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ALCMEON 13

Los fundamentos neurobiológicos de la ética


Juan Carlos Goldar

La tarea de la Ética es dilucidar los mecanismos mentales que le permiten a


cada individuo vivir según las normas morales de su particular situación. La
“Ética” - con mayúscula - como ciencia se diferencia así de la “ética” - con
minúscula - como rendimiento de la mente. Si bien la psiquiatría se ocupa de
los trastornos de la ética, curiosamente apenas existe una Ética psiquiátrica,
pues lo que aún se enseña acerca del control ético de la conducta se encuentra
dominado por la doctrina animista. En efecto, habitualmente se cree que el
cuerpo es un operador final guiado por las virtudes éticas del alma. Con esta
noción se cierran todos los caminos que pueden conducir a las explicaciones
fisiopatológicas. Afortunadamente hay un cúmulo de conocimientos que hace
factible elaborar un modelo neurobiológico y, así, superar el estancamiento.
En el presente artículo intentaremos ordenar los principales datos
anatomoclínicos con el propósito de entender la posición de los mecanismos
éticos dentro de la organización general del cerebro humano. Creemos que de
este modo los psiquiatras podrían disponer de un sistema que permita explicar,
de manera razonable, las alteraciones del control ético, o sea los trastornos que
están en el centro de la personalidad antisocial. Para ello es necesario realizar
algunas consideraciones acerca de las opiniones más convencionales.

