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EDICIONES

ALFAGUARA

El hombre pequeñito
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Kastner, Erich

EL HOMBRE PEQUENITO

DATE DUE

CARRILLO SCHOOL LIBRARJ


- ^44.440 S. MAIN

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3 0161 00003 9366
JUVENIL
ALFAGUARA
DIRECTORA: MICHI STRAUSFELD
El hombre pequeñito
Erich Kástner

Traducción de Pilar Fernández -Galiano

Ilustraciones.de Horst Lemke

EDICIONES
ALFAGU
TITULO ORIGINAL:
DER KLEINE MANN

1963 BY ATRIUM VERLAG, ZURICH

DE ESTA EDICIÓN:

EDICIONES
ALFAGU.

1978,EDICIONES ALFAGUARA. S. A.
1986.ALTEA. TAURUS. ALFAGUARA, S.

PRINCIPE DE VERGARA, 81
28006 MADRID
TELEFONO 261 97 00

I.S.B.N.: 84-204-3205-9
DEPOSITO LEGAL: M. 39.764-1986

PRIMERA EDICIÓN: SEPTIEMBRE 1978


SEGUNDA EDICIÓN: NOVIEMBRE 1980
TERCERA EDICIÓN: MARZO 1982
CUARTA EDICIÓN: NOVIEMBRE 1982
QUINTA EDICIÓN: MARZO 1984
SEXTA EDICIÓN: MARZO 1985
SÉPTIMA EDICIÓN: DICIEMBRE 1985
OCTAVA EDICIÓN: ABRIL 1986
NOVENA EDICIÓN: DICIEMBRE 1986
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LA MAQUETA DE LA COLECCIÓN
Y EL DISEÑO DE LA CUBIERTA
ESTUVIERON A CARGO DE
ENRIC SATUE ®
El hombre pequeñito
Capítulo 1

Mi primer encuentro con el Hombrecillo /


Pichelstein y los pichelsteinianos / Los padres
de Maxchen emigran / Wu Fu y Tschin
Tschin / Lugar de nacimiento: Estocolmo / Vo-
lados de la forre Eiffel / Entierro de dos coletas /
El profesor Jokus von Pokus pronuncia un
discurso conmovedor.

'e llamaban Hombrecillo y dormía en


el
una caja de realidad se llamaba Maxchen
cerillas. En
Pichelsteiniano. Pero casi nadie lo sabía. Incluso yo
tampoco lo sabría si no me lo hubiera dicho él mismo.
Ocurrió, si no me equivoco, en Londres. En el hotel
Garlands. Y
precisamente en el comedor, que tenía
colgadas del techo muchas jaulas de colores. ¡Vaya
gorjeo! Apenas podía uno oírse a sí mismo. ¿O fue
quizás en Roma, en el hotel Ambassadore de la Via
Véneto? ¿O en el comedor del hotel Excelsior, en
Amsterdam? Creo que me falla la memoria. Lástima.
A veces mi cabeza parece un baúl desordenado lleno
de juguetes.

ñera,
De
una cosa
cualquier ma-
es segura:
^^
^^^---^^^^^C/^'if :-i^*
los padres, los abuelos, ^^^^^^^^P^^^n
los bisabuelos e incluso
Ips tatarabuelos de Max-
chen procedían todos ellos
12

de la selva de Bohemia, en su parte más salvaje. Allí


hay una montaña muy alta y una pequeña aldea, y
ambos se llaman Pichelstein. He consultado con mu-
cha atención mi vieja enciclopedia. Allí dice cla-
ramente:

Pichelstein. Pueblecito de Bohemia. 412 habitantes. Raza


de tamaño diminuto. Altura máxima 51 centímetros.
Causas desconocidas. Famoso por su sociedad gimnástica
(S.G. Pichelstein, fundada 1872) y la llamada «carne
pichelsteiniana» (ver en Libro IV «platos estofados»).
Todos los habitantes se apellidan desde hace siglos
Pichelsteiniano. (Bibliografía recomendable: «Pichelstein
y los pichelsteinianos» del padre Remigius Dallmayr,
1908, edición propia. Agotado.)

Un extraño pueblecito, diréis. Pero yo no tengo


la culpa. Mi vieja enciclopedia tiene razón casi siempre.

Cuando los padres de Máxchen llevaban un


año casados decidieron probar fortuna. A pesar de su
pequeño tamaño tenían muchos pájaros en la cabeza.
Y como el pueblecito Pichelstein de la selva de Bohe-
mia no bastaba para sus deseos y planes, el pequeño
matrimonio se marchó con todos sus bártulos, mejor
dicho, con todos sus bartulitos, a recorrer el ancho
mundo.
La gente se les quedaba mirando maravillada
donde quiera que llegaban. Abrían la boca y apenas
la podían volver a cerrar. Pues la madre de Máxchen
era sin lugar a dudas una joven hermosísima y su
padre llevaba un majestuoso bigote negro, pero tenía
la misma estatura que los niños de cinco años. ¡No
es extraño que la gente se quedara asombrada!
¿Qué planes tenían? Querían ser acróbatas,
pues eran unos gimnastas extraordinarios. Y en efec-
13

to, cuando representaron sus números en la barra


fija y en las anillas al señor Brausewetter, director
del circo Stilke, éste aplaudió encantado con sus guan-
tes blancos de cabritilla y exclamó: «¡Bravo meque-
trefes!¡Estáis contratados!» Esto ocurrió en Copenha-
gue. En el Tívoli. Era por la mañana. En una carpa
de circo sostenida por cuatro mástiles enormes. Y
en aquel entonces Máxchen todavía no existía.
Aunque sus padres habían sido entrenadores
de gimnasia en Pichelstein, aún tuvieron que apren-
der y entrenarse mucho. Por fin al cabo de cuatro
meses entraron a formar parte de la troupe de acróba-
tas chinos llamada «La familia Bambú». En realidad
no se trataba de una auténtica familia. Y tampoco
eran chinos de verdad. Las doce coletas que colgaban
de los doce cráneos eran tan verdaderas como el dine-
ro falso. Sin embargo eran artistas de primera catego-
14

ría y se consideraban entre los prestidigitadores y


acróbatas más hábiles que jamás habían actuado en
un circo.
Hacían girar platos y tazas muy frágiles en lo
alto de varas amarillas de bambú delgadas e inseguras,
y lo hacían tan deprisa que los espectadores se que-
daban pasmados. Los más bajos trepaban como las
comadrejas por gruesas varas de bambú, lisas y del
grosor de un brazo, que eran sostenidas por los chinos
más altos y fuertes; una vez arriba y al compás
de un redoble ahogado de tambores, se colocaban
de cabeza. ¡Sí, e incluso hacían piruetas a más de
diez metros sobre la pista! Daban vueltas por los aires
como si fuera un juego de niños, y después se ponían
de nuevo de pie sobre los extremos de las varas de
15

bambú, que oscilaban, y guiñaban el ojo al público


sonriendo. La banda tocaba un toque triple y la gente
aplaudía, ¡hasta que las manos se les ponían colo-
radas!
Los padres de Máxchen se llamaban ahora en
los y en los programas,
carteles Wu
Fu y Tschin
Tschin, y llevaban coletas falsas y quimonos multico-
lores de crujiente seda. Viajaban con la carpa del
circo plegada, los elefantes y las fieras, el traga-
fuego, payasos y trapecistas, los garañones árabes,
mozos de cuadra, domadores, bailarines, mecánicos,
músicos y el señor director Brausewetter de una ciudad
a otra, tenían éxito, ganaban dinero, y se alegraban
por lo menos veinte veces al día de haberse marchado
de Pichelstein.
Así que Máxchen vino al mundo en Estocol-
mo. Era tan diminuto que a la enfermera le faltó
un pelín para no arrojarle por el desagüe junto con el
agua sucia. Afortunadamente berreaba como un
condenado, así que al final todo resultó bien. El mé-
16

dico de guardia le observó durante mucho rato con


una lupa, y finalmente dijo sonriendo: «¡Qué chico
tan guapo y tan sano! ¡Les felicito!»

Máxchen perdió a sus padres cuando tenía seis


años. Fue en París, y ocurrió súbita e inesperadamente.
Habían subido en ascensor a la Torre Eiífel para dis-
frutar de la hermosa vista. ¡Sin embargo, apenas
habían llegado a la plataforma de arriba cuando se
levantó una tormenta que los zarandeó por los aires
y los llevó volando en un abrir y cerrar de ojos!
Los demás visitantes, como eran más grandes,
pudieron agarrarse a los barrotes de la barandilla.
Pero para WuFuy Tschin Tschin significó
el final. Todavía pudieron ver cómo iban cogidos
de la mano. Después desaparecieron en el horizonte.

En aquellos días escribieron los periódicos:


«¡Dos chinitos volados de la Torre Eiffel! ¡A pesar
de la intervención de los helicópteros, no han podido
ser encontrados! ¡Desgraciada pérdida para el circo
Stilke!»
Desde luego el más afectado por la desgracia
fue Máxchen, que quería muchísimo a sus padres.
Derramó muchas lágrimas diminutas en su minúsculo
pañuelo. Y dos semanas más tarde, cuando enterra-
ron en el cementerio, en una cajita de marfil, las dos
negras coletas chinas que un buque de vapor portu-
gués había pescado en el océano, más allá de las
islas Canarias, entonces Máxchen deseaba haber muer-

to también, tan grande era su pena.


Fue un entierro ftiera de ló normal. Tomó
parte toda la gente del circo: la familia Bambú, que
llevaba puestos los quimonos; el domador de leones
y tigres, con un aespón en el látigo; el jinete Galop-
pinski montando su garañón Ñero; el traga-fuego
17

't:t'*"

con antorchas ardientes; el señor director Brausewetter


con sombrero de copa y guantes de cabritilla; los
payasos con el rostro maquillado seriamente y, sobre
todo, en el papel de orador, el famoso ilusionista,
profesor Jokus von Pokus.
Al terminar la oración fúnebre dijo el profe-
sor: «Los dos pequeños colegas, a los que ahora
lloramos, nos han dejado a su Máxchen como legado.
Poco antes de su desgraciada visita a la Torre Eiffel
me trajeron al niño a la habitación del hotel, y me
pidieron que cuidara de él hasta su regreso. Pero hoy
sabemos que no volverán nunca más. Por lo tanto,
tendré que cuidarle durante toda mi vida, y lo haré
de todo corazón. ¿Te parece bien, pequeño?»
Máxchen, que asomaba la cabeza por encima
del bolsillo del pañuelo del frac del mago exclamó
sollozando: «¡Sí, querido Jokus! ¡Me parece bien!»
18

Entonces todos lloraron de pena y de alegría.


Y a los payasos se les estropeó el maquillaje con las
lágrimas. Entonces el profesor hizo aparecer cinco
ramos de por arte de magia, y los colocó sobre
flores
la pequeña tumba de los padres. Los traga-fuego se
metieron en la boca sus antorchas ardientes, y las
llamas se extinguieron. La banda tocó la marcha de
los gladiadores. Y después volvieron todos corriendo
al circo precedidos por el jinete Galoppinski, que
montaba al garañón Ñero. Pues era miércoles.

Y los miércoles, sábados y domingos, como


todo el mundo sabe, hay función por la tarde para
los niños, a precios especiales.
Capítulo 2

La caja de ceñllas encima de la mesilla de


noche / Minna, Emma y Alba ¡ Sesenta gramos
de peso y sin embargo sano como una manzana /
El Hombrecillo quiere ir al colegio / Disgusto
en Atenas y en Bruselas / Clase encima de la
escalera / Libros tan pequeños como un sello.

iVle parece que ya os he contado que Maxchen


dormía por la noche en una caja de cerillas. En
lugar de las sesenta cerillas que normalmente conte-
nía, dentro había un colchoncito de algodón, un pe-
dacito de manta de pelo de camello y una almohada,
que era tan pequeña como la uña de mi dedo medio.
La caja se quedaba a medio cerrar, porque si no el
niño se hubiera quedado sin aire.
La caja de cerillas estaba encima de la mesilla
de noche que había junto a la cama del mago. Y
todas las noches, cuando el profesor Jokus von Pokus
se volvía hacia la pared y empezaba a roncar suave-
mente, Maxchen apagaba la lamparita de la mesilla
de noche y no tardaba en dormirse él también.
Aparte de ellos dos en la habitación del hotel
dormían también las dos palomas Minna y Emma, y
el conejo blanco Alba, en su cesto de mimbre. Las
palomas se acurrucaban arriba, encima del armario.
Escondían la cabeza entre las plumas del pecho y
arrullaban en sueños.
Los tres animales eran del profesor y le ayuda-
ban cuando actuaba en el circo: palomas salían
las
de repente aleteando de las mangas de su frac, y al
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conejo lo sacaba, por arte de magia, del sombrero


de copa, que estaba vacío. Minna, Emma y Alba re-
tían mucho cariño al mago, y estaban también
encantadas con el niño. Cuando por las mañanas
habían desayunado juntos los cinco, Máxchen podía
incluso algunas veces sentarse encima de Emma,
y
entonces ella se echaba a volar con él por la habi-
tación.
Una caja de cerillas mide seis centímetros de
cuatro centímetros de ancho y dos centíme-
largo,
tros de alto. Para Máxchen era perfecto. Ya que
medía, incluso cuando ya tenía diez o doce años, cinco
centímetros escasos y cabía dentro perfectamente.
Pesaba sesenta gramos en la balanza del portero del
hotel, siempre tenía apetito y nunca había estado
enfermo. Desde luego había tenido el sarampión.
Pero el sarampión no cuenta. Casi todos los niños lo
tienen.
Cuando tenía siete años quiso ir a la escuela,
como Pero hubo demasiadas dificultades.
es natural.
En primer lugar habría tenido que cambiar de colegio
«ada vez que el circo se mudaba. ¡Y muchas veces
21

incluso de idioma! Pues en Alemania se enseñaba


en alemán, en Inglaterra en inglés, en Francia en
francés, en Italia en italiano y en Noruega en norue-
go. Quizás el Hombrecillo hubiera podido arreglár-
selas, ya que era más listo que la mayoría de los
niños de su edad. Pero para colmo todos sus compa-
ñeros eran muchísimo más grandes que él, y se creían
que el sergrande era algo especial. Por eso, el pobre-
cilio tenía que aguantar de todo.
Por ejemplo, una vez en Atenas, en el recreo,
tres niñas griegas le metieron en un tintero. Y en
Bruselas, unos cuantos zoquetes belgas le pusieron
encima de la barra de la cortina. Claro, se bajó in-
mediatamente. Pues en aquellos tiempos trepaba ya
mejor que nadie. Pero esas bromas no le habían
gustado nada. Así que un día dijo el mago:
— ¿Sabes lo que pienso? Lo mejor será que te
dé clases particulares.
— ¡Estupendo! — exclamó Máxchen — ¡Es una
.

idea fenomenal! ¿Cuándo empezamos?


— Pasado mañana a las nueve — dijo el pro-
fesor von Pokus — . ¡Pero no te hagas ilusiones dema-
siado pronto!
Pasó algún tiempo hasta que descubrieron
cómo podría arreglárselas mejor. Poco a poco averi-
guaron el secreto, y entonces la clase les gustaba cada
día más. Lo más importante, aparte del libro de texto
y del cuaderno, era una escalera doble con cinco
escalones y una potente lupa.
Cuando Máxchen estaba aprendiendo a leer
se subía al peldaño más alto de la escalera, ya que,
cuando se sentaba con la nariz delante del libro, las
letras eran demasiado grandes para él. Solamente
cuando se ponía en cuclillas encima de la escalera
podía ver cómodamente las letras impresas.
Para escribir utilizaban otro sistema. Entonces
Máxchen se sentaba en un atril minúsculo. El mi-
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núsculo atril lo ponía arriba, encima de


la mesa gran-
de. Y el mesa y exami-
profesor se sentaba junto a la
naba con la lupa los garabatos de Máxchen. Aumen-
taba siete veces el tamaño de la escritura, y solamente
así podía reconocer las letras y las palabras. Sin la
lupa él, el camarero y la doncella, hubieran confun-
dido los garabatos con salpicones de tinta o cagadi-
tas de mosca. Sin embargo se trataba, como se podía
ver claramente con la lupa, de unos trazos bonitos
y elegantes.
En las clases de aritmética ocurría lo mismo.
Para números necesitaban también la escalera y
los
la lupa. Así que Máxchen siempre andaba de un lado
para otro, lo que le iba a servir de mucho. Tan
pronto estaba sentado en lo alto de la escalera, como
en su atril encima de la mesa.
Una hermosa mañana dijo el camarero, que
iba a llevarse la vajilla del desayuno:
— Si no supiera que
niño está aprendiendo
el
a leer y escribir, hubiera creído con toda seguridad
que tenía clase de gimnasia —
todos se rieron. In-
cluso Minna y Emma, que estaban sentadas encima
del armario, también se rieron. Pues eran palomas
reidoras.
Máxchen no tardó mucho en aprender las le-
23

tras. Al cabo de poco tiempo leía con tanta facili-

dad, que parecía que siempre había sabido leer. Y en


un abrir y cerrar de ojos se convirtió en un apasio-
nado lector. El primer libro que Jokus von Pokus le
regaló fue los cuentos de Grimm. ¡Y seguramente
no hubiera tardado ni una semana en leerlos, de no
haber sido por la condenada escalera!
Cada vez que tenía que dar la vuelta a la hoja,
lo único que podía hacer era bajarse de la escalera,
ponerse de un salto encima de la mesa, volver la
hoja y encaramarse otra vez encima de la escalera.
Solamente así podía enterarse de cómo continuaba
el cuento. ¡Y cuando había leído dos páginas tenía
que bajar otra vez para alcanzar el libro! Y así todo el
rato: dar la vuelta a la hoja, subir la escalera, leer
dos páginas, bajar la escalera, saltar encima de la
mesa, volver rápidamente la hoja, subir la escalera,
leer las dos páginas siguientes, bajar la escalera, vol-
ver la hoja, arriba, ¡era como para volver loco a
cualquiera!
Una tarde llegó el profesor justamente en el
momento en que el niño se encaramaba en la esca-
lera por vigésimotercera vez, se tiraba de los pelos
furioso y gritaba:
— ¡Esto es horroroso! ¿Por qué narices no habrá
libros pequeños con letras minúsculas?
En primer lugar, el profesor se rió del enfado
de Máxchen. Después se quedó pensativo y dijo:

En realidad llevas toda la razón. Y si esos
libros todavía no existen, los imprimiremos para ti.

¿Pero hay alguien que pueda hacerlo? pre- —
guntó el niño.

No tengo ni idea —
dijo el mago pero — ,

en marzo el circo actuará en Munich. Allí vive el relo-


jero Unruh. El nos informará.

¿Y por qué lo sabe el relojero Unruh?
—No sé si lo sabe. Pero es posible que lo sepa,
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porque a veces se ocupa de esas cosas. Por ejemplo,


hace dos años escribió por detrás de un sello la
«Canción de la Campana», de Schiller. Y eso que el
poema tiene 425 líneas.
— ¡Qué maravilla! — exclamó Máxchen asom-
brado — libros del tamaño de un
, sello, ¡me vendrían
como anillo al dedo!
Para decirlo en pocas palabras: el relojero
Unruh conocía en una imprenta, donde era
efecto
posible imprimir libros tan pequeños. Desde luego la
broma resultaba cara. Pero el profesor ganaba mucho
dinero con su trabajo de mago, y los padres de
Máxchen habían dejado algunos ahorros. Así que al
cabo de poco tiempo, el niño tenía ya una preciosa
biblioteca en miniatura.
Ahora ya no necesitaba hacer malabarismos
en la sino que podía leer cómodamente.
escalera,
Cuando más le gustaba leer era por las noches, cuan-
do estaba acostado en la caja de cerillas y el profesor
dormía, roncando suavemente. ¡Qué acogedor era!
Allá arriba, encima del armario, las dos palomas arru-
llaban. Y Máxchen estaba embebido en uno de sus
libros preferidos, «La nariz de enano», «El pequeño
Pulgarcito», «Nils Hofgersson» o, el favorito entre
todos, «Gulliver».
A veces el profesor gruñía medio dormido:
— ¡Apaga luz, granuja!
la
Entonces Máxchen susurraba:
— ¡En seguida, Jokus!
A veces ese en seguida duraba media hora.
Pero al siempre apagaba la luz, se dormía y
final
soñaba con Gulliver en el país de Liliput, donde los
habitantes le habían confundido con un gigante.
Y este gigante que saltó por encima de las
murallas de la ciudad y apresó a la tropa de guerra
enemiga, no era otro, como es natural, que Máxchen
Pichclsteiniano.
Capítulo 3

Quiere ser artista / No es lo mismo hombres


altos que hombres grandes / Una conversación
en Estrasburgo / Sobre la profesión de intér-
prete / El plan del profesor fracasa por la obsti-
nación de Maxchen.

J\ medida que crecía el Hombrecillo habla-


ban cada vez con más frecuencia de lo que quería
ser en el futuro. El siempre decía:

Quiero trabajar en el circo. Voy a ser
artista.
Y el profesor movía siempre
la cabeza diciendo:
— ¡Pero niño, eso no po- es
sible! ¡Eres demasiado pequeño!
— Cada vez dices una cosa
— refunfuñó Maxchen — Siempre .

me contando que muchos


estás
hombres famosos eran bajitos. Na-
poleón, Julio César, Goethe, Eins-
tein y muchos más. ¡También me
has dicho que los hombres altos muy pocas veces son
grandes hombres! Porque, según dijiste, necesitaban
fuerzas para crecer, y si tienen dos metros de altura,
al llegar al cerebro, ya no les queda nada.
El profesor se rascó la cabeza. Finalmente
dijo:
— Pero a pesar de todo César, Napoleón,
26

Goethe y Einstein no hubieran llegado a ser buenos


artistas. ¡César tenía las piernas tan cortas que apenas
podía sentarse encima de un caballo!

¡Pero yo no quiero sentarme encima de un
caballo! —
contestó el niño enojado — ¿Es que mis .

padres no fueron buenos artistas?



¡Claro que sí! ¡De primera categoría!
— ¿Y eran altos?
— No. Más bien bajitos.
— Entonces querido Jokus
¿ ,
?

— No hay entonces que valga — dijo el ma-


go —Ellos eran pequeños, pero tú eres diez veces
.

más pequeño. ¡Eres demasiado pequeño! ¡El público


no te vería cuando salieses a la pista!
— Entonces tendrán que unos prismá- llevarse
ticos— dijo Hombrecillo.el
— ¿Sabes que eres? — preguntó Jokus
lo le
furioso — Eres un cabezota de marca mayor.
.

— No. Soy un cabezota de marca menor, y...


— ¿Y? — preguntó profesor excitado. el
— ¡Voy a — gritó Máxchen; y
ser artista! lo
hizo en un tono de voz tan alto que a Alba, el

conejo blanco, del susto se le cayó del hocico la hoja


de lechuga que estaba mordisqueando.

Una noche estaban sentados, después de la


función del circo, en el restaurante del hotel en Es-
trasburgo, y el señor Jokus von Pokus saboreaba un
foie-gras trufado de ganso. Casi siempre comía des-
pués de la comía antes el frac le
función, porque si

quedaba muy estrecho. Y la resultaba incómodo para


hacer sus trucos. Ya que en el frac metía las cosas
más dispares. Por ejemplo, cuatro juegos de cartas,
cinco ramos de flores, veinte hojas de afeitar y ocho
cigarrillos encendidos. Además de las palomas Minna

y Emma, el conejo Alba y las otras cosas que necesi-


27

taba para sus trucos. Por eso era mejor esperar un


poco para la cena.
Así que ahora estaba sentado a la mesa co-
miendo foie-gras de ganso de Estrasburgo con pan
tostado, y Máxchen estaba sentado muy cerca del pla-
to, encima de la mesa, y se contentaba con las mi-
guitas. Después había un bistec vienes, macedonia
de frutas y café solo. El Hombrecillo bebió incluso
un cuarto de sorbo de café. Finalmente se quedaron
llenos y satisfechos y estiraron las piernas, el profesor
por debajo de la mesa y el Hombrecillo por encima.
— —
Ya sé lo que vas a ser dijo Jokus después
de lanzar al aire un maravilloso anillo blanco que
había hecho con el humo del puro.
Máxchen parpadeó asombrado tras la rosca
de humo, que se agrandaba y estrechaba cada vez más,
hasta que se deshizo al chocar con la lámpara del
techo. Entonces dijo:
— ¿Y ahora te enteras? Yo siempre lo he sabi-
do. Voy a ser artista.
— No — refunfuñó el profesor — . ¡Serás intér-
prete!
— ¿Intérprete?
— Es una profesiónmuy interesante. Hablas
alemán, inglés y francés bastante bien, un poco de
italiano y español y...
— Holandés, sueco y danés —continuó Hom- el
brecillo.
— Exacto, exacto — dijo profesor muy ani-
el
mado — continuamos viajando por Europa con
. Si el
circo durante un par de años más, hablarás todos
esos idiomas mucho mejor. Entonces te podrás exa-
minar en la famosa escuela de intérpretes de Gine-
bra. Y cuando hayas aprobado iremos juntos a Bonn.
Allí vive un buen amigo mío.
— ¿Es también mago?
— No, algo mucho
es mejor. Es funcionario.
28

El jefe de prensa de la cancillería federal. Le ense-


ñaré tu diploma de Ginebra y, si todo marcha bien,
en el Ministerio de Asuntos Exterio-
serás intérprete
res, o incluso del canciller federal. Es el hombre más
importante y más poderoso. Y como viaja a menudo
por el extranjero y tiene que hablar con otros can-
cilleres, necesita un intérprete excelente.
— ¡Pero no un Pulgarcito!
— ¡Claro que —sí! replicó el profesor — . ¡Cuan-
to más pequeño mejor Por ejemplo,
j te lleva con él a
París porque tiene que discutir cualquier cosa con
el presidente francés. Se trata de un asunto muy se-
creto. Algo importantísimo. Pero como el canciller
alemán no entiende bien el francés, necesita un tra-

ductor que le explique lo que dice el presidente


francés.
29

— ¿Y ése tengo que yo precisamente?


ser
— ¡Desde luego, pequeño! — dijo profesor. el

Estaba entusiasmado con su proyecto — Te sientas .

en la oreja del canciller y no tienes más que susurrarle


al oído en alemán lo que el presidente ha dicho en
francés.
— Me caería — dijo Máxchen.
— No. En primer lugar, a lo mejor tiene las
orejas lo suficientemente grandes como para que te
puedas sentar en el pabellón.
—¿Y en segundo lugar? ¿Si resulta que tiene
unas orejas muy pequeñas y muy monas?
—Entonces se podría colgar una cadena de oro
muy fina alrededor del lóbulo de la oreja, tú te
sientas en la cadena, te conviertes en el consejero
ministerial Max Pichelsteiniano, y la gente te llamará
respetuosamente «el funcionario, el que está más cerca
de la oreja del canciller». ¿No estupendo?
te parece
—¡No! — dijo Máxchen enérgicamente — ¡Me .

parecería horroroso! ¡No voy a ser un hombrecillo


en una oreja! Ni en Alemania, ni en Francia, ni
en el Polo Norte. Te olvidas de lo principal.
— ¿Y qué es lo principal?
— Que voy a ser artista.
Capítulo 4

El Hombrecillo quiere ser domador / Entonces,


¿los leones no son como los gatos? / Una aven-
tura con carne picada y un látigo / Maxchen
en el vaso del cepillo de dientes / Informe sobre
un extraño partido de fútbol / Jokus salta a
través de un aro en llamas.

C>uando el circo Stilke actuaba de nuevo en


Milán, al tercer día dijo Maxchen muy excitado:
— Escucha Jokus, la gata del hotel tiene gati-
tos. Son cuatro. Tienen ocho semanas y en la habita-
ción 228 saltan del sillón a la mesa, y cuando están
arriba, saltan otra vez abajo.
— Claro — dijo el profesor — , es de sentido
común. ¡No van a quedarse todo el rato encima de
lamesa!
Pero aquel día el Hombrecillo no estaba para
bromas.
— Me los ha enseñado la doncella dijo exci- —
tado — Tienen rayas y parecen tigres pequeñitos.
.

— ¿Te han arañado?


— ¡Claro que no! —
afirmó el niño Incluso — .

fueron muy amables conmigo, y yo con ellos. Ron-


roneaban, y yo les he dado un poco de carne picada.
El profesor le miraba atentamente de reojo.
Entonces preguntó:

¿Qué te propones? ¿Eh? ¿Qué estás traman-
do? ¡Vamos, suéltalo!
Maxchen respiró hondamente y dijo tras una
pausa:
32

— Les voy a amaestrar, y después les presenta-


ré en el circo.
— ¿A quién? ¿A doncella?la
— ¡No! — dijo niño enojado —
el . ¡A los ga-
ritos!

Jokus von Pokus


se sentó confundido en una
silla quedó callado durante dos o tres minutos.
y se
Finalmente movió la cabeza, suspiró y dijo:

A los gatos no se les puede amaestrar. Creí
que ya lo sabías.
Máxchen sonrió victorioso. Entonces preguntó:
— ¿No son los leones iguales que los gatos?
— Claro, Pertenecen a
claro. felinos carni- los
ceros.En eso tienes razón.
— ¿Y ¿Y leopardos?
los tigres? los
—También son felinos grandes y carniceros.
En eso también razón.
llevas
— ¿Se sientan sobre plataformas cuando
altas
eldomador ordena? ¿Saltan a través de aros?
se lo
— Incluso a través de aros ardiendo — añadió
el profesor.
El niño se frotó las manos satisfecho.
— ¡Ahí tienes! — exclamó
triunfante ¡Si se — .

puede amaestrar a gatos tan grandes, entonces con


mayor razón se podrá amaestrar a los garitos!
— —
No dijo el profesor enérgico— ¡eso no ,

se puede
hacer!
— ¿Y por qué no?
— No tengo ni idea.
— Pero yo motivo — dijo Máxchen
sí sé el or-
gulloso.
— ¿Y cuál es?
— ¡Porque nunca ha intentado nadie!
lo
— ¿Y tú quieres intentarlo?
— ¡Desde luego! ¡Incluso ya tengo un nombre
para el número! En pondrá: «¡Máxchen
los carteles

y sus cuatro garitos, el emocionante y único número


.

33

de un domador!» ¡Quizás me ponga una máscara


negra para actuar! Y además necesito un látigo para
hacerlo restallar. Pero ya lo tengo. Cogeré el látigo de
mi antiguo coche de caballos de juguete.
—¡Entonces te deseo que te diviertas mucho,
amiguito! — dijo el señor Jokus von Pokus abriendo
el periódico.

Al día siguiente por la mañana la doncella


llevó cuatro taburetes bajitos a la habitación 228. Los
cuatro garitos husmeaban banquitos llenos de cu-
los
riosidad, pero volvían a su cesto rápidamente y se
echaban unos encima de otros perezosamente.
Entonces apareció el camarero encargado de
la planta. En la mano izquierda llevaba un plato de
carne picada, y en la mano derecha sostenía a Maxchen
Y éste llevaba en la mano derecha el reluciente lá-
tigo de juguete y en la izquierda un puntiagudo pali-
llo de dientes.

—Para defenderme de las fieras explicó — —


En caso de que se les ocurra atacar al domador. Y
para pinchar la comida.
— ¿Me quedo aquí —
preguntó el camarero
amablemente.
— No, por favor —
dijo el Hombrecillo Di- — .

ficultaría la doma. Distrae a los animales.


Así que el camarero se marchó. El domador
se quedó solo con sus cuatro víctimas, que le mira-
ban con los ojos brillantes, bostezaban silenciosamen-
te, y empezaron a lamerse los unos a los otros, como
si llevaran una semana sin lavarse.

— Ahora escuchadme atentamente exclamó —


el niño con decisión — Se acabó la buena vida. A
.

partir de hoy vais a trabajar. ¿Me habéis entendido?


Los gatitos continuaron lamiéndose, fingiendo
que eran duros de oído. Maxchen silbaba y chasquea-
..

34

ba la lengua. Se colocó el reluciente látigo debajo


del brazo y chasqueó los dedos. Se colocó el palillo
debajo del otro brazo y dio unas palmadas. Hizo res-
tallar el látigo. Golpeó el suelo con el pie. Pero los
gatos ni siquiera aguzaron las orejas.
Solamente cuando Máxchen puso unos trozos
de carne picada encima de los taburetes con ayuda
del palillo de dientes, los cuatro revivieron. Saltaron
fuera de la cesta y de un brinco se pusieron encima
de los bancos, devoraron los trocitos, se relamieron
los bigotes y se quedaron mirando ansiosamente a
su domador.
—¡Así se hace! —
exclamó él encantado —
¡Bravo! ¡Ahora tenéis que levantaros sobre las patas
traseras! ¡Vamos! ¡Arriba! ¡Las patas delanteras arriba!
—y agitaba el látigo en el aire.
Pero desde luego los garitos no le habían en-
tendido bien. O habían olido que en la habitación
228 quedaba todavía más carne picada. Sea como sea
se bajaron rápidamente de los banquitos dando un
salto, corrieron directamente al plato, y se compor-
taron como si estuvieran a punto de morirse de
hambre.

