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El arte y la fragilidad de la memoria

Javier Domínguez Hernández


Carlos Arturo Fernández Uribe
Daniel Jerónimo Tobón Gíraldo
Carlos Mario Vanegas Subiría
(Editores)

Tris
nstituto Sílaba
|Ho
ilosofía
UNIVERSIDAD
DE ANTIOQUIA
18 0 3
Facultad de Artes
Domínguez Hernández, Javier, 1948-
El arte y ia fragilidad de la memoria / Javier Domínguez Hernández, Carlos
Arturo Fernández Uribe. - Medellin: Universidad de Antioquia, Instituto de
Filosofía, Sílaba Editores, 2014.
380 p.; 17 x 24 cm.
ISBN 978-958-8794-26-6
1. Ensayos colombianos 2. Arte - Ensayos 3. Cultura - Ensayos
I. Domínguez Hernández, Javier, 1948-, II. Tít.
Co864.6 cd 21 ed.
A1432862
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

ISBN: 978-958-8794-26-6

El arte y la fragilidad de la memoria

© Javier Domínguez Hernández y otros


© Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia
© Silaba Editores

Primera edición: Enero de 2014, Medellín, Colombia


Editores académicos: Javier Domínguez Hernández, Carlos Arturo
Fernández Uribe, Daniel Jerónimo Tobón Giraldo y Carlos Mario Vanegas
Zubiría
Coordinación editorial: Alejandra Toro y Lucía Donadío
Ilustración de carátula: Juan Manuel Echavarría, Cattleya Pulida, 1977,
plata en gelatina, colección del artista
Corrección de textos: Mónica María del Valle Idárraga
Diagramación: Magnolia Valencia
Diseño carátula: Jeferson Sánchez

Distribución y ventas: Sílaba Editores.


www.silaba.com.co / silabaeditores@gmail.com
Carrera 25A No 38D sur-04. Medellín

Impreso y hecho en Colombia por: Artes y Letras S.A.S. / Printed and


made in Colombia

Reservados todos los derechos. Prohibida, sin la autorización escrita de


los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la
reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o
procedimiento.
Contenido

Presentación 9

El arte como forma esencial del olvido


Adolfo León Grisales Vargas 15

Arte y memoria de lo inolvidable: fragilidad y resistencia


María del Rosario Acosta López Al

Del arte de la memoria a ia(s) memoria (s) del arte


Jairo M ontoya Góm ez 63

El arte: entre la memoria y la historia


Javier Domínguez Hernández 85

¿Recordar el dolor de los demás? Sobre arte, compasión y memoria


Daniel Jerónimo Tobón Giraldo 113

Arte, memoria y experiencia: dos ejemplos de compromiso


Vicente Jorque 137

Anacronismo, retromanía y otras burlas de la memoria


Dom ingo Hernández Sánchez 159

La memoria como campo de reelaboración artística


Ivonne Pini de Lapidus 177

La memoria adviene en las imágenes


Ileana Diéguez

Invisibles en el arte y olvidados por la historia. Reflexiones


sobre el arte como reparador de la memoria histórica nacional
Olga Isabel Acosta Luna

Ante la fragilidad de la memoria


Carlos M ario Vanegas Zubiría
La pintura colonial: de su hechura e interpretación
Jaime Humberto Borja Gómez 281

La restauración monumental como instrumento constructor


de la memoria
Ascensión Hernández Martínez ijj Q?

La historia del arte, entre la fama y la memoria


Carlos Arturo Fernández Uribe 351

Los autores 375

^ 8
Presentación

Y a es casi un lugar común señalar la explosión de discursos sobre la


memoria. A lo largo del último medio siglo, el concepto de memoria se ha
ampliado hasta abarcar casi todas las formas en las que nos ocupamos de
nuestro pasado reciente, especialmente en los casos en los que este pasa­
do tiene un carácter traumático. Ha ocurrido así en Colombia, donde la
década de 1990 marcó el comienzo del uso proliferante del concepto de
memoria, en particular en los campos disciplinares de la antropología, la
sociología y la historia, en un proceso parejo a la creciente institucionali-
zación del deber de memoria en leyes, comisiones, grupos de investigación
y de trabajo. En este proceso, la memoria se ha convertido no sólo en uno
de los modos privilegiados de comprensión del pasado, sino también en
depositaría de esperanzas de reconciliación social.

También en el arte, y en el arte contemporáneo colombiano, en parti­


cular, se pueden rastrear desarrollos análogos. La memoria se ha estable­
cido como una de las líneas de fuerza más importantes en el panorama
artístico, tal vez porque ofrece una oportunidad idónea para intentar la
imprescindible y difícil conexión entre arte y sociedad. Desde finales del
siglo pasado, algunas de las obras más contundentes del arte colombiano
han construido poéticas de la memoria que metaforizan la naturaleza del
recuerdo y el olvido a través de sus soportes, escenificaciones y procesos,
como ocurre en Noviem bre 6 y 7 (2002) o en los Atrabiliarios (1992-2004)
de Doris Salcedo; en Aliento (1996-2002) de Óscar Muñoz; en Bocas de Ce­
niza (2003-4) de Juan Manuel Echavarría; y en las Auras anónimas (2009)
de Beatriz González. Es preciso insistir, en este mismo sentido, en que en
esta estrecha relación entre las prácticas artísticas y los ensayos de rescate
y articulación de la memoria, la mayor parte de los intentos de restaurar
la memoria colectiva recurren a formas de plasmación artística -y a sea
la fotografía, el performance, la instalación, el happening, la pintura, las
exposiciones temporales o permanentes- en las que se destaca el papel
activo de los soportes materiales. Proyectos como Tapices de M am puján y
La guerra que no hemos visto (exposiciones itinerantes desde el 2010 hasta
el año 2012) o La piel de la memoria (1999), son ejemplos logrados entre
las diversas prácticas que han emprendido los artistas con comunidades
en procesos de concientización del pasado reciente, son apropiaciones in­
quietantes de las estrategias del arte contemporáneo, que así muestra sus
potencialidades para contribuir a la construcción del tejido social, político
y comunitario.
Todas estas obras son pensamientos encarnados, meditaciones mate­
rializadas a propósito de la inscripción y el desvanecimiento de las imáge­
nes, en las cuales se cuestiona la manera como los objetos mantienen las
marcas y las auras de las vidas que los rozan; ellas revitalizan la relación
entre ritual, encuentro y recuerdo, y ponen de presente la fragilidad de las
imágenes y marcas en las que apoyamos nuestra relación con el pasado,
o de las conexiones entre la memoria individual y colectiva, así como las
dificultades en la construcción de la identidad.
Estas obras, en tanto poéticas de la memoria, son también poéticas de
la esperanza y escenifican un doble gesto. Por un lado, la memoria que el
arte configura no se limita a documentar, también, y ante todo, representa
las experiencias de un modo tan vivido y sintético que alcanza y conmueve
duraderamente las mentes y las actitudes de quienes se confrontan con
ellas. Por otro, la configuración artística alienta con entereza el duelo y
la reconstitución de la identidad, y la reflexión que despierta edifica una
relación con el pasado que lo mantiene presente y nuestro.
Inclinarse por estas poéticas es una decisión con riesgos múltiples. De
una parte, la creación de memoria, como reconfiguración activa del pasa­
do que implica olvidos selectivos, es un acto político; por tal razón, el arte
mnemònico está expuesto a los peligros que conlleva su implicación en las
luchas por la memoria: los enfrentamientos de intereses contrapuestos,
la. necesidad de establecer alianzas estratégicas y las dificultades de res­
ponder a un contexto en constante transformación. Los riesgos artísticos
no son menores. Ningún logro de la memoria es estable, y el olvido es
una amenaza constante: todo lo que ha sido traído a la luz puede volver a
hundirse en la oscuridad, que tira hacia abajo. La cultura de la memoria le
pide al arte que se eleve sobre el terreno de la cotidianidad, creando una
experiencia que se destaque. Pero, como suele ocurrir con los monumen­
tos, estas experiencias corren el peligro de disolverse en la nada, o porque
la estetización las desactiva, o porque la radicaüdad de los gestos políticos
pierde actualidad. Puesto que son arte, existe el peligro de que lleguen a
ser vistas sólo como obras de arte, desconectadas de las experiencias, las
vidas y las luchas que reclamaron e inspiraron su origen. Análogamente,
en la medida en que están políticamente cargadas, pueden terminar sien­
do meros contenedores de una arenga ideológica que ha perdido poder
de convicción. Tanto en la recepción puramente estética como en la me­
ramente instrumental se disuelve y fracasa la potencia específica del arte
para crear memoria y, con ella, la posibilidad de que responda a las espe­
ranzas de las que es depositario.
El IX Seminario Nacional de Teoría e Historia del Arte: Arte, ante la fra ­
gilidad de la memoria, realizado en Medellín del 5 al 7 de septiembre de
2012 y organizado por el Grupo de Investigación Teoría e Historia del Arte
en Colombia, tuvo como objetivo hacer un análisis crítico de los vínculos
del arte contemporáneo con la memoria. Este encuentro académico apostó
a estudiar la respuesta de los artistas a los desafíos que representa la tarea
de hacer memoria, las principales estrategias a las que han recurrido, los
logros y los fracasos artísticos y teóricos, los temas preferidos y los objeti­
vos en los que se han cruzado los artistas y quienes desde otra perspectiva
trabajan en el cuidado de la memoria. ¿Ha estado nuestro arte a la altura
de las circunstancias de esta época? ¿Es correcto el énfasis institucional
que ha redundado en el hecho de que gran parte del arte contemporáneo
colombiano se haya volcado a la memoria traumática, la memoria de los
horrores? ¿O acaso este mismo énfasis puede distorsionar la relación del
arte con la memoria y convertirla en una exigencia de la corrección polí­
tica, sin relevancia ni contenido? ¿Se corre el riesgo de reducir la función
del arte a la del documento y el testimonio? ¿Qué papel cumplen las dis­
ciplinas y las instituciones encargadas de la mediación cultural del arte en
estas situaciones? ¿De qué manera el arte ha servido históricamente a la
conformación de la identidad de individuos, pueblos y épocas, así como a
la configuración de la relación con nosotros mismos?
Estas preguntas dieron lugar a los quince trabajos presentados en el
Seminario. La totalidad de ellos ha sido recogida en este libro, a excepción
de la conmovedora presentación oral que hizo Juan Manuel Echavarría
sobre el proceso de creación de su documental Réquiem N N , acompañada
de múltiples fragmentos en video. Los catorce textos aquí incluidos perte­
necen a las tradiciones disciplinares de la filosofía, la historia y la crítica
del arte, la museología y la restauración arquitectónica. En ellos podemos

4 * 11
encontrar, por una parte, un conjunto de reflexiones sobre los,problemas
filosóficos que surgen:al considerar la función cultural del, arte y: aquello
que puede aportar a la memoria. Algunos de los autores se concentran en
defender la capacidad transfiguradora de aquellas obras que a través- de su
mediación posibilitan una apropiación creativa del pasado, y que en vez
de insistir sobre el pasado traumático que cierra los horizontes, lo recom­
pone en perspectivas duraderas y constructivas. Otros autores, en cambio,
insisten en la capacidad del arte para enfrentarse a las paradojas de la
memoria: es el caso de obras que, justo por su fragilidad y la tensión con
que guardan las contradicciones, son capaces de salvar experiencias que se
encuentran en el borde de lo decible, experiencias que de otra manera no
se podrían articular. Otros, finalmente, se concentran en las dificultades a
las que lleva la voluntad política que prescribe tanto arte de la memoria:
conduce a la rutina del arte vacío pero “políticamente correcto”. Todos
estos textos se destacan porque, sin perder su orientación claramente filo­
sófica, se orientan por la interpretación de obras y situaciones concretas,
dando muestra de la productividad de la filosofía para enfrentarse con el
presente.

En el segundo conjunto de textos se pueden ver los frutos de una preocu­


pación por las maneras más concretas en que el arte y sus instituciones han
tomado la memoria como objeto de reflexión y de construcción, pero tam­
bién y de manera más sorprendente, se puede constatar la capacidad de
ciertas instituciones y saberes del arte para modular y redefinir el pasado.
Estos textos documentan la estrategia de la obra de artistas colombianos,
latinoamericanos y europeos para abordar la memoria, así como el efecto
de transformación de ésta en las estrategias museológicas de exposición de
Instituciones como el Museo Nacional de Colombia, y de restauración de
hitos urbanos en España y Alemania. Digna de señalar es la preocupación
compartida sobre la historia del arte como disciplina, la cual es también en
sí misma una determinada forma de construir interpretativamente nuestra
memoria del pasado. Este hecho la obliga a un ejercicio de autocrítica per­
manente sobre los presupuestos y los paradigmas de sus construcciones.
Como toda genuina memoria, la historia del arte se conserva reinventán­
dose.

La realización del Seminario y la publicación de estas memorias no ha­


bría sido posible sin el apoyo de numerosas personas. En primer lugar de
los ponentes, cuyo entusiamo y generosidad intelectual se reflejan en sus
textos y en las discusiones que mantuvieron dentro y fuera del auditorio.
La Facultad de Artes y su decano, Francisco Londoño Osorno, así como el
Instituto de Filosofía, particularmente su ex-director, el profesor Eufrasio
Guzmán Mesa, y su actual director, el profesor Francisco Cortés Rodas,
quienes han mantenido una confianza inquebrantable en este proyecto y
han facilitado los recursos necesarios para hacerlo posible. También hemos
contado con el soporte económico del Comité de Investigaciones de la Uni­
versidad de Antioquia CODI, a través del proyecto de investigación Arte
y M em oria en Colombia. A Mónica María del Valle, correctora de texto de
este libro, los autores le agradecemos la atención y el respeto con los que
ha realizado su trabajo.
Los editores

4 13
< -
El arte como forma esencial del olvido

Adolfo León Grisales Vargas

JLjO que quiero ofrecer a ustedes es una serie de reflexiones más o me­
nos dispersas1, ligadas por un hilo muy fino. No quiero tanto defender
alguna tesis, en el sentido fuerte del término, sino señalar algunos caminos
para pensar la relación del arte con la memoria; pero también su relación
con la violencia, con la guerra y con la esperanza, y para ello me quiero
apoyar en el último proyecto de Juan Manuel Echavama. Esta obra fue ex­
puesta por primera vez en el Museo de Arte Moderno en octubre de 2009
bajo la curaduría de Ana Tiscornia, que fue quien la tituló: La guerra que
no hemos visto. Un proyecto de memoria histórica. ■
Hay tres ideas centrales que me orientan en este propósito: de un lado,
una de Adorno, que sostiene que no es posible el arte después del Holocaus­
to; de otro lado, una de Gadamer, quien piensa el arte como promesa de un
orden íntegro en medio de la ruina creciente que amenaza con disolverlo
todo, el arte, pues, como esperanza y a la vez como única posible realización
de un mundo mejor; y, por último, una afirmación de Vattimo, hace poco
en una conferencia que ofreció en Argentina, respecto a que “no hay arte
sin violencia, si una obra de arte no tiene un poco de violencia dice poco”12.

1. Este texto fue escrito expresamente como una conferencia, por ello prefiero mantener
el tono más íntimo y cercano de la conversación que el más impersonal y distante del
texto académico.

2. El Clarín,11 de abril de 2006, M aría Luján Picabea. Texto tomado de una entrevis­
ta y una conferencia de Gianni Vattimo publicada en: http://www.giannivattimo.it/
News2/Vattimo%20in%20Argentina.html. V alga decir que lo que aquí plantea Vattimo
de manera tari directa es consecuente con lo que ha expresado en otros textos cuando
cuestiona la crítica de G adam er a la conciencia estética: “lo que se da en la obra de arte
es un peculiar momento de ausencia de fundamento de la historicidad, que se presenta
como una suspensión de la continuidad hermenéutica del sujeto consigo mismo y con
la historia. La puntualidad de la conciencia estética es el m odo en que el sujeto vive el
salto al Ab-grund de su propia mortalidad” (Vattimo, 1 9 97 ,1 11 ).
Sobre la base de estas tres ideas propongo una pregunta de fondo: ¿qué
lugar le cabe todavía a la esperanza?, ¿qué cabé esperar? Octavio Paz, en El
arco y la lira, cuando compara la poesía y la religión, pone el asunto en estos
términos: ambas consisten en ser una revelación de la condición original del
ser humano, de nuestra orfandad esencial, de nuestra fragilidad, de la gra-
tuidad de nuestra existencia; sin embargo, la religión enseguida oculta esa
revelación con la promesa de redención, la poesía, en cambio -dice-, nos
enfrenta desnudos a tal revelación. Pero, entonces, pregunto, ¿será que el
sentido de la poesía y del arte, en general, es denunciar como pura ilusión
toda esperanza, para dejamos, como diría Buber, desvalidos a la intemperie
cósmica?

La guerra que no hemos visto

Los distintos cuadros que componen la exposición fueron el fruto de un


taller orientado por Juan Manuel Echavarría con la compañía de Femando
Grisalez y Noel Palacios. En el taller, y a lo largo de dos años, participaron
alrededor de den excombatientes (guerrilleros y paramilitares desmovili­
zados y soldados del ejército heridos en combate). Al final, se produjeron
algo así como 400 obras, de entre las cuales se selecdonaron noventa para
esta exposición. Según cuenta Juan Manuel Echavarría, lo que le intere­
saba era conocer el conflicto colombiano desde la perspectiva de los victi­
marios (es de aclarar que sólo participaron soldados rasos; excluyó delibe­
radamente la participación de cualquier comandante o ideólogo de estos
grupos armados). Quienes orientaban el taller no intentaron perfeccionar
técnicamente las pinturas que se estaban haciendo. A cada participante se
le entregaban los vinilos que solicitaba y para facilitar el manejo se deci­
dió pintar sobre láminas de madeflex de 50 x 35 cms., de modo que cada
participante pedía las láminas que requería y armaba el cuadro final como
un rompecabezas (por eso en cada obra se alcanza a notar sutilmente una
cuadrícula superpuesta).
En mi primera aproximación a esta obra me surgieron un montón de
preguntas: ¿cómo encaja esta obra dentro de lo que, en términos muy
gruesos, podríamos llamar “historia del arte colombiano”?, ¿es una obra
de arte popular?, ¿es un ejercicio terapéutico de catarsis?, ¿quién es el
autor, quién es el artista en este caso: los excombatientes o Juan Manuel
Echavarría?, ¿es ésta una obra o son muchas; es decir, cabe hablar de una

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*
unidad estilística?, ¿es esto realmente arte, cuando expresamente se lo
presenta como un “proyecto de memoria histórica”, que más bien la ubi­
caría al lado de los “documentos” históricos?, ¿y cuál es entonces el papel
del arte en relación con la memoria?, ¿puede trazarse un deber ser, un
lugar del arte ante la guerra?, ¿por qué el título, La guerra que no hemos
visto?, ¿quiénes son (somos) los que no la han (hemos) visto?, ¿a quién va
dirigida la obra?
Ahora bien, ¿qué es lo que vemos en estas obras? Quiero llamar la
atención sobre tres aspectos: primero, uno cree que está parado frente a
cuadros pintados por niños, y no sólo por el manejo técnico, sino también
por el desarrollo temático. De pronto vemos que al fondo de una masacre
aparece un arcoíris o un gigantesco sol, escenas de guerra se confunden
con fiestas populares. Algunos han considerado que esto muestra el bajo
nivel educativo de los combatientes, y esto es seguramente cierto, pero no
dice nada, deja de lado el hecho de que es precisamente un artista desta­
cado en el mundo del arte el que propone estos “garabatos” como obras
de arte. Es claro que el hecho de que estos cuadros hayan sido pintados
por guerrilleros, paramilitares y soldados no es apenas una cuestión anec­
dótica que le confiere un encanto adicional a las obras, eso hace parte de
las mismas obras. Cambiarían sustancialmente las cosas si nos hubieran
dicho que esos cuadros fueron pintados por los niños de la escuela de un
barrio popular; pero cuando nos cuentan que fueron pintados por hom­
bres curtidos en la guerra, yo creo que lo que se muestra en estos trazos
infantiles no es la simple falta de escolaridad, sino la propia condición
infantil de esos guerreros, y en esa paradoja salta la chispa en que, a mi
juicio, radica la más profunda dimensión poética y metafórica de esos
cuadros: no parece haber manera de reconciliar que la brutalidad de es­
tas escenas sea relatada con el lenguaje de un niño. A propósito de esto
quiero sugerir una comparación atrevida y arriesgada: cuando miramos el
Guernica encontramos, también, como tema, la brutalidad de la guerra y
un lenguaje visual que, de nuevo, nos recuerda el lenguaje infantil; pero
creo que hay una diferencia de fondo con esta obra de Juan Manuel Echa-
varría, porque en el caso de Picasso la composición narrativa de la obra
es sumamente compleja, de modo que el lenguaje infantil resulta ser un
recurso formal (el mismo Picasso decía que él a los quince años ya tenía
la perfección de un Miguel Ángel y que se tardó mucho en volver a ser
capaz de pintar como un niño), mientras que en La guerra que no hemos

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visto lo que se nos muestra es alguien que “piensa” como un niño. Ya es
bien sábidó qúe lo que ocurrió en la: relación de las vanguardias con otras
culturas no..occidentales fue sobre todo la apropiación de la riqueza; for­
mal de estas, culturas que permitió renovar el lenguaje desgastado del arte
occidental; todavía tendrá que haber otro tipo de aproximación a esos
otros pueblos para que se nos muestre como esencial la dimensión ritual
y cultural de esta plástica. Creo, pues, que uno de los grandes aciertos
de Juan Manuel Echavarría fue lograr una mediación tal que el discurso
del otro no se “redujera” inmediatamente a nuestros propios términos.
Por ello pienso, al compararlo con el Guernica, que en La guerra que no
hemos visto, el lenguaje infantil juega un papel completamente distinto.
Guernica es pintado por un artista con un lenguaje infantil, en La guerra
que no hemos visto, la mediación del artista es diferente, porque, por así
decirlo, lo que se “escucha” no es la potente elocuencia del artista, sino
propiamente la voz del “otro”; por lo mismo, hasta cierto punto se puede
decir que lo que “vemos” no es la guerra, como puro concepto abstracto,
sino al “otro”.

El segundo aspecto que llama la atención son las cuadrículas que su­
tilmente se notan en la composición final de cada obra. Al principio creí
que había sido el resultado de una estrategia para amplificar las obras
originales, pues pensé que Juan Manuel Echavarría y los otros dos talle-
ristas habían considerado que en formato pequeño cada obra parecía más
bien el resultado de un concurso infantil, de modo que para darles mayor
densidad decidieron ampliarlas y enseñarles a los excombatientes cómo
hacerlo a partir de cuadrículas, lo que me pareció ingenioso y pleno de
consecuencias de sentido. Pero me di cuenta de que no funcionaba mi
teoría cuando vi cuadros que rompían la cuadrícula, y cuando supe que
desde el inicio le entregaban a cada pintor las tabletas que pedía. Esto me
pareció sorprendente, porque entonces significa que estos excombatien­
tes, que tal vez por primera vez cogían un pincel, fueron capaces de cons­
truir por pedazos la coherencia y unidad de unos cuadros muy grandes (la
mayoría son de más o menos 100 cm. x 175 cm., pero hay varios que tie­
nen hasta 200 cm. x 175 cm.), y miren ustedes cómo en algunos casos se
nota el esfuerzo por diluir la separación entre una tableta y otra. Creo que
en esta fragmentación radica una de las claves de la dimensión narrativa
de cada cuadro, lo que hace que, para decirlo en el lenguaje de Lessing,
en cada cuadro se entrecrucen la dimensión espacial y la temporal; cada
cuadro “cuenta” una historia, y se hace historia, y no mera sumatoria de
fragmentos de memoria (o mera sumatoria de tabletas), por una unidad
de sentido que en buena medida está tejida por el paisaje. Cada cuadro
son muchos cuadros. En cada cuadro se reconstruye la unidad de sentido
de un montón disperso de experiencias; por ello también, y aunque en
ningún momento fue la intención de Echavarría, es indudable el valor
terapéutico que debió tener la participación en este proyecto para cada
uno de los combatientes.
Un tercer elemento sobre el que quiero llamar la atención es el color
verde presente en casi todos los cuadros, el tamaño y la proporción del
paisaje respecto del macabro relato y de los personajes. Casi se vuelve
invisible la masacre y el único protagonista pareciera ser el paisaje. Hay
escenas que vistas de lejos parecen fiestas populares, pero uno se aproxi­
ma y se percata de que en realidad se trata de un combate. Hay otras que
parecen deliciosas escenas de la vida cotidiana, al fondo el mar, las palme­
ras, un río, gente bañándose, pescadores, y en un rincón del cuadro, como
escondida, una matanza. Y entonces uno se pregunta si estos “pintores”
quieren enmascarar, maquillar u ocultar la brutalidad de sus actos; en fin,
diluir su responsabilidad. Alguien podría entenderlo como muestra de la
deshumanización del conflicto. Yo creo que se trata de algo muy distinto.
Por un lado, pienso que, como ya lo deda, es un ingenioso recurso para
tejer la unidad narrativa de cada cuadro. Por otro lado, creo que más que
la intención de minimizar las atrocidades de la guerra, allí se expresa
cierto pudor, el arraigo campesino de la mayoría de los combatientes, lo
avasallador de la experienda de vivir en la selva, pero sobre todo funciona
como una potente metáfora del desamparo y la impotencia humana. Se
muestra, para decirlo con una expresión de Blumenberg, el “absolutismo
de la realidad”, la experiencia del empequeñecimiento humano frente a
algo que desborda toda posible comprensión, el absurdo de toda acción
humana frente a una naturaleza impasible, y por lo mismo, a la vez, se­
ñala una esperanza.
Es importante destacar algo decisivo en relación con los dos primeros
aspectos mencionados, el del lenguaje infantil y el de las cuadrículas:
la pregunta por la autoría de esta obra. Alvaro Medina sostiene la suge-
rente tesis de que aquí habría que reconocer un doble nivel de autoría,
afirma que “debemos reconocer, como en el cine, que hubo un realizador
que en otro nivel concibió, dirigió, armó e incluso entusiasmó a sus cola-

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horadores con un sentido creativo que no niega, ni oculta ni disminuye
la participación y el aporte individual de cada uno de ellos” (Medina,
68 ),;:,,
Al respecto de este doble nivel de autoría se pueden diferenciar al
menos dos posibilidades. Una, que se ha hecho relativamente frecuente
en los últimos años sobre todo en el caso de la escultura, es lo que ocu­
rre en la relación entre artistas y artesanos. Así, por ejemplo, el escultor
concibe y diseña la pieza monumental en bronce, que luego pasa a un
taller de artesanos para su realización. Al final la participación de estos
últimos es completamente ocultada, podríamos decir que se trata de una
relación puramente instrumental (de paso digamos que en esta relación
se muestra un giro muy significativo en el tránsito del arte clásico al arte
contemporáneo: una cierta intelectualización del arte, que corre pareja
con el abandono y desprecio del oficio, que aproxima el arte a la filosofía
y corre el riesgo de hacer de la obra de arte una pura idea para la que re­
sulta meramente accesoria la dimensión sensible). La otra posibilidad de
este doble nivel es la que encontramos en el caso del cine, como señala
Medina, o la que se da en la música (¿acaso habría que hablar respecto
de la música de un triple nivel de autoría para diferenciar al compositor,
al director de orquesta y a los intérpretes de cada instrumento?) Aquí no
hay una relación instrumental, aunque de todos modos no está de más
recordar que por lo general ha primado nuestra concepción del artista
como genio, de modo que pareciera admitirse la condición de artista
sólo al compositor o al director y a lo sumo al intérprete solista; de todos
modos resulta difícil sostener que la masa de músicos que componen
la orquesta sea algo análogo a los artesanos del taller de fundición de
bronce.
El asunto es que La guerra que no hemos visto nos enfrenta también a
la pregunta por la autoría. Pero pienso que la tesis de Medina requiere
afinarse. Es claro que no se trata de la primera modalidad, aquí los excom­
batientes no han sido convocados en condición de “artesanos-pintores”,
no hay pues una relación instrumental entre Echavarría y ellos; pero tam­
poco han sido convocados en condición de “pintores”, sino precisamente
de excombatientes, de modo que pareciera también excluirse la segunda
posibilidad, aunque alguien podría argumentar que en el caso del cine
realizado con “actores naturales”, como en las películas de Víctor Gaviria
(piensen en Rodrigo D o en La vendedora de rosas), los que participan no

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lo hacen por su condición de “actores”, ellos no son actores profesionales,
son habitantes de los barrios marginales.
Sin embargo, y aunque en efecto parecen muy cercanos los dos casos,
hay una diferencia de fondo: en La guerra que no hemos visto los excomba­
tientes no sólo están allí como “pintores-naturales”, sino que no se deben
ajustar a ningún libreto, cada excombatiente está allí como “él mismo”, no
representa a nadie, y lo que debe contar es su propia historia. En conse­
cuencia, la relación de estos pintores con Echavarría es más compleja, él
no está haciendo propiamente las veces del director de cine o del director
de orquesta, tampoco se parece al viejo maestro artesano renacentista que
permitía que en su taller algunos aprendices se ocuparan de realizar algu­
nos elementos de su obra.
Pero entonces, ¿en qué consiste la autoría de Echavarría, qué es lo que
él “hace”? Pienso que el problema de la autoría, más que un problema
teórico interesante, es algo constitutivo de la obra, no es apenas anecdó­
tico saber “quiénes” fueron los pintores de cada cuadro. Por eso considero
que en buena medida la virtud de Echavarría consiste en mantener la
tensión irresoluble sobre la autoría; cualquier decisión al respecto resulta
finalmente parcializada: cada cuadro es único, pero es a la vez un frag­
mento de una gran obra; a su vez cada cuadro, siendo una unidad, se nos
presenta fragmentado. No hay aquí manera de resolver o de simplificar
la compleja relación entre el todo y las partes, como tampoco la hay para
resolver la relación entre “pensar” y “hacer”. Se podría decir que Echava­
rría en realidad no “hace” nada, que él pone la idea y diseña todo el pro­
yecto, y que los excombatientes son los que efectivamente “hacen” algo,
y que por lo tanto es clara la distinción entre “pensar” y “hacer”. Y, más
aún, alguien podría argumentar que si podemos hablar de estos cuadros
como una obra de arte es únicamente en virtud de la participación y me­
diación de Echavarría, es por eso por lo que no son únicamente ejercicios
terapéuticos aislados. En términos estrictos eso es cierto, pero la virtud de
Echavarría consiste precisamente en relativizar la primacía del “pensar”,
del autor “intelectual”. Imaginen lo que ocurre en los documentales de la
National Geographic cuando nos hablan de culturas no occidentales: un
narrador en off sirve de puente, interpreta esa “otra” realidad reduciéndo­
la a nuestros criterios, ejerciendo cierta violencia sobre ella y terminamos
viendo a los “otros” de un modo parecido a como vemos un documental
sobre ballenas: como espectadores ajenos, los otros son silenciados, el
narrador habla por ellos. En La guerra que no hemos visto, en cambio,
Echavarría no quiere hacer las veces de narrador en off, lo que persigue
es que podamos entrar directamente en diálogo con los otros, no hay na­
rrador pues son los otros los que nos hablan. Y con esto no quiero decir
que de suyo la mediación y la interpretación impliquen violentar al otro,
lo que Echavarría encuentra es la manera de mediar y acercar dos realida­
des distantes sin que esto implique la reducción o aniquilación de alguna
de las dos; algo así como la paradoja de una mediación en la que el me­
diador se disuelve, pierde todo protagonismo, aunque en el fondo todos
sabemos que sin el mediador no habría sido posible algún acercamiento,
cada “mundo” permanecería encerrado en sí mismo. Ahí, en esos cuadros
nos aparecen y nos hablan los excombatientes como “ellos mismos”, y a la
vez nos sentimos interpelados, llamados a ver lo que “no hemos visto” ni
oído por estar encerrados.

Para concluir este punto quiero mencionar otra cuestión vinculada a


la de la autoría: ¿es ésta una obra de “arte popular” o de arte naif, inge­
nuo? Nos encontramos con otra ambigüedad irresoluble. Si optamos por
simplificar el problema de la autoría y lo vemos del lado de quienes pin­
taron los cuadros, habría que decir que en efecto se trata de arte popular.
Prueba de ello serían, entre otras cosas, lo precario del manejo técnico y
la simplicidad e ingenuidad de las metáforas. Pero si lo vemos del lado de
Echavarría, se nos muestra algo completamente distinto, la cuestión de
la técnica la veríamos como una solución acertada para lograr un cierto
lenguaje visual que no resulte forzado o artificial. Se nos revela una di­
mensión metafórica densa y compleja. En suma, veríamos una excelente
obra de arte contemporáneo. Pienso que ambas soluciones se equivocan
por su parcialidad. De nuevo Alvaro Medina alcanza a percatarse de esto
en su comentario, aunque creo que el punto se puede afinar y radicalizar.
Se refiere a esta obra como “naif y no n a if’, como “documento y no docu­
mento”, pero termina por privilegiar lo segundo, que sea naif o documen­
to sería apenas la apariencia inicial, pero no propiamente lo que hace que
esta obra sea lo que es. A mi modo de ver, ambos elementos se mantienen
en una irresoluble tensión que hace que esta obra tenga algo muy poco
frecuente en el arte contemporáneo híper intelectualizado: es una obra
que admite múltiples aproximaciones y distintos niveles de complejidad
interpretativa; da qué pensar tanto para el teórico especialista como para
el profano en arte; todos podemos ver algo de esa guerra que no hemos

4 * 22
visto. A q u í -no están convocados únicamente los miembros selectos de la
institución del arte.

Arte y violencia

Volvamos al punto de partida. Esta obra nos enfrenta a una cuestión .


polémica tanto en relación con el arte colombiano como con el plano
teórico más general del arte: la relación del arte con la violencia. Pero, ¿a
qué alude esta relación? Se pueden diferenciar varias perspectivas: una,
puede aludir a la representación de la violencia, y otra, al tipo de relación
que establece la obra de arte con su público, al tipo de sentimientos y
emociones que puede suscitar o a las que apela para lograr determinado
efecto.
Sin entrar todavía a precisar el término, podemos decir que el tema de
esta relación es en realidad muy viejo. Parece constante esa presencia de
la violencia a lo largo de la historia del arte: las narraciones míticas nos
hablan de padres que devoran a sus hijos, de hijos que castran a sus pa­
dres; la Riada, aunque omite detalles escabrosos, nos habla de una cruenta
guerra; está por supuesto toda la poesía trágica; la famosa composición
escultórica de Laocoonte (de la que se ocuparon con detalle Winckelmann
y Lessing); en el arte cristiano encontramos imágenes de santos martiriza­
dos en hogueras, escenas atroces de la crucifixión, descripciones macabras
del infierno; ya en la modernidad, tenemos a Goya y sus pinturas negras,
la tenebrosa imagen de Saturno devorando a sus hijos; y en nuestros días
nos topamos con el crudo accionismo vienés. En lo que tiene que ver con
el arte colombiano, la violencia es un tema recurrente en los últimos cin­
cuenta años.
Aclaro que este listado es una pura descripción dispersa, no propongo
una tesis que vincule todas estas obras, pero me gustaría llamar la aten­
ción sobre lo peculiar del accionismo vienés -qu e merecería un tratamien­
to aparte que ahora no haremos- y con el cual no pretendo en ningún
momento sugerir alguna relación con la obra de Echavarría, entre otras
cosas porque considero que, en su inmediatez, con las propuestas de este
movimiento ocurre algo similar a lo que Kant menciona sobre lo asque­
roso como límite del juicio estético. Pienso que, en cambio, una de las
grandes virtudes de La guerra que no hemos visto es que, aun cuando narra
sucesos tan brutales, consigue hacerlo sin suavizar o velar tal brutalidad;
quiebra, con la metáfora, el límite de esa inmediatez, al punto desque me,
arriesgaría a decir que estamos frente a una obra bella, y para ello reco­
rro, en camino inverso, la conocida idea de Rilke de la que Trías recoge
su también conocida tesis de que lo siniestro constituye condición y límite
de lo bello. Dice Rilke: “lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía
podemos soportar” . Y Trías a su vez: “lo siniestro es condición y es límite:
debe estar presente bajo la forma de ausencia, debe estar velado, no puede
ser desvelado [...] Por cuanto lo siniestro es revelación de aquello que debe
permanecer oculto, produce de inmediato la ruptura del efecto estético”
(Trías, 33).

Decía que la relación del arte con la violencia es un tema viejo, no es


pues algo con lo que recién nos encontremos en el arte contemporáneo.
Entonces, ¿será que Vattimo tiene razón cuando afirma que si un arte no
violenta, dice poco? Creo que la idea de Vattimo nos induce a una confu­
sión y a un olvido, presupone una rígida oposición entre violencia y belle­
za. Parece pensar entonces la belleza en términos meramente cosméticos y
formales, de ahí también la distinción que establece entre dos tipos de arte
de acuerdo a la clase de sensación que provocan: extrañamiento y tranqui­
lidad. Dice: “las obras que no son tranquilizadoras, que no ayudan a dor­
mir, esas que provocan un choque y que nos sacan del horizonte familiar,
son aquellas que logran crear un mundo, una nueva forma de ver el mun­
do. Eso es Shakespeare, Dostoievski, Thomas Mann [...] Un poco de dis­
turbio de nuestra tranquilidad es necesario, de lo contrario no pasa nada”
(Vattimo, 2006). Me parece que Vattimo olvida que la belleza no siempre
se ha entendido en los tranquilizadores términos estéticos de la moder­
nidad. Hasta cierto punto se podría decir que el arte siempre ha buscado
sorprender, conmover, despertar, dar qué pensar; lo bello mismo, incluso
en Platón, es pensado como una abrupta y sobrecogedora aparición. Lo
bello rompe el velo engañoso del mundo de las apariencias y despierta en
nosotros el recuerdo y el deseo de volver a la bóveda celeste con los dioses,
comienzan a brotar otra vez las alas. Pero creo que sería equivocado decir
que lo bello violenta, eso sería describirlo en términos apenas negativos,
quedarse en el impacto y olvidar la revelación que acontece.
Vattimo ya había cuestionado la crítica que hace Gadamer de la con­
ciencia estética. En El fin de la modernidad, Vattimo considera que cuando
Gadamer critica la distinción estética, está con ello disolviendo la singu­
laridad e irreductibilidad de la experiencia estética. Yo pienso que no es
tanto que Gadamer pretenda negar esa ruptura, y que proponga pensar lo
bello desde el logos, y la verdad del arte desde la retórica; creo que la clave
es con relación a qüé se entiende esa ruptura. Para Vattimo, siguiendo a
Heidegger, lo decisivo es cómo en la ruptura se muestra la falta de funda­
mento, de donde se sigue una concepción casi mística de la experiencia es­
tética. Gadamer, en cambio, digamos que sin ignorar o despreciar la ruptu­
ra, invierte la valoración y la ve en función de la vida realmente vivida. Así,
Gadamer se distancia del heideggeriano “ser para la muerte” y se aproxima
más a la idea de Hannah Arendt que quiere pensar al hombre como un ser
para el nacimiento, el ser que nace y renace, un ser para la vida.
Puede ponerse el asunto en términos muy simples, así: la cuestión está
en pensar si el papel del arte consiste en sacamos de la tranquilidad habi­
tual, del adormecimiento, para hacemos caer en la cuenta de cómo están
de mal las cosas y que en la naturaleza de todo está que siempre vayan
mal, o si más bien su papel consiste en decirnos que si bien las cosas están
muy mal, y que tal vez lo habitual es que estén mal, todavía tiene sentido
la esperanza; la obra de arte se yergue ahí como prueba de ello. Yo creo
que Vattimo se equivoca al suponer que el punto de partida es la tranquili­
dad, y el juicio subsiguiente acerca de que ésta es enfermiza. Yo más bien
pienso, con Blumenberg, que el punto de partida de la existencia humana
es el horror, la angustia, la impotencia frente a lo que él llama el absolutis­
mo de la realidad, y lo que perseguimos siempre y nunca podemos alcan­
zar del todo es la tranquilidad. Y prefiero también pensar con Gadamer el
arte como promesa de lo íntegro.
Me atrevo a pensar, y creo que en contra de la propia intención del
artista, que La guerra que no hemos visto se ubica más en la dirección gada-
meriana de la promesa, que en la nihilista de Vattimo. Ahora bien, ¿qué
es lo que no debemos olvidar y por qué? Ana Tiscomia, la curadora, nos
dice que se trata de “un proyecto de memoria histórica”, pero, ¿por qué
es tan importante no olvidar los horrores de la guerra? Yo creo que no se
trata de no olvidar los horrores de la guerra, sino de recordar que hay es­
peranza, que todavía es posible... Pero la esperanza auténtica no se puede
confundir con el autoengaño, sólo puede ser auténtica esperanza si es a la
vez sin ilusiones. En el fondo, aun el artista que busque deliberadamente
violentamos, sacudimos, es porque cree, confía en que eso tenga sentido;
también a él lo mueve en últimas la esperanza en un mundo mejor.

4 * 25
A rte y memoria :;

SI fuéramos í definir la memoria en Términos sustantivos, como una


cierta capacidad, creo que la memoria tiene que ver más con. una.capaci­
dad para relacionar, que con una capacidad de archivo; en tal sentido, si
el arte tiene algo que ver con la memoria es sobre todo desde la primera
perspectiva, para lo segundo están los documentos y los testimonios. El
valor y el sentido de la obra de Juan Manuel Ecfaavarría no es apenas do­
cumental o testimonial, sino que abre formas inéditas de relación y, en la
misma medida, hace que tales acontecimientos se tornen de verdad signi­
ficativos, porque los acontecimientos no son significativos por sí mismos,
lo son siempre en relación con alguien y con algo en un momento dado.
Me atrevo a pensar que la enfermedad de la memoria tiene que ver, más
que todo, con esa incapacidad para relacionar. Quien padece Alzheimer no
necesariamente es alguien que ha perdido el archivo, lo que ha perdido es
la capacidad para tejer los hilos. Una madre, por ejemplo - y esto es anec­
dótico (mi madre sufre Alzheimer)-, no es tanto que se olvide de sus hijos,
es que ya no puede entender la relación entre madre e hijo. Con frecuencia
se dice también que en estos casos lo primero que se pierde es la llamada
memoria a corto plazo y que más lentamente se disuelve la de largo pla­
zo, pero ahí también se confunde la relación y se asume que la diferencia
entre ambos tipos de memoria es sólo cuantitativa. Lo que ocurre con esta
enfermedad es que la persona no puede, por ejemplo, conectar el recuerdo
que tiene hoy de un rostro con el rostro que verá mañana. Tal vez por eso
un científico como Llinás no pierde la esperanza de encontrar una cura
para este mal, que no sólo impida el deterioro progresivo, sino que incluso
pueda reversar el daño. Es claro que lo que está enjuego acá es la relación
entre memoria e identidad, que pareciera una relación de medio a fin,
como si, entonces, la identidad fuese sólo una consecuencia acumulativa
de la memoria, cuando más bien es casi a la inversa, o por lo menos habría
que pensarlo en una relación circular. En tal sentido, me aventuro a pensar
que un enfermo de Alzheimer lo que pierde es más bien la identidad y no
tanto la memoria. ¡Quién lo creyera! Funes, el memorioso, tenía esta mis­
ma patología de la memoria, esa capacidad de retenerlo todo no puede ser
otra cosa que una impresionante memoria de archivo pero, por lo mismo,
tan pesada que no conecta nada.
Hay algo de trivial o de muy evidente en pensar hoy el vínculo entre
arte y memoria. Desde antiguo ese ha sido un vínculo clave, las musas son
todas hijas de Mnemosine. El arte ha jugado desde los inicios un papel cla­
ve en relación con los muertos, con los sucesos históricos y memorables;
el arte ha sido monumento y documento. Ante la estetización del arte,
parece que ahora desplazamos la reivindicación hegeliana del arte como
una forma de la verdad para poner en su lugar el arte como una forma por
excelencia de la memoria.
Sin embargo, creo que no importa tanto la memoria como más bien
cierta forma de olvido, de distanciamiento, por lo menos en el sentido de
que se debilite la fuerza de lo horroroso. Creo que no se trata de recordar
el holocausto o las masacres en nuestro medio, sino de hacer manejable su
recuerdo; de trocar la fatalidad en destino, en esperanza; de darle nombre
y color y forma a lo innombrable; de ahí la importancia del arte y la dife­
rencia con el documento histórico. En este último, lo horrible es apenas re­
tenido como información. Esa también es ya de suyo una forma de distan­
ciar y contener el poder de lo horrible, pero es más efectivo el arte en tanto
que en cierto sentido trivializa, descarga la potencia absoluta de lo horrible
y en la misma medida abre el camino para reconocer allí la posibilidad de
la esperanza. En medio mismo de la brutalidad y la barbarie, nadie piensa
en la necesidad de la memoria, lo que se quisiera es más bien poder poner
entre paréntesis esa brutalidad, olvidarla, sólo se reivindica y reconoce el
valor de la memoria cuando ha sido posible tomar alguna distancia. ¿Qué
es lo que no debe olvidarse? No es la atrocidad como tal, sino más bien el
hecho de que aun en tales condiciones, en las que parece definitivamente
liquidada toda humanidad, cabe la posibilidad de la esperanza. Casi como
si de lo que se tratara fuera de no olvidamos a nosotros mismos. Hay dos
peligros en los que por igual nos extraviamos: anclamos en la brutalidad
de un pasado que nos resulta insuperable (no ser capaces de superar la
vergüenza infinita de hacer parte de un mundo en el que eso es posible), o
creer que basta con voltear la cabeza y seguir adelante.
No se trata, pues, de no olvidar, sino de encontrar la manera de lidiar
con los recuerdos atroces, de hacerlos manejables, de no dejarse aniquilar
por la memoria. Y la alternativa frente a esto no es simplemente el olvido,
éste no hace sino enmascarar y “naturalizar” los recuerdos atroces. Algo
parecido a lo que dice Gadamer respecto de los prejuicios, que son más
peligrosos en tanto menos se los reconozca como prejuicios, y de lo que se
trata no es, como pensaba la Ilustración, de liquidarlos, sino de reconocer­
los como tales; pero tal reconocimiento no deriva o no se justifica, como

27
pensarían otros, por un nihilismo, antes bien, es porque eso nos permite
abrimos a la posibilidad del entendimiento con otros. La memoria no es
importante por sí misma, como no lo son los prejuicios por sí mismos, y en
uno y otro caso la importancia de su reconocimiento radica en desactivar
su fuerza paralizante. “Lo bello es el límite de lo terrible que los humanos
podemos soportar”. En tal sentido, el arte, incluso el arte bello, siempre es
memoria, en esa presencia se nos muestra el abismo. Y esta idea de Rilke
es otra forma, menos idealizada, de la misma idea de Platón sobre lo bello
como puente.

El papel del arte no es mantener vivo en la memoria el recuerdo de


la brutalidad y atrocidad humanas, no se trata sólo de no olvidar ciertos
acontecimientos en los que se habría traspasado la frontera de lo humano.
Creo que más bien en el arte se trata de la celebración de un triunfo, se
trata de distanciar lo horrible, de hacerlo manejable para poder abrir un
espacio a la existencia, de mantener a raya el “absolutismo de la realidad”
(Cf. Blumenberg). La palabra, la imagen, el mito, la narración son, ya de
suyo, expresiones de un logro. Se trata pues de estetizar, de debilitar la po­
tencia del absolutismo de la realidad, de transfigurar la angustia en miedo.
Cabría preguntarse, respecto de los mitos cosmogónicos de la Grecia
arcaica, aquellos que nos refiere sobre todo Hesíodo, que narran acon­
tecimientos atroces -la violenta separación de Urano y Gea que da lugar
al nacimiento del espacio, Urano devorando a sus hijos, la castración de
Urano, el doble nacimiento de Dionisos, etcétera- ¿qué es lo que se quiere
mantener aquí vivo en la memoria?, ¿acaso el nacimiento de los mitos es
para no olvidar? ¿Pero qué es lo que no se debe olvidar? Decir Caos, men­
cionar el Bostezo original, es ya haber hecho algo, es una interpretación.
Lo que no podemos olvidar no es el espanto primigenio, el horror inscrito
en el puro límite impensable siquiera entre lo animal y lo humano; es la
palabra misma. Ella, claro, es memoria, pero a la vez distancia, olvido; si
no fuera memoria sería una simple forma vacía, pero si no fuera también
distancia y olvido sería “inhumana”, por eso la palabra de los dioses nos es
incomprensible, por eso el arte no es asunto de dioses, sino estrictamente
humano..

Una forma usual de pensar la relación entre arte y memoria es la de


creer que el arte es algo así como un medio para la memoria, que tenemos
el arte para no olvidar, pero esto es invertir las cosas, la relación no es ape­
nas instrumental. Pensado de manera esencial, es más bien porque el arte

^ 28
es una forma de olvido por lo que puede servir como medio para mantener
algo vivo en la memoria.
Nos dicen: ¡no podemos olvidar a las víctimas del Holocausto! ¡No po­
demos olvidar el horror de las masacres que hemos vivido en Colombia
en los últimos años! Yo diría más bien que lo que debemos es encontrar la
manera de que después de eso siga siendo posible la vida y la existencia
humana, siga siendo posible soñar, tener esperanzas. Yo creo que cabría
más bien decir que lo significativo no es tanto que en virtud del arte no
olvidemos sino que, para decirlo siguiendo a Gadamer, el arte nos permite
volver a confiar en la promesa de un mundo íntegro.
El problema radica en entender ese olvido que es el arte de manera pu­
ramente superficial: no se trata de enmascarar, de ocultar, de hacer como
si no hubiera ocurrido, de negar. Por el contrario, se trata de afirmar, de
mostrar, de mirar de frente la atrocidad, para poder así desactivar su carga
mortífera.
¿Para qué levantar un monumento a las víctimas de las masacres? ¿Qué
es lo que no debemos olvidar? ¿Para qué pintar las atrocidades de la gue­
rra? Pienso que la pregunta clave aquí sería: ¿qué es lo que debemos ol­
vidar? Tal vez, debemos olvidar la angustia paralizante que nos dice que
nada tiene sentido, y que carece de sentido la esperanza. Si por algo im­
porta recordar que la muerte, la brutalidad, la sinrazón amenazan perma­
nentemente es para no olvidar que existir consiste precisamente en derro­
tar minuto a minuto, y nunca definitivamente, a la muerte, a la brutalidad
y a la sinrazón.
La experiencia devastadora de haber sobrevivido a una masacre es, en
principio, y como toda experiencia genuina, absolutamente privada, inco­
municable, indecible. El logro del arte consiste en ser capaz de abrir tal
experiencia, en fundar desde ella la posibilidad de algo en común, de una
experiencia común; es decir, el arte funda lo común, es fundación de la
comunidad. Y esto, claro, no es más que lo que ya había propuesto Gada­
mer cuando definió el arte como fiesta. Lo devastador de tales experien­
cias tiene que ver precisamente con que a partir de ellas se quiebra toda
comunidad, se enmudece. Gadamer se refiere a la forma como el trabajo
cotidiano separa la comunidad, que se restablece y se encuentra de nuevo,
por ejemplo, en el ritual sagrado. Pero las experiencias devastadoras pare­
cen, de entrada, hacer imposible toda reconstrucción de lo común. Pienso
que el papel del arte es más ese, el de abrir el espacio para una nueva fun­
dación de lo común, que el de proteger la memoria contra las amenazas
del olvido. Y no., es que desprecie la importancia de la memoria, sino que
me parece que referimos a ella así no más, como memoria, es abstraería
y cosificarla, y así se nos oculta su vínculo esencial con lo común. Lo que
queremos no es no olvidar, sino poder salir del espanto, recuperar el habla,
pero la palabra sólo puede darse sobre la fundación de una experiencia
compartida. El que ha sido marcado, atravesado por una experiencia lí­
mite que domina y relega toda otra experiencia posible es alguien que,
digámoslo así, ya no podría hablar de otra cosa y, por lo mismo, no puede
hablar con nadie. Así, entonces, cuando lo intenta no puede dejar de tener
la sensación de que es superfluo y ficticio o de que fastidia a los demás
hablando obsesivamente de esa experiencia que lo dejó marcado. Aquí
hago referencia también a algo anecdótico: recientemente tuve la fortuna
de tener entre mis estudiantes, en un seminario de la Maestría en Filosofía,
a Óscar Tulio Lizcano, que estuvo nueve años secuestrado por las Farc, y
me llamó mucho la atención el hecho de que todo el tiempo se mostraba
muy tímido, y pedía disculpas porque pensaba que podía estar fastidiando
a los demás con el relato permanente de su dolorosa experiencia. Por eso
creo que se confunden las cosas si se piensa que la tarea del arte es cuidar
la memoria; esa es, si se quiere, una consecuencia derivada del hecho de
que fundar la posibilidad de lo común sólo se puede sobre la base de las
experiencias devastadoras límite. Sólo se recupera la palabra si se encuen­
tra la manera de hablar con otros, de compartir de manera auténtica esa
experiencia devastadora.

Y esto nos abre otra pregunta: ¿por qué preocuparnos tanto hoy por
la memoria? No es tanto, o no es sólo, porque sobre nosotros se cierna la
amenaza del olvido. Yo creo que se trata más bien de que asociado al asun­
to de la memoria encontramos un tipo de experiencia que cada vez nos re­
sulta más exótico e incomprensible: experiencias límite capaces de hacerlo
enmudecer a uno. Pero no serían el tipo de experiencias que se buscan con
eso que llaman los deportes extremos, se trata más bien del único tipo de
experiencia sobre el que puede fundarse de manera auténtica cualquier
comunidad. Por lo mismo, y otra vez es una patología, esa búsqueda deses­
perada se pierde y se trivializa, los periódicos y los noticieros parecen ne­
cesitados de víctimas y de héroes; al pie de las fotos de los campesinos
desplazados por una masacre, encontramos al campeón de parapente.

& 30
Si ei problema de fondo fuera literalmente protegerse del olvido, rete­
ner la memoria, cabe preguntar por qué podría hacer esto mejor el arte que
la colección de documentos y evidencias de ese pasado escurridizo. ¿Para
qué. artistas?, ¿no sería mucho más efectivo contar con historiadores? Sin
embargo, ya incluso Aristóteles ponía la poesía por encima de la historia.
En la relación arte y memoria, poner el peso sobre la memoria resulta o tri­
vial o equivocado: trivial, en tanto que no parece hacer otra cosa que des­
tacar eso que en otro momento se llamaba “la eternidad” del arte, y resulta
equivocado en tanto que parece relegar lo decisivo: que el arte no viene
siendo apenas uno de los dispositivos de la memoria, sino que la memoria
misma parece ser de naturaleza estética. En tal sentido, creo que la insis­
tencia en pensar dicha relación no solamente nos habla de los peligros del
olvido, sino que también nos habla del olvido del arte. Es decir, no es sólo
que se piense que el arte tiene un papel importante qué jugar respecto a la
memoria, sino que, puesto en perspectiva estética, es como que se cayera
en la cuenta de que el “fin del arte” es a la vez el “fin de la memoria”.
¿Cómo entender el gesto de los victimarios en La guerra que no he­
mos visto ? ¿Será que su realización y exhibición se justifica como formas
mediante las cuales guerrilleros y paramilitares les piden perdón a sus
víctimas? ¿Será que bajo el ropaje del arte de algún modo se ennoblece la
brutalidad de estos asesinos? ¿Constituye esta exhibición una especie de
homenaje a los victimarios y una ofensa a las víctimas? ¿Será acaso una
manera de transmutar en víctimas a los victimarios, de decimos que en el
fondo son seres humanos, que fueron niños una vez, que resultaron atra­
pados, víctimas, de una situación ajena a su control?
La propuesta de Juan Manuel Echavarría es en efecto una apuesta
arriesgada. En uno de los comentarios registrados en la página web de la
obra, alguien se pregunta qué pensarían los judíos sobre una exposición
de pinturas realizadas por agentes nazis de los campos de concentración.
Pienso que lo que hace que esta obra sea más que un simple testimonio his­
tórico es el hecho de que nos permite elevamos por encima de la tensión
irresoluble entre víctimas y victimarios y abre con ello la posibilidad de la
reconciliación. Pedir perdón y perdonar sólo es posible de verdad cuando
las cosas se ponen en otra perspectiva más amplia que la de la inmediatez
del dolor sufrido o infligido, cuando se las puede poner en la perspecti­
va de lo más originario y común de la condición humana: ser humano
significa ser víctima, ser desplazado, hemos sido arrojados al mundo; el

^ 31
cristianismo, si bien lo termina ocultando, apunta al mismo núcleo: todos
somos culpables, el que se crea libre de culpa que arroje la primera piedra.
Guando el; perdón no se. ubica en esta perspectiva no es más que un acto
de. soberbia con la que alguien declara la superioridad sobre o tro y exige
de éste sumisión, o es también una forma resignada de continuar vivien­
do. Y a riesgo de que suene sesgadamente religioso, diré que la potencia
redentora o salvífica del perdón radica en el reconocimiento en el otro de
la misma fragilidad humana; y esto tanto en relación con la víctima como
con el victimario.
Ahora, volviendo al tema de la memoria, es por eso que considero que
la importancia del arte no consiste tanto en protegemos del olvido -eso
lo podrían hacer la historia, los documentos, los periódicos, las memorias
USB-, como en abrimos la posibilidad de ver las cosas, y digámoslo con
Aristóteles, desde una perspectiva universal. También el periodismo, aun­
que no se lo proponga, tiene que ver con el pasado, con la memoria, pero
en este caso los sucesos no tienen otra forma que la de la anécdota, por
más brutal que sea, y una anécdota es sucedida por otra igual de espeluz­
nante; de eso viven los medios de comunicación, de mantener la idea de
que por más brutal que haya sido algo hoy, mañana sucederá algo que lo
supere. El arte, en cambio, lo que hace es, por así decir, transmutar lo me­
ramente anecdótico en expresión de una verdad.
Obras citadas

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Arendt, Hannah. (2005). La condición humana. Ramón Gil Novales (trad.). Bar­
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^ 36
4^ 37

Im a g e n 3: La guerra que no hemos visto. V in ilo so b re M D F . 100 x 140 cm. C O D . C 0 0 6 -0 0 0 8


^
38

Im a g e n 4: La guerra que no hemos visto. V in ilo so b re M D F . 105 x 150 C O D . B 0 6 1 -0 4 0 6


4 - 39

Im a g e n 5: La guerra que no hemos visto. V in ilo so b re M D F . 105 x 20 0 cm . C O D . B 0 1 6 -0 3 1 9


Im a g e n 6: La guerra que no hemos visto. V in ilo so b re M D F . 70 X 150 cm . C O D . B 0 1 6 -0 1 4 9
Arte y memoria de lo inolvidable:
fragilidad y resistencia

M aría del Rosario Acosta López

La m em oria de lo inolvidable (Proyecto para un m em orial)

La mano del artista se mueve ágilmente y con paciencia sobre ese


lienzo de cemento que recibe las marcas de agua del pincel. Lentamen­
te vemos formarse, frente a nosotros, gracias a los hábiles movimientos
del dibujante, un rostro. Los trazos adquieren vida ante nuestros ojos y
poco a poco lo que antes era un lienzo en blanco comienza a mirarnos

* La escritura del presente ensayo fue posible gracias a una investigación financiada a
través de la convocatoria 521 de Colciencias (Patrim onio autónomo Fondo Nacional
de Financiamiento para la Ciencia, la Tecnología y la Innovación, Francisco José de
Caldas) en conjunto con la Universidad de los Andes, titulada “Narrativas de la com u­
nidad”, y conectada con una aproximación filosófica a los problemas de memoria y
reparación relacionados con la puesta en marcha en Colombia de la Ley de Justicia y
Paz. Está dedicado a todos los estudiantes que hacen parte del Grupo Ley y Violencia
( http://grupoleyyviolencia.uniandes.edu.co), pues todo lo que está escrito aquí no es
sino una traducción de las preocupaciones y las preguntas que hemos discutido, en
conjunto, en muchas de nuestras reuniones. Agradezco especialmente a Daniel M o ­
reno, pues sus cortas pero muy sugestivas reflexiones sobre la memoria en Agam ben
me han permitido entender con más claridad el problem a de lo “inolvidable”. Algunos
fragmentos del ensayo se apoyan de m anera considerable en algunas de las reflexiones
consignadas en una ponencia titulada “La narración y la memoria de lo inolvidable”
y presentada en el Encuentro Internacional Walter Benjamín: aquí y ahora, organizado
por la Universidad de los Andes y la Universidad Javeriana en Bogotá en Octubre de
2011 (la ponencia saldrá publicada como capítulo de un libro, compilado por M aría
M ercedes Andrade, que recogerá las memorias del evento). Quisiera agradecer tam ­
bién, más recientemente, el trabajo conjunto que hemos emprendido con Patricia Z a­
lamea, y que busca poner en diálogo las posibilidades actuales de la historia del arte y
los estudios visuales con una perspectiva filosófica. Las discusiones que sostuvimos con
ella el año pasado alimentan de una manera considerable algunas de las afirmaciones
a lo largo del texto.
de vuelta. Se trata, no obstante, de una mirada fugaz que, como en tan­
tas obras de Oscar Muñoz, aparece sólo para comenzar a desvanecerse
a medida que el agua se evapora en el pavimento caliente. El rostro que
nos mira de vuelta no sólo aparece encerrado en la fugacidad del instante
efímero -d e l cortísimo lapso en el que el lienzo, desagradecido, conser­
va las marcas de agua que, al evaporarse, no dejarán tras de sí ninguna
huella-, sino que su frágil existencia está, además, signada por el anoni­
mato: nada nos indica de quién son esos rasgos que han cobrado forma
en el instante mismo en el que han comenzado a desaparecer. Y mientras
la mano, sin rostro, se ocupa diligentemente de re-tratar cuatro rostros
más, uno por uno, bajo la acción implacable del sol sobre el pavimento,
ya no queda nada de aquella imagen perecedera de un retrato sin nom­
bre. No hay marca, recuerdo, memoria, del paso de la mano del artista
por el pavimento. No hay nada que señale que allí, hace pocos instantes,
había una mirada que invitaba a mirarla de vuelta. Y con todo, la mano
regresa y comienza de nuevo su tarea paciente, incansable: el rostro vuel­
ve a aparecer por unos instantes, mientras somos testigos de cómo van
desapareciendo aquellas imágenes creadas pacientemente, una tras otra,
cinco en total: cinco rostros confinados al olvido, cinco imágenes que,
sin embargo, debido a la tenacidad y agilidad de la mano del artista, se
resisten a desaparecer.

Se trata de la obra Proyecto para un m em orial, (Imagen 1), de Ós­


car Muñoz (2004-2005): el espectador se encuentra en un cuarto oscuro
frente a estas cinco proyecciones de video, sin sonido, que se reproducen
sucesivamente gracias a un proyector ubicado al otro extremo de la sala.
El título confirma lo que la obra, elocuentemente, calla a gritos: la fra­
gilidad de todo intento de resistencia al olvido y la fuerza, sin embargo,
proveniente de esta fragilidad. Un memorial que realmente pueda llevar
este nombre será aquel que no busque convertir el pasado en presente/
presencia, sino que logre recrear la experiencia misma de la pérdida. La
imposibilidad de traer el pasado de vuelta al presente se confronta con
la exigencia de la memoria; una exigencia paradójica, en tanto la conser­
vación del pasado como recuerdo no puede dejar de traerlo siempre en
forma de pérdida, de ausencia, de excedencia: de lo contrario, se corre el
peligro de darle clausurar un proceso que debería permanecer siempre,
como lo anuncia tan sugestivamente el título de la obra de Muñoz, como
proyecto. Si la memoria no opera desde la conciencia de esta pérdida irre­
versible, se arriesga a dar por concluido el trabajo del recuerdo y de llevar
a cabo el cierre definitivo del archivo1.
Decir que la obra de Óscar Muñoz es una reflexión sobre la fragilidad
de la representación de la memoria, sería reducir en exceso la potencia
que tiene su producción artística: sería “traducir” su obra, “leerla”, darle
un “significado”, y, con ello, reducirla a ser un discurso más, entre otros.
Sería forzar la obra a quedar inscrita en un régimen de significación que
no le hace justicia a lo que logra inaugurar y hace acontecer desde sus
elocuentes silencios. No es mi intención, por tanto, sugerir que una obra
tan sugestiva y conmovedora como la de Muñoz pueda ser etiquetada en
unas pocas palabras; ni mucho menos insinuar que la obra requiere que
alguien hable por ella, con el fin de aclarar sus opacidades inherentes.
Tampoco quisiera, como ocurre tan a menudo, convertirla en una simple
excusa para reflexionar, más allá y por fuera de la obra, de algo así como
una relación abstracta entre arte y memoria: como si fuese posible hablar
de dicha relación desde un lugar distinto a las obras mismas.
Me gustaría más bien insistir en que hay algo que opera en la obra, algo
que logra hacer aparecer con toda su fuerza enigmática la pregunta por
las paradojas a las que se enfrenta todo intento de representación de la
memoria. Gracias a dicha operación que la obra sólo puede llevar a cabo
en sus silencios, en sus temporalidades discontinuas, precisamente en todo
aquello que en ella escapa a la palabra, adquiere su justa dimensión la exi­
gencia de una memoria capaz de encontrar su fuerza justamente en su fra-1

1. Estas alusiones a la resistencia de la memoria a su “consumo” y, Con ello, a la de idea


del “archivo”, se siguen de las reflexiones que Giorgio Agam ben recoge en algunos de
sus textos (Cf. A gam ben 2002, 2005 y 2006), inspirado a su vez profundamente por la
obra de Benjamín. Dice Agam ben, por ejemplo, en El tiempo que resta: “lo que exige lo
perdido no es el ser recordado o conmemorado, sino el permanecer en nosotros y con
nosotros en cuanto olvidado, en cuanto perdido [. . . ] de aquí se sigue la insuficiencia
de toda relación con el olvido que pretenda simplemente restituirlo a la memoria, con­
servarlo en los archivos y los monumentos de la historia” (2006, 47-48). Esto conduce
en A gam ben a la categoría de lo “inarchivable”, que trabaja con más cuidado en Lo que
queda de Auschwitz en relación con la problemática del “testimonio” (Cf. Agam ben,
2002, 144 ss), y a lo que en pocos momentos analizaremos aquí en relación con la idea
benjam iniana de lo “inolvidable”: “la alternativa no está entre olvidar y recordar, ser
inconsciente o tomar conciencia: solo es decisiva la capacidad de permanecer fiel a lo
que -a u n q u e sea continuamente o lvidado - debe quedar como inolvidable” (Agam ben,
2006, 48).
gilidad, capaz de escapar a la dualidad entre la conmemoración y el olvido,
y de convertir la ausencia en evocación de algo que aún permanece como
no olvidado y, no obstante, como nunca enteramente recordado. Sólo en la
obra, en tanto habita en ese registro de lo sensible que no se deja clausurar
ni cerrar en un único sentido, parece cobrar forma aquello hacia lo que
Walter Benjamín, con esa asombrosa habilidad de encontrar palabras para
aquello que rebasa siempre toda significación, apuntó en algunos de sus
escritos con el apelativo de “lo inolvidable”:
Podría hablarse de una vida o un instante inolvidables; aún cuando toda la
hum anidad los hubiese olvidado. Si su carácter exigiese que no pasase al ol­
vido, dicho predicado no representaría un error, sino solo una exigencia a la
que los seres hum anos no responden; y quizás la indicación tam bién de una
esfera capaz de responder a dicha exigencia: la d el recuerdo divino (Benjam ín,
1967a, 78).

Esa esfera, me gustaría sugerir aquí, aprovechando la compañía de la


obra de Muñoz, y con la ayuda de las reflexiones de Benjamín, podría ser
aquella de la obra de arte: una esfera capaz de responder, dice Benjamín
en la cita, a la exigencia de aquello cuyo carácter se resiste tanto al olvido
como a su recuperación total y definitiva en el presente. La obra de arte
sería, en cada caso, un gesto que apuntaría a la vez, como parece suceder
en la obra de Muñoz, a darle forma a esa pregunta por la memoria y a la
imposibilidad de una respuesta definitiva. Los rostros que se asoman fu­
gazmente gracias a la iteración operada por el artista no buscan ser traídos
al presente bajo el contorno de una memoria conmemorativa: rostros de
desaparecidos (ha dicho Muñoz en alguna entrevista) que no reclaman
una justicia que pueda ser ejercida a modo de reparación. La justicia de
la obra, como la justicia del recuerdo divino en Benjamín, no actúa en la
temporalidad de la presencia sino en la de la interrupción: lo que se busca
no es la redención, sino la suspensión, en la que lo pasado se conserva
como irreparable. Pero por ello mismo reclama una esfera en la que la
experiencia de la pérdida no sea resuelta sino denunciada, en la que los
silencios puedan ser escuchados, no para ser reemplazados por discursos
que apelen a la verdad de los hechos, sino permitiendo que se repliquen
como ecos y figuras de aquello inaudito que convive con el presente desde
su excedencia.

Así, ante la fragilidad de la m em oria, lo que hace particularmente in­


teresante e imprescindible la respuesta del arte en este contexto no es su
capacidad de conservar lo que la historia de otro modo deja inevitable­
mente de lado. La resistencia que el arte es capaz de ejercer no es aquí,
por tanto, la de una recolección abarcadora o totalizante, con pretensio­
nes de archivo, capaz de fijar y resguardar aquello que de lo contrario
tiende a ser olvidado, silenciado o sustituido. N o se trata tampoco de
poner el arte al servicio de la conm em oración, entiendo a esta última
como un tipo de memoria capaz de garantizar la presencia y el recuerdo
plenos del pasado en medio del presente. En lugar de convertirse en un
relato que permite hacer coincidir al pasado con el presente, que recons­
truye y mantiene las continuidades que la violencia de la historia entra
a interrumpir, dislocar y ahuecar, el arte puede convertirse, más bien, en
una respuesta capaz de ser solidaria con las memorias fragmentadas de
un pasado que, en tensión con el presente, se resiste tanto a ser resuelto
como a ser sacrificado2.
Así, el arte no entra - a l menos no parece hacerlo para Muñoz, como
tampoco, como se verá, para Benjamin- a redimir sino a señalar, no re­
cupera identidades perdidas sino que disloca todo intento de reducir la
experiencia histórica a una experiencia identitaria. Lleva a cabo lo que
Nelly Richard, en el contexto de una reflexión sobre el arte de la dictadura
y la posdictadura chilenas, y apoyada precisamente en las reflexiones de
Benjamin sobre la imagen, el lenguaje y la historia, describe como una
“narrativa del residuo”: frente a cierta “voluntad de rehistorizar”, suturar
y reparar una continuidad rota -tendencia de un arte que Richard pone en
conexión con lo que ella llama la “cultura solidaria” de la posdictadura (Cf.
Richard, 2007, 123)-, aparecen los intentos y “vocabularios insurgentes”
de un arte para el que el “acto de recordar” no busca “rellenar los huecos
de identidad con palabras de consuelo”, sino “desnudar, en esos huecos,
esas carencias y reestetizarlas” (Richard, 2007,125), abriendo con ello “el
relato de la experiencia y la experiencia del relato a lecturas multicruza-
das que denuncian la trampa de las racionalizaciones basadas en verdades
completas y absolutas” (Richard, 2007,124).

2. Para Benjamín, esto es lo que la imagen, y sólo la imagen, es capaz de llevar a cabo, o
mejor: lo que hace que algo (en el caso del presente texto, el arte) sea imagen: “No es así
que lo pasado arroje luz sobre lo presente o lo presente sobre lo pasado, sino que es ima­
gen aquello en lo cual lo sido comparece con el ahora, a la manera del relámpago, en una
constelación. En otras palabras: [la] imagen es la dialéctica en suspenso. Pues mientras la
relación del presente con el pasado es una puramente temporal, la de lo sido con el ahora
es dialéctica, no de naturaleza temporal, sino imaginal” (Benjamin, 2005,123).
Es en esta diferencia donde reside, según Agamben, la distancia entre
la obra de arte “estetizante”, que busca salvar y resolver las paradojas de
la memoria, y aquella que, por el contrario, busca ser testigo y dar testi­
monio de aquello que subyace irresoluble en la representación testimonial
(Cf. Agamben, 2002, 36). Y es precisamente aquí, en la demarcación de
esta diferencia, que me gustaría introducir un diálogo fructífero entre lo
que creo que consigue plasmar, de manera admirable, la obra de Muñoz,
y lo que Benjamín intentó pensar también como la tarea del lenguaje pro­
pio del arte3, un lenguaje al que Benjamín se referirá, en algunos lugares,
como aquel de la “narración”, en el que justamente cobra forma y habita,
como veremos, la evocación de lo inolvidable.

La resistencia a la clausura (m em oria y narración)

Regresemos, entonces, a la pregunta que nos ha llevado a abandonar el


terreno propio de la obra de arte y a detenernos ahora en las reflexiones
de Benjamín sobre la narración. Frente a la cuestión acerca de la tarea y
las posibilidades que puede ofrecer el arte ante la fragilidad de la memo­
ria, y a partir del recorrido por el modo particular como la obra de Muñoz
decide darle forma nuevamente a dicha pregunta, llegábamos entonces
a cuestionarnos acerca de la demanda enigmática de una memoria que
se resiste, a la vez que reclama, la posibilidad de su representación: ¿qué
tipo de lenguaje es ese que, como en la obra de Muñoz, y en solidaridad
con el carácter irreparable de lo pasado, es capaz de recrear la experiencia
misma de la pérdida sin buscar resolverla y, por tanto, sin correr el riesgo
de clausurarla? ¿Qué lenguaje es aquel que puede efectuar, así, la inte­
rrupción o suspensión radicales de la memoria en el proceso mismo de su
producción?

3. Si bien, en términos generales, ésta es una manera desafortunada de referirse a aquello


que acontece en el arte, es importante tener en cuenta que es en Benjamín precisamente
que la categoría del ‘lenguaje” se desdibuja y adquiere una connotación muy distin­
ta a la de la referencialidad y la significación. Decir que el arte es un lenguaje, para
Benjamín, no es reducirlo a una expresión semiótica que debe ser leída y significada,
sino entenderlo como una esfera que se resiste al “dominio de la palabra como medio”
(Benjamín, 1967b, 100), para darse más bien como un lugar en el que habita y se lleva
a cabo la “comunicabilidad pura y simple” (Benjamín, 1967b, 93). Estas aclaraciones
conceptuales son extensivas al uso que hago de esta expresión en el resto de este texto.
Si bien son muchos los lugares en la obra de Walter Benjamín en los
que uno podría buscar posibles respuestas a esta pregunta, me gustaría en
lo que sigue explorar uno de estos caminos a través de un recorrido por
su ensayo sobre Nikolai Leskov, más conocido como El narrador. Aunque
no es el tema explícito del ensayo, quisiera proponer aquí que la pregunta
que Benjamín se plantea en dicho ensayo acerca del carácter particular de
la narración en oposición tanto al modo de apropiación del lenguaje en la
novela moderna, como a la comprensión de su funcionalidad en los medios
de comunicación, está estrechamente ligada con este interrogante acerca
de las relaciones entre arte y memoria. Propongo entonces comprender ese
acercamiento particular que Benjamín lleva a cabo en tomo al “arte de la
narración” de Leskov, como una aproximación a la pregunta por la posibi­
lidad de un lenguaje (y por lenguaje aquí entenderemos también lenguaje
del arte) que pueda alojar, sin clausurarla, la memoria que allí es construi­
da (narrada, relatada). Un lenguaje que en su capacidad excepcional de
transformar el pasado en memoria 4 pueda en este mismo proceso -com o lo
menciona Benjamín en su ensayo- “preservar al cronista” (2008, 78). Esto
significa, si tenemos en cuenta lo que también nos dice Benjamín del cro­
nista en Sobre el concepto de historia4
5, un lenguaje y una representación de
la memoria que puedan responder a lo inaudito, a lo que la Historia (con
mayúscula y en singular) no ha podido escuchar, y ser fíeles, al menos en
algún sentido, a la mirada de ese ángel que en las tesis sobre filosofía de la
historia aparece contemplando la catástrofe, las ruinas del pasado: a pesar
de que sabe que no puede redimirlo - o precisamente porque lo sabe-, no
por ello deja de intentar “reunir lo destrozado” (Benjamín, 2009b, 140).
Y esto sería quizás una tarea que, como me he atrevido a proponerlo más
arriba, le correspondería paradigmáticamente al arte (pues no hay que
olvidar, además, que el ángel al que se refiere Benjamín en las tesis es el
Angelus Novus de Paul Klee).

4. Aquí la palabra adecuada a este tipo de memoria es el término en alemán Gedächtnis,


“recuerdo”, que en el texto se opone, como se verá, a la Eingedenken, y que Oyarzún
decide traducir como “rememoración” (Cf. Oyarzún, 2008, 33).

