Está en la página 1de 102

Filinich, María Isabel

Descripción. - 1ª. ed.- Buenos Aires : Eudeba, 2011.


EBook. - (Enciclopedia Semiológica/Elvira Arnoux)

ISBN 978-950-23-1805-9
1. Semiológía
CDD 412

Eudeba
Universidad de Buenos Aires
1ª edición: 2011

© 2011, Editorial Universitaria de Buenos Aires


Sociedad de Economía Mixta
Av. Rivadavia 1571/73 (1033) Ciudad de Buenos Aires
Tel: 383-8025 Fax: 4383-2202
Diseño de interior: Diego Cabello
Diseño de tapa: Silvina Simondet
Corrección y composición general: Eudeba

Atribución-NoComercial-SinDerivadas
CC BY-NC-ND

2
Introducción
Nuestra experiencia de lectura nos permite reconocer, al menos de
una manera intuitiva, aquellos momentos de una narración en los
cuales el ritmo de la sucesión de los acontecimientos se detiene para
dar paso, mediante esa detención del curso narrativo, a otra forma del
discurso que llamamos descripción.
Un rápido ejercicio de observación de un pasaje literario donde
predomina la descripción nos permitirá inferir aquellos aspectos del
discurso que señalan su presencia. Leamos entonces el siguiente
fragmento de Yo, el Supremo, de Roa Bastos:
Antonio Manoel Correia da Cámara se apea del carruaje ante la
posada que se le ha destinado. Contra el blancor de la tapia se
destaca la figura del típico macaco brasileiro. Desde mi ventana lo
estudio. Animal desconocido: León por delante, hormiga por
detrás, las partes pudendas al revés. Leopardo, más pardo que leo.
Forma humana ilusoria. Sin embargo, su más asombrosa
particularidad consiste en que cuando le da el sol, en vez de
proyectar la sombra de su figura bestial, proyecta la de un ser
humano. Por el catalejo observo a ese engendro que el Imperio me
envía como mensajero. Pegada a la boca, una fija sonrisa de
esmalte. Fosforilea un diente de oro. Peluca platinada hasta el
hombro. Ojos entrecerrados escrutan su alrededor con la cautelosa
duplicidad del mulato.**
Y en nota a pie de página se lee:
** “Alto, claros cabellos rubios, ojos penetrantes y castaños,
cabeza elevada e inteligente, nariz levemente aguileña con trazos
fuertes de energía y voluntad; en suma, un bello tipo de hombre.
Grave, circunspecto. Actitudes medidas, protocolares. Viste a la
moda con la elegancia diplomática que ha adquirido durante su
convivencia en las viejas cortes europeas” (Porto Aurelio, Os
Correa da Cámara, Anais, T. II, Introducción, p. 213).
La narración del descenso del personaje del carruaje que lo
transporta da paso al despliegue de la descripción del sujeto de tal
acción. Una rápida lectura del texto pone en evidencia que el principal
objeto del discurso (la figura del mensajero del gobierno brasileño) es

3
aquí presentado a través de un procedimiento que alterna entre la
referencia al todo y el detalle de las partes: la enumeración de los
rasgos (en ambos fragmentos) es una suerte de lista de atributos que se
organizan alrededor de un nombre propio, designación sintética (y, a
partir de aquí, cargada de significación) del actor de los
acontecimientos.
Si observamos ahora nuestra propia lectura, nuestra propia actividad
desplegada sobre el texto, tendremos que reconocer que nos hemos
detenido en la construcción del objeto del discurso, en aquello que
llamamos el enunciado, nivel que se recorta de la totalidad del texto
para permitirnos ver aquello de lo que se habla. Esta primera
aproximación, el estudio de la composición del enunciado descriptivo
(del cual aquí sólo hemos mostrado uno de sus rasgos sobresalientes:
la enumeración de las partes de un todo) será objeto de reflexión en el
segundo capítulo de este trabajo.
Pero volvamos al texto y continuemos nuestro recorrido. Si
recobramos ahora elementos que habían quedado suspendidos en la
lectura anterior, advertiremos la presencia de ciertos enunciados que
revelan una actividad diferente a la señalada anteriormente (la
descomposición del objeto en un todo y sus partes), actividad de otro
carácter, que pone en escena a otro actor distinto del mensajero.
Enunciados como Desde mi ventana lo estudio... Por el catalejo
observo... instalan un ángulo de observación desde el cual se proyecta
una mirada que organiza el centro y el horizonte de observación,
dispone el escenario sobre el cual se efectuará un
recorrido guiado tanto por aquello que se ofrece a la contemplación,
la figura que se desplaza, como por las posibilidades de captación de
quien percibe, optimizadas aquí por la mediación del catalejo. Aunque
no sólo en el primer fragmento de este pasaje puede señalarse la
presencia de un ángulo de observación: en lo que se presenta como
una nota a pie de página, si bien no hay una manifestación explícita
del acto de observar, no por eso dejamos de advertir la postura desde
la cual se describe al personaje, esta vez, exhibida por contraste con la
que se manifiesta en el cuerpo del texto, y que acusa la fingida
neutralidad y mirada objetiva del sujeto de un texto documental.
Esta segunda aproximación de nuestro propio recorrido sobre el
texto da cuenta de otro nivel de análisis: nos hemos detenido ahora ya
no en aquello que es objeto del discurso sino en el modo de percibirlo,
en el acto por el cual el objeto cobra cuerpo en el seno del discurso.
Este acto, ahora de observación, forma parte de un acto complejo que

4
llamamos acto de enunciación, soporte implícito de todo enunciado. El
tercer capítulo de este estudio estará dedicado a sentar las bases para la
comprensión de los rasgos que caracterizan la enunciación descriptiva,
reservando el cuarto para el desarrollo de una de sus dimensiones: la
dimensión cognoscitiva de la descripción.
Pero hay también otros aspectos, que se superponen a los que
acabamos de mencionar al modo como los rasgos suprasegmentales se
encabalgan sobre porciones diversas del encadenamiento sintagmático:
la percepción de la figura del mensajero implica, por una parte, la
proyección de cierta evaluación peyorativa de sus particularidades, en
el primer fragmento, y de un supuesto distanciamiento objetivante, en
la nota al pie (rasgos que corresponden a la dimensión cognoscitiva de
la cual acabamos de hablar). Pero, por otra parte, esa percepción
también conlleva una cierta afectación de quien percibe: el sujeto es
afectado, no sólo por lo que observa sino también y fundamentalmente
por lo que el mensajero representa, y el rechazo que le provoca se
manifiesta a través de ciertos rasgos no por menos observables menos
presentes, tales como la disposición de los elementos en el interior de
las frases que otorga una intensidad diferente a los rasgos destacados:
los juegos verbales, el tono burlón, son todos exponentes de un estado
de ánimo afectado por esa presencia, atravesado por
movimientos encontrados de sus afectos, tocado en su sensibilidad.
Aquí es el propio cuerpo el que se expresa volcando figuradamente en
el discurso el caudal de pasiones que lo alimentan.
Este dominio que hemos emparentado con la prosodia del discurso
comprende la llamada dimensión pasional o afectiva de la
enunciación, la cual abordaremos en el capítulo quinto.
Como podemos advertir, el estudio de la descripción requiere del
análisis de los distintos niveles y dimensiones del discurso en los
cuales se manifiesta. Dedicaremos entonces el capítulo inicial a la
elaboración de una concepción semiótica del discurso descriptivo.
Es también nuestro propósito mostrar que los procedimientos
descriptivos tienen lugar no sólo en los textos reconocidos como
literarios sino también en muchos otros tipos de textos, de ahí que
realizaremos las observaciones que nos ayuden a ilustrar la teoría
sobre fragmentos de textos de diversa índole.
El lector encontrará, en las páginas que siguen, una exposición
detallada de una concepción semiótica de la descripción, así como
también análisis de textos diversos que permitan mostrar la eficacia de
adoptar esta perspectiva frente a la productividad significante de los

5
textos.

6
Capítulo 1

Semiótica del discurso


descriptivo
Decíamos en la introducción que nuestra propia competencia como
lectores nos ofrece criterios para reconocer la presencia de la
descripción en el discurso. Sin embargo, esta competencia no nos
basta para explicar la composición y el funcionamiento del discurso
descriptivo. Para lograr tal fin, es necesario analizar en detalle los
distintos niveles y dimensiones discursivas, los componentes y las
operaciones propias de la descripción, los diversos sujetos implicados
en la actividad descriptiva, aspectos todos que nos permitirán
configurar el lugar de la descripción en todo discurso.
Para comenzar, creemos necesario explicitar el significado de las
dos nociones implicadas por el enunciado que encabeza este apartado:
discurso y su predicación, descriptivo. Detengámonos primeramente
en estos conceptos.

7
1.1. Una definición de discurso
El concepto de discurso, como sabemos, ha recibido acepciones
diversas, y este mismo hecho nos obliga a precisar el sentido en que
aquí será utilizado. En otro trabajo me he referido a esos distintos
usos[1] y también he constatado que bajo la diversidad de acepciones
subyace un denominador común: el término discurso siempre alude –
conservando el sentido inicial que le diera Benveniste–[2] a la puesta
en funcionamiento de un sistema de significación y a la intervención,
por lo tanto, del sujeto, en tanto su presencia es imprescindible para
poner en acto, por ejemplo, a la lengua.
El discurso, en el sentido que aquí se asume, ocupa –como lo
propone Parret (1987)– un lugar intermedio entre el concepto de
lengua, entendida como el conjunto de articulaciones del sistema, y el
de habla, en tanto realización individual de la lengua por parte de los
hablantes. Entre ambos extremos, uno que da cuenta del sistema
abstracto y otro que registra las variaciones concretas e individuales
del uso, puede ubicarse una zona intermedia, un lugar de tránsito (que
va de la competencia abstracta a la ejecución particular de un acto de
habla), lugar que posee sus propias regularidades, sus estrategias, sus
dimensiones.
El nivel discursivo se constituye así con dos tipos de rasgos: unos,
pertenecientes al sistema lingüístico, y otros, provenientes de los
distintos tipos discursivos que el habla va configurando. Los primeros
comprenden aquellos aspectos que, según Benveniste, constituyen “el
fundamento lingüístico de la subjetividad” (1978: 181), tales como los
deícticos de persona, tiempo y lugar, el tiempo presente, la primera y
la segunda persona, los modalizadores (poder, deber, querer), la
aspectualidad (lo puntual y lo durativo, y, dentro de este aspecto, lo
continuo y lo discontinuo, etc.), formas todas que residen
potencialmente en la lengua pero a las que sólo el discurso les otorga
principios de organización, regularidades y estrategias de uso. Los
segundos rasgos a que nos referimos aluden, precisamente, a esos
principios y estrategias que las distintas prácticas discursivas y las
culturas van generando (y que están en constante transformación,
piénsese en la historicidad de los géneros que hace que un texto, por
ejemplo, sagrado, pueda pasar a formar parte, en otro momento, de la
institución literaria).

8
El concepto de discurso designa, entonces, un nivel de análisis de
los textos que permite contemplarlos como un espacio de puesta en
funcionamiento de un sistema de significación, sostenido tanto por los
rasgos generales del sistema como por los rasgos específicos propios
de cada tipo discursivo (tales como características de género, reglas de
organización textual, usos estilísticos, formas particulares de
intertextualidad, etc.).
Además, para los fines del análisis del discurso, es necesario
distinguir en el espacio discursivo dos niveles siempre presentes: el
nivel del enunciado, que atiende a lo dicho, lo informado, el objeto del
discurso, y el de la enunciación, que remite al proceso por el cual lo
dicho es atribuible a un yo que apela a un tú. Ambos niveles
conforman esa totalidad a la que llamamos discurso y, e n este sentido,
puede afirmarse que el discurso es el todo y el enunciado y la
enunciación son sus componentes.
Hablar entonces de discurso descriptivo implica situarnos en este
ámbito de preocupaciones y dar cuenta de la configuración especial de
esos principios de organización y estrategias que nos permiten
reconocer la presencia de lo descriptivo en los textos. Para ello,
procederemos a deslindar los aspectos que se tratarán en los dos
grandes niveles: el enunciado descriptivo (al cual dedicamos el
segundo capítulo) y la enunciación descriptiva (que desarrollaremos en
los tres capítulos subsiguientes). Pero antes de avanzar más, debemos
detenernos, como lo habíamos anunciado, en el concepto de
descripción.

9
1.2. Alcances del concepto de descripción
Una primera aproximación a la descripción puede realizarse a partir
de la comparación con otro de los modos de organizar la materia
verbal: la narración.
Puede afirmarse que la narración modela el material verbal sobre el
eje de la sucesión temporal y pone en escena una interacción entre
narrador y narratario.[3]
Por su parte, la descripción dispone el material verbal basándose en
el criterio de la simultaneidad temporal e instala en el discurso la
presencia de un descriptor y un descriptario (en términos de Hamon).
[4]
Quisiera detenerme en un concepto que considero central para
intentar definir la descripción: el concepto de simultaneidad temporal.
En el capítulo referido a la actividad descriptiva del libro Hablar de
literatura, de Dorra (1989), se toma como punto de partida la
consideración de dos modalidades básicas de efectuar relaciones
lógicas: la asociación de entidades sucesivas y la asociación de
entidades simultáneas, y se reconoce que la narración ejemplifica el
primer tipo de relación y la descripción el segundo.
Es evidente que el autor quiere señalar que no debe traducirse esta
oposición entre lo sucesivo y lo simultáneo mediante la pareja de
opuestos dinámico vs. estático. Dorra aclara: la narración “concibe y
propone al objeto como un proceso [...] sucesividad es en este caso
orden temporal. Por su parte, la descripción, al disponer sus términos
sobre el eje de la simultaneidad, sustrae al objeto de la sucesividad
temporal y lo propone como una duración o como un sistema de
posibilidades transformacionales ya realizadas [...] la descripción es un
procedimiento discursivo que hace de su objeto un espectáculo”
(1989: 260).
Creo importante destacar que la oposición entre ambas formas de
representación no pasa por la presencia/ausencia de temporalidad sino
por un tratamiento diverso de la misma: si la narración se funda sobre
la sucesión temporal, la descripción sustrae al objeto del
encadenamiento temporal, de la sucesión, y lo presenta como una
duración temporal, como instalado en un tiempo suspendido pero no
negado. En este tiempo suspendido y profundizado, en este tiempo
espacializado, los objetos comparten su temporalidad, existen

10
simultáneamente, aunque el discurso por su propia naturaleza deba
ordenarlos sucesivamente (y aquí “sucesivamente” significa más bien
“orden espacial”, esto es, disposición sucesiva en el espacio material
del texto, y no quiere decir “orden temporal” puesto que no hay orden
temporal previsto para los objetos de una descripción excepto aquel
que imponen los modelos descriptivos o los requerimientos estéticos).
En este mismo sentido, Reuter señala: “El objeto descrito se
presenta (o es presentado) como no organizado alrededor de una
sucesión temporal y/o causal y/o como no remitiendo a la
transformación (de un estado a otro; de una tesis a otra; de una
pregunta a una respuesta...). La descripción se presenta así sin
referencia a un orden ‘real’ anterior, según el modo de la
simultaneidad temporal, de la coexistencia, de la yuxtaposición”
(1998: 40).
Tal vez sea necesario volver sobre aquel tipo de temporalidad que,
decíamos, caracteriza a la narración, para destacar luego el modo de
presencia de la temporalidad en la descripción.
Al caracterizar la temporalidad narrativa como relación sucesiva de
acontecimientos se atiende –en términos muy generales y con la sola
intención de oponerla a otro tipo básico de asociación– al modo de
presencia del tiempo en el nivel del enunciado, de aquello que es
objeto del discurso, de los acontecimientos narrados. En este sentido,
la sucesividad señalada afecta a la necesaria disposición en serie, en
cadena, de eventos que no pueden sino percibirse en algún tipo de
relación lógica (causa/efecto) o cronológica (antes/después).
Pero si atendemos al nivel de la enunciación narrativa, es necesario
reconocer que, en el momento de desplegar su actuación como
narrador, el sujeto enunciante inaugura el tiempo presente y se
mantiene en un presente continuo, para dar cuenta, desde ese presente,
de la movilidad temporal de los acontecimientos que son objeto de su
discurso. Es decir que, en lo que atañe a la enunciación, no hay
posiciones temporales sucesivas, sino un prolongado y renovado
presente.
Sin embargo, es necesario también considerar el hecho de que si
bien no hay un avance temporal en la enunciación, hay una progresión
de otra naturaleza. Esto es, a medida que la narración avanza, que se
añaden nuevos acontecimientos –sin importar en qué orden éstos se
enuncien– hay un avance en la adquisición de saber del narratario.[5]
Digamos, así, que el encadenamiento de sucesos (en cualquier orden
que éste se organice) en el enunciado narrativo repercute como

11
aumento de saber en el nivel de la enunciación narrativa. El
transcurso, el devenir temporal, la sucesión de acontecimientos, es lo
propio del enunciado narrativo; pero, en el nivel de la enunciación
narrativa, el progreso, el avance, no es temporal –pues se trata del
presente continuo de la enunciación– sino que tal progresión afecta
sólo la dimensión cognoscitiva: hay una acumulación progresiva de
saber.
En el caso de la descripción, decíamos que la temporalidad se
presenta bajo la forma de la simultaneidad: aquello que se describe no
se inscribe en un ordenamiento progresivo sino que se organiza –en lo
que a la temporalidad se refiere– bajo la forma de la coexistencia.
Ahora bien, ¿qué es lo que permite que todo objeto descrito sea
mostrado en relación de simultaneidad? ¿Y entre qué elementos se
establece tal relación de simultaneidad?
Para poder precisar cómo y en qué niveles interviene la
simultaneidad temporal en los enunciados descriptivos es interesante
analizar la definición de la figura que en la tradición retórica aparece
asociada a la descripción; nos referimos a la evidentia.[6]
Lausberg define la evidentia como “la descripción viva y detallada
de un objeto mediante la enumeración de sus particularidades
sensibles (reales o inventadas por la fantasía). El conjunto del objeto
tiene en la evidentia carácter esencialmente estático, aunque sea un
proceso; se trata de la descripción de un cuadro que, aunque movido
en sus detalles, se halla contenido en el marco de una simultaneidad
(más o menos relajable). La simultaneidad de los detalles, que es la
que condiciona el carácter estático del objeto en su conjunto, es la
vivencia de la simultaneidad del testigo ocular; el orador se
compenetra a sí mismo y hace que se compenetre el público con la
situación del testigo presencial” (Lausberg, 1976: 224-225).
Hallamos en esta definición una explicación acerca de la forma de
operación de la simultaneidad en los dos niveles del discurso
descriptivo que nos interesa deslindar: en el enunciado y en la
enunciación. Se menciona, en primer lugar, la “simultaneidad de los
detalles”, de las particularidades sensibles del objeto o proceso, esto
es, la concomitancia de los elementos que integran el nivel del
enunciado; y más adelante se hace referencia a la “simultaneidad del
testigo ocular”. Esta concomitancia del detalle con el testigo que lo
contempla es enfatizada y puesta en evidencia por el orador, cuya
compenetración con el testigo convoca la compenetración del
destinatario del discurso descriptivo.

12
En esta definición se encuentran reunidos los aspectos que
consideramos centrales para distinguir la descripción:
• en el nivel del enunciado, la organización descriptiva de la materia
verbal articula las particularidades sensibles de objetos o procesos
sobre el eje de su presencia simultánea (quedaría por determinar bajo
qué formas se realiza tal articulación);
• en el nivel de la enunciación, por una parte, se infiere la presencia
de un testigo (el observador), el cual dispone los detalles en
simultaneidad con el recorrido que realiza sobre los mismos; y, por
otra parte, se advierte el gesto del enunciador, en su papel de
descriptor (aquí, el “orador”), de poner en escena a ese testigo
presencial. Los papeles de descriptor y observador estarían de entrada
considerados, quedaría por reconocer cómo opera ese “testigo”
(observador) en el interior de los textos y cuál es su relación con el
descriptor.
Podríamos decir entonces, traduciendo en nuevos términos la
definición de Lausberg, que, en el caso de la descripción, el descriptor
delega en un observador la facultad de realizar un recorrido del objeto
por obra del cual puede situarse en un tiempo concomitante con
aquello que percibe.
Para explicarnos con mayor claridad, analizaremos cómo se da este
proceso de delegación de la mirada en un texto. Detengámonos en el
siguiente fragmento de una evocación de su vida personal del poeta
José Carlos Becerra, referida a ciertas reuniones a las cuales solía
asistir con sus padres, en la casa solariega de una tía:

Entre los olores emitidos desde la alacena y el penduleo de los


columpios en el patio trasero, tendíase un puente sólo visible en la
voz de mi tía. Ya que según me parecía, esta voz, valiéndose de su
charla pintoresca con mis padres y algunas otras visitas, construía
para nosotros los pequeños, indirecta, sutil, diabólicamente, aquel
puente que operaba como el único acceso a la alacena desde los
columpios. Frases, giros, entonaciones, no eran para mí sino
diversos fragmentos constructivos de aquel puente que sólo era
visible hasta que la anciana le colocaba la última piedra: la frase
con que nos gritaba a sus sobrinos que las puertas de la alacena ya
iban a ser abiertas. Entonces el puente aparecía por completo y era
de lo más sencillo cruzarlo, bastaba con dirigirnos a la alacena.
Pero una vez que lo cruzábamos, volvía a desaparecer.
José Carlos Becerra, “Fotografía junto a un tulipán”, en El otoño

13
recorre las islas, p. 249.
En este pasaje, evocación de un recuerdo de infancia, podemos
apreciar claramente el predominio de los recursos descriptivos por
medio de los cuales quien enuncia, la voz que sostiene el discurso, el
yo implícito, renuncia a depositar su mirada de adulto sobre aquel
acontecimiento (desde cuyo punto de vista el hecho tiene escasa
significación: la espera del momento en que la tía ofrecería los dulces
a los niños) y delega, la mirada y los afectos, en un actor colectivo
(que aparece en el enunciado como “nosotros los pequeños”) del cual
se desgaja un yo, el niño de entonces. Aquí se trata de describir el
dilatado tiempo de la espera alojado en el espíritu infantil, a la manera
como la imaginación de aquel niño representaba, mediante una figura
espacial y concreta (la construcción del puente), el transcurso del
tiempo. Digamos que el yo adulto, quien describe –esto es, quien
desempeña el papel de descriptor– , presta su voz para que el yo
infantil descubra, ante el destinatario de esta descripción, su vivencia
del acontecimiento como un suceso con visos mágicos y
extraordinarios.
Es precisamente este procedimiento, este giro enunciativo, por el
cual la voz al delegar en otro la mirada y los afectos produce una
disociación entre la voz y la percepción, instalando en el discurso otro
centro de referencia, otro ángulo desde el cual lo percibido cobra otra
dimensión, otra significación. Varios rasgos dan cuenta de este nuevo
centro de referencia desde el cual se percibe el acontecimiento: la
espera que transcurre entre dos actos (jugar y comer dulces) se
transforma, a través del filtro de la mirada infantil, en un puente
tendido entre “los olores emitidos desde la alacena y el penduleo de
los columpios”. Los juegos de sustituciones que vuelven palpable la
espera son diversos: los dulces, mediante su omisión, quedan a gran
distancia del centro de percepción, primero por estar sustituidos por su
continente, la alacena, y luego, por su efecto, los olores. Asimismo,
para aludir al juego de los niños, se realiza una traslación que
desdibuja la acción como acto realizado por alguien intencionalmente,
para realzar el carácter mecánico que adquiría aquella actividad (“el
penduleo de los columpios”) cuyo sentido no residía en ella misma
sino en otra parte, en ser un acto que llenaba el tiempo de la espera de
otra cosa. Y entre estos dos extremos, condensados en la alacena y los
columpios, el puente que habrá de enlazarlos será la voz: las
modulaciones de la voz adquieren la consistencia de una materia

14
resistente y sólida, por encima de la cual se puede caminar y anular la
distancia que media entre el deseo y su consumación.
La perspectiva afectiva del texto está también marcada por la
aspectualización de la acción: la duración de la espera no sólo está
señalada por las sustituciones que distancian el objeto deseado sino
también por el aspecto durativo de los verbos, que asumen, en su
mayoría, la forma imperfecta del pretérito, o bien, adoptan formas
perifrásticas (“ya iban a ser abiertas”) que realzan la inminencia de la
acción, el momento previo a la realización, el clímax del movimiento
del deseo.
Habría entonces, en los textos predominantemente descriptivos, una
simultaneidad en el nivel del enunciado, entre los objetos descritos, los
cuales se presentan en coexistencia (en nuestro ejemplo, la alacena, los
columpios, la voz, y, dentro de ella, las frases, los giros, las
entonaciones) y una simultaneidad en el nivel de la enunciación, entre
lo percibido y quien percibe, esto es, quien se instala en concomitancia
con lo observado y despliega su mirada (su percepción, en sentido más
general) para ofrecer una imagen del mundo percibido al destinatario.
Evidentemente no podría tratarse de la simultaneidad con el descriptor,
quien, en tanto detenta la voz, se instala en el presente continuo de la
enunciación, sino que hay simultaneidad de lo percibido con quien
percibe, que tanto observa como también es afectado por lo
observado.
Diremos, en consecuencia, que en la narración el enunciador (en su
papel de narrador) se mantiene en un presente continuo desde el cual
da cuenta de la sucesión de acontecimientos, mientras que en la
descripción el enunciador (en su función de descriptor) convoca la
figura de un observador que se desplaza colocándose en simultaneidad
con lo percibido y produciendo así la imagen de coexistencia de los
elementos observados.
Volviendo a la imagen del “testigo ocular” de la definición de
Lausberg, que hemos asimilado inicialmente al concepto de
observador, es necesario ahora hacer una precisión. Tal como hemos
señalado en nuestro ejemplo, quien percibe, el sujeto que recorre el
objeto, no sólo deposita su mirada y sus apreciaciones sobre lo
observado (lo cual caracteriza precisamente su papel de observador)
sino que también es afectado, tocado por las sensaciones que lo
alcanzan (los olores, los sonidos de la voz) ante las cuales su cuerpo se
activa y genera la tensión de la espera. Este mundo afectivo puesto en
movimiento es el ámbito donde surge otra serie de significaciones y,

15
por lo tanto, atribuibles a otro tipo de sujeto diverso del observador;
éste será el lugar del sujeto pasional, del cual hablaremos enseguida.
Nuestra concepción acerca de los alcances del concepto de
descripción comparte además la extensión que Hamon (1991) le
otorga al término (aunque él prefiere hablar de lo descriptivo, para
poner el acento en el hecho de que la presencia de los rasgos que lo
caracterizan nunca desplaza la presencia de rasgos de otro tipo de
textos, en el marco de los cuales aparece y se manifiesta como una
dominante más que como una unidad específica). En este sentido, la
descripción no sólo se halla en textos literarios sino que también la
encontramos en los más diversos tipos de textos: científicos, de
divulgación, informativos, crónicas, enciclopedias, guías, diccionarios,
etc. Además, todos los objetos del mundo, real o ficcional,
perceptibles o imaginables, concretos o abstractos, estáticos o
dinámicos, pueden ser objeto de una actividad descriptiva. De aquí que
consideremos que el despliegue de la descripción obedece a un giro
enunciativo, por efecto del cual el enunciador instala otro centro de
referencia en el discurso (ya sea el recorrido que realiza un observador
o un sujeto pasional) que produce la imagen de concomitancia entre
quien percibe con lo percibido.