¡No! —
chilló el Hombrecillo furioso —
¡Dejad eso en paz! ¡Volved a vuestro sitio! ¿Es que
no me oís?
Aunque lo hubieran que-
Pero no oían nada.
rido. Cosa que sin embargo no querían. Comían con
tanto ruido que hacían temblar el plato.
Máxchen temblaba aún más. Pero temblaba
de rabia.
— ¡La carne picada os la daré después! ¡Antes
tenéis que alzaros sobre las patas traseras! ¡Y
marchar
en fila india!¡Y saltar de un taburete a otro! ¿Me
nabéis entendido? —
y golpeó el plato con el látigo.
Entonces un gato le arrebató el bonito y reluciente
látigo y lo paaió por la mitad de un mordisco.
35

i
Cuando el profesor Jokus von Pokus camina-
ba por el pasillo del hotel hundido en sus pensamien-
tos, oyó unos agudos grititos de auxilio que venían
de la habitación 228. Abrió la pueaa de un empujón,
miró ansiosamente a su alrededor y soltó una car-
cajada.
Los cuatro gatos estaban sentados en el suelo,
delante del lavabo, y miraban ansiosamente hacia
arriba. Tenían tiesos los bigotes. Golpeaban el suelo
con sus colitas. Y arriba, en el borde del lavabo,
Máxchen estaba acurrucado dentro del vaso del cepillo
de dientes, y estaba llorando.

¡Ayúdame, querido Jokus! — — ¡Quie-
gritó .

ren devorarme!
— ¡Tonterías! — dijo elprofesor — ¡Tú no eres
.

carne picada! ¡Y tampoco eres un ratón! — enton-


ces sacó al niño del vaso y le miró atentamente por
todos los lados — . Tus ropas están un poco rasgadas,
y tienes un arañazo en la mejilla izquierda. Eso
es todo.
— ¡Vaya granujas! — dijo
Máxchen — . ¡Primero
me han roto el látigo y han mordido el palillo, y
después han jugado al fútbol!

¿Y» quién era la pelota?
— ¡Yo! ¡Si Me han lanzado
supieras, Jokus!
por el aire de unos a otros y luego me han tirado
debajo de la cama, y me han sacado otra vez para
arrojarme sobre el parket, y de nuevo me han cata-
pultado en el aire y otra vez he acabado debajo de
37

la cama, y vuelta a sacarme y a jugar conmigo debajo


de la alfombra, y luego me han sacado otra vez, ¡ha
sido horroroso! Si no hubiera conseguido agarrarme
a la toalla y trepar hasta alcanzar el lavabo metién-
dome dentro del vaso de dientes, ¡quién sabe si toda-
vía estaría con vida!

Pobrecito — dijo el profesor —Pero ya ha
.

pasado todo. Ahora te lavaré y te meteré en la cama.

Los cuatro gatitos miraban al profesor contra-


riados. Les fastidiaba que el hombre más grande les
hubiera quitado la pelotita de fútbol que chillaba
de un modo tan divertido cuando se jugaba con ella.
Entonces estiraron las patas, caminaron lentamente
hacia el plato y metieron la nariz dentrb. Pero el pla-
to estaba limpio y reluciente.
El más listo de los cuatro pensó:
— ¡Qué mala pata! — y se hizo una rosca en-
cima de la alfombrilla que estaba al lado de la cama.
Aún pensó antes de ponerse a dar cabezadas:
— Solamente se puede comer si alguien te trae
algo. Dormir es más sencillo. Para ello no se necesita
a nadie.
38

Mientras tanto Máxchen estaba sentado en su


caja cerillas y se sentía muy desgraciado. Llevaba
de
una tirita en la mejilla y bebía chocolate caliente en
su minúscula taza de fina porcelana.
El profesor se había puesto una lupa en el ojo
y remendaba los agujeros de las ropas de Máxchen.

¿Y estás completamente seguro de que los
gatos no se pueden domar? — preguntó el Hombre-
cillo.

— Completamente seguro.
— A mejor que ocurre que
lo lo es son más
tontos que leones y que
los los tigres.
— ¡Ni sueñes! — dijo profesor
lo el muy se-

guro—. Simplemente no les gusta. Y lo entiendo


muy bien. A mí tampoco me haría ninguna gracia
saltar a travésde aros en llamas.
Máxchen no pudo contener la risa.

¡Qué lástima! ¡Imagínate por un momento
que los espectadores son solamente animales! ¡Can-
guros, osos, focas, caballos y pelícanos! ¿Te lo puedes
imaginar? ¡Todas las localidades agotadas! se tiró —
de los pelos de puro placer y exclamó ¡Bueno! — :

¡Y ahora continúa tú inventando!


— —
De acuerdo dijo el profesor Los elefan- —.

tes de la orquesta tocaban los clarines. Entonces entró


elleón en la pista. Lleva un látigo en la pezuña y
un sombrero de copa sobre la rubia melena. Se hace
un silencio de muerte. Cuatro tigres muy serios em-
pujan dentro de la pista una jaula con ruedas. Dentro
de la jaula está sentado un señor que lleva un frac
y no para de gruñir.
— ¡Estupendo! — Máxchen se frotó ma- las

nos — .señor eres


¡El tú!
— desde luego. El león quita sombre-
Sí, se el

ro de copa con mucha pompa, e inclinándose dice:


— ¡Ahora, estimado público animal, van a vex
ustedes la atracción de nuestro programa! He conse-
39

guido domar a un hombre. Es un hombre muy culto^


Su nombre es profesor Jokus von Pokus. ¡Saltará
ante sus ojos a través de un aro en llamas recubierto
de papel! ¡Solicito de los pájaros carpinteros de la or-
questa un redoble sordo de tambores! Los pájaros
carpinteros tocan el tambor. Se abre la jaula. Dos
tigres

sostienen un aro en el aire. El león hace restallar el

látigo. Yo salgo lentamente de la jaula diciendo pa-


de nuevo. Yo me
labrotas. El león restalla el látigo
subo a una plataforma sin parar de decir insultos.
Una luciérnaga enciende el aro, que empieza a arder.
El león me azota en la culera del pantalón con el
mango del látigo. Doy un rugido de rabia. Me azota
de nuevo. Y entonces, de un solo salto atravieso el
aro ardiendo. El papel se rompe en pedazos. Las lla-
mas se estremecen. ¡Ha sido un éxito! Los elefantes
tocan los clarines. Los pájaros carpinteros redoblan
los tambores. Yo me levanto de la arena del suelo,
me sacudo los pantalones y hago una profunda re-
verencia.
—Y el circo aplauden
todos los animales en
como locos — gritó
Hombrecillo encantado
el —
¡y el
,

Itón te da como recompensa una chuleta de ternera!


40

— ¡Y ahora a dormir, amiguito! — ordenó el


profesor. Miró el reloj — . Hoy es miércoles, y tengo
que irme para actuar en la sesión de tarde.
— ¡Que te salgan bien los trucos! — dijo
Máxchen — ¡Y todavía tengo algo que decirte!
.

— ¿Y qué es?
— No he tenido éxito con los cuatro gatos.
—No.
— Pero a pesar de todo hay una cosa segura.
¡Voy a ser artista!
Capítulo 5

Un vistazo a los escaparates y un maniquí / El


vendedor se desmaya / Al fin y al cabo una
tienda de confección de caballero no es un hos-
pital / La diferencia que existe entre un político
y un lechero.

ün un caluroso día de julio paseaban los dos


tranquilamente por las calles de Berlín y miraban
los escaparates. En realidad el único que paseaba era
el profesor. Máxchen no paseaba, sino que estaba
de pie en el bolsillo del pañuelo del profesor. Tenía
los brazos apoyados en el borde del bolsillo, como
si estuviera en un balcón, y lo que más le interesaba
eran jugueterías, las confiterías y las librerías. Pero
las
las cosas no iban siempre a su gusto. Al profesor
también le gustaban los escaparates que tenían zapa-
tos, camisas, corbatas, puros, botellas de vino y todo
lo imaginable.
—No te detengas tanto rato

^^
delante de la droguería — dijo el ni-
ño— . ¡Tenemos que seguir andando!
^^k,^ —¿Tenemos? —preguntó Jo-
1"^^^*^ kus —
'^
;! ¿Por qué tenemos? Que yo sepa,
.

|u_____,--^ ^ solamente uno de nosotros anda, y ése


soy yo. ¿Esque tú andas? Ni por aso-
mo, querido niño. Tú no andas. An-
dan por ti. Te tengo completamente
en mis manos.
42

— ¡No — dijo el pequeño — . ¡Pero me tienes


en el bolsillo!
Los dos se rieron. Y la gente se volvía. Un gordo
berlinés se acercó a su mujer y le susurró al oído:
— ¡Qué raro, Rieke! ¡Ese hombre se con ríe
dos voces!
— ¡Déjale que en paz! — respondió
se ría
Rieke — A mejor
. ventrílocuo.
lo es

El profesor se paró otra vez bastante rato de-


lante de un escaparate con ropa de caballero. Miró
losmaniquíes, que llevaban unos trajes muy bonitos;
dio un par de pasos y, dándose la vuelta, miró con
atención la decoración por segunda vez, sumido en
sus pensamientos. Movió la cabeza tres veces con
energía y dijo para sí mismo en alta voz
— ¡Pues no es mala idea!
— ¿Qué es lo que no es mala idea? —pregun-
tó Máxchen curioso.
Pero el profesor no respondió, sino
que entró
a toda prisa en la tienda y dijo al dependiente, que
iba de punta en blanco, antes de que éste pudiera
abrir la boca:
— Quisiera el traje azul marino del escapa-
rate. El de 12.000 pesetas, que tiene una sola fila
de botones.
— No faltaba más, señor. Pero no creo que le

vaya a bien.
estar
— Eso no me hace — gruñó profesor. falta el
— Quizás sea necesario que hagamos algunos
arreglos — dijo dependiente con amabilidad — Le
el .

diré del
al sastre que baje. taller
— Que quede arriba tranquilamente.
se
— Se hará rápidamente, señor.
— no viene, será todavía más rápido.
Si
43

— Pero es muy importante para nuestra em-


presa que los clientes se queden satisfechos — obser-
vó dependiente un poco contrariado.
el

Eso me parece muy bien dijo el profe- —
sor — ¡Pero yo no quiero el traje azul marino para
.

ponérmelo! ¡Solamente quiero comprarlo!



En ese caso sería recomendable, que el señor
en cuestión, para el cual el traje está destinado, se
tomara la molestia de visitarnos propuso el depen- —
diente —
O usted nos puede dar la dirección, y
.

nosotros le enviamos uno de nuestros sastres. Incluso


podría hacerse esta misma tarde. Y sacó su cuader-—
no de notas para apuntar la dirección.
El profesor movió la cabeza enérgicamente.

El traje azul que tienen ustedes ahí fuera en
el escaparate, no está destinado para mí ni para
ningún otro ser viviente.
El dependiente palideció y dio un paso hacia
atrás. Entonces gimió:

¿Para ningún vivo, señor? ¿Entonces para
un.... muerto? ¡Oh! —
respiró hondamente y conti-
nuó — Por favor, ¿qué talla tiene el ser querido fa-
.

llecido? ¡Incluso a él el traje debería estarle bien hasta


cierto punto! Si no, uno de nuestros sastres podría...

¡Tonterías! —
dijo el profesor bruscamente.
Entonces se calmó de nuevo —
Naturalmente, usted
.

no sabe de lo que se trata.



Eso parece —
admitió el dependiente muy
azorado. Se agarró al mostrador con todas sus fuerzas
porque las rodillas le temblaban. El pobre hombre
temblaba como un flan.

Lo principal es que el traje le esté bien al
maniquí del escaparate. Y así es ¿no?

Desde luego, señor.

Lo que yo quiero es comprar el traje y tam-
bién el maniquí —
explicó el profesor Sin el mani- — .

quí, el traje ya no me interesa.


44

Antes de que el empleado pudiera recuperarse


un poco, preguntó una voz, que él desde luego hasta
entonces no había escuchado:
— ¿Para qué necesitas ese maniquí tan grande
con el bigote rubio?
El dependiente miraba fijamente espantado al
bolsillo del extraño cliente. Máxchen saludó al hombre
amablemente con la cabeza y dijo:
— ¡Por favor, no asuste! se
— ¡Pero cómo no voy a asustarme! — lloriqueó
el dependiente — Primero un
. para un muerto
traje
junto con el maniquí del escaparate, y encima ahora
un duende en la chaqueta, ¡esto es demasiado!
— Puso los ojos en blanco y se desplomó sobre la
alfombra.
— ¿Está muerto? —preguntó niño. el

— No, solamente ha perdido conocimiento el

—contestó Jokus haciendo una seña de ventas. al jefe

— ¿Pero en realidad para qué necesitas el


maniquí? — preguntó pequeño. el
— Eso diré más tarde — dijo Jokus.
te lo
Después de que el jefe de ventas llegó apre-
suradamente y levantó al dependiente, sentándole
en una silla para que volviera de nuevo en sí, el pro-
fesor expresó sus deseos de nuevo:
—Quisiera comprar el traje azul marino que
tiene una sola fila de botones, juntamente con el
maniquí que lo lleva. Además también la camisa,
los tirantes y los calcetines. ¿Cuánto es todo, por
favor?
de ventas contestó titubeando:
El jefe
— No con seguridad, señor.
lo sé
El dependiente movió los pálidos labios y tar-
tamudeó:
—21.000 pesetas. Si paga al contado con un
diez por ciento de descuento. Se queda en 18.900
pesetas con 88 céntimos —
se veía que era un de-
45

pendiente eficiente. Entonces se resbaló de la silla y

se cayó al suelo.
— Se ha desmayado otra vez — dijo Máxchen
con toda tranquilidad.
Cuando el jefe de ventas oyó la nueva voz y
vio al pequeñín en la enorme chaqueta, casi se le
salieron los ojos de las órbitas y se agarró desesperado
al respaldo de la silla.

— ¿También señor
este se va a desmayar?
— preguntó ansiosamente.
— ¡Esperemos que no — dijo el profesor — .
¡Al
fin y al cabo una tienda de confección de caballero
no es un hospital!

Al poco tiempo el jefe de ventas y el de-


pendiente ya se habían recuperado. La compra se rea-
lizó. Llamaron un taxi. Echaron para atrás la capota
.

46

del coche y pusieron de pie al maniquí, en posición


veaical, sostenido por el profesor.
— ¡El mozo parece un político extranjero que
ha venido de visita — exclamó un berlinés al ver
pasar el taxi.
— No puede ser un político — opinó otro.
— ¿Y por qué no? — preguntó el primero —
¿Quién si no va de pie en los coches, como si no tu-
vieran asientos?
— Seguro que no es un político — repitió el

otro obstinadamente — . No sonríe, y ni siquiera nos


saluda con la mano. Eso es lo que haría si fuese un
político. Se debe de notar claramente lo mucho que

(iBfe;«3e££ásÉ??^2r^i^Siííá^^ r.^i»*V;-7
47

se alegra de estar en Berlín y de no poder sentarse.


Si no, no es un político.
El coche se detuvo en el cruce y los dos berli-
neses echaron a correr. Pero el semáforo se puso
verde antes de que llegaran, y se quedaron con la
duda.
— Además ningún político va en un vulgar
taxi — opinaba uno — Ni sentado ni de pie.
.

— Yo tampoco he ido nunca en — dijo taxi el


otro.
— ¡Caramba, compadre!, ¿no será usted acaso
un político?
— No. Soy un lechero.

fc*- **'*' <-;.'^-3Í*<!*'!


Capítulo 6

Agitación en el hotel Kempinski / Al señor


Hinkeldey le falta todo de repente, lo recupera
y pone pies en polvorosa / ¿Qué erajokus antes
de ser mago? / ¿Y para qué ha comprado el
maniquí?

X ambién en el hotel Kempinski, donde el

profesor Jokus von Pokus vivía, se quedaron muy


asombrados. Poco a poco se habían acostumbrado al
Hombrecillo, que dormía encima de la mesilla de
noche en una caja de cerillas. Pero el que ahora enci-
ma dos servidores de la casa arrastraran un maniquí
a través del asombrado vestíbulo y lo metieran en el
ascensor, puso al director del hotel y al portero visi-
blemente nerviosos.
Apenas ha-
bían colocado el ma-
niquí en medio de la

habitación, cuando
entró el director pre-
cipitadamente, miró
lleno de reproches a
través de sus gafas
de concha y preguntó
qué significaba eso.
—¿Qué significa el qué? —preguntó el profe-
sor amablemente, como si no supiera a qué venía
tanta excitación.
50

— maniquí!
¡El
— Lo necesito para mi trabajo —
explicó
Jokus — Los pianistas
. de concieao y los cantantes
se traen al hotel incluso el piano de cola cuando
están haciendo una gira, y tocan durante horas enteras
y hacen toda clase de ruidos. Son artistas, y tienen
que practicar. Yo soy mago. ¡También tengo que
practicar! Y no armo, ni por asomo, tanto escándalo
como mis colegas músicos —
cogió al director de la
chaqueta y le dio unos amables golpecitos en el
hombro — ¿qué es lo que le preocupa tanto, que-
,

rido amigo?
— Esto ya demasiado para nosotros — gimió
es
el director — Su Máxchen,
. dos palomas,
las conejo
el
blanco, y ahora un muñeco de madera con un traje
azul...
unos golpecitos
El profesor dio paternalmente
en el pecho pobre hombre, que estaba muy atur-
al
dido, y le pasó la mano cariñosamente por la cabeza:

¡No se lo tome tan trágicamente! Mi mani-
quí no necesita una cama. Tampoco utiliza pañue-
51

los. No quema el mantel con los cigarrillos. No rega-


ña a la doncella...

Sí, sí, señor profesor, lleva usted toda la
razón —
admitió el director —
¡Pero al fin y al cabo
.

usted solamente paga por una habitación individual!


¡Y ahora viven en ella usted, el Hombrecillo, tres
animales y el maniquí! ¡Eso significa, si las cuentas
no me fallan, cinco personas!

Aja, por ahí va la cosa dijo el mago son- —
riendo —
¿No pondría usted ninguna pega con res-
.

pecto al exceso de población de su encantadora


habitación del ala sur, si le pago diariamente 200
pesetas más que antes?
— Eso ya otra cosa — contestó director
es el
titubeante — ¿Puedo comunicar su estimable pro-
.

puesta a nuestro administrador?


— ¡Desde luego! — replicó profesor, y dán- el
dole un caluroso apretón de manos dijo:
— Lo mejor que tome nota ahora mismo.
es
Aquí tiene mi pluma.
— Muchas pero siempre llevo encima
gracias,
un bolígrafo y un cuaderno de notas. En mi profe-
sión los necesito continuamente. En cierto modo son
mis instrumentos de trabajo — el director se metió
con decisión la mano en el bolsillo, buscó y buscó
pero no encontró nada.

¡Qué raro! murmuró —
¡No encuentro — .

el cuaderno! ¡Ni tampoco el bolígrafo! No es posible


que me los haya dejado en la oficina. Sería la primera
vez en mi vida —
y no paraba de buscar. De repente
se puso blanco como una pared y susurró:
— ¡Tampoco llevo encima la cartera! Y llevaba
mucho dinero.
— Calma, calma — dijo Jokus — . ¡Lo mejor es
que primero se fume un cigarrillo! También podría
ofrecerme a mí. Me apetece uno.

Con gusto —
dijo el director, y metió la
.

52

mano solícitamente en el bolsillo derecho. Después


en el izquierdo. Después en los bolsillos del pantalón.
Cada vez ponía una cara más larga — . También se
me han olvidado — tartamudeó —
La pitillera y el
.

mechero de oro, no tengo ninguno de los dos...



Yo puedo sacarle del apuro dijo el pro- —
fesor, y sacó una pitillera y un mechero de oro.
El director miraba fijamente al profesor,
asombrado.
— ¿Qué ocurre? ¿Le le algo? falta
— Le ruego que me perdone — dijo el director
tímidamente — ¿pero ,
posible que
sería la pitillera

y el mechero que tiene usted en la mano no fueran


suyos, señor profesor, sino míos?
Jokus examinó los dos objetos con atención y
preguntó perplejo:

¿De verdad?

Mis iniciales están grabadas en la pitillera.
Una G y una H. Gustav Hinkeldey. Así me llamo.

¿Una G y una H? —
dijo el profesor mien-
tras comprobaba la parte exterior de la pitillera —
¡Exacto, señor Hinkeldey! —
y rápidamente le devol-
vió los dos objetos.

Le ruego perdone mi atrevimiento al avisar-
le —
comenzó a decir el director confundido.

¡De ninguna manera, de ninguna manera,
señor Hinkeldey! ¡Si alguno de los dos se tiene que
disculpar, ese soy yo! Así que perdone, pero a veces
soy tan distraído que me guardo las cosas que no me
pertenecen — el profesor se palpó minuciosamente

los bolsillos— ¡Vaya, aún quedan más cosas!


. excla- —
mó asombrado, sacando un cuaderno de notas y un
bolígrafo — ¿Es posible que esto sea también de su
.

propiedad?
—¡Naturalmente! —
dijo precipitadamente el
señor Hinkeldey, cogiendo los dos objetos rápido
como un rayo — No podía explicarme cómo no lie-
.
y

53

vaba encima el cuaderno —


entonces se quedó callado
y pensativo, hasta que finalmente preguntó con des-
confianza:
— ¿A lo mejor ha guardado usted también
mi cartera con ese despiste suyo?
— ¡Esperemos que no! —
contestó el profesor
revisándose los bolsillos — . ¿O es ésta quizás? —
balanceaba una cartera negra de tafilete en la mano
izquierda.

— ¡Claro que sí! — exclamó el director, cogién-


dola de un tirón y corriendo aprisa hacia la puerta,
como si temiera que la cartera pudiera volver a des-
aparecer.
— ¿Todavía tiene el dinero dentro? — pregun-
tó Jokus muerto de risa.
54
¡Sí!
— mejor que cuente los billetes!
¡Es No me
gustaría que usted afirmara después que le faltaba
dinero. ¡Póngase sus gafas de concha y cuéntelo cui-
dadosamente!
— ¿Mis gafas? ¡Si las llevo puestas! — dijo el

señor Hinkeldey.
Solamente cuando el Hombrecillo soltó la
carcajada, y empezó a reírse cada vez más alto y con
más ganas, Hinkeldey sospechó algo, y llevándose la
mano a la nariz la dejó caer estupefacto.
— ¿Pero dónde han metido de repente?
se
— ¿Dónde pone uno gafas normalmente las
cuando quita
se lasdarse cuenta? — preguntó
sin el
profesor compasivo — Yo desgraciadamente no
. lo sé.
No he usado gafas en toda mi vida. ¿Las tiene en el

estuche?
El Hombrecillo se desternillaba de risa.
— ¡Bastaya, querido Jokus —
chilló retorcién-
dose — . ¡Ya no puedo más! ¡De la risa me voy a caer
del bolsillo!
El director le miró sombríamente.
— ¿Qué que tiene tanta gracia? ^gruñó.
es lo
De repente lo comprendió todo: ¡Sus gafas
estaban sobre la nariz del profesor! De un salto se
puso en medio de la habitación, agarró las gafas, vol-
vió a la puerta de otro salto y exclamó:
—¡Es usted un demonio!

No, señor Hinkeldey, un mago.
Sin embargo el director del hotel no estaba
para nada más. Ni siquiera para una conversación.
Abrió la puerta precipitadamente y se fue al polvo
del pasillo. (Aunque en los hoteles tan cuidadosos
como éste no hay ningún polvo.)
..

53

Después de que Máxchen se había recuperado


a medias del ataque de risa, dijo asombrado:

El señor Hinkeldey tiene razón. ¡Eres un
demonio! ¡Yo ya te había visto en el circo más de
una vez haciendo eso, cuando haces venir a la pista
a dos o tres personas del público, y les quitas la car-
tera sin que se den cuenta!
— Solamente hay que conversar con ama- ellos
blemente — dijo Jokus — Darles golpecitos amistosos
.

en elhombro. Jugar con sus botones. Se tiene que


fingir que se les quita un poco de tabaco o un hilo
del traje. Lo demás no es tan difícil cuando se ha
aprendido.
— ¿Y cómo lo has aprendido? ¿Y dónde? Llé-
vame un momento a tu oreja, por favor, ¿eh? Te
tengo que preguntar algo muy bajito.
El profesor sacó al Hombrecillo cuidadosamen-
te del bolsillo y lo llevó a su oreja.

Querido Jokus —
susurró Máxchen Me lo — .

puedes contar con toda confianza. Puedes tener la


seguridad de que no se lo voy a contar a nadie. ¿Has
sido quizás antes un... ladrón?
— No — contestó profesor en voz baja —
el

No, querido Máxchen — y sonrió besando pequeño al

en lapunta de nariz. Cosa que no era nada


la — fácil

No he sido nunca un ladrón. Pero he pescado a


muchos ladrones.
—¡Oh!
— Y para ello tuve que aprender y saber por
lo menos tanto como ellos mismos.
— Sí, sí, claro. ¿Pero para quién los has pes-
cado?
— ¡Para la policía!
— ¡Madre mía!
— ¿Te sorprende, verdad? Cuando era joven
quería ser detective o inspector de policía. Y después
convertirme en un hombre muy famoso.
56

— ¡Continúa contándome! —suplicó Máxchen.


— Hoy no. Quizás alguna otra vez. Hoy te
voy a contar algo acerca del maniquí que hemos
comprado.
— ¡Casi lohabía olvidado!
— En el futuro te vas a acordar de él con bas-
tante frecuencia — —
dijo el profesor .Pues lo hemos
comprado solamente para ti.
— ¿Para mí? ¿Y por qué?
— Porque estás empeñado en ser un artista.
— El Hombrecillo se quedó estupefacto.
— ¿Y para eso necesitamos ese maniquí tan
grande? ¿Qué clase de artista voy a ser entonces,
querido Jokus?
— Serás mi aprendiz de mago —
dijo el mago.
Capítulo 7

Sobre el aprendizaje de panadero, de carnicero,


de tortitas de pina y de mago I El maniquí se
llama Waldemar Cabezademadera / Jokus pro-
yecta el plan de aprendizaje, y el Hombrecillo
se asusta / La canción del «Teniente Invisible».

J\.si Hombrecillo era ahora aprendiz


que el

de mago, y eso, naturalmente, le alegraba mucho.


Pero aún le hubiera alegrado más si hubiera sabido
lo que un aprendiz de mago es en realidad.
— Yo sé lo que es un aprendiz de pana-
dero — —decía Un aprendiz de panadero tiene que
.

aprender lo que el maestro panadero sabe. Tiene


que aprender cómo se cuece el pan, los panecillos,
los pasteles de manzana y las tortitas de pina.
— Correcto — dijo profesor. el

—Y un aprendiz de carnicero tiene que apren-


der cómo se matan los cerdos y cómo se hacen las

salchichas y los fiambres.



Exacto.
— Y cuando se ha sido un aprendiz aplicado,
se llega a oficial. ¿Así que algún día llegaré a ser
oficial de mago?
— ¿Y por qué no?
— Y — comenzó Máxchen.
si...
— ¡Alto! — exclamó profesor — el . ¿También
quieres llegar a ser maestro?
El Hombrecillo movió la cabeza.
—Y si ahora me dieran una tortita de pina,
58

querido Jokus, el mundo me parecería aún mucho


más bonito.

Eres un glotón —
dijo el profesor, y diri-
giéndose al teléfono ordenó que trajeran una tortita
de pina y un coñac para él. Entonces se sentó en un
sillón floreado y explicó:

El asunto es complicado. Un aprendiz de
panadero aprende lo que el maestro panadero sabe.
Un aprendiz de fontanero aprende lo que el maestro
fontanero sabe.
— Y el aprendiz de carnicero...
— De ése no hablamos.
— ¿Y por qué no? — preguntó Máxchen.
— ¡Por que entonces entrarían ganas de co-
te
merte una salchicha! — dijo Jokus — ¡Mejor segui- .

mos hablando de fontaneros!


los
— Bueno. Entonces tendré que aprender de ti

lo que tú sabes — dijo Hombrecillo — ¡Pero eso


el .

no puede ser! ¿Cómo puedo aprender a tragarme


veinte cuchillas de afeitar, y sacármelas después de
la boca una tras otra? ¡Y tampoco puedo sacar un
conejo de un sombrero de copa por arte de magia!
¡Solamente hay conejos tan pequeños en Liliput, y
Liliput no existe! ¡Y tus barajas de cartas, la varita
mágica, los ramos de flores y los cigarrillos encendi-
dos son veinte veces más grandes que yo!
El profesor asintió.
— Ya te he dicho que
asunto es complicado.
el
Todos los que sabe su maestro.
aprendices aprenden lo
El aprendiz de panadero, el aprendiz de fontanero,
el aprendiz de sastre, el aprendiz de zapatero...

...el aprendiz de carnicero añadió Máxchen —
riéndose.
— ¡Sí, él también! — dijo Jokus — . ¡Tú sin
embargo eres el único aprendiz en el mundo que
tiene que aprender lo que su maestro no sabe!
— ¿Por qué? ¡Tú puedes hacerlo todo!
..

39


¿Puedo dormir en una caja de cerillas?
¿Puedo volar por la habitación montado encima de la
paloma Minna?

¡No, en eso tienes razón! Eso no lo puedes
hacer.
— ¿O puedo — preguntó el profesor — asomar-
me por el borde del bolsillo del pañuelo de mi
chaqueta? ¿Puedo trepar por la barra de la cortina?
¿Puedo colarme por el agujero de la cerradura?

No, eso tampoco lo puedes hacer. ¡Vaya!
¡Hay un montón de cosas que no puedes hacer,
querido Jokus! ¡Eso es fenomenal!

Sea fenomenal o no —
dijo el profesor es — ,

como es. Tú eres el aprendiz de mago y yo soy el


maestro, y tendrás que aprender de mí unas cuantas
cosas que yo mismo no sé.
En este punto fueron interrumpidos. Pues el
camarero entró en la habitación. Traía el coñac y la
tortita de pina. Tropezó con el maniquí y casi lo tiró
al suelo.

— ¡Caramba! — exclamó — ¿Quién éste? . es


—Este guapo Waldemar —explicó Jokus —
es el
Un pariente lejano nuestro.
— Un hombre muy guapo — afirmó cama- el

rero divertido, guiñando ojo a


el dos — ¿Y los .

cómo llama de apellido?


se
— Se llama Cabezademadera — dijo Hom- el

brecillo con rostro tan


el como un funeral —
serio
Waldemar Cabezademadera.
— En hoteles grandes tienen toda
se de clase
experiencias — dijo camarero. Entonces hizo una
el

reverencia delante del maniquí, y deseó: le


— ¡Que tenga una agradable estancia en Ber-
lín, señor Cabezademadera! — y marchó. se
Después de que el profesor se hubo bebido
el coñac y Máxchen hubo devorado la décima parte
de su tortita de pina con un minúsculo tenedorcito
60

de plata, comenzó la lección de aprendiz de mago.


—Antes has visto cómo he quitado un par de
cosas al profesor Hinkeldey sin que se diera cuenta
— dijo el profesor.
— Desde luego que he sido testigo — replicó
el Hombrecillo— pero ver no he
,
visto nada. Ni si-

quiera el truco de las gafas. Solamente me he dado


cuenta cuando ya las tenías encima de la nariz.

¿Quieres saber cómo lo he aprendido? Yo
también he sido aprendiz y he tenido que practicar
durante mucho, muchísimo tiempo.
— ¿Pero, cómo?
— Con un maniquí que llevaba un azul. traje
— ¿De verdad? ¿Y era tan guapo como Wal-
demar?
— Waldemar más guapo y más rubio
es
— tuvo que admitir profesor — Sin embargo no
el .

vamos a dejar que su deslumbrante belleza nos dis-


traiga del tema. Además, quizás en el futuro, cuando
trepes diariamente por él durante horas enteras, no
lo encuentres ya tan guapo.
— ¿Qué es lo que voy a hacer? —
preguntó
Máxchen espantado — . ¿Trepar por él diariamente
durante horas y horas?
—Sí, hijo mío. Desde el cuello de la camisa
hasta la suela de los zapatos, y desde las suelas hasta
la corbata. De arriba abajo y de abajo arriba, y
dentro y fuera de todos los bolsillos, ligero como una
ardilla y silencioso como una hormiga en zapatillas,
pero desde luego que lo aprenderás. Vosotros los
pichelsteinianos sois gimnastas famosos.
—¿Y para qué tengo que aprender todo eso,
querido Jokus?
—Para que me ayudes de una manera eficiente
en el circo. ¡Podré hacer aparecer misteriosamente
muchas más cosas que hasta ahora ante las respeta-
bles señorías que vienen porque yo se lo pido.
:

61

— ¡Entonces eres tú y yo,- no, entonces soy yo


y tú; no, entonces somos una cuadrilla de ladrones!
—Sí.
—Tú eres de la banda. ¿Y yo qué soy?
el jefe

— Tú eres Teniente Invisible.


el

El Hombrecillo se frotó las manos. Lo hacía


muchas veces cuando estaba contento. Y exclamó:
— ¡Ese podría ser el comienzo de una canción!
Y acto seguido se puso a cantar:
— Soy el Teniente Invisible... y trepo por en-
cima de Waldemar.
— ¿Qué sigue?
— ¡Ahora toca a te ti!

— De acuerdo — dijo profesor, y cantó —


el

Después en conjokus... hago...


el circo
— ¡Juegos de manos! — dijo Máxchen entu-
siasmado — ¡Ahora todo entero! Pero muy alto y
. los
dos a la vez.

El profesor levantó los brazos como si estuvie-


ra dirigiendoun coro numeroso, y dando la señal de
entrada cantaron a viva voz:

— ¡Soy el Teniente Invisible


y trepo por encima de Waldemar.
Después en el circo conjokus hago
juegos de manos maravillosos!

