Howard Alexandra - La Fascinacion Del Abismo

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La fascinación del abismo – Alexandra Howard

Gillean☺

LA FASCINACIÓN DEL ABISMO

ALEXANDRA HOWARD

Título original: Bad and Beautiful. 1996 Ediciones Scorpio.


Colección Blue Tango Pasión

Helen siempre había pensado que Monna Lisa, la mujer cuyo retrato había pintado Leonardo
en su célebre cuadro conocido como La Gioconda, poseía un aire de misterio, un aire
fascinante y ambiguo al mismo tiempo. Exactamente la misma sensación que siempre le había
transmitido Barry Timmins, su socio de la galería de arte y, desde hacía ya varios años, también
amigo. En un momento de hilaridad entre amigos, Helen le había dado el nombre de Monna
Lisa, y el apodo se le había quedado ya para siempre, como si se tratara de una segunda piel.
Y sin embargo esa mañana, cuando entró en el despacho privado de la galería donde Helen
estaba concentrada examinando el nuevo catálogo que acababa de llegar de la imprenta, Monna
Lisa tenía un aire grave y pensativo que tenía muy poco que ver con el aspecto tranquilo y
pacífico de la mujer del cuadro.
-Ha llegado esto para ti- le dijo dejando sobre la mesa un sobre azul con una barra roja en la
esquina.
Helen levantó la cabeza y reconoció inmediatamente el tipo de sobre y supo que se trataba de
un telegrama.
-¿Por qué no lo abres?- le preguntó sorprendida, al ver que Barry miraba el sobre con
insistencia, frotándose nerviosamente las manos.
El volvió a coger el sobre, lo miró por ambos lados y leyó una vez más el nombre del
destinatario.
-No está dirigido a la galería- explicó-. Está dirigido personalmente a ti.
-¡Oh!, dame a ver-. Con su carácter práctico y decidido, como siempre, Helen puso punto
final a los temores de Monna Lisa y le quitó el sobre de las manos. Leyó la dirección y frunció
el ceño, luego abrió el sobre por un lateral, y extrajo la hoja de papel ligero y crujiente que
contenía. Leyó rápidamente el mensaje e inmediatamente sus ojos y su boca se abrieron
desmesuradamente por la sorpresa mientras dejaba caer la hoja sobre el escritorio y un gemido
se le escapaba de los labios.
-¡Oh, Dios mío!
Barry se acercó inmediatamente a ella y apoyó una mano en sus hombros.
-¿Malas noticias?- le preguntó preocupado, apretándole un brazo con un gesto de solidaridad.
Helen se pasó una mano por su abundante pelo castaño con reflejos dorados, echándoselo
hacia atrás, volvió a coger el telegrama y releyó las escasas palabras que le comunicaban que su
madre había tenido un infarto en la madrugada de ese día.
-Es de mi hermana- dijo luego, después de leer el nombre de Theresa que seguía al imperativo
“inmediatamente”-. Se trata de mi madre. No se encuentra bien.
-Lo siento- se apresuró a decir Barry, apretando con más fuerza el brazo de su amiga-. ¿Se
trata de... algo grave?
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-No lo sé- reconoció Helen, intentando ordenar las ideas que se le agolpaban en la cabeza a
raíz de la lectura del telegrama-. Mi hermana sólo me dice que ha sufrido un infarto... Movió la
cabeza-. No entiendo por qué no me ha llamado por teléfono. Ahorraríamos tiempo y... Se
quedó callada, dándose cuenta de la realidad. Quizá en esos momento su madre se estaba
muriendo... quizá ya se había muerto-. ¡Dios mío!- exclamó de nuevo, escondiendo durante
algunos segundo su rostro entre las manos.
Barry le acarició dulcemente su abundante pelo claro, sin saber de qué otra manera expresarle
su afecto. Unos segundos más tarde Helen levantó la cabeza y se dirigió hacia el teléfono. De
repente se dio cuenta que con las emociones del momento se había olvidado del número de
teléfono de Theresa. No la llamaba muy a menudo, es más, intentaba hablar con ella lo menos
posible. Dejó el auricular del teléfono y rodeó el escritorio para coger el bolso y buscar el
número en su agenda personal. Pasó las páginas y al final encontró el número que estaba
buscando. Pero en casa de su hermana sólo estaba el contestador automático y Helen colgó con
un gesto de impaciencia. Era típico de Theresa comportarse así. Difundía el pánico con un
telegrama y después desaparecía de la circulación. Claro que, en este caso, estaría en el hospital
cuidando a su madre.
Intentó llamarla a la vieja casa familiar donde su madre vivía con Mark, el hermano
quinceañero de Helen y de Theresa, pero tampoco allí contestó nadie.
-No hay nada que hacer- comentó mientras colgaba el teléfono-. No consigo hablar con
nadie-. Durante unos segundos le pasó por la cabeza la idea de llamar a Tom a la oficina, pero
negó con la cabeza. No sabía ni siquiera cómo se llamaba su nuevo despacho y, en cualquier
caso, era la última persona con la que hubiera querido hablar, sobre todo en esas circunstancias.
Volvió a coger la hoja de papel que había dejado encima del escritorio. El “ven enseguida” no
prometía nada bueno. Teniendo en cuenta que ni ella ni Theresa tenían especial interés en
encontrarse, esa orden perentoria permitía presagiar lo peor.
Helen levantó los ojos y miró a Barry, que se había quedado de pie y observaba sus
movimientos en silencio.
-Me temo que tendré que ir a Chicago- le dijo mordiéndose el labio inferior por el
nerviosismo-. Espero que no sea nada grave, intentaré volver lo antes posible.
-Claro, claro, me hago cargo- respondió Barry asintiendo. Presentaba un cierto aire
afeminado y no demostraba en absoluto los treinta y siete años que ya tenía. Tenía el pelo
oscuro y largo, y vestía con gusto, pero de una manera rebuscada y un poco excéntrica. Le
sonrió para animarla-. No te preocupes por la galería, Helen. Ocúpate sólo de tu familia por
ahora. Por aquí todo irá bien.
Acordándose de repente, debido a la alusión de su socio a la galería, Helen gimió. -¡Santo
Cielo! ¡Mañana tienen que entregar el Van Gogh!-. Se trataba del gran negocio de su vida, el
gran golpe que por el haría que la galería de arte emprendiese el vuelo dentro del circuito de los
grandes intermediarios de arte... El acontecimiento más importante de su vida profesional, el
que esperaba desde hacía años, y... ¡tendría que dejarlo en manos de Monna Lisa! Se dejó caer
desmadejadamente sobre la silla del escritorio, desesperada, como si las piernas no la
sostuvieran-. No puedo irme...- objetó.
El hombre la cogió afectuosamente por los hombros.
-Tienes que ir, Helen. Se trata de tu madre...
Ella se irguió sobre la silla, poniéndose tensa. Era cierto. A pesar de que sus relaciones con
toda la familia no podían definirse como idílicas, seguía siendo, en cualquier caso, su familia.
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-Bueno..., entonces les pediremos que retrasen la entrega del cuadro- propuso
esperanzadamente. Empezó a buscar su agenda de trabajo por el escritorio-. Llamaré yo.
Barry la detuvo cogiéndole la mano.
-No harás una cosa así, Helen- le dijo con voz tranquila pero firme-. No hay ningún motivo
por el cual yo no pueda ocuparme de todo este asunto. Después de todo soy tu socio a todos los
efectos, ¿no?
-Sí, es cierto- admitió ella recordando que Barry, a pesar de haberle dejado el cincuenta por
ciento de la sociedad, había invertido un capital inicial mayor que el suyo-. Pero tú eres tan
distraído... No era una novedad. La despreocupación de Monna Lisa por las cosas prácticas de
la vida era ya legendaria, tanto como su amor por el arte, su olfato infalible para descubrir
nuevos talentos y sus maneras refinadas en el trato con todo el mundo.
Barry no se ofendió. Al contrario, soltó una risita afeminada.
-Esta vez no, Helen. Te aseguro que me ocuparé de todo hasta de los más pequeños detalles y
que no dejaré ningún cabo suelto. Deja que te demuestre, al menos una vez en la vida, que yo
también sé ser cuidadoso y estar atento cuando es necesario.
Muy a su pesar, Helen retiró la mano y levantó los ojos para mirar a su socio.
-¿Te acuerdas de cuando vinieron a poner la nueva instalación de la alarma?- le preguntó con
una nota de polémica en la voz-. Yo estaba en Los Ángeles y...
-Me acuerdo- la interrumpió él-. Me olvidé de la combinación y durante tres días la galería se
quedó desprotegida. Pero no pasó nada, ¿no?
-Por suerte no. Y además, en aquel entonces no teníamos un Van Gogh.
-Es verdad- sonrió Barry encogiéndose de hombros-. No soy demasiado cuidadoso, pero
tengo mucha suerte-. Luego se puso serio-. En serio, Helen, no te preocupes. Vete
tranquilamente a Chicago y tómate todo el tiempo que necesites. No habrá ningún problema
con el Van Gogh.
Con aquellos ojos dorados que la miraban intensamente expresándole afecto y determinación,
Helen no pudo hacer nada más que suspirar con resignación. Por otra parte, ¿qué alternativa
tenía?

En el avión que la conducía a Chicago, Helen se debatía entre oscuros presentimientos. En


parte tenían que ver con el estado de salud de su madre, y en parte con lo que podría ocurrir en
la galería mientras ella no estaba. A Helen no le gustaba comportarse como la protagonista de
todas las cosas, y no se consideraba una persona necesariamente indispensable, pero la compra
de aquel cuadro era la inversión más grande de su vida y la idea de que Monna Lisa tuviera que
ocuparse él solo de todos los aspectos prácticos del asunto le ponía los pelos de punta. Al
mismo tiempo, la idea de que su madre pudiera estar agonizando y susurrando inútilmente su
nombre le ponía la piel de gallina.
La última vez que había estado en Chicago había sido hacía dos años, durante las Navidades.
Hacía muchísimo tiempo, pensó mientras el corazón le daba un vuelco. Siempre pasaba así.
Sólo cuando se estaba a punto de perder a las personas queridas uno se daba cuenta de lo avaro
y de lo injusto que había sido con ellos. Y sin embargo, Helen no había podido olvidar que
hacía seis años su madre había tomado partido por Theresa, poniéndose en contra de ella. A
decir verdad, desde que ella podía recordar, le parecía que siempre había tomado partido por
Theresa, desde que ésta había venido al mundo. Ella tenía cinco años cuando había nacido su
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hermanita, y a pesar de lo pequeña que era, Helen ya sabia en aquel entonces que había algo
anómalo en su familia. En efecto, el padre de Theresa no era el mismo que el suyo. Es decir, lo
era, pero sólo en parte. Helen lo llamaba papá, en realidad, pero se acordaba de que había
habido otro hombre antes que él, que a ella le había parecido más guapo y más inteligente, al
que ella llamaba también así. Años más tarde había sabido que su madre se había quedado
viuda y que se había vuelto a casarse y había tenido más hijos con su segundo marido.
Aparentemente, en casa ninguno le había echado en cara la situación, pero a veces ella se sentía
fuera de lugar, sobre todo cuando Theresa, durante las frecuentes peleas que tenían, le
recordaba que ella tenía un verdadero papá, mientras que Helen tenía que conformarse con un
sucedáneo.
En Chicago nevaba, y Helen se encogió, arropándose bien con el abrigo de visón mientras
salía del edificio del aeropuerto en busca de un taxi. Aunque también en Nueva York la
temperatura era bastante baja, cuando salió hacía sol. ¡Qué asco de ciudad! Hacía sólo seis años
que la había abandonado, pero había olvidado rápidamente los fríos invernales.
Le dio la dirección de su hermana al taxista, y se apoyó en el respaldo del asiento, poniéndose
cómoda, con un suspiro. La idea de lo que le esperaba, aunque no sabía exactamente de qué se
trataba, le resultaba odiosa.
Cuando se bajó del taxi, una media hora más tarde, vio el chalet de estilo georgiano que
descollaba con su blancura entre los copos de nieve, e hizo una mueca. Era una bonita casa,
elegante y cómoda, en la que Helen había entrado sólo una vez en su vida. Armándose de valor
cogió la maleta y se dirigió hacia la puerta, mientras los copos de nieve se quedaban atrapados
entre su pelo.
Alguien respondió al timbre abriendo la puerta de la calle, y ella empujó la verja y subió las
escaleras con cierto nerviosismo. En parte esperaba encontrarse a Theresa en el umbral, con su
hermoso rostro cubierto de lágrimas y deformado por el dolor, y se quedó sorprendida cuando,
en vez de Theresa, al otro lado de la pesada puerta de madera lacada, se encontró con su
cuñado.
De entre todos, ése había sido el detalle que haría preferido olvidar, relegarlo al final de todo,
para no tener que preocuparse de él ni tener que afrontarlo.
-¿Tom?- consiguió decir a duras penas reagrupando todas sus fuerzas para conseguir articular
las palabras y moviendo nerviosamente los pies-. ¿Qué es lo que... ha pasado?
-¡Helen!- exclamó él, mientras su rostro se iluminaba con una sonrisa radiante que, como
Helen recordaba, mostraba toda la belleza de sus hermosos rasgos. El pelo negro y los ojos
azules siempre se habían considerado una buena combinación, pero en su caso el resultado
obtenido era muy superior a la media. Por una parte porque el pelo era de un hermoso negro
corvino, muy oscuro, que casi arrancaba destellos azulados, del mismo tono que sus marcadas e
incisivas cejas y sus largas y abundantes pestañas, que servían de incomparable marco a sus
hermosos ojos grandes y expresivos. Su color era el de los zafiros y Helen sabía que había
pasado demasiado tiempo perdiéndose en aquellos ojos-. ¡Qué placer volver a verte! De verdad,
Helen... Con un gesto repentino la estrechó entre sus brazos, y durante un instante ella se sintió
sofocar con la impetuosidad de su apretón-. Ven, Helen, entra, no te quedes aquí fuera con el
frío que hace. ¿Qué tal ha ido el viaje?
Helen respiró profundamente y se liberó del abrazo de él, que todavía tenía uno de sus brazos
posado sobre sus hombros, y entró en la casa mientras Tom cerraba la puerta a sus espaldas.
-Bien, gracias- respondió ella mecánicamente-. ¿Cómo está mi madre?
Tom abrió los brazos en un gesto de indecisión.
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-Por el momento permanece estacionaria- contestó-. Los médicos aún no consideran que esté
fuera de peligro, aunque ya ha superado la fase crítica.
-¿Cómo ha sucedido?- quiso saber Helen mientras seguía a Tom que se dirigía hacia el salón.
-Esta mañana. Nos llamó Mark diciendo que vuestra madre se había sentido mal.
Inmediatamente avisamos a una ambulancia y la llevamos al hospital.
-¿Theresa está en casa?- preguntó Helen mirando a su alrededor ligeramente atemorizada por
el lujo que se respiraba en la casa.
-No. Se ha quedado todo el tiempo en el hospital. ¿No quieres quitarte el abrigo y ponerte
cómoda?- le preguntó Tom acercándose y cogiéndole las solapas del abrigo de visón como si
quisiera quitárselo él.
Helen dio un paso hacia atrás, con tal violencia, que él no pudo no darse por aludido.
-¡Eh!- se rió-. ¿Tienes miedo de mí?-. Y como Helen se limitó a fulminarlo con la mirada, sin
decir nada, añadió-: Antes te gustaba.
Helen contuvo, haciendo un gran esfuerzo, las ganas de darle un bofetón.
-Las cosas cambian, ¿verdad?- observó en cambio con voz fría y controlada. A pesar del
tiempo que había pasado nunca había podido olvidar lo que había sentido el día que, al bajar
las escaleras de casa, se había encontrado con Tom que estaba besando a su hermana Theresa.
Lo miró con algunos retazos de su antigua hostilidad-. No hay ningún motivo para que me
quede aquí. Voy directamente al hospital, si me dices dónde han ingresado a mi madre.
-Calma, tesoro- exclamó Tom sonriendo con los labios y con los ojos-. Estaba pensando,
precisamente, en pasar un momento por allí dentro de poco. Yo te acompaño si esperas un
momento mientras hago una llamada.
-No hace falta- dijo Helen, que se había puesto tensa-. Puedo llamar a un taxi.
Tom eliminó la distancia que había entre ellos dando un rápido paso adelante, y se le acercó
tanto que Helen se quedó impresionada por su intenso perfume.
-¿Sabes?- dijo lentamente-, quizá, después de todo, no elegí bien...
Helen contuvo la respiración. Recordaba con demasiada intensidad el tiempo en el que Tom
la cogía en brazos y ella sentía como todo su cuerpo se cubría de miles de escalofríos. Hacía
tiempo, ellos hablan tenido una historia. Pero no demasiado seria. No lo suficientemente seria.
Y mientras ella dudaba todavía, preguntándose si debía superar sus dudas y sus reservas y
entregarse completamente a él, su hermana Theresa se le había adelantado concediéndole todo
sin ningún titubeo. Por otra parte, para ella Tom no había sido el primero, a pesar de que tenía
cinco años menos que Helen.
Helen reprimió un gemido que pugnaba por escapársele de la garganta, y se echó hacia atrás
de nuevo. Una rabia sorda empezó a crecer en su interior con la misma fuerza con la que se
había presentado cuando había sabido que Theresa estaba embarazada y que Tom pensaba
casarse con ella. Helen siempre se había preguntado si ésa era la verdad. En cualquier caso, su
hermana había abortado un mes después de la boda, y desde entonces no había vuelto a quedar
embarazada. Theresa siempre había sido muy hábil y había conseguido lo que quería,
utilizando todas las armas posibles.
-Eso no tiene nada que ver conmigo- dijo Helen como respuesta a la declaración de él,
intentando controlar el tono de su voz y retrocediendo todo lo que pudo, teniendo en cuenta
que el sofá estaba justo detrás de ella y que ya casi lo estaba rozando con las piernas.
-¡Claro que tiene que ver contigo!- la contradijo Tom alargando una mano para apartarle con
delicadeza un mechón de pelo que le caía sobre los ojos. Tenía el color del grano maduro, y él
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la contempló durante un largo rato con admiración-. Era a ti a la que yo quería, Helen. No a tu
hermana.
Helen boqueó. Después de lo que había ocurrido, ella se había ido precipitadamente a Nueva
York, negándose a asistir al matrimonio de Theresa y, desde entonces, había encontrado a Tom
sólo un par de veces, y ninguna de ellas a solas. Creía que lo había olvidado, es más, estaba
totalmente segura de ello. Entonces, ¿por qué la alteraba tanto ese intento sucio y torpe de...?
¿De qué? ¿Qué quería Tom de ella ahora?
Hizo un esfuerzo para reír, pero el sonido de su voz sonó histérico y la carcajada se quebró
antes de concluirse.
Tenía que mostrarse indiferente.
-Has hecho mal las cuentas, Tom-. Le lanzó una mirada dura y fría-. Me sorprende, porque
has sido siempre muy hábil para cuidar tus intereses.
No en vano era un hombre rico y poderoso. Helen nunca había sabido con exactitud cuál era
su campo de acción. Oficialmente era un intermediario comercial, pero en realidad se
encargaba de cualquier tipo de compra-venta sin preocuparse demasiado de hi legalidad si el
negocio prometía unas buenas ganancias.
Después de su huida de Chicago, Helen se había sentido afortunada, incluso, de tener un
trabajo.
-Theresa me engañó- le confesó Tom con una voz sin acento.
Theresa los había engañado a todos, pero eso era otra historia. Helen se esforzó en sonreírle
con aire indiferente.
-¿En serio?
-No estaba embarazada cuando me... obligó a casarme con ella. No podía estarlo, por la
sencilla razón de que tu hermana es estéril. No puede tener niños.
Helen sintió como se le helaba la sangre en las venas. Así que sus sospechas se confirmaban.
-Bueno, pero si la creíste significa que tenías motivos para hacerlo- le dijo con voz antipática-.
Seguramente no pensabas que podías haberla dejado embarazada con un beso...
-¡No estaba embarazada!- insistió Tom.
-¡Pero se fue a la cama contigo!- demasiado tarde, Helen se dio cuenta de que había levantado
la voz. No debía hacerlo... no podía dejarle creer que aún le importaba, aunque fuera
mínimamente, aquella historia, entre otras cosas porque no era así. Sin embargo, el odio y el
rencor la inundaban con violencia otra vez, como había ocurrido en su momento. Haciendo un
movimiento brusco se alejó de Tom y del sofá y se puso a pasear nerviosamente por encima de
la estupenda alfombra persa-. Mira, no he venido hasta aquí para desenterrar historias que están
muertas y enterradas- dijo con una voz fría y controlada-. Quiero ir al hospital a ver a mi
madre, y si tienes que hacer una llamada date prisa, o si no llamaré yo a un taxi-. Con el sofá de
por medio, consiguió afrontarlo con mayor desenvoltura. Lo miró, alta y orgullosa, con una luz
decidida en sus profundos ojos verdes.
Tom le devolvió la mirada, y en ese momento, observando su bonito y brillante pelo, su
rostro delicadamente ovalado y sus grandes ojos de color jade, su cuerpo que se podía imaginar
flexible y con formas por lo que se vislumbraba a través de la abertura del abrigo, supo con
certeza que realmente se había equivocado eligiendo a la hermana. Seis años atrás Helen todavía
estaba un poco verde, era demasiado tímida. Pero ahora había florecido con plenitud y había
sacado a relucir una fuerza femenina que resultaba, al mismo tiempo, intrigante y seductora, y
que, en esos momentos, le advertía que no era el caso de insistir. Como buen entendedor que
era, Tom sabía darse cuenta de cuándo era el momento de desistir.
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-De acuerdo- admitió, aunque lo hizo de mala gana.


-Voy a hacer esa llamada. No tardo nada. Mientras tanto, si quieres, sírvete una copa o haz lo
que quieras-. Le guiñó un ojo en un intento de minar un poco la frialdad que ella mostraba-.
Haz como si estuvieras en tu casa.
Cuando desapareció por la puerta del fondo del salón, Helen dejó escapar un suspiro de
alivio.
Lentamente se acercó a la ventana y miró hacia afuera, contemplando el bonito y cuidado
jardín que rodeaba el chalet. En un apartado rincón del fondo había una pequeña glorieta de
madera, un lugar idílico que bajo la nieve parecía todavía más romántico. Helen hizo una
mueca, pensando en la ironía que encerraba la última frase de Tom.
Aquella casa tendría que haber sido “suya” si las cosas hubieran ido de otra manera.

-Los médicos dicen que empieza a dar algunas señales de mejoría- fue lo primero que dijo
Theresa después de abrazar a su hermana. Helen se sintió envuelta por su perfume, uno de los
más caros del mercado, y por lo vaporoso de su pelo, rubio platino y suavemente ondulado que
su hermana peinaba cuidadosamente dándole volumen, con la intención de suavizar los duros
rasgos de su cara.
-¿Y ahora cómo está?- preguntó Helen dando un paso hacia atrás.
-Duerme-. Theresa echó una ojeada hacia la puerta cerrada de la sala de cuidados intensivos
en la que estaba su madre-. Esta mañana preguntaba por ti, pero quizá no estaba demasiado
consciente-. Movió la cabeza-. Ven, vamos a tomar un café mientras descansa un rato. Supongo
que estarás cansada del viaje-. Se dio la vuelta dirigiéndose a su marido-. ¿Vienes tú también
Tom? El café de hospital es malísimo, pero me temo que tendremos que conformarnos.
Helen se dejó coger del brazo y arrastrar a lo largo del pasillo, mientras Tom las seguía a
algunos pasos de distancia.
-¿Qué dicen los médicos? ¿Se recuperará?- quiso saber Helen.
-Hay muchas posibilidades de que lo consiga- asintió Theresa echándole una ojeada-. Aunque
por el momento no se atreven a sacarla de cuidados intensivos. Espero no haberte asustado
demasiado con el telegrama, pero es que esta mañana sus condiciones eran realmente críticas.
Nos temíamos que... no iba a poder recuperarse.
Helen suspiró.
-Podías haberme llamado por teléfono, al menos me habría enterado de lo que pasaba
directamente por ti.
-Tienes razón, pero estábamos todos tan alterados que ni se me ocurrió. Lo primero que
pensé fue dictarle unas cuantas palabras al empleado de la oficina de telégrafos. De todas
formas, bien está lo que bien termina, ¿no es verdad?- preguntó Theresa encogiéndose de
hombros. Su filosofía siempre había sido perfectamente lineal, sobre todo cuando eran los
demás los que tenían que soportar la parte desagradable-. Y además, hace mucho tiempo que
no venías a Chicago. Tu vida en Nueva York tiene que ser realmente intensa y divertida, ¿eh?
A Helen no le sorprendió notar una cierta acritud en el tono de voz de su hermana. Había
sido siempre muy envidiosa. No se conformaba con haberle quitado el novio, ahora sentía celos
de su vida en una gran ciudad cosmopolita, en la que se imaginaba a saber qué fastos.
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-Si, es muy intensa- admitió Helen mientras se sentaban en una de las mesitas del bar. Sobre
lo de que fuera también divertida, ya no estaba tan segura.
-¿Sigues con aquella galería de arte?- le preguntó Tom sentándose entre ella y su mujer-.
Como se llamaba...
-Fifth Avenue Gallery.
-Ah, sí. ¿Y sigues asociada con aquel guaperas tan viril?-. Había una nota llena de sarcasmo en
su voz, y Helen le lanzó una mirada fría y dura.
-Barry Timmins es una persona refinada que entiende mucho de arte- subrayó-. El hecho de
que sus gustos sexuales no coincidan con los tuyos no te autoriza a burlarte de él.
-¡Jesús!- exclamó Theresa lanzando un gritito-. ¿Quieres decir que es declaradamente marica?
-Nueva York está llena de maricas- contestó Helen encogiéndose de hombros-. Sobre todo en
el mundo de la cultura, de la moda y del arte. Ya no se sorprende nadie.
-¡Oh, qué atrasados estamos nosotros, aquí en esta pequeña ciudad!- admitió Theresa con un
suspiro, y Tom alzó las cejas lanzándole una mirada torva. Definir a Chicago como una
pequeña ciudad era demasiado, incluso para alguien como Theresa. Ella movió la cabeza-.
Probablemente es el ambiente en el que nos movemos nosotros- se autocorrigió al advertir la
mirada de su marido, pero sin darle demasiada importancia-. Siempre he dicho que nuestros
amigos no están nada puestos al día.
La fina ironía que se desprendía de las palabras de su hermana hizo que Helen pensara que su
matrimonio no funcionaba tan bien como ella había pretendido hacer creer hasta entonces.
Tom deseaba a otras mujeres, evidentemente, y Theresa ya se había cansado de él.
-¿Y cómo van los negocios?- le preguntó Tom distrayéndola de aquellos pensamientos.
-Bien- contestó, mientras su cara se iluminaba con una amplia sonrisa al acordarse de la
última adquisición-. La verdad es que nos va bastante bien-. No pudo contenerse y soltó la gran
noticia-. Acabamos de comprar un Van Gogh. Constituirá un atractivo notable y justamente en
esta temporada tenemos una buena colección de impresionistas y postimpresionistas. La
semana que viene haremos una exposición para presentar la colección a la prensa...
-Uhm... Así que os habéis lanzado al gran mundo- comentó Tom mirándola
admirativamente.
De repente, sus azules ojos brillaron.
-Te aconsejo que te andes con cuidado. Una cosa es tratar con nombres de poca monta y otra
entrar en el mundillo de los grandes artistas, y de las grandes cifras.
-¿Qué quieres decir?- reaccionó Helen frunciendo el ceño-. Ni yo ni Barry somos unos
principiantes.
-Bueno, yo en tu lugar no me fiaría demasiado de ese travesti de tu socio. Nunca he conocido
a ningún mariquita que fuera hábil en el mundo de los negocios. Y a ti, todavía te falta
experiencia para reconocer a los chacales y en este mundillo, créeme, hay más de uno.
Helen se puso tensa de frente a sus palabras ofensivas.
-Supongo que tú estarás muy bien enterado- contestó con sequedad-, teniendo en cuenta que
trabajas con ellos.
Theresa miró primero a uno y después a la otra abriendo los ojos enormemente.
-¡Eh!, ¿qué pasa?- preguntó con fingida inocencia-. Estamos aquí por mamá, no para discutir.
-Exactamente- la voz de Helen le hizo de eco, mientras terminaba de beber su café y posaba la
taza en la mesa con un gesto brusco-. Creo que será mejor ir a ver si se ha despertado.
Se levantaron los tres y, mientras Tom pagaba la cuenta, las dos mujeres se alejaron por el
pasillo.
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-¿Dónde está Mark?- preguntó Helen prefiriendo cambiar de tema.


