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INTRODUCCIÓN

He trabajado arduamente durante el transcurso de un


año entero para poner término a este tercer tomo de la
Historia de los Judíos de España, basada en su totalidad en
la obra monumental del español don Amador de los Ríos,
escrita y editada hace 150 años aproximadamente.
Quiero agradecer a mis compañeros de Or-Damesek,
de la calle Séneca, Casa de Altos Estudios de las Sagradas
Escrituras, en donde me han brindado el cariño y el apoyo
para continuar y concluir con esta impresionante labor.
En este tomo, el lector podrá conocer el período más
difícil y angustioso de la larga presencia judía en España,
que va de 1414-1435 a 1492-1670.
Las desgracias y desastres perseguirán a los judíos
hasta que en 1492 se los expulsará de España. Pero, el
dolor, el maltrato y las aberraciones morales los
perseguirán dentro y fuera de la Península Ibérica.
Analizaremos el repugnante espectáculo de una doble
lucha a muerte donde se legitiman todo tipo de ardides
vergonzosos al servicio de la destrucción de un pueblo;
donde se exacerban los odios populares y de la elite en
busca del exterminio, a cambio del logro de fáciles
riquezas robadas a los desheredados judíos; donde algunos
desesperados reniegan de su propia sangre para
calumniarla y maldecirla; donde se enciende terrible la ira
del matador acero y la impía voracidad de las insaciables
hogueras.
Por otra parte, veremos la triste, amarga, espantosa y
sangrienta expiación donde cae derramada a torrentes la
sangre de los judíos perseguidos a muerte; donde arden y
se esfuman como el humo las grandes riquezas acaparadas
después de siglos de denodado trabajo; donde se levantan
patíbulos para asesinar y difamar a aquellos judíos que se
convirtieron al cristianismo recibiendo los honores de la
nobleza, emparentándose con las familias católicas más
encumbradas, ocupando altos cargos políticos y
eclesiásticos; donde expulsados, como Adán del Paraíso,
se les cierran todas las puertas de la ambición, el progreso
y la soberbia.
He aquí, lamentablemente, el triste cuadro que me ha
tocado pintar en el presente volumen.
Todos persiguieron a los judíos: la nobleza de
Castilla, Aragón, Navarra y Portugal, la Iglesia Católica,
los judíos conversos al cristianismo y la desenfrenada
masa popular.
Se destacaron por su crueldad inhumana: Pablo de
Santa María, Alfonso de Cartagena, Pedro de la
Caballería, Alfonso de Espina, Alfonso de Burgos,
Torquemada, Lucero, etc.
Dentro de España la Santa Inquisición se encargó de
espiar, perseguir y exterminar a los judíos conversos que
supuestamente no eran sinceros al abrazar las aguas del
bautismo y seguían secretamente profesando el judaísmo.
Después de la expulsión de 1492, los judíos hallaron
fuera de España el más duro, cruel y sanguinario odio y
desprecio que los obligó a diseminarse por todo el mundo.
Todas las instituciones, escuelas, ayuntamientos,
cabildos, colegios, gremios y comarcas arrojaron de su
seno a la exigua prole de los cristianos nuevos.
La persecución alcanzó los más altos niveles de
monstruosidad y tiranía.
Durante los últimos meses de trabajo sobre este texto
me he sentido abrumado por lo doloroso y siniestro del
horroroso espectáculo que el lector podrá presenciar al
sumergirse en las aguas del presente volumen. Y más de
una vez hubiera arrojado el teclado de la computadora si
no hubiese tomado el compromiso, hace casi ya un año, de
concluir esta labor.
No puede ser estéril la enseñanza de la Historia
aunque presentemos ahora una historia del horror, del odio
y del fanatismo al servicio del exterminio de todo un
pueblo.
Quiera Dios proteger a Israel de no volver a caer en el
infierno del martirio y que el mundo se ilumine con los
más sagrados principios éticos, morales y religiosos que
hemos querido establecer en todos los rincones en donde
hemos habitado.
Lo confieso con profunda tristeza que no encuentra
consuelo: mientras me abocaba a la difícil tarea de
concluir esta Historia he perdido toda la serenidad de
espíritu que le cuadra a un investigador serio, metódico y
neutral; y ante el espectáculo aterrador que en este libro
presentamos me he dado cuenta de que aquellas viejas
cuestiones enunciadas con tanta eficacia por el genial
pensador contemporáneo M. Foucault, acerca de las leyes
de la historia y del domino de los centros de Poder y de
Saber que cíclicamente se repiten, preanuncian tiempos
lamentables, hostiles y sanguinarios hacia nuestro pueblo,
nuevamente promovidos por la ancestral Europa
antisemita.
En todo momento he querido ser imparcial.
Sólo espero que los hombres doctos de mi generación
puedan apreciar con justo valor el esfuerzo que he puesto
para sacar a luz la verdad de esta Historia.

S. R. Maslatón
México, septiembre del 2004
CAPÍTULO I

LOS CONVERSOS Y LOS JUDÍOS BAJO EL


REINADO DE DON JUAN II DE CASTILLA
(1420 A 1453)

Ningún escritor español o extranjero ha detenido su


mirada en el complicado cuadro que ofrece la historia de
los judíos de España a partir de la catástrofe de 1391.
Muchísimos judíos se vieron forzados a convertirse al
cristianismo; los primeros, perseguidos por el furor
popular; otros, siguiendo la inspirada perorata de fray
Vicente y de Pablo de Santa María; y los últimos atraídos
por la elocuencia de Jerónimo de Santa Fe, Andrés Beltrán
y Garci Álvarez de Alarcón.
La predicación proselitista, el fanatismo y las
matanzas, el pavoroso anhelo de salvar la vida y una
política injusta, intolerante, opresora y tiránica
coadyuvaron a las conversiones masivas.
Los judíos que seguían fieles a la ley mosaica,
despojados de toda consideración, amparo y defensa, caían
abatidos por el más profundo desaliento.
Y además, acosados por doquier por el terror de las
iras populares, por las durezas de las injustas leyes y por la
vergonzosa persecución de sus antiguos hermanos
convertidos al cristianismo se retrajeron hasta quedar
completamente marginados de la sociedad; y esa
resolución desesperada les ocasionaba mayor daño aún.
Las leyes les prohibían trabajar en el comercio, la
industria y la agricultura.
La fama de sus riquezas era incentivo suficiente para
la codicia popular que los amenazaba con violentos robos,
persecuciones y matanzas.
Muchos vendieron sus propiedades y enterraron el oro
en las entrañas de la tierra.
Preferían morir en la esterilidad de la inacción antes
de ser útiles sirvientes de una sociedad y un Estado que
tan duramente los había lanzado de su seno.
El reconcentrado enojo los hacía, con justas razones,
cada vez más desconfiados y huraños aislándose cada vez
más de la sociedad.
Abandonado el comercio, la industria y la agricultura
de sus capitales, su inteligencia y sus brazos, se produjo en
España un gran desequilibrio económico.
Las telas, las curtiembres, la orfebrería y miles de
otros productos que antes competían con las mejores
mercancías del resto de Europa y del Oriente al cerrar su
producción favorecían el aumento exorbitante de los
precios de los artículos extranjeros, en detrimento de la
república y perjuicio de todas las clases sociales.
Las riquezas de los judíos fueron escondidas y dejaron
de circular en el mercado. Así, con la inacción de los
hebreos la industria, el comercio y la agricultura se
derrumbaron.
Los cristianos se vieron privados se los préstamos de
los judíos, que a pesar de serles odiosos, les habían sido de
gran utilidad.
Así, el abismo entre ambos pueblo era cada vez más
grande. Se recrudeció el odio de los cristianos alegando
mil ofensas en nombre de Jesús y lanzando su odio contra
los indefensos judíos.
Los doctos cristianos en vez de disipar los prejuicios
del ignorante populacho, se abocaron a infundir todo tipo
de falsas acusaciones y sacrilegios contra los diezmados
hebreos.
***
Segovia, septiembre de 1410.
Los rabinos de una de las sinagogas principales fueron
acusados de haber profanado la hostia consagrada.
El obispo don Juan de Tordesillas mandó proceder
contra ellos según las leyes canónicas.
Confesado el crimen, los rabinos fueron sentenciados
a morir ahorcados con el aditamento de ser arrastrados y
descuartizados.
La sinagoga fue confiscada con el nombre de Corpus
Christi que hasta la actualidad se mantiene como
monumento nacional en Segovia.
Luego se acusó a los judíos de pretender vengarse del
obispo envenenándolo, pero descubierta a tiempo la
traición fueron condenados a muerte los confesos
conspiradores y sus cómplices.
En la literatura española no faltarán los personajes
judíos que envenenan a sus enemigos cristianos. Pero,
estas acusaciones no sólo se arraigaron en el vulgo sino
que brotaron también en las clases altas.
Hay muchas versiones de este hecho, que al parecer
están guiadas más por la fantasía que por la realidad de los
hechos.
Un sacristán de la iglesia de San Facundo le pidió
prestado dinero a un judío, a pesar de las prohibiciones en
contra de la usura. El judío le dio más dinero del solicitado
a cambio de una hostia consagrada.
Los rabinos arrojaron la hostia a una caldera de agua
hirviendo. La hostia se levantó por los aires y la sinagoga
tembló y sus muros se cuartearon. Aterrados los rabinos
acudieron al prior de Santa Cruz quien le dio la hostia a un
novicio que murió tres días después.
El primero en consignar estos hechos fue el converso
fray Alonso Espina.
El rumor de este sacrilegio y de otros similares
corrían por toda España agriando el odio popular contra
los judíos infieles, quienes vivían acorralados y reducidos
a la esterilidad y la impotencia en todos lados, apartándose
cada vez más de la sociedad cristiana, y cerrando las
puertas al porvenir.
Estas fueron las consecuencias inmediatas que trajo la
tormenta de las persecuciones de 1391 con las injustas
leyes promulgadas para arruinar a los judíos y despojarlos
de la industria, el comercio y la agricultura.

***
Los judíos que se convirtieron al cristianismo
ocuparon casi todos los cargos del Estado y se apoderaron
de todas las dignidades y honras de la república.
Además, se emparentaron con las más encumbradas
familias de la aristocracia católica y de la nobleza,
llegando con sus pretensiones hasta sentarse en las mismas
gradas del trono.
Esta innata osadía se apoyaba en la ponderada lucidez
y claridad de la estirpe hebrea, y con facilidad se
apoderaron de los más altos cargos de la iglesia y del
gobierno.
El anhelo de conservar sus riquezas y poderío había
sido más eficaz consejero que su propia fe.
Al abrazarse a la cruz obtenían una gran confianza
adquiriendo en el acto todos los derechos de un cristiano.
Además, en el seno de la iglesia eran solemnemente
respetados gracias al erudito conocimiento que poseían de
las Sagradas Escrituras.
Esta llave maestra de su respetada sabiduría les abría
todas las puertas del reino.
Los musulmanes conversos se contentaron con ser
respetados en la humildad de sus hogares, en cambio, los
judíos ocuparon todas las jerarquías sociales.
Administraban las rentas del Estado, eran consejeros
del rey, influían en las decisiones del Papa Benedicto XIII,
en las aulas, en las chancillerías, en la suprema corte de
justicia, en las cátedras y rectorados de las universidades,
se sentaron en las sillas de los diocesanos y de los abades.
Solicitaron y obtuvieron de la corona títulos de
señores, marqueses y barones.
En todas partes y bajo múltiples conceptos aparecen
los neófitos (cristianos nuevos) admirablemente
desplazando a los cristianos viejos de las más altas
funciones eclesiásticas y gubernamentales.
Todos los puestos fueron ambicionados y
conquistados por los conversos quienes se convirtieron en
hombres de Estado, médicos, prelados, legistas, teólogos,
artesanos, industriales, comerciantes, etc., etc.
Los cristianos de la aristocracia pedían y concedían
sus hijas en matrimonio. La sangre judía se mezclaba con
la sangre hispanolatina y visigoda, construyendo el
inmortal crisol de la Reconquista española.
Antes de las matanzas de 1391 la mayor parte de las
uniones entre cristianos y judíos surgían motivadas por
enamoramientos ilegítimos de los magnates, nobles,
prelados, obispos, etc.
Estas mezclas bastardas e impuras salpicaron de
sangre judía a muchas y muy ilustres familias españolas.
Pero, las conversiones de que ahora tratamos
(posteriores a 1391) modificaron radicalmente la
organización social de España.
¿Esta nueva unión entre cristianos y judíos conversos
podría ser duradera?
No era posible mantener este pacto por mucho
tiempo.
Los cristianos nuevos manifestaron una repugnante
enemistad hacia sus antiguos hermanos.
Ejercieron en todas las órbitas del Estado una
intolerante persecución contra los que se mantuvieron
firmes en la fe de sus mayores. Y esto produjo la
desconfianza de los cristianos viejos, pues al ver como
ponían en tela de juicio entre ellos mismos, la cizaña de la
duda acerca de la sinceridad de las conversiones
aumentaba.
En síntesis, los judíos conversos primero atacaron a
sus antiguos hermanos y después se enfrentaron entre sí
echando más leña al fuego del odio ancestral contra la raza
hebrea.
Al ejemplo de las matanzas de los judíos del siglo
XIV, seguía la persecución encarnizada contra los
conversos del siglo XV.
Los cristianos nuevos para mostrar su devoción y
lealtad a la nueva religión injuriaban y maldecían los
hogares judíos.
Llevaron sus acusaciones al púlpito y después a libros
que escarnecían a los seguidores del Talmud.
Los conversos obraban de esta manera para probarles
a sus protectores (reyes, magnates, príncipes, prelados)
que sus conversiones no habían sido motivadas
únicamente por el interés de progresar al amparo del
cristianismo, sino por sinceras convicciones.
Casi todos los rabinos que renegaron del judaísmo
escribieron libros ensalzando el cristianismo y denostando
la fe de sus mayores.
Sus escritos demostrando los errores del Talmud se
habían limitado a las regiones de la teología y no
manifestaban odio ni deseo de venganza hacia sus
hermanos.
Pero, esta inicial cruzada poco a poco fue ampliando
sus límites hasta llegar a la calumnia.

***

El converso don Pablo de Santa María llegó a ser el


obispo de Burgos, cabeza de Castilla, y con esto lograba
gran poder dentro del Estado.
Sus hermanos e hijos ocuparon importantes cargos en
la administración del gobierno.
Su hermano mayor, Pedro Suárez, fue nombrado en
1406 como representante de todos los reinos para ejecutar
el testamento del rey don Enrique, el Doliente.
El otro hermano, Alvar García, fue nombrado en 1410
con el título de “noble ciudadano” de Burgos, secretario de
la Cámara y miembro del Consejo Real y tenía a su cargo
el registro de la Chancillería.
El primogénito de don Pablo Santa María, fue
distinguido en 1412 como arcediano de Briviesca. Y fue
elegido en 1414 para representar a Aragón en el concilio
de Constanza.
Su hermano Alfonso se graduó de doctor a los 25 años
de edad, y luego, deán de Santiago y de Segovia
Pedro fue guarda personal del rey.
Alvar Sánchez, el menor de los hermanos, fue
nombrado doctor y jurisconsulto.
Don Abrahem Benveniste era uno los pocos judíos
acaudalados que se salvó de los naufragios de la
persecución. Era el administrador de la rentas del rey Juan.
El maestre don Enrique hizo secuestrar al rey con la
excusa de que los destinos de la república estaban en
manos de un judío.
Don Alvaro de Luna rescató al rey de la prisión y se
encerró con él en el castillo de Montalbán.
Don Enrique llevó sus armas contra el rey y cercó el
castillo.
A los judíos conversos no les convenía el triunfo del
triunvirato conformado por el rey, son Álvaro y don
Abrahem, porque querían evitar que el judío acrecentara
su poder.
El obispo de Burgos, Pablo de Santa María, y sus
hijos participaron activamente en este conflicto para poner
paz entre los infantes enfrentados.
Don Alvaro de Luna resolvió ganarse la confianza del
Obispo de Burgos y sus hijos, y para ello, les ofreció a
cada uno un cargo de jerarquía.
Así le quitaba a los infantes la poderosa ayuda de
aquellos.
En 1421 don Alvaro nombraba corregidor de Toledo
al doctor Alvar Sánchez.
Pedro Sánchez, hermano del obispo de Burgos,
intentó disuadir al infante don Enrique de su ambiciones
en contra del rey.
Finalmente, don Alvaro ponía al primogénito del
obispo, Gonzalo, como obispo de Astorga y embajador de
Portugal.
Al cabo, don Enrique abandonó sus pretensiones
contra el rey. Pero, no había ninguna posibilidad de
concordia entre don Enrique y don Alvaro de Luna, que
era el favorito del rey Juan II.
Don Alfonso V de Aragón, conquistador de Nápoles,
tomando como propia la afrenta contra su hermano
Enrique, exigía una enmienda bajo amenaza.
Don Alvaro no supo retirarse a tiempo de la
contienda.
El 2 de julio de 1453 fue decapitado en la plaza
pública de Valladolid, víctima de la ingratitud del rey y
del encono de los infantes de Aragón y magnates de
Castilla.
El rey don Juan II cayó en una profunda melancolía
pasando a mejor vida al año siguiente.
Triunfaba la anarquía señorial sobre la monarquía.
Don Alvaro se sirvió de muchos funcionarios públicos
conversos y de algunos “judíos infieles”, como don
Abrahem Benveniste.
Las rentas del Estado las puso en manos de otro judío:
don Yusaf ha-Nasí.
Mientras don Alvaro estuvo en el poder la mayoría de
sus ministros, asesores y médicos de la corte fueron judíos
conversos y sus descendientes.
Y así don Álvaro pretendía ganarse la confianza y
benevolencia de los conversos, cuyo poder conocía y tenía
en gran estima.
Sin embargo, la llama oculto del odio seguía
encendida en la familia de los Santa María (judíos que se
habían convertido al cristianismo). Causas políticas y
religiosas motivaban el desprecio de los cristianos nuevos
contra sus antiguos correligionarios.
Don Pablo de Santa María (1350-1436), el obispo de
Burgos, a los ochenta años de edad, seguía hostigando a
los obcecados judíos que no querían convertirse al
cristianismo.
En 1434 publicó dos diálogos controvertidos. En el
primero aparecía Saulo, un judío, contendiendo con Pablo,
un cristiano. En el segundo diálogo figuraban un maestro y
su discípulo.
Según estos diálogos quedaba plenamente
comprobada la llegada del Mesías interpretando los libros
sagrados. Largas páginas explicaban la divinidad del
Salvador y de su Santa Madre.
Declaraba que el sufrimiento y la cautividad de sus
antiguos hermanos, era el castigo merecido por su
participación de la muerte de Jesús.
¿Vamos a repetir una vez más que esa acusación es
falsa y que el mismo Papa así lo ha afirmado?
Decía, además, que los judíos aprobaban la el suplicio
del Salvador y que con torpes blasfemas lo reivindicaban.
Y ese pecado era peor a los habituales en que los
judíos estaban implicados: fraude, usura, adulterio,
mentiras, homicidio, etc.
El efecto de las pasadas persecuciones contra la raza
hebrea se incrementaría con estas declaraciones funestas
de un obispo con tanta autoridad y sapiencia.
Don Pablo aseguraba que los infieles judíos:
1.- Que los judíos admitidos en los reinos de León y
Castilla, había ascendido a altos cargos públicos en
detrimento de los fieles cristianos, usando su satánica
persuasión e hipocresía.
2.- Y que ostentando ese poderío sometían y
atemorizaban a los cristianos poniendo en peligro sus
almas.
3.- Que esa prosperidad los hacía persistir en su
terquedad sosteniendo la profecía de Jacob que decía que
el Mesías Redentor vendría mientras el pueblo judío
hubiese perdido el cetro y el reino.
4.- Que las matanzas de 1391 sucedieron porque Dios
excitó a la muchedumbre a vengar la sangre de Cristo,
tomando por instrumento a un arcediano ignorante de
Sevilla, que predicaba contra los judíos.
5.- Que en medio de las matanzas había tocado Dios
los corazones de algunos judíos que abjuraron de sus
errores para abrazar las aguas del bautismo.
6.- Que durante el reinado de don Juan II se habían
promulgado severas leyes contra los impíos judíos, con la
intención de que así los hebreos se convirtieran al
cristianismo y su religión desapareciera.
Don Pablo recordaba y alababa las matanzas hechas
por don Enrique de Trastamara, contra los judíos, antes de
la fratricida usurpación de Montiel.
Y elogiaba la voluntad de este rey que fue el primero
en obligar a los judíos a llevar divisas distintivas sobre sus
ropas.
Pero todas estas declaraciones de Don Pablo de Santa
María eran falsas y tendenciosas, según tenemos
consignado en los capítulos precedentes de esta historia.
Don Pablo fue historiador y no podía ignorar la
verdad, que falseaba con fines macabros.
Estas declaraciones anunciaban a los judíos una
guerra a muerte y sin cuartel.
Los obispos de toda España y Portugal promovieron
nuevos estatutos en contra de los oprimidos judíos,
apuntando a su total aniquilamiento.
Don Álvaro de Luna suplicó al rey don Juan que
implorase del Papa que templara el rigor de la bula que
tanto daño provocaba a los judíos.
Don Juan ponía a los judíos bajo su protección
declarándolos “como cosa suya y de su cámara”.
Pero, los israelitas se habían empobrecido y estaban
en la miseria. Vivían retraídos y alejados de la sociedad,
de la industria y del comercio.
Las tierras antes cultivadas por los judíos, ahora
estaban desiertas.
En 1443, el rey Juan promulgó un edicto por el cual
invitaba a los judíos a volver a ejercer una multitud de
oficios que les estaban prohibidos. También los autorizaba
a ejercer el comercio. También los ponía al amparo de la
leyes.
Estas nuevas leyes en defensa de los judíos eran
también beneficiosas para el bienestar público, porque
empezaba a flaquear la economía española debido a la
inactividad de la raza hebrea.
Durante los treinta años pasados los judíos habían
sufrido la terrible persecución, intolerancia y fanatismo de
los neófitos.
Don Pablo de Santa María, cristianos nuevo y obispo
de Burgos, y sus hijos fueron responsables de la
persecución sistemática contra sus antiguos hermanos.
Se enemistaron en una guerra a muerte contra don
Álvaro de Luna, quien se negó a proteger a los conversos.
De las matanzas sucedidas en Toledo en 1449.

***
Mientras el rey don Juan se hospedaba en el palacio
de don Alfonso Santa María, hijo del obispo de Burgos,
intentaron asesinar a don Álvaro de Luna.
Luego el obispo envió a sus hombres armados a
enfrentarse contra los hombre de don Álvaro para intentar
de este modo darle el golpe mortal.
Pero, el rey don Juan ordenó que fuese apresado y sus
bienes e hijos protegidos.
Si bien don Álvaro había protegido a los conversos, la
familia de don Pablo de Santa María que era la más
poderosa de los neófitos de Castilla, se le enfrentó
traicioneramente.
La política de don Pablo de Santa María apuntaba a la
total destrucción de sus antiguos hermanos, los judíos
infieles.
Pero, don Álvaro se oponía al exterminio de todo un
pueblo que era útil a los intereses de la república. Y logró
que no se les quitara a los judíos el derecho al trabajo y al
comercio.
Con esto se ganó el odio de los conversos quienes a su
vez pretendían destruir a los judíos.
El obispo de Burgos atentó contra la vida de don
Álvaro en diversas oportunidades, hasta que logró que lo
hicieran encarcelar.
A don Álvaro le cortaron la cabeza en el cadalso de
Valladolid.
Los conversos triunfaron y vieron el camino allanado
para iniciar el exterminio de los infieles judíos que no
querían convertirse al cristianismo.
De todos modos, el pueblo cristiano se levantaría
salvajemente no sólo en contra de los judíos sino también
en contra de los que se habían convertido al cristianismo.
En el próximo capítulo estudiaremos los efectos de las
conversiones forzadas con motivo de las matanzas de 1391
en el suelo de Aragón.

CAPÍTULO II

LOS JUDÍOS Y CONVERSOS BAJO EL


REINADO DE ALFONSO V DE ARAGÓN
(1416 A 1458)
Muerto don Fernando de Antaquera en 1416, subió al
trono de Aragón su hijo, Alfonso V.
La princesa Juana II de Nápoles le imploró su
protección y en 1443, don Alfonso logró conquistar la
capital de dicho Estado.
Así, Alfonso obtenía gran renombre en Italia.
En 1415 murió Carlos en Noble, y don Juan, hermano
de Alfonso, era coronado en Navarra.
Mientras Alfonso luchaba por conquistar Nápoles, su
esposa doña María gobernaba con gran tino.
La riqueza del reino se gastaba en la conquista de
Nápoles.
Y el dinero sustraído a los judíos no alcanzaba, como
antaño, a solventar los elevados gastos de la guerra.
En 1391 habían quedado destruidas por el hierro y el
fuego las más ricas juderías de España.
Las principales aljamas fueron desmanteladas por el
Concilio de Tortosa (1413), la pragmática de Fernando I
(1414) y la bula de Benedicto XIII (1415)
El pasado engrandecimiento de los judíos había
desaparecido completamente.
En Aragón, Cataluña, Valencia y Castilla la actividad
industrial de los judíos había sido muy próspera y
compitió con el resto de Europa y con el oriente.
Pero, la codicia desenfrenada de la pasión popular,
cometiendo mil improperios y asesinatos, minó
notablemente la laboriosa industria de los judíos.
En Zaragoza muchas de las calles de la judería tenían
nombres que hacían referencia a la industria que allí se
desarrollaba (Borzaría, Pellidería, Cuchillería, Frenería,
Platería, Tenería, etc.).
Desde tiempos remotos los judíos de Aragón
apoyaron a los reyes con sus cuantiosas riquezas en sus
apuros personales y en sus empresas bélicas y
republicanas.
Sin embargo, después de sufrir tantos robos y
matanzas, las rentas del rey, de los próceres y caballeros
del reino disminuyeron precipitadamente.
Dada la impunidad general de los atentados de 1391,
los cristianos se acostumbraron a maltratar a los judíos
allanando sus moradas bajo cualquier excusa.
Los judíos de Aragón cayeron en la más lastimosa
miseria y muchos de sus flamantes industriales fueron
reducidos a la mendicidad.
Aquellos judíos que habían perdido sus hogares,
condenados a no poder ejercer sus artes y oficios, pedían
de puerta en puerta del pan de cada día, de manos de sus
antiguos exterminadores.
Mientras las reyes del reino prohibían a los
mahometanos vagar pidiendo limosnas, a los judíos de los
eximía de pagar peajes para trasladarse de un lugar a otro
y se les permitía implorar la caridad pública.

***

A causa de las luchas fraticidas, las mortíferas


epidemias, las expediciones a Nápoles y las conversiones
masivas al cristianismo, desde 1430 comenzó a decaer
notablemente la población de las villas y aldeas que
emigraba a las ciudades.
Para evitar la emigración de los hebreos, la reina
implementó un gravamen de sesenta sueldos por cabeza, y
además les concedió nuevos derechos para atraerlos
nuevamente a su reino.
Aumentó considerablemente los impuestos del peaje
para dificultar la salida de España.
Pero, cuando los judíos viajaban por cuestiones de
negocio se les eximía del pago del peaje.
De este modo, se les restituía a los judíos el derecho a
vivir de sus legítimo trabajo.
Quedó demostrado que la insoportable situación en
que habían quedado los judíos después de la bula de
Benedicto III, l cual los marginaba de la vida social y
laboral, iba en detrimento del Estado, haciendo estragos en
todas las fuentes de la vida.
La decadencia del pueblo hebreo provocaba la
decadencia del reino.
A mediados del siglo XIV, los oficiales reales
abusaban de la exacción de impuestos a los judíos, en
concepto de las “Cenas de presencia”, que consistían en
una suma fija anual.
La judería de Barcelona aportaba al Estado 24.000
sueldos; la de Gerona, 13.000; la de Lérida, 11.000;
Zaragoza, 400; Teruel, 300 y Daroca y Tarazona, 200.
Un siglo después, en 1438 entre todas las juderías del
reino que habían sobrevivido a los desastres de 1391,
aportaban en total 3.773 sueldos jaqueses, para pagar las
“Cenas reales”.
El gobierno de la reina doña María decidió ayudar a la
grey hebrea a resurgir. Bajo su protección los judíos
comenzaron a florecer nuevamente.
Los judíos sobrevivientes de Aragón que se negaron a
recibir el bautismo, siguiendo el ejemplo de los de
Castilla, quedaron reducidos a un estéril retraimiento.
Su industria y comercio habían sido completamente
anulados.
En contraste, lo judíos que se convirtieron al
cristianismo obtuvieron gran prosperidad y opulencia.
Pero con su imprudente ostentación excitaban la
envidia y las iras sangrientas de la muchedumbre.

***

En 1435, los judíos de Mallorca que se habían salvado


de la matanza de 1391 fueron acusados de graves
crímenes.
Fueron apresados y torturados Rabí Astruch, Rabí
Ben Sabilí, Rabí Farrig y Rabí Stellatar, quienes eran los
principales maestros de la sinagoga de Palma.
Fueron acusados de haber ejecutado todos los actos de
la pasión de Cristo en un joven mahometano esclavo de
uno de ellos.
Este clase de acusación difamatoria era muy común
en la Edad Media.
Sin embargo, las confesiones arrancadas con las
torturas no pueden ser consideradas válidas.
Con el dolor de los tormentos los rabinos acusados
confesaron delitos que seguramente no habían cometido.
Los jueces, frailes dominicos y franciscanos, dictaron
la inhumana sentencia: los reos debían ser quemados en la
plaza pública.
Los judíos de Mallorca entraron en pánico al ver tan
maltratados y humillados a sus rabinos. Muchos se
ocultaron en las montañas del Lluch temiendo permanecer
en sus hogares.
Llegó el momento de la ejecución. El obispo de
Palma, don Gil Sancho Muñoz, les envió a los rabinos
sentenciados a morir en la hoguera un grupo de confesores
para que abjuran de sus creencias y abrazaran el
cristianismo.
Inesperadamente, vencida completamente la voluntad
de los maltrechos rabinos, aniquiladas todas sus fuerzas,
solicitaban las aguas del bautismo, lo que significaba la
salvación.
Los judíos que estaban encerrados aterrados en sus
moradas, al enterarse de la novedad, salieron corriendo
hacia la catedral demandando la conversión al
cristianismo.
El obispo ordenó que se realizaran todas las
conversiones en el acto y se dirigió al palacio del
gobernador don Juan Dezfar para solicitar que los reos
fueran perdonados, argumentando no sólo sobre las
exigencias de la caridad, sino también de la prudencia.
No era conveniente aterrorizar nuevamente a los
judíos para que no perdieran su fe en la salvación de la
Cruz.
El gobernador no quiso indultar a los rabinos
sentenciados a muerte.
Apoyaron la petición del obispo: el cabildo
eclesiástico, las órdenes religiosas, los caballeros de la
ciudad, los jurados y el clamor de la muchedumbre.
El gobernador, finalmente, consultó con el tribunal
que los había sentenciado, y todos quedaron absueltos y en
libertad.
Así fue como quedaron disipadas y destruidas
completamente la judería de Mallorca y su sinagoga que
habían sobrevivido a la matanza de 1391.

***

Al convertirse al cristianismo los judíos obtenían


completa libertad y todos los derechos. Y gracias a su
ilustración, sus riquezas y su natural osadía, los conversos
de Aragón y de Castilla ocuparon no sólo los más altos
cargos de la república, sino también las más elevadas
jerarquías sociales, incluidas las más encumbradas
dignidades de la Iglesia.
En Aragón había mucho más conversos que en
Valencia y Barcelona. En Cataluña hubo muy pocos
porque allí eran muy mal recibidos.
Tanto en Castilla como en Aragón los judíos
conversos se mezclaron masivamente con las familias de
la aristocracia cristiana.
Así los judíos conversos obtuvieron un gran poderío
hasta ocupar los cargos más importantes en el gobierno del
Estado.
Familias enteras desertaron de la ley mosaica, ya sea
por sincero convencimiento, o por temor a que se
repitieran las antiguas matanzas, o por la ambición de
acrecentar sus fortunas, o buscando el goce de heredar las
riquezas de sus ancestros.
En las siguientes ciudades muchísimos judíos
aceptaron el bautismo: Husca, Barbastro, Daroca,
Calatayud, Hijar, Tauste, Monzón, Alcañiz, Teruel,
Sariñena, etc.
En Zaragoza los conversos prosperaron notablemente.
Entre los miles de conversos los principales fueron los
que poseían mayor ciencia y riqueza.
Se hizo popular el adagio: “sólo había dos géneros de
linajes, que eran el tener y el no tener”; fuente el primero
de toda grandeza humana, y origen el segundo de toda
ruindad y vileza.
Los conversos que poseían riquezas continuaron
ejerciendo el comercio y la agricultura.
Los más cultos ocuparon altos cargos en la república
y en las dignidades eclesiásticas.
Los descendientes de la nobleza hebrea de las tribus
de Judá y de Leví se revistieron con los honores de la
caballería y la nobleza (magnates).
Entre las más importantes familias de conversos se
encontraban los Santa Fé. Rabí Jehosuáh Ha-Lorqui
(Jerónimo), Rabí Ezequiel Azaniel (Esperaindeo), quienes
ocuparon altos cargos la corte de Alfonso V. Sus hijos
también participaron del gobierno.
Rabí Ezequiel Azanel tuvo un hijo y tres hijas antes
de convertirse. Solamente su hija menor lo acompañó en el
abandono de la fe de sus mayores, los otros hijos se
mantuvieron fieles al judaísmo.
Citaremos algunos nombres de otras familias de
conversos: Ram, Santángel, Santa María, Cruyllas, Cabra,
etc.
Entre los conversos más ricos nombraremos a:
Villanova, Ribas, Jassas, Ortigas, Espés, Vidal, Espulgas.
Entro os conversos que entraron a formar parte de la
nobleza citaremos a: Paternoy, Del Río, Ruíz, Coscón,
Pomar, Albión, Celemente, Cabrero, Torrero, Zaporta,
Izar, Caballería, etc.
Casi todos los conversos se enlazaron con las
prinipales familias de cristianos.

***

El rey Don Alfonso de Aragón era hijo ilegítimo


(bastardo) del rey don Juan de Navarra.
Don Alfonso en su juventud se enamoró perdidamente
de una bella judía de Zaragoza y decidió resueltamente
hacerla suya.
Esta beldad se llamaba Estensa Coneso y era hija de
un rico comerciante de paños y ropas confeccionadas.
Por mucho tiempo Estensa se resistió a los ruegos de
Alfonso. Al cabo, la hija de don Aviatar Ha-Cohen
(Coneso) se convertiría al cristianismo para casarse con
don Alfonso. Se bautizó con el nombre María.
Tuvieron cuatro hijos: don Juan de Aragón, primer
conde de Ribagorza; don Alfonso de Aragón, obispo de
Tortosa y luego arzobispo de Tarragona en tiempos de los
Reyes Católicos.; don Fernando de Aragón, comendador
de San Juan y prior de Cataluña; y doña Leonor de
Aragón, esposa del conde de Albaida en el reino de
Valencia.
Entonces, siguiendo el ejemplo de el rey don Alfonso,
las familias nobles de Aragón se emparentaron con los
judíos conversos.
Los neófitos superaban ampliamente con sus
conocimientos sobre las Sagradas Escrituras a los teólogos
cristianos.
Algunos presumían de descender de la familia del rey
David.
Además sus riquezas ayudaron a que se les abrieran
todas las puertas de la nobleza de Aragón y de Castilla.
Así, a mediados del siglo XV los judíos conversos
lograron enriquecerse rápidamente, en contraste con sus
antiguos hermanos que se habían empobrecido.
Y mientras más poder adquirían los conversos
uniéndose a las familias de la aristocracia cristiana,
aumentaba implacable el desprecio hacia sus antiguos
correligionarios, juzgando insuficientes los castigos que
padecían y que prácticamente los había arruinado.
La familia de los Caballería descendía de a tribu de
Leví. Estaba dividida en dos ramas que pretendían
descender del rey David.
En 1331, la reina Leonor enterada de que el médico
don Jehudá de la Caballería, no podía asistir a sus
pacientes cristianos por las noches, pues, las puertas de la
judería quedaban cerradas y se les prohibía los judíos
transitar libremente a esas horas, extendió un permiso
especial, para que el médico pudiera salir de noche.
Un siglo después, sus descendientes se convertían al
cristianismo.
Don Bonafós tomó el nombre de micer Pedro de la
Caballería.
Gonzalo de la Caballería y su esposa doña Beatriz se
convirtieron al cristianismo. Tuvieron dos hijas, una se
casó con Ciprés de Partenoy y la otra con Gaspar Ruiz,
ambos judíos que también se convirtieron al cristianismo.
Ambas ramas de la Caballería tuvieron una prole
fructífera.
Bonafós tenía siete hermanos que siguieron sus pasos
y se bautizaron. Don Simuel recibió el nombre de Pedro;
don Achab, el de Mosén Felipe; don Simuel Aben-Judáh,
Juan; don Isaac, Fernando; don Abraham, Francisco; don
Selemóh , Pedro Pablo; y Luis fue bautizado siendo muy
niño.
Estos siete ilustres hermanos alcanzaron grandes
dignidades.
Pedro (Simuel) tuvo gran autoridad dentro del clero.
Mosén Felipe representó a los caballeros e infanzones
en las Cortes del reino.
Fernando llegó a ser síndico y procurador de
Zaragoza.
Luis fue designado por el rey don Juan de Navarra
para el cargo de tesorero mayor (cargo que había
sustituido al antiguo almojarifazo).
Juan, Pedro Pablo y Francisco lograr acaudalar
grandes riquezas.
Pedro Pablo de la Caballería, hermano de Bonafós, se
casó en Barcelona con una cristiana nueva con la cual tuvo
dos hijos: Micer Pedro y Mosén Alonso.
Micer Pedro de casó en Barcelona con Isabel Vidal.
Mosén Alonso se casó en Zaragoza con Isabel Zapata,
nieta del gobernador de Aragón.
Todos los miembros de la familia Vidal fueron
quemados vivos en Barcelona.
Pedro Pablo tuvo otras dos hijas que prosperaron. La
primera se casó con Pedro Torrellas, señor de Tordecilla y
distinguido trovador; la segunda con Tomás Cornel, señor
de Maxeca.
Gonzalo se casó con la hija de un notario de
Zaragoza, hijo de una conversa castellana.
Los hábitos patriarcales de los cristianos nuevos se
mantuvieron. Don Bonafós (Micer Pedro) era el jefe de la
gran familia de los Caballería, cuya extremada ciencia y
nobleza eran llaves maestras que les abrían todas las
puertas del éxito.
Fue educado por su padre en el estudio de las lenguas
latina, caldea, arábiga y hebrea. Estudió derecho civil y
canónico, titulándose de doctor en derecho.
Luego se convirtió.
Con tanta sabiduría se le hizo fácil el acceso a la corte
y logró influir sobre la reina doña María, quien lo nombró
comisario de las Cortes generales de Monzón y de Alcañiz
(1436-1437). Fue el juez y árbitro de la nación para fijar
los aranceles de peajes y aduanas.
Los Caballería mientras vivían bajo la ley mosaica
gozaban de grandes privilegios y libertades otorgadas por
el rey.
El rey Alfonso distinguió a Pedro y todos sus
descendientes con todas las dignidades, prerrogativas,
beneficios y oficios eclesiásticos y seglares.
Micer Pedro tuvo dos mujeres. La primera había sido
la esposa de Luis de Santángel quien la abandonó cuando
ella abrazó el cristianismo.
Tuvo con ella dos hijas que se casaron con Rodrigo de
Zayas y Mosén Pedro de Ayerbe, siendo ambos ricos
aristócratas.
La segunda esposa era doña Violante, hija del
poderoso Alfonso Ruiz Daroca quien se había convertido
recientemente al cristianismo.
Todos los hijos de Micer Pedro de la Caballería se
casaron con las más prestigiosas familias.
Desde que se convirtió combatió públicamente contra
los rabinos. Esta conducta en defensa del cristianismo
provocaba la admiración del clero.
Inspirado por la conveniencia o por la verdadera
convicción de fe o por seguir el ejemplo de otro neófitos
notables, Micer Pedro escribió un libro en el que resaltaba
su devoción piadosa por el cristianismo y su odio hacia los
judíos y los mahometanos.
Empezó a escribirlo en 1450 y lo terminó en 1464.