El Hombrecillo aplaudió encantado.


— ¡Por por lo menos tres o cuatro
favor,
veces más! Es una canción maravillosa.
Cantaron hasta que el camarero llamó a la
puerta y, entrando en la habitación, preguntó si algu-
no se había puesto enfermo o quizá los dos.
y

62

— Estamos sanos como una manzana — excla-


mó el Hombrecillo.
— Solamente nos estamos diviniendo un poco
— dijo el profesor.
Le cantaron la canción lentamente, y después
el camarero cantó también con ellos.

Más tarde llegó la doncella. Todavía se había


quedado más preocupada que el camarero. Sin em-
bargo se le pasó pronto. Al final acabaron cantando
a cuatro voces. Sonaba como un recital de canto. Pero
no tan bonito, la verdad.

Por la noche, acostado en su caja de cerillas,


Máxchen bostezó, se estiró y dijo:

Así que este ha sido mi primer dia de
aprendizaje.
—Y en que más has hecho vago — añadió
el el

el profesor — A partir de mañana vamos a trabajar.


.

¡Apague usted Teniente


la luz. Invisible!
— ¡A sus órdenes, de banda! —
jefe la

Máxchen apagó la luz. La luz de la luna entraba por


la ventana. El guapo Waldemar estaba en medio de
la habitación, y dormía de pie. Minna y Emma, las
dos palomas, estaban acurrucadas muy juntitas sobre
su cabeza de madera. No se estaba tan cómodo como
encima del armario, pero por lo menos era una
novedad.
El profesor dio su primer ronquido. El Hom-
brecillo susurró por lo bajo:
—Después en el circo con Jokus hago juegos
de manos maravillosos — aquí se le cerraron los ojos.
Capítulo 8

Jokus es un solitaño / Maxchen en papel de


el
Maxchen trepador / Los fracs cambiados / Las
tres hermanas Mazapán / ¿Qué es un trampo-

lín? / Galoppinski hace magia encima de los


caballos / Jokus von Pokus no quiere actuar.

X odas las mañanas se entrenaban varias horas.


Después el Hombrecillo se bañaba en la jabonera.
Se entrenaban en todas las ciudades donde actuaba el
circo Stilke. Cuando viajaban en tren, el maniquí
iba en la red de los equipajes de su departamento,
y tenían que vigilar que Waldemar no se cayera.
Ellos no viajaban con los innumerables vago-
nes del circo, que tenían que ser enganchados a uno
o varios trenes de mercancías: el vagón vivienda, el
vagón de los caballos y las jaulas de las fieras, el
vagón de la tienda, del cable para las mil bombillas
fluorescentes, de los instrumentos de música, de las
estufas, los trapecios y los cables metálicos, de los
caneles y anuncios, de los trajes, alfombras, sillas,
escaleras, varas de bambú, taquillas, encargados de los
animales, contables, mecánicos y las herramientas,
el heno y la paja, y tampoco viajaban con el director
Brausewetter, su sombrero de copa y su mujer, sus
cuatro hijas y dos hijos, sus yernos y nueras, los
siete nietos y el... ahora he perdido el hilo... ¿Qué
era lo que quería contar?
Ya lo recuerdo. No viajaban con el circo, sino
en el tren expreso. Y no se alojaban en el vagón-
64

vivienda, sino en hoteles. El profesor era, como él

mismo decía, un solitario nato.


— Amo el circo —decía — . Pero solamente
cuando está lleno. Aparte de eso amo la vida y el buen
tiempo.
— ¡Y a mí! — gritó Máxchen tan alto como
pudo.
— A — dijo Jokus tiernamente —
ti , a ti te
amo aún un centímetro más que al buen tiempo.
Al cabo de medio año el Hombrecillo trepaba
por encima del guapo Waldemar como un escalador
en los Dolomitas o en la Suiza sajona, solamente que
no estaba atado a una cuerda. Eso era peligroso. Pues
el maniquí era tan grande para él como un rasca-
cielos para nosotros.
Afortunadamente niño no tenía vértigo.
el

Por ejemplo, trepaba por los pantalones hasta arriba,


se escabullía debajo de la chaqueta, atravesaba el
cinturón, subía por los tirantes de nuevo hacia
arriba, saltaba a la corbata, trepaba por el forro como
si se tratara de una chimenea rocosa, descansaba un

poco en el nudo de la corbata, dándose impulso se


arrojaba a la solapa, y resbalándose desde el ojal iba
a caer dentro del bolsillo del pañuelo.
Esta era solamente una de sus asombrosas ex-
cursiones a la montaña. Las otras no las quiero des-
cribir con tanto detalle. Vosotros ya sabéis que lo
que os cuento es siempre correcto. Tampoco quiero
explicaros más claramente para qué y por qué Max-
65

f
t^^^=W^^^^^ ^=W^^
chen tenía que trepar diariamente. Por el momento
debéis daros por satisfechos con el hecho de que él
mismo lo sabía. Sin embargo no lo comentaba con
nadie. Y el guapo Waldemar lo sabía también, por
supuesto. Pero los muñecos, y también los mani-
quíes, pueden callar como una tumba.
De cualquier modo, el profesor estaba muy-
satisfecho con los progresos de Máxchen. A veces le
llamaba incluso «mi Máxchen trepador». Esto era una
gran alabanza, y al Hombrecillo le brillaban los ojos
de orgullo.
A pesar de tales progresos el aprendizaje hu-
biera durado por menos tres meses más, quizás
lo
incluso cuatro meses, si una noche los fracs no hubie-
ran sido confundidos. ¿Qué dos fracs? ¡El frac del
profesor y el frac del jinete Galoppinski! ¡Fue un
episodio sensacional!
El señor director Brausewetter cree todavía hoy
en día que todo fue una coincidencia. Pero aparte de
él nadie lo creía en el circo Stilke. Ningún traga-

fuego, ningún chino falso, ningún vendedor de hela-


dos y ningún acróbata. Y desde luego, las tres her-
manas «Mazapán» tampoco lo creían. Rosa Mazapán,
la más guapa de las tres señoritas, aseguraba que
había sido un vil acto de venganza. Supongo que
tendría razón. Probablemente los celos jugaban un
papel. Pues la señorita Rosa Mazapán traía a los hom-
bres de cabeza. Aunque ella no lo quisiera.

Tan pronto como las hermanas saltaban a la


G6

pista haciendo reverencias, con sus cortas faldas de


gasa y los corpinos del color de la piel, los especta-
dores entusiasmados daban patadas en el suelo y
aplaudían. Es que no se podía uno imaginar una
visión más apetitosa. Se tenían ganas de darles un
bocado. ¡No es extraño que se llamaran Mazapán!
Y cuando se balanceaban en el tenso trampo-
lín, y saltaban alto, cada vez más alto, y aún mucho
más alto, daban volteretas, se ponían en el aire en
posición horizontal o hacían piruetas, entonces el jú-
bilo no tenía límites. Daba la impresión de que las
tres jóvenes eran tan ligeras como tres plumas de

avestruz. Cuando en realidad las tres juntas pesaban


un centenar y medio, ¡y eso significa ciento
cincuen-
ta kilos!
Rosa Mazapán, la más guapa, pesaba cincuen-
67

ta y dos (52) kilos con ochenta y cuatro (84) gramos.


Eso no es mucho. Yo mismo peso, por ejemplo,
setenta y un(71) kilos, es decir, 18,5 kg. más. Sin
embargo a nadie se le ocurriría compararme con una
ligera pluma de avestruz, o arrodillarse delante de mí
asegurando que estoy para comerme. A mí nunca me
pasa eso. No siempre hay justicia en la vida.
Para aquellos de vosotros que no saben lo que
es un trampolín, me gustaría aclarar que se trata de
algo parecido a un colchón. Seguro que vosotros
habéis saltado muchas veces encima de la cama y os
habéis puesto muy contentos al ver lo flexible que es
el colchón, lo ligero que se vuelve uno de repente y
los saltos que se pueden dar. Un trampolín es sim-
plemente más largo y más alto que un colchón, y tan
tenso como el pellejo de un tambor o de un bombo.
Quien ha aprendido a balancearse encima y
lanzarse hacia arriba con rapidez, vuela por los aires
como una flecha, se queda arriba cinco o incluso seis
segundos, y allí puede revolcarse y dar volteretas
como si fuera tan ligero como un globo. Puede
hacer eso. Pero solamente si lo sabe hacer.
Y naturalmente, también tiene que saber caer
correctamente encima del trampolín. Pues si no ca-
yera encima, sino al lado, se rompería todos los
huesos. Las tres hermanas Mazapán sabían hacerlo.
Sus padres se lo habían enseñado cuando eran niñas,
ya que también habían sido acróbatas.

Sin embargo, volvamos a los fracs confundidos.


Desde luego no había forma de probarlo, pero segu-
ramente había hecho Fernando, uno de los payasos
lo
músicos.En el circo tocaba una armónica del tama-
ño de una estaca, y otra tan pequeña que todas las
tardes se la tragaba, y después seguía tocando en su
estómago. Esto le hacía mucha gracia a los especta-
68

dores. Hacía mucho tiempo que se había vuelto


melancólico y bilioso. Porque, amaba a la señorita
Mazapán y ella no quería saber nada de él. Pues ella
amaba al profesor Jokus von Pokus.
Eso le ponía al payaso los nervios de punta.
¡Y por eso un día, un cuaao de hora antes de la
función, cambió los fracs en el guardarropa! Colgó
el frac del jinete con su sombrero de copa correspon-
diente en la percha del profesor. Y colgó el frac del
mago, junto con su sombrero de copa en la percha
del guardarropa del jinete. Entonces se marchó de allí

de puntillas.
Y cuando el maestro Galoppinski saltó a la

pista su semental negro como el azabache,


montando
y deteniéndole bruscamente se levantó el sombrero
de copa para saludar. Alba, el conejo blanco como
69

de un brinco del forro del sombrero, y


la nieve, salió
cayendo en laarena saltaba en círculos, espantado.
Esto asustó al caballo, y se encabritó. El señor Ga-
loppinski le dio unos golpecitos en el cuello para
tranquilizarle. En esta ocasión la paloma Minna salió
volando de la manga izquierda del frac, y aleteando
por todas partes, buscaba la mesita donde estaba la
jaula con la puerta abierta para colarse dentro.
¡Sin embargo la mesa y la jaula no estaban aún en
la pista!
El semental empezó a inquietarse y a cocear
hacia delante y hacia atrás. La orquesta tocaba el vals
de la opereta «El Murciélago», esperando que el caba-
llo hiciera sus famosos pasos de baile. Sin embargo
no había manera de que bailara, sino que corría a
toda velocidad por la pista como si hubiera sido ata-
cado por un enjambre de abejas. El jinete apenas
podía dominarle.
El público de las primeras filas se fue rápida-
mente hacia arriba. Mucha gente gritaba de miedo.
Una señora se desmayó. La paloma Emma salió
aleteando de la manga derecha de Galoppinski. Este
recogió aún más las riendas. Entonces el semental dio
un salto en el aire con las cuatro patas al mismo
tiempo relinchando salvajemente. El jinete echó
mano al látigo para golpear al rebelde animal. ¡Sin
embargo no era el látigo, sino la varita mágica, que
inmediatamente se convirtió en un enorme ramo de
flores! El caballo le arrebató furiosamente las flores
de la mano para comérselas. Pero estaban hechas con
papeles de colores, y las escupió asqueado.
Entretanto el público se moría de risa. El co-
nejo se alzaba sobre las patas traseras. Las palomas
aleteaban desconcertadas alrededor del sombrero de
copa de Galoppinski. La orquesta entonaba la marcha
de Las Altas Montañas de la Libertad. El jinete picó
espuelas para que el semental volviera por fin en sí y
70

marchara al compás de la música. Pero el negro


caballo no estaba acostumbrado a que le clavaran
las espuelas en los flancos delante de todo el mundo.
Se sacudía, y no paraba de agitarse y dar coces en
todas direcciones, hasta que Galoppinski, uno de los
mejores jinetes de escuela del mundo, salió despe-
dido de la silla cayendo en la arena.
Entonces el semental salió de la pista a toda
velocidad haciendo un ruido atronador con los cascos,
y volvió al establo. El jinete se levantó y se fue para
adentro cojeando y suspirando. El público estaba
fuera de sí, que eran dos mil personas. La
y eso
carpa temblaba con las carcajadas. ¡Nunca se había
visto un mago a caballo, que encima al final había
salido despedido!

El señor director Brausewetter estaba en la en-


trada de la pista y gritaba fuera de sí:

— ¡Esto es una catástrofe! ¡Esto es una ca-


tástrofe!
Galoppinski, que le oyó cuando pasaba por
allícojeando, dijo, chirriándole los dientes:

¿Usted llama a esto una catástrofe? ¡A algo
así yo le llamo una cerdada! ¡Una cerdada enorme!
¿Quién me ha jugado esta mala pasada? ¡Que se
descubra! ¡Le echaré a los leones para que se lo
coman! ¡Auá! —
y llevándose las manos a los ríñones
hacía gestos de dolor.
El profesor se fue disparado a la pista, cogió
al conejo por las orejas, llamó a las dos palomas hasta
que se le posaron en la palma de la mano, y cuando
volvió corriendo con los tres a los vestuarios estaba
fuera de sí y sin aliento.
— ¡Estoy ofendido hasta lo más hondo! — ex-
clamó — . presidente del
¡Si el círculo mágico llega
a enterarsede esto tendré que presentarme ante el

Juzgado de Honor!
72

(^,4

— ¡Pero no será por su culpa! — dijo el direc-

tor Brausewetter para apaciguarle.


— indemnización por
¡Exijo dolores! — los gritó
Galoppinski furioso — ¡En primer lugar
. han reído se
de mí dos mil personas, y para colmo después me
he caído del caballo!

Dentro de diez minutos me toca actuar
— exclamó el profesor —
¡No lo haré ni en sueños!
¿Después de que el señor Jinete ha ridiculizado mi
frac de mago? ¡Nunca! ¡Y su penco se ha comido
uno de los ramos de flores más caros!

¡Lo que ha hecho es escupir esa porquería
— chilló Galoppinski, y dando un salto de rabia dijo
de nuevo —¡Aua! :


¡Calma, señores míos! —
suplicó el director
Brausewetter ¡El —
programa
. tiene que continuar!
¿Qué va a pasar ahora?
— Yo no voy a actuar en ningún caso, ni aun-
que pongan de
se delante de mí — dijo
rodillas el

profesor — ¡Cogeré mis animales, me


.
hotel y iré al

me beberé una botella entera de coñac!


— No, querido Jokus — exclamó entonces el

Hombrecillo en voz alta desde el bolsillo del pañue-


lo—. ¡Tengo una buena idea! ¡Acércame a tu oreja!
¡Es muy importante! —
y cuando Jokus le alzó,
Máxchen empezó a susurrar misteriosamente.
El profesor escuchaba asombrado, y moviendo
la cabeza dijo:
—No. Aún tienes que entrenarte por lo menos
tres meses más. Sería demasiado pronto.
Pero Máxchen no le dejaba en paz.
73

— Te han puesto furioso — susurró — , y eso no


podemos permitirlo.
— ¡No, Máxchen, hoy todavía no!
— Justamente hoy!
— demasiado pronto!
¡Es
— ¡Por favor, por favor! ¡Di que sí! ¡Es lo
único que quiero por mi cumpleaños! ¡Ni siquiera
quiero el cuarto de estar de una casa de muñecas!
—Pero si falta medio año para tu cumpleaños.
—¡No importa, querido Jokus!
En ese momento el profesor sintió unas
minúsculas lagrimitas en su gran pabellón de la
oreja. Entonces suspiró hondamente y dijo:
—Señor director Brausewetter, he reflexionado.
Me beberé el coñac más tarde. ¡Voy a actuar!
¡Anúncieme por el micrófono! ¡Hágalo personal-
mente!
— ¡Con muchísimo gusto! —
exclamó el señor
director aliviado —
¿Y qué tengo que decir al pú-
.

blico?

Dígales que hoy actúo por primera vez con
mi aprendiz de mago. ¡Y el número se llama: «El
Hombrecillo y el gran ladrón»!
Capítulo 9

El director Brausewetter calma al publico / «El


Hombrecillo y el gran ladrón», un estreno pre-
maturo / Al gordo señor Magro y al doctor
Hornbostel les roban / Cordones de zapatos
marrones y negros I Maxchen guiña el ojo a dos
mil personas.

Hl director Brausewetter cumplió su palabra.


Apenas dos famosos patinadores,
«Los torbellinos»,
desaparecieron de la pista con grandes aplausos, se
puso sus guantes blancos de cabritilla e hizo una señal
al director de la orquesta. Sonó un toque de trom-
petas.
El director se dirigió dignamente al micrófo-
no. Se hizo un silencio en el circo.
— Respetable
público — dijo señor el

Brausewetter — Como .

han visto en sus pro-


gramas, ahora actúa el
profesor Jokus von Po-
kus. El es, si me es
permitido decirlo, el

gran maestro entre los


magos existentes. Ala-
barlo sería ir a vendi-
miar y llevar uvas de
postre. Y un director de circo no tiene tiempo para eso.

— ¡Qué lástima! — gritó un gamberro en las


76

filas de arriba. Sin embargo, los otros le hicieron


callarse, y reinó de nuevo el silencio. Solamente en
los establos, muy lejos, relinchaba un caballo. Segu-
ramente era Ñero, que daba coces a Galoppinski al

quitarle la silla.

— Debido a una inexplicable confusión —con-


tinuó diciendo señor Brausewetter —
el maestro , el

Galoppinski cogió una varita mágica en lugar del


látigo. Con esto comprobó que hacer magia y galopar
tienen tan poco que ver como... los arenques en
vinagre y la crema de chocolate, o como la catedral
de Colonia y la estación de ferrocarril.
Una parte del público se rió.
— El resultado — dijo el director — , es muy
triste. Pues nuestro gran mago por el momento se
niega en redondo a coger la varita mágica. Me he
puesto de rodillas delante de él. Incluso quería
regalarle mi colección de sellos. Pero todo en vano.
No quiere.
La multitud empezó a inquietarse. Silbaban y
chillaban «buu». Uno gritó:
— ¡Entonces quiero que me devuelvan el di-
nero de la entrada!
El director Brausewetter negó con la cabeza.
— ¡No hará magia, mis queridos amigos, pero
actuará!
La gente aplaudía.

Lo que hoy les va a ofrecer, todavía no lo ha
ofrecido nunca. Incluso yo mismo, el jefe de la casa,
no he visto todavía la representación. ¡Lo que a uste-
des, a mí, y en resumen, a todos nosotros nos espera,
es un estreno universal!
La gente seguía aplaudiendo.
— ¡Yo solamente sé cómo se llama él número!
— el director Brausewetter levantó los brazos con los
guantes blancos de cabritilla y gritó tan alto como
pudo:
77

— La representación se llama: «¡El Hombreci-


llo y elgran ladrón»!
Entonces se inclinó enérgicamente haciendo
una reverencia y se fue. Las trompetas sonaron de
nuevo. El público estaba en suspenso. Y se hizo un
silencio de mueae.

— Ya ha llegado hora — dijo profesor. la el


—De acuerdo —susurró Máxchen en el bolsillo
del pañuelo — ¡Buena suerte, querido Jokus!
.

— ¡Toi, y veces gato negro!


toi, toi, tres
—masculló mago, y entró lentamente en
el la pista.
Se quedó de pie en el centro, y haciendo una reve-
rencia dijo sonriendo:

Señores y señoras, hoy no vamos a hacer
magia. Hoy solamente vamos a robar. ¡Mantengan
bien seguras sus carteras! Nada ni nadie está seguro
ante mi joven colaborador.

¿Dónde está su colaborador? gritó un —
hombre gordo desde la segunda fila.

Está aquí, desde luego replicó el profesor. —

Pues yo no le veo gritó el gordo. —

¡Acerqúese un poco, por favor! ^dijo Jokus
amablemente —
¡Quizás entonces le vea!
.

El hombre gordo se levantó gruñendo, se


acercó a la pista caminando penosamente, dio la
mano al profesor y dijo:
— Me llamo Magro.
Eso leliizo mucha gracia al público
El gordo Magro miró con insistencia a su alre-
dedor.
— ¡Sigo sin verle!
El profesor se acercó -mucho al gordo, le miró
fijamente a los ojos, y dándole unos golpecitos en
el hombro dijo:
— Sus ojos no tienen la culpa, señor Magro.'
.

78

Están perfectamente. Sin embargo mi ayudante está


aquí. Le doy mi palabra de honor.
Un señor de la primera fila gritó:
— imposible de todo punto! ¡Le apuesto
¡Es
ochocientas pesetas a que está solo!
— ochocientas pesetas?
(;Sólo
— ¡Dos mil!
— De acuerdo — dijo Jokus divertido — ¡Acer- .

qúese usted también sin miedo! Aquí hay mucho


sitio todavía.¡Y no se olvide de traer el dinero!
Y cogiendo del brazo al señor Magro, esperó
sonriente al señor de la primera fila que había
apostado dos mil pesetas. El señor Magro también
sonreía, aunque no sabía por qué.
El señor fue a donde estaban, poniéndose
enfrente de ellos.
—Doctor Hornbostel —
dijo entrecortadamen-
te con voz gangosa —
Llevo el dinero encima
. se —
dieron la mano.
— ¿Y ahora qué? —
preguntó el profesor —
¿Dónde está mi ayudante?
— Es absurdo —
dijo el doctor Hornbostel.
Ese tipo no existe. Después de todo no estoy ciego.
Me gustaría doblar la apuesta. ¿Cuatro mil pesetas?
El profesor asintió.
— Cuatro mil pesetas.Enteramente a su gusto
— le dio unos golpecitos en el pecho La cartera — .

está muy abultada. La siento a través de la chaque-


ta —entonces palpó la tela con los dedos, desabro-
chó el botón del medio de la chaqueta del doctor
Hornbostel y dijo:
—Estupendo estambre, ni un gramo de algo-
dón, sin arrugas en el tejido, sienta de primera, un
sastre caro.
— ¡Por supuesto — corroboró doctor orgullo-el

so dándose una vuelta en redondo.


— ¡Fabuloso! — dijo Jokus — ¡Un mo- .
.

79

mentó, por favor! Aquí le cuelga un hilo blanco


— le sacudió el hilo y alisó la chaqueta cuidado-
samente.
Entonces el gordo Magro tosió y dijo un poco
enfadado:
— Todo eso está muy bien, profesor. Es-
tambre estupendo, un sastre caro y demás. Pero,
¿cuándo se nos va a robar?
— Empezaremos dentro de dos minutos, esti-
mado señor Magro. Ni un segundo más tarde. ¡Mire
su reloj para comprobarlo!
El gordo Magro miró su reloj y puso cara de
confusión
— No lo tengo — dijo.
Jokus le ayudó a buscarlo. Pero el reloj no
estaba en ningún bolsillo ni tampoco en la otra mu-
ñeca. Tampoco estaba en el suelo.
— Esto es muy, pero que muy raro dijo el —
mago sintiéndose a sus anchas —
¡Nosotros dos que-
.

ríamos empezar a robarles a ustedes dentro de dos


minutos, y ya ha desaparecido un reloj!
Entonces miró al otro señor a los ojos:
80

— Señor doctor Hornbostel — dijo desconfia-


damente — no quisiera acusarle, desde luego, pero
,

¿ha cogido usted quizás, por equivocación, el reloj


del señor Magro?
—¡Qué estupidez! gritó el señor doctor Horn-
bostel furioso —
¡Yo no robo ni por equivocación
.

ni por diversión! ¡Un distinguido abogado como yo


no se lo puede permitir!
Los espectadores se rieron con ganas.
Jokus seguía serio.
— ¿Puedo inspeccionar? — preguntó educada-
mente — Es una cosa rutinaria.
.

— ¡Muy a mi pesar! — dijo el abogado doctor


Hornbostel con voz gangosa, levantando los brazos.
Parecía un asalto de bandidos.
Jokus inspeccionó rápidamente todos los bol-
sillos. De repente se enderezó. Entonces sacó una

cosa y la sostuvo en alto: ¡un reloj!


— ¡Ese es! —
gritó el gordo Magro, saltando
hacia él como un perro hacia las salchichas, se lo puso
de nuevo en la muñeca y dijo, mirando a Hornbostel
de reojo:
— ¡Oiga, señor doctor! una vergüenza!
¡Esto es
— ¡Le juro que no fui yo! — replicó aboga- el

do malhumorado — ¡Yo ya tengo un


. — reloj! se
subió el puño hacia arriba, y poniendo cara de tonto
exclamó:
— ¡No está!
El público reía y aplaudía frenéticamente.
— ¡Un reloj de oro! ¡Con ocho rubíes! ¡Autén-
tico suizo! ,

Jokus amenazó con el dedo al señor Magro


sonriendo y se puso a inspeccionarle todos los bolsi-
llos. Finalmente le sacó un reloj de oro del bolsillo

interior derecho.
— ¡Ese es! ^exclamó Hornbostel — . ¡Ese es!
¡Dén-:lo!
:

81

Jokus le ayudó a ponerse el reloj de oro que


tenía piedras preciosas en la esfera, y dijo, guiñando
el ojo al público:
— He tomado el pelo a dos distinguidos
señores.
Entonces se dirigió a los dos distinguidos
señores.
— ¡No se enfaden entre ustedes! ¡Vuelvan a
ser amigos! ¡Dense la mano para reconciliarse! Eso
es. Muchas gracias —
miró su reloj Dentro de un — .

minuto mi ayudante y yo empezaremos a trabajar.


Les robaremos de tal manera que sentirán terror y
pavor. Pero quizás luego les devolveremos algunas
cosas de valor. Ya se sabe que los bienes obtenidos
de manera injusta no prosperan.
— ¡Usted y su aprendiz de mago que no
existe! — exclamó el doctor Hornbostel Ya me — .

estoy regocijando pensando en las cuatro mil pesetas!


—Quien ríe el último ríe mejor, señor doctor
— dijo Jokus — Dentro de un minuto empezará el
.

saqueo. ¡Por favor, miren los dos el reloj! Son las


nueve y siete minutos. ¡Comprueben la hora!
Así que el gordo Magro y Hornbostel fueron
a mirar el reloj y gritaron a la vez
— ¡Tampoco está! ¡Los dos relojes! ¡y era —
cierto, los dos relojes habían desaparecido!
Los espectadores estaban maravillados.
Entonces Jokus levantó un brazo ordenando
silencio. Sin embargo en ese momento gritó una niña:
— ¡Mamá, mira! ¡El mago lleva tres relojes!
Todos miraron al profesor. Incluso él mismo
se contemplaba la muñeca y fingía estar asombrado.
¡Tres relojes de pulsera brillaban en su muñeca iz-

quierda! La gente reía, gritaba, aplaudía y daba pa-


tadas de contento.
Cuando se hubieron calmado, Jokus devolvió
los dos relojes cortésmente y dijo:
82

— Bueno, señores y señoras, ahora quería pedir


a un tercer espectador que se acercara. Para que hi-
cierade vigilante. Pero en realidad la vigilancia no
hubiera servido de nada. ¿Saben por qué?

¡Porque usted a pesar de todo hubiera ro-
bado como una urraca! — gritó una escuálida mujer
riéndose.
— ¡Se equivoca! — replicó Jokus — No hubie- .

ra podido vigilar, porque no queda nada qué robar.


Ya tengo todo.
lo
Se palpó los bolsillos y guiñó el ojo a dos
empleados de librea.
Acercaron una mesa y la colocaron delante
del profesor.
— Bueno — dijo a los señores Hornbostel y
Magro — Ahora vamos a
. Navidades. jugar a las

Dense la vuelta para que no puedan verme. Y yo


pongo los regalos encima de la mesa. Les prometo
que habrá un gran reparto. Pero desde luego no van
a recibir regalos nuevos. Se trata solamente de algu-
nas cosas prácticas que les pertenecen desde hace
tiempo. No les voy a dar lo que deseen, sino lo que
desearían volver a tener.
— Lástima — dijo el gordo señor Magro — . Me
hubiera gustado tener una nueva máquina de escribir.
El profesor movió la cabeza.

Lo siento dijo — —
Pero no vamos a empe-.

zar con esas cosas. Si no el doctor Hornbostel desea-


ríaquizás un piano de cola Bechstein o un órgano
de Wurlitz. No, ahora sean buenos chicos y vuél-
vanse, ¡y mantengan los ojos cerrados!
Los dos hombres no querían estropear el juego.
Se pusieron de espaldas a la mesa y cerraron los
ojos. El profesor comprobó personalmente que nin-
guno intentaba mirar.
Entonces volvió a la mesa, y empezó a dar
la vuelta a sus bolsillos, vaciándolos. No se acababa
83

nunca, y el público contuvo el aliento durante unos


minutos. Mientras tanto la orquesta tocaba una anti-
gua pieza de concierto medio olvidada. Se llamaba
«El cambio de guardia de los duendes», y era muy
apropiada a las circunstancias.
Vosotros recordaréis cómo Jokus en aquella
ocasión, en Berlín, había robado al director del
hotel, y por eso vosotros no vais ni por asomo a asom-
braros tanto como las dos mil personas del circo.
Decían «Ah» y «Oh», y exclamaban «¡Es extraordi-
nario!» y «¡Esto es demasiado!», y uno chilló incluso:
«¡Voy a volverme loco!»
Lo más sencillo será que os enumere en una
lista los artículos que salieron. Así que sacó de los

dos bolsillos:

1 cuaderno de notas, piel roja


1 calendario, tela azul
1 lápiz de minas, plata
1 bolígrafo, negro
1 estilográfica negra
1 cartera, piel de serpiente
1 talonario de cheques. Banco Comercial, azul
1 monedero, marrón, piel rusa
1 llavero
1 llave del coche
1 bolsita de caramelos para la tos
1 alfiler de corbata, oro con perla
1 gafas con funda, gamuza, gris
1 pasaporte, alemán
1 pañuelo, limpio, blanco
1 pitillera, plata o níquel
1 paquete de cigarrillos, con filtro
1 cuenta de carbón, sin pagar
1 mechero, esmaltado
1 caja de cerillas, medio vacía
1 par de gemelos, selenita
84

1 alianza, oro viejo


1 anillo, montura de platino, lapislázuli
7 monedas, valor total trescientas ochenta pe-
setas con diez céntimos

El público se divertía, y los dos señores con


los ojos cerrados, se estremecían con cada grito de
júbilo y cada carcajada, como si recibieran corrien-
tes eléctricas. Se urgaban en todos los bolsillos cada
vez más excitados, y ya no podían más. Pues tenían
los bolsillos tan vacíos como el desierto de Gobi.
Finalmente el profesor se puso entre los dos,
y poniéndoles las manos sobre los hombros, dijo
paternalmente:

¡Queridos niños, el reparto de regalos se
ha efectuado!
Entonces se dieron la vuelta, se precipitaron
sobre la mesa, cayeron sobre sus pertenencias y se
las metieron a toda prisa en los pantalones y en las
chaquetas, entre las risas y las carcajadas de los dos
mil espectadores.
Como
público no cesaba de reír, Jokus tuvo
el
que levantar mano,
y entonces se calmaron. Incluso
la
la orquesta se detuvo.

Me alegro de que se rían ^dijo Pero — .

espero que no se rían por compasión. Dense cuenta


de que mi pequeño ayudante y yo podríamos robar
a cada uno de ustedes exactamente igual que a los
dos amables señores que están a mi lado.

¡Pequeño ayudante! —
dijo el señor Horn-
bostel burlonamente —
¡Cuando oigo eso! ¡No olvide
.

que hemos hecho una apuesta!


— Ya hablaremos de eso — contestó el profe-
sor — . De cualquier manera, les estoy muy agradecido
por su valiosa colaboración.
Les dio la mano, y dándoles unos golpecitos
en el hombro, dijo:
85

— ¡Adiós, y les deseo lo mejor en su vida futura!


Los dos se dispusieron a marchar. Sin embargo,
cuando habían dado dos pasos el doctor Hornbostel
tropezó, y se miró asombrado a los pies. Se le había
caído un zapato y se agachó para recogerlo. Jokus fue
a ayudarle, y le preguntó amablemente:
— ¿Se ha hecho daño?
—No — gruñó doctor, inspeccionando el el za-

pato que tenía en mano — pero me la cordón. ,


falta el
Se inclinó sobre el zapato que todavía llevaba
puesto.
— ¡Y también me otro! falta el
— ¿Le ocurre esto a menudo? — preguntó Jokus
solícito — ¿Sale usted con frecuencia
. jrdones en sin .

los zapatos?
La gente empezó otra vez a reírse.
— —
Tonterías dijo Hornbostel en un tono es-
tridente— ¡No soy un estúpido!
.

— Afortunadamente puedo sacar del apuro le


— dijo Jokus — Siempre llevo cordones de repuesto.
.

Se sacó un par de cordones del bolsillo.


— Tome.
— Desgraciadamente no me valen. Necesito
unos negros, no marrones.
—También tengo — dijo Jokus metiendo
los
la mano en otro — Aquí ¿Qué ocurre?
bolsillo . tiene.
¿No son bastante negros? Lo que no tengo betún. es
— usted un rufián! — exclamó doctor
¡Es el
Hornbostel — ¡Esos son míos!
. los
— Siempre mejor que nada — dijo profe-
es el
sor — ¿Y que hago con
. marrones? Quizás señor
los el

Magro pueda dar alguna utilidad.


les
— ¿Yo? — preguntó — ¿Para qué? Desde éste .

luego llevo unos zapatos marrones, pero...


