Está en la página 1de 280

1ª edición

Catecismo de la Narrativa

Gerardo de la Torre
Para investigar y redactar este trabajo, el autor contó con
el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes,
del Sistema Nacional de Creadores de Arte

Las apostillas son obra del compilador. Al final aparecen, en orden


alfabético, breves fichas de los autores de los textos que aparecen en
esta compilación.

Agradezco la colaboración de Jorge Luis Álvarez

Catecismo de la narrativa
PDF – Edición no venal
Julio de 2014
© Gerardo de la Torre
Los temas
001. ¿Qué es un cuento y cómo se escribe?
002. ¿Qué es una novela? ¿Qué la diferencia del cuento?
003. ¿Cuál es la función de la novela?
004. ¿Cómo se concibe y se escribe una novela?
005¿Cómo crea sus personajes? ¿Cómo les da nombre?
006 ¿Adquieren sus personajes vida propia?
007. ¿Son las novelas de aventura y misterio un género menor?
008. ¿Qué es un escritor?
009. ¿Cómo se desarrolló su interés por escribir?
010. ¿Le cuesta trabajo escribir?
011. ¿Cómo escribe y a qué horas escribe?
012. ¿Revisa mucho sus textos?
013. ¿Usa un cuaderno de apuntes?
014. ¿Es necesaria la autocrítica?
015. ¿Qué porción de sus obras se basa en la experiencia
personal?
016. ¿Lee mucho? ¿Qué autores han influido más en usted?
017. ¿Cuál es el mejor ambiente para un escritor?
018. ¿Qué consejo le daría a un escritor que comienza?
019. ¿Cree en la inspiración?
020. ¿Le afectan los críticos?
021. ¿Se le han llegado a agotar los temas?
022. ¿Cómo se llevan el cine y la literatura?
023. ¿Cómo le ha ido con las traducciones?
024. ¿Han sido buenas sus relaciones con los editores?
025. ¿Piensa en los posibles lectores cuando escribe?
026. ¿Qué puede decirnos del lenguaje y el estilo?
027. ¿Le interesa experimentar, plantear propuestas inusitadas?
028. ¿Se somete usted a ciertas reglas?
029. ¿Sirven de algo los talleres de escritura creativa?
030. ¿Ayudan las nuevas tecnologías de la escritura?
031. ¿Tiene algún ritual cuando empieza a escribir?
032. ¿Está la novela en vías de extinción?
033. ¿Sigue siendo válida la forma epistolar en la novela?
034. ¿Narración o diálogo?
035. ¿Están reñidas literatura y política?
036. ¿Y la novela policiaca?
037. ¿Hay una edad ideal para comenzar?
038. ¿Quién es el narrador?
039. Miscelánea (recursos y procedimientos de la narrativa)
040. Decálogos, textos magistrales y otros
041. Fichas de los autores
Si el libro que leemos no nos despierta
como un puño que nos golpeara en el
cráneo, ¿para qué lo leemos? ¿Para que
nos haga felices? Dios mío, también
seríamos felices si no tuviéramos libros, y
podríamos, si fuera necesario, escribir
nosotros mismos los libros que nos hagan
felices. Pero lo que debemos tener son
esos libros que se precipitan sobre
nosotros como la mala suerte y que nos
perturban profundamente, como la muerte
de alguien a quien amamos más que a
nosotros mismos, como el suicidio. Un
libro debe ser como un pico de hielo que
rompa el mar congelado que tenemos
dentro.
Franz Kafka

Las palabras son pistolas cargadas.


Jean-Paul Sartre
001. ¿Qué es un cuento y cómo se escribe?
Edgar Allan Poe. El cuento es una obra de imaginación que trata de
un sólo incidente, material o espiritual, y puede leerse de un tirón. Ha
de ser original, chispeante, excitar o impresionar, y debe tener unidad
de efecto. Deberá moverse en una sola línea desde el comienzo.
—Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno
de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace
antes de que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente
presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su
indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que
todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar
la intención establecida. Creo que existe un radical error en el método
que se emplea por lo general para construir un cuento. Algunas veces,
la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el escritor se inspira
en un caso contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las
arregla para combinar los hechos sorprendentes que han de tratar
simplemente la base de su narración, proponiéndose introducir las
descripciones, el diálogo o bien su comentario personal donde quiera
que un resquicio en el tejido de la acción brinde la ocasión de hacerlo.
A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la
de un efecto que se pretende causar.

William Somerset Maugham. El molde del cuento corto que se


escribía antaño era simple. Consistía en: A) Introducción, B)
Presentación de personajes, C) Lo que ellos hacen y lo que les hacen,
y D) Desenlace. Era una forma fácil de escribir un cuento y el autor
podía hacerlo tan largo como quisiera. Pero cuando los periódicos
empezaron a publicar cuentos su extensión fue determinada
rigurosamente. Para satisfacer este requisito, el autor tuvo que adoptar
una técnica conveniente; tuvo que dejar fuera de su cuento todo lo que
no era esencial. El uso de A) Introducción sirve para poner al lector en
un estado apropiado para que guste del cuento o para añadirle
verosimilitud; puede omitirse, si es necesario, y hoy lo es casi siempre.
Dejar a la imaginación el acápite D) Desenlace, constituye un riesgo,
pues el lector se ha interesado en las circunstancias descritas y puede
sentirse defraudado si no se lo muestran. Sólo cuando el desenlace es
evidente, resulta eficaz y lleno de misterio omitirlo. «La dama del
perrito», de Chéjov, es un ejemplo perfecto. B) y C) son esenciales, ya
que sin ellos no hay cuento. Es obvio que el cuento que introduce de
inmediato en la médula del asunto, tiene una innegable cualidad
dramática que atrapa al lector y no lo suelta.

Horacio Quiroga. Cuenta como si el relato no tuviera interés más que


para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber
sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.

Isaak Bábel. Un relato debe tener el rigor y la precisión de un cheque


bancario.

Jorge Luis Borges. En el caso de un cuento, por ejemplo... Bueno, yo


conozco el principio, el punto de partida, conozco el fin, conozco la
meta. Pero luego tengo que descubrir, mediante mis muy limitados
medios, qué sucede entre el principio y el fin. Y luego hay otros
problemas a resolver; por ejemplo, si conviene que el hecho sea
contado en primera persona o en tercera persona. Luego, hay que
buscar la época; ahora, en cuanto a mí, creo que lo más cómodo viene
a ser la última década del siglo XIX. Elijo, si se trata de un cuento
porteño, lugares de las orillas, digamos, de Palermo, digamos de
Barracas, de Turdera. Y la fecha, digamos 1899, el año de mi
nacimiento, por ejemplo. Porque ¿quién puede saber, exactamente,
cómo hablaban aquellos orilleros muertos? Nadie. Es decir, que yo
puedo proceder con comodidad. En cambio, si un escritor elige un
tema contemporáneo, entonces ya el lector se convierte en un
inspector y resuelve: «No, en tal barrio no se habla así, la gente de tal
clase no usaría tal o cual expresión».
—Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra
de un modo modesto, no ambicioso. Es decir, de pronto sé que va a
ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento,
el principio y el fin. En el caso de un poema, no: es una idea más
general, y a veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado,
y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder.

Ernest Hemingway. A veces uno sabe la historia. A veces uno la


inventa a medida que escribe y no tiene la menor idea de cómo va a
salir. Todo cambia a medida que se mueve.

Felisberto Hernández. Obligado o traicionado por mí mismo a decir


cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos.
No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir
la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una
teoría de la conciencia. Eso me sería extremadamente antipático.
Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no
tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa
de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento
dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a
acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero
que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara
del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo
hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento;
sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se
transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no
ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que
sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo
sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al
que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones
o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía
natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona
que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo
discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no
conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia
no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia
intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y
enseñará a la conciencia a ser desinteresada.
Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos,
porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también
sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros
que ella les recomienda.

John Steinbeck. Si existe una fórmula mágica en la escritura de


cuentos cortos, y estoy seguro de que existe una, nadie ha sido capaz
de reducirla a una receta que pueda ser trasmitida de una persona a
otra. La fórmula parece radicar únicamente en la urgencia dolorosa del
escritor por comunicar al lector algo que considera importante. Si el
escritor siente esta urgencia, puede, pero no siempre lo consigue,
encontrar la manera de comunicarlo.

Graham Greene. Una historia no tiene comienzo ni fin: de manera


arbitraria uno elige el momento de la experiencia desde el cual mira
hacia atrás o hacia adelante.

Isaac Bashevis Singer. Necesito tres condiciones para escribir un


cuento. La primera es tener un tema, una historia con un inicio, una
parte central y un final. Sigo creyendo que la misión de la literatura es
contar una historia en la que haya tensión y en la que el lector no sepa
desde el principio cuál será el final. La segunda condición es que
tengo que sentir pasión por escribir la historia. La tercera condición es
la más importante: debo tener la convicción o quizá la ilusión de que
soy el único escritor que podría escribir esta historia específica.
—El aspecto más difícil de la historia es su construcción. Me
resulta más fácil la escritura en sí misma. Una vez que tengo decidida
la construcción, la escritura misma (descripción y diálogos)
simplemente fluye.
—Aunque el cuento no está de moda en estos días, sigo
creyendo que constituye el reto último para el escritor creativo. A
diferencia de la novela, que puede absorber y hasta perdonar
digresiones extensas, flashbacks y estructuras desarticuladas, el
cuento debe dirigirse directamente hacia su clímax. Debe tener
suspenso y tensión ininterrumpida. Y también brevedad en su misma
esencia. El cuento debe tener un plan definido; no puede tener lo que
en la jerga literaria se llama «una rebanada de la vida». Los maestros
del cuento, Chéjov, Maupassant, así como el autor de la escritura
sublime de la historia de José en el libro del Génesis, sabían
exactamente hacia dónde se dirigían. Uno puede leerlos una y otra
vez sin aburrirse nunca.

Juan Bosch. La respuesta ha resultado tan difícil que a menudo ha


sido soslayada incluso por críticos excelentes, pero puede afirmarse
que un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable
importancia. La importancia del hecho es desde luego relativa, mas
debe ser indudable, convincente para la generalidad de los lectores. Si
el suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo
que se escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero
no es un cuento.
—Una vez adquirida la técnica, el cuentista puede escoger su
propio camino, ser «hermético» o «figurativo» como se dice ahora, o lo
que es lo mismo, subjetivo u objetivo; aplicar su estilo personal,
presentar su obra desde su ángulo individual; expresarse como él crea
que debe hacerlo. Pero no debe echarse en olvido que el género,
reconocido como el más difícil en todos los idiomas, no tolera
innovaciones sino de los autores que lo dominan en lo más esencial
de su estructura.
—No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo
del autor sea deliberadamente claro u oscuro, directo o indirecto: el
cuento debe comenzar interesando al lector. Una vez cogido en ese
interés el lector está en manos del cuentista y éste no debe soltarlo
más. A partir del principio el cuentista debe ser implacable con el
sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que
previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. Una sola
frase aun siendo de tres palabras, que no esté lógica y
entrañablemente justificada por ese destino, manchará el cuento y le
quitará esplendor y fuerza. Kipling refiere que para él era más
importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un
cuento es una flecha disparada hacia un blanco y ya se sabe que la
flecha que se desvía no llega al blanco.
—En su origen, el cuento no comenzaba con descripciones de
paisajes, a menos que se tratara la presencia o la acción del
protagonista; comenzaba con éste, y pintándolo en actividad. Aun hoy,
esa manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con el
protagonista en acción, física o psicológica, pero acción; el principio no
debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin de
evitar que el lector se canse.
—Saber comenzar un cuento es tan importante como saber
terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin descanso la entrada
del cuento. Es en la primera frase donde está el hechizo de un buen
cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que
comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda
comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la
altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento
con acierto: despertando de golpe el interés del lector. El antiguo
«había una vez» o «érase una vez» tiene que ser suplido con algo que
tenga su mismo valor de conjuro.
—El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a
estudiar la técnica del género, al grado que logre dominarla en la
misma forma en que el pintor consciente domina la pincelada: la da,
no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con
frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener
vivo el interés del lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, la
fuerza interior con que el suceso va produciéndose. El final
sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento.
Hay grandes cuentistas, como Antón Chejov, que apenas lo usaron.
«A la deriva», de Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza
magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras
buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su
final natural como debe tener su principio.

Enrique Anderson Imbert.


El cuento vendría a ser una narración breve en prosa que, por mucho
que se apoye en un suceder real, revela siempre la imaginación de un
narrador individual. La acción —cuyos agentes son hombres, animales
humanizados o cosas inanimadas— consta de una serie de
acontecimientos entretejidos en una trama donde las tensiones y
distensiones graduadas para mantener en suspenso el ánimo del
lector, terminan por resolverse en un desenlace estéticamente
satisfactorio.
—Para mí, el único tema de todos los cuentos supone un
personaje que está frente a una dificultad y tiene que resolverla. Un
cuento tiene que tener una acción; sin acción no hay cuento. Ahora,
esta acción me parece a mí que es trascendente en el sentido en que
va lanzada hacia un horizonte de posibilidades. Entonces, así lanzada,
elige, y al elegir tiene que consumarse o fracasad, claro. Están los
cuentos del fracaso y están los cuentos en que la voluntad queda
realizada.

Julio Cortázar. Conviene hacer una cosa bastante elemental al


principio que es preguntarse qué es un cuento, porque sucede que
todos los leemos (es un género que creo que se vuelve cada día más
popular; en algunos países lo ha sido siempre y en otros va ganando
camino después de haber sido rechazado por motivos bastantes
misteriosos que los críticos buscan deslindar) pero en definitiva es
muy difícil intentar una definición de cuento. Hay cosas que se niegan
a la definición; creo, y en este sentido me gusta extremar ciertos
caminos mentales, que en el fondo nada se puede definir. El
diccionario tiene una definición para cada cosa; cuando son cosas
muy concretas, la definición es tal vez aceptable, pero muchas veces a
lo que tomamos por definición yo lo llamaría una aproximación. La
inteligencia se maneja con aproximaciones y establece relaciones y
todo funciona muy bien, pero frente a ciertas cosas la definición se
vuelve verdaderamente muy difícil. Es el caso muy conocido de la
poesía. ¿Quién ha podido definir la poesía hasta hoy? Nadie. Hay dos
mil definiciones que vienen desde los griegos que ya se preocupaban
por el problema, y Aristóteles tiene nada menos que toda una Poética
para eso, pero no hay una definición de la poesía que a mí me
convenza y sobre todo que convenza a un poeta. En el fondo el único
que tiene razón es ese humorista español —creo— que dijo que la
poesía es eso que se queda afuera cuando hemos terminado de
definir la poesía: se escapa y no está dentro de la definición. Con el
cuento no pasa exactamente lo mismo pero tampoco es un género
fácilmente definible.
—¿Cuáles son las características en general del cuento, ya que
decimos que no vamos a poder definirlo exactamente? Si hacemos el
enfoque primario —o sea el fondo del cuento, su razón de ser, el tema,
y la forma—, por lo que se refiere al tema la variedad del cuento
moderno es infinita: puede ocuparse de temas absolutamente
realistas, psicológicos, históricos, costumbristas, sociales… Su campo
es perfectamente apto para hacer frente a cualquiera de estos temas,
y pensando en el camino de la imaginación pura, se abre con toda
libertad para la ficción total en los cuentos que llamamos fantásticos,
los cuentos de lo sobrenatural donde la imaginación modifica las leyes
naturales, las transforma y presenta el mundo de otra manera y bajo
otra luz. La gama es inmensa incluso si nos situamos únicamente en
el sector del cuento realista típico, clásico: por un lado podemos tener
un cuento de D. H. Lawrence o de Katherine Mansfield, con sus
delicadas aproximaciones psicológicas al destino de sus personajes;
por otro lado podemos tener un cuento del uruguayo Juan Carlos
Onetti que puede describir un momento perfectamente real —diría
incluso realista— de una vida y que, siendo en el fondo una temática
equivalente a la de Lawrence o a la de Katherine Mansfield, es
totalmente distinto. Se abre así el abanico de su riqueza de
posibilidades. Ya se dan cuenta ustedes de que por la temática no
vamos a poder atrapar al cuento por la cola, porque cualquier cosa
entra en el cuento: no hay temas buenos ni malos en el cuento. (No
hay temas buenos ni malos en ninguna parte de la literatura, todo
depende de quién y cómo lo trata. Alguien decía que se puede escribir
sobre una piedra y hacer una cosa fascinante siempre que el que
escriba se llame Kafka.
—Alguna vez he comparado el cuento con la noción de la esfera,
la forma geométrica más perfecta en el sentido de que está totalmente
cerrada en sí misma y cada uno de los infinitos puntos de su superficie
son equidistantes del invisible punto central. Esa maravilla de
perfección que es la esfera como figura geométrica es una imagen que
me viene también cuando pienso en un cuento que me parece
perfectamente logrado. Una novela no me dará jamás la idea de una
esfera; me puede dar la idea de un poliedro, de una enorme
estructura. En cambio el cuento tiende por autodefinición a la
esfericidad, a cerrarse, y es aquí donde podemos hacer una doble
comparación pensando también en el cine y en la fotografía: el cine
sería la novela y la fotografía, el cuento.
—De pronto a mí me invade eso que yo llamo una «situación»,
es decir que yo sé que algo me va a dar un cuento. Hace poco, en julio
de este año, vi en Londres unos pósters de Glenda Jackson —una
actriz que amo mucho— y bruscamente tuve el título de un cuento:
«Queremos tanto a Glenda Jackson». No tenía más que el título y al
mismo tiempo el cuento ya estaba, yo sabía en líneas generales lo que
iba a pasar y lo escribí inmediatamente después. Cuando eso me cae
encima y yo sé que voy a escribir un cuento, tengo hoy, como tenía
hace cuarenta años, el mismo temblor de alegría, como una especie
de amor; la idea de que va a nacer una cosa que yo espero que va a
estar bien… A veces el cuento es un sueño. Uno de mis primeros
cuentos y uno de los más populares «La casa tomada» es una
pesadilla que tuve. Me levanté inmediatamente y la escribí.

Edmundo Valadés. Un cuento es la restitución de un incidente


ocurrido a cualquier ser humano, y este incidente tiene que ser
recreado con perspicacia tal que logre revelar el trasfondo, el
significado y las repercusiones de un hecho mínimo que, de no ser por
los aportes del autor, carecería de trascendencia.
Fundamentalmente un buen cuento debe ser interesante. Un
elemento esencial, definitivo, es que sea interesante. Un texto escrito
como cuento que no tenga interés, no es cuento. Debe interesar al
lector. Luego, requisito número dos, quizá sea la historia, luego el
idioma, el lenguaje en el que está contado, el manejo, la estructura, la
verosimilitud, en fin. Son muchísimos los ingredientes. Pero todo
supeditado al talento del escritor, a su audacia, su astucia, vaya, es
muy difícil responder esto.

Truman Capote. Puesto que cada cuento presenta sus propios


problemas técnicos, obviamente no se puede generalizar acerca de
ellos sobre una base de dos-más-dos-son-cuatro. Hallar la forma
correcta para un cuento es sencillamente descubrir la manera más
natural de contarlo. El modo de probar si un escritor ha intuido o no la
forma natural de un cuento consiste sencillamente en esto: después
de leer el cuento, ¿puede uno imaginárselo en una forma diferente, o
silencia el cuento la imaginación de uno y parece absoluto y definitivo?
Del mismo modo que una naranja es definitiva, algo que la naturaleza
ha hecho de la manera precisamente correcta.

Flannery O´Connor. Un cuento es una acción dramática completa, y


en los buenos cuentos los personajes se muestran por medio de la
acción, y la acción es controlada por medio de los personajes. Y como
consecuencia de toda la experiencia presentada al lector se deriva el
significado de la historia. Por mi parte prefiero decir que un cuento es
un acontecimiento dramático que implica a una persona, en tanto
comparte con nosotros una condición humana general, y en tanto se
halla en una situación muy específica. Un cuento compromete, de un
modo dramático, el misterio de la personalidad humana.
En la mayoría de los buenos cuentos es la personalidad del
personaje lo que crea la acción de la historia. En la mayoría de esos
cuentos, siento que el escritor ha pensado en una acción y luego
seleccionado un personaje para que la lleve a cabo. Usualmente,
existen más probabilidades de llegar a un buen fin si se comienza de
otra manera. Si se parte de un personaje real estamos en camino de
que algo pase antes de empezar a escribir, no se necesita saber qué.
En verdad, puede ser mejor que uno ignore lo que sucederá. Cada
uno debe ser capaz de descubrir algo en el cuento que escriba.

Gabriel García Márquez. El cuento parecer ser el género natural de la


humanidad por su incorporación espontánea a la vida cotidiana. Tal
vez lo inventó sin saberlo el primer hombre de las cavernas que salió a
cazar una tarde y no regresó hasta el día siguiente con la excusa de
haber librado un combate a muerte con una fiera enloquecida por el
hambre. En cambio, lo que hizo su mujer cuando se dio cuenta de que
el heroísmo de su hombre no era más que un cuento chino pudo ser la
primera y quizás la novela más larga del siglo de piedra.

J. G. Ballard. El cuento está cerca de la pintura. En general, no


representa más que una escena. De este modo se puede obtener la
intensidad y la convergencia, fuerte y brillante, que se encuentra en los
cuadros superrealistas. Es mucho más difícil conseguir eso en una
novela, porque eso comporta elementos narrativos. En la novela hay
que construir el tiempo. En un relato, en cambio, se le puede eliminar y
provocar esa extraña sensación, esa clase de atmósfera.

Vicente Leñero. En ese entonces [1957, 1958] yo escribía sin saber, y


sin pensar; es decir, me sentaba frente a la Rémington negra de mi
hermano Armando, máquina-tanque de teclas redondas como
corcholatas, y sin llevar de antemano planeado el tema, la atmósfera,
la estructura, todo lo que después aprendería como muy importante
para el escritor de cuentos, me ponía a hilvanar palabras sobre las
amarilluscas horribles hojas de papel Revolución. Escribía sin pensar,
digo. El cuento se me inventaba solo, de veras, durante el recorrido
por las cuartillas. Los personajes y las peripecias brotaban como quien
destapa de golpe un bote de basura. Eran historias negras o tristes;
pequeños relatos cuya crudeza me espantaba luego y a la que un
espíritu redentor agregaba el parche de la moraleja final a la manera
del padre Luis Coloma o del padre Carlos M. Heredia, tan admirados
entonces, aún hoy en el recuerdo pese a lo que pudieran opinar las
nuevas generaciones que ya n o saben n i sabrán jamás quiénes
fueron Coloma y Heredia, hacedores de cuentos ejemplares durante
mi madrugada literaria.
Escribía cuentos sin pensar, estoy diciendo: automáticamente,
obsesivamente, frenéticamente: vapuleando sin para la Rémington
desde la primera sangría de tres golpes hasta el golpe final en la
cuartilla seis o en la cuartilla nueve. Hasta ese instante, y a semejanza
del corredor de los cuatrocientos metros luego de cruzar la meta, me
ponía a jalar aire, a respirar con toda el ansia, a desinflarme finalmente
sobre la silla agotado por el terrible esfuerzo sostenido. Desde luego
no hacía caso de consejos. Me recomendaban meditar el tema,
conformar en la imaginación la psicología de los posibles personajes,
estructurar con todo esmero las etapas del planteamiento, del nudo,
del desenlace, y por supuesto, primero que nada, antes que todo esto,
estudiar a los sabios y a los teóricos de la ciencia y el arte del estilo. Y
los estudiaba, claro que sí. Leía a Luis Alonso Schökel (La formación
del estilo), a Alberto Valenzuela Rodarte (¿Quiere ser escritor?), a
Juan Antonio Ahumada (El arte de escribir), a E. M. Forster (El arte de
la novela). Los leía con atención, hasta subrayaba párrafos y acotaba
páginas, pero desde luego no ponía en práctica conejo alguno porque
me ganaba la ansiedad de escribir, la cuerda suelta de sentarme y no
pararme sino hasta el fin, el impulso maravilloso que hace muchos
años se me extravió en el camino pero que en ese entonces me
permitía escribir cuentos de una sola sentada, guardados luego en las
tenazas de un fólder amarillo o publicados a veces en la revista Señal,
donde hacía mis pininos periodísticos.
(…) Treinta años después: ahora, a veces, de pronto, un día, me
siento a la máquina para intentar escribir un cuento y las horas se me
van frente a las teclas sin lograr concluir la primera cuartilla. La
extraigo de golpe castigando el rodillo, la destruyo empuñando la
mano con odio, la olvido para siempre tirándola al cesto de la b asura.
Ya no sé. Ya no puedo. Ya olvidé cómo se escribe un cuento.

José de la Colina. Uno nunca sabe de dónde va a salir el cuento.


Unas veces es como la liebre que salta donde menos esperamos;
otras, lo hemos estado oyendo venir, como el piel roja que pone el
oído en el suelo y oye los pasos del enemigo que viene a kilómetros
de distancia.

Cristina Peri-Rossi. El relato moderno actúa por selección: elige un


momento en el tiempo y lo paraliza para interiorizar en él, para
penetrarlo; elige un ángulo de mira y, por encima de todo, selecciona
rigurosamente lo narrado para provocar un solo efecto… Mientras la
novela transcurre en el tiempo, el cuento profundiza en él, o lo
inmoviliza, lo suspende para penetrarlo.

Marco Tulio Aguilera Garramuño. En general, casi ningún cuento


nace gratuitamente de la imaginación pura, sino que tiene, como los
sueños, un sustento en la realidad objetiva: algo visto u oído sirve de
pie al vuelo de la fantasía. Lo que sí es importante —esa red cazadora
de mariposas— es la actitud del cazador de historias. El cuentista vive
pendiente de las posibilidades de la existencia, de los juegos del azar,
y aunque viva en una realidad anodina, la vive iluminando, la vive
potenciando, de modo que le resulte una veta fecunda, interminable.

Hernán Lara Zavala. Poseo la convicción de que la anécdota forma


parte inherente y sustancial de un buen cuento. Por supuesto que no
tiene que ser necesariamente unas historia truculenta o efectista como
se concebí a en los inicios del género. La anécdota puede ser tenue,
tanto que dé la impresión de estar ausente. Pero es en la trama donde
hallo el asidero que permitirá que el lector se adentre en el texto, lo
siga, se forme expectativas y busque el desenlace que permitirá que el
cuento resulte algo más que un ejercicio de ingenio o un mero artificio
de lenguaje.

Guillermo Samperio. Todo cuento incluye un conflicto entre dos


fuerzas que se oponen. El cuento tradicional tenía cuatro partes:
principio, desarrollo (donde se veía el conflicto), clímax y final. El
cuento moderno, el inaugurado por Edgar Allan Poe, comienza ya con
el conflicto desarrollado. Y el cuento va a presentarnos en qué
consiste ese conflicto. En los cuentos de Poe, desde el principio
sabemos que hay una historia visible y una historia oculta; el lector
espera todo el cuento para conocer la historia oculta, donde está la
base del conflicto. A partir de Poe el cuento moderno se ha
desarrollado. Se puede comenzar por cualquier parte del conflicto.
—Por lo regular, el hecho narrado debe definirse en dos o tres
frases y siempre tiene una sustancia humana: la venganza, el
desamor, la amistad, los celos, la salvación, etcétera. Por ejemplo, el
cuento «Diles que no me maten», de Juan Rulfo, el hecho narrado de
venganza es el siguiente: Cuarenta años atrás un señor asesinó a su
compadre por un problema de colindancia de tierras; ha andado
huyendo todo ese tiempo, hasta que un coronel, hijo de aquél
compadre asesinado, lo encuentra y lo fusila.
—La sustancia del cuento es el verbo, pues los verbos implican
acción y el cuento no es más que un sistema de acciones de principio
a fin. Así podemos decir que la sustancia humana (venganza o celos)
debe representarse con un hecho narrado; el hecho narrado se
despliega en un sistema de acciones con base en los verbos, lo cual
lleva a mostrar la sustancia humana, que a su vez es el hecho narrado
y etcétera.
—El final puede ser sorpresa. Ambiguo, cuando el lector tiene
que elegir entre dos opciones de final. Abierto, donde el lector elige
entre un puñado de posibilidades de finales. Circular, cuando termina
por donde comenzó. Y puede haber otro tipo de finales pero estos son
los principales.

Javier Marías. El cuento ha sido invadido por la novela hasta el punto


de que la mayor parte de los relatos que hoy escriben los escritores
parecen, más que nada, embriones o fragmentos de novelas, con
técnicas contaminadas por el género voraz y sin ninguna necesidad de
que el relato, a su término, imponga el «silencio» que forma parte de la
propia historia contada. Raymond Carver, el más apreciado cuentista
de los últimos tiempos, nunca escribió novela, pero sus magníficos
relatos son esencialmente novelísticos, y justamente la sensación que
tiene el lector de que hay un antes y un después de lo relatado los
aproxima, por una parte, a la pintura, y, por otra, a los diferentes
episodios de que suele constar el género novela.

Mónica Lavín. Para mí el cuento es una experiencia de intensidad. Es


un género adrenalínico porque no hay concesión, es una sacudida
fuerte donde toca a lector descubrir su parte profunda. El cuento es
como un alka-seltzer; es algo comprimido que lentamente va soltando
su efervescencia. Entonces el reto como escritor es poder hacer ese
comprimido eficaz; que posea, además, una resonancia.

Apostillas. El encanto de un cuento no solamente resulta de la


calidad de un argumento o la chispa de un desenlace inusitado, sino
de la conjunción de una serie de bien trabajadas variables del cuento.
Tema y argumento, desde luego, pero también personajes, atmósfera,
estructura, intensidad y manejo del idioma.
—En el cuento la invención, contra lo que pudiera suponerse, no
consiste sólo en imaginar anécdotas, sino también en inventar la forma
de contarlas y más adelante en inventar —o reinventar— el lenguaje
con que van contarse. Cierto, existen las palabras y las reglas
gramaticales que norman el uso del lenguaje, pero es necesario darle
vuelta a las palabras, castigarlas, pelear con ellas —chillen, putas, les
decía Octavio Paz— para alcanzar la plenitud del cuento. Por otra
parte, bien lo señaló el crítico George Steiner: «Escritor que se precie,
ha de sacar a martillazos su lenguaje de la cantera general».
—En general hay tres tipos de desenlaces. El desenlace cerrado
y contundente que nos indica que todas las preguntas, en cuanto a un
texto determinado, han sido respondidas. El desenlace abierto que o
bien plantea la imposibilidad de dar respuestas definitivas o deja al
lector en posesión de todos los datos que le permitan avanzar
imaginativamente por su cuenta. El tercer tipo de desenlace es el
sorpresivo, el inesperado, que fascina cuando no es tramposo, cuando
no se trata de una mera ocurrencia del autor para abandonar el texto.
Tiene la desventaja, ha dicho Borges, de que cuando el soporte
verdadero del cuento es el final sorpresivo, no volvemos a leerlo
porque ya sabemos en qué acaba. Si ese era su chiste, ya no lo tiene.
—Una posible estructura del cuento contemporáneo es la
siguiente:
1. Presentación de A
2. Presentación de B
3. Qué le hace A a B, o viceversa
Por ejemplo:
1. Juan Domínguez camina por la calle
2. Un perro se dirige a él
3. Juan Domínguez siente el deseo irresistible de morder al perro
y lo muerde
No importa quién es Juan Domínguez, de dónde viene o hacia
dónde va. Asimismo, no importa de quién es el perro, de qué raza o
cuál es su nombre, sino el hecho extraordinario de que un hombre ha
mordido a un perro.
En una novela el autor nos contaría quién es Juan Domínguez, a
qué se dedica, qué desea, a qué le teme, dónde vive, cómo ha llegado
a la situación de morder a un perro, etcétera.
002. ¿Qué es una novela? ¿Qué la diferencia del cuento?
Juan Filloy. Creo que la novela es estuario; avanza en varias
corrientes simultáneas, habiendo una corriente principal. Pero el
cuento es lineal casi siempre. En todo caso, nos falta una distinción.
Por ejemplo, a mí me gusta mucho la nouvelle, vale decir un cuento
híbrido, con ciertas características de la novela. Un cuento largo, un
relato largo. En Francia la nouvelle dio obras maravillosas, como las
de Balzac… El cuento ha de ser un texto corto, lacónico, lineal.
Horacio Quiroga, me parece, hizo la comparación de que el cuento es
la trayectoria de una flecha que sale del arco y da en el blanco, sin
digresiones de ninguna especie, respetando completamente la línea
argumental y con un final sorpresivo. Ahora, yo prefiero la nouvelle,
como le digo, porque es un cuento que se bifurca en descripciones, en
manifestaciones caracterológicas de los personajes. Deja de ser,
como el cuento, una viñeta seca, y pasa a ser un dibujo más formal y
acabado, digamos.

Jorge Luis Borges. En términos generales creo que lo más


importante en un cuento es la trama o la situación, mientras que en
una novela lo que importa son los personajes. Se podría pensar que
Don Quijote está escrita con base en acontecimientos, sin embargo lo
que resulta más importante son los dos personajes, Don Quijote y
Sancho Panza. También para la saga de Sherlock Holmes lo que
cuenta es la amistad entre un hombre muy inteligente y un tipo algo
tonto como el Dr. Watson. Entonces, si se me permite hacer una
generalización, al escribir una novela uno debería conocer a fondo los
personajes, y la trama puede ser cualquier trama, mientras que en un
cuento la situación es lo importante. Esto sería cierto en el caso de
Henry James, por ejemplo, o en el de Chesterton.

Isaac Bashevis Singer: Para ser sincero lo que más me gusta son los
cuentos, una novela siempre tiene defectos. En un cuento puedo
satisfacer mi deseo de perfección. Un cuento puede ser perfecto y
puedo lograr que sea lo que yo quiero e incluso evitar que tenga
defectos. Creo que los cuentos son mi fuerte.

Juan Bosch. La diferencia fundamental entre un género y el otro está


en la dirección: la novela es extensa; el cuento es intenso. El novelista
crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan
al autor y actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que
con frecuencia una novela no termina como el novelista lo había
planeado, sino como los personajes de la obra lo determinan con sus
hechos. En el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser
obra exclusiva del cuentista. Él es el padre y el dictador de sus
criaturas; no puede dejarlas libres ni tolerarles rebeliones. Esa
voluntad de predominio del cuentista sobre sus personajes es lo que
se traduce en tensión por tanto en intensidad. La intensidad de un
cuento no es producto obligado, como ha dicho alguien, de su corta
extensión; es el fruto de la voluntad sostenida con que el cuentista
trabaja su obra. Probablemente es ahí donde se halla la causa de que
el género sea tan difícil, pues el cuentista necesita ejercer sobre sí
mismo una vigilancia constante, que no se logra sin disciplina mental y
emocional; y eso no es fácil.

Ernesto Sábato. Del examen de sus atributos concluimos que la


novela:
1. Es una historia (parcialmente) ficticia. Puesto que en La guerra y
la paz también hay historia verdadera.
2. Es un tipo de creación espiritual en que, a diferencia de la
científica o filosófica, las ideas no aparecen en estado puro, sino
mezcladas a los sentimientos y pasiones de los personajes.
3. Es un tipo de creación en que, también a diferencia de la ciencia
y la filosofía, no se intenta probar nada: la novela no demuestra,
muestra.
4. Es una historia (parcialmente) inventada en que aparecen seres
humanos, seres que se llaman «personajes»; aunque según la
época, el gusto y la mentalidad de su tiempos, esos personajes o
caracteres van desde corpóreos y sólidos seres que se parecen
mucho a los que vemos en la calle hasta transparentes
individuos a veces designados por misteriosas iniciales, que sólo
parecen ser portadores de ciertas ideas o estados psicológicos
(Kafka).
5. Es, en fin, una descripción, una indagación, un examen del
drama del hombre, de su condición, de su existencia. Pues no
hay novelas de objetos o animales, sino, invariablemente,
novelas de hombres.
Angus Wilson. Los cuentos y las obras de teatro van juntos en mi
mente. Uno toma un punto en el tiempo y lo desarrolla a partir de ahí;
no hay lugar para el desarrollo hacia atrás. En una novela también
tomo un punto en el tiempo, pero dispongo de todo el espacio que
quiera para el desarrollo hacia atrás. Toda obra novelesca es para mí
una especie de magia y de truco: un truco basado en la confianza,
para tratar de hacer que la gente crea en la verdad de alago que no es
verdadero. Y el novelista, en particular, trata de convencer al lector de
que está viendo a la sociedad en su conjunto.

Juan Rulfo. La novela, dicen, es un género que abarca todo, es un


saco donde cabe todo, caben cuentos, teatro o acción, ensayos
filosóficos o no filosóficos, una serie de temas con los cuales se va a
llenar aquel saco; en cambio, en el cuento tiene uno que reducirse,
sintetizarse y, en unas cuantas palabras, decir o contar una historia.
Es muy difícil, es muy difícil que en tres, cuatro o diez páginas se
pueda contar una historia que otros cuentan en doscientas páginas.

José Donoso. El cuento corto es un destello. O debe serlo, o tiende a


serlo. Como decía Joyce, cada cuento es una epifanía, se construye
alrededor de una epifanía, y ahí están los Dublineses, que son cuentos
magistrales. En el otro costado, la novela es como un saco, una bolsa
en la cual se puede meter todo y donde es tan rico que esté todo; y de
repente uno agita el saco y se reordena toda la porquería que hay
adentro, y adquiere fuerzas distintas, tú ves, le das un golpe por acá al
saco y se pone chueco del otro lado, y así, es una forma muy dúctil,
que obedece mucho a las manos de cada escritor. La forma difícil,
creo yo, es la nouvelle, no tanto para escribirla sino para comprenderla
como forma. Yo diría que es un círculo mucho más cerrado que la
novela; no hay una epifanía como en el cuento pero no es un saco tan
vasto como la novela. Tiene una estructura interna mucho más
definida: pasa algo en la nouvelle, algo definitivo, pero pasa
lentamente.

José Luis González. El cuento está mucho más cerca del poema que
de la novela. ¿Cuál es la diferencia esencial entre un cuentista y un
novelista? Yo creo que es una cuestión de óptica frente a la realidad:
el cuentista percibe la realidad en fragmentos (lo cual no quiere decir
que su percepción sea menos profunda que la del novelista, no,
porque en cada fragmento puede profundizarse todo lo que sea
necesario); en cambio, el novelista lo que ve es un proceso.

Gabriel García Márquez. Escribir una novela es pegar ladrillos.


Escribir un cuento es vaciar en concreto. No sé de quién es esa frase
certera. La he escuchado y repetido desde hace tanto tiempo sin que
nadie la reclame, que a lo mejor terminaré creyendo que es mía. Hay
otra comparación que es pariente pobre de la anterior: el cuento es
una flecha en el centro del blanco y la novela es cazar conejos. En
todo caso esta pregunta del lector ofrece una buena ocasión para dar
vueltas una vez más, como siempre, sobre las diferencias de dos
géneros literarios distintos y sin embargo confundibles. Una razón de
eso puede ser el despiste de atribuirle las diferencias a la longitud del
texto, con distinciones de géneros entre cuento corto y cuento largo.
La diferencia es válida entre un cuento y otro, pero no entre cuento y
novela.

Phillip K. Dick. La diferencia entre un relato corto y una novela reside


en lo siguiente: un relato corto puede tratar de un crimen; una novela
trata del criminal, y los hechos derivan de una estructura psicológica
que, si el escritor conoce su oficio, habrá descrito previamente. Por
consiguiente, la diferencia entre un relato corto y una novela no es
muy grande; por ejemplo, La larga marcha, de William Styron, se ha
publicado ahora como «novela corta», cuando fue publicada por
primera vez en Discovery como «relato largo». Esto significa que si lo
leen en Discovery están leyendo un relato, pero si compran la edición
de bolsillo van a leer una novela. Con eso basta.

Milan Kundera. Una novela es una larga pieza de prosa sintética


basada en un argumento con personajes inventados. Esos son los
únicos límites. Cuando digo sintética me refiero al deseo del novelista
de asir su tema desde todas las perspectivas y del modo más
completo posible. El ensayo irónico, la narrativa novelística, el
fragmento autobiográfico, el hecho histórico, la fantasía libre… No hay
nada que la capacidad de síntesis de la novela no logre combinar en
un todo unitario, como las voces de la música polifónica.
—Toda la historia de la novela europea es una revelación
gradual de secretos: cómo se comporta el ser humano y por qué, qué
cosas piensa y siente en privado... Ese es el motivo por el que las
grandes novelas siempre han resultado chocantes. Develan aquello
que la gente no deseaba saber ni escuchar de sus propias vidas,
Joyce nos sorprende en el Ulysses tan sólo porque retrata una vida
bastante vulgar, de la que detalla todo lo que el cerebro, las manos o
el vientre de un hombre corriente suelen hacer, todo lo que ven sus
ojos y escuchan sus oídos. Todo lo que leemos en Joyce es evidente,
innegable, banal y, a pesar de todo, algo hay que nos lo hace
insufrible, provocador, porque todos nosotros vivimos la vida sin
percibir este nuevo ángulo, estas cosas que olvidamos hasta cuando
están sucediendo y de las que, si nos vemos obligados a hablar, nos
censuramos automáticamente.

Javier Marías. El hecho de que [el cuento y la novela] sean géneros


narrativos ha favorecido la confusión y ha facilitado la tarea invasora
de la novela, hasta el punto de que ha llegado a olvidarse que sus
respectivas tradiciones son muy distintas y la del cuento mucho más
vieja y más permanente. Pues así como la novela ha aparecido y
desaparecido varias veces a lo largo de la historia, el cuento se ha
mantenido invariable hasta tiempos muy recientes.

Apostillas. Los cuentos y las novelas se nos aparecen. Los cuentos


en forma de una historia o anécdota que nos exige contarla, detallarla,
enriquecerla. Las novelas, como un personaje, un trayecto o una
situación que invitan a explorar. Que yo recuerde, jamás he tenido
dudas en cuanto a dónde va o qué forma tomará el asunto que se me
presenta. Esto es cuento. Esto es novela. En principio porque el
cuento aparece como un relámpago imaginativo; un destello que nos
permite ver (o vislumbrar) el principio, la parte media y el final de una
historia. El asunto novelístico, en cambio, es un territorio brumoso en
el que se divisan claros y uno se aventura y a veces no llega a
ninguna parte.
Así, el cuento es un rayo de luz, un relámpago que ilumina el
entorno. Las novelas son cuartos oscuros en los que el autor busca a
tientas la salida, o trata de abrir ventanas para ubicarse. En general,
en la novela el autor conoce la entrada y la salida, pero desconoce
todo o casi todo lo que contiene el interior.
—Una narración es cuento en la medida en que pesa más la
historia y es novela en tanto pesan más los personajes. Mientras más
extensa se hace la narración, más crecen y pesan los personajes. En
el cuento los personajes muestran una o dos de sus facetas
esenciales, las necesarias para satisfacer la anécdota. En la novela
los personajes se modifican, mudan y quizá, como en Don Quijote,
acaban siendo otros.
—La novela es una larga equivocación. Creo en la perfección del
cuento y en la irredimible imperfección de la novela.
003. ¿Cuál es la función de la novela?
Milan Kundera. Una vez tras otra, la novela ha descubierto por sus
propios medios, por su propia lógica, los diferentes aspectos de la
existencia: con los contemporáneos de Cervantes se pregunta qué es
la aventura; con Samuel Richardson comienza a examinar «lo que
sucede en el interior», a desvelar la vida secreta de los sentimientos;
con Balzac descubre el arraigo del hombre en la Historia; con Flaubert
explora la terra hasta entonces incognita de lo cotidiano; con Tolstoi se
acerca a la intervención de lo irracional en las decisiones y el
comportamiento humanos. La novela sondea el tiempo: el inalcanzable
momento pasado con Marcel Proust; el inalcanzable momento
presente con James Joyce. Se interroga con Thomas Mann sobre el
papel de los mitos que, llegados del fondo de los tiempos, teledirigen
nuestros pasos.
—La novela no examina la realidad sino la existencia. Y la
existencia no es lo que ya ha ocurrido, la existencia es el campo de las
posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo
aquello de lo que es capaz. Los novelistas perfilan el mapa de la
existencia descubriendo tal o cual posibilidad humana. Pero una vez
más: existir quiere decir: «ser-en-el-mundo». Hay que entender como
posibilidades tanto al personaje como su mundo. En Kafka todo está
claro: el mundo kafkiano no se parece a ninguna realidad conocida, es
una posibilidad extrema y no realizada del mundo humano. Es cierto
que esta posibilidad se vislumbra detrás de nuestro mundo real y
parece prefigurar nuestro porvenir. Por eso se habla de la dimensión
profética de Kafka. Pero, aunque sus novelas no tuvieran nada de
profético, no perderían su valor, porque captan una posibilidad de la
existencia (posibilidad del hombre y de su mundo) y nos hacen ver lo
que somos y de lo que somos capaces.
—Existe una diferencia fundamental entre la manera de pensar
de un filósofo y la de un novelista. Se habla con frecuencia de la
filosofía de Chéjov, de Kafka, de Musil, etcétera. Pero ¡trate de extraer
una filosofía coherente de sus escritos! Incluso cuando expresan sus
ideas directamente, en sus cuadernos íntimos, éstas son más
ejercicios de reflexión, juego de paradojas, improvisaciones, que
afirmación de un pensamiento.
—Un día, descubrí las novelas de Ernesto Sabato; en Abadón el
exterminador (1974), desbordante de reflexiones como antaño las
novelas de los dos grandes vieneses, dice textualmente: «En el mundo
moderno abandonado por la filosofía, fraccionado por centenares de
especializaciones científicas, la novela nos queda como el último
observatorio desde donde podemos abarcar la vida como un todo».
—Don Quijote explica a Sancho que Homero y Virgilio no
describían a los personajes «como ellos fueron, sino como habían de
ser para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes».
Ahora bien, el propio Don Quijote es cualquier cosa menos un ejemplo
a seguir. Los personajes novelescos no piden que se les admire por
sus virtudes. Piden que se les comprenda, lo cual es algo totalmente
distinto. Los héroes de epopeya vencen o, si son vencidos, conservan
hasta el último suspiro su grandeza. Don Quijote ha sido vencido. Y
sin grandeza alguna. Porque, de golpe, todo queda claro: la vida
humana como tal es una derrota. Lo único que nos queda ante esta
irremediable derrota que llamamos vida es intentar comprenderla. Esta
es la razón de ser del arte de la novela.

Apostilla. La fuerza de una novela depende de la potencia de las


percepciones del novelista. En la novela, el autor devuelve esas
percepciones organizadas a su particular manera, como su visión del
mundo. Siguiendo a Milan Kundera, convengo en que la novela es una
meditación sobre la existencia vista a través de personajes
imaginarios.
004. ¿Cómo se concibe o se escribe una novela?
Stendhal. No veo más que una regla: ser claro. Procuro contar
primero con verdad, segundo con claridad lo que pasa en un corazón.

Fedor Dostoievski. Nunca he podido controlar el material de mis


novelas. Siempre que escribo una novela, la inundo con un montón de
historias y de episodios sueltos, y el conjunto está, por tanto, falto de
proporción y armonía.

Gustave Flaubert. Un buen tema para una novela pertenece a aquella


especie que nos llega toda de una pieza, de un solo chorro. Es la idea
madre, de la cual fluyen todas las demás. No se es libre en absoluto
para escribir lo que viene en gana. No se escogen los propios temas.
Esto es algo que ni el público ni el crítico comprenden. En ello reside
el secreto de una obra maestra, en la compatibilidad del tema con el
temperamento del autor.

Henry James. No puedo imaginar que exista la composición como


una sucesión de bloques, ni concebir, en ninguna novela que merezca
discutirse, un pasaje de descripción que no tenga una intención
narrativa, un pasaje de diálogo que no tenga una intención descriptiva,
una pincelada de verdad de cualquier tipo que no participe de la
naturaleza de los hechos y un hecho que derive su interés de
cualquier fuente que no sea la principal y única fuente del éxito de una
obra de arte: la de ser ilustrativa. Una novela es algo viviente, es un
todo y tiene continuidad, como cualquier otro organismo, y a medida
que vive se encontrará —me figuro— que en cada una de sus partes
hay algo de cada una de las demás partes.

