cumplió en América Latina una función contra-
dictoria, lo cual tal vez explica el hecho de que con extrema rapidez se con-
virtiera en una ideología hegemónica en la cultura de izquierda. En una
época en que la crisis del estalinismo había opacado el interés por el mar-
xismo teórico, Althusser le restituyó un prestigio intelectual acrecentado
por la expansión del estructuralismo francés vinculado a las ideas de Marx
por múltiples lazos. Pero al mismo tiempo consolidó en sus posiciones
ideológicas a las nuevas vanguardias surgidas de la descomposición de los
partidos comunistas. Fusionada con una lectura en clave catastrofista de
ciertos elementos de las teorías dependentistas, permitía coronarla con
una estrategia de transformación revolucionaria según el esquema de la
propuesta de clase contra clase elaborada en los años veinte por la Tercera
Internacional. La descomposición de las formaciones tradicionales de la
izquierda tenía, a su vez, el efecto de acentuar la búsqueda de sustitutos
en las organizaciones guerrilleras y terroristas urbanas depositarias de
una tarea histórica incumplida. Nadie ignora el papel desempeñado por
los escritos de Régis Debray en la formulación de una propuesta estra-
tégica global revolucionaria que fusionaba elementos del “foquismo” de
matriz guevariana-castrista con las ideas de Althusser. Y la combinación
ejerció una fascinación tal que, aún después de la derrota de la violencia
armada, los libros de Althusser siguieron difundiéndose ampliamente en
los ambientes académicos y de la izquierda militante.

16. Véanse, entre otros: Córdova (1987, p. 14); Portantiero (1982, pp. 324-325); Moulián (1983, pp. 9-10), este
último texto en clave autobiográfica.

887
José Aricó

La difusión de Althusser tuvo, sin embargo, un resultado paradóji-


co: puso de moda a Gramsci y preparó a un público lector para su cono-
cimiento. No solo en México, como lo ha recordado Arnaldo Córdova,
sino también en la Argentina y en Chile. Desaparecidas las viejas edi-
ciones de Lautaro, hacia fines de los setenta quienes no leyeran en ita-
liano solo podían saber de Gramsci de manera indirecta a través de
la polémica contra él emprendida por Althusser en Para leer El Capital
(Althusser; Balibar y otros 1969) –título con el que se tradujo al espa-
ñol su célebre Pour Marx, redactado en colaboración con algunos de
sus discípulos. Para el filósofo francés, el historicismo de Gramsci no
era verdaderamente marxista, sino tributario de la tradición idealista
italiana.

Como podrá imaginarse, cuando Gramsci finalmente cayó en manos


de los militantes de izquierda estaba irremediablemente precedido
de una pésima fama, no solo de “croceano” e “historicista”, sino hasta
de “reformista” ignorándose por supuesto el hecho de que muchos
consideran a Gramsci uno de los “radicales” del movimiento comu-
nista internacional de los años veinte (Córdova 1987, p. 14).

La consumación del althusserianismo dejó el espacio libre para la di-


fusión de Gramsci. Refiriéndose al caso particular de México, Córdova
señala que ya a mediados de los años setenta Gramsci comenzó a co-
brar fuerza “en la medida en que todo el mundo se iba olvidando de
Althusser”. Y este hecho tuvo una consecuencia importantísima en tér-
minos de un desplazamiento de la investigación hacia el terreno más
concreto de la realidad nacional. Proliferan los

[…] estudios marxistas mexicanos sobre la realidad del país y


su cada vez más difusa ligazón con la obra y el pensamiento de
Gramsci. Sus grandes conceptos y preocupaciones (sociedad civil,
sociedad política, hegemonía, bloque histórico, reforma moral e
intelectual de la sociedad, el príncipe moderno, el mito popular de
inspiración maquiaveliana, etc.) fueron convirtiéndose en referen-
tes teóricos indispensables en el estudio de la nación mexicana y

888
La cola del diablo

de su historia. Mientras las modas intelectuales llegaban y se iban,


una tras otra, incluida la del althusserismo, Gramsci permaneció en
México (Córdova, 1987, p. 15).

En la redefinición de la historia del país y de la caracterización del


papel de la Revolución Mexicana en la conformación del Estado mo-
derno, el conocimiento de Gramsci ha desempeñado un papel si no
decisivo por lo menos importante. En una reseña historiográfica
sobre el pasado económico de México, John Womack Jr. (1978) es-
tablecía una comparación histórica que remitía a Gramsci. La dife-
rencia cualitativa que la revolución había introducido en la historia
económica del país había sido “desorganizar la resistencia popular al
capitalismo”. Para encontrar un apoyo en la historia europea, el mo-
delo a elegir no podrían ser en modo alguno las revoluciones france-
sa o soviética, “sino el Risorgimento italiano o la Revolución Española
de 1868”. Frente al fracaso histórico de la burguesía mexicana para
“cuajar” y erigirse como clase nacional, y su eventual necesidad del
Estado para conducir reformas políticas y sociales desde arriba, “el
maestro para estudiar estos asuntos es Gramsci, particularmente en
sus notas sobre la historia italiana” (Womack Jr., 1978, pp. 7-8). El
consejo de Womack fue recogido a punto tal que buena parte de la
literatura especializada recurre a las elaboraciones teóricas y meto-
dológicas que se despliegan en los Cuadernos (Gramsci, 1981a) para
explicar la singularidad de un proceso de formación estatal, que com-
bina de manera inédita esos dos grandes paradigmas oriental y occi-
dental que contribuyó a formular Gramsci y que por caminos propios
han reelaborado autores como Barrington Moore (1976); Hirschman
(1973); Skocpol (1984) y en el campo más estricto del marxismo Perry
Anderson (1979).
En un reciente libro en el que se comentan críticamente las inter-
pretaciones sobre el Estado mexicano y la constitución del poder polí-
tico, Montalvo recurre ampliamente al concepto de revolución pasiva y
de Estado ampliado para mostrar las limitaciones en que incurrieron
aquellas posiciones apegadas a los “abstractos esquemas sociológicos”
que rechazaba Gramsci:

889
José Aricó

Las interpretaciones de la Revolución Mexicana realizadas a partir


de la oposición entre feudalismo y capitalismo, y las que lo analizan
como revolución democrático-burguesa, contraponiendo el porfi-
riato (entendido como dictadura pura), al régimen posrevolucio-
nario (asimilado a la democracia y a la libertad), han encerrado el
debate en torno al carácter de dicha revolución en esquemas que
ella misma rebasa. […] En muchos sentidos la Revolución Mexicana
adquiere aspectos presentes tanto en las revoluciones de oriente
como en las de occidente, y a la vez en las dos vías occidentales. No
puede negarse que la Revolución Mexicana es, durante su primera
etapa, una revolución jacobina, en la que participan con deman-
das radicales amplias masas sociales. Por otra parte también es,
en buena medida, una revolución pasiva o desde arriba, cuando las
élites dirigentes se apropian de ella y sustituyen las modificaciones
radicales por las reformas. De esta manera liquidan a los reductos
radicales que permanecieron activos después de finalizar el movi-
miento armado (Montalvo, 1985, pp. 21, 24-25)17.

Esta complejidad del proceso ya había sido entrevista por los dirigentes
de la Internacional Comunista encargados del trabajo en América Latina
cuando entablaron una violenta polémica al respecto en la conferencia
de los partidos comunistas de la región en 1929. La categoría de revolu-
ción democrático-burguesa, que en las formulaciones de la Comintern
era en realidad una traducción rusa de la experiencia europea del ciclo
abierto por la Revolución Francesa de 1789, resultaba inadecuada para
dar cuenta de la dinámica social mexicana. ¿Pero quién podía negarse
a reconocer en esta ciertos rasgos característicos de la revolución en
oriente? Montalvo recuerda el paralelismo con Rusia que sagazmente
apuntó Octavio Paz y que por más alejado que parezca

[…] ilumina indirectamente las peculiaridades de la situación


mexicana. Como en la Rusia de principios de siglo, el proyecto

17. Remitimos a la amplia reseña que incluye el autor de las distintas corrientes interpretativas de la
Revolución Mexicana y de las características del Estado que a partir de esta se constituye.

890
La cola del diablo

histórico de los intelectuales mexicanos y, asimismo, el de los gru-


pos dirigentes de la burguesía ilustrada, puede condensarse en la
palabra modernización (industria, democracia, técnica, laicismo,
etc.). Como en Rusia, ante la relativa debilidad de la burguesía
nativa, el agente central de la modernización ha sido el Estado.
Por último, como en Rusia, nuestro Estado es el heredero de un
régimen patrimonial: el virreinato novohispano (Paz, 1979, p. 91;
citado por Montalvo, 1985, p. 25)18.

Síntesis entre distintos tipos de procesos de cambio, el mexicano evi-


dencia ser una solución intermedia entre Oriente y Occidente no tanto
por las características de los hechos revolucionarios en sí como por la
forma particular, inclasificable en los modelos existentes, en que se
institucionaliza y conduce a la formación de un Estado ampliado en
el sentido gramsciano; un Estado social prematuro, “sin industrias,

18. El paralelismo entre las situaciones rusa y latinoamericana desde la segunda mitad del siglo pa-
sado ha sido ensayado por varios autores y ofrece muchos elementos de interés, para un estudio más
fundado de las dificultades que encontraron para implantarse las grandes importaciones ideológicas
europeas: el liberalismo, el pensamiento democrático y el marxismo. Indudablemente es Richard M.
Morse quien ha planteado el problema de manera más clara y a nivel propositivo, abriendo un campo
de problemas a explorar: “Se puede elaborar mucho más el contraste entre Rusia e Iberoamérica. En
primer lugar, los rusos tenían el sentimiento de poseer una cultura nacional propia y no europea y
una forma no europea de cristianismo, mientras que las fragmentadas naciones iberoamericanas no
solo compartían la cultura y la religión de una parte ‘atrasada’ de Europa sino que después de la inde-
pendencia durante una generación en muchos casos no pudieron establecer claramente sus límites
geográficos. En segundo lugar, no hubo nada equivalente a la traumática occidentalización de Rusia
por Pedro el Grande en la adición selectiva y dirigida de preceptos de la Ilustración a la cultura política
ibérica que se inició en la época borbónica e impidió enfrentamientos tan dramáticos como los que
se produjeron en Rusia entre occidentalizantes y eslavófilos, o entre burgueses y socialistas, o entre
racionalistas y nihilistas. En tercer lugar, en Iberoamérica no existía el naródnichestvo, la fe en los cam-
pesinos y peones agrícolas que compartían en Rusia [los] naródniki religiosos (como Dostoievski, Tols-
toi y los eslavófilos) o irreligiosos revolucionarios (como Herzen, Bakunin y los naródniki socialistas
de la década del setenta). Mientras que la intelligentsia rusa se sentía culpable ante un pueblo que para
ella representaba el núcleo de la nacionalidad, los pensadores iberoamericanos asumieron la misión
histórica tutelar de ‘incorporar’ a grupos desposeídos de etnicidad distinta a una cultura occidental de
definición algo incierta. El ‘problema’ de indios, afroamericanos y descamisados solo tendría formu-
laciones políticas vigorosas en el siglo XX. Por último, tal como Iberoamérica carecía de la tradición
‘socialista’ que invocaban los naródniki rusos, también su cultura política carecía del elemento autocrá-
tico y embrionariamente totalitario que en el caso ruso pudo conformar en la década del ochenta las
aspiraciones socialistas para producir –fatalmente, según parece visto desde la perspectiva de hoy– el
desenlace de 1917” (Morse, 1982, pp. 129-130). Con relación a este tema y la “producción” de un marxis-
mo latinoamericano por parte de Mariátegui véanse Aricó (1985, pp. 72-91); Faletto (1985, pp. 61-71).

891
José Aricó

con pies de barro, pasto y pezuña” como decía Alberto Methol Ferré
(s.d.) para referirse al Uruguay batllista. Y la “solución” mexicana nos
vuelve a remitir a la eterna querella clasificatoria y a la provisoriedad
de todo juicio que sobre la base de aquellos dos grandes paradigmas
de Oriente y Occidente pretenda incluir, y desde allí explicar, procesos
diferenciados.
Es indudable que por muchas razones no podemos considerar como
“orientales” a las naciones latinoamericanas. Como recordaba Debray,
nos lo impide una serie de determinaciones que él enunciaba del si-
guiente modo:

Un siglo y medio de independencia política, conquistada por las


armas [y este es un elemento de fundamental importancia porque
toda identidad necesita de una “imagen fundamental anclada en
el fondo de su historia anterior”, dice Debray un poco antes]; la
presencia constante o intermitente de los movimientos nacional-
democráticos (que representan precisamente la alianza de la bur-
guesía con las masas populares agrarias) durante todo este período;
el alto grado de organización institucional, ideológica o política de
numerosas burguesías latinoamericanas (la chilena, por ejemplo, o
aun, en un estilo más tradicional, la colombiana). El carácter neta-
mente –y desde largo tiempo atrás– capitalista del desarrollo eco-
nómico, el nivel social y cultural medio […] (Debray, 1975, p. 45).

Independientemente de las precisiones o correcciones que nos merez-


can cada una de estas determinaciones, es evidente que todas ellas apun-
tan al reconocimiento del hecho de que toda la aventura de América se
perfila como la expresión y prolongación de ese gigantesco proyecto de
modernización que se abre en Europa con las guerras religiosas. A su
vez, la conquista violenta de la independencia política profundizó acele-
radamente un proceso de occidentalización de las formas políticas, eco-
nómicas y sociales bajo las que se produjo la construcción de los Estados
nacionales. Y sin embargo, las anomalías del proyecto nos remiten a
determinaciones que resultan oscuras en la teoría y duramente resis-
tentes en la práctica. Más allá de las explicaciones de tipo estructural o

892
La cola del diablo

económico (y las teorías del subdesarrollo o de la dependencia, de inne-


gable raíz marxista, apelan preferentemente a ellas) está el hecho cierto
de un proceso de occidentalización cuyo impulso no estaba vinculado
estrechamente a un desarrollo económico local, sino que era un reflejo
del desarrollo internacional que, como dice Gramsci (s.d.), “manda a la
periferia sus corrientes ideológicas”. En estas condiciones, es lógico que
sea el Estado quien produzca y organice el desarrollo de una sociedad
capitalista a partir de las débiles y gelatinosas clases protomodernas
existentes y de un escaso mercado restringido en su mayor parte a las
ciudades costeras. Se entiende además que la imposición de una forma
organizativa desde la cúspide, revestida de la racionalidad legitimante
de una burocracia (intelectuales) cuya función es precisamente la de
“poner el Estado como un absoluto”, haya encontrado la resistencia y la
oposición de los movimientos populares. El iluminismo proyectivo de
las élites modernizadoras debió enfrentarse a las continuas manifesta-
ciones, por lo general locales y espontáneas, de un anticapitalismo per-
meado por una fuerte identificación con formas tradicionales de socia-
lización y elementos de una cultura de contrarreforma19.
El resultado fue un proceso que, en general, se distingue por aque-
llos rasgos incluidos en el concepto de revolución pasiva, como fórmu-
la que expresa la ausencia aun alveolar de una presencia autónoma de
las masas populares, por una parte, y por la otra, que el desarrollo “se
ha verificado como reacción de las clases dominantes al subversivismo
esporádico, elemental, inorgánico de las masas populares”, a través de
“restauraciones que han acogido una cierta parte de las exigencias de
abajo, por tanto ‘restauraciones progresistas’ o ‘revoluciones-restau-
raciones’ o incluso ‘revoluciones pasivas’” (Gramsci, 1981a, p. 205, t. 4).
Indudablemente, la adopción de Gramsci por el pensamiento social la-
tinoamericano está vinculada al hecho de que las peculiaridades nacio-
nales de los países de nuestra región encuentran en sus sugerencias teó-
ricas, en sus conceptos fundamentales y en su método de indagación la

19. Sobre la voluntad “proyectiva” de las élites occidentalizantes no puede dejar de consultarse el des-
lumbrante análisis que hace Tulio Halperín Donghi (1980). Pero sobre este tema la bibliografía es abun-
dantísima.

893
José Aricó

posibilidad de ser universalizados en un criterio de interpretación más


general, que incluya la singularidad latinoamericana en una tipología
más acorde con la realidad de las formaciones estatales.
En una de sus notas Gramsci se pregunta por las condiciones de
“universalidad” de un principio teórico. Su respuesta insiste en la ne-
cesidad de que él aparezca como una expresión originaria de la reali-
dad concreta a la que se lo incorpora; no puede ser por tanto el punto
de partida de la investigación, sino su punto de conclusión, y para este
caso bien vale la pena recordar la diferencia que Marx establecía entre
método de investigación y método de exposición. Respecto a este pro-
blema metodológico debe siempre regir el principio de que “las ideas
no nacen de otras ideas, que las filosofías no son generadas por otras
filosofías, sino que son expresión siempre renovada del desarrollo his-
tórico real. La unidad de la historia, lo que los idealistas llaman unidad
del espíritu, no es un supuesto sino una continua realización progresi-
va. Igualdad de realidad efectiva determina identidad de pensamiento
y no viceversa” (Gramsci, 1977b). En este principio metodológico es-
tablecido por Gramsci en una de sus notas de Pasado y Presente se han
basado investigadores que reconociendo la importancia que tiene en
su reflexión la categoría de “revolución pasiva” han tratado de aplicarla
a casos nacionales concretos como los de México, Brasil, la Argentina
o Bolivia20.
Se han señalado las limitaciones de categorías usuales a la tradición
marxista-leninista como la de “revolución democrático-burguesa” o de
“liberación nacional” según el modelo jacobino. El supuesto implícito en
ellas es que de no producirse tal revolución no hay posibilidad alguna de

20. Además de las obras sobre Gramsci escritas en América Latina, y que son ya numerosas, hay que
mencionar el libro de Dora Kanoussi y Javier Mena (1985) dedicado específicamente al concepto grams-
ciano. En cuanto a los textos que analizan aspectos de la historia de las naciones latinoamericanas a la luz
de la categoría gramsciana de “revolución pasiva” suman una cantidad tal, que desbordan la posibilidad
de enumerarlos en una nota que solo se propone indicar algunas perspectivas de análisis. Señalo algu-
nos a los que tuve acceso y que aún no he citado: Ansaldi (s.d.); Nogueira (1984); Werneck Vianna (1976);
Zabaleta Mercado (1986); Coutinho (1985, p. 35-55), que fue publicado en español por la revista mexicana
Cuadernos políticos y con algunos cortes en La Ciudad Futura (Coutinho, 1987); los artículos de: Portantiero
(1987); Calderón (1987); Aricó (1987); Ansaldi (1987) y Coutinho (1987) publicados en el Suplemento “Gram-
sci en América Latina” de La Ciudad Futura.

894
La cola del diablo

que en un país dependiente pueda darse un desarrollo capitalista comple-


to. En realidad, el condicionante previo de país “dependiente” convertía
de hecho el razonamiento en tautológico. Puesto que si una determi-
nada posibilidad es excluida al comienzo de una prueba lógica, resulta
por completo natural que desaparezca al final. A partir de estas visiones
ideológicas de la realidad se potenciaba, evidentemente, una perspec-
tiva neopopulista del derrumbe por imposibilidad del capitalismo que
cegaba la capacidad de observar lo que estaba cambiando, las metamor-
fosis concretas del capitalismo realmente existente. El caso del Brasil,
como lo recuerda Coutinho, desmiente esta tradición en cuanto mues-
tra que puede darse una modernización capitalista sin que el latifundio
precapitalista y la dependencia respecto del imperialismo sean obstácu-
los insalvables.

Por una parte, de manera gradual y “desde arriba”, la gran propie-


dad latifundista se ha transformado en una gran empresa agraria
capitalista; por la otra, con la internacionalización del mercado in-
terno, la participación del capital extranjero ha contribuido a refor-
zar la conversión del Brasil en un país industrial moderno, con un
alto índice de urbanización y una estructura social compleja […].
La transformación capitalista se ha producido gracias al acuerdo
entre los estratos de las clases económicamente dominantes, con
exclusión de las fuerzas populares y la utilización permanente de
los aparatos represivos y de intervención económica del Estado. En
este sentido, todas las opciones concretas que debía tomar Brasil,
directa o indirectamente vinculadas a la transición al capitalismo
(desde la independencia política hasta el golpe de 1964, pasando
por la proclamación de la república y la revolución de 1930), en-
contraron una solución “desde arriba”, o sea elitista y antipopular
(Coutinho, 1987, p. 15).

Aunque Coutinho tiende a pensar que la noción leninista de “vía pru-


siana” está en condiciones de constituir una clave interpretativa para
este proceso de transformación desde arriba, no deja de subrayar sin
embargo que los

895
José Aricó

[…] intentos recientes de aplicar al Brasil el concepto de “vía prusiana”


se integran casi siempre con la noción gramsciana de “revolución pasi-
va”. En la medida en que este concepto, así como los demás conceptos
gramscianos, remarca fuertemente el momento superestructural, sobre todo el
momento político, superando así las tendencias economicistas ha resultado
de inestimable utilidad para contribuir a detectar y analizar la vía bra-
sileña al capitalismo, una vía en la que el Estado ha desempeñado a me-
nudo el papel de protagonista principal (Coutinho, 1985/1987, p. 39)21.

De tal modo, y la ejemplificación que ofrece Coutinho es convincente,


el concepto de revolución pasiva muestra ser un valioso criterio de in-
terpretación no solo de la evolución histórica del Brasil, sino también
de todo el proceso de transición del país a la modernidad capitalista. De
las características de esta evolución se derivan algunas consecuencias,

21. El autor incluye a pie de página los nombres de algunos especialistas que en los últimos años anali-
zaron aspectos de la historia del Brasil a la luz de la categoría de “vía prusiana”. Todos ellos, excepto uno,
integran dicha categoría con la gramsciana de “revolución pasiva”. Según Coutinho, esta integración
no ha ocurrido por “casualidad”, sino por la convicción de que la primera resultaba insuficiente para
entender “plenamente” una realidad que requería de la “integración” de la segunda para poder ser afe-
rrada. Tengo la impresión de que esta forma de plantear el problema aplasta la potencialidad analítica
de la categoría gramsciana al reducirla a una suerte de coronamiento superestructural de un modelo fac-
tible de ser aplicado a ciertas realidades latinoamericanas. Existe ya una amplia bibliografía dedicada
a señalar los errores metodológicos y de concepción teórica implícitos en un esquema interpretativo
que enfatizó desmedidamente el grado de desarrollo capitalista en el campo ruso y que tuvo peligrosas
consecuencias políticas tanto antes como después de la Revolución de Octubre. Para el caso de Améri-
ca Latina, la utilización de la categoría leniniana suponía la aceptación del modo de producción como
elemento central y organizador del análisis y la idea de transición al capitalismo como estructurante
de la interpretación histórica de los países. Desde esta perspectiva, la realidad latinoamericana era en
definitiva asimilada a una realidad “clásica”. En contra de esta posición, que sigue contando aún hoy con
fuerte predicamento entre los historiadores marxistas, han surgido otras que intentan demostrar que la
utilización indiscriminada de la categoría de “vía prusiana” para explicar la evolución de la agricultura
en América Latina obstaculizó la posibilidad de hacer historia de este problema, es decir, de reconstruir
el funcionamiento normal de las estructuras agrarias y a partir de esto ofrecer un marco teórico y me-
todológico más adherente a la realidad de las formaciones sociales decimonónicas. Véase, al respecto,
entre otros, el reciente trabajo de Bellingeri y Montalvo (1982, pp. 15-29).
Así planteadas las cosas, y admitiendo que las aventuras y las desventuras de la categoría de “vía pru-
siana” en América Latina resultan de la indebida aplicación de esquemas abstractos a una realidad no
clásica, se ponen claramente en evidencia las virtudes de una categoría como la de revolución pasiva, que
supone un previo reconocimiento del terreno nacional, es decir, un examen exhaustivo y problematiza-
dor de realidades nacionales específicas. Un examen, por lo demás, que como el mismo Coutinho (1986,
p. 169) indica, “está ya haciéndose, y que, en sus mejores resultados, no ha sido ajeno a la inspiración y al
estímulo de Antonio Gramsci”.

896
La cola del diablo

que a su vez reactúan consolidando una dinámica en la que han predo-


minado las formas dictatoriales de dominio a expensas de las formas
hegemónicas y en las que el transformismo constituye una práctica polí-
tica habitual de las clases dominantes. A la luz de estas categorizaciones
gramscianas es posible encarar de manera crítica la problemática del
populismo en la forma específica nacional que tuvo en el Brasil, aun-
que también en las formas históricamente diferenciadas que tuvo en
América Latina este fenómeno tan difícil de aferrar conceptualmente.

Ya hacia fines de los sesenta Pizzorno (1978) advirtió sagazmente la


asincronía entre el debate político-intelectual italiano, y más en general
europeo, y el que se daba en América Latina. En el Postscriptum al texto
de su comunicación al coloquio de Cagliari, y haciendo de algún modo
suyas las conclusiones del debate provocado por la aparición del libro
de Asor Rosa (1973), Scrittori e popolo, reconoció que el problema de la hi-
pótesis nacional-popular estaba clausurado políticamente en Italia. Más
aun, coincidió plenamente con el juicio negativo sobre los efectos del
gramscismo en la política y en la cultura de la izquierda de los años cin-
cuenta, pero no dejaba de preguntarse si en Gramsci no había otra cosa
que la utilizada en los años cincuenta. Aunque el concepto de “nacional-
popular” hubiera sido probablemente dañoso como línea política de la iz-
quierda italiana de la segunda posguerra22 cabía la pregunta de si era un

22. Pero el debate de fines de los sesenta ¿no se fundaba en la hipótesis teórica de una inagotable ca-
pacidad expansiva de la racionalización capitalista que los hechos han desmentido? De hacerse en el
presente, un debate como el provocado por el libro de Asor Rosa (1973) recorrería indudablemente otros
carriles. Asistimos a un redescubrimiento de la nación en el debate cultural europeo de los últimos años,
que está vinculado, como no podía ser de otro modo, a los umbrales críticos en que ha colocado a los
pueblos la expansión planetaria del modelo americano –del “americanismo” diría Gramsci. Si es verdad
que el fenómeno central de las sociedades de posguerra está representado hoy por la crisis del princi-
pio tradicional de autoridad, no es posible dejar de lado al analizar este fenómeno el papel cumplido
por la “progresiva desnacionalización de las fuentes antropológico-culturales”, o dicho de otro modo,
por la cancelación del pasado que provocan la generalización planetaria de la tecnología y la expansión
inaudita de los medios de comunicación de masas. Sería difícil negar que en el presente “la crisis irre-
frenable de los patrimonios culturales recibidos –si no producida, ciertamente acelerada al extremo por

897
José Aricó

concepto útil para comprender cierta fase de los movimientos de masas


en los países periféricos o en vías de desarrollo. “No por nada este con-
cepto es utilizado tan profusamente en América Latina para describir
un tipo de movimientos políticos dentro del cual podemos comprender

los mass-media– se manifiesta del modo más evidente en la relación cada vez más tenue, deshilachada y
el final inconsistente, que todas las civilizaciones y los pueblos de la tierra tienen hoy con el propio pa-
sado […]. De esta cabal ‘muerte del pasado’, de este empobrecimiento de la herencia vital de la tradición,
dan prueba en las cuatro últimas décadas sobre todo las sociedades occidentales” (Della Loggia, 1982, p.
410; citado por Accame, 1983, p. 163).
Frente a los procesos de corporativización y de feudalización de las sociedades que derivan de la naturaleza
propia de la planetarización capitalista, el redescubrimiento del tema de la nación, lejos de ser un anacronis-
mo expresa la necesidad de las comunidades de afrontar, a través de la reconquista de un sentido, un futuro
cargado de interrogantes e incertidumbres. No es por azar, en consecuencia, que sea este un tema que preo-
cupe siempre más a la izquierda socialista. Puesto que si en épocas pasadas la afirmación de una síntesis na-
cional contra los residuos de la fragmentación feudal fue una tarea propia de las monarquías nacionales y des-
pués de la burguesía, la tarea de defender la colectividad contra una reedición moderna de la feudalización del
mundo no puede corresponder a otras fuerzas que a aquellas que apuntan a desarmar, revertir o transformar
este mecanismo de planetarización. “En su lógica posmoderna –anota Accame– la revalorización de la idea
nacional se convierte en fundamento esencial de cualquier programa serio de reforma de las instituciones
democráticas en sentido dinámico y eficientista. Cualquier nueva implantación de ingeniería institucional y
política que se intente introducir para mejorar la tasa de gobernabilidad del sistema sería un mecanismo sin
alma si no estuviera en condiciones de referirse a una colectividad que se ha vuelto consciente de los valores,
del patrimonio histórico-cultural, de la misma trasmisión genética a través de la cual los hombres son llama-
dos a obrar en común y a construir un mañana no estrechamente limitado a la perspectiva de cada individuo o
de grupos de presión intermedios” (Accame, 1983, p. 166).
Una izquierda socialista que aspire a colocarse a la altura de los problemas del presente, no puede ni debe
reexaminar la categoría de nación con la mirada vuelta hacia el pasado, pues sería esta una forma de recaer
en una visión organicista y totalizante que, en realidad, es ajena a su patrimonio de ideas. ¿No es la inercia
de la tradición la que empuja a las masas a la pasividad, al plegamiento molecular, a la inevitabilidad de lo
dado? Reconstruir el concepto de nación exige, por lo tanto, descomponer una tradición sabiendo que esta
tarea es posible porque la propia tradición es heterodoxa y contradictoria en sus componentes y, como nos
lo recordó Mariátegui, “se caracteriza precisamente por su resistencia a dejarse aprehender en una fórmula
hermética”. La tradición tiene siempre un aspecto ideal, fecundo como fermento o impulso de progreso o
superación, y un aspecto empírico que la refleja sin contenerla esencialmente. La tarea de los socialistas, en
consecuencia, no puede ser negarla sino refundarla, encarnando la voluntad de la sociedad de “vivir reno-
vándose y superándose incesantemente”. Esta es la posición que sustenta el autor de los 7 Ensayos (Mariá-
tegui, 1984) en un artículo que siempre es útil recordar: “Heterodoxia de la tradición”. La conclusión que de
aquí extrae permite despejar el equívoco que el pensamiento de derecha proyecta sobre la izquierda, cuan-
do la acusa de renegar o repudiar en bloque a la tradición: “Los verdaderos revolucionarios no proceden
nunca como si la historia empezara con ellos. Saben que representan fuerzas históricas, cuya realidad no les
permite complacerse con la ultraísta ilusión verbal de inaugurar todas las cosas. […] No existe, pues, un con-
flicto real entre el revolucionario y la tradición, sino para los que conciben la tradición como un museo o una
momia. El conflicto es efectivo solo con el tradicionalismo. Los revolucionarios encarnan la voluntad de la
sociedad de no petrificarse en un estadio, de no inmovilizarse en una actitud.
A veces la sociedad pierde esta voluntad creadora paralizada por una sensación de acabamiento o desencanto.
Pero entonces se constata, inexorablemente, su envejecimiento y su decadencia” (Mariátegui, 1984, p. 117, 119).
Pero sobre el tema véase también el artículo que le sigue, “La tradición nacional” (Mariátegui, 1984, pp. 121-123).

898
La cola del diablo

–con todas sus variaciones específicas– el peronismo, el varguismo, el


aprismo y otros” (Pizzorno, 1978, pp. 62-63).
Se ha señalado y con razón que la categoría de nacional-popular tiene
un papel central en el pensamiento de Gramsci en la medida que remite
al problema general de las relaciones entre intelectuales y pueblo y de sus
consecuencias en términos de la constitución de la nación y de la trans-
formación socialista. Se relaciona con el examen que efectúa de la evolu-
ción histórica italiana y la ausencia de una profunda revolución popular
capaz de superar, a través de la formación de una voluntad nacional, un
distanciamiento secular entre élites y pueblo-nación. Si la formación del
Estado moderno en Italia fue el resultado de un proceso de revolución
pasiva es porque la subversión esporádica, elemental, desorganizada de
las masas populares, que ha obligado a las clases dominantes a asumir
en parte sus exigencias, no encontró en las clases subalternas un cauce
organizativo en condiciones de impulsar una iniciativa popular unita-
ria. Y la ausencia de un movimiento político y social que cumpliera esta
finalidad se vincula esencialmente, según el análisis de Gramsci, a la
función cosmopolita desempeñada por los intelectuales italianos, “que
están alejados del pueblo, es decir de la nación, y que en cambio se en-
cuentran ligados a una tradición de casta que nunca ha sido rota por un
fuerte movimiento político nacional-popular desde abajo”. Se entiende
así por qué en la conceptualización gramsciana, el rechazo de la revo-
lución pasiva como “programa” supone una exploración de signo con-
trario: un cuidadoso reconocimiento de carácter nacional que permita
determinar la existencia presente o futura de “una antítesis vigorosa y
que ponga en acción todas sus posibilidades de explicación intransigen-
temente” (Gramsci, 1975b, p. 1.827). Desde este punto de vista se puede
afirmar que el problema de Gramsci, a diferencia de otros marxistas,
fue en definitiva encontrar una teoría que desde un comienzo pudiera
vincularse en la sociedad civil a las fuerzas capaces de llevarla a su reali-
zación. Lo cual explica que sea siempre una misma preocupación la que
vincule todas sus reflexiones y que él haya sido el único en considerarla
como el punto de arranque de la teoría política marxista: ¿Cuándo puede
decirse que existen las condiciones para que pueda suscitarse y desarro-
llarse una voluntad colectiva nacional-popular?

899
José Aricó

Ya en un artículo de 1917, Gramsci recuerda a Kipling (1894/2014), quien


en uno de los relatos del Libro de la selva cuenta cómo a una orden de la
reina Victoria todo el complejo aparato administrativo y militar inglés en
la India se mueve al unísono. Frente a un hindú que se maravilla de esta
perfección organizativa, el inglés le responde: “Porque ustedes no saben
hacer otro tanto, son nuestros súbditos”. Desde ese momento en adelante,
el hilo rojo que recorrerá todo el pensamiento de Gramsci será una sola y
misma preocupación: cómo lograr una organización del mundo popular
subalterno que esté en condiciones de estructurar, no sobre la base de la
fuerza, sino sobre el consenso, una voluntad nacional-popular capaz de
enfrentarse con éxito a la hegemonía de las clases dominantes. La res-
puesta a esta pregunta lo habrá de conducir a un sorprendente –e inédito
en el marxismo– trabajo de reconocimiento de los diferentes estratos de
la historia y de la sociedad italiana, comenzando por el de las clases subal-
ternas, para el que su formación de filólogo y su condición de sardo fueron
tal vez elementos invalorables para que pudiera remontarse luego hasta el
análisis de las formas modernas del Estado.
El realismo esencialmente cultural de Gramsci tenía la virtud, frente
a una concepción de la acción transformadora que exageraba las dimen-
siones economicistas y a la vez híperpoliticistas de colocar el problema
de la nación como el campo necesariamente obligado del proyecto hege-
mónico. De la nación entendida en su significado más amplio: nación
como

[…] historia, cultura, psicología, estratificaciones seculares de ca-


pas, tradiciones intelectual, moral y religiosa, hábitos, costumbres,
lenguaje, formas literarias y civiles; nación como un conjunto in-
separable de componentes dentro de los cuales las fuerzas portan-
tes de la sociedad moderna, el capital y el trabajo, se mueven bus-
cando de dominarlo y hacerlo propio, porque sin el dominio sobre
este conjunto –que es, por lo demás, la historia– no se remonta de
la pura presencia económica a una verdadera hegemonía y a una
plena función política de gobierno (Rosa, 1973, pp. 546-547)23.

23. Aunque sobre el tema conviene leer íntegramente las dos últimas notas del trabajo que citamos (de

900
La cola del diablo

¿Quién podría negar la estrecha vinculación de esta perspectiva de aná-


lisis con la situación de América Latina? Ni una clase dominante autó-
noma, ni un Estado fuerte en condiciones de asumir con la plenitud de
sus atributos la constitución nacional. Esta fue, pero aún no ha dejado
de ser, la condición general de los países latinoamericanos –con todas
sus diferencias específicas– a los que más de siglo y medio de vida in-
dependiente no les ha permitido conquistar su estabilidad política, la
normalización de su vida económica, el enraizamiento profundo en la
conciencia popular de sus instituciones representativas, la moralización
de sus costumbres civiles, la democratización de su espíritu público. El
destino de estos pueblos, su plena realización como comunidad nacio-
nal, continúa siendo como cuando nacieron, un proyecto por realizar;
una esperanza instalada en un horizonte cada vez más incierto frente
a un pasado que parece condenarlos a la inestabilidad. Pero estando así
las cosas y eclipsada la confianza en una solución que se demostró iluso-
ria, porque pretendió resolver en la cúspide lo que la sociedad no estuvo
en condiciones de crear, es lógico que las miradas de quienes se inte-
rrogaban por las razones de una derrota se volvieran sobre aquel que
cincuenta años antes arrancó de las mismas preguntas.
La crisis del compromiso populista no dio lugar a la esperada expan-
sión de movimientos revolucionarios en América Latina sino a una cas-
cada de golpes de Estado que imponen en los países de mayor gravitación
del continente una experiencia de nuevo tipo signada por una violencia
sistemática al servicio de un orden programáticamente autoritario y ex-
cluyente. La destrucción violenta de un tejido cultural históricamente
constituido provocó una modificación sustancial de las condiciones del
trabajo intelectual y una suerte de continentalización de la intelligentsia
que tuvo consecuencias notables sobre el debate político-intelectual en
América del Sur. Como apunta Lechner en una inteligente reconstruc-
ción de los cambios producidos en el campo intelectual de la región, la
dramática alteración de la vida cotidiana que los golpes portaron consi-
go y el exilio interior o exterior en que fue colocada la intelectualidad de
izquierda o aun democrática tuvieron un efecto corrosivo de las viejas

Rosa, 1973, pp. 545-588).

901
José Aricó

certidumbres y una actitud de apertura intelectual que posibilitó una


“nueva densidad del debate basada en un mayor contacto interregional,
una mayor disciplina académica y una mayor responsabilidad política”.
Los golpes militares desmitificaron el espejismo revolucionario e hicie-
ron estallar ese marxismo dogmatizado de los sesenta. “De un modo
cruel y muchas veces traumático acontece una ‘crisis de paradigma’ con
un efecto benéfico empero: la ampliación del horizonte cultural y la con-
frontación con obras antes desdeñadas o ignoradas” (Lechner, 1986, pp.
33-35)24.
Estas son las condiciones materiales y espirituales que ayudan a ex-
plicar la recepción masiva de Gramsci que se produce desde mediados
de los setenta y que no ha dejado de incrementarse no obstante la intro-
ducción de otras lecturas. Precisamente, la crisis de paradigma posibili-
ta ciertos fenómenos de eclecticismo en los que Gramsci va de la mano
de otros pensadores como Weber o Foucault y forma parte de combina-
ciones sincréticas en las que cualquier pretensión de “gramscismo” que-
da invalidada. No obstante todo aquello de sumisión a la moda que estas
operaciones intelectuales arrastran consigo, no deja de ser un fenómeno
beneficioso que se abandone la exégesis o las tentativas de aplicar una
teoría preconstituida y se busque, a través de elementos teóricos que
provienen de distintas matrices, dar cuenta de realidades nacionales
diferenciadas. Porque fue solo a partir del reconocimiento de la com-
plejidad irreductible de esas realidades como pudo crearse un terreno
propicio para la difusión de una perspectiva marxista que tenía la virtud
de colocar el análisis diferenciado de los procesos y el reconocimiento
del terreno nacional como el punto de arranque de sus elaboraciones
teóricas y políticas.
El resultado ha sido un cambio radical en la funcionalidad del mar-
xismo y, más en particular, del uso que se hace de Marx en el debate
intelectual. Y hasta podría hablarse de un proceso de verdadera secula-
rización de una concepción que entre nosotros fue apropiada como un

24. Sobre el mismo tema del descubrimiento de la democracia y la ampliación del pensamiento de la
izquierda véase el exhaustivo análisis que hace Barros (1986, pp. 27-60), y la extensa bibliografía que el
autor comenta.

902
La cola del diablo

referente ideal con la solidez de un dogma incontrovertible. Si en los


años sesenta el pensamiento de Gramsci aparecía en realidad como un
“corrector” del discurso leninista, hoy podríamos afirmar que entra todo
entero en un marxismo en reformulación, en el que están fuertemen-
te cuestionados sus elementos religiosos. Las ideas de Gramsci forman
parte de una propuesta más general de renovación de la cultura política
de la izquierda socialista, que aspira a restituirle su capacidad perdida
de dar cuenta de fenómenos reales de la sociedad y que arranque, por
lo tanto, de las experiencias, tradiciones y luchas concretas de una plu-
ralidad de sujetos para los cuales tienen una significación concreta los
ideales de libertad y de igualdad que defiende el socialismo. Desde esta
perspectiva, que concibe al socialismo como un movimiento interno al
proceso mismo de constitución de los sujetos políticos y que pugna por
llevar a la práctica los valores de autonomía y de autoconstitución que
lo definen como corriente ideal, el marxismo puede seguir cumpliendo
una función propulsiva en la medida que esté en condiciones de poner
permanentemente a prueba sus hipótesis fundamentales. Esta convic-
ción es la que lleva a algunos a caracterizar de “posmarxista” la forma
particular en la que su instrumental analítico y sus elementos teóricos
son utilizados en los debates intelectuales en América del Sur, a diferen-
cia, tal vez, de lo que ocurre en México y en América Central.

Las críticas de Laclau y Nun contra el reduccionismo, o los análisis


históricos sobre el denominado “desencuentro entre América Latina
y Marx” y los avatares del “marxismo latinoamericano”, son una es-
pecie de ajuste de cuentas con los “marxismos” y simultáneamente
intentos de actualizar esa tradición como punto de partida para pensar
la transformación democrática de la sociedad Lechner (1986, p. 34)25.

Y no deja de ser lamentable que todos estos esfuerzos por renovar un


patrimonio ideal, que en su utilización ideológica y política dejó de tener
capacidad proyectiva, hayan quedado reducidos al ámbito intelectual sin

25. El autor se refiere aquí a los siguientes textos: Laclau (1978); Nun (1983); Aricó (1978, 1980); Portantiero
(1982b); Moulián (1983); Franco (1981).

903
José Aricó

encontrar el suficiente eco en los partidos de izquierda. Porque si aun en


tales organizaciones la crítica de las experiencias históricas del socia-
lismo real, y el cuestionamiento de las pretensiones de recomposición
organicista desde la cúspide de un partido, las ha llevado a plantearse
problemas para los cuales tenían respuestas meramente ideológicas –
el de la democracia política, por ejemplo–, sigue siendo una limitación
grave de su accionar político una visión puramente instrumentalista
del Estado y de su relación con la sociedad. Visión, claro está, que sigue
encontrando en el reduccionismo marxista su fuente ideológica de sus-
tentación. La pretensión de mantener unidos democracia y socialismo
supone en la práctica política la lucha por construir un orden social y po-
lítico en el que la conflictualidad permanente de la sociedad encuentre
formas de resolución que favorezcan su democratización sin generar su
ingobernabilidad. La tarea inmediata, entonces, no puede ser otra que

[…] el desarrollo de formas alternativas de cultura, organización y


lucha que pongan en entredicho las normas y las jerarquías insti-
tucionalizadas y, por consiguiente, contribuyan a la formación de
unos sujetos populares dotados de la autonomía y voluntad para
participar plenamente en la vida pública (Barros, 1986, p. 52)26.

Y sin embargo, una izquierda moderna que se rehúse al uso acrítico de


la idea y de la propuesta de participación como un talismán que cura
todos los males, no puede dejar de plantearse el problema de que siendo
la democratización desde abajo una forma eficaz de actividad popular
es o puede ser una amenaza presente o potencial para la estabilidad de las
instituciones democráticas si no se incluye en alguna forma de voluntad
colectiva. Alguien dijo que la crisis de la filosofía de la historia –y que
involucra, sería impropio negarlo, la perspectiva marxista– muestra que
detrás del déficit de consenso activo que hoy preocupa a la democracia

26. En realidad, el autor, en el parágrafo “¿Una alternativa democrática radical a la democracia burgue-
sa?” (Barros, 1986, pp. 50-58) del que tomamos la cita está reseñando la posición de lo que califica “tercera
tendencia intelectual” entre los que incluye a un conjunto de intelectuales de filiación gramsciana, o
en los que es evidente su frecuentación, que tienen en común “el llamamiento a una renovación de la
izquierda”.

904
La cola del diablo

política, existe el problema de una reconstrucción de sentido. En reali-


dad, ningún orden social es posible si la pregunta por el sentido no se
instala de manera explícita o latente en el terreno fértil, pero a la vez pe-
ligroso, de las aspiraciones y de los deseos reprimidos. Pero ponerse de
cara a estos problemas, y no veo cómo el socialismo como ideal y como
movimiento podría eludirlos si quiere ser algo más que un sueño estéril,
es reconocer la pertinencia, también para nosotros, de los grandes te-
mas que se planteó Gramsci trabajando y pensando “para la eternidad”.
Señala con acierto Barros:

De acuerdo con esto, los temas gramscianos de la “reforma inte-


lectual y moral”, la “crítica del sentido común”, la “hegemonía” y la
construcción de una “voluntad nacional-popular” proporcionan la
materia prima para elaborar una alternativa democrática o una de-
mocracia limitada. Aquí la democracia, entendida como la praxis
activa de las clases subalternas, surge como algo inseparable del pro-
ceso de autoconstitución de los sujetos populares históricos y del so-
cialismo concebido como una ampliación y una profundización del
control democrático sobre la existencia social (Barros, 1986, p. 42)27.

27. Sin embargo, este autor critica la forma en que estos temas han sido recuperados por los teóricos.
La crítica del reduccionismo, dice Barros, los ha llevado “a la conversión a una teoría democrática de la
acción, disfrazada de hegemonía, a expensas de una teoría social capaz de iluminar las limitaciones de
la acción social” (Barros, 1986, p. 54). En su opinión se ha recuperado la teología de la emancipación de
Gramsci, pero no su “historicismo absoluto” con la consecuencia de que aquellas cuestiones que resul-
tan esenciales para la apropiación de Gramsci en América Latina “son escamoteadas”. ¿Cuáles son esas
cuestiones? El autor las enuncia así: “¿pueden ser disociados los conceptos de ‘hegemonía’ y ‘voluntad
nacional-popular’ de las condiciones sociohistóricas concretas en las que fueron elaborados? Y, además,
¿se puede adoptar como relativamente inequívoca la afirmación de Gramsci de que la hegemonía solo
puede plantearse con relación a las ‘clases fundamentales’ en las sociedades con bajos niveles de inte-
gración intersectorial, bolsas de producción capitalista intensiva controlada por oligopolios locales y
transnacionales y una clase obrera industrial relativamente pequeña que está sumamente diversificada y
estratificada por las diferencias salariales? Añádanse la fragmentación social y política de las otras clases
sociales, la intensa penetración de las orientaciones consumistas y la concentración y ubicuidad de las
formas de cultura, de masas, y la tarea parecerá imposible de abordar” (Barros, 1986, p. 54). No hay dudas
de que Barros tiene razón en señalar estas cuestiones irresueltas como decisivas para la configuración de
una alternativa democrática socialista en la región, o en algunos de sus países. Pero hay que reconocer
que son precisamente tales cuestiones las que hoy preocupan a teóricos e intelectuales socialistas que
asumen con responsabilidad el hecho de transitar terrenos que no conocen y con instrumentos concep-
tuales que deben ser reformulados.

905
José Aricó

Es alrededor de estos temas que la frecuentación de los textos de


Gramsci, hoy posibles de ser leídos en su entramado original a partir
de la edición en español de los Cuadernos de la cárcel, publicada por Era
(Gramsci; 1981a), demuestra ser fructífera para encarar los complejísi-
mos procesos de democratización de la región y pensar al mismo tiem-
po proyectos alternativos de transformación, en una perspectiva gené-
rica de socialismo. Si la categoría de revolución pasiva había permitido
una caracterización más acertada de los procesos de modernización
capitalista y de las nuevas formas que asumía la “revolución burguesa
en los países dependientes”, según la controvertida fórmula usada por
Femando H. Cardoso en 197328, la categoría de nacional-popular posibi-
litaba, a su vez, ver el mismo fenómeno desde el costado de las llamadas
“clases subalternas” y de los efectos que sobre esta tenía la descompo-
sición y derrumbe del estado de compromiso populista. Es interesante
recordar que esta designación para referirse a las clases populares de
sociedades preindustriales, y que es de estricta raíz gramsciana, entra
en el lenguaje de las ciencias sociales latinoamericanas ya desde los
primeros años sesenta y su uso se generaliza con la expansión de los
estudios dedicados a las culturas populares. Como ha recordado recien-
temente el historiador marxista Eric J. Hobsbawm, quién como ningún
otro contribuyó a hacer conocer las ideas de Gramsci al respecto, desde
este en adelante,

28. Véase Cardoso (1977a, pp. 206-237). La fórmula de Cardoso, próxima a la ya mencionada de Flo-
restan Fernandes, intentaba dar cuenta de una revolución desde arriba, de una revolución pasiva. Se
oponía, por tanto, a la concepción habitual de la izquierda de “una revolución burguesa, democrático-
liberal, que además de incidir sobre el orden social postulaba una transformación del orden político,
creando la democracia liberal, pertenece no al pasado sino a la historia de formaciones sociales que no
se constituyeron de forma analógica en los países de economía dependiente. La expectativa de que la
industrialización y la urbanización abrirían paso a la etapa democrático-burguesa está basada en una
analogía anacrónica e indebida” (Cardoso, 1977a, p. 234). El tema motivó una extensa y, a veces, ríspida
controversia y una notable respuesta de Cardoso, “E pur si muove” (Cardoso, 1977b, pp. 401-413), en la que
insiste en dos afirmaciones centrales de su posición: 1) que existe una posibilidad de dinamismo en las
economías capitalistas dependientes en los países que se están industrializando bajo control del capital
monopólico internacional; 2) que esa forma de industrialización no involucra la realización, en los países
dependientes industriales, de las reformas y tareas históricas que se suelen atribuir a la acción de las
burguesías europeas en la fase de la revolución democrático-industrial. Elementos ambos que, en las
caracterizaciones de Gramsci, fijan las condiciones de una “revolución pasiva”.

906
La cola del diablo

[…] la historia y el estudio del mundo de las clases subalternas se


han convertido en uno de los sectores de la historiografía en más
rápido crecimiento y expansión. Y es un campo cultivado no solo
por marxistas o por [un] considerable número de aquellos que, con
razón, se pueden definir populistas de izquierda, sino también de
historiadores de otras ideologías. […] Hoy sería muy difícil, si no
imposible, discutir de problemas de cultura popular sin aproximar-
nos mayormente a Gramsci, o sin hacer un uso más explícito de
sus ideas, tal como, según Burke, lo han hecho E. P. Thompson y
Raymond Williams (Hobsbawm, 1987, p. 23)29.