5. “El cronista que narra los acontecimientos sin distinguir los grandes de los peqúeños da
cuenta de la siguiente verdad: la historia no pierde nada de lo que alguna vez aconteció.
Por cierto, sólo a la humanidad redimida le corresponde su pasado. Es decir, sólo a esta
humanidad se le vuelve citable su pasado en cada uno de sus momentos” (Benjamin,
2009b, 133).
Benjamín comienza El narrador recordando algunas de las afirmacio­
nes que hacía ya en un trabajo anterior titulado Experiencia y pobreza (ca.
1933): nos habla así nuevamente de los soldados que, tras haber atravesa­
do por “una de las experiencias más monstruosas de la historia universal”,
vuelven “enmudecidos del campo de batalla” (1991, 214). “Con la Guerra
Mundial -constata Benjamín- comenzó a hacerse evidente un proceso que
desde entonces no ha llegado a detenerse [...] la gente volvía [...] no más
rica, sino más pobre en experiencia comunicable” (2008, 60). Empieza
aquí a verse ya la relación que Benjamín querrá sostener a lo largo de todo
el ensayo entre lenguaje, experiencia y olvido: la experiencia de lo mons­
truoso, el paso por la experiencia de la violencia de la guerra, hace a la
vez desaparecer esta experiencia (y toda huella de su acontecer), al traer
consigo el enmudecimiento, la destrucción de la posibilidad de su comu­
nicación. La constatación de esta pérdida, a la vez que el lazo que la atará
nuevamente a la posibilidad de ser comunicada, parece ser, para Benjamín,
“lo que está enjuego en toda verdadera narración” (2008, 65).
Lo interesante, entonces, es estudiar con detalle a qué se refiere Ben­
jamín con esta idea de la “narración”, por qué ésta será el lugar por exce­
lencia del lenguaje como experiencia de comunicabilidad, y cómo puede
relacionarse todo esto con la pregunta por la desaparición de la experien­
cia y por las posibilidades que quedan de recordarla, de hacer memoria,
después de su destrucción. El ensayo pone todo esto en conexión, además,
con un fenómeno mucho más complejo que Benjamín describe como la caí­
da de la “cotización de la experiencia” (2008, 60), y que él vincula con el
ocaso de la narración y con su progresiva sustitución por “el advenimiento
de la novela a comienzos de la época moderna” (2008, 65). ¿Cuál es la
experiencia del lenguaje en la narración que, de acuerdo con Benjamín, se
pierde en el modo como éste opera en la novela? ¿Cómo es que un reco­
rrido por este cambio en “los medios de producción” (en este caso, el uso
del lenguaje oral por el escrito) ilumina la problemática de las relaciones
entre historia, arte y memoria en Benjamín? Y, finalmente, ¿cómo la ilumi­
na para nosotros, esto es, para lo que aquí interesa dilucidar acerca de los
modos como el arte responde ante la fragilidad de la memoria?
Para responder a todas estas preguntas, es necesario detenerse con al­
gún detalle en los argumentos que Benjamín reconstruye en el texto alre­
dedor de las diferencias sustanciales entre narración y novela, pues con
ello se irán iluminando poco a poco los distintos modos de representación
(artística) de la memoria. Devendrá así más clara también la demarcación
que se proponía más arriba entre modos “estetizantes”, “clausurantes”, de
responder a las paradojas de la memoria, frente a modos de representación
que, por el contrario, se resisten a dicha clausura.
“Lo que separa a la novela de la narración” -escribe Benjamín- es la
“dependencia esencial” de la primera con respecto al libro (2008, 65).
Poco a poco queda claro que esto no tiene que ver únicamente con el hecho
de que la narración, a diferencia de la novela, tenga su origen en la trans­
misión oral, sino con algo que en el cambio de “medios de producción” -d e
la oralidad a la escritura- ha transformado radicalmente la temporalidad
propia del lenguaje en el caso de la novela6. Mientras la narración, en su
relación estrecha con la oralidad, se mueve en una temporalidad discon­
tinua y anacrónica, impregnada por las múltiples caras de una memoria
efímera que habita en los intersticios, en los silencios, en las interrupciones
propias del relato oral (Benjamín, 2008, 81), la novela, con su “memoria
etemizadora”, “lucha contra el poder del tiempo” (82) en una indagación
por la “representación de la plenitud de la vida” (65) cuyo centro es la
búsqueda del sentido: de un único sentido, destaca Benjamin, que permita
la “percepción de la unidad de la totalidad” (82). El novelista toma a su
cargo el legado del recuerdo ya no como memoria efímera, discontinua,
sino como “rememoración” (81), atiende a la reconstrucción de una conti­
nuidad de sentido que sobreviva al paso del tiempo y dé unidad a lo que el
narrador, por el contrario, como el cronista, deja aparecer más bien como
un momento más del “curso inescrutable del mundo” (78). En la memoria
como rememoración, las fracturas propias del recuerdo del pasado que­
dan subsanadas por una mirada retrospectiva, más preocupada por darle
un sentido unitario a lo sucedido, por pretender traerlo de vuelta en su
integridad, que por suscitar la experiencia necesariamente discontinua e
interrumpida de su evocación.
Y así como en el caso de aquellas manifestaciones artísticas que, frente
a la fragilidad de la memoria, buscan la sustitución y reparación del re­
cuerdo fracturado a través de la instauración y reconstrucción de una con­

6. Como lo señala Oyarzún, y esto me parece particularmente iluminador, Benjamín sigue


aquí el mismo tipo de análisis que lleva a cabo en La obra de arte en la épocg. de, la re-
productibilidad técnica: “Benjamin concibió que era posible y necesario abordar los de­
sarrollos del arte a partir de las transformaciones de los modos y medios de producción
en cuanto éstos condicionan y afectan los cambios de la creación artística” (2008,16).
tinuidad de sentido, se corre el riesgo de tomar como punto de llegada el
cierre del archivo, así también la novela, con su voluntad de clausura, pone
fin a su relato, cerrando “el más mínimo paso más allá de ese límite [...] al
escribir la palabra finis al pie de la página” (83). Con ello, dice Benjamín,
“se pierde el don de estar a la escucha, y desaparece la comunidad de los
que tienen el oído alerta” (7 0 )7.
La narración, por el contrario, no sólo parece resistirse al cierre defi­
nitivo al que tiende la novela en la forma de la rememoración, sino que,
además, reclama lo que Agamben, siguiendo probablemente a Benjamín,
ha llamado lo “inarchivable” (Cf. Agamben, 2000, 158)8: al escapar tanto
a la rememoración como al olvido altera también la lógica que se mueve
entre estas dualidades; no busca traer de vuelta al presente el relato total
de lo sucedido con el fin de que no sea olvidado, sino que invita a recorrer
aquello que ya no puede reconstruirse sin más, a atender y escuchar lo que
calla en sus intersticios y discontinuidades. No busca tampoco poner un fin
y cerrar el relato de manera definitiva, pues lo que la hace posible, por el
contrario, es la experiencia de su repetición: “narrar historias -dice Benja­
m ín- siempre ha sido el arte de volver a narrarlas” (2008, 71).
La narración habita así en los pliegues propios de una memoria que no
pretende resolverse en el presente: desanda los caminos del recuerdo para
dejar que en cada historia se asomen y resuenen, sin revelarlos, los secre­
tos que resguardan por ello su “fuerza acumulada”: “como las semillas de
grano -escribe Benjamín- que, milenariamente encerradas en las cámaras

7. Además del análisis de la novela, Benjamín aborda en El narrador el lenguaje propio


de los “medios”, que sustituye de manera definitiva la comunicabilidad por comunica­
ción, y que reduce el lenguaje a ser simple transmisión de “información” (Cf. Benjamín,
2008, 66-69). Dejo estos análisis de lado, no solo por cuestiones de espacio, sino porque
considero que las discusiones sobre arte y memoria corren menos riesgos en este senti­
do: si bien un análisis general del papel de las imágenes y su relación con la memoria
tendría que pasar necesariamente por esta relación con los medios de comunicación,
parece que las tendencias clausurantes de cierto tipo de respuestas del arte frente a la
fragilidad de la memoria se acercan más a la noción de memoria como rememoración
que Benjamín pone en relación explícita con la novela.

8. Una memoria que le haga justicia a la imposibilidad del testimonio debe ser una en la
que pueda conservarse aquello que, como en lo inolvidable e inarchivable, escapa a la
vez al recuerdo y al olvido. Por ello Agamben prefiere hablar de “lo que queda”, del
“resto”, de lo “remanente”. Son estos, creo, los intersticios de los que la narración, para
Benjamín, es capaz de hacer eco a diferencia de la novela.

^ 50
de las pirámides al abrigo del aire, han conservado su poder germinativo”
(70). El pasado, parece decir Benjamín, conserva su fuerza sólo en este
lugar no revelado, no resuelto: permanece allí, resistiéndose al riesgo del
olvido que trae consigo una pretensión de apropiarse enteramente de él en
el presente. Ésta es la posibilidad de resistencia, de excedencia, que se abre
y tiene lugar en la narración: allí se aloja, en este acceso que ella conserva
a “la cámara más íntima del reino de las criaturas” (94), su “magia libera­
dora” (87). Y esto significa, para Benjamín, su carácter ético, su justicia9.

Hacia una tarea “política” del arte (m em oria y justicia)

Quedémonos por ahora con las sugerencias de Benjamín en tomo a la


narración, y entendamos sus comentarios sobre la novela más bien como
comentarios más generales sobre un modo de pensar y representar la me­
moria, desde el arte, con una cierta tendencia al cierre, a la clausura de
sentido10. La reflexión sobre la narración se muestra entonces en estrecha
relación con las tesis de Benjamín sobre filosofía de la historia, y conecta
así directamente con la posibilidad de una modalidad de la memoria que

9. Si bien aquí queda apenas la sugerencia, la pregunta por la memoria y la posibilidad


de que sobreviva como secreto, en sus secretos, es también la pregunta por la resistencia
a la totalización, que pensadores como Jacques Derrida, Maurice Blanchot o Jean Luc
Nancy relacionan estrechamente, a la vez, con un totalitarismo en política: la obligación
de dar cuentas se opone, así, a este derecho al secreto que habitaría en la escritura, y con
ella, para Derrida, en la promesa de la democracia. Traigo aquí simplemente una cita
de Derrida, no sólo para ilustrar el punto en cuestión, sino para que se vean también
las múltiples dimensiones a las que, en pensadores posteriores, se abre esta reflexión
benjaminiana acerca de la relación entre lenguaje, comunicabilidad y justicia: “Tengo
un impulso de temor o de terror ante un espacio político, por ejemplo, ante un espacio
público que no deje lugar para el secreto... Exigir que se dé a conocer todo y no haya
un fuero interno significa volverse totalitaria la democracia. Puedo incluso reformular
esto en términos de una ética política: si no se mantiene el derecho al secreto, se entra
en un espacio totalitario” (Derrida, 2009, 81).

10. Propongo así -quizá en contra del mismo Benjamín- desligar una reflexión sobre la
novela en general de las prevenciones que tiene Benjamín con cierta tendencia totali­
zadora que le asigna al género, dado que habría que reconocer también las potencias
que tiene la literatura, incluso en la versión más clásica de la novela, para dislocar los
modos más tradicionales y oficiales de hacer memoria. Es evidente, además, que Ben­
jamín trabaja esto en otros lugares, en relación precisamente con la novela. Pienso por
ejemplo en su sugestiva lectura de Las afinidades electivas de Goethe.
resista a lo que, en dichas tesis, es descrito como el espíritu del “historicis-
mo”, y que coincide, a su vez, con el tipo de memoria propia de la novela,
esto es, la rememoración11. La lengua de la narración coincidiría, por el
contrario, con la lengua de la “historia del mundo mesiánico”, cuya “prosa
liberada”, anuncia Benjamín, “ha hecho saltar los grilletes de la escritura”
(Cf. “Nuevas tesis K” en Benjamín, 2008, 112).
En este contexto podría ser útil recordar una de las diferencias que para
Benjamín resultan claves a la hora de distinguir la temporalidad que acom­
paña a cierto espíritu historicista, de aquella propia de ese “mundo mesiá­
nico” que parece habitar también en el arte de la narración. En un ensayo
temprano titulado “Tragedia y Trauerspiel”, Benjamín señala que, frente al
“tiempo de la mecánica” (ese tiempo que se piensa a partir de causalidades
y linealidades continuas), está siempre un “tiempo infinito” que perma­
nece “sin consumar a cada instante”; un tiempo mesiánico cuya fuerza
determinante no puede ser captada desde la perspectiva del acontecimien­
to empírico concreto (Cf. Benjamín, 2007, 138). Un tiempo, pues, que
parece tener que pensarse desde la interrupción o suspensión radical de
toda representación temporal o, más bien, de toda temporalidad sujeta a
representación. Es, también, el tipo de suspensión que Benjamín relaciona
pocos años más tarde, en su ensayo Para una crítica de la violencia, con la
“violencia divina”, que entra a interrumpir la violencia mítica del derecho,
caracterizada (esta última) por operar mediante la lógica medios-fines, la
misma a partir de la cual el lenguaje deviene sólo medio de comunicación,
y abandona su posibilidad de ser experiencia de comunicabilidad1 12.

11. En los paralipómena a las tesis sobre filosofía de la historia, Benjamín lo menciona
como apunte al margen: “Cf. en El narrador: las especies de la prosa artística como el
espectro de las [especies] históricas” (Cf. Benjamin, 2008, Nota del traductor No. 33,
112). Oyarzún trae las traducciones completas de “Nuevas Tesis H”, “Nuevas Tesis K” y
“La imagen dialéctica” en sus notas a la traducción de El narrador.

12. Todas estas relaciones requerirían un análisis mucho más detenido que mostrara esta
conexión entre el ensayo de Benjamin sobre la violencia y su ensayo Sobre el lenguaje
en general y el lenguaje de los hombres, escritos por la misma época. Por ahora me apo­
yo, para estas afirmaciones, en el sugestivo ensayo de W em er Hamacher (Cf. 1991-
92), en el que se traza además una línea que va de la discusión del lenguaje como
comunicabilidad, pasando por el tipo de interrupción propio de la violencia divina o
violencia “pura”, hasta llegar a la suspensión “aformativa” que puede llevar a cabo el
arte, iluminando así un sentido muy distinto del carácter político del arte en Benjamin
(que resultaría ser, precisamente, el de la resistencia a la totalización). Parte de lo que
viene a continuación en el presente ensayo se apoya en estas conexiones sugeridas por
Hamacher.

4 52
Y esto nos regresa, nuevamente, a los comienzos del ensayo sobre el
narrador: los soldados que regresan pobres en experiencia comunicable.
La interrupción propia de la temporalidad mesiánica, la resistencia a cier­
to modo de operar la temporalidad desde la estructura de la linealidad
y la mediación-comunicación estaría, entonces, muy cerca también de
aquella “prosa liberada” que Benjamín conecta, en El narrador, con un
lenguaje capaz de “conservar”, aunque sea en sus fragmentos y grafías
dañadas, aquello cuya destrucción ha diagnosticado al comienzo de su en­
sayo: la comunicabilidad (y no la simple comunicación) de la experiencia.
El narrador trataría así, siguiendo con esta conexión entre temporalidad
y memoria, de la posibilidad de un lenguaje cuyo efecto descansaría en
la capacidad para interrumpir y dislocar, para resguardar y habitar los
intersticios de una memoria cuya tarea no es la revelación sino el secreto.
En esto residiría, como se mencionaba anteriormente, su “magia libera­
dora”.
Si bien Benjamín no nos proporciona en su ensayo más elementos para
dilucidar en qué consistirían esta interrupción y liberación llevadas a cabo
por la narración, el vínculo entre este carácter del arte narrativo (o, si
me lo permiten, del carácter narrativo del arte, de cierto modo de pensar
el arte desde esta resistencia y suspensión) y sus reflexiones tempranas
sobre el lenguaje, conecta a su vez con algunas de sus sugerencias acer­
ca de cierta tarea “política” del arte13. Una tarea que me gustaría traer
a colación aquí en conexión con la preocupación que nos concierne: la
capacidad de respuesta que tiene el arte ante el reto de la fragilidad de la
memoria.
Ya desde 1916 Benjamín le escribía en una carta a Buber:
A la escritura en general, yo sólo la puedo entender [...], en lo que concierne
a su efecto, como mágica, esto es, no-media-ble [ un-mittel-bar]. Todo efectuar
de la escritura que sea saludable, que no sea ya devastador en lo más íntimo,
descansa en su secreto (el de la palabra, el del lenguaje). Sean cuantas sean las

13. Sería difícil explicar brevemente qué connotaciones de “lo político” estarían implicadas
en estas reflexiones tempranas de Benjamin. Por ahora, sin embargo, y por mor de la
comprensión del texto, me interesa resaltar que para Benjamin el modo como se asuma
la tarea de la escritura y, como se ha dicho anteriormente, la tarea del lenguaje en general
(incluyendo el lenguaje del arte), tiene necesariamente implicaciones sobre la práctica:
sobre las estructuras de poder, sobre el derecho y su dominio, y también, por supuesto,
sobre una posible suspensión/cuestionamiento/interrupción de todas estas categorías.
figuras en las que también el lenguaje se quiera mostrar como efectivo, este no
lo hará a través de la mediatización de contenidos sino a través de la más pura
apertura de su dignidad y de su esencia (Brie/e, 325-27).
Éste, le dice Benjamín a Buber, es un concepto de escritura “altamente
político”; y es el único camino, insiste nuevamente más adelante, para pen­
sar una verdadera relación entre escritura y mundo ético.
Es inevitable en este punto pensar las conexiones entre estas cortas re­
flexiones de un Benjamín temprano (la “magia” de la escritura vinculada
con su carácter no-media-ble y, por consiguiente, ‘político’, dice Benja­
mín), y las reflexiones que en 1936 son introducidas nuevamente tanto en
El narrador como en el ensayo, publicado el mismo año, sobre La obra de
arte en la época de la reproductibilidad técnica. La narración adquiere aquí
una dimensión que no habíamos visto hasta ahora: se nos aparece como
esa escritura “altamente política”, capaz de resistir a las tendencias totali­
zadoras (¿totalitarias?14) de cierto modo de hacer historia-memoria, que,
en el ensayo sobre la obra de arte, Benjamín relaciona con la posibilidad
de un arte “político”, “inutilizable para los fines del fascismo” (Benjamín,
2009a, 84). Así, si bien podría haber cierto tono melancólico en El na­
rrador, a diferencia de lo que puede intuirse con la “pérdida del aura” en
el ensayo sobre la obra de arte, ambos escritos parecen estar orientados
por la misma intención: que la narración pueda resistir, o tenga aún algo
que decir, ante la progresiva - e inevitable- desaparición de la experiencia
significa que es precisamente esta desaparición, esta destrucción de la

14. Aunque esto habría que mostrarlo con mucha calma en otro ensayo, aquí hay por su­
puesto una relación estrecha entre el lenguaje que responde a cierta voluntad de clau­
sura, tal y como aparece en la novela en El narrador, y una noción de política concebida
como Obra y tendiente, por consiguiente, a la totalización. Habría que mostrar, con
la ayuda de autores como Jean Luc Nancy (Cf. La comunidad desobrada), cómo esta
concepción de la política como Obra por ser realizada conduce inevitablemente a la
experiencia del totalitarismo. Benjamín, por supuesto, vio esto claramente en la esteti-
zación de la política y los peligros del fascismo. La escritura, la narración, o el arte en
este “carácter narrativo”, por el contrario, serían entonces ese lugar de interrupción,
de desobramiento, que resiste a la Obra y a su totalización. Y Benjamín habría estado
pensando en esto desde el principio, como puede verse no sólo en la carta ya citada a
Buber, sino en su estudio del concepto de crítica en el romanticismo alemán (Cf., por
ejemplo, la lectura que de esta obra de Benjamín proponen Lacoue-Labarthe y Nancy,
orientada por esta idea de “desobramiento”, en El absoluto Literario). He desarrollado
algunas de estas ideas con algún detalle en un artículo escrito junto con Laura Quintana
(Cf. Acosta y Quintana, 2010).
comunicabilidad, la que reclama y exige (y, ya lo hemos visto, se trata
para Benjamin de un reclamo y una exigencia éticos) la necesidad a su
vez de cierta posibilidad de recuperación del arte de la narración; o, al
menos, la necesidad de evocación de una forma artística que sea capaz de
dar lugar al tipo de “justicia” y memoria que habitan en la narración y, en
consecuencia, sea capaz de resistir a su vez a los afanes historicistas de
totalización. Hay, dice Benjamin en El narrador, una “nueva belleza que se
hace sentir en lo que se desvanece” (2008, 64). La narración en tiempos
de su desaparición parece encontrar más que nunca el reclamo ético al
que responde su existencia.
La destrucción de la experiencia no es, pues, (al menos no solamente)
el diagnóstico nostálgico de una época que, en conexión con la novela,
se muestra, cada vez más, incapaz de recordar a sus muertos ( “el morir,
en el curso de la época moderna, es expulsado más y más del mundo
perceptivo de los vivos”, escribe Benjamin, y se crean así, cada vez más,
“espacios depurados de la muerte” (2008, 7 4 )). Frente al enmudecimien-
to inevitable de esos soldados provenientes de la guerra, la reflexión que
Benjamin propone sobre la narración se presenta como una exigencia, un
llamado a una modalidad de la memoria que acompañe estos silencios,
que los haga hablar de otros modos, en un lenguaje que, en complicidad
con las fracturas de la memoria, sea capaz de hacer resonar lo que no
puede ser dicho (porque al decirlo, al capturarlo, se lo obliga a desapa­
recer) :
Mi concepto de escritura altamente político es: conducir hacia aquello dene­
gado a la palabra. Sólo allí donde se abre la esfera de la pérdida de la .palabra,
en la pura noche indecible, puede brotar la chispa mágica entre palabra y acto
que moviliza, donde la unidad de estos dos sea igualmente efectiva. Sólo la
dirección intensiva en que la palabra se adentra en la semilla del más íntimo
mutismo alcanza un verdadero efecto.
Por eso la narración, dice Benjamin en El narrador, guarda una relación
especial con la muerte: “La muerte es la sanción de todo lo que el narrador
pueda referir” (Benjamin, 2008, 75). Si la tendencia de la memoria como
rememoración es pensar la muerte en fu n ción de una búsqueda de sentido
para la vida, “con la esperanza de calentar la vida propia al abrigo de la
muerte ajena” (85), entonces la narración responde, en los límites entre
la palabra y el silencio, a la “callada interpelación que proviene del morir”
(Oyarzún, 2008, 29). En sus temporalidades dislocadas, en sus ruidosos
silencios, sólo la narración - y el modo de hacer memoria asociado con
ella- es capaz de recordar la muerte sin buscar resolverla, de conservar su
insensatez, su traza insondable, y de resistirse, con ello, a darle sentido a
la memoria ahuecada, muda, de la guerra15. Únicamente en la narración
sobrevive aquello que se resiste a la plenitud de sentido, a la explicación
de lo sucedido (Benjamín, 2008, 68): un resto que, al no dejarse atrapar,
se resiste tercamente a ser olvidado, conservando así su fuerza crítica, des­
tructiva, “política”.

Así, la narración es la única capaz de responder a la interpelación de lo


que, con la ayuda de Benjamín, traíamos a colación en la obra de Muñoz
con la noción de lo “inolvidable”. Lo inolvidable, escribe Benjamín, aflora
en la narración (75), en su “superposición de capas delgadas y transparen­
tes” (73). Se presenta como una esfera, un modo de ser de lenguaje (del
arte), que en lugar de buscar nombres para estos restos que se resisten a la
palabra, se contenta con hacerlos resonar: con indicar sus ausencias en su
aparición efímera y discontinua.

"N ad ie testimonia por el testigo” (Aliento)

Una serie de discos metálicos, redondos, colgados de la pared en una hi­


lera a la altura del espectador. Parecen espejos: en ellos, nada nos mira de
vuelta excepto nuestro propio reflejo. No hay indicios, ni huellas de aque­
llo que, sin que lo sepamos, permanece escondido bajo la imagen que con­
templamos. El título de la obra, sin embargo, nos convoca: Aliento (Imagen
2). Respiramos entonces sobre el disco, y, sobre el reflejo de nuestro propio

15. Es interesante en este sentido la relación entre estas reflexiones de Benjamín y lo que
destaca Nancy en La comunidad desobrada. En la modernidad, advierte él, la muerte
“pierde el sentido insensato que debería tener - y que tiene, obstinadamente” (Nancy,
2001,33), al ser comprendida a partir del movimiento dialéctico que reintegra al muer­
to a la vida “inmortal” de la comunidad, dándole sentido a lo que debería permanecer
como “insuperable”: “No hay relevo para estas muertes: ninguna dialéctica, ninguna
salvación reconducen estas muertes a otra inmanencia que á la... de la muerte” (Nancy,
2001, 32). La narración en Benjamín es, precisamente, la interrupción de esta dialéc­
tica, la resistencia a darle sentido a la muerte, a la violencia, y por ello, la resistencia
a una memoria que busque explicar los hechos ocurridos olvidando atender a los re­
clamos éticos que, aunque probablemente incontestables, deben siempre volver a ser
escuchados.
rostro aparece, apenas perceptible bajo los rastros que quedan de nuestro
aliento sobre el metal, la imagen impresa de una fotografía. De repente,
y sólo por un instante, alguien nos devuelve la mirada. El retrato de un
muerto sin nombre, sin cuerpo -tam bién son éstos, nos dice Muñoz, como
en el caso de Proyecto para un m em orial, rostros de desaparecidos por la
violencia en Colombia-, cobra vida en el instante mismo que comienza,
nuevamente, a desaparecer: se trata del trazo o la huella de una ausencia,
de la réplica de la experiencia misma de la pérdida, que se resiste, no obs­
tante, a ser borrada.

El arte -n o s invita a pensar Muñoz con esta o bra - es un acto de me­


moria. No es sólo el artista quien responde a la tenacidad con la que el
tiempo borra el recuerdo del pasado: la obra opera aquí más bien como
un lugar de encuentro fortuito entre la memoria y el olvido; .‘como un
llamado a la responsabilidad que tenemos también nosotros, como espec­
tadores, de asumir la tarea de la memoria a la que la obra responde desde
su evocativa opacidad. Una tarea que no se plantea, entonces, como una
respuesta que busque superar, resolver o contrarrestar la fragilidad de
la memoria, sino como una experiencia paradójica que logra conservar
la memoria en su fragilidad: no hay un intento de fijar, a partir de una
memoria “eternizadora”, el recuerdo del pasado en el instante presente.
Nada garantiza tampoco que aparezca, sobre nuestro reflejo, el rostro de
otro, cuya muerte apenas si habita en los intersticios de una memoria dé­
bil, no consumada, casi exigua. Sólo la repetición incansable de un soplo
puede dar vida, siempre efímera, a la imagen que pacientemente espera
del otro lado del espejo.

De pie frente a la obra de Muñoz, recuerdo de repente las palabras de


Paul Celan: desde su soledad, la poesía está también “de camino”; “quiere
ir hacia algo Otro”, como una botella que, lanzada al mar, espera y desea
el momento del encuentro: “pertenece a las esperanzas del poema” -co n ­
tinúa Celan- hablar “en nombre de la causa de Otro, quién sabe si de un
otro totalmente Otro” (1999, 505). La poesía es por ello, para Celan, la
única forma de dar testimonio: sólo ella se reconoce, a la vez, en el anhelo
y la imposibilidad de hablar en nombre de otro; y precisamente allí, en
el umbral que ella inaugura, entre la palabra y el silencio, tiene lugar esa
apertura que aloja el “secreto del encuentro”. Por ello, para Celan, la poe­
sía “quizás signifique un cambio de aliento” (505).
Los espejos de Muñoz reclaman nuevamente esta posibilidad imposible
de hablar por otro, de dar testimonio de una ausencia y, así, se convierten
apenas en trazo, incluso en la borradura del trazo de aquello que, en su
ausencia, en la experiencia recreada de su pérdida, se rehúsa a desapare­
cer. No hay aquí el deseo de redimir el pasado: no hay nada qué redimir...
el arte, como la filosofía, llega demasiado tarde, pero por eso, a la vez, es
gesto cómplice del pasado perdido, cercanía con aquello que habita bajo
la amenaza continua de su desaparición. El cortísimo intervalo que trans­
curre entre la presencia de la imagen y su desaparición marca ese carácter
irrecuperable del pasado al que el artista atiende con ese oído alerta que
Benjamín reclama en el ensayo sobre el narrador. Somos nosotros a quie­
nes ahora nos corresponde permanecer a la escucha: atentos a ese rostro
que, desde la obra de Muñoz, nos interpela como el eco que resuena en los
versos de Cambio de aliento de Celan:
(En la cuerda
vertical del aliento, entonces,
más alto que arriba,
entre dos nudos de dolor, mientras
la blanca
luna de los Tártaros acendía hasta nosotros,
me ahondé en ti y en ti).

Aureola
de cenizas detrás
de vosotras, manos
de trivio.

Lo que lanzó al azar, desde el Este, ante vosotros


terrible.

Nadie testimonia por el testigo (1999, 235).

4* 58
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^ 62
Del arte de la memoria a la(s) memoria(s) del arte

Jairo M ontoya Gómez

La memoria es el perro más estúpido; le lanzas un palo y te


trae cualquier cosa (H a y L o r ig a , Tokyoya no nos quiere).

Mem orias-identidades

C u a n d o el escritor de literatura policíaca Daniel Quinn, ese perso­


naje central de La ciudad de cristal de Paul Auster, escrita en 1985, se
convierte por azar del destino en un detective que debe deambular por
las calles de Nueva York buscando resolver el drama que padece Peter
Stillman (la pérdida de sentido de las palabras; es decir, el olvido del len­
guaje cotidiano), estaba literalmente prefigurando ese suceso cotidiano
relatado en uno de los diarios de la ciudad neoyorkina el día 22 de febre­
ro de 2005: Ritman Power, “un hombre común”, un “cual sea”, deambu­
laba por los entresijos de la ciudad buscándose desesperadamente; pero
nunca se encontró. Lo encontraron y constataron que lo único que sabía
era su nombre.
Los veinte años que separan estos dos eventos nos ponen ante la pre­
sencia de dos acontecimientos que vale la pena retener: en primer lugar,
esa especie de premonición que logra sacar a flote una experiencia literaria
como ésta y que vuelve a ex-poner esa condición de pre-visión (reconocida
con la ya clásica expresión del déjà v u ) que tiene toda auténtica experien­
cia artística. Y, en segundo lugar, el carácter casi patético que tienen buena
parte de nuestras experiencias humanas actuales, al querer contrarrestar,
con una preocupación casi desbordante por la recuperación y el cultivo, la
marcha aparentemente inexorable hacia procesos de olvidos de nuestras
memorias tanto individuales como colectivas.
Previsión del arte y configuración, reconfiguración o desconfiguración
de las memorias señalan pues una relación que queremos explorar aquí,
máxime cuando ambos eventos traman hoy unas ricas y complejas com­
plicidades.
Y decimos esto porque llueven hace rato apocalípticos e integrados so­
bre esa multiplicidad de fenómenos que configuran algo así como nuestra
condición actual. Los primeros, aterrados por esa suerte de débito que
acosa inexorablemente nuestras maltrechas identidades y subjetividades;
los otros, felices al constatar cómo esos procesos acelerados de integración
- a todos los niveles- nos conducen hacia experiencias de globalización
que, ancladas en los avances y desarrollos teletecnológicos, parecen borrar
todas las fronteras de los particularismos; es decir, todos los obstáculos
atávicos que imposibilitan la realización y concreción del ideal de sociabi­
lidad por excelencia.

Es cuestión de opción política, sin duda. Porque en el fondo, lo que en


ese dilema se juega son maneras de apostarle a la comprensión, justifica­
ción y legitimación de aquellos dispositivos tecnonaturales en los cuales y
con los cuales todo grupo preserva y potencia sus realizaciones concretas,
que es tanto como decir, las maneras como desplegamos nuestra misma
condición humana; al fin y al cabo, “una sociedad humana siempre se apo­
ya en una serie de técnicas en las que delega funciones psíquicas para
transformarlas en aparatos sociales” (Stiegler, 2010, 273). Digámoslo de
otro modo: nuestra condición actual nos pone ante la experiencia ineludi­
ble de una “realidad” que parece desinflarse cada vez más, a raíz de una
virtualización de sus concreciones, de una desmaterialización de sus so­
portes y de sus aparatos institucionales, y de una especie de aligeramiento
en sus procesos mnemotécnicos. “Todo ello nos incita y convoca a esbozar
las bases de una nueva ontología de la distancia, de una concepción de
lo real que corresponda a los interrogantes y posibilidades abiertos en la
actualidad por la comunicación móvil, de una caracterización que atienda
al modo en que se han visto modificados y conmovidos recientemente los
esquemas que estructuran nuestra existencia, especialmente en el ámbi­
to de la intersubjetividad y, en consecuencia, de la identidad personal”
(Aranzueque, 2010, 9-10). Es dispendioso llevar a cabo una explicación de
tales procesos: en ellos está en juego efectivamente el trabajo actual del
conocimiento científico-tecnológico, a veces no evidente ni de suyo com­
prensible, aunque no por ello menos eficaz y rotundo. Pero no es imposi­
ble llegar a captar la contundencia de esta especie de “des-realización”,
máxime cuando han sido justamente muchas de las actuales experiencias
artísticas las que han ex-puesto su eficacia y sus efectos. De Blade Runner a
Matrix, a Johnny Mriemordc, a M em ento, o de Paul Auster, a Umberto Eco,
a Alan Lightman, a Luis Sepúlveda, a José Manuel Caballero o a Héctor
Abad Faciolince (para recordar obras y autores bien cercanos a nosotros),
se puede constatar cómo el pathos de nuestra experiencia actual se mate­
rializa justamente en esta suerte de “disolución” de cualquier fundamento
tranquilizador, señalando de paso que, justo en estos momentos de “olvi­
dos de la memoria” -e l momento en el cual parecen desfallecer todos los
procesos que se consolidan alrededor de su poder mnemotécnico-, nos
encontramos ante el paroxismo de su cultivo.
Recuperar, defender, promover, y ello desde todos los ámbitos posibles
-vale decir: como políticas de estado, como núcleos de resistencia, como
proyectos políticos a largo plazo, como mecanismos de cohesión, como
hitos imborrables o nichos identitarios- son los nombres que le damos a
su cultivo y su cuidado, como contrapeso a los fenómenos supuestamente
desintegradores por los cuales pasa la experiencia contemporánea.
Cultivo y olvido: entre ambos procesos se despliega, pues, nuestro pre­
sente, enrostrándonos a cada paso que los debates políticos, éticos, estéti­
cos y pragmáticos en tomo a nuestra manera de estar juntos pasan por el
ámbito de la(s) memoria(s). Digámoslo más explícitamente: Identidades
y alteridades, universalismos y particularismos, globalizaciones y localis­
mos no son más que los efectos duales en los cuales queremos apresar esa
“potencia misteriosa” de la enigmática diosa griega Mnem osyne que tenía
y tiene aún el poder de singularizamos como humanos.
Cuestión de despliegue y de transformación de los dispositivos tecnona-
turales en el sentido preciso del término; porque justo en el momento en
el cual se aligeran los soportes de transmisión de los procesos mnemotécni-
cos de “la cultura” (redes, nodos, interfases, virtualizaciones, simulaciones
y un gran etcétera) produciendo la emergencia de esa nueva ontología de
la distancia (Cf. Aranzueque, 2010), u ontología móvil (Ferraris, 2008,
19) que ya empieza a ser preocupación de debates tecnofilosóficos, sale a
flote el debate de la memoria. Y con ello, un cambio en los registros para
pensamos como individuos o como colectividades: del registro de la civili­
dad, al registro de la mnemotecnia; del registro de la subjetivación al de la
identidad; del registro de la otredad, al de la alteridad.
Pero también, cuestión de exposición y de exhibición de tales trans­
formaciones en los registros estéticos de muchas experiencias artísticas
contemporáneas, lo que produce un desplazamiento en sus circuitos de
legitimación: del ámbito de la estética al ámbito de la cultura; del poder
con-vocante -reivindicado en su condición moderna- al efecto pro-voca-
dor cada vez más presente en sus obras y proyectos. Basta mirar unos
quince años atrás para constatar cómo en la clásica institución de la D o ­
cumenta de Kassel empezaba a aparecer un cambio de escenario a la vez
que se consolidaba un nuevo ámbito de reconocimiento y de legitimación
de las prácticas artísticas. En efecto, ya la Documenta 10 de 1997 ponía en
escena el problema de las relaciones arte-cultura; mejor dicho, señalaba
un viraje hacia los problemas de la pluralidad de los procesos culturales,
reconociendo en la práctica que los proyectos universalizables de la llama­
da “cultura” respondían a un doble espacio: el de una “idealidad” como
proyecto, como horizonte en el cual debían ser inscritos y justificados los
desarrollos de toda forma cultural; y el de una realidad compleja, diversa,
y conflictiva que se le enfrentaba con toda su contundencia práctica. “Uni­
versos en el universo”, como se denomina esta Documenta, dedica un interés
especial a la presencia de África, Asia y Latinoamérica, en una clara alusión
a la pluralidad de voces o de prácticas que debían poner en discusión la
realidad del multiculturalismo o de la interculturalidad y la proliferación
de identidades diversas que constituyen la multiplicidad de memorias. Las
dos Documenta siguientes, (2002 y 2007), recorren el mismo terreno des­
de perspectivas complementarias: bien para rescatar en este universo de
universos los “mundos del arte”, o bien para poner en discusión la “migra­
ción de las formas en la historia del arte y su influencia en la cultura”, en
una clara alusión a esos diálogos, interferencias, conexiones y resignifica­
ciones de unos códigos globales que así son apropiados “desde el aquí” de
los contextos locales1. Y como era de esperarse, la Documenta 13 del 2012
recoge como eje temático esta especie de “ontologías de la distancia” que
parece definir buena parte de nuestra vida contemporánea. Cartografian-
do la pluralización de las formas de singularizarnos, las transformaciones
de las coordenadas espacio temporales, las interferencias cada vez más
patentes entre nuevas tecnologías y vida cotidiana, esta última Documenta

1. Lúcidamente, Gerardo Mosquera ha desarrollado este contexto de interferencias y re­


apropiaciones, rescatando lo que él ha denominado con precisión el paradigma del
“desde aquí”. Cf. Gerardo Mosquera (Domínguez et. al. eds, 2008,111 ss).
quiere centrar su atención en las ontologías compuestas que generan con­
diciones paradójicas de vida cotidiana y producción artística. Lo que en el
fondo no es más que una forma alterna de poner nuevamente en discusión
el problema de las memorias.
Si fijamos ahora la mirada hacia nuestro entorno inmediato, podremos
constatar que ocho años atrás (del Salón N acional 39 de 2004, al Salón
Nacional 42 de 2011), ya pueden identificarse en los Salones Nacionales
ciertas constantes que muestran esta preocupación por las identidades, las
alteridades, las diferencias, las culturas regionales, los procesos de interna-
cionalización y el diálogo con lo local, las memorias cúlturales particulares
y “de nación”, la diversidad cultural, los conflictos, las nuevas narrativas,
lo propio, los imaginarios, las otredades, etcétera, en una clara muestra de
que el problema de las prácticas artísticas tiende también en buena parte
de nuestro territorio a este fenómeno eminentemente contemporáneo de
la preocupación por las memorias. De hecho, la regionalización previa al
Salón nacional no es más que la muestra fehaciente de este desplazamien­
to y de la puesta en movimiento del peso que tienen ahora “las memorias”,
en el contexto de nuestra producción artística.
Por eso decimos que en nuestros actuales momentos también son las ex­
periencias artísticas las que han abierto estos espacios de exhibición de “lo
que ha de venir”, cuestionando una vez más su reducción a esa condición
mimética o representativa que tan recurrentemente se les ha reconocido,
y sacando aílote esa potencia pre-visora que tantas veces ofusca y descon­
cierta.
Son estas experiencias las que han develado la paradoja que atraviesan
hoy de manera cada vez más explícita los debates en tomo a “la cultu­
ra”. Formulémosla como una pregunta que obviamente está induciendo
a su respuesta: ¿por qué hoy, cuando parecen disolverse todos los dispo­
sitivos de diferenciación en aras de la reivindicación del carácter global
de la condición humana, aparecen con más insistencia los discursos y las
prácticas que reivindican los particularismos? (Cf. Bauman, 2008, 2003).
Basta mirar las cada vez más aceleradas y cambiantes formas de sociabi­
lidad para constatar que estamos ante un nuevo escenario para repensar
esta paradoja. Los actuales procesos migratorios, no sólo por su intensidad
sino también por las modalidades nuevas que revisten -procesos que no
son más que otra manifestación de la tendencia a la globalización-, han
sacado a flote como forma de compensación poderosos movimientos ha­
cia la diversificación, “basados en el fortalecimiento de identidades con
raíces históricas y culturales, e incluso en la aparición de otras nuevas,
que se presentan como respuestas adaptativas de colectivos con intereses
específicos” (Delgado, 2003, 6). Lento, pero contundente desplazamiento
de las formas de legitimación de una identidad racial o nacional hacia la
legitimación de la cultura como supuesto enclave identitario y su correlato
opositivo pero complementario - la alteridad-, como instrumento justifica­
dor de la diferencia.
Justo es aquí donde hace su aparición el problema de las memorias.
Pues en el fondo lo que en esta disyuntiva entre identidad y alteridad se
juega son estrategias de cohesión y de reconocimiento que pasan no tanto
por supuestos enclaves naturales o cuasi-naturales que los sustenten, sino
por mecanismos de poder y de control que actualizan ese tercer vector de
hominización: la virtualización de la violencia (Cf. Levy, 1999, 72 ss); es
decir, la complejidad de las relaciones sociales, bien al interior del grupo
como forma de cohesión y de jerarquización, bien al exterior del mismo
como legitimación de su identidad inexpugnable.
Identidad y alteridad son estrategias de reconocimiento y de cohesión,
porque en rigor ambas responden a un mismo plexo: el de la(s) memoria(s)
tanto individuales como colectivas; de allí que existan tantas formas de
identidad y alteridad como maneras de desplegar este campo de las me­
morias en dispositivos espacio-temporales concretos. Fuera de allí, sólo
queda alimentar la ilusión de que ambas -identidad y alteridad- son el
punto de partida de una supuesta individualidad sustancializada en un
Sujeto -particular o colectivo qué más d a - que así les da consistencia y
reconocimiento.
Por eso podemos decir que en rigor no tenemos memoria, sino que “con­
sistimos en memoria porque es en la memoria donde estamos como sujetos”
(Marina, 1997, 43). El problema radica ahora en saber de qué memoria(s)
es que hablamos y a qué suerte de prem onición aludimos cuando ambos
acontecimientos se conjuntan en este saber-hacer que llamamos “arte”.

Mnemosyne desterr(itorializ)ada

Platón nos da una valiosa pista para ello cuando en El Fedro, intenta
mostrar esa condición de fárm acon que tiene una téchne tan particular
como la escritura de caracteres (vale decir la escritura fonetizada):
¡Oh ingeniosísimo Theuth! -dice el dialogo-. Una cosa es ser capaz de engen­
drar un arte, y otra ser capaz de comprender qué daño o provecho encierra
para los que de ella [sic] han de servirse, y así tú, que eres el padre de los carac­
teres de la escritura, por benevolencia hacia ellos, les has atribuido facultades
contrarias a las que poseen. Esto, en efecto, producirá en el alma de los que lo
aprendan el olvido por el descuido de la memoria, ya que fiándose a la escritura,
recordarán de un modo externo, valiéndose de caracteres ajenos; no desde su
propio interior y de por sí. No es, pues, él elixir de la memoria, sino el de la
rememoración, lo que has encontrado(1972, 881-82, énfasis mío).
Si bien aparece en el diálogo y en forma explícita esta téchne como un
potente dispositivo de memoria, a la vez que como un peligroso instru­
mento que conduce al olvido, también el diálogo deja entrever la condena
de esta thécne al pensarla como una simple exterioridad; y la deja entrever
porque sólo inventándose literalmente una interioridad (la de la psiqué),
podía justificarse esta estigmatización del “artificio”.
Platón sabía muy bien que esa “memoria viva” que designa como anam­
nesis no se podía captar como un instrumento del recuerdo, ni mucho me­
nos confundirla con esta “técnica para el cultivo de la memoria” que el
mismo Platón caracterizó como hipomnesis. Lo que no aparece justificado
en el diálogo es la necesidad de una oposición entre estas dos memorias, a
no ser porque se presienta con temor la mutación que esta nueva invención
(la de una téchne como la escritura; es decir, la de esta nueva mnemotec­
nia) habría de producir en el contexto social que le es contemporáneo (Cf.
Stiegler, 20082*).
Platón, a pesar de tantas interpretaciones ya comunes, también sabía
del potencial innovador que posee toda “técnica”, porque -com o lo sugiere
este diálogo- ella tiene esa capacidad más o menos azarosa de “inventar”,
de “pro-ducir”, en suma, de “traer a la presencia” algo que no está presen­
te. Y esto obviamente “da qué pensar”, en la medida en que aquí está en
juego -com o veremos- la experiencia de lo humano. Fiel a la tradición de
su época, él sabía que Mnemosyne -la Musa de la memoria- tenía que ser
una diosa: la conquista progresiva de un pasado que dota de una identidad
tanto individual como colectiva escapa a todo proceso repetitivo capaz de
comprenderse desde la diaria experiencia. Por eso debía aparecer -como
tantos otros fenómenos psicológicos- bajo la forma de un poder sagrado,

2. Se puede consultar una traducción de esta conferencia, realizada por el profesor Jorge
Echavarría Carvajal. Universidad Nacional de Colombia-Sede Medellín, julio de 2009.
“superando incluso al hombre y sobrepasándole aún cuando éste experi­
mente su presencia dentro de sí mismo” (Vernant, 1983, 90).
Mnemosyne era pues inspiración; mejor dicho, madre de la inspiración.
Poseídos por las Musas sus hijas, los hombres habitan el mundo. Ella es la
que produce esos “delirios” que generalmente por vía de la sublimación
hacen “vivible el vivir” y en los cuales los mortales encuentran sus territo­
rios de existencia. No se la puede apresar en los oficios cotidianos porque
tales oficios son hijos de la destreza, del ars, de la téchne; se la vislumbra
a través de ellos y por ellos, justo porque sus “producciones y sus efec­
tos” son los que dan cuerpo a la existencia colectiva e individual de los
hombres. Sus hijas, las Musas, así lo atestiguan; sus poderes y sus efectos
creativos revelan inmediatamente que ellas mismas -como su m adre- son
invenciones que nos hemos construido para vivir y que en su in-sistencia
“etérea” no hacen más que exteriorizar ese cúmulo de creaciones que a la
postre con-solidan y con-figuran lo que llamamos tradición.
Esta diosa es la que muere, digámoslo ahora sí, en aras de esta forma de
saber (filosofía) desplegado ya en Platón. Aunque en rigor no muere, sino
que queda oculta bajo las tramas de un saber positivo que quiere no sólo
apresarla sino comprenderla -aunque para ello tenga que reducirla- en
sus efectos.

Sin embargo, hay aquí en este hecho una indicación que puede servir­
nos para pensar sobre la memoria sin necesidad de anclarla en una facul­
tad humana. Mnemosyne no es simplemente un recurso retórico-poético;
es una estrategia -ella sí plenamente hum ana- que lucha por apresar ese
halo de misterio que rodea la condición humana misma. Mnemosyne es una
de las formas que hemos inventado para intentar elaborar unas preguntas
que tienen la particularidad de haber encontrado respuestas sin haber sido
ellas incluso formuladas. Aunque en rigor Mnemosyne no resulta ser un
invento nuestro; somos, por el contrario, una invención de esta diosa; lo
que equivale a decir que no somos tanto sujetos dotados de una facultad
de memoria, cuanto sujetados por ella en tanto sólo “consistimos” en ella,
como dije. Qué es la identidad, sino esa condensación de un pasado y un
futuro en un per-se-verar; es decir, en un presente que (nos) da la sensa­
ción y la tranquilidad de reconocemos como “el mismo”?
El hombre es un animal inquisitivo -dice Félix Duque-. Aquello por lo que pre­
gunta es él mismo. Desde los mitos y tradiciones orales de la más remota banda
de cazadores-recolectores hasta las más refinadas especulaciones filosóficas de4

4- 70
un Heidegger o literarias de un Joyce o un Musil, el hombre se pregunta por su
ser y hacer y, con esta pregunta -con independencia de las dispares respuestas-
corta, al menos idealmente las relaciones con el Universo y se repliega sobre
sí mismo, viéndose como individuo (“Yo”) o como grupo diferenciado (“Noso­
tros”). De este modo y como se cantó una vez, y para siempre, en el segundo
estásimo de la Antígona sofoclea, el hombre se autodenomina to deinótaton: lo
más pavoroso y admirable a la vez. Pavoroso, porque en esta retirada sobre sí
mismo el hombre se enfrenta a todo lo demás como lo otro [...] (y en esta esci­
sión... descubre, al mismo tiempo que a sí mismo, a la naturaleza como aquello
a él enfrentado). Admirable, porque en ese repliegue, el hombre considera su
propia historia... como la de una continua dominación y aglutinación de la
naturaleza por el hombre (1986, 53-4).
El relato bíblico judeo-cristiano de la expulsión del paraíso condensa
en la figura de la desobediencia a un Dios -ahora gran artesano-construc­
tor- la experiencia humana de esta especie de des-territorialización, y por
vía de la asumpción de la culpa, construye la esperanza de habitar por fin
otra tierra, obviamente una vez realizada la expiación.
Le tememos a este proceso vital que nos ha desterritorializado de la
Tierra. Y le tememos porque nos angustia esa experiencia de tener que
“perseguir la vida por otros medios diferentes a la vida misma” (Stiegler,
1998, 131 ss)34 . Por eso, al decir que esta exteriorización nos constituye,
simplemente estamos reconociendo el hecho de que antes de ella no hay
en rigor condición humana posible, y que no hay memoria alguna sin un
soporte en el cual esté inscrita. Desterritorializados como especie, nuestro
destino tanto individual como colectivo deberá construir sus propios terri­
torios, inscribiendo, escribiendo, o describiendo en sus huellas la eficacia
de su poder evocador. Y allí Mnemosyne hace su aparición4.

3. Se puede consultar una traducción de este artículo realizada por Jairo Montoya G.
(2001). En Traducciones. Historia de la biología, 17, 66-73. Seminario permanente de
Historia de la Biología. Facultad de Ciencias Humanas y Económicas. Universidad Na­
cional de Colombia, seccional Medellín.

4. “Túmulos, menhires, protuberancias; el bípedo que entierra sus muertos, coloca algu­
nos guijarros o piedras sobre el lugar de inhumación -dice Régis Debray-. El chimpancé
emite señales, instrumenta eventualmente una rama de un árbol; pero no monumenta-
liza nada, toda vez que no sepulta a sus congéneres”. El monumento nace de la muerte
y contra ella advierte a los mortales; (del latín monere -advertir, recordar); materializa
la ausencia a fin de hacerla “vistosa’, llamativa y significativa. Exhorta a los presentes
a conocer aquello que ya no está más, y a reconocerlo (justamente) en el monumento”
(Debray, 1995, 5).

4 71
En efecto: si en vez de sustancializar -com o una facultad más del alm a-
esta pura potencia del “recordar” que resuena en Mnemosyne, rescatamos,
por el contrario, los efectos-memoria que tal potencia produce, podremos
reconocer una memoria germinal (memoria genética, propia de la espe­
cie y cuyo soporte de inscripción es el genoma); una memoria somática
(memoria epigenética, propia del individuo, y cuyo soporte de inscripción
está en el sistema nervioso, memoria que junto a la anterior caracteriza
a los seres vivos sexuados) y una memoria “exterior”, transmisible de ge­
neración en generación, y que aparece en aquellos vivientes que “han de
mantener la vida por otros medios diferentes a la vida misma”; es decir
que emerge con y a partir del hombre en tanto es ella la que marca su
especificidad con respecto a los otros seres. Memoria exterior que hace de
esta “exteriorización” en los “órganos técnicos” el soporte de inscripción
de sus procesos5.

He aquí a Mnemosyne. De hecho las memorias que nos constituyen


como humanos tienen esa condición de un mareaje, una huella, una ins­
cripción, que se aprende y se aprehende en tanto sus registros son efectos
de esos procesos de “desterritorialización” que nos constituyen. Exteriori­
zada en estas huellas, concretizada en ellas, Mnemosyne tiene la posibili­
dad de transmitir y acumular las experiencias individuales, configurando
así lo que llamamos cultura” (Stiegler, 1998, 132). Por eso decimos que
Mnemosyne no desapareció. Su condición originaria de (madre de la) ins­
piración, de invención, de ficción y de artificio, cambió si se quiere de ro­

5. A propósito, dice Bernard Stiegler: “Desde el neodarwinismo, que se deriva de la biolo­


gía molecular, y a la luz de la investigación dirigida por Weismann, se sostiene que los
seres vivos sexuados están constituidos por dos memorias: la memoria de la especie, el
genoma, que Weismann llama ‘germen’, y la memoria del individuo, memoria somática,
localizada en el sistema nervioso central, y donde se encuentra la memoria de la expe­
riencia. Esta memoria existe desde los limnées del lago Leman estudiados por Piaget,
incluyendo el chimpancé tanto como los insectos y vertebrados. Hoy, la humanidad
tiene acceso a una tercera memoria basada y constituida por la técnica. Un pedernal
se forma a sí mismo configurando la materia inorgánica organizada: el gesto técnico
engrama una organización que es trasmitida por vía de lo inorgánico, introduciendo por
primera vez en la historia de la vida la posibilidad de transmitir conocimiento adquirido
individualmente, pero por un medio no biológico. Esta memoria técnica es epifilogené-
tica: al mismo tiempo, producto de una experiencia individual epigenética, y el soporte
filogenètico de acumulación de conocimiento, constituyendo el phylum cultural inter­
generacional” (2008).
paje para re-aparecer ahora como “técnica”. De ahí que a pesar de Platón
y contra Platón mismo, tendríamos que decir que es este “proceso inven­
tivo”, esta exteriorización de un viviente des-territorializado, “extrañado”
de la tierra, el que inventa al hombre mismo, al inventar también lo otro:
es decir, un entorno, un mundo.
Y así como la técnica es un dispositivo constituido por estos procesos
de exteriorización de las memorias transmisibles, la identidad es también
un efecto de las memorias, o más escuetamente dicho: un efecto-memoria,
con todo lo que ello implica. “El arte de transmitir -dice Régis Debray- es
el arte de hacer cultura, que consiste en la suma de una estrategia (diría­
mos mejor de unas estrategias) y unas(s) logística(s), una praxis y una
téchne, o de un direccionamiento institucional y una instrumentación se­
miótica” (1997, 29).
El arte de trasmitir (podemos decir ahora nosotros) es el arte de cons­
truir la(s) memoria(s) de la(s) cultura(s), los registros de unas prácticas
que tienen en ellas la posibilidad de acumular para per-durar. “La cultura
-dice Bernard Stiegler- no es otra cosa que la capacidad de heredar co­
lectivamente de la experiencia de nuestros ancestros aquello que ha sido
condensado después de largo tiempo” (1998, 132). Sólo que aquello que
ha sido menos comprendido es que la técnica en tanto memoria vital exte­
riorizada, “es la condición de tal transmisión” (132).

Si volvemos ahora la mirada a esa condena del “arte de recordar” como


suplantador de la memoria que profería Platón en el diálogo el Fedro, po­
demos comprender que tras ella se ocultaba más bien la condena del artifi­
cio, del tecnítes, de la invención. Efectivamente esta memoria de la cultura
-tercera memoria desterritorializada- es en rigor una mnemo-técnica: una
técnica que guarda memoria.
Memoria-huella, memoria-trazo, memoria-marca, y nada más. Porque
esas huellas no guardan nada; ellas constituyen el tesoro guardado; de
allí su eficacia inventora y su poder ficcional. No recuerdan un pasado
que fue y que por su “obra y gracia” vuelve; por el contrario, nos sitúan
en el lugar de una perlaboración que produce en nosotros esa extraña
sensación de que, “creyendo recordar -com o dice Antonio M u ñoz- hon­
radamente decididos a ello, con mucha frecuencia estamos inventado o
recordando recuerdos y no hechos reales” (1997, 60). Hasta el punto de
que esta memoria-huella se crea incluso su propio origen. De ahí que ella
-com o dice Ray Loriga- sea “el perro más estúpido; le lanzas un palo y te
trae cualquier cosa”.

D el arte de la m em oria a la (s ) m em oria(s) del arte

Hemos dicho anteriormente que muchas de las experiencias artísticas


contemporáneas han producido el desplazamiento de los circuitos de su
clásica legitimación (anclada generalmente en el ámbito de la estética)
hacia el espacio de la cultura. Podemos añadir ahora a esta modificación la
recuperación del carácter “técnico” que tiene este “saber-hacer”; recupera­
ción que en las reflexiones actuales sobre las prácticas artísticas empieza a
ocupar los lugares que tenían antes muchos de los conceptos restringidos
de la estética clásica (Cf. Duque, 2001, 15 ss).
Recuperar esta condición de téchne y de producción (poíesis) de tal ha­
cer no es sin embargo un simple retomo hacia las nociones que la cultura
griega ya había acotado para tratar de comprender tales prácticas huma­
nas. Es, si se quiere, una revisita que busca justamente horadar el presente
-es decir, mirar con otros ojos- aquello que allí había quedado en la pe­
numbra porque su época no podía ni quería verlo.
Que el arte sea una téchne y que ésta sea comprendida como un dispo­
sitivo de transmisión de memoria quiere decir pues que él “hace cultura”
al inscribir (es decir, al inventar) en sus registros las memorias de sus
grupos. Auténtico “ayuda-memorias”, este saber-hacer es en todo gru­
po humano una práctica constitutiva de sus formas de grupalidad cuya
eficacia radica no sólo en hacer perdurar los puntos de referencia que le
permiten reconocerse como grupo, sino en tener la osadía de inventarse
esos otros enclaves que posibilitan su (futura) supervivencia. Y hemos
dicho “memorias”, porque de hecho son plurales, como plurales son las
superficies de inscripción en las cuales -nunca mejor dicho- estas memo­
rias “toman cuerpo”.
Pues bien. Difícilmente puede caracterizarse nuestra condición actual
como una época de pérdida, de abandono, o simplemente de olvido de
las memorias. La pluralidad de memorias que reivindican hoy el derecho
a su existencia reclaman no tanto una polifonía -como a veces parecen
reconocerlo los estudios históricos-, cuanto un auténtico murmullo de vo­
ces que reivindican su derecho a ser escuchadas. Al fin y al cabo -com o lo
reconoce el historiador Pierre N ora-, “la historia une; la memoria divide
y separa”6. Por eso es totalmente pertinente plantear no ya una tipología
de las maneras como estas memorias se actualizan -correlato de una sus-
tancialización de las mismas-, cuanto una auténtica topología, que en sus
estratos, encabalgamientos, escisiones, y superposiciones, nos permita ubi­
car estos efectos-memoria que hemos mencionado. Efectivamente, al nacer
-como dice André Leroi-Gourhan-, el individuo se encuentra en presencia
de un cuerpo de tradiciones propias a su etnia y, sobre planos variados, un
diálogo se emprende desde la infancia entre él y el organismo social. La
tradición es biológicamente tan indispensable a la especie humana como
el acondicionamiento genético lo es a las sociedades de insectos: la super­
vivencia étnica depende de la rutina; el diálogo que se establece suscita el
equilibrio entre rutina y progreso, la rutina simbolizando el capital necesa­
rio a la supervivencia mejorada” (1971, 224).

Ahora bien, tan variados son los registros de estos “cuerpos de tradi­
ciones”, como variadas son las formas de memoria y las correspondientes
“superficies de inscripción” que ellas acaban conformando: de los hábitos
y costumbres a las valuaciones más abstractas y simbólicas en las cuales
puede reconocerse la particularidad de los agrupamientos y la singulari­
dad de los individuos, se ven desfilar múltiples superficies de inscripción
de las memorias. Enunciemos algunas de ellas:

6. La diferencia necesaria entre memoria e historia responde, a pesar de sus múltiples


relaciones, a registros diferentes. “La memoria es el recuerdo de un pasado vivido o
imaginado”, dice Pierre Nora. Y añade: “La memoria siempre es portada por grupos
de seres vivos que experimentan los hechos o creen haberlo hecho. La memoria, por
naturaleza, es afectiva, pasional, abierta a todas las transformaciones, inconsciente
de sus sucesivas transformaciones, vulnerable a toda manipulación, susceptible de
permanecer latente durante largos períodos y bruscos despertares. La memoria siem­
pre es un fenómeno colectivo, aunque sea psicológicamente vivida como individual.
Por el contrario la historia es una construcción siempre problemática e incompleta de
aquello que ha dejado de existir, pero que dejó rastros. A partir de estos rastros, con-
tralados y entrecruzados, comparados, el historiador trata de reconstruir lo que pudo
pasar, y sobre todo, integrar esos hechos en un conjunto explicativo. La memoria de­
pende en gran parte de lo mágico y sólo acepta las informaciones que le conviene[n].
La historia, por el contrario, es una operación puramente intelectual, laica, que exige
un análisis y un discurso crítico. La historia permanece; la memoria va demasiado
rápido. Yo siempre repito que la historia une, la memoria divide y separa” (Vichenet,
2009,231-2).
Memorias repetitivas: que afincan en la inscripción por desbroce y por
apertura; es decir, por la inscripción de una huella, ese efecto propio de la
rutina y del hábito. Prácticas elementales que constituyen los programas
vitales de los sujetos, gestual cotidiano que sustenta y soporta la super­
vivencia del - y en e l- contexto social. Estos hábitos se adquieren -como
dice Leroi-Gourhan- por la triple incidencia de la “doma por imitación,
de la experiencia por tanteos y de la comunicación verbal” (227), cuyas
superficies de inscripción trascienden muchas veces el cuerpo mismo para
perpetuarse en otros “registros”.
Rutina, rumores, “tumores” donde se detectan “esas categorías pre-indi-
viduales de un ‘sentido común’ que constituyen el ‘hábitat’ del individuo”
(Joseph, 1988, 98); es decir, esos “dispositivos energéticos estables, a ve­
ces complejos, de plasticidad variable, que estructuran un tipo de compor­
tamiento en un tipo de situación contextual. La estabilidad del dispositi­
vo -dice Lyotard- permite la repetición del comportamiento-tipo, con un
notable ahorro de energía” (1987, 58). Con razón podemos decir que el
sujeto es el producto de las contracciones de los hábitos. Al fin y al cabo,
ellos son “nuestra naturaleza y la naturaleza de las cosas”7. Por eso, en
el espacio de estas memorias repetitivas somos especies de sonámbulos,
de sujetos que al “andar en sueños” movilizamos recursos de adaptación
pre-individuales “y rutinas de interpretación contextual y de interacción,
que figuran como un auténtico conjunto de anticipaciones disponibles”
(Joseph, 1988, 93 ss).
Jean François Lyotard ha mostrado cómo la “memoria social” conside­
rada desde el culturalismo; es decir, desde el sustrato de los hábitos y cos­
tumbres que adquieren el estatuto de patrimonio, es una verdadera “nebu­
losa de hábitos”. Y lo es porque en su misma configuración enraíza en un
espacio y en un tiempo esos programas de reconocimiento que terminan
por conformar verdaderas inscripciones estéticas - “estetogramas” los de­
nomina José Luis Pardo-, como “fragmentos expresivos que individúan al
ser capaz de vivir en ellos” (1992, 18-19) y que hacen de la sociedad el
espacio de una “estética social” en el cual se localizan puntos de referencia
y “nudos afectivos” de una fuerte tendencia inercial, cuyo operador mne-
motécnico privilegia la repetición como dispositivo de mareaje.

7. En la “Introducción: las imágenes del tiempo”, José Luis Pardo (1991,11 ss) ha desple­
gado este efecto-memoria del hábito y la rutina que aquí simplemente indicamos.
Han sido generalmente experiencias artísticas -la mayoría de las ve­
ces poco hullosas pero sí fuertemente transgresoras- las que han sacado
a flote esta nebulosa de hábitos a partir de un trabajo que, mutando esos
esquemas perceptivos en los cuales un grupo se reconoce -d e ahí el extra­
ñamiento que producen en su época-, terminan a la postre con instaurar
otros tiempos y otros espacios, justamente cuando estas innovaciones se
“naturalizan”8.
Hay otras formas de memoria que sin necesidad de suprimir el mecanis­
mo repetitivo de las anteriores e incluso potenciando al máximo su “ahorro
de energía”, son las depositarías de esas prácticas que la memoria-recuer­
do prolonga y que el aprendizaje perpetúa bajo el cuidado, más o menos
dispendioso, de las instituciones. Podemos llamarlas memorias recordati­
vas porque como memorias de una inscripción anterior, están ancladas,
ya no en la materialidad fisiológica de los cuerpos, sino preferentemente
en esas prácticas de reconocimiento que el “cuerpo social” ofrece ahora
como superficie de inscripción. Esta primera forma de “desarraigo” de la
memoria que pone a “flotar” ahora al recuerdo entre los espacios de las
formas más o menos institucionales de organización colectiva, es también
el primer indicio claro de que las “memorias particulares” son el efecto de
estos múltiples cruces que acaban configurando el patrimonio colectivo
conseguido por el grupo. O dicho con más propiedad: que el “cuerpo so­
cial” como superficie de inscripción de estas memorias sólo se consolida en
esas variadas materializaciones que va conformando por la “cristalización
de los recuerdos”.
La familia, la escuela, el territorio, la ciudad, o incluso la “patria”
son los cuerpos sociales privilegiados de estas memorias recordativas.
En ellos y a través de ellos se perpetúan los “valores corporales”, los
ritmos de vida, las “maneras de la mesa”, las valuaciones y afecciones
estéticas, las formas del habitar, los espacios de interrelación afectiva,
comunicacional o de transacción económica generalmente de una fuerte
consolidación, y en fin, esa amplia gama de relaciones interpersonales
poco extensas pero sí muy intensas que constituyen lo que se reconoce
comúnmente como instituciones sociales y que nosotros hemos preferido
llamar el cuerpo social de estas memorias. Por eso no es difícil encontrar

8. La invención de la perspectiva en la pintura renacentista o el cromatismo en Vincent


van Gogh son ejemplos de ello (Cf. Pardo, 2011,17 ss).
en esta cristalización de los recuerdos los puntos de referencia para me­
dir las desviaciones de la cultura o los posibles “descentramientos” de
sus “sujetos”. Y por eso estas memorias recordativas tienen ese carácter
inercial que si bien sirve de punto de referencia para lograr los niveles
identitarios tanto colectivos como individuales, se pueden convertir tam­
bién en uno de los mayores obstáculos para la supervivencia obviamente
potenciada del grupo.

Y nuevamente, las experiencias artísticas cobran aquí toda su importan­


cia: si la literatura ha sido a lo largo de la historia un registro privilegiado
en la conformación y legitimación de muchas de estas estéticas sociales,
la arquitectura, el teatro, la música, la danza y, sobre todo, la plástica han
hecho visible los enclaves de reconocimiento de las mismas, produciendo
muy frecuentemente los núcleos identitarios de una memoria que afinca
en la recordación su potencia convocante9.
Hay, sin embargo, otro tipo de enclaves mnemotécnicos en las que po­
dríamos llamar memorias rememorativas. Desplegando preferentemente el
“barrido” como dispositivo de registro, estas memorias condensan, reco­
gen y unen en las elaboraciones simbólicas y en sus imágenes, los puntos
referenciales de singularidad del individuo y de reconocimiento de la et-
nia. Ancladas en el “aparato no menos complejo del lenguaje”, estas me­
morias rememorativas sindican con toda propiedad la especificidad de la
memoria social humana y corroboran lógicamente desde otra perspectiva
la intuición aristotélica del hombre como Zoon Politikon; es decir, como un
animal que sólo se individualiza en tanto ser social.
En efecto, la memoria individual construida y la “inscripción de los pro­
gramas de comportamiento personal, son totalmente canalizados por los
conocimientos, cuya conservación y transmisión están aseguradas en cada
comunidad étnica por el lenguaje, dice Leroi-Gourhan. De tal suerte que
aparece una verdadera paradoja: las posibilidades de confrontación y de
liberación del individuo reposan sobre una memoria virtual, cuyo conteni­
do pertenece a la sociedad. En el insecto, la sociedad detenta la memoria
solamente en la medida en que esta sociedad representa la supervivencia

9. La historia de nuestras producciones artísticas es rica en ejemplos. Un largo período de


sus producciones estuvo - y aún está- de hecho comprometido en la conformación de un
“imaginario regional o nacional” que encontró en ellas un vehículo pedagógico no sólo
eficaz sino contundente.
de una cierta combinación genética donde el individuo no tiene posibilida­
des sensibles de confrontación. El hombre es, a la vez, individuo zoológico
y creador de la memoria social; así se esclarece tal vez la articulación de lo
específico y lo étnico, y el circuito que se establece en el progreso (carácter
propio de las sociedades humanas) entre el individuo innovador y la comu­
nidad social” (Leroi-Gourhan, 1971, 224).
No en vano el registro preferencial de estas memorias rememorativas es
el lenguaje, o dicho con más propiedad, el orden de lo simbólico. La deste-
rritorialización (es decir, la exteriorización) de sus signos y la consecuente
capacidad que tienen de traer a la presencia algo que no está presente,
ponen también en evidencia, y a su manera, ese carácter rememorativo
que ellos tienen, pues la rememoración implica no tanto la “retención del
pasado en el presente como presente” propio más bien de la recordación,
Cuanto “la síntesis del pasado como tal y su re-actualización como pasado
en el presente” (Lyotard, 1971,23). Memoria-lenguaje llama Jean François
Lyotard a estas memorias que adoptan como forma de inscripción la escri­
tura “tele-gráfica”; es decir, que al implicar una intervención que “escribe”
sobre ella misma, “conserva y hace disponible la unión acción-reacción,
independientemente del lugar y del momento presente” (61). Y las llama
así porque estas memorias configuran en sus espacios de inscripción unas
propiedades no encontradas en las huellas y anclajes de las memorias re­
petitivas y recordativas. A diferencia de la simple huella -dice Lyotard- “la
memoria-lenguaje implica propiedades inexistentes en el hábito: la deno­
tación de aquello que ella retiene -gracias a su transcripción simbólica-; la
recursividad (la combinación de signos es innumerable, a partir de reglas
generativas simples, esto es, de su gramática) y la sui referencia (los signos
lenguajeados pueden ser denotados por signos lenguajeados: metalengua-
je )” (23).
Por eso, los registros de estas memorias condensan en sus formas de
inscripción las imágenes y los símbolos de una espacio-temporalidad di­
ferida que, liberados de las coordenadas empíricas, constituyen el lugar
de nuestro reconocimiento, al “sujetarnos” como miembros de una colec­
tividad.
Con razón el psicoanálisis encontró en la condensación uno de los me­
canismos mediante los cuales elaboramos procesos oníricos y producimos
actos fallidos a través de los cuales aflora el sustrato de nuestras prácticas
inconscientes; con razón la retórica también reconoció en ella a uno de sus
tropos de más eficacia poética por su poder de evocación y de rememora­
ción. Y con razón pudo Paul Ricoeur encontrar en esa “capa de imágenes y
símbolos constituida por las representaciones-base de un pueblo”, la con­
densación espacio-temporal de una cultura.
Todos los fenómenos directamente accesibles a la descripción inmediata -dice,
son como los síntomas o el sueño para el análisis. De igual manera será necesa­
rio llegar hasta las imágenes estables, hasta los sueños permanentes que cons­
tituyen la herencia cultural de un pueblo y que alimenta[n] sus apreciaciones
espontáneas y sus reacciones menos elaboradas respecto de las situaciones por
las que atraviesan. Imágenes y símbolos constituyen lo que podría llamarse el
sueño en la vigilia de un grupo histórico (1955, 295).
Re-actualizar el pasado como pasado pero en el presente no es más
que condensar en el dispositivo del lenguaje las huellas y registros que
posibilitan a la colectividad, y en consecuencia al sujeto, la puesta en obra
de sus memorias rememorativas. Quizá ello explique por qué razón ellas
son el objeto privilegiado del arte de la mnemotecnia; porque como me­
morias-lenguaje que son, su campo operativo pone en funcionamiento la
denotación de aquello que ellas retienen, a través de los mecanismos de
la contigüidad y de la semejanza; o lo que viene a ser lo mismo, a través
de la condensación y los desplazamientos en los cuales y con los cuales
rememoramos.
Pero por paradójico que parezca hay otras formas de memoria que no
necesitan ni el recuerdo ni la repetición para su ejercicio, precisamente
porque se han desterritorializado de toda huella o mareaje en el cual reco­
nocer la impronta del tiempo.
Poca -p o r no decir ninguna- atención han merecido, al ser esquivas a
cualquier proceso mnemotécnico. Por eso su existencia como memoria no
se ha reconocido, porque no se las encuentra ni como propiedades de una
facultad, ni como repliegues de la temporalidad humana, según la lógica
que parece atravesar las tres formas de memoria que hemos descrito. Qui­
zá la noción que el psicoanálisis ha elaborado para explicitar el “trabajo”
del sueño nos permita identificarlas como memorias perlaborativas, en tan­
to tienen en el nivel puramente anamnésico su soporte por excelencia.
Ya Sócrates -v ía Platón- las había avizorado cuando distinguía el simple
arte de suscitar recuerdos (la hypomnesis) de esa capacidad de “liberación”
que a través del “ejercicio espiritual e intelectual de la rememoración”
conducía según él al “reino de las esencias”. Sólo que tras esa distinción se
operaba justamente la exclusión de esta capacidad “creadora” del campo
de la memoria para confinarla más bien en el espacio de la interioridad.
No es ciertamente el arte de la memoria como cultivo, como ejercicio o,
si se quiere, como dispositivo semiótico, el que opera en estas memorias
perlaborativas; es más bien la memoria del arte la que ellas despliegan a
través de las estrategias del riesgo y la aventura; estrategias con las cuales
“desterritorializan” la memoria de la temporalidad cronológica para hacer­
la transitar hacia el lugar de nuevas topologías, dibujando así esa especie
de “exteriorización de la interioridad ” que de hecho es también el espacio
donde se ubica la experiencia del arte10.
Jean François Lyotard ha identificado una forma de escritura que puede
corresponder muy bien a esta forma de memoria: “la inscripción de lejos,
de muy lejos” y sobre todo “para muy lejos”, en el espacio y en el tiempo.
Pero memoria y escritura no de un pasado como pasado, ni de un pasado
como presente, sino más bien de un presente-pasado para un futuro, cuyo
soporte no es tanto esa marca olvidada que se recuerda o rememora, cuan­
to una inscripción que permanece borrada en la huella y en el barrido.
La perlaboración es un “pasaje” de un recorrido previo pero sin mapa
predeterminado: de ahí que sea una auténtica travesía y aventura que
debe producir en el espacio mismo de su hacer, su registro y huella mne-
motécnicas, a la manera como el artista lo hace con su obra, pues en ella
él “‘recordaría’ lo que no ha podido ser olvidado, puesto que eso no ‘habría’
sido nunca antes escrito” (Cf. Lyotard).
La perlaboracióh no repite lo habitual como las memorias repetitivas,
ni recuerda eventos como lo hacen las memorias recordativas, ni reme­

10. “Pero, en realidad, lo que cada individuo siente en su insondable privacidad glandular
es indecidible: es decir, que no se decide qué es lo que realmente sentimos [...] hasta
que no es posible una expresión susceptible de ser experimentada en común (y, por
tanto, comunicada); cuando esto sucede - y el que suceda es producto del arte-, se ha
inventado (o sea: se trata de una ficción ) una manera de sentir que antes no existía (o
sobre cuya existencia anterior toda especulación es inútil) y que, al tomarse existente
-o, lo que es lo mismo, comunicable-, nos proporciona una redescripción inédita de
nosotros mismos, de aquellos con quienes tenemos en común ese sentimiento y, en
suma, amplía nuestra capacidad de sentir (que es lo mismo que nuestra capacidad de
comunicar nuestros sentimientos) más allá de los límites de nuestra concreta polis, por
lo cual no es recomendable encargar a los políticos la lista de emociones que los poetas
deben inventar” (Pardo, 2011, 13-4).
mora voluntaria o involuntariamente los símbolos y las imágenes, sino
que permuta al elaborar y perlabora al mutar las huellas mnemotécnicas.
Por eso, la perlaboración trasmuta la temporalidad como horizonte de
la memoria por la espacialidad móvil y creciente o decreciente de sus
registros, haciéndola transitar la mayoría de las veces en contravía del
dispositivo temporal que marca la ley de su fidelidad, de su permanencia
y de su desarrollo. Sin esta perlaboración, sin este continuo acto creativo,
la “memoria” moriría al fosilizar sus registros, al retener los recuerdos y
al detener esa “libertad de opción” que la caracteriza como experiencia
humana11.
Riesgo y aventura; anamnesis y perlaboración: allí están los rasgos fun­
damentales de estas formas de memoria que mantienen, pues, vivos a los
sujetos y a las culturas.
Y este riesgo y aventura sólo lo toma y lo juega el arte cuando avizora
de forma premonitoria el “futuro que vendrá”. Por ello “la creación estéti­
ca no consiste tanto en una habilidad competencial en el marco de cierta
normatividad, como en la capacidad para modificar las reglas del juego”
(Pardo, 2010, 57): esas reglas que conforman el juego de la cultura. De
ahí que el arte sea ante todo provocación y desafío: desplaza al descentrar
y desestabiliza al proponer. Por eso el arte es una locura no psíquica sino
social o, mejor aún, estética: “es la locura de quien hace algo que, hasta
ese momento -considerando cómo está distribuido el juego y quiénes son
considerados sus agentes legítimos-, es imposible” (57).
A esta imposibilidad habría que designarla con su verdadero nombre
porque en rigor no es más que Mnemosyne desterritorializada: la memoria
propia de ese “saber-hacer” que reconocemos aún hoy como arte.

11. “El arte contemporáneo ha emprendido hace largo tiempo esa tarea. La confluencia
de las imágenes y las palabras del pasado, los recuerdos recuperados, los aconteci­
mientos evocados, los sonidos conjeturados, los hechos sabidos, los horrores intuidos,
las heridas no cicatrizadas, las vidas perdidas, la ignorancia infranqueable, con la vo­
luntad de cultivar formas que neutralicen la repetición anodina, las historias oficiales
y el avance del olvido, encuentra en la producción artística actual un ámbito de pura
potencialidad.

Porque, después de todo, no se trata de recuperar el pasado (como si eso fuera posible).
En todo caso, a lo máximo que se puede aspirar es a convocarlo desde el presente, desde
el lugar que ocupa aquel que se da la tarea de invocarlo arrojando nueva luz” (Alonso,
2006).
O bras citadas

Abad Faciolince, Héctor. (2006). El olvido que seremos. Bogotá: Planeta.


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El arte: entre la memoria y la historia*

Javier Domínguez Hernández

E l tema aglutinante de los debates en el presente IX Seminario Nacio­


nal de Teoría e Historia del arte es El arte: ante la fragilidad de la memoria.
Es una tesis que parte de una gran confianza en el arte. Sin embargo, dicha
confianza no se puede dar por sentada. El arte por sí solo no subsana la
fragilidad de la memoria. El trabajo interdisciplinar permanente de los mu­
seos y las colecciones públicas para mantenerse actualizados y no perder
el interés para el presente, es una necesidad bien conocida. Los propósitos
del Museo Nacional de Colombia con la exposición conmemorativa del bi-
centenario de la Independencia, y los balances subsiguientes, presentados
por Olga Acosta en su texto en estas Mem orias, por ejemplo, son buena
muestra de ello. Cuadros expuestos durante años en la colección perma­
nente del Museo destacaban a los héroes, pero ocultaban a los actores del
común en las luchas por la independencia, y fue necesaria la intervención
de un artista actual sobre las imágenes vistas y conocidas del Museo, para
hacer ver imágenes no vistas: las de los líderes y luchadores olvidados, mu­
jeres, afrodescendientes, mestizos y chapetones y, con ese afloramiento de
sus rostros, hacer que se planteara la pregunta por el retrato o la escultura
que los recordara debidamente, y que aparecieran por fin en instituciones
como el Museo. Pero no sólo eso, la organización y la concepción de la
exposición conmemorativa Las historias de un grito. 200 años de ser colom­
bianos, pusieron en evidencia que el arte necesita ayudas de otros campos
para que efectivamente pueda convertirse en memoria nacional: se nece­
sitó la participación de historiadores, antropólogos, historiadores del arte
y museólogos. Lo que me interesa destacar con este ejemplo es que el arte
no es poderoso por sí solo, sino que aporta memoria en la proporción de lo
* Este texto deriva de la investigación Arte y memoria en Colombia, financiada por el
Comité de Investigaciones (CODI) de Universidad de Antioquia, convocatoria mediana
cuantía 2011.
que hagamos con él. Frente a la fragilidad de la memoria, el arte también
es frágil.