16
1.3. Las dimensiones del discurso
Las observaciones precedentes implican que podemos distinguir en
el discurso dimensiones diversas. En un trabajo dedicado a elaborar
una tópica narrativa antropomorfa, Fontanille (1984) propone
considerar que así como hay discursos que ponen en escena a sujetos,
objetos y haceres de orden pragmático (el caso clásico de la historia
fundada en la carencia de un objeto de valor), hay también discursos
cuyos sujetos, objetos y haceres se articulan sobre otras dimensiones,
en particular sobre la dimensión cognoscitiva (el sujeto desconoce el
valor del objeto, por ejemplo) y sobre la dimensión tímica o pasional
(el sujeto, pongamos por caso, es indiferente ante el valor). Estas tres
dimensiones, pragmática, cognoscitiva y tímica o pasional, aparecen
en el discurso, tanto en el nivel del enunciado como en el de la
enunciación.
Así, en el nivel del enunciado, estas tres dimensiones comprenderían
las tres grandes esferas de actuación posible del sujeto: la dimensión
pragmática del enunciado atendería a la acción (entendida en términos
de transformación) desplegada por los sujetos en el enunciado; la
dimensión cognoscitiva daría cuenta del lugar del saber en el
encadenamiento de los sucesos, mientras que la dimensión pasional
designaría las pasiones que movilizan a los sujetos implicados en el
enunciado.
En el nivel de la enunciación, Fontanille sugiere que las tres
dimensiones recubrirían los siguientes aspectos: la dimensión
pragmática de la enunciación comprendería la realización material del
enunciado (por ejemplo, el narrador, entendido como la voz
responsable de verbalizar la historia, se inscribiría en esta dimensión;
de manera análoga, se puede postular que, para el caso de la
descripción, éste sería el lugar del descriptor) ; la dimensión
cognoscitiva de la enunciación atendería a la constitución y
transmisión del saber, esto es, las perspectivas que orientan el
enunciado (éste sería el lugar del observador, sujeto encargado de
proyectar los puntos de vista en el discurso); y la dimensión tímica de
la enunciación comprendería las atracciones y repulsiones, la euforia o
la disforia del sujeto pasional. Como podemos apreciar, para cada
dimensión se prevé un tipo de sujeto, de manera tal que, según el tipo
de hacer que desempeñe en el discurso, recibirá una denominación
diferente: narrador/descriptor, observador, sujeto pasional, siendo

17
todos ellos sujetos enunciativos.[7]
Analicemos, en un pasaje predominantemente descriptivo, la
presencia de las tres dimensiones mencionadas:
Nadamos toda la mañana y yo les leí poemas de Alfonsina: y
cuando llegamos a donde dice: “Una punta de cielo/ rozará/la casa
humana”, me separé de ellos y me fui lejos, entre los árboles, para
ponerme a llorar. Ellos no se dieron cuenta de nada. Después
extendimos el mantel blanco y comimos charlando y riéndonos
bajo los árboles. Habíamos preparado riñón –a Leopoldo le gustan
mucho las achuras– y yo no sé cuántas cosas más, y habíamos
dejado toda la mañana una botella de vino blanco en el agua, justo
debajo de los tres sauces, para que el agua la enfriara. Fue el mejor
momento del día: estábamos muy tostados por el sol y Leopoldo
era alto, fuerte, y se reía por cualquier cosa. Susana estaba
extraordinariamente linda. Lo de reírnos y charlar nos gustó a
todos, pero lo mejor fue que en un determinado momento ninguno
de los tres habló más y todo quedó en silencio. Debemos haber
estado así más de diez minutos. Si presto atención, si escucho, si
trato de escuchar sin ningún miedo de que la claridad del recuerdo
me haga daño, puedo oír con qué nitidez los cubiertos chocaban
contra la porcelana de los platos, el ruido de nuestra densa
respiración resonando en un aire tan quieto que parecía depositado
en un planeta muerto, el sonido lento y opaco del agua viniendo a
morir a la playa amarilla. En un momento dado me pareció que
podía oír cómo crecía el pasto a nuestro alrededor. Y enseguida,
en medio del silencio, empezó lo de las miradas. Estuvimos
mirándonos unos a otros como cinco minutos, serios, francos,
tranquilos. No hacíamos más que eso: nos mirábamos, Susana a
mí, yo a Leopoldo, Leopoldo a mí y a Susana, terriblemente
serenos, y después no me importó nada que a eso de las cinco,
cuando volvía sin hacer ruido después de haber hecho sola una
expedición a la isla –y volvía sin hacer ruido para sorprenderlos y
hacerlos reír, porque creía que jugaban todavía a la escoba de
quince–, los viese abrazados desde la maleza [...]
Juan José Saer, “Sombras sobre vidrio esmerilado”, Unidad de
lugar, pp. 22-23.
La amalgama, en este segmento, de lo narrativo y lo descriptivo no
impide reconocer un primer momento con predominio de lo narrativo,

18
en el cual se acumulan acciones sucesivas (nadar, leer, irse, extender el
mantel, comer, charlar, reírse... dejar de hablar) seguido de un
marcado cambio en el tratamiento de las acciones –pues no se dejan de
mencionar acciones– que se anuncia mediante la alteración del tiempo
verbal y la referencia explícita al acto enunciativo (“Si presto atención,
si escucho, si trato de escuchar”) en el cual predomina lo descriptivo,
para cerrar con un tercer momento con dominante narrativa que se
preanuncia con la referencia en pretérito indefinido al intercambio de
miradas (“empezó lo de las miradas”) y se retoma –después de la
descripción de las miradas– con la alusión al regreso de la expedición
por la isla.
Si nos detenemos en el segundo momento de este pasaje –en el cual
la descripción, aunque no está ausente en los otros dos momentos,
tiene aquí una presencia dominante–, es posible reconocer un cambio
de ritmo, una desaceleración en ese ritmo ya lento del momento
narrativo precedente. La irrupción del tiempo presente que vuelve
concomitantes el ahora del acto de recordar y las acciones evocadas
instala en el enunciado un observador –un perceptor, habría que decir
quizás– centrado en la percepción auditiva del entorno, como si el
silencio de las voces hubiera abierto paso a otra posibilidad de lo
audible y esta nueva posibilidad, a su vez, hubiera vuelto perceptible
aquello que no puede ser alcanzado por los sentidos.
Pero vayamos por partes con el propósito de deslindar, en este texto,
las dimensiones que configuran el proceso de enunciación descriptiva
que aquí nos ocupa.
Como es evidente, asistimos a una enunciación enunciada,
procedimiento que nos permite encontrar, en un nivel explícito, las
diversas acciones enunciativas. El fragmento descriptivo se inicia,
como ya lo hemos señalado, mediante una frase que representa la
enunciación enunciada: “Si presto atención, si escucho, si trato de
escuchar...”. La referencia no podía ser más explícita para aludir a la
actividad propia de quien se instala en el papel de observador, de
espectador, de receptor de aquella información que el mundo –y su
propia predisposición– le proveen.[8] Esta atención que el personaje se
exige para revivir con nitidez lo acontecido hace que las acciones
evocadas se despojen de su carácter temporal-sucesivo para
presentarse ante el espíritu rememorativo como acciones expandidas
cuya duración (más que su sucesión) permite el despliegue descriptivo
del observador. Es decir, este ejemplo ilustra cómo para que las
acciones puedan volverse objeto del recorrido de un observador es

19
necesario que se presenten bajo otro aspecto, que haya, entonces,
precisamente, un cambio de aspecto que convierta lo puntual en
alguna de las formas de la duración; en otros términos, que el tiempo
se espacialice, se vuelva espacio.[9]
Si atendemos al aspecto de los verbos que refieren las acciones
evocadas en este segmento advertiremos que todos ellos son de
aspecto durativo: “los cubiertos chocaban contra la porcelana”,
“nuestra densa respiración resonando en un aire tan quieto que
parecíadepositado en un planeta muerto”, “el sonido lento y opaco del
agua viniendo a morir” , y más adelante, crecía, estuvimos
mirándonos, nos mirábamos. El predominio del pretérito imperfecto y
del gerundio producen el efecto de un acercamiento de la mirada que
expande la acción y la presenta en el curso de su desarrollo, ya sea éste
discontinuo (chocar, resonar) o continuo (crecer, mirar).
Podríamos entonces decir que el tránsito de la preponderancia de lo
narrativo a lo descriptivo, de la sucesividad a la simultaneidad, implica
un cambio de ritmo y la instalación de algún punto de vista, de un
observador cuya mirada (o percepción, en general) se ubica en
concomitancia con lo observado. En otros términos, afirmamos que,
cuando en la dimensión pragmática de la enunciación asistimos a un
paso del narrador al descriptor, un nuevo centro de referencia organiza
el discurso, centro regido por la actividad perceptiva, sea ésta de
índole cognoscitiva o pasional. Aquí, en efecto, el observador, al
instalarse en un tiempo concomitante con las acciones evocadas,
privilegia la percepción auditiva para hacerse sensible a los menores
movimientos, incluso a las transformaciones imperceptibles. Y en ese
instante de total quietud algo no dicho acontece, no en el nivel de las
acciones sino en la esfera de las pasiones de los personajes. De aquí
que el personaje que evoca, mediante la enunciación enunciada, y
asume los papeles de descriptor y observador se esfuerza por
neutralizar el efecto del recuerdo sobre su estado de ánimo presente,
distante y diverso de aquel estado objeto del recuerdo: “si trato de
escuchar sin ningún miedo de que la claridad del recuerdo me haga
daño...”. Es en este desdoblamiento del sujeto de la evocación donde
se aprecia que el discurso se vuelca sobre la pasión rememorada y es
el sujeto pasional de entonces el que se torna eje de la vivencia puesta
en discurso, no aquél que, en el presente de la enunciación enunciada,
detenta la voz para darle cuerpo y consistencia a aquel instante del
surgimiento de la pasión amorosa.
Así, podemos decir que, en este pasaje, en el nivel de la enunciación

20
enunciada, es posible apreciar el juego de las tres dimensiones
enunciativas: en la dimensión pragmática, el descriptor despliega el
modelo del paisaje bucólico con sus rasgos característicos, paisaje que
ya se ha venido describiendo desde más atrás en el texto, en el que se
conjuga la blancura de vestidos y sombreros con la del mantel, la
sombra de los árboles, el aire fresco y transparente, el agua sonora del
río; esta voz pasa rápidamente sobre las acciones de los personajes
(fondo narrativo del fragmento) para detenerse sobre las otras
dimensiones, la cognoscitiva y, fundamentalmente, la pasional. Es en
esta esfera de la experiencia del sujeto, en su dimensión tímica o
pasional, donde se advierte la disociación entre el estado de ánimo del
presente nostálgico de la enunciación puesta en discurso (presente
empañado por los sucesos posteriores al evocado) y la emoción
naciente de aquel instante privilegiado de comunión que se intenta
revivir mediante la convocación de la vivencia de aquel sujeto
apasionado de entonces.
Mediante este breve ejercicio de análisis es posible apreciar el
particular juego de las tres dimensiones en los segmentos textuales
donde la descripción alcanza una presencia dominante. De manera tal
que podría afirmarse que la presencia de la descripción obedece a un
giro enunciativo por el cual la voz del enunciador (para el caso, el
descriptor) modela la materia verbal desplegando el sustrato
perceptivo de las dimensiones cognoscitiva y/o pasional. De aquí que
el predominio de lo descriptivo se evidencia por el lugar privilegiado
que asume ya sea el observador, mediante la instalación de los puntos
de vista y la manipulación del saber, ya el sujeto pasional, a través de
la proyección de los estados de ánimo sobre lo percibido.
Como se puede observar, la consideración de tres dimensiones
diversas en el discurso se sustenta en los tres grandes modos mediante
los cuales el sujeto organiza su experiencia para construir el discurso:
la acción, la cognición y la pasión. Estos modos de organizar la
experiencia se asientan en lógicas diversas, de manera tal que habrá
una lógica de la acción, otra de la cognición y una tercera de la pasión.
En su trabajo sobre la Semiótica del discurso, Fontanille (2001)
desarrolla los tres tipos diversos de racionalidad que sostienen cada
forma de organización de lo vivido. Así, la acción está dominada por
una lógica de la transformación, lo cual implica que el sentido de la
acción es siempre retrospectivo, finalista: “el resultado de la acción
presupone el acto que lo ha producido, que asimismo presupone los
medios y competencias que lo han hecho posible” (idem: 161). En

21
otros términos, podríamos decir que los avatares que hacen avanzar
una historia sólo se explican a partir del desenlace, y no a la inversa,
esto es, no serán las acciones previas las que determinen el desenlace,
sino este último el que oriente las acciones que lo preceden. Por su
parte, la cognición, que atiende a la puesta en circulación del saber en
el discurso, se apoya en diversas lógicas, pero, en términos generales,
pueden ser englobadas por una lógica de la aprehensión y del
descubrimiento: “aprehensión y descubrimiento de la presencia del
mundo y de la presencia de sí mismo, descubrimiento de la verdad,
descubrimiento de los lazos que pueden aparecer entre conocimientos
existentes y otros” (idem: 163). Y la pasión, a su vez, en la medida en
que supone un cuerpo que instala un campo de presencia con una
cierta profundidad, obedece a la lógica del acontecimiento, esto es,
una lógica ya no finalista, sino por el contrario, una racionalidad del
advenir (o del sobrevenir) de los afectos y del devenir de las tensiones
afectivas.
Hablar de tres racionalidades no implica considerar que pudieran
operar separadamente: sólo son tres puntos de vista sobre lo mismo, la
forma de organizar la experiencia, que es siempre compleja y hace
intervenir diversas lógicas simultáneamente. Con todo, el discurso, en
sus realizaciones concretas, puede enfatizar alguna de ellas y dejar en
un segundo plano a las otras.
Regresando ahora a lo que aquí nos ocupa, el discurso descriptivo,
sostenemos que su presencia emerge a la superficie y se hace más
perceptible, no por efecto de ciertos rasgos de carácter lingüístico
(como podrían ser la acumulación de sustantivos y adjetivos, el
predominio del tiempo presente y del imperfecto, rasgos que, por otra
parte, en efecto son señales del predominio de lo descriptivo pero no
explican su aparición) o por el tipo de referente que se hace objeto del
discurso (personajes, paisajes), sino por efecto de un cambio en la
posición del enunciador, el cual, para dar lugar al despliegue de una
descripción, forma particular de organizar la materia verbal, pone el
acento sobre ciertas lógicas, la de la aprehensión y el descubrimiento
(del mundo, de sí mismo) y la del acontecimiento (en tanto afectación
del ánimo de un sujeto) en detrimento de la lógica de la
transformación (sometida a un programa de acción).

22
Capítulo 2

El enunciado descriptivo
La forma que asume aquello que es objeto del discurso descriptivo
ha sido caracterizada por Hamon (1991) como un sistema que pone en
relación una denominación, un nombre, con una expansión, un
despliegue de rasgos. Revisemos la definición que el autor propone
para reconocer un sistema descriptivo: “Un sistema descriptivo es un
juego de equivalencias jerarquizadas: equivalencia entre una
denominación (una palabra) y una expansión (un surtido de palabras
yuxtapuestas en lista, o coordinadas y subordinadas en un texto)”
(1991: 141). La denominación tiene el carácter de un pantónimo, un
nombre que es denominador común del conjunto del sistema, y, a su
vez, la expansión puede realizarse mediante un listado de nombres,
una nomenclatura, o bien una suma de cualidades o predicados.
Hamon (ibidem) representa la organización de un sistema descriptivo
mediante el siguiente esquema:

Cada uno de estos elementos, el pantónimo, la nomenclatura, los


predicados, pueden o no aparecer, de manera explícita, en el texto.
Así, es posible que sólo aparezca una lista de nombres o una lista de

23
predicados, de los cuales se puede inferir el pantónimo
correspondiente, o bien un pantónimo acompañado sólo de una
nomenclatura o sólo de una lista de atributos. En el caso extremo,
como veremos más adelante, el nombre solo puede funcionar como
una descripción en potencia, dado que el modo de nombrar es ya una
asignación de rasgos predominantes o, al menos, una proyección de un
punto de vista desde el cual el objeto es observado.
Esta concepción de la descripción conduce a pensar que un sistema
descriptivo puede hacerse presente en diversos tipos de textos. Entre
ellos habrá algunos que se caractericen por organizarse según una lista
de nombres, por ejemplo, los ingredientes de una receta de cocina, un
catálogo (de las obras de una exposición, de las formas variadas de
presentación de un producto, de artículos para venta, etc.), una guía
(de centros de interés turístico ubicados en un mapa, de información
diversa –de hospitales en una ciudad, de instituciones educativas,
etc.–), un manual de instrucciones para utilizar un artículo, las cuales
aparecen precedidas de los componentes del mismo. Otros tipos de
textos preferirán la forma de la equivalencia entre una denominación y
una serie de predicados, tales como los diccionarios o las
enciclopedias, aunque tampoco está ausente en ellos la recurrencia a la
nomenclatura (sinónimos, parónimos).

24
2.1. Los rasgos característicos
El enunciado descriptivo tiene entonces una organización de tipo
paradigmática, dado que se trata de un nombre que se despliega en el
sintagma mediante la enumeración de la serie de sus partes o atributos,
los cuales están presupuestos, comprendidos por el nombre, y pueden
permanecer en ausencia. El proceso descriptivo podrá actualizar y
articular en la presencia del sintagma la serie paradigmática atribuida
al nombre.
Observemos en el siguiente texto –un fragmento de una entrada de
la Enciclopedia Hispánica– la disposición de los elementos
descriptivos:
Estuardo, María

La habilidad política, la belleza y el encanto personal se fundieron


en la reina escocesa María Estuardo, cuyo trágico destino
envuelve en un halo romántico y sugestivo su figura histórica.
Aquí, el nombre propio desempeña la función de pantónimo pues,
a medida que el texto avanza, pasa de ser un asemantema, un
lexema vacío, a condensar el conjunto de atributos que se van
desplegando. La expansión se realiza por dos vías: mediante una
nomenclatura formada por términos que no designan partes de un
todo sino que sustituyen al pantónimo y funcionan como
anafóricos de la denominación (reina escocesa, figura histórica) y
mediante una serie de predicados, de entre los cuales unos indican
cualidades asignadas al nombre propio (la habilidad política, la
belleza, el encanto personal) y otros, cualidades que ocupan otra
posición jerárquica, pues no se refieren directamente al pantónimo
sino a elementos que a él son asociados (destino → trágico, halo
→ romántico, sugestivo).
De estas rápidas observaciones ya podemos hacer algunas
especificaciones acerca de los rasgos que caracterizan un sistema
descriptivo. Con respecto a la nomenclatura que puede estar
presente en una descripción, hay que considerar que no sólo
aparece para designar las partes de un todo sino que también
puede nombrar al todo, convirtiéndose, en este último caso, un
solo término de la nomenclatura en equivalente del pantónimo.
Por otra parte, los predicados pueden no solamente referirse al
pantónimo sino a otros elementos, sean éstos partes del todo,

25
términos equivalentes del pantónimo o elementos asociados a él
por contigüidad. En este último caso, los predicados tendrán otro
rango, pues aparecerán subordinados por la mediación del
elemento al cual se refieren. Este hecho da lugar a una estructura
arborescente que permite un despliegue sin límite. Así, en nuestro
ejemplo, los adjetivos trágico, romántico y sugestivo se unen al
pantónimo por la mediación de los términos destino y halo,
quedando de este modo los predicados a cierta distancia del
pantónimo y en un segundo plano.
Atendiendo a este rasgo típico de la descripción, Hamon sostiene:
“Toda descripción es entonces una inserción de subsistemas
descriptivos más o menos expandidos, jerarquía de descripciones,
lo que permite al autor variar y modular varias veces sus
dominantes locales” (idem: 176). Pareciera entonces que un
sistema descriptivo tiende a una expansión sin límite, al punto que
el etcétera sería la forma característica de clausurar (sin clausurar)
una descripción. Sin embargo, Hamon muestra que lo descriptivo
guarda una relación estrecha con lo taxonómico, de manera tal que
no sólo el efecto de lista anuncia la presencia de lo descriptivo en
un texto sino también el efecto de esquema. Así, el texto puede
presentarse como la saturación de un modelo preexistente (los
puntos cardinales, los sentidos) el cual organiza y jerarquiza los
elementos que intervienen en una descripción. La presencia de un
orden, de un modelo de organización subyacente (o la subversión
del modelo)[10] evidencia la operación de clasificación que el
texto realiza.
Los modelos que ordenan los elementos en una descripción
pueden ser más o menos evidentes, más o menos canónicos.
Leamos los siguientes fragmentos tomados de una guía turística
para advertir la estrategia que permite otorgar un orden a la
descripción de la Catedral de Canterbury:

Al acercarse a la Catedral de Canterbury a través de la Puerta de la


Iglesia de Cristo (“Christ Church Gate”) se observa una primera y
dramática vista de este espléndido edificio. La puerta en sí fue
construida [...] Las dimensiones de la catedral no resultan
inmediatamente aparentes ya que el extremo este queda oculto a la
vista al principio y los ojos se fijan irresistiblemente en Bell
Harry, la torre central. Su origen se remonta [...] Al entrar en la

26
catedral por el pórtico del extremo oeste de la nave, salta de
inmediato a la vista el esplendor de los altísimos pilares que
dirigen los ojos hacia el cielo, hasta el abovedado del techo de
intrincados nervios secundarios. Se trata de uno de los grandes
logros del cantero medieval [...] Para visitar la parte más antigua
de la catedral, la cripta, se va por el centro de la nave...

