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Singularidad y digitalización del mundo

Acerca de La singularidad de lo vivo (Miguel Benasayag, Contemporáneos, en Red


Editorial, 2019 / www.rededitorial.com.ar)

por Ariel Pennisi

Nuestra época se debate entre, por un lado, la muerte definitiva del fantasma rojo
que asustó y entusiasmó simultáneamente a Europa, para propagarse como una suerte de
internacionalismo del susto burgués, y, por otro, la literalidad del fisicalismo, la
autoevidencia de lo concreto a tal punto que pareciéramos incapaces de una fantasmática.
En ese sentido, las preocupaciones que organizan La singularidad de lo vivo y los
problemas que desarrolla Miguel Benasayag en este punto de llegada de los últimos veinte
años de su investigación –que pasó del camino compartido con Francisco Varela al trabajo
mancomunado con Giuseppe Longo– se inscriben en un diagnóstico de época, tanto
epistemológico y antropológico, como histórico, al tiempo que en una apuesta ético
política a la altura de los desafíos que se plantea.
Lejos de la añoranza heideggeriana de una nueva Grecia, tanto como del anhelo
tecnocientífico de un futuro sin límites (sin los límites propios de lo orgánico), la apuesta
al modelo orgánico consiste en una definición de invariantes y principios de
funcionamiento de lo vivo y, en particular, de lo humano (incorporando lo no humano
que lo constituye), una evaluación de lo técnico-digital y una consideración sobre las
posibilidades de hibridación, ante los riesgos de la colonización digital de lo vivo.

El giro digital

Para ubicar la especificidad de la época que atravesamos, al menos, desde hace


unos cuarenta años, establece tres cortes, que considera tres revoluciones a la vez
producto y a espaldas de la especie. Tres saltos de “desterritorialización”. En primer lugar,
la aparición de la lengua. Al tropezarse con la potencia del lenguaje –Agamben insinúa
que se trata del “el primer dispositivo”1–, la especie humana experimenta una forma de
captura de sus relaciones consigo misma y con el mundo que orienta los posibles: “De
ahí en adelante, la experiencia directa no es una condición necesaria para el saber; la
información y los conocimientos surgen mayoritariamente de una fuente indirecta” (SV).
En segundo lugar, la emergencia de la escritura. A partir de entonces, la experiencia
indirecta vertebra con más fuerza la praxis humana, el acceso al conocimiento sin la
necesidad de la experimentación corporal inmediata e incluso el descubrimiento de un
nuevo placer en la intelección, así como la extrañeza en verificar la autonomía relativa
del dispositivo escritural. Miguel destaca, para ambos casos, modificaciones en la
arquitectura del cerebro, “aunque solo fuera por los mecanismos neuronales de reciclaje
y de delegación de funciones”, procesadas durante largos siglos. La tercera ruptura, tiene
que ver con la invención de técnicas digitales para diversas dimensiones de la actividad
humana. “La digitalización reposa sobre la creencia de que el mundo, modelizado en bits
de información se compone, en su realidad concreta, por puntos discretos.” La
intervención digital pretende operar un reemplazo de la materialidad del mundo por vías
1
Agamben, Giorgio, “¿Qué es un dispositivo?”, traducción de Ariel Pennisi (Bs. As., 2008) para la
Fundación Centro Psicoanalítico Argentino.
del redondeo digital, en tanto éste impone su principio de funcionamiento (ontologiza
unidades discretas de información) por sobre el funcionamiento orgánico, según el cual,
lo discreto se organiza de acuerdo a una permanente co-evolución entre organismo, medio
y artefacto.
Frente a una concepción puramente instrumental o a una mirada naíf en torno la
digitalización, Miguel alerta sobre uno de los riesgos más notables que la concepción de
lo vivo y lo humano supuesta en la digitalización entraña: la dislocación de lo orgánico.
En un pasaje de La singularidad de lo vivo cuenta cómo el biólogo Pierre-Henri Gouyon,
en un debate, le explicó “que le resultaba posible modelizar cualquier objeto, con el ADN
y hacer circular ese modelo en distintos soportes neutros a fin de re-materializarlo.” En
esa concepción dislocada el cuerpo resulta una suerte de “soporte”, un resto que, sometido
a las leyes de la eficiencia digital, se caracteriza por una suerte de exceso territorializante.
Las tecnociencias contemporáneas, de la nueva genética a la biología molecular, pasando
por distintos niveles de digitalización de la intervención sobre lo orgánico, trafican una
suerte de metafísica platónica para la cual “los algoritmos, la información digitalizada y
el mundo meta-aritmético digital” conforman el alma o la esencia última. El cuerpo se
revela excrecencia, letargo, finitud.