El redescubrimiento del mundo de las clases subalternas no solo estimuló


la expansión de toda una nueva corriente en la investigación historiográ-
fica, sino que salió al encuentro de un vía crucis del marxismo en América
Latina derivado de sus limitaciones para expandirse entre las clases po-
pulares. Las consecuencias fueron de decisiva importancia para poder
plantear de un modo nuevo el viejo y complejo problema del populismo
latinoamericano. Y si bien las razones de este cambio de mirada sobre la
sociedad reconocían motivaciones políticas evidentísimas como fueron la
crisis del estado de compromiso populista, la expansión de la Revolución
Cubana bajo la forma de guerrillas rurales y la erosión de la cultura co-
munista, es verdad también que pudo tener efectos positivos en términos
de conocimiento de la realidad porque permitió a la teoría sacudirse el
corsé de escolasticismo que la aprisionaba y recoger las adquisiciones de
la crítica social que tanto fuera como dentro de la perspectiva marxista se
desarrolló en América Latina desde los años veinte.
No es necesario abundar en el hecho de que la categoría de lo na-
cional-popular entró a formar parte del lenguaje político de la región

29. Además, recordemos el ensayo “Para un estudio de las clases subalternas” rico en ideas y en proble-
mas que Hobsbawm escribió en 1962 para la revista italiana Societa y que en español lo reprodujo Pasado
y Presente (Hobsbawm, 1963, pp. 158-167). Pienso que el ensayo de Hobsbawm y la publicación en español
de Rebeldes primitivos (Hobsbawm, 1968), cumplieron entre nosotros un activísimo papel impulsor de los
estudios sobre movimientos sociales. Recuerdo que fue esta preocupación la que nos llevó en la editorial
Siglo XXI, de Argentina, que se acababa de fundar en 1969, a iniciar una amplísima colección de “Historia
de los movimientos sociales”, que luego continuó el mismo sello editorial en España y de la que un entu-
siasta impulsor de estos temas, Enrique Tandeter, fue el alma mater.

907
José Aricó

no por la vía del marxismo, sino por la crítica de este. En realidad, fue
monopolizada de manera casi exclusiva por las corrientes ideológicas
populistas y derivaba de matrices ideológicas y culturales diferenciadas.
Si en el caso del aprismo eran tributarias del marxismo, leído en clave
latinoamericana, en el de otros fenómenos de populismo como el caso
concreto del peronismo, resultaban ajenos a este y más próximos al na-
cionalismo de masas protagonizado por el fascismo mussoliniano de
la primera época. La experiencia peronista es un ejemplo emblemático
de las dificultades que tuvieron las corrientes ideológicas vinculadas al
marxismo para dar cuenta de un fenómeno “original” y al que interpre-
taron remitiéndolo a sus matrices ideológicas. Desde esta perspectiva
el populismo y el nacionalismo popular en general fueron condenados
como formas de falsa conciencia y de manipulación política en lugar de
ser vistos como experiencias autoconstitutivas de los trabajadores y de
otros sectores populistas30.
Después de Rusia, América Latina es la gran patria del populismo.
Fértil en experiencias políticas de este tipo, es también un extensísimo
laboratorio donde se procesan las más variadas teorías sobre procesos
históricos nacionalmente diferenciados, pero a los que una genérica im-
pronta populista los comunica y les otorga rasgos que se suponen co-
munes. Como se ha señalado, la utilización ampliamente generalizada
del término coexiste con una extrema diversidad en la caracterización
e interpretación de lo que el término designaría. En cada momento
puede ser una ideología, un movimiento, un conjunto de partidos o di-
rectamente un régimen político, o también un tipo de acción política
que combina en distintas formas los elementos ideológicos, políticos,
organizativos, y que puede o no transformarse en un régimen políti-
co31. Lo que me interesa destacar es que frente a un esquema interpre-
tativo –generalmente compartido– que hace de ellos fenómenos emer-
gentes en aquellas fases históricas de transición desde una economía

30. Sobre este tema véanse los trabajos: Portantiero (1981, pp. 230-250); De Ípola y Portantiero (1981, pp.
7-18); además de los antes mencionados.
31. Véase sobre el tema del populismo latinoamericano la voz del mismo título que se incluye en el Dic-
cionario de política dirigido por Bobbio y Mateucci (1982, pp. 1.288-1.294), en el que se comentan con cierta
extensión las propuestas teóricas de Ernesto Laclau al respecto. Véase, además, De Ípola (1982).

908
La cola del diablo

predominantemente agrícola a una economía industrial y desde un


sistema político con participación restringida a otro con participación
amplia, han surgido nuevas interpretaciones que replantean la cuestión
y lo hacen desde enfoques que se nutren de una frecuentación estrecha
con el pensamiento de Gramsci. Tal es el caso de los trabajos de Ernesto
Laclau, referidos ya no solo a la caracterización del fenómeno populista,
sino también a la categoría gramsciana de “hegemonía” y a sus refor-
mulaciones como principio estratégico y método lógico de una nueva
concepción de la democracia32.
La resistencia a aceptar la contraposición que el discurso democráti-
co liberal insiste en establecer entre hegemonía y democracia conduce
a profundizar toda la problemática en un sentido que va más allá del
propio Gramsci, pero que se niega sin embargo a quitarle a aquella su es-
pesor teórico y político. La problemática de la hegemonía, en consecuen-
cia, no es incorporada como una doctrina apta para la solución de todos
los problemas de nuestro tiempo, sino como un conjunto de instrumen-
tos metodológicos y estratégicos que “proporcionan las bases teóricas
de un nuevo modo de análisis de lo social” (De Riz y De Ípola, 1985, p.
69). Así considerada, puede contribuir a dar una respuesta positiva a la
pregunta que Liliana De Riz y Emilio de Ípola se plantearon en su in-
tervención en el Seminario de Morelia de 1980, dedicado como ya dije
a poner a prueba la potencialidad crítica de la perspectiva de Gramsci
para el análisis de las alternativas políticas en la región.
¿Es posible una lectura de los procesos políticos latinoamericanos
contemporáneos a la luz de la problemática gramsciana de la hegemo-
nía? Para ambos autores, no solo era posible, sino también necesaria en
la medida en que podía “contribuir a ver mejor nuestros problemas, a
esclarecer el porqué de nuestros muchos fracasos así como también de
nuestros avances, a orientarnos en la elaboración de proyectos de trans-
formación social y de alternativas políticas positivas y viables” (De Riz
y De Ípola, 1985, p. 45). Pero para que esta lectura pudiera abrirse paso
era necesario encarar un vasto trabajo de reconstrucción teórica y polí-
tica que debía poner en cuestión hasta el lugar mismo desde el cual se

32. Se pueden ver, entre otros, Laclau (1978, 1985, pp. 19-44).

909
José Aricó

pensaban los problemas. Porque la incapacidad de los modelos políticos


e intelectuales para dar cuenta de la realidad social concreta no podía ser
atribuida, como casi siempre se hizo, a la sola ceguera de los intelectua-
les, a su condición de intelligentsia que flotaba en el aire. La propia condi-
ción intelectual es también parte integrante de la materialidad concreta
de los procesos de constitución en aquellas sociedades que, respecto a
las de desarrollo capitalista clásico, resultaban ser “más opacas”. Y esta
mayor opacidad denota los inevitables efectos de distanciamiento entre
las condiciones de producción y las de reproducción social que acaban
confiriendo un amplio grado de autonomía a los procesos intelectuales
e ideológicos en general” (De Riz y De Ípola, 1985, p. 60). Esto explica el
papel sobredeterminante de la ideología sobre la práctica intelectual y
política y da cuenta de las raíces propias, diferenciadas, del “cosmopo-
litismo” típico de los intelectuales latinoamericanos. Contra lo que con
tanta virulencia e incomprensión denunciaron las corrientes afines al
nacionalismo cultural, el cosmopolitismo no era tanto un problema de
ideas, ni un fenómeno exclusivo de las urbes portuarias europeizadas;
era, en realidad, un problema de función. Por eso sus críticas eran ex-
teriores y recaían finalmente sobre ellos mismos, porque también ellos
cumplían en la sociedad una función equivalente a la que criticaban en
los otros. El hecho de que frente al iluminismo europeizante de estos
antepusieran un historicismo que tenía en esencia el mismo origen, im-
portaba poco para una sociedad en la que el significado real de las luchas
sociales permanecía extraño al discurso.
Frente a estos obstáculos objetivos con que se enfrenta la producción
intelectual en América Latina, y que como es lógico refuerzan la inor-
ganicidad de las relaciones entre intelectuales y movimientos sociales,
se comprende por qué las condiciones eran extremadamente favorables
para la difusión de un pensamiento que, como el de Gramsci, sostenía
el enriquecimiento y la formulación de una nueva posición de la propia
teoría marxista en el sentido de una teoría de los intelectuales. La cen-
tralidad estratégica de la teoría de la hegemonía, que es el punto donde
se entrecruzan las categorías fundamentales que él construyó en su an-
gustiante viaje en torno de “la formación del espíritu público en Italia”,
involucra necesariamente la centralidad analítica de la cuestión de los

910
La cola del diablo

intelectuales, de la cuestión “política” de los intelectuales. Desentrañar


esta cuestión significa mostrar el modo en el que las clases o grupos do-
minantes organizan toda la trama de las relaciones entre gobernantes y
gobernados para poder dar cuenta luego de las formas particulares del
Estado. Pero es obvio que una operación teórica y política de tal enver-
gadura requiere de un vasto y laborioso trabajo de reconocimiento de la
realidad distinto al que caracterizó a las élites intelectuales de izquierda.
Encarar este proyecto de refundación teórica y política de la izquier-
da socialista supone nutrirse de una tradición distinta, que ya en su pro-
pia génesis estuvo más allá del Octubre ruso y que cuenta en su favor con
la capacidad intrínseca de admitir muchas otras direcciones de pensa-
miento que constituyen la trama del conocimiento del presente. En este
preciso sentido creo que la difusión de las ideas de Gramsci y el tipo de
lectura al que sus escritos están siendo sometidos por las corrientes in-
telectuales más preocupadas por la terrenalidad cultural y política de las
ideas, abre la posibilidad de instalar en el centro de las reflexiones sobre
el mundo contemporáneo “un nuevo modo de análisis de las realidades
sociales latinoamericanas desde el marxismo” (De Riz y De Ípola, 1985, p.
61). Y digo posibilidad para remarcar el hecho de que únicamente pue-
de convertirse en realidad a condición, claro está, de no embalsamar su
pensamiento, de ser capaz de trabajar con él, desde él y más allá de él
para aferrar situaciones que siempre habrán de escapársenos, porque
para lograrlo plenamente es preciso traspasar ese umbral crítico donde
el concepto cede finalmente su lugar a la práctica transformadora.

Se ha señalado, no sin algo de exageración, que el primer contacto de


América Latina con Gramsci ocurrió ya en los años veinte y fue a través
del pensador y revolucionario peruano José Carlos Mariátegui. En senti-
do estricto, las referencias sobre el comunista italiano son tan escasas y
genéricas en los escritos del peruano que de ningún modo permiten ha-
blar de conocimiento directo y mucho menos de contacto personal algu-
no. Frente a los que quisieran poder establecer una relación de filiación

911
José Aricó

directa, bien vale la pena recordar que por esos años Gramsci era casi
un desconocido hasta para los propios italianos. Y si de su figura de di-
rigente y luego de preso político se tenía algún recuerdo, muy pocos po-
dían decir algo de su estatura de teórico y creador intelectual. Más aun,
tengo la impresión de que Mariátegui pudo conocer más de Gramsci a
través de la relectura de su admirado Piero Gobetti una vez de regreso a
Lima, que de sus impresiones de la vida intelectual y política italiana en
los años de su residencia en Europa (1920-1923).
El problema se presenta, sin embargo, porque es posible establecer
un cierto parentesco, y hasta coincidencias sugestivas, entre los discur-
sos de ambos sin que la común remisión al leninismo sea suficiente para
explicar este hecho singular. Y no porque resulte imposible encontrar
en uno y en el otro la impronta de los sucesos de Octubre y las elabo-
raciones teóricas fundamentales de Lenin, sino porque ambos eviden-
cian ser productores de un cierto tipo de marxismo –no reductible al
leninismo– cuya vocación es radicarse en realidades nacionales que se
admiten como específicas, y expresarse en una práctica teórica y polí-
tica diferenciada. A esta motivación fundamental deben ser agregadas
otras, aun de biografías personales y de itinerario intelectual, que apro-
ximan de manera sorprendente a ambas figuras y que las convierten,
entre nosotros, en una suerte de vasos comunicantes en una reflexión
más general sobre las notas distintivas del marxismo latinoamericano.
Una evoca irresistiblemente a la otra, de un modo tal que si en el Perú el
reavivamiento del debate en torno a Mariátegui hizo irrumpir la figura
de Gramsci, en el resto de América Latina, en cambio, es muy posible
que haya sido la difusión del pensamiento del autor de los Cuadernos de
la cárcel (Gramsci, 1981a) la que contribuyera decisivamente a redescubrir
a Mariátegui.
Es un hecho admitido por los investigadores peruanos el vínculo de
retroalimentación que aquí menciono, y que se torna evidente cuando
las diversas corrientes interpretativas del pensamiento de Mariátegui
rompen con el provincianismo con que hasta entonces se lo había consi-
derado y sitúan sus escritos y su evolución intelectual en una vasta pers-
pectiva cultural y política internacional. Su encuentro con el leninismo
y la experiencia del movimiento comunista deja así de tener el valor de

912
La cola del diablo

principio omnicomprensivo que oscurecía la problematicidad intrínse-


ca a sus elaboraciones, y adquieren un relieve particular su experiencia
italiana, la profunda simpatía que mantuvo por Piero Gobetti –“uno de
los espíritus con los cuales siento mayor afinidad”– y la adhesión entu-
siasta y constante a ciertas ideas de George Sorel. Precisamente a aque-
llas que atrajeron a Gramsci y le permitieron concebir el movimiento
socialista como constructor de un bloque histórico capaz de animar una
reforma intelectual y moral de la sociedad. A partir de las coincidencias
que se pueden encontrar entre ellos “resulta siempre provechoso –dice
Guibal– leer y comprender a Mariátegui a partir de enfoques gramscia-
nos al mismo tiempo que el conocimiento del Amauta puede ayudarnos
a percibir mejor la vigencia y la fecundidad de los planteamientos de la
filosofía de la praxis” (Guibal, 1981, pp. 339-350)33.
Lo que no resulta tan evidente, sin embargo, es hasta dónde la pro-
yección latinoamericana de la figura de Mariátegui, con todo lo que esta
conlleva de conocimiento puntual más que de reverenciamiento sacro,
es tributaria de la difusión de Gramsci. No es mi intención negar la gra-
vitación que tuvo para el redescubrimiento de Mariátegui la publicación
de sus obras completas por sus herederos y en particular la labor de
Javier Mariátegui en favor de la creación de una verdadera trama inte-
lectual no solo peruana, sino también continental e internacional, dedi-
cada al estudio de su obra. Ni tampoco la masa impresionante de libros,
folletos y artículos que desde hace varias décadas difunden en el Perú
el pensamiento mariateguiano. Pero tengo la sospecha de que la “insu-
laridad” en que por motivos ideológicos y políticos estuvo encerrada la
figura del Amauta solo pudo ser rota en América Latina –y no en todas
partes; en Brasil es todavía un hecho reciente– merced al efecto erosio-
nante sobre una tradición firmemente constituida que tuvo el conoci-
miento de Gramsci. Ya he señalado en otras partes de este libro las cir-
cunstancias políticas y culturales que facilitaron los procesos de crítica y

33. Ver en especial el anexo “Mariátegui ¿un Gramsci peruano?” (Guibal, 1981). Entre otros varios tes-
timonios que dan cuenta de esta aproximación recuerdo el de Roncagliolo (1980, p. 120): “A nosotros,
peruanos puede interesarnos Gramsci por una razón adicional: piensa y actúa desde, y en, la Italia en que
José Carlos Mariátegui ‘hizo su mejor aprendizaje’. El conocimiento de Gramsci servirá siempre para una
más íntegra comprensión de Mariátegui”.

913
José Aricó

autocrítica del discurso tradicional de la izquierda, pero no deberíamos


olvidar que el ajuste de cuentas con las formas que adquirió el marxismo
en nuestra región se nutrió fundamentalmente de Gramsci y también
de Mariátegui para llevar adelante una tentativa de actualización.
En este sentido, y como un caso verdaderamente ilustrativo, no pue-
do dejar de recordar los trabajos pioneros de Robert Paris. En el prefacio
a la edición en español de su libro sobre Mariátegui rememora breve-
mente la historia de esa obra; una historia, en verdad, que lleva consigo
las marcas evidentes del vínculo intelectual entre ambos pensadores que
no puede dejar de establecer quien pretenda reconstruir la formación
intelectual y moral del peruano.

Se trata –decía Paris en 1980– de un texto que tiene ya más de diez


años […]. Originariamente –esto era en abril de 1964– se trataba de
llevar adelante una investigación bastante limitada […] sobre la ex-
periencia italiana de José Carlos Mariátegui. En esa época trabaja-
ba sobre Gramsci con vistas a una tesis, había publicado un libro
sobre la historia del fascismo en Italia y diversos artículos sobre
Gramsci, el marxismo y otras cuestiones de este tenor, y pertenecía
al comité de redacción de una revista –Partisans– que acababa de
publicar la primera traducción francesa de un texto de Mariátegui
[…]. Ruggiero Romano –de quien jamás se recalcará suficientemen-
te cuánto ha hecho por el conocimiento de Mariátegui en Francia
y en Italia– no tuvo demasiado trabajo en convencerme acerca del
interés de ese proyecto de investigación, que muy rápidamente se
reveló extremadamente atractivo y que me condujo no solo a des-
bordar el marco del proyecto inicial y a ampliar mis investigacio-
nes al conjunto de la obra de Mariátegui, sino también, guiado por
este último, a embarcarme en otros estudios sobre América Latina.
Dicho rápidamente, terminé por abandonar mi tesis sobre Gramsci
y, el 21 de abril de 1970, defendí una tesis en historia titulada La
formación ideológica de José Carlos Mariátegui. Esta es la tesis que aquí
presento (Paris, 1981, p. 7)34.

34. Sobre la vinculación entre Mariátegui y Gramsci a través de Piero Gobetti –ese croceano de izquierda

914
La cola del diablo

Los trabajos de Paris marcaron una perspectiva de búsqueda que fue se-
guida por un conjunto de investigadores y ensayistas latinoamericanos,
de filiación gramsciana o asiduos lectores de sus escritos, y que constitu-
yeron un verdadero centro de irradiación a toda la región de las ideas del
autor de los 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana (Mariátegui,
1984). Y no fue por azar que desde ese sitio privilegiado del exilio in-
telectual en que se convirtió México desde los años setenta se pudiera
organizar en Culiacán, con el Auspicio de la Universidad Autónoma de
Sinaloa, el primer Coloquio internacional sobre “Mariátegui y la revolu-
ción latinoamericana” en abril de 1980.
Falta aún esa obra amplia y medulosa que encare la reconstrucción de
lo que no puedo menos que considerar “el encuentro afortunado” en la
posteridad de dos pensadores que en su tiempo no llegaron a conocerse,
aunque Mariátegui supiera de la existencia de Gramsci, y que presentan
para nosotros paralelismos y coincidencias deslumbrantes. Pero ahora,
a diferencia de lo que ocurría en los años sesenta, los materiales nece-
sarios están allí, al alcance de la mano de quien se proponga hacerlo35.
Tengo la convicción de que un estudio semejante arrojaría muchas lu-
ces ya no solo sobre el perfil político e intelectual de ambos, sino tam-
bién –lo cual es todavía más importante– sobre la naturaleza propia y
las notas distintivas de un marxismo latinoamericano cuya producción
constituyó el proyecto que su muerte prematura impidió a Mariátegui
consumar.

en filosofía y en política, el teórico de la revolución liberal y el mílite de L’Ordine Nuovo, como lo bautizó el
peruano– véase específicamente el capítulo VI (Paris, 1981, pp. 154-175). Esta aproximación ya había sido
planteada años antes por el propio Paris (1966, pp. 194-200).
35. Indudablemente el trabajo fundamental sigue siendo el ensayo de Robert Paris presentado como
ponencia en el Coloquio de Culiacán y publicado luego como artículo en Socialismo y Participación (Paris,
1983, pp. 31-54). El autor, según sus palabras, intenta allí “aplicar –e incidentalmente verificar– la catego-
ría gramsciana de ‘traductibilidad’, a fin de desarrollar, a través de un estudio de caso, lo que designamos
como una aproximación contrastante”. Precisamente porque está instalado en el terreno hermenéutico
que posibilita establecer las condiciones de un procedimiento de comparación o más bien, de contras-
tación, este trabajo de Paris debería ser el punto de arranque para una elaboración del tema. Con pers-
pectivas diferentes y más bien de modo enunciativo, el problema ha sido planteado también en otros
trabajos de los que enumeramos algunos: Lévano (1969, pp. 66-68); Núñez (1978, pp. 26-29); Delogu (1973,
pp. IX-LXXII); Aricó (1978, pp. XII-LVI); Melis (1967/1978, pp. 201-225); Bonilla (1979, pp. 4-5); Ibáñez (s.d.,
pp. 35-46); López (s.d., pp. 18-19, 24). A los cuales habría que añadir los de Guibal, Roncagliolo y Paris
mencionados en las citas anteriores.

915
José Aricó

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920
Prólogo a Instituciones e ideologías en la
independencia hispanoamericana*

I.

Los ensayos reunidos por Alberto Filippi en el presente volumen,


aunque fueron escritos en diferentes momentos y con finalidades
distintas, mantienen una sorprendente unidad de contenido. Dan
cuenta, evidentemente, de la presencia en el autor de una orientación
de búsqueda de prolongada continuidad alrededor de la dilucidación
de ciertos núcleos problemáticos vinculados a la identidad latinoa-
mericana. Es posible que al leer estos trabajos, que solo representan
una pequeña porción de su amplio recorrido por el tema, alguien se
sorprenda al enterarse de que se trata de un italiano de nacimiento
y yo diría de formación cultural. ¿Dónde buscar las raíces de tamaña
dedicación a problemas y a perspectivas de análisis que pueblan de
un modo tan obsesivo las preocupaciones de los estudiosos de estas
tierras? ¿Cuál puede ser el origen de una coparticipación afectiva que
hace de él un latinoamericano cabal no tanto por la frecuentación
de una temática como por la mirada desde la cual esta se aborda? Si
de algún modo por una historia común, pero también por una sen-
sibilidad y un talante que nos son propios, nos reconocemos en un
área cultural que nos distingue de los demás y que nos hace sentir

* Extraído de Aricó, J. (1988). Prólogo. En A. Filippi, Instituciones e ideologías en la independencia


hispanoamericana. Buenos Aires: Alianza.

921
José Aricó

parte de una civilización singular, del “otro Nuevo Mundo” al decir


de Braudel, es innegable la presencia en estos ensayos de una mirada
que también es la nuestra.
Sucede que con Filippi estamos ante la viviente manifestación de la
productividad teórica implícita potencialmente en todo cruce de culturas.
Aunque nacido en Italia, desde niño vivió en Venezuela, país en el que se
formó intelectualmente y en el que inició sus actividades de investigación y
de docencia. Italiano en América y americano en Italia, Filippi enseña en la
antigua Universidad de Camerino una disciplina nueva en la península y de
profunda renovación entre nosotros: “Historia e Instituciones de América
Latina”, centrada en el análisis de las estructuras institucionales latinoame-
ricanas y los problemas de asimetría y de asincronía que estas plantean res-
pecto de sus congéneres europeas. En 1985 obtuvo un pleno reconocimiento
por sus trabajos dedicados al análisis de las interpretaciones europeas sobre
la figura de Bolívar –especialmente en la historiografía y en la política de
la época fascista– otorgado por los gobiernos de América Latina y de Italia
representados en el Instituto Italo-Latinoamericano de Roma. Un año des-
pués, por encargo del gobierno de Venezuela y del Comité Ejecutivo del
Bicentenario de Simón Bolívar publica un volumen que recoge los resulta-
dos de una infatigable investigación realizada en archivos y bibliotecas de
numerosos países europeos: Bolívar y Europa, en las crónicas, el pensamiento
político y la historiografía. Vol. I Siglo XIX (Filippi, 1986).
Esta obra monumental a la que el autor presenta como la puesta en
práctica de una operación de arqueología histórica y teórica fundada en
el análisis crítico comparado de los textos de la cultura y de la ideología
política es indicativa de su orientación de trabajo fundamental. Y tam-
bién de sus supuestos, porque Filippi intuye, y creo que sus análisis lo
demuestran, que es posible verificar en dichos textos las grandes líneas
de una ideología de la historia y de una filosofía política fuertemente
reductiva y negativa de la singularidad de la historia latinoamericana.
Como señala en un ensayo que afortunadamente encontró cabida en el
volumen que hoy presentamos,

[…] la degradación de la visión ideológica de las historias extraeu-


ropeas, que coincide con el gigantesco proceso histórico que

922
Prólogo a Instituciones e ideologías en la independencia hispanoamericana

partiendo de la reafirmación del antiguo régimen culmina con la


expansión […] del imperialismo europeo, se funda en el presupues-
to de que el único modelo de futuras experiencias (políticas, eco-
nómicas, culturales, etc.) para todas las naciones extraeuropeas es
el modelo céntrico-occidental. Desde esta perspectiva las otras his-
torias, para poder llegar a considerarlas como tales, estaban feliz-
mente condenadas a repetir ab imis el entero itinerario occidental
originario; todo lo cual habría además demostrado cómo las leyes
rectoras del sistema en expansión eran, como se predicaba, tanto
universales como ineluctables” (Filippi, 1987, pp. 137-138)1.

Y cuando resultó evidente para todos que la historia del mundo no eu-
ropeo se distanciaba de los modelos originarios que el centro del desa-
rrollo internacional proyectaba a la periferia a través de sus corrientes
ideológicas, esta ideología intervino con todo su instrumental analítico
y conceptual para explicar las causas por los efectos. De este modo, las

[…] sofisticadas e inagotables elaboraciones teóricas sobre el cesa-


rismo, la autocracia, la “anarquía de las masas”, el “gendarme nece-
sario”, la “oligarquía selecta” […] nos trataron de convencer, con
rara desenvoltura, que esas teorías eran lo propio, lo peculiar de
América, lo congenial y hasta sustancial al homus politicus latinoa-
mericano (Filippi,1987, p. 138).

Es verdad que estas interpretaciones modernas de la historia latinoa-


mericana como “desvíos” de modelos originarios aceptados como uni-
versales se remontan a posiciones hegelianas y marxistas, a las que las
elaboraciones teóricas posteriores del positivismo o del historicismo
no hicieron sino acentuar y, en muchos, casos radicalizar. Sin embar-
go, el análisis de las fuentes documentales europeas sobre la figura de
Bolívar y sobre el “bolivarismo” lleva a Filippi a precisar que aquellas

1. El ensayo está publicado en esa recopilación como capítulo V: “Las interpretaciones europeas (“cesa-
ristas” y “fascistas”) de Bolívar como elaboraciones historiográficas y de teoría política sobre Venezuela
y América Latina”.

923
José Aricó

interpretaciones tienen un origen aún más antiguo y que se pueden


situar en la época de la Restauración. Es en ese momento que se gene-
ralizan en Europa algunas visiones del bolivarismo destinadas a tener
un peso decisivo en todas las interpretaciones posteriores. La “ideo-
logía europea” sobre el mundo periférico, y sobre Hispanoamérica en
particular, se constituye en esa época con tal fuerza emblemática que
dominará en adelante la precepción que Europa tuvo de los procesos
políticos generados por las guerras de Independencia. Y en tal sentido,
el fenómeno del bolivarismo y las interpretaciones que de él se hicie-
ron, constituyen simplemente un capítulo más de una concepción que,
bajo el peso de la reacción antiiluminista y antiromántica, habrá de
colocar desde la Restauración en adelante un signo negativo sobre el
mundo americano.

II.

Para desmontar esta “ideología europea” el autor ha encarado un tra-


bajo de indagación crítica en una doble perspectiva cuyos resultados
habrán de cristalizar en dos obras de vasto aliento. La primera fue la
publicación, ya a comienzos de los ochenta, de su libro sobre la teoría y la
historia del “subdesarrollo” latinoamericano en dos gruesos volúmenes
(Filippi, 1981). Cruzando los discursos de las teorizaciones más signifi-
cativas sobre el tema producidas por latinoamericanos (que incorpora
en el Vol. II) con las suyas propias que ocupan todo el primer volumen,
Filippi se propuso demostrar la imposibilidad de reducir el debate teó-
rico sobre la historia de la región dentro de las claves interpretativas de-
ducidas o impuestas por abstractas y arbitrarias filiaciones a conceptos
tales como feudalismo y desarrollo económico, etcétera. Y no porque
frente a tales conceptos hayan sido elaborados, o puedan serlo, otros dis-
tintos, que den cuenta de mejor manera de las peculiaridades propias
de una dinámica irreductible a los modelos teóricos eurocéntricos, sino
porque siendo imposible eludirlos solo deben ser utilizados reteniendo
una distancia crítica que al mismo tiempo los problematice. Y al decir
esto no puedo dejar de recordar una frase de Marx cuando citaba –creo

924
Prólogo a Instituciones e ideologías en la independencia hispanoamericana

que a Ruge– que no es suficiente que el concepto se aproxime a la reali-


dad, sino que es preciso también que la propia realidad se aproxime al
concepto2.
No se trata entonces de ceder ante la requisitoria de aquellas co-
rrientes de corte nacionalista que al tildar de europeizante todo tipo
de conceptualización que cuestione las formas autoritarias de gestión
de poder, lo hacen exhumando las más recalcitrantes de las teorías re-
accionarias… europeas. En realidad, el problema consiste en asumir la
paradoja que significa plantear nuestra autonomía cultural y teórica re-
conociendo al mismo tiempo que por tradición histórica e idiomática
somos un resultado de la centralidad de la cultura europea en un mundo
sometido a un contradictorio proceso de modernización. Y la parado-
ja es posible porque en la propia Europa, en su movimiento de devenir
mundo, se han generado en su propio interior todas aquellas tenden-
cias, corrientes e ideologías del antieuropeísmo que forman parte orgá-
nica de su propia constitución. En este sentido no dejaba de tener razón
José Carlos Mariátegui al rechazar el mote de europeizante, y por tanto
de “ajeno a los hechos y las cuestiones de mi país”, que le endilgaban
algunos intelectuales peruanos, y al admitir que sin la ciencia y el pensa-
miento europeo “no hay salvación para toda Indoamérica”. Con lo cual
no se vedaba a sí mismo el reconocimiento de las peculiaridades propias
de una realidad a la que, como muy pocos en su momento, contribuyó a
conocer y comprender. Simplemente aceptaba de hecho, sin tematizar
el asunto, que a diferencia de las demás culturas, la europea podía ser
al mismo tiempo antieuropea, podía asumir de manera tan radical su
autocrítica que al tiempo que imponía principios universales contribuía
implacablemente a erosionarlos.
Creo reconocer en el examen particularizado, minucioso, fatigosa-
mente exhaustivo de la formación histórica del subdesarrollo latinoa-
mericano a la luz de las teorías a que dio lugar, que efectúa Filippi en
una obra que valdría la pena leer en español, un eco de esa capacidad

2. En un sentido próximo al de Marx, recuerdo la reflexión de T. W. Adorno: “Lo urgente para el concepto
es aquello a lo que no llega, lo que el mecanismo de abstracción elimina, lo que no es de antemano un
caso de concepto”.

925
José Aricó

autocrítica de la cultura europea. Eco que se torna más evidente en el


capítulo V (Filippi, 1988) dedicado al análisis de los factores y de las tipo-
logías a determinar en el abordaje de la transformación de las formacio-
nes político-económico-sociales de la región. Aunque el autor destaca el
nivel introductorio y de corte teórico en el que intenta colocar su trabajo,
resultan valiosos los elementos de reflexión crítica sobre las peculiari-
dades de la relación entre determinaciones históricas y modelos de ca-
tegorías económicas en las formaciones subdesarrolladas en general y
americanas en particular.
Dicho análisis le permite arribar a una conclusión que hoy por hoy es
compartida por el pensamiento social latinoamericano. Según esta, es
verdad que las formaciones económico-institucionales latinoamerica-
nas modernas fueron el resultado de un lento y heteróclito proceso vin-
culado íntimamente a la expansión de la revolución industrial y de las
sucesivas transformaciones económico-institucionales del capitalismo
occidental. Sin embargo, no por dicha razón las transformaciones en las
periferias reprodujeron de manera mecánica o determinista las caracte-
rísticas propias de los procesos en los países centrales. No es posible por
tanto suponer o avalar una hipotética “continuidad lineal –o unilineal–
progresiva de los movimientos históricos”; por lo contrario, el camino
“americano”, aun incorporando todos los factores que de algún modo
estuvieron presentes en los países centrales, se ha manifestado desde el
principio como “un proceso de desarrollo desigual y multilineal, de larga
duración, dominado por vastas relaciones de asimetría, discontinuidad
y asincronía entre los distintos factores económico-sociales y político-
institucionales, culturales, etc., que componen la estructura” (Filippi,
1981, pp. XXII-XXIII). Esta característica propia distingue al proceso
histórico americano de lo ocurrido con las formaciones características
de los modelos europeos clásicos.
La pregunta que no puede dejar de plantearse, a partir del reconoci-
miento de la existencia de un exuberante mundo de casos “particulares”
o “anómalos”, puesto que lo que ocurre con América Latina se reproduce
con sus diferencias en todo el mundo no europeo o, más bien, no eu-
ropeo occidental, se refiere a la “clasicidad” de tales modelos europeos.
Más aún cuando con ese término se pretendió, y por largos años se

926
Prólogo a Instituciones e ideologías en la independencia hispanoamericana

logró, hacer de algunos modelos europeos un único modelo universal.


Clásicos, típicos y universales eran acepciones distintas de un mismo
modo de considerar el proceso histórico. Pero cuando los criterios para
analizar los procesos históricos concretos de industrialización, para po-
ner un ejemplo, son extraídos de dos o tres modelos a los que se consi-
deran como “clásicos”, tales criterios tienen solo una validez formal y
acaban excluyendo la multivariedad de lo que realmente sucedió o está
sucediendo, es decir, la historia real. Pero si en los procesos históricos no
puede haber ninguna dirección ni por tanto resultados previsibles, sino
apenas un campo más o menos contorneado de alternativas posibles,
el estudio de las diversidades nacionales, y esto vale también para un
análisis que sin los suficientes recaudos pretenda generalizar una situa-
ción regional, presupone necesariamente sistemas de transformaciones
diferenciados que deben ser estudiados en lo que tienen de particular.
La aceptación de este criterio conlleva necesariamente erosionar la
creencia en la posibilidad de extender a todos los países latinoamerica-
nos situaciones no generalizables. Lo cual, como resulta obvio, pone en
cuestión la validez indiscutida del propio concepto de “América Latina”
con todos sus derivados. No porque haya dejado de existir una realidad
abarcable con tal concepto, sino porque este es, en efecto, más que un
concepto, un problema.

III.

La conclusión a la que Filippi (1988) arriba en el capítulo V de su libro


debió plantearle, sin duda, la necesidad de orientar sus futuros trabajos
en una perspectiva menos exclusivamente teórica que histórica-recons-
tructiva. Porque si se admite que la evolución de las formaciones lati-
noamericanas está atravesada por procesos de fracturas históricas que
se manifiestan en relaciones asimétricas y asincrónicas entre econo-
mías e instituciones, la complejidad de las conexiones reciprocas entre
las distintas instancias de tales formaciones consideradas es su propia
especificidad supone el privilegiamiento de un análisis diferenciado de
cada una de ellas en el marco de un estricto “reconocimiento nacional”,

927
José Aricó

para utilizar un término de filiación gramsciana y vinculado a una pro-


blemática aproximable a la que habita en Filippi. Si por aquella fecha
todavía era una tentativa por encarar la elaboración de una “arqueolo-
gía histórica-teorética” de las nuevas configuraciones estatales –como
define el autor a esta tarea reconstructiva– pienso que es precisamente
en esta segunda perspectiva donde hay que situar los ensayos reunidos
en el presente libro. Sumados a su Bolívar y Europa (Filippi, 1986), del
que son, en realidad, desprendimientos y ampliaciones, constituyen
sin duda un resultado provisional de una labor de investigación cuyas
implicaciones ya no resultan solamente teóricas sino también, y funda-
mentalmente, históricas.
No creo que corresponda dar cuenta en estas notas introductorias
de los resultados de su puesta en práctica de las hipótesis y de las ela-
boraciones presentadas en aquella obra de 1981 que acabo de comentar.
El lector tendrá la posibilidad de hacerlo por sí mismo y tal vez el libro
encuentre entre nosotros la respuesta crítica o favorable que la temática
encarada por Filippi está reclamando. Yo simplemente quisiera agregar
dos consideraciones referidas ambas al significado que puede adquirir
en el debate intelectual latinoamericano; un debate, claro está, que se
vincula a las oportunidades que tiene la democracia para consolidarse
como régimen político en la región.
En primer lugar, pienso que no haríamos justicia a la razón de ser de
la orientación de búsqueda del trabajo de Filippi como investigador si no
pusiéramos claramente de manifiesto la preocupación que lo guía por
ubicar a su indagación crítica como un momento interior y no exterior
a un movimiento de transformación. De esta preocupación da pruebas
su militancia en la izquierda italiana, su estrecha vinculación con las
corrientes democráticas y socialistas de su segunda patria, Venezuela,
la pasión y el espíritu de iniciativa con que lleva adelante en Italia una
función autoimpuesta de animador de todas aquellas iniciativas que
puedan contribuir a un mejor conocimiento y a una mayor compren-
sión de las características y problemas de nuestra región en Europa e
Italia. Muchas veces, ¿por qué no decirlo?, chocando con menosprecios
que dificultan la labor de una pléyade, no tan extendida como califica-
da, de latinoamericanistas italianos colocados en su propio país en la

928
Prólogo a Instituciones e ideologías en la independencia hispanoamericana

situación de embajadores in partibus infidelium. Aunque hay que recono-


cer, y este es un mérito de su esforzada labor, que allí también las cosas
están cambiando.
Esta preocupación por una búsqueda en la que la politicidad opere
como factor corrosivo de las ideologías que tiñen la problemática eco-
nómica e institucional latinoamericana, sin por ello desplazar una cons-
trucción teóricamente aceptable de tal problemática, se evidencia con
nitidez en las conclusiones que el autor extrae de su investigación li-
minar. Al prologar su libro sobre la teoría y la historia del subdesarrollo
latinoamericano, Filippi se encarga de subrayar el tipo de relación que
cree poder establecer entre reconstrucción histórico-teórica y política
de transformación. Y concluye:

Si las condiciones históricas que constituyen esta realidad que has-


ta ahora se ha dado en llamar “subdesarrollo” permanecen –y en los
umbrales del siglo XXI no se vislumbra su ocaso– será por tanto ne-
cesario para hacer cesar sus causas lograr individualizar su exacta,
poliédrica y específica dimensión. Pero para poder hacer esto debe-
mos reconocer que la ratio que puede comprenderlas –y por tanto
también la praxis que podrá removerlas, por cuanto el cómo hacer
político es en realidad el verdadero experimentum crucis– no puede ni
podrá nunca emerger de la unilateralidad de una teoría cualquie-
ra (por más verificable o falseable que esta sea) o de la pretendida
exclusividad de una ciencia cualquiera (por más dominante o im-
puesta que esta sea) que condenen a todas las demás al anatema o
a la intolerancia del silencio; en realidad, al proceder de este modo
se celebra no ya la autonomía del propio saber, sino que se perpetúa
la autosuficiencia de la propia ignorancia, tornando vana la entera
exigencia de racionalidad emancipadora (Filippi, 1981, pp. XXV).

Al arrancar de esta doble preocupación teórica y política para indagar


las condiciones históricas y las modalidades propias en que se consti-
tuyeron nuestras realidades, Filippi estaba obligado a someter a una
crítica radical no solo algunos presupuestos teóricos y metodológicos
del pensamiento liberal-democrático sobre los que se estructuraron las

929
José Aricó

concepciones del pasado siglo en torno al “porvenir” de las democracias


latinas. Debía también, y yo diría que fundamentalmente, destinar una
parte significativa de su trabajo al examen de las limitaciones teóricas
de aquella concepción que, por afinidad personal y por la importancia
que ella tuvo en la conformación de un pensamiento de izquierda en
América Latina, constituye aún hoy el núcleo sólido que cualquier teo-
ría revolucionaria. Y aunque podamos admitir que la certeza sobre la
verdad científica de tal núcleo comienza a erosionarse, no deberíamos
ocultar el hecho de que sigue nutriendo el “cómo hacer” político de la
izquierda. Me refiero, como es obvio, a la concepción teórica que Marx y
sus discípulos elaboraron para la comprensión de las sociedades capita-
listas y precapitalistas contemporáneas de aquellas.
A esta finalidad se debe la inclusión de uno de los ensayos más im-
portantes de la recopilación, dedicado a rastrear la visión sobre “las
Américas” que, de manera explícita e implícita está presente en la con-
cepción de Marx. Como se sabe, el tema viene provocando, desde inicios
de los ochenta, una indagación crítica y polémica que aún está lejos de
agotarse. Filippi interviene en el debate ampliando de manera inteli-
gente el corpus teórico marxiano colocado bajo examen, incorporando al
mismo tiempo a esa otra América, la de los Estados Unidos, sin la cual la
problemática quedaba de algún modo trunca. Acaso sea este el mayor de
los méritos de un ensayo destinado a estimular nuevas, aunque pienso
que no muy distintas, hipótesis de trabajo. Porque al comparar, o mejor
dicho, al contrastar dos realidades cuya futura evolución las mostrará
cada vez más divergentes, el autor está en condiciones de iluminar as-
pectos que habían quedado oscuros en el debate, utilizando a tal efecto
el procedimiento de contrastar con agudeza las visiones sobre el Nuevo
Mundo de Marx y de Tocqueville, diferentes sí, pero en modo alguno
contradictorias.
La doble y divergente evolución histórica de las Américas, por cuyas
razones seguiremos interrogándonos por largo tiempo, constituye una
rotunda demostración de hasta qué punto la duda de Marx sobre las po-
sibilidades del socialismo –de su proyecto de socialismo “europeo”, bien
dice Filippi– mientras el movimiento de la sociedad burguesa siga en as-
censo resulta estar paradójicamente fundada. Y el problema del sentido

930
Prólogo a Instituciones e ideologías en la independencia hispanoamericana

y de la posibilidad de la transformación queda abierto. Los ensayos que


hoy reunimos en un volumen aparte y que ofrecemos a lectores que tal
vez compartan con el autor una misma inquietud por un futuro incierto
tienen, vuelvo a decirlo, el mérito de obligarnos a repensar el problema de
nuestro orígenes como naciones independientes, cuestionando un uni-
verso de ideas y de concepciones cuya esterilidad práctica se ha puesto
en evidencia. Y nos debería alegrar que este efecto de conocimiento y de
comprensión se lo debamos a un latinoamericano por voluntad propia.

Bibliografía

Filippi, A. (1981). Teoria e storia del “sottosviluppo” latinoamericano, Vol. 1


y 2. Nápoles: Jovene.
Filippi, A. (1986). 1986 Bolívar y Europa, en las crónicas, el pensamiento
político y la historiografía, Vol. 1: Siglo XIX. Caracas: s.d.
Filippi, A. (1987). El libertador en la historia italiana. Ilustración,
Risorgimento, Fascismo, Vol. 85. Caracas: Biblioteca de la Academia
Nacional de la Historia.
Filippi. A. (1988). Las interpretaciones europeas (“cesaristas” y “fascis-
tas”) de Bolívar como elaboraciones historiográficas y de teoría política
sobre Venezuela y América Latina. En A. Filippi, Instituciones e ideologías
en la independencia hispanoamericana, Cap. V. Buenos Aires: Alianza.

931
Guevara y las tradiciones latinoamericanas*

En estos encuentros se suele agradecer a las instituciones que se hicie-


ron cargo de la organización. Mi agradecimiento, de todas maneras, es
particular: yo vengo de un país en el cual la muerte del Che y el aniver-
sario de su asesinato han sido recordados por la prensa, pero donde no
ha tenido lugar ningún encuentro de este tipo. Nosotros, los argentinos,
tenemos con Italia una relación particular, dado que somos italianos “de
segunda”, porque somos hijos de los italianos que han desembarcado
en nuestro país. Me parece, entonces, reconfortante y significativo que
en Italia haya habido una serie de encuentros como este, cosa que no
ha pasado en el país donde el Che Guevara nació. Y este es un problema
que vale la pena analizar, que marca la diferencia y la distancia que no
se pueden ignorar si se quiere analizar de modo crítico y autocrítico una
reflexión sobre el significado del Che como figura política, figura moral
y figura de revolucionario. Creo que las consideraciones que voy a expo-
ner no están en condición de expresar plenamente el título de la inter-
vención: “Guevara y las tradiciones políticas latinoamericanas”. Temo
que no estoy en condición de explicarlo, también porque soy argentino
y cuando se habla de tradición latinoamericana nosotros, argentinos,
no logramos que nos entiendan plenamente los europeos, que hacen

*
Extraído de Aricó, J. (1989, enero-junio). Guevara e le tradizione latinoamericane. Latinoaméri-
ca Cubana, 10(33-34), 13-21, (Roma).
Traducción A. Fagioli y M. Alarcón Ortúzar. Revisión M. Cortés.