En cuanto a “la fragilidad de la memoria”, es ésta una apreciación in­


controvertible de la memoria, si se trata de la memoria individual. Pero hay
una memoria que no es individual sino común, supraindividual, y es la que
sostiene las comunidades y las tradiciones en que éstas se reconocen. La
evolución de la vida en el reino de la naturaleza ha desarrollado un cons­
tituyente suyo al que, para hacernos una imagen de su función, le hemos
dado una denominación que incurre en un antropomorfismo conceptual,
pues lo llamamos “memoria genética”, y en el caso del mundo humano,
la humanidad ha desarrollado esa memoria tan admirable, tan frágil pero
tan admirable, que llamamos la cultura humana. Esta memoria está cons­
tituida por un tejido complejo de tradiciones e individualidades culturales,
dentro de las cuales podemos destacar la cultura artística y la cultura his­
tórica. En realidad, somos memoria, somos la huella que recordamos de
nosotros mismos. La experiencia no sería posible sin la memoria, y ello no
se cumple sólo en el ámbito existencial individual, sino en la experiencia
sobre la cual se desarrollan todas las actividades humanas. Parto entonces
de la tesis de que el arte es también memoria, un pensamiento nada nue­
vo sino arcaico, plasmado en la representación mítica de Mnemosyne -la
Musa de la memoria, madre de las Musas de las artes-, algunas de cuyos
elementos trataré de recuperar.
Soy muy consciente de que con esta tesis del arte como memoria entra­
mos inmediatamente en dificultades con la concepción romántica del arte,
que se inició en la segunda mitad del siglo XVIII con el Sturm und Drang
y, en el caso alemán, desembocó en el romanticismo propiamente dicho.
A ambos movimientos artístico-intelectuales les debemos la idea, todavía
tan arraigada, de que el arte es creación original, de que el artista es ante
todo original y creador, una idea que las vanguardias de la primera mitad
del siglo XX canonizaron con mayor fuerza aún. Lo que más se celebra de
esta idea del arte y el artista es la liberación del arte de la imitación y de
las reglas, y en cuanto a la originalidad, es un aliento de modernidad en
la concepción de lo artístico que fascina de por sí. La concepción del arte
como creación se opone por tanto a la del arte como memoria, y sin em­
bargo me mantengo en la idea de que el arte es memoria, al menos, hijo
de la memoria, y trataré de mostrar la continuidad de esta idea, a pesar de
las innegables transformaciones y rupturas entre el ayer y el hoy. Una idea
clave para persistir en esta tesis, es que la memoria no es meramente poder
de conservación, sino que la conservación en cuanto tal es imposible sin la
inventiva de la memoria. La memoria es inseparable de la percepción del
presente, marcha cón él.
El romanticismo fue algo más que ímpetu creador de individualidades
originales. Fue por igual moderno y “posmoderno”, posmoderno en cuan­
to crítico del racionalismo desbordado de la modernidad, hasta el punto
de asumir posturas premodernas, medievalizantes, orientalizantes; y fue
también insoslayablemente moderno, en cuanto heredero de la conquista
moderna de la autonomía de lo estético, que para el romanticismo se con­
virtió en El Arte. Uno de los aspectos que el romanticismo más criticó del
racionalismo de la Ilustración de los siglos XVII y buena parte del XVIII fue
el programa crítico que éste emprendió contra el mito, un programa crítico
tan apasionado como una cruzada, que convirtió el mito en sinónimo de lo
irracional. El racionalismo propugnaba por una concepción científica del
mundo y una explicación racional de la realidad, lo cual implicaba desa-
cralizarlos, arrancarlos del mito de la creación y de la idea de un orden
divino operante en la naturaleza y en la historia. La confianza absoluta
en la razón implicaba de hecho una deslegitimación de la autoridad de la
religión y la tradición, y una confianza exclusiva en el presente: religión y
tradición debían quedar en el pasado, que es la historia y que es un lastre,
y sólo debía regir la libertad en las actualidades del presente. Contra esta
convicción racionalista, la sensibilidad y la intelectualidad de esta época,
que cobija por igual al romanticismo y al idealismo, redescubren para los
modernos el mundo histórico, sobre todo la índole experiencial y formati-
va de lo histórico en la gestación de la razón en cuanto tal, ya que la razón
no es sólo de constitución lógica, categórica y analítica -e s a máquina ima­
ginaria de los Ilustrados radicales-, sino que es también patética, padece
la historia y carga con sus huellas. La razón no escapa a la condición de
lo humano que es lo histórico, lo memorable, que es lo formativo de lo
humano en general, tan diverso y rico en sus tradiciones, sus culturas, sus
nacionalidades.
Este afincamiento en la historia planteó en nuevos términos el deba­
te entre antiguos y modernos, en particular en un aspecto fundamental
relacionado con Mnemosyne, que tiene que ver con arte y memoria. Para
los románticos, en concreto, este debate se replanteó en términos de lo
que hasta ese momento había sido el arte por excelencia: la poesía. Su
pregunta era cómo debía ser la poesía, su poesía, para que ellos pudieran
ser ante los antiguos primus ínter pares, émulos suyos y no sólo sus epí­
gonos. Esta cuestión involucraba, en realidad, a todas las artes, que en
esta época comenzaban a ganar la autonomía que hoy les reconocemos.
Para los románticos, era innegable que la cultura antigua seguiría revis­
tiendo superioridad espiritual frente a la cultura del presente, mientras
ésta, desarraigada y dispersa en lenguas y mundos de la vida, en poetas
solitarios, no tuviera un foco espiritual común que le diera piso y fuerza
unificadora a la poesía, de modo que ésta volviera a ser la maestra de
la humanidad, y en su horizonte, el arte pudiera volver a desempeñar
Una función sustancial en la cultura. El poeta o el artista moderno segui­
rían empeñándose en vano tratando de acometer esta empresa, mientras
persistieran en contar solamente con la energía espiritual de su interior.
Estas inquietudes ocupan los planteamientos de uno de los documentos
fundacionales y programáticos del romanticismo, el Diálogo sobre la Poe­
sía, de Friedrich Schlegel, en 1800. En el segundo de sus apartes, el D is­
curso sobre la mitología, Schlegel afirma lo siguiente: “Yo mantengo que
a nuestra poesía ( Poesie ) le falta un centro como era la mitología para los
antiguos, y todo lo esencial por lo que la poesía (Dichtkunst ) moderna
queda por detrás de la antigua se puede resumir en estas palabras: no­
sotros no tenemos ninguna mitología” (1 9 9 4 ,118)1. La mitología era un
sinónimo de la poesía originaria misma, vale decir, de un modo de pensar
poético que no conoce aún la estigmatización del mito como prejuicio. El
proceso de estigmatización comenzó en los albores de la Grecia clásica,
cuando la Sofística dio origen a la filosofía y puso la verdad del lado de
lo racional; se reforzó con el cristianismo cuando éste se impuso como
religión espiritual y excluyó de lo espiritual lo pagano y lo mundano, y
finalmente reapareció en la modernidad como racionalismo autónomo,
crítico de presuntas fuentes de verdad como la religión y la tradición,
dando como resultado el materialismo y la penuria espiritual generali­
zados, la falta de fantasía, que para los artistas y pensadores románticos
era el ahogo de la época. Con la vehemente defensa de una nueva mito­
logía, lo que la poética romántica de Schlegel se proponía era corregir la
miseria espiritual del cientificismo moderno, reencantar el mundo (valga

1. La necesidad de una nueva mitología provenía de intelectuales del Sturm und Drang,
como Herder y Hamann, y de poetas como Lessing y Klopstock.
decir, Europa), y con el aliento de la fantasía, reinstalar de nuevo en el
mundo lo espiritual2.
Una cuestión urgente de resolver era la siguiente: si se trataba de una
mitología “nueva”, no podía ser igual a la antigua. ¿En qué sentido debía
de ser nueva? En dos sentidos: primero, que no pasara por encima de la
experiencia de la modernidad, y segundo, que no pasara por encima de
la experiencia de la historia. Hacia 1797, circulaba entre los estudiantes
alemanes de filosofía y teología una consigna del primer tipo: “[...] tene­
mos que tener una nueva mitología, pero esta mitología tiene que estar al
servicio de las ideas, tiene que transformarse en una mitología de la razón”
(Hegel, 1984, 220). Esta consigna encaminó el idealismo en la filosofía.

La mitología del segundo tipo es la que propone Schlegel para el pro­


grama romántico, de gran significado para nuestro propósito de entroncar
hoy arte y memoria. Sin embargo, hay que señalar antes que el término
“romántico” no lo entendemos ya hoy como lo usaba Schlegel y era común
entre los estudiosos del arte y la literatura en tomo al 1800. Para estos
intelectuales, el mundo romántico genuino no era el de su presente, en el
que, como modernos, se sentían más bien epigonales y prosaicos, infortu­
nadamente modernos. El mundo romántico genuino era del pasado, había
comenzado cuando el cristianismo se fue tornando cultura, y en cuanto
cultura, se fue gestando Europa. Las tradiciones celtas, germanas, escan­
dinavas, eslavas, se europeizaron cuando se cristianizaron. Para Schlegel,
el romanticismo más genuino fue el de la época de las gestas medievales,
“romantizado” o novelado en los romances y la poesía de la caballería;
consideraba, además, que los poetas románticos más maduros y sobresa­
lientes habían sido Shakespeare y Cervantes, “los más antiguos de entre
los modernos” (1 9 9 4 ,135)3. Al destacar la diferencia fundamental entre la

2. Friedrich Schlegel se consideró a sí mismo vocero de Novalis, quien dentro de los ro­
mánticos fue el que más claramente representó estos ideales para Europa. La “nueva
mitología” fue resuelta en este caso en favor de un mundo cristiano de la vida, a ejem­
plo del medioevo europeo (Cf. Novalis, 2004, 97-120).

3. El término alemán Romantik, de donde viene el término español romanticismo, proviene


de la palabrá Román, la novela. La indistinción éntre romántico y moderno, notable en
la ubicación que le da Schlegel a Shakespeare y Cervantes, se hizo común en su época.
Filósofos como Schelling y Hegel se atienen a su concepción de lo romántico en Diálogo
sobre la poesía. Hegel, por ejemplo, usa esta categoría histórico-literaria hasta 1830,
último año de sus Lecciones de estética. Para nosotros hay una clara separación entre
poesía antigua y la romántica (o moderna), Schlegel toca el punto que las
hace irreconciliables:
aquí (en la poesía antigua) no se tiene en cuenta ninguna distinción entre apa­
riencia y verdad, entre el juego y la seriedad. Aquí está la gran diferencia. La
poesía antigua se ajusta continuamente a la mitología, y evita así una materia
propiamente histórica. La antigua tragedia es asimismo un juego, y el poeta
que hubiese representado un acontecimiento real que interesase seriamente a
todo el pueblo, habría sido castigado. La poesía romántica, en cambio, descansa
toda ella en un fundamento histórico, más de lo que se cree y se sabe (135).
Tan radical es la diferencia que marca el juego de lo histórico en la
poesía y el arte románticos (modernos) frente a la poesía y el arte de
los antiguos, que Schlegel concluye con lo siguiente: “Como nuestro arte
poético con la novela, así la poesía de los griegos comenzó con el epos, y
en él se pierde a su vez” (135)4. En la poesía de la cultura moderna ya no
son posibles la épica y la tragedia en su sentido genuino; la mitología en
que sé movían como en su elemento natural marcaba los destinos de los
héroes, destinos necesarios que no estaban sometidos a las contingencias
de lo histórico. En cambio, debido a nuestra mentalidad constitutivamente
histórica, la poesía y el arte que más naturalmente florecen en nuestra
cultura, son la novela y el drama. Si para su narrativa y por prurito ro­
mántico mantenemos la representación de una “mitología”, hoy se habla
de “grandes narrativas”, la fuente de esta narrativa no puede estar sino en
la historia.
Este hallazgo profundo de la reflexión de la poética romántica no ha
perdido vigencia para nosotros en la actualidad. Mi tesis de que el lugar
del arte está entre la memoria y la historia tiene aquí su entronque, y no

romántico y moderno, más aún, no hablamos ya de “lo romántico”, sino de “el roman­
ticismo” gracias al libro de Heine, La escuela romántica, concebido entre 1833 y 1835,
con cuyo título se refería a “la escuela de los Schlegel”, Friedrich y su hermano August.
Este libro fue una crítica acerba que zanjó la diferencia entre los ideales “románticos” de
estos dos críticos y teóricos de la literatura (retardatarios, para Heine), y los modernos
y progresistas, los de la nueva generación, “La Joven Alemania”, en la cual se inscribía
el propio Heine. Gracias al libro de Heine, nosotros identificamos el romanticismo con
el período 1800-1830, aproximadamente; además, excluimos de lo romántico todos los
movimientos artísticos desde el románico hasta el neoclasicismo (Cf. Heine, 2010).
4. La característica fundamental del Román o la novela del comienzo de lo romántico (lo
moderno frente a lo antiguo), es que aunque éste tenga al poeta que lo crea y rapsodas
que lo canten, como en el antiguo epos, el Román es canto de todos, conocido y recor­
dado por todos. De ahí el aprecio de los románticos por la “canción popular”.
quisiera que se la tomara sólo como una mera topología. Antes bien, la
propongo como guía para abordar dos cuestiones: la primera, el arte como
memoria no puede pasar por alto que de los mismos acontecimientos de
los que pretende ser memoria, también hay historia. ¿Qué rememora de
ellos el arte para que, ante la historia, no resulte superfluo sino que sea
necesario? La segunda cuestión tiene que ver con la pervivencia de M ne­
mosyne en la conciencia histórica y estética de la que se nutre el arte, por
parte de los artistas, y la experiencia del arte, por parte nuestra.

El arte y la historia
Hegel, quien tuvo frente a Schlegel posiciones contrarias en política y
política cultural, mantiene en sus Lecciones de estética (1820-1830) el pun­
to de vista de Schlegel sobre la imbricación que rige para nosotros entre
la poesía y lo histórico, pero enriquece el planteamiento romántico con
dos importantes consideraciones. La primera consideración tiene que ver
con el alcance del arte y de la historia en cuanto a la verdad. No se trata
de si la una es verdadera y el otro falso, sino de qué es más verdadero,
las representaciones del arte, o las de la historiografía, pues la respues­
ta corriente se pone del lado de las representaciones de la historiografía,
frente a las cuales las del arte quedan sólo como una apariencia ilusoria.
Hegel, sin embargo, y siguiendo en esto a Aristóteles en su Poética, piensa
lo contrario: son más verdaderas las representaciones del arte, y no por­
que los contenidos de la historiografía siempre queden adoleciendo de las
contingencias y enredos de la realidad ordinaria y las individualidades -d e
hecho, la historia es algo que siempre ha de reescribirse-, sino por la reali­
dad frente a la cual nos pone la obra de arte. Las representaciones del arte
realzan y dejan que se manifieste el dominio de las potencias universales
que mueven a los hombres, lo sustancial, como también lo llama Hegel: “la
obra de arte nos pone ante las eternas fuerzas dominantes en la historia”
(19 8 9 ,12)5. En otras palabras, lo que Hegel plantea es lo siguiente: la ver­

5. Aristóteles tenía como tema la tragedia, cuya particularidad era que, a pesar de transcu­
rrir entre mitos y leyendas heroicas, tenía una enorme fuerza de convicción en el hecho
de que eran historias posibles. Al respecto afirma: “la tarea del poeta es describir no lo
que ha acontecido, sino lo que podría haber ocurrido, esto es, tanto lo que es posible
como lo probable o necesario. .. De aquí que la poesía sea más filosófica y de mayor
dignidad que la historia, puesto que sus afirmaciones son más bien del tipo de las uni­
versales, mientras que las de la historia son particulares” (Aristóteles, 1985,46).
dad de las representaciones históricas es una verdad de todos en general
y de nadie en particular, la investigan y la discuten los historiadores, es
como una verdad sin subjetividad. La de las representaciones del arte, en
cambio, es para el espíritu, para nosotros y nuestra comprensión reflexiva
de lo que somos y hemos hecho, y en un sentido comunitario o político, de
lo que como nación nos ha acontecido. Las representaciones del arte que
tienen que ver con lo histórico, con lo memorable, son representaciones
tejidas con lo emocional, con lo que no se mira neutralmente sino con va­
loraciones políticas, éticas, afectivas, religiosas, comunitarias, nacionales.
Aunque sean del pasado, persisten con sentido en el horizonte del presen­
te, nos las podemos aplicar, y debido a que, como dice Hegel, representan
“un pathos válido, sustancial en el pueblo [y la época] para el que el poeta
produce” (843), despiertan en nosotros sentimientos de pertenencia, bien
sea por lo afortunado para nuestra historia, o por su infortunio en ella por
lo injusto o cruel.
Pero Hegel hace una segunda consideración. En las lecciones sobre la
poesía, Hegel analiza la naturaleza de la obra poética frente a la obra pro­
saica, señala la diferencia entre el pensar poético, su contenido y su lengua­
je, frente a discursos que pueden tener valor literario como la retórica y la
historiografía (sobre todo la antigua), pero que pertenecen al pensamiento
prosaico y a la prosa de la vida. El interés de Hegel en la distinción entre lo
poético y lo prosaico no tiene que ver con la cuestión de los estilos, sino con
asuntos que tocan medularmente el pensamiento y la actividad artística. El
arte es para Hegel una manera de pensar, y no una cualquiera sino una de
las formas superiores del pensamiento humano. La poesía tampoco es sólo
una de las artes, sino “el arte universal”; vale decir, no sólo es la poesía en
cuanto tal, sino que lo artístico de las artes es lo poético en ellas (66, 700).
En esto radica el interés del planteamiento que hace Hegel cuando con­
trapone la actividad del poeta o del artista, y la del historiador. Ya hemos
señalado que la representación artística nos pone ante lo sustancial de los
hechos y los acontecimientos, cuya descripción y explicación corresponden
al historiador. Para la representación de lo sustancial, el artista tiene que
ponerse en cierto anacronismo en comparación con el historiador, pero es
un anacronismo que es lo ventajoso del arte frente a la representación de
lo histórico. Es la libertad artística o espiritual de Mnemosyne para efectuar
transfiguraciones de lo histórico que el historiador no se puede permitir
pero que el artista debe hacer, no para falsear la verdad, sino, más bien,
para hacerla más patente con su obra de arte, incrementando con la ima­
gen o el sentimiento que la obra arranca el ser o el significado humano de
lo acontecido, de eso histórico que el historiador registra, explica y analiza,
como corresponde a la prosa más científica, pero que el arte eleva y coloca
en el pensamiento para la memoria, la fuente de la experiencia de la vida
humana consciente. Esta no campea indemne entre los acontecimientos,
sino que forja en ellos su ethos y su estética.
Profundamente observador de lo que el arte ha hecho cuando ha tenido
que entrar al terreno de lo histórico, Hegel destaca la transfiguración que
el arte realiza para resolver dicha tarea, y la resume del modo siguiente:
Tiene en este caso que descubrir el núcleo y el sentido más íntimos de un acon­
tecimiento, de una acción, de un carácter nacional, de una descollante indivi­
dualidad histórica, pero descarta las contingencias periféricas y los accesorios
indiferentes del suceso, las circunstancias y rasgos de carácter sólo relativos, y
sustituirlos por tales que con ello p u ed a transparecer claramente la sustancia
interna de la cosa, de m odo que ésta encuentre hasta tal punto su existencia
adecuada en esta figura externa transform ada, que sólo se desarrolle y revele
lo en y para sí racional en su realidad efectiva a ello en y p ara sí correspon­
diente (7 1 8 ).

La transfiguración, que concentra lo esencial del acontecimiento en una


imagen, lo eleva a una totalidad articuladora, y a lo interno, a lo que Hegel
llama lo racional porque es lo que hace reflexionar y pensar, le da aparien­
cia viva. Lo que la poesía quiere y logra con esta transfiguración artística
es obviar el dictamen de la objetividad sobre lo histórico, la categorización
desde generalidades, y en vez de ello, como Hegel lo señala, “ella misma
viva, debe entrar en la vida” (719).
La reciente Exposición Retrospectiva de Beatriz González en el Museo
de Arte Moderno de Medellín, bajo el título La comedia y la tragedia, con-
cretiza de modo muy elocuente esta reflexión de Hegel sobre el arte que
se mueve entre la historia y la memoria. Era la exposición retrospectiva
de una obra de vida de la artista, y aunque buena parte de la exposi­
ción correspondía a obras representativas de su evolución en tanto artista
autocrítica y reflexiva sobre su propio quehacer, y en este sentido era el
reconocimiento público del Museo a su gran valor estético, lo que para
los visitantes resultaba dominante en la exposición, era su posición como
artista frente a la historia reciente de Colombia, la que los colombianos
tenemos todavía fresca, gracias a la memoria personal y a la de la crónica
registrada por los medios y la prensa. Era arte interviniendo en lo históri­
co, arte de una ciudadana que, más que tomar partido, sentaba posiciones
para invitar al espectador a hacer lo propio, interpelándolo a partir de lo
representado en las obras. El título mismo, La comedia y la tragedia, era
la comedia y la tragedia de Colombia. Críticamente irónico, aunque igual­
mente doloroso y conmovedor, es el título de una visión poética: comedia y
tragedia son los dos géneros básicos de la poesía dramática para represen­
tar las motivaciones y los fines en la resolución de las colisiones humanas.
Al realzar lo noble, lo ruin o lo banal que pulsa en las acciones, los hechos
o los objetos que representan, los cuadros y las imágenes de Beatriz Gonzá­
lez hacen aparecer en su verdadera dimensión, plásticamente, los abusos
de los poderosos, la indefensión de las víctimas, las comedias de comidilla
de la sociedad, la tragedia de los que, desamparados, sucumben entre los
frentes de los enemigos internos.
¿Por qué asociar esta exposición a la consideración de Hegel? Porque la
exposición dejaba reconocer claramente la transfiguración que tiene que
hacer el artista cuando penetra en lo histórico, y logra obras de arte que
frente a lo histórico no están de más sino que son necesarias. Y si además,
como plantea Hegel, lo auténticamente poético o artístico consiste en dejar
que lo característico e individual de la realidad inmediata, lo vivo o in­
quietante en ella, se eleve al elemento purificador de lo universal, y ambos
aspectos se medien recíprocamente (840), esto es lo que uno encontraba
en muchas de las obras expuestas de Beatriz González. Sus imágenes lo
retrotraían a uno a las de la historia del arte, pero lo catapultaban también
a volver a los hechos, y gracias a su representación, uno podía ver más que
lo que registraban las imágenes de la prensa. Se puede afirmar esto, pues
la exposición ofrecía dos espacios de recorrido: el de las obras de arte pro­
piamente dichas: la obra gráfica, los cuadros, los objetos esculturales; y en
vitrinas dispuestas espacialmente para poder ser revisadas, los recortes de
prensa y demás fuentes de las cuales partió Beatriz González para muchas
de las obras expuestas. El visitante podía comparar la obra artística y la
documentación o la crónica que le sirvieron de fuente.
Obviamente, el visitante experimentado en exposiciones de arte no se
gasta el tiempo de la visita en la comparación minuciosa entre la documen­
tación y lo artístico para comprobar el realismo de la artista, sino que que­
da atrapado por el poder de las imágenes, o descolocado por los títulos de
muchas de ellas. En obras como Las delicias6 (González, 2005), por men­

6. Óleo sobre tela/Carboncillo sobre tela. 24x24cm. Colección particular, Bogotá, Catálo­
go, 142/143. El título alude al ataque perpetrado por la guerrilla de las FARC a la base
cionar solo un ejemplo, el título no es la explicación de la obra, ni ésta es
tampoco la ilustración del título (Imagen 1). Muchos de los títulos son ya
pensamientos que nos quitan el piso para ver las obras desde la mera per­
cepción inmediata. Las delicias, por ejemplo, es el nombre de un lugar de
Colombia que suscita de inmediato la representación de una “bellavista” o
un paraje placentero o, en la cultura artística, asociamos de inmediato las
delicias a la representación del Jardín de las delicias del Bosco, tan difundi­
do y que tiene tanto arraigo. Pero el título Las delicias y el contexto en que
ya nos ha puesto la exposición, es un sacudimiento, revive de inmediato el
recuerdo de la masacre y el secuestro que fueron cometidos allí. Con esta
anticipación de la percepción en que nos pone el título, Beatriz González
nos ofrece una serie de 24 rostros de mujer (posiblemente uno de un hom­
bre), personajes que no pueden con el dolor, que se aprietan la cabeza o se
cubren los ojos para no ver la muerte de los suyos, ni representarse la sevi­
cia con que fueron asesinados. La obra Las delicias es una transfiguración
artística de lo noticioso o de lo histórico: ante ella no podemos damos por
informados de un hecho, sino que, con esos gestos arcaicos tan presentes
en la poesía y en el arte, en las pinturas de las pasiones por ejemplo, Bea­
triz González toca el dolor y toca el tiempo, pone el dedo en la llaga de
nuestra época; es una interpelación a todos los colombianos.
Pero un ejemplo “palpable” de la transfiguración que el artista hace de
lo histórico es el grupo de obras que Beatriz González le dedica entre 2008
y 2009 a Yolanda Izquierdo, una mujer de Córdoba en la sabana noroc-
cidental del país, líder de una organización campesina que se empeñaba
en la restitución de sus tierras, y en un proyecto de vida para familias
con desaparecidos, y que fue asesinada en 2007 (Véanse imágenes sobre
Yolanda Izquierdo). La exposición muestra una foto de Yolanda Izquierdo
tomada por Alvaro Sierra. Es la figura de una mujer tranquila que no recla­
ma con gritos ni con puño alzado, sino que posa solitaria en un paraje de
la sabana, portando en las manos un papel con los planos del proyecto de
parcelación del latifundio donde los campesinos esperaban rehacer su vida
(González, 2011, 156-159, 264 ss). Como se trata de un grupo de obras,
cuatro trabajos al pastel bajo el título Yolanda Izquierdo como peregrino,
y cuatro pinturas al óleo, una de ellas titulada Yolanda en los altares, y la
más descollante, Voy desapareciendo como sombra que se alarga (Salm os

militar Las Delicias al sur del país en el Putumayo, el 30 de agosto de 1996. La serie
se basa en las fotos que la prensa irradió de las madres de los soldados asesinados o
secuestrados en el ataque (Catálogo, 262).
109/23), es un conjunto elocuente de lo que es la ocupación de un artista
cuando en un acontecimiento aciago se yergue la entereza de una mujer
que le merece hacer obra en su memoria. Los diferentes trabajos no son
sólo intentos de dar con la transfiguración artística de más sentido para
honrar a la persona y sus hechos, sino que los títulos religiosos o de de­
voción sugieren la tradición artística en que se coloca Beatriz González
para librar a Yolanda Izquierdo de la apropiación partidista, sólo política
e histórica, y encumbrarla transfigurada al aura de los mártires de la de­
voción en el arte popular. La devoción popular es amorosa y esperanzada,
en ella no hay artistas lugartenientes de sus reivindicaciones, en ella prima
la protección esperanzada de la imagen, poco o nada interesa el creador
de la pintura. Beatriz González transfigura la foto de Yolanda Izquierdo en
serenos iconos de la tradición artística religiosa y popular del martirologio.
En las manos de Voy desapareciendo como sombra que se alarga, como un
cuadro dentro del cuadro, la imagen de la Yolanda transfigurada porta la
razón de su sacrificio: haber aspirado a una vivienda, a un par de animales
domésticos para el trabajo y el transporte, y a la familia junta trabajando
en lo suyo, la modesta y digna aspiración de vida de campesinos con “título
legal” de propietarios, como se dice en Colombia.

Mnemosyne, antigua y m oderna

Podemos abordar ahora la segunda cuestión planteada: la pervivencia


de Mnemosyne en nuestra cultura en la forma de la conciencia histórica y
de la conciencia estética, de las que se nutren tanto la producción como
la experiencia artísticas. Al mencionar la palabra Mnemosyne, la M em oria,
tenemos que referirnos a los griegos arcaicos, todavía una cultura preescri-
tural. Para nosotros es impensable la trasmisión de la cultura sin la escritu­
ra. Hay que señalar esta diferencia fundamental, pues para culturas de esa
índole, la memoria es una memoria viva que pervive gracias a la palabra
oral, a la declamación, a las palabras ceremoniales y rituales, mientras que
para culturas de la escritura como la nuestra, procesos como la creación,
la comunicación y el archivo tienen que pasar por la técnica fundamental
de la memoria, que es la escritura. Si establecemos el contraste en toda su
dimensión, tenemos que decir: en la cultura de Mnemosyne o de la memo­
ria viva, verba volant, las palabras vuelan; en la cultura de la escritura y
de la mnemotecnia, scripta manent, lo escrito permanece (Galí, 1999, 34).
La escritura ha sido la base para el desarrollo de todas las demás técnicas
a las cuales recurrimos y en las cuales confiamos para salvar la memoria
colectiva, la cultura y su patrimonio, como también podemos decirlo. No
podemos hablar aquí con la debida competencia del significado de la an­
tigua M nem osyne, pero gracias a los estudiosos de la filología clásica y la
filosofía antigua, podemos esbozar lo que nos interesa, para contrastarla
con la naturaleza de la memoria en la actualidad.
Encontramos la Mnem osyne en el mundo de la poesía más antigua, la
cultura de la palabra solemne. La palabra del rey, la del adivino y la del
aedo eran palabras superiores, porque estaban investidas del poder divino.
En él caso de la palabra del aedo, la de la poesía, la épica era por exce­
lencia la que requería el don divino para poderla cantar; de ahí que los
dos grandes poetas, Hesíodo y Homero, ritualmente comiencen sus cantos
con la invocación de las Musas, las hijas de nueve noches de amor entre
Mnemosyne, M em oria, de la generación antigua de los dioses, y Zeus7. Bá­
sico en esta tradición de la memoria es su estatuto sagrado: Mnem osyne
es encarnación de una divinidad, y su función en la vida de la comunidad
es central, pues M nem osyne es el vehículo en que se apoya y fundamenta
todo el saber de su tradición. Claramente aparece esto en la Teogonia, el
poema donde Hesíodo canta la genealogía de los dioses: la memoria que
asiste al poeta para cantar estos prodigios no es una facultad humana sino
un don que le es otorgado por la divinidad, pues los poetas son sólo los
servidores de las Musas y Mnem osyne, para cantar lo que es, lo que ha sido
y lo que será (Cf. Hesíodo, 1978, 72). En este contexto, el poeta no narra
el presente, el pasado y el futuro en el sentido cronológico en que nosotros
pensamos la historia, sino que narra lo inmemorial, el tiempo de los dioses
sempiternos, y el de los héroes, cuya memoria sigue viva. Con su canto, el
poeta épico cumple tres funciones de significancia colectiva: sapiencial, re­
ligiosa y poética. Para nosotros hoy, en cambio, las palabras del poeta son
sus palabras, las obras del artista son sus obras, y la poesía y el arte, a pesar
de la estima de que gozan, son un juego estético, un refinamiento de la cul­
tura. Además hay que recordar: para nosotros, la épica es ya imposible. En
nuestra época ilustrada, la historia, la prosa de la historia, ha desterrado la
épica y las leyendas a pensamientos poéticos del pasado. Somos estudiosos

7. Mnemosyne era una Títánide, hija de Urano (el cielo) y Gea (la tierra). El ayuntamiento
con Zeus, el mayor de los dioses olímpicos, rescata a Mnemosyne del mundo oscuro de
los Titanes (en la tradición de Dionisos es en cambio la “Edad de oro”), y gracias a sus
hijas las musas, pervive como divinidad tutelar en el mundo luminoso de los dioses
olímpicos (Cornford, 1987, 260).
de la historia y lectores de novelas (pueden tener “tono épico”, pero no son
épica genuina sino novelesca). Así las cosas, ¿puede reivindicarse todavía
la memoria como M nem osyne ?
Es innegable: hay una enorme diferencia entre la sociedad arcaica, una
cultura completamente tradicionalista, y una cultura moderna como la
nuestra, en la que la tradición ha perdido fuerza vital determinante. M n e­
mosyne es una memoria viva en el sistema mítico-tradicional, porque en ese
modo de vida la cultura sólo existe en el acto de la trasmisión, esta tras­
misión todavía es un acto vivo. Como lo señala Agamben, “en un sistema
de ese tipo, no se puede hablar de una cultura independientemente de su
trasmisión, porque no existe un patrimonio acumulado de ideas y de pre­
ceptos que constituya al objeto separado de la trasmisión y cuya realidad
sea en sí misma un valor. [...] entre acto de trasmisión y cosa a trasmitir
existe una identidad absoluta, en el sentido de que no hay otro valor ético,
ni religioso ni estético que no sea el acto mismo de la trasmisión” (2005,
172 ss). En cambio, la separación entre el acto de la trasmisión y la cosa a
trasmitir es lo que domina en nuestra cultura moderna. Desde que por la
crítica racional se perdió la autoridad de la tradición como fuerza vital, la
cultura se convirtió en acumulación de cultura. Es cierto que también se
hizo de ello un valor, pero la vinculación entre lo nuevo y lo viejo perdió
su fecundidad, pues lo viejo pasó a convertirse en material de acumulación
vertiginosa, una especie de “archivo monstruoso” ajeno a lo vital, tan ajeno
como la técnica que nos lo pone a disposición (174).
No debemos, sin embargo, sacar conclusiones rápidas de este cambio
tan radical en la naturaleza de la memoria. Ni la cultura mítico-tradicio­
nal era tan inmóvil que Mnem osyne sólo significara el peso aplastante del
pasado, ni la ruptura posterior con la tradición ha impedido que el pasado
siga inquietándonos. Si dijimos que Mnem osyne era don divino porque bajo
su tutela el poeta cantaba lo inmemorial, el poeta pudo hacerlo porque la
naturaleza misma de Mnem osyne era la libre inventiva, la memoria viva
configuradora de mitos que se iba estableciendo y particularizando con la
fundación de las nuevas colonias. En la vivacidad imaginativa que consti­
tuye a Mnem osyne late la fantasía que nos es familiar en la imaginación en
la estética moderna. La llíada y la Odisea de Homero, por mantenemos en
el ejemplo, fueron la biblia poética de los antiguos griegos. Si bien estos
poemas fueron determinantes para configurar la identidad helénica del
pueblo, estimuló igualmente las individualidades y las diferencias inter­
nas, pues como biblia poética y no biblia religiosa, no había ni soportaba
una casta consagrada que erigiera sobre ella magisterio y doctrina. Como
mitos y leyendas que había que contar y recontar, desvelaban sentido de lo
helénico sin nombrarlo.
La otra situación es la nuestra. Como cultura moderna, la ruptura de
tradiciones es algo que pertenece a su dinámica interna de ilustración. Lo
que importa es vivir en el presente según lo racionalmente justificable,
no según doctrinas, normas o modelos por encima de toda revisión o de­
bate. Ser moderno implica voluntad de presente. Pero si la voluntad no
quiere ser caprichosa y arbitraria sino razonable, no puede determinarse
únicamente por sí sola; si esa voluntad la encuadramos en lo que la vida
humana requiere, notamos que la vida nos devuelve de múltiples maneras
el pasado, las experiencias humanas del pasado, las penosas y las jubilo­
sas, las que nos lastran y las que nos estimulan a nuevas liberaciones, y es
gracias a ellas que nos reencontramos a nosotros mismos. Justamente la
vida nos pone de presente que vivimos en la simultaneidad y en la confron­
tación constante de pasado y presente. H. G. Gadamer ha sido uno de los
filósofos que le ha dedicado buena parte de su reflexión a esta “fusión de
horizontes” en que consiste la naturaleza comprensiva de la vida humana,
y ha sido también quien ha propuesto de nuevo la figura de Mnemosyne
que he querido aprovechar, para enriquecer nuestro debate sobre arte y
memoria (Cf. 1984, 376 ss, 453)8.
La propuesta de Mnemosyne como unidad de conciencia histórica y con­
ciencia estética aparece en La actualidad de lo bello, cuando Gadamer hace
ver que la pregunta por el arte es una pregunta no sólo para la estética y la
crítica de arte, sino para el pensamiento filosófico. Hay experiencias muy
contundentes para percibir esta densidad de la pregunta: ¿cómo es que 11a­

8. Junto a Gadamer debe mencionarse la reflexión de Giorgio Agamben, quien no retoma


la figura de Mnemosyne sino la función de la estética (y de lo bello), para lograr “la fu­
sión de horizontes” de que habla Gadamer: “De alguna manera, la estética desarrolla la
misma tarea que desarrollaba la tradición antes de esa ruptura. Volviendo a unir el hilo
que se ha despedazado en el entramado del pasado, la estética resuelve ese conflicto en­
tre lo viejo y lo nuevo sin cuya reconciliación el hombre -este ser que se ha perdido en el
tiempo y que en él debe reencontrarse, y de quien por ello a cada instante está enjuego
su pasado y su futuro- es incapaz de vivir. A través de la destrucción de su transmisibi-
lidad, la estética recupera negativamente el pasado, haciendo de la intransmisibilidad
un valor en sí mismo en la imagen de la belleza estética, y abriéndole así al hombre
un espacio entre pasado y futuro en el que puede fundar su acción y su conocimiento”
(Agamben, 2005,177 ss).
mamos “arte” una pintura rupestre de tiempos arcaicos de la humanidad, la
escultura griega de un dios o un adeta, un retablo devocional que preside
un altar o una capilla medieval, una pintura mitológica o cristiana del ba­
rroco del siglo XVII, un paisaje del romanticismo del siglo XIX, una pintura
como Las señoritas de Avignon de Pablo Picasso, o Fuente, el polarizante
urinario de Marcel Duchamp, monumentos a los veteranos de guerra o a
víctimas anónimas de violencia en los que se confunden política y crimina­
lidad, un cráneo tachonado de diamantes que tiene que ser custodiado en
la cámara de seguridad de un banco? No hay la menor afinidad en la apa­
riencia de estos objetos para que, valiéndonos de la mera percepción y sin
ningún “saber” o intervención del pensamiento, los podamos cobijar bajo el
denominador común “arte”. No es gracias a la crítica de arte o a la estética,
cuyos juicios de validación artística son tan efímeros, sino gracias a la histo­
ria y a las experiencias del pensamiento humano en ella, a su memoria, que
los asumimos como arte, arte que nos confronta y en el que se confrontan
pasado y presente, pues obras de ese tipo nos atestiguan que el arte es algo
que supera el tiempo. Si vamos a un museo en que dada la magnitud de
sus colecciones todavía se mantiene la distribución de salas, pasar de una
sala a otra nos hace tambalear; en cada una tenemos que reacondicionar las
coordenadas de nuestra conciencia histórica y nuestra conciencia estética,
y sin embargo, ponemos enjuego la libertad mental de nuestro espíritu, y
gracias a su saber, que como “saber de memoria” es más bien una capacidad
de relacionar, nos reconectamos de inmediato. Experiencias semejantes nos
ocurren cuando nos enfrascamos en la literatura, la música, la arquitectura.
Y hay un caso especial: en incontables experiencias el arte nos ha familiari­
zado Con obras que son una memoria renovada, actualizada, dé otras obras,
de imágenes que son la memoria de otras imágenes.
En un campo tan erudito como es la Historia del arte, Georges Didi-
Huberman se ha confrontado con varios de sus modelos metodológicos,
en especial, con uno en el cual encontramos también el nombre de M n e­
mosyne, el Atlas Mnem osyne de Aby Warburg. Una de las tareas que más
dieron a conocer a este historiador del arte fue su empeño en mostrar la
supervivencia del paganismo en el Renacimiento italiano, y mucho más
ambicioso aún, la trasmisión de la iconografía antigua a la cultura europea
moderna. Por medio del proyecto Atlas Mnem osyne, Warburg pretendía
narrar preponderantemente con imágenes, no con discursos, la historia de
la civilización europea; estaba convencido del poder arquetípico y de sen­
tido de la Mnem osyne que persiste en las imágenes, a las que por supuesto
hay que mirar, pero no por el encanto de su visualidad -como se estilaba
en la crítica de arte de la pintura moderna-, sino por los mundos de pen­
samiento que condensan y por las interpretaciones y reinterpretaciones
que nos exigen: en las imágenes quedan tejidos los tiempos, ellas permiten
interrogar el corazón de la historia, las imágenes son la memoria actuante
en la vida de la cultura. En esta concepción de la historia, en realidad una
evocación de la antigua Mnemosyne, la noción fundamental no es la de
progreso sino la de supervivencia, y es la línea que continúa Didi-Huber-
man con su tópico de que “las imágenes también sufren reminiscencias”,
en su libro dedicado a Warburg, La imagen superviviente (2009, 277-283).
Si bien el tópico de Didi-Huberman corrige de un modo más hermenéutico
e intuitivo el causalismo metodológico de la teoría de Warburg, también
hay que decir frente a Didi-Huberman que, más que las imágenes, somos
nosotros los que padecemos esas reminiscencias, pero gracias a ellas, las
imágenes del pasado continúan alcanzando nuestro presente.
Tras el marco acabado de esbozar, estamos en condiciones de citar ya
la tesis de Gadamer, así como de reconocer su pertinencia, para explicar la
naturalidad con que afrontamos la contemporaneidad de pasado y presen­
te que rige en toda nuestra vida, y la función de la experiencia del arte en
ella: “Nuestra vida cotidiana es un caminar constante por la simultaneidad
de pasado y futuro. Poder ir así, con ese horizonte de futuro abierto y de
pasado irrepetible, constituye la esencia de lo que llamamos ‘espíritu’. Mne-
mosine, la musa de la memoria, la musa de la apropiación por el recuerdo,
que es quien dispone aquí, es a la vez la musa de la libertad espiritual”
(Gadamer, 1991, 41 ss). Esta idea de Gadamer desarma la representación
erudita de lo que conocemos como conciencia histórica. También existe, es
legítima y es necesaria esa conciencia histórica erudita y metodológica en el
trabajo del historiador, inseparable de una concepción del mundo y de una
teoría de la ciencia histórica, como en el historieismo del siglo XIX. Tam­
poco se puede negar la legitimidad de la conciencia histórica erudita del
historiador de arte. Pero la tesis de Gadamer no apunta en primer lugar a la
relación objetiva de la disciplina científica con el arte, sino a la experiencia
del arte en la vida humana, a la aplicación del arte en ella cuando gracias
a una obra de arte se le reabren los horizontes. Sin la musa de la libertad
del espíritu y la naturalidad con que lo dispone, sin Mnemosyne, el arte no
hubiera podido estar tan presente fusionando pasado y presente, pues es
memoria con imaginación e inventiva. Esta idea de Mnemosyne también
corrige la fijación en el pasado que caracteriza la M emoria, cuando con ella

¿ 101
sólo se quiere mantener culto al pasado y su autoridad moral. Gadamer
tiene una expresión peculiar para apreciar debidamente el tipo de orien­
tación vital que da esta conciencia histórica natural, la llama “la mirada
rutilante de Mnemosine” (112). Es rutilante porque no es luz continua y
homogénea sino que, como la de las estrellas en la noche, titila en la oscu­
ridad. En la simultaneidad de pasado y presente, Mnemosyne carga también
con su opacidad para sintonizar históricamente, pues no nos orienta de
modo determinante, conceptual, doctrinario, sino de un modo imaginativo
y productivo, pero discrecional y juicioso. Es ciertamente una clase de re-
flexividad, pero como sin conciencia, ya que es una memoria que no está
supeditada a la mnemotecnia. Gadamer la caracteriza como “una especie
de instrumentación de la espiritualidad de nuestros sentidos que determina
de antemano nuestra visión y nuestra experiencia del arte” (44), pero no
opera solamente en el arte, sino en todas las esferas de la vida humana.

Recapitulación com plem entaria

La relevancia del arte para la memoria no es algo nuevo, no es una ten­


dencia de actualidad para involucrar el arte en funciones políticas donde
las instituciones han fallado. Desde lo más antiguo la memoria ha sido
constitutiva del arte, y de la historia, no sólo en las prácticas funerarias,
por ejemplo, sino porque primero fue la memoria que encama el arte, que
la historia. Antes de que se escribieran los anales de historia, la “historia”
de un pueblo eran sus leyendas, sus mitos, y su forma más acabada que­
dó plasmada en su poesía, la poesía épica. Como modernos que somos, y
gracias a una reflexión de la poética romántica, colocamos ahora el arte
entre la historia y la memoria. Con ello señalamos una ubicación interme­
dia del arte de un profundo sentido, pues el arte no es el reflejo pasivo de
la historia sino una novedosa transfiguración de lo que en ella ocurre, no
para tergiversar su verdad, sino para hacerla destellar más esencialmente,
para convertirla en objeto de nuestra contemplación reflexiva y conectarla
con nuestro mundo de la vida. En el terreno de la filosofía del arte, Hegel
fue uno de los primeros que reflexionaron sobre el arte entre la historia y
la memoria, y es su teoría de la transfiguración que opera el arte sobre lo
histórico la que hemos aprovechado. Según Hegel, la representación artís­
tica transfigura un acontecimiento o un personaje histórico, para permitir
captar de forma sensible lo sustancial que hay en ellos, y como el arte es
pensamiento intuitivo, esa transfiguración mantiene la vitalidad y la par-
ticularidad de lo singular, pues no es para la universalidad del pensamien­
to abstracto, sino para interpelar la sensibilidad y el ánimo del receptor.
Hegel tenía una profunda admiración por la capacidad que tiene el arte
para demorarse en lo singular, para no mirarlo sólo como el caso de una
generalidad y precipitarse de inmediato a la universalidad de las definicio­
nes y las categorías, como lo hace el entendimiento; sobre todo, admiraba
la capacidad del arte para mantener una mediación viva entre lo sensible
y el pensamiento. Una obra de arte, particular y singular, nos hace ver en
su particularidad la universalidad que requiere el pensamiento, pero sin
dejarse subsumir o desaparecer en ella (Hegel, 1989, 710).
Dentro de las artes en general, el arte que más apreciaba Hegel era
la poesía, y dentro de los géneros poéticos - la poesía épica, la lírica y la
dramática-, la poesía dramática constituía para él “la fase suprema de la
poesía y del arte en general” (831). Aunque la Exposición Retrospectiva de
Beatriz González haya tenido por título La tragedia y la comedia, este título
no se restringe a la obra expuesta en ella. Desde sus comienzos hay en su
obra una fuerte presencia de elementos dramáticos: el suicidio de una pa­
reja por amor, el asesinato de la pareja por celos, las devociones populares
en forma de religión melodramática, las celebraciones de la casa presiden­
cial con atmósfera cómico-festiva de zarzuela. Aunque Beatriz González es
ante todo una pintora, hay en ella el saber propio del poeta dramático para
reconocer dónde está el drama o la comedia para representarlos. También
Hegel tiene en sus lecciones sobre la poesía una afirmación de lo que debe
saber el poeta dramático, que resulta de gran ayuda para apreciar en su
debida dimensión las obras que señalé: Las Delicias y el conjunto de obras
sobre Yolanda Izquierdo. El artista, según Hegel, tiene que “ser capaz de
reconocer cuáles son las potencias dominantes que le confieren al hombre
la justa suerte para sus consumaciones. Tanto el derecho como el extravío
de las pasiones que soplan con fuerza en el pecho humano e impulsan a la
acción deben estar en él con la misma claridad” (Hegel, 1989, 834). Apa­
rentemente, es un saber sobrehumano. Un crítico convencional de Hegel
diría casi de seguro que es el saber del “espíritu absoluto” de su filosofía
especulativa. Pero no lo es: es el saber de un ser humano que es artista y su
superioridad no es otra que la “amplitud de espíritu”. Hegel tenía en mente
para ello poetas dramáticos como Shakespeare. La grandeza del saber de
estos espíritus artísticos radica en que es un saber de lo sustancial humano,
de lo que hace tomar posiciones éticas, no de partido, como es de apreciar
en las obras de Beatriz González.
El hecho de que yo termine prefiriendo el término Mnemosyne al de
M em oria merece también una aclaración. Es innegable la carga de pen­
samiento arcaico que tiene este nombre, difícilmente compaginable con
nuestra manera de pensar, donde lo que prepondera es la historiografía y
la documentación (en las rutinas con el computador personal, por ejemplo,
la memoria se archiva en la opción “Guardar como”, mucho más seguro y
operativo que la confianza en nuestra memoria personal), al punto que le
damos más crédito a la historia que a la memoria. La memoria se la deja­
mos a lo subjetivo, a lo cultural y comunitario, que son terrenos movedizos
para el rigor de la objetividad científica. Con la historia asociamos lo que
hay que saber; la memoria la asociamos a un valor, a algo tan significati­
vo para nosotros, que no se debe olvidar. En este sentido, la memoria se
debe al pasado. Mnem osyne, en cambio, es la forma retórica y de la tradi­
ción filológica y retórica para referirse a la memoria poética. Por razones
distintas y para aplicaciones distintas, W arburg y Gadamer se ubican en
esta tradición. Mnem osyne aparece fugazmente en Hegel, y no como “musa
de la memoria” en su sentido arcaico, sino en un sentido muy moderno
como la fantasía artística del poeta, como una Mnem osyne humana, para
representar las incontenibles pasiones que precipitaron a los personajes
que Dante coloca en el Infierno en La divina comedia, petrificándolos como
“estatuas de bronce”9. En todos estos casos, Mnem osyne es memoria poéti­
ca, memoria artística, memoria de naturaleza imaginativa que no se debe
sólo al pasado y puede acompañar siempre el presente. Hegel y Gadamer,
en especial, se ubican en la tradición estética kantiana, cuya facultad más
importante es la imaginación, la facultad de las intuiciones, capaz de po­
ner en juego libre nuestras facultades cognoscitivas para el juego estético,
gracias al cual tenemos el arte y el disfrute del arte. Kant, además, tiene
una consideración sobre la primacía de la poesía en el conjunto de las ar­
tes, que es aplicable a la Mnem osyne como memoria poética: gracias a la
libertad de la imaginación, la poesía “Juega con la apariencia que provoca
a su gusto, sin por eso engañar” (2007, 255).
El artista transfigura lo histórico, pero no para tergiversarlo sino para
elevarlo a representación e incrementar lo verdadero y significativo que
hay en él, para hacer aparecer en ella lo ético y sustancial. Esto es lo que
retienen las obras de Beatriz González: han retenido lo que en la prensa y
en los medios fue agitación pasajera de titulares.

9. Refiriéndose a Dante, dice: “La eternización por la Mnemosine del poeta aquí vale ob­
jetivamente como el propio juicio de Dios, en cuyo nombre el más osado espíritu de su
tiempo condena o absuelve todo el presente y el pasado” (Hegel, 1989, 794).

4* 104
Obras citadas

Agamben, Giorgio. (2005). El hombre sin contenido. Barcelona: Ediciones Altera.


Aristóteles. (1985). Poética, Libro IX, 1451 b. Buenos Aires: Editorial Leviatan.
Beatriz González. La comedia y la tragedia/Retrospectiva 1948-2010. (2011). Cu­
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liminar y notas). (Diego Sánchez Mesa y Anabel Rábade Obrado, trads.). Ma­
drid: Alianza Editorial.

^ 105
Im a g e n 1: Las delicias (2 0 0 5 ). B e a triz G o n z á le z . Ó le o s o b re te la - c a rb o n c illo
so bre tela. 2 4 x 2 4 cm. C o lecc ió n p articu lar, B o go tá.
I m a g e n 2: Las delicias 2 (2 0 0 5 ). B e a triz G o n z á le z . Ó le o s o b re te la -c a r b o n c illo
s o b re tela. 2 4 x 2 4 cm . C o le c c ió n p articu lar, B o g o tá .

4^ 108
Im a g e n 3: Voy desapareciendo como sombra que se alarga (S a lm o s 1 0 9 .2 3 ) (2 0 0 8 ).
B eatriz G o n z á le z . Ó le o s o b re tela. 155 x 45 cm . C o lecc ió n p articu lar, b o g o tá .

109
Im a g e n 4: Yolanda izquierdo como peregrino I, II, III, IV (2 0 0 8 ). B eatriz G o n z á le z.
Pastel so b re p a p e l h e c h o a m a n o , 4 8 .5 x 32.5 cm . C o lecc ió n p articu lar, B o g o tá .

^ 110
r

Im age n 5: Yolanda con horizonte rosa (2 0 0 9 ). B eatriz G o n z á le z . Ó le o so b re tela


27 x 23 cm . C o le c c ió n p articu lar, B o g o tá .

Im a g e n 6: Yolanda Izquierdo con libreta de apuntes (2 0 0 8 ). B eatriz G o n z á le z . Ó le o


sobre tela. 3 4 x 2 4 cm. C o lecc ió n P articu lar. B o go tá.

& 111
Im a g e n 7: Yolanda en los altares. (2 0 0 9 ). B eatriz G o n z á le z. Ó le o s o b re tela.
180 x 90 cm . C o lecc ió n p articu lar, B o go tá.

^ 112
¿Recordar el dolor de los demás?
Sobre arte, compasión y memoria*

Daniel Jerónimo Tobón Giraldo

L a s reflexiones siguientes giran en tomo a los supuestos y las pre­


tensiones de algunas obras de arte cuyo eje es la memoria del dolor. Me
refiero a obras como la de Doris Salcedo, cuyos Atrabiliarios serán mi foco
de discusión, pero también a las de otros artistas colombianos contempo­
ráneos, como Erika Diettes con su Río Abajo o Clemencia Echeverri con
su Treno. Son obras que trabajan sobre un dolor física, geográfica y políti­
camente localizado, sufrido por alguien concreto: el dolor de las familias
de los desaparecidos en el conflicto colombiano. Además comparten la
preocupación por el modo de transfigurar artísticamente ese dolor. No lo
representan a través de personajes, no contienen una narrativa explícita,
ninguna historia que indique qué ha pasado, o siquiera si algo ha pasado:
el dolor se hace presente sólo a través de los objetos, los remanentes de
la vida personal del desaparecido. Igual de importante en todas ellas es
la esperanza que activan: quieren crear comunidad en el dolor y, a tra­
vés de ella, solidaridad. En este modo oblicuo de representar dolor, en la
participación de las familias de las víctimas en el proceso creativo, en la
necesidad imperiosa que obliga a tratar el tema y en las expectativas sobre
el efecto de las obras en el público y la sociedad en general se revelan las
exigencias que recaen sobre el arte hoy en día y en sociedades como las
.i
* Este texto deriva de la investigación Arte y memoria en Colombia, financiada por el
Comité de Investigaciones (C O D I) de Universidad de Antioquia, convocatoria mediana
cuantía 2011. Agradezco aquí las conversaciones con mis compañeros del Grupo de
Investigación Teoría e Historia del Arte en Colombia, así como las que sostuve con los
estudiantes del grupo de estudio sobre arte y memoria. En ellas surgieron buena parte
de las ideas aquí presentadas. Tengo una deuda especial con Diana Gómez, de cuyo
conocimiento acerca de la obra de Salcedo me beneficié mucho.

^ 113
nuestras. Doris Salcedo ha sido particularmente explícita al respecto, por
ejemplo en el comentario a su obra Atrabiliarios en una entrevista con
Carlos Basualdo:
Atrabiliarios estaba basado en la experiencia de personas que desaparecieron.
Cuando una persona amada desaparece, todo se impregna con la presencia de
esa persona. Cada objeto, pero también cada espacio, es un recordatorio de
su ausencia, como si la ausencia fuera más fuerte que la presencia. Ni un solo
espacio queda intocado, ni una sola área de la propia vida queda sin mancha
de la pena. Esta marca del dolor está tan profundamente inscrita en las expec­
tativas de las familias de las víctimas que lo que hice fue casi una transposición
literal de sus sentimientos a un espacio real. Más aun, era vital construir la
obra en términos espaciales, actuar como punto de encuentro para aquellos
de nosotros que habíamos vivido tales ordalías. La experiencia terna que ser
llevada a un espacio colectivo, lejos del anonimato de la experiencia privada
(Salcedo y Basualdo, 2000, 16).

A propósito del enlace o la conexión entre el sufriente y el espectador


por medio de la obra, en tomo a una memoria del dolor compartida, Sal­
cedo reiteró una idea muy similar en una entrevista de 2004: “Y, si hice
algo bien, entonces algunos aspectos de las vidas que se perdieron quizá
están presentes. Quizá entonces el espectador pueda conectarse con esos
aspectos. Pienso que todos tenemos recuerdos del dolor, y esas memorias
pueden conectarse con los recuerdos del dolor inscritos en estas piezas”
(San Francisco Muselina o f M odem Art, 2004).
Aunque Salcedo ha sido más explícita en la enunciación de sus intencio­
nes y el sentido de su arte, creo, sin embargo, que una pretensión parecida
subyace a otras obras contemporáneas, incluso si no todos sus creadores la
exponen tan claramente. Afirmaciones como las de Erika Diettes, a propó­
sito de su proyecto R ío Abajo, no dejan dudar sobre esto:
Me obsesioné por capturar ese ahogo del llanto. Es donde ves a la gente inhalar
pero se le olvida exhalar. Algo que se queda como sin aliento. Me obsesioné por
generar en imágenes ese “silencio del dolor”. Yo me puse a mirar cómo la gente
lloraba. Cómo en ese dolor... hay un punto donde no hay lágrimas. Donde el
llanto es más interno que las lágrimas. En ese momento decidí que no quería
fotografiar el dolor como tal sino la pausa del dolor. Es un dolor tan profundo
[...]. Por eso te digo, hay un punto a donde llegas y donde encuentras que hay
tanto sobre tanto, sobre tanto, en un exceso de excesos que es difícil de tradu­
cir en palabras incluso por el mismo llanto. El mismo llanto se queda corto. Por
eso hay como un ahogó de llanto. No es ni siquiera un llanto. No sé, yo insistía

^ 114
en que la imagen de alguna manera fuera tangible. Que fuera como que escu­
chara ese dolor (Cit. en Calle, 2008).
Una de las tareas que estas obras asumen es que el dolor de las víctimas
no sea algo ajeno: intentan traspasar, en alguna medida, esa barrera de in­
comprensión y desinterés a la que se enfrenta el testigo lejano, acercándo­
lo hasta crear un lugar, un nudo de espacio y tiempo en el que sea posible
una experiencia compartida entre él, como espectador, víctimas y artistas.
A esta convicción le subyace una pretensión de memoria, en tanto supone
que en las obras sobreviven ciertas experiencias que de otra manera se per­
derían en el olvido o no podrían llegar a hacer parte de la vida común.

Pero, ¿es posible condensar el dolor en un objeto? ¿Cómo y en qué sen­


tido estas obras podrían dar lugar a una memoria del dolor? Por las afirma­
ciones de los artistas cabe presumir que la movilización de las emociones
del espectador juega un papel fundamental en este proceso de recepción,
y que si estas obras logran hacérsenos inolvidables es porque nos conmue­
ven. A partir de la fuerza y la profundidad de la reacción emocional que
logren generar, las obras, como artefactos simbólicos, tendrían impacto
sobre nuestras posibilidades de comprensión de la experiencia propia y
ajena, incluso de la experiencia del dolor.

Com pasión y tem or com o ju icios de valor

El marco clásico (y todavía poderoso) para pensar el conjunto de pro­


blemas que suscita la representación artística del sufrimiento humano es la
teoría de la tragedia, especialmente tal como la formuló Aristóteles en su
Poética hace ya casi 2500 años. Desde luego, hay muchas diferencias entre
las tragedias y el tipo de obras de las que nos ocupamos aquí: la tragedia es
drama, y en cuanto tal implica una relación estructurada narrativamente
en tomo al dolor de personajes ficcionales, mientras que en estas instala­
ciones, como mencioné, ni hay personajes ni el dolor que presentan puede
ser considerado ficcional, en sentido estricto, ni se plasma a través de la
narración sino gracias a la estructuración del espacio y los objetos. Sin em­
bargo, lo que comparten la tragedia y estas obras es suficiente para darnos
un punto de partida para el análisis.

Aristóteles concibe la reacción ante la tragedia como una reacción de


temor y compasión -m ediada por la obra- frente al dolor de otro ser. La

¿ 115
importancia que le da a esta respuesta emocional aparece en varios pasajes
de la Poética. Afirma, por ejemplo, que en la tragedia “la imitación tiene
por objeto [...] situaciones que inspiran temor y compasión [...]” (Aristó­
teles, 2010, 1452a 1-2); que la anagnórisis [es decir, el reconocimiento] y
la peripecia son propias de fábula trágica porque “seducen el alma” (34),
suscitando “compasión y temor” (38); que estas emociones pueden nacer
del espectáculo; es decir, de la presencia física de la destrucción y el daño
sobre el escenario, pero idealmente deberían surgir de la estructura misma
del mito (o fábula), que es el núcleo de la tragedia como forma poética:
“La fábula, en efecto, debe estar constituida de tal modo que, aun sin ver­
los, el que oiga el desarrollo de los hechos se horrorice y se compadezca
por lo que acontece; que es lo que le sucedería a quien oyese la fábula de
Edipo” (Aristóteles, 2010, 1453b 1-7).
La tragedia, pues, no sólo debe presentar acontecimientos terribles,
sino hacerlo de tal manera que despierte en el espectador terror y com­
pasión; la necesidad de generar esta respuesta emocional en el público
es constitutiva de la tragedia, hasta el punto que determina la identidad
misma de este género dramático1. Lo mismo vale para obras como las
de Salcedo, en las que la respuesta deseada no parece ser, por así decir­
lo, fría , sino emotivamente cargada, obras que convocan una reacción
emocional como el temor y la compasión en tanto tratan el daño grave o
extremo que sufre una vida humana1 2. Lina respuesta, valga decir, sin la
cual la experiencia de la obra tal vez no pueda ser considerada plena. Y
así como en la tragedia la estructura de la fábula moldea la manera en que
debemos responder a la obra, en obras como la de Salcedo la forma de
presentación artística determina normativamente nuestra respuesta como
espectadores3.

1. Respecto a la importancia de las emociones para la respuesta a la tragedia pueden con­


frontarse Halliwell (2002), Leighton (1996) yNussbaum (2004, 2008).

2. Salcedo ha reconocido que algo hay en su obra que invita a comprenderla a través de
este modelo. Respondiendo a la pregunta de qué puede aportar su obra al espectador,
comenta: “La confrontación con la muerte, y especialmente la muerte de un amado, pro­
voca lo que Aristóteles ha llamado a la vez terror y compasión” (Salcedo, 2000,134).

3. Hay que notar que las emociones no abarcan la totalidad de las respuestas afectivas que
son posibles en el ser humano y que pueden ser artísticamente moduladas. Como ha
señalado Noel Carroll (2010), para la filosofía hay un amplio campo todavía por explo­
rar en lo que concierne al papel que en el arte pueden jugar otras muchas reacciones
afectivas, como estados de ánimo, reflejos, fobias y programas afectivos.

¿ 116
La tradición que inaugura Aristóteles en la reflexión sobre las emocio­
nes en el pensamiento de Occidente entronca con las recientes teorías de
la emoción como juicio de valor.

Hay una tendencia, extendida tanto en nuestras representaciones co­


munes como en la tradición filosófica, psicológica y artística, a identificar
las emociones con sentimientos; es decir, se cree que las emociones son
sólo formas de consciencia subjetiva de un estado corporal que posee una
cualidad perceptiva específica, que estarían en el mismo registro de sensa­
ciones como el dolor de muela o las cosquillas. Por otro lado, también se
tiende a considerarlas meros movimientos corporales, estados fisiológicos
de los que podemos tener o no tener consciencia, caso que se ve cuando,
por ejemplo, se equipara la ira con un estado de excitación nerviosa. Estas
dos representaciones no son arbitrarias, sino que se derivan de algunos de
los rasgos más notorios de las emociones, como el hecho de que usualmen­
te estén acompañadas de síntomas físicos característicos, o el hecho de que
se las considere tan poderosas que se habla de ellas como si fueran algo
ante lo que somos pasivos, algo que sufrimos como acontecimientos que
nos afectan desde el exterior, impulsándonos y torciendo nuestra voluntad.
En nuestra cultura (y en otras) estas son las concepciones predominantes
de las emociones, y ambas las suponen irracionales, no relacionadas con
nuestra manera de concebir o ver el mundo, derivadas únicamente de la
parte animal o corporal de nuestra naturaleza, incontrolables o, por lo
menos, opuestas a la racionalidad.

A esta comprensión de las emociones como sentimientos queremos opo­


ner otra: la que hunde sus raíces en la teoría aristotélica de las emociones,
tal como está expuesta, por ejemplo, en el libro II de la Retórica y se mo­
dula hoy en día en las actuales teorías de la emoción como juicio de va­
lor4. El análisis de las emociones que ofrece Aristóteles en la Retóricá abre
el camino para entender las emociones como algo más que movimientos
puramente corporales, y permite considerar aspectos de ellas que resultan
inexplicables si se las ve desde esa perspectiva, aspectos como el hecho de
que posean intencionalidad (es decir, que tengan objetos a los cuales están

4. Sobre la teoría aristotélica de las emociones puede consultarse con provecho Cárdenas
Mejía y Vargas Guillén (2005), Elster (2002, 75-103), Leighton (1996) y Nussbaum
(2004, 2008).

± 117
dirigidas) y que puedan ser producidas, modificadas y eliminadas por el
pensamiento. La teoría aristotélica y las contemporáneas teorías cogniti-
vas de la emoción ven ambas en el núcleo de la emoción un conjunto de
juicios respecto al mundo (o a lo que se nos presenta) y nuestra relación
con él5. Además de los componentes corporales, neurológicos, perceptua-
les o de sentimiento que puedan hacer parte de las emociones (según una
u otra teoría), en su centro estarían formas de ver el mundo y juzgar su
relación con nuestros propios intereses y necesidades. Las emociones im­
plicarían, por tanto, creencias, pues sólo surgirían allí donde creemos que
el mundo (o lo que se nos aparece) es de determinada manera. De hecho,
su identidad en cuanto emociones particulares estaría determinada por
estos juicios, que formarían así parte constitutiva de ellas. Son estos juicios
y su estructura típica lo que nos permite distinguir entre dos emociones,
digamos ira e indignación, o compasión y miedo, no una peculiar cualidad
del sentimiento. En todos estos casos, por ejemplo, las emociones pueden
tener como componente cierto tipo de dolor, pero producido y moldeado
en cada caso por juicios diferentes: porque juzgo que se me ha hecho un
mal (en el caso de la ira), o porque se ha cometido una injusticia (en el
caso de la indignación), o porque algo amenaza con dañarme (en el caso
del miedo).
Si se las considera como juicios de valor, por más complejos y oscuros
que sean, las emociones no se oponen a la racionalidad, sino que forman
parte de ella: se refieren al mundo y pueden ser consideradas adecuadas o
inadecuadas frente a determinados objetos, racionales o irracionales según
la reacción que impliquen frente a la situación, y admiten su corrección en
términos de transformación de los juicios que las constituyen. Lo que esta
teoría intenta, pues, es romper esa dicotomía entre emociones y racionali­
dad que tan profundamente ha penetrado en nuestra cultura.
Este marco teórico, que aquí no podemos sino esbozar, tal vez se pueda
comprender más claramente si recurrimos a los ejemplos concretos que
nos ofrecen el temor y la compasión, que son las dos emociones sobre las

5. Me ciño a las teorías cognitivas de la emoción, particularmente a las que consideran la


emoción como juicio de valor. John Deigh (1994), Ronald de Sousa (2010) y Hjort y
Lavert (1997) ofrecen muy buenos panoramas generales de la teoría cognitiva de las
emociones y su situación frente a teorías competidoras. Entre las defensas recientes de
la teoría de la emoción como juicio de valor pueden destacarse las de Robert Solomon
(2004) y Martha Nussbaum (2008).

118
cuales insiste Aristóteles en su tratamiento de la tragedia y a las que volve­
remos para acercarnos a la obra de Salcedo.
Aristóteles define el temor o miedo como: “un cierto pesar o turbación,
nacidos de la imagen de que es inminente un mal destructivo o penoso”
(Aristóteles, 1990, 1382a 22-23). Esta caracterización implica un elemen­
to afectivo (el pesar o la turbación, que habría que pensar como una forma
de dolor y/o de excitación), pero que sería generado y moldeado por una
serie de juicios: el juicio de que un mal se presenta cercano (y constituye,
por tanto, un peligro), y el juicio de que ese mal tiene cierta gravedad, no
es nimio, no carece de importancia.
Por su parte, la compasión la define Aristóteles como:
[...] un cierto pesar por la aparición de un mal destructivo y penoso en quien
no lo merece, que también cabría esperar que lo padeciera uno mismo o alguno
de nuestros allegados, y ello además cuando se muestra próximo; porque es
claro que el que está a punto de sentir compasión necesariamente ha de estar
en la situación de creer que él mismo o alguno de sus allegados van a sufrir
un mal y un mal como el que se ha dicho en la definición, o semejante, o muy
parecido (Aristóteles, 1990, 1385b 13-19).
También la compasión es entendida, por una parte, en términos de su
cualidad afectiva (al ser caracterizada como una forma de pesar o dolor),
pero este afecto es concebido como el resultado de un conjunto de juicios
respecto a un objeto específico (es sobre alguien que sufre un mal), y por
determinadas razones (puesto que se requiere que consideremos que ese
mal tenga una determinada magnitud, que sea inmerecido, y que también
nos amenace de alguna manera a nosotros mismos).
Los juicios respecto a la magnitud del daño, a su carácter inmerecido
y a la posibilidad de que también un daño semejante caiga sobre noso­
tros constituyen la estructura cognitiva de la compasión, y nos permi­
ten distinguirla de otras reacciones emocionales con las que se la suele
confundir: son esos juicios los que hacen de la compasión lo que es6. El

6. La compasión pertenece a un conjunto de relaciones emocionales que tenemos con los


demás, y que ni en el habla cotidiana ni en la tradición filosófica suelen ser distinguidos
de manera consistente. Una de las contribuciones de las recientes teorías de las emocio­
nes ha sido su intento de delimitar de manera más clara la estructura y los matices va-
lorativos de fenómenos como la simpatía, la empatia, la conmiseración y la compasión
(Cf. Goldie, 2000,176-219; Nussbaum, 2008, 339-342).
dolor que caracteriza la compasión es la forma sensible de una respuesta
intelectual compleja, que exige de nosotros bastante más que un simple
contagio del dolor que otro siente o, incluso, que imaginemos cuál es la
respuesta emocional que otra persona puede tener frente a una situación
terrible y nos identfiquemos con ella. Para que se dé la compasión, se re­
quiere que reconozcamos la situación del otro como algo que lo daña, y
que reaccionemos con dolor frente a este daño, reconociendo a la vez que
es alguien diferente de nosotros y que eso que le ocurre es una posibili­
dad que para nosotros también está abierta, de modo que esa fragilidad
compartida nos une.

Los A trabiliarios

Esta estructura cognitiva básica de la compasión nos puede guiar para


pensar el efecto emocional sobre el espectador de una de las obras de Sal­
cedo, y considerar cómo, y por qué, la compasión es una de las respuestas
que la obra espera de nosotros. Claro está, esta respuesta que investigamos
es una de las posibles, ya que la obra puede promover también, por ejem­
plo, asco o ira, o incluso respuestas que no pueden ser consideradas en ab­
soluto emocionales ni afectivas, sino puramente cognitivas, como aquellas
que conciernen sólo a la forma del objeto, a su situación en la historia del
arte, a su originalidad, entre otras.
Mi punto aquí es que en la medida en la que la obra resalte aquellos
aspectos de la experiencia que encajan con los criterios que se requieren
para que tal o cual emoción tenga lugar, esa emoción constituye la res­
puesta emocional que la obra propone a esta situación, la que espera de
lo que podríamos llamar su espectador implícito. El concepto de “preen­
foque según criterios” propuesto por Noël Carroll explica el mecanismo
mediante el cual las obras de arte (para el caso que trata Carroll, parti­
cularmente las obras de arte de masas) producen emociones. Según su
análisis: “Sea visual, verbal o auditivo, el texto [y creo que esto puede
extrapolarse a estas obras también] estará enfocado de antemano. Ciertos
rasgos de situaciones y personajes resultarán sobresalientes a través de
la descripción. Tales rasgos podrían subsumirse a través de las categorías
que [...] gobiernan o determinan la identidad de los estados emocionales
en que nos hallamos. Nos referimos a este atributo de los textos al decir

A- 120
que están preenfocados según criterios” (Carroll, 2002, 228). Con ello,
Carroll (y yo con él) se sitúa en oposición a una larga tradición que, in­
fluenciada por la teoría kantiana del desinterés y la separación entre arte
y vida que puede derivarse de ella, ha intentado expulsar las reacciones
emocionales del campo de la experiencia propiamente estética, en razón
justamente del tipo de implicación que presuponen entre mundo y sujeto
concreto7.

De manera que la respuesta emocional esperada ante la obra puede


desarrollarse, en cada uno de nosotros y en cada situación específica, de
muchos modos diferentes. Sin embargo, aun dentro de esa variedad el aco­
ple entre la estructura del objeto y la estructura de esa emoción -e n otras
palabras, ese “preenfoque según criterios”- delimita el ámbito posible de
esas variaciones. Es decir que un amplio rango de respuestas podrán ser
consideradas respuestas de compasión, aunque los juicios implicados en
esa compasión no sean punto por punto idénticos de sujeto a sujeto. Desde
este punto de vista, la emoción no sería una forma meramente subjetiva,
personal e idiosincrásica de reaccionar frente a la obra, ni una alternativa
o un complemento a la consideración pensante de lo que la obra nos dice,
sino una forma de responder a lo que la obra de hecho presenta: la expe­
riencia emocional es la experiencia del significado de la obra en conexión
con nosotros, en cuanto sujetos concretos con vida, historia, creencias e
intereses específicos.
Los Atrabiliarios son un conjunto de piezas que Salcedo realizó a co­
mienzos de los años 90 (Imagen 1), y que consisten en una serie de zapa­
tos dispuestos en nichos cuadrados excavados en la pared de la galería. Se
trata de zapatos usados; a veces están solos y a veces en parejas; algunos
son de mujer y algunos son de hombre (Imagen 2). Los nichos están cu­
biertos de un tejido animal semitransparente8, que está cosido a la pared
con hilo quirúrgico (Imagen 3).

7. Luis Puelles Romero (2011) ofrece una reconstrucción de la génesis histórica de esta
expulsión. Noël Carroll, en el libro arriba citado, ofrece abundantes argumentos contra
ella.
8. Según el catálogo de la obra en el MOMA, donde se encuentra la ficha técnica (http://
www.moma.org/collection/object.php?object_id= 134303), se trata de piel de oveja,
aunque otros comentarios a esta obra sostienen que se trata de vejiga de vaca (por
ejemplo, en el libro de Malagón-Kurka, 2010).
Ahora bien, ya que partimos de la hipótesis de que esta obra busca pro­
ducir alguna forma de compasión, podemos apoyarnos en la estructura bá­
sica de esta emoción y considerar cómo la obra organiza nuestra atención
a la situación de acuerdo con los criterios relevantes.
¿Cuál es aquí el objeto de la emoción? Nuestra atención se dirige, en
primera instancia, a la obra misma, pero también y a través de ella a los
desaparecidos. Este dato no nos lo ofrece de manera directa e indubitable
la configuración de la obra, sino más bien la información complementaria
que nos brindan los comentarios de la artista y los críticos, el contexto de
su producción y las guías museales. Es, sin embargo, relevante e interno
a la obra en la medida en que este conocimiento modifica la experiencia
que hacemos de ella (de hecho, sería difícil comprenderla sin tener este
dato siquiera oscuramente presente) y puede ser confirmado, e incluso
desarrollado, si se lo contrasta con los rasgos materiales y formales de la
obra misma.
De hecho, si se hace difícil decidir entre los desaparecidos y la instala­
ción misma, como objeto de la emoción, es porque los zapatos funcionan
aquí como representaciones metonímicas de los desaparecidos, que apa­
recen en ellos de manera indirecta pero clara (Cf. Malagón-Kurka, 2010,
157; Merewether, 1998, 19). Son como una parte del cuerpo, y remiten
a él por las huellas del uso que están marcados en ellos. En la obra, esos
zapatos son (metonímicamente) personas, y nuestras emociones son di­
rigidas, a través de ellos, a las personas que representan. Ahora bien: ¿la
manera en la que es presentado este objeto resalta aquellos aspectos que
encajan con los criterios que típicamente exige una emoción como la com­
pasión; a saber, siguiendo a Aristóteles como antes citamos: “un cierto
pesar por la aparición de un mal destructivo y penoso en quien no lo me­
rece, que también cabría esperar que lo padeciera uno mismo o alguno
de nuestros allegados, y ello además cuando se muestra próximo” (1990,
1385b 13-19)?
El primero de estos criterios es el daño, tanto en términos de su grave­
dad como en su visibilidad: Aristóteles exige que el daño se nos muestre
en la apariencia, que se lo acerque al sujeto y se lo ponga “delante de los
ojos”; este sería uno de los elementos que intensifica la emoción:
Y como los padecimientos que se muestran inminentes son los que mueven a
compasión, mientras que los que ocurrieron hace diez mil años o los que ocu­
rrirán en el futuro, al no esperarlos ni acordamos de ellos, o no nos conmueven

¿ 122
en absoluto o no de la misma manera, resulta así necesario que aquellos que
complementan su pesar con gestos, voces, vestidos y, en general, con actitudes
teatrales excitan más la compasión, puesto que consiguen que el mal aparezca
más cercano, poniéndolo ante los ojos, sea como inminente, sea como ya suce­
dido (Aristóteles, 1990, 1386a 27-1386b 6).
Sin embargo, ¿hay algún sentido en el que estos objetos hayan sido
dañados o testimonien alguna clase de daño? A diferencia de otras obras
de Salcedo, como un Sin título de 1995 (Imagen 4), en las que el daño
realizado a los objetos resulta bastante evidente en su transformación a
través de procesos de corte, perforación, llenado de cemento, hibridación,
etcétera, en el caso de los Atrabiliarios el objeto central no es alterado de
ninguna forma visible. Más bien, ha sido simplemente aislado de su con­
texto usual, de tal forma que se frustra cualquier intento de conectarlos a
su uso cotidiano: han sido desfamiliarizados (Bennett, 2005, 67). Además,
han sido instalados de tal modo que no es posible verlos claramente, por
más que el espectador se acerque o se aleje de ellos (Imagen 5). Su vista
está opacada por esa película de material orgánico, la piel de oveja, que
los cubre: sí, están ahí, pero es imposible distinguir ningún trazo particular
en ellos, y casi provoca extender la mano e intentar remover esa película.
El daño - o la violencia- son, en cambio, más visibles en la agresividad de
las costuras que fijan esta película orgánica a la pared, y que en su distri­
bución irregular semejan tachones apresurados, apretados, desiguales y
brutales (Imagen 6).
Y precisamente esto ilumina el preenfoque por criterios de que hablé
antes, y se corresponde con un aspecto importante del daño que sufren las
familias de los desaparecidos: se trata no tanto de un daño físico, de un
daño directo al cuerpo de los miembros de la familia, como de un daño
que se causa al tejido de la vida cuando alguien particularmente impor­
tante dentro de él es súbitamente arrebatado sin que se sepa su destino.
Un desaparecido nunca se va del todo, pues la vida sigue teniéndolos en
cuenta, debe tenerlos en cuenta aunque no pueda contar con ellos, y su
visión se da sólo a través de los lentes opacos del recuerdo y la esperanza,
sin el contacto directo, del mismo modo en que nos vemos forzados a ver
estos zapatos através del tejido que los vela. La violencia y el daño están
representados sutilmente, pero con la mayor profundidad. La membrana
(con su carácter ligeramente repulsivo) expone este daño de la manera
más clara. Al igual que con el tema, la gravedad de este daño es imposible
de sopesar si no se recurre a la información contextual, pero se la hace

¿ 123
experimentar al espectador mediante la relación visual y espacial que se le
obliga a tener con la obra: en la tensión entre querer ver y tocar y la impo­
sibilidad de ver con nitidez y de tocar el objeto.
Aristóteles exige también, para que se trate de compasión, que el daño
no sea merecido. No sentimos compasión de aquellos que se han ganado
el sufrimiento que viven. Pero incluso si el daño es un castigo por algo que
se ha hecho, podemos sentir compasión si este castigo es desproporciona­
do y no guarda una medida adecuada con la trasgresión que lo origina.
¿Se cumple aquí este requisito del inmerecimiento? Las familias de los
desaparecidos son siempre inocentes en este sentido, de modo que hay un
castigo que no proviene de ninguna culpa; e incluso, si acusáramos a estas
familias de haber hecho algo mal, de haber propiciado de alguna manera
esta situación, el castigo que por ello reciben resulta injusto y despropor­
cionado, “en tanto nada justifica la ordalía de ir tras el fantasma de un ser
querido, el dolor de no poder dar clausura al duelo” (como bien analiza
Ileana Diéguez en estas mismas M emorias), ¿qué se podría haber hecho
para merecer esto?
Por último, tenemos la condición de la semejanza:'esa idea de que aquel
daño representado en la obra también presenta un peligro para nosotros,
q¡ue nosotros, como espectadores, también estamos expuestos a él. En la
experiencia de la compasión nos hacemos conscientes de nuestra fragili­
dad a través de la fragilidad del otro, de tal manera que este rasgo nos une
al otro, nos asemeja al otro. Esta emoción nos sitúa en un espacio común
con el que sufre el daño, de ahí que Aristóteles hable del temor y la com­
pasión como dos emociones que se acompañan siempre, particularmente
en la experiencia de la tragedia: siento compasión por aquellas cosas que
puedo temer que me afecten a mí y a los míos. Por tal razón, la compa­
sión no implica una posición de superioridad (en tal caso sería meramente
benevolencia), sino una relación más horizontal con el otro. Considerada
desde este punto de vista, la compasión no es una experiencia de identi­
ficación, no me convierto en el otro. Es, más bien -lo reitero-, una expe­
riencia de acercamiento al otro, de reconocimiento de un campo común
en el terreno de una posibilidad que se abre también al futuro: me fuerza
a darme cuenta de que esto podría ocurrir, de que algo tan terrible como
esto también podría ocurrirme.
Esta condición compartida se logra de una manera peculiar en la obra
que estamos tratando: a través del carácter cotidiano y común de estos

^ 124
zapatos. Ellos no sólo están asociados al cuerpo de los desaparecidos, sino
que constituyen objetos que nosotros también poseemos y con los cua­
les todos estamos relacionados. De tal manera, entonces, ponen en juego
también nuestra propia cotidianidad, la vida nuestra de todos los días. El
objeto sirve aquí como punto en el cual convergen los recuerdos de cada
uno de los espectadores, la implicación que cada uno de nosotros tiene con
esos objetos que usamos, regalamos o conservamos sin motivo, sirve para
mostrar y exhibir la semejanza entre nosotros y aquellos que han sufrido
estas ordalías: la humanidad compartida. En este punto es donde la pre­
tensión de memoria inscrita en la obra, mediante los zapatos usados, se
hace efectiva, palpitante y actuante sobre el espectador.
Esta interpretación de esta obra recoge elementos que han sido expues­
tos en otras interpretaciones de la obra de Salcedo (Cf. Bennett, 2005;
Gibbons 2007; Huyssen, 2010; Malagón-Kurka, 2010; Merewether, 1998;
Wong, 2007). No obstante, mi insistencia en que la compasión es una
de las emociones que resultan normativamente propuestas por la obra,
mediante el recurso a la teoría de las emociones, permite resaltar el he­
cho de que, si bien aquí hay una experiencia afectiva que puede ser muy
fuerte, no se trata simplemente un fenómeno de contagio del dolor, ni de
la trasmisión de un dolor físico o sólo físico (incluso si la experiencia pue­
de llegar a ser físicamente dolorosa para algún espectador). Antes bien:
la experiencia está aquí enmarcada en un conjunto complejo de juicios
respecto al objeto que lo ponen en relación con nuestra propia existencia,
individual y colectiva.

