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Desde la Antigüedad Clásica hasta nuestros días, se han ido definiendo distintas reglas para
lograr proporciones funcionales y estéticamente interesantes. Los arquitectos griegos
descubrieron la importancia del diseño potencial de una línea dividida en dos partes, de
manera tal que la proporción entre la distancia total y el segmento mayor corresponde a la
relación entre el segmento mayor y el menor. A esta proporción se la conoce como la
“sección de oro”. De la sección de oro (o sección áurea) deriva la progresión de “Fibonacci”
en la que cada número se deduce de la suma de los dos que lo preceden (1, 2, 3, 5, 8, etc).
El “rectángulo de oro” se construye a partir de un cuadrado dividido en dos rectángulos
iguales, se traza la diagonal de uno de ellos y el arco que se define determina la medida del
lado mayor del rectángulo áureo. El “rectángulo raíz de dos” deriva de la extensión del
cuadrado a partir del arco definido por su diagonal.
El “doble cuadrado” es una variedad de rectángulo muy empleado en la arquitectura y el
diseño japonés, ya que posibilita divisiones muy dinámicas del espacio. Aún antes del
surgimiento de la imprenta (y luego también) se utilizaban estos sistemas de proporciones
para determinar el área que ocupaba la superficie escrita con respecto al blanco del papel.
Por medio de los rectángulos armónicos se establecían las proporciones del bloque (o
bloques) de texto. En lo que se refiere al cálculo de los márgenes se manejaban diferentes
criterios, aunque siempre existía una correspondencia proporcional entre el margen de pie y
el de cabeza por un lado, y el margen de corte y el de lomo por otro.
Los incunables 1450-1500. Todos estos ejemplares contienen la mayoría de las ideas de
proporción, espaciado tipográfico y ubicación de las ilustraciones que aún se mantienen
vigentes. En los primeros años del siglo XV, los libros eran hechos enteramente a mano, a
raíz del trabajo y del tiempo que ello requería, existía toda una estructa para sistematizar y
acelerar la producción. El resultado eran libros hermosos, que no formaban parte del mundo
cotidiano de cualquier individuo; solamente los mas poderosos podían acceder a la palabra
escrita, el resto debía contentarse con la trasnmisión oral. Se llaman incunables a los libros
impresos durante los primeros cincuenta años de la invención de la imprenta, desde 1450 al
1500 (aunque generalmente se extiende al 1550), es decir cuando la imprenta se hallaba
todavía en la cuna. Los incunables se reconocen por la irregularidad de la composición
tipográfica, la falta de foliación y signatura, el título escrito en los cantos, la filigrana del
papel, ciertas expresiones al comienzo y fin del texto, falta de colofones, etc. La tendecia
objetiva de estos impresos era presentar el aspecto de un manuscrito y comerciar con el
parecido. Una verdadera innovación que produce Gutenberg fue desarrollar un módulo de
ancho variable (no es lo mismo el ancho de la “l” qe el de la “m”) para compensar las
característica de cada signo y equilibrar el interletrado de la línea impresa.
Casi todas las obras de Gutenberg han sido compuestas en base a relaciones armónicas de
2:3, con módulos de 1:1,5. Esta proporción se donomina ternaria, es la media razón entre las
otras dos proporciones armónicas, la áurea (1:1,6) y la normalizada (1:1,4). No es tan
esbelta como la proporción áurea ni posibilita un aprovechamiento absoluto del papel como
la normalizada pero tampoco desperdicia tanto como la primera ni es tan pesada
formalmente como la segunda. Los artistas cristianos de la Edad Media llamaban a la
proporción ternaria “divina proporción” porque se basaba en el módulo o valor 3, que
relacionaban con la Divina Trinidad. La mayoría de los incunables estaban programados en
base a relaciones ternarias o áureas (el calificativo “áureas” o “divinas” a veces se aplica
indistintamente a cualquiera de ellas).
En función del notable afán de cultura del hombre renacentista se comenzó a investigar
sobre la forma y estructura de las letras romanas y griegas buscando aquellos signos que
satisfaciesen las exigencias de rapidez, belleza y legibilidad producto de la invención de la
imprenta. El diseño tipográfico, la puesta en página, el planteo total del diseño del libro fue
repensado totalmente por los impresores italianos del siglo XV. La escritura humanística
primitiva, particularmente las mayúsculas latinas lapidarias centraron el interés del
Renacimiento. Entre los que estudiaron las proporciones y la construcción geométricas de
los alfabetos, aparecen Luca Pacioli, Alberto Durero, Geoffroy Tory. Se utilizaron grillas para
dar énfasis al potencial implícito en la repetición de módulos y ejes, estableciendo relaciones
horizontales y verticales en el plano. El auge de las grillas generadas a partir de módulos fue
estimulado además por el entorno histórico de ese siglo en donde llegaron a su máxima
expresión las exploraciones y descubrimientos geográficos.
En sus comiezos, el libro asumió las características del manuscrito, ya que no podía
concebirse otra estructura formal más que la ya conocida. Al empezar a experimentar con
esta nueva técnica, al irse conociendo sus posibilidades, sus exigencias y sus limitaciones,
el libro fue adquiriendo características propias, diferentes a las del modelo medieval. El libro,
hasta el momento postergado y alejado del consumo directo del público, asumió el rol de
principal difusor de la cultura occidental. El libro del Renacimiento condensa la totalidad del
pensamiento (principios ideológicos, filosóficos y matemáticos) por lo que se conviertió en
uno de los objetos culturales más valorados. Apareció como exigencia estética de una nueva
industria de producción seriada, una industria cultural en donde se racionaliza y mecaniza un
proceso productivo y en donde se distribuye un bien de consumo: el libro. Una de las
personas mas importantes relacionadas con el diseño editorial del Renacimiento fue Aldo
Manucio, organizó en Venecia una famosa imprenta cuyas característica principales son la
perfección tipográfica y la ajustada corrección de textos. Griffo, excelente punzonista,
siguiendo las instrucciones de Manucio, creo la tipografía itálica. También diseñó la Bembo,
con nuevas capitales basadas en un estudio muy completo sobre las inscripcionales
romanas y aplicó sistemas de proporciones matemáticas para compensar el alto y el peso de
los signos. Desarrolló ascendentes un poco más altos que las capitales para corregir
ópticamente un problema de color (las mayúsculas parecián muy pesadas y altas con
respecto a la altura de x).
El uso de la itálica no solo permitió abaratar el costo del producto (menor cantidad de
páginas) y reducir los formatos (Manucio promovió el formato de “libros de bolsillo”– 7,7 por
15,4 cm), sino que también la cursiva acercaba el libro impreso a la estética de la letra
manuscrita, mucho mas familiar para el receptor. Manucio resolvió encabezados de
capítulos íntegramente en mayúsculas, manejando un mismo ancho de línea que el bloque
de texto y utilizando nada más que el espacio en blanco para diferenciarlos. Así establece
una clara separción de las áreas de información, delimita funciones y crea un ordenamiento
en la página impresa, a la vez que impone el uso de un recurso gráfico ignorado o
subvalorado hasta ese momento: el blanco. El taller de Manucio constaba de dos sectores,
uno para el trabajo con las prensas y el otro destinado a la encuadernación; los papeles los
traía de Fabriano pero la preparación de las tintas la supervisaba él. El hecho de tener el
taller de encuadernación anexo a la imprenta le permitió vender sus productos terminados.