Miró de reojo cuidadosamente, por encima de
la barriga, sus zapatos marrones del número 48 allá
abajo, y dio un respingo.
. ,.

86


¡Vaya, vaya! —
exclamó divertido ¡Los — .

cordones de mis zapatos han desaparecido también!


¡Déme esos! ¡Si no los perderé antes de llegar a casa!
¡Muchísimas gracias, maestro Dedoslargos! ¿Por qué
no se mete a ladrón? Se haría millonario en un mes.
Antes de que pudiera seguir con la descripción
de su negra alma, fue interrumpido por la espabilada
niña que nosotros ya conocemos.

¡Mira, mamá! —
exclamó la niña agitada —
¡al otro hombre le ha desaparecido la corbata de re-

pente!
Dos mil personas miraron al señor abogado
doctor Hornbostel, que se llevó la mano nerviosamente
alcuello de la camisa. ¡En efecto, la bonita corbata
de seda natural había desaparecido! Y como todo el

circo se reía,Hornbostel empezó a perder la paciencia.



¡Ya basta de bromas! —
dijo bruscamente —
¡Exijo que se me devuelva mi corbata inmediatamente!

La tiene en el bolsillo izquierdo, estimado
señor doctor —
dijo Jokus.
Entonces dio la mano a los dos y les agradeció
profundamente su colaboración.
— Ha sido un placer — contestó gordo señor el
Magro — Pero suélteme mano, ¿de acuerdo? no
. la ¡Si

aún me va a robar!
la
Se fue torpemente hacia su sitio, andando con
cuidado para no perder los zapatos. A mitad de ca-
mino se quedó parado de repente y dijo:
— ¿Pero por qué se me resbalan los pantalones?
Se echó la chaqueta hacia atrás y exclamó
asombrado:
— ¡Mis ¿Dónde están mis tirantes?
tirantes!
— ¡Caramba! — dijo Jokus — ¿Quizás por .

error...?
Se palpó los bolsillos y se quedó atónito.
— Aquí
parece que... Un momento, querido
señor Magro, desde luego no puedo explicarme, que
87

,m^

yo... por otra parte... como soy tan descuidado...


— y mostró un par de tirantes — ¡Aquí están!
.

El público se partía de risa. Y cuando el doc-


tor Hornbostel, que se estaba poniendo la corbata de
seda, se echó la chaqueta para atrás nerviosamente y
empezó a buscar sus tirantes, la gente se reía aún más.
Pero todavía los tenía, y respirando de alivio se secó
la frente. Sudaba de miedo. Entonces cogió el zapato
que se le había salido, y se fue cojeando a su asiento
de la primera fila.
Sonaba un toque de trompetas. Los trompe-
teros tocaban mal de la risa. El gordo señor Magro
recogió sus tirantes. Y el profesor Jokus von Pokus
se inclinó con elegancia.
— El Hombrecillo y su humilde servidor — dijo
sonriendo — agradecen
, público admirable aten-
al la

ción que les han prestado.


Entonces todo el mundo aplaudió gritando:
— ¡Bravo! ¡Maravilloso! ¡Estupendo!
Pero el doctor Hornbostel, apenas se había
sentado allá arriba dio un salto, y gesticulando furioso
exclamó:
88

— ¿Qué pasa con la apuesta? ¡Me debe cua-


tro mil pesetas!
Él profesor hizo una seña al señor director
Brausewetter, que estaba de pie radiante al borde de
la pista. El director hizo la seña de nuevo. Y lenta-
mente desde el suelo la barandilla de rejas
se elevó
redondas, que únicamente durante la actuación del
domador separaban al público de la pista.

¡Ahora les mostraré a mi aprendiz de mago,
el Hombrecillo! ¡Pueden convencerse de que existe!

Las rejas están solamente para prevenir que con su


asombro nos aplasten.
Entonces el profesor se dirigió al señor Horn-
bostel:
— ¡Con esto ha perdido usted la apuesta! No
necesita darme las cuatro mil pesetas! ¡Ya las he cogido
de su cartera! ¡Compruébelo, por favor!
El doctor Hornbostel contó su dinero y mur-
muró:
— ¡Es verdad! —y se desplomó en su asiento.
Jokus sacó a Máxchen de su bolsillo del pa-
ñuelo, y sosteniéndole, exclamó:
— ¿Me permiten que les presente al Hombre-
cillo? ¡Aquí está!
89

Los espectadores se pusieron de pie de un salto,


bajaron precipitadamente los escalones, tropezaron
unos con otros, se aplastaron mutuamente y apretaron
el rostro contra las rejas.
— ¡Ahí está — exclamaron —¡Yo no lo veo!
.

¡Sí, sí! ¿Pero dónde? ¡En la palma de la mano del

profesor! ¡Ah, sí, qué pequeño es! ¡Como una cerilla!


¡Parece imposible !

El Hombrecillo se reía y les guiñaba el ojo.


Capítulo 10

El coche de policía interviene / El Hombrecillo


es ascendido a oficial de mago / Hay dos clases
de aplausos / Galoppinski necesita un látigo
nuevo I Rosa Mazapán abraza al profesor I
Máxchen envía saludos.

Xll éxito fue increíble, y el circo no se calmó


hasta que llegó un coche de la policía con la sirena
y la luz azul. Recogió al profesor, al Hombrecillo,

a las dos palomas y a Alba, el conejo, en medio del


tumulto y los llevó al hotel haciendo eses. Así despis-
taron a los coches que querían seguirles.
Poco después Jokus y Máxchen estaban senta-
dos en el salón rojo del hotel, pidieron un café con
nata y dos cucharillas, respiraron hondo, se miraron y
sonrieron.
El jefe de camareros colgó un cartel en el pomo
de la puerta, con la inscripción: «¡No molesten, por
favor!» antes de ordenar el café. También él había
oído hablar del sensacional éxito.
.

92

— ¿Entonces? — preguntó tímidamente Hom- el

brecillo — he hecho bien?


,
¿lo
El profesor asintió.
— Has trabajado impecablemente. Ya sabes
que yo en realidad quería esperar un par de meses.
— Pero teníamos que hacer algo — exclamó el
Hombrecillo — No podíamos dejar
. reparar sin la
ofensa a tu de mago.
frac
— ¡Vaya faena! — gruñó profesor golpeando el
la mesa con puño — Galoppinski estaba atónito.
el .

¡Y pobre caballo!
el
— ¡Y nuestro pobre conejo! — dijo Máxchen —
Yo que
creí iba a morir del susto.
se
— ¿Has sudado mucho? — preguntó profe- el
sor sonriendo.
—Los fueron
tirantes peor de todo. La pinza
lo
de metal de la parte delantera izquierda no se abría
ni a la de tres. Me he roto dos uñas. Con el guapo
Waldemar es todo mucho más fácil.

Lo de los cordones resultó mucho mejor
— dijo el profesor —
Fue un trabajo estupendo. Tam-
.

bién estuvo bien el truco de la corbata.



Fue como una seda contó Máxchen El— — .

nudo estaba muy flojo. ¡Schwupp!, y ya estaba yo


dentro.
— Sí, la seda natural es muy suave. En eso tu-
vimos suerte. La suerte es parte de los negocios.
El Hombrecillo arrugó la frente.

Tengo que preguntarte una cosa, y no pue-
des hacer trampa.
— De acuerdo. ¡Dilo!
— Es para mí saberlo.
vital
— ¿El qué?
— crees ahora que algún día llegaré a
Si ser un
artista de verdad.
— ¿Algún día? —preguntó profesor— el . ¡Pero
si ya lo eres! ¡Hoy has aprobado tu examen de oficial!
93

— Oh — susurró Máxchen.
Eso fue todo.No dijo nada más.
— Ahora eres mi de mago. No
oficialhable se
mas.
— ¿De verdad que gente no ha aplaudido
la
solamente porque soy tan pequeño?
— No, hijito. Desde luego, esas cosas tienen
mucho que ver. Cuando el elefante Jumbo se sienta
sobre una tarima y levanta las patas delanteras, la
gente aplaude. ¿Por qué? Porque sabe hacer algo y
por lo grande que es. Si solamente fuera grande y no
hubiera aprendido nada, preferirían quedarse en casa
tumbados en el sofá. ¿Está claro?

Más o menos.

Hay dos clases de aplausos explicó el pro- —
fesor — Pongamos otro ejemplo: Cuando las tres her-
.

manas Mazapán dan un salto de cinco metros de altura


en el trampolín y hacen piruetas, el público aplaude
encantado. ¿Por qué? Porque saben hacer algo y por
lo guapas que son.

Sobre todo la señorita Rosa dijo Máxchen —
en voz alta.

Si las tres chicas fueran feas, no tendrían
ni la mitad de éxito, incluso aunque saltaran dos me-
tros más alto.
— ¿Y también ocurre mismo con payasos?
lo los
— ¡Claro que no tuvieran
sí! Si nariz gorda la

y colorada, y no llevaran unos pantalones tan anchos


ni los zapatos de forma de pico de pato, sus chistes
no serían ni la mitad de graciosos. Siempre ocurre
lo mismo.
— ¿También a — preguntó Hombrecillo
tí? el
con curiosidad — Tú no eres tan grande como Jumbo
.

ni tan pequeño como yo. No tienes la nariz colorada


ni eres tan guapo como las señoritas Mazapán. ¿Cuá-
les son las dos clases en este caso?
El profesor se rió.
,

94

— No — dijo finalmente.
lo sé
— ¡Pero yo — exclamó Hombrecillo
sí! el triun-
fante — En primer lugar eres un mago estupendo...
.

— ¿Y en segundo lugar?
— ¡Levántame, diré oído!
y te lo al

El profesor levantó Hombrecillo.


al

— En segundo lugar — susurró Máxchen —


en segundo lugar eres el mejor hombre que existe.
Primero se hizo un corto silencio. Después el
profesor tosió confundido y dijo:

Vaya, vaya. Después de todo, alguien tiene
que serlo.
Máxchen se rio por lo bajo. Pero inmediata-
mente después suspiró.

¿Sabes una cosa? A veces me gustaría tener el
tamaño de la gente normal. Por ejemplo, en este
momento.
— ¿Y por qué precisamente en este momento?
¿Eh?
— Entonces tendría brazos suficiente-
los lo
mente largos para poder abrazarte.
— Mi querido niño — dijo profesor. el

Y Máxchen susurró:
— Mi queridísimo Jokus.

Entonces el jefe de camareros llevó por fin el


café con las dos cucharillas.
— Un afectuoso saludo de la cocinera, y le re-

gala la cucharilla pequeña al Hombrecillo. Es la cucha-


rilla más pequeña que ha podido encontrar en la co-

cina.

¿Y por qué me la regala? preguntó Máx- —
chen asombrado.
El jefe de camareros hizo una profunda reve-
rencia.
— Como recuerdo del día en que te has hecho
..

93

famoso. La cocinera ha grabado la fecha de hoy en la


cuchara con una aguja de mechar.

¿Con una aguja de mechar? preguntó el —
Hombrecillo.
Exacto — —
contestó el jefe de camareros —
Normalmente sirve para hacer carne picada de los
lomos de las liebres y de los corzos. Es lo más pun-
tiagudo que la cocinera pudo encontrar.

Muchísimas gracias dijo Máxchen — ¿Y — .

la cocinera cree que ahora soy famoso?



¡No solamente lo cree la cocinera! exclamó —
entonces una voz de mujer. La alegre voz pertenecía
a la señorita Rosa Mazapán —
¡Aquí estoy! .dijo —
la muchacha Mazapán.

Fuera, delante del hotel, están acechando
ya los primeros periodistas, fotógrafos, y los tipos de
la radio. Pero el portero no les deja entrar.

¡Mejor para él! —
gruñó el profesor ¿Y — .

cómo es que a tí te ha dejado entrar?



¡Yo sí que lo sé! —
exclamó el Hombrecillo
frotándose las manos —
¡Ella le ha mirado con ojos
.

centelleantes!
— ¡Lo has adivinado! — dijo la señorita Rosa —
Se derritió como un helado de chocolate encima de la
calefacción. La mujer de la limpieza tuvo que venir a
recoger lo que quedaba de él.

Entonces le dio un
besito a Máxchen, porque
era tan pequeño, y a Jokus otro aún más pequeño,
por lo grande que era.
— Y ahora me apetece... — dijo muy decidida.
— ¿Que demos un beso? — preguntó pro-
te el

fesor.
— No, comer solomillo de corzo — contestó
ella —Un estofado de solomillo de corzo con patatas
.

y arándanos. Y vosotros podéis probarlo.


Entonces el jefe de camareros se marchó a
toda prisa.
96

bfcSiMiÍM^Uí^
Después de comida dijo ella:
la
— Así es la vida, amigos míos. Yo he comido
estupendamente, vosotros sois famosos, y el maestro
Galoppinski necesita un látigo nuevo.
— ¿Y por qué? —
preguntó Máxchen ansioso.
— Porque el viejo se ha hecho pedazos — in-
formó la señorita —Tuvo unas palabras con el payaso
.

Fernando. Eso fue demasiado para el pobre látigo.


Y también para Fernando, por cieno.
— ¿A causa de los fracs cambiados?
Rosa asintió.
— Exacto. Y con ello el payaso no quería poner
en ridículo al jinete y al caballo, sino a un tal Jokus.
— ¿A Jokus? —
el Hombrecillo no salía de su

asombro.
— Fernando está celoso. Porque cree que Jokus
está enamorado de mí.
— ¡Y es la verdad! —
exclamó Máxchen.
Entonces el mago se puso colorado como una
amapola, y hubiera desaparecido allí mismo por arte
de magia si hubiera sabido hacerlo. O se hubiera
convertido en un cepillo de dientes. Pero eso sola-
mente lo saben hacer los magos de verdad.
La señorita Mazapán le miró con ojos llamean-
tes.
— ¿Es cierto? — preguntó levantándose lenta-
mente — ¿Es cierto? — preguntó amenazadoramente.
.

— Desde luego — dijo Jokus sombrío contem-


plándose las puntas de los zapatos, como si nunca
las hubiera visto.

— Sería capaz de arrancarte las orejas —


dijo
ella enojada — . ¿Por qué no me lo has dicho antes.
97

granuja? ¿Por qué no te has puesto todavía de rodillas


a mis pies, miserable? ¿Por qué no me has suplicado
que te regalara mi corazón de mazapán, perezoso?
El profesor dijo:
— ¡Te voy a calentar las orejas!
Entonces ella levantó los brazos y dijo apasio-
nadamente:
— ¡Por fin! ¡La primera palabra de amor!
^entonces se arrojó en sus brazos y los platos tinti-
nearon.
Máxchen se fi"otó las manos de nuevo.
Al cabo de cinco minutos Rosa Mazapán ex-
clamó:
— ¡Lástima de todos días en que no
los lo sa-
bía! Hemos perdido mucho tiempo.
— No tiene importancia — dijo Jokus — Toda- .

vía eres joven.


— Desde luego — dijo — Y mazapanes
ella . los
se conservan muy bien.
98

Al cabo de otros cinco minutos alguien tosió


a su lado. Era el jefe de camareros.
— Un cariñoso saludo de Máxchen.
— ^Pero dónde está? — exclamaron los dos a
la vez. Del susto se pusieron tan blancos como el

mantel.

Arriba, en la habitación. Le tuve que subir
en el ascensor. Me ha dicho que les dijera que está
sentado en una maceta en la terraza y que se lo' está
pasando muy bien.

¡Qué horror! —
murmuró el profesor cuando
se marchó el jefe de camareros —
No nos hemos en-
.

terado de nada. Soy un padre desalmado.


— jYa es hora de que alguien cuide de vosotros
dos! — dijo ella — ¿Está libre la plaza? Yo conozco
.

a alguien.
— Espero que no sea nadie que de saltos en el

trampolín — dijo él.

Ella sonrió.
— No tengo intención de pasarme la vida dan-
do vueltas de campana en el aire. Solicito el puesto,
señor profesor.
— Queda contratada — respondió él.
Capítulo 11

Maxchen en una maceta de campanillas de Ma-


yo /La señora Holzer estornuda varias veces I
En para descontentos / El Hom-
el especialista
brecillo crece y se convierte en un gigante / Se
mira al espejo I El segundo elixir mágico I Un
muchacho completamente normal.

l\ú que quedamos en que el Hombrecillo


estaba en el balcón sentado en una maceta. Era una
maceta de gres blanco. El jardinero del hotel había
plantado por la mañana veinte campanillas de mayo,
porque sabía que eran las flores favoritas de Maxchen.

¿Hay alguna poesía que hable del olor de
las campanillas de Mayo? —
preguntó el niño una vez.
Pero ni Jokus ni el jardinero conocían ninguna.
—Probablemente sería tan difícil como el salto
cuádruple, opinó Jokus.
—¡Pero el salto cuádruple no existe! exclamó —
el Hombrecillo.
— Exacto — contestó Jokus — . Por eso mismo.

Entonces, como el Hombrecillo


ya he dicho,
estaba sentado en una maceta,
y apoyándose en uno
de los tiernos tallos verdes miraba hacia arriba, a las
blancas coronas de las campanillas de Mayo y aspi-
rando el, incluso para los poetas, indescriptible aroma,
reflexionaba sobre la vida. A veces se hace eso. Incluso
cuando joven y sano.
se es Y también cuando se es
un Hombrecillo.
100

Pensaba en sus padres y en la torre Eiffel, en


Jokus y la señorita Mazapán, en los fracs confundidos
y en el payaso Fernando, en el látigo hecho pedazos
de Galoppinski y en los tirantes del señor Magro, en
el bullicioso circo y en las silenciosas campanillas de
mayo y... y... y... Entonces se quedó dormido y em-
pezó a soñar.
Soñaba que corría, a pesar de ser tan pequeño,
por una calle infinitamente larga llena de tiendas, y
no sabía como esquivar los zapatos y las botas, que
eran muchísimos. Era muy peligroso. Los transeúntes
iban deprisa y no le veían, pasaban a su lado y por
encima de él dando grandes zancadas, y él saltaba
sobre las losas del pavimento, huyendo de las suelas

y los tacones, y describiendo innumerables eses. A


veces se pegaba a la pared de una casa para tomar un
poco de aliento. Después seguía corriendo. Tenía el
corazón en la boca.
Si le hubiera pisoteado, nadie lo habría
alguien
notado. Y Jokus hubiera buscado a su Máxchen en
vano. Quizás hubiera llegado un barrendero con la
escoba y le hubiera barrido junto con los papeles de
periódico y las colillas de los cigarrillos, y del recoge-
dor le habría arrojado al basurero. ¡Qué lamentable
y temprano fin para un artista joven y prometedor!
¡Allí! Otra vez se acercaban de frente un par
de pesadas botas. ¡El Hombrecillo consiguió echarse
a un lado en el último momento! Pero le faltó poco
para caer bajo el afilado tacón de un zapato de señora.
En su desesperación dio un salto en el aire, y consi-
guió agarrarse al borde de un abrigo. Trepó por el
abrigo hasta el hombro y se sentó en el cuello, que
era muy ancho.
El cuello penenecía a un abrigo de algodón.
Y el abrigo de algodón pertenecía a una señora, que
no se había dado cuenta de que ya no estaba sola,
así que Máxchen pudo contemplarla con toda tran-
101

quiiidad. Era una anciana. Tenía una cara simpática.


Al parecer llevaba una bolsa de la compra y había
comprado montones de cosas. De vez en cuando se
detenía delante de un escaparate y miraba los artículos
con atención. Una vez le entraron ganas de estornu-
dar y se dijo a sí misma en voz alta:
— ¡Salud, señora Holzer!
Máxchen por poco se echa a reír.

Una vez se detuvo delante deuna tienda de


ropa para dictaminar sobre los precios de los mante-
les, las toallas, los pañuelos y las servilletas, y como
v

el Hombrecillo se aburría, empezó a leer las placas de


la puerta que estaba al lado del escaparate. Había
una que anunciaba un establecimiento para lavar las
manos sucias a los niños, otra una casa de reposo para
pasteles moribundos, y también había una placa de
un médico, que el niño miraba conteniendo la respi-
ración. ¿No era increíble? La placa decía:

:^j — — ^
Consejero Medico
=^/
Doctor en nedlkiña Ceara^s feícw^Ibile
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TR.ATAtn\e.NTO-S q^ATlS PARA qi JANTES" Y ENAKIOS


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^ - - ^^r
En ese momento la señora estornudó otra vez.

Vamos a tener buen tiempo dijo ¡los — — ,

carneros estornudan! —
y de nuevo, dando un suspiro
contuvo la respiración e hizo:
— ¡Achís!
Entonces dijo Hombrecillo:
el

— ¡Salud, señora Holzer!


. ..

102

—Muchas gracias —
contestó ella alegremente.
Entonces se quedó muy extrañada, y volviéndose hacia
todos los lados preguntó:
—¿Pero quién acaba de desearme salud?
—¡Yo! —
exclamó Máxchen de buen humor —
Pero usted no puede verme, porque sólo mido cinco
centímetros y estoy sentado en el cuello de su abrigo.
—¡Ten cuidado, no te vayas a caer! dijo —
preocupada, y se acercó a la luna del escaparate —
Creo que ahora ya te veo. ¡Pero niño, que pequeñito
eres! ¡Una cosa así no se ve todos los días! ¿Quieres
venir conmigo a mi casa? ¿Tienes hambre? ¿Estás
cansado? ¿Te duele la barriga? ¿Te preparo una bo-
tella de agua caliente cuando estemos en mi casa?
— —
No dijo Máxchen —
Es usted muy amable .

pero no me pasa nada. Solamente me gustaría que


me llevara al primer piso de la casa de al lado, y que
llamase a la puena del doctor Crezcavaliente. Los
timbres están demasiado altos para mí.
—jSi no deseas nada más! dijo la señora —
Holzer resuelta. Entonces entró en el portal, subió
las escaleras con dificultad y llamó al timbre del pri-
mer piso. Mientras tanto leyó la placa — Las cosas .

que hay que ver — dijo — ¿Un especialista en


. des-
contentos? — — ¡Conmigo no haría
y se rió . se rico!

De mí ese hombre no podría. .

Sin embargo, antes de que pudiera comunicar


lo que el consejero médico podría obtener de ella, se
abrió la puerta, y vieron un anciano señor que llevaba
la bata blanca de los médicos y tenía una barba im-
ponente. Examinó rápidamente a la señora Holzer de
arriba abajo y movió la cabeza.
— Se ha equivocado usted dé puerta, ¿verdad?
— preguntó sombrío —
Parece usted tan í:ontenta, que
.

me duelen todos los callos.


Ella se rió delante de él.
— ¡Pero bueno, es usted un aguafiestas! ex- —
.

103

clamó — ¡Debería
. médico! ¡Al doctor Crezca-
ir al

valiente, por ejemplo!


— Sería inútil — refunfuñó — Puedo ayudar él .

a todo mundo, excepto a mí mismo.


el
— Así son médicos — dijo señora Holzer,
los la

y quiso continuar, pero le entraron ganas de estornu-


dar otra vez.

¡Salud, señora Holzer! dijo el Hombrecillo. —
Entonces el consejero médico abrió los ojos
desmesuradamente
— Vaya, vaya — gruñó — . ¡Ese es un paciente
a mi gusto!
Y cogiendo a Máxchen rápidamente dio a la
señora Holzer con la puerta en las narices.

— —
¿Por qué estás descontento? preguntó el

médico cuando estaban en la sala de consulta.


— Me gustaría más grande — contestó ser
Máxchen.
— ¿Cómo de grande?
— Eso no lo sé.
— Siempre misma — gruñó con-
es la historia el

sejero médico — Todo .mundo sabe que no el lo


quiere. Pero nadie sabe lo que quiere en su lugar.
Sacó varios frascos de colores del armario de
cristal y cogió una cuchara.
— ¿Será suficiente con dos metros y medio?
— preguntó secamente —
No puedo hacerte más
.

grande, si no te chocarías con el techo. ¿Entonces?


¡Vamos, di algo!

¿Dos metros y medio? el Hombrecillo —
miró hacia la lámpara asustado ¿Y si después a — .

mí... si después no nos gusta?



Entonces te doy un antídoto, y vuelves a
ser más pequeño.

De acuerdo entonces dijo Máxchen tem- —
104

blándole la voz — . ¡Vamos a hacer la pmeba con dos


metros y medio!
El consejero médico empezó a gruñir a través
de su desgreñada barba, llenó una cuchara con al-
gunas gotas de una botella verde y ordenó:

¡Abre la boca!
El Hombrecillo abrió la boca cuanto pudo y
sintió que el líquido le quemaba la lengua.
— ¡Trágatelo!
El Hombrecillo se tragó el líquido verde. Le
quemaba la garganta y corría como fuego hasta llegar
al estómago.
El de la barba desgreñada miró al niño con
ojos llameantes y murmuró:

¡Se te pasará enseguida! —
y tenía razón.
De repente Máxchen sintió que los oídos le
tronaban. Los brazos y las piernas le daban tirones.
Las costillas le dolían. También el pelo y el cuero ca-
belludo. Los huesos de las rodillas le crujían. Veía
círculos que daban de sus ojos y te-
vueltas delante
nían tantos colores como el arcoiris, y en el medio
danzaban cientos de bolas y estrellas de oro y plata.
Apenas podía reconocer sus manos. No paraban de
crecer, ycada vez se hacían más largas y más anchas.
¿Eran esas sus manos?
Al poco tiempo vio confusamente cómo el
armario se volvía más pequeño, y el calendario de
la pared estaba cada vez más abajo. Entonces se oyó
un ligero tintineo, porque la punta de su nariz había
chocado con la lámpara del techo. ¡Y finalmente
sintióuna sacudida, como en un ascensor cuando se
para de repente!
Las ruedas de colores que tenía delante de los
ojos daban vueltas más despacio. Las bolas y las estre-
llasdejaron de bailar. Los truenos se debilitaron en
sus oídos. Ya no le dolían los cabellos. Ni tampoco
los miembros.
105

Y la voz del consejero médico dijo satisfecha:


— Dos metros y medio.
¿Pero dónde estaba él, el doctor de la barba
desgreñada con el semblante malhumorado? Má: chen
miró a su alrededor buscándole. La barra de ko cor-
tinas estaba junto a su nariz. La lámpara que colgaba
del techo, que todavía tintineaba y se balanceaba
un poco, estaba a la altura del pecho de Máxchen.
Arriba, sobre el armario, había una capa de polvo del
grosor de un dedo. Y
también estaba cubierto de polvo
el de madera lacado en blanco al borde del
listón
papel de la pared, a medio metro del techo. Arriba,
en un rincón encima de la puena, una araña negra
se afanaba en su red. Máxchen retrocedió horrorizado.
Entonces su mano tropezó con una alta estantería,
y un libro de la última repisa se cayó al suelo.
El doctor de la barba desgreñada se rió. Sonó
como si balara un viejo macho cabrío. Entonces ex-
clamó burlonamente:
.
.

106

— ¿Pero es posible? ¡Le convierto en un gigan-


te, y el gigante se asusta de una araña!
Máxchen bajó la vista hacia la mesa, furioso.
El consejero médico no paraba de balar.
— ¿Por qué se ríe de mí — preguntó el Hom-
brecillo, que
había vuelto tan grande de repente
se —
¡Después de todo no soy un gigante de verdad, y hasta
hace poco medía solamente cinco centímetros! ¿Usted
nunca ha temblado de miedo?

No —
dijo el de la barba desgreñada —
Nunca. No necesito tener miedo. Si un león se aba-
lanzara sobre mí, en pleno salto le convertiría en un
pinzón o en una mariposa.

¿Entonces no es usted un consejero médico?

No. Y tampoco soy un mago como tu Jokus.
— ¿Entonces?
— Yo soy un mago de verdad.
— Caramba — susurró Máxchen. Y se agarró
fuertemente armario del miedo que tenía.
al como Y
el armario estaba muy inseguro, se pusieron a temblar

los dos, el armario y el gigante Max.



¡Siéntate en la silla para que puedas ver el
espejo! — ordenó el mago — . Todavía no sabes el as-

pecto que tienes.


Máxchen se sentó, miró al espejo guiñando
los ojos, se estremeció y gritó fuera de sí:
— ¡Qué horror! ¿Ese soy yo? ¿Seguro que ése
soy yo? — y se tapó los ojos con las manos comple-
tamente espantado.
— Yo encuentro bastante bien — observó
te el

mago — Pero parece que no


. hemos hecho a tu lo
gusto.
Máxchen movió la cabeza frenéticamente y
murmuró desesperado:
— Me encuentro horroroso. ¡Una jirafa a mi
lado no es nada!

¿Entonces, qué tamaño te gustaría tener?
107

— preguntó mago — ¡Pero esta vez piénsalo con


el .

más detenimiento!
— Lo sabía desde principio — dijo Máxchenel
compungido — Pero me asaltó . curiosidad, y ahora la
me daría de bofetadas a derecha izquierda. e
— ¿Qué tamaño quieres tener? — preguntó el

de barba desgreñada enérgicamente — ¡no


la andes . te
con rodeos!
— ¡Pobre de mí! — suspiró Máxchen — ¡Pobre ,

de mí, señor mago! — quisiera tener tamaño de el


todos los chicos normales de mi edad. Ni más alto ni
más más gordo ni más delgado, y no ser una
bajo, ni
curiosidad como un sello raro o un camello con tres
jorobas, y ni más atrevido ni más miedoso, y tampoco
más tonto o más listo y...

De acuerdo —
gruñó el mago, y cogió una
botella roja y la cuchara —
¿Quieres convertirte en .

un granuja normal y corriente? No hay nada más sen-


cillo. ¡Abre la boca!
Máxchen, gigante de dos metros y medio
el

de altura, abrió la boca obediente y se tragó el espeso


líquido rojo. Incluso lamió la cuchara.
Y al momento los oídos le zumbaban y le
tronaban. Le dolía cabeza. Las costillas y las articu-
la
laciones se retorcían y crujían. El corazón le palpitaba.
Los círculos de colores se arremolinaban delante de
sus ojos como fueran fuegos artificiales.
si

Y entonces todo se calmó.


— ¡Mírate al espejo! — ordenó el mago.
Máxchen apenas Levantó los párpa-
se atrevía.
dos solamente milímetros. Pero entonces abrió los
ojos de par en par, se puso en pie de un salto y le-
vantó los brazos con un grito de júbilo.

¡Sí! —
chilló con todas sus fuerzas ¡Sí! — .

¡Sí! ¡Sí!

Y en el espejo un chico había levantado los


brazos. Un guapo muchacho de doce o trece años.
108

....yr-^;^:^.
*^-«M^' ^

Máxchen corrió al espejo y lo golpeó con las dos ma-


nos, como si quisiera abrazar la figura del espejo.
— ¿Ese soy yo? ^exclamó Máxchen.
— Ese eres tú — dijo mago graznando,
el y se
rió — . Ese es Max Pichelsteiniano, un muchacho com-
pletamente normal que tiene casi trece años.
— ¡Estoy tan contento! — dijo Máxchen en voz
baja.
— Esperemos que continúes — dijo conse- así el
jero médico — ¡Y no . ocurra volver!
se te
— ¿Cómo puedo dar gracias?
le las
El mago levantó y señaló
se puerta. la
— ¡Sigue tu camino, y no me des las gracias!
Capítulo 12

¡Qué mono presumido tan tonto! / Extraños


cartelesen la ciudad / El director Brausewetter
se llama de repente Brausepolvo I Galoppinski
se pone el nombre de Traberewski / Se ríen de
él / Ni siquiera ]o kus le reconoce / Max y Max-
chen I Solamente había sido un sueño.

A,
.hora tenía por fin el tamaño de un chico
normal. Para otros niños eso es muy natural. Pero
para él era completamente nuevo. Le hacía sentirse
tan orgulloso que le hubiera gustado parar a todos los
transeúntes en la calle y preguntarles:

¿Qué les parece? ¿No es estupendo?
Desde luego no lo hizo. Las pobres personas
se hubieran quedado también muy asombradas, y si
acaso hubieran contestado:

¿Qué tiene eso de estupendo? Hay tantos
niños de tu estatura como granos de arena en la playa.
Quizás, incluso se hubieran enfadado.
Algunos se quedaban
asombrados sin necesidad de
que él les hablara. Pues estaba
radiante de felicidad, como si
le hubieran tocado las quinie-

las. Además se comportaba de

una manera extraña. De vez


en cuando se estremecía, o in- ^^LÁ^"^
F^iE^^
cluso saltaba a un lado, como ^^^\
si tuviera miedo de que le ^
^^^^
t » V^
lio

pisotearan. Desde luego en estas ocasiones se había


olvidado por un momento de que no era el Hom-
brecillo.
Además ahora veía las caras, los sombreros
y las gorras, y ya no, como antes, los zapatos y los
tacones. Pero siempre ocurre eso con las viejas cos-
tumbres. Es más difícil librarse de ellas que de los
catarros crónicos.
Pero había algo más extraño todavía: se detenía
sin cesar delante de los escaparates. Y
no era a causa
de los bonitos e interesantes objetos expuestos. Sino
a causa del, según él, guapo e interesante muchacho
que se reflejaba en la luna de cristal. No se hartaba
de mirarse.
Entonces ocurrió que de repente alguien a sus
espaldas dijo:
— ¡Qué mono presumido tan tonto!
Este alguien era un joven de su estatura, rubio
pajizo y con una considerable mella en la dentadura.