M em oria y com pasión

Hasta ahora, hemos considerado de qué manera los Atrabiliarios pue­


den suscitar compasión y temor en el espectador. Nuestra interpretación de
la obra se ha concentrado en mostrar que esto ocurre cuando, a través de
su estructuración formal, de la elección de los materiales y la articulación
de sus cargas significativas, la obra hace comprensibles para el.espectador
algunas de las experiencias constitutivas del duelo imposible, irresoluble,
en el que se encuentran atrapadas las familias de los desaparecidos, para
quienes el cuerpo del ser querido está velado, fuera de su alcance real y
es accesible sólo a través de la memoria y la esperanza. El choque entre el
deber de mantener viva la esperanza y la imposibilidad de materializar su

125
presencia, así como la indefensión de las familias ante una agresión que
corrompe el tejido de la existencia cotidiana, se hacen presentes a través
de los análogos materiales en los que encuentran expresión. A través de
estos análogos sensibles el espectador alcanza algo parecido a una pers­
pectiva interna -casi empática- que le permite imaginarse aspectos de la
experiencia de estas familias. En su estructura general la obra permite,
además, esa compleja reacción ante el dolor ajeno que es la compasión,
que implica no sólo conocer esas formas de sufrimiento, sino responder a
ellas con un sufrimiento que reconoce lo terrible de esa situación.
Queda pendiente abordar la pregunta con la que abríamos este texto.
¿Es posible y adecuado decir que estas obras condensan el dolor de los
familiares de los desaparecidos y lo guardan en sí, que cristalizan estas ex­
periencias para la memoria colectiva? ¿Se puede decir que la obra es una
máquina del tiempo y el espacio que nos permite revivir de manera común
esa experiencia privada? Algo como esto, según notábamos, parece impli­
cado en algunas afirmaciones de Doris Salcedo y de Clemencia Echeverri,
como cuando la primera afirmaba que a través de la obra “La experiencia
tenía que ser llevada a un espacio colectivo”, o cuando la segunda señalaba
que se le imponía “generar en imágenes ese ‘silencio del dolor”’.
La idea es tentadora, y capta el hecho de que las obras de arte permiten
un acercamiento más inmediato, sensible si se quiere, a experiencias como
ésta, de lo que podría hacerlo un descripción fría o un simple recuento
de cifras. Sin embargo, a partir de las ideas desarrolladas sobre la com­
pasión y el temor se hace posible y necesario introducir en tal suposición
una corrección, o más bien una precisión. El sentido fundamental de esta
precisión es que nuestro dolor ante la obra no es, no puede ser, idéntico al
dolor que sienten estas familias, incluso si la obra puede ser considerada
un artefacto que hace posible, para los espectadores, una respuestas afec­
tiva compartida.
Nuestra respuesta emocional y afectiva a la obra no puede equipararse
a la de las familias de los desaparecidos, y esto no sólo porque seamos in­
dividuos diferentes -es posible que varias personas sientan un dolor o un
placer compartido ante una misma situación, como cuando reaccionamos
todos en bloque con alegría por una victoria compartida, por ejemplo, o
con dolor ante una pérdida que nos afecta a todos de la misma manera-,
sino porque nuestra posición ante esta situación es radicalmente diferente
de la de ellas, y esta diferencia penetra y transforma totalmente la natu­

^ 126
raleza de la experiencia. Una obra como ésta nos permite, sí, imaginarnos
sensiblemente cómo se sienten ciertos aspectos de esa situación por la que
pasan, pero estas percepciones se ordenan para nosotros desde la pers­
pectiva del testigo del dolor ajeno, aquel que contempla el sufrimiento del
otro sin poder ni tener que hacer nada por él en ese momento. Aunque a
veces creamos poder identificarnos con la víctima, hemos de reconocer
que sólo somos espectadores que nos encontramos a la vez impotentes y
a salvo en el espacio protegido de la galería o el museo9. No tememos di­
rectamente por nuestra vida en ese momento, ni podemos hacer nada por
la de ellos; pero justamente esa libertad frente a la presión agobiante de
la acción inmediata nos permite demoramos más tiempo y concentramos
más intensamente en esa situación, nos abre un espacio para intentar com ­
prenderla, penetrar en sus matices.

La obra puede ofrecernos conocimientos suficientes para acercamos a


la perspectiva de las víctimas, para entender, comparándolas con nuestras
propias implicaciones con el mundo, lo terrible de las situaciones por las
que pasan, y darnos así herramientas para abrimos imaginativamente a la
comprensión de sus sufrimientos, entendiendo el punto de vista desde el
cual el otro puede estar asumiéndolos y el lugar en el que lo hieren. Pero
comprender algo, incluso un dolor, no es ni tiene que ser vivirlo: entender
a alguien no es identificarse con él, sino un proceso de mediación en el que
pongo en relación su punto de vista y el mío a través de un acercamiento a
la génesis de sus experiencias y reacciones. Es esta mediación la que está
en la base de la compasión: la compasión no equivale a sentir lo mismo
que el otro, ni a contagiarse de su dolor, sino a entender que el otro sufre y,
a causa de ello co-sufrír con y por él, pero no lo mismo que él ni desde su
punto de vista: la perspectiva desde la cual vivimos la experiencia la pene­
tra y transforma por completo y la convierte en algo totalmente diferente.
Como espectadores, desde la seguridad que nos brinda el hecho de que
asistimos a una representación del sufrimiento ajeno y no al acontecimien­
to mismo del asesinato o la desaparición, de vivir con el fantasma de un
desaparecido, para nosotros la contemplación de estas obras resulta más
semejante a aquella que Proust indicaba se daba en ciertas novelas que

9. Sobre los peligros constantes que implican estéis formas artísticas respecto a la tentación
de apropiarnos de la posición de la víctima han reflexionado mucho los llamados estu­
dios del Trauma. (Cf. Guerin y Hallas, 2007).
“son como pesares grandes pero provisionales, que atajan el hábito, que
nos ponen una vez más en contacto con la realidad de la vida, pero sólo
por espacio de pocas horas” (Cit. en Nussbaum, 2008, 280s). Podemos sa­
lir de esta experiencia enriquecidos por una visión más clara y más profun­
da de esa situación, pero no constituye una parte de la trama de nuestra
vida en el mismo sentido (ni con la misma carga) que lo constituye para la
vida de la víctima.
Lo cual, reitero, no equivale a decir que allí no se comparta algo ni se
cree la base, como siempre frágil y como siempre a la espera de ser reacti­
vada, para una experiencia común. Debemos distinguir entre la experien­
cia acerca de la cual es la obra y la experiencia de la obra. La experiencia
de las familias de los desaparecidos, acerca de la cual es la obra, es una
experiencia que no podemos apropiarnos, que sigue siendo, por así decir­
lo, propiedad exclusiva de ellos. Pero también hay una experiencia que
podemos tener todos los espectadores con la obra, que incluye elementos
emocionales, afectivos y puramente intelectuales. Es la experiencia con y
de la obra (y no la experiencia sobre la cual la obra es) la que se añade,
a través del arte, al repertorio social compartido y crea una memoria en
la que todos podemos tomar parte. Este es, para usar una bella expresión
de Albrecht Wellmer, un “enriquecimiento del caudal del sentido”, de ese
espacio común en el cual podemos encontramos unos con otros.
Tal como está mediada e inducida en la obra de arte, la experiencia de
la compasión ofrece un apoyo, por débil que sea, para la solidaridad en la
medida en que potencia nuestra capacidad imaginativa para interesarnos
por los demás, para preocupamos por lo que les acontece y por lo que po­
dría ocurrimos a todos nosotros. La realización factual de esa solidaridad
presupone, claro está, condiciones éticas, políticas y culturales que exce­
den los poderes del arte por sí solo, algo que Javier Domínguez, en el texto
publicado en este mismo libro, explica muy bien. Pero que a través de la
obra se apoyen las condiciones subjetivas de esa posibilidad me parece, en
principio, una contribución apreciable. No es la única tarea del arte, no es
ni siquiera la única tarea de una obra como ésta, pero es una tarea cuya
dignidad no deberíamos desconocer.

^ 128
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^ 130
Im a g e n 1: A tra b ilia rio s . ( D e t a l l e ) . (1 9 9 2 - 1 9 9 3 ). D o r is S a lc e d o . In s t a la c ió n d e
p a r e d c o n c o n tr a c h a p a d o , z a p a to s , fib r a a n im a l, h ilo y p ie l d e o v e ja . S eis n ic h o s .
7 6 .2 x 1 7 8 .4 x 13 c m . M O M A , N e w Y o r k . F o to : D a n ie l T o b ó n .

± 131
jM*

Im a g e n 2: Atrabiliarios. (D e t a lle ). (1 9 9 2 -1 9 9 3 ). D o ris S a lc e d o . In s ta la c ió n d e


p a r e d con co n tra c h a p a d o , zap ato s, fib ra a n im al, h ilo y p iel d e o veja. Seis nichos.
76.2 x 17 8 .4 x 13 cm. M O M A , N e w Y o rk . Foto: D a n ie l T o b ó n .

± 132
Im a g e n 3: Atrabiliarios. (D e t a lle ). (1 9 9 2 -1 9 9 3 ). D o ris S a lc e d o . In s ta la c ió n d e
p a re d co n co n tra c h a p a d o , zap ato s, fib ra an im al, h ilo y p iel d e o veja. Seis nichos.
76.2 x 17 8.4 x 13 cm. M O M A , N e w Y o rk . Foto: D a n ie l T o b ó n .

133
T

Im á g e n e s 4 a y 4 b : Sin título. (1 9 9 5 ). D o ris S a lce d o . M a d e ra , cem en to, acero, tela,


cu ero. 2 3 6 .2 x 104.1 x 4 8 .2 cm . M O M A , N e w Y o rk . Foto: D a n ie l T o b ó n .

^ 134
Im a g e n 5 : A tra b ilia rio s . ( D e t a l l e ) . (1 9 9 2 - 1 9 9 3 ). D o r is S a lc e d o . I n s t a la c ió n d e
p a r e d c o n c o n tr a c h a p a d o , z a p a to s , fib r a a n im a l, h ilo y p ie l d e o v e ja . S e is n ic h o s .
7 6 .2 x 1 7 8 .4 x 13 c m . M O M A , N e w Y o r k . F o t o : D a n ie l T o b ó n .

^ 135
I m a g e n 6: A tra b ilia rio s . ( D e t a l l e ) . (1 9 9 2 - 1 9 9 3 ). D o r is S a lc e d o . I n s t a la c ió n d e
p a r e d c o n c o n tr a c h a p a d o , z a p a to s , fib r a a n im a l, h ilo y p ie l d e o v e ja . S eis n ic h o s .
7 6 .2 x 1 7 8 .4 x 13 c m . M O M A , N e w Y o r k . F o to : D a n ie l T o b ó n .

t 136
Arte, memoria y experiencia:
dos ejemplos de compromiso

Vicente Jorque

Artistas como lugartenientes

^Recordar a lo s o lv id a d o s . Comenzaré mi exposición con una


anécdota que puede parecer un tanto-trivial, pero que yo considero rela­
tivamente significativa. En su preceptivo discurso de agradecimiento por
la concesión del Premio Velázquez a las Artes, en 2010, en el Museo del
Prado de Madrid, la colombiana Doris Salcedo comenzó su intervención
saludando educadamente a todo el mundo, es decir, “a todas las perso­
nas presentes por igual” (García, 2010). Por extraño que parezca, hubo
quien tomó esta inocente declaración como una falta de respeto, dado
que entre las “personas presentes” se hallaban los dos Príncipes de Espa­
ña, el heredero Felipe y su esposa Letizia, a los que, supuestamente, la
artista habría tenido que dedicar algo así como un saludo específico, tal
vez más enfático, aun cuando fuese de un sesgo protocolario y no nece­
sariamente más sincero. Estaba claro en todo caso que, fiel a un espíritu
republicano, igualitarista y democrático, y en esta ocasión de un carácter
-digam os- abiertamente poscolonial, la premiada Doris Salcedo no que­
ría entender de viejos rangos y rancias jerarquías, y que había decidido
pasarlos explícitamente por alto; aunque lo cierto es que el público en
general - y yo creo que hasta los Príncipes mismos- lo supo asumir sin
mayores problemas1.

1. Entretanto, por cierto, he creído entender que Doris Salcedo pidió que en el acto no
hubiera presencia oficial del Gobierno de Colombia, aparentemente en protesta por una
exposición program ada y no realizada (Cf. González, 2012).

¿ 137
Por lo demás, de ese bello y muy bien elaborado discurso, en donde la
artista demostraba tanto su reconocida sensibilidad como su consistencia
en materia de reflexión, destacó alguna prensa española sus palabras sobre
Walter Benjamin, al que se vino a referir como su “filósofo de cabecera”, el
cual -cito a Doris Salcedo:
pensó que los vencidos podíamos narrar nuestra historia y que ésta se podía
construir desde el presente del historiador o del artista que observa el pasado.
El pasado no es algo dado. Se construye en el momento de ser narrado. Esta
perspectiva desde el presente permite que la memoria olvidada, la memoria
reprimida, surja como una imagen, otorgando así una oportunidad a todo lo
que en el pasado fue aplastado, desdeñado y abandonado (Salcedo, citada por
García, 2010).
Estas frases tienen todo el aspecto de ser certeras y apropiadas, y res­
ponden a una bastante correcta (pero también, por así decir, popular)
interpretación de Benjamin por parte de Doris Salcedo, sobre todo te­
niendo en cuenta que ella misma se ubicaba entre quienes se proponen
reivindicar a “los vencidos”. Mi propósito, no obstante, es matizar estas
palabras y darles una penúltima vuelta de tuerca. No, por supuesto, con
vistas a obsequiar a la artista con una innecesaria lección de filosofía
benjaminiana, sino al revés: para singularizar su trabajo y mostrar la
manera en que se distancia, por fortuna, respecto de ése o cualquier otro
marco teórico.
Porque, si bien se mira, y pese a lo que sostiene la artista, no es lo mis­
mo construir el pasado en forma de narración que en forma de imagen: no
es lo mismo construir la historia del pasado (y del presente y del futuro)
en términos de proceso y de continuidad, de relato articulado o eventual­
mente articulable como dotado de sentido, que construirlo en términos
de súbita iluminación fragmentaria. Y, desde luego, no es lo mismo hacer­
lo desde la perspectiva radical de un presente o porvenir revolucionario
(como era el caso de Benjamin a finales de los años treinta), que hacerlo,
por así decir, sin grandes esperanzas en el pronto o tardío advenimiento de
una humanidad emancipada y gloriosa.
Por otro lado, encuentro asimismo un importante problema en esa clase
de orientaciones artísticas como la que tan brillantemente representa y
practica Doris Salcedo. Puesto que es evidente que su voluntad de otorgar
“una oportunidad”, como ella dice, a “todo lo que en el pasado fue aplas­
tado, desdeñado y abandonado”, no puede sino contar, sin duda, con mis

¿ 138
más vivas simpatías y, supongo, con las de todo ser humano bien nacido.
Sin embargo, confieso que no consigo convencerme de que esa “oportuni­
dad” le sea otorgada a lo “aplastado” en el pretérito de una manera verda­
deramente eficaz. Quiero decir: en el medio del arte.
De hecho, cuando se reflexiona, por ejemplo, sobre su célebre Shibboleth,
aquella grieta que introdujo en la Sala de Turbinas de la Tate Modern, en
Londres, entre 2007 y 2008, y que ha sido interpretada como una imagen
de la separación entre el Primer Mundo y el Tercer Mundo, uno no puede
dejar de pensar en esa otra grieta no sé si tan dramática, pero igualmente
real, que se abre entre los muy buenos propósitos de muchos artistas, y de
ésta en especial (en el papel de defensora de “los vencidos”) y los bastante
escasos resultados de orden práctico, de cara a la victoria, que es de lo que
se trata o de lo que debería tratarse.
Y uno se pregunta así mismo si una obra de arte, en la medida en que
se propone hacer presente (esto es, representar) un conflicto o problema
ordinariamente olvidado, puede efectivamente ofrecerse de tal modo que
se preste a ser interpretada en un sentido tan unívoco y, por así decir, tan
escueto, sin que la obra misma se resienta en su misma esencia, hasta
convertirse en una especie de postulado genérico que alguien (por ejem­
plo, algún crítico malintencionado, aunque tal vez sagaz) podría consi­
derar tan bienintencionado como, en el fondo, banal. Porque, al fin y al
cabo, resulta demasiado obvio que ponerse de parte de “los vencidos”,
de los débiles, tiene que ser moralmente mejor que ponerse de parte de
los fuertes, los poderosos, los victoriosos abusivos y opresores, que no
necesitan ulterior ayuda ni solidaridad por nuestra parte. Pero también
es claro que esa clase de posicionamientos no cuestan a veces ni mucho
ni poco (aunque a Doris Salcedo sí le hayan costado), y hasta pueden
gozar del aprecio sincero (y eventualmente del dinero) de los victoriosos
más comprensivos y educados, sobre todo si saben que “los vencidos” no
van a poderles ganar jamás, ni revocar la historia, o al menos no gracias
al arte.
Todo esto viene al caso en la medida en que sea importante que una
obra de arte signifique más de una cosa (como una “grieta” más que
evidente). Es indudable que Doris Salcedo plantea el asunto con la más
absoluta franqueza, haciéndonos ver que la vida humana no sólo no es
justa y que debe, por tanto, transformarse, sino que, además, es rara y
compleja, cosa que complica los términos en que puede tener lugar su

¿ 139
transformación. De hecho, su Shibboleth no era sólo una evocación del
abismo que puede reconocerse entre el Primer Mundo y el Tercero (por
cierto, ¿qué pasaría con el Segundo?), tal como parecía serlo al quedar
fijada en los habituales registros periodísticos, tendentes a permanecer
en lo superficial, sino que era también la exposición plástica de una rup­
tura en el núcleo de la modernidad occidental, una ruptura originaria
propiciadora de otras innumerables rupturas y contradicciones, inclu­
yendo la existente entre la monumentalidad de la nave industrial como
epítome del progreso técnico y lo discutible de sus logros morales, o
entre las aspiraciones presuntamente emancipatorias de la cultura oc­
cidental y su trasfondo racista, o sus pretensiones universalistas y sus
efectos eventualmente excluyentes (o, cuando menos, insuficientes para
impedir las atrocidades que siguen produciéndose a lo largo y ancho de
nuestro planeta).

Shibboleth (una obra, por lo demás, apenas comprensible sin un co­


nocimiento del resto de la trayectoria de Doris Salcedo, sólo en cuyo
marco adquiere toda su verdadera complejidad), funciona asimismo
como una puesta en juego de la dialéctica entre la experiencia visual y
el concepto y, como toda obra de arte auténtica o valiosa, se expone (y
esto con plena independencia de su contenido ideológico) en forma de
una triunfante materialización de la enorme potencia imaginativa del
ser humano.

Algo semejante, al menos en cuanto a la conexión entre una dimensión


política -la tarea de rememorar y hacer presentes a las víctimas ausen­
tes- y la estrictamente artística, podría reconocerse en las piezas expuestas
por Doris Salcedo este año en la White Cube de Londres: Plegaria muda y
A flo r de piel no sólo hacen referencia a los muertos, a las víctimas directas
del conflicto, sino que las evocan en unos términos brillantes, enormemen­
te delicados, poéticos, desplegando además una reflexión sobre los límites
de la escultura autónoma (dentro de los cuales se mueve, al fin y al cabo)
e introduciendo un componente narrativo gracias al cual el espectador no
sólo es informado de pasados dramas, sino incitado a recrearlos indivi­
dualmente. en su imaginación. No se trata sólo, por tanto, de la simple y
poco práctica denuncia de hechos conocidos, sino de piezas rebosantes de
sentido de la humanidad que se insertan igualmente en la historia social y
política, por un lado, y en la historia específica y en la tradición del arte,
por otro.
Un artista serio

Pero no sé si se podría decir lo mismo de otros artistas también en­


fáticamente comprometidos con la causa de “los olvidados”. Éstos, por
cierto, no son sólo las víctimas de conflictos pretéritos, recientes o remo­
tos: los perdedores de la historia siguen estado ahí, en el presente, recla­
mando nuestra memoria no menos, sino más que los que se echaron a
perder hace tiempo. Por eso ahora no estoy pensando en “los olvidados”
de épocas pasadas, sino en sus descendientes actuales. Por ejemplo, los
que suelen intervenir en las obras del español Santiago Sierra, que nos
pueden valer como contrapunto de los esfuerzos de artistas como Doris
Salcedo.
Hay que recordar que Santiago Sierra se ha definido a sí mismo como
una especie de “minimalista con complejo de culpa” (Ramírez, 2006).
Pero también podríamos definirlo como un posconceptualista heroico
rebosante de buena conciencia; lo cual, en principio, no sería ni mejor
ni peor. Desde hace años, muchas de sus obras las realiza con el con­
curso de grupos de colaboradores “remunerados”, a menudo pobres o
desheredados, socialmente marginados, a los que el artista contrata para
desempeñar papeles diversamente humillantes o estúpidos: presuntos
inmigrantes encerrados en la bodega de un barco, o bien obligados a
aprender una frase o a trabajar para nada; o personas pagadas para -e n
palabras del colombiano Carlos Grariés- “tatuarse una línea en la espal­
da, masturbarse ante una cámara, teñirse el pelo de amarillo, permane­
cer encerrados en una caja de cartón o dejarse rociar con póliuretano”
(Granés, 2011, 413) o, más recientemente, ser penetradas por el ano (la
obra, titulada Los penetrados, no engaña respecto a su tema). En Berlín
convirtió una sinagoga en el remedo de una cámara de gas. En otras de
sus obras, como una realizada en Caracas en 2006, jugaba con el color de
la piel de los colaboradores. Hace poco hizo traer de la India toneladas
de excrementos de los parias que -precisamente-se dedican a recoger
excrementos y los presentó en forma de elegantes túmulos en una expo­
sición en España.

De hecho, a veces parece como si Santiago Sierra se hubiese podido


acoger en términos tragicómicamente literales a una frase de Benjamin a
propósito de lo excluido de la línea presuntamente victoriosa de la histo­
ria: “los andrajos, los desperdicios, no quiero inventariarlos, sino hacerles
justicia de la única manera posible: empleándolos” (Benjamín, 1983, V,
574)2. En el caso de Sierra, utilizándolos para hacer con ellos sus obras de
arte. Esto es, con ellos vivos. Una manera bien radical de traerlos a nuestra
memoria.
Una de sus obras más conocidas - y puede que la más decorosa- es la
que presentó en 2003 en el pabellón nacional de España en la Biennale de
Venecia de 2003. Se trataba de un espacio semivacío, algo tenebroso y des­
tartalado, al que nadie podía acceder sin antes acreditar -mediante carné
de identidad o pasaporte- su nacionalidad española: una evidente refe­
rencia a la idea de convertir Europa (y a España como una de sus puertas)
en una fortaleza inaccesible a inmigrantes desharrapados. Ultimamente
se ha dedicado a un proyecto titulado N o Global Tour, consistente en una
especie de palabra N o tridimensional que el artista hace transportar en un
camión y que ubica allí donde le parece conveniente de cara a responder
negativamente a lo que se encuentre delante. En las puertas de ARCO, la
feria comercial de arte de Madrid, pudo verse hace poco. Más aún: con la
colaboración de Julius von Bismarck, inventor de un artilugio algo cómi­
camente denominado Fulgurator (una cámara manipulada que no fotogra­
fía, sino que infiltra imágenes en las que captan, con flash, otras cámaras
fotográficas), consiguió proyectar el N O sobre la imagen de la cabeza del
Papa Benedicto XVI en su visita a España. Al propio von Bismarck se le
debe el logro de haber hecho lo propio con un crucifijo sobre el atril tras el
cual conferenciaba el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, así
como sobre el rostro de Mao Zedong en la plaza Tiananmen, de triste re­
cuerdo. Aunque, como era bastante previsible, esto no inquietó demasiado
a Obama; ni mucho menos a Mao. Ni a nadie en general3.
En este punto, y a la vista de tan patente reducción de la funcionali­
dad crítica del arte a puerilidad inane, vale la pena remitir de nuevo a
Carlos Granés, a sus algo despiadadas conclusiones a propósito de San­
tiago Sierra:

2. A propósito de ésta y de sucesivas referencias a Benjamin, Cf. Jarque, 1992,179ss.

3. Estas actitudes de carácter irreverente contienen menos sustancia política o subversiva


que inocentemente cómica. Lo cual, desde luego, no es necesariamente malo. Recuer­
dan a obras como las del italiano Maurizio Cattelan -la figura del Papa Juan Pablo II
derribado por un meteorito- o del español Francisco Merino -u n muñeco representan­
do al dictador Francisco Franco metido en un expendedor automático de Coca-Cola-,
presentado en la última edición de ARCO, en Madrid.

± 142
que en el mundo hay explotación no es un secreto para nadie, y hacerlo evi­
dente en galerías y museos no dice nada nuevo. Lejos de criticar al sistema, lo
que hacen estas filmaciones [i.e.: los vídeos que documentan los trabajos de
Sierra] es reproducirlo y servirse de sus rasgos más degradantes para alcanzar
el éxito y la fama. No porque el resultado final sea una autoproclamada obra
de arte se atenúa la humillación y el abuso implícitos en el proceso. Ir al Tercer
Mundo en busca de pobres -los participantes en las obras de Sierra suelen ser
cubanos, guatemaltecos, mexicanos: también inmigrantes, prostitutas, yonquis
e indigentes- es, quizás, la forma más mercantilista y grotesca de hacer arte.

E inmediatamente añade:

Sierra ya no viaja a Latinoamérica en busca de revoluciones, sino de pobres


fáciles de convertir en mercancías que se cotizan al alza en el mercado del
arte primermundista. En lugar de promover una revolución cultural, el artista
celebra los aspectos más abyectos de la sociedad contemporánea (Granés,
2011,413).

Ahora bien, yo no estoy seguro de que el artista celebre en sentido estric­


to esos aspectos tan abyectos de nuestro mundo contemporáneo. Más bien
parece que, con mayor o menor éxito, lo que pretende es denunciarlos.
Pero, por lo demás, creo que las consideraciones de Carlos Granés tienen
bastante peso. En todo caso, si hablo de Santiago Sierra es, como antes de­
cía, por ofrecer un punto de referencia alternativo al que representa Doris
Salcedo. Y esto no sólo por la coincidencia en cuanto a sus propósitos de
rescate de los perdedores, de hacer presentes a los olvidados o excluidos,
sino por la diferencia de los materiales de que se sirven (en un caso metá­
foras, en el otro seres vivos), así como por lo siguiente: Doris Salcedo reco­
gió su premio educadamente (aun cuando, como sabemos, sin adular a los
Príncipes de España); pero es que a Santiago Sierra se le concedió después
el Premio Nacional de Artes Plásticas, y lo rechazó. Y resulta que alguien
-en una de tantas redes de internautas- observó la diferencia, es decir, se
manifestó afeando la conducta de la colombiana y, por tanto, proponien­
do al español como modelo de artista auténticamente comprometido por
las causas justas. De hecho, la carta en la que Santiago Sierra rehusaba
aceptar el premio (fechada, por cierto, en el mes de brumaire, como en los
tiempos de Napoleón Bonaparte) tiene un interés especial: por un lado,
declinaba el honor con base en la idea de que él era “un artista serio”, es
decir, se supone, enemigo del Estado español o de cualquier otro Estado;
por otro lado, esa carta, que el propio autor parecía integrar en el marco

¿ 143
de su citado proyecto N O Global Tour, se ha convertido ella misma en obra
de arte4. Por qué no.
Recientemente, Sierra ha presentado una obra en Valencia (España),
en el Cabanyal, un barrio histórico de valiosa arquitectura vernácula que
la administración pretende poco menos que arrasar y convertir en pasto
de la (hoy día algo improbable) especulación inmobiliaria. Este barrio se
ha destacado durante los últimos años por su combatividad, así como por
la manera peculiar con la que se ha aliado con artistas, algunos de ellos
vecinos, orientados hacia el artivismo con causa. En consonancia con la
tradicional fiesta valenciana de las Fallas (elaboradísimos monumentos ca­
llejeros de madera y cartón repletos de figuras y personajes, a los que, tras
ser expuestos durante unos días, se les prende fuego indefectiblemente el
día 19 de marzo, en grandes hogueras en honor de San José el carpintero),
la obra de Sierra consistió en la quema de la palabra FUTURE (es decir,
“futuro”, sólo que en inglés porque, dijo el autor, lo que pasa en Valencia
pasa también “en otros barrios del mundo”), de 3x18 metros aproximada­
mente, construida en madera, en una acción, al parecer, semiclandestina,
desarrollada en un desangelado solar situado frente a un edificio cierta­
mente lamentable, en presencia de unas docenas de artistas y irnos pocos
allegados (Cf., Bono, 2012).
Ahora tal vez se entenderá mejor mi perplejidad. Porque esta obra es
verdaderamente compleja. Por un lado, juega con la transgresión de los
límites entre arte elevado (autoconsciente, conceptual) y arte popular. Por
otro lado, se presenta como una operación casi ilegal (aunque inocente)
en solidaridad con la larga lucha de los habitantes de un barrio pobre y
deteriorado. Por otro lado, el triste edificio que hace de trasfondo de su
obra (materialmente efímera, aunque eternizable en forma de imagen, en
términos documentales) no responde a la clase de vivienda que el barrio
quiere preservar (más bien se trata de lo contrario: una horrible mole de
origen franquista, predemocrático, que es justamente la que más mere­
cería la demolición). De manera que, por otro lado, uno se pregunta si
Santiago Sierra lamenta la eventual desaparición de ése adefesio sin fu­
turo, o de los restantes que configuran la auténtica trama urbanística del

4. Por supuesto, la carta de Santiago Sierra ha sido ampliamente difundida en Internet.


Puede encontrarse en el sitio web del artista: http://www.santiago-sierra.com/index_
1024.php

t 144
hamo. Así que, finalmente, uno se pregunta si la palabra quemada -F U T U -
R E - no podría haber sido otra. Por ejemplo: PAST, que no es exactamente
lo mismo. O incluso PRESENT, que es lo que más nos interesa. De hecho,
la prensa hablaba dé que Santiago Sierra había prendido fuego simbólica­
mente (menos mal, que sólo simbólicamente) al futuro. Tal vez porque la
administración quería destruir - y no sólo simbólica, sino físicamente- las
huellas del pasado.
Pero dejémoslo así. Por supuesto, no es cuestión de reprochar a Doris
Salcedo ni a Santiago Sierra la ineficacia política de sus obras o acciones.
Ya sabemos que los conflictos sociales no puede resolverlos el arte. Ni los
grandes dadaístas berlineses más políticamente radicales, como Grosz o
Hausmann, ni Beítolt Brecht, sirvieron de nada para evitar el ascenso de
Hitler al poder. Tampoco pudieron hacer nada contra los asesinatos pro­
gramados en Auschwitz. Ni las más combativas canciones de Quilapayún
o de Víctor Jara impidieron el colapso del, ya de por sí frágil, régimen de
Allende ni la estruendosa llegada del general Pinochet. En cualquier caso,
es evidente para todos que no va a ser el arte el que determine a corto
plazo el destino de los barrios degradados, ni de las Repúblicas llamadas
bolivarianas, ni de Colombia, ni del Reino de España, ni de Grecia (ni de
Alemania, dicho sea de paso). Pero también es obvio que ésta no es razón
para reprochar a los artistas que se ocupen de la miseria social o de la
opresión política, de lo olvidado, aun a riesgo de transfigurar estas cosas
en forma de objeto de dudosa contemplación estética, cuando no de cínica
delectación burguesa.
Lo que pasa es que la cuestión no es sólo ésa, sobre la que no hay mucho
que decir, sino también otra un poco diferente. Y esa cuestión es la siguien­
te: si un artista sólo es “serio” en la medida en que se ocupa de “los olvida­
dos” o excluidos por el Estado y rechaza, en justa consecuencia, toda forma
de reconocimiento oficial (lo cual convertiría a Doris Salcedo, desde el
punto de vista de Santiago Sierra, en una artista poco o nada seria, a pesar
de su interés por “los olvidados”), ¿qué decir entonces de aquellos artistas
que, al margen de sus ideas personales en cuanto que ciudadanos, practi­
can un arte autónomo en donde no sólo cabe el reconocimiento oficial o
mercantil (aunque sea a regañadientes, a veces con un punto de elegante
distanciamiento, aunque no sea sino por sobrevivir como artista con algu­
na dignidad), sino que además en él ni siquiera comparece lo “aplastado,
desdeñado y abandonado”? Dicho de otro modo: ¿carece necesariamente
de memoria, incluso de memoria histórica, o de legitimidad, o de sentido
moral o estético, un arte en donde no se hagan presentes “los olvidados”,
sino otra infinita clase de cosas? Mi intención es advertir en qué sentido el
papel de la memoria en el arte y su funcionalidad colectiva no puede - o tal
vez no debería- sustentarse sólo en esta clase de perspectivas políticas, tan
llenas de buenos propósitos como olvidadizas de otros registros eventual­
mente imprescindibles de cara a la lucha contra la barbarie, y que, por otra
parte, pueden conducir a resultados de muy diversa índole, como los que
encontramos en artistas comprometidos, pero tan dispares, como Doris
Salcedo y Santiago Sierra.

Una filosofía de la historia

Pasajes fragmentados

Para confrontar estas cuestiones puede ser útil, en efecto, recurrir al “fi­
lósofo de cabecera” de Doris Salcedo, es decir, a Walter Benjamin. Recorde­
mos que ella hablaba de unas ideas de Benjamin relativas a la posibilidad
o necesidad de pensar la historia - y de hacer m emoria- en unos términos
alternativos a los habituales de la historiografía de raigambre burguesa. Lo
que quisiera mostrar a continuación es la clase de problemas que pueden
presentarse cuando se asume la filosofía de la historia de Benjamin como
guía o como parámetro en orden a una práctica del arte contemporáneo
comprometido con el presente, como es el caso de Doris Salcedo. Espero
que se entienda -insisto en ello- que mi intención no es en absoluto poner
en cuestión la obra de la artista colombiana, sino todo lo contrario: poner
en valor sus méritos, precisamente teniendo en cuenta los fundamentos
teoréticos en los que dice inspirarse.
El asunto es el siguiente: Benjamin trataba de oponerse a la visión de
la historia universal como el relato de un progreso entendido como el más
o menos continuo desarrollo de un modelo unilateralmente establecido
por el sujeto idealmente identificado con la racionalidad instrumental que
habría cristalizado en el capitalismo tardío y subyugado por el imperio de
la mercancía. El hecho es que el capitalismo actual no se despliega sólo en
el reino de la mercancía (en donde el problema estriba en la injusta rela­
ción entre el propietario de los medios de producción y los trabajadores
o proletarios explotados, como denunciaba Marx), sino, sobre todo, en
el del implacable capital financiero, en un mundo llamado global, que ya
no respeta a esos trabajadores, ni a los patronos que fundan o gestionan

^ 146
empresas industriales, sino que -business is business- propicia situaciones
conducentes a la muerte de inocentes y amenaza con hundir en la miseria
a países enteros. Éste es el mundo en el que vivimos, y Benjamin no podía
conocerlo. Su concepción de la historia era muy radical, pero también de­
masiado optimista.
De hecho, la propuesta benjaminiana de revisión de los orígenes de la
modernidad, tal como se hace patente en su famoso proyecto de los Pasa­
jes, parecía consistir en rescatar residuos o escombros, fragmentos olvida­
dos en el curso del “cortejo triunfal” (Benjamin, 1973,181; 1980,1 ,1248)
urdido y celebrado por la burguesía en el poder. Pero, al fin y al cabo, una
relectura de la historia no puede tener como único objeto rememorar a los
esclavos muertos a los que no pudo liberar Espartaco en la antigua Roma,
ni a los siervos medievales aplastados por los caballeros a lo largo y ancho
de todo el continente europeo, ni a los negros robados en África, ni a los
obreros sin derechos del Londres de la época de Dickens. Ni siquiera, por
cierto, a los belicosos o pacíficos nativos de los tiempos precolombinos,
que no desempeñaban ningún papel entre lo “olvidado” y finalmente redi­
mido a través de la “imagen dialéctica” que Benjamin se hizo de la historia
(una imagen, hay que decirlo, tan eurocèntrica como pudo serlo la narra­
tiva historicista burguesa de un Ranke)5.
En realidad, lo que le interesaba a Benjamin era concebir (o más bien
imaginar) la historia de la modernidad de tal modo que pudiera servir para
liberar a los oprimidos del presente, en una perspectiva que, en función de
una crítica radical de las ilusiones socialdemócratas, cómplices de una idea
optimista del progreso, de origen burgués, que obraría en términos des-
movilizadores, apuntar hacia la acción resueltamente revolucionaria -es
decir, comunista- propiciadora de un decisivo y definitivo vuelco histórico
conducente a convertir a todos esos “olvidados” de siempre -pero sobre
todo a los actuales- en protagonistas del porvenir.
En sus últimos años, cuando se empeñaba en terminar su (por lo demás,
esencialmente interminable) proyecto de los Pasajes, Benjamin se encon­

5. Cf. Jarque, 1992, 179 ss. En cuanto a Ranke, al que Benjamin cita cuando sostiene que
“articular históricamente lo pasado no significa conocerlo ‘tal y como verdaderamente
ha sido”’ (aunque Benjamin no explica si el problema estriba en que eso es lógicamente
imposible o en que es, digamos, políticamente incorrecto), es cierto que su visión de la
historia universal, como la de la mayor parte de los historiadores, resulta un tanto confu­
sa. Esto no debería extremar demasiado, dado que el concepto de una “historia universal”
no es propio de la historiografía, sino de la filosofía. (Cf., Jarque, 2010,87).
traba, sin duda, en una situación desesperada: su proyecto filosófico se
sustentaba en la perspectiva de una revolución comunista, en función de la
cual podía defender la “liquidación general” de la cultura (burguesa, occi­
dental, europea) y el advenimiento de algo que no dudaría en llamar una
nueva barbarie que el proletariado, eventualmente organizado en forma de
consejos de trabajadores, sabría administrar con vistas a la emancipación
definitiva de la humanidad6.
El Benjamín tardío siempre confundió -y o creo que bastante conscien­
temente- esta perspectiva revolucionaria con otra de orden teológico que
venía funcionando como instancia subyacente a su pensamiento desde los
tiempos anteriores a su conversión al comunismo bolchevique. En este sen­
tido cabe entender su proyecto de los Pasajes, a través del cual pretendía
ofrecer una “imagen dialéctica” de la modernidad a manera de “montaje”
de fragmentos a propósito de los cuales, decía, “no tengo nada que decir,
sólo que mostrar” (Benjamín, 1983,574)7. Se supone que esos fragmentos,
como tales, podían considerarse residuos, incluso desechos de la historia,
que él rescataba del olvido con vistas a redimirlos convirtiéndolos en ele­
mentos de una memoria de sesgo mesiánico, esto es, redentor.
Pero la idea de que la recuperación del pasado -e l de los “vencidos”- en
forma de agrupación de fragmentos yuxtapuestos pueda suponer algo pa­
recido a una victoria política o teológica..., esta idea es bastante más que
discutible. Incluso podría ser falsa, por ilusoria. Puesto que lo que tiene de
malo el mal, la injusticia sufrida por las víctimas del poder, la miseria en
general, la desgracia humana del pasado y el presente, es que puede ser
literalmente irreparable. Salvo en términos religiosos, claro está. Fue Max
Horkheimer, en una carta a Benjamín a propósito de su ensayo sobre el
coleccionista Eduard Fuchs, quien le planteó el problema de que el pasado
tal vez era el reino de la clausura, en el sentido de que las víctimas -los
muertos, digamos- no podían esperar ninguna clase de restauración real,
y que los asesinados no iban a resucitar. Mientras que el futuro, al menos
en principio, y aunque no podamos contar con ninguna clase de garantía,
sí admite un incremento del bien8.

6. Benjamin, 1973, pp. 23 y 169; 1980,1, p. 478.

7. Cf. Jarque, 1982, pp.181-2.


8. Cf. Benjamin, 1980, II, pp.1332-3. Sobre la insistencia de Horkeimer en estas ideas, Cf.
Jarque, 1997, p. 58.

± 148
En cualquier caso, lo cierto es que Benjamin -cuya esperanza en la po­
sible emancipación revolucionaria de la humanidad era tanta, o tan poca,
que le condujo al suicidio-no sólo acumulaba fragmentos en sus Pasajes,
sino que esos fragmentos no tenían en absoluto el mismo peso. De hecho,
como es notorio, en los que nos han quedado de los Pasajes encontramos
de todo: millares de citas heterogéneas, informaciones sintomáticas, frag­
mentos aforísticos, extractos de ensayos del propio Benjamin, apuntes y
atisbos diversos. Con todo ello se proponía ofrecer no un relato, ni un
concepto, sino una imagen de la modernidad (y de la historia), a manera
de “constelación”, como ya proponía en su viejo escrito sobre el drama
barroco alemán, sólo que ahora desde una perspectiva “materialista”, es
decir, mesiánica, redentora y revolucionaria a la vez.

Crisis de la experiencia
/

Esta es, a grandes rasgos, la compleja posición filosófica subyacente


a esa concepción de la historia a la que remitía con sincero entusiasmo
Doris Salcedo. Ahora bien, yo creo que no deberíamos pasar por alto al­
gunos aspectos fundamentales sobre los que se recortan estas ideas de
Benjamin. Me refiero a ciertos paralelismos y polaridades existentes en el
marco de la constelación de conceptos en donde se juega la representación
de la memoria histórica desde el punto de vista del arte. Para aclaramos,
podríamos tirar del hilo de la fundamental contraposición que Benjamin
establece entre “experiencia” y “vivencia” de shock, y ello justamente en
el definitivo texto sobre Baudelaire - e l único que, extraído de su proyecto
de los Pasajes, obtuvo el aplauso de la revista del Institut, de Adom o y
Horkheimer, por entonces en Am érica- en donde tematiza la cuestión de
la memoria a propósito de Bergson y de Proust.
Acerca de M atière et m ém oire, el más tarde célebre libro que Bergson
acababa de publicar en 1939 (y del que, por cierto, Benjamin se hace eco
sin llegar a citar formalmente ni un solo pasaje), en el ensayo se nos dice
que responde a una experiencia que “se ha modificado en su estructura”;
esa estructura nueva es la que deriva de una “experiencia inhospitalaria,
deslumbradora, de la época de la gran industria” (Benjamin, 1972, 124-
5; 1980, I, 608). Obviamente, se está refiriendo a la experiencia propia
de la modernidad, en cuyo contexto se pone en crisis (para él definitiva)
“la estructura de la memoria”. Y escribe: “De hecho, la experiencia, tanto
en la vida colectiva como en la privada, es un asunto de la tradición. Se
forma menos de datos rigurosamente fijos en el recuerdo que de los que
acumulados, con frecuencia no conscientes, confluyen en la memoria”
(1972, 124- 5; 19 80 ,1, 608).
De estas frases debemos retener al menos tres ideas. La primera, que
la estructura de la experiencia auténtica, en la plenitud de su registro, es
la misma en su dimensión privada que en la colectiva. La segunda, que la
experiencia tiene que ver con la tradición, es decir, con la continuidad del
saber (o del e r r o r ...); en términos colectivos, con la transmisión [ Über-
lieferung] de lo experimentado, de lo sufrido o gozado. La tercera, que
la experiencia auténtica depende de la memoria, y que la memoria es el
fundamento de la experiencia auténtica.
En este punto, lo que nos interesa es conectar estas tres ideas con el
concepto que Benjamin se hacía del arte en aquellos tiempos. A este res­
pectó, es bien conocido su punto de vista, formulado pocos años antes en
su célebre ensayo sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica. Mejor dicho: no es bien conocido, en la medida en que no suele
tenerse en cuenta que Benjamin estaba hablando de “la hora fatal” [Schic-
ksalstunde] del arte, es decir, de su muerte, según le explicó a Horkheimer
en una carta y según entendió perfectamente Adorno (Benjamin, 1978,
690). De hecho, las famosas declaraciones de Benjamin acerca de la de­
clinación del “aura” de la obra de arte no pueden entenderse únicamente
como un asunto de orden técnico, es decir, como una consecuencia de
la aparición de la fotografía o el cine, sino como un correlato inevitable
(en el plano estético) de la crisis generalizada de la experiencia humana
-ligada a la continuidad de la tradición- en unos tiempos en los que se
impondría lo que el propio Benjamin, en unos términos bastante osa­
dos, entre nihilistas, mesiánicos y revolucionarios, saludaba por entonces
como los del advenimiento de aquella “nueva barbarie” que no podía sino
comportar el colapso de la cultura burguesa (o de la cultura misma, sin
más).
La conexión entre la crisis de la experiencia auténtica (y del “aura” ar­
tística) y la descomposición de la memoria se hace evidente en las citadas
consideraciones de Benjamin sobre Bergson y Proust. A propósito de la
distinción bergsoniana entre la memoria meramente instrumental deter­
minada por las necesidades de supervivencia del organismo ( ‘Tensemble
des mécanismes intelligentement montés qui assurent une réplique convena­
ble aux diverses interpellations possibles,r) 9, y la “mémoire p u re” o “vraie”
( “coextensive à la conscience, elle retient et aligne à la suite les uns des au­
tres tous nos états au fu r et à mesure qu’ils se produisent, laissant à cha­
que fa it sa place et p a r conséquent lu i marquent sa date, se m ouvant bien
réellement dans le passé d éfin itif et non pas, comme la première, dans un
présent qui recommence sans cesse”) 10 (Bergson, 1997, 167-8), Benjamin
remite a la diferencia que Proust reconoce entre la “m émoire volontaire”
y la “mémoire involontaire”, la primera dominada por la inteligencia y la
segunda, ¡hélas!, tan azarosa como puede ser la que depende del sabor de
una magdalena mojada en una taza de té que puede servir - o n o - cómo
insospechado fulcro en que se apoya la palanca que pone en marcha una
narración que comienza en la infancia y termina en tiempo presente, dan­
do pie a un proceso en donde el tiempo perdido, la vida misma de quien
lo perdió, se recupera en forma de novela (Benjamin, 1972,126-7; 1980,
1,609).
Benjamin tiene muy claro que la inserción de la memoria verdadera, la
que permite al sujeto adueñarse de su experiencia, no puede darse sino en
el contexto en donde puede hablarse de la conexión con una “tradición”.
Lo que reconoce en Proust es la conciencia de una disociación entre la “vi­
vencia” y la “experiencia”. En unos términos diferentes, pero coincidentes
con los de Bergson, Benjamin contrapone la “vivencia” del presente inme­
diato, entendido como una sucesión de shocks discontinuos, que exigen
recomenzar una y otra vez desde el mismo punto (como le sucede, porque
lo busca patológicamente, al jugador de ruleta, que tanto le fascinaba al
filósofo, o al trabajador de la cadena de montaje en la fábrica de Tiempos
modernos, de Chaplin, condenado a repetir el mismo gesto de apretar una
tuerca una y otra vez) (Benjamín, 1972,147-9; 1980,1, 630-1), a una con­
tinuidad que no sólo asocia a una tradición histórica, sino que implicaría
también la vinculación entre el ámbito de lo privado y el de lo público, del
interior y del exterior del sujeto.

9. “El conjunto de los mecanismo inteligentemente organizados que aseguran una réplica
adecuada a las diversas interpelaciones posibles”.

10. “Coextensiva a la conciencia, retiene y alinea secuendalmente nuestros estados, uno


tras otro, a medida que se produce, dejando a cada hecho su lugar y, por consiguiente,
le señalan una fecha, moviéndose realmente en el pasado definitivo y no, como la pri­
mera, en un presente que vuelve a comenzar una y otra vez”.
El concepto proustiano de “memoria involuntaria”, escribe Benjamin,
“lleva las huellas de la situación en que se ha formado. Pertenece al inven­
tario de la persona privada en su múltiple aislamiento. Cuando impera la
experiencia en sentido estricto, ciertos contenidos del pasado individual
coinciden en la memoria con otros del colectivo” (Benjamin, 1972, 128;
1 9 8 0 ,1, 611). En nuestros días (es decir, desde hace más de cien años),
lo que dominaría es la “vivencia” inconexa, que Benjamin asocia al triun­
fo de la “información” en la prensa. Ésta, condenada por Nietzsche en
su momento, y más tarde por Karl Kraus en sus formas ya degeneradas,
“consiste en impermeabilizar los acontecimientos frente al ámbito en que
pudiera hallarse la experiencia del lector”), en detrimento del antiguo “re­
lato” [Relation] y, sobre todo, de la “narración” [Erzählung], donde lo que
lo que importa “no es transmitir el puro en-sí de lo sucedido (que así lo
hace la información)”, sino que “se sumerge en la vida del que relata para
participarla como experiencia a los que oyen”, y añade: “Por eso lleva in­
herente la huella del narrador, igual que el plato de barro lleva la huella
de la mano del alfarero” (Benjamin, 1972, 127; 1980,1, 610-1). Unas ob­
servaciones pasablemente nostálgicas, que nos hablan de cosas que, de ser
ciertas, Benjamin apenas tuvo ocasión de conocer de primera mano.

La historia inenarrable

Ya en su escrito sobre Nicolai Leskov, publicado tres años antes (y


en donde apenas dedica unas páginas al autor ruso), había desarrollado
Benjamín estas ideas de una manera más detallada. La tesis, en cualquier
caso, es muy clara: que “el arte de narrar concluye”, y que “una causa de
ese fenómeno es evidente: la experiencia está en trance de desaparecer”
(Benjamín, 1970, 189; 1980, II, p.442). Benjamín entiende la narración
como un registro arcaico, épico, predominantemente oral, asociado a las
formas artesanales y las culturas tradicionales. Y a la memoria. Pero lo in­
teresante es la manera en que la contrapone no sólo a la novela, en cuanto
que producto artístico característicamente triunfante con el ascenso de la
burguesía, las técnicas de impresión, el individualismo y el aislamiento del
autor y del lector, sino también al discurso de la historiografía.
En este caso, la figura nuclear la reconoce Benjamín en la “crónica”;
en ella, escribe, “se distribuyen los géneros narrativos, como los matices
de un mismo color. El cronista -a ñ a d e - es el narrador histórico”, lo que

^ 152
justamente le distingue respecto al moderno historiador. Éste, dice, “está
obligado a explicar, de una u otra manera, los acontecimientos de que
se ocupa; de ninguna manera puede quedarse satisfecho con mostrarlos
como ejemplares del curso del mundo. Pero tal cosa es lo que precisamen­
te hace el cronista” (Benjamín, 1970, 200-1; 1980, II, 451-2)11. Benjamín
remite a los cronistas medievales, quienes, “al sujetar su narración histó­
rica a un plan divino de redención, que es insondable, han renunciado de
antemano a hacerse cargo de explicaciones demostrables” (1970, 200-1;
1980, II, 451-2). Puesto que, si de lo que se trata es de registrar “la pro­
cesión de las creaturas”, el sentido racional y el argumento están de más.
Lo que estructura el relato, por así decir, es la más absoluta acribia: todo
acontecimiento está ahí por causas inescrutables, y no hay modo de saber
cuál es más relevante que el otro, ni por qué.
Por otro lado, escribe Benjamín a continuación, “que el curso del mun­
do sea una forma de historia sagrada, o una historia natural, no hace di­
ferencia alguna. En el narrador se ha mantenido el cronista, bajo una for­
ma cambiada, secularizada” (1970, 200-1; 1980, II, 451-2). Estas frases
resultan particularmente significativas. Por un lado, invocan la idea de
una historia universal entendida en términos providenciales, a la manera
premodema de aquella teodicea cuyo último representante pudo ser Bos-
suet. Por otro lado, aluden al concepto de una historia natural, que no es
sino una solapada remisión a un motivo que Benjamín había desarrollado
tiempo atrás en su libro sobre el drama barroco alemán, es decir, antes de
su conversión al materialismo, en donde se hablaba de una visión de la
historia, en la época de la Contrarreforma, como una “catarata” propicia-
dora de una caída irresistible, y que más tarde, ya desde el punto de vista
marxista, recuperaría en la célebre imagen del ángel de la historia que se
ve arrastrado cada vez más lejos del paraíso por una fuerza también irre­
sistible que Benjamín califica de “huracán” y que, dice, es lo que llamamos
“progreso” (Benjamín, 1973, 183; 1980,1, 697). Así pues, “historia sagra­
da” medieval, “catarata” barroca o “huracán” del progreso: para Benjamín,

11. A este propósito, habría que reflexionar sobre su tercera “tesis” de filosofía de la his­
toria: “El cronista que narra los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los
pequeños, da cuenta de una verdad: que nada que una vez haya acontecido ha de darse
por perdido para la historia. Por cierto, que sólo a la humanidad redimida le cabe por
completo en suerte su pasado”, el cual se hace “citable en cada uno de sus momentos”,
pero sólo en el momento del “día final” (Benjamín, 1973,178-9; 1980,1, 694).
al menos de cara a la posibilidad de narrar la historia confiriéndole un sen­
tido racional, todo viene a ser lo mismo12. La única cosa que nunca aparece
en estos contextos, en el pensamiento de Benjamín, es la idea de la historia
universal como, por decirlo en los términos del gran Croce, “la hazaña de
la libertad”, esto es, como el espacio de la emancipación humana (Croce,
1942). No extraña la fijación de Benjamín por la figura de la “criatura”: el
ser humano, claro está, pero no como sujeto autónomo, libre para bien y
para mal, sino como entidad dependiente, primero de Dios (en el paraíso),
y luego de cataratas y huracanes, de guerras y de siempre renovados esta­
dos de barbarie.
“¿Barbarie? Así es de hecho. Lo decimos para introducir un concepto
nuevo, positivo de barbarie. ¿Adonde le lleva al bárbaro la pobreza de
experiencia? Le lleva a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo;
a pasárselas con poco; a construir desde poquísimo y sin mirar ni a diestra
ni a siniestra” (Benjamín, 1973,169; 1980, II, 215). Estas palabras pueden
ser consideradas como una especie de corolario y, a la vez, un epítome de
la idea que Benjamín se hacía de la historia contemporánea. En espera
de una revolución redentora -aunque sin mucha claridad acerca de los
medios para lograrla-, el filósofo se atenía a su lógica del fragmento, de
la interrupción, de la detención de todo curso lineal (del argumento, de
la historia), en aras de la figura de una “constelación”, de una “imagen
dialéctica”. De esta manera venía a reproducir en términos miméticos la
realidad de la desagregación social, en una operación filosófica que tal vez
tenía algo de sacrificio del intelecto, pero que, sin duda, parecía responder
casi literalmente al lema de hacer de la necesidad, virtud. Es así como la
crítica de la vieja cultura, de la racionalidad burguesa, terminaba por con­
ducir a la exaltación de una nueva barbarie.
Dicho esto, apenas es necesario remarcar la intencionalidad libertaria
y el compromiso con lo mejor de la cultura burguesa -au n cuando fuese
como “documento de barbarie” (Benjamín, 1973, 182; 1980,1, 6 9 6 ) - que
desde siempre presidieron las posiciones filosóficas de Benjamín. De he­
cho, su concepción crítica de la ideología del progreso sería compartida
por Adorno y Horkheimer, como se hizo patente de inmediato en su D ia­
léctica de la ñustración, así como antes había sido formulada en términos
pre-románticos (Rousseau, Diderot), cuasi-románticos (Herder), románti-

12.Jarque, 1992, 118ss.


eos (Schiller, el joven Schlegel) o posrománticos (Schopenhauer, Nietzs-
che, por supuesto, e incluso Freud). Aquí no podemos entrar a discutir
estas cosas con detalle13. En este marco, lo que distingue a Benjamín es la
radicalidad con que establece una conexión entre su diagnóstico negativo
sobre la historia, en cuanto que relato del desarrollo de la humanidad, con
la afirmación de una crisis contemporánea de la experiencia, de ésta con
el colapso de la narración en general y, finalmente, con la superación del
arte mismo. Y todo ello, por cierto, puesto en valor por referencia a ese
atisbo sin el cual nada de esto tendría sentido, es decir, la perspectiva de
una revolución comunista.
Tanto más mérito, se diría, tendrá entonces la obra de gentes como
Doris Salcedo. Sólo que, cabría añadir, esta obra no puede haber sido rea­
lizada -salvo malentendidos eventualmente productivos, claro está- en
función del pensamiento de Benjamín, sino más bien a su pesar. En otras
palabras: no sólo cabe seguir pensando en la historia como el espacio en
donde puede y debe esperarse una emancipación del ser humano respecto
de cualquier cadena racionalmente indeseada, o al menos la conquista de
cada vez mayores cotas de libertad y de dignidad, sino que no es concebi­
ble un mundo ni contemporáneo ni futuro sin eso que Benjamín llamaba
experiencia auténtica, esto es, el producto de la asimilación sucesiva y re­
lativamente continuada de encuentros con el mundo, a través de lo cual
se va construyendo el sujeto (tanto el individual como el colectivo) en su
identidad y en sus diferencias. Por lo mismo, carece de sentido pensar en
una cultura posburguesa sin memoria histórica o sin capacidad para la na­
rración, o sin un lugar específico para el arte mismo, incluso del “aurático”,
en donde no cuenta la reproductibilidad técnica, sino la autenticidad y su
inserción en una u otra tradición (un arte como el que, al fin y al cabo,
practica Doris Salcedo), en tanto que, por decirlo en los términos de Ador­
no, se nos ofrece como eminente instancia de eso que de vez en cuando, de
manera explícita o implícita, solía llamar experiencia no reglamentada.
En este contexto sería conveniente señalar los límites de toda concep­
ción de la historia que, como la de Benjamín, se funde sin las debidas
cautelas en la vaga retórica del fragmento y en el “rescate” de lo que se
perdió para siempre. Acordarse de las víctimas es, por supuesto, necesario;
pero tal vez no para componer con ellas imágenes alegóricas, sino para

13. Cf. a propósito, Jarque, 2010, 31-77.


reintegrar su sacrificio a un proyecto neohumanista que tuviera en cuenta
las exigencias de la globalización, que supiera hacer autocrítica de la Ilus­
tración y que respetase las diferencias sin por ello renunciar a la identidad
de fondo que hace humano al ser humano y que exige luchar cada día y
cada noche contra la permanente amenaza de regresión, a la violencia y
a la barbarie. Esto, por cierto, tiene que poder hacerse en determinadas
circunstancias sin ayuda del arte. Lo que no puede hacerse sin el arte es
profundizar y ampliar los límites de la experiencia humana. Y lo que no
sería buena idea es poner límites al arte exigiéndole que trabaje sólo en
tareas de rescate. La propia Doris Salcedo, sin duda, hace mucho más que
eso; Santiago Sierra, quizás bastante menos.
La idea del “artista como lugarteniente”, es decir, como productor de
una obra que “está en representación de aquello que podríamos ser” y que
no somos del todo (es decir, auténticamente humanos), la formulaba Ador­
no en una conferencia sobre Paul Valéry publicada en 1953 (Adorno, 1962;
1981). Pero ese artista que “se hace lugarteniente del sujeto social y total”
no lo hace sólo en nombre de “los olvidados”, no sólo en nombre de los
oprimidos o humillados del pasado o del presente, o de los injustamente
muertos, sino asimismo de los no nacidos, de los que no deberían sufrir en
vano en el futuro. A ellos, desde luego, no los conocemos, pero la grandeza
del arte estriba en su obligación de trabajar para recordarlos. Y también
-su pongo- para que nos recuerden.

156
O bras citadas

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Anacronismo, retromanía y otras burlas
de la memoria

Dom ingo Hernández Sánchez

D e un modo quizá excesivamente brusco, Peter Osborne afirma que


“hoy en día las prácticas artísticas están sujetas al tiempo, sobre todo,
en la forma de una demanda de contemporaneidad” (Osborne, 2010,
257). Leídas en su contexto -u n sutil análisis de la relación entre docu-
mentalidad y ficción en determinados proyectos de The Atlas G rou p -, las
palabras de Osborne adquieren un significado explicable y coherente,
pero, tomadas de un modo más amplio e intencionadamente descontex-
tualizadas, su sentido resulta extraño, sobre todo por las cuestiones que
de inmediato suscitan: ¿es que ha habido alguna época donde las prác­
ticas artísticas no estuvieran sujetas al tiempo?, ¿es que hay algo que no
esté sujeto al tiempo?, ¿qué es una “demanda de contemporaneidad”?
De hecho, ¿cómo es esa contemporaneidad que el arte, se supone que ya
contemporáneo y actual, insólitamente demanda?, ¿cómo entender que
se demande algo que ya se es? A no ser... A no ser, claro, que la contem­
poraneidad sea algo que haya que adquirir, o, por lo menos, exija unas
condiciones especiales para recibirla. O que se pueda ser actual sin ser
contemporáneo.
En la presentación del volumen que recoge el texto mencionado, Os­
borne señala que lo escribió a comienzos de 2008. Apenas un par de años
antes, Giorgio Agamben había iniciado la lección inaugural del curso
2006-2007 de Filosofía Teórica en la Facultad de Arte y Diseño de la Uni­
versidad IUAV de Venecia, preguntándose: “¿De quién y de qué somos con­
temporáneos? Y, sobre todo, ¿qué significa ser contemporáneos?” (2011,
17). No deja de ser curioso que el arte demande contemporaneidad en un
tiempo en el que nos preguntamos sobre el significado de lo contempo­
ráneo. Porque exactamente ésa es la cuestión: la necesidad de demandar

¿ 159
algo que, ahora, no sabemos muy bien qué significa, pero que ineludible­
mente somos, o deberíamos ser. Para Agamben, “pertenece en verdad a su
tiempo, es en verdad contemporáneo, aquel que no coincide a la perfec­
ción con éste ni se adecúa a sus pretensiones, y entonces, en este sentido,
es inactual; pero, justamente por esto, a partir de ese alejamiento y ese
anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aferrar su tiempo”
(18). Son la inactualidad y el anacronismo, por tanto, los que permiten
al contemporáneo ser contemporáneo, los que le conceden el desfase y la
distancia necesarios para aferrar su tiempo desde una mirada que elude
la coincidencia plena con la época y, pór tanto, “no se deja cegar por las
luces del siglo y es capaz de distinguir en ellas la parte de la sombra, su
íntima oscuridad” (21). Demasiada actualidad aleja de lo contemporáneo,
demasiada cercanía impide ver las oscuridades que hay que interpelar, las
que verdaderamente nos incumben y han de descubrirse “en el espacio
sobreexpuesto, feroz, excesivamente luminoso, de nuestra historia pre­
sente”, expresado con los términos que Georges Didi-Huberman (2012,
53) dedica al hermoso texto de Agamben.
No ha de extrañar, entonces, que Peter Osborne demandara contem­
poraneidad, ni tampoco nuestras preguntas iniciales. Y es que “los con­
temporáneos son raros; y por eso ser contemporáneos es, ante todo, una
cuestión de coraje” (Agamben, 2011, 22). Coraje para ser capaz de mo­
verse entre luces y sombras, de adecuarse a las temporalidades entrela­
zadas cuyo despliegue permite configurar la arqueología que conduce
hasta el presente. Una arqueología también especial, por cierto, pues no
remite a pasados remotos, sino a lo no-vivido en el presente, a la pura
potencialidad, a eso que, cegados por las luces de la actualidad, no he­
mos sabido ver y, por tanto, no hemos podido vivir: “La atención a ese
no-vivido es la vida del contemporáneo. Y ser contemporáneos significa,
en ese sentido, volver a un presente en el que nunca estuvimos” (26 ). No
dejan de ser, también, palabras extrañas éstas, por lo menos a primera
vista: ¿lo ño-vivido en lo vivido?, ¿se trata de actualizar cierta espectra-
lidad, cierta hauntología caracterizada por la nostalgia de lo que pudo
ser? Y, del otro lado, ¿un presente en el que nunca estuvimos?, ¿no es
eso algo muy cercano a la definición del déjà vu? Tales cuestiones abren
un interrogante más general, porque, entre unas cosas y otras, ¿no se nos
está llenando todo esto, quizá demasiado pronto, de fantasmas y demás
apariciones?

^ 160
Pero no adelantemos acontecimientos y regresemos por un momento a
Agamben. Su defensa de la inactualidad y el anacronismo como posibili­
dad para pensar el presente y, por tanto, acceder a la contemporaneidad,
se apoya sin ocultarlo en una base concreta. Una base que, todo sea dicho,
tras la multitud de investigaciones dedicadas al tema de la memoria, ha
pasado a ser ya algo recurrente, casi un lugar común desgastado con tan­
ta cita y comentario superfluo. Me refiero, claro está, a la segunda de las
Consideraciones intempestivas de Nietzsche, Sobre la utilidad y el perjuicio
de la historia para la vida. Sea para defender la importancia del olvido,
sea para subrayar la hipertrofia de la memoria -d el sentido histórico, diría
Nietzsche-, el hecho es que acudir a la segunda de las Intempestivas se
ha convertido en cliché. “He llegado a tener tales experiencias intempes­
tivas como hijo de este tiempo actual”, escribía Nietzsche (1999, 39), y
es lo que solicita Agamben. También Osbome, en el texto mencionado,
insistía en que “lo contemporáneo aparece como ‘heterocrónico’: un tiem­
po ‘anormal’ de ocurrencias irregulares, o en términos nietzscheanos, un
tiempo ‘intempestivo’” (2010, 268). Asumen ambos, así, aquella taxativa
instrucción del prólogo a El caso Wagner, quizá la mejor explicación de
la necesidad de coraje que aparecía más arriba: “¿Qué es lo primero y lo
último que exige un filósofo de sí mismo? Superar a su época en él mismo,
volverse ‘intemporal’. ¿Contra qué, pues, ha de sostener el combate más
duro? Contra aquello en lo que él es precisamente un hijo de su tiempo”
(Nietzsche, 2003, 185). Ahora bien, si aquí aparecen contextualizadas en
tomo a la idea de lo contemporáneo, no sería difícil mencionar muchas
otras presencias intempestivas en los estudios recientes sobre la memoria y
su peso. Nos las encontraremos más adelante. Por ahora baste con señalar
que, en su defensa de la inactualidad, Agamben resulta de lo más actual.
Tanto que su artículo ha sido recuperado por autores como el ya comenta­
do Georges Didi-Huberman en su reciente Supervivencia de las luciérnagas
(2012, 53 ss) o el actualísimo Hans Ulrich Obrist en su “Manifiestos para
el futuro” (2010).

Quisiera, en todo caso, ampliar el contexto. La defensa que hace Agam ­


ben del anacronismo y la inactualidad para acceder a lo contemporáneo
no creo que haya de entenderse únicamente en tomo a esa, a veces ago­
tadora, presencia de las intempestivas nietzscheanas o junto a la recepción
de su texto por autores tan presentes como Didi-Huberman u Obrist. No se
trata sólo de incidir en esta curiosa actualidad de la inactualidad, sino que

& 161
quizá fuera conveniente ampliar el marco de acción y situar las tesis de
Agamben en un contexto conocido y bien trabajado en los últimos años:
el de la venganza del anacronismo -alguna vez calificado como “el pecado
de los pecados” en historia (Lucien Febvre)-, el del éxito, a la contra, del
anacronismo en los discursos sobre la memoria y el pasadora fin de pensar
el presente, hasta el punto de tener todos más o menos claro que “no se
puede aceptar la dimensión memorativa de la historia sin aceptar, al mis­
mo tiempo, su anclaje en el inconsciente y su dimensión anacrónica” (Didi-
Huberman, 2006,41). Y no me refiero únicamente a la necesaria, diríamos
ineludible, presencia de esos autores que, de nuevo, Didi-Huberman, en
el que seguramente sea uno de los más atractivos acercamientos al tema,
Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes, llamaba
“constelación anacrónica” (52-58): Walter Benjamin, Cari Einstein y Aby
Warburg.
No, no me refiero únicamente a la recuperación de tales pensadores
intempestivos, anacrónicos ya en su tiempo y, quizá por ello, terriblemente
actuales hoy. Pienso sobre todo en lo que podríamos llamar la moda del
anacronismo, moda muy posmodema al comienzo, claro está, y perfec­
tamente coherente en su momento para contrarrestar cierta gestión del
pasado y de la memoria y, con ellos, de la historia en su conjunto, de un
modo especial, por supuesto, la del arte. No faltan nombres y títulos que,
por citar sólo algunos, constituirían un camino cuyo discurrir se iniciaría
en aquellos artículos de los ya tan lejanos años noventa -e l de Nicole Lo-
raux, “Éloge de Vanachronisme en histoire” (Le Genre humain, 27,1993), el
de Jacques Rancière, “Le concepì d’anachronisme et la venté de Vhistorien”
(L ’Inactuel, 6, 1996), el de Hans Magnus Enzensberger que abre Zigzag,
“Acerca del hojaldre cronològico. Meditación sobre el anacronismo”- , atra­
vesaría al Paolo Virno de El recuerdo del presente. Ensayo sobre el tiempo
histórico (1999) y llegaría, claro, al propio Georges Didi-Huberman y los
textos mencionados de Agamben o Peter Osborne. Sería aquí donde habría
de insertarse el discurso del filósofo italiano. Y, sin embargo, situado en
ese contexto, vuelven a surgir las interrogaciones... y los fantasmas. “La
disyunción en la presencia misma del presente, esa especie de no con­
temporaneidad consigo mismo del tiempo presente (esa intempestividad
o ánacronía radicales a partir de las que intentaremos, aquí, pensar el fa n ­
tasma')..." escribía Derrida en Espectros de M a rx (1995, 38-39). No extraña
que la historiografía de corte clásico huya de los anacronismos: a nadie le

¿ 162
gusta vivir entre espectros y demás resucitados. Pero, ¿y si exactamente
ésa fuese la situación actual? ¿Y si aquella “historia de fantasmas para
adultos”, como definía W arburg en 1928 la historia de las imágenes que él
practicaba (Didi-Huberman, 2009, 79), hubiese adquirido un significado
generalizado?
La aparición, aquí, de Derrida, no es casual, aunque no se debe, o, por
lo menos, no sólo, a sus fantasmas y espectros, a los suyos o a los de Marx.
Lo traía a colación, simplemente, para enfatizar la epocalidad y tipología
del discurso sobre los anacronismos: por lo menos en sus inicios, se trata
de un discurso muy años noventa, muy marcado por el posmodernismo
de la década anterior, más que afianzado entre todo tipo de disconti­
nuidades, déjà vues, temporalidades ou t o f j o i n t y demás «burlas de la
memoria» (Bodei, 2010,18). Ahora bien, el «trabajo de rehabilitación del
anacronismo» -sirviéndonos de las palabras que emplean Luis G. De Mus-
sy y Miguel Valderrama en la entrada Anacronism o de su, no podía ser de
otra manera, H istoriografía postmoderna (2010, 5 8 )-, poco a poco ha ido
variando su sentido. Y lo ha hecho, precisamente, a partir del momento
en que su propio marco de acción, el de esa posmodernidad que lo contex-
tualiza, ha sido devorado por lo que podríamos llamar su configuración
más exacta: la de una tecnología. Me refiero, claro, a Internet. Como dice
Simon Reynolds en un libro que, para el tema que nos ocupa, considero
fundamental, Retromanía. La adicción del p op a su propio pasado, la ter­
minología usada para definir eso que se supone más allá del posmoder­
nismo y, por tanto, constituye nuestra más rabiosa actualidad, etiquetas
como “superhibridez”, “digimodernismo”, o, incluso, la “postproducción”
de Bourriaud, no son más que intentos de “completar la ecuación ‘posmo­
dernismo + Internet = ?’” (Reynolds, 2012, 427), aunque en el ultimo
caso, el de Bourriaud, Reynolds deja claro que, en el fondo, lo que hace
el autor francés es tomar la mitad llena del mismo vaso que Retromanía
percibe desde la vacía.
El problema, claro, y es lo que realmente dificulta la solución de la suma
mencionada, es que sus sumandos constituyen niveles diferentes, puesto
que nos hallamos, una vez más, ante la posibilidad de asistir en directo al
espectáculo de cómo una tecnología devora una teoría:
En el número de Frieze dedicado a la super-hibridez [se refiere al número
133 de Frieze, de septiembre de 2010, enmarcado bajo el interrogativo “Super-
hybridity?”], Jennifer Alien sostenía que Internet hizo que el posmodemismo
quedara obsoleto como estrategia artística, asimilando sus principios, vol­
viéndolos ubicuos y accesibles a todos, naturalizándolos de tal modo que hoy
componen la trama de la vida cotidiana. Una teoría fue reemplazada por una
tecnología que hacía el mismo trabajo con mayor eficiencia”. Como dijera Seth
Price en el mismo número de la revista: “con Internet, la cantidad de material
disponible se acerca al infinito, y usar agresivamente materiales dispares ya no
implica sacar las cosas de contexto, porque ya hubo alguien que previamente
dio ese paso por nosotros” (Reynolds, 2012, 427-428).
Aunque Reynolds se refiere especialmente a la retromanía en términos
musicales, es decir, a la obsesión por el pasado de la música pop actual,
no hay ningún problema para unir todos los contextos. Y es que, sea como
sea, hemos de unirlos, porque, en el fondo, ésta es la principal cuestión
que quiero abordar aquí: la de cómo acceder al anacronismo y sus carac­
teres principales en la época de la retromanía; la de cómo, y para qué,
seguir defendiendo el anacronismo como ruptura e interrupción cuando
casi podemos afirmar que la actualidad cultural es en gran parte una ges­
tión de la inactualidad, una perenne lección de anacronía -apropiándome
del sugerente encabezado de un artículo de Didi-Huberman-; la de cómo
entender un gesto como el anacrónico, insatisfecho e inconformista con lo
transmitido, y lo reprimido, cuando “el inconformismo es la sangre vital de
la sociedad de consumo” (Frank, 2011, 375). Expresado de un modo más
concreto, se trataría, simplemente, de pensar qué significa en realidad ese
“ya hubo alguien que previamente dio ese paso por nosotros”, que decía
Seth Price.
Volvamos atrás. No, no creo que haya demasiado inconveniente para,
en primer lugar, vincular anacronismo y música y, a continuación, mostrar
la obsesión retro en un marco más amplio. Respecto a lo primero, no hay
que insistir mucho, en tanto “sólo una musicalidad [...] permite introducir
en el saber del historiador el anacronismo de su objeto” (Didi-Huberman,
2006, 194). Y es que, como conoce bien todo compositor, el juego con
citas, ironías, repeticiones, variaciones, versiones y demás gestiones del
pasado es su trabajo de cada día. Ello a su vez explicaría que, en muchos
casos, estén inmunizados ante el virus posmodemo: ya lo llevan dentro,
diríamos que de fábrica, por lo que hablar de música posmodema - y no
pienso en etiquetas, claro, sino en estrategias- resulta, en cierto modo,
extrañamente redundante. Pero la extrañeza se transforma en sospecha
cuando ese trabajo en la tradición, inherente a gran parte de la música, de­
viene no sólo ya retromanía sino que insistentemente suscita esa sensación

t 164
de lo déjà écouté, lo y a escuchado, que analizaba Pemiola (2008, 64 ss). Es
la traducción musical del déjà vu, el cual, con obsesiva presencia, ha sido
utilizado en teorías fundamentales sobre la cultura y las sociedades con­
temporáneas para definir esa situación, tan cotidiana, en la que el presente
se desprende de su espontaneidad para transformarse en extraña, fantas-
mática repetición de lo sucedido. “Lo déjà vu se ha convertido en nuestra
regla de lugar, tiempo y verdad”, escribía Hillel Schwartz en un libro tan
posmo como La cultura de la copia (1998, 306). Aunque más adelante re­
curriremos a la que considero la más interesante de las teorías del déjà vu,
la de Paolo Vimo, mi idea es que ese déjà vu, o déjà écouté, sí, habría juga­
do un papel fundamental en análisis de gestos habituales hace poco más
de .una década, pero actualmente habría sido sustituido por un fenómeno
relacionado, aunque mucho menos atractivo: el presque vu, nuestro “tener
en la punta de la lengua”.

