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S. R. Maslatón
México, septiembre del 2004
CAPÍTULO I
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Los judíos que se convirtieron al cristianismo
ocuparon casi todos los cargos del Estado y se apoderaron
de todas las dignidades y honras de la república.
Además, se emparentaron con las más encumbradas
familias de la aristocracia católica y de la nobleza,
llegando con sus pretensiones hasta sentarse en las mismas
gradas del trono.
Esta innata osadía se apoyaba en la ponderada lucidez
y claridad de la estirpe hebrea, y con facilidad se
apoderaron de los más altos cargos de la iglesia y del
gobierno.
El anhelo de conservar sus riquezas y poderío había
sido más eficaz consejero que su propia fe.
Al abrazarse a la cruz obtenían una gran confianza
adquiriendo en el acto todos los derechos de un cristiano.
Además, en el seno de la iglesia eran solemnemente
respetados gracias al erudito conocimiento que poseían de
las Sagradas Escrituras.
Esta llave maestra de su respetada sabiduría les abría
todas las puertas del reino.
Los musulmanes conversos se contentaron con ser
respetados en la humildad de sus hogares, en cambio, los
judíos ocuparon todas las jerarquías sociales.
Administraban las rentas del Estado, eran consejeros
del rey, influían en las decisiones del Papa Benedicto XIII,
en las aulas, en las chancillerías, en la suprema corte de
justicia, en las cátedras y rectorados de las universidades,
se sentaron en las sillas de los diocesanos y de los abades.
Solicitaron y obtuvieron de la corona títulos de
señores, marqueses y barones.
En todas partes y bajo múltiples conceptos aparecen
los neófitos (cristianos nuevos) admirablemente
desplazando a los cristianos viejos de las más altas
funciones eclesiásticas y gubernamentales.
Todos los puestos fueron ambicionados y
conquistados por los conversos quienes se convirtieron en
hombres de Estado, médicos, prelados, legistas, teólogos,
artesanos, industriales, comerciantes, etc., etc.
Los cristianos de la aristocracia pedían y concedían
sus hijas en matrimonio. La sangre judía se mezclaba con
la sangre hispanolatina y visigoda, construyendo el
inmortal crisol de la Reconquista española.
Antes de las matanzas de 1391 la mayor parte de las
uniones entre cristianos y judíos surgían motivadas por
enamoramientos ilegítimos de los magnates, nobles,
prelados, obispos, etc.
Estas mezclas bastardas e impuras salpicaron de
sangre judía a muchas y muy ilustres familias españolas.
Pero, las conversiones de que ahora tratamos
(posteriores a 1391) modificaron radicalmente la
organización social de España.
¿Esta nueva unión entre cristianos y judíos conversos
podría ser duradera?
No era posible mantener este pacto por mucho
tiempo.
Los cristianos nuevos manifestaron una repugnante
enemistad hacia sus antiguos hermanos.
Ejercieron en todas las órbitas del Estado una
intolerante persecución contra los que se mantuvieron
firmes en la fe de sus mayores. Y esto produjo la
desconfianza de los cristianos viejos, pues al ver como
ponían en tela de juicio entre ellos mismos, la cizaña de la
duda acerca de la sinceridad de las conversiones
aumentaba.
En síntesis, los judíos conversos primero atacaron a
sus antiguos hermanos y después se enfrentaron entre sí
echando más leña al fuego del odio ancestral contra la raza
hebrea.
Al ejemplo de las matanzas de los judíos del siglo
XIV, seguía la persecución encarnizada contra los
conversos del siglo XV.
Los cristianos nuevos para mostrar su devoción y
lealtad a la nueva religión injuriaban y maldecían los
hogares judíos.
Llevaron sus acusaciones al púlpito y después a libros
que escarnecían a los seguidores del Talmud.
Los conversos obraban de esta manera para probarles
a sus protectores (reyes, magnates, príncipes, prelados)
que sus conversiones no habían sido motivadas
únicamente por el interés de progresar al amparo del
cristianismo, sino por sinceras convicciones.
Casi todos los rabinos que renegaron del judaísmo
escribieron libros ensalzando el cristianismo y denostando
la fe de sus mayores.
Sus escritos demostrando los errores del Talmud se
habían limitado a las regiones de la teología y no
manifestaban odio ni deseo de venganza hacia sus
hermanos.