Crítica de la Ética racionalista


Puesto que las normas morales pueden cambiar intensamente al pasar de una
situación a otra (lo que se admite o se tolera en un sitio puede ser rechazado
en otro no necesariamente lejano), los dispositivos éticos de la mente son
instrumentos altamente versátiles, dúctiles, en ciertas ocasiones casi volubles.
Esta versatilidad, que nos permite ajustar las acciones a las reglas siempre
cambiantes, ha conducido a creer que los mecanismos éticos pertenecen
exclusivamente al círculo del pensamiento, de la lógica. Se supone que sólo la
agilidad del pensamiento, la prontitud de la lógica, en suma la sagacidad de la
esfera intelectual, es aquello que posibilita incontables adaptaciones cuando
nos trasladamos de modo permanente entre los diversos contextos de acción.
En un sentido muy diferente consideramos aquí que la capacidad para ajustar
nuestras acciones a las normas siempre mudables muy poco debe al
conocimiento lógico. Vamos a mostrar que, en verdad, existen dispositivos
mentales especiales, ajenos a la lógica en sentido estricto, destinados
precisamente al control ético de la conducta. Para ello es preciso efectuar una
breve excursión al terreno de las teorías del conocimiento y determinar en qué
consisten las facultades mentales lógicas.
En la filosofía occidental se registra, casi constantemente, una noción que
coincide con las creencias más vulgares. Se enseña que más allá de la
sensibilidad existe una dimensión suprema y autónoma que recibe los
materiales o datos sensoriales para asociarlos y, así, entenderlos, y que esta
dimensión suprasensorial es, a la vez, una entidad supramotora capaz de guiar
la conducta según los frutos del entendimiento. En pocas palabras, se dice que
hay un reino lógico situado encima de los mecanismos sensoriomotores.
Cuando se leen trabajos sobre Ética, tanto clásicos como modernos, es
frecuente encontrar esta misma noción. En efecto, de una u otra manera
aparece la idea de una voluntad estrechamente ligada al círculo lógico, que
determina, en base a los datos del entendimiento superior, qué acción seguir y,
sobre todo, qué acción evitar. Este esquema, que aún persiste intensamente,
constituye el centro de la Ética más animista: la Ética racionalista. Su
argumento fundamental afirma que nuestra conducta debe su más elevado
control a los rendimientos de un reino lógico, de un entendimiento autónomo
o, más ampliamente, de la razón. Más aun, que la voluntad es el instrumento
con que la razón gobierna la conducta.
Las investigaciones, sin embargo, nunca han podido demostrar realmente la
existencia de una dimensión racional o lógica, entendida como entidad
superior e independiente. Lo único que puede ser demostrado, sin lugar a
dudas, es el conjunto integrado por la percepción y la motilidad, es decir los
dispositivos mentales que elaboran objetos y actos. Pero, debido a la
influencia poderosa que siempre ha tenido la doctrina del reino suprasensorial
y supramotor, se ha establecido una subestimación casi sistemática de los
objetos y también de los actos. Por este camino se llegó a afirmar que los
dominios de la percepción sólo pueden elaborar cualidades básicas, mientras
permanecen ciegos para los nexos lógicos. Los objetos, según se enseña
habitualmente, son realidades de escasa dimensión, es decir hechos micro.
Pero la observación imparcial y fresca nos demuestra que la percepción
también incluye la construcción de objetos complejos, de gran dimensión, o
sea objetos macro que pueden comprender (en el sentido de incluir) nexos
lógicos.
Es probable que, en gran parte, la noción de un reino lógico - autónomo y
supremo - tenga su origen en la magnificencia del lenguaje. Cuando decimos
“el niño llora porque perdió el juguete” estamos expresando un nexo lógico:
“porque”. Generalmente se cree que este nexo o asociación ha sido realizado
en las cumbres del entendimiento y, además, directamente traducido en el
lenguaje. La riqueza del habla sería, entonces, expresión inmediata y fiel de la
riqueza lógica suprasensorial y supramotora. Pero, en realidad, el lenguaje es
solamente un conjunto de actos que expresan objetos, sean éstos recientes o
remotos, micro o macro. Si creemos que la percepción, o sea la construcción
de objetos, es una tarea mental subalterna y pobre, jamás podremos admitir
que la riqueza del lenguaje sea traducción directa de rendimientos perceptivos.
En cambio, si sabemos advertir que estos rendimientos incluyen la
configuración de los nexos que componen la trama de las escenas, será muy
simple entender que la magnificencia del lenguaje pertenece a la riqueza
misma de la percepción y, más aun, de la motilidad. La complejidad de la
gramática, que tanto deslumbra, es la complejidad propia de los dispositivos
sensoriomotores. Sólo el prejuicio racionalista puede impedir el
reconocimiento de la verdad que encierra esta proposición. Si alguien nos dice
