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¿Cómo se pinta un cuadro?

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¿Cómo se pinta un cuadro? Se vale todo. Puedes pin-


tar lo que ves, como Van Gogh o Monet, un paisaje, un
retrato no, unos limones en una mnesa, una manzana
rotunda puede ser una aventura estética. O lo que ves
en una foto, como Degas o Lautrec. O puedes pintar no
lo que ves sino lo que inventas, atlética y salvajemente,
como Polock o Franz Kline, en cuadros enormes; o con
delicadeza, en cuadros pequeños, como el dulce maes-
tro Paul Klee.
Ahora, cuando digo «todo se vale» no signi ca que
pintar sea el reino de la arbitrariedad. Al contrario, todo
cuadro genera un orden y con él cierta necesidad, no l6-
gica sino estética. Puede decirse sin exageración que
cada pincelada compromete y restringe las posibilida-
des. Dado un comienzo cualquiera, una mancha, unas
líneas, lo demás tiene que ser consecuencia. Empezado
el cuadro, no puedes hacer lo que te dé la gana, sólo lo
que corresponde y es coherente con ese planteamiento.
Ahí está la di cultad.
Un ejemplo extremo y delicioso puede aclarar el
punto. Figura en un libro que el dealer Ambroise
Vollard escribió sobre Cézanne y es muy aleccionador.
Dice así:

«Mal puede imaginar quien no haya visto pintar a


Cézanne hasta qué punto era lento y penoso su trabajo
algunos días. Hay en mi retrato (que por entonces

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Cézanne pintaba), sobre la mano, dos zonas minúsculas
carentes de pintura. Se lo advertí a Cézanne.
-Si sale bien la sesión que hoy he acabado en el
Louvre me contestó-, quizámañanahalle el tono jus-
to para tapar esos claros. Compréndalo, señor Vollard,
si pusiera ahí cualquier cosa al azar, no me quedaría
más remedio que volver a empezar todo el cuadro a par-
tir de ese sitio.
»No pude menos que temblar ante semejante pers-
pectiva. »

Cuando el pintor es, como Cézanne, grande, la preci-


sión es extrema. Trata de cambiar palabras en los versos
de Bécquer o Góngora, o notas en Bach, Debussy o
Ravel. Pero, ojo, Cézanne, el más revolucionario de los
pintores, declara su necesidad de ir al Louvre con tela y
pinturas a copiar humildemente a los viejos maestros.
Raro sería oír decir a un poeta: «si me salen estos versos
a imitación de un metro raro que usa Darío, puedo ter-
minar mi poema». Pero en pintura no tiene nada de
: la apropiación del modo de hacer ajeno es directa
y sin recato. Ashile Gorky, padre fundador de la Escuela
de Nueva York, copió picassos sin descanso antes de
hallar su propio camino. Pero de él dijo De Kooning un
elogio que ya quisiera cualquier pintor: que tenía en los
ojos un infalible contador Geiger que sonaba ante lo va-
lioso cuando recorría las salas de los museos. La mitad
de un pintor es su facultad de apreciación. Stravinski
también aconseja: si te sientes dubitativo o confundido,
toma un modelo y síguelo.
En mi caso sucedió esto. Llevaba mucho tiempo nada
más dibujando y quería, naturalmente, llevar lo que ha-
cía en papel y lápiz a la tela. Así pinté unos diezo quin-
ladros. Bien dibujaditos e iluminaditos. El resulta-
do era pobre y me sentía inquieto y desalentado. Un día
descubrí en la librería Las Sirenas un telón de fondo que

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Leger pintó para un ballet de Darius Milhaud. Me gustó
la vivacidad de su ritmo. Pedí permiso para fotocopiarlo,
me lo concedieron y me fui con la fotocopia al taller. La
puse delante de mní y empecé a pintar. No quería propia-
mente copiarlo sino «hacer algo como eso», es decir, to-
marlo de modelo en el sentido que Stravinski aconseja.
Trabajé. Unas horas después tenía un cuadro distinto
del de Leger y distinto de los que hasta ese momento ha-
bía pintado. Algo había sucedido. Terminé el cuadro y
me senté a verlo ya pensar.
¿Qué había hecho? Había logrado pintar, por decirlo
así, todo el cuadro al mismo tiempo. Había podido ir al
bulto, a la sustancia del cuadro con energía constructi-
va, sin entretenerme. Había suprimido detallitos y aten-
dido al conjunto. Y, lo que es más importante: había lo-
grado, a medio trabajo, que el cuadro me hablara, que
él mismo me indicara cómo debía organizarlo. Yo lo
miro, él pide y yo le doy. Sin preconcepciones, libremen-
te, en diálogo con la tela. Ahora de veras estaba pintan-
do.
Fue un descubrimiento y un frenesí. Había logrado
lo más difícil para mí: simpli car. Por eso el cuadro ha-
blaba, se organizaba y pedía algo, porque había claridad
completa, es decir, simplicidad. Y tomé una tras otra las
primeras diez telas y con alegría pinté sobre ellas en el
estilo nuevo.
Si eso es o no bueno, no lo sé. Pero ahora, aunque
estoy aún lejos de donde vislumbro o conjeturo que hay
que llegar, me siento menos frustrado que al principio, y
creo que vale la pena seguir adelante.

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