Pero, esta inicial cruzada poco a poco fue ampliando
sus límites hasta llegar a la calumnia.
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Mientras el rey don Juan se hospedaba en el palacio
de don Alfonso Santa María, hijo del obispo de Burgos,
intentaron asesinar a don Álvaro de Luna.
Luego el obispo envió a sus hombres armados a
enfrentarse contra los hombre de don Álvaro para intentar
de este modo darle el golpe mortal.
Pero, el rey don Juan ordenó que fuese apresado y sus
bienes e hijos protegidos.
Si bien don Álvaro había protegido a los conversos, la
familia de don Pablo de Santa María que era la más
poderosa de los neófitos de Castilla, se le enfrentó
traicioneramente.
La política de don Pablo de Santa María apuntaba a la
total destrucción de sus antiguos hermanos, los judíos
infieles.
Pero, don Álvaro se oponía al exterminio de todo un
pueblo que era útil a los intereses de la república. Y logró
que no se les quitara a los judíos el derecho al trabajo y al
comercio.
Con esto se ganó el odio de los conversos quienes a su
vez pretendían destruir a los judíos.
El obispo de Burgos atentó contra la vida de don
Álvaro en diversas oportunidades, hasta que logró que lo
hicieran encarcelar.
A don Álvaro le cortaron la cabeza en el cadalso de
Valladolid.
Los conversos triunfaron y vieron el camino allanado
para iniciar el exterminio de los infieles judíos que no
querían convertirse al cristianismo.
De todos modos, el pueblo cristiano se levantaría
salvajemente no sólo en contra de los judíos sino también
en contra de los que se habían convertido al cristianismo.
En el próximo capítulo estudiaremos los efectos de las
conversiones forzadas con motivo de las matanzas de 1391
en el suelo de Aragón.
CAPÍTULO II
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Finalizado el Concilio de Tortosa, Jerónimo de Santa
Fé se apresuró a escribir el libro “El Azote de los Judíos”.
El primer tomo trataba sobre las controversias y disputas
del concilio. El segundo, era una refutación del Talmud.
El Talmud es el depósito de tradiciones morales y
religiosas que reglan la vida del pueblo hebreo desde la
época de Rabiná y Rabasse, quienes fijaron por escrito la
Torá oral en el año 440.
El libro de Jerónimo infundía el odio de los cristianos
hacia los judíos. Pretendía demostrar el grave daño que
provocaban los judíos en su trato social a los cristianos.
Las cuestiones que suscita este libro difamador son
tales que repugnan al decoro de estas páginas hacer
mención directa de las mismas. Sólo buscan acrecentar el
odio y la destrucción de los judíos.
Más tarde veremos que este celo por imponer la
doctrina cristiana no sirvió para salvara a su primogénito
de las iras del Santo Oficio.
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Mientras tanto los judíos habían perdido su antigua
unidad nacional que siempre los salvaba de los más
terribles desastres.
Los que se habían convertido al cristianismo lanzaban
sus dardos contra sus indefensos hermanos.
Las leyes de Navarra, Castilla, Aragón y Portugal
permitían al que se convertía al cristianismo heredar en el
acto a sus mayores. En algunos casos los hijos exigían y
cobraban las dos terceras partes de los bienes de sus
padres.
De este modo los capitales de los judíos se vieron
notablemente disminuidos.
La única voz que defendía a los judíos era la de don
Álvaro de Luna. Pero, éste murió traicionado dejando a los
judíos desamparados frente a sus despiadados enemigos.
No obstante los judíos lograron que se les nombrara
como juez a Rabí Jacob Aben-Nuñez, médico del rey.
Los conversos se disputaron y obtuvieron el
arrendamiento de las rentas reales. Pero, con esto se
enriquecerían provocando al mismo tiempo el odio que
antes había perseguido y aniquilado a sus padres judíos,
durante los reinados anteriores.
El clamor de los procuradores denunciaban los abusos
de los que recaudaban los impuestos.
Los acusaban de intolerancia y ferocidad en sus
pesquisas; de crueldad en las ventas de los bienes
secuestrados para el cobro; despojaban a los morosos de
sus tierras.
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Toledo, que ya había visto correr ríos de sangre
conversa, fue desdichadamente la primera ciudad del reino
donde brotó de nuevo a torrentes.