933
José Aricó

referencia a problemas y tradiciones diversas. Y si hablo de tradiciones


diversas es posible que lo que yo diga exprese más lo que piensan ciertos
sectores, ciertos ambientes, ciertos núcleos de pensamiento del deba-
te político-intelectual del Cono Sur, que la realidad –o la tradición– y la
formación política e intelectual latinoamericana. Es posible que lo que
yo vaya diciendo exprese mejor situaciones ligadas a realidades latinoa-
mericanas del Sur que de Centroamérica o de Cuba, cosa que torna mi
intervención menos global. Va a ser, entonces, una intervención para
mediar, que debe ser integrada con otras intervenciones: en su conjun-
to, tal vez, se podrá desarrollar un análisis de lo que está aconteciendo
en América Latina.
La realidad de nuestro país nos muestra cambios, situaciones radi-
calmente diferentes respecto de aquellas que se vivieron en los años se-
senta, que son, al fin y al cabo, los años del Che.
A 20 años de su muerte, una puesta al día del significado del pensa-
miento y de la acción de Guevara impone un enfoque del contexto ideo-
lógico y político en el cual se han desarrollado. Si no comprendemos el
clima ideológico que había en América Latina en esos años, considera-
ríamos la experiencia del Che –sobre todo la experiencia latinoamerica-
na del Che– y las experiencias que derivaron de aquella, como un puro
delirio.
Los años sesenta en América Latina están marcados por un espíritu
revolucionario. Diría que se trata de un conjunto de sociedades que vi-
ven con la idea de una revolución que se anuncia y que es posible llevar a
cabo. El tema central del debate político-cultural de la época es la revolu-
ción. La revolución, en estos años, parece ser no solo una respuesta a los
angustiantes problemas provocados por la modernización capitalista, el
así llamado desarrollo del subdesarrollo, según la expresión de Gunder
Frank, ampliamente discutida en aquellos años. La revolución parece
también la única posibilidad para impedir una regresión autoritaria en
el subcontinente. “Socialismo o fascismo”, dice un eslogan de la época
que retoma una expresión de Rosa Luxemburgo. La idea de una demo-
cracia que se pudiera concretar sin transformaciones radicales estaba
excluida del pensamiento de la izquierda latinoamericana, que en es-
tos años sesenta expresa lo que era el pensamiento latinoamericano en

934
Guevara y las tradiciones latinoamericanas

general. La revolución era no solo necesaria, sino también posible: esta


era la convicción ampliamente compartida por la izquierda intelectual
y por aquellas fuerzas políticas que se expresaban en la izquierda. Las
reflexiones del Che que tenían como base esta idea de la posibilidad de
realizar una revolución, formaron parte sustancial del esquema teórico,
político y estratégico de la guerrilla que sacudió el continente desde la
época de la revolución cubana. Si no se toma en cuenta este particular
aspecto, difundido en la América Latina de aquellos años, toda la expe-
riencia de los años sesenta, no solo aquella de la guerrilla, sino de toda la
izquierda, puede parecer un mero ejercicio teórico, una suma infinita de
errores que hoy tendrían que ser condenados por el pensamiento demo-
crático y socialista americano. Creo que esta es la “misión” que subyace,
implícita o explícitamente, en buena parte de la intellighencija de izquier-
da que en los años ochenta se plantea otro objetivo en su debate: la de-
mocracia y las concretas reformas sociales que la ligan al socialismo. La
crítica al Estado autoritario que ha sido la respuesta a la revolución, se
vuelve crítica al estalinismo; la revolución cubana pasa de ser modelo ex-
portable a ejemplo a criticar. Aquí está el problema. Puestas de esta for-
ma, las experiencias del pasado, y en particular aquellas de los sesenta,
se ven descalificadas. Aunque la idea motriz de la revolución permanece
en ciertas áreas del pensamiento latinoamericano (en Centroamérica y
en ciertas franjas de la izquierda del resto del continente) esta no cons-
tituye hoy el tema central del debate político e intelectual. Y esto marca
un giro radical en el espíritu de la época.
Si en los años sesenta este “espíritu de la época” estaba inspirado,
convencido, de la idea revolucionaria, en los años ochenta el debate se
centra en las políticas de reforma necesarias para llegar a la consolida-
ción de la democracia en los diversos países del continente. Además,
este tipo de debate cultural e intelectual caracteriza las temáticas y las
discusiones actuales en Brasil, en Uruguay, en Argentina y en Chile.
No estoy hablando del núcleo central del debate en Centroamérica. Mi
opinión personal es que este modo de considerar el significado y la na-
turaleza de los movimientos políticos y sociales de transformación es
un modo limitado, por no decir equivocado, porque tiende a privilegiar
las consideraciones estrictamente políticas y a limitar las elaboraciones

935
José Aricó

teóricas a una pedestre sumisión a lo que acontece, a lo existente, a lo


que es posible y necesario tomar en consideración. La teoría política,
las consideraciones teóricas, los elementos teóricos de la izquierda in-
telectual latinoamericana no tienden a poner en evidencia lo que puede
ser cambiado, lo que es posible cambiar, la necesidad de buscar cami-
nos para que se verifiquen cambios en la realidad existente, sino que
tienden, más bien, a legitimar lo existente, los límites impuestos por las
situaciones. Puesta en estos términos, la crítica del pasado, que es, al
fin y al cabo, una crítica concreta de los años sesenta, conlleva necesa-
riamente una aceptación de la pérdida de espesor de cada proyecto de
transformación teórico y práctico, que pese a las actuales condiciones
de América Latina, se muestra, de todas maneras, como el único camino
posible para enfrentar de modo positivo el intento de consolidación de-
mocrática en los países de la región.
O América Latina analiza estas posibilidades de transformación que
se presentan como una demanda impuesta por la realidad o la consolida-
ción democrática se va a volver el sueño de la conquista de lo imposible.
O nuestros países toman el camino de las reformas –y cuando hablo
de reformas no pienso solo en términos de meras reformas de estructu-
ra, sino también en reformas de otro tipo– o el proceso de consolidación
democrática será solo un sueño. O un movimiento radical de reformas o
la inestabilidad política sin salida.
Vengo de un país donde el motín militar de la semana pasada ha-
bría podido determinar situaciones incontrolables en este momento.
Y quiero decir que la discusión sobre estas “salidas incontrolables” está
presente en la cotidianeidad de nuestros países y es un peligro siempre
actual. Esto me hace decir que, sin una política de reformas profundas,
esta idea de la posibilidad de abrir una vía a la consolidación democrá-
tica expresa un sueño similar al de la revolución de los años sesenta en
América Latina. Por esto, pienso que exhumar críticamente las expe-
riencias de los años sesenta, entre ellas las ideas y la acción política del
Che, no es solamente una forma teóricamente productiva de recordar
estos momentos de democracia y de socialismo que han tenido lugar en
América Latina, sino también un hacerse cargo de problemáticas tradi-
cionales, sustanciales, que desde siempre están presentes en la realidad

936
Guevara y las tradiciones latinoamericanas

latinoamericana y que han marcado la distancia entre una voluntad de


transformación, una fuerza reformadora y la realidad de países imposi-
bilitados e incapaces de actuar un verdadero proceso reformador. Este
dilema entre una dimensión proyectiva de transformación y la reali-
dad de un mundo que parece incapaz de echar a andar una política de
transformaciones, viene a ser una característica del pensamiento social
latinoamericano, marcado por una separación entre la voluntad pro-
yectiva de una intellighencija que quiere poner en acto transformaciones
y una realidad que muestra dificultades infranqueables para empezar
este camino. Me parece entonces que este dilema tradicional de la inte-
llighencija latinoamericana permite recorrer la historia de las ideas en
América Latina y poner en evidencia la brecha existente entre los pro-
yectos de transformación y una realidad que resulta impenetrable para
estas transformaciones. Esto lleva a problemas sustanciales que han
sido una característica de los años sesenta, y a la experiencia guerrillera
de aquellos años, así como al pensamiento de las élites intelectuales que
han sido protagonistas de aquella experiencia de guerrilla.
Creo que la discusión sobre este argumento vuelve a aparecer por-
que los actuales procesos de democratización en nuestros países hacen
surgir temáticas que van más allá de la adopción de un sistema institu-
cional que permita resolver problemas que han sido siempre el tema de
fondo de la propuesta socialista. Tengo la impresión de que solo la posi-
bilidad de enfrentar una radicalización, en el sentido de una propuesta
socialista de reconsideración de la democratización de América Latina,
puede permitir la introducción a una crítica correcta a esta especie de
voluntarismo exasperado que ha sido una característica del movimiento
guerrillero y de los movimientos de transformación de los años sesenta.
Es preciso recordar, de todas maneras, una idea esencial, que es propia
de aquellos años y que continúa siendo hoy de extrema importancia: es
indispensable una voluntad de transformación para que se abra camino
a una política de transformación.
De esta experiencia de los años sesenta es posible, entonces, extraer
consideraciones que ponen en discusión ciertas ideas sustanciales del
pensamiento latinoamericano que, tanto en su lado marxista determi-
nista como en el lado ligado a la modernización capitalista, aceptan los

937
José Aricó

procesos de reconversión que se verifican en América Latina como algo


inevitable y no modificable, una especie de fatalidad histórica que nos
lleva a aceptar la inestabilidad política, la imposibilidad de llegar a la
conquista de la democracia como un signo fatal de los tiempos, carac-
terístico de nuestro continente. Solo si se introduce este elemento de la
voluntad de transformación que estaba presente en los años sesenta es
posible encontrar un camino que nos permita no aceptar pasivamente
el presente. Pienso que aquí, más que en los errores de la experiencia
guerrillera, se pueda encontrar el significado virtuoso, la potencialidad
creadora que se abre a una experiencia que tiene hoy las características
no tanto de una experiencia que ilumina el camino de la transforma-
ción, sino de una experiencia que vuelve claro que la transformación es
posible, que es posible proceder con metodologías diversas, que es posi-
ble encontrar otros caminos respecto de aquellos que hoy se recorren en
América Latina.
Hay –a veces– palabras que parecen demasiado banales, demasiado
simples, pero aceptar la idea de que es posible proceder de modo distin-
to, encontrar otros caminos hacia la transformación que no sean sim-
plemente aquellos de aceptar una modernización privada de futuro, im-
plica la disposición teórica, política, práctica, de buscar otros caminos
hacia verdaderos procesos de radicalización de los movimientos socia-
les, verdaderas conquistas en el sentido de transformaciones radicales.
Considero que en esto consiste la experiencia del Che. Por esto no creo
que haya sido un maestro de pensamiento ni que hayan sido sus ideas
las que iluminan el mundo, sino que fundamentalmente es su tempera-
mento, su validez como figura revolucionaria, lo que nos muestra que es
posible rechazar un mundo injusto, que es posible construir un mundo
diverso incluso cuando los caminos son inciertos y poco claros. Creo que
es posible encontrar el hilo conductor que nos permita ligar el pensa-
miento del Che no solo a la radicalización extrema de un modelo parti-
cular de transformación revolucionaria, como ha sido su concepción del
“foco” –que es la sublimación de una etapa particular de la revolución cu-
bana, de la culminación de la revolución cubana– sino que tiendo a verlo
más bien como la expresión de esta voluntad de transformación, y tien-
do a aproximarlo a una cierta tradición del pensamiento revolucionario

938
Guevara y las tradiciones latinoamericanas

o del pensamiento social latinoamericano. Si se observan en general


los conceptos, las teorías concretas –algunas típicas de América Latina
como aquella de la “dependencia” o del “desarrollo del subdesarrollo”–,
las teorías elaboradas desde la Posguerra en adelante, si se observan los
puntos de vista de las diversas corrientes de transformación, vamos a
encontrar un problema idéntico: el problema de cómo las élites intelec-
tuales que se proponen políticas de transformación, logran organizar
movimientos sociales de transformación. Este dilema de la relación in-
telectuales-pueblo que ustedes pueden ver como un clima de época de la
sociedad rusa del siglo pasado, fue la base del así llamado movimiento
populista, que fue en sus diversas etapas la forma de introducción del
marxismo en Rusia. Si ustedes analizan este problema de las relaciones
entre intelectuales y pueblo, podrán comprender de qué modo, durante
todos estos años –de los años de la Reforma Universitaria de 1918 has-
ta el día de hoy– este problema de las relaciones entre intelectuales y
pueblo, toda la concepción castrista así como la de Guevara, está inserta
en este contexto de intelectuales que deben ser –que son– la síntesis del
pensamiento social de la época, que son los hombres que expresan este
modo particular de enlazar los temas de las clases sociales, las temáticas
de la constitución de las naciones en tanto tales, las temáticas que remi-
ten a las fuerzas sociales. Bien, en aquella relación (intelectuales-pueblo)
encontrarán todas estas temáticas.
No creo que el pensamiento castrista haya sido ajeno a lo que ha sido
el pensamiento social latinoamericano, pero creo que es una expresión
radicalizada de aquel pensamiento. Digo que se pueden encontrar es-
trechas relaciones entre el pensamiento de los marxistas del fin de los
años veinte en Perú, entre el pensamiento de Mariátegui o de Haya de
la Torre, con pensamientos y consideraciones de impronta castrista, o
con conceptos de la experiencia guerrillera, o con conceptos que están
presentes en el movimiento sandinista de Nicaragua. Esto constituye
un “aroma de la época”, una línea del pensamiento social latinoamerica-
no que se ha planteado siempre el problema de la propia posibilidad de
fundirse en una nueva realidad, de la propia posibilidad de constituir un
cuerpo social. Creo que esto está estrechamente ligado a la dificultad de
los procesos de identidad nacional que se verifican en América Latina, al

939
José Aricó

modo particular en que se ha formado la sociedad latinoamericana –que


es una formación desde arriba hacia abajo–, al modo particular en que se
han formado los Estados latinoamericanos.
A partir de estas consideraciones es posible constatar que el movi-
miento social latinoamericano está fuertemente impregnado de la idea
de que la formación del movimiento y las posibilidades de una transfor-
mación dependen de que se pueda reunificar, reintegrar, aquella élite
intelectual que tiene un sentido de culpa hacia la sociedad, en el tejido
social latinoamericano. Si leen a Gramsci, lo que escribe en Los intelec-
tuales y la organización de la cultura cuando analiza la peculiaridad de los
problemas de los intelectuales de los países latinoamericanos, habla de
países en una época de Kulturcampf, en una situación similar a aquella
que se verificaba en Alemania en la época de Bismark. Es decir, de inte-
lectuales radicados en la sociedad, que pretenden representar al Estado
y que deben luchar contra las fuerzas que han organizado este Estado y
que son las fuerzas de la Iglesia y del ejército.
Hoy, en cierto sentido, aun en la complejidad de la situación, aun en
la pluralidad de las instituciones, esto está presente en muchos países
y es una característica del marxismo latinoamericano, que tiende a ser
un marxismo bastante menos determinista y mucho más voluntarista,
al tiempo que tiende a una integración con todo el movimiento populis-
ta. Esto hace que el concepto de pueblo resulte mucho más importante
que el concepto de clase, y el concepto de nación a constituirse más im-
portante que el proceso de modernización. Estos elementos constituyen
el fundamento, son parte integrante del marxismo latinoamericano.
Considero que esto está presente en cada pensamiento revolucionario y
que es una característica del movimiento guevarista. Un hecho sorpren-
dente es cómo ciertas situaciones están presentes en un movimiento
como el castrista o están presentes en todo el pensamiento de Guevara,
pero son también peculiaridades de todo el movimiento guerrillero de
los años sesenta. Me refiero a esa idea de modernización capitalista en-
tendida como una pérdida de sentido, como consumación de un proceso
de desarrollo capitalista, incapaz de reconstruir la sociedad.
En los años sesenta toda la discusión sobre la guerrilla giraba en tor-
no al eslogan “ahora o nunca”. En los años sesenta era posible hacer la

940
Guevara y las tradiciones latinoamericanas

revolución, y lo que no era posible hacer en aquel momento, en aquel


preciso momento histórico, se pensaba que no se iba a poder realizar
nunca en el futuro. La idea que se tenía en esos años y que inspiró tanto
la experiencia de Masetti como aquella de la guerrilla peruana, era que la
Alianza para el Progreso, la nueva política norteamericana de intervención
en América Latina, podía determinar una situación sin vías de escape,
que habría cerrado toda posibilidad futura a la revolución. Era entonces
necesario trabajar a contrarreloj; era necesario impedir que la moder-
nización capitalista se lograra, porque lográndose los Estados habrían
encontrado sostenes sociales que podían permitirles elegir las clases en
grado de transformar la sociedad, e ir entonces constituyendo una so-
ciedad capitalista sin vías de escape. Esta es la marca de los tiempos,
es el trasfondo de la idea de la degradación que se tenía en La Habana.
Cuando se dice: “no se puede soportar un niño muerto, no se puede so-
portar la violencia, no se puede soportar el hambre, es necesario hacer la
revolución hoy, ‘ahora o nunca’”, se crean límites.
La idea de la modernización capitalista como una pérdida de senti-
do, como un camino sin salida hace que la revolución parezca casi un
movimiento contra la degradación de la sociedad latinoamericana. El
concepto de “foco” no debe ser interpretado como un concepto global
de la política, casi como una radicalización extrema de la idea leninista
de partido, sino que debe ser integrado en esta visión de la posibilidad
de una revolución abierta por los elementos de resistencia a la moder-
nización capitalista y en la necesidad de una revolución que se concreta
en un momento, y que no se habría verificado nunca más. Quiero decir
que esta idea de la modernización, entendida como una vía sin posibi-
lidad de salidas es una idea que impregna a América Latina, es una idea
que es propia de toda la sociedad latinoamericana. Esta idea de no ser
Oriente, esta idea de no ser Europa, pero de ser una Europa diferente,
de segunda o de cuarta, esta idea de que existen situaciones de moderni-
zación alcanzadas por las sociedades europeas pero que son imposibles
de alcanzar para América Latina, pone el problema de la identidad lati-
noamericana como un destino indefinido, como algo que es necesario
buscar pero que es impreciso en sus contornos. Si en los años cincuen-
ta los modernizadores argentinos y de otros países latinoamericanos

941
José Aricó

apuntalaron sus proyectos basándose en modelos europeos o norteame-


ricanos, hoy este parece un camino sin vías de salida.
El propósito de construir o reconstruir un sistema institucional a
imagen y semejanza del de las sociedades europeas parece irrealizable.
La idea de las reformas institucionales a toda costa, en muchos países
como el nuestro no parece advertir que existe una singularidad, una
identidad, una operación de crítica y de crisis de la modernidad. Por
esto, me parece que hoy nos encontramos en una encrucijada, estamos
frente a un dilema que el movimiento guerrillero de los años sesenta
intentó resolver de un modo que yo considero equivocado –y los hechos
han demostrado que lo era– pero no creo que los actuales proyectos de
modernización, en el sentido de una conformidad con ciertas formas
institucionales típicamente europeas, sean la solución a los problemas
que se nos presentan. Estamos, en resumidas cuentas, en un impasse,
en una encrucijada que no sabemos definir porque, si reconocemos el
discurso democrático como un discurso de reconocimiento de la diver-
sidad, de mantenimiento de las diferencias, donde se privilegia todo lo
que ha sido creado por la cultura popular, no podemos absolutamente
aceptar formas estatales de reconstrucción que llevan necesariamente
a la supresión de la modernidad. Si los hombres en el mundo se preocu-
pan por la supervivencia de las ballenas, tal vez sería oportuno pensar
que es necesario hacer algo en relación a la supervivencia de los idiomas,
a la supervivencia de las identidades nacionales, a la supervivencia de
ciertas etnias.
La crisis de América Latina, hoy, es una crisis de proyecto. La crisis
del pensamiento social latinoamericano consiste en no entender esta
“diversidad”. Si la diversidad es algo que no hay que perder, ningún dis-
curso democrático podrá llevarse a cabo si no se mantiene, justamente,
esta diversidad. De todas maneras, la pretensión de mantener la diver-
sidad impone la obligación de pensar un horizonte político, cultural,
económico, social e ideológico de modo totalmente diferente a como es
actualmente pensado por los Gobiernos latinoamericanos.
Por otra parte, me parece difícil ligar de alguna manera el pensa-
miento y la experiencia del Che a una supuesta tradición putchista de los
partidos comunistas latinoamericanos. Sinceramente, creo que no ha

942
Guevara y las tradiciones latinoamericanas

habido ninguna tradición putchista de los partidos comunistas. Si hubo


operaciones putchistas, como lo fue la fallida revolución de los años trein-
ta en Brasil, operada por un grupo que podríamos definir, más que co-
munista, tenientista, esta estuvo ligada más a la experiencia de un pecu-
liar movimiento brasileño que a la experiencia histórica de los partidos
comunistas. Tanto es así, que el tema de la revolución, en el año 35, pro-
vocó en Brasil un debate muy áspero al interior del mismo Comintern,
que no había tomado ninguna decisión al respecto; en realidad, la deci-
sión fue forzada por la personalidad de Prestes más que por la informa-
ción que se tenía sobre la situación brasileña. Me parece, entonces, que
es difícil ligar al Che con una tradición putchista que no existía al interior
de los partidos comunistas. De todas maneras, se trata de un continente
con tradiciones putchistas, quiero decir que es un continente en que los
movimientos revolucionarios se han constituido sobre la base de mo-
vimientos putchistas y como grupos putchistas. Así como existe una ten-
dencia permanente de los ejércitos latinoamericanos a tomar el poder (y
se lo puede constatar considerando todo este siglo), también ha habido
una enorme cantidad de movimientos de rebelión, que, por lo general,
han fracasado. Creo que los partidos comunistas, una vez desaparecida
la hipótesis del VII Congreso de la Internacional respecto de los fren-
tes únicos, son, prácticamente, partidos sin objetivos claros de acción
política para todos los años que van desde la Segunda Guerra Mundial
hasta la revolución cubana. Creo que la revolución cubana ha abierto
una etapa de descongelamiento de las posibilidades revolucionarias tan
radical como para provocar un quiebre en todas las organizaciones de
izquierda en América Latina. Quizás no en Chile –aun cuando han naci-
do organizaciones que pueden ser colocadas en este ámbito– pero segu-
ramente en el resto de los países donde se ha formado un movimiento
revolucionario radicalizado a la izquierda de los partidos comunistas y
que ha provocado rupturas al interior de estos. Creo que es necesario
considerar estos elementos para poder evaluar globalmente la estrategia
guerrillera de los años sesenta.
El triunfo de la revolución cubana aparecía como una posibilidad
revolucionaria abierta en un determinado lugar, pero los procesos de
expansión de la revolución cubana en América Latina aparentemente

943
José Aricó

creaban elementos de subjetividad para que esta revolución pudiera ex-


tenderse. Me parece, entonces, que la visión estratégica y política del Che
pertenece a lo que podríamos llamar la “tradición castrista”. Y es funda-
mentalmente una construcción política que intenta resolver el siguiente
problema: frente a la crisis del reformismo latinoamericano que había
mostrado sus límites en la medida en que habían fracasado todas las ex-
periencias de modernización, y frente al reconocimiento de la existencia
en la sociedad latinoamericana de las posibilidades revolucionarias, se
debe crear un movimiento que esté en condiciones de desarrollar, en
el conjunto de América Latina, experiencias revolucionarias capaces de
preservar estas posibilidades. Hace poco decíamos –justamente– que la
decisión sobre los lugares donde operaban estos movimientos estaba li-
gada a ciertas condiciones geopolíticas. La imagen del pequeño motor
me parece acertada porque es una metáfora que representa plenamente
aquella que era la idea revolucionaria de entonces: era posible crear un
movimiento revolucionario amplio y de masas solo si existía un peque-
ño motor que venía a descompensar la situación, que la desequilibraba.
Y un movimiento guerrillero podía descompensar la situación solo si
lograba durar en el tiempo, es decir, si podía operar como un ejemplo
frente al cual las luchas de las masas pudieran tener un punto de refe-
rencia político. La idea, entonces, de un centro revolucionario, en estos
lugares, me parece una idea estratégica que, en cierto sentido, ha logra-
do tener una función, al menos en dos procesos revolucionarios: el de
Cuba y el de Nicaragua. Recuerdo las consideraciones de los partidos
comunistas antes del triunfo de la revolución cubana: explicaban por
qué era una “aventura” y por qué no podía alcanzar ningún resultado
positivo. El partido comunista cubano, en un primer momento, admi-
tió haber tenido esta posición frente al proceso revolucionario. Esto nos
lleva a enunciar el siguiente mensaje: estamos analizando experiencias
fracasadas. A partir del hecho de que las analizamos como experiencias
fracasadas, es posible hacer una crítica que vaya más allá del sentido de
esta experiencia o que la condene de por sí, en tanto tal. Considero que
este sería un criterio bastante arriesgado en la medida que niega la po-
sibilidad de apertura a lo nuevo, a lo que no está prescrito y preestable-
cido. Porque no podemos preestablecer nunca, nunca, los fenómenos de

944
Guevara y las tradiciones latinoamericanas

masas que una determinada situación puede desencadenar. Por esto,


todas las revoluciones toman siempre desprevenidas a las organizacio-
nes que, obviamente, no pueden “fabricar” estas situaciones sino que
deben, de todas maneras, adaptarse a ellas.
En segundo lugar, y en referencia a la experiencia boliviana, yo pien-
so que el Che no podía no conocer una verdad que era clara para todos los
bolivianos: donde hay árboles no hay hombres; en Bolivia los hombres
se encuentran donde están las piedras, no donde están los árboles. En
la selva, entonces, no hay hombres. La guerrilla boliviana era, en con-
secuencia, una guerrilla argentina. Sabemos bien que la guerrilla había
sido preparada en Cuba, que en Cuba había sido entrenada una brigada
de 200 argentinos cuya tarea era la de sostener y llevar adelante el “pro-
yecto boliviano”; era una experiencia de otro tipo. Con esto no quiero
justificarla o defenderla como propuesta válida; intento solo explicar
sus razones y el modo en que esta experiencia fue pensada. Es decir que
era una experiencia cuya intención era la de provocar un movimiento
mucho más general en una zona que estaba bajo el control de los mili-
tares. Si tomamos en consideración estos elementos de ruptura del re-
formismo, las contradicciones agravadas por el fracaso del intento de
modernización de América Latina, el fracaso de los partidos comunis-
tas, la necesidad de construir una alternativa revolucionaria en un lugar
en el cual se suponía la existencia de potencialidades revolucionarias,
la experiencia boliviana no fue, al fin y al cabo, tan descabellada. Que se
reconocieran potencialidades revolucionarias era un dato indiscutible
en la medida en que la palabra “revolución” era usada en todas las orga-
nizaciones, no solo de izquierda sino también de centro. La idea de revo-
lución existe como un “clima de época” en la América Latina de aquellos
años. Quienes no hablaban de revolución no podía presentarse a discu-
tir y quienes hablaban de democracia suscitaban las risas de quienes los
escuchaban.
No digo que no existieran “situaciones revolucionarias”. Aquí es im-
portante usar las palabras correctas. Yo prefiero hablar de potencialida-
des revolucionarias, que es distinto. Quiero decir que había una oposi-
ción, un sentimiento de revuelta con respecto a sistemas dictatoriales o
como consecuencia de golpes de Estado o a causa de aquellos sistemas

945
José Aricó

representativos que no funcionaban. Había un hiato entre sociedad y


Estado que se manifestaba en un malestar general. Y este malestar gene-
ral se expresaba en una serie de conflictos que se concretaban después
en un elemento que es importante: el desplazamiento de los sectores
medios hacia el campo de la revolución.
El movimiento guerrillero en América Latina ha sido, sobre todo, un
movimiento de sectores medios. Aunque los combatientes eran limi-
tados en número (se dice que entre el 60 y el 65 no ha habido más de
600/700 unidades combatientes), de todas maneras el dato numérico no
da plenamente la idea de la repercusión que este tipo de movimiento
tenía, aun cuando terminaba en una suerte de farsa, como ha sido el
caso de Masetti. La “guerrilla” de Masetti era una farsa, tanto así que no
eran ni siquiera doce los que entraron a Salta: eran apenas ocho. Fíjense,
entraron a Salta con una declaración que había sido preparada contra
el Gobierno militar, pero entraron después de las elecciones y ya sur-
gía una maraña de problemas con el nuevo presidente de la República.
Entraron de todos modos como “fuerzas” en movimiento y, aún bajo el
Gobierno Constitucional, esta guerrilla tuvo repercusiones en Córdoba,
en Salta y en Buenos Aires; repercusiones de una magnitud, de todas
maneras, significativa.
Entonces: estoy hablando de un “modo de sentir”, de un malestar de
fondo que potencialmente podía desembocar en situaciones de tipo re-
volucionario, en el sentido no de una revolución inmediata, sino de mo-
vimientos que habrían podido tener un impacto y estar en condiciones
de aprovechar aquel malestar. No es el esquema de la revolución rusa y
no se trata tampoco del de la Revolución China; no pertenece tampoco a
los esquemas de la Tercera Internacional de los partidos comunistas; es
un esquema que podríamos definir (casi) latinoamericano. Es el esque-
ma de un Estado que no ha podido resistir un malestar de fondo porque
estaba privado de un sostén social, ya que no existía una relación entre
Estado y sociedad. Este fue el punto de partida. Considero que es un
punto de partida equivocado y hoy sé que es equivocado, pero nosotros,
entonces, partíamos de esa visión, tanto es así que el tema del Estado en
tanto Estado no es una temática propia de la reflexión sociológica y po-
lítica de los años sesenta. Tampoco el tema de la “dependencia” aparece

946
Guevara y las tradiciones latinoamericanas

entre las temáticas de aquellos años. Y en la temática de la dependen-


cia y del subdesarrollo, el Estado no aparece nunca, no es tomado en
consideración. La temática del Estado empieza a ser tomada en consi-
deración por la sociología latinoamericana recién cuando empiezan a
aparecer gobiernos autoritarios. Nosotros “descubrimos” el Estado en
los años setenta, cuando se nos vino encima de una manera que ni si-
quiera hubiéramos imaginado. Entonces lo que intento decir es que en
América Latina, en los años sesenta, en la época de Castro y Guevara, es-
tábamos condicionados por cómo ciertos grupos sociales percibían los
fenómenos sociales, y no por condiciones objetivas.

947
Los intelectuales en una ciudad de frontera*

Las experiencias escogidas en el artículo contiguo para tematizar la pre-


sencia de una cultura homóloga a la agitación social en la Córdoba de
los años de plomo tienen rasgos que las aproximan. Conforman, en rea-
lidad, las nervaduras de un mismo tejido cultural. Complejas, cada una
de avanzada en el lugar donde se dio, en ruptura con tradiciones ante-
riores, manifiestan todas ellas una significativa excentricidad respecto
de las corrientes culturales dominantes. Esta circunstancia sigue siendo
un enigma, aún para quienes fuimos de algún modo sus protagonistas o
sus testigos presenciales. Es cierto que sigue pendiente una explicación,
aunque más no fuera aproximativa, a un vínculo entre cultura y política,
o más en general entre intelectuales y sociedad, que se manifiesta y se
ha manifestado en el pasado con una singularidad propia. Las razones
que se adujeron no siempre son tales, y apenas alcanzan para describir
un fenómeno que a esta altura requiere ser explicado, pero el tema tiene
por sí mismo una densidad tal que bien vale la pena recogerlo y arriesgar
algunas generalizaciones. En tal sentido, estas notas tienen el único pro-
pósito de agregar ciertos elementos de carácter histórico.

* Extraído de Aricó, J. (1997). Los intelectuales en una ciudad de frontera. Tramas: para leer la literatura ar-
gentina, 3(7), I Generaciones Perdidas. [Primera edición Aricó, J. (1989, 9 de abril). Los intelectuales
en una ciudad de frontera. Diario Córdoba, Suplemento cultural].

949
José Aricó

Me limitaré a señalar algunos rasgos de la ciudad que la colocan, más


allá de la ambivalencia típica de toda ciudad latinoamericana, en una
situación de “frontera”. A partir de tal situación presentaré tres momen-
tos emblemáticos del modo en que se planteó históricamente la relación
entre intelectuales y sociedad.
Muchas veces se ha señalado el peso que siempre tuvo la tradición
en una ciudad que, como Córdoba, acabó identificándose con ella. Tan
fuerte fue su influencia que en la conciencia del espíritu público nacio-
nal lo que los cordobeses concebían como prudencia y espíritu de con-
servación aparecía ante los demás como postura contrarrevolucionaria.
Cuando al cabo de tres siglos de existencia Sarmiento la visite creerá
descubrir entre sus habitantes el mismo inmovilismo estacionario de las
aguas de su lago artificial. Según palabras de Taborda (1974), poseído
como estaba de enciclopedismo racionalista, el genial autor del Facundo
no alcanzó a percibir en la intimidad del recinto universitario, al que
se refirió con sarcasmo, “la profundidad del espacio espiritual que co-
munica al cordobés la tesitura reverenciosa de la seriedad de la vida.
Midiendo el espacio por su extensión kilométrica, por esa extensión que
llena de pampa baldía el cosmopolitismo de Buenos Aires, dejó escapar
por las retículas de su esquema mental la nota que expresa el mote pre-
ferido por Keyserling (1918/1930): “El más corto camino sobre sí mismo
conduce alrededor del mundo”1.
La supuesta funcionalidad “reaccionaria” de Córdoba tal vez tuvo
en las vicisitudes de la guerra de Independencia un punto de origen,
pero es evidente que cuando Sarmiento (1845/1977) describía en su libro
una ciudad detenida en el tiempo expresaba una opinión compartida
por muchos. Cristalizado con la fuerza del sentido común un esquema
interpretativo que acentuaba la bipolaridad entre la ciudad excéntrica
y la ciudad mediterránea –laica una, clerical la otra– acabaron por ser
los tipos ideales de una contradicción que recorre desde la noche de los
tiempos nuestra identidad nacional. Y sin embargo, la compleja dialéc-
tica de tradición y modernidad se desenvolvió siempre erosionando un
esquema interpretativo que era solo un prejuicio. En realidad, si hubo

1. Sobre esta función de “equilibrio” de la ciudad, véase el ensayo de Santiago Monserrat (1972).

950
Los intelectuales en una ciudad de frontera

una función que Córdoba desempeñó a lo largo de su historia fue la


preservación de un equilibrio puesto permanentemente en peligro por
las laceraciones de un cuerpo nacional incapaz de alcanzar una sínte-
sis perdurable. Es posible pensar que esta posición intermedia estuvo
determinada por la situación de frontera en la que la evolución del país
la colocó. En los confines geográficos de las áreas de modernización, la
ciudad tuvo un ojo dirigido al Centro, a una Europa de la que cuestio-
nó sus pretensiones de universalidad. Pero el otro dilataba sus pupilas
hacia una periferia latinoamericana de la que en cierto modo se sentía
parte. De espaldas a un espacio rural que la inmigración transformaba
vertiginosamente, Córdoba la Docta formaba las élites intelectuales de
un vasto territorio que la convirtió a su vez, en su centro. Punto de cru-
ce entre tantas tradiciones y realidades distintas y autónomas, Córdoba
creció y se desarrolló en el tiempo americano como un ámbito de cultura
proclive a conquistar una hegemonía propia.

II

Como ciudad de frontera Córdoba estuvo sometida a fuertes contrastes.


El confesionalismo católico, basado en la fuerte presencia de una Iglesia
de matriz ideológica integrista, debió enfrentarse siempre con el obstá-
culo que le ofrecía un radicalismo laico persistente. Se reproducía en ella
esa típica “situación de Kulturkampf y de proceso Dreyfus” que Gramsci
descubría en la composición nacional de las sociedades sudamericanas,
esto es, una situación en la que el elemento laico y burgués no había al-
canzado todavía la fase de la subordinación a la política laica del Estado,
de los intereses y de la influencia clerical y militarista. Y sin embargo,
en los flancos de este conflicto fue advertible la presencia en las últimas
décadas de un área de opinión católica nutrida por una cultura liberal
y democrática y que, no por minoritaria cumplió un papel menos sig-
nificativo en la búsqueda de un diálogo casi nunca fácil entre posicio-
nes tan opuestas. Desde una derecha reaccionaria en la que una figura
como el filósofo Nimio de Anquín desempeñó una función excepcio-
nal, hasta una izquierda marxista sin intelectuales de peso excepto los

951
José Aricó

casos, emblemáticos ambos aunque por distintas razones, de Gregorio


Bermann y de Ceferino Garzón Maceda, conformaron un denso tejido
intelectual que posibilitó transfigurar en mito la autoconciencia citadi-
na de una urbe que se distinguía de las demás por su firme tradición
espiritual2. Y fue tal vez el sentimiento compartido de que por encima
de los agudos conflictos ideológicos que oponían a las diversas corrien-
tes ideales había una Córdoba “docta”, “civil”, heredada del pasado, lo
que contribuyó a darle a las fuerzas políticas mayoritarias una tonalidad
particular. Así ocurrió con el conservadurismo demócrata bajo el lideraz-
go de Cárcano y con el radicalismo sabattinista, que además de figuras
como Amadeo Sabattini o Santiago Del Castillo, dio al país un presiden-
te de la estatura ética y política de Arturo Illia. Recordemos que en los
oscuros años que sucedieron al golpe setembrino fue Córdoba el reducto
solitario donde se preservaron las libertades civiles y democráticas.
Creo que esta función de mediación entre regiones, culturas y expe-
riencias diferentes dio a la ciudad una personalidad política e intelectual
que se prolongó por muchísimo tiempo, no obstante la prueba a que la
sometió el autoritarismo de los gobiernos peronistas. Perduró hasta que
el proceso militar y la cruzada genocida de Menéndez se propusieron
destruirla en sus cimientos. Y porque la tradición espiritual de los cor-
dobeses era tan sólida los efectos de la dictadura militar debieron ser tan
terribles. Hoy, cuando el espectro de Menéndez pareciera haber dejado
de flotar sobre la ciudad, puede medirse con horror el trágico devasta-
miento a que fue sometida una sociedad orgullosa de su linaje.
Hay tres momentos emblemáticos en la Córdoba moderna que pue-
den resultar de interés para abordar el modo en que se planteó histó-
ricamente la relación entre intelectuales y sociedad: el de la Reforma
Universitaria, el de los años treinta en torno a la figura de Saúl Taborda,
y el de los años sesenta y setenta que se analiza en el texto contiguo.
Dejo de lado el de la Revolución Libertadora, en 1955, del que Córdoba
fue un epicentro, por razones de espacio y de tiempo, aunque las

2. Como es evidente, exceptúo de la mención a Carlos Astrada porque aun habiendo formado parte del
núcleo intelectual de la Reforma, en los años treinta y siguientes no habita la ciudad. Pero no puede des-
conocerse que la relación entre Astrada y Córdoba es en sí misma todo un tema.

952
Los intelectuales en una ciudad de frontera

consideraciones que se puedan hacer al respecto no se distancian ni


contradicen las referidas a los tres momentos indicados. Hay un hilo
rojo que recorre todas estas experiencias permitiendo establecer entre
ellas una suerte de continuidad por encima de las distintas realidades
históricas.
Es verdad que desde Gramsci sabemos que es propio de los intelec-
tuales considerarse a sí mismos como continuación ininterrumpida en
la historia, pero haciendo abstracción de esta característica inherente a
los intelectuales, en cuanto categoría social cristalizada, la continuidad
que pretendo establecer deriva de una fuente ideológica común que fue
hasta los sesenta el movimiento de la Reforma Universitaria.

III

Aún no ha sido estudiada con la profundidad necesaria la gestación de


esa efectiva experiencia que estalló en Córdoba en 1918. Reducida a mero
resultado de la presión de “causas” nacionales e internacionales de in-
dudable gravitación –como el fenómeno yrigoyenista, los conflictos so-
ciales y la revolución bolchevique–, lo que todavía permanece en secreto
es la trama viva de los nexos intelectuales que dieron voz, de manera
súbita y acabada, a una filosofía convertida en práctica. Y con una po-
tencialidad expansiva tal que sus contenidos esenciales y hasta sus for-
mas expresivas habrán de constituir el humus cultural del sindicalismo
sudamericano. Si en la historia de los pueblos hay momentos de vida
intensamente colectivos que fijan para siempre sus mitos de origen,
Córdoba será desde ese momento en adelante la ciudad donde se gestó
la Reforma, sus intelectuales quedarán marcados con este sello indele-
ble. Su entidad misma se definirá en esta marca, no importa cual haya
sido su postura concreta.
Es posible pensar que por esos años Córdoba fue un laboratorio po-
lítico y cultural de mayor relevancia y gravitación que las pobrísimas
presentaciones que hacen de ella sus cronistas. No lo sabemos, pero
solo presumiendo que sí lo era podemos entender la eclosión de tamaña
proyección y envergadura. De todos modos, sin ser todavía capaces de

953
José Aricó

develar el secreto de un fenómeno que apareció ante sus propios pro-


tagonistas como un rayo en un cielo sereno, podemos reconocer en el
núcleo generado en torno a la Reforma ciertas características que se
mantendrán hasta su consumación en los años setenta.
Para los intelectuales de la generación que vivió esa experiencia, ade-
más de los problemas ideológicos y filosóficos que pudieran compartir
con los intelectuales porteños, existían otros que a partir de ella adqui-
rieron una connotación particular. El primero versaba precisamente
sobre la necesidad de darse una identidad cultural que los distinguiera.
Expresando una nueva sensibilidad que emanaba de la conciencia de
formar parte de una generación de ruptura con la anterior introdujeron
una verdadera divisoria de aguas respecto de su relación con Europa.
Acaso por primera vez luego de un siglo se sintieron americanos. Desde
el Manifiesto Liminar redactado por Deodoro Roca (AA. VV, 1918) a las
Reflexiones sobre el ideal político de América escritas en el mismo año por
Saúl Taborda, un idéntico tono profético, una compartida tarea a rea-
lizar por los intelectuales los mancomuna. “Europa ha fracasado –dice
Taborda–. Ya no ha de guiar al mundo. América, que conoce su proceso
evolutivo y así también las causas de su derrota, puede y debe encen-
der el fuego sagrado de la civilización con las enseñanzas de la historia.
¿Cómo? Revisando, corrigiendo, depurando y trasmutando los valores
antiguos; en una palabra rectificando a Europa” (1918). La tradición ar-
gentina dejaba de ser la compuesta por las clases dirigentes que con-
dujeron su evolución histórica. Era preciso reconstituirla volviendo los
ojos a la singularidad americana. La conquista de una identidad plena
seguía pendiente, pero alcanzarla suponía torcer un rumbo histórico.
No era suficiente reconstruir –como aclara en 1933–, en realidad había
que regenerar.
El segundo problema, y estrechamente vinculado al primero, hacía
referencia a una precisa y determinada colocación social del intelectual
respecto de esta tarea. A él le correspondía proponérsela e intentar lle-
varla a cabo. De hombre de ideas, condenado siempre a separar intelecto
y vida, el intelectual debía convertirse en político práctico manteniendo
la dimensión cultural de su propuesta regeneracional en un movimiento
autónomo de los partidos políticos. La Reforma misma debía convertirse

954
Los intelectuales en una ciudad de frontera

en partido político. Nacida en el interior de la universidad pero con pro-


pósitos en cierto modo universalistas, la Reforma debía contribuir a for-
mar “una nueva generación histórica”, una suerte de nueva clase política
en condiciones de asumir, por sus condiciones morales y por la virtud de
sus ideales, la gestión del poder.
El fatigoso proceso de conquista de una nueva identidad vinculado a
la autoconciencia de la excepcionalidad de su función histórica contri-
buye a explicar el tono profético que nunca abandonó su discurso y que
fue compartido por los reformistas de otros países latinoamericanos.
Pero, además, da cuenta del sentido misional que daba a su labor cultu-
ral y política. Los intelectuales de la Reforma se sentían llamados a em-
prender una tarea pedagógica que se les presentaba como determinante
y a la que entendían como un proceso de fusión de intelecto y vida, en
el sentido gramsciano del pasaje del saber al comprender. No por azar
el movimiento político más directamente vinculado a la herencia de la
Reforma, el aprismo, se presentó en un comienzo como un frente de
los trabajadores manuales e intelectuales, y la experiencia de las univer-
sidades populares protagonizada por los intelectuales reformistas se
extendió a toda América. Todo lo cual explica el carácter fuertemente
romántico de sus actitudes y de sus escritos.
En la medida que el movimiento reformista se expandió de su lugar
de origen al resto del país y de América, estas características que señalo
penetraron en el mundo de valores y en los comportamientos y actitu-
des de otros tejidos intelectuales. Pero lo que pretendo remarcar es que
caracterizaron y otorgaron una fisonomía particular del mundo intelec-
tual cordobés. Y desde esta perspectiva debería intentarse una recons-
trucción más puntual de sus orientaciones culturales y del conjunto de
manifestaciones de su espíritu público.

IV

Un segundo momento en la historia de la cultura cordobesa que me


interesa presentar es el de la revista Facundo y del núcleo intelectual
organizado en torno a una figura de fundamental importancia en el

955
José Aricó

movimiento de la Reforma, Saúl Taborda. Su presencia en uno y otro


momento indica la necesaria relación de continuidad que es preciso es-
tablecer entre ambos. Y sin embargo, la circunstancia histórica es dis-
tinta. Ha fracasado el sueño imposible de una Reforma hecha política:
el golpe de Estado de 1930 ha destruido un orden constitucional que se
mantuvo por más de medio siglo sustituyéndolo por otro ilegítimo y de
legalidad viciada por el fraude y la intolerancia política e ideológica; la
decadencia de la sociedad europea pone en cuestión las bases del Estado
liberal representativo. La experiencia soviética, la crisis de la democracia
y la expansión del fascismo tiñen una época a la que Taborda define “por
la búsqueda desesperada de nuevas formas políticas y sociales”. Frente a
una crisis radical de los fundamentos de Occidente la tarea regeneracio-
nal se impone por la propia fuerza de las circunstancias. Pero no se evi-
dencia en la sociedad argentina la existencia de fuerzas sociales capaces
de llevar adelante un proyecto de esta naturaleza. El discurso ideológico
que imaginó transformarse en política bajo el impulso obnubilante del
movimiento reformista, en las condiciones de los años treinta no puede
ser otra cosa que doctrinario reconstructivo.
La revista Facundo se propuso eso. Hablarle a un interlocutor imagi-
nario de los fundamentos históricos y culturales que permitían dar en
la Argentina una respuesta puntual, y no contradictoria con la tradi-
ción comunal hispánica de nuestra herencia, al problema general de las
nuevas formas políticas y sociales requeridas por un mundo en crisis de
valores. Se comprende por qué un examen con esta orientación debía
despertar fuertes sospechas entre los intelectuales liberales y del pro-
gresismo laico porteño. Recordemos simplemente la condena a que esta
búsqueda fue sometida por un intelectual de firmes convicciones demo-
cráticas como José P. Barreiro. Imposible de ser clasificado en ninguna
de las vertientes del nacionalismo reaccionario o populista por su clara
vocación democrática y antifascista. Taborda fue al principio incom-
prendido y luego olvidado. Pero junto al olvido de su figura de filósofo,
pedagogo y crítico político original y profundo, quedó sepultada tam-
bién la problemática que había motivado sus reflexiones y la de su gru-
po. Uno de los momentos más felices y creativos de la cultura cordobesa,
que retomaba los dilemas de una sociedad mal constituida abordados

956
Los intelectuales en una ciudad de frontera

por un conjunto de intelectuales del interior en cierto modo marginales


a la cultura dominante, fue sustraído al gran debate de ideas que recla-
maba una sociedad desquiciada y sin rumbo.
Al igual que en los años veinte, la preocupación de Taborda sigue
siendo el divorcio del intelectual con las masas. Pero en las nuevas con-
diciones del país este tema habrá de generalizarse comprometiendo a
la izquierda comunista y al nacionalismo de corte populista. Las res-
puestas que ambos dieron a la cuestión distaba de la que a través de un
original relevamiento histórico ofreció Taborda. Aunque más no sea
porque su diagnóstico pesimista de la vitalidad de un sistema político
viciado por la corrupción no cuestionaba el principio de la soberanía
popular, sino que lo dilataba hasta identificarlo con el principio “cada
vez más claro, cada vez más autogobierno estuvo en el origen de la de-
mocracia argentina, los argentinos podían tener conciencia de ser una
comunidad. Típico intelectual de frontera, Taborda fusionaba en su
discurso no solo las vertientes del comunalismo hispánico, sino tam-
bién sus lecturas del ideario anarquista, de la filosofía alemana y de la
experiencia soviética que seguía con profundo interés. Si la tarea fun-
damental debía ser la de la instauración de un nuevo cosmos espiritual,
¿cuál debía ser el camino a emprender para purificar la vida política
devolviéndole su recto sentido? Taborda no tenía respuesta alguna al
problema, aunque defendía el proyecto de una democracia funcional
basada en la Comuna como institución de base. La misión de encontrar
una “fórmula salvadora” no podía ser encomendada al partido político,
puesto que –según sus palabras– a ningún partido se le puede pedir
que se suicide, ni existía tampoco fuerza social alguna capaz de cons-
tituirse en su soporte. Frente a la ausencia de efectivos protagonistas
del cambio, el discurso concluía retornando a las manos de quienes
habían proyectado una misión sin destinatario posible: los propios in-
telectuales. Pero lo que Taborda comprendió, y los demás no, es que
esta contradicción era del orden de lo real y no simplemente de lo ima-
ginario. Entre intelectuales y sociedad existía un hiato que no debía
ser resuelto colocando al intelectual al servicio del príncipe, sino bata-
llando con obstinación por dotar, mediante una reflexión comprensiva
y creadora, de formas adecuadas a la expresión de la conciencia de los

957
José Aricó

argentinos, para que nuestra tierra fuera “una tierra de productores


que plasman en creaciones originales la eternidad de su nombre”.
¿Una tarea imposible? Tal vez lo fuera, pero el hecho paradójico con-
siste en que habiendo la historia adoptado otro camino seguimos en el
laberinto sin poder todavía resolver el problema frente al cual Taborda
ensayó una respuesta. Las grandes cuestiones que quedaron irresuel-
tas por el modo concreto en que se constituyó la Nación, y que la in-
capacidad de los partidos políticos no les permitió modificar, son hoy
en parte distintas de las que con inteligencia crítica enumeró Taborda.
Pero el diseño de una política de reformas sigue sin encontrar quién
pueda llevarlas a cabo. Y estando así las cosas y habiéndose ensayado
todo tipo de fórmulas salvadoras, no parece existir otro camino para el
trabajo intelectual que aquel que en los difíciles años treinta se empe-
ñó en transitar una pléyade de intelectuales cordobeses, hijos todos de
la Reforma, erosionando cualquier tipo de especialismo y cruzando los
discursos culturales con los políticos, organizando instituciones de re-
sistencia al fascismo, la guerra y el abuso de poder, creando periódicos
y revistas que aún hoy nos siguen pareciendo precursoras. Tal el caso de
un Deodoro Roca, por ejemplo, de cuya iniciativa, ingenio y voluntad
surgieron publicaciones como Flecha o Las Comunas. Y es en esta última
publicación donde el tema de las ciudades puede ser por primera vez
abordado de manera integral en una perspectiva de análisis abierta por
el ensayo, también precursor, de Taborda sobre Córdoba o la concepción
etnopolítica de la ciudad.

¿Qué relación de continuidad puede establecerse entre esos dos momen-


tos de la constitución del ocaso del bloque intelectual generado en torno
a la Reforma Universitaria con el que eclosionó en los años de la Córdoba
del conflicto? Acaso un idéntica lucha contra lo imposible en una ciudad
donde lo imposible fue un deseo cotidiano en esos tres momentos de
vida intensamente colectivos. Pero diría algo más en el mismo sentido
con el que Antonio Marimón abrió una picada en la selva de hechos y

958
Los intelectuales en una ciudad de frontera

figuras que poblaron los sesenta. Esa lucha fue encarada en los tres mo-
mentos desde firmes posiciones de ruptura y con el propósito explícito
de renovar una herencia cultural en sus elementos de tradición y moder-
nidad. Quienes la emprendieron hablaron desde su propia condición de
intelectuales y sometieron a crítica dicha función, no porque pretendían
dejar de ser intelectuales sino porque creían que debía ejercerla de otro
modo. Más allá de sus aciertos y errores, llevaron adelante sus propó-
sitos con apasionada exaltación y un tono profético que acaso sonaba
a falso en una sociedad nacional aplastada por adversidades y que se
aceptaban como un sino. ¿Pero a qué otro tono puede apelarse cuando
se cree tener algo que decir y se advierte la sordera? Fueron hombres de
su tiempo y si una vida civil les era vedada a ellos y sus semejantes, ¿de
qué otro modo que soñando lo imposible podían cumplir con su respon-
sabilidad de humanos? Cuando las pasiones se extinguen y son materias
de tratados filosóficos, la reconstrucción de un pasado es también una
forma de resistencia y de manifestación de esa verdad benjaminiana de
que nada de lo que ocurrió está perdido para siempre.
Córdoba la Docta, la ciudad civil, tiene motivos para reconocerse
en esos momentos en los que relampagueó una cultura de resistencia.
Olvidados o amenazados de aniquilamiento por la fuerza de las armas,
han sobrevivido y vuelven por sus fueros. Reclaman el análisis profundo
y exhaustivo que los restituya al entramado de las vicisitudes históricas,
sociales y culturales de una ciudad que, no gratuitamente, aspiró siem-
pre a ejercer una función particular y muy propia en la sociedad nacio-
nal y en los confines de Occidente.

Bibliografía3

AA. VV. (1918). Manifiesto Liminar. Córdoba: FUC.


AA. VV. (2008, 21 de febrero). Manifiesto Liminar de la Reforma
Universitaria. Cuadernos del Pensamiento Crítico Latinoamericano, 5,
(Buenos Aires: CLACSO).

3. [Ampliada para la presente edición].

959
José Aricó

Keyserling, H. (1918/1930). Diario de viaje de un filósofo. Madrid: Espasa


Calpe.
Monserrat, S. (1972). Córdoba: Tradición y Modernidad. Córdoba: UNC.
Roig, A. A. (1998). La universidad hacia la democracia. Mendoza:
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Sarmiento, D. F. (1845/1977). Facundo. O civilización y barbarie. Caracas:
Biblioteca Ayacucho.
Taborda, S. (1918). Reflexiones sobre el Ideal Político de América, p. 149.
Córdoba: Imprenta Elzeviriana.
Taborda, S. (1974). Córdoba o la concepción etnopolítica de la ciudad.
Tiempo Vivo, 2, (Córdoba).

960
Crisis del socialismo, crisis del marxismo*

Me corresponde hablar sobre el tema de las raíces de la crisis de la ideolo-


gía de izquierda. En primer término analizaré el modo en que histórica-
mente se ha puesto en cuestión la estructura conceptual de la tradición
marxista. En segundo término, me referiré a las razones de las insufi-
ciencias de la teoría trente a los procesos de mutación de la realidad.
Como es evidente por los temas indicados, arranco de una crisis: la
crisis del marxismo. Esta crisis se vincula con la pérdida de orientación
de todo un movimiento histórico y el cuestionamiento de una prolonga-
da experiencia política que estuvo, y en parte todavía lo está, conectada
con la cultura marxista y con su tradición teórica. Tanto, que durante
largo tiempo movimiento socialista y tradición marxista fueron consi-
derados como dos caras de un mismo proceso.
En realidad, la palabra “crisis” para definir un estado crítico de la cul-
tura marxista es usada desde hace mucho tiempo. Ya a fines del siglo
pasado se habló de “crisis del marxismo” y se abusó tanto del término
que es como si constituyera un atributo de su manera de ser. Mucho
antes del derrumbe del llamado “socialismo real” y de la descomposición
de los regímenes políticos surgidos en el Este, se habló sucesivamen-
te de distintas “crisis del marxismo”. Me parece, entonces, que aunque

* Extraído de Aricó, J. (1991). Crisis del socialismo, crisis del marxismo, pp. 133-160. En M. J. Lu-
bertino Beltrán (Comp.), Evolución y crisis de la ideología de izquierda, Vol. 2, Parte 3: El escenario
ideológico. Buenos Aires: CEAL. [Transcripción parcial y corregida por el autor del libro].