Guy de Maupassant. El novelista que transforma la verdad constante,


brutal y desagradable, para lograr una aventura excepcional y
seductora, debe, sin preocuparse demasiado por la verosimilitud,
manejar a su antojo los acontecimientos, prepararlos y arreglarlos para
complacer al lector, emocionarle o enternecerle. El plan de su novela
no es más que una serie de combinaciones ingeniosas que conducen
con habilidad al desenlace. Los incidentes se disponen y dirigen hacia
el punto culminante, y el resultado final, que es un acontecimiento
capital y decisivo, debe satisfacer todas las curiosidades excitadas al
principio, poniendo un límite al interés y acabando de una manera tan
completa la historia relatada, que ya no se desee saber qué les
ocurrirá en el futuro a los personajes más sobresalientes.
En cambio, el novelista que pretende darnos una imagen exacta
de la vida debe evitar cuidadosamente cualquier encadenamiento de
hechos que pudiera parecer excepcional. Su finalidad no estriba en
contarnos una historia, divertirnos o entristecernos, sino en forzarnos a
pensar, a comprender el sentido profundo y oculto de los sucesos. A
fuerza de observar y meditar, mira el universo, las cosas, los hechos y
los hombres de cierto modo que le es peculiar y que se deriva del
conjunto de sus observaciones meditadas. Esta es la visión personal
del mundo que intenta comunicarnos reproduciéndola en un libro. Para
conmovernos, como le ha conmovido a él mismo el espectáculo de la
vida, debe reproducirla ante nuestros ojos con escrupulosa
semejanza. Por lo tanto, deberá componer su obra de una matera tan
hábil, tan disimulada y en apariencia tan sencilla, que sea imposible
adivinar e indicar el plan, descubrir sus intenciones.
En lugar de tramar una aventura y desarrollarla de modo que
resulte interesante hasta el desenlace, tomará al personaje en
determinado período de su existencia y lo conducirá, mediante
transiciones naturales, hasta el siguiente período. Así dará a conocer
cómo se modifican los caracteres bajo la influencia de las
circunstancias inmediatas, cómo se desarrollan los sentimientos y las
pasiones, cómo se ama, cómo se odia, cómo se combate en todos los
medios sociales, cómo luchan los intereses de familia y los intereses
políticos.
Por lo tanto, la habilidad de su plan no consistirá en la emoción o
el hechizo, en un comienzo atractivo o en una catástrofe emocionante,
sino en la hábil agrupación de pequeños hechos constantes, de donde
se desprenderá el sentido definitivo de la obra. Si hace caber en
trescientas páginas diez años de una vida para demostrarnos cuál ha
sido, en medio de todos los seres que la han rodeado, su significación
particular y muy característica, deberá saber eliminar, entre los
innumerables y menudos hechos cotidianos, todos los que le resulten
inútiles, y destacar de una manera especial todos aquellos que
pasarían inadvertidos para observadores poco perspicaces y que
proporcionan al libro su interés y su valor de conjunto.

André Gide. X sostiene que un buen novelista, antes de empezar a


escribir un libro debe saber cómo va a terminar. Yo, que dejo que el
mío camine al azar, considero que la vida nunca nos propone nada
que no pueda tomarse como nuevo punto de partida, no menos que
como término. «Podría continuar»: con estas palabras me gustaría
acabar mis Monederos falsos.

Ford Madox Ford. La primera cosa que hay que considerar cuando se
escribe una novela es la propia historia, y después la propia historia, ¡y
después la propia historia! En caso de querer sentirse más dignificado,
puede llamársele el «tema» propio. Una digresión cualquiera
constituirá una longueur, un remiendo dentro del cual la mente
avanzará con pesadez. Se puede conseguir de la vida real la escena
más maravillosa que insertar en un libro. Pero si no se hace que el
tema avance, apartará la atención del lector. Una buena novela
precisa de toda la atención que el lector pueda prestarle. Y alguna
más.
—Una historia tiene que transmitir, antes que nada, una
sensación de ser un hecho inevitable: que lo que ocurre en ella
parezca que es lo único que podía haber ocurrido. Naturalmente que
puede haber un personaje que exclame: «Si entonces hubiera actuado
de forma distinta… ¡qué diferente sería ahora todo!» El problema del
autor es hacer de su acto de entonces el único acto que el personaje
podía haber realizado.

E. M. Forster. Nosotros somos todos como el marido de Scherezada,


en el sentido de que queremos saber lo que viene después. Esto es
universal y es por eso que la columna vertebral de una novela tiene
que ser una historia. Algunos de nosotros no queremos saber nada
más, en nosotros no hay más que una curiosidad primaria y, por
consiguiente, nuestros juicios literarios son ridículos. Y ahora la
historia puede definirse. Es una narración de hechos dispuestos en su
adecuada sucesión temporal: la comida después del desayuno, el
martes después del lunes, la corrupción después de la muerte,
etcétera. Como historia sólo puede tener un mérito: el de hacer que el
público quiera saber lo que va a venir después. Y, por contra, sólo
puede tener un defecto: el de hacer que el público no quiera saber lo
que va a venir después. Estas son las dos únicas críticas que pueden
hacerse de una historia que es una historia. Es uno de los más
humildes y sencillos organismos literarios. Sin embargo, es el factor
más elevado, común a todos los complicados organismos conocidos
con el nombre de novelas.

Virginia Woolf. Yo opino que todas las novelas (…) se ocupan del
carácter, y expresando el carácter —no predicando doctrinas,
entonando canciones o celebrando las glorias del Imperio Británico—
se ha desarrollado la forma de la novela, tan desmañada, verbosa,
carente de dramatismo, tan rica, elástica y viva. Expresando el
carácter, he dicho; pero usted comprenderá en seguida que puede
darse una interpretación muy amplia a estas palabras: aparte de la
época y del país, hay que considerar el temperamento del escritor.
Usted ve una cosa en el carácter y yo otra. Usted dice que significa
esto y yo aquello. Y cuando se trata de escribir, cada uno hace una
nueva selección, de acuerdo con sus propios principios.

Henry Miller. ¿Quién escribe los grandes libros? Seguramente no


quienes los firmamos. ¿Qué es un artista? Es un hombre que tiene
antenas, que sabe captar las corrientes que están en la atmósfera, en
el cosmos; simplemente tiene la facilidad de captar, por así decirlo.
¿Quién es original? Todo lo que hacemos, todo lo que pensamos, ya
existe, y nosotros somos sólo intermediarios que hacen uso de lo que
está en el aire, y eso es todo. ¿Por qué las ideas y los grandes
descubrimientos científicos suelen producirse al mismo tiempo en
distintas partes del mundo? Lo mismo puede decirse de los elementos
necesarios para componer un poema, una gran novela o cualquier
obra de arte. Ya están en el aire, pero todavía nadie les ha dado voz, y
eso es todo. Necesitan al hombre, al intérprete que los dé a luz. Bien,
y también es cierto que algunos hombres se adelantan a su época.
Pero actualmente no creo que sea el artista quien se adelanta a su
época, sino el hombre de ciencia. El artista se está quedando atrás, su
imaginación no corre pareja con la del hombre de ciencia.

Aldous Huxley. No me considero un novelista nato; no. Por ejemplo,


me cuesta mucho trabajo inventar argumentos. Algunas personas
nacen con una asombrosa facultad narrativa; es un don que yo nunca
he poseído. Uno lee, por ejemplo, lo que cuenta Stevenson acerca de
que todos los argumentos de sus cuentos le fueron dados, mientras
soñaba, por su mente subconsciente. (lo que él llamaba «los
duendes» que trabajaban para él), y que todo lo que tenía que hacer
era elaborar el material dado. Yo no he tenido ningún duende. El gran
problema para mí ha sido siempre el de crear situaciones.
–Un mundo feliz comenzó como una parodia de Hombres como
dioses, de H. G. Wells, pero gradualmente se me salió de las manos y
se convirtió en algo muy diferente de lo que yo había concebido
originalmente. A medida que fui interesándome más y más en el
proyecto, fui alejándome en igual proporción de mi propósito original.

Roberto Arlt. Mucha gente tiene curiosidad de saber cómo se escribe


una novela. Qué trabajos pasa el autor. Entremos en materia.
Cuando el autor se pone a trabajar los personajes que
intervienen en la acción están casi modelados. Es decir, se han ido
formando en un plazo más o menos largo, en su imaginación. Hay
autores se que se trazan un plan estricto y no se apartan de él ni por
broma.
Ejemplo: Flaubert. Otros nunca pueden establecer si su novela
terminará en una carnicería o en un casamiento. Ejemplo: Pirandello.
Unos son tan ordenados que fijan en su plan datos de esta categoría:
El personaje estornudará en la página 92, renglón 7; y otros ignoran
todo lo que harán. Es lo que le pasó a Dostoievski, cuya novela
Crimen y castigo fue en principio un cuento para una revista.
Insensiblemente el cuento se transformó en una novela nutrida y
espantosa.

Isaac Bashevis Singer: A pesar de que escribía en yidish me


preguntaban: ¿Por qué tienes que escribir sobre ladrones judíos y
prostitutas judías? Y yo les contestaba: ¿Qué quieres, que escriba
sobre ladrones españoles y prostitutas españolas? Hablo de los
ladrones y de las prostitutas que conozco.

John Cheever. No trabajo con tramas. Trabajo por intuición,


aprensión, sueños, conceptos. Los personajes y los hechos me vienen
simultáneamente. La trama implica narrativa y un montón de
excremento. Es el intento calculado de captar el interés del lector a
expensas de la convicción moral. Por supuesto, nadie quiere ser
aburrido… siempre se necesita un elemento de suspenso. Pero la
buena narrativa es una estructura rudimentaria, más parecida a un
riñón.

Mary McCarthy. El problema del punto de vista tortura a todo el


mundo. Es el problema al que nos hemos enfrentado todos desde
Joyce, si no desde antes. Por supuesto, James empezó a plantearlo. Y
el mismo Flaubert. Uno lo encuentra ya en Madame Bovary. El,
problema del punto de vista y el de la voz: estilo indirecto libre: la voz
del autor, gracias a una especie de ventriloquía, desaparece en las
voces de sus personajes y es limitada completamente por éstas. Lo
que eso ha significado es el destierro total del autor. ¡A mí me gustaría
restaurar al autor! (…) Se trata simplemente de que cierto tipo de
inteligencia —y no sólo hablo de mí, sino de cualquiera, de Saul
Bellow, por ejemplo— está más o menos ausente de la novela, y tiene
que estarlo, de acuerdo con estas leyes que la novela se ha impuesto.
Cereo que una de las razones de que todo el mundo —yo cuando
menos— acogiera bien El doctor Zhivago fue que allí aparecía el autor
en la forma del héroe. Y esa hermosa voz de tenor, la voz del héroe y
del autor, esa voz maravillosa y ese claro sonido de la inteligencia. Los
rusos nunca han pasado por todo el desarrollo de la novela que se
encuentra en Joyce, Faulkner, etcétera, de modo que Pasternak era
un poco ajeno al problema. Pero yo creo que este desarrollo técnico
se ha vuelto absolutamente mortífero para la novela.
Adolfo Bioy Casares. Cuando me preguntan que de dónde saco las
ideas siempre respondo lo mismo. Si usted se dedica a escribir, el
tiempo le dará la respuesta. Creo que la mente del narrador vive en
una actitud que le permite descubrir historias, aunque estén ocultas;
por lo general, para eso está despierta. Si escribo poco, se me ocurren
menos historias que si escribo mucho.
—Para enamorar a una prima que no me hacía caso pensé en
escribir un libro parecido al de un autor que le gustaba a mi prima. Así,
a los seis o siete años, intenté escribir por primera vez. Después me
gustó la idea de inventar cuentos policiales y fantásticos, y sin que mis
amigos se enteraran, escribí una historia que se llamaba «Vanidad».
Después de eso descubrí la literatura. Y entonces me puse a escribir y
a leer. Digamos que desde los doce hasta los treinta años leí
realmente mucho. Traté de leer toda la literatura francesa, toda la
española, toda la inglesa, la americana, la argentina, la de otros
países europeos, un poco de la alemana, de la italiana, de la
portuguesa, de la japonesa, de la chilena, autores persas, en fin: traté
de cultivarme como esos norteamericanos que hacen todo por
programa; quise leer todo. Y mientras leía todo, al mismo tiempo
quería escribir. Y los libros que yo escribía desagradaban a a mis
amigos. Cuando salía un libro mío los amigos no sabían cómo
tratarme; querían disimular y se les veía en la cara el disgusto. Yo les
daba la razón, pero creía en mi próximo libro.

José Revueltas. Invariablemente me someto a un esquema de la


novela, del cuento o del ensayo que voy a escribir. No se puede creer
en las musas ni en la inspiración; escribir es ante todo orden, aunque
se escriba con un estilo o una estructura desordenados. Este es otro
problema. Después vendrán las asociaciones, las evocaciones, las
derivaciones inesperadas que los párrafos suscitan por sí mismos, por
su propia inercia: entonces hay que saber asumirlos con la mayor
lucidez y sin permitir que, artificialmente —o por autoengaño nuestro,
debilidad o complacencia ante los bellos detalles—, vaya a
derrumbársenos una estructura largamente meditada y técnicamente
funcional.

Camilo José Cela. Todos los temas sirven. Creo que fue a Flaubert a
quien un presunto joven escritor le dijo un día: «Maestro, si solamente
tuviera una trama, podría escribir una novela». «Le daré una trama —
dijo Flaubert—. Veamos, un hombre y una mujer se aman, punto y
final de la historia. Ahora desarróllela. Con talento, llegará a escribir La
cartuja de Parma. Pero tiene que tener talento».
Un escritor, un joven escritor, se me acercó un día quejándose
de no tener los recursos necesarios para poder escribir. Yo le dije: «Le
daré mil hojas de papel y una lapicera fuente de regalo. Si tiene talento
escribirá Don Quijote de un lado y La divina comedia del otro. Ahora
vaya y escriba, y ya veremos qué pasa, aunque probablemente no
escribirá esas obras». Es muy dramático, pero también es muy cierto.

Heinrich Böll. En mi caso la obra cambia constantemente, ya que rara


vez tengo una trama sólida o una idea definida del final. Pero hay una
idea clara, casi matemáticamente conceptual, que determina la
extensión… El título viene después, generalmente con mucha
dificultad. Recuerdo que El tren llegó puntual tenía un título por
completo diferente mientras la escribía; se llamaba Entre Lemberg y
Czernowitz. El editor dijo: «Dios mío, dos nombres de lugares». Me
instaron a cambiarlo, pero no contra mi voluntad; estuve de acuerdo.
Los títulos iniciales cambian con frecuencia.

Carson McCullers. El autor raras veces percibe las verdaderas


dimensiones de una obra hasta que está terminada. Es como un
sueño que florece. Las ideas crecen, echan brotes en silencio, y surge
un millar de iluminaciones que se suceden día a día mientras la obra
progresa. Las simientes crecen en la escritura como en la naturaleza.
La semilla de una idea se desarrolla gracias al trabajo, al inconsciente,
y al forcejeo que se produce entre ambos.
—El principio activo de un escritor es la intuición; un exceso de
hechos dificulta la intuición. Un escritor necesita saber muchas cosas,
pero hay muchísimas otras que no necesita saber: necesita conocer
cosas humanas, aunque no sean «sanas», según el adjetivo con que
se las califica.

Charles Bukowski. Escribir es algo que no se sabe cómo se hace.


Uno se sienta y es algo que puede ocurrir o puede no ocurrir. Cada
vez que subo a escribir con mi botella de vino, a veces estoy sentado
delante de la máquina un cuarto de hora. No es que suba para
escribir, la máquina está ahí, pero si no comienza a moverse, digo,
bueno, es posible que ésta sea la noche en que no doy ni una.
P. D. James. Creo que mucha gente no sabe cómo crear una trama y
por eso no puede contar historias. Algunos escritores podrían hacerlo
pero no quieren, desean ser diferentes. Pero en la ficción inglesa hay
una tradición de fuerte impulso narrativo, y todos nuestros grandes
novelistas del pasado lo han tenido. En cuanto a mí, creo que la trama
es necesaria, aunque sería fácil escribir un libro sin trama. En la
década de 1930, la llamada edad de oro de la ficción detectivesca, la
trama era todo. Por cierto, lo que la gente buscaba en la trama era
ingenio. No se podía describir un asesinato ordinario, siempre debía
ser cometido con excepcional astucia. Eda la época en que se
encontraban cadáveres en cuartos cerrados, con las ventanas
tapiadas y con una mueca de horror en la cara. En el caso de Agatha
Christie la ingeniosidad de la trama era soberana, nadie buscaba
sutileza de caracterización, motivaciones, buena escritura. Se trataba
más bien de una treta literaria. Hoy nos hemos acercado más a la
corriente mayor o dominante de la novela, pero seguimos necesitando
la trama. Me lleva tanto tiempo desarrollar la trama y elaborar los
personajes como escribir el libro. A veces más.

James Jones. Comienzo con un tema en el que pueda expresar más


o menos, en una frase sencilla, un grupo de personajes y un medio
ambiente en el que quiero situar el libro. Echo todo a la cacerola y los
dejo que se vayan guisando y escriban su propio libro. Tengo la
impresión de que en esta forma los simbolismos, que crecen a medida
que crecen también el libro y los personajes, son más sutiles y más
cercanos a la verdad de la vida.
Norman Mailer. Siento que el propósito final del arte es intensificar —
incluso exacerbar, si es necesario— la conciencia moral de la gen te.
En particular, creo que la novela en su mejor forma es la más moral de
las artes morales. Estás explorando los intersticios de la conducta
humana, lo cual es el primer acercamiento a la experiencia religiosa
para muchos de nosotros, en especial desde que las religiones
organizadas empiezan a no dar suficiente cuenta de las complejidades
terribles de la experiencia moral y su hermana oscura, la ambigüedad
moral. La regla general más sensata para el aspirante a moralista es:
no hay respuestas. Hay sólo preguntas.
– Pienso que el propósito último del arte es intensificar e incluso,
si hace falta, exacerbar la conciencia moral de la gente. Pienso en
particular que la novela es, cuando es buena, la forma más moral de
las artes, porque es la más inmediata, la más insoportable si usted
quiere. La más inescapable. Lo que realmente intento y espero realizar
con mi obra es intensificar la conciencia de que no se puede eludir ni
engañar al núcleo de la vida.
—Cuando trabajo en una novela —y hace años que estoy en
una— no me gusta saber el final. Gozo mucho más si los hallazgos se
me producen gracias a la punta del lápiz. Me parece que si un capítulo
se te resuelve mientras estás en la ducha, no vas a poder hacerlo con
la exactitud que surgiría de la punta del lápiz. Así me pareció mientras
escribía La canción del verdugo. Conocía la historia, pero siempre
consideré el hecho como un azar. Quería que el libro se leyera como
si no supiéramos el final. No deseaba tener presentes muchos detalles
futuros: esto me habría torcido lo que sucedía a los personajes en el
momento en que les sucedía; habría comprendido demasiado bien su
relación con lo que les acontecería más tarde.

José Donoso. Yo simplemente escribo novelas, no las explico, ni su


causa o fin. Sólo eso. Tampoco la tomo como una especie de catarsis,
o como un exorcismo. Sólo escribo: nada premeditado. No me digo:
ahora voy a escribir una novela en esta tesitura o en esta forma, sino
que la novela va adquiriendo su vida sola; una novela se va gestando
a sí misma; se gesta desde adentro hacia afuera; impone su tono, su
forma, las palabras mismas de las que se nutre, con las que se crea a
sí misma. Yo creo que una novela se autoescribe, al final se inventa
ella sola. Uno presta su cuerpo, sus manos, su espíritu, pero la novela
al final es del lector, no de uno.

Gabriel García Márquez. Empiezo con una imagen totalmente visual.


Imagino que hay escritores que empiezan con una frase, una idea o un
concepto. Yo sólo parto de una imagen. El punto de partida de La
hojarasca es un viejo que lleva a su nieto a un entierro; El coronel no
tiene quien le escriba, un viejo esperando; el de Cien años, un viejo
que lleva a su nieto a un circo para conocer el hielo. La imagen
protectora de mi infancia era un viejo, mi abuelo. A mí no me criaron
mis padres, ellos me dejaron en casa de mis abuelos. Mi abuela me
contaba cuentos y mi abuelo me llevaba a ver cosas. Entre eso se fue
haciendo mi mundo. Ahora me doy cuenta que siempre veo la imagen
de mi abuelo mostrándome cosas… Dejo la idea cocinando, no es un
proceso muy consciente. Todos mis libros los he pensado por muchos
años. Cien años por quince o diecisiete años, y el que estoy
escribiendo lo empecé a pensar hace mucho tiempo.

Günter Grass. Mi método de trabajo es el de un escritor, pero también


el de un escultor. Yo debo mi disciplina de trabajo a mi profesión de
cantero y después de escultor: quedarme mucho tiempo ante una
piedra, mirarla desde todos los ángulos, contornearla lentamente,
mantener la superficie en bruto hasta el final, no empezar a pulir
demasiado pronto y mantener sin cesar el conjunto ante la vista.
Disciplina de trabajo que implica una dedicación diaria.

Milan Kundera. La novela es una meditación sobre la existencia vista


a través de personajes imaginarios.
—Tres posibilidades elementales del novelista: cuenta una
historia (Fielding), describe una historia (Flaubert), piensa una historia
(Musil). La descripción del siglo XIX estaba en armonía con el espíritu
(positivista, científico) de la época. Fundamentar una novela en una
meditación permanente va en el siglo XX en contra del espíritu de la
época a la que ya no le gusta en absoluto pensar.
—Por definición, el narrador cuenta lo que ha pasado… La
narración es un recuerdo, por tanto un resumen, una simplificación,
una abstracción. El verdadero rostro de la vida, de la prosa de la vida,
sólo se muestra en el tiempo presente. Pero ¿cómo contar los
acontecimientos pasados y restituirles el tiempo presente que han
perdido? El arte de la novela ha encontrado la respuesta: presentando
el pasado en escenas. La escena, incluso contada en pasado
gramatical, es, ontológicamente, el presente: la vemos y la oímos;
tiene lugar delante de nosotros, aquí y ahora.
—Toda la gran novela del XIX convirtió la escena en elemento
fundamental de la composición. La novela de García Márquez se
encuentra en una trayectoria que va en dirección opuesta: en Cien
años de soledad: ¡no hay escenas! Se diluyen totalmente en los flujos
embriagados de la narración. Como si la novela regresara siglos atrás
hacia un narrador que no describe nada, que no hace más que contar,
pero que cuenta con una libertad de fantasía que jamás habíamos
visto antes.

John Barth. A veces me gustaría ser uno de esos escritores que


comienzan a partir del interés apasionado por un personaje y después,
como escuché decir a varios, le dan lugar a ese personaje y ven qué
quiere hacer. Pero no soy uno de esos escritores. Yo suelo empezar
con un rasgo o una forma, quizá con una imagen. Por ejemplo, el
barco con el espectáculo a bordo que se transformó en la imagen
central de La ópera flotante, era la foto de un auténtico crucero con
espectáculo que recuerdo haber visto de niño… y cuando la
naturaleza prodiga una imagen flagrante como ésa, lo mejor que se
puede hacer es escribir una novela. Tal vez no sea el más elevado de
los comienzos. Solzhenitsin, por ejemplo, ingresó al medio narrativo
con un propósito moral elevado; literalmente, quiere cambiar el mundo
utilizando la novela como medio. Respeto y admiro esa intención, pero
es mucho más común que un gran escritor empiece una novela con un
propósito menos elevado que derrocar el gobierno soviético. Henry
James quería escribir un libro en forma de reloj de arena. Flaubert
quería escribir una novela acerca de nada. Lo único que sé es que la
decisión de cantar o no cantar de las musas no se basa en la
elevación del propósito moral del escritor… Las musas cantarán o no
cantarán sin tenerlo en cuenta.

E.L. Doctorow. Bueno, puedo comenzar con cualquier cosa. Puede


ser una voz, una imagen, puede ser un momento de profunda
desesperación personal. Por ejemplo, en el caso de Ragtime estaba
desesperado por escribir algo… Como me había sentado frente a la
pared de mi estudio, en mi caso de New Rochelle, empecé a escribir
acerca de la pared. Fue construida en 1906, así que pensé en aquella
época. Y en el aspecto que tendría entonces la avenida Broadview;
pensé en los tranvías que atravesaban la avenida hasta el pie de la
loma y en la gente que vestía ropa blanca en verano para sentirse más
fresca. El presidente era Teddy Roosevelt. Una cosa llevó a la otra y y
de esa manera comenzó el libro, a partir de la desesperación y unas
pocas imágenes. En cambio, en el caso de El lago fue sólo una
sensación muy fuerte de lugar, la intensa emoción que sentí al
regresar a las Adirondacks después de muchos, muchos años de estar
lejos… Y todo eso convergió cuando vi una señal, una señal caminera:
Loon Lake. Así que, ya ve, puede ser cualquier cosa.

Mario Vargas Llosa. La historia, la entraña misma del tema es una


nebulosa que se orienta, va tomando cuerpo, muchas veces de una
manera impremeditada. Y para mí ésa es la parte más atractiva del
trabajo de creación. Es fascinante porque te hace descubrir cosas
inesperadas en tu propia personalidad.
Isabel Allende. Yo creo que las historias existen o existieron o
existirán en otra dimensión, y por una enorme casualidad me caen
encima. No me pertenecen, no son mías, no es que yo invente estas
cosas sino que... es difícil de explicar. Cuando me siento a escribir no
tengo una idea clara de lo que voy a hacer, sé que, por ejemplo, voy a
escribir un libro para jóvenes situado en el Amazonas, sé que el
protagonista va a ser un niño o una niña de entre once y dieciséis
años. Eso es lo que sé. Luego me siento a escribir, y cuando le pongo
el nombre al protagonista digo: «Mi nieto se llama Alejandro. Que se
llame como mi nieto: Alexander». Entonces imagino a mi nieto dentro
de cuatro años, hago una proyección de mi nieto con quince años y
resulta Alexander, un chico que es fastidioso para comer, mimado,
bueno. Luego pienso en la protagonista y digo: «A ver, ¿cómo son mis
nietas?» Sintetizo a mis dos nietas y hago a Nadia, una chica que,
como mi nieta menor, habla con los animales y está en contacto con la
naturaleza, y como mi nieta mayor, es imaginativa, está metida en el
mundo de la imaginación, en un mundo interior, completamente
autosuficiente. Pero eso va pasando poco a poco. A medida que me
siento ante el ordenador y escribo todos los días esto va pasando,
pero no me lo invento, no me lo propongo. Voy sacando de la realidad,
de cosas que he leído, que he visto, que he oído. Es como si existiera
otra realidad paralela y si me doy el espacio y el tiempo y el silencio —
que es muy importante—, me conecto con eso.

Fernando Vallejo. Durante los últimos doscientos años, la novela


(entendiendo por novela la ficción en tercera persona) ha sido el gran
género de la literatura. Ya no puede serlo más, ése es un camino
recorrido, trillado, y no lleva a ninguna parte. ¿Qué originalidad hay en
tomar, por ejemplo, una persona de la vida (o varias armando un
híbrido) y cambiarle el nombre dizque para crear un personaje? Yo
resolví hablar en nombre propio porque no me puedo meter en las
mentes ajenas, al no haberse inventado todavía el lector de
pensamientos; ni ando con una grabadora por los cafés y las calles y
los cuartos grabando lo que dice el prójimo y metiéndome en las
camas y en las conciencias ajenas para contarlo de chismoso en un
libro. Balzac y Flaubert eran comadres. Todo lo que escribieron me
suena a chisme. A chisme en prosa cocinera.

Paul Auster. La novela es una colaboración a partes iguales entre el


escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos
extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad.
Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca
he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta
el día en que exhale mi último aliento. Nunca he querido trabajar en
otra cosa.

Alberto Manguel. El proceso de aprender a escribir es desgarrador


porque es inexplicable. No hay cantidad de trabajo arduo, esplendor
de propósito, consejo prudente, investigación impecable, experiencia
terrible, conocimiento de los clásicos, oído para la música, ni estilo y
buen gusto que garanticen que lo que se escriba vaya a ser bueno.
Javier Marías. Me temo que lo principal es que carezco enteramente
de visión de futuro. No sólo no sé lo que quiero escribir, ni adónde
quiero llegar, ni tengo un proyecto narrativo que yo pueda enunciar
antes ni después de que mis novelas existan, sino que ni siquiera sé,
cuando empiezo una, de qué va a tratar, o lo que va a ocurrir en ella, o
quiénes y cuántos serán sus personajes, no digamos cómo terminará.
Supongo que esa puede ser una de las razones de que, con cuarenta
años y diez u once títulos publicados, tenga la sensación de haber
atravesado ya no menos de tres etapas muy distintas, aunque ello
pueda asimismo deberse a la zozobra que supone haber empezado a
publicar muy joven, en 1971, y a los cambios a que está expuesto todo
individuo desde su primera juventud a su madurez.
—Si hay un modelo de novelista moderno, ese es Cervantes, quizá
con el precedente de Rabelais y la estela de Sterne. En esos tres
autores se da todo menos la supuesta «unidad» convencional, y sus
obras están literalmente plagadas de episodios que no son necesarios
ni pertinentes al relato: en el caso del Quijote no se trata sólo de la
famosa, criticada y por lo demás fundamental interpolación de «El
curioso impertinente», sino de la mayoría de las aventuras contadas,
que casi nunca añaden nada ni al conjunto de la historia ni a la
personalidad de Don Quijote y Sancho. Las mejores novelas de
nuestra tradición, de Cervantes a Proust, de Sterne a Faulkner, de
Conrad a Nabokov, son por el contrario divagatorias, están llenas de
rodeos y desvíos, de digresiones, de lo que esos críticos llamarían
«elementos gratuitos» y no lo son en modo alguno, sino que
constituyen la configuración misma de sus mundos. Lo importante de
una novela es su discurrir, no su fin ni tampoco los que conduce en
línea recta hasta ese fin.

Arturo Pérez Reverte. Una novela es un problema narrativo que tiene


que ser resuelto con la aplicación de herramientas y de técnica. Los
personajes son la herramienta. Y yo, para contar la historia, necesito
unos personajes, un ambiente y un lenguaje, que son las herramientas
para contarla. Los personajes surgen de la necesidad de contar la
historia. Creo personajes que me van a resolver los problemas
narrativos: tienen atractivo, posibilidad de desarrollo en profundidad; al
mismo tiempo, me hacen sentir cómodo y me seducen, porque yo soy
el primero que tiene que estar seducido por ellos. Pero son
herramientas al servicio de una idea.

Ildefonso Falcones. No me gustan los libros en los que cuando llevas


treinta páginas aún no ha pasado nada. Y desgraciadamente hay
libros así. En el Quijote, por ejemplo, siempre pasa algo.

Apostillas. Más de cuatro siglos —de la picaresca española y


Cervantes a los franceses Flaubert, Stendhal y Balzac, a los rusos
Dostoievsky y Tolstoi, a la obra poderosa de Joseph Conrad y Herman
Melville— nos legaron el esplendor de una novelística que, si bien
continúa conmoviéndonos y deleitándonos, ni por su técnica ni por sus
recursos narrativos parece ofrecer elementos estimulantes para,
desde la novela, emprender hoy la crítica de nuevos tiempos. La
dinámica que sacude las novelas de García Márquez, Philip Roth,
Mario Vargas Llosa o Günter Grass, es muy distinta de la que movía a
Gógol o Balzac. Al entrar el siglo XX, en diversos aspectos de la
concepción y de la técnica la novela comenzó a ser distinta. Kafka,
Henry James, Proust, Joyce —sin desdeñar aportes menos
deslumbrantes— sentaron las bases de una innovación cada vez más
contundente que desembocó, en uno de sus grandes hitos, en la
novela que no ofrece un cuerpo narrativo lineal, claro y preciso, sino
que exige la participación del lector para desentrañar el asunto
novelesco. La novela rompió con el orden temporal-espacial, suprimió
—o al menos atenuó— la supremacía del narrador omnisciente,
adoptó puntos de vista inexplorados y se lanzó a la búsqueda de
recursos expresivos capaces de penetrar en capas y facetas de la
realidad que no aparecen en lo cotidiano. Así, la narrativa extensa se
constituyó en corpus complejos que capturan o reconstruyen la
realidad de manera fragmentaria y se disparan a partir de uno o varios
puntos de vista; de otra parte, los personajes dejaron de ser
marionetas en manos del autor para comportarse como seres libres,
autónomos, impredecibles. Cancelada la secuencia cronológica de los
hechos, toca al lector organizarlos en la ficción propuesta. Como en un
rompecabezas, todo está allí, pero está en desorden.
Hubo que abrevar entonces no sólo en las novelas que
ensayaban recursos inéditos y en la nueva crítica que intentaba
ubicarlas e interpretarlas, sino también en filmes como El perro
andaluz y 8-½, que plantean complejos acertijos conformados por
sueños, recuerdos, fantasías y datos de la realidad inmediata, e
imponen a los espectadores el compromiso de hallar en ese caos un
sentido, uno de los sentidos posibles. Más allá, la novela se apoderó
de recursos del periodismo, de la música, de la pintura, al mismo
tiempo que buscaba apoyos en la filosofía y en el caudal de las
disciplinas científicas, como lo demuestran, por ejemplo, la ya remota
intromisión del psicoanálisis o la presencia de la física nuclear y otras
disciplinas científicas en la narrativa reciente. Se creó entonces una
nueva relación autor-lector que expresa muy bien una frase de Jean
Genet planteada como colofón de una de Ortega y Gasset. Señalaba
Ortega que la claridad es la cortesía del filósofo, y añadió Genet que la
cortesía del novelista es la oscuridad. Concuerdo con Julio Cortázar
(véase Rayuela, véase 62 modelo para armar) en que la novela debe
ofrecerse a los lectores no como materia digerida sino como una
suerte de charada que el lector debe descifrar para, en complicidad
con el autor, apoderarse de los más recónditos significados de la obra.
005. ¿Cómo crea sus personajes? ¿Cómo les da nombre?
Gustave Flaubert. Mis personajes imaginarios adoptan mi forma, me
persiguen o, por mejor decirlo, soy yo quien está en ellos. Cuando
escribí el envenenamiento de Emma Bovary, tuve en la boca el sabor
del arsénico con tanta intensidad, me sentí tan auténticamente
envenenado, que tuve dos indigestiones, una tras otra, dos verdaderas
indigestiones, que llegaron a hacerme vomitar toda la cena.

Robert Louis Stevenson. Tuve una idea para aplicar a John Silver
[personaje central de La isla del tesoro], que hacía que me prometiera
una gran caudal de diversión: tomar un amigo mío, al que admiraba
(que probablemente conoce el lector y lo admira tanto como yo
mismo), privarle de sus mejores cualidades y de las gracias más
elevadas de su temperamento, dejarlo sin nada más que su fuerza, su
valentía, su rapidez y sus magníficos rasgos de genio y tratar de
expresar todo esto a través de la cultura de un rudo marinero. Esta
cirugía psíquica creo que es una forma corriente de «fabricar
personajes», y tal vez sea, en realidad, la única forma.

Ford Madox Ford. Puedo declarar que nunca en mi vida, hasta donde
recuerdo, utilicé a un personaje de la vida real para una finalidad
literaria… o nunca lo hice sin ocultar cuidadosamente sus atributos.
Esto no es tanto porque quiera evitar herir los sentimientos de la
gente, como porque, artísticamente, es una práctica muy peligrosa.
Incluso fatal.
Aldous Huxley. Los nombres son muy importantes, ¿no le parece? Y
los nombres más improbables aparecen constantemente en la vida
real, de modo que hay que tener cuidado. Puedo explicar algunos de
los nombres en Viejo muere el cisne. El de Virginia Maunciple, por
ejemplo. Ese nombre me lo sugirió el manciple de Chaucer. ¿Qué es
un manciple, al fin y al cabo? Una especie de mayordomo. Es el tipo
de nombre que escogería una joven actriz de cine, pensando que es
un nombre excepcional., hecho a la medida. Ella se llama Virginia
porque le parece muy virginal a Jeremy, y obviamente no lo es… El
Dr. Sigmund Obispo: en este caso el primer nombre se refiere
obviamente a Freud, y Obispo lo saqué de San Luis Obispo por
razones de color local y porque suena a broma.

Jorge Luis Borges. Tengo dos métodos [para dar nombre a los
personajes]: uno es utilizar los nombres de mis abuelos, tatarabuelos,
etcétera, para darles, digamos, una especie de inmortalidad, pero ese
es solamente uno de los métodos. El otro consiste en usar nombres
que me hayan impresionado de alguna manera. Por ejemplo, en uno
de mis cuentos uno de los personajes que va y viene se llama
Yarmolinsky, debido a que este nombre me impresionó; una palabra
rara, ¿no? Otro personaje se llama Red Scharlach porque Scharlach
significa escarlata en alemán y se trataba de un asesino: era
doblemente rojo, ¿no? Red Scharlach: Rojo Escarlata.
Ernest Hemingway. Algunos provienen de la vida real. Mayormente
uno inventa gente a partir del conocimiento y la comprensión y la
experiencia que tiene de la gente.

John Steinbeck. Resulta muy difícil abrir a una persona y ver su


interior. Es más, hay cierto repliegue decente hacia la intimidad, pero
los escritores y los detectives no pueden permitirse el lujo de tener
intimidad. En este libro (Al este del Edén) he abierto a mucha gente y
algunos de ellos se van a enfadar un poco. Pero no puedo evitarlo. En
este momento no puedo encontrar ningún otro trabajo que requiera
tanta concentración durante tanto tiempo como una novela larga.
—Sería una broma grandiosa tener en suspenso a la gente que
aparece en mi libro. Si me amenazan y hacen lo que les parece, los
pondré encima de un barril. No podrán moverse hasta que yo tome un
lápiz. Estarán congelados, transformados en hielo, colgando a un pie
del suelo y con la misma sonrisa que tenían ayer cuando terminé de
escribir.

Isaac Bashevis Singer. Siempre tomo como modelo a alguien que


conozco, pero a veces invento un personaje con tres personas. Otras
tomo a una persona que conocí en la avenida Madison y decido que
encajaría bien. Me ha pasado que al terminar la historia olvido quién
era la modelo… Aun en el cuento los personajes tienen su propia vida
y su propia lógica y debes actuar conforme a eso.

John Cheever. Si pongo un personaje con audífono, todos creen que


son ellos… aunque el personaje sea de otro país y desempeñe un
papel absolutamente diferente. Si uno retrata gente enfermiza o torpe
o imperfecta, entonces asocian inmediatamente. Pero si describe
bellezas jamás asocian. La gente siempre está más dispuesta a
acusarse que a celebrarse, especialmente los lectores de ficción. No
sé cuál es la asociación. En cierta oportunidad, en una reunión social,
una mujer atravesó todo el salón para decirme: «¿Por qué escribió ese
cuento acerca de mí?» Traté de recordar a qué cuento se refería.
Bien, aparentemente diez cuentos atrás yo había mencionado a
alguien con los ojos enrojecidos; ella advirtió que ese día tenía los ojos
inyectados en sangre y decidió que le había echado el guante.

Angus Wilson. Mis personajes se basan en la observación, pero no


están tomados de la vida real. Cada personaje es una mezcla de
personas que uno ha conocido. Los personajes se me revelan —y
creo que esto es lo que está en el fondo del asunto de la magdalena
de Proust— cuando la gente me habla. Creo haber escuchado eso,
ese tono de voz, en otras circunstancias. Y, a riesgo de parecer
grosero, tengo que aferrarme a ello y rastrearlo hasta que encaje con
alguien a quien he conocido anteriormente. El segundo secretario de
la embajada en Bangkok puede hacerme recordar al profesor adjunto
de química en Oxford. Y me pregunto: ¿qué tienen los dos en común?
A partir de tales mezclas puedo crear personajes.

Eugene Vale. Un relato habla de hombres y sus acciones. Algunos


están más interesados en los «hombres», es decir en la
caracterización humana, y otros en sus «acciones». Ciertos novelistas
se sienten satisfechos cuando han dado una descripción completa de
un personaje en los pocos cientos de páginas de una novela. Algunos
productores de cine sólo están interesados en la acción y desprecian
la caracterización por considerarla «basura psicológica». Pero ambos
elementos son necesarios para el relato de la película.
La acción en sí misma no existe. Alguien debe actuar. Este
alguien es un ser humano; por ello debemos estar familiarizados con
el ser humano para seguir y comprender la acción. Por otra parte no
es posible entender al ser humano a menos que actúe. Sólo cobra
vida a través de la acción. Aunque la preponderancia de la
caracterización o de la acción es cuestión de gustos, el cine no debe
descuidar ni desatender ninguna de ellas.

Heinrich Böll. Los nombres de los personajes tienen mucha


importancia. Muchísima. No puedo empezar si no conozco el nombre.
Es el problema que tengo ahora. Tengo un plan en mente, algo, una
novela. Ya debería tener cinco o seis nombres en vista, y no tengo
ninguno. Seguramente podría agilizar las cosas —y no es mala idea—
llamándolos a todos Schmitz para seguir avanzando. Pero no puedo
pensar demasiado en los nombres.

Doris Lessing. Alguna gente de la que escribo surgió de mi vida.


Bueno, algunos no sé de dónde vinieron. Simplemente brotan de mi
propia consciencia, tal vez de la subconsciencia, y me sorprendo a
medida que emergen… Alguien dice algo, suelta una frase y luego se
encuentra que esa frase se convierte en un personaje de un relato, o
un incidente solitario, aislado e insignificante, se vuelve germen de una
trama.
Norman Mailer. Algunos de mis personajes vienen de gente real. Uno
podría surgir a partir de cinco individuos, otro de una persona (muy
cambiada). Otro más es imaginado. Sin que importe el camino elegido,
hay placer cuando un personaje se vuelve, en cierto sentido,
independiente de ti mismo.
Creo que hasta la mitad podría tener un punto de partida en
alguien real. Hasta ahora nunca me ha gustado escribir sobre gente
que tenga muy cerca; resultan personajes muy difíciles de construir.
Su realidad privada interfiere obviamente con la realidad que uno
intenta crear. Empiezan a vivir no como criaturas de tu imaginación
sino como actores de tu vida. De este modo te parecen reales
mientras trabajas, pero no estás trabajando su realidad en tu libro. No
es buena idea, por ejemplo, tratar de introducir a tu esposa en una
novela. N i a tu esposa anterior. En la práctica prefiero dibujar un
personaje a partir de alguien a quien apenas conozco y que excita mi
instinto de novelista.
¿Cómo conviertes una persona real en una ficticia? Si tengo una
respuesta, es que trato de poner el modelo en situaciones que tengan
muy poco que ver con las situaciones reales de él o ella. Con mucha
rapidez, el original desaparece. La realidad privada no puede
sostenerse. Por ejemplo, podría tomar a un jugador profesional de
futbol, un hombre a quien conozco levemente, digamos, y convertirlo
en una estrella de cine. En una transposición de este tipo, todo lo que
se relaciona particularmente con el futbolista desaparece con rapidez,
y lo que queda, curiosamente, es lo que resulta exportable de su
carácter. Pero este proceso, aunque interesante en las primeras
etapas, no es tan excitante como el acto más creativo de permitir que
tus personajes crezcan una vez que los separaste del modelo. Cuando
se vuelven tan complejos como la gente real, comienza la mejor
excitación. Porque ahora han dejado de ser personajes: son seres,
una distinción que me gusta hacer. Un personaje es alguien que
puedes captar como un todo —puedes tener una idea clara de él—,
pero un ser es alguien cuya naturaleza sigue cambiando.

Günter Grass. Los personajes literarios y especialmente el


protagonista que debe tener un libro son combinaciones de muchas
personas, ideas y experiencias diferentes, todo reunido. Sólo es
posible hacerlo con éxito si uno puede meterse en esa gente. Si no
entiendo desde dentro mis creaciones serán tan sólo figuras de papel.
Cuando empiezo un libro hago bocetos de personajes diferentes. A
medida que avanza mi trabajo esos personajes suelen empezar a vivir
sus propias vidas.

Richard Ford. Ahora pienso que los personajes —personajes reales y


literarios— no son algo fijo. Creo que son modificables, provisorios,
impredecibles, decididamente incompletos. Eso se debe, en parte, al
hecho de escribir personajes y de haber logrado que en cierto modo
fueran creíbles y moralmente provocativos. Mientras los escribo son
provisorios, modificables y demás, durante todo el proceso de creación
e incluso más allá de él. Puedo modificarlos a voluntad, y lo hago. Por
ejemplo, puedo elegir un adjetivo que aparentemente no tiene nada
que ver con la persona que estoy inventando —un adjetivo importante,
bueno o malo por ejemplo—, y aplicarlo y ver adónde me lleva.
También puedo borrarlo… Tal vez he logrado convencerme de que los
seres humanos nos creamos a nosotros mismos así como yo creo los
personajes de mis libros. Pero, a mi entender, ese es el desarrollo de
los personajes: no la creación de algo fijo, que es como pensaba en
ellos al comienzo. Tal vez mi idea se aparta un poco de la idea
convencional del personaje. Tal vez soy culpable de escribir
personajes desviados. Pero no creo. Por supuesto que no, ¿de
acuerdo?

Hernán Lara Zavala. En el más amplio sentido busco modelar a mis


personajes a partir de seres de la vida real, pero tengo especial interés
en que ninguno se convierta en un retrato. La novelista inglesa
Elizabeth Bowen ha comentado que los detalles físicos de un cuento
no se inventan, sino que se seleccionan. De este modo un buen
personaje debe ser el resultado de múltiples observaciones que se
funden en la imaginación formando un ente único.

Guillermo Samperio. Los personajes en los cuentos están para


cumplir funciones narrativas concretas. Desde un personaje incidental
hasta el protagonista, el antagonista, o uno secundario. Si el incidental
es un elevadorista, su función es abrir y cerrar la puerta del elevador y
ni siquiera es necesario describirlo. Se le dice elevadorista y ya; ni su
nombre interesa a los fines del cuento.
Los personajes son simples funciones narrativas del cuento. La
función del protagonista es estar en conflicto con el antagonista y
viceversa, y nada más.
Ángeles Mastretta. Yo creo que los personajes se crean dentro de
uno, mucho antes de que uno se atreva a contarlos. A veces, irrumpen
sin más a media tarde y convierten todo en una feria de lo
desconocido. ¿De dónde salió esta mujer? ¿De dónde este hombre
solitario? ¿De dónde este padre entrañable? ¿De dónde esta
vendedora? ¿De dónde el encantador viejo que adivina las cosas? No
sé. De algún lugar entre los sueños y la esperanza, de un recóndito
abismo que se guarda nuestros secretos y los pone de pronto sobre la
mesa. Yo veo a los personajes y los oigo desde antes de escribirlos;
sin embargo, mientras los escribo veo cómo se convierten en seres
vivos, con los que soy capaz de dormir y a los que recurro mucho
tiempo después cuando necesito consuelo y quiero reírme o me urge
alguien con quien echarme a llorar. Cuando termino una novela,
extraño a los personajes que dejé ahí. Sobre todo extraño a los padres
de Emilia Sauri, a su tía Milagros, a la Prudencia Migoya de Ninguna

Antonio Muñoz Molina. Mezclando rasgos de personas distintas en


esa especie de caldo alquímico que es la ficción se perfila una criatura
singular cuyo único reino posible es el relato: para algunos
aprovechamos un solo modelo real , pero lo más frecuente es que en
las mejores aleaciones intervengan trazas de muchos modelos, cuyo
origen dispar se equilibra se equilibra en la veracidad del personaje.
Pero en este precipitado falta aún añadir una sustancia sin la cual todo
el experimento fracasaría: el nombre. Siempre digo que el nombre
importa tanto porque es la cara que ve el lector del personaje. El
nombre ha de contenerlo y definirlo, de tal modo que lo primero que
nos molesta en las malas novelas son los nombres de sus
protagonistas, y en tal medida que al escribir, mientras no tengamos el
nombre, no podemos decir que tenemos al personaje. El nombre, al
menos el del protagonista, ha de sonarnos como quería don Quijote
que sonara el de Dulcinea: músico y peregrino y significativo.