El arzobispo Carillo rogó al sabio general Oropesa
que escribiese un libro en defensa de los conversos,
buscando la unidad de los fieles a la Iglesia.
Oropesa intentó establecer en su libro que los
conversos estaban plenamente habilitados para cubrir
todos los cargos de la República y de la Iglesia.
Sin embargo, dentro de la misma catedral toledana el
fuego de la discordia amenazaba con devorar la ciudad
entera.
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Así como las matanzas de los judíos de 1391 se
propagaron por toda España, del mismo modo, el ejemplo
de Córdoba, respecto de los conversos, tendría numerosos
imitadores.
Montoro, Bujalance, Adamur, la Rambla, Santaella y
otros lugares del obispado vieron saqueadas y entregadas
al fuego las moradas de los conversos, y asesinados gran
parte de ellos.
Solamente Baena y Palma, gracias a la previsión del
conde de Cabra y de Luis Portocarrero, se vieron libres de
los estragos.
La tempestad pasó a Jaén. El fuego se propagó de un
lado a otro con gran rapidez. En Ecija, Sevilla y Jerez
lograron sofocarlo después de un gran esfuerzo, don
Farique Manrique, don Juan de Guzmán y don Rodrigo
Ponce de León respectivamente.
En Adújar, Úbeda y Baeza el estrago fue terrible.
En Almodóvar del campo los labriegos se ensañaron
horriblemente contra los conversos. Allí el maestre don
Rodrigo Girón ahorcó a los culpables.
En Jaén sucedió lo peor. El gobernador, Miguel Lucas
de Iranzo logró controlar los disturbios populares y
someterlos a la obediencia de las leyes del reino.
El condestable salió en defensa de los conversos
resuelto a refrenar cualquier atentado.
Esto causó que el odio y la envidia de la
muchedumbre dirigiera sus tiros contra su persona.
El Condestable estaba de rodillas orando en la
catedral. Uno del pueblo le asestó tremendo golpe en la
cabeza con su ballesta. Cayó al suelo desvanecido y todos
los que estaban cerca de él lo hirieron con lanzas y
espadas de tal forma que no quedó en el señal de figura
humana. Luego, salieron a robar y a matar a los conversos.
La esposa del condestable, doña Teresa de Torres y
sus hijos apenas tuvieron tiempo de refugiarse en el
Alcázar.
Don Miguel Lucas de Iranzo fue asesinado el 21 de
marzo de 1473, siete días después de los desmanes
criminales de Córdoba. Moría al pie del altar defendiendo
la doctrina cristiana. Pero el sacrificio de su vida fue
completamente estéril y no tuvo imitadores.
Se puso de moda el hecho de saquear y matar a los
conversos.
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Al morir el rey don Duarte de Portugal en 1438, el
heredero al torno tenía seis años de edad.
Durante los siguientes diez años fue regente del reino
el infante Don Pedro, tío del príncipe.
Luego, subió al trono Alfonso V.
Don Pedro le entregó a su hija en matrimonio, y su
yerno (Alfonso V) en “agradecimiento” lo hizo matar en
los campos de Albarrofera, dejando el cadáver ahí tirado
sin sepultarlo durante tres días.
Éste ejemplo de ingratitud y crueldad fue muy típico
durante la Edad Media en casi todas las monarquías.
Alfonso se enfrentó a los mahometanos del litoral
africano.
En 1475 le disputó a Isabel I el trono de Enrique IV,
en defensa de los derechos de su esposa doña Juana, (que
era hija del rey Enrique IV).
Invadió Castilla pero fue vencido en la batalla de
Toro.
Don Alfonso necesitaba la ayuda de todos sus
vasallos. Y los judíos no dudaron en brindarle su apoyo.
En 1449 los conversos de Toledo fueron brutalmente
masacrados.
En Portugal los israelitas eran ultrajados con leyes que
buscaban despojarlos de sus bienes y derechos. Eran
expulsados de sus casas y arrebatados sus oficios reales.
Los jóvenes de Lisboa se divertían burlándose,
insultando y maltratando a los judíos.
Los ofendidos presentaron una demanda ente los
magistrados. El corregidor de la corte consideró que los
culpables debían ser azotados públicamente con lo cual se
provocó un gran tumulto. La muchedumbre armada
acometió contra la judería de Lisboa al grito de:
“¡Matémoslos y robémoslos!”. Algunos judíos fueron
degollados y la carnicería hubiera sido atroz si el conde de
Monsancto no acudiera al lugar del conflicto con el
ejército que comandaba.