961
José Aricó

un fenómeno no pueda ser desligado del otro, cada uno de ellos exige
un tratamiento particular en cuanto remite a distintos órdenes de pro-
blemas. La crisis de un sistema político es algo más que la crisis de una
teoría. En cierto sentido la crisis del socialismo no tiene por qué presu-
poner necesariamente la crisis del marxismo, porque para muchos pensa-
dores de tradición marxista la experiencia de los países del Este, de Asia
o de América Latina como Cuba, constituía una flagrante tergiversación
de los aspectos fundamentales de la teoría de Marx. A su vez, la teoría
marxista no tenía por qué conducir necesariamente a la constitución de
Estados despóticos o totalitarios. La doctrina de Marx nutrió, por ejem-
plo, la experiencia histórica de la socialdemocracia alemana, o austro-
húngara, y ninguna de estas fuerzas, cuando fueron fuerzas de gobier-
no, pretendieron constituir tales tipos de Estados o sistemas políticos.
Con esto quiero decir que no hay que confundir experiencias políticas con
presupuestos ideológicos, excepto que aceptemos el integrismo religioso
o nacionalista, y el integrismo “liberal”, que también existe y pretende
obligarnos a aceptar una visión unidimensionalizada del mundo.
Me interesa analizar la llamada “crisis del marxismo” y el por qué
de esta manera habitual suya de comportarse. Un modo adecuado de
abordar el problema es preguntarnos por qué es posible la perduración
de una concepción (doctrina o teoría) que desde el momento mismo de
su generación en el movimiento obrero ha estado sometida permanen-
temente a situaciones de crisis: crisis de certidumbre, crisis de ideas,
crisis de conceptualizaciones, etc., etc. ¿Cómo es posible que un sistema
teórico, que el filósofo italiano Benedetto Croce (1942) creía haber des-
truido con sus sesudas refutaciones a finos del siglo pasado, siga persis-
tiendo un siglo después? Si abordamos la cuestión desde esta pregunta,
es posible escapar a la tentación ideológica (y por lo tanto políticamente
situada) de razonar únicamente sobre los elementos o aspectos o partes
de la teoría marxista quo han entrado en crisis, para detenernos también
en aquellos elementos, aspectos o partes que dan cuenta de su extre-
mada vitalidad en el tiempo, de su prolongada existencia y aún de su
vigencia. Si enfocamos la cuestión de este modo, no tratamos tanto de
ver lo que ya no sirve de lo que Marx ha dicho, como de poner de relieve
hasta dónde parte de lo que dijo ilumina nuestro presente, nos ayuda a

962
Crisis del socialismo, crisis del marxismo

reflexionar sobre problemas que nos preocupan, nos permite pensar de


mejor modo sobre males del mundo que queremos dejar atrás. ¿Si así
procedemos con los pensadores que nos precedieron, por qué no habría-
mos de hacerlo también con Marx? Pese a los esfuerzos denigratorios
de historiadores reaccionarios hoy de moda, como Paul Johnson (1990),
Marx sigue siendo una figura moral e intelectual cuyo pensamiento y
cuya acción nos permitió construir una visión del presente, una com-
prensión del mundo de hoy que no puede ser extirpada o suprimida. En
este sentido, querrámoslo o no, somos posmarxianos y no nos es dable,
si deseamos realmente explicar el mundo y no simplemente justificar lo
existente, colocarnos antes de su existencia como pensador y revolucio-
nario. En esta doble dimensión –de la explicación y de la transforma-
ción– reside la particularidad de la cultura marxista y lo que la diferen-
cia de otras. Dicha cultura se identificó con un movimiento político y
social concreto, como fue y es el movimiento obrero europeo. Pretendió
ser su expresión teórica y su punto de referencia fundamental. De ahí
que el debate teórico marxista fuera siempre, al mismo tiempo, la for-
ma teórica de encarar las vicisitudes y los problemas del movimiento
obrero europeo. Y digo del movimiento obrero “europeo”, porque la re-
lación entre cultura marxista y cultura no marxista en países donde no
hubo una constitución “clásica” del movimiento obrero (es decir, como
constitución política de una clase previamente ya existente o en avanza-
do proceso de formación) la relación entre ambas no siempre atraviesa
momentos determinados de conformación de un movimiento de los tra-
bajadores. Al igual que en los Estados Unidos, entre cultura marxista y
trabajadores puede no existir ninguna relación orgánica, y en la mayoría
de los casos de hecho no la hubo.
Si el marxismo se pensó a sí mismo como una “filosofía de la praxis”,
es decir, como un saber que desbordaba los límites mismos de todo sa-
ber, si construía como teoría lo que el movimiento social de los trabaja-
dores generaba por su propia existencia y experiencia, la cultura marxis-
ta estaba destinada necesariamente a vivir una constante situación de
crisis. Porque debía tramitar en la teoría y prefigurar en la práctica las
experiencias de un movimiento obligado a modificarse y a dar cuenta
de los cambios de la realidad. Desde este punto de vista, se podría decir

963
José Aricó

que la cultura marxista hoy está sometida a una crítica muy profunda no
solo y no tanto por la fuerza de las objeciones teóricas que se puedan ha-
cer a todas o partes de sus formulaciones, sino fundamentalmente por la
radicalidad de las informaciones que se han producido en el desarrollo
social moderno y por las formas de conciencia que adoptó la percepción
de tales transformaciones. Esta puede parecer una afirmación anodi-
na o banal. Sin embargo, me parece que es pertinente señalarla porque
nos posibilita indagar con mayor detenimiento por qué algunas ideas
que cumplieron un papel importante en la constitución de movimien-
tos sociales de fuerte gravitación sobre la evolución de las sociedades
europeas, y que hoy son criticadas como erróneas por su craso reduccio-
nismo, tuvieron efectividad política. Es evidente, para dar un ejemplo,
que la teoría marxista se asienta sobre el reconocimiento privilegiado
de un “soporte histórico” de los procesos de transformación que es la
clase obrera. A partir de una indagación de la naturaleza de la sociedad
capitalista y de las características de sus leyes de funcionamiento, Marx
estructura un sistema teórico que reconoce una contradictoriedad de
origen con esta forma productiva. La transformación en mercancías de
los bienes creados por los hombres, y la universalización de la forma-
valor, hace del capitalismo un sistema basado en la contradicción en-
tre trabajo y capital. La oposición entre las fuerzas sociales en las que
esta contradicción se expresa es el motor de la dinámica de la sociedad
burguesa y encierra los elementos de su autodescomposición. Se podría
decir, entonces, que la afirmación del proletariado como soporte histó-
rico de la superación del capitalismo es resultado en Marx del examen
de la sociedad burguesa. Y sin embargo, sabemos que dicha afirmación
está en Marx desde un primer momento, cuando aún estaba lejos de po-
der dar cuenta del proceso de formación del movimiento obrero y de
las leyes del funcionamiento del capitalismo. La idea de los trabajadores
como la fuerza a partir de la cual es pensable una lucha contra la socie-
dad de clases, es anterior a Marx. Marx la hace suya e intenta darle un
fundamento teórico. Pero este fundamento teórico aparece como verda-
dero porque en la realidad se está produciendo un proceso de agregación
social, política y cultural de los trabajadores. Si la fuerza del marxismo
residía en no darle la “verdadera” consigna de lucha a los trabajadores,

964
Crisis del socialismo, crisis del marxismo

sino en “mostrarles por qué luchan, ya que la conciencia de esa lucha


es algo de lo que los trabajadores tienen que apropiarse” (son palabras
del joven Marx, 1987, p. 458), el proceso mismo de constitución de los
trabajadores como clase social y como partido político era una demos-
tración práctica de la “verdad” del marxismo. Pero si esto es así, no es
suficiente demostrar el error economicista (reduccionista) que susten-
ta este razonamiento, porque siendo como es un error no impidió que
apoyándose en esta afirmación se constituyera un movimiento histórico
que contribuyó a modificar la sociedad capitalista realmente existente
en su momento y que fue un factor de decisiva importancia para que
esta sociedad capitalista adoptara las formas actuales. No podríamos
imaginar el capitalismo y su evolución sin la existencia en su interior
de un movimiento de contestación, de control y de reformas que con
su accionar propio ha contribuido a darle al capitalismo algunas de sus
características actuales. La constitución del Estado social, por ejemplo,
cuya generalización en los países capitalistas europeos es resultado de
las luchas sociales de posguerra, no es un producto necesario del “au-
tomovimiento del capital”, sino la forma en que el capital metaboliza el
desafío planteado por el movimiento obrero y socialista europeo.
Cuando se refuta la presunción de una virtualidad o potencialidad
propia de los trabajadores que resulta de un sitio privilegiado en la es-
tructura técnico-económica, o cuando se muestra como un error reduc-
cionista la creencia en que el proletariado encarna un destino histórico
de construcción de una sociedad socialista, se tiende a pensar que es
este un error permanente de la teoría desconociendo el que posibilitó
darle plena legitimidad teórica y práctica a la acción política de los tra-
bajadores. Si en lugar de un análisis exclusivamente teórico hacemos
un análisis histórico-reconstructivo, la potencialidad de ciertas ideas y
conceptualizaciones de Marx debemos verlas, como el propio Marx hu-
biera deseado, con referencia al movimiento político y social que de ellas
se nutrió. Por otra parte, hay que recordar que nunca hubo, como no
podía haberlo, un movimiento acabadamente marxista en el movimiento
obrero y socialista europeo, nunca se produjo una fusión total e integral
entre cultura marxista y movimiento obrero, entre muchas otras, por
la sencilla razón de que una cosa es el pensamiento de Marx y otra bien

965
José Aricó

distinta es el marxismo. Aún más, podría decirse que el marxismo es el


modo en que una corriente determinada, el movimiento socialdemócra-
ta alemán, construyó como una herramienta doctrinaria y política un
cuerpo más o menos sistemático de pensamiento que se nutría de las
teorías de Marx y de sus análisis teóricos y políticos.
Aquí aparece el primero de los problemas. Porque, como dije, una cosa
son las ideas de Marx y otra distinta es la forma en que sus construcciones
analíticas se consolidaron como un cuerpo teórico, sistemático y conclui-
do, al que se le dio el nombre de marxismo. Recordemos que antes de esta
circunstancia el nombre tiene una connotación peyorativa porque está
vinculado estrictamente al debate que se ha suscitado en la I Internacional
entre los partidarios de Bakunin, llamados “antiautoritarios” o “bakuni-
nistas”, y los partidarios de Marx a los que se los denomina “marxistas”.
Para utilizar una fecha, podríamos decir que el marxismo como un cuer-
po orgánico de teorías nace en 1883, cuando el Partido Socialdemócrata
Alemán autoriza la publicación de una revista teórica oficial dedicada a
difundir, defender y desarrollar una doctrina a la que designa marxista.
Die Neue Zeit, dirigida por muchos años por Karl Kautsky (1890), es por lo
tanto el punto de arranque del marxismo teórico porque por vez primera
un partido socialista vincula fundamentalmente al pensamiento de Marx
una construcción teórica-intelectual que tiene por función uniformar el
pensamiento doctrinario de la socialdemocracia.
Esta función de mediación de pensamiento y de acción entre intelec-
tuales y mundo obrero y popular, cumplido por la revista Die Neue Zeit y
su difusión en el movimiento social europeo como una forma ejemplar
de relación entre cultura y política, constituyeron un ejemplo de ope-
raciones teórico-políticas que dio nacimiento a lo que desde entonces
se designará marxismo. En consecuencia, un atributo de este sistema
teórico-práctico reside en el hecho de expresar un punto de fusión entre
conceptualización teórica y movimiento político. La vinculación entre
teoría y práctica es consustancial con la idea misma de marxismo y por
lo tanto, el marxismo debe necesariamente ser considerado desde el lu-
gar “privilegiado” de la relación del movimiento con la teoría. Esta parti-
cularidad del marxismo respecto de otras teorías sobre el cambio social
está en la raíz de su imposibilidad práctica de convertirse en sistema, so

966
Crisis del socialismo, crisis del marxismo

pena de erosionar esta relación, que podríamos llamar dialéctica, entre


ambas polaridades de un mismo fenómeno. Aquí reside su fuerza, pero
también su inestabilidad permanente y su crisis. Porque es una filosofía
que pretende consumarse como política, pero en la medida en que cris-
taliza en propuestas programáticas e instituciones políticas determina-
das está sometida al constante riesgo de quedar detrás de los hechos, de
no ser capaz de dar cuenta de lo que el propio movimiento social crea.
A partir de las consideraciones aquí expuestas podemos explicarnos
las causas que han originado una crisis tan profunda en el pensamien-
to histórico de la izquierda. Crisis que, como dije, no deriva tanto de
los límites de dicho pensamiento como de la radicalidad de los cambios
operados en la sociedad moderna. ¿Por qué digo esto? Porque aún re-
conociendo una verdadera mutación de la sociedad moderna (me re-
fiero a las sociedades capitalistas que hegemonizan el mundo de hoy)
me resulta difícil aceptar que el núcleo central de la teoría de Marx ha
quedado invalidado. ¿Cuál es la idea fuerte de Marx? La hipótesis y lue-
go la demostración de que el sistema capitalista encierra en su interior
contradicciones que tienden a convertirse en obstáculos para su perma-
nencia definitiva. Todo el esfuerzo de Marx está puesto en un intento de
“desnaturalizar” las relaciones sociales demostrando que son en defini-
tiva relaciones “históricas” y no relaciones naturales. En consecuencia el
capitalismo es, para Marx, un sistema económico-social históricamente
constituido; no es el punto de llegada de la humanidad y la conclusión
de su historia. El fin de la historia, como hoy se proclama. Es verdad que
en Marx esta afirmación se alimenta de una crítica romántica a una for-
ma social que ha descompuesto las comunidades preexistentes. Es cier-
to que hay una nostalgia por un mundo tradicional en el que los lazos
solidarios eran mucho más fuertes que los hoy presentes en sociedades
donde prima el individualismo posesivo. Pero eso no quita que todo el
movimiento socialista se haya nutrido de un deseo semejante y que a
partir de la crítica del modo en que se produjo el proceso de apropiación
de los productores directos por el capital, este movimiento haya cons-
truido elementos de conocimiento sobre otros modos posibles de asegu-
rar el paso de la sociedad tradicional a la moderna preservando formas
de organización social e instituciones más solidarias.

967
José Aricó

Marx analizó el sistema capitalista como un nuevo sistema productivo


basado en el despojo de los bienes de los trabajadores y en su separación
de la tierra y de la comunidad. Los hombres dejan de ser productores aso-
ciados para convertirse en “fuerza de trabajo” obligada a contratarse como
asalariada en favor de quienes disponen del control de tal fuerza por la po-
sesión o control del capital. En esta polaridad contradictoria funda Marx
el carácter perecedero de la forma capitalista de producción de la riqueza
social. Dicha forma solo puede mantenerse y reproducirse en la medida
en que amplíe permanentemente su autoreproducción, lo cual significa la
producción en escala cada vez más amplia de bienes. Como diría Marx, la
producción por la producción misma. Sin embargo, el hecho de que tales
bienes adquieran la forma de mercancías y solamente puedan ser apro-
piadas por los hombres a través de los ingresos que provienen de su con-
dición de asalariados, instala en el núcleo mismo de la forma capitalista
de producción una contradicción irresoluble. Porque el capital tiende a
reducir el tiempo de trabajo al mínimo, mientras que por otra parte pone
al tiempo de trabajo como la única medida y fuente de la riqueza. El capi-
tal, para Marx, es en definitiva la contradicción en movimiento. El saber
social de los hombres, objetivado en la sociedad capitalista bajo la forma
de capital, se transforma en fuerza productiva inmediata, en fuerza cien-
tífica objetivada, que tiende a excluir a los hombres del acceso al trabajo.
Pero sin trabajar, los hombres no pueden tener en la sociedad capitalista
ingreso alguno. Como señala Marx, el sistema mismo del asalariado mo-
derno fija un límite y un obstáculo al desarrollo del capital.
Aun nos sigue sorprendiendo que estas ideas pudieran ser expuestas
por Marx en sus borradores de preparación de El Capital (Marx, 1980a), los
famosos Grundrisse (Marx, 1971), redactados entre 1857 y 1858 y que a casi
siglo y medio de dicha obra el problema “teórico” de las barreras para el
desarrollo del capital se esté hoy planteando como un problema de política
social práctico en algunos países capitalistas centrales. Toda la discusión
sobre la necesidad de resolver, a través de un salario social garantizado,
los efectos de desocupación que genera el desarrollo económico presente,
muestra hasta dónde lo que Marx planteaba “teóricamente” a mediados
del siglo pasado hoy es un problema de naturaleza “práctica” en los países
capitalistas desarrollados, para no hablar de los otros.

968
Crisis del socialismo, crisis del marxismo

¿Cómo pudo Marx adelantarse a su tiempo? En realidad, Marx dijo


muchas más cosas que las simplezas y tonterías que hoy se le achacan.
La teoría de la sociedad de Marx es muchísimo más compleja que las
simplezas acerca del “derrumbe” inevitable del sistema capitalista por
la contradicción entre el carácter social de las relaciones de produc-
ción y el carácter privado de la apropiación. Cuando Marx, a través del
análisis del despliegue de la forma de valor demuestra la existencia de
“obstáculos”, “límites” y “barreras”, estos elementos no son vistos en
el sentido de determinaciones reales que imposibilitan a un sistema
funcionar. Sino de puntos de fractura sobre los cuales es posible la ge-
neralización política de la contradicción. Esta es la base material de
terrenos posibles de unificación y de alianzas entre aquellas fuerzas
que impulsan una aceleración positiva de la tendencia a la crisis. Estas
ideas de Marx, que constituyen los elementos centrales de su crítica
del capitalismo (la teoría del fetichismo de la mercancía, de la aliena-
ción, de las contradicciones internas de la forma de valor, etc., etc.) no
han sido refutadas como falsas y, por el contrario, son de algún modo
retomadas cuando corrientes reformadoras europeas (véase, al res-
pecto, el gran debate teórico y práctico iniciado por los economistas
holandeses acerca del derecho al ingreso) se plantean la superación de
hecho del sistema del salario.
El movimiento obrero mundial, desde sus inicios a mediados del si-
glo pasado, reivindicó corno un derecho esencial, y que hasta motivaba
su razón de existencia, el “derecho al trabajo”. Hoy, que los sistemas pro-
ductivos modernos, sobre la base de la incorporación de tecnologías que
provocaron una nueva y cualitativamente distinta “revolución indus-
trial”, expulsan a los hombres del trabajo, se plantea el gran problema
histórico del derecho al ingreso” no proveniente del trabajo. Es preciso
encontrar salidas de acceso de los hombres a los bienes necesarios para
la reproducción de su vida social sin que provengan de las rentas de tra-
bajo. El salario social garantizado intenta resolver este problema, pero
de algún modo se coloca fuera de la esfera del capitalismo y es contra-
dictorio con su propia esencia. Aquí nos enfrentamos prácticamente con
el problema teórico que Marx planteaba hace un siglo y medio atrás. ¿Se
puede hablar de mayor actualidad que esta?

969
José Aricó

Si rechazamos la sugerencia de un poder adivinatorio de Marx, no


podemos dejar de reconocer que en la naturaleza misma del sistema
del capital existían determinaciones a partir de cuyo análisis era posi-
ble prever la emergencia futura de ciertos problemas. Pero si aceptamos
esta conclusión, debemos necesariamente reconocer que en la crítica del
capitalismo elaborada por Marx hay elementos que no pueden ser deja-
dos de lado, que deben ser recuperados aunque no se sostenga teórica-
mente la teoría del valor trabajo. Consideración, esta última, que no pre-
ocupaba demasiado a Marx por cuanto no dejó de reconocer, y lo aclaró
explícitamente en los Grundrisse (Marx, 1971), que la transformación de
la ciencia en un poder productivo directo y la consiguiente reducción
ad infinito de la proporción del tiempo de trabajo en la composición del
capital, provocaba la extinción de la validez de la ley del valor-trabajo.
Con lo cual, todo un período histórico del capitalismo llegaba a su con-
sumación. Y de esta conclusión de una época es que estamos hablando.
La gran paradoja de la situación presente es, entonces, que en el mo-
mento mismo en que la crítica radical de Marx al capitalismo parece
encontrar una sorprendente verificación, la izquierda que por más de
siglo y medio se nutrió de sus ideas atraviesa una crisis de creencias y
de teorías que aniquila su capacidad transformadora. ¿Cómo explicar
esta anomalía? Las razones son de distinto tipo: teóricas, políticas, his-
tóricas, etc., etc. Yo solamente me referiré a dos temas que tienen, por
supuesto, una estrecha vinculación entre sí. En primer lugar, al tipo de
recepción del pensamiento de Marx que se dio en los partidos obreros y
socialistas europeos (aunque no solo europeos) y el papel que aquel tuvo
en la constitución de la estructura conceptual de la doctrina socialista.
En segundo lugar, la función ideológica legitimadora de la práctica de
dichos partidos que tuvo la tradición marxista.
Como ustedes saben, los principales partidos obreros de masas (ale-
mán, austrohúngaro, francés, belga, italiano, etc.) se constituyen en las
dos últimas décadas del siglo pasado. En cierto modo, desde la muer-
te de Marx (1883) hasta la muerte de Engels (1895). No es exactamente
así, pero quiero marcar ambos hechos para recordarles que fue Engels,
y no Marx, quien acompaña con sugerencias, indicaciones, críticas y
otras intervenciones, el proceso concreto de formación y expansión de

970
Crisis del socialismo, crisis del marxismo

esas grandes formaciones políticas modernas. Hacia finales de siglo, de


Marx solo se conocía una pequeñísima parte de su legado teórico. Ni
los escritos juveniles [por ejemplo, una obra tan importante como La
ideología alemana (Marx, 1982), se publicó recién en 1927, y pocos años
después los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 (Marx, 2011)], ni es-
critos de madurez como los Grundrisse (Marx, 1971) o los Manuscritos de
1861-1863 (Marx, 1976), publicados respectivamente en 1939 y 1976, o los
trabajos sobre Rusia (Marx y Engels, 1881/1980), eran conocidos por el
movimiento socialista que se reconocía en sus doctrinas. En realidad,
los textos básicos que nutrieron la cultura socialista fueron, entre otros,
el Manifiesto Comunista (Marx y Engels, 1973) y el Anti-Dühring (Engels,
1964), además la sección séptima del primer tomo de El Capital (Marx,
1980a) dedicada al proceso de acumulación del capital. Dichos textos
fueron organizados sistemáticamente para derivar de ellos una concep-
ción económico-social y otra estratégico-política basadas en la inevita-
ble declinación del capitalismo.
La llamada “teoría del derrumbe del capitalismo”, que con mayores o
menores variantes constituyó el núcleo esencial de la doctrina socialista,
sostenía lo siguiente: el capitalismo origina inevitablemente en su pro-
pio interior, como resultado de sus leyes de funcionamiento, crisis eco-
nómicas que conducen a su destrucción. Estas crisis podían derivarse del
infraconsumo de las clases populares, o resultaban de la imposibilidad
de “realizar” el capital, es decir, de convertir el plusvalor en capital dine-
rario. Y tan fuerte fue la creencia en las crisis terminales del capitalismo
que el movimiento socialista abrigó la esperanza que el advenimiento
del socialismo acompañaría el inicio del nuevo siglo. Si ustedes leen las
principales declaraciones y resoluciones de la Segunda Internacional en
sus congresos de Londres (1896) o de París (1900), el fervor revoluciona-
rio de comienzos de siglo que la primera revolución rusa (1905) llevó al
paroxismo la confianza en los inevitables cambios futuros que subya-
cen en las dos obras más significativas de la época: La revolución social
(Kautsky, 1902) y El camino del poder (Kautsky, 1906/1996), tendrán una
idea más aproximada del clima de época que se vivía por esos años. Y
sin embargo, fue precisamente por esos años cuando se discutió por vez
primera públicamente sobre la validez de la conceptualización marxista.

971
José Aricó

La primera “crisis del marxismo” se produjo en torno a un debate sobre


la validez o no de la teoría del derrumbe del capitalismo. Fue el llamado
Bernstein-Debatte.
¿Qué suponía la teoría del derrumbe?: 1) la tendencia a un crack eco-
nómico mundial violento e irreversible; 2) el proceso de concentración
y centralización del capital conducía a la separación de la sociedad en
una “minoría de explotadores” y una “mayoría de explotados”; 3) la di-
námica del desarrollo capitalista hacía crecer el proletariado industrial
y desaparecer las clases intermedias, llevando también los mecanis-
mos de concentración al mundo rural. La pequeña propiedad tende-
ría a desaparecer y la sociedad se simplificaría en torno al conflicto de
clases. Si uno lee con cierto detenimiento y desprejuicio los escritos
de Marx resulta imposible derivar de ellos una “teoría del derrumbe”
semejante. Más aún, en los textos que mencioné antes o en las Teorías
sobre el plusvalor Marx (1980b) avisora una sociedad capitalista tanto
más compleja a medida que crece el dominio del capital sobre ella. De
la lectura de los Grundrisse (Marx, 1971) se deduce claramente que cuan-
do Marx habla de “barreras” o de “límites” para el desarrollo del capital
está hablando de límites lógicos y no políticos puntuales. Es verdad que
Marx era un hombre de su tiempo y su construcción lógica concep-
tual estaba impregnada de una confianza en la capacidad de las clases
trabajadoras de adelantarse a contradicciones y conflictos que nacían
del carácter específicamente contradictorio del proceso material del
capitalismo. No existían para él límites “naturales” del capitalismo.
Dichos límites eran solo políticos, pero podían serlo porque la condi-
ción de posibilidad estaba inscripta en el carácter contradictorio de la
forma-valor.
El problema no radica por tanto en las limitaciones del programa
científico de Marx, que por esos años era incomprendido en sus rasgos
esenciales, sino en las necesidades teóricas y prácticas de un movimien-
to socialista que se concebía a sí mismo como revolucionario y que se
proponía por lo tanto destruir una formación social a la que consideraba
injusta. Reconocer el carácter “histórico” del capitalismo era para él una
necesidad sustancial, puesto que daba una razón histórica-universal a
su tarea destructiva. La teoría del derrumbe cumplía a la perfección esta

972
Crisis del socialismo, crisis del marxismo

función legitimadora de una corriente obligada a sostener un discurso


revolucionario en condiciones no revolucionarias, o sea mantener jun-
tos dinamismo y cotidianeidad.
¿Cuáles son las ideas o axiomas contra los que combatió Eduard
Bernstein (1899/1982) en su famoso libro Las premisas del socialismo y las
tareas de la socialdemocracia? Bernstein, que era un marxista, mostró que
no es totalmente cierto que en el capitalismo de su época se esté produ-
ciendo un proceso de concentración y de centralización del capital que
conduzca a la simplificación de la sociedad en torno a una estructura
bipolar. Al mismo tiempo que crecía el proletariado industrial, crecían
también nuevos sectores sociales, fundamentalmente de las llamadas
“capas medias”. Tampoco tendía a desaparecer la pequeña propiedad
rural y en ciertas condiciones esta demostraba tener mayor capacidad
de crecimiento que la mediana o grande. El proceso de incorporación
de los trabajadores a un Estado obligado a dar respuestas a la presión
de sus organizaciones de clase, conduce a un desarrollo económico en
el que los factores de control alejan la inevitabilidad de las crisis. En
consecuencia, es imposible establecer un juicio a priori acerca de la rela-
ción entre las tendencias que favorecen las crisis y las tendencias que las
contrarrestan. Soñar con una crisis final del capitalismo es una manera
ideológica y no realista de encarar el problema de la capacidad de adap-
tación de la economía moderna.
Bernstein se enfrentaba, por consiguiente, al proceso de complejiza-
ción de la sociedad evidenciado a través de la afloración de dos gran-
des cuestiones: la cuestión agraria y la cuestión de los intelectuales. La
presunción de una prevista simplificación de la estratificación social
alrededor de burguesía y proletariado es desmentida en los hechos por
un gran proceso de diferenciación. El privilegiamiento del factor moral
respecto del determinismo característico del socialismo de la Segunda
Internacional que hace Bernstein en su libro, coincide con las perspec-
tivas abiertas por la ciencia social de la época. Una ciencia preocupada
por el advenimiento de una sociedad de masas, interpretada como “era
de las multitudes”, se enfrenta al problema de los factores integradores de
la sociedad industrial moderna. Y son precisamente estos factores los
que están en el centro del llamado “Bernstein-Debatte”. Toda la discusión

973
José Aricó

posterior sobre el imperialismo y la teoría de la “aristocracia obrera” tie-


ne como telón de fondo el profundo temor del movimiento socialista a la
capacidad integradora del capitalismo moderno.
¿Cuál fue la respuesta del movimiento socialista al desafío plantea-
do por Bernstein? La negativa a aceptar los hechos que le sirvieron a
este para recomponer la teoría en función de compatibilizarla con la
realidad. Para el teórico oficial de la socialdemocracia alemana, Karl
Kautsky, toda la argumentación de Bernstein se basaba en una lectura
deformada de aspectos parciales de un proceso que en su esencia no
modificaba la caracterización de la sociedad capitalista hecha en el fa-
moso Programa de Erfurt redactado por el propio Kautsky (1891). Para
un sagaz dirigente político como August Bebel, en cambio, Bernstein
tenía razón pero sus afirmaciones no podían ser sostenidas pública-
mente, porque conducían a desarmar ideológicamente a un movi-
miento que requería de sus certezas programáticas para triunfar. Si
Kautsky pretendía negar los cambios en la realidad para sostener una
congruencia total de teoría y práctica, Bebel en cambio aceptaba la se-
paración entre una y otra.
Con esto no quiero decir que Bernstein acertara en su tarea de re-
fundación ideológica. Nunca fue una gran mentalidad teórica y sus re-
flexiones están fuertemente teñidas de su confianza en la capacidad del
movimiento obrero de introducir reformas sustanciales en el sistema.
Lo que estoy señalando es que Bernstein advirtió la necesidad de tomar
en cuenta los cambios que se estaban produciendo en el capitalismo fi-
nisecular y la obligación por parte de la socialdemocracia de readecuar la
teoría y la práctica del movimiento a esta nueva realidad. En tal sentido
el debate Bernstein tiene una importancia decisiva porque ilustra sobre
la naturaleza conflictiva de la relación entre teoría del movimiento so-
cial y práctica política. Pero demuestra, además, la gravitación decisiva
que sobre esta tienen los elementos inerciales de una teoría elevada a la
condición de factor determinante de la tradición. Si se corroe esa tradi-
ción se descompone el movimiento.
A fines del siglo pasado se plantea de manera emblemática lo que ha-
brá de ser luego un dilema constante del movimiento socialista y lue-
go del movimiento comunista. Es decir, un complejo dilema para todas

974
Crisis del socialismo, crisis del marxismo

aquellas corrientes que tienen contenidos doctrinarios precisos, cons-


truidos a lo largo de una experiencia repensada como teoría, y que se
plantean proyectos de transformación social. Si reflexionamos sobre la
situación de ustedes, afiliados a un partido político que no pertenece a
los filones ideológicos de la izquierda histórica, podemos afirmar que
se les plantea un problema aproximable al de los socialistas de fines de
siglo. Vienen de una tradición que solo se mantiene a condición de des-
dibujar sus contornos precisos y van hacia algo que no pueden preci-
sar todavía. Tienen, como se dice, un problema de identidad encima. El
hecho de que en estas jornadas se recurra a expositores que provienen
de filones ideológicos distintos –marxistas, cristianos, etc.–, demuestra
la voluntad de ustedes de incorporar a una nueva herencia doctrinaria
en formación elementos que provienen de otras culturas. ¿Pero hasta
dónde esta operación de sincretismo político-cultural es posible? ¿Hay
un límite de invariabilidad en todo partido político que impide que se
transforme en otra cosa sin dividirse?
En el caso de la cultura marxista las posibilidades de reelaboración
planteaban dificultades muy serias. En primer lugar, reconocía al mundo
del trabajo como su base social y atribuía al proletariado una capacidad
propia y original de construcción de una sociedad de nuevo tipo. Pero el
mundo del pueblo, de la nación, del ciudadano es muchísimo más am-
plio y complejo que el mundo del trabajo y entre uno y otro no hay sim-
plemente una diferencia de grados. El mundo del trabajo se expresaba
en instituciones propias (partidos, sindicatos, cooperativas, bibliotecas,
organizaciones deportivas, culturales, etc.). En esta trama social homo-
génea, el partido político de los trabajadores tenía una relación capilar
con una parte significativa de la sociedad. Y dicha relación le aseguraba
la posibilidad de fusionar objetivos finalistas al socialismo, con sus ne-
cesidades cotidianas de un vasto bloque de intereses. El dilema de los
movimientos comunista y socialista es que debieron sostener progra-
mas en definitiva revolucionarios, en sociedades que, salvo en contados
momentos, no lo fueron. Lo que se predicaba no parecía ser posible de
llevar a cabo por lo menos en un futuro inmediato. Esta distancia pue-
de sostenerse largos años a condición de introducir en el pensamiento
fuertes elementos teleológicos. Dice Gramsci (1975): “La voluntad real se

975
José Aricó

disfraza de acto de fe en cierta racionalidad de la historia, en una forma


empírica y primitiva de finalismo apasionado, que aparece como un sus-
tituto de predestinación, de la providencia, etc.”. Pero de este modo, si
bien el determinismo mecánico se convierte en una fuerza formidable
de resistencia moral y de cohesión, actúa a la vez como un elemento de
preservación de la tradición y de rechazo al cambio y a la innovación. Se
da entonces un proceso que, podríamos llamar, de causación circular,
imposible de cortar sin fracturas en el movimiento.
El carácter sacro, mítico, que adquirió la doctrina en el interior de
la izquierda socialista derivaba, por tanto, del hecho de que constituía
una explicación coherente sobre la transformación de la sociedad.
Demostraba que los elementos para el cambio maduraban en el pro-
pio interior de la sociedad capitalista, y que para que estos elementos
pudieran tener efectividad era preciso realizar una política acorde con
dicha germinación. La política obrera, es decir socialista, era llevada a
cabo por los mismos obreros que se autoorganizaban como tales en un
partido político de nuevo tipo. Entre partido y clase había una relación
de representación, porque los trabajadores reconocían a ese partido
como suyo. No se ha producido todavía la parodia de la separación en-
tre obreros concretos de carne y hueso, y pequeñas sectas que dicen
representar sus “destinos históricos”. La fuerza de la izquierda prove-
nía de expresar los intereses de un tejido social denso, homogéneo y
representativo del mundo de los trabajadores. Su historia, en conse-
cuencia, no debe ser vista como la historia de una teoría, sino como
la historia de la construcción de todo un movimiento: como corriente
ideal y fuerza política y social.
La fusión entre teoría del cambio y movimiento social que expresa
el marxismo, como ideología dominante en el interior del movimien-
to, obliga a analizarlo de otro modo que el que se utiliza para analizar
una escuela filosófica. Yo diría que obliga a poner en primer lugar este
nexo que es un elemento decisivo en el modo mismo de construcción de
la teoría. Pero si esto es así, la historia de las crisis del marxismo pue-
de ser considerada como la forma particular en que se refractaron los
acontecimientos de la vida real; y podemos leer los cambios de la socie-
dad moderna recorriendo los avatares de la teoría marxista. Y podemos

976
Crisis del socialismo, crisis del marxismo

hacerlo no por las virtudes explicativas de la teoría sino por el hecho


sustancial, trascendental, que ella estaba vinculada a un movimiento
histórico que operaba sobre la realidad, que producía hechos políticos
concretos. Cuando la relación entre teoría y movimiento se debilita, di-
suelve y hasta desaparece, la teoría se vuelve sobre sí misma y piensa que
puede tener validez autónoma; se convierte, por así decirlo, en “verdad
universal”.
Este tipo de problema se plantea cuando la teoría intenta ser apli-
cada en lugares que no son los mismos que la vieron nacer como cons-
trucción original y autóctona. Por ejemplo, cómo funciona el marxismo
teórico en América latina, donde no es el producto de un movimiento de
las características del europeo. Todo lo cual nos remite a dos órdenes de
problemas: hasta dónde una variabilidad de formas puede ser admitida
por un cuerpo teórico determinado sin disolverlo como tal; y qué dificul-
tades plantea introducir cierto tipo de categorizaciones en un mundo
histórico y geográfico singular. El primero se refiere al marxismo y el
segundo al fenómeno llamado del “europeísmo”.
Para volver a nuestro tema, llegamos a la conclusión que los mo-
mentos de crisis del marxismo tienen como trasfondo momentos de
cambio y de transformación de la sociedad moderna. El debate sobre
el revisionismo a fines de siglo constituye el primer registro del ca-
pitalismo como “sociedad compleja”. El otro gran debate es el que se
abre a partir de la experiencia de Octubre de 1917. Sus consecuencias
fueron graves por cuanto condujo a la división del movimiento obre-
ro y socialista en dos grandes corrientes ideales y fuerzas políticas: el
comunismo y la socialdemocracia, división a la que los cambios ope-
rados en las corrientes socialistas y la consumación del comunismo
quita hoy todo sentido. El derrumbe de los sistemas instituidos en
los países del Este y el agotamiento del modelo socialdemócrata de
posguerra constituyen el trasfondo del actual debate sobre el fracaso
de los modelos alternativos al capitalismo y la crisis del marxismo
como “gran teoría”.
¿A qué conclusiones generales podemos arribar respecto de esta fase
inicial de constitución del marxismo como doctrina? En primer lugar,
que de marxismo como tal solo podemos hablar a partir de su adopción

977
José Aricó

como doctrina oficial por el movimiento obrero. En segundo lugar, y es


esta una conclusión de decisiva importancia, existe una vinculación in-
disoluble entre la forma política y organizativa adoptada por el partido
obrero –en particular, la SPD alemana– y el carácter sistemático, la car-
ga teleológica, el orden epistemológico del marxismo. Dicho con otras
palabras, se establece una conexión estrecha entre las finalidades y la
estrategia de la SPD, por una parte, y el proceso de constitución del mar-
xismo como doctrina histórico-materialista, por la otra. En este sentido
se puede hablar, como lo hizo Engels, del pasaje del socialismo “de la
utopía a la ciencia”.
La crisis del marxismo que emerge afines del sigo y se prolonga has-
ta la Primera Guerra Mundial, pone en entredicho esta estrecha vin-
culación entre teoría y acción política. Frente a las transformaciones
sucesivamente verificadas tanto en la forma como en la estrategia del
partido, que conquista desde 1890 una plena legalidad que anteriormen-
te no gozaba en virtud de las leyes antisocialistas de Bismarck, pone a
prueba la configuración específica adoptada por el marxismo que, en
adelante, desempeñará una función de freno de las potencialidades ex-
pansivas de la teoría y como un factor permanente de crisis de su capa-
cidad de funcionar como guía teórica de la socialdemocracia alemana.
Las condiciones objetivas en las que debió actuar desde 1890, acompa-
ñada por éxitos electorales resonantes, condujo a la socialdemocracia
a abandonar la hipótesis de una “revolución en minoría” y privilegiar
los métodos legales para conquistar una mayoría electoral que le per-
mitiera conquistar el poder mediante la alianza con los sectores medios
(la llamada “revolución de mayoría”). Pero frente a la eventualidad de
un proceso semejante, que desdibujara la teoría proclamada en 1848 en
el Manifiesto Comunista (Marx y Engels, 1973), los doctrinarios marxistas
(en primer lugar Engels, y luego su continuador Kautsky) insistieron
en oponer la invariancia del “método” respecto de la inevitable aproxi-
mación de los resultados. De este modo, se bloqueó la alternativa de un
proceso de regeneración del marxismo y el trabajo de investigación en
adelante quedará reducido a una tarea meramente interpretativa. El so-
cialismo –como bien lo define Umberto Curi (s.d.)– será “científico” no
porque se demuestre capaz de suministrar instrumentos idóneos para

978
Crisis del socialismo, crisis del marxismo

descifrar y gobernar las contradicciones sociales, sino porque se revela


coherente con la forma lógico-epistemológica de un modelo teórico –el
materialismo histórico, precisamente– en el cual la especificidad de los
saberes particulares es resumida como articulación de un único saber
fundamental.
La Revolución de Octubre y el surgimiento del leninismo como co-
rriente ideal y fuerza política significó una quiebra de la continuidad
del marxismo. Se configuraron nuevas formulaciones doctrinarias que,
vinculadas a la formación de los partidos comunistas, darán lugar a lo
que desde mediados de los años veinte se designa “marxismo-leninis-
mo” y que es un modo particular de codificación y a la vez de canoniza-
ción de una serie de principios extraídos más de las obras de Lenin que
de las de Marx. Este hecho tendrá consecuencias negativas en América
Latina porque el Marx que se leerá desde esos años en adelante lo será en
una clave leninista. Fue el leninismo el que introdujo en América Latina
un debate específico sobre el marxismo de la época de las revoluciones,
postulándose como el heredero de una tradición abandonada por la so-
cialdemocracia. Introdujo en el debate un problema que los socialistas
siempre habían dejado de lado o no lo consideraban como el problema
esencial: el problema del poder. En este sentido el leninismo fue y es más
una teoría de la conquista del poder que una adecuación o reformula-
ción de la teoría marxista a las nuevas realidades.
El cisma leninista no significó ese proceso de regeneración del mar-
xismo que demandaban las nuevas condiciones creadas por los procesos
de reconstitución del capitalismo de posguerra. En los hechos potenció
la esclerosis de la teoría al preservarla de la contaminación de la prác-
tica. El marxismo-leninismo era una vuelta a los orígenes, vale decir,
a una elaboración teórica fuertemente teñida del jacobinismo político
tributario de la revolución de 1848. A diferencia del programa científico
de Marx, que se basaba en una crítica de la teoría política y de la ciencia
económica de su época; el marxismo de corte leninista o de matriz se-
gundainternacionalista se vuelve filología, deja de lado todo aquel saber
que de algún modo afectaba a la teoría marxista. Excepto el caso del aus-
tromarxismo, que asume la crisis y trata de darle una salida que posibi-
lite a la teoría dar cuenta de los nuevos procesos de complejización de la

979
José Aricó

sociedad, el cuadro de la situación del marxismo teórico de la primera


posguerra es francamente desolador. Al inicio de los años treinta, y dada
la insularidad de la experiencia del marxismo como ciencia “abierta” en-
carada por los austromarxistas, el marxismo no se encuentra preparado
para registrar una realidad totalmente distinta a sus expectativas revo-
lucionarias, o reformistas, de los primeros años de la década anterior.
Las esperanzas abiertas por el ciclo de la revolución europea de pos-
guerra se vieron frustradas por el triunfo del fascismo y la conformación
del estalinismo. El movimiento social de los años veinte se nutría de la
convicción de un avance incontenible de los procesos de socialización y
de fortalecimiento del movimiento obrero que los colocaba en los um-
brales del poder. El fortalecimiento del poder soviético y las experien-
cias de gobierno de la socialdemocracia europea (en Alemania, Austria,
los países escandinavos, Inglaterra) hacían presagiar una dirección de
avance que no podía ser frenada. La crisis del treinta y el ascenso del
fascismo desintegran esta idea de un progreso ininterrumpido de la
sociedad que constituía el nervio del proyecto iluminista europeo, del
que el marxismo era su expresión radicalizada. El ideal socialista es un
producto de la confianza en que la razón puede introducir un orden en
el desorden del mundo para otorgarle una dirección determinada. El
ascenso del fascismo mostraba que no es verdad que el mundo “va ha-
cia lo mejor”, como afirmaba Kant, sino que todo avance abre siempre
la posibilidad de un retroceso hacia la barbarie. El clima cultural de los
años treinta estará en adelante teñido por la percepción del colapso de
la ideología del progreso.
El fracaso de las experiencias socialdemócratas, la detención definiti-
va de la experiencia soviética, las dificultades para imaginar un tránsito
exitoso de sociedades capitalistas a sociedades socialistas constituyen
un núcleo de problemas que reclaman una recomposición radical de la
teoría marxista y toda una estrategia diferente del movimiento obrero
frente a las nuevas formas del capitalismo avanzado. Pero esta tarea
no podrá ya ser encarada por un movimiento obrero que ha sufrido la
tragedia de su división y de su derrota frente al fascismo. Solo se po-
drá hacer desde la marginalidad de la cárcel o del exilio, esto es, des-
de un lugar que no podrá tener efectos inmediatos o a mediano plazo

980
Crisis del socialismo, crisis del marxismo

sobre el movimiento real. Los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci


(1980), por una parte, y la conformación de la teoría crítica encarnada por
la escuela de Frankfurt, no obstante sus evidentes diferencias, trata-
rán de encontrar respuestas a los nuevos problemas. Comienza así una
nueva etapa de la teoría marxista que ya no será protagonizada por el
movimiento obrero, sino por figuras teóricas (y políticas, en el caso de
Gramsci) de excepcional relieve pero marginales. El llamado marxismo
occidental, sobre el cual Perry Anderson ha escrito un libro que vale la
pena leer para adentrarse en el fenómeno, expresará emblemáticamen-
te esta ruptura entre teoría y movimiento social, con un resultado que
no podía ser sino negativo. La teoría funcionará con una total autono-
mía de un movimiento colocado en la práctica en la inconducente tarea
de defender las viejas posiciones.
La fusión entre teoría y movimiento que fue la pretensión inicial del
marxismo, y que de hecho no se produjo en el período de la constitución
de los grandes partidos obreros de Occidente, constituirá en adelante el
sueño imposible de quienes se rehúsan a cuestionar la fuerte impronta
teleológica que acompañó la transformación del marxismo en doctrina,
en las últimas décadas del siglo pasado. Y es indudable que el libro de
Anderson se nutre de tales esperanzas. Habrá que preguntarse, en cam-
bio, si no estamos frente a una modificación irreversible de los térmi-
nos del problema y que supone, por consiguiente, un replanteo radical.
Creo que la clave del asunto está en el hecho que la actual configuración
del mundo de la segunda posguerra ha puesto en cuestión dos grandes
ideas-fuerza que inspiraron el ideal socialista y comunista. La primera
afirmaba la posibilidad de una idea alternativa de democracia basada
en la democracia interna y el abandono del parlamentarismo. Esta idea
se basaba en la crítica que Marx hizo de la sociedad burguesa como una
forma que cristaliza la separación entre productor y ciudadano, que
consagra la distinción entre representantes y representados, que clau-
sura el foso que opone gobernantes a gobernados. La conversión de los
representantes en burocracia se volvía el blanco preferido de la crítica
de Marx, porque evidenciaba de qué modo un grupo social se apropiaba
de la voluntad política de la gente para reproducir las relaciones de ex-
plotación y de dominación de clase. La reasunción del poder estatal por

981
José Aricó

la sociedad –“como su propia fuerza viva y ya no como la fuerza que la


controla y la somete”, insiste Marx (1957)– supone hacerlo bajo una for-
ma política que cambia sustancialmente el sistema de representación,
que privilegia elementos de democracia directa y rechaza el parlamen-
tarismo. Hoy esta idea no es compartida y asistimos a la imposición,
como un modelo universal, de la democracia política bajo regímenes
parlamentarios. Podrá hablarse de las “promesas incumplidas de la de-
mocracia”, como hace Bobbio, y en muchas de sus consideraciones po-
dríamos encontrar el eco de las críticas de Marx, pero de la democracia
no podemos salirnos porque los resultados son peores que los males que
pretendieron evitarse.
La segunda gran idea-fuerza que nutría las esperanzas del socialis-
mo y del comunismo es que era posible implementar un modelo indus-
trializador basado en la planificación y no en el mercado al resguardo
de los efectos de dilapidación, irracionalidad, desigualdad y freno al
desarrollo de las fuerzas productivas, que caracterizaba al capitalis-
mo. La evolución del capitalismo mundial en la segunda posguerra y
la impasse productiva que no pudo superar el socialismo, muestran que
esta previsión no se ha cumplido. Por el contrario, las cosas ocurrieron
exactamente al revés.
Me parece que la afectación de estas dos ideas-fuerza y el recono-
cimiento que, desde el inicio de la segunda posguerra, el movimiento
obrero europeo, y yo diría también el movimiento obrero latinoamerica-
no, fue en todas partes un factor decisivo en la conformación de los nue-
vos estados de compromiso. De tal modo entraban también en crisis las
viejas hipótesis de un movimiento obrero cuya fuerza política residía en
su condición de fuerza autónoma y no integrada. El movimiento obre-
ro, en alianza con el Estado y el empresariado, fue el soporte del Estado
de bienestar, basado en un keynesianismo de izquierda que caracterizó
a las sociedades europeas desde 1945 en adelante y que la crisis de los
años setenta ha demostrado que es hoy un ejemplo agotado. Pero la cri-
sis del Estado de bienestar no puede dejar de afectar, como es obvio, a
la ideología de la izquierda que hacía de este su proyecto y su programa.
Las postulaciones socialdemócratas que se basaban en las posibilidades
de ampliar indefinidamente los procesos de distribución de la riqueza

982
Crisis del socialismo, crisis del marxismo

social y de redistribución del poder, se enfrentan a obstáculos que les


opone la propia forma del Estado social y que reclaman su reformula-
ción buscando otro nexo entre mercado, Estado y sociedad. Las rece-
tas keynesianas, que fueron capaces en los años cincuenta y sesenta de
asegurar un crecimiento sostenido con redistribución de la riqueza, no
están en condiciones de mantenerlos y profundizarlos en el presente.
Se abre, así, para la izquierda la compleja tarea de repensar sus estrate-
gias futuras y de recomponer buena parte de sus elaboraciones teóricas
sustanciales.
En este sentido me parece que el nuevo programa del Partido
Socialdemócrata Alemán, recientemente aprobado por el Congreso de
Berlín de diciembre de 1989, es un documento interesante sobre el cual
reflexionar respecto de los temas que estoy planteando en mi exposi-
ción. Como ustedes recordarán, fue la socialdemocracia alemana la que
ya en 1959 se planteó un cambio de su programa histórico. En el famoso
programa de Bad Godesberg resolvió dejar de lado las viejas formula-
ciones marxistas, abandonando un cuerpo teórico que, desde fines del
siglo pasado, había adquirido el estatuto de doctrina oficial, vale decir,
de un conjunto de proposiciones que servían de análisis y de previsión
general del desarrollo de la sociedad capitalista. En su nuevo programa
de 1989, vuelve a admitir el papel excepcional desempeñado por la tra-
dición marxista en la conformación de su identidad histórica, junto a
otras tradiciones que también rescata, y señala al mismo tiempo las li-
mitaciones del programa de Bad Godesberg cuando identificaba creci-
miento económico con redistribución más equitativa. El viejo concepto
de desarrollo económico ha sido puesto en cuestión por las formas con-
cretas que adoptó la evolución del capitalismo. Y hoy es preciso defen-
der la conclusión de que solo un crecimiento económico selectivo puede
ser aceptable. Se trata entonces de asegurar un crecimiento económico
compatible con un privilegiamiento de la calidad de vida, lo cual signifi-
ca una crítica aún más radical de las formas capitalistas de producción
y reproducción de los bienes. A nadie puede resultarle extraño, por con-
siguiente, que un cuestionamiento de este tipo conduzca a revitalizar
temas de la crítica anticapitalista de Marx. Puesto que si se debe vincular
desarrollo, calidad de vida y preservación del medio ambiente, hay que

983
José Aricó

pensar en otro tipo de manejo de la industria y de la economía, es preci-


so democratizar el sistema para afectar un tipo de desarrollo industrial
regido solamente por las leyes del mercado; hay que completar la posibi-
lidad de que ciertos productos o ramas deban ser extirpadas. Pero cuan-
do se plantean estos requerimientos, lo que está detrás de todo, rigiendo
el sentido del debate, son pautas civilizatorias contrapuestas. Quiérase
o no, lo que está en discusión son modelos de sociedad distintos. Si en
los años cincuenta estos valores anticapitalistas estaban recluidos en el
coto cerrado de los ideólogos utopistas, hoy pueden circular en el debate
sobre el significado futuro del socialismo porque la naturaleza del de-
sarrollo capitalista ha mostrado ciertos umbrales críticos que colocan
un horizonte de catástrofe, porque desnuda un tipo de relación de los
hombres entre sí y con la naturaleza que es inaceptable. Podemos así es-
tablecer una relación, a mi entender muy estrecha, entre la reflexión de
Marx sobre los límites del capitalismo y la necesidad presente de cons-
truir otras formas económicas y sociales que den respuestas posibles a
las grandes preguntas de la humanidad.
Estas reflexiones pueden ayudarnos a pensar de otro modo el viejo
tema de la relación entre marxismo teórico y acción política que han
motivado las consideraciones hasta aquí expuestas. Porque si su pasada
fusión con la política del movimiento obrero no podrá ser recompues-
ta en un futuro previsible, como ambiciona Anderson, el marxismo no
tiene razón de ser. El marxismo que se fusionó con la política del movi-
miento obrero fue en definitiva el heredero de la racionalidad capitalis-
ta. Su fuerza residió en su capacidad de funcionar como guía teórica del
movimiento socialista, legitimando su constitución en fuerza política
real y otorgándole la absoluta certeza en la victoria final del proletaria-
do. Aquí residió su fuerza, pero también su límite temporal. Su crisis
actual no nos habla simplemente de sus insuficiencias, sino de todo un
cambio de época que marca la extinción de una funcionalidad histórica
particular de la clase a la que consideró como sujeto privilegiado de la
historia. Pero su crisis como teoría y como doctrina tiene el efecto para-
dojal de liberar a Marx de todo aquello que impidió que su radical y pro-
funda crítica del capitalismo saliera al encuentro de las nuevas formas
de la subjetividad moderna.