-Tenía que entrenar para el partido de baloncesto y le dije que se fuera. Era inútil que
estuviera él también aquí revoloteando alrededor de la habitación de mamá. Se reunirá con
nosotros más tarde en casa.
Helen frunció el ceño.
-He dejado las maletas en tu casa, pero apenas volvamos me iré a un hotel
-No digas tonterías- la interrumpió Theresa-. Tenemos una casa grande y hay sitio de sobra.
-Lo sé- convino Helen-. Pero no quiero causar molestias a nadie. Lo mejor es que vaya a casa
de mamá con Mark, así mi presencia será de alguna utilidad.
-Ya hemos decidido que Mark se quedará de momento con nosotros, así que tú no irás a
ninguna parte-replicó Theresa con obstinación. Su cara afilada, con unos rasgos que cuando
estaba serena eran de gran belleza, se contrajo en una mueca demasiado dura y casi
desagradable-. Déjate de historias, Helen. Han pasado ya muchos años y no hay ningún motivo
para que me sigas guardando rencor.
Helen casi no podía dar crédito a sus oídos. Hasta ese momento, nunca habían afrontado
abiertamente el tema. Y ahora, de repente, Theresa había decidido que era agua pasada y
pretendía que ella olvidara de un plumazo todo lo que había pasado. Quizá el cambio se debía a
que Tom ya no le interesaba tanto como antes, cuando quería atraparlo a toda costa. Dios mío,
¿cómo podía ser tan egoísta y tan insensible?
Afortunadamente, en la sala de cuidados intensivos sólo podía entrar una persona, así que
Helen evitó el tener que responder apresurándose a entrar en la habitación de su madre.
Al principio ni siquiera consiguió reconocerla. Evelin Irving Dossert siempre había sido una
mujer alta y fuerte, con una abundante melena de color castaño. En la cama del hospital, en
cambio, parecía una mujer pequeña y frágil, su pelo era mucho menos abundante y casi
totalmente gris. Por unos instantes Helen pensó que no tendría que haber estado separada de
ella durante tanto tiempo.
La mujer estaba despierta y cuando la vio, sus ojos castaños brillaron de alegría.
-¡Helen!- exclamó con una voz ronca y débil, casi ininteligible-. ¡Qué alegría verte!
A Helen se le hizo un nudo en la garganta. Cuidadosamente, para no mover los cables ni los
tubos a los que estaba conectada su madre, se inclinó para abrazarla.
-¿Cómo estás, mamá?
-Me siento un poco débil- contestó la mujer-. Pero estoy muy contenta de que tú estés aquí.
-Yo también me alegro de verte- admitió Helen-. Aunque preferiría que nos viéramos en otro
sitio.
-Mi viejo corazón ha empezado a protestar- suspiró la mujer-. Quizá ha llegado mi hora.
-No digas tonterías- le riñó cariñosamente Helen-. Todavía eres joven y tu corazón se
recuperará sin problemas. No volverás a ser tan fuerte como antes, pero todavía podrás vivir
serenamente durante muchos años.
La mujer esbozó una sonrisa cansada.
-Ya he enterrado a dos maridos...
-Los hombres son más débiles- le aseguró Helen con dulzura-. Y además, Mark todavía es
joven y te necesita.
-Pobre Mark. Se habrá pegado un buen susto esta mañana. ¿Lo has visto?
-Todavía no. Lo veré más tarde en casa de Theresa.
Evelin dejó escapar un suspiro.
-¿Te quedarás en su casa?
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Helen notó la tensión en el cuerpo cansado de su madre y se apresuró a asentir. -Sí, hasta que
no te mejores.
La mujer sonrió, como si se sintiera más tranquila, y poco después cerró los ojos y se quedó
dormida. La enfermera que controlaba los aparatos a los que estaba conectada la paciente le
hizo uña seña para indicarle que tenia que salir.
-Es mejor dejarla descansar, le dijo en voz baja-. Las emociones la cansan mucho.
Helen asintió y dejó la habitación pensando que, en vista de lo ocurrido, no podía elegir.
Tendría que quedarse en casa de Theresa aunque no le hiciera ninguna gracia.

Cuando cerró la puerta de la habitación que le habían destinado, Helen lanzó un suspiro de
alivio. La velada se había desarrollado sin incidentes, gracias a la presencia de Mark, al que
Helen había dedicado gran parte de sus atenciones. Su hermano, al que ella recordaba como un
niño, había crecido rápidamente, hasta el punto que ya le sacaba algunos centímetros, a pesar
de que ella medía un metro setenta sin tacones.
La habitación era lujosa, como todo el resto de la casa, y Helen esperó poder dormir tranquila
en la amplia cama matrimonial. El chalet poseía nada menos que cuatro habitaciones para
invitados y Helen se preguntó por qué Theresa le había adjudicado precisamente ésa. Se
encogió de hombros: cuanto menos intentara entender los manejos de su hermana mejor seria.
A pesar de las apariencias, durante toda la noche no había podido dejar de percibir la tensión
que se respiraba en aquella casa. Tom y Theresa realmente estaban en pie de guerra, y ella no
sabía si alegrarse o lamentarlo. Clara-mente, si ella fuera como Theresa no cabría en sí de gozo
en esos momentos. Pero ella no era de la misma pasta que Theresa. No había conseguido ser
como ella ni siquiera cuando había tenido motivos para comportarse así. Y ahora los motivos se
habían desdibujado con el tiempo y perdido fuerza, como la propia Theresa le había hecho
notar.
Deshizo la maleta que todavía no había tenido tiempo de abrir, v se dirigió al cuarto de baño
para prepararse antes de irse a la cama. Se había llevado una novela policíaca para leer, de las
que a ella le gustaban tanto, y esperaba poder relajarse. Se puso un camisón y se cepilló el pelo
hasta que se le quedó suave v brillante, y luego se arrebujó en la cama dispuesta a olvidarse de
todos los problemas del día. Realmente se sentía agotada, aunque hasta ese momento no se
había dado cuenta.
Ni siquiera las emocionantes aventuras de la novela policíaca consiguieron mantenerla
despierta. Al cabo de pocos minutos el libro se le escurrió de las manos y se quedó dormida, can
la luz de la mesilla encendida.
Al cabo de un rato, se despertó con la sensación repentina de que algo la amenazaba. De un
salto se sentó en la cama, con todos sus sentidos alerta, y dejó que se le escapara un gemido
cuando se dio cuenta de que no se había equivocado. Había alguien en su habitación. Un...
hombre. ¡Tom!
Cuando el intruso se dio la vuelta, consiguió verle perfectamente el rostro, iluminado por la
luz de la lámpara.
Sus ojos azules brillaban excitados, y sus labios carnosos estaban entreabiertos y sonreían
canallescamente.
Se estaba acercando a la cama con un ademán seguro.
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-¿Qué es lo que... quieres?- le preguntó Helen apoyándose en la cabecera de la cama para estar
lo más alejada posible de él.
-¡Chist!- susurró Tom llevándose un dedo a los labios-. No querrás despertar a toda la casa.
Helen intentó disimular.
-¿Qué hora es?- preguntó echándole una ojeada al despertador que estaba encima de la
mesilla. Vio que eran las dos-. ¿Le ha pasado algo a nuestra madre?- preguntó inmediatamente
después, asaltada por un pensamiento repentino.
Tom se acercó un poco más y se sentó a los pies de la cama. Helen, instintivamente, apartó
las piernas.
-Esto no tiene nada que ver con tu madre- murmuró él sin dejar de sonreír-. Supongo que
estará durmiendo tranquilamente, al igual que tu hermana.
Helen notó la sutil insinuación que encerraba su tono de voz.
-¿Qué es lo que quieres, Tom?- le preguntó recelosa.
Él se encogió de hombros.
-Charlar un ratito. ¿Te acuerdas de los viejos tiempos?- le preguntó con un deje nostalgia en
su voz-. Pasamos tantas noches hablando, sentados a la orilla del lago. ¿Te acuerdas de la
cantidad de proyectos que hicimos juntos?
Helen se humedeció los labios. No tenia ni idea de a dónde quería ir a parar su cuñado, pero
la cosa no le gustaba nada.
-Ha pasado mucho tiempo- respondió con frialdad-. Ya no me acuerdo.
Tom pareció sorprenderse, pero después sonrió y alargó una mano para acariciarle el pelo.
Helen se sobresaltó y apartó la cabeza.
-¿Sigues tan severa como siempre, Helen? No mientas, tú tampoco te has olvidado-. Suspiró y
retiró la mano, pero dejándola a mitad de camino, distraídamente, apoyándola precisamente en
el muslo de Helen. A través de las sábanas, ella advirtió el peso del brazo y el calor de la piel-.
Yo te quería, Helen- siguió diciendo él, en voz baja y con un tono de intimidad en la voz-. Te
quería con locura. Tú eras la chica con la piel más suave y perfumada que yo conocía-.
-Supongo que también mi hermana era perfumada- estalló ella, incapaz de seguir
manteniéndose indiferente. La cercanía inquietante de Tom le devolvía antiguas emociones-. Y
suave.
-Helen, Helen...- murmuró él indinándose hacia adelante de repente, consiguiendo así
cogerla por sorpresa-. He intentado explicarte lo que sucedió. Pasó aquella noche que tú no
estabas. Había ido a tu casa a recogerte, pero ella me dijo que todavía no habías vuelto de
Richmond, dándome a entender que estaría encantada de poder salir ella. Teniendo en cuenta
que al no estar tú, iba a desperdiciar la noche, la invité a salir, pero sólo por amabilidad.
Después ni siquiera yo sé muy bien lo que pasó. Estábamos juntos en el coche cuando ella
empezó a besarme y, Cristo, Helen, yo no soy un santo. Tú siempre te habías mantenido a
distancia, y en cambio tu hermana parecía tan pasional...
-¡Cállate!- casi gritó Helen perdiendo el control.
Tom le puso una mano en la boca para impedir que gritara.
-¡Chist!, no grites, por favor-. En ese momento estaba muy cerca de ella, sus labios estaban a
un centímetro de su boca-. Pero a quien yo realmente quería era a ti, Helen. Era a ti a quien yo
deseaba más que a nadie en el mundo.
Helen movió la cabeza con fuerza, y algunos suaves mechones de pelo le cayeron sobre los
ojos. Sin quitarle la mano de la boca. Tom le apartó el pelo con la otra mano. Su contacto era
dulce y acariciador. Siempre lo había sido, y sólo gracias a un rígido autocontrol Helen había
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conseguido impedir entregarse totalmente a él, años atrás. A continuación, teniendo en cuenta
como se habían desarrollado las cosas, se había alegrado, pero en el fondo de su corazón se le
había quedado una especie de frustración sorda e inconfesable.
-Eras tú la que me hacía enloquecer de deseo, Helen. Tu hermana nunca ha conseguido
excitarme como tú me excitabas...
-¿No sería porque ella mostraba una gran disponibilidad?- rugió Helen consiguiendo librarse
de la mano que le cerraba la boca-. ¿Te excita sólo lo que no puedes conseguir, Tom?
Le hizo frente con una mirada furibunda, pero en seguida se dio cuenta de que era un error.
Tom la miraba intensamente, con los ojos muy abiertos, y las pupilas dilatadas por el deseo.
¡Dios!
-Tú me excitas muchísimo, Helen-. Él le pasó una mano alrededor de la nuca, y por más que
ella intentara echarse hacia atrás para pegarse a la cabecera de la cama, no pudo liberarse de su
mano. Después, inexorablemente, Tom la atrajo hacia sí.
Un instante después Helen sintió sus labios cálidos en los suyos. Él le tapó la boca pegándose
a ella, y después la obligó a abrir los labios, lo suficiente como para insinuar la lengua entre
ellos.
Por unos segundos Helen se sintió trastornada. Rabia, rencor, frustración y antiguos deseos se
mezclaron en un único sentimiento que la aturdió.
Años atrás había temblado bajo aquel contacto experto, la sangre se le había incendiado en las
venas ante aquel contacto íntimo y seductor. Como si fuera un sueño sintió que estaba
respondiendo a su beso. Era como si estuvieran de nuevo en la playa del lago, ellos dos solos
bajo el resplandor plateado de la luna.
La lengua de Tom se insinuaba cada vez dentro de su boca, transmitiéndole sensaciones
abrasadoras que le recorrían la garganta y el estómago. Sintió como la abrazaba con más fuerza
y no opuso resistencia, dejándose llevar por aquel contacto íntimo y cálido, turbador, hasta un
punto de abandono al que nunca había llegado.
Aunque ella no llegó a abrazarlo, se dejó abrazar por él, pasiva como una muñeca de trapo,
con la mente demasiado aturdida como para conseguir darse cuenta de lo que realmente estaba
sucediendo. Pero cuando las manos ávidas de Tom empezaron a recorrerle la piel desnuda de la
espalda, y después a descender por su pecho que jadeaba ligeramente bajo el finísimo camisón,
se dio cuenta de la realidad.
¡Estaba besando a Tom, a su cuñado! Estaba permitiendo que él la tocara, y su cuerpo
respondía a sus caricias como un...
-¡Déjame!- gritó emitiendo un sonido estrangulado, apoyando sus manos contra el pecho de
él y apartándolo con toda la fuerza de sus brazos. Con los ojos brillantes como esmeraldas, lo
fulminó con la mirada. Él parecía sorprendido y consternado ante tanta vehemencia. Su cara
reflejaba todavía todo el ardor y el deseo con el que la había besado y acariciado.
Helen se dio cuenta de que estaba temblando, pero intentó que él no se diera cuenta. Se
cubrió totalmente con las sábanas, escondiendo su cuerpo impúdico que había deseado aquellas
caricias.
Se sentía los pechos hinchados y duros, anhelantes de las caricias que él les había dedicado
momentos antes. En un instante de lucidez, mientras lo seguía mirando, se dio cuenta de que
aquella podía ser una magnífica venganza. Theresa se lo había quitado a ella, y ella ahora podía
pagarle con la misma moneda...
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Se humedeció los labios, sintiéndose disgustada consigo misma por pensar esas cosas y por el
sabor que notaba en su boca. Había odiado a Tom con todas sus fuerzas y por nada del mundo
se iba a entregar ahora a él.
-Helen...- murmuró Tom tan pronto como se recuperó de la sorpresa de que ella lo hubiera
rechazado-. Helen, no tengas miedo...
-¡Sal de aquí!- le amenazó ella apretando los dientes y conteniendo la voz lo suficiente como
para no gritar aunque no consiguió decirlo en voz baja-. ¡Vete de aquí inmediatamente!
-¿Por qué, Helen?- El tono de su voz sonaba afligido-. Ya te lo he dicho, entre Theresa y yo se
ha acabado todo. Ya no hay nada. Ella me engañó y...
-Tú también me engañaste, y yo no lo he olvidado- replicó Helen con frialdad. Poco a poco
iba recuperando el control de sí misma. Había sido una locura abandonarse a él y a aquel beso.
Había sido culpa del cansancio, de la confusión, de que la había sorprendido en un momento
especial-. Y ahora sal inmediatamente de aquí si no quieres que empiece a gritar y despierte a
toda la casa.
Un destello oscuro pasó por los ojos de Tom.
-Tú me deseas, Helen, ¡no lo niegues!-. De repente la cogió por los hombros y empezó a
agitarla, atrayéndola después hacia sí como si quisiera volver a besarla. Pero ella apartó
rápidamente la cara y aprovechando que él estaba en una situación de desventaja, levantó las
manos y arañó lo primero que se le puso delante. Como tenía unas uñas largas y afiladas, le
produjo dos enormes arañazos en el cuello, justo debajo de la barbilla.
Él lanzó un grito y se retiró de golpe.
-¡Maldición!- exclamó. La miró jadeando, y se tocó el cuello, poniéndose serio al ver la
sangre.
Helen respiraba velozmente, con los labios entreabiertos y los ojos relampagueantes.
-Te lo has buscado, Tom- le dijo con aspereza-. No te atrevas nunca más a ponerme las
manos encima o te juro que te saco los ojos-. Su voz era tan vehemente que Tom se puso en pie
y retrocedió, como si temiera que ella pudiera llevar a cabo sus amenazas-. Yo no te deseo,
Tom- le apostrofó ella echándose hacia adelante sin prestar atención al hecho de que las sábanas
resbalaran dejándola al descubierto y de que, durante la lucha, uno de los tirantes del camisón
se le hubiera deslizado por el brazo dejando al descubierto la parte superior de uno de sus senos
firmes y redondos-. Tú me das asco. No compadezco a mi hermana sólo porque creo que se ha
merecido un marido como tú.
-Has alimentado el rencor durante todo este tiempo, ¿no es verdad?- le preguntó él con voz
cortante, sintiéndose más seguro ahora que estaba a una distancia prudencial-. Nunca me has
perdonado porque tú me querías más que ella.
Helen encontró las fuerzas para soltar una carcajada.
-Vete de aquí, Tom. Desaparece. Sólo espero que cuando Helen te pida el divorcio te arruine.
Ella es lo suficientemente bicho como para hacerlo, y lo hará, ¡vaya si lo hará!-. Rió de nuevo
mientras Tom se daba rápidamente la vuelta.
-¡Maldita familia!- murmuró mientras salía de la habitación y Helen pensó que parecía un
perro apaleado que se iba con la cola entre las piernas.
Inmediatamente se levantó y cerró la puerta con llave y luego, por fin, dejó escapar un suspiro
de alivio. ¡Un animal! Eso era en lo que se había convertido Tom durante esos años. Un
hombre arrogante y déspota que pensaba que podía obtener todo lo que deseaba fuera como
fuera. Fue al cuarto de baño y se lavó la cara, cepillándose cuidadosamente los dientes y
enjuagándose la boca. ¿Cómo podía haber dejado que la besara, aunque hubiera sido sólo un
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momento? Se secó la cara delicadamente, después se arregló un poco el pelo y volvió a la cama.
Le horrorizaba la idea de lo que habría podido ocurrir si no se hubiera opuesto a ese cerdo.
Se notaba las mejillas ardiendo, en parte por la vergüenza y en parte por otra cosa que no
conseguía explicar del todo. La verdad es que desde que se había ido de Chicago no había
vuelto a tener ninguna historia con un hombre. Había llegado a los veintinueve años pura y
casta, y todo por culpa de un bastardo traidor que había destruido la confianza que ella pudiera
tener en el género masculino. No había vuelto a fiarse de ningún hombre, al menos no lo
suficiente como para entregarse a él.
Suspiró y se cubrió con las sábanas hasta la barbilla. Durante mucho tiempo había creído que
seguía estando unida a Tom de alguna manera. A pesar de todo, él había sido su primer amor...
Ahora se daba cuenta de que eso lo había provocado el miedo y el temor a desilusionarse otra
vez, y así había evitado cuidadosamente meterse en otras historias. Se había dedicado en cuerpo
y alma al trabajo, y había tenido la suerte de encontrase con un hombre como Barry, un
hombre que no podía darle miedo porque no tenía ni siquiera una de las características
masculinas que podían amenazarla.
Hizo una mueca. ¡Qué bonita pareja! Un homosexual y una medio-mujer a la que le daban
miedo los hombres.
Dejó escapar un gemido ahogado, avergonzándose de sí misma y de su propia cobardía.
Cuando miró el reloj que estaba en la mesilla se dio cuenta de que ya eran las cuatro. Bostezó.
No se había dado cuenta de que había pasado tanto tiempo. Se preguntó si conseguiría volver a
quedarse dormida. Aguzó los ojos para captar si se oía algún ruido al otro lado de la puerta,
pero la casa parecía estar sumergida en el silencio. Por fin se relajó, dejando libre la mente de
vagar a su gusto. De repente se dio cuenta de que estaba sonriendo. Le gustaría saber cómo se
justificaría Tom a la mañana siguiente cuando Theresa le preguntara cómo se había arañado.
No había gatos en aquella casa.

Una vez en el aeropuerto, Helen decidió coger un taxi e ir directamente a la galería. Se moría
de impaciencia por ver el Van Gogh y aunque eran aun las seis de la mañana y ella estaba
cansada del viaje, ni siquiera se le ocurrió la idea de pasar por casa a cambiarse y descansar un
poco. El día anterior había hablado con Barry por teléfono y éste la había tranquilizado. El Van
Gogh había llegado sano y salvo y todo había ido bien. Aunque no cabía en si de gozo, Helen
había disimulado su entusiasmo hasta que su madre había salido de la unidad de cuidados
intensivos. Su salud iba mejorando a pasos agigantados y los médicos le aseguraron que se
recuperaría completamente, aunque tardaría algún tiempo. Helen se había quedado en el
hospital con ella durante casi todo el día, evitando en lo posible el encontrarse con su cuñado
con el que sólo había intercambiado algunas frases frías de rigor. La noche siguiente. Tom
había dicho que tenía unos compromisos a los que atender y Helen había tenido que soportar
la verborrea de su hermana, mitigada ligeramente por la presencia de Mark. Por fin, después de
un día agotador, se había ido al aeropuerto para coger un vuelo nocturno y volver a su casa.
Mientras el taxi se acercaba a la Fifth Avenue, Helen rebuscó en su bolso buscando las llaves
de la galería. A pesar de que todavía era muy temprano, el tráfico ya era caótico y el viaje desde
el aeropuerto se le hizo interminable. Por fin reconoció la pesada reja de seguridad de la galería
y le dijo al taxista que se parara.
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-Por aquí, en dónde pueda...- le dijo inclinándose hacia adelante para pagarle la carrera. Con
las prisas estuvo a punto de olvidar la maleta en el taxi, y el taxista tuvo que avisarla para que no
se la dejara. Ella le dio las gracias y, por fin, se dispuso a abrir la galería.
La alarma estaba perfectamente conectada y Helen sonrió para sí recordando las advertencias
que le había hecho a Monna Lisa. Bueno, al menos habían servido para algo. Por fin entró en la
galería e inmediatamente se dirigió hacia la sala central. La galería era larga y estrecha, y cuando
Helen encendió el interruptor una cascada de luz cayó directamente sobre el cuadro que
ocupaba la pared del fondo.
-¡Dios mío!- exclamó Helen con reverencia-. ¡Ahí está!
Avanzó lentamente, como poseída por una extraña sensación de solemnidad. El toque
inconfundible de Vincent Van Gogh, sus pinceladas violentas, sus colores... Nunca se hubiera
imaginado que llegaría a tener un cuadro así en su galería. Según se iba acercando la iba
envolviendo cada vez más la atmósfera mágica de la obra. Era como si el cuadro la atrapara,
atraída por una fuerza magnética e incomprensible que sólo los auténticos artistas consiguen
imprimir a sus lienzos.
Cuando estuvo a un metro del cuadro se sentía como si estuviera a punto de echarse a llorar
por la emoción.
Miró atentamente el campo dorado de espigas de grano maduro, el camino que serpenteaba
entre los campos y que parecía reflejar el azul del cielo, y después, de repente se puso tensa.
Durante unos instantes le pareció que se había roto el encanto. El cuadro seguía siendo el
mismo, pero no tenia la fuerza que tenía que tener. Le faltaba... algo.
Como un ciego que va buscando desesperadamente la vista, Helen empezó a tocar el cuadro
con la yema de los dedos. Inconscientemente, puso en práctica todas las técnicas que había
aprendido durante el curso de historia del arte y de anticuariado para reconocer los cuadros
falsos. Frenéticamente se dirigió corriendo hacia su despacho para coger una lupa y al cabo de
un cuarto de hora se convenció de una terrible realidad.
Aquel cuadro era falso.
Se puso histérica ante tal descubrimiento y se dirigió precipitadamente a su despacho para
llamar a Barry por teléfono. No le importaba lo más mínimo que estuviera durmiendo, ni con
quién. Lo sacaría de la cama a gritos.
-¡Maldición, contesta de una vez!- le gritó al auricular del teléfono que seguía repitiendo ese
odioso sonido monótono e insistente. Después de diez timbrazos colgó con furia el teléfono, y
con manos temblorosas volvió a marcar el número. Esta vez oyó la voz de Monna Lisa después
del tercer timbrazo.
-Casa Timmins- dijo con aire somnoliento-. ¿Diga?, ¿quién es?
-¡Barry!- gritó ella agitadamente-. ¡Tienes que venir aquí enseguida! ¡Inmediatamente!
-¿Helen?- preguntó Barry perplejo-. ¿Qué ha pasado? ¿Tu madre...?
-No se trata de mi madre, Barry. ¡Se trata del Van Gogh! ¡Estoy en la galería!
-¿En la galería?- replicó él sorprendido-. ¿Cuándo has vuelto?
-¿Qué diablos importa eso ahora? ¡Barry, ese Van Gogh es... es falso!- explotó con un tono
histérico.
Al otro lado del hilo telefónico se hizo un silencio tan intenso que Helen pensó que su socio
se había desmayado. Pero después Barry se echó a reír.
-Oh, Helen, dulzura, cálmate. El Van Gogh es auténtico, te doy mi palabra.
-No lo es, Barry. Oh, Dios mío, no tenía que haberme ido. Ven aquí inmediatamente, por
amor de Dios.
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-Tesoro, me parece que estás demasiado nerviosa.