Apostilla. Crear personajes consiste, en lo sustancial, en dar vida


mediante las palabras a seres que, aun siendo inventados, adquieren
la condición de seres verdaderos, tan presentes y tangibles como
aquellos con quienes nos cruzamos en la vida cotidiana. Podríamos
hablar, entonces, de crear personas, en cuanto que nuestros entes
ficticios son creados a partir de los seres humanos. Sus vicios y
virtudes, sus manías y actitudes, sus emociones y pensamientos, sus
ademanes y miradas, sus impulsos y estados de ánimo, no son otros
que los que atañen a los seres humanos. No hay personaje, ni aun en
la más alta literatura, que no tome en préstamo los rasgos externos e
internos de la gente de carne y hueso, pues hasta donde se sabe ni el
literato de mayor rango —Shakespeare, diría Harold Bloom— ha sido
capaz de inventar pasiones o sentimientos; si acaso, maneras de
expresarlos. Claro que no se trata de fabricar meras copias sino de
crear entes que, mediante una serie de sumas, restas y diversas
operaciones, den como resultado un ser nuevo, original, inédito e
interesante.
—La creación literaria produce, en general, dos clases de
personajes: los planos y los complejos. Los personajes planos se
construyen en torno a una sola idea, característica o función. Son
aquellos que a lo largo de un texto narrativo resultan, siempre,
inalterablemente buenos o malos, sórdidos o graciosos, generosos o
mezquinos, estúpidos o listos, hábiles o torpes. Son lo que son y
punto. Tras su primera comparecencia en un texto (o en una pantalla),
en que de un golpe revelan su calidad, a lo largo de la obra
permanecen intactos, sin que las circunstancias los modifiquen, sin
desembocar jamás en el engaño o la sorpresa. Y si alguna vez se
comportan en términos opuestos a su característica esencial, es quizá
porque tienen la turbia intención de aparentar lo que no son. Cambian
entonces de súbito y hacia el opuesto: de avaricia a generosidad, de
maldad a bondad, de iracundia a mansedumbre. Sería el caso, para
aportar un solo ejemplo, del Scrooge de Dickens.
—Sólo como curiosidad, revísese la siguiente clasificación, de
origen medieval. «En el hombre predominan cuatro humores
corporales: bilis amarilla, bilis negra, sangre y flema. Si existe
equilibrio entre estos humores, el temperamento del hombre es
armonioso; por el contrario, si uno de ellos prevalece sobre los demás,
el hombre acusa cierto carácter. El hombre puede ser colérico y tender
a montar en cólera —de cholé, bilis—; melancólico, y tender a la
tristeza —de mélaina cholé, bilis negra—; sanguíneo, una persona
alegre —de sanguis, sangre—; o flemático, apático —de phlegma,
flema—. Los cuatro elementos están en correspondencia con estos
caracteres: el colérico es excitable y le corresponde el fuego; el
melancólico es angustiado y le corresponde la tierra; el sanguíneo es
voluble y le corresponde el aire; el flemático es tranquilo y le
corresponde el agua». En tiempos de Shakespeare, los dramas se
escribían teniendo en cuenta, si acaso, esta tipología.
006. ¿Adquieren sus personajes vida propia?
José Ortega y Gasset. Puede decirse que hubo una época en que el
autor emitía una definición del personaje para indicarnos lo que debí
amos pensar acerca de él, despojándonos, de este modo, d la
posibilidad de ejercer nuestra libertad de juicio. (…) En una segunda
época, el autor, después de darnos su definición o emitir su juicio
acerca del personaje que creaba, le otorgaba la facultad de vivir —de
representar su papel— dentro de los límites por él impuestos. En un
tercer período, el autor ha eliminado todo juicio o comentario, evitando
contarnos los sentimientos o ideas de sus personajes, limitándose a
una descripción objetiva de sus actos y a la transcripción de sus
palabras, ante una situación dada; en lugar de decirnos «Fulanito
estaba nervioso» nos da una imagen de Fulanito encendiendo,
apagando y encendiendo de nuevo un cigarrillo, mostrándonos su
nerviosismo sin nombrarlo.

Vladimir Nabokov. Mis personajes son galeotes encadenados. Si


quiero que un personaje cruce la calle, la cruza.

John Cheever. La leyenda de que los personajes se les van de las


manos a sus autores —toman drogas, cambian de sexo y llegan a
presidentes— implica que el escritor es un imbécil que no conoce ni
domina su oficio. Es absurdo. Por supuesto, cualquier ejercicio de
imaginación digno de estima se basa en una compleja riqueza de
memoria que le permite disfrutar la expansividad —los cambios
sorprendentes, la respuesta a la luz y la oscuridad— de cualquier cosa
viva. Pero la idea de los autores que persiguen desesperadamente a
sus invenciones cretinas es despreciable.

Camilo José Cela. Cuando un personaje está bien creado no


obedece a los deseos del autor, más bien se le escapa. El personaje
hace lo que quiere. Entonces el escritor lo sigue y escribe lo que hace
el personaje, y nunca sabe antes de tiempo lo que va a hacer el
personaje. Es como lo que pasa en sueños, cuando repentinamente
hay una situación en el sueño que provoca un gran cambio. Uno no
sabía hacia dónde iba el sueño. La persona que estaba soñando no
tenía idea de lo que iba a pasar. Es similar a la vida de los personajes.
El truco está en retratarlos hábilmente, y allí tiene uno la novela.

Ray Bradbury. Yo diría que creo mis personajes para que vivan su
propia vida. En realidad, no soy yo quien los creo a ellos sino que son
ellos quienes me crean a mí. Lo que tengo claro cuando escribo, es
que quiero que los personajes vivan al límite de sus pasiones y de sus
emociones. Quiero que amen, o que odien, que hagan lo que tengan
que hacer, pero que lo hagan apasionadamente. Es eso, esa pasión,
lo que la gente recuerda para siempre en un personaje. Pero no tengo
un plan preconcebido: quiero vivir las historias mientras las escribo.
Le doy un ejemplo sobre cómo es mi relación con los personajes.
Es algo que me pasó: el personaje principal de Fahrenheit —obligado
a quemar libros— vino un día a mí y me dijo que no quería quemar
más libros, ya estaba harto. Yo no tenía opciones, así que le contesté:
«Bueno, como quieras, deja de quemar libros y listo». De modo que él
no quemó más libros y así terminó escribiéndose esa novela.

Isabel Allende. A veces empiezo a escribir y un personaje


protagonista desaparece, se va como diluyendo y se convierte en un
personaje secundario o desaparece del todo. Y algún personaje
secundario que yo lo he traído por un momentito para resolver algo,
crece y se convierte en un personaje principal y no te puedes
deshacer de él. Y después reaparece con otros nombres, con otros
disfraces, con otras caras. Pero yo ya lo reconozco, sé que esa
persona ya vino antes. Por ejemplo, el personaje de Riad Halabí, que
es un árabe en Eva Luna, reaparece como un chino en Hija de la
fortuna y ya venía de antes como el profesor Leal en De amor y de
sombra. Son seres que no sé de dónde salen pero que se quedan y no
los puedes echar: vuelven.

Apostilla. Me quedo con la afirmación de Vladimir Nabokov: también


para mí los personajes son galeotes encadenados. Los personajes de
una novela nada tienen que ver con ciertos seres de las películas que
abandonan la pantalla y echan a andar por el mundo real (como en el
filme La rosa púrpura de El Cairo, de Woody Allen). Los cuentos y las
novelas no son la realidad; son representaciones de la realidad, y por
lo tanto sus personajes son representaciones de personas que pueden
o no existir en la realidad. De ninguna manera adquieren vida propia,
pero digamos que obtienen una sólida presencia y una honesta
vitalidad cuando en vez de contentarse con definirlos o definir sus
actos, el autor los muestra y muestra lo que les ocurre.
Me parece que cuando un novelista afirma que los personajes
han escapado a su control y actúan por su cuenta, lo dice en sentido
metafórico. Otra cosa es la destreza con que ciertos autores crean a
sus personajes, de manera que en ocasiones, cuando hablamos de
personas reales, nos gusta compararlas con seres que hemos
conocido en la literatura. Éste es como Bartleby, éste me recuerda al
señor Micawber (por cierto modelado a imagen del padre de Dickens),
ésta se cree Holly Golightly. A la inversa, Cuando Balzac agonizaba,
en un susurro pidió que llamaran al doctor Blanchon, el único que
podría salvarlo. Blanchon, desde luego, era una de sus invenciones.
007. ¿Son las novelas de aventura y misterio géneros menores?
Raymond Chandler. La novela policiaca es una tragedia con final
feliz. Cuando me preguntan por qué no pruebo escribir una novela
seria, no discuto. Ni siquiera les pregunto a qué se refieren con una
novela seria. Sería inútil. No sabrían qué decir. Esa pregunta es la que
podría hacer un loro.

P. D. James. No hago distinciones entre la novela «seria» o «literaria»


y la novela policial. Supongo que podríamos hablar de novela a secas.
Pero no titubeé demasiado para decidirme a escribir una novela de
detectives, porque disfrutaba muchísimo leyéndolas. Y pensé que
podría hacerlo bien y que, como el policial es un género popular,
tendría más posibilidades de que la publicaran. No quería utilizar las
experiencias traumáticas de mi propia vida en un libro autobiográfico,
la que hubiera sido otra opción viable para mi primer intento. Pero
además tenía otras dos razones. Primero, me gusta la fricción
estructurada, con principio, medio y fin. Me gusta que una novela
tenga dirección narrativa, ritmo, resolución, y la novela policial tiene
todo eso. Segundo, finalmente estaba en camino de volverme
escritora, algo que había anhelado toda mi vida, y pensaba que
escribir una novela policial sería un maravilloso aprendizaje para un
novelista «serio», porque es muy fácil escribir mal una novela de
detectives, pero es difícil escribirla bien. Hay tanto que poner en
ochenta mil o noventa mil palabras… No sólo se trata de crear la
intriga sino la atmósfera, la ambientación, los personajes. Entonces,
cuando la primera funcionó, seguí escribiendo y llegué a creer que es
perfectamente posible permanecer dentro de las restricciones y
convenciones del género y ser un escritor serio, capaz de decir algo
verdadero sobre los hombres y las mujeres, sus relaciones y la
sociedad en que viven.
—La novela es una forma artificial, y la novela policial lo es
particularmente porque el escritor debe seleccionar los hechos y
disponerlos en cierto orden, utilizando su experiencia personal para
revelar determinada visión de la realidad. La resolución del problema
también es característica de ambos géneros. Por ejemplo, la Emma de
Jane Austen es una notable historia policial donde la verdad de las
relaciones humanas se inserta en la narrativa con mucha astucia, por
ejemplo cuando Frank Churchill llega a Highbury y ya está
secretamente comprometido con Jane Fairfax. Ella necesita un piano y
Frank va a cortarse el cabello a Londres… y unos días después llega
el piano. La novela está llena de esta clase de pistas para llegar a la
verdad de las relaciones humanas. No hay asesinatos ni muertes en el
libro, y no obstante es una novela de engaño e investigación.

Mario Vargas Llosa. Creo que es muy importante que el elemento


intelectual, cuya presencia es inevitable en la novela, se disuelva en la
acción, en historias que deben seducir al lector, no por sus ideas sino
por su color, por las emociones que inspiran, por su elemento de
sorpresa y por todo el suspenso y el misterio que sean capaces de
generar. Para mí la novela es aún la novela de aventuras.
Cristina Peri-Rossi. La gran renovación de la literatura en lengua
inglesa y de la latinoamericana se manifestó especialmente en la
capacidad del cuento para asimilar las corrientes de la modernidad: el
psicoanálisis, el universo simbólico de los sueños (los románticos no
distinguían las fronteras entre el relato y la poesía, pero Kafka se
encargó de transformar en relatos las pesadillas, igual que Poe), las
técnicas del collage y el pop, ese estremecimiento de una nueva
sensibilidad que fue el surrealismo en pintura.
La metamorfosis del cuento comienza seguramente con Poe y
con Kafka, se prolonga y se diversifica con Salinger, Ambrose Bierce,
Truman Capote, Donald Barthelme, Evelyn Waugh, John Cheever,
etcétera, hasta llegar al nuevo género de la literatura de esa mitad del
siglo: la ficción científica.
A través de los relatos poéticos de Bradbury, la ficción científica
estuvo más cerca de describir la angustia del hombre ante la
tecnología y sus incógnitas que ningún otro género; sin embargo, la
evolución posterior en Estados Unidos, en el Reino Unido y hasta en
Francia, la disparó hacia lo fantástico, quitándole el gramo de
metafísica y de apocalipsis de sus creadores.
Hasta que J.G. Ballard y, en medida algo menor, Philip K. Dick
reescribieron el género con un aporte sustancial: el relato de ficción
científica, a través de sus parábolas, es una incursión en el mundo
estrictamente contemporáneo y en sus fenómenos psíquicos: no e
preocupa por otras galaxias, sino por las catástrofes de nuestro
universo y, en rodo caso, por la percepción, no por las máquinas.
Harlan Coben. A veces la única diferencia entre una novela «seria» y
un buen thriller, es que la novela «seria» es más aburrida... Si mis
libros se vendieran menos y no versaran sobre crímenes yo tendría
más posibilidades de ser considerado un escritor «serio». Y fíjese en
una cosa: todas las grandes novelas que han sobrevivido más de cien
años contienen algún crimen. Dostoyevski, Wilde, Dickens, Dumas,
incluso la Biblia... ¿Puede citarme una sola gran novela que no incluya
elementos de suspense y de thriller clásico? Uno de los problemas
actuales, que no existía antes, es que la llamada novela «seria»
carece muchas veces de argumento. Y de interés. Porque sólo trata
del ombligo de su autor.

Apostilla. Siempre, desde la primera vez que leí el libro en mi


juventud, Don Quijote de la Mancha me ha parecido una novela de
aventuras. Y nadie se atrevería a calificarla de novela menor. Cosa
semejante sucede con, por ejemplo, con las novelas de aventuras de
Stevenson, de Conrad, de Kipling; o con Crimen y castigo, que bien
puede leerse como una novela policiaca o de suspenso. Y tenemos los
cuentos de terror de Poe y los cuentos policiacos de William Faulkner
agrupados bajo el título Gambito de caballo. En todo caso, no hay
género mayores o menores sino escritores que a veces fracasan.
008. ¿Qué es un escritor?
Gustave Flaubert. Los libros que más ambiciono escribir son
precisamente aquellos para los que menos medios tengo. En este
sentido, Bovary habrá sido una inaudita proeza de fuerza de la que
solo yo me daré cuenta: asunto, personaje, efecto, etc., todo está
fuera de mí: esto deberá hacerme dar un gran paso para lo sucesivo.
Por lo demás, lo que hacemos no es para nosotros, sino para los
demás; el arte no tiene nada que ver con el artista; no importa que no
le guste el rojo, el verde o el amarillo, todos los colores son bellos, lo
que hay que hacer es pintarlos.

Henry Miller. Creo que muchos escritores tienen lo que podríamos


denominar una naturaleza demoníaca. Siempre tienen dificultades, y
no sólo mientras escriben o porque escriben, sino en todos los
aspectos de la vida, en el matrimonio, el amor, el dinero, los negocios,
en todo. Todo está vinculado. Todo es carne y hueso de lo mismo. Es
un aspecto de la personalidad creativa. No todas las personalidades
creativas son así, pero algunas lo son. En toda mi vida, y esto es parte
de mí, de mi rareza psicológica, sólo me ha gustado lo que es extraño.
El artista es un hombre que tiene antenas, que sabe cómo captar las
corrientes que están en la atmósfera, en el cosmos. El artista
sencillamente tiene la capacidad de captar, por decirlo así.

Juan Filloy. El escritor es un notario público; debe aprovechar los


datos de la realidad circundante, y aderezarlos poniendo imaginación.
El escritor que no tenga imaginación que se corte la mano, que no
escriba… El escritor, pues, debe absorber los datos de la realidad.

Aldous Huxley. Bueno, uno siente antes que nada el imperativo de


ordenar los hechos que uno observa y de darle significado a la vida; y
junto con eso va el amor a las palabras mismas y el deseo de
manipularlas. No es cuestión de inteligencia; alagunas personas muy
inteligentes y originales no sienten amor por las palabras ni tienen el
don de usarlas eficazmente. En el nivel verbal se expresan muy mal.

John Dos Passos. Bueno, uno expresa muchas cosas… emociones,


impresiones, opiniones. La curiosidad lo apremia…. Esa es la fuerza
motriz. Es necesario deshacerse de lo que se ha recogido. Creo que
eso es algo que hay que decir acerca de la escritura. Hay una gran
sensación de alivio en un volumen grueso.
—Siempre he creído que uno debe concentrarse en remar su
propia canoa. Los celos de Ernest (Hemingway) hacia Scott
(Fitzgerald) eran realmente turbadores… porque justo en esa época
Scott atravesaba una horrible experiencia en su propia vida. Estaba
escribiendo relatos como «Un diamante tan grande como el Ritz» en
un estado mental que tenía muy poco que ver con sus energías
literarias.

John Steinbeck. El escritor tiene que creer que lo que está haciendo
es lo más importante en el mundo. Y estar en posesión de esta ilusión,
incluso cuando sabe que no es cierto.
Claude Simon. Cada vez que un escritor o un artista «cuenta» el
mundo de una manera nueva, el mundo cambia. «La naturaleza imita
el arte», dijo Oscar Wilde. Y no es una frase ingeniosa. Aparte de
tocarlo, el hombre sólo conoce el mundo a través de sus
representaciones… a través de la pintura, la literatura, las fórmulas
algebraicas y demás.

Roald Dahl. (Cualidades que debe poseer o adquirir quien desee


convertirse en escritor de ficción.)
1. Debe tener una imaginación viva.
2. Debe ser capaz de escribir bien. Con eso quiero decir que debe
ser capaz de hacer que una escena cobre vida en la mente del
lector. No todo el mundo posee esta habilidad. Es un don que
sencillamente se tiene o no se tiene.
3. Debe tener resistencia. Dicho de otro modo, debe ser capaz de
seguir con lo que hace sin darse jamás por vencido, hora tras
hora, día tras día, semana tras semana y mes tras mes.
4. Tiene que ser un perfeccionista. Eso quiere decir que nunca
debe darse por satisfecho con lo que ha escrito hasta que lo
haya reescrito una y otra vez, haciéndolo tan bien como le sea
posible.
5. Debe poseer una gran autodisciplina. Trabaja usted a solas.
Nadie le tiene empleado. Nadie le pondrá de patitas en la calle si
n o acude al trabajo y nadie le reñirá si hace usted el vago.
6. Es una gran ayuda tener mucho sentido del humor. Esto no es
esencial cuando se escribe para adultos, pero es de vital
importancia cuando se escribe para niños.
7. Debe tener cierto grado de humildad. El escritor que piense que
su obra es maravillosa lo pasará mal.

Norman Mailer. Escribir es maravilloso cuando hablas de eso. Es


divertido de contemplar. Pero escribir como una actividad física diaria
no es agradable. Aumentas de peso, pones tu barriga en tensión, te
aparecen la gota y los sabañones. Estás solo y cada día tienes que
enfrentar una hoja de papel en blanco.
No hay nada de glorioso en ser un profesional. Te vuelves más
obstinado. Es probable que renuncies a los tramos superiores de la
mente para hacer tu parte de trabajo cada día. Eso signiica que estás
dispuesto a soportar cierta dosis de monotonía. Pero, como es obvio,
tu mente no queda encantada por condiciones tan aburridas. Es
probable que el profesionalismo se reduzca a ser capaz de trabajar en
un mal día.

Elie Wiesel. Lo que es bueno para mí, no es necesariamente bueno


para los demás. Escribir es algo tan personal, tan profunda y
terriblemente personal… Uno expresa toda su personalidad en cada
palabra. La vacilación entre una palabra y otra se llena con muchos
siglos, con mucho espacio. Y uno la enfrenta de acuerdo a como es
uno, y otro la enfrenta de otra manera. No hay reglas. Incluso
técnicamente, algunos escritores necesitan toda clase de
peculiaridades. Uno se ponía un paño húmedo sobre la frente, otro
tenía que emborracharse, un tercero necesitaba tomar drogas…
Hemingway escribía de pie, otro lo hacía sentado, otro acostado.
¿Usted afirmaría que hay preceptos que indiquen que uno debe
sentarse o acostarse?... Yo soy disciplinado, trabajo con tenacidad. No
tengo supersticiones. Conjuro los peligros.

E. L. Doctorow. Escribir es una forma de esquizofrenia socialmente


aceptable. Uno puede salirse con la suya, si tiene suerte. Uno de mis
hijos dijo una vez… era una verdad terrible y por supuesto tuvo que
ser un niño el que la dijo: «Papá siempre se está escondiendo en su
libro».

Amos Oz. Un escritor es un ser que escudriña la sociedad, un testigo


atento de la época que le ha tocado vivir, un espectador que no
permanece impasible ante los retos a los que han de enfrentarse los
pueblos. Pero también debe ser alguien que viaja a su interior, hacia el
pasado de sí mismo para comprender quién es a través de la
memoria.

Antonio Tabucchi. En mi opinión, la única obligación del escritor es la


de escribir sus obras; no debe, por lo tanto, dedicarse a nada más de
manera estable y continuada, se trate de lo que se trate: política,
espectáculo, televisión, etcétera. El escritor se expresa a sí mismo y
enriquece el mundo sólo a través de la escritura y su deber es
dedicarse a ella. Luego, naturalmente puede tener sus aficiones
dominicales: coleccionar sellos, pintar a ratos perdidos, tocar el violín,
etcétera. Con ello no quiero decir que el artista tenga que encerrarse
en su torre de marfil. El «compromiso» de todo artista consiste en
decir la verdad acerca de sus sentimientos. No se puede escribir por
una toma de posición previa o por obligación social. Hay muchísimos
escritores que hablando únicamente de sí mismos han revelado un
compromiso formidable porque lo han hecho con extrema sinceridad y
convicción. Esos son los grandes compromisos del escritor, la
convicción y la sinceridad.

Haruki Murakami. La cualidad indispensable para un novelista es, sin


duda, el talento. Si no se tiene absolutamente nada de talento literario,
por más que uno se esfuerce nunca llegará a ser novelista. Más que
de una cualidad necesaria, se trata de una premisa. Por muy bueno
que sea un coche, si n o tiene ni una gota de combustible no arranca.
El principal problema del talento radica en que, en la mayoría de los
casos, quienes lo poseen no son capaces de controlar bien ni su
cantidad ni su calidad. Si consideran que no tienen suficiente talento,
aunque pretendan aumentarlo o estirarlo a base de ir racionándolo, no
lo conseguirán fácilmente. El talento no tiene nada que ver con la
voluntad. Brota libremente cuando quiere y en la cantidad que quiere,
y cuando se seca no hay nada que hacer.
Si me preguntaran cuál es, después del talento, la siguiente
cualidad que necesita un novelista, contestaría sin dudarlo que la
capacidad de concentración. La capacidad para concentrar en el punto
preciso esa cantidad limitada de talento que uno posee y verterla en
él. Sin esa concentración no se alcanzan grandes logros… Después
de la capacidad de concentración es imprescindible la constancia.
Aunque uno pueda escribir con concentración durante tres o cuatro
horas al día, si no es capaz de mantener ese ritmo durante una
semana porque se extenúa, nunca podrá escribir una obra larga. El
novelista (al menos el que aspira a escribir una novela larga) debe ser
capaz de mantener la concentración diaria durante un largo lapso, sea
medio año, un año, dos… Por fortuna estas dos capacidades —
concentración y constancia—, a diferencia del talento, se pueden
adquirir a posteriori mediante entrenamiento, y pueden ir mejorándose
cualitativamente. Si todos los días te sientas ante tu escritorio y
practicas para concentrar tu atención en un punto, vas adquiriendo esa
capacidad de concentración y esa continuidad de manera natural.

Apostilla. Me gusta lo que dice Filloy: el escritor es un notario público.


Y lo que sostenía Stendhal: «Soy un observador del comportamiento
humano». Quienes hemos escrito cuentos y novelas, somos de tan
distinta calaña que las respuestas pueden ir de lo más sencillo al
absurdo. Un escritor es alguien que inventa historias (o las recoge por
ahí) y las pone en papel. Un sujeto preocupado por la gramática.
Alguien con poderosas antenas que le permiten percibir y más tarde
expresar la sensibilidad de su tiempo o de su comunidad (o de un
tiempo o una comunidad ajenos). Es un creador de personajes. El
escritor —dice George Steiner— es a la vez el amo y el siervo de las
palabras.
009. ¿Cómo se desarrolló su interés por escribir?
James M. Cain. No sabía que estaba destinado a escribir. Tuve varios
trabajos imposibles. De pronto decidí ser cantante, cosa que
enloqueció a mi madre. Dijo que no tenía talento. Resultó que tenía
razón, pero tendría que haber mantenido la boca cerrada y permitido
que me diera cuenta solo. Pero un día, sin motivo alguno, estaba
sentado en Lafayette Park y escuché mi propia voz que me decía:
«Vas a ser escritor». Sin motivo alguno. Así de simple.

Ben Hecht. Tal vez hubiera sido lo mismo de haber ido a dar a una
fábrica de calderas o a una planta siderúrgica. Pero decidí que me
divertiría, sin importar aquello a que me dedicara. Durante cincuenta
años me las he arreglado para hacerlo así.

John Cheever. Un vez manejé un camión de diarios. Me gustaba


mucho, especialmente durante las series mundiales de beisbol,
cuando el diario de Quincy publicaba los marcadores y la crónica
completa. Nadie tenía radio ni televisión, lo cual no equivale a decir
que el pueblo se iluminara a vela... pero solían esperar las noticias. Me
sentí bien siendo el que repartía las buenas noticias. También pasé
cuatro años en el ejército. A los diecisiete vendí mi primer cuento a
The New Republic. El New Yorker comenzó a comprar mis cosas
cuando tenía 22. El New Yorker pagó mi sustento durante muchos
años. Fue una sociedad muy placentera. Yo les mandaba doce o
catorce cuentos por año. Al principio vivía en un cuarto escuálido y
disoluto en Hudson Street, que tenía una ventana rota. Trabajaba para
Paul Goodman, de la MGM; hacía sinopsis. Jim Farrel también.
Teníamos que resumir cada libro que se publicaba en una síntesis de
tres, cinco o doce páginas por las que nos pagaban aproximadamente
cinco dólares. Mecanografiábamos nosotros mismos. Ah, y usábamos
papel carbón.
—Dudaba de llegar a ser escritor hasta que conocí a dos
personas que fueron muy importantes para mí: Gastón Lachaise y e.e.
cummings. Amé a Cummings y amo su memoria. Hacía una
maravillosa imitación de una locomotora a leña yendo de Tiflis a
Minsk. Podía escuchar caer un alfiler sobre la tierra blanda a cinco
kilómetros de distancia. ¿Recuerda la historia sobre la muerte de
Cummings? Era el mes de septiembre, hacía calor y Cummings
estaba cortando leña en el fondo de su casa en New Hampshire.
Tenía sesenta y seis o sesenta y siete años, algo así. Marion, su
esposa, se asomó por la ventana y preguntó: «Cummings, ¿no hace
un calor horrible para estar cortando leña?». Y él respondió: «Ahora
voy a parar, pero antes de guardarla quiero afilar el hacha, querida».
Fueron sus últimas palabras. Marianne Moore hizo su panegírico en el
funeral. Marion Cummings tenía unos ojos enormes. Fumaba los
cigarrillos como si fueran pesados y llevaba puesto un vestido negro
con un agujero de cigarrillo… Cummings jamás fue paternal. Pero su
manera de inclinar la cabeza, su voz de viento en la chimenea, su
cortesía hacia los tontos y la vastedad de su amor por Marion tuvieron
el carácter de consejo.
–Me gustaba contar cuentos. Fui a una escuela muy permisiva
llamada Thayerland. Me encantaba contar cuentos, y si todos hacían
los deberes de aritmética —era una escuela muy pequeña,
probablemente no tenía más de dieciocho o diecinueve alumnos— el
maestro prometía que yo contaría un cuento. Los contaba por
capítulos. Era una estrategia muy astuta de mi parte… porque sabía
que si no concluía la historia al final de la clase, que duraba una hora,
todos pedirían escuchar el final en la próxima clase… Tengo tendencia
a mentir sobre mi edad, pero supongo que tenía ocho o nueve años.

Edmundo Valadés. A mí se me despertó la vocación desde niño.


Aproximadamente desde los doce años sentí esa afición, ese gusto,
esa vocación por escribir y también por leer. Leí muchos cuentos, fui
un devorador de cuentos, quizá por eso me apegué tanto a ese
género. Mas en ese tiempo hacerse de una cultura literaria era difícil,
porque era un mundo lleno de prohibiciones: en muchos casos, la
lectura, fuera de los textos permitidos, era considerada algo
pecaminoso y el índice de autores prohibidos alcanzaba a todos. Me
imagino que en ese tiempo, así como yo, otros niños y adolescentes
que querían a la literatura tuvieron que convertirlo casi en un vicio
secreto, en algo prohibido. Y de joven, cuando entré a la secundaria y
conocí muchachos con otras experiencias, con otras lecturas, llegó la
primera conquista de una cierta libertad para leer a todos los autores
que quería, libre ya de esas prohibiciones, de esas limitaciones. Yo
pienso que un libro para mí muy importante —que debo de haber
leído, descubierto, a los quince años— fue el libro de Las mil noches y
una noche: una edición que hizo el español Blasco Ibáñez, de la de
Marbrú, porque ese libro se conocía en una versión arreglada para
niños, de Galán, que le había mutilado toda esa sensualidad, todo ese
mundo mágico oriental, árabe; lo fundamental, creo, lo más presente,
que es de una hermosísima sensualidad y una extensa poesía,
sensualidad y poesía casi confundidas. Ese libro me causó un impacto
enorme y me ayudó mucho en mis tareas como cuentista.

Doris Lessing. Siempre supe que iba a ser escritora, pero no fue sino
hasta que tuve bastante edad —veintiséis o veintisiete años— cuando
me di cuenta de que era mejor dejar de decir que iba a ser escritora y
ponerme a trabajar.

Truman Capote. Todo el tiempo supe que iba a escribir un libro, Dios
sabe por qué. No sabía cuál iba a ser el tema, pero sabía que iba a ser
un reportaje en escala inmensa.

John Fowles. He querido escribir, y la enseñanza es el mejor medio


para ese fin. En todo caso, para mí, escribir es una forma de enseñar.

Harper Lee. Escribir es algo que uno tiene que hacer. Es como la
virtud, que lleva en sí misma la recompensa. Escribir es egoísta y
contradictorio. Todo escritor que vale escribe por propia complacencia.
—Nunca escribí con la idea de publicar algo hasta que empecé a
trabajar en Matar un ruiseñor. Creo que lo sucedido antes puede haber
sido una forma subconsciente de aprender a escribir, de adiestrarme.
Como ve, más que poner una palabra tras otra, escribir es un proceso
de autodisciplina que tiene que aprenderse antes de que pueda uno
llamarse escritor. Hay gente que escribe, pero es muy distinta de la
que tiene que escribir.
Sergio Pitol. Soy un apasionado de la trama. Pero a la vez quiero
romperla y entonces la rompo. Me fascina contar historias. Pero
también me interesa que esas historias no sean lineales. Yo escribí
mis primeros cuentos porque de niño estuve oyendo durante años a mi
abuela —a sus tías, a sus amigas— contar las historias de su
juventud. Para ellas había un tiempo que era el que merecían vivir: la
vida antes de la Revolución. Hablaban de la ropa que se ponían, de
los viajes, de las óperas que habían visto en la ciudad de México, en
Milán o en Turín y se cerraban a todo lo posterior. Era una negación
de la realidad voluntaria aunque ellas no lo supieran. Entonces las oía.
Las historias podían contarse muchas veces porque siempre alguna
de ellas recordaba un nuevo elemento, a veces muy importante, a
veces nimio, y ya con ese nuevo elemento tenían de nuevo fuerza
para volver a empezar.
—Mis primeros relatos eran monólogos. Monólogos de un
personaje que contaba su historia o monólogos de varios personajes
que se iban entreverando como en la tragedia griega; el diálogo se me
hacía dificilísimo. Cuando yo empecé a sentir interés —o la
posibilidad, que era muy pocas veces— de escribir, yo creía que iba a
hacer teatro. El teatro me ha fascinado siempre. Por donde quiera que
vaya veo teatro, aunque sea en finlandés o en armenio. De chico vi la
compañía de Louis Jouvet que era fabulosa, la de Jean Louis Barrault
y el Old Vic, de adolescente. Y siempre supe que, si algún día fuera a
escribir, lo que haría serían dramas y comedias. Lo intenté varias
veces. Primero fui a tomar un curso en la Facultad de Filosofía y
Letras de teoría y composición, dictado por una muy buena
dramaturga. Veíamos los griegos, la tragedia. Ella nos ponía como
tarea —después de haber estudiado una Electra, un Edipo, una
Antígona— que hiciéramos una sinopsis de esa misma tragedia pero
con personajes que fueran de nuestro siglo y en lugares que fueran
mexicanos. Nos decía que había cincuenta y siete Amphytriones,
centenares de Electras, que toda dramaturgia había revisado a los
griegos y que todavía era posible hacerlo. Estudiar el sino, el destino
que tiene el personaje trágico que lo lleva a la situación trágica, a la
hibris; que Gide, que O’Neill, que Girardoux y los italianos ponían el
sino, pero también las circunstancias contemporáneas.

Paul Auster. No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera,


probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo
decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal
necesidad desde los primeros tiempos. Me refiero a escribir, y en
especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos
imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo
real.

Apostilla. Como sucede con la mayoría de los autores, mi interés en


escribir comenzó desarrollarse a partir de la lectura. Aprendí a leer
antes de ir a la escuela primaria y, de niño, luego de leer a Stevenson,
a Mark Twain, a Kipling, a Salgari, me solazaba inventando aventuras
en las que participaba de manera protagónica. No las escribía,
quedaban en meros ejercicios imaginativos. El primer libro serio con
que topé fue el Cándido de Voltaire. Tenía once años, quizá doce, y
aunque no entendí cabalmente el sentido irónico del libro, me dejó
huella profunda. Después vinieron Dickens y los franceses, rusos y
norteamericanos, pero fueron sobre todo dos autores los que me
incitaron a escribir: Pío Baroja y Hemingway. Sus obras se veían tan
sencillitas que daban ganas de probar, para descubrir a la larga que
detrás de esa sencillez había un trabajo y un talento endemoniados.
Escribir así parecía facilísimo, así que me animé a probar y me
puse a fabricar cuentos. Hice no más de cuatro y no me explicaba por
qué no resultaban de la calidad que hallaba en La busca o El viejo y el
mar. Por esa época ingresé a un grupo de teatro y me dio entonces
por la dramaturgia. Escribí un par de obritas y adapté un par de
cuentos de Arcadio Averchenko. No lo hacía mal, pero a mis veintiún
años ingresé al partido de los comunistas y durante lo menos un lustro
me dediqué, fanatizado, a fallidos intentos de cambiar el mundo. Unos
años después, alejado de la militancia, volví a la carga con brío y a
punto de cumplir treinta años obtuve una de las apreciadas becas del
Centro Mexicano de Escritores. Desde entonces no dejado de escribir
y no dejaré de hacerlo jamás. No puedo vivir sin escribir.
010. ¿Le cuesta trabajo escribir?
Ernest Hemingway. A veces, cuando me resulta difícil escribir, leo
mis propios libros para levantarme el ánimo, y después recuerdo que
siempre me resultó difícil y a veces casi imposible escribirlos.

Lawrence Durrell. Oh, no. Bueno, déjeme decirle. En los últimos tres
años, durante una terrible situación económica, escribí Limones
amargos en seis semanas y despaché el texto mecanografiado con las
correcciones. Fue publicado tal como estaba. A Justine la retardaron
las bombas, pero me tomó unos cuatro meses… un año, en realidad,
porque todo el periodo intermedio se lo dediqué al asunto de Chipre y
dejé el libro de lado. Lo terminé en Chipre poco antes de salir de allí.
Escribí Balthazar en seis semanas en Sommières; Mountolive lo
escribí en dos meses en Sommières; y terminé Clea en unas siete
semanas en total. La belleza que hay en todo ello, ve usted, es que
cuando uno está verdaderamente frenético y preocupado por el dinero,
uno descubre que si va a ser cuestión de escribir para vivir, entonces
más vale aceptar el hecho y hacerlo. Ahora bien, ninguno de esos
originales ha sido alterado, con excepción de Mountolive, cuya
construcción me causó algunos problemas y metí un dobladillo por
aquí y un remiendo por allá… pero aparte de eso, los malditos textos
han ido de mi casa directamente a la imprenta, aparte de los errores
mecanográficos.
Angus Wilson. Escribo con mucha facilidad. Hemlock me tomó cuatro
semanas. Actitudes anglosajonas me tomó cuatro meses, y una gran
parte de ese tiempo lo dediqué sólo a pensar. La obra de teatro —El
matorral de las moras, lo único que he reescrito varias veces— fue
algo diferente también en ese sentido.. Mi libro de cuentos más
reciente, A Bit Off the Map, también me llevó más tiempo, y mi nueva
novela está resultando un poco difícil. Pero no me preocupo más de la
cuenta. Cuando uno empieza a escribir, es natural que las cosas le
salgan a chorros —¿es esa la imagen correcta?—, con facilidad. Y,
por supuesto, el hecho de que después cuesten más trabajo no quiere
decir que sean peores.

Adolfo Bioy Casares. Henry James se preguntó por qué escribía


Flaubert si le dolía tanto... La crítica es aparentemente justa (sólo
aparentemente, pero de cualquier modo para este párrafo sirve). A mí
me divierte escribir, aunque muchas veces las vacilaciones que tengo
al hablar se me corren a la pluma. Las venzo. El placer de inventar es
grande; también el de lograr una página satisfactoria. Mis relativos
aciertos me bastan para decir que me gusta esta profesión, que me
gusta inventar, que me gusta haber inventado historias y tener otras
para escribir.

Camilo José Cela. Tengo una Fundación donde se guardan todos mis
manuscritos originales. Es la única Fundación del mundo que contiene
el corpus total de los originales de un autor. Si va allí algún día,
descubrirá que todos mis manuscritos están repletos de tachaduras y
borraduras. Sufro cuando escribo, pero también disfruto.
Anthony Burgess. Mi hijo de ocho años me dijo el otro día: «Papá,
¿por qué no escribes para divertirte?» Aunque él presentía que el
proceso, tal como yo lo practico, me lleva a la irritabilidad y a la
desesperación. Supongo que, aparte de mi matrimonio, mi época más
feliz fue cuando enseñaba y no tenía gran cosa en qué pensar durante
las vacaciones. La ansiedad que este oficio conlleva es intolerable.

Clarice Lispector. Dije una vez que escribir es una maldición. No me


acuerdo exactamente por qué lo dije, y con sinceridad hoy repito: es
una maldición, pero una maldición que salva… Es una maldición
porque obliga y arrastra como un vicio penoso del cual es casi
imposible librarse, pues nada lo sustituye. Y es una salvación.
Salva el alma presa, salva a la persona que se siente inútil, salva
el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba.
Escribir es buscar entender, es buscar reproducir lo irreproducible, y
sentir hasta las últimas consecuencias el sentimiento que
permanecería apenas vago y sofocante. Escribir es también bendecir
una vida que no fue bendecida. Qué pena que sólo sé escribir cuando
la «cosa» viene espontáneamente. Así, quedo a merced del tiempo. Y
entre un escribir verdadero y otro pueden pasar años. Me acuerdo
ahora con saudade del dolor de escribir libros.

Norman Mailer. Sólo otro escritor puede saber el daño que escribir
una novela puede hacerte. Quedarse sentado ante un escritorio y
exprimir palabras de ti mismo es una actividad antinatural. Diversas
clases de veneno —esencias de fatiga— se secretan a través de tu
sistema. A medida que envejeces se vuelve peor. Creo que es uno de
los motivos por los que estoy tan interesado en los boxeadores
profesionales. Pienso a menudo en el boxeador maduro que tiene que
ponerse en forma para un combate más y sabe que el castigo hará
estragos en su cuerpo. No es de asombrarse que eso lo ponga de mal
humor. Lo que caracteriza a todo boxeador mayor que he visto
entrenarse para un combate es el mal estado de ánimo que cuelga
sobre él y su grupo. Quizá lo único bueno que salga del asunto será el
dinero. El resto se acerca a una conclusión previsible. Aunque gane el
combate —aunque lo gane bien— no va a obtener una nueva vida a
partir de un éxito deslumbrante, no del modo en que lo hacía cuando
era un boxeador joven. Eso también se aplica en mi profesión. A
menudo tienes que tomar decisiones serias. ¿Voy a intentar o no esta
empresa difícil? A cierta altura, debes creer que el trabajo aún
demostrará ser realmente importante. Si no, ¿para qué sufrir la
autodestrucción lenta que implica? Escribir una novela a lo largo de
dos o tres años del trabajo más duro, hace al cuerpo el tipo de daño
que equivale a obligar a alguien que nunca ha fumado a consumir dos
o tres cajetillas al día durante meses.
—La escritura de novelas puede ser un trabajo de perros. Hay
horas improductivas que a nada se parecen tanto como al acto de
tratar de hacer arrancar un auto viejo cuando el motor ha muerto.
–He descubierto que no puedo escribir seriamente sin
deprimirme. La depresión forma parte vital del proceso, porque, para
empezar, resulta sobremanera peligroso enamorarse de lo que estás
haciendo mientras lo haces. Pierdes entonces el juicio y lo pierdes por
la sencilla razón de que las palabras, mientras las lees, te están
removiendo interiormente en exceso. Lo posible es, así, que si te
remueven de sobra a ti no conmuevan a nadie más.

Apostillas. Me cuesta mucho trabajo. No me faltan ideas, historias,


argumentos (en paralelo con el trabajo literario, para ganarme la vida
desde los treinta años de edad tuve que escribir guiones para cine,
historietas y televisión, y nunca me faltaron las historias), pero las
situaciones se me atascan y batallo mucho con las palabras. Hay días
en que las palabras acuden, pero la mayor parte del tiempo las rejegas
se niegan a comparecer. Busco la palabra exacta, la precisión en lo
que deseo expresar y a veces me paso las horas y no logro solventar
un párrafo. Entonces viene la desesperación y hay que azotarse la
cabeza contra los muros. ¿Quién decía que por la mañana pasaba
horas frente a un texto y sólo ponía una coma, y por la tarde gastaba
otras tantas horas para quitarla?
Durante muchos años fui pájaro nocturno. Después de cumplir
los sesenta años comencé a trabajar de día. Cuatro o cinco horas
frente a la computadora por la mañana, después de leer el periódico;
si queda energía y hay jugos narrativos, un par de horas por la tarde.
Por la noche leo y si se me ocurre algo que valga la pena, tengo al
lado un cuaderno y un lápiz.
—Una anécdota. En muy antiguos tiempos, un grupo de
escritores jóvenes entonces nos reuníamos para comer una o dos
veces al mes. Un día dijo uno de ellos: «Tengo muchas cosas que
contar, pero no encuentro el tono». Intervino entonces Juan Tova r:
«Pues yo ya encontré el tono, pero no tengo nada que contar».
011. ¿Cómo escribe? ¿A qué horas escribe?
Henry Miller. Ahora prefiero las mañanas, y sólo durante dos o tres
horas. En un principio solía trabajar después de la medianoche hasta
el amanecer, pero eso fue muy al principio. Aun después de que llegué
a París descubrí que era mucho mejor trabajar por la mañana. Pero
entonces trabajaba muchas horas. Trabajaba durante la mañana,
dormía una siesta después de comer, me levantaba y volvía a escribir,
a veces hasta la medianoche. En los últimos diez o quince años he
descubierto que no es necesario trabajar tanto. En realidad es malo.
Se agotan las reservas.

Juan Filloy. A mano. Tengo todavía, a los 93 años, una caligrafía que
yo como grafólogo considero de una persona de 50 años. Tengo una
escritura muy firme, muy recta; la mía no es una escritura hachada por
los nervios, ni por trepidaciones de fenómenos vasculares. Es una
caligrafía hasta cierto punto artística, a la manera de las escrituras
inglesas.

Aldous Huxley. Trabajo con regularidad. Siempre por la mañana, y


después un poco más antes de cenar. No soy de los que trabajan por
la noche. Por la noche prefiero leer. Generalmente trabajo cuatro o
cinco horas al día. No paro hasta que me canso, hasta que me siento
decaer. A veces, cuando me atasco, me pongo a leer —novela o
psicología o historia, no importa mucho lo que sea—, no para tomar
ideas o materiales prestados, sino sencillamente para volver a cobrar
impulso. Casi cualquier cosa sirve para eso.

John Dos Passos. Lo único que se necesita es una habitación, sin


interrupciones particulares. He escrito varias cosas al correr de la
pluma, pero ahora tiendo a empezar los capítulos a mano y luego los
termino a máquina, y eso se transforma en un desastre tal que nadie
puede transcribirlo, excepto mi esposa. Me resulta más fácil
levantarme en la mañana temprano, y me gusta trabajar hasta una o
las dos de la tarde. No hago demasiado por la tarde. Me gusta salir a
pasear, si puedo.

Vladímir Nabokov. Entre los veintitantos y treinta y pocos años, solía


escribir con pluma mojando en un tintero, y cambiando la plumilla un
día sí y otro no, en cuadernos de colegial, tachando, insertando,
volviendo a tachar, arrugando las hojas, escribiendo la página tres o
cuatro veces, copiando luego la novela con una tinta diferente y una
escritura más clara, revisando después de nuevo la totalidad,
recopilándola con nuevas correcciones, y dictándola por último a mi
mujer, quien ha mecanografiado todo lo mío.
Hablando en general, soy un escritor lento, un caracol que lleva
encima su casa de unas doscientas páginas en limpio por año (una
excepción espectacular fue el original de Invitation to a Beheading,
cuyo primer borrador escribí en dos semanas de maravillosa
excitación e inspiración sostenida).
En aquellos días y noches, generalmente seguía el orden de los
capítulos cuando escribía una novela, pero aun así, desde el comienzo
mismo me apoyaba mucho en la composición mental, construyendo
párrafos enteros mientras caminaba por las calles o estaba sentado en
el baño, o acostado en la cama, aunque con frecuencia los suprimiera
o reescribiera después. Cerca ya de los cuarenta años, empezando
por The Gift, y quizá por influjo de las muchas notas requeridas,
adopté otro método materialmente más práctico: el de escribir con un
lápiz con goma de borrar, en fichas.

Ernest Hemingway. Para escribir me retrotraigo a la antigua


desolación del cuarto de hotel en el que empecé a escribir. Dile a todo
el mundo que vives en un hotel y hospédate en otro. Cuando te
localicen, múdate al campo. Cuando te localicen en el campo, múdate
a otra parte. Trabaja todo el día hasta que estés tan agotado que todo
el ejercicio que puedas enfrentar sea leer los diarios. Entonces come,
juega tenis, nada, o realiza alguna labor que te atonte sólo para
mantener tu intestino en movimiento, y al día siguiente vuelve a
escribir.
—Cuando estoy escribiendo un libro o un cuento trabajo todas
las mañanas, empezando tan pronto como sea posible después de la
salida del sol. No hay nadie que moleste o hace fresco o frío y uno
entra en calor a medida que escribe. Se lee lo que se lleva escrito y,
como uno siempre se detiene cuando sabe lo que va a suceder a
continuación, sigue escribiendo a partir de ahí. Se escribe hasta que
se llega a un lugar donde a uno todavía le queda jugo y donde se sabe
lo que va a suceder a continuación, y entonces uno se detiene y trata
de seguir viviendo hasta el día siguiente, cuando se vuelve a poner
manos a la obra.
Erskine Caldwell. Como cualquier otro que tiene un empleo, sigo un
horario. Me gusta mi trabajo; si no me gustara, no lo haría. No veo el
reloj en el sentido de que le dedico dos horas, o cinco o siete horas y
luego suspendo la tarea. Supongo que he trabajado diez o quince
horas de un tirón, pero a medida que me he vuelto viejo he llegado al
punto de decir: «Bueno, dispongo de más tiempo para hacer esto
ahora que hace veinte años, por tanto es mejor suspenderlo». Así, si
el sol se va poniendo y empieza a hacer hambre, dejo mi tarea
después de sólo siete u ocho horas de afanarme.