984
Crisis del socialismo, crisis del marxismo

Estas nuevas formas de crítica de la cultura, que adquieren caracterís-


ticas y modalidades diferentes de las tradicionales del movimiento obre-
ro, abonan esa vieja idea de Marx de que los hombres se plantean los pro-
blemas que pueden realizar y que, por lo tanto, es una tarea vana tratar de
introducir un esquema teórico sistemático y perfecto en una realidad que
comienza a cuestionar la idea de la omnipotencia de la política. De la mul-
tivariedad de las luchas de los nuevos y viejos movimientos sociales es po-
sible recuperar otro elemento sustancial del legado de Marx vinculado a lo
que podríamos denominar su “antiutopismo”. Es imposible encontrar en
Marx ningún modelo utópico de sociedad del futuro. Excepto en la Crítica
del programa de Gotha (Marx, 1973), donde aparecen ciertas referencias pero
vinculadas a un debate puntual con los lassalleanos, no hay en Marx un di-
seño futurístico. Nunca pretendió decirnos cómo habría de ser el mundo
del futuro; solo defendió la idea que los elementos de lo nuevo anidaban
en la sociedad presente y que es en la indagación profunda y objetiva de
sus contradicciones internas donde el movimiento anticapitalista debía
asentar su movimiento de transformación. Es verdad que en Marx hay
muchas más cosas que estas y se puede rastrear en sus escritos una pro-
funda confianza en la capacidad palingenética de los trabajadores. Lo que
quiero enfatizar es que su crítica de la cultura basada en el Estado y en
el valor de cambio, hoy, forma parte imprescindible de todo movimiento
que se proponga reformas sustanciales de la sociedad presente.
Si aceptamos, aun provisionalmente, el modo en que he planteado el
problema de la relación entre teoría marxista y movimiento político po-
demos concluir, por consiguiente, que la ruptura histórica que se ha pro-
ducido entre ambos términos obliga a una redefinición de cada uno de
ellos. Cuando se habla, por, ejemplo, de un proceso de laicización de la
política se quiere indicar la necesidad de liberarla de ese conjunto de cons-
trucciones ideológicas que obstaculizan que esta sea un modo de operar
sobre la realidad para efectuar cambios reales, una manera de reconocer
posibilidades o imposibilidades. El laicismo de la política significa eludir
un discurso ideologizado que supedita todo al privilegiamiento de ciertos
valores. Pero también significa una redefinición de sus campos de acción
y de las posibilidades que abre. Laicizar la política no significa simplemen-
te cuestionarle sus inútiles apelaciones ideológicas, sino también acotar

985
José Aricó

su tendencia omnívora a devorar todos los elementos de omnipotencia


que arrastra consigo. Laicizar la política es también comprender lo que la
política no puede dar, lo que es inútil reclamarle a ella.
En este sentido nos encontramos aquí con una dificultad que está en
el propio discurso de Marx cuando concibe a la política como enajena-
ción, como apropiación por una parcialidad de una capacidad de operar
sobre la realidad que debe ser devuelta a todos los hombres. La política
es la apropiación por una clase, una casta, un grupo o un partido de algo
que pertenece al conjunto de la sociedad. Por eso la pregunta esencial
que intenta resolver una política reformadora en el sentido socialista,
es si se quiere o no superar la separación entre dirigentes y dirigidos. Y
no interesa tanto desconfiar en que alguna vez pueda esta separación
disiparse, como reconocer que solo convirtiéndola en un objetivo ideal
puede la sociedad desnaturalizar las relaciones de dominación.
Pero en la medida en que la política se refiere a las operaciones sobre el
Estado y los partidos, al sistema político en las condiciones de complejiza-
ción creciente de la sociedad, la politicidad se esparce por todos los poros
de un sistema y no puede ser retenida por las instituciones clásicas en las
que se ha ejercido. Tal vez convenga al respecto retornar a lo que señalaba
un pensador de derecha como Carl Schmitt, al recordar que la ruptura del
principio de legitimidad basado en la trascendencia, que se inicia con las
guerras religiosas del siglo XV, genera el ciclo de construcción del Estado
moderno. La secularización de la política involucra, contradictoriamente,
el crecimiento de una politicidad que no puede quedar encerrada ni en el
Estado, ni en el sistema político. Transita por toda la sociedad y reclama
de formas de institucionalización y de representación siempre en crisis,
siempre jaqueadas por el blanco móvil de la disconformidad. La crisis de
los sistemas representativos modernos es un efecto directo o indirecto del
crecimiento de la politicidad como demanda de liberación, como recono-
cimiento de un plus de significación que queda fuera de las instituciones,
que se resiste a ser reducida a política estatal. Esto significa que imaginar
una laicización radical de la política, que es a consecuencia de una tenden-
cia objetiva de su despliegue como forma dominante, nos lleva a pensar en
todo aquello que la política deja escapar pero sin lo cual la política deja de
tener una fundamentación moral.

986
Crisis del socialismo, crisis del marxismo

La crisis del socialismo, y la crisis del marxismo, que están en el tras-


fondo de la desintegración de la carga disruptiva de la ideología de iz-
quierda, no son simplemente la expresión de la descomposición de una
idea, de una tendencia y de una organización política. Si solo fuera esto,
no valdría la pena insistir tanto sobre el asunto. En realidad, la crisis del
socialismo y la crisis del marxismo evidencian los límites de la política
moderna para sostener y potenciar una profunda reforma de las con-
ciencias, un nuevo sistema de valores que deje atrás a Maquiavelo.
En mi exposición he tratado de efectuar un recorrido histórico sobre
el modo en que se cuestionó la tradición marxista y las razones de las
insuficiencias de la teoría frente a los cambios de la realidad. Los térmi-
nos más puntuales del debate ustedes ya los conocen a través de la lec-
tura del libro Evolución y crisis de la ideología de izquierdas, redactado por
la Comisión del Programa 2000 del Partido Socialista Obrero Español
(PSOE, 1988), e incluido como bibliografía para este seminario. Muchas
gracias a todos por la atención que me prestaron.

Buenos Aires, 18 de julio de 1990.

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988
1917 y América Latina*

1. “La herencia de 1917 está en liquidación”, acaba de decirnos Octavio


Paz y es este un hecho irrefutable. Más allá del significado preciso que
las distintas corrientes políticas y culturales asignan a la crisis de los
países del Este, es un sentimiento por todos compartido que el derrum-
be del comunismo, como teoría y como práctica, tendrá implicaciones
directas y profundas sobre el pensamiento de la izquierda latinoame-
ricana y sobre sus futuros diseños doctrinarios y políticos. Dejo de lado
el error de perspectiva histórica que significa considerar al comunismo
como un fenómeno que puede disiparse sin dejar rastros, como si fuera
una creación ex nihilo y como si, finalmente, no fuera un vástago en el
plano ideológico de la cultura de Occidente, que solo pudo desarrollarse
y afirmarse en los espacios abiertos por las contradicciones de la socie-
dad capitalista. De todos modos, y aun dejando en suspenso el complejo
problema de cuánto de él heredará el mundo del futuro, es innegable
que su extinción coloca a la izquierda latinoamericana ante una difícil
encrucijada histórica.
¿En qué sentido puede afirmarse que la desintegración de la cultura
comunista tendrá efectos directos y profundos sobre la izquierda lati-
noamericana y aun en aquella no vinculada orgánicamente a la tradición
que nace con la Revolución de Octubre? En el sentido que se ha puesto

*
Extraído de Aricó, J. (1991-1992, diciembre-febrero). 1917 y América Latina. La Ciudad Futura, 30-31,
pp. 14-16, Suplemento 10, (Buenos Aires)..

989
José Aricó

en cuestión una visión de la sociedad y de sus modalidades de cambio


que tuvo en la experiencia soviética y en las formulaciones ideológicas,
teóricas y políticas del leninismo, o del marxismo-leninismo, una matriz
sustancial para su constitución.
Se ha dicho, y hay poderosas razones para sostenerlo, que el derrumbe
del comunismo no es solo el resultado inevitable –aunque inesperado–,
del fracaso de un sistema económico y social; es también un desmentido
a la idea misma de revolución concebida como un momento fundan-
te de un orden social totalmente nuevo, de una nueva historia, de un
corte que establece una plena discontinuidad respecto del pasado. Esta
idea de revolución alimentaba a su vez dos ideas fuerza que encontraron
en el marxismo su sustento teórico y que posibilitaron a las corrientes
obreras y socialistas postularse como un movimiento histórico de trans-
formación. La primera era una concepción alternativa de democracia,
capaz de superar la escisión y contraposición entre las dimensiones for-
males y sustanciales que la democracia liberal conlleva. La crítica socia-
lista nace del rechazo de toda comunidad política que se asienta sobre la
base de una irreductible desigualdad real de los sujetos. El comunismo
pretendió encontrar una forma institucional en condiciones de resolver
este problema del nexo entre igualdad y libertad, y sus resultados fueron
la anulación de ambas.
La otra idea fuerza partía de la convicción de que al industrialismo
incontrolable de la sociedad burguesa podía contraponérsele un proce-
so industrializador de signo positivo que fincara en la capacidad pla-
nificadora del Estado la posibilidad concreta de superar el crecimiento
irracional que caracteriza al primero. Como sabemos, el socialismo bu-
rocrático que se constituyó a partir de la estatización integral de la eco-
nomía y de los mecanismos de planificación centralizada dio lugar a las
formas más perversas de irracionalidad productiva y de expropiación de
los trabajadores.
El cuestionamiento práctico de ambas certidumbres en los países del
Este europeo ha conducido a la crisis de sus Estados y de sus socieda-
des, arroja como resultado no proceso de refundación de la política que,
como es lógico, arranca de la aceptación de la democracia como sistema
y como método, y del reconocimiento de la funcionalidad del mercado.

990
1917 y América Latina

De tal modo, deja de tener sustento teórico y político un camino no ca-


pitalista de desarrollo como el emprendido por la Unión Soviética y los
países del llamado “socialismo real”, que siempre ejerció sobre la izquier-
da latinoamericana una atracción excepcional. No tanto por las formas
políticas de corte totalitario que rigieron dicho camino, sino porque en
él se visualizaban los rasgos definitorios de cualquier proceso de transi-
ción al socialismo.
2. La crisis de toda una experiencia histórica que se inició en octu-
bre de 1917 coincide en el tiempo con las nuevas y gravísimas manifes-
taciones de la decadencia prolongada que soporta nuestra región y que
el ciclo de reconstrucción democrática iniciado en los años ochenta no
ha atenuado. Todo lo contrario, ha contribuido a ponerla claramente de
manifiesto en sus componentes esenciales y en las insuficiencias de los
instrumentos conceptuales para proyectar estrategias de salidas.
A partir de estas consideraciones resulta posible intentar una com-
paración entre ambos procesos, sin por ello olvidar todo aquello que las
diferencia como regiones culturalmente distintas y cuyas historias re-
corrieron caminos singulares. El hecho es que tanto en América Latina
como en la Europa del Este la conquista de un efectivo crecimiento eco-
nómico se vincula estrechamente a una profunda reforma democrática
del Estado y de la sociedad. En otras palabras, lo que está verdadera-
mente en juego en ambas regiones, y lo que explícita o implícitamente
atraviesa el debate político e ideológico, es el viejo e irresuelto problema
de la relación entre modernidad y tradición.
Octavio Paz acaba de ofrecernos en una serie de artículos de los que
he tomado su frase inicial, una síntesis admirable de la cuestión. Muestra
en ellos cómo los grandes conflictos históricos de nuestras naciones fue-
ron, en realidad, expresiones variadas de este gran tema. Y en torno a
él giró todo el pensamiento social latinoamericano. La diversidad de las
respuestas, no solo en la historia de nuestros pueblos sino también en su
presente, ilustra hasta qué punto la gran pregunta por el destino de las
naciones latinoamericanas sigue siendo hoy, como en el pasado, un in-
terrogante. Esta dificultad para abordar lo que Mariátegui llamó la “he-
terodoxia de la tradición”, la resistencia que la tradición opone a dejarse
aprisionar en una fórmula inerte que la cristalice o anule, se ha expresado

991
José Aricó

históricamente en una constante ambigüedad de las respuestas al proble-


ma de la modernización y al tema de la modernidad en general. Y tanto
América Latina como el mundo ruso (dado que la dimensión “soviética”
hoy está sometida a crítica y nadie puede afirmar lo que restará de ella en
el futuro) están atravesados por esa misma dificultad. Por razones diver-
sas, derivadas de sus tradiciones seculares, del peso del tradicionalismo
religioso, de la heterogeneidad racial de sus componentes nacionales, de
las formas que asumieron sus construcciones estatales, del carácter “exó-
geno” de sus procesos de industrialización, etc., etc., por estas y muchas
otras razones que aún restan por estudiar, anidaron en ambos mundos
fuertes resistencias a una modernización de signo crudamente capitalis-
ta, a un capitalismo salvaje sin límites ni fronteras.
Desde la constitución de sus pueblos en naciones Estados existió
en América Latina una corriente antieuropea en sus tradiciones que
nutrió los sueños de un camino propio, de una suerte de tercera vía
que constituye el núcleo duro del ideal revolucionario que animó a las
corrientes sociales emergentes de la crisis de los años de la primera
posguerra. Y es con relación a estos aromas ideológicos que debemos
analizar las repercusiones que alcanzaron en América Latina los he-
chos del octubre ruso.
3. La potencialidad expansiva del fenómeno ruso en Latinoamérica
tuvo su raíz no tanto en la fortaleza del movimiento obrero y socialista
que dicho fenómeno contribuyó decisivamente a formar, sino en el he-
cho de que coincidía y salía al encuentro de una crisis generalizada de
todo un régimen económico, político y social: el llamado “régimen oli-
gárquico”. Los años veinte se caracterizan por una movilización inédita
de los sectores medios en contra de las formas políticas de la domina-
ción oligárquica, pero también por un sorprendente y generalizado mo-
vimiento de reforma intelectual y moral de las sociedades: la Reforma
Universitaria, que nacida en Córdoba se expande por todo el continente.
En el interior de este vasto experimento de latinoamericanización de
las capas letradas progresistas de nuestras sociedades se produce un fe-
nómeno aproximable de lo ocurrido en Rusia desde mediados del siglo
pasado. La formación de una suerte de “intelligentsia” que se define más
en términos de su común actitud crítica frente al orden vigente, que por

992
1917 y América Latina

su extracción de clase o por categorías puramente profesionales. Frente


a la ausencia de formas sociales definidas, no pudiendo apoyarse en una
clase económica y social precisa, esa intelectualidad aparece como sus-
pendida en el aire, planeando por sobre el sentimiento de frustración
que despiertan las autoritarias oligarquías nativas y la atracción que
ejercen las masas populares o el “pueblo”. Ese mismo aislamiento y la
convicción de una función propia que debía ser llevada a cabo aun en
contra del curso natural de los hechos, contribuyó a conformarlos como
una “clase” distinta caracterizada por una fuerte tensión moral, por una
voluntad aplicada a la realización de todas aquellas ideas que permitie-
ran encaminar nuestros pueblos a su regeneración material y moral.
La experiencia rusa representaba para este sector la demostración
práctica de que sus proyectos eran realizables. Y por eso, “hacer como en
Rusia” no significó para ellos únicamente cambiar una sociedad injusta,
sino también y fundamentalmente realizarla como nación. La discusión
contra una concepción oligárquica de nación suponía, en consecuencia,
incorporar en el debate los elementos teóricos y prácticos que emergían
de la experiencia rusa. Pero esta experiencia fue leída, o interpretada,
de distintas maneras, y cada una de estas versaba sobre cómo abordar el
complejo problema de la relación entre modernidad y tradición, aunque
esta última fuera visualizada solo como atraso.
4. El cuestionamiento del régimen oligárquico involucraba necesa-
riamente un reconocimiento de los procesos históricos que condujeron
a su constitución. Era lógico entonces que fuera considerado como un
resultado de las formas que adoptó en América Latina la modernización
y su rechazo se fundó en una interpretación del atraso que descreía de
la certeza antes compartida de un camino unilineal de desarrollo de
las sociedades latinoamericanas que debía llevarlas inexorablemente a
identificarse con Europa. La singularidad de América frente a Europa es
un tópico constante de la ideología de la Reforma y un punto de engarce
con los vientos que venían del Este. Los tiempos nuevos, evocados por el
libro del mismo título escrito por José Ingenieros, estaban signados por
esta fusión de los ideales libertarios del “movimiento maximalista” con
las fuerzas morales generadas por la reforma universitaria. Y porque se
creía a pie juntillas en la convergencia histórica de ambas experiencias

993
José Aricó

el libro de Ingenieros pudo convertirse en una Biblia para las corrientes


democráticas y socialistas del continente.
La coincidencia en la significación moral de estos hechos no con-
dujo, empero, a la adopción de un único proyecto de transformación.
Alrededor del problema de las formas y de las opciones del desarrollo
se produce en los años veinte un debate en el que fueron planteados los
grandes temas del movimiento social latinoamericano. Un debate que,
por su ejemplaridad, permanecerá casi inmodificado hasta la desinte-
gración del Estado de compromiso populista en los años ochenta. Se
discute sobre el carácter nacional o de clase de la revolución, el papel
del Estado como constituyente de la unidad nacional, la relación con el
capitalismo, las alianzas de clase, el carácter del partido, etcétera.
Las respuestas fueron distintas y condujeron a la formación de dos
grandes vertientes, no ya corrientes, de la izquierda latinoamericana:
populista y socialista. A su vez, serán múltiples las formas organizativas,
políticas e ideológicas en las que, desde esos años iniciales, se expresa-
rán históricamente ambas vertientes. Y una de las razones de esta varie-
dad de formas, tal vez la de mayor gravitación, quizás haya que buscarla
en la endeblez de los partidos comunistas que nunca lograron, salvo en
algún momento y sitio determinado arraigarse profundamente entre
las masas populares de la región.
Sin embargo, el prestigio de la experiencia soviética y del marxismo
como teoría de la Historia fueron determinantes para que el debate re-
produjera casi exactamente en los mismos términos la disputa que en-
frentó a populistas y marxistas en la Rusia finisecular.
Las relaciones ambiguas entre el aprismo y el socialismo –que signa-
ron el debate político-intelectual de los años veinte y treinta en el con-
tinente– derivan del hecho de que ambos estaban ideológicamente ins-
talados en el terreno del marxismo o de la cultura que este contribuyó
decisivamente a formar. De un marxismo interpretado en clave leninis-
ta y bajo su forma rusificada. La pregunta que subyacía y que cada ver-
tiente respondió a su modo se interrogaba sobre el futuro de América. Si
no se podía ni se quería ser Europa, ¿acaso era Rusia el espejo en el que
debía contemplarse? Dicho en términos más puntuales ¿hasta dónde la
revolución rusa podía constituir un modelo universal?

994
1917 y América Latina

La polémica que opuso al comunista cubano Julio Antonio Mella y al


fundador del Apra, Víctor Raúl Haya de la Torre, polémica a la que las in-
tervenciones de José Carlos Mariátegui aportarán consideraciones me-
nos doctrinaristas y comprensivas de las particularidades de la dinámi-
ca de las sociedades americanas, versó en definitiva sobre la evaluación
diferente del carácter universal de la experiencia soviética.
Aunque sus opiniones se irán modificando a medida que la profun-
dización de la controversia conduzca a la ruptura de ambas corrientes,
Haya de la Torre (1924) definió con claridad el estado de ánimo de la
izquierda latinoamericana respecto de Rusia:

Sería inútil que yo tratara de verter todas mis opiniones acerca


de Rusia en una simple declaración. Ampliamente he de dar mis
impresiones en un libro que preparo y que he de editar tan pronto
termine mi viaje por las distintas regiones del país de los Soviets.
Como estudio no creo que tenga valor semejante un viaje a otro
punto de globo. Para América: México, y para el mundo: Rusia. En
México se inicia la revolución social de tipo indoamericano y en
Rusia se está creando el tipo universal de la nueva revolución que
cambiará todos los resortes de la historia.

La revolución social de tipo indoamericano, esta categoría clave del po-


pulismo de izquierda, fue en cierto modo la conclusión necesaria de
una tentativa de interpretar los “climas históricos y las latitudes sociales
singulares de la región a partir de los instrumentos conceptuales pro-
venientes del marxismo rusificado y de su prolongación en la Tercera
Internacional. Hasta la misma revolución mexicana fue leída con las
lentes rusas y no debe sorprendernos reconocer que fueron los fulgu-
rantes hechos de la revolución china los que posibilitaron a los sudame-
ricanos descubrir que en su propio continente desde más de una década
atrás se venía desarrollando una revolución autóctona de la que no se
advirtió su presencia.
Insisto en estas puntualizaciones porque si la polémica entre socialis-
mo y populismo en América Latina es retomada en sus orígenes y en los
textos fundacionales del pensamiento crítico continental se advertirá

995
José Aricó

con claridad la influencia decisiva que tuvieron los sucesos del Octubre
ruso y las construcciones teóricas y prácticas que contribuyó a generar.
Por consiguiente, fue y sigue siendo un craso error tratar de evaluar
dicha influencia con el estrecho rasero de las escuálidas formaciones
comunistas que desde los años veinte vegetaron en la región. El mode-
lo populista arranca de las elaboraciones hechas por la Internacional
Comunista sobre las revoluciones en los países dependientes y colonia-
les y les da un sesgo particular, merced al cual se privilegia la cuestión
nacional respecto a una perspectiva exclusivamente clasista. En su ver-
sión, la escasa autonomía de la clase obrera, su extrema debilidad res-
pecto de los demás grupos y clases sociales, tornaba ilusorio un proyecto
de cambio fundado en su capacidad hegemónica. La profunda heteroge-
neidad de los componentes nacionales y populares solo podía ser supe-
rada colocando al Estado en el centro de la constitución de la unidad na-
cional. El concepto de pueblo es a la vez, paradójicamente, un punto de
partida y un producto de una acción solo posible desde el Estado. Lo cual
conduce inexorablemente a una sobrevaloración de su función en des-
medro de la sociedad civil a la que, en definitiva, se considera incapaz de
cualquier acción autónoma. La conquista del Estado es el requisito para
desde él conducir la transformación y el proceso de industrialización.
Esta doble función del Estado como constituyente de la unidad nacional
y como factor decisivo y hasta excluyente de la transformación económi-
ca remite nuevamente a la experiencia soviética y la conceptualización
leninista, pero se funda además en las modalidades propias del proceso
de construcción de las naciones latinoamericanas. Un Estado de fuerza
decisiva frente a una sociedad civil débil y gelatinosa no puede sino dar
como resultado una actitud de reverenciamiento del Estado, una “es-
tadolatría” que alimenta las concepciones autoritarias y cesaristas del
cambio social. Y por tal razón tal vez pueda explicarse la expansión del
leninismo, aunque metamorfoseado bajo rasgos populistas, porque en
definitiva América Latina es, o por lo menos lo fue por largo tiempo, un
“continente leninista”.
La divergencia fundamental entre populistas y socialistas giró, en
realidad, en torno a la resistencia a aceptar los modelos de partidos “de
clase” y la dirección de la Comintern. La unidad de los distintos intereses

996
1917 y América Latina

del pueblo, a la que una consigna aprista presentaba como fusión “de
los trabajadores manuales e intelectuales”, requería en su opinión de un
movimiento nacional omniabarcativo que excluyera a todo aquello que,
por no aceptar su liderazgo o disentir con sus propuestas ideológicas y
políticas, se colocara en una relación de marginalidad y enfrentamiento
con el movimiento nacional. Pero si este se identifica con la nación mis-
ma, lo que queda fuera de él es simplemente la “antinación”.
El Estado nacional antimperialista, sostenido por un movimiento
que, en definitiva, solo pretendía ser una correa de transmisión de la ac-
ción de aquel en la sociedad, parecía ser el instrumento más adecuado,
si no el único, para implementar desde arriba una política de masas capaz
de fusionar demandas de clase con demandas de nación y de ciudada-
nía. La multivariedad de sus formas, con independencia de sus signos
autoritarios o progresistas, remite al modelo originario que, en el caso
de América Latina, fue el producto de la conjunción de las dos grandes
experiencias mexicana y rusa. De una revolución “sin teoría” y de otra
que sostuvo tenerla y organizó su difusión por el mundo.
5. Asistimos a la crisis irreversible de este modelo de Estado nacional
antimperialista, aunque formas estatales inspiradas en sus principios
subsistan aun en distintas partes del mundo. Las razones de esta crisis
son múltiples y se ha abundado mucho sobre ellas. Fruto de los efectos
expansivos de la revolución rusa y de la necesidad de encontrar cami-
nos rápidos para la conquista de la autonomía económica de sus pue-
blos acelerando los procesos de industrialización, no puede soportar la
desintegración del complejo de prácticas políticas, formas económicas y
construcciones institucionales que conformó a lo largo de muchos años
de historia. Se ha clausurado una época y con esta se ha consumado una
experiencia que ya no puede medirse productivamente con un mundo
que cambia vertiginosamente en el sentido de su integración.
En América Latina ya entró en crisis en los años setenta y el ciclo de
los golpes militares que le sucedió fue su resultado. Los actuales proce-
sos de democratización se enfrentan, a su vez, a una gravosa herencia de
formas perimidas del Estado y de la sociedad, que en muchos casos los
autoritarismos militares contribuyeron a agravar antes que a superar.
El camino que ha emprendido América Latina ya no admite retornos

997
José Aricó

al modelo del Estado nacional antimperialista, pero la izquierda no ha


demostrado todavía ser capaz de imaginar una alternativa progresista
a las orientaciones neoliberales que se imponen en la región. El Estado
de compromiso populista hizo aguas, pero el cuerpo de ideas que con-
dujo a la izquierda latinoamericana a defenderlo como un instrumento
insustituible para abrir una perspectiva de desarrollo autónomo sigue
en pie. Aun hasta el presente sigue nutriendo las concepciones y las es-
trategias políticas de esa izquierda. La realidad se ha modificado, pero
la inercia doctrinarista de la teoría impide una renovación tan necesaria
como urgente.
Aquí, en esta asimetría de las demandas de realidad y las insuficien-
cias del pensamiento y de la acción es donde la descomposición de los
regímenes del Este puede servir de experiencia aleccionadora. Más aún,
hasta se puede afirmar que es un elemento de decisiva importancia para
encaminar a la izquierda latinoamericana hacia la construcción de una
acción política verdaderamente reformadora. Pero para ello es impres-
cindible que el tema de la desintegración del comunismo como teoría y
como práctica sea asumido como propio por esa izquierda. Lo cual su-
pone un cambio radical de la actitud vergonzante y de ocultamiento
que siempre tuvo frente a las denuncias sobre la naturaleza despótica
de los regímenes del Este. Si hasta ahora pudo soslayarse el problema
valiéndose del argumento que en un mundo bipolar criticar a la Unión
Soviética o a los países del Este –pero también a China o a Cuba– lleva-
ba aguas al molino del imperialismo, desde la caída del Muro de Berlín
esta posición se ha vuelto insostenible, aún para quienes la aceptaban de
buena fe como legítima.
Desde esta perspectiva, asumir como propios de su tradición y de su
patrimonio teórico y cultural los problemas e interrogantes que emer-
gen de esa compleja experiencia histórica, iniciada en 1917 y que hoy se
derrumba estrepitosamente, es para la izquierda latinoamericana una
empresa insoslayable. Su destino futuro se vería vitalmente comprome-
tido si, como hasta ahora, considerara que lo que ocurre en el Este no
la compromete. He tratado de mostrar hasta qué punto la discusión en
América Latina sobre las vías posibles para encarar una transformación
deseada tenía en los años veinte un referente que servía de ejemplo de lo

998
1917 y América Latina

que había que hacer: la Rusia posrevolucionaria. Si hoy nuestra izquier-


da se encogiera farisaicamente de hombros frente a lo que ocurre con el
llamado “socialismo real” habría que recordarle, remedando a Marx, ¡De
te fabula narratur!
6. El hecho de que la herencia de 1917 esté hoy en liquidación deja en
pie, sin embargo, un interrogante. La Revolución de Octubre y el movi-
miento comunista que se hace cargo de difundir su contenido histórico
universal trataron de resolver globalmente el problema de la sociedad
justa. La vía por la que intentaron resolverlo ha resultado ser histórica-
mente equivocada. Pero los problemas quedan. ¿Quién y cómo se plantea
resolverlos? La universalización del principio de la democracia política
que está detrás de los traumáticos cambios políticos e institucionales
que presenciamos la coloca frente a la gran responsabilidad de demos-
trar su capacidad para hacerse cargo de ese problema. De la democracia
no se puede ni se debe salir, nos dice Norberto Bobbio. Y estamos con-
vencidos de esta verdad que asumimos como un valor universal ¿Pero
cómo hacer para que sus reglas fundamentales sirvan para estimular,
y no obstaculizar, el impulso también universal hacia la emancipación
humana?
Para responder a esta pregunta no es suficiente rechazar el pasado.
Es preciso además indagar las razones de las miserias heredadas. Los po-
pulismos latinoamericanos entraron en crisis, pero permanecen como
ideologías porque en el pasado dieron una solución política y cultural
a demandas concretas de la sociedad y del Estado. Su fuerza residió en
elaborar desde arriba, desde el Estado, una voluntad nacional-popular,
fusionando cultura de masas con política moderna. Más allá de los jui-
cios adversos que desde el presente podamos emitir sobre los callejones
sin salida en que encerraron a nuestros pueblos, fue una respuesta al
problema de la relación de la tradición con la innovación, que recogía
la herencia paternalista y caudillista de la concepción tradicional de la
política. Dicha respuesta salía al encuentro de las limitaciones que tu-
vieron siempre los proyectos modernizadores en la región. Al pretender
tirar por la borda las tradiciones y copiar sin discernimiento las formas
que adoptaban los países centrales, tales proyectos se identificaban con
élites transformadoras sin capacidad hegemónica para convertir en

999
José Aricó

hechos de masas sus planes fantasiosos. El topos clásico de la separación


entre intelectuales y pueblo no es sino la cristalización ideológica de la
constante crisis de legitimidad que debieron soportar los propósitos de
cambio y quienes pretendieron llevarlos a cabo.
Tal vez algo de todo esto ocurre hoy con el discurso sobre la democracia y
la superación del Estado de compromiso prebendalista en América Latina.
Los temores que despiertan los obstáculos económicos, políticos y sociales
con que se enfrentan los procesos de democratización tienden a privilegiar
los elementos de neutralización que la política moderna arrastra consigo.
En un orden esencialmente injusto se soslaya el reconocimiento, caro a la
tradición socialista, de que la democracia no está necesariamente vinculada
a la economía de mercado y a la forma capitalista de producción. Todo lo
contrario, es el obstáculo fundamental para que se impongan a la sociedad
las ideologías del éxito económico y del crecimiento sin límites como natu-
rales e inviolables atributos de la condición humana. La democracia es un
valor a defender porque, como ha escrito recientemente Pietro Barcellona,
en un mundo que cuestiona todo fundamento ella realiza el derecho mí-
nimo de cada uno de poder decidir el sentido de su propia historicidad.
Justamente por ello la democracia es inseparable del conflicto. De un con-
flicto que pone constantemente en discusión quién y cómo decide.
El derrumbe de una experiencia fallida de liberación de los hombres
de su sujeción a la escasez material no puede llevarnos a aceptar la afir-
mación de que solo la economía capitalista puede garantizar la demo-
cracia y el pluralismo. La experiencia histórica de un siglo y medio de
vida independiente de las naciones latinoamericanas demuestra que tal
afirmación es solo una falacia. Una democracia que evidenciara su in-
capacidad para hacerse cargo y responder a las demandas de enormes
masas de hombres sumergidos en la miseria nunca podría subsistir sin
transformar a sus reglas en meramente formales. La realización de la de-
mocracia –para no utilizar el término neutralizante de “consolidación”–
significa ponerla a prueba en su potencialidad intrínseca de estimular
los procesos de transformación. Pero para esto es preciso que la izquier-
da diseñe alternativas concretas a formas económicas y políticas que
han demostrado ser incapaces de acordar los derechos de la libertad con
las exigencias de justicia social.

1000
1917 y América Latina

La búsqueda de una solución política de problemas que la crisis del


Estado social agudizó hasta extremos desconocidos supone para la
izquierda democrática y socialista latinoamericana una profunda re-
fundación de sus instrumentos conceptuales y de toda su cultura. La
desintegración de la cultura comunista que deriva del fracaso de la vía
leninista puede tener para esta izquierda una decisiva función liberado-
ra. Entre otras cosas –aunque estoy convencido de que es este su aspecto
decisivo– porque posibilita construir una nueva teoría y una práctica del
cambio social que recoja los elementos más valiosos de tradiciones polí-
ticas hasta ahora excluyentes. La historia de la cultura democrática occi-
dental, es decir de aquella cultura que hizo de la democracia el resultado
de la fusión de las tradiciones del liberalismo político con los valores y
las instancias del movimiento obrero y socialista, arroja una lección de
método de extraordinaria significación. No es necesario insistir hasta
dónde fue esto el producto de una evolución histórica, de un progreso
en la vida colectiva de los hombres que reclama no ser únicamente acep-
tado, sino primordialmente defendido.
En las condiciones históricas y culturales propias de la civilización
latinoamericana aceptar esta lección involucra una compleja tarea de
construcción de un pensamiento político capaz de recoger las instan-
cias vivas de los tres grandes filones con los que se tejió la trama ideoló-
gica típica de nuestras sociedades: las tradiciones liberales y democrá-
ticas, las nacionales populares y las socialistas. Todas ellas hundiendo
sus raíces en el humus constitutivo de una cultura de contrarreforma.
El problema central de nuestras sociedades sigue siendo, tal vez hoy
con mayor urgencia que nunca, preservar a su gente de la regresión y
del autoritarismo al mismo tiempo que se avanza en la lucha contra el
hambre y por la justicia social. Tradiciones culturales que perduraron
enfrentándose facciosamente entre sí no han demostrado hasta ahora
ser por sí mismas aptas para nutrir un movimiento transformador y
una corriente intelectual crítica y moderna en condiciones de “aferrar a
Proteo”, de dinamizar a una sociedad aplastada por el peso de la inercia
y de la pasividad. ¿Es posible encontrar formas de armonizar un patri-
monio ideológico fragmentado en corrientes ideales que se excluyen? Al
mismo tiempo, una convergencia de tales corrientes ¿no reclama aislar

1001
José Aricó

y anular las visiones integristas, aquellas sobrevivencias –y los grupos


sociales que en torno a ellas se agregan– que al absolutizar valores com-
partibles que las alimentan convierten a las sociedades en invivibles? La
libertad, así, se transforma en licencia y la fraternidad en clientelismo y
espíritu de mafia; la igualdad, a su vez, adopta las formas más plebeyas
de un jacobinismo sin freno.
La imposibilidad de resolver estas antiguas contradicciones signó la
evolución histórica de nuestras sociedades desde la conquista de su in-
dependencia. El pulso de sus vidas nacionales no fue más que un espas-
módico sucederse de crisis profundas de las que nunca se salió del todo.
La regla es el encabalgamiento de los problemas y no su consumación.
Territorio de frontera, “extremo Occidente” como la definió Rouquié,
América Latina, que fue un resultado de la gestación de la moderni-
dad, es también una prueba viviente del carácter ambivalente de esta.
Desgarrada por el riesgo de una pérdida de espesor histórico y por el
sueño de una identificación imposible con Europa, es un barco sin rum-
bo que marcha a la deriva.
La crisis de los países del Este, y de Rusia en particular, tiene el enor-
me mérito de poner delante de nuestros ojos un espejo gigantesco. Saber
leer dicha crisis es tal vez otra ocasión histórica que se nos presenta para
reflexionar sobre nosotros mismos; sobre la apremiante disyuntiva que
se nos presenta. Si, como se ha dicho, la modernidad es un destino, el
problema a resolver es de qué modo queremos los latinoamericanos ser
modernos.

Bibliografía

Haya de la Torre, V. R. (1924, 9 de octubre). Impresiones de Rusia. La


Crónica, (Lima).

1002
Entrevista a José María Aricó*

Carlos Altamirano: ¿Cómo fue tu encuentro con el Partido Comunista y la política?


José Aricó: En mi caso comenzó muy temprano. Por características
personales y por algunas circunstancias fortuitas, y no tanto por la pre-
sencia que podía tener el Partido Comunista en un pequeño pueblo de
provincia.
Mi primera incursión en la política fue cuando ingresé en el secunda-
rio, en 1945 (nací en 1931). Era la época de la famosa huelga universitaria.
Hay un momento de aflojamiento del gobierno, de la dictadura militar
que precedió al peronismo hasta el intento de golpe de Estado en sep-
tiembre de 1945 en Córdoba, que endureció de nuevo la situación.
En el gobierno, Perón no era la figura más representativa por su car-
go, pero sí por su actividad; se estaba recortando cada vez más su fi-
gura frente a Farrell. En ese momento de aflojamiento comienzan los
intentos de conversaciones de ese gobierno militar con los radicales y
con el Partido Comunista para tratar de hallar una solución política que
no desplazara al ejército, sino que, reconociendo a este grupo como fun-
damental, encontraran un acto de alianza que les permitiera salir bien
de las elecciones que eran inevitables.

* Extraído de Altamirano, C. y Filippelli, R. (Dir.). (1991, agosto). Entrevista a J. M. Aricó,


[Video]. Buenos Aires.
Nota: Basado en esta entrevista Filippelli editó el video José Aricó en 1992. Segmentos importantes de esta
entrevista fueron publicados en Altamirano, C. (1995, enero-junio). La última entrevista de José María
Aricó. Estudios, 5, pp. 53-67, (Córdoba: Centro de Estudios Avanzados, UNC).

1003
José Aricó

Frente a eso, la oposición de este bloque antifascista que se había ar-


mado en torno a la guerra, no acepta ningún tipo de conversaciones. Se
da la lucha, la respuesta del movimiento estudiantil, frente al intento de
negociación de Perón, la gran huelga de la FUA, que repercute también
en el sector secundario.
Me acuerdo de que llega gente de Córdoba a organizar el sector se-
cundario en la escuela donde yo estaba. Esta escuela era dirigida por un
rector radical que va a ser luego diputado. Se organizan los centros de
estudiantes y se organizan los delegados por cursos. Yo soy elegido dele-
gado por curso del primer año.
Se tramita allí la realización de un acto público. Me acuerdo de esa
reunión de delegados porque yo iba a la escuela en el tumo tarde y la re-
unión se hizo hasta altas horas de la noche. Yo vivía en una zona subur-
bana de Villa María, así que mis padres fueron a buscarme y me acuerdo
que los encontré en el medio del camino, ya retornando de esa asamblea.
Esas son las primeras impresiones de un chico de 13 años que no ha
tenido líderes políticos, que participa en la asamblea, y en ese acto público
que se organiza con los estudiantes en contra de la dictadura militar. Ese
acto fue relevante porque los ferroviarios organizados en una marcha nos
disolvieron ese acto que se hizo en una plaza. Entonces, me encontraba
por primera vez con esto que luego va a ser una especie de desencuentro
histórico entre el movimiento estudiantil, que tiene propuestas democrá-
ticas de avanzada, de cambio, de justicia social, frente a un movimiento
–los ferroviarios– que también planteaban justicia social, etc. y que, sin
embargo, se las agarraban con nosotros. Nos hicieron pedazos el acto, ti-
raron piedras, rompieron el lugar donde estaban hablando los oradores.
Esta fue la primera impresión fuerte de mi encuentro con la política.
Eso me dio una visión de rechazo al peronismo. Rechazo que se acentuó
luego cuando el gobierno peronista comienza a manifestar ciertas carac-
terísticas antitolerantes muy particulares de su política. Especialmente en
1947 y 1948; aunque esto se va a intensificar en los años 1950 y 1951.
El segundo paso fue que, desde muy joven, empecé a trabajar en una
empresa comercial que se dedicaba a controlar si las radios pasaban los
avisos publicitarios que los anunciantes pagaban para que se pasaran en
las radios.

1004
Entrevista a José María Aricó

Nuestra función era controlar que efectivamente la cantidad de tan-


das asignadas a Colgate, por ejemplo, se cumplieran. Trabajaba desde las
20 hasta las 24 horas, todos los días. El único día que no trabajaba era el
miércoles. Sábados y domingos, durante cuatro años, en toda esa eta-
pa en que los jóvenes salen a bailar y a divertirse, yo trabajaba en esa
empresa.
Esa empresa empleaba fundamentalmente estudiantes, porque eran
los que podían hacer esta actividad en ese horario. Ahí me contacté por
primera vez con personas que decían ser comunistas, que eran afilia-
dos comunistas: un compañero de curso, otro judío y otro compañero
de cursos superiores.
Ellos recibían la prensa, el semanario del Partido Comunista,
Orientación. El periódico me interesó. Tenía una página cultural. Me im-
presionó fuertemente un artículo de Marcel Prenant, un biólogo mar-
xista francés, sobre el materialismo dialéctico y el materialismo históri-
co. Esas palabras –materialismo histórico y dialéctico– se me grabaron
fuertemente, como un campo misterioso y esotérico de saber que tenía
que develar. Eran palabras que no había escuchado nunca. Fue la preo-
cupación por la conquista de cierto saber lo que me atrajo hacia la lectu-
ra de este periódico. Me convertí en un lector entusiasta. Mi compañero
judío, que era de mi misma camada, al año siguiente se fue a Israel. El
otro, que era de los cursos superiores, luego dejó de ser comunista. Pero
yo me quedé, me afilié rápidamente al partido hacia mediados de sep-
tiembre del año 1947. Desde ese momento fui un afiliado constante y
permanente de esa organización hasta el año 1963, fecha en la que nos
expulsaron del partido a causa de la experiencia que hicimos con la re-
vista Pasado y Presente.
La entrada en el Partido Comunista significó, también, de alguna
manera, una cierta vinculación con el mundo obrero. Estamos hablando
de una ciudad de unos cuarenta mil habitantes, como era Villa María
(provincia de Córdoba) en ese momento.
El local del Partido Comunista funcionaba en la misma casa que el
sindicato de obreros de la construcción. Todavía ese sindicato era la he-
rencia del viejo sindicato que luego se había incorporado a la CGT, y que
habían contribuido a formar los comunistas.

1005
José Aricó

En ese lugar, donde estaban el local del Partido Comunista y la biblio-


teca, también funcionaba el sindicato. Ahí asistí a asambleas y discusio-
nes. Es decir, desde un comienzo mi actividad política fue una actividad
vinculada a sectores del mundo popular subalterno.
Porque una organización comunista como la de mi pueblo no tenía
intelectuales, ni se planteaba la conquista de intelectuales, ni era una
formación extendida con fuerte raigambre en el lugar, aún cuando
guardaba todavía conexiones que le llegaban de luchas anteriores, del
campo antifascista que se había constituido antes de los años cuarenta,
del Socorro Rojo, de las organizaciones de ayuda a España. De un campo
que conocí porque mucha de esta gente seguían siendo ayudistas del
Partido Comunista. Ayudaban a las campañas financieras del Partido
Comunista y tenían cierta presencia.

¿A qué te acercó, a qué te integró –estás hablando un poco de esto– tu incorpora-


ción al partido? ¿Te acercó a la juventud comunista?
Sí, a la juventud comunista. Pero ahí no había tanta distinción entre
juventud y partido. Era una misma cosa.

¿A qué te acercó y de qué te apartó?


Me apartó de todo el mundo de mis compañeros de escuela, ya que
ninguno era comunista. Era como ellos en un conjunto de actividades
y me diferenciaba de ellos en otro conjunto de actividades. Eso desper-
tó en ellos una cierta actitud de reconocimiento, pero también algo de
distancia. Quiero decir que yo era una persona que tenía una vida mar-
ginal. Ellos sentían respeto por mi persona, porque era un joven que te-
nía una vocación política y lo llevaba a la práctica, pero no compartían
ninguno de esos valores.
Es como si me hubiera recortado del conjunto. Esa sensación de
extranjería, de particularidad, de no ser exactamente como todos me
acompañó durante muchos años, incluso cuando me trasladé a la ciudad
de Córdoba. Allí ya entré en otro mundo, donde las raíces no estaban,
donde el mundo de conocidos había desaparecido.
Esta experiencia de la diferencia me ha dejado durante muchos
años cierta inclinación a asumirla con una jactancia que, sin embargo,

1006
Entrevista a José María Aricó

ocultaba el fastidio que me producía no ser como los demás: no iba a


bailar los sábados a la noche aunque trataba de hacerlo. No aprendí a
bailar, a nadar, ni ninguna de esas cosas o prácticas que hacían todos
los jóvenes.
Éramos seres estrambóticos que funcionábamos por otro lado. Eso
nos llevaba a una jactancia, nos llevaba a una especie de soberbia de
pensar que éramos jóvenes distintos porque sacrificábamos unas cosas
a favor de otras: las otras tenían más valor que las que sacrificábamos.
En el fondo no era más que un profundo temor por esta situación de
diferencia (creo que esta era una característica del Partido Comunista y
lo he notado en muchas otras partes. Eso muestra cómo ese partido, aún
con la extensión que pudo haber logrado en determinados momentos,
nunca logró ser una cultura propia reconocida en la sociedad como otras
tantas culturas políticas).

En el caso de tu familia, ¿también se produjo una brecha?


No me separó de mi familia, nunca me separó de mi familia. Yo fui
formado en familia. Viví mucho tiempo con mis abuelos y demás. Tenía
muy buena relación con mi familia. Algunos veían con simpatía estas
cuestiones, aunque no las compartían y trataban de eludirlas, de no
comprometerse.
Mis hermanas y mi padre fueron ganados para esto nuevo que pasaba
en mi vida, mi madre se mantuvo no digo indiferente, pero al margen,
como protegiendo a esa familia que se le había comunistizado.
Mi padre entró al Partido Comunista un año después de mi afilia-
ción y mis hermanas, aunque no llegaron a afiliarse, me daban un apoyo
fuerte porque mi vida también era la suya. La familia se comunistizó
porque entró en esa sociabilidad comunista de las fiestas, de los encuen-
tros, de las reuniones y que constituían un micromundo.

Esa sociabilidad –vos hablaste de lo que te apartaste– ¿en qué te hacía ingresar?
Me hacía ingresar al campo del saber, de las lecturas. Era una franja de
lectura enorme, como lo era el torrente de la literatura social. Y me hacía
ingresar al campo de una especie de sociedad propia, extremadamen-
te solidaria, intercomunicada, solidaria como lo son las comunidades

1007
José Aricó

agredidas, perseguidas y que debían defenderse. Ese defenderse signi-


ficaba que uno a veces tenía que ocultarse y encontrar casas para ocul-
tarse. Ahí te atendían como una persona de la familia. Encontré una
sociabilidad que no giraba en torno al alcohol, ni al juego de naipes, ni
a las fiestas, sino que giraba en torno a discusiones sobre proyectos de
cambio y transformación de la sociedad. Además, una sociedad que era
la prolongación de un mundo que ya era diferente porque allí estaba la
URSS. Lo que nos convertía en parte de un inmenso torrente internacio-
nal que luchaba por transformar las cosas. Entonces, podíamos leer una
novela sobre las luchas sociales en Checoslovaquia y ser nosotros parte
de esa lucha. Éramos parte de un universo.
Es una sensación poderosa y exaltante porque los años de la guerra
fría fueron duros, pero también fueron años de ciertos éxitos. Además,
nos vinculaba a una historia casi secular de lucha por el cambio del
mundo.
Entonces podíamos hacer que nuestra pequeña historia individual
fuera parte de una historia nacional y universal que era de lucha y de
cambio, donde lo fundamental eran esos valores y no simplemente la
lucha partidaria.
Creo que ese sentimiento compensaba el de la exclusión, aunque una
compensación más o menos lógica en términos de valores no alcanza
para resolver el problema de las individualidades, que es mucho más
complejo. Este era un problema suprimido como temática.
Los problemas particulares eran considerados como un déficit de ad-
quisición de valores, y no como problemáticas que tenían los hombres
por el mismo hecho de ser hombres.