Así, la sensación ante una parte importante de fenómenos culturales


vigentes no sería la de “esto creo haberlo visto - o escuchado, o leído- ya”,
sino una menos misteriosa, y creo que más desagradable: la de “no me
sorprende demasiado: casi lo recordaba, casi lo había visto, casi lo había
escuchado”. Cierta dictadura de lo previsible, entonces, que coloca a los
anacronismos en una situación más que desagradable al confinarlos en un
reducido espacio dominado por la actualidad de lo inactual, de un lado, y,
del otro, la banalidad de sus “innovaciones”, su norm alización, por decirlo
de alguna manera, si tenemos en cuenta que “en realidad, la banalidad
es la situación normal de la existencia humana” (Groys, 2005, 64). Las
parejas, así, se van definiendo: de una parte, anacronismo y déjà vu; de la
otra, retromanía y presque vu. También lo hacen sus estrategias: el miste­
rio y la sorpresa inherentes a la primera han de lidiar con la recuperación
de un pasado comprensible, todo menos enigmático, de la segunda. A
punto estamos de rescatar aquel maravilloso homenaje a la incompren­
sibilidad que lanzaba Friedrich Schlegel en 1800: “creedme, os moriríais
de angustia si, como exigís, el mundo en su totalidad se volviera de veras
comprensible” (2009, 233). Pero no sobrecarguemos el anacronismo y
volvamos al asunto.
En efecto, seguramente sea tal ausencia de misterio la verdadera pro­
tagonista, y conecto así con la extensión de lo retro. La “extrañeza alu-
cinatoria” del pasado, que estudiaba José A. Zamora (2008, 110), en un
excelente artículo sobre el tiempo en Walter Benjamin, sería la que ha­
bría desaparecido. Y es que, ahora, el trapero de Benjamín, ese personaje
para el que “todo es anacronismo porque todo es impuro” (Didi-Huber-
man, 2006, 142), ese historiador que trabajaba mediante la erudición en
la impureza y los desechos del tiempo, no sólo ha visto facilitada su labor
al máximo, sino que incluso está -mejor: ha estado- de moda luciendo
sus nuevos ropajes: por un lado, ya no tiene que rebuscar incansable y,
a veces, infructuosamente en los basureros de la historia, sino que ahora
puede hacerlo tranquilamente desde cualquier motor de búsqueda en In­
ternet, con imagen y sonido incluidos; por el otro, si aun así desea seguir
rebuscando de modo real, que no se preocupe: se le llamará hipster y su
problema -a l margen de soportar el odio suscitado por pseudobohemia
tal- no será encontrar las grietas de la memoria, sino evitar convertirse en
un simple adicto al pasado, como de hecho ha sucedido. Sí, “la vanguar­
dia devino retaguardia” (Reynolds, 2012, 18), de lo que resulta que aquel
pasado reprimido, aquel objeto de la memoria, sea el que sea, que el gesto
anacrónico deseaba recuperar, ya ni siquiera tenga el viejo problema de la
recaída en el fetichismo: simplemente, se ha convertido en retrochic, apo­
yándose descaradamente en la versión más light, casi diríamos obscena, de
la fragilidad de la memoria.
Son los efectos de lo que Reynolds llama “década re-”, cronológicamen­
te enmarcada en los primeros diez años del siglo XXI y definida a partir de
todo tipo de reviváis, reediciones, remakes, reciclajes, retornos, revisitacio­
nes y demás modas vintage, desde los juguetes retro a los retrovideojuegos,
pasando por la comida retro y el porno retro. ¿Es necesario señalar que una
de las películas más premiadas de 2011, TheArtist, “homenajea” y recrea la
época del cine mudo? ¿O que uno de los mejores cinco libros de 2011 para
The New York Times es el último best seller de Stephen King, 22/11/63, una
entretenidísima novela que narra un viaje en el tiempo para evitar el ase­
sinato de Kennedy y, ya de paso, revivir(nos) los años sesenta en Estados
Unidos? Por supuesto, no es casual que sean los sesenta: nos domina “esa
peculiar nostalgia que sentimos de los días gloriosos en los que se “vivía el
ahora’, que en realidad... no vivimos” (Reynolds, 2012, 26). De ahí el éxi­
to de las historias alternativas, como la de King, ya que la cuestión no es
recordar, sino revivir, y revivir precisamente una época que, por lo menos
en parte, suponía una afirmación del presente, de aquel “estar aquí ahora”
que incluía su apuesta de futuro: This is tomorrow, gritaba el origen del
pop inglés en 1956, revisitado en 2004 en la exposición de la Tate, A rt &

¿ 166
The 60s. This was tomorrow. Memoria de lo ajeno a la memoria, entonces,
si pensamos en una de las más conocidas sentencias de Andy Warhol: “No
tengo memoria” (1998, 217). Y chocante recuperación de afirmaciones
de presente y futuro. O no tanto: “En un giro espantoso de los hechos, los
sesenta se transformaron en la mayor fuerza generadora de cultura re­
tro. [...] Por tener cautiva nuestra imaginación, y por su carisma en tanto
periodo, la década que encamó la más grande irrupción de ‘lo nuevo’ en
todo el siglo XX devino exactamente su opuesto” (Reynolds, 2012, 423).
Es como si se tratara no ya de solicitar lo no-vivido en lo vivido, que decía
Agamben, sino, literalmente, de revivir lo vivo... no vivido, de recordar lo
que no tenía memoria... precisamente porque no la tenía: “Mi mente es
como una grabadora con un solo botón: el de borrar”, concluía Warhol la
cita anterior.
Llegados a este punto, conviene hacer un paréntesis. Aunque mi inten­
ción es analizar cierta fragilidad de la memoria ante los cambios produci­
dos en el paso de una década, la última del siglo XX -la del anacronismo
y el déjà v u -, a otra, la primera del siglo XXI -la de la retromanía y el
presque v u -, esto no significa que lo retro no fuera protagonista en años
anteriores o que estuviera ausente en las teorizaciones de los noventa.
El hecho de que hoy se haya exacerbado en la cultura popular, que se
haya perfeccionado hasta límites insospechados mediante el caudal que
le ofrece Internet y que todo ello cuestione o, en todo caso, ponga en
duda el poder creativo del anacronismo, no quiere decir que no fuera teni­
do en cuenta anteriormente. Tampoco que no se sospechara, como decía
Enzensberger en 1996, subrayando ya la pujanza de cierto anacronismo
comercial, que “el anacronismo ha conocido días mejores, y que por aña­
didura amenaza con volverse anacrónico” (1999, 27). Eran los comienzos
de la retromanía.

Jameson aludía ya a la mode rétro del cine de la nostalgia (1996, 40).


Más recientemente, Andreas Huyssen consideraba “el boom de la moda re­
tro” como otro éjemplo del proceso de musealización global. Para ilustrar
el asunto, acudía a la gracia sobre “el Departamento Retro de los Estados
Unidos”, esa broma que advertía sobre el hecho de que “si se mantienen los
niveles actuales de consumo de lo retro en los Estados Unidos sin ningún
control [...] nos podemos quedar absolutamente sin pasado” (Huyssen,
2001, 27). En publicaciones posteriores, Huyssen ha seguido insistiendo
en uno de sus lemas recurrentes, aquella “ofensiva del presente sobre el

¿ 167
resto del tiempo” que mencionaba Alexander Kluge, para subrayar que “las
modas de reproducción retro hacen que cada vez sea más difícil reconocer
lo que es genuinamente viejo en una cultura de preservación y restaura­
ción” (Huyssen, 2011, 51). Quizá, en todo caso, el más sintomático fuera
el propio Enzensberger, quien, al intuir esa progresiva afirmación del ana­
cronismo comercial, señalaba: “las estrategias del saqueo cultural y de su
comercialización adoptan nombres como retro, remake y recycling, aunque
el entusiasmo por este mercadillo ideológico y artístico se mantiene dentro
de unos límites” (Enzensberger, 1999, 27). Pues bien, serían esos límites
los que se habrían resquebrajado.
En realidad, tales temas y autores, de un modo u otro y con unos fines u
otros, percibían la emergencia de lo retro como un ejemplo más de un con­
texto mayor: las paradojas de la posmodemidad (Jameson), la hipertrofia
de la memoria y la musealización global (Huyssen), el cuestionamiento
de la idea dé progreso (Enzensberger). La moda retro representaba, así, el
elemento pop y juvenil, de cultura de masas, si se quiere, que acompañaba
a temas para adultos, tan actuales, y tan antiguos, como el problema de
los monumentos, el papel del museo, el “mal de archivo” o el olvido y la
pérdida del futuro. El cambio se produce cuando ese elemento juvenil se
transforma en síntoma general: ¿por qué me va a interesar el pasado y la
búsqueda de sus grietas si puedo acceder a él, a ellas, a través de Internet,
y además contárselo a mis amigos? ¿Por qué me va a atraer el futuro si
me basta, de hecho me sobra, con el presente? De nuevo, Simón Reynolds,
comentando aquella idea de William Gibson según la cual el Futuro, con
F mayúscula, no interesaría demasiado a las generaciones más jóvenes, lo
ha explicado con total claridad:
La necesidad de escapar del aquí y ahora [...] es tan fuerte como siempre, pero
se satisface con la fantasía (de allí la tremenda popularidad de las novelas y
películas basadas en la magia, los vampiros, la hechicería y lo sobrenatural)
ó la tecnología digital. ¿Por qué habría de importarle a mi hijo cómo será el
mundo en 2082 cuando ahora mismo, a pesar de habernos mudado recien­
temente a California, puede encontrarse con sus amigos de Nueva York en el
ciberespacio? (2012, 436).
Evidentemente, soy consciente de que estoy mezclando elementos de
alta cultura con caracteres de cultura de masas y cultura pop, pero, con
sinceridad: ¿hay alguien que todavía separe esos dos niveles?, ¿hay al­
guien que siga creyendo que las teorías del anacronismo, de la filosofía
de la historia, de la memoria seria, tienen más peso real que las de la
retromanía?
Lo importante, entonces, no es que el anacronismo comercial haya de­
venido retromanía y que inocentemente deseemos seguir alejándolo de un
anacronismo “para adultos”. Sería mejor decir que, si aún mantiene cierta
fuerza operativa, que creo que sí, el anacronismo y su creación activa de
memoria han de tener siempre presente la retromanía global, pues es el
contexto cotidiano que los enmarca. Por supuesto, hay diferencias claras
entre anacronismo y retromanía. Los caracteres del primero son conocidos,
los del segundo quizá no tanto, aunque Reynolds los ha concretado bien
(2012, 27 ss): el pasado al que alude lo retro es un pasado inmediato, que
se recuerda y reconoce, de hecho casi está sucediendo todavía -m oder-
nariato, llamaba Paolo Vim o a tal carácter (2003, 61 ss)-; este recuerdo
es de una exactitud considerable -m ás que considerable: siempre puede
accederse a él a través de Internet-; está vinculado especialmente con la
cultura popular; no es un pasado “académico y serio”, sino divertido, en­
tretenido, siempre dispuesto a desprenderse de su singularidad para unirse
a otros tiempos y disfrutar de su eclecticismo, etc.

Si esto es así, ¿cómo conciliar con ese pasado accesible, amigable y so­
cial la seriedad trágica de la constelación anacrónica?, ¿hemos de esperar
para hacerlo a los biopics sobre el suicidio de Benjamin, sobre el de Cari
Einstein, sobre el acceso a la locura de Aby Warburg?, ¿o ya existen? Es
más, ¿cómo conciliar la inoperante y alegre previsibilidad del presque vu
con la extrañeza fantasmática que suscita todo déjà vu?, ¿cómo vincularla
con la imagen de Dante Gabriel Rossetti desenterrando Sudden Light, uno
de los primeros testimonios en verso sobre la experiencia del déjà vu, de la
tumba de su querida Elizabeth Eleanor Siddal -m odelo de la Ofelia ahoga­
da de Millais, pôr otro la d o -ju n to a cuyo cadáver enterró Rossetti su única
colección manuscrita de poemas de amor, incluido Sudden Light? (Bodei,
2010, 35-39). Más aún: ¿cómo seguir pensando que a lo contemporáneo
se accede desdé la inactualidad y el anacronismo, que decía Agamben,
si tales intempestividades no pueden liberarse, ya no, de la retromanía
generalizada, o sea, de la actualidad? Porque, si algo está claro, es que de
la retromanía, por ahora, no se percibe ningún indicio de final. Se trata
de un elemento típico de época transicional, y las transiciones pueden ser
muy largas, más en este caso, cuando la tecnología que gestiona el acceso
directo al pasado se encuentra en su borrachera inicial, desparramándose

^ 169
generosamente por todos los lados. O dicho de otra manera: que la retro-
manía no puede evitarse, ni tampoco conviene despreciar su fuerza, pues,
nos guste o no, corresponde a nuestro presente -otra cosa es que nos inte­
rese más o menos-. Con ello, el deseo de contemporaneidad de Agamben
debe asumir que lo inactual está marcado, que el anacronismo no puede
eludir su duplicación y que, por tanto, hay que ser cuidadosos si queremos
continuar utilizándolos como modos de acceso al presente... y al pasado.
Porque mi idea, repito, es que podemos seguir valiéndonos del anacro­
nismo y determinadas teorías del déjà vu, o por lo menos de algunos de
sus aspectos, pero hemos de modificar su lectura a fin de fortalecerlos ante
el acoso de la inevitable retromanía. Para llevarlo a cabo, y así concluir,
quisiera ofrecer una posibilidad de intervenir en esta nueva dialéctica que
discurre entre el anacronismo y lo retro. Intencionadamente me serviré
de análisis previos a la década re-, esas teorías que al comienzo situé en el
contexto de la moda del anacronismo. Quizá resulte paradójico, incluso
contradictorio con el camino que nos ha traído hasta aquí, pero me inte­
resa mostrar, no sólo que el anacronismo todavía mantiene cierta efectivi­
dad, también que algunos de sus análisis siguen siendo útiles al colocarlos
ante la situación retromaniaca. Y en todo caso, si nos ponemos quisquillo­
sos, puede que la retromanía sea inevitable y global, pero también lo es
el anacronismo, incluso de un modo mucho más explícito: sólo tenemos
que acudir al código genético, a nuestro antiquísimo ropaje somático y
psíquico, a la lentísima evolución de nuestra conciencia, para comprender
que “el anacronismo no es un error evitable, sino una condición básica
de la existencia humana” (Enzensberger, 1999,13). En nuestro contexto,
únicamente ha de adecuarse a la situación, y a sus nuevas características:
la primera de ellas, comprender que el marco de acción del anacronismo
no es ya sólo el pasado oculto o las grietas de la historia, sino también el
pasado completamente visible, luminoso y actual reciclado por la cultura
retro, el pasado pasado y el pasado presente, diríamos. O, de otro modo:
el pasado recordado, inactual, y el pasado percibido, actualísimo. Es aquí
donde quisiera introducir algunos elementos del análisis que lleva a cabo
PaoloVim o.
Como decía más arriba, El recuerdo del presente. Ensayo sobre el tiempo
histórico ofrece una de las teorías más interesantes sobre el tema del déjà
vu. En nuestro caso, además, resulta muy adecuada, pues es de las pocas
que vincula déjà vu y anacronismo de un modo detenido. De hecho, lo que

¿ 170
realmente me interesa de la lectura de Vimo es su interpretación de la
simultaneidad de percepción y memoria -d e ahí, claro, el final del párrafo
anterior- que postulaba Bergson. Análisis correctos, quizá demasiado, so­
bre la memoria en las sociedades actuales, como el de Huyssen, tienden a
mantener bases comunes: la memoria supondría un anclaje que nos sostie­
ne ante el carácter inestable de la temporalidad, un tiempo fuera de quicio
cuyas modalidades se fusionan o se separan a toda velocidad y de un modo
apenas controlable. De lo que se deduce una conclusión obvia: “si estamos
sufriendo de hecho un excedente de memoria, tenemos que hacer el esfuer­
zo de distinguir los pasados utilizables de aquellos descartables” (Huyssen,
2001, 39). El problema, claro, es que esto no es tan sencillo -e n ningún
contexto- y, además, redirigiéndolo hacia nuestro asunto, a la retromanía
no le interesa demasiado: para ella, nada hay descartable, todo es nuevo,
com o para cualquier memoria absoluta. Además, no ha de olvidarse que
la innovación no opera con “cosas”, sino con valores -q u e es un proceso
económico, vaya-, o, más exactamente, con su transmutación: “la inno­
vación no consiste en que comparezca algo que estaba escondido, sino en
transmutar el valor de algo visto y conocido desde siempre” (Groys, 2005,
19). Siendo esto así, los juegos de descartes que mencionaba Huyssen y
para los que solicitaba nuestro esfuerzo son secundarios: se nos darán he­
chos. Por ello, la clave no se encuentra en un proceso de distinción entre
pasados, sino en sus modos de acceso: en nuestro contexto, entre tipos de
anacronismo, como hace Vimo. Y no para distanciar el anacronismo “para
adultos” del anacronismo comercial que comentábamos más arriba, sino
para delimitar los efectos de los que el teórico italiano denomina anacro­
nismo formal y anacronismo real.
Vim o inicia su análisis del déjà vu y, con él, del tiempo histórico, acu­
diendo al que a comienzos del siglo XX había dedicado Bergson al mismo
fenómeno, especialmente en el ensayo de 1908 “El recuerdo del presente
y el falso reconocimiento”, recogido luego en La energía espiritual. De he­
cho, el núcleo de la argumentación de Vim o se basa en distinguir entre
recuerdo del presente y falso reconocimiento. Para Bergson, y Vimo con
él, la formación del recuerdo no es posterior a la percepción, sino que se
dan simultáneamente. Lo percibido, así, desde el inicio, queda marcado
por la posibilidad de su recuerdo, con lo que el síntoma típico del déjà vu,
ese extraño recuerdo del presente, sería precisamente el que permite que
haya memoria. La vida, la acción, la praxis, privilegian la percepción, evi­

^ 171
dentemente, y no su inútil réplica, con lo que “desaparece así de la escena
el hecho basal: que nos acordamos de aquello que sucede mientras sucede”
(Vimo, 2003, 21). A partir de tal lectura, todo presente queda, a la vez,
fijado como real, mediante su percepción, y como pura potencialidad, pura
virtualidad, a través de su simultáneo recuerdo, con lo que_se establece un
anacronismo sistemático, utilizando los términos de Virno, que vincula de
modo explícito potencia y memoria. Es este anacronismo el que permite
hablar de sus dos figuraciones, siempre antitéticas: un anacronismo for­
mal, que aplica el pasado al presente, la posibilidad de su recuerdo, y, por
tanto, lo sitúa en un pasado en general, y un anacronismo real, donde el
pasado es reducido a un hecho pasado. Si el primero remite el pasado a la
experiencia de lo posible, el segundó lo conduce a un hecho sucedido, un
punto de la secuencia cronológica.
Esta potencialidad, este ser-posible que, con Aristóteles y Agustín, Vir­
no encuentra a la base de toda percepción precisamente por suceder ésta
a la vez que su recuerdo, es lo que se define como perenne inactualidad,
como inactualidad del tiempo total, un “persistente no-ahora contra el cual
se recortan los diversos hic et nunc” (Vimo, 2003, 76). Una inactualidad
duradera, permanente, que, por tanto, sólo puede ser objeto de la me­
moria. Cada acto, cada presente, tiene, entonces, un pasado doble, el de
las actualidades que lo preceden y en cierto modo lo causan, y un pasado
indefinido, el de esa potencia, anacrónica e inactual, esa facultad de lo
posible, que siempre permanece. Así, dice Vimo, el recuerdo se bifurca,
pues remite tanto a actualidades pasadas como a la persistente potencia:
“el recuerdo de un acto reproduce la percepción que se tuvo cuando él se
realizó; representa a aquel que ha estado presente en un momento trans­
currido; permite reconocer un ente o una acción ya aprehendidos en otra
ocasión. El recuerdo de la potencia, por el contrario, no se basa en una
percepción previa: concierne a algo (un ‘antes’ puro, el horizonte de la
anterioridad, el pasado en general) que no habiendo sido nunca presente,
se deja solamente rememorar” (131).
No sé si he sabido explicar bien la, en ocasiones, enrevesada argumen­
tación de Vimo. Lo que me interesa, en todo caso, es aplicarla al pasado
que revisita la retromanía y al pasado sobre el que ejerce su efecto el ana­
cronismo. Así, el primero se situaría junto al anacronismo real: su pasado,
el de todo elemento retro, se recupera de modo directo y es fácilmente
apresable. No deja restos ni rastros, pues se trata de un hecho concreto
del pasado, casi percibido al no ser nunca muy grande la distancia con su
presente. Por ello, se versionea de un modo invasivo y no causa mayores
consecuencias en su actualización. No resultaría demasiado problemática,
entonces, la pesada, en ocasiones entretenida, retromanía: no modifica sus
pasados, por mucho que los haga presentes. Son machacones, sí, pero no
productivos. De hecho, si ese gesto pasado desaparece al ser convertido en
retro, es que no merecía mucho más.

El pasado del anacronismo, por contra, remitiría al pasado en general


del anacronismo formal. A esa perenne inactualidad, a ese persistente no-
ahoía que sólo puede ser objeto de memoria y se constituye como pasado
productivo. Por eso, sólo cuando el pasado se deja únicamente rememorar,
que no “percibir” -es decir, “revisitar”- , hace tiempo e historia. Sólo cuan­
do la inactualidad se mantiene como tal, duradera y permanente, siempre
posible, nunca controlable y, por tanto, nunca actual, retro, podremos ha­
blar de la historicidad del anacronismo. Frágil memoria, huidiza y nunca
controlable inactualidad. Su presencia intenta hacemos contemporáneos.
Quizá más que eso: nos mantiene vivos, si entendemos, con Agamben, y
regreso así al comienzo, que “el arte de vivir es la capacidad de mantener­
nos en relación armónica con lo que se nos qscapa” (2011,144).

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4- 175
La memoria como campo de reelaboración
artistica*

Ivonne Pin i de Lapidus

¿Cómo se reconstruye la m emoria?

¿ C u á l es la historia que se busca transmitir?, ¿cómo evitar que la me­


moria se anquilose y se reitere?, ¿cómo impedir que las memorias se di­
luyan en discursos oficiales? ¿Qué se entiende por memoria? ¿Qué papel
juega?

Un debate significativo en el pensamiento contemporáneo gira en tomo


a la reflexión sobre la memoria y la discusión sobre la relación historia-
memoria tiene, durante el siglo XX, un largo recorrido. Nuevas fuentes
primarias ganan espacio, el diálogo interdisciplinario se intensifica y la
memoria, muchas veces excluida con el calificativo de subjetiva, se vuelve
un componente necesario del análisis. La ampliación de los vestigios del
pasado admitidos para construir el relato histórico hace que la experien­
cia cotidiana, el testimonio, la tradición oral, pasen a formar parte de las
fuentes históricas, con lo que se abre un espacio que la historiografía tra­
dicional descartaba por poco fiable (Burke, 1994, 14-19). Antropología,
sociología, filosofía son algunas de las disciplinas que muestran interés por
la memoria y sin duda la disciplina de la historia se convierte igualmen­
te en un campo propicio para esa indagación. El arte, en esta dirección,
ha hecho aportes ineludibles a las discusiones, en especial, en el caso de
países que han sido durante mucha parte de su existencia centro de gran
violencia estatal, colonial, cotidiana.

* Un fragmento de este texto hace parte del artículo de mi autoría, “Memoria y violencia:
reformulando relatos”, aparecido en la Revista Ensayos HE. (2010).

± 177
La memoria, en los estudios históricos, se volvió un espacio especial­
mente explorado en las últimas décadas y la diversidad de memorias co­
lectivas existentes responde a la pluralidad de grupos de referencia, a la
forma como se reconstruye el pasado desde el presente. Es desde aquí que
se relevan hechos, se interpretan, se descartan o se. exaltan. Para autores
como Hobsbawm, por ejemplo, el presente tiene la capacidad de moldear
el pasado y establecer interpretaciones en función de las particulares ver­
siones que se construyen, de allí su concepto de “tradición inventada”:
“Tradición inventada” se refiere al conjunto de prácticas, regidas normalmente
por reglas manifiestas o aceptadas tácitamente y de naturaleza ritual o simbóli­
ca, que buscan inculcar ciertos valores y normas de comportamiento por medio
de la repetición, lo que implica de manera automática una continuidad con el
pasado. De hecho, cuando es posible, estas prácticas intentan normalmente es­
tablecer una continuidad con un pasado histórico conveniente (1998, 3-15).
Entramos entonces en un terreno resbaladizo si pensamos que la re­
construcción de la memoria surge a la luz del contexto histórico en que esa
memoria es generada.
Nicolás Casullo hace una interesante reflexión acerca de cómo la pala­
bra mem oria nos llama lá atención desde disímiles y contrapuestos luga­
res:
Memoria publicitada como palabra mágica y que señala un nuevo sitio técnico
de almacenamiento vendido como milagroso, el de la computadora. Memo­
ria como industria cultural más o menos sofisticada de un mercado que nos
satura de ofertas biográficas, de retrospectivas, de citas en museos, de home­
najes y conmemoraciones. Memoria como palabra política de un debate inte­
lectual que remite a las “malas historias”, a genocidios, a industrialización de
la muerte, a complicidades sociales con los Estados verdugos. Memoria como
la que estaría en extinción en términos de experiencia humana, a partir de un
presente etéreo, massmediático [...] O por el contrario, problemáticas de la
memoria que hoy parecieran despabilar antiguas formas del interrogar de la
filosofía, revalorizar capacidades del arte, proceder a un nuevo diálogo con las
dimensiones del “no olvido” y que nos indicaría que frente a la amenaza de
una muerte cierta de la memoria [...] reaparece el valor profundo, inmemorial
precisamente, de la memoria del hombre como la fuente irremplazable de do­
nación de sentido a lo humano (2002,121-127).

En tomó a ese último señalamiento es que nos interesa analizar las


posturas tomadas desde el arte. La memoria es uno de los elementos que
construyen la experiencia artística y puede ser mirada desde distintas
perspectivas: una más personal y subjetiva, referida a nuestros recuer­
dos, y otra que nos proporciona información sobre el contexto. Ambas
memorias están presentes en cada uno de nosotros, ambas influyen en
nuestros comportamientos y son difíciles de separar, pese a que la pri­
mera se mueve en la esfera de lo privado y la segunda en la de lo públi­
co. Esa memoria individual y colectiva permite conservar (pero también
revisar) informaciones del pasado. Cumple con una función cognitiva y
una función social; esta última, que es a la que acuden los artistas en sus
trabajos, la aprendemos y transmitimos por la vía de diversos mecanismos
que marcan nuestro futuro. A tal punto, que la memoria se vuelve nues­
tra representación ante los otros. Esa afirmación hace que la memoria se
convierta en un elemento clave para la construcción de las identidades
colectivas (Sánchez, 2000, 21).

Si bien la relación historia-memoria es indudable, eso no significa que


memoria e historia sean lo mismo. “La historia busca revelar las formas
del pasado, la memoria las modela un poco como lo hace la tradición”
(Candau, 2002, 55). Hobsbawm por su parte sostiene que: “El pasado es
[...] una dimensión permanente de la conciencia humana, un componente
obligado de las instituciones, valores y demás elementos constitutivos de
la sociedad humana” (Hobsbawn, 1998, 23).

El pasado es una selección a partir de las cosas que se recuerdan. Esto


implica que no es simplemente un modelo para el presente y no puede
verse como sinónimo de inmovilidad social (Hobsbawn, 1998, 26); los
cambios en la forma que se lo examina, se lo interroga, generan diferentes
relatos.

Si revisamos algunas de las líneas de pensamiento que se han produ­


cido en el debate contemporáneo entre historia y memoria, encontramos
que sus posturas extremas van desde quienes pretenden que la historia
sea sometida a la memoria, a quienes no dudan en sostener la primacía
de la construcción histórica frente a la memoria. Uno de los autores que
ha trabajado el problema es Paul Ricoeur, quien sostiene que la historia
debería partir de los testimonios de la memoria, no para que ésta se vuelva
un reemplazo del rol indagatorio de la historia, sino para “instruirla”, “ilus­
trarla”, y lograr así desenmascarar los falsos testimonios; es decir, hay una
apuesta por conciliar memoria y construcción histórica, en la búsqueda de
lo que llama una “justa memoria” (Ricouer, 2004, 77).

^ 179
La construcción de esa “justa memoria” a la que alude el autor tiene
otro aspecto que no puede evadirse y es el manejo del olvido. Memoria
y olvido son dos conceptos difíciles de separar, ambos se acumulan. Se­
ñala Candau: “[...] hay consenso en reconocer que la memoria es menos
una restitución fiel del pasado que una reconstrucción, una puesta al día
continua del mismo: la memoria, junto con el olvido, es un marco más
que un contenido, una apuesta constante, un conjunto de estrategias
cuyo valor se debe menos al contenido que a su utilización” (Candau,
2001, 38).
Esa relación memoria-olvido resulta clave cuando se analiza la cons­
trucción de las diversas memorias sociales y su carácter histórico. ¿Por
qué? Porque esa relación está sometida a cambios tanto políticos como
culturales; además, tanto la memoria como el olvido están ligados a las
cambiantes interpretaciones del pasado, pues no podemos perder de vista
que su contenido surge de cómo los interrogamos desde el hoy.
Indagar desde el presente el relato histórico y la recuperación de la me­
moria se vuelve especialmente significativo y complejo en aquellos países
que han atravesado cruentos procesos de violencia. Frente a una violen­
cia vejatoria, la memoria toma conciencia de la barbarie vivida y de que
manera ésta afecta, no sólo el recuerdo individual, sino a las identidades
colectivas. Para estudiar tal situación, Ricoeur, partiendo de los procesos
terapéuticos de Freud frente al trauma1, analiza cómo lo que se ha olvida­
do y no se convierte en recuerdo puede llevar a la repetición de la misma
acción. Para Ricoeur, el trabajo con el recuerdo debe asociarse a la idea
del procesamiento del duelo freudiano, entendido en el sentido de que éste
permite un ejercicio con la memoria, con el no-olvido y frente a los hechos
generados por la violencia institucionalizada se impone el no-olvido. En su
libro La memoria, la historia, el olvido, Ricoeur divide el tratamiento de los
problemas propuestos en tres partes. En la primera, examina la memoria
desde la dimensión tanto individual como colectiva, para relacionar, por
ejemplo, recuerdo e imagen. En la segunda parte se preocupa por la forma
como la historiografía maneja los testimonios y los archivos, interrogán­
dose acerca de cómo se hace la escritura de la historia. En la ultima parte
analiza el problema del perdón y el olvido.

1. Interesado por las situaciones de violencia generadas en la Primera Guerra Mundial y


con el surgimiento del nazismo, Freud se ocupó en diversos escritos del traumatismo.

^ 180
Cabe formularse la pregunta ¿por qué ese amplio y diverso interés
desde el presente por el pasado? Sin pretender respuestas concluyentes,
hay una serie de características que inciden en tal situación. Por una
parte, la noción de identidad nacional tan defendida por la modernidad
ha sido cuestionada y no se acepta una visión del pasado que pueda
ser común a todos. De allí la reflexión sobre las trayectorias socio-cul­
turales vividas, el afán por entender los cambios que se producen en el
ámbito de la identidad. Identidad y memoria son dos referentes difíciles
de separar y ante la diversidad de fenómenos como la globalización, el
desplazamiento de poblaciones, con la consiguiente movilidad, se van
desdibujando los elementos de pertenencia. Allí la memoria deja de ser
vista desde una identidad común y comienza a pensarse desde otras
perspectivas.

Michel Foucault, en su Arqueología del saber, criticaba el historicismo y


sostenía que nociones tales como desarrollo, influencia y evolución debían
dar paso, en las propuestas historiográficas, a ideas como ruptura, límite
y discontinuidad. Su planteo de llevar a cabo una “arqueología del cono­
cimiento” suponía desligarse de ciertos criterios interpretativos y proponía
“re escribir la historia”. A la idea de la historia concebida como constancia,
como origen, se le enfrenta una nueva temporalidad, se critica la perma­
nencia, ya que en ella nada es fijo y constante; de allí la necesidad de
construir una contra-memoria, espacio en el que los artistas jugarán un
papel protagónico.

Para el historiador francés Pierre Nora no hay que confundir memoria


e historia:

Memoria e historia funcionan en dos registros radicalmente diferentes, aun


cuando es evidente que ambas tienen relaciones estrechas y que la historia se
apoya, nace, de la memoria. La memoria es el recuerdo de un pasado vivido
o imaginado. Por esa razón, la memoria siempre es portada por grupos de
seres vivos que experimentaron los hechos o creen haberlo hedió. [...] Hubo
un cambio en la naturaleza misma del trabajo del historiador. Los historiado­
res fueron durante mucho tiempo los depositarios de la memoria comunitaria
en la medida en que teman, casi, el monopolio de la interpretación, que, de
paso, no era libre, porque con frecuencia el historiador era instrumento del
poder. Con el tiempo, el historiador se independizó, para asumir una actitud
científica. Pero casi al mismo tiempo apareció una vida mediática densa, que
contribuyó a crear una forma de memoria colectiva, independiente del poder
puramente científico. Las tragedias del siglo XX contribuyeron, en gran medi-

¿ 181
da, a democratizar la historia, es decir, a hacerla vivir. El hombre comenzó a
sentir que lo que vivía era la historia (citado por Corradini, 2006).

Pierre Nora distingue entre los ámbitos de memoria -referidos a mu­


seos, estatuas, placas recordatorias- y los lugares de memoria que no alu­
den sólo a la materialidad de los anteriores, sino que le abren el espacio a
la simbólico, a la experiencia sensorial, a una presencia con una visibilidad
distinta a la del monumento conmemorativo.

M em oria y olvido

Cuando ubicamos la pregunta sobre la memoria en el contexto de Amé­


rica Latina, la respuesta se complejiza, dado que se trata de un espacio
conflictivo, tanto por la existencia de redes globales que mundializan los
referentes, como por sus particularidades territoriales que fragmentan la
experiencia social. Existe una cierta permanencia de tradiciones sometidas
a transformaciones constantes y una pluralidad de historias locales atrave­
sadas por dinámicas globales (Peluffo, 2001, 47-48).

En América Latina, el tema de la memoria y el olvido ha tenido, tanto


a nivel político como cultural, una'fuerte presencia en los debates contem­
poráneos. Por ejemplo, en los países del Cono Sur, durante la transición
hacia gobiernos de libre elección después de largos años de regímenes dic­
tatoriales, se enfrentaron posturas que iban desde sostener la conveniencia
del “punto final”, hasta quienes reivindicaban la necesidad de conocer los
hechos y castigar a los responsables. Se cuestionaba la neutralización de
los horrores cometidos y su ocultamiento, en aras de defender la “recon­
ciliación nacional”, reconciliación que en realidad operaba como impulsor
de olvido.

Pero a toda esta discusión era necesario agregarle el ingrediente de las


memorias manipuladas, pues preguntas como ¿qué tiene mayor peso: el
olvido o la necesidad de construir memoria histórica?, ¿es posible la recon­
ciliación, se puede fortalecer la desmemoria frente a períodos de destruc­
ción?, pasaron a ser temas fundamentales. Hay una necesidad de re-escri-
bir la historia ante la fractura de las historias oficiales que apelaban a la
unidad y homogeneidad y en tal contexto el compromiso con la memoria
y la oposición a las políticas de olvido se vuelve central.
En el relato histórico tradicional primaba un panteón de héroes y de
gestas trascendentales, con los que se construyó memoria. En las refor­
mulaciones contemporáneas, en la construcción de las nuevas historias,
se ha producido un cambio central asociado a la experiencia de la violen­
cia. Frente a la política del terror, el centro para la construcción de esa
nueva memoria social no son los héroes sino las víctimas; de allí que en­
frentando a las historias oficiales comiencen a construirse otras visiones,
en las que un complejo entretejido de tensiones y diversidad cuestiona
la memoria silenciada. Ésta se vuelve un espacio de resistencia, que se
sitúa en el h oy y que permite resignificar el pasado. El presente posee la
capacidad de moldear el pasado, y puede imponer diversas versiones.
La memoria, como reconstrucción del pasado desde el hoy, tiene la po­
sibilidad de recordar u olvidar, e interpretar ese pasado desde distintas
perspectivas.
Convivir cotidianamente con imágenes de 'violencia en prensa, en te­
levisión, parecería desensibilizar al espectador frente al horror, como si
se fuera generando una mayor tolerancia a las imágenes extremas. Afir­
ma Susan Sontag: “De hecho, son múltiples los usos para las incontables
oportunidades que depara la vida moderna de mirar -con distancia, por
medio de la fotografía- el dolor de otras personas. Las fotografías de una
atrocidad pueden producir reacciones opuestas. Un llamado a la paz. Un
grito de venganza. O simplemente la confundida conciencia, repostada sin
pausa de información fotográfica, de que suceden cosas terribles” (Sontag,
2003,21).

La distancia que se establece entre experiencia e imagen puede separar


del hecho en sí mismo:
[...] dado que la fotografía de muerte nos presenta la prueba incontrovertible,
la evidencia de un hecho consumado, las imágenes no nos motivan a actuar,
por el contrario, lo único que nos queda es aceptar. La repetición de estas imá­
genes toma la violencia en algo mítico y por lo tanto inevitable, resultando en
una actitud pasiva, de resignación. Estos dos factores juntos (el escalamiento
de la tolerancia visual y el efecto de mediación) generan un distanciamiento
respecto a la violencia misma, dándole un carácter de otredad: esto no me está
pasando a mi, esto sucede en otra parte (Roca, 2004, 92-93).
Hay artistas que se preguntan ¿cómo se representa la historia?, ¿quién
lo hace y por qué?, con la idea de que es necesario cuestionar, buscarle
nuevos sentidos, interrogarse acerca de determinadas formas de represen-
tación que pueden ser manifestaciones sutiles del poder. ¿Dónde buscar y
qué mirar de ese pasado? Las respuestas han sido diversas, el código de
elementos significantes con los que se puede trabajar se ha ampliado más
allá de los documentos seleccionados por el historiador o de los monumen­
tos e imágenes que perviven. La exploración no es sólo en el enfoque temá­
tico, sino también en el uso de los materiales, y es frecuente la utilización
de elementos extraídos de la cotidianidad, de la cultura material, de sus
usos y costumbres.
El arte es entonces uno de los espacios en los que la memoria reapare­
ce con un valor simbólico profundo y los artistas, deseosos de impedir la
amnesia, buscan provocar fracturas en las interpretaciones tradicionales.
Recordar es una forma de reforzar el vínculo social, recordar nos identifica
con un grupo, pero además abre el espacio para reflexionar sobre otras
temporalidades, reactivando el valor simbólico de ciertos hechos, recons­
truyendo imaginarios, proponiendo no una simple mirada curiosa al pasa­
do. Sugiere Camnitzer que es posible resistir las memorias prefabricadas:
“Si mantenemos viva la conciencia de la utopía. La utopía es sobrevivir...
es que el arte sirve para algo. No es la utopía como un final, perfecto y
congelado. Es la utopía como un flujo, como un proceso intermitente y con
un sentido preciso... Es la utopía del individuo asumido, orgulloso - y por
ende-recordado (Camnitzer, 1997, 31).
La memoria aparece ligada a la subjetividad, de allí que la aproxima­
ción a un mismo evento genera procesos mentales y emocionales diversos
y las historias que tienen la palabra son múltiples. Reflexionar sobre su
realidad les da a los artistas argumentos y alternativas para concebir el
hecho artístico. Y cada vez más éste es visto como un significativo recurso
de comunicación, en sociedades como las contemporáneas que asumen la
imagen como principio comunicador. Ya no se trata de describir el pasado
sino de problematizarlo, volviendo a pensar ciertos supuestos, reformulan­
do códigos, usando la heterogeneidad como una estrategia recurrente. Y
el arte utiliza la historia para volverla una creación subjetiva, en la cual el
artista maneja dos relatos paralelos: el que le aporta la historia y el que él
construye con su obra (Pini, 1997, 51-57).
Con sus obras, no buscan explorar sólo en datos preexistentes, en ar­
chivos, sino que también exploran, al decir de Nadia Serematakis (1996),
en la memoria sensorial, presente en la violencia del lugar, en los cuerpos,
en los objetos. Cargar las obras de imágenes, tiempo y referencia pasada

^ 184
es una manera de cuestionar ciertas miradas que se han hecho, buscando
romper con la aceptación de lo sucedido. Sembrar la duda es un objetivo,
intentando defenderse y reparar ciertas construcciones de memoria. Se
trata de reconocer que la memoria no puede ser un simple registro de lo
que pasó, sino que está enmarcada en el horizonte de sentido que desde el
presente se le quiera dar.

A bordajes particulares

La complejidad de la situación en la que se abría la década de los años


80 para América Latina, con multiplicidad de situaciones políticas en las
que la violencia institucional resultaba cotidiana, llevó a que diversos ar­
tistas reformularan el tema de la memoria. En Latinoamérica, en general
y en Colombia, en particular, cada vez más artistas buscaron convertir el
arte en un lenguaje que intentaba ir más allá de la caparazón externa de lo
que se veía, y generaron así una cultura de la resistencia que intentó capi­
talizar las experiencias vividas y reconfigurar la manera como se abordaba
la relación arte-política.

Interesa entonces analizar cómo ciertos abordajes propuestos desde el


trabajo artístico permiten dar cuenta de la complejidad de escenarios en
los que opera la memoria. Son abordajes que buscan superar la memo­
ria meramente informativa, proponiendo la posibilidad de crear espacios
de reflexión y de crítica, cuestionando los lugares comunes e impulsando
otras formas de ver, otros espacios donde actuar. Nociones como archivo
y documento se amplían y el uso de lenguajes alegóricos, de intervención
de espacios no convencionales, hace visible lo que aparentemente no lo es,
aunque forme parte de nuestra cotidianidad.

Cada vez más proyectos buscan convertir el arte en un lenguaje que


intenta ir más allá de la caparazón externa de lo evidente, generando un
arte de resistencia, que procura reconfigurar la manera como se abordaba
la construcción de memoria. Quienes ponen en práctica esta experiencia
estética son conscientes de que están proponiendo acercamientos alterna­
tivos a las formas dominantes de representación, o a la explicación basada
exclusivamente en argumentos racionales.
El terror generado por las situaciones de violencia opera en el incons­
ciente colectivo, y las obras, a través de su manejo de diversas temporali-

± 185
dades, de imágenes que apelan al recuerdo, tienen la posibilidad de que*
brar la amnesia y disponer otras construcciones de memoria. No se trata
de un arte que habla de la memoria, es un arte que se hace desde ella. El
número de artistas latinoamericanos en general, y colombianos en parti­
cular, con obra sobresaliente sobre esta problemática es extenso y como el
objetivo en este texto no es inventariar nombres, nos limitaremos a señalar
el trabajo de cinco de ellos: Luis Camnitzer, Grupo Escombros, Fernando
Bryce, José Alejandro Restrepo y Juan Femando Herrán.
Luis Camnitzer (Uruguay, 1937) trabaja insistentemente en torno
a esta temática. Desde su serie sobre la tortura iniciada en los años 80,
hasta su instalación El libro de los muros montevideanos (1993)2. (Imagen
1), Camnitzer explora este acercamiento a un arte de contenido político a
partir de lo que él llama argumento, componente básico para desarrollar
una narración subyacente, que liga entre sí los elementos con que trabaja.
Ese argumento es lo que le permite al artista proporcionar reglas de juego
para que sea el observador quien termina de construirlo (Ramírez, 1993,
161). A l espectador se le exige, debe tomar posición frente a lo que se
muestra. En El libro de los m uros..., opera con esa dinámica; se trataba de
mini-instalaciones con diversidad de elementos, que juntas forman parte
de un todo coherente y que al recorrerlas permite reconstruir la historia
uruguaya en las décadas del setenta y ochenta. Una historia de represión,
violencia, dictadura en donde varios temas son claves: el de la identidad,
el olvido de las raíces, el temor en el uso del lenguaje3, el sufrimiento, las
limitaciones a la libertad (Haber, 1994, 76-79).
El artista debe ser, para Camnitzer, un ser ético y tener conciencia de
los problemas que lo rodean, de allí que, lejos de cualquier intención nar-
cisista como creador, se proponga realizar una obra que sea ella misma
un elemento cuestionador de los sistemas tradicionales, de la violencia
institucional, del monopolio ejercido por los centros de poder. Su caracte­
rización de qué es ser artista reafirma esta postura:
Vivimos en el mito alienante de que somos primeramente artistas. No lo so­
mos. Somos primordialmente seres éticos que distinguimos el bien del mal,

2. Esta instalación fue preparada especialmente para el Salón Municipal de Exposiciones


en Montevideo.
3. Durante la dictadura uruguaya había una serie de palabras que estaba prohibido decir
o escribir. Por ejemplo: tiranía, dictadura, tortura.
lo justo de lo injusto, no sólo en el ámbito individual sino también en el co­
munitario y regional. Para sobrevivir éticamenté necesitamos una conciencia
política que nos ayude a comprender nuestro medio y a desarrollar estrategias
para nuestras acciones. El arte se convierte en el instrumento de nuestra es-
cogencia para implementar esas estrategias. Nuestra decisión de ser artistas
es política, independientemente del contenido de nuestro trabajo. Nuestra
definición de arte, de cuál cultura servimos, de cuál público escogemos como
audiencia, de qué ha de lograr nuestro trabajo, son decisiones políticas (Cam­
nitzer, 1987, 88).

En Argentina, el Grupo Escombros, artistas de lo que queda, fundado en


1988, nace en la ciudad de la Plata como grupo de arte callejero. Entre
1989 y 2007, organiza acciones en las que participan artistas de distintas
disciplinas y público en general a quien convierten en co-autor. Su trabajo
se da en espacios alternativos, rechazan las limitaciones institucionales y
buscan ampliar la participación del público en la obra. Sus denuncias se
han orientado en diversas direcciones, una de ellas tiene que ver con el
tema que nos ocupa: la restitución de la memoria de los hechos de vio­
lencia. Tratan de mostrar la parte más siniestra del ser humano: “homo
hom ini lupus refiriéndose al hombre torturado, acosado, eliminado por sus
propios congéneres. Buscando despertar así una conciencia colectiva ante
los crímenes que sacudieron profundamente a Argentina durante el perío­
do de la dictadura militar.

Desde su aparición como grupo, han divulgado seis manifiestos, el pri­


mero es de 1989 y el último del 2007. A este último lo llaman La estética
de la desobediencia y en él, siguiendo la misma línea de acción que propu­
sieron desde su fundación, sostienen:

Escombros propone, en su sexto manifiesto, una ética de la desobe­


diencia. Desobedecer, en este caso, es expulsar la resignación. Porque:
NO es cierto que las cosas son así y no pueden ser de otra manera.
NO es cierto que la corrupción es inevitable porque “todos roban”.
NO es cierto que la solución de todos los problemas es “el hombre fuerte”.

En este tiempo, tan adverso a la libertad, el artista debe señalar, a tra­


vés de sus obras, todas las circunstancias en las que la libertad de pensar
y elegir estén en peligro. Es decir, debe crear conciencia. Y la manera de
hacerlo es reemplazar la pérdida de la dignidad por la indignación5.4

4. Texto citado en la página web del Grupo Escombros: www.grupoescombros.com.ar


Uno de los espacios centrales escogido por el grupo para realizar sus
obras es la calle. Sus integrantes sostienen que esa escogencia no es ca­
sual y responde al hecho de que es allí donde la realidad, sin disfraces
ni condicionamientos, puede ser visualizada, allí están las preguntas sin
respuestas.
Diversas obras son trabajadas en esa dirección buscando retomar la sig­
nificación de los crímenes de lesa humanidad cometidos. Su propuesta
Pancartas (1989) tomaba la pancarta como soporte de exhibición, presen­
tando 13 fotografías en blanco y negro que registraban performances rea­
lizados por el grupo. Mariposas, Brotes, Piedra del sacrificio, M ano a mano,
Procesión, Carrera de embolsados son algunos de los títulos de las imágenes
con las que recorrieron varios puntos de la ciudad acompañados de unas
200 personas y en él material impreso repartido se leía: “[...] expresamos
lo roto, lo quebrado, lo violado, lo vulnerado, lo despedazado. Es decir el
hombre y el mundo de aquí y ahora”.

Las imágenes convertían al cuerpo en narración y forma, un cuerpo que


torturado, quebrado, reaccionaba contra el olvido que significaba leyes
como las de punto final y obediencia debida, con las que se trataba de
borrar los horrores de la dictadura. Las pancartas planteaban una cita ne­
cesaria con la memoria individual y colectiva, negada durante la dictadura
y a la que se le impedía manifestarse plenamente al iniciarse el proceso
democrático.

Cementerio (1989) (Imagen 2) se construye en un espacio en ruinas,


donde se instalan diez cruces de madera, marcada cada una con una pa­
labra que se considera lesionada como fruto de la violencia y la injusticia.
Las diez palabras son: solidaridad, libertad, verdad, trabajo, imaginación,
futuro, voluntad, coraje, dignidad y justicia. La ruina, como contenido de
memoria, es usada desde una perspectiva benjaminiana. No se la ve como
un sinónimo de decadencia sino como un lugar de memorias sedimenta­
das, en el que la memoria no es sólo pasado sino que permite configurar
presente y futuro. El pasado surge en el presente, se visualiza en él. Por eso
la intención de construir con desechos que son resignificados. Manejando
un lenguaje a veces desgarrador (Perazzo, 2007, 86-90) sus integrantes in­
tentan hacer evidentes aspectos destructivos de la contemporaneidad que,
a su juicio, deben ser preservados y rescatados por la memoria, en una
clara alusión al no-olvido.

4 * 188
Una particularidad de su trabajo está en promover en el espectador la
participación, les interesa que éste deje de serlo para convertirse en partici­
pante. Se busca que ante el contenido político y social del mensaje, que es
la obra en sí, su carácter de objeto, que permite ser observado desde múl­
tiples perspectivas, incluso puede ser tocado, desencadene en el público la
imposibilidad de mantenerse impasible frente a lo que observa. Se trata
de mostrar lo que continuamente se oculta, lo que no se ve porque no se
quiere ver, lo que se ha vuelto invisible para la mirada.
El artista peruano Femando Bryce (Lima, 1965) tiene desde fines de
los 90, una extensa obra que parte de investigar en archivos bibliográfi­
cos y documentales para construir otras formas de representación de la
memoria histórica. Denomina a su sistema de trabajo “método del análisis
mimètico”, actividad que se centra en exhumar documentos e imágenes
pertenecientes a distintos espacios y temporalidades para, a manera de co­
pista, volverlos a construir en tinta china sobre papel. Son dibujos despoja­
dos de color, mostrados como construcciones ideológicas correspondientes
a un determinado momento y lo significativo de esas imágenes reside en
la capacidad que el artista tiene para develar lo que no se recuerda o no se
quiere recordar.
Inicialmente, su intención era realizar un ejercicio sobre la historia del
poder y las imágenes en su país de origen, pero sus búsquedas documen­
tales lo llevaron a ampliarlo a situaciones y personajes que juegan roles
centrales en la historia occidental, con el objetivo de volver a poner en
la discusión imágenes olvidadas o manipuladas por parte de las historias
oficiales construidas desde el poder.
Como el historiador, el artista explora en el archivo y observa ciertos
episodios que considera cruciales, ya que le permiten revisan las relaciones
de dominio y la forma como se han mediatizado a lo largo de la construc­
ción histórica del siglo XX. Nos muestra, al apropiarse, ironizar y enfren­
tarnos a los documentos, los prejuicios subyacentes en los discursos oficia­
les comúnmente aceptados. Su rigurosa labor investigativa muestra una
fuerte inclinación por los temas de carácter político; de allí la diversidad de
textos que aluden, por ejemplo, a posiciones colonialistas y anticolonialis­
tas, a la actitud asistencialista de los países ricos con respecto a los pobres,
a la Guerra Civil española, a las posturas de la izquierda en el ámbito de la
revolución cubana, o a los conflictos en África y Medio Oriente. La inten­
ción que subyace en los cruces documentales se relaciona con su interés
por volver a mirar desde el hoy historias aparentemente pasadas, pero que
siguen teniendo vigencia, en tanto, en muchos de los casos escogidos, alu­
den a la forma como opera el poder.

Ajuicio de la curadora Helena Tatay (2005)


Esta estrategia artística tiene una intención crítica y ética. Pese a la objetividad
que imprime a sus series, la transcripción literal de los documentos y las imá­
genes, y la selección del material muestran lo que está oculto [...]. Por varias
razones, la acumulación de imágenes y la manera en que Bryce las ordena de
forma sintética, parodia e interpela a los medios y a la reproducción masiva.
Ante la generalización de la reproducción ilimitada y su actual carácter deshis-
torizado, inmerso en un contexto digital y tecnológico, el proceso de copia a
través del dibujo de documentos que están fuera de la circulación elabora a la
manera benjaminiana una evocación aurática y redentora, a la vez que se con­
vierte en un trabajo a la búsqueda de una memoria histórica colectiva (34).

Pero, obviamente, su trabajo no se limita a la reiteración de una ilustra­


ción preexistente sino que busca promover, desde la particular visualidad
y cruces propuestos, cómo fue el proceso de producción y distribución de
esas imágenes, en una lectura que prioriza la influencia que la imagen tuvo
y tiene. Las discusiones que se promueven al reordenarlas apelan a rom­
per con la desmemoria que suele rodearlas y, de esa forma, ligarlas con
el presente, proponiendo nuevas cadenas de significados. Sin olvidar que
las imágenes instauran maneras de representar e interpretar los hechos, y
constituyen así una forma de historia visual, historias que en muchos casos
buscan instaurar los discursos unívocos de ese poder al que cuestiona.

Sus obras constituyen un llamado de atención sobre el plano político, y


existen líneas temáticas centrales que reafirman esta aseveración. Una de
ellas pone en tela de juicio los códigos visuales construidos en los centros
hegemónicos para dar cuenta de su interpretación de la realidad de los paí­
ses dependientes. A esta preocupación pertenecen obras como Atlas Perú
(2002-2003), donde construye una especie de historia contemporánea del
Perú a partir de las fuentes visuales más heterogéneas. Una segunda línea
de trabajo, de corte paródico, utiliza revistas y publicaciones de diversos
países occidentales, en las que se exponían políticas y proyectos para los
espacios coloniales. Südsee (2007) reúne una serie de dibujos mediante
los cuales los etnógrafos ilustraban las características raciales de los ha­
bitantes de sus colonias. Interés similar al que manifiesta cuando explora
revistas anglosajonas tales como Foreign Office y The East India, espacios

4 * 190
en los que a comienzos del siglo XX se discutía y analizaba la situación de
territorios que fueron escenario posterior de diversos conflictos (Jiménez,
2010, 46).
Sostiene Bryce que:
Lo que los dibujos pretenden, en tanto hecho estético, es dar otra visibilidad,
si se quiere, a todo este mundo de imágenes entendidas como evidencias de la
historia colectiva y social, pero también como representaciones y construccio­
nes ideológicas. [...] Como siempre, se trata de forzar de alguna manera una
mirada actual sobre historias pasadas con las que nos unen muchas líneas ge­
nealógicas dentro de un patrón de poder que, en mi opinión, sustancialmente
sigue siendo el mismo hoy en día. (Citado por Trivelli, 2006).

Artistas colom bianos reflexionan sobre m em oria y


violencia

El caso colombiano resulta en tal contexto muy particular, pues una


sociedad agotada por más de medio siglo de violencia enfrenta el riesgo de
que ésta no aparezca como una patología que debe desterrarse, sino como
una norma con la que se convive. De allí que un rasgo característico del
arte colombiano contemporáneo sea la reflexión en tomo a la violencia y
uno de los retos para los artistas es trabajarla sin banalizarla, sin volverla
espectáculo. El arte les permite desempeñarse como testigos e intérpretes
de historias pasadas, o enfrentar al observador a hechos que están aconte­
ciendo y corren el riesgo de olvidarse y convertirse también en historia. Los
objetos que crean pueden hablar del pasado como acontecimiento íntimo,
pero también de subdesarrollo, de desplazamientos, de pérdida de los de­
rechos humanos, de empobrecimiento, de la permanente intromisión que
la esfera de lo público tiene en la esfera privada.
Tienen en común la necesidad de repensar el pasado para que deje de
ser un mero referente de algo que ya sucedió. Su manera de insistir en la
memoria de los hechos no persigue el simple afán recordatorio, ni se bus­
can mitos fundacionales, ni verdades incuestionables del inconsciente co­
lectivo. Se trata de comprender, hacer comprender y sensibilizar en torno
a los códigos que estructuran la sociedad en que viven.
José Alejandro Restrepo (París, 1959) elige como instrumento básico
para su obra la video-instalación. Desde sus trabajos iniciales de 1983 hay
un tema recurrente en su investigación: el contacto con otras culturas per-
mite conocer no sólo nuevas formas de lenguaje sino otros criterios de
manejo espacio-temporal. Y se plantea la inquietud frente a una historia
narrativa que de alguna manera acomoda los hechos, usando a veces una
perspectiva lineal que, lejos de problematizar, tranquiliza. Ese punto de
vista lo lleva a preguntarse:
Si existe una relación entre la historia y el video convencional a nivel
de narrativa, ¿no sería posible pensar que las nuevas narrativas propuestas
por el video-arte nos liberarían del modelo metafísico y antropológico de
la memoria para desplegar una contra-memoria y liberar las fuerzas del
azar creador, la simultaneidad y divergencias de temas, trayectos parciales
y lábiles nuevas estructuras temporales y significativas mucho más cerca­
nas al mito? (Restrepo, 1996).
Sus video instalaciones de los 90 como: El paso del Quindío (1992-
1999), El cocodrilo de Hum boldt no es el cocodrilo de Hegel (1994) y Musa
Paradisíaca (1996), lo llevaron a reformular la lectura de los libros de via­
jeros, pensándolos desde una perspectiva contemporánea5. En la inquietud
inicial, cómo representar, qué se representa, cómo se puede transmitir la
magnificencia de la experiencia personal tenida con la naturaleza, subyace
la idea de que toda representación termina convertida en una secuencia de
momentos que reconstruyen la memoria. Las formas de representación, lo
mismo que el conocimiento, son finalmente inventadas y controladas por
quienes tienen el poder.
A lo largo de su producción hay un choque entre el manejo de las histo­
rias oficiales y las posibles relecturas que admiten y aquí es donde se sitúa
para hacer evidente que el relato histórico no es sinónimo de unicidad, de
estabilidad. Involucrarse en ese espacio es recorrer un territorio de arenas
movedizas, siendo consciente de lo que puede hacerse con el uso de la
imagen.
La manera como utiliza las imágenes mueve las líneas del poder en
otras direcciones, hacia otros espacios; los grabados del siglo XIX o los no-

5. Por ejemplo, en El paso del Quindío, juegan paralelamente cuatro descripciones de la


región: la de Koch, cuestionando las diversas versiones anteriores, la de Humboldt criti­
cando la representación de Koch, la de Max von Thielman cuestionando la de Humboldt
y la de Restrepo, que concluye que la descripción de von Thielman está muy alejada
de la realidad. Mientras los viajeros del siglo XIX dejaban consignadas sus imágenes en
grabados, Restrepo registra su recorrido usando el video.
ticieros contemporáneos permiten sacar del archivo, volver a leer hechos,
particularizarlos, ponerlos en escena, pues cuando se convierten en piezas
de archivo corren el riesgo de caer en el olvido.
La historia narrada puede ubicamos en un territorio inestable donde el
mito y la más cruda y violenta realidad conviven. Mostrar la cotidianidad
supone encontrarse con la violencia que forma parte de ese entorno. Su
relación con la historia vuelve a aparecer, estar fuera de la “historia de
los historiadores” significa para él encontrarse con hechos que avanzan a
diferentes velocidades, unas más rápidas, otras a un ritmo más lento, unas
convergen, otras divergen.
Aquí suceden cosas, eventos y singularidades que con fuerza ponen en entre­
dicho la ley y las generalidades. [...] Nuestra historia no es sino un método
etnocéntrico injustamente privilegiado como instrumento de análisis [...] La
etnología nos ha mostrado como sociedades sin historia (lo cual no tiene nada
que ver con el nirvana neoliberal del “fin de la historia” de Fukuyama) o socie­
dades “frías” que no privilegian ninguna transformación importante cuando lo
sustancial continúa y debe continuar en constante equilibrio intemporal (Res-
trepo, 2001, 54).

La importancia de obras como Musa Paradisíaca, por ejemplo, está jus­


tamente en esa capacidad de cruzar dos universos, aparentemente aleja­
dos, para mostrar cómo operan. Por un lado, el imaginario europeo del
paraíso tropical, de una fuerte sensualidad, que produce frutos deseados,
y por otro la cotidianidad de una violencia que no cesa, las condiciones de
explotación y la muerte rondando el espacio. Mito de paraíso perdido y
violencia cotidiana comparten un mismo escenario.
Uno de los generadores de la violencia en Colombia es el narcotráfi­
co. Marihuana, cocaína y, más recientemente, heroína se han convertido
en palabras asociadas con la guerra contra la droga que tantos años de
inestabilidad y violencia genera en el territorio nacional. En 1997, Juan
Fernando Herrán (Bogotá, 1963) comenzó a trabajar con su serie Papaver
Somniferum, investigación que se prolongó hasta el 2004 cuando publicó
un libro sobre su indagación. Desde el inicio de su trabajo, comprobó la
diversidad de apreciaciones que se pueden hacer sobre un mismo objeto,
según quién lo perciba y en qué contexto. La Papaver Somniferum, popu­
larmente conocida como amapola, jugaba roles totalmente diversos según
el espacio contenedor en que se encontraba. En Inglaterra, durante el Día
de la Remembranza, los veteranos de las guerras mundiales llevan en sus

^ 193
solapas amapolas artificiales, como recuerdo de que al finalizar la Primera
Guerra Mundial las amapolas silvestres crecían en lo que fueron campos de
batalla y las flores rojas significaban la expectativa de un renacer.
En Turquía, años después, Herrén se encontró con grandes cultivos de
amapolas. La cosecha es vendida por los campesinos a las entidades pú­
blicas encargadas de procesarlas en fábricas gubernamentales para la pro­
ducción de insumos farmacéuticos.
Esas costumbres y usos difieren dramáticamente del el carácter de “flor
maldita” que tiene en Colombia, donde su tráfico y producción genera repre­
sión, violencia en áreas campesinas con desplazados y disputas por tierras.
Poco tiene que ver aquí la imagen romántica de la flor con lo que acontece
con ella en el país. Las imágenes aparecidas en la prensa son un referente
significativo para el artista y se apropia de ellas para analizar las diversas
versiones que se construyen sobre el tema. Un ejemplo es su Tríptico ju d i­
cial (1998), en la que mediante tres imágenes fotográficas contrasta dos
situaciones: bulbos de amapolas que al estar “rayadas” preludian el proceso
inicial de la obtención del alucinógeno. Las líneas rectas habituales del corte
para obtener el látex son reemplazadas por formas que aluden a una vasija
precolombina. Estas dos fotos a color colocadas en los extremos del tríptico
contrastan con la imagen del centro. Allí, en blanco y negro aparecen dos
capturados por cultivos de amapolas. Sobre la mesa que está delante de los
detenidos, un ramo de amapolas, acompañado de elementos como armas,
objetos robados y elementos que buscan poner en evidencia el ilícito come­
tido. Objetos “[...] organizados, clasificados y debidamente identificados
con rótulos, en una presentación que recuerda vagamente estrategias pri­
marias de exhibición museal” (Roca, 2004). Herrén se aproxima al objeto
desde una perspectiva de búsqueda, de conocimiento de sus particularida­
des, pero también desde un planteo estético que mostraba el deleite que
puede experimentarse frente a una flor, cuando se olvida la interdicción
que pesa sobre ella. Esas fotografías no eran un simple registro, se intenta­
ba profundizar en el objeto de estudio, acercarse y mostrar la dualidad de
valoraciones que pesan sobre el mismo. Este conocimiento del objeto, de
las contradicciones que genera, lo llevó a profundizar en el problema desde
otra perspectiva: la del campesino que siembra la amapola como forma de
subsistencia y de quienes la fumigan por tratarse de una planta ilegal.
La crisis cafetera llevó a muchos campesinos de la región a cambiar ese
cultivo por el de la amapola. La difícil situación del medio rural facilita

¿ 194
el interés de los campesinos por un cultivo que resulta sencillo y fácil de
transportar. Cultivar la planta es la posibilidad de una vida mejor: la alta
rentabilidad del producto es una opción de sustento difícil de rechazar
(Herrán, 2004). La amapola genera, por una parte, expectativas de progre­
so en el campesino y, en paralelo, la represión oficial para impedir su cul­
tivo y la configuración de grupos de narcotraficantes provoca una secuela
de violencia y destrucción.
Terra incógnita (2000-2002) es el resultado de una cuidadosa explora­
ción en fuentes diversas: material de archivo tanto de la prensa como de
la policía, fotografías aéreas tomadas por las autoridades para ubicar los
cultivos y planear las campañas de erradicación y la información obtenida
a partir de recorrer zonas destinadas al cultivo de la amapola. La obra es
una instalación constituida por cinco elementos escultóricos diseminados
en un amplio espacio en penumbra. Cada uno de los elementos constituye
una réplica de grandes rocas construidas en plomo, pero al acercarse y to­
mar contacto con estas formas rocosas que aluden a territorios, a particu­
laridades topográficas, descubrimos sobre ellas una serie de miniaturas. El
uso del plomo como material para construir las formas escultóricas genera
un particular significado: en Colombia así como en otros países, se utiliza
el término plomo como metonímico de bala, la alusión al arma de fuego
implica acercamos nuevamente a la relación con la violencia.
Cada piedra introduce al espectador en una realidad que no le es fa­
miliar, que inquieta y le propone la experiencia de observar estos lugares
como si estuviera viéndolos desde el aire. Campesinos, animales, bosques
destruidos, cadáveres, herramientas de labranza son parte de las situacio­
nes que se recrean con las miniaturas. No es un relato previsible, hay eco­
nomía de información y los objetos, que deben ser descubiertos, se cargan
de sentido simbólico.
La distribución de las rocas en el espacio está hecha de tal forma que
muestra la extensión y complejidad del problema. Los dos mundos que
Herrán presenta, el del campesino que siembra y el de la autoridad que
fuittiga para acábar con los cultivos, resultan más inquietantes porque se
perciben como mundos paralelos, se miran pero no dialogan, cada uno
funciona con su propia lógica y nos enfrenta a la diversidad de puntos de
vista complejizando así el problema que hay detrás de la disputa territorial.
Por una parte, la situación del campesino como sembrador de una planta
satanizada, pero que para él es sólo un objeto que le permite intentar me­
jorar su subsistencia, y por otra la represión de las autoridades.

^ 195
Las fotografías de Juan Femando Herrén, Campo Santo (2006) (Ima­
gen 3) nos remiten a un duelo íntimo, silencioso, cuyo escenario es un
área rural cercana a Bogotá, el Alto de las Cruces. Las alrededor de treinta
fotografías abren un espacio escondido, poco frecuentado, donde manos
anónimas fabrican cruces, usando para ello el material que les abastece la
propia naturaleza del lugar, de allí el fenómeno de mimesis que se produce
con muchas de ellas, que parecen ser absorbidas por los mismos elementos
con que se hicieron y cuya fragilidad mueve al recogimiento.
Homenaje silencioso alejado de la idea de monumento, estas emees
construyen una primitiva forma escultórica, con la que le rinden un home­
naje a sus muertos. El Alto de las Cruces se convierte en una extraña mezcla
de espacio con evidente carga religiosa, pero sin que un templo o un altar lo
soporte. Lo que la fotografía capta son gestos íntimos, privados, construidos
en un lugar que no lo es y que termina convertido en un espacio para la
memoria, generando una peculiar relación entre lo público y lo privado.
Al fotografiar las emees, Herrén nos involucra en un lugar al que difí­
cilmente se puede acceder, nos visibiliza una realidad que desconocemos,
nos vuelve testigos del hecho, de memorias construidas por un gesto priva­
do pero que se carga para el observador de sentimientos colectivos. “Es un
lugar sagrado no por decreto sino por consenso” (Bernal, 2007, 144).
La obra de los cinco artistas mencionados pone en evidencia que en los
últimos años la relación arte-memoria se convirtió en objeto de reflexión
en diversos escenarios de Latinoamérica y que en las reflexiones de los
artistas el tema de la función del arte en los procesos de construcción de
memoria ha tenido especial relevancia, en la medida en que se cuestionan
las interpretaciones rutinarias y se promueve la memoria crítica, al activar
la duda y buscar que las obras actúen como disparadores que impulsan un
ámbito propicio para la reflexión.
Desde diversas perspectivas, los artistas mencionados buscan resignifi­
car lo acontecido y les es común la necesidad de repensar el pasado para
que deje de ser un simple referente de algo que ya sucedió. N o se trata
de actitudes memoriosas, sino de contribuir con sus obras a darle nuevo
significado a las interpretaciones. Su manera de insistir en la memoria de
los hechos, no persigue un simple afán recordatorio, ni verdades incuestio­
nables. Se trata de comprender, hacer comprender y sensibilizar en tomo
a los códigos de construcción de memoria y olvido que estructuran la so­
ciedad en que vivimos.

4 - 196
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b lo g sp o t.c o m

^ 198
Im a g e n 1: Libro de los muros. Luis C am n itzer. F u ente: A rt N e x u s.

^ 199
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Im a g e n 2: Cementerio. G r u p o E sco m bro s

Im a g e n 3: Camposanto. J u an F e rn a n d o H errá n .
La memoria adviene en las imágenes

Ileana Diéguez

Recordar es una acción ética, tiene un valor ético. La memoria es, dolorosa­
mente, la única relación que podemos sostener con los muertos. Así, la creen­
cia de que la memoria es una acción ética yace en lo más profundo de nuestra
naturaleza humana: sabemos que moriremos, y nos afligimos por quienes en
el curso natural de los acontecimientos mueren antes que nosotros [...]. La
insensibilidad y la amnesia parecen ir juntas. Pero la historia ofrece señales
contradictorias acerca del valor de la memoria en el curso mucho más largo
de la historia colectiva. Y es que simplemente hay demasiada injusticia en
el mundo. Y recordar demasiado [...] nos amarga. Hacer la paz es olvidar.
Para la reconciliación es necesario que la memoria sea defectuosa y limitada
(Sontag, 2004, 134).
Ante una imagen -tan reciente, tan contemporánea como sea-, el pasado no
cesa nunca de reconfigurarse, dado que esta imagen sólo deviene pensable en
una construcción de la memoria, cuando no de la obsesión. En fin, ante una
imagen, tenemos humildemente que reconocer lo siguiente: que probable­
mente ella nos sobrevivirá, que ante ella somos el elemento frágil, el elemen­
to de paso, y que ante nosotros ella es el elemento del futuro, el elemento de
la duración. La imagen a menudo tiene más de memoria y más de porvenir
que el ser que la mira (Didi-Huberman, 2008, 32).

La m em oria es la única relación que podemos tener con los muertos.


Quiero comenzar con esta frase de Susan Sontag (2004, 134) porque
ninguna resume de manera tan lúcida la relación inevitable entre la me­
moria y la muerte y su incidencia en nosotros, los vivos, quienes tenemos
la posibilidad de recordar y así, mediante esa memoria, hacer vivir a los
muertos.
El arte de la memoria desde su nacimiento está vinculado al recuerdo, a
las imágenes, a los lugares y a la ausencia. Según cuenta Platón, Simónides
de Ceos apeló a la memoria para identificar los cuerpos sepultados por el
derrumbe del salón donde Scoplas ofrecía un banquete. Y esa acción fue
posible gracias a la imagen que Scoplas retenía de los lugares ocupados por
cada uno de los comensales alrededor de la mesa. Dicen que así nació el
ars memorativa, el arte de la memoria, asociado al recuento de los cuerpos
y a los muertos, a los fantasmas.
La muerte tiene una extraña y larga relación con la imagen y el arte,
una relación que se remonta a los más arcaicos dibujos, a los antiguos
frescos y a las imágenes funerarias. Lo que lleva a Régis Debray a carac­
terizar la plástica como un terror domesticado tiene fundamento en la
tensión éntre muerte y vida que propugnan las imágenes, especialmente
aquellas que nacen de las tumbas: “Es una constante trivial que el arte
nace funerario, y renace inmediatamente muerto, bajo el aguijón de la
muerte” (1994, 20).
La imagen ha sido el medio a través del cual se intentó garantizar la
sobrevivencia de los muertos, en tanto desde su génesis se tejió el víncu­
lo entre eikon, eidolon y phantasmata1. La imagen como fantasma de los
muertos. La imagen en representación de una ausencia, como nos recuer­
da Plinio el Viejo en la historia de aquella doncella de Corinto que pintó
sobre un muro la sombra de su amado para recordarlo cuando estuviera
ausente.
En estas páginas deseo plantear algunas relaciones entre arte, muerte
y sobrevivencia, entendida ésta como registro de memoria. Si el arte está
vinculado a la memoria es desde su propia corporalidad, desde su materia­
lidad espectral y frágil, y por su capacidad para performativizarse, ejecu­
tarse, suceder en el tiempo como aparición sintomática.
Un amplio número de artistas trabajan en torno a la muerte, en sus
múltiples registros: matérico, físico, orgánico, psíquico, filosófico y polí­
tico. En la década de los noventa, Teresa Margolles junto al grupo Seme-
fo hizo de la morgue su laboratorio de creación, investigando “la vida del
cadáver”. Y hasta el presente continúa trabajando con lo que Cuauhtémoc
Medina ha llamado “espectralidad materialista” (2009, 15). En el 2009,
durante la serie de obras expuestas como representación única del arte

1. Las palabras griegas eikon y eidolon indican dos maneras de expresar las imágenes:
icono e ídolo. Como especifica Pascal Quignar (2005, 115) en latín los simulacra o
simul indican las imágenes luminosas que son soporte de los fantasmas: “En latín, simu­
lacra no sólo es la traducción del griego eidolon sino también del griego phantasmata”
(116).

t 204
mexicano en la 53a Exposición Internacional de Arte de la Bienal de Vene-
cia, Margolles trasladó residuos de “lo que queda” sobre el suelo una vez
que los cuerpos ejecutados son retirados por peritos policiales. La sangre
y el lodo impregnados en las telas fueron rehumectados y recuperados
en la sala de exhibición (Medina, 2009, 23) . Sangre recuperada fue el
nombre de una de las piezas creadas a partir de la rehidratación de las
telas. Pero la contaminación fue expandida a través del acto performativo
de los colaboradores de Margolles, quienes diariamente durante la Bienal
de Venecia frotaban los cristales de las ventanas con fragmentos de esos
tejidos, y ejecutaban acciones de aparente limpieza del piso de las salas,
utilizando una mezcla de agua y de la sangre extraída a los lienzos2.
Intento aproximarme a una serie de obras o prácticas artísticas que eli­
gen dispositivos performativos y frágiles, y devienen form as supervivien­
tes de la desaparición y el dolor. Me interesa un tipo de prácticas que se
ubican a medio camino entre los procesos de desmaterialización del arte
y su recurrencia objetual o material, y que eligen registros efímeros con
implicaciones performativas (más de los participantes o espectadores que
de los artistas, como en el Proyecto Magdalenas p o r el Cauca, de Gabriel A.
Posada); que apelan al aliento, al soplo, a la intervención del hálito (como
en Oscar Muñoz), o a la impregnación, emanación o vaporización de los
fluidos (Rosemberg Sandoval y Teresa Margolles). Me interesan los regis­
tros matéricos cargados de memoria y no sólo la materia como textura:
las instalaciones archivísticas impregnadas de memoria en los objetos y
prendas reunidos por Christian Boltanski, mucho más que el registro obje­
tual y materialista en los reciclajes y acumulaciones del Nouveau Réalisme.
Pienso en los Atrabiliarios de Doris Salcedo, en los registros fotográficos
realizados por Erika Diettes en R ío Abajo y en los embalsamamientos de
objetos en su más reciente obra en proceso. Se trata de obras luctuosas que
privilegian la visibilización de vestigios. Obras que asumen la evocación
sin pretender sustitución alguna, pues no aspiran a estar en lugar de lo
ausente.

2. Las piezas y acciones presentada por Margolles en la muestra ¿De qué otra cosa podemos
hablar?, curada por Cuauhtémoc Medina, en la Bienal de Venecia, tuvieron una com­
plejidad que no busca ser reducida al único ejemplo que aquí estoy citando. Para una
información más completa puede consultarse el catálogo de la exposición referenciado
en la bibliografía.
La memoria es mucho más que un tema. Nos enfrenta a un entretejido
de afectos, experiencias, recuerdos y relatos que no sólo llegan directa­
mente o de primera mano, sino que como señala Beatriz Sarlo “puede [n]
convertirse en un discurso producido en segundo grado, con fuentes se­
cundarias que no provienen de la experiencia de quien ejerce esa memoria
pero sí de la escucha de la voz (o la visión de las imágenes) de quienes
están implicados en ella” (Sarlo, 2006, 128). El presente desde el cual se
produce el discurso de memorias está tejido de múltiples pasados?. Pero
cualquiera que sea la posibilidad de acceder a los tejidos de la memoria,
su carga afectiva nos remonta a las corporalidades y a las dimensiones de
lo sensible y lo matérico. Invoca olores, visiones, texturas. A través de los
sentidos, practicamos la memoria y evidenciamos su cualidad performati-
va, actuante. A los relatos de la memoria también se intenta silenciarlos,
soterrarlos -e n el sentido de esconderlos o incluso clausurarlos, negarlos-,
borrarlos, como se hace con los cuerpos. En este continente, la memoria
está trágicamente vinculada a las problemáticas de la desaparición y la
falta de sepultura. Y desde el arte se han imaginado formas para dar un
registro visible a lo que sabemos irrecuperable.

Supervivencias

Me interesa la noción de cuerpo espectral (Didi-Huberman, 2009, 27)


para referirme a obras y prácticas que son configuradas a partir de vesti­
gios y que están inevitablemente impregnadas de memorias específicas.
Una especie de tejido residual -cabe aquí la expresión “amasijo de restos”-
que evidencia el carácter fragmentario que puede tener todo proyecto de
aproximación artística - o de cualquier tipo- a las memorias.
Didi-Huberman ha utilizado la noción de cuerpo espectral para dar cuen­
ta de la imposibilidad de distinguir contornos definidos en la obra de Aby
Warburg, pero también para insistir en la estela filosófica y filológica que
connota toda su obra. De modo particular, destaca un concepto funda­
mental en la obra de Warburg: Nachlebem, supervivencia, vivir después
(Didi-Huberman, 2009, 29), concepto que en los estudios de Warburg está
acotado a un contexto específico: el Renacimiento, particularmente el ita-3

3. Tomo esta expresión de Didi-Huberman, en el análisis que realiza en tomo a la obra de


Edward B. Taylor (2009, 49), para aplicarla a otro tiempo y contexto.
liano. Didi-Huberman desplaza esta noción hacia otros escenarios, y la
explora incluso en relación a lo que representa quien fuera el propositor
de otra historia del arte -A b y W arburg-, connotándolo como “un urgente
superviviente” al que es necesario regresar. Me interesa desplazar el seña­
lamiento de esta necesidad para insistir en una urgencia fundamental del
arte de este tiempo: la necesidad de regresar a los muertos a través de su
huella material.

El rastreo realizado por Didi-Huberman sobre el término supervivencia,


anterior a Warburg, lo lleva hasta el etnólogo británico Edward B. Tylor,
quien introduce la noción de survival en su conocido texto Prim itive Cul­
ture. Para Taylor, las supervivencias designan “algo que persiste y da testi­
monio de un estadio desaparecido de la sociedad” (cit. en Didi-Huberman,
2009, 52). Interesa este registro de lo sobreviviente como huella de lo que
vivió en otro tiempo, de lo ausente, para que desplazado a otros escenarios
como el arte contemporáneo, pueda dar cuenta de las acumulaciones ma-
téricas y fantasmales que lo pueblan.
La noción de supervivencia aplicada a las imágenes tiene varias lecturas.
Apunta a lo que está sedimentado o cristalizado en ellas, a las diversas
trayectorias -históricas, antropológicas, psicológicas- que las atraviesan
y que impiden reducirlas a “una cosa”. De allí la propuesta de “pensar la
imagen como un m om ento energético o dinámico” (Didi-Huberman, 2009,
35), como “lo que sobrevive de un pueblo de fantasmas” (36). Estas reapa­
riciones fantasmales o diseminaciones antropológicas que atraviesan las
imágenes las hacen hablar y ser percibidas de otra manera. Desde su me­
moria (Mnemosyne), las imágenes dan cuenta de cuanto las atraviesa y las
determina.

Lo que sobrevive en las imágenes, las diversas cargas de experiencia


que ellas acumulan, es lo que configura la memoria de las imágenes.
Si como indica Didi-Huberman, la supervivencia designa una realidad de
fra ctu ra y designa también una realidad espectral (2009, 52), podríamos
considerar la cualidad de estas dos realidades -fractura y espectralidad-
como cualidades de las memorias que se agolpan en muchas prácticas u
obras del arte contemporáneo. Cualidades en las que se implican topos
pero también tiempos. En tanto huella de vida pasada, de lo que fue y
ya no está, la supervivencia nos habla también de las acumulaciones de
experiencias en el tiempo, de los múltiples acontecimientos pasados, de
los “residuos vitales” que se condensan y hablan en las obras. Lo que so­
brevive no es únicamente la imagen como forma estética de la memoria.
La imagen está determinada por las formas de un pathos a través del cual
accedemos a ciertos relatos. Particularmente, las imágenes vinculadas a
situaciones de sufrimiento y dolor sugieren un registro anímico que nos
hace buscar más allá de ellas para intentar aproximarnos al cúmulo de
experiencias que las atraviesan. Ante esas imágenes nos preguntamos,
remontándonos a Warburg, cuáles son los engrammas de la experiencia
emotiva que sobreviven como patrimonios de esas memorias (Checa,
2010, 140).