que puede percibir el llanto del niño y la pérdida del juguete, pero que es
incapaz de percibir el nexo “porque”, únicamente está expresando una
fórmula aprendida sin reflexión y nos oculta de modo prejuicioso lo que real y
efectivamente conoce con sus facultades perceptivas. La percepción no es un
fenómeno receptivo, pasivo, inerte, sino al contrario, es un hecho vital, activo,
constructivo, que incluye la elaboración de nexos lógicos. Las escenas no
existen desarticuladas sobre una retina apática. Es en la vida de la retina donde
las articulaciones comienzan a construirse.
En psiquiatría hay un término muy afortunado: “percepción delirante”. Este
término indica claramente que la lógica delirante no proviene de una entidad
suprasensorial, sino de la percepción misma. Es la percepción del paciente
delirante aquello que “pone en relación sin motivo”, según la famosa fórmula
de la psicología comprensiva. Muchos especialistas utilizan el término
“percepción delirante”, pero, de modo absurdo, explican el delirio como si
fuera una alteración del entendimiento supremo, una falla del pensamiento
supraperceptivo.
Lo que propiamente podemos conocer de modo lógico está en los objetos
mismos. Quien conoce a fondo la Ilíada, la conoce como objeto macro,
lentamente elaborado, pero siempre dentro del dominio de la percepción. En
los objetos mismos habita la red de conexiones que componen una tragedia,
una sinfonía o una revolución. Asimismo, los movimientos o actos no son sólo
acciones simples que un reino supramotor debe asociar para configurar actos
complejos. A los objetos de gran dimensión corresponden actos de dimensión
macro, y estos actos complejos son productos de la motilidad. Quien con actos
verbales de alta complejidad nos relata el argumento de la Ilíada, traduce un
conocimiento motor perfecto y acabado que coincide con el conocimiento
sensorial de la Ilíada como objeto macro.
Estas proposiciones, que mucho se alejan de lo habitual, reciben su apoyo más
fuerte de las investigaciones anatomoclínicas y fisiológicas. El lector debe
saber que los neuropsiquiatras nunca encontraron, fuera de las esferas
sensoriales (monomodales y multimodales) y motoras del cerebro, una región
que pueda, en sentido exclusivo, ser llamada “centro lógico”, “centro de los
conceptos” o “centro de las asociaciones”. Este centro siempre ha sido una
hipótesis de trabajo, casi un sueño, pero podemos estar seguros que no existe,
pues las investigaciones señalan constantemente que los nexos que forman la
trama de objetos y actos se construyen en las áreas sensoriales y motoras de la
corteza cerebral. Una lesión en el área auditiva secundaria del hemisferio
izquierdo, o área de Wernicke, puede destruir los nexos de la gramática tanto
como una lesión en el área visual secundaria puede aniquilar los nexos que
forman la trama de una escena. Hasta hace pocas décadas se creía que las
áreas sensoriales de la corteza cerebral poseen una organización relativamente
simple. Estudios más recientes han mostrado, en sentido contrario, que los
dispositivos sensoriales corticales poseen una elevada organización. En la
corteza visual, por ejemplo, el color, la forma y el movimiento son elaborados
en diferentes áreas, y no existe un punto de convergencia y síntesis, al modo
de un entendimiento unificador y supremo. Semir Zeki, de Londres, que ha
descubierto esas áreas especializadas, comenta: “...the anatomic evidence
shows no single master area to which all the antecedent areas exclusively
connect”. En todos los sistemas cerebrales estudiados experimentalmente, la
tendencia a la segregación y al trabajo en paralelo es dominante, tal como lo
venían indicando las investigaciones anatomoclínicas.
Los datos, entonces, sugieren de manera cada vez más clara que debemos
prescindir de la noción de un reino lógico, superior y autónomo, noción que
constituye la base misma de la Ética racionalista.
Los dos modos del conocimiento, es decir los objetos y los actos, mantienen
entre sí una coincidencia formal. Por medio de esta coherencia
configuracional los objetos adquieren la facultad de emitir sus
correspondientes actos. De esta manera los actos emitidos son capaces de
utilizar los objetos emisores, y el campo de acción, donde los objetos son
utilizados por los actos, constituye el mundo. El conocimiento, entonces, no
alcanza su culminación en una esfera anímica suprema, sino en un campo de
acción donde los productos de la percepción son utilizados por los productos
de la motilidad, o sea en el mundo. Conocimiento real es empuñar el martillo
que surge en el campo visual o moverse en la trama de la escena que, como
objeto emisor, se desarrolla en nuestra visión.
El mundo que nos interesa en Ética es la comunidad. En este campo de acción
los objetos utilizados por nuestros actos son las personas y sus bienes. Aquí
“utilizar” sólo significa hacer algo con alguien o con los bienes de alguien, y
esto puede o no ser indecoroso, puede o no ser indecente.