***
Finalizado el Concilio de Tortosa, Jerónimo de Santa
Fé se apresuró a escribir el libro “El Azote de los Judíos”.
El primer tomo trataba sobre las controversias y disputas
del concilio. El segundo, era una refutación del Talmud.
El Talmud es el depósito de tradiciones morales y
religiosas que reglan la vida del pueblo hebreo desde la
época de Rabiná y Rabasse, quienes fijaron por escrito la
Torá oral en el año 440.
El libro de Jerónimo infundía el odio de los cristianos
hacia los judíos. Pretendía demostrar el grave daño que
provocaban los judíos en su trato social a los cristianos.
Las cuestiones que suscita este libro difamador son
tales que repugnan al decoro de estas páginas hacer
mención directa de las mismas. Sólo buscan acrecentar el
odio y la destrucción de los judíos.
Más tarde veremos que este celo por imponer la
doctrina cristiana no sirvió para salvara a su primogénito
de las iras del Santo Oficio.

***

Micer Pedro de la Caballería escribió un libro con


más decoro llamado “Del celo de Cristo contra los judíos”.
En él intenta probar la llegada del Mesías, y de refutar la
espera de los rabinos para su llegada.
Acostumbraba a pedir a gritos la llegada del Mesías
en la oración de la tarde. Y aseguraba que todos los judíos
dispersos por el mundo se reunirían en Jerusalem cuando
él llegara; y que todos los pueblos se someterían a sus
dictámenes.
Pero, los rabinos le preguntaban: ¿si el Mesías ha
venido por qué no siguen todos los pueblos su ley? ¿Por
qué muchos la contradicen? ¿Si su reino era de paz por
qué no han caducado las guerras? ¿Si la ley de Moisés
debió caducar, por qué no caducó el decálogo? ¿Si los
judíos son la luz de las gentes según Zacarías, por qué los
persiguen y exterminan? ¿Si Cristo santificó las fiestas
diciendo: “guardad el día sábado”, por qué no lo cumplen?
¿Si la ley cristiana comete una falta tan grave, cómo creen
en ella? ¿Por qué no anuló Cristo los sufrimientos de los
hombres evitándoles la pena de muerte temporal? ¿Por qué
si Cristo fue circuncidado el octavo día de su nacimiento
los cristianos no siguen esta costumbre ritual? ¿Si el
decálogo prohíbe la adoración delos ídolos, por qué
adoran públicamente las imágenes de los santos?
Micer Pedro de la Caballería respondía a estas
cuestiones con tal ingenuidad que no es posible dudar de
su buena fe.
Sin embargo, llegó a afirmar que sobre la ruina de los
judíos se constituiría y construiría la verdad del
cristianismo.
Lo mismo decía el converso don Pablo de Santa
María en Castilla pocos años antes.
Hijos infieles, generación perversa, semilla maldita,
hijos del diablo, hipócritas, pérfidos, falsarios,
calumniadores, impíos y pestilentes, eran algunos de los
epítetos más comunes con que ambos cristianos nuevos
trataban a sus antiguos correligionarios.
Micer Pedro trataba a los judíos como idiotas. Les
preguntaba que habrían hecho para merecer el castigo de
Dios. ¿Por qué no abandonaban su fe si habían quedado
desamparados, olvidados de Dios? “Pero yo sé lo que
hicisteis. Disteis muerte a vuestro Cristo, no os
arrepentisteis de eso. Por el contrario perseveráis en
vuestra perfidia y vuestro pecado se levanta contra
vosotros.
Este pecado es más grave que haber adorado el
becerro o haber dado muerte a los profetas. Y por ello no
habrá redención para ustedes”.
Vemos en estas palabras todo el odio y el desprecio de
Micer Pedro en contra de sus antiguos hermanos.
Si los conversos abrazaron sinceramente el
cristianismo la exaltación con que profesaban su nueva
religión los llevó a terminar odiando a los judíos que
permanecieron fieles a la fe de sus mayores.
Poco tiempo después de culminar su obra satánica
Micer Pedro era asesinado por causas que oportunamente
consignaremos.

***

El 27 de junio de 1458 murió le rey don Alfonso V.


Don Juan II subió al trono. Era un hombre intransigente,
intolerante y cruel.
¿Podrían los judíos conversos al cristianismo seguir
acumulando mayores bienes en la prosperidad y el
encumbramiento? ¿Podían esperar los desesperanzados y
desamparados judíos algún beneficio del nuevo monarca?
Los hechos no tardarán en darnos la respuesta.
Volvamos mientras tanto nuestra mirada a España
Central donde hallaremos la solución histórica que
estamos buscando.
CAPÍTULO III

LOS CONVERSOS Y LOS JUDÍOS BAJO EL


REINADO DE ENRIQUE IV
(1453 A 1474)

Enrique IV de Castilla, en su juventud, había


escandalizado la moral y menospreciado sus deberes. Por
ello sufrió diversos infortunios y desastres expiando así las
culpas del pasado.
No fue fiel a sus padres, ni leal a sus caballeros,
quebrantaba a cada paso el sacramento de la palabra,
desconoció la autoridad del rey, su padre.
Por consiguiente, carecía de todo derecho para exigir
más obediencia, más lealtad y respeto de sus súbditos.
Nunca antes la autoridad real en España se vio tan
humillada y contrariada por la nobleza. Y nunca sufrió la
justicia tantos atropellos.
Don Enrique el Impotente después de luchar tras 21
años bajó a la tumba deshonrado por su esposa, vendido
por sus favoritos, declarado como indigno del trono por
sus prelados y próceres, y traicionado por sus hermanos.

***
Mientras tanto los judíos habían perdido su antigua
unidad nacional que siempre los salvaba de los más
terribles desastres.
Los que se habían convertido al cristianismo lanzaban
sus dardos contra sus indefensos hermanos.
Las leyes de Navarra, Castilla, Aragón y Portugal
permitían al que se convertía al cristianismo heredar en el
acto a sus mayores. En algunos casos los hijos exigían y
cobraban las dos terceras partes de los bienes de sus
padres.
De este modo los capitales de los judíos se vieron
notablemente disminuidos.
La única voz que defendía a los judíos era la de don
Álvaro de Luna. Pero, éste murió traicionado dejando a los
judíos desamparados frente a sus despiadados enemigos.
No obstante los judíos lograron que se les nombrara
como juez a Rabí Jacob Aben-Nuñez, médico del rey.
Los conversos se disputaron y obtuvieron el
arrendamiento de las rentas reales. Pero, con esto se
enriquecerían provocando al mismo tiempo el odio que
antes había perseguido y aniquilado a sus padres judíos,
durante los reinados anteriores.
El clamor de los procuradores denunciaban los abusos
de los que recaudaban los impuestos.
Los acusaban de intolerancia y ferocidad en sus
pesquisas; de crueldad en las ventas de los bienes
secuestrados para el cobro; despojaban a los morosos de
sus tierras.

***

A comienzos de 1449 el condestable don Álvaro quiso


proteger la frontera de Aragón colindante con Granada.
Le solicitó a la ciudad de Toledo un préstamo para
solventar las necesidades de la guerra.
Toledo se negó a efectuar el préstamo. Don Álvaro
insistió y envió a los recaudadores reales, que eran todos
conversos, a cobrar por la fuerza el empréstito solicitado.
La muchedumbre fue convocada al son de la campana
de la catedral y arengada por los canónigos Juan Alfonso y
Pedro López Gálvez, cayó sobre las casas de Alonso de
Cota, poderoso mercader converso, que era el que presidía
la comitiva de los recaudadores. Robaron todo lo que
pudieron encontrar y luego redujeron todo a cenizas
después de provocar un gran incendio.
A continuación la muchedumbre se dirigió al barrio
de Magdalena en donde vivían los conversos más ricos.
Saquearon e incendiaron sus casas.
Los conversos creyeron que poseían la fuerza
suficiente para detener a la turba y se armaron contra ellos.
Al frente de ellos iba Juan de la Cibdad. La
muchedumbre asesinó a los principales conversos y
arrastró sus cadáveres a la plaza de Zocodover
colgándolos de los pies en señal de triunfo.
Don Álvaro y el rey don Juan se dirigieron a Toledo
para castigar aquellos desmanes. Nadie fue castigado por
los impunes asesinatos cometidos contra los conversos.
Al retirarse el rey, el gobierno de Toledo hizo un
simulacro de Tribunal y con la anuencia de los
procuradores despojaron a los conversos de sus cargos u
oficios público, civil o eclesiástico y de las escribanías.
El fundamento de la demanda era completamente
falso.
El procurador declaraba falsamente que tenía un
permiso del rey para obrar de esta manera.
Los conversos se dirigieron al rey Enrique y al obispo
de Cuenca, don Lope Barrientos, exigiendo justicia.
Según las leyes del reino los judíos que abjuraban de
su religión tenían el privilegio de acceder a todos los
grados de la nobleza, a todos los cargos de la república y a
todas las honras de la Iglesia.
En la demanda declaraban que los conversos eran
fieles cristianos que se habían desempeñado con gran
decoro y honestidad en sus funciones. Y que además
estaban emparentados con las más prestigiosas familias de
cristianos viejos.
Injustamente querían despojarlos de su legítimos
derechos.
Fernán Díaz de Tolero era une rudito converso que
presentó un Memorial lleno de erudición bíblica e
histórica demandando justicia de la Corte.
Sin embargo, el Memorial no produjo ningún efecto
en una Corte donde los judíos y los conversos eran
odiados.
La Corte encontró culpables a los “marranos” de
arruinar a muchas ilustres casas con sus abusos en la
recaudación de impuestos y de nos ser leales al
cristianismo.
13 concejales, escribanos, jueces y un alcalde de raza
hebrea fueron destituidos de sus funciones.
El alcalde, Pedro Sarmiento, mandó a vaciar (hurtar)
las casas de los conversos sentenciados. Se llevó todo el
botín fuera de la ciudad en 200 burros cargados de oro,
plata, tapices, brocados, telas de lana y seda, etc.
Los conversos se quejaron de tanta injusticia ante el
mismo rey quien desoyó sus demandas.
Poco tiempo después, a Sarmiento le robaban sus
mismos empleados todas las pertenencias por él robadas.

***

Al no castigarse los desmanes cometidos por la


muchedumbre quedó establecido que los conversos podían
ser saqueados y despojados impunemente.
La injusta sentencia promulgada por Sarmiento sería
el ejemplo a seguir de todos los envidioso que querían
despojar a los conversos de sus funciones. Pronto
comenzó a triunfar el fanatismo y por doquier llovían
falsas acusaciones contra los eminentes conversos.
El Pontífice, Nicolao V, reprobó la sentencia
promulgada por Sarmiento. El mismo Juan de
Torquemada se opuso a esa sentencia.
Sin embargo, la sentencia quedaba anulada, pero su
semilla no era totalmente extirpada, y pronto germinaría,
para la desgracia de la grey conversa.
Don Enrique IV se apoyaba y confiaba solamente en
sus funcionarios conversos. Comenzó una guerra de
intrigas. Los nobles opositores al trono atacaban a los
conversos, aliados de su majestad.
Los conversos se consideran indestructibles e
inviolables y no supieron moderar sus excesivas
pretensiones en la consecución de poder dentro del Estado.
Despertaban así la malquerencia y desconfianza de los
nobles y del pueblo al que oprimían.
La ambición de los conversos provocaba la envidia y
las iras populares.
El converso Diego Arias Dávila era administrador de
las rentas reales y llegó a ser ministro de Hacienda del
reino.
El converso fray Alonso de Espina era un teólogo que
escribió el libro “Fortaleza de la fe” en contra de sus
antiguos hermanos. Sin saberlo este libro provocó muchos
crímenes contra los judíos.
Uno de los hijos de Diego Arias Dávila fue obispo de
Segovia (1461), el otro hijo, señor de Torrejón de Velasco
(1464).
El castillo de Puñonrostro con las aldeas y lugares
aledaños eran propiedad de los Dávila.
El primogénito de casó con doña María de Mendoza,
nieta del marqués de Santillana y sobrina del duque del
Infantado.
Diego Arias Dávila realizó muchas obras de
beneficencia. Fundó un hospital (1461). Su hijo son Juan
fue obispo.
Tenía gran influencia y poder dentro del Estado.
Manejó durante 13 años la Hacienda pública. En casi
todas las ciudades estableció contadores subalternos
autorizados a recaudar las rentas reales; esto contadores en
su gran mayoría era conversos.
Hacía una excepción de la leyes con respecto a los
judíos, pues, éstos ya no podían ejercer cargos públicos.
Y contrató recaudadores judíos, quines aprendiendo
de la experiencia de sus mayores fueron mucho más
benevolentes que los conversos en el cobro de los
impuestos, y así evitaron acrecentar el odio popular.
Aunque las leyes lo prohibían, a mediados del siglo
XIV la mayoría de las casas de los nobles eran
administradas por judíos. Y lo mismo sucedía en el palacio
real.
También eran judíos los que administraban las rentas
de la Iglesia.

***

La liberalidad de Enrique IV y la voracidad de sus


favoritos obligaban a los administradores conversos de las
rentas a oprimir al pueblo para lograr recaudar los
impuestos necesarios al sostenimiento de la suntuosidad y
los caprichos del rey.
Así iba creciendo el desprecio del pueblo hacia los
cobradores conversos.
Diego Arias Dávila cometió algunos abusos a fin de
recaudar los impuestos.
El pueblo de Toledo empezó a recordar las escenas
sangrientas de 1449.
En 1462 solicitaban que se les permitiera ejercer el
comercio a los judíos con los cristianos y prestarles sin
usura.
Puesto que todo contrato legal (escrito) entre judío y
cristiano estaba prohibido, los judíos prestaban dinero a
cambio de costosas prendas que los cristianos perdían.
También realizaban contratos escritos sustituyendo su
nombre de algún cristiano.
Los judíos privados de comerciar con los cristianos no
podían beneficiar a éstos con la venta de sus productos y
materias primas. Así, el comercio quedaba detenido.
Las villas y ciudades de despoblaban a falta de
trabajo.
Los moradores judíos se refugiaban en los señoríos y
abadengos en detrimento general de la república porque
sus capitales y su industria quedaban fuera de circulación.
Entonces, Enrique IV aceptó la petición de los
procuradores y permitió a los judíos volver a ejercer la
industria y el comercio.
Así quedaba reconocida en legalmente en Castilla,
como había sucedido en Aragón, la utilidad que la
población judía prestaba a los pueblos y al Estado, merced
a su industria y su comercio.
Esta extraña petición de los procuradores del reino
nos enseña la respectiva situación en que se encontraban
los judíos y los conversos (cristianos nuevos) con respecto
a las masas populares.

***

El converso fray Alonso de Espina llegó a ser rector


de la universidad de Salamanca.
En 1459 publicó el libro Fortaleza de la Fe con la
aspiración de confundir y exterminar a los judíos,
dirigiendo sus tiros no sólo contra éstos, sino también
contra los conversos.
Acusaba a los jueces y prelados de congraciarse con
los hipócritas conversos a cambio ciertas dádivas.
El neófito Espina llevó a la práctica lo que en teoría
expresaba en su libro.
No superaba el obispo de Burgos en su Escrutinio de
las Escrituras dando mejores pruebas de la ya consumada
llegada del Mesías; pero, en cuanto al odio y crueldad
contra los hebreos, no tuvo rivales.
Utilizaba todos tipo de fábulas y calumnias
derramadas por toda Europa desde tiempo inmemorial en
contra de la raza hebrea.
En 17 capítulos llenos de acusaciones (diría
delirantes) procuraba demostrar por medio de supuestos
hechos auténticos el odio que los judíos sienten hacia los
cristianos.
Citaba el envenenamiento de los pozos de agua
potable en Alemania en 1345, acusación que se esparció
por Europa junto con la epidemia que en ese año diezmó
su población, y que para colmo de males, provocó las
matazas de los desamparados judíos por doquier.
Consignó que en Tavara, Toro, Ávila, Segovia y otros
lugares de León y Castilla, los judíos sacrificaban niños
cristianos en Viernes Santo y que profanaban las hostias
consagradas.
Pretendía demostrar que los médicos judíos
propinaban venenos a los enfermos cristianos, recordando
la muerte de Enrique III como prueba infalible.
Publicaba íntegramente la Pragmática de doña
Catalina que desaprobaba el trato (la conversación) entre
cristianos y judíos.
Decía que los judíos eran ingratos y traidores y se
consumían la sustancia de la tierra, apoderándose con sus
engaños y astucias de los bienes de los cristianos.
Sobre los conversos decía que debían ser bien
recibidos en el seno de la Iglesia, pero tomando ciertos
recaudos.
Apoyaba la opinión de Escoto afirmando que “todos
los hebreos deben ser obligados a recibir la fe, porque es
mejor el ser forzado a obrar bien que el obrar mal
impunemente como lo hacen los judíos”.
Con respecto los conversos acusados de quebrantar a
sabiendas los preceptos de la Iglesia, evocaba la ley de
Sisebuto que imponía pena de muerte al converso
judaizante. La ley de Recesvinto, propuesta pos los
neófitos toledanos proponía el castigo por el fuego o el
apedreamiento, dejando a la piedad del rey el perdón del
apóstata, que en ese caso pasaría a ser su siervo.
“Yo creo (exclamaba el rector de la universidad de
Salamanca, el converso fray Alonso) que si se hiciera en
este nuestro tiempo una inquisición, serían innumerables
los entregados al fuego que judaizan, los cuales, si no
fueran aquí más cruelmente castigados que los judíos
públicos, habrían de ser quemados por el fuego eterno”.
Los inquisidores, en su delirio criminal, suponían
hacerles un bien al alma de los condenados, quienes
expiaban en la hoguera el repugnante pecado de profesar
el judaísmo, salvándose así del fuego eterno del infierno.
Espina arrastró con su elocuencia y su autoridad a los
principales maestros y dignidades moviéndoles a dirigir
una carta colectiva, el 10 e agosto de 1461, solicitando la
creación de una inquisición para salvar a la república de
los judíos ocultos (conversos hipócritas).
Los franciscanos, al mando de Espina, presentaron a
la corte del rey Enrique su iniciativa de crear la
inquisición.
El rey don Enrique se sorprendió de la gravedad del
asunto, sobretodo, conociendo el origen judío de fray
Alfonso Espina.
Le prometió que analizaría esa cuestión con su
consejo.
Los franciscanos desconfiaron y acudieron al púlpito.
Fray Alonso era el confesor del rey Enrique IV.
Fray Hernando de la Plaza subió al púlpito afirmando
en uno de sus sermones que para probar la maldad de los
conversos tenía en su poder (vergüenza nos causa
repetirlo) hasta cien prepucios de hijos de cristianos
judaizantes.
Esta declaración provocó en el pueblo de Madrid un
verdadero tumulto.
Al enterarse el rey, exigió a fray Hernando que
presentara las pruebas susodichas.
El fraile se excusó diciendo que él había repetido los
dichos de personas de gran autoridad.
Pero no quiso decir los nombres de quienes hicieron
esas declaraciones en contra de los conversos.
Finalmente se descubrió que el franciscano había
mentido y calumniado a los conversos desde la cátedra
del Espíritu Santo.
Sin embardo, la efervescencia popular amenazaba con
cometer estragos contra los conversos y sus bienes.
Para proteger al fraile y sosegar al pueblo alegaron
que éste había sido engañado con falsos informes.
Fray Alonso de Oropesa, el general de los Jerónimos
apoyaba la creación de la inquisición. Elevó el proyecto a
los obispos. Y se le aconsejó que fuera a Toledo, en donde
había mayores discordias entre los cristianos viejos y los
neófitos.
Franciscanos y Jerónimos se unieron en esta vil
cruzada.
La idea de Espina había triunfado bajo el amparo de
los obispos de Castilla. La Inquisición General Española
se estaba gestando... para vergüenza de la cristiandad y
suplicio de los descendientes de Israel que
equivocadamente pensaron en salvarse con las aguas del
bautismo.

***
Toledo, que ya había visto correr ríos de sangre
conversa, fue desdichadamente la primera ciudad del reino
donde brotó de nuevo a torrentes.
El arzobispo Carillo rogó al sabio general Oropesa
que escribiese un libro en defensa de los conversos,
buscando la unidad de los fieles a la Iglesia.
Oropesa intentó establecer en su libro que los
conversos estaban plenamente habilitados para cubrir
todos los cargos de la República y de la Iglesia.
Sin embargo, dentro de la misma catedral toledana el
fuego de la discordia amenazaba con devorar la ciudad
entera.

***

Estamos en Toledo en el año 1467.


El converso Alvar Gómez de Cibdad Real, señor de
Maqueda, alcalde mayor de Toledo, encabezaba la defensa
de los conversos, junto al partido de los Silvas, desde los
desmanes asesinos de 1449.
A la cabeza de los cristianos viejos estaban los
Ayalas, condes de Fuensalida.
A mediados de 1467, el cabildo había mandado a
subastar ciertas rentas que disfrutaba el alcalde Alvar
Gómez. Y como los judíos acudieron a la puja contra sus
deseos, ordenó a su alcaide, Fernando Escobedo, que
apalease y expulsara a los judíos de la villa de Maqueda.
El Cabildo sentenció al alcalde por su injusticia e hizo
leer el veredicto en el púlpito de Toledo.
Alvar Gómez alborotado estuvo a punto de llegar a las
manos con el provisor que había dictado la sentencia, don
Fernán Pérez de Ayala, hijo bastardo del viejo conde de
Fuensalida.
Al cabo acordaron que Escobedo debía presentarse en
la cárcel del arzobispado y entregase Alvar Gómez 10.000
doblas como fianza.
Escobedo se dirigía a la cárcel, pero en el camino fue
interceptado por Fernando de la Torre, notable converso, y
su hermano Álvaro, regidor de la ciudad, quienes
desbarataron lo acordado violentamente dispuestos a
vengarse de las injurias pasadas cometidas por los
canónigos.
A las cuatro de la tarde del mismo día 19 de julio el
mismo Alvar Gómez acompañado de Fernando de la Torre
y muchos otros conversos penetraron en la catedral al grito
de “¡Mueran! ¡Mueran!... Que no es ésta iglesia, sino
congregación de malos y viles”.
Tropezando con el clavero le dieron muerte junto a
uno de los altares consagrados a la Virgen. Luego salieron
arrebatadamente de la iglesia, y se apoderaron de las
puertas y puentes de la ciudad.
Don Álvaro de Silva consideró esta ocasión oportuna
para sobreponerse en el dominio de la ciudad sobre los
Ayalas.
Bajo la bandera de Cifuentes apareció congregada la
muchedumbre de conversos que se envalentonaron
considerando sus fuerzas suficientes para acabar con sus
enemigos.
Se dirigían a la catedral cuyas campanas comenzaron
a sonar rebato (combate) solicitando el auxilio del cabildo,
de los cristianos lindos (viejos) de Toledo y de los pueblos
de la redonda.
Por los cuatro frentes intentaban los conversos
apoderarse de la catedral, capitaneados por Fernando de la
Torre y alentados por don Álvaro de Silva y Alvar Gómez.
Entre tanto llegaron a la ciudad los cristianos viejos
de Ajofrín. Entonces, los canónigos se creyeron con ayuda
suficiente y necesaria para iniciar la ofensiva.
Comenzaron a incendiar con furia las casas de los
conversos más cercanas a la catedral. El incendio se
propagó por la Cuatro Calles y la Alcaicería de los Paños,
por las Carnicerías Mayores y por la Candelaria hasta la
plaza de la Magdalena abrazando con sus llamas el palacio
de Diego García de Toledo.
En esa ciudad en la que vivían más de 4.000 vecinos,
ardieron 3.200 casas. Se incendiaron completamente las
calles de la Sal, el Solajero, la Rúa Nueva, la Alcana de
los Especieros hasta Santa Justa y la calle de los
Tintoreros hasta la plaza Magdalena.
Envueltos en las oleadas del fuego, los conversos
emprendieron la retirada.
El licenciado Alfonso Franco, hijo de Diego González
Franco, cayó en manos de tintorero Antón Sánchez.
Cuando el conde Cifuentes queso rescatarlo ya era
demasiado tarde.
Los cristianos viejos empezaban a adueñarse de la
ciudad.
Finalmente el conde y Alvar Gómez dieron el grito de
“¡Sálvese quien pueda!”.
En medio de la confusión cayeron en poder de los
cristianos lindos (viejos) Fernando de la Torre y su
hermano Álvaro quienes fueron colgados. El primero en el
campanario de Santa Leocadia, y el segundo en unas
barandas de la plaza de seco.
Luego los llevaron muertos a Zodocover donde fueron
colgados de la horda pública, siguiendo el triste fin de
Juan de la Cidbad en 1449.
El licenciado Franco mereció igual suerte.
La muchedumbre se entregó al saqueo y al asesinato
con total impunidad.
Fueron inmolados 138 conversos (cristianos nuevos).
Al finalizar los desmanes la ciudad prohibió a los
conversos la tenencia de armas bajo pena de muerte.
Atemorizados los conversos abandonaron la ciudad de
Toledo, pero con tanta mala suerte que en ningún poblado
los dejaron entrar, muriendo miserablemente en las
encrucijadas o en los montes.
Tales fueron las sangrientas escenas que presenció
Toledo desde el 19 de julio al 9 de agosto de 1467.
La enemistad entre cristianos nuevos (conversos) y
viejos se transformaba en odio irreconciliable, atizado por
la indiscreción de muchos clérigos, quienes no entendieron
la piedad ni el ejemplo de fray Alfonso de Oropesa ni del
arzobispo Carrillo.
Le tocaría a la ciudad de Córdoba la triste y
lamentable distinción de rivalizar con Toledo en los
sangrientos crímenes contra los indefensos conversos.

***

En 1473 encontramos a ciudad de Córdoba divida en


dos bandos. Aparecían al frente de los cristianos viejos el
conde de Cabra, don Diego Fernández y el obispo Pedro
de Córdoba y Solier.
Los conversos eran comandados por el renombrado y
poderosísimo don Alfonso de Aguilar.
Aconsejados del obispo, el arcediano Pedroche y los
canónigos habían fundado la cofradía de la Madre de
Jesús, llamada la Caridad, de la cual excluyeron
completamente a los conversos. Con lo cual aumentaba la
desconfianza y la enemistad de ambas razas.
El odio no disimulado de los cristianos aguardaba un
momento favorable para llevarlo a la práctica.
La misma cofradía ofrecería la ansiada oportunidad
para dar rienda suelta a las más bajas pasiones fundadas en
el odio.
Para solemnizar su fundación, la cofradía de la
Caridad organizó una devota procesión pública el 14 de
marzo de 1473, segundo domingo de cuaresma.
Las calles que debían recorrer estaban adornadas con
flores y abarrotadas de gente. Los muros de las casas
aparecían finamente entapizados, y en los balcones
abiertos lucían su hermosura las hijas Córdoba.
En medio del general regocijo, sólo permanecían
cerradas las ventanas y balcones de las moradas de los
conversos, y sin colgaduras en sus paredes.
Este imprudente retraimiento respondía a la ofensa de
la exclusión.
Poco antes de llagar a la catedral un grito inesperado
anunció a la muchedumbre que había llegado la hora de la
venganza.
El que así gritaba era un herrero llamado Alonso
Rodríguez, quien al pasar frente a la casa de uno de los
más ricos conversos de aquel oficio (competidor suyo) no
tuvo mejor ocurrencia que la prenderle fuego a su puerta
con la antorcha que llevaba para alumbrar la efigie de
María.
Una niña de unos diez años de edad había arrojado
inadvertidamente un jarro de agua desde la casa del
converso.
Entonces, el herrero acreditó su acción diciendo que
era un horrible sacrilegio arrojar los orines sobre la
imagen de María.
“¡Viva la fe en Dios!”, exclamaba el herrero con ciego
frenesí, y “¡Viva!”, repetían al par miles de voces irritadas.
El clamor de la indignación y de la venganza se
propagó por toda la ciudad.
En aquel momento se iniciaron los desmanes. Ningún
crimen quedó sin cometer a manos del populacho.
El robo, el incendio y la muerte comenzaron a reinar
en Córdoba sin encontrar ninguna oposición.
No obstante, aquel bárbaro espectáculo disgustó don
Alfonso Aguilar, quien decidió poner coto a tantos
desafueros y brutalidades.
Acompañado de su hermano Gonzalo Fernández de
Córdoba, futura gloria de las armas españolas, y se
algunos hombres de armas de su casa, se dirigió en busca
del herrero Alonso Rodríguez, quien había iniciado la
revuelta.
Lo encontró a la cabeza de los amotinados en el
Rastro.
Don Alonso seguro de la autoridad de su palabra le
intimó a que se retirase junto con sus secuaces.
Sin embargo, el herrero le respondió con groseros
insultos a los que la nobleza de don Alonso no estaba
acostumbrada. Y al grito de “¡Viva la fe de Dios!”, hacía
ademanes de acometerle.
Don Alonso irritado por tales ofensas cayó sobre
Rodríguez y lo atravesó de lado a lado con su lanza.
Luego, encaró a los secuaces del herrero; pero, éstos
que entendían más del saqueo y del asesinato que de
cuestiones de honra y del noble ejercicio de las armas, se
dieron a la fuga llenos de pavor.
Los fugitivos se reunieron en el patio del convento de
San Francisco, cercano al Rastro, y allí fueron acorralados
y acuchillados por los hombres de armas de don Alfonso.
El magnate no se retiró a su palacio hasta no haber
puesto orden en la ciudad.
Pero, se engañaba pensando que los desmanes habían
culminado.
Entre tanto el caballero don Diego de Aguayo
acaloraba a las masas populares alegando que el señor
Alfonso de Aguilar estaba excomulgado.
Recogieron el cuerpo del herrero y se lo llevaron en
lúgubre procesión a San Lorenzo, tributándole los honores
del martirio.
El fanatismo llevó a congregar hasta 20.000 personas.
Un cachorrito se metió debajo del cadáver y cada vez que
se movía era motivo de admiración supersticiosa. Algunos
malvados corrieron la voz de que el herrero había
resucitado dando la orden de saquear y matar a los
conversos.
La Cofradía puso una enorme cruz en el sitio en que
cayó Rodríguez, que se mantuvo allí con el nombre de
cruz del Rastro hasta 1814.
Las escenas del exterminio se renovaron arrasando el
fuego y manchando la sangre las calles de Santa María de
Gracia, San Pablo, San Lorenzo, la Ropería, los
Marmolejos, la Feria, la Curtiduría, la Alcaicería, la
Platería, etc.
Don Alfonso salió nuevamente a poner orden a tantos
disturbios, incendios y matanzas y estuvo a punto de armar
a los conversos para que se defendieran. Pero, ya sea
porque encontró una mayor resistencia por parte de los
amotinados o porque cediera al consejo de sus partidarios,
se retiró llevándose consigo a todos los conversos que
pudo rescatar de las matanzas populares y a muchos judíos
que los siguieron.
Pues, picada la muchedumbre ya había comenzado a
penetrar en la judería.
Al cabo de cuatro días de procesión fúnebre del
herrero, terminó el saqueo.
Don Alonso acordó con los jurados que los
sobrevivientes debían ser desterrados de Córdoba
perdiendo para siempre sus oficios públicos. Todos sus
bienes era injusta e inmoralmente confiscados.
Diezmados por las iras populares y perdidas sus
haciendas, abandonaron aquellos desdichados sus antiguos
hogares, y como les sucediera seis años antes a los de
Toledo, en su siniestra peregrinación, serían el blanco de
los más duros infortunios.
Don Alfonso de Aguilar se llevó consigo a los judíos
y conversos que se habían refugiado en su Palacio.
Esta demostración hidalguía y caridad le acarreó las
censura del clero.
Los judíos y conversos que no siguieron a don
Alfonso fueron despojados en los caminos de sus
haciendas y de sus vidas, sin ninguna conmiseración.

***
Así como las matanzas de los judíos de 1391 se
propagaron por toda España, del mismo modo, el ejemplo
de Córdoba, respecto de los conversos, tendría numerosos
imitadores.
Montoro, Bujalance, Adamur, la Rambla, Santaella y
otros lugares del obispado vieron saqueadas y entregadas
al fuego las moradas de los conversos, y asesinados gran
parte de ellos.
Solamente Baena y Palma, gracias a la previsión del
conde de Cabra y de Luis Portocarrero, se vieron libres de
los estragos.
La tempestad pasó a Jaén. El fuego se propagó de un
lado a otro con gran rapidez. En Ecija, Sevilla y Jerez
lograron sofocarlo después de un gran esfuerzo, don
Farique Manrique, don Juan de Guzmán y don Rodrigo
Ponce de León respectivamente.
En Adújar, Úbeda y Baeza el estrago fue terrible.
En Almodóvar del campo los labriegos se ensañaron
horriblemente contra los conversos. Allí el maestre don
Rodrigo Girón ahorcó a los culpables.
En Jaén sucedió lo peor. El gobernador, Miguel Lucas
de Iranzo logró controlar los disturbios populares y
someterlos a la obediencia de las leyes del reino.
El condestable salió en defensa de los conversos
resuelto a refrenar cualquier atentado.
Esto causó que el odio y la envidia de la
muchedumbre dirigiera sus tiros contra su persona.
El Condestable estaba de rodillas orando en la
catedral. Uno del pueblo le asestó tremendo golpe en la
cabeza con su ballesta. Cayó al suelo desvanecido y todos
los que estaban cerca de él lo hirieron con lanzas y
espadas de tal forma que no quedó en el señal de figura
humana. Luego, salieron a robar y a matar a los conversos.
La esposa del condestable, doña Teresa de Torres y
sus hijos apenas tuvieron tiempo de refugiarse en el
Alcázar.
Don Miguel Lucas de Iranzo fue asesinado el 21 de
marzo de 1473, siete días después de los desmanes
criminales de Córdoba. Moría al pie del altar defendiendo
la doctrina cristiana. Pero el sacrificio de su vida fue
completamente estéril y no tuvo imitadores.
Se puso de moda el hecho de saquear y matar a los
conversos.

***

En Valladolid, los partidarios de la princesa Isabel se


ganaron el apoyo popular entregando a la muchedumbre
las haciendas y las vidas de los conversos.
Derramada la sangre de los inocentes cristianos
nuevos, los príncipes reprobaron los atentados y acudieron
a reprimir el alboroto de la turba.
Y poco faltó para que lo amotinados no les hiciesen
un denuesto.
Los príncipes, enojados con el pueblo y con sus
servidores, partieron para Dueñas.
Mientras el rey don Enrique ingresaba a Valladolid.
Los conversos no fueron indemnizados por los daños
sufridos en sus haciendas y en sus vidas, ni el rey el rey de
Castilla recordó siquiera que eran ciudadanos
supuestamente amparados por las leyes del reino.

***

Don Juan Pacheco deseaba arrojar del Alcázar de


Segovia a su alcalde, el converso Andrés de Cabrera.
Bajo el pretexto de secundar a los que perseguían a
los conversos, se unió a un grupo de personas distinguida
y logró aprisionar a Cabrera. Se apoderó el palacio el
domingo 16 de marzo de 1474.
Estalló el tumulto. Segovia se llenó de gente armada
que caía sobre las indefensas casas de los conversos. Todo
lo arrebataban a sangre y fuego.
El alcaide y sus soldados enfrentaron a los
desacatados asesinos y en el feroz enfrentamiento las
calles se bañaron de sangre y los cadáveres tapizaron el
suelo de Segovia.
Finalmente, Cabrera y los suyos se impusieron dando
muerte en una espantosa carnicería a los revoltosos.
Contempló el maestre Pacheco desbaratado su
macabro plan.
Pero, si la sangre de los conversos descendientes de
Israel fue reivindicada, Juan Pacheco no fue castigado por
implementar dentro de su política el criminal recurso de
dar muerte a familias enteras que vivían al amparo de las
leyes.
Verdadera indignación despierta tanta impunidad al
recordar que el mismo Pacheco era descendiente de judíos.

***

Poco a poco la situación de los conversos empeoraba


haciéndose más terrible y angustiosa que la de los judíos
públicos.
El trabajo humanitario de don Álvaro de Luna, amigo
de los conversos, había logrado levantar en parte las
dificultades propuestas a los judíos con el doble yugo de la
pragmática de doña Catalina y la bula de Benedicto XIII,
permitiéndoles reintegrarse a la producción y la economía
españolas.
Don Álvaro pagó con su vida su aprecio por los
conversos.
En 1460 los nobles exigieron al rey que expulsara del
palacio a todos los funcionarios judíos y moros porque con
su presencia corrompían las costumbres.
Por un lado los israelitas habían sido diezmados y
aniquilados de tal modo que su participación en las rentas
del Estado habían disminuido notablemente. Además,
éstos ya sabían lo que les cabía esperar de sus protectores.
Por otro lado, a pesar del manifiesto odio de los
cristianos hacia los judíos no era posible para la corona
deshacerse fácilmente de los útiles servicios que con su
inteligente diligencia prestaban al reino.
En 1462, los procuradores de las Cortes de Toledo
solicitaron que se permitiese retornar a los judíos con sus
bienes y oficios a las villas y ciudades de donde habían
sido vilmente expulsados.
Así enseñaban los nobles y magnates castellanos el
valor que les daban a la religión y a la moral, sin dejar
oportunidad de mancillar y burlarse de una y otra.
En Ávila juraron la soberanía del príncipe Alfonso en
desacato y destronamiento del rey Enrique IV.
En 1465 impusieron al nuevo rey la Concordia
compromisaria, con la cual podía disponer a su antojo de
la suerte de la república, anulando la pragmática de Toledo
de 1443, que favorecía a los judíos.
Se retribuyó el valor de la bula de Benedicto y de la
pragmática de doña Catalina.
Los judíos no podían trabajar en días festivos, debían
usar señales distintivas en sus vestimentas. No podían salir
a la calle en los Viernes Santos, debían devolver las “cosas
robadas” tomadas en prenda, no podían comprar bienes
raíces, ni ser médicos ni abogados, ni podían emigrar bajo
pena de perdimiento de todos los bienes.
Por lo tanto, la situación de los judíos se tornaba
nuevamente intolerable.
Los judíos que formaban parte del gobierno pensaron
en alguna solución para ponerse a cubierto del tiránico
poderío de los señores de Castilla y del odio popular que
tantas veces derramó la sangre de sus hermanos.
***
En 1468 mientras los cristianos celebraban
tranquilamente la Navidad corrió el rumor de que los
judíos de Sepúlveda, aconsejados de su rabino Salomón
Picho, se habían apoderado de un niño cristiano y
llevándoselo a un lugar secreto, cometieron con él todo
tipo de injurias y violencias. Finalmente, lo clavaron en
una cruz dándole muerte como sus antepasados hicieran
con Cristo.
El hecho llegó a oídos del obispo de Segovia, don
Juan Arias Dávila, converso hijo del ministro de Hacienda
judío (contador mayor) del rey Enrique IV.
Fiel a la costumbre de los neófitos don Juan extremó
los castigos a los supuestos culpables del crimen.
En Segovia, 16 judíos fueron inmolados en las llamas
y muchos otros, después de ser arrastrados brutalmente,
semivivos o semimuertos, fueron colgados de una horca.
Los moradores de Sepúlveda no quedaron satisfechos
con el ejemplar castigo y juraron exterminar a toda la
judería.
Tomaron las armas al ver que el obispo se contentaba
con tan poco, y sin más protocolo cayeron sobre la judería
asesinando a casi todos sus moradores dentro de sus casas.
Los pocos judíos que lograron escaparse buscaron
refugio den las villas y aldeas aledañas, pero llevaban con
ello la falsa acusación de un crimen que jamás hubieran
imaginado cometer, y por ello eran brutalmente asesinados
en todas partes, repitiéndose los horrores que un siglo atrás
habían inundado de sangre israelita las más importantes
ciudades españolas.
La furia popular se desencadenó y propagó por todas
partes dentro del reino castellano.
Esta nueva persecución de la nobleza secundada por
la turba popular, hizo pensar a los eminentes judíos en la
posibilidad de emigrar hacia Gibraltar. El proyecto era
atrevido y de difícil logro, ¿pero, qué otra cosa podían
hacer para salvar a su maltratado pueblo?