Ahí hiciste camaradas, ¿y amigos?


Eso es más difícil. Mis amigos más viejos son amigos que fueron ca-
maradas. Vale decir, logré camaradas y logré amigos. Los amigos los lo-
gré cuando dejé de ser camarada. Yo no sé cómo definir la amistad en
el seno de una organización de ese tipo. Me parece que es muy difícil.
La amistad solo puede abrirse paso cuando se rompen algunas constric-
ciones que impiden que ciertas relaciones, que pueden ser amicales, se
manifiesten claramente. Porque si todo está supeditado a la aceptación

1008
Entrevista a José María Aricó

de la dirección política, y de sus resoluciones, si el compañerismo im-


plica la aceptación de esto, si se es camarada en la medida que se par-
ticipa del mismo sistema de creencias, con la misma fe y con el mismo
ánimo de no someterlas a discusión, las relaciones nunca aparecen cla-
ramente. Cuando fui expulsado del partido, prácticamente todas las re-
laciones se destruyeron y desaparecieron. Porque al hombre expulsado
del partido, en esos años, se lo condenaba a una muerte civil. Era acusa-
do de traidor, de tránsfuga, de corrupto.
Casi siempre se organizaba todo un sistema de descubrimientos de
toda una historia pasada que convertía a ese hombre en excluido. Por
lo tanto, el partido había cometido un acto de justicia cuando liquidaba
una persona. Algunos todavía te saludaban, eran más civilizados, pero
las costumbres allí eran absolutamente bárbaras.
Las únicas relaciones amicales que se salvaron fueron las del grupo
de comunistas que participamos de la aventura, aquellos que resolvimos
poner en cuestión una serie de postulaciones del Partido Comunista y
estuvimos dispuesto a sufrir la expulsión.

¿Cómo fue tu trayectoria en el Partido? ¿Ocupaste cargos?


Sí, ocupé bastantes cargos. Desde 1947 a 1950 estuve en el Partido
Comunista en la sección de Villa María. Organizaba la biblioteca y di al-
gunos cursos. Me acuerdo que el primero fue sobre la biografía de Marx
de Franz Mehring. Yo en realidad no conocía nada, recién estaba leyen-
do el libro y se los explicaba en voz alta a personas que no mostraban ex-
cesivo interés en esa historia porque pensaban que la conocían o porque
estaban ocupados, o tenían sueño a esa hora de la noche. Empresas que
no cuajaban en una organización como la de Villa María, que ya estaba
colocada en el nivel de sobrevivencia, porque la censura y la intolerancia
peronista se endurecieron y ya habían empezado las detenciones.
En esa época no había una legislación represiva montada. Luego surgió
la figura del desacato al Presidente que permitía hacer un proceso judicial
en contra de las personas. El peronismo abusó del estado de sitio. La deten-
ción estaba a cargo del Poder Ejecutivo, sin proceso. Pero, por lo general,
el peronismo se ajustaba al Código de Faltas. Este código establecía pena-
lidades que iban de quince a treinta días –la de quince días se abandonó.

1009
José Aricó

Entonces, eras penalizado por ejemplo por orinar en la vía pública. Muchas
veces fuimos detenidos por orinar en la vía pública. A los veinte días salías,
te esperaban en la esquina, te llevaban de nuevo y te detenían otros veinte
días. Así yo pasé como ciento setenta días detenido en un solo año.
Me acuerdo que una vez, que acababa de salir de la prisión, me bañé,
me puse un sobretodo nuevo que tenía, fui a la casa de unos compañeros
del partido, cayó la policía y me dieron otros treinta días más.
La cárcel fue un elemento interesante en mi formación personal. Era
una organización estructurada para lograr cierto aprovechamiento útil
del militante detenido. Existía una comisión que organizaba la distribu-
ción de los bienes que se recibían. Nunca he visto una escrupulosidad
tan grande. Este era uno de los elementos a favor del tipo de administra-
ción que hacía el Partido Comunista.
Además, estaban los cursos y las lecturas. Era interesante ver a un
conjunto de militantes, muchos de ellos semianalfabetos o no interesa-
dos en la lectura, comenzando a interesarse, y a participar en las discu-
siones. Era una especie de microcosmos donde el tema de la formación
política y el debate cultural aparecían notablemente expuestos. A veces
grotescamente expuestos.
Me acuerdo que en el año 1950 caímos presos justo cuando se estaba
discutiendo la teoría de Lysenko. Y era interesante ver a albañiles, elec-
tricistas, carpinteros y abogados discutir sobre las leyes de la herencia.
Ver la ingenuidad y la pasión con que se discutía sobre temas de los cua-
les no se conocía absolutamente nada. Esto era un hecho apasionante.
Porque estaba mostrando, en realidad, de manera disfrazada y grotesca,
otro tipo de cosas: el papel que desempeñaba la cultura y el saber en la
formación de un militante comunista.
Esos dos o tres años, donde estuve preso muchas veces, fueron muy
útiles porque me enseñaron cierto rigor y aceptación de disposiciones
y normas de trabajo solidario. Fue tan importante como para que, a ve-
ces, ocurriera el hecho curioso de que, cuando salías de la cárcel, luego
seguías soñando con la cárcel. Hasta, quizás, en algunos rincones de
tu cabeza, deseando que te metieran en cana de nuevo para poder re-
anudar ese diálogo interrumpido con los viejos compañeros. Una vez
llevé el Facundo a la cárcel y no dejo de recordar la pasión con la que

1010
Entrevista a José María Aricó

mis compañeros siguieron la lectura de un libro que no hubieran leído


seguramente en otras circunstancias.
Creo que eso influyó en mi padre. Porque mi padre empezó a leer en
esas detenciones. Como era un hombre muy optimista, vivaz y exube-
rante en la calle, se convertía en el eje de la reunión. Un hombre chistoso
y además… eran días de jolgorio y de lectura.

Pancho, volviendo al asunto de los cargos…


En 1949 me voy a estudiar derecho a Córdoba. Estudié muy poco
tiempo, después de una detención ya no seguí estudiando. Entonces,
empecé a buscar trabajo y me convertí en militante profesional. Pasé a
la dirección de la juventud comunista. No me acuerdo si era tesorero. Yo
era estudiante y había que tratar de no elegir un estudiante como secre-
tario general de la juventud comunista.
Fui secretario de organización, secretario de propaganda, secretario
de finanzas, pero no secretario general, ya que era un obrero el que de-
bía cumplir esa función y no un estudiante.
Como secretario de finanzas quedaba a mi cargo toda la labor de ob-
tención de recursos de la juventud comunista. El área del trabajo cultu-
ral dependía de la comisión de recursos porque se consideraba que se
debía utilizar la difusión de la cultura como forma de extraer unos pesos
para la juventud comunista.
Entonces, en torno a esa labor, se organiza un grupo y una serie de
áreas de trabajo. Algunos de esos grupos tuvieron luego vida propia,
como por ejemplo el primer intento de hacer cine en Córdoba, realizado
a partir de un grupo que se había constituido en la juventud comunista.
Esto me permite acceder al campo de las personas que trabajaban en
torno a los temas de la cultura y de la universidad.
Así conozco a Oscar del Barco y Héctor Schmucler, con quien había
estado preso poco antes. Luego, con ellos, vamos a dar paso a la expe-
riencia de Pasado y Presente.

El núcleo de la cultura comunista…


Te cuento un dato para que te des cuenta de cómo era la cosa: en el
año 1952 me toca hacer el servicio militar. Me destinan como oficinista

1011
José Aricó

a la intendencia de campo que está en San Rafael, Mendoza, a un lati-


fundio de dos mil hectáreas donde se sembraba alfalfa, papas, cebollas,
pimientos, para el suministro del ejército y para la venta.
Digo que era un latifundio porque yo era un oficinista de la tarea de
planificación agrícola de esta intendencia de campo. Mi oficial principal
me ayuda a escribir las respuestas contra las notas de los productores
agrarios de la provincia de Mendoza que pedían una división del fundo.
Pero, ¿por qué fui a ese lugar? Porque ya estaba fichado como comu-
nista. Dentro del ejército, en esa época, se tendía a hacer que los hom-
bres que estaban fichados como pertenecientes a ideologías peligrosas
no estuvieran vinculados a la tropa. Entonces, los mandaban a hacer
tareas especiales. Toda mi camada fue a una guarnición militar de San
Rafael y yo fui el único en esta intendencia de campo.
El oficial que me había tomado a su cargo, y del cual fui oficinista, me
avisó que había llegado una comunicación del ejército donde se plantea-
ba mi situación, pero me dijo que mientras yo cumpliera estrictamente
con las funciones y no me metiera en nada, me iban a proteger e iba a
estar tranquilo en ese lugar.
El ritmo de trabajo era muy simple. A las seis de la mañana se levantaban
todos, iban a cosechar alfalfa, mientras yo iba a mi oficina. Era uno de los
pocos que sabía escribir a máquina, los otros eran campesinos analfabetos
de Malargüe. A las dos de la tarde, se iban todos y yo tenía la oficina a mi
disposición. Me llevé una gramática italiana, un diccionario, un cuaderno y
las Notas sobre Maquiavelo. Ese año traduje las Notas sobre Maquiavelo. Por eso
yo digo que le debo al Ejército Argentino la posibilidad de haber adquirido el
idioma que me permitió leer a Gramsci dentro de los cuarteles.

¿Cómo llegó Gramsci a tus oídos?


Llegó en el año 1950, cuando ocupando una página de Orientación apa-
reció el prólogo de Gregorio Berman a las Cartas de la cárcel. No sé qué
diría el prólogo, pero creo que lo que me impresionó tenía que ver con
la forma en que me estaba situando dentro del partido. Gramsci era un
intelectual, un hombre que no había supeditado el conocimiento de la
teoría, de la reflexión, a los dictados del Partido Comunista, pero que al
mismo tiempo era un militante político.

1012
Entrevista a José María Aricó

Vale decir, un hombre que juntaba esas dos cosas. Esas dos cosas,
eran las cosas que yo quería juntar. Porque yo era un hombre muy preo-
cupado por la reflexión teórica, por la lectura de los libros, y además era
un militante político.
Y no encontraba ni en los intelectuales, ni en los políticos esa doble
función. Con los intelectuales podía hablar de Gramsci pero tenía que
forrar un libro de él para ir a las reuniones del comité provincial del
Partido Comunista, porque si alguien me veía con un libro de ese tipo
me decía, como me dijo el responsable agrario del partido, que mejor le-
yera las obras de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética, en lugar
de estar leyendo este tipo de obras que siempre están hechas por gente
que están en la frontera.
Quiero decir que había un campo de lectura que yo debía proteger
con el silencio, no debía ser expuesto. Por eso podía leer a Trotsky, lo
tenía en mi casa pero nadie sabía que lo tenía. No podía tenerlo en mi
biblioteca. Y esa posibilidad de juntar ambas cosas estaba en Gramsci, y
eso es lo que me interesó y me llevó a comprar sus obras, entre el año 1951
y 1953, en la edición de Einaudi que había traído una librería de Córdoba.
Esas lecturas formaban parte de algo que yo reservaba y no hacía
circular en ciertas áreas. En ese sentido, mi actitud era un tanto esqui-
zofrénica. Tenía un comportamiento en la dirección del partido (ya era
miembro del comité provincial) donde callaba muchas de las cosas que
pensaba y, en ocasiones, comentaba afuera.
A veces me metía en situaciones difíciles, porque estaba obligado a
defender cosas que no suscribía ante personas que sabían perfectamen-
te que yo pensaba de manera distinta.
A esto los italianos lo llaman “dos piezas”. Sin duda, me pude manejar
en esas dos piezas como para no perder cierto prestigio y reconocimien-
to en sectores que cada vez estaban más en desacuerdo con la dirección
del partido, pero me tornaban absolutamente sospechoso ante ella. Te
estoy hablando de los años 1959, 1960, 1961 y 1962.

¿Cómo opera allí el XX Congreso del PCUS?


Éramos una organización sui generis, en un lugar donde la universi-
dad pesaba mucho. Había una reestructuración del trabajo universitario

1013
José Aricó

en torno a figuras que eran militantes firmes pero bastante librepensa-


dores. Por ejemplo, Oscar del Barco, que estaba en la dirección del cír-
culo de filosofía. Él había pasado por el surrealismo, por Nietzsche, por
una cantidad de otros pensadores. Era un hombre firme como militan-
te, pero culturalmente abierto a la discusión. Ese era un mundo abierto
a la discusión.
Sin embargo, ¿por qué en el año 1956, cuando viene lo del XX Congreso
y lo de Hungría nosotros los registramos con tan poca fuerza, sin darle la
magnitud que tenía? Eso no lo entiendo, no logro entenderlo claramente.
Sí entiendo lo del estalinismo, porque, en el fondo no éramos estali-
nistas, no éramos adoradores de Stalin. No lo habíamos sido nunca, no
pertenecíamos a una generación estalinista. La caída de Stalin nos pare-
cía que era buena, que ese informe secreto del juicio era valedero, que las
cosas habían ocurrido así. Era un fenómeno particular que no afectaba a
la Unión Soviética como un todo. Pero luego es lo de Hungría lo que me
preocupa, ¿cómo pudimos aceptar la idea de la contrarrevolución?
Sin embargo, nosotros conocíamos los hechos. Porque por vincula-
ciones que teníamos en la Facultad de Filosofía teníamos acceso a mu-
chas revistas, y a través de ellas a documentos. No era una simple contra-
rrevolución, no la aceptamos simplemente como una contrarrevolución
que debía ser suprimida. Sin embargo, pasamos por encima del debate
como si eso no nos rozara o como si perteneciera a otro mundo que se
las tenía que arreglar por su cuenta.
La significación del XX Congreso luego de lo de Hungría solamente
la vamos a reconocer con el XXII Congreso. Digo que lo vamos a reco-
nocer porque ahí sí fue un reconocimiento colectivo. Es decir, fue un
reconocimiento, más que colectivo, grupal, de un grupo de gente que se
hizo cargo de ese debate y que discutió mucho más allá de lo que podía
discutir el Partido Comunista, que no disintió absolutamente nada so-
bre este tema. Estábamos demasiado metidos en lo que podía ocurrir en
este país, no sé bien la fecha, pero comenzaba la experiencia Frondizi.
Estábamos en un período optimista en que pensábamos que el parti-
do crecía. Quizás fue ese optimismo el que nos ayudó a pasar por sobre
el problema. No entiendo bien, pero no lo asumimos como una trage-
dia. Por lo menos en Córdoba no hubo deserciones masivas ni grandes

1014
Entrevista a José María Aricó

debates. Aun en aquellos lugares en los que había cierta concentración


intelectual como en el área de filosofía no hubo grandes debates.
No fue como lo de Checoslovaquia, que salimos a la calle, que nos
conmovió, que discutimos.

¿Vos te acordás de una carta de Codovilla a un aniversario de Cuadernos de


Cultura… donde felicita a los intelectuales comunistas que, a diferencia de lo que
había ocurrido en otros países, no sufrieron los efectos de la propaganda antico-
munista, que habían mantenido las filas firmes ante la propaganda que el impe-
rialismo había hecho en torno a lo de Hungría?
Me acuerdo de esa carta. Esa carta expresa la verdad, no hubo ningu-
na ruptura significativa. Los intelectuales comunistas discutieron con
los intelectuales no comunistas a través de una carta que les mandaron.
No sé si te acordás de una respuesta de Agosti que iba dirigida a Banchs
y a una cantidad de escritores diciéndole lo mal que estaban interpre-
tando la situación. Pero no hubo ninguna ruptura, ningún intelectual se
fue. No ocurrió lo de Francia o Italia, y eso que estábamos muy pegados
al fenómeno de Francia e Italia. Entonces, me parece que sería intere-
sante indagar qué pasó. Pero, disciplinadamente, aceptamos lo del XX
Congreso, haciéndonos los tontos con respecto a lo del informe secreto,
es decir aceptando la idea de que era un infundio del imperialismo lo del
informe secreto y aceptamos lo de Hungría.

Decime, Pancho, en términos de conciencia –porque vos me hablabas de una cier-


ta duplicidad, de una doble conciencia– ¿cuándo esto comienza a convertirse en
una conciencia de cierta disidencia, en que ya hay divergencia con respecto a una
línea, aunque esto no se traduzca en términos explícitos? Estoy hablando antes
de que ingresemos en el estadio de Pasado y Presente.
Creo que eso ocurrió con la revolución cubana. Antes había malestar,
diferencias. Esas diferencias estaban referidas a políticas puntuales. No
olvidemos que yo estoy razonando desde una zona muy particular. Es
decir, de un regional no excesivamente grande, pero que estaba obte-
niendo ciertos éxitos en su penetración del mundo obrero y popular, que
estaba en crecimiento, estabilizando sus direcciones. Pero no tenía ni
fuertes constituciones intelectuales, ni era el centro de nada.

1015
José Aricó

No conocíamos suficientemente las discrepancias existentes en el


orden nacional, aunque luego las fuimos advirtiendo. Diría que la oposi-
ción era respecto de políticas puntuales. Había cosas que nos gustaban,
o no. Se podía aceptar el voto a Frondizi, o no. Porque una cosa es que
resolvieran aceptar el voto a Frondizi, y al mismo tiempo siguieran de-
fendiendo la política que se tuvo frente a la constituyente.
Yo me acuerdo que cuando Ghioldi intervino en una especie de asam-
blea en el Partido Comunista de Córdoba para defender la necesidad de
votar a Frondizi, siendo un lugar donde se resistía este voto, se mostró
hasta qué punto la estrategia trazada por el frondizismo frente a la cons-
tituyente era una estrategia que contemplaba también esta posibilidad
electoral. Es decir, la actitud de Frondizi era boicotear la constituyente
para colocarse en la mejor de las condiciones posibles para las eleccio-
nes. Entonces, él mostraba la astucia de esta dirección. Pero esa astucia,
si bien nosotros la compartíamos en cierto sentido al resolver votar por
ellos, cuestionaba nuestra intervención en la constituyente. Sin embar-
go, ese tema no fue discutido. Esos remanentes, esos residuos, creaban
situaciones de discusiones y de fastidios, pero dentro de una concep-
ción política que era aceptada, y una estrategia política general que era
aceptada. Fue aceptada aún con los límites que provinieron luego del
gobierno de Frondizi.
Me parece que la ruptura explota por dos lados. Por el lado de la revo-
lución cubana y por el conflicto con los chinos. Allí se mostraban algunas
cosas: primero, que en el caso del movimiento comunista internacional
había problemas muy serios de estrategia. Esos problemas serios de es-
trategia se vinculaban con las consideraciones que se podían tener de la
experiencia cubana.
La discusión no giraba todavía en torno del peronismo y su actitud.
No era ese el tema porque, todavía en ese punto, estábamos colocados
en la necesidad y estrategia de que se podía conquistar la hegemonía. El
peronismo era algo que en el fondo tenía que disolverse, que no podía
seguir manteniéndose. No era el eje de la discusión.

Pancho, antes de pasar a la experiencia de Pasado y Presente quiero preguntarte


por una figura que viene muy cantada, y es Héctor Agosti, al que tratás muy mal en

1016
Entrevista a José María Aricó

el editorial “Examen de conciencia”. Él fue quien hizo el prólogo a uno de los libros
de Gramsci que habías traducido. Lo tratas con más consideración después en La
cola del diablo. ¿Qué era para vos o para tu grupo… en aquellos años?
Yo conozco a Agosti hacia fines de los años cincuenta, y siempre me
ha parecido que fue un encuentro muy promisorio. Por dos cosas, pri-
mero porque me estimuló a que no dejara de lado el trabajo intelectual.
Él creía ver en mí a un joven promisorio en el trabajo cultural. Eso era
importante, porque uno estaba lleno de inseguridades y no tenía dema-
siadas oportunidades para escribir. Él me instó a escribir y publicó una
cosa muy mala que escribí sobre Mondolfo en Cuadernos de Cultura, una
cosa muy sectaria.
Me estimuló y me pareció muy interesante. A partir de ese conocimien-
to que debe haber sido por el año 1959, lo visité con bastante frecuencia
cada vez que iba a Buenos Aires. Conversábamos sobre diversos temas y
parecíamos sostener cierto acuerdo sobre formas de ver el trabajo cultu-
ral, la amplitud, la cerrazón de los comunistas, todo este tipo de cosas.
Además, a partir de esta idea que él tenía de la importancia del tra-
bajo cultural en el Partido Comunista y de las esperanzas que de algún
modo pudo haber puesto en mi intervención, contribuyó a que no come-
tiera un desatino político y personal.
La dirección de la juventud me proponía que fuera a sustituirlo a
Ratzer en Budapest a una organización que se llamaba la Federación
Mundial de la Juventud Democrática. En realidad, era una organización
colateral del Partido Comunista cerrada y un nido de intrigantes y de
espías, y de personajes del arribismo político comunista.
La opinión personal de Agosti fue que no debía viajar. Creo que, en ese
momento, frente a la idea de hacer una experiencia en Europa de cuatro
años, de aprender idiomas, de encontrarme con otra gente, abrirme al es-
pacio europeo, frente al entusiasmo que podía crear ese tipo de cosas, las
palabras de él sobre la nada que me iba a dar ese lugar y sobre lo mucho
que podía perder si iba me sirvió para tomar una resolución en un sentido
contrario. Creo que si veo lo que ocurrió posteriormente, fue una decisión
muy sensata la mía. No logro visualizar cómo podría haber sido mi vida
futura veinte o treinta años después a partir de esa experiencia. Digo esto
porque conozco a los que sí hicieron esa experiencia.

1017
José Aricó

Yo tenía una relación muy afectuosa con Agosti. Me parecía un hom-


bre que estaba empeñado en una labor de superación de todos esos ras-
tros de sectarismo, de intolerancia, de límites en el trabajo cultural y
teórico del Partido Comunista.
Se había producido cierto cambio en la dirección de Cuadernos de
Cultura. Habían ingresado algunos jóvenes, uno de ellos era Juan Carlos
Portantiero. Él era un hombre que tenía una relación de cierta fascina-
ción mutua con Agosti.
Entonces, había habido ciertos cambios en Cuadernos de Cultura.
Estaba apareciendo como una revista más abierta a otras problemáticas.
Me parecía que eso formaba parte de una suerte de estrategia a largo
plazo de rearme y de recambio del Partido Comunista que aparecía a
finales de 1950 como necesario. Porque había aparecido esta nueva iz-
quierda, la que surgía de Contorno, además de otros grupos. Era una iz-
quierda que no ingresaba al Partido Comunista, cuando nosotros creía-
mos que el partido tenía que tener la captación, tenía que tener cierta
potencialidad como para atraerlos, y nos parecía que abrirse a ese traba-
jo era muy importante porque sería el elemento decisivo en ese proce-
so de construcción de una hegemonía comunista sobre un movimiento
social de izquierda.
Desde ese punto de vista, diría que Agosti para mí fue una figura se-
ñera. En el sentido de marcarme ciertas líneas de trabajo, ciertas ideas;
pero, más que todo, en el sentido de intensificar este tipo de trabajo. Lo
cual, luego tenía consecuencias sobre el tipo de militancia y sobre el tipo
y lugar de incorporación que dentro del partido podía tener.
Lo traté duramente porque ocurrieron dos cosas. Un hecho casual
que nos fastidió mucho y la convicción de que era un hombre que nos
había estimulado a seguir adelante en una política de cambio y nos
había dejado en el medio del camino cuando las papas comenzaron a
quemar.
Hacia fines de los cincuenta, con motivo de la revolución cubana, se
evidencia la existencia de diferencias en la dirección del partido. Nos
parecía que Agosti era el que, de algún modo, expresaba cierta línea de
apertura. Pero al no continuar con nosotros en esa línea, nos había deja-
do, como se dice, colgados.

1018
Entrevista a José María Aricó

Vos recordarás que Pasado y Presente apareció no como una revista


contra el Partido Comunista, sino como una revista que desde el interior
del Partido Comunista irrumpía fuera de él, y debía actuar como un ele-
mento revulsivo y de cambio. Esa idea la compartíamos fuertemente. No
teníamos la idea de conformar otro grupo, ni una tendencia.
El que no se comprendiera eso, y el que se iniciara una guerra a muer-
te contra la revista, nos fastidió. Entre ese editorial y el primer número,
Agosti dio una conferencia en la Facultad de Arquitectura. Allí se produ-
jo la agresión a uno de los compañeros de Pasado y Presente que estaba
vendiendo la revista en la puerta. Fue brutalmente golpeado por servi-
cios de seguridad del Partido Comunista. Esto nos fastidió mucho.
Nos fastidió mucho que los comunistas lo hicieran y que Agosti per-
mitiera eso. Creo que la respuesta a Agosti está dictada por esa especie
de desencanto y frustración que tuvimos frente a su actitud. Por otra
parte, esa respuesta intentaba mostrar el falso equilibrio que pretendía
realizar Agosti frente a un problema que requería otra solución. Quizás,
no la solución que nosotros le dábamos, porque ahí aparecíamos como
ultrarradicalizados, pero tampoco esa definición puramente gramati-
cal, en las palabras, que intentaba dar Agosti.
A partir de esos años nunca tuvimos un sentimiento de animosidad
fuerte contra él. Siempre tuvimos el dolor de esa relación perdida, que
nos hubiera gustado conservar. Porque pensábamos que era lo mejor
que existía dentro del Partido Comunista.
Por eso nos dolió mucho a Portantiero y a mí la descripción que hizo
David Viñas de un congreso que se hizo en Cuba donde participaba una
cantidad de delegados y donde estaba Agosti, obligado a la difícil tarea
de impedir que saliera en ese congreso una condena al gobierno militar
en la época del proceso. Él se movía por instrucciones de su partido para
impedir que se condenara al gobierno. Entonces, ese hombre solo, cami-
nando por los pasillos, sin que nadie se arrimara a hablarle, y condenado
al silencio por el hecho de que tenía que defender una posición del Partido
Comunista que indudablemente no suscribía… ese punto final nos parecía
que era el punto terminal de un itinerario intelectual que había quedado
frustrado por supeditación absurda y total a una filiación partidaria que lo
colocaba en la tarea de no defender sus intereses intelectuales.

1019
José Aricó

[…] creo que tienen un profundo miedo de que se expanda. Porque las
raíces de las disidencias de lo que luego va a ser el PCR ya estaban plan-
teadas. Eso es lo que no conocíamos nosotros. Nosotros, en Córdoba,
conocíamos solamente los ecos de ese debate.

Hablando de tu relación con Buenos Aires, y sobre todo de la relación con la


Juventud, ¿a quién conocías de los dirigentes de la Fede1?
A Otto Vargas, a Pedro Planes, a Ratzer…

Es decir, lo que vendría a ser el núcleo fundador del PCR.


Más a Ratzer que a los otros. Ratzer no cerraba la discusión, era muy
tramposo, no era franco, con un núcleo dogmático fuerte.

Y con una idea de flexibilidad en el trato, lo que disimulaba este núcleo duro. Lo
conocí en el año 1964-1965. Yo me había suscripto a Rinascita, en Corrientes, lo
cual también era bastante estrambótico. Me acuerdo que allí Arismendi circula-
ba como una especie de líder ideológico-político latinoamericano alternativo de
Codovilla. Uno no lo decía pero así era…
Me acuerdo que Ratzer era así, muy abierto en la conversación. Una vez le
pregunté: —¿Y Arismendi? Y él me contestó: —Se habla mucho de Arismendi
porque no se lo ha leído bien a Codovilla. Es decir que rápidamente captó el senti-
do cuando yo no lo había expresado; era canchero para captar estos significantes.
Tenía una especie de escucha analítica.
Sí, tenía una gran agudeza para percibir ese tipo de cosas y de
individualizar…

…donde aparecían los signos de la divergencia. Es lo que contabas vos de ocultar


la lectura de Trotsky. Vos sabes que a Corrientes llega un tipo que cuenta que
había salido una revista –Pasado y Presente– y que era de un grupo pro chino
de Córdoba. Es decir, que los chinos habían puesto la plata para sacar esa publi-
cación y que sostenía una serie de posiciones que ya no recuerdo cuáles eran pero
que no estaban en la revista. A lo largo de la vida uno ha conocido a estos tipos
que realizan esas tareas.

1. Se refiere a la Federación Juvenil Comunista de la Argentina (FJC). [Nota de la presente edición].

1020
Entrevista a José María Aricó

Eso es lo que no le podíamos admitir a Agosti. Creo que se en-


sució en toda esa operación, y también creo que ha sufrido mucho.
Después yo estuve conversando con la viuda. Estaba muy solo y muy
jaqueado.
Vos sabés cómo hacía la Internacional Comunista para las expulsio-
nes, en el Partido Comunista soviético para los ajusticiamientos. ¿Quién
tenía que hacerlo, quién tenía que expulsar? El que era amigo del expul-
sado. Entonces él fue el encargado de llevar adelante una serie de ta-
reas. Esto él lo tenía que saber. Esto aparece cuando uno lee las cartas a
Amorín, es un manuscrito, un libro que no se publicó.
Amorín se muere y lo llaman a él para que lo vaya a ver, pero se mue-
re antes. Entonces, a partir de este hecho, Agosti reúne todas las cartas
que tiene y arma un lindo volumen para los enamorados de este tipo de
cosas, lindo de leer.
Él muestra las rencillas, las diferencias, las discusiones del Congreso de
Cultura en Europa, el silenciamiento de los franceses frente a ciertas co-
sas, los figurones que son Guillén y otros, cómo los tiran al medio. Además,
aparecen cuestiones que están apenas vislumbradas ahí, pero que uno de-
bería conocer más, pero que en el caso de Agosti llegaron a colocarlo en un
plano de una persona que tiene que hacer ciertas tareas sucias.

Bueno Pancho, pasemos a Pasado y Presente. Vos hiciste una referencia a la


revista, ¿por qué no comenzamos desde el principio? La gestación de la idea de la
revista, cómo surge y cuál es su relación con el partido.
Diría que la gestación comienza en los sesenta, desde la revolución
cubana, porque apenas iniciado ese proceso aparecen los contactos. No
sé si vos recordás que viene una delegación cubana presidida por un
argentino que creo se llamaba San Martín. Creo que eso fue inmedia-
tamente después del triunfo de la revolución cubana. En ese momen-
to, cuando vino la delegación cubana, se estaba haciendo un congreso
nacional de la FUA (Federación Universitaria Argentina) –no sé si en La
Plata– y ellos se presentaron allí.

El congreso de la FUA del año 1959 fue en Córdoba. ¿El IV Congreso es el que va
a marcar una línea, un cambio en la línea de la FUA?

1021
José Aricó

No. Este fue un congreso anterior. No fue en Córdoba. Era al poco


tiempo de la revolución cubana y esta fue en enero de 1959.
Quiero precisar este hecho porque es muy importante. Porque
cuando viene la delegación y se presenta, una parte de los delegados
saluda la llegada de la delegación, y otra parte de los delegados –entre
los que estaban los comunistas– se negó a saludarlos. En ese año, a
comienzos del proceso revolucionario, la idea era –me recuerdo ha-
berlo leído en Nuestra Palabra– que aquel era un proceso móvil donde
había triunfado una fuerza que no se sabía bien su significado, pero
que tenía que producir un proceso de diferenciación y de profundiza-
ción de la revolución. No sé si vos recordás que a comienzos del triunfo
se forma un gabinete donde no solamente están los grupos castristas
sino que están también figuras muy importantes del mundo político
cubano. Era un gobierno un tanto ambiguo.
Me acuerdo que viene un informe del Partido Socialista Popular cu-
bano que en ese momento establecía la idea de las dos líneas. Una línea
de acuerdo con el imperialismo… bueno, esa es una etapa confusa.
Pero quería recordar el hecho de que en un comienzo la revolución
cubana fue vista con bastante entusiasmo más que por un sector es-
trictamente comunista, o del Partido Comunista que la veía con des-
confianza, fue vista con entusiasmo por un sector de izquierda, funda-
mentalmente por el Partido Socialista Argentino, el Partido Socialista
Argentino de Vanguardia, etcétera.
En el año 1959 efectivamente se hace ese congreso, y en torno a una
mayor clarificación sobre el proceso cubano hay una confluencia entre
organizaciones juveniles comunistas y socialistas.
En esa época se hace un congreso del Partido Socialista Argentino
en Córdoba muy importante porque marcó una serie de diferencias que
después llevarán a la distinción y a la ruptura.
En el mundo estudiantil había una suerte de recomposición de iz-
quierda con un punto común en torno a la revolución cubana. Eso
es lo que va a dar luego la posibilidad de encarar la experiencia de
la revista Che, que es una experiencia de frente entre socialistas y
comunistas.

1022
Entrevista a José María Aricó

Lo del IV Congreso de la FUA es importante porque se interpretaron esos térmi-


nos dentro de la izquierda universitaria porque había sido derrotada lo que se
llamaba el “ala gorila” del movimiento estudiantil, donde estaba una parte del
socialismo y lo que se llamaba el radicalismo del pueblo.
Y también se había producido la diferenciación entre ese sector que
había sido atrapado por el frondizismo, que había pasado del radica-
lismo al frondizismo, y que luego, a partir de la decepción frondizista,
quedaba liberado. Ahí se arma un bloque. Y ese bloque tiene importan-
cia porque en el caso de Córdoba confluye mucho con el movimiento de
las organizaciones sindicales, que eran organizaciones combativas y de
presión sobre los gobiernos nacionales.
Es como si se hubiera armado una suerte de movimiento social, de blo-
que social-político de izquierda muy influido por la revolución cubana que
creaba una situación de movilidad, de expresividad política muy impor-
tante en torno a las ideas de una izquierda revolucionaria transformadora.
Frente a esa experiencia estaba la discusión sobre hasta qué punto el
Partido Comunista era capaz de captar esa situación y marchar al uníso-
no con esta experiencia y ahí encontrábamos diferencias porque aparecían
problemas políticos serios. Primero, una falta de claridad sobre el fenóme-
no de la revolución cubana, que nosotros presionábamos en el sentido de
una adhesión mayor a los resultados de este movimiento, y en el Partido
Comunista había resistencia. Resistencia que, cuando aparece el proceso de
Escalante, se intensifica dentro del partido. Por otro lado, las dificultades
que tenía el Partido Comunista debido a una política de alianza con sectores
peronistas de izquierda que habían encontrado a su vez un punto de resis-
tencia y de fracaso en las elecciones de Santa Fe, donde el Partido Comunista
había apostado mucho a la candidatura de Gómez. Efectivamente, fue un
fiasco político, porque mientras el partido presentaba esas elecciones como
una oportunidad histórica y con la posibilidad de un triunfo rotundo de la
izquierda, el Partido Comunista salió con Gómez en cuarto lugar, porque
había cuatro postulantes, es decir salió en último lugar.
Después estaba el problema del conflicto sino-soviético y a su vez el
de las discusiones sobre el estalinismo en la URSS. Este era un campo
de diferenciación que no afectaba tanto a la línea general del Partido
Comunista, que ya se pronunciaba por una salida de izquierda que luego

1023
José Aricó

se perfilaría más claramente en el 62, sino a cómo se instrumentaba esa


política, respecto a cómo funcionaban las direcciones, cómo era el régi-
men interno del debate del partido sobre este problema. La ausencia de
democracia y la ausencia de un debate político cultural que permitiera
rearmar ese partido, ponerlo al día frente a las nuevas temáticas y a los
nuevos grandes problemas que aparecían en la discusión.

Hay otro referente que es importante para el clima de ideas de esos años: el XXII
Congreso. Es también un punto importante en tanto que subraya y agudiza la
crítica antiestalinista.
El XXII Congreso fue la gota que rebalsó el vaso. Previamente a eso,
en Córdoba estaban ocurriendo cambios; y, además, se habían produci-
do cosas importantes en la universidad: habíamos ganado las elecciones
en Filosofía, se había ampliado la base de representación de esta fuerza
de izquierda, teníamos una posición muy importante en el manejo de la
Facultad de Filosofía, se habían incorporado profesores que venían de
Buenos Aires, como Jitrik y Adolfo Prieto, se había afiliado a la organiza-
ción comunista Luis Prieto, y se había formado una base de estudiantes
y profesores consistente e interesante desde el punto de vista de su nivel
intelectual.
Y ahí aparece la posibilidad de sacar una revista no tanto política,
sino de crítica cultural, podríamos decir más al estilo de Punto de vista
que de La Ciudad Futura. Una revista que fue bautizada por Enrique Luis
Revol con un título que todos aceptamos: Usos de razón. Esa era la revista
que iba a salir y en torno a eso comenzó la discusión.
Pero después se produce el viaje de Oscar del Barco por una beca a
Francia. Entonces, se desarma un poco la cosa. Viene el momento del
XXII Congreso. Todas las cosas previas al congreso, de alguna manera,
habían aparecido como otros problemas del Partido Comunista en la di-
rección de la Juventud Comunista nacional, donde aparecían discusiones
de las cuales yo no tenía un conocimiento extremadamente cabal porque
aún cuando estaba en el Comité Central no participaba en ese secretaria-
do donde se debatía. Pero los ecos de este debate estaban mostrando que,
en el orden nacional, se articulaban dos líneas distintas y que había una
línea de crítica muy dura hacia ciertas posiciones del partido.

1024
Entrevista a José María Aricó

Este es el clima de base que precipita o que contribuye a hacernos pen-


sar que ha llegado el momento de gestación de una revista que ya no podía
ser solamente cultural, sino de crítica política cultural, aunque sin ser par-
tidaria. Porque si era partidaria no la podíamos sacar, esa era una decisión
del partido, y que mediante una especie de maniobra pudiera permitirnos
incorporar a los comunistas a esta revista, pero bajo una dirección que
no podía ser criticada porque estaba formada por comunistas y no comu-
nistas. Este es el esquema que nosotros empezamos a pensar fundamen-
talmente las cuatro personas que estábamos en este debate que éramos
Oscar del Barco, Samuel Kiczkowski, Héctor Schmucler y yo.
Ya se había producido además un encuentro con otro grupo que esta-
ba en Buenos Aires, donde aparecían inquietudes semejantes. Es el mo-
mento en que yo conozco a Juan Carlos Portantiero.
En ese momento comienza una correspondencia entre ambos, y es
muy interesante porque el título de la nueva revista lo pensamos simul-
táneamente: hay un cruce de cartas donde ambos pensamos el título,
Pasado y Presente, tomándolo de Gramsci.
La idea era sacar una publicación que permitiera llevar al terre-
no público este debate que no lograba cuajar en el interior del partido
porque permanecía bloqueado por estas tendencias y confrontaciones.
Confrontación entre una dirección del partido que cerraba la posibili-
dad de discusión y ciertos sectores de la dirección de la juventud y de
las organizaciones comunistas juveniles regionales que se planteaban
todos esos problemas a los que me referí.
Comenzamos a hacer las reuniones para discutir cómo debía ser la
revista. Iniciamos contactos, nos vinculamos con Chiaramonte, con
otros medios intelectuales de Córdoba.

¿Esta tarea de ir reclutando colaboradores para la revista, incluso la idea misma de


la revista, contaba con el aval de la dirección del Partido Comunista de Córdoba?
Contaba con cierto aval. Esto había sido conversado, y tanto había
sido conversado que todo el dinero para los dos primeros números de
la revista se sacó de los aportes de profesionales del Partido Comunista
que dieron con entusiasmo. El financiamiento lo sacamos de los propios
comunistas.

1025
José Aricó

Era una cosa importante para el partido también poder expresarse


públicamente. El partido sentía que estaba creciendo y que entonces lo-
grar en el trabajo entre intelectuales y estudiantes tener una presencia
más viva podía ser importante en esta labor de construcción del partido.

El partido pensaba en una revista de frente.


Sí. Esta era un poco la idea. Esta idea fue vista con desconfianza por
la dirección de la juventud nacional. No tanto por Pedro Planes o no tan-
to por Otto Vargas, sino por Bergstein, que rechazaba la idea. Recuerdo
que antes de la publicación de la revista tuvo una larga conversación
conmigo para tratar de disuadirnos de sacar la revista.
Pero nosotros ya estábamos muy lanzados a eso. Sobre la base de
estos contactos y relaciones armamos el primer número, y se publicó.
El primer número tiene dos grandes planos de intervención. Uno era
la reproducción de todo el debate de los italianos sobre el problema de
la dialéctica y el método dialéctico que tenía importancia luego para
reflexionar sobre el tipo de marxismo. Tenía una serie de connotacio-
nes políticas no inmediatas, pero sí mediatas. Tuvo repercusiones po-
líticas mediatas claras en Italia porque la confrontación entre el della
volpismo y las otras corrientes más hegelianizantes, que luego tenían
consecuencias sobre políticas de alianza, sistemas de representación
de la democracia, sistema de derechos, es decir, toda una discusión
muy grande fundamentalmente sobre la ruptura de una tradición his-
tórica, donde el Partido Comunista era más el eje de la alianza de un
bloque nacional popular que el soporte de una alianza vinculada a la
profunda renovación de la sociedad italiana. Comienza ya la experien-
cia de centro-izquierda.
Aquí nosotros no conocíamos todas esas implicancias pero intuía-
mos que esa discusión nos podía permitir abrir todo el campo de debate
sobre el problema del marxismo, porque eso nos permitía romper con el
enclaustramiento del marxismo, y poder medir al instrumental marxis-
ta con el debate de las ciencias contemporáneas y de otras expresiones
filosóficas y políticas.
El otro plano era el editorial. El editorial lo escribí yo. Cuando se leyó el
editorial, me acuerdo que provocó risa porque ahí había dos posiciones.

1026
Entrevista a José María Aricó

Yo creía que ese editorial podía pasar en el Partido Comunista, y los de-
más compañeros se mataban de risa y me decían que con ese editorial
nos iban a expulsar a todos. Me acuerdo que en ese momento recogí la
célebre expresión: “Si esa garúa me moja, tiro el poncho a la mierda”. Y
resulta que nos mojó: nos liquidaron a todos.
Yo no sé si vos recordás ese editorial. Pero yo intento fundar todo el razo-
namiento a partir de ampararme dentro de ciertas corrientes comunistas.
Me acuerdo que utilizo muchas veces, en toda la discusión sobre el proble-
ma de las generaciones, expresiones de Pajetta que derivan de un artículo
muy interesante que él había escrito sobre cómo se anudaron las generacio-
nes, las tres grandes generaciones de la constitución del Partido Comunista
Italiano. Me acuerdo que luego, cuando se arma toda la discusión sobre la
revista, Contreras, que era un poco un indio desenfadado, un mestizo des-
enfadado, nos cargaba diciendo: qué tanto pajeta, pajeta, pajeta.
En el Partido Comunista Argentino había un problema generacional,
un problema de ruptura generacional. No era un problema insuperable.
Ya ese tema se había planteado en la discusión de Portantiero con la gen-
te de la revista Contorno.

El tema generacional estaba en el aire. Los de Contorno se habían identificado


como grupo generacional. La idea de que una nueva generación había emergido
a la vida política e intelectual era un dato muy constante que uno registra en
distintos núcleos y que aparece también en tu editorial.
Yo diría que desde el año 1954 es el tema central. La caída del pero-
nismo marcaba la presencia de una disociación generacional o de una
crisis generacional. Desde mi punto de vista, ese era un problema que
podía ser resuelto en el partido porque el partido tenía los mecanismos
para recomponer esa relación en la medida en que no podía haber una
contradicción permanente entre jóvenes y viejos, porque las contradic-
ciones eran de otro tipo, de clases o lo que fuera.
Pero sí, de allí se derivaba una necesidad fundamental. Primero, re-
conocer que esa crisis existía. Después, reconocer los términos en los
que se expresaba. Y, en tercer lugar, provocar aquellos cambios dentro
del mundo de la nueva generación y dentro de la vieja generación que
permitieran reanudar.

1027
José Aricó

Todo eso me permitía fundar la necesidad de un cambio de percep-


ción de la situación general del país que significara un audaz desplaza-
miento del Partido Comunista hacia la conquista de las masas, que en
este caso concreto era la conquista del peronismo en disponibilidad.
Eso significaba que había que descomponer una historia tal como la
habíamos construido, una caracterización del mundo peronista como
lo habíamos constituido y señalar una distinción fundamental entre la
caracterización que podíamos tener del gobierno de Perón y el efecto
que tuvo de nacionalización de masas que creó esa experiencia histó-
rica. Para eso, el otro elemento que agregábamos es que era necesario
un rearme ideológico del partido y además una modificación del instru-
mental de manera tal que pudiera estar en condiciones de establecer un
diálogo productivo con todo lo que estaba produciendo el cambio de las
ciencias sociales en ese momento, como parte del proceso de conquista
de los nuevos intelectuales.
Y esto tenía importancia porque, poco tiempo antes, en el año 1962,
se habían producido varios hechos fastidiosos. Por ejemplo, la respuesta
critica de Rodolfo Ghioldi a la utilización de la sociología como un ins-
trumento de conocimiento de la realidad. Me acuerdo de un artículo de
los Cuadernos de Cultura, que se llamaba “Cosas de la sociología”, donde
cargaba con algunos artículos hechos por jóvenes que hoy forman parte
de la UCD y que eran afiliados comunistas como Ezequiel Gallo, Mora y
Araujo y otros.
Eso mostraba una irreductibilidad del Partido Comunista a admitir
todo esto que estaba cambiando. Y si no podíamos tomar eso, las relacio-
nes nuestras con el mundo intelectual quedaban cortadas.
Esto es lo que decía el editorial. Mostraba una confianza en la capaci-
dad del partido a hacerlo, mostraba la existencia de un problema gene-
racional y la necesidad de abrir una etapa de un debate muy profundo.

Leyendo ahora el editorial de la revista, uno capta una serie de reservas hacia el
Partido Comunista. Como si vos utilizaras un órgano de frente para introducir
dentro del partido una discusión que no se libraba dentro de él.
Eso era así. Aparecía muy claro en el editorial que era así. Yo pensaba
que esa era la excusa elegante que les podía permitir a ellos absorber las

1028
Entrevista a José María Aricó

cosas. En cierto sentido, utilizarnos a nosotros como un elemento de


presión y de cambio, para aquellos sectores que estaban en el cambio
en la dirección del partido. Nosotros no es que nos inmoláramos, pero
nos colocábamos ahí como un elemento de punta para abrir este debate
cerrado. Esta era la idea. No teníamos una percepción muy clara porque
todo esto lo veíamos desde el área de la juventud, más que desde lo que
se cocinaba en la dirección del partido, o desde las conversaciones con
Agosti que era siempre el hombre que estimulaba y frenaba, pero que
nunca dejaba de estimular, que en el caso de la revista dijo: Sigan.
Nosotros pensábamos que había fuerzas más consistentes. No com-
prendíamos hasta qué punto la crisis profunda que se había abierto en
el movimiento comunista por la cuestión de la confrontación con China
y las revelaciones sobre el estalinismo abría fisuras que iban a conducir
a la ruptura del partido.
Creo que se tuvo un temor profundo a que si este debate se abría iba
a haber un proceso de división y de laceración del Partido Comunista, y
eso es lo que se prolongaba, que se trató de impedir, como diría Orestes
Ghioldi, agarrando la gallina y retorciéndole el cuello a tiempo. Nos aga-
rraron, nos torcieron el pescuezo y nos echaron. No había ninguna po-
sibilidad de debate.
La revista sale, tiene ciento veinte páginas, cierta consistencia, tiene
cierto nivel intelectual. Es un hecho que sorprende a la dirección del par-
tido en Córdoba, una dirección provinciana que todavía veía con cierta
simpatía las grandes expresiones culturales, no era una dirección de un
partido a la que no le interesaba nada de eso.
Sale la revista. Inmediatamente después que sale, el secretariado del
Partido Comunista de Córdoba se reúne con nosotros, hace un brindis,
nos felicita y nos incita a seguir adelante en esa empresa.
Inmediatamente después hay una reunión del comité central del
Partido Comunista en Buenos Aires y viaja Miguel Contreras. Cuando
viaja, lo primero que tiene es una conversación con Rodolfo Ghioldi –
que ya tiene la revista en sus manos, la tiene subrayada–, quien le dice:
¿cómo ustedes lo han permitido?
Una semana después viene de regreso Miguel Contreras y me convo-
ca como responsable y me plantea que hay que disolver el grupo Pasado y

1029
José Aricó

Presente, hay que suspender las publicaciones que se anunciaban que iban
a salir y hay que dejar de publicar la revista so pena de nuestra expulsión.
Se inicia una discusión y al cabo de un mes o dos meses nos expulsan.
Eso mostraba que ese partido no estaba dispuesto a discutir nada,
ninguno de esos temas. Cerrado ese camino, a nosotros se nos plantea
un problema porque nunca imaginamos ni pretendimos la construc-
ción, a partir de la revista, de un movimiento autónomo, separado. No
queríamos hacer eso.

Quería funcionar como un grupo ideológico.


Quería funcionar como un grupo ideológico, y hasta el cuarto núme-
ro funcionó como tal. Claro, se planteaban situaciones de hecho. A partir
de nuestra expulsión, un 60 por ciento del sector universitario deserta
del Partido Comunista y se mueve en nuestra esfera de difusión de la re-
vista. Y entonces crea un estado de disponibilidad de fuerzas que recla-
man de la revista pasos más políticos. Pero también sucede que la revista
no estaba dispuesta a dar eso.
Esto se produce en el momento en que se empiezan a articular en el
país las organizaciones guerrilleras castristas. Entonces, la desarticula-
ción del sector universitario y cierta área del sector político fue lo que
permitió dejar en disponibilidad una masa de gente que pasa a las orga-
nizaciones castristas. Las que conforman las primeras organizaciones
en Córdoba, y que provienen del Partido Comunista, provienen del gru-
po que se ha ido del Partido Comunista a partir de esta ruptura creada
por la expulsión nuestra de Pasado y Presente.