Este es el décimo escaparate en el que te
miras boquiabierto —
declaró el muchacho No — .

he visto una estupidez semejante en toda mi vida.


¡La próxima vez hasta te vas a dar un beso! ¡O te
harás tú mismo una proposición de matrimonio!
La verdad es que Máxchen se enfadó. Pero
el chico no podía saber la otra parte del asunto. Así
que dijo tranquilamente:
— ¡Déjame en paz!
Sin embargo, el rubio pajizo no pensaba ni
por asomo en la paz y la tranquilidad, sino que siguió
pinchando.

¡Das los pasos como un niño que está apren-
diendo a andar! ¡Vamos, dame la manita para que no
te caigas de cabeza!
Máxchen empezó a calentarse.
— ¡Te voy a dar la manita inmediatamente!
— exclamó — . ¡Pero sobre tu nariz respingona!
11

— ¡Oh, qué asustado estoy! — bromeó el otro.


Entonces empezó a de Máxchen.
reírse
— ¡Anda como un principiante y quiere sacu-
dirme! Ja, ja, ja!
Entonces Máxchen perdió los estribos. Hervía
de ira como la sopa en el puchero. Levantó la mano,
golpeó, y el rubio muchacho se encontró sentado en
el suelo con la mano en la mandíbula inferior izquier-

da. También Máxchen estaba confundido.


—Lo siento —
dijo —
Es la primera vez que
.

golpeo a alguien —
entonces se marchó.

Aparte de los resplandecientes escaparates le


interesaban cada vez más las columnas de anuncios.
Donde quiera que mirara se veía él mismo. Es decir,
los carteles no se referían al chico de estatura normal
que él era ahora, sino al Hombrecillo, el aprendiz de
mago, el minúsculo ayudante del profesor Jokus von
Pokus, que actuaba con él en el circo Stilke entusias-
mando al público, que estallaba en una salva de
aplausos. Por todas partes se podía ver a Máxchen
Pichelsteiniano, y los textos se salían de lo normal.
Las columnas de anuncios estaban desmadradas.
En un cartel estaba él apoyado en una caja
de cerillas tan grande como él, y la caja y Máxchen
medían por lo menos dos metros. El anuncio decía:
El
lOMBBECIIMÍ

DVJE^HH SOLAHENTE tN LAS C4JAS 33E CERILLAS JJe

FOSTOROS SflflUS ^A
En Otro cartel sostenía con las dos manos una
reluciente maquinilla de afeitar eléctrica, que era
plateada y tenía un tamaño enorme, y las letras afir-
maban con el mayor descaro:

^enéfcir

SE AFEITA
SOLAMENTE
CON
7

113

Máxchen pensó:

¡Qué cara más dura! ¡Cuando por lo menos
tendré que esperar aún cuatro años para que me crez-
can los primeros pelos de la barba! ¡Vaya, Jokus se
va a quedar asombrado cuando lea esta estupidez!
Sin embargo los otros carteles no eran mucho
mejores. En un tercero, en el que estaba fumándose
un puro, ponía con todas las letras:

El
HOM3R£CfU0
PREFiene. TUNAR
V.OS SUAVES

MANILA
.
¿cu/t
,
J^ffl^
,,
U!ftd
f CLASE
1£^¿Ía iu^'^rft^ MAWtCA ^^CLAS£
^


¡Qué gente tan extraña! ¡Vaya cosas que se
inventaban para vender sus productos! ¡Con ésto in-
tentaban hacer creer al que pasaba por allí que el
Hombrecillo se comportaba como un adulto. ¡Cuando
se sabía que era todavía un niño! Arriba, a la izquier-
da, habían pegado también un cartel con su foto-
114

grafía: Tenía una burbujeante copa en la mano, y el


texto decía:

r/ ^em&^m
bebe como todos los hombres
distinguidos, en las fiestas
acompañado de amigos y
mujeres el champagne
bellas
internacional de primera clase

SECO
^J EXTfíA
— ¡Qué tontería! —
pensó Máxchen Jokus — .

tenía toda la razón cuando decía algunas veces: «Los


publicistas tienen los nervios de acero». Me pregunto
si personas que lean esto se precipitarán verda-
las
deramente a las tiendas y comprarán las maquinillas
de afeitar, los puros y las botellas de champagne que
con tanto empeño les recomiendan.
El niño se dispuso a seguir andando. Pero su
mirada tropezó con un cartel más pequeño y un poco
más ocurrente que casi le pasó desapercibido. No
tenía ningún dibujo de colores. Ni ninguna fotogra-
fía. Pero cuando leyó el texto se echó a temblar.

ÍNILQRCO
pueden ver aparte de un programa
de primera clase todas las noches
STILKE
y, res tardes
^^ -^&7^i,r^d/(6r
/ é4. ^tXLti Lad^oa
.

115

— ¡Qué
horror! pensó Máxchen —
¡A lo — .

mejor estamos hoy a miércoles, sábado o domingo!


¡Tengo que ir a la sesión de tarde! Jokus no sabe
dónde estoy! —
e inmediatamente echó a correr.
El señor director Brausewetter estaba sentado
en medio de la pista, con sus guantes de cabritilla
blancos y sombrero de copa, y leía el periódico.
el
Alzó la vista, ya que Máxchen entró en la carpa ar-
mando mucho alboroto.
— ¿Dónde hay fuego? — preguntó.
— Perdone usted — dijo niño el sin aliento —
¡Pero no sé si hoy es miércoles!
El director arqueó las cejas.
— ¡O sábado! — dijo niño — ¡O domingo! el .

— ¿Es que no vergüenza? tienes ¡Entras corrien-


do en ely preguntas
circo hoy miércoles! si es ¡Es
casiun allanamiento de morada! — entonces se inclinó
de nuevo sobre periódico. el
— Pero señor director Brausewetter... — Máx-
chen se había quedado de piedra. ¿Por qué se com-
portaba de una manera tan poc/D amable con él, el
nuevo favorito del público?

¡Ni siquiera sabes correctamente como me
llamo!
— Brausewetter...
— Me llamo Brausepolvo desde que nací — dijo
el director enojado — ¡Ni Brauseagua . Brausewetter, ni
sino Brausepolvo! ¡Y tampoco Rascapolvo ni Duermi-
polvo, sino... ¿estamos de acuerdo?
— Brausepolvo — dijo Máxchen en voz baja.
Hubiera querido que se lo tragase la tierra. Sin em-
bargo llegó entonces el jinete Galoppinski del interior
de la tienda y preguntó:
—¿Por qué está tan enfadado, señor director
Brausepolvo?
— Este granuja me pone nervioso — dijo el

director malhumorado — . ¡Llega corriendo a la pista,


116

me pregunta si estamos a miércoles y me llama Brause-


wetter
— ¡Lárgate de aquí! —
dijo el jinete entre dien-
tes — . ¡Inmediatamente!
— Pero señor Galoppinski... dijo Máxchen—
asustado.
— ¡Ahí lo tiene! —
exclamó el director ponien-
do bruscamente los guantes de cabritilla encima del
sombrero de copa.

Me llamo Traberewski y no Galoppinski
— exclamó el jinete furioso.

¡Y hoy es jueves, crispador de nervios! gru- —
ñó el director —
¡Vete a tu casa y haz los deberes del
.

colegio!
— Pero soy un
si artista — dijo Máxchen tí-

midamente.
— ¡Encima — dijoeso! el director — . ¡Ya no
nos queda nada por ver! ¿Qué sabes hacer? ^^Eh?
¡Di algo!
— Quitar los cordones de los zapatos — susurró
Máxchen.
Entonces los dos hombre se pusieron a dar
gritos. En parte de risa y en parte de ira. Ponían unas
caras como si les fuera a dar un ataque.
— ¡Esto es demasiado! — rugió el director.

i ^^^^áP^^t^w^R^
.

117

Y el jinete apretaba los puños.


— ¡Sabe quitar los cordones de los zapatos!
¡Eso ya lo sabíamos hacer nosotros a los tres años!
El director resoplaba como una morsa.
— Me voy a volver loco — gimió — . ¡Sabe qui-
tar los cordones de los zapatos! ¡Este muchacho es
un genio!
— Y desabrochar tirantes de panta-
sé los los

lones— susurró Máxchen con voz lacrimosa.


— ¡Basta — tronó director— ¡Esto
ya! el . es el
colmo de desvergüenza!
la
— Y deshacer sé nudos de corbatas
los las

— continuó Máxchen lastimosamente en voz baja.


Entonces el jinete se abalanzó sobre él, y aga-
rrándole por el cuello le sacudió de un lado para otro.
El director se levantó suspirando.
— ¡Muélale trasero a palos! — dijo — ¡Y
el .

échele a la calle!
— Con muchísimo gusto — contestó el jinete,

y puso niño con todo cuidado sobre sus


al rodillas.
— ¡Qué lástima no encima mi látigo
llevar
nuevo — dijo aún.
Entonces empezó a azotar.
— ¡Socorro! — Máxchen, ychilló resonó el grito

hasta cúpula — ¡Socorro!


la .

En aquel momento llegó a la tienda el profe-


sor Jokus von Pokus, que venía del establo, y pre-
guntó:
— ¿Quién está berreando tan lastimosamente?
— ¡Soy yo, querido Jokus! —exclamó niño— el

¡Ayúdame, por favor! ¡Ninguno de los dos me reco-


noce!
Y soltándose corrió hacia el profesor repitien-
do fuera de sí:

¡No me reconocen!

Calma, calma —
requirió el profesor. Enton-
ces miró fijamente al niño y preguntó:
,

118

— ¿No reconocen?
te
— ¡No querido Jokus!
— ¿Y quién tú? — preguntó
eres profesor el
cautelosamente — La verdad. que yo tampoco es te
reconozco.
El niño sintió que se abría la tierra bajo sus
pies. Se empezó a marear. Todo le daba vueltas.

—Jokus no me reconoce — susurró. Las lágri-


mas le corrían por las mejillas.
Se había hecho un silencio sepulcral. Incluso
el director y Traberewski permanecían callados.
— ¿Y de qué nos conocemos preguntó el —
profesor desconcertado.
— Pero si yo soy tu Máxchen Pichelsteiniano!
— ¡No! ¡Mientes! —
exclamó entonces una clara
voz de muchacho —
¡Maxchen Pichelsteiniano soy yo!
.

El niño grande dejó caer las manos y miró


atónito el bolsillo del pañuelo del profesor. El Hom-
brecillo observaba la escena desde el bolsillo y agitaba
los brazos furioso.
— ¡Por favor, llevadme lejos de él! ¡No me
gustan losmentirosos!
— ¡Querido Jokus! — exclamóniño grande el —
¡quédate aquí! ¡Quédate conmigo! ¡Eres lo único que
tengo en el mundo!

— Pero Máxchen — dijo el profesor — . ¿Por


qué de esa manera? ¡Estoy contigo y me que-
lloras
daré contigo! ¿Has tenido un mal sueño?
Máxchen abrió los ojos. Todavía tenía lágrimas
en las pestañas. Pero aún podía ver el rostro preocu-
pado de Jokus encima de él. Aspiró el aroma de las
campanillas de mayo y se dio cuenta de que estaba
sentado en una maceta. En el balcón de la habitación
del hotel. Solamente había sido un sueño, y todo es-
taba bien otra vez.
Capítulo 13

Solamente había sido un sueño / Una conver-


sación antes de dormir / Sobre el inventor de la
cremallera / ¿Qué e^s «mucho»? I Maxchen no
tiene sueño todavía / Muchachos estupendos y
amigos gordos.

^Ue verdad que solamente ha sido un sue-


ño? — Hombrecillo suspiró aliviado. Se
el quitó un
le
peso de encima — ¡Oh, querido Jokus! ¡Qué
. felici-

dad! ¡Por fin me reconoces de nuevo!


— ¿Que no he reconocido? ¿Qué quieres
te
decir?
— Porque yo era muy grande — informó Max-
chen — Tan grande como
. otros chicos de mi edad.
los
¡Y además estaba metido, tan pequeño como ahora
y siempre, en tu bolsillo del pañuelo!
—¿Un Maxchen y un Max a la vez? ¡Madre
mía! ¿E incluso quizás también un Moritz y un Mo-
ritzchen?
El Hombrecillo se rió. Y aunque todavía le dolía
la garganta, sintió que todo iba a ser alegre otra vez.
— Por favor, ponme encima de tu mano
— dijo — . Me siento mucho mejor cuando me pro-
tejes.
— Además va a hacer demasiado frío en el

balcón — dijo Jokus sacándole de maceta — la . Ahora


te vas a dar un baño en jabonera.
la Y
después te
vas a acostar en la caja de cerillas. Y
entonces me vas
a contar, antes de dormir lo que has soñado.
120

— ¿Todo? ¿Al pie de la letra?


— Desde luego. Absolutamente todo, hasta el
más mínimo detalle. Detrás de sueños esconden
los se
muchas cosas — de repente Jokus asustó — ¿Tienes se .

hambre? ¿O te has comido una pierna de cordero y


salchichas calientes en sueños?
— No — dijo Máxchen —ha sido un sueño sin
,

nada de comer. Pero a pesar de todo no tengo hambre.

Máxchen contó su sueño a la luz de la lampa-


rita de la mesilla. Con todo lujo de detalles. Lo de
la simpática señora Holzer y sus estornudos. Lo del
profesor Wachsmuth, que era un mago de verdad,
y que le había convertido primero en un gigante, y
después en un escolar. También le contó la disputa
con el gamberro. Y lo de las columnas de anuncios
con los numerosos y estúpidos carteles. Después el
episodio en el circo con el director Brausepolvo y el
jinete Traberewski. Y finalmente el tremendo susto
cuando llegó Jokus con el Hombrecillo en la chaqueta
y a él, el verdadero Máxchen, no le había reconocido.
Jokus se quedó un rato callado. Entonces ca-
rraspeó y dijo:
— Ahí lo tenemos. El sueño ha revelado.
lo
Tú preferirías ser un chico normal en lugar de ser
el Hombrecillo.
— Máxchen asintió preocupado.
— Siempre he deseado. Pero
lo Sí. nunca se
lo he contado a nadie. Ni siquiera a tí. Aunque a tí
te cuento siempre todo.

Y de repente, cuando eras grande sentías
miedo e inquietud.
— Así —
dijo Máxchen azo-
fue exactamente
rado — . Tú una vez que se tiene que ser algo y
dijiste
saber algo. Y entonces yo no era nada y no sabía nada.
Y cuando les conté al director y a Traberewski que
,

121

sabía quitar los cordones de los zapatos, se morían


de risa.
— ¡Porque Entonces todo el
tú eras grande!
mundo lo Y
también lo ve todo el mundo.
sabe hacer.
Solamente no lo ve nadie cuando lo hace el Hombre-
cillo. Eso solamente lo sabes hacer tú y nadie más.


Pero no es mucho —
dijo Máxchen.
— —
No dijo Jokus —
No es mucho. Es verdad.
.

Sin embargo, es mejor que nada. ¿Y quién sabe mu-


cho en este mundo? Por ejemplo, un hombre pasa
muchos años en la cárcel, y esto ha ocurrido de ver-
dad, e inventa la cremallera. Hoy en día encontramos
ese objeto en todas las maletas y en casi todos los
vestidos. Ese hombre ha inventado la cremallera.
¿Es eso... mucho?
Máxchen escuchaba atentamente.
— O alguien tarda en recorrer metros
los cien
una décima de segundo menos que de los
el resto
corredores de todos los continentes —
dijo Jokus —
y la humanidad entusiasmada tira los sombreros al
estadio. Bueno, yo me quedo con el sombrero en la
cabeza. ¿Se ha batido un nuevo récord? Muy bien.
También yo me alegro y aplaudo. Pero ¿es... mucho?

Quizás no sea mucho —
dijo el Hombre-
cillo — Pero entonces, ¿qué es más? ¿Qué es enton-
.

ces... mucho?

Evitar una guerra —
replicó Jokus Acabar — .

con el hambre. Curar una enfermedad que siempre


se había creído que era incurable.

Ninguno de nosotros dos sabe hacer eso
— dijo Máxchen.
Jokus asintió.

Eso no lo sabemos hacer ninguno de noso-
tros dos. Lástima. Nuestros trucos no son una cosa
del otro mundo. Solamente sabemos hacer dos cosas.
Hacemos que la gente se quede maravillada y se ría.
No tenemos ningún motivo para convertirnos en unos
122

vanidosos. Sin embargo, mañana la prensa se va a


volver loca de entusiasmo con nuestra noticia.
— ¿De verdad?
— Va a de ser locutra, jovencito. Bueno. Y
ahora a dormir. Mañana por la mañana habrá pasado
la noche —
Jokus apoyó la cabeza en la almohada.
— Creo que todavía no tengo ni pizca de sue-
ño —
dijo el Hombrecillo.
— Estimado señor Pichelsteiniano dijo el —
profesor— ¿tendría usted la infinita bondad de apa-
,

gar la vela de un soplo?


Máxchen se rió y apagó la luz.
— Así que ahora soy pequeño otra vez — mur-
muró en la oscuridad — . Pero si tú estás cerca no me
importa.
— ¡A dormir!
— En realidad somos dos muchachos estupen-
dos — dijo Máxchen — ¿No crees? .

— Claro, claro — gruñó Jokus — Estupendos .

muchachos y gordos amigos. Y tú tienes que dormir.


— ¿Por qué gordos? — preguntó Hombre- el

— Tú no
cillo . gordo, ni siquiera cuando
estás llevas
de mago.
el frac
— ¡A dormir! — refunfuñó profesor, y bos- el
tezó de tal modo, que incluso las campanillas de mayo
del balcón le oyeron.
— ¿Y qué pasa contigo y la chica Mazapán?
— preguntó Máxchen en voz baja.
—A dor...
—Ya me duermo — dijo el Hombrecillo rápi-
damente, y cerró la boca y los ojos.
Si de verdad se durmió inmediatamente, no
lo sé. Pues en primer lugar la habitación estaba os-
cura como boca de lobo. Y en segundo lugar yo no
estaba en la habitación.
Capítulo 14

Varna por la mañana / Llamada telefónica / El


primer visitante es el director Brausewetter /
El dinero no es lo principal, pero sí el comple-
mento más importante I El conejo en el sombrero
de copa equivocado / Titulares y rumores.

ili\ día siguiente fue un día memorable. Máx-

chen era ya famoso cuando se despertó. El conserje


del hotel, que en sus cuarenta años de carrera no so-
lamente había adquirido unos respetables pies planos,
sino también considerables experiencias, ya a las nueve
de la mañana dijo a las telefonistas:
—Va a ser una fama sin precedentes, señoras.
El chiquillo va a ser tan famoso como la torre incli-
nada de Pisa. ¡Piensen en mis palabras!
— Día y noche — aseguró la señorita Anabella
ingenuamente, y muchachas se reían y ta-
las otras
paban el auricular con la mano.
Sin embargo, hoy no les quedaba mucho tiem-
po para reírse. Las llamadas a la central no tenían
fin. El mundo entero quería hablar con el Hombre-
cillo. Entre ellos se contaba también una agitada mu-
jer. Se informó de si el Hombrecillo estaba ya casado.
— Ayer por noche la en circo — dijo
le vi el
la — y
mujer me
, ha dejado completamente fasci-
nada. ¿Está todavía?
libre
—Desgraciadamente, no —contestó señorita la
Anabella — Hace. años que está prometido a
seis la
princesa heredera de Australia. Y ella no le va a soltar.
124

— ¿Y qué tiene que ver con los canguros?


él

— preguntó la voz de mujer, enfadada —


Tengo una
.

tienda de ropa para bebés y niños pequeños. Eso sería


mucho más apropiado para él. ¡Póngame con su habi-
tación, por favor!
La señorita Anabella movió la cabeza llena
de rizos.
— ¡Es del todo imposible, señora mía! No se le
puede molestar. ¡Presente su solicitud por escrito! Y
no se olvide de incluir una buena fotografía. El joven
señor es muy amante de la belleza.
Desde luego no todas las llamadas telefónicas
eran tan tontas como ésta. Pero a pesar de todo cien-
tos de llamadas telefónicas con fundamento cuestan
también tiempo y nervios. A las señoritas de la cen-
tralita y al portero en su mostrador les salía humo de
la cabeza.

Mientras tanto Jokus y Máxchen estaban senta-


dos en la terraza desayunando con toda tranquilidad.
— No deberías chupar cucharita de mer-
la la

melada — advirtió profesor.


el
— A partir de hoy eso ya no tiene importancia
— afirmó Máxchen — Cuando . tan famoso como
se es
yo, está permitido hacer eso.
—Tienes un concepto un poco extraño de lo
que famoso — dijo Jokus.
significa ser
Las dos palomas estaban sentadas en las jardi-
neras. El conejo asomaba la cabeza entre los barrotes
de Para los tres animales ese día glo-
la barandilla.
rioso era un día como cualquier otro.
El Hombrecillo guiñó un ojo divertido.
— Minna, Emma y Alba — enumeró — . Sola-
mente falta Rosa.
Entonces se oyeron tres golpecitos en la puerta
y apareció el primer visitante. Pero no era Rosa Ma-
123

zapan, sino el señor Brausewetter. En una mano ba-


lanceaba el sombrero de copa, y con la otra ofrecía
los periódicos de la mañana.
— El éxito es sensacional — dijo suspirando, y
se sentó en una silla —
La prensa está fuera de quicio,
.

y eso que no estuvieron allí. Delante del hotel se


amontonan los curiosos. El botones ha envejecido
años. Y el portero ha perdido la cabeza y no la puede
encontrar.
Máxchen se rió, y Jokus echó un vistazo a los
periódicos que traían las primeras cortas noticias sobre
el enorme éxito obtenido por él y Máxchen.
— —
Todo está en marcha dijo satisfecho.
—Y además hacia señor profesor —
arriba, dijo
Brausewetter — Es una lástima que tengamos que
.

separarnos.
Miró tristemente al suelo.
— ¿Cómo? —
preguntó el Hombrecillo — . Eso
no lo entiendo.
Brausewetter daba vueltas con el guante alre-
dedor del sombrero.
— El señor profesor seguro que me entiende.
— Desde luego — gruñó Jokus asintiendo.
— Esta noche no he pegado ojo — dijo Brause-
wetter poniendo el sombrero de copa debajo de la
silla — . He echado cuentas una y otra vez. No puede
ser. Francamente, el circo Stilke no es ningún circo
126

de pulgas, sino que disfmta de la calurosa acogida


del gremio y del público. Pero ustedes dos son desde
ayer un número mundial, y yo no puedo pagar eso.
Jokus le interrumpió:

Pero usted todavía no sabe cuál es nuestro
precio.
— No.
Pero no soy nuevo en el negocio. Co-
nozco sumas que les van a ofrecer por otros lados.
las
Yo no puedo hacerles la competencia. Porque yo soy
un empresario intachable. Quizás otro director pen-
«Con este número mundial se agotarán las en-
saría:.
tradas todos los días, incluso si dejo en la calle a la
familia Bambú...
— ¡No! — exclamó Máxchen.
— O vendo elefantes a un zoológico...
si los
— ¡No! — exclamó Máxchen.
— O echo traga-fuego y a
si al herma- las tres
nas Mazapán...
— ¡No! — exclamó Máxchen indignado — ¡Us- .

ted no puede hacer eso!


— Desde luego no voy a hacer — dijo lo el
director muy digno — y por eso precisamente tene-
,

mos que separarnos.


Jokus dijo:
— ¡Ponga las canas sobre la mesa! ¿Cuánto
nos puede pagar?
—El cuádruple de su sueldo actual. Pero los
otros le van a ofrecer diez veces ese sueldo.
— No — dijo el profesor — . Veinte veces. Yo
también he echado cuentas esta noche. Y usted, esti-
mado señor director, nos puede pagar más del cuá-
druple, sin tener que llevar su sombrero de copa o
dos elefantes al monte de piedad.

¿Cuánto?
— El quíntuple.
El director Brausewetter sonrió molesto.
— Pero solamente dejo de fumar puros.
si
127

— Eso no cree ni su proveedor de puros


se lo
— dijo Jokus.
— Sería último en creerlo — dijo Brause-
el

wetter, y cansadamente.
se rió
— ¿Has entendido todo, Máxchen? — preguntó
Jokus — ¡Pero deja
. cucharilla de mermelada
la la
antes de contestar!
Máxchen dejó la cucharilla a un lado. Enton-
ces dijo:

He entendido todo. En cualquier otro lugar
podríamos ganar cinco veces más que con el director
Brausepulver, no, Brausewetter. Y para ello tiene
que dejar de fumar.
— Un niño muy — observó listo el director.
— Pero — continuó Hombrecillo — ¿qué el ,

tal estaría si el de las


circo Stilke subiera el precio
entradas, ya que nosotros ahora somos famosos? ¡So-
lamente un poquito! ¿Y si ese poquito nos lo paga
a nosotros de más?
— —
Un niño peligroso declaró el director, que
empezaba a sudar.
— De cualquier modo no es mala idea — dijo
Jokus — ¡Pero ahora
. grano, al jovencito! Tú y yo
somos ahora socios, y a partir de hoy tu opinión es
tan importante como la mía.
— ¡Estupendo! — exclamó Hombrecillo el fro-
tándose manos de gozo.
las
— ¿Qué vamos a hacer? ¿Vamos a quedarnos
con el director Brausewetter? ¿Ó nos iremos por el
quíntuple de la suma a otro circo o a una sala de
variedades tan famosa como el «Lido» de París ¡Re-
flexiona detenidamente sobre ello antes de contestar!
De nuestra decisión depende muchísimo dinero.
Máxchen arrugó la frente.
— ¿Tú ya sabes lo que a tí te gustaría?
— ya Sí, lo se.
— Yo creo que también lo sé — dijo el Hom-
.

128

brecillo — . Me gustaría que nos quedáramos con el


señor Brausewetter. El contrató a mis padres hace
mucho tiempo y siempre se ha portado muy bien
conmigo. Como un tío.

Bravo dijo Jokus— Entonces somos de la — .

misma opinión.
Se dirigió al director del circo.
—Nuestra decisión unánime. Nos quedamos
es
con usted.
— Oh — murmuró Brausewetter— A eso . le

llamo yo generosidad — y pasó mano por se la los


ojos, conmovido.
— Por tarde discutiremos
la pormenores los
— dijo Jokus sonriendo — Desde luego como usted
.

habrá notado, la pane administrativa no es lo princi-


pal para mi socio y para mí. .


¿Sino? —
preguntó Máxchen con curiosidad.
— ...Sino el complemento más importante
— continuó socio el de más edad.
El director inclinó ligeramente.
se
— ¡Desde luego, señor profesor! ¡Desde luego!
¿Entonces ahora puedo comunicar a la prensa y a la
radio que se quedan conmigo?
Jokus asintió.
— Hágalo, mi superior.
Y Brausewetter se levantó inmediatamente de
un salto.
— ¡Entonces tengo que darme prisa!
Cogió el sombrero de copa de debajo de la
silla y se lo puso torcido de la emoción.
Pero el sombrero se balanceaba alocadamente
de aquí para allá.

— ¿Qué significa esto? — preguntó desconcer-


tado, quitándose rápidamente el sombrero de copa.
¡Entonces conejo blanco salió del sombrero
el
dando un salto gigantesco! Estaba asustadísimo y brin-
caba como loco en la habitación y en su cesta.
129

— ¡Usted! —Jokus amenazaba con el dedo


al señor Brauséwetter — ¡Eso competencia
. es desleal!
¡Alba no tiene por qué meterse en sombreros ajenos!
El director se rió amenazando al- mismo
tiempo. .

— ¡Eso no me tiene usted que contar a mí,


lo
sino a su conejo! — e inmediatamente corriendo salió
de la habitación del hotel, tan deprisa como su ba-
rriga se lo permitía,- para dar a las redacciones, la
radio y las agencias la noticia fresca de la suene que
había tenido el circo Stilke.
Y solamente, algunas horas más tarde se ente-
raron los lectores dé ciudad de la gran noticia. Los
la
periódicos lo anunciaban incluso en primera página.
Los grandes titulares decían:

El Hombrecillo se queda con Stilke

Fidelidad de artista
& pesar del éxito mundial

BRAUSÉWETTER
PONE FUERA DE COMBATE A LA COMPETENCIA
130

El profesor de magia y el aprendiz


de mago prolongan el contrato
El texto de las noticias, también en la radio,
aún era desde luego bastante pobre. ¿Pues qué re-
portero había ido por casualidad la noche anterior al
circo? Además los periódicos no tenían ninguna foto.
Y también la presentadora de televisión recomendó
al púbhco que escuchara el noticiario siguiente.
un rumor. ¿Pues
El éxito era casi solamente
quién hubiera podido adivinar que el payaso Fer-
nando cambiaría dos fracs? ¿Y que debido a eso el
profesor Jokus von Pokus se decidiría a presentar al
Hombrecillo al público antes de tiempo?
Sea como sea, dos mil espectadores habían
compartido la sensación y habían visto con sus pro-
pios ojos al diminuto aprendiz de mago. Así que el
rumor que corría por la ciudad tenía cuatro mil pier-
nas. Y el hecho de que solamente fuera un rumor
hacía que todo fuera aún más emocionante, más exci-
tante, más interesante.
Aquella noche, antes de la segunda actuación
del Hombrecillo, se apretujaban y apelotonaban más
de cien mil personas ante la puerta del circo.
Capítulo 15

. La segunda representación y la segunda sensa-


ción: El Mdxchen volador /El archivo Stilke /
Una oferta cinematográfica de Hollywood / Co-
rrespondencia con el pueblo Pichelstein / Un
regalo regio del pueblo de Bregamona,

tv^ien mil personas! ¡Eso significaba que so-


an noventa y ocho mil! Asediaron inmedia-
tamente la taquilla que vendía entradas con antici-
pación, y al cabo de un par de horas no quedaba
ni un solo sitio para el resto de las funciones, ¡a pesar
de que el circo Stilke permanecería todavía catorce
días en la ciudad, y a pesar de que se había añadido
un suplemento de 25 pesetas por asiento!
Tres camiones de reparto llevaron el dinero
esa misma noche a las cajas fuertes de la compañía
Vigila y Cierra. Hombre precavido vale por dos,
pensó el director Brausewetter.
Esa repre-
sentación tam-
y
bién segunda
la
representación,
constituyeron otro
éxito para «el
Hombrecillo y el
gran Ladrón». La
gente de la televi-
sión se presentó
con sus aparatos.
132

Por todas partes se encontraban fotógrafos en cuclillas


con sus cámaras y sus flashes. Los periodistas y los
corresponsales nacionales y extranjeros mantenían los
ojos abiertos y los blocs de apuntes sobre las rodillas.
Para el resto de noche no cons-
los anistas la
tituyó una alegría sin par, a pesar de haberse ven-
dido todas las entradas. Pues todos sabían que los
impacientes espectadores, así como la prensa y los
huéspedes de honor, solamente esperaban a que
aparecieran Jokus y Máxchen.
En efecto, también había huéspedes de honor.
El alcalde con la cadena de oro al cuello, sus dos
intendentes, el tesorero municipal, los concejales
municipales, el cónsul general americano, tres direc-
tores de banco, un tropel de productores de cine,
directores generales y redactores- jefe e incluso el rector
de la universidad, que hacía cuarenta años que no iba
al circo.
El profesor Jokus von Pokus fue a buscar
inmediatamente a dos de estos huéspedes de honor
y los llevó a la pista, donde les robó con la mayor
desvergüenza, ayudado por el Hombrecillo: ¡al alcal-
de y al cónsul general americano!
Al alcalde le birló al final la cadena de oro
del cargo, y al señor cónsul general le desabrochó
los tirantes. Entonces los dos mil visitantes se divir-
tieron de lo lindo. Y cuando al americano se le
cayeron los pantalones, ¿quién creéis que se rió más
y mejor? ¡El mismo americano! Lo cual hizo que el
público se divirtiera aún más.

Cuando se hubieron subido las rejas y Jokus


presentó su pequeño colaborador a la asombrada
multitud, anunció una nueva sensación.

Ahora gritó — —
¡el hombrecillo volará hacia
,

arriba hasta alcanzar la cúpula del circo montado en


.