***

En 1473, los judíos le propusieron al rey don Enrique,


que les vendiera Gibraltar.
Pensaron que a causa de sus penurias económicas y
permanentes despilfarros, el rey aceptaría la oferta.
Los judíos estaban dispuestos a pagar montañas de
oro, sin embargo, don Enrique no aceptó la seductora
oferta, quitándoles toda esperanza de salvara a su pueblo
de las desgracias en que pronto caerían.
La persecución contra los judíos se hacía cada día más
encarnizada. Muchos judíos intentaron emigrar a pesar de
la prohibición que pesaba sobre ellos.
A pesar de los grandes esfuerzos en pro de los judíos
sostenidos por el contador tesorero (ministro de Hacienda)
el converso Diego Arias Dávila a lo largo de toda su vida
hasta su muerte en 1466, y a pesar de la misma política
implementada por su hijo Pedro Arias, y a pesar de las
buenas intenciones de Rabí Jahacob Aben-Nuñez para
retener a los judíos en las grades ciudades de Castilla, la
población hebrea sufrirá los dolorosos estragos durante los
últimos años del reinado de Enrique IV.
Los impuestos abonados por las aljamas de las
ciudades principales al Erario público descenderían
notablemente.
Las matanzas y conversiones habían diezmado y
arruinado a los judíos. Así, las rentas de la corona
decayeron profundamente.
Luego, las aberraciones políticas y las injusticias y
atropellos que se cometieron en contra de ellos dieron el
golpe de gracia.
En Castilla había 60.000 judíos distribuidos en 217
juderías. Debiendo repartirse entre ellas el pago anual de
450.000 maravedíes como impuesto a la corona.
El Rabb mayor Jacob Aben-Nuñez presentó la
siguiente lista de la que deducimos las proporción de la
población judía de cada ciudad:
Las aljamas del Obispado de Burgos: 30.800
maravedíes.
Las del de Calahorra: 30.100.
Las del de Palencia: 54.500.
Las del de Osma: 19.600.
Las del de Sigüenza: 15.500.
Las del de Segovia: 19.750.
Las del de Ávila: 39.950.
Las del de Salamanca y Ciudad Rodrigo: 12.700.
Las del de Zamora: 9.600.
Las del de León y Astorga: 37.100.
Las del Arzobispado de Toledo: 64.300.
Las del Obispado de Plasencia: 57.300.
Las del de Andalucía: 59.800.
En total 451.000 maravedíes.
Estos impuestos eran muchísimos más reducidos que
los que se pagaban antes de las matanzas de 1391.
Los judíos públicos y los judíos ocultos (conversos,
marranos) estaban atravesando el momento más triste de
su historia.
Antes todo el odio se dirigía contra los judíos
observantes de la Ley de Moisés. El pueblo enardecido
respetaba, en medio de los tumultos y matanzas, las casas
de los que se habían convertido al cristianismo.
El clero aceptaba las conversiones y ofrecía a los
conversos las mayores dignidades de acuerdo a su gran
sabiduría y decencia.
La nobleza, siguiendo el ejemplo de la Iglesia, había
mezclado su sangre con los que se enorgullecían de
descender de la casa de David.
Y todos ponían gran interés en consumar la obra del
proselitismo cristiano.
La persecución, ahora presentaba otro aspecto
novedoso.
Hasta entonces solamente se aborrecía a los
incrédulos judíos infieles; ahora, se odiaba a cualquier hijo
de Israel, cualesquiera fueran sus creencias.
Contra los judíos, reducidos a un estado miserable
debido a las leyes usurpadoras que los despojaban de
todos sus bienes, se seguían ensayando los antiguos
medios de destrucción: cada vez que daban señales de
estar mejorando su situación las hordas populares se
levantaban en masa robando, asesinando e incendiando a
su paso con mano exterminadora a los judíos dentro de
sus casas.
Contra los conversos que participaban de la vida
social, política y religiosa, ocupando importantísimos
cargos y funciones, se lanzaban las más siniestras
acechanzas y engaños destructivos, para vergüenza de la
moral cristiana y burla de la doctrina evangélica.
Finalmente se empleó contra ellos el robo, el incendio
y la muerte.
Dios parecía castigar duramente, por un lado la
abjuración que hicieron del judaísmo, y por el otro, el
terrible odio que los conversos manifestaron en contra de
sus antiguos hermanos.
Y para que el azote divino fuera más duro y su
enseñanza más significativa, un judíos converso, fray
Alonso Espina, fue el principal hostigador en su contra.
Fray Alonso supo excitar la envidia y el odio de las
masas populares que cayeron sobre las casas y las vidas de
los neófitos (conversos). Faltaba legalizar las hogueras en
las que serían quemados lastimosamente los judíos ocultos
para salvarlos del fuego eterno.
El fallo había sido pronunciado, y no pasaría mucho
tiempo hasta que se ejecutara la horrible sentencia.
CAPÍTULO IV

LOS JUDÍOS CONVERSOS DE PORTUGAL,


NAVARRA Y ARAGÓN A MEDIADOS DEL SIGLO
XV
(1438 A 1479)

Mientras en las regiones centrales de la Península se


desarrollaba un terrible odio contra los judíos convertidos
al cristianismo que iba regando de sangre inocente las
principales ciudades de España, y mientras se les cerraban
todas las puertas al comercio, la medicina, y la vida social
a los judíos de las regiones occidentales, para obligarlos a
convertirse al cristianismo o perecer en la más espantosa
miseria, en cambio, en el Norte, se protegía a los judíos
sobrevivientes de las diezmadas juderías, y en la zona
oriental, los judíos conversos al cristianismo lograban el
mayor poderío dentro de la república.
Vemos así, que la historia de los judíos de España nos
sorprende con sus mil variados y contradictorios sucesos.
Mientras unos morían de hambre y otros eran
vilmente expulsados de sus hogares, a sus hermanos se los
protegía, y hasta lograban posiciones encumbradas dentro
del gobierno.
Estas diferencias no surgían como consecuencia de las
distintas monarquías cristianas, sino más bien, estaban
acordes al florecimiento y desarrollo particular de cada
una de las comunidades judías.
En los reinos de León y de Castilla los judíos habían
prosperado mucho más que en el resto de la Península.
Allí fue donde más privilegios y concesiones obtuvieron
de parte de los reyes. Y allí fue en donde se elevaron a casi
todos los cargos de la administración pública, sirviendo a
la corona, a los magnates, a nobles y caballeros.
Allí fue también en donde el odio y la envidia de la
muchedumbre comenzó a hacer estragos. Luego, el odio se
transmitió a las altas esferas del clero, trayendo como
consecuencia la serie inaudita de matanzas producidas
durante el año 1391.
Y con el terror y el espanto que esto provocó en los
nuevos cristianos venidos del judaísmo, éstos se abocaron
a destruir a sus propios hermanos que se mantuvieron
firmes en la fe de sus mayores.
Los horrores del fanatismo llevaron a los conversos a
buscar la ruina de los judíos fieles al Talmud.
En Castilla el encumbramiento y el dominio de los
conversos fue breve.
Su sangriento odio manifestado contra sus antiguos
hermanos, y tantas contradicciones, terminarían
volteándose contra ellos mismos. Su intolerancia fue
aprendida posteriormente por la Inquisición para descargar
contra ellos un odio mucho más feroz aún que el que
habían desplegado contra indefensos judíos públicos.
Era fácil advertir que tanta traición terminaría en una
catástrofe, pues, como dice el refrán: “el que a hierro
mata, a hierro muere”.

***
Al morir el rey don Duarte de Portugal en 1438, el
heredero al torno tenía seis años de edad.
Durante los siguientes diez años fue regente del reino
el infante Don Pedro, tío del príncipe.
Luego, subió al trono Alfonso V.
Don Pedro le entregó a su hija en matrimonio, y su
yerno (Alfonso V) en “agradecimiento” lo hizo matar en
los campos de Albarrofera, dejando el cadáver ahí tirado
sin sepultarlo durante tres días.
Éste ejemplo de ingratitud y crueldad fue muy típico
durante la Edad Media en casi todas las monarquías.
Alfonso se enfrentó a los mahometanos del litoral
africano.
En 1475 le disputó a Isabel I el trono de Enrique IV,
en defensa de los derechos de su esposa doña Juana, (que
era hija del rey Enrique IV).
Invadió Castilla pero fue vencido en la batalla de
Toro.
Don Alfonso necesitaba la ayuda de todos sus
vasallos. Y los judíos no dudaron en brindarle su apoyo.
En 1449 los conversos de Toledo fueron brutalmente
masacrados.
En Portugal los israelitas eran ultrajados con leyes que
buscaban despojarlos de sus bienes y derechos. Eran
expulsados de sus casas y arrebatados sus oficios reales.
Los jóvenes de Lisboa se divertían burlándose,
insultando y maltratando a los judíos.
Los ofendidos presentaron una demanda ente los
magistrados. El corregidor de la corte consideró que los
culpables debían ser azotados públicamente con lo cual se
provocó un gran tumulto. La muchedumbre armada
acometió contra la judería de Lisboa al grito de:
“¡Matémoslos y robémoslos!”. Algunos judíos fueron
degollados y la carnicería hubiera sido atroz si el conde de
Monsancto no acudiera al lugar del conflicto con el
ejército que comandaba.
Don Alfonso mandó a ahorcar a los promotores del
motín. Pero llegado el momento de la ejecución
explotaron las iras populares no sólo contra los judíos sino
también contra el mismo don Alfonso.
La ejecución fue suspendida y cayó en el olvido.
La justicia y la corona salían muy mal paradas
mientras la sangre de los judíos inundaba las calles de
Lisboa.
Los asesinos triunfaban impunemente. Las
persecuciones habían sido legalizadas y autorizadas por
don Juan I.
De todos modos, los judíos no le quitaron su apoyo al
rey que los desamparaba, esperando recuperar sus antiguos
derechos.
Aspiraban a restituirse en los oficios reales y en la
administración de las rentas públicas.
Pero, don Alfonso lejos de colmar las esperanzas de
los judíos, reforzó las leyes discriminatorias contrarias a
sus intereses.
Los judíos perdieron definitivamente toda su
influencia e intervención en el gobierno de la república.
Eran forzados a convertirse al cristianismo.
Dos años después de haber recibido un préstamos de
manos judías, el cristiano quedaba liberado de la deuda
impaga si el judío no podía presentar una prueba
fehaciente.
Los gastos del juicio corrían a cuenta del judío. Los
cristianos negaban los préstamos y esto era prueba
suficiente para absolverlos de pagar las deudas contraídas.
Don Alfonso hizo cumplir la antigua y difamatoria
ordenanza por la cual los judíos debían usar señales
bermejas distintivas sobre sus ropas.
Obligó a los judíos a vivir encerrados dentro de los
límites de sus juderías.
Prohibía la transportación y tenencia de armas a los
judíos.
Les prohibió ejercer todos los cargos públicos.
Los judíos no podían servir como tesoreros ni
administradores de prelados, magnates ni caballeros.
Así los judíos perdieron su poderío y sus riquezas.
Por otro lado, los hostigaba con el proselitismo
católico.
Don Alfonso dispuso que los judíos que se bautizaran
recibieran en el acto dos tercios de los bienes de sus
padres heredándolos en vida.
Si los conversos eran dos o más hermanos debían
repartirse por partes iguales los dos tercios.
Si el converso estaba casado y uno de sus padres
había muerto, además de heredar los dos tercios
correspondientes, heredaba los bienes del finado.
Así, don Alfonso amparaba a los conversos en
detrimento de sus parientes.
Cada vez que un judío se convertía al cristianismo
adquiría el derecho de arrebatarles a sus padres y
hermanos la mayor parte de sus bienes que fueran
adquiridos a costa de constancia, privaciones y trabajos. El
rey, de esta manera promovía la burla de moral y de las
más repugnantes escenas. Surgían por doquier conflictos
familiares, y luego, los conversos apuntaban sus dardos
contra sus propios hermanos de sangre.
La legislación decretada por el Papa prohibía forzar a
los judíos a convertirse. Entonces, el rey para no violar esa
disposición les negó a los judíos toda participación en los
oficios y cargos de la república empobreciéndolos
irremediablemente y dándoles, por otro lado, la
oportunidad de enriquecerse en el acto mismo de la
conversión al cristianismo y sin ningún esfuerzo ni
trabajo.
Al convertirse el judío adquiría los mismos derechos,
honras e inmunidades de los demás cristianos.
Los judíos tenían dos opciones diametralmente
opuestas: quedar reducidos a la miseria o enriquecerse
abrazando las aguas del bautismo.
De este modo fue como se incrementó el número de
los conversos del reino de Portugal, haciendo cada día más
mísera y desventurada la suerte de los judíos que se
mantenían firmes en su fe, mientras que los nuevos
cristianos se enriquecían a costa suya.
A finales del siglo XIV y principios del XV las
juderías de Navarra estaban empobrecidas y mermadas.
Pero, con el reinado de Carlos III empezaron a
repoblarse y reponerse.

***

En 1366 el padrón general reveló que en muchas


villas la población judía había desaparecido por completo.
Ablitas, Cortes, Corella, Cintruénigo, Carcastillo y muchas
otras villas vieron emigrar a los judíos.
Tudela, Tafalla, Larraga, Peralta y otras se vieron
menguadas en su población hebrea.
No había forma e que los reyes evitaran la emigración
judía.
La principales causas de la emigración fueron las
matanzas generales de 1391 en Navarra, Sevilla, Córdoba,
Toledo, Burgos, Valencia, Barcelona, Palma, etc., etc.
Durante los primeros 20 años del siglo XV se
produjeron terribles catástrofes: en 1401, 1410 y 1411
hubo mortíferas epidemias que se repitieron y
recrudecieron en 1422, 1423, 1434 y 1435.
La peste negra había reducido a la mitad a la judería
de Tudela; de 500 judíos solamente quedaron vivos 200.
Muchos judíos emigraron de Portugal y España
escapando de la peste.
Pero, a mediados del siglo XV regresaron a poblar las
tierras que habían abandonado. Es probable que los judíos
repoblaron Navarras por iniciativa del rey Carlos III.
En 1435 el rey Juan II condonó las deudas de los
judíos de Tudela que pues se habían empobrecido. Y así se
ganó la confianza de los emigrados que retornaron poco a
poco.
El rey también los favoreció exentándolos de algunos
impuestos en la industria y el comercio.
Aparentemente se iniciaba una época de prosperidad
para la población judía de Portugal. No obstante, no brilló
mucho tiempo la tranquilidad.
A mediados del siglo XV Navarra presenció el más
triste y lamentable espectáculo en medio de la guerras
civiles.

***

Doña Blanca de Navarra, hija de Carlos III el Noble,


murió el 1 de abril de 1442. Su esposo era el infante don
Juan de Aragón. Según el contrato matrimonial éste debía
abdicar del trono de Navarra a la muerte de su esposa.
Su hijo, el príncipe don Carlos, tenía 21 años de edad.
Y reclamó sus derechos al trono. Su padre se negó con
pretextos insatisfactorios. Don Carlos, el hijo, protestó por
la usurpación de su padre.
La nación quedó dividida en dos bandos encarnizados.
Allí se repitió el miserable ejemplo de Castilla, dando el
hierro y el fuego un vergonzoso testimonio del odio que
contenían esos corazones de la misma sangre.
En 1456 el príncipe huyó de la ira de su padre
buscando refugio en Nápoles al amparo de su tío, Alfonso
el Magno.
Dos años más tarde moría su protector.
El padre usurpó el trono de Navarra enviando allí
como gobernadora a su hija doña Leonor, condesa de
Foix.
En medio de estos sangrientos episodios los judíos de
Navarra fueron víctimas sucesivas de ambos bandos.
A los desmanes y matanzas provocadas por la
muchedumbre se agregaban las exigencias del rey don
Juan y de su hijo, el príncipe don Carlos.
El rey viudo prohibió que los judíos compraran bienes
raíces durante el período de la guerra civil.
Les permitió prestar con usura.
En medio de la guerra civil los judíos abandonaban
sus juderías, mezclándose con los cristianos.
Los judíos de Pamplona se marcharon a nuevos
rumbos.
La infanta doña Leonor había dado a los judíos
emigrados de castilla en 1469 hacia Pamplona, todo tipo
de garantías y seguridades.
Los cobradores hebreos de las rentas del rey por lo
general eran maltratados por la muchedumbre y a veces
eran muertos con total impunidad.
Sin embargo, los conversos de Aragón prosperaron
entre la luchas por el trono que padre e hijo sostenían. Los
conversos ocupaban los principales cargos de los
municipios y de las cortes.
Dentro de la iglesia conquistaban las más altas
dignidades.
Además, eran los responsables de la administración y
recaudación de las rentas públicas.
El converso Luis de la Caballería fue tesorero mayor
de Aragón durante el reinado del rey don Juan.
Otro converso, fray Vicente Clemente, era el
consejero real. Y su hermano Mosén Felipe Clemente era
secretario de su Caámara. Amobos hermanos eran hijos
del judío don Mossé Chamorro.
Pedro de Santángel, hijo de Azarias Jinillo, era el
obispo de Mallorca.
Micer Francisco de Santa Fe, hijo de Ribbí Jehosuá
ha-Lorquí, era el asesor del gobernador general de Aragón.
Micer Alfonso de la Caballería fue el vicecanciller del
reino de Aragón.
Así, los conversos eran distinguidos en la corte del rey
don Juan II de Aragón.
Los conversos ostentaban los más ilustres cargos
dentro de la nobleza española.
Los judíos conversos manejaban la justicia y las
rentas del Estado.
A los judíos se les permitía cobrar hasta un 20 % de
interés anual sobre los préstamos.

***

El rey don Juan temía en su armada 30 caballeros


conversos. Sus capitanes, Jaime de Alamán y el
valenciano Juan Vives también eran conversos.
Los neófitos apoyaron la política de don Juan con sus
oficios. Y en todas las áreas del gobierno participaron con
gran inteligencia.
Gracias a la intervención cautelosa y discreta de
Mosén Pedro de la Caballería se concretó el matrimonio
de doña Isabel con su primo don Fernando, aunque Isabel
estaba resuelta a dar su mano al rey de Portugal o al duque
de Berri, quienes también la pretendían.
El obispo de Sigüenza, futuro cardenal de España se
oponía a esta unión.
Mosén Pedro de la Caballería antes de convertirse se
llamaba don Selomó y fue el primer aragonés en felicitar a
doña Isabel llevándole un espléndido collar que valía
40.000 ducados, y como dote ocho mil florines de oro, a
cuenta de los 20.000 que debían figurar en el contrato
matrimonial.
Quedó así asegurada la unión de Aragón y de Castilla.
La mayoría de los cargos públicos estaban en manos
de cristianos nuevos venidos del judaísmo.
El arrendamiento de las rentas públicas era manejado
por dos conversos: Francisco del Río y Mosén Pedro de la
Caballería.
Los descendientes de Israel convertidos al
cristianismo lograron gran prosperidad e influencia en el
Estado durante el reinado de los reyes católicos (Isabel y
Fernando).
Y esta preponderancia dentro del gobierno y de la
nobleza.
Muchos de los ricos mercaderes judíos conquistaron
la cumbre de la aristocracia al convertirse al cristianismo y
unirse a las más encumbradas familias católicas.
Ximeno Gordo era un judío que recibió las aguas del
bautismo al comenzar el segundo tercio del siglo.
Era un rico mercader que sin escalar las esferas de la
aristocracia como hicieran muchos de sus correligionarios,
alcanzó un gran poder.
En 1452 formó parte de los 40 elegidos del reino para
decidir sobre las guerras de Castilla provocadas por el
conde Medinaceli.
En 1460 fue representante de Aragón antes las Cortes.
El converso Luis Santángel (Azarías Jinillo) era un
importante jurista.
Fue apresado en su propia casa por una error en una
sentencia dictada contra la justicia.
Esto molestó a los conversos que levantaron un
tumulto popular para defender a Luis Santángel para
liberarlo.
Los conversos Ximeno Gordo y Pablo de Jassa
iniciaron alboroto. Corrió el pueblo a la casa de Santángel
para liberarlo. Intimaron a los ministros de la corte para
que lo liberasen. Éstos se negaron. Y sin más se inició una
verdadera batalla.
El populacho prendió fuego a las puertas de la casa.
El fuego se extendió al edificio y los ministros salieron
huyendo. Luego invadieron la casa y se apoderaron de
todos los objetos de valor, hasta que las llamas terminaron
por consumir todo.
Al enterarse la reina mandó a proceder contra los
delincuentes. Luis Santángel huyó hacia Francia, donde
fue encontrado más tarde por el Santo Oficio.
Ni Ximeno Gordo ni Pablo Jassa fueron castigados.
Ximeno fue designado como uno de los 18 individuos
que en representación de las ciudades debían formar parte
de la junta permanente de los 72.
Preso don Carlos cargado de acusaciones, los 72
miembros resolvieron interponer sus ruegos ante el rey, a
fin de que el príncipe fuera liberado.
Nombraron una embajada para acudir a Lérida. Entre
estos distinguidos ministros iba don Ximeno Gordo.
Aunque no fueron mal recibidos por el rey, tampoco
lograron su objetivo.
El rey estaba resuelto a mantener encerrado a don
Carlos en el castillo de Aytona.
Varias veces más insistieron ante el rey el perdón de
don Carlos, hasta que éste lejos de cumplir sus deseos, se
exasperó en contra de ellos.
Los enemigos de Ximeno aprovecharon el enojo del
rey para vengarse del converso.
No nada más tornadizo que el amor popular, ni existe
consejo más desleal que el interés.
Acusaron a don Ximeno y al converso Luis de Naja,
de infidelidad y cohecho.
El rey se apresuró a despojarlos de sus funciones
públicas.
Don Ximeno, gracias a sus influencias y poderosos
parientes logró un indulto del rey, después de prometerle
absoluta fidelidad renunciando a todo fueron y derecho.
Le fueron restituidos su oficio, honores y beneficios.
***

El 26 de octubre de 1465 un espantoso crimen se


había cometido. Uno de los primeros magistrados de la
ciudad de Zaragoza fue asesinado.
El converso micer Pedro de la Caballería, el Viejo,
había sido asesinado en su propia cama.
La opinión pública incriminaba directamente a Juan
Ximénez Cerdán, y a Jaime, su hijo.
Ximeno Gordo era consuegro de Pedro de la
Caballería; decidió tomar la venganza de su propia mano.
Convocó un jurado conformado por judíos y
conversos. Liego reunió 4.000 peones y 300 caballo.
Ximénez Cerdán y su hijo mataron a Pedro de la
Caballería porque éste había dictado una sentencia en su
contra mandando derribar sus casas como castigo por el
asesinato de un leñador que se robaba madera de sus
campos.
Ximeno Godo marchó con su ejército sobre las tierras
de Juan Ximénez Cerdán y destruyeron e incendiaron todo
a su paso.
Luego invadieron la fortaleza de Agón y lo
incendiaron.
Un arzobispo los interceptó y le prometió en nombre
de los Cerdán que padre e hijo se entregarían.
El antiguo judío, Ximeno Gordo, fue un caudillo para
Zaragoza, además del primer jurado.
En 1473 armó un ejército con 300 caballos y marchó
en contra de los franceses en defensa del rey don Juan.
Derrotó en Perpiñán al ejército enemigo y regresó a
Zaragoza colmado de honores.
Sin embargo, fue vilmente traicionado.
En 1474 lo llamó a su palacio el príncipe don
Fernando.
Se apoderó de Ximeno, lo metió en un retrete, donde
había una baño, le leyó sentencia de muerte y sin más lo
ahogaron en el acto.
Esta fue una ejecución espantosa y en contra de las
inmunidades de que gozaban los conversos que ocupaban
cargos públicos.
Luego colgaron el cadáver en un lugar público
El pueblo de Zaragoza lamentó su muerte.
Los más triste de esto es que los consejeros de don
Fernando eran en su mayoría conversos que por envidia
traicionaron a su antiguo correligionario y lo hicieron
matar.
La discordia entre los poderosos conversos que
llegaban a la aristocracia y al gobierno eran muy
frecuentes, como frecuentes fueron las horribles
persecuciones que provocaron contra sus antiguos
hermanos judíos.
Los judíos eran menos influyentes y poderosos que
los conversos; abrumados por el odio común del pueblo y
el clero, fatigados con los frecuentes impuestos.
Sin embargo, en Aragón los judíos aún mantenían
cierto poderío económico.
Ya sea por la ambición popular o por causa del odio y
de la envidia, lo cierto es que muchas ciudades de Aragón
comenzaron a levantarse en contra de los indefensos
hebreos, saqueando sus moradas y asesinando a los
pobladores de las juderías.
En Sicilia, en las ciudades de Palermo, Módica y Noto
fueron completamente exterminados todos los judíos,
hombres, mujeres y niños.
Mientras tanto, el rey don Juan II recibía de los judíos
importantísimos servicios personales.
Don Juan era supersticiosos y creía en los agüeros.
Consultaba a sus astrónomos hebreos antes de tomar
una decisión importante.
Su salud se había quebrantado y médicos judíos los
cuidaban. El principal de ellos era Rabí don Abiatar Aben-
Crexcas. Cuando el rey tenía 60 años, éste ilustre médico
le operó una doble catarata que le nublaba su vista. El rey
recobró la visión sorprendiendo a toda la corte con la
ciencia del judío.
Los conservaban en su mano el cetro de la medicina.
Y a pesar de que el Papa había prohibido que los judíos
ejercieran la medicina, en todos los reinos cristianos, los
médicos hebreos eran los más importantes.
Al morir el rey don Juan los judíos de Cataluña
hicieron un duelo sinceramente, porque los había
protegido.
Los funerales con que los judíos honraron a este rey
superaron en todas las juderías a los mismos funerales
hechos por la familia real y su corte.
¿Eran estos honores funerarios un testimonio de la
gratitud inspirada por el rey? ¿O revelaba más bien el vago
y triste presentimiento de próximos infortunios para el
pueblo hebreo?... Prosigamos la exposición histórica.

CAPÍTULO V
LOS CONVERSOS BAJO EL REINADO DE LOS
REYES CATÓLICOS
(1474 a 1500)

Con el matrimonio de Isabel I de Castilla y Fernando


II de Aragón se inició una de las más gloriosas épocas de
la historia nacional de España. En esa época se realizó la
Reconquista y se descubrió el Nuevo Mundo.
Fernando e Isabel estaban dispuestos a destruir para
siempre la anarquía señorial que durante el último siglo
estaba minando y socavando la organización monárquica.
Intentaron someter al poder de la monarquía todos los
elementos políticos y sociales que antes se les oponían.
Subordinaron a un centro común todas las fuerzas
militares del Estado; destruyeron los obstáculos interiores;
congregaron todas las fuerzas de la república.
A los seis años de ser coronados crearon los Consejos
Supremos de Castilla y de Aragón, de Estado y de
Hacienda, que irían a poner orden y coto a los escándalos
de los reinados anteriores.
La nobleza perdería gran parte de su poderío,
igualmente, los israelitas perdieron muchos de sus
antiguos derechos. Los conversos no corrieron con mejor
suerte que los que se mantuvieron en la fe de sus mayores.

***

Fray Alonso de Espina junto con los franciscanos,


había logrado que el rey Enrique IV decretara una
Inquisición General en el reino de Castilla, para castigar a
los “judíos ocultos”, a los cuales querían purificar de su
pecado en este mundo, con el fuego de la hoguera, a fin de
que adquiriesen la gloria eterna.
Movido por el odio y la codicia, el fanatismo popular
descargó su sangrienta furia sobre las ciudades de Toledo,
Córdoba, Andujar, Jaén, Valladolid y Segovia, asesinando
y despojando a sus pobladores judíos.
Los crímenes cometidos contra la inocente población
hebrea no fueron castigados. Y a pesar de que los
conversos y los judíos protestaron ante la reina buscando
justicia y amparo, su petición fue desatendida.
Los franciscanos y los dominicos no disimulaban su
odio contra los jerónimos, porque éstos les salían al paso
en defensa de los cristianos nuevos (judíos que se habían
convertido al cristianismo y sus descendientes).
En el año 1391 se había desatado una terrible matanza
contra los judíos de Sevilla.
En 1477, Isabel se instaló en Sevilla para poner orden.
Sin embargo, el grito exterminador del arcediano de Ecija
obligaba a los pobres desdichados judíos a implorar la
protección recibiendo las aguas del bautismo.
Mientras tanto, fray Alonso de Hojeda, no cesaba de
predicar contra los “judíos secretos” instigando el odio y
el fanatismo del pueblo.
Fray Alonso envidiaba la posición elevada y la
riqueza que habían obtenido muchos conversos llegando a
encumbrarse como obispos, abades, frailes, doctos,
canónigos, etc., influenciando a los reyes.
La mayoría de los ministros y consejeros de los Reyes
Católicos eran judíos, conversos o hijos de conversos.
Estos últimos ocupaban las más altas dignidades de la
Iglesia y los más altos cargos públicos.
El vicecanciller del Rey Fernando pertenecía a la
familia de los Caballería, que eran conversos. Sus
secretarios, escribanos y consejeros, su tesorero, y los
administradores de las riquezas del reino eran todos hijos
de judíos.
El rey Fernando también estaba rodeado de conversos
en los cargos militares y eclesiásticos.
Lo mismo que en Aragón con don Fernando, sucedía
con Isabel en Castilla.
En la corte de Isabel además de muchos ministros
judíos, había muchísimos conversos.
Daremos algunos nombres de los conversos de
Aragón al servicio del rey y luego de los de Castilla, al
servicio de la reina: Almazán, Barrachina, Xamós,
Sánchez, Paternoy, Gordo, Gurrea, Santángel, Morós,
González, Malmerca, Janoquilla, Luna, Albión, Santa Fe,
Alaz, Caballería, Jinillo, Monfort, Pilar, López, Artal,
Almazán, Alagón, Aljafarín, Torrijos, Cabrero, Bello, etc.
En Castilla algunos de los conversos al servicio de la
reina pertenecían a las siguientes familias: Cartagena,
Dávila, Franco, el obispo Alfonso de Burgos, Maluenda,
Santa María (obispo de Coria), Aranda, Arias,
Torquemada (cardenal y confesor de la reina), fray
Hernando de Talavera, Álvarez, Ávila, Pulgar, Díaz de
Toledo.
En conclusión: la administración de las rentas
públicas, el gobierno de las ciudades más importantes y
los más altos cargos eclesiásticos estaban en manos de los
cristianos nuevos (judíos que se habían convertido al
cristianismo). Luego veremos que trato recibirán del Santo
Oficio de la Inquisición.
Fray Hojeda odiaba a los judíos y a los conversos. Las
matanzas de 1449, 1473 y 1474 fueron insuficientes para
arrancarles el poderío y sus riquezas.
Fray Hojeda, siguiendo el fanatismo de fray Alonso
de Espina, presentó una serie de acusaciones en contra de
los conversos primero a la reina y después al rey,
instándolos a la creación de la Inquisición.
Estas acusaciones inspiradas en el odio y el fanatismo
eran las siguientes: huelen mal, no comen tocino, ni
manteca de puerco, ni las carnes manchadas, sólo se
dedican a oficios lucrativos, no se dedican a arar, cavar ni
criar ganados, insinuando que se ganan el sustento con
poco trabajo y a costa de los cristianos, etc. Estas
acusaciones eran infundadas e infantiles.
Ayudaron a Hojeda, fray de Barbery, inquisidor de
Sicilia, y Nicolao Franco, obispo de Trevisa y nuncio del
Papa en España.
Finalmente, los reyes cedieron ante tantas presiones y
confiaron en manos del arzobispo de Sevilla, don Pedro
González de Mendoza el análisis y el dictamen de la
situación de los cristianos nuevos.
Desde su obispado de Calahorra y Vitoria, buscando
la verdad y la justicia, don Pedro salía en defensa de los
conversos habilitándolos para ocupar todos los cargos de
la Iglesia y de la República.
El arzobispo, para reafirmar su decisión, escribió un
catecismo que recordara a todos los cristianos sus
obligaciones desde que nacen y todos los días de sus
vidas, hasta el día de la muerte, invocando a la piedad y la
caridad.
Pero, esta noble conducta, lejos de aplacar el odio y la
envidia de fray Hojeda y sus seguidores, excitó
nuevamente su rencoroso y diabólico fanatismo.

***

El 24 de octubre de 1478, los reyes se hallaban en


Córdoba y fray Alonso Hojeda les llevó “la noticia de una
execrable maldad”, descubierta en Sevilla.
Un caballero de los Guzmanes había descubierto una
junta de seis conversos judaizantes, que blasfemaban en
Jueves Santo de la fe y la religión católica. La ciudad
estaba escandalizada y apenas era posible refrenar la ira de
la muchedumbre.
Durante dos años, la autoridad del cardenal Mendoza
evitó que los reyes crearan la inquisición hasta 1479.
El 15 de septiembre de 1480 se nombró oficialmente
a los inquisidores, luego de recibir la bula solicitada al
Papa, que autorizaba el procedimiento contra los herejes
por vías del fuego, esto es: quemándolos vivos.
Los primeros inquisidores fueron: fary Miguel
Morillo, fray Juan de San Martín, el doctor Juan Ruiz de
Medina, como juez de fisco, y el procurador real Juan
López del Barco, capellán de la reina.
Los inquisidores fueron recibidos en Sevilla con gran
solemnidad.
Al mismo tiempo, el converso Diego de Susán, uno de
los hombres más ricos y poderosos de España, convocado
por Manuel Sauli y Bartolomé Torralba, se reunió con los
conversos de la ciudad para deliberar acerca de lo que
debían hacer en ese trance.
Allí asistieron los siguientes conversos: Pedro
Fernández Benedeva, mayordomo de la Santa Iglesia; Juan
Fernández Abolafio, quien había sido alcalde de la justicia
y que arrendaba las aduanas reales; Pedro Fernández
Cansino, concejal de Sevilla; Gabriel de Zamora, concejal;
Ayllón Perote, arrendador de las salinas; los hermanos
Sepúlveda y Cordobilla, arrendadores de las pesquerías de
Portugal; Jáne, concejal, y su hijo Juan Delmonte; los
alcaldes de Triana y otros muchos de análoga posición e
importancia.
Diego de Susán expuso el objeto de esa reunión
anunciándoles el gran peligro en que se encontraban con la
llegada de los inquisidores a Sevilla.
Recordando las pasadas desdichas terminaba
diciendo: “Nosotros, ¿no somos los principales de esta
cibdad en tener, e bien quistos del pueblo? Fagamos gente,
e si nos vinieren a prender, con la gente e con el pueblo
meteremos a bollicio las cosas; e así los mataremos e
vengaremos de nuestros enemigos”. Todos aplaudieron
efusivamente y empezaron a repartirse los cargos,
funciones y dineros para consolidar la defensa.
Pero, en medio del entusiasmo general se dejaba oír la
voz de un anciano que llorando trataba de aplacarlos.
La conjura de los conversos fue descubierta a los
inquisidores por una hija de Susán, a quien dada su
extraordinaria belleza la apodaron la “Fermosa fembra”.
La hija del millonario Diego Susán tenía amores con
un caballero cristiano de Sevilla. El obispo que se enteró
de la denuncia hizo que la Fermosa entrara a monja. Pero,
dominada por las pasiones de la sensualidad se escapó y
tuvo varios hijos. La hermosura se disipó con los años y
vivó miserablemente en poder de un especiero. En su
testamento pidió que su calavera fuera colocada sobre la
puerta de la casa en que había vivido mal, para ejemplo y
castigo de sus pecados. Allí fue puesto su cráneo, en la
calle del Ataúd.
Todos los conversos convocados por Diego Susán
cayeron en manos de los inquisidores.

***

A comienzos de 1481 las pesquisas de los


inquisidores llevaron a prisión a los conversos más
honrados y ricos. Entre ellos, había concejales, jurados,
letrados, bachilleres, doctores, y muchos hombre de bien.
Cuando el convento de San Pablo les quedó chico
para albergar a los reos, los trasladaron al castillo de
Triana, asentando allí su tribunal y sus cárceles.
A los pocos días, el 6 de febrero de 1481, el campo de
Tablada ofrecía el primer espectáculo de seis hombres
quemados, acto que santificaba en nombre de Cristo, el
prior fray Alonso, siguiéndoles en la hoguera: Susán,
Saulí, Torralba, Benedeva y Abolafio, los principales de la
conspiración contra la Inquisición.
No los salvó ni sus riquezas ni su valentía.
Llenos de espanto, los conversos comenzaron a salirse
de Sevilla hacia Portugal, Roma y Granada.
Mientras tanto, los inquisidores publicaban un edicto
mandando que los fugitivos fueran arrojados de los
estados en donde los encontrasen.
Al poco tiempo ardían en los quemaderos de Tablada
tres clérigos de misa, cinco frailes, el predicador Sabariego
y veintitrés personas más, además de miles de huesos de
los conversos desenterrados y muchas estatuas que
representaban a los que se habían escapado hacia otros
reinos.
El constructor del quemadero de Tablada fue una de
las primeras víctimas allí incineradas por el ciego
fanatismo de los inquisidores.
Estos fueron los primeros actos que ostentaban todo lo
horrible de aquella institución.
El rumor de lo que estaba sucediendo en Sevilla
circuló por toda España. Los judíos conversos vivía
aterrorizados.
A mediado de 1481 la Inquisición publicó un Edicto
de Gracia que se extendió a todos los reinos de la España
cristiana.
En Castilla, veinte mil conversos confesaron sus
culpas y se reconciliaron con la Iglesia. Más de tres mil
recibieron el castigo de usar el sambenito y fueron
desenterrados y quemados los huesos de cuatro mil, entre
los que había importantes dignidades de la Iglesia de
Sevilla, Córdoba, Toledo y otras ciudades.
Transcurrido el término de gracia, continuaron las
pesquisas de los inquisidores, que ahora se aprovechaban
de las declaraciones de los que habían buscado el perdón y
la penitencia.
Con la declaración de los judíos conversos de Sevilla
se supo acerca de los judíos de Córdoba, Toledo, Burgos,
Valencia, Segovia y toda España.
El Santo Oficio se estableció en Castilla y en Aragón.
Los hombres honrados cercanos al trono y los
ministros judíos de los reyes católicos denunciaron tan
graves, crueles e inusitados castigos que recaían sobre los
hijos y nietos de los cristianos nuevos.
Pero, las riquezas confiscadas y secuestradas en
Sevilla por el juez del fisco eran utilizadas legítimamente
por los reyes para iniciar la Reconquista de Granada.
Las primeras víctimas de la Inquisición fueron
personas muy ricas y de posición encumbrada. La envidia
y la codicia popular apoyaron estos actos inhumanos.
Además, de este modo aumentaban las riquezas de la
corona.