Angus Wilson. ¿Qué si trabajo todos los días? ¡No por Dios! Eso es
lo que hacía cuando era empleado público, y no tengo intención de
hacerlo ahora. Pero cuando estoy escribiendo un libro sí trabajo todos
los días… Generalmente trabajo de las ocho a las dos, pero si las
cosas salen b ien puedo seguir hasta las cuatro. Sólo que cuando
hago eso quedo completamente agotado. De hecho cuando el libro va
saliendo bien, lo único que me detiene es el puro agotamiento. No me
gustaría hacer lo que Elizabeth Bowen me contó que hacía: escribir
algo todos los días, estuviera trabajando en un libro o no.

Claude Simon. Escribo con un bolígrafo de punta redonda (Stabilo-


Stylist 188) y después paso a la máquina de escribir. Escribo con
muchísima dificultad. Mis frases se construyen poco a poco, después
de borrar muchas veces, lo que descarta el uso inicial de la máquina
de escribir… Empiezo a escribir todas las tardes alrededor de las tres
treinta y trabajo hasta las siete treinta o las ocho.
Camilo José Cela. Siempre escribo a mano. La verdad es que no sé
mecanografiar y no tengo computadora. Hay una computadora en la
casa, pero es mi esposa quien la usa, no yo, porque temo que me
produzca calambres. ¡En serio! Confrontado con esas máquinas —
computadoras, incluso automóviles— soy como una persona de una
región muy remota y distante. Las miro con desconfianza y no las toco
por miedo a que echen chispas. Aparentemente es muy útil para mi
esposa, y me alegro por ella, pero yo prefiero escribir a mano. Me da
lo mismo usar una pluma fuente, un bolígrafo, un lápiz o un marcador.
No soy supersticioso ni maniático respecto de esas cosas. Un joven
periodista me preguntó una vez: «¿Piensa seguir escribiendo hasta no
tener nada más que decir?», y yo le respondí diciendo: «¡No, hasta
que no tenga con qué escribir!».

Anthony Burgess. No creo que eso importe mucho. Trabajo por las
mañanas aunque pienso que la tarde es un buen tiempo para trabajar.
La mayoría de la gente duerme por la tarde. Yo siempre la he
considerado un buen momento, especialmente si se ha comido poco.
Es un tiempo de silencio. Es una hora en que el cuerpo se encuentra
quieto, soñoliento, pero el cerebro puede estar muy agudo. También
creo que el inconsciente tiene la costumbre de hacer valer sus
derechos durante la tarde. La mañana es un tiempo consciente, pero
la tarde es una hora en que deberíamos tratar mucho más con el
interior de la conciencia.
Heinrich Böll. En los últimos años fue bastante difícil organizarme,
porque estuve enfermo mucho tiempo y todavía lo estoy. Normalmente
trabajo de mañana, desde que termino de desayunar hasta las doce y
media aproximadamente, y retorno al trabajo por la tarde y si puedo
sigo de noche. Por desdicha hay interrupciones —correspondencia y
cosas por el estilo— que dificultan el trabajo constante.
—Escribo con seis o siete dedos. Nunca aprendí a
mecanografiar y siempre cometo un montón de errores. Que
posteriormente son corregidos por la señora con quien estoy casado, o
por mí. Debo escribir yo mismo hasta el final. No puedo dictar. El
proceso de escribir a máquina es un proceso productivo para mí.
Estoy acostumbrado a esta máquina, tiene cierto ritmo, será durísimo
decirle adiós. Pero una eléctrica es impensable. No puedo tener un
motor sobre el escritorio, ¿sabe?... Zumbaría un poco, ¿no?

P. D: James. Cuando empecé a escribir me levantaba temprano y


escribía desde las seis a las ocho, porque tenía que ir a trabajar. El
hábito sigue vigente y todavía me levanto temprano y escribo por la
mañana. Cuando estoy escribiendo un libro me levanto antes de las
siete, bajo a la cocina y preparo té, escucho las noticias por radio, me
doy un baño y luego me pongo a trabajar. Después de unas horas me
doy cuenta de que no puedo seguir y paro alrededor de las doce.
Dedico el resto del día a otras cosas.

Italo Calvino. Escribo a mano y hago muchas, muchas correcciones.


Diría que tacho más de lo que escribo. Tengo que buscar cada palabra
cuando hablo, y experimento la misma dificultad cuando escribo.
Después hago una cantidad de adiciones, interpolaciones, con una
caligrafía diminuta. Me gustaría trabajar todos los días. Pero a la
mañana invento todo tipo de excusas para no trabajar: tengo que salir,
hacer alguna compra, comprar los periódicos. Por lo general, me las
arreglo para desperdiciar la mañana, así que termino escribiendo de
tarde. Soy un escritor diurno, pero como desperdicio la mañana, me he
convertido en un escritor vespertino. Podría escribir de noche, pero
cuando lo hago no duermo. Así que trato de evitarlo.
Solía decir que un cuarto de hotel era el espacio ideal: vacío
anónimo. Pero he descubierto que necesito un espacio propio, una
madriguera, aunque supongo que si tengo algo en verdad claro en la
mente podría escribir hasta en un cuarto de hotel.

Norman Mailer. Yo acostumbraba tener un pequeño estudio en


Brooklyn, a un par de cuadras de casa: sin teléfono, no mucho más.
Lo único que hacía allí era trabajar. Era perfecto. Era como un caballo
de tiro con un reflejo condicionado. Entraba dispuesto a quedarme
sentado ante mi escritorio. Sin televisión, no había forma de dejar de
hacerlo. No quería verme tentado. Hay una antigua creencia talmúdica
de que construyes una cerca alrededor de un impulso. Si eso no
basta, construyes una cerca alrededor de esa cerca. Así que nada de
entretenimientos. (¡Salvo un refrigerador!) Escribía a mano con un
lápiz y se lo daba a mi ayudante, Judith McNally. Ella mecanografiaba
para mí y al día siguiente yo revisaba. Como a mi edad empiezas a
olvidar demasiado, difícilmente recordaba qué había escrito el día
anterior. Por lo tanto lo leía como si lo hubiera hecho algún otro. El
crítico que hay en mí se sentía encantado. Ahora podía dedicarme a
arreglar la prosa. La única virtud de perder tu memoria de corto plazo
es que te libera para ser tu propio corrector.

James Baldwin. Escribo de noche. Empiezo cuando concluye el día,


después de cenar. Y trabajo hasta aproximadamente las tres o cuatro
de la mañana. Empiezo a escribir cuando todos se han ido a la cama.
Tuve que hacerlo desde que era joven, tenía que esperar que los
niños se durmieran. Y como duran te el día tenía varios trabajos,
siempre tuve que escribir de noche. Pero ahora que estoy en otra
posición, escribo de noche porque de noche estoy solo.

Gabriel García Márquez. Siempre me despierto muy temprano, a eso


de las seis de la mañana. Leo el periódico en la cama, me levanto,
tomo un café oyendo música de la radio y alrededor de las nueve —
después que se han ido los niños al colegio— me siento a escribir.
Escribo sin interrupción de ninguna clase, hasta las dos y media, que
es cuando los niños regresan y empiezan los ruidos de la casa.
Durante toda la mañana no he atendido el teléfono, mi mujer ha
estado filtrándolo. Entre dos y media y tres, almorzamos. Cuando me
he acostado tarde la noche anterior hago una siesta hasta las cuatro
de la tarde. Desde esa hora hasta las seis leo oyendo música, siempre
escucho música, salvo cuando escribo porque le pongo más atención
a la música que a lo que estoy escribiendo. Luego me voy por ahí a
tomar un café con quien tenga una cita y por la noche siempre hay
amigos en la casa. Bueno..., creo que esta es la situación ideal para
un escritor profesional, la culminación del que ha estado trabajando
exclusivamente para hacer eso. Pero de pronto encuentras que,
cuando ya lo eres, es esterilizante.

Günter Grass. Escribo la primera versión —no siempre, pero muy a


menudo— en grandes hojas; los principios de capítulo, y a veces
también los capítulos enteros, a mano. Pero mi verdadero método de
trabajo es de pie ante el pupitre, con la máquina de escribir.
Cuatro horas de trabajo directo en el manuscrito, y a esto se
añaden tranquilamente de dos a cuatro horas de correcciones,
investigaciones, preparación de lo que haré al día siguiente… y
siempre, en los intervalos, el dibujo.
—Siempre he leído pasajes de mis trabajos, de mis manuscritos,
a las mujeres con quienes he vivido. En mi caso, es algo que va unido
a las relaciones amorosas.

E. L. Doctorow. Diría que trabajo seis horas por día, aunque la


escritura propiamente dicha puede llevarme quince minutos o una
hora… o tres horas. Uno nunca sabe lo que va a ser su día; uno sólo
quiere hacer lo que se ha propuesto hacer.

John Updike. Escribo todos los días de la semana, por la mañana.


Siempre trato de variar un poco y la poesía es, en este caso, una gran
ayuda. Cuando estoy embarcado en un proyecto largo, trato de
seguirlo aun en los días negados. No obstante, por cada novela que
he publicado tengo una sin terminar o desechada. Algunos cuentos —
pienso al azar en «Lifeguard», «The Taste of Metal», «My
Granmother’s Thimble»— son fragmentos rescatados y rediseñados.
Pero la mayoría salieron bien desde un principio: «montados en su
propia delicadeza», como decía Frost de sus poemas. Si no hay
fusión, si la narración sigue pegajosa, lo mejor es detenerse y mirar a
los costados. En la ejecución debe haber cierta felicidad que no puede
ser forzada por la voluntad, ni predeterminada. Tiene que sonar, hacer
clic, algo. Inmediatamente trato de poner en movimiento cierta
inclinación previa de suspenso o curiosidad, y al final de la novela o
cuento debo rectificar la inclinación, completar el movimiento.

Philip Roth. Trabajo durante el día, por la mañana y por la tarde, un


día tras otro. Si mantengo ese ritmo durante dos o tres años, al final
tengo un libro.

Woody Allen. He escrito en blocks borrador, en papelería de hotel, en


cualquier cosa que tenga a mano. No tengo remilgos con esas cosas.
Escribo en cuartos de hotel, en mi casa, con gente alrededor, en
cuadernos. No tengo problemas con eso… dentro de los estrechos
límites en que puedo hacerlo. Ha habido algunas historias en las que
simplemente me he sentado ante la máquina de escribir y he escrito
sin interrupciones del principio al fin. Hay algunos artículos del New
Yorker que he escrito en cuarenta minutos. Y hay otras cosas con las
que he luchado y con las que he agonizado durante semanas y
semanas. Es muy azaroso.

John Irving. No me doy descanso ni me obligo a escribir; no tengo


rutina de trabajo. Soy un escritor compulsivo: necesito escribir de la
misma manera que necesito dormir, hacer ejercicio, comer y tener
relaciones sexuales. Puedo pasar un periodo de abstinencia, pero
después necesito hacerlo. Las novelas implican un compromiso muy
largo. Cuando empiezo un libro no puedo trabajar más de dos o tres
horas por día. Después viene la mitad del libro. Entonces sí puedo
trabajar ocho, nueve, diez horas diarias, los siete días de la semana…
si mis hijos me dejan; generalmente no me dejan. El hecho de ganar
suficiente dinero como escritor me permite darme el lujo de esas ocho,
nueve, doce horas diarias. Me molestaba tener que enseñar o
entrenar, no porque me disgustara enseñar o entrenar o luchar sino
porque no me quedaba tiempo para escribir. Si no, pídale a un médico
que sea médico dos horas por día. Es más fácil pasar ocho horas
diarias frente a la máquina de escribir y dedicar dos horas a la lectura
del material por la noche. Eso es rutina. Después, cuando llega el
momento de terminar el libro, se vuelve a las dos o tres horas diarias.
Terminar, como empezar, es una tarea que requiere mayor cuidado.
Yo escribo muy rápido y reescribo muy despacio. Me lleva casi tanto
tiempo reescribir un libro que como terminar el primer borrador.

Stephen King. Cuando me preguntan cómo escribo, invariablemente


respondo: palabra por palabra.

Rosa Montero. Soy muy poco rutinaria y nada maniática. Tengo mi


propio método, que consiste en montar primero la novela en la cabeza
y en montones de cuadernitos en los que voy anotando a mano la
estructura, las escenas, los personajes, el desarrollo... Cuando eso lo
tengo totalmente claro, paso a la escritura en ordenador. No tengo
horarios fijos para escribir pero, eso sí, escribo muchísimo; es decir,
trabajo muchísimo. Le echo muchas horas.

Hanif Kureishi. Me gusta trabajar todos los días, en la mañana, como


mi padre. En ese sentido soy fiel a él y a mí mismo. Siento un vacío si
no lo hago. Se ha convertido en un hábito, pero no es sólo eso. Le da
al día su peso necesario. Jamás me aburro de lo que hago. Voy ahora
con algo más que entusiasmo. Hay menos tiempo, por supuesto,
mientras haya más qué decir acerca del proceso del tiempo en sí
mismo. Hay más personajes, más experiencia y muchas maneras de
aprovecharla. Si escribir no fuera difícil no sería disfrutable.

Apostilla. Escribo con gran lentitud. Me siento cinco o seis horas


frente a la computadora y produzco una cuartilla, dos cuando me va
bien. Lo peor es que al cabo del trayecto, fatigado, amargo,
contrariado, abandono el trabajo con la sensación de que nada de lo
que he escrito vale la pena. Y todos los días es lo mismo y cada día
siguiente me levanto optimista y enciendo el artefacto y...
No siempre ha sido así. En mejores épocas, más enérgicas, más
llenas de necesidad y de rencor, escribía tres, cuatro, ocho cuartillas
de una sentada y, sin frustración, las dejaba reposar. Si el veredicto
del tiempo las condenaba, bueno, pues a escribir otras sin duda
mejores. Eran los días de la máquina de escribir. Introducíamos bajo el
rodillo hojas de papel revolución y tecleábamos duro, tachando
xxxxxxxx las palabras o las frases indigentes. Y adelante.
La primera versión de mi segunda novela, La línea dura, la
escribí en tres o cuatro semanas de octubre-noviembre de 1968. Los
guiones de la historieta Fantomas (1969-1972) los hacía a lo largo de
una noche, fumando interminables cigarros y con dos o tres copas de
vino tinto como combustible. Pero el encanto, ay, se acabó hace
mucho tiempo.
Desde hace algo más de una década prefiero trabajar durante
las mañanas (las noches son ahora de películas en dvd, de extraños y
reconfortantes güisquis con Diana Krall o Norah Jones). A eso de las
ocho, con la fresca, enciendo la computadora. Pongo café (de altura,
oaxaqueño). Después de leer las malas noticias en algún diario
electrónico, abro el archivo de una novela que, con todo y sus defectos
y a paso de carreta, se va dibujando.
Los cuentos persiguen historias, sostengo; las novelas persiguen
personajes y trayectorias. Varias veces me han preguntado si mis
personajes gozan de autonomía o son meras marionetas de cuyos
hilos tira el autor. Decía Pushkin que otorgaba plena libertad a sus
personajes y a veces los actos de esas criaturas imaginarias lo
sorprendían; Nabokov, en cambio, invariablemente afirmó que sus
personajes se comportaban como él lo deseaba: «Si quiero que
crucen la calle, la cruzan». Hubo un tiempo en que esta cuestión me
parecía primordial. Buscaba las opiniones de los autores y examinaba
los personajes de sus novelas. ¿Cuál era la diferencia? En la lectura lo
mismo me daba que Mersault, Fabricio del Dongo, la Maga, Óscar
Matzerath o el doctor Díaz Grey actuaran movidos por su voluntad o
por la de sus creadores. Lo importante, concluí, era que las decisiones
que tomaban y las acciones en que incurrían fuesen indispensables
para la intención y el desarrollo de la novela.
Avanzo lentamente, me detengo en cada frase, en cada palabra,
vuelvo una y otra vez a los incidentes, releo los diálogos en voz alta,
modifico, desecho, reinvento, en el departamento contiguo ponen a
todo volumen el aparato de sonido, maldita sea, me levanto y me
pongo a ver la calle. Vivo en Narvarte en un departamento con un
ventanal que da a la transitada y ruidosa avenida Doctor Vértiz. Hay
un camellón central y en el camellón están plantadas las altas
palmeras que alguna vez decoraron la avenida Xola, por la que hoy
pasa el Metrobús. Las palmeras son refugio de palomas y dice una
vecina que ha visto cómo un gavilán se lanza desde lo alto de un
edificio y atrapa a la primera paloma descuidada. Las demás vuelan
despavoridas. Pegado al ventanal escudriño el cielo. Ni sombra del
gavilán.
No sé qué haría sin el Word Reference, una serie de diccionarios
que acuden cuando los llamo desde la internet. Recurro sobre todo al
de sinónimos, y gracias a este lexicón mis personajes tornan, retornan,
vuelven, regresan, reaparecen; o bien expresan, declaran, dicen,
formulan, anuncian, mencionan. Pero no hay diccionario que te salve
de ripios ni que confiera a tu prosa la densidad de la poesía.
Esto de escribir novelas, me parece, no es cosa de disciplina
sino de obstinación. Por eso todos los días me siento cinco o seis
horas frente a la computadora y, como decía Hemingway, trato de
escribir lo mejor que puedo. Y añadía el autor de El viejo y el mar: "A
veces tengo suerte y escribo mejor de lo que puedo”.
Lo malo es que siempre he sido un hombre sin suerte.
012. ¿Revisa mucho sus textos?
Gustave Flaubert. Llevo siete días en estas correcciones, tengo los
nervios de punta, y hay que hacer esto lentamente, descubrir en todas
las frases palabras que cambiar, consonancias que eliminar, etcétera;
es un trabajo árido, largo, y en el fondo muy humillante. Aquí es donde
nos llegan las buenas pequeñas mortificaciones interiores.

Robert Louis Stevenson. El artista tiene un recurso importante y


necesario, que debe emplear en todos los casos y bajo cualquier
teoría. Debe, pues, suprimir mucho y omitir más. Debe omitir lo que es
tedioso o resulte fuera de lugar, y suprimir lo que es tedioso y cuanto
sea preciso.

Henry Miller. Eso varía considerablemente. Yo nunca corrijo ni reviso


mientras estoy escribiendo. Digamos que escribo una cosa de la
manera que sea , y después, cuando ya se ha enfriado —la dejo
descansar un tiempo, un mes o tal vez dos— la vuelvo a leer.
Entonces me doy gusto. A veces las cosas salen casi como yo quería
que salieran.

Juan Filloy. Corrijo mucho. Hay un refrán francés que dice que toda la
misión del escritor consiste en corregir. Y esa es mi tesis. Si no, uno
no puede hacer megasonetos. ¿Sabe lo que es un megasoneto?
Aldous Huxley. Generalmente escribo todo muchas veces. Todos mis
pensamientos son segundas consideraciones. Y hago muchas
correcciones en cada página o la reescribo varias veces a medida que
adelanto.

John Dos Passos. Corrijo mucho. Reviso algunos capítulos seis o


siete veces. Ocasionalmente, las cosas salen bien la primera vez. Con
frecuencia sucede lo contrario. En mi caso, escribo hasta el punto en
que la obra empeora en vez de mejorar. Ese es el momento de
detenerse. Y publicar.

Ernest Hemingway. Siempre reviso cada día hasta el punto donde


me detuve. Cuando todo está terminado, naturalmente uno vuelve a
revisar. Hay otra oportunidad de corregir y reescribir cuando otra
persona mecanografía el texto y uno puede verlo en limpio. La última
oportunidad la dan las pruebas de imprenta. Uno agradece esas
diferentes oportunidades… Reescribí el final de Adiós a las armas, la
última página, treinta y nueve veces antes de sentirme satisfecho.

Erskine Caldwell. Si usted reescribe un libro digamos diez veces,


pienso que es muy probable que logre un libro mejor que si lo
reescribe dos o tres veces. No hay límite para lo que tiene usted que
hacer para volver a escribir. Puede llevarse todo un año sencillamente
para que un simple relato quede como debe ser, en forma que lo
satisfaga. Así, si escribo un libro diez veces pienso que he hecho una
buena tarea. Si lo escribo quince veces pienso que va a ser un poco
mejor, y por lo tanto lo escribo dieciséis veces.
Heinrich Böll. Escribo de un tirón hasta el final. Después hago
correcciones o anotaciones con lápiz o bolígrafo y vuelvo a trabajar el
texto, lo mejoro, le agrego cosas. Desafortunadamente son raras las
ocasiones en que algo sale redondo. Por supuesto que casi siempre la
idea decisiva aparece mucho después. A veces empiezo a escribir y la
idea aparece de golpe, tal vez en la tercera página, y entonces tiro el
resto y empiezo desde ahí. Es bueno seguir escribiendo. Mucho de lo
que pasa atrás debe ser colocado adelante.
—Corrijo todo muchas veces. Incluso cuando estoy escribiendo
un artículo breve, de digamos dos páginas mecanografiadas, hago
cuatro o cinco versiones.

Juan Rulfo. Primero reuní unas trescientas páginas [de Pedro


Páramo]. Llegué a hacer cuatro versiones, y conforme pasaba a
máquina un nuevo original, iba destruyendo hojas, iba eliminando
divagaciones... me borré completamente. Primero la había escrito en
secuencia, pero advertí que la vida no es una secuencia; pueden
pasar los años sin que nada ocurra y de pronto se desencadenan los
hechos muy espaciados, roto el esquema del tiempo y el espacio, por
eso los personajes están muertos, no están dentro del tiempo o el
espacio. Lo que ignoro es de dónde salieron las intuiciones a las que
debo su forma: fue como si alguien me dictara.
—Hay que aprender a tachar.

Norman Mailer. Mientras más corriges, más te aproximas a la


recuperación de la experiencia personal. Llega un momento en que
adviertes que tus poderes declinan. Pero quizá te has convertido en el
mejor escritor de la ciudad, y esos poderes les parecerán a los demás
mucho mayores que a ti mismo. Y será así porque habrás aprendido a
extraer el máximo rendimiento de lo que dispones. Hay un solo modo
de llegar a esto: releer tus textos cada vez con un humor distinto.
Cambias de estado de ánimo y aprovechas para volver a leerlos.
Tienes que poseer el coraje de hacerlo cuando estés de pésimo humor
y dispuesto a destruirlos. Si en esas condiciones re siguen diciendo
algo, puedes estar tranquilo: deben ser bastante buenos, por lo menos
para ti mismo.
—No me siento nada feliz si tengo conciencia de que he dejado
atrás algo equivocado o inconcluso. Propendo a construir mis libros
sobre la base del material ya disponible y completo. Nunca dispongo,
sin embargo, de un plan general de todo el libro. Cada vez que lo he
hecho —así solía trabajar en mi juventud, me sentaba y escribía un
esquema general—, no termino nunca l libro. Incluso en el caso de La
canción del verdugo, donde a fin de cuentas disponía detalladamente
de una historia, fui muy cuidadoso y procuré no enterarme de todo
mientras avanzaba en ella.

José Donoso. Reescribo diez veces el texto; una y otra vez lo leo, lo
rehago, lo reelaboro y lo voy haciendo de nuevo en la máquina. Puedo
escribir un día completo, o toda la noche, desde las ocho a las nueve
de la mañana siguiente, sin cansarme.

Truman Capote. Por la mañana leo lo escrito y hago muchos cambios


y correcciones. Me considero un estilista y los estilistas son
notoriamente proclives a dejarse obsesionar por la colocación de una
coma y por el peso de un punto y coma.

Günter Grass. Nunca he terminado un libro sin escribir antes tres o


más versiones. Por lo general cuatro, con muchas correcciones.

John Barth. Cada nuevo día de trabajo, leo lo que escribí el día
anterior. En parte para entrar en ritmo y en parte por una especie de
magia: se siente como si uno estuviera escribiendo, aunque no lo esté
haciendo. El proceso se pone en marcha: las ruedas empiezan a
rodar. Yo escribo a mano. Mi vecina de Baltimore, Ann Tyler, y yo
somos tal vez los únicos escritores que escribimos con estilográfica.
Ella dice que hay algo en el movimiento muscular al escribir
directamente sobre el papel que hace que su imaginación vuelva al
sendero donde estaba. Yo también siento eso, o algo muy parecido.
Las frases que escribo manuscritas tienden, como en la con versación,
a prolongarse un poco antes de concluir: lo atribuyo al uso de la
estilográfica. La idea de mecanografiar las primeras versiones —y que
cada letra quede separada físicamente por un pequeño espacio de la
letra siguiente— me resulta paralizante. La vieja y buena escritura
manuscrita, que conecta esta letra con aquella y este renglón con el
próximo… Bien, así funcionan los buenos argumentos, ¿no? Cuando
esto da la vuelta y se conecta con aquello.

E. L. Doctorow. No creo haber escrito nada por debajo de seis u ocho


versiones preliminares. Generalmente me lleva unos años escribir un
libro. World’ Fairs fue la excepción. Resultó un libro particularmente
fluido. Lo escribí en siete meses. Creo que, en ese único caso, Dios
me regaló un libro… Faulkner escribió Mientras agonizo en seis
semanas. Stendhal escribió La cartuja de Parma en doce días. Eso
prueba que Dios habló con ellos, si es que se necesitan pruebas.

Richard Ford. Siempre hice muchísimas correcciones a todos mis


libros, excepto el segundo —La última oportunidad—, que fue leído
por Donald Hall cuando estaba escrito en primera persona. Nos
encontramos en Nueva York, en ese barcito irlandés al lado del
Algonquin, y me dijo que no era bueno. Fue un momento horrible.
Estábamos en ese barcito oscuro y melancólico y Donald puso las
manos sobre la mesa, me miró y dijo: «No me gusta tu libro». ¡Uyyy!
Tuve que respirar hondo y tragármelo. Después dije: «Está bien. Dime
todo lo que puedas». Me dijo todo lo que no le gustaba del libro y
además me dijo que no sabía qué demonios iba a hacer yo con él,
porque tal como estaba era impublicable.
Lo retomé y cambié el punto de vista de la primera a la tercera
persona. Fue publicado, pero muy poca gente lo leyó. Ahora se vende
en edición de bolsillo y alguien está haciendo una película basado en
él, así que llegó a tener vida propia y lectores.

Rosa Montero. Un novelista corrige todo el rato, o debería. Yo corrijo


muchísimo. Cada día en el texto que hago, al día siguiente sobre lo
redactado la víspera, y al final del primer borrador siempre lo dejo
reposar un par de meses y luego me lo vuelvo a leer y corrijo
profundamente o más bien reescribo toda la novela.
Apostilla. ¡Uf! Reviso, reescribo, vuelvo a revisar, y otra vez, y otra.
Un texto nunca está terminado, no hay texto perfecto. La revisión es
escritura y algunos autores hallan mayor placer en la revisión que en
el trabajo original. Luego, si el cuento o la novela llegan a publicarse,
tengo la manía de seguirlos revisando y enmendando, no sé para qué.
Recomendaba don Alfonso Reyes aprender a escribir con los
dos lados del lápiz; es decir, anotar y borrar, poner y quitar. Hay que
ver si al texto le falta o le sobra una situación, un incidente, un diálogo
y si estamos usando las palabras justas. Hay que eliminar ripios y toda
clase de excesos. Los errores de dedo se los dejamos al corrector de
la editorial, para que no se frustre.
013. ¿Usa un cuaderno de apuntes?
Aldous Huxley. No, no lo uso. Ocasionalmente he llevado diarios
durante periodos breves, pero soy muy perezoso y generalmente no lo
hago. Creo que conviene tener cuadernos de apuntes, pero no lo he
hecho.

Claude Simon. Tomo muy pocas notas. Nunca llevé un diario. Mi


memoria es sobre todo visual.

Günter Grass. No, no lo hago porque experimento desconfianza hacia


las notas. Siempre dan la razón a la primera idea. Y cuando ésta se
anota, adquiere un peso que no corresponde forzosamente a la
densidad de esa primera inspiración. Puede sucederme verme
perseguido dos o tres veces seguidas por una idea, pero entonces
toma un carácter conceptual; concierne, por ejemplo, a un capítulo
entero, con lo que ya puedo ponerla en el papel y, con algunas
palabras clave, articularla. Esto es ya un proceso de trabajo, es ya una
entrada en el manuscrito. Pero las ideas que me vienen durante el
desayuno, las olvido en cuanto dejo la mesa.

Apostilla. Uno de los consejos que nos asestaban cuando nos


iniciábamos en esto de la escritura: «Hay que tener siempre a la mano
un cuadernito para tomar notas. Que no se escapen las ideas». Y
todos andábamos con la libretita o con el cuadernito y a veces no
sabíamos qué anotar si no era la dirección o el número telefónico de
alguna chica. Luego otro consagrado nos decía: «La libretita no sirve
para nada. Las ideas deben estar en la cabeza, en las tripas, y es allí
donde se mueven y se van enriqueciendo, o bien pierden todo valor,
toda fuerza, y acaban por esfumarse». Y entonces los aprendices
abandonábamos la libretita.
Si piensan valerse de una, no olviden llevar también un bolígrafo
o un lápiz.
014. ¿Es necesaria la autocrítica?
Julio Cortázar. Una literatura que busca internarse en territorios
nuevos y por ello más fecundos, no puede ya acantonarse en la vieja
fórmula novelesca de narrar una historia, sino que necesita tramar su
estructura y su desarrollo de tal manera que el texto de lo así tramado
alcance su máxima potencia gracias a ese tratamiento de implacable
exigencia.

Norman Mailer. Tarde o temprano llegas a la conclusión de que, si


vas a sobrevivir, harías mejor, en lo que tiene que ver con tu trabajo,
en ser el mejor crítico de todos.

Zadie Smith. Trata de leer tus trabajos como los leería un extraño;
mejor aún, como lo haría un enemigo tuyo.

Apostillas. La autocrítica es quizás el arma más poderosa de un


escritor, pero es muy difícil asumirla porque es muy difícil asumir las
imperfecciones de nuestros textos. Sólo una obstinada humildad y un
duro e implacable sentido autocrítico permiten aproximarse —y conste
que solamente digo aproximarse— a la creación literaria de
excelencia. Hay quien sostiene que el exceso de autocrítica puede ser
devastador para algunos autores, puesto que, inseguros, no se
atreverán a mostrar o promover sus textos.
—Aconsejo de manera apenas diferente de la de Zadie Smith:
Lee tus cuentos con encono, como si fueran de tu peor enemigo.
015. ¿Qué porción de sus obras se basa en la experiencia
personal?
Anthony Trollope. Siempre es peligroso escribir desde el punto de
vista del yo. El lector se siente conscientemente inclinado a pensar
que el escritor se está glorificando y se rebela contra la autoalabanza.
O bien el yo es tan pretenciosamente humilde que ofende desde el
punto de vista exactamente opuesto. Creo que para contar una
historia, lo mejor es siempre suprimir el pronombre personal. La
antigua fórmula «Érase una vez», con ligeras modificaciones, es el
mejor procedimiento para contar una historia.

Gustave Flaubert. No hay nada que sea «verdad» en Madame


Bovary. Es una historia de pura invención; no he puesto en ella nada
de mis sentimientos ni de mi propia vida. La ilusión [de realidad] por el
contrario (si es que la hay) le viene de la misma objetividad de la obra.
Es uno de mis principios que no hay que escribir de uno mismo
cuando se realiza la obra. El autor tiene que estar en su obra como
Dios está en la creación, invisible aunque todopoderoso; tenemos que
sentirlo en todas partes, pero no verlo nunca.

Ford Madox Ford. La finalidad del novelista es mantener al lector


enteramente olvidado del hecho de que existe el autor… incluso del
hecho de que está leyendo un libro. Esto, desde luego, no es posible
hasta el mismo fin, pero el lector puede quedar absorto, y cuanto más
se consiga que quede insensibilizado para todo lo que le rodea, más
éxito se habrá tenido.

Katherine Anne Porter. La verdad es que nunca en mi vida he escrito


una historia que no tuviera una base firme en una experiencia humana
real, a menudo la experiencia de alguien más, pero una experiencia
que se volviera mía al escucha la historia, al ser testigo de lo sucedido,
tal vez al escuchar una palabra. No importa, lo único que se necesita
es muy poco, una pequeña semilla. En ese momento echa raíces, y
crece. Es algo orgánico. Ese cuento («La flor de Judas») había estado
en mi cabeza durante varios años, creciendo a partir de un incidente
que ocurrió en México. Se estuvo formando y formando en mi cabeza,
hasta que llegó una noche en la que yo estaba muy desesperada.

William Faulkner. No sabría decirlo. Nunca he hecho la cuenta,


porque la «porción» no tiene importancia. Un escritor necesita tres
cosas: experiencia, observación e imaginación. Cualesquiera dos de
ellas, y a veces una puede suplir la falta de las otras dos. En mi caso,
una historia generalmente comienza con una sola idea, un solo
recuerdo o una sola imagen mental. La composición de la historia es
simplemente cuestión de trabajar hasta el momento de explicar por
qué ocurrió la historia o qué otras cosas hizo ocurrir a continuación. Un
escritor trata de crear personas creíbles en situaciones conmovedoras
creíbles de la manera más conmovedora que pueda. Obviamente,
debe utilizar, como uno de sus instrumentos, el ambiente que conoce.
Yo diría que la música es el medio más fácil de expresarse, puesto
que fue el primero que se produjo en la experiencia y en la historia del
hombre. Pero puesto que mi talento reside en las palabras, debo tratar
de expresar torpemente en palabras lo que la música pura habría
expresado mejor. Es decir, que la música lo expresaría mejor y más
simplemente, pero yo prefiero usar palabras, del mismo modo que
prefiero leer a escuchar. Prefiero el silencio al sonido, y la imagen
producida por las palabras ocurre en el silencio. Es decir, que el trueno
y la música de la prosa tienen lugar en el silencio.

Jorge Luis Borges. Me doy cuenta de que la mayoría de mis cuentos


provienen de anécdotas, aunque las modifique o las cambie. Algunos,
claro está, tienen su origen en personajes, en gente que conozco.
Creo que una anécdota puede servir como punto de partida.

Milan Kundera. Según una famosa metáfora, el novelista derriba la


casa de su vida para, con los ladrillos, construir otra casa, la de su
novela. Los biógrafos de un novelista deshacen por tanto lo que hizo el
novelista, rehacen lo que él ha deshecho. Su trabajo, puramente
negativo desde el punto de vista del arte, no puede aclarar ni el valor
ni el sentido de una novela.

Fernando Vallejo. Resolví escribir en primera persona sobre lo que


había vivido creando este personaje cuando tenía cuarenta años, el
viejo, que recuerda su vida. A lo largo de mi vida he visto historias de
la misma realidad y personajes de un mundo con el que podía llenar
mis libros. En primera persona porque el narrador en tercera persona
es imposible. ¿No te parecen absurdos esos libros del siglo XIX en
tercera persona? ¿O del XX? ¿O de toda la historia de la literatura?
¿Cómo va a saber un pobre hijo de vecino qué piensan los otros si ya
no nos aclaramos con este lío que es la mente de uno? La novela
burguesa francesa del XIX me parece especialmente horrenda.

Apostilla. Todo y nada. Todo es verdad y nada es verdad. Porque


hasta el más nimio de los hechos que aparecen en una narración
tienen que ver con la experiencia del autor, generalmente filtrada por
el narrador (que puede ser, o no, un sosias del autor). Esos hechos
forman parte de su experiencia sea porque los ha vivido o le han
hablado o ha leído de de ellos, o bien, si los ha imaginado, debemos
aceptar que la imaginación no trabaja en estado virginal: todo lo
imaginado, por extraño o absurdo que pueda parecer, se sustenta en
la realidad gracias a referencias de uno u otro tipo.
Se sustenta en la realidad pero no es la realidad. No hay que
creer, por otra parte, que la verosimilitud se consigue narrando un
episodio de manera muy semejan te a como ocurrió. Lo verosímil,
distinto de lo verdadero, es lo que tiene apariencia de verdad. A la
literatura le basta con la apariencia.
016. ¿Lee usted mucho? ¿Quéautores han influido más en usted?
James M. Cain. Leo muy poco. ¡Me da miedo leer, porque podría
gustarme mucho el libro de otro! Otra cosa: cuando uno escribe
ficción, el libro del otro simplemente lo tortura… y uno se dedica a
reescribir para él. Uno no lee como un simple lector, lee como alguien
que está en el oficio. Para so, es mejor no leer. Pero he leído mucha
historia de Estados Unidos.
—Leí unas páginas de Dashiell Hammett, eso es todo. Y
Chandler. Bueno, lo intenté. Ese libro sobre un viejo calvo que tiene
dos hijas ninfómanas. Eso era bueno. Seguí leyendo. Entonces resultó
que el viejo cultivaba orquídeas. Eso era demasiado bueno. Cuando
algo es demasiado bueno, hay que rehacerlo. Demasiado bueno
equivale a demasiado fácil. Si es demasiado fácil, hay que
preocuparse. Si uno no se queda despierto de noche preocupándose
por eso, el lector tampoco lo hará. Siempre sé que, si duermo muy
bien de noche, al día siguiente no podré trabajar. Escribir una novela
es como trabajar en política exterior. Hay que resolver problemas. No
todo es inspiración.

Lawrence Durrell. Cuando ustedes dicen «influencia», la expresión


sugiere la infiltración semiconsciente de del material de otro en el
propio. Pero yo leo no sólo por placer sino como obrero, y allí donde
veo un buen efecto lo estudio y después trato de reproducirlo. Así que
probablemente soy el ladrón más grande de que se tenga noticia. Le
robo a la gente… a mis mayores, quiero decir. Y de hecho Panic
Spring, que según ustedes es un libro respetable, a mí me pareció
espantoso porque era una antología; presten atención: cinco páginas
de Huxley, tres páginas de Aldington, dos páginas de Robert Graves,
etcétera. (En el etcétera incluyo a todos los escritores que admiro.)
Pero ellos no me influyeron. Yo robé efectos. Mientras aprendía el
juego.

Camilo José Cela. ¿Qué autores? Todos los escritores españoles que
escribieron antes que yo, porque todos provenimos de ellos. También
los que han escrito en idiomas que desconozco, o cuya obra no he
tenido oportunidad de leer ni tengo intención de leer en el futuro y ni
siquiera tengo el mínimo conocimiento de su existencia... Sí, todos los
escritores españoles que me precedieron, y si quiere, todos los de
todos los idiomas, aunque no los entienda, han ejercido influencia
sobre mí. La literatura es como una carrera con antorchas. Cada
generación lleva su testimonio hasta donde quiere, o hasta donde
puede, y luego se lo pasa a la próxima. Allí termina su participación.
No hay más que eso. Todo lo demás es puro dramatismo.

Doris Lessing. Bueno, como tuve una niñez aislada, leí mucho. No
había con quién hablar, de modo que leía. ¿Qué leía? Lo mejor —los
clásicos de la literatura americana y europea—. Una de las ventajas
de no tener educación fue que no tenía que perder el tiempo con los
segundones. Lentamente leía a estos clásicos. Fue mi educación, y
me parece que fue muy buena.
Ray Bradbury. Lea usted poesía todos los días. La poesía es buena
porque ejercita músculos que se usan poco. Expande los sentidos y
los mantiene en condiciones óptimas. Conserva la conciencia de la
nariz, el ojo, la oreja, la lengua y la mano. Y, sobre todo, la poesía es
metáfora o símil condensado. Como las flores de papel japonesas, a
veces las metáforas se abren a formas gigantescas. En los libros e
poesía hay ideas por todas partes; no obstante, qué pocos maestros
del cuento recomiendan curiosearlos.

P. D. James. Todos los escritores de novelas policiales han recibido la


influencia de Sir Arthur Conan Doyle, aunque no sea sino de manera
subconsciente. Legó a la escritura del policial el respeto por la razón y
el intelectualismo no abstracto, la capacidad de contar una historia y la
habilidad de crear un mundo específico y distintivo. También es, por
supuesto, el creador de uno de los primeros e indudablemente el más
famoso de todos los detectives aficionados, Sherlock Holmes.
Probablemente su mayor contribución a la escritura de novelas
policiales haya sido que popularizó el género, popularidad que jamás
perdió desde entonces.

Kurt Vonnegut. Me crié en una casa abarrotada de libros. Pero nunca


tuve que leer un libro por cuestiones académicas, nunca tuve que
escribir una monografía sobre un libro, nunca tuve que demostrar en
un seminario que entendía un libro. Soy irremediablemente torpe para
hablar de libros. Mi experiencia es nula.
James Baldwin. Leía de todo. Seguía leyendo cuando salía de las
dos bibliotecas de Harlem, a mis trece años. De esa manera se
aprenden muchas cosas respecto a la escritura. En primer lugar, uno
aprende lo poco que sabe. Es cierto que cuanto uno más aprende,
menos sabed. Todavía estoy aprendiendo a escribir. No sé qué es la
técnica. Lo único que sé es que uno tiene que lograr que el lector vea
eso. Lo aprendí de Dostoievski, de Balzac. Estoy seguro de que mi
vida en Francia hubiera sido otra de no haber descubierto a Balzac.
Aunque todavía no las conocía por la experiencia, la lectura de Balzac
me permitió conocer ciertas particularidades del conserje, de todas las
instituciones y personalidades francesas. La manera de funcionar del
país y su sociedad. Aprendí a encontrar mi camino, a no perderme y a
no sentirme rechazado.

Norman Mailer. Mi gusto y mis lealtades están en sitios distintos. Soy


leal a gente como Dreiser y Farrel y quizás a Steinbeck y a [Thomas]
Wolfe, gente que escribió sobre la clase trabajadora y la clase media
baja. Ellos son los que inicialmente me incitaron a escribir. Por otra
parte, mis gustos se inclinaron rápidamente hacia Hemingway y
Faulkner y Fitzgerald; de ellos aprendí muchas cosas que no me
enseñaron los otros. Y mis actuales maestros son muy curiosos,
peculiares. Henry Adams, por ejemplo, indudablemente tiene una
vasta influencia en mí, pero nunca lo conocí hasta que empecé a
escribir Los ejércitos de la noche.

Truman Capote. Leo muchísimo. Y cualquier cosa, incluidas las


etiquetas, las recetas de cocina y los anuncios. Soy un apasionado de
los periódicos: leo todos los diarios de Nueva York todos los días y
además las ediciones dominicales y varias revistas extranjeras. Las
que no compro las leo de pie en los puestos de revistas. Leo un
promedio de cinco libros a la semana: una novela de extensión normal
me lleva unas dos horas. Disfruto las novelas de misterio y me
gustaría escribir una algún día. Aunque prefiero las buenas novelas,
durante los últimos años mis lecturas parecen haberse concentrado en
las cartas, los diarios y las biografías. No me molesta leer mientras
estoy escribiendo, es decir, que no me sucede que mi pluma empiece
a escribir de repente con el estilo de otro escritor. Aunque una vez,
durante un prolongado periodo de lectura de James, mis propias
oraciones se hicieron terriblemente largas.

Juan José Saer. Uno no puede escribir novelas y cuentos en América


Latina como si Arlt, Onetti, Rulfo, Guimaraes Rosa, Felisberto
Hernández y Borges no hubiesen existido. Y también podemos
transponer eso a otros escritores que no son latinoamericanos, como
Cervantes, Joyce, Beckett o Faulkner. Uno crea su propia tradición. Yo
no pretendo que sea la única, pero si uno construye una tradición, esa
tradición crea obligaciones y esas obligaciones deben respetarse. A
Godard le dijeron en una entrevista que Spielberg siempre se refería a
él como a un gran maestro, y Godard se reía. Cuando se lo repitieron
dos o tres veces, terminó por decir: «Bueno, que me mande un
cheque». Hay también escritores que exaltan a otros escritores como
sus maestros, pero que no reflejan en sus obras esa admiración.
Admirar supone ciertas obligaciones. Para admirar a un escritor hay
que merecerlo. No decir que se admira a Shakespeare y escribir como
Paulo Coelho. Justamente Coelho dijo en Buenos Aires que para él los
dos escritores más importantes de América Latina eran Jorge Amado y
Jorge Luis Borges. Yo opino que alguno de los dos tendría que
protestar.

Arturo Pérez Reverte. Sí. Si no, no hay nada que hacer. Hay
demasiados escritores analfabetos, y se les nota mucho. Le ocurre
también a un lector. Nadie puede pintar si no estudia antes a los
pintores. Picasso puede descomponer la imagen porque antes se la ha
estudiado, pero un tipo que hoy empieza a pegar brochazos sin tener
ni idea de pintura es una absurdo. Pues la literatura moderna está
demasiado llena de brochazos. Hay mucha gente que tiene grandes
carencia, agujeros que te llevan a decir «este tipo no ha leído». Cosas
elementales, que son el abc de la escritura, que están en cualquier
libro de Dostoievski o de Stevenson, y que se desconocen, te das
cuenta de que ignoran el mecanismo elemental. Son de los que yo
digo que su memoria literaria empieza en Kundera, o en Faulkner, el
pobre, que no tiene la culpa de tantos crímenes que se han cometido
en su nombre. Sin haber leído mucho me parece de una osadía, de
una arrogancia y de una estupidez inaudita ponerse a escribir.
—Hubo algunos libros decisivos en mi vida, como Los tres
mosqueteros, de jovencito, y La cartuja de Parma; después La
montaña mágica, son tres libros fundamentales, aunque no son los
únicos. Igual que cito la biblioteca de mi abuelo y nunca hablo de la mi
abuela. Mi otra abuela tenía una biblioteca muy interesante donde
podrías encontrar desde Galdós hasta la novela norteamericana, tipo
best seller; hablo de Frank Slaughter, de Cecil Saint- Laurent, hablo de
un tipo de novela, como aquellas colecciones de Reno, en Plaza y
Janés, mucha novela policiaca: George Harmond Coxe, Elleny Queen,
Dashiel Hammett, Peter Cheyney, gente que ni siquiera ahora algunos
expertos en novela negra mencionan. Y Agatha Christie, y los
novelistas españoles del XIX. En ese momento eran tan importantes
Agatha Christie como Fortunata y Jacinta. Los leí al mismo tiempo.