Los valores preventivos


No sólo es importante advertir que el conocimiento es el campo de la acción.
Resulta esencial, asimismo, saber que todo tipo de conocimiento implica
inevitablemente operar en el campo de acción. La coincidencia formal entre
actos y objetos (por ejemplo, entre la forma del martillo y la forma del
movimiento de empuñarlo) hace ineludible la emisión de actos por parte de
los objetos, sean éstos productos sensoriales recientes o elaboraciones
sensoriales remotas (registros de la memoria sensorial). Esta noción de la
“emisión inevitable” proviene de la clínica psiquiátrica y sólo puede
entenderse cuando se conocen los mecanismos inhibitorios.
Como la emisión permanente de actos conduce necesariamente a una
catástrofe, al lado de la esfera práxica de la mente, que elabora actos y
objetos, se desarrolla una esfera pragmática. Los dispositivos pragmáticos
seleccionan los objetos emisores y, finalmente, inhiben los actos que pueden
tener consecuencias perniciosas. Mientras la esfera práxica construye el
mundo, la esfera pragmática ofrece valores. Son éstos, en todos los casos,
valores preventivos, pues evitan las utilizaciones que pueden conducir a
situaciones perniciosas. En la esfera pragmática de la mente, el peligro es la
dimensión esencial.
Los objetos que se construyen en la esfera práxica son colocados, dentro de la
esfera pragmática, en una escala de valores. En esta escala los objetos
peligrosos ocupan un puesto elevado, en tanto los objetos que carecen de
peligro van a ocupar un puesto inferior. Por ejemplo, una fruta es un objeto
que emite el acto de ingerir. Se trata, hasta aquí, de un rendimiento sólo
práxico. Pero, si la fruta está entre los desperdicios de un cubo de residuos,
ocupa un puesto elevado en la escala de valores de la esfera pragmática. Esta
valoración, que indica peligro, promueve la inhibición del acto de ingerir, o
sea la supresión de la emisión. Obsérvese que lo inhibido es exactamente el
acto de ingerir, pero queda libre, por ejemplo, el acto de arrojar la fruta como
un proyectil. La valoración se refiere siempre a un objeto determinado en
relación con un acto también determinado. Es decir, la esfera pragmática
realiza la valoración conjunta de los dos modos del conocimiento, o sea de
objetos y de actos.
De este modo, no es el conocimiento aquello que selecciona efectivamente la
emisión de actos según el carácter peligroso de una determinada conjunción
objeto-acto. Los productos intelectuales o lógicos, propios de la esfera práxica
que nos proporciona el mundo, se elaboran sólo para la acción, y son
incapaces, por sí mismos, de obtener la inhibición de las acciones peligrosas.
Esta afirmación resulta, a primera vista, increíble, pues siempre se consideró
que el intelecto ocupa el supremo puesto regulador. Pero el destino del
intelecto, por así decirlo, es la praxis, la acción. El control pragmático de la
conducta no es el resultado de un trabajo intelectual o lógico, ya que este
trabajo no sólo consigue el control práxico, el saber hacer, el tener destreza.
Con la esfera práxica podemos pintar un cuadro, pero sólo con la esfera
pragmática evitamos pintar el cuadro bajo la lluvia o en medio de una calle
colmada de tránsito. Los psiquiatras conocen muy bien esta diferencia, pues la
alienación es esencialmente un trastorno pragmático, diferente por completo a
los trastornos intelectuales o práxicos. Un paciente esquizofrénico que come
la fruta que está en la basura conoce perfectamente lo que está comiendo.
Tiene todo esto una importancia central en el control ético. Los valores
preventivos, que califican objetos según su peligrosidad, evitan acciones que
se alejan del marco de las normas morales. En este caso, el peligro se refiere a
las reacciones de la comunidad, y estas reacciones incluyen burla, desprecio,
desprestigio, multas, cárcel, destierro y muerte por ajusticiamiento. De este
modo, el “deber” - tema central de la Ética - consiste en evitar tales respuestas
comunitarias. Obsérvese el carácter negativo o prohibitivo que tienen los
rendimientos éticos de la esfera pragmática. Nosotros seguimos aquí una
tradición filosófica algo olvidada, según la cual obrar bien es, en su génesis,
no obrar mal. Debido a que en la esfera práxica los objetos permanentemente
tienden a emitir actos, obrar mal es altamente probable. Aristóteles, en su
Ética nicomaquea, recuerda que para los pitagóricos el mal es infinito. Se
entiende con facilidad que sólo con el auxilio de la esfera pragmática es
posible obrar bien, o sea inhibir aquello que para las normas morales significa
obrar mal.
Para lograr una valoración preventiva óptima, la esfera pragmática construye
contextos. Vamos a ofrecer un ejemplo ético muy vital. Una mujer hermosa,
que integra una reunión, es un objeto que emite el acto de cortejar. Aquí
pueden existir dos contextos. Por un lado, que la mujer se encuentre sola y sin
compromisos amorosos conocidos. Por otro lado, que la mujer sea esposa del
dueño de casa. Si sólo fuera por los rendimientos práxicos, la mujer sería
cortejada de modo indistinto en ambos contextos. Tal es lo que puede ocurrir
en las fallas pragmáticas de la alienación. Pero, normalmente, la mujer que es
esposa del dueño de casa ocupa un puesto elevado en la escala de valores
preventivos, pues se trata de un objeto peligroso, más precisamente un objeto
peligroso en relación al acto de cortejar, lo mismo que es peligrosa la fruta del
cubo de residuos en relación al acto de ingerir.
Es claro que la lógica, es decir la esfera práxica, conoce el peligro, pues
también elabora contextos, pero se trata de un peligro para la estrategia activa,
la habilidad, la maña, y nunca de un peligro destinado a la inhibición que
suprime el acto, incluyendo sus estrategias y mañas. Este punto debe ser
claramente entendido. Todo lo que sea diferir, postergar, suspender o dejar
inconcluso, proviene de una inhibición e integra la estrategia pragmática. La
estrategia práxica, al contrario, sigue adelante a pesar de los peligros, no
puede diferir, no puede dejar algo inconcluso, pues sólo sabe entregarse al
campo de acción, fundirse en el mundo. Si se trata de una praxis bien dotada,
puede acaso conseguir un éxito, pero sus probabilidades de fracaso son
enormes. La pura operación práxica, es decir, sin auxilio programático, remata
finalmente en una catástrofe.

La ética como rendimiento del yo


El peligro práxico o intelectual es objetivo, vale decir peligro en el mundo. Se
trata de un conocimiento, no de una vivencia. En cambio, el peligro
pragmático o valorativo es subjetivo, o sea peligro en el yo. Se trata de una
vivencia, no de un conocimiento. Este peligro subjetivo es amenaza vital y
opera como auxiliar del intento de perdurar.
De acuerdo con una famosa enseñanza de Baruch de Spinoza consideramos
que la característica esencial del yo consiste en el intento de seguir siendo, de
persistir, perdurar, permanecer, no sólo como materia viviente sino también
como materia comunitaria. Este intento nada tiene de figura, nada posee de
objetivo. Es una dimensión absolutamente íntima, sin formas, pues las formas
(sean actos, sean objetos) sólo pertenecen al mundo. La naturaleza del yo se
entiende en las propias palabras de Spinoza: “Cada cosa, en tanto es en sí, se
esfuerza en perseverar en su ser”. Tal es, lo repetimos, la esencia del yo. Es,
claro está, el sentido mismo de la esfera pragmática de la mente. Así es
posible entender que el yo consigue obrar bien porque inhibe las acciones
cuyas consecuencias se oponen a su intento de perdurar. El control ético
proviene, entonces, del intento de perseverar del yo. Obsérvese el infinito
egoísmo que implica esta doctrina, tan diferente a la racionalista.
El “loco moral”, el psicópata antisocial, tiene conocimiento del peligro, pero
no posee vivencia del peligro. Aunque sabe que sus acciones se alejan de las
normas morales y generan reacciones comunitarias, no puede inhibirlas. Su
conducta antisocial traduce, entonces, una alteración del yo. La temeridad del
psicópata antisocial es pura estrategia práxica, pues está herido en los
mecanismos del yo, que normalmente fundamentan la estrategia pragmática.