***

Posteriormente, fray Tomás de Torquemada cambió la


organización del Santo Oficio. Todo obispo o eclesiástico
descendientes de la raza hebrea quedaron completamente
excluidos de los sucesos internos de los Tribunales. De
esta manera, Torquemada entregaba a sus enemigos, los
cristianos nuevos acusados de judaizar, en manos del
Tribunal de la Inquisición, sin que nadie pudiera abogar
por ellos.
El Papa Sixto IV había otorgado una bula para
legalizar el funcionamiento del Santo Oficio en Sevilla, y
había solicitado que todos los procesos del Tribunal se
realizaran conforme a las prescripciones del derecho.
Contradiciendo esta norma decretada por el mismo
Papa, Torquemada imponía el secreto dentro de las
cárceles, la no publicación de los nombres de los delatores
ni de los testigos, y el absoluto sigilo en la instrucción y
fallo de las causas.
Este procedimiento llevó el terror a todas partes,
mientras Torquemada declaraba que el Santo Oficio
obraba por inspiración divina.
Fray Tomás de Torquemada fue investido con la
autoridad de inquisidor general de Aragón, Valencia y
Cataluña, por bula de 17 de octubre de 1483.
Algunos de los principales oficiales del Santo Oficio
eran cristianos nuevos descendientes de judíos.
Los colaboradores de Torquemada comenzaron a
hacer su oficio publicando edictos, decretando prisiones y
desenterrando antiguos procesos, que iban en contra de los
intereses personales de muchos cristianos nuevos que eran
caballeros importantes, oficiales reales, jurados y hasta
eclesiásticos.
Conversos allegados a los mismos reyes fueron
apresados por el Santo Oficio.
Toda condena provocaba la confiscación de los bienes
del reo.

***

El 8 de julio de 1491 fue quemado Leonardo Elí, un


distinguido y poderoso judío converso.
Los conversos de Zaragoza se reunieron decididos a
poner término a tantas injusticias, prisiones,
confiscaciones y crímenes cometidos por el Santo Oficio.
Muchos de ellos tenían influencias en la corte, además
de gran poderío merced a sus riquezas.
Luego de deliberar sobre la mejor manera de poner
coto a tantas desgracias, se resolvieron, en secreto
juramento, a asesinar a uno de los inquisidores,
suponiendo equivocadamente, que atemorizándolos se
irían con su Tribunal hacia otras ciudades.
E1 15 de septiembre de 1485, entre las once y las
doce de la noche penetró en el templo de la Seo el
inquisidor maestro Pedro de Arbués. Junto al púlpito había
puesto una lanza corta para utilizarla en caso necesario,
sospechando un posible ataque a su persona.
Además, llevaba ceñida al cuerpo una cota de malla, y
una especie de casco en la cabeza, para amortizar los
golpes.
Estaba arrodillado ante el altar y mientras rezaba,
Juan Abadía, el cual dirigía el atentado, se acercó a Vidal
de Uranso, diciéndole en voz baja: “Dale, traidor, que ése
es.”
Se adelantó Uranso con la espada desnuda y le asentó
un cuchillazo desde la cerviz a la barba. Salió corriendo
precipitadamente. El inquisidor se puso de pie buscando el
amparo del coro de los canónigos que rezaban. Pero, Juan
Esperandéu le cortó el paso, y de una estocada le atravesó
el cuerpo de lado a lado sin que la coraza sirviera de
protección. El inquisidor quedó tan mal herido que murió
a las cuarenta y ocho horas.
Los asesinos de Zaragoza, conversos del judaísmo,
fueron castigados primero por las iras populares y después
por el rigor irritado de los inquisidores.
Al día siguiente, el 16 de septiembre, corrió el rumor
del sacrílego asesinato por toda Zaragoza.
Los cristianos lindos (viejos), salieron a la calle
espantando a los conversos (cristianos nuevos), quienes
habían esperado un resultado muy diferente de su indigna
hazaña.
Amenazaron con caer sobre ellos y sus bienes en una
revuelta en donde el fuego y el hierro se disputan el
horrible galardón de las matanzas y hecatombes.
Llegaron hasta el palacio del Arzobispo don Alfonso
de Aragón, hijo natural del rey don Fernando, gritando:
“¡Al fuego los conversos!”
El prelado calmó a las irritadas hordas populares
prometiéndoles el merecido castigo de los asesinos, y de
sus cómplices, que eran los más importantes y poderosos
cristianos nuevos de Zaragoza.
Y su promesa no fue en balde. Al día siguiente se
reunieron los diputados, el municipio y los más importante
ciudadanos para informar a los reyes del escándalo de la
Seo y ofrecer a los inquisidores su poderoso auxilio en el
escarmiento de los culpables.
Fray Tomás de Torquemada envió inmediatamente a
Zaragoza a fray Pedro de Monte Rubio y al canónigo de
Palencia Alonso de Alarcón, a fin de ejecutar el castigo.
Fueron descuartizados y quemados Juan de
Esperandéu, hijo de Salvador, anciano acusado de
judaizante, que yacía en las cárceles del Santo Oficio;
Mateo Ram y Juan de Abadía, quienes dirigieron la
emboscada; Vidal de Uranso, que había dado el primer
golpe. Esperandéu poseía varias tiendas y casas que fueron
confiscadas por el Santo Oficio.
También fueron descabezados y quemados Mosén
Luis de Santángel, Micer Francisco de Santa Fe, asesor del
gobernador de Aragón e hijo del apóstol de Tortosa,
Mosén García de Morós el Viejo, Micer Alfonso Sánchez
y Micer Jaime de Montesa.
Fueron quemadas las estatuas de Juan Pedro Sánchez,
Gaspar de Santa Cruz y Tristán de Leonís quienes se
dieron a la fuga.
En medio de los horrores y tormentos de las
diabólicas torturas, el francés Vidal de Uranso comenzó a
dar nombres a los inquisidores no sólo de quienes
auxiliaron de algún modo a los fugitivos, sino también, de
hombres tan respetables como Micer Alfonso de la
Caballería, canónigo y camarero del Pilar; Fernando de
Toledo, penitenciario de la misma iglesia; Alfonso Dara y
Pedro de la Cabra, distinguidos jueces y jurados; Pedro
Jordán de Urríes, señor de Ayerbe; don Blanco de Alagón,
señor de Sástago; don Lope Ximénez de Urrea, primer
conde de Arnda; don Jaime de Armendáriz, señor de
Codraita y don Jaime de Navarra, sobrino del mismo Rey
Católico.
Todos estos hombres que nada tenían que ver en el
atentado fueron considerados sospechosos y sujetos a
pública penitencia.
El vicecanciller de Aragón, profundamente molesto
por tantas sospechas del Santo Oficio, en parte fundadas,
se dirigió al Sumo Pontífice rechazando la jurisdicción de
los inquisidores de Zaragoza y del mismo Inquisidor
General Torquemada.
El Papa expidió un Breve en 28 de agosto de 1488
solicitando que el proceso recayera en sus manos.
Los inquisidores rebatieron las razones expuestas por
Micer Alfonso y éste insistió en su defensa. El Papa
Inocencio VIII mantuvo su primer mandato al respecto.
Poco tiempo después Micer Alfonso de la Caballería
era nombrado por el Colegio de los jurados del reino, juez
mayor y cabeza de la Hermandad de Aragón,
beneficiándose el rey don Fernando con su ciencia y su
prestigio.
Libre de todo peligro pero no de toda sospecha, se
casó con doña Margarita Cerdán, hija de los señores de
Castellar.
Finalmente, la grey conversa empeñada ciegamente
por su imprudencia y arrogancia, quedaba completamente
vencida y humillada ante el incontrastable poderío del
Santo Oficio.
Su desdichada suerte, persecución y desventura, sería
la misma que la de sus hermanos de Castilla.
El Santo Oficio extendió sus dominios por todo el
reino de Aragón. Se asentó en Cataluña y en Valencia.

***

El 4 de julio de 1487, el primer ministro de la


Inquisición, fray Alonso de Espina, fue enviado por
Torquemada a Barcelona.
Pero, ¿quién era este fray Alonso de Espina? El
mismo predicador Franciscano que cincuenta años antes se
enfrentaba a los jerónimos y monjes de Madrid y Segovia
en contra de sus antiguos correligionarios.
La edad no había debilitado su odio contra su propia
sangre, y el octogenario era un fiador seguro para las
diabólicas esperanzas de Torquemada.
Reinaba en Barcelona un gran amor por la libertad y
los derechos humanos. Por consiguiente, la Inquisición allí
no fue bien recibida.
Sin embargo, el 25 de enero de 1488, triunfaba el
Santo Oficio con el primer auto de fe en el que fueron
quemados en la hoguera un corredor de oreja, llamado
Trullos y un alguacil del tribunal real, llamado Santa Fe.
Muchos otros fueron quemados simbólicamente en
estatua.
El Santo Oficio lograba imponerse de este modo en
todo el territorio español. Luego, veremos como el cáncer
se extendió hacia Portugal.
La Inquisición, escudada con la absoluta protección
de los Reyes Católicos, no se privó de ninguna crueldad,
en nombre de la fe y burlándose de ella.
Nadie estuvo libre de sus tiros. Ilustres y poderosos
magnates, virtuosos prelados, hombres respetables eran
una y otra vez públicamente infamados y denigrados por
los inquisidores.
Don Juan Arias Dávila había condenado a la hoguera
y a la horca a dieciséis judíos de Sepúlveda acusados de
haber sacrificado un niño cristiano en Semana Santa.
Después sirvió personalmente a los Reyes Católicos. No
obstante, en 1491 la Inquisición lo atropelló infamándole
con la acusación de “heregía judaica”, y no sólo a él, sino
a sus hermanos y parientes.
Lo mismo sucedió a don Pedro de Aranda. Ambos
obispos apelaron a la Santidad de Inocencio VIII y
obtuvieron del Pontífice que se quitasen a los inquisidores
el conocimiento de sus causas, para que el obispo Tornay
junto a Torquemada se ocuparan exclusivamente de las
mismas.
Don Juan Arias Dávila y los suyos fueron absueltos.
Don Pedro Aranda acudió nuevamente al Papa en
defensa de la buena memoria de su extinto padre, Gonzalo
Alfonso, que era sometido por los inquisidores a un juicio
póstumo.
Se entabló una verdadera lucha entre Torquemada y
sus secuaces, por un lado, y los Reyes Católicos, que
acudían al Santo Pontífice, por el otro lado.
Los Reyes solicitaron formalmente el apoyo del Papa
para poner coto a los desenfrenos macabros y a la
vergonzosa rapacidad y rapiña de los inquisidores.
Como resultado de estas gestiones se reformaron las
Leyes y Ordenanzas del Santo Oficio.
La redacción de este documento cayó en manos del
mismo Torquemada, quien publicaba en 1488, un
verdadero código del terror, con el título de Instrucciones.
Si bien, estas Instrucciones eran para corregir los
desmanes de los inquisidores, por el contrario, lo que
lograron fue su canonización solemne con las investidura
de la ley, dejando indefensos a los oprimidos.
Constaba de 28 artículos. En 1490 se agregaron otros
11. Y en 1498, otros 15. Así la Inquisición se fortalecía
inauditamente.
Fray Tomás de Torquemada murió en 1498 después
de manejar con absoluto poder los asuntos del Santo
Oficio durante dieciséis años, ostentando mayor autoridad
y poderío que los mismos Reyes Católicos, cuyas
conciencias dominaba.
Los cristianos nuevos (judíos conversos) de Córdoba
al conocer la Instrucciones de Torquemada, ofrecieron a
los Reyes grandes sumas de dinero para que continuaran
con sus guerras, con tal de que no se estableciera allí el
Santo Oficio. Al enterarse el inquisidor general, temiendo
que la tentadora oferta se impusiera en el ánimo de los
Reyes, penetró en la cámara real ocultando un crucifijo y
les manifestó que Judas había vendido al Salvador por
treinta dineros. “Si elogiáis este hecho, vendedle a mayor
precio. Yo por mi parte abdico toda potestad: nada se me
imputaría, pues. Vos daréis cuenta a Dios del contrato.”
Dicho esto salió precipitadamente de la estancia real,
no sin lograr su intento. El Tribunal se estableció luego en
Córdoba, donde produciría grandes escándalos.
Muchos historiadores consideran que esta escena dio
origen al famoso edicto de expulsión del 31 de marzo de
1492, suponiendo que la oferta de los conversos
cordobeses fue hecha por los judíos de todo el reino.
No debe perderse de vista que el Santo Oficio se
instituyó para perseguir a los apóstatas y desertores que
renegaban del bautismo y recibían el título de herejes.
Torquemada fue el único que ejerció una jurisdicción
absoluta en los dos reinos de Castilla y Aragón, unidos
ahora fortuitamente por el matrimonio de Isabel y
Fernando.
A Torquemada se le atribuye el proyecto, no sin
antecedentes, de lanzar de una vez y para siempre del
suelo español a todos los judíos que permanecían fieles a
la fe de sus padres, proyecto que logró ver plenamente
realizado, en la forma que luego expondremos.
Su muerte fue un rayo de esperanza para los que
gemían en las cárceles del Santo Oficio y para los que
podían despertar la envidia de viles delatores.
¡Vana ilusión! El espíritu intolerante, el fanatismo, la
crueldad y la osadía de Torquemada se trasmitió a sus
sucesores.
El siglo XVI soportó las inauditas maldades
cometidas en Córdoba por el inquisidor Diego Rodríguez
Lucero y el incalificable atropello contra el virtuoso sabio
y elocuente don fray Hernando de Talavera.
Las maldades de Lucero producirían un conflicto
general en todo el reino.
La obra del fanatismo inspirado en la intolerancia
había llegado al colmo. El odio de los cristianos nuevos
(judíos que se habían convertido al cristianismo) contra
sus propios hermanos era inaudito. La desconfianza y la
envidia reinaban por doquier.
Nada pudieron hacer los más esclarecidos varones de
Castilla para refrenar el impulso de la maldad sin límites.
La muchedumbre odiaba la arrogancia de los indiscretos
cristianos conversos que se dedicaban a la administración
de las rentas del Estado maltratando al pueblo.
Además, la imprudente resistencia de los cristianos
nuevos que a veces culminaba en algún crimen, enardecía
aún más la furia de las hordas populares y el celo de la
Inquisición.
La Inquisición se levantó única y exclusivamente
contra los judíos venidos al cristianismo y contra su
desdichada prole.
El fuego estaba encendido y quemaría hasta la última
leña, y ardería hasta que fueran muertos todos los que
judaizaron y aún sus hijos y nietos.
El implacable azote del Santo Oficio se encargaría de
destruir todo vestigio de judaísmo en los cristianos
nuevos: muerto el perro, muerta la rabia.
Procuraremos documentar en el próximo capítulo, si
los judíos que se mantuvieron firmes en la Ley de Moisés,
corrieron con mejor fortuna, que sus hermanos conversos,
durante el reinado de los Reyes Católicos.
CAPÍTULO VI

LOS JUDÍOS DE ARAGÓN Y CASTILLA BAJO


LOS REYES CATÓLICOS
(1474 a 1500)

Isabel I y Fernando II tuvieron éxito en su empresa de


organizar la monarquía bajo un sistema de unidad política
y religiosa, mientras los judíos conversos eran perseguidos
por el Santo Oficio.
Próximamente realizarían la obra de la Reconquista.
Los judíos de León y Castilla, de Cataluña y Aragón
habían logrado sus privilegios e inmunidades como pago
por los importantes servicios prestados por sus padres a la
corona durante las guerras anteriores, que España sostenía
contra los musulmanes.
Si bien no ofrecieron a sus hijos para ser inmolados en
la guerra debido al odio existente entre judíos y cristianos,
brindaron toda su inteligencia y sus riquezas esperando
obtener la ansiada benevolencia de parte de los reyes.
Como ya no podrían reconquistar sus antiguos
privilegios, los hebreos antepusieron todo su esfuerzo en
beneficio de la corona, esperanzados de recibir un
recíproco reconocimiento a su esmerada labor.
Andrés Cabrera, alcalde de Segovia, fue un judío
honrado que había ayudado a la princesa Isabel a subir al
trono.
Abraham Senior, quien había logrado que Isabel se
reconciliara con su hermano el rey don Enrique en 1473,
recibía de parte de la reina una pensión de 100.000
maravedíes de por vida.
Otros colaboradores que recibieron pensiones
abultadas de parte de la reina, fueron fay Hernando de
Talavera, su consejero, y los obispos fray Alonso de
Burgos, fray Alonso se Palenzuela y don Juan Arias
Dávila.
A pesar del cariño profesado por la reina hacia sus
fieles servidores judíos y conversos, dos sucesos
inesperados traerían una catastrófica desgracia para el
pueblo judío. El primer suceso involucraba a los judíos de
Andalucía, y el segundo, a los judíos de León y Castilla.

***

Los inquisidores y prominentes judíos conversos,


algunos de los cuales eran importantes obispos, se oponían
violentamente a que los cristianos nuevos se relacionaran
con sus antiguos hermanos hebreos que vivían en la
perversidad de su fe. Alegaban que los volvían a pervertir
con sus ideas.
Por eso, recomendaban la total separación entre judíos
y cristianos.
Los judíos eran acusados de judaizar y corromper a
cristianos viejos y nuevos.
El inquisidor franciscano fray Alonso de Espina,
recomendaba que los judíos fueran castigados, maltratados
y ultrajados, para que las penas les abrieran el
entendimiento, llevándolos a la luz del Evangelio.
En conclusión, decía el inquisidor, en todas partes los
cristianos salían dañados de su trato con los judíos.
Se le aconsejó a la Reina sobre la imperiosa necesidad
de separar definitivamente a los judíos andaluces de sus
vecinos cristianos.
Finalmente, en 1478, los reyes expulsaron a los judíos
de las ciudades de Córdova y Sevilla. Más de cuatro mil
casas fueron abandonadas por los judíos que tuvieron que
marcharse a otras partes.
Como consecuencia, el comercio y la industria
decayeron notablemente.
***

En el año 1480 se nombró a don Juan como príncipe


de Asturias. Durante el reinado de don Enrique la hacienda
pública había quedado dilapidada y consumida.
Los procuradores llamaron la atención de la corona
sobre los judíos, cuyas riquezas y ostentación les parecía
intolerable.
Mientras las falanges de la Inquisición avanzaban sin
tregua aniquilando a los conversos y a sus descendientes,
el círculo de hierro se estrechaba cada vez más
injustamente sobre la indefensa población hebrea que se
había mantenido fiel a la fe de sus mayores.
Los procuradores de Toledo instigaron a los Reyes
Católicos para que todos los judíos de los dominios
castellanos, ya fuesen vasallos de la corona, de otro
señorío, obispado, abadía u orden militar, o bien, morasen
en villas, comarcas o feudos, fuesen recluidos a vivir en
barrios separados de los cristianos, “porque de la continua
conversación e vivienda mezclada se seguían grandes
daños e inconvenientes”.
Al efecto, se señalaron en cada localidad los barrios o
circuitos, donde debían establecerse irremisiblemente las
juderías; y si en estos barrios no existiesen sinagogas, se
autorizaba alguna casa a tal propósito.
Los judíos podían vender o destruir las sinagogas
abandonadas; y la construcción de las nuevas, así como el
total encerramiento en las juderías, debían realizarse
indefectiblemente dentro del plazo de dos años.
Estas leyes eran universalmente obligatorias, y los
señores feudales, comendadores, caballeros o alcaldes que
se opusieran a su exacto cumplimiento perderían “todos
los maravedís que en cualquier manera toviessen en los
libros reales, aun por especiales privilegios”.
A los judíos que fuesen hallados fuera de la
jurisdicción de cada aljama (judería), viviendo o
contratando, les serían confiscados todos sus bienes,
quedando sus personas a merced de los reyes.
El hebreo que por vía de comercio llevase armas a
tierra de moros sería tenido por alevoso y, por ende,
moriría.
Los que despreciando las costumbres cristianas
salieran al recibimiento de los reyes con “vestiduras de
lienzo sobre la ropa, salvo el que llevase la thorá”, o
fuesen “cantando a voces altas por las calles” en los
entierros de los demás hebreos, serían despojados en el
acto de dichas vestiduras.
Estas leyes se empezaron a ejecutar rigurosamente en
Toledo en 1480, aumentando y fortaleciendo con esto la
inclemencia de los inquisidores.
En todas las ciudades de España, no sólo en aquellas
en donde era común el maltrato a los judíos, sino también,
en las más tranquilas comarcas y municipios, se aplicaron
estas leyes con absoluta tenacidad.
Los judíos que transitaran fuera de la judería debían
llevar un distintivo.
Las juderías fueron cercadas.
Las comunidades judías vivían en una indecible
pobreza.
La entrada a las juderías quedó vedada a las mujeres
cristianas.
Ningún cristiano podía encender fuego ni guisar para
ningún judío en día sábado.

***

El Ayuntamiento de Vitoria, capital de Alava dispuso


el 16 de junio de 1486:
1.- Que nadie entrara a la judería a vender hortaliza ni
vianda alguna, limitándose a venderla del lado de afuera
de su puerta.
2.- Que ninguna mujer entrase a la judería bajo ningún
pretexto, sin la compañía de un “home lego”, que la
vigilara y cuidase hasta la salida.
3.- Que ningún judío recibiese en su casa a mujer
cristiana.
4.- Que ninguna mujer cristiana se alquilara a jornal.
En Gerona se obligó a las escasas familias que habían
sobrevivido a las persecuciones y matanzas, a llevar
divisas distintivas en sus ropas. Y se les forzó a cerrar con
tapias todas las puertas y ventanas de sus viviendas que
dieran fuera del “Call” (judería).

***

Desde la gloriosa época de Fernando III, los reyes


moros de Granada pagaban un tributo anual de 2.000
doblas de oro a los reyes de Castilla.
Elevado al trono de los Al-Alhmares en 1465, Abu-l-
Hassan creyó oportuno redimir a su patria de aquel
vasallaje y se negó redondamente a pagar el tributo.
Los Reyes Católicos resueltos a reivindicar la
soberanía sobre el reino de Granada o determinados más
bien a dar el último golpe a la obra de la Reconquista,
enviaron en 1478 al caballero don Juan de Vera en
demanda de las negadas rentas anuales.
Lo recibió Abú-l-Hassan en su palacio de Alambra
con extraordinaria pompa y después de escuchar la
exigencia de Fernando e Isabel, le replicó al castellano con
tono altanero y desdeñoso: “Tornad, y decid a vuestros
reyes que murieron ya los de Granada que pagaban tributo
a los cristianos; y añadidles que aquí no se labran sino
alfanjes y hierro de lanza contra nuestros enemigos”.
La temeraria respuesta del granadino era un verdadero
reto para Castilla.
Desde ese momento, los Reyes Católicos pusieron sus
miras en aquel rincón de España que, para vergüenza del
cristianismo, permanecía bajo el dominio musulmán.
Libres de las guerras y disturbios que los habían
inquietado al sentarse al trono, y asegurada la sucesión de
ambas coronas, merced a la jura del príncipe don Juan, los
Reyes Católicos se dispusieron a emprender la guerra
santa contra Abú-l-Hassan, cuando en 1481, éste osara
asaltar y tomar Zahara.
A la invasión de Zahara respondía inmediatamente la
conquista de Alhama, fortaleza ubicada en el centro del
imperio de Granada.
En toda España resonó la gloria de don Rodrigo
Ponce de León, Marqués de Cádiz, resurgiendo el antiguo
heroísmo.
Iniciada la guerra los Reyes se empeñaron en
conquistar “uno a uno los granos de aquella codiciada
Granada”.
Y para llevar a cabo la guerra era necesaria, como lo
fue antiguamente, la cooperación del pueblo judío.

***

Los judíos, en medio de sus tribulaciones y


desgracias, debieron poner su inteligencia, actividad y
fortuna una vez más al servicio de la corona española.
Entre los más ilustres y poderosos judíos de Castilla
se distinguían don Abrahán Senior y don Isahak
Abarbanel, ambos respetados por su probada honradez, su
ciencia y sus riquezas.
Oriundo de la España Central, Abrahán Senior
contaba con la estimación y la confianza de los Reyes
Católicos, quienes lo habían distinguido con la autoridad
de Rab Mayor de los reinos castellanos.
Isahak Abarbanel era vástago de una antigua familia
de Toledo que después de las persecuciones y matanzas de
1391 emigró a Portugal. Había sido criado en la corte del
reino portugués, en donde vivía merced a las riquezas de
sus padres, hasta que en 1482 fue expulsado de Lisboa con
motivo de un sangriento tumulto contra los judíos. El
mismo Abarbanel nos relata en su Introducción al
Comentario del Deuteronomio que entonces fue despojado
de todas sus riquezas.
Al llegar a la tierra donde sus antepasados habían
labrado su opulencia, se consagró a restaurar con
infatigable anhelo su desbaratada fortuna, logrando que el
Rab Mayor, don Abrahán Señor, se le asociara en la
administración de las rentas reales.
Isabel y Fernando confiaron en manos de don Isaac
Abarbanel y el Rab don Abrahán Senior la administración
y el abastecimiento de los ejércitos que debían culminar
con la Reconquista anexando Granada a sus dominios. Y
por cierto no se equivocaron.
A las numerosas huestes cristianas llevadas a grandes
distancia de los centros de Castilla y Aragón nunca les
faltó el abastecimiento necesario y los auxilios
indispensables para poder llevar a cabo la guerra contra el
reino musulmán de Granada.
Don Isaac y don Abrahán no dudaron en emplear sus
propias riquezas para adquirir armas y suministros,
despertando con su glorioso y patriótico ejemplo la
colaboración desinteresada de sus correligionarios,
quienes prestaban y donaban fuertes sumas de dinero a fin
de apoyar tan noble causa para el engrandecimiento de la
España cristiana.
Más adelante veremos el miserable pago y
recompensa que los Reyes Católicos otorgarían al pueblo
judío después de tales muestras de patriótico auxilio.
El empeño de Isabel lograba las conquistas de
Lucena, Lopera, Zahara, Coín, Cártama, Ronda y otras
cien fortalezas, con lo que los Reyes Católicos decidieron
llevar sus armas victoriosas contra Málaga, cuya conquista
fue el hecho de mayor trascendencia para el dominio de
todo el reino de Granada.
La ciudad de Málaga se rindió el 18 de agosto de
1487.
Los judíos se ocuparon con tanto tino de abastecer a
los ejércitos cristianos que no solamente hubo abundancia
sino que, además, sobró harina, que sirvió para alimentar a
los rendidos musulmanes.
De tal manera respondieron don Abrahán Senior y
don Isaac Abarbanel en la conquista de Málaga a las
esperanzas de Isabel y Fernando, mostrando una gran
pericia en la administración de las rentas reales y del
dinero obtenido de manos de sus correligionarios.
El último asilo de los musulmanes fue el castillo de
Gibralfaro.
Entre los moradores de Málaga se encontraron 450
Judíos “moriscos”, restos de su antigua y populosa aljama,
y algunos de los conversos arrojados de Córdoba y Sevilla
por los rigores de la Inquisición.
Indignados los Reyes Católicos contra los judíos
apóstatas, los mandó torturar crudamente. A los conversos
los hicieron quemar sin oír sus lamentos ni disculpas.
Don Abrahán Senior rescató a los judíos moriscos por
20.000 “doblas jayenes”, embarcando a sus
correligionarios, la mayoría mujeres que solamente
hablaban árabe, en dos galeras de la armada que partieron
de Málaga el 1 de octubre de 1487.

***

En 1489 conquistaron la bien fortificada ciudad de


Baza.
El cerco de Baza fue más largo, peligroso y sangriento
que el de Málaga. El ejército cristiano estuvo a punto de
perder la apuesta, pero la constancia y entereza de
Fernando e Isabel, junto a la eficacia de los judíos en el
abastecimiento y administración de las provisiones del
ejército coronaron con éxito la toma de la ciudad.
Así servían los respetables judíos a la causa de los
Reyes Católicos en el asedio de Baza, no faltando entre los
comerciantes muchos conversos a cuyas manos habían
pasado las riquezas de sus mayores.
Rendidas Almería y Guadix, llegaba por fin el ansiado
momento de afrontar los muros de Granada.
El 26 de abril de 1491 Fernando elegía el lugar donde
asentar a 50.000 soldados y 10.000 caballos, número que
aumentaría notablemente durante el asedio.
La juventud española estaba enardecida por el
entusiasmo religioso y alentada por la presencia de ambos
reyes; florecían los tiempos heroicos.
En medio de la epopeya se fundó una populosa ciudad
que fue muy bien abastecida de alimentos, vestimentas y
artículos de guerra merced a la eficaz cooperación de don
Abrahán Senior y don Isaac Abarbanel.
Los convoyes iban y venían en sus plazos señalados.
El precio de todos los productos se mantenía inalterable.
El 2 de enero de 1492 sucumbía el último baluarte del
Islam, cuyo imperio había durado setecientos setenta y
ocho (778) años en la Península Ibérica.
La ambición de Fernando e Isabel quedaba satisfecha.
Los judíos españoles, aunque mermados por tantas y
tan horribles persecuciones y desconcertados por los
efectos nocivos de la conversión, habían contribuido
activa, eficaz y patrióticamente al logro de la Reconquista,
cooperando ahora, como en los días de los conquistadores
de Toledo y de Almería, de Cuenca y de Sevilla, de
Mallorca y de Valencia, a los más trascendentes fines de la
poderosa y triunfante cultura cristiana de España.

***
Mientras tanto, ¿cuál era la recompensa y el
reconocimiento que les esperaba en pago de tantos
merecimientos y patrióticos servicios?
Los descendientes judíos de los que fueron arrojados
de Córdoba y Sevilla en tiempos de su conquista (1226-
1248), o al consumarse las horribles matanzas de 1391,
habían encontrado asilo en las ciudades mahometanas
uniéndose con sus correligionarios que se habían salvado
de la saña de los almoravides y almohades. Estos judíos
fueron incluidos en los mismos pactos concedidos por los
Reyes Católicos a las ciudades y comarcas mahometanas
que recibían su yugo. Estos pactos estipulaban las
condiciones de paz y vasallaje tanto de los mahometanos
como de los judíos que habitaban en esas ciudades.
Fernando e Isabel decretaban el 11 de febrero 1490,
por ejemplo: “Mandamos asegurar e aseguramos a todos
los judíos que viven en la cibdad de Almería e en todas las
otras cibdades e villas e logares de dicho reino de
Granada, que gocen de lo mismo que dichos moros
mudéjares, seyendo los dichos judíos naturales del dicho
regno de Granada”.
Asimismo, el 25 de noviembre de 1491 decretaban:
“Es asentado e concordado que los judíos naturales de
dicha cibdad de Granada e del Albaicin e sus arrabales e
de las otras dichas tierras, que entrasen en este partido e
asiento, gocen deste mismo asiento e capitulación
(rendición); e que los judíos, que antes eran cristianos, que
tengan término de un mes para pasar allende” (del otro
lado, del lado de allá).
En estas capitulaciones los Reyes Católicos
abandonaron la extremada dureza que habían mostrado
hacia los judíos y conversos de Málaga y de Andalucía.
Todo parecía prometer a los judíos que seguían fieles
a la religión de sus mayores que se avecinaban tiempos de
paz y prosperidad avalados por las concesiones y
bondades de los Reyes Católicos, quienes reconocían con
gratitud los grandes servicios prestados por ellos para
lograr el feliz término de la Reconquista.
Y sin embargo, sorpresivamente traicionando a los
judíos con total alevosía y desvergüenza, deshonrando los
más altos y nobles ideales de la moral cristiana,
provocando la admiración y el asombro de los hombres
sensatos, y el terror de los descendientes de Israel, a
menos de tres meses de la rendición de los sectarios del
Islam, firmaban Fernando e Isabel, con absoluta
impunidad, en el alcázar de los Nassritas, aquel terrible
edicto, que condenaba a perpetua expatriación y destierro
a los judíos de Aragón y de Castilla.

***

¿Con qué fundamentos justificaron los Reyes


Católicos la firma del vergonzoso edicto del 31 de marzo
de 1492 decretando la expulsión de los judíos?
En el preámbulo del edicto declaraban:
1.- Que noticiosos de que había en sus reinos
cristianos que judaizaban, de lo cual era mucha culpa el
trato y comunicación con los judíos, habían hecho la ley
del apartamiento de 1480.
2.- Que aparecía notorio, y constábales por informes
de los inquisidores, ser tanto el daño que nacía de la
expresada comunicación de cristianos y judíos, cuanto era
más constante y decidido el empeño de los últimos en
pervertir a los primeros, separándolos de la Fe Católica y
atrayéndolos a su ley y práctica de sus ritos y errores.
3.- Que abrigando la convicción de que sólo consistía
el remedio de estos daños en cortar de raíz todo trato y
comercio social, entre judíos y cristianos, habían echado
de las ciudades y villas de Andalucía a los contumaces
(tercos, porfiados) hebreos, por ser en aquellas regiones
mayor el daño y peligro, creyendo que este ejemplo
bastaría a refrenar a los de otras ciudades de sus reinos en
el pervertir a los conversos y cristianos viejos.
4.- Que no habían producido el “entero remedio” ni
aquella resolución relativa a los judíos andaluces, ni el
castigo ejemplar de los culpables de tales crímenes, y
antes bien proseguían los judíos cometiéndolos con
oprobio de la religión católica dondequiera que moraban.
Suficientes parecieron estos considerandos y razones
a los reyes de Aragón y de Castilla, para adoptar la más
fundamental medida que se había ensayado en la
Península Ibérica contra los descendientes de Israel desde
tiempos de Sisebuto.
Así, don Fernando y doña Isabel para evitar nuevas
ofensas contra la religión católica, de acuerdo con la
opinión de grandes y nobles caballeros y otras
personalidades de ciencia y conciencia, mandaban salir de
sus reinos y estados a todos los judíos, prohibiéndoles para
siempre regresar.
Se les otorgó un plazo de tres meses para que se
marcharan con sus hijos, criados y familiares de cualquier
edad y condición, con pena de muerte y perdición de todos
los bienes para los judíos que pisaren suelo español al
finalizar el mes de julio de 1492.
Para asegurar el riguroso cumplimiento del edicto de
expulsión, se imponía la perdición de todos los bienes de
todo ciudadano, caballero, magnate y prelado que les diese
amparo o auxilio transcurrido el plazo prefijado.
Se les autorizó a vender, trocar y enajenar sus bienes
dentro del plazo estipulado. Pero, tuvieron que mal vender
sus bienes raíces. Las sinagogas, cementerios y demás
edificios pertenecientes a las Aljamas eran donados a los
respectivos municipios. Una casa se vendía por un caballo
o una pieza de tela.
Los judíos salieron de España en medio de una gran
miseria, pues no se les permitió llevarse oro, ni plata no
moneda amonedada.
El edicto provocó la ruina de la comunidad judía
española.
Torquemada aprovechaba para dar muestras de su
diabólica intolerancia y fanatismo, promulgando en el mes
de abril decretando graves castigos a los cristianos que se
comunicaran o recibiera algún judío en sus dominios para
finales del mes de julio.
Así, la mano exterminadora del Inquisidor apuraba la
destrucción de los desterrados hebreos.
Los municipios de todo el reino se quejaron ante el
Rey debido que al partir los judíos ellos dejarían de
percibir los impuestos y tributos que no solamente
pagaban los judíos individualmente, sino también en
forma colectiva las aljamas.
Vergonzosamente, los Reyes permitieron que fueran
secuestrados los bienes de los judíos para indemnizar el
pago de supuestas deudas inexistentes. Es muy difícil
imaginar semejante injusticia de parte de Reyes que se
denominaban a sí mismo Católicos.
Los falsos acreedores cristianos mostraban sus
engañosos derechos que eran ejecutados rápidamente por
jueces corruptos e indecentes.
Se les deducía a cada judería los tributos reales
equivalentes a un año, quedando los judíos muy
empobrecidos.
Casi todas las industrias fueron arrebatadas mediante
secuestros públicos avalados por los jueces.
La muchedumbre veía a los judíos como seres
abominables tocados de mortífera pestilencia. Despojados
de sus bienes, amenazados con la muerte o la esclavitud,
se organizaron los judíos para la expatriarse.
Hubo ciudades en las que antes de marcharse, los
judíos se pasaron tres días seguidos en los cementerios
llorando desconsoladamente.
En los primeros días de agosto todos los caminos se
llenaron de más de 200.000 judíos que se dispersaron por
diferentes rumbos. Algunos dicen que fueron más de
300.000. Otros cronistas coetáneos dicen que se fueron
440.000 hebreos. Unos iban cayendo, otros levantando;
unos muriendo, otros naciendo, otros enfermando, a
caballo, en asno o a pie. Por donde pasaban les sugerían el
bautismo, cosa que muy pocos aceptaron.
Hostigados en todas partes sin consuelo abandonaron
las tierras de Aragón y de Castilla, desparramándose por
los confines de la tierra.
Del reino de León pasaron a Portugal 27.000 judíos.
De Andalucía salieron 3.000 familias. 20.000 penetraron
por Ciudad Rodrigo. 25.000 por Valencia.
Mil quinientos de permanencia judía en España
culminaban desastrosamente.
Teniendo en cuanta las matanzas que sufrieron los
judíos durante el siglo precedente, las numerosas
conversiones y los esfuerzos del proselitismo cristiano,
sospechamos que ni los mismos Reyes Católicos y sus
consejeros no imaginaban que aquella forzosa emigración
que ponía a prueba el ejercitado sufrimiento de los judíos,
hubiera de ser tan populosa.

***

Las peligrosas amenazas de la conservación de la


pureza e la fe católica debidas al contacto y relación con
los judíos, quedaba de este modo suprimida.
No entendemos entonces, por qué se no fue abolido el
Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.
Y si era tan urgente la separación definitiva de
cristianos y hebreos, ¿por qué esperaron los Reyes hasta
lograr el triunfo sobre Granada para firmar el edicto? Y,
¿por qué se les concedió a los judíos que vivían en tierras
dominabas por los musulmanes innumerables pactos,
convenios y capitulaciones?...
Entre la inmensa muchedumbre de los desterrados se
hallaban sus sabios y rabinos. Allí iban Rabí Isahak
Aboad, el último príncipe o gaón de los judíos castellanos,
don Isahak Abarbanel, administrador general de las rentas
reales, y Rabb don Abrahán Señor, antiguo consejero de
Isabel, Rabb Mayor de las aljamas hebreas y apoderado
general de los ejércitos que habían conquistado Granada.
Suspendamos aquí estas reflexiones para seguir a los
judíos en su dolorosa dispersión en otro capítulo. Pero
antes, veamos que sucedía en Navarra y Portugal, donde
también sufrían trágicos contratiempos.