-¡Claro que lo estoy! Maldita sea, estamos arruinados, ¿no te das cuenta? Todo nuestro dinero
se ha esfumado en un momento y...
Incapaz de seguirse conteniendo, dejó escapar un sollozo y se derrumbó en un sillón-. ¡Si no
estás aquí dentro de cinco minutos te juro que voy yo a buscarte!- le gritó.
Monna Lisa se dio cuenta de que no era el momento de seguir discutiendo.
-No te muevas, Helen. E intenta calmarte. Enseguida estoy ahí.
-¿Calmarme?- gritó ella totalmente desesperada-. Como puedo...
El sonido que se oía al otro lado del hilo telefónico le hizo darse cuenta de que el flemático
Barry había colgado.
-¿Calmarme?
Siguió gritándole al auricular del teléfono.
-¡Maldito seas, tú, y el día en el que decidí fiarme de tu experiencia!
Colgó el teléfono con rabia. Maldición, ¿cómo había podido ocurrir? Ella misma había visto
el cuadro más de una vez, cuando habían ido a la mansión del vendedor. Y “aquel” Van Gogh
era auténtico. Se puso a revolver en los cajones del escritorio buscando los documentos que el
vendedor tenía que haber entregado junto con el cuadro. Maldición, ¿dónde los había metido
Barry?
Después se acordó de la caja fuerte, pero allí tampoco encontró rastro de ellos. ¡Maldición!
Con el pelo sobre los ojos y una expresión que metía miedo, volvió al salón a examinar el
cuadro. La carcajada de Monna Lisa le había hecho dudar un poco. ¿Se habría equivocado ella?
¿Estaba tan cansada y trastornada por lo que le había pasado en esos dos días como para
cometer un error semejante? Puso una silla al lado del cuadro y se subió a ella, sin importarle lo
más mínimo que fuera una auténtica Luis XV. Con la lupa se puso a examinar los pigmentos
de los colores que se habían usado, intentando recordar cómo tenía que ser el entramado de un
lienzo. ¡Si al menos tuviera un aparato para hacerle una radiografía a mano!

Cuando Barry entró en la galería, media hora más tarde, Helen se encontraba en un estado de
paroxismo. El Van Gogh estaba en el suelo, del revés, y Helen estaba haciendo una incisión en
la tela con una navajita.
-¡Helen!, ¿te has vuelto loca?- le preguntó ó echando a correr hasta llegar a su lado. Era la
primera vez en su vida que Helen lo veía correr, pero no prestó atención.
-Mira tú también, Barry. ¿Éste te parece un lienzo de 1888?
Frunciendo el ceño, Monna Lisa se levantó ligeramente los pantalones antes de arrodillarse al
lado del cuadro. Con la lupa examinó las fibras que Helen había extraído de la tela, e hizo una
mueca.
-¡Qué raro!- comentó, pero sin perder la calma-. Ayúdame a darle la vuelta...
A Helen le habría gustado echarse a gritar, ante la calma seráfica de su socio. Le dio la vuelta
al cuadro con rabia, y Barry le echó sólo una rápida ojeada a la pintura antes de agacharse para
examinar atentamente una esquina del marco.
Pasó una y otra vez el dedo a lo largo de la madera dorada, tocando cuidadosamente las
cuatro esquinas.
Helen, exasperada, lo miraba con los ojos fuera de las órbitas.
-¿Qué estás haciendo, maldición? ¿Quieres decir algo, sí o no?
Por fin Barry se levantó y se limpió las manos en la chaqueta de tweed de color teja.
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-Es increíble- murmuró.


-¿Qué es lo increíble?- explotó ella en el colmo de la exasperación.
Él le echó una extraña mirada.
-Éste no es el cuadro que trajeron ayer por la tarde, Helen. Alguien tiene que haberlo
sustituido durante la noche.
Gracias a la silla Luis XV Helen no se cayó al suelo.
-¿Qué estás diciendo, Barry?- le preguntó con voz entrecortada.
-Te lo aseguro- repitió Barry-. Ayer, cuando los dos mozos metieron el cuadro en la galería, le
dieron un golpe contra la columna de la entrada...
-¿Le dieron un golpe contra la columna al Van Gogh?- dijo Helen horrorizada.
-Sí. Y una pequeña astilla del marco saltó. Yo fui enseguida a ver lo que había pasado, y me
fijé que la esquina inferior izquierda estaba ligeramente rayada. No era nada importante,
naturalmente, pero este marco no tiene ningún rastro de ese incidente.
Helen respiraba con dificultad.
-Pero, ¿cómo es posible?
El hombre movió la cabeza y se alisó el largo pelo oscuro.
-Realmente no consigo entenderlo. Pero no hay otra explicación. Alguien ha sustituido el
cuadro.
-¿Cuándo, por amor de Dios? ¿Cuándo pueden haber hecho algo así?
Barry abrió los brazos haciendo un gesto de impotencia.
-No lo sé. Supongo que esta noche.
-Pero si la alarma estaba perfectamente conectada cuando he llegado. Y... no habían tocado
nada-. De repente se acordó-. ¿Donde pusiste los documentos de la venta, las evaluaciones de
los expertos y todos los certificados?
-En la caja fuerte, evidentemente- contestó Barry.
Helen lanzó un gemido.
-También han desaparecido. ¡No están!
-¡No es posible!- se opuso el hombre incrédulo.
-Míralo tú mismo- le sugirió ella cogiéndose la cabeza con las manos. Le parecía que estaba a
punto de estallar.
Barry desapareció dentro del despacho y volvió unos minutos más tarde, con una expresión
grave en su rostro.
-No están- admitió-. ¿La caja fuerte estaba cerrada cuando llegaste?
-Estaba cenada- confirmó ella con aire lúgubre-. No puedo creerlo- gimió-. No puedo creer
que haya pasado una cosa así. Algún fantasma ha entrado esta noche y ha sustituido el cuadro
por otro idéntico pero falso, y después se han volatilizado, con los documentos y con todo lo
demás-. Movió la cabeza-. No es verdad. Estoy soñando y me despertaré dándome cuenta de
que se trata sólo de una pesadilla.
Barry no sabía qué decir. Lentamente se le acercó y le acarició suavemente un brazo.
-Me temo que estás totalmente despierta. Y desgraciadamente yo también lo estoy.
Helen se puso en pie de un salto, como si el contacto de Barry la hubiera realmente
despertado. Lanzó una mirada de desprecio hacia el cuadro que seguía allí tirado en el suelo y
lanzó un silbido contrayendo los labios.
-Tenemos que hacer algo- dijo por fin, dándose cuenta de que el tiempo pasaba-. No
podemos pasarnos aquí todo el día llorando. Tenemos que llamar a la policía y al seguro... Se
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dirigió hacia el despacho, pero se detuvo cuando un sonido inarticulado le llegó de labios de
Monna Lisa. Se dio la vuelta para mirarlo, frunciendo el ceño.
-¿Has dicho algo?- le preguntó.
Barry sacó un pañuelo inmaculado del bolsillo de la chaqueta y se secó el sudor que le bañaba
la frente.
-El seguro...- murmuró.
Helen se puso tensa, con el presentimiento de que el mundo se estaba derrumbando
definitivamente a su alrededor.
-¿Qué es lo que... estás intentando decirme?- le preguntó con una voz sin inflexiones.
-No tuvimos tiempo de firmar la póliza- le dijo el hombre rápidamente-. Verás, el cuadro lo
entregaron con retraso, eran ya las siete y pico y el perito del seguro no podía venir a esa hora,
así que... lo retrasamos e íbamos a hacerlo esta mañana.
-¡Oh, no!- fue todo lo que consiguió decir Helen antes de caerse al suelo y sumergirse en una
suave nube negra.

Helen odiaba lo que estaba a punto de hacer, pero los acontecimientos no le habían dejado
otra alternativa. El trabajo de años, los sacrificios, los saltos mortales que le habían permitido
llegar hasta el punto en el que se encontraba, todo se había desvanecido en una noche. La
galería había abierto un crédito por una cantidad considerable, todos los cuadros que poseían
en esos momentos probablemente no eran suficientes como para pagar la deuda, sus ahorros
personales se había esfumado y también los de Barry y, además, el futuro les parecía gris y
oscuro como una capa de plomo
Sólo unos pocos días antes había hecho el mismo trayecto, también en aquella ocasión llena
de pensamientos funestos. Pero ahora... le parecía que estaba tocando fondo.
Por teléfono, Tom se había mostrado fríamente complaciente. Claro que Helen podía ir a
hablar con él: la recibiría encantado. Él no era el tipo de persona que guarda rencor, aunque los
arañazos todavía no habían terminado de cicatrizar...
De todas formas, se alegraba de que ella hubiera cambiado de idea. La esperaría en casa el
viernes por la mañana; a esa hora Theresa estaría en el hospital con su madre y podría charlar
tranquilamente sin que nadie les molestara...
Helen se estremeció cuando lo vio en el umbral de la puerta de su casa. Tom mostraba una
extraña sonrisa lateral, un gesto a medio camino entre la sonrisa sardónica y la mueca, y a ella le
pareció aún más amenazador que en otras ocasiones.
-Es un placer volver a verte, Helen- dijo él invitándola a entrar. A pesar del brillo azul de sus
ojos, se comportaba con frialdad y corrección-. ¿Quieres quitarte el abrigo?
Ella se quitó el abrigo y se lo tendió para que lo colgara, luego se humedeció los labios
buscando las palabras adecuadas.
-Tom... lo primero que quería decirte es que siento lo que pasó la otra noche. Tú... te
comportaste de un modo excesivamente impetuoso y yo tuve que reaccionar-. Miró su cuello-.
Espero no haberte hecho demasiado daño.
Instintivamente, él se tocó con los dedos las señales rojas que todavía se veían en su cuello.
-No sabía que eras tan cortante- le contesto de una manera ambigua-. Pero siempre has sido
una mujer con mucho carácter.
Helen frunció el ceño preguntándose por el significado de aquellas palabras, pero él no se lo
explicó. La cogió del brazo y la condujo a través del salón. Ven, vamos a mi despacho.
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Estaremos más cómodos... Allí, se sentaron en un lujoso sofá de piel, y después Tom le dio una
copa de coñac, sin preguntarle siquiera si le apetecía. Ella hizo una mueca.
-Nunca bebo a estas horas- se opuso. Aún no eran las once y tenía el estómago vacío; sólo
había tomado el café que le habían dado en el avión.
Él sonrió.
-Hoy harás una excepción. ¡Salud!
Helen se vio obligada a mojarse los labios. Sus ojos verdes eran cautos y pensativos.
-Bueno, por teléfono me has hablado de que necesitarías un consejo sobre un asunto de
negocios...- empezó Tom después de dejar la copa sobre la mesa-. ¿De qué se trata? ¿Es sobre el
tema ése del Van Gogh?
Helen se mordió los labios. No tenia que haber comprado un Van Gogh jamás. Finalmente
dejó escapar un suspiro.
-Desgraciadamente, tú tenías razón, Tom. Nos han... timado.
-¡Oh!- dijo él, con un brillo en sus ojos azules. No parecía demasiado sorprendido-. ¿De qué
manera?
Helen contó las cosas tal y como habían ocurrido, con voz neutra.
-Y cuando los agentes fueron a investigar a la mansión del vendedor, descubrieron que la
sociedad se había desvanecido y había desaparecido. No había ninguna huella de su paso-
concluyó con amargura-. El edificio lo había alquilado una persona que les había prestado el
nombre durante un periodo de tiempo limitado que había pagado el alquiler al contado y por
anticipado, y él también había desaparecido.
Tom no pudo reprimir una risa sarcástica.
-Típico- dijo-. Es la mejor manera para no dejar rastro.
Helen abrió los ojos de par en par.
-¿Pero quién se podía imaginar una cosa así? Cuando fuimos a ver el Van Gogh la mansión
estaba llena de cuadros de valor...
-Eso es otra cosa típica, también-. Tom se encogió de hombros, y después cruzó las piernas
despreocupadamente. Se había sentado a una cierta distancia de ella, pero al moverse, se había
ido acercando un poco a ella.
Helen se humedeció los labios otra vez con el coñac.
-Los investigadores han llegado a la conclusión de que se trata de una banda especializada en
este tipo de operaciones. Venden cuadros auténticos, organizando una representación y
preparándolo todo de una manera que resulta perfectamente creíble, y mientras se está en
tratos, aprovechan para conseguir toda la información posible sobre la galería. Después de
entregar el cuadro, entran en los locales en los que se depositó el cuadro y lo roban,
sustituyéndolo por uno falso para ganar tiempo. Después desaparecen y van a repetir el golpe a
otro sitio. Son ladrones profesionales y están muy bien organizados.
-Hum... Realmente ingenioso- comentó Tom. ¿Así que te has quedado sin el Van Gogh?
Helen se dio la vuelta de golpe, creyendo haber advertido una nota de sarcasmo en su voz.
Probablemente así era. Tom se estaba riendo de ella: para él aquella era una dulce venganza.
Pero eso formaba parte del precio, y ella estaba dispuesta a pagarlo para conseguir lo que quería.
-¿Qué es lo que quieres de mí, Helen?- le preguntó él como si le hubiera leído sus
pensamientos-. Si se trata de un préstamo, bueno, mi liquidez en estos momentos no es mucha,
pero veré que puedo...
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Gillean☺

-¡No se trata de un préstamo!- negó Helen moviendo la cabeza, Al hacer el gesto, su cabeza
chocó con algo y ella en seguida se dio cuenta de lo que estaba pasando. Había chocado con la
mano de Tom que le estaba pasando el brazo alrededor de los hombros.
-¡Oh, perdona!- murmuró él, sonriendo, sin apartar el brazo. Cuando notó que su mano se le
posaba en el hombro, Helen tembló de indignación. Sin embargo se obligó a no moverse. No
había ido hasta allí para pelearse con él, sino para obtener información.
-Bueno, y entonces, ¿qué es lo que quieres?- continuó Tom inclinándose hacia ella lo
suficiente como para que Helen sintiera su aliento cálido en el cuello. Notó el olor del coñac y
se preguntó si era ése el primero que Tom se había tomado.
Se aclaró la garganta notando un nudo que le impedía hablar.
-Bueno, como tú me habías advertido unos días antes, he pensado que quizá podías saber
algo más... No sé, algún nombre, alguna dirección, algún dato que pudiera ayudar a los
investigadores a encontrar alguna pista...
Tom se puso tenso, y un destello oscuro iluminó durante algunos instantes sus ojos azules.
-¡Tesoro!- exclamó con un tono de fingida indignación-. No creerás que yo... me muevo en el
ambiente de los bajos fondos, ¿no?-
-¡Claro que no!- se apresuró a asegurar Helen. Mientras tanto, la mano que se apoyaba sobre
sus hombros la sujetaba de tal manera que casi le hacía daño-. Es que como tú haces negocios
en distintos campos y conoces a tanta gente... A pesar de lo que dice Theresa, Chicago no es
una ciudad pequeña, así que he pensado que quizá podías tener alguna información...
reservada.
Tom se rió. De nuevo volvió a sentir su aliento en el cuello y casi no pudo evitar el
estremecerse.
-¿Y tú pretenderías que yo me convirtiera en un chivato y le diera un soplo a la policía? ¿En
tan poca consideración me tienes, tesoro?
Helen se humedeció los labios que se le habían secado. Si no se hubiera sentido todo el
estómago revuelto se hubiera bebido el coñac de un trago.
-No a la policía- negó-. Sólo pretendo que me lo digas a mí-. De repente se giró y lo miró a
los ojos-. Verás, si se consigue encontrar algo concreto y se pudiera encontrar a esa banda, yo
podría recuperar el Van Gogh. Sería la única manera de evitar la ruina; la galería está llena de
deudas y...
Se calló, dándose cuenta, de repente, de que él, en realidad, no la estaba escuchando. Más
bien, parecía muy entretenido mirándole los labios. Demasiado tarde se dio cuenta de su error.
Tom esbozó una media sonrisa, se le acercó un poco más y le capturó la boca con un gesto de
urgencia y de dominio.
Helen percibió el aroma fuerte del coñac y el sabor de su lengua que se le había introducido
entre los dientes.
Por unos momentos pensó en morderla salvajemente, pero se contuvo a tiempo. Ya lo había
herido una vez, y no era el caso de volver a hacerlo. Se sorprendía de lo que habían cambiado
las cosas en tan poco tiempo. Si pocas noches antes él había conseguido, de alguna manera,
excitarla, esta vez sólo consiguió sentir rabia y una sensación de desagrado. Apoyando las manos
en su pecho, se separó de él con fuerza.
-¡Tom!- jadeó controlando la rabia que la invadía-. ¡No... he venido aquí para esto! Pensaba
que ya lo habías entendido.
Él soltó una risita, pero sus ojos eran duros y fríos.
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-¿De verdad? ¿Mi dulce cuñadita quiere un favor, pero a cambio no está dispuesta a conceder
nada? ¿Ni siquiera un besito inocente?
Helen respiró profundamente, agitando suavemente la copa de coñac que todavía estaba casi
llena.
-Esta copa me está mareando un poco- observó, deslizándose con habilidad de entre los
brazos de Tom. Con un movimiento rápido y elegante se puso de pie y, contoneándose
ligeramente ayudada por los zapatos de tacón, se dirigió hacia la ventana-. Necesito un poco de
aire-. Abrió un poco, y respiró el aire frío de la mañana.
Tom se levantó a su vez, cruzando los brazos por detrás de la espalda. Miró fijamente a su
cuñada con una mirada severa que se dulcificó cuando se detuvo en las suaves curvas que el
vestido verde marcaba claramente, poniéndolas de relieve. Se acordó de la imagen de Helen en
camisón, y casi pudo sentir el contacto de sus senos redondos y prietos bajo sus manos. Quería
a esa mujer. Seis años antes lo había hecho enloquecer, y ahora la deseaba más que nunca. Se le
acercó caminando lentamente.
-¿Te sientes mejor ahora?- le preguntó con voz dulce.
Ella asintió. Se separó de los cristales y cerró la ventana.
-No tenía que haber bebido con el estómago vacío- observó, intentando darse tono.
-¡Pero si ni siquiera lo has tocado!- objetó él-. Quizá soy yo el que te produce ese efecto-
insinuó, bromeando sólo a medias-. ¿Sigo siendo lo bastante atractivo como para hacerle perder
la cabeza a una mujer?
Helen se puso inmediatamente a la defensiva, pero mantuvo una sonrisa de circunstancias.
-Tú eres un hombre muy atractivo, Tom- aseguró mirándolo de medio lado, lo que él
interpretó de una manera errónea-. Siempre lo has sido.
-Entonces es así, ¿verdad?- se pavoneó él-. Nunca me has olvidado del todo...
¿Cómo podía olvidarte?, se preguntó ella. ¡Estaba tan ocupada odiándote!
-Volvamos a la cuestión, Tom- dijo en cambio con una voz que esperaba que sonara
decidida-. ¿Qué puedes decirme sobre este tipo de timos?
Tom se quedó inmóvil delante de ella, en silencio, con la mirada ausente como si estuviera
sopesando las cosas. Helen se dio cuenta de que estaba contemplando otra vez sus labios, y
durante unos segundos temió que intentara de nuevo besarla. Sin embargo no se retiró, y
suspiró aliviada cuando él la miró fijamente a los ojos.
-Digamos que podríamos hacer así- dijo por fin Tom, como si hubiera llegado a una
conclusión personal-. Yo podría darte un poco de información, cotilleos oídos aquí y allá,
entendámonos, y tú, a cambio, podrías ser... amable conmigo.
Helen abrió los ojos de par en par, incapaz de disimular su sorpresa.
-Quieres insinuar... empezó a decir, pero tuvo que hacer una pausa para recuperar el aliento-.
Que tú y yo...
-¡Helen, Helen!- exclamó Tom riendo de manera sardónica-. ¿Quieres hacerme creer que
sigues siendo la misma chica ingenua que eras antes?-. La cogió por los hombros y la atrajo
hacia sí-. ¿No has aprendido nada sobre los hombres en estos años?- le susurró al oído, con la
voz ronca debido a la excitación. Mientras tanto se restregó contra ella, hundiéndole en el
vientre la protuberancia dura de su propia virilidad que pulsaba bajo la tela de sus pantalones.
Helen sintió cómo la sangre se le subía a la cabeza. Había ido hasta allí con toda su buena
intención de llegar a un acuerdo con Tom, pero eso... era demasiado. Sus modales brutales e
indecentes le estaban provocando náuseas.
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Intentó alejarlo empujándolo con los brazos, como había hecho antes, pero él la tenía
fuertemente cogida por los hombros y no consiguió librarse de su abrazo. Cuando notó sus
labios húmedos en el cuello que la besaban con avidez murmurando extrañas y obscenas
palabras, se retorció como una loca y en esos momentos recurrió a la única defensa a la que
puede recurrir una mujer en una situación así. Echando hacia atrás el pubis, levantó
rápidamente una pierna y le dio un rodillazo en la ingle, con más fuerza incluso de la que
pensaba.
Tom lanzó un grito desgarrado y se dobló sobre sí mismo, llevándose las manos al vientre.
Helen aprovechó para ponerse a una distancia prudencial, lanzándole miradas duras y
amenazadoras.
-¿Sabes lo que eres Tom?- le gritó, dándose cuenta en esos momentos de que estaba jadeando.
No sabía si era por el miedo o por la repulsión-. Un cerdo asqueroso. Aunque hubiera querido
concederte algo, y Dios aleje de mí un pensamiento tal en todos los años que puedan quedarme
de vida, tus modales me habrían hecho cambiar de idea lo más rápidamente posible. No sabía
que te habías convertido en un animal de este calibre... Se mordió los labios con fuerza. Él
seguía encogido, con las manos en el vientre y respirando con dificultad.
-¡Eres un degenerado!- añadió ella furiosa-. Lo único que consigues despertar en mí es el asco.
-¡Puta asquerosa!- consiguió articular él con dificultad después de haber recuperado un poco
de aliento-. No has dejado de hacerte la melindrosa, ¿eh? ¿Te crees que tienes algo que las
demás no tienen?
Helen tenía las mejillas encendidas y sus ojos centelleaban. Nadie le había hablado nunca de
esa manera, y sin embargo no pudo evitar responderle:
-Lo que yo tenga o no tenga, eso tú nunca lo sabrás.
-¡Vete a la mierda!- farfulló él, consiguiendo ponerse de pie, pero todavía dolorido-. Espero
que tú y ese maricón de tu socio os encontréis arruinados. Eso es lo que te mereces.
Aún en medio de la rabia y de la furia, Helen se dio cuenta de que aquellas palabras suponían
el fracaso total de la misión que la había llevado hasta allí. A la porra, no tenía que haber ido.
Dándose la vuelta rápidamente, se precipitó fuera de la habitación gritándole que no quería
volver a verlo y dando un portazo tremendo que retumbó por toda la casa.
Hasta sus oídos llegó una blasfemia incomprensible que prefirió no escuchar. Con los ojos
llenos de lágrimas de rabia y de frustración se dirigió hacia el recibidor de la casa cuando chocó
contra alguien que estaba parado entre el salón y el recibidor. Se echó hacia atrás horrorizada,
pensando que era Theresa que lo había oído todo, pero se sintió todavía peor cuando se dio
cuenta de que era su hermano.
-¡Mark!- exclamó sorprendida.
-¡Chist!- le susurró él, mirando alarmado la puerta del despacho que todavía estaba cerrada-.
¡Vámonos de aquí, rápido!
Helen no se lo hizo repetir dos veces. Cogió su abrigo de visón y el bolso y salió de la casa,
respirando con satisfacción el aire fresco después de haber tenido que respirar el aire corrupto y
degenerado que se respiraba cerca de Tom.
Se puso el abrigo mientras bajaba las escaleras, y una vez en la calle le echó una ojeada de
preocupación a Mark.
-¿Cuánto tiempo hacía que estabas allí fuera?- le preguntó.
Mark, tan alto y tan rubio, era sin lugar a dudas el más guapo de la familia. Todavía no le
había salido la barba, aunque su rostro iba perdiendo poco a poco los rasgos infantiles. Tenía
los ojos verdes y profundos como los de Helen.
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-He oído bastante- dijo con gravedad.


Helen sintió cómo el corazón le latía con fuerza.
-Mark, lo siento- murmuró, deteniéndose para mirarlo a la cara-. Hubiera querido que tú...-.
Suspiró. Era demasiado difícil-. Es una vieja historia lo que pasa entre Tom y yo. Tú eras
demasiado pequeño para darte cuenta, pero...
-Lo sé- dijo él-. Me acuerdo perfectamente de todo.
Helen asintió apesadumbrada. Naturalmente, hablan considerado que no iba a enterarse de
nada y, evidentemente, se habían equivocado. Se encogió de hombros.
-Bueno, yo quería pedirle un favor a Tom pero él se ha obsesionado conmigo y...
-Quiere que te acuestes con él- concluyó Mark diciendo lo que a ella le costaba tanto decir.
Helen frunció el ceño. Decididamente no había valorado lo suficiente su capacidad de
comprensión. Y vivía demasiado lejos de él como para saber cómo era en realidad un chico de
dieciséis años. Se encogió de hombros.
-Lo siento, de verdad. Hubiera preferido que no tuvieras que haber asistido a esa escena.
Mark se encogió de hombros con despreocupación.
-Bueno, estoy acostumbrado a los numeritos de Tom y de Theresa. No me afectan lo más
mínimo. Lo importante es mantenerse alejado de ellos.
Dios mío, pensó Helen, una vez superada la confusión del momento. Tenía que ocuparse del
asunto del Van Gogh.
-Lo mejor es que yo regrese a Nueva York lo antes posible- dijo con una voz neutra-. ¿Mamá
está mejor?
-Mejora día a día- aseguró Mark-. Quizá la semana que viene salga del hospital y vuelva a
casa.
-Menos mal- suspiró Helen. Miró a su hermano-. No le digas a Theresa que he estado aquí,
por favor.
Mark hizo una mueca.
-No soy tonto.
Helen sonrió a su pesar.
-Ya, creo que realmente no eres nada tonto-. Miró a su alrededor buscando un taxi y paró
uno que estaba pasando-. Si me doy prisa, todavía me da tiempo a coger el vuelo de la una para
Nueva York-. Miró al hermano mientras el taxi se paraba al lado de la acera-. Cuando mamá
esté mejor te vienes conmigo una o dos semanas a Nueva York.
A Mark se iluminó el rostro.
-¿Me lo prometes?
-Sí-. Helen tuvo que ponerse de puntillas para poder darle un beso-. Adiós, Mark, cuídate.
-¡Ah, Helen!- dijo él antes de que se metiera en el coche.
-¿Sí?- Ella se dio la vuelta.
-Sobre lo que querías que te dijera Tom... Bueno, yo puedo decirte una cosa. Le he oído más
de una vez hablar con un tratante de arte, y eran conversaciones más bien raras.
Helen abrió los ojos de par en par.
-¿Qué quieres decir?- le preguntó conteniendo la respiración.
-Oh, sé que Tom trafica con cosas poco... legales.
-Dios mío.
-Bueno, en cualquier caso, el tipo con el que se puso en contacto era un europeo, un tipo de
Lausana. El otro día oí una llamada desde un teléfono que está en el piso de arriba. Y si no me
equivoco, ese tipo tiene una tienda que se llama Le Petit Louvre, en Lausana, Suiza.
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Helen se quedó allí parada, rígida e inmóvil como una estatua, hasta que el taxista le dijo con
voz impaciente.
-¿Qué, señorita, quiere ir a algún sitio o no?
Helen reaccionó, y vio que Mark agitaba una mano en señal de saludo.
-Enseguida- le dijo al taxista subiéndose al taxi todavía aturdida-. Al aeropuerto, por favor.
Luego se volvió para saludar de nuevo a Mark y pensó que no, que no era nada tonto.