Don Alfonso mandó a ahorcar a los promotores del
motín. Pero llegado el momento de la ejecución
explotaron las iras populares no sólo contra los judíos sino
también contra el mismo don Alfonso.
La ejecución fue suspendida y cayó en el olvido.
La justicia y la corona salían muy mal paradas
mientras la sangre de los judíos inundaba las calles de
Lisboa.
Los asesinos triunfaban impunemente. Las
persecuciones habían sido legalizadas y autorizadas por
don Juan I.
De todos modos, los judíos no le quitaron su apoyo al
rey que los desamparaba, esperando recuperar sus antiguos
derechos.
Aspiraban a restituirse en los oficios reales y en la
administración de las rentas públicas.
Pero, don Alfonso lejos de colmar las esperanzas de
los judíos, reforzó las leyes discriminatorias contrarias a
sus intereses.
Los judíos perdieron definitivamente toda su
influencia e intervención en el gobierno de la república.
Eran forzados a convertirse al cristianismo.
Dos años después de haber recibido un préstamos de
manos judías, el cristiano quedaba liberado de la deuda
impaga si el judío no podía presentar una prueba
fehaciente.
Los gastos del juicio corrían a cuenta del judío. Los
cristianos negaban los préstamos y esto era prueba
suficiente para absolverlos de pagar las deudas contraídas.
Don Alfonso hizo cumplir la antigua y difamatoria
ordenanza por la cual los judíos debían usar señales
bermejas distintivas sobre sus ropas.
Obligó a los judíos a vivir encerrados dentro de los
límites de sus juderías.
Prohibía la transportación y tenencia de armas a los
judíos.
Les prohibió ejercer todos los cargos públicos.
Los judíos no podían servir como tesoreros ni
administradores de prelados, magnates ni caballeros.
Así los judíos perdieron su poderío y sus riquezas.
Por otro lado, los hostigaba con el proselitismo
católico.
Don Alfonso dispuso que los judíos que se bautizaran
recibieran en el acto dos tercios de los bienes de sus
padres heredándolos en vida.
Si los conversos eran dos o más hermanos debían
repartirse por partes iguales los dos tercios.
Si el converso estaba casado y uno de sus padres
había muerto, además de heredar los dos tercios
correspondientes, heredaba los bienes del finado.
Así, don Alfonso amparaba a los conversos en
detrimento de sus parientes.
Cada vez que un judío se convertía al cristianismo
adquiría el derecho de arrebatarles a sus padres y
hermanos la mayor parte de sus bienes que fueran
adquiridos a costa de constancia, privaciones y trabajos. El
rey, de esta manera promovía la burla de moral y de las
más repugnantes escenas. Surgían por doquier conflictos
familiares, y luego, los conversos apuntaban sus dardos
contra sus propios hermanos de sangre.
La legislación decretada por el Papa prohibía forzar a
los judíos a convertirse. Entonces, el rey para no violar esa
disposición les negó a los judíos toda participación en los
oficios y cargos de la república empobreciéndolos
irremediablemente y dándoles, por otro lado, la
oportunidad de enriquecerse en el acto mismo de la
conversión al cristianismo y sin ningún esfuerzo ni
trabajo.
Al convertirse el judío adquiría los mismos derechos,
honras e inmunidades de los demás cristianos.
Los judíos tenían dos opciones diametralmente
opuestas: quedar reducidos a la miseria o enriquecerse
abrazando las aguas del bautismo.
De este modo fue como se incrementó el número de
los conversos del reino de Portugal, haciendo cada día más
mísera y desventurada la suerte de los judíos que se
mantenían firmes en su fe, mientras que los nuevos
cristianos se enriquecían a costa suya.
A finales del siglo XIV y principios del XV las
juderías de Navarra estaban empobrecidas y mermadas.
Pero, con el reinado de Carlos III empezaron a
repoblarse y reponerse.
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CAPÍTULO V
LOS CONVERSOS BAJO EL REINADO DE LOS
REYES CATÓLICOS
(1474 a 1500)
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Mientras tanto, ¿cuál era la recompensa y el
reconocimiento que les esperaba en pago de tantos
merecimientos y patrióticos servicios?