Fácilmente podemos reconocer, en esta disposición de los distintos


aspectos de la catedral, una forma de organización determinada por la
instalación en el enunciado de un supuesto visitante que realiza el
recorrido y se detiene a observar algunas partes, aquellas hacia las
cuales el texto va orientando la mirada: la puerta, la torre central, el
techo, la cripta (hemos omitido cada una de estas descripciones para
realzar sus encuadres en la figura del recorrido realizado por cualquier
visitante). Es claro que aquí la función descriptiva está subordinada a
otra predominante, la función de instrucción, y por tal motivo el texto,
mediante la referencia al recorrido realizado, tiende a orientar la
ejecución de una secuencia de actividades que facilite el
desplazamiento y provea el conocimiento de un monumento histórico.
Pero es interesante observar cómo se disimula la instrucción, de
manera tal que el texto también puede leerse con el fin de atender
prioritariamente a los segmentos descriptivos. Refiriéndose a este
hecho, Silvestri (1995: 34) señala: “La elección de un tipo de discurso
no instruccional para cumplir funciones de instrucción responde, entre
otros factores, a la índole de la actividad que se instruye. Por ejemplo,
un recorrido turístico no constituye un procedimiento clásico, ya que
no es una secuencia unívoca de acciones obligatorias. Por lo tanto, una
forma nítidamente prescriptiva no resultaría adecuada: no pueden
adoptarse actos de habla de orden frente a una actividad que por
naturaleza es –en última instancia– facultativa”. Estamos aquí frente a
una estrategia que persigue un doble propósito: dirigir una posible
serie de acciones (función instruccional) y ordenar los aspectos a
describir (función taxonómica de la descripción), además, claro está,
del papel que ambos discursos cumplen en la dimensión cognoscitiva.
Los segmentos descriptivos quedan así enmarcados en el esquema del
recorrido realizado, figura clásica de este género de textos, la guía
turística. Es interesante destacar también que el esquema basado en el
recorrido de la mirada está en la base de muchos modelos descriptivos
(el retrato, que se organiza siguiendo un desplazamiento de la mirada
de arriba hacia abajo; el paisaje, sometido a la mirada de un

27
observador más o menos explícito en el texto descriptivo).
Recordemos que en la tradición retórica la definición de la descripción
está íntimamente asociada a la mirada. Fontanier, en su célebre manual
sobre las figuras del discurso, afirmaba: “Todo lo que voy a decir
acerca de la descripción es que consiste en presentar un objeto frente a
los ojos, para hacerlo conocer en sus detalles y en sus hipóstasis más
interesantes” (1977: 381). Volveremos más adelante sobre este aspecto
central de la descripción.
La taxonomía, el esquema que organiza los elementos en una
descripción, asegura, entonces, no sólo el establecimiento de un orden
posible sino también una clausura. De esta manera se administra y
controla una posible proliferación excesiva del texto.
La proyección de una forma de disposición de los elementos de una
descripción no es directa, no se deposita sobre una supuesta
“realidad”, sino que es más bien meta-clasificación. La descripción –
afirma Hamon– “clasifica y organiza una materia ya recortada por
otros discursos [...] paisajes ya recortados por las leyes de la herencia
y por el catastro en ‘fincas’, en ‘parcelas’, en ‘campos’, o por los guías
en ‘sitios’, en ‘perspectivas’ o en ‘puntos panorámicos’; cuerpos
recortados en ‘miembros’ y ‘articulaciones’ por el discurso médico-
anatómico; objetos manufacturados que llenan de ‘artículos
etiquetados’ los depósitos de venta al ‘detalle’; paisajes urbanos
recortados en ‘barrios’ o en ‘monumentos clasificados’; máquinas,
recortadas por la tecnología en ‘piezas’; casas, recortadas por el ritual
cotidiano en piezas diferenciadas” (idem: 65). Este afán clasificatorio
hace de la organización descriptiva de la materia verbal la forma
privilegiada del discurso científico y de todo tipo de explicación. En
este sentido, Hamon recuerda que toda explicación (ex-plicare,
desdoblar, desplegar) recurre al procedimiento del despliegue de un
paradigma, procedimiento propio de lo descriptivo.
En nuestro ejemplo puede apreciarse que el lenguaje empleado para
describir las partes de la catedral (pórtico, nave, pilares, techo
abovedado, cantero medieval, en el fragmento citado) proviene de la
historia del arte y remite al léxico arquitectónico. Los aspectos que se
destacan de la catedral no son cualesquiera sino aquellos para los
cuales hay un léxico específico, incluso estilos conocidos y
codificados.
Esta vinculación con lo taxonómico muestra que todo lugar del texto
con predominio de lo descriptivo remite a otros discursos
clasificatorios, enlaza el texto con otros textos evidenciando así el

28
carácter intertextual de la descripción.
La configuración del enunciado descriptivo implica además un
constante movimiento intratextual, una actividad metalingüística: el
hecho de poner en equivalencia una denominación con una expansión
no es otra cosa que desarrollar la potencialidad metalingüística del
lenguaje. De aquí la estrecha relación entre lo descriptivo y los textos
metalingüísticos tales como la adivinanza, el diccionario, los
crucigramas, la paráfrasis, la perífrasis, la nota al pie, etcétera.
La presencia de la descripción está generalmente marcada por
señales que la anuncian. Entre estos indicios de lo descriptivo, Hamon
consigna: la preterición (“era una escena indescriptible” , figura típica
desencadenante de lo descriptivo), el tono y el ritmo, marcas
morfológicas (verbos en presente, en pretérito imperfecto), un léxico
particular (términos técnicos, adjetivos numerales, nombres propios,
adjetivos calificativos), figuras retóricas, términos en posición de
ruptura con un horizonte de expectativas (detalles insignificantes)
escenas o personajes-tipo (la acción de gracias, la alabanza, el
espectador entusiasta). La aparición de estas señales es anuncio de un
posible despliegue descriptivo.
Sintetizando el pensamiento de Hamon acerca de este tópico,
diríamos que en el nivel del enunciado es posible reconocer el
predominio de la descripción por la presencia de algunos de los rasgos
mencionados: relaciones de equivalencia, de jerarquía, del texto con
otros textos, del texto consigo mismo; o bien por ciertas marcas
prosódicas, morfológicas, semánticas y retóricas cuya aparición puede
dar lugar a la emergencia de una descripción.

29
2.2. La estructura jerárquica: componentes y
operaciones
El enunciado descriptivo, concebido, de manera general, como
equivalencia entre denominación y expansión, conduce a pensar que
ambos términos de la relación pueden especificarse para lograr
integrar en un modelo más preciso la forma de un sistema descriptivo.
A esta tarea se dieron Adam y Petitjean (1989) en el estudio que
dedicaron al texto descriptivo. Según los autores, la denominación
cumple siempre el papel de ser el tema e incluso el título de un texto,
de allí que prefieran sustituir el término denominación por el de tema-
título, en función del cual se articulan una serie de términos o
enunciados que desempeñan el papel de una definición-expansión.
Estos elementos no sólo se presentan en serie sino que además adoptan
algún esquema que les provee un cierto orden jerárquico.
Con respecto a la esquematización del discurso descriptivo, Adam y
Petitjean proponen considerar la estructura arborescente como rasgo
permanente y, a partir de ella, reconocen ciertas operaciones básicas
que atañen tanto a la producción como a la comprensión de textos
descriptivos. Nos detendremos en estas operaciones pues nos
permitirán comprender luego el modelo de análisis de la descripción
por ellos propuesto que enriquece el modelo general de Hamon que
hemos presentado.
Dos de estas operaciones son de índole más general pues se refieren
a la relación entre el tema y la expansión (anclaje y afectación), y las
otras son de carácter más específico puesto que afectan la organización
entre los componentes del sistema descriptivo (aspectualización,
tematización y puesta en relación).
El anclaje designa el procedimiento de poner el tema-título en lo
alto de la estructura arborescente. Por esta operación, el tema-título,
apela al saber del destinatario, ya sea para confirmarlo o modificarlo, y
actualiza una presencia del objeto de discurso caracterizado como
objeto mereológico (esto es, el tema admite como parte suya todo lo
que comprende el modo particular de nombrarlo) y abierto (es decir, se
estructura a medida que el discurso lo produce). De aquí que, en una
descripción, el objeto sólo está completo al fin de la misma, y la
clausura del discurso es la marca de la completud del objeto, el cual
queda realizado por las partes que el discurso le ha asignado. Puede

30
decirse entonces que, en el texto, el objeto se confunde con la clase.
La afectación es la operación inversa a la anterior: si el anclaje
produce la espera de un haz de aspectos del objeto de discurso y
asegura la legibilidad de la descripción, la afectación genera efectos de
sentido de extrañeza e incertidumbre. Ésta es la operación que pone en
juego el texto que carece de un tema-título (o lo introduce al final de la
descripción) y se presenta a la manera de un enigma que debe
resolverse. Puede afirmarse entonces que el anclaje desencadena una
referencia virtual (la espera de un haz de aspectos del objeto) mientras
que la afectación produce una referencia actual, dada por el despliegue
anticipado de los aspectos del objeto. El discurso publicitario hace un
uso muy frecuente de esta operación al presentar un producto
comenzando no por su nombre y la marca sino por una serie de
enunciados que actualizan una referencia suficientemente general y
ambigua como para que varios itinerarios de lectura sean posibles, uno
de los cuales conducirá a la introducción del tema objeto del anuncio.
Este procedimiento, además, convoca de manera más sugestiva al
destinatario, puesto que la distancia significativa que media entre la
serie de enunciados que conforman la expansión y el tema presentado
a posteriori obliga a buscar los vínculos entre ambos dominios,
cuando no aparecen de manera explícita, o bien a interpretarlos cuando
subvierten las expectativas o contradicen saberes aceptados.
Si el tema-título, por vía del anclaje (o a posteriori, por vía de la
afectación), encabeza la estructura arborescente de la descripción, la
primera ramificación del tema se obtiene por la operación de
aspectualización. Adam y Petitjean restringen la significación de este
concepto y designan mediante él los aspectos (dimensión, forma,
color, etc.) bajo los cuales se puede presentar un objeto de discurso.
Tales aspectos comprenderán las propiedades (que pueden estar
expresadas mediante predicados calificativos, tales como bello,
grande, etc., o bien mediante predicados funcionales, como en “hablar
lentamente”, etc.) y las partes que componen el todo. Así, el
despliegue de propiedades y partes constituye la operación de
aspectualización por la cual el tema-título podrá especificarse, anclarse
en sus propios componentes. Con respecto a la noción de partes,
habría que considerar también como resultado de este proceso de la
aspectualización de dividir un todo en partes que la descripción puede
avanzar en ambas direcciones y, por lo tanto, la referencia a un todo en
el cual se incorpora el objeto que se describe (procedimiento frecuente
en la definición y en las entradas de diccionario o enciclopedia, por

31
ejemplo, “erina: pinzas que usan los cirujanos...”) es también una
forma de aspectualizar el objeto. De aquí que consideramos necesario
incluir en la noción de partes ambos movimientos: del todo a la parte
y de la parte al todo.
Una vez descompuesto un tema en partes y/o propiedades, cada una
de ellas puede ser objeto de especificación en nuevas partes y/o
propiedades: ésta es la operación de tematización. Mediante la
tematización, una parte o propiedad puede ser concebida como un todo
y dar lugar a la apertura de un nuevo proceso de aspectualización. La
tematización es fuente de la expansión descriptiva, pues todo aspecto
de un tema puede transformarse en un nuevo tema (en este caso será
considerado un subtema) y dar origen a sucesivas expansiones. Esta
operación de tematización da cuenta de los subsistemas descriptivos
capaces de insertarse en toda descripción, de los cuales hablaba
Hamon y que hemos mencionado más arriba. Veamos un ejemplo
sencillo, tomado de un texto de divulgación científica acerca de la
historia de la navegación, en el cual se describe un tipo de
embarcación llamado cafa, propio de la Mesopotamia:

Se trata de embarcaciones constituidas por una estructura de


madera forrada con piel cocida y calafateada, las cuales se
impulsan con remos cortos de paleta ancha.

32
Como puede apreciarse en este ejemplo, la operación de anclaje se
refiere al tema mientras que la tematización corresponde a un segundo
nivel de la organización descriptiva, a los subtemas, los cuales
reproducen la estructura previa, pudiendo expandirse, a su vez, en
partes y propiedades (en nuestro caso, sólo en propiedades).
La tercera operación a la cual aluden Adam y Petitjean es la puesta
en relación, la cual permite articular el tema con otros dominios. Esta
operación da lugar a la asimilación y a la puesta en situación (local y
temporal). Mediante el concepto de asimilación se hace referencia al
proceso de acercar aspectos de dos objetos en principio extraños uno
al otro. Esta asimilación de un objeto a otro puede efectuarse por
comparación, por metáfora, por negación (describir algo por lo que no
es, por sus carencias), por reformulaciones del tema o de subtemas
(por ejemplo, a partir de las propiedades negadas concluir con
propiedades afirmadas). La otra operación aquí comprendida, la puesta
en situación, es la ubicación del objeto descrito en relación con un
espacio o con un tiempo específicos. También incluye la articulación
del objeto con otros, de carácter secundario, con los cuales mantiene
una relación de contigüidad.

33
En síntesis, el modelo de análisis propuesto por Adam y Petitjean
concibe la organización del enunciado descriptivo como una estructura
arborescente encabezada por el tema-título, el cual puede expandirse
por la ejecución de operaciones diversas: por aspectualización, el tema
se desdobla en partes y/o propiedades (calificativas y/o funcionales) y
por la puesta en relación, el tema-título se vincula con otros dominios,
sea por asimilación (esto es, por comparación, metáfora, negación,
reformulación) o bien mediante la puesta en relación (con el espacio,
el tiempo u otros objetos secundarios). A su vez, cada uno de los
nuevos aspectos así desplegados (partes, propiedades, objetos
asimilados o relacionados con el tema-título) puede, por tematización,
ser tratado como un todo y convertirse entonces en subtema, el cual da
origen a una nueva expansión o subsistema descriptivo.
Presentamos a continuación un esquema de este modelo, basado en
el que presentan Adam y Petitjean (idem: 135), en el que se muestra la
disposición de todos sus componentes (evitamos las abreviaturas del
original y algunas designaciones que dificultarían la comprensión del
esquema general):

En el esquema puede apreciarse el carácter abierto de la estructura,


puesto que la tematización de cualquiera de los componentes despliega
nuevamente el sistema descriptivo entero.
El análisis de un ejemplo nos permitirá ilustrar la presencia de estas
operaciones en el enunciado descriptivo. Retomaremos la primera

34
parte del fragmento de Yo, el Supremo citado en la introducción, para
reconocer allí el funcionamiento del sistema descriptivo.
El texto comienza con la mención del nombre del actor que
constituirá el tema de la descripción que sigue: Antonio Manoel
Correia da Cámara, nombre propio que, de entrada, conlleva las
marcas de la procedencia del personaje. El nombre funciona entonces
como anclaje del despliegue descriptivo que a partir de él se
desencadena. Luego de la referencia a la acción en curso de
realización (se apea) se recurre a la puesta en relación con otro objeto
(el blancor de la tapia) que sirve de marco espacial al objeto que se
describe. A continuación, comienza a asimilarse la figura del
personaje con el universo animal: el típico macaco brasileiro, animal
desconocido. Esta última denominación, por tematización, es objeto de
un nuevo despliegue que procede segmentando en partes al animal
desconocido y luego, nuevamente por asimilación, reformulando la
denominación primera para asimilar la figura del personaje a una
monstruosa fusión de rasgos humanos y animales. El proceso
descriptivo se completa por aspectualización deteniéndose en el rostro
del personaje, del cual se detallan sus componentes: sonrisa, diente,
peluca, ojos, los cuales, a su vez, reciben calificaciones específicas.
Podría esquematizarse este fragmento descriptivo de la siguiente
manera:

35
En los ejemplos considerados hasta ahora, hemos privilegiado el
análisis de enunciados descriptivos referidos a objetos y personajes;
sin embargo, esto no significa que, como ya lo aclaramos con
anterioridad, cualquier objeto de discurso sea susceptible de ser
descrito. Así, el comportamiento de un actor puede manifestarse
mediante una enumeración de acciones (las cuales constituirán otras
tantas propiedades del mismo) o bien las cualidades de un utensilio ser
presentadas por las funciones que desempeña, o un conjunto de
acciones ser parte de una situación (típico inicio de un relato), así
como también una acción única ser calificada, o segmentada en partes
que señalan los momentos de una acción global (como, por ejemplo, la
descripción de las fases de una acción o de procesos de fabricación –la

36
clásica descripción, en la Ilíada, del escudo de Aquiles a través del
proceso de su fabricación, que ha dado pie a hablar de la “descripción
homérica” para designar este tipo de procedimiento descriptivo).
La descripción de acciones pone en evidencia la misma estructura
jerárquica propia de un sistema descriptivo y no se confunde con la
narración de acciones. En este sentido, Adam y Petitjean observan
que, en el relato, como lo había mostrado Bremond (1982) en “La
lógica de los posibles narrativos”, la organización de la secuencia de
acciones responde a una lógica narrativa según la cual cada acción
principal constituye un momento de riesgo del relato, pues varias
alternativas son posibles. En cambio, en la descripción de acciones, si
hay una lógica, se trata de una simple lógica de la acción basada en
ciertos conjuntos de actos estereotipados que configuran una acción
global (la acción de tomar el tren puede desplegarse en otras tales
como: comprar el pasaje, esperar en el andén, subirse a un vagón,
etc.). En este último caso, no están en juego posibles elecciones que
alteren el curso de los acontecimientos: las acciones, o bien son objeto
de descripción en sí mismas, o bien constituyen una estrategia para
ordenar aquello que es objeto de descripción. En el ejemplo citado más
arriba, la acción global de la “visita a una catedral” es descompuesta
en partes (atravesar el pórtico, acercarse, observar el conjunto, ingresar
al recinto, etc.), lo cual permite, a su vez, ordenar las partes de la
catedral que se describirán. El hecho de introducir este conjunto de
acciones no le resta carácter descriptivo al texto, aunque, como hemos
observado, dado que el fragmento citado corresponde a una guía
turística, evidentemente la descripción se conjuga con el carácter
instruccional del texto.
Veamos en el siguiente ejemplo, tomado de una crónica periodística,
la presencia de acciones en un pasaje descriptivo:

Nurio, Mich., 4 de marzo. “A tres pesos, a tres, los acuerdos de


San Andrés, más baratos que en Internet”, pregonan militantes del
FZLN de Morelia. “A cincuenta pesitos el pasamontañas de doble
fondo, señor, señorita, sólo le vale cincuenta pesitos”, gritan
jóvenes chilangos que empuñan sus mercancías como negros
títeres inanimados. Hay un poco de todo en el tianguis que florece
dentro del tercer Congreso Nacional Indígena. Por sólo cien pesos
usted puede ordenar que le hagan doscientas trencitas como en las
playas de Puerto Vallarta. O llevarse, por menos, camisetas con la
efigie de Marcos, Zapata o el Che [...] A este frenesí de la oferta y

37
la demanda, un camarógrafo del cineasta francés Patrick
Grandperret lo llama, sin rubor, el “marcotráfico”.
Jaime Avilés, La Jornada, lunes 5 de marzo de 2001 (Política, p.
5).

Así da inicio la crónica acerca del tercer Congreso Nacional


Indígena llevado a cabo en esos días en México. Es claro que el texto,
mediante la acumulación de acciones diversas (pregonan, gritan,
empuñan, florece, puede ordenar, llevarse, llama) no narra
acontecimientos puntuales sino antes bien describe, con tono burlón y
lúdico, un ambiente de euforia mercantil que contrasta con la
solemnidad del acontecimiento que reporta: un congreso indígena de
alcance nacional. Aquí, las acciones no necesitan siquiera atenerse a
una lógica de la acción, pues se dan de manera simultánea y el
discurso las dispone según sus propias necesidades. La lista de
acciones se cierra con un pantónimo que realiza la condensación,
movimiento inverso a la expansión, según lo define Greimas (1990:
76, 136-137) propio de la elasticidad del discurso y manifiesto en el
proceso de denominación. El pantónimo, “marcotráfico” resume y
refuerza el tono paródico, pues, por una parte, remite por analogía
fónica a otro término también compuesto, el narcotráfico, que designa
una actividad ilícita, y por otra, fusiona los dos dominios
aparentemente extraños uno a otro: el comercio de mercancías y el
nombre del líder de un movimiento rebelde. El proceso designativo,
que asume particular importancia en el discurso descriptivo, será
objeto de reflexión en el apartado siguiente.

38
2.3. La actividad denominativa
Decíamos al comienzo de este capítulo que, en el caso extremo, el
nombre puede ser considerado como una descripción en potencia.
Puede pensarse que describir es ante todo nombrar, dar nombre, lo
cual equivale a decir, hacer existir en el ámbito del discurso. Lo
nombrado se vuelve objeto del discurso y asume un estatuto de
existencia que lo distancia del universo que fue punto de partida para
su constitución, y al distanciarse e independizarse cobra nuevas
relaciones, tanto con ese universo de referencia como con los otros
objetos con los cuales comparte el espacio del discurso.
Con respecto a esta ruptura, presente en toda actividad discursiva y
que la denominación no hace sino poner de relieve, es interesante
recordar las reflexiones de Jitrik (1983) realizadas a propósito de la
escritura de Colón. Dicha escritura, caracterizada por operar en una
situación inaugural, el descubrimiento de un nuevo mundo, conduce al
autor a considerar la “inscripción económica” del despliegue
denominativo y descriptivo del Almirante –y, a partir de allí, a
proponerla como rasgo de la descripción–. Esta concepción de la
descripción como una actividad de carácter “económico” intenta dar
cuenta del proceso de “dar nombre”, el cual no sólo pone en juego
operaciones de recolección, de traducción (asimilable al
intermediarismo), de aprovechamiento, sino que también da lugar a un
procedimiento de “evaluación”. En este sentido, agrega Jitrik: “Si la
evaluación, en términos de discurso, es una suerte de método para
lograr equilibrio en la expresión, podríamos decir que tal método se
funda en el ‘cálculo’ y la ‘verificación’ que aparecerían, de este modo,
como las condiciones inmediatas para fundar el gesto descriptivo y
permitirle su expansión así como para dar al texto una orientación de
sus objetivos” (1983: 122).
Nombrar es, entonces, producir un décalage, una ruptura, por obra
de la cual el objeto adviene al universo discursivo. Esta inserción no es
simple y mucho menos natural o espontánea. La vida en el ámbito del
discurso obedece a reglas, más o menos fijadas por el uso, a formas
específicas de funcionamiento, que hacen que lo nombrado adquiera
una consistencia que “las cosas” no tienen y por lo tanto produzca
efectos de sentido y transforme la vinculación del hombre consigo
mismo, con el mundo y con los demás. En este sentido, la actividad
denominativa es el germen del movimiento descriptivo, puesto que el

39
nombre contiene, de manera condensa-da y en potencia, los rasgos que
el discurso podrá desplegar.
En la lengua, la actividad denominativa se deposita
fundamentalmente (aunque no de manera exclusiva) en los nombres y
adjetivos, a los cuales se les atribuye un valor icónico especial, de allí
su presencia predominante en los textos descriptivos. Basándose en
esta idea, Pimentel (1992) se detiene en el análisis de tales elementos
lingüísticos para explicar su funcionamiento como operadores de
iconización. Las variantes a las cuales atiende la autora son el nombre
propio, con referente extratextual, intratextual e intertextual, el nombre
común y el adjetivo.
Con respecto al nombre propio con referente extratextual, en
contraste con la concepción de ciertos teóricos del lenguaje para
quienes el nombre propio sólo poseería referencia pero no sentido,
Pimentel sostiene que “el nombre de una ciudad, como el de un
personaje, es un centro de imantación semántica en el que converge
toda clase de significaciones arbitrariamente atribuidas al objeto
nombrado, de sus partes y semas constitutivos, y de otros objetos e
imágenes visuales metonímicamente asociados. De este modo, la
noción ‘ciudad de Londres’, en tanto que objeto visual y visualizable,
ha sido instaurada por otros discursos: desde el cartográfico y
fotográfico, hasta el literario que ha producido una infinidad de
descripciones detalladas de la ciudad. Es a este complejo discursivo al
que remite el nombre de una ciudad” (idem: 113). De aquí que la
autora afirme que el solo hecho de nombrar una ciudad, aun sin
describirla, es proyectar una imagen cargada de las significaciones que
el texto de la cultura ha impreso sobre el nombre y a la cual el lector es
conducido a remitirse. La relación se establece entonces no entre un
nombre y una supuesta “entidad real”, sino entre el nombre propio y el
texto cultural, se trata de una relación intertextual (relación convocada
por el nombre que el texto puede confirmar o alterar).
El nombre propio con referente intratextual exclusivamente ofrece
otra forma de semantización posible. Si el nombre con referente
extratextual se presenta de entrada como una entidad llena que el texto
descriptivo despliega, aquel que carece de tal referente aparece
primeramente como una entidad vacía que se irá llenando a medida
que la descripción avanza. De esta manera, la redundancia o
iteratividad se convierte en el procedimiento que hace de la primera
descripción el lugar de referencia de las sucesivas descripciones, las
cuales otorgan materialidad y consistencia a lo nombrado a través de

40
la individualización progresiva de lo descrito.
En los casos en los cuales el nombre propio carece de ambos
referentes, extratextual e intratextual, el trabajo del texto toma como
punto de partida o bien la subjetividad del narrador (por ejemplo,
atribuir ciertos rasgos a una ciudad basándose en las evocaciones que
la sonoridad de su propio nombre provoca, como en Proust las
descripciones de Parma y Florencia) o bien la referencia a otros
discursos (en cuyo caso, el texto genera su propio intertexto, por
ejemplo, una descripción de un lugar basada en discursos de otros
personajes).
Con respecto al nombre común y el adjetivo, Pimentel argumenta
que aquello que permite explicar el alto valor icónico de unos y otros
es la posibilidad de compensar su referencia genérica con la presencia
de semas particularizantes, los cuales, al restringir tanto la extensión
como la comprensión del significado, proveen al nombre de la
capacidad de generar ilusión referencial.
Refiriéndose a este rasgo, la singularización, propio del proceso de
designación, Reuter (1998) se detiene a considerar que, al lado de este
movimiento singularizante, es necesario reconocer otro movimiento,
también típico de la descripción: la tipificación. Según el autor, la
designación, en tanto forma de categorización, apunta también a la
construcción de tipos. Dos serían entonces las tendencias de la
designación a tomar en cuenta: la singularización y la tipificación. Así,
habría que considerar, incluso, las tensiones entre ambas tendencias
puestas en juego en ciertos textos.
Este conjunto de observaciones sobre la denominación atañe a la
configuración de superficie del enunciado descriptivo, esto es, dan
cuenta de la composición lingüística del enunciado y, en esta medida,
complementan el análisis de la estructura jerárquica de la descripción
(centrada en la organización de sus componentes y en el
funcionamiento de las operaciones) mediante la atención a la función
que desempeñan ciertos morfemas cuya presencia se privilegia en los
textos descriptivos.
Ahora bien, la actividad denominativa implica otros aspectos de
fundamental importancia en el funcionamiento del discurso
descriptivo: nos referimos a la proyección de una mirada sobre el
objeto que ilumina algunos de sus aspectos, deja otros en sombra, y
mediante ese recorte hace cobrar existencia a lo nombrado en el
ámbito del discurso. Pero esta operación ya nos instala en otro nivel de
análisis, en el nivel de la enunciación, del cual daremos cuenta en las

41
secciones siguientes.