Vos hablás de lo que va del primer número, que sale en marzo de 1963, al cuar-
to, que sale en el año 1964. Ahora, hay un contraste notable entre el editorial de
presentación de la revista y el “Examen de conciencia”, donde o ustedes ahí lo
dicen todo o hay un cambio entre la conciencia ideológica del 63 y la del 64. ¿Se
han añadido nuevos elementos aparte del hecho de que han quedado fuera de la
cultura partidaria y entonces esto desata una dinámica que los lleva a elaborar
ideológicamente más cosas de las que tenían pensadas al comienzo?
Ocurrieron dos cosas. En primer lugar, esta ruptura que se opera
con la revista coincide luego con una ruptura que se produce en Buenos

1030
Entrevista a José María Aricó

Aires con gente vinculada a nosotros y que encontraba en la revista un


lugar de expresión, o un lugar transitorio de expresión, porque estaban
más preocupados por otro tipo de cosas, y en la que, de alguna manera,
estaba incluido Portantiero. Siendo Portantiero un elemento importan-
te en la revista, no figura en el consejo de redacción durante los nueve
números. Sí figura Juan Carlos Torre que era nuestro verdadero contac-
to, porque se establecía una especie de división de funciones, donde el
hombre de la revista era Torre, pero Portantiero estaba animando con
otras fuerzas, con Avalos, etc., la formación de otro grupo político, que
se va a llamar Vanguardia Revolucionaria.
Nosotros coincidíamos y no coincidíamos. Es un momento de proli-
feración de documentos en medio de la exaltación de una ruptura y de
un norte inseguro de hacia dónde marchar. Entonces, los documentos
tienen más un valor simbólico y expresivo que un valor teórico y político
de fundación de alguna línea. Se veía mucho menos lo que decía que
la significación como material circulando. Entonces, no hay que darle
demasiada importancia a los papeles. Este es un hecho: la formación de
este grupo. Nosotros éramos reticentes hacia esa formación, por lo me-
nos en mi caso, en el caso de Kiczkowski, de Schmucler, quizás aun en el
caso de Oscar del Barco.
El otro elemento que se junta, que sí tuvo una importancia decisi-
va, fue el encuentro con la guerrilla de Segundo. Un encuentro casual,
pero que luego no iba a ser casual. Las circunstancias fueron casuales.
El hombre que se contacta con Ciro Bustos es Oscar del Barco. Fue una
situación casual. Oscar era profesor en Bell Ville, Ciro Bustos tenía una
relación de parentesco con Ademar Testa, que era un abogado amigo
nuestro, y entonces en la casa de Ademar Testa, Oscar lo encuentra a
Bustos, quien le cuenta su experiencia cubana y cómo ha sido enviado
para reclutar gente para esa experiencia guerrillera.
Ahí se produce algo que muestra hasta qué punto en muchas cosas
nosotros éramos más una hoja arrastrada por la tormenta que un cen-
tro ideológico formulador de política. Muestra la debilidad intrínseca
de ese grupo que había surgido para una función que no podía cumplir.
Es el deslumbramiento, tanto frente a la consistencia de la empresa,
como a la heroicidad de una empresa hecha por un conjunto de hombres

1031
José Aricó

dispuestos a dar su vida por cambiar una situación y por contribuir a


precipitar un cambio revolucionario que nosotros pensábamos que es-
taba inscripto en la lógica del mundo y del país. Más si tenemos en cuen-
ta lo que estaba operando, el golpe de Estado, la caída del Gobierno de
Frondizi, toda esa situación ambigua con la aparición del poder militar,
la relación sindical, el oscurecimiento del peronismo, era toda una si-
tuación muy pantanosa la de esos años, pero además en un momento de
expansión del movimiento guerrillero en toda América.
Creo que en la historia de Pasado y Presente ese fue un momento de
apartamiento de cierta idea de constitución de un grupo político cultu-
ral, que luego vuelve a reconstituirse en los números posteriores, en el
número 9 de la revista.
Vale decir que si podemos encontrar una cierta idea constitutiva del
grupo en el momento del encuentro con la guerrilla, es un momento de
apartamiento de esta idea central. El momento del apartamiento de la
experiencia que dio motivo al surgimiento de la revista que era ese pro-
ceso social, político que estaba madurando en Córdoba. Me parece que
lo de la guerrilla es un apartamiento.
El editorial del número cuatro está absolutamente dictado por la ne-
cesidad de fundar, mediante un reconocimiento teórico-político, la po-
sibilidad de existencia de un movimiento guerrillero no autosuficiente
sino en esa vieja idea guevarista del pequeño motor que dinamiza. Eso
nos lleva a exagerar ciertas cosas. Por ejemplo, el grado de integración
del movimiento obrero, exagerando el concepto de aristocracia obrera,
frente a un movimiento obrero integrado, la necesidad de romper, me-
diante la movilización de las zonas marginales… Pero entonces ese edi-
torial es casi como un editorial escrito por encargo.

Leyendo “Examen de conciencia”, que es el editorial al que vos hacés referencia,


ahí uno nota la coexistencia –y no una coexistencia muy coherente– entre dos
visiones estratégicas. Una que encuentra que el núcleo de la dinámica social
progresista y de la transformación está en el mundo fabril y en el encuentro
con el antagonismo entre el capital y el trabajo y el espacio particular que es
la fábrica como instancia de formación de una nueva clase dirigente, la clase
obrera como clase dirigente, que te conecta con cierto Gramsci, con el Gramsci

1032
Entrevista a José María Aricó

de los consejos y con el obrerismo italiano de esos años. Y por otro lado, está
superpuesta, añadida, otra visión más tercermundista de la Argentina, y ahí
aparece esto que vos decís de la integración de la clase obrera, donde la clase
obrera aparece casi como una categoría privilegiada susceptible de ser integra-
da, capturada por el reformismo y, por lo tanto, la necesidad de que haya una
instancia externa.
Con un elemento que vincula a ambas cosas en la construcción del
editorial: el privilegiamiento del voluntarismo político, que da tanto
para uno como para lo otro. Es interesante porque muestra la clave vo-
luntarista en que veíamos y podíamos leer la visión política de Gramsci,
o esta visión obrerista con esta otra visión tercermundista. Esto es lo que
permitía compatibilizar o mezclar dos cosas que no tenían nada que ver:
el togliatismo, cierta visión del partido, del papel de las direcciones po-
líticas y de la capacidad teórica de intervención y de abrir un proceso de
masas que iba desde abajo hacia arriba, con esta otra visión voluntarista
de ruptura de un ordenamiento político, de creación de una desestabili-
zación que permitiera, podríamos decir, una libre expresión de una vo-
luntad de masas revolucionarias.
Esa clave voluntarista, esa lectura voluntarista que ya estaba incluida,
porque la dimensión lukacsiana ya estaba metida en la revista desde el
segundo número. Te explica cómo se pueden juntar cosas que en Europa
no se podían ver juntas, que obedecían a corrientes absolutamente dife-
renciadas. Y muestra el tipo de utilización hasta cierto punto caprichoso
que hacíamos nosotros de las tradiciones ideológicas que incorporába-
mos y mezclábamos. Eso da cuenta de la extrema debilidad del grupo y
además de la extrema maleabilidad del grupo para incorporar elemen-
tos culturales, que no puede ser visto como un elemento negativo en sí.
Pero creo que fue una idea que perjudicó la labor. La perjudicó porque el
movimiento social estaba creciendo, se estaba armando como un gran
movimiento y había una funcionalidad específica del grupo que podía
haber desempeñado una gran función en Córdoba.
Pero ahí actuó otro elemento además del voluntarismo, que es esa
especie de sensación de culpa. Esa especie de minusvalía que la función
intelectual en el caso de la izquierda tiene, esa idea de que los intelectua-
les tienen que pagar una culpa, la culpa de su apartamiento del pueblo,

1033
José Aricó

y que tienen que pagarla sobre la base de un plegamiento a esas posicio-


nes. Y entonces la búsqueda de un anclaje forma parte del proceso de
fusión de los intelectuales con el pueblo.
No es una idea errónea en sí, pero si es planteada de una manera
simplista conduce a una adscripción al mundo de lo absolutamente co-
yuntural. Vale decir, a la puesta en disposición para cualquier tipo de
operación en un sentido revolucionario de izquierda, por supuesto, de
una masa de intelectuales. Yo creo que eso está.

Un tema del primer editorial, y que evidentemente se prolonga a lo largo de la


revista, es el tema gramsciano. El tema gramsciano en el sentido en que Gramsci
interpreta así la historia político cultural italiana que es la del divorcio entre élite
y pueblo. Y él lo atribuye al modo en que se ha configurado históricamente la
nación italiana. Lo notable es que este tema, la distancia entre élite y pueblo, está
también por esos años, e incluso antes, está planteado en círculos de izquierda en
relación al peronismo. La aparición del peronismo y la distancia entre la izquier-
da y el peronismo es planteado como signo también de este divorcio. De modo
que este tema gramsciano es afín con un diagnóstico equivalente que se hace con
otros círculos de izquierda, que van a plantear ese mismo tópico de la distancia
intelectual y cómo salvar esa distancia.
Ese es un tema que aparece de manera fuerte, incandescente, en los
años posteriores a la caída del peronismo. Es un tema recurrente en toda
la escritura de Agosti. No solo referida a las temáticas del nacionalismo
cultural –que él va a recuperar luego en Nación y Cultura– sino ya en los
años en que se hace el homenaje a Echeverría –1951– todo el discurso de
Agosti es el divorcio de la inteligencia respecto del poder.
Creo que ha sido una herencia muy fuerte de los años treinta. Estos años
están plagados de estos debates. Está en Saúl Taborda, está en Ramón Doll,
frente a la tradición liberal y cuestionándola. En el caso de Agosti es intere-
sante porque ya está afectando la tradición liberal. Él habla de los intelec-
tuales argentinos como una especie de casta separada que han abandonado
esa función que deberían haber cumplido y que ya estaba planteada en el
pensamiento de la generación echeverriana. Ese era un tema teóricamente
planteado, de alguna manera, epidérmicamente sentido, permanentemen-
te sentido en la cotidianeidad de toda la vida peronista.

1034
Entrevista a José María Aricó

Les contaba, en la primera parte de la entrevista, esa primera sensa-


ción en el año 1945 cuando vinieron los ferroviarios y nos rompieron el
acto de los estudiantes. Lo sufríamos todos los días, éramos extraños al
mundo popular subalterno.
Pero después aparecen corrientes, en el año 1955, que plantean cen-
tralmente este tema. Toda la recomposición, la construcción de una
nueva izquierda parte de este punto central. Ese célebre documento del
congreso de los socialistas en Córdoba que redactó Giusiani, esa nueva
lectura de Civilización y barbarie también lo plantea.
Nosotros no éramos conocedores de esa matriz nacionalista. El tipo
de selección de lecturas y la exclusión de lecturas propia de la cultura
comunista había penetrado mucho en nosotros. Leíamos ciertas cosas y
otras no las podíamos leer. Fuimos descubriendo las corrientes naciona-
listas posteriormente.
Ese es un tema que está planteado. Cuando nosotros encontramos a
Gramsci eso está planteado, es como si un marxista a quien respetamos
y que nos interesa le diera un estatuto político significativo dentro de la
tradición marxista a este problema que nosotros veíamos que provenía
de los debates con las otras fuerzas. Debíamos hacerlo nuestro. Pero lo
podíamos hacer nuestro sin recurrir al nacionalismo cultural. Podíamos
encontrar otras formas de planteamiento que nos permitieran eludir
esta especie de plegamiento a las consecuencias de una política de mani-
pulación de masas que era la caracterización que nosotros hacíamos del
peronismo. Vale decir, podíamos fundar la posibilidad de un encuentro
verdaderamente democrático entre masas e intelectuales, sin aceptar
el protofascismo que creíamos encontrar en el peronismo. Esta era la
discusión.

Hablando del protofascismo, en el editorial del cuarto número la referencia al pe-


ronismo ya supone una crítica a la interpretación en clave fascista del peronismo.
Se trata de otra cosa. Es decir, la revista se ha hecho cargo de este movimiento de
interpretación. Aunque no se aplica a hacer una interpretación orgánica, global
del peronismo, se puede leer en el editorial que ya ha sido penetrada por este pro-
ceso de revisión ideológica que ha llevado a una reconsideración del peronismo
en el mundo intelectual de la izquierda. No en el partido comunista oficialmente,

1035
José Aricó

pero es un tema en toda la izquierda no comunista y de la izquierda que no ha


quedado en las filas del Socialismo Democrático. Entonces, ya en el editorial del
cuarto número aparece otra lectura del peronismo.
Otra lectura que está fuertemente sesgada hacia el reconocimiento,
como decía antes, de lo que significó en términos de nacionalización de
masas, de constitución de masas. Se reivindica a la organización sindi-
cal como la creación de la institución del nuevo tipo de incorporación.
Pero no hay una caracterización del gobierno peronista. No es sobre el
gobierno peronista que estamos hablando, sino sobre los procesos de
masas a que dio lugar la experiencia peronista. En el fondo, esa expe-
riencia debía ser superada. No podía quedar en ese estadio, porque la
relación era de manipulación. Y porque además el peronismo no había
logrado crear una relación democrática con el mundo intelectual. Un
mundo intelectual que había quedado al margen y que debía penetrar
ese mundo. Esa fusión tenía que darse y, mientras existieran una iz-
quierda intelectual por un lado y un peronismo por otro, el problema
seguía estando planteado.
El problema era cómo encontrar la forma de resolver eso. Esto va a
aparecer más claro en el editorial del número 9, el último número de la
revista en su primera etapa.
Este era el problema que se nos planteaba. Yo creo que la discusión
sobre la guerrilla tapaba este problema, lo desplazaba, lo liquidaba, en-
traba en el sueño de una revolución palingenética que era capaz por
sí misma de cambiar las cosas. Era un sueño, estuvimos enceguecidos
por la experiencia de la revolución cubana. Yo digo que fue un período
de corto plazo porque la guerrilla era una operación tan parecida a la
Armada Brancaleone que tuvo el resultado de la Armada Brancaleone.
Desapareció como por encanto y si no dejó muchos muertos es porque
en esa época estaba el Gobierno de Illia que era un gobierno no digo
complaciente pero sí respetuoso y capaz de entender que este era más
bien un desvío juvenil que una expresión política que debía ser aplasta-
da, como pensaba y piensa el Ejército. Entre otras cosas porque muchos
de los que participaron en la operación de la guerrilla eran hijos de fa-
milias radicales vinculados a las estructuras radicales. Eran parte de las
mismas familias. Esta fue una experiencia desastrosa que mostraba que

1036
Entrevista a José María Aricó

nuestro grupo no tenía la suficiente crítica con respecto a determinados


fenómenos ni veía con claridad en esos años, que fueron años de oscu-
ridad general.

Vos decís que en el número 9 se retoma de alguna manera la inspiración más


originaria de la revista. Porque se busca poner el acento en la cuestión obrera, en
la cuestión fabril, en la fábrica.
Sí, la cuestión fabril, la expresión de un sindicalismo de clase, de un
bloque social que se va conformando en torno a ese proceso de clase, la
idea de que era posible mantener ese bastión a largo plazo y que Córdoba
podía ser un factor de dinamización de una confrontación de clases en
torno a la formación de un movimiento obrero, a que estuviera en condi-
ciones de intervenir más eficazmente en el proceso de discusión de sus
reivindicaciones, pero también en el proceso de reformulaciones de las
políticas económicas
A partir de eso, nosotros retomábamos la necesidad de que hubiera
un campo intelectual plegado, próximo a ese movimiento y acompañan-
do ese movimiento. Dejando adentro el problema de cuáles podían ser
las formas políticas en que eso podía cristalizarse. Esto es en el año 1965,
cuando ya se va a abrir ese proceso que va a culminar con el Cordobazo.

En el tercer editorial –no funciona como editorial pero de hecho es el texto político
de ese número– hay una referencia de nuevo al peronismo. El razonamiento es
más o menos así, y ahí aparece de nuevo cierta ambigüedad la fábrica se pone en
el centro, el antagonismo entre capital y trabajo parece ser el antagonismo que
dinamiza el proceso sociopolítico argentino y donde el carácter moderno de la
Argentina es el dato subrayado, pasar de una sociedad tradicional a una sociedad
moderna. Pero luego vuelve a aparecer la idea de la posibilidad de integración.
En este caso, lo que puede obstruir esta operación integracionista de la clase
obrera ya no va a estar radicado en un elemento externo sino en un elemento in-
terno a la experiencia política de la clase obrera y que es su condición de peronista.
Porque vos decís, ¿qué es lo que ha impedido hasta ahora que la clase obrera sea in-
tegrada al dispositivo de dominación? Su condición de peronista. Esto abre un espacio
para la reflexión de la izquierda que no puede desconocer este fenómeno que es central.
Esto nos remite muy directamente a la segunda etapa de Pasado y Presente.

1037
José Aricó

Fundamentalmente al primer número de la segunda etapa, donde las


diferencias, entre lo que pensábamos en Córdoba y lo que pensaban en
Buenos Aires aparecen claras.
Esa es una época de oscurecimiento del peronismo. Es una época de
silenciamiento de Perón que no aparece, ni aparece la posibilidad de re-
constitución del peronismo. Pero aparece sí la posibilidad de constitu-
ción de formaciones de izquierda dentro del peronismo.
Recuerdo que había escrito, por el año 1965, un artículo para una revis-
ta italiana, Problemi del socialismo, donde está planteado cierto esquema.
Lo que vos decís sobre el peronismo es una verdad aceptada por noso-
tros. Ese anclaje en el peronismo quita la posibilidad de reducción de esa
masa, de integración de esa masa. Es el soporte político de una irreduc-
tibilidad del sistema. Pero no es un elemento que por sí mismo puede
conformar un movimiento de oposición al sistema.
Para que eso se pueda constituir es necesaria la formación fuera del
peronismo de una corriente de izquierda que actúe como elemento de
dinamización y de trámite.
Ya en ese momento se está planteando un proceso futuro de fusión
entre formaciones de izquierda peronistas y formaciones de izquierda
intelectual en un nuevo tipo de organización política, que de alguna ma-
nera no podíamos dejar de considerar como un movimiento socialista.
Es interesante ver que cuando eso aparece en la realidad, la dimen-
sión socialista forma parte de esa izquierda peronista, una izquierda
que va a ser montonera o de la otra izquierda. En los años sesenta, ese
tema estaba planteado y esa posibilidad estaba planteada.
Qué podíamos hacer nosotros en esa situación. Destruida la guerrilla
y hecha la experiencia crítica de la guerrilla algunos siguieron luego en
los coletazos de un movimiento, de un movimiento castrista que va a
tener cierto nexo y que después va a persistir en la guerrilla de Bolivia.
Vale decir, algunos siguieron permaneciendo, pero yo me desdije de to-
das esas experiencias. Estaba fuera de esa experiencia. Comenzamos
entonces la experiencia de vinculación con los sindicatos obreros; y los
años que van desde el 65, desde que acaba la revista, hasta la experiencia
del Cordobazo y después del Cordobazo, es una etapa de trabajo muy in-
tenso con las organizaciones clasistas que comenzaban a aparecer.

1038
Entrevista a José María Aricó

Hace poco tuve la posibilidad de recoger un material que creía que


se había perdido, que son todas las grabaciones y conversaciones que
hicimos con los dirigentes de Sitrac-Sitram.
Esto es muy importante porque muestra que había un trabajo per-
manente y sistemático de intento de llevar a la práctica esas cosas que
estaban planteadas en el número 9 de la revista. Hay una aproximación
real, era una aproximación que luego mostró tener límites porque una
vez aparecido el sindicalismo clasista y, habiendo madurado y teniendo
una fuerte expresividad social, las organizaciones de izquierda lo con-
virtieron en pasto de todas estas operaciones de control y demás. Y como
nosotros ya no teníamos un grupo político, sino que éramos un grupo
intelectual, era como el jamón del sándwich. Es decir no teníamos nin-
guna posibilidad.
Los hechos o nos obligaban a la formación de una organización po-
lítica que no queríamos o estábamos colocados en una situación de
asesor de un movimiento sindical tratando de impedir que las opera-
ciones de las pequeñas organizaciones de izquierda los dividieran y
fragmentaran.
De todas maneras, fueron años muy intensos, porque la dialéctica
de los pequeños grupos de izquierda todavía, hasta el Cordobazo, no era
demasiado fuerte dentro del sindicalismo clasista, que tenía una fuerte
autonomía frente a los grupos.
El esquema de trabajo estaba visto en torno a eso. Empezamos con los
cursos sobre El Capital, con las conferencias en la Universidad Católica;
nos vinculamos con el sector católico, con cierto integralismo de iz-
quierda filocastrista que después va a dar lugar a Montoneros.
Es una etapa de mucha movilidad y de mucha vinculación. Además,
nos vinculamos a Tosco y a Atilio López, a estos grupos que estaban apa-
reciendo. Es una etapa muy interesante, pero sin una perspectiva polí-
tica clara. Tanto no existía una perspectiva política clara que tuvimos
dificultad para continuar con la revista. No por dificultades económicas,
sino porque no sabíamos bien qué decir.
Me acuerdo que hay vanos intentos de construcción de editoriales
en los cuales no nos ponemos de acuerdo. Es como si la revista hubiera
patinado y no hubiera encontrado una funcionalidad. La funcionalidad

1039
José Aricó

la vuelve a encontrar luego de la experiencia del Cordobazo, cuando hay


una situación de un rebrote de las corrientes y la posibilidad del cambio.
Reaparece Perón y el movimiento Montoneros, y la posibilidad de hacer
retroceder al ejército, de la realización de elecciones. En todo ese proce-
so, ahí aparece de nuevo la revista.
Vale la pena una lectura muy fina del editorial del segundo núme-
ro de esta etapa. Ya cambia de lugar, ya no se hace en Córdoba sino en
Buenos Aires, y este cambio de lugar tiene significación. El primer nú-
mero todavía tiene reverberaciones de aquel otro mundo. Entonces en
el editorial aparecen dos planos: el plano que privilegia la acción y los
efectos de la guerrilla montonera en el país como una especie de organi-
zación que iba desmontando la existencia del Estado y, por otro lado, el
privilegiamiento de la experiencia del movimiento social cordobés.
Es interesante porque a diferencia de las otras notas políticas que
fueron escritas, de esos otros editoriales que hemos mencionado, de
esas tres notas editoriales que fueron escritas por mí, en el caso del pri-
mer editorial del segundo número fue escrito por tres o cuatro manos.
Entonces la mano mía no se confunde con la mano, por ejemplo, de
Portantiero. Él es el que insiste sobre los efectos de la guerrilla, mientras
que en los míos se insiste sobre el problema gramsciano de una revolu-
ción que va germinando de abajo hacia arriba sobre la base de constitu-
ciones de organizaciones democráticas y sindicales que van formando la
base organizativa de este nuevo movimiento social.
Por eso yo hago, a su vez, el artículo de recopilación de los trabajos
de Gramsci sobre los consejos, donde recupero esta línea de una revolu-
ción, de un movimiento social que se constituye desde abajo.
Ya en ese momento estaba ocurriendo la Revolución Cultural China,
y estas temáticas gramscianas nosotros las recogemos de la experiencia
de la Revolución China que hablaba de las características de este movi-
miento, del cuestionamiento del partido como único centro de sentido,
de todas estas cosas. Esto es lo que está flotando allí.

Estas dos almas que están presentes en el editorial del primer número de la se-
gunda etapa, tengo la inclinación a pensar que esta ambigüedad estaba presente
también en la primera etapa. Ahí el nexo es el juicio sobre el papel que tiene el

1040
Entrevista a José María Aricó

peronismo como experiencia político-subjetiva, como constitución de una identi-


dad que no es un elemento fácilmente asimilable sino que tiene que ver con cómo
se constituye la clase como actor político.
Por una parte, se vuelve a subrayar la fábrica y el antagonismo entre
el capital y el trabajo, toda una temática consiliarista, digamos. Por el
otro lado, está la aparición de Montoneros. Pero, ¿qué es lo que liga estos
dos movimientos del razonamiento, esto de la centralidad del peronismo a
la experiencia de constitución de la clase obrera argentina? Esto es lo que yo
encuentro que está en ese número 9 y con el mismo pasaje que no es fácil en
el discurso. Uno nota cierto salto en la lógica de la argumentación. Hay una
lógica de la argumentación obrerista y de pronto pinta otra dimensión que
añade un elemento que no necesariamente se sigue del primer momento de la
argumentación.
Creo que la lectura en clave obrerista enfatiza el elemento de una
identidad obrera que está más allá del elemento de la identidad política.
Eso es lo que está subyacente en todo nuestro razonamiento. El peronis-
mo era una especie de forma externa. Cuando digo forma no lo digo en
el sentido en que hoy pienso la idea de forma, que es la única manera en
que se expresa una identidad.
Yo pensaba más en términos de distinción entre forma y contenido,
vieja, en la forma transitoria. Había una identidad obrera de base que la
experiencia política iba a permitir que se expresara de manera distinta.
El peronismo era una identidad política de trámite que podía ser cam-
biada. Quiere decir que en nuestro razonamiento existía, como elemen-
to subyacente, una extrema confianza en la posibilidad de cambio de la
conciencia obrera.
Este es un elemento que se vincula quizás a la idea iluminista de que
hay un proceso de experiencia que borra la identidad, porque las identi-
dades son transitorias…
De ahí la función privilegiada del núcleo intelectual como elemento
decisivo. A condición de que no fuera simplemente una función docen-
te, sino una función más bien de observador participante. Comienzan
todas nuestras lecturas sobre antropología y sobre el observador par-
ticipante. La experiencia de Quaderni Rossi en ese sentido fue muy
importante.

1041
José Aricó

¿No leninista?
No leninista. Vale decir, el límite central de la intelligentzia era haber
intentado implementar una política docente. Teníamos que salir de la
política docente y ser observadores participantes. Nuestro saber tenía
que mezclarse con el otro entender. El pasaje del saber al comprender
de Gramsci era el leit motiv. Eso estaba vinculado a una confianza su-
prema en eso. Esa confianza era posiblemente constitutiva de nuestra
identidad como comunistas, pero además, estaba vinculada a debates
sobre toda la historiografía obrera que se estaban realizando fundamen-
talmente en Italia.
Todo esto que te estoy diciendo quizás sea una experiencia perso-
nal. Creo que esto pasa más por una historia personal que de grupo.
Pero en el año 1960 se produce una discusión historiográfica sobre el
problema de la característica de la historiografía obrera en Europa,
en Italia, que es muy importante. Y la corriente obrerista de Quaderni
Rossi está montada sobre una lectura que hacen Lanzardo y otros
historiadores del movimiento obrero, donde privilegian mucho eso
con relación a la expresión política comunista o socialista de la clase
obrera.

¿Es contra la visión historicista?


Es contra de la visión historicista.

Pero la puesta en el centro de la dimensión peronista es historicista.


Sí, es historicista.

Estas dos matrices están, ahí, jugando en Pasado y Presente y van a jugar creo
yo a lo largo de las dos etapas.
Van a jugar. En el caso del Negro Portantiero el discurso historicista
es pleno. Si vos ves todos los escritos que van desde Nueva táctica hasta
Nueva política, hay una conversión en el caso del Negro a esta especie de
nacionalismo radical. Yo diría que es el hombre que expresa con más
absoluta claridad esta posición.
Esta no podía ser mi posición, porque yo no estaba en esa matriz.
Porque quería hacer un discurso no desde las masas populares, sino

1042
Entrevista a José María Aricó

desde la condición obrera. Eso era muy fuerte, quizás por tradición
personal, pero además porque hablamos de dos realidades distintas. Yo
estaba en contacto permanente con el mundo obrero, estaba en una ciu-
dad donde no podes prescindir de ese contacto.
Me acuerdo que era amigo de Gustavo Roca y en su estudio se junta-
ban los dirigentes sindicales, teníamos relaciones de amistad con Atilio
López y otros.
Era una relación distinta. La del movimiento estudiantil también fue
distinta. El otro era un discurso más general donde las barreras estaban
cortadas, era un discurso más intelectivo. Esa diferencia de sesgo era
muy importante.
Pero esas dos visiones estaban, aun en mi propio discurso. Por eso
puede ser que existan esos saltos que vos decís, esos forzamientos de
razonamiento; porque el trasfondo del supuesto sobre el cual se mos-
traba el razonamiento nunca quedaba claramente de manifiesto. Entre
otras cosas, porque uno tendía a exagerar ese grado de modernidad de
ese sector moderno de la economía argentina y el grado de poder cap-
tador de ese sector moderno sobre la economía y sobre la vida política
nacional.
Nosotros estábamos haciendo un discurso, sobre todo yo, que se ase-
mejaba más a las discusiones que estaban haciendo los italianos sobre
su país que a lo que ocurría realmente con empresas automovilísticas
que dependen de coyunturas de mercado y que no tienen un efecto de
transformación de la sociedad económica nacional.
Lo que se perdía era la sociedad económica nacional, lo que se per-
día era la nación, y eso es lo que no veíamos. Por eso no hay un discur-
so sobre las fuerzas sociales, no hay un discurso sobre el radicalismo,
los conservadores, no hay un examen de la dinámica política, sino que
hay una especie de mirada unilateral, sesgada sobre toda la realidad
nacional.

¿Querés agregar algo sobre la segunda etapa?


Creo que le estamos sacando mucho jugo, porque hay una cantidad
de cosas que no se me habían ocurrido antes. Me parece que salen mu-
chas cosas. Esa es la forma, porque si no…

1043
José Aricó

Yo ya conocía los materiales pero al volverlos a leer para la entrevista me asom-


bré. Me asombró sobre todo el número 9. Y yo creo que hay alguien que vos men-
cionás poco, lo ponés mucho en Portantiero, que es Juan Carlos Torre. Pero yo
creo que la relación de Juan Carlos Torre con el peronismo es más importante.
Yo creo que fue muy importante.

El trabajo de Celia Durruty es un trabajo puente.


Pero además Torre cumplía una función moderadora muy impor-
tante. Yo lamento haber perdido una carta que escribió Torre, en la
segunda etapa de la revista, que era importante porque nos decía que
nosotros estábamos viendo la espuma del proceso, no estábamos vien-
do lo que se estaba cocinando detrás. Y es muy importante porque nos
traía a cierta realidad, moderaba cierto discurso en esa función que
él desempeña. Lo que vos me decís me lleva a la necesidad de repen-
sar toda esa relación. Yo creo que ha sido más importante de lo que se
piensa.
La segunda etapa de la revista aparece en un momento en que está
conformándose la reaparición del peronismo como una fuerza que pue-
de plantear una alternativa global a la crisis del gobierno militar. Ya ha
estado pasando toda la discusión sobre el GAN y es el momento de de-
finición. Antes de la aparición de la revista todavía se está viendo o dis-
cutiendo cuál va a ser una posición de izquierda, cómo va a participar la
izquierda en las elecciones, pero no está decidido el voto. Eso germina
en toda esa etapa.
Yo lo recuerdo bien porque en ese momento, cuando nosotros sa-
camos la segunda serie, que ya sale editada prácticamente por Siglo
XXI, todo eso se discutía en la editorial, en Siglo XXI. Ahí estaba un
compañero peronista que estaba en el servicio de prensa editorial y
nos traía toda la vivencia de lo que estaba pasando dentro del movi-
miento Montoneros, con el cual nosotros habíamos tenido vincu-
laciones antes, cuando todavía no habían germinado esas vincula-
ciones con Córdoba, con ciertos grupos, y nos volvimos a encontrar
con viejos amigos que ya eran figuras del movimiento Montoneros.
Especialmente Schmucler que tenía una relación bastante estrecha
con algunos grupos. Fueron momentos de grandes discusiones. Estas

1044
Entrevista a José María Aricó

discusiones se zanjaron cuando apareció la revista, porque ya en ese


primer número estaba el artículo de Oscar del Barco que expresa las
opiniones de todo el grupo de Córdoba.
Eso decidió claramente nuestra posición. Esa nota de apoyo al pe-
ronismo, que iba en contra de las posiciones del voto en blanco que
sostenían algunos grupos con los que teníamos vinculaciones, fun-
damentalmente el PCR, definió nuestra intervención. También mar-
có el punto de ruptura con las vinculaciones con el grupo del PCR.
Grupo que, en el caso de Córdoba, era muy afín a nosotros porque era
un grupo que provenía de la vinculación con el grupo de la revista y
que, aún cuando la revista no aparecía, seguía manteniéndose como
grupo de amigos que se reunían y discutían, que tenían nexos con la
izquierda.
También, en ese mismo número, estaba ese editorial donde estaban
mezcladas esas posiciones. Pero el hecho es que la revista y todo el gru-
po se inclina por el voto al peronismo. Porque veíamos, concretamente,
en ese caso, la aparición en el interior del peronismo de una fuerza de
izquierda que se definía como izquierda socialista, que tenía una visión
muy socialista de las características que tenía que tener su movimiento,
que pretendía no simplemente una fusión en el interior del peronismo,
sino un cambio del movimiento peronista que establecía una lucha por
la hegemonía en la dirección del movimiento peronista y que tenía todo
el aval de Perón para llevarlo adelante.
Veíamos que surgía por primera vez en la escena política ese tipo de
constitución organizativa de masas que deseábamos desde el comienzo
mismo de la aparición de la revista que alguna vez apareciera. Y esto
coincidía con este artículo que te decía que escribí por el año 1964, donde
hablaba de esa dialéctica que debería darse entre elementos de izquier-
da socialista externos al movimiento peronista y un movimiento interno
peronista que debía constituirse.
Vale decir, la idea de la fusión entre una izquierda intelectual socia-
lista vinculada al movimiento social y una izquierda peronista con una
clara definición socialista estaba colocada en el tapete como tema de
discusión y como tema de realización política práctica. Esto es lo que
nos interesó de esa expresión. Nos interesó por razones teóricas y por

1045
José Aricó

razones personales, políticas, porque ahí estaban muchos amigos nues-


tros que venían del movimiento católico fundamentalmente y que ha-
bíamos conocido en todo su proceso de formación.
Ese fenómeno nos impresiona mucho y nos aproxima a ese mo-
vimiento, como se aproximó toda la izquierda intelectual. Esos años
podríamos caracterizarlos como el desplazamiento de la izquierda in-
telectual y de partes de las capas medias hacia el encuentro con el pero-
nismo, fundamentalmente de masas. Va a ocurrir lo mismo en el 83 con
Alfonsín, son fenómenos más o menos próximos. Nosotros somos parte
de ese proceso. Excepto los núcleos más irreductibles de la izquierda,
fundamentalmente el PCR, ese es un fenómeno general. Nosotros for-
mamos parte de ese fenómeno.
Había una cosa que nos preocupaba de Montoneros. Eran sus carac-
terísticas internas, su estructura interna, la dificultad que podía encon-
trar para dejar de ser un movimiento terrorista urbano, o guerrillero, o
de acción, y ser una gran organización política. Es decir, encontrábamos
la contradicción que tenía ese movimiento en el hecho de que un peque-
ño grupo de acción terrorista se había convertido en la dirección de un
proceso de masas y sus modos organizativos, su estructura interna, no
se compadecía con la necesidad de estructuración de un movimiento de
las características del que había germinado.
Aún cuando algunos de nosotros habíamos tenido una visión muy
exagerada de los efectos de la acción guerrillera, ninguno consideraba
que en la nueva etapa que se había abierto esas organizaciones guerri-
lleras debían permanecer. Este fue el tema de las conversaciones que
sostuvimos con la dirección de Montoneros, más que con la dirección
de Montoneros con el grupo que provenía de la FAR donde estaba fun-
damentalmente Quieto, que es amigo nuestro, las discusiones entre el
grupo de la revista y el grupo de dirección de Montoneros. No el grupo
general sino este sector.

Que provenía de tradición socialista, marxista.


Claro. Algunos de ellos habían sido comunistas: Osatinsky había sido
comunista, había algunos otros amigos. Yo era amigo de Roqué, éramos
amigos de Quieto, es decir teníamos relaciones de amistad.

1046
Entrevista a José María Aricó

Este fue el centro de la discusión. Una discusión que era muy difícil
de zanjar, porque me parece que la lógica de la situación los empuja-
ba a Montoneros a mantenerse en esa tesitura. En muchos casos, en la
discusión con Quieto, nosotros descubríamos la falencia de su razona-
miento y veíamos la falta de seguridad con que llevaba adelante ese ra-
zonamiento porque me parece que coincidíamos en esta necesidad de
abrir una etapa de desarme y de construcción de un movimiento social
que tenía que ser el eje fundamental de esta lucha por la conquista de la
dirección del movimiento peronista.
La situación no se dio de esa manera. Pero yo diría que desde el pri-
mer número de la revista al segundo de la segunda etapa, las discusio-
nes centrales giraban en torno a reconocer y a plantear la necesidad de
ampliar todas las bases de representación de este movimiento y por eso
muchas de las críticas que hacíamos eran a la manera en que manejaban
la universidad, a la manera en que establecían una política de alianzas, a
la manera en que consideraban la lucha contra el Ejército, a la manera en
que consideraban la discusión interna del peronismo. No participando
nosotros, excepto el caso de Pepe Nun y de Pablo Gerchunoff, de la acep-
tación de otras corrientes que cuestionaban al movimiento Montoneros
desde otro costado, fundamentalmente el Peronismo de Base. Nosotros
no apostábamos al Peronismo de Base sino al movimiento Montoneros
por una razón muy concreta: porque el Peronismo de Base nos merecía
críticas de todas estas expresiones que no se hacían cargo de la necesi-
dad de instalar la lucha en los esquemas de poder y no en la construcción
simplemente de un mundo de resistencia abajo.
Cuando surge la revista Ya es para llevar adelante esta política. Hay
un polémica permanente entre El descamisado y Ya sobre este tipo de co-
sas, donde nosotros éramos más condescendientes con ciertas expre-
siones de Montoneros que podían considerarse como más oportunistas.
Por ejemplo, el acuerdo con Balbín, la necesidad de aislar a Isabelita, la
necesidad de un pacto de gobierno, la apoyatura al plan de Gelbard, la
defensa de la política del ministro de Agricultura Giberti. Defendíamos
este tipo de cosas. Eso vinculado también a una política de nexo con cier-
tos movimientos sindicales que iban apareciendo en una cantidad de
lugares donde cuestionaban cosas muy interesantes. Me acuerdo toda la

1047
José Aricó

discusión con el sindicato de [Astilleros] Astarsa sobre el problema del


control obrero, la lucha por el control del flujo de trabajo, o por la crea-
ción de un nuevo mundo de reivindicaciones. Estas eran las cosas que
se planteaban y yo creo que en la nota que salió en el segundo número
sobre los nuevos conflictos sociales y el tipo de conflictos donde se plan-
tean este tipo de reivindicaciones se vincula a la discusión planteada en
el editorial del número nueve.
Si vos ves el editorial del segundo número de la revista y las co-
sas que se planteaban el número 9 también está ese mundo confuso
de un editorial construido a varias voces. En el caso de la considera-
ción de Perón somos muy cuidadosos. Es más, hacemos una crítica a
Montoneros por no comprender la situación difícil en que el Gobierno
de Perón se ve obligado a gobernar cuando hay un cerco en tono a él
que deriva del hecho del fracaso del proceso en Bolivia, de la caída del
gobierno de Allende, etcétera.
Es evidente que en ese segundo editorial hay una exageración sobre
la capacidad de cambio que puede darse en una organización como la
de Montoneros. Por eso, nosotros privilegiamos el discurso de Mario
Firmenich, porque es un discurso sobre la construcción de una organi-
zación de política de masas y cuestionamos el guerrillismo que está in-
serto en esa organización, que aparece como insuperable, no compren-
diendo lo que son las tareas de la construcción de un movimiento social.
Entonces, lo que ha quedado de ese editorial es el apoyo que nosotros
le damos a Firmenich. Pero no damos un apoyo a Montoneros, le damos
apoyo a las palabras de Firmenich.

Que es el discurso de Atlanta.


Que es el discurso de Atlanta. Claro, no entendiendo que entre el dis-
curso de Atlanta y la realidad del movimiento Montoneros no había nin-
guna compatibilidad. Es decir, decían una cosa y hacían otra.
Volvemos a esa misma ingenuidad de creer en las palabras. Los so-
cialistas creemos mucho en las palabras. Creemos que las palabras sig-
nifican cosas y nos adherirnos a ellas. Quizás sea eso lo que marca la
diferencia entre un discurso socialista y un discurso burgués, donde las
palabras son meras palabras.

1048
Entrevista a José María Aricó

Este es el plano de ambigüedad en que nos movíamos. Pero no creo lo


que dice Sebreli que nosotros hayamos sido una organización colateral
u oficiosa de Montoneros. Nunca lo fuimos, ni lo pensamos así, ni lo
fuimos en la práctica, ni lo quisimos ser. Aun cuando mantuvimos con-
tactos que fueron de permanente discusión, de cuestionamiento.
Yo recuerdo una conversación que tuvimos prácticamente quince
días antes de la detención de Quieto, que fue patética; patética porque
nos encontramos con un dirigente aniquilado, derrotado, sin posibili-
dad de cambiar una situación en la dirección del movimiento, descon-
fiando profundamente de lo que ese movimiento estaba diciendo, pero
obligado a defender cosas absurdas, como por ejemplo la creencia de
que una confrontación frontal con el ejército podía llevarlos a ellos a un
triunfo…
Eso no lo creía Quieto. Él era un hombre que estaba derrotado antes,
y su detención yo creo que es la consecuencia lógica de este desplome
moral y político que se produjo en él.
Creo que tuvimos una posición equilibrada y correcta frente a
Montoneros, en una situación muy difícil, porque no existía en el plan-
teo político general ningún centro, ningún lugar donde se planteara un
principio de razón que dijera hacia donde estábamos yendo, qué estaba
pasando en este país.

Vos decís que ustedes finalmente eran parte de una dialéctica social que los invo-
lucraba y que a lo mejor cuando ustedes creían que empujaban en realidad eran
empujados.
Éramos empujados. Nosotros queríamos corregir algo que era inco-
rregible, dentro de un movimiento que nos envolvía, donde quizás la
única posibilidad real era retirarse y decir: vamos al desastre. Eso no lo
decía nadie, ni siquiera Balbín.

1049
Walter Benjamin, el aguafiestas*

De intelectual “aguafiestas” calificó Benjamin a Kracauer en una nota me-


morable. Precisamente porque su pasión era desenmascarar, quitar esas
construcciones ideológicas que en el estado de clase tornan inhumano al
ser social. Y a nadie como al propio Benjamin le cabía mejor el apelativo.
Porque lo era en todos los sentidos, hoy, a cincuenta años de su muerte
voluntaria, todavía no sabemos dónde colocarlo. Reconocido como una
de las figuras principales de la filosofía moderna, su importancia polé-
mica parece ser profundamente oscura y controvertida. En realidad, por
su vida y por su obra estuvo en el centro de tensión de diversas y contras-
tantes corrientes de pensamiento. Gershom Scholem, su amigo desde
los años de juventud, estaba convencido que fue la influencia nociva de
Brecht y de la letona Asja Lacis la que apartó a Benjamin de la metafísica
y el judaísmo; Theodor W. Adorno responsabilizó a un marxismo incom-
prendido su inclinación por el materialismo burdo y la falta de dialéctica
que creyó descubrir en sus escritos sobre Baudelaire. Brecht, a su vez,
culpabilizó al Instituto de Frankfurt –en las personas de Horkheimer y
de Adorno– por obligarlo a corregir o a velar sus reflexiones. Unos re-
chazaban su marxismo, otros no soportaban sus metáforas teológicas
y su judaísmo. Tensionado entre Palestina y Moscú, al margen de la ca-
rrera universitaria y de los grupos intelectuales, comunista sin partido

*
Extraído de Aricó, J. (1990-1991, octubre-enero). Walter Benjamin, el aguafiestas. La Ciudad Fu-
tura, 25-26, p. 15, Suplemento 9, (Buenos Aires).

1051
José Aricó

y judío no sionista, Benjamin manifestaba simpatías por intelectuales


tan dispares como el filonazi Carl Schmitt, el sionista Scholem o el mar-
xista Brecht. ¿Un marginal incomprendido e irreductible o un pensador
valiente y astuto que se propuso llevar adelante un proyecto propio en
las circunstancias adversas de un campo cultural lacerado por la intole-
rancia y el espíritu faccioso? En el perfil biográfico que le dedica Julian
Roberts (1982) se dice –y creo que con mucha razón– que la historia de
su carrera intelectual es la historia de una lucha difícil y extenuante por
plegar a ese proyecto propio estructuras organizativas insensibles y sor-
das. En este sentido, si su coraje nos sigue pareciendo admirable, no
debemos dejar de reconocer lo aleccionador de su astucia. Las dificul-
tades para contornear con rasgos firmes su figura no se desprenden, en
consecuencia, de una ambigua actitud suya que las justifique, sino más
bien de una incomprensión generalizada acerca de sus propósitos, de la
estrategia que se trazó en favor de una organización revolucionaria de
la cultura. A diferencia de lo que algunos de sus críticos sostienen, nun-
ca pensó que fuera necesario encerrarse en un aislamiento parnasiano
para preservar a su investigación intelectual de cualquier interferencia
profesional o de clase. Todo lo contrario, contó con ellas como dimensio-
nes insuprimibles de una labor teórica y de difusión orientada a un pú-
blico. Por razones ideológicas y políticas, pero también de subsistencia.
Trabajó en distintas organizaciones porque siempre vivió preocupa-
do por insertar su obra en la práctica inmediata. Y no deja de ser em-
blemático que para graficar el sentido de su práctica intelectual y de las
formas a utilizar para llevarla a cabo con eficiencia evocara, en alguna
de sus cartas, la figura conradiana del agente secreto. Dado que su pro-
pósito era tornar inutilizable para los historiadores burgueses a la crí-
tica literaria, o a la historia de las ideas, se sentía obligado a trabajar
en forma “ilegal” y “de incógnito entre los autores burgueses”. La inten-
sa actividad de crítico militante que Benjamin desplegó desde fines de
los años veinte, es decir cuando inicia su camino hacia el marxismo y
el socialismo, no puede por consiguiente ser olvidada, menospreciada
o ignorada, porque de tal modo se dejaría fuera buena parte de su la-
bor y los nudos centrales de su reflexión permanecerían oscuros. No se
podría advertir, por ejemplo, hasta dónde su obra sobre los pasajes de

1052
Walter Benjamin, el aguafiestas

París –equivalente, en el espacio multiforme de las superestructuras,


al análisis de la estructura de la sociedad moderna llevada a cabo por
Marx (1975) en El Capital– hunde su terreno nutricio en esa intensa ac-
tividad crítica de los fragmentos cotidianos y dispersos de la moderni-
dad. Lamentablemente, la casi totalidad de esta labor sigue siendo des-
conocida para los lectores de habla no alemana. Confiemos en que en
un futuro no lejano la errática edición de sus escritos en español ceda
su lugar a un proyecto más integral y exhaustivo de publicación de una
obra cuya fragmentariedad alimenta muchas veces el equívoco. En el
presente suplemento solo deseamos estimular el deseo de una aproxi-
mación más cabal a su pensamiento. En los textos que hemos escogi-
do se advierte con claridad la preocupación benjaminiana por definir la
función intelectual en una época de crisis política. Pero por sobre todo
resulta evidente hasta dónde la identificación con el modelo brechtiano
significó en Benjamin el reconocimiento del proletariado como el des-
tinatario y a la vez el demandante de la posesión de los instrumentos
de la producción literaria. Hacer justicia a un pensador que en su vida
y en su reflexión expresó el difícil tránsito a la política revolucionaria
de un intelectual en los trágicos años de entreguerras obliga a admitir
sin cortapisas aquellas dimensiones de su pensar que definen el sentido
de toda su labor. Cuando la “caza al marxista” –ese nuevo fantasma que
recorre el mundo– amenaza ser un modo burdo y trivial de disfrazar la
incapacidad del pensamiento crítico para volverse práctica transforma-
dora, rescatar el carácter militante de la crítica benjaminiana sigue sien-
do un modo de cuestionar la aceptación indiscriminada de lo existente.
Un modo, en fin, de ser también como él, un aguafiestas.

Bibliografía

Marx, K. (1975). El Capital. Buenos Aires; México: Siglo XXI.


Roberts, J. (1982). Walter Benjamin. Londres: Macmillan.

1053
Benjamin en español*

Hasta la publicación de Ensayos escogidos (Benjamin, 1967) –una selec-


ción de trabajos tomados de los Schriften editados por Suhrkamp Verlag
(Benjamin, 1955)–, Walter Benjamin era prácticamente desconocido
para el público de habla española. La selección, en una versión memo-
rable realizada por Héctor A. Murena, fue publicada por Sur en 1967
en la colección de estudios alemanes que dirigían, entre otros, Ernesto
Garzón Valdés, Rafael Gutiérrez Girardot y el propio Murena. Por pri-
mera vez se daban a conocer en español textos como los dedicados a
Baudelaire, o a Kafka, y las famosísimas “Tesis de filosofía de la histo-
ria”, que desde entonces merecieron varias nuevas ediciones.
La publicación de Sur fue en este sentido pionera, pues a partir de
ella se suceden ininterrumpidamente distintas recopilaciones basadas
todas en la edición alemana de los escritos preparada, como se sabe, por
Theodor W. Adorno y Gretel Adorno. Su publicación, además, se produ-
ce en un clima político y cultural que favoreció una lectura de los textos
de Benjamin que acentuaba sus contenidos críticos y revolucionarios. El
68 incluyó a Benjamin entre sus héroes. Esto contribuyó a hacer conocer
su nombre mucho más que a extender la lectura de sus obras.
Hasta 1967 lo poco que se conocía de Benjamin derivaba, tal vez, del
ensayo “Caracterización de Walter Benjamin” que le dedicó Adorno

*
Extraído de Aricó, J. y Leiras, M. (1990-1991, octubre-enero). Benjamin en español. La Ciudad
Futura, 25-26, p. 21, Suplemento 9, (Buenos Aires).