133

su amiga, lapaloma Emma, y después de un vuelo


circular por encima de nuestras cabezas aterrizará
sano y salvo en la palma de mi mano!
Y eso ocurrió. La orquesta callaba. No sola-
mente porque se lo habían ordenado. De todos
modos no hubiese tocado ni una nota. Los únicos
seres vivientes que no mostraron ni pizca de miedo
mientras duró el arriesgado vuelo fueron Emma y
Máxchen. Este descuidadamente con la
se sujetaba
mano derecha a la cinta de seda azul que Jokus
había atado anteriormente y con muchísimo cuidado
al cuello de la paloma.
Emma despegó tranquilamente y voló en espi-
ral hasta la cúpula; una vez allí dio tres vueltas en
redondo, y finalmente se deslizó cada vez más bajo
describiendo elegantes curvas, como un pequeño pla-
neador blanco, hasta que se posó en la palma de la
mano del profesor. Esta mano nunca en la vida
había temblado tanto. Y
el circo suspiró aliviado,
como un gigante que se despierta de una pesadilla.
En el guardarropa Jokus en voz baja:
dijo
— No debería de haber permitido nunca este
vuelo. Jamás.
— ¡Ha sido maravilloso! —exclamó Maxchen —
Y te agradezco mil veces que por fin me hayas lo
permitido — dos palomas estaban sentadas arriba,
las
encima del espejo del guardarropa. Se habían echado
una encima de otra y se arrullaban.
El Hombrecillo se frotó las manos.
— ¿Sabes de lo que están hablando? Emma
ha contado lo del vuelo y ahora Minna está celosa.
Pero no necesita estarlo.
— ¿Y por qué no?
— Mañana le toca a Minna —
dijo Máxchen.
Desde luego, es completamente imposible in-
formar aquí detalladamente sobre el éxito mundial.
Pero el jefe de prensa del circo Stilke ha coleccionado
.J^^^'^^'^^ ^^^^f^^i
^''ríSí'
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'
'
>^'rf-v"«r^vf-'
136

y ordenado a conciencia todas las fotos, informes,


entrevistas y cartas.
Quien esté interesado en esas particularidades
tiene que dirigirse al archivo Stilke. El jefe de prensa,
un hombre trabajador y complaciente, se llama
Kunibert Kleinschmidt, y contesta amablemente a las
preguntas coaeses. (Incluir los costes de envío.)
Bueno, dejaré a un lado esas menudencias.
No hace falta decir que en las revistas aparecieron
amplios reportajes con fotografías, algunos de ellos a
todo color. La revista semanal francesa «Paris Match»
sacó en la portada una fotografía en color de
Máxchen sobre la mano de Jokus. Millones de perso-
nas pudieron ver en la televisión cómo Máxchen sa-
caba sigilosamente los cordones de los zapatos del
alcalde por los agujeros. La revista americana «Life»
ofreció al Hombrecillo cien mil dólares por escribir
sus memorias y cedérselas antes de imprimirlas.
Una comisión internacional de médicos anunció su
visita, ya que querían comprobar el estado corporal

y mental del Hombrecillo por motivos científicos, y


dar un informe sobre el mismo. La empresa cinema-
tográfica Metro-Goldwyn-Mayer gestionaba una pelícu-
la para la pantalla con Máxchen y el profesor en
los papeles principales. Una marca de cerillas pidió
la licencia para poder pegar en lo sucesivo un
anuncio en sus cajas de cerillas, donde se leyera
«El Hombrecillo le da fuego».
Jokus permitió algunas cosas. Otras las rechazó;
rotundamente, o al menos por el momento.
— Pero podríamos hacer la película en
Hollywood — dijo Máxchen.
El profesor movió la cabeza.
— Hay mucho tiempo. Más adelante. Siempre
hay que hacer una cosa detrás de otra.
Sin embargo, tengo que contaros algo un
poco más detalladamente. Por ejemplo, el asunto de
137

la carta que llc^o un día proccdciuc del pucblctit'


de- Pichclstcin. Decía así:

J-fíK^ peco n&Mí2> póMdc admmr-iíi -^tL

he^iM^ M c^ aM4A. iucü éifiico ^k£ eua>. oO^

^^P(?hr^ l^i^ JU c¿U)uÁc ¿^ (y'rvc^ £ hco yutclatítJ!>

¿-¿p^mMJijZ) 9CIC- ~t£j (xíiz^pt. "LOicbd c£>UAx:y a^


:

138

A Máxchen le alegró tanto esta carta, escrita


un poco torpemente, que dijo a Rosa Mazapán:

¿Sabes lo que te digo? Me gustaría contes-
tar inmediatamente a ese Fernando. ¿Puedo dictarte
la carta y sentarme mientras tanto encima de la má-
quina de escribir?
La muchacha Mazapán, que últimamente iba
con frecuencia al hotel y ayudaba frecuentemente en
lacorrespondencia, dijo:
—De acuerdo, amiguito —y poniendo un
pliego de papel de cartas en la máquina de escribir,
sentó al Hombrecillo encima del carro y dijo —
¡Soy toda oídos!
Así que Máxchen le dictó la carta de agrade-
cimiento para Fernando Pichelsteiniano, y mientras
Rosa daba a las teclas, iba con el carro hacia la
izquierda hasta que sonaba la señal. Entonces ella
empujaba el rodillo junto con el Hombrecillo hacia
la derecha, y el viaje comenzaba de nuevo.
Cuando estaba dictando: «Su agradecido Máx-
chen Pichelsteiniano, artista», entró Jokus en la habi-
tación. Había estado abajo, en el salón del hotel,
hablando de negocios con el abogado de una fábrica
de juguetes de Nüremberg, y dijo:
— ¡Se acabó la oficina, señores! ¡Ahora mismo
vamos tomar café y tarta de manzana!
a
Rosa iba a quitar el folio de la máquina, y
entonces Máxchen exclamó agitado:
—¡Todavía no, por favor! ¡Me he olvidado de
.

139

una cosa muy importante! —y entonces dictó aún


algunas frases, que no tenían que ver ni lo más
mínimo con los miembros honorarios de la asociación
gimnástica.

Como todos los pichelsteinianos son


muy pequeños, podría ser quizás que
hubiera en Pichelstein una muchacha
de mi edad, y que fuera también de
mi estatura. Me pondría contentísi.
mo si la hubiera. Jokus, mi mejor
amigo, asegura que no pondría ningu
na objeción a que ella me visitara
pronto y se quedara con nosotros el
mayor tiempo posible.

—Desde luego, podría traer también a sus


padres —dijo Jokus. Y Máxchen dictó:

Desde luego, podría traer también a


sus padres. Enviaríamos inmediata-
mente el dinero del viaje. Y si en
Pichelstein no tuvieran una chica
tan pequeña, sino un chico, sería
entonces casi igual de estupendo.
En el fondo preferirla una chica,
pues yo soy un chico. A veces echo
de menos un amigo de mi tamaño . .

El Hombrecillo tenía la cabeza baja mientras


dictaba estas frases, e iba de aquí para allá con el
carro de la máquina de escribir.
La señorita Mazapán y Jokus cambiaron una
significativa mirada.
140

— ¿Sabes lo que te digo — dijo Rosa al mucha-


chito—. El final de la carta y todo lo demás que
normalmente se dice no necesitas dictármelo. Puedo
hacerlo yo sola.
Máxchen asintió y murmuró:
— Muchas gracias.
Aprovecharé oportunidad para mencionar
la

otra carta importante. El remitente era el reyBileam


de Breganzona. En su reino, y también en el extran-
jero, se le llama desde hace mucho tiempo Bileam
el Amable. Y todos los que le conocen afirman que

eso esaún demasiado poco. En realidad debería lla-


marse Bileam el Mejor.
Lleva una corona de oro y un sombrero negro,
vez. La corona cuajada
y por cierto, los dos a la
de piedras preciosas está cosida al ala del sombrero,
y no queda tan mal. Pero dejemos de hablar de las
modas de sombreros.
De cualquier manera, también este rey Bileam
envió una carta. También él, la reina, el príncipe
141

heredero y la princesa se habían quedado maravilla-


dos con la transmisión televisiva. ¡Ojalá el circo
Stilke se tomara muy pronto unas vacaciones! Enton-
ces el Hombrecillo y el profesor irían inmediatamente
como invitados al palacio de Breganzona, no importa
cuáles fueran las circunstancias. La princesa Judith y
Osram, el príncipe heredero de diez años, apenas
podían esperar.
Por lo pronto los dos niños habían vaciado
sus huchas y le habían comprado y enviado un regalo
al Hombrecillo, que quizás le iba a alegrar.

Solamente dos días más tarde recibieron dos


cajas embaladas. En las cajas ponía «regalo real», y
no era exagerado. Una de las cajas contenía una casa
completa en miniatura: un cuarto de estar, un dor-
mitorio, una cocina con cocinilla eléctrica y un baño
con agua fría y caliente. Lamparitas, depósito de agua,
pilas recambiables, tenía de todo, no se habían
olvidado de nada, ¡era una pequeña maravilla!
En la segunda caja había una mesa grande y

lis if^í

\' .^ ^ /[ r ^^

R
142

baja, donde podían colocar cómodamente las cua-


se
tro habitaciones, una al lado de otra. Rosa y Jokus
por poco no vieron una bolsa de celofán al desenvol-
ver el paquete, y casi la tiran con las virutas. Hubiera
sido una pena. Ya que launa esca-
bolsa contenía
lerilla de cordón de seda que se enganchaba al
tablero de la mesa, y por cuyos escalones Máxchen
podía subir a su confortable vivienda.
Y eso es lo que hizo apenas estuvo colocada
la casa sobre la mesa. Estaba radiante de alegría
cuando se pajeaba por las habitaciones, encendía
la luz y en la cocinilla, en una sartén diminuta, freía
un pedacito de fílete de ternera que había llevado el
camarero junto con un pegotito de mantequilla y
unos pedacitos de cebolla. Todos lo probaron, in-
cluso el camarero, y encontraron el bocado exquisito.
Máxchen no pudo decir nada. Pues no había
quedado nada para él.

Después de la función se bañó en su bañera


particular y le dijo a Jokus, que le miraba divertido:

Desde luego, esto no se puede comparar
con la jabonera.
Después se echó en la blandísima cama de su
dormitorio, se estiró satisfecho y murmuró:

Desde luego, esto no se puede comparar
con la vieja caja de cerillas.

Pero a la mañana siguiente estaba tumbado en


la vieja caja de cerillas encima de la vieja mesilla de
noche.
— Vaya — dijo Jokus — . ¿Pero qué ha ocu-
rrido?
El Hombrecillo sonrió confundido.
— Me he trasladado a mitad de noche. la
— ¿Y por qué?
— La vieja caja de desde luego
cerillas es in-

comparable — dijo Máxchen.


Capítulo 16

El Hombrecillo en su cocinilla particular / La


fama cansa / Y la fama da sueño / La segunda
carta desde Pichelstein / Los juguetes de Nürem-
berg / Una canción se hace popular / Jokus
hace un descubrimiento espantoso: ¡Maxchen ha
desaparecido sin dejar rastro I

Hl regalo del rey Bileam y sus dos retoños


fue para los reporteros de nuevo, y como muy acer-
tadamente se dice, un maná Se
llovido del cielo.
agolpaban con sus aparatos en la habitación del hotel,
sacaban fotos de lo que contenía el paquete, y obse-
quiaban al mundo con nuevas series de fotografías
que llevaban unos comentarios rimbombantes: «El
Hombrecillo con un delantal y gorro de cocinero en
su propia cocinilla», «El Hombrecillo se echa la siesta
en su nueva mecedora», «El Hombrecillo delante de
su estantería con su biblioteca en miniatura», «El
Hombrecillo en su cama con dosel de Breganzona»,
«El Hombrecillo en una bañera
por primera vez», «El Hombre-
cillo enseña sus aposentos a las
palomas Minna y Emma»,...
no se acababa nunca.
Cuando los enervantes
muchachos desaparecieron por
fin con sus cámaras y sus flash-
es, Maxchen se tiró de los pe-
los furioso y gritó tres veces
seguidas:
144

— ¿Por qué no Teniente Invisible?


seré el
— La fama cansa — observó Jokus — Siempre .

ha sido Además pegaremos las fotos en un álbum


así.

y las mandaremos a Breganzona. Seguro que el rey


y sus hijos se pondrán muy contentos.
— De — dijo Hombrecillo — Pero
acuerdo el .

por el momento tendremos que rechazar la invita-


ción. La fama cansa — entonces enfundó en su se
mono de entrenamiento y trepó de aquí para allá
durante una hora por encima del guapo Waldemar.
Después se echó en la caja de cerillas, bostezó fuer-
temente y murmuró antes de dormirse:

La fama da sueño.
Unos días después llegó la segunda carta de
Pichelstein. Fernando Pichelsteiniano, el primer pre-.
sidente de la sociedad gimnástica, escribía al muy
apreciado miembro de honor que el pueblecito no
podía servirle ni una muchacha ni un muchacho de
su tamaño. Además los matrimonios jóvenes seguían
marchándose al ancho mundo. Y contaba a continua-
ción lo que había sido de la mayoría.

avm^uar. J¡1¿ m^iuém irwo 4íqju c^uAiMueaa/f

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irc/may ^^^ aclá't9'. Jdn? hd^ ^ -^

OMff
143

Jokus dobló lentamente y dijo:


la carta
— ¡No te lotomes muy en serio, pequeño!
— ¡Por supuesto que no! —
dijo Máxchen.
Estaba sentado en el sofá verde de su acogedor cuarto
de estar y balanceaba las piernas —
Desde luego,
.

hubiera sido muy agradable. Y sobre todo ahora que


tengo la casa. La chica hubiera podido dormir en
mi cama. De todos modos me siento más a gusto en
la caja de cerillas.
— Pero la cama nueva es mucho más cómoda.
— Claro, claro — dijo Máxchen — . Pero está
demasiado lejos de tu cama.
¿He mencionado ya al abogado con el que
Jokus había hablado en el salón del hotel? Estaba
allí por encargo de una fábrica de juguetes de Nü-

remberg. Habían estado hablando de negocios. Se


habían puesto de acuerdo y habían firmado contra-
146

tos. Y un día llegó el resultado. La fábrica de Nürem-


berg mandó un paquete con diez cajas de cerillas.
¿Con diez cajas de cerillas? Sí. ¿Llenas de ceri-
llas? No. ¡Sino que en cada caja había un Hombre-
cillo encima de un algodón blanco! ¡Cien Hombre-
cillos tan parecidos a nuestro Máxchen que se podían
confundir con él! Con diez pijamas a rayas grises y
azules, exactamente iguales al pijama que más le gus-
taba a Máxchen. Los diez hombres tenían las articu-
laciones móviles. Se les podía sacar de las cajas y
ponerles de pie. Se les podía meter dentro otra vez.
Se les podía poner tumbados, como si estuvieran dur-
miendo.
En resumen, se trataba de un nuevo juguete
que poco después se iba a vender en todos los países
y tiendas y también en la taquilla del circo, y la fábri-
ca de juguetes iba a ganar mucho dinero con él. Pero
no solamente ella, sino también «el Hombrecillo y el
ladrón». Tenían derecho a un ocho por ciento de las
ventas. Por ese motivo había negociado Jokus con
el abogado de Nüremberg en el salón del hotel. Pues
el profesor Jokus von Pokus no era solamente un
famoso ilusionista, sino también un hábil hombre de
negocios.
¿Que no lo creéis? ¿Vosotros creéis que un
hábil hombre de negocios no se hubiera quedado
con el director Brausewetter, sino que — se hace lo
que puede
se —
se hubiera ido a un circo más rico?
Sin embargo un hábil hombre de negocios puede
negociar hábilmente de vez en cuando. Si no es una
máquina calculadora con dos piernas, y un día acá-
147

bará harto, no solamente de los demás, sino de sí

mismo.
Además no os hubiera hablado tan detallada-
mente delnuevo juguete, si una de estas condena-
das cajas de cerillas de Nüremberg no jugara un
importante papel en el capítulo siguiente. Pero tened
un poco de paciencia. Pues...
Pues antes me gustaría hablaros de una canción
que apareció en esta época y rápidamente se hizo
popular. También se podía comprar el disco. La po-
nían en la radio y se bailaba en las discotecas. La
música la había compuesto Romano Korngiebel, el
director de orquesta del circo. Lo que no sé es quién
escribió el texto. Se titulaba

La CcincLon (M HffminecMr
Incluso me acuerdo de un par de estrofas.
Hmpezaba así:

¿Pero qué ha ocurrido?


Las gentes hablan
y unos a otros se preguntan:
¿Ha visto usted al Hombrecillo?
Preguntan a diez policías,
que después de todo saberlo debeñan.
A lo que exclaman los diez:
¿A quién?

Yde este modo se preguntaba a todo tipo


de personas si habían visto al Hombrecillo. Conti-
nuaba así:

Entonces una gorda exclama:


. «¡Sé muy bien de quién habla!
Duerme hasta las siete y media temprano
en una caja de cerillas acostado.
»

148

Entonces desayuna un combinado.


Pesa cinco centímetros,
mide cincuenta y ocho gramos
y a veces se cartea
con el rey Bileam.
Por la noche en el circo el rapazuelo
roba como un cuervo.
Pero pieza por pieza lo ha de devolver,
como tiene que ser. . .

Aquí me memoria de nuevo. Solamen-


falla la
te me acuerdo del final. Decía que quién quisiera
ver al Hombrecillo tenía que darse muchísima prisa,
pues últimamente se empequeñecía cada vez más a
ojos vista:

Á partir del martes nadie le verá.


Cada día más pequeño se volverá.
El lunes todavía la pena habrá merecido.
Sin embargo el martes, el martes,
¡el martes habrá desaparecido I

«¡El martes habrá desaparecido!» Este último


verso de la canción habría de ser muy significativo.
Y por cierto, de una manera tan desagradable que
apenas me atrevo a escribirlo.
¡No os asustéis mucho, por favor! Yo no pue-
do cambiarlo, y tampoco puedo callármelo. No se
puede hacer nada. ¿Pero cómo puedo empezar?
¡Agarraos muy fiíerte a la silla, al borde de la mesa
o a la almohada! ¡Y no tembléis mucho! Tenéis que
prometérmelo. Si no preferiría no contároslo. ¿De
acuerdo? ¡No tembléis mucho! Ahí va:
El manes había desaparecido.
¿Quién?
¡Máxchen había desaparecido!
Parecía como si se le hubiera tragado la tierra.
.

149

Cuando Jokus entró en la habitación del hotel,


Emma y Minna saltaban nerviosas de aquí para allá
encima del armario, Jokus preguntó a Máxchen, que
estaba echado tranquilamente en su caja de cerillas:

¿Pero qué les pasa a las palomas? ¿Tienes
idea?
Como el Hombrecillo no contestaba, dijo el
profesor:
— Eh, jovencito, has quedado mudo?
¿te
Todo seguía en silencio.
— ¡Máxchen Pichelsteiniano! — gritó Jokus —
¡Te estoy hablando! ¡Si no contestas inmediatamente
me dolerá el estómago!
Ni una palabra. Ni una risa. Nada.
Entonces a Jokus le recorrió un escalofrío, tan
rápido y agudo como un rayo. Se inclinó sobre la
caja de cerillas, abrió la puerta de la habitación de
un tirón y se precipitó al pasillo gritando:
— Máxchen, ¿dónde estás? ¡Máxchen!
Nada. Un silencio de muerte.
Jokus volvió corriendo a la habitación, cogió a
toda prisa el auricular del teléfono y tuvo que sen-
tarse de débil que se sentía.
130

— ¿Centralita?¡Póngame inmediatamente con


la policía!¡Máxchen ha desaparecido! ¡El director
del hotel es responsable de que nadie salga del edifi-
cio! ¡Ni los huéspedes ni los empleados! ¡No me haga
preguntas! ¡Haga lo que le he dicho!
Colgó el teléfono de un golpe, se puso de
pie de un salto, fue a la mesilla de noche, y arrojó
con todas sus fuerzas la caja de cerillas junto con
Máxchen contra la pared.
mucho menos de Máxchen.
Pero no se trataba ni
Sino de una de condenadas
las cajas de cerillas de
juguete de Nüremberg con el muñequito del pijama
a rayas grises y azules.
Capítulo 17

Agitación en el hotel / El falso camarero / Huele


a hospital / Aparece el comisario Steinbeiss /
El despertar de Maxchen I Una transmisión im-
portante en la radio / Otto y Bemhard / El
Hombrecillo quiere un taxi, y a Otto le da un
ataque de risa.

Podía tratarse solamente de un rapto. Pero,


¿quién había raptado a Maxchen? ¿Y por qué lo había
hecho? ¿Y además, con todo planeado? ¡Pues había
cambiado al Hombrecillo por el muñeco para que el
rapto no fuera descubierto inmediatamente!
Una de las doncellas había visto un camarero
saliendo de la habitación. No, no le conocía, pero
pensó que sería de otra planta y le habrían llamado
para que echara una mano. Pero ni el jefe de la
planta ni el del restaurante habían dado una orden
semejante.
— Probablemente no se trataba de un cama-
rero dijo el director del hotel — , sino deun mal-
hechor que se había disfraza-
do con una chaqueta blanca.
La doncella preguntó:
—¿Y por qué no ha
gritado el niño pidiendo soco-
^
aj*

rro? Estoy segura de que le .í


'

hubiera oído.

A
\^
— Le han dormido ) /
/ '

— dijo Jokus — . ¿No huelen


a nada?
152

Los otros dos olisquearon el aire. El director


del hotel asintió:
— Tiene usted razón, señor profesor. Huele a
hospital. ¿Cloroformo?
— Éter — respondió Jokus. Estaba desesperado.
Tampoco el comisario criminal Steinbeiss, que
dirigía la investigación, pudo comunicar nada conso-
lador. Cuando entró en la habitación llevaba en la
mano una chaqueta blanca de camarero.
— La
encontramos en uno de los cubos de
basura que hay en el patio. El hombre se ha escabu-
llido probablemente por la entrada de servicio, antes
de que la cerraran con llave.

¿Y qué más? —
preguntó el director del ho-
tel— ¿Alguna huella digital?
.


Nada —
dijo el comisario Steinbeiss He — .

dicho a mis ayudantes que se marcharan. Durante


una hora entera han registrado a todos los que querían
salir del hotel, por si tenían alguna caja de cerillas.
Ha sido inútil. El Hombrecillo no se encontraba en
ninguna caja. Todas las cajas estaban llenas de ceri-
llas.

— ¿El aeropuerto, estaciones,las de las calles


mayor — preguntó Jokus.
tráfico?
— Hacemos que podemos — contestó Stein-
lo
beiss — . No
tengo muchas esperanzas. Antes se
encuentra una aguja en un pajar, como dice el
refrán.
— ¿Y radio?
la
— Transmite cada media hora nuestro comuni-
cado de búsqueda. También se anunciará periódi-
camente la recompensa de ochocientas mil pesetas
ofrecida por usted.
Jokus salió a la terraza y miró el cielo. Pero
tampoco allá arriba podía descubrir a su Máxchen.
Al cabo de un rato se volvió y dijo:

Quiero elevar la recompensa. Quienquiera
133

que nos dé la pista decisiva recibirá dos millones


de pesetas.

La radio lo comunicará inmediatamente
— dijo el comisario —
Quizás sirva de algo. Si se trata
.

de una banda numerosa uno de los raptores podría


cantar. Dos millones de pesetas no son ninguna
broma.

¿Y por qué cantar? —
preguntó la donce-
lla — ¿Cantar por dos millones de pesetas? ¿Y qué
.

conseguiríamos con eso?


El comisario hizo un gesto de impaciencia.

Cantar es un término técnico, y significa
lo mismo que delatar.
— No
entiendo absolutamente nada dijo el —
director del hotel —
¡Por todos los diablos! ¿Qué
.

quieren hacer con un niño raptado que mide cinco


centímetros y es tan conocido como Chaplin y
Churchill? No se le puede vender a ningún otro circo.
Ni siquiera se le puede exhibir en privado. ¡Ni un
minuto! La policía se presentaría allí en un abrir y
cerrar de ojos.
La doncella puso cara de misterio.

¿Y si quieren hacer un chantaje al profesor?
— susurró —
A lo mejor solamente le devuelven a
.

Máxchen cuando haya dejado por la noche un paque-


te con muchísimo dinero en el hueco de un árbol.
Tiene que ocurrir algo así.
El director del hotel se encogió de hombros.

¡Entonces la banda tendría que llamar por
teléfono o enviar una carta urgente!

O se trata simplemente de un par de locos
— continuó la doncella excitada —
Eso también se .

da. Entonces sí que no hay nada que hacer.


Quién sabe lo que todavía habría sacado a
relucir si Rosa Mazapán no hubiera entrado precipi-
tadamente en la habitación, y arrojándose en los
brazos del profesor prorrumpió en sollozos diciendo:
154

— ¡Mi pobre Jokus!


Detrás de ella apareció, a una prudente dis-
tancia, el señor director Brausewetter. Llevaba el som-
brero de copa en la mano y como siempre, excepto
cuando estaba en la cama, guantes de cabritilla. Hoy
eran de color grisáceo. Solamente llevaba guantes
negros en los entierros, y en las ocasiones alegres y
festivas los llevaba blancos. En lo que respecta al

color de los guantes era muy exigente.


— Querido señor profesor — dijo — , estamos
hondamente conmovidos, y he venido para partici-
parle la condolencia de todos los colegas. Hace diez
minutos, en una asamblea de todos los empleados
del circo, ha sido tomada por unanimidad la decisión
de no actuar hasta que el Hombrecillo esté de nuevo
entre nosotros. Hasta entonces el circo Stilke estará
cerrado.
— ¿Servirá eso para algo? — preguntó la cama-
rera.
miró de reojo.
El director la
— ¡Ante todo es por lo menos un signo visible
de amistad y solidaridad, querida rnía!
—Yquizás incluso pueda ayudar dijo el —
comisario Steinbeiss —
Hará que el asunto acapare
.

la atención general.
.

155

Rosa Mazapán sacudió los rizos.


— Aquí solamente puede ayudar uno.
El director del hotel abrió mucho los ojos.
— ¿Y quién es?
—Tienes toda razón — dijo Jokus a Rosa —
la
El es nuestra única esperanza.
— ¿Pero quién es? — repitió director del el
hotel.
La señorita Mazapán dijo solamente:
— ¡El mismo Máxchen!

Cuando el Hombrecillo volvió en sí le zum-


baba la cabeza. Estaba tumbado en efecto en su caja
de cerillas. Pero no conocía la lámpara del techo.
¿Dónde estaba?
Se oía música de baile procedente de una
radio. En el aire ondulaba el humo azul del tabaco.
Y de repente dijo una malhumorada voz de hombre:
— Otto, mira enano si ha despertado
el se
por fin — como nada movió, continuó
se voz eno- la
jada — ¿Prefieres que
: mande una invitación por
te
escrito?
— Eres un tipo demasiado impaciente — con-
testó otra voz amablemente — ¡Eso no sano,
. es
Bernhard! Piensa en tu corazón! —
j embargo en- sin
tonces se movió una silla. Alguien se levantó pesada-
mente y se acercó lentamente. Probablemente era el
hombre que se llamaba Otto.
Máxchen cerró los ojos, respiró con tranquili-
dad y sintió cómo alguien se inclinaba sobre él.
Otto respiraba con dificultad, y olía como una tienda
de puros situada al lado de una fábrica de aguardien-
te.

El renacuajo está todavía dormido dijo la —
voz de Otto —
Esperemos que no le hayas dado a
.

oler demasiado éter, mi querido Bernhard. ¡Si no el


.

156

señor López ordenará a uno de sus negros que te haga


la manicura en el cráneo!
— ¡Cierra el pico! —
gruñó la voz de Bemhard —
He cumplido el encargo conforme a las instrucciones...
En ese momento cesó la música de baile en la
radio, y una tercera voz dijo:
— ¡Atención, atención! ¡Repetimos una im-
portante transmisión!
— Soy capaz de comerme una escoba, si la
policía no ha... — empezó a decir Otto.
— — Bernhard.
¡Silencio! siseó
Máxchen contuvo la respiración y agudizó el
oído.

Como ya les hemos comunicado dijo la —
voz de la radio —
esta mañana el Hombrecillo, de
,

todos ustedes conocido, ha sido raptado en su habi-


tación del hotel. El autor de los hechos se había dis-
frazado de camarero. La chaqueta blanca que utilizó
ha podido ser encontrada. La policía ruega al público
que la apoye activamente. El profesor Jokus von
Pokus ha elevado la recompensa ofrecida por él a
dos millones de pesetas. Por favor, continúen diri-
giendo las observaciones pertinentes al caso a la radio,
o directamente al comisario Steinbeiss. El circo
Stilke nos manda comunicar que todas las funciones
estarán suspendidas hasta nuevo aviso. ¡Fin de la
transmisión! —
entonces volvió a escucharse la mú-
sica.
Al cabo de un rato se oyó la voz de Otto im-
presionada.

¡Madre mía! ¡Ese Jokuspokus no se anda
con chiquitas! ¡Dos millones! ¡A eso le llamo yo di-
nero fácilmente ganado! ¿Tú no, Bernhard? ¿Qué
tal resultaría?
— Eres y siempre lo serás un tonto de remate
— gruñó la voz de Bernhard — . ¿Dos millones? Por
eso no se sacrifica un empleo permanente.
137

—Tienes razón — murmuró Otto — Era . sola-

mente una ocurrencia.


— No hombre de ocurrencias — contestó
eres
Bernhard inconmovible — Déjame a mí. asunto, el

¿de acuerdo? Bueno. Y


ahora voy a llamar por telé-
fono —una silla fue empujada hacia atrás enérgi-
camente —¡Y mientras tanto vigila bien al enano!
.

Cuando se cerró la puerta de la habitación,


Máxchen se atrevió a abrir los ojos un poquito. Un
hombre grande y calvo estaba inclinado sobre una
desordenada mesa y miraba una botella vacía a la luz
de la lámpara. ¡Así que ese era Otto!

La sed es peor que la nostalgia del hogar
— dijo para sí, y volvió a poner la botella sobre la
mesa con tanta fuerza, que todo se estremeció.

¡Ahora o nunca! —pensó Máxchen, y fingió
que se despertaba. Se dio tal vuelta que la caja de
cerillas casi se volcó. Además chilló—: ¡Socorro!
¿Dónde estoy? — entonces miró desesperado a su al-

rededor, gimió y se llevó las manos a la boca. Fue


una actuación teatral brillante.
.

158

El sorprendido Otro se llevó un susto enorme.


Dio un salto en la silla y siseó furioso:
—¿Quieres cerrar el pico inmediatamente,
boñiguita?
Máxchen gruñó:
—¡Quiero saber dónde estoy! ¿Por qué habla
usted conmigo? ¿Y quién es usted? ¡Socorro! Jokus!
¡Socorro! —
chillaba tan alto porque pensaba que
quizás alguien en las cercanías podría oírle. Pero no
se movió nada. Nadie le había oído. Aparte de este
borrachín calvo llamado Otto.
—Si vuelves a chillar te pegaré un metro de
esparadrapo en el hocico —
dijo Otto rabioso.
—No me gusta ese tono replicó Máxchen — —
Pídame un taxi, por favor.
Entonces a Otto le dio un ataque de risa.
En realidad era una mezcla de risa, tos, estornudos
y asma. Se podía temer que fuera a explotar. Pero
no explotó. Cuando por fin se tranquilizó de nuevo,
se enjugó las lágrimas de los ojos y dijo jadeando:
— ¿Un taxi? ¡Si no se le ofrece nada más,
señor! ¡Bernhard está informándose en este momento
sobre un avión!
Capítulo 18

¿Quién ha comprado la chaqueta blanca de ca-


marero? / Gran agitación en «El jamón dorado» /
Una información en el periódicode la tarde / El
calvo Otto gruñe / La casa vacía
Bernhard/
es el peligroso / Maxchen investiga por la noche
la endiablada habitación.

-La chaqueta blanca de camarero la habían


comprado en el centro de la ciudad, dos días antes

de qu.e el Hombrecillo fuese raptado. En una tienda


especializada en ropa de trabajo. Esto es lo que la
policía por fin había descubierto. Allí había delanta-
les de carnicero, gorros de cocinero, batas de médico,
cofias de enfermera, monos de obrero, escafandras
de buzo, manguitos de contable, rodilleras de sola-
dor... En pocas palabras, era una tienda muy grande
y llamativa. Y los dependientes habían sido extre-
madamente amables con los policías de la brigada
criminal. Pero nadie se acordaba de quién había
comprado la chaqueta blanca de camarero y del
aspecto que tenía.
Rosa Mazapán había forzado a Jokus a que
fuera con ella a un restaurante.
—Tienes que comer algo de una vez por to-
das —
había dicho — No puedes estar todo el rato
.

sentado en la habitación del hotel mirando fija-


mente a la pared. Eso tampoco nos va a ayudar. Y
al final vas a caer enfermo.
Así que ahora estaban sentados en «El jamón
dorado», como se llamaba el restaurante, y Jokus no
160

miraba fijamente a la pared, sino al plato. No tragaba


ni un bocado y no decía ni palabra. Llevaba así un
día y medio, y la señorita Mazapán estaba seriamen-
te preocupada. Había tomado una taza de consomé.
Eso era todo.
Para consolarle, dijo:
— Mañana, lo más tarde pasadomañana, estará
Máxchen aquí otra vez. Es demasiado astuto y espabi-
lado para que se deje encerrar más tiempo. ¡Ni diez
caballos podrían detenerle!
— Desgraciadamente no son caballos —
replicó
Jokus — Son malhechores. ¡Quién sabe lo que le
.

habrán hecho al pobrecito! —


suspiró —
¡Ni siquiera
.

les ha tentado una recompensa tan alta! Tenía la

esperanza de que haría que me llamaran inmedia-


tamente.

Tienen miedo a la policía.