42
Capítulo 3

La enunciación descriptiva
El nivel de la enunciación, como sabemos, comprende un conjunto
de fenómenos por los cuales el discurso da cuenta de la presencia del
sujeto de la enunciación. La puesta en discurso no es posible sino por
el hecho de que un yo asume el lenguaje para dirigirse a otro. Partimos
entonces de esta noción elemental y abstracta, la de sujeto de
enunciación, para designar a ese fundamento dialógico que es el
soporte de todo discurso: la apelación al tú, al sujeto destinatario, por
parte del yo, el sujeto destinador. La constitución misma del yo, en
tanto sujeto discursivo, no es posible sin pasar por la mediación de la
imagen del otro, del tú, a quien el discurso busca afectar en algún
sentido. El concepto de sujeto de enunciación reúne necesariamente
los dos polos del acto de discurso, lugares ocupados por la primera y la
segunda persona gramaticales. De ahí que se prefiera hablar, a veces,
de instancia de enunciación para evitar la posible ambigüedad del
término sujeto, que parece hacer referencia exclusiva al yo.
Sobre este fundamento se levanta el edificio discursivo, el cual
presupone ese primer acto inaugural, especie de escisión, de
separación, en dos sentidos: del yo frente al tú y del yo frente al él, al
objeto del discurso (dentro del cual cabe, es claro, el propio yo, como
probable objeto de la enunciación). Este nivel implícitamente
configurado y que acompaña de manera recurrente a lo enunciado, a lo
dicho, puede también volverse objeto del decir e instalarse en el
enunciado (el “yo digo que...”, hecho explícito en el discurso),
produciendo una suerte de ilusión por la cual el enunciado podría
capturar la enunciación. Es el caso de la enunciación enunciada,
simulacro del acto enunciativo exhibido en el enunciado que no hace
sino multiplicar los niveles en el texto, pues el yo del decir explícito
será siempre otro (y dirá otra cosa distinta) diverso del yo que sostiene
implícitamente, ahora, un acto discursivo enunciado.
Pero no es éste el único modo mediante el cual el sujeto parece

43
hacerse presente en su discurso: es necesario considerar formas
intermedias, graduales, de manifestación del acto enunciativo en lo
enunciado. Como si entre enunciado y enunciación hubiera un espesor,
una suerte de capa intermedia, que podría ser ocupada por distintas
“versiones” del sujeto de enunciación: nos referimos al lugar ocupado
por los sujetos enunciativos, a los cuales ya hemos hecho alusión
cuando consideramos las diversas dimensiones del discurso.[11] Es
éste el momento de detenernos en este punto.
Si efectuamos una segmentación del proceso enunciativo para poder
considerar separadamente las dimensiones diversas en las cuales actúa
el sujeto de enunciación, es posible concebir, para cada dimensión
(pragmática, cognoscitiva y pasional) un tipo de sujeto diverso. De
aquí que el sujeto de enunciación visto en el desempeño de su hacer
pragmático se denominará narrador o descriptor (performador,
propone Fontanille (1989) como término que engloba los diversos
géneros posibles); el mismo sujeto de enunciación considerado en su
hacer cognoscitivo, en el despliegue de los puntos de vista, recibirá el
nombre de observador, mientras que el sujeto de enunciación
analizado en su hacer pasional (o en otros términos, en su padecer) se
lo podrá llamar sujeto pasional. Éstos son los llamados sujetos
enunciativos a los que nos hemos referido y que ocuparían un lugar
intermedio entre el nivel enunciativo implícito (el más profundo y
abstracto, lugar del sujeto de enunciación) y el nivel del enunciado, el
más superficial y concreto: los sujetos enunciativos tendrán entonces
grados de manifestación diversa en el interior del discurso.
Volveremos más adelante sobre las diferentes formas de presencia de
los sujetos enunciativos en el discurso.
Hemos sostenido que el movimiento descriptivo en el discurso
obedece a un giro enunciativo por el cual el descriptor hace emerger a
un primer plano la figura de un observador, o bien la de un sujeto
pasional. Ahora bien, antes de considerar cada una de las dimensiones
en que está implicado cada tipo de sujeto, es necesario hacer referencia
al proceso que está en la base de la constitución de la significación y
que adquiere relevancia precisamente en los momentos descriptivos:
se trata del proceso de percepción.

44
3.1. La actividad perceptiva
Si nos instalamos en el proceso de generación de la significación es
posible afirmar, como lo hacía ya Greimas (1973) en la Semántica
estructural, que la percepción es la base sobre la cual se asienta la
aprehensión de la significación. Este fundamento perceptivo de la
constitución de los significados otorga a la reflexión semiótica una
base fenomenológica para la explicación de los procesos significantes.
Sin pretender abordar ahora las implicaciones teóricas de tal
filiación, es claro que la concepción fenomenológica permite asignar a
la actividad perceptiva un papel central en la conformación de la
significación. En buena medida, la semiótica contemporánea de
tradición greimasiana dedica hoy sus esfuerzos a dar cuenta de ese
suelo sensible sobre el cual se forja el proceso de categorización.
La percepción, en tanto constituye una primera forma de mediación
entre el sujeto y el mundo, puede ser concebida como una interacción
entre una fuente de donde surge la orientación y una meta hacia la cual
tal orientación apunta. En este sentido, puede afirmarse que todo acto
perceptivo instaura una separación, un hiato entre la fuente y la meta,
entre el sujeto y el objeto, hiato por el cual se instala la imperfección
de toda captación perceptiva. El objeto queda así constituido como
irreductiblemente incompleto –pues sus partes serán inabarcables en
su totalidad en el acto perceptivo– mientras que el sujeto queda
sometido a una búsqueda de la totalidad siempre inalcanzable. La así
llamada por Greimas (1990) “imperfección” de la captación
fenoménica moviliza al sujeto, en el cual engendra la tensión hacia el
todo y fragmenta al objeto, el cual pierde su completud. Así
concebida, la percepción implica una interacción conflictiva,
dificultosa, que obliga al sujeto a desplegar estrategias de aprehensión
del objeto, estrategias que pueden, a grandes rasgos, ser comprendidas
en dos operaciones básicas: o bien el sujeto realiza su recorrido
alrededor del objeto para acumular diversos puntos de vista, o bien
elige un aspecto prototípico y organiza a su alrededor las partes del
objeto. De cualquier manera, ambas estrategias intentan una
recomposición de la totalidad a partir de las partes del objeto
(Fontanille, 1994: 39 y ss.). El discurso da cuenta de este proceso bajo
la forma de la descripción, de ahí que es posible afirmar que el
dominio de lo descriptivo es el lugar donde la percepción tiene una
presencia privilegiada.

45
3.2. Descripción y percepción
La descripción representa, sobre el escenario del discurso, el
despliegue de la actividad perceptiva del sujeto. Los momentos
descriptivos de un texto se nos presentan como una puesta en escena
del acto perceptivo, acto por el cual el mundo circundante y el
universo interior, mediados por el propio cuerpo de quien percibe, se
articulan y hacen que el mundo (y el sujeto) cobren existencia,
advengan al universo del discurso.
Este acto inaugural de la significación es llamado por Fontanille
(2001: 84) toma de posición: “Enunciando, la instancia de discurso
enuncia su propia posición; está dotada, entonces, de una presencia
(entre otras cosas, de un presente), que servirá de hito al conjunto de
las demás operaciones”. El acto de percibir implica, en primer lugar,
hacer presente algo ante alguien.
La noción de presencia (y su necesario correlato, la ausencia) se
vuelve así central para comprender el funcionamiento del acto
perceptivo: la toma de posición es realizada por un cuerpo percibiente
que se constituye en centro de referencia sensible, el cual reacciona o
es afectado por esa presencia/ausencia. La afectación del cuerpo por
parte de una presencia implica que esta escena tiene lugar en un
ámbito que puede ser definido como una profundidad (sea ésta
espacial, temporal, afectiva o imaginaria). La profundidad es
concebida como la distancia percibida entre el centro y los horizontes,
distancia siempre variable, razón por la cual “la profundidad –sostiene
Fontanille (idem: 88)– es aquí una categoría dinámica que el actante
posicional sólo puede aprehender en el movimiento, sólo si alguna
cosa se acerca o si alguna cosa se aleja. Por consiguiente la
profundidad no es una posición sino un movimiento entre el centro y
los horizontes”. La percepción más o menos fuerte, más o menos
nítida, de una presencia, obedece al grado de intensidad (la fuerza) y
de extensión (posición, distancia, cantidad) con que dicha presencia
afecta el cuerpo percibiente. Las dos operaciones propias del acto
perceptivo serán, entonces, la mira, mediante la cual el cuerpo siente
una intensidad que atribuye a una presencia, y la captación, mediante
la cual el cuerpo como centro de referencia efectúa las apreciaciones
de posición, de distancia, de cantidad. La percepción de una presencia
opera entonces mediante la articulación de grados diversos de
intensidad con grados diversos de extensión.

46
Veamos en un pasaje descriptivo de un relato cómo se manifiesta la
actividad perceptiva:
Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de
perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor
abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de
la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba
cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El
camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una
música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el
vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un
hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos
de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras,
jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portón
herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie
de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la
segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era
china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle
atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé
golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.
Jorge Luis Borges, “El jardín de senderos que se bifurcan”, Obras
completas, tomo I, p. 475.
Este pasaje nos coloca, de entrada, y de manera explícita, en el
proceso de percepción de un sujeto: el paulatino advenimiento de los
objetos a la conciencia (al discurso) del sujeto nos permite apreciar el
proceso de toma de posición ante una presencia.
El fragmento se inicia mediante una suerte de despojo, de abandono
de una carga semántica que inviste al sujeto de un rol en un programa
de carácter narrativo en el cual se encuentra involucrado: su “destino
de perseguido”. Este abandono de su papel lo instala provisionalmente
en otra dimensión temporal y espacial que el personaje resume
diciendo: “Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor
abstracto del mundo”. A partir de aquí, se despliega en el texto la
escenificación de la toma de posición que hace de un cuerpo un centro
de referencia sensible ante el cual algo adquiere una presencia. Para
que esto sea posible, un primer acto ha tenido lugar: el despojo de sí
ha dejado emerger el cuerpo como un envoltorio sensible, dispuesto a
reaccionar ante un estímulo que comienza a ingresar en su campo de
presencia. Dice el texto: “El vago y vivo campo, la luna [...] obraron

47
en mí”: ¿qué obran estos elementos naturales en el sujeto? No otra
cosa que una transformación: ya no se trata de un “perseguido”, él
mismo se vuelve otro, un “percibidor”, un receptor capaz de ser
alcanzado, primeramente, por la intimidad y la infinitud de la tarde. Se
esbozan así dos extremos de una puesta en contacto: un percibidor, un
cuerpo sensiblemente predispuesto y un entorno (vagamente escandido
en campo, luna, tarde, declive, camino) que propicia el despliegue de
la actividad perceptiva. Esta toma de posición es observable en el
discurso gracias a la deictización, proceso éste íntimamente
relacionado con una experiencia perceptiva y afectiva. Si atendemos,
por ejemplo, a la deixis espacial en este pasaje, fácilmente podremos
advertir que los verbos, tales como “bajaba”, “se aproximaba”, “se
alejaba”, “se acercaba”, instauran un centro de percepción anclado en
el propio cuerpo del personaje que se desplaza por el camino (no en el
descriptor, que evoca, en otro tiempo y en otro espacio, esta escena).
La toma de posición, hemos dicho, delimita un centro y también los
horizontes: evidentemente, como el centro es móvil también los
horizontes se desplazan. Primero, la escena comprende un espacio
extendido hasta donde la visión del caminante se torna difusa: “entre
las ya confusas praderas”. Es claro que la “confusión” atribuida a las
praderas es aquella que proviene de la visión de las mismas, típica
traslación por hipálage, mediante la cual una propiedad se transfiere de
un objeto (o persona) a otro, en algún sentido, contiguo. Esta apertura
del horizonte le otorga una gran profundidad al campo de presencia: la
infinitud de la tarde se hace eco en la intimidad del personaje, zona
que se presenta como prolongada mucho más allá de lo que se pudiera
captar. Se trata entonces de una profundidad abierta, que puede, por lo
tanto, dejar entrar otras presencias. Y es esto efectivamente lo que
sucede: una presencia comienza a perfilarse, primero, con leve
intensidad (una música aguda) y cierta extensión (como silábica) pero
en grado suficiente para tocar un centro particularmente sensible a
esos rasgos del objeto.
Aquí, dos observaciones rápidas: lo dificultoso de la percepción, la
imposibilidad de reconocer de entrada lo que se sabrá más adelante, el
obstáculo que se interpone entre la fuente y la meta, entre el cuerpo y
la música, es efecto de lo que Fontanille (idem) llama actantes de
control, función ejercida aquí por el viento, las hojas y la distancia. El
actante de control, en general, administra la relación entre la fuente y
la meta de la percepción: en nuestro caso, funciona como obstáculo,
papel bastante frecuente de este tipo de actante. Y una segunda

48
observación, sobre la cual tampoco nos detendremos ahora: estas
primeras y vagas sensaciones afectan, a través del cuerpo, el estado de
ánimo del personaje (“Pensé que un hombre puede ser enemigo de
otros hombres [...] no de un país: no de luciérnagas...”): la percepción
de aquello que le llega del mundo exterior, el paisaje y la música,
coloca al sujeto de inmediato en una relación empática con el entorno,
lo cual lo mueve a proyectar tal empatía con esos elementos naturales
al universo comprendido en toda su extensión. A esta
homogeneización entre el mundo exterior y el mundo interior
provocada en el acto perceptivo por el cuerpo propio, nos referiremos
más adelante, en el último capítulo.
La primera operación que tiene lugar aquí es la mira: una presencia
dotada de cierta intensidad, por leve que ésta sea, afecta al centro de
referencia (la música, aunque informe y no reconocida todavía,
despierta alguna zona de la vida interior del sujeto); la segunda es la
captación: el centro de referencia puede apreciar, evaluar, medir esa
presencia (la música, primero incierta, se torna familiar: los verbos
“descifré” y “comprendí” manifiestan un tránsito de lo vago y
desconocido a lo preciso y conocido).
Centro de referencia, horizontes, profundidad, grados de intensidad
y de extensión, tales son los componentes básicos del campo de
presencia, los elementos que entran en juego en el proceso perceptivo.
Concebir la descripción como la puesta en escena discursiva del acto
perceptivo es anclar el procedimiento descriptivo en la fase inicial del
proceso de constitución de la significación. Lejos de pensar que la
descripción se genera en la superficie del discurso y que obedece a la
presencia de ciertos rasgos lingüísticos y retóricos, entendemos los
momentos descriptivos como representaciones de la escena primitiva
de la significación (para retomar la expresión freudiana, cara a
Fontanille).

49
3.3. Percepción y dimensiones enunciativas
Al afirmar que el proceso enunciativo posee un componente
perceptivo de base queremos decir que percibir es parte del proceso de
enunciación. Ahora bien, lo que hace la descripción es traer a la
superficie del discurso, poner en el primer plano de la escena
discursiva, ese componente perceptivo.
Hemos señalado también la presencia de diversas dimensiones en el
proceso de enunciación: el acto de enunciar es un acto complejo que
conlleva distintos tipos de hacer, de ahí la necesidad teórica de
deslindar entre el decir (verbalizar), el saber y el sentir (o padecer). Si
bien la instancia enunciante se despliega en todas las dimensiones, el
discurso enfatizará alguna de ellas y hará prevalecer una dimensión
sobre otras.
No es nuestro propósito aquí explicar la composición y el modo de
funcionamiento de cada una de las dimensiones del discurso y sus
posibles relaciones, sino señalar esos dominios para ubicar la
organización descriptiva de la materia verbal en el nivel de un giro
enunciativo por medio del cual el sujeto de la enunciación,
considerado en su hacer pragmático, en tanto encargado de verbalizar
el discurso (en nuestro caso, el descriptor) se centra en el despliegue
de un tipo de hacer, el cual, en términos generales, podemos designar
como perceptivo, y de manera específica, según los casos, podremos
atribuir a un sujeto observador, que detenta los puntos de vista,
organiza y administra los saberes, o a un sujeto pasional, cuando se
trata de la orientación y distribución de la carga afectiva.
Evidentemente las dimensiones cognoscitiva y pasional ponen en
juego otros aspectos del discurso, pero aquí sólo nos interesa uno de
ellos: el componente perceptivo implicado tanto en la actividad
cognoscitiva (más ligada a la experiencia racional, inteligible) como
en la pasional o afectiva (más cercana a la experiencia sensible y al
cuerpo propio).
Este componente perceptivo no se despliega de la misma manera en
una y en otra dimensión, de allí nuestro interés en tratarlos, en
principio, separadamente, para después dar cuenta de su interrelación.
Consideramos que el despliegue de la actividad perceptiva por la cual
el mundo se transforma en mundo significante está en la base de toda
experiencia del sujeto, tanto la inteligible como la sensible. Es decir,
tanto el saber como el sentir se levantan sobre la base de ese contacto

50
primigenio entre el sujeto y el mundo constitutivo de la aprehensión
intelectiva y de la captación sensible.
Podríamos no obstante deslindar, para comprenderlas mejor, dos
manifestaciones de la percepción, una en la experiencia inteligible,
racional, del sujeto observador, y otra en la experiencia sensible,
corporal, del sujeto pasional.
En la presentación de un conjunto de trabajos dedicados a los
nuevos problemas de la enunciación, Coquet vuelve a referirse al
sujeto enunciante del discurso y centra su atención sobre dos
instancias diversas que pueden generar un universo de significación.
Afirma Coquet (1996: 8): “La actividad de percepción en efecto pone
en movimiento procesos de sensoriomotricidad totalmente diferentes
de los que reclama la actividad cognoscitiva. Es claro que el análisis
del discurso no debe descuidar ninguna de estas dos fuentes de
información; debe tener en cuenta su heterogeneidad y no detenerse
por el hecho de que la primera no es accesible más que por mediación
de la segunda. Esta mediación, ineluctable al menos en el plano del
lenguaje, explica sin duda que el investigador ha conferido un lugar
privilegiado, casi exclusivo, al dominio de las representaciones ligadas
al actante sujeto (dotado de juicio por definición) en detrimento del
dominio de la percepción ligado a un actante que yo he propuesto
llamar ‘no-sujeto’ (desprovisto de toda actividad judicativa) [De ahí
que] en el establecimiento de un universo de significación [interviene]
esto que yo llamaría un ac-tante primero integrado por dos instancias
enunciantes, una, sujeto, el ser racional, la otra, no-sujeto, el ser
corporal”.
Asistimos aquí, nuevamente, al reconocimiento de un doble origen
de la significación: una fuente racional, inteligible, basada en
principios de argumentación y coherencia, para la cual Coquet reserva
el concepto de sujeto (en tanto dotado de juicio), y otra fuente
sensible, fundada en principios de percepción sensorial, que toma el
cuerpo como centro de orientación, para la cual el autor escoge el
concepto de no-sujeto (en tanto no sometido a las reglas del juicio
racional; aunque cabría preguntarse hasta qué grado este no-sujeto está
sometido, si no al orden del raciocinio, al orden que le impone la
centralidad de su propio cuerpo).
Si bien en la reflexión de Coquet la percepción se desplaza
totalmente del lado de la experiencia sensible –como si la actividad del
sujeto racional no proviniera también de la actividad perceptiva–, de
todas maneras, la dicotomía planteada entre sujeto y no-sujeto[12]

51
permite reconocer dos tipos de actividad, la inteligible y la sensible,
que instauran un doble origen de la enunciación, uno fundado en el
sujeto observador, responsable de la instalación de los puntos de vista
en el discurso, y otro, en el sujeto pasional, regido por el cuerpo, la
memoria sensorial y las pulsiones.
En este mismo sentido, Darrault-Harris (1996), apoyándose en la
dicotomía jakobsoniana de los tropos y en la distinción que Coquet
realiza entre sujeto y no-sujeto, ha mostrado que la experiencia
sensible, dependiente del cuerpo y de la memoria, determinada por la
necesaria fragmentación de lo percibido, se expresa preferentemente
mediante la metonimia; mientras que el sujeto inteligible, guiado por
la actividad reflexiva y por la voluntad integradora, se inclina por las
expresiones metafóricas. Estas preferencias retóricas constituirían un
argumento más para anclar la significación en una doble fuente,
sensible e inteligible.
Una primera precisión es quizá necesaria para despejar la
ambigüedad a que puede dar lugar el hablar alternativamente de
percepción y experiencia sensible, como si ambas fueran equivalentes
y correspondieran a la presencia de un no-sujeto. La percepción es una
actividad que acompaña tanto la experiencia sensible como la
inteligible. Así, es posible hallar en los textos descripciones de una
percepción confusa del entorno proveniente de un estado de semi-
conciencia del personaje que construye la significación con la
memoria alojada en su propio cuerpo (en cuyo caso podría hablarse de
la presencia de un no-sujeto que tiene una experiencia puramente
sensible del mundo), así como también descripciones de percepciones
detalladas y fundadas en un saber sólidamente constituido, atribuibles
a un sujeto observador plenamente racional y sistemático que
despliega una actividad cognoscitiva. Queremos decir entonces que
cuando aquí nos referimos a la actividad perceptiva queremos aludir a
la percepción en su sentido más general y abstracto, como suelo
común de toda práctica significante.
El despliegue del saber y del sentir son entonces dos actividades que
se desarrollan en el seno de dos dimensiones, una, cognoscitiva, y la
otra, afectiva o pasional, ambas surgidas del mismo acto, la
percepción. Cabe entonces señalar que la percepción es una actividad
cuyo desarrollo implica a su vez estrategias de diverso orden. Si bien
no es éste el lugar para realizar un estudio minucioso sobre este
complejo proceso (del cual Merleau-Ponty[13] ha ofrecido una
reflexión de extraordinario valor para esta perspectiva de análisis de

52
los textos descriptivos), quisiéramos al menos mencionar un deslinde
importante en el proceso perceptivo que subyace en nuestra
concepción del mismo. Nos referimos a la distinción entre sentir y
percibir, tal como es presentada por Dorra (1999) para dar cuenta de
dos modos básicos de la percepción: una, la que se relaciona con el
cuerpo como un todo, el llamado cuerpo sintiente, el cual recibe la
experiencia del mundo como continuo, y otra, la que se vincula con los
sentidos y con su actividad discriminatoria, discretizante, alojada en el
cuerpo percibiente. Pero para que tanto el sentir como el percibir
tengan lugar es necesario pensar en una primera escisión fundante
entre sujeto y mundo, tal es la operación de la enunciación: “es
mediante la enunciación que el sujeto, desembragado, puede volverse
sobre el mundo o volverse sobre sí mismo convirtiéndose, en este
último caso, en sujeto apasionado [...] Una vez que aparece el sujeto es
que aparece el cuerpo sintiente y, por eso mismo, también el cuerpo
sentido. El cuerpo sintiente, como tal, realiza ciertas discriminaciones
en la corriente incesante del sentir, distingue en primer lugar las
sensaciones euforizantes de las disforizantes [...y más allá de ello]
despliega toda la variedad de lo estésico” (idem, 1999: 257-258).[14]
Quiere decir entonces que el cuerpo sintiente sólo es concebible, sólo
adquiere existencia en el ámbito del discurso, en la medida en que es
cuerpo sentido. Este desdoblamiento e interiorización del cuerpo, este
movimiento de lo propioceptivo a lo interoceptivo, es el dominio
propio del sentir, mientras que el movimiento inverso, de lo
propioceptivo a lo exteroceptivo, caracteriza la actividad de los
sentidos y delimita el dominio del percibir.
Como vemos, según Dorra, no se podría hablar de un no-sujeto para
referirse a la experiencia sensible, puesto que es precisamente la
intervención inaugural de la enunciación (y por ende, el surgimiento
del sujeto o de un proto-sujeto) lo que permite el desdoblamiento y la
experiencia del cuerpo sentido. Este modo de razonar nos permite
pensar en la continuidad que va del sentir al percibir o, en otros
términos, de la experiencia sensible a la inteligible.
La pertinencia de considerar la vinculación e interdependencia de lo
sensible y lo inteligible ha sido señalada también por Landowski,
quien, sin desconocer la necesidad teórica de diferenciar ambos
niveles, llama la atención sobre la importancia crucial de pensar en su
articulación, la cual, en última instancia, será la que permita reconocer
el valor y el sentido de toda experiencia. En este orden de ideas, se
pregunta el autor: “¿Cómo saber, por ejemplo, si el placer (llamado

53
‘estético’) que experimento ante cierto cuadro o al escuchar cierta
canción es ‘puramente’ del orden del sentir, o si presupone –o hasta
produce– determinada forma de conocimiento?” (1999: 11).
Atendiendo a este tipo de interrogantes, el autor añade: “En
consecuencia, una vez establecidas las debidas distinciones,
convendría que la semiótica más ambiciosamente intentase ayudarnos
a entender mejor cómo el orden de lo sensible y el de lo inteligible se
entretejen y, probablemente, se sustentan mutuamente [...] Así,
diríamos, lo mismo que lo sensible no sólo –por definición– ‘se siente’
sino que además tiene sentido, también el propio sentido, en sí mismo
incorpora lo sensible” (ibidem) .
Estas observaciones nos conducen a tomar en consideración, en un
segundo momento, las posibles relaciones entre ambos dominios.
Volviendo al tema que aquí nos ocupa, diremos que la descripción
se nos presenta como una suerte de imagen del proceso perceptivo, en
la medida en que el texto descriptivo representa, en el escenario del
lenguaje, el despliegue de la experiencia cognoscitiva y sensible del
sujeto. En las páginas que siguen, abordaremos entonces,
primeramente, la dimensión cognoscitiva y, luego, la dimensión
afectiva o pasional de la enunciación descriptiva, atendiendo
particularmente a la puesta en escena de la percepción en los dos
ámbitos.