CAPÍTULO VII

JUDÍOS DE NAVARRA Y PORTUGAL


DISPERSIÓN GENERAL DE LOS JUDÍOS DE
TODA IBERIA
(1474 a 1506)

Mientras en Aragón y Castilla los judíos estaban


expuestos a las calamidades, ya sea abrazando el
cristianismo, o prosiguiendo en la creencia mosaica, o en
la disyuntiva de caer en las hogueras del Santo Oficio, o
de morir víctimas de los desastres de la expatriación tan
inesperada y cruel, en Navarra y Portugal, eran vistos con
gran desconfianza.
La influencia ejercida por los Reyes Católicos en
Navarra era evidente.
Al amparo de la princesa Leonor los judíos
prosperaron notablemente.
Pero, al morir Leonor y su padre el rey don Juan en al
año 1479, ocupaba el trono Francisco Febo, hijo de don
Gastón de Fox y doña Magdalena de Francia.
Lamentablemente, el rey murió trágicamente
envenenado en 1483. Las sospechas cayeron sobre don
Fernando el Católico y el conde de Lerín.
La literatura española que culpaba a los judíos de todo
tipo de infamias, leyendas, crímenes e injurias se propagó
a Portugal y a Navarra.
Los municipios de Navarra solicitaron la represión de
los judíos por los supuestos abusos cometidos contra el
cristianismo, al burlarse de sus ritos sacros.
El rey Francisco Fedo prohibió a los judíos salir de las
juderías en días festivos. Y en los demás días no podían
salir a la hora que los cristianos estaban rezando en sus
iglesias.
Así prevenía el proselitismo con que se acusaba a los
judíos.
La separación entre los judíos y los cristianos fue una
aspiración constante de los legisladores, hasta la
promulgación del edicto de 1492. Su objeto era prevenir
que los cristianos se contagiaran con su ejemplo.
En el año 1484 doña Catalina de Fox y don Juan de
Labrit eran coronados en Navarra.
Los judíos de Navarra abandonaban frecuentemente
los barrios en los que se habían asentado.
En 1488, don Juan Labrit obligó a los judíos a vivir en
sus antiguos barrios.
En 1492 llegaron muchos judíos expulsados de
Castilla y Aragón a Navarra, que ya había servido de
refugio para los que huyendo de las matanzas populares de
años atrás se unieron a sus correligionario.
Acosados por las falanges de Torquermada muchos
solicitaron el amparo de Navarra.
Los dirigentes de Tudela consultaron con los de
Tafalla sobre el procedimiento a seguir con los judíos que
pretendían inmigrar desde los reinos expatriados temiendo
ofender a los Reyes Católicos.
El alcalde de Tafalla les respondió a los de Tudela que
no estaban dispuestos a recibir a los judíos de Castilla.
Sin embargo, pudieron entrar 12.000 judíos, la
mayoría provenientes de Aragón, tomando asiento en el
condado de Lerín. La mitad de la población de Lerín era
judía.
En 1498 se reprodujo en Navarra el edicto de
expulsión de 1942.
Casi todos los judíos de Navarra se convirtieron al
cristianismo. Los conversos de Navarra no regresaron al
judaísmo.
La mayoría se mantuvieron cristianos y los pocos que
prevaricaron y fueron castigados por la Inquisición venían
de otros lados.
El pueblo de Navarra los odiaba, tomándose la
licencia de pasarlos a cuchillos sin más autoridad que su
malevolencia.

***

Las pocas familias judías de Navarra se extinguieron.


En cambio, en el resto de Portugal, por más que el
proselitismo fuera vigoroso y las leyes civiles
enriquecieran a los conversos y empobrecieran a los
testarudos judíos, éstos no abandonaron su fe.
El proselitismo portugués no forzaba a los judíos a
convertirse, en cambio, con injusticia y crueldad se los
despojaba de todos sus bienes y derechos.

***

En 1481 murió el rey Alfonso V y lo sucedió su tercer


hijo, don Juan II, el Perfecto.
La anarquía señorial de la Edad Media trastocaba los
intereses de la corona. Don Juan II decidió ponerle coto.
El rey les quitó toda jurisdicción en lo criminal a los
magnates y señores de su reino.
El pueblo aplaudía la resolución del rey de abatir a los
nobles.
Al rey no le eran indiferentes las angustias de los
hebreos. Pues, sufrían los que desde antaño vivían en
Portugal. Y sufrían los que habían llegado desde España
como consecuencia del edicto de expulsión del 31 de
marzo de 1492.
No obstante, el pueblo los envidiaba porque los veía
ostentar el lujo por todo el reino.
El prohibió a los judíos vestirse con suntuosidad. Y
les mandó colocar una estrella bien visible sobre la boca
del estómago.
Los judíos administraban las rentas y los impuestos de
la corona. Y esto provocaba la envidia y el enojo de los
cristianos.
El rey salió en defensa de los judíos en varias
oportunidades. Pues estos eran atacados por el Santo
Oficio y por las iras populares.
Desde 1481 los judíos de Castilla emigraban a
Portugal.
El éxito social y económico de los judíos de Lisboa
encendía los odios nunca pagados de los cristianos.
En 1482 por tercera vez, la judería de Lisboa fue
saqueada y gran parte de sus inocentes pobladores
salvajemente asesinados.
Fue robada la casa del ilustre rabino don Isaac
Abarbanel, quien perdió todo su patrimonio y todos sus
libros.
La emigración de los judíos de Castilla coincidió con
las epidemias de la peste de 1483 y 1484.
El gobierno de Lisboa ordenó a los judíos abandonar
la ciudad como medida sanitaria a fin de prevenir tantos
males.
Así, los judíos fueron expulsados de sus casas.
Muchas otras villas y ciudades siguieron el triste
ejemplo de Lisboa y expulsaban de sus dominios a los
pobladores judíos.
Nadie quería recibir a los hebreos provenientes de
Castilla
El rey don Juan II publicó un edito en abril de 1487
reprobando que se rechazar a los judíos del lugar en donde
moraban.
Los conversos que eran denominados como renegados
por los judíos, recibieron por parte de los cristianos el
denigrante epíteto de marranos.
Esta era la situación de los judíos de Portugal al
publicarse el edicto expulsión de los Reyes Católicos del
31 de marzo de 1492.
Gran contingente de emigrados españoles buscaron
refugio en Portugal son recordar que allí, como en casi
toda Europa, los esperaba el antagonismo de raza y el odio
de religión, agudizados desde las emigraciones que
siguieron a las matanzas de 1391 sobre todo el territorio
español.
En casi todas las Iglesias de Portugal existía la
costumbre de obligar marchar en procesión delante de la
comitiva de cristianos que festejaban la pasión de Cristo,
al rabino principal de la ciudad portando una Torá y
danzando en señal de humillación y vergüenza frente a los
evangelios del catolicismo.
Y esto agravaba cada vez más el odio popular hacia
los hebreos.

***

Durante los meses que precedieron al edicto de


expulsión de los judíos de Castilla, fueron enviados
exploradores a Portugal para decidir sobre la conveniencia
de una emigración masiva.
Los exploradores dictaminaron: “La tierra es buena, la
gente es boba, el agua es nuestra; bien podéis venir que
todo lo será”.
Obviamente, esto es una invención inverosímil e
injuriosa.
En total emigraron a Portugal 80.000 judíos.
Antes de ingresar a Portugal pidieron autorización al
rey.
El rey les prometió protección bajo las siguientes
condiciones:
1.- Los judíos de Castilla entrarían a Portugal por
ciertos lugares asignados previamente.
2.- Pagarían al rey 8 cruzados por cabeza.
3.- Sólo podrían permanecer en Portugal por el
término de 8 meses.
4.- Todos los judíos que no figurasen en el registro de
los oficiales de las fronteras, o que no saliesen de Portugal
después de transcurridos los 8 meses, serían dados por
esclavos.
5.- El rey don Juan suministraría a los judíos navíos
suficientes para transportarse a donde mejor quisieran,
pagando ellos sus respectivos y exorbitantes pasajes.
Solamente podrían permanecer en Portugal 600
familias castellanas si pagaban al rey 60.000 ducados.
Además cada judío inmigrante debía portar un
documento que acreditase que provenía de una ciudad
libre de toda pestilencia.

***

Mientras tanto, los 200.000 judíos expulsados de


España tomaban diversos rumbos hacia los confines de la
tierra.
Los despedazados restos del pueblo de Israel que
antaño iluminaron la civilización española con gran
opulencia, suplicaban asilo sin encontrarlo en las naciones
del mundo árabe y cristiano.
No podía ser más triste y dramática la suerte que el
destino les deparaba en todos lados.
Los que se embarcaron en el Puerto de Santa María
fueron apresados por el pirata, el corsario Fragoso, quien
aterraba el mar Mediterráneo.
Rabí Leví Ha-Cohen era el guiaba a estos judíos
expatriados.
Le ofreció al pirata 10.000 ducados para que los
dejara desembarcar libremente.
El corsario aceptó la oferta. Pero, los judíos
desconfiando del pirata prefirieron levar anclas a la
medianoche tomando el rumbo de Arzilla.
Una ruda tormenta los sorprendió y lo echó a las
costas de España en Cartagena.
De los 20 navíos que habían partido del puerto de
Santa María 3 se perdieron y 17 llevaron maltrechos a la
costa.
150 judíos saltaron a la costa para pedir allí las aguas
del bautismo y regresar a sus hogares.
La flota zarpó nuevamente al mar; y nuevamente fue
arrogada a las costas al puerto de Málaga, casi
completamente destrozada.
Allí pidieron y recibieron el bautismo 400 almas, con
permiso para regresar a Castilla.
Los que se negaron a renegar de su fe siguieron la
terrible travesía desembarcando al fin en Arzilla. Y desde
allí fueron a Fez, que sería teatro de muy grandes
desventuras.
Todo esto les ocurrió a los judíos que se habían
embarcado en Gibraltar, Valencia y Tortosa formando una
inmensa muchedumbre.

***

En las playas de Arzillas gobernaba en nombre del rey


don Juan de Portugal, el conde de Borda.
El rey de Fez interesado en sacar provecho del mar
revuelto envió a sus capitanes moros para negociar con los
judíos.
En sus dominios los hebreos sufrían permanentes
malos tratos. La mayor parte de la población judía de Fez
había emigrado de España al comienzos del siglo IX.
Los judíos eran asaltados en los caminos por feroces
tribus. Los capitanes del rey no los defendían, y es
probable que ellos mismos los entregaban a los asaltantes.
No hubo ningún género de atropellos e insultos que
no sufrieran.
Los berberiscos les quitaban cuanto llevaban
golpeándolos e hiriéndolos cruelmente, violando a sus
esposas e hijas en presencia de padres y hermanos, hijos y
maridos, degollando con placer y sangre fría a los que
osaban de algún modo resistirles.
Al escuchar estas lamentables noticias, los que iban
arribando a las costas de Arzilla acampaban temiendo
iguales desventuras si seguían adelante con dirección a
Fez.
En sus propios hogares no se convirtieron al
cristianismo por temor a perderse para siempre. Pero, bajo
el inhumano cielo del África el terror y el espanto hizo que
se dividieran en dos grupos. Uno de ellos se dirigió al
conde de Borda en demanda del bautismo que les fue
concedido en masa rociándolos curas y frailes con hisopos
de agua bendita. Otros con mayor valor se internaron en el
reino de Fez consumando así su desdicha.
En 1493 los que se convirtieron regresaron a Castilla.
Los conversos fueron míseramente despojados y
diezmados causando la compasión y lástima general.
Los judíos no pudiendo soportar la tiranía y barbarie
de los sarracenos, regresaban a los puertos para refugiarse
en el bautismo y regresar a España.
Desnudos, descalzos, hambriento y en la más
lamentable miseria cruzaban nuevamente el Estrecho de
Gibraltar los que lograban salvar sus vidas.
El Cura de los Palacios, contemporáneo a estos
sucesos, describe sus desgracias en la Crónica de los
Reyes Católicos (CXIII), con estas palabras: “Cuando
venían de Fez a Mazalquivir e dende Arzilla, salían a ellos
los moros e los desnudaban, en cueros vivos, e se echaban
con sus mujeres por fuerza, e mataban los hombres e los
abrían, buscándoles el oro en el vientre, porque supieron
que lo tragaban. E después de haber padecido tantos
males, viéndose libres acá, daban gracias a Dios que los
avia sacado de entre tales bestias”.

***

Mientras tanto se había cumplido el plazo fijado por


el rey don Juan II de Portugal para que los judíos
inmigrantes de Castilla saliesen de su reino. El rey los
expulsaba porque no habían pagado el precio exigido para
el hospedaje, o porque excedían el número de familias
permitidas.
El rey mostró tal enojo contra los prófugos de Castilla
que éstos pensaron que había llegado la hora de su total
exterminio.
Arrebatando a sus hijos con violenta e inaudita
crueldad los bautizó en masa y los envío a las inhóspitas
islas de los Lagartos, exigiéndoles en breve término el
pago de lo pactado. A los que no podían pagar los tomaba
como esclavos. Y los más afortunados sólo obtenían un
pasaje hacia el África cambio de todas sus pertenencias y
dineros.
Aterrados unos por las noticias de lo que les había
ocurrido a sus hermanos en manos de los berberiscos, y
desprovistos los otros del oro que se les pedía, llegaba el
fatal momento de cumplirse el plazo designado por el rey
don Juan, quien vendía y disponía de los judíos de
Portugal como esclavos. Los padres de familia fueron
cruelmente separados de su legítima prole.
El rey quebrantaba así el pacto establecido con los
judíos provenientes de Castilla y que buscaron amparo en
suelo portugués.
Las mismas ruinas compartieron los que se fueron al
África con los que se quedaron en Portugal.
En 1495 murió prematuramente el rey don Juan II. Y
con su muerte el porvenir de los hebreos fue menos triste.

***

Fue coronado el duque de Beja, don Manuel, primo y


cuñado del rey muerto, quien restituyó su libertad a los
judíos de emigrados de Castilla. También ordenó que
regresaran de las islas desiertas los hijos de éstos que
sobrevivieron a las del feroz destierro en las islas de los
Lagartos.
Los judíos a cambio le ofrecieron al rey grandes
sumas de dinero que éste no quiso aceptar por no deslucir
su generosidad.
Pero, no duró mucho la protección del rey. Al poco
tiempo la población judía de Portugal cayó en la más
amarga desgracia padecida en suelo portugués.
El rey don Manuel de Portugal pidió la manos de la
princesa Isabel, hija de los Reyes Católicos, Fernando e
Isabel.
La novia respondió que aceptaría como esposo a Don
Manuel si previamente expulsara de sus reino a los judíos,
porque no se casaría con quien acogía a gente tan mala
Cedió el portugués a la exigencia de la princesa.
En un mes echó de sus dominios a todos los
interrogados por el Santo Oficio.
Decretó que a finales de 1496 todos los judíos del
reino, tanto los emigrados de Castilla como los que allí
vivían desde hacía muchos siglos, debían abandonar los
dominios de Portugal.
La boda se realizó en septiembre de 1497.
Don Manuel faltó a su palabra traicionando a los
judíos lastimando, además, los mismos intereses del
Estado al prescindir de los servicios de los ilustrados
hebreos.
Don Manuel justificaba la expulsión de los judíos
alegando que éstos odiaban a los cristianos cometiendo
contra ellos grandes crímenes. Declaraba que pesaba sobre
los hebreos una maldición que los mantenía tercos y
obstinados en el error de su fe y que dañaba a muchos
cristianos que eran apartados de la verdadera senda de
Jesucristo.
Entonces el rey y sus magistrados publicaron las
siguientes resoluciones:
1.- Que todos los judíos “horros” (libres) que vivieran
en Portugal saliesen de sus dominios, bajo pena de muerte
natural y pérdida de sus haciendas a favor de quienes los
acusaran.
2.- Que pasado el término fijado al intento, cualquier
cristiano que tuviese escondido algún judío perdiese por el
mismo hecho toda su hacienda y bienes a favor de quien
los descubriera.
3.- Que con su bendición y bajo pena de su maldición
eterna, ninguno de los reyes sucesores dejara morar en
tiempo alguno en los reinos y señoríos portugueses a
ningún judío, cualquiera que fuese la condición o el
pretexto.
4.- Que pudiesen los judíos salir libremente con
todas sus haciendas, pagándoles religiosamente los
créditos que por todo concepto tuviesen a su favor.
5.- Que se les facilitara, para su partida y despacho,
los medios y auxilios convenientes; y
6.- Finalmente, que las juderías indemnizaran a los
gobiernos a causa de las rentas y derechos que dejarían sin
pagar con motivo de la expulsión.
El 31 de octubre de 1497 expiró el plazo fijado por el
edicto de expulsión de Portugal.
Los primeros días de abril de 1497 don Manuel
dispuso que al llegar el domingo de Pascua se les
arrebataran a los hebreos todos sus hijos e hijas menores
de 14 años para que sean bautizados en el acto y
distribuidos en ciertas villas y ciudades del reino, donde
serían adoctrinados en el cristianismo a expensas de la
corona.
Este decreto provocó la desesperación y el luto de los
judíos.
Escriben testigos coetáneos: “Muchos mataban a sus
hijos para hurtarlos de tan cruel profanación; muchos se
daban la muerte a sí propios, por no ser cómplices del
sacrilegio. Yo vi (decía un prelado dignísimo) aquellos
padres con las cabezas cubiertas en señal de suprema
tristeza y dolor, llevar a sus hijos a la pila del bautismo,
protestando y poniendo a Dios por testigo de que querían
morir en la ley de Moisés”. (Obispo don San Jerónimo de
Osorio.
El decreto el rey don Manuel se cumplió
irrevocablemente.
En octubre los judíos marcharon hacia los puertos de
Setúbel, Porto y Viana donde se embarcarían siguiendo las
órdenes del rey para abandonar definitivamente Portugal;
sin embargo, al último momento el rey cambió de parecer
y dispuso que los judíos solamente podrían embarcarse en
el puerto de Lisboa.
Los judíos engañados no sospecharon que bajo esta
disposición se ocultaba la más terrible traición y perfidia.
El rey don Manuel había organizado las cosas de tal
modo que no sólo era insuficiente la cantidad de naves
sino que además faltaba lo más necesario para la provisión
y el abastecimiento.
Al llegar el instante de zarpar los oficiales del rey
apresaron a todos los judíos que no había podido abordar
las naves por no haber disponibilidad de espacio, y los
declararon en el acto esclavos de la corona.
Y no era esta la primera vez ni la última en que los
barcos que debían sacar a los judíos fuera de Portugal
faltaron a la cita.
Los judíos escapados de Castilla fueron así vilmente
traicionados por el rey de Portugal quien se apoderó
fraudulentamente de sus dineros; pues, debemos aclarar
que la comunidad judía había pagado muy alto por los
pasajes de los barcos que luego no partían.
No era posible que la crueldad, la iniquidad, el engaño
y la violencia llegasen a un mayor extremo.
Y para colmo de males, el rey don Manuel, en su
perversidad, dando apariencia de obrar bondadosamente
otorgando la libertad a los judíos que habían sido
esclavizados, los forzaba a ser bautizados.
Pero, los hebreos se resistieron absolutamente a ser
bautizados prefiriendo sufrir el martirio.
Sin embargo, los judíos fueron conducidos como
rebaños a las iglesias católicas arrastrados de los cabellos,
y allí se les arrojaba el agua del bautismo.
El fanatismo de los cristianos les hizo creer que así
obtenían la salvación eterna de las almas de los que así
fueron obligados a convertirse.
Entre estas víctimas se encontraban Isaac Abarbanel,
Abraham Usque, Rabí Abraham Jehudá Jayat y Rabí
Abraham Ben-Zucuto.
Algunos historiadores dan testimonio de que muchas
madres judías prefirieron dar muerte a sus hijos recién
nacidos antes de entregarlos a la herejía cristiana.
Muchísimos judíos se mantuvieron firmes en sus
convicciones hasta encontrar la muerte en manos de los
fanáticos cristianos.
Otros se arrojaban a los pozos y cisternas antes de
abjurar de la religión de sus padres.
Y la mayoría murió víctima de la terrible violencia de
la sarcástica “conversión general”.
Portugal, que durante las épocas de más barbarie se
había salvado de presenciar los terribles y sangrientos
espectáculos que manchan la historia de Navarra, Aragón
y Castilla, entraba con el rey don Manuel a engrosar la
vergonzosa lista de los crímenes de la Europa antijudía de
la Edad Media.
Tales atentados fueron reprobados por las almas
nobles y generosas. El obispo y cronista del rey don
Manuel, don Jerónimo de Osorio y cientos escritores
ibéricos, calificaron la acción del rey como injusta,
engañosa y en contra de los judíos, para escarnio de las
leyes y sacrilegio de la religión.
La voz del obispo llegó hasta los oídos del Papa en
Roma, quien horrorizado al enterarse de tantas injusticias
cometidas salvajemente contra el pueblo hebreo, decidió
protegerlos.
La corte de Portugal se unía a la voz del Papa para
refrenar los desbordes criminales del rey don Manuel.
Por espacio de cinco pontificados y 23 años se entabló
un proceso entre Roma y Lisboa. (Alejandro VI, Pío III,
Julio II, León X y Adriano VI; desde 1499 a 1522).
El rey Manuel fue duramente criticado y censurado
por la cristiandad. ¿Cómo era posible pretendiera convertir
a los judíos por la fuerza al cristianismo? ¿Cómo es que
pretendía quitarles la libertad que Dios les dio? Y además
arrancar a los hijos del seno de sus padres era un crimen
atroz.
De tanto terror y violencia solamente 7 u 8 israelitas
se mantuvieron y persistieron públicamente en la ley de
Moisés tras la llamada “conversión general”.

***

El 30 de mayo de 1497 el rey don Manuel ordenó que


los jueces del reino se abstuvieran por el término de veinte
años de hacer toda pesquisa sobre la conducta religiosa de
los conversos, a fin de que éstos se olviden de sus antiguas
creencias y entrasen de lleno al gremio del cristianismo.
Ordenaba que después de transcurridos los 20 años,
los conversos adquiriesen los mismos derechos y
obligaciones de los cristianos.
Si recaían en su antigua fe todos sus bienes serían
confiscados. Los bienes confiscados en vez de pasar al
fisco como era costumbre, pasarían a sus herederos
cristianos.
Permití que los médicos conversos usaran libros
hebreos para consultar sobre su ciencia.
Prometía que los conversos serían tratados con la
misma legislación que los cristianos; no habría diferencias
de raza.
Todas estas resoluciones contrastaban con las
disposiciones tiránicas de antes. Parecía que una nueva
época de tolerancia llegaba para los descendientes de
Israel.
No obstante, los judíos no confiaban en las promesas
del rey don Manuel y comenzaron a emigrar lentamente
llevándose sus riquezas.
Como consecuencia, el 20 de abril de 1499 anuló
todas las anteriores disposiciones que beneficiaban a los
conversos.
Regresó a su política de exterminio, represión y
violencia.
Para evitar que los capitales hebreos salieran de
Portugal, prohibió el comercio con los conversos.
Ordenó que nadie les comprase sus bienes raíces sin
permiso del rey. Y prohibía a los conversos viajar fuera de
Portugal sin su consentimiento expreso.
Es decir, que dos años después de decretar la ley que
protegía a los conversos en 1497, rompía sus palabra y los
traicionaba nuevamente.
Retirada la protección del rey los conversos volvieron
a su antiguo estado de raza proscrita, y en consecuencia, la
muchedumbre cristiana de Lisboa acometió con todo el
furor y el odio sanguinario derramando a raudales la
sangre hebrea. Se reprodujeron los horrores del años 1391.

***

Mientras se celebraba la Pascua de 1504 un grupo de


conversos conversaban pacíficamente en la Rua Nova.
Imprevistamente fueron asaltados por una turba de
muchachos que apenas frisaban los 15 años de edad.
No hubo insultos, injuria ni denuesto que prodigaran
los cristianos a los conversos.
Agotada la paciencia y la prudencia, uno de éstos
desenvainó su espada y golpeó a los rapaces hiriendo
alguno.
Entonces, los cristianos viejos acudieron de todos
lados para vengarse de lo cristianos nuevos.
EL gobernador acudió en medio de los disturbios
logrando refrenar las iras populares y apresando a 40 de
los agresores.
Sometidos a juicio, aunque se probó su inocencia, se
los sentenció a recibir azotes públicamente y al destierro
perpetuo en la isla de Santo Tomé.
Interpuestos los ruegos a la reina consiguieron que la
condena se redujera solamente a los azotes.
Sin embargo, este espectáculo de vergonzoso incitaría
las iras de la muchedumbre y el odio popular hacia la raza
hebrea, provocando en breve los más terribles desastres.

***

Durante las primavera de 1506 la pestilencia asolaba


Lisboa. El pueblo rogaba a Dios por misericordia ante
tantas víctimas de la epidemia.
El 15 de abril de 1506 saliendo una numerosa
procesión de la iglesia de San Esteban en dirección al
convento de Santo Domingo, se veneraba la imagen de
Jesús Crucificado.
Junto a esta imagen había un receptáculo de crital. con
la hostia consagrada.
El reflejo de la luz a través del cristal producían
efectos de multiplicados y cambiantes colores.
Alguien señaló que aquello era un milagro y la
fantasía popular se apegó a esta creencia.
5 días transcurrieron en medio del general asombro.
Era domingo y la iglesia estaba llena. Algunos frailes
admitían el prodigio. Pero, lamentablemente se acercó un
converso y como tal ilustrado y enemigo de las
supersticiones y declaró que el efecto de la
descomposición de los colores (el supuesto milagro) era
una ilusión óptica.
El converso tuvo la infeliz idea de demostrar su
proposición a los cristianos viejos que estaban junto a él.
Éstos lo llamaron blasfemo. Cundió el rumor de la
blasfemia como una chispa eléctrica entre la
muchedumbre, que lanzándose sobre el cristiano nuevo lo
arrastraba al atrio de la iglesia, asesinándolo y
quemándolo en un abrir y cerrar de ojos.
El volcán de los odios y venganzas contra los
conversos había estallado, y en nombre del Dios de Amor
empezaron las matanzas.
Un fraile de Santo Domingo excitaba con su
elocuencia el fanatismo de la muchedumbre. Salían de
todos los conventos armados de un crucifijo, al grito de
“¡Herejía!” derramando por todo Lisboa la sangre de los
indefensos y desprevenidos cristianos nuevos.
Como había sucedido en Barcelona en 1391.
abandonando los barcos que anclaban en el puerto, una
turba inmensa de marineros de todas las naciones, invadía
la ciudad, que en breves instantes se convirtió en un
espantoso campo de matanzas.
En vano intentó el gobierno de la ciudad poner freno
al sangriento frenesí popular.
Arrebatados por el furor de los predicadores que
repetían sin tregua al caer las víctimas el grito horrible de
“¡Quemarlos! ¡Quemarlos!”, iban cayendo en todas las
casas de los conversos asaltando y matando a hombre y
mujeres, ancianos y niños.
Se hicieron dos enormes hogueras, una a orillas del
río Tajo y otra en la plaza del Rocío, en donde se
incineraban los cadáveres que eran impíamente arrastrados
por las calles de Lisboa.
La terrible carnicería duró por tres días. Y las escenas
espantosas se hacían cada vez más repugnantes.
El robo, el estupro, el asesinato, el incendio de los
hogares y el fuego de los quemaderos en los que ardían
grupos de 20 a 30 cadáveres pintaban el horroroso cuadro
encontraron una muerte abominable casi 4.000 judíos que
habían sido obligados a convertirse al cristianismo unos
pocos años antes.
Algunos cristianos viejos confundidos con cristianos
nuevos salvaban sus vidas mostrando que no habían sido
circuncidados.
Ni el cansancio ni la hartura, sino la falta de casas que
robar, mujeres que prostituir, sangre que verter, cadáveres
que echar a las llamas, aplacaba finalmente la pasión
criminal de la muchedumbre.
Pasados los tres días los frailes regresaban a sus
conventos.
En Lisboa murieron aproximadamente 4.000
conversos y en las aldeas aledañas fueron muertos a
manos de los campesinos los que intentaban salvarse
abandonando la ciudad.
Enterado el rey de los disturbios, envío a dos próceres
a poner orden. Éstos ahorcaron 60 de los amotinados,
cortando las manos y descuartizando a algunos.
Dos frailes que acaudillaron a la turba fueron
sentenciados muerte y quemados públicamente sus
cadáveres.
El rey expulsó de Lisboa a los demás frailes
dominicanos por no haber contradicho a sus colegas que
excitaron la ira popular.
Y a la ciudad que había sido indiferente o cobarde en
refrenar los crímenes, le quitaba todos sus privilegios
despojándola por tres años de los títulos de “muy noble y
muy leal” con que la distinguía.
Los marineros, al igual que los de Barcelona, burlaron
todo castigo haciéndose a la mar cargados de las riquezas
robadas.
El rey tomó la medida de regresar a los conversos sus
libertades y sus derechos, prometiendo en lo futuro no
hacer leyes discriminatorias.
Los conversos de Portugal aprendieron que las
hogueras provocadas por los frailes dominicos y las turbas
populares hacían el mismo oficio que los quemaderos de
la Inquisición en Aragón y Castilla.

***

Los judíos de Granada habían sido amparados por la


piedad del arzobispo fray Hernando de Talavera, quien
autorizó su permanencia en sus moradas burlando el edicto
de expulsión del 31 de marzo de 1492.
Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, habían
rescatado a Granada del Islam. Fray Hernando Talavera
quería conquistar sus almas y convertirlos al cristianismo.
Para el arzobispo solamente existía un medio de
proselitismo: la predicación evangélica.
Fue inmensa la muchedumbre que logró convertir al
cristianismo con su piadosa misericordia.
El arzobispo empleó todo tipo de sacrificios y ternuras
para convencer a los sarracenos y a los judíos de abrazar el
bautismo.
Honraba a los pobres judíos dándoles grandes
limosnas.
Pero esta obra del amor y la predicación religiosa que
acercaba a mahometanos y judíos a la fe de Cristo, fue mal
interpretada por la envidia , el fanatismo y la calumnia que
dirigía sus tiros contra los judíos conversos.
Denominaron a los conversos con los infamantes
epítetos de “marranos, perros y herejes”.
Consideraron una humillación que el arzobispo,
antiguo confesor de Isabel, tratara a los conversos como si
fueran prójimos cristianos viejos.
En 1499 el cardenal Ximénez Cisneros exaltó la
impaciencia de los Reyes Católicos, difamando y
calumniando la obra de la pacífica persuasión que llevaba
a cabo fray Hernando con los judíos y mahometanos que
se convertían al cristianismo; y el amor evangélico se
transformó en la más cruda y terrible violencia.
Fray Hernando, por su parte, escribía una carta a los
Reyes Católicos fechada en 30 de marzo de 1500, en la
que decía que “Acá los que me habían de ayudar,
estorban; no con mala intención, sino porque les parece
que aciertan”.
Esta ingenua y noble declaración condenaba el
empleo de la violencia cuyos sangrientos frutos ya conoce
el lector.
Muerta la reina Isabel en 1504, el arzobispo fray
Hernando era acusado de “judaizante”.
El inquisidor Diego Rodríguez Lucero era un
monstruo feroz que perseguía a los más ilustres y ricos
conversos de Córdoba.
No pudiendo encarcelar al arzobispo en las cárceles
de la Inquisición sin el permiso del Papa, optó por
arrastrar al calabozo a su virtuosa hermana y sus inocentes
sobrinos que vivían con él.
Asimismo, encarceló a todos sus ilustres allegados y
doctos parientes.
Fray Talavera era un obstáculo para los maléficos
objetivos de la Inquisición. Mientras vivía la reina no se
atrevieron a incriminarlo, por la reina conocía la
integridad moral del arzobispo y no querían irritarla.
El criminal inquisidor, Lucero, consideraba al palacio
del noble Arzobispo como si fuera una verdadera
sinagoga.
El amor que fray Hernando mostraba a los judíos para
lograr convertirlos y las conversiones que realizaba, eran
consideradas como una herejía e infame superchería.
El inquisidor Lucero fue una vergüenza para la
historia de la cristiandad; su diabólica misión estaba
inspirada en el más abominable odio a la verdad, la
justicia y la vida.
Finalmente, quedó desbaratada la noble empresa del
Arzobispo de Granada quien había intentado lograr la
conversión total de judíos y mahometanos.
Triunfó la intolerancia sobre la piedad del fray
Hernando.
La inquisición no consideró válidas las conversiones
de los judíos granadinos y los atacó con la misma
brutalidad que al resto de sus hermanos dentro de la
Península Ibérica y las islas Baleares.
Los judíos de Granada se dispersaron, y muchos
buscaron y suplicaron la protección de los moros del
África, tierra inhóspita e ingrata, que los recibió aún con
mayor crueldad y salvajismo.
Otros grupos se dirigieron con rumbo incierto a las
regiones del Norte de Europa, y algunos, marcharon hacia
el Asia.
Los que vivían en el oriente de España buscaron
refugio en las costas del Levante.
Los que vivían en el centro de Castilla corrieron a
implorar clemencia y hospedaje a los pueblos del Norte
Francia, Italia, las islas de Archipiélago y los
dominios de Constantinopla, se llenaron de familias
judías, que después de sufrir un sinfín de calamidades,
lograban salvarse de la terrible tormenta que los azotaba.
En Marsella, Tolón, Perpiñán y Lyon se reponían de
las pérdidas se sus comercios.
Nápoles y Génova les abrían sus puertos.
Los judíos llegaron a Nápoles en 9 calaberas. Relata
Rabí Isaac Abarbanel que en esa misma época se desató en
Nápoles una terrible peste que duró un año. Con motivo de
la epidemia los judíos fueron perseguidos
implacablemente.
Ferrara y Venencia los acogía con benevolencia.
Ragusa, Salónica y Carfú les daban amigable tránsito
en su camino hacia Constantinopla y el Cairo.
Lo mismo sucedía en Bayona, Burdeos y Nantes
(Francia).
Douvres, Londres y York (Inglaterra) los recibían.
Bruselas, Aquisgrán, Leyden y Amsterdan (Países
Bajos) fueron otros destinos para los desdichados hebreos.
Upsal, Halmstad y Copenhague, en Suecia y
Dinamarca; Hamburgo, Nuremberg, Leipzig y Berlín, en
Alemania; todas estas ciudades recogían los despojos de
tan lamentable naufragio, enriqueciendo su industria y
comercio con la llegada de los desterrados judíos.
Descubierto el Nuevo Mundo por Cristóbal Colón
emigraban hacia América muchos judíos huyendo de las
redes de la inquisición, disfrazados de cristianos. Estos
infelices fueron perseguidos por el Santo Oficio. La
mayoría de los conversos emigrados a las costas de
América profesaban en secreto la religión de sus mayores.
En el año 1650 declara el escritor hebreo Menasséh
Ben-Israel que escapando del Santo Oficio de Portugal
encontró intactos los antiguos ritos de los judíos en el Sur
de América.
Así fue que los judíos de España y Portugal llevaron
la lengua y cultura ibéricas a diversas regiones de la tierra.
En África, Asia, Islas del Archipiélago donde existen
judíos descendientes de los españoles, conservan todavía
el habla española, guardando sus arcaísmos y un poco
deformada.
Muchas sinagogas de Italia, Francia, Inglaterra y
Alemania usaron hasta mediados del siglo XIX los libros
de rezo que sacaron de España, aunque modificados.
En Tetuán, Tánger, Fez, Tesalónica, Esmirna,
Constantinopla y Jerusalem vivieron un poco alejados de
la civilización y por ello mantuvieron con más pureza el
romance español de fines del siglo XV.
En medio de todas las desgracias e infortunios que
padecieron con la expatriación, hallaron finalmente
hospitalidad, en regiones muy distantes, pero sin olvidar a
su querida patria donde quedaban abandonados los huesos
de sus abuelos.
Muchos abrazaron sinceramente la religión católica,
pero tuvieron que afrontar luego los rigores del Santo
Oficio.
Muchos conversos prófugos de las persecuciones de
Torquemada, obtenían en Roma la rehabilitación de su
fama que los purificaba de la infamia de herejía y les
devolvía todos sus derechos.
Los inquisidores los recibieron con cierta
benevolencia en un principio.
Pero, al poco tiempo el Tribunal del Santo Oficio se
creyó con el deber indeclinable de investigar a todos los
conversos para frenar lo que consideraban una deshonra y
una peste para la nación española.
El 3 de abril de 1487 Torquemada recibía la
autorización del Papa Inocencio III para que todos los
príncipes católicos ayudaran al Inquisidor General de
España a atrapar a los fugitivos que él mismo designara,
enviándolos al Tribunal del Santo Oficio más cercano a las
fronteras.
El Papa impuso la pena de excomunión para los
desobedientes de las ordenes del Santo Oficio. Sólo el rey
estaba exento de esta norma.
De esta forma quedaron abolidas todas las garantías
personales.
Torquemada se quejó al Papa sobre las
rehabilitaciones de la fama con que en Roma se disculpaba
a los fugitivos de la Inquisición que buscaban el amparo
del Papa. Esto dañaba los macabros intereses del Santo
Oficio.
Intervinieron los Reyes Católicos a favor de la
petición del diabólico Torquermada, y finalmente, el Papa
anulaba todas las rehabilitaciones de la fama que había
otorgado.
Todas las disculpas y rehabilitaciones que habían sido
otorgadas desde Roma a los conversos españoles quedaron
anuladas.
El 2 de agosto de 1498 los Reyes Católicos decretaron
que todos los conversos que luego regresaran a su antiguo
credo del judaísmo, no podrían pisar el suelo de España
bajo ningún pretexto; y si alguno fuera hallado recibiría la
pena de muerte y la pérdida de sus bienes por apostata y
hereje.
Y estas penas debían ejecutarse inmediatamente. El
juez que no aplicara toda la severidad de la ley en
ajusticiar a los herejes judíos perdería todos sus bienes y
su oficio.
Pero, no pudo Torquemada cumplir su ambición de
cerrarles para siempre las puertas de España a los judíos,
si bien pudo saborear el placer de echarlos de ella.