La corteza orbitaria
La diferencia entre el mundo (esfera práxica) y el yo (esfera pragmática)
coincide con una clara diferencia que se registra en la organización del
cerebro. Ingresamos, así, al núcleo del presente artículo.
Las áreas sensoriales (monomodales y multimodales) y motoras, o sea el
conjunto de dispositivos que integran la esfera práxica, están alojadas en la
región superior o dorsal de la corteza cerebral. Este cerebro dorsal, que
incluye tanto los extensos aparatos de la superficie hemisférica convexa como
los centros mediales de la circunvolución límbica, tiene su origen histórico-
natural en la corteza medial de los reptiles, que en los mamíferos constituye el
allocortex hipocámpico o arquicortex. Por su parte, la corteza lateral de los
reptiles, que en los mamíferos es la clásica corteza piriforme o allocortex
olfatorio, llamado asimismo paleocortex, es el origen histórico-natural de las
amplias regiones inferiores o ventrales de la corteza cerebral. Los datos que
presentaremos luego permiten afirmar que este cerebro ventral, situado sobre
la base del cráneo, contiene los dispositivos que integran la esfera pragmática.
De este modo, las dos raíces allocorticales del cerebro (hipocampo o
arquicortex y corteza olfatoria o paleocortex) son los puntos primordiales de
dos aspectos esencialmente diferentes de la organización cerebral, que
coinciden con las dos esferas de la mente: el mundo y el yo.
Aquí nos interesa mostrar, con la mayor claridad, que las lesiones situadas en
el cerebro ventral son las únicas que pueden originar verdaderos y persistentes
trastornos en el control pragmático de la conducta, sobre todo en el control
ético. Es necesario saber que el cerebro ventral está integrado, en su mayor
parte, por el neocortex ventral, que comprende la corteza inferior u orbitaria
del lóbulo frontal y la corteza anterior o basolateropolar del lóbulo temporal.
El primer trabajo que señala una relación entre lesiones ventrales y trastornos
éticos fue publicado por Leonor Welt, de Zürich, en 1888. Lo que muestra
Welt es la aparición de “cambios de carácter”, sobre todo bajo el modo de
fallas éticas, como consecuencia de lesiones en la superficie orbitaria del
lóbulo frontal.(#) La tesis de Welt ha sido desarrollada cuarenta años más
tarde por Karl Kleist. Este investigador, en su comunicación sobre “trastornos
de los rendimientos del yo” (1931) y en su monumental Patología cerebral
(1934), señala claramente el vínculo entre lesiones orbitarias y perturbaciones
en la conducta ética. Para Kleist, la corteza orbitaria es el sitio donde se
elaboran los sentimientos comunitarios. Considera, entonces, que los
psicópatas antisociales deben ser personas con defectos orbitarios. En 1937
aparece “Sobre la significación de la corteza basal”. Su autor es Hugo Spatz,
quien llama “corteza basal” al conjunto orbitotemporal que aquí denominamos
“neocortex ventral”. Siguiendo las ideas de Welt y de Kleist, señala Spatz las
perturbaciones éticas que surgen como consecuencia de las lesiones orbitarias.
Este autor afirma, con toda razón, que la corteza basal es el fundamento de los
más elevados procesos mentales. De esta manera podemos decir que, hace
más de medio siglo, el papel ético de la corteza orbitaria estaba
definitivamente demostrado. Es oportuno destacar que las lesiones orbitarias
no ocasionan trastornos intelectuales o práxicos, y que las lesiones localizadas
en el cerebro dorsal pueden generar graves fallas intelectuales, pero nunca dan
origen a trastornos éticos persistentes.
Es posible establecer la “doctrina orbitaria” con mayor precisión. La corteza
orbitaria posee dos regiones: anterior y posterior. La corteza orbitaria anterior
pertenece exclusivamente al neocortex ventral, mientras la corteza orbitaria
posterior contiene formaciones pertenecientes al peripaleocortex (la zona que
se dispone alrededor de la raíz paleocortical u olfatoria). Dicho sea de paso: el
gyrus rectus, situado en la porción medial de la superficie frontal inferior, no
integra la corteza orbitaria y, ciertamente, debe incluirse en el cerebro dorsal.
Hace más de veinte años nos preguntamos si los trastornos éticos consecutivos
a las lesiones orbitarias provienen de alguna localización especial, sobre todo
si derivan de alteraciones en la zona anterior o neocortical o en la zona
posterior o peripaleocortical. En 1972 publicamos, con el profesor Diego
Outes, el caso A.L. Se trataba de un individuo tolerante, prudente y generoso;
buen padre, esposo y amigo. Como consecuencia de un traumatismo cerrado
de cráneo, sufrió un cambio dramático en su modo de ser. Se volvió
intolerante, desfachatado y avaro. En presencia de sus hijos expresaba, con un
lenguaje insoportable, sus intensos deseos sexuales. A la vista de todos,
intentaba llevar por la fuerza a su esposa hacia el dormitorio. En el hospital
generaba permanentemente trifulcas y aprovechaba la debilidad de los viejos
esquizofrénicos para satisfacer sus impulsos sexuales. Era mentiroso y,
además, muy taimado. Estos trastornos permanecieron constantes durante
muchos años, hasta su muerte. La autopsia nos mostró la causa de las fallas
éticas. Como se ve claramente en la figura (que publicamos inicialmente en
Acta Psiq. y Psic. de América Latina), la lesión está localizada en la corteza
orbitaria anterior de ambos hemisferios. Los territorios orbitarios posteriores
estaban intactos. En base a este caso creemos que los valores preventivos
ligados a la ética son elaborados en el neocortex ventral frontal.