Le Petit Louvre era una auténtica joya. Sólo los europeos conseguían unir el lujo y el
refinamiento sin excederse y caer en lo chabacano, consideró Helen, mientras observaba con
admiración el escaparate deslumbrante en una callecilla del centro de la ciudad que se extendía
entre las colinas y las orillas del lago. No había en aquel ambiente discreto y elegante nada que
hiciera suponer que, detrás de aquellos escaparates, entre los cuadros famosos y los muebles
antiguos, entre los pliegues de aquellos pesados cortinajes, pudiera esconderse una banda de
timadores de nivel mundial.
Quizá, a fin de cuentas, Mark se había equivocado. Y sin embargo Tom tenía contactos con
esa tienda y, considerando qué tipo de sujeto era Tom, eso no hablaba, seguramente, en favor
de la honestidad de los propietarios. Helen contempló durante un buen rato el escaparate, antes
de empujar la puerta de cristal de la tienda. Había llegado hasta allí, sin hacer caso a las
protestas de todos, empezando por las de Barry, y tenía que seguir adelante.
Un hombre joven y perfectamente arreglado le salió al encuentro desde el interior de la
tienda. Iba vestido con gran elegancia, tenía el pelo oscuro y abundante y unos ojos todavía más
oscuros que su pelo.
-Madame...- murmuró con un tono arrastrado que a Helen le resultó inmediatamente
bastante molesto-. ¿En que puedo servirla?-
Helen lo miró fijamente, estudiando su cara. ¿Aquel tipo era un delincuente?, se preguntó
asombrada. ¿Formaba parte de la banda que le había vendido y robado el Van Gogh? Movió
ligeramente los labios, esbozando una ligera sonrisa-. Sí, creo que sí- admitió con
condescendencia. A fin de cuentas, podía tratarse simplemente de un simple dependiente-.
Verá, estoy buscando a monsieur Laclotte. Vengo de parte del señor Grylls... Thomas Grylls,
de Chicago.
Bueno, lo había dicho. No tenía ni idea de qué podía pasar usando ese nombre, pero era la
única carta que tenía en su mano, y tenia que jugársela.
-Oui, madame-. El tipo peripuesto hizo una ligera reverencia totalmente anticuada-.
Monsieur Laclotte debería estar en su despacho hoy-. Volvió a hacer una ligera reverencia-. ¿A
quién tengo que anunciar?
Helen sintió cómo las rodillas le empezaban a fallar y, disimuladamente, se apoyó en un
escritorio de finales del siglo XV que estaba allí, a mano.
Evelin Hartley, mintió manteniendo la sangre fría.
-Verá, acabo de llegar de Chicago y no he tenido tiempo de anunciarme...
-Comprendo- murmuró el otro observándola detenidamente con interés-. Tenga la
amabilidad de esperar unos minutos...
-Claro- asintió Helen con brío-. Mientras tanto le echo una ojeada a estas maravillas.
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Cuando el hombre desapareció al otro lado del biombo que separaba la tienda del despacho,
le lanzó una mirada cargada de preocupación. ¿Había hecho bien su papel? ¿Aquel tipo se había
dado cuenta de que estaba temblando? Se movió nerviosamente entre auténticas vajillas de
Limoges y cuadros más o menos antiguos y consiguió calmarse un poco sólo cuando vio un
auténtico Corot, con sus tenues colores primaverales.
-Es magnífico- dijo cuando el dependiente volvió a aparecer-. ¿Está en venta?
-Evidentemente, madame- aseguró él con una sonrisita-. Todo lo que ve expuesto aquí está
en venta.
-Claro...- admitió sintiéndose un poco tonta.
-Monsieur Laclotte la recibirá en seguida. Pase por aquí, por favor...
Un poco aliviada después de haber visto aquel cuadro, Helen siguió al dependiente hasta el
fondo de la tienda. Al fondo, doblando una esquina, apareció una escalera totalmente
recubierta con una mullida moqueta llena de arabescos.
-Suba al primer piso- le indicó el dependiente-. Monsieur Laclotte la está esperando.
-Gracias-. Helen empezó a subir, con la impresión de estarse adentrando en un lugar
desconocido y amenazador. Pero era tan sólo su imaginación. Era normal que algunos negocios
se trataran en privado, y no en la tienda, delante de todo el mundo. La escalera la condujo hasta
un espacio amplio y lujoso en el que se encontraba una puerta de madera maciza. Estaba a
punto de llamar a la puerta, cuando ésta se abrió y un hombre corpulento, de unos cincuenta
años, la miró de arriba a abajo con ojos recelosos-. Por favor, pase, pase- le dijo apartándose
para que entrara en una amplia sala en cuyas paredes colgaban auténticos tapices flamencos-.
¿Cómo está nuestro querido Tom?
-Oh, bien... Muy bien- contestó Helen preguntándose qué sucedería si monsieur Laclotte
llamara por teléfono a Chicago-. Yo, la verdad, es que lo conocí en una fiesta hace unos meses.
Y como tengo la intención de abrir una pequeña galería en Detroit, oh, no una cosa lujosa, no,
no... Una pequeña galería que tenga algunos cuadros buenos...
-Una buena idea, mademoiselle. Pero siéntese, por favor.
Helen se tranquilizó ante los modales amables del hombre. A fin de cuentas, el campo del
arte era el suyo, y no había nada malo en querer abrir una galería en Detroit.
Monsieur Laclotte pidió que les sirvieran café, un café fuerte, italiano, aseguró, y después le
hizo una gran cantidad de preguntas sobre el viaje, el tiempo, el paisaje, de tal manera que al
cabo de unos minutos Helen se sentía totalmente relajada y perfectamente a sus anchas.
Empezó a hablarle de la galería que pensaba abrir, del tipo de cuadros que le hubiera gustado
comprar y de la posibilidad de hacerlo directamente en Europa, lo que le parecía más
interesante ya que en Europa era posible encontrar más fácilmente grandes obras de arte.
La conversación se estaba desarrollando del modo más agradable posible cuando de repente
llamaron a la puerta. Monsieur Laclotte dio el permiso para que entraran, y un hombre alto,
con el pelo oscuro, que llevaba un amplio abrigo azul, entró apresuradamente.
Helen se dio la vuelta distraídamente para mirarlo y en ese momento se puso tensa. Quizá fue
ese movimiento el que llamó la atención del recién llegado, o quizá la habría reconocido lo
mismo. Helen deseó que la tragara la tierra cuando la mirada aguda del hombre la traspasó de
parte a parte.
Se puso rápidamente de pie, sintiendo la garganta seca y ardiendo.
-Bueno, monsieur Laclotte... Creo que ya le he robado demasiado tiempo por hoy. Me
pondré en contacto con usted si decidiera...
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Mantenía la cabeza baja intentando que él el visitante silencioso no le viera la cara. Pero él
seguía mirándola con un aire tenebroso y amenazador.
Helen alcanzó la puerta tropezando en la alfombra. Estaba a punto de poner la mano en la
manilla cuando la voz de él la detuvo.
-Un momento, señorita... Irving...
Helen se dio la vuelta de golpe.
-Yo... me temo que hay un error, señor...
Pero el otro se le echó encima en seguida. La obligó a alejarse de la puerta, la cerró con llave y
se metió la llave en el bolsillo del abrigo. La sujetó por un brazo con fuerza y se dirigió a
Laclotte.
-¿Qué quería esta señorita?
El francés, que no había entendido demasiado la que había pasado, se sorprendió:
-Dice que quiere abrir una galería en Detroit...
-Detroit, ¿eh? La señorita ya tiene una galería, pero en Nueva York. Y si no me equivoco,
acaba de comprar un estupendo Van Gogh, ¿no es verdad?
Helen gimió. El brazo que le había torcido sujetándolo con fuerza detrás de la espalda le
dolía, pero no se lamentaba por eso. Estúpida. Había sido una estúpida. ¿Pero cómo se iba a
imaginar que se iba a dar de bruces con el hombre que le había vendido el Van Gogh en Nueva
York hacía menos de tres semanas? Bueno, si quería una prueba, ya la tenía.
Lo miró fríamente.
-Déjeme o me pongo a gritar- dijo intentando soltarse. Pero como el otro no tenía ninguna
intención de soltarla, se puso a gritar de verdad.
Cinco segundos más tarde un golpe bien dado en la nuca la sumergió en el mundo de los
sueños.

-¿Dónde estoy?-. Fueron las primeras palabras que pronunció cuando volvió a abrir los ojos.
Las siguientes fueron-: ¿Quién es usted?
Dos ojos semicerrados, oscuros como la obsidiana, la miraban fríamente.
Helen intentó sentarse, pero la cabeza empezó a darle vueltas como si fuera una noria. Soltó
un breve gemido y se dejó caer nuevamente. Le parecía como si tuviera el estómago lleno de
mariposas y la sensación no era nada agradable. Con la mano se acarició el cuello que todavía le
dolía en el punto en el que algo la había golpeado. Ese contacto la ayudó a recordar.
-¿Dónde... estoy?- repitió, esta vez con una voz cargada de preocupación.
-A buen recaudo muñeca- le contestó una voz que provenía de alguna persona que ella no
podía ver, y que sin duda no pertenecía a los ojos negros semicerrados. Dominando el dolor
que sentía en el cuello, Helen giró la cabeza lo suficiente como para individuar al hombre que
había hablado. Era un energúmeno pelirrojo y lleno de pecas, que estaba al otro lado de la
habitación y parecía muy ocupado con un par de esquís.
El tipo sonrió maliciosamente, dirigiéndole una mirada lasciva.
-Espero que sepas esquiar, monada. En cualquier caso, todavía no he visto a nadie salir con
vida del barranco del diablo- concluyó con una risotada nauseabunda.
Helen se humedeció los labios que tenía totalmente secos. Sentía un sabor de boca horrible,
probablemente a causa de la droga que sin duda le habían dado. No conseguía entender cuál
era el sentido de las palabras de aquel hombre.
Sintió que algo la rozaba y dio un salto, amedrentada.
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Ojos negros le puso debajo de la nariz una taza humeante.


-Bebe- le ordenó, y Helen no se sorprendió de que su voz fuera dura y cortante, sin ninguna
inflexión. Estaba en perfecta armonía con el resto.
No tenía ninguna intención de tomar más drogas, pero el aroma fuerte del café le penetró
profundamente por la nariz atrayéndola inexorable mente hacia la taza. Tentada, pero con
sospecha, preguntó:
-¿Qué le habéis echado?
-Café. Y dos cucharadas de azúcar-. La traspasó con la mirada como si fuera de cristal y Helen
se estremeció,
-Lo tomo sin azúcar- dijo con una voz rasposa.
-Bebe y déjate de tonterías- le ordenó él, casi apoyándole la taza en los labios-. Hace dos días
que no tomas nada.
Helen abrió los ojos de par en par. Por eso se sentía tan débil. No se trataba sólo del efecto
del narcótico. Con manos temblorosas, cogió la taza de las manos del hombre y por unos
instantes sus dedos rozaron los de él.
Eran de acero, como el resto de su cuerpo. Sin oponer más resistencia, bebió un abundante
trago bajo su mirada severa.
-¿Te apetecería una buena ración de pollo asado, eh?- intervino el pelirrojo, que había
terminado de ocuparse de los esquís. Los apoyó contra la pared, mostrando satisfacción-.
Tendrás que estar en buena forma si quieres disfrutar, al menos, la primera parte del paseo.
-¿A qué se refiere?- preguntó Helen mientras sujetaba la humeante taza con ambas manos
para entrar en calor. La temperatura de la habitación no era precisamente tropical. Se dio
cuenta de que los dos hombres llevaban jersey; ella en cambio estaba nada más que con el
vestido que llevaba cuando había ido a la tienda de antigüedades. ¿Dónde había ido a parar su
abrigo de visón? El pelirrojo volvió a reír sarcásticamente.
-Al paseo por la nieve que te obligaremos a dar. Será una auténtica diversión- aseguró
guiñándole un ojo al tipo del pelo oscuro-. ¿No es verdad, Charles?
Helen se dio la vuelta y miró al tal Charles, que en esos momentos se estaba encogiendo de
hombros con aire de indiferencia. Su cara parecía tallada en granito, y sus rasgos parecían aún
más duros debido a la profundidad de la mirada.
Sus labios, que de por sí eran suaves y carnosos, estaban contraídos en una mueca forzada.
Los ojos los seguía teniendo semicerrados como si se tuviera que defender de la abundancia de
luz, y como consecuencia se le veía con el ceño fruncido, y sus pobladas cejas tenían un aire
amenazador.
-Sería mejor que te dejaras de tanta charla y que fueras a buscar algo para comer antes de que
cierren las tiendas- fue su única respuesta-. La despensa está casi vacía.
-¡Maldición!- imprecó el pelirrojo-. ¿Qué hora es?
-Las cinco.
Mirando a través de la única ventana que había en la habitación, y que estaba situada en la
pared del fondo, en alto, Helen pensó que debían de ser las cinco de la tarde. Estaba
atardeciendo y, en cualquier caso, las tiendas no podían estar abiertas a las cinco de la mañana.
-Me gustaría saber por qué me toca siempre a mí hacer los trabajos sucios, se lamentó el
pelirrojo mientras se ponía una cazadora invernal.
Después le echó una ojeada a Helen y se le iluminaron los ojos.
-Bueno, por lo menos tendremos a esta pájara a nuestra disposición toda la noche-. Volvió a
sonreír sardónicamente, mientras Helen se estremecía-. ¿Qué te apetece comer, tesoro?
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Helen oyó la voz de Charles a sus espaldas mientras el pelirrojo se acercaba al camastro en el
que se había despertado y en el que todavía estaba tumbada.
-Déjala en paz, Burt.
El pelirrojo ya había puesto las manos en los hombros de Helen y ésta se puso
inmediatamente tensa.
Conteniendo la respiración, se preparó para darle una patada al energúmeno pero,
afortunadamente, no fue necesario.
El tipo, efectivamente, se limitó a acariciarle rudamente la barbilla, levantándole de golpe la
cabeza y arrancándole un gemido por el dolor de cuello. Después se alejó.
-Por ahora- dijo amenazadoramente.
-Pero tendremos el tiempo necesario para desquitarnos- rió-. Las noches son muy largas en las
montañas. Largas y aburridas.
Charles se limitó a lanzarle una mirada impasible.
-Acuérdate de comprar ropa adecuada- dijo.
Burt se dio la vuelta para mirar a Helen.
-¿Qué talla usas, tesoro?- le preguntó, y como ella no contestaba la miró atentamente
recorriendo todo su cuerpo con la mirada-. Una buena talla, me parece-. Rió de nuevo,
mientras se ponía un gorro de montaña en la cabeza-. Hasta luego, belleza. Y tú no te
aproveches de ella mientras yo no estoy, amigo. No me gusta tener que ser el segundo.
Charles no dijo nada y Burt salió de la habitación riendo.
Helen lo oyó silbar al otro lado de la puerta y después oyó los pasos ruidosos de sus botas de
montaña sobre la cabeza. Evidentemente se encontraba en el semisótano de un edificio, pensó.
En manos de dos hombres que podían hacer de ella lo que quisieran. Se estremeció y un
escalofrío recorrió su espina dorsal Como reacción encogió las piernas y apoyó la espalda en la
pared, mirando a su alrededor intentando encontrar una manera de escaparse de allí. Por la
ventana no podía ser pues, además de estar demasiado alta, estaba protegida por unos barrotes
de hierro. Sólo había una puerta y era la puerta por la que habla salido el pelirrojo, y Helen
dudaba de poder alcanzarla libremente. Tendría que neutralizar a Charles antes, y bastaba mirar
sus hombros para darse cuenta de que tenía que ser fuerte como un gorila. Quizá con un
arma... Miró los esquís con cierta indecisión, pero la voz de Charles la detuvo aún antes de que
su cabeza pudiera empezar a esbozar un plan.
-Yo en tu lugar ni siquiera lo pensaría.
Helen se sobresaltó y se giró de golpe. Charles estaba de pie contra la pared, con los brazos
cruzados sobre su amplio pecho recubierto con un jersey azul marino, y una expresión
ligeramente más amable debida a un brillo divertido en los ojos.
Helen balbuceó:
-¿Qué pensáis hacer conmigo?
Charles se quedó en silencio durante un largo rato, después dejó caer los brazos a lo largo de
sus costados. A su pesar, Helen siguió con la mirada el movimiento, y apreció su físico seco y
musculoso. No tenía ninguna esperanza de neutralizarlo.
-¿Tú que crees?- le preguntó él con voz dura. Parecía como si su presencia lo molestara.
Helen movió la cabeza.
-No lo sé.
-Bueno, intenta imaginarlo. Tú sabes demasiado, evidentemente. Así que no hay más
alternativa que la de hacerte callar.
Helen contuvo la respiración.
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-O sea, que vais a matarme.


-Los muertos normalmente no hablan.
Helen estuvo a punto de desmayarse.
-Pero, ¡no podéis hacer una cosa así!- replicó dándose cuenta, mientras lo decía, de lo absurdo
de su protesta.
Charles, por primera vez, sonrió, pero no por eso dejó de tener un aspecto amenazador.
-¿Crees que tienes algún modo para impedirlo?- le preguntó.
Helen se movió agitadamente en el camastro.
-¡Pero eso es un asesinato!
Charles se encogió de hombros.
-Parecerá un accidente. Un turista que esquiando, se equivoca al coger la pista y se cae por un
precipicio...
Helen comprendió de repente para qué eran los esquís que había estado preparando Burt. Los
miró y después miró a Charles. Su rostro no se había alterado lo más mínimo, como si para él
matar a alguien fuera una cosa de todos los días-. No diré nada- se oyó prometer contra su
propia voluntad.
-Demasiado tarde- contestó Charles encogiéndose de hombros-. Tenías que haberlo pensado
antes de hacer tonterías precipitadamente.
A pesar de todo, Helen sintió que se le revolvía la sangre.
-¿Precipitadamente? Me han timado y me han robado. Mi galería estaba en la ruina, y yo, ¡no
me he pasado la vida trabajando para que todos mis esfuerzos se vayan al garete por culpa de un
atajo de delincuentes!-. Su cara perdió la palidez y con la vehemencia de sus palabras recobró su
colorido. Sus ojos verdes brillaron cargados de rabia.
-¿Y qué pensabas que ibas a poder hacer metiéndote en la boca del lobo?- le replicó Charles
con hastío-. ¡Es la mayor estupidez que he oído en toda mi vida!-
-¿Y cómo podía saber que me iba a encontrar precisamente con el hombre que me había
timado?- replicó ella. Después la asaltó una idea-. En cualquier caso, soy menos tonta de lo que
crees. No estaba sola en absoluto. Estaba de acuerdo con... la policía. Y ahora los detectives de
la policía estarán siguiendo mis huellas, casi seguramente estarán aquí fuera vigilando ya esta
casa- se aventuró a decir esperando haber resultado convincente. Y se maldijo por haber sido
realmente tan estúpida.
Charles miró a su alrededor, como si esperara que de un momento a otro un grupo de
hombres armados irrumpieran en la habitación. Después meneó la cabeza.
-No sabes mentir bien- le dijo disgustado-. Pero hay algo que no entiendo. ¿Cómo has venido
a Lausana directamente? ¿Quién te ha dado el nombre de Laclotte?
Helen se mordió los labios. Evidentemente Charles no lo sabía todo. Se preguntó si a Tom le
habrían dicho que ella estaba en Lausana.
-Por lo que parece, soy menos tonta de lo que crees- se limitó a decir levantando la barbilla en
señal de desafío.
Charles la miró desaprobándola.
-En cualquier caso, eso no cambiará tu destino-. Después añadió una frase que Helen no
consiguió interpretar-. Pero el mío sí, desgraciadamente-. La miró con hastío-. Malditas sean
todas las mujeres del mundo.
Helen no pudo evitar reaccionar de manera polémica.
-¿Y eso que tiene que ver ahora?- le preguntó.
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Él la fulmino con la mirada, y Helen se dio cuenta que, además del hastío, había otra cosa en
su mirada, aunque no sabría como definirlo.
Charles movió la cabeza.
-Las mujeres sólo son capaces de crear problemas.
-¿De verdad?-
-Sí- afirmó él-. Todavía no he conocido a ninguna que supiera estar en su sitio.
-¿Y cuál es su sitio, según tú? ¿En la cocina?
-Allí, por lo menos, crearían menos problemas
Helen se preguntó cómo habían ido a parar a esa estúpida discusión. La realidad es que al
cabo de poco tiempo ella estaría en el fondo de un precipicio con el cuerpo destrozado. Era
inútil acalorarse tanto sólo porque se había encontrado con un sucio machista más. El mundo
estaba lleno.
-En cualquier caso- argumentó bruscamente-, las cosas se concluirán rápidamente, ¿no?- dijo
con un tono de desafío.
Él pareció sorprenderse ante tanta audacia.
-Ya- convino secamente. Y casi parecía como si sintiera lo que iba a tener que hacer.
-¿Has eliminado a muchas más?- lo siguió provocando Helen.
Charles la miró sin inmutarse.
-A alguna- admitió serio.
Helen estaba a punto de replicarle cuando la puerta se abrió y entró Burt con algunos
voluminosos paquetes-. Ahora me toca a mí- dijo rápidamente con su sonrisa sardónica-. Tú ya
te has divertido bastante, Charles-. Y soltando los paquetes y dejándolos en una silla empezó a
acercarse al camastro bajo la mirada aterrorizada de Helen.