Apostillas. Trato de leer cuando menos dos horas al día. Leo sobre
todo cuentos y novelas (y con gusto sucumbo a los deleites que ofrece
la literatura policiaca), leo también ensayos y poesía. Me interesan la
historia y la divulgación científica. Buena parte de las ideas para crear
textos narrativos se me presentan leyendo textos distintos de los
narrativos.
—Hace muchos años, cuando comenzaba a escribir cuentos,
comprendí que era necesario reemplazar la lectura placentera por una
actitud de aprendizaje. Ya no leía los cuentos de Borges, Cortázar,
Arreola o José Luis González con la actitud desenfadada del que
sencillamente busca disfrutar con el ingenio de una buena historia, el
encanto de una prosa que fluye o el adjetivo deslumbrante, sino en
plan estudiantil, tratando de hallar en ellos el modelo o la receta para
escribir buenos cuentos. Huelga decir que no di con tales fórmulas
porque no existen. En cambio aprendí algo muy importante: al margen
de que una historia sea simpática y esté bien diseñada, hay que
esmerarse en el punto de vista narrativo (quién narra la historia), en la
construcción del cuento (que nada sobre, que nada falte) y en el
trabajo del lenguaje.
—Me influyeron todos o casi todos los autores que leí, lo que
quiere decir que aprendí de todos ellos. En gran medida, Juan José
Arreola, Pepe Revueltas, Cortázar, Pío Baroja, Leopoldo Marechal,
Stevenson, Joyce, Faulkner, Dos Passos, Hemingway, Hammett y
Chandler, Günter Grass. El problema es luego encontrar la voz propia;
pienso que la hallé (o estuve a punto de hallarla) en mi segunda
novela, La línea dura (1971).
017. ¿Cuál es el mejor ambiente para un escritor?
William Faulkner. El arte no tiene nada que ver con el ambiente; no le
importa dónde está. Si usted se refiere a mí, el mejor empleo que
jamás me ofrecieron fue el de administrador de un burdel. En mi
opinión, ese es el mejor ambiente en que un artista puede trabajar.
Goza de una perfecta libertad económica, está libre del temor y del
hambre, dispone de un techo sobre su cabeza y no tiene nada qué
hacer excepto llevar unas pocas cuentas sencillas e ir a pagarle una
vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante la mañana,
que es la mejor parte del día para trabajar. En las noches hay la
suficiente actividad social como para que el artista no se aburra, si no
le importa participar en ella; el trabajo da cierta posición social; no
tiene nada qué hacer porque la encargada lleva los libros; todas las
empleadas de la casa son mujeres, que lo tratarán con respeto y le
dirán «señor». Todos los contrabandistas de licores de la localidad
también le dirán «señor». Y él podrá tutearse con los policías. De
modo, pues, que el único ambiente que el artista necesita es toda la
paz, toda la soledad y todo el placer que pueda obtener a un precio
que no sea demasiado elevado. Un mal ambiente sólo le hará subir la
presión sanguínea, al hacerle pasar más tiempo sintiéndose frustrado
o indignado. Mi propia experiencia me ha enseñado que los
instrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y
un poco de whisky.
Lawrence Durrell. Yo nunca he tenido condiciones verdaderamente
cómodas para escribir. Esta última vez que vine a Francia tenía
cuatrocientas libras esterlinas, con todo tipo de deudas inminentes,
como matrículas escolares y cosas de ésas. Había estado esperando
quince años a que este cuarteto de novelas se formara y estuviera
listo, y cuando recibí la señal de que la condenada cosa estaba ahí y
yo solamente tenía que sentarme a escribirla, eso ocurrió en el peor
momento de mi vida, cuando no tenía empleo, sólo una remuneración
ínfima, y me vi enfrentado literalmente a una elección: sospeché que
me vería obligado a salir de Francia en un término de dos meses para
recuperar mi solvencia, pero gracias a Dios los norteamericanos y los
alemanes me salvaron.

Mary McCarthy. Bueno, prefiero un lugar agradable, tranquilo y bien


iluminado… Normalmente trabajo de las nueve de la mañana a las dos
de la tarde, más o menos, y algunas veces mucho más. Si las cosas
salen bien, a veces de las nueve a las siete.

P. D. James. No escribo en un lugar especial, y si puedo, de hecho


escribo en cualquier parte, siempre que tenga absoluta paz y
privacidad. Uno de mis lugares favoritos es la cocina de mi casa de
Londres. , porque puedo salir al jardín cuando tengo ganas de
descansar al aire libre, o prepararme un café. También tiene la ventaja
de que la mesa de la cocina es lo suficientemente grande y puedo
desparramar mis anotaciones, los diccionarios y los libros de
referencia. Cuando estoy escribiendo una novela no voy a ninguna
parte sin llevar un anotador para apuntar descripciones de lugares, im
presiones de la gente que pueda encontrar, fragmentos de diálogo o
una nueva sofisticación de la trama. Prefiero escribir a mano, pero mi
letra es tan mala, particularmente cuando escribo rápido, que n i
siquiera o soy capaz de descifrarla al día siguiente. Lo que hago es
grabar el manuscrito casi inmediatamente, y luego mi secretaria
mecanografía el primer borrador. Escribo los libros sin seguir un orden,
como si estuviera filmando una película, y hago el montaje de la
historia al final, antes de enviar el manuscrito a una agencia
profesional donde lo pasan a un disco de computadora. Entonces está
terminado.

Raymond Carver: Trabajo en mi estudio. Es importante para mí tener


un lugar propio. Durante muchos años trabajé en la mesa de la cocina
o en la biblioteca o en mi auto. Este cuarto propio es un lujo y una
necesidad ahora. Siempre tenía que enfrentarme a una cantidad
enorme de frustraciones. Quería escribir y no estaba en condiciones
de encontrar el tiempo ni el lugar para hacerlo, solía salir a sentarme
en el auto y trataba de escribir algo ahí, con un bloc sobre las rodillas.

Jack Kerouac. El escritorio de la habitación, cerca de la cama, con


una buena lámpara, de medianoche a la madrugada, un trago cuando
te cansas, de preferencia en casa; pero si no tienes casa, haz una
casa de tu cuarto de hotel o de motel o de tu camino: paz.

Apostilla. No hay un ambiente ideal. Hay quienes necesitan disponer


de un lugar cómodo y tranquilo y quienes pueden escribir en cualquier
sitio, a cualquier hora, en un ámbito desierto o en medio de una
multitud. Lo importante es tener cerca las herramientas indispensables
para el trabajo; quiero decir diccionarios, enciclopedias, libros de
consulta. Con las computadoras esto último se ha venido a simplificar,
puesto que en internet encontramos toda clase de información.
018. ¿Qué consejo le daría a un escritor que comienza?
William Somerset Maugham. Hay tres reglas para escribir un buen
libro. Desafortunadamente, nadie sabe cuáles son.

James M. Cain. Cuando uno es joven, el ajedrez está bien, y la


música y la poesía. Pero escribir novelas es otra cosa. Hay que
aprender, aunque es algo que nadie puede enseñar. ¡Toda esa
palabrería vana y hedionda de los cursos académicos de escritura
creativa! Los académicos no saben que lo único que se puede hacer
por alguien que quiere escribir es comprarle una máquina de escribir.

Ben Hecht. Tiene que ser su propia causa. No debe de ir en busca de


cosas a qué adherirse, de ideologías donde engancharse. Tiene que
responder a todo lo que pasa a su alrededor como humano y como
individuo. Aun si sus respuestas fueran crudas y algo tontas, mientras
seas sus respuestas, puede comenzar.

Ernest Hemingway. Digamos que debería ahorcarse porque


descubre que escribir bien es intolerablemente difícil. Entonces alguien
debería salvarlo sin misericordia y su propio yo debería obligarlo a
escribir tan bien como pudiera durante el resto de su vida. Así, cuando
menos tendría la historia del ahorcamiento para comenzar.

George Seferis. Tengo el siguiente consejo para la joven generación


griega: intentar ejercitarse todo lo posible en el uso del griego moderno
y no escribirlo de cabeza. Tengo que decirles que para poder escribir
uno tiene que creer en lo que hace, no simular que cree en algo.
Deben recordar que el único trabajo en que no se puede mentir es la
poesía; no se puede mentir en poesía. Si eres un mentiroso siempre
serás descubierto; quizás ahora, quizá dentro de cinco años, pero
terminarás siendo descubierto algún día si mientes.

John Steinbeck. Escribe una página diaria... Escribe libremente y tan


rápido como te sea posible echando todo al papel. Con los años he
escrito muchos cuentos y aún no sé cómo escribirlos, excepto que lo
hago y pruebo suerte.

Erskine Caldwell. Diría que se dedicara al aprendizaje durante diez o


quince años. No puedes entrar por la puerta y decir: «Voy a ser un
escritor». ¿Conseguirse máquina de escribir y papel y redactar su
narración? No es así como se hace. Cientos y miles de personas se
han desalentado en la vida porque creen que tienen un buen relato o
que son buenos para contar cuentos verbalmente. Piensan que todo lo
que tienen que hacer es ponerlo por escrito. Pero escribir no es de
manera alguna la recreación de lo verbal.

Helen MacInnes. Mi consejo para el escritor principiante sería que se


asegurara una preparación verdaderamente completa. Nada de eso se
desperdiciará jamás, y sin ella estaría inadecuadamente armado.

Ian Fleming. Yo diría al joven que aprendiera a escribir bien a


máquina y evitara los mitos literarios.
Juan Bosch. El cuentista joven debe estudiar con detenimiento la
manera en que inician sus cuentos los grandes maestros; debe leer,
uno por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de
Maupassant, de Kippling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien
fue quizá el más consciente de todos ellos en lo que a la técnica del
cuento se refiere.

Claude Simon. Que salgan a la calle, caminen doscientos metros,


vuelvan a su casa e intenten escribir (y describir) todo lo que han visto
(o pensado, soñado, recordado, imaginado) durante la caminata.

Howard Fast. Tenga o no tenga talento, deberá tener suficiente fe en


sí mismo para hacer a un lado todo consejo y toda crítica, pensar
únicamente en términos de aprender lo que tiene que aprender y
lograr lo que tiene que lograr.

Louis Auchincloss. ¿Cree usted que un buen escritor pide consejo


alguna vez? No creo que el escritor joven que pide consejo vaya a ser
un escritor. Hay gente de toda clase que quiere escribir; pero no
quieren escribir, quieren ser escritores, lo que es algo totalmente
distinto.

Doris Lessing. La cuestión del yo, de quién soy, de los diferentes


niveles que hay dentro de nosotros, es muy pertinente para la
literatura, para el proceso de escritura creativa, del que no sabemos
nada. Todo autor siente cuando da con un nivel diferente.
Ray Bradbury. Si uno escribe sin garra, sin entusiasmo, sin amor, sin
divertirse, únicamente es escritor a medias. Significa que tiene un ojo
tan ocupado en el mercado comercial, o una oreja tan puesta en los
círculos de vanguardia, que no está siendo uno mismo. Ni siquiera se
conoce. Pues el primer deber de un escritor es la efusión: ser una
criatura de fiebres y arrebatos. Sin ese vigor, lo mismo daría que
cosechara melocotones o cavara zanjas; Dios sabe que viviría más
sano.

James Baldwin. Escriba. Encuentre una manera de sobrevivir y


escriba. No hay nada más que decir. Si usted va a ser escritor, nada
podrá detenerlo; si no va a ser escritor, nada que yo diga podrá
ayudarlo. Lo que realmente se necesita al comienzo es alguien que le
haga saber que el esfuerzo es real.
—El talento es insignificante. Conozco un montón de ruinas
talentosas. Más allá del talento se hallan las palabras de siempre:
disciplina, amor, suerte y, sobre todo, resistencia.

Truman Capote. Trabajé en otras cosas, volviéndome técnicamente


apto, exactamente como se vuelve uno apto técnicamente para dibujar
esqueletos y después se vuelve médico.

John Fowles. Antes que nada, que lea y que piense. Todos los
buenos libros son experiencia destilada.
Harper Lee. Que tenga esperanzas de lo mejor, pero no abrigue
expectativa alguna. De esa manera no se desconcertará.

Elie Wiesel. Primero, que lea. Nunca di cursos de escritura creativa.


Creo en la lectura creativa. Eso es lo que intento enseñar: lectura
creativa. Le indicaría las Escrituras y el Midrash, Ovidio y Kafka,
Thomas Mann y Camus, Platón y André Schwarz-Bart. Antes uqe
nada, un escritor debe saber leer. Se puede saber si alguien es
escritor por su manera de leer un texto, por su manera de descifrarlo.
También le diría al joven escritor; si puede optar por no escribir, no
escriba. No hay nada más doloroso. Desde afuera la gente piensa que
es bueno, que es fácil, que es romántico. Para nada. Es mucho más
fácil no escribir que escribir. Salvo si uno es escritor. En este caso no
hay opción.

Stephen King. Si quieres convertirte en escritor tienes que hacer


sobre todo dos cosas: leer mucho y escribir mucho. Hasta donde sé,
no hay otras maneras de lograrlo, y no hay atajos.

Javier Marías. El único consejo que yo siempre puedo dar a los


escritores jóvenes o en ciernes es que no quieran convertirse en
escritores porque es un tipo de figura pública que no está mal, que es
relativamente apreciada y respetada, que se puede hacer un poco
famoso y que incluso, con mucha suerte, puede ganar mucho dinero.
Los que escriben por esas razones tienen la sensación, a
menudo, de que escribir los libros que se precisan para convertirse en
escritor es un trámite necesario, pero engorroso. Esa es el actitud que
veo en muchos jóvenes, que me parece mala.
La actitud realmente tiene que ser que a usted le guste escribir,
que usted la pase muy bien escribiendo, aunque también sufra. Y si
luego hay suerte y puede publicar su libro y tiene éxito, maravilloso.
Pero lo importante es que disfrute escribiendo y leyendo.

Apostilla. Aprender todo el tiempo. Aprender leyendo a los autores


que escriben en su lengua. Aprender escribiendo y reconociendo los
errores. No hay peor enemigo de los escritores que la soberbia, la
creencia en que todo lo que escriben es bueno o incluso muy bueno.
Hay que aceptar la crítica de los demás y ser, todo el tiempo,
autocrítico. Por último, no recomiendo disciplina, sino obstinación.
—En el prólogo de su Breviario alfabético [de] Juan José Arreola,
Javier García-Galiano se refiere al juego de las tijeras propuesto por el
maestro. «Uno de los ejercicios que [Arreola] solía recomendar,
consistía en recortar las palabras de un poema para tratar de armarlo
de nuevo a la manera de un rompecabezas». Práctica excelente, sin
duda, que ayuda a comprender los misterios de la poesía y de la
buena prosa.
019. ¿Cree en la inspiración?
William Faulkner. Yo no sé nada sobre la inspiración, no sé lo que es
eso. La he oído mencionar, pero nunca la he visto.

Isaac Bashevis Singer: La experiencia me ha demostrado que no hay


milagros en la escritura. Lo único que produce una buena escritura es
el trabajo duro. Es imposible escribir una buena historia llevando una
pata de conejo en el bolsillo.

Camilo José Cela. Creo que la inspiración es el refugio de los poetas.


Generalmente todos los poetas son muy perezosos. ¡Son unos
holgazanes! Platón tuvo razón cuando propuso atarles cintas de
colores alrededor de la cabeza y expulsarlos de los límites del estado.
Picasso dijo una vez: «No sé si la inspiración existe, pero cuando llega
suele encontrarme trabajando». Una vez, una mujer le preguntó a
Baudelaire qué era la inspiración y él respondió: «La inspiración es
algo que me ordena trabajar todos los días». Y Dostoievski dijo: «El
genio no es más que una larga, sostenida paciencia». Lo que uno
tiene que hacer es sentarse ante una pila de papel en blanco, que es
en sí misma aterradora. N o hay nada tan atemorizante como una pila
de papeles en blanco y la idea de tener que llenarlos de arriba abajo,
colocando letras una después de otra. Y por esa razón tengo la
sensación de que quiero decir algo y de que vale la pena decirlo. Por
supuesto, uno debe tener presente que el hecho de escribir cien veces
«No hablaré en horas de clase», como un niño en la escuela,
simplemente no es literatura.

Juan Rulfo. Bueno pues yo no creo mucho en la inspiración. Más bien


creo en el trabajo, ¿no? Es cosa de ponerse a trabajar, de hacer las
cosas... A veces escribo cinco o seis páginas y de pronto surge la
historia que quiero contar. Lo que necesita el escritor es escribir, no
esperar a que se le encienda el foco. Es una labor de trabajo.
020. ¿Le afectan los críticos?
Antón Chéjov. Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle
a oler flores a una persona resfriada.

William Somerset Maugham. Los críticos dividen a los escritores


entre aquellos que tienen algo que decir y no saben cómo hacerlo, y
aquellos que saben cómo hacerlo y no tienen nada que decir.

Aldous Huxley. Nunca han tenido ningún efecto en mí, por la sencilla
razón de que nunca los he leído. Nunca me he propuesto escribir para
ninguna persona o público en particular; sencillamente he tratado de
hacer lo mejor que he podido y dejar las cosas así. Los críticos no me
interesan porque ellos se ocupan de lo que ya está hecho y pertenece
al pasado, en tanto que yo me ocupo de lo que viene a continuación.

John Dos Passos. Sé que han causado malos efectos sobre algunos
escritores. A veces la gente me envía artículos sobre mí, pero después
de un tiempo hago un paquete y lo mando a la Universidad de Virginia
para que los profesores cavilen un poco. Ocasionalmente miro algunas
cosas, pero casi siempre me las he ingeniado para evitar todo lo que
se ha escrito sobre mi obra, porque sencillamente no tengo tiempo
para ocuparme de eso. No creo haber perdido el sueño por lo que
podríamos denominar «la recepción crítica» de mi obra. En cierto
sentido he tenido mucha suerte. Si una cosa se hace entrar a golpes
en un lugar, siempre habrá alguien a quien le gustaría que estuviera
en otro.

William Faulkner. El artista no tiene tiempo para escuchar a los


críticos. Los que quieren ser escritores leen las críticas, los que
quieren escribir no tienen tiempo para leerlas. El crítico también está
tratando de decir: «Yo también pasé por aquí». La finalidad de su
función no es el artista mismo. El artista está un peldaño por encima
del crítico, porque el artista escribe algo que moverá al crítico. El
crítico escribe algo que moverá a todo el mundo menos al artista.

Lawrence Durrell. No les concedo atención, porque entonces me creo


obstáculos. Esto no le parecerá muy razonable a usted, me imagino:
hace muy poco he descubierto que las resistencias freudianas
características a las confesiones de todo tipo, que están bien
representadas en todos los obstáculos que dificultan el trabajo de
escribir—los accesos de mareo, las náuseas y demás malestares que
casi todos los escritores han descrito— son normales en todo tipo de
actividad creadora. Son simplemente formas de egocentrismo. Y el
egocentrismo puede ser inflamado muy fácilmente por una buena
reseña, y hasta por una mala reseña, y así puede hacerse uno de un
bonito obstáculo que le cueste dos días de trabajo. Y cuando hay que
obtener el dinero con lo que se escribe, no puede darse uno ese lujo,
así que no leo reseñas a menos que me las manden.

Claude Simon. Los que escriben críticas más o menos estúpidas o


malévolas me dejan completamente indiferente. Si les hubiera
prestado atención, no habría escrito la obra que me permitió ganar el
Premio Nobel.
—Dado que la mayoría de los críticos profesionales no leen los
libros que comentan, se han dicho y escrito montañas de insensateces
acerca del noveau roman. La denominación alude a un grupo de
escritores franceses que encuentran insoportables las formas
convencionales y académicas de la novela, lo mismo que Proust y
Joyce mucho antes que ellos. Aparte de este rechazo común, cada
uno de nosotros ha trabajado su voz propia; las voces son muy
diferentes, pero eso no impide que nos tengamos estima mutua ni que
nos una un sentimiento de solidaridad.

Camilo José Cela. Uno jamás debería permitir que nada lo


condicione. Absolutamente nada debería in fluir sobre uno, y mucho
menos los favores del poder o el dinero. Hay que tener en mente otra
cosa: el escritor puede ganar dinero en este mundo, pero ese no debe
ser su objetivo primordial. Si uno ambiciona ganar mucho dinero,
apuntará demasiado bajo y jamás saldrá de cierta clase de pobreza.
Pero si uno escribe lo que quiere, y después descubre que hay
determinado número de lectores interesados en escucharlo o en
leerlo, el dinero llegará como resultado. Pero eso pasa sin buscarlo, o
puede no pasar jamás.

Anthony Burgess. Me enfurece la estupidez de los críticos que se


niegan voluntariamente a comprender los temas de mis libros. He
notado cierta malevolencia, especialmente en Inglaterra. Una mala
reseña escrita por un hombre que yo admiro es algo muy doloroso…
La tarea del crítico consiste en explicar los elementos profundos que el
autor no podía conocer. Al decir en qué puntos se equivoca el autor
técnicamente o en cuestiones de gusto, etcétera, raramente el crítico
dice algo que desconozca el autor.

Charles Bukowski. Sólo existe un juez definitivo de la escritura, y es


el escritor. Cuando se deja llevar por los críticos, los directores
editoriales, los editores, los lectores, está acabado. Y, por supuesto,
cuando se deja llevar por su fama y su fortuna, lo puedes tirar al río
con la demás mierda.

James Baldwin. Los críticos literarios no deben preocuparnos.


Idealmente, lo que un crítico puede hacer es indicar los lugares donde
el autor se excedió o fue poco claro. Dado que cualquier clase de
opinión pública es una pregunta, yo diría que no se puede reaccionar
contra ella. Tal vez se digan cosas hirientes, y tal vez a uno no le
guste escucharlas, ¿pero qué podría hacer al respecto? ¿Escribir para
defenderse? No se puede hacer eso.

Truman Capote. Antes de publicar, y siempre y cuando provenga de


personas en cuyo juicio uno confíe, sí, por supuesto, la crítica ayuda.
Pero después de que algo es publicado, todo lo que deseo leer o
escuchar son elogios. Lo que no lo sea me aburre, y le daré a usted
cincuenta dólares si me muestra un escritor que pueda decir
honradamente que las majaderías o las opiniones condescendientes
de los autores de reseñas le han servido de algo.
Mario Vargas Llosa. (…) la crítica por sí sola, aun en los casos en
que es más acertada y rigurosa, no consigue afectar el fenómeno de la
creación, explicarlo en su totalidad. Siempre habrá en una ficción o un
poema logrados un elemento o dimensión que el análisis crítico
racional no logra apresar. Porque la crítica es un ejercicio de la razón y
de la inteligencia, y en la creación literaria, además de estos factores,
intervienen, y a veces de manera determinante, la intuición, la
sensibilidad, la adivinación, incluso el azar, que escapan siempre a las
redes de la más fina malla de la investigación crítica.
—Hay crítica que es sólo jerga pretenciosa y académica. Pero
hay crítica que para mí ha sido muy iluminadora sobre mi propio
trabajo. Por ejemplo, yo recuerdo una crítica que escribió David
Gallagher sobre Conversación en La catedral. Me dio una lectura de la
novela que para mí fue toda una revelación. El libro de Efraín Kristal
sobre mi obra me pareció magnífico. El leyó los libros que yo leía
mientras escribía mis novelas, lo que le dio pistas muy convincentes y
para mí muy sorprendentes sobre la estructura, los personajes y
ciertos métodos de elaboración de mis historias. Pero en general no
tengo la obsesión de leer las cosas que se escriben sobre mí. Al
contrario, muchas veces me incomodan.

John Irving. Las reseñas sólo son importantes cuando nadie sabe
quién es uno. En un mundo perfecto todos los escritores serían lo
suficientemente conocidos como para no necesitar a los críticos.
Como escribió Thomas Mann: «Nuestra receptividad hacia el elogio no
puede equipararse a nuestra vulnerabilidad al desdén avieso y el
abuso malévolo. No importa cuán estúpido sea ese abuso, no importa
hasta qué punto esté motivado por rencores personales; como
expresión de hostilidad que es, nos toca de manera mucho más
profunda y duradera que el elogio. Lo cual es muy tonto, ya que los
enemigos son, por supuesto, el acompañamiento necesario de toda
vida vigorosa, la prueba misma de su fuerza». Tengo un amigo que
dice que los críticos son los pájaros que se posan en el lomo de los
rinocerontes literarios… pero es demasiado amable. Esos pájaros
proporcionan un valioso servicio al rinoceronte, y el rinoceronte ni
siquiera los ve. Los críticos no proporcionan ningún servicio al escritor
y se hacen notar en exceso. Me gusta lo que Cocteau dijo de ellos:
«Presta mucha atención a las primeras críticas de tu obra. Fíjate qué
es lo que no les gusta a los críticos: tal vez sea lo único original y
valioso de tu obra».

Rosa Montero. Depende qué crítica. Yo busco la crítica de unos


cuantos amigos a los que respeto cuando les doy mi borrador. Pero si
te refieres a la crítica literaria profesional de los periódicos y demás, en
general, salvo honrosas excepciones, es de muy mala calidad y casi
nunca te enseña nada. En general no la leo, ni las que me hacen a mí
ni las que hacen a otros autores, salvo si están firmadas por algunos
de los poquísimos críticos que respeto, como Sanz Villanueva o Ángel
Basanta.

Apostilla. Aprecio el talento de un crítico en la medida de lo que me


dice sobre los grandes libros y los grandes autores. Pongo por ejemplo
el espléndido Tolstói o Dostoievski de George Steiner. Entre los
nuestros, me quedo con los juicios de Emmanuel Carballo y
Christopher Domínguez.
Otra cosa son los reseñas. Están en las revistas culturales y en
casi todos los diarios (también en las publicaciones virtuales). Se
espera que los reseñistas analicen las obras literarias con objetividad y
nos informen, en las áreas básicas, de sus virtudes y defectos. No
sucede así. En la realidad funcionan como publicistas. Sólo abordan
los libros de los amigos o los publicados por alguna editorial que sepa
recompensar. Objetividad cero. Se trata sólo de ensartar elogios las
más de las veces gratuitos (a menos que el autor sea un ángel caído
de la gracia del reseñista). Esta clase de reseñas no sirven ni a los
lectores ni al autor.
021. ¿Se le han llegado a agotar los temas?
E. M. Forster. Los hechos principales de la vida humana son cinco:
nacimiento, alimento, sueño, amor y muerte. Podríamos aumentar el
número —añadir la respiración, por ejemplo—, pero estos cinco son
los más evidentes. Preguntémonos brevemente por el papel que
desempeñan en nuestras vidas y el que desempeñan en las novelas.
¿Tiende el novelista a reproducirlos con exactitud o propende a
exagerarlos, a disminuirlos, a ignorarlos y mostrar a sus personajes
como si les ocurrieran cosas que a ti y a mí no nos ocurren de igual
manera aunque llevan los mismos nombres?

Heinrich Böll. Últimamente las inhibiciones o bloqueos se han


convertido en mi segunda naturaleza. Tiene que ver con la situación
del planeta. Vivo en un país que tiene la mayor concentración de
armas atómicas de la Tierra, y ahora quieren agregar mayores
cantidades de nuevas armas atómicas. Eso puede dejarnos sin aliento
y quitarnos la alegría de vivir, y también hacernos pensar si vale la
pena escribir. La música, la música clásica, me ayudó durante un
tiempo a superar el bloqueo: la respiración de Beethoven, por ejemplo,
en la que percibo algo muy europeo occidental y renano. El problema
persistente de mi escritura es que nunca sé cómo van a salir las
cosas, incluso cuando escribo una reseña breve. Siempre tengo que
empezar de cero. No tengo oficio.
John Gardner. El asunto primordial de la ficción ha sido es y será
siempre la emoción humana, las creencias y los valores de los seres
humanos. El novelista Nicholas Delbanco ha comentado que, a los
cuatro años de edad, uno ya ha experimentado prácticamente todo lo
que se necesita para escribir ficción: el amor, el dolor, la pérdida, el
aburrimiento, la cólera, la culpa, el miedo a la muerte. Al escritor le
corresponde crear seres humanos convincentes y crear para ellos
situaciones y acciones básicas, por medio de las cuales consigan
conocerse y revelarse ante el lector.

Mario Vargas Llosa: Creo que los temas eligen al escritor. Me ha


parecido que ciertas historias se me imponían y yo no podía ignorarlas
porque de alguna manera oscura se relacionaban con alguna
experiencia fundamental, no podría decir exactamente cómo. Nunca
tengo la sensación de haber decidido racionalmente, deliberadamente,
que voy a escribir determinada historia.

Hanif Kureishi. A fin de cuentas sólo hay un tema para un artista:


¿qué es la naturaleza de la experiencia humana?, ¿qué es lo que lo
hace vivir, sufrir o sentir?, ¿qué lo hace amar o necesitar a otra
persona? ¿qué tanto podemos llegar a conocer al otro?, ¿o a nosotros
mismos? En otras palabras, qué es lo que hace a un ser humano ser.
Estas son preguntas que nunca podrán ser contestadas
satisfactoriamente, pero que tienen que ser planteadas una y otra vez
por cada generación y por cada persona. La insatisfacción es la
aportación del escritor.
Apostillas. Para mí, en la narrativa sólo hay dos temas: lo que me
ocurre y lo que le ocurre a los demás.
En literatura no hay nada escrito, decía Tito Monterroso, y el
ingenioso aforismo, aunque lo veneremos como una más de las
ocurrencias del autor guatemalteco, encierra gran sabiduría. Mucho se
ha escrito, es cierto, desde los tiempos más remotos, pero por más
que se hayan explorado, los temas o asuntos son inagotables —y
frente a esa infinitud el todo anterior es nada o casi nada—, ya que
cada sensibilidad y cada inteligencia los asume de modo propio, bajo
una luz extraña, nueva, distinta. Ante los autores de cuentos y novelas
se extienden dilatados territorios para la inventar, experimentar y
recrear. Siempre hay y habrá maneras novedosas de organizar los
ingredientes de un texto e inocularle poder —compasión o ponzoña—
a las palabras.
022.¿Cómo se llevan el cine y la literatura?
Henry Miller. Lo que más deploro es que el medio fílmico jamás haya
sido adecuadamente explotado. Es un medio poético con toda clase
de posibilidades. Piense solamente en el componente de sueño y
fantasía. ¿Pero cuántas veces lo conseguimos? De vez en cuando un
toquecito, y todos quedamos boquiabiertos. Y piense en todos los
adelantos técnicos a nuestro alcance. Peo, Dios mío, ni siquiera
hemos empezado a usarlos. Podríamos obtener maravillas increíbles,
prodigios, alegría y belleza ilimitada. ¿Y qué obtenemos? Pura basura.
El cine es el más libre de todos los medios, se pueden hacer
maravillas con él. De hecho, espero ansioso el día en que el cine
reemplace a la literatura, el día en que ya no haya necesidad de leer.
Uno recuerda las caras y los gestos de las películas, alago que jamás
sucede cuando lee un libro. Si la película nos atrapa, nos entregamos
a ella por completo. Ni siquiera cuando uno escucha música es así.
Uno va a la sala de conciertos y la atmósfera es mala, la gente
bosteza o se queda dormida, el programa es demasiado largo, no
tiene las cosas que a uno le gustan, etcétera. Usted sabe a qué me
refiero. Pero en el cine, sentado allí en la oscuridad, las imágenes van
y vienen. Es como una lluvia de meteoritos que caen sobre uno.

James M. Cain. Nunca voy al cine. A alguna gente no le gustan


ciertas comidas. A mí no me gustan las películas. La gente me dice:
¿no te importa saber qué le han hecho a tu libro? Y yo les digo: «A mi
libro no le han hecho nada. Está ahí, en la biblioteca. Me pagaron y
eso es todo».

John Dos Passos. No sé si había visto las películas de Einsenstein


cuando escribí Manhattan Transfer. La idea de montaje influyó sobre
esta clase de armado. Debo haber visto El acorazado Potemkin.
Luego, por supuesto, debo haber visto El nacimiento de una nación,
que fue el primer intento de montaje cinematográfico. Einsenstein la
consideraba el origen de su método. No sé si en mis lecturas hubo
algo que diera origen a Manhattan Transfer. Vanity Fair no se le
parece en nada, pero yo había leído mucho Vanity Fair y también
literatura inglesa del siglo XVIII. Tal vez Tristram Shandy tiene ciertas
conexiones. Es realmente subjetiva, y yo intentaba ser totalmente
objetivo en lo mío. Sterne armó su narrativa con un montón de cosas
diferentes. No parece tener mucha cohesión, pero si uno lee todo el
libro, la descripción resulta muy coherente.

William Faulkner. Yo acababa de cumplir un contrato con la Metro


Goldwyn Mayer (MGM) y me disponía a volver a casa. El director con
el que había trabajado me dijo:«Si quiere usted volver a hacer algo
aquí, no tiene más que dejármelo saber y yo hablaré con el estudio
para conseguir un nuevo contrato». Le di las gracias y me fui a casa.
Como seis meses después le telegrafié a mi amigo el director
diciéndole que me gustaría hacer otro trabajo. Poco después recibí
una carta de mi agente en Hollywood y un cheque por mi primera
semana de trabajo. Me sorprendí porque yo había contado con que
primero recibiría una notificación o una llamada oficial y un contrato del
estudio. Pensé que el contrato se habría retrasado y llegaría en el
próximo correo. En lugar de ello, una semana después recibí otra carta
del agente con mi segundo cheque semanal. Empezó en noviembre
de 1932, continuó hasta mayo de 1933. Entonces recibí un telegrama
del estudio, que decía: William Faulkner, Oxford, Miss. ¿Dónde está
usted? MGM Studio. Yo contesté con otro telegrama: MGM Studio,
Culver City, California. William Faulkner. La joven telegrafista me
preguntó: «¿Dónde está el mensaje, señor Faulkner?» Yo le contesté:
«Ese es», y ella me dijo: «El reglamento dice que no lo puedo mandar
sin un mensaje; usted tiene que decir algo». Así que revisamos su
muestrario y escogimos uno que ya no recuerdo, uno de esos
mensajes de felicitación de cumpleaños que uno sólo tiene que firmar.
Mandé ése. A continuación recibí una llamada telefónica de larga
distancia desde el estudio ordenándome que tomara el primer avión a
Nueva Orleáns y me reportara con el director Browning. Yo podía
tomar un tren en Oxford y llegar a Nueva Orleáns ocho horas más
tarde, pero obedecí las instrucciones del estudio y me fui a Memphis,
desde donde hay un vuelo ocasional a Nueva Orleáns. Tuve que
esperar tres días. Llegué al hotel del señor Browning a eso de las ocho
de la tarde y me reporté con el director. Estaban celebrando una fiesta.
El director me dijo que me fuera a dormir temprano y estuviera listo
para empezar a trabajar temprano en la mañana. Le pregunté el
argumento. «Ah, sí –me dijo–. Vaya al cuarto número tal. Allí está el
escritor de continuidad. Él le contará el argumento». Me fui al cuarto
indicado y allí encontré al escritor solo. Me presenté y le pregunté por
el argumento. El me dijo: «Cuando usted haya escrito los diálogos le
dejaré ver el argumento». Volví al cuarto de Browning y le conté lo que
había sucedido. «Vuelva allá —dijo—, y dígale a ese tal por cual…
Pero no, mejor olvídese y váyase a dormir para que podamos empezar
a trabajar temprano en la mañana». Bueno, pues, al otro día por la
mañana nos fuimos todos, menos el escritor de continuidad, en una
lancha alquilada muy elegante, a Granel Isle, a unos 150 kilómetros de
distancia, donde se iba a filmar la película. Llegamos justo a tiempo
para almorzar y tener tiempo de recorrer los 150 kilómetros de regreso
para llegar a Nueva Orleáns antes del anochecer. Así pasaron tres
semanas. De cuando en cuando me preocupaba un poco por el
argumento, pero Browning siempre me decía: «Deje de preocuparse.
Acuéstese temprano para que podamos empezar a trabajar temprano
en la mañana». Una noche, al regresar, apenas acababa de entrar en
mi cuarto cuando sonó el teléfono. Era Browning. Me dijo que fuera a
su cuarto en seguida. Así lo hice. El tenía un telegrama que decía:
Faulkner despedido. MGM Studio. «No se preocupe —me dijo
Browning—. Vaya a llamar a ese tal por cual ahora mismo, y no sólo
haré que lo vuelva a poner a usted en la nómina, sino que se disculpe
por escrito». Alguien tocó a la puerta. Era un botones con otro
telegrama, que decía: Browning despedido. MGM Studio. Así que me
fui a casa. Supongo que Browning también se fue a alguna parte. Me
imagino que el escritor de continuidad todavía está en su cuarto, en
algún lugar, con su cheque semanal bien apretado en la mano. Esa
película nunca la acabaron. Pero si construyeron una aldea
camaronera: una plataforma larga con pilares en el agua y cobertizos
encima de la plataforma, una especie de muelle. El estudio pudo haber
comprado docenas de esas construcciones a cuarenta o cincuenta
dólares cada una. En lugar de hacer eso, construyeron la suya propia,
falsa. Es decir, una plataforma con una sola pared, de modo que
cuando uno abría la puerta y pasaba por ella iba a dar directamente al
océano. El día que empezaron a construirla, un pescador cayún se
acercó remando en su piragua hecha de un tronco hueco. Pasó todo el
día sentado bajo el sol abrasador, observando a los extraños hombres
blancos que construían la imitación de plataforma. Al día siguiente
volvió en la piragua con toda familia: su esposa que amamantaba al
hijo de meses, los otros niños y la suegra, y todos pasaron ese día
sentados bajo el sol abrasador observando la insensata e
incomprensible actividad. Volví a Nueva Orleáns dos o tres años
después y enteré de que los cayunes seguían visitando —recorriendo
para ello considerables distancias— la imitación de plataforma
camaronera que un montón de hombres blancos habían construido a
toda prisa y después habían abandonado.

Angus Wilson. Me gustaría mucho que mis libros fueran llevados al


cine, pero no puedo imaginarme escribiendo guiones originales; no
conozco las técnicas necesarias y rara vez voy al cine en estos días.

Anthony Burgess. Las películas ayudan a las novelas en las que


están basadas, lo que me ofende y agradezco, al mismo tiempo. De
La naranja mecánica, en edición de bolsillo, se ha vendido más de un
millón de ejemplares en Estados Unidos, gracias al buen Stanley.
Gabriel García Márquez. No se me ocurre ninguna película que haya
mejorado una buena novela, pero sí se me ocurre una buena cantidad
de buenas películas que salieron de malas novelas. El cine tiene una
gran limitación porque es un arte industrial, toda una industria. Es muy
difícil expresar en el cine lo que uno verdaderamente quiere decir. Mi
relación con el cine es como la de una pareja que no puede vivir
separada, pero que tampoco puede vivir junta. Sin embargo, ante la
elección de tener una compañía cinematográfica o un diario, preferiría
tener un diario.

Milan Kundera. Cuando algún día la Historia de la novela termine,


¿qué suerte le espera a las grandes novelas que permanecerán?
Algunas no pueden ser contadas y, por tanto, son inadaptables [al
cine] (como Pantagruel, como Tristram Shandy, como Jacques el
fatalista, como Ulises). Sobrevivirán o desaparecerán tal como son.
Otras, gracias a la story que contienen, parecen poder ser contadas
(como Ana Karenina, como El idiota, como El proceso) y, por tanto,
son adaptables al cine, a la televisión, al teatro, a los cómics. ¡Pero
esa inmortalidad es una quimera! Porque, para hacer de una novela
una obra de teatro o una película, ante todo hay que descomponer su
composición; reducirla a su simple story; renunciar a su forma. ¿Y qué
queda de una obra de arte si se la priva de su forma? Creemos
prolongar la vida de una gran novela mediante una adaptación, y no se
hace sino construir un mausoleo en el que sólo una pequeña
inscripción en el mármol recuerda el nombre de quien n o está ahí.
John Updike. Creo que vivimos una época de predominio visual y que
tanto el cine como las artes gráficas, las artes pictóricas, nos acechan,
acechan a la gente de la palabra. En mi reseña acerca de Robbe-
Grillet y sus teorías escribí sobre los celos que sentimos. En suma,
estamos celosos porque las artes visuales han capturado todas las
personas glamorosas: los ricos y los jóvenes.
—Creo que envidiamos el éxito, la magnitud del encanto. Una
película no requiere mucho trabajo. Se filtra dentro de nosotros, n os
llena como la leche llena el vaso, en cambio se necesita cierto
esfuerzo cerebral para transformar un ramillete de marcas mecánicas
impresas sobre la página en imágenes vivas y en movimiento. De
modo que… sí, el poder del cine, el espantoso poder del cine, su
manera de cautivarnos —desde el deficiente mental al genio—, su
manera de hipnotizarnos… Lo que no sé es hasta qué punto esos
intentos de imitar esa instantaneidad, es mezcla de imágenes, son
relevantes para el arte del novelista. Creo que la novela desciende de
dos fuentes: los relatos históricos y las cartas. Las cartas personales,
la novela epistolar; la novela de Richardson que ahora es revivida
como un tour de forcé, posee esa instantaneidad cinematográfica: el
tiempo transcurre en la página. Pero esta es una corriente minoritaria
dentro de la novela contemporánea; en general nos cautiva la novela
como historia, como relato de cosas que se hicieron alguna vez.

John Irving. Bueno, las películas, las películas, las películas… son el
enemigo, por supuesto. El cine es enemigo de la novela porque
reemplaza a las novelas. Los novelistas no deberían escribir para el
cine a menos que se den cuenta de que no son buenos novelistas…
Me gusta la gente que hace cine y me alegra que a varios de ellos,
que son terriblemente inteligentes, no les haya dado por escribir
novelas. Dios es testigo de que ya hay bastante gente que escribe
novelas. De todos modos, lo más importante que aprendí escribiendo
el guión de Libertad para los osos fue que la escritura de guiones no
es escritura: es carpintería. No tiene lenguaje, y el escritor no controla
el ritmo del relato ni el tono de la narración, ¿y qué otra cosa hay para
controlar?

Apostilla. Al hablar de la relación entre cine y palabra escrita, en


primer término debe señalarse que, de hecho desde el nacimiento del
cine de ficción, buena parte de los argumentos se tomaron (y esa
enorme veta sigue aportando materia prima) de la literatura universal.
De la Biblia y los épicos y trágicos griegos a la narrativa de nuestro
tiempo, pasando por Shakespeare, Cervantes y los novelistas del siglo
XIX, con especial énfasis en algún momento en los clásicos de Víctor
Hugo y Alejandro Dumas. ¿Cuántos jorobados, miserables y
mosqueteros no hemos visto en el cine?
Más todavía, el cine no solamente se apoderó de los argumentos
sino también, adecuándolos, de ciertos procedimientos narrativos de la
novelística, como los acercamientos y distanciamientos que en la
escritura se logran mediante una descripción precisa y detallada, y en
el cine (y antes aún en la fotografía), mediante los emplazamientos de
la cámara. Nada hay en ello de turbio o de tramposo, en última
instancia el objetivo es ampliar y diversificar los recursos expresivos
de una disciplina artística. Akira Kurosawa, que llevó al cine soberbias
adaptaciones de las tragedias shakesperianas, promovió sin rubores ni
golpes de pecho una actitud de franca aproximación a la literatura.
«Para escribir un guión —anotó—, primero se deben estudiar las
grandes novelas y piezas teatrales del mundo. Se debe evaluar por
qué son grandes. De dónde viene la emoción que se siente al leerlas.
Qué grado de pasión debió tener el autor, qué nivel de meticulosidad
debió manejar para retratar los personajes y los acontecimientos como
lo hizo. Se debe llegar al fondo hasta el punto en que se puedan
apropiar todas estas cosas».
Del otro lado, los recursos escriturales de la novela se han
modificado bajo la influencia de ciertos procedimientos narrativos
utilizados por el cine. Las violentas elipsis cinematográficas, o el uso
corriente que hace el cine de flashbacks dentro de flashbacks (tiempos
pasados a veces mostrados en tiempo presente), o la objetividad, que
consiste en registrar únicamente lo que podría ver una cámara y lo
que podría escuchar una grabadora, se han trasladado con naturalidad
a la narrativa, por ejemplo, en caso mencionado al final, en la llamada
novela behaviorista o del comportamiento externo.
023. ¿Cómo le ha ido con las traducciones?
Camilo José Cela. Un día recibí uno de mis libros traducido al chino y
ni siquiera pude averiguar de qué libro se trataba. Eso provoca cierta
sensación de estupor. Pensé que tal vez la persona que envió el libro
me estaba haciendo una broma, y que no se trataba realmente de uno
de mis libros. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero entonces apareció mi
nombre en una de las páginas en caracteres occidentales. Bueno, por
lo menos ahora sé que es uno de los míos, ¡aunque todavía no logro
descubrir cuál!

Heinrich Böll. Sólo puedo juzgar las traducciones al inglés. Y sin


demasiada precisión, incluso en ese caso. Mis relaciones epistolares
más interesantes son las que mantengo con mis traductores. Me
maravilla la sensibilidad de los traductores con respecto a ciertos
pasajes que cualquier otro, aunque conozca bien el alemán, no
apreciaría. Claro que los traductores rusos nunca me consultaron
nada, pero los franceses, los italianos y los ingleses a veces me
escriben para que les aclare determinadas expresiones, determinadas
situaciones, y eso me da muchísimo placer. Me encanta.

Apostilla. ¡Cuidado con las traducciones! Los traductores no siempre


son de una estatura semejante a la de los autores que trasladan a
otras lenguas. La edición argentina de una novela de Philip Roth
dedicada al beisbol (The Great American Novel, traducida como La
caída de los ídolos) no tiene pies ni cabeza.
024. ¿Han sido buenas sus relaciones con los editores?
John Cheever. Mi definición del buen editor es: un hombre
encantador que me envía cheques abultados, elogia mi trabajo, mi
belleza física y mis proezas sexuales, y tiene una influencia
avasallante sobre la editorial y el banco.

Alberto Manguel: ¿Por qué es Norteamérica un criadero de editores?


Sugiero que la respuesta se encuentra en el tejido mercantil de la
sociedad estadounidense. Dado que los libros tienen que ser
mercancía que se venda, deben emplearse expertos para garantizar
que los productos sean comerciales y rentables. En su peor expresión,
esta labor unificadora produce romances para el mercado masivo; en
la mejor, deja Thomas Wolfe de tamaño aceptable. En América Latina,
donde los libros rara vez ganan dinero, el escritor es dejado a sus
propios medios y una novela es libre de extenderse hasta donde
quiera sin miedo a la tijera editorial.
Desafortunadamente, la influencia estadounidense ha empezado
a extenderse. En Alemania, España y Francia, por ejemplo, el
directeur de collection, que antes se limitaba a seleccionar los libros
que deseaba publicar, ahora se sienta con los escritores a hablar de
las obras en proceso. A veces el escritor se empecina y se niega a
seguirle la corriente. Pero pocos tienen el valor o el peso literario de
Graham Greene, quien, cuando su editor estadounidense le sugirió
que cambiara el título de su novela Viajes con mi tía, respondió con un
telegrama de ocho palabras: «Más fácil cambiar de editor que de
título».

Rosa Montero. Ningún editor me ha sugerido nunca nada. Si alguno


me hiciera una sugerencia atinada, me parecería de perlas. Ya te digo
que yo doy mi borrador a leer a cuatro o cinco amigos, y naturalmente
nunca acepto todo lo que ellos me dicen, pero sus críticas siempre son
interesantes. Si un editor hiciera esa misma labor, me parecería bien,
siempre y cuando sus sugerencias fueran simplemente eso,
sugerencias y no imposiciones. En cualquier caso ya te digo que
nunca me han dicho nada.

Apostilla. Ya no hay editores como los de antes, aquellos seres de


carne y hueso ante quienes comparecíamos con nuestro paquete de
cuartillas. «Muy bien —decían—, déjeme su novela y en un mes o dos
tendremos un dictamen». Y al cabo de ese lapso había en efecto un
dictamen y el autor derramaba lágrimas de dolor o de alegría. Si el
dictamen resultaba negativo, nos íbamos cargados de consejos.
Quítele adjetivos y redondee los personajes.
Es evidente que se trata de un trabajo de primerizo. La novela es
excesivamente larga, el lenguaje es pobre y hay mucho descuido.
El asunto carece de interés. La narración es incoherente.
No está mal, pero siga trabajándola y algún día.
Quémela y olvídela.
Mi primera novela fue publicada por la editorial Mortiz en octubre
de 1970. Había ofrecido el manuscrito dos años antes y la novela fue
sometida a dos dictámenes que resultaron favorables. Unos meses
después Bernardo Giner de los Ríos, director editorial, me pidió que
acudiera a las oficinas. Entrando, me dijo don Joaquín:
—El título no me gusta —la novela se llamaba entonces En la
piel del viento—. Siéntese ahí y búsquese un buen título.
Me dio papel y lápiz e indicó un escritorio. Dos horas después
había yo hecho una lista de diez o quince títulos, algunos de plano
descabellados. Se acercó don Joaquín y vio la lista.
—Éste —dijo. Era Ensayo general.
Al mediar el año 1970 Bernardo me avisó que la novela había
entrado a producción y en octubre tuve noticia de que ya había
ejemplares. Corrí a la editorial y con delectación me puse a hojear las
páginas recién impresas, a oler la tinta apenas seca de los primeros
ejemplares. Afuera, en tanto, debajo mismo de la ventana del
despacho, un músico callejero soplaba una trompeta y otro lo
acompañaba tundiendo con entusiasmo un tamborín.
—¿Contento? —me preguntó el editor mientras acariciaba yo
uno de esos libros y no me cansaba de contemplar la letra impresa,
las palabras que había colocado en aquella singular disposición.
Abajo, la estruendosa interpretación de los músicos callejeros
continuaba. Don Joaquín, evidentemente incómodo por el escándalo,
se hallaba envuelto en la permanente nube del humo de su pipa.
—¿Contento? —inquirió de nuevo al cabo de un minuto.
—Sí, claro. Muy contento.
—Me parece bien —concluyó don Joaquín, y señalando la
ventana aludió al concierto de los irrisorios filarmónicos—. Pero no
tenía por qué haber traído esa charanga para festejar.
Ya no hay editores de esos.
En nuestros días las cuartillas engargoladas se entregan a un
empleado que las hace llega a quién sabe qué fantasmal editor o
asistente. El editor de hoy es la corporación, un conjunto de presuntos
especialistas en mercadotecnia que analizan las posibilidades de
venta de los escritos.
025. ¿Piensa en los posibles lectores cuando escribe?
Saul Bellow. Cuando escribo tengo en mente a otro ser humano que
me comprenderá. No con la comprensión perfecta, que es algo
cartesiano, sino con la comprensión aproximada, que es algo judío. Y
con la confluencia de simpatías, que es algo humano. Pero no pienso
en un lector ideal, no. Permítame agregar algo. Aparentemente poseo
la autoaceptación ciega del excéntrico, que es incapaz de concebir
que sus excentricidades no sean comprendidas.