El modelo orgánico

En principio, ningún organismo biológico vive autónomamente respecto de su


ecosistema, es decir que, atravesando zonas de desterritorialización, vive de manera
territorializada. De ahí que resulta importante el concepto de “campo biológico” dentro
del cual los organismos forman pliegues con autonomía relativa, cuya unidad está dada
por su eje intensivo. A diferencia de los artefactos, determinados por partes extensivas,
los organismos pueden, de hecho, perder partes, sin que ello determine su unidad, ya que
su invariante está dada por la posibilidad del cambio permanente. La parte intensiva no
es modelizable, es modo de existencia que se actualiza en los organismos, es singularidad
irreductible a exigencias externas de rendimiento. En el “campo biológico” Miguel
encuentra las condiciones propias de lo vivo y una serie de rasgos decisivos: la
variabilidad y la diversidad permanentes de todo organismo y de toda especie, el carácter
autopoiético de los organismos vivos, el carácter profundamente histórico de los seres
vivos (tensión permanente entre sus tropismos), la necesaria emergencia del sentido en
relación a una finalidad propia –es decir, los organismos no son útiles y la vida no sirve
para nada más que el desarrollo de su propia potencia.
La propuesta que Miguel bautizó con el nombre de “Mamotreto” (nombre cómico
para nosotros y enigmático para los absortos lectores franceses, sajones e italianos),
relanza la noción de “organismo” en un sentido territorializado biológicamente y
desterritorializado como composición entre lo biológico, lo cultural, lo técnico e incluso
lo digital. Para ello necesita previamente diferenciar entre los procedimientos
matemáticos de discretización y los procedimientos fenomenológicos de recorte: mientras
los primeros redondean y separan de manera dislocada unidades de información,
transforman todo lo que tocan en material de una modelización posible; los segundos
presumen que un organismo, porque finito y limitado, “recorta en una auténtica co-
construcción su ambiente”.
Así, mientras la lengua y la escritura en tanto rupturas epocales suponen una
interfaz conflictiva con el campo biológico (en términos de captura, de producción, de
zonas de metaestabilidad), la digitalización (nanotecnologías, biotecnologías,
informática, etc.) colonizan y dislocan el territorio, operando una desterritorialización
completa. De modo que a nivel de la intervención tecnocientífica sobre lo vivo, de las
nuevas tecnologías de captura de comportamientos y de la proliferación de un tipo de
matriz sensible acorde (prácticas de cuidado de sí, publicidades, divulgación, productos,
etc.) se cierne una estrategia sin estratega –no sin beneficiarios– de “desregulación y la
dislocación de todas las formas de alteridad y de identidad singular…” En ese mundo
posible, el animal humano, naturalmente artificial (Paolo Virno), no se aleja de una
naturaleza pura y virginal que nada tiene que ver con su existencia, sino que pierde su
carácter paradojal.
El “Mamotreto” es un modelo de hibridación hegemonizado por el principio de
funcionamiento orgánico. Es decir, la fragilidad como parte de la potencia, el límite
inmanente como condición de infinitos intensivos, la composición y la interfaz con lo que
excede como estructurantes de los modos de existencia. Si “lo vivo explora todos los
posibles siguiendo un tropismo que lo pone a explorar su potencia, experimentando y
modificando sus límites” (SV), el artefacto autonomizado, lo digital, sigue un principio
exterior de eficiencia, no reconoce límites sino bordes a superar y no ve en la fragilidad
sino el germen de lo deficitario.
El “Mamotreto” asume productivamente la diferencia radical entre los tres modos
de existencia que se plantea Miguel: campo biológico, campo de los mixtos y campo
digital. Al mismo tiempo, responde a una apuesta por la transducción como sistema de
comunicación basado en la capacidad de afección de los existentes en juego, sin
traducción ni codificación posible. No hay representación lineal ni reducción a unidad de
información entre sistemas, sino un tipo de relación que conserva la singularidad y
dinamiza principios de funcionamiento. El “Mamotreto” explica el pensamiento por la