-Tú no vas a hacer absolutamente nada- dijo Charles con voz dura.
Helen le echó una mirada rápida, pero inmediatamente volvió a mirar a Burt que ya estaba
prácticamente a su lado. Sin hacer ningún caso a las palabras de su compañero, el pelirrojo le
puso las manos en los hombros y empezó a empujarla hacia atrás-. Ya verás como te gusta,
muñeca- le dijo con un tono prepotente-. Y fíjate, será la última vez que podrás hacerlo antes
de decirle adiós a este mundo.
Helen sintió el aliento desagradable del hombre en su cuello e intentó zafarse moviéndose
como una obsesa.
Pero estaba demasiado débil como para poder oponer resistencia. Burt sonrió burlonamente y
apoyó una de sus rodillas encima del vientre de ella para inmovilizarla, mientras con una mano
le tapaba la boca. Helen apretó los dientes intentando clavárselos en la carne, pero la presión de
la mano contra sus labios era tan fuerte que sólo consiguió morderse el labio inferior. Notó el
sabor de su propia sangre y se agitó aún más. Burt la mantenía pegada en el camastro sin
dificultad.
-¿Así que quieres morder, eh?- le preguntó sonriendo-. Muy bien, me gustan las palomitas
fogosas y ardientes.
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-Déjala si no quieres que te machaque el poco cerebro que tienes-. Un sonido metálico se oyó
a continuación de la frase, e inmediatamente después el cañón de una pistola se apoyaba en la
sien derecha de Burt.
Helen, que había cerrado los ojos, los abrió desmesuradamente. Por su parte, Burt disminuyó
inmediatamente la presión que estaba ejerciendo sobre su víctima.
-¿Eh, qué diablos te pasa?- preguntó con voz airada. Pero a pesar de su agitación no se atrevió
a mover la cabeza.
-De pie- le ordenó Charles.
Maldiciendo entre dientes, Burt se levantó. Helen, a pesar de sentirse aturdida, se apresuró a
encogerse y pegarse a la pared.
-Te he dicho que no la toques- repitió Charles con sequedad; apretando aún más el cañón de
la pistola contra la sien del pelirrojo-. Y ahora, ¡fuera de aquí!
-Maldita sea, ¿quién diablos te crees que eres para darme órdenes?- rugió Burt recobrando un
mínimo de valor-. Eres sólo un recién llegado. Aparta ese chisme.
-Lo haré cuando te hayas ido de aquí.
-La prisionera no es propiedad tuya- objetó el otro.
-Ni tampoco tuya. Tenemos orden de matarla, no de abusar de ella.
Burt se puso rojo de rabia.
-¿Qué diablos te pasa, amigo? ¿Tienes escrúpulos morales por casualidad?
-Tú ni siquiera sabes lo que son, supongo- replicó Charles empujando hacia la puerta a su
compañero.
-Mueve el culo. Fuera de aquí.
-La quieres toda para ti solo, ¿eh?- Burt se recobró lo suficiente del susto como para que la voz
le sonara de nuevo dura-. ¿Es así? ¿Eres uno de esos que no comparte a las mujeres con nadie?
Charles lo empujó hasta la puerta.
-Exacto. Has adivinado.
-¡Mierda!- explotó Burt al que su compañero había obligado a ponerse contra la pared-. ¿Qué
leches te importa si me divierto yo también un poco con ella? Total, en menos de veinticuatro
horas se convertirá en pasto para los animales salvajes.
Charles no movió ni un solo músculo.
-En ese momento podrás disfrutar tú también ya que formas parte de la misma raza- dijo
torvamente-. Ahora vete arriba y no te muevas hasta que yo te lo diga-.
Burt abrió la puerta con un gruñido-. Esto no va a quedarse así, amigo. Puedes estar seguro.
Charles esperó a que saliera de la habitación, luego se volvió hacia Helen que lo miraba con
los ojos y la boca abiertos de par en par.
-Ponte esa ropa- le dijo lanzando sobre el camastro los paquetes que Burt había llevado-. Al
menos entrarás en calor. Dentro de un rato te traeré algo de comer.
Helen no se movió. Miró los paquetes que estaban a los pies del camastro, y después a
Charles que se metía la pistola en el cinturón de los pantalones, debajo del jersey.
-Gracias, murmuró después de unos instantes de silencio e instintivamente se humedeció los
labios que tenía totalmente resecos.
Charles la miró durante un tiempo interminable, y después se encogió de hombros.
-No me des las gracias- dijo bruscamente-. Aún no ha terminado-. Después se dio la vuelta y
salió de la habitación cerrando la puerta con llave.
Una vez sola, Helen se masajeó el vientre y el abdomen, en los puntos en los que Burt la
habla sujetado con la rodilla. Se notaba los músculos tensos, pero la tensión nerviosa era aún
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peor que el dolor. Haciendo un esfuerzo se puso de pie. ¿Qué había querido decir Charles? Que
volvería a... Se estremeció. ¿Realmente la había salvado de Burt para tenerla para él solo? Era
probable. Seguramente no lo había hecho por caballerosidad. Burt era un delincuente vulgar y
prepotente; Charles en cambio era listo y despiadado. Poseía un carisma y una autoridad que le
permitían dar órdenes, y Helen no dudaba de que pudiera haber apretado el gatillo contra la
sien de un hombre sin pestañear. Un frío glaciar le descendió todo a lo largo de la espina dorsal
y durante unos segundos se quedó sin aliento. La idea de que antes o después ese hombre
volvería la hacía sentirse incómoda, pero era una sensación distinta respecto a la sensación de
desagrado y de asco si pensaba que era Burt el que le ponía las manos encima.
Con la cabeza todavía dándole vueltas, se inclinó para examinar mejor el contenido de los
paquetes. Uno contenía un jersey de lana, más o menos de su talla. El otro un par de calcetines
gruesos y un mono de esquí bien forrado de color blanco con dibujos de color fucsia y verde.
Helen no tenía ninguna intención de colaborar con los planes de aquellos dos delincuentes,
pero le pareció que con esa ropa tendría menos frío y que, además, si alguno tenía intención de
violarla le seria más difícil desnudarla.
Mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie la estaba espiando, se cambió de ropa a
toda velocidad. El mono de esquí le quedaba perfecto, y aunque no era precisamente el tipo de
modelo que ella habría comprado, le sentaba muy bien. Le ceñía las caderas lo suficiente como
para insinuar sus formas pero dejándole al mismo tiempo libertad de movimientos. Los otros
paquetes contenían guantes de esquí, un gorro de lana y botas de esquí del último modelo. Burt
no se había preocupado de lo que gastaba, evidentemente, y Helen se preguntó el porqué de tal
derroche teniendo en cuenta que pretendían tirarla por un barranco. Después lo entendió: tenía
que parecer una turista a toda costa, y por lo tanto tenía que estar vestida de manera adecuada.
Cuando encontraran su cuerpo, seguramente después del deshielo, todos pensarían que se
trataba de una turista que se había caído mientras esquiaba. Archivarían el caso sin investigar
demasiado.
Sin embargo, alguno la buscaría. Barry sabía que había venido a Europa para intentar
descubrir algo sobre el robo... Ya, pero no podría llegar a tiempo. Cuando él se alarmara por la
falta de noticias suyas, ella ya estaría sepultada bajo un metro de nieve.
Sintiéndose impotente, empezó a dar vueltas por la habitación. Se subió a una silla para
intentar mirar por la ventana, pero fuera estaba todo oscuro y no consiguió ver nada. Sabía que
estaba en una montaña, probablemente en alguna localidad turística cerca de Lausana. ¿O sus
secuestradores la habían llevado más lejos? No tenía ninguna manera de saberlo y, en cualquier
caso, no le serviría para nada. En cualquier caso, su suerte estaba echada. Se preguntó si tendría
alguna posibilidad de escapar. Siempre había sido una buena esquiadora. Cuando era joven,
incluso había participado en algún torneo y en alguna ocasión había sido la vencedora. Pero en
un precipicio no era fácil hacer slalom. Su única posibilidad, pensó haciendo una mueca, era
escapar de sus secuestradores tan pronto como se pusiera los esquís.
¡Tendrían que recorrer algunos metros antes de tirarla al precipicio!
Todavía estaba subida a la silla cuando oyó que la puerta se abría. Se dio la vuelta y se
encontró con los ojos de Charles.
-No te esfuerces- le dijo él haciendo una mueca-. Por ahí no puedes salir.
Ella resopló.
-Estaba admirando el paisaje.
-¿Y qué tal es?- le preguntó Charles apoyando en la mesa una bandeja con comida.
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-Negro- contestó Helen bajándose de la silla. No se había puesto las botas de esquí y estaba
sólo con los calcetines-. ¿Qué es, la última cena?
-¿No tienes hambre?- dijo Charles provocándola y mostrándole un plato de pollo asado con
patatas fritas.
A pesar de todo, Helen tenía hambre. Además, en el caso de que consiguiera escapar, no sabia
cuándo tendría la oportunidad de volver a comer. Si por el contrario no lo conseguía, entonces
todo carecía de importancia.
-Sí- dijo -Tengo hambre.
-Entonces come antes de que se enfríe- le aconsejó Charles acercando la silla a la mesa.
Helen le echó una ojeada a la puerta. Estaba entornada. Luego se sentó y empezó a comer.
Charles la observó en silencio durante un buen rato.
-¿Dónde estamos?- preguntó Helen después de devorar una pata de pollo con avidez.
Charles alzó las cejas.
-¿Qué importancia tiene?
Ella se metió unas patatas en la boca y le lanzó una extraña mirada.
-Es bonito saber el sitio en el que se va a morir.
-Adelboden. ¿Te suena el nombre?
-No.
-Lo suponía. Es una bonita localidad turística del Oberland Bernés.
Helen tampoco conocía la zona.
-¿A qué altura estamos?
-Aquí estamos va en alta cota. A más de dos mil metros.
-Supongo que aquí habrá unas estupendas pistas- dijo ella mientras seguía devorando las
patatas.
Charles frunció el ceño.
-¿Sabes esquiar?
Helen se mostró incierta.
-Un poco- mintió.
-Siempre es mejor poco que nada. Creo que te será útil.
Helen dejó el tenedor y el cuchillo en el plato. Había saciado el apetito.
¿Dónde está tu compañero?- le preguntó echando una mirada hacia la puerta.
-Ha salido a hacer un par de llamadas telefónicas- respondió Charles. Después añadió casi
para sí mismo-: Debe haber ido a pedir refuerzos teniendo en cuenta que no le ha gustado nada
cómo lo he tratado hace un rato, y eso significa que tendremos que movernos antes de lo
previsto.
Helen no comprendió por qué iban a tener que matarla antes de que llegaran los otros
cómplices. ¿Tal vez tenía miedo de tener que compartirla también con ellos además de tener
que hacerlo con Burt? No se lo preguntó. Se limpió la boca con una servilleta de papel, y
Charles le indicó la jarra de café caliente.
-Te aconsejo que te lo tomes todo. Eso también te hará falta.
Helen se preguntó si contendría alguna droga. Quizá Charles quería hacerle más llevadera su
situación.
Mientras se servía un poco en una taza, se oyeron unos sonoros pasos en el piso de arriba.
Charles se situó inmediatamente al lado de la puerta, pero luego se acercó rápidamente a ella.
Se inclinó hasta ponerse a la altura de su cara y le levantó la barbilla con los dedos.
-Prepárate- le dijo casi rozándola con los labios-. Volveré dentro de poco.
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Ella se quedó totalmente inmóvil con la taza en la mano. Le pareció como si él quisiera añadir
algo, pero el ruido de los pasos se acercaba.
-No tengas miedo- le dijo entonces él, velozmente, y antes de irse hizo una cosa que la dejó
totalmente estupefacta. Le dio un beso en la boca. Un rápido, pero no por eso menos
desconcertante, beso apasionado.
Respirando con fuerza, Helen contempló cómo se cerraba la puerta. ¿Prepararse para qué?, se
preguntó respirando con agitación. ¿Para ceder ante sus deseos, o para morir?
Pasó mucho tiempo, o al menos eso le pareció a Helen, antes de que se oyera ningún ruido en
la casa.
Primero se sintió una explosión de voces airadas, después algunos ruidos furibundos y, al
final, el ruido inconfundible de una pelea.
Durante algunos minutos Helen temió que el techo se derrumbara y se le cayera encima. Se
oyeron una serie de ruidos sordos, como los que hace un cuerpo voluminoso cuando se cae al
suelo repetidas veces, y al final un silencio lleno de tensión.
Unos segundos después la puerta de su prisión se abrió de golpe y Helen se aplastó contra la
pared, conteniendo la respiración. La habitación estaba en penumbra, y Charles tuvo que
aguzar la mirada para distinguirla.
-Venga- le dijo-. No podemos perder ni un minuto. Los demás llegarán en seguida. No he
podido hacer nada antes... ese maldito bastardo...
No terminó la frase. Atravesó rápidamente la habitación y cogió los esquís que estaban
apoyados en la pared.
-Ponte las botas-. Le lanzó una mirada y vio que no se movía, seguía aplastada contra la pared
y sus ojos brillaban cargados de miedo-. Muévete si quieres salvar el pellejo. Ésta es gente que
no se anda con bromas.
Helen no entendía nada. ¿Le estaba concediendo una muerte rápida y sin dolor? En cualquier
caso la nota de urgencia que se reflejaba en su voz y su mirada dura y autoritaria la obligó a
moverse. Se puso las botas moviéndose con nerviosismo y luego cogió los esquís que él le dio.
-Sígueme- .le ordenó Charles mientras empezaba a subir la escalera.
Helen se dio cuenta de que él también se había puesto un mono y unas botas. Con los esquís
al hombro y los bastones en una mano se movía rápidamente y mostrando seguridad. Helen se
concedió un minuto para echarle una ojeada al salón, débilmente iluminado. Un cuerpo
desmadejado estaba echado en el sofá transversalmente. Era Burt.
-¿Lo has... matado?- preguntó estremeciéndose.
Charles estaba ya en la entrada.
-Se lo tendría merecido. Pero no, aunque se despertará con un bonito dolor de cabeza.
Abrió la puerta y se adentró en la oscuridad de la noche.
Helen lo siguió, resbalando de cuando en cuando en los peldaños cubiertos de nieve. A pesar
de la oscuridad, Helen esforzó los ojos al máximo y consiguió vislumbrar la casa, dándose
cuenta de que estaba totalmente aislada en la ladera de una montaña. En la falda se veían las
luces de un pueblo, parcialmente escondidas por los árboles cubiertos de nieve. Hacía frío. La
temperatura era de varios grados bajo cero, y el aliento se condensaba en nubecillas de vapor
que salían de la nariz y de la boca. Helen le agradeció mentalmente a Burt que le hubiera
comprado unos guantes de pluma y un gorro de lana. Así vestida, conseguía soportar el frío de
la noche.
Charles se detuvo al final del sendero abierto en medio de la nieve y Helen casi chocó con él.
Se estaba disculpando, intentando desenredar los esquís que se habían entrelazado con los suyos
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cuando el furioso ruido de un motor rompió el silencio de la noche. Unos segundos después los
faros de un todo terreno aparecieron entre los árboles.
-¡Maldición!- exclamó Charles con rabia-. Ya están aquí-. Se volvió velozmente hacia ella, y
Helen pudo ver que sus ojos brillaban en la oscuridad, y eran más oscuros que el negro de la
noche-. Ponte los esquís, rápido. Si sabes esquiar éste es el momento de demostrarlo. Tenemos
que bajar por la ladera de la montaña.
Alarmada por la agitación de él, Helen lo obedeció sin rechistar. Le echó una rápida ojeada a
la ladera de la montaña que desaparecía en la oscuridad y tuvo la impresión de entrever
manchas oscuras de árboles. Sin embargo no dijo nada. Echándole una última mirada, Charles
se aseguró de que estaba preparada.
-Intenta venir detrás de mí-. Empezó a deslizarse por la nieve justo en el momento en el que
los faros del coche iluminaban el jardín que rodeaba la casa. Durante unos segundos los dos
fueron perfectamente visibles en medio de la nieve.
-¡Vamos!- gritó Charles.
Unos segundos después se oyó el ruido de las puertas del coche y un coro de rabiosas
maldiciones se alzó en el silencio de la noche.
-¡Allí están!
-¡Alto, maldita sea! ¡Eh!
-¡Es él, Charles! ¡Cerdo traidor!
Helen no se quedó escuchando. Sin entender nada de lo que estaba pasando, se lanzó cuesta
abajo pensando que ésa era su única oportunidad. Tenia que desaparecer de la vista de los
hombres y de la de Charles.
La figura oscura de él se deslizaba a gran velocidad siguiendo el único recorrido posible entre
los árboles y muy pronto Helen adquirió demasiada velocidad como para poder buscar pistas
alternativas. Le pisaba los talones tomando su slalom entre los gigantescos troncos como
referencia para evitar los obstáculos.
Estaban ya a bastante distancia de la casa cuando oyó voces detrás de ella a escasos metros de
distancia.
-¡Nos siguen!- gritó en la dirección de Charles, quien se detuvo después de una curva bastante
peligrosa.
Jadeando esperó a que ella lo alcanzara.
-Me has mentido- le dijo con brusquedad-. Sabes esquiar muy bien.
Ella frenó alzando una nubecilla de nieve y se detuvo a pocos centímetros de él.
-Me apaño.
-Maldita sea, podías habérmelo dicho antes.
-¿Para facilitarte las cosas?- preguntó ella, polémica.
-¿Por qué, tienes intención de complicármelas acaso?-
Un grito a sus espaldas les advirtió de que sus perseguidores se estaban acercando.
-No hay tiempo que perder- dijo Charles rápidamente-. Si seguimos bajando por aquí nos
alcanzarán. La única posibilidad es bajar por el lado norte. Hay una pista negra muy peligrosa.
¿Te sientes capaz de hacerlo?
Helen apretó con fuerza los bastones.
-Sí.
Charles masculló algo sobre el hecho de que nunca hay que fiarse de las mujeres y se lanzó
hacia adelante.
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-Sígueme- le ordenó con un tono de urgencia. Ella lo obedeció, a pesar de todo, porque sabía
que los hombres que los perseguían eran más peligrosos que Charles y la pista negra juntos. Y
además, mientras lo seguía en medio de la oscuridad, se dio cuenta de algo sorprendente. De
alguna manera, no quería perderlo.
Aún no.
Atravesaron un terreno casi impracticable, cubierto de montículos y de peligrosos precipicios.
Con rápidos murmullos, casi imperceptibles, Charles la avisaba en los puntos más peligrosos, y
después de unos diez minutos llegaron a la ladera norte, que caía a pico hacia el valle. Los gritos
de sus perseguidores se oían ahora más débilmente.
Charles se detuvo jadeando y esperó a que ella lo alcanzara.
-Quizá lo consigamos- dijo echándole una mirada sombría.
Con el reflejo del manto blanco de nieve, Helen pudo contemplar los rasgos de su cara.
Todos sus músculos estaban en tensión. Sin embargo, sus labios parecían sonreír.
-Es la pista más difícil de toda Suiza- le dijo-. Mantente detrás de mí. Si das un paso en falso
te encontrarás en el precipicio.
Helen intentó recogerse el pelo que el viento le había sacado del gorro.
-¿Es aquí donde tienes que matarme?- le preguntó.
Él asintió haciendo un movimiento de cabeza en dirección al precipicio.
-Justo aquí- admitió con voz seca.
Helen no pudo contenerse y le preguntó.
-¿Entonces por qué te preocupas tanto de que pueda salirme de la pista?
Charles soltó una carcajada sombría.
-Como he quemado todas las posibilidades, al menos espero no haberlo hecho en vano.
Helen estaba a punto de preguntarle que quería decir cuando notó su mano en el hombro.
-Movámonos, no tenemos demasiado tiempo.
Durante algunos segundos, sus dedos enfundados en los guantes le apretaron la muñeca con
un gesto amistoso y de compañerismo, y Helen sintió que recuperaba un poco de energía a
pesar del cansancio. Había algo en aquel hombre que la desconcertaba. Él murmuró algo en la
oscuridad que ella no consiguió entender pero le pareció que le estaba dando ánimos, y después
se lanzó hacia abajo por aquella cuesta terrorífica.
Helen ni siquiera se detuvo a pensar. Si miraba otra vez hacia abajo la dominaría el pánico.
Encogió las rodillas, se dio impulso con los bastones y se deslizó detrás de él.
El ruido chirriante de los esquís en la nieve era el único sonido que rompía el silencio de la
noche. Los dos esquiadores se deslizaban ágiles y ligeros a lo largo de la pista, unidos por la
dificultad del descenso y por el peligro que entrañaba cada una de las curvas Bastaba perder un
solo segundo el equilibrio o la concentración, hacer un movimiento demasiado brusco y
tendrían el precipicio bajo sus pies.
Helen vislumbraba rápida y fugazmente fragmentos del precipicio que caía a pico a izquierda
y derecha de la pista. Abajo, en la oscuridad fría y solitaria, tendría que haber terminado su
joven y breve vida. Manteniéndose firmemente anclada al suelo, se preguntó una vez más por
qué Charles había decidido salvarla en vez de matarla. Pensó de nuevo en la frase sibilina que le
había dicho cuando estaban encima de la veta: Al menos espero no haberlo hecho en vano.
¿Significaba que pretendía que ella le diera algo a cambio? ¿Y qué podía ser?
La dificultad del descenso le impidió seguir pensando en eso, pero cuando, jadeando, se paró
a su lado al llegar al valle, sintió cómo su cuerpo se estremecía y cientos de escalofríos le
recorrían la espalda, no sabía si a causa de los nervios o por la cercanía de Charles.
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Él se giró para observar la pista e hizo una mueca.


-Parece que hemos conseguido escapar- observó entre los afanes de la respiración. Estaba a
punto de quitarse la cinta que le protegía los oídos cuando un ruido repentino cruzó el aire. Un
disparo, y a continuación el silbido agudo de una bala.
Girándose rápidamente, Charles distinguió algunas figuras que se movían entre los árboles.
-¡Maldición! Han avisado a alguien por radio. ¡Vámonos de aquí!
Huyeron de nuevo, lanzándose a toda velocidad por encima de la colina que pasaba por
encima de las luces de un hotel. A sus espaldas se oían rumores diversos cubiertos de tanto en
tanto por el ruido de disparos.
Charles la condujo a través del aparcamiento del hotel que estaba cubierto por una capa de
hielo traicionera, y se detuvo en los confines del parque.
-¡Maldita sea!- soltó. Miró a su alrededor velozmente y luego pareció que se le ocurría alguna
idea repentina-. ¡Ven!- le ordenó, y arrastrándose con los bastones se dirigió al aparcamiento. Se
quitó a toda velocidad los esquís y le dijo a Helen que hiciera lo mismo.
-¿Qué quieres hacer?- le preguntó ella aterrorizada, oyendo cómo las voces de sus
perseguidores se acercaban cada vez más.
Charles no le contestó. Con decisión, se subió a bordo de un enorme aparato mecánico, un
tractor quitanieves último modelo, y unos segundos después el rugido del motor cubrió todos
los demás ruidos.
Helen recogió los esquís y se subió al aparato mientras el vehículo estaba ya en movimiento.
Charles lo puso a toda velocidad y empezaron a ascender por la ladera opuesta a la del descenso.
La subida fue mucho peor que la bajada. El tractor quitanieves avanzaba por la ladera de la
montaña atravesando terraplenes impresionantes y había momentos en los que el desnivel era
tal grande que se corría el riesgo de volcar. Helen soltó un grito de terror cuando, después de
una peligrosa cuesta arriba, se encontraron de repente oscilando sobre un barranco. Charles,
maldiciendo, se lanzó hacia abajo por el otro lado, entre otras cosas porque no podía hacer nada
más.
-¡Así acabaremos estrellándonos!- gritó Helen, aferrándose con todas sus fuerzas a la manilla
de la puerta.
-¿Quieres conducir tú?- fue la respuesta de Charles.
Helen dejó inmediatamente de protestar e intentó mantener la calma.
No se sabe muy bien cómo, consiguieron alcanzar la cima. Helen estaba segura de estar llena
de magulladuras debido a los continuos saltos del vehículo, pero lo que más le preocupaba era
el estado de su corazón. En menos de media hora había estado al menos catorce veces a punto
de tener un infarto.
Por fin, aquel monstruoso aparato metálico se paró chocando con un tronco de árbol que
estaba caído en medio de la nieve. Hizo un ruido extraño, como si estuviera tosiendo, un par de
veces, y se apagó.
Charles hizo una mueca.
-Final de trayecto.
-¿Tenemos que apartar el árbol?- preguntó Helen.
-No. Hemos terminado el combustible, creo.
-¿Qué?
-La luz roja que se encendía... Indicaba que estábamos en reserva.
-¡Oh, Dios mío!- exclamó ella aterrorizada. No quería ni siquiera pensar en lo que podía
haber sucedido si se hubiera terminado mientras estaban en plena subida. Probablemente
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habrían empezado a deslizarse hacia abajo-. ¿Has robado un tractor quitanieves que no tenía
gasolina?
Charles le lanzó una mirada torva.
-La próxima vez me pararé a comprobar que está lleno el depósito.
Helen gimió.
-¿Tienes intención de robar otro?
Charles se bajó de un salto y miró a su alrededor intentando orientarse por medio de las
estrellas.
-Aquí no- contestó con sequedad-. No veo ninguno por aquí, ¿y tú?
Helen miró a su alrededor y se dio cuenta de que no tenia ni idea de dónde se encontraban.
Lo único que se veía era la nieve, los árboles y el cielo cubierto de lucecitas azules. Podía ser la
cima del mundo, pensó.
-¿Dónde... estamos?- preguntó tragando saliva.
Charles hizo una mueca.
-Si mis cálculos son correctos, por allí tendría que estar el glaciar Jungfraujoch. Si
conseguimos atravesarlo, podremos considerarnos a salvo.
Helen sintió que la sangre se le helaba.
-¿El glaciar? ¿De noche?
-Si esperamos a que amanezca, seremos dos témpanos de hielo.
-¿Pero tú conoces el glaciar?
Charles hizo una mueca.
-¿No te fías de mí?
Helen movió la cabeza mientras empezaba a ponerse los esquís.
-¿Cómo no? En él fondo todavía no me has matado-. No entendía nada de nada, pero de eso,
por lo menos, estaba segura.
Charles soltó una risita.
-Exacto.
Esquiaron durante toda la noche, y en más de una ocasión Helen se encontró en la situación
de mirar cara a cara a la muerte. En dos ocasiones hundió la cara en el amplio pecho de
Charles, sobrecogida por el terror. Él le dio ánimos, a veces con amabilidad y otras veces con
frases frías y cortantes. Ambas modalidades obtuvieron el efecto deseado. Sin saber cómo, al
amanecer estaban a salvo, en las cimas nevadas de Gstaad.
Con las primeras luces rosadas de la mañana, Charles miró a su alrededor con una sonrisa de
satisfacción.
-Por fin hemos llegado.
Helen contempló el pueblo que se extendía adormilado bajo sus ojos.
-¿Dónde?- preguntó.
Charles le hizo una señal para que lo siguiera y se dirigió con los esquís hacia el sendero que
serpenteaba entre los árboles. Al cabo de unos minutos, un bonito chalecito de madera apareció
entre los árboles, con el techo cubierto de nieve y una columnilla de humo que salía de la
chimenea. Charles se quitó los esquís y abrió la verja de hierro, atravesó el jardincillo y se
agachó para coger la llave que estaba debajo del felpudo.
-En casa- dijo inmediatamente después haciendo una mueca y abriendo la puerta de la casa.

6
La fascinación del abismo – Alexandra Howard
Gillean☺

-¿Así que ésta es tu casa?


Con una taza de té caliente entre las manos, y con el fuego que ardía alegremente en la
chimenea, Helen empezaba a sentirse mejor y a tener alguna razonable esperanza de que su vida
todavía no hubiera llegado al final. Se estiró bajo la manta que cubría sus piernas desnudas y
que había sustituido al mono de esquí que estaba totalmente mojado y miró a Charles que
fumaba un cigarrillo sentado en la repisa de piedra que rodeaba la chimenea. La luz del fuego le
iluminaba de lleno la cara, haciéndole todavía más marcados los rasgos esculpidos de su cara.
-Sí. Vengo de vez en cuando a esquiar. Una mujer del pueblo viene a encender la calefacción
y a hacer la limpieza cuando yo no estoy-. Charles aspiró una bocanada de humo. Tenía el pelo
mojado y algunos rizos le caían sobre la frente.
-¿Dónde vives actualmente?- quiso saber Helen.
El se encogió de hombros y tiró la colilla al fuego.
-Una temporada aquí, otra allá.
Helen arqueó las cejas.
-Imagino que tu... profesión te obliga a viajar.
Charles asintió.
-Exacto.
Helen terminó de beberse el té de un trago.
-Es rentable ser ladrón de obras de arte, por lo que parece- dijo mirando con evidente
intención la lujosa decoración del chalet.
Charles hizo una mueca.
-Te sorprenderías si supieras lo rentable que es. En cualquier caso no soy un ladrón.
-¡Ah, claro!- dijo ella polémicamente-. Se me olvidaba. Tu banda está especializada en timos.
El robo es sólo un pequeño apéndice, ¿no?
-No se trata de "mi" banda- negó él.
Helen lo miró fijamente a los ojos con rabia.
-Y yo soy la reina Isabel de Inglaterra-. Dejó la taza en la mesa y se cruzó de brazos-.
Supongo que estás esperando que te de las gracias.
Él arqueó una ceja.
-La verdad es que, en estos momentos, lo único que deseo es irme a dormir. Así que si has
terminado de tomarte el té, levántate y subamos al piso de arriba.
Ella no se movió.
-¿Adónde?-
-A la habitación- contestó él levantándose-. En ese sofá dos personas duermen muy mal.
Helen se puso roja de indignación.
-Si crees que yo te debo... lo que te esperas... Bueno, olvídate.
-Ya te lo he dicho, lo único que espero es un buen sueño.
-Yo no me muevo de aquí- afirmó Helen-. Puedo dormir perfectamente en el sofá. Es lo
suficientemente cómodo para una persona.
-Mira, no tengo ganas de discutir. Estoy cansado y necesito dormir para poder pensar con
lucidez. Si no te levantas de ahí tú sola, te levantaré yo.
-Me quedo aquí.
-Lo siento, pero no me puedo permitir el lujo de que te vayas mientras duermo. Por ahí sola,
serías como una mina flotante. Todas las montañas de los alrededores probablemente están
llenas de hombre que nos están buscando.
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Helen reflexionó sobre sus palabras.