Im agen testimonio/cuerpos fantasmales

Varios artistas -n o todos- que producen sus obras en torno a la memoria


de traumas sociales, se involucran en un tejido de relaciones que abarcan a
los familiares y las víctimas, los objetos y vestigios que ellos guardan como
reliquias, los movimientos por la justicia, y las intervenciones de activistas
y trabajadores sociales. Entrar en contacto directo con los sufrientes, con
las narraciones, con las injusticias irresueltas, implica un largo proceso de
exposiciones afectivas y físicas.
Creadores como Alfredo Jaar, Doris Salcedo, Erika Diettes, Teresa Mar-
golles, Mayra Martell, entre muchos otros, desarrollan sus prácticas artísti­
cas como procesos de investigación expuestos a las circunstancias sociopo-
líticas del entorno en el cual trabajan. Esos procesos implican una secuen­
cia de acciones, una temporalidad y una experiencia que marca sus vidas
y determina sus creaciones: desplazamientos hasta el lugar de los hechos,
entrevistas con los familiares o sobrevivientes, contacto directo con los
vestigios o prendas de víctimas, participación en procesos de lucha social,
etcétera. De manera que en ocasiones los artistas devienen documentado-
res y testimoniantes del dolor de los demás, o paiticipantes-propiciadores
de ritos comunitarios ciudadanos.
Si bien son varios, los creadores que asumen el riesgo y la responsabili­
dad ética ante estas experiencias, deseo concentrarme en los procesos de
indagación, recepción de materiales y elaboración de las obras de la artista
y fotógrafa colombiana Erika Diettes, en el tejido de historias, de viajes y
experiencias que están detrás de las elaboraciones de Río Abajo, Sudarios y
Recordatorios (obra en proceso).

^ 208
“Hasta el día de hoy he sido receptora de más de 300 testimonios de víctimas
de la violencia. Me han sido confiadas evidencias físicas, detalles e intimidades
no sólo de la violencia, sino de la forma como la vida se reconfigura, se re­
estructura y sigue a pesar de ella” (Diettes, 2012).

Las obras producidas por Diettes en tomo a los acontecimientos vio­


lentos que se inscriben en los cuerpos de las víctimas, para ejecutarlos,
desaparecerlos o dejarlos para siempre traumados, han implicado un cui­
dadoso trabajo de recepción y archivo de los objetos confiados, así como
numerosos encuentros y entrevistas con los portadores de esas memo­
rias.

Cuando una artista se declara receptora de tan considerable número


de testimonios, aparece la noción del depósito de memoria, del storage me-
mory, para decirlo con una frase que identifica a Christian Boltansky. La
recepción de estos testimonios implica un cuidadoso proceso de recepción,
identificación, obtención de datos que permitan la ubicación afectiva de
las prendas a partir de lo aportado por los propios familiares, y el almace­
namiento temporal de los objetos hasta el momento de su procesamiento
artístico. Este trayecto es registrado fotográficamente y, junto a las memo­
rias de los viajes de trabajo, se asienta en los cuadernos de campo que ha
ido acumulando Diettes. Con toda intención nombro una herramienta co­
mún a la investigación de campo realizada por antropólogos, arqueólogos,
paleontólogos, etnógrafos, etcétera. El llamado trabajo de campo como
método de investigación de las ciencias sociales - y naturales- es utilizado
por varios artistas contemporáneos que crean en tomo a las memorias
traumáticas en contextos de conflicto, y que trabajan con información de
primera mano4. Estos creadores son documentadores, productores de ar­
chivos y receptores de testimonios, materiales con los cuales generan otros
relatos a contrapelo de las historias oficiales.

Vivimos en una época en la que ha tomado fuerza la figura del artista


como aquel que evidencia, testimonia, expone frente a otros y para otros,
para la memoria presente y futura, lo que el arte puede hacer trascender.
La idea del artista como testimoniante prevaleció en Goya, cuando realizó
la serie Los desastres de la guerra (1810-1815). Como explicitan algunos de
los títulos - “Yo lo vi”, “Y esto también”, “Así sucedió”- aquellos grabados

4. En el caso de Erika Diettes, hay también una formación antropológica, pues es Maestra
en Antropología Social de la Universidad de los Andes.
son el testimonio de quien estuvo ahí y quiso dar cuenta de ello, produ­
ciendo con sus estampas una crónica de aquel tiempo.
En los procesos de trabajo de Erika Diettes se han ido generando espe­
cies de archivos temporales que constituyen importantes testimonios del
dolor y el sufrimiento de quienes más han padecido la violencia. Además
de objetos, ha sido receptora de diversos testimonios orales que aportan
los familiares. Testimonios que no tienen un registro “duro”, que se asien­
tan en la memoria de la propia artista. Sus obras se han concentrado - a
nivel visual- en el trabajo con los más variados objetos personales, y docu­
mentos como fotografías, cartas y anotaciones.
Río Abajo (2007-2008) y Sudarios (2011) son dos series que comparten
el dispositivo fotográfico digital, pero que exploran soportes discursivos y
experiencias antropológicas muy diferentes. Río Abajo está constituida por
un conjunto de 26 impresiones digitales sobre cristales, enmarcadas en
una estructura de madera que las sostiene desde el piso. Los Sudarios es­
tán conformados por veinte impresiones en seda, sin ningún elemento que
enmarque las piezas, apenas una delgada estructura de aluminio desde la
cual quedan suspendidas.
Río Abajo se creó a partir del registro fotográfico de las ropas y ob­
jetos facilitados por los familiares de víctimas, en calidad de préstamos.
Gomo ha señalado Miguel González, la realización de esta obra implicó
“un recorrido real por la geografía de la violencia rural y urbana de Co­
lombia, buscando y encontrando las víctimas de la guerra e indagando
en los recuerdos” (2010, 3). Los objetos recibidos bajo resguardo tem­
poral habían pertenecido a personas desaparecidas y/o asesinadas en el
contexto del conflicto armado, particularmente en el Oriente Antioqueño.
Esos objetos eran conservados por familiares que nunca habían podido
despedir los cuerpos ni enterrarlos. Para quienes viven con el dolor de los
duelos no realizados, los objetos de sus seres queridos alcanzan un valor
de reliquia: son venerados, consagrados. Para los familiares, esos objetos
están en lugar de los ausentes, guardan la memoria de acontecimientos a
veces compartidos, son el recuerdo sensible de una vida. En los casos de
las desapariciones forzadas -e n Colombia, como en México, en Perú, en
Argentina u otros países-, las prendas de los ausentes son conservadas con
la esperanza de que alguna vez vuelvan a ser portadas por aquellos a los
que se sigue esperando. Durante la guerra sucia en el Perú (1980-2000),
que generó la horrorosa cifra de casi setenta mil muertos y desaparecidos,
cobró fuerza una práctica de la tradición andina: velar las ropas en lugar
del muerto.
Para realizar las fotos de R ío Abajo, la artista emprendió un trato casi
ritual con los objetos recibidos, que parecían pedir tiempo para poder ha­
blar: “Me acuerdo que cuando los traje a mi estudio, los primeros ocho días
solamente bajaba y los miraba. No sabía por dónde empezar. Necesitaba
encontrar el tiempo emocional, y un poco el permiso del mismo objeto
para ser fotografiado” (Diettes, 2008). El acto fotográfico implicó una es­
pecie de puesta en escena: los objetos fueron uno a uno sumergidos en un
recipiente de agua, donde eran iluminados y fotografiados. Ya se ha vuelto
común escuchar y leer que en Colombia los ríos han devenido espacios
fúnebres en los que desaparecen los cuerpos y cuyos restos a veces son
localizados por la aparición de los buitres o gallinazos.
En este contexto, la instalación de las veintiséis imágenes digitales im­
presas en vidrios translúcidos es una poderosa alegoría de las tumbas de
agua en que se han convertido los ríos. En su frágil materialidad y en el
desamparo que sugieren las prendas como abandonadas a las aguas, estas
imágenes devienen cuerpos fantasmales.

Sudarios: el dolor suspendido

La serie Sudarios está constituida por veinte retratos de mujeres del De­
partamento de Antioquia que fueron obligadas a mirar cómo torturaban y
asesinaban a sus seres queridos. Cada imagen tiene una historia atroz. Las
sesiones de fotos tuvieron lugar mientras ellas daban testimonio, bajo la
agonía de los recuerdos y en la misma geografía de los acontecimientos.
Con mi cámara he sido testigo muchas veces del instante en el que una persona
necesita cerrar los ojos porque se hace presente, de nuevo, el dolor del momen­
to que dividió su vida en dos (Diettes, 2012).
Excepto uno, todos los rostros tienen los ojos cerrados. La fotografía es
el arte de captar el instante, o como ha dicho Didi-Huberman: “un éxtasis
del tiempo en su acceso de lo visible” (2007, 131). Pero a diferencia de
Río Abajo, realizado en una temporalidad y espacio “controlados” por la
artista, eran otras las condiciones en que se obtuvieron las imágenes para
los Sudarios: la tensión por la escucha, el ser testigo de terribles relatos y
a pesar de todo, estar atenta a la posibilidad de oprimir un obturador en
el instante justo, irrepetible, que deja sobre el rostro el mayor surco de
dolor.
¿Cómo captar el sufrimiento humana, aquel que se instaló en el cuerpo
y que aún lo posee? ¿Cómo representar la huella de una experiencia de
dolor? En el ámbito de los estudios sobre la violencia inscripta en los cuer­
pos, Wolfgang Sofsky considera que todo intento por representar el dolor
nos remitiría siempre a una escena posterior, y que incluso la indecibilidad
del acontecimiento anula la posibilidad de expresión en otros registros que
no sean el de la imagen: “La lamentación verbal, el lenguaje de los salmos,
empieza después que el hombre ha superado el estado en que gime de
dolor y vuelve a ser capaz de emplear la palabra. La lamentación verbal es
la sublimación del grito. El dolor no se puede comunicar ni representar,
sino sólo mostrar. Pero el medio de ese mostrar no es el lenguaje sino la
imagen” (Sofsky, 2006, 65).
Los discursos en torno a las sublimaciones de la corporalidad general­
mente han priorizado enfoques desde el erotismo, el éxtasis o la santidad.
Un tratamiento especial ha tenido la representación de la corporalidad
sometida al martirio, donde el sufrimiento corporal nunca tiene lugar en
los rostros trascendidos o en éxtasis de los sufrientes que pierden y ofren­
dan una parte del cuerpo para ganar el amor de Dios. La distinción entre
cuerpo y rostro ha prevalecido en la tradición iconográfica del martirio
cristiano, “con su asombrosa escisión entre lo que se inscribe en el rostro y
lo que le sucede al cuerpo” (Sontag, 1996, 62), como si mantener el rostro
al margen de las atrocidades que vive el cuerpo garantizara mayor digni­
dad a la persona. El cuerpo es el lugar del pathos y del dolor, el lugar por
excelencia para lá producción de martirios y la materia predilecta para la
ofrenda sacrificial. Un rostro surcado por el dolor podría entrar en disputa
con ciertos códigos estéticos que exaltan la serenidad y la belleza, pues an­
cla lo representado en territorios terrenales, lo deja caer desde las alturas
donde se instala la trascendencia estética perpetuada por cierta noción de
belleza.
Erika Diettes parece haber actuado a contrapelo de estas legitimacio­
nes. La serie de rostros que integran los Sudarios no deja lugar a dudas
sobre la experiencia dolorosa que los surca. Aparentemente cercanos a la
representación extática - y erótica- de la experiencia mística -e l éxtasis de
Santa Teresa, por ejemplo-, en ellos se consuma la sublimación del dolor.
Dolor por la pérdida, y no la ganancia de un ser querido. A diferencia de la

¿ 212
transustanciación mística que garantiza el martirio cristiano, la experien­
cia, que tras esas imágenes se ha consumado es la de haber sido testigos
del horror, de la pérdida violenta y tortuosa de seres amados, sentenciados
y obligados a morir por voluntad y ejercicio de otros. En estos Sudarios
reverbera la instantánea trascendental de golpes de dolor.
Un sudario es un manto funerario, el lienzo que amortaja el cuerpo del
difunto, pero es también aquel tejido que una vez puesto en contacto con
el rostro, se ha contaminado, ha devenido impregnación fantasmática del
cuerpo en retirada, huella que actúa como principio fotográfico ¿imagen
verdadera, Vero Icono?, como aquel que quedó registrado en el manto que
la Verónica extendió a Jesús camino al Calvario, Lo que en el manto se
reveló, ¿era el rostro de Jesús o la emanación de su dolor, el icono del
sufriente?

Las imágenes de los Sudarios creados por Diettes son profundamente


perturbadoras, inquietantes y reveladoras a la vez. Ellas son un atestado
de tiempo. Didi-Huberman considera que “una fotografía es atestado de
tiempo mucho más que de su modelo” (2007, 142). Estas imágenes testi­
monian el horror y la degradación extrema a la que hemos llegado en estos
tiempos donde dar muerte no es suficiente, sino que además hay que cas­
tigar el cuerpo y la mirada, y hacer insoportable la memoria del otro para
que fustigue siempre. Pero esa intensidad testimonial está esculpida en las
formas del pathos, en los surcos de dolor evidenciados por los rostros que
se inclinan como si pretendieran espantar el recuerdo; en los rostros casi
siempre ladeados, como si un suspiro los alentara a elevarse o un recuerdo
los empujara en la caída. Los párpados cubriendo los ojos, como ventanas
que se cierran para impedimos el acceso a una intimidad aterradora, como
velos que desearan cubrir el dolor.
Interesan las formas del pathos que están en la imagen misma, las ener­
gías y experiencias que las atraviesan y de las cuales estas imágenes dan
testimonio. No se trata de bellos retratos, aunque lo son. Es la gracia he­
rida por el dolor: “teníamos claro que las imágenes resultantes no iban
a obedecer a la idealización de sus rostros, sino a la trascendencia de su
dolor” (Diettes, 2012). Y sin embargo, por esa gracia estas imágenes nos
remontan a las Venus de Boticelli. ¿Será realmente una cuestión de Pathos-
form el, del modo en que nos siguen impactando las formas corporales del
tiempo superviviente (Didi-Huberman, 2009,173), del modo en que nues­
tros imaginarios y referencias culturales son deudores de una arqueología
figurativa? Si pensamos en una Pathosformél es reconodendo el movimien­
to agonístico, las formas del pathos y el dolor que atraviesan y determinan
estos Súdanos.

No invoco a Boticelli en nombre de su serena grandeza, sino apelando


al registro patético -d e l p a th o s- que un estudioso como W arburg fue capaz
de leer en el arte del Quattrocento; y porque la belleza está herida en algu­
nas de sus Venus (La Calumnia de Apeles, H istoria de Nastagio, por ejem­
plo). Buena parte de la obra de Didi-Huberman está dedicada a rastrear
los conceptos fundamentales de la visión warburgiana para insertarlos en
la discusión teórica de nuestro tiempo: “la ménade que regresa en la su­
pervivencia de las formas del Quattrocento no es el personaje griego como
tal, sino una imagen marcada por el fantasma metamòrfico -clásico, des­
pués helenístico, después romano, después reconfigurado en el contexto
cristiano- de este personaje” (Didi-Huberman, 2009, 155). En sus estu­
dios sobre el Renacimiento como expresión de las intensificaciones ges-
tuales y las excitaciones dionisíacas de la Antigüedad -q u e lo llevarán a la
Pathosform él-, Aby W arburg se opone a la versión de la doctrina clásica de
la serena grandeza como característica esencial de aquel período. Interesa­
do en rastrear las supervivencias de la intensidad patética y de las formas
dionisíacas, encontró en la obra de Nietzsche una fuente de referencias
e inspiraciones. La muerte y el despedazamiento de Orfeo fue uno de los
motivos iconográficos más reflexionados por Warburg. En su ensayo sobre
Durerò llegó a expresar que con ese grabado, el artista buscaba realizar
“una imagen temperamentalmente antigua, y en consonancia con los ar­
tistas italianos, otorgar a la Antigüedad el privilegio estilístico de la repre­
sentación gestual de las emociones” (W arburg cit. en Checa, 2010, 147).
En los paneles que mostraban el inventario de imágenes de Mnemosyne5,
particularmente los paneles 40 y 41 donde destacan las imágenes de La
matanza de los inocentes en Belén (grabado hacia 1520 de Marcantonio
Raimondi o Marco Dante, según Baccio Bandinelli) y La muerte de Orfeo
(grabado del Maestro ferrarés hacia 1465), puede apreciarse el interés de
W arburg por la representación gestual de las emociones y en particular
por aquellas imágenes que representaran un pathos del sufrim iento y de
la destrucción. En los paneles 41a y 42 se reúnen diversas imágenes en
torno a la expresión del sufrimiento y la muerte, y se destacan numerosas

5. Véase Warburg, Atlas Mnemosyne.

^ 214
y distintas versiones de la M uerte de Laocoonte y La Pietá de Cosimo Tura
(1474).

Los Sudarios nos aproximan a las Venus en esa intensidad inquietante


donde convergen Eros y Tánatos. Es imposible no quedar impactados por
el erotismo doloroso de las imágenes de Diettes. Colmo transportados hacia
otras regiones, los rostros de esas mujeres sugieren un inquietante éxta­
sis, una especie de estado delirante, poseso, mucho más cercano al dolor
báquico que observara Nietzsche (1973) (y que Platón llamaba estado de
manía en el que se paraliza el recuerdo6) que al éxtasis del matrimonio
cristiano que nos describe Santa Teresa de Jesús y que es apenas un mo­
tivo en la sensual Santa Teresa de Bernini. Quizás formalmente las acerca
también la desnudez. El impacto visual de la piel descubierta al nivel de
los hombros -sin tejidos que distraigan la m irada- en los retratos cerrados
a un primer plano, deviene una especie de marco para los rostros.
Instalados en los espacios donde se exponen, el conjunto de estos Su­
darios es literalmente un cúmulo de dolor suspendido. En términos físicos,
las veinte sedas donde se han impreso los rostros están colgadas, libres
para el movimiento, expuestas al contacto, al roce involuntario o al deseo
de rozarlas e incluso de abrazarlas. Hay una dimensión táctil que genera el
tránsito entre estas telas. Y que es inevitable no conectar al cúmulo de las
supervivencias que las atraviesan a las memorias que ellas atestiguan y que
nos remontan a otras escenas, como si murmuraran que el dolor real y la
verdadera tragedia nunca tienen lugar en el arte. Sobre esto nos interroga
Derrida (1993, s/p): “¿Es la tragedia el bello canto que acompañaba, el
sacrificio ritual de un chivo en las fiestas de Dionysos, o es el canto atroz
de ese chivo en el momento en que el arma lo atravesaba?”. Antes que al
orden de las interpretaciones apelo a mi propia memoria, a la exhalación
agónica que rompe el silencio sagrado que generan los Sudarios. Es un
registro “casi imperceptible”, como ha expresado Erika Diettes, “cuando el
espectador está en la exposición es como si ellas estuvieran exhalando”7. Y
es una exhalación real, un sollozo que tiene resonancia testimonial. Aquí
emerge entonces otra lectura respecto al dolor suspendido que estos Su-

6. Remito a un pasaje del Fedro de Platón: Sócrates Pero dime (porque en el fu ro r


divino que me poseía he perdido el recuerdo), ¿comencé mi discurso definiendo el amor?
( Diálogos, 381).

7. Comunicación de la artista, agosto del 2012.

^ 215
daños condensan. Se suspende algo que queda pendiente, latente, no se
cancela, se posterga, se prolonga en una interminable agonía. Estamos en
los territorios del duelo, de los infinitos duelos suspendidos acumulados
en estas tierras.

Hacer tumbas: el síntoma del cubo

Buena parte de la obra de Diettes puede percibirse como el tejido de un


extenso y entrañable sudario con el que desearía poder amortajar, consa­
grar, despedir y dar tumba a los cuerpos sin descanso. Hay una vocación de
enterradores en algunos artistas. Y es casi cínico llamar “vocación” lo que
es primordialmente una necesidad. A lo largo de este continente, el arte ha
ido imaginando estrategias para dar forma a sus miradas y preguntas, para
dar forma a sus obsesiones, a sus posicioñamientos, y a la acumulación de
un inmenso dolor que se vuelve imposible acallar.
Durante los años ochenta y noventa, en el período de la violencia y la
guerra sucia, el arte peruano produjo una elaboración plástica de lo que
Gustavo Buntinx llamó “la imagen polisémica del fardo funerario: momia,
feto y semilla” (1995, 528). Los “bultos” comenzaron a aparecer en la
obra de artistas como Eduardo Tokeshi, Jaime Higa y Elena Tejada, en un
campo de tensiones entre desapariciones forzadas y resurrecciones míticas.
Estos empaques que eran también velos y mortajas, se apropiaban de un
motivo iconográfico de la cultura andina y trabajaban con el significado de
aquel referente, como visibilizaciones de la muerte (Buntinx, 1995, 531),
pero también como “transfiguraciones míticas que se desbordan hacia el
ancestral culto a los muertos” (Buntinx, 2007, 52).
La más reciente creación de Erika Diettes, Recordatoños-aún en proce­
so-, explora el dispositivo escultórico. Un conjunto de cubos que también
podrían llamarse empaques, “bultos” o cápsulas, crecen dispuestos sobre
el piso, como si fuesen tumbas. Regresan los objetos, los recuerdos que de
sus muertos atesoran sus seres queridos. Los familiares de víctimas viajan
desde Chocó, Urabá y diversas zonas de Antioquia para depositar lo que,
como varios de ellos han anticipado, devendrá Recordatorios que mostra­
rán el dolor al mundo8.

8. Más o menos, estas son las palabras de algunos de los donantes. De los cuadernos y
archivo de la artista.
Los cubos tienen dimensiones de 30 x 30 cms x 12 cms de alto. Son
realizados en tripolímero de caucho, una sustancia viscosa y transparente
en la que se sumergen numerosos objetos que condensan la memoria de
personas asesinadas y/o desaparecidas a lo largo del conflicto armado y
la violencia en Colombia. En su gran mayoría, se trata de prendas que
pertenecieron a personas muy jóvenes, prendas atesoradas por sus madres
-principalmente- y otros familiares, como reliquias. Pero, esta vez, los ob­
jetos son definitivamente entregados a la artista para que tengan “un lugar
digno”9. ¿Qué hace a una persona desprenderse de aquello que ha guarda­
do durante años - a veces veinte, quince años-, de aquello que primero ali­
mentó la esperanza de un posible retorno y que una vez conocedores de la
imposibilidad de ese retom o, adquiere la condición de reliquia? Son pren­
das que estuvieron en contacto con los cuerpos de los ausentes, que están
impregnados de su aura, de sus olores, que portan una memoria sensible y
que en ocasiones pasaron por más de una generación de familias. ¿Qué les
hace a esas personas viajar largas horas, despedirse ritualmente de aquello
que ha representado sus esperanzas, sus sostenidos y más caros amores,
para entregarlos definitivamente como si se depositaran en un templo?

El proceso de los oferentes es un largo rito que incluye varias estacio­


nes. Desde la toma de decisión para ofrendarlo, el rito familiar in situ de
la despedida, el viaje y el momento de la entrega, cuando se manifiesta en
palabras el valor espiritual de aquellas prendas y las nuevas esperanzas o
expectativas que generan. En los testimonios que estas personas aportan
puede rastrearse el significado del acto de entrega:
“es un privilegio poder depositar en este lugar nuestras memorias”
“es un grito silencioso, tal vez se le está diciendo al mundo que sí hay dolor”
“me da un poco de alegría que acá lo quieran escuchar a uno”
“son tantos recuerdos de tanta gente, quizás esto es como un clamor”
“esto nos hace pasar de la impunidad total a la visibilidad, a la luz”
“yo vi estos cubos como una tumba”
“es como un entierro simbólico”10.

Cito los testimonios porque no hay mérito en pretender ninguna in­


terpretación: es testimonio puro, son ellos, los dolientes, quienes definen

9. Esta fue exactamente la expresión de uno de las familiares al entregar los objetos. Infor­
mación de los cuadernos y archivo de la artista.

10. De los cuadernos y archivo de la artista.

^ 217
la dimensión de esta obra. De sus manifestaciones se desprenden varios
sentidos que privilegian la perspectiva de los dolientes: la necesidad de los
actos de memoria, de rituales, participativos; la necesidad de singulares re­
cordatorios con la colaboración de los propios familiares, en los que no se
homogeneicen ni monumentalicen las memorias. La necesidad de justicia
social para salir de lo que ellos nombran como “la oscuridad”, el olvido y
la indiferencia. La necesidad de dar una tumba, de enterrar a sus muertos,
de hacer el duelo.
Desde la perspectiva poética, esta producción escultórica emprendida
por Diettes es ante todo una práctica de memoria. Una práctica en la que el
artista deviene embalsamador: los objetos son literalmente embalsamados,
inicialmente protegidos por una primera capa que les permite conservarse
y no desgarrarse por las altas temperaturas en que tiene que manipularse
el tripolímero de caucho. Y deviene amortajador, enterrador de restos, en
una práctica que evoca los imposibles enterramientos reales, porque no
siempre se han encontrado los cuerpos.
Pascal Quignard plantea la relación entre tumba y corazón, entre en­
lutado. y enamorado o amante, y cita a Tácito para recordarnos que el
corazón es la tumba de aquellos a quienes hemos amado (2005,120) y lo
re-elabora diciendo que “el corazón es la ‘domus infernal’ del fantasma de
aquel a quien amamos, lo mismo que la tumba es ‘el corazón vivo’ donde
habitan las ‘sombras’ de los que han abandonado la ‘luz’ de este mundo
mediante el fuego” (2005,120), aquellos a quienes hemos amado.
Practicar memoria es amasar un cuerpo, darle una domus en los afec­
tos que habitan nuestro cuerpo, darle forma a una experiencia de amor y
de dolor. Sobre todo, en un tiempo en el que predominan las políticas de
amnesia o las políticas de monumentalización de la memoria. La memoria
está inevitablemente vinculada a la muerte y a la ausencia, como lo está a
la presencia y al amor.
Ante estos cubos sobrevienen otras imágenes, imágenes que pertenecen
a otro orden de discurso pero que también nos regresan a las casi mismas
preguntas que ellos nos lanzan. En un texto donde comienza interrogando
los volúmenes aparentemente sin síntomas y latencias del arte minimalista
(Donald Judd y Robert Morris, fundamentalmente), y donde sobre todo
reflexiona en torno a los cubos negros de Tony Smith (The Black Box, es­
pecialmente), Didi-Huberman propone algunas metafóricas definiciones
del cubo: “¿Qué es un cubo? Un objeto casi mágico, en efecto. Un objeto
que debe liberar imágenes de la manera más inesperada y rigurosa posi­
ble” que es “una herramienta eminente de figurabilidad” (2010, 56); una
figura perfecta de la convexidad que incluye “un vacío siempre potencial”
(57), que permite obrar “la tragedia de lo visible y lo invisible” (70). Más
que discutir por qué los cubos de Diettes conjuran el vacío, me interesa
insistir en la ocupación física, psíquica y memorable de estos cubos-recor­
datorios. En otras reflexiones -q u e aquí ahora no caben- interesa explorar
esa potente metáfora que lanza Huberman cuando plantea la frase “vo­
lúmenes dotados de vacío”. Sin duda, los cubos-recordatorios evidencian
un gran vacío, un vacío que es un ahuecamiento, una evidencia de las
ausencias corporales y de la dimensión fantasmática en que necesariamen­
te se mueven las prácticas artísticas de la memoria. ¿Qué puede ser un
“volumen portador, mostrador de vacío”? “¿qué sería pues un volumen -u n
volumen, un cuerpo y a - que mostrara [...] la pérdida de un cuerpo?” (18),
se interroga Didi-Huberman. Pienso que en esta pregunta se articulan los
sentidos que vinculan vacío y ausencia, dos conceptos que atraviesan no
sólo los cubos de Diettes, sino todo el proceso que ha generado esta obra,
toda la movilización de memorias que supervive en la obra misma. Pensar
la articulación entre vacío y ausencia nos coloca ante el gran vacío que dis­
paran los procesos de duelos suspendidos, la desaparición de los cuerpos,
la imposibilidad de colocar el cadáver en el centro de los ritos funerarios,
la imposibilidad de darle sepultura. Ese es el vacío que estos cubos-recor­
datorios nos evidencian. Y en esa dimensión del vacío que invocan, pero
también de la materialidad que amortajan -com o portadores de objetos-,
ellos visibilizan su doble régimen: el de las tumbas “vacías”, las tumbas de
N N que esperan todavía un lugar en las memorias específicas para salir
del anonimato y del vacío ominoso de lo sin nombre, y el de las tumbas sin
lugar que remiten al gran vacío que generan las políticas de desapariciones
forzadas, de exterminio, desfiguración y anulación de los cuerpos. De allí
que los cubos resumen un síntoma, al ser la imagen de una ineluctable
pérdida, de una realidad irrecuperable, irreconciliable incluso desde los
espacios poéticos.
Las imágenes que trabajan con iconografías de la muerte violenta, con
las formas del pathos que nos han impuesto tantas acumulaciones de ex­
cesos, con los vacíos generados por tantos duelos suspendidos, son una de
las formas de producción de la memoria - “las supervivencias advienen en
imágenes” (Didi-Huberman, 2009, 155)-; pero son también la condensa­
ción de síntomas -d e apariciones- que interrumpen no sólo el curso normal
de los acontecimientos, sino el curso de nuestra mirada por no decir de
nuestra existencia. Esas apariciones sintomáticas que podríamos reconocer
en varias obras del arte latinoamericano actual, merecen reflexiones que
iluminen su potencia en el marco de una teoría e historia del arte y la cul­
tura contemporánea11.

Im ágenes en duelo. Rituales fúnebres

Pienso que una de las mayores evidencias que el arte nos ha mostrado
es la profanación y desaparición de los cuerpos hasta convertirlos en au­
sencias apenas evocadas por vestigios, como manifestación suprema de esa
estética fantasmal fundada en la fugacidad de los cuerpos y en las sinies­
tras políticas de desapariciones forzadas.
Las prácticas artísticas generadas o vinculadas a la puesta en acción de
la memoria y a las deudas de la justicia, cada vez más nos llevan al terreno
del luto. Hay obras que se construyen como un duelo, o más bien como un
desvío poético del imposible duelo, cuando la ausencia del cuerpo impi­
de la realización de los ritos fúnebres. Martín Barbero ha expresado esta
agónica relación entre imagen y ausencia en una extraordinaria reflexión
en tomo a la memoria en el contexto actual de Colombia: “en la secreta
relación entre imagen y desaparición se juega la posibilidad del duelo sin
el cual este país no podrá tener paz. Pues la desproporción de nuestra
violencia quizá sea paradójicamente proporcional a nuestra incapacidad
de duelo: ese tiempo del sentimiento donde elaboramos las pérdidas y
expiamos nuestros olvidos” (2001, s/p).
En los trabajos de Diettes se propicia una dimensión que deviene es­
pacio alegórico para el duelo. De ninguna manera afirmo que el arte pro­
picie un espacio real para los duelos. La imposibilidad del duelo pasa por
las deudas de la justicia, por el olvido, la indiferencia, la impunidad y la
carencia absoluta de espacios y ritos simbólicos para aceptar y procesar la
muerte. Pero dignificar el dolor, propiciar un lugar digno para los vestigios
y restos atesorados por los familiares, reunirlos en una ceremonia pública
donde lo que se expone es mucho más que una obra de arte y deviene -sin
que sea la artista quien lo determine- ritual fúnebre, es quizás la única

11. Reflexiones que es imposible abordar en las páginas finales de un texto como este; y
piden ser desarrolladas en textos avalados por procesos de investigación de campo.

^ 220
posibilidad de realizar actos de duelo en un contexto -qu e como tantos
de este continente- no considera el sufrimiento, el dolor y la justicia como
problemáticas primordiales de sus comunidades. Es propiciar desde las
configuraciones artísticas un lugar para llorar la muerte.
Río Abajo y Recordatorios (obra en proceso) propician a los familiares en
duelo un momento de re-encuentro con una estela corporal, objetual, del
ser violentamente perdido, puesta ante los ojos. Pero sobre todo, propician
un espacio para recordar a los muertos, para la plegaria fúnebre, trascen­
diendo el habitual acto de contemplación estética. Además de exponerse
en galerías o museos de arte, R ío Abajo ha recorrido varias de las regiones
del Oriente Antioqueño, de donde proceden los objetos fotografiados, y
donde los familiares siguen llorando a sus muertos, sin el consuelo de po­
der darles sepultura. Cuando en esas exposiciones los familiares iluminan
con velas las fotografías, reunidos en una ceremonia pública en la que
pueden compartir una plegaria a sus seres queridos, tiene lugar uno de los
ritos que aún se deben a tantos muertos sin descanso en estas tierras.
Que la contemplación artística sea trascendida para devenir rito fúne­
bre en situaciones donde el duelo está suspendido, es reconocer que desde
el arte es posible propiciar simbólica y efímeramente lo que en la vida real
es imposible. Cuando los cuerpos de los muertos no pueden recibir los ritos
fúnebres, cuando incluso la incertidumbre sobre la muerte del ser querido
es también la que alimenta efímeras esperanzas, desde los procesos del
arte se propician herramientas para hacer del luto un “duelo público”: po­
ner el dolor de los otros en el espacio social12 es implicarse en un proceso
que va del sufrimiento silencioso o pathema a la manifestación pública o
poiema. Acto de duelo que trasciende la práctica artística e instala un esce­
nario de umbral, de mínimas y temporales rehabilitaciones simbólicas que
la estructura social ya no puede propiciar.
Los traumas que aún no han tenido ni simbolización ni duelo retornan
de manera fantasmal como síntoma social en el arte contemporáneo y ac­
tual, para repetir en distintas regiones y con soportes diversos el difícil
registro de lo irrecuperable. Además de exhibirse para ser visto - y con­
frontamos-, difícilmente para ser “contemplado”, este arte compromete
dispositivos que modifican las relaciones con los espectadores y proble-

12. Es inevitable referirse al texto de Elsa Blair que insiste en esta necesidad de poner el
dolor en la esfera pública. Ver referencias bibliográficas.

± 221
matizan los tejidos y vínculos con la memoria. La supervivencia y carga
de experiencia que lo atraviesa es la que no puede reducirse a una imagen
ni acotarse a una estética de la contemplación. Este arte juega otros roles.
Uno de ellos ha sido enunciado por Julia Kristeva cuando apuesta a la
creación artística como registro privilegiado para las configuraciones del
valor traumático de las experiencias límites (Cit. por Richard, 2007, 173).
Otro, más allá de canalizar los traumas, tiene un papel más inquietante y
perturbador: el de hacer visible lo que parece invisible, el de dar nombre
a la barbarie, el de señalar y demandar, y colaborar así con los procesos
irresueltos en el ámbito de la justicia (allí donde hubiera voluntad política
para ello).
En ambos casos, la memoria es performativa, acontece en el cuerpo del
doliente o acontece en el corpus de los espacios. Acontece en las narrativas
que pugnan por salir, en los discursos que alojan una historia o una esce­
nificación de la memoria. En los últimos años, intentando pensar las rela­
ciones entre arte y memoria -q u e inevitablemente pasan por las relaciones
entre arte, dolor y duelo- me han quedado siempre numerosas preguntas
en tomo al espacio y forma de las significaciones y representaciones de lo
memorable. En tiempos de tanta densidad mortuoria, el arte ha devenido,
por su modo de producción f¡m iasm ático, un lugar para reconocer los sínto­
mas y el pathos de nuestro tiempo, un lugar desde el cual dar presencia a
tantas ausencias.
“La historia de un país no puede ser escrita en silencio y su memoria no debe­
ría construirse en la oscuridad. Por esto es que considero que contar, registrar,
mostrar y tratar de entender nuestra historia desde todas las perspectivas posi­
bles es una necesidad” (Diettes, 2012)
Estas imágenes que hoy nos confrontan serán mucho más que el regis­
tro de una historia del arte, serán la supervivencia de un tiempo de acumu­
lados duelos. La memoria adviene en las imágenes.

^ 222
Obras citadas

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la escena pública”. En: Estudios Políticos, 21, 9-28.

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d rid : A k al.

^ 224
Im a g e n 1: R ío A b a jo. E rik a D ie tte s . Im a g e n c o r te s ía d e la a rtista .

225
Im a g e n 2 : Sudarios. E r ik a D ie tte s . Im a g e n c o r te s ía d e la a rtista .

^ 226
T

Im a g e n 3: Sudarios. E rik a D ie tte s . Im a g e n c o r te s ía d e la a rtista .

& 227
228

Im a g e n 4: Sudarios. E rika Diettes. E xp u esto s en E x T e re s a A rte A ctu al, m a y o -ju n io d e 2 0 1 2 , C iu d a d d e M éx ico .


F o to g ra fía : J u a n E n riq u e G o n z á le z .
4 , 229

Im a g e n 5: Río Abajo. E rika D iettes. E x p o sic ió n en C o c o rn á, A n tio q u ia , 10 d e ju lio d e 2009.


Im a g e n cortesía d e la artista.
±
230
Im a g e n 6: Río Abajo. E rik a Diettes. E xp o sic ió n en C a rm e n d e l V ib o ra l, A n tio q u ia , 9 d e ju lio 2009.
Im a g e n cortesía d e la artista.
Invisibles en el arte y olvidados por la historia.
Reflexiones sobre el arte como reparador de la
memoria histórica nacional*

Olga Isabel Acosta Luna

Im ágenes ausentes

T r e s años después de la Batalla de Boyacá, en 1822, se publicó en Lon­


dres el libro Colombia. Relación geográfica, topográfica, agrícola, comercial
y política de este país1 donde se anotaba lo siguiente: “la población de Car­
tagena de Indias se cree sea de 25.000 almas. De estos los descendientes
de los indios, que ocupan los arrabales, son los más numerosos. El resto
son chapetones, o Europeos” (del Real, 1822, 178). ¿Cómo entender tal
afirmación en una ciudad donde negros y mulatos, esclavos y libres ocupa­
ban un importante lugar en la sociedad cartagenera? Javier Ortiz Cassiani
atribuye este olvido a un propósito voluntario de negar abiertamente el
protagonismo político que había alcanzado esta población en Cartagena
durante las luchas por la Independencia, de tal manera que
nom brarlos, así fuera com o parte de la configuración hum ana de la provincia,
les recordaba a las autoridades y a Del Real el protagonism o político que, justo
en esos m om entos, estaban ju gan d o estos grupos en la configuración de los
nuevos territorios. D e m odo que la tem prana negación de los negros y m ula- *1

* El presente texto surgió gracias al trabajo, las discusiones y reflexiones realizadas con el
equipo de la Curaduría de Arte e Historia del M useo Nacional de Colombia en el marco
del Bicentenario. Q uiero agradecer especialmente a Cristina Lleras, Juan Darío Restre­
po, Angela Góm ez Cely, A m ada Carolina Pérez, Antonio Ochoa, Bertha Aranguren y
Liliana González.
1. Algunos autores han atribuido esta versión a Francisco Antonio Zea, pero en la reim­
presión realizada en 1974 Sergio Elias Ortiz se la atribuye al estadista y diplomático
cartagenero José M aría del Real.

¿ 231
tos en la construcción de la memoria oficial de la naciente república y de la
provincia, resulta directamente proporcional a su participación y a todas las
actividades desplegadas por éstos en la búsqueda de reconocimiento (Cassiani
Ortiz, 2006, 79).
Al parecer esta situación no sólo se dio en publicaciones como la men­
cionada, también ocurrió en la pintura y obra gráfica realizadas durante
y después de las luchas por la Independencia y que consignaron sus esce­
nas y sus protagonistas. En estas obras, no sólo parece haberse olvidado e
ignorado, ¿voluntariamente?, representar a la población negra y mulata,
sino también a la indígena y a tantas mujeres y hombres anónimos que
participaron de las luchas independentistas.

Colecciones como las conservadas hoy por el Museo Nacional de Co­


lombia, la Casa Museo Quinta de Bolívar y el Museo de la Independencia-
Casa del Florero en Bogotá permiten hacernos a una idea de los protago­
nistas y de los hechos de las luchas independentistas que se selecciona­
ron para ser recordados desde comienzos del siglo XIX. Estas obras dejan
proponer que en 1822, a la par que se publicaba en Londres la Relación
geográfica, topográfica, agrícola, com ercial y p olítica de Colombia, pintores
locales consignaban en sus telas, papeles y marfiles los rostros de los que
han sido considerados hasta la fecha los protagonistas heroicos de esta
historia; es decir, Simón Bolívar, Antonio Nariño y Francisco de Paula
Santander, entre otros2. Pero más allá de querer hacer acá un juicio des­
de el siglo XXI a los artistas decimonónicos sobre su compromiso político
y social ante la gestación de una República justa e incluyente, propongo
reflexionar sobre la importancia de aquellas imágenes por contrapartida
ignoradas y olvidadas como un factor esencial de la conformación de
una memoria histórica y cuestionar cómo desde el siglo XIX se ha inten­
tado visibilizarlas en el arte nacional. Las siguientes páginas proponen
alcanzar esta reflexión a partir de tres casos particulares que conectan
momentos diferentes de la historia del arte nacional (1845-60, 1910-
50 y 2010) y de cómo la reciente conmemoración del Bicentenario, en
especial la exposición realizada en el 2010 por el Museo Nacional de Co­
lombia, Las Historias de un grito. 200 años de ser colombianos, pretendió
abordar esta problemática dándole con ello un espacio en su narrativa a

2. Para un mayor conocimiento de estas obras, véase: Museo Nacional de Colombia, 2010
y González, 1998.

232
los intentos recientes que ha hecho la historiografía nacional de enmen­
dar estos olvidos3.

Ante la pregunta sobre las distintas formas en que se han representado


los sucesos y actores de la Independencia, durante la preparación de la ex­
posición la curaduría encontró uno de los tropiezos y retos más grandes de
la muestra: ¿cómo asumir dentro de la exposición los silencios, olvidos y
negaciones dentro de la construcción de una memoria histórica común de
la Independencia?, ¿cómo hacer visibles en la exposición aquellos silencios
que representaron pasados incómodos para la construcción de la historia
colombiana? Aquí algunos ejemplos.

Serie pictórica de la Cam paña del Sur de José M aría


Espinosa: ¿primeros intentos de reconocimiento?

Como Beatriz González lo ha consignado en su amplio estudio sobre


José María Espinosa Prieto (1796-1883), su circulo familiar le permitió
desde su infancia vivir de forma cercana la transformación de ciertos cír­
culos intelectuales en Santafé donde dejó de dominar una cultura colonial
y mojigata regida por preceptos católicos para darle cabida a nuevos aires
revolucionarios e independentistas. Fue así como para el 20 de julio de
1810, este jovencito curioso de apenas 13 años, quien gustaba ya de la

3. La exposición temporal Las historias de un g rito: 200 años de ser colombianos se rea­
lizó entre el 3 de julio del 2010 y el 16 de enero de 2011. La investigación curatorial
fue realizada por ocho investigadores de diferentes áreas de las Artes y las Ciencias
Humanas: Cristina Lleras, Amada Carolina Pérez, Olga Isabel Acosta, Maite Yie, Anto­
nio Ochoa, Carolina Vanegas, Juan Ricardo Rey y Yobenj Aucardo Chicangana. En la
muestra se reflexionaba sobre cómo han relatado y representado los acontecimientos y
personajes de la Independencia, diferentes actores e instituciones como los museos, los
archivos, las academias, las universidades y otras organizaciones sociales y políticas,
durante los últimos 200 años. La exposición estuvo compuesta por 200 piezas, 130
imágenes de apoyo, 14 videos y 10 audios con fragmentos de programas de televisión,
cine y radio, y así mismo, daba cuenta de las más recientes investigaciones históri­
cas adelantadas en el país, para con su ayuda destacar acontecimientos, personajes y
regiones que a lo largo de estos dos siglos no fueron reconocidos en los relatos de la
Independencia. Véase el minisitio de la exposición: http://www.museonacional.gov.
co/sites/bicentenario_site/, en el marco de la exposición se publicó un catálogo que
reunió las diversas investigaciones preparatorias con motivo de la muestra, véase: M u­
seo Nacional de Colombia (2010).
práctica del dibujo, se unió como soldado a las filas patriotas (González,
1998,17-21).
Como lo consignó Espinosa en sus Memorias de un abanderado, rápi­
damente el joven soldado entusiasta y sensible se dio cuenta de los ab­
surdos de la guerra (Espinosa, 1876, 266-267). Bajo el mando de Anto­
nio Nariño, Espinosa portó orgulloso la bandera del ejército del gobierno
central en la primera guerra civil entre federalistas y centralistas de 1812
a 1813, en la cual descubrió la cruel inutilidad de estas luchas internas y
respaldó, desde entonces, sólo un tipo de contienda destinada a vencer
al enemigo nacional y no a pelear contra quienes para él eran sus com­
patriotas (González, 1998, 31). Después de ello, Espinosa participó en
las batallas de la Campaña del Sur, comandada por Nariño entre 1813 y
1816, que culminó con el triunfo español al mando de Pablo Morillo y el
apresamiento de varios soldados patriotas, entre ellos del futuro pintor.
Después de estar preso algunos meses en Popayán y en el Huila, logró
escapar y se convirtió en fugitivo hasta 1819 cuando retomó indultado
a su casa en Santafé de Bogotá. Desde este momento, renunció a la vida
militar y se dedicó a su profesión de pintor y retratista (Espinosa, 1876,
265).
Espinosa, como contemporáneo activo de las luchas independentistas,
representa el cronista gráfico por excelencia que consignó en sus obras
personajes y momentos que ayudaron desde entonces a la formación de
una memoria visual histórica relacionada con la Independencia. Aunque
se presume que durante sus años de soldado y prisionero, Espinosa reali­
zó varios dibujos que ilustran algunos momentos vividos entonces por él,
Beatriz González considera como improbable que estas piezas hubieran
sobrevivido a las penurias de su vida como fugitivo (González, 1998, 33 y
38-39). Según esto, es posible que sus representaciones sobre los persona­
jes y momentos de la causa libertadora hubieran sido realizadas después
de 1819 a partir de sus recuerdos de aquellos años.
¡Qué difícil tarea la de Espinosa! ¡Escoger en los confines de su memo­
ria qué imágenes merecían recordarse y cuáles ser olvidadas! Quisiera acá
mencionar principalmente la serie de pinturas que el artista realizó entre
1845 y 1860 y que recrean la Campaña del Sur donde él participó como
soldado4. Según una reseña publicada en 1849 sobre el primer lienzo de

4. Sobre la datación de esta serie, véase González, 1998, 169-176.

i - 234
la Serie, La Batalla de Juanambú, José Caicedo Rojas anota que la pintura
se mostró por primera vez en la Exposición de los Productos de la Indus­
tria que se celebraba el 20 de julio en Bogotá. Ésta sería la primera de
varias obras sobre “los hechos más heroicos de nuestra gloriosa época de
emancipación” que el artista deseaba presentar anualmente (Rojas, 1849,
253-254). La serie realizada por Espinosa la conforman ochó lienzos al
óleo de formato semejante (80 x 120 cm.) y pertenece desde 1960 a las
colecciones del Museo Nacional de Colombia y del Museo de la Indepen­
dencia-Casa del Florero5.
La serie fue realizada por lo menos 30 años después que Espinosa lu­
chara como soldado en estas batallas. Se trataba entonces de un artista en
su edad madura, quien ya había tenido tiempo para decantar, reflexionar
y asimilar sus recuerdos. Sin embargo, ¿cuánta libertad pudo tener Espino­
sa para decidir qué recordar y qué olvidar en sus obras? Al parecer contó
con bastante. En sus Memorias comenta que la serie de ocho pinturas, las
cuales conservó durante “mucho tiempo” en su poder, habría sido compra­
da por el Gobierno durante el segundo mandato de Manuel Murillo Toro
(1872-1874). Esto significa que no fue una serie realizada por encargo
aunque, como él mismo lo comenta, sí habría sido aprobada por “los seño­
res Generales Joaquín París, Hilario López y por el señor doctor Alejandro
Osorio, que fue secretario del general Nariño, en toda la campaña del Sur”
(Espinosa, 1876, 277).
Las ocho obras de Espinosa, además de constituirse en unos de los pri­
meros ejemplos del género de pintura histórica en Colombia, son tal vez
el intento más claro de este pintor de construir una imagen de diferentes
protagonistas anónimos que participaron en las luchas independentistas,
como mujeres, campesinos e indígenas y que hasta entonces habían sido
olvidados e ignorados en el género del retrato, tan abundante en la prime­
ra mitad del siglo XIX.

5. A excepción de la Batalla del Río Palo, extraviada en 1960 y recuperada en 1972, siete
de las ocho pinturas pertenecieron hasta el 29 de septiembre de 1960 a la academia de
Historia cuando fueron trasladadas al Museo Nacional y al Museo de la Independencia-
Casa del Florero. Las obras del Museo Nacional son: Acción del Llano de Santa Lucía
(reg. 2514), Batalla de Juanambú (reg. 2516), Batalla de la Cuchilla del Tambo (reg.
2517), Batalla de los Ejidos de Pasto (reg. 2515), Batalla de Tacines (reg. 2513), Batalla
del Río Palo (recuperada en 1972 y donada al MNAL, reg. 3423). Las dos pinturas del
Museo de la Independencia-Casa del Florero, Batalla del A lto Palacé y Batalla de Calibío,
se encuentran actualmente en comodato en el MNAL.
El legado de Espinosa en el incipiente género de la pintura histórica
nacional del siglo XIX lo constituye sobre todo la representación de es­
cenas de batalla. Para la pintura de historia, la escogencia del aconte­
cimiento a representar es de crucial importancia en la composición, en
general se trata de momentos significativos que tendrían importantes
consecuencias para alcanzar un resultado esperado o el surgimiento de
un héroe (Acosta Luna, 2010,172). Espinosa escogió en estas pinturas el
mismo esquema compositivo, una vista panorámica de la batalla, donde
ocurren varias acciones simultáneas. Este recurso ya había sido utilizado
desde los comienzos de la pintura de historia en el siglo XVII en París.
Sobre ello, André Félibien anotaba que a diferencia del historiador, quien
se valía de series de palabras y discursos para conformar una imagen, el
pintor no contaba más que con un instante para capturar lo ocurrido, por
ende era necesario unir diversos acontecimientos sucedidos en diferentes
momentos para que el espectador pudiera comprender mejor la escena
(Mai, 1990, 19). Espinosa debía tener conocimiento de este proceder
cuando realizó su serie de batallas.
A diferencia de la Batalla de Boyacá, principal contienda representada
en el arte colombiano, la Campaña del Sur no fue una campaña victo­
riosa para los ejércitos patriotas. Recordemos que fue Pablo Morillo, el
Pacificador, quien venció y logró con ello la reconquista para España de
los territorios sublevados. Ante esto, ¿cuál era el objetivo de Espinosa al
dedicar cuidadosamente toda una serie pictórica a la Campaña del Sur?
Bien, aunque su representación se constituía en un testimonio biográfico
de su participación como soldado, e incluso en un tributo a Antonio Nari-
ño, ¿no buscaría Espinosa con ello criticar la memoria fragmentaria hasta
entonces construida en tomo a la Independencia, tanto en lo relacionado
con los hechos, cómo con sus protagonistas? Recordemos su participación
y desilusión en la guerra civil de 1812, y, desde entonces, su compromiso
de lucha con quienes él denominaba compatriotas6. Así, con la inclusión
en sus pinturas de indígenas, mujeres y campesinos les estaba dando pú­
blicamente una imagen y un lugar como ciudadanos en la historia de la
naciente República.

6. “Me queda la gran satisfacción de no haber derramado sangre de hermanos, si se excep­


túa el corto período de guerra civil que siguió a la revolución de 1810 entre centralistas
y federalistas; siempre he combatido contra los enemigos nacionales, jamás contra mis
compatriotas” (Espinosa, 1876, 266-267).
En lienzos dedicados a las batallas de los Ejidos de Pasto, de Calibio y de
Tacines, Espinosa le da sobre todo un importante protagonismo a aquellas
mujeres anónimas conocidas como Juanas, quienes no eran otras que las
hermanas, esposas é hijas de los soldados y que voluntariamente sirvieron
como acompañantes, mensajeras, enfermeras y cocineras de los ejércitos
patriotas en los campos de batalla. Su representación en las pinturas se
complementa con la referencia que hace de ellas Espinosa en sus M em o­
rias. Según el artista, las Juanas eran “una bandada de mujeres del pueblo,
a las cuales se ha dado siempre el nombre de voluntarias (y es muy buen
nombre porque éstas no se reclutan como los soldados), cargando morra­
les, sombreros, cantimploras y otras cosas” (Espinosa, 1876, 36). Nariño
habría prohibido el acompañamiento de este grupo de mujeres, pero ellas
se resistieron y continuaron acompañando al ejército, de tal forma que el
general no pudo seguir prohibiendo su compañía. En la obra de Espinosa
se ve, así, un especial interés de reconocimiento al papel de la mujer en las
luchas independentistas, no olvidemos que fue justamente él quien realizó
en 1855 uno de los primeros retratos de la heroína Policarpa Salavarrieta,
, fusilada en 181T .

A pesar de la propuesta casi revolucionaria en su momento, por parte


de Espinosa, el esquema compositivo usado por él, donde los indígenas,
campesinos y mujeres se muestran tímidamente en lugares secundarios
de las escenas de batalla, no ha hecho fácil la tarea de visibilizar a estos
actores. Es así como durante varios años la serie sobre la Campaña del
Sur estuvo expuesta en una sala del Museo Nacional de Colombia de
nombre Fundadores de la República, donde se escenificaba “un altar a
la patria” que rendía homenaje a Antonio Nariño, Simón Bolívar y Fran­
cisco de Paula Santander como fundadores de la República colombiana.
Allí, el visitante podía contemplar, junto con disímiles objetos, la serie
pictórica de la Campaña del Sur reunida en uno de sus muros. Sin embar­
go, ni la museografía, ni los textos que acompañaban las obras ayudaban
a visibilizar a los nuevos protagonistas que tímidamente Espinosa había
representado en estas batallas (Imagen 1). Encontramos acá entonces

7. Se trata de un pequeño óleo sobre tela firmado por José María Espinosa y fechado el
18 de abril de 1855, colección del Museo Nacional (reg. 2094). Sobre la iconografía de
Policarpa Salavarrieta, véase: González, Beatriz y Segura, Martha (1996). La Pola 200.
Cuadernos iconográficos del Museo Nacional de Colombia, No. 1. Bogotá: Museo Nacional
de Colombia.

^ 237
una nueva negación. Al no ser la visibilización de estos actores olvidados
por la historia y representados finalmente por Espinosa un aspecto prio­
ritario para resaltar dentro del discurso museológico dirigido al público,
los indígenas, campesinos y mujeres fueron nuevamente invisibilizados,
a pesar de estar presentes.
La conmemoración del Bicentenario se convirtió en la coyuntura perfec­
ta para hacer evidente ante el público hazañas como la realizada por Espi­
nosa en las pinturas mencionadas. El 3 de julio del 2010 se inauguró en el
Museo Nacional una de las exposiciones más controvertidas de los últimos
años en Colombia, Las historias de un grito: 200 años de ser colombianos8
(Suárez, dic. 2011). Durante seis meses, 134.472 fueron las personas que
ingresaron a las tres salas que fueron destinadas en el Museo a reflexionar
críticamente sobre las maneras en que los colombianos hemos construido
y narrado nuestra propia historia. La exposición fue el resultado de un tra­
bajo de investigación de más de tres años, que reunió a un equipo de ocho
investigadores de diferentes disciplinas: de la historia, la antropología, la
historia del arte y la museología (Lleras, 2011).
Uno de los mayores objetivos de la muestra era el reconocimiento de
los olvidos, silencios y descuidos dentro de la construcción de la historia
de la Independencia durante 200 años. Preguntas como ¿quiénes han sido
los protagonistas reconocidos en esta historia? ños permitieron reflexionar
sobre la invisibilidad en la representación de la diversidad de la sociedad
colombiana, e incluso extranjera, que había participado activamente en
las luchas independentistas y que seguía siendo ignorada en los discursos
y exposiciones que el público encontraba al visitar el Museo Nacional. Así,
ésta fue la oportunidad perfecta para que los actores representados tími­
damente entre 1845 y 1860 en la serie pictórica sobre la Campaña del Sur
de Espinosa fueran visibilizados de una forma más evidente.
La serie de Espinosa fue expuesta separadamente en dos de las salas
tituladas para la muestra como Estación Héroes y Estación Pueblo. Por un
lado, en la Estación Pueblo se buscó evidenciar la forma ambivalente en
que el pueblo ha sido representado, bien como protagonista de su libera­
ción o, en la mayoría de las oportunidades, como una plebe enardecida que
ponía en peligro la libertad, y que debía ser dirigida y contenida por los

8. http://www.museonacional.gov.co/sites/bicentenario_site/, consultada el 25 de mayo


de 2012.
héroes virtuosos para alcanzar sus objetivos9. Aquí, las Batallas de Calibío,
del A lto Pálacé, de los Ejidos de Pasto y de Tacines permitieron hacer patente
ante el público la participación protagónica de negros y esclavos, indígenas
y mujeres, enfatizando su presencia en los textos que acompañaban las
obras y a través de facsimilares de estas representaciones colocados junto
a las pinturas (Imagen 2a). En la Estación Héroes se propuso algo semejan­
te. Espinosa muestra en su serie que la guerra no fue un asunto exclusivo
de los proceres heroicos, la guerra le competía a toda la sociedad. De esta
manera, se buscó en la exposición hacer evidente cómo las pinturas citadas
hacían visible esta realidad. Por ello, las batallas de Juanambú, del Llano
de Santa Lucía y del R ío Palo fueron enmarcadas en unas ventanas que
dejaban ver sólo un recuadro, aquel que representaba la participación de
campesinos, mujeres e indígenas en estas contiendas. La visibilización y el
reconocimiento de estos actores fue posible, entonces, a partir del oculta-
miento del resto de las escenas, que el espectador podía contemplar con
sólo abrir las dos ventanas restantes (Imagen 2b).

M ás vale tarde que nunca: el género de la pintura


histórica en C olom bia

En 1910, cinco años después de que Henri Matisse y André Derain,


entre otros artistas, expusieran en el Salón de Otoño de París una serie
de pinturas que les hicieron acreedores del apelativo fauvistas, un pintor
colombiano -Jesús María Zam ora- recibía en Bogotá el primer premio de
pintura en la Exposición de Bellas Artes, celebrada en el marco de la con­
memoración del Centenario de la Independencia de Colombia. La obra
premiada se trataba de un lienzo de temática histórica sobre la Indepen­
dencia neogranadina que muestra al ejército libertador y su paso por los
Llanos Orientales, titulado 1819 (Isaza y Marroquín, 1911, 248 y 249).
Aunque José María Espinosa ya se había acercado al género de la pintura
histórica en el siglo XIX, fue sobre todo a partir de la obra de Zamora y
hasta la década de 1950 que este género vivió su florecimiento en el arte
colombiano (Acosta Luna, 2010,166-192).

9. http://www.museonacional.gov.co/sites/bicentenario_site/exposicion.html, consulta­
da el 25 de mayo de 2012.
Para la primera mitad del siglo XX, en algunos países de Europa occi­
dental y de América Latina, la pintura histórica se había convertido ya
en un género obsoleto, académico y lejano a las propuestas vanguardis­
tas de entonces. Su cuarto de hora había pasado en países como Francia
y Alemania, donde había vivido su esplendor durante los siglos XVIII
al XIX. Una situación similar se dio en casos latinoamericanos como en
México y Brasil donde el género logró desarrollarse sobre todo durante
el siglo XIX. El moroso desarrollo de la pintura de historia en Colombia
se puede explicar, en parte, debido a que su impulso estuvo general­
mente motivado por proyectos políticos liderados por las instituciones
oficiales de enseñanza de las artes o por artistas relacionados con estas
entidades. Así, la tardía fundación de la Escuela de Bellas Artes de Bogo­
tá en 1886, como institución oficial que podía liderar y canalizar proyec­
tos artísticos nacionales, puede constituirse en una de las razones para
explicar la tardanza de los artistas colombianos en emprender géneros
que ya ocupaban a sus contemporáneos en otros países. Es el caso de lo
que hoy es México, donde la Real Academia de San Carlos fue fundada
en 1781 y de Brasil, cuya Academia Imperial das Belas Artes se creó en
1826 en Río de Janeiro, y en cuyas tradiciones encontramos ejemplos
de pintura histórica realizada en los círculos académicos a lo largo del
siglo XIX10.

Artistas como Andrés de Santa María (1860-1945), Francisco Antonio


Cano (1865-1935), Coriolano Leudo (1866-1957), Pedro Alcántara Qui-
jano (1878-1953) y Ricardo Gómez Campuzano (1891-1981) fueron los
principales creadores de las pinturas de carácter histórico que surgieron
durante la primera mitad del siglo XX en Colombia. En estas obras se plas­
maron en su mayoría imágenes sobre personajes y acontecimientos de la
historia de la Independencia. A diferencia de Espinosa, ninguno de estos
autores participó en semejantes sucesos, sus obras responden a imágenes
creadas un siglo después de los hechos a partir de relatos orales y escritos
e imágenes ya construidas. Podemos acá hablar de un aporte del arte con­
temporáneo nacional de la segunda mitad del siglo XX en la construcción
de la memoria visual de la historia de la Independencia a la que tuvieron

10. Al respecto, véanse los trabajos de Tomás Pérez Vejo para México y Maraliz de Castro
Vieira Christo para Brasil. Entre otros: Pérez Vejo (2009) y Vieira Christo (2009).

^ 240
acceso sectores de la población nacional, al estar expuestas estas obras en
espacios oficiales y públicos11.

Un lienzo de 1922 de la colección del Museo Quinta de Bolívar del ar­


tista antioqueño Francisco Antonio Cano, Paso del Ejército Libertador p or
el Páram o de Pisba (Imagen 3), sirve justamente de ejemplo (Acosta Luna,
2010, 169-184). Esta pintura de gran formato se concentra en una escena:
durante un día de travesía de la campaña libertadora, un grupo de hom­
bres ha detenido su marcha por la muerte de un soldado que está siendo
auxiliado por sus compañeros. Junto a él se encuentran de pie Bolívar y
dos de sus generales, quienes han desmontado sus caballos y se han qui­
tado los sobreros para auxiliar u observar al soldado. Con Bolívar y sus
generales se encuentra un grupo de acompañantes, entre ellos un soldado
negro, mientras que a la derecha de la escena sigue su rumbo la tropa pa­
triota, sin detenerse por lo ocurrido. Para 1922, fecha en que Cano culmina
la obra, el paso por el Páramo de Pisba de la Campaña Libertadora, des­
pués del triunfo patriota en la población de Paya en junio de 1819, ya es­
taba consumado en las narraciones históricas como una travesía difícil que
ocasionó varias perdidas en las tropas del Libertador. El mismo Santander,
en su relación sobre los hechos escrita en octubre de 1819, comentaba al
respecto:

tiemblo todavía de acordarme del lastimoso estado en que yo he visto ese


ejército, que nos ha restituido a la vida. Un número considerable de solda­
dos quedaron muertos al rigor del frío en el páramo de Pisba: un número
mayor había llenado los hospitales y el resto de tropa no podía hacer la más
pequeña marcha. Los cuerpos de Caballería en cuya audacia estaba librada
una gran parte de nuestra confianza, llegaron a Socha sin un caballo, sin
monturas, y hasta sin armas, porque todo estorbaba al Soldado para volar, y
salir del Páramo: las municiones de boca, y guerra, quedaron abandonadas,
porque no hubo caballería, que pudiese salir, ni hombre, que se detuviese a
conducirlas. En la alternativa de morir víctima del frío, preferían encontrarse
con el enemigo en cualquier estado. El ejército era un cuerpo moribundo
(Santander, 1820, 4).

Años más tarde, Pedro María Ibáñez, en 1891, seguía reconociendo las
penurias vividas por los soldados en este trayecto: “indecibles trabajos y

11. Sobre la pintura histórica y la representación y olvido de imágenes incómodas para la


memoria colectiva, véase: Pérez Vejo (2007).
fatigas para alcanzar las cimas del páramo de Pisba. Una centena de sol­
dados murió de frío, otros enfermaron, los escuadrones perdieron los ca­
ballos y las monturas y muchas armas, y las municiones de boca y guerra
quedaron abandonadas” (Ibáñez, 1989 [1891], tomo IV, 15).
Si bien no conocemos la fuente utilizada por Cano para realizar su obra,
es posible que el pintor antioqueño haya consultado la Historia de Colom­
bia de Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, texto premiado en las con­
memoraciones del Centenario de la Independencia en 1910. Sobre el paso
por el Páramo de Pisba anotaban los autores que:
Bolívar eligió la vía del páramo de Pisba, porque era poco transitada en ve­
rano y abandonada por completo en invierno. Con asombro contemplaban
los llaneros las alturas andinas que habían alcanzado, cuando ante sus ojos
aparecían otras y otras más elevadas a las que era preciso llegar; el frío em­
bargaba los sentidos; los caballos perecían de fatiga y obstruían el escabroso
sendero a los que venían detrás; el parque quedaba abandonado donde caía
la acélima que lo conducía; las lluvias eran incesantes día y noche, y el uso
del agua de los páramos enfermaba a los soldados (Henao y Arrubla, 1967
[1910],479).
Por Otro lado, Henao y Arrubla mencionan que las tropas estaban tam­
bién conformadas por soldados de la Legión Británica quienes se habían
unido a la causa independentista. Según los autores, ellos vestían “calzón
de tela del país, que no bajaba de la rodilla y una camisa de falda larga y
suelta y manga: corta, para el cómodo manejo de la lanza, y un gran som­
brero de anchas alas, de paja ( corrosca llanera)” (Henao y Arrubla, 1967
[1910], 475), descripción que se asemeja al vestuario que llevan estos
soldados en la obra de Cano.
El Paso del Ejército Libertador p o r el Páramo de Pisba se concentra, así,
en las tropas, en la diversidad cultural de sus soldados, y en las penurias
que debieron pasar debido a las dificultades geográficas y climáticas y que
hasta 1922 habían sido mencionadas en los textos históricos. Parece tratar­
se entonces de un homenaje a los soldados que acompañaron a Bolívar, a
aquellos héroes sin rostro que murieron durante las travesías y las batallas
por la Independencia neogranadina. Si bien Cano representa a un Bolívar
altivo y al parecer bondadoso que se detiene a atender a sus tropas, el pro­
tagonista de la escena es el soldado, vestido de forma modesta y que yace
muerto probablemente a causa del frío, mientras Bolívar y sus generales
llevan una vestimenta abrigada y más adecuada a las bajas temperaturas
del Páramo. A diferencia de las pinturas ya mencionadas de Espinosa, Cano

^242
visibiliza claramente a estos actores anónimos de la guerra quienes se con­
vierten en los protagonistas de la pintura, al ocupar la escena principal.
Un par de años más tarde encontramos un segundo ejemplo útil para
esta reflexión. En 1938, el gobierno nacional encargó a Ignacio Gómez
Jaramillo, quien apenas había regresado de México, la realización de dos
murales para decorar las paredes de las escaleras del Capitolio Nacional,
uno sobre la Insurrección de los Comuneros, y otro sobre la liberación de
los esclavos (Imagen 4 )12. Desde su inauguración, las obras de Gómez Ja­
ramillo fueron ampliamente criticadas. Un lector se quejaba en la edición
de El Tiempo del 9 de enero de 1939 que:
Gómez Jaramillo ha embadurnado la escalera con unos monigotes indecentes.
Parecen pintados por un niño. No dan la impresión de movimiento. Carecen de
relieve y de fuerza. El colorido es simple, lúgubre, como si todavía el artista no
hubiera logrado franquear ese mundo millonario de los matices. Y, sobre todo,
un cuadro de ese estilo, que pudiera quedar bien en una exposición de arte
modernista presidida por don Diego Rivera en el Capitolio es un despropósito
y se pregunta el lector “¿A quién pudo ocurrírsele la idea de que en
una construcción de estilo griego, quedara bien una decoración mural de
Gómez Jaramillo?”13 Las críticas continuaron.
En septiembre del mismo año, 1939, por ejemplo, el periódico El Siglo
llamó a los comuneros del artista antioqueño “mamarrachos” (Medina,
1 995,170)14 y ese mismo mes aparece en El Tiempo un artículo que infor­
ma sobre una proposición unánime del Consejo de Bogotá sobre qué hacer
con la obra. “En guarda de la estética de la capital pide con respeto, al
ministerio respectivo, disponga que los cuadros murales que se ostentan en
las escaleras del Capitolio Nacional que disuenan con la elegancia de este
bello edificio, sean eliminados o sustituidos por otros que armonicen con la
tradición artística de los grandes pintores colombianos”; en el mismo texto
trascribe la posición del concejal proponente quien consideraba que “los
cuadros son verdaderamente monstruosos”15.

12. Véase: Medina, 1995,165-174 y Pini, 2009, 98-123 y Acosta Luna, 2010, 184-187.
13. “Sobre los frescos”, en El Tiempo, lunes 9 de enero de 1939,4.

14. El autor cita a su vez: “Alusiones-Tal vez se curen”, El Siglo, 10 de septiembre de 1939,
12 .
15. “Se solicita el retiro de los cuadros del Capitolio”, en El Tiempo, 9 de septiembre de
1939, 18.

4- 243
1

Finalmente las arduas críticas condujeron a que el mural fuera cubierto


durante varios años.
En este caso se unen dos elementos que interesa analizar acá. Por un
lado, la introducción, en la década de 1930, de ideas contemporáneas,
entonces vigentes y respaldadas en países como México, relacionadas con
una práctica artística de vanguardia comprometida y pública a través de la
pintura mural. Ideas que en general eran rechazadas por el público y sobre
todo por la prensa y dirigentes políticos que las consideraba como un nota­
ble “relajamiento artístico en el pueblo y que es de todo punto de vista in­
conveniente para la cultura misma, el apartarse de forma tan rotunda del
estilo clásico”16, más aún en un espacio oficial como lo era el Capitolio.
Por otro lado, aunque las críticas se concentraron en el estilo pictórico
de los murales y no en el tema representado. Al llamar a los comuneros y
esclavos libres recreados como “monigotes indecentes” y “mamarrachos”,
se evidencia un absoluto desdén por los campesinos, indígenas, negros
libres, criollos y blancos pobres que participaron en rebeliones como la
de 1781. Más aún si comparamos esta situación con una semejante ocu­
rrida en tomo al tríptico sobre la Batalla de Boyacá que Andrés de Santa
María había realizado en 1926 para decorar el Salón Elíptico del Capito­
lio. Esta obra recibió varias críticas relacionadas con la figura de Bolívar
representada como un cansado combatiente y no como un altivo general;
sin embargo, en tales críticas nunca se utilizaron términos semejantes a
“monigote indecente” o “mamarracho” para referirse a la figura del Li­
bertador, a pesar del descontento que se expresaba por la forma en que
había sido representado por Santa M ana (Tavera, 1926, 3 )17. Los términos

16. “Se solicita el retiro de los cuadros del Capitolio”, en El Tiempo, 9 de septiembre de
1939,18.
17. El pintor Rafael Tavera escribió una crítica en El Espectador al poco tiempo de haber sido
expuesta la obra de Santa María en el Capitolio. Según Tavera, el tríptico sería “un refle­
jo de las tendencias estéticas modernistas, libres, complejas y paradójicas que se distin­
guen más por su afán destructor de toda antigua base estética que por su labor creadora
claramente original”, añade que “para el salón de honor del capitolio, edificio que para
nosotros es el símbolo de la nación, el artista debió ejecutar una obra a la altura estética
requerida (...) Su ejecución es pésima: carece de estilo, de carácter, de verdad histórica,
de dibujo, de color y de técnica (...)” y concluye que “creemos que seria conveniente
pedirle atentamente al gobierno que en guarda del respeto que se merecen nuestros
héroes y la historia colombiana, el capitolio, como nuestro primer edificio nacional, y
la exquisita cultura bogotana, se le hiciera saber al señor Santa María que ejecutara de
nuevo su obra en forma más acorde con el querer popular”.


4 * 2 44
utilizados para referirse a los comuneros y a los manumisos nos recuerdan
la manera en que los escritos de historia han caracterizado negativamente
la participación popular durante la Independencia, de tal manera que sus
actores han sido presentados en estos textos como la masa enardecida,
irrespetuosa e inconsciente, o con términos como populacho, ignorantes
y bárbaros, términos nunca utilizados por la historia para referirse a los
héroes patriotas.

Otro elemento fortalece este argumento. Tras las críticas, el tríptico de


Santa María fue retirado en 1947 y remplazado por la obra Bolívar y el
Congreso de Cucutá de Santiago Martínez Delgado, donde Bolívar recuperó
su imagen de héroe glorioso, mientras que los murales de Gómez Jaramillo
fueron cubiertos mas no fueron reemplazados por nuevas obras que repre­
sentaran a José Antonio Galán y sus compañeros o a grupos manumisos.
Como se anotó en el caso de Espinosa, vemos aquí también una intención
en la puesta en escena pública de invisibilizar los actores olvidados por la
historia, en este caso los Comuneros, pero que habían sido ya recordados
por los artistas nacionales.

Así como las obras de Espinosa, tanto la obra de Cano como una repro­
ducción del mural de Gómez Jaramillo estuvieron presentes en la exposi­
ción Historias de un g rito : 200 años de ser colombianos del Museo Nacional
en la Estación Pueblo, sala dedicada a mostrar la forma que el pueblo ha
sido recordado y olvidado y que recientemente se ha convertido en un
tema de investigación y en una preocupación para varios historiadores18.

18. Sobre la representación del “pueblo” como actor de las luchas independentistas, véanse
publicaciones recientes como: González Quintero y Nicolás Alejandro (2010). “Repre­
sentación y exclusión: sujetos y habilidades políticas en la Nueva Granada a finales
del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX”. Las historias de un grito: 200 años de ser
colombianos. Exposición Conmemorativa del Bicentenario 2010. Bogotá: Museo Nacio­
nal de Colombia, 243-261. Además del texto de Zulma Romero Leal publicado en dos
partes, así (julio-diciembre 2010). “Construyendo el sujeto político: El pueblo como
legitimador del orden político en la crisis monárquica. Nueva Granada, 1808-1810”.
Cuadernos de Curaduría, Museo Nacional de Colombia, núm. 11, http://www.museo-
nacional.gov.co/inbox/files//docs/Construyendo_el_sujeto_politico.pdf; y (enero-julio
2011). “Construyendo el sujeto político: El pueblo como legitimador del orden político
en la crisis monárquica. Nueva Granada, 1811-1821”. Cuadernos de Curaduría, Museo
Nacional de Colombia, núm. 12, http://www.museonacional.gov.co/inbox/files//docs/
Construyendo_el_sujeto_politico_IIparte.pdf.

^ 245
Debido a su complejidad, la obra de Cano permite abordar diferentes te­
mas relacionados con la representación de actores ignorados dentro de los
discursos históricos y su difusión. Es así como el soldado muerto, sus com­
pañeros y el acompañante afrodescendiente de Bolívar representados en la
pintura se convirtieron durante la muestra en las figuras protagónicas. Por
ello, para la exposición se decidió mostrar este lienzo de gran formato en
un espacio intermedio. La pintura fue ubicada entonces entre la parte de­
dicada a presentar a los afrodescendientes, negros libres, pardos, mulatos,
y a cuestionar lo difícil que ha sido asumir la igualdad de los ciudadanos,
ante el hecho de que la mayor parte de los descendientes de africanos ya
eran libres para el momento de la Independencia. Así también, la pintu­
ra hacía parte del espacio dedicado a los soldados rasos y campesinos, a
aquellos personajes anónimos que lucharon en las guerras y que aún, en su
mayoría, no han sido reconocidos como individuos (Imagen 3).
Por otro lado, una reproducción de uno de los murales de Gómez Ja­
ramillo estuvo presente en la Estación Pueblo en el espacio consagrado a
la rebelión de los Comuneros de 1781 junto a un boceto en acuarela rea­
lizado por el artista hacia 1938 y una obra posterior suya de 1957 con la
imagen de Galán martirizado. No olvidemos que después de la rebelión,
Galán fue descuartizado y sus partes expuestas públicamente como escar­
miento en algunas de las poblaciones que participaron en la insurrección
de los Comuneros (Imagen 4). Este espacio hizo evidente que las repre­
sentaciones que conocemos de los Comuneros respondieron sobre todo a
iniciativas de artistas del siglo XX como Domingo Moreno Otero, Ignacio
Gómez Jaramillo y en años recientes por Beatriz González19.

La historia nuestra, ¿una historia común?

Como lo anoté anteriormente, tanto las obras de Espinosa como las


de Cano y Gómez Jaramillo responden a construcciones posteriores a los
acontecimientos ocurridos a fines del siglo XVIII y primeras dos décadas
del siglo XIX. Estos artistas, contemporáneos en su momento, recono­

19. La única obra expuesta con este tema del siglo XIX fue un impreso del 16 de marzo
de 1881 ilustrado por Alberto Urdaneta para conmemorar el Centenario de los Comu­
neros y que fue donado por el mismo autor al Museo Nacional de Colombia en 1881.
Reg.776.

± 246
cieron, a través de la fabricación de nuevas imágenes, la existencia y
participación de algunos actores silenciados hasta entonces en la me­
moria colectiva. Evocando en parte este accionar, se decidió, durante la
preparación de la exposición, acudir a artistas contemporáneos para que
ayudaran al Museo a visibilizar algunos de estos silencios ante los visi­
tantes. Como lo ha explicado Cristina Lleras: “para el equipo de investi­
gación fue muy importante mostrar que hay grandes cuestiones pendien­
tes; que la Independencia no empezó ni terminó hace doscientos años,
porque hay individuos y grupos que todavía luchan por sus derechos, por
la explotación de sus tierras, y por la consecución de justicia. Por ello se
propusieron en el montaje algunas “irrupciones” que pretendían hacer
referencia a procesos anteriores de búsqueda de la libertad” (Lleras, ene­
ro-julio 2011, 21).

De esta manera, se le pidió a artistas nacionales como Johanna Calle


que participaran en el ejercicio de visibilizar a líderes populares olvida­
dos, cuyos rostros, en contraposición al sinnúmero de retratos realizados
desde el siglo XIX sobre Bolívar, desconocemos. Desde esta premisa, se
le propuso a la artista Johanna Calle, reconocida por su obra gráfica de
registros temáticos20, la tarea de crear un rostro para Pedro Romero, ar­
tesano líder de los lanceros mulatos de Getsemaní en Cartagena y figu­
ra crucial para la Independencia absoluta de esa provincia y un retrato
de Agustín Agualongo a partir de su firma encontrada en documentos,
y quien fue un realista mestizo que comandó una tropa compuesta por
indígenas y campesinos que luchó contra los patriotas entre 1822 y 1824.
Los dos rostros, el de Romero y el de Agualongo, realizados en el año
2010, compartieron escena en la exposición en la Estación Pueblo con las
poquísimas imágenes que desde el siglo XIX se han realizado y conservado
de los patianos, indígenas y afrodescendientes, negros libres, pardos y
mulatos (Imágenes 5a y 5b).
Curiosamente, el mismo día que se inauguró la exposición de Bicente-
nario en el Museo Nacional, 3 de julio del 2010, un colectivo de ciudada­
nos y artistas cartageneros realizó la primera Jornada Pedro Romero Vive
A q u í en la Calle Sierpe de Getsemaní, donde se convocó a artistas plásti­
cos, pintores, dibujantes, grafiteros y artistas gráficos, a imaginar a Pedro

20. Sobre algunos de los registros temáticos de Johanna Calle, véase: Calle, Johanna (2010).
Registros temáticos. Revista de Artes visuales. Errata, No. 1, Arte y Archivos, 132-136.