Norman Mailer. Antes solía tener una idea mucho más clara de la
gente para quien escribía: ciertos amigos, ciertos intelectuales, ciertos
críticos. Tenía una intuición sobre el tipo de público que esperaba me
recibiera. Así era en los años sesenta. Pero en los años setenta se me
amplió de tal modo el público que ahora francamente ignoro para
quién escribo. Uno está de moda o pasa de moda y la capacidad de
distinguir para quién se escribe se desenfoca continuamente. Debo
admitir, por otra parte, que con mi libro egipcio he llegado a un punto
en que este asunto dejó de interesarme. No me gustaría saber a quién
le va a gustar. Uno ha envejecido lo suficiente y cae en la cuenta de
que no quedan más dioses literarios. Eso no está mal; siempre te
perturba la sensación de que hay un crítico que te observa.

James Baldwin. No, no se puede pensar en eso.


Apostilla. ¿Cómo se puede pensar en los lectores si ni siquiera se
sabe si tiene uno lectores o los tendrá alguna vez? Se escribe quizá
para los amigos y la parentela. Tal vez para lanzar botellas al mar.
026. ¿Qué puede decirnos del lenguaje y el estilo?
Guy de Maupassant. No hay necesidad de usar el vocabulario
estrambótico, complicado, prolijo y exótico que hoy se nos impone
bajo el nombre de escritura artística, para fijar todos los matices del
pensamiento; sino que hay que discernir, con extrema lucidez, todas
las modificaciones del valor de una palabra, teniendo en cuenta el
lugar que ocupa. Usemos menos nombres, verbos y adjetivos de
sentido casi inasequible y más frases variadas, construidas de formas
diversas, ingeniosamente cortadas, llenas de sonoridades y de ritmos
hábiles. Esforcémonos por ser excelentes estilistas en vez de
coleccionistas de términos raros.

Ford Madox Ford. Un estilo interesa cuando arrastra al lector.


Entonces es un buen estilo. Un estilo deja de interesar cuando el lector
se cansa por causa de sus frases inconexas, sus palabras
desgastadas, sus cadencias monótonas o sincopadas. Las palabras
que sorprenden en exceso, aunque sean pertinentes, las imágenes
demasiado justas, los excesivos alardes de inteligencia pueden
hacerse, a la larga, tan fatigosos como las palabras más desgastadas
o las cadencias más sincopadas.

Katherine Anne Porter. Hay un lenguaje humano básico y puro que


existe en todo el idioma, y ese es el lenguaje del poeta y del escritor.
Hay que hablar clara y sencilla y puramente en un lenguaje que un
niño de seis años pueda entender, y que sin embargo tenga los
significados y los matices del lenguaje y las implicaciones, el atractivo
para la inteligencia más elevada, es decir la inteligencia elevada que
uno sea capaz de alcanzar.

Jorge Luis Borges: Siempre que encuentro una palabra


extravagante, es decir, una palabra que podría ser usada por los
clásicos españoles, o una palabra usada en los barrios bajos de
Buenos Aires, quiero decir una palabra diferente de las obras, la tacho
y uso una palabra común. Recuerdo que Stevenson escribió que en
una página bien escrita todas las palabras debían tener el mismo
aspecto. Si uno escribe una palabra grosera o asombrosa o arcaica,
se transgrede la regla, y lo que es más importante, se distrae la
atención del lector. Siempre hay que poder leer fluidamente, aunque
uno esté escribiendo metafísica, filosofía o lo que fuere.
—Pienso que Mark Twain fue uno de los verdaderos grandes
escritores, pero creo que no se dio mucha cuenta de ello. Quizá para
escribir un gran libro te debas dar poca cuenta de ello. Puedes
esclavizarte y cambiar todos y cada uno de los adjetivos, pero quizás
escribas mejor si dejas los errores. Recuerdo lo que dijo Bernard
Shaw: que, por lo que respecta al estilo, un escritor tendrá tanto estilo
como convicción tenga de poseerlo y no más. Shaw pensaba que la
idea de un juego de estilo carecía de sentido, de significado.

Octavio Paz. Las palabras. Dales la vuelta, / cógelas del rabo (chillen,
putas) / azótalas, / dales azúcar en la boca a las rejegas, / ínflalas,
globos, pínchalas, / sórbeles sangre y tuétanos, / sécalas, / cápalas, /
písalas, gallo galante, / tuérceles el gaznate, cocinero, / desplúmalas, /
destrípalas, toro, / buey, arrástralas, / hazlas, poeta, / haz que se
traguen todas sus palabras.

Julio Cortázar. Un escritor juega con las palabras pero juega en serio;
juega en la medida en que tiene a su disposición las posibilidades
interminables e infinitas de un idioma.

Heinrich Böll. Detrás de cada palabra se oculta un mundo que debe


ser imaginado. En realidad, cada palabra tiene una enorme carga de
recuerdos, no solamente de una persona sino de toda la humanidad.
Por ejemplo la palaba pan, o guerra, o la palabra silla, o cama o cielo.
Detrás de cada palabra hay todo un mundo. Temo que la mayoría de
la gente utiliza las palabras como algo que puede ser malgastado y n o
percibe la carga que subyace en cada palabra. Por supuesto que eso
es lo significativo de la poesía, o la lírica, donde esta carga puede ser
expresada con mayor intensidad que en prosa, aunque la prosa tiene
la misma función.

Norman Mailer. Encontrar la manera propia de uno es algo elusivo.


Aunque por cierto ayuda a desarrollar un estilo único, primero tienes
que aprender cómo escribir. Allá en los años cincuenta, Nelson Algren
estaba dando una clase de escritura en Chicago y me invitó a asistir.
Leyó un cuento de uno de los chicos. Hemingway de cuarta. Después,
le dije a Nelson: «¿Por qué le prestaste tanta atención? Sólo estaba
copiando a Hemingway». Y Algren, que tenía diez años más que yo y
sabía mucho más, dijo: «Sabes, estos chicos están mejor si se atan a
un escritor y empiezan a imitarlo, porque aprenden mucho haciéndolo.
Si son buenos en algún sentido, tarde o temprano se librarán de la
influencia. Pero antes tienen que atarse a alguien». Eso fue útil.
Por otro lado, lleva tanto tiempo encontrar tu propia manera... Se
reduce a un conjunto de decisión es sobre qué palabra es valiosa y
cuál no, en cada frase que escribes. Ese es un elemento. Otro es la
coherencia general. Tienes escritores que son excepcionalmente
talentosos pero siguen siendo lo que yo llamaría grandes aficionados.
El ejemplo más notable sería una escritora tan dotada como Toni
Morrison. Su estilo puede cambiar de un capítulo a otro: su vigor no
reside en proteger el tono. Puede escribir con belleza durante página
enteras, y después, al capítulo siguiente, se demora de un modo
pedestre. Viola lo que es ella en su mejor momento, su voz distintiva,
esas percepciones distintivas.
—Es reconfortante sostener que algunos escritores importantes
desarrollan un estilo a partir de sus debilidades mayores. Hemingway
no era capaz de escribir una oración larga, compleja, con buena
arquitectura en la sintaxis. Pero convirtió esa incapacidad en su
habilidad personal de escribir breves frases declarativas o largas
oraciones fluidas conectadas con conjunciones. Faulkner, por el
contrario, no era capaz de escribir con sencillez, pero sus oraciones
demasiado opulentas, congestionadas, producían una atmósfera
extraordinaria. A su vez, Henry Miller rara vez podía contar bien toda
una historia. Prefería sus excursiones apartadas de la historia, y esos
apartes son lo que lo hizo excepcional.

Mario Vargas Llosa. El estilo es ingrediente esencial, aunque no el


único, de la forma novelesca. Las novelas están hechas de palabras,
de modo que la manera como un novelista elige y organiza el lenguaje
es un factor decisivo para que sus historias tengan o carezcan de
poder de persuasión. Ahora bien, el lenguaje novelesco no puede ser
disociado de aquello que la novela relata, el tema que se encarna en
palabras, porque la única manera de saber si el novelista tiene éxito o
fracasa en su empresa narrativa es averiguando si, gracias a su
escritura, la ficción vive, se emancipa de su creador y de la realidad
real y se impone al lector como una realidad soberana.
—Quizá debamos comenzar, para ir ciñendo los rasgos del
estilo, por eliminar la idea de corrección. No importa nada que un estilo
sea correcto o incorrecto, importa que sea eficaz, adecuado a su
cometido, que es insuflar una ilusión de vida —de verdad— a las
historias que cuenta. Hay novelistas que escribieron
correctísimamente, de acuerdo con los cánones gramaticales y
estilísticos imperantes en su época, como Cervantes, Stendhal,
Dickens, García Márquez, y otros, no menos grandes, que violentaron
aquellos cánones, cometiendo toda clase de atropellos gramaticales y
cuyo estilo está lleno de incorrecciones desde el punto de vista
académico, lo que no les impidió ser buenos o incluso excelentes
novelistas, como Balzac, Pío Baroja, Céline, Cortázar y Lezama Lima.
—Julio Cortázar se jactaba en sus últimos años de escribir «cada
vez más mal». Quería decir que, para expresar lo que anhelaba en sus
cuentos y novelas, se sentía obligado a buscar formas de expresión
cada vez menos sometidas a la forma canónica, a desafiar el genio de
la lengua y tratar de imponerle ritmos, pautas, vocabularios,
distorsiones, de modo que su prosa pudiera representar con más
verosimilitud aquellos personajes o sucesos de su invención. En
realidad, escribiendo así de mal, Cortázar escribía muy bien. Tenía
una prosa clara y fluida, que fingía maravillosamente la oralidad,
incorporando y asimilando con gran desenvoltura los dichos,
amaneramientos y figuras de la palabra hablada, argentinismos desde
luego, pero también galicismos, y asimismo inventando palabras y
expresiones con tanto ingenio y buen oído que ellas no desentonaban
en el contexto de sus frases…

Richard Ford. En estos días, cuando escribo todas las mañanas y


todas las tardes, las distinciones entre preocupaciones tan ficticias
como estrategia narrativa, trama, personajes y estructura dramática no
parecen importantes. Siempre me intereso por las palabras, y haga lo
que haga —ya sea describir un personaje o un paisaje o escribir una
línea de diálogo—, soy impulsado (si bien no completamente dirigido)
por mi interés en el sonido y el ritmo de las palabras, más allá de lo
que las palabras denotan. Probablemente la mayoría de los escritores
son como yo, ¿no le parece? A veces escribo una oración que
requiere, digamos, un objeto directo o un adjetivo predicativo y no
tengo la menor idea de cuál es la palabra. Lo único que sé es que no
quiero la palabra convencional: «La noche se puso oscura». No quiero
oscura, o quizá tomaría una nueva dirección. En todo caso, yo tendría
un modelo métrico incipiente en la cabeza. Una de las maneras en que
las oraciones pueden sorprender a su hacedor, complacer a sus
lectores y descubrir algo nuevo es alcanzar su sentido por medios no
ordinariamente lógicos.
John Banville. Creemos hablar una lengua, pero es la lengua quien
nos habla a nosotros. Cada palabra ha sido utilizada ya un billón de
veces y carga con el eco de todo ese uso; también carga, además,
con el peso de todas las cosas que no dice. Shakespeare y Cervantes
vivieron cuando el hombre moderno descubrió el yo, fueron los
primeros en decir realmente 'soy yo', y escribieron en un molde
relativamente nuevo. El inglés y el castellano eran idiomas jóvenes.
Ahora son idiomas gastados, cansados, y a la vez más ricos. En
realidad, las palabras siguen sorprendiéndome, sigo descubriendo en
el diccionario acepciones que desconozco. ¿Sabe lo de Thomas
Hardy? Una vez topó en un libro con una palabra que ignoraba. Buscó
en el diccionario y resultó que la única fuente para esa palabra era una
frase escrita por el propio Hardy.
—Mi prosa puede ser difícil, aunque a mí no me lo parezca. Es
cierto, mis textos no toleran al lector que se duerme entre una línea y
otra. Exigen atención. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría escribir?

Alberto Manguel. El diálogo que un escritor establece con el lector es


un diálogo de artificio y engaño. Para decir la verdad, el escritor debe
mentir en una serie de formas ingeniosas y convincentes; el
instrumento para hacerlo es el lenguaje —poco confiable, manipulado
y manipulador, oficialmente sacrosanto en cuanto a que se supone
que dice lo que el diccionario dice que dice, pero en la práctica
subjetivo y circunstancial—. La voz narrativa siempre es una ficción
tras la cual el lector asume (o se le pide que asuma) que hay una
verdad. El autor, el protagonista, aparece ante el lector de la nada,
casi pero no del todo una criatura de carne y hueso, materializada por
sus propias palabras, como la voz beckettiana que le habló a Moisés
del arbusto en llamas, diciendo: «Yo soy lo que soy». Esta es la
identidad circular, absoluta, deiforme, autodefinitoria que todo autor se
otorga a sí mismo en la primera persona del singular.

Javier Marías. El presente de indicativo es un tiempo verbal que, pese


a sus ilustres antecedentes históricos, yo rechazo en principio (todo
escritor, si rechaza algo, debe hacerlo sólo en principio) como tiempo
impropio de la narración, más aún en la actualidad, cuando se está
abusando de él hasta la náusea. Personalmente me parece fatigoso,
demasiado reminiscente de las acotaciones teatrales y de los guiones
cinematográficos, facilón como recurso y —por si todo esto fuera
poco— abocado a propiciar casi exclusivamente un tipo de párrafo
corto, poco construido y de difícil vuelo. No es que tenga en principio
nada en contra del párrafo corto, y yo mismo lo empleo con frecuencia,
pero sí lo tengo si acaba por dominar la totalidad de una narración, ya
que el ritmo de la prosa a que suele dar lugar es poco variado,
monótono, pobre. En los últimos años, con los narradores
norteamericanos del llamado dirty realism y sus lamentables epígonos
españoles, se ha producido el curioso fenómeno de ver señalado
como novedoso ese tipo de párrafo, cuando su utilización
indiscriminada y continua me parece un arcaísmo.
027. ¿Le interesa experimentar, plantear propuestas singulares o
extrañas?
John Dos Passos. Nunca me preocupé mucho de teorías de ese tipo.
No estoy seguro de haber visto los filmes de Eisenstein cuando escribí
Manhattan Transfer. La idea del montaje tuvo una influencia sobre el
desarrollo de esta clase de escritura. Quizás había visto Potemkin.
Entonces, claro, debí ver El nacimiento de una nación, que fue el
primer intento de montaje. Eisenstein la consideraba el origen de su
método. Ignoro si hubo algún origen particular para Manhattan
Transfer en mis lecturas. La feria de las vanidades no se parece nada,
pero la había leído y también material inglés del siglo XVIII. Quizá
Tristram Shandy tenga alguna conexión; esta novela es totalmente
subjetiva, mientras que en la mía yo trataba de ser totalmente objetivo.

John Cheever. La ficción es experimentación; si deja de serlo, deja de


ser ficción. Uno no escribe una oración si no tiene la sensación de que
nunca fue escrita de esa manera, de que incluso la sustancia misma
de la oración jamás fue sentida. Toda oración es una innovación.

Adolfo Bioy Casares. Cuando me preguntan que de dónde saco las


ideas siempre respondo lo mismo. Si usted se dedica a escribir, el
tiempo le dará la respuesta. Creo que la mente del narrador vive en
una actitud que le permite descubrir historias, aunque estén ocultas;
por lo general, para eso está despierta. Si escribo poco, se me ocurren
menos historias que si escribo mucho.
Camilo José Cela. No hay nada más aburrido que un autor que se
repite o que se convierte en una mera caricatura de sí mismo, por no
mencionar al escritor que se transforma en su propia máscara
mortuoria. Cuando publiqué La familia de Pascual Duarte y la serie de
notas que describen mis vagabundeos por España, Los apuntes
carpetovetónicos, que contienen una visión más o menos
convencional de España —la «España negra», si usted quiere—, se
hizo obvio que siempre disfrutaría de un enorme éxito si seguía en ese
estilo. Pero sencillamente no pude persistir en él. No, y repito, no hay
nada más doloroso, más amargo, que convertirse uno en su propia
máscara mortuoria. Un importantísimo pintor italiano tomó conciencia
en su madurez de que sus pinturas no se vendían. Comprendió que la
gente seguía buscando las pinturas que hacía de joven. Entonces
comenzó a copiar el estilo de sus años juveniles. ¡Qué amargo y
espantoso! Supongo que debe ser una sensación aterradora, y por
eso, para evitarla, uno debe experimentar diversos senderos.

Raymond Carver. Debo confesar que me ataca un poco los nervios


oír hablar de «innovaciones formales» en la narración. Muy a menudo,
la «experimentación» no es más que un pretexto para la falta de
imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que
una licencia que se toma el autor para alienar —y maltratar, incluso—
a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de
cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta
tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero
en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano
reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado
de muy especializados científicos.

Apostilla. En nuestros días, la suma de tradición y modernidad nos ha


proporcionado una muy amplia gama de recursos narrativos que
permiten ofrecer textos ricos, variopintos, jugosos. El narrador
omnisciente, por ejemplo, se ha levantado de la tumba y hoy —aunque
menguados sus poderes— convive con los relatos en primera y
segunda personas, el monólogo interior o flujo de conciencia, y la
narración objetiva, técnica de ascendencia cinematográfica. Así, a
partir de las últimas décadas del siglo XX la novela contempla las
inquietudes y los problemas de la existencia humana ya no desde una
sola óptica, sino mediante una pluralidad de enfoques narrativos que
propician la libre colaboración entre autor y lector.
—Entre viejos papeles hallé un escrito en que expresaba mi
preocupación por algunas cuestiones literarias. Dice así: «Lo que me
tiene intranquilo, angustiado, es escribir cuentos y novelas sobre
obreros en la misma forma (estructura, técnicas, composición
dramática) que si los escribiera sobre respetables personajes de la
pequeña burguesía. Técnicamente, de Joyce para acá hemos
ascendido al cielo, pero no creo que se trate solamente de un asunto
de técnica. Estoy muy lejos, por otra parte, de pensar que la narrativa
sobre obreros (e incidentalmente para obreros) deba ser simple y
sencilla “para que cualquier trabajador pueda entenderla”. Pienso en
una manera de narrar distinta, dialéctica, de clase, muy rica y muy
compleja. Pero no la encuentro».
Ni la encontraré. Hoy, me quedo con lo de riqueza y complejidad.
028. ¿Se somete usted a ciertas reglas?
Stendhal. No veo más que una regla: ser claro. Procuro contar
primero con verdad, segundo con claridad, lo que pasa en un corazón.

Katherine Ann Porter: Yo veo la literatura como un arte y la practico


como un arte. También es una vocación y un oficio y una profesión y
toda clase de cosas. Creo que si uno la usa mal o abusa de ella, lo
abandonará a uno. No es algo que se pueda someter y usar a
capricho. Una novela es realmente como una sinfonía, donde cada
instrumento tiene que entrar en su momento y no en ningún otro.

Isaac Bashevis Singer: Empleo dos tipos de narradores, o el


narrador soy yo mismo o es una anciana. ¿Por qué me gustan los
narradores? Porque cuando escribo una historia sin narrador tengo
que describir cosas, mientras que si el narrador es una mujer, ella
puede decir muchas cosas en una sola frase.

Camilo José Cela. Uno no puede estar sujeto a reglas. En ese caso
escribir n o pasaría de ser una mera habilidad. Puede haber reglas
para el futbol u otra clase de deporte, que al final no prueban nada
más que una determinada habilidad. El gran arte se diferencia por el
hecho de que constantemente está en estado de ser creado. Cualquier
profesor podría decir: «Este libro no respeta las reglas gramaticales».
¿Pero qué importancia tiene eso si uno está creando nuevas reglas?
Una vez le dijeron a Unamuno: «Esa palabra que usted usa no figura
en el diccionario». El respondió diciendo: «No importa, ya figurará».
¿Se da cuenta?

E. L. Doctorow. En mi manera de trabajar no predomina lo racional.


Es difícil de explicar. Pero encontré una explicación que
aparentemente satisface a los demás. Les digo que es como conducir
un auto de noche. Es imposible ver más allá de las luces altas, pero se
puede hacer todo el viaje de esa manera.
029. ¿Sirven de algo los talleres de escritura creativa?
Günter Grass. En la época del Grupo 47, leíamos nuestros
manuscritos en voz alta y los discutíamos. Ahí fue donde aprendí a
discutir un texto y a dar razones para mis opiniones, en vez de decir
simplemente: «Eso me gusta».

Harold Bloom. Supongo que hacen más bien que mal, y sin embargo
es algo que no entiendo. Escribir me parece un arte solitario. La crítica
es un arte que puede enseñarse, pero como todo arte también la
crítica depende finalmente de un talento inherente o implícito.
Recuerdo haber comentado, en algo que escribí en alguna parte, que
había dejado de ir a la Asociación de Lenguas Modernas hace algunos
años porque la idea de un congreso de veinticinco mil o treinta mil
críticos es tan risible como la idea de un congreso de veinticinco mil
poetas o novelistas. No hay veinticinco mil críticos. Con frecuencia me
pregunto si hay cinco críticos vivos a la vez en cualquier época. El
grado en que es posible enseñar el arte de la ficción o el arte de la
poesía es un problema más complejo. Históricamente, sabemos cómo
los poetas se convierten en poetas y los escritores de ficción se
convierten en escritores de ficción. Leyendo. Leen a sus predecesores
y así aprenden lo que hay para aprender. La idea de Herman Melville
asistiendo a una clase de escritura siempre me provoca dolor.

John Irving. Las clases de escritura me hicieron ahorrar tiempo y me


otorgaron un público reducido. Y Thomas Williams y John Yount
fueron muy importantes para mí en la Universidad de New Hampshire:
me estimularon y me criticaron, y eso también me ahorró tiempo.
Podría haber aprendido en otra parte, en otro momento, lo que ellos
me enseñaron, pero fue maravilloso aprenderlo entonces y de ellos. Y
en Iowa, Kurt Vonnegut fue muy importante para mí. Estoy hablando
de tres escritores que me palmearon la cabeza y subrayaron con lápiz
mis oraciones… Quiero decir que no necesité la parte universitaria de
la educación.
030. ¿Ayudan las nuevas tecnologías de la escritura?
P. D. James. Las nuevas tecnologías permiten publicar los libros con
gran rapidez para cubrir la demanda. A los pequeños libreros
independientes les resulta cada vez más difícil competir con la venta
por internet. La aparición y la creciente popularidad del libro
electrónico ha supuesto un cambio radical. Para quienes amamos los
libros —el olor del papel, el diseño, la tipografía, el tacto del libro al
cogerlo de la estantería—, leer en una máquina se nos antoja una
elección extraña. Aunque es cierto que, si aceptamos que lo
importante es el texto y no la forma de hacerlo llegar a los ojos y la
mente del lector, resulta fácil comprender el éxito de ese nuevo
recurso, en particular para una generación que ha crecido desde la
infancia con la tecnología. No obstante, todavía está por verse en qué
medida afectarán estos cambios, si es que los afectan, la variedad y el
tipo de narrativa que se publique de ahora en adelante.

George Steiner. Sí, estoy verdaderamente fascinado por la techne


material de la escritura.

Alberto Manguel. Desde hace muchos años hemos profetizado el fin


de los libros y el triunfo de los medios electrónicos, como si libros y
medios electrónicos fueran dos galanes compitiendo por el mismo
bello lector en el mismo campo de batalla intelectual. Primero el cine,
luego la televisión, luego los juegos de video y el DVD y las bibliotecas
virtuales han sido presentados como el destructor de los libros, y
ciertos escritores —Sven Birkerts, por ejemplo, con su Elegía a
Gutenberg— no dudan en usar un lenguaje apocalíptico lleno de
llamados a la salvación y maldiciones contra el Anticristo. Puede que
todos los lectores seamos luditas en el fondo, pero quizá nos estemos
dejando llevar por nuestro entusiasmo. La tecnología no va a dar
marcha atrás, y a pesar de los incontables títulos que predicen el
ocaso de la palabra impresa, la cantidad de libros nuevos que se
imprime cada año no da señales de disminuir.
—Más bien la pregunta que me hago es la siguiente: en estos
nuevos espacios tecnológicos, con estos artefactos que sin duda
habrán de coexistir con los libros (y en algunos casos suplantarlos),
¿cómo lograremos mantener la capacidad de inventar, de recordar, de
aprender, de registrar, de rechazar, de maravillarnos, de exultar, de
subvertir, de deleitarnos? ¿Qué medios nos permitirán seguir siendo
lectores creativos en vez de espectadores pasivos?... Hace años,
George Steiner sugirió que el movimiento antilibrista orillaría a la
lectura a regresar a sus orígenes y que habría casas de lectura como
las antiguas bibliotecas monásticas, donde todos los excéntricos que
quisiéramos estudiar un anticuado libro podríamos ir a leer en silencio.

Apostillas. ¿Qué hubieran logrado Cervantes, Shakespeare, Balzac,


Dickens, Jane Austen, Dostoievski, Galdós y tantos otros torrenciales
autores en la era de las computadoras? La pregunta es retórica, pero
podemos imaginar las toneladas de libros que nos habrían deparado
esos autores que se pasaban la vida llenando cuartillas.
—Tengo la impresión de que las nuevas tecnologías de la
escritura se usan muy mal (con notables excepciones). Disponemos
en línea (a la mano en forma permanente) de todo género de
diccionarios y enciclopedias. Diccionarios del idioma español y de
otros idiomas; de sinónimos y antónimos; de términos de las ciencias y
las artes y de cuanta materia se nos ocurra. Enciclopedias, no se diga.
No hay tema, por abstruso, extraño, absurdo o descabellado, que no
se halle en internet. Por desdicha no se utilizan estos instrumentos
para ennoblecer o al menos dignificar la escritura, ni para aportarle
información sólida a los textos, sino en todo caso para buscar
definiciones rápidas e información superficial que llene algunos
huecos.
En muchísimos casos las nuevas tecnologías se emplean para
elaborar textos rápidos, insuficientes y en general mal hechos: cuentos
y novelas de zombis, aparecidos, asesinos seriales y otros asuntos
escandalosos; toscas recopilaciones de anécdotas históricas; ñoños
tratados de «superación personal». Espero que en un futuro cercano
cambien estas concepciones.
—La tecnología no se va a detener. Veo en el futuro la
desaparición paulatina de la producción de libros de papel (no los
libros de arte, esos se cuecen aparte). Los diccionarios y las
enciclopedias de papel, por ejemplo, son ya reliquias. Quienes más
recurrimos a tales herramientas, lo hacemos en internet.
031. ¿Tiene algún ritual cuando empieza a escribir?
Stendhal. Mientras estaba escribiendo La cartuja, para adquirir el tono
correcto leía de vez en cuando unas pocas páginas del Código Civil…
Si no soy claro, todo «mi mundo» queda aniquilado.

Heinrich Böll. Cuando estoy metido en un proyecto mayor no hay


rituales. Me pongo a trabajar y escribo hasta que el cansancio me
obliga a parar. Con los proyectos breves me distraigo: enderezo el
escritorio y después vuelvo a torcerlo, leo el diario, doy un paseo,
ordeno la biblioteca, tomo café o té con la mujer con quien estoy
casado, fumo mucho, me distraigo con las visitas, con las llamadas
telefónicas, incluso con la radio… y después, a último momento, me
veo literalmente forzado a empezar, a saltar al tren; si quiere, a salir de
una vez por todas de la estación.

George Steiner. Oh, por cierto que sí. Esa es una pregunta muy
buena: usted ha hecho que me dé cuenta ahora. Antes de empezar un
nuevo libro o un ensayo largo, busco una página de la mejor prosa en
el lenguaje del caso y la leo tranquilamente antes de ponerme a
escribir. Pero siempre es algo que no tiene nada que ver con el tema.
032. ¿Está la novela en vías de extinción?
Milan Kundera. La fórmula «el fin de la historia» aplicada al arte me
duele en el alma; consigo demasiado bien imaginar este fin porque la
mayoría de la producción novelesca de hoy está hecha de novelas
fuera de la historia de la novela: confesiones noveladas, reportajes
novelados, ajustes de cuentas novelados, autobiografías noveladas,
indiscreciones noveladas, denuncias noveladas, lecciones políticas
noveladas, agonías de la madre noveladas, novelas ad infinitum, hasta
el fin de los tiempos, que no dicen nada nuevo, no tienen ambición
estética alguna, no aportan cambio alguno ni a nuestra comprensión
del hombre ni a la forma novelesca, se parecen entre sí, son
perfectamente consumibles por la mañana y perfectamente
desechables por la noche.

George Steiner. Con su anhelo de excitar y mantener nuestro interés,


la novela compite hoy con los medios informativos en esa
presentación dramática de lo «más auténtico», lo más fácil de digerir
para nuestra sensibilidad, cada vez más abotagada e inerte. Para
competir como sea con las chillonas alternativas de la televisión y el
cine, la fotografía y los fonógrafos, la novela ha tenido que encontrar
nuevas áreas de asombro emocional: más exactamente, la novela
seria ha ten ido que echar mano de recursos comunes anteriormente
explotados por la porquería-ficción. De aquí el sadismo compulsivo y
erotismo de tantas novelas normales… Más esencialmente, en lugar
de domeñar el fondo documentador, de seleccionar y reorganizar para
su propio provecho artístico y crítico el ingente material de nuestra
vida, el novelista se ha convertido en un testigo acosado.

Apostilla. En algunas de sus múltiples vertientes, la novela, lejos de


hallarse en vías de extinción, goza de una vida muy saludable en
términos de cantidad y difusión. Cada año, en México (y en general en
los países de Europa y América) se ponen a la venta cientos de
novelas de autores autóctonos y foráneos. Pero lo que priva es esa
novela rápida (en ocasiones muy descuidada) que se acoge a temas o
asuntos de moda y pone en el centro de su tarea narrativa las
historias, al margen del más elevado propósito de reflexionar sobre la
existencia humana.
Tienen razón Kundera y Steiner. La novela y los novelistas han
sido condenados a desempeñar papeles ramplones, ínfimos, o bien a
dejar de existir.
033. ¿Sigue siendo válida la forma epistolar en la novela?
Thomas Hardy. Las ventajas del sistema epistolar para contar una
historia (pasando por encima de las desventajas) son que, al oír lo que
tiene que decir una parte, uno se siente constantemente llevado a
imaginar que debe sentir la otra y a sentirse ansioso por conocer si la
otra parte siente en verdad lo que uno imagina.

Antón Chéjov. Soy de la opinión de que la forma epistolar es un


procedimiento anticuado. Está muy bien cuando el quid de la cuestión
está en las propias cartas (p. ej. en el caso de un policía de distrito que
gusta de escribir cartas), pero como forma literaria no es buena por
varios conceptos: encaja al autor dentro de un armazón… lo cual es su
mayor fallo.

Milan Kundera. Me deslumbra pensar en la forma de la novela


epistolar y en sus inmensas posibilidades; y cuanto más pienso en
ella, más fallidas me parecen esas posibilidades: ¡ah, con cuanta
naturalidad podría haber metido el autor en un sorprendente conjunto
toda suerte de digresiones, episodios, reflexiones, recuerdos,
confrontar diferentes versiones e interpretaciones del mismo
acontecimiento! Pero, ¡ay!, la novela epistolar tuvo a su Richardson y a
su Rousseau, pero a ningún Laurence Sterne; renunció a sus
libertades, hipnotizada como estaba por la despótica autoridad de la
story.
034. ¿Narración o diálogo?
Ricardo Garibay. En la novela se crean personajes y si hay
personajes hay diálogos. El diálogo es para que vivan los personajes
no para hacer avanzar el argumento.

John Gardner. Cada historia se escribe con cierto número de estas


unidades: un fragmento de descripción, un fragmento de diálogo, uno
de acción.

Philiph Roth. No me impongo nada. Reacciono a las que me


parecen las posibilidades más llenas de vida. No es preciso
conseguir un equilibrio entre lo hablado y lo que se narra. Te
decantas por lo que tiene vida. Dos mil páginas de narración y seis
líneas de diálogo pueden ser lo apropiado para un escritor, y dos mil
páginas de diálogos y seis líneas de narración la solución de otro.
035. ¿Están reñidas literatura y política?
John Dos Passos. Últimamente he estado llamando «crónicas
contemporáneas» a mis novelas, denominación que me parece más
adecuada. Tienen una fuerte connotación política porque, después de
todo —aunque no es lo único—, en nuestra época la política ha
ejercido más influencia sobre la gente que cualquier otra cosa. No veo
por qué el ocuparse de política tendría que perjudicar a un escritor.
Aunque Stendhal dijo que la política en la novela era como «una
pistola disparada en la ópera», también escribía crónicas
contemporáneas. O, si no, fíjese en Tucídides. No creo que su historia
se haya visto perjudicada por el hecho de que fuera un escritor
político. Una gran cantidad de escritura muy buena ha estado más o
menos relacionada con la política, aunque siempre es un territorio
peligroso. Para algunos es mejor mantenerse al margen, a menos que
estén dispuestos a aprender a observar.

Angus Wilson. Yo tengo ciertas convicciones sociales y políticas, y


supongo que se manifiestan en mi obra. Pero como novelista sólo me
interesa lo que he descubierto sobre las emociones humanas. No
ataco cosas específicas, sino únicamente a las personas que están
aferradas a una manera de pensar. Las personas que salen bien
libradas en mis libros pueden ser muy tontas, pero han conservado
una cierta inmediatez frente a la vida, no un conjunto de reglas
aplicadas a la vida de antemano.
John Barth. No creo que, como grupo, podamos manejar el mundo
mejor que quienes ya lo están manejando chapuceramente. La poesía
no hace suceder nada. Artistas comprometidos políticamente como
Gabriel García Márquez proclaman honestamente su pasión política
sin perjudicar por eso el control de calidad de su arte. ¿Pero realmente
cambian el mundo? Lo dudo, lo dudo, a pesar de lo que le dijo
Abraham Lincoln a Harriet Beecher Stowe: «¡Así que usted es la
mujercita que escribió el libro que desató esta gran guerra!». Bien, no
fue ella. No; si bien no quiero parecer terriblemente decadente al
respecto, prefiero la declaración del fallecido Vladímir Nabokov acerca
de lo que pretendía de sus novelas: «dicha estética». Bien, eso suena
demasiado decadente. Permítame cambiar de maestro por un
momento y decir que prefiero la declaración de Henry James cuando
dijo que la primera obligación del escritor —que yo también
consideraría su obligación última— es ser interesante, ser interesante.
Ser interesante escribiendo frases bellas, una tras otra. Ser
interesante, no cambiar el mundo.

Mario Vargas Llosa. La literatura es mi vocación, es lo que realmente


me importa, pero para mí no está disociada del contexto histórico,
político, social. Me interesan muchísimas cosas más, aparte de la
literatura, y creo que todo eso alimenta lo que yo escribo.

John Irving. Dije que me estaba volviendo más político. Sé que lo


dije. Pero… no es así. Me estoy volviendo más social; me preocupa
que los abusos, los males y las enfermedades sociales de esta y de
todas las épocas sean expuestos de manera vívida. Me interesa
exponer la perversidad, el bien y el mal, la injusticia. Es acertado decir
que participo activamente en causas políticas. Participo, sí. Pero como
escritor no me interesa tanto tomar una posición política como exponer
una corrupción o un abuso (generalmente producto de un individuo o
un grupo, pero también de la ley o de la indiferencia colectiva). Como
Charles Dickens, creo que la sociedad es una fuerza condición ante, y
a menudo una fuerza perversa, pero también creo que hay hombres y
mujeres buenos. A un crítico de mi obra le parecía ridículo que yo
siguiera escribiendo sobre personas «buenas y malas». ¿Dónde ha
estado este hombre? ¿Qué ha visto? Y no me refiero a la literatura
que haya leído. Quiero decir: ¿qué ha visto del mundo? En el mundo
hay mala y también buenas personas. La sociedad es responsable de
gran parte de lo que es malo; pero nada es responsable de todo. Al
presidente Reagan le gustaría que el pueblo estadounidense creyera
que los liberales —en este país— y los comunistas —fuera de este
país— han hecho al mundo tan malo como es. Aparentemente está
tendiendo gran éxito con esta propuesta lunática. La visión marxista de
la literatura me resulta ofensiva. Lo mismo que la visión feminista del
aborto: es tan ofensiva como la visión católica, si no se es católico.
Hace poco estuve cenando con Günter Grass. Es uno de mis
grandes héroes. Y él dijo que quería mantener pura su ficción; es
decir: libre de política. Pero dijo también que cuando no escribía
ficción quería ser lo más políticamente activo posible. Me parece una
buena manera de vivir, pero tal vez sea más fructífera para un
novelista de Alemania Occidental que para un estadounidense.
036 ¿Qué hay de la novela policiaca?
P.D. James. Auguste Dupin fue el primer investigador literario que
decidió servirse en lo fundamental de la deducción a partir de hechos
observables. Muchos críticos sostendrían que el grueso del mérito de
la invención de la historia de detectives y la in fluencia en su desarrollo
deberían compartirlo Conan Doyle y Poe. A éste se le recuerda
especialmente por sus historias de lo macabro, pero en apenas cuatro
relatos breves introdujo los mecanismos narrativos que después se
repetirían en las historias de detectives de los inicios. «Los crímenes
de la calle Morgue» (1841) es un misterio en una habitación cerrada.
En «El misterio de Marie Rogêt» (1842) el detective resuelve el crimen
a partir de recortes de periódicos e informes de prensa, convirtiéndose
así en el primer ejemplo de detective de sillón. En «La carta robada»
(1844) tenemos un ejemplo de que el responsable es a menudo la
persona menos sospechosa de todasd, una táctica que con
posterioridad se volvería común con Agatha Christie y correría el
riesgo de convertirse en un cliché gracias al cual lectores cuyo
principal interés se centraba en identificar al asesino sólo tenían que
fijarse en el sospechoso menos probable para acertar con la identidad
del asesino. En «El escarabajo de oro» se hace uso de la criptografía
para resolver el crimen; y los mismo hizo Dorothy L. Sayers en «Un
cadáver para Harriet Vane» y en «Los nueve sastres». Poe no se
definía como escritor de historias detectivescas, pero tanto él como su
protagonista, Auguste Dupin, han alcanzado una merecida importancia
en la historia del género, aunque Dupin no puede competir en
predominio con Sherlock Holmes y, salvo sus habilidades deductivas,
tiene poco en común. Sherlock Holmes continúa siendo único.

Apostilla. Para plantear una buena trama policiaca se requiere un


acto criminal y una indagación que nos aproxime a la identidad de los
culpables, aunque no necesariamente lleve a su captura. Lo policiaco
de alguna manera refleja la realidad de un país. Y en un país como el
nuestro, donde los autores de los grandes crímenes no se descubren
nunca, resulta inverosímil un inspector o un investigador que lo
descubre todo. Lo más característico del fenómeno policiaco de
México es que no se descubre a los criminales. Los policías o los
inspectores son gente corrupta que quizá logre encontrar un culpable
(verdadero o falso), pero no desatará las amarras del misterio porque
aquí nadie investiga nada. Se montan operativos o investigaciones
para encontrar un culpable, cualquiera, no para hallar al culpable. Las
cárceles están llenas de acusados que no cometieron crimen alguno.
Construir una historia en la cual lo dramático estuviera no en descubrir
al culpable sino en el hecho de que no se puede descubrirlo y por lo
tanto ganen los malos, sería un buen reflejo de nuestra realidad y
quizá de la realidad latinoamericana.
Así, en nuestro tiempo, el mejor camino para las ficciones
policiacas no consiste en postular un crimen, buscar las razones por
las que fue realizado y dar con un culpable, sino en explorar las
formas mediante las cuales se trata de borrar las huellas de los
crímenes, como en los casos de Colosio o Ruiz Massieu. El problema
fundamental del crimen en México es cómo borrarlo: se pierden las
actas, se extravían las pruebas, desaparecen posibles testigos. En ese
sentido, nuestras ficciones del género admiten cada vez menos un
detective, a veces un reportero, un personaje de buena voluntad,
jodido, borracho, que indaga y finalmente descubre.
Con todo, vale la pena examinar las pautas tradicionales del
género negro.
1. El motivo
La realidad de cada día está llena de asuntos de novela negra, cosas
que están en la mentalidad de todos: corrupción, estafa, ciudad o
sociedad violenta, agresividad, complicidad de los sistemas de poder.
Resulta evidente que, excepto en el caso de los actos criminales
perpetrados por sicópatas y los de índole pasional, el crimen tiene por
objeto apropiarse de la mayor cantidad de riqueza o del poder (que
facilita el acceso, en gran escala, a la riqueza).
En este sentido, el más gordo caldo de cultivo de la delincuencia lo
constituyen nuestras sociedades globalizadas, cuya prédica consiste
en señalar que el más alto valor, o lo más cercano a la felicidad, se
consigue únicamente mediante la acumulación de bienes materiales;
incitan así a la apropiación de tales bienes valiéndose de toda clase de
medios, lícitos o ilícitos.
Banqueros, empresarios y políticos —para señalar solamente tres
grupos de privilegio, obviando las excepciones en cada uno de ellos—
utilizan toda clase de artimañas a fin de apoderarse de los bienes
públicos y privados. ¿Con qué cara, entonces, condenar al asaltante
callejero que nos despoja de la cartera a plena luz?
De otra parte tenemos la barbarie que, para proteger o acrecentar
ganancias del capital, han ejercido genocidas públicos como el
pequeño George Bush, que no solamente se halla en libertad sino que
es reverenciado. Entonces, ¿con qué rasero juzgar al que secuestra o
asesina para obtener ganancias (modestas en comparación con los
millones de dólares que deja la venta de armas, por ejemplo)?
2. El héroe
La literatura policiaca en general, no es otra cosa que la implantación
de un héroe fantástico en los territorios de la realidad.
Como en la vida real no existe el policía noble, puro y justiciero (al
policía, al agente, al judas, razonablemente lo identificamos con la
represión —que es la justificación de la existencia del Estado— y con
la corrupción —que es una especie de recompensa por los servicios
prestados al estado represor), y tampoco existe el impoluto detective
privado que restablece la justicia, hemos inventado en el cine y en la
literatura al héroe noble, incorruptible, justiciero y marginal. Se trata de
un héroe tan fantástico como las hadas o los duendes —aunque lo
veamos cómodo en el ámbito de la realidad, donde come, bebe,
duerme, ama y seguramente sufre, se vale de armas, vehículos y
ciertos métodos y técnicas de investigación—, cercanamente
emparentado con esos suprahumanos bienhechores de la humanidad
que pretenden ser Batman, Superman y el Hombre Araña.
Aun en ausencia de una solución para el caso planteado, los fines
dramáticos exigen de una parte la propuesta de un argumento sólido,
con un conflicto claramente definido; de la otra, un personaje
protagónico bien trazado, de estructura compleja, con sus propios
conflictos personales.
3. Las reglas del juego
Tiene que haber daño a la integridad física o a la propiedad, o
cuando menos amenaza de daño.
Quién sufre el daño y por qué.
Quién es el criminal y qué lo motiva.
Quiénes son considerados sospechosos.
Cómo da la investigación con el criminal.
Por qué se delinque:
Por quedarse con algo de otro: bienes, una mujer, un niño.
Por alcanzar poder.
Por venganza o envidia.
Por celos.
Por ocultar algún hecho.
Por placer, por juego.
Por salvaguardar el poder o la riqueza.
Por alguna combinación de estos factores.
Por algunos de los factores, pero haciendo creer que es por otro.
La policía trabaja por hipótesis: ¿Por qué asesinaron a X?
En un caso particular, las hipótesis señalan, por ejemplo, varios
motivos posibles:
Disputa por una herencia.
Deudas de juego.
Venganza de una familia despojada por el difunto.
Celos.
Odio de algún trabajador despedido.
La exploración de los motivos conduce a elaborar un catálogo de
sospechosos. De aquí siguen la búsqueda de evidencias y los
interrogatorios, la comprobación de coartadas, las declaraciones de
testigos. Cuando coinciden motivos, evidencias, ausencia de
coartadas, contradicción o incongruencia en las declaraciones y
testimonios acusadores, casi seguramente tenemos al culpable.
4. Clásicos de la novela negra
Quizá para algunos resulte útil la breve revisión de los clásicos
de la novela negra que se expone a continuación.
Clásicos son aquellos productos artísticos manufacturados —
para decirlo con una frase publicitaria— con material resistente al
olvido. Son las creaciones que han resistido los embates del tiempo y
se han instalado en nuestros días, y quizás hasta el fin de la historia,
como obras canónicas.
En la esfera literaria universal, decimos clásicos para referirnos a
los autores que toda persona que se precie de cultivada ha leído o al
menos pregona haber leído: Homero, los trágicos griegos, Cervantes,
Shakespeare, los novelistas rusos del XIX. Pero podemos hablar
también de clásicos nacionales o regionales (los de la novelística
europea, del boom latinoamericano, de la literatura mexicana: Sor
Juana, Fernández de Lizardi, Altamirano) e incluso de los inscritos en
cierto género. Y es aquí donde ingresamos a la narrativa policiaca.
Sin afanes de inmiscuirme en la arqueología literaria, puedo
afirmar que el relato criminal nació con «Los crímenes de la calle
Morgue» y «La carta robada», de Edgar Allan Poe. La amenidad y la
ligereza del género propiciaron que fuera ampliamente practicado y
hacia finales del siglo XIX y principios del XX aparecieron las obras de
Conan Doyle y Maurice Leblanc, protagonizadas por Sherlock Holmes
y Arsenio Lupin, que pronto alcanzaron la categoría de best sellers.
Poco después, en Europa y Estados Unidos, se desarrolló la novela
problema, algunos de cuyos más destacados autores fueron Erle
Stanley Gardner, John Dickson Carr, S.S Van Dine (Willard
Huntington), Georges Simenon, Dorothy L. Sayers, Agata Christie.
Apartándose de las fórmulas artificiosas y gastadas de esta veta,
surgió en Estados Unidos la novela negra o novela dura, inaugurada
sin duda con la aparición, en 1928, de la primera novela de Dashiell
Hammett: Cosecha roja (aunque habría que fijar un antecedente de
peso en El gruñido de la bestia, 1927, de Carroll John Daly). En el
ensayo «El sencillo arte de matar» (1944), Raymond Chandler valoró
así la aportación de aquella obra: «Hammett extrajo el crimen del
jarrón veneciano y lo depositó en el callejón». La literatura de tema
policiaco, en efecto, iniciaba un trayecto que la distanciaba de los
ambientes refinados o exóticos y de la criminología como herramienta
útil en la resolución de acertijos, para instalarse en los más intrincados
y fértiles territorios del examen, el conocimiento y la interpretación de
la desastrosa realidad, que hasta la fecha no ha abandonado.
El nuevo policial (más tarde bautizado novela negra en Europa)
no se diferenciaba de las obras antecesoras sólo por el cambio de las
reglas del juego y los decorados. Con él nació el investigador
independiente y cínico, violento y solitario, él mismo a veces un
marginado social de corte semejante al del delincuente, y sin embargo
dueño de un elevado código ético, cuyas mejores caracterizaciones se
encuentran en el Sam Spade de Hammett y el Philip Marlowe de
Chandler. De otra parte, los autores de la serie negra se sumaron a la
gran corriente que revigorizaba la novela en Estados Unidos y, en la
línea de la obra de Dreiser, Sinclair y posteriormente Dos Passos,
Steinbeck, Hemingway y Faulkner, sin perder el ingrediente enigmático
optaron por el realismo —romántico, crítico o subversivo—, la
búsqueda expresiva, las aproximaciones sicológicas y la exploración
social que con el tiempo devendría propuesta política —como en
Leonardo Sciacia y Manuel Vázquez Montalbán—. La narrativa de
tema criminal dejó de ser simple literatura de pasatiempo y se
naturalizó novela a secas. No es casual que, en sus últimos años,
Chandler se congratulara de que en Europa se le considerase un
novelista «serio».
Si los clásicos son las obras canónicas, aquellas que proponen
normas para el ulterior desarrollo de una disciplina o una corriente
artística, no caben dudas ni titubeos para señalar a Dashiell Hammett
(1894-1961) y Raymond Chandler (1888-1959) como los clásicos de la
novela negra, sin desdeñar la obra y los aportes de otros tempranos
maestros del género como James M. Cain (El cartero llama dos veces,
1934; Pacto de sangre, 1936), William Riley Burnett (El pequeño
César, 1929; Sierra Alta, 1940) y Horace McCoy (¿Acaso no matan a
los caballos?, 1935; Los sudarios no tienen bolsillos, 1937). Podríamos
señalar como prueba de esta categorización la numerosa lista de
continuadores de Hammett y Chandler, en la que entre muchos
figuran, más cerca del primero, nombres como los de Jim Thompson,
Don Tracy y David Goodis, y en líneas muy cercanas al segundo,
Ross McDonald (cuyo detective Lew Archer parece una prolongación
de Philip Marlowe) y Chester Himes.
Al lado de los dos grandes habría que colocar a Patricia
Highsmith (1921-1995), quien en 1949 dio a conocer su primera
novela, Extraños en un tren. Highsmith supo apartarse de las pautas
trazadas por Hammett y Chandler. Ubicó los escenarios de casi todas
sus narraciones fuera de Estados Unidos, prescindió del protagonismo
del investigador y desplazó el interés hacia el comportamiento del
criminal, a quien con frecuencia presta un carácter heroico. «Los
delincuentes son interesantes desde un ángulo dramático —dice la
novelista— porque al menos son activos durante una etapa, libres
espiritualmente y no se doblegan ante nadie». Por su parte, Boileau y
Narcejac catalogan a Highsmith como la más completa representante
del género, pues «logra la síntesis entre la novela y la historia
policial».
Hammett, Chandler, Highsmith. ¿Qué leer de ellos? Una
bibliografía mínima comprende, del primero: Cosecha roja, La
maldición de los Dain, El halcón maltés, La llave de cristal; de
Chandler: El sueño eterno, Adiós para siempre, preciosidad, La
ventana alta, El largo adiós y La hermanita; de la abundante obra de
Patricia Highsmith: Extraños en un tren, La celda de cristal, El talento
de Ripley (A pleno sol), La máscara de Ripley, El juego de Ripley (El
amigo americano), Ripley en peligro.
037. ¿Hay una edad ideal para comenzar?
James M. Cain. Muchísimos novelistas empiezan tarde: Conrad,
Pirandello, incluso Mark Twain. Cuando uno es joven, el ajedrez está
bien, y la música y la poesía. Pero escribir novelas es otra cosa. Hay
que aprender, aunque es algo que nadie puede enseñar. ¡Toda esa
palabrería vana y hedionda de los cursos académicos de escritura
creativa! Los académicos no saben que lo único que se puede hacer
por alguien que quiere escribir es comprarle una máquina de escribir.
038. ¿Quién es el narrador?
Mario Vargas Llosa. El narrador es siempre un personaje inventado,
un ser de ficción, al igual que los otros, aquellos a los que él «cuenta»,
pero más importante que ellos, pues de la manera como actúa —
mostrándose u ocultándose, demorándose o precipitándose, siendo
explícito o elusivo, gárrulo o sobrio, juguetón o serio— depende que
éstos nos persuadan de su verdad o nos disuadan de ella y nos
parezcan títeres o caricaturas. La conducta del narrador es
determinante para la coherencia interna de una historia, la que, a su
vez, es factor esencial de su poder persuasivo.
El primer problema que debe resolver el autor de una novela es
el siguiente: «¿Quién va a contar la historia?» Las posibilidades
parecen innumerables pero, en términos generales, se reducen en
verdad a tres opciones: un narrador-personaje, un narrador-
omnisciente exterior y ajeno a la historia que cuenta, o un narrador-
ambiguo del que no está claro si narra desde dentro o desde fuera del
mundo narrado. Los dos primeros tipos de narrador son los de más
antigua tradición; el último, en cambio, de solera recentísima, es un
producto de la novela moderna. (…)
Llamemos punto de vista espacial a esta relación que existe en
toda novela entre el espacio que ocupa el narrador en relación con el
espacio narrado y digamos que se determina por la persona
gramatical desde la que se narra. Las posibilidades son tres:
a) un narrador-personaje, que narra desde la primera persona
gramatical, punto de vista en el que el espacio del narrador y espacio
narrado se confunden;
b) un narrador-omnisciente, que narra desde la tercera persona
gramatical y ocupa un espacio distinto e independiente del espacio
donde sucede lo que narra; y
c) un narrador-ambiguo, escondido detrás de una segunda
persona gramatical, un tú que puede ser la voz de un narrador
omnisciente y prepotente que, desde fuera del espacio narrado,
ordena imperativamente que suceda que suceda lo que sucede en la
ficción, o la voz de un narrador-personaje implicado en la acción que,
presa de timidez, astucia, esquizofrenia, o mero capricho, se desdobla
y se habla a sí mismo a la vez que habla al lector.