-No me escaparé- prometió.
Charles hizo una mueca.
-Hace mucho tiempo que he decidido no fiarme nunca de la palabra de una mujer.
Con un par de rápidos pasos se acercó a ella y se inclinó para levantarla en vilo.
Helen sintió su respiración en su cuello.
-Espera- dijo rápidamente, poniéndose de pie de un salto. La manta que le cubría las piernas
se cayó al suelo, y mostró por debajo del jersey dos largas piernas bellísimas. Los calcetines rojos
que le llegaban hasta la pantorrilla no estropeaban la estética, al contrario.
Charles se inclinó para recoger la manta antes de que lo hiciera ella, pero en vez de dársela se
la echó al hombro con aire indolente.
-Y mucho menos de la palabra de una mujer guapa...- añadió con un murmullo.
Helen levantó la barbilla con aire ofendido.
- Dame la manta.
Él la desafió mirándola fijamente a los ojos.
-Camina delante de mí y empieza a subir por la escalera- fue su respuesta-. Si no quieres que
te lleve en brazos.
Ella se dio cuenta de que no tenía otra opción. La idea de sentir la fuerza de aquellos brazos
alrededor de sus piernas desnudas hacía que la cabeza le diera vueltas. Se preguntó qué sentiría
si apoyara su cabeza en su hombro. Intentando mantener la dignidad, rodeó el sofá y empezó a
subir las escaleras. Esperó que el jersey le tapara al menos parte de los muslos.
Oyó los pasos de Charles detrás de ella y notó su mirada ardiente sobre la piel. Cuando
terminó de subir las escaleras se dio cuenta de que había más de una habitación en el piso de
arriba.
-Puedes cerrarme con llave en una habitación si no te fías- propuso, sin saber demasiado bien
si ella misma realmente lo deseaba.
-No. Prefiero tenerte a mano.
Ella se puso totalmente roja.
-Si crees que vas a poder aprovecharte de mí te equivocas de medio a medio- le advirtió-.
Otros lo han intentado y han tenido que arrepentirse-. Pensó en Tom. En el arco de tres
semanas había tenido que soportar que tres hombres intentaran aprovecharse de ella. ¿Qué es lo
que desencadenaba aquellos instintos violentos? ¿Qué es lo que en ella los provocaba?
-Oh, sí, lo sé- dijo él con una mueca-. Burt era uno de ellos.
Helen no replicó. Evidentemente si Burt había desistido en su intento de violarla no había
sido precisamente gracias a cómo ella se había defendido.
Apoyando una mano en su hombro, Charles la empujó hacia la habitación más grande,
presidida por una inquietante cama matrimonial. Cerró la puerta con llave y se la guardó en el
bolsillo. Después la miró.
-¿En que lado de la cama prefieres dormir?
Ella intentó demostrar desenvoltura.
-Elige tú.
-Entonces yo dormiré del lado de la puerta. Para poder salir tendrás que pasar por encima de
mí.
Helen no replicó. Vio como se quitaba el jersey y los zapatos y se metía bajo el edredón con
los pantalones.
-Ven aquí- le dijo al ver que se había quedado de pie encima de la alfombra.
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Ella se humedeció instintivamente los labios y obedeció. Se tumbó Io más lejos posible de él,
boca arriba, sin ni siquiera mirarlo.
-Dame la mano- le dijo él.
Ella se sorprendió.
-¿Qué quieres... qué quieres hacer?
Él puso su mano en medio de las suyas y se la puso en el pecho entre sus brazos cruzados.
-Tenerla aquí- respondió-. Si intentas irte, me daré cuenta.
Entonces cerró los ojos, como si fuera lo más natural del mundo dormir con la mano de una
mujer apretada contra el pecho.
Helen se agitó, sintiéndose incómoda en aquella posición. Bajo sus dedos, a través de la
camiseta de algodón, sentía la piel cálida de él, el latido fuerte y acompasado de su corazón.
¿Por qué le encendía llamaradas de fuego en el vientre?
-Charles- llamó después de algunos minutos, agitada. Pero la única respuesta que obtuvo fue
la de su respiración rítmica. Charles dormía.

La despertó el aroma del café y de las tostadas. Abrió los ojos de golpe y se dio cuenta de que
estaba sola en la habitación. Se levantó de la cama preguntándose qué hora sería. A través de las
cor-tinas que mantenían la habitación en penumbra, se veía qué el sol ya estaba alto en el cielo.
Salió de la habitación y se asomó a la escalera.
-¿Charles?- llamó, preguntándose si era él el que estaba cocinando.
-Buenos días- le contestó la voz de él-. La comida casi está lista.
El estómago de Helen, estimulado por los olores, empezó a sentir un enorme vacío en su
interior.
-¿Me da tiempo a darme una ducha?
-Sólo si eres rápida.
-Tardaré un minuto- aseguró Helen.
Cinco minutos después estaba bajo el chorro de agua. El sueño la había dejado como nueva,
aunque se sentía todos los músculos doloridos debido a todo lo que había esquiado durante la
noche. Cuando bajó al piso de abajo, Charles ya había puesto la mesa. Helen se había puesto el
mono de esquí, que ya se había secado, y el pelo le rodeaba vaporosamente la cara y le caía
suavemente sobre los hombros.
-Tienes un buen aspecto- comentó Charles mirándola.
Ella se puso nerviosa ante sus palabras. Lo miró detenidamente, y apreció la camisa de pana y
los vaqueros que se ajustaban a sus caderas. El pelo mojado revelaba que también él se había
dado una ducha, y la expresión de su cara, relajada por efecto del sueño, era menos despiadada
que normalmente.
-Tú también- dijo a su vez.
Él asintió, sonriendo. Dios sabe qué estaba pensado.
-Venga, siéntate. Tengo un hambre tremenda.
Ella miró la mesa que estaba llena de un montón de manjares apetitosos.
-¿Has salido a hacer la compra?
Él ya había empezado a untar con mantequilla una rebanada de pan tostado.
-He llamado a la mujer de la limpieza, y ella se ha ocupado de hacerla.
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Helen asintió, y empezó ella también a prepararse una tostada. Durante el siguiente cuarto de
hora estuvieron muy ocupados comiendo y comentando lo bueno que estaba todo. Ambos
apreciaban la rústica cocina de las montañas, genuina y sabrosa.
Al final, después de haber aplacado el hambre, Helen se concentró sobre otros problemas.
Echándose hacia atrás y recostándose en el respaldo de la silla, preguntó:
-¿Y qué es lo que prevé ahora el plan de acción?
Charles apartó el plato.
-Vamos al salón a terminarnos el café- dijo haciendo tiempo.
Se trasladaron los dos al sofá y Charles se recostó cómodamente y estiró las piernas
extendiéndolas sobre la alfombra y cruzándolas a la altura de los tobillos. Sin embargo seguía
sin decidirse a hablar. De vez en cuando le lanzaba una mirada sombría y meditaba en silencio.
Helen empezó a exasperarse.
-Supongo que tú ya no tienes la intención de matarme, ¿no?- preguntó con aire petulante. Y
tampoco de violarla, por lo que parecía. A no ser que esa mañana estuviera demasiado cansado.
Quizá era uno de ésos a los que ese tipo de cosas le gustaba hacerlas con calma.
-¿A ti qué te parece?- fue la respuesta irónica que le dio él.
Helen apretó los labios.
-Yo... no entiendo nada- admitió-. ¿Se puede saber por qué te has tomado tantas molestias
para salvarme la vida?
Charles hizo una mueca, exactamente como ella se había imaginado. Luego suspiró.
-En algunos momentos yo también me lo pregunto-. Le lanzó una mirada sombría-. Digamos
que va en contra de mis principios matar a alguien. ¿Satisfecha?
Helen reflexionó.
-Timar sí, pero matar no... Bueno, ya es algo-. En realidad se sentía desilusionada. Había
esperado que él deseara salvarla a ella no a todo el mundo.
Él pareció irritarse.
-Después de todo, quizá te merecerías terminar cayéndote por un barranco.
-Oh.
-Eso es lo que se merecen las personas atolondradas como tú. ¿Pero es que no te habías dado
cuenta del peligro? Tendrías que haberlo dejado todo en manos de la policía...
-¡Venga! ¡El FBI al completo dispuesto a movilizarse porque a mí me habían timado!
-Quizá ya lo estaba haciendo...
Ella ni siquiera lo escuchó.
-Pensaba ir a la policía después de haber descubierto algo. Estaba haciendo sólo algunas
comprobaciones preliminares. Sólo que he tenido mala suerte.
-Y así me has puesto la zancadilla a mí...
Helen se puso roja de rabia.
-Oye, que nadie te ha pedido que hicieras lo que has hecho.
Él la fulminó con la mirada.
-Me acordaré de estas palabras la próxima vez que me encuentre en una situación similar.
Helen se dio cuenta de que había sido injusta, pero no se detuvo.
-¡No te encontrarías en una situación así si no fueras un delincuente!- lo acusó-. No intentes
que yo me sienta culpable: ¡el bandido eres tú!
Charles soltó una carcajada.
-¿Estás realmente convencida?
-Seguramente no eres un angelito.
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Charles se puso de lado y se arrimó un poco a ella.


-No- admitió-. Yo tengo un sexo muy bien definido.
Helen se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. El calor de su cuerpo la
envolvió como una ráfaga de aire caliente, haciéndola estremecer. Después él extendió una de
sus manos y le hizo girar la cabeza y después, lentamente, se inclinó para besarla.
Helen no sintió el menor deseo de apartarse. Abrió ligeramente la boca y se sumergió en
aquel beso como si no hubiera estada esperando otra cosa.
Inmediatamente se sintió envuelta en un abrazo apasionado. Charles le exploró la boca con
dulzura y habilidad, mientras sus manos le rodeaban los hombros, haciendo presión sobre su
nuca e introduciendo sus dedos entre el pelo suave de ella. Aquella sensación maravillosa e irreal
duró algunos minutos, no hubiera podido decir cuántos. Luego él se separó dulcemente y la
miró fijamente a los ojos con una mirada intensa.
-¿Te parece que éste era el beso de un bandido?- le preguntó con la voz ligeramente ronca.
Helen sintió que el corazón le daba un vuelco.
-Nunca he besado a un bandido antes...- confesó. En cualquier caso, él le estaba robando
algo, aunque no tenía ninguna intención de decírselo.
-Bueno, tendrás alguna idea preconcebida...- insistió él, con un brillo intenso en sus oscuros
ojos.
-Ninguna idea- mintió Helen.
-Entonces, quizá tengamos que volver a comprobarlo- murmuró él, y otra vez capturó sus
labios, acariciándolos dulcemente con la lengua antes de hundirse dentro de su boca cálida y
perfumada.
Esta vez Helen tampoco se retiró. Un temblor desconocido invadió su cuerpo, encendiéndole
todos sus sentidos. Nunca había sentido nada parecido. Durante años había rechazado a Tom,
y después de él a cualquier otro que se acercara a ella, y ahora se abandonaba entre los brazos de
un delincuente, ladrón y timador, despiadado y tiernísimo. ¡No podía ser!
Casi como para contrarrestar los fugaces pensamientos que cruzaban por su cabeza, le echó
los brazos alrededor del cuello y se apretó contra él. No quería dejarlo. No quería que él dejara
de besarla, fuera quien fuera, se dedicara a lo que se dedicara. En el fondo, no la había
matado... intentó justificarse. Es más, se había jugado la vida para salvarla. Mientras estos
pensamientos cruzaban por su cabeza, notó cómo su propio cuerpo se pegaba al de él. Se
trataba de movimientos instintivos e incontrolados de los que no era consciente.
Percibió, a través del mono de esquí, la solidez de su tórax. Y luego, cuando Charles se movió,
notó cómo sus manos empezaban a abrirle la cremallera.
Sintió el deseo ciego y punzante de que él la tocara. Notaba cómo sus senos se habían
endurecido y tendido casi hasta el dolor, llenos del deseo de ser tocados por él. Jamás su cuerpo
había reaccionado instintivamente con tanta fuerza bajo las caricias de un hombre.
Charles se hundió aún más en su boca, quizá esperándose un gesto de rechazo, un gemido de
protesta, un insulto, un golpe a traición. Pero Helen no tenía fuerzas para hacer nada de eso. El
único gemido que salió de su boca fue un sonido que le surgía del vientre, una mezcla de ruego
y de placer.
El beso los aturdió todavía más, nublándoles la razón a ambos. Durante interminables
segundos de pasión se retorcieron intentando devorarse mutuamente, aprovechar cada
fragmento de aquella experiencia totalizadora y alucinante. Cuando por fin él se separó para
tomar aliento, Helen estaba abandonada sobre el sofá, con el mono abierto hasta la cintura que
dejaba ver una pequeña camiseta ceñida bajo la cual irrumpían unos senos duros y voluptuosos
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que movían siguiendo el ritmo de su respiración, y unos pezones tan tensos que parecían estar a
punto de agujerear la camiseta.
Charles dejó escapar un sonido estrangulado. Después dejó caer la cabeza sobre aquel cojín
mullido y sus labios corrieron instintivamente a aferrar uno de sus pezones, que se endureció
aún más, casi hasta la locura.
Las manos de Helen se hundieron en el pelo de él, llenas de deseo.
Con los labios, Charles dibujó un círculo de fuego alrededor del pezón, y con cada toque a la
nuca de Helen llegaban escalofríos tan fuertes que la dejaban sin respiración. Helen había
echado la cabeza hacia atrás y le ofrecía su cuerpo con un abandono que no había sentido
nunca ante ningún hombre.
Después de pasar de un seno a otro con un frenesí tal que corría el riesgo de transformarse en
paroxismo, Charles se impuso un mínimo de autocontrol. Levantó la cabeza, aferrando sus
senos con las dos manos y la miró a la cara. Ella estaba recostada en el sofá, y sus labios abiertos
dejaban ver la punta rosa de su lengua que asomaba ligeramente entre sus blancos y relucientes
dientes. Tenía el rostro congestionado y los ojos entornados. Por unos segundos él se detuvo a
observar la pureza de sus rasgos, su bonito cuello ligeramente tembloroso y su barbilla levantada
en un gesto inconscientemente lleno de sensualidad.
-¿Te gusta el peligro, eh?- le preguntó con voz ronca-. ¿No tienes miedo de un peligroso
bandido?- Le besó la garganta y ella se estremeció, emitiendo un sonido estrangulado.
Abrió los ojos que se veían nublados por el deseo.
-Yo... no lo sé.
-¿Qué es lo que no sabes?-. Él la siguió besando a lo largo de toda la barbilla hasta llegar a los
ángulos de la boca.
Helen se retiró.
-No sé qué es lo que me está pasando-. Sí que lo sabía, perfectamente. Ninguno la había
atraído como la atraía él, ninguno le había hecho probar el relámpago cegador de la pasión que
la estaba devorando. ¿Cómo era posible? Quizá bajo su apariencia de mujer tranquila se
escondía un instinto natural maligno y depravado que antes no había descubierto.
Charles sonrió.
-Oh, yo en cambio lo sé perfectamente...- le susurró contra los labios-. Tú me deseas... Y
mientras se lo decía se tumbó sobre ella hasta cubrirla con su propio cuerpo, e insinuó un
muslo entre sus piernas.
Helen gimió pero no lo apartó. Notó como algo le presionaba el vientre y un calor denso y
espeso la envolvió, como si la estuvieran untando con melaza. Sus sentidos estaban empezando
a dominarla de nuevo.
-Charles...- gruñó, no pudiendo evitar un movimiento de pelvis a pesar de que el peso de él la
estuviera hundiendo entre los cojines.
-Yo también te deseo- murmuró él, apoyándole la boca en su oído y acariciándole la oreja con
la punta de la lengua-. Lo notas, ¿verdad?
A pesar de su poca experiencia, Helen notó claramente su miembro duro y pulsante que le
oprimía el vientre.
La cabeza le daba vueltas y sentía como un torbellino de sensaciones que la envolvían y la
arrastraban. Tenía un poco de miedo, no tanto de él sino de lo que estaba a punto de suceder,
pero ya no podía convencerse a sí misma de que tenía que detenerse.
-Sí- jadeó-. Sí, lo siento.
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Con sus brazos le rodeó la cintura y se apretó a él sintiendo cómo se derretía en ese abrazo.
Las caderas finas de él bajo sus manos le parecieron algo realmente hermoso. Levantando la
cabeza hundió la cara en la cavidad de su hombro.
-Oh, Charles, te lo suplico, ámame...
Él se sintió como aturdido ante aquella solicitud. Había algo profundamente auténtico en su
voz. Algo que él no había oído nunca en los labios de una mujer. Sabía reconocer los matices
del placer y de la pasión, los tonos afligidos del amor y los falsos del fingimiento, pero lo que
Helen estaba expresando era algo primordial, difícil de encontrar. Era como si en su interior se
hubiera desencadenado una fuerza potente e incontrolable, imparable.
Arrebatado por el ardor, le besó el cuello con cientos de besos cargados de ternura, y luego se
apoderó nuevamente de sus labios mientras sus manos empezaban a desnudarla. Los
movimientos eran instintivos, casi inconscientes, los cuerpos temblaban refregándose el uno
con el otro, y la ropa se iba desprendiendo como si se tratara de fragmentos inútiles y molestos.
Muy pronto notó la piel suave y aterciopelada de ella bajo sus manos y se abandonó al frenesí
de las caricias. Recorrió todos los poros de su cuerpo, acariciándolo e interpretando sobre su
cuerpo una melodía que sólo ellos dos podían oír. Las yemas de sus dedos rozaban su cuerpo, y
le hacían ligeros masajes para después hundirse en la suavidad mullida de su piel. Le arrancó
gemidos y pequeños gritos, suspiros y gruñidos de placer. Cuando ya, incapaz de resistir más, le
deslizó los dedos hacia el interior de los muslos, ella apretó instintivamente las piernas.
-¡Eh!- protestó él. Desnudo, estaba pegado a su costado y su miembro erecto se hundía en su
pelvis y, de cuando en cuando ella lo acariciaba con los dedos.
Helen soltó un gemido.
-Perdona...- murmuró y volvió a abrir las piernas, pero Charles notó que seguía estando
tensa.
Rodeándola con el brazo libre, la atrajo hacia sí, invadido por una oleada de ternura que
jamás había sentido con tanta fuerza. Había algo tremendamente magnético en el modo con el
que ella se estaba entregando a él.
-Tengo que decirte una cosa- le susurró al oído, soplando ligeramente sobre su dorado pelo-.
Quizá te decepcione, pero yo no soy un bandido.
Helen se apretó aún más contra su cuerpo. Volvió la cara para mirarlo.
-¿No?
-Estaba infiltrado en aquella banda para intentar desenmascararlos.
Helen gimió. Las manos de Charles seguían su camino mientras sus palabras la distraían.
-¿Eres... un policía?
-Una especie- admitió él.
-¡Oh!- se le escapó a Helen. Y cerró los ojos. En esos momentos los dedos de él se estaban
introduciendo entre los rubios pelos de su pubis, y se insinuaban delicadamente entre los
íntimos pliegues de su feminidad.
Durante unos segundos le pareció que el mundo que la rodeaba resplandecía iluminado por
cientos de colores, todos ellos brillantes e intensos.
-¡Oh, Charles!- repitió.
Él sonrió.
-¿Todavía me sigues deseando?- le preguntó profundizando las caricias.
Ella vibró como un látigo.
-Charles... ¡Oh, Charles!- gritó como si se estuviera hundiendo en un pozo negro.
Se aferró a él jadeando.
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Intuyendo que ella realmente estaba muy trastornada, él se detuvo, un poco perplejo. Sentía
que se había humedecido, que estaba preparada para recibirlo, ansiaba su contacto, y sin
embargo había algo en ella que lo hacia dudar. Sintió como su miembro pulsaba contra el
vientre de ella, ansioso por penetrarla. Estaba volviéndose loco de deseo.
Helen siguió gruñendo de placer durante algunos minutos. Sus ojos despedían destellos
alarmantes.
-Helen- murmuró él-. Eres tan...
-¡Charles!- casi gritó ella, aferrándose a él-. Yo también tengo que decirte algo...
Durante unos instantes, él pensó que lo había engañado. Que en realidad ella formaba parte
de la banda y que todo lo que había pasado era un plan para desenmascararlo. Gimió.
-¿De qué se trata?
-Yo... es la primera vez que lo hago.
Así que era la primera vez que desenmascaraba a un policía. Todavía mejor...
-Tú eres... el primero.
Una especie de humo le nubló el cerebro, luego vio su expresión de temor, casi de vergüenza,
y una idea le golpeó el cerebro como si se tratara de un latigazo. -Quieres decir... Dios mío,
¿eres virgen?
Helen asintió contrariada, como si fuera culpable de algo.
-¡Oh, Jesús!-. Profundamente sorprendido, él se desplomó sobre ella y se quedó inmóvil.
Durante un largo rato ninguno de los dos dijo nada. Se oía su respiración entrecortada, y se
veían sus cuerpos entrelazados.
-Lo siento- dijo por fin ella, con la voz desgarrada-. Lo he estropeado todo.
-¡Oh, no!- protestó él, levantando la cabeza para mirarla. Ahora le parecía todavía más
hermosa, frágil y muy, muy sensual-. No has estropeado nada. Pero... ¿por qué precisamente
yo?
Ella movió la cabeza.
-No lo sé- contestó, pero sus ojos relucientes decían otra cosa. Decían que él era el único que
había conseguido llegar hasta ella, hasta su corazón, hasta su alma. Charles no supo si sentir
orgullo o terror. Aquella mujer lo hacía sentirse raro, por primera vez en su vida.
-¡Oh, Helen!- Murmuró con una extraña voz pastosa-. ¡Qué dulce y espontánea eres! Yo... te
deseo. Te deseo con una fuerza que ni siquiera puedes imaginarte. Pero intentaré controlarme...
no quiero hacerte daño...
-¡No!- exclamó ella impulsada por el instinto mientras sus ojos brillaban como esmeraldas-.
No te controles, te lo ruego-. Le aferró con fuerza las caderas y abrió las piernas alrededor de su
pelvis-. Ámame como tú sabes hacerlo. Te quiero... auténtico...
Aquella frase le hizo vibrar una cuerda secreta en su interior. Sin embargo intentó contenerse
un poco.
-Deja que te acaricie antes...
-¡No!- Ella empezó a moverse apoyándose en su cuerpo-. Quiero sentirte dentro.
Si todavía le quedaba un retazo de lucidez, Charles la perdió en ese momento. Con un
movimiento de caderas se insinuó entre sus piernas y se movió con habilidad para penetrarla sin
hacerle daño.
Helen gritó. No sabría decir si fue un grito de placer, de abandono o de dolor. Con la boca
abierta, respiró afanosamente para saborear esa nueva sensación exaltante. Charles estaba dentro
de ella, moviéndose en su interior, vivo y lleno de deseo. La violencia de las sensaciones se
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diluyó poco a poco dando lugar a una cálida languidez que poco a poco se iba haciendo cada
vez más excitante.
Fue ella la que empezó a moverse en primer lugar, apretando sus músculos en torno a él, y
Charles soltó un gemido desgarrado.
-¡Oh, Helen!- murmuró-. Si sigues así seré un guiñapo dentro de pocos minutos.
Ella pareció desorientada.
-¿Entonces, qué es lo que tengo que hacer?
Charles recobró el aliento, calmándose un poco.
-Haz lo que quieras. Lo que quieras, te aseguro que va fenomenal.
Nunca había conocido a una mujer, virgen o no virgen, que tuviera una predisposición tan
evidente hacia la sensualidad. Cómo podía ser todavía virgen era un misterio que no conseguía
comprender.
Cogiéndole los senos con ambas manos, se inclinó para besarla, arqueándose sobre ella y
empujando con la pelvis. Ella abrió aún más las piernas, rodeándole las caderas y se arqueó
hacia atrás atrapándolo en su interior.
Charles empezó a moverse, empujando hacia dentro, hundiéndose en su vientre cálido
mientras le chupaba los senos. Ella se retorció, aferrándolo con su apretón dulce y ávido, en una
serie de sensaciones de placer ascendente que al poco tiempo alcanzaron cotas de paroxismo.
Los movimientos habían alcanzado una perfecta sincronía, como si fueran un solo cuerpo.
Helen, incapaz de contenerse, dejaba escapar un gemido prolongado, ronco; que le salía
directamente de la garganta. Su cuerpo parecía derretirse convirtiéndose en lava hirviendo y las
embestidas de Charles lanzaban salpicaduras de fuego todo a su alrededor. Como el volcán que
entra en erupción, Helen sintió cómo el fuego que la invadía rompía los muros de contención y
se derramaba hacia el exterior. Primero sintió una sensación de zozobra y de pérdida, y después
le pareció como si saliera volando hacia el infinito. Gritó, todo su cuerpo se agitó, y en ese
momento Charles alcanzó el punto máximo de tensión, se hundió en su interior por última vez,
y la alcanzó en el éxtasis quedándose totalmente entrelazado con ella, como si tuviera miedo de
perderla y de perderse.