Las emociones del yo


Decíamos más arriba que los rendimientos éticos de la mente poseen un
carácter negativo o prohibitivo. Aquí lo repetimos: obrar bien es, en su
génesis, no obrar mal. La cuestión es, ahora, de qué modo la escala de valores
preventivos consigue inhibir los actos que pueden generar reacciones
comunitarias. En otras palabras, cuáles son los instrumentos inhibitorios del
yo. Para responder a este interrogante es necesario utilizar una vieja y
olvidada clasificación de las emociones.
Las emociones son estados generales del organismo, sobre todo grados de
disposición de la materia viviente. En efecto, algunas formas emocionales
elevan los rendimientos orgánicos, mientras otras reducen tales rendimientos.
Distinguimos, así, emociones excitadoras, como el amor y el odio, y
emociones inhibitorias, como el miedo, la tristeza y la culpa. Cuando el estado
general es dominado por las emociones excitadoras, el mundo se abre con el
color del entusiasmo, sea para construir, sea para destruir. En cambio, cuando
el estado general está bajo el dominio de las emociones inhibitorias, el mundo
se aleja, el campo de acción pierde color y nos encerramos en la intimidad,
que suele ser un refugio impregnado de temor, pena o pecado. Las emociones
excitadoras son, en verdad, el “drive”, el impulso, la voluntad en sentido
estricto. Integran, por ello, la esfera práxica. Son, propiamente, emociones del
campo de acción, del mundo. Las emociones inhibitorias, en cambio, son
auxiliares del intento de perdurar. Son, pues, emociones del yo. El
antagonismo entre excitación e inhibición, o sea la oposición entre el mundo y
el yo, suele ser fluctuación permanente y ligeramente perceptible. Pero los
momentos existenciales plenos de emoción se configuran como el
“fortissimo” del mundo dominante, que está en el camino de la exaltación
maníaca, o bien se presentan como el lánguido “pianissimo” del yo
dominante, que puede rematar en el claustro melancólico.
Fácil es entender, entonces, que los valores preventivos utilizan emociones
inhibitorias para cerrar el acceso al mundo y, así, evitar las consecuencias
perniciosas de determinadas acciones. En otras palabras, las emociones
inhibitorias son los instrumentos decisivos del yo. Bien podemos decir que el
yo está integrado por valores preventivos y emociones inhibitorias.