***

Otro dominicano llamado don fray Diego Deza le


sucedió en el cargo de inquisidor general a Torquemada.
Diego Deza era maestro del rey Juan y obispo de
Palencia.
No hubo mejor heredero para la crueldad de
Torquemada que éste odioso predicador .
En 1499 el nuevo inquisidor dispuso que los judíos
que habían optado por la conversión en vez de la
expatriación, debían acreditar que estában canónicamente
bautizados. Además obligó a los que antes habían sido
rabíes o maestros de la ley, a vivir en pueblo distantes y
separados del resto de los conversos, quienes debían asistir
irreprochablemente cada domingo a misa y fortalecer sus
conocimientos sobre la doctrina cristiana.
Y como había muchos judíos que retornaban a España
en tránsito o para recuperar algo de sus abandonados
negocios, Diego Deza propuso a los Reyes Católicos que
promulgaran una aclaración sobre el edicto del 31 de
marzo de 1492, prohibiendo bajo pena de muerte y
absoluta confiscación de bienes, al permanencia de
cualquier judío en suelo español.
Este nuevo edicto fue proclamado el 5 de septiembre
de 1499 y se aplicó con tal rigor que no se les permitió a
los judíos encontrados en los reinos de Aragón y de
Castilla, la disculpa o subterfugio de pedir el bautismo, y
fueron quemados vivos inmediatamente.
No obstante, los judíos que quisieran entrar a España
en forma legal podrían hacerlo si previamente se
convertían al cristianismo en las fronteras, antes de
ingresar.
Y así se les cerraban definitivamente a los judíos las
puertas de España.
Los judíos, por su parte, nada habían dejado de hacer
durante este largo y tortuoso proceso, para evitar que
fueran esparcidos los restos de su pasada prosperidad por
todos los rincones de la tierra.
El sufrimiento, la cautela, la constancia, la actividad,
la sumisión y la humildad, no sin la cooperación
inteligente y virtuosa en los altos fines de la civilización
española, durante aquellos siglos de lucha y de pruebas,
los sostuvieron en el martirio y lo fortificaron en la fe de
sus mayores.
La no interrumpida persecución despertó en el ánimo
de los judíos el más ardiente celo en el cuidado de sus
leyes y costumbres tradicionales.
Aunque por otro lado, muchos de los que
abandonaron su fe para convertirse al cristianismo
mostraron un gran fanatismo que los impulsaba a cometer
repugnantes crímenes contra sus antiguos hermanos.
Finalmente, la fe y la perseverancia de los judíos se
había quebrantado. Sin embargo, el terror y el interés obró
sobre ellos sólo en forma individual y con escasos frutos
en favor del cristianismo, porque muy pocos fueron los
judíos que se convirtieron al cristianismo sinceramente, y
la mayoría prefirió el martirio de la muerte y las torturas
de la expatriación para no traicionar la fe de sus mayores.
En nombre de la religión católica quedaba consumada
la obra de la intolerancia y el fanatismo.
Los judíos lloraban, lejos de los hogares maternos, su
perdida patria.
¿Qué habían ganado en realidad los cristianos con este
inmenso sacrificio?
¿Qué bienestar traería a la cultura española la
expulsión de los judíos?
¿Hasta que punto es digna de alabanza o injuria
(censura) la política de expulsión por parte de los Reyes
Católico?
Consideraremos en el siguiente capítulo estas difíciles
cuestiones, procurando ser completamente imparciales,
circunspectos y precavidos en el juicio que haremos sobre
el edicto de expulsión del 31 de marzo de 1492.
CAPÍTULO VIII

EXAMEN Y JUICIO DEL EDICTO DEL 31 DE


MARZO DE 1492

Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre las


causas y consecuencias del Edicto de Expulsión de los
judíos del suelo español, firmado el 31de marzo de 1492,
llegando a contradecirse en sus variadas opiniones.
Ningún narrador judío ha mostrado imparcialidad ni
un punto de justicia sobre el terrible Edicto; por el
contrario, se lamentan amargamente, protestando ante
semejante injusticia contra su pueblo: los Reyes Católicos
fueron crueles tiranos y Dios los castigó a ellos y a sus
hijos.
La reina murió, el rey fue perseguido por su yerno y
sus vasallos. El primero de sus hijos se casó a los diez y
siete años, pero no tuvo descendencia. La hija, quien
también nos odiaba y no quiso casarse con el rey
Himanuel hasta que nos desterrase de su reino, murió
repentinamente en Zaragoza. Y el hijo de ella, en quien
habían depositado su esperanza los reyes católicos, murió
a los diez y ocho meses de haber nacido.
Los historiadores cristianos se muestran menos
enojados.
Algunos aplauden la energía que aplicaron los reyes al
consumar la ejecución del edicto, extirpando de España la
vil cizaña que la amenazaba con la perdición y la ruina;
pues, el poder de los judíos era inconcebible.
Otros condenan a los Reyes Católicos por no pensar
en el futuro del reino español, pues mermaron y
debilitaron considerablemente su población, riqueza y
economía al expulsar a los judíos. Se estima que salieron
de España aproximadamente 200.000 hebreos.
Otros, basándose en principios morales y políticos
acusan a don Fernando y doña Isabel de injustos y mal
intencionados al querer apoderarse impunemente y con
gran violencia de las riquezas acumuladas por los judíos.
Otros historiadores, tomando en cuenta el aspecto
religioso, calificaron a los reyes católicos de intolerantes,
fanáticos y crueles, habiendo inclinado sus frentes al poder
teocrático, que finalmente, con la creación de la Santa
Inquisición se sobreponía al poder monárquico.
Los historiadores modernos han supuesto en los
Reyes Católicos intereses tan mezquinos e ilegítimos
como el querer apoderarse de los bienes y riquezas de los
judíos, y asimismo, de los bienes de los conversos a partir
de los procesos inquisitoriales.
Fluctuando entre elogios y recriminaciones, no
podemos trazar una senda clara entre las diversas y
contradictorias opiniones de los historiadores.

***

El establecimiento del Santo Oficio y la expulsión de


los judíos fueron los hechos más importantes que forjaron
el destino de la raza hebrea y de los conversos.
La Inquisición proseguía persiguiendo con terrible
lentitud a los herejes que calificaba con el nombre de
“judíos ocultos”.
El edicto de expulsión aterró a los judíos del reino
español, hiriendo y destruyendo de un solo golpe y para
siempre los derechos acumulados durante siglos de
esfuerzo y trabajo honrado.
¿Hasta qué punto los Reyes respetaron esos derechos?
¿Se vieron amenazados los intereses materiales,
morales y nacionales, entorpeciendo el desarrollo de la
agricultura, el comercio, las artes, las ciencias, las letras,
etc.?
¿Poseían los Reyes Católicos el poder suficiente para
expulsar a doscientos mil judíos de su reino con un simple
edicto?
¿Los habitantes judíos de los reinos de España no
tenían el derecho de ser respetados en sus hogares, al
amparo de las leyes?
Siguiendo el derecho de la Edad Media, el pueblo de
Israel había sido tolerado en todas partes desde los más
remotos tiempos de la cristiandad.
Triunfante la Iglesia después de Constantino, se
consideró como una gran victoria la dispersión de los
judíos en medio de las naciones.
Estaba escrito que debían vivir a proscripción eterna
(exilio, destierro, ostracismo), sufriendo las amarguras de
la servidumbre, y que llegarían sin patria, sin hogar y sin
templo, al final de la consumación de los siglos. Estas
creencias fueron acatadas por los cristianos como leyes
santas e inviolables, desde los primeros días de la Iglesia
durante la decadencia del Imperio Romano.

***

Las guerras entre musulmanes y cristianos en suelo


español duraron por ocho siglos. Los primeros tres fueron
de carácter exterminador, y los judíos sufrieron las
consecuencias terribles del hierro y el fuego, implacables
ministros del odio recíproco.
Iniciada la Reconquista, los judíos recibieron
inmunidades y privilegios que aseguraban y legitimaban
su permanencia en todas las monarquías españolas.
Príncipes como Alfonso VI y Alfonso VII de Castilla,
Ramiro I y Alfonso I de Aragón, y Alfonso I y Sancho I de
Portugal, los acogieron en su seno.
Si bien se los obligaba a vivir apartados como prueba
y garantía de su servidumbre, los hebreos vivieron al
amparo de los cristianos, llegando a ser representados en
las leyes y costumbres propias, tanto en lo civil como en lo
criminal y en lo religioso. Tenían el privilegio de ser
juzgados por jueces propios.
Su existencia era respetada entre los cristianos, y las
leyes los defendían de las agresiones y de todo acto de
violencia para imponerles la fe del Salvador. Podían
adquirir propiedades legalmente.
Los príncipes de todos los reinados se beneficiaron
con la riqueza y la sabiduría de sus ministros israelitas,
quienes fueron de gran utilidad al Estado.
¿Cómo es posible, entonces, que después de tantos
siglos de amparo y privilegios, después de haber sido
legitimada su existencia dentro de los reinos españoles por
todos los anteriores monarcas, cómo es posible que,
menospreciando las leyes protectoras, con el fuerte arraigo
a la propiedad rural, violando los pactos firmados por ellos
mismos ante los muros de Granada, cómo es posible que
con un solo edicto se privara a cientos de miles de
habitantes de sus antiguos y legítimos hogares?
Además, se debe tener en cuenta los antiguos
servicios de los hebreos como administradores de las
rentas del Estado, con las grandes contribuciones
impositivas, con el sostenimiento de la república con
considerables donativos, participando en la administración
de las guerras con su inteligencia y sus riquezas, dando
consejos a los monarcas, siendo sus médicos principales.
No entendemos la ingratitud de los Reyes Católicos
ante tan leales colaboradores de la construcción de los
reinos de España.
Los Reyes Católicos se afirmaron en el trono merced
a los servicios prestados por la raza hebrea. Cuando los
judíos más necesitaron de la protección monárquica frente
al desenfreno del odio popular, y después de haberlos
apoyado con sus riquezas en las guerras sostenidas contra
los sectarios del Islam, los Reyes Católicos no sólo les
daban vuelta la cara sino que además, los expulsaban de
los reinos españoles.
Los reyes tenían el deber de protegerlos y ampararlos,
de acuerdo a los antiguos privilegios obtenidos:
1) En el ejercicio de su culto.
2) En la inmunidad y respeto de las sinagogas.
3) En la restauración de las mismas.
4) En la seguridad de sus personas y
propiedades.
5) En el cuidado del sábado y demás fiestas
mosaicas.
6) En las ventas de sus productos.
7) En su profesión de fe sin poder ser
obligados por la fuerza a convertirse al
cristianismo.
Todos estos derechos habían sobrevivido a los ríos de
sangre judía desparramada por toda España durante los
siglos anteriores.
A mediados del siglo XV las leyes eran desfavorables
para los judíos.
No podían comer en la misma mesa junto a los
cristianos, no podían concurrir a los baños públicos a la
misma hora, no podían prescribir medicinas a los
cristianos, no podían heredar de un cristiano. La pena por
el ayuntamiento carnal con un cristiano era de muerte. El
hijo converso era separado de su padre, quien perdía la
patria potestad.
Perdieron el derecho a ser juzgados por sus rabíes. Ya
no podían ser testigos contra los cristianos y levantar
acusaciones contra ellos. Perdieron casi todos los
privilegios. No podían edificar nuevas sinagogas. No
podían aparecer en público durante los días de Semana
Santa. No podían abrir las puertas ni ventanas de su casa
durante los días de Pascua. Ya no podían tener esclavos ni
sirvientes cristianos. A los que perseguían a los que se
convertían al cristianismo los quemaban vivos. Hacer
prosélitos entre los cristianos era castigado con la pérdida
de todos los bienes y el destierro perpetuo. Se les
prohibieron los cargos públicos. Se les prohibía vivir con
una mujer cristiana convertida. No podían obligar a los
hijos de matrimonios mixtos a abrazar el judaísmo. Se les
prohibía vivir o vender sus productos fuera de sus juderías.
Se les prohibió definitivamente ejercer la usura.
Ahora bien, teniendo en cuenta la legitimidad de la
permanencia legal del pueblo hebreo en la Península
Ibérica; reconociendo sus servicios prestados en todas las
épocas de la civilización española, y más recientemente en
la consumación de la obra de la Reconquista; teniendo en
cuenta las sangrientas e injustas persecuciones de que
había sido víctima, y la precaria situación en que los
habían colocado las arbitrarias leyes de los municipios que
iban en su detrimento, ¿no era de esperarse que los Reyes,
haciendo honor al nombre con que se denominaban a sí
mismos como Católicos, no era de esperarse que
inspirándose en las fuentes de la caridad cristiana, sacaran
a los judíos del cauce estrecho y sangriento de los odios
mezquinos populares?
Consumada la obra de la Reconquista, cuando la
gloria de Isabel y Fernando brillaba con la gran epopeya
de Granada, luego de colmar de honores y riquezas a los
caudillos que lucharon por el reino español, no
entendemos como fue posible que después del constante
apoyo recibido por los judíos, en bien de la patria, se les
pagara sus servicios con el inesperado y espantoso
destierro.
¿Qué fuerza sometía el ánimo de los reyes para que
menospreciaran las antiguas leyes de ambos reinos
(Castilla y Aragón) y violaran los nuevos pactos por ellos
mismos jurados, agraviando la moral al firmar el macabro
Edicto de Expulsión del 31 de marzo de 1942?
Si aquella resolución estaba inspirada en una política
justa y previsora, ¿por qué no la elevaron al voto de ambas
monarquías, para darle la autoridad y prestigio que se
merecía?
Si esa resolución beneficiaba los intereses materiales
de la nación española, ¿por qué se evitó el concurso de los
consejeros reales en materia tan ardua e importante?

***

Vamos a analizar ahora, la segunda cuestión


planteada.
Si dejamos de lado las cuestiones de la moral y del
derecho, y nos fijamos solamente en los elementos que
constituyen la riqueza material de una nación, tampoco
encontramos una justificación lógica para el memorable
edicto.
La misma ejecución, precipitada por los ministros de
Torquemada, llevaba en sí la condenación más terminante
de la economía española.
Los judíos de Castilla que no podían sacar del
territorio español “ni oro, ni plata, ni moneda amonedada,
ni las otras cosas vedadas por las leyes del reino”, se
vieron en la desesperada situación de malbaratar o donar
sus bienes.
Transcurrido el plazo del tres meses impuesto por el
Edicto, todos los bienes de los judíos que no habían sido
enajenados, pasaban a engrosar el patrimonio fiscal.
Muchos judíos depositaron el oro en sus estómagos.
A los judíos de Aragón se los despojó impunemente
bajo el pretexto del pago de injustas indemnizaciones;
fábricas, talleres, fincas campestres y urbanas, eran
vendidas en nombre de la justicia, provocando un
verdadero caos, con el fin deliberado de que en medio de
la confusión reinante, los judíos no pudieran hacer ningún
reclamo.
Los judíos poseían las mejores tierras de España y
dominaban en la agricultura, el comercio y las artes
industriales.
Así que la economía española sufrió un golpe
tremendo en medio de aquella perturbación general,
provocando incalculables daños y desastrosas
consecuencias para la República.
En medio del abandono en que caían la agricultura, el
comercio y la industria, España iría a una quiebra segura,
máxime, teniendo en cuenta el descubrimiento de un
nuevo mundo (América) que consumiría gran parte de sus
hijos y mermada riqueza.
Todas la fuerzas de Castilla fueron absorbidas por la
gran empresa propuesta por el gran Colón a los reyes
católicos.
En el año 1489, la reina empeñó sus joyas en Valencia
y Barcelona, recibiendo cuantiosos empréstitos de los
judíos españoles. Merced a este dinero se llevó a cabo la
empresa de Baza y de la Reconquista.
La reina Isabel, en primera instancia, miró con
desconfianza el proyecto de Colón. Luego, cobrando
entusiasmo pensó en vender o empeñar sus joyas para
facilitar a Colón lo necesario para su viaje a tierras
ignotas.
Dominado por el mismo entusiasmo al escuchar las
explicaciones de Colón, un aragonés de estirpe hebrea,
nieto de don Azarías Jinillo, el converso Luis de
Santángel, les prestó a los reyes la suma de 16.000
ducados, para emprender la ambicionada obra para realizar
los viajes de Colón.
Luis de Santángel era el escribano de don Fernando.
Un año antes había sido procesado y penitenciado por la
Inquisición de Zaragoza. Pero, esto no impidió que los
reyes recibieran el préstamo ni que el judío lo concediera,
sin lo cual, probablemente el Nuevo Mundo hubiera sido
ignorado hasta nuestros días.
Colón partió hacia su descubrimiento, y el nieto de
don Azarías Jinillo era elevado a la dignidad de consejero
real tras el extraordinario éxito de la expedición de Palos.
No fue prudente expulsar del reino “aquella gente
provechosa, y que sabía todas las veredas de allegar
dinero”, mientras los reyes tenían puestas las esperanzas
en llevar sus armas y poderío a mundos desconocidos.
Además de mermar considerablemente la población
útil, perdían los reyes el apoyo político y económico que
los judíos hubieran prestado al servicio de la patria.
Y además, de las imperiosas empresas de la conquista
del nuevo mundo, se avecinaban en Europa interminables
guerras.
La expulsión de los judíos provocó grandes pérdidas
en el comercio, la industria, las ciencias y las artes.
Muchos escritores de la época censuraron a don
Fernando tan aventurada y desastrosa resolución.
Fue un error económico pensar que con tal de que los
judíos no se llevasen su “oro, plata y moneda amonedada”
la industria y el comercio podrían subsistir sin tantos
brazos e inteligencias.
No advirtió el rey ni sus ministros que si los judíos
dejaban el oro y la plata, se llevaban consigo sus
mercancías, la industria y el comercio, y, lo más
importante, el hábito del trabajo y la destreza manual
adquiridos después de muchos años de experiencia.
El fundamento de la prosperidad y la grandeza
material de las naciones dependen del trabajo de sus
pobladores.
Los ministros de Fernando, quisieron evitar la salida
de las riquezas de los judíos prohibiéndoles llevarse el oro
y el dinero, y obligándoles a vender sus bienes a cambio
de algunas pocas mercaderías lícitas, que podrían llevarse
consigo.
Con esta resolución pensaron en favorecer la industria
y la agricultura que estaba en manos de los cristianos y los
musulmanes.
En algunas localidades el fisco se enriqueció a costa
de los bienes de los judíos.
Pero, la misma dureza de la prohibición aguzó el
ingenio de los israelitas quienes buscaron la forma de
salvaguardar sus riquezas mediante letras de cambio
colectivas, lo cual no estaba prohibido por el famoso
edicto. Así, pudieron llevarse gran parte de su fortuna, que
era también gran parte de las riquezas de España.
Por otro lado, la civilización española había recibido
grandes servicios de la cultura israelita, principalmente en
la práctica de la cirugía y de la medicina.
Los judíos se granjearon con el saber lo que les estaba
prohibido alcanzar por otros medios. Y su ejemplo, su
erudición y su doctrina en el desarrollo de las letras y de
las ciencias no fue estéril.
Fueron los hebreos los que tradujeron del árabe al
latín y a las lenguas romances los libros clásicos de la
antigüedad. Tradujeron al castellano muchas obras
hebreas. Contribuyeron al creciente anhelo del saber en los
cristianos. Fueron los máximos exponentes de la filosofía
moral, la historia, la poesía y la elocuencia.
El Siglo de Oro enriquecido con las obras clásicas de
la antigüedad, traducidas al latín, sería impensable sin el
aporte concienzudo de la raza hebrea.
Perseguidos, despedazados y cercanos al desastroso
destierro, los hebreos de Castilla y Aragón,
proporcionaron los mejores cronistas de la época, entre
ellos: Hernando del Pulgar, Micer Gonzalo de Santa
María, Pablo de Heredia y Alfonso de Alcalá. Estos dos
últimos fueron ilustres colaboradores del cardenal
Cisneros de su inmortal Biblia Polyglotha.
Micer Gonzalo escribió, a pedido del Rey Fernando,
la historia latina del rey don Juan, y luego la tradujo al
castellano.
Pero, ni esta distinción del rey, ni el excelente
desempeño de su historia, ni el ser asesor del gobernador
de Aragón, le libraron de ser tres veces penitenciado por el
Santo Oficio, muriendo al fin encerrado en sus calabozos,
condenado a cárcel perpetua. Su mujer, Volante Belviure,
conversa valenciana, fue también castigada con el
sambenito en 4 de septiembre de 1486.
Si bien, los judíos influyeron positivamente en el
desarrollo de las ciencias y las letras, en las bellas artes su
participación fue mínima.
Tal vez, el poco interés mostrado en la pintura y la
escultura se deba a la prohibición del Decálogo de hacerse
imágenes para adorar. En las controversias entre rabinos y
teólogos cristianos, los primeros calificaban de idólatras a
los seguidores de Jesús, a causa de las imágenes en las
Iglesias.
Al expulsarse a los judíos España nada perdía en
cuanto al desarrollo de las bellas artes (pintura, escultura y
arquitectura), sin embargo, sufriría un colapso con la
pérdida de tantos brazos en la industria, tantas
inteligencias en el comercio y tantos capitales en la
agricultura.
Los reyes católicos, desoyendo los consejos
convenientes, arrojaron a los Judíos fuera de España,
perdiendo miles de hombres prósperos, derramándolos a
otras naciones.
Fernando e Isabel sufrieron en vida la reprobación de
semejante equivocación al hundir a la posteridad en la
impotencia, la ignorancia, la pobreza y la decadencia
moral.
Al recibir el rey turco Bayaceto al gran contingente de
judíos españoles que buscaron refugio en su reino,
exclamó admirado: “¡A este rey católico llamáis un gran
político, que empobrece su tierra y enriquece la nuestra!”
“El golpe más fatal de todos fue la expulsión de los
judíos, porque convirtió en desiertos sus más grandes
distritos, despoblándolos de una clase de ciudadanos que
contribuían más que los otros, no sólo a los intereses
generales del Estado, sino también a los recursos
peculiares de la corona”. (Tapia, Historia de civilización
española, siglo XV).
El fallo severo del rey Bayaceto fue confirmado por la
posteridad.
Y no sólo eso, pues la conducta de don Fernando no
tiene ninguna disculpa ya que olvidó completamente los
beneficios que había obtenido del aporte activo y eficaz de
los judíos en su lucha por la Reconquista de España contra
el poder musulmán.
El Rey Católico pudo haber rechazado los
ofrecimientos que los hebreos le hacían, siendo
consecuente con los planes que su gobierno premeditaba.
No obstante, se benefició obteniendo incalculables
ventajas para la guerra y para el término de la
Reconquista.
No podemos absolver al Rey Católico de su
vergonzosa ingratitud, y ningún historiador podría intentar
justificar esta conducta como un modelo digno de
imitación.
El rey, al aceptar los servicios de los israelitas en la
provisión de sus ejércitos, seguía la misma política de sus
antecesores. Pero, luego no sólo fue ingrato al no retribuir
su apoyo, sino que además violaba recientes pactos y
antiguas capitulaciones, desconociendo las leyes y
privilegios que regulaban la vida de los judíos dentro de
los reinos de Castilla y Aragón.
El edicto de expulsión del 31 de marzo de 1492 fue
“un enorme abuso de la prerrogativa real, incompatible
con toda idea de buen gobierno”. (Pulgar).
El edicto fue promulgado en un momento de gran
poderío alcanzado con la conquista de Granada y gozó de
gran popularidad.

***

Debemos resaltar dos hechos muy importantes para


comprender la eficacia del edicto:
1) el consentimiento y aprobación universal
con que fue recibido en todas las esferas de la
sociedad española, con excepción de algunas
individualidades.
2) El convencimiento seguro de ambos reyes
de que obraban siguiendo el más elevado y noble
interés hacia sus vasallos, imponiendo
principalmente el interés religioso santificando
todo medio que reforzara la expulsión y
destruyendo todo obstáculo que se le opusiera.
Ya catorce años antes de la expulsión, en 1478, la
reina Isabel, a consecuencia de los primeros procesos del
Santo Oficio en el arzobispado de Sevilla, mostraba la
misma convicción contra los hebreos, al expulsarlos de las
ciudades y villas de Andalucía.
Isabel entendía que limpiando Andalucía de la vil
cizaña judía servía a Dios.
Las súplicas y lamentos de sus ministros hebreos no
lograron que se retractara.
La idea fundamental del edicto estaba arraigada en el
corazón de la reina desde 1478, y germinó posteriormente
en la política de don Fernando.
Los reyes católicos al promulgar el arbitrario edicto
descansaban tranquilos al amparo y la irresponsabilidad
que les ofrecía, no sólo la aprobación popular, sino el
beneplácito y el aplauso de sus pueblos que odiaban y
envidiaban a los judíos.
Durante el siglo XV se impuso la idea de separar a los
judíos de los cristianos encerrando a los primeros dentro
de sus juderías tanto en Portugal como en Navarra,
Castilla y Aragón.
En 1465, la más alta nobleza de Castilla obligó al rey
don Enrique a expulsar a los israelitas no sólo del palacio
y de la corte, donde hallaban poder y protección, sino
también del reino entero, donde eran odiados.
Luego se tratará con el mismo rencor a los conversos.
La obra de la intolerancia de unos pocos, fomentada
por tantos y tan repetidos esfuerzos, terminó
transformándose en la obra del fanatismo de todos.

***

Hay un hecho que se ofrece con cierta fatalidad: los


más rudos golpes asestados contra la raza hebrea, vinieron
siempre de sus propios hijos.
Fray Alonso de Burgos fue un judío converso que
alcanzó el episcopado llegando a ser obispo de Córdoba,
Cuenca y Palencia. En su vejez arremetió contra los
despedazados restos de sus antiguos hermanos, en un
memorable libro, Contra Iudaeos, que produjo el
resentimiento en los reyes católicos.
Otros conversos enemigos de Israel fueron: Paulo de
Heredia que escribió Espada de Paulo, y Alfonso de
Zamora, con su Libro de la Sabiduría de Dios, una
apología del cristianismo escrita en hebreo.
Un escritor anónimo escribió, a comienzos del siglo
XVI, el Libro del Alborayque con cruel y ciego fanatismo
que manifestaba un odio profundo hacia los judíos
públicos, hacia los conversos y hacia los judíos ocultos,
provocando la destrucción y el exterminio.
Y tanto creció la torrentosa tormenta sobre los
descendientes de Israel, que hasta los hombres pacíficos y
entregados a la vida contemplativa desde la soledad de sus
claustros lanzaban horribles maldiciones sobre ellos.

***

Conquistada Granada, culminaban ocho siglos de


guerras de religión y de raza. Así elevándose a las
máximas alturas el sentimiento patriótico del pueblo
español, igualmente creció el sentimiento religioso.
Los reyes, siguiendo el consejo de realizar una
limpieza similar a la que se había hecho catorce años antes
en Andalucía, impulsados por el clamor general de
grandes y pequeños, doctos e ignorantes, con el anhelo de
beneficiar temporalmente a sus vasallos, buscando la
unidad política y religiosa de España, dictaban, pues, el
edicto del 31 de marzo de 1492.
El edicto no fue inspirado por un momento de ira o
por un arrebato de soberbia.
Fue dictado por los Reyes con una tranquilidad de
conciencia que nace de la convicción de que cumplían
altos ideales.
Pensaron que obraban acertadamente siguiendo los
designios de sus consejeros.
Sin embargo, no reparaban que al seguir el deseo
universal de sus pueblos, se dejaron arrastrar en la
corriente del fanatismo, siendo por esto, responsables de
las terribles y dolorosas consecuencias.
Isabel estaba convencida de la importancia de limpiar
sus tierras de la cizaña del pecado, en beneficio de sus
vasallos cristianos.
Es imperdonable la falta de sinceridad desplegada por
los reyes hacia los judíos, pues, sentenciados ya éstos
virtualmente al destierro desde 1478, no era lícito aceptar
los mismos servicios que iban a precipitar su ruina.
Ambos reyes, desde 1478, influenciados por los
inquisidores, estaban convencidos de la política de
apartamiento y exclusión de los judíos, sin embargo, con
gran facilidad aceptaban y se aprovechaban de sus
servicios y dineros.
A pesar de que los hebreos eran españoles y gozaban
de derechos que amparaban sus propiedades y sus
personas, nunca fueron considerados por los cristianos,
como una parte integrante de la república y por lo mismo,
nunca lograron verdadera representación política.
El pueblo cristiano y los gobiernos de Portugal,
Navarra, Aragón y Castilla, siempre los consideró como
extranjeros, por varias razones; entre ellas: su movilidad
continua y el rigor de las persecuciones sufridas.
Se los acusaba de que lo único que querían los judíos
en su relación con los cristianos, era beber su sangre, y a
pesar de ello, los reyes católicos contrataban sus servicios.
Y por ello, recae sobre los reyes católicos la
responsabilidad moral y política al firmar el Edicto.
Los judíos vivían bajo la protección y el amparo de
los reyes, y eran considerados como sus vasallos
privativos y como cosa de su propiedad.
En conclusión:
1.- El Edicto no fue dictado precipitadamente, sino
como consecuencia de la intolerante opinión del pueblo
cristiano que odiaba a los judíos.
2.- El Edicto fue un acto de intolerancia contrario a
las leyes que amparaban los derechos de los judíos
españoles, despreciando las Cortes del reino, al transgredir
sus prerrogativas y derechos.
3.- Los Reyes Católicos olvidaron los más
rudimentarios preceptos de la moral, ofendiendo con su
ingratitud e hipocresía la buena voluntad del pueblo judío
que con su inteligencia y sus riquezas los habían apoyado
en la magna obra de la Reconquista contra los
musulmanes.
4.- El Edicto fue desastroso para el comercio, la
industria y la agricultura, y fue en detrimento de la
población española, provocando un retroceso en el
desarrollo cultural.
5.- La influencia que provocó el edicto sobre las
monarquías de Navarra y Portugal fue responsabilidad de
los reyes católicos.
6.- La gloria atribuida al pensamiento de lograr la
unidad política de España teniendo como base la unidad
religiosa, recae sobre don Fernando y doña Isabel.
En el año 1502, los reyes formularon un edicto similar
en contra de los pobladores musulmanes.
Impulsados por los mismos propósitos ordenaban a
toda la población musulmana a convertirse al cristianismo
o abandonar su reino.
Ciento ocho años más tarde, Felipe III decretaba la
expulsión de los musulmanes de Castilla, reproduciéndose
el triste espectáculo de la dispersión de los judíos.

CAPÍTULO IX

LOS CONVERSOS DE PORTUGAL DESPUÉS


DEL EDICTO DE EXPULSIÓN
(1497 A 1540)

La política del rey don Manuel de Portugal respecto


de los judíos fluctuaba entre la tiranía y la misericordia.
Un pensamiento fijo tenía el rey: no dejar salir a los
judíos de su reino, y para ello no dudó en atropellar los
derechos humanos, los preceptos más elementales del
Evangelio y las leyes de la Iglesia.
La comunidad judía perdió su independencia civil y
religiosa, pues los obligó a convertirse al cristianismo en
contra de su voluntad.
La conversión general de los judíos hizo que don
Manuel los considerara parte integrante de sus ciudadanos,
concediéndoles todos los derechos y obligaciones de los
cristianos, a partir de mayo de 1497.
A pesar de su intención de retener a los judíos dentro
de su reino, la falta de benevolencia frente a sus excesos
de violencia, provocaron horribles matanzas en 1504 y
1506.
Don Manuel no protegía a los judíos conversos con
sinceridad, sino para beneficiarse con sus contribuciones.
Los cristianos nuevos eran vistos con desconfianza y
menosprecio de la sociedad portuguesa que primero se
burlaba de ellos, para finalmente, perseguirlos
sangrientamente.
Cada vez era más evidente la imposibilidad de
fusionar una raza con la otra.
Los judíos conversos seguían practicando sus rituales
mosaicos subrepticiamente.

***

El 1 de marzo de 1507 el rey estableció que los


conversos gozarían de la ley común, podrían disponer
libremente de sus bienes, como así también entrar y salir
de su reino las veces que quisieran.
Les prometió que no haría excepciones en cuanto a las
garantías de las leyes.
Ordenaba que los conversos no fueran molestados ni
cuestionados en sus actos religiosos.
Estas benévolas disposiciones pretendían reparar el
daño que con anterioridad hubieran sufrido los neófitos y
sus antepasados judíos.
A los judíos que poblaban las posesiones de África
(Zafim) les prometió respetar el ejercicio de su religión y
sus leyes; y les alivió del pago de algunos impuestos.
En 4 de mayo de 1509 una cédula real manifestaba
que los judíos nunca serían expulsados de del puerto de
Zafim. Ni tampoco los obligaría a convertirse al
cristianismo.
Y llegado el caso, el rey se comprometía a avisar con
una antelación de dos años, si los judíos debían desalojar
este puerto, con entera libertad y disponiendo totalmente
de sus bienes.
A los judíos de Azamor les concedió amplias
franquicias comerciales, con la obligación de pagar el
diezmo de lo que metieran a sacaran por mar.
En 1510, le concedió a los judíos (¿prófugos?)
llegados de Castilla un perdón general.
Les dio a los conversos un plazo de 20 años para que
cumplieran fielmente los deberes de los cristianos viejos.
Sólo a partir de 1534 podrían ser obligados por los
jueces eclesiásticos y civiles al cumplimiento de todos
esos deberes religiosos.
Aparentemente, soplaban vientos favorables a los
conversos de Portugal.
Por su parte, los conversos aprovecharon la protección
real y se dedicaron con la incansable actividad de siempre
a descollar en las artes industriales y el comercio.
Y escudados en el cristianismo se unían a las más
prestigiosas familias de la aristocracia y la nobleza.
Así, el rey don Manuel promovía la fusión social.

***

Sin embargo, el fanatismo religioso y el mal apagado


fuego del odio, llegó al trono.
El rey Fernando el Católico, exigía desde 1497, que
Portugal expulsara de sus tierras a los prófugos de la
Inquisición.
El rey de Portugal, don Manuel, olvidó todas las
promesas hechas a los neófitos, y el 22 de agosto de 1515
envió dos cartas a su embajador de Roma, don Miguel de
Silva. Una para él y la otra dirigida al Sumo Pontífice,
León X.
Solicitaba del Papa una bula semejante a la que había
creado en España el tribunal de la Inquisición.
Alegaba que no había sido posible frenar la entrada de
los judaizantes perseguidos en Castilla, quienes
persistiendo en las prácticas de la Ley de Moisés,
incitaban la corrupción de los cristianos nuevos.
Tampoco era posible afirmar la sinceridad de los
cristianos nuevos al abrazar las aguas del bautismo.
Así culminaba tristemente la época de tolerancia que
había dado un respiro a los judíos que se habían
convertido al cristianismo.
Las leyes protectoras que había promulgado para
reponerlos de las sangrientas matanzas de 1504 y 1506,
fueron completamente abolidas.
También fue anulada la ley que ponía a los conversos
fuera de toda pesquisa y responsabilidad religiosa hasta
1534.
Dos meses después de solicitar del Papa la creación
del Santo Oficio en Portugal, el rey don Manuel, ordenó
que se hiciera un censo meticuloso del número, estado y
profesión y fecha de su entrada, de todos los judíos
conversos al cristianismo que habitaban en su reino.
Por su parte, los conversos enterados de estos tristes
sucesos, implementaron los recursos para desbaratar las
intenciones del rey, tanto en Lisboa como en Roma
Tenían de su parte las promesas hechas por el rey y la
leyes comunes, contaban con grandes riquezas y con
muchas influencias en los círculos del poder.
Además, si el Santo Oficio se establecía en Portugal
acarrearía muchos daños económicos y políticos.
Además, la ilustración y la piedad del Sumo Pontífice,
León X refrenó los impulsos hostiles perpetrados contra la
raza hebrea.
En conclusión, las cartas enviadas por el rey a su
embajador en Roma no tuvieron mayores consecuencias.
Y así, los conversos fueron advertidos de lo que
podían llegar a esperar del rey de Portugal.
Pero, la semilla del odio arrojada por don Manuel,
brotaría durante el reinado de su hijo don Juan II.

***

A finales de 1521 subía al torno don Juan II, hijo de


don Manuel.
Advertía a todas las ciudades que mientras se
realizaran las ceremonias fúnebres honrando la memoria
de su padre, no aprovechasen los pueblos esta oportunidad
para atentar contra los conversos, como antaño
acostumbraban hacer contra los judíos.
Por un lado podemos deducir la disposición de los
ánimos populares en contra de los conversos, y por el otro,
advertimos en qué concepto despreciable los tenía el
nuevo soberano que tomaba sus recaudos para evitar
nuevos desmanes.
Poco a poco se fueron tramando por todo el reino
conjuras exterminadoras contra la raza hebrea.
Las leyes que amparaban a los conversos no pudieron
hacer nada para refrenar la maliciosa ambición del rey y
del pueblo que estaba acostumbrado a robar y asesinar a
los judíos impunemente.
En 1525 las Cortes de Torres-Nova tronaron contra la
corrupción general de las costumbres denunciando los
robos y desafueros que sufría la nación. Descargaban
contra los conversos la ira popular.
Al administrar los arrendamientos de las grandes
propiedades, los conversos se apoderaban de las
existencias de los cereales de todo el reino, constituyendo
un monopolio opresor y abominable, que provocaba la
miseria pública.
Solicitaron que se les prohibiese a los conversos el
ejercicio de la medicina y la farmacología. Pues, los
boticarios . siguiendo al pie de la letra las recetas de estos
médicos descendientes de judíos, envenenaban a los
cristianos viejos.
Estas acusaciones que buscaban el amparo de las
leyes representaban la creencia popular y la animadversión
de Portugal contra los cristianos nuevos.
Además, eran muy frecuentes las acusaciones que en
que los cristianos nuevos judaizaban en secreto.
El rey don Juan II, descartando la prohibición que
había establecido su padre de cuestionar las intimidades
religiosas de los conversos hasta 1534, mandaba a espiar a
las familias más importantes de todo el reino con secretas
y traicioneras inquisiciones.
Don Juan pudo comprobar que los neófitos no eran
ardientes observantes de las costumbres cristianas, lo cual
no bastaba para castigarlos.
No obstante, propuso el establecimiento de la
Inquisición como el medio más eficaz de reconocer la
verdadera religión de los cristianos nuevos.

***

Enrique Núñez era un confeso emigrado en su


juventud de España. Había sido criado por el nefasto
criminal e inquisidor Lucero.
Olvidando la reprobación general de las
monstruosidades cometidas por Lucero, el rey don Juan
solicitó a Núñez que expusiera por escrito el plan general
que debían adoptar para exterminar a los judíos.
Y, vergonzosamente, le mandaba, en calidad da
cristiano nuevo, que se infiltrara en el seno de las familias
conversas ganándose su confianza, para conocer sus
intimidades y sentimientos religiosas.
Más tarde Enrique Núñez recibiría el merecido
castigo a su traición e infamia muriendo a manos de dos
clérigos inquisidores portugueses.
En rey, irritado mandó a torturar a los dos clérigos
para que revelasen los nombres de su cómplices. Y como
no lo consiguió, mandó que como escarmiento se les
cortara las manos, se los arrastrara con caballos y luego se
los colgara de la horca.
Las acusaciones de Núñez no agregaron mucho a las
pesquisas realizadas en 1524. Denunciaban que los
conversos llegados de Castilla seguían siendo fieles al
judaísmo.
Fue tan descarado que no dudó en denunciar a su
propio hermano.
Recordemos que los conversos llegados de Castilla
habían sido sangrientamente obligados a bautizarse en
1497. No pudiendo ser sinceras esas conversiones era
obvio que muchos siguieran fieles al judaísmo.
En 1528 el inquisidor de Badajoz reclamaba la
extradición de ciertos prófugos conversos, alegando que
los descendientes de Judá debían ser exterminados.
A finales de 1528 los conversos de Gouvea fueron
acusados de sacrilegio contra una imagen de la Virgen
María. La imagen había sido derribada y hecha pedazos.
Tres conversos fueron quemados acusados de cometer
el crimen.
Luego, enemistados los acusadores, declararon que
los tres ajusticiados eran inocentes. Durante el proceso
abundaron los testigos falsos.
Y el pueblo enojado se preparó a destruir a los
conversos.
Corría el año 1531 y la amenaza de que se repitieran
los desmanes y matanzas de 1506, era evidente.