En un solo día Helen supo sobre el amor todo lo que no había aprendido en veintinueve años
de vida. Por otra parte, lo suyo era una predisposición natural. Había sido por culpa de los
encuentros equivocados por lo que había tenido que reprimir una parte bellísima e
interesantísima de su persona. El placer de entregarse totalmente a un hombre, con confianza.
Y el instinto no se había equivocado. Se habría entregado a Charles aunque él hubiera afirmado
que era un indeseable, porque su corazón no lo creía así. En cambio, había rechazado
cabezonamente incluso la idea de entregarse a Tom porque en el fondo siempre había
sospechado lo que se escondía bajo su apariencia exterior.
-¿Así que tu cuñado está implicado en todo este asunto?- le preguntó Charles horas más tarde.
Estaban en la habitación, donde habían comprobado a fondo las ventajas de una cama de
matrimonio.
Charles cruzó los brazos por detrás de la cabeza.
-Sabíamos que tenían que tener un contacto en EE.UU. pero aún no habíamos conseguido
identificarlo.
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Helen, pegada a él, con la cabeza apoyada en su hombro, jugueteó con los pelos oscuros de su
pecho.
-¡Oh!, creo que Tom se mantiene en la sombra. Quizá proporciona tan sólo información... O
encuentra a los clientes. No lo sé. Pero no creo que actúe en primera persona.
-¿Y tú cómo lo sabes?
-Es una larga historia.
-Todavía tenemos un poco de tiempo. Cuéntamela.
Helen reflexionó durante algunos momentos, y luego decidió que no valía la pena mentir. Así
que le contó brevemente su historia con Tom y Theresa y las palabras de su hermano Mark.
-¡Cochino y repugnante bastardo!- murmuró Charles al final de toda la historia-. Lo meteré
entre rejas con sumo placer.
-¿Entonces eres de verdad un policía?- preguntó Helen.
Él la miró con extrañeza.
-¿No me has creído?
-Yo... sí. Bueno, no creo que seas un malhechor exactamente.
-Oh, muchas gracias.
-Pero es que no me pareces un agente de policía. Como mucho un agente secreto...
Charles rió.
-Tienes razón. No soy exactamente un agente. Digamos que soy un independiente que, de
vez en cuando, colabora con las autoridades, sobre todo cuando se trata de algún tráfico
internacional a gran escala. Hace tiempo fui realmente un agente secreto.
-¿Qué?- saltó ella-. ¿Y al servicio de quién?
Él la provocó.
-¿Qué secreto sería si yo te lo dijera?
-Pero...
-Déjalo. Ya sabes demasiado, y hay gente que podría matarte sólo por eso.
Ella parpadeó.
-Me estoy acostumbrando a esa condición.
-¿Y no te hace ningún efecto?
Helen sonrió con malicia.
-Sí. Un poco... me excita.
Charles se ensombreció.
-Tesoro, no...
-No lo decía en ese sentido.
-Necesito algún tiempo antes de...
-De verdad, no lo decía en ese sentido- rió ella y se levantó de la cama. Estaba totalmente
desnuda y era realmente hermosa.
El la miró, sintiéndose casi capaz de poder desmentir las palabras que acababa de decir.
-¿A dónde vas?
-A preparar algo para comer. A ti no sé, pero a mi se me ha abierto el apetito.
Charles suspiró.
-A mí también.
Media hora más tarde, delante de un plato de pasta que Helen había preparado, retomaron la
conversación que el hambre había interrumpido.
-Y ahora, ¿qué piensas hacer?- le preguntó ella entre bocado y bocado.
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Charles terminó de masticar la comida que tenía en la boca con aire pensativo, y le lanzó una
mirada extraña.
-Tu llegada ha sido totalmente sorpresiva- afirmó-. Esperaba descubrir el nombre del jefe de
la banda. Sé que es un personaje del que nadie sospecharía, y es él precisamente el que me
interesa. Creo que está metido también en otros tipos de tráfico, mucho más peligrosos. Pero
con tu aparición se ha ido todo al garete.
Helen frunció el ceño.
-¡Perdóname! La próxima vez les diré que no es el momento adecuado para que me rapten.
-La próxima vez será mejor que te quedes en casa vendiendo cuadros y que dejes trabajar a la
policía. Como ves, había gente que se estaba moviendo.
-En Europa, quizás. En Estados Unidos todavía están iniciando las investigaciones. Y, en
cualquier caso, ¡yo quiero mi Van Gogh!
Charles le echó una mirada de sorpresa.
-¿Qué dices?
-¡El Van Gogh!- insistió ella-. Yo y Barry nos hemos gastado hasta el último centavo para
comprarlo y no tengo ninguna intención de renunciar a él.
Charles se echó a reír.
-No puedo creerlo. ¿Quieres decir que todavía no te ha servido de lección lo que te ha
pasado?
A Helen se le iluminaron los ojos.
-Sé lo que piensas sobre las mujeres. Pero aunque sé cocinar un buen plato de pasta no pienso
pasarme la vida en la cocina. Encontraré el Van Gogh, puedes estar seguro-. Le echó una
mirada de desafío-. Y tú, ¿qué piensas hacer? ¿Echarte al monte?
Charles se picó ante sus palabras.
-Quizá te has olvidado de que si he echado a perder el trabajo de todo este tiempo ha sido por
tu culpa.
Helen ni siquiera parpadeó.
-Tal y como han ido las cosas pensarán que te has encaprichado conmigo-. Se encogió de
hombros-. ¿Acaso no es verdad?
Charles se tragó el bocado que se estaba comiendo.
-¿Qué dices?
-Que te has encaprichado conmigo.
Él movió la cabeza. Esa mujer era una continua fuente de sorpresas.
-No creo que eso me justifique ante sus ojos- dijo vagamente-. A no ser que vuelva
llevándoles tu cabeza.
Ella dejó los cubiertos en el plato.
-¿Así que no te has encaprichado conmigo?
Charles notó la luz maliciosa que brillaba en sus ojos, y se sintió incómodo. ¿Qué estaba
intentando hacer? ¿Tenderle una trampa, quizá? Ninguna mujer, hasta ese momento, lo había
conseguido. Prefirió escabullirse con una frase sibilina.
-Decididamente tienes virtudes insospechadas.
Helen apartó el plato. No sabía qué era lo que la había llevado a hacerle una pregunta así.
Aunque no había pensado en nada cuando se había abandonado entre sus brazos, demasiado
aturdida por los sentidos y por el deseo como para plantearse ningún tipo de pregunta, ahora
notaba una cierta sensación de inquietud y se sentía un poco incómoda. Tenía la impresión de
que Charles se escabullía v eso, de alguna manera, la hacía sentirse mal.
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De repente se preguntó si él estaba casado, o si quizá tenía una novia en algún lugar. Luego
decidió que no era posible. Charles no era el tipo que tiene mujer, o novia.
Hizo una mueca y se levantó, incapaz de estar sentada a su lado mientras le pasaban esas ideas
por la cabeza. Él era lo suficientemente hábil como para leerle en los ojos lo que estaba
pensando, y ella no tenía ninguna intención de ser la primera en traicionar sus sentimientos.
Vaya estúpida, pensó mientras se acercaba a la chimenea. Has esperado toda la vida para
entregarte a un hombre y al final has elegido el hombre equivocado. Pero no se arrepentía,
decidió levantando la cabeza con un gesto decidido. Hacer el amor con Charles era la
experiencia más bonita y más intensa que había tenido nunca.
-¿Qué estás rumiando?- le preguntó Charles de repente, y ella casi se estremeció al darse
cuenta de que él la había seguido y estaba detrás suyo mirándola con cierta sorpresa y mucha
curiosidad.
-¿En qué voy a estar pensando?- se defendió, casi con hostilidad-. En cómo recuperar mi
cuadro, naturalmente.
Charles movió la cabeza.
-Creo que lo mejor será que te vayas a tu casa ahora que todavía estás entera.
No era exacto, pensó Helen dentro de sí. Ya no estaba del todo entera. Le lanzó una mirada
tremenda.
-Ya sé lo que piensas sobre el tema, ya me lo has dicho- subrayó-. Pero todavía no me has
convencido.
-¡Cristo!- exclamó él-. ¿No te ha bastado con lo que te ha pasado?
Ella le lanzó una sonrisita.
-Todavía estoy viva, ¿no?
-Gracias a mí- puntualizó él.
Helen reflexionó.
-Entonces, lo que tenemos que hacer es trabajar en pareja- propuso, pensando con cierta
amargura que le hubiera gustado algún tipo de unión más estable con él. Pero se obligó a dejar
de lado ese aspecto-. Quizá, pueda ayudarte- dijo.
Charles la miró con aire interrogativo.
-¿De qué manera? ¿Quieres darme alguna carta de presentación?
-No seas imbécil. ¿Qué sabes del jefe de la banda?
-No mucho, desgraciadamente. Sólo sé que vive en Amsterdam, y que es un hombre que
tiene mucho poder y que está fuera de toda sospecha.
-¿Has dicho Amsterdam?
-Está en Holanda.
-¡Ya sé que está en Holanda!- replicó ella-. Estaba pensando... Quizá Tom sepa algo de él. Tal
vez tiene un nombre o un teléfono.
-¿Estás hablando de ese bicho de cuñado que tienes? En cualquier caso, no creo que esté
dispuesto a darte ninguna información, ¿no te parece?-
-Él no, pero tal vez yo sepa como conseguirla- murmuró Helen excitada-. Deja que haga un
par de llamadas. Además tengo que advertir a Monna Lisa que todavía estoy viva, gracias a ti...
Le echó una mirada cargada de ironía.
-¿Monna Lisa?- Charles arqueó las cejas en una expresión interrogativa.
-Es mi socio- explicó ella-. Es un personaje... bastante original-. Con estas palabras se dirigió
al despacho de Charles a llamar por teléfono. Charles la oyó hablar durante un buen rato y,
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viendo el tiempo que pasaba al teléfono pensó que el famoso Monna Lisa tal vez era algo más
que un simple socio.
Esta idea lo puso de mal humor, aunque no sabía bien por qué motivo.
Cuando Helen acabó con sus llamadas, sonreía para sus adentros.
-¿Y bien?- preguntó él con una cierta impaciencia-. ¿Has sabido algo?
-¿De qué hablas?-. Parecía como si Helen estuviera en las nubes-. Ah, el holandés. Estamos de
suerte. Tom está fuera por un asunto de negocios y Mark, que ya ha vuelto a casa de mi madre,
irá mañana a su casa a registrar su despacho para ver si encuentra algo. Viendo como están las
cosas, creo que tendremos que esperar a mañana para tener alguna información-. Cuando
terminó de decirlo se dio cuenta de lo que eso implicaba. Levantó la cabeza y lo miró fijamente,
descubriendo inmediatamente que a él también se le había pasado lo mismo por la cabeza.
Efectivamente, Charles sonrió.
-Bueno- observó con una sombra de ironía en sus oscuros ojos.
-Ya que tenemos que esperar, se me ha ocurrido alguna idea de cómo matar el tiempo-. Helen
sintió inmediatamente un estremecimiento y una sensación de calor que le subía por el
estómago y por la garganta-. ¿Y en qué consiste esa idea?- le preguntó con voz ligeramente
ronca.
-Ven conmigo- invitó él persuasivo, rodeándole con un brazo la cintura y conduciéndola
hacia las escaleras-. Te lo enseñaré.

Matar el tiempo no era precisamente la expresión que habría usado Helen, y sin embargo el
resultado fue realmente satisfactorio puesto que cuando en el chalecito de montaña sonó el
teléfono, ninguno de los dos tenía ya una conciencia ni siquiera aproximada de qué día era.
Habían dormido y habían hecho el amor, después habían vuelto a dormir y de nuevo habían
vuelto a hacer el amor. Que fuera de día o de noche a ninguno de los dos le importaba.
El timbre insistente del teléfono los despertó, entrelazados sus cuerpos, después de un
orgasmo especialmente satisfactorio. Helen soltó un gruñido de protesta.
-¡Oh, no! ¡Ahora no!
Charles se separó de ella y cogió el teléfono.
-¿Tienes la fuerza suficiente para hablar?- le preguntó con malicia.
Ella se pasó la lengua por los labios y se incorporó apoyándose en un codo.
-Por supuesto- le contestó.
-Tengo bastantes fuerzas para hacer lo que sea- afirmó-. Incluso para volver a empezar.
Él hizo una mueca irónica y movió la cabeza; luego cogió el auricular y escuchó. Un
momento después le pasó el teléfono.
-Es él, Mark.
Helen habló con su hermano e inmediatamente se volvió hacia Charles.
-¡Coge un bolígrafo y algo dónde escribir! Bueno, el tipo se llama Ruud Leyden-. Controló si
lo había escrito-. Vale Mark. Muchísimas gracias. Te llamo tan pronto pueda y, acuérdate, ni
una palabra a Tom de que hemos estado hablando.
Cuando colgó, Charles estaba silbando bajito entre dientes.
-¿Ya has oído ese nombre?- preguntó Helen.
-¡Que si he oído hablar de él! Se trata de un personaje muy famoso en Europa. Ahora
empiezo a entender muchas cosas.
-¿O sea...?
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Charles movió la cabeza.


-Cuanto menos sepas, mejor. Perdona un momento, ahora me toca a mí hacer algunas
llamadas-. Se levantó y se puso los pantalones a toda velocidad.
-El teléfono está aquí- le dijo Helen frunciendo el ceño.
-Voy al despacho- contestó él, y al llegar a la puerta se dio la vuelta-. Me daré cuenta si
intentas escuchar- la advirtió usando un tono severo-. Es mejor para ti que te mantengas al
margen.
Después salió de la habitación y Helen, en un repentino ataque de rabia, le tiró una
almohada.
-¡Si crees que te vas a librar tan fácilmente de mí te equivocas de medio a medio!- le gritó-.
¡Acuérdate de que ese nombre lo has conseguido gracias a mí!
Unos segundos después oyó el ruido del teléfono. Charles estaba hablando por el otro
aparato, y por unos momentos estuvo tentada de escuchar la conversación. Si no lo hizo fue
porque estaba segura de que él se daría cuenta y encontraría la manera de neutralizarla. Se
levantó, todavía furiosa, y se fue al cuarto de baño para darse una ducha. Estaba totalmente
decidida a pegarse a Charles hasta que fuera necesario. ¡Aunque tuviera que ir hasta el fin del
mundo! En ese momento, mientras se secaba vigorosamente con el albornoz, no sabría decir
qué era lo que más deseaba, si recuperar su Van Gogh o estar al lado de Charles.

Una pelea furibunda estalló poco después.


-Tú estás loca- dijo Charles con un tono vehemente, cuando Helen le expuso sus propias
ideas-. Ahora te acompaño al primer aeropuerto y te mando a los Estados Unidos en el primer
vuelo. Y cuando recupere tu Van Gogh te lo llevaré personalmente. ¿Así te quedas contenta?
-Ni lo sueñes-. Helen negó con la cabeza, con las manos en jarras en señal de desafío-. Yo te
acompaño a Amsterdam. Y si mi Van Gogh está allí, lo recuperaré.
-No hay ninguna prueba de que esté allí. Podría estar en cualquier sitio.
-¿No has dicho que Leyden vive en un castillo que está inmerso en una enorme finca
celosamente vigilada por un buen número de guardias armados? ¿Qué mejor escondite para los
cuadros?
-Pero si el Van Gogh estaba en Estados Unidos hace menos de tres semanas.
-Precisamente por eso. Allí es un cuadro que no puede venderse. La próxima vez intentarán
venderlo en Europa. Está claro.
Charles no podía negar que su razonamiento era lógico.
-¿Y entonces qué es lo que pretendes hacer? Ir a ver a Leyden y preguntarle: ¿perdone, tiene
usted mi Van Gogh?
Helen se encogió de hombros. Todavía no había pensado en los detalles.
-Algo así- dijo vagamente-. Y si tú y todos esos agentes especiales de los que hablas estáis allí
fuera, tendréis una buena excusa para intervenir, ¿no te parece?
También en este caso el razonamiento era bastante aceptable. No tenían nada a lo que
agarrarse para entrar en el castillo de Leyden. Pero si alguien declaraba que en su interior había
visto un cuadro robado...
-¡Maldita sea!- exclamó contrariado-. ¡Quiero que te mantengas al margen de toda esta
historia!, ¿me has entendido?
Helen le hizo frente con el aire de estar dispuesta a dar guerra.
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-Tesoro, me encanta que seas prepotente en la cama, pero no te lo aguanto cuando estamos
en posición vertical.
Charles abrió los ojos de par en par, sorprendido por la frase.
-Helen... No se trata de una ocupación adecuada para ti. Es peligroso...
-Y mi sitio está en la cocina. Lo sé, ya me lo has dicho-. Helen movió la cabeza agitando su
larga melena dorada-. ¿Has oído hablar alguna vez de la emancipación de la mujer, Charles?
Él suspiró.
-Algo sé de la cabezonería femenina- admitió.
-Bueno, ya es algo. Métete en la cabeza una cosa, entonces: yo voy a ir a Amsterdam. Contigo
o sin ti-. Contigo, espero, pensó-. Así que organízate teniéndolo en cuenta.
Charles la miró fijamente a los ojos durante un buen rato. Sus rasgos contraídos y duros se
revelaban despiadados, con la misma intensidad que cuando ella lo había visto por primera vez.
Pero ahora sabía que no se trataba de crueldad, sino de decisión y de valentía. Por eso no se
sorprendió demasiado cuando él le dijo.
-Necesitas ropa nueva. Nos vamos tan pronto como lo tengamos todo preparado.

El plan se concretó en la suite del Hotel Marriot de Amsterdam, adonde acudieron tres
colegas de Charles. El único que no estaba satisfecho de la situación era precisamente él,
Charles.
-No puedes presentarte delante de Leyden, Helen- protestó-. Se habrá enterado de lo que
pasó en Lausana y estará en guardia.
Helen movió la cabeza.
-En cambio yo creo que no lo sabe. En realidad los suizos seguramente no tienen mucho
interés en contarle al gran jefe uno de sus fracasos. En cualquier caso, puedo ponerme una
peluca y hablar con un cierto deje francés. Lo llamaré por teléfono fingiendo que soy una
periodista que quiere hacerle una entrevista a uno de los personajes relevantes de la nueva
Europa. ¿En qué has dicho que trabaja?
-Es traficante de cuadros robados, y probablemente también de armas.
-Oficialmente, me refería.
-Es un magnate de la industria de las flores. Posee más de la mitad de los cultivos de tulipanes
del país, y otras muchas cosas... Industria conservera y una flota mercantil de una cierta
importancia, con la que realiza sus tráficos ilegales- intervino Olam Veemer, uno de los colegas
de Charles medio francés y medio holandés. Era el inmediato superior de Charles y formaba
parte del servicio secreto francés.
-¡Perfecto!- exclamó Helen-. ¡Un hombre que ha cosechado el éxito! Y además a mí me
encantan los tulipanes y los cruceros.
Charles siguió moviendo la cabeza con desaprobación.
-No me gusta. No es el tipo de trabajo adecuado para ti.
Helen le lanzó una mirada cargada de desprecio.
-¿Sigues aún con esa historia?- protestó-. Ya me estoy empezando a aburrir, Charles.
Olam lo miró pensativamente.
-¿De qué historia se trata?
Helen se encogió de hombros.
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-Oh, nada importante, historias de fogones y piernas quebradas.


Olam no entendió a qué se refería. En cualquier caso, dijo:
-Yo creo que no es una mala idea, en realidad. Si esperamos a obtener un permiso para
registrar el castillo, él lo sabría antes que nosotros. Si hacemos una irrupción lo podremos coger
con las manos en la masa.
-Sí, y así tendremos detrás a toda la policía local.
-Eso sucederá a continuación. Se trata de una operación especial, y si conseguimos encontrar
las armas en los sótanos del castillo, bueno, en ese caso incluso los potentes amigos de Leyden
tendrán que andarse con mucho cuidado.
-Entonces está decidido- dijo Helen antes de que Charles pudiera objetar nada más-. Llamaré
a Leyden para que me de una cita.
-Tú no...- empezó Charles pero Olam lo interrumpió.
-No concierte la cita para antes de mañana por la noche. Antes no estaremos preparados, y es
mejor actuar de noche-. Se levantó y les hizo a sus colegas un gesto indicando que era hora de
irse-. Nos vamos a preparar todo lo necesario. A las autoridades locales las avisaremos sólo en el
último minuto. Y usted, señorita Irving, no se arriesgue demasiado y... buena suerte.
-Gracias- respondió Helen-. Todo irá a las mil maravillas.
-Nos llamamos mañana por la mañana- dijo Olam al salir.
Cuando se quedaron solos, Charles se acercó a la ventana y se puso a mirar hacia la calle, los
canales por los que barcas y barcos iluminados se deslizaban silenciosamente.
Helen sirvió un par de copas y se acercó a él y le ofreció uno de los vasos.
-¿Tienes algún plan para esta noche?- le preguntó con desenvoltura.
Él la miró de reojo.
-¿Y tú?
-No lo sé- dijo Helen-. Me gustaría dar una vuelta en barco. Es la primera vez que vengo a
Amsterdam.
Charles se encogió de hombros.
-De día son más pintorescos, y además afuera hace frío.
Helen esbozó una sonrisa.
-¿Quieres decir que no tienes ninguna intención de salir?
Él se giró y la cogió por la cintura atrayéndola hacia sí. Helen sintió inmediatamente los
músculos tensos de su cuerpo. La rabia y la exasperación ejercían en él con un potente poder
afrodisíaco.
-¡Eh!, ¡qué pretendes!
Él no contestó. Le capturó los labios con un beso apasionado, casi violento.
-Eres una mujer imposible- le dijo después con una cierta irritación-. Nunca consigo salirme
con la mía contigo.
Helen se abrazó a él jadeando. Un fuerte escalofrío le recorrió todo el cuerpo.
-No es cierto- lo corrigió-. Hay un modo en el que siempre te sales con la tuya.
Charles sonrió, la cogió entre sus fuertes brazos y la llevó a la habitación.
-Entonces ven. Necesito urgentemente recargar con un poco de energía a mi ego.
Helen sonrió abrazándose a él, pero cuando Charles cubrió su cuerpo con el suyo, tenso y
vibrante, lanzó un gemido de placer.
-Te deseo- fue todo lo que dijo.
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-¿Así que nunca has tenido una relación de pareja duradera?- le preguntó Helen mientras se
dirigían en coche hacia el castillo de Leyden.
Charles le lanzó una mirada perpleja, apartando por unos instantes los ojos de la carretera
oscura por la que circulaban.
-¿Qué es lo que te pasa ahora por la cabeza?- le preguntó sorprendido. No le parecía
precisamente el tema adecuado en aquellos momentos.
Helen se encogió de hombros.
-Oh, bueno, era por decir algo. Estás tan nervioso como un gato que está al acecho de un
ratón.
Charles siguió mirando la carretera.
-Estoy nervioso por ti- admitió-. Yo estoy acostumbrado e hacer este tipo de cosas, pero tú
no.
-¡Por favor! No empecemos otra vez con la historia de los papeles de las mujeres-. Hizo una
mueca-. Ya, me imagino que con esas ideas todavía no habrás encontrado a una mujer que sea
de tu agrado...
Charles condujo en silencio durante algunos minutos.
-No. No la he encontrado. ¿Por qué? ¿Te importa?
-¡No!- mintió ella-. Claro que no. Ya te lo he dicho, es sólo por hablar de algo. Imagino,
evidentemente, que la idea de casarte no se te habrá pasado nunca por la imaginación, teniendo
en cuenta tu estilo de vida.
Charles disminuyó la velocidad. Era demasiado temprano.
-¿Qué ideas te pasan por la cabeza?
-¿A mí? Ninguna, ¿por qué?
-¿Cuál crees tú que es mi estilo de vida?
Ella lo pensó un poco.
-Peligroso, arriesgado, y... voluble... por lo que se refiere a las mujeres.
Charles no pudo evitar echarse a reír.
-Lo que estás a punto de hacer es mucho más arriesgado de lo que hago yo normalmente. Por
lo que se refiere al riesgo...-. Le lanzó una mirada significativa-. Mejor dejarlo.
Helen se humedeció los labios.
-Al menos lo de voluble era acertado, ¿no?
-Si te crees que cambio de mujer cada noche, te equivocas- afirmó él sin descubrirse
demasiado. No quería decirle que hacía meses que no tenía ninguna historia, ni siquiera
efímera. Hacía años era como ella había dicho, pero luego se había cansado de aquella vida. Y
ahora Helen casi le estaba provocando una crisis.
Pero ella no lo creyó.
-Digamos que no todas las noches, pero sí todas las semanas...
Charles prefirió cambiar de tema.
-¿Y tú qué?- le devolvió la pregunta-. ¿La historia con tu socio dura desde hace mucho?
Era bastante irracional como pregunta, sobre todo porque nadie podía saber tan bien como
Charles que ella no había tenido ningún amante, aún así sentía una profunda hostilidad hacia
el hombre al que ella tan íntimamente llamaba Monna Lisa.
Helen sonrió abriendo ligeramente los labios.
-Claro. Desde que abrimos la galería hace cinco años.
Charles pareció sorprenderse.
-Y en cinco años él nunca te ha... sí, quiero decir, ¿nunca te has ido a la cama con él?
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Helen soltó una carcajada.


-Se da el caso que mi socio tiene gustos un poco... especiales. Por algo lo llamo Monna Lisa.
Charles casi pierde el control del volante mientras se volvía para mirarla.
-¿Quieres decir que es... homosexual?
-Exacto- confirmó Helen intentando ponerse seria.
Charles sintió que se le quitaba un peso de encima, sin saber cuál era el motivo.
-¿Cuál será el motivo por el que tantas mujeres encuentran especialmente atractivos a los
homosexuales?- murmuró perplejo.
Helen lo miró de reojo.
-Como amigos, son los mejores- afirmó-. Son sensibles y tolerantes, y nunca he encontrado a
ninguno que fuera arrogante ni prepotente. Vamos, Barry no lo es, en cualquier caso.
Charles se dio cuenta de que se trataba de una alusión.
-En cambio yo sí, quieres decir.
Helen hizo un gesto ambiguo con la cabeza.
-Sin duda, no eres homosexual- dijo sin comprometerse.
Mientras aparcaba el coche en un rincón oscuro cerca de la carretera que llevaba al castillo de
Leyden, Charles masculló en la sombra:
-Estoy contento de no serlo.
Helen lo miró con un brillo divertido en los ojos.
-Yo también- confesó.
Cuando los ojos se acostumbraron a la oscuridad, empezaron a distinguir las figuras
escondidas entre las sombras. Olam había organizado un auténtico ejército. La operación de esa
noche era fundamental para el trabajo que estaban llevando a cabo desde hacía meses.
Estaban quietos, esperando, cuando la puerta de atrás del coche se abrió silenciosamente y
Olam se deslizó en el interior del vehículo.
-¿Todo bien?- preguntó.
-Todo está a punto- asintió Helen haciendo un gesto afirmativo con la cabeza. Parecía
tranquila, y Ia peluca oscura le quedaba bien y resaltaba aún más los rasgos perfectos de su cara.
-¡Oh, pero que cuadros tan magníficos señor Leyden!- pronunció con un bonito deje francés,
haciendo la erre como si fuera una parisina de pura sangre-. A mí me encantan los
impresionistas. ¿No tendrá también algún Matisse, o un Van Gogh?
Olam hizo un gesto de admiración.
-Lo hace muy bien- dijo-. En serio.
-Gracias-. Helen parpadeó y le echó una ojeada a Charles que la estaba mirando con la boca
abierta.
-¿Tiene el micrófono?- quiso saber Olam.
-Sí. Ahora lo enciendo- dijo Charles inclinándose hacia ella. Hizo algunas operaciones con el
dobladillo de la chaqueta de Helen, y ella lanzó un sonido estrangulado cuando él jugueteó con
sus dedos sobre uno de sus senos. Los pezones se le pusieron inmediatamente duros bajo la tela
del vestido.
-¿Algún problema?- preguntó Olam que no se había dado cuenta de las maniobras que estaba
realizando Charles.
Helen carraspeó.
-No, no. Va todo bien.
-Perfecto. Es la hora. Hay que empezar a moverse. Y, mucho cuidado. Se acuerda de la
contraseña, ¿no? Y en caso de peligro no dude en decir la frase que hemos acordado.
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-De acuerdo.
Olam se bajo del coche, y Helen miró a Charles.
-Es mejor que conduzca yo. Podría haber alguien en los alrededores del castillo y es mejor que
no te vean.
Él esbozó una sonrisa irónica.
-Te equivocas, querida. Yo conduciré hasta el castillo.
-Pero...
Charles encendió el coche y arrancó.
-Nada de peros- dijo-. Te habías olvidado de un pequeño detalle, querida. Una periodista que
se respete siempre va acompañada de un fotógrafo.
-¡Tú no eres un fotógrafo!-
-¿Quién lo ha dicho?- preguntó él indicando con una mano la voluminosa bolsa negra que
había puesto en el asiento de atrás-. Allí hay un equipo de profesional de primera categoría. Y
en cualquier caso, tampoco tú eres una periodista.
-¡Esto no estaba previsto en los planes!- protestó Helen mientras el coche se acercaba al
castillo.
-También yo, a veces, hago las cosas como me parece a mí.
Helen se sentía demasiado irritada como para acordarse de que algún extraño los estaba
escuchando por medio del micrófono-. Tú siempre haces como te parece oportuno a ti,
¡maldición! ¡Eres el hombre más imprevisible y más poco de fiar que conozco! ¡No sé cómo
puedo encontrarte tan atractivo!
Charles rió mientras paraba el coche delante de una gran verja cerrada.
-Yo creo que sé por qué- dijo de manera alusiva. Después añadió en voz baja-: ¿Estás lista?
Hay un guardia en la verja.
Helen se puso inmediatamente seria y bajó la ventanilla para mostrar su carné de periodista.
-El señor Leyden me está esperando.
Pocos segundos más tarde la verja se abrió y el coche se perdió en la oscuridad.
Olam, a un centenar de metros de distancia, dio una orden a sus hombres.
-Preparaos para neutralizar al guardia. Tenemos que ser muy rápidos a la hora de intervenir.
-De acuerdo, jefe...

Leyden era un hombre de unos sesenta años, con un aspecto todavía juvenil y unos modales
exquisitos. Al verlo, Helen pensó que se habían equivocado. Un hombre así no podía ser el jefe
de una banda de delincuentes.
¡Con lo amable que era! Si se sorprendió con la presencia del fotógrafo, no lo dio a entender,
pero inmediatamente puso una condición.
-No quiero que se haga ninguna foto del castillo- afirmó-. Verá, hay muchos objetos de gran
valor y el mundo está lleno de maleantes. Es mejor no despertar demasiado la curiosidad, ¿no le
parece?
Helen sintió cómo le latía con fuerza el corazón. ¿Había algo comprometedor que no quería
que pudiera mostrarse al público?
-Usted posee una colección magnífica de obras de arte, señor Leyden- afirmó mostrando
satisfacción.
-Espero que me conceda el privilegio de verla. Su casa es mucho mejor que un museo.
Él inclinó la cabeza modestamente.
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-Ante una mujer guapa se puede hacer una excepción- concedió.