¿247
Romero y a plasmarlo en las ruinas de la Calle de la Sierpe21. No era una
casualidad. Como ellos mismos lo indican en su página web, motivados
por un montaje en una de las salas permanentes del Museo Nacional don­
de colgaban retratos del siglo XIX de hombres ilustres fundamentales para
la Independencia, se encontraron con un marco vacío con el nombre Pedro
Romero, debido a la inexistencia de un retrato suyo22. Se trataba de un
primer intento del Museo de señalar la ausencia de representaciones sobre
la participación affodescendiente en las luchas independentistas, realiza­
do años antes de la exposición, del Bicentenario, en la sala Federalismo y
Centralismo, en el segundo piso, y que fue nuevamente escenificada, con
modificaciones, en la exposición del Bicentenario en la Estación Pueblo en
el 201023. Al revisar las acciones realizadas por este colectivo artístico en
los últimos dos años, es reconfortante ver cómo estas reflexiones plantea­
das desde las salas de exposición del Museo Nacional han tenido eco en la
sociedad colombiana.
Otra acción realizada en el marco de la exposición del Bicentenario
para evidenciar el olvido en la representación de afrodescendientes, ne­
gros libres, pardos y mulatos, fue la invitación al artista cartagenero Nel-
son Fory para que realizara en el Museo una intervención artística. Se
trató de ¡La historia nuestra, caballero! a través de la cual, ya en el 2008,
Fory había intervenido con pelucas afro las cabezas de varias esculturas
públicas en Cartagena. Tras la invitación, Fory intervino ocho esculturas
de las salas de exposición temporal y permanente del Museo Nacional,
entre ellos monumentos de Bolívar, Santander e incluso de Epifanio Ga-

21. Este colectivo ha buscado animar a otros artistas, ciudadanos, colectivos e instituciones,
a ejercer el derecho y la libertad de usar el espacio público, creando espacios y tiempos
de encuentro que amplíen este ejercicio de apropiación y pertenencia. Promoviendo
con ello ía cultura pacífica, la memoria viva, la justicia simbólica, la resistencia activa,
la conciencia histórica y la participación ciudadana, a través del arte. Véase: http://pe-
droromeroviveaqlii.com
22. http://pedroromeroviveaqui.com/pedro-romero-vive-aqui/, consultado el 25 de mayo
2012 .
23. El montaje “se elaboró con base en las investigaciones de Marixa Lasso y Alfonso Múne-
ra sobre él papel de los negros libres y mulatos en el Caribe colombiano. Se pretendía
señalar la ausencia de representaciones sobre la participación afrodescendiente pero
también difundir los nombres y cortas biografías de algunos participantes en la Primera
República de Cartagena y otros ciudadanos que defendieron tempranamente sus nue­
vos derechos como ciudadanos” (Lleras, 2011, 20).
ray (Imagen 6). Siendo un poco redundantes, vale la pena enfatizar que
el objetivo del artista cartagenero y de la curaduría de la exposición no
era otro que “reivindicar la participación de los affodescendientes en la
historia social, política y económica de la nación, y de señalar la invisi­
bilidad de esos aportes en las narrativas de la historia. Negros y mulatos
lideraron la Independencia de Cartagena y sin embargo, no existen retra­
tos ni monumentos significativos que reconozcan estas acciones” (Lleras,
2011 , 22 ).
Sin embargo, desde el día de la inauguración, las quejas por parte
del público no se hicieron esperar: las pelucas sobre las estatuas de los
proceres fueron entendidas como una burla caprichosa, irrespetuosa e
incluso grosera. Como lo expresó por escrito un asiduo visitante al M u­
seo, a los pocos días de la inauguración: “no creo que en ningún otro
lugar del mundo se permita burlarse de los héroes y de los personajes
que deben ser dignos de respeto. Gran parte del caos y del dolor que vi­
vimos en todas las formas imaginables tiene su raíz en el espíritu de las
personas y en los valores que les hemos inculcado. Creo que el respeto a
los antepasados y a las figuras ilustres es parte de la educación a la que
está obligado el Museo Nacional” (22 ). Tras estos hechos, las pelucas
se convirtieron en un objeto de quitar y poner durante la Exposición de
acuerdo a las quejas recibidas y a los visitantes de turno.
Al finalizar la exposición, las pelucas siguieron dando de qué hablar,
ya que Fory continuó interviniendo diferentes espacios públicos del país
como ocurrió en Cali durante el 2011 con una estatua de Simón Bolívar
en una plaza pública y los monumentos a Blas de Lezo, Santander, Pedro
de Heredia, Cristóbal Colón, los nueve bustos del Camellón de los M ár­
tires, Fernández de Madrid y Simón Bolívar en Cartagena24. En los dife­
rentes casos, muchos ciudadanos se sintieron agredidos e irrespetados y
vieron en esta acción una conducta irreverente y un mal ejemplo para la
sociedad o, como lo expresó una periodista de El Tiempo con relación a
este tema, las pelucas nos recordaron la existencia de estos monumen­

24. Al respecto, véase: http://www.citytv.com.co/videos/321378/fl0rero-de-llorente-por-


peluca-para-libertador-en-cali. Fory Ferreira, Nelson (2012), Exclusión de la memoria
política cartagenera, de las representaciones negras y mulatas a través de la historia.
En: http://pedroromeroviveaqui.com/exclusion-de-la-memoria-politica-cartagenera-
de-las-representaciones-negras-y-mulatas-a-traves-de-la-historia/#more-413, consulta­
do el 20 de mayo de 2012.
tos25. Por ende, más allá de una agresión a las estatuas públicas, paradó­
jicamente la intervención de Fory hizo visible este patrimonio público a
menudo olvidado.
Pocos entendieron, y aun menos aceptaron, que ¡La historia nuestra,
caballero! fuera una intervención artística propuesta como un mecanismo
de visibilización de la historia en un espacio particular como el Museo
Nacional, donde por su carácter oficial y sui géneris, debido a sus diferen­
tes tipos de colecciones26, pareciera que no le fuera permitido plantearse
ciertos problemas y discutirlos abiertamente. Acá es importante anotar que
el género de la intervención artística no es nada novedoso, se desarrolló
especialmente en las décadas de 1960 en espacios diferentes a los museos
de arte o las galerías donde irrumpía de forma provocadora en un contex­
to determinado a través del contenido de una obra donde tenían cabida
intereses relacionados con cambios sociales y políticos27. (Fernández Que-
sada, 1999, 29). De tal manera que para los museos, como los de carácter
nacional, la intervención artística se ha constituido en una herramienta
efectiva a la hora de introducir nuevos cuestionamientos, lograr reacciones
y reflexiones por parte del público.
Debemos preguntamos entonces, si la obra de Fory cumplió su cometi­
do, por lo menos en la exposición del Bicentenario. Sin duda logró provo­
car a un nutrido grupo de visitantes que se despelucaron al verlas sobre las
cabezas de los proceres y con ello consiguió poner sobre la mesa la escasa

25. Rodríguez, Dominique (30. 05. 2011). Un asunto peludo. El Tiempo, Sección Cultura y
entretenimiento.
26. El Museo Nacional custodia cuatro tipos de colecciones, arte, historia, arqueología y
etnografía, que han determinado en gran medida su carácter sui generis.

27. “El interés por la reflexión y las prácticas artísticas en el espacio urbano se inicia tras el
profundo cambio que se produjo en los años sesenta con motivo de lo que se ha conve­
nido en llamar ‘la salida de los circuitos artísticos convencionales’. El arte, impregnado
por los movimientos políticos y sociales del momento (el movimiento de los derechos
civiles, el de liberación de las mujeres, el movimiento chicano o el de los derechos de
los homosexuales; las protestas por la guerra del Vietnam, la carrera armamentística,
y el llamado “imperialismo americano” en zonas como Latinoamérica; o la emergente
contracultura), no podía permanecer impasible ante todo lo que sucedía a su alrededor.
,El deseo general de cambiar el mundo en el campo moral y espiritual y de reconstruir la
sociedad en su totalidad, desencadenó un flujo sin precedentes de todo tipo de propues­
tas, publicaciones y actos artísticos. El cuestionamiento del bienestar del arte resultaba,
desde un punto de vista democrático, inevitable” (Fernández Quesada, 199, 39).

4 250
representación de los afrocolombianos en la historia de la Independencia.
Sin embargo, este último punto se desvirtuó ante las fuertes reacciones en
contra que provocó esta intervención, asumida por la mayoría como una
burla a la memoria histórica nacional, patriótica y en buena parte exclu­
yeme, construida y respaldada por instituciones oficiales como había sido
en el pasado el caso del Museo. El antropólogo Jaime Arocha lo cuestionó
entonces: “¿cuándo son rechazados con tal vehemencia los estereotipos
sobre los afrocolombianos generados en distintos medios y narrativas?”
(Lleras, 2011, 22).

V er y hacer visible, ¿una respon sabilidad de quién?

Como lo ha manifestado acertadamente el artista alemán George


Baselitz: “no se ven las imágenes que ya se conocen”. Según esta lógica
podemos comprender que las tímidas representaciones de actores olvida­
dos dentro de la memoria colectiva sobre la Independencia realizadas por
Espinosa en la serie de pinturas de la Campaña del Sur permanecieran
invisibles durante años en el Museo Nacional debido, en buena parte, a la
manera en que estuvieron expuestas. Por otro lado, una pintura como la
de los Comuneros de Gómez Jaramillo habría sufrido el fenómeno inverso,
era demasiado visible. Debido, tal vez, a su estilo pictórico novedoso y lla­
mativo, fue necesario esconderla, negarla, para que no causara daños. Por
último, la intervención de Fory provocó mayores furias que las que había
provocado en su momento la obra de Gómez Jaramillo para el Capitolio.
Con su obra logró evidenciar no sólo la ausencia de representaciones y,
por ende, de reconocimiento de la población afrocolombiana en la historia
nacional, sino también mostrar nuevamente un patrimonio bien conocido,
pero por lo mismo invisible.
No en vano David Freedberg reclamaba el reconocimiento del poder de
las imágenes, “las personas se excitan sexualmente cuando contemplan
pinturas y esculturas; las rompen, las mutilan, las besan, lloran ante ellas
y emprenden viajes para llegar hasta donde están; se sienten calmadas por
ellas, emocionadas e incitadas a la revuelta” (Freedberg, 1992, 19). Los
compromisos asumidos en la exposición del Bicentenario del Museo Nacio­
nal buscaban dirigir el Museo a funcionar como un espacio que no sólo se
preocupaba por conservar sus colecciones, sino que podía valerse de ellas
para repensarse activamente como constructor de la memoria histórica del
país. Así, el intento de visibilizar algunas imágenes que ya eran conocidas
por el espectador, de rescatar otras y de crear algunas nuevas le permitió al
Museo plantear al público otras lecturas del arte nacional, reconociéndole
además un papel trasgresor en la construcción de representaciones de un
pasado común en tanto logró visibilizar de diversas formas, actores olvida­
dos e ignorados hasta entonces dentro de la construcción de una memoria
común.

4 252
O bras citadas

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¿ 254
Im a g e n 1: S a la F u n d a d o re s d e la R e p ú b lic a d e l M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia.
(2 0 0 7 ). Foto: © M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia / J u an D a río R estrep o

Batallas del Alto Palacé, de Tacinesy de los Ejidos de Pasto d e José M a r ía


Im a g e n 2a:
E spin osa ex p uestas en la E stación P u e b lo d u ra n te la exp osición Las historias de un
grito. 200 años de ser colombianos, d e l M u s e o N a c io n a l d e C olo m bia. (Ju lio 2 0 1 0 -
e n e ro 2 0 1 1 ). Foto: © M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia / C arlo s G u stavo S u áre z

¿ 255
Im a g e n 2b: Batallas de Juanambú, del Llano de Santa Luda y d el Río Palo d e José
M a ría E spinosa, expuestas en la Estación H éro es d u ra n te la exposición Las historias
de un grito. 200 años de ser colombianos, d el M u s e o N a c io n a l d e C o lo m bia. (Julio
2 0 10 - enero 2 0 1 1 ). Foto: © M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia / C arlos G u stavo Su árez

Im a g e n 3: El Paso del Ejército por el Páramo de Pisba d e F rancisco A n to n io C a n o


ex p u e sta en la E stación P u e b lo d u ra n te la ex p o sició n Las historias de un grito.
200 años de ser colombianos d e l M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia, (J u lio 2 0 1 0 -
e n e ro 2 0 1 1 ). Fo to : © M u s e o N a c io n a l de C o lo m b ia / C arlo s G u stav o S u á re z

Im a g e n 4: La Insurrección de los Comuneros (fa c s im ila r) d e Ig n a c io G ó m e z Jara-


m illo ex p u e sta en la E stación P u e b lo d u ra n te la exp o sició n Las historias de un
grito. 200 años de ser colombianos d e l M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia . Julio 2 0 1 0 -
e n e ro 2 0 1 1 ). Foto: © M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia / C arlo s G u stavo S u áre z

^ 256
y

Afrodescendientes, negros,
libres, pardos, m ula tos
<1
----'---- — - H _

toumil U wiMiM «* Itn


iMM m m UMfo d* li ImStpcndtncia hitidsim
w vn» cwo*qe | con n u n n d ii. ~ m B -
■ s

Im a g e n 5a: Retrato de Pedro Romero d e J o h a n n a C a lle exp u esto en la E stación


P u e b lo en la ex p o sició n Las historias de un grito. 200 años de ser colombianos d e l
M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia , (ju lio 2 0 1 0 - e n e ro 2 0 1 1 ). Foto: © M u s e o N a c io n a l
d e C o lo m b ia / C arlo s G u stav o S u á re z

Im a g e n 5b: Retrato de Agustín Agualongo d e J o h a n n a C a lle e x p u esto e n la E sta­


ción P u e b lo en la exp o sició n Las historias de un grito. 200 años de ser colombia­
nos d e l M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia , (ju lio 2 0 1 0 - e n e ro 2 0 1 1 ). Foto: © M u s e o
N a c io n a l d e C o lo m b ia / C arlo s G u stav o S u á re z

¿ 257
Im a g e n 6: ¡La historia nuestra, caballero!, in terven ción artística d e N e ls o n F o ry
a la estatua d e S im ó n B o lív a r u b ic a d a en el p asillo d e e n tra d a a las salas d e e x ­
p osició n p e rm a n e n te d u ra n te la m u e stra Las historias de un grito. 200 años de
ser colombianos d e l M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia , ju lio 2 0 1 0 -e n e ro 20 11 . Foto:
© M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia / M a ría José E ch everri

^ 258
Ante la fragilidad de la memoria*

Carlos Mario Vanegas Zubiría

S i no me falla la memoria, fue el dibujante Alvaro Barrios quien afir­


mó que el trabajo del artista contemporáneo colombiano se desarrolla
según una agenda de trabajo. Si miramos algunos fenómenos del arte
último en Colombia, podemos señalar que su agenda está determina­
da por el intento de comprensión de los procesos de la violencia en el
país, a partir de una amplia gama de aproximaciones al concepto de
memoria, que ha tenido resonancia en las disciplinas humanísticas, las
investigaciones académicas, el uso político del concepto por parte de la
legislación estatal, y una gran diversidad de eventos artísticos. Desde el
ámbito del arte, exposiciones como Destierro y reparación (2008), Tapices
de Mampuján (2010), La guerra que no hemos visto (2009)J o La piel de
la memoria (2011), han discutido sobre la violencia en Colombia, desde
la aproximación a los procesos de comprensión de la memoria y nuestro
pasado reciente. Así, la imbricación de violencia y memoria se manifiesta
en la visión del pasado, y en los efectos que éste puede desplegar sobre
el presente, en tanto se ha considerado, incluso, a la memoria como una
instancia de reconciliación social.
A pesar de la reciente avalancha de estudios sobre la memoria en Co­
lombia, es necesario recordar que en la historia del arte colombiano del
siglo XX han surgido algunas propuestas que se han acercado de alguna
forma a la reflexión sobre el pasado como estatuto confígurador del pre­
sente. Por ejemplo, la obstinación de algunos relieves de Eduardo Ramírez
Villamizar por mantener un mundo estático, con elementos conjugados en
una síntesis que recuerda la tradición precolombina; o la figura de Beatriz*1

* Este texto deriva de la investigación Arte y Memoria en Colombia, financiada por el


Comité de Investigaciones (C O D I) de la Universidad de Antioquia, convocatoria de
m ediana cuantía 2011.
1. Las imágenes de esta exposición se puede apreciar aquí:
http//www.laguerraquenohemosvisto.com/espanol/principal.html. Consultado: agosto 10 de 2012

^ 259
González, que parodia aspectos risibles de la historia iconográfica del país,
y su despliegue en diversos dispositivos de la memoria; o incluso, la pro­
puesta del investigador Eugenio Bamey Cabrera, quien afirmó que la toma
de conciencia del arte moderno era posible al estudiar nuestro pasado, al
hacer uso de la memoria del arte precolombino, como posibilidad de que
en él se encontraran pruebas y valores pictóricos necesarios para la esencia
de un arte nacional en el siglo XX.
Ahora bien, he decidido tomar por título de mi ponencia el mismo que
da nombre a esta novena versión del Seminario, porque en él se indica la
línea de trabajo de ciertas poéticas de la memoria en el arte colombiano,
que han propuesto metáforas y modos de comprensión de la naturaleza de
la memoria, a partir de la reflexión sobre el recuerdo, el olvido y la historia
á través del cuestionamiento de sus propios soportes, escenificaciones y
procesos materiales. En esta línea, muchas de las obras del arte contempo­
ráneo colombiano han pretendido generar un doble movimiento respecto
a la memoria. En primer lugar, resignifican la capacidad del arte como
configurador de la memoria; es decir, afirman al arte como representación
significativa de acontecimientos que se presentan para la experiencia del
espectador, y que son transmitidos en imágenes para mantener las marcas
de aquellos sucesos del pasado que se vinculan a la construcción de la
identidad; este proceso logra una relación adecuada con ese pasado que
nos pertenece y que somos, y no ignora las dificultades de esta construc­
ción por las secuelas del olvido. En segundo lugar, en esta transformación
que algunas obras del arte colombiano reciente han realizado de la me­
moria, donde se despliega un tejido conceptual y representacional acerca
de la identidad, el recuerdo, el olvido, la historia, se da a la vez un cues­
tionamiento de la representación, toda vez que sus estatutos materiales y
sus supuestos se llevan al límite, y en muchos casos, como consecuencia,
se formula la insuficiencia de los medios utilizados, como actitud crítica
frente a la experiencia de los acontecimientos pasados en el presente. Es
decir, este doble movimiento explora las condiciones de posibilidad del
arte para hacerse cargo de la memoria histórica -com o expresión y repre­
sentación pensante del acto de recordar y de lo recordado-, pero lo hace
a partir del cuestionamiento del soporte de la representación, al insistir la
desaparición, la disolución y los equívocos del mismo. Esto es lo que en­
tiendo por la fragilidad de la memoria: la pervivencia del recuerdo que se
transmite en la imagen, a partir de la declaración de precariedad que ésta
conlleva en sí misma.

^ 260
Creo que esta postura del arte contemporáneo colombiano evita la re­
ducción de la función del arte a la de mero documento estetizado o tes­
timonio de archivo y, por el contrario, introduce una reflexión sobre las
formas en que la memoria ha pretendido mantenerse viva en la fuerza del
acontecimiento transmitido. Las tendencias sobre la representación que he
planteado es una de las formas en las que se ha introducido una postura
crítica frente al uso de la imagen y a las convenciones de los estereotipos
informativos, perpetuados por los medios de comunicación, que histórica­
mente han pretendido el control y el dominio de nuestra memoria, al ha­
cer uso de la imagen, desde dispositivos seriales que solo han presentado
equívocos, representar ofuscación, apuntar al anonimato, y rearfirmar el
olvido, que en muchos casos, ha sido selectivo. Frente a este anquilosa-
miento e industrialización de la memoria a través de la apropiación de la
imagen por los medios de comunicación, las obras Musa paradisiaca de
José Alejandro Restrepo; Progenie de Johanna Calle; Re/trato y Biografías
de Oscar Muñoz; Esquinas gordas de Rosario López; e In M em oriam de Ma­
ría Elvira Escallón, han cuestionado la función del arte, desde la reflexión
sobre la estructura visual contemporánea, así como los alcances y límites
que la imagen puede lograr en su intención de configurar y expresar la
memoria.

He decidido seleccionar estas obras porque veo en ellas un elemento


en común que las relaciona. Todas realizan un acercamiento reflexivo al
estatuto de la imagen y de sus soportes materiales. En ellas, hay una crítica
a la estabilidad de la imagen y su ineficacia en la aprehensión y preserva­
ción de la realidad -y , de paso, de todo intento de recordación-, pero a la
vez recontextualízan el papel de la imagen como garante de la memoria,
en tanto señalan aquello que ha sido olvidado e inadvertido, ya sea por
la indiferencia, la desaparición -d e connotación violenta- (Roca, 2012),
o la disolución estadística manifestada en la anestesia que ha impuesto
la serialidad de la imagen estereotipada. Además de esta semejanza en la
reflexión sobre la función del arte, las obras aquí tratadas se vinculan por
el uso de lo fotográfico, categoría que se pone enjuego para discutir lo que
Arthur Danto ha llamado el cambio histórico en el arte; a saber, el cambio
en las condiciones de producción de las artes visuales. El uso del lenguaje
fotográfico que, al cuestionar la naturaleza de la representación, es a su
vez cuestionado desde sus propios estatutos ontológicos, y así se señalan el
alcance y los límites del arte contemporáneo y el despliegue de sus efectos
en la cultura. No está de más indicar que los valores fotográficos han sido

261
el medio por excelencia de las prácticas de la memoria en las artes a lo
largo del siglo XX, como una reivindicación de la ausencia y la huella como
despliegues del carácter sígnico e indiciario de la representación artística
(Huyssen, 2002); y están provocando efectos similares a los que produ­
jeron, cuando se articularon con la pintura, tal como los describe Efrén
Giraldo, quien muestra que la fotografía “ha permitido dar pruebas de ubi­
cación cultural a los procesos del arte, ha colaborado en el establecimiento
de una fuerte tendencia a la hibridación de lenguajes, ha participado en la
adscripción de los artistas a la estética procesual, ha facilitado una nueva
aproximación a la realidad histórica y geográfica, ha cuestionado los usos
perniciosos de la representación cultural y sus estereotipos” (2010, 50).
Desde esta perspectiva es que pretendo realizar una aproximación
abierta a esa fragilidad de la memoria que, a través de los valores de la
fotografía, se hace presente en la exploración de las condiciones de repre-
sentabilidad que proporciona la imagen.
Son más que conocidas las diversas reflexiones sobre el carácter síg­
nico y sobre las múltiples significaciones que éste puede introducir en la
representación, a través del lenguaje de la fotografía. Historiadores y crí­
ticos de arte como Walter Benjamín, Benjamín Buchloh, Rosalind Krauss,
Craig Owens, Hal Foster han producido bastante material al respecto, y
han expuesto los argumentos sobre los conflictos en la configuración de la
representación desde la introducción de nuevos procedimientos y valores
visuales, para el arte del siglo XX. Pero también, y en esto me quiero cen­
trar, varios de estos pensadores han llegado a considerar que, además de
la fotografía, en algunos procesos vinculados a las vanguardias históricas
se puede rastrear un contaminado origen de la modificación de las condi­
ciones de producción del arte contemporáneo. Respecto a las vanguardias,
quisiera señalar rápidamente que, desde la crítica o la filosofía del arte de
los últimos años, se la ha considerado o como un proceso histórico que se
institucionalizó y llegó a su ineficacia en cuanto a la producción artística
en el arte después de la década de los sesenta (como ampliamente expone
Anna María Guasch en El arte últim o del siglo X X ); o como un proceso que
aún se hace presente desde algunos de sus presupuestos generales que
siguen siendo de uso en el arte contemporáneo, a pesar de la sentencia
pluralista de Danto.
Acojo esta segunda postura porque creo que la vanguardia introdujo
algo esencial para el arte contemporáneo; a saber, la constante investiga­
ción sobre el carácter representacional del arte en la consideración de su
relación mimética con la realidad, sea natural o cultural, objetual o subje-
tivista. Y creo que esta postura es reconocida por Danto y Eric Hobsbawn
cuando afirman que el carácter del arte modernista es de corte reflexivo
como tema, que es un arte que accede a “un nuevo nivel de conciencia”
(Danto, 1999, 30). La posición de ambos sobre las vanguardias y el período
modernista señala un carácter muy significativo de la producción artística
en ambos momentos: la reflexión y la experimentación sobre sus propios
medios de producción. Esto es: que el arte se toma a sí mismo como objeto
de indagación, y así realiza un cuestionamiento de su propia naturaleza.
No es mi intención extenderme en los planteamientos de Danto o Hobs­
bawn (Cf. A la zaga, 1995), sólo quiero constatar que ese carácter de re­
flexión y experimentación del arte está sobreentendido en una figura como
Picasso. Y señalo aquí a Picasso porque es en él donde se ha planteado
una protohistoria de la exploración de las condiciones de representabili-
dad que proporciona la imagen. No pretendo exponer toda la importancia
de Picasso para el arte contemporáneo, y su interés por las posibilidades
de representación del mundo, como puede apreciarse en la experimenta­
ción sobre la relatividad de la percepción; o por la transformación de las
convenciones y modos de representar la realidad visible. Lo que sí quiero
exponer aquí es que a partir de la búsqueda de reinvención y reelaboración
de formas, Picasso logra la autonomía de los elementos de los cuadros
frente a la convención mimética de la realidad2.

Esto es lo que ocurre en el collage, donde se realiza una reconsidera­


ción de la teoría clásica legitimada en la mimesis. Aquí ya no se limita el
significado a la referencia, o como plantea Krauss, en el collage de Picasso
la representación pictórica ya no significa la cosa en el mundo de la que

2. De esta manera, Picasso indaga por la relación entre el objeto real y el modo de repre­
sentarlo, y la “ausencia total de una significación imitativa”. Esto demuestra que en su
obra, “la representación adquiere autonomía frente a lo real”, creando de tal forma un
“ente visual independiente”. Creo que la falta de dependencia es una de las cualidades
del collage. Esta técnica se caracteriza por el uso de materiales de desecho. La incorpo­
ración de periódicos, madera y arena, posibilita la identificación de los objetos, toda vez
que hay una vinculación “entre la percepción y la realidad que presenta la obra de arte”
(Langley, 1991, 178). En el collage, Picasso introduce la realidad en el cuadro, puesto
que “ya no representa una hoja de periódico, la incluye directamente en la superficie de
la pintura. De esta manera, crea una identidad visual que no pretende representar, es”
(Cfr. Langley, 1991).
es imagen, toda que vez que al funcionar de manera opuesta a la etiqueta,
que plantea una relación inequívoca del significante que se refiere a un
significado, Picasso ofrece una riqueza connotativa de la realidad artística
(Krauss, 1996, 43), que tiene como consecuencia la sustitución del mundo
por el “lenguaje artificial y codificado de los signos” (49). Las obras de Pi­
casso adquieren, entonces, el carácter de signo, con su doble constitución
de significante y significado. Por ello es que el signo puede entenderse
como el “doble de un referente ausente”, y hace que sea la ausencia la con­
dición esencial del signo como representación. En esta relación hay una
estructura de ausencia, dado que el material importado recrea la realidad,
en su propio “desplazamiento hacia un campo referencial que no le es
propio” (Langley, 1991, 179). Lo interesante de esta recreación, en obras
como Violín (1912), Copa y violín (1912) y Compotera con fruta, violín y
copa (1912) es que entran enjuego en el collage los elementos de la figura
y la profundidad como configuradores de la propia ausencia. Puesto que
el carácter básico del collage es la adhesión e incorporación de elementos,
ocurre que éstos ocultan el campo. Es decir, que en el collage ocurre una
“reconstrucción a través de la figura de su propia ausencia”, como señala
Krauss. Los elementos que se introducen al nuevo campo visual, se confi­
guran como ausencia, remitiendo a algo, pero no hace uso de él. De ahí la
importancia del collage respecto a la intensificación de la experiencia que
el espectador tiene del soporte material de la imagen. (5 4 )3.
Asistimos en los collages de Picasso a una nueva reflexión sobre la po­
sibilidad de la representación, y de la función vinculativa del arte con la
realidad. Desde esta perspectiva, hemos señalado que la representación de
la realidad y, por tanto, de cualquier acontecimiento o proceso, como el de
la memoria, se fundamenta en la ausencia, en el carácter negativo de ocul-
tamiento del signo que, por condición propia, afirma la figura ausente.
Es a partir de la representación de la ausencia como alternativa con­
temporánea en el arte moderno, que podemos vincular los experimentos

3. En este sentido, puede considerarse que en algunas obras de finales de los años sesenta
de Gerard Richter, hay una continuidad de los experimentos de Picasso, en el cuestiona-
miento de la “naturaleza de la representación a partir de la relación fotografía-pintura”
(250). Puede decirse que Richter encontró en el uso de la fotografía una alternativa
más válida que la pintura, por eso reproduce al óleo los motivos extraídos directamente
de imágenes fotográficas. En esta intervención, donde la imagen aparece semiborrada,
se genera la ofuscación de la imagen que cuestiona la información inicial, cuestiona la
representación en sí (Guasch, 2000, 251).
de Picasso con algunas de las obras de José Alejandro Restrepo, Óscar
Muñoz, Johanna Calle, María Elvira Escallón y Rosario López, cuya pecu­
liaridad reside en el uso de lo fotográfico como procedimiento que recorta
un pedazo de la realidad y lo hace autónomo; se relacionan también las
obras de estos artistas en la indeterminación del referente y en la ausencia,
expresada en la descomposición y desintegración formal.
En sus libros Lo fotográfico: p o r una teoría de los desplazamientos y La
originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos, Rosalind Krauss reco­
noce, entre las bondades del arte contemporáneo, su carácter diversificado
y escindido, su dispersión formal y su explícito rechazo a agruparse bajo
movimientos o a seguir restricciones derivadas de los estilos históricos.
Krauss ha revitalizado la estructura semiótica del signo como una nueva
significación a la cual apela el arte contemporáneo -precedido, como vi­
mos, por Picasso-, identificando su propuesta, en muchas ocasiones, con
una de las tipologías del signo, el índice. Modelos ejemplares de esta nue­
va significación parecen encontrarse en la producción artística del arte
después de los años setenta, que parece configurar su significado en re­
lación física con los referentes, esto es, con los objetos prosaicos de la
realidad. Podrían considerarse aquí las prácticas citacionistas, apropiacio-
nistas y simulacionistas norteamericanas y europeas, influenciadas por las
teorías posmodemas de Roland Barthes y Jean Baudrillard, que acuden a
la resignificación de la representación al hacer uso de la imagen apropia­
da. Estos artistas no trabajan con imágenes originales o creadas por ellos
mismos, sino a partir de la apropiación de otras imágenes que de alguna
manera intervienen y reflejan el mundo. De igual manera, en el ámbito
colombiano se encuentra un amplio estudio de la tipología del índice y lo
fotográfico, hablo del libro Los límites del índice. Imagen fotográfica y arte
contemporáneo en Colombia de Efrén Giraldo, que apareció en el 2010.
Cabe resaltar que, en el marco histórico que realiza Giraldo, él ubica lo
fotográfico como posibilidad formal del arte colombiano contemporáneo;
allí se plantea cómo las estrategias pluralistas de las que se ha valido el
arte para la realización de sus productos, como la apropiación temática,
representacional y técnica de otras esferas, han permitido el ingreso de lo
fotográfico como criterio propiciador y cuestionador del arte, de la estruc­
tura visual contemporánea, y de los alcances y límites que la imagen puede
lograr en sus efectos sobre la cultura. De esta manera, el autor señala a ar­
tistas como Beatriz González o Bernardo Salcedo quienes, desde posturas
distintas, han utilizado la fotografía como medio de intervención, o como
acercamiento a procesos culturales, históricos, y de identificación popular
que desean cuestionarse (Giraldo, 2010, 44).
Lo que he querido mostrar hasta aquí es que se ha reflexionado y consi­
derado “las condiciones de representabilidad que acarrea el signo”, y que
tal significación le permite a las obras de arte actuar como “huellas o se­
ñales de un objeto al que se refieren” (Krauss, 1996, 212). El arte es un
indicador que significa un objeto. Y esta cualidad del arte contemporáneo
lo vincula con los procesos de la fotografía. La fotografía, entiende Krauss,
es un “registro visual que actúa como índice de su objeto” (212), deter­
minando su naturaleza como dependiente de lo “real”, pero no bajo una
simple relación mimètica o representativa del objeto, sino como sustituto y
garante de verdad del mismo. Con lo anterior se quiere decir que la condi­
ción fotográfica aísla el objeto de la realidad que se registra, realiza un re­
corte del mundo, y lo libera en la condición estable de la imagen artística;
estabilidad que en las obras de Muñoz, Escallón o Restrepo, por ejemplo,
también se cuestiona. O como también lo afirma Bazin en la Ontologia de
la imagen fotográfica, citado por Krauss: “la fotografía proporciona la susti­
tución del objeto por algo más que una aproximación” (217).
En la fotografía hay, pues, un proceso en el que se fija en la huella la
presencia del objeto, de ahí que su carácter manifieste “el registro de la
pura presencia física”. Este valor de lo fotográfico para la significación de
la representación ha hecho amplia presencia en el arte contemporáneo,
logrando, como ya lo señalé, “la hibridación de lenguajes, (y) ha participa­
do en la adscripción de los artistas a la estética procesual” (Giraldo, 2010,
50), y por supuesto en la reflexión del arte como soporte de la memoria,
fundamental para algunas de las obras que mencionaré a continuación.
La fotografía ha sido el registro por antonomasia para la obsesión cul­
tural de la memoria y, por ende, para aquellas presencias atravesadas por
el devenir. La fugacidad, estatuto ontològico de los eventos del mundo de
la vida, obliga a capturar lo que no queremos olvidar, porque sabemos que
no volverá a suceder. El paso del tiempo obliga a dejar el registro, la huella
de esos espectros que desaparecen ante nuestra extrañeza. Y de paso, ese
registro nos recuerda la finitud de nuestra situación mortal (Cf. Giraldo,
2010, 53-59). En esta búsqueda por la permanencia, Óscar Muñoz (Popa-
yán, 1951) nos propone, con su obra silenciosa y audible, las reflexiones
más audaces sobre la ausencia y la presencia, sobre el yugo del tiempo y

t 266
sus implicaciones en la construcción de identidad a partir del cuestiona-
miento de la memoria.
Iniciado en las fronteras del hiperrealismo y el fotorrealismo, no ha sido
problemático para Muñoz acercarse al soporte fotográfico como mecanis­
mo de producción de imágenes. En su indagación sobre la aprehensión de
la realidad, desde el virtuosismo en el dibujo expuesto en In terior (1987)
a los retratos realizados con polvo de grafito, Muñoz ha ido desarrollando
una estética que plantea la desmaterialización del referente, denunciando
la imposibilidad de atrapar la realidad y de preservar la memoria como
algo fijo. De esta manera, los contenidos de su obra y el carácter inacabado
de la misma son consecuencia del carácter especial de los soportes que uti­
liza. Dibujo, fotografía y video son posibilidades técnicas para Muñoz que
configuran su obra como procesos en los que exigen la mirada atenta del
espectador; pero a su vez, Muñoz transgrede estos medios señalando su in­
eficacia para concebir la imagen y las representaciones de la realidad. Por
ello, es tan importante para su obra el valor esencial de la fotografía: que
permite fijar lo invisible al hacerlo visible. En la relación con la fotografía,
él no acude a ella “como soporte de la imagen” (Roca, 2012, 2). Y en parte
no puede hacerlo porque la obra representa lo frágil de la misma imagen
que utiliza, puesto que al ser obliterada “se configura con la desaparición,
así sea parcial, de la integridad de la imagen” (3). Sin embargo, en sus
obras la disolución de la imagen nunca es definitiva, sino que aquella re­
aparece a partir de diversos dispositivos.
La dimensión de la imagen como posibilidad mnemotécnica ha sido
puesta en entredicho por los mecanismos de desaparición, que no son más
que secuelas de la desintegración característica de nuestra traumática mi­
rada contemporánea. Así sucede en A liento (1998), obra donde hay una
fila de espejos metálicos que presenta y desaparece constantemente una
imagen fantasmal. Sabemos que los retratos (esas imágenes fantasmagó­
ricas) son de personas con una muerte violenta. El juego entre aparecer/
desaparecer propone una oscilación, como lo plantea Giraldo, entre ver y
ser visto, toda vez que el espectador entra en el juego de la mirada; pues
al participar activamente con su aliento hace emerger la imagen fantasmal
que debe ser experimentada en la duración (Cf. Giraldo, 2010). Así, los
soportes son efímeros y quedan sujetos al entorno en el que se desplie­
ga la condición procesual en la que interviene el destinatario. Elementos
como el agua, que funcionan como soporte para revelarnos la fragilidad
de la imagen, son, a su vez, una doble indagación, al plantear Muñoz una

± 267
desmaterialización del soporte, y por tanto de la imagen fotográfica (Roca,
2012, 6), pues si la fotografía, como lo entiende Barthes (Cf. La cámara
lúcida, 2010), es el registro de aquello que se ha perdido para siempre,
el desvanecimiento de la imagen duplica o acentúa la pérdida, porque la
anuncia inminente, inevitable, de la imagen del objeto, donde se juega
íntegramente el trabajo del duelo.
En Re/trato (2003) mantiene el elemento de la agua, pero ahora utiliza­
do como medio; el soporte es la piedra calentada al sol. Ambos elementos
traman la estabilidad de este rostro, por demás precario, y actúan para
borrar la imagen en el acto mismo de construirla. El trazo reitera los rasgos
de identidad en un intento vano por definir el rostro en la memoria, por
fijarlo de una vez y para siempre, pero la imagen, efímera, se empecina
en desaparecer, a la vez que el proceso de la obra la intenta fijar constan­
temente. Aquí, además de la referencia al mito de Narciso, hay una vincu­
lación a la constante tarea de Sísifo, quien, a punto de alcanzar su meta,
está condenado a repetir el camino de nuevo, pues como señala Roca, en la
obra de Muñoz hay un “constante esfuerzo por des-fijar la imagen” (Roca,
2012,10) a partir del valor fotográfico que preserva, y por ello debe repe­
tir mecánicamente lo que no puede repetirse existencialmente.
En este sentido, Biografías (2002) (Imagen 1) es la obra de Muñoz don­
de se desmaterializa la memoria en el mismo intento de atraparla en la
representación. En Biografías estamos ante una sucesión de fotografías que
nos muestran lentamente cómo se nos escapa un retrato realizado en polvo
de ladrillo. Con el virtuoso retrato, asistimos a la reflexión sobre la memo­
ria y la construcción de identidad que, ante la extrañeza del espectador,
también es puesta en duda, al considerar el mismo soporte fotográfico
como proceso, y con ello Muñoz ha manifestado la falibilidad de este me­
dio para asir lo pasajero. A diferencia de Narciso (2 0 0 1 ) o Línea del destino
(2 0 0 6 ), Muñoz utiliza retratos de personas anónimas tomados de obitua­
rios (Roca, 2012, 8). La imagen de los que “ya no están” es utilizada para
intentar recordar, para ir en contravía de la amnesia que se ha impuesto
“serialmente por los medios de comunicación” (8), y así indagar su inefi­
cacia como estrategia que nos hace dar cuenta de que nuestra vanidad es
atravesada por el devenir, y que nuestra vida se gasta, a pesar de querer
atraparla mediante el inútil intento del recuerdo.
La obra de José Alejandro Restrepo (Bogotá, 1959)ha estado signada
por la diversidad de medios técnicos que abren posibilidades comunica­

268
tivas resueltas en la solución “espacial, objetual y estética” de sus video­
instalaciones (Giraldo, 2010, 93). Si bien Efrén Giraldo ha señalado la
importancia de los estudios de campo, el proceso investigativo, y la fuerte
dosis disciplinar de Restrepo como auxilios verbales para la significación
de su obra, también plantea que no puede afirmase que las imágenes sean
esclavizadas a la textualidad, en tanto la obra se presenta como un acon­
tecimiento anómalo y como una prótesis de la realidad cotidiana. La mul­
tiplicidad de medios que utiliza Restrepo, como la fotografía, el video, la
instalación y la resignificación de objetos de la naturaleza y de extractos
de la historia del pensamiento científico y poético, determinan la dificultad
de identificar el medio principal que ha servido de base para la apropia­
ción de los tópicos (Giraldo, 2010,89). Sin embargo, esta experimentación
metodológica de Restrepo le permite lograr una unidad técnica para sus
imágenes.

Estas características parecen ajustarse a la videoinstalación “realizada


con racimos de banano e imágenes de video tomadas de los noticieros de
televisión” titulada Musa paradisíaca (1996) (Imagen 2), donde Restrepo
confronta las imágenes del pasado y el presente que pretenden dominar la
visión de lo que somos, y por tanto, construir nuestra identidad. En este sen­
tido, en la obra “aspectos indicíales, icónicos y simbólicos se hacen presen­
tes, [en una pieza que ya no es bidimensional y en la cual] lo fotográfico es
un discurso de intersección privilegiado” (Giraldo, 2010,96); tales aspectos
permiten múltiples posiblidades connotativas, debido a la apropiación de
imágenes que se ha hecho de América. Esto es logrado por Restrepo en el
proceso de hibridación de representaciones que para él no contienen nin­
gún presupuesto esencialista sobre la identidad americana, ni sobre nues­
tro pasado. Por el contrario, al utilizar diversas alternativas comunicativas,
Restrepo socava la supuesta transparencia de dichas imágenes y plantea
una reflexión sobre el papel de la imagen en la definición del ámbito de la
historia (96). Hay en Musa paradisíaca una metaforización de la memoria a
partir de la degradación, donde se lleva al límite la representación, en tanto
la eficacia de lo visual no alcanza a apresar el olor de putrefacción. Para Gi­
raldo, ésta es una metáfora del uso desmedido de la imagen por parte de los
medios de comunicación y la consecuente industrialización en la apropia­
ción de la imagen (Cf. Giraldo, 96-97). Este desgaste de la imagen hace que
su uso pierda comunicabilidad, y que se obnubile su función de transmitir
y expresar el acontecimiento; y más aún, relacionar la degradación olorosa
con la serialidad de la imagen estereotipada, nos evidencia que no podemos

i - 269
reconocer lo que la imagen nos muestra, nos aletarga en el olvido. Al hacer
todo esto, Restrepo pone de manifiesto el fracaso de la representación de
hacer emerger el recuerdo que nos sería propio, con lo que se disuelve la
memoria de nuestra identidad.
En Musa paradisíaca podemos encontrar ese horizonte que más allá de
lo estético nos propone una reflexión desde lo antropológico, lo políti­
co, lo etnográfico. Además, tanto en ésta como en otras obras, Restrepo
realiza un cruce de horizontes temporales e históricos, en tanto cita un
producto pasado y apropia su imagen a través de medios visuales distin­
tos (101). Con esta apropiación, afirma Giraldo, Restrepo logra darle una
continuidad atemporal a dos eventos históricos distintos; al presentar una
imagen de dos temporalidades indica que se sigue ejerciendo la influencia
que tiene una concepción ideológica del pasado sobre nuestro “presente
secular”. De tal suerte que el comentario que introduce el artista aquí es
pesimista, pues, al plantear una reflexión sobre el carácter sígnico de la
representación, logra cuestionar la capacidad de las imágenes para refe-
renciar la historia. Restrepo es concierne de que, al presentar una obra en
la que introduce representaciones del pasado, está enunciando la negativa
influencia de contextos ideológicos apropiados por las instituciones, y lo
está materializando a partir de la creación de un simulacro que cuestiona
el modelo representado. Al hacer esto, sigue la ruta del arte contempo­
ráneo colombiano que hace uso de lo fotográfico, como confrontación y
negación de la univocidad de nuestra historia, resignificando las funciones
y el sentido de la imagen.
En las obras de María Elvira Escallón (Bogotá, 1954) hay una oposición
entre lo construido y lo no-construido, entre lo natural y lo cultural que
va diluyendo sus límites externos permitiendo la intervención del artista
en diferentes lugares, a través de la diversidad de medios y su libre utili­
zación. En este sentido, Escallón ha creado en varias de sus obras, como
In vitro (1 9 9 7 ) o Nuevas floras (2 0 0 3 ) una imagen especular entre lo crea­
do y lo real, que vincula el ámbito del arte y el mundo de la vida desde
la renuncia a la trascendencia y a la duración. En palabras de la artista,
“todo trabajo de arte es perenne y es efímero a la vez”, pues muchas obras
“han sido concebidas más como procesos y acogen dentro de sí mismas la
dimensión tiempo; no se resisten a la impermanencia sino que por el con­
trario, la incluyen. Saben que desaparecerán y esa desaparición es parte de
su propio cuerpo” (Escallón, 2007, 63).

^ 270
La obra de la artista colombiana María Elvira Escallón juzga, desde el
proceso escultórico, los límites y la combinación de producción entre lo
natural y lo cultural en la historia. Con ello ha propuesto una reflexión
sobre lo que se considera que es el estado natural de las cosas, advirtiendo
que lo que se concibe como natural no es más que la apariencia generada
en el largo proceso que ha realizado la manipulación cultural. De ahí que
varias de sus obras se presenten como procesos en donde la construcción-
destrucción atravesada por el paso del tiempo exhibe el carácter inacabado
y transitorio de las cosas. Así, Nuevas floras (año) o In M em oriam (año)
manifiestan la intervención creadora para reafirmar que las cosas vuelven
transitoriamente a su estado natural, a su materia esencial.
In M em oriam (Imagen 3) es una columna dórica de hielo de 125 cm. x
40 cm. y 300 kg. de peso, que se diluye durante 20 minutos en una urna
de vidrio llena de agua. La columna pierde progresivamente su forma re­
velando las distintas etapas del proceso y, como en una suerte de traba­
jo arqueológico, Escallón orquesta complejos ejercicios de sedimentación
para luego develar las distintas etapas hasta la desaparición; es decir, ella
hace el registro fotográfico de las diversas etapas de desintegración, para
mostrar los cambios y estado que va tomando la columna. La columna,
al desaparecer, es reemplazada por una idéntica. El orden dórico se ca­
racteriza por la ausencia de basa, como ocurre rigourosamente aquí. Sin
embargo, la columna de hielo no se encuentra emplazada, sino flotando.
Esta referencia al pasado, la importancia de la temporalidad como agente
que interviene en la obra y que demuestra la irreversivilidad, y el título
de la misma, evidentemente anuncian una reflexión sobre la historia y su
instalación en la representación.
La memoria preserva, es una forma de señalización que se sostiene en
un pasado que nos identifica, nos justifica y que, por ser temporal, es irre­
versible. La columna, construida en un entramado artificial y arbitrario, se
erige en la piedra para rememorar un pasado eterno, inamovible e indes­
tructible. Sin embargo, la columna de Escallón flota, no se asienta en un
lugar concreto, rio conmemora un lugar, porque no tiene sitio, y en este
sentido no autentifica el pasado como “hogar”. Su temporalidad desinte­
gra la seguridad de la historia, y fractura, desde la desestabilidad del pasa­
do, nuestra pretensión de futuro. Y es que aquí podemos decir que todo el
montaje no es más que la ruina de un pasado que se convertirá en nada y
que, por tanto, al acabarse la exposición, sólo mantiene su recuerdo en el
registro fotográfico.
Movilizarse en lo urbano, callejear, permite configurar signos, lenguajes
que se transmiten en lo que vemos y lo que nos mira. Con la mirada tran­
quila, al cruzar la calle, resignificamos lo cotidiano. Pero en el afuera no
estamos solos, hay otros que callejean y nos miran, y que comparten con
nosotros la determinación por “esa suerte de exhibición, que manifiesta
la capacidad de adecuarse o modificar el medio” (Cf. 2007, Delgado, 45).
Rosario López (Bogotá, 1970) es una escultora que se arriesga a trasladar
las convenciones de un medio bidimensional como el de la fotografía, al
espacio tridimensional del volumen y su expansión, p rop io de la escultura.
A través del visor, López vuelve su mirada a los problemas políticos y so­
ciales, acto que, como señalé, parece formar parte de la agenda del artista
contemporáneo. Y es a la calle donde sale a la caza de sus coordenadas,
unas coordenadas que no pretenden capturar lo corporal y registrable, sino
aquello que pasa desapercibido al ojo, lo que no parece estar, la atmósfera
que a la vista es invisible, aquello que demuestra, por supuesto, que el
trauma contemporáneo de la mirada, es decir, el exceso de mirar, “ha ter­
minado por dejar de hacerlo (en un sentido literal de renuncia o hastío), o
por no Ver’ nada en el acto mismo de mira” (Roca, 1999).
Rosario López presentó su obra Esquinas gordas (Im agen 4 ) para la VII
Bienal de Arte de Bogotá, en el 2000. La serie se compone de 11 foto­
grafías y una escultura. La obra no pretende capturar lo concreto, sino
aquella cotidianidad que se presenta en nuestro andar y que no vemos,
porque no puede fijarse ni precisarse ni siquiera en el instante. Este afán
por lo camuflado aparecía en obras como 359 grados (2009), en donde el
dibujo se mezcla con las líneas de la construcción de la galería intervenida
generando, para la mirada atenta, un “paisaje abstracto” que emergía del
muro. Sabemos que en el proceso de Esquinas gordas hay un registro de
algo así como 60 fotografías, ejercicio necesario para quien pretende indi­
car la insistencia de algo amorfo y que quiere camuflarse en las paredes de
lo cotidiano, pero a la vez es la insitencia fotográfica de querer iluminar
la trampa opaca. Esquinas gordas se juega en las convenciones escultóricas
del peso y la ubicación, y a través del soporte de la fotografía puede expan­
dir el instante del objeto amorfo a la experiencia de su situación y su lugar.
La traslación de valores de un medio a otro permite pensar en otro tipo de
factores como lo natural, o el contexto, que despliegan un horizonte más
allá de su problemática formal. Por ello enmarca las fotos, logrando deli­
mitar su lugar y contener su espacio. De ahí que pueda considerarse como

i 272
una obra escultórica, toda vez que, quizás, permite entrever cuerpos en el
vacío (Cf. Gutiérrez, 2009).
De esta manera, López encuentra estos bultos como un condicionamien­
to reiterativo en las esquinas de las calles donde intuye la presencia del
rechazo. En esos bultos que, a primera vista pasan desapercibidos, López
entrevé la acción de lo humano haciéndose presente. En Esquinas gordas
López revela la intención del cuerpo humano y el deseo de otros de recha­
zarlo; es la voluntad impuesta para hacer que algo no se vea. La atmósfera
del rechazo se revela en las fotografías que permiten iluminar lo que se ha
hecho, intencionadamente, invisible: el deseo de alejar de nuestro territorio
lo contaminado, al indigente que tememos, y que hace parte de la miseria
que somos. Los bultos camuflados por la pintura del zócalo de las casas nos
mienten, pues en ellos la voluntad intolerante se oculta, se camufla levan­
tando un espacio duro que parodia al cuerpo que no es de nuestro interés,
pero que el uso de la fotografía impone de nuevo, al señalar su imposibili­
dad de instalarse en esas esquinas, para que lo confrontemos y hagamos de
esa ausencia y de la voluntad de imponerla, un lugar propio.
Ya he señalado que la fotografía es considerada como aquel soporte que
realiza un recorte del m undo de la vida, capturando presencias y sensacio­
nes qüe ya no están presentes; jugando a ser un pharm akon de la memoria,
la fotografía, al fijar instanted del ser, los señala como fantasmas, siendo
entonces una huella, un índice manifiesto de una presencia. Pero a su vez,
la fotografía, como escritura de luz, ilumina siempre una presencia que, a
pesar de su distancia temporal, documenta su innegable veracidad.
A Johanna Calle (Bogotá, 1965) le ha interesado aproximarse a circuns­
tancias históricas colombianas que forman parte de mecanismos del testi­
monio y la memoria. Su obra ha pretendido ser un diálogo que cuestiona
la indiferencia cultural y el silencio de la realidad nacional. Por ello, ha
citado imágenes de procesos y representaciones culturales que se han he­
cho invisibles y que se han hecho sombra al ojo del público, para descifrar
lo intangible que se esconde bajo la epidermis de la indiferencia. Sus obras
son señales, rasgos tangibles que pretenden dejar huella para hacer del
público un partícipe de su malestar frente a los acontecimientos sociales.
Con el uso del dibujo y el bordado como experiencias artísticas vividas,
deja marcas indelebles que sacan a la luz lo inadvertido. Y aquí la paciencia
de imprimir imágenes a partir del bordado no revela tanto la inmediatez
del trazo del dibujo, sino un proceso lento y cuidadoso que vincula su obra
a la conexión física de su referente. Desde este procedimiento realiza un
cuestionamiento a “uno de los rasgos que definen la ontología misma del
dibujo: la inmediatez asociada al trazo, al gesto” (Roca, 1999). Así lo logra
en Nombre propio, obra en la que demoró dos años bordando el rostro de
todos los niños que aparecieron en 1997 para ser tomados en adopción, y
que demuestra una preocupación sustancial por los procesos sociales que
refieren al largo mal-trato de la espera agónica por un hogar.
Su interés por las circunstancias de abuso y maltrato infantil, además
de su actitud crítica y reflexiva frente a la actitud silenciosa de los ciu­
dadanos, se vio desplegada en la obra ganadora del Salón Nacional del
2000. Progenie (Imagen 5) es el título sugestivo de la obra de Johanna
Calle que, 25 años después del premio a la obra de Femell Franco en el
Salón Nacional de Artistas, obtuvo el mismo galardón. En un mosaico de
30 fotogramas, Calle devela, a partir de la huella, el abuso infantil de los
núcleos familiares colombianos. Esta misma técnica es la que utilizó Man
Ray. Él pone objetos encima de papel fotosensible, luego expone todo el
conjunto a la luz, y se procesa el resultado. Las imágenes resultantes son
como fantasmas, huellas de objetos desaparecidos (Cf. Krauss, 216) Ella lo
hace al seleccionar imágenes y recontextualizarlas para que hablen desde
una postura renovada, ya que nuestra mirada indiferente las ha reducido
a la insensibilidad, siempre vinculada al olvido. La obra no pretende hacer
una reconstrucción de la violación o el abuso, sino indicar sus circunstan­
cias; de ahí que las imágenes sean logradas por la impresión de objetos
sobre papel fotosensible y expuestos brevemente a la luz, sin el uso de la
máquina fotográfica, lo que demuestra que tanto el proceso -sin cámara
fotográfica ni negativos-, como los casos reales, no puede constatarse “por­
que no hay testigos ni documentos que los sustenten” (Roca, 1999). Los
fotogramas pueden apreciarse como retratos de familias que reafirman el
carácter indiciario de la fotografía, porque las figuras de los vestidos, que
se presentan como cuerpos de muñecos, son logradas por el contacto de
piel animal -intestinos de res- sobre el papel fotográfico, y así responden
a la conexión física del cuerpo. En Progenie nos enfrentamos, “como partí­
cipes de un hecho simbólico” (Roca, 1999) a una metáfora que traslada la
idea de la ausencia a todo un conjunto de situaciones culturales, históricas
y políticas en su grado absoluto de ausencia en las situaciones culturales
y sociales, como una denuncia frente al silencio. Como una respuesta a la
fragilidad de la memoria.

¿ 274
O bras citadas

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Gustavo Gilí.
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¿ 275
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& 0

& 0 #
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Im a g e n 2: Musa paradisiaca (1 9 9 3 -1 9 9 6 ). José A le ja n d r o R estrepo.


V id e o in stalación.

i- 277
Im a g e n 3: InMemoriam (2 0 0 1 ). M a r ía E lvira E scallón. Instalación.

^ 278
Im a g e n 4: Esquinas gordas (2 0 0 0 ).
R o sa rio L óp ez. F o to g ra fía e
instalación.

¿ 279
La pintura colonial: de su hechura e interpretación

Jaime Humberto Borja Gómez

E n el panorama de la historia del arte en Colombia, la pintura colonial


es uno de los sectores que menos atención ha tenido por parte de los inves­
tigadores. Su historiografía se remonta al siglo XIX cuando se iniciaron los
primeros acercamientos al rescate y valoración de la producción visual co­
lonial y sus autores. Esta historiografía se ensambló con base en noticias y
leyendas que tenían un marcado acento nacionalista. Uno de los primeros
intentos por estudiar la pintura colonial se le debe a José Manuel Groot,
Alberto Urdaneta y Roberto Pizano (Groot, 1963), quienes trataron de re­
construir la pintura colonial ensalzando la figura de Gregorio Vásquez. A
partir de entonces se construyó el mito Vásquez (Chicangana, 2008), a tal
punto que la historiografía del siglo XX en Colombia lo considera uno de
los “más grandes pintores americanos de su época” (Museo de Arte Colo­
nial, 1996, 12). Con los estudios posteriores sobre la cultura visual, y por
extensión, se conformó una forma de entender la pintura colonial.
Estos tres autores del siglo XIX -Groot, Urdaneta y Pizano- sentaron las
bases para una historiografía de la cultura visual colonial, caracterizada
por dos tendencias: una lectura nacionalista que pretende ver en el “arte
colonial” una faceta de la conformación de la identidad colombiana; y la
forma de entender ese arte desde las expectativas del qué es hacer arte hoy
día. En este sentido, la hechura de la obra colonial se pierde de la memo­
ria en relación a las prácticas de su época, a los aspectos de la teoría de la
imagen que la animaron y al contexto devocional que le daba sentido.
La mayor parte de las interpretaciones de la obra colonial en el país
han seguido estos lincamientos sobre las representaciones del “arte colo­
nial” bosquejados por los primeros intérpretes del siglo XIX. Algunos de
los estudios reconocidos en el campo son los de Gabriel Giraldo Jaramillo
(1954), Luis Alberto Acuña (1973), Gil Tovar (1980) y Gustavo Otero M u­

i 281
ñoz (1938), cuyos aportes a la comprensión de la mentalidad colonial que
circunscribe las obras han sido escasos, en tanto se han limitado a repetir
las ideas heredadas del siglo XIX con las implicaciones antes señaladas.
El desconocimiento de lo que significaba la producción visual colonial se
ha venido acrecentando debido a otros factores, entre los que habría que
resaltar la ausencia tanto de la historia del arte como disciplina institucio­
nalizada en el país como de estudios visuales sobre el período.
La invención del pasado colonial ejecutada en el siglo XIX, así como
la carencia de estudios sobre la pintura colonial en general, han permiti­
do que las obras sean juzgadas especialmente desde el entorno de lo que
significa ser “artista” hoy día y no desde lo que era “hacer” pintura en el
espacio propio del Barroco.
A continuación daré algunos ejemplos de la manera como la historio­
grafía ha interpretado la obra colonial, y en segundo lugar, propondré
algunos elementos que restituyen el acto de pintar, para el caso que me
ocupa, a su horizonte de producción. Con lo primero se pretende resaltar
la pérdida de significado del artefacto colonial, que, como he dicho, se vi­
sualiza y se interpreta desde problemas y miradas contemporáneas; y con
el segundo se tratará de restituir el objeto a las teorías y contextos de su
época. El artefacto visual colonial se mueve entre la memoria contemporá­
nea y la de su época.

Las interpretaciones

Una de las valoraciones de la producción colonial neogranadina que ha


generado debate es a qué tipo de tendencia o “escuela” pertenece esta pintu­
ra. En Un comienzo, la Nueva Granada recibió las tradiciones pictóricas de la
metrópoli, de manera que en el siglo XVII y buena parte del XVIII se incorpo­
ró a esa gran consecuencia postridentina que hoy se conoce como barroco1.

1. Como es bien sabido, el término “barroco” apareció en el siglo XVIII con una significa­
ción peyorativa. Sólo hasta comienzos del siglo XX comenzó el proceso de valoración
del barroco, pero con un enfoque casi exclusivamente artístico. El debate acerca de las
características y de la designación del período del siglo XVII con este nombre aún no ha
llegado a conclusiones satisfactorias. Sin embargo, desde la década de los ochenta, se
ha incentivado los estudios acerca de la utilización del término aplicado a un “estilo de
vida”, un “ethos” en palabras de Bolívar Echeverría, y no sólo a una corriente artística.
Aquí precisamente radica el debate (Echeverría, 1998; Schumm, 1998).

^ 282
Se trataba de una experiencia cultural, no solamente estética, marcada prin­
cipalmente por la asimilación de temas, la teatralización, las manifestacio­
nes públicas de la piedad, la producción pictórica por encargo devocional, el
empleo de las reglas retóricas de la imagen y las técnicas de representación.
Sin embargo, desde hace más de treinta años algunos historiadores y críticos
de arte como Gil Tovar han cuestionado la existencia real de un barroco en
estos territorios andinos (Gil Tovar, 1980, 17-20), mientras que otros omi­
ten la cuestión y han preferido referirse al “arte colonial” (Fajardo, 1999;
Traba, 1984; Acuña, 1973).

Gil Tovar afirma, por ejemplo, que no se puede negar la influencia eu­
ropea en la pintura neogranadina, pero que esas obras “tienen del barroco
la señal, no el signo. Y con frecuencia aún esta señal es tímida o aislada.
No se siente así la presencia del estilo, sino la de la manera, toda vez
que toman formalidades barrocas sin comprenderse la interrelación de los
elementos y la continua fluencia de los movimientos y de los ritmos que
conforman su sistema nervioso” (1980, 20). A esto lo llama el “aparente
barroco” neogranadino. Pero el barroco no se puede reducir a una estruc­
tura estilística, sino que es preciso entenderlo como una compleja forma de
ver el mundo, donde la pintura es una de sus representaciones.

De fondo, este debate está relacionado con el juicio que han institucio­
nalizado los críticos de arte acerca de “la pobre calidad” de la pintura co­
lonial neogranadina. Éstos se han centrado principalmente en los aspectos
estéticos, como la carencia de movimiento en las figuras representadas, la
ausencia de dramatismo y el escaso uso de figuras comunes en el barroco
europeo y virreinal americano, como las alegorías y los emblemas, y la
relativa falta de temas mitológicos, entre otros. Marta Traba, por ejemplo,
afirma que: “En cuanto al arte, la denominación barroca que corresponde
tan espléndidamente a México, Perú o Quito, es excesiva y casi siempre
inadecuada en el caso de la Nueva Granada. Ni la concepción básica de
resistencia al orden, ni la prodigalidad de los elementos, ni su sensualidad
manifiesta, ni las progresiones ascendentes que culminan en la apoteosis,
tienen que ver con la expresión artística que podía emanar de la sociedad
neogranadina” (19 8 4 ,1 7 ).

En este sentido, usualmente se le compara entonces con lo que se pro­


dujo en otras regiones coloniales, como los virreinatos de México y Perú.
Sin embargo, más allá de si representa o no el espíritu del barroco, la

± 283
producción neogranadina debe verse desde las condiciones materiales que
posibilitaron, o imposibilitaron, la elaboración de las imágenes, condicio­
nes entre las cuales están: la poca afluencia de materiales pictóricos, la
escasez de escuelas y talleres la gran distancia respecto a los centros de
producción.
Además, cómo ya se ha mencionado, se debe tener en cuenta que la
valoración de la producción pictórica neogranadina se comenzó a hacer
en las últimas décadas del siglo XIX, especialmente bajo la pluma de José
Manuel Groot en su biografía de Gregorio Vásquez2. Esta biografía fue
un intento romántico y nacionalista de rescatar el arte colonial, basado
en tradiciones orales, algunos documentos y, fundamentalmente, mucha
imaginación. Groot argumentó la vida del pintor neogranadino principal­
mente a partir de la obra de Giorgio Vasari, Vida de los mejores arquitec­
tos, pintores y escultores italianos, con lo cual pretendía enaltecer su obra
y valorar el arte colonial como fundamento de nación (Chincangana,
2008, 118; Montoya y Gutiérrez, 2008, cap. 2). Este redescubrimiento
del arte colonial pone de presente: “La influencia que sobre este (siglo
XIX) ejerce la actitud cosmopolita de las élites latinoamericanas que bus­
caban, a través de una ansiada vinculación con los centros de artísticos y
económicos europeos, su inclusión dentro de una comunidad cultural y
científica internacional con el fin de legitimar el progreso local (Fernán­
dez, 2007, 18).
La pretensión de demostrar “progreso” y la necesidad de encontrar mo­
numentos en el pasado sobre los cuales se pudiera construir la identidad,
fenómeno tan importante en el siglo XIX para la construcción de la nación,
permitieron que se rescataran las expresiones estéticas de la colonia como
un elemento importante para la elaboración del concepto de “arte nacio­
nal”. El aporte de estas primeras experiencias críticas es tan fuerte, que,
como se ha señalado aquí, ha fundamentado la interpretación del arte
colonial hasta el presente.

2. “La obra titulada ‘Noticia biográfica de Gregorio Vásquez y Ceballos, pintor neograna­
dino del siglo XVII’, publicada inicialmente en ‘El catolicismo’, es luego reproducida en
‘Dios y Patria’, bajo el título ‘Artículos escogidos de don José Manuel Groot’. Es la pri­
mera monografía de arte publicada en Colombia,'presentando por primera vez la vida y
obra de un artista junto con el estudio crítico de algunos de sus cuadros” (Chincangana,
2008,118).

b 284
La interpretación de la calidad de esta producción visual colonial debe
hacerse desde la restitución del sentido de la obra dentro del contexto
colonial, y no exclusivamente desde las interpretaciones y aportes nacio­
nalistas de los siglos XIX y XX. Para este debate se debe considerar, insisto,
que cualquier intento de comparación con otras regiones del continente no
es pertinente debido a las diferentes condiciones en las que se desarrolló
la colonia neogranadina. Entre los diversos aspectos se cuenta el mismo
hecho de la ausencia de una corte virreinal en el Nuevo Reino hasta la dé­
cada de 1740, la relativa pobreza económica de la región y las dificultades
de comunicación que impidieron el acceso de estilos, modos y modas artís­
ticas e intelectuales, la falta de procesos de evangelización compleja. Sin
embargo, pese a que si bien la práctica de la pintura no fue en pleno sen­
tido barroca, sí lo fue el discurso letrado. La circulación de textos barrocos
que provenían de España, como los tratados de pintura, los sermonarios,
los escritos retóricos, las piezas de teatro, la literatura, etcétera., propor­
cionó las reglas y los temas que debían articular las artes. La imitación de
estos modelos narrativos nutrió una cultura barroca.
Sin embargo, estos aspectos que marcan la lectura de la obra colonial
desde el contexto barroco se han borrado con el paso del tiempo y la pro­
puesta de lectura se ha hecho desde la pertenencia de la obra a los cánones
contemporáneos al observador. De modo que las lecturas anacrónicas de la
obra colonial se han convertido en una práctica corriente. Se puede tomar
por ejemplo la interpretación que se ha hecho de la pintura Santo D om in ­
go en la batalla de M onforte (Imagen 1) de Antonio Acero de la Cruz (c.a
1600-1667). Gil Tovar afirma que este pintor estuvo “bajo la influencia
de formulas medievales de composición y preso de una afición al deta-
llismo” (1988, 821). Este autor analiza esta pintura afirmando que “los
conocimientos históricos de Acero debían ser más débiles que su necesidad
de cumplir con el encargo” y tras describir que no tuvo inconveniente en
vestir a los albigenses del siglo XIII como romanos y a los de Monfort con
vestiduras españolas a la usanza de la corte de Felipe II, sostiene:
Todo ello está sometido a un colorido gris verdoso contradictorio con los pre­
tendidos fragores; la Verdadera’ batalla se libra en el centro de la escena, a car­
go de una muñequería sin vida y mal dibujada que tiene como fondo una serie
de enormes banderas, cada una de las cuales podría cobijar a buena parte del
ejército, y de puntas de lanzas sostenidas tras ellas por el tropel de ‘malditos’
no figurantes en el escenario (1988, 823).
Algo similar afirma Eduardo Mendoza Varela, para quien esta pintura
tiene “un hacinamiento de figuras estáticas, sin perspectiva. Pobre en el co­
lor, resulta lamentable en la composición” (1966, XXIV). En conjunto con
los otros detalles de la pintura, la interpretación de Gil Tovar y Mendoza
parte de las disposiciones contemporáneas de qué es pintar, tomando como
punto de referencia el estado del arte europeo contemporáneo a Acero de
la Cruz. Esto es evidente en otro artículo donde Arbeláez Camacho y Gil
Tovar comentan la misma obra y afirman que “la composición general del
cuadro, tal como está planteada, podía haberle dado una solución parcial,
pues, a la manera del recurso Velazqueño, hay sendos grupos de figuras en
ambos extremos” (1968, 150). Pero, desde el discurso visual colonial, el
pintor pretendía narrar una historia de fe: vicios encarnados en el imagi­
nario del pagano romano, contra virtudes: el español conquistador, como
se ampliará más adelante.
Además, para la época colonial, no se había formado una conciencia
histórica que permitiera distanciar el momento en que se pinta de las
modas del pasado. Para Acero de la Cruz, como para los demás pintores
contemporáneos suyos, la calidad se supeditaba a la enseñanza, en este
caso el milagro de que las flechas disparadas por el hereje contra el santo
se clavaran en el Cristo que llevaba en su mano. La pintura estaba, como
digo, al servicio de la fe. En este contexto e independientemente de su
calidad, la producción pictórica neogranadina se llevó a cabo siguiendo
los preceptos que había establecido la tradición española, que también
respondía a las expectativas culturales del momento: las disposiciones
tridentinas, sumadas a la cultura del control barroco, produjeron un arte
para la fe, el cual conformaba un discurso sobre el que se producía y se
recibía la imagen.
Este aspecto propone un segundo problema donde se recrean las in­
terpretaciones contemporáneas y que está relacionado con el debate de
la teoría barroca sobre la relación entre pintura y realidad. Se debe partir
del principio de que los esquemas y procedimientos que instituyeron las
tendencias visuales barrocas se adaptaron a la cultura de la Nueva Gra­
nada. Afirmaciones contundentes como las de Marta Traba, refiriéndose
a Gregorio Vásquez, dejan ver cómo se compara lo producido en Nueva
Granada desde las convenciones y supuestos contemporáneos: “No hay
estilo alguno en Vásquez porque no hay ningún contenido que expresar;
o no es capaz de comunicar contenido alguno porque no selecciona una

í - 28 6
forma particular para expresarse. Un hombre sin ubicación, como fue
Vásquez, unido a una comunidad ávida, filistea y negociante como eran
la mayoría de las comunidades religiosas en la Nueva Granada, por razo­
nes puramente comerciales, no podía ser sino su ilustrador” (1984, 21).
Aquí, el problema del estilo o la independencia del artista son problemas
contemporáneos, no una condición colonial. Lo mismo ocurre con la afa­
nosa búsqueda de ver en la pintura colonial representaciones “reales” de
su sociedad.

Aunque se someta a desiguales comparaciones y se acepte que el b a ­


rroco neogranadino carece de movimiento, que estéticamente y simbóli­
camente es “pobre” y que la estructura es básica, lo cierto es que acogió
algunos temas, técnicas de composición, estilos e influencias barrocas;
pero fundamentalmente capturó al espectador dentro de la obra, y desde
esta perspectiva la pintura colonial se comportaba como una representa­
ción barroca, hacía presente lo ausente. Es decir, aunque no acogió todos
y cada uno de los elementos que caracterizaron el barroco, supo emplear
algunos que se adaptaban a sus circunstancias. Este tipo de producción
local, por lo general, no reprodujo escenarios reales; al contrario, el mun­
do de imágenes era irreal, anclado en las ficciones de las Autoridades (la
Biblia y los clásicos) y en las viejas tradiciones, las cuales seguían consi­
derándose “mundos posibles”. En el contexto colonial de evangelización
y re-evangelización, de asentamiento de una sociedad sacralizada, de
control sobre los comportamientos morales y en la afanosa búsqueda de
modelar sujetos a partir de la imitación de modelos ejemplares: lo “real”
se adaptó en función del desengaño, es decir, a hacer ver más allá de los
sentidos.

La experiencia visual neogranadina respondía a esa cultura en parti­


cular y, desde esta perspectiva, se anexó a esa suma de realidades de la
cristiandad occidental y a sus múltiples barrocos3. En este sentido se pue­
de citar a Francastel, “La obra figurativa no traduce una realidad; por el

3. Es importante recordar que no hubo conciencia en estos siglos XVII y XVIII de una co­
rriente o “escuela” llamada “barroco”. La denominación corresponde a la clasificación y
valorización, especialmente del arte, que hicieron Jacob Burckhardt, Heinrich Wolfflin,
y Eugenio D’Ors en el siglo XIX, en la cual recogieron aspectos comunes a partir de lo
cual caracterizaron este período con ese nombre. Sin embargo, el término acusa mu­
chos tipos de estética que hacen diferente, por ejemplo, el barroco andaluz del alemán.
En este sentido se debe hablar de barrocos.
contrario, manifiesta con bastante amplitud, las realidades, los diferentes
niveles de realidad que nutren la experiencia común de los artistas y su
medio y que hacen posible un diálogo” (1988, 66). La pintura colonial
trataba de ver realidades por encima de lo real, de forjar un discurso sobre
lo ideal. En este lugar radica la importancia de la narración visual colonial,
la que pretendía hacer más bien composiciones morales donde anclaba el
“desengaño”, que reproducciones reales. La pintura neogranadina trataba
con representaciones ideales, un mundo de santos e imágenes religiosas,
arbitrariamente construido y forzosamente conservado.
La historia del arte colombiano tiene muchos ejemplos de la manera
como se han descontextualizado las “realidades” coloniales en función
de lecturas anacrónicas que no permiten proporcionarle sentidos a los
escenarios donde trascurren los discursos. La trampa se encuentra en de­
terminar como “real” lo que aparece representado, quizá porque se parte
de la idea de que el arte figurativo representa lo real, pero el problema es
más complejo. Esta pintura de Gregorio Vásquez fue titulada por Alberto
Urdaneta en el siglo XIX, Vásquez entrega pinturas a los padres agustinos
(Imagen 2); Urdaneta cree ver en la pintura un autorretrato de Vásquez
entregando a un agustino las pinturas de San Francisco y Santo Domingo.
En su análisis, el escenario donde trascurre la historia es la Bogotá del
siglo XVII. Dice: “La Catedral, antes de restaurada, con sus torres cortas
y las estatuas de Juan de Cabrera; la trágica calle del Arco; la torre de
San Francisco; la fachada de Santo Domingo decorada con estatuas, y la
cúpula de la misma Iglesia” (Acuña, 1973, 75; Museo de Arte Colonial,
1988, 23). Sobre la misma obra, en la década de 1970, Luis Alberto Acuña
desarma la argumentación de Urdaneta y afirma que “Quizá resultase más
acertado ver en esta escena a un hidalgo santafereño, a un muy devoto
y generoso donante haciendo a un tiempo entrega y propaganda de las
efigies de su devoción” (1973, 76). El análisis de la obra se vinculaba con
las necesidades y perspectivas sociales del que interpretaba la obra, los
lugares culturales.
El análisis de Marta Traba sobre la misma obra es aún más dramático.
Para esta crítica de arte, la obra de Vásquez es “un muestrario de asimi­
laciones primarias de la escuela europea; un muestrario de errores y de
mínimas virtudes” (1984, 25). Para argumentar su punto de vista, estable­
ce comparaciones compositivas con Murillo y Zurbarán, destaca la mala
composición, los cuerpos que sobran técnicamente en la narración; asume,

± 288
como Urdaneta, que es un autorretrato de Vásquez y que tiene “zonas
cromáticas recortadas y casi planas”. Pero lo interesante es que sigue plan­
teando una lectura “real” de la obra: “Con su habitual tendencia a desde­
ñar la realidad circundante, Vásquez no se resigna a reproducir el espacio
destemplado y parroquial de la plaza mayor de Santa Fe de Bogotá, no se
limita al prolijo estudio de la fachada de la catedral en su primera cons­
trucción. Fachadas extrañas, torres, campanarios, pórticos, cúpulas que se
pierden en la lejanía, convierten este ángulo de Santa fe de Bogotá [...] en
una abigarrada ciudad italiana” (26).
La argumentación prosigue comparando la obra con los testimonios vi­
suales de Bogotá que legó la Comisión corogràfica, con la obra de Mategna
y Masolino da Panicale; acusa a Vásquez de carecer de “práctica y de domi­
nio de la visión renacentista”, de sustraer de la imagen la vivencia colonial.
Etcétera. Para destacar un último comentarista, para Gil Tovar esta obra
“significó para el autor, ante todo, un ejercicio de asimilaciones en una
labor más libre que la que le permitían las convencionales composiciones
de imaginería religiosa” (1980b, 88). De todos estos autores, sólo el último
hace un comentario acerca de las inscripciones que se encuentran debajo
de las imágenes pintadas en la puerta de la catedral, las cuales considera
“curiosas” y “anecdótico”: debajo de San Pablo “Per istum itu r ad Xptum ”
[por éste se llega a Jesucristo]; y de Santo Domingo, “Sed facilius per is­
tum ” [pero es más fácil por éste]. En fin, los comentarios continúan, pero
lo que es importante destacar es que no hay esfuerzo de los críticos por
mirar lo que la imagen representa para el contexto de su época ni, más allá
de la técnica, los discursos barrocos que éste contiene.
Marta Fajardo de Rueda ofrece una aproximación más interesante a
esta pintura y lo que representa la imagen a partir de una referencia del
historiador argentino Héctor Schenone. El personaje que entrega las obras
es el monje calabrés Joaquín de Fiori, qué vivió en el siglo XIII y que fue
famoso por anunciar el tiempo milenarista y por profetizar la aparición
e importancia dé los fundadores de los franciscanos y los dominicos. El
pensamiento joaquinista tuvo fuerte arraigo entre estas órdenes, además
de los jesuítas, en el Nuevo Reino. Luego, la escena relataría, según cuenta
una leyenda, el momento en que Fiori hace entrega en la ciudad de Ve-
necia de las pinturas de los dos santos que aún no han nacido, para que
fueran puestas en la sacristía de la catedral de esa ciudad. Las cartelas
inscritas debajo de las imágenes pintadas en la puerta de la catedral son
el núcleo central de la interpretación (Fajardo, 2008, 101-103). En todas
estas propuestas, la pregunta por el escenario donde trascurre la historia
pone de presente que ésta no era una preocupación del obrador -narrar un
espacio como era en realidad-, sino que pretendía proponer un escenario
teatral donde actuaban vicios o virtudes. Fiori, al entregar las obras, mira
al espectador; quien las recibe da la espalda... son detalles que hablan al
observador para integrarlo a la escena, para interrogarlo. De manera que
el pintor, Vásquez, aporta otros elementos para “leerla”, como la cartela o
los gestos de oración de quien se postra ante las dos imágenes.
Estos ejemplos son suficientes aquí para destacar la manera como una
tendencia crítica contribuye a la pérdida del significado de los objetos, lo
que a menudo ha provocado la infravaloración de un patrimonio visual.
Rescatar los significados de una cultura visual es posible en tanto se rein­
tegre el objeto a su contexto teórico y cultural. A continuación, entonces,
propondré algunos elementos de interpretación que ayudarían a reintegrar
el objeto visual colonial a su horizonte de producción.