Los descendientes judíos de los que fueron arrojados
de Córdoba y Sevilla en tiempos de su conquista (1226-
1248), o al consumarse las horribles matanzas de 1391,
habían encontrado asilo en las ciudades mahometanas
uniéndose con sus correligionarios que se habían salvado
de la saña de los almoravides y almohades. Estos judíos
fueron incluidos en los mismos pactos concedidos por los
Reyes Católicos a las ciudades y comarcas mahometanas
que recibían su yugo. Estos pactos estipulaban las
condiciones de paz y vasallaje tanto de los mahometanos
como de los judíos que habitaban en esas ciudades.
Fernando e Isabel decretaban el 11 de febrero 1490,
por ejemplo: “Mandamos asegurar e aseguramos a todos
los judíos que viven en la cibdad de Almería e en todas las
otras cibdades e villas e logares de dicho reino de
Granada, que gocen de lo mismo que dichos moros
mudéjares, seyendo los dichos judíos naturales del dicho
regno de Granada”.
Asimismo, el 25 de noviembre de 1491 decretaban:
“Es asentado e concordado que los judíos naturales de
dicha cibdad de Granada e del Albaicin e sus arrabales e
de las otras dichas tierras, que entrasen en este partido e
asiento, gocen deste mismo asiento e capitulación
(rendición); e que los judíos, que antes eran cristianos, que
tengan término de un mes para pasar allende” (del otro
lado, del lado de allá).
En estas capitulaciones los Reyes Católicos
abandonaron la extremada dureza que habían mostrado
hacia los judíos y conversos de Málaga y de Andalucía.
Todo parecía prometer a los judíos que seguían fieles
a la religión de sus mayores que se avecinaban tiempos de
paz y prosperidad avalados por las concesiones y
bondades de los Reyes Católicos, quienes reconocían con
gratitud los grandes servicios prestados por ellos para
lograr el feliz término de la Reconquista.
Y sin embargo, sorpresivamente traicionando a los
judíos con total alevosía y desvergüenza, deshonrando los
más altos y nobles ideales de la moral cristiana,
provocando la admiración y el asombro de los hombres
sensatos, y el terror de los descendientes de Israel, a
menos de tres meses de la rendición de los sectarios del
Islam, firmaban Fernando e Isabel, con absoluta
impunidad, en el alcázar de los Nassritas, aquel terrible
edicto, que condenaba a perpetua expatriación y destierro
a los judíos de Aragón y de Castilla.
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CAPÍTULO VII
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CAPÍTULO IX
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Mientras tanto, la reina doña Catalina, nieta de
Fernando el Católico, visitaba la corte del rey de Portugal,
don Juan II.
Desde su infancia odiaba a los judíos. Incrementó la
antipatía que el rey Juan sentía por los conversos.
Don Juan dio la orden a su embajador en Roma de
solicitar del Papa Clemente VII la creación del Tribunal
del Santo Oficio en Portugal, siguiendo el modelo del
tribunal de Castilla.
Suplicaba que la inquisición Portuguesa gozara de
mayores inmunidades y completa jurisdicción sobre todo
linaje de personas sin distinción de clases ni dignidades
civiles o eclesiásticas.
El cardenal Lorenzo Pucci denunció que el
establecimiento de la Inquisición se ordenaba para
despojar a los hebreos de sus riquezas.
El 17 de diciembre de 1531 el Papa autorizó la
creación del Santo Oficio, nombrando como inquisidor
general a fray Diego da Silva.
Sin embargo, Roma no fue tan complaciente como lo
esperaba el rey y puso muchas limitaciones al poder de la
Inquisición portuguesa.
El Papa declaraba que todos los judíos portugueses
que habían sido violentamente bautizados amenazados de
muerte quedaban libres de toda responsabilidad y les
ofrecía asilo en sus propios dominios.
De todos modos, las nueva bula de Clemente VII
anulaba de un golpe las leyes protectoras del rey Manuel.
El porvenir de los conversos estaba decidido.
El rey Juan se apresuró a pedir a los inquisidores de
Sevilla modelos de los procedimientos a seguir e informes
sobre los judaizantes procesados en Castilla.
Mientras tanta fray Diego da Silva rehusaba el cargo
de inquisidor general. Pero, fue obligado a aceptar el
puesto a pedido del Papa.
Llegó a Lisboa a mediados de 1532.
