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Liberalización y desregulación económica.

El Consenso de Washington.

El término Consenso de Washington fue acuñado en 1989 por el economista John


Williamson para describir un conjunto de diez fórmulas relativamente específicas el
cual consideró que constituía el paquete de reformas «estándar» para los países en
desarrollo azotados por la crisis, según las instituciones bajo la órbita de Washington
DC como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y el
Departamento del Tesoro de los Estados Unidos. Las fórmulas abarcaban políticas
que propugnaban la estabilización macroeconómica, la liberalización económica
con respecto tanto al comercio como a la inversión, la reducción del Estado, y la
expansión de las fuerzas del mercado dentro de la economía doméstica.

Posteriormente a la aceptación de la frase de Williamson, y a pesar de su enfática


oposición, el término de Consenso de Washington ha llegado a ser
considerablemente usado, en un amplio sentido, para referirse a una orientación
más genérica hacia un enfoque basado fuertemente en el mercado (a veces
descrita, normalmente de una manera peyorativa, como fundamentalismo de
mercado o neoliberalismo). Enfatizando en la diferencia entre las dos definiciones,
Williamson mismo ha argumentado (véase abajo) que sus diez instrucciones
originales, estrechamente definidas, han adquirido ampliamente el estatus de «valor
tradicional» (o sea, ampliamente dado por sentado), mientras que la definición
subsecuente más extensa, representando una forma de manifiesto neoliberal,
«nunca logró un consenso [en Washington o] en ninguna otra parte del mundo» y
razonablemente se puede decir que se ha dejado de lado.

Los Diez Puntos de Williamson:

El concepto y nombre del consenso de Washington fue presentado por primera vez
en 1989 por John Williamson, economista del Instituto Peterson de Economía
Internacional, un comité de expertos en economía internacional con sede en
Washington. Williamson usó el término para resumir una serie de temas comunes
entre instituciones de asesoramiento político con sede en Washington, como el
Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y Departamento del Tesoro de los
Estados Unidos, de los cuales se creían necesarios para la recuperación económica
de los países latinoamericanos afectados por las crisis económicas y financieras de
los años ochenta.
El consenso como originalmente lo indica Williamson incluía diez amplios grupos de
recomendaciones políticas relativamente específicas:

• Disciplina en la política fiscal, enfocándose en evitar grandes déficits fiscales


en relación con el Producto Interno Bruto;
• Redirección del gasto público en subsidios («especialmente de subsidios
indiscriminados») hacia una mayor inversión en los puntos claves para el
desarrollo, servicios favorables para los pobres como la educación primaria,
la atención primaria de salud e infraestructura;
• Reforma tributaria, ampliando la base tributaria y adopción de tipos
impositivos marginales moderados;
• Tasas de interés que sean determinadas por el mercado y positivas (pero
moderadas) en términos reales;
• Tipos de cambio competitivos;
• Liberación del comercio: liberación de las importaciones, con un particular
énfasis en la eliminación de las restricciones cuantitativas (licencias, etc.);
cualquier protección comercial deberá tener aranceles bajos y relativamente
uniformes;
• Liberalización de las barreras a la inversión extranjera directa;
• Privatización de las empresas estatales;
• Desregulación: abolición de regulaciones que impidan acceso al mercado o
restrinjan la competencia, excepto las que estén justificadas por razones de
seguridad, protección del medio ambiente y al consumidor y una supervisión
prudencial de entidades financieras;
• Seguridad jurídica para los derechos de propiedad.

Adopción de políticas neoliberales en el mundo.

El neoliberalismo comenzó a imponerse en el mundo a partir de una avasalladora


crítica a la intervención del Estado en la economía, que en los hechos pasaba por
anular y mercantilizar los derechos conquistados por las clases trabajadoras a lo
largo de muchos años de lucha.

El brutal ataque contra el Estado de Bienestar, emprendido por los ideólogos


neoliberales en las décadas de los setenta y ochenta, tuvo que ver con la conversión
de los derechos sociales en servicios mercantiles que sólo pueden ser adquiridos
en el mercado a los precios fijados por la oferta y la demanda. Al afecto, se fortaleció
la idea de que el Estado resulta ineficiente para producir bienes y servicios; por
tanto, se defendió la idea de que únicamente los dueños del capital son capaces de
reconocer correctamente las señales que envía el mercado y responder a ellas de
manera eficiente, lo que garantiza no sólo el uso más productivo de los factores de
la producción, sino también producir los bienes y servicios socialmente necesarios
en la cantidad y calidad con que los consumidores los demandan.

De esta manera, se concluía: si el mercado todo lo resuelve y, además, lo hace de


manera eficiente, el Estado nada tiene que hacer en la actividad económica, cuya
forma natural de desarrollo se encuentra en el mercado, donde el equilibrio
económico se alcanza sin necesidad de la intervención estatal.

El desplazamiento del equilibrio entre Estado y mercado en favor de este último se


ha reforzado con una pertinaz ofensiva en el terreno ideológico que, por un lado,
“sataniza” al Estado y, por el otro, exalta las supuestas virtudes del mercado y su
libre funcionamiento. Incluso, el sentido común neoliberal sostiene que siempre será
preferible sacrificar la democracia al bienestar de la población (“el pueblo quiere
comer y luego ser libre”), haciéndolas excluyentes y negando la posibilidad de
alcanzar ambas, aunque nunca se expongan las razones de tal negación.

Declarado el Estado ineficiente, se agregaron otros agravios. A las víctimas de la


iniquidad inherente al capitalismo, se les acusó de incompetentes e incapaces de
aprovechar las oportunidades que brinda el mercado a quienes se muestren atentos
a sus señales y sepan comprenderlas y atenderlas en beneficio propio y de los
demás.