La cuestión de la corteza prefrontal

Caso A.L. Lesiones orbitarias anteriores bilaterales que ocasionaron trastornos


en el control ético d la conducta (síndrome de desinhibición). Publicado en
Acta Psiq. y Psic. de América Latina. (Goldar y Outes, 1972)

Antes de examinar el papel de las emociones inhibitorias en la ética, parece


oportuno presentar una consideración acerca de los estados inhibidos. Cuando
permanecen inactivos, habitualmente meditamos, sobre todo proyectamos,
calculamos, preparamos nuestras acciones futuras. En la silenciosa quietud de
una habitación, “soñamos despiertos”. En este estado mental el yo es
dominante y el mundo efectivo queda postergado. Pero este “sueño”, aunque
custodiado por el yo, no es un trabajo del yo. Cuando realizamos proyectos y
calculamos eventos, operamos con actos y objetos. Es decir, realizamos una
operación práxica. Se trata, claro está, de una praxis singular, particular,
especial, que no sucede en el mundo efectivo sino sólo en un mundo
simulado, pero tan objetivo como el mundo efectivo, pues contiene figuras,
formas, conocimientos. Los objetos de este mundo simulado, imaginado o, si
se quiere, “representado”, suelen ser objetos que la esfera pragmática había
valorado previamente como peligrosos. Son, entonces, objetos diferidos. En el
mundo simulado estos objetos diferidos son utilizados por actos internos
completamente diferentes a los actos externos que integran las utilizaciones en
el mundo efectivo. Con los objetos diferidos en la red de los actos internos
realizamos proyectos y cálculos, esperando la ocasión de trasladar estos
proyectos hacia el campo de acción efectivo. Es decir, lo que previamente
había sido reprimido por el yo, no ha muerto en la intención, pues persiste
como proyecto en el mundo simulado.
Si el dominio del yo se incrementa, los objetos diferidos vuelven a tomar el
color de la amenaza. Entonces el “soñar despierto” se convierte en una praxis
interna torturante. En los individuos que poseen un yo débil, la inactividad
proporciona el placer de planificar la terminación de aquello que, por una
transitoria determinación del yo, quedó inconcluso. En cambio, en los
individuos que poseen un yo de fuerte complexión - y por ello son temerosos
y excesivamente éticos - la inactividad sólo conduce a un mundo simulado
intensamente caviloso.
Estas consideraciones, claro está, nada tienen de novedoso, pero nos interesa
destacar un hecho localizatorio poco recordado en la actualidad: el mundo
simulado es una elaboración de la corteza prefrontal, o sea del neocortex
dorsal frontal que integra la esfera práxica. Esto fue demostrado claramente
por la vieja y siempre denostada lobectomía prefrontal. La persistente
cavilosidad de los enfermos obsesivos y melancólicos era eliminada por
medio de la lobectomía, pero esta misma operación aniquilaba el mundo
simulado, de modo que los pacientes operados perdían su facultad de
proyectar y vivían sólo ligados al mundo efectivo presente, al momento, al
ambiente inmediato.
Lo más importante consiste en que la corteza prefrontal es el normal auxiliar
práxico de la estrategia pragmática, es decir la estrategia con la cual
suspendemos, postergamos, diferimos, dejamos inconcluso, con el proyecto de
retornar al campo efectivo cuando el yo determine que ha pasado el peligro.
Es preciso destacar que este trabajo con lo diferido, con lo inconcluso,
constituye el verdadero papel de la corteza prefrontal dentro de la
organización de la mente, pues muchas veces se ha postulado que dicha región
es el asiento del “centro lógico supremo”, siempre buscado y jamás
encontrado. Podemos, ahora, pasar a la cuestión de las emociones inhibitorias
en el terreno específico de la ética.