1055
José Aricó

(1962, pp. 244-259) en su libro Prismas editado por Ariel de Barcelona o


del capítulo final titulado “Bajo el signo del cine” de la difundida Historia
social de la literatura y del arte de Arnold Hauser (1971) editada en Madrid
por Guadarrama, en el que recoge las ideas acerca de la función de la
reproducción técnica en el arte, que Benjamin expuso en su celebrado
ensayo. Fue la influencia de la lectura de Hauser la que condujo a que,
en los inicios de los sesenta, la editorial Pasado y Presente intentara el
proyecto frustrado de la edición de La obra de arte en la época de su repro-
ductibilidad técnica, traducida por Enrique L. Revol.
Por esos años, la revista Eco, de Bogotá, publicaba algunas traduccio-
nes de sus escritos breves y daba a conocer al público de habla hispana
la primera versión del magnífico ensayo biográfico “Walter Benjamin:
1892-1940” que Hannah Arendt (s.d.) le dedicó. Este escrito será luego re-
cogido, junto a obras sobre Brecht, Broch y Rosa Luxemburgo, en un vo-
lumen publicado por Anagrama (Arendt, 1971). La compilación del cual
estos ensayos fueron tomados, Hombres en tiempos de oscuridad (Arendt,
1989), afortunadamente ha sido recientemente editada en forma com-
pleta por la editorial Gedisa de Barcelona.
En los sesenta, la difusión amplísima de los textos de György Lukács,
cuya gravitación sobre el pensamiento de la izquierda intelectual fue do-
minante, se constituyó, a su vez, en un fuerte obstáculo cultural para que
el pensamiento de Benjamin, no obstante el fuerte impulso que objetiva-
mente le daban las sucesivas ediciones encaradas por Jesús Aguirre en
España, pudiera expandirse.
La aparición de los tres tomos de Iluminaciones: Iluminaciones I:
Imaginación y sociedad (Benjamin: 1971b); Iluminaciones II: Poesía y capitalis-
mo (Benjamin: 1972); Iluminaciones III: Tentativas sobre Brecht (Benjamin:
1975); a los que se sumaron Discursos interrumpidos I (Benjamin: 1973) y
Haschisch (Benjamin: 1974a) editados por Taurus, incluían trabajos de
fundamental importancia como las “Tesis de filosofía de la historia”,
“Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs” y las discusiones con Brecht,
pero presentaban los inconvenientes de una traducción deficiente de
Aguirre, la ausencia de un imprescindible aparato crítico para situar
esos escritos en el conjunto de las obras de Benjamin y una cuestionable
y excesivamente personal interpretación del significado y el valor de su

1056
Benjamin en español

pensamiento. Tal vez hayan sido estas limitaciones las que contribuye-
ron a malograr un esfuerzo editorial meritorio. A fines de los años se-
tenta las ediciones de Taurus se vendían en mesas de saldos en algunas
librerías mexicanas (lo cual, como se sabe, no podía ocurrir de ningún
modo en las librerías argentinas, bajo el clima represivo de la dictadura
militar). Señalamos este hecho porque indica el pobre destino que en su
momento les cupo a esas primeras ediciones.
Edhasa publica una edición de la selección de trabajos hecha por
Murena para Sur, con el título de Angelus Novus (Benjamin, 1971a), que
designa el proyecto frustrado de una revista para la cual Benjamin re-
dactó un “Anuncio” en 1922, inspirado en el célebre cuadro de Paul Klee
que él adquiriera en Múnich en 1921. Un año antes había aparecido en
Caracas, editado por Monte Ávila, un volumen que, con el título de Sobre
el programa de la filosofía futura y otros ensayos (Benjamin, 1970), incorpora-
ba, entre otras, el ensayo sobre Las afinidades electivas de Goethe.
A principios de los ochenta la difusión de Benjamin se revitaliza. La
publicación de varios trabajos sobre la escuela de Frankfurt, como La
imaginación dialéctica de Martin Jay (1974) y Origen de la dialéctica negativa
de Susan Buck-Morss (1981) entre los más importantes, y de las obras de
Adorno (1962), Horkheimer (s.d.) y Habermas (1975), en un clima cultu-
ral signado por la desintegración del marxismo positivista, constituye
la invitación a revisitar el legado benjaminiano y el argumento a partir
del cual se hilvana una nueva lectura de sus escritos. Disueltos los obs-
táculos culturales que limitaban su expansión, junto al Benjamin críti-
co revolucionario y filósofo de la historia se despliegan las figuras del
teólogo, el viajero, el niño, el amante y el coleccionista. Avanzando en el
laberinto de una escritura a la vez sobria y enigmática, el lector de habla
hispana aprende a perderse en los trabajos desconocidos como el autor
en las calles de Berlín.
La publicación de los textos más expresamente autobiográficos des-
vían el camino de la hermenéutica de la obra benjaminiana al tiempo
que sugieren las instrucciones para transitarla. En 1982 aparece en es-
pañol, publicado por Alfaguara, Infancia en Berlín hacia 1900 (Benjamin,
1982a). Cinco años después, la misma editorial presenta Dirección única
(Benjamin, 1987), rara colección de pequeños fragmentos y aforismos,

1057
José Aricó

que desafía, como casi todo el trabajo de Benjamin, la eficacia de las ta-
xonomías y los límites de los géneros y que el autor dedicara, en 1928, a
su fervorosamente amada Asja Lacis.
Puede agregarse a este conjunto de obras el magnífico relato de la
estancia del berlinés en la capital soviética, Diario de Moscú (Benjamin,
1988a) publicado por Taurus. Este trabajo es, acaso, el que de modo más
elocuente ilustra la singular amalgama de estética, filosofía y política
que distingue la mirada benjaminiana.
Los trabajos de Gershom Scholem son otro de los pilares sobre los que
se edifica la interpretación contemporánea de Benjamin. De este autor,
Península publicó Walter Benjamin: historia de una amistad (Scholem,
1987). Taurus edita la abundante correspondencia (Benjamin y Scholem,
1987) que los dos amigos intercambiaron entre 1933-1940. El puntilloso
cuidado con el que Scholem preparó estas ediciones permite acceder a
una fuente de vital importancia para reconstituir el itinerario biográfico
de Benjamin, no menos sinuoso que su obra.
Curiosamente, a la par que el éxito de sus trabajos se extiende, durante
la década del ochenta pocos textos específicamente teóricos se agregan a
la serie de traducciones. La editorial mexicana Premia publica Para una
crítica de la violencia (Benjamin, 1982b), texto a partir del cual puede pre-
cisarse el tono particular que lo revolucionario como forma de la política
adquiere en la voz del berlinés. Para completar el semblante del Benjamin
crítico solo se agregaron dos nuevas traducciones. La primera de ellas, pu-
blicada por Península, recoge su tesis doctoral de 1918: El concepto de crítica
de arte en el Romanticismo alemán (Benjamin, 1918/1988).
El otro volumen es una compilación de trabajos sobre literatura in-
fantil, los niños y los jóvenes titulado Escritos (Benjamin, 1989) en la
edición de Nueva Visión. La misma editorial había publicado con el tí-
tulo de Reflexiones sobre niños, juguetes, libros infantiles, jóvenes y educación
(Benjamin, 1974b) algunos de estos, pequeños ensayos. La nueva edición
agrega entre otros textos “Abecedarios de hace cien años” y un estudio
introductorio del profesor turinés Giulio Schiavoni.
Algunas de las conferencias radiofónicas que Benjamin (1988b) redac-
tara fueron recogidas por el sello Icaria en un libro aparecido en los ochen-
ta: Berlín demónico. Según [una] noticia consignada en el suplemento que el

1058
Benjamin en español

diario El País de España publicara en conmemoración del cincuentenario


de la muerte de Benjamin, es de esperar que en el curso de este año pueda
accederse a la traducción de uno de sus más importantes trabajos: El ori-
gen del drama barroco alemán (Benjamin, 1990), El trabajo sobre los pasajes y
el cuarto tomo de Iluminaciones: Burguesía y Revolución esperan, desde hace
varios, años completar el proyecto editorial de Taurus1.
Aún en ausencia de la posibilidad de acceder al conjunto del corpus
benjaminiano (posibilidad que, por otro lado, solo se realizó para el lec-
tor alemán después de quince años de acaecida la muerte del autor) po-
drá el lector del castellano acceder a un numerosos conjuntos de ensayos
y exégesis referidos a Benjamin, los cuales, en mayor o menor medida,
podrán colaborar en el boceto de un perfil del autor.
A los citados ensayos de Adorno, Arendt y Scholem cabe agregar tra-
bajos no menos célebres y valiosos como “Walter Benjamin: crítica con-
cientizadora o crítica salvadora” de Jürgen Habermas (1975) y “Benjamin,
el último intelectual” de Susan Sontag (1986). Todos ellos definen el te-
rritorio en el que se desarrolla el debate actual sobre la obra y el pensa-
miento de Benjamin.
Los trabajos a él referidos escritos originalmente en español no son
numerosos. Existe una biografía, preparada por Silvia Pappe (1986),
profesora de la Universidad Autónoma Metropolitana de México, edi-
tada por el sello de esa casa de estudios bajo el título de La mesa de
trabajo, un campo de batalla. El trabajo subraya el nomadismo melan-
cólico del pensamiento del berlinés y espera encontrar en momentos
singulares de la experiencia biográfica los nudos conceptuales que
capturen el misterio de una escritura fugitiva. Otro profesor, español
en este caso, J. F. Yvars (1988), dedica tres ensayos de su compilación
de escritos Modos de persuasión a la figura de Benjamin. Los trabajos
de Yvars evocan tanto en su “formulación” como en su “contenido” el
duelo entre filosofía y literatura, ética y política que constituye la mar-
ca del estilo-Benjamin. Cual si los objetos albergaran en su cuerpo el
alma del motor que les ha dado forma, la obra de Benjamin perpetuó

1. Para consultar las ediciones posteriores de estos textos, ver sección Bibliografía [Nota de la presente
edición].

1059
José Aricó

y reprodujo el pathos coleccionista de su autor. Solamente almas tan


febrilmente atrapadas por el misterio de la letra impresa pudieron res-
catar del poder de los cancerberos una producción que parecía defini-
tivamente condenada al silencio.
El lector de habla hispana precisa también de la avidez del coleccio-
nista para acceder a traducciones que gustan demorarse y que no siem-
pre son felices. Colección de impresiones para coleccionar en español:
he aquí lo que el coleccionista de Benjamin ha encontrado.

Bibliografía2

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1062
La búsqueda de una tercera vía*

Continuamos publicando algunas de las intervenciones hechas en el


coloquio sobre “Alternativas políticas para la crisis argentina realizado
en Buenos Aires por el Club de Cultura Socialista y el Institut Socialiste
d’Études et de Recherches de Francia los días 22 y 23 de junio de 1990. La
exposición de nuestro codirector corresponde al debate sobre “Crisis del
Estado y de la sociedad en América Latina, los países del Este y Europa”
que contó con la participación de Renée Fregosi, directora del ISER,
Claudio Ingerflom, Torcuato Di Tella y Beatriz Sarlo. Proseguimos así
el intercambio de ideas sobre las posibilidades y límites de la centroiz-
quierda en Argentina que iniciamos en La Ciudad Futura (Buenos Aires)
N° 22 [con textos de Emilio de Ípola, Carlos Auyero, Carlos Raimundi
y Héctor A. Bravo]; el N° 23-24 [con un ensayo de Isidoro Cheresky] y
continuaremos el número próximo con la ponencia de Juan Carlos
Portantiero.
Es una convicción generalizada que la crisis de los países del Este tie-
ne, y ha de tener cada vez más en el futuro, consecuencias profundas
sobre la cultura política, los debates políticos y las propuestas de los sec-
tores avanzados de las sociedades latinoamericanas. Una comparación

* Extraído de Aricó, J. (1990-1991, octubre-enero). La búsqueda de una tercera vía. La Ciu-


dad Futura, 25-26, (Buenos Aires).
Nota: Presentado en el coloquio sobre Alternativas políticas para la crisis argentina, organizado por
el Institut Socialiste d’Études et de Recherches, de París y el Club de Cultura Socialista en Buenos
Aires los días 22 y 23 de junio de 1990.

1063
José Aricó

sobre las formas en que se presenta la crisis del Estado y de la sociedad


en ambas regiones tiene una relevancia propia porque obliga al pen-
samiento democrático y socialista a colocarse en los nuevos escena-
rios históricos –y geográficos– surgidos de una situación inédita desde
la Revolución de Octubre en adelante. La caída del muro de Berlín ha
representado simbólicamente el fin de una guerra civil que dividió al
mundo en bloques enfrentados y prisioneros de una escalada armamen-
tista cuyas consecuencias seguimos sufriendo.

Caducidad de una herencia

El colapso de los Estados de Este y la liquidación de la herencia de 1917 fue


tan súbita e inesperada que ha sumido a la izquierda y al movimiento de-
mocrático latinoamericano –que tuvo siempre una actitud de inocultable
simpatía por la experiencia soviética– en un desconcierto profundo. Ocurre
como si todo debiera pensarse de nuevo, como si formas históricas de pen-
sar los procesos de transformación hubieran caducado pero las nuevas
formas aun no pudieran ser imaginadas. El pensamiento de izquierda rep-
ta frente a una realidad que se reconstituye sobre bases insolidarias y no
acierta a plantearse la verdadera pregunta. Si la herencia de Octubre está en
liquidación ¿Qué queda o quedará de ella? ¿Qué ha dejado como experien-
cia histórica? ¿Cómo habrán de conformarse esas sociedades y esos Estados
más allá de la espuma que arrastra una ola tan impetuosa, tan vertiginosa,
que permite caracterizarla como una verdadera revolución política? A su
vez, ¿quién y cómo recogerá los valores de solidaridad, fraternidad y justicia
social que la disipación del comunismo deja vacantes?
Una parte de la izquierda latinoamericana, de matriz populista,
socialista o trotskista, ha adoptado posturas que van desde saludar lo
que insisten en ver como la “recuperación” por los obreros de una re-
volución que la burocracia les confiscó, hasta quienes se encogen de
hombros afirmando que ellos siempre lo habían predicho. Tantos unos
como otros se niegan a aceptar que buena parte de lo que han venido
sosteniendo hasta ahora se ha derrumbado junto con las piedras del
muro de Berlín.

1064
La búsqueda de una tercera vía

El agotamiento del comunismo como teoría y como práctica tiene


implicaciones directas y profundas sobre el pensamiento de la izquier-
da latinoamericana. No únicamente sobre las formaciones marxistas-
leninistas, sino también sobre aquellas otras que no se reconocen en
esas constelaciones ideológicas, pero que sin embargo abrevaron en las
ideas que la expansión continental de la experiencia bolchevique puso
en circulación desde 1917. Y las tiene por la razón elemental de que esta
crisis erosiona hasta desintegrar una visión de la sociedad y del Estado,
de sus modalidades de cambio y de los sujetos sociales con capacidad
para llevarlos a cabo, coincidente, por no decir idéntica, de la que puso
en circulación el comunismo a través de la Tercera Internacional.
La característica aún inmodificada de esta izquierda es que se con-
cibe a sí misma como revolucionaria y al proceso revolucionario como
un acto, un punto de arranque de una reconstitución global de la so-
ciedad desde el Estado. Si el socialismo de la primera preguerra era pro-
fundamente societalista y desconfiaba del otorgamiento al Estado de
funciones que quería rescatar para la sociedad, la que nace en América
Latina como fruto de la división del movimiento obrero mundial es
esencialmente estadólatra. Piensa que a partir del control del aparato
de Estado es posible dinamizar las dos grandes propuestas cuya rea-
lización definen la esencia de un proceso revolucionario. En primer
lugar, una visión alternativa de la democracia a partir de la cual se re-
chaza a la llamada democracia liberal como meramente formal y se de-
fiende una democracia que se quiere sustancial, pero que no requiere
del consenso para sustentarse. No porque se desconozca teóricamen-
te su necesidad, sino porque se lo descuenta a través de mecanismos
plebiscitarios. La “plaza”, no el sufragio, es la institución que define la
sustancialidad de la democracia. La legitimidad de esta emana única-
mente de sus propósitos y no de una efectiva y verificable soberanía
popular o ciudadana. En segundo lugar, una revolución solo podía ser
cabalmente tal si emprendía con firmeza un camino de crecimiento
económico fundado en la apropiación por el Estado de las riquezas
fundamentales de cada país y aún de los medios de producción. En la
capacidad planificadora del Estado residía la posibilidad de superar de
tal modo una irracionalidad que era consustancial de las economías

1065
José Aricó

capitalistas. La verdad de estas certezas se fundaba en la posibilidad de


lograr en un tiempo perfectamente definible cambios sustanciales de
la sociedad y un crecimiento económico muy superior al promedio de
las economías capitalistas. En la competencia mundial de los “dos sis-
temas”, el triunfo del comunismo dependía solamente del tiempo. Y su
triunfo, de carácter histórico-mundial, facilitaba a su vez el despegue
de las economías no capitalistas en los países dependientes.
Como es obvio, la crisis de los países del Este destruyó todas estas cer-
tezas que, hoy lo sabemos, fueron construidas sobre las ilusiones, pero
también sobre la mentira, el ocultamiento de los datos, la deformación de
los hechos. La aceptación incondicionada de la democracia representativa
en cuanto método y sistema, la universalización del principio democráti-
co, al mismo tiempo que el rechazo del estatalismo económico, van juntos
como componentes que unifican las distintas experiencias por encima de
las insoslayables diversidades nacionales. Y aunque sea prematuro definir
claramente los perfiles productivos y societales que esos países tendrán en
el futuro, nadie en su sano juicio puede imaginar un retorno a situaciones
anteriores. Una transformación tan profunda como la que está ocurrien-
do en los países del “socialismo real” quita sustento teórico y político a una
izquierda latinoamericana que, no importa su matriz populista o socia-
lista marxista, hizo y aún sigue haciendo de esas dos ideas centrales el
núcleo irreductible de sus propuestas programáticas.

Tradición y modernidad en la encrucijada

La comparación entre ambas regiones, entre esos dos extremos de


Occidente que son Europa Oriental y América Latina, es no solo posi-
ble sino también útil porque ilustra acerca de problemáticas irresueltas
de la modernidad. En ambas regiones hay una grave crisis del Estado y
de la sociedad y ambas se enfrentan a la compleja tarea de emprender
reformas aptas para asegurar, en el marco de democracias estables, un
crecimiento económico a la altura de las demandas crecientes de sus so-
ciedades. Además, los referentes políticos y culturales con los que hasta
hoy se había encarado esta doble tarea se han desintegrado y no existe

1066
La búsqueda de una tercera vía

ni en el pensamiento ni en la acción de la izquierda una alternativa clara


y convincente respecto de las propuestas neoconservadoras. Crisis de la
realidad y crisis de la teoría, en resumen.
Por su condición periférica, por ser confines de un Occidente en ver-
tiginoso proceso de cambio, el centro del debate político e ideológico en
ambas regiones ha girado históricamente en torno a la relación posible
de establecer entre una modernidad que aparece como inevitable y una
tradición que debe ser transformada, pero en modo alguno abandonada.
Si volvemos la mirada hacia el pasado y recorremos la experiencia de
ambas áreas del mundo, podemos reconocer que los grandes conflictos
históricos que la pautaron fueron, en realidad, expresiones distintas y va-
riadas de este gran tema. Más aún, se puede afirmar sin temor a ser con-
tradicho, que el tema de la relación entre modernidad y tradición estuvo
siempre en el centro del pensamiento social latinoamericano al igual que
en el ruso. Este es el motivo por el que resulta posible encontrar con facili-
dad aproximaciones, similitudes y hasta coincidencias sorprendentes, en
las tradiciones del pensamiento social de ambas áreas. Por esa razón, para
dar un ejemplo, los voceros de la Internacional Comunista cuestionaron
las ideas de Mariátegui acerca de la funcionalidad de la comunidad indí-
gena peruana para un proyecto socialista tildándolo de “populista”, o sea,
utilizando una expresión correspondiente a un movimiento social del que
Mariátegui conocía muy poco o nada y con el que no tuvo relación alguna.
Es interesante comprobar hasta qué punto igualdad o similitud de
situaciones provoca igualdad o similitud de respuestas teóricas y, para
el caso, sigue siendo una lectura provechosa y saludable el tan citado
libro de Alexander Gerschenkron (1968) sobre el atraso económico en su
perspectiva histórica. En definitiva, lo que mancomuna ambas regiones
de la periferia de Occidente es la ambigüedad de sus respuestas frente al
problema de la modernización capitalista y al tema de la modernidad
en general. Por razones diversas anidaron en ambos mundos fuertes re-
sistencias a una modernización de signo crudamente capitalista, a un
individualismo salvaje, sin límites ni fronteras.
El ingreso de América Latina en la corriente de universalización de
la democracia en los años ochenta, este hecho singular que precedió en
una década lo que hoy ocurre en los países del Este, ¿debería ser vista

1067
José Aricó

como una clara señal de que los países de la región están preparados
para atravesar, en la década que se inicia, los “umbrales” de la moder-
nidad? Entre mantener una situación que los ha conducido a una cri-
sis sin precedentes, y acoplarse al modelo de desarrollo que le propone
Occidente con los penosos costos sociales que este supone, ¿están en
condiciones de escoger un camino autónomo?
Planteadas las preguntas en estos términos, las respuestas no pueden
hoy ser positivas. No hay demasiados indicadores que permitan afir-
mar que esta preparación existe, o abrigar esperanzas de que un futuro
próximo se la logre. Por lo que observamos, si se hace simplemente men-
ción de algunos hechos, lo que se está produciendo en América Latina es
un profundo cambio de tendencia en un sentido negativo. Si a partir de
la condición de países periféricos que en la primera y en la segunda pos-
guerra encararon procesos de industrialización, los países de la región
fueron considerados como sociedades “en desarrollo” o “en vías de de-
sarrollo”, hoy es evidente para todos que es una región de países estan-
cados o en regresión. De fuertemente importadora de capitales América
Latina se ha convertido paradójicamente en exportadora de capitales no
obstante la crisis profunda por la que atraviesan sus gentes. Como tan-
tas veces se ha dicho, entre nosotros está operando un plan Marshall “al
revés”. El bloqueo de las perspectivas de crecimiento, el estancamiento
económico, la desintegración del tejido social y cultural, los fenómenos
de generalización de la delincuencia y del narcotráfico (hasta el punto
de permitirse algunos la formulación macabra de una “civilización de la
cocaína”), la pérdida de fe en el futuro, la crisis de los Estados naciona-
les, la sensación generalizada de que nuestros países no tienen lugar en
un mundo en recomposición, todos estos hechos negativos tiñen la vida
nacional y el estado de ánimo de sus pueblos.

Los límites de la democratización

Una caracterización como la que acabo de esbozar, no por sucinta me-


nos exacta, pareciera ser incompatible con el avance de los procesos de
democratización alcanzados en los ochenta. Como una demostración

1068
La búsqueda de una tercera vía

más de la media verdad de aquel postulado que establece una relación


causal y necesaria entre los procesos de democratización y los procesos
de crecimiento económico, América Latina vuelve a presentar una nueva
paradoja al mundo, un nuevo desafío a las verdades acuñadas, encaran-
do la democratización de sus regímenes políticos en momentos de pro-
funda regresión económica de la región y de metamorfosis del mercado
mundial. Una situación semejante plantea más preguntas que las que
está en condiciones de responder. Porque resulta improbable una con-
solidación de estos procesos sin una cierta capacidad de resolución o,
por lo menos, de neutralización o atenuación de demandas legítimas de
la sociedad. Salvo que en favor del sostén a todo costo de las institucio-
nes representativas se acepte de hecho el camino de la separación cada
vez más pronunciada entre sistema político y sociedad civil, como hoy
ocurre en todos los países de la región. Pero en tal caso, si se mantiene
y agrava esta situación, ¿hasta qué punto la brecha entre participantes
y no participantes de estructuras de poder cada vez más cerradas sobre
sí mismas no ha de volverse necesariamente catastrófica y disruptiva?
¿Sobre qué razonamiento de teoría política puede basarse quien está
dispuesto a defender la peregrina idea de una prolongación ad aeternum
de esta paradoja? Si no es posible concebir procesos de democratización
cada vez más avanzados con situaciones cada vez más graves de regre-
sión económica y social, la pregunta es a costa de qué, de cuántos y de
quiénes un proceso de este tipo puede ser sostenido.
Las consideraciones que acabo de hacer no tienen, como es obvio,
ningún propósito de cuestionar la opción por la democracia política
como sistema y como método. Sino simplemente de obligar a reparar en
el hecho siguiente. El reconocimiento de la existencia de un movimiento
mundial hacia la universalización del principio democrático como úni-
ca modalidad de régimen político aceptable por la sociedad, no puede
llevar a soslayar o a desconocer la eventualidad de las involuciones. Así
como una modernidad plena pareciera no estar asegurada para ningu-
no de los países de América Latina, tampoco la democracia es la única
posibilidad o eventualidad en esta época de crisis de toda una historia.
Del mismo modo que el estancamiento económico empuja a partes de
las sociedades americanas hacia la disgregación social y la desintegración

1069
José Aricó

política, las posibilidades de regresión hacia el autoritarismo están siem-


pre abiertas. Ningún discurso democrático puede sostenerse sobre la base
de la confianza ilimitada en la marcha del mundo hacia adelante o hacia
el progreso. Si se entierra la filosofía de la historia es preciso hacerlo en
todos los sentidos, y “en todos los sentidos” conlleva la admisión de que
siempre es posible la emergencia de fuerzas que pretendan implementar
caminos no democráticos para sortear la crisis. La experiencia de la dicta-
dura de Pinochet es ilustrativa al respecto y la eventualidad de experien-
cias semejantes nunca puede ser descartada. Lo que sí podemos afirmar, y
ya es mucho, es que la democracia es el único camino que puede permitir
a nuestros países latinoamericanos alcanzar la modernidad y con ella un
sentido aceptable de su futuro. Es posible imaginar que con gobiernos de
poderes excepcionales puedan superarse las más penosas situaciones de
hambre y de miseria. Pero ninguna otra forma de resolución de los proble-
mas económicos podrá estar en condiciones de colmar el hambre infinita
de justicia y de libertad que tienen los pueblos latinoamericanos. Ni atajos
ni hombres providenciales pueden sustituir una empresa que requiere de
más política responsable y de más compromiso ciudadano y popular para
poder ser llevada a cabo con efectividad real.

Relaciones entre democracia y modernidad

Pienso que es preciso arrancar de este reconocimiento porque solo así


la constitución de una democracia política, es decir, la creación de un
conjunto de instituciones y de prácticas a través de las cuales pueden
llegarse a sostener decisiones legítimas, compartidas por una comu-
nidad determinada, solo de este modo, repito, puede ser concebida
como un camino que conduce a la reconstrucción del Estado, pero
también, y en primer lugar, a la construcción de las propias sociedades
nacionales.
Según esta perspectiva el problema de las relaciones entre democra-
cia y modernidad o, dicho de otro modo, entre la consolidación de la
democracia y la integración de América Latina en el mundo moderno
adquiere un carácter decisivo. Y en torno de estas relaciones debe girar

1070
La búsqueda de una tercera vía

el debate, o más bien la investigación y la búsqueda, de todas aquellas


fuerzas que piensan que es posible encontrar caminos propios para re-
solver la grave crisis por la que atraviesan nuestras sociedades.
Pero integración tiene una significación no unívoca, quiere decir
muchas cosas a la vez y dejar unas de lado en favor de otras conlleva
a mutilar el concepto porque en definitiva ninguna de sus acepciones
tiene por qué ser contradictoria con las demás, cuando se habla de inte-
gración de América Latina en el mundo no se habla solamente de una in-
tegración internacional de América Latina en la corriente dinámica del
mundo moderno. Tampoco se habla exclusivamente de una integración
regional tendiente a superar las divisiones nacionales y a permitir las
mejores condiciones para una cooperación en escala más amplia de los
países latinoamericanos. Se habla también, y es esta la acepción sobre la
que debería ponerse el acento puesto que siempre es dejado de lado, de
integración social, o sea, de la superación de la división entre quienes
están integrados y reciben sus beneficios, y quienes no lo están y sufren
las consecuencias.

Necesidad de una perspectiva continental

La América Latina que debe quedar atrás, la que hoy debe ser superada,
es ese inmenso hinterland dividido, compartimentado en Estados na-
cionales incapaces de encarar profundos caminos de reformas; Estados
cada vez más obsoletos y agotados frente a las dificultades que plantea
cualquier alternativa de cambio en un sentido integrador. Si algo nos
enseña el proceso de unificación europea es la imposibilidad de ima-
ginar proyectos de reformas en un estrecho marco nacional. El tipo
de estructuración de las economías mundiales, y de integración de las
economías nacionales a las economías mundiales, plantea los límites in-
superables que tiene todo proyecto de reformas sustanciales encarado
dentro de esos marcos nacionales. Las posibilidades de las grandes re-
formas sociales en Europa dependen del proceso mismo de unificación
y de las fuerzas políticas y sociales que lo dirigen. Por esta razón la idea
de la reunificación de la casa europea es para los socialistas europeos

1071
José Aricó

consustancial a sus propósitos de ofrecer una plataforma continental a


los programas de reformas. Sin esa reunificación no hay posibilidad al-
guna de implementar cambios significativos.
Si después de un largo y conflictivo camino el socialismo europeo
ha llegado a esta conclusión y se abre para él una etapa de renovación
teórica y programática que lo habilite para afrontar los nuevos desa-
fíos que genera la unificación europea, ¿por qué los socialistas latinoa-
mericanos deberían privarse de explorar caminos similares? Y más
en general, ¿cuáles son los obstáculos insuperables que impiden a los
pueblos latinoamericanos la búsqueda de una integración que todos
consideran necesaria? La unidad europea puede ser un hecho porque
existió una firme voluntad que animó a las élites políticas e intelectua-
les. Es el resultado de la fe en el futuro y de la confianza en la voluntad.
¿Existe esa fe y esa confianza en nuestras élites? Y sin ambas cosas,
¿cómo puede imaginarse la más mínima salida de la crisis?
Frente al desafío que le lanza una relación contradictoria e impro-
ductiva entre modernidad y tradición, una América Latina dualizada
y excluyente, marginalizada con relación a sí misma y con relación al
mundo moderno, aceptaría quedarse con la tradición, defendiendo una
causa perdida y descargando sobre los demás culpas que son también
propias. ¿Pero es posible pensar que los procesos de democratización no
han dejado saldo alguno en términos de un nuevo reconocimiento de la
realidad? ¿No están apareciendo en la cultura y en la política fuerzas que
todavía son débiles pero que pueden fortalecerse en el futuro a condi-
ción de que sepamos descubrirlas? En la crisis de la confianza ilimitada
en la revolución se encierra el germen de un conocimiento más acabado
de los obstáculos que se oponen a cualquier política de cambio. En este
sentido hay un reverso de la medalla y únicamente aquellos que se pro-
ponen cambiar las cosas pueden y deben explorarlo con mayor cuidado
y tesón que en el pasado. Las crisis aplastan o liberan. Hoy sabemos lo
que ha quedado clausurado en América Latina; insistir en las visiones
populistas, nacionales-populares o socialistas estatistas es una manera
de quedar anclado en el pasado. Rechazar las alternativas conservado-
ras que se postulan como sustitutas obliga a pensar de otro modo a la
sociedad, al Estado y a la política. Y para poder pensar de otro modo es

1072
La búsqueda de una tercera vía

necesario volver a recorrer con una mirada distinta el intrincado pro-


blema de la relación entre modernidad y tradición que mencionamos al
comienzo de esta exposición.

Tomar conciencia de las potencialidades

Algunas personas tienden a pensar que si uno indaga en la historia de


nuestros países es posible sostener que Iberoamérica está mejor equi-
pada que el mundo angloamericano para sostener construcciones alter-
nativas de la realidad social. Esta es la postura que defiende Richard M.
Morse (1982) en una pequeña obra, pero cargada de sugestivas observa-
ciones, que valdría la pena que los intelectuales y políticos latinoameri-
canos frecuentaran. Me refiero a El espejo de Próspero editado en español
hace unos años1. Si esta hipótesis tiene algo de verdad, si es cierto que
para nuestros países está abierta la posibilidad de construcciones alter-
nativas de la realidad social, para el pensamiento crítico latinoameri-
cano no puede haber otra tarea que la de imaginar, ampliar, dilatar la
visión que se puede alcanzar de tales posibilidades. También a él se le
plantea el desafío de abroquelarse en el pasado o someterse el presente,
como formas más o menos encubiertas de aceptar el statu quo, o abrirse
a esas posibilidades inéditas que la crisis hace aflorar. Se me podrá decir
que la frase de Morse es apenas una profesión de fe, ¿pero qué otra cosa
que profesiones de fe fueron por muchos años las apelaciones de los
Altiero Spinelli y seguidores, para citar un ejemplo, que con voluntad,
inteligencia y clarividencia contribuyeron a que la unidad europea fuera
un proyecto verosímil?2

1. Véase el apartado “Pajas al viento” en Morse (1982, pp. 184-220).


2. Altiero Spinelli, militante de la izquierda italiana, fue el dirigente más relevante del Movimiento Fe-
deralista Europeo creado en la inmediata posguerra. Su línea política general defendía la idea de que
una verdadera unidad europea no podía ser realizada simplemente sobre la base de las iniciativas de los
gobiernos nacionales e independientemente de un impulso popular eficaz hacia tal objetivo. Autor entre
muchos otros trabajos de una obra cuyo título es, por sí mismo, todo un lema que los latinoamericanos
deberíamos retomar: L’Europa non cade dal cielo (Spinelli, 1960).

1073
José Aricó

Si me permite una cita más, y esta vez de un sociólogo que conoce como
pocos a América Latina y no es afecto a soñar con los ojos abiertos, me re-
fiero a Alain Touraine, y a su reciente libro La palabra y la sangre3, podrán
observar ustedes la coincidencia de sus conclusiones con las de Morse.

La América Latina, como los países industrializados desde hora tem-


prana, […] necesita por encima de todo pensar de nuevo en términos
de desarrollo, aumentar su capacidad de actuar, tomar conciencia de
sus posibilidades más aún que de sus dificultades, luchar por la inversión
productiva y contra las desigualdades sociales. Si consigue transfor-
mar su modo de desarrollo mostrará al mundo que es posible salir
del dilema en que hoy parece ese mundo estar encerrado: ¿hay que
escoger la civilización de los países ricos, que consumen y derrochan
locamente, cuyo poder crea desigualdades crecientes en el plano
mundial y que hacen pesar sobre el planeta la amenaza de conflic-
tos devastadores, o hay que encerrarse en la defensa de la identidad
cultural de los países pobres, que conduce a dictaduras nacionalistas
o teocráticas, cuando no lleva a la descomposición de naciones dé-
bilmente integradas? Tanto en sus debilidades como en sus fuerzas,
América Latina siempre ha buscado una tercera vía, la que combina
crecimiento económico y participación social. En el transcurso del
último siglo, lo ha conseguido parcialmente, pero dejando subsistir
inmensas zonas de exclusión y aceptando una dependencia demasia-
do grande respecto a inversiones extranjeras. La crisis ha destroza-
do este edificio más brillante que sólido. Pero ¿no hay que continuar
negando la opción devastadora entre el crecimiento económico y la
participación social? Entre el orgullo occidental, convencido de ser
depositario del único modelo de modernización, y el culturalismo
del ex Tercer Mundo encerrado en la búsqueda de una especificidad
nacional más ideológica que real, América Latina ha intentado cons-
truir un modelo de desarrollo que combina el universalismo de la ra-
zón con la especificidad de las culturas (Touraine, 1989, pp. 452-453).

3. ¿Por qué traducir de modo tan neutralizante la contraposición entre la “palabra” y la “sangre” que
resume el título original en francés: La parole et le sang. Politique et societé en Amérique Latine?

1074
La búsqueda de una tercera vía

Defender la posibilidad de una “tercera vía”

Tal cual lo expresa Touraine (1989), el dilema que tienen hoy por delante
el pensamiento social avanzado de América Latina y las fuerzas políticas
animadas de una voluntad de cambio es compatibilizar dos principios
que el pensamiento de derecha plantea como excluyentes. Saber combi-
nar los procesos de crecimiento económico con la elevación de la parti-
cipación social, supone abrirse a nuevos caminos, aceptar una “tercera
vía” que se corresponde con toda una historia donde los principios de
soberanía popular, de comunidad y de persona eran considerados valo-
res a los que no se debía renunciar. El reto de imbricar estos valores con
aquellos que privilegia la modernidad debe ser asumido por un pensa-
miento social avanzado que aún no acierta a escapar del desconcierto
en que lo ha sumido la desintegración de sus hipótesis fundamentales.
El pensamiento debe volverse sobre sí mismo para desandar un camino
y recomponer en abierta confrontación con los hechos su instrumental
teórico y político. Solo así estará en condiciones de asumir como propia
la incitación de Touraine (1989): “tomar conciencia de las posibilidades
de América Latina más aún que de sus dificultades”. Porque pensar de
este modo el problema significa comprender que es en nosotros, lati-
noamericanos, donde están nuestros males, pero también la posibilidad
de librarnos de ellos.

Bibliografía

Gerschenkron, A. (1968). El atraso económico en su perspectiva histórica.


Barcelona: Ariel.
Morse, R. M. (1982). El espejo de Próspero. Un estudio de la dialéctica del
Nuevo Mundo. México: Siglo XXI.
Spinelli, A. (1960). L’Europa non cade dal cielo. Bolonia: Il Mulino.
Touraine, A. (1989). América Latina. Política y sociedad. Madrid: Espasa
Calpe..

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Repensándolo todo (tal vez siempre haya sido así)*

Homenaje a José Aricó

El 22 de agosto pasado se cumplió un año de la muerte de José Aricó.


Sus amigos, en Buenos Aires, Córdoba y Rosario, organizaron di-
versos actos en su recuerdo. El acto más importante tuvo lugar en
la Biblioteca Obrera Juan B. Justo, convocado por el Club de Cultura
Socialista, institución de la que Aricó fuera uno de sus fundado-
res. Hablaron allí Héctor Schmucler y Emilio de Ípola y se proyectó
un video realizado por Rafael Filippelli con ideas y entrevistas de
Carlos Altamirano. La Ciudad Futura recuerda en este número a su
director-fundador publicando los textos de Schmucler y De Ípola
y un trabajo inédito del querido Pancho en el que reaparecen los
temas a los que consagró su vida: el socialismo, América Latina, la
necesidad de repensar el futuro de la humanidad.

Históricamente, la izquierda (el movimiento obrero y socialista de los


últimos cien años) ha asumido siempre la existencia de un objetivo, un
programa, una fuerza organizada capaz de llevar adelante ese progra-
ma; y una teoría que explicaba la lógica de ese sistema. El programa

* Extraído de Aricó, J. (1990-1991, octubre-enero). Repensándolo todo (tal vez siempre haya sido
así). La Ciudad Futura, 25-26, (Buenos Aires).

1077
José Aricó

podía ser improvisado, de objetivos irreales, y la fuerza organizada nada


relevante; sin embargo fue de ese modo como la izquierda pensó el cam-
bio, o al menos fue así como legitimó sus actividades.
Actualmente todas estas cuestiones están siendo repensadas. Ya no
podemos pensar en términos de un modelo ideal con ciertas caracterís-
ticas definitivas por la experiencia de los países socialistas existentes.
Aunque muchos criticaron tales experiencias, ellas constituyeron la base
a partir de la cual todos partieron para pensar el socialismo. Tampoco
podemos hoy seguir hablando de alguna fuerza política que represente
la lucha por el socialismo. Esta lucha no puede ser resumida en un parti-
do; ella toma lugar en muy distintos niveles dentro de la sociedad. Y si ya
ninguna clase tiene el destino histórico de cambiar la sociedad, y si los
elementos que cuestionan o niegan el sistema se encuentran dispersos
en una multitud de lugares, entonces tenemos que repensarlo todo. Y la
izquierda no está preparada para esto.
Previamente, con la existencia de la Primera Internacional, la Segunda
Internacional, la Tercera Internacional y la Cuarta Internacional, la iz-
quierda podía concebirse a sí misma como parte de un movimiento
mundial. Pero hoy no existe centro ni forma alguna de integrar las lu-
chas dispersas. Tal vez el mundo siempre haya sido así, y nosotros en
la izquierda pensamos que era diferente. Tal vez la izquierda haya sido
siempre como la describo, y no lo que ella siempre creyó ser.
Ya no podemos seguir pensando a la revolución como dirigida hacia
cierto fin ideal. Una reforma profunda puede significar cambios revo-
lucionarios pero no podemos pensar a la revolución como un acto que
cambia la sociedad. Más bien tenemos que pensarla como un proceso
que cambia la mentalidad de la gente. El socialismo aparece así como
una fuerza contracultural, una fuerza destinada a cambiar la cultura,
más que a buscar fines particulares. Por supuesto que existen grupos
que se llaman a sí mismos socialistas y persiguen fines particulares,
pero el socialismo no puede ser solamente eso.
La confusión principal surge cuando el socialismo toma el gobier-
no y se ve obligado a asumir la responsabilidad de un mundo com-
plejo, dejando atrás la simplicidad de sus sueños. Si la experiencia
nos dice algo, es que el socialismo pareciera no haber sido apto para

1078
Repensándolo todo (tal vez siempre haya sido así)

llevar adelante responsabilidades de gobierno. Se han repetido las


mismas viejas cosas, los mismos discursos, las mismas fórmulas, las
mismas palabras.
La derecha no tiene los mismos problemas porque ella corre con el
sistema. La izquierda, en cambio, corre contra la corriente. No es que
los socialistas deben evitar tomar el poder, sino que una vez alcanzado
el mismo se ven obligados a gobernar conforme a las reglas del capitalis-
mo. Pueden modificar el modo en que la ganancia o el crecimiento son
evaluados, pero como un gobierno nacional no puede modificar radi-
calmente el sistema, porque la economía internacional no se lo permite.
Las reformas nacionales solo van a poder llevarse adelante si un movi-
miento de alcance mundial las respalda. Si el movimiento obrero ope-
rase a nivel mundial, por ejemplo, podría llegar a resolver el problema
del desempleo estructural. En el siglo pasado, los trabajadores pudieron
cambiar la jornada de trabajo de doce a ocho horas ¿por qué no proponer
cambiarla a cuatro horas? ¿Quién dijo que hay un límite? El límite solo
está en nuestras cabezas. Si los socialistas van a cambiar las reglas del
capitalismo, no pueden quedarse en meros cambios a nivel de políticas
de gobierno. La izquierda tiene que transformar la cultura política. En
caso contrario se convertirá en el mero administrador de un orden que
no puede cambiar y que, finalmente, habrá de aceptar.
Si los socialistas quieren seguir siendo socialistas en el mundo de
hoy, tienen que tomar a su cargo el crucial problema de las relaciones
Norte-Sur. Tal vez la gente podría ponderar el viejo debate de Marx y
Engels sobre la cuestión de Irlanda. En cierto momento Marx creyó que
la independencia de Irlanda dependía de los trabajadores de Inglaterra.
Si los trabajadores ingleses luchaban por la libertad de Irlanda, enton-
ces Irlanda podría ser libre. Luego comenzó a pensar que los trabajado-
res ingleses eran parte de un sistema de dominación que tenía sujeto a
Irlanda, y que la salvación de los trabajadores ingleses dependía de la
lucha de Irlanda por su independencia. Tal vez podamos repensar estas
ideas, aplicándolas a una lucha por la redistribución de la riqueza entre
el Norte y el Sur. Tal vez el socialismo, de aquí en adelante, debiera con-
centrarse en reformar a los países industrializados más que en resolver
los problemas de las naciones pobres.

1079
José Aricó

Una de las grandes cuestiones de los socialistas de hoy es el concepto


de imperialismo. Muchos se mantienen firmes con las viejas categorías,
diciendo que nada ha cambiado. Otros proclaman que la noción de im-
perialismo pertenece a una época pasada y que ya no sirve para describir
al mundo. Tal vez están en lo cierto. Pero el viejo concepto de imperialis-
mo procuró describir un fenómeno que todavía no ha desaparecido: la
existencia de diferencias en las tasas de crecimiento entre ciertas partes
del mundo, dependencia de algunas regiones respecto de otras y meca-
nismos económicos que, a través de la reproducción del capital, exacer-
ban esas diferencias.
Si no encontramos algún concepto para explicar esas diferencias rea-
les, nos queremos con el viejo argumento de que el capitalismo es un sis-
tema verdaderamente libre, en donde todo es posible, y los pobres deben
culparse por su pobreza. El hecho es que vivimos en un mundo que crece
cada vez más desigualmente en términos de poder real.
Las sociedades están atravesando épocas de grandes cambios. Es
como si la definición de clase fuera flexible otra vez, como si estuviéra-
mos en el proceso de fundar nuevos grupos económicos y sociales. Entre
otras cosas, estamos en el medio de una revolución industrial diferente
de todas las anteriores. La computación puede transformar por com-
pleto el sistema productivo. Tal vez nos estamos acercando a la época,
imaginada por Marx en los Grundrisse (1978), donde el poder de la ciencia
y la tecnología son tan grandes que la fuerza de trabajo resulta una vía
miserable para mensurarla. Marx decía que cuando la sociedad llegase a
ese punto la teoría del valor ya no podría cumplir su función.
En todo caso la transformación del sistema productivo requerirá re-
pensar y rehacer las instituciones de la sociedad. El socialismo puede ser
la fuerza ideológica, social, política o cultural que tome a su cargo esta
tarea. Pero el socialismo de hoy se encuentra a la defensiva. Defiende el
statu quo y lleva a cabo las viejas batallas contra el desempleo y por me-
jores salarios. Se ha retirado de su capacidad de moldear una nueva so-
ciedad, dejando esta tarea en manos de físicos, químicos y biólogos que
proceden a cambiar el mundo sin valores éticos para definir ese mundo
en el que trabajan. Si los socialistas no tomamos cuenta de este desafío,
deberemos entonces elegir entre alternativas definidas por otros.

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Repensándolo todo (tal vez siempre haya sido así)

Hemos entrado en un período de lucha cultural. Y otra vez son los


reaccionarios quienes reconocen esto y actúan primero. La derecha ha
redescubierto a Gramsci, en particular su creencia en la primacía de la
lucha cultural –la lucha para remodelar el sentido que la sociedad tiene
acerca de lo que es correcto y natural. Hoy la derecha reconoce que la
sociedad debe cambiar desde sus bases para alcanzar su visión. La dere-
cha se basa en una historia inventada, en un pasado idílico y falso. Como
los soviéticos, ellos ven a la historia como un instrumento político y no
tienen reparos en recurrir a la mentira. Pero lo fascinante es ver cómo
se han introducido en la arena de la lucha que será fundamental en los
años por venir: la arena de la cultura, los valores, y la legitimidad de un
orden político y social.
Uno de los signos de la debilidad de la izquierda en Latinoamérica es
el hecho de que aún evita discutir la experiencia del bloque soviético. En
verdad, históricamente ha evitado este punto. La izquierda lo ha critica-
do y elogiado, pero nunca se ha puesto a discutirlo o evaluarlo realmen-
te. Todavía no se anima a hablar con independencia de Cuba, porque
cree que toda crítica resultará en beneficio del imperialismo.
La crisis del Este ha abierto una oportunidad histórica. Ahora, el muro
que contenía el debate de izquierda –la existencia del campo socialis-
ta– ha desaparecido. Los grandes temas, finalmente, están saliendo a la
superficie: el gobierno del mundo, un nuevo diseño del mundo, nuevos
tipos de organizaciones internacionales, la superación de la opresión
Norte-Sur, los límites del capitalismo nacional, un nuevo tipo de Estado.
Los grandes temas están frente a nosotros y en el intento de contestarlos
podemos construir una nueva izquierda.

La unidad latinoamericana

La completa experiencia de la izquierda latinoamericana creció alejada


del modelo de Estado-nación antimperialista establecido en los años
veinte. La izquierda trabajó a través de todos los límites y posibilidades
de dicho modelo. Se pensó que la autonomía nacional podía ser alcan-
zada a través de alianzas de clases con una burguesía nacionalista. El

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José Aricó

proletariado no fue lo que ellos pensaron que era, y lo mismo ocurrió con
la burguesía y los campesinos. Pero esa lucha le permitió a la izquierda
convertirse en una fuerza política y diseñar categorías fundamentales
para el pensamiento de izquierda. Aún más: estas luchas le permitieron
a la izquierda insertarse en la corriente principal de los procesos políti-
cos latinoamericanos.
Hoy, aquel modelo está en bancarrota. Pero detrás de la vieja idea de
los estados antimperialistas había otra idea, tal vez más vieja y más va-
liosa, la idea de la unidad latinoamericana. Debería existir una respuesta
popular-democrática y tal vez antimperialista a la concepción burguesa
de la integración de mercados, basada en el principio de que cada país
debe tratar de salvarse cortejando al imperialismo.
¿Por qué no revivir la propuesta del APRA en los años veinte acerca
del establecimiento de una ciudadanía latinoamericana? Mientras los
gobiernos hablan acerca de mercados comunes nacionales, ¿por qué la
izquierda no levanta la bandera de que en el nuevo mundo de bloques
regionales competitivos Latinoamérica solo puede sobrevivir como una
unidad? Luego podríamos trabajar para construir las bases culturales de
la unificación. Pienso que esta es una idea que solo la izquierda es ca-
paz de perseguir. Sin una gran idea, la gente no tomará grandes riesgos.
Latinoamérica es un desafío a la imaginación. Pienso que tendríamos
que aceptar el desafío y convertir a la unidad latinoamericana en nues-
tro ideal.

Bibliografía

Marx, K. (1978). Elementos fundamentales para la crítica de la economía


política (Grundrisse 1857-58), 3 Tomos. México: Siglo XXI.

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Sobre los autores

José Aricó (1931-1991) ha sido una figura fundamental de la nueva iz-


quierda latinoamericana que surge en los años sesenta al calor de la
Revolución Cubana y de la renovación de los debates marxistas a nivel
global. Inició su trayectoria y su formación autodidacta como militan-
te del Partido Comunista Argentino, de donde fue expulsado en 1963
en el marco de una controversia por la publicación de la revista Pasado
y Presente, que Aricó y otros jóvenes comenzaron a realizar con el pro-
pósito de intervenir en los debates teóricos y políticos de la organiza-
ción. Durante los años sesenta y setenta se aproxima a diferentes ex-
periencias políticas, entre ellas la guerrilla de Jorge Masetti en el norte
argentino en 1964, los sindicatos clasistas y la izquierda peronista en
el período de la lucha por el retorno de Perón y el gobierno de Héctor
Cámpora (1973) , hasta que es forzado a exiliarse por la dictadura mi-
litar que se inicia en 1976, instalándose en México,. En ese contexto
escribirá sus textos más sustantivos sobre Marx, sobre Juan B. Justo
y, fundamentalmente, sobre José Carlos Mariátegui, participando ac-
tivamente de las importante relecturas del peruano que se realizan en
aquellos tiempos. Retorna a Buenos Aires con el fin de la dictadura y
contribuye en 1984 a la fundación del Club de Cultura Socialista, espa-
cio articulador de buena parte de los debates intelectuales de los años
ochenta, que tienen a la cuestión democrática como horizonte funda-
mental de discusión.

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José Aricó

Martín Cortés es Doctor en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos


Aires) y Filosofía (Université Paris 8). Docente de grado y posgrado
en la Universidad de Buenos Aires. Ha ofrecido cursos y conferencias
en distintas universidades de Argentina y el exterior. Es Investigador
Asistente del CONICET, con sede en la Universidad Nacional de General
Sarmiento, y Coordinador del Departamento de Estudios Políticos del
Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, en Buenos Aires. Ha
publicado diversos libros y artículos sobre teoría política, teoría del
Estado y marxismo latinoamericano.

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