Don Juan prohibió la salida del reino a todos los
conversos. Y con esto traicionaba la palabra y las leyes
promulgadas por su padre con respecto a los judíos del
África.
La libertad personal de los conversos quedaba así
secuestrada.
Pena de muerte y confiscación de bienes se decretó
para aquellos que intentaran abandonar Portugal.
Los conversos no podían vender su bienes. Y el que
los comprara sufriría la confiscación de toda su hacienda.
A los conversos les quedaba como único recurso la
pérdida de todos sus bienes, y como único refugio el asilo
de las hogueras de la inquisición.
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CAPÍTULO X
DEFINITIVO ESTADO DE LA RAZA HEBREA
EN LA PENÍNSULA IBÉRICA
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En 1601 el rey Felipe III de Portugal permitió a los
cristianos nuevos abandonar sus reinos con todos sus
bienes.
La Inquisición se opuso tenazmente a esta disposición
real y logró imponer su poderío prohibiendo que los
conversos vendieran sus bienes que poco a poco iban
siendo confiscados y devorados por la insaciable y
criminal ambición de los inquisidores.
En 1610 los judíos y los cristianos nuevos que vivían
en las posesiones africanas de Portugal fueron expulsados
para siempre.
En 1667 el marqués de los Vélez, gobernador de
Orán, propuso la expulsión de los judíos.
Los judíos protestaron ante la reina por la falsedad las
acusaciones que se levantaban en su contra. Sin embargo,
la reina sólo les dio un plazo de ocho días para vender sus
bienes raíces y salir de sus tierras.
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Este era el estado definitivo en que se encontraba la
raza hebrea dentro de la Península Ibérica al culminar el
siglo XVII.
La prole hebrea, esparcida al viento sus míseros
vestigios, volvía en vano sus ojos a la tierra prometida
(Israel) buscando algún refugio seguro para sus males.
La prole conversas continuamente humillada y
maltratada, diezmada sin piedad y despojada de sus
riquezas y poderío iba desapareciendo lentamente bajo en
oprobio del desprecio y la desesperada angustia del
remordimiento por haberse levantado en contra de sus
antiguos hermanos.
Terrible fue el drama representado en la Península
para la raza judía durante los 20 siglos de su permanencia.
Durante mucho tiempo al prosperidad, el poderío y las
riquezas estuvieron en sus manos.
Las ciencias, las letras, el comercio, la agricultura y la
industria habían prodigado y perpetuado sus bienes a los
judíos siglo tras siglo.
Los judíos se dominaron dentro de España sintiendo
que su poderío iba a ser eterno. La mayoría de los
consejeros de los reyes, sus médicos y administradores
eran sabios hebreos.
¿Por qué, pues, después de tales bienes, con tales
virtudes y elementos cayó de tanta altura, con tan lento,
intermitente y pertinaz suplicio?
Los ilustrados lectores que nos han seguido hasta
aquí, pueden sin gran dificultad formular ellos mismos la
respuesta, reconocidas las causas que día a día anunciaban
tan desolador como tremendo desenlace.
Permítannos echar una última ojeada sobre la
desventurada raza hebrea que vivió durante 20 siglos en
tierras españolas, con la intención de contribuir a un juicio
más exacto y completo por parte de nuestros lectores.
España podía haberle brindado a los judíos un bello
ideal para los siglos futuros.
Esperamos que la Historia juzgue favorablemente los
tiempos de concordia y reconciliación del actual gobierno
español hacia las comunidades judías del mundo.
CONCLUSIÓN
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En 1820 fue abolido por segunda vez el tribunal de la
Inquisición, por voto de las Cortes españolas.
En 1823 algunos obispos apoyados por poderosos
hombres de estado solicitaron al rey Fernando VII que
restableciera la Inquisición. El rey se negó rotundamente.
Portugal siguió su ejemplo de tolerancia, pero
aboliendo definitivamente el edicto de expulsión de los
judíos promulgado por don Manuel y abrió sus puertas a
los hombres que no profesan el cristianismo.
A mediados del siglo XIX España comenzó a recibir a
todas las personas pacíficas que llegaron a vivir a la
Península.
En 1854, los judíos de Alemania secundados por el
doctor Ludovico Philipson, rabino de Magdeburgo, se
dirigieron a las Corte Constituyentes, demandando la
anulación del edicto del 31 de marzo de 1492, como un
acto de justicia reparadora, recordando los antiguos
servicios prestados a la civilización española por sus
antepasados.