Miedo emocional y miedo instintivo


Como decíamos más arriba, las emociones inhibitorias son los instrumentos
decisivos del yo. La escala de valores, que constituye el lado receptor del yo,
consigue bloquear o frenar la emisión de actos por medio de las emociones
inhibitorias que pueden considerarse el lado efector del yo. La estrecha
relación entre escala de valores y emociones inhibitorias encierra una elevada
selectividad. Para cada conjunción de objeto y acto, que es colocada en un
sitio especial de la escala según la peligrosidad, parece existir una precisa
emoción inhibitoria.
El miedo es, sin duda, la emoción inhibitoria más importante, y existen
diversas formas de miedo que se relacionan con diferentes conjunciones
calificadas en la escala. Por ejemplo, el miedo que inhibe la ingestión de la
fruta que está entre los desperdicios es diferente al miedo que inhibe cortejar a
la esposa del dueño de casa. El primero es miedo ligado a la conservación
física, mientras el segundo es miedo vinculado a la conservación comunitaria.
Este último evita el escándalo, el escarnio, el ridículo, el desprecio. Debemos,
en este punto, ofrecer un ejemplo más preciso. Una billetera ajena y colmada
de dinero es un objeto que, en los dominios práxicos, emite el acto de hurtar.
Si la billetera está en una casa transitoriamente vacía de personas, ocupa un
puesto relativamente bajo en la escala preventiva, pero si esa misma billetera
se encuentra en la cartera de una señora que viaja en un ómnibus repleto de
pasajeros, pasa a ocupar un puesto elevado en la escala. En este segundo caso,
una singular valoración moviliza una forma particular de miedo, que ya no se
refiere sólo al escándalo y al ridículo sino, más allá, a la detención, al proceso
y al encierro. Notable es la diferencia entre este miedo ético y el miedo
higiénico que inhibe la ingestión de desperdicios. Se trata de dos formas
similares en su efecto, pero muy distintas en su génesis y en su círculo de
aplicación. Todo esto nos enseña que el control ético depende tanto de una
sutil valoración preventiva como de una aplicación refinada de formas
específicas de miedo.
Estas delicadas y precisas formas de miedo, pertenecientes al yo, se
diferencian esencialmente del miedo instintivo elaborado en el sistema
límbico. El miedo del yo es pragmático, o sea inhibitorio, en tanto el miedo
del instinto es práxico, activo, conduce a alejarse, escapar, ocultarse,
refugiarse. En los casos extremos, el miedo instintivo puede llevar a la
“tormenta de movimientos” o bien al “quedarse congelado”, como se observa
en el estupor atónito de las reacciones catatónicas. Esta inmovilidad instintiva,
masiva e imprecisa nada tiene que ver, como se entiende fácilmente, con la
inhibición delicada y precisa producida por el miedo pragmático. La
diferencia entre miedo del yo y miedo del instinto se puede advertir
claramente al comparar la escrupulosidad religiosa, por un lado, y la fuga
crepuscular durante una catástrofe, por otro. En verdad, el miedo instintivo no
es una emoción sino un acto pulsional, como llorar, reír, copular, embestir,
encerrarse en el negativismo u obedecer automáticamente. Es oportuno, aquí,
realizar un breve comentario. El miedo, claro está, se llama técnicamente
“angustia”, y así es que existen dos tipos de angustia: práxica, o angustia
instintiva, y pragmática, o angustia del yo. Mientras la angustia instintiva se
presenta bajo la forma de ataques y es, además, masiva y fluctuante, la
angustia del yo es constante y, sobre todo, muy refinada. Es ésta, como queda
dicho, la que nos mantiene dentro de los marcos morales.
Los datos anatomoclínicos y experimentales permiten afirmar que el
neocortex ventral elabora no sólo los valores preventivos sino, además,
emociones inhibitorias. En pacientes con desinhibición maníaca, Starkstein y
Robinson observaron hipometabolismo temporobasal. Además, Raichle pudo
observar un incremento metabólico orbitario durante la tristeza, que es una
emoción inhibitoria implicada en raros rendimientos éticos, casi siempre
mórbidos. La gran extensión y diferenciación de los centros neocorticales
ventrales se relaciona, sin duda, con las delicadas valoraciones preventivas y
con las diversas formas emocionales que integran la esfera pragmática de la
mente.

Perspectiva criminológica
Los viejos criminólogos han soñado hallar, en las dimensiones corporales, los
signos del carácter criminal. Era un anhelo legítimo. Sin embargo, el dominio
alcanzado por las doctrinas psicogenéticas y sociogenéticas ha conducido a
olvidar, e incluso desprestigiar, aquellas tendencias. A pesar de todo, el peso
de la realidad nos empuja a volver sobre los viejos pasos. Todo psiquiatra
experto sabe bien que el verdadero psicópata antisocial - el “enemigo de la
sociedad”, como decía Emil Kraepelin - es el inevitable producto de un
destino que hunde sus raíces en el cuerpo. Esta visión fatalista puede ser mil
veces rechazada por el optimismo ingenuo, pero tiene el vigor del Fénix, y su
aparente pesimismo no es más que la puerta que lleva a las explicaciones
refutables, únicas herramientas del trabajo científico. Hoy, más que antes,
debemos suponer con Kleist que el psicópata antisocial es un enfermo
orbitario, más precisamente una víctima de una malformación orbitaria. El
actual renacimiento neuropatológico en el círculo de la esquizofrenia indica
que esta suposición no es quimérica.
Acaso en un futuro no muy lejano sea factible controlar el desarrollo del
cerebro humano y, así, evitar las fallas morfogenéticas. Si el criminal no es
sólo un ser impulsivo sino, sobre todo, un mórbido temerario, y si esta
condición se debe a una alterada morfogénesis orbitaria, el camino de la
prevención del crimen debe estar más cerca de la neurobiología del desarrollo
que de los programas inspirados en una doctrina sociogenética cada vez
menos realista. El drama del hombre criminal - que en su forma extrema se
aproxima a una agenesia del yo - no puede seguir como un interminable
argumento sofocleo. Si los datos de las neurociencias dejan ver una luz lejana,
hacia allí debemos encaminar nuestros esfuerzos, pues en otras direcciones
sólo se perciben las eternas tinieblas.

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