relación de transducción entre los distintos campos. Por eso se le escucha a Miguel decir:
“El cerebro no piensa, el cuerpo sí”. Porque máquina y cerebro no son sino elementos que
constituyen el conjunto capturado por la combinatoria del pensamiento. Ni la máquina ni
el cerebro piensan de manera autónoma. Hay cuerpo, hay ecosistema, hay paisaje, hay
situación, hay historia.
Por su parte, “la técnica co-evoluciona en una co-creación permanente
hombre/medio/tecnología. Ante la técnica (como frente a todo mixto), los humanos ni se
adaptan a ella ni la utilizan, porque no mantienen una relación de exterioridad respecto
de ella. […] Lo que es producido, coproducido, es el conjunto de paisajes y de
ecosistemas. En síntesis, ¡el mundo mismo!” De modo que el dispositivo propuesto por
Miguel permite pensar en términos de un conjunto dinámico codependiente que incorpora
la técnica en su movimiento y alerta sobre el riesgo de reemplazo del modelo orgánico
por parte del modelo digital, según el cual, las células, los genes, los comportamientos,
los afectos, las unidades de información, las relaciones macroeconómicas, pueden ser
pensados por separado, es decir, más allá de toda singularidad, según una lógica
agregativa pasible de optimización permanente.
El “Mamotreto” repone el problema del sentido según una idea de continuidad
material sustancial y una diferencia de principios de funcionamiento, mientras que la
lógica del artefacto autónomo supone discontinuidad material y continuidad de
funcionamiento. Por ejemplo, el cerebro orgánico, en su relación material con el mundo
sufre modificaciones permanentes asociadas a los recortes co-producidos con el medio;
mientras que los artefactos, más allá de las interacciones, permanecen iguales a sí mismos.
Por eso homologar el cerebro orgánico a la máquina no es más que un modo de aplastar
la singularidad orgánica subordinándola a una determinada imagen de funcionamiento.
El “Mamotreto” permitiría comprender lo irreductible en lo vivo y la cultura en
relación a la digitalización. Es un modelo de conocimiento ético (donde conocimiento y
ética forman parte del mismo movimiento) para el cual “Conocer es actuar”. Es decir, que
en el mundo no totalizable de la co-creación no existen unidades cognoscibles que esperan
ser descubiertas por aislamiento analítico o por unidad sintética a priori: “es la acción de
recorte la que co-construye los organismos vivos y su medio ambiente. Todo ser, en su
‘esfuerzo por’ (el conatus de Spinoza) que caracteriza a lo vivo, prueba construir lo
homogéneo (o sea, su sentido) a partir de lo heterogéneo dado” (SV). En este planteo no
hay punto de vista privilegiado, sino, en todo caso, una “función sujeto” emergente y
compuesta, punto de vista que incluye niveles de conflictividad, aspectos asemánticos2 y
relaciones de transducción en su seno.
Fundamentalmente, la apuesta de Miguel se sostiene en la inversión de la captura
para definir lo vivo, no en términos de esencia, sino de principio de funcionamiento: las
singularidades dan cuenta de funcionamientos propios de lo vivo, es decir, intensidades,
que capturan las partes extensivas. De modo que el funcionamiento orgánico es ya
siempre complejo y sus partes y elementos se encuentran siempre capturadas en un
determinado régimen de relación. No hay partes simples “agregadas” que organizarían la
complejidad. Es en condiciones de una “doble constricción” (una propia del organismo y
otra proveniente del conjunto de lo vivo) que se desarrollan los fenómenos vivientes. El
recorte propio del “Mamotreto” vuelve inteligible el pasaje de un “infinito complejo” a
otro, mientras que el modelo epistemológico implícito de las tecnociencias
contemporáneas toma las partes simples por separado y las reunifica de acuerdo a una
programación que les resulta exterior. En el “Mamotreto” lo vivo es irreductible a la
modelización, para las tecnociencias contemporáneas la lógica recombinante es el trofeo
de su intervención. Así, lejos del modelo de continuidad por contigüidad, en el mundo de
las singularidades hay “correlación crítica”, “estados de transición de fases”,
metaestabilidades conflictivas, muerte necesaria y ciclos.