“No venimos a reclamar las propiedades que
arrebataron a nuestros padres, ni los inapreciables bienes
que nos quitaron; ni siquiera los templos, que nos fueron
sagrados en un tiempo, y cuyas cúpulas divisamos todavía.
Venimos solamente a borrar la afrenta de la expatriación y
a impetrar (rogar, implorar) la libertad de entrar en España
para aquellos de nuestros hermanos que quieran hacer uso
de ella. No os cuesta más que un sí; pero sí preciosísimo,
por ser el acento de la caridad y de la humanidad, de la
justicia y de la civilización”.
La petición se apoyaba en las antiguas leyes
nacionales, en los cánones de la Iglesia y en el mismo
ejemplo del Vaticano. Pero el clamor de los judíos
alemanes fue una voz perdida en el desierto que nadie
escuchó.
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Quince años después, la reina doña Isabel II fue
depuesta por una revolución armada.
En 1868 la junta israelita de Burdeos se dirigió al
duque de la Torre, presidente del Gobierno provisional,
para demandarle en muy respetuosa carta si la derogación
del edicto de los Reyes Católicos era un hecho
consumado.
El 1 de diciembre, el duque replicaba que en el hecho
mismo de la revolución y la proclamación de la libertad
religiosa quedaba derogado el edicto de 1492.
El nuevo gobierno ofreció a los judíos del mundo
mucho más que lo que pedían los judíos alemanes en
1854.
El artículo 21 de la nueva Constitución de 1869
consignaba el principio de la libertad de cultos: “La nación
se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión
católica. El ejercicio público o privado de cualquier otro
culto queda garantido a todos los extranjeros residentes en
España, sin más limitaciones que las reglas universales de
la moral y del derecho. Si algunos españoles profesaren
otra religión que la católica, es aplicable a los mismos
todo lo dispuesto en el párrafo anterior.”
Sin embargo, el clero español se levantaba
protestando en nombre de la unidad religiosa.
¿Qué podrían esperar los descendientes de Israel de
esa nueva ley fundamental, conociendo las dolorosas y
terribles enseñanzas que les ofrecía su larga historia en el
suelo español, y teniendo en cuenta la protesta del clero?
Cuatro años después, se anuló la libertad religiosa y se
terminó la tolerancia al proclamarse nuevamente la unidad
religiosa.
De la Santa Sede llegaba una carta dirigida al cardenal
arzobispo de Toledo ordenando que de ninguna manera
debía permitir la tolerancia para otros cultos, y que debía
defender los derechos de la religión católica.
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN... 3
CAPÍTULO I
LOS CONVERSOS Y LOS JUDÍOS BAJO EL REINADO
DE DON JUAN II DE CASTILLA (1420 A 1453)..... 5
CAPÍTULO II
LOS JUDÍOS Y CONVERSOS BAJO EL REINADO DE
ALFONSO V DE ARAGÓN (1416 A 1458)..... 13
CAPÍTULO III
LOS CONVERSOS Y LOS JUDÍOS BAJO EL REINADO
DE ENRIQUE IV (1453 A 1474)..... 27
CAPÍTULO IV
LOS JUDÍOS CONVERSOS DE PORTUGAL, NAVARRA
Y ARAGÓN A MEDIADOS DEL SIGLO XV (1438 A 1479)..... 51
CAPÍTULO V
LOS CONVERSOS BAJO EL REINADO DE LOS REYES
CATÓLICOS (1474 a 1500)
CAPÍTULO VI
LOS JUDÍOS DE ARAGÓN Y CASTILLA BAJO LOS
REYES CATÓLICOS (1474 a 1500)
CAPÍTULO VII
JUDÍOS DE NAVARRA Y PORTUGAL. DISPERSIÓN
GENERAL DE LOS JUDÍOS DE TODA IBERIA (1474 a 1506)
CAPÍTULO VIII
EXAMEN Y JUICIO DEL EDICTO DEL 31 DE MARZO
DE 1492
CAPÍTULO IX
LOS CONVERSOS DE PORTUGAL DESPUÉS DEL
EDICTO DE EXPULSIÓN (1497 A 1540)
CAPÍTULO X
DEFINITIVO ESTADO DE LA RAZA HEBREA EN TODA
LA PENÍNSULA
CONCLUSIÓN