54
Capítulo 4

La dimensión cognoscitiva:
descripción y saber
En la descripción, como ya lo señalara Hamon (1991), juega un
papel fundamental la puesta en circulación de un saber. Ahora bien, el
saber es un objeto muy especial cuya circulación en el interior del
discurso obedece a estrategias diversas según los efectos de sentido
que el texto busca producir. Esto quiere decir que la circulación del
saber no es una mera operación de transmisión que un destinador,
depositario del conocimiento, efectúa para un destinatario, receptáculo
del saber que se le otorga. Se trata más bien de operaciones
relacionadas con la manipulación de que es objeto el saber puesto en
circulación. En la introducción a un trabajo consagrado precisamente a
la puesta en discurso del saber, Fontanille (1987: 9) sostiene: “para la
semiótica, el saber compartido entre los interlocutores de la
comunicación sólo es interesante, esto es pertinente y observable, si
está mal repartido, si está dividido, retenido, deformado, desviado,
adulterado” (la traducción es nuestra).
Si el saber es objeto de operaciones de manipulación, nos
tendríamos que preguntar entonces cuáles son estas operaciones.
Reconocemos, en principio, dos formas básicas de manipulación del
saber: la adopción de una perspectiva o punto de vista y la
modalización. Abordaremos a continuación el lugar de la perspectiva
(en el marco de la cual haremos algunas referencias a la modalización)
y su manifestación en segmentos descriptivos de diversos tipos de
textos.

55
4.1. La perspectiva: ver y saber
Si apelamos al uso habitual del término perspectiva (o punto de
vista, hoy frecuentemente utilizado como sinónimo), advertiremos que
remite a dos dominios de significación: por una parte, conduce a una
forma plástica de representar los objetos sobre una superficie tal como,
aproximadamente, se presentan a la vista, y, en este sentido, remite al
universo de la pintura y sus posibilidades de dar cuenta del acto de
ver; y por otra, en una acepción figurada que el uso ya ha convertido
prácticamente en literal, la perspectiva se vincula con una restricción
de cierto campo del saber que determina una pertinencia (perspectiva
“antropológica”, “sociológica”) o una posición adoptada por el sujeto
frente a los hechos (perspectiva “de clase”, “del poder”).
La primera significación remite a un arte, una estrategia de
representación cuya elaboración fue objeto de extensas reflexiones a lo
largo de la historia de la pintura: sobre este punto Panofsky (1995)
realiza un interesante estudio que comprende los diversos modos de
concebir la perspectiva en el dominio de la pintura. De este estudio,
resulta para nosotros importante retener algunas ideas referidas a este
artificio representativo y que luego nos permitirán comprender mejor
la traslación de la perspectiva del terreno de la pintura al discurso
verbal.
En primer lugar, destaca Panofsky un efecto singular de la
representación en perspectiva: la observación de tal representación
transforma al cuadro en ventana, de manera tal que produce la
sensación de estar viendo, a través de esa ventana, un espacio que se
prolonga más allá de los límites del cuadro. Basándose en este efecto
que produce la intersección plana de la pirámide visual por medio de
la superficie de la tela, el autor concibe la perspectiva como “la
capacidad de representar varios objetos con la porción de espacio en
que se encuentran, de modo tal que la representación del soporte
material del cuadro sea sustituida por la imagen de un plano
transparente a través del cual creemos estar viendo un espacio
imaginario, no limitado por los márgenes del cuadro, sino sólo cortado
por ellos, en el cual se encuentran todos los objetos en aparente
sucesión” (idem: 58). Quisiera resaltar este efecto de sentido que
produce la perspectiva: la instalación de un punto de vista (punto en el
que se reúnen las líneas de profundidad y se determina por la
perpendicular que va desde el ojo hasta el plano de proyección) abre

56
un nuevo espacio (diverso del espacio del observador empírico del
cuadro) cuya profundidad se prolonga imaginariamente más allá de los
límites del marco y permite dar acceso a otra experiencia del espacio,
abriendo así el dominio de la significación.
Las diversas formas de resolver la representación en perspectiva
muestran la distancia que hay entre la representación plástica del
espacio y la experiencia psicofisiológica del mismo. Esta última se
caracteriza por la movilidad permanente del punto de vista, mientras
que la imagen representada posee un punto de vista estático. Las
imágenes del mundo se proyectan en la retina del sujeto sobre una
superficie cóncava; en cambio, la perspectiva presupone la
intersección de la pirámide visual por medio de una superficie plana;
la percepción vivida del espacio es finita, debido a la limitación de las
facultades perceptivas, mientras que su representación plástica
conduce a pensar que es infinita. La imagen en perspectiva y la
imagen retínica son entonces bastante diferentes: la perspectiva
pictórica se esforzó por captar el espacio vivido; sin embargo, las
condiciones mismas de la representación pictórica impiden reproducir
la experiencia visual. El discurso verbal, en cambio, se beneficiará de
ser menos plástico y podrá acercarse mucho más a la experiencia del
espacio tal como es vivida por el sujeto, diríamos que lo que el
discurso verbal pierde en presencia plástica de las figuras lo recupera a
través de la ductilidad del lenguaje para adecuarse a los matices de la
experiencia y de la vida imaginaria. Ciertamente, como veremos
enseguida, también el discurso verbal impone sus condiciones, pero
aquí el efecto de ventana recupera toda su potencialidad significativa
(sirva de corroboración el hecho de que la ventana, precisamente, es
uno de los tópicos descriptivos clásicos, del cual da cuenta Hamon
(1991), de manera especial, como ilustración y colofón de su teoría de
lo descriptivo).
Esta proyección en profundidad a que da lugar la representación en
perspectiva implica, como contrapartida, la restricción del ángulo
focal: precisamente Genette (1972), que tanto enfatiza la importancia
de deslindar en el análisis textual la voz de la mirada, define la
intervención de esta última como una restricción del campo abarcado
por la visión y también por el grado de saber de quien detenta la
focalización. Es curioso que Genette, después de marcar el deslinde
claro entre quien ve y quien narra en el relato, y de interesarse por
considerar la perspectiva narrativa como un tema separado de los
demás aspectos de la narración, no reconozca la necesidad de postular

57
un tipo de sujeto diferente para cada actividad discursiva y atribuya así
al narrador la operación de focalización, hecho que limita la
posibilidad de comprender en toda su extensión la relevancia de
atender en el análisis a la puesta en perspectiva de la significación, la
cual puede proceder de distintas fuentes y apuntar a diversas metas.
De Genette interesa retener la amalgama de ver y saber en la
instalación del ángulo focal y las posibilidades de apertura y cierre del
mismo. Con respecto a este último punto, Genette propone una
clasificación en tres tipos de focalización, fundada en tipologías
previas con las cuales comparte los criterios generales. Según el autor,
las diversas tipologías aceptan dividir en tres clases la perspectiva: la
primera corresponde a aquella en la cual el narrador sabe más que el
personaje (este tipo de perspectiva ha sido llamada por Pouillon
“visión por detrás” y Todorov la ha representado mediante la fórmula
Narrador > Personaje) ; la segunda comprende los casos en los cuales
el narrador sabe tanto como algún personaje (Pouillon ha designado a
este tipo “visión con” y Todorov la ha caracterizado como Narrador =
Personaje) ; y la tercera se refiere a la posibilidad de que el narrador
sepa menos que el personaje (relato objetivo o behaviorista, que
Pouillon llama “visión por delante” y Todorov representa como
Narrador < Personaje) . Sobre el modelo de estos tres tipos básicos,
Genette articula tres posibilidades de focalización: cero (que más
convendría llamar ubicua, pues es difícil concebir un discurso sin
focalización), interna y externa, respectivamente. El segundo tipo, la
focalización interna, puede asumir diversas modalidades: ser fija –esto
es, mantenerse en la perspectiva focal de un mismo personaje a lo
largo de todo el texto–, o bien variable –es decir, alterar el ángulo de
visión a medida que avanza la historia–, o bien múltiple –esto es,
adoptar ángulos diversos para narrar el mismo suceso.
Pero el aporte más significativo de Genette en este dominio hay que
buscarlo más bien en lo que él denomina las alteraciones de la
focalización. Una alteración es definida como una infracción aislada
al código de focalización asumido en el relato, de manera tal que dos
tipos de alteración son previsibles: o bien se da más información que
aquella que autoriza el tipo de focalización elegido (es el caso
entonces de la paralepsis, presente a veces en la focalización externa,
cuando se ofrece al lector una información que excede la competencia
de saber del narrador, por ejemplo, un sentimiento no expresado por el
personaje), o bien se da menos información y se omite
deliberadamente algo que no puede ser desconocido en función del

58
ángulo focal adoptado (éste es el caso de la paralipsis, frecuente en la
focalización interna cuando una información que posee el personaje
focal es postergada y en principio omitida para mantener el suspenso
de la narración).
La necesaria adopción de una perspectiva en el discurso implica,
entonces, no sólo que el ángulo focal puede variar (alojarse en un
personaje o en otro, atribuirse a una instancia indeterminada o
abstracta, o provenir de saberes cristalizados bajo diversas formas),
sino que además, en el marco de un tipo de perspectiva adoptado,
puede haber variaciones esporádicas que, sin afectar la imagen de
conjunto que ofrece el texto, constituyen desvíos inverosímiles pero
que satisfacen otros requerimientos de la circulación del saber en el
texto (tales como proporcionar información necesaria para el lector,
mantener el suspenso, etc.).
Detengámonos un poco en este polo de la perspectiva al cual alude
Genette en un estudio posterior (de 1983, en el cual revisa cada uno de
los temas abordados en Figures III) . Allí se plantea la pregunta de
modo más general: ¿quién percibe en el relato? No será Genette quien
ofrezca una respuesta satisfactoria a esta pregunta, pero hacerla ya es
señalar una dirección para la reflexión posterior. Desde el momento
que la focalización parte de una fuente, tiene un origen, se ejerce desde
cierta posición, implica un determinado hacer, lógico es preguntarse
por el agente o el soporte de tales actos discursivos. En este sentido,
Fontanille señalará, por un lado, el reconocimiento, en la teoría
narratológica, de la autonomía de los actos de focalización del
discurso y, por otro, la falta de la concepción de un sujeto a quien
atribuir tales actos, por lo cual afirma: “no se puede admitir que el
discurso se organice alrededor de una competencia sin sujeto y sin
estatuto” (1989: 38); y más adelante agrega: “la única solución
generalizable consiste en tratar el ‘centro de orientación’ como una
instancia autónoma e intermediaria e instalar en el discurso un actante
independiente del enunciador y de los sujetos del enunciado” (idem:
39). Tal actante a quien puede atribuirse la actividad cognoscitiva (el
ver o, en general, el percibir, y el saber) será llamado observador.
Antes de seguir avanzando en el análisis de la constitución de ese
centro de orientación del discurso que es el observador, veamos cómo
detectar su presencia a través de la lectura de un fragmento de un texto
de carácter biográfico. Se trata de un pasaje de una biografía del
General Lázaro Cárdenas:

59
Entre junio de 1933 –‘el destape’– y diciembre –la protesta en
Querétaro como candidato del PNR– Cárdenas comparte largos
días con Calles en El Sauzal, El Tambor y Tehuacán. Su actitud
denota aquiescencia, pero hay minucias que inquietan al Jefe
Máximo: Cárdenas no lo secunda en sus pasatiempos, ni en la
bebida ni en la tertulia. ¿Lo secundaría a la larga en las ideas y los
actos? ¿Se apegaría al Plan Sexenal que oficialmente se
preparaba?
E. Krauze, General misionero. Lázaro Cárdenas, México, FCE,
1987, p. 85.
El biógrafo, quien asume aquí el papel de hilvanar los sucesos
relevantes que forjan una figura histórica, ocupa necesariamente una
posición ulterior frente al objeto de su discurso: su presente de
enunciación, posterior al tiempo en que se sitúan los acontecimientos,
no se confunde con el tiempo presente de las acciones evocadas. Para
explicar la figura del ‘presente histórico’, frecuente en textos de este
tipo, se ha dicho que, en tales casos, el historiador se traslada al
momento de los hechos para proporcionar al lector una imagen más
vívida de los mismos. Pero este modo de razonar nos conduce a
plantear la siguiente pregunta: ¿quiere decir entonces que el
enunciador, el sujeto de la voz, abandona su posición, su presente del
acto de hablar? ¿Quién sostiene entonces la enunciación que, sin
embargo, sigue su curso? Porque el efecto que produce el presente
histórico precisamente saca provecho del juego entre dos presentes
diversos: el del biógrafo, conocedor de los acontecimientos que
sucedieron a los que evoca, y el de quien aún no posee esa perspectiva
a distancia que le otorgue certeza sobre el significado de lo que se
intuye.
Pareciera más plausible explicar el procedimiento de otra manera:
quien habla delega en otra instancia la focalización de los
acontecimientos, de modo tal que el saber acumulado por el biógrafo
no devele de antemano la dirección que tomarán los hechos y
mantenga el suspenso que produce lo mostrado a medias, lo incierto,
lo desconocido. Lo “vívido” de la imagen que así se logra reside en
varios factores: el acercamiento de la óptica (la cercanía temporal y
espacial del observador con respecto a lo observado), la limitación del
saber que tal cercanía conlleva (restricción que genera suspenso, un no
saber que desencadena la curiosidad por saber) y el efecto dramático

60
que tiene el mostrar un suceso no como ya realizado sino como
recorrido por la mirada en el curso de su desarrollo, en el proceso de
su duración, al modo como podría hacerlo un testigo presencial
coetáneo de los acontecimientos.
Así, en este pasaje, hay varios observadores, tantos como
perspectivas podemos reconocer. Una, dominante aquí, es la
perspectiva que se aloja en el propio Calles: las “minucias” que lo
“inquietan” sólo pueden ser así denominadas y tener ese efecto leve en
quien desconoce lo que sucederá después. Pero en tales “minucias”
leemos claramente dos cosas diferentes, la voz de uno y la visión del
otro: la huella de la voz del biógrafo la percibimos en la expresión
enfática (¿no es obvio que los pasatiempos, la bebida y la tertulia son
“minucias” frente a la envergadura del acto de que se trata: la alianza
entre Cárdenas y Calles?), mediante la cual no hace sino exhibir la
ingenuidad, excesiva confianza o, más bien, escasa desconfianza, de
quien observa y evalúa, desde una focalización externa, las actitudes
de Cárdenas, cuyos móviles profundos ignora. La perspectiva externa
de Cárdenas proviene de la mirada de Calles, pero el texto, que en este
pasaje se ha decidido por acceder a la conciencia de Calles, avanza
más en esta interiorización del ángulo focal, al punto de cerrar el
párrafo con dos preguntas en estilo indirecto libre atribuidas al propio
Calles. El estilo indirecto libre de las preguntas también reúne dos
posiciones: la del biógrafo, quien no abandona la tercera persona, no
cede su voz al personaje Calles y mantiene así el control del discurso,
y la del personaje, pues de su conciencia procede la duda, la inquietud,
la sospecha. El verbo en condicional es otra marca de la oblicuidad del
discurso: en él percibimos la traslación de un probable verbo en futuro
emitido por el personaje pero transmitido por el biógrafo y, al mismo
tiempo, el rasgo de futuro implícito atribuible al personaje, para quien
la actitud futura de Cárdenas frente a sus proyectos es aún desconocida
(la pregunta es otro elemento que ayuda a situar este discurso oblicuo
en la conciencia del personaje).
La operación de denominación acusa también la presencia del
observador: aquí hay puntos de vista variables en este sentido. Los dos
personajes en escena, Cárdenas y Calles, aparecen primeramente
mencionados con sus nombres desprovistos de toda investidura, lo
cual permite instalarlos en pie de igualdad. Se trata de un observador
objetivo y distante, que no marca diferencias ni jerarquías. Sin
embargo, enseguida aparece el apelativo que en la época se le asignó a
Calles: “Jefe Máximo”. Esta denominación es una clara cita del lugar

61
que se le concedió a Calles en cierta historiografía de la Revolución,
que recogió la ideología dominante en la época. La importancia crucial
del significado de esta denominación se nos mostrará un poco más
adelante en este mismo texto, cuando sepamos que, poco tiempo
después, Cárdenas sugirió al director del periódico El Nacional que
cuando se nombrara al general Calles procuraran quitarle el título de
Jefe Máximo de la Revolución. Al nombrar aquí a Calles mediante ese
apelativo el texto convoca otra mirada, otra perspectiva, que no es ni la
del propio personaje ni la del biógrafo, sino la que ha quedado
cristalizada en cierto discurso histórico. También la utilización del
término “destape” para designar el proceso de nombramiento del
candidato de un partido para una contienda electoral es una forma de
citar otro discurso y, mediante él, exhibir una concepción acerca del
modo de hacer política propio del partido que ambos personajes
representan.
Puede apreciarse aquí también otro procedimiento relacionado con
la focalización: como todo texto biográfico, se presupone que quien
realiza la biografía es alguien distinto de quien resulta biografiado, de
aquí que toda lucubración sobre la interioridad del personaje debe
estar o fundada en documentos (entrevistas, declaraciones,
comunicaciones) o bien presentada como presupuesta o probable. Sin
embargo, aquí, sin que medie ningún verbum dicendi, se descorre el
velo de la conciencia de Calles para mostrar la interioridad del
personaje: un caso de paralepsis, por la cual se da a conocer más de lo
que es verosímil que pueda saber quien asume la voz en el texto.
Mediante estas observaciones hemos intentado señalar algunos
rasgos que nos permiten reconocer la procedencia de la perspectiva,
del ver y del saber, en el discurso. Así, en el ejemplo analizado, unas
veces la perspectiva –esto es, el papel de observador– es asumida por
un personaje; otras es delegada en un observador externo o en
instancias abstractas, como son el discurso histórico de la época o el
discurso político partidista. Esto quiere decir que la función de
observador puede ser más o menos explícita y estar más o menos
determinada: este aspecto será abordado en detalle en el apartado
siguiente.

62
4.2. Presencia del observador en el discurso
descriptivo
Hemos sostenido que, en el discurso descriptivo, el descriptor (quien
asume la verbalización) puede delegar en otra instancia, el observador,
la instalación de los puntos de vista que se harán circular en el interior
del discurso. El concepto de observador recubre ese lugar –o lugares–
que se conforma como foco de orientación de la información.
En su estudio sobre el observador, Fontanille (1989) define a esta
instancia como un sujeto enunciativo cognoscitivo, esto es, un
simulacro discursivo del enunciador –en su dimensión cognoscitiva–
para producir el efecto ilusorio de su presencia en el enunciado.
Las formas de manifestación del observador en el discurso son
variadas y van desde la menos a la más explícita. Cada uno de estos
posibles niveles de inscripción del observador en el discurso reciben
en Fontanille diferentes denominaciones. Revisemos cada una de las
posibles manifestaciones del observador en el discurso propuestas en
el mencionado estudio.
Se tomará como punto de partida una suerte de grado cero de la
presencia del observador, para dar cuenta de aquellos casos en los
cuales esta función es asumida por el enunciador (en nuestro caso, el
descriptor) y no se advierte otro punto de vista más que el atribuible al
propio enunciador. Digamos que aquí el enunciador no sólo verbaliza,
pone en palabras, lo percibido, sino que también detenta el punto de
vista desde el cual se presenta lo dicho. Tomemos como ilustración
una nota periodística, a lo largo de la cual el observador se
manifestará de diversas maneras; la nota trata acerca del comercio
informal en el interior del metro de la ciudad de México y se inicia así:

Con un flujo diario de 4.6 millones de personas, una red de 200.3


kilómetros de longitud, 11 líneas y 175 estaciones, el Sistema de
Transporte Colectivo (Metro) está convertido en uno de los
mercados más grandes y productivos de la Ciudad de México.
R. Monge y F. Zamorán, “El Metro en manos de la mafia
comercial”, Proceso, Nº 1271, 11 de marzo de 2001.

En este pasaje, la competencia cognoscitiva manifiesta no difiere de


la que se le puede adjudicar al enunciador: no se señala una fuente de
la información diversa del saber que muestra poseer quien habla.