Funcionar o existir

Mientras las rupturas o niveles de desterritorialización expresadas por la lengua y


la escritura supusieron procesos milenarios de asimilación, co-ecvolución y co-creación
con la especie humana y lo vivo en general, la digitalización altera las condiciones de lo
vivo de manera desproporcionada por el grado de captura y propagación en comparación
con su escaso tiempo de existencia. La velocidad y penetración de la digitalización es
incomparable respecto de los procesos de desarrollo de la lengua y de alfabetización.
Antecedido por El cerebro aumentado, el hombre disminuido (Paidós, 2016) y Elogio del
conflicto (90 Intervenciones, 20183), La singularidad de lo vivo sostiene: “En nuestro
tiempo, estructurado por las finanzas y el consumo teñido de actividades lúdicas capturan
los segmentos dislocados de las personas, de las sociedades y de los ecosistemas para
agenciarlos a un sistema que se presenta como la única racionalidad posible: aquella de
la aumentación y del rendimiento, creando así sucedáneos de ritos separados de todos los
ritmos biológicos.”
Según Massimo De Carolis, las bases de la robotización y digitalización de la
existencia provienen tanto de la intervención científica y los modelos sociales, como del
propio deseo de los individuos, cada vez que fantasean con una suerte de libertad
incondicionada, con la posibilidad de rediseñar el cuerpo y la vida misma. De modo que
los llamados de alerta no deben considerarse exabruptos de una teoría alarmista, sino
señalamientos sobre formas de concebir lo vivo y lo humano por parte de lo que Miguel
llama “el proyecto transhumanista”, que, desplegándose en distintos territorios
2
Según Clément Rosset lo real es asignificante (Rosset, Clément. Lo real. Tratado de la idiotez, Pre-
Textos, Valencia, 2004).
3
En Red Editorial: www.rededitorial.com.ar
existenciales, permiten avizorar una nueva forma de gobierno y orientación de las
conductas mediante la fragmentación del cuerpo, la separación de las relaciones sociales
en unidades de medida modeladas por la racionalidad algorítmica de redes sociales y
mecanismos macroeconómicos, la molecularización de la medicina y la reconstitución de
la individualidad estallada bajo la forma de perfiles hechos de partes agregadas,
microcomportamientos separados o deseos sin historia ni biografía.
Existir alberga la fragilidad, la muerte y la extinción como improntas asociadas a
la potencia. Es decir, que la negatividad resulta inherente a la potencia de existir. Claro
que lo vivo y, en particular, lo humano producen formas de funcionamiento, es decir,
funcionan. Solo que la incompatibilidad entre seres, la inadecuación de cada quien
consigo mismo, el roce y sus efectos inesperados, la comunicación no codificable, la
angustia, la aleatoriedad de los encuentros y el permanente rodeo en torno a los puntos
ciegos de modos de ser no totalizables hacen a la belleza y las miserias de la existencia.
Funcionamiento estructuralmente fallado. Mientras que las técnicas de digitalización y de
intervención sobre la vida que se inscriben en el “proyecto transhumanista” se
corresponden con una imagen de funcionamiento cuya eficiencia está marcada por una
pura positividad, una racionalidad progresiva, utilitaria y acumulativa correlativa del
proceso neoliberal que nos interpela en términos de fragmentos de vida, paquete de
prestaciones, zonas de rentabilidad. La exigencia de funcionar se inscribe en una
perspectiva modular de lo vivo, lo humano y lo social que, un tipo de existencia que, a la
luz de las “novedades” científicas, resultaría materialmente reversible y rediseñable,
predictible y programable.
De modo que la apuesta política de La singularidad de lo vivo, que va del
laboratorio de un investigador en neurofisiología a un pensamiento situacional del acto,
pasando por las memorias de un ex militante guevarista, nos provoca en los términos
mismos de la época: “mejor no funcionar”. La hibridación organismo-artefacto es tan
irreversible como pasible de una disputa por la incorporación del campo digital en los
ritmos “inútiles” del campo biológico, del roce con la técnica en la constitución de modos
de vida atentos a sus procesos orgánicos y a los modos de darse de los mixtos, reservorios
de singularidades existentes y por venir.

Publicado en revista Hipatia (UBA), N° 1, 2019.

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