Mónica Lavín. El narrador es un ente visible, una figura que


necesariamente está en todo cuento o novela. Es quien cuenta la
historia. La elección del narrador es uno de los dilemas del
tratamiento. Recordemos que cuando escribimos un cuento
resolvemos dos preguntas grandes: qué (la historia a contar) y cómo
(el tratamiento: narrador, tono, personajes, ritmo…).

Apostilla. Narrar es contar. Es el narrador quien cuenta la historia. El


narrador es un personaje creado por el autor y tiene la misión de
contar la historia. Hay diferentes tipos de narrador, según la
información de que dispone y el punto de vista que adopta.

TIPOS DE NARRADOR:
Primera persona
Narrador protagonista. El narrador es también el protagonista de la
historia (autobiografía real o ficticia).
Entramos al cuarto donde papi agonizaba. Sus ojos vidriosos me
miraron desde el fondo de la muerte. Me acerqué a la cama, lo besé
en la frente y le ausculté el corazón: seguía con su ritmo obstinado
contando el tiempo. Luego le palpé el abdomen y sentí una inmensa
piedra dura.
Fernando Vallejo, Desbarrancadero

Narrador personaje secundario. El narrador es un testigo que


conoce y cuenta el desarrollo de los hechos.
Al filo de mediodía Juanito Lara, vendedor de enciclopedias, en
sus ratos libres investigador privado gracias a un curso por
correspondencia, había terminado con el ron y se apoderó de una
botella de mi mejor güisqui. Pidió que lo acompañara y acepté. Para
eso son los amigos. Bebimos esa botella y otra más entre sollozos e
imprecaciones de Juan —no volvería con esa mujer ni aunque ella lo
pidiera de rodillas— y la sabia e inútil pertinencia de mis consejos. A
eso de las siete de la noche, después de que juré en falso que no
escondía ron o güisqui, Juanito anunció que se iba.
Gerardo de la Torre, «Guacamayas rojas»

Narrador en primera persona del plural. El narrador —no sabemos


quién es, ni nos importa— habla en nombre de un grupo, desde el
nosotros. Podría darse el caso de que cuenten varios narradores,
quizá sólo identificables por ciertas particularidades de su habla.
He aquí el principio de una gran novela. El «nosotros» aparece
únicamente en las dos primeras páginas, después actúa un narrador
omnisciente.
Estábamos en la sala de estudio cuando entró el director,
seguido de un novato con atuendo pueblerino y de un celador cargado
con un gran pupitre. Los que dormitaban se despertaron, y todos se
fueron poniendo de pie como si los hubieran sorprendido en su
trabajo.
El director nos hizo seña de que volviéramos a sentarnos; luego,
dirigiéndose al prefecto de estudios, le dijo a media voz:
—Señor Roger, aquí tiene un alumno que le recomiendo, entra
en quinto. Si por su aplicación y su conducta lo merece, pasara a la
clase de los mayores, como corresponde a su edad.
El novato, que se había quedado en el rincón, detrás de la
puerta, de modo que apenas se le veía, era un mozo del campo, de
unos quince años y de una estatura mayor que cualquiera de
nosotros…
Gustave Flaubert, Madame Bovary

Monólogo interior. Esta técnica introduce el mundo de la


subjetividad. En general es una primera persona que se vale de la
asociación o disociación de ideas.
… sí y todas esas callejuelas raras y casas rosas y azules y
amarillas y las rosaledas y el jazmín y los geranios y los cactos y
Gibraltar de niña donde yo era una Flor de la montaña sí cuando me
ponía la rosa en el pelo como las chicas andaluzas o me pongo una
roja sí y cómo me besó al pie de la muralla mora y yo pensé bueno
igual da él que otro y luego le pedí con los ojos que lo volviera a pedir
sí y entonces me pidió si quería yo decir sí mi flor de la montaña y
primero le rodeé con los brazos sí y le atraje encima de mí para que él
me pudiera sentir los pechos todo perfume sí y el corazón le corría
como loco y sí dije sí quiero Sí.
James Joyce, Ulises

Segunda persona
Narrador en segunda persona. Crea el efecto de estar contándose la
historia a sí mismo, a un yo desdoblado. O bien se le habla a una
persona ausente o incapacitada para participar en un diálogo.

(Primer caso)
Morosamente lo aprendiste en las grandes novelas, Gabriel, y
sobre todo en el buen cine. Antes de cumplir los treinta años una y
otra vez te hundiste en alguna butaca del cine Arcadia (enclavado en
la calle Balderas, de la que todo el mundo pensaba que recibía ese
nombre en homenaje al matador de toros de nombre Alberto,
empitonado y muerto en 1940 en la plaza El Toreo de la ciudad de
México, y no en honra del coronel Lucas Balderas, muerto en Molino
del Rey en 1847 en combate con los yanquis invasores), empecinado,
terco en descifrar el Ocho y medio de Federico Fellini que te arrojaba
una avalancha de imágenes que no parecían tener relación unas con
otras: trozos de realidad, alucinaciones, recuerdos, fantasmagorías,
pesadillas, delirios.
Gerardo de la Torre, Cola de perro
(Segundo caso)
Mírate nada más, Lucrecia Figueroa. Mírate allí tendida con un
agujero oscuro en el pecho y otro, definitivo, en la cabeza. Esa vino a
ser tu ganancia en estos negocios. Pero dejemos claro que de la
profesión de abogada no esperabas ganancia económica, nada
semejante al lucro. Comenzaste a estudiar derecho porque tu querido
padre y sus compañeros se quejaban todo el tiempo de que les hacían
falta abogados, gente buena y decente que les ayudara a resolver los
problemas en el sindicato y en la comunidad. Del otro lado de la mesa
siempre topaban con abogados que recitaban al dedillo reglamentos,
leyes, precedentes. Los mareaban con tanta palabrería.
Gerardo de la Torre, «La muerta»

Tercera persona
Narrador omnisciente (el que todo lo sabe). El narrador omnisciente
es aquel cuyo conocimiento de los hechos es total y absoluto. Sabe lo
que piensan y sienten los personajes: sus sentimientos, sensaciones,
intenciones, planes…
Hans Castorp se dijo que debía de haber dejado tras él la zona
de los árboles frondosos y la de los pájaros cantores, y este
pensamiento de cesación, de empobrecimiento, hizo que, poseído por
el vértigo y las náuseas, se cubriese la cara con las manos durante
dos segundos. Pero ya había pasado. Comprendió que la ascensión
había terminado, y que había culminado el desfiladero. En medio de
un valle el tren rodaba ahora más fácilmente.
Thomas Mann, La montaña mágica
Narrador observador. Ajeno a los hechos, el narrador describe lo que
ve y lo que oye, de modo semejante a como lo hace una moderna
cámara de cine.
Luego se habían metido poco a poco las dos y se iban riendo,
conforme el agua les subía por las piernas y el vientre y la cintura. Se
detenían, mirándose, y las risas les crecían y se les contagiaban como
un cosquilleo nervioso. Se salpicaron y se agarraron dando gritos,
hasta que ambas estuvieron del todo mojadas, jadeantes de risa.
Rafael Sánchez Ferlosio, El Jarama

Narrador colectivo
Varios narradores que, a la manera de corredores de relevos, se van
pasando la estafeta para contar ciertos hechos. Pueden expresarse en
cualquier persona del singular o del plural. Éste es el tipo de narrador
que ofrece la novela Mientras agonizo, de William Faulkner, contada
median te monólogos, a veces muy largos, por los miembros de una
familia que lleva a enterrar a la madre.
039. Miscelánea. Formas y procedimientos de la narrativa
Gustave Flaubert. Esta noche he hecho el esbozo de toda la gran
escena de la exposición agrícola. Será muy larga; por lo menos treinta
páginas. En el curso de la descripción de este festival «rústico-
municipal» con todas las salidas marginales (y salen todos los
personajes menores del libro, hablando y actuando) tengo que
mantener, en un primer plano, la interminable conversación de un
caballero obsequiando a una dama. En medio de todo esto, tengo
también un pomposo discurso de un concejal, y al final (cuando todo
se ha acabado) un artículo para el periódico de mi farmacéutico, que
describe la exposición en un bello estilo filosófico, poético y
progresista. Comprenderá que esta no es una tarea fácil. Estoy seguro
del colorido y de muchos de los efectos; pero ¡tendría que ser el
mismo demonio el que evitara que fuera demasiado largo!

León Tolstói. Considero que todo gran artista crea necesariamente


también su propia forma. Una vez Turguenev y yo, en París, volvíamos
del teatro y estábamos discutiendo. Él estaba completamente de
acuerdo conmigo. Recordamos todo lo mejor de la literatura rusa y
parecía que en estas obras la forma era perfectamente original.

Antón Chéjov. En las descripciones de la naturaleza hay que tratar de


recoger pequeños detalles y agruparlos de tal forma que, después de
leerlos, se pueda ver el cuadro con sólo cerrar los ojos… Por ejemplo,
se podrá tener una noche de luna si se escribe que en la presa del
molino un trozo de botella rota centelleaba como una estrellita
brillante, y que por allí rodaba, como una pelota, la negra sombra de
un perro o de un lobo; y así por el estilo. La naturaleza se anima si no
se desdeña usar comparaciones de sus fenómenos con los de las
acciones humanas.

Jorge Luis Borges. Recuerdo una observación muy profunda de


Joseph Conrad, que es uno de mis autores favoritos; creo que se
encuentra en el prefacio de algo así como La línea oscura [La línea de
sombra]… Sí, La línea de sombra. En ese prefacio decía que algunas
personas habían pensado que el cuento era fantástico debido a que el
fantasma del capitán detenía el barco. Él escribía (lo que me
impresionó bastante, puesto que también escribo cuentos fantásticos)
que para escribir deliberadamente un cuento fantástico no es
necesario sentir que todo el universo es fantástico y misterioso;
tampoco había nada insensato en que una persona se siente y escriba
algo deliberadamente fantástico. Conrad pensaba que cuando uno
escribía acerca del mundo, aun de manera realista, uno escribía un
cuento fantástico porque el mismo mundo es fantástico y misterioso e
insondable.

Milan Kundera. La narración, tal como existe desde la noche de los


tiempos, se convirtió en novela en el momento en que el autor ya no
se contentó con una simple story, sino que abrió de par en par las
ventanas al mundo que se extendía alrededor. A la story se unieron
otras stories, episodios, descripciones, observaciones, reflexiones, y
así el autor se ha encontrado frente a una materia muy compleja, muy
heterogénea, a la que, igual que un arquitecto, ha tenido que dar una
forma; la composición (la arquitectura) adquirió para el arte de la
novela, desde el principio de su existencia, una importancia primordial.

Harold Bloom. La peculiar magnificencia de Shakespeare reside en


su capacidad de representación del carácter y la personalidad
humanos y de sus mudanzas… La representación shakespeariana del
personaje posee una riqueza sobrenatural porque ningún otro escritor,
antes o después, nos ofrece una ilusión tan intensa de que cada
personaje habla con una voz diferente de los demás

Apostilla. El logro más alto en la literatura (esencialmente en las


obras dramáticas y en la novela) consiste en crear personajes que
cambien, señala insistentemente Harold Bloom. Y el cambio es
resultado de un proceso de reflexión que se origina cuando el
personaje se escucha a sí mismo (como de pasada o casualmente,
dice Bloom) en el modo de Shakespeare, o escuchándose los unos a
los otros, en el modo de Cervantes (Don Quijote).
040. Decálogos y textos magistrales
Manual del perfecto cuentista
Horacio Quiroga
I. Cree en el maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov— como en
Dios mismo.
II. Cree que tu arte es una cima inaccesible. No sueñes en
dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás, sin saberlo tú
mismo.
III. Resiste cuanto puedas a la imitación; pero imita si el influjo es
demasiado fuerte. Más que cualquier otra cosa, el desarrollo de la
personalidad es una ciencia.
IV. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor
con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu
corazón.
V. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde
vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la
misma importancia que las tres últimas.
VI. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: «Desde el
río soplaba un viento frío», no hay en lengua humana más palabras
que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de las palabras, no
te preocupes de observar si son consonantes o asonantes.
VII. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas adhieras
a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él, solo, tendrá un
color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII. Toma los personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el
final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste.
No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa
ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios.
Ten esto por una verdad absoluta; aunque no lo sea.
IX. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala
luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en
arte a la mitad del camino.
X. No pienses en los amigos al escribir, ni en la impresión que hará
tu historia. Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el
pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido
uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.
(10 de abril de 1925)

Refutación del «Decálogo del perfecto cuentista» de Horacio


Quiroga
Silvina Bullrich
Nada me parece más acertado para un estudio sobre cuento que
comentar o discutir el «Decálogo del perfecto cuentista» de Horacio
Quiroga. [Como los puntos de Quiroga están líneas arriba, omito su
exposición y me quedo solamente con los comentarios de Silvina
Bullrich. Nota del compilador.]
1. Cabe preguntarse hasta qué altura de la vida o de la obra
supone Quiroga que debemos aceptar influencias extrañas y cuándo
tenemos derecho a sentirnos maestros a nuestra vez, aunque sólo sea
maestros de nosotros mismos. Ningún artista puede aceptar este
consejo sin rebelarse un poco, pues su mayor ambición es volar con
sus propias alas. Por otra parte ¿en qué maestro creyó Quiroga?
Tengo la impresión de qué en varios. Pues si bien sus cuentos
misioneros acusan alguna influencia de Kipling o de Poe, en otros,
como en «Los perseguidos», por ejemplo, vemos asomar a
Maupassant, pero no al perfecto cuentista de «Bola de sebo»,
respetuoso del tiempo del lector, resuelto a captarse su simpatía y a
despertar su emoción al mismo tiempo que su sorpresa, sino al de sus
cuentos menores como «A caballo», «La cama», «El loco», etcétera.
2. Este segundo mandamiento no se presta a mayores
comentarios, pues es una redundancia del primero, aunque menos
admisible. Nadie escribiría una línea si no pensara que tiene algo que
decir distinto (y sin duda superior) de sus maestros. Toda persona con
personalidad se siente singular cuanto más aquel que tiene vocación
creadora. Por fuerte que sea el mandato interior de escribir, creo que
todos terminaríamos por dominarlo si no supusiéramos que una
página, una frase, puede aportar algo al panorama cultural del mundo,
de nuestro país o de nuestra aldea.
3. Temo que este tercer mandamiento contradiga a los demás
aunque al mismo tiempo los resume y los justifica. Aceptar la frase de
Buffon, con una ligera variante, ya es señalar el rumbo acertado a los
jóvenes cuentistas a quienes se dirige.
4. ¿Es acaso el triunfo lo más importante en una obra literaria?
¿No conocemos fracasos más gloriosos que muchos éxitos y no suele
el escritor avergonzarse un poco de la popularidad cuando ésta se
convierte (resultado inevitable) en un manoseo de su obra?
Personalmente me gusta más la estrofa de Almafuerte: «Pero yo
también creo que la derrota / merece sus laureles y arcos triunfales /
cualquier dolor que sea siempre rebota / sobre el alma futura de los
mortales». La vida de Quiroga fue toda entera una derrota y por eso su
obra cobró fuerza y perdura.
Y ahora llegamos al quinto mandamiento, el único verdadera-
mente esencial a mi modo de ver para guiar a un joven cuentista:
5. El factor sorpresivo del final suele ser el gran acierto de
muchos cuentistas; entre los nuestros: Borges o Delmiro Sáenz.
Podríamos decir que los cuentos más perfectos son los que conducen
al lector, en medio de una confortable desorientación, hacia l final
previsto por el autor. Y he aquí, tal vez, la diferencia fundamental entre
la técnica del cuento y la de la novela. El cuento no puede dejar el final
librado al azar; por el contrario: depende casi totalmente de él. La
novela puede permitirse infinitas libertades: la de tener un desenlace
equívoco, la de no tener ninguno, o dejarlo al gusto del lector e incluso
la de ir tejiendo su final como el destino, ciegamente, al azar de su
construcción. No me refiero, por supuesto, a la novela policiaca.
Pero sigamos con el «Decálogo del perfecto cuentista».
6. Quizá sea este el más caprichoso y el más discutible de los
mandamientos, pues no se tergiversaría mucho la realidad buscada
poniendo «helado» en vez de frío y evitando así una rima que puede
no molestar a Quiroga pero sí al lector, y acaso a los críticos. No me
parece un exceso de severidad recomendar a los jóvenes que eviten
este tipo de consonancias; no olvidemos que el hombre busca por
naturaleza el camino más fácil y que es preferible darle reglas rígidas
aunque las tergiverse sin cometer pecados mortales, que darle leyes
elásticas que son a la larga las culpables de los estilos desgreñados.
7. El consejo es sano pero no infalible: hay estilos que
descansan en gran parte sobre los adjetivos. El adjetivo imprevisto y
contradictorio de Borges; el adjetivo casi siempre más fuerte que el
sustantivo de la obra de Mallea; el adjetivo humilde y exacto de
Maupassant y el que ayuda en Poe a la obra de terror. Pues ¿qué
quiere decir la expresión: sin necesidad? La necesidad de adjetivar es
privativa de cada escritor; sería como querer reglamentar la necesidad
de usar dos adjetivos en vez de uno o hasta determinar la necesidad
de escribir en sí misma. Por otra parte, los consejos son más fáciles
de dar que de seguir. Tomo al azar un cuento de Quiroga, «La llama»,
y leo un párrafo: «Berenice tuvo al día siguiente uno de sus extraños
ataques y ante mis serios temores por esa sensibilidad profundamente
enfermiza, la madre sacudió la cabeza». En tres frases hay al menos
dos adjetivos suprimibles: hubiéramos comprendido lo mismo, puesto
que ya estábamos al tanto, que los ataques eran extraños sin agregar
el adjetivo y que los temores eran serios.
8. La última frase sorprende en un escritor tan auténtico como
Quiroga y debilita el consejo importante, quizás el más importante del
Decálogo. Pues nadie puede discutir que no sea un acierto llevar el
personaje y la anécdota firmemente hacia el fin al. Así el cuento es, en
cierto modo, más perfecto que la novela, pues no admite licencias. Por
supuesto que estas recetas hacen del cuento un oficio más o menos
fácil o difícil de aprender y que la misma libertad de la novela (como
toda libertad) aumenta sus responsabilidades y obliga a buscar de
manera incesante un cauce que, también incesantemente, se pierde.
Es más difícil perderse en un largo camino que en un camino corto.
9. No creo que quepa la discusión alrededor de este noveno
mandamiento. Por otra parte es casi inhumano escribir bajo una real y
reciente emoción. En esto la novela y el cuento se asemejan. Quizá
sólo la poesía, la romántica, no la actual, pueda ser una excepción.
10. Hoy parece sorprendente que alguien pueda pensar en sus
amigos al escribir: el mundo es tan vasto y el escritor tan aislado, sus
miras tan lejanas en el tiempo y en el espacio, que no creemos
encontrar ninguna valla que nos impida seguir este consejo ingenuo.
A lo largo de este Decálogo la palabra ingenuo ha acudido varias
veces a mi mente y varias veces la he rechazado, pues la obra y la
vida de Quiroga nada tienen de candorosas, son recias y brutalmente
humanas, como lo es su muerte y lo son las muertes que jalonan su
paso por la tierra. Pero hay que resignarse a admitir que un cierto
candor se filtra en su Decálogo. Quizá sea imposible querer encerrar
al hombre en diez mandamientos sin sentir la imposibilidad (léase
ingenuidad) de lograrlo. El hombre, cuentista o no, desborda los
límites de las teorías rígidas.
A veces pienso que Quiroga miró demasiado la naturaleza, y a
fuerza de observar víboras, cocodrilos, invasiones de hormigas,
esteros, selvas y tembladerales perdió la noción de grandeza infinita
dentro de la infinita pequeñez que es el hombre.
Pero no debemos confundir al Quiroga cuentista con el autor
relativamente feliz de este Decálogo donde, pese a mi actitud crítica,
encuentro dos o tres consejos indispensables para todo cuentista.
Aunque a decir verdad en materia de consejo literario no ha sido
superado el de Rainer María Rilke en Carta a un joven poeta: «Si
puedes vivir sin escribir, no escribas». No se presta a discusión el
hecho de que sólo una necesidad ineludible puede mantener preso a
un hombre (empleo esta palabra genéricamente) buscando en sí
mismo ideas huidizas que asoman apenas, torpemente, de su cerebro,
e imprimirlas sobre un papel, signos de un alfabeto acaso indescifrable
para quienes vendrán después de nosotros.
[En alguna parte dice Cortázar que uno de los consejos de
Quiroga es verdaderamente valioso, el que en el punto X preceptúa:
«Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño
ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno». La
señora Bullrich pasó por alto tal sugerencia. Nota del compilador.]

Decálogo para cuentistas


Julio Ramón Ribeyro
1. El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El
cuento se ha hecho para que el lector pueda a su vez contarlo.
2. La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real debe
parecer inventada, y si es inventada, real.
3. El cuento debe ser de preferencia breve, de modo que pueda
leerse de un tirón.
4. La historia contada por el cuento debe entretener, conmover,
intrigar o sorprender; si todo ello junto, mejor. Si no logra ninguno de
estos efectos, no sirve como cuento.
5. El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin aspavientos ni
digresiones. Dejemos eso para la poesía o la novela.
6. El cuento debe sólo mostrar, no enseñar. De otro modo sería una
moraleja.
7. El cuento admite todas las técnicas: diálogo, monólogo, narración
pura y simple, epístola, collage de textos ajenos, etcétera, siempre y
cuando la historia no se diluya y pueda el lector reducirla a su
expresión oral.
8. El cuento debe partir de situaciones en las que el personaje o los
personajes vive o viven un conflicto que obliga a tomar una decisión
que pone en juego su destino.
9. En el cuento no debe haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada
palabra es absolutamente imprescindible.
10. El cuento debe conducir necesariamente, inexorablemente, a un
solo desenlace, por sorpresivo que sea. Si el lector no acepta el
desenlace es que el cuento ha fallado.

Decálogo del escritor


Augusto Monterroso
Primero. Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también.
Escribe siempre.
Segundo. No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho
menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la
posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que
la posteridad siempre hace justicia.
Tercero. En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: «En
literatura no hay nada escrito».
Cuarto. Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien
palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término
medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.
Quinto. Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser
un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia,
que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y
de noche.
Sexto. Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la
prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico
y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como
Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.
Séptimo. No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan
buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable,
procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se
entristezcan.
Octavo. Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre
los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la
comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.
Noveno. Cree en ti, pero no tanto, duda de ti, pero no tanto. Cuando
sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única
verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
Décimo. Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta
siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en
cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás
que ser más inteligente que él.
Undécimo. No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general
es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro
modo no intentarías meterte en este oficio.
Duodécimo. Otra vez el lector. Mientras mejor escribas más lectores
tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número
cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el
montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la
calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado.
El autor da la opción al escritor de descartar dos de estos
enunciados y quedarse con los restantes diez.

El decálogo de Juan Carlos Onetti


I. No busquen ser originales. El ser distinto es inevitable cuando
uno no se preocupa de serlo.
II. No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Éste sólo se
asusta cuando le amenazan el bolsillo.
III. No traten de complicar al lector, ni buscar ni reclamar su ayuda.
IV. No escriban jamás pensando en la crítica, en los amigos o
parientes, en la dulce novia o esposa. Ni siquiera en el lector
hipotético.
V. No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al
triunfo. Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable,
que llevamos dentro y no es posible engañar.
VI. No sigan modas, abjuren del maestro sagrado antes del tercer
canto del gallo.
VII. No se limiten a leer los libros ya consagrados. Proust y Joyce
fueron despreciados cuando asomaron la nariz, hoy son genios.
VIII. No olviden la frase, justamente famosa: dos más dos son cuatro,
pero ¿y si fueran cinco?
IX. No desdeñen temas con extraña narrativa, cualquiera sea su
origen. Roben si es necesario.
X. Mientan siempre.
XI. No olviden que Hemingway escribió: «Incluso di lecturas de los
trozos ya listos de mi novela, que viene a ser lo más bajo que un
escritor puede caer».

Los diez mandamientos del escritor de ficción


Nancy Kress
1. Escribe regularmente. Si no tienes mucho tiempo, escribe al menos
cinco minutos por día.
2. Escribe el tipo de ficción que amas leer.
3. No esperes la inspiración para comenzar.
4. Escribir es reescribir. Siempre.
5. Escucha todas las críticas con la mente bien abierta.
6. Lee todo lo que puedas. Y más también.
7. No sigas las tendencias en boga. Cuenta las historias que desees y
como desees.
8. Dedica especial atención al primer párrafo. El que pega primero,
pega dos veces.
9. Trata de «convertirte» en tus personajes mientras los escribes.
10. No te desanimes ante un rechazo. Al noventa por ciento de los
escritores más exitosos les dijeron al menos una vez que se dedicaran
a otra cosa.
55 consejos sencillos para escribir un cuento
Universidad del Desarrollo (Chile)

 Escribe una nueva versión de lo que sucedió con la primera


persona de la que estuviste enamorado.
 Toma una fotografía o postal al azar y conviértela en el marco de
una historia.
 Explica con todo detalle la situación en la que más miedo has
tenido.
 Imagina que te quedas dos horas atascado en un ascensor con
el compañero de curso con el que te enemistaste hace tiempo.
 Narra el intento de seducción más accidentado y estrepitoso que
puedas imaginar.
 Imagina cómo ha sido la vida de un compañero de escuela del
que nunca más has vuelto a saber.
 Cuenta con humor todo lo que ocurre en el curso de una cita a
ciegas desde los puntos de vista de las dos partes.
 Relata el encuentro de un fantasma que te lleva un mensaje para
tu vida diaria.
 Describe con lujo de detalles una situación de especial peligro
que hayas vivido.
 Escribe sobre un amor imposible al que, sin embargo, te resistes
a renunciar.
 Cuenta una experiencia mística que hayas vivido en contacto
con la naturaleza.
 Haz protagonistas de tu historia a cinco personas al azar
elegidas de tus contactos de Messenger [o de Facebook].
 Empieza un relato con: «La última vez que yo la había visto era
sólo una niña…»
 Inspírate en tu horóscopo de hoy para crear tu narración.
 Cuenta la situación desesperada de un jugador compulsivo que
acaba de perder un dinero que no es suyo.
 Plantea un cuento de terror en el que uno de los protagonistas
es el profesor más temible que recuerdas.
 Relata la vida privada de un sepulturero aficionado al humor
negro.
 Describe cómo te sentías cuando te pusiste a dieta.
 Relata los duros inicios de un nuevo profesor en una escuela de
un barrio marginal.
 Plasma en un cuento el regalo más ridículo que has recibido en
tu vida, y lo que éste revela sobre la persona que te lo dio.
 Relata una reacción en cadena a partir de un pequeño
acontecimiento.
 Inspírate en una leyenda urbana para la creación de un cuento
de terror.
 Escribe un cuento humorístico sobre el más aburrido empleo de
verano que hayas tenido.
 Cuenta cómo se conocieron tus padres y su vida hasta que
llegaste al mundo para escribir su historia.
 Reproduce la conversación más difícil que recuerdas haber
tenido.
 Imagina que encuentras al genio de Aladino en el patio de la
escuela y te concede tres deseos que sólo se cumplirán durante
ese día.
 Adapta un cuento de hadas o una fábula tradicional a los
tiempos actuales.
 Descubre tu peor hábito a través de un personaje de ficción.
 Explica el miedo con el que un niño participa de una sesión de
espiritismo.
 Explica el lugar más insólito donde hayas tenido que dormir.
 Relata una serie de difíciles pruebas que debe pasar alguien
para ver cumplir su deseo más íntimo.
 Escoge un protagonista cuya vida se rige por la Ley de Murphy:
todo lo que puede salir mal, saldrá necesariamente mal.
 Narra cómo sería tu vida si tuvieras el empleo con el que
soñabas en la infancia.
 Describe con todo detalle los preliminares y lo que sentiste
durante tu primer beso. Y lo que sucedió después.
 Cuenta la embarazosa historia de alguien que necesita ir al baño
urgentemente, y no tiene uno a su disposición.
 Relata las peripecias de lo que te ocurriría si estuvieses perdido
en una lejana ciudad de Asia, incapaz de descifrar los nombres
de las calles o de comunicarte con la gente.
 Cuenta la espera más larga y tensa que has vivido y todo lo que
pasó por tu cabeza.
 Recuerda la situación más divertida que has presenciado en tu
vida.
 Escribe un cuento protagonizado por tu mascota desde su propio
punto de vista.
 Narra el máximo tiempo que has estado sin poder dormir, con
atención a las señales que te daba el cuerpo.
 Habla sobre un inquietante sueño que resulta ser premonitorio.
 Inspírate en tus miedos infantiles para escribir una historia de
terror para adultos.
 Imagina que te despiertas dentro del cuerpo de otra persona, en
una casa que no conoces, rodeado de una familia extraña.
 Habla de las consecuencias inesperadas de una mentira
piadosa.
 Empieza tu relato con un despertador muy estridente.
 Ilustra la historia de un curioso apodo.
 Cuenta cuál es el juguete favorito de tu infancia, y todas las
evocaciones que te trae.
 Cuenta un romance apasionado en forma de carta de amor.
 Imagina que sobre tu ciudad cae una lluvia que no cesa en cien
días, y todo lo que eso desencadena.
 Escribe un cuento según los siete pecados capitales.
 Cuenta una historia cotidiana desde cinco puntos de vista
distintos.
 Describe minuciosamente la jornada de una persona
supersticiosa en extremo.
 Narra las 24 horas inmediatamente después de haber ganado la
lotería.
 Imagina la historia de un difunto que regresa a la tierra para
saldar cuentas pendientes.
 Describe el primer recuerdo que tienes de tu vida.
John Steinbeck: Los principios
Es normal que desde el momento en que se escribe para publicar (me
refiero a la primera vez, claro) uno se envare de la misma manera que
cuando le van a tomar una foto. La mejor manera de vencer esto es
escribirle a alguien, como lo hago yo. Escribirlo como una carta
dirigida a una persona. Esto suprime el terror difuso de dirigirse a un
auditorio amplio y sin rostro y, también, se verá que da un sentimiento
de libertad y una falta de autoconciencia.
Ahora permíteme que te pase el resultado de mi experiencia al
encontrarme frente a cuatrocientas páginas blancas, el impresionante
material que hay que llenar. Sé que nadie quiere aprovechar el
resultado de la experiencia de otros y quizá por ello se ofrece tan
desinteresadamente. Pero las siguientes son algunas de las cosas que
tuve que hacer para evitar irme por las ramas.
1. Abandona la idea de que terminarás algún día. Pierde la
cuenta de las cuatrocientas páginas y escribe una página diaria, eso
ayuda. Después, cuando hayas terminado, siempre te sorprendes.
2. Escribe libremente y tan rápido como te sea posible, echando
todo al papel. No corrijas o reescribas hasta que hayas escrito todo el
libro. Las correcciones hechas durante el proceso de creación son, por
lo general, excusas para no seguir adelante. Además, influyen en el
flujo y en el ritmo, que sólo pueden ser fruto de una especie de
asociación inconsciente con el tema.
3. Olvida a tu auditorio general. Primero, ese auditorio anónimo y
sin rostro te atemorizará terriblemente y, segundo, a diferencia del
teatro, este auditorio no existe. Al escribir, tu auditorio es un lector
único; he descubierto que a veces resulta útil escoger a una persona:
una persona real a la que conozcas o una persona imaginaria, y
escribir dirigiéndose a ella.
4. Si una escena o parte te parece sumamente difícil y aun así
piensas que la quieres incluir, déjala y continúa. Cuando termines de
escribir la totalidad podrás regresar y quizás encuentres que había
presentado tantas dificultades porque no se encontraba en su lugar.
5. Desconfía de una escena que te guste mucho más que las
otras. Por lo general resulta una imposición.
6. Si escribes diálogos, repítelos en voz alta a medida que los
vayas escribiendo. Sólo entonces obtendrás el sonido del diálogo.

Mario Vargas Llosa: Consejos a un joven novelista


1. Sólo quien entra en literatura como se entra en religión,
dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su energía, su esfuerzo,
está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un escritor y
escribir una obra que lo trascienda.
2. No hay novelistas precoces. Todos los grandes, los
admirables novelistas, fueron, al principio, escribidores aprendices
cuyo talento se fue gestando a base de constancia y convicción.
3. La literatura es lo mejor que se ha inventado para defenderse
contra el infortunio.
4. En toda ficción, aun en la de la imaginación más libérrima, es
posible rastrear un punto de partida, una semilla íntima, visceralmente
ligado a una suma de vivencias de quien la fraguó. Me atrevo a
sostener que no hay excepciones a esta regla y que, por lo tanto, la
invención químicamente pura no existe en el dominio literario.
5. La ficción es, por definición, una impostura –una realidad que
no es y sin embargo finge serlo— y toda novela es una mentira que se
hace pasar por verdad, una creación cuyo poder de persuasión
depende exclusivamente del empleo eficaz de unas técnicas de
ilusionismo y prestidigitación semejantes a las de los magos de los
circos o teatros.
6. En esto consiste la autenticidad o sinceridad del novelista: en
aceptar sus propios demonios y en servirlos a la medida de sus
fuerzas.
7. El novelista que no escribe sobre aquello que en su fuero
recóndito lo estimula y exige, y fríamente escoge asuntos o temas de
una manera racional, porque piensa que de este modo alcanzará
mejor el éxito, es inauténtico y lo más probable es que, por ello, sea
también un mal novelista (aunque alcance el éxito: las listas de
bestsellers están llenas de muy malos novelistas).
8. La mala novela que carece de poder de persuasión, o lo tiene
muy débil, no nos convence de la verdad de la mentira que nos
cuenta.
9. La historia que cuenta una novela puede ser incoherente, pero
el lenguaje que la plasma debe ser coherente para que aquella
incoherencia finja exitosamente ser genuina y vivir.
10. La sinceridad o insinceridad no es, en literatura, un asunto
ético sino estético.
11. La literatura es puro artificio, pero la gran literatura consigue
disimularlo y la mediocre lo delata.
12. Para contar por escrito una historia, todo novelista inventa a
un narrador, su representante o plenipotenciario en la ficción, él mismo
una ficción, pues, como los otros personajes a los que va a contar,
está hecho de palabras y sólo vive por y para esa novela.
13. El de las novelas es un tiempo construido a partir del tiempo
psicológico, no del cronológico, un tiempo subjetivo al que la artesanía
del novelista da apariencia de objetividad, consiguiendo de este modo
que su novela tome distancia y diferencie del mundo real.
14. Lo importante es saber que en toda novela hay un punto de
vista espacial, otro temporal y otro de nivel de realidad, y que, aunque
muchas veces no sea muy notorio, los tres son esencialmente
autónomos, diferentes uno de otro, y que de la manera como ellos se
armonizan y combinan resulta aquella coherencia interna que es el
poder de persuasión de una novela.
15. Si un novelista, a la hora de contar una historia, no se
impone ciertos límites (es decir, si no se resigna a esconder ciertos
datos), la historia que cuenta no tendría principio ni fin.

Algunos aspectos del cuento


Julio Cortázar
[Versión abreviada por el compilador, sin autorización de JC]

Voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género literario


y es posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a
quienes las escuchen. Por tanto me parece de una elemental
honradez definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi
especial manera de entender el mundo. Casi todos los cuentos que he
escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor
nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que
todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por
sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir,
dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un
sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa a efecto, de
psicologías definidas, de geografías bien cartografíadas. En mi caso,
la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable, y el
fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero
estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a
esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores en mi
búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo
demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran
ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional,
trátese de los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta
presentación de mi propia manera de entender el mundo explicará mi
toma de posición y mi enfoque del problema. En último extremo podrá
decirse que sólo he hablado del cuento tal y como yo lo practico. Y sin
embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de que existen
ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a todos los cuentos
fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez
sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un
buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
Uno va acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad
de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que puede
hacer un balance, intentar una aproximación valorativa a ese género
de tan difícil definición, tan huidizo en sus múltiples y antagónicos
aspectos, y en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo,
caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra
dimensión del tiempo literario.
Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse
luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo
sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan
una estructura a ese género tan poco encasillable.
Si nos hacemos una idea convincente de esa forma de expresión
literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para
esa antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión,
demasiados malentendidos, en este terreno.
Es preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y
eso siempre es difícil en la medida en que las ideas tienden a lo
abstracto, a desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida
rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la conceptuación para
fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el
cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última
instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y le
expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me
permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo,
una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como
un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una
permanencia. Sólo con imágenes se puede transmitir esa alquimia
secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene
en nosotros, y que explica también por qué hay muy pocos cuentos
verdaderamente grandes.
Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa
realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de
elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto,
una síntesis que dé el clímax de la obra, en una fotografía o en un
cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el
fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una
imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente
valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el
espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento
que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho
más allá de la anécdota visual o literaria contenida en la foto o en el
cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en
ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la
novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar
por nocaut. Es cierto, en la medida en que la novela acumula
progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento
es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases.
Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran y analicen
su primera página. Me sorprendería encontrar elementos gratuitos,
meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder
acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso
es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia
abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una
metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del
cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condensados,
sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa
apertura a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un
determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en
literatura no hay temas buenos ni temas malos, hay solamente un
buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los
personajes carezcan de interés, ya que hasta una piedra es
interesante cuando de ellas se ocupan un Henry James o un Franz
Kafka. Un cuento es malo cuando se le escribe sin esa tensión que
debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras
escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de
significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se
verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un material que
calificamos de significativo. El elemento significativo del cuento
parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger
un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de
irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio
doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine
Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen
implacable de una cierta condición humana o en el símbolo quemante
de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando
quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que
ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a
veces miserable anécdota que cuenta. Pienso por ejemplo en el tema
de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chéjov. ¿Que hay
allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces
conformista o inútilmente rebelde? Lo que se encuentra en esos
relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos
compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las
tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones
frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de
una sala, de un piano, de un té con dulce. Y sin embargo, los cuentos
de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en
ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo
cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada. Ya se han
dado cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente
en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos
cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los
que tratan los autores nombrados.
La idea de significación no puede tener sentido si no la
relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren
solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la
técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde
bruscamente se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista.
Por eso habremos de detenernos con todo el cuidado posible en esta
encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma
de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras
otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre
papel, alimento para el olvido.
Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la
inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o menor grado
con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema
y hace con él un cuento. Éste escoger un tema no es tan sencillo. A
veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le
impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la
gran mayoría de mis cuentos fueron escritos al margen de mi voluntad,
por encima o por debajo de mi conciencia razonante, como si yo no
fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una
fuerza ajena. Pero esto, que puede depender del temperamento de
cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado
hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o
extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay
tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes de que ello
ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no
otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al
cuentista a escoger un determinado tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es
siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba
ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al
contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y
cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del
imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas,
coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de
nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotaban
virtualmente en su memoria o en su sensibilidad; un buen tema es
como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del
que muchas veces no se tenía conciencia hasta que el cuentista,
astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más
modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema
atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo esto, al
fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica
que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de
relaciones más complejo y más hermoso?
Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que
todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una
realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por
eso han influido en nosotros con una fuerza que no harían sospechar
la modestia de su contenido aparente y la brevedad de su texto. Y ese
hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él
un cuento será un gran cuentista si su elección contiene —a veces sin
que lo sepa conscientemente— esa fabulosa apertura de lo pequeño
hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la
condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde
está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros,
dará su sombra en nuestra memoria.
Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un
escritor y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes
resonancias en un lector y dejará indiferente a otro. En suma, puede
decirse que no hay temas absolutamente significativos o
absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y
compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así
como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y
ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo,
como en el caso de los cuentos de Chéjov, esa significación se ve
determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí,
por algo que está antes y después del tema.
Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores
humanos literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un
sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la
forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa
verbalmente y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento y lo
proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo.
Toda vez que me han preguntado cómo distinguir entre un tema
insignificante —por más divertido o emocionante que pueda ser— y
otro significativo, he respondido que el escritor es el primero en sufrir
ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que
precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el
sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un
inmenso abanico de recuerdos aparentemente olvidados, de manera
análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la misma forma en
que su cuento, más tarde, hará reaccionar a lector. Todo cuento está
así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el
tema crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un
cuento y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He
aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles
antenas que le permiten reconocer los elementos que habrán de
convertirse en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a
ese embrión que ya es su vida, pero que no ha adquirido todavía su
forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación.
Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último
término del proceso, como un juez implacable, está esperando el
lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o el
fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente,
tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la
significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo
y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que llamamos
lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar
que les bastará escribir lisa y llanamente un tema que los ha
conmovido, para conmover en su turno a los lectores. Incurren en la
ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por
supuesto que los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con
los fracasos, el cuentista capaz de superar esta primera etapa
ingenua, aprende que en literatura no bastan las buenas intenciones.
Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo
llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que
ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima
propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la
atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después,
terminado el cuento, volver a conectarlo con su circunstancia de una
manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa.
Y la única forma en que puede conseguirse ese secuestro
momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y
en la tensión, un estilo en el que los elementos formales expresivos se
ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma
visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único,
inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente. Lo
que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas
las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de
transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes
ha olvidado «El tonel de amontillado», de Edgar Allan Poe. Lo
extraordinario de ese cuento es la brusca prescindencia de toda
descripción del ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el
corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una
venganza. «Los asesinos», de Hemingway, es otro ejemplo de
intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja
esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de
Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con
modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden y yo
prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce
en la manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo
contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el
cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el
caso de «El tonel de amontillado» y de «Los asesinos», los hechos,
despojados de toda preparación, saltan sobre nosotros y nos atrapan;
en cambio, en un relato demorado y caudaloso de Henry James —«La
lección del maestro», por ejemplo— se siente de inmediato que los
hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que
los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los
acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión
interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de
escritor.
Por más veterano, por más experto que sea un cuentista, si le
falta una motivación entrañable, si sus cuentos no nacen de una
profunda vivencia, su obra no irá más allá del mero ejercicio estético.
Pero lo contrario será aún peor, porque nada valen el fervor, la
voluntad de comunicar un mensaje, si se carece de los instrumentos
expresivos, estilísticos, que hacen posible esa comunicación.