***
Mientras tanto, la reina doña Catalina, nieta de
Fernando el Católico, visitaba la corte del rey de Portugal,
don Juan II.
Desde su infancia odiaba a los judíos. Incrementó la
antipatía que el rey Juan sentía por los conversos.
Don Juan dio la orden a su embajador en Roma de
solicitar del Papa Clemente VII la creación del Tribunal
del Santo Oficio en Portugal, siguiendo el modelo del
tribunal de Castilla.
Suplicaba que la inquisición Portuguesa gozara de
mayores inmunidades y completa jurisdicción sobre todo
linaje de personas sin distinción de clases ni dignidades
civiles o eclesiásticas.
El cardenal Lorenzo Pucci denunció que el
establecimiento de la Inquisición se ordenaba para
despojar a los hebreos de sus riquezas.
El 17 de diciembre de 1531 el Papa autorizó la
creación del Santo Oficio, nombrando como inquisidor
general a fray Diego da Silva.
Sin embargo, Roma no fue tan complaciente como lo
esperaba el rey y puso muchas limitaciones al poder de la
Inquisición portuguesa.
El Papa declaraba que todos los judíos portugueses
que habían sido violentamente bautizados amenazados de
muerte quedaban libres de toda responsabilidad y les
ofrecía asilo en sus propios dominios.
De todos modos, las nueva bula de Clemente VII
anulaba de un golpe las leyes protectoras del rey Manuel.
El porvenir de los conversos estaba decidido.
El rey Juan se apresuró a pedir a los inquisidores de
Sevilla modelos de los procedimientos a seguir e informes
sobre los judaizantes procesados en Castilla.
Mientras tanta fray Diego da Silva rehusaba el cargo
de inquisidor general. Pero, fue obligado a aceptar el
puesto a pedido del Papa.
Llegó a Lisboa a mediados de 1532.
Don Juan prohibió la salida del reino a todos los
conversos. Y con esto traicionaba la palabra y las leyes
promulgadas por su padre con respecto a los judíos del
África.
La libertad personal de los conversos quedaba así
secuestrada.
Pena de muerte y confiscación de bienes se decretó
para aquellos que intentaran abandonar Portugal.
Los conversos no podían vender su bienes. Y el que
los comprara sufriría la confiscación de toda su hacienda.
A los conversos les quedaba como único recurso la
pérdida de todos sus bienes, y como único refugio el asilo
de las hogueras de la inquisición.

***

La muchedumbre guiada por la mano despiadada del


rey Juan, no dejó denuesto, injuria ni amenaza sin
descargar sobre los conversos. Los calificaban como
“perros infieles y judíos”.
En Lamego, por la noche rodearon las casas de los
judíos reclamando sus bienes y a sus esposas e hijas para
violarlas. Después, todo sería arrojado a las llamas.
El pueblo acusaba a don Juan de ser tibio al no
mandar a degollar a todos los judíos y conversos,
esperando la autorización de largos procesos.
Los conversos eligieron a un correligionario suyo
llamado Duarte de Paz para que los representara frente al
Papa.
Hombre audaz, astuto, activo y elocuente, un poco
desalmado y tornadizo, con recursos e instrucciones
suficientes para acometer la misión que se le confiaba.
Burlando al rey, se las ingenió para llegar a Roma y
ganarse la confianza y la cooperación de muchos y muy
ilustres cardenales.
Obtuvo un breve del Papa en el que se dejaba en
suspenso y sin efecto temporal la bula del 17 de diciembre
de 1531, ordenándosele a fray Diego da Silva, inquisidor
general, y a todos los obispos de Portugal que se
abstuvieran de hacer algún procedimiento en contra de los
conversos.
El 7 de abril de 1533, Clemente VII publicó una bula
de “perdón” en el que declaraba ilícita la creación del
Santo Oficio en Portugal.
El Papa declaraba tajantemente que no debían ser
contados como miembros de la Iglesia los que hubieran
sido o fueren bautizados con violencia.
Así, protegía no solamente a los arrastrados en 1497 a
las pilas bautismales y sobre sus hijos, sino también a los
que habían abrazado el cristianismo por propia voluntad.
Y si los conversos de Portugal se regocijaron con esta
política protectora implementada por el Papa, el rey y sus
secuaces se enojaron profundamente.
La bula del “perdón” desbarataba casi por completo
los nefastos planes del rey Juan quien pretendía apoderarse
impunemente de los bienes y las vidas de los conversos.
El pueblo esperaba ansiosamente el sangriento
espectáculo de las hogueras de la inquisición.
El Papa recomendaba el empleo de la persuasión y la
blandura para combatir la terquedad de los judíos.
Taimen aconsejaba el respeto y la consideración para
los sinceramente convertidos.
Revocaba al mismo tiempo todas las sentencias
pronunciadas con anterioridad en contra de los conversos,
restituyendo a los supuestos reos sus bienes confiscados.
Y anulaba completamente todas las causas de todos
los tribunales contra los cristianos nuevos.
Los encarcelados recuperaron su libertad.
Y los desterrados y los prófugos podían retornar a su
patria.
Aquellos que aceptaran el perdón podían retomar
todas las honras y dignidades eclesiásticas y civiles.
Pero, todo esto fue una terrible humillación para el rey
Juan, quien juró vengarse de los conversos.
Sin embargo, el mensaje del Papa era contradictorio.
Por una lado establecía que los judíos bautizados
violentamente no podían ser considerados como cristianos,
y por ende quedan libres de cumplir las leyes católicas, no
entendemos, como es que Clemente VII se autorizaba a sí
mismo para legislar sobre ellos, considerándolos
cristianos.
Lo justo, lo estrictamente lógico, lo racional hubiera
sido dejarlos en completa libertad de elegir la religión que
más les conviniera y gustase.
Ni los judíos ni los conversos habían solicitado
perdón alguno del Papa, ni legalmente le necesitaban. Esta
contradicción inexplicable dejaba a los hebreos expuestos
a todo tipo de maltratos.
Los hechos posteriores darán cuenta del errar de
Clemente VII, quien pretendiendo abolir la tiranía, en
realidad, abría las puertas a la desgracia de los
desamparados judíos conversos.
La mayoría de los judíos bautizados jamás se sintieron
obligados a profesar el cristianismo.
Casi todos siguieron observando ocultamente la ley de
sus padres, que habían dejado por la fuerza y no por propia
voluntad.

***

El 13 de octubre de 1533 murió Clemente VII, y el


cardenal Alejandro de Farnesio ocupaba la silla papal con
el nombre de Paulo III.
El rey Juan de Portugal satisfizo sus esperanzas. En
nuevo Papa abolió la Bula del Perdón.
Creo una junta de teólogos para que examinaran la
situación de los cristianos nuevos de Portugal.
El Papa admitió la creación del Santo Oficio, pero con
algunas restricciones, que como veremos luego, no fueron
respetadas.
A ninguna de las dos partes satisfizo el nuevo
acuerdo.
Paulo III quería complacer al rey de Portugal pero sin
desamparar a los conversos.
La corte portuguesa se oponía a su proyecto.
Enterado de los abusos violentos cometidos contra los
conversos, en menosprecio de su autoridad papal, exigió
que se respetaran las condiciones impuestas para el
funcionamiento de la Inquisición.
En principio, el rey Juan estuvo dispuesto a entablar
negociaciones con los conversos, pero, luego cobró valor y
desoyendo las restricciones del Papa, descargó toda su
furia sobre cristianos nuevos.
Prohibió nuevamente la salida de los conversos y de
sus bienes del reino.
Su padre, don Manuel, para evitar la fuga de capitales
hebreos los obligó a bautizarse. Su hijo mucho más
fanático y radical, para lograr lo mismo, impuso las
hogueras de la Inquisición.
El Papa Paulo III salió en defensa de los conversos,
alegando que las acusaciones sobre su continuidad secreta
dentro del judaísmo eran invenciones de sus enemigos.
Prohibió rotundamente que se les privara de la
libertad de salir y entrar del reino de Portugal.
Pero, los embajadores del rey pusieron mil intrigas
irritando la paciencia del Papa, y por consiguiente, éste
restableció la vigencia de la antigua Bula del Perdón que
había decretado Clemente VII, su antecesor.
El Papa ordenaba que se dejaran sin efecto todos los
procesos en contra de los conversos, y que los
encarcelados fueran puestos en libertad, y que las
confiscaciones y destierros fueran anulados.
Todo cristiano que se opusiera a esta nueva decisión
del Papa quedaría por ello excomulgado.
Por segunda vez veía el rey Juan III desvanecido su
ideal de crear el Santo Oficio.
No obstante, al poco tiempo el rey recobraba fuerzas
para persistir en su nefasto proyecto de destruir a los
judíos conversos.

***

El Emperador Carlos V era primo y aliado del rey


Juan III de Portugal.
El 5 de abril de 1536 fue a Roma a insistió
personalmente al Papa establecer el Santo Oficio en
Portugal.
El Papa accedió a sus ruegos elocuentes, y el 23 de
mayo de 1536 dio la Bula para instituir el Santo Oficio en
Portugal.
El Papa nombraba inquisidores a los obispos de
Coimbra, Lamego y Ceuta y sólo le permitió al rey Juan
nombrar un inquisidor adjunto.
Y les dio únicamente jurisdicción sobre los conversos
que hubieren prevaricado desde el último perdón, y sobre
sus cómplices y ayudantes.
Les permitía a los obispos salir en defensa de sus
diocesanos.
Y sólo después de pasados tres años a partir de la
Bula les permitiría adoptar las fórmulas secretas de
procedimiento en los juicios.
Los bienes de los condenados a la hoguera no serían
confiscados durante los primeros diez años, y recaerían
sobre sus legítimos herederos.
Inicua.
Los delatores y testigos debían revelar sus nombres.
Sin embargo, a pesar del empeño que el Papa puso
para defender y evitar los abusos contra los conversos, era
evidente que el rey Juan no se detendría en su camino de
intolerancia, hasta ver realizado su ideal de exterminar a
los judíos conversos.
Los conversos estaban sentenciados al doloroso
martirio.
No había fuerza humana que pudiera frenar las
nefastas consecuencias de todo esto.
Los conversos extremaron su empeño en mitigar los
males que se avecinaban, pero, nada pudieron lograr.
La brutalidad de la Inquisición triunfaba sobre la
misericordia del Vaticano, que de vez en cuando le
disputaba alguna víctima que no siempre pudo salvar.
El silencio mortecino era interrumpido por el chispear
de las hogueras, el crujir de las cárceles, el sollozo
desesperado frente los sepulcros y los gemidos en medio
de las matanzas.
Tanto los judíos que abrazaron sinceramente el
cristianismo, así como los que fueron forzados por la
tiranía a bautizarse serían brutalmente perseguidos por los
ministros de la diabólica Inquisición.
Mermados por el monstruo horrendo de la
Inquisición; denigrados y despojados de sus haciendas, y
amenazados con perder la vida en cualquier momento,
solamente podían remediar sus males en el intento
desesperado de la fuga, abandonando sus hogares y
abandonando para siempre a sus familias.
A mediados del siglo XVI veremos a los judíos, como
hicieran medio siglo antes, en Castilla y Aragón,
mendigando de puerta en puerta un mísero asilo a todos
los pueblos de la tierra, por no renunciar a la religión de
sus padres.
Los cristianos nuevos de Portugal llevaron a todas
partes su desesperación y su desamparo.
En medio de una serie de catástrofes no
interrumpidas, las artes, la industria, el comercio y la
agricultura de los judíos se pulverizaba.
Los prófugos de la Inquisición que pudieron emigrar
lograron enriquecerse en las tierras en que fueron
recibidos.
Portugal siguió el ejemplo de España en lo referente a
la persecución y exterminio de los judíos y de los
conversos.
La suerte de los descendientes de Judá estaba
consumada. En el próximo capítulo haremos un cierre del
cuadro general de su desdichada historia.

CAPÍTULO X
DEFINITIVO ESTADO DE LA RAZA HEBREA
EN LA PENÍNSULA IBÉRICA

Después de contemplar tantos y tan dolorosos


padecimientos de los judíos que se mantuvieron fieles a la
doctrina talmúdica y de los que se convirtieron al
cristianismo, llegamos al final de nuestra historia.
Los conversos eran denominados judíos fieles o
judíos ocultos. Los otros, judíos infieles o judíos públicos.
Los judíos conversos se enlazaron a las familias de la
aristocracia de Castilla, Navarra, Aragón y Portugal. Éstos
fueron vigilados por el Santo Oficio, encargado de
purificar sus creencias en el crisol de sus “cárceles” y
“quemaderos”.
La Inquisición entró en Portugal en 1530.
Atrás habían quedado los medios proselitistas
aprobados por la Santa Sede. La persuasión con el ejemplo
del evangelio y la enseñanza de la caridad cristianas,
cayeron en el olvido, y fueron reemplazadas por las más
abominable obra del odio y la venganza.
La obra del amor y caridad cristianas fue
reemplazadas por las torturas, los crímenes, el despojo, la
humillación y las hogueras de la Inquisición.
En las hogueras del Santo Oficio no sólo fueron
incinerados los judíos ocultos (conversos), sino también
grandes personalidades defensoras de la libertad humana.
Llegó el tiempo en que no sólo los hombres sensatos
se llenaron de horror por la crueldad inhumana de la
Inquisición, sino también los mismos inquisidores se
hartaron de tan diabólico fanatismo al servicio de la
destrucción
Los Tribunales de la Inquisición de valieron de las
torturas para lograr que los reos confesaran lo que ellos
exigían oír. Y además, utilizaban falsos testimonios de
testigos sobornados con total impunidad.
Cualquier acusación contra cualquier descendiente de
los judíos conversos otorgaba al Santo Oficio el poder de
confiscar en el acto todos los bienes del acusado y
disponer de los destinos de su esposa e hijos que
generalmente eran enviados a conventos.
Los juicios eran secretos. El reo quedaba
completamente incomunicado. Las cárceles de la
Inquisición se tragaban vivos a sus acusados. Los pocos
que sobrevivían a la brutalidad de estos métodos
regresaban a sus vidas desahuciados y desquiciados,
despojados de toda dignidad.
Y no era ésta la única obra de su iniquidad perversa e
inverosímil.
La voracidad de su codicia y anhelo de destrucción
encerraba a miles de inocentes en sus cárceles de Córdoba,
que luego eran forzados con torturas a declarar lo que ellos
mismos les dictaban, prometiéndoles aliviar sus dolores y
perdonarlos si tal hacían. También les designaban los
nombres de las personas que debían incriminar e infamar
con los delitos que ellos les mandaban declarar.
Para los ministros del Santo Oficio estos mecanismos
mil veces fraudulentos y contrarios a los más elementales
derechos humanos, se habían transformado en un medio
eficaz para obtener poder y riqueza, a costilla de la
destrucción y el asesinato legalizados por la misma
Iglesia.

***

El Inquisidor Diego Rodríguez de Lucero pudo


encerrar en aquellas espantosas cárceles y en poco tiempo,
todo lo más ilustre de Córdoba y su obispado.
Lucero fue un criminal sediento de destrucción y
codicia. Es difícil de creer el daño y las muertes de tantos
inocentes que él mismo provocó con sus intrigas y
mentira.
Después de quemar a los acusados incendiaba al
mismo tiempo todos los instrumentos de tortura para no
dejar huellas de sus nefastos crímenes contra la
humanidad.
En 1506 fueron quemados públicamente 137
inocentes sentenciados por Lucero.
Los reos dieron tantas muestras de ingenuidad de su
inmaculado cristianismo que el gobierno de la ciudad de
Córdoba solicitó la presencia del Rey Fernando el Católico
(Isabel ya había muerto), “para que justificase por su
persona y sus jueces los excesos que contra Dios se
cometían”. En el sitio en donde fueron quemados los 137
inocentes mandó hacer una casa de martirio, y restituyó a
sus hijos de todos sus bienes y honras.
Causa horror y profunda indignación relatar estos
sucesos.
Cuando llevaban al quemadero a los primeros 107,
iban todos protestando por su inocencia, suplicando a Dios
y a la Virgen piedad entre sollozos y lamentos que partían
los corazones.
Entre la muchedumbre había algunos escribanos que
luego dieron testimonio de cómo morían estos católicos en
la fe de Cristo.
Un reputado maestro llamado Toro presenció estos
inhumanos actos y publicó que los reos eran inocentes y
que murieron en la fe Cristo.
Pero, Lucero lo amenazó espantándolo de tal modo
que a los pocos días, Toro predicaba en la Iglesia Mayor
de Córdoba que los 107 habían muerto como judíos.
Otros predicadores dijeron lo mismo en otras iglesias
por orden del inquisidor.
El anatema de la supuesta herejía abrumaba a todos
por igual; nadie estaba exento de caer en las garras
despiadadas de la Inquisición. Caballeros, prelados,
frailes, monjas, dignidades, arcedianos, deanes, etc., todos
vivían bajo la amenaza del Santo Oficio.
Lucero tenía un poder absoluto. Y fueron tantas las
tropelías y atentados que cometió, que finalmente el
Cabildo de Córdoba elevó una queja a los reyes don Felipe
y doña Juana, y al mismo Pontífice.
Además advertían a todas las Iglesias de Castilla, a los
prelados y concejos, y a los nobles, que defendieran el
atentado que Lucero cometía contra la verdad, la religión y
la justicia.
El 10 de enero de 1507 el Rey Católico recibió las
cartas que le enviaban los cabildos en las que denunciaban
las falsedades y maldades de Lucero.
Mientras tanto, en medio del furor, Lucero mandaba a
apresar a muchos de los más distinguidos y poderosos
ciudadanos.
La muchedumbre empezó a murmurar que así obraba
Lucro solamente para arrebatarles su hacienda, pues todos
eran los apresados cristianos de buena fe.
Y el mismo pueblo que durante tantas centurias había
vertido brutalmente la sangre judía, ahora corría al castillo
del cruel Lucero dispuesto a castigarle.
El Inquisidor salió disfrazado huyendo de la ciudad.
El pueblo entró en el castillo y atropellando a los oficiales
del Santo Oficio, liberaba a los pocos presos que aún
quedaban con vida, declarándolos inocentes de toda culpa.
Entonces, el inquisidor del fray Diego Deza, envío a
su sobrino don Pedro Xuárez Deza a Córdoba, arzobispo
de las Indias, para castigar a los principales de la ciudad y
a los eclesiásticos que los apoyaban.
Mientras tanto los reyes sometían el asunto a consulta
del Consejo Real.
Fue enviado a Córdoba don fray Juan de Moya,
obispo de Tagasto, para poner coto a los excesos de
Lucero.
Pero, Lucero desconoció su jurisdicción negándose a
comparecer a sus llamamientos.
Entre tanto era nombrado inquisidor general el
cardenal Ximénez de Cisneros, quien ordenaba la prisión
de Lucero.
El 9 de julio 1508, se informó oficialmente que los
procesos de Lucero eran falsos y quedaban revocados.
Por decreto real fueron restituidos con todos los
honores los caballeros, dignidades, eclesiásticos y
ciudadanos que habían sido infamados por Lucero.
Las casas derribadas por éste a título de sinagogas,
fueron reconstruidas por el fisco.
Sin embargo, a Lucero y sus ministros no se los
castigó.
En consecuencia, la persecución contra los nuevos
cristianos no aflojó su tenacidad.
Tampoco decayó el empeñó por extirpar a los judíos,
cuya expulsión había sido impuesta a las demás naciones
de la Península.

***

Navarra, negó toda hospitalidad a los judíos


expulsados de los reinos de Aragón y de Castilla.
Portugal les abrió la puertas cargándolos con el yugo
de la esclavitud. Luego pareció que les iba a conceder
algunas libertades a los judíos que allí habitaban desde la
creación del reino. Después los amenazó con la expulsión,
forzándolos al bautismo.
Don Juan Labrit no quería disgustar al Rey Católico,
razón por la cual adhirió al edicto de expulsión.
Don Manuel quería casarse con la princesa Isabel de
Castilla, y ésta no consentía en dar su mano mientras aquél
permitiera que en su reino viviera “gente tan mala y
dañina” (los judíos).
Los judíos fueron expulsados de la Península o
forzados a recibir las aguas del bautismo contra la ley, la
razón y el derecho.
Jamás se había visto raza alguna colocada en más
cruel disyuntiva.
El pueblo cristiano consideraba la expulsión como un
justo castigo por todos los crímenes supuestos que los
judíos cometieron. Se los acusaba de haber matado a
Cristo y de sacrificar a niños y jóvenes durante las
Pascuas, para revivir la crucifixión.
Los hombres sensatos, que son muy pocos en todas
las épocas, por el contrario, lamentaban la irreparable que
experimentaba España con aquel horrible destierro.
Mucho mejor política hubiera sido atraerlos pacíficamente
al cristianismo.
El edicto no los acusaba de los crímenes mencionados
más arriba, pero los declaraba incompatibles con el
bienestar terrenal y espiritual de los españoles.
No había más alternativas: debían optar entre el
bautismo o abandonar sus moradas para siempre.
Al elegir el destierro, los judíos perdieron todos sus
bienes. Y en tierras extrañas e inhóspitas se arriesgaban a
recibir una afrentosa muerte.
Pero, al elegir el bautismo caían sobre ellos los mil
ojos acusadores del Santo Oficio y la amenaza constante
de ser incinerado en las hogueras de la Inquisición.
Muchos de los expatriados regresaron a sus hogares
abandonados declarándose improvisados cristianos. Pero,
la mayoría se mantuvo firme en las creencias de sus
mayores, llevando sus desdichas a los más remotos
confines.
El rey de Turquía, Bayaceto, los recibió con los
brazos abiertos. Sin embargo, los que buscaron refugio en
tierras dominadas por el Islam tuvieron una suerte
miserable y espantosa.
Los que se fueron a vivir en el seno de la civilización
europea tuvieron mayor fortuna.
Roma, Nápoles, Saboya, Toscana y Ferrara se
recibieron parte de la emigración de judíos españoles.
También las naciones germánicas los recibieron.
Sin embargo, al poco tiempo, tanto los cristianos
como los musulmanes que se consideraban a si mismos
como pueblos ilustrados en el colmo de la cultura,
atentaban con terribles persecuciones y matanzas contra
los desamparados expatriados judíos españoles.
Se les abrieron las puertas de Salónica,
Constantinopla y Pésaro. Italia y Bohemia los acogía con
benevolencia.
Las calles de la antigua Bizancio se manchaban con la
sangre judía en 1542.
En Salónica fueron despojados de todos sus bienes en
1545.
En Pésaro se vieron amenazados por una matanza
general en 1553.
Bohemia los perseguía en 1546.
Italia amenazaba con matarlos en 1551.
En África eran brutalmente asesinados.
Los judíos eran en todas partes perseguidos y
humillados.
La suerte que el destierro les deparaba a los judíos
españoles era tristemente lamentable.
Sin embargo, la desdicha de los desterrados españoles
no tuvo comparación con los sufrimientos reservados a los
que se quedaron en España convirtiéndose al cristianismo.

***

En España, desde que se erigió en Sevilla el Tribunal


de Fe en 1482, hasta la muerte de Torquemada en 1498,
durante esos diecisiete años, fueron devorados por las
llamas de las hogueras de la Inquisición, según
documentos autorizados, 10.220 judíos de ambos sexos.
6.860 estatuas de fugitivos fueron incineradas
simbólicamente.
Y 97.321 fueron penitenciados con la infamia,
confiscación de bienes o cárcel perpetua.
114.401 fueron las víctimas del Santo Oficio, durante
los primeros diecisiete años.

A QUEMA QUEMA PENITENCIA


ÑO DOS VIVOS DOS EN DOS
EFIGIE
1 2.000 2.000 17.000
481
1 88 44 625
482
1 688 644 5.275
483
1 908 110 1.561
484
1 1.520 510 13.471
485
1 1.428 264 3.475
486
1 928 664 7.145
487
1 616 308 4.379
488

De 1489 a 1498 las cifras de los asesinados por el


Santo Oficio son similares a las de los años precedentes.
Más de 100.000 familias fueron totalmente
aniquiladas.
25 años después de creado el Tribunal de la
Inquisición aumentaba el éxito de su aterradora
persecución a castigar a más de 200.000 judíos conversos.
18.320 fueron quemados vivos.
9.660 fueron quemados en estatua.
Y más de 206.000 fueron deshonrados y condenados a
pública penitencia, perdiendo todos sus bienes.
En 1525, las víctimas judaizantes procesados y
condenados en Castilla, Aragón y Navarra sumaban un
total de 348.901.
En Portugal, todavía no había entrado la Inquisición.
Los que presidieron la Inquisición hasta 1525 fueron:
fray Tomás de Torquemada, fray Diego Deza, fray
Francisco Ximénes de Cisneros, el cardenal Adriano
(elegido como Pontífice en 1552 y reemplazado por
Alfonso Manrique).
La persecución de la Inquisición fue mil veces más
aterradora y criminal que la perpetrada por las iras
populares de la edad media a sangre y fuego.
La Inquisición fue apoyada por todas las clases
sociales.
El primer tumulto sangriento contra los judíos
conversos sucedido en Toledo en 1449 provocó como
consecuencia un Estatuto en el que se les prohibía a los
hijos de los judíos todos los oficios públicos y
eclesiásticos.
18 años después, en 1467, después de nuevos saqueos
y matanzas, se reforzaban las ideas de excluir de la
sociedad a los descendientes de Israel que se habían
bautizado.
Todas las clases sociales alardeaban de la limpieza de
sangre y de su viejo cristianismo, en contraposición, con
los humillados cristianos nuevos que eran brutalmente
exterminados.
La sociedad entera participó del sistema de exclusión
delatando a los judíos ocultos.
Los gremios de artes y oficios para deshacerse de
algún competidor lo acusaban de judaizante.
Las órdenes militares, los colegios mayores, las
hermandades religiosas, todos practicaban este método
difamatorio contra los cristianos nuevos.
En vano, hombres ilustres como Hernando del Pulgar
saliendo el propia defensa ridiculizaron y condenaron
éstas ordenanzas que iban en contra de lo dispuesto por la
Reina Isabel la Católica.
El furor y el fanatismo atropellaron la moral del
evangelio.
En 1501 se dispuso que ningún reconciliado con la
Iglesia por el delito de herejía, ningún “hijo o nieto de
quemado”, hasta la segunda generación por vía paterna, y
hasta la primera por vía materna, podían ejercer cargos
públicos, ni de consejero real, contador mayor, alcalde,
tesorero, etc.
Se llegó a prohibir el matrimonio con un cristiano
nuevo.
Finalmente los conversos eran expulsados de sus
propios hogares.
La intolerancia de los cristianos viejos dejaba a los
cristianos nuevos sin ninguna esperanza de reivindicar los
derechos que obtuvieran sus padres al abrazar el
cristianismo.
El despojo que sufrieron no podía ser más cruel,
injusto y tiránico, un verdadero atropello de la ley y la
religión.
Por todos lados se fundaban cofradías para perseguir a
los conversos.
A partir de 1473 se excluyó a los cristianos nuevos de
los cargos eclesiásticos.

***

En 1547, el doctor Hernán Ximénez, hijo de


reconciliado fue condenado a cárcel perpetua.
El 23 de julio de ese año la Corte Romana publicaba
un Estatuto que ordenaba:
1.- Que los clérigos, capellanes y dignidades
eclesiásticas debían ser cristianos viejos o personas
ilustres y nobles, o letrados graduados en famosa
Universidad. Los descendientes de moros o judíos debían
ser excluidos de todo oficio de la Iglesia.
2.- Todo aquel que fuera recibido para ocupar cargos
eclesiásticos y luego se descubriera que era un cristiano
nuevo, sería destituido en el acto y perdería sus rentas.
3.- Todo aquel que adquiriese un cargo eclesiástico
debía jurar que cumplía con este Estatuto.
El único que se opuso a la promulgación de este
Estatuto fue el deán don Diego de Castilla. Y luego se
unieron a él protestando contra la injusticia del Estatuto 16
dignidades y 10 canónigos.
Para entender estas intrigas debemos hacer la
siguiente aclaración.
Don Diego de Castilla era un gran poeta que
descendía del rey don Pedro..
Don Alfonso de Castilla, su bisabuelo, había sido hijo
del obispo don Pedro de Palencia, nieto del rey don Pedro,
y de una judía que al convertirse se bautizó con el nombre
de Isabel de Olín.
El obispo tuvo de ella otra hija llamada doña
Constanza, la cual se casó con el contador mayor Rodrigo
de Ulloa.
De estas dos hijas del obispo y la judía descendían los
Castillas de Valladolid, Madrid, Murcia, etc., y los
Sarmientos. Ambas familias estaban emparentadas con los
más ilustre de Aragón y de Castilla.
Los que se opusieron al Estatuto defendían la absoluta
unidad de los fieles, igualando a los cristianos nuevos con
los viejos.
El Estatuto de Limpieza de Sangre era una fuente de
discordias, infamias y odios.
Finalmente, los descendientes de los judíos conversos
fueron despojados a diestra y siniestra, contra las leyes
divinas y humanas, y fueron excluidos de los cargos
eclesiásticos que idóneamente ocupaban.
El Estatuto de Limpieza de Sangre rápidamente se
aplicó a los asuntos civiles y políticos, quedando cesante
de sus honorables funciones todos los cristianos nuevos.
En todos los templos e iglesias se fijaron cartelones
con las inscripciones de los nombres de las familias de los
conversos “porque con el tiempo no se oscureciese la
memoria de los que venían de judíos y se pudiera
distinguir la calidad de los hombres nobles”.
Estas listas perduraron hasta principios del siglo XIX.
El arzobispo don Juan Martínez Silíceo mandó
componer contra la vil canalla de conversos que buscaron
el amparo de la Iglesia, cientos de versos para hacerlos
odiosos a la muchedumbre que trasmitía de padres a hijos
con total impunidad la más abominable infamia contra los
indefensos cristianos nuevos.
“La santa ley que mantengo,
y la enemistad crecida
que al rito judaico tengo, etc.”.
No conocemos en la historia de raza alguna situación
más apremiante y desesperada.
El odio hacia los conversos rayaba en lo ridículo y
absurdo. Y con el paso del tiempo se hacía más agrio y
profundo.
Para poner un ejemplo de la opinión universal del
pueblo español contaremos la siguiente costumbre que se
mantenía en el Colegio Mayor de Santa Cruz de
Valladolid, fundado por el Gran Cardenal don Pedro
González de Mendoza, quien había defendido a los
cristianos nuevos.
El Viernes Santo, después de leída la pasión de Jesús,
el rector se dirigía a todos los alumnos con esta pregunta:
“¿Qué os parece de aquellos pérfidos que hoy crucificaron
a Nuestro Señor Jesucristo?”
A continuación cada uno tenía la obligación de
nombrar alguna familia de cristianos venidos de judíos y
referir el lugar de procedencia para que todos se cuiden de
esa familia. Y así, después de burlarse de los judíos salían
del refectorio.
De este colegio, como de todos los colegios mayores,
salían luego los magistrados, prelados, dignidades y aun
inquisidores generales.
Imagine el lector, si así obraban los hombres de
ciencia, en cuyas manos iban a estar los destinos de la
patria, ¿qué no estaría dispuesta a pensar y a hacer con los
conversos, la gente vulgar, criada en la ignorancia y el
ciego fanatismo?
Dos siglos antes, la opulencia de los judíos los hacía
sentirse dueños de España.
En Navarra, Aragón, Castilla y Portugal cayeron
sobre los cristianos nuevos todo tipo de calamidades. Eran
arrojados de sus casas por las turbas populares cristianas y
por la crueldad de los reyes.
Habían sido forzados violentamente a convertirse al
cristianismo. Así, los reyes pretendían mantener dentro de
sus dominios las inmensas riquezas de los judíos.
En cambio los reyes Católicos pretendían lograr la
unidad social y religiosa al expulsar a los judíos del reino.
Les permitieron conservar sus hogares a los judíos
que quisieron convertirse al cristianismo.
Pero, una vez alejados los judíos de las costas y
fronteras, se les cerró definitivamente la entrada a España.
La creación del Santo Oficio, en 1480, fue apoyada
por los neófitos para perseguir a los judíos ocultos.
En Portugal se los tiranizaba para exterminarlos y
arrebatarles sus riquezas.
Se le prohibió a los judíos salir del reino de Portugal.
Tampoco podían sacar sus bienes.
El rey don Juan II de Portugal había abierto las
puertas de su reino a los judíos expulsados de Castilla en
1492, ofreciéndoles garantías para su protección. Pero, el
rey solamente deseaba asegurarse las inversiones de los
judíos para luego traicionarlos y despojarlos de sus bienes.
Y luego de traicionarlos los expulsó de su reino
negándolos los medios de buscar refugio en países lejanos.
El rey don Manuel al principio mostró benevolencia
hacia los judíos de Castilla. Después los amenazó con la
expulsión, pero, para mantener sus riquezas dentro de sus
dominios prefirió someterlos brutalmente y obligándolos a
bautizarse. Así pretendió impedir que los judíos se
marcharan con sus riquezas fuera de Portugal.
Don Manuel destruyó de un solo golpe la antigua
organización social y religiosa del pueblo israelita.
Su hijo, el rey don Juan III, prefirió usar medios más
criminales aún exterminando a los judíos para arrebatarles
sus riquezas.
Y para ello solicitó el auxilio de la Inquisición.
56 años después de que España se iluminara con el
triste espectáculo las hogueras del Santo Oficio, Portugal
se ensangrentaba con el establecimiento de la Inquisición,
en 1506, que devoraba día tras día insaciablemente la
sangre de los judíos.
El rey y su corte apoyaron incondicionalmente la
voracidad sin límites de los crímenes del Santo Oficio.
Don Juan III prohibió la salida de los judíos y de los
conversos de Portugal. También se los prohibió el
ejercicio de la medicina.
Los conversos no podían ejercer como boticarios ni
como médicos.
En 1567 el rey don Sebastián les prohibió a los
conversos vender sus bienes raíces y les negó la salida
fuera de Portugal.
En 1569 decretaba que los conversos que
abandonaran Portugal debían vivir desterrados y perder
todos sus bienes.
En contra de la moral y de la justicia apoyó a la
Inquisición para lograra el exterminio de los judíos que se
habían convertido al cristianismo.
El fanatismo y la codicia de la muchedumbre delataba
a las víctimas que irían a alimentar las hogueras del Santo
Oficio.
A los delatores de los judíos y de los conversos les
correspondía un tercio de los bienes del reo en pago por
tan execrables servicios. Los otros dos tercios confiscados
al inocente judío que indefectiblemente era hallado
culpable se repartían entre los inquisidores y los
funcionarios del gobierno.
Bastaba cualquier denuncia para apresar a cualquier
judíos y torturarlo salvajemente hasta arrancarle la
confesión deseada. Acto seguido, el reo perdía todos sus
bienes y su vida. Sus hijos eran arrebatados del seno
familiar para ser educados bajo la fe católica.
El despojo y el extermino de los judíos fue la política
utilizada por todos estos inhumanos reyes de Portugal.

***

En 1587, el rey Felipe II de Castilla les permitió a los


cristianos nuevos sacar libremente sus bienes fuera de
España y expatriarse, ofreciéndoles asilo en las nuevas
tierras conquistadas (en América y en África).
Muchos aceptaron la oferta y se marcharon al África
comprometiéndose a aportar 30.000 ducados anuales.
Tres años después murió el rey Felipe y se les obligó
a los judíos incrementar la renta de 30.000 a 200.000
ducados.
Muchos conversos de Portugal escapando de la
Inquisición se unieron a sus hermanos del África.

***
En 1601 el rey Felipe III de Portugal permitió a los
cristianos nuevos abandonar sus reinos con todos sus
bienes.
La Inquisición se opuso tenazmente a esta disposición
real y logró imponer su poderío prohibiendo que los
conversos vendieran sus bienes que poco a poco iban
siendo confiscados y devorados por la insaciable y
criminal ambición de los inquisidores.
En 1610 los judíos y los cristianos nuevos que vivían
en las posesiones africanas de Portugal fueron expulsados
para siempre.
En 1667 el marqués de los Vélez, gobernador de
Orán, propuso la expulsión de los judíos.
Los judíos protestaron ante la reina por la falsedad las
acusaciones que se levantaban en su contra. Sin embargo,
la reina sólo les dio un plazo de ocho días para vender sus
bienes raíces y salir de sus tierras.

***

Dos siglos de dolorosas convulsiones continuaron a la


expulsión de 1492. Y en Portugal el exterminio y el
despojo fue la política implementada para limpiarse de la
“cizaña del pecado”.
No quedó en toda la Península Ibérica ningún judío
que rindiera culto a la religión de sus padres ni que cuidara
las leyes de Moisés.
La entrada de los judío a España había quedado
terminantemente prohibida bajo pena de muerte y pérdida
de todos los bienes, a partir del funesto edicto del 31 de
marzo de 1492.
En Portugal fueron absorbidos para ser brutalmente
despojados. Allí fueron obligados a usar una divisa
consistente en un bonete amarillo sobre sus cabezas.
La Inquisición mientras tanto avanzaba
implacablemente torturando y asesinando a los
descendientes de los conversos.
Y era tan aterrador su poder que en varias
oportunidades murieron en sus hogueras ilustres cristianos
españoles y portugueses.
Dos importantes cristianos quedaron admirados del
valor de los mártires judíos que perseveraban en la ley de
Moisés y morían santificando en nombre de Dios, que
llegaron de dudar de la verdad del evangelio y se
declaraban públicamente defensores del judaísmo. Uno
fue fray Diego de la Asunció, que fue quemado en Lisboa
en 1603, y el otro era el caballero don Lope de Vera y
Alarcón, quemado en Valladolid en 1649.

***
Este era el estado definitivo en que se encontraba la
raza hebrea dentro de la Península Ibérica al culminar el
siglo XVII.
La prole hebrea, esparcida al viento sus míseros
vestigios, volvía en vano sus ojos a la tierra prometida
(Israel) buscando algún refugio seguro para sus males.
La prole conversas continuamente humillada y
maltratada, diezmada sin piedad y despojada de sus
riquezas y poderío iba desapareciendo lentamente bajo en
oprobio del desprecio y la desesperada angustia del
remordimiento por haberse levantado en contra de sus
antiguos hermanos.
Terrible fue el drama representado en la Península
para la raza judía durante los 20 siglos de su permanencia.
Durante mucho tiempo al prosperidad, el poderío y las
riquezas estuvieron en sus manos.
Las ciencias, las letras, el comercio, la agricultura y la
industria habían prodigado y perpetuado sus bienes a los
judíos siglo tras siglo.
Los judíos se dominaron dentro de España sintiendo
que su poderío iba a ser eterno. La mayoría de los
consejeros de los reyes, sus médicos y administradores
eran sabios hebreos.
¿Por qué, pues, después de tales bienes, con tales
virtudes y elementos cayó de tanta altura, con tan lento,
intermitente y pertinaz suplicio?
Los ilustrados lectores que nos han seguido hasta
aquí, pueden sin gran dificultad formular ellos mismos la
respuesta, reconocidas las causas que día a día anunciaban
tan desolador como tremendo desenlace.
Permítannos echar una última ojeada sobre la
desventurada raza hebrea que vivió durante 20 siglos en
tierras españolas, con la intención de contribuir a un juicio
más exacto y completo por parte de nuestros lectores.
España podía haberle brindado a los judíos un bello
ideal para los siglos futuros.
Esperamos que la Historia juzgue favorablemente los
tiempos de concordia y reconciliación del actual gobierno
español hacia las comunidades judías del mundo.