Charles apretó los puños alrededor de la cámara fotográfica. Sería mejor que ese baboso se
dejara de tanta tontería.
En cambio Helen sonrió sintiéndose adulada, y se comportó de una manera que a Charles no
le gustó nada.
Sin embargo, tuvo que admitir que tenía mucha habilidad. La entrevista parecía haber sido
preparada con el manual del perfecto adulador, y muy pronto Leyden se ablandó hasta tal
punto que cuando Helen le pidió si podía ver los cuadros que tenía en el castillo él aceptó sin
pestañear. Le hizo de anfitrión, pasando con desenvoltura de una habitación a otra, de un
Rembrandt a un Renoir a un Van Gogh.
-¡Van Gogh!- Helen dejo escapar un gritito de admiración-. Es mi pintor preferido. ¿Tiene
alguno más?
Tenía los labios entreabiertos y los ojos brillantes, y su cara reflejaba una expresión de éxtasis
perfecto.
Leyden sonrió.
-A decir verdad, he comprado uno precisamente la semana pasada.
-¡Oh! ¿Podría verlo?- Helen casi le echó los brazos al cuello-. ¡Se lo suplico, señor Leyden!
El hombre no pudo evitar el respirar su perfume embriagador.
-De acuerdo, concedió-. Pero está en el piso de abajo... Todavía no sé muy bien dónde
ponerlo. Tengo que encontrarle el sitio adecuado.
-No me importa nada donde esté. Me basta con verlo.
Leyden la condujo hacia los subterráneos y Helen intercambió una rápida mirada con Charles
antes de seguirlo. A lo largo del pasillo se veían muchas puertas cerradas y Charles notó que
todas ellas eran puertas blindadas. Se preguntó por qué, pero estaba seguro de saberlo. Después
lo distrajo el gritito de Helen.
-¡Oh, Dios mío, es una auténtica maravilla!- exclamó, jadeando un poco como si realmente
estuviera emocionada. Y lo estaba. Porque ése era su Van Gogh. Por fin lo había encontrado.
Incluso el marco era el mismo. Con desenvoltura se acercó a observar el cuadro desde cerca, y
miró atentamente la esquina inferior izquierda, pasándole por encima los dedos con aire
pensativo-. Nunca dejaré de estudiar las pinceladas de este artista...- murmuró extasiada. Se
puso ligeramente tensa cuando vio que el marco estaba ligeramente astillado como le había
dicho su socio. Después recobró la compostura y le echó una ojeada a Charles antes de mirar a
Leyden y pronunciar la frase convenida que debía servir de señal a Olam para actuar-. No sé lo
que daría por poseer este cuadro.
También Charles se puso tenso. En cambio Leyden, que no había notado nada raro, sonrió.
-Lo siento. Nunca vendo las obras que poseo aunque, tengo que admitirlo, para mí sería un
placer el poder complacerla.
Helen estaba excitadísima y contaba los segundos en silencio. Leyden dijo algo más que ella
no entendió.
-Perdóneme... murmuró-. ¿Ha dicho algo?
Leyden estaba a punto de repetir la frase cuando se oyó ruido en el piso de arriba. Unos
segundo más tarde los hombres de Olam hicieron irrupción en el sótano y Charles soltó la
cámara fotográfica y sacó la pistola.
-Me temo que está usted arrestado, señor Leyden.
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El hombre se quedó tan desconcertado que ni siquiera supo reaccionar. Se dejó poner las
esposas sin decir nada. Entonces Helen se le puso delante mientras sus ojos lanzaban destellos
de furia.
-Da la casualidad de que yo compré ese Van Gogh, señor Leyden- le escupió a la cara-. ¡Y he
venido a recuperarlo!
Charles, por su parte, no pudo evitar que se le escapara una sonrisa.

-Así que, al final, te has salido con la tuya y has obtenido lo que querías- dijo Charles
incorporándose ligeramente y apoyándose en un codo para contemplar el perfil de Helen en la
penumbra de la habitación.
Faltaba poco para que amaneciera, pero ninguno de los dos había pegado ojo aquella noche.
Helen se dio la vuelta en la cama perezosamente, con el cuerpo todavía envuelto en las
maravillosas sensaciones que Charles sabía transmitirle. No todo, pensó. Había recuperado el
Van Gogh, era verdad, y eso la hada feliz, pero de repente se había dado cuenta de que aún le
faltaba algo, una cosa que, cuando había salido de Estados Unidos ni siquiera sabía que
deseaba. Intentó espantar aquellos pensamientos melancólicos.
-¿Tú también, no?- dijo ella devolviéndole la pregunta-. Por fin habéis encontrado las pruebas
sobre el tráfico de armas.
Charles soltó una risita.
-Nunca había visto a Olam tan satisfecho.
-¿Por eso ha hecho la vista gorda con mi cuadro?
-¿La vista gorda?- replicó Charles-. Se ha saltado todas las reglas, querida mía. Me atrevería a
decir que lo has encandilado hasta el punto de atontarlo. Por otra parte, es el mismo trabajo
que hiciste con Leyden.
Helen soltó una risita nerviosa.
-Y pensar que nunca había aspirado a convertirme en una mujer fatal-. Le echó una ojeada
maliciosa-. En realidad soy una mujer tranquila que me dedico a la casa y al trabajo. A veces,
incluso me divierto con los fogones, aunque desde luego no puedo definirme como cocinera.
Charles le acarició el pelo con la punta de los dedos.
-De acuerdo- confesó, con un deje de agresividad en la voz-. Reconozco que he dicho una
frase un poco idiota. ¿Piensas seguir atormentándome todavía mucho tiempo con esa historia?
Helen movió la cabeza sobre la almohada. Su pelo claro formaba una masa dorada sobre la
funda de la almohada que reflejaba la luz de la lámpara.
-No, no mucho- contestó-. Por otra parte, dentro de pocas horas volveré a Nueva York, así
que no...-. Tuvo alguna dificultad para terminar la frase-. No tendrás que seguir oyéndome.
Charles notó el brillo que cruzaba por sus verdes ojos, profundos como pozos brillantes, y
sintió una profunda emoción, como siempre que la miraba fijamente. Inclinándose para rozarle
los labios con un beso ligero, dijo:
-Y además, he cambiado de idea sobre ti. Tu lugar no es la cocina.
-¿No?- ella intentó sonreír, aunque sentía que se le estaba encogiendo el corazón. La idea de
que al cabo de unas horas tendría que irse, le hacía daño-. ¿Y entonces, cuál es?
Él siguió besándola, cada vez con más intensidad, abriéndole los labios con delicadeza e
insinuando la lengua en su boca suave.
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Gillean☺

-En la cama- murmuró sin dejar de besarla-. Donde mejor estás es en la cama.
Helen quiso responder algo para desmentir esa afirmación que le parecía bastante inadecuada.
Pero con un repentino movimiento, él se dio una vuelta en la cama y se pegó a ella, haciéndole
sentir su cuerpo desnudo.
Los músculos tensos y potentes de su tórax se apretaban contra sus senos, y el sexo,
nuevamente duro se adentró entre los pliegues secretos de sus muslos cálidos.
Helen dejó escapar un sonido estrangulado que se perdió dentro de la boca de él. ¿Por qué era
incapaz de resistirse? Bastaba que él la rozara para que una oleada de calor la invadiera, y ese
calor se transformara inmediatamente en un deseo impetuoso y delirante. Era como barro en
sus manos. Él podía hacer con ella lo que quisiera. Por otra parte, pensó arqueándose hacia él
con un movimiento instintivo, ¿por qué iba a resistirse precisamente en ese momento?
Probablemente era la última vez que podría poseerlo. Y quería sentir una vez más aquellas
maravillosas sensaciones que él había sabido despertar en ella.
Charles se separó jadeando de sus labios y la miró fijamente a los ojos.
-¿No lo crees tú también?
-¿El qué?- preguntó ella tragando saliva.
- Que tú estás hecha para la cama...
-No- negó ella categóricamente. Luego se corrigió-. Antes de encontrarte a ti, no lo estaba en
absoluto.
-Ya- convino él-. ¿Sabes lo que pienso, a veces?-. Él le besó la garganta y ella echó la cabeza
hacia atrás.
-¿Qué?
-Que tú me estabas esperando precisamente a mí. ¡Qué extraño!, ¿verdad?-. Los labios se
estaban deslizando hacia el pecho, hacia donde empezaban los senos. Helen sintió un escalofrío.
-El eterno presumido, ¿eh?- le dijo en un susurro.
Él introdujo la lengua en el canal que se formaba entre los dos senos. Con un movimiento de
experto consiguió acariciar ambos senos con la punta de la lengua, y sonrió con satisfacción
cuando notó que los pezones se endurecían. Eran grandes y oscuros, duros como la piedra, y lo
excitaban con sólo mirarlos.
Deslizándose por encima de su cuerpo, le aferró los senos con las manos y empezó a lamerlos
sistemáticamente, primero uno y después el otro, arrancándole gemidos de placer. Cerró los
labios alrededor de un pezón, saboreándolo como si fuera un manjar exquisito. Lo chupó largo
rato, hasta que ella empezó a moverse debajo de él, agitada. Un soplo cálido se extendía por su
vientre haciéndole contraer los músculos.
Charles siempre conseguía arrastrarla hasta un paroxismo impetuoso, casi furibundo, antes de
satisfacerla.
Esa vez, quizá animada por la conciencia triste de que sería la última vez, Helen reaccionó
con vigor.
Hundiendo las manos en el oscuro pelo de él, lo obligó a separar la cabeza de su seno y girarse
en la cama, poniéndolo boca arriba.
-¡Eh!, ¿qué te pasa?- preguntó él sorprendido.
Un destello verde le atravesó los ojos.
-Tienes que dejar de comportarte como un amo conmigo- le dijo poniéndose ella encima con
un movimiento imprevisto para impedir que él pudiera moverse-. ¡Eres un déspota!- lo acusó.
Él pareció sorprenderse.
-Pensaba que te gustaba, al menos en la cama.
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-Esta vez no- le aclaró Helen. E inmediatamente después se inclinó hacia él, apretando su
vientre contra el de él. Los muslos se abrieron alrededor de sus caderas, y frotó su propio sexo
contra su verga túrgida. Apretó los dientes para no gemir de placer ante ese contacto, y sonrió
satisfecha cuando oyó que él soltaba una especie de rugido incontrolable. De alguna manera,
aquella posición le gustaba más. Empezó a besarle la garganta como había hecho él, después le
lamió el tórax, deteniéndose en los pezones que se endurecieron al contacto con su lengua.
Mientras tanto seguía frotándose contra él con movimientos ondulantes que le arrancaban
lamentos de placer. Empezó a besarle su abdomen liso, el vientre duro como el mármol, hasta
que apoyó sus labios en su sexo túrgido.
Charles le hundió las manos en el pelo, poniéndose en tensión. Luego sintió la lengua de ella
y lanzó un grito.
-¡Helen, por Dios!- exclamó-. ¿Qué estás haciendo?
Ella no contestó y siguió adelante. Su lengua se deslizaba persuasiva y suavemente alrededor
del sexo de él, y los labios se cerraban apretando con delicadeza, deslizándose arriba y abajo en
un lánguido movimiento sensual. Charles tenía las piernas totalmente tensas y ella,
moviéndose, se frotaba contra sus muslos musculosos, demorándose en el contacto con su parte
más íntima, hasta que Charles empezó a sentir una zona húmeda y cálida sobre su propia piel.
-Helen... ¡Por favor!- murmuró humedeciéndose los labios-. Ven aquí...
Ella levantó la cara y lo miro maliciosamente.
-Todavía no, tesoro...
-¿Qué... quieres hacer?
-Lo que tú haces conmigo- contestó ella. Durante un rato lo acarició con las manos, luego
volvió a besarlo y cuando él sintió sus labios en el pene se estremeció, como si le hubieran dado
un latigazo.
-No podré resistir- soltó Charles en un tono atormentado.
-Oh, sí- aseguró ella con una voz tan ronca que él se sintió estremecer desde los pies hasta la
cabeza-. Resistirás...
Ni siquiera ella sabía de dónde había sacado toda esa soltura y habilidad. Simplemente se
había liberado de todo tipo de inhibiciones. Era la última vez que iban a estar juntos, y quería
que fuera inolvidable.
Cuando la respiración agitada de él empezó a mostrar claramente que no podría seguir
resistiendo demasiado rato, ella se incorporó, trepó a lo largo de su cuerpo y abrió sus muslos
alrededor del sexo de él. Poco a poco lo capturó dentro de sí y él, con un movimiento reflejo se
agarró a sus pechos, apretándolos en la base de modo que con la presión se hincharon aún más.
Con avidez levantó la cabeza y empezó a frotar los labios contra los pezones secundándola en
los movimientos rítmicos que ella le imprimía a su cuerpo.
Casi clavó los dientes en su suave carne cuando ella empujó con tal fuerza que él sintió cómo
el cuerpo de ella lo aspiraba hacia dentro. ¡Qué cálida era y qué acogedora, y cómo vibraba de
placer!
Helen apretó los labios, pero aún así no pudo contener un gemido. Hubiera querido seguir y
seguir con aquel ritmo lento, pero sentía todo su cuerpo arder de pasión como si fuera una
antorcha de cera. Abriendo aún más los muslos se apretó aún más contra él empezando a
presionar cada vez con movimientos más vehementes.
Con un grito, Charles le aferró los glúteos con ambas manos, sin dejar de besarle los pechos,
y ella sintió como él la echaba hacia atrás con fuerza. Le pareció como si el potente sexo de él le
desgarrara las vísceras, transmitiéndole un escalofrío fuertísimo e incontrolable. Y después otro
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y otro. Sus senos endurecidos al máximo se balanceaban sobre la boca de él, su cabeza se
arqueaba hacia atrás... Gotas de sudor le brillaban sobre los labios y sobre sus senos. Su cuerpo
se empezó a agitar con un temblor imparable, y Helen sintió cómo su cuerpo se movía hacia
delante y hacia atrás con violencia. De su garganta salió un sonido ronco, luego otro, y pronto
empezó a gritar como una loca, sintiendo que había llegado al límite máximo de la excitación.
A pesar de ello, continuó. Una potente oleada la inundó, y ella se agarró con fuerza a sus
hombros mientras él seguía moviéndola arriba y abajo sobre su cuerpo, con movimientos que
habían alcanzado el paroxismo. Los ojos negros de Charles brillaban intensamente, y su
respiración era casi un gruñido. Hasta que ella sintió que se ponía rígido como un muerto, y
después un chorro caliente se extendió por su vientre, multiplicando el placer que ya la
dominaba, salpicando con fuego líquido toda la parte interior de su cuerpo.
Jadeando y totalmente sudada se desplomó sobre él, pensando que nunca más podría volver a
levantarse, que nunca más podría emerger y salir de aquel delicioso paraíso de placer.

Y sin embargo volvió a la realidad. A su pesar, se encontró de nuevo en la habitación, al lado


de él, dos cuerpos separados y diferentes que al cabo de poco tiempo estarían lejos uno del otro.
Charles tenía una mirada sombría, como si él también estuviera triste por la inminencia de la
separación. Pero eso no la consoló.
Se ducharon juntos. Helen le frotó con jabón el tórax, riendo con la espuma blanca que se
quedaba atrapada entre el vello oscuro del pecho. Después el jabón se le escurrió de entre las
manos y fue a parar al suelo.
-Recógelo, o seguro que acabamos pisándolo y cayéndonos- le dijo él.
Helen se inclinó, y como el espacio era pequeño, no pudo agacharse, así que arqueó el
cuerpo, y de repente se sintió que la cogían por atrás y la movían de un modo extraño. Sin
tener tiempo de levantarse, sintió cómo algo duro se insinuaba entre sus muslos. Unos
segundos después, antes dé que pudiera siquiera protestar, él volvía a estar dentro de ella,
entrando con facilidad gracias al agua y al jabón, y al hecho de que cuando estaba cerca de él,
ella estaba siempre excitada.
Ni siquiera se sorprendió de su resistencia. Habían hecho el amor tantas veces en aquellos
días que él debía estar agotado. Y en cambio parecía que nunca le bastaba lo que ella le daba,
como a ella nunca le bastaba lo que le daba él.
Charles la atrajo hacia sí, entrando profundamente en ella, y Helen experimentó una nueva
manera de hacer el amor. Salvaje, agresiva, casi violenta, pero no por ello menos satisfactoria.
La presión se dirigía hacia la parte delantera del vientre y eso le hacía sentir un nuevo tipo de
excitación, distinta de la habitual, una mezcla de languidez y de placer que rápidamente se
convirtió en una agitación voluptuosa. Al mismo tiempo, apretando los muslos, ella le
transmitió a él sus contracciones y al cabo de unos minutos estaban gritando y jadeando en la
ducha, como dos salvajes en medio de la selva.
Cuando se incorporó, agotada, el rostro de Helen mostraba un aspecto libertino de lo más
atractivo.
-Creo que todo esto lo echaré un paco de menos- jadeó.
Los ojos de él hicieron un guiño irónico.
-¿En serio?- preguntó con tal tono de autocomplacencia que Helen casi sintió como si le
estuviera tomando el pelo.
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-Tengo que darme prisa, si no quiero perder el avión- le dijo-. Así que sal inmediatamente de
la bañera mientras termino de ducharme.
Él no se mostró ofendido.
-No te preocupes- le dijo-. Te acompaño yo al aeropuerto-. Como si eso fuera una garantía
contra todo tipo de males.
Cuando dejaron la habitación del Hotel Marriot, Helen sintió una especie de vacío. Durante
el trayecto hasta el aeropuerto no consiguió decir ni una sola palabra, y mientras se ocupaba de
las distintas formalidades necesarias para embarcar el cuadro en el avión se sentía triste, a pesar
de las preocupaciones por el cuadro.
Al final, cuando llegó el momento de facturar el equipaje, se volvió hacia Charles. Le
temblaban un poco los labios pero intentó esconderlo.
-Bueno, ha llegado el momento de decirse adiós...
Tenía ganas de llorar, pero se contuvo, pensando que ya lloraría cuando estuviera sola en el
avión.
Charles fingió sorpresa.
-¿Aquí? ¿Ahora?- le preguntó con una sonrisa traviesa en los labios.
-¿No podemos pedir que nos pongan juntos?
Helen no entendía.
-¿Qué dices?
-En el vuelo a Nueva York- dijo é-. Podríamos pasar el rato charlando, o, quien sabe, si el
baño no es demasiado pequeño...
-Charles, ¿qué estás diciendo?
Él hizo una mueca irónica.
-¿No creerás que voy a dejar que se me escape tu querido cuñadito, verdad?-exclamó él-.
Tengo toda la intención de ir a echarle el guante.
-¡Oh, Dios mío!- exclamó ella sorprendida-. ¿Quieres decir que te vienes a Estados Unidos?
-Bueno, si no te molesta, claro...
-¿Molestarme? Charles, siempre he sabido que eres un hombre sádico y despiadado, pero
esto... esto...
-Pero bueno, señores, ¿piensan ustedes embarcar o no?- preguntó una mujer enfadada que
estaba en la fila detrás de ellos-. Si no, dejen pasar.
-¡Oh, perdone, perdone!- exclamó Helen poniéndose totalmente roja-. Yo... nosotros...
Charles le quitó el billete que ella tenía en la mano y lo puso sobre el mostrador.
-Vamos juntos- dijo.
Un poco más tarde, sentados en sus butacas,
Helen no sabía si sentirse feliz o enfadarse.
-¡Me has mentido!- lo acusó mirándolo de medio lado.
-¿Por qué?- preguntó él con fingida inocencia-. No he dicho nada.
-¡Precisamente por eso!
-Bueno, tú tampoco me has dicho nada.
-¿Qué te iba a decir? ¡Tú sabías que yo tenía que irme!
-No has dicho que sentías tener que dejarme...
-¿No lo he dicho?-. Helen pareció sorprenderse-. Bueno, estaba bastante claro.
-Y tampoco has dicho que querías que estuviera contigo ni que me quieres, ni que te gustaría
casarte conmigo y hacerme la comida...
A Helen se le salieron los ojos de las órbitas.
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-Yo no quiero nada de eso.


Él fingió pesadumbre.
-¿Tú sólo querías tu Van Gogh, eh?- se lamentó-. ¡Yo no te importo nada, no quieres casarte
conmigo!
-¡Claro que no!-. Con la vehemencia, Helen no se daba cuenta de lo que estaba diciendo. Se
tapó la boca con las manos-. ¡Oh, Dios mío, Charles! ¿Qué has dicho?
Él hizo una mueca.
-Lo has entendido perfectamente.
-Pero tú... ¿Quieres casarte conmigo?
Charles sonrió.
-Ahora eres tú la que me lo pide a mí.
-¡No! Yo quiero decir... ¡Oh, déjate de bromear, por favor! No entiendo nada.
Charles asintió.
-Vale, porque eso es exactamente lo mismo que me está pasando a mí-. La miró, pero esta vez
totalmente serio-. Pero estoy seguro de una cosa, Helen, de que no tengo ninguna intención de
perderte. Yo no creo que pueda vivir sin ti. ¿Qué voy a hacer toda la noche solo?
Ella se encendió.
-¿Se trata sólo de sexo?-. Instintivamente bajó la voz.
-También- admitió él, con un suspiro-. ¿Quién ha dicho que sexo y amor se pueden separar?
-Nunca has hablado de amor antes de ahora... dijo ella fulminándolo con la mirada y cada
vez más sorprendida.
-Tú tampoco...
Helen se sentía al borde de un ataque de nervios.
-Mira, esta discusión es una locura. Tú me has mentido desde el primer momento que te vi,
haciéndome creer que eras un delincuente y que querías matarme... Y ahora... ¿Qué es lo que
quieres, Charles?
El le respondió con voz dulce.
-¿Tú qué quieres, Helen?
Ella se humedeció los labios. ¡Eso era lo que quería! Que fuera ella la primera que lo dijera.
Mordiéndose la lengua se dijo que, a fin de cuentas, esa concesión al menos se la podía hacer.
-Bueno, de acuerdo- dijo con un tono autoritario-. Yo te quiero.
Charles sonrió.
-Y tú siempre consigues lo que quieres, ¿no? Eso es lo que ha pasado con el Van Gogh...
-¡Oh, Charles, yo...!
-Venga, dilo...
-¡Yo te amo!
-Ya era hora señorita- se oyó una voz a sus espaldas, y Helen se dio cuenta de que era la voz
de la misma mujer que se había enfadado con ella un poco antes en el aeropuerto-. Sí yo
hubiera tardado tanto tiempo en decírselo a mi marido, nunca me habría casado. Y usted,
joven, dígaselo usted también y así terminamos de una vez.
Charles no le hizo ningún caso. Cogió a Helen entre sus brazos, la atrajo hacia sí y después le
susurró al oído, de manera que la cotilla aquélla no pudiera oír:
-Yo también te amo, Helen. Te amo muchísimo y no quiero que nos separemos nunca jamás.
Después ninguno de los dos dijo nada durante un buen rato y la metomentodo, espiando por
la rendija de los asientos, vio que se estaban besando y suspiró aliviada.
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-¿Que se ha escapado?- preguntó Helen abriendo de par en par los ojos-. ¿Qué quiere decir
que se ha escapado?
Theresa se secó los ojos enrojecidos por el llanto, y se echó hacia atrás su rubia melena. Estaba
muy desmejorada, y su pelo pedía a gritos una cita con el peluquero.
-¡Que se ha ido!- dijo con una voz estridente-. ¡Él y todo su dinero! ¡Ha retirado todo el
dinero que teníamos en el banco, ha vendido todos los títulos y ha desaparecido de un día para
otro sin decir una sola palabra!-. Soltó un hipido, después levantó la cabeza y le clavó los ojos
en la cara a Charles, que la miraba con el ceño fruncido.
Helen sabía que era parcialmente responsable de lo que había sucedido, pero no se sentía
demasiado culpable-. ¿Quieres decir que te ha dejado sin blanca?
-Exacto- gimió Theresa-. Lo único que me ha quedado es la casa, y alguna miserable joya.
Sólo el anillo de esmeraldas que tenla en el dedo valía una fortuna, calculó Helen, que no
creía en absoluto en la miseria de Theresa. Por no hablar de la casa y de todo lo que contenía.
Bueno, quizá Theresa no podría seguir manteniéndola, pero podía venderla.
Su hermana dio un par de respingos.
-Pero bueno, ni siquiera os he ofrecido algo de beber. ¡Que pésima anfitriona que soy!-. E
inmediata-mente se levantó, dirigiéndose a Charles-. ¿Qué puedo ofrecerte?- le preguntó.
Helen vio cómo arrugaba su bonita nariz y sintió que le cosquilleaban las manos.
-Un café, gracias- contestó Charles.
Helen se levantó precipitadamente.
-Te ayudo- le dijo. Luego le lanzó una mirada a Charles mientras seguía a su hermana hacia
la cocina. Él le guiñó el ojo.
Una vez en la cocina, cogió a su hermana por un brazo.
-Te lo advierto, Theresa. No tontees con él, porque esta vez te saco los ojos.
-Pero... ¡Helen! Como puedes pensar que...
-Te conozco hermanita. No es que dude de Charles, pero sé lo intrigante que puedes llegar a
ser tú. Así que ándate con mucho cuidado.
-¡Qué injusta eres!- gruñó su hermana-. Desde luego no estoy como para andar pensando en
hombres en estos momentos.
-Mejor para ti. Porque Charles es mío y lo defenderé con uñas y dientes.
Theresa no pudo evitar responderle con toda su maldad.
-Pues con Tom no lo hiciste.
-No- admitió Helen con satisfacción-. Porque era exactamente lo que tú te merecías-. Luego
salió de la cocina y fue a sentarse al lado de Charles, quien le paso una mano alrededor de los
hombros y la atrajo hacia sí. Cuando Theresa volvió al salón con el café los dos se estaban
besando de una manera tan apasionada que ella prefirió darse la vuelta y volver a la cocina con
la bandeja.
Cuando abandonaron el chalet, Helen se volvió hacia Charles con cierta aprensión.
-¿Qué piensas hacer con Tom?- le preguntó.
Él se encogió de hombros.
-Yo también soy como tú- confesó-. Cuando quiero algo, lo consigo. Evidentemente lo
perseguiré y antes o después conseguiré atraparlo. Pero antes tengo que hacer otra cosa
importante.
-¿Y de qué tipo?
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-De tipo matrimonial- dijo él abrazándola con fuerza-. Primero nos casamos, después nos
vamos de luna de miel, y luego me ocuparé de Tom. ¿Qué te parece?
Helen se sintió como si flotara entre sus brazos.
-Me parece una estupenda idea- admitió.
-Yo siempre tengo ideas brillantes.
-Casi siempre- lo corrigió Helen-. A propósito, ¿qué quieres cenar esta noche?
Charles rió mientras le hacía una señal a un taxi.
-Si sigues así, me temo que tendré que llevarte a cenar fuera durante toda la vida.
-Ésa también me parece una buena idea- comentó ella abrazándolo a su vez, mientras el coche
se dirigía hacia el aeropuerto.

FIN

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