No les hubiera delatado por mi cariño hacia
Máxchen —
murmuró Jokus mirando fijamente al plato.
Tampoco Rosa Mazapán tenía apetito. Pero no dejaba
que se le notara mucho, y comió un par de bocados,
pensando que él comería al verla a ella. Sin embargo
fueron vanos esfiaerzos de amor.
Mientras urgaba con el tenedor en su estofado
de ternera, de repente un cliente de una de las
otras mesas se levantó de un salto y dio una sonora
bofetada al vendedor de periódicos, que ofrecía a su
alrededor el recién salido periódico de la tarde.
— ¿Pero qué mosca le ha picado? — gruñó el
señor — ¡Devuélvame inmediatamente mi caja de
.

cerillas!
— ¡Bravo! — exclamó alguien en mesa de la al

lado — ¡Yo también


. voy a dar inmediatamente
le
un revés!
— ¡A mí me ha hecho mismo — gritó un
lo
tercero — ¡Camarero, vaya a buscar
. gerente inme-
al

diatamente!
161

Se organizó un jaleo tremendo. El vendedor


de periódicos tenía la mano en la mejilla. Los clien-
tes sujetaban al vendedor de periódicos. El jefe de
camareros fue a buscar al gerente. El gerente hizo
señas a un botones. El botones fue a buscar al poli-
cía de la esquina. El policía sacó su cuaderno de
notas del bolsillo.
— —
No tengo ni idea de lo que quieren dijo
el vendedor de periódicos enfadado — ¡En la radio
.

dicen continuamente que la población tiene que estar


alerta porque el Hombrecillo ha sido raptado! Y
cuando se está alerta, y se mira, por ejemplo, en las
cajas de cerillas ajenas para ver si el Hombrecillo
está dentro, entonces te dan de bofetadas ¡Eso no
me gusta nada, señor guardia!
Apenas oyeron esto los clientes y la policía,
se pusieron más suaves que la seda. Se pedían dis-
culpas unos a otros. Y también al hombre de los pe-
riódicos se le pasó el enfado. En un abrir y cerrar de
ojos vendió todos los periódicos que llevaba en la
bolsa, y se marchó de allí aliviado. El guardia se
bebió una cerveza en el mostrador a cuenta del res-
taurante.
162

No importa hacia dónde se mirara, en todas


partes se examinaba el periódico detenidamente.
Desde luego era nuevo, pero no decía nada nuevo
sobre Máxchen. Sin embargo, el periodista encarga-
co de la sección de sucesos había escrito un corto
anículo sobre el confuso caso criminal. Todos los
huéspedes de «El jamón dorado» lo leyeron, y se les
enfrió la comida. También Rosa Mazapán y Jokus
estaban atentos al periódico, apoyados uno en el otro.
Decía, en la primera página, arriba a la derecha:

Acertijo
en torno al Hombrecillo
¿Dónde ¿Dónde le tienen escondido? ¿En
está?
qué ¿En qué casa? ¿En qué habitación?
calle?
Toda una ciudad contiene la respiración. Toda
una ciudad está desconcertada. El comisario Stein-
beiss de la brigada criminal se encoge de hom-
bros. El y sus ayudantes están agotados. ¿Qué
han descubierto hasta ahora? Una chaqueta blan-
ca de camarero en un cubo de basura. Y la
tienda donde fue comprada la chaqueta blanca.
¿Aparte de eso? Nada. ¿Qué aspecto tenía el
comprador? ¿Era el «falso camarero»? ¿O era un
cómpHce? ¿Se subió el malhechor que raptó al
Hombrecillo a un coche que le esperaba? ¿O se
perdió andando entre la multitud?
La policía comprueba sin cesar cientos de lla-
madas telefónicas y advertencias por escrito pro-
cedentes de la población. El trabajo es enorme.
El resultado es desconsolador. Completamente
nulo. A
pesar de todo, nuestra vigilancia no
puede disminuir.
Aunque un millar de pistas lleven al fracaso,
los esfuerzos estarían recompensados si la pista
mil uno ayudara a tener entre nosotros de nuevo
sano y salvo al Hombrecillo, tan querido por la
población.
163

Sí, era grave, muy Nadie conocía la


grave.
calle, la casa y la habitación donde Máxchen estaba
prisionero. ¡Y cuántas calles, casas y habitaciones hay
en una capital que tiene más de un millón de habi-
tantes!
Ni siquiera el propio Máxchen sabía dónde es-
taba. Solamente conocía la habitación donde Bernhard
y el calvo Otto le vigilaban. Y era una de esas habi-
taciones amuebladas baratas, que se parecen tanto
unas a otras como los trajes confeccionados. Sin
embargo, aunque hubiese sido un salón con espejos
venecianos y un autorretrato de Goya en la pared,
¿de qué le hubiera servido al pequeño prisionero?
Tampoco hubiera adivinado con eso el número de la
casa y el nombre de la calle.
Sin embargo tenía una ventaja sobre Jokus, la
muchacha Mazapán, la policía, el circo y los otros de
allá afuera: ¡Sabía con toda claridad que estaba toda-
vía sano y con vida! Eso no lo sabían los otros. Y a
Máxchen le preocupaba mucho que Jokus estuviera
muy preocupado por eso. Sí, desde luego era grave.
Muy grave.
Los dos granujas no le quitaban la vista de
encima. Casi siempre le vigilaban los dos a la vez.
No le dejaban solo ni medio segundo. Ni siquiera
por la noche. Siempre había uno de ellos sentado
junto a la caja de cerillas. Para comer desaparecían
por turnos. Y para no llamar la atención de nadie
comían cada día en un restaurante diferente.
Las pequeñas comidas de Máxchen las cocinaba
Otto en un infiernillo de gas propano. Lo hacía más
mal que bien, aunque se esforzaba bastante.
— Come mucho — decía siempre — Pues si te
.

pones malo o la palmas López nos colgará patas


arriba.
— ¿Pero quién es ese señor López? — preguntó
Máxchen.
164

— ¿A ti qué te importa? — contestó Otto eno-


jado, y sus ojos oblicuos y cargados brillaban enfu-
recidos.
Máxchen sonrió y se calló. Entonces dijo de
repente:
— Por favor, abre la ventana. Necesito aire
fresco.
Otto se levantó suspirando, abrió la ventana y
se sentó de nuevo.
Al cabo de un rato Máxchen sintió que tenía
frío.

Estoy helado. ¡Cierra la ventana, por favor!
Otto se levantó suspirando, cerró la ventana
y se sentó de nuevo.
Al cabo de cinco minutos Máxchen preguntó:

¿Ha sobrado algo de la tortita de pina?
Otto se levantó suspirando, miró en el armario,
se sentó de nuevo y gruñó:
— No. Te la has comido entera.
— ¡Por favor, ve a pastelería y cómprame
la
otra!
— ¡No! — gruñó Otto de manera que tal las

paredes temblaron — ¡No, pequeño . — enton- canalla!


ces recordó que era bienestar de
responsable del
Máxchen, y sobreponiéndose explicó tan suavemente
como pudo —
Iré a comprarte una tortita cuando
:

Bernhard haya vuelto de comer.



Muchas gracias por anticipado dijo Máx- —
chen amablemente, y esperó ansiosamente a que pa-
sara algo. Que alguien diera unos golpecitos en la
puerta del piso, o que tocaran el timbre y alguien de
la casa preguntara furioso por qué vociferaban de
aquella manera al mediodía. ¡Pues solamente por ese
motivo importunaba al calvo Otto hasta ponerle al
rojo vivo! ¡El tipo tenía que ponerse a dar voces!
¡Como un condenado!

Es extraño —
pensó el Hombrecillo Des- — .
.

163

pues de todo dos habitaciones están dentro de una


Y en una casa vive gente... Pero nadie llama
casa...
a la puerta, tampoco tocan el timbre... Pero,
y
¿dónde estoy? No
dejaba que le notaran lo mal que
se sentía. Pero en su fuero interno estaba muerto
de miedo. ¿Podéis entenderlo? En^ apariencia estaba
más fresco que una lechuga. Y sin embargo temblaba
como gelatina.
A quién más miedo tenía era a Bernhard,
porque nunca gritaba. Su voz sonaba tan fría que
parecía que acababa de salir del congelador. Cuando
hablaba se congelaba uno. Y Máxchen se guardaba
mucho de importunarle. Por suerte, Bernhard estaba
casi siempre fuera de la casa. Cuando volvía, Otto le
preguntaba siempre:

¿Algo nuevo? —
y Bernhard la mayoría de
las veces le replicaba solamente — : —o — Cuando
No :

haya algo nuevo ya te lo contaré — — ¡Cierra


el o :

pico! ^o —— ¡Vamos! ¡Vete a comer! ¡Vamos, lárgate!


:

Solamente una vez estalló Otto delante de


Bernhard. Entonces gritó:

¡Estoy harto de estar metido siempre en esta
chabola haciendo de niñera de un enano! ¿Cuándo
vamos a volar?
Bernhard miró fijamente al otro, como si mi-
rara a un viejo mastín atado a una cadena. Entonces
dijo:

Tenemos que esperar hasta que los polis
no controlen tan rígidamente. Puede durar todavía
un par de días.

¡Vaya jaleo! —
dijo Otto malhumorado —
Si de mí dependiera, hace tiempo que ya no esta-
ríamos aquí.
Bernhard asintió.
— ¡Tienes Si de ti dependiera, hace
razón!
tiempo que estaríamos en chirona.
Otto apuró su vaso de aguardiente, se levantó
166

suspirando y se marchó refunfuñando a comer. En-


tonces Bernhard se sentó en la silla que había queda-
do vacía, y aburrido, se puso a leer el periódico.
Al cabo de un rato preguntó Máxchen, po-
niendo cara de inocente, como si nunca hubiera roto
un plato en su vida.
— ¿A dónde vamos de viaje?
— A veces soy duro de oído — contestó Bern-
hard periódico.
sin retirar el
— solamente eso — dijo niño — ¡puedo
Si es el
hablar más — y en seguida chilló con voz
alto! estri-
dente — ¿A:dónde nos vamos de viaje?
Entonces Bernhard dejó lentamente el perió-
dico.

Ahora te he entendido —
dijo en voz baja.
Estaba verde de ira —
Pero no te esfuerces, especie
.

de enano. Aquí no te va a oír nadie —


cogió de nuevo
el periódico —
A pesar de todo te aconsejo que te
.

comportes como es debido. Pues me han encargado


que te entregue vivo. Vivo y tan sano como sea posi-
ble. Me van a dar mucho dinero por ello. Por lo
tanto tengo que preocuparme de que no te pongas
malo o vayas a parar debajo de mi tacón. ¿Me has
entendido?

Bastante bien —
dijo Máxchen esforzándose
para que los dientes no le castañearan.
,

167


De todas maneras, si me organizas un es-
cándalo no tendré en cuenta el dinero. Enanos más
grandes que tú han mueno de repente.
A Máxchen se le puso la carne de gallina.

Así que sé buen chico —continuó Bemhard —
y piensa en tu preciosa salud — entonces abrió de
nuevo el periódico y se puso a leer las noticias depor-
tivas.
Máxchen tenía cada vez más miedo, y cada vez
estaba más preocupado. La policía y Jokus no podían
encontrarle. La generosa recompensa no había servido
de nada. Y él mismo tampoco sabía lo que iba a
pasar.
Desde luego, por la noche, mientras el calvo
Otto dormía tumbado en el sofá, había inspecciona-
do la habitación. Había subido hasta la ventana ba-
jando por el mantel y trepando por la cortina.
¿Qué había visto? Una fila de casas al otro lado de
la calle. A lo lejos la torre de una iglesia. Y la venta-
na tenía rejas.
Anduvo a gatas por el suelo examinando a
fondo las paredes y sobre todo los tablones de madera
de la puena. Pero en ningún sitio había la menor
rendija para poder colarse. Y al fin y al cabo, ;qué
hubiera ocurrido al llegar al pasillo? ¡Allí habría
más puertas! La puerta del piso. La puerta del portal.
Esas dos como mínimo.
Sin embargo, pensar en rendijas que no había
no conducía a ninguna parte. Estaba atrapado en la
endiablada habitación como un clavo en la pared. Y
el tiempo pasaba sin que fiíera posible detenerlo.
Dentro de poco los dos granujas, de los que solamen-
te sabía su nombre de pila, estarían sentados en
cualquier avión. Con una insignificante caja de ceri-
llas en el bolsillo de la chaqueta de Bernhard.

Y en la caja de cerillas no habría ninguna ceri-


lla. En su lugar la caja contendría, durante muchas
68

horas muy bien cloroformado, a un tal Máxchen


Pichelsteiniano, el famoso Hombrecillo, del cual el

mundo nunca más iba a oír o ver nada. Ni el mun-


do ni, lo cuál era mil veces peor, tampoco el famoso
ilusionista y profesor de circo Jokus von Pokus.
Máxchen apretó los dientes.
—No puedo desfallecer —
pensó —
Tengo .

que salir de esta habitación. Cuanto antes mejor.


¿No es posible? ¿No se me ocurre nada? ¿Soy dema-
siado tonto para ello? ¡Estaría bueno!
,

Capítulo 19

Informe detallado sobre el señor López / El


castillo en Sudamérica / Cuadros de Inkasso

y Remscheid / Billetes de avión para el


viernes / Retortijones en el estómago, un
poco fingidos / El calvo Otto va corriendo
a la farmacia / Maxchen se sienta encima
de la puerta de un jardin.

x-Á miércoles fue un día lleno de aconteci-


mientos. Otto tenía ya por la mañana una chispa
respetable, y contaba de buen grado todo tipo de
cosas sobre el misterioso señor López. Poco después
volvió Bernhard del centro de la ciudad, le enseñó a
Otto los billetes de avión que había sacado para el
viernes, y se marchó otra vez rápidamente porque
tenía hambre.
—Voy a comer en «Los dados torcidos» — —
dijo

y dentro de una hora relevaré.


te
— E)e acuerdo — dijo Otto — . Si tienen pata
de cerdo cocida con col en vinagre, diles que me
guarden dos raciones. Eso será suficiente. Hoy no
tengo mucho apetito.
v^uando Bein
hard se fue, a Max-
chen le vinieron de ^
repente unos retorti-
jones horrorosos en
el estómago, y gemía

y se quejaba de tal
manera que Otto
tuvo que taparse los <¿:^
170

oídos. Pero creo que sería mejor que os informara en


primer lugar, y con todo detalle, de lo que el calvo
Otto había contado un par de horas antes sobre el
misterioso señor López.
Bueno, Otto ya estaba borracho en el desayu-
no. Lleno como una cuba. A lo mejor había confun-
dido la cafetera con la botella de aguardiente. O
había hecho gárgaras con licor de frambuesas sin dar-
se cuenta. De cualquier manera empezó sin que nadie
le preguntara:
— Este López es un tío con toda la barba.
Un gran señor, este tío. Más rico que el Banco de
Inglaterra. En cada dedo lleva dos o tres anillos. ¡Si
yo tuviera uno de esos anillos podría comprar Suiza!
Pero, ;qué haría yo con Suiza? Bueno, sea como
fuere: ¡López es dueño de por lo menos la cuarta
pane de un tercio de Sudamérica! Cobre, estaño,
granos de café, minas de plata y haci..., haci..., ha-
ciendas con muchos novillos, que después de estar en
los prados pasan a convertirse en carne de vaca,
¡deprisa, deprisa, adentro, a las latas de conservas!
Tiene una especie de castillo allí, al otro lado del
charco. Entre Santiago y Valparaíso. Con un aeropuer-
to paaicular y cien tiradores escogidos, que serían
capaces de acertarle sin dificultad alguna al puro que
una mosca vulgar tuviera en la mano.
Eso fue demasiado para Máxchen. Se rió.

— ¡No te rías! — dijo Otto —


López no es gra-
.

cioso. Solamente lo parece. Cuando en alguna parte


ha sido robado un cuadro, que por lo menos cuesta
un millón, al cabo de una semana está colgado en
su galería subterránea. Si es un auténtico Adolfo Du-
rero, o un Remscheid, o es de un pintor moderno
como el famoso Inkasso...
— Picasso— —
corrigió Máxchen y Rembrandt,
,

y Alberto Durero.
—Es igual — dijo Otto echándose otro trago al
171

cuerpo — Lo principal es que los cuadros están col-


.

gados en sótano de López. Pero nadie lo sabe. Ni


el
siquiera la Interpol. Y aunque lo supieran no podrían
hacer nada. Pues en primer lugar los tiradores no
les dejarían entrar en la fortaleza.
— ¿Y quién es la Interpol? —
preguntó Máx-
chen.
— Una abreviatura, y sig..., sig..., significa
Policía Internacional. ¡Una vez estuvieron a punto
de atraparnos a Bernhard y a mí! ¡Cuando raptamos
a la gitana y nos íbamos a meter con ella en el avión
privado de López en un aeropuerto de Lisboa! Pero
nos salió bien una vez más. Bueno, ahora ya lleva
dos años allá, en su castillo, y le tiene que echar las
cartas todos los días. Para ver si debe comprar accio-
nes en la bolsa o por el momento no. O si tiene algo
en el hígado, porque desgraciadamente bebe, y tiene
que soportar demasiadas cosas. Si ganará alguno de
sus caballos de carreras...
— ¿Y qué pasa entonces conmigo? preguntó —
Máxchen ansioso —
¿Por qué quiere esta vez que me
.

raptéis a mí y me llevéis allí?


Otto se llenó el vaso. La botella estaba casi
vacía. Se enjuagó la boca con aguardiente, tosió, re-
sopló y dijo: «El hombre se aburre, y precisamente
por eso se dedica a coleccionar. Cuadros y gente.
Como si fueran sellos. Cuantas más cosas mejor. Una
vez ordenó que raptaran a una compañía entera de
ballet. Muchas chicas bonitas. Todas las noches tienen
que bailar algo para él. ¿Tú crees que López las va
a dejar otra vez en libertad? Ni lo sueñes. Ni si-
quiera cuando sean abuelas. No podría ser. Le dela-
tarían inmediatamente. ¿Verdad que tengo razón? Y
también tiene preso a un famoso profesor. Porque
sabe si un cuadro caro es falso o verdadero.
— ¿Y si el profesor trata de engañarle?
— Ya lo intentó una vez —
Otto sonrió iró-
.

172

nicamente — No
le vino bien a su salud. A López
.

no le gustan
bromas.
las

¿Y entonces, qué quiere de mí? pregun- —
tó Máxchen con voz temblorosa.

No tengo ni idea. Quiere tenerte, así que
te consigue, ¡y ya está! Quizás porque eres una cosa
rara. Como un ternero con dos o tres cabezas.
Máschen miró fijamente las orejas de soplillo
de Otto.

Como una cara con asas pensó. Y después —
pensó sobre todo —
¡Tengo que marcharme de aquí!
:

jYa es hora!
Ya he mencionado que entonces apareció
Bernhard de repente.

El viernes cogemos el avión dijo enseñan- —
do los billetes. No se quedó mucho tiempo, porque
quería ir a comer a «Los dados torcidos», y relevar
a Otto una hora más tarde, a pesar de que el calvo
no tenía mucho apetito. Había dicho que hoy ten-
dría bastante con dos raciones de pata de cerdo codi-
da y col en vinagre.

Dentro de una hora volverá Bernhard
— pensó Máxchen —
Entonces hay que actuar. Ya
.

tiene los billetes para el avión. ¡Ahora o nunca!


— por eso al Hombrecillo le vinieron de repente unos
retortijones horrorosos en el estómago, y gemía y se
quejaba de tal modo que Otto se tenía que tapar
las asas, perdón, las orejas.
Si no se lo decís al borrachín de Otto, os
confiaré un secreto. ¿Seguro que no está escuchando
nadie? (^No? Bueno, guardadme el secreto: ¡En reali-
dad, Máxchen no tenía retortijones en el estómago!
¡Y tampoco le daban calambres en el corazón ni en
las piernas, ni al chillar ni al escribir. No le dolía
absolutamente nada. Solamente fingía que le dolía.
Era parte de su plan.

¡Auauau! se quejó —
¡Ojojoj! gimió— . — —
173

Jujuju! — aulló, y se enroscó en su caja de cerillas


como un gusano — . — chilló — ¡En
¡Un médico! .

seguida! ¡Auauau! ¡Deprisa, deprisa!


^¿Y de dónde saco yo un médico? — pregun-
tó Otto nervioso.
— a buscarle! — berreó niño —
¡Id a el . ¡Id
buscar uno¡ ¡En seguida!
— ¿Pero completamente chiflado? — ex-
estás
clamó Otto — Toda . ciudad está buscando, ¿y
la te
tengo que meter a un médico en la casa para que
ordene que nos detengan?
— ¡Auauau! —
gemía Máxchen tirándose de
aquí para allá —
¡Socorro, me muero!
.

— ¡Atrévete! —
gritó Otto —
¡Sólo nos faltaba .

eso! ¡No nos organices un escándalo! ¡Aquí no se


va a morir nadie! ¡López nos retorcerá el pescuezo
si llegamos sin ti! —
el calvo sudaba sangre y agua.
¿Pero dónde te duele?
Máxchen se llevó las manos a la barriga.
— ¡Aquí! — se quejó — . ¡Ojojoj! ¡Son, aua,
retortijones! ¡Me pasa a veces! Jujuju! ¡Rápido, el
174

médico! ¡O, oooj, por lo menos gotas de Baldrián!


Aullaba como ocho hienas por la noche.

¿Gotas de Baldrián? gimió Otto enjua- —
gándose la cara con el pañuelo ¿Y de dónde saco — .

yo las gotas de Baldrián?


— farmacia! — berreó Máxchen — ¡Deprisa,
¡La .

deprisa! ¡Auauau!
— ¡Pero ahora no puedo de habitación! salir la

— gimió Otto — ¡Bebe un poco de aguardiente!


.

¡También una medicina! — levantó


es botella. Es- la

taba vacía — ¡Maldita sea.una vez más!


— ¡La farmacia! — gimió Máxchen — no... . Si
— desplomó quejándose, respiró jadeando y
se se
quedó tumbado muy quieto, como un pasmarote.
Otto miró boquiabierto muy asustado al inte-
rior la caja de cerillas. Estaba atónito.
de

¿Tt has desmayado?

No del todo todavía susurró Máxchen. —
Parpadeaba, y los dientes le castañeteaban un poco.

¡Voy a cerrar con llave la puerta de la ha-
bitación; iré corriendo a la farmacia y en seguida
estaré de vuelta. ¿Entendido?
—Sí.
Otto se puso el sombrero, salió corriendo de la

habitación, dio dos vueltas a la llave en la cerradura,


se metió la llave en el bolsillo, atravesó el pasillo
andando a trompicones, abrió la puerta bruscamente,
la cerró de un golpe a sus espaldas, dio la vuelta a la
llave, se metió también esta segunda llave en el bol-
sillo del pantalón y bajó las escaleras armando mucho
ruido.
Salió de la casa. Atravesó el jardín y la cancela
de hierro. Buscaba una farmacia. O por lo menos
una droguería.
—Gotas de Baldrián para el enano —suspi-
ró — . Y una botella de aguardiente para el pobre
Otto.
173

La habitación estaba cerrada con llave. Hasta


que volviera Otto no podía entrar ni salir nadie.
Tampoco Máxchen. Sin embargo, esto ya no era nece-
sario.
¡Caramba! ¿Y por qué no era ya necesario?
¿Sabéis por qué? Seguro que ya lo habéis adivinado.
¿No? ¡Escuchad! Es muy sencillo el por qué no era
ya necesario. Porque Máxchen ya no estaba en la ha-
bitación. ¡Había salido a la vez que Otto! ¿Pero
cómo? Desde luego sobre la espalda de Otto! ¡Ese era
el plan que se había propuesto!
El Hombrecillo no había creído nunca que
Otto iría a buscar un médico. Ni por un momento.
Sin embargo era parte del plan. Máxchen se había
imaginado que el calvo preferiría mil veces antes ir
corriendo a una farmacia. Y eso fue exactamente lo
que ocurrió.
Otto se puso de espaldas a la caja de cerillas
al el sombrero de la percha, e inmediatamente
coger
Máxchen, con un silencioso salto de carpa, aterrizó
en la chaqueta de Otto y trepó por ella hacia arriba.
Para un artista famoso esto no era más que un juego
de niños.
Y mientras Otto cerraba con llave la puerta de
la habitación y del piso, y bajando la escalera salía de
la casa y atravesaba el jardín, Máxchen había estado
todo el rato acurrucado sobre su hombro.
Al llegar a la cancela saltó a uno de los barro-
tes de hierro. Y también esto le salió bien. Lo que
se aprende, se sabe.
Se hizo un poco de daño en la frente. El
hierro colado no es de goma. Probablemente se había
hecho un arañazo, o quizás le saldría un chichón,
o las dos cosas a la vez. ¡Pero qué importaba!
Máxchen estaba sentado ahora encima de uno
de los dos altos pilares de piedra a los lados de la
cancela, sobre los cuales había una bola de piedra.
Estaba sentado allí arriba y respiraba hondo. Olía a
jazmín. ¡Pero sobre todo a libertad!
Máxchen estaba loco de contento. Pero ahora
no era el momento adecuado para jazmines y ale-
grías. Tenía que marcharse de allí. Irse lejos. ¡Otto
no tardaría mucho en volver! ¡Y en menos de una
hora Bernhard estaría de vuelta de «Los dados tor-
cidos»! Cada minuto era más valioso que un año en-
tero en una situación normal.
La calle estaba vacía, como si el mundo estu-
viera desierto. Las casas de enfrente estaban silencio-
sas, como si estuvieran muertas.
Máxchen se volvió y miró hacia la puerta de
la casa, que hacía poco Otto había atravesado dando
traspiés junto con él. A un lado de la puerta había
una chapa con un número blanco. Y debajo del nú-
mero se leía el nombre de la calle en letras pequeñas
y blancas.
177

— Calle de Kickelhahn 12 — murmuró Máx-


chen — . Calle de Kickelhahn 12 — cuando estaba
lo
diciendo en alto por tercera vez se abrió una ventana
en el piso bajo de la casa de enfrente. Entonces un
niño empezó a hacer el gamberro en el alféizar. Sa-
caba cerezas de una bolsa marrón, se las metía una
tras otra en la boca y escupía el hueso a la calle.
Apuntaba a una pelotita verde que estaba por allí
tirada, y no lo hacía del todo mal.
Capítulo 20

El escupidor de cerezas se enfada, y se llama


Jacobo / Máxchen llama por teléfono y espera a
ver lo que pasa I Los coches 1, 2 y 3 /El calvo
Otto va en coche / Maxchen va en coche / Jaco-
bo va en coche / La tranquila calle se queda
tranquila otra vez.

— ¡üh! — Máxchen.
gritó
Pero el niño de la ventana no se inmutó, sino
que continuó con su tiro al blanco. No era nada fácil
dar a la pelotita con un hueso de cereza. Quizás los
marineros lo hubieran conseguido. (Estos tíos tienen
fama, como todos los niños saben, de ser verdaderos
maestros del escupido. Los timoneles y los capitanes
no son tan buenos. Probablemente tenga algo que
ver con la edad.)

¡Eh! —gritó Máxchen más alto aún.
Hl niño miró a la acera de enfrente, pero como
no vio a nadie continuó
escupiendo con esmero.
Máxchen empe-
zó a inquietarse. El
tiempo pasaba. ¿Qué
podía hacer? ¿Cómo
podría conseguir que el

niño se moviera? Por


suerte, se le ocurrió
algo esperanzador.
— No pararé de
180

insultarle — pensó — que se ponga furioso.


hasta
Así que gritó de nuevo «¡Eh!» y entonces,
como el niño no reaccionaba, sino que se metía otra
cereza en la boca:
— ¿Pero es que pedazo de tonto?
estás sordo,
El niño se estremeció, el hueso de
se tragó
la cereza, y miró fijamente en dirección a Máxchen.
¿Qué miserable tenía esa voz tan descarada?
— ¡No pongas esa cara de bobo! — vociferó
Máxchen — ¡Porque
. si no cam-
tus padres te van a
biar en la próxima liquidación.
Entonces el niño, que estaba sentado en el
alféizar de la ventana, empezó a balancear las
piernas.
— ¡Esto ya pasa de castaño oscuro! — dijo
se
ofendido — ¡Lo que
. demasiado, esdemasiado! es
— plantó en acera de un
se la atravesó salto, la calle

como un bólido, se quedó parado delante de la can-


cela, apretó los puños furioso y no vio ni un alma
por ninguna parte.
—¡No te escondas, cobarde! gritó fuera de —

sí ¡Sal de los arbustos, asqueroso! ¡Te voy a aplas-
tar con mis propias manos!
Entonces Máxchen soltó una carcajada.
El niño levantó la cabeza y descubrió a Máx-
chen, que estaba arriba, encima del pilar, apoyado
en la bola de piedra, y abrió la boca estupefacto. Iba
a decir algo, pero se había quedado sin habla. No
le salía ningún sonido.
—¿Sabes quién soy yo?— preguntó Máxchen.
El niño asintió con fuerza.
— ¿Quieres ayudarme?
El niño asintió con más fuerza aún. Los ojos
le brillaban.
— Tuve que hacer que enfadaras — explicó
te
Máxchen — no, no hubieras cruzado
, si Per- la calle.
dona.
181

El niño asintió otra vez. O mejor, no dejaba


de asentir. Entonces consiguió por fin emitir el pri-
mer sonido.
— No tiene importancia, Hombrecillo
— dijo — ya está olvidado. Me llamo Jacobo.
,

— Yo me llamo Máxchen. ¿Tenéis teléfono?


jacobo asintió.
— ¡Levanta mano! — dijo Máxchen — ¡Pero
la .

no vayas a aplastarme!
Jacobo se puso colorado como un tomate y
levantó la mano lo más que pudo. Máxchen saltó
abajo desde el pilar. En medio de la mano extendida.
Jacobo atravesó la calle corriendo, puso al
Hombrecillo sobre alféizar de la ventana, y tre-
el

pando por la pared metió en la habitación. Enton-


se
ces cogió a Máxchen de nuevo y fue corriendo al es-
critorio. Allí estaba el teléfono.
— ¿A quién quieres llamar? — preguntó Ja-
cobo.
—A la policía — dijo Máxchen — Porque. si

llamo por teléfono a Jokus al hotel..., pero tú no


conoces a Jokus.

¡No faltaba más! — dijo Jacobo — ¡Claro
que conozco profesor Jokus von Pokus! Os co-
al

nozco a los dos. ¡Del circo, de la televisión, del


periódico y de todas partes!

Bueno, pues si llamo a Jokus, vendrá in-
mediatamente y le retorcerá el pescuezo al calvo Otto.
Y acto seguido y con mayor razón a Bernhard. Y eso
no serviría de nada.
—Ya entiendo dijo Jacobo —Otto y Bern- — .

hard, los raptores —


miró un recorte de periódico
que asomaba del interior de la carpeta Ese es el — .

llamamiento de la policía, con el número de teléfono


y todo lo demás.

Estupendo, estupendo, amigo Jacobo dijo —
Máxchen frotándose, otra vez por fin, las manos de
182

gusto — . Cuando haya alguien al otro extremo pones


el encima de la mesa, ¿de acuerdo? Enton-
auricular
ces hablaré yomismo.
Jacobo marcó el número de teléfono y dijo al
cabo de un tatito:
— ¡Por
favor, póngame con el señor Steinbeiss,
comisario de la brigada criminal! ¿Qué no tiene
tiempo? ¡Qué lástima! ¡Bueno, entonces dele un sa-
ludo de parte del Hombrecillo! jacobo sonrió a
Máxchen irónicamente y murmuró ¡Ha dado re- — :

sultado! ¡Por poco le da un ataque al agente!


Tres segundos después retumbaba una voz en
el teléfono, como si el comisario estuviera en medio
de la habitación.
—¡Aquí Steinbeiss! ¿Qué ocurre?
Máxchen se puso de rodillas delante del
auricular y gritó:
— ¡Aquí
habla el Hombrecillo! ¡Máxchen Pi-
chelsteiniano! ¡Me he escapado! ¡De la casa en la
calle Kickelhahn 12! ¡Otto volverá en seguida!
Ahora estoy en la casa de enfrente...

Número 17 —
susurró Jacobo precipitada-
mente —En casa de los Hurtig. Bajo izquierda.
.

Así que Máxchen fue a toda prisa al otro lado


del auricular.
— ¡Inmediatamente estaremos — gritó allí el
comisario — ¡Mientras tanto ten
. mucho cuidado!
¿Algo más?
Máxchen volvió de un salto al otro lado del
auricular, y casi se mete la cabeza dentro de pura
excitación.
— Por favor, no vengan con la sirena y la luz
azul. ¡Otto está todavía en la farmacia y se olería la
tostada! ¡Y sobre todo, lo más importante, señor
crimisario, perdón, señor misionario! ¡Vaya, estoy
hecho un lío! ¡No le diga nada a Jokus! ¡Todavía
no! ¡Por favor, por favor, y por tercera vez por favor!
. ,

183

¡Se excita tan fácilmente! ¿Se encuentra bien? ¿Y


Rosa Mazapán también? Y...
Jacobo tenía la oreja pegada al auricular y
guiñó el ojo.

Silencio en el bosque. Probablemente en
este momento el honrado empleado salta desde el
tercer piso directamente al coche. Con veinte pisto-
las en la cartuchera.

Cuanto más rápido mejor dijo Máx- —
chen — ¡Llévame a la ventana, por favor!
.

Jacobo colgó el teléfono.



Será para mí un honor, señor Pichelstei-
niano.

Se sentaron al lado de la ventana abierta y


esperaron impacientes los acontecimientos. ¿Quién
llegaría antes a la meta? ¿El comisario Steinbeiss con
su gente, o el calvo Otto con las gotas de Baldrián?
Jacobo empezó* a escupir otra vez los huesos
de las cerezas intentando dar a la pelota verde, pero
tampoco lo lograba esta vez
—Es difícil acertar escupiendo ^declaró —
casi tan difícil como la vida misma.
184

— ¿Y por qué vida aún más es la difícil?

— preguntó Máxchen.
— ¡Mi querido amigo! — suspiró otro el ni-
ño — Las perspectivas no son nada halagüeñas.
. Mi
padre se ha ido. Mi madre también. El hijo se ali-
menta de fruta. ¿Te parece poco?
— ¿Y cuándo dejaron solo? te
— Hoy por mañana. la
— ¿Para siempre?
— No del todo. Vuelven mañana por noche. la.