CONCLUSIÓN

La evidencia de la exposición histórica que dejamos


asentada comprueba lo siguiente:
1.- La vida del pueblo hebreo entre los españoles
estuvo guiada por severas pruebas y conflictos.
2.- Los judíos desplegaron, en medio de tantos
sinsabores e infortunios, una paciencia y una
perseverancia superiores a lo esperado en fuerzas humanas
normales, alimentándose de sus lágrimas y creciendo al
compás de los desastres.
3.- En su larga permanencia en España, más allá de
los odios, el desprecio, las persecuciones y matanzas que
los diezmaron, no se mezclaron con los cristianos y
vivieron apartados.
4.- Pagaban cuantiosos tributos a la corona, a los
municipios y al clero, impulsando con su ejemplo
laborioso, la actividad industrial adormecida por la
barbarie y la ignorancia del pueblo español.
5.- Contagiando el noble anhelo del saber en todas las
jerarquías sociales la inteligencia privilegiada de los judíos
favoreció el desarrollo de las ciencias, las letras y el
comercio.
6.- Estas mismas dotes y virtudes excitaban el odio y
la envidia de cristianos y musulmanes que terminaban
regando la sangre judía primero en Córdoba y después en
Granada, bajo la ferocidad de berberíes, almorávides y
almohades. Después, hubo matanzas en Toledo bajo la
rapacidad de los cruzados de Ultrapuertos. Posteriormente,
las matanzas y saqueos se desparramaron por las ciudades
de Castilla, Aragón, Navarra y Portugal, bajo el fanatismo
y la codicia de las turbas cristianas.

***

Era muy difícil o prácticamente imposible que en


medio de las sangrientas matanzas y dolorosos saqueos
que las juderías de España sufrían a cada paso, llegaran los
judíos a hacer siquiera tolerable su existencia.
Y sin embargo, hemos visto que lograron una
organización interior completa e independiente. Y además
ejercieron una influencia activa y duradera, a veces
arrogante y despectiva, sobre la sociedad cristiana.
Obtuvieron algunos privilegios y leyes que los
amparaban. Casi todos los administradores de las rentas de
los reyes fueron doctos hebreos. Lograron elevados cargos
públicos acaparando la confianza de los reyes.
Las diferencias que los separaban de los cristianos no
sólo eran de orden religioso, sino también, de orden moral,
civil y social.
Las aljamas (juderías) mantenían una relación de
servidumbre y dependencia hacia los reyes (la corona), los
magnates (la nobleza), las iglesias (obispados y abadías) y
los municipios cristianos (los concejos).
Los judíos contribuyeron notablemente al
sostenimiento de la república.
Estaban obligados a pagar tributos e impuestos muy
sustanciosos.
Los reyes inventaban con gran rapidez y facilidad
nuevos impuestos para recibir cada vez más dinero de sus
vasallos judíos. (Los gastos de manutención del rey y su
corte cada vez que entraban a una ciudad corrían por
cuenta de las juderías).
El comercio, la industria y la civilización de España
se desarrollaron con la esmerada labor y experiencia de los
hebreos.
Impensable hubieran sido todas las guerras que los
reyes sostuvieron durante la Reconquista contra los moros,
sin el apoyo logístico y económico de la prole hebrea.

***

Tendiendo en cuenta todos los aspectos mencionados


más arriba podemos comprender cómo fue posible la
existencia del pueblo hebreo en España en medio de tantas
contradicciones, rodeados de enemigos.
Sin tomar en cuenta todos estos elementos, la
permanencia de los judíos en España sería algo
inverosímil e inexplicable.
La raza hebrea halló tolerancia en España, no por la
barbarie de los cristianos, sino por su noble actividad, su
paciente constancia y por su clara inteligencia en todas
partes demostrada y por todos los pueblos reconocida.
Así los judíos se encumbraron conquistando la
consideración de los príncipes y reyes, participando de la
administración de la república, viviendo holgadamente y
acumulando impresionantes riquezas.
Nunca gozaron de tanta prosperidad en otras naciones,
desde que fueron arrojados y desparramados por el mundo
por la espada de Tito.
Y cuando habían logrado establecerse en el colmo de
la felicidad empezaron las desgracias, infortunios,
peligros, robos y matanzas.
Los cortesanos se quejaban de la arrogancia y
soberbia de los judíos. Los ministros más allegados al rey
y que tenían más autoridad, por lo general eran judíos.
Los ciudadanos los consideraban como muy crueles al
imponer el cobro de los impuestos.
Los tildaban de avaros por los provechos que sacaban
de la usura en los préstamos personales.
Repentinamente empezaron las persecuciones, hasta
que el 31 de marzo de 1492, los reyes Católicos
promulgaban el terrible edicto de expulsión.
Las persecuciones y matanzas cada vez eran más
terribles. Participaron en ellas todas las fuerzas de la
sociedad.
Las esferas que las provocaron se tocan y
compenetran. Las influencias que las sostienen pasan de
una órbita a otra con gran rapidez. Las creencias,
doctrinas, errores, envidias, odios y preocupaciones que
las alientan les infunden un carácter espectacular y
extraordinario.
El pueblo hebreo era lentamente diezmado. Poco a
poco se le cerraron las puertas que conducen al bienestar.
El pueblo cristiano no escatimó esfuerzos, quebrantos y
vejaciones con tal de apoderarse de sus bienes.
Desde principios del siglo XIV los judíos emigraron
silenciosamente despoblando las ciudades y provocando
un gran declive en la economía de España.
Mientras tanto, la exaltación religiosa de los cristianos
culminaba en el más ciego fanatismo, olvidando
completamente todo principio de caridad.
Si bien los Sumos Pontífices amparaban con sus
decretos a los judíos, estas leyes fueron burladas.
La raza proscrita estaba condenada universalmente al
irrevocable exterminio.
Las pasiones populares se agitaban e incrementaban
día a día descargando su furia sobre los indefensos
hebreos, esperando enriquecerse matando y robando,
convencidos de que de este modo servían y vengaban a
Dios.
Finalmente, todas las juderías de España fueron
incendiadas, sus riquezas desvanecidas, y la sangre de los
judíos vertida a torrentes a lo largo de todo el suelo de
español.
Y CAUSA HORROR DECIRLO: TODO SE
HACÍA EN NOMBRE DEL CORDERO, QUE HABÍA
DADO SU SANGRE POR LA SALUD DE LOS
HOMBRES.
La impunidad reforzó la predicación del odio y del
exterminio coronando la sangrienta hazaña de la
muchedumbre enardecida.
SOLAMENTE EN LA NOBLE METRÓPOLI DE
CATALUÑA BRILLÓ LA JUSTICIA DEL REY DON
JUAN I.
En medio del fanatismo destructor surgió la voz del
apóstol de Valencia ofreciendo piadosamente la salvación
a expensas del bautismo.
Para los judíos conversos la lucha cambiaría un
sistema por otro más destructivo. En vez del antiguo
adversario popular que los perseguía y asesinaba, ahora se
erigía la terrible Inquisición con sus cárceles y tribunales,
para continuar con la obra del exterminio sin compasión.
Al abrazar una nueva religión los neófitos manifiestan
un extraordinario interés por propagar su nueva doctrina.
Y esto que sucede en todas las regiones en donde se
intenta imponer la inteligencia, cuando de religión se trata
el fervor se transforma en fanatismo, y el amor del
prójimo, en odio inextinguible.
Y así sucedió con los neófitos del judaísmo que se
convirtieron al cristianismo.
Deseando acreditar la sinceridad de su conversión
desataban contra sus propios hermanos un odio feroz que
sólo se aplacaba cuando lograban su total ruina y
destrucción.
Sufrieron el castigo de Amán, pues no suele ser otro
el fin de los apóstatas y renegados.
Y mientras agotaban sus esfuerzos para incitar la ira
de los reyes, magnates y pueblos contra los judíos,
calumniándolos, se forjaba contra ellos el terrible azote de
la Inquisición que regaba con su sangre las más
importantes ciudades de España.
Los neófitos precipitaron la destrucción de los judíos
con sus acusaciones, sus consejos y sus libros que
desmantelaban la ya desarmada fortaleza del talmudismo.
No sabían que sus terribles maldiciones también
recaerían sobre sus propias cabezas y las de sus hijos.
Mientras los judíos morían vilmente degollados por
las hordas primitivas de la muchedumbre, los conversos
morían alimentando las hogueras del Santo Oficio.
En premio a los grandes favores que realmente
prestaron al cristianismo, en pago por haber renegado de la
fe de sus mayores para abrazar el cristianismo y en
retribución por la crueldad con que pidieron que se
persiguiera y castigara a sus antiguos hermanos, los
nuevos judíos conversos (cristianos nuevos) de Aragón y
de Castilla vieron caer sobre sus propias frentes y las de
sus hijos la despiadada garra aniquiladora de la
Inquisición.
Entre las causas más poderosas que provocaron la
ruina y el aniquilamiento de los judíos de España, ninguna
acarreó tanto y tan terribles y destructivos efectos como la
deslealtad inmoral e impía de los neófitos (judíos
renegados) que llenos de odio fraticida difamaban
vilmente a sus hermanos.
Primero rengaron de la religión de sus padres,
maldiciendo después a sus hermanos con inconcebible
odio condenándolos al más cruel exterminio.
Se esforzaron en demostrar los errores y extravíos de
Talmud. Después, señalaron las supuestas aberraciones o
extravagancias del culto mosaico, sucesivamente
adulterado por las poco respetuosas decisiones rabínicas.
Se mofaron de las prácticas tradicionales que por largo
tiempo habían sido veneradas por sus mayores. Revelaron
a los ojos del cristianismo, con increíble malevolencia, las
flaquezas y preocupaciones de sus hermanos de ayer.
Recapitularon sus deslices, sus faltas punibles y sus
secretas e ignoradas caídas para exponerlos a la maldición
de sus enemigos.
Así los “neófitos iluminados” formaron las más recia
urdimbre de abominaciones, odios y rencores. Y para
labrar su propio engrandecimiento y salvación, pensaron
envolver a los desamparados judíos en una trama en la que
ellos mismos quedarían atrapados. Pues, los judíos
conversos se vieron perseguidos con la misma fatalidad
con que ellos persiguieron a su antiguos hermanos.
“El que a hierro mata a hierro muere”.

***

A lo largo de su historia plagada de exterminios, el


pueblo hebreo ha renacido en medio de todos sus
infortunios haciendo brotar los tesoros constantes de su
actividad e inteligencia, gracias a la unidad religiosa, a sus
aspiraciones intelectuales y a una mancomunidad de
esfuerzos milenaria.
La historia, noble maestra de la vida, enseña que
jamás se repiten al capricho de los hombres los grandes
fenómenos históricos.
Pero, el judaísmo se había fragmentado en dos fuerzas
irreconciliables y antagónicas.
Por un lado los conversos que en medio de la soberbia
humillaban a sus hermanos. Y por el otro, los que seguían
aferrados a sus antiguas creencias.
Ya no era posible lograr la unidad nacional y religiosa
de donde los judíos sacaban fuerzas para renacer de sus
cenizas, como el ave fénix.
Conversos y judíos ya no podían aspirar a una unión
que los rehabilitase.
Hemos visto a los judíos en tiempos de sangrienta
persecuciones bajo el dominio del Islam y del
Cristianismo, reorganizarse y sacar fuerzas del dolor para
lograr su total reconstrucción y engrandecimiento.
Siendo humanamente imposible para judíos y
conversos una reconciliación que pudiera unificarlos en
una sola familia para perpetuar la mutua salvación,
arreciando cada día más el odio que los separaba, ¿de qué
dónde podía venir la salvación y la vida para la generación
hebrea?...
La decadencia de los “judíos públicos” desheredados
del ejercicio de las artes, el comercio, la industria y la
medicina aniquilaba míseramente toda posible
prosperidad.
La impotencia de los “judíos ocultos” era evidente a
pesar de su insensato orgullo y abrumador poderío, desde
el momento en que brotando de su seno la acusación
contra sus hermanos, el odio popular caía sobre éstos,
despojándolos y asesinándolos.
Sin fuerzas los primeros, para romper las cadenas del
círculo de la marginación en que el cristianismo los había
encerrado; y sin prestigio ni autoridad los otros, para
reparar el edificio que aquellos mismos habían destruido,
¿qué podía esperarse de judíos y conversos respecto de la
urgente y desesperada restauración que la raza hebrea
necesitaba para sobrevivir a los grandes conflictos que
estaba atravesando?
No era racionalmente posible que las lenguas de los
renegados del judaísmo que habían calumniado
impíamente a sus antiguos hermanos, y las manos que
encendieron la antorcha de la Inquisición, llegado el
momento en que debieron expiar sus pecados, pudieran
aliviar el peso de las terribles acusaciones que ellos
mismos habían lanzado contra sus hermanos, y que ahora
retornaban con la misma crueldad a castigar su traición y
apostasía.
Las insaciables hogueras de la Inquisición que sin
piedad los devoraban ya no podían ser apagadas.
El verdadero peligro de la raza israelita que
amenazaba fatalmente con su ruina nació dentro de su
propio seno.
Los judíos habían soportado dignamente, con
paciencia y abnegación las catástrofes del siglo XIV
animados de una misma fe y una sola esperanza en la
Divina Providencia.
Pero, ahora sin este principio salvador que los
alentaba y fortalecía durante los miles de años de
peregrinación por el mundo, rotos los lazos familiares que
siempre los habían salvado de la total disolución y
exterminio, la raza hebrea estaba condenada a su extinción
y aniquilamiento dentro del suelo ibérico.
Los odios populares crecieron atizados por los más
fanáticos conversos y arraigaron en todas las esferas
sociales.

***

Es probable que los Reyes Católicos adelantaran el


plazo natural de la expulsión con el edicto del 31 de marzo
de 1492 y con la creación del Tribunal Supremo del Santo
Oficio.
Los reyes abusaron de su poder y se burlaron de las
leyes del reino. Desconocieron los más sanos principios
económicos para regir la república.
Isabel y Fernando cometieron una verdadera, notoria
y vergonzosa ingratitud hacia los judíos, quienes prestaron
insignes servicios a la inmortal obra de la Reconquista
española del reino granadino.
La convivencia entre judíos y cristianos era
incompatible.
Los judíos renegados, neófitos, conversos o cristianos
nuevos, proponían, demandaban y exigían sin tregua la
perdición de sus hermanos.
Con estos antecedentes no era posible esperar para los
judíos de España un fin menos desastroso y tremendo.
Todo pueblo dividido entre sí, será destruido.

***

Sabemos cual fue el triste destino de los conversos


después del edicto del 31 de marzo de 1492.
El Santo Oficio, cometiendo frecuentemente
incalificables errores y abusos abominables contra ilustres
personajes limpios de toda sombra de judaísmo, durante
los dos siglos subsiguientes se encargó del total
aniquilamiento de los cristianos nuevos y su descendencia.
La Inquisición cometía desmanes motivados por
simples acusaciones y odios personales contra nobles
personajes.
Durante el Siglo de Oro español muchos varones
esclarecidos que cultivaron las ciencias, las artes y las
letras fueron alcanzados por el brazo del odio insaciable
del Santo Oficio.
Se los difamaba con el uso obligatorio del Sambenito
(sombrero con forma de cono que el sospechoso de haber
judaizado debía usar para su escarmiento y vergüenza).
El Santo Oficio no respetaba a nadie, ni los títulos de
nobleza, ni los elevados cargos eclesiásticos, ni las
virtudes más nobles.
Hernando de Talavera, Bartolomé Carranza, Arias
Montano, Francisco Sánchez de la Brozas, Pablo Céspedes
y fray Luis de León son un ejemplo del increíble y
arbitrario poder de la Inquisición. Todos estos ilustres
cristianos sufrieron las humillaciones y torturas del Santo
Oficio.
Miles de inocentes morían en sus diabólicas cárceles.
Fray Luis de León fue encarcelado por el Santo Oficio
en 1572. Fueron desenterrados los huesos de su padre y
quemados públicamente. El Tribunal de Valladolid lo
acusó de haber “leído libros hebreos, de gesticular como
los judíos, de comer los sábados carne degollada, y
guisada por judíos en la tarde del viernes, de probar las
mellas del cuchillo y de no comer tocino”. Estas
impertinencias bastaron para exhumar su cadáver e
incinerarlo.
Fue liberado por su amigo el cardenal Quiroga el 7 de
diciembre de 1576. El Tribunal lo mortificó durante 4 años
y sus detractores disfrutaron del infame placer de injuriar
la memoria de su padre.
La Inquisición se hermanaba con los que odiaban a
los descendientes de los conversos. Cualquier enemigo
que los denunciara de haber judaizado podía conseguir
vengarse a través del Tribunal de la Inquisición, para el
cual, prueba suficiente de los delitos era la confesión del
reo. Y obviamente, mediante las torturas les arrancaban a
los prisioneros cuantas cosas quisieran escuchar de sus
labios.
Nadie estaba a salvo de la Inquisición.
Don Lope de Vega, padre del teatro español, le dirigió
al insigne don Luis de Góngora para zaherirlo el siguiente
verso:
Yo te untaré mis versos con tocino,
porque no me los muerdas, Gongorilla.

***

Mientras tanto, los judíos expulsados de todos los


dominios del gran Imperio Español, y los conversos, que
de milagro se salvaban de las hogueras y cárceles del
Santo Oficio, llevaban a todos los confines de la tierra, la
lengua, la literatura y las ciencias aprendidas en suelo
ibérico.
Y lo más increíble: despertando a los golpes de tantos
desastres e infortunios el adormecido espíritu de la
generación hebrea, renovaba en otras tierras su actividad
intelectual y producía en los siguientes dos siglos mayor
número de obras científicas, literarias, históricas y
poéticas que en los precedentes siglos vividos en España.
La dinastía de Austria tuvo la triste gloria de expulsar
los restos despedazados del judaísmo español de toda la
península, incluida Portugal y los dominios del África.
El rey poeta, impotente para sostener en su cabeza la
corona de dos mundos (América y España), y en medio de
una tremenda crisis económica, había puesto en manos de
don Gaspar Guzmán, conde-duque de Olivares, la
administración del Erario público.
Para conjurar la crisis y la quiebra de la república
acudieron al auxilio de los judíos de Salónica, trayendo
consejeros e inversiones.
Al Santo Oficio no le gustó nada la propuesta y trató
de evitar la participación de los judíos en los destinos del
reino.
Sin embargo, don Gaspar se excusó alegando que la
eficaz colaboración de los judíos era necesaria a los
intereses de la república, y para atraerlos nuevamente a
España, solicitó permiso para que se les construyera una
sinagoga.
Los inquisidores se opusieron resueltamente.
Pero, la habilidad política de don Gaspar se ganó la
confianza de la mayoría de los consejeros del Estado y de
muy respetados teólogos y ministros del Santo Oficio.
Entonces, el conde-duque intentó abolir la Inquisición
de España.
El rey Felipe se le opuso a sus designios porque
consideraba al Santo Tribunal de la Inquisición como la
garantía y defensa de las buenas costumbres y de la fe
católica.
Don Gaspar perdió todo su poder y los judíos que
había traído al reino cayeron en manos de las iras
populares.
Con increíble crueldad, los enemigos de los judíos, para
excitar el odio popular, pintaron carteles en los sitios más
públicos de Madrid con la siguiente inscripción: “¡Viva la
ley de Moisés, y muera la de Cristo!”.

***

El gobierno de Carlos II atravesaba una penuria


económica similar a la de Felipe IV. El Erario público
estaba en quiebra y el pueblo hostigado por las cargas
públicas. La administración de la Indias (América) estaba
por provocar una verdadera ruina.
El primer ministro de don Carlos II era don Manuel de
Lira, quien sugirió al Consejo Supremo de Castilla que
pensaran en atraer al reino los capitales de los expulsados
judíos juntos con sus familias.
Pero, esta idea sufrió una dura oposición.
El secretario del despacho universal del Estado, don
Manuel de Lira, propuso la anulación del Edicto de
Expulsión del 31 de marzo de 1492, como único medio de
reparar la segura quiebra del Estado. Y sugería que se les
abriera legalmente a los judíos la entrada solamente a los
puertos de América.
Don Manuel se apoyaba en el ejemplo de los
holandeses que habían recibido a los judíos expulsados en
España con beneplácito y beneficio para su economía,
industria y comercio.
Pero, su proyecto fue totalmente desechado, y la
conservación de sus funciones de gobierno, amenazadas y
puestas en tela de juicio.

***

A la muerte del rey Hechizado, en 1700, subió al


trono Felipe de Anjou. Era el momento de firmar el
tratado de Utrecht que restituiría la paz de Europa.
La plaza de Gibraltar estaba en poder de Inglaterra.
En el referido tratado se reconocía la ocupación
inglesa de Gibraltar, pero se estipulaba que ni moros ni
judíos podrían vivir allí.
Sin embargo, Inglaterra no cumplió su palabra y
permitió que los judíos de África se albergaran en
Gibraltar.
El tratado de Utrecht firmado el 13 de julio de 1713,
mostró que el gobierno del duque de Anjou, aun
tratándose de una ciudad que se le iba de las manos, no era
más benévolo con los judíos que la dinastía de Carlos V.

***

La intolerancia de los españoles contra los judíos era


manifiesta.
En Mallorca, el 12 de febrero de 1773, los
procuradores Juan Bonin, Tomás Aguiló, Tomás Cortés,
Francisco Forteza, Bernardo Aguiló y Domingo Cortés,
representando a los moradores del barrio llamado el Call,
antigua judería, acudieron al Consejo de Castilla
“exponiendo la paciencia y tolerancia con que sufrían su
exclusión casi total de las clases, empleos, honores y
comodidades, de que debía participar” todo español,
mientras gravaban “sobre ellos las contribuciones,
servicios, establecimientos y demás cargas públicas”.
Esta exclusión era ilegal e injusta. El pueblo los
difamaba con el vergonzoso apodo de “chuletas” que
denigraba a más de trescientas familias. Ellos exigían que
se les respetaran todos los derechos adquiridos por sus
antepasados en el acto de la conversión al cristianismo.
Se abrió una investigación en la que el la Iglesia de
Mallorca, el ayuntamiento y la universidad se vieron
cuestionadas.
El 18 de marzo de 1779 se llevaba el pleito a consulta
del rey.
El 10 de diciembre de 1782, el rey Carlos III daba
testimonio de que no había ningún fanatismo ni odio hacia
los descendientes de los judíos que profesaban la religión
católica.
Contra la intolerancia del Estado eclesiástico, del
Municipio de Mallorca y de la Universidad, el rey ordenó
que se les abriesen todas las puertas a los empleos, honras
y cargos públicos a los descendientes de los conversos de
Mallorca. Y prohibía con duras penas que se los difamara
con vergonzosos apelativos.
El rey Carlos III imponía un nuevo espíritu de
tolerancia dentro del gobierno español.

***

Los ministros de la dinastía borbónica también


volvieron la vista sobre los judíos en un intento de sanear
su economía.
Había trascurrido un siglo desde que fuera rechazado
por el Consejo Supremo de Castilla el proyecto de abrir
legalmente a los judíos los puertos de América. El
ministro Lira había elevado la propuesta para remediar el
déficit fiscal que provocaban las posesiones del Nuevo
Mundo.
Un siglo después, otro hombre de Estado, proponía
como cosa adecuada y conveniente para atajar los males
de la metrópoli que se legalizara la entrada de los judíos a
los dominios españoles.
En 1797, don Pedro de Varela, secretario del
despacho universal de hacienda de España y de Indias
(ministro de economía), solicitó al rey don Carlos III que
para solucionar el continuo sufrimiento del erario público,
permitiera la “admisión de la nación hebrea en España,
pues poseen las mayores riquezas de Europa”. Y con esto,
“se logrará el socorro del Estado, con el aumento del
comercio y de la industria, que jamás por otros medios
llegarán a equilibrarse con la industria y comercio de los
extranjeros”.
Entonces, el ministro del rey Carlos IV propuso entrar
en negociaciones con algunas de las principales casas
judías de comercio de Holanda y de las ciudades libres del
Norte, para establecer factorías en Cádiz y otros puertos
españoles.
Y este proyecto fue leído ante el rey en pleno Consejo
de ministros el 21 de marzo de 1797.
Pero, “a la admisión de algunas casas de comercio,
podría seguirse la de toda la nación hebrea”, la cual nunca
“ha perdido de vista las ventajas y comodidades que
antiguamente gozó en España”- añadía Varela.
Sin tanta alharaca y sin armar escándalos, ni provocar
conflictos religiosos, ni alterar las leyes fundamentales del
Estado, ni preocuparse de la existencia de la Inquisición,
el ministro Varela proponía el proyecto más radical que
hubiera podido imaginarse.
La convocatoria de los judíos a poblar el suelo
español por conveniencia pública, debía hacerse con un
simple decreto, del mismo modo que se realizó la
expulsión con un simple edicto.
Así como fuera desechado el consejo del ministro
Carlos II lo mismo sucedía con lo aconsejado por Varela,
tal vez por considerarse contrario a las leyes del reino.

***

Cinco años después, el 25 de mayo de 1802, aparecía


un decreto real que restablecía con toda su fuerza y rigor
las antiguas leyes, pragmáticas, decretos y resoluciones
que prohibían la entrada en los dominios españoles a los
judíos.
Se ordenaba, asimismo, a los consejos supremos,
gobernadores, chancillerías, audiencias, justicias,
capitanes generales y jueces de los pueblos y fronteras,
que no consintieran en dejar pasar a ningún judío “sin que
precediera el correspondiente aviso al tribunal de la
Inquisición, o ministro suyo”.
Todo hebreo que osara entrar a España debía ser
observado y vigilado por el Santo Oficio.
Los jueces y autoridades eran firmemente amenazados
si se mostraran flexibles en estas cuestiones.
El proyecto del ministro Varela había producido el
efecto contrario a sus deseos; con lo cual confirmamos que
a comienzos del siglo XIX, no había decaído en España la
preponderancia del Santo Oficio y el desprecio hacia los
judíos.
Profundas convulsiones y revueltas políticas pasaron
desde entonces sobre España, sin que volviera a sonar en
las esferas del gobierno una voz amiga de los judíos
oriundos del suelo ibérico y esparcidos por mundo, para
solicitar de algún modo la revocación del vergonzoso edito
de expulsión de 1492.
Es muy difícil establecer con exactitud el destino de
todos los judíos expatriados de España, pues, fueron
perseguidos en toda Europa y debieron cambiar de ciudad
en ciudad para sobrevivir. Además, se unieron y
mezclaron con los demás judíos que vivían en otras
naciones.
En 1850, las investigaciones del genial historiador
don Amador de los Ríos, poco fidedignas, según él mismo
lo confiesa, arrogaban el siguiente cuadro probable y
aproximado.

En Turquía europea: 500.000.


En el Imperio de Marruecos y Norte de África:
600.000.
En el Asia Oriental: 8.000.
En Estados Unidos: 100.000

En Europa: 2.290.875 distribuidos de la siguiente


forma:
En Francia: 70.000.
En Inglaterra: 13.000.
En los Países Bajos: 52.000.
En Bélgica: 1594.
En Suecia, Noruega y Dinamarca: 6.850.
En Austria y sus Estados: 631.000.
En Italia: 4.000.
En los Estados de la Confederación Germánica:
175.000
En Prusia: 214.431.
En Rusia: 1.120.000.
En Portugal: 3.000.

En total: 3.498.875 judíos, en todo el mundo.

El Santo Oficio fue suprimido por las Corte de Cádiz


el 22 de febrero de 1813, al finalizar la gloriosa lucha de la
independencia española contra Napoleón el Grande.
Pero, lamentablemente, un año después, el 6 de mayo
de 1814, el Santo Oficio de la Inquisición fue restablecido
acompañado por el tumulto popular.
Sevilla tuvo el triste privilegio de ver nacer la
Inquisición originalmente y ahora, en Sevilla se
restablecía.
El arzobispo de Laodicea dirigió una procesión a la
catedral donde se entonó el Te Deum. Las casas por donde
pasó la procesión se adornaron lujosamente. Un decreto
real fue el que autorizó la Inquisición en toda España que
fue bien recibida por el pueblo.

***

El heroísmo de los españoles despertó la atención de


los pueblos cultos de Europa. Hubo un momento en que
los judíos de origen ibérico volvieron sus ojos a la patria
de sus mayores, deseosos acaso de poner en ella su
morada.
En el año 1814 Fernando VII fue restituido al trono, y
su gobierno debió frenar una inesperada ola migratoria de
judíos.
El 16 de agosto de 1816 publicó un decreto que
ordenaba que no se permitiera a ningún judío, cualesquiera
fuera su procedencia y objeto de su visita, internarse en
tierras de España sin expreso permiso del rey y sin previo
aviso al fiscal de la Inquisición.
Esta resolución ejecutada con rigor digno de los
primeros inquisidores, reanimaba el antiguo odio y
aversión a los judíos, alejándolos de las costas españolas,
enseñando que no había llegado el momento de revocar el
edicto de 1492.
De todos modos, desde 1492 hasta la fecha algunas
pocas familias judías han permanecido ocultas en España,
a pesar de los rigores del Santo Oficio y de los reyes.

***
En 1820 fue abolido por segunda vez el tribunal de la
Inquisición, por voto de las Cortes españolas.
En 1823 algunos obispos apoyados por poderosos
hombres de estado solicitaron al rey Fernando VII que
restableciera la Inquisición. El rey se negó rotundamente.
Portugal siguió su ejemplo de tolerancia, pero
aboliendo definitivamente el edicto de expulsión de los
judíos promulgado por don Manuel y abrió sus puertas a
los hombres que no profesan el cristianismo.
A mediados del siglo XIX España comenzó a recibir a
todas las personas pacíficas que llegaron a vivir a la
Península.
En 1854, los judíos de Alemania secundados por el
doctor Ludovico Philipson, rabino de Magdeburgo, se
dirigieron a las Corte Constituyentes, demandando la
anulación del edicto del 31 de marzo de 1492, como un
acto de justicia reparadora, recordando los antiguos
servicios prestados a la civilización española por sus
antepasados.
“No venimos a reclamar las propiedades que
arrebataron a nuestros padres, ni los inapreciables bienes
que nos quitaron; ni siquiera los templos, que nos fueron
sagrados en un tiempo, y cuyas cúpulas divisamos todavía.
Venimos solamente a borrar la afrenta de la expatriación y
a impetrar (rogar, implorar) la libertad de entrar en España
para aquellos de nuestros hermanos que quieran hacer uso
de ella. No os cuesta más que un sí; pero sí preciosísimo,
por ser el acento de la caridad y de la humanidad, de la
justicia y de la civilización”.
La petición se apoyaba en las antiguas leyes
nacionales, en los cánones de la Iglesia y en el mismo
ejemplo del Vaticano. Pero el clamor de los judíos
alemanes fue una voz perdida en el desierto que nadie
escuchó.
***
Quince años después, la reina doña Isabel II fue
depuesta por una revolución armada.
En 1868 la junta israelita de Burdeos se dirigió al
duque de la Torre, presidente del Gobierno provisional,
para demandarle en muy respetuosa carta si la derogación
del edicto de los Reyes Católicos era un hecho
consumado.
El 1 de diciembre, el duque replicaba que en el hecho
mismo de la revolución y la proclamación de la libertad
religiosa quedaba derogado el edicto de 1492.
El nuevo gobierno ofreció a los judíos del mundo
mucho más que lo que pedían los judíos alemanes en
1854.
El artículo 21 de la nueva Constitución de 1869
consignaba el principio de la libertad de cultos: “La nación
se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión
católica. El ejercicio público o privado de cualquier otro
culto queda garantido a todos los extranjeros residentes en
España, sin más limitaciones que las reglas universales de
la moral y del derecho. Si algunos españoles profesaren
otra religión que la católica, es aplicable a los mismos
todo lo dispuesto en el párrafo anterior.”
Sin embargo, el clero español se levantaba
protestando en nombre de la unidad religiosa.
¿Qué podrían esperar los descendientes de Israel de
esa nueva ley fundamental, conociendo las dolorosas y
terribles enseñanzas que les ofrecía su larga historia en el
suelo español, y teniendo en cuenta la protesta del clero?
Cuatro años después, se anuló la libertad religiosa y se
terminó la tolerancia al proclamarse nuevamente la unidad
religiosa.
De la Santa Sede llegaba una carta dirigida al cardenal
arzobispo de Toledo ordenando que de ninguna manera
debía permitir la tolerancia para otros cultos, y que debía
defender los derechos de la religión católica.
***

Fue necesario un siglo más para que España alcanzara


la madurez de reconocer su error.
En 1990, el príncipe de Asturias convocó a los
descendientes de los expatriados que habitaban en
diferentes latitudes y derogó oficialmente el edicto de
expulsión de 1492, recibiendo con los brazos abiertos a los
judíos del mundo.
Pasaron cinco centurias para que España reconociera
públicamente el esfuerzo hecho por los judíos en la
construcción de la nación por iniciativa de un ilustre
descendiente de la reina Isabel la Católica, su alteza real
don Felipe de Borbón príncipe de Asturias.
El 18 de octubre de 1990, nuestro querido amigo el
Ing. Abraham Jasqui, en representación de la Comunidad
Maguén David, y el señor David Daniel de monte Sinaí,
ambos representando la comunidad judía mexicana de
origen español, fueron recibidos en solemne ceremonia
por el mencionado príncipe, en un acto en el que se abolió
definitivamente el maléfico edicto de expulsión de 1492.
Desde 1990 se legalizó oficialmente el acceso y
permanencia de los judíos en España.

***

La historia es maestra de la vida. Espero que los


hombres de bien utilicen las claras y significativas
enseñanzas que encierran las páginas de este libro, como
legítimo resumen del largo y contradictorio proceso de
tantos siglos, para beneficio de todos y para mal de
ninguno.
Los judíos por su parte deben aprender de su propia
historia las preciosas lecciones que enseña, no para
mortificación de su vejado orgullo, sino para ilustración de
su espíritu.
Que todos los judíos del mundo regresen a sus fuentes
a beber agua de sus propias cisternas.

***

Hemos llegado al fin de la Historia Social, Política y


Religiosa de los Judíos de España y Portugal.
“Desconsoladora, ruda, terrible es la lección que la
historia de los judíos entraña y revela en cada una de sus
páginas, tan dolorosas como sangrientas; pero no porque
esta enseñanza lleve dentro de sí una formidable acusación
contra la barbarie de otros siglos; no porque ésta alcance
igualmente, en su tiempo y sazón y con su respectivo peso
y medida, a todas las clases y categorías sociales; no
porque a veces sea mayor para unas que para otras la
responsabilidad de la consumación de los hechos o de su
iniciativa, nos era lícito tergiversarla ni oscurecerla, como
tampoco nos era dado disculpar los errores, las
imprudencias, los extravíos y aun los crímenes de la raza
proscrita, para hacerla intencionalmente más interesante y
simpática.”
“En medio de las grandes preocupaciones y de los
odios populares, que han acosado y afligido por espacio de
tantos siglos a los judíos; a través de las oleadas que han
levantado y todavía levantan contra ellos, el rencor y la
intolerancia de muchos, mientras sólo pretenden otros
reconocer en la raza hebrea méritos, excelencias y
virtudes; muchos escritores judíos se levantan a ensalzar
desmedidamente sus glorias, lanzando todo tipo de
acusaciones y denuestos contra los historiadores que los
contradicen.
Esta empresa fue dedicada e inspirada en el amor a la
verdad y la justicia.”
Hemos esquivado con todo empeño, cobijar nuestra
cabeza con el tefilín de los judíos, como el cubrir nuestro
pecho con el escudo del Santo Oficio.

Las generaciones futuras aprenderán a conocer, con la


mera comparación de los hechos, que esta pobre
humanidad, sojuzgada por el error y movida casi siempre
de inicuas pasiones, no olvida, a pesar de la luz que la
rodea, sus hábitos de crueldad, sus delirios y su barbarie.
Amador de los Ríos, 1848.

“Que nunca más el odio o la intolerancia provoquen la


desolación o el exilio. Al contrario, que seamos capaces de
construir una España próspera y en paz consigo misma
sobre la base de la concordia y del mutuo respeto. Una
España de ciudadanos libres, colaborando con todos los
países amantes de la paz. Ese es ahora mi más ferviente
deseo: Paz para todos. Shalom”.

Don Juan Carlos, Rey de España,


31 de marzo de 1992, en la Sinagoga de Madrid.

“Es la historia maestra de la vida”.

Omne regnum inter se divisum, desalibatur


Todo pueblo dividido entre sí, será destruido.
“Desconsoladora, ruda, terrible es la lección que la
historia de los judíos entraña y revela en cada una de sus
páginas, tan dolorosas como sangrientas; pero no porque
esta enseñanza lleve dentro de sí una formidable acusación
contra la barbarie de otros siglos; no porque ésta alcance
igualmente, en su tiempo y sazón y con su respectivo peso
y medida, a todas las clases y categorías sociales; no
porque a veces sea mayor para unas que para otras la
responsabilidad de la consumación de los hechos o de su
iniciativa, nos era lícito tergiversarla ni oscurecerla, como
tampoco nos era dado disculpar los errores, las
imprudencias, los extravíos y aun los crímenes de la raza
proscrita, para hacerla intencionalmente más interesante y
simpática.”
“En medio de las grandes preocupaciones y de los
odios populares, que han acosado y afligido por espacio de
tantos siglos a los judíos; a través de las oleadas que han
levantado y todavía levantan contra ellos, el rencor y la
intolerancia de muchos, mientras sólo pretenden otros
reconocer en la raza hebrea méritos, excelencias y
virtudes; muchos escritores judíos se levantan a ensalzar
desmedidamente sus glorias, lanzando todo tipo de
acusaciones y denuestos contra los historiadores que los
contradicen.
Esta empresa fue dedicada e inspirada en el amor a la
verdad y la justicia.”
Hemos esquivado con todo empeño, cobijar nuestra
cabeza con el tefilín de los judíos, como el cubrir nuestro
pecho con el escudo del Santo Oficio.

***

La historia es maestra de la vida.


Espero que los hombres de bien utilicen las claras y
significativas enseñanzas que encierran las páginas de este
libro, como legítimo resumen del largo y contradictorio
proceso de tantos siglos, para beneficio de todos y para
mal de ninguno.
Los judíos por su parte deben aprender de su propia
historia las preciosas lecciones que enseña, no para
mortificación de su vejado orgullo, sino para ilustración de
su espíritu.
Que todos los judíos del mundo regresen a sus fuentes
a beber agua de sus propias cisternas.

***

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN... 3

CAPÍTULO I
LOS CONVERSOS Y LOS JUDÍOS BAJO EL REINADO
DE DON JUAN II DE CASTILLA (1420 A 1453)..... 5

CAPÍTULO II
LOS JUDÍOS Y CONVERSOS BAJO EL REINADO DE
ALFONSO V DE ARAGÓN (1416 A 1458)..... 13

CAPÍTULO III
LOS CONVERSOS Y LOS JUDÍOS BAJO EL REINADO
DE ENRIQUE IV (1453 A 1474)..... 27

CAPÍTULO IV
LOS JUDÍOS CONVERSOS DE PORTUGAL, NAVARRA
Y ARAGÓN A MEDIADOS DEL SIGLO XV (1438 A 1479)..... 51

CAPÍTULO V
LOS CONVERSOS BAJO EL REINADO DE LOS REYES
CATÓLICOS (1474 a 1500)

CAPÍTULO VI
LOS JUDÍOS DE ARAGÓN Y CASTILLA BAJO LOS
REYES CATÓLICOS (1474 a 1500)

CAPÍTULO VII
JUDÍOS DE NAVARRA Y PORTUGAL. DISPERSIÓN
GENERAL DE LOS JUDÍOS DE TODA IBERIA (1474 a 1506)

CAPÍTULO VIII
EXAMEN Y JUICIO DEL EDICTO DEL 31 DE MARZO
DE 1492

CAPÍTULO IX
LOS CONVERSOS DE PORTUGAL DESPUÉS DEL
EDICTO DE EXPULSIÓN (1497 A 1540)

CAPÍTULO X
DEFINITIVO ESTADO DE LA RAZA HEBREA EN TODA
LA PENÍNSULA

CONCLUSIÓN

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