63
Aunque podríamos presuponer que los datos están extraídos de
documentos –por lo tanto, que provienen de otra fuente y que avalan el
saber del enunciador–, el discurso los presenta como emanados
directamente del propio enunciador (a quien también es atribuible la
clara ironía con que finaliza la frase). Éste sería el caso de la presencia
más implícita del observador, puesto que su función no se manifiesta
de manera independiente y queda asumida por la misma instancia que
desempeña el papel pragmático de descriptor, en este caso.
La presencia del observador comienza a hacerse visible cuando
advertimos que el enunciador atribuye a otro la fuente de la
perspectiva desde la cual se presenta el discurso. Esta posibilidad de
manifestación tiene diversos grados de determinación. El grado menos
determinado corresponde al focalizador, filtro de lectura instalado en
el discurso que da cuenta de las selecciones, ocultaciones,
relativización del saber, procedimientos que no son atribuidos a
ningún actor ni están claramente especificados espacial o
temporalmente. Para ejemplificar este caso, continuemos más adelante
con la revisión de la misma nota periodística que acabamos de citar:

Según la radiografía oficial sobre el comercio informal dentro del


SCT, las organizaciones utilizan los mismos métodos que los
grupos de fuera.
Se aprecia aquí una delegación del punto de vista desde el cual se
presenta la información: queda instalado en el enunciado un ángulo
focal (la “radiografía oficial”) al cual se atribuye la procedencia del
saber que se pone en circulación. El enunciador delega en otro
(digamos un conjunto indeterminado de registros e investigaciones
policiales) la asunción de la perspectiva, del centro de orientación del
discurso, que no sólo enmarca y delimita, sino que también avala lo
que el enunciador dice. El focalizador del discurso será entonces este
observador indeterminado que opera como filtro de la información que
se transmite.
Si continuamos avanzando en la escala de los grados de presencia
del observador, una segunda posibilidad se presenta: sumar ciertas
determinaciones –por ejemplo, espaciales y/o temporales– al foco del
discurso. En este caso, el observador será llamado espectador y
corresponderá a la instalación de un ángulo visual que sólo posee
marcas espaciales o temporales pero que no desempeña ninguna otra
función en el discurso. En el mismo pasaje que acabamos de citar,

64
podríamos agregar determinaciones y transformar al focalizador en
espectador:
Según la radiografía oficial [realizada en los últimos cinco años en
las principales estaciones de transferencia del metro] sobre el
comercio informal...
Esta determinación del ángulo de observación tiene por función
restringir el foco y delimitar el alcance de validez de lo que sigue, sin
que la “radiografía oficial” desempeñe otro papel o tenga alguna
incidencia en aquello que ha “radiografiado” (el comercio informal).
El observador puede asumir rasgos aún más explícitos y poseer las
características de un actor, aunque su actuación se limite
exclusivamente a dar testimonio de lo que percibe: será éste el caso de
un asistente que, al modo de un testigo, se instala en el discurso sólo
para garantizar con su propia presencia la verosimilitud de lo que
informa. Continuemos leyendo la nota periodística para ilustrar este
tipo de observador:
Entre las faltas administrativas y delitos que se han disparado,
destaca el de abuso sexual a usuarias. En enero de 2000, la
Gerencia de Vigilancia reportó 21 casos y en el mismo mes del
año en curso el número creció a 39.
Aparece aquí un actor colectivo (con nombre propio: “la Gerencia
de Vigilancia”), cuya única función es ser señalado como fuente
precisa de la información, que es garante de los datos suministrados
por actuar como testigo presencial, asistente aunque no partícipe de
los acontecimientos.
Finalmente, la forma más determinada de presencia del observador
es aquella en la cual aparece como una figura que realiza todas las
acciones propias de un actor y, entre ellas, la de detentar la
focalización: es el caso del asistente-participante, que no sólo asume
el punto de vista sino que también está implicado en las otras
dimensiones del discurso, pragmática o pasional.
Los ‘vagoneros’ y ‘pasilleros’ tienen su propio código. No pueden
vender en el mismo vagón al mismo tiempo, tienen prohibido
hablar con los usuarios y están bien escalonados. La mercancía la
compran por su cuenta o los líderes se encargan de
proporcionárselas. Un ‘vagonero’ dedicado a la venta de libros

65
obtiene ingresos superiores a los 700 pesos y los que ofertan
productos de uso común, como pegamento, tijeras, desarmadores,
pilas, sacan entre 200 y 400 pesos en unas cuantas horas.
En este fragmento, desde el léxico utilizado (“vagoneros”,
“pasilleros”) hasta la valoración que se proyecta sobre la actividad que
se realiza provienen de los mismos participantes en el comercio
informal: aquí ya no se habla de infracciones a la ley, de delitos o
alteración del orden público, como en otros pasajes de la nota o en el
título de la misma (“El Metro en manos de la mafia comercial”), sino
de las ventajas y beneficios que acarrean a quienes lo practican, así
como también de las normas a las que se deben someter. El saber que
aquí se hace circular proviene de los mismos implicados en las
acciones, por tal razón afirmamos que la actividad de observación es
delegada también en ellos, que serán considerados, con respecto a la
dimensión cognoscitiva, como asistentes-participantes.
La consideración de estos distintos niveles de inscripción del
observador en el discurso no pretende ser exhaustiva: da cuenta de
algunos puntos posibles en una escala gradual que va desde la
presencia más implícita a la más explícita; por lo tanto, podrán
encontrarse entre los diversos niveles señalados por Fontanille,
posiciones intermedias no contempladas expresamente por esta
clasificación.
Los cambios de posición realizados por el observador nos conducen
a considerar el otro polo de la perspectiva: ¿sobre qué se proyecta la
mirada del observador? A este aspecto dedicaremos el siguiente
apartado.

66
4.3. Los diversos planos de la observación
La reflexión semiótica, basándose en categorías provenientes de la
psicología, considera que el objeto de la percepción puede estar
situado o bien en el mundo exterior, y entonces dará lugar a una
percepción exteroceptiva, o bien en el mundo interior, y la percepción
será entonces interoceptiva, o bien en la frontera entre ambos, en el
propio cuerpo, lo cual determinará que la percepción sea
propioceptiva. Estas distinciones un tanto superficiales no deben
ocultar el permanente flujo entre espacios así delimitados: es evidente
que la propioceptividad (categoría compleja, puesto que el cuerpo
pertenece tanto al mundo exterior como al interior) es el lugar de
tránsito que articula lo extero con lo interoceptivo.
Ahora bien, si nos situamos en la dimensión cognoscitiva
exclusivamente, en el terreno de la perspectiva desde la cual se articula
el ver y el saber en el discurso, es posible reconocer varios planos
sobre los cuales se proyecta el punto de vista.
En este sentido, el trabajo de Uspensky (1973) A Poetics of
Composition, ofrece una minuciosa reflexión acerca de los posibles
planos en los que puede operar el punto de vista. El mismo autor
señala que los planos reconocidos no son los únicos posibles de
encontrar en el discurso, por lo tanto, su enumeración no pretende ser
exhaustiva.
El primer plano que aborda es el ideológico. Si bien no hay una
clara definición del concepto de ideología, se comprende por tal la
evaluación que el texto conlleva acerca del mundo descrito. La
evaluación puede ser realizada desde un único punto de vista
dominante (el caso menos interesante) o puede haber miras
evaluativas múltiples. Si estas últimas no aparecen subordinadas a un
punto de vista dominante, entonces se hablará de polifonía. Tomando
como base las reflexiones de Bajtín acerca de este fenómeno,
Uspensky considerará que la yuxtaposición de puntos de vista
ideológicos en el discurso constituye la manifestación de la polifonía.
Los diversos puntos de vista ideológicos pueden provenir de
posiciones abstractas, del narrador o de los personajes (principal o
secundario). Cabe señalar aquí tanto la convergencia como la
divergencia con respecto al pensamiento de Fontanille acerca de este
tópico. En efecto, tanto Uspensky como Fontanille reconocen que el
discurso se orienta generalmente según puntos de vista diversos, los

67
cuales pueden provenir incluso de una fuente distinta de cualquiera de
las figuras tradicionalmente aceptadas en el análisis de textos; sin
embargo, Uspensky asimila casi siempre la voz a la observación, lo
cual limita el alcance de su reflexión sobre la perspectiva. Con todo, su
estudio ha permitido avanzar –como intentamos mostrar– en el
reconocimiento de las diversas operaciones de la perspectiva.
El segundo plano considerado es el fraseológico. Uspensky propone
razonar del siguiente modo: “Asumamos que un acontecimiento que
va a ser descrito tiene lugar ante un número de testigos, entre los
cuales puede estar el autor, los personajes (los participantes directos en
el acontecimiento) y otros más, espectadores distantes. Cada uno de
los observadores puede ofrecer su propia descripción de los hechos”
(idem: 17). Las particularidades del discurso de cada observador
acusarán la presencia de los diversos puntos de vista. El ejemplo
ofrecido por el autor para ilustrar cómo un mismo enunciado puede
ordenarse según puntos de vista diferentes es el siguiente: supongamos
que se ha descrito a un personaje que está en una habitación y se desea
describir la entrada de su esposa en la misma habitación. El texto
podría presentarse de varias maneras:
Entró Natasha, su esposa: en esta realización el discurso asume el
punto de vista de un observador externo, distante, que debe hacer
saber que Natasha es la esposa del primer personaje presentado.
Entró Natasha: este enunciado asume el punto de vista del esposo,
observador interno, cercano, para quien Natasha es conocida y no
necesita precisar el vínculo que la une a ella. La secuencia de la
percepción del esposo sería la siguiente: primero percibe que alguien
entra, luego ese “alguien” resulta ser Natasha. Es un caso de monólogo
narrado, o como diría Genette, de focalización interna.
Natasha entró: la organización de este enunciado manifiesta el
punto de vista de la propia Natasha. En la terminología de la Escuela
de Praga, se diría que el nombre propio constituye el tema (lo dado) y
la acción realizada, el rema (la información nueva). Lo nuevo para la
propia Natasha es el reconocimiento de la acción que acaba de
realizar.
Entre los procedimientos discursivos que ponen de manifiesto la
asunción de un determinado punto de vista está el acto de nombrar, la
denominación. Así, se puede nombrar a otro desde el punto de vista
del interlocutor, de un observador distante, del propio actor nombrado,
etc. Otro procedimiento frecuente es la citación del discurso del otro,
ya sea en sus formas canónicas o a través de las variantes hoy muy

68
conocidas (el estilo indirecto libre, el monólogo narrado, la integración
de los puntos de vista del hablante y del oyente en un mismo
enunciado, etc.). El nivel fraseológico permitirá así reconocer
posiciones diversas de observación: el punto de vista externo se
caracterizará por acentuar la distancia entre el hablante y el observador
(por ejemplo, el caso del observador que nota y registra la extrañeza
del hablante, transcribe sus palabras en otra lengua o con sus
particularidades fonéticas); y el punto de vista interno en el plano
fraseológico será aquel en el cual el discurso se centra en el contenido
y es indiferente a las particularidades expresivas del hablante.
En tercer lugar, Uspensky hace referencia al plano espacial y
temporal del punto de vista. Con respecto al plano espacial, dos
posiciones son posibles: o bien hay concurrencia entre quien describe
y quien ve (concurrencia que puede darse al mismo tiempo entre los
otros planos, por ejemplo, cuando la concurrencia espacial es
acompañada por la ideológica, fraseológica y psicológica), o bien no
hay tal concurrencia y quien describe asume una posición en el
espacio distinta de la de quien ve (se dan entonces descripciones de
escenas panorámicas, o desde diversos puntos de vista que abarcan
espacios distantes). Con respecto al plano temporal, el texto puede
combinar posiciones temporales múltiples, y así los hechos del
presente pueden estar evaluados desde el futuro, o bien el presente y el
futuro, desde el pasado, o bien el pasado y el futuro, desde el presente.
En el análisis de este plano el autor reconoce la importancia de atender
a la dimensión aspectual del tiempo, puesto que es precisamente el
aspecto el elemento que introduce un punto de vista al concebir la
acción como un proceso en desarrollo.[15]
El cuarto plano tomado en cuenta es el psicológico: la construcción
del plano psicológico tiene que ver con la posibilidad de acceso a la
conciencia descrita por parte de quien describe. De aquí que tres son
las posiciones posibles: o bien hay un acceso total (punto de vista
omnisciente, interno), o bien está limitado a un personaje (en cuyo
caso también será considerado interno), o bien hay un observador
externo. Es fácil reconocer en esta tripartición la clásica tipología de
los puntos de vista mencionada un poco más arriba (ver el apartado
4.1). Uspensky llama la atención sobre las marcas típicas de la
presencia de un observador omnisciente, tales como los verba
sentiendi (pensó, sintió...) y las de un observador externo, tales como
la modalización de los verba sentiendi (pareció pensar, aparentemente
sabía...). Es frecuente que el texto combine diversos puntos de vista en

69
el plano psicológico.
Del minucioso recorrido por cada uno de estos planos, este autor
destaca que las formas de composición más interesantes (y también
más frecuentes) son aquellas en las cuales se conjugan varios puntos
de vista y que, además, la presencia simultánea de dos o más planos
del punto de vista (pongamos por caso, el espacial y el psicológico) no
implica que sean coincidentes, sino, por el contrario, en muchas
ocasiones, cada perspectiva tiene su propia organización independiente
(digamos, entonces, su propia fuente y su propia meta).

70
4.4. La perspectiva cognoscitiva: un ejercicio de
análisis
Tomando como base estas consideraciones detengámonos en un
pequeño texto de Jorge Luis Borges para mostrar, a través del análisis
de la perspectiva proyectada en los momentos descriptivos de esta
narración, el valor heurístico de los conceptos estudiados. Se trata de
“El cautivo”, texto incluido en El hacedor. Dada la brevedad del
escrito, está reproducido íntegramente:

En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció


después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus
padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado
que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes
que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha
perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y
creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y por la
vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero
se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo,
tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin
entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el
zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar,
hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de
mango de asta que había escondido allí, cuando chico. Los ojos le
brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado
al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir
entre paredes y un día fue a buscar su desierto. Yo querría saber
qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el
presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido
renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera
como una criatura o un perro, los padres y la casa.

Desde el inicio, se instala en el texto una instancia de donde


proviene la orientación, la perspectiva desde la cual se dará cuenta de
los acontecimientos. Tal instancia aludida primero mediante la
expresión “refieren la historia” y nombrada después como “la crónica”
puede entenderse como la voz anónima de una tradición, de un saber
popular que registra en la memoria colectiva ciertas historias de cierta

71
manera. Se instala así, en el enunciado, una competencia cognoscitiva
explícita diversa de la del enunciador implícito. Tal competencia es
atribuida, como decíamos, a una voz anónima que no sólo focaliza la
historia desde determinado ángulo sino que también toma a su cargo la
narración de los hechos. Digamos que, aquí, el enunciador exhibe
cómo se cuenta la historia, o bien, cómo la cuentan otros. Dos roles se
funden entonces en una misma instancia: un rol cognoscitivo, el
focalizador, y un rol verbal, el narrador, pues el enunciador no sólo
delega aquí parte de su hacer cognitivo sino también su rol de
verbalización de la historia (el enunciador que sostiene este enunciado
no hace sino volver a narrar lo que otros narran).
Hemos dicho que el tipo de observador instalado en el inicio del
texto es un focalizador puesto que se pone de manifiesto la presencia
de una competencia cognoscitiva abstracta, un filtro de lectura, no
asimilable a ningún actor del relato y con vagas determinaciones
espaciales (“en Junín o en Tapalqué”).
Algo diferente sucede en un segundo momento de esta narración que
se inicia con la frase “Yo querría saber”: para este observador la
perspectiva desde la cual aparece contada la historia impide tener un
conocimiento más abarcador de los hechos. Este observador no hace
sino exhibir los límites de la competencia del focalizador, por él se
pone en evidencia que “la crónica” da cuenta de los acontecimientos
desde una perspectiva psicológica externa al “cautivo”. Si bien, en el
plano espacial, la perspectiva se ajusta al desplazamiento del indio que
se aproxima a la casa paterna y recorre luego el camino que lo
conduce a la campana de la cocina, en el plano psicológico, la
observación se mantiene siempre externa al personaje y su punto de
mira se instala en la posición no del indio sino de quienes lo
contemplan. De esta perspectiva externa y la consecuente limitación
en la competencia del sujeto de la percepción dan cuenta las frecuentes
modalizaciones de los enunciados que refieren estados de conciencia
del indio: “Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron”,
“Miró la puerta, como sin entenderla”, “Acaso a este recuerdo
siguieron otros”. Podemos decir entonces que el focalizador emplaza
ángulos de visión diversos según los planos que describa: en el plano
espacial, se instala en la mirada del indio y acompaña su avance,
paulatino primero y precipitado después, hacia el interior de la casa,
mientras que en el plano psicológico se instala en la mirada de los que
lo observan, quienes interpretan sus acciones adjudicándoles los
significados que ellos esperan de antemano encontrar. No hay

72
concurrencia entre ambos planos del punto de vista: en el espacial, es
interno al personaje que se desplaza y avanza hacia el interior de la
casa; en el psicológico, es externo y no accede a los movimientos de
su conciencia.
Mediante la intervención del segundo observador –que observa al
anterior– se transita en el texto de un focalizador a un asistente, puesto
que este yo se instala en el interior del texto si bien no con un rol
pragmático o pasional (pues no interviene en los hechos de la historia
ni compromete sus propios afectos) sí con una competencia modal
cognoscitiva, la de querer saber, esto es, querer tener acceso a la
conciencia del personaje, acceso vedado por la competencia limitada
del focalizador que se mantiene externo a los movimientos de la
conciencia del hijo supuestamente reencontrado. Este yo también
subsume dos roles: es asistente en cuanto al papel que desempeña en la
dimensión cognoscitiva y es también quien asume el rol verbal de
narrar el desenlace de la historia.
En este texto la dimensión cognoscitiva se torna dominante, puesto
que es la interrogante acerca de la zona de sombra que toda narración
proyecta sobre los hechos, la imposibilidad de acceder al conocimiento
y comprensión cabal de los mismos, aquello que constituye el núcleo
significativo del texto.
El análisis de la dimensión cognoscitiva de los textos nos ha
permitido reconocer la diversidad de aspectos implicados en la
actividad perceptiva que un sujeto inteligible despliega en los
momentos descriptivos del discurso. Trataremos a continuación la otra
dimensión en que interviene también la percepción pero como
actividad correspondiente fundamentalmente a la experiencia sensible
del sujeto.

73
Capítulo 5

La dimensión pasional:
descripción y experiencia
sensible
Ya en la introducción anunciábamos que el discurso comprendía,
además de aspectos de orden pragmático y cognoscitivo, un conjunto
de elementos que, al modo como los rasgos suprasegmentales se
encabalgan sobre porciones diversas del encadenamiento sintagmático,
se presentan en el discurso conformando otra dimensión del análisis
que puede ser vista –tomando en préstamo la terminología de
Zilberberg– como la prosodia del discurso. Esta dimensión reúne
aquellos elementos discursivos que dan cuenta de otra esfera de la
experiencia del sujeto, la experiencia sensible, la cual se articula
alrededor del propio cuerpo, centro de las percepciones que le llegan
del exterior y de los afectos, sentimientos y emociones que se
desencadenan en su interior. La manifestación textual de la
experiencia sensible adopta preferentemente la forma descriptiva: se
trata de la descripción del proceso perceptivo, proceso que está en la
base de la articulación de la significación y que puede ser analizado él
mismo como un acto enunciativo. Sostenemos que la enunciación
(verbal y no verbal) se asienta sobre esta experiencia inaugural[16] que
pone en comunicación al cuerpo con el mundo, exterior e interior, a
través de los sentidos y de la sensibilidad global del cuerpo que
registra los movimientos del ánimo.
Se ha llamado pasional a esta dimensión del discurso atendiendo a
dos circunstancias primordiales, a saber: la consideración del
desarrollo de la propia teoría semiótica centrada inicial-mente en la
acción del sujeto y la inscripción de estas reflexiones en una tradición
filosófica que ya había recorrido este terreno. Con respecto a la
primera circunstancia mencionada, es necesario recordar que la

74
semiótica hoy llamada standard se ocupó en sus comienzos, de
manera fundamental, del hacer del sujeto, y se fundó en una teoría de
la acción; cumplida esta etapa y consolidada con ese bagaje teórico y
metodológico, la semiótica se ha desplazado hacia otra esfera de
fenómenos que dan cuenta ya no del hacer sino del padecer del sujeto,
y en este sentido se trata ahora de observar cómo el discurso configura
la dimensión de las pasiones del sujeto. En cuanto a la segunda de las
circunstancias mencionadas, la filiación con la filosofía (la referencia a
las pasiones que se encuentra desde Platón y Aristóteles a Descartes,
Spinoza y Nietzsche, entre otros) está marcada por la semejanza
temática global y por la diferencia de perspectiva que implica concebir
a las pasiones como organizaciones discursivas específicas. Digamos
que el hecho de que la noción de pasión tuviera un sitio asegurado en
la reflexión filosófica precedente y que, además, se enlazara
coherentemente con la tradición semiótica, fueron razones de peso
para adoptar tal denominación; sin embargo, veremos que no recubre
todo el campo de la vida interior del sujeto y es así que dentro de la
dimensión pasional se incluyen no sólo las pasiones propiamente
dichas sino también los afectos, emociones, sentimientos, pulsiones,
deseos, es decir, aquella zona de la vida psíquica del sujeto no
sometida a una lógica de la acción pragmática sino guiada por los
principios de la pasión.
En lo que sigue intentaremos mostrar cuál es el lugar de las pasiones
en el discurso y observaremos también cómo la descripción es el
vehículo privilegiado para la configuración y manifestación de la vida
psíquica.

75
5.1. Sustento sensible de la enunciación
Hemos dicho que la constitución de un mundo significante se
asienta en una vivencia primordial –la experiencia sensible del propio
cuerpo– que puede ser concebida como un acto enunciativo, en la
medida en que asistimos (guardada toda distancia) a una escena en la
que entran en juego ciertos componentes que evocan la enunciación
propiamente dicha.
Si nos situamos en el nivel de ese primer contacto del hombre con el
mundo, exterior e interior, observaremos que, con antelación a la
percepción acabada de las figuras del mundo por parte de un sujeto
inteligible, toma su lugar y se instala como centro de referencia
sensible el propio cuerpo. Este acto por el cual el cuerpo toma
posición conduce a pensar con Merleau-Ponty que “hay, pues, otro
sujeto debajo de mí, para el que existe un mundo antes de que yo esté
ahí, y el cual señalaba ya en el mismo mi lugar” (1997: 269). Este
“otro sujeto”, que sólo metafóricamente puede llevar tal nombre, es el
cuerpo propio, esto es, el cuerpo no en un sentido físico o biológico,
“no ya como objeto del mundo sino como medio de nuestra
comunicación con él; [lo cual implica concebir] al mundo, no ya como
suma de objetos determinados, sino como horizonte latente de nuestra
experiencia” (idem: 110).
Esta escena de comunicación entre el cuerpo y el mundo va
exhibiendo sus participantes: el cuerpo, centro de referencia, y el
horizonte, campo latente de la experiencia sensible. Entre el cuerpo y
el horizonte media cierta distancia, lo cual provee de profundidad al
campo de la experiencia. Para que algo sea entonces sentido, alcance
al cuerpo, es necesario que se haga presente, esto es, que afecte con
cierta intensidad el centro de referencia y que posea una cierta
extensión que permita su captación.
Vemos aparecer así las condiciones necesarias para que se cumpla el
acto de la percepción sensible, propiedades que Fontanille designa
como constitutivas de un campo de presencia: “(1) el centro de
referencia, (2) los horizontes del campo, (3) la profundidad del campo,
que pone en relación el centro y los horizontes y (4) los grados de
intensidad y de cantidad propios de esa profundidad” (2001: 87).
La profundidad puede ser de diversos órdenes (espacial, temporal,
cognoscitiva, emocional) y debe ser vista como en constante
desplazamiento, pues se expande o se contrae en función del centro de

76
referencia que es también un lugar móvil. Esta movilidad permanente
pone en perspectiva la presencia (o la ausencia) “de suerte que el
campo de presencia aparece como modulado, más que segmentado,
por diversas combinaciones de ausencia y de presencia, esto es por
correlaciones de gradientes de la presencia y de la ausencia”
(Zilberberg y Fontanille, 1998). El espacio de la presencia/ausencia es
concebido entonces como un espacio continuo, marcado por
modulaciones o diferencias de grado,[17] y no como uno discontinuo,
segmentado por oposiciones diferenciales.
El campo de presencia se constituye entonces porque algo se acerca
o se aleja del centro de referencia, de manera tal que afecta en algún
grado (de intensidad y de extensión) al centro que toma posición y se
orienta en relación con lo que entra o sale del campo. Esta orientación
hacia una presencia es el movimiento equivalente a la adopción de un
punto de vista en la dimensión cognoscitiva: la experiencia sensible
también pone en juego la orientación del cuerpo que implica, entre
otras cosas, una selección y jerarquización de los sentidos que
intervienen en la captación.
Para que una presencia advenga al campo de experiencia del cuerpo
propio es necesario que un sistema de valores sea proyectado sobre
esa presencia, esto es, que se establezca una relación entre una
variación en intensidad y otra variación en extensión. El
establecimiento de tal articulación es posible gracias a la capacidad de
enlazar una cierta forma de la expresión con cierta forma de
contenido: algo se percibe como distinto porque se percibe su
diferencia con lo que lo rodea, adquiere entonces valor. La puesta en
relación del plano de la expresión con el plano del contenido
constituye un sistema de valores y hace inteligible la experiencia
sensible.
Podemos observar así las diversas equivalencias entre la enunciación
propiamente dicha y el proceso perceptivo: el lugar del sujeto de la
enunciación es ocupado, en esta dimensión, por el cuerpo propio en
tanto “envoltura sensible” (en términos de Fontanille); el objeto de la
enunciación verbal o no verbal, el enunciado, es aquí la presencia, con
sus grados de intensidad y extensión, y el acto de enunciar, predicar,
que define la enunciación, es aquí el acto de percepción.
Siguiendo la reflexión de Fontanille (2001) diremos entonces que la
significación se articula, toma forma, a partir de los siguientes
presupuestos perceptivos:

77
(1) la coexistencia de dos universos sensibles, el mundo exterior y
el mundo interior;
(2) la elección de un punto de vista (mira) ;
(3) la delimitación de un dominio de pertinencia (captación) ;
(4) la formación de un sistema de valores gracias a la reunión de
los dos mundos que forman la semiosis (2001: 33).
Un ejemplo nos permitirá reconocer en el ejercicio discursivo la
puesta en escena de los componentes de la experiencia sensible a partir
de la cual se genera la significación. Veamos el siguiente pasaje:

En la hermosa mañana soleada el pánico empezaba a ganarme


cuando vi que, del horizonte hacia el sudoeste, un puntito
empezaba a crecer, moviéndose indistinto primero,
transformándose en un hombre a caballo un poco más tarde, hasta
que vi flamear el poncho a rayas rojas y verdes de Osuna, y unos
minutos más tarde al propio Osuna que sofrenaba su caballo a tres
metros del mío y me decía que, pensándolo mejor, había decidido
volver a buscarme para que pudiésemos dar una vuelta más grande
sin tener que pasar por los lugares que ya habíamos explorado a la
ida.
Juan José Saer, Las nubes, p. 186.
Tal vez sea necesario recordar que el personaje, en tanto actor
participante en los hechos, se encuentra solo en medio de la
inmensidad de la pampa y de allí la referencia al “pánico” que irá
atenuándose precisamente a medida que esa “nada” amenazante del
desierto sea interrumpida por una presencia. Quien evoca, tiempo
después, esta escena, el descriptor, encargado de poner en palabras su
reencuentro de entonces con Osuna, se hace a un lado (puesto que no
despliega el saber que ya posee sobre aquello que describe) para dejar
en el centro a un “sujeto” que ha sido casi ganado por el pánico,
sentimiento que lo sensibiliza, lo vuelve disponible, para percibir la
menor alteración en su campo de presencia.
Aquí, el campo de presencia tiene una gran profundidad dada por el
alcance de la visión en un dominio abierto como es la extensión de la
pampa: el centro de referencia es el propio cuerpo y, más
específicamente, la capacidad de visión, aguzada por la circunstancia
del miedo ante la soledad del entorno. Aquello que atraviesa el
horizonte perceptivo y comienza a hacerse presente es designado

78
primero como “un puntito” en movimiento: una cierta intensidad
(mínima) unida a una cierta posición y extensión afecta un centro
sensible. Esta primera percepción borrosa, “indistinta”, basta para
alterar el ánimo de quien percibe, puesto que hay una primera sombra
de articulación entre ese punto en movimiento y la anulación de la
soledad, el anticipo de una presencia. Dos universos son asociados:
uno exterior (“un puntito”), otro interior (una probable presencia
humana). A medida que la presencia se aproxima al centro, la frontera
entre aquello que es considerado exterior e interior se desplaza: en un
segundo momento, lo percibido como exterior será “un hombre a
caballo”, esto es, una presencia humana, que en el primer momento
formaba parte del plano interior. El hombre a caballo se asociará ahora
a la probable figura del guía esperado, y enseguida comienza el
proceso de identificación mediante la percepción de un rasgo (“el
poncho a rayas rojas y verdes”) que funciona como rasgo prototípico
del personaje, para finalizar con la mención del nombre propio,
culminación del proceso perceptivo que completa y determina la
figura percibida. Digamos de paso (aunque todavía no hemos
abordado este punto) que la evolución del proceso perceptivo como
articulación entre un universo exterior y otro interior cuya frontera se
va desplazando tiene, como todo proceso enunciativo, un efecto, en
este caso sobre la esfera afectiva: el personaje pasa del “pánico” inicial
a la confianza y serenidad.
En el texto, es clara también la elección de un punto de vista, la mira
u orientación discursiva: algo es puesto en la mira, focalizado y
destacado del fondo. De todas las posibles alteraciones del campo de
presencia sólo ese “puntito” en movimiento se torna significante, y
esto es así no sólo por poseer cierta intensidad y cierta extensión sino
también porque sólo él coincide –aunque de manera borrosa e
incierta– con la anticipación, la espera del sujeto (el punto de vista es
siempre un arreglo entre la fuente de la percepción y la meta o el
blanco, no es simplemente una cuestión “subjetiva”). La otra
operación, la captación, se va desplegando en el texto de manera
progresiva hasta proveer los contornos claros del dominio de
pertinencia: la figura de Osuna.
Las articulaciones señaladas entre lo que se va constituyendo como
plano de la expresión y plano del contenido ponen en escena la
proyección de un sistema de valores, esto es, la asignación de una
forma tanto al soporte sensible de la expresión como al del contenido.
El pasaje analizado pone el acento en la experiencia de percepciones

79
que provienen del mundo exterior, de lo que se ha llamado la
experiencia exteroceptiva. Ésta seguiría una trayectoria que va desde
la exterioridad al cuerpo que percibe. Pero también el cuerpo es
receptáculo de sensaciones que emergen de su propia interioridad y
éstas constituyen su experiencia interoceptiva. Tanto una como otra
tienen como anclaje, centro de manifestación y de referencia, al propio
cuerpo, el cual ocupa ese lugar fronterizo que le permite
homogeneizar, poner en equilibrio (o por el contrario, en las
patologías, desequilibrar) lo éxtero y lo interoceptivo. Es entonces lo
propioceptivo, la experiencia del propio cuerpo en tanto espacio
sensible, el acto que le permite al sujeto, como sostiene Dorra, no sólo
sentir sino sentirse: “al instalar el sujeto, la enunciación da lugar a la
propioceptividad y, con ella, a la íntero y a la exteroceptividad, que no
son sino dos direcciones que toma la experiencia de lo propioceptivo”
(1999: 257).
En el curso del análisis del fragmento citado mencionamos al pasar
que el proceso de percepción de una figura del mundo exterior
efectuado por el personaje, tiene un efecto sobre su esfera afectiva: la
atenuación del miedo. Lo percibido, a través de una experiencia
exteroceptiva, además de derivar en un acto de comprensión, de
inteligibilidad, produce otro efecto, alcanza la zona afectiva del sujeto
y le devuelve un estado de confianza que desplaza al pánico
inminente. (No podemos dejar de generalizar y reconocer que todo
aprendizaje, más allá de un proceso de comprensión, tiene un efecto en
el plano afectivo –de satisfacción, de goce, de dolor, de indiferencia,
etc.–, de manera tal que en todo proceso perceptivo siempre está
comprometida la experiencia interoceptiva; de aquí que se hable de la
homogeneización que el cuerpo procura entre lo éxtero y lo
interoceptivo.)
La experiencia interoceptiva, si bien puede ser analizada, en su
organización básica, con apoyo en los mismos criterios utilizados para
el análisis de lo exteroceptivo, requiere de la consideración de otros
aspectos involucrados en la articulación discursiva de la afectividad.
Dedicaremos entonces el apartado siguiente a tratar la configuración
discursiva de la experiencia interoceptiva.

80
5.2. Los afectos y el discurso descriptivo
Si observamos el modo como se ha abordado el universo de las
pasiones, tanto en el campo de la filosofía como en la retórica o la
crítica literaria, advertiremos que generalmente la reflexión se centra
sobre el léxico de una lengua. Haciendo referencia a este hecho,
afirma Fontanille: “A primera vista, los ‘estados del alma’ parecen
presentarse exclusivamente bajo la forma de un léxico de la
afectividad: los nombres de pasiones, amor, envidia, orgullo, avaricia,
y también los términos de una nomenclatura más general, sentimiento,
inclinación, afecto, emoción, turbación... Pero incluso si se agrega a
estos nombres de la pasión sus derivados verbales, adjetivales y
adverbiales, se encuentran rápido los límites de tal acercamiento”
(1999: 65).
Si se trata de analizar la puesta en discurso de la vida afectiva, es
necesario atender a la manera como ésta se hace presente al sujeto,
presencia captada por la mediación de la sensibilidad del cuerpo.
Quiere decir entonces que la experiencia afectiva puede ser
considerada como sometida a los mismos criterios que nos han servido
para dar cuenta de la experiencia exteroceptiva, esto es, la
configuración de un campo de presencia (la aparición y la
desaparición), la toma de posición del cuerpo propio, la profundidad,
los grados de intensidad y de extensión (la mira y la captación), la
proyección de un sistema de valores.
Tomando como base estos criterios, en varios trabajos, Fontanille
(1994, 1999, 2001) se ha dado a la tarea de dar cuenta de las diversas
formas mediante las cuales el discurso produce efectos pasionales o
afectivos. Podrían condensarse tales formas en las siguientes: la
modalización, el aspecto y el ritmo, la perspectiva, las expresiones
somáticas y las escenas típicas. Nos atendremos, en lo que sigue, a la
exposición que, en los diversos textos a los que acabamos de hacer
referencia, ha realizado Fontanille acerca de cada uno de estos temas.
Con respecto a la modalización, cabe señalar su importancia en la
configuración pasional del discurso. Como sabemos, para la lógica, las
modalidades son predicados que modifican otros predicados: así, los
verbos querer, poder, deber, puestos junto a otros verbos, alteran el
significado de la frase. Digamos que no es lo mismo decir: Juan habla,
que decir: Juan quiere hablar. En el primer caso asistimos a un acto
realizado, mientras que, en el segundo, la acción queda suspendida y la

81
significación se vuelca sobre el deseo de Juan. De aquí que un
discurso modalizado centrará su atención, se orientará hacia la puesta
en escena de una subjetividad y suspenderá, dejará en un segundo
plano, la realización de la acción.
Pero no sólo la presencia de los verbos mencionados acusa la
modalización del discurso: a ellos pueden añadirse también los verbos
saber y creer, y además formas perifrásticas (es posible que),
adverbios (quizás), expresiones nominales (la capacidad de), etc. Las
variadas formas de modalizar el discurso muestran que, más allá o más
acá de la realización de acciones, el discurso puede orientarse hacia la
esfera de las pasiones que atraviesan al sujeto al margen de que lleve o
no a cabo tal o cual acción.
Ahora bien, para que una pasión tome forma en el discurso no basta
con la aparición de una modalidad. Para que un sujeto sea afectado por
la tensión de fuerzas que implica una pasión, es necesario que, al
menos, dos modalidades entren en juego. Así, el querer hacer unido al
no poder hacer generará la inhibición, o bien el deber ser más el no
querer ser dará lugar a la sumisión, etc. Como se ve, un conflicto de
fuerzas contrapuestas atraviesa al sujeto apasionado, de aquí que la
modalización haya sido tratada como una dinámica de fuerzas que
enfrenta a un agonista y un antagonista. O bien puede ser vista como
un actante de control que se comporta como un obstáculo para la
realización de la acción.
La combinación de modalidades puede ser presentada por el
discurso de tal manera que solamente sea la indicación de la
posibilidad de emergencia de una pasión, pero la sola presencia de
modalidades no asegura que una pasión se desarrolle. Para ello, otras
condiciones son requeridas. En primer lugar, es imprescindible que las
modalidades afecten con cierta intensidad al sujeto, intensidad que
dependerá del valor, de la evaluación que el sujeto realice con respecto
al grado de presencia de la modalidad: el pasaje de un sujeto
ahorrador (querer tener + deber tener + saber tener + poder tener) a
uno avaro implica, entre otras cosas, un incremento en la intensidad
modal. En el avaro hay un excedente dado que acumula mucho más
allá de su necesidad, su apego a los bienes no conoce límite.
Este excedente resulta de la intensidad con que se produce el efecto
pasional: así, el obstinado es aquél que cuando menos puede más
quiere. Estas variaciones en los grados de intensidad de las
modalidades tienen otra consecuencia, como ya se habrá podido
apreciar: las combinaciones de modalidades conflictivas de diversos

82
grados de intensidad afectan, antes que el hacer del sujeto, su propio
ser. De aquí que, en el fondo, el obstinado es no sólo el que quiere
hacer y no puede hacer sino el que “quiere ser como aquel que puede
hacer”, así como del avaro podría decirse que es el que “quiere ser
como aquel que sabe y puede tener”. La presencia de estas fuerzas
modales no puede sino remitir a otra racionalidad, que orienta al sujeto
en otras direcciones.
Esta otra racionalidad que irrumpe en el discurso es la de la
dimensión pasional, que se constituye así en un dominio autónomo,
independiente del recorrido narrativo del sujeto. Este otro recorrido se
alimenta de la combinación de modalidades que condicionan el
devenir de la historia pasional del sujeto, en otros términos, el devenir
de la búsqueda de su identidad.
¿Pero cómo se hace perceptible, inteligible, ese conflicto
subyacente, tanto para el sujeto que lo padece como para un
observador externo? La modalización del discurso viene acompañada
de un conjunto de rasgos de carácter aspectual y rítmico que vuelven
manifiesta una pasión. A estos rasgos superpuestos a las modalidades
se los ha llamado modulaciones pues son variaciones que se producen
sobre lo continuo: aceleración o disminución del movimiento,
repetición, incoatividad, duratividad o terminatividad, etc. Así, por
ejemplo, para que la obstinación se manifieste es necesario que se
repita insistentemente la voluntad de vencer obstáculos insuperables, o
bien, para reconocer las variantes del miedo (aprensión, pavor, terror)
es necesario observar sus variaciones aspectuales: la anterioridad
caracteriza a la aprensión, la incoatividad al pavor y la duratividad al
terror.
Otra de las condiciones de emergencia de las pasiones en el discurso
es la puesta en perspectiva: una relación de distancia entre un sujeto y
un objeto, y de cercanía entre el mismo objeto y otro sujeto, no es
causa de modificaciones afectivas. En cambio, si esa distancia es
percibida por un sujeto implicado en esa escena, la distancia se volverá
una pérdida o una apropiación, y entonces será fuente de afectación
del estado de ánimo del sujeto, el cual podrá sufrir frustración, cólera,
etc. La puesta en perspectiva, la orientación discursiva, es lo que
permite transformar una acción en una pasión: el paso de la rivalidad a
la emulación implica que el discurso instala como centro de referencia,
fuente de la orientación, a uno de los sujetos, el cual, como habíamos
dicho, toma posición y, al hacerlo, proyecta y distribuye los valores
(en el caso mencionado, el que emula a otro no sólo se nutre de ciertas

83
modalidades y de un excedente aspectual y rítmico, sino que también
visualiza al otro como un modelo a imitar).
Además, las expresiones somáticas, en tanto manifestantes de
transformaciones afectivas, constituyen verdaderos actos enunciativos
pues toman el lugar del enunciador para comunicar estados de ánimo.
Así como el personaje puede tomar la palabra y asumir la función de
enunciador, así también el cuerpo puede ser la fuente del discurso. El
llanto, una forma de mirar, el rubor, permiten expresar estados
afectivos, así como también dan lugar a estrategias de producción e
interpretación de la significación, tales como ocultar, disimular, dejar
ver, de parte de quien se expresa, y adivinar, calcular, deducir, de parte
de quien observa.
El desenvolvimiento de una pasión en el discurso recurre
frecuentemente a las escenas típicas que los textos de una cultura han
fijado como tales: así, la escena de exclusión del celoso que éste
observa desde un lugar oculto. De estas escenas el discurso toma a
menudo algunos elementos sobre los cuales deposita la carga afectiva,
de manera tal que basta la presencia de una parte para elaborar con ella
una realización específica de la escena prototípica. Además, por ser el
cuerpo el asiento de las pasiones, éstas se alimentan de las sensaciones
provocadas por el mundo natural y así es frecuente que figuras como
el agua, el bosque, el aire, el viento, sean depositarias de valores
(fuente de placer o de dolor) que el sujeto apasionado trasvasa a su
entorno.
Todos estos aspectos que conforman la dimensión pasional dan
lugar a la aparición, en el campo de presencia del sujeto, de un
imaginario que se despliega ante él ofreciéndole múltiples escenarios
para la realización de las posibles acciones. Este espacio imaginario
del sujeto explota las posibilidades del discurso descriptivo para
moldearse y lograr pasar de la esfera de lo sensible a lo inteligible.

84
5.3. Un ejemplo de descripción de la experiencia
afectiva
El texto seleccionado para observar cómo la descripción moldea y
trasmite la experiencia afectiva es el comienzo de la novela de José
Saramago Todos los nombres. En las primeras páginas de la obra,
asistimos a la descripción de los movimientos afectivos padecidos por
el personaje en el instante de realizar una acción sobre la cual recae el
peso de la prohibición. Quizás sea necesario recordar las
circunstancias que rodean al pasaje que citamos: el protagonista, don
José, escribiente de la Conservaduría General del Registro Civil, tiene
su vivienda adosada al edificio donde trabaja desde hace ya largo
tiempo. El lugar de trabajo –que el texto describe en abundancia e
ilustra con informaciones sobre la organización espacial de escritorios
y anaqueles, la distribución jerárquica de las tareas, la organización de
ficheros y archivos, etc.– está separado de su casa sólo por una puerta.
De esa puerta –antaño en uso pero en el presente clausurada– ha
quedado en su poder la antigua llave. He aquí la presencia de varios de
los componentes que actuarán como modalizadores y comenzarán a
constituir la identidad pasional del personaje. Demos inicio a la lectura
de un pasaje del fragmento seleccionado:

Ahora llega el momento de explicar que, incluso teniendo que dar


aquel rodeo para entrar en la Conservaduría General y regresar a
casa, a don José sólo le trajo satisfacción y alivio la clausura de la
puerta [...] Con la prohibición de usar la puerta, quedaban aún más
reducidas las posibilidades de una intromisión inesperada en su
recato doméstico, por ejemplo, si dejara expuesto encima de la
mesa, por casualidad, aquello que tanto trabajo le venía dando
desde hacía largos años, a saber, su importante colección de
noticias acerca de personas del país que, tanto por buenas como
por malas razones, se habían hecho famosas [...]
Ahora bien, siendo claramente esta manía de don José de las más
inocentes, no se comprende por qué pone tantos cuidados para que
nadie sospeche que colecciona recortes de periódicos y revistas
con noticias e imágenes de gente célebre, sin otro motivo que esa
misma celebridad, ya que le es indiferente que se trate de políticos
o de generales, de actores o de arquitectos, de músicos o de
jugadores de fútbol, de ciclistas o de escritores, de especuladores o

85
de bailarinas, de asesinos o de banqueros, de estafadores o de
reinas de belleza. No siempre tuvo este comportamiento secreto
[...] La preocupación de defender tan celosamente su privacidad
surgió [...] después de haber sido prevenido de que no podría
volver a usar la puerta de comunicación.

El paralelo se perfila desde el comienzo: el tiempo de trabajo y el


tiempo de ocio del personaje se han ido configurando de manera
análoga a lo largo de los años. El afán de ordenar y catalogar, de
controlar el desorden natural de las cosas, va más allá de toda
necesidad práctica o cognoscitiva y se convierte en una forma de vida.
El personaje queda así predispuesto para transformar un medio en un
fin, inversión típica del hacer del coleccionista que se mueve de la
selección a la colección y allí cancela su secuencia. Algo deja en
suspenso el coleccionista y esa suspensión abre otro espacio por el
cual se puede desplegar la dimensión pasional del sujeto: la colección
reclama la completud y ella convoca entonces el deseo de absoluto del
coleccionista. Las modalidades se van así combinando y tensando:
querer tener todo + deber tener todo + no poder tener todo. Y a ellas
se encabalga un excedente que intensificará el conflicto subyacente y
por lo tanto la búsqueda de su identidad: querer ser aquel que puede
tenerlo todo (unas líneas más adelante dirá el descriptor: “sin embargo,
le pudo más la satisfacción y el orgullo de haberlo conocido todo, fue
ésta la palabra que dijo, Todo, de la vida del obispo”). Este deseo
desmedido que comienza a alojarse en el ánimo del protagonista, esta
fruición con que se entrega a una tarea gratuita, que no persigue fines
prácticos, no tiene cabida en su propia racionalidad pragmática, hecho
consignado por el propio descriptor: “siendo claramente esta manía de
don José de las más inocentes, no se comprende por qué pone tantos
cuidados para que nadie sospeche...”. La acción en sí, desde la
perspectiva de un observador externo, es “inocente” y no habría
razones para ocultarla. Pero la pasión, o bien la carga afectiva que el
personaje deposita en esa tarea ociosa, eso sí carece de una explicación
–en el marco, claro está, de una lógica de la acción pragmática–. La
paulatina generación de esta pasión acumulativa se va abriendo
espacio en la vida interior del personaje y ese espacio imaginario
reclama un lugar propio, no compartido, privado. De aquí que, como
ha dicho líneas más arriba el descriptor, “a don José sólo le trajo
satisfacción y alivio la clausura de la puerta”: esa satisfacción que le
provoca un hecho que, desde otro punto de vista, sólo le trae aparejada

86
una incomodidad (ahora deberá dar un rodeo para llegar a su lugar de
trabajo) confirma una búsqueda apenas conciente al inicio, la de
mantener en privado una tarea en la cual está comprometido un deseo
inaceptable para el propio escribiente del registro civil: el deseo (y el
consecuente placer) de entregarse a la búsqueda de un absoluto para
“llegar a ser aquel que puede tenerlo todo”. Como se recordará, la
novela lleva por título Todos los nombres.
La apertura de un espacio imaginario no sólo está aquí marcada por
el celo con que progresivamente el personaje comienza a procurarse la
privacidad, sino también por el despliegue anticipado, en su
imaginación, del escenario probable de sus acciones futuras.
Continuemos leyendo otro fragmento:

Es posible que una conciencia súbitamente más inquieta de la


presencia de la Conservaduría General del otro lado de la gruesa
pared, aquellos enormes anaqueles cargados de vivos y de
muertos, la pequeña y pálida lámpara suspendida del techo sobre
la mesa del conservador, encendida todo el día y toda la noche, las
tinieblas espesas que tapaban los pasillos entre los estantes, la
oscuridad abisal que reinaba en el fondo de la nave, la soledad, el
silencio, es posible que todo esto, en un instante, por los confusos
caminos mentales ya mencionados, le hiciera percibir que algo
fundamental estaba faltando en sus colecciones, esto es, el origen,
la raíz, la procedencia o, dicho con otras palabras, la simple
certificación de nacimiento de las personas famosas cuyas noticias
de vida pública se dedicaba a compilar.
La descripción que vuelve a hacerse del espacio de la Conservaduría
cobra ahora nuevos matices: ya no es la simetría, el orden, la
organización, lo que se destaca del lugar, sino otros rasgos en los que
no podemos sino detectar la carga pasional del sujeto que, alimentado
por su propio ímpetu, traslada al espacio evocado las características de
profundidad y misterio que provienen más bien de su propio deseo.
Los atributos predominantes en este pasaje enfatizan la magnitud
excesiva de lo nombrado: la gruesa pared, los enormes anaqueles, las
tinieblas espesas, la oscuridad abisal. Y el exceso en el volumen de lo
nombrado se expande y se prolonga por la ínfima magnitud de la luz:
la pequeña y pálida lámpara suspendida del techo. El espacio queda
así también él modalizado, transformado en un escenario propicio para
emprender en él una acción audaz, pues sus componentes (pared,

87
anaqueles, tinieblas, oscuridad, soledad, silencio) cobran, a través de
los atributos, el carácter de obstáculos a vencer.
Este despliegue imaginario se deriva, en el texto, de “una conciencia
súbitamente más inquieta de la presencia de la Conservaduría
General”: los dos polos de la interacción perceptiva se hacen aquí
explícitos, una disponibilidad del sujeto sensibilizado por su propia
inquietud y una presencia del objeto, la Conservaduría, que es captado
con una nueva mirada, ya no la del escribiente sino ahora la del
insaciable coleccionista. La inquietud del ánimo no sólo lo provee de
una imagen codiciada del contenido de los anaqueles sino que además
le hace intensificar y acelerar la búsqueda, intensificación manifiesta
en el intempestivo derroche de sinónimos vertidos para nombrar
precisamente aquello que falta en su colección: “el origen, la raíz, la
procedencia o, dicho con otras palabras, la simple certificación de
nacimiento de las personas famosas”. Esta intensificación y
aceleración del ritmo denominativo es indicativa de la inquietud que lo
anima.
Se habrá observado ya, a través de lo dicho, que la descripción de la
vida afectiva del personaje en estos pasajes del comienzo de la novela
se realiza mediante una orientación del discurso, esto es, una puesta en
perspectiva que permite valorar, sopesar, en suma, predicar algo
acerca de lo percibido. Así, el cambio que sufre la imagen de la
Conservaduría (de la primera descripción, a la cual aludimos más
arriba, a la segunda aquí citada) se debe a un cambio de perspectiva: la
descripción de la imagen evocada por el protagonista, ya con ánimo
inquieto, se tiñe de sus valores y asume las dimensiones de su propio
deseo. La puesta en perspectiva recorre todo el discurso aunque no
siempre es el mismo el centro de referencia: en la descripción que
acabamos de citar es el cuerpo y el ánimo inquieto del personaje, pero
en otros momentos un observador externo aflora para señalar el
asombro, la incredulidad que despiertan los cuidados o la excitación
del personaje: “no se comprende por qué pone tantos cuidados”, y más
adelante, como veremos enseguida, “imagine ahora quien pueda el
estado de nervios”.
El paso a la acción del sujeto apasionado se acompaña siempre de
una serie de manifestaciones somáticas recogidas por la descripción.
Sigamos con la lectura:

Imagine ahora quien pueda el estado de nervios, la excitación con


que don José abrió por primera vez la puerta prohibida, el

88
escalofrío que le hizo detenerse a la entrada, como si hubiese
puesto el pie en el umbral de una cámara donde se encontrase
sepultado un dios cuyo poder, al contrario de lo que es tradicional,
no le llegara de la resurrección, sino de haberla recusado. Sólo los
dioses muertos son dioses siempre. Los bultos fantasmagóricos de
los estantes cargados de papeles parecían romper el techo invisible
y subir por el cielo negro, la débil claridad de encima de la mesa
del conservador era como una remota y sofocada estrella [...]
Tenía una linterna en el cajón donde guardaba la llave. Fue a por
ella, y después, como si llevar consigo una luz le hubiese hecho
nacer un coraje nuevo en el espíritu, avanzó casi resoluto por entre
las mesas, hasta el mostrador, bajo el que estaba instalado el
extenso fichero de los vivos [...] Después se sentó y, con la mano
todavía trémula, comenzó a copiar en los impresos blancos los
datos identificadores.