Entonces rieron sedos. los


—A Anna
la tía— informó Jacobo — ha , le

mordido una cigüeña en la pierna. No pude conven-


cer a mis padres para que se quedaran. Querían ver
la cigüeña a toda costa, o el mordisco, o el niño.

¿Y solamente te han dejado una bolsa de
cerezas?
— ¡De ninguna manera! — dijo Jacobo ofendi-
do — Tenía tanto dinero como tres huchas juntas.
.

Debería de haber ido a comer al «Spaten». Este me-


diodía, hoy por la noche y mañana al mediodía.
Pero...
— ¿Pero qué?
— Cuando iba al colegio, Fritz Griebitz se
quedó parado delante de mí llorando. Tenía en

brazos a su perrito pachón, que siempre le acompa-


ñaba. Le había atropellado un coche y le había mata-
do. Se llamaba Puffi.
— Oh — murmuró Máxchen.
— Entonces hicimos una colecta, para el entie-

rro y para el próximo Puffi. cuando entramos en Y


la clase el profesor miró la hora. ¡Estaba enfadadísi-
mo! Y Y el portero nos guardaba
Fritz lloriqueaba...
el perrito muerto... Y
solamente me quedan ochenta
céntimos hasta mañana por la noche... Y todo el rato
comiendo cerezas... ¿Es o no es difícil la vida?
Máxchen asintió comprensivo. Estaba mordis-
.

185

queando y royendo una cereza que sujetaba con las


dos manos. Parecía como si quisiera levantar una cala-
baza gigante que hubiera ganado la medalla de oro
en una exposición mundial. Entonces dijo:
—Dentro de un ratito comeremos juntos tor-
titas de pina.
—¡Otra vez fruta! —
dijo Jacobo desanimado.
El comisario Steinbeiss y el inspector MüUer
Zwo caminaban a toda prisa por la calle Kickelhahn.
Tres coches con más policías esperaban justamente a
la vuelta de la esquina, en la calle Dreistern.
— Allí enfrente está número 12 — murmuró el
el — Ahí estaba encerrado.
director .

— Es una muy tranquila — dijo


calle comi- el
sario. Entonces mano a
se llevó mejilla —
la la
¿Quién está tirando huesos de cerezas?
— Perdone — gritó un niño — ¡quería dar a ,
la
pelota verde!
— ¿Desde cuándo me parezco a una pelota
verde? — dijo comisario malhumorado.
el

— Número bajo izquierda — murmuró


17, el
inspector Müller Zwo — Ya hemos llegado. .

El comisario dirigió a ventana abierta.


se la
— ¿Te llamas por casualidad Hunig?
— Desde luego que me llamo Hurtig — res-
pondió Jacobo — Pero no por casualidad.
.

El inspector Müller Zwo sonrió irónicamente.


— — gruñó comisario — Queremos
¡Policía! el .

recoger al Hombrecillo.
Jacobo dijo:
—Eso es lo que quieren muchos. ¿Puedo exa-
minar sus carnets?
En un primer momento al señor Steinbeiss le
entraron unas ganas horrorosas de ponerle las manos
encima. Sin embargo sacó su carnet y se lo enseñó
al pedante granuja.

Jacobo examinó el papel atentamente.


186

— Son ellos, Máxchen — dijo.


Solamente entonces asomó Máxchen la cabeza
por encima del antepecho de la ventana.
— ¡Bienvenidos, señores! ¿Cómo está?
— ¿Quién?
— Jokus!
— Se está entrenando para del artista hambre
— dijo el comisario secamente.
El rostro de Máxchen se ensombreció. Pero
solamente un segundo. Entonces se puso alegre otra
vez y se frotó las manos.
—¡Hoy por la noche se comerá por lo menos
cuatro filetes! ¡Ya estoy pensando en lo que me voy a
alegrar cuando le vea otra vez!
¡De repente oyeron unos pasos torpes y apre-
surados!
Máxchen de la ventana.
se subió al alféizar
— Ese Otto
es el calvo susurró. —
Otto caminaba por la acera de enfrente ha-
ciendo eses, abrazado a una enorme botella.

¿Son esas las gotas de Baldrián? dijo Ja- —
cobo desconcertado.
Máxchen se rió.
— ¡Eso aguardiente! Su botella estaba vacía.
es
Por eso fue tan deprisa a farmacia. la
— Bueno, ahora nos toca a nosotros — dijo el
señor Steinbeiss señor MüUer Zwo.
al

— ¡Un momento! — susurró Máxchen. Enton-


ces saltó a lamanga del comisario criminal y se
acurrucó, en menos que se tarda en contar hasta tres,
en el bolsillo del pañuelo.
Otto iba a atravesar justamente la cancela del
número 12 cuando le obstruyeron el camino.

¿Pero qué pasa? —preguntó de mal talante
mirando a los dos hombres de reojo.
— Policía — dijo comisario — el . Está usted
detenido.
. .

187

— ¡Ni hablar! ¡Pero qué se ha creído usted!


— se burló Otto, dándose la vuelta para poner pies en
polvorosa.
Pero el señor MüUer Zwo fue más rápido. Le
agarró con fuerza. «¡Aua!» aulló Otto dejando caer la
enorme botella. Y
se rompió. El señor Steinbeiss tocó
el pito. Llegaron tres coches de la calle Dreistern

y frenaron. Tres policías de paisano saltaron a la acera.


— Coche número inmediatamente
1, lleve al

detenido a Jefatura Superior de Policía — ordenó


la
el comisario — Que . inspector
el casa y registre la el

piso con hombres del coche número


los 2
—Primer piso a izquierda — Maxchen —
la dijo
Otto tiene en
la llave derecho del panta-
el bolsillo
lón — e inmediatamente un policía sacó a la llave
la luz.
. ..

188

miró atónito al
El calvo Otto bolsillo del pa-
ñuelo del comisario. Entonces rugió:
— ¡Miserable cagarruta! ¿Cómo es que...
— pero antes de que pudiera acabar de rugir la frase
estaba ya sentado, bien vigilado, en el coche nú-
mero 1,y el coche arrancó.
Un policía del coche número 2 anunció:
— ¡Señor comisario! Nos ha sido comunicado
por radio hace dos minutos, que la casa número 12
de la calle Kickelhahn pertenece a una empresa co-
mercial sudamericana.

No me extraña nada observó Máxchen — —
Todo tiene que ver con el señor López
El inspector Müller preguntó perplejo:

¿Qué sabes tú de López?
— —
No mucho dijo el pequeño pero ahora — ,

no es momento para contarlo.


El señor Steinbeiss asintió enérgicamente.
—Tiene
razón. Tenemos que darnos prisa.
Que coche número 2 ocupe la casa. El coche
el
número 3 nos llevará a Máxchen y a mí al hotel para
ver al profesor.
— No — dijo Máxchen — . Antes tenemos que
ir a «Los dados torcidos» para detener a Bernhard,
que está comiendo allí. Es diez veces peor que Otto.
¡Fue el falso camarero que llevaba la chaqueta blanca!
El comisario se rió.

¡Máxchen lo hace todo, y todo lo sabe! ¡En
marcha, coche número 3! A «Los dados torcidos»!
— se sentó al lado del conductor y buscó su revólver.

¡Un momento! —
exclamó Máxchen precipi-
tadamente, asomándose por el borde del bolsillo —
¡Qué el coche número dos traiga por favor mi caja
de cerillas! ¡Si no esta noche tendré que dormir en
la cama con dosel!

Eso sería horrible —
dijo el inspector Müller
Zwo, irrumpiendo con sus ayudantes en la casa.
189

— ¿A qué espera? — preguntó comisario el al

conductor del coche número — ¡Vamos, en marcha!


3 .

— No podemos ponernos en marcha — comu-


nicó el conductor — . ¡Un niño está de pie sobre el

estribo!
Jacobo miró por la ventanilla.

¿Pero he sido invitado a comer tortitas de
pina o no?
Máxchen dio un suspiro, como si fuera la últi-
ma vez que suspiraba, o por lo menos la penúltima.
— Es indignante — balbuceó — ¡Apenas acabo
.

de salir del atolladero, y ya me he olvidado de mis


mejores amigos!
Jacobo se metió ágilmente en el coche.

¡No digas tonterías!
El coche número 1, que llevaba a Otto,
estaba en camino hacia la Jefatura Superior de Poli-
cía. El coche número 3 iba a toda velocidad a «Los
dados torcidos». El coche número 2 permanecía de-
lante de la casa número 12. La calle Kickelhahn y
la pelota verde se habían quedado otra vez tan
tranquilas como media hora antes.
En la acera brillaban los cascotes de una bote-
lla de aguardiente. Aparte de esto, parecía como si

nada hubiese cambiado.


Capítulo 21

Agitación en «Los ciados torcidos / Jacobo prefe-


riña un hotel de pierna de ternera / Lágrimas
y entrenamiento / Mazapán con carne de galli-
na / Mostaza picante / ¿ Quién recibe la recom-
pensa? / Máxchen im^ita al calvo Otto / ¿Cuál
es el numero más pequeño de siete cifras?

«J-íOS dados torcidos» no era un restauran-


te de categoría, pero se comía bien. Sobre eso no
hay nada que decir. Si la sopa es un auténtico caldo
de carne, no se necesita que el plato sea de porce-
lana auténtica. Casi siempre ocurre al revés.
Los clientes comían y se sentaban en mesas
escrupulosamente limpias, y disfrutaban de la comida.
Solamente Bernhard torció el gesto hoy también. A
la robusta dueña que le servía el postre ya no le ex-
trañó.
— ¿Tampoco hoy gusta — preguntó rabiosa.
le
— Ya hora de que me vaya a países donde
es
saben cocinar
— contestó él.

— ¡Ya es
hora de que no
vuelva a venir a
mi restaurante!
— dijo ella, y
cogió el postre
de delante de
sus narices para
llevárselo. (A
192

propósito, era flan de caramelo con jugo de fram-


buesas.)
—¡Vuelva a poner inmediatamente esa gelatina
temblequeante encima de la mesa! —
ordenó fría-
mente. ¡Vosotros ya conocéis su voz de frigorífico!
—¡Márchese inmediatamente de aquí! —
repli-
có ella tranquilamente —
Las dos raciones de pata
.

de cerdo cocida para su cabeza pelada están reser-


vadas. Eso lo mantengo. ¿Pero usted? ¡Largúese, re-
pugnante carne de horca!
Bernhard agarró el plato furioso.
La dueña dio un paso atrás y le tiró el plato
en toda la cara.
El que a uno le guste el flan de caramelo con
jugo de frambuesas es cuestión de gustos. A mí, por
ejemplo, no me gusta. <;Pero en toda la cara? A nadie
le gusta de una manera tan directa. A pesar de ello,
Bernhard sacó mucho la lengua y lamió celosamente
el jugo de frambuesas que le corría por la cara. Le

preocupaba su camisa blanca, el traje gris claro y la


elegante corbata.
En cuanto al flan, un flan verdaderamente
exquisito, se le quedó hecho una pasta en el pelo,
y le pegó los gélidos ojos azules como si fuera un en-
grudo. Agitaba nerviosamente los diez dedos en el
aire y alrededor de la cara, buscaba la servilleta a
tientas, intentaba sacar el pañuelo del bolsillo del
pantalón y todo esto, como es natural, no mejoraba
la situación.
Los clientes se reían. La fondista se reía. Y
cuando una niña pequeña exclamó en la mesa de al

lado:
— ¡Mamá, ese señor parece un cerdo! — enton-
ces la gente no paraba de reírse.
Sin embargo, de repente se quedaron todos
callados. ¿Qué había ocurrido?
Bernhard miró bizqueando a través de las pe-
193

gajosas pestañas llenas de flan. Se quedó horrorizado,


y con toda la razón.Pues estaba rodeado por tres
hombres, y no parecían encontrarle gracioso en lo
más mínimo.
Lo peor fue que un pequeño conocido se aso-
mó por el borde del bolsillo del pañuelo de uno de
los hombres, y señalando con el dedo a Bernhard
dijo claramente en voz alta:
— ¡Este es, señor comisario!

Después de que hubieron llevado al pegajoso


Bernhard a la Jefatura Superior de Policía, tenían que
llevar a Máxchen al hotel. Jacobo Hurtig se quedó
de pie junto al coche y declaró:
— No me gustaría causar más molestias.
— ¡Tú vienes con nosotros! — dijo Máx-
te
chen — Por
. de pina y demás.
las tortitas
— ¡Claro que vienes con nosotros! — dijo
te el

comisario — Tengo que anotar tus datos personales


.

y demás.
— Está bien — dijo Jacobo — ¡Al fin y cabo . al

mis padres están en casa de la tía Anna con la cigüeña


y demás!
Entonces los tres se rieron y fueron al hotel
a toda velocidad.

ya que el inspector Müller Zwo


Allí estaba,
había avisado por teléfono todo el personal congre-
gado en el salón, desde el director del hotel hasta
los botones y los chicos del ascensor, y exclamaron:
— ¡Viva! ¡Viva! ¡Tres veces viva!
Las telefonistas agitaban enormes ramos de
flores en el aire. Y el jefe de pasteleros ofreció a Máx-
chen una tarta de pina. Era tan grande como la rueda
de recambio de un camión.
.

194

— Bueno, ¿qué dije? — dijo Hombre-


te le el
cillo a Jacobo — ¡Tarta de pina!
.

Jacobo hizo un gesto de desagrado.


— ¿No tienen otra cosa? ¿O que éste un es es
hotel de pina? Decididamente, preferiría un hotel de
pierna de ternera.
Máxchen guiñó el ojo al director del hotel.
— ¿Tienen hoy pierna de ternera?
— Por menos lo docenas — dijotresdirec- el
tor — Tan tiernas como
. mantequilla. la
— ¿Cuántas quieres comerte? — preguntó
Máxchen.
— Con una tengo bastante — dijo Jacobo —
Si es posible con ensaladilla rusa.
— Muy bien. Una pierna de ternera con ensa-
ladilla rusa para señorito — repitió
el director del el

hotel.
— De ningún modo — dijo Jacobo — ¡Para mí!

Rosa Mazapán subió a Máxchen en el ascensor.


Sostenía al Hombrecillo con las dos manos y le apoya-
ba el rostro tiernamente sobre su mejilla de mazapán.
— ¿Ya lo sabe? —
preguntó Máxchen.
Ella asintió.
— Desde hace cinco minutos. Pero no quería
bajar al salón.
El ascensor se detuvo. Rosa atravesó el pasillo

y llamó a la puerta.
— ¡Somos nosotros!
La puerta se abrió. El profesor extendió los
brazos y dijo:
— ¡Pasad! Su voz sonaba como si estuviera
resfriado.
Rosa movió la cabeza sonriendo.
— No puedo ver llorar a los hombres. Dentro
de una hora volveré a buscaros.
195

Entonces puso al Hombrecillo sobre la mano


de Jokus dándole a éste un apretón, y haciendo una
honda reverencia volvió corriendo al ascensor. Se había
marchado.
Cuando, una hora más tarde, puso el oído
quedó asombradísimo. Hacía
sobre la puerta, éste se
rato que habían dejado de lloriquear. ¡Lo que Rosa
oyó eran voces de mando! Y al abrir la puerta cuida-
dosamente, vio a Máxchen haciendo gimnasia en el
guapo. Waldemar. Como ellos decían, estaban entre-
nándose.
— ¡Aún más rápido, hijito! — ordenaba Jo-
kus — ¡Todavía más suave! ¡Has engordado! ¡Esa
.

grasa de la preocupación tiene que desaparecer! ¿Qué


es lo que tiene que desaparecer?

¡La grasa de la preocupación! —
gritó Máx-
chen lleno de alegría, y desapareció en la corbata
de Waldemar. El nudo no tardó en deshacerse, y
Máxchen resbaló junto con la corbata, que Jokus ha-
bía cogido disimuladamente, en el bolsillo izquierdo
de éste.
El guapo Waldemar miraba fijamente al fi-ente,
y no había sentido nada. Rosa había estado mirando
por la abertura de la puerta y no había notado nada.

¡Bravo por los artistas! —
exclamó aplau-
diendo. Emma y Minna, las dos palomas, saltaban
de aquí para allá encima del armario y aleteaban en-
cantadas.

Solamente dos horas más de entrenamiento
y sepondrá en forma otra vez —
dijo Jokus satisfe-
cho —
El viernes podremos actuar de nuevo.
.

Máxchen sacó rápidamente la cabeza del bol-


sillo del profesor.
..

196


¡Eso es imposible, su señoría! ¡El viernes
me voy en avión a casa del señor López, en Sudamérica
con el calvo Otto y el flan Bernhard!
— Son unos nombres horribles — dijo Rosa—
Se le pone a uno la carne de gallina.
Máxchen se frotó las manos.
— ¡Enséñanosla! ¡Siempre he querido ver un
mazapán con carne de gallina!
Rosa guiñó el ojo a Jokus.

Desgraciadamente parece que la vida entre
malhechores ha influido en el señor Pichelsteiniano.
Se ha vuelto muy atrevido.
Jokus sacó a Máxchen del bolsillo.

Le voy a meter en la bañera del rey Bileam.
El jabón limpia el cuerpo y el alma.

La comida tuvo lugar en el salón azul, y se


desarrolló incluso al gusto de Jacobo. Sin embargo,
cuando se estaba comiendo la pierna de ternera se le
llenaron los ojos de lágrimas. Pero fue debido sola-
mente a la mostaza inglesa picante, que él nunca había
probado.
—Nunca se acaba de aprender — dijo dándose
aire fl-esco en la boca abierta con la servilleta.
Jokus no devoró cuatro filetes, sino dos sola-
mente. E incluso para eso necesitó mucho tiempo.
Pues había mucho que hablar. Con el director Brause-
wetter sobre la función del circo del viernes. También
con los periodistas que estaban fuera, detrás de la
puerta del salón y al teléfono. Y tampoco hay que
olvidar al comisario Steinbeiss, que llegó, si bien con
retraso, de la Jefatura Superior de Policía.
Los otros ya iban por el postre.
—¡Oh, tarta de pina! —
exclamó encantado —
¡Mi plato preferido!
Y acto seguido engulló tres pedazos inmensos.
197

A Máxchen y a Jacobo les hizo mucha gracia.


Pero no tardaron en ponerse serios otra vez. Pues
Jokus preguntó al comisario, cuando éste iba por el
segundo pedazo de tarta:

¿Y quién va a recibir la recompensa que
yo ofrecía?

Jacobo! — dijo Máxchen — . ¡Está más claro
que el agua!
— ¿Yo? ¿Y por qué yo? ¡No faltaba más que
eso! — protestó Jacobo — Si Máxchen no me hubiera
.

insultado con tan mala idea, estaría todavía sentado


en la ventana 'sin enterarme de nada. En ese caso
también podrían enviar el dinero al calvo Otto a la
prisión. ¡Pues al fin y al cabo, él es el que liberó a
Máxchen!
— Pero, saberlo — declaró director Brau-
sin el
sewetter— Lo único que quería era comprar gotas
.

de Baldrián.
— ¿Y qué quería yo? — preguntó Jacobo Hur-
tig— Lo único que yo quería era dar una lección a
.

un fanfarrón.
— ¡Aplastarle con tus propias manos! — excla-
mó Máxchen divertido. Estaba sentado encima de la
mesa y Rosa le daba tartade pina.
— ¿Un trocito más? —
preguntó.
El movió la cabeza.
— No, gracias. ¡Ahora solamente un poco de
mazapán con carne de gallina!
Ella le amenazó con el tenedor de postre.
— Eso no para es los niños.
— Ya — dijo
lo sé él con una indirecta — . Has
reservado toda la enorme ración para Jokus.
Entonces Rosa se puso colorada. Pero aparte
de Máxchen nadie lo vio. Pues el comisario acababa
de empujar el plato hacia atrás y dijo enérgicamente:

El Hombrecillo tiene que agradecerse a sí
mismo el que no se lo hayan llevado. El mismo fue el
.

198

desaparecido y descubridor. Si alguien me demues-


el

tra lo contrario, hoy mismo me hago deshollinador.


Y
claro, nadie quería ser culpable de un cam-
bio de oficio tan radical. Por eso nadie protestó, y
todos se pusieron alegres otra vez. Máxchen se llevó
la palma de la reunión. Imitó al calvo Otto tamba-
leándose de aquí para allá por encima de la mesa,
entre los platos y tazas, y hacía reír a todos contando
al mismo tiempo lo que el borrachín de Otto se le
había escapado sobre el señor López, la fortaleza en
Sudamérica, la galería de arte subterránea, la gitana,
los guardaespaldas y las guapas coristas.
El único que no se reía sin parar en la actuación
magistral de Máxchen, y solamente sonreía satisfecho
de vez en cuando, era el comisario Steinbeiss. Tomó
nota de todo lo que contaba el Hombrecillo. Enton-
ces cerró de un golpe su cuaderno de notas y se des-
pidió apresuradamente.
— Tengo que interrogar severamente un par
de horas más a esos dos granujas dijo. —
— Ni siquiera la Interpol puede hacerle nada
a López — gritó el Hombrecillo a sus espaldas — . ¡Es
demasiado rico!
El comisario, que estaba ya en la puerta, va-
ciló y se volvió:
— ¡Chiquito, pero matón! — dijo elogiándole—
¿Qué ¿Quieres ser mi ayudante?
te parece?
Máxchen hizo una elegante reverencia.
— No, señor comisario, yo soy y seguiré siendo
un artista.
Cuando Jacobo Hurtig
colgó la chaqueta en el
respaldo de la para meterse en la cama con toda
silla

rapidez, oyó crujir un papel en el bolsillo interior.


Descubrió un cheque cruzado emitido a su nombre,
leyó la suma, susurró:
— ¡Madre mía! —y se sentó en el borde de
la cama.
200

También encontró una nota. En ella ponía:


— Querido Jacobo, muchísimas gracias por tu
ayuda. Tus nuevos amigos, Máxchen y Jokus.
El número Y aunque sola-
era de siete cifras.
mente se tratara del número más pequeño de cinco
cifras que existe, sería de todas maneras muchísimo
dinero para un niño cuyo padre es representante de
muebles.
(Solamente por curiosidad: ¿Cuál es el número
más pequeño de siete cifras que existe?)

Cuando Jokus llegó con Máxchen a la habita-


ción del hotel, la vieja y querida caja de cerillas es-
taba encima de la mesilla de noche. Y
debajo de la
caja había una nota. Decía:
— Querido Hombrecillo, te envío adjunta y de
acuerdo con tus deseos, la cama con dosel desde la
calle Kickelhahn. Müller Zwo, inspector.
Máxchen se frotó las manos y dijo:
— Ahora ya no me falta nada.
Capítulo 22

Por qué la función de gala duró veintisiete mi-


nutos más / El director Brausewetter da lectura
a tres telegramas / A Jacobo le dura poco el
enfado / La policía hace muchas reverencias I
Salida a escena de los personajes principales /
Alegría sin fin / FIN.

ül viernes, el director
Brausewetter se sentía a sus
anchas. ¡Era otra vez, por fin,
una noche a su gusto! ¡Le hu-
biera encantado ponerse uno
encima de otro tres pares de V"

guantes blancos como la nieve,

y dos sombreros de copa en la

cabeza! Además iba a ser una


función de gala que no iba a dejar nada que desear.
El señor Brausewetter era un experto en esas cuestio-
nes. ¡Viva el señor Truenobrausewetter! (¿O preferís
¡Viva el señor Brausetruenowetter!?)
programa duraba veintisiete minutos más
El
de lo normal, y la culpa de ello no la tenían ni los
leones ni los elefantes, y tampoco los artistas. Todos
actuaban el mismo tiempo que siempre. Se debía
a dos motivos.
En primer lugar, el señor Brausewetter dio lec-
tura a algunos de los telegramas de felicitación más
importantes que Máxchen había recibido. Todavía
recuerdo muy bien tres de ellos. La Asociación Gim-
nástica de Pichelstein había telegrafiado:
=

202

Telegrama mAXCHEN PICLLSTtINIANO_


CIRCO STILKt
132 PICtíLLSTElN T 13 BER.LIN =

=LA GLORIA Y LA SUtRTE ESTABAN CONTIGO PARA


AYUDARTE CUANDO REPRESENTABAS EL fílAS
ARRIESGADO DE TUS NUIÍ1ER€S STOP BRAUO STOP —
ESTAHiOS ORGULLOSOS DE TI STOP

TODOS LOS PICHELSTEINIANOS DE PICHELSTEIN

COL 13 15 7773ACPICH T

El segundo telegrama provenía del reino de


Breganzona. Impuso mucho respeto al público. Pues
ya no quedan muchos reyes. Por eso, se tiene que
estar atento y agradecer cada señal de vida. El tele-
grama decía:

Telegrama Desde |

111 Berganzona K 1435


niAXCHEN PICHi-l "^Tr TW T ANG---------
1 1 CIRCO STILKE BERLÍN
I 1

=

ESTuuirnos r.uy excitados stop rriwero
POR LA preocupación AHORA DE
alegría stop ENVIAMOS URGENTE CADENA DE-
SEGURIDAD PARA LA HABITACIÓN DEL HOTEL-
STOP VEN A DESCANSAR ALGUNA VEZ A
BERGANZONA STOP PALACIO BONITO Y GENTE
SIMPÁTICA STOP SALUDOS TARiBIEN AL PROFESOR
30KUS STOP=
TUYO EL REY BILEAM ACOfrtPAÑADO DE FAIYIILIA-
Y PUEBLO
' T
ULUbUIM^ L 1

lili
' ' '
rni
^^^ 1
-L^ ^^
1 "^
^
El tercer telegrama que aún recuerdo venía
de Hollywood. La compañía cinematográfica, de la
que ya habían tenido noticias anteriormente, tele-
grafiaba:
203

Desde
1A95 HOLLYUJÜOD F 34 / 36 87 =
^

Telegrama* -— HOríiBRECILLO
i

¡-_|
I

CIRCO STILKC BERLÍN


44A32 HOl LY F
= FELICIDADES POR EL RAPTO Y PROPIO
RESCATE STOP WUY APROPIADO PARA
ADAPTACIÓN CINEMATOGRÁFICA PROYECTO DE--
CONTRATO EN CAfüINO STOP DIRECTOR EN
EUROPA CON PLENOS PODERES LLEGA LUNES=
- Transmisión
COL 19 23 + + H-'=-H

En segundo el director Brausewetter


lugar,
presentó a los huéspedes de honor de aquella noche,
antes de que Jokus y Máxchen entraran en escena.
Estaban sentados en tres palcos, y los reflectores los
enfocaban.
En primer lugar el escolar Jacobo Hurtig, que
levantó los brazos mientras le aplaudían, y cruzando
las manos hizo reverencias a su alrededor, doblán-
dose a la altura de las caderas. Como un luchador
que acabara de derribar a su temible contrincante
de Minnesota.
Después Jacobo volvió a sentarse como un
niño bueno y obediente entre sus queridos papas.

¡No te sientes tan encorvado! siseó la —
madre dándole una palmada entre los hombros.
(Bueno, ¡eso nos resulta a todos muy conocido!)
de Jacobo se ensombreció. Y apar-
El rostro
tándose de su lado le susurró al padre:

Tu esposa estropea desgraciadamente el día
de gloria de vuestro, desde hace poco tiempo, acauda-
lado hijo. ¿Te parece apropiado o inapropiado?
Hurtig el mayor se mordió los labios. Le hacía
mucha gracia el florido estilo de Jacobo. Desde luego
no dio ninguna respuesta. Pues se produjo otra ova-
ción al presentar el director Brausewetter al personal
204

de los tres coches de la policía, después al inspector


MüUer Zwo y finalmente, al comisario Steinbeiss en
persona.
Apenas se aminoraron los aplausos, la orquesta
tocó el siguiente trémolo. Un grupo de jóvenes gri-

taba con todas sus fuerzas:


— ¡Queremos ver también al calvo Otto! ¡Y al
flan Bernhard! ¡Qué par de canallas!
Y como todos los espectadores habían leído
el periódico y habían escuchado la radio, la enorme
carpa se tambaleaba con las carcajadas. Era una broma
muy divertida. Pues todo el mundo sabía que Otto
y Bernhard no podían aparecer en el circo, porque
estaban encarcelados.
De repente, el director Brausewetter hizo un
gesto de súplica. Y
todo se quedó tan silencioso como
el punto medio del centro de un tifón. Todos sabían
lo que ahora venía y quién venía. Se podía oír tropezar
a una mosca, si alguna hubiera tropezado. Pero no
tropezó ninguna.
— Ahora, damas y caballeros — exclamó el di-

rector Brausewetter — . ¡ahora, por fin, podrán ustedes


mismos verle, saludarle y admirarle de nuevo, al suyo,
nuestro y de todos preferido, a él, el más pequeño
de los grandes héroes de la historia criminal, a él,
el más grande entre los artistas pequeños en el mundo
205

del circo, a él y a su paternal consejero Jokus von Po-


kus, profesor y consejero privado para la magia apli-
cada! La ovación, lo sé de antemano, no tendrá pre-
cedentes. ¡No se preocupen! ¡El que se rompa las
manos, al final de la fianción, recibirá un par nuevo
en la taquilla principal!
Brausewetter levantó el brazo derecho verti-
calmente en el aire. Como un general de artillería
que diera la señal para el ataque. Entonces salió al
galope, también sin caballo, naturalmente, de la
pista.
La orquesta tocaba, a bombo y platillo, un
toque de clarines que no se podía oír.
Y dirigiéndose a la pista apareció, ágil y ele-
gante como siempre, el profesor Jokus von Pokus.
Máxchen estaba sobre palma de su mano, y salu-
la
daba sonriendo a su alrededor. ¿Pero qué más puedo
contaros? Sea como sea, la alegría, al contrario que
este libro, no tuvo

FIN
ESTE LIBRO
SE TERMINO DE IMPRIMIR
EN LOS TALLERES GRÁFICOS
POlÍg. COBO-CALLEJA, FUENLABRADA (MADRID)
EN EL MES DE DICIEMBRE DE 1986
OTROS títulos PUBLICADOS
219. S. K. Hinton
I, A Lf-:^ DE LA CALLE
Traducción de Javier Lacalle

22(1. Ocampo
Silvia
LA NARANJA MARA\'ILLC)SA
Ilustraciones de .Ircadio Lohato

221. Robert Saladrigas


ENTRE JULIO ^' SEPTIEMBRE
222. Roald Dahl
DANNY EL CAMPEÓN DEL MUNDO
Ilustraciones de Jill Bennett
Traducción de Maribel de Juan

223. Dieter Kühn


EL SEÑOR DE LOS PECES X'OLADORES
Traducción de José Miguel Rodríguez (Jemente

224. Ciro Alegría


SÁCELA EN EL REINO DE LOS ARBOLES
Ilustraciones de Francisco Melénde^

225. Eleanor Cameron


AQUELLA JULIA REDEERN
Ilustraciones de Gail Onens
Traducción de Miguel Martínez-Lage

226. Kerstin Thorvall


EL AMOR DE SUSSY
Traducción de Leopoldo Rodríguez

227. Federica de Cesco


LA PISTA CONDUCE A ESTOCOLMO
Traducción de Antón Dieterich

228. Angela Sommer-Bodenburg


EL PEQUEÑO VAMPIRO ^' EL GRAN AMOR
Amelle Glienke
Ilustraciones de
Traducción de José Miguel Rodríguez Clemente

229. Augusto Monterroso


LA OVEJA NEGRA Y DEMÁS FÁBULAS
Ilustraciones de Francisco Mele'nde^

230. David Henr\- \Xilson


LOS ELEFANTES NO SE SIENTAN SOBRE
LOS COCHES
Ilustraciones de Patricia Dreif
Traducción de César Palma
231. Farlev Mowat
PERDIDOS EN EL DESIERTO HELADO
Ilustraciones de Charles Geer
Traducción de Gloria Pujol

232. Sid Fleischman


EL FANTASMA DEL SOL DE MEDIODÍA
Ilustraciones de Warren Chappell
Traducción de Gloria Pujol

233. Joao Ubaldo Ribeiro


\1DA Y PASIÓN DE PANDONAR EL CRUEL
Ilustraciones de Tino Catalán
Traducción de Mario Merlino

234. )ohn Christopher


UN MUNDO VACIO
Traducción de Marta Sansigre

236. Ciro Alegría


NACE UN NIÑO EN LOS ANDES
Ilustraciones de Araceli San^

245. José María Merino


EL ORO DE LOS SUEÑOS

246. S. E. Hinton
ESTO YA ES OTRA HISTORIA
Traducción de Javier Lacruz
QARHllLO SCHOOL LrBRARl
440 S. MAIN
TUCSON, ARiZONA 857C*

P/1AGNET SCHOOL'S
5^SSISTANCE GRANT: CARRILlli
ALF
ERICH KÁSTNER (1899-1974)

ha publicado libros
como «Emilio y los detectives»
que figuran entre los favoritos
de los niños
de casi todos los países.
En 1960 recibió el premio
Hans Christian Andersen
por conjunto de su obra.
el
El ha dicho:
«La mayor parte de los hombres
dejan su infancia
como si fuera un viejo sombrero.
La olvidan
como un número de teléfono
que ya no vafe. -
Solamente el que se. hace mayor
sin dejar de.ser niño
es un hombre auténtico.»
Y aquí se cuenta la historia

de un hombre muy pequen )
que fue uno de los mayores artistas
del mundo...

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