La metamorfosis del cuento


Cristina Peri-Rossi
La conciencia de multiplicidad del yo, la desintegración del tiempo y
del espacio como unidades fijas, la capacidad de simbolización, la
desconfianza ante la lógica y la razón como instrumentos únicos del
conocimiento y el recurso al in consciente (o a lo onírico) como
revelación de los aspectos más profundos de la realidad.
La concentración y la capacidad de síntesis del cuento (similares
a las de la poesía) le permitieron representar esta nueva visión del
hombre y del mundo con una flexibilidad y riqueza ausentes en el
cuento tradicional, puramente narrativo, costumbrista o naturalista.
J. G. Ballard, el más apocalíptico de los escritores en lengua
inglesa, dice que «el cuento está más cerca de la pintura. En general,
no representa más que una escena. De este modo se puede obtener
la intensidad y la convergencia, fuerte y brillante, que se encuentra en
los cuadros surrealistas. Es mucho más difícil conseguir eso en una
novela porque ésta comporta elementos narrativos. En la novela hay
que construir el tiempo. En un relato, en cambio, se le puede eliminar y
provocar esa extraña sensación, esa clase de atmósfera».
El cuento, como el poema, representa una experiencia única e
irrepetible. El escritor de cuentos contemporáneo no narra sólo el
placer de encadenar hechos de una manera más o menos casual, sino
que revela lo que hay detrás de ellos; lo significativo no es lo que
sucede (y a veces ocurre muy poco, como en los magníficos relatos
del escritor italiano Giorgio Manganelli), sino la manera de sentir,
pensar, vivir esos hechos; es decir, su interpretación.
Edgar Allan Poe, reconocido únicamente como uno de los
progenitores de la cuentística moderna, estableció que el cuento
participa del dominio de la verdad; es decir, su función es
fundamentalmente la de descubrir antes que narrar o describir, aunque
estos últimos sean los procedimientos de los que a veces se vale para
conseguirlo.
Dicho de otro modo: el narrador de cuentos está en posesión de
una clase de verdad que cobra forma significativa y estética a través
de lo narrado.
Su acto de narrar es una operación severa, ascética, estricta,
que tiene lugar en un área vital y temporal, generalmente delimitada,
reducida a la mínima pero a la vez más intensa trama narrativa. «El
cuento es una novela despojada de ripios», estableció Horacio
Quiroga en su «Decálogo del perfecto cuentista».
La novela, en general, procede por acumulación (de puntos de
vista, hechos, tiempos espacios), mientras que el relato moderno
actúa por selección: elige un momento en el tiempo y lo paraliza para
interiorizar en él, para penetrarlo; elige un ángulo de mira y, por
encima de todo, selecciona rigurosamente lo narrado para provocar un
solo efecto.
En el cuento todo conduce hacia ese efecto que se desea
producir con la precisión de un mecanismo de relojería.
Es necesario eliminar cualquier adorno, cualquier elemento que
no participe del engranaje estrictamente imprescindible. Así se explica
la metáfora de Ernest Hemingway: «En el cuento, el escritor gana por
knock-out; en la novela, por puntos». [No me explico por qué Peri-
Rossi atribuye esta metáfora a Hemingway. No la he podido encontrar
en este autor; en cambio, en el ensayo que aparece páginas arriba el
autor de Rayuela la expone como sigue: Un escritor argentino, muy
amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre
un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos,
mientras que el cuento debe ganar por nocaut.]
Pedro Zarraluki, en el prólogo a su reciente libro de cuentos
Galería de enormidades, apunta: «Estos relatos (…) han resultado un
gran ejercicio de condensación». Me parece que es el término justo
para definir la esencia del relato moderno: la exigencia de un rigor que
tiene que ver necesariamente con la intencionalidad del relato. El
ejemplo más característico de esta concentración es el cuento más
breve del mundo, perteneciente a un maestro del género, el escritor
Augusto Monterroso. Este es el cuento: «Cuando despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí».
Modelo del género, este brevísimo relato («cien breves novelas-
río», llamó Manganelli las piezas reunidas en su magnífico volumen
Centuria) revela uno de los puntos de tensión clave en cualquier
cuento moderno: la capacidad de síntesis que debe lograrse, aunque
el objetivo sea la ambigüedad, como en este caso, la provocación, el
estímulo de la imaginación.
La condición de brevedad (que implica la síntesis y la unidad de
efecto, como la llamó Poe) y la virtual búsqueda de de la verdad son
las únicas reglas que se mantienen fijas del cuento tradicional al
contemporáneo.
La unidad de efecto corresponde a esa parábola cerrada,
perfecta, que es un cuento logrado. Como el poema, el cuento se
fragua en una sintaxis cuyo principio y cuyo fin corresponden a una
nítida arquitectura.
Fue Charles Baudelaire quien estableció una de las pocas reglas
fijas del cuento que todavía se practican sin excepciones en el género:
«Si la primera frase no está escrita con el fin de preparar la impresión
final, la obra será defectuosa desde el principio».
La brevedad, condición que normalmente se atribuye al cuento
para distinguirlo de la novela, es una diferencia banal y poco
cuantificable.
No sólo porque hay novelas breves y cuentos largos, sino porque
no afecta la índole misma de ambos géneros, que es muy diferente.
Mientras la novela transcurre en el tiempo (aunque sea un tiempo
corto, como en el Ulises de Joyce), el cuento profundiza en él, o lo
inmoviliza, lo suspende para penetrarlo.
Sin embargo, es frecuente que la paradoja de Manganelli, al
llamar «cien breves novelas-río» a cien relatos cortos, de una página y
media cada uno, revele algo que el lector muchas veces presiente: sin
el rigor que impone la búsqueda de un solo efecto, preciso y medido
de antemano por el escritor, muchos relatos podrían dar origen a
verdaderas novelas, siempre y cuando el autor estuviera dispuesto a
volver extensivo lo que ha sido intensivo.
La función de un relato es agotar, por intensidad, una situación;
la función de la novela es desarrollar varias situaciones que, al
yuxtaponerse, provocan la ilusión del tiempo sucesivo.
041. Los autores
Aguilera Garramuño, Marco Tulio (1949). Escritor colombiano. Entre
sus obras con mayor reconocimiento se hallan Cuentos para después
de hacer el amor, Mujeres amadas y Los placeres perdidos. En 2002
aparecieron en México las novelas La hermosa vida y La pequeña
maestra de violín, de la tetralogía «El libro de la vida».

Allende, Isabel (1942). Escritora chilena, Premio Nacional de


Literatura 2010, miembro de la Academia Estadounidense de las Artes
y las Letras desde 2004. Entre sus mejores obras: La casa de los
espíritus, De amor y de sombra, Retrato en sepia y El bosque de los
pigmeos.

Allen, Woody (1935). Director, actor, narrador y guionista


cinematográfico estadounidense. Desde muy joven se dedicó a vender
chistes a cómicos profesionales y desarrolló una comicidad cercana a
la de Chaplin, Keaton y los hermanos Marx. Allen es además autor de
varios libros en los que despliega su cáustico humor.

Anderson Imbert, Enrique (1910-2000). Ensayista, académico y


narrador argentino. Su Historia de la literatura hispanoamericana, así
como su ensayo El realismo mágico son referencias imprescindibles
en la crítica de la narrativa latinoamericana. Fue profesor en las
universidades de Michigan y Harvard en Estados Unidos.
Arlt, Roberto (1900-1942). Argentino, nacido en Buenos Aires. De
padre alemán y madre austriaca. Hoy reverenciada, la obra de
Roberto Arlt fue duramente criticada durante la primera mitad del siglo
XX. Sus principales novelas: El juguete rabioso (1926), Los siete locos
(1929), Los lanzallamas (1931).

Auchincloss, Louis (1917-2010) Novelista, historiador y ensayista


estadounidense. Auchincloss es conocido por sus relatos cerrados de
la sociedad de la vieja Nueva York y Nueva Inglaterra.

Auster, Paul (1947). Estadounidense considerado uno de los grandes


autores contemporáneos. Destacan en su obra las novelas La trilogía
de Nueva York, Leviatán y Mr. Vértigo. Ha escrito también guiones de
cine. En 2006 fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias en
la rama de Letras.

Bábel, Isaak Emanuelovich (1894-1940). Narrador soviético de


origen judío. Fue detenido, torturado y ejecutado durante la gran purga
de Stalin. Uno de sus cuentos autobiográficos más famosos, «El
cuento de mi palomar», está dedicado a Gorki. Caballería roja es uno
de sus grandes libros de cuentos.

Baldwin, James (1924-1987). Escritor afro-estadounidense conocido


particularmente por su novela Ve y dilo en la montaña. Sus novelas
exploran los temas de la identidad colectiva y las presiones sociales
hacia los colectivos negro y homosexual.
Ballard, J. G. (James Graham) (1930-2009). Novelista y cuentista
inglés, nacido en Shangai, miembro representativo de la llamada
Nueva Ola en la ciencia ficción. Sus novelas Crash y El imperio del sol
fueron adaptadas al cine. Su obra narrativa recibió varios premios.

Banville, John (1945…). Novelista irlandés, uno de los grandes


talentos de la lengua inglesa. Autor de la llamada Trilogía de las
revoluciones —Copérnico (1976), Kepler (1981) y La carta de Newton
(1982)— y de cerca de una docena de novelas más, entre las que
destacan El mar (2005) y Antigua luz (2012).

Barth, John (1930). Autor estadounidense de relatos breves y


novelas, conocido por su trabajo de corte posmodernista y
metaficcional. Su primera novela fue La ópera flotante (1956). Esta
obra, fue nominada para el National Book Award. En 1960 publicó El
plantador de tabaco.

Bellow, Saul (1915-2005). Escritor estadounidense de origen judío.


Nació en Canadá, pero vivió desde pequeño en Estados Unidos. Fue
galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1976. Bellow recibió
el Premio Pulitzer en 1976 por El legado de Humboldt (1975) y tres
meses más tarde fue laureado con el Nobel.

Bioy Casares, Adolfo (1914-1999). Escritor argentino. Frecuentó la


literatura fantástica, la policial y la de ciencia ficción. Debe parte de su
reconocimiento a su amistad con Borges, con quien colaboró en varias
ocasiones. Su obra más conocida es la novela La invención de Morel.
Bioy recibió en 1990 el Premio Miguel de Cervantes.

Bloom, Harold (1930…). Crítico y teórico literario estadounidense de


origen judío. Irrumpió con fuerza en 1994 con El canon occidental,
libro que provocó ásperas polémicas. Otras obras suyas importantes:
Shakespeare: la invención de lo humano (1999), Cómo leer y por qué
(2000), El futuro de la imaginación (2002).

Böll, Heinrich (1917-1985). Escritor alemán, figura emblemática de la


literatura alemana de posguerra. Durante la Segunda Guerra Mundial
luchó en Francia, Rumania, Hungría y la Unión Soviética. Entre sus
obras más reconocidas se hallan Opiniones de un payaso y Billar a las
nueve y media. Premio Nobel de Literatura 1972.

Borges, Jorge Luis (1899–1986). Escritor argentino, publicó ensayos


breves, cuentos y poemas. Si bien la poesía fue uno de los
fundamentos de su quehacer literario, el ensayo y la narrativa fueron
los géneros que le reportaron el reconocimiento universal. Autor de El
Aleph, Ficciones, El libro de arena, Historia de la eternidad.

Bosch, Juan (1909-2001). Narrador, crítico, editor, ensayista y político


dominicano. Fue el primer presidente elegido democráticamente en su
país (1963). Vivió el exilio en Puerto Rico, Cuba y México. En su país
de origen obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1990.
Bradbury, Ray (1920-2012). Escritor estadounidense inclinado al
género fantástico y la ciencia ficción. Conocido sobre todo por las
Crónicas marcianas (1950; colección de relatos que refiere la
colonización de Marte por una humanidad que abandona la Tierra en
oleadas de cohetes plateados) y la novela Fahrenheit 451 (1953).

Bukowski, Charles (1920-1994). Narrador y poeta estadounidense


nacido en Alemania. A menudo fue asociado con los escritores de la
Generación Beat. Escribió más de cincuenta libros, incontables relatos
cortos y multitud de poemas. Bukowski es un símbolo del llamado
realismo sucio y la literatura independiente.

Burgess, Anthony (1917-1993). Escritor y dramaturgo inglés. Su


novela La naranja mecánica (1962) fue llevada al cine por Kubrick.
Hacia 1955 le detectaron una enfermedad mortal. Para que su obra
mantuviera a su mujer, dedicó cinco años a escribir de manera
frenética. El pronóstico no resultó mortal y escribió cuarenta años más.

Cain, James M. (1892–1977). Novelista estadounidense. Cain nació


en una familia católica de origen irlandés. Es autor de El cartero
siempre llama dos veces, novela policiaca de gran éxito que ha sido
llevada varias veces a la pantalla. Otras novelas de éxito: Pacto de
sangre y Mildred Pierce.

Caldwell, Erskine (1903-1984). Escritor estadounidense. Durante la


segunda guerra mundial trabajó como corresponsal de guerra en el
frente soviético y quedó decepcionado del régimen stalinista. Sus
novelas más relevantes son El camino del tabaco (1932) y La pequeña
parcela de Dios (1933).

Calvino, Italo (1923-1985). Escritor italiano nacido en Cuba. Entre lo


más reconocido de su obra se hallan la trilogía formada por El
vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente, una
representación alegórica del hombre contemporáneo, y los ensayos
agrupados bajo el título Por qué leer los clásicos.

Capote, Truman (Truman Streckfus Persons, 1924-1984).Periodista y


escritor estadounidense. A sangre fría ha sido su trabajo más
celebrado. Con esta novela acuñó el término non-fiction-novel. Dijo en
su libro Música para camaleones: «Soy alcohólico. Soy drogadicto.
Soy homosexual. Soy un genio».

Carver, Raymond (1938-1988). Escritor estadounidense adscrito al


llamado realismo sucio. Entre sus mejores libros de cuentos se hallan:
De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981), Catedral (1983) y
Tres rosas amarillas (1988), cuyo texto central es un espléndido relato
sobre la muerte de Antón Chéjov.

Cela, Camilo José (1916- 2002).Escritor español. Autor prolífico


(novelista, periodista, ensayista, editor de revistas literarias), fue
académico de la Real Academia Española durante 45 años. Obtuvo en
1989 el Premio Nobel de Literatura en 1989 y el Cervantes en 1995.
En 1951 publicó su novela de mayor éxito: La colmena.
Chandler, Raymond (1888-1959). Autor de novelas policiacas. Su
personaje recurrente, Philip Marlowe, es uno de los detectives
privados más conocidos de la literatura. Sus mejores novelas: El
sueño eterno (1939), La ventana alta (1942), La hermanita (1949), El
largo adiós (1953).

Cheever, John (1912-1982). Autor de relatos y novelista


estadounidense. En 1979 ganó el Premio Pulitzer por la compilación
de sus relatos titulada The Stories of John Cheever (1978). Destacan
en su bibliografía las novelas Crónica de los Wapshot (1957) y Los
escándalos de los Wapshot (1964).

Chéjov, Antón Pavlovich (1860-1904). Médico, narrador y


dramaturgo ruso. Fue maestro del relato corto. Chéjov compaginó su
carrera literaria con la medicina. En una de sus cartas escribió al
respecto: «la medicina es mi esposa legal; la literatura, sólo mi
amante».

Coben, Harlan (1962). Autor estadounidense de novelas de crímenes.


Las tramas de sus novelas a menudo implican la reelaboración de
acontecimientos no resueltos o mal interpretados en el pasado
(homicidios y accidentes mortales). Dos de sus series de libros
suceden alrededor de Nueva York y Nueva Jersey.

Cortázar, Julio (1914-1984). Escritor, traductor e intelectual argentino


nacido en Bélgica y nacionalizado francés. Se le considera uno de los
autores más innovadores y originales de su tiempo, maestro del relato
corto. Autor de una decena de libros de cuentos y de varias novelas,
entre ellas la muy conocida y aclamada Rayuela.

Dahl, Roald (1916-1990). Escritor británico muy conocido como autor


de novelas juveniles, especialmente Los Gremlins (1943), Charlie y la
fábrica de chocolates (1964), La maravillosa medicina de Jorge (1981),
La jirafa, el pelícano y el mono (1985). Escribió numerosos cuentos y
varios libros de poesía para niños y para adultos.

De la Colina, José (1934). Español. Cuentista, ensayista y crítico de


cine. Reside en México desde 1941.Octavio Paz dijo de él: «Un autor
singular: su prosa es una de las mejores de México». A los 21 años de
edad publicó su primer libro, Cuentos para vencer a la muerte. Otros
libros de cuentos: La lucha con la pantera y La tumba india.

Dick, Philip Kindred (1928-1982). Escritor y novelista estadounidense


de ciencia ficción que influyó notablemente en el género. La novela El
hombre en el castillo, galardonada con el Premio Hugo a la mejor
novela en 1963, está considerada una obra maestra. Dick escribió 36
novelas y 121 relatos cortos. Obtuvo escaso reconocimiento antes de
su muerte.

Doctorow, E.L. (Edgar Lawrence, 1931). Escritor estadounidense de


varias novelas aclamadas por los especialistas, en las cuales mezcla
historia y crítica social. Su novela Ragtime representó un éxito
comercial y fue aclamado por la crítica especializada. Su novela La
gran marcha aborda la guerra civil estadounidense.
Donoso, José (1924-1996). Escritor chileno. Sus primeras
publicaciones fueron relatos, hasta que en 1957 apareció su primera
novela, Coronación, amplio fresco de la sociedad de Santiago. Se le
considera miembro de la «Generación de los 50» chilena,
caracterizada por la intención de reflejar, mediante la novela, la
decadencia de las clases aristocráticas y la alta burguesía.

Dos Passos, John (1896-1970) Narrador estadounidense, miembro


destacado de la llamada generación perdida. Se hizo célebre con
Manhattan Transfer, obra que, con su visión panorámica y objetiva de
la ciudad, encabezó una importante corriente urbana de la novela
contemporánea estadounidense.

Dostoyevsky, Fiódor Mijáilovich (1821-1881). Su literatura explora la


psicología humana en el complejo contexto político, social y espiritual
de la sociedad rusa del siglo XIX. Stefan Zweig consideró al escritor
ruso «el mejor conocedor del alma humana de todos los tiempos».
Cabe resaltar, asimismo, la influencia ejercida sobre Nietzsche, quien
afirmó: «Dostoyevski es uno de los accidentes más felices de mi vida».

Durrell, Lawrence (1912-1990) Narrador y poeta inglés. Estudió en


Inglaterra, pero su vida transcurrió casi por entero en la región
mediterránea: Corfú, Rodas, Chipre, Egipto y el sur de Francia. Su
obra maestra es la tetralogía llamada El cuarteto de Alejandría: Justine
(1957), Balthazar (1958), Mountolive (1958) y Clea (1960).
Falcones, Ildelfonso (1959). Abogado y escritor español, autor del
éxito de ventas de 2006 La catedral del mar, la novela más leída en
España en 2007. En 2009 publicó su segunda obra, La mano de
Fátima, que vendió 50 mil ejemplares en su primer día en las librerías.

Fast, Howard (914-2003). Novelista prolífico. Se unió al Partido


Comunista de Estados Unidos y fue encarcelado bajo el macartismo.
Su obra más conocida es Espartaco (1951), novela sobre la
sublevación de los esclavos romanos, llevada al cine por Stanley
Kubrick con Kirk Douglas en el papel estelar.

Faulkner, William (1897-1962). Estadounidense. Nobel de Literatura


del año 1949. Se valió de técnicas literarias innovadoras. La crítica
identifica El ruido y la furia (1929), Mientras agonizo (1930), Luz de
agosto (1932), ¡Absalón, Absalón! (1940) e Intruso en el polvo (1948)
como sus novelas más importantes.

Filloy, Juan (1894-2000). Escritor argentino. Después de publicar sus


primeros siete libros en ediciones de autor, permaneció más de 28
años (entre 1939 y 1967) sin nuevas publicaciones. Su obra se
caracteriza principalmente por una crítica a las costumbres humanas,
crítica efectuada mediante el humor recurriendo frecuentemente a la
parodia y la ironía.

Flaubert, Gustave (1821-1880). Escritor francés. Considerado uno de


los mejores novelistas occidentales, conocido principalmente por su
primera novela, Madame Bovary, y por su escrupulosa devoción a su
arte y su estilo, cuyo mejor ejemplo fue su interminable búsqueda de le
mot juste (la palabra exacta).

Fleming, Ian (1908-1964). Novelista británico. Es el creador del héroe


de ficción James Bond.

Ford, Richard (Jackson, Mississippi, 1944). Autor de la trilogía


protagonizada por Frank Bascombe: El periodista deportivo, El Día de
la Independencia (premios Pulitzer y PEN/Faulkner) y Acción de
Gracias. Su novela más reciente es Canadá (2013). Se le ha
equiparado con Faulkner, Hemingway y Steinbeck.

Forster, E.M. (1879-1970). Narrador y ensayista inglés. Sus novelas,


escritas en un estilo caracterizado por la concisión y fluidez, exploran
las actitudes que crean barreras entre las personas. Entre sus más
conocidas novelas se encuentran Pasaje a la India y Una habitación
con vistas. Es autor del ensayo Aspectos de la novela (1927).

Fowles, John (1926-2005). Novelista y ensayista británico. Un tema


constante en su obra es el libre albedrío. En la novela La mujer del
teniente francés (1969) propuso dos finales. Dos de sus más
conocidas novelas son El coleccionista (1963 y El mago (1965). Estas
tres obras fueron llevadas al cine.

García Márquez, Gabriel (1927). Novelista y cuentista colombiano


que obtuvo el Nobel de Literatura en 1982. A la entrega del premio fue
vestido con un clásico e impecable liquiliqui de lino blanco para reiterar
su profundo sentimiento latinoamericano Como autor de ficción, es
siempre asociado con el realismo mágico.

Gardner, John (1933-1982). Nació en New York. A más de novelista,


toda su vida fue maestro de narrativa. Es autor de dos libros sobre la
escritura de ficción: El arte de la ficción y Cómo convertirse en
novelista, publicados los dos en 1983.

Garibay, Ricardo (1923-1999). Nació en Tulancingo, Hidalgo. Es un


autor injustamente olvidado, «riguroso artesano de la palabra». Sus
mejores obras: Beber un cáliz, 1962. Bellísima Bahía, 1968. La casa
que arde de noche, 1971. Par de reyes, 1983. Escribió varios guiones
de cine y la crónica Las glorias del gran Púas (1979).

Gide, André (1869-1951). Francés. Saltó a la celebridad con Los


alimentos terrestres (1897). Entre sus obras más conocidas se
encuentran El Inmoralista (1902), Isabelle (1912), Sinfonía Pastoral
(1919) y Los monederos falsos (1925). En 1947 le fue otorgado el
Premio Nobel de Literatura.

González, José Luis (1926-1997. Escritor puertorriqueño nacido en


República Dominicana. Se asiló en México en 1953. En 1978 recibió el
Premio Xavier Villaurrutia con la novela Balada de otro tiempo. Publicó
más de diez libros de cuentos; destacadamente Mambrú se fue a la
guerra (1972) y Las caricias del tigre (1984).
Grass, Günter (1927). Escritor alemán. En su obra narrativa reflexiona
ácidamente sobre la historia de su país y la sujeción del individuo a las
ideologías. En 1999 recibió el Premio Nobel de Literatura. El tambor
de hojalata (1959) lo lanzó a la fama. La obra tuvo enorme resonancia,
generó una gran polémica literaria y cimentó el renombre del autor.

Greene, Graham (1904-1991). Escritor británico autor de cuentos y


novelas. Varias de sus obras fueron llevadas al cine. Sus novelas más
conocidas son Una pistola en venta (1936), El agente confidencial
(1939), El Poder y la Gloria (1940), El tercer hombre (1950), Nuestro
hombre en La Habana (1958).

Hardy, Thomas (1840-1928). Novelista y poeta inglés. Entre sus


mejores obras narrativas se hallan, Lejos del mundanal ruido (1874) y
Tess d'Urberville (1891), ambas llevadas al cine, así como Jude el
oscuro (1895), novela en su tiempo tachada de inmoral.

Hemingway, Ernest (1899-1961). Narrador y periodista


estadounidense. Fue parte de la comunidad de americanos exiliados
en París que Gertrude Stein llamó la «generación perdida». Su teoría
del iceberg es una referencia obligada en la escritura del cuento.
Recibió en 1953 el premio Pulitzer por El viejo y el mar, y en 1954 el
Nobel de Literatura.

Hernández, Felisberto (1902-1964). Compositor, pianista y escritor


uruguayo que se caracteriza por sus obras de literatura fantástica.
Entre sus obras se encuentran: El vestido blanco, Las hortensias, El
caballo perdido. Italo Calvino lo definió como «un escritor que no se
parece a nadie».

Hecht, Ben (1894-1964). Guionista, director de cine, dramaturgo y


narrador estadounidense. Fue llamado el «Shakespeare de
Hollywood». Recibió créditos en pantalla por las historias o guiones de
unas setenta películas. Autor prolífico, publicó treinta y cinco libros.

Huxley, Aldous (1894-1963). Escritor británico. Emigró a Estados


Unidos. Miembro de una reconocida familia de intelectuales, es
conocido por sus novelas y ensayos, aunque también publicó relatos
cortos, poesías, libros de viaje y guiones. Sus novelas más conocidas
son Un mundo feliz, Viejo muere el cisne y El ciego en Gaza.

Irving, John. Nació en Estados Unidos en 1942. Novelista prolífico,


autor de la conocida El mundo según Garp (1976), la cuarta de trece
novelas. Durante veinte años practicó la lucha olímpica y fue
entrenador en esa disciplina otros tantos. Su más reciente novela es In
One Person (2012).

James, Henry (1843-1916). Narrador estadounidense (aunque se


naturalizó británico al final de su vida) considerado uno de los grandes
maestros de la ficción moderna. La forma en que narra los procesos
mentales de sus personajes lo convierte en uno de los precursores
indiscutibles del llamado monólogo interior.
James, P. D. (1920). Escritora inglesa considerada una de las grandes
damas del crimen. Phyllis Dorothy James ha dedicado su carrera
literaria a la novela policial. Su creación más famosa es el detective
Adam Dalgliesh. Su novela Hijos de los hombres (1992), fue llevada al
cine por el director Alfonso Cuarón.

Jones, James (1921-1977). Estadounidense. Combatió en el Pacífico


durante la segunda guerra mundial. Jones es muy conocido por sus
novelas De aquí a la eternidad y La delgada línea roja, ambas llevadas
al cine con gran éxito. Ganó el National Book Award en 1952.

Kerouac, Jack (1922-1969). Novelista y poeta estadounidense. Su


estilo ritmado e inmediato denominado por él mismo «prosa
espontánea», ha inspirado a numerosos artistas, entre los que destaca
el cantautor Bob Dylan. Su obra más conocida es En el camino (1957),
considerada el manifiesto de la beat generation.

King, Stephen (1947). Es conocido en todo el orbe por sus novelas de


terror, muchas llevadas al cine. Entre las más populares se hallan
Carrie (1974), El resplandor (1977), La zona muerta (1979), Cujo
(1981), Cementerio de animales (1983), El ciclo del hombre lobo
(1973), Misery (1987), El cazador de sueños (2001), 22-11-63 (2011).

Kress, Nancy (1948). Estadounidense. Autora de ciencia ficción. Con


Mendigos en España (1991) obtuvo los premios Hugo y Nébula.
Publicó su primera novela, The Prince of Morning Bells, en 1981.
Kundera, Milan (1929) Narrador y ensayista checo nacionalizado
francés, de amplísima proyección internacional. Al término de la
segunda guerra mundial se afilió al Partido Comunista. Tras la
invasión rusa de 1968 perdió su puesto de profesor en el Instituto
Cinematográfico de Praga, sus libros fueron retirados de la circulación
y tuvo que exiliarse en Francia.

Kureishi, Hanif (Inglaterra, 1954). Novelista, autor teatral, guionista y


director de cine británico, hijo de inglesa y pakistaní. Comenzó a
escribir a los doce años, aunque lo que deseaba era convertirse en
jugador profesional de críquet. Dos de sus más conocidas novelas son
El Buda de los suburbios (1990) y Algo que contarte (2008).

Lara Zavala, Hernán (1946). Novelista, cuentista, ensayista, editor y


catedrático de padres peninsulares (padre campechano y madre
yucateca). Estudió la carrera de ingeniería y posteriormente la de
letras inglesas en la UNAM. Península, península es su obra más
importante y le ha valido varios reconocimientos.

Lavín, Mónica (1955). Escritora mexicana. Cursó estudios de biología


en la Universidad Autónoma Metropolitana y en esos años asistió a un
taller impartido por el escritor argentino Mempo Giardinelli. En 2009 se
hizo acreedora al Premio Iberoamericano de Novela Elena
Poniatowska por Yo, la peor, novela que aborda la vida de Sor Juana
Inés de la Cruz.
Lee, Harper (1926). Escritora estadounidense, conocida por Matar un
ruiseñor, novela ganadora del Pulitzer en 1961. Vive retirada tras
haber escrito esa única novela, llevada al cine por Robert Mulligan en
una película galardonada con tres premios Óscar en 1962. Gregory
Peck hizo el papel protagónico, el abogado Atticus Finch.

Leñero, Vicente. Nació en Guadalajara en 1933. Destacado narrador,


dramaturgo, periodista, guionista de cine y televisión. Con la novela
Los albañiles (1963) ganó el Premio Biblioteca Breve de Barral. Ha
obtenido varios premios Ariel por sus guiones de cine. Uno de sus
trabajos notables es el extenso relato documental Asesinato (1985).

Lessing, Doris (1919. Escritora británica. Obtuvo el Premio Nobel de


Literatura en 2007. Autora de más de cuarenta obras, y célebre desde
la aparición, en 1950, de su primer libro Canta la hierba, es
considerada una escritora comprometida con las ideas liberales.

Lispector, Clarice (1920-1977). Escritora brasileña de origen judío.


Considerada una de las más importantes escritoras brasileñas del
siglo XX. Definía su estilo como un «no-estilo». Aunque su
especialidad ha sido el relato, dejó un legado importante en novelas
como La pasión según G.H. y La hora de la estrella.

MacInnes, Helen (1907-1985). Nació en Escocia. Aurora de novelas


de espionaje. Entre sus obras más conocidas se halla La red del
cazador.
Madox Ford, Ford (1873-1939). Novelista y editor inglés. Su obra más
conocida es El buen soldado (1915), novela corta ambientada en los
años previos a la primera guerra mundial que narra las tribulaciones
de dos «parejas perfectas». Fue pionero de la técnica literaria de los
flashbacks.

Mailer, Norman (1923-2007). Escritor estadounidense. Con Truman


Capote, está considerado el gran innovador del periodismo literario.
Nació en una familia judía. Los desnudos y los muertos (1948), su
primera novela, recoge sus experiencias en la guerra del Pacífico. Los
ejércitos de la noche (1968) es un ensayo de naturaleza política.

McCarthy, Mary (1912-1989) Novelista y ensayista estadounidense.


Se movió en los círculos de izquierda en Nueva York de los años
treinta y a la vez fue muy crítica con el estalinismo. Su novela más
popular, The Group (1963), estuvo dos años en la lista de libros más
vendidos del New York Times.

Manguel, Alberto (1948…). Escritor, traductor y editor argentino-


canadiense. Escribe generalmente en inglés, aunque a veces lo hace
también en español. Con Gianni Guadalupi escribió la Guía de lugares
imaginarios, un viaje por sitios como Shangri-La, Xanadú, la Atlántida,
Oz, el País de las Maravillas de Carroll, Utopía, Narnia.

Mastretta, Ángeles. Puebla, 1949. Narradora. Autora de las


renombradas novelas Arráncame la vida (1985) y Ninguna eternidad
como la mía (1999); de los libros de cuentos Mujeres de ojos grandes
(1990), Maridos (2007) y Hombres de amores (2008). Su novela más
reciente es La emoción de las cosas (2013).

Marías, Javier (1951). Escritor, traductor y editor español, miembro de


la Real Academia desde 2006. En 1970 escribió su primera novela,
Los dominios del lobo, que sería publicada el año siguiente. Entre sus
mejores novelas se encuentra la trilogía Tu rostro mañana (Fiebre y
lanza, Baile y sueño, Veneno y sombra y adiós).

Maugham, William Somerset (1874-1965). Narrador y dramaturgo


inglés, considerado especialista del cuento corto. Fue médico y agente
secreto. Comenzó su carrera como novelista, prosiguió como
dramaturgo y luego alternó el relato y la novela. Entre sus obras:
Servidumbre humana y El filo de la navaja.

Maupassant, Guy de (1850-1893). Escritor francés. Su extensa obra


incluye seis novelas, unos 300 cuentos y seis obras de teatro; son
especialmente destacables sus cuentos de terror, género en el que es
reconocido como maestro a la altura de Poe.

McCullers, Carson (1917-1967). Narradora estadounidense,


considerada la retratista de lo más desolador del sur profundo. En
1940 publicó la laureada novela El corazón es un cazador solitario.
Escribió también poemas y obras de teatro.

Miller, Henry (1891-1980). Novelista estadounidense. Su obra se


compone de novelas semiautobiográficas en las que el tono crudo,
sensual y sin tapujos suscitó una serie de controversias en el seno de
unos Estados Unidos puritanos. Sus Trópicos fueron tachados de
pornográficos. Otras novelas: Plexus, Nexus, Sexus.

Montero, Rosa (1951). Periodista y escritora española. Desde finales


de 1976 trabaja de manera exclusiva para el diario El País. El primer
libro de ficción que publicó fue la novela Crónica del desamor,
aparecida en 1979. En los años posteriores ha publicado una docena
de novelas, además de relatos y obras dirigidas a los niños.

Monterroso, Augusto (1921 –2003). Escritor hispanoamericano,


natural de Guatemala nacionalizado mexicano. Conocido por sus
relatos breves e hiperbreves. Entre sus libros destacan Obras
completas (y otros cuentos) (1959), La oveja negra y demás fábulas
(1969) y Movimiento perpetuo (1972).

Muñoz Molina, Antonio (1956…) Escritor español. Autor, entre otras,


de las novelas El invierno en Lisboa (1987), Beltenebros (1989) y la
notable El jinete polaco (1991). En 2009 publicó La noche de los
tiempos, un monumental trabajo que recrea el hundimiento de la
Segunda República Española y el inicio de Guerra Civil Española.

Murakami, Haruki. Nació en Kioto, Japón, en 1949. Ha publicado más


de diez novelas y recibido números premios. Entre sus principales
novelas se hallan: Crónica del pájaro que da cuerda al mundo;
Sputnik, mi amor; Tokio blues; Kafka en la orilla; 1Q84 (libros 1, 2 y 3).
Su obra más reciente es Los años de peregrinación del chico sin color.
Nabokov, Vladimir (1899-1977). Escritor de origen ruso,
nacionalizado estadounidense. Escribió sus primeras obras en ruso.
Luego se hizo internacionalmente famoso con Lolita (1955), novela
escrita en inglés. Es conocido también por su contribución al estudio
de los lepidópteros y la creación de problemas de ajedrez.

O’Connor, Flannery (1925-1964). Escritora destacada de la literatura


estadounidense a menudo asociada al gótico sureño. Escribió dos
novelas y una treintena de relatos. Sus Cuentos completos fueron
merecedores del Premio Nacional de Ficción de su país en 1972.

Onetti, Juan Carlos (1909-1994). Escritor uruguayo. Entre lo mejor de


su obra se encuentran las novelas La vida breve (1950), Los adioses
(1954), Para una tumba sin nombre (1959), El astillero (1961),
Juntacadáveres (1964), Dejemos hablar al viento (1979), Cuando ya
no importe (1993). En 1980 recibió el Premio Cervantes

Ortega y Gasset, José. (1883-1955). Filósofo y ensayista español.


Salió de España en 1936, se refugió en París y finalmente se
estableció en Lisboa. Entre sus obras principales: Meditaciones del
Quijote (1914), España invertebrada (1921), La deshumanización del
arte e ideas sobre la novela (1925) y La rebelión de las masas (1929).

Oz, Amos (1939). Escritor israelí considerado uno de los más


importantes autores que escriben en hebreo. Sus principales novelas:
Quizás en otra parte (1966), Las mujeres de Yoel (1985), La caja
negra (1987), Una pantera en el sótano (1995) y De repente en lo
profundo del bosque (2005).

Paz, Octavio (1914-1998). Nació en la ciudad de México. Ensayista,


poeta y traductor. En 1990 le fue otorgado el Premio Nobel de
Literatura. Es uno de los más influyentes autores del siglo XX. Publicó
en 1950 El laberinto de la soledad. Otros ensayos: Corriente alterna
(1967), El ogro filantrópico (1979, Sor Juana Inés de la Cruz (1982).

Pérez- Reverte, Arturo (1951). Escritor y periodista español. Autor


infatigable, ha publicado entre otras las novelas El maestro de
esgrima, El club Dumas, La tabla de Flandes (estas tres llevadas al
cine) y La reina del Sur (adaptada para telenovela). Es miembro,
desde 2003, de la Real Academia Española.

Peri Rossi, Cristina (1941) Poeta, ensayista, narradora y traductora


uruguaya, nacionalizada española. Se exilió en España en 1972
huyendo de la dictadura en Uruguay. Becaria de la fundación
Guggenheim en 1994. Actualmente reside en Barcelona. Una de sus
obras más destacadas es La nave de los locos (1984).

Pitol, Sergio (Puebla, México, 1933). Entre sus principales obras se


hallan: El tañido de una flauta (1973), Nocturno de Bujara (1981),
Cementerio de tordos (1982), El desfile del amor (1985), Domar a la
divina garza (1988), Vals de Mefisto (1989), La vida conyugal (1991) y
El arte de la fuga (1996). Recibió en 2005 el Premio Cervantes.
Poe, Edgar Allan (1809-1849) Poeta, crítico literario y cuentista
estadounidense. Su contribución a la narrativa de terror, el cuento
policial y el horror en sus relatos cortos han sido fundamentales para
el desarrollo de estos géneros. Julio Cortázar tradujo sus obras
completas en prosa.

Porter, Katherine Anne (1890-1980). Escritora de novelas y cuentos.


Ganó el Premio Pulitzer en 1966. Sus obras pertenecen a la tradición
literaria del sur estadounidense. En 1962 su novela La nave de los
locos fue la más vendida en Estados Unidos.

Quiroga, Horacio (1878-1937). Cuentista, dramaturgo y poeta


uruguayo. Fue un gran maestro del cuento latinoamericano, de prosa
vívida, naturalista y modernista Sus relatos breves, que a menudo
retratan a la naturaleza como enemiga del ser humano bajo rasgos
temibles, le valieron ser comparado con el estadounidense Edgar Allan
Poe.

Revueltas, José (1914-1976). Escritor, guionista de cine y activista


político mexicano. Perteneció a una familia de artistas. Destacan en su
obra las novelas Los días terrenales, Los errores y El apando, y los
libros de cuentos Dios en la tierra y Dormir en tierra. Su actividad
política lo llevó a padecer cárcel varias veces.

Ribeyro, Julio Ramón (1929-1994). Escritor peruano, considerado


uno de los mejores cuentistas de la literatura latinoamericana. El
conjunto de sus cuentos se halla reunido en el libro La palabra del
mudo, que fue ampliando a lo largo de su carrera y llegó a sumar
cuatro volúmenes.

Roth, Philip (1933). Escritor estadounidense de origen judío. Su


trilogía americana, publicada en los años 1990, compuesta por las
novelas Pastoral americana (1997, ganadora del Pulitzer), Me casé
con un comunista (1998) y La mancha humana (2000). Muchas de sus
obras reflejan los problemas de asimilación e identidad de los judíos
de Estados Unidos.

Rulfo, Juan (1918-1986) Juan Rulfo creció en el pequeño pueblo de


San Gabriel, villa rural dominada por la superstición y el culto a los
muertos. Su obra más conocida es Pedro Páramo (1955). En ella dio
una forma perfeccionada de interiorización de la realidad de su país,
en un universo donde cohabitan lo misterioso y lo real.

Sábato, Ernesto (1911-2011). Escritor, ensayista, físico y pintor


argentino. Inició una prometedora carrera como investigador científico
en París. Escribió tres grandes novelas: El túnel, Sobre héroes y
tumbas y Abaddón el exterminador.

Samperio Guillermo (1948…). Escritor mexicano. Ha publicado más


de veinticinco libros, sobre todo de cuento. Cuando el tacto toma la
palabra (1974), Fuera del ring (1974), Miedo ambiente (1977; Premio
Casa de las Américas), Lenin en el fútbol (1978), Textos extraños
(1981), Anteojos para la abstracción (1994).
Saer, Juan José (1937-2005). Escritor argentino. Su obra abarca
doce novelas, seis libros de cuentos, cuatro de ensayos y uno de
poemas. Entre sus principales obras se cuentan: Lo imborrable
(novela, 1992), La pesquisa (novela, 1994), El concepto de ficción
(ensayo, 1997), Las nubes (novela, 1997), Lugar (cuentos, 2000).

Seferis, Giorgos (1900-1971). Poeta, ensayista y diplomático griego.


Obtuvo el Nobel de Literatura en 1963. Seferis fue muy influido por
Constantino Cavafis, T. S. Eliot y Ezra Pound. En 1931 publicó su
primer volumen de poesía, El momento crucial. En su obra destaca su
amor y nostalgia por el mar Mediterráneo.

Simon, Claude (1913-2005). Escritor francés. Participó en las


brigadas internacionales en la guerra española y combatió en la
segunda guerra mundial. Al concederle el Nobel de Literatura en 1985,
la Academia Sueca mencionó su obra Las Geórgicas (1981).

Singer, Isaac Bashevis (1904-1991). Escritor polaco en lengua yidish.


Hijo y nieto de rabinos, creció en Varsovia rodeado de violencia
antisemita. En 1978 recibió el Premio Nobel de Literatura. Vegetariano
durante los últimos 35 años de su vida, cuando se le preguntó si lo era
por razones de salud, respondió: «No por mi salud, sino por la de los
pollos».

Smith, Zadie ( 1975…) Considerada una de las escritoras con más


talento de la literatura británica actual. Ha publicado dos novelas
ambientadas en Londres. Dientes blancos (1997) y El cazador de
autógrafos (2002).

Steinbeck, John (1902-1968). Escritor estadounidense ganador del


Premio Nobel de Literatura y autor de conocidas novelas como De
ratones y hombres, Las viñas de la ira y Al este del paraíso. Estudió en
la Universidad de Stanford, pero nunca se graduó. Varias de sus obras
fueron llevadas al cine.

Steiner, George (1929…). Profesor, crítico y teórico de la literatura y


de la cultura. Recibió en 2001 el Premio Príncipe de Asturias de
Comunicación y Humanidades. E, y doctorados Honoris Causa por
numerosas universidades. Entre sus numerosas obras hay que
destacar el notable estudio Tolstoi y Dostoievsky (1960).

Stendhal (1783–842). Francés. Su nombre real era Henri Beyle. Muy


valorado por el análisis psicológico de sus personajes y la concisión y
precisión de su estilo. Es conocido sobre todo por sus novelas Rojo y
negro y La cartuja de Parma (1839).

Stevenson, Robert Louis (1850-1894). Novelista, poeta y ensayista


escocés. Padecía tuberculosis y sólo llegó a cumplir 44 años. Es autor
de una de las mejores historias de la literatura juvenil, La isla del
tesoro; de la novela histórica La flecha negra; y de la popular novela
de horror El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
Tabucchi, Antonio (1943-2012). Italiano. Entre sus obras más
conocidas se encuentran Sostiene Pereira (1994), La cabeza perdida
de Damasceno Monteiro (1997), La gastritis de Platón (1998), Sueños
de sueños. Los tres últimos días de Fernando Pessoa (2000) y El
tiempo envejece de prisa (2009).

Tolstoi, León (1828-1910). Novelista ruso ampliamente considerado


uno de los más grandes escritores. Sus obras más conocidas son
Guerra y paz y Anna Karénina, tenidas como cúspide del realismo.
Sus ideas sobre la no violencia tuvieron un profundo impacto en
personajes como Gandhi y Martin Luther King.

Trollope, Anthony (1815–1882). Novelista inglés de la era victoriana.


Algunas de las obras más apreciadas de Trollope son conocidas como
las novelas de Barchester y giran en torno al condado imaginario de
Barsetshire. Trollope también escribió penetrantes novelas sobre
temas y conflictos políticos, sociales y sexuales de su época.

Updike, John (1932- 2009). Narrador, poeta y ensayista


estadounidense. Es conocido a nivel internacional por su serie de
libros sobre Harry Angstrom, que se inició en 1960 con Corre, conejo,
al que siguieron otros tres libros, el último publicado en 1990: Conejo
descansa. Recibió el Premio Pulitzer en 1982 y en 1991.

Valadés, Edmundo (1915-1994) Cuentista, editor y periodista


mexicano. La difusión del relato breve en México debe mucho a su
revista El Cuento, donde se publicaban y traducían textos poco
conocidos hasta ese momento en el ámbito hispanoamericano. Su
cuento más popular es «La muerte tiene permiso».

Vale, Eugene (1916-1997). Estadounidense. Novelista y dramaturgo.


Escribió también para el cine. Publicó en 1982 el influyente libro
Técnicas del guión para cine y televisión. Su novela más conocida es
El decimotercer apóstol (1959).

Vallejo, Fernando (1942). Escritor y cineasta nacido en Colombia y


nacionalizado mexicano. Ha recibido numerosos reconocimientos,
incluidos el Premio Rómulo Gallegos y el Premio FIL de Literatura.
Dos de sus novelas, El desbarrancadero y La virgen de los sicarios,
figuran entre los mejores cien libros en lengua castellana de los
últimos 25 años.

Vargas Llosa Mario (1936…). Uno de los más importantes novelistas


y ensayistas contemporáneos. Peruano de nacimiento, se nacionalizó
español. Premio Nobel de Literatura 2010.Sus mejores novelas: La
ciudad y los perros (1962), La casa verde (1965), Conversación en La
Catedral (1969).

Vonnegut, Kurt (1922-2007). Escritor estadounidense, cuyas obras,


generalmente adscritas al género de la ciencia ficción, participan
también de la sátira y la comedia negra. Es autor de catorce novelas,
entre las que destacan Las sirenas de Titán (1959), Matadero cinco
(1969) y Desayuno de campeones (1973).
Wiesel, Elie (1928…). Nació en Rumania. Es un superviviente de los
campos de concentración nazis. En 1956 obtuvo la nacionalidad
estadounidense. Publicó en francés su novela La noche (1958),
primera parte de una trilogía sobre el drama del holocausto judío, que
completó años más tarde con El alba (1960) y El día (1961).

Wilson, Angus (1913-1991). Escritor británico. Estudió en


Westminster y Oxford. De 1936 a 1955 trabajó como bibliotecario del
British Museum. En 1966 ocupó la cátedra de literatura inglesa de la
Universidad de East Anglia, y entre 1982-1988 presidió la Real
Sociedad de Literatura Británica.

Woolf, Virginia (1882-1941). Novelista, ensayista, editora. Es una de


las más destacadas figuras del modernismo literario del siglo XX. Sus
obras más famosas incluyen las novelas La señora Dalloway (1925),
Al faro (1927) y Orlando (1928), y su ensayo Una habitación propia
(1929), con la famosa sentencia: «Una mujer debe tener dinero y una
habitación propia si va a escribir ficción».

También podría gustarte