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Cézanne pintaba), sobre la mano, dos zonas minúsculas
carentes de pintura. Se lo advertí a Cézanne.
-Si sale bien la sesión que hoy he acabado en el
Louvre me contestó-, quizámañanahalle el tono jus-
to para tapar esos claros. Compréndalo, señor Vollard,
si pusiera ahí cualquier cosa al azar, no me quedaría
más remedio que volver a empezar todo el cuadro a par-
tir de ese sitio.
»No pude menos que temblar ante semejante pers-
pectiva. »
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Leger pintó para un ballet de Darius Milhaud. Me gustó
la vivacidad de su ritmo. Pedí permiso para fotocopiarlo,
me lo concedieron y me fui con la fotocopia al taller. La
puse delante de mní y empecé a pintar. No quería propia-
mente copiarlo sino «hacer algo como eso», es decir, to-
marlo de modelo en el sentido que Stravinski aconseja.
Trabajé. Unas horas después tenía un cuadro distinto
del de Leger y distinto de los que hasta ese momento ha-
bía pintado. Algo había sucedido. Terminé el cuadro y
me senté a verlo ya pensar.
¿Qué había hecho? Había logrado pintar, por decirlo
así, todo el cuadro al mismo tiempo. Había podido ir al
bulto, a la sustancia del cuadro con energía constructi-
va, sin entretenerme. Había suprimido detallitos y aten-
dido al conjunto. Y, lo que es más importante: había lo-
grado, a medio trabajo, que el cuadro me hablara, que
él mismo me indicara cómo debía organizarlo. Yo lo
miro, él pide y yo le doy. Sin preconcepciones, libremen-
te, en diálogo con la tela. Ahora de veras estaba pintan-
do.
Fue un descubrimiento y un frenesí. Había logrado
lo más difícil para mí: simpli car. Por eso el cuadro ha-
blaba, se organizaba y pedía algo, porque había claridad
completa, es decir, simplicidad. Y tomé una tras otra las
primeras diez telas y con alegría pinté sobre ellas en el
estilo nuevo.
Si eso es o no bueno, no lo sé. Pero ahora, aunque
estoy aún lejos de donde vislumbro o conjeturo que hay
que llegar, me siento menos frustrado que al principio, y
creo que vale la pena seguir adelante.
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