El texto va in crescendo hasta llegar a esta descripción de la


Conservaduría como un recinto sagrado que el personaje
despaciosamente se atreve a profanar: el léxico de lo sagrado
proporciona ahora otra imagen del lugar como residencia de un dios e
incluso como esfera celeste con su remota estrella. El tono
grandilocuente de la predicación no puede sino remitir al grado
máximo de la excitación que anima al personaje a vencer el poder de
la prohibición, atravesar la puerta y penetrar en aquel sitio vedado,
asiento de la divinidad. Este paso a la acción, vivido por el personaje
como una profanación, es descrito recurriendo a las expresiones
somáticas de su estado afectivo: los nervios, la excitación, el
escalofrío, la mano trémula, hacen evidente los movimientos de su
ánimo. El cuerpo es aquí el emisor de estos signos de la pasión que la
privacidad le concede no disimular.
Habremos advertido también, desde el comienzo, la presencia de
una escena típica como es el paso a través de una puerta prohibida. Es
interesante observar que aquí, detrás de la puerta prohibida, no se
encuentra nada desconocido, muy por el contrario, se trata del lugar
que el personaje mejor conoce por haber transcurrido allí la mayor
parte de su vida. Tampoco se trata de un lugar al que no se pudiera
acceder: todos los días el protagonista entra por la puerta principal al
edificio. Sin embargo, la constitución del deseo no hace caso de este
saber que corresponde a la esfera cognoscitiva del sujeto. Aquello que
se volverá objeto codiciado (todos los nombres) proyectará sobre su

89
entorno, irradiará sobre el espacio que lo contiene una nueva luz (o
quizás aquí sea más oportuno decir, una nueva sombra) que
transformará el espacio cerrado y finito en uno abierto e infinito,
contenedor del absoluto, depositario apropiado de un deseo que no
puede sino ser absoluto. No sólo la Conservaduría se ha transformado
en un espacio otro: si esto ha tenido lugar ha sido posible porque él
mismo se ha vuelto otro, está en el proceso de llegar a ser el que puede
tenerlo todo y entonces se abre ante sí un imaginario poblado de las
gratificantes escenas del deseo alcanzado. Continúa el texto de la
novela:

Miró el armario donde guardaba las cajas con las colecciones de


recortes y sonrió de íntimo deleite, pensando en el trabajo que
tenía ahora a la espera, las surtidas nocturnas, la recogida
ordenada de fichas y expedientes, la copia con su mejor letra [...]
salió [de su casa] por la otra puerta, la de la calle, dio la vuelta al
edificio y entró en la Conservaduría. Ninguno de los colegas se
apercibió de quién había venido, respondieron como de costumbre
al saludo, dijeron, Buenos días, don José, y no sabían con quién
estaban hablando.
José Saramago, Todos los nombres, pp. 25-31.
Su transformación no se hace visible para los otros, tiene lugar en su
vida afectiva: el descriptor delega en el propio cuerpo del sujeto
pasional la orientación del discurso y se limita a prestar su voz para
articular una experiencia sensible.
Las marcas que manifiestan la emergencia y el desarrollo de una
pasión, de un sentimiento o una emoción explotan, decíamos, los
recursos de la descripción. Siendo esta manera de organizar la materia
verbal aquella que provee las estrategias para hacer existir algo en el
interior del discurso (desde la denominación hasta las variadas y
complejas formas que puede asumir la expansión) se convierte en el
soporte idóneo para darle forma y consistencia a la vida afectiva.

90
Conclusiones
Retomando las líneas de la introducción a este trabajo, quisiéramos
ahora completar nuestra reflexión inicial mediante una síntesis del
recorrido efectuado a lo largo de las páginas precedentes.
Hemos tomado como punto de partida una segmentación del
discurso en dos niveles, enunciado y enunciación, con el fin de ordenar
nuestras observaciones según se refirieran a la esfera de aquello que es
objeto de la actividad descriptiva, nivel del enunciado –esto es, las
formas de configuración del objeto descrito–, o bien aludieran a la
interrelación entre el sujeto y el objeto de la descripción, nivel de la
enunciación, en el cual quedan comprendidos desde el acto de
percepción hasta la proyección de un saber y la afectación sensible de
los sujetos implicados en la descripción.
En el nivel del enunciado descriptivo, una primera aproximación nos
permitió reconocer dos grandes unidades: la denominación y la
expansión. Luego, dentro de ellas, pudimos ubicar distintos
componentes (el todo y las partes, las propiedades calificativas y
funcionales) y operaciones (unas de orden general, tales como el
anclaje y la afectación, otras de carácter específico, la
aspectualización, la puesta en relación –por asimilación o por puesta
en situación– y la tematización).
En el nivel de la enunciación descriptiva, hemos considerado que el
acto de describir pone en escena la actividad perceptiva, la cual, por
otra parte, constituye el sustento del proceso de significación. Hemos
analizado, entonces, la percepción misma puesta en discurso a través
de la descripción, como acto enunciativo que comporta una toma de
posición asumida por el cuerpo propio, un “objeto” de la percepción
que puede ser entendido como una presencia, con sus grados de
intensidad y extensión, y una profundidad que señala la distancia entre
el centro y el horizonte de la experiencia perceptiva.
Considerada la percepción como suelo sensible sobre el cual se
asienta la significación, tanto el despliegue de la experiencia
inteligible del sujeto enunciante (el ver y el saber) como la
manifestación de su experiencia sensible (la vida afectiva en general,
pasiones, sentimientos, emociones) responden, cada una a su modo, al
orden perceptual que las sustenta.

91
En consecuencia, para abordar la enunciación descriptiva, hemos
recurrido a su tripartición en las diferentes dimensiones que comporta.
Así, fue posible deslindar una dimensión pragmática –que atiende al
hacer del descriptor, lugar de la voz de la enunciación–, una dimensión
cognoscitiva –que recubre los puntos de vista del observador– y una
dimensión pasional –especie de prosodia del discurso, que da cuenta
de las atracciones y repulsiones del sujeto pasional.
El análisis de la dimensión cognoscitiva del discurso ha permitido
aislar una esfera de fenómenos de sumo interés para comprender el
funcionamiento del discurso descriptivo: la atribución de las
estrategias de manipulación del saber a un sujeto particular, el
observador (distinto del descriptor, ubicado en la dimensión
pragmática y encargado de verbalizar actos de percepción atribuidos a
otro, al observador), el reconocimiento de diversos centros de
procedencia de la mirada, los distintos planos sobre los que ella se
deposita, son todos modos de abordar la circulación del saber en el
discurso de manera tal que es posible advertir cómo se articula la
significación mediante la puesta en escena de la actividad
cognoscitiva.
Por otra parte, el análisis de la dimensión pasional nos ha conducido
a advertir la presencia de otra lógica en la organización del discurso: el
sujeto afectado por lo que percibe pero, sobre todo, por su propia
disponibilidad proyecta su euforia o su disforia sobre aquello que es
objeto de descripción. Tal disponibilidad se manifiesta en el discurso
por la presencia de diversos rasgos: la descripción del conflicto de
modalidades, el ritmo y la aspectualidad, la perspectiva, las
expresiones somáticas, las escenas típicas.
Así concebida, la descripción se nos presenta como un acto
discursivo que difiere de aquel realizado por la narración –aunque la
presencia de la descripción en el discurso está vinculada a otros
géneros, entre ellos, de manera preponderante, al narrativo–. Para
reconocer tal divergencia, hemos considerado que, a diferencia de la
narración, caracterizada por organizar la materia verbal sobre el eje de
la sucesividad, la descripción lo hace sometiéndose a otro principio, el
de la simultaneidad. Así, hemos podido observar que el enunciado
narrativo (la historia contada) se organiza necesariamente de modo
sucesivo, pues debe atender a relaciones de cronología y causalidad,
mientras que su enunciación (el acto discursivo de contar), por su
propia naturaleza, no puede sino ser un presente incesantemente
renovado. En cambio, la descripción, en el nivel del enunciado (el

92
objeto de la descripción) se organiza según relaciones de
simultaneidad, pues no existe orden previsto a seguir para dar cuenta
de los elementos que integran un objeto de descripción; y en el nivel
de la enunciación, convoca la figura de un observador (y/o de un
sujeto pasional) que se ubica también en relación de simultaneidad con
lo observado.
Por tal razón, sostenemos que la presencia, en el marco de cualquier
tipo de texto, del discurso descriptivo obedece a un giro enunciativo
por obra del cual el enunciador hace entrar en escena a un observador
o a un sujeto pasional, de cuyo recorrido perceptivo el propio
enunciador (que podrá ser llamado, entonces, descriptor) da cuenta. De
aquí que hayamos emparentado la descripción con la figura de la
evidentia, por el papel central que en ésta desempeña la figura del
testigo ocular, cuya actuación el orador debía evocar en su discurso.
En suma, hemos reconocido que si bien la descripción no ha
constituido un género particular de textos, se halla ligada al proceso de
generación de la significación, pues tiene el papel central de poner en
escena la actividad perceptiva desplegada por el sujeto, actividad sobre
la cual se funda la articulación del sentido.

93
Referencias bibliográficas

Bibliografía teórica
Adam, J. M. y A. Petitjean: Le texte descriptif, París, Nathan, 1989.
Barthes, R.: “La retórica antigua”, en La aventura semiológica,
Barcelona, Paidós, 1993.
Benveniste, E.: Problemas de lingüística general, 7ª ed., Tomo 1.
México: Siglo XXI, 1978.
Bremond, C.: “La lógica de los posibles narrativos”, en Análisis
estructural del relato, México, Premiá, 1982.
Coquet, J. C.: “Avant propos”, en Sémiotiques, 10, 1996.
Darrault-Harris, I.: “Tropes et instances énonçantes”, en Sémiotiques,
10, 1996.
Dorra, R.: Hablar de literatura, México, Fondo de Cultura
Económica, 1989.
— “El tiempo en el texto”, en Critica del testo, vol. I/1, 1998.
— “Entre el sentir y percibir”, en E. Landowski, R. Dorra y A. C. Mei
Alves (eds.), Semiótica, estesis, estética, San Pablo-Puebla, PUC/
SP/UAP, 1999. Filinich, M. I.: La voz y la mirada. Teoría y análisis
de la enunciación literaria, México-Puebla, Plaza y Valdés/UAP,
1997.
— Enunciación, Buenos Aires, Eudeba (Colección Enciclopedia
Semiológica), 1998.
— “Aspectualidad y descripción”, en Tópicos del Seminario, vol. 3,
2000. Fontanier, P.: Figurile limbajului, Bucarest, Univers, 1977.
Fontanille, J.: “Pour une topique narrative anthropomorphe”, en
Actes sémiotiques, Vol. VI, 57, 1984.
— Le savoir partagé. Sémiotique et théorie de la connaissance chez
Marcel Proust, París-Amsterdam-Philadelphia, Hadès-Benjamins,
1987.
— Les espaces subjectifs. Introduction à la sémiotique de
l’observateur, París, Hachette, 1989.
— “El retorno al punto de vista”, en Morphé 9/10, 1994.
— Sémiotique et littérature, París, PUF, 1999.
— Semiótica del discurso, Lima, FCE/Universidad de Lima, 2001.
Genette, G.: Figures III, París, Seuil, 1972.

94
— Nouveau discours du récit, París, Seuil, 1983 (versión en español:
Nuevo discurso del relato, Madrid, Cátedra, 1998).
Greimas, A. J.: Semántica estructural, Madrid, Gredos, 1973.
— De la imperfección, México-Puebla, Fondo de Cultura Económi-
ca/UAP, 1990.
Greimas, A. J. y J. Courtés: Semiótica. Diccionario razonado de la
teoría del lenguaje, 1ª reimpr., Madrid, Gredos, 1990.
Hamon, P.: Introducción al análisis de lo descriptivo, Buenos Aires,
Edicial, 1991.
Jitrik, N.: Los dos ejes de la cruz, Puebla, Universidad Autónoma de
Puebla, 1983.
Landowski, E.: “De l’Imperfection, el libro del que se habla”,
Introducción a Semiótica, estesis, estética, op. cit., 1999.
Lausberg, H.: Manual de Retórica Literaria, 1ª reimpr., Tomo II,
Madrid, Gredos, 1976.
Martin, R.: Temps et aspect, París, Kliencksieck, 1971.
Merleau-Ponty, M.: Fenomenología de la percepción, 4ª ed.,
Barcelona, Ediciones Península, 1997.
Panofsky, E.: La perspectiva como ‘forma simbólica’, 7ª ed.,
Barcelona, Tusquets, 1995.
Parret, H.: “L’énonciation et sa mise en discours”, en Cruzeiro
Semiótico, Nº 6, 1987.
Pimentel, L. A.: “El espacio en el discurso narrativo”, en Morphé 1,
1986.
— “La dimensión icónica de los elementos constitutivos de una
descripción”, en Morphé 6, 1992.
Reuter, Y.: “La description en questions”, en Y. Reuter (ed.), La
description: théories, recherches, formation, enseignement, París,
Presses Universitaires du Septentrion, 1998.
Silvestri, A.: Discurso instruccional, Buenos Aires, Eudeba, 1995.
Uspensky, B.: A Poetics of Composition, Berkeley-Los Ángeles-
Londres, University of California Press, 1973.
Zilberberg, C. y J. Fontanille: Tension et signification, Lieja, Mardaga,
1998.

Obras literarias citadas


Becerra, J. C.: El otoño recorre las islas, 5ª reimpr., México, ERA,
2000.
Borges, J. L.: “El cautivo”, El hacedor, Obras completas, Tomo II,
Barcelona, Emecé, 1989.

95
— “El jardín de senderos que se bifurcan”, Ficciones. Obras
completas, Tomo I, Barcelona, Emecé, 1989.
Roa Bastos, A.: Yo, el Supremo, 10ª ed., México, Siglo XXI, 1981.
Saer, J. J.: “Sombras sobre vidrio esmerilado”, Unidad de lugar,
Buenos Aires, Espasa Calpe/Seix Barral, 1996.
Saramago, J.: Todos los nombres, México, Alfaguara, 1998.

96
Sobre la autora
María Isabel Filinich es licenciada en Literatura y Castellano por el
Instituto del Profesorado Juan XXIII, Argentina, 1971 (equivalencia
Universidad Nacional Autónoma de México –UNAM–, 1987).
Es doctora en Letras por la UNAM, 1995, y ha realizado la maestría
en Semiótica y Teoría Literaria en la Universidad de Bucarest,
Rumania, 1979.
Es traductora de rumano, Consejo de Cultura y Educación de
Rumania, Bucarest, 1978.
Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (CONACYT)
Nivel II, Argentina, y de la Academia Mexicana de Ciencias;
profesora de la Universidad Nacional de Luján (Argentina) y de las
universidades de Guerrero, Sinaloa y Nacional Autónoma (México).
Es miembro fundador del Seminario de Estudios de la Significación,
incorporado a la Red Internacional de Seminarios de Semiótica del
CNRS, Francia.
Actualmente se desempeña como profesor-investigador en el
Programa de Semiótica y Estudios de la Significación de la
Universidad Autónoma de Puebla, México.

97
Notas
[1]En mi libro Enunciación (1998: 29 y ss.), de esta misma
colección, me he referido a las distintas orientaciones teóricas
implicadas por las diferentes definiciones del término y a su relación
con otros conceptos (texto y contexto). Aquí me limitaré a resumir la
concepción que asumo, la cual se inscribe en una perspectiva
semiótica.
[2]Véase particularmente el capítulo “De la subjetividad en el
lenguaje”, en Problemas de Lingüística General (1978).
[3]Consideramos al narrador y al narratario como la representación,
en el discurso narrativo, de los papeles de enunciador y enunciatario,
esto es, el sujeto de la verbalización y destinación del relato –el
narrador– y el sujeto de la escucha y destinatario de la narración –el
narratario–. Ambas instancias componen el nivel de la enunciación
narrativa, el yo que apela a un tú al cual le destina una historia. (Para
un análisis detallado de estos componentes del discurso literario, véase
mi libro La voz y la mirada. Teoría y análisis de la enunciación
literaria, de 1997).
[4]P. Hamon denomina así a las “posturas de destinador y
destinatario” implicadas por el sistema descriptivo (ver P. Hamon,
1991: 45 y ss.). Entendemos que tales instancias ocupan una posición
equivalente a la de la pareja narrador/narratario en la narración.
[5]La naturaleza de la temporalidad que anima al narratario es
descrita de manera muy esclarecedora por R. Dorra en su artículo “El
tiempo en el texto” (1998). Cito un fragmento referido al aspecto que
aquí me interesa destacar: “Así, pues, para el narratario hay un tiempo
realizado pero ignorado, un tiempo cuya forma es la de la totalidad
vacía. La voz del narrador, el decurso de la narración, irá
sucesivamente colmando ese vacío. Así, el narratario no es
transformado por la historia sino por el discurso; su temporalidad es
lineal y siempre prospectiva. Esa linealidad permanece inalterable
aunque el narrador no siga, en su narración, un orden lineal, aunque
empiece, por ejemplo, narrando el desenlace; el narratario sigue su
ruta: de la ignorancia al conocimiento, de la totalidad vacía a la
totalidad colmada; por eso, mientras hable el narrador, su avance no

98
puede ser sino lineal e ininterrumpido” (1998: 41).
[6]Desde otro punto de vista, si atendemos a los orígenes de la
descripción, ésta aparece vinculada a un ejercicio que comenzó a tener
importancia con el surgimiento de la llamada neo-retórica, en el
mundo grecorromano entre los siglos II y IV de nuestra era: se trata de
la declamatio. Según lo explica R. Barthes (1993: 101) la declamatio
“es una improvisación regulada sobre un tema”, la cual provoca la
atomización del discurso que se vuelve un conjunto de pasajes
brillantes con una finalidad ostentativa. Entre tales pasajes, el principal
era la ekfrasis o descriptio, fragmentos transferibles de un discurso a
otro que describían un paisaje o realizaban un retrato. De aquí surgirán
luego los diversos tipos de descripción que P. Fontanier (1977: 381)
clasifica en siete especies, según los objetos descritos: topografía
(lugar), cronografía (tiempo), prosopografía (cualidades físicas de un
personaje), etopeya (caracteres morales de un personaje), retrato
(descripción moral y física), paralelo (dos descripciones confrontadas)
y cuadro (pasiones, acciones, fenómenos físicos o morales).
[7]En Les espaces subjectifs. Introduction à la sémiotique de
l’observateur (1989: 16) Fontanille define a estos tres tipos de sujetos
enunciativos como “los simulacros discursivos por los cuales la
enunciación da la ilusión de su presencia en el discurso enunciado” y
les otorga un lugar intermedio entre la enunciación propiamente dicha
(lugar del sujeto de la enunciación, en sentido genérico) y el
enunciado, considerándolos las instancias “que preparan las
identificaciones del enunciatario” (la traducción es nuestra).
[8]En un estudio dedicado a una reflexión semiótica sobre el saber,
Fontanille (1987) define al sujeto y al objeto de saber como
observador e informador respectivamente: el sujeto cognoscitivo es un
observador en tanto se coloca en el lugar de un receptor (sabe que hay
algo que saber) y el objeto de saber es un informador en tanto queda
colocado en el lugar del emisor (sabe que hay algo que hacer saber),
razón por la cual el objeto colabora o se resiste a la actividad
cognoscitiva del observador. En nuestro ejemplo, el mundo muestra
elocuentemente sus cualidades sonoras, colabora con la actividad
perceptiva del observador, y este último capta los estímulos sensibles
que lo proyectan hacia otra dimensión.
[9]R. Martin (1971), en el trabajo que consagra precisamente al
tiempo y al aspecto, recuerda la distinción –importante para ubicar el
lugar del aspecto en la representación de la temporalidad– que ya

99
reconocía G. Guillaume entre un tiempo explicado y un tiempo
implicado: el primero da cuenta del hecho por el cual un proceso
puede situarse en el discurso en relación con otro proceso o con algún
punto de referencia en el eje del tiempo y ser dividido en momentos
tales como pasado, presente o futuro (esta segmentación permite la
construcción de cronologías); el segundo, en cambio, el tiempo
implicado, es aquel que es inherente al verbo, al proceso en tanto tal y
que atiende a la duración. Por lo tanto, el reconocimiento de un tiempo
implicado, el tratamiento del proceso en su interioridad como una
extensión con un principio tensivo, una duración y un desenlace
distensivo, permite dar cuenta de las distinciones aspectuales:
puntual/durativo (y dentro del aspecto durativo se distinguirá entre
aspectos continuos –lineal/progresivo– y aspectos discontinuos –
iterativo/frecuentativo/multiplicativo/distributivo); aspecto de lo
realizado y de lo irrealizado; incoativo y terminativo. El aspecto así
concebido, como tiempo implicado y observado en su devenir, como
perspectiva desde la cual la acción es observada, da cuenta de la
posibilidad de que la acción sea no sólo puesta en relación con otra en
el eje del tiempo sino descrita en su interioridad, para lo cual necesita
ser desplegada ante el espíritu, esto es, espacializada.
[10]En este sentido, Pimentel (1986) muestra, mediante el análisis de
un segmento descriptivo de la novela Palinuro de México, de
Fernando del Paso, de qué manera la subversión de los modelos
topográficos canónicos no implica la desaparición del orden sino más
bien la emergencia de un nuevo orden cuyo significado se aprecia
precisamente gracias a la parodia de un modelo canónico subyacente.
[11]Véase el § 1.3. del primer capítulo y la nota 7 de pie de página.
[12]Es necesario señalar que Coquet, para sus fines de constitución
de una teoría general del sujeto, complementa esta dicotomía
reconocida en el actante primero con otra que funciona como
proyección externa de la primera, el actante tercero, donde cabrían
enunciadores portadores de figuras institucionalizadas como la razón,
la ciencia, la divinidad, etc. Ver Coquet (1996).
[13]Nos referimos a su conocido estudio Fenomenología de la
percepción (1985).
[14]El término “estésico”, derivado del griego aisthesis, hace
emerger a un primer plano la significación etimológica de “facultad de
sentir”, un tanto opacada por el término “estético” que, en el uso, y a
pesar de provenir de la misma raíz, ha enfatizado el sentido de lo bello

100
más que el de lo sensible, sin desconocer, claro está, que la belleza
depende de una relación sensible entre sujeto y objeto. La noción de
estesis, en este sentido, tiene una acepción más amplia que la de
estética, puesto que comprende la experiencia sensible en su totalidad,
incluyendo la experiencia estética. Es en este sentido que ha sido
utilizada por Paul Valéry.
[15]El tema de la aspectualidad es central en la descripción, y no sólo
concebida como dimensión del tiempo, sino también, al modo de
Greimas, como dimensión del espacio y del desempeño actorial. A
este tema he dedicado un artículo: “Aspectualidad y descripción”
(2000), en el cual se aborda el lugar de este procedimiento en el
discurso descriptivo.
[16]Decimos experiencia inaugural en un sentido que es necesario
aclarar: se trata de un comienzo que sólo puede ser visto como
recomienzo, al menos, por dos razones elementales: por una parte, no
nos es posible alcanzar aquella experiencia que fuera la primera vez de
algo que no se apoyara en una experiencia previa; y, por otra parte, la
reedición permanente del contacto sensible del sujeto con su entorno
está necesariamente tamizada por las experiencias que le anteceden,
por las formas de la sensibilidad aprendidas: la percepción sensible
tiene lugar no sólo porque una presencia afecta a un cuerpo sino
porque también este último está dotado de una disponibilidad que lo
orienta hacia aquello que lo afecta, esto es, se percibe aquello que de
algún modo es anticipado por las formas plasmadas en la sensibilidad.
[17]Este rasgo de la experiencia sensible (de la enunciación
perceptiva, se podría decir) ha obligado a pensar no ya en los términos
de una oposición sino a centrarse en los grados de presencia de uno y
otro término de una relación. La tensión se vuelve entonces una noción
central para dar cuenta de esta relación de fuerzas entre dos variables,
de allí la denominación de semiótica tensiva aplicada a la semiótica
que hoy se ocupa de analizar la puesta en discurso de la actividad
perceptiva.

101
102

También podría gustarte