Ahora bien, para actuar en el mercado es preciso conocer sus reglas y adquirir las
habilidades y competencias que permitan su adecuado diagnóstico y manejo, como
la única posibilidad de alcanzar el éxito en una sociedad donde se agudiza la
competencia contra los demás. En consecuencia, se exige al gobierno dejar de
asumir actitudes intervencionistas, “paternalistas y populistas” que pervierten el
funcionamiento de la economía y terminan inhibiendo la iniciativa individual.

Finalmente, la imposición del neoliberalismo como la modalidad actual de la


expansión del capitalismo requiere, también, la homogeneización cultural, es decir,
para que la modalidad neoliberal avance es necesario eliminar las diferencias
culturales y reconocerla como la única opción. En otras palabras, las costumbres,
los hábitos y, aun, las representaciones simbólicas de cada cultura nacional deben
desaparecer para asumir las únicas posibles, aquellas que nos permiten una actitud
de pasiva (“positiva”, diría algún engallado neoliberal) aceptación de la globalización
neoliberal: si la economía es global lo debe ser también la cultura.

¿Cuál es el sustento de la nueva cultura única, globalizada? Para empezar, el


concepto de ciudadanía con el que la propia burguesía había igualado a todos los
mayores de edad (un ciudadano un voto), ha perdido importancia frente a la noción
de consumidor universal: aquel que en Asía o América, África, Oceanía o Europa
consume los mismos bienes y servicios proveídos por empresas transnacionales.
En otras palabras, se propone la una nueva categoría cultural–económica, la de
consumidor global, cuyo estatus lo determina su capacidad de adquirir bienes y
servicios en el mercado.

Al mismo tiempo, de grado o por fuerza los países empiezan a formar regiones
donde se diluye la identidad nacional, lo que provoca el júbilo de quienes sostienen
que la cultura ha de ser cosmopolita y universal, o sólo será una mera expresión
limitada y provinciana. De esta manera, no se reconoce a las otras culturas y se les
niega toda validez pues se las considera como expresiones atrasadas y marginales
de la cultura “global” hegemónica, moderna.

Desregulación financiera y riesgo sistemático.

Dominique Plihon, investigador de la Universidad de París, afirma que la regulación


llamada macro-prudencial, entendida como aquella que busca limitar los episodios
de crisis que afecten al conjunto del sistema, debe abarcar a todos los agentes y
sus interacciones.
Dicho economista analiza la inherente inestabilidad de los mercados financieros
producto de la desregulación de los mercados impulsada por Ronald Reagan y
Margaret Thatcher en la década del ochenta. Sostiene que las finanzas modernas
giran en torno a un verdadero dilema entre eficiencia y estabilidad. Esta
ambivalencia se ve caracterizada, por ejemplo, en los mercados de derivados
(futuros, opciones y swaps) que constituyen para los agentes económicos
herramientas efectivas para protegerse contra el riesgo.

Pero dichas innovaciones financieras, a disposición de los especuladores, pueden


convertirse en un factor importante de inestabilidad. Sucedió cuando George Soros
especuló en contra de la libra esterlina en 1992. Pero quizás lo más grave es que
dichos productos financieros pueden conducir a nuevas formas de inestabilidad
mucho peores como la sistémica.

El riesgo sistémico:

El riesgo sistémico se origina cuando las interacciones entre los agentes


económicos y los mercados llevan a una situación de inseguridad general y de
inestabilidad que afectan a todo el sistema financiero y se extienden a toda la
economía.

Las crisis sistémicas son poco frecuentes, pero lamentablemente no son un


fenómeno inédito. Desde principios de los años noventa, Japón y una docena de
países emergentes en el Sudeste de Asia, América Latina y Europa del Este,
experimentaron este tipo de crisis. Estados Unidos y Europa Occidental estuvieron
muy cerca de una crisis sistémica después de la caída de la bolsa en el 2001.

El costo de estas crisis puede ser muy elevado, pues no solo afectan al sistema
financiero, sino a toda la economía. La reciente crisis es sistémica debido a la
subestimación generalizada del riesgo sistémico surgido por la titulización de los
créditos y el crecimiento explosivo de las posiciones de los derivados de crédito y
por el exceso de liquidez motivado por las bajas tasas de interés. Se combinaron un
conjunto de elementos desequilibrantes a partir del momento en que la
desconfianza ganó los mercados.

El papel de las nuevas tecnologías de la información y comunicación.


Emergencia del complejo informático-electrónico.

Los efectos de la crisis financiero-productiva global sobre el SE-I mundial han sido
moderados: este sector se encuentra bien posicionado para constituirse,
nuevamente, en el eje dinámico de la recuperación, con China y Asia oriental
desempeñando un papel protagónico. Las tendencias durante este proceso se
orientarán al uso social racionalizado de las tecnologías electrónico-informáticas
que impliquen el ahorro de costos en el corto y mediano plazos tanto para las
empresas como para los gobiernos. México cuenta con un SE-I de mediano
desarrollo, pero aún carece de capacidad dinamizadora e integradora del
crecimiento de la economía interna; asimismo, inhibe el desarrollo de una
infraestructura competitiva para la integración internacional y el desarrollo interno
de procesos de conocimiento, por lo que su buen posicionamiento en la
recuperación tenderá a actuar, paradójicamente, en contra de las reformas
necesarias que permitan desplegar todas sus potencialidades de contribuir al
desarrollo del país.

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