Teoría de la pintura colonial

Los escasos talleres de pintura neogranadina del siglo XVII estuvieron


vinculados en sus orígenes a pintores que habían recibido las normas bási­
cas del oficio en la metrópoli, quienes a su vez transmitieron los preceptos a
través del conocido sistema de formación familiar y gremial que ya ha sido
medianamente estudiado para el caso de Santafé (Acuña, 1973, 7-10; Gua-
rín, 2008,17-44; Fajardo, 1989,11-12). Este sistema de trasmisión del co­
nocimiento del oficio de la pintura se empleó en los talleres de los Figueroa,
los hermanos Acero de la Cruz, Gregorio Vásquez, Juan Francisco Ochoa y
los hermanos Heredia. La mayoría de ellos cubren los siglos XVII y XVIII.
Este sistema de talleres también explica por qué la mayor parte de la pin­
tura colonial neogranadina es “anónima”. En ese entonces, las firmas sobre
el lienzo eran escasas, no había necesidad de reconocimiento social porque
sus artífices no se reconocían como “artistas”, como tampoco lo hacía su
sociedad, sino como obradores que ejecutaban una labor devocional.
El silencio de la época frente a los pintores y su medio es elocuente.
Existen pocos documentos sobre los contratos en los talleres o sus traba­
jos, las crónicas escasamente los mencionan. Sin embargo, se sabe que los
talleres del siglo XVII se constituyeron en importantes centros de aprendí-
zaje del oficio; esto es, del “saber hacer”. Con los pocos datos existentes,
también se ha dado rienda a especular cómo podrían haber funcionado.
Gil Tovar, explica que en estos se realizaban “las tareas procedimentales
[...] preparar las telas o las maderas, confeccionar los pinceles, elaborar
los colores [...]; luego, ir aprendiendo ‘las cosas en el arte’ entendido por
éste las necesarias recetas y destrezas; por supuesto era importante lo re­
lativo a la copia de estampas de los grandes maestros, aunque también el
dibujo al natural” (1986, 61).
Sin embargo, lo que es cierto es que estos talleres actuaban como cen­
tros de trasmisión de los conocimientos sobre la ejecución de la pintura,
donde se compartía un conjunto de operaciones técnicas y conceptuales
mediante las cuales sus practicantes definían y caracterizaban la práctica
pictórica y la inscribían dentro de una determinada clase de discurso vi­
sual. Los talleres de pintura neogranadinos surgieron cuando la pintura
española alcanzó su mayor esplendor en el siglo XVII, momento al que con
sobrada razón se le ha llamado el “Siglo de Oro” (Jover, 1996, 791-846).
Este proceso estuvo acompañado por la proliferación de tratados de pin­
tura, lo que era consistente con la política de la corona de ejercer control
sobre aquellas actividades que tenían una función social como la pintura.
Esta apoyaba los procesos de evangelización, luego una lectura desviada
de sus contenidos podía acarrear herejías o lecturas falsas de los dogmas
o la vida de los santos. El control a las posibles desviaciones de la norma
cultural y religiosa fue una de las características del barroco.
Los tratados españoles sobre el arte de la pintura incluían preceptos,
reglas, clasificaciones y técnicas4. Esto es, el metatexto pictórico que tras­
mitía y reactualizaba las reglas del arte. Los testamentos de los pintores
ofrecen pistas que permiten dar cuenta de que algunos de estos textos
circularon en los talleres santafereños (Restrepo, 1986, 200-205), como
ocurrió con los Diálogos de la pintura de Vicente Carducho (1635); Arte
de la pintura de Francisco Pacheco (1649); y como ha indicado otros au­
tores, Luz de pintura de Luis Vargas; Las medidas del rom ano de Diego de
Sagredo; El p in to r cristiano y erudito de Juan Interian de Ayala (1730)
(Fajardo, 1999, 67-76; Gutiérrez, 1989, 31). A pesar de que estos tratados

4. Hasta años recientes, la crítica de arte y los mismos historiadores despreciaron esta gran
proliferación de tratados de pintura. Su rescate y valoración ha jugado un papel impor­
tante en el proceso de interpretar los significados de la pintura del Siglo de Oro. Véase
la introducción y una recopilación de los principales tratados (Calvo, 1991, 34-42).

^ 291
contenían ciertas diferencias, todos ellos compartían una matriz común,
pues en el metatexto se encontraban las reglas generales del discurso y
sus mecanismos de transmisión. Sin embargo, y dado el caso que algunos
pintores neogranadinos no conocieran los tratados, de todos modos sus
representaciones visuales estaban guiadas por estos principios. Elaboraban
sus pinturas desde estos códigos, pues los tratados recogían la práctica y la
sistematizaban para delimitar el saber del oficio y determinar los elemen­
tos que lo componían.
A partir de de estos tratados es más factible “leer” la imagen colonial
dentro de su propio horizonte de expectativas, pues suministraban los ele­
mentos básicos y los significados que daban sentido a la práctica de la pin­
tura. Para entender su proceso creativo se debe partir de un presupuesto
básico: la producción de la pintura y su recepción se establecieron dentro
de las expectativas de la audiencia a la cual iban dirigidas, por lo que las
imágenes ya estaban definidas desde un género propio.
El primer presupuesto que sugieren estos textos y que determinaba la
pintura colonial es la estrecha relación entre pintura y retórica. Esto fue
resultado de la intensa difusión de las imágenes como herramienta para la
propagación de la ortodoxia católica, uno de los más importantes triunfos
de la Contrarreforma., la importancia que adquirió la imagen no se debió
sólo a que facilitaba la evangelización bajo las nuevas condiciones que
exigía la cristiandad reformada; se debió también al trabajo teórico que se
elaboró a su alrededor. La Contrarreforma le legó al barroco la retórica,
el arte de la persuasión, cuyo origen y perfeccionamiento se remontaba a
la cultura clásica griega y romana. A partir de entonces* se estableció una
compleja preceptiva retórica católica con el fin de cumplir con las nuevas
necesidades persuasivas que surgían de la evangelización. Los humanistas
del siglo XVI volvieron sobre los rétores de la Antigüedad, principalmente
Quintiliano, Cicerón, Aristóteles y el Ad Herenium, para componer los tra­
tados de preceptiva (Alburquerque, 1995). La cultura barroca se apropió
de este saber y lo integró a la cotidianidad:
Podríamos concebir la retórica como un saber progresivamente sistematizado
que, alejándose de su origen en la plaza pública, en los procesos de propiedad
y en las cosas que atañen a la civilidad política, se convierte lentamente en un
metalenguaje, en una tecné del discurso abstracto y teóricamente considerado,
independiente de cualquier referente real, llegando a formar un Corpus ideal
que contempla con distancia todo tipo de realizaciones pragmáticas (Rodrí­
guez dé la Flor, 2002, 301). ■

4 * 292
Al convertirse en un “metalenguaje” e integrada a todos los espacios
de la vida, la retórica ya no sólo se comportaba como un arte. Ahora era
una técnica que se empleaba para la persuasión, y se aplicaba a todas las
instancias del conocimiento, incluida la producción de imágenes. De esta
forma, se configuraba como una forma de acceso al poder simbólico de las
imágenes.

A partir de este momento, se especializó el uso de la retórica para estruc­


turar no sólo las narraciones de los tratados de pintura que se produjeron
en el siglo XVII, sino también el discurso visual (Carrere y Saborit, 2000,
cap. 3), y en general la mayor parte de la producción narrativa, como la
historia, la poética, los sermonarios, etcétera. El auge de los estudios de
la retórica se articuló con las pretensiones de la Contrarreforma, la cual
descubrió la importancia de que las imágenes despertaran sentimientos en
los fieles, es decir, conmovieran a quien contemplaba la obra. Francisco
Pacheco, uno de los más importantes tratadistas de la pintura en el siglo
XVII, evidenciaba la estrecha relación entre retórica y pintura, siendo la
persuasión el fin último. Afirmaba a propósito:
Hay otro efecto derivado de las cristianas pinturas, importantísimo, tocante al
fin del pintor católico; el cual, a guisa del orador, se encamina a persuadir al
pueblo, y llevarlo, por medio de la pintura, a abrazar alguna cosa conveniente
a la religión. [...] Más hablando de las imágenes cristianas, digo que, el fin
principal será persuadir los hombres a la piedad y llevarlos a Dios; porque
siendo las imágenes cosa tocante a la religión, y conveniendo a esta virtud que
se rinda a Dios el debido culto, se sigue que el oficio de ellas sea mover los
hombres a su obediencia y sujeción (Pacheco, 1990, 252).

Como arte de la persuasión aplicada a las imágenes, permitió que éstas


se constituyeran en una herramienta que servía para atraer a los fieles
hacia la devoción, un mecanismo que buscaba persuadir al creyente para
que aceptara el mensaje cristiano a través del entendimiento, los senti­
dos y el sentimiento. Y este es precisamente uno de los elementos claves
para entender qué es el barroco: un ethos5 que estrechó relaciones con la
retórica, la extrema conciencia de los sentidos y la exacerbación de los
sentimientos.

5. Como categoría cultural, el ethos barroco hace alusión a la singularidad de esta cultura:
“El ‘ethos’ barroco no puede ser otra cosa que un principio de ordenamiento del mundo
de la vida” (Echeverría, 1994, 28).

¿ 293
A diferencia del arte que se hacía antes de la Contrarreforma, las imáge­
nes no buscaban “instruir” por la razón sino “persuadir” por el sentimiento.
La retórica, como ordenador del discurso visual, tenía una fuerte relación
con el orden social, de manera que se constituía en una “visión de mun­
do”. En palabras de Tovar de Teresa, “el carácter retórico del barroco es
signo indiscutible de que el arte no busca ya la belleza en sí misma, sino
el convencimiento de los enormes conglomerados de fieles y súbditos del
rey” (1981, 27).
La retórica de los siglos XVI y XVII asumió los tres grados necesarios
para lograr la persuasión que proponían los clásicos: enseñar, deleitar y
conmover. El discurso debía enseñar, porque éste era el camino intelectual
de la persuasión; al deleitar se captaba la simpatía del público hacia el
discurso; y al conmover se pretendía crear una conmoción psíquica, literal­
mente excitar el pathos, mover los sentimientos. Estos principios estaban
aplicados en la obra pictórica neogranadina, como en este Regreso de Egip­
to de Vargas de Figueroa (Imagen 3), un tradicional tema que hacía refe­
rencia a la Sagrada Familia. La pintura como discurso visual enseña una
verdad que por aquella época comenzaba a consolidarse: la importancia
de la constitución de la familia nuclear según el modelo de Nazaret, aquel
tipo de familia compuesto por padre, madre e hijo. La enseñanza incluía
un elemento teológico: la familia se comporta como un desdoblamiento
en la tierra de la Trinidad en el cielo, como se aprecia en su composición
triangular. También la pintura era armónica en sus partes para deleitar al
observador. Para el efecto, el uso del color, la composición y el ornato de­
bían disponerse para atraer la atención del devoto. Finalmente, la imagen
conmovía, esto era, tenía la capacidad de suscitarle al observador una afec­
tación en los sentidos y los sentimientos: la pintura debía generar ternura,
dolor, conmiseración, etcétera. Este grado también era el pathos: debía
motivar a tomar una acción, en este caso la piedad a la Sagrada Familia y
el deseo de su imitación.
Los tratados de pintura del siglo XVII recomendaban que se ejecutara de
esta forma la elaboración de las imágenes para que el devoto fuera persua­
dido hacia las rectas verdades cristianas (Pacheco, 1990, 241-243). La re­
tórica clasificaba el tratamiento de los discursos en tres géneros de acuerdo
a los objetivos que se pretendía lograr en el público: el deliberativo, el
judicial y el demostrativo. Una pintura se clasificaba dentro del género
demostrativo, por ejemplo, porque como su nombre lo indica, demostraba

^ 294
vicios y virtudes; en otras palabras, lo que se debía rechazar o imitar. Este
es el caso de la Imagen 1, Santo Dom ingo en la Batalla de M on fort de Acero
de la Cruz, en la cual, y como hemos dicho, se pretendía mostrar la lucha
entre vicios y virtudes. Como en cualquier tratamiento retórico del discur­
so, se recomendaban los tradicionales “lugares comunes” o mecanismos de
argumentación para lograr un mayor efecto persuasivo. En el Regreso de
Egipto, los argumentos son la disposición de los elementos que componen
la acción, el uso del color, el escenario escogido, los gestos y las disposi­
ciones corporales visibles. También se empleaba el realismo y elementos
tomados de la vida cotidiana para que el creyente sé identificara con la
imagen. Todo estaba pensado para lograr los tres grados de la persuasión.
Este carácter persuasivo de la pintura tenía importantes alcances en
la sociedad neogranadina, donde aún en el siglo XVII avanzaba el proce­
so de evangelización, luego la pintura tenía una función primordialmente
devocional. En este contexto, se entiende con más claridad por qué se
clasificaba retóricamente la pintura como oficio que pertenecía al género
demostrativo. Como se ha dicho en líneas anteriores, era un discurso que
demostraba valores, cuya función básica era lograr la adhesión a la causa
defendida a partir de la exhibición de vicios o virtudes. Sobre esta doble
perspectiva, las representaciones buscaban en el público el vituperio a los
vicios y la alabanza a las virtudes. Vicente Carducho, tratadista del siglo
XVII, afirmaba que: “De todas las sacras imágenes se saca fruto, no solo
porque se amonestan al pueblo los beneficios, dones y gracias que Christo
le ha hecho: más también porque los milagros de Dios, obrados por medio
de los santos, y exemplos saludables a los ojos de los fieles, se representan
para que por ellos den gracias a Dios, y compongan la vida y costumbres
suyas, a imitación de los santos, y se exerciten en adorar a Dios, y abrazar
la piedad” (1979, 138).
Este texto permite ubicar los elementos básicos sobre los que se daba
el proceso creativo de la obra, que debía culminar en la reformación de
las vidas de los devotos en lo medida en que la pintura “moviera” los sen­
timientos. Un primer problema surge de la pregunta por la libre iniciativa
que podía tener un pintor al momento de hacer una representación. Si
bien es cierto que había una reglamentación en cierta manera estricta,
existían ciertas condiciones que permitían “crear” elementos originales
en una composición. Es bien conocido que la mayor parte de las pinturas
coloniales se basaron en grabados para su composición (Sebastián, 2006,
312-316; Fajardo, 2005, 23-34). Ésta era una de las reglamentaciones
impuestas por la Iglesia para que la pintura se pudiera exhibir, pues se
trataba de sujetar la representación a las estampas que tenían aprobación
eclesiástica, las mismas que eran utilizadas por la gente para sus devo­
ciones particulares. Se trataba de controlar que el pintor no cometiera
errores iconográficos o dogmáticos que pudieran derivar en problemas en
el culto a estas imágenes.
Un ejemplo casi al azar revela cómo, a pesar que se pintaba a partir de
los grabados, existían ciertas “libertades” que se ajustaban a las necesida­
des culturales. La Sagrada Fam ilia de Vásquez (Imagen 5), sigue de cerca
el grabado del flamenco Bolswert (Imagen 4), pero genera cambios en la
composición: invierte las figuras, incluye ángeles, pone una manzana en
la mano del Niño, varía la posición de Dios Padre y genera una proxemia
diferente, José toma la mano del niño, mientras que la Virgen le toma el
antebrazo. La relación pintura-estampa permite comprender cómo se lle­
vaba a cabo la representación visual desde el arte retórico. En primer lugar,
hay que llamar la atención sobre el significado de la palabra representar
(Tomas, 2005,131). Se trataba fundamentalmente de la capacidad de ha­
cerse previamente la imagen que se iba a realizar, “hacer presente alguna
cosa, con palabras o figuras, que se fijan en la imaginación” (Real Aca­
demia Española [1732], 1990, t. V, 584). Para hacer presente lo ausente,
entraba a actuar la retórica, para elaborar la materia y llevarla a su fin. El
proceso constaba de cuatro partes: la inventio, la búsqueda de argumentos
verdaderos o verosímiles que hacen posible la causadla dispositio, orden
y distribución de las cosas halladas en la inventio; la elocutio, traslada al
lenguaje las ideas halladas en la inventio y ordenadas por la dispositio; la
actio, la realización del discurso, la puesta en escena, mediante la voz y los
gestos que la acompañan (Lausberg, 1970, t. II, cap. 2).
Esta estructura, aplicada a la pintura, funcionaba casi de la misma ma­
nera: el primer paso para el pintor era la inventio, buscar los argumentos
para persuadir hacia la causa, lo que se traducía en qué elementos emplea­
ría para la composición, el tipo de color, el uso del ornato, etcétera, y hasta
en la elección misma de la escena que quería representar entre las múlti­
ples posibilidades. Los tratadistas insistían en que la inventio era la primera
y más importante parte de la pintura. Pacheco toma esta definición:
La invención procede de buen ingenio y de haber visto mucho, y de la imita­
ción, copia o variedad de muchas cosas, y de la noticia de la historia, y me­
diante la figura y movimiento de la significación de las pasiones, accidentes
y afectos del ánimo, guardando propiedad en la composición y decoro de las
figuras. [...] la invención es la fábula o historia que el pintor elige, de su cau­
dal o del ajeno, y la pone delante en su idea por dechado de lo que va a obrar
(Pacheco, 1990, 281).

Las pinturas de santos, tan representados en la cultura colonial, son


un buen ejemplo de inventio. Una santa mártir como Santa Catalina de
Alejandría tenía muchas formas de ser representada: desde la mártir con
sus atributos; la conocida escena de las bodas místicas con el niño Jesús;
el momento en que era juzgada o también la forma más tradicional de
representar a los mártires en la Nueva Granada: el momento en que sufría
el martirio. La inventio de la imagen dependía de la intención hacia la que
se quería persuadir.
Las “libertades” que se tomaba un pintor frente a una estampa eran
resultado de este proceso de inventio. Ahora, esta parte del arte retórico
también se aplicaba a la otra fuente a la que recurrían los pintores para
producir imágenes visuales: las imágenes narradas de los textos escritos.
La Biblia y los Flos sanctorum [Flores de santidad], libros hagiográficos que
narraban las vidas de los santos, fueron el arsenal de donde se tomaban las
escenas que se iban a representar. En el Nuevo Reino circuló profusamente
el Flos Sanctorum de Pedro de Ribadeneyra, texto ensamblado a partir de
descripciones, un argumento retórico, que se comportaban como imágenes
narradas, el cual sin duda inspiró muchas pinturas.

Una vez ejecutada esta parte del arte retórico, seguía la dispositio: or­
denar y distribuir la escena elegida, la forma como se ejecutaría la compo­
sición y, en general, el ornato. Acto seguido, la elocutio, trasladar la repre­
sentación visual a alguna de las muchas figuras que se usaban en retórica,
como la alegoría, la metáfora, el oxímoron, la sinécdoque, que tanto se
utilizaron en la pintura. Finalmente, la M em oria y la Pronuntiatio, perte­
necían más al discurso oral y no se aplicaban al discurso visual (Carrere y
Saborit, 2000, 185-196).
El mayor reto de un pintor, como del orador, era suscitar pasiones en
los espectadores. En palabras de Francisco Pacheco, “la parte no sólo pro­
pia, pero más principal a que se encamina la pintura, es a mover el áni­
mo de quien la mira; y tanto mayor alabanza le da, cuanto más noble es
el efecto” (1990, 254; Carducho, 1979, 212). El carácter de trasmitir la
perfección moral de las costumbres y los actos humanos se llevaba a cabo

& 297
bajo la presentación de modelos ideales de vida moral y cristiana, mismos
que también se idealizaban como modelos de comportamiento corporal.
La función religiosa de la imagen era entonces trasmitir discursos que eran
necesarios para la sociedad que los precisaba, y era aquí en donde se ha­
cían necesarios los discursos que orientaran las prácticas.
El objetivo de la inventio, como hallazgo de los “argumentos”, era contar
historias visuales, en el sentido original de la palabra ( “ver” o “conocer”),
que se ensamblaban sobre los valores y los principios que debían regir la
sociedad. A partir de la ordenación de una serie de elementos dispuestos
persuasivamente, el pintor tenía como objetivo impactar a los fieles rela­
tando ün fragmento de una historia que el espectador debía complementar
con la meditación o la deducción. Es decir, se trataba de que el devoto
terminara de componer la escena, asumiendo exegéticamente los elemen­
tos del discurso moral que se quería trasmitir. La pintura era una especie
de “imagen congelada”, una narración ambigua que quedaba en suspenso
para que el observador compusiera y meditara en lo sagrado. De esta ma­
nera, las obras estimulaban los sentidos y proporcionaban un discurso a la
manera de un “texto oculto”. La estimulación se producía en doble vía: por
un lado, los argumentos pictóricos aportaban al espectador una propuesta
-la imagen “vista”- a la cual le agregaban una lectura desde los códigos de
su propia cultura -la imagen “sabida”.
Estos aspectos de la retórica visual, una práctica perdida, revelan la
condición de la pintura colonial: objetos devocionales que no tenían la car­
ga de “obra de arte”. Sus artífices, más que “artistas” que producían “arte
colonial”, eran obradores coloniales que sabían su oficio, “expertos fabri­
cantes de cuadros”, que se regulaban por normas diferentes a las que les
otorgó la mirada y la interpretación contemporánea. Las imágenes habla­
ban de la piedad y la devoción colonial, se articulaban desde un complejo
panorama de reglas, de las cuales sólo hemos propuesto algunas. A esto
habría que sumarle las implicaciones de los argumentos retóricos como la
descripción (hipotiposis) , el símil (sim ilitu d o), la comparación (compara­
d o ), el ejemplo (exem pla), entre otros. Así como también las técnicas de
representación para la lectura de la imagen, el tema oculto o lo que no
se representa, y las complejas reglas que regulaban la elaboración de los
cuerpos y los gestos, para que manifestaran movimientos, afectos y las pa­
siones del ánimo. Todos estos aspectos hacían de la obra colonial, a pesar
de sus carencias, una acción barroca. Existe un abismo entre la intención
del mensaje como fue comunicado y la manera como fue recibido.

¿ 298
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303

V e n c id a J a orcoia m ar g u m en tos I
a 5 atallas r e d u c e ju p o r p fa ■
m a s a o s ¡cuya es la c a u fa )m ií¡p o n e n -1
tflc fitártfirÜofmn
m ueftra n í J fo n fo r t c,porqu e en c f iconfia rp ñ ‘ ;i 6>lctanjp .^ytaris
1$¿mingo cem un Cfriítc, infunde afie n to w ■'

V fin(juñar (fe fus la b io s a fM arín


h ja f a f í til >r,irs/n ■ j
con j u e ft e c h a s , n i (fardes, noit to car,
l ^eiifa cfup< de Cfuifto p e o focan

Im a g e n 1: Santo Domingo en la batalla de Monteforte (1 6 5 1 ). A n to n io A c e ro d e la C ruz. Ó le o so b re tela.


M u s e o d e A rte C o lo n ia l. F u ente: J aim e B o rja
304

Im a g e n 2: Joaquín de Fiori (1 6 9 0 ). G r e g o rio V á s q u e z . E n tre g a los retratos d e Sa n to D o m in g o y S a n Francisco.


Ó le o s o b re tela. M u s e o d e A rte C o lo n ia l. B o g o tá . F u en te: M u s e o d e A rte C o lo n ia l, C o le c c ió n d e o bras.
^
305

Im a g e n 3: Baltasar Vargas de Figueroa. (S ig lo X V II). R e g re s o d e E gip to. Ó le o so bre tela. C o lecc ió n A gu stin a.
Fuente: V a llín , G álv ez . A rte y Fe: C o lecc ió n artística agu stin a
Im a g e n 4: La sagrada familia
(S ig lo X V I I ). B o eltiu s B o lsw ert.

Im a g e n 5: La sagrada fam ilia


(1 6 6 5 ). G re g o rio V á s q u e z .
Ó le o so b re tela. M u s e o A rte
C o lo n ia l. B o g o tá . Fu ente:
P iz a n o y R estrep o, G re g o rio
V ásquez

306
La restauración monumental como instrumento
constructor de la memoria

Ascensión Hernández Martínez

El patrim onio cultural arquitectónico es una de las form as


en las que se m aterializa la memoria y, por ello, la pre­
servación de su autenticidad se ha convertido en la piedra
angular de todas las intervenciones de conservación y res­
tauración monumental. Salvaguardar la autenticidad de
la herencia arquitectónica supone legar a las generaciones
futuras una parte fundam ental de nuestra memoria ( G a r ­
cía, 2 0 0 9 , 1 8 )

L a memoria, que básicamente es una suma de recuerdos, de sensacio­


nes y de sentimientos, necesita sin embargo elementos físicos, imágenes y
objetos, “lugares o teatros de la memoria” (Samuel, 2008, 10) que la fijen
y la hagan perenne e identificable ante nuestros ojos, y en esa medida nos
haga partícipes de historias individuales y colectivas. De la amplia gama de
bienes desplegados ante nuestra mirada que pueden cumplir esta función,
sin duda alguna los monumentos ejercen una fascinación particular al es­
tar cargados de arte, de historia y, obviamente, de memoria.
Lo más curioso es que los monumentos no han permanecido inmuta­
bles con el paso del tiempo, al contrario, han experimentado profundos
cambios bien debido a razones funcionales o simbólicas; han sido res­
taurados porque ha cambiado nuestra manera de mirarlos. Cuando se
estudia su evolución y las transformaciones sufridas a lo largo de siglos,
sobre todo en los últimos doscientos años, nos encontramos con una cir­
cunstancia nueva: la restauración aparece como un instrumento utilizado
para construir una imagen nueva del monumento, que se va a fijar con

^ 307
más fuerza que la anterior, y contribuye de este modo a conformar la
memoria de individuos y sociedades.
No hace falta insistir, en cualquier caso, en la trascendencia que tiene el
patrimonio cultural para la construcción de la memoria. Ya el geógrafo Da­
vid Lowenthal abordó de manera brillante este tema en su magnífica obra
El pasado es un país extraño, donde afirmaba “la conciencia de la historia
realza la identidad comunitaria y nácional, legitimizando a un pueblo ante
si mismo” (Lowenthal, 1998, 84). El geógrafo inglés ponía de manifiesto
cómo el pasado (y los monumentos son su principal expresión) contribuía
a dar validez al presente, reforzando asimismo la conciencia identitaria de
los colectivos sociales: “El pasado se aprecia porque está terminado; lo que
ocurrió en él se ha acabado. La terminación le da un sentido de conclusión,
de estabilidad y de permanencia de la que carece el presente en marcha”
(4), exponía Lowenthal. El pasado es estable y el presente imprevisible,
por ello nos resulta tan necesario el patrimonio cultural, para garantizar­
nos una estabilidad frente al azar y las convulsiones de la actualidad, y ésta
es la razón por la que es objeto de graves y premeditadas destrucciones
para acabar con su elevado valor simbólico y cultural, como evidencian
recientes acontecimientos (la voladura del Puente de Mostar durante la
guerra de la antigua Yugoslavia o la destrucción en Afganistán de los Bu-
das de Bamiyán).
En este contexto, la restauración de monumentos se convierte en un
instrumento clave para modificar la historia, para construir una memo­
ria en muchas ocasiones inventada, pero aceptada socialmente como ver­
dadera. Y es que tras la restauración de un edificio histórico, a menudo
presentada como una simple operación técnica, se ocultan argumentos,
razones y causas que van más allá de la pura conservación física de la obra,
y que hacen de la restauración un acto cultural que habla más de quien
restaura que del objeto restaurado, como de manera acertada han puesto
de manifiesto teóricos tan reputados como Cesare Brandi (Brandi; 1994) y
Gioyanni Carbonara (Carbonara, 1997).
No es, por tanto, sólo una mera operación de conservación de un edifi­
cio histórico. A menudo ha sido utilizada como un instrumento clave para
modificar la historia, como resultado de una actuación premeditada en la
que pesan muchos factores no siempre estrictamente científicos ni siquiera
histórico-artísticos, que en muchos casos tiene que ver con la identidad
social colectiva, puesto que a través de la intervención en un monumento

4* 308
se seleccionan elementos y etapas de la historia del objeto y se proyectan
valores sociales e ideologías concretas. Numerosos ejemplos de la historia
de la restauración monumental, en España y Europa en el siglo XX y la
primera década del siglo XXI, refuerzan esta valoración.
Desde esta perspectiva, el objetivo de este trabajo es analizar en qué
medida la restauración se ha convertido en un instrumento para construir
la memoria, a través de una selección de intervenciones realizadas en la
arquitectura histórica europea en el período mencionado. Memoria que
puede no coincidir necesariamente con la historia real de estos edificios,
pero que ha fijado su imagen para la posteridad.
¿Cuál es el papel que corresponde a los historiadores del arte en este
campo? Más allá de la función, necesaria pero insuficiente, de documentar
y catalogar el patrimonio cultural, los historiadores del arte podemos re­
construir críticamente estos procesos de construcción y reconstrucción de
la memoria, a través del análisis de las sucesivas restauraciones de monu­
mentos realizadas desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad, anali­
zando las formas simbólicas, los modelos conscientes o inconscientes que
subyacen en estos procesos. Precisamente Manfredo Tafuri hace alusión a
esta cuestión cuando reflexiona extensamente sobre el papel del historia­
dor como elemento “desmitificador” de las contradicciones de la Historia,
estimulando las dudas, las nuevas preguntas y el cuestionamiento de los
conceptos ya establecidos (Tafuri, 1997). Ésta es, en nuestra opinión, la
perspectiva desde la que debería situarse el análisis histórico de la relación
entre memoria, arte y patrimonio.

Los nacionalism os y la restauración del patrim onio


monumental a comienzos del siglo XX en España
Sin memoria histórica no hay identidad
(Václav Havel, dramaturgo y ex presidente de la República
Checa)1

Hasta hace pocas décadas no éramos conscientes de este hecho, porque


este tema (la historia de la restauración monumental) no se había investi­
gado lo suficiente. Pero al empezar a analizar monumentos como la Torre

1. Entrevista concedida al diario español El País, 21 septiembre 2008, 48.


de los Lujanes o la famosa Casa de Cisneros, ambos situados en uno de los
lugares más típicos (y castizos) de Madrid, presentados como paradigmá­
ticos casos de arquitectura medieval y renacentista, nos encontramos con
otra realidad bien diversa, puesto que fueron profundamente restaurados
entre el siglo XIX y comienzos del XX, y su aspecto era bien distinto al que
vemos hoy.
Se trata de dos singulares monumentos madrileños que evidencian el
decisivo papel de la restauración monumental en la construcción de la
imagen de un Madrid histórico que en realidad nunca existió, en respues­
ta al clima de casticismo y nacionalismo dominante en la época que mira­
ba hacia atrás para encontrar solución al presente. Como manifestaba Mi­
guel de Unamuno en 1920: “Respetar el pasado, recordando la tradición
es una de las maneras más hondas de fraguar porvenir y hacer progreso”
(Ordieres, 1999,153). Se trata de la Torre de los Lujanes y la Casa de Cis­
neros, casos estudiados por la historiadora del arte Isabel Ordieres Diez
(1999), dos importantes monumentos madrileños situados en la plaza de
la Villa, cuya restauración puso de manifiesto que los edificios históricos,
además de ser hitos urbanos, pueden llegar a convertirse en referentes
para el imaginario colectivo como símbolos de valores y de episodios de
relevancia.

La Casa de Cisneros

La Casa de Cisneros era un edificio de propiedad particular situado


en la proximidad de la Casa Consistorial, adquirido por el Ayuntamiento
de Madrid en 1909, como extensión del Ayuntamiento para instalar allí
algunas dependencias municipales (Imagen 1). El edificio, de mayor va­
lor histórico que artístico aparecía ligado a la figura del Cardenal Cisne-
ros por haber sido construido a partir de 1537 bajo el mecenazgo de su
sobrino y heredero, Benito Jiménez de Cisneros. De este período inicial
quedaban algunos elementos aislados de interés como eran la puerta
principal de ingreso y un ventanal en el primer piso de la torre angular,
con decoración de estilo renacentista. El resto de la construcción se halla­
ba profundamente modificada por los diversos usos y habitantes en ella
instalados a lo largo del tiempo, incluido un establecimiento comercial
en planta baja, que habían “desnaturalizado por completo su primitivo
aspecto” (Ruano, 1915, 244). A pesar de ello, y dada la carencia de edi­

b 310
ficios históricos de la capital, era casi un deber moral su recuperación,
como ponía en evidencia la Sociedad Central de Arquitectos en su in­
forme sobre el proyecto de restauración del edificio: “Pobre es Madrid
en monumentos artísticos, ya porque su importancia ciudadana es rela­
tivamente moderna, ya porque su misma categoría de capital del reino
ha pedido variaciones constantes en su urbanización. Es, por tanto, un
deber de cultura la conservación de lo poco que á nosotros ha llegado
de valor artístico é histórico, y, por tanto, el solo intento de conservar y
restaurar la Casa de Cisneros, es empresa que honra á ese excelentísimo
Ayuntamiento y merece todos los plácemes de esta Sociedad Central de
Arquitectos” (Repullés y Vargas, 1910, 250).
Luis Bellido, en su condición de arquitecto municipal, se encargó de
la restauración entre 1910 y 1915, y se sirvió para ello de los criterios de
armonía y unidad de estilo en sintonía con las teorías más intervencionis­
tas herederas del pensamiento decimonónico francés (la denominada “res­
tauración en estilo” desarrollada por Viollet-le-Duc, que tantos seguidores
tuvo en España, entre ellos Vicente Lampérez Romea). Luis Bellido unió y
armonizó las diferentes construcciones, haciendo “lucir en todo su esplen­
dor las características y severas líneas de la primitiva construcción” (Rua­
no, 1915, 240). La reforma fue más allá de la estricta conservación puesto
que, bajo el argumento de que se hallaba profundamente transformada, se
remodeló de manera completa la construcción para adaptarla a las necesi­
dades del Ayuntamiento, añadiendo elementos de inspiración renacentista
tanto al interior (artesonados) como al exterior (motivos decorativos en
ladrillo y piedra) que, al reproducir los existentes, “se compenetran con
lo antiguo, formando un conjunto armónico y completo” (Ruano, 1915,
240) tal y como se expresaba en la revista Arte Español donde se describía
pormenorizadamente la intervención (Ruano, 1915, 248). Poco importa­
ba que en la intervención se diesen incongruencias como que los motivos
decorativos de la cornisa del edificio reprodujesen en realidad elementos
correspondientes a la antigua fábrica encontrados en uno de los patios del
conjunto, el pequeño en concreto, porque esta obra contó con el apoyo y el
reconocimiento del medio profesional a través de la concesión de premios
como el otorgado por la Sociedad Española de Amigos del Arte (1911), ins­
titución de inspiración profundamente nacionalista fundada para difundir
el conocimiento del arte español, la 2 a Medalla en la Exposición Nacional de
Bellas Artes (1912) y el Premio del Ayuntamiento a la mejor reconstrucción
(1915), y se difundió a través de numerosas revistas especializadas como
La Construcción Moderna (s/a, 1917) y Arquitectura y Construcción (Vega y
March, 1917), entre otras.
En realidad, Luis Bellido había creado un edificio nuevo de estilo neo-
plateresco a partir de restos históricos diversos, una obra que puede po­
nerse en paralelo con otros intentos similares de conseguir un estilo que
identificase’ la nación como evidencian los pabellones españoles de las
exposiciones internacionales celebradas a finales del siglo XIX y comien­
zos del XX (Hernández, 2006, 15-48). No es coincidencia, en este mismo
sentido, que el arquitecto Luis M a. Cabello Lapiedra ensalzase la Casa de
Cisneros por su contribución a la consecución de un estilo nacional “en
una etapa en que las Bellas Artes en general, y muy principalmente la Ar­
quitectura, padecían un período de estancamiento lamentable y de anar­
quía nerviosa, faltas de toda inspiración” (Cabello, 1917,15). Frente a la
imitación de estilos extranjeros, Cabello Lapiedra reclamaba la recupera­
ción de los nacionales y Luis Bellido contribuyó a la tarea presentando su
propia versión de lo que era la arquitectura histórica madrileña como au­
téntica, a través de la restauración de la Casa de Cisneros: construcciones
de fábricas mixtas de ladrillo cara vista, manipostería y granito, que en su
sinceridad constructiva enlazaban tanto con la arquitectura de Villanueva,
de tanto peso en la capital española, como con la cultura arquitectónica
decimonónica. Como ha señalado de manera precisa el arquitecto Antón
Capitel: “La desnudez y sinceridad de las fábricas madrileñas coincide
con el deseo decimonónico de unión entre construcción y forma, o si se
prefiere, con el sentimiento romántico de la autenticidad y del odio por
la imitación de superficie” (Capitel, 1988, 9), lo que evidencia también
las contradicciones que subyacían en este intento: “En la restauración y,
paradójicamente, el esfuerzo por encontrar la imagen que respondiera
a dicha sinceridad significaba muchas veces traicionarla por completo”
(Capitel, 1988, 9).

L a T o rre de los Lujanes

El conjunto de la plaza de la Villa, probablemente uno de los más carac­


terísticos de la capital, se completaba, además del Ayuntamiento y la Casa
de Cisneros, con un tercer edificio histórico de origen medieval, la llamada
Torre de los Lujanes, que ha resultado ser un interesante ejemplo del cam­

^ 312
bio de actitudes frente al patrimonio en el lapso de cuarenta años. La Torre
de los Lujanes es uno de los escasos ejemplos que han quedado en Madrid
de la arquitectura civil de finales del siglo XV (Ordieres, 2005, 233-234).
Un edificio salvado milagrosamente de la piqueta en 1865 por la declara­
ción de M onum ento Nacional en consideración a su valor histórico, puesto
que la tradición mantenía que allí había estado preso el monarca francés
Francisco I tras la batalla de Pavía. Su aspecto actual es el resultado de un
contradictorio proceso de restauración debido a dos arquitectos, Francisco
Jareño y Pedro Muguruza, que -simplificando un proceso de varias déca­
das- lo “disfrazaron” y “desnudaron” entre 1877 y 1936.
De propiedad privada y amenazado de demolición en 1861, la Torre de
los Lujanes fue adquirida por el Estado en 1865 por su valor histórico al
tratarse de un monumento que recordaba “las grandezas de España” (Or-
dieres, 1999,119). El edificio se convertiría en sede de varias instituciones:
la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, la Academia de Ciencias
Exactas y la Sociedad Económica Matritense, y como tal su aspecto debía
mejorarse, algo obligado si tenemos en cuenta además que su situación a
comienzos del primer tercio del siglo XIX era mala, como evidenciaba la
denuncia realizada por el Ayuntamiento en noviembre de 1876 en la que
se exigía se procediese a revocar la fachada.
El primer proyecto de intervención en el edificio se redacta un año des­
pués, en 1877, y se debe al arquitecto Francisco Jareño (1818-1892), cate­
drático de Historia de la Arquitectura y director de la Escuela de Arquitec­
tura de Madrid desde 1874, que aprovecharía la ocasión para convertir la
Torre en una construcción representativa de su nueva función, tal y como
expresaba en la memoria descriptiva del proyecto2. Si bien a la Academia
de Bellas Artes de San Femando el proyecto de Jareño inicialmente le

2. “[...] la importancia actual de dicho edificio destinado a alojar en su seno a la Sociedad


Económica Matritense y a las dos importantes Academias citadas, me sugirieron la idea
de no limitarme á un mero revoco, sino más bien de hacer una transformación artística,
que sin mucho dispendio diese por resultado la obtención de un aspecto exterior algún
tanto digno de lo que a tan honrosos centros de cultura corresponde; y desde luego pen­
sé en armonizar todos los huecos del edificio con los dos más antiguos y caracterizados,
imprimiendo por este medio, aun a la masa general un marcado sello del estilo gótico
civil de fines de la época en que se cultivó, de tan grato recuerdo para nosotros por ha­
berse consolidado entonces los cimientos de nuestra indivisa nacionalidad”. Memoria
del proyecto de restauración. Archivo General de la Administración (AGA), Ministerio
de Educación. Negociado de Construcciones Civiles, signatura (05)014 IDD 31/8117.

^ 313
pareció excesivo por adoptar un estilo único, “y no muy en armonía con
la verdad histórica ni con los buenos principios de la crítica”, para todo el
edificio, donde coexistían al menos dos construcciones diversas (la torre
y la vivienda a ella adosada), como recoge la historiadora del arte Isabel
Ordieres (Ordieres, 1999, 122), finalmente éste se aprobó con alguna pe­
queña modificación. El resultado fue un edificio neogòtico, construido con
un material moderno, el cemento Pórdand, con el que se realizó una nueva
fachada que reproducía el despiece de piedra sillar y un torreón coronado
por una galería de almenas del que no se tenía certeza ni evidencia alguna
(Imagen 2). Con esta restauración, Jareño reforzaba la imagen histórica
de Madrid, ligándola a una etapa de la que quedaban escasos restos en la
ciudad.
Durante casi medio siglo, entre 1882, fecha de terminación de las obras,
y 1930, momento en el que se plantea la segunda intervención, la Torre
de los Lujanes se presentó como un testimonio de la arquitectura medieval
madrileña; sin embargo, en 1926, con motivo de las obras de reparación
de cubiertas, el arquitecto Pedro Muguruza Otaño (1893-1952), aprove­
chó para plantear la reparación de las fachadas del edificio, iniciativa que
no se pondría en marcha hasta cuatro años después. La memoria descrip­
tiva del proyecto es suficientemente reveladora del cambio de mentalidad
acaecido entre Jareño y Muguruza, ya que refleja las nuevas ideas que
habían comenzado a aflorar en el mundo de la conservación y restauración
del patrimonio cultural. En este sentido, nuevas maneras de acercarse a los
monumentos, más respetuosas con todas las fases históricas del edificio,
eran defendidas y puestas en práctica por profesionales como Torres Bal-
bás, Jerónimo Martorell y Alejandro Ferrant.
La propuesta de Muguruza, tal y como consta en el pliego de condicio­
nes del proyecto de restauración fechado en 1930, conservado en el Archi­
vo General de la Administración (Alcalá de Henares), incluía obras de de­
molición (arrancado de comisas, impostas, almenas y apliques en huecos
de fachadas y torreón, picado general para colocación de piedra y ladrillo
de fachada y torreón, derribo de muro en huecos de torreón y levantado
de cubierta), que suponían una verdadera y moderna “desrestauración”,
que en nuestra opinión podría relacionarse con intervenciones de similar
cariz, como la realizada por Torres Balbás en 1935, cuando desmontó el
templete inventado por Rafael Contreras en el patio de los Leones de la
Alhambra de Granada.

6 3 14
El argumento esgrimido en 1930 por Muguruza fue el siguiente:
El municipio exigía un revoco: en mi sentir ésta obra sería equivocada puesto
que es erróneo mantener en pie los elementos postizos de escayola y piedra
artificial con que se deformó el aspecto severo de la torre, tenida por prisión
de Francisco I. Se propuso entonces y se reitera ahora la proposición de una
obra de sana restauración en que se arranque todo lo postizo y se deje al des­
cubierto las fábricas de ladrillo, complementándola con adiciones efectivas de
ladrillo y piedra allí donde los deterioros causados en la fachada no permitan
la sencilla labor de restablecimiento y exijan la mas complicada de reposición
de elementos afines3.
Las fotos conservadas en el Archivo General de la Administración son
suficientemente expresivas de la tarea realizada por Muguruza (Imagen
3); sin embargo, y a pesar de la actitud de este arquitecto, moderna, respe­
tuosa y arqueológica en el sentido de respetar los vestigios existentes en el
edificio, eliminando la fachada que le fue superpuesta por Jareño, lo cierto
es que algunos elementos evidencian que en esta última intervención, de­
sarrollada entre 1930 y 1936, a duras penas por la falta de presupuesto del
Ministerio de Fomento, también se repasaron, completaron y añadieron
partes faltantes. Más aún, Muguruza establecía realizar la obra de cantería
nueva que fuera necesaria “con piedra berroqueña de igual categoría a
la empleada en el edificio presupuestado y zócalo; el cual se completará
hasta la altura de planta baja mediante la labra de losas graníticas de anti­
guos edificios madrileños, a fin de que no desdiga su aspecto inicial de la
piedra que ha de serle inmediata”4; es decir que subyacía también el deseo
de buscar una cierta armonía entre los elementos históricos y nuevos de la
Torre, y al mismo tiempo en relación con la Casa de Cisneros restaurada
por Bellido dos décadas antes.
Esta restauración, que complementaba la de la Casa de Cisneros, tuvo
como resultado convertir la plaza de la Villa en un espacio urbano de
gran homogeneidad que ofrecía una imagen histórica de Madrid pro­
ducto, en realidad, de las restauraciones realizadas a lo largo del últi­
mo medio siglo y que sirvió para canonizar como seña de identidad de
la arquitectura madrileña la fábrica mixta de ladrillo y piedra que será

3. Archivo General de la Administración (AGA), Ministerio de Educación. Negociado de


Construcciones Civiles, signatura (05)014 IDD 31/488.
4. Archivo General de la Administración (AGA), Ministerio de Educación. Negociado de
Construcciones Civiles, signatura (05)014 IDD 31/488.
imitada en intervenciones posteriores de otros edificios históricos. Como
reconocía el arquitecto José López Salaberry en la contestación al dis­
curso de ingreso de Luis Bellido en la Academia de Bellas Artes de San
Fernando, en 1925:
[...] en Madrid, donde tanto se ha reducido, por desgracia, el número de sus
antiguos monumentos, ya por la indiferencia con que se ha visto la destruc­
ción de algunos, ya por exigencias de inevitables progresos urbanos, la plaza
de la Villa, reducida superficie de vía pública de forma trapezoidal, que está
limitada en la mayor parte de su perímetro por la Casa Consistorial, la llama­
da de Cisneros y la Torre y Casa Señorial de los Lujanes, así como los clásicos
callejones que a ella afluyen, constituyen un conjunto muy interesante digno
de ser calificado como uno de los rincones más característicos de la capital
(Bellido, 1925).
Estos dos ejemplos nos sirven para constatar cómo la restauración fue
utilizada en España en el primer tercio del siglo XX para dar forma a una
versión de lo antiguo que quedó convertida en historia auténtica, a pesar
de que a veces no existían pruebas ni datos fehacientes que justificasen lo
realizado. Una actitud muy extendida en España, que rastreamos en otras
ciudades y monumentos, por ejemplo el famoso barrio gótico de Barcelo­
na, uno de los polos turísticos de mayor interés de la capital catalana, que
sin embargo responde a un interesantísimo y largo proceso de recreación
y reconstrucción desarrollado entre 1905, cuando surge la idea inicial, y
1970, cuando se producen las últimas intervenciones (Cócola, 2011; Ga-
nau, 2011).

La construcción de una mem oria ficticia: m em oria y


restauración de monumentos bajo el franquism o

El pasado en cuestión -e l patrimonio histórico cuyo legado


los conservacionistas luchan por salvar, que los proyectos
de recuperación pretenden sacar a la luz, y que el público
turístico o los visitantes de los museos está invitado a
experimentar- es, en muchos sentidos, nuevo (Samuel,
2008, 191).

La manipulación de la memoria histórica de manera política e ideo­


lógicamente consciente e interesada ha sido siempre uno de los rasgos
definitorios de las dictaduras del siglo pasado y, en el caso español, el

4 316
franquismo no fue una excepción. Después de la guerra civil concluida en
1939, el nuevo régimen político hizo del patrimonio monumental uno de
los principales recursos en la construcción de una identidad nueva, pre­
sentando a Franco, el dictador, como el adalid de la nueva España en
estudiadas operaciones de propaganda en las que su figura aparece ligada
a la reconstrucción de los hitos simbólicos de la nación5, alentándose a tra­
vés de ellos una visión simplista del pasado reciente, reducida al binomio
“pasado-republicanos-destrucción” frente al “presente-régimen franquista-
reconstrucción”6. Asimismo, fueron frecuentes en la prensa de la época la
descripción de las ruinas con tintes apocalípticos, generalmente haciendo
alusión a templos y conventos arrasados en la contienda, como por ejem­
plo en referencia a la catedral de Vich “incendiada por los marxistas en el
paroxismo de la orgía revolucionaria que acompañó al triunfo de los rojos
en Cataluña”. Ante el poder destructivo “de los rojos” (alocución constan­
temente usada en aquellos tiempos), emergía la capacidad emprendedo­
ra del régimen: “El nuevo Estado, celoso restaurador de los monumentos
destruidos por la horda roja, devolverá con creces a la catedral de Vich su
anterior prestancia, convirtiéndola en una de las principales joyas del arte
español” (Alejos, 1942,129-138).
Las numerosas restauraciones realizadas en el primer franquismo, entre
1938 y 1958, son un determinante testimonio de lo afirmado y, de hecho,
podríamos citar muchos ejemplos de la manipulación de la historia a tra­
vés de las restauraciones monumentales realizadas en particular en aque­
llas dos décadas, tema que ha comenzado a ser estudiado desde hace poco

5. Un revelador ejemplo de esta manipulación ha sido estudiado por la historiadora del


arte Ma. Pilar García Cuetos en sus investigaciones en tomo a la Cámara Santa de Ovie­
do y la catedral de Santiago de Compostela. Tal y como apunta esta historiadora en sus
trabajos, no es casual que Franco fuera vinculándose a los monarcas que a lo largo de
la historia de España habían protagonizado momentos claves para la unidad nacional,
como Alfonso II o Femando el Católico, ya que a través de ellos se buscaba dar una
legitimidad histórica al nuevo régimen (Almarcha et al, 2006, 300-315).

6. Ésta era la idea expresada con rotundidad por Ramón Serrano Suñer, Ministro de la Go­
bernación, el 10 de junio de 1940, con motivo de la inauguración de la exposición “La
Reconstrucción en España”, organizada por la Dirección General de Regiones Devastadas
en Madrid: “Al ideal de mina y de resentimiento del enemigo opuso el Movimiento Na­
cional la consigna de afirmación y de reconstrucción”, recogido en la presentación de la
exposición en “La exposición de la Reconstrucción de España”, en la revista Reconstruc­
ción, 3, Madrid, Dirección General de Regiones Devastadas, junio-julio, 1940.

t 317
tiempo7, pero bastará citar algunos casos concretos a manera de ejemplo
de una actitud generalizada en la época.

E l B a lcón de C orregidores de G u á d ix (G ra n a d a )

El primer testimonio, revelador al poner de manifiesto el tratamiento


al que se ve reducido el patrimonio arquitectónico, desmontado, trasla­
dado y recompuesto como si fuera un mueble cualquiera, es la actuación
en el Balcón de Corregidores de Guadix, caso estudiado por el historia­
dor Javier Ordoñez Vergara (Ordoñez, 2010). Esta construcción, de una
crujía y doble arquería de dos pisos, la planta baja con arcos rebajados
y la principal con arcos de medio punto, abierta a la plaza principal de
esta localidad andaluza, utilizada por las autoridades para presenciar
procesiones y fiestas públicas, era el monumento más representativo de
la localidad y se debía a la mano de los artistas Diego de Siloe y Juan
de Maeda, entre otros maestros, que proyectaron la obra en la segunda
mitad del siglo XVI.
La guerra civil afectó gravemente a esta villa granadina, hasta tal punto
que fue una de las localidades adoptadas por el dictador en Andalucía, por
lo que su reconstrucción, acometida desde la Dirección General de Regio­
nes Devastadas, fue muy completa, pues comprendió la construcción de la
iglesia parroquial, escuelas y viviendas para los maestros, el cuartel de la
Guardia Civil, la cárcel, el asilo de ancianos, el palacio episcopal, etcétera.
La plaza, destruida en su mayor parte, fue también objeto de una profunda
remodelación que incluyó la recuperación del famoso Balcón renacentista:
“Destruido, como se ha dicho, era fundamental su reconstrucción por su
alto valor espiritual en relación con la historia del Guadix de la Reconquis­

7. En concreto, a partir de la puesta en marcha de dos proyectos de investigación a nivel


nacional, en los que sé enmarca nuestro trabajo, puesto que formo parte del equipo de
investigadores bajo la dirección de la profesora M a. Pilar García Cuetos, Investigadora
Principal de los mismos. El primero: Reconstrucción y restauración en España 1938-
1958. Las Direcciones Generales dé Regiones Devastadas y de Bellas Artes, ref. HUM 2007-
62699 (proyecto desarrollado entre el 30 de octubre de 2007 y 31 de diciembre de
2010), financiado por el Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología; y el segundo:
Restauración monumental y desarrollismo en España 1959-1975, proyecto I + D + i ref.
HAR2011-23918 (a desarrollar entre el 30 de octubre de 2011 y el 31 de diciembre de
2013), financiado por el Ministerio de Economía.

^ 318
ta” (Sanguinetti, 1949, 317). Sin embargo, la reconstrucción se realizó
introduciendo cambios sustanciales en esta obra que fue modificada de
tamaño y cambiada de posición, para utilizarla como monumental pórtico
del nuevo Ayuntamiento que era necesario reconstruir.

Situado originalmente el Balcón en el ala derecha de la plaza, la ca­


rencia de un solar en su parte posterior donde poder construir el nuevo
consistorio, fue el factor que decidió el desmonte y traslado de esta obra al
ala izquierda donde se encontraba el primitivo Ayuntamiento, sobre cuyo
solar se reedificaría finalmente el nuevo. Aprovechando esta coyuntura,
se procedió a modificar los intercolumnios, corrigiendo algunos que eran
desiguales, con lo cual se conseguía una mayor longitud (pasaba de 28.5
a 32 metros). A pesar de estas modificaciones, el arquitecto Santiago San­
guinetti manifestaba haber seguido “fielmente el estilo, molduración, ca­
lidad de los materiales, etcétera, hasta el extremo de que al comparar las
fotografías del antiguo Balcón y el reconstruido, solamente una observa­
ción meticulosa puede diferenciarlos [...] En una palabra, se han seguido
fielmente cuantos detalles componían el Balcón destruido, según los restos
y fotografías conservadas” (Sanguinetti, 1949, 321) (Imagen 4). Com ove­
mos, se imponía en este monumento un retomo a la restauración mimética
que construía una imagen nueva del mismo para la memoria colectiva,
tendencia que se extenderá por todo el país como el criterio generalizado
a la hora de intervenir en el patrimonio monumental español.

La restauración del Balcón de Corregidores de Guadix fue difundida


con profusión de imágenes a través de la revista Reconstrucción, el me­
dio de propaganda más utilizado por la Dirección General de Regiones
Devastadas para dar cuenta de la labor reconstructora y restauradora
del nuevo estado a favor de la arquitectura histórica. Una publicación
centrada en construir la imagen de Franco como figura clave en la re­
construcción del país, tal y como evidencia el párrafo final del artículo
dedicado al Balcón:
No podemos terminar sin expresar que hoy Guadix, la antigua Acci romana,
cuyos orígenes se pierden en la prehistoria, contempla orgullosamente emocio­
nada elevarse de nuevo, gracioso y bello, su querido Mirador, tan íntimamente
unido a su fisonomía, así como su nuevo Ayuntamiento, y que en el corazón
de todos los buenos aceítanos hay un sentimiento de gratitud hacia el Jefe del
Estado, que ha sabido restañar y cicatrizar los dolorosos zarpazos dejados por
la guerra y por el odio (Sanguinetti, 1949, 324).

¿ 319
Esta insistencia en el papel predominante del dictador ponía de ma­
nifiesto la fijación del régimen por construir una memoria oficial en le­
gitimación del nuevo orden político y social, en la que los monumentos
destruidos por los rojos y restaurados por el régimen franquista alcanza­
ban la calidad de símbolos del cambio producido en nuestro país. Para el
nuevo estado franquista, los monumentos eran considerados “fragmentos
vivos de la historia de España que con eterno lenguaje de piedra cantan
su gloria”, tal y como se expresaba en el catálogo de la exposición Veinte
años de restauración monumental en España, organizada por la Comisaría
de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional en el Museo Arqueológico
de Madrid en 1958, para conmemorar el trabajo de restauración realizado
por este organismo durante las dos últimas décadas (V.V.A.A., 1958).

E l R in có n de G oya (Z a r a g o z a )

En este panorama, los monumentos históricos en concreto y la arquitec­


tura en general por extensión, cobraban un sentido especial como elemen­
tos representativos de la fuerza y los valores del estado, y la restauración
se utilizó para materializar la ideología del régimen tanto en edificios des­
truidos como en otros que no lo estaban pero que, asociados con el pasado
reciente, fueron por tanto modificados por razones de tipo ideológico.
Especialmente significativa en este sentido es una intervención casi des­
conocida para la historiografía artística, practicada en marzo de 1945 sobre
el Rincón de Goya (1928), paradigmática obra del racionalismo español
del arquitecto Femando García Mercadal (1896-1985), con el objetivo de
adaptar el edificio, un pequeño pabellón concebido en origen con función
cultural, dedicado a exposiciones y biblioteca, en homenaje al pintor ara­
gonés Francisco de Goya, como sede de la Sección femenina. Las obras
fueron realizadas por los arquitectos José de Yarza y Alejandro Allanegui.
Este último en calidad de arquitecto de la Dirección General de Regiones
Devastadas, y la intervención consistió en transformar la construcción ori­
ginal en un edificio de estilo regionalista inspirado en las tradiciones artís­
ticas locales, a la par que se construían unos pabellones que modificaban
el entorno, un cuidado jardín que también formaba parte del proyecto de
Mercadal; es decir, se le colocaba a propósito un “disfraz” que ocultaba su
evidente condición de icono de la arquitectura contemporánea española
(Hernández, 2008) (Imagen 5).

^ 320
Es evidente que en el contexto cultural de la época, políticamente mani­
pulado por el régimen franquista, la reforma de las fachadas del Rincón de
Goya, innecesaria y escenográfica, para ocultar las formas decididamente
abstractas y modernas de este pequeño pabellón, simbolizaba el rechazo
a la modernidad y a la República, haciendo visible la vuelta al orden y la
tradición defendida por el estado franquista.

Son estas ideas vinculadas al concepto de unidad en la fe, la lengua y la


raza, las que aparecerán expuestas, desarrolladas y argumentadas de ma­
nera repetida en la prensa del momento. En 1943, el arquitecto Eduardo
Torallas defendía en un artículo publicado en la revista Reconstrucción, la
vuelta a la tradición en conexión con la arquitectura popular por la pérdida
de tipismo (es decir, de heterogeneidad, de personalidad) experimentada
en las ciudades contemporáneas: “En las viviendas urbanas, la confusión
creada en la ciudad ha hecho perder todo elemento típico, y es en las vi­
viendas rurales donde tenemos que buscar motivos para poder componer
las fachadas de los nuevos proyectos”, y concluía Torallas con una exaltada
defensa de la arquitectura española: “Debe ser motivo de principal interés
por nuestra parte el introducir motivos de arquitectura tradicionalmente
españoles e ir procurando la desaparición de los motivos exóticos, que tan
mal han sido digeridos por los pueblos con pretensión de ciudad; porque
es absurdo ir a buscar fuera de España lo que tan pródigamente nos ofre­
ce nuestra Patria, de tanta tradición e historia arquitectónica” (Torallas,
1943). La modernidad, asociada a la vanguardia arquitectónica y a la II
República, se rechazaba, además, por lo que tenía de homogeneización
cultural, acusando al racionalismo de falta de imaginación8.

Peculiarismo y tipismo frente a homogeneidad y extranjerismo, un ra­


zonamiento que sorprende por su proximidad a las ideas expresadas dé­
cadas antes por colectivos e instituciones como la Sociedad Española de
Amigos del A rte que había premiado la restauración de la Casa de Cisneros

8. “Los edificios proyectados de esta manera eran exactamente iguales en Madrid que en
el Norte de Europa, o que en América. Con teorías funcionalistas se envolvía en realidad
lo que no era otra cosa que la falta de imaginación y espíritu rastrero y mezquino de los
autores que lo proyectaron. Afortunadamente, el Movimiento Nacional barrió de una
vez para siempre estas doctrinas que, carentes de sentido artístico, nos habían llegado
del extranjero, y con la victoria de Franco ha vuelto a entrar la Arquitectura española
en los cauces de los que nunca debió de salir”. Cf. s/a. “Arquitectura popular española.
Detalles Arquitectónicos”, en Reconstrucción, 25, agosto septiembre 1942, 331.

^ 321
en Madrid, cuando se buscaba el espíritu de la arquitectura nacional. Un
factor, el tipismo, que trasladado al mundo de la restauración monumental
condicionará de manera decisiva la manera de ver los monumentos, y faci­
litará la transformación de los mismos en edificios en los que pesaba más
lo típico o lo peculiar que la autenticidad histórica evidente en todos los
añadidos y reformas producidas con el paso del tiempo, con consecuencias
irreparables para el patrimonio cultural español, puesto que al eliminar
estas huellas del tiempo se forjaban en la memoria colectiva imágenes fal­
seadas de nuestros monumentos.

Sos del Rey C a tó lico (Z a ra g o z a )

En cualquier caso, la noción de lo típico no era homogénea, sino que va­


riaba según la localidad y la zona; en Aragón, una de las regiones españo­
las más dañadas por la guerra, por ejemplo, por típico se entendió el arte
medieval, tanto el románico como el mudéjar. Las continuas referencias al
tipismo de la arquitectura nacional, ligadas además a una preocupación
creciente en la década de los cincuenta por atraer al turismo, tuvo como
efecto generalizado imponer una etapa histórica determinada a un monu­
mento o conjunto histórico, adaptando para ello la arquitectura y el urba­
nismo y eliminando aquellos detalles que desentonaban de esta imagen
arquetípica. En este sentido, nos encontramos con un caso significativo,
el de la villa zaragozana de Sos del Rey Católico, que podría ciertamente
ponerse en parangón con situaciones similares en el resto del país.
Este pueblo, situado en la comarca de las Cinco Villas, en el límite con
Navarra, es un perfecto ejemplo de este tipo de intervenciones, ya que
gracias a la realización de un itinerario histórico-artístico redactado por el
arquitecto Emilio Larrodera con fecha de 1951, promovido por la Sección
de Ordenación de Ciudades Artísticas de la Dirección General de Arquitectura
(50), la localidad experimentó en las décadas de los 50 y 60 una medie-
valización forzosa, en la que se eliminó todo lo que desentonaba con la
imagen de una villa románica en piedra. La oportunidad vino dada por
la celebración en la primavera del año siguiente, 1952, de los actos con­
memorativos del nacimiento del monarca Femando el Católico. Con tal
motivo y ciertamente inspirados por el acicate que para el turismo suponía
la mejora de la localidad, se consideró que se debía trazar un itinerario
histórico-artístico que, atravesando todo el pueblo, conducía a la parte más

^ 322
alta del mismo, donde se encontraba el castillo, para valorar debidamente
“aquellas partes de la villa que se estimaran del mayor interés”9.
El interés del proyecto a nuestros ojos reside sobre todo en que la in­
tención era musealizar el pueblo, eliminando todo lo que desentonase con
la imagen de una villa medieval en piedra. Esto conllevó, como sucedió en
otras partes de España, la supresión de revocos en las casas que daban a las
calles seleccionadas, y la sustitución de los elementos modernos (pavimen­
tación, balcones, revocos, iluminación, etcétera) por los que parecían más
antiguos (la pavimentación de hormigón, por ejemplo, fue cambiada por
la de guijarros), incluso demolición de construcciones que no entonaban
con la arquitectura histórica. La remodelación del patrimonio monumental
se completaba con la ordenación de la vegetación y el paisaje circundante
a los monumentos, para que fueran acordes con la naturaleza de la zona
y sobre todo con el objetivo de favorecer su contemplación (Imagen 6).
Esta regularización de la arquitectura y la naturaleza para conseguir un
paisaje ordenado y armonioso en el que se integrasen sin discrepancias
monumentos y vegetación, fue una práctica habitual en estas décadas en
otras regiones españolas.
La intervención, realizada entre 1951 y 1952, creó la imagen actual del
pueblo, tan atractiva, pintoresca y turística, y tuvo un efecto expansivo
en las décadas siguientes en los principales monumentos de la localidad,
puesto que además de intervenirse en las calles, se repristinaron y restau­
raron miméticamente la Torre del Homenaje, la entrada a la villa por la
Puerta de Zaragoza, el antiguo Ayuntamiento (Imágenes 7 y 8) y la iglesia
parroquial de San Esteban, que recuperó su imagen medieval a través de
la restauración acometida entre 1953 y 1969, en la que se eliminaron to­
dos los elementos añadidos que desentonaban con la construcción original
(como el retablo barroco desmontado por el arquitecto Pons Sorolla en los
años 60) (Pons, 1970).
Pero la obra de mayor trascendencia, incluso entre la prensa de la épo­
ca, data de 1957 cuando se realizó la repristinación del Palacio de Los
Sada, monumento que se encontraba reducido a ruinas desde su derrum­
be en 1924. Se trataba de un edificio de evidente importancia histórica e
innegable simbolismo político para el régimen franquista, puesto que en él

9. Proyecto de urbanización del Itinerario Principal y Alto del Castillo, Sos del Rey Católico,
Archivo General de la Administración (AGA), IDD (04) 117.004, signatura 51/11632.

^ 323
había nacido Femando el Católico. No fue ajeno a esta situación el propio
arquitecto responsable de la obra, Teodoro Ríos Balaguer (1887-1969),
quién calificaba al monarca como “el rey más grande que ha tenido Espa­
ña, fundador de la unidad nacional que hizo posible el descubrimiento de
América” (Ríos, 1957), lo que justificaba la recuperación de este edificio
en los siguientes términos: “La casa en que nació Fernando el Católico
no podía convertirse en monumento muerto que se exhibiese al visitante
como algo que fue, sino que precisa ordenar con sus restos, convertidos en
veneradas reliquias para todos, un cuerpo vivo de realidades y de patriotis­
mo, donde el recuerdo del Rey Católico quede unido al alma inmortal de
la raza” (Ríos, 1924). Lo curioso es que estas palabras fueron expresadas
en 1924, cuando se produjo el lamentable derrumbamiento del edificio, lo
que pone de manifiesto el fervor que suscitaba esta figura desde los años
veinte, estima que se vio reforzada por la relectura de la historia realizada
por el régimen franquista.

Años después, restaurado ya el edificio, Teodoro Ríos explicaba su pro­


yecto aludiendo de nuevo a su valor simbólico y vinculándolo, además, a
otros aspectos que cobraban creciente importancia en la época, como era
el turismo:
Siempre que hemos recorrido la villa hemos encontrado muchos edificios
interesantes: casas reducidísimas con escudos de infanzones, rincones evoca­
dores, restos de torreones y de fortalezas [...] de alto interés urbanístico y na­
cional, y se encuentran en tal número que no dudo en afirmar la posibilidad
de restaurar el Sos de la Edad Media, convirtiéndolo en un admirable Pueblo
Español auténtico, que si contase con buenas vías de comunicación, incluidas
en un circuito turístico, sería Sos, a no dudar, visitadísimo por los amantes
de la Historia, de la Arqueología, del paisaje y de la belleza arquitectónica
y urbanística. Nuestros paisanos sentirán aquí consolidada la personalidad
regional aragonesa. Españoles e hispánicos respirarán en Sos el ambiente
del Rey Católico, espíritu vivo que les animará a acometer nuevas empresas
(Ríos, 1957).

Un texto que no deja lugar a dudas sobre el ambiente que se respiraba


en el momento y que afectaba todos los niveles a la interpretación, difu­
sión y, por supuesto, restauración del patrimonio monumental español,
con el consiguiente efecto de construcción de una memoria ficticia (en este
caso, la recreación de una villa medieval) que ahora pasa por original y
auténtica frente a los ojos de los turistas que la visitan.

¿■324
Deconstrucción y reconstrucción de la m emoria
histórica en Alem ania: la resurrección del pasado
frente a la destrucción de los testimonios de la
República Democrática Alem ana
El pasado no ha muerto. Ni siquiera ha pasado
William Faulkner (Samuel, 2008, 9)

Ampliando nuestro campo de estudio, cronológica y geográficamente,


uno de los retos recurrentes para la restauración y para la relación entre
arte, historia y memoria es, sin lugar a dudas, las reconstrucciones posbé­
licas. La historia europea del siglo XX ha puesto de manifiesto que ante la
necesidad de recuperar los monumentos y los espacios urbanos destrui­
dos, como única manera de superar las tremendas heridas causadas por
los acontecimientos bélicos, la reacción más generalizada ha sido la re­
construcción mimética, y que se han olvidado los criterios de intervención
más conservadores y de repudio al mimetismo que, durante décadas, ha
dominado el mundo de la conservación del patrimonio como rechazo a los
excesos de los arquitectos restauradores del siglo XIX (Hernández, 2007).
Reconstrucciones miméticas de edificios y lugares que van acompaña­
das de la “repristinación social”, concepto acuñado por la historiadora del
arte M a. Pilar García Cuetos (García, 2002), que se refiere al proceso de
aceptación social de la reconstrucción como algo auténtico y legítimo. Al
respecto afirma, en relación con la reconstrucción de Varsovia, uno de los
casos de reconstrucción posbélica más trascendentales:
[...] pienso que podemos considerar que la verdadera autenticidad de la re­
pristinación de Varsovia radica en la decidida voluntad de sus habitantes de
asumir como auténtica la ciudad nacida de la reconstrucción. Todos los va­
lores intangibles de la vieja ciudad se recuperaron mediante un proceso que
acompañó al de la repristinación social, tal y como en su momento la definí,
en el fenómeno cultural de la aceptación por parte de una comunidad de que
su patrimonio destruido y perdido se recupera igualmente válido, auténtico y
cargado de valores, mediante su réplica. Y es que a toda repristinación material
debe seguir la repristinación social como único garante de sus valores intangi­
bles, de su autenticidad (García, 2009, 66).
La actitud frente a estos dramáticos hechos no es, si embargo, unánime.
Según el antropólogo Marc Augé, no sienten lo mismo quienes han experi­
mentado directamente un hecho dramático de este tipo, que el resto de la
sociedad. En su opinión:

■ 4 325
*’
Una cierta ambigüedad va ligada a la expresión ‘deber de memoria histórica’
tan frecuentemente utilizada hoy en día. En primer lugar, quienes están sujetos
a este deber son evidentemente quienes no han sido testigos directos o vícti­
mas de los acontecimientos que dicha memoria debe retener. Está claro que los
supervivientes del holocausto o del horror de los campos de concentración no
tienen ninguna necesidad de que se les recuerde este deber. Incluso, al contra­
rio, su deber ha podido sobrevivir a la memoria, escapar, en lo que a ellos se
refería, de la presencia constante de una experiencia incomunicable [...] pero
la memoria oficial necesita monumentos: estetiza la muerte y el horror (Augé,
1998, 101).
En este contexto, Alemania es un país muy relevante por la variedad de
actitudes ante la reconstrucción tras el final de la Segunda Guerra Mundial
y su capital, Berlín, es el ejemplo perfecto de una “ciudad-memoria”, según
la definición del antropólogo Marc Augé: “la ciudad en la que se sitúan
tanto los rastros de la gran historia colectiva como los millares de histo­
rias individuales” (Augé, 2008,112). La capital alemana es un ejemplo de
urbe estratificada históricamente10, con episodios de extraordinario dolor e
importancia (el nazismo, la Segunda Guerra Mundial, el comunismo), que
conjuga de manera compleja memoria e historia. Una ciudad en la que,
como en tantas otras “ciudades-memoria”, cada habitante “tiene su pro­
pia relación con los monumentos que dan testimonio de una historia más
profunda y colectiva” (Augé, 2008, 113). Por esta razón, Berlín es uno de
los ejemplos más interesantes para analizar la relación entre conservación,
restauración, historia y memoria, ya que en las últimas seis décadas, entre
1945 y el presente, tras la reunificación realizada a partir de 1989, se ha
acometido un significativo proceso de “reescritura de la historia” a través
de la reconstrucción monumental.

10. Al respecto pueden encontrarse muchas opiniones como la de Emmanuele Terray, en


su libro Ombres berlinoises, donde “hace el inventario de los diversos tipos de marcas
históricas que se pueden discernir en ciertos lugares y ciertos monumentos de la antigua
y nueva capital alemana: testimonios olvidados y sin objeto de un pasado aún reciente
y sin embargo ya tan lejano (el monumento conmemorativo soviético de Treptow), ce­
menterios, desde luego, pues los muertos son quienes hacen que la historia individual
se junte con la historia de todos (una estela en memoria de los obreros muertos en 1848
en la Friedrichstrasse, las tumbas de Karl Liebknecht y de Rosa Luxemburgo en Friedri-
chsfelde, la tumba de Kleist, a orillas del pequeño lago de Wansee), diferentes edificios
en los que, en los cortes geológicos, se agregan y se superponen sedimentaciones histó­
ricas de destino acelerado: la República de Weimar, el nazismo, el comunismo y luego
lo ocurrido después de 1989” (Augé, 2008, 116).

^ 326
En opinión de los expertos, “Berlín fue sin duda la ciudad más castigada
de la Segunda Guerra Mundial” (Martínez, 2008, 27), y su reconstrucción
se ha abordado en un complejo, variopinto y largo proceso de décadas, en
el que encontramos reconstrucciones miméticas como la realizada en la
Puerta de Brandenburgo entre 1956-1958, consolidaciones de ruinas in­
sertándolas en construcciones contemporáneas (caso de la famosa iglesia
del Kaiser Guillermo, uno de los escasos monumentos que recuerdan la
contienda, y que fue abordada por el arquitecto Egon Eiermann a partir
de un concurso realizado en 1955), o demoliciones de simbólicas piezas
(como el derribo del Stadtschloss, la antigua residencia imperial de los Ho-
henzollern, acometida por el gobierno comunista en 1951) (Hernández,
2007). Un proceso que ha continuado hasta la actualidad con casos tan
sintomáticos y opuestos como la prudente restauración del Neues Museum
realizada por los arquitectos David Chipperfield y Julián Harrap, frente a
la demolición del Palacio de la República, una construcción socialista que
data de 1973 y que, de manera paradójica y muy polémica, va a ser susti­
tuida por la reconstrucción del desaparecido Stadtschloss. Dos ejemplos de
cómo el pasado se interpreta, en un mismo lugar, de manera contrapuesta,
con inmediatas e irreversibles consecuencias para la memoria colectiva.

L a con serva ción de la h is to ria : el m o d élico ejem p lo de la restau ración


del N eues M u s eu m de B erlín

Uno de los mejores y más recientes ejemplos de conservación de la me­


moria histórica es, sin dudas, la restauración del Neues Museum, inaugu­
rado el 20 octubre de 2009, en una coincidencia significativa y simbólica
con el veinte aniversario de la caída del Muro de Berlín. El museo se abría
tras una larga y complicada historia en la que se habían sucedido desde
un cruento episodio, como fue la destrucción de una parte importante del
edificio durante la Segunda Guerra Mundial, entre 1943 y 1945; el cierre,
puesto que el edifico estuvo en ruinas durante décadas, y varias propuestas
e intentos de reconstrucción desde 1985 hasta llegar a su fase final: la res­
tauración por el prestigioso arquitecto inglés David Chipperfield, Medalla
de Oro del Royal Institute of British Architecture en 2010, en colaboración
con el también británico Julián Harrap, arquitecto especializado en restau­
ración. El éxito de su intervención se debe a que ambos arquitectos, en vez
de ceder el protagonismo a la arquitectura contemporánea (y por tanto,

^ 32 7
podía haber sido al espectáculo), lo transfieren a la historia, que en el fon­
do es memoria de la ciudad.
El edificio original era un museo neoclásico construido entre 1841 y
1859 por el arquitecto Friedrich August Stüler, discípulo del célebre arqui­
tecto Friedrich Schinkel; estaba destinado a exhibir la colección de arte
antiguo (prehistórico, egipcio y griego), que incluye el famoso y hermoso
busto de Nefertiti, y forma parte de la conocida isla de los museos situada
entre los dos brazos del río Spree, conocida como la “Acrópolis de Berlín”,
promovida por el káiser Guillermo IV en 1841, que se convirtió en el prin­
cipal foco cultural y artístico de la ciudad a lo largo del siglo XIX.
La intervención de Chipperfield y Harrap ha sido considerada como
“una de las obras arquitectónicas más controvertida y fascinante de Alema­
nia” (Schittich, 2009, 636), un museo que premeditadamente huye del es­
pectáculo y que se presenta como “una lección de cómo abordar un pasado
incómodo sin borrarlo, falsearlo o mitificarlo” (Zabalbescoa, 2010, 2).
Pero el proyecto no ha estado exento de controversia. La misma nació
cuando el arquitecto inglés decidió conservar en su intervención la eviden­
cia de las huellas de la destrucción, al considerar que éstas formaban parte
no sólo de la historia del edificio, sino que tenían un extraordinario valor
simbólico para la ciudad y para el país, incluso en contra del propio deseo
de la capital alemana, ya que como en casos precedentes, un sector de la
opininón prefería una reconstrucción mimética, com ’era e dov’era del edi­
ficio. Como ha expresado el arquitecto en alguna entrevista, Chipperfield
consideraba que “el deseo de la ciudad era hacer una simple reconstruc­
ción, copiarla historia” (Zabalbescoa, 2010, 2); sin embargo, Chipperfield,
con su intervención, quería dar sentido al horror de la guerra y a los sesen­
ta años de abandono del edificio, iluminando de esta manera también la
historia reciente de Alemania. En sus propias palabras:
Mi proyecto no es de parte: es para todo el mundo. Han pasado 65 años desde
el final de la Segunda Guerra Mundial. Cualquier persona que la viviera como
adulta tiene hoy una edad avanzada. Eso nos permite ir pasando de la memoria
a la historia. En 1990 quizás no me hubieran encargado esta obra. La memoria
hubiera tenido todavía demasiado peso. Ahora ese peso va cayendo del lado
de la historia. El daño no es inocente, pero el tiempo lo atenúa, como atenúa
el dolor. Mi intención no fue nunca dar lecciones. Me limité a sugerir que no se
debía perder la historia ni reproducir numéricamente el pasado. Porque estaba
convencido de que cuanto más nos alejábamos de la emoción derivada de los

^ 328
daños, más independientes podíamos ser a la hora de definir nuestro trabajo
(Moix, 2012, 22).
Según Chipperfield, este edificio gusta a los ciudadanos “porque mues­
tra lo mejor y lo peor de la historia. No la borra, la representa” (Zabalbes­
coa, 2010, 3). Hasta la canciller alemana Angela Merkel se encuentra en­
tusiasmada con el proyecto porque: “Es un edificio que habla de la historia
y con la historia” (Zabalbescoa, 2010, 3). Para el reputado crítico británico
Kenneth Frampton, el Neues Museum se ha convertido en “un palimpsesto
en el que pasado y presente se reflejan mutuamente en diferentes escalas
[. . . ]”u (Frampton, 2009, 99); mientras que otro famoso crítico, Deyan
Sudjic, valora la actitud de Chipperfield en su intento de establecer nuevas
relaciones entre pasado y presente: “El Neues Museum es, Con su minucio­
sa actitud de preservar cada fragmento de pintura dañada en un edificio
mutilado por la guerra y abandonado por décadas de negligencia posbéli­
ca, algo único en su manera de enfrentarse a la historia, y un valioso inten­
to por hacer de este enfrentamiento algo novedoso” (Sudjic, 2008,10).
En realidad, antes de la caída del muro las intenciones del gobierno
comunista de la República Democrática Alemana, presidido por Erich Ho-
necker, eran bien diferentes ya que en 1985, cuarenta años después de su
destrucción, se propuso la reconstrucción mimética del edificio, recons­
trucción que era posible en tanto quedaba en pie una parte del mismo
y eran numerosas las imágenes conservadas que documentaban su esta­
do original. Este proyecto quedó paralizado en 1989, tras los vertigino­
sos cambios políticos experimentados en el país, y fue retomado en 1994,
cuando se celebró un concurso internacional, ganado con cierta polémica
por el arquitecto italiano Giorgio Grassi, quien se pronunciaba claramente
por una reconstrucción del Neues Museum lo más fiel posible al original,
un proyecto que por diversos motivos no satisfacía a los técnicos (los di­
rectores de los museos). Tras un tira y afloja de dos años y medio, el pro­
yecto de Grassi fue abandonado y se retomaron dos proyectos que habían
quedado en segundo y cuarto lugar: los de Frank Gehry y Chipperfield,
respectivamente. Finalmente, las protestas de los conservadores del patri-1

11. En la version original: “The Neues Museum is still, and in some sense always was, a kind
of palimpsest in which the past and the present mutually reflect one another at different
scales through an unending series of ricochets, which include among other conjunctio­
ns, the exhibition of 3.500 year old Egiptian relics against a backdrop Stiiler’s didactic
scenography” (Frampton, 2009, 99).
monio y los periódicos regionales contra el proyecto de Gehry, inclinaron
la balanza hacia el mucho más contenido proyecto del arquitecto inglés,
puesto en marcha en 199712.
Así, frente a las intenciones reconstruccionistas de años atrás, la clave
del proyecto de Ghipperfield y Harrad era bien diferente, ya que propoma
mantener las partes conservadas del edificio en el estado en el que habían
llegado a la actualidad, casi como fragmentos de un collage (Imagen 9), y
añadir los elementos nuevos indispensables para su Utilización de nuevo
como un museo, desde el lenguaje contemporáneo y con los requisitos tec­
nológicos y de seguridad actuales, siguiendo los principios de restauración
establecidos en la Carta de Venecia de 1964 (Buttlar, 2010), pero a través
de una cierta analogía formal y con una gran sensibilidad evidente, por
ejemplo, en el uso de materiales.
Esta actitud se advierte claramente en la fachada, una parte importante
de la cual fue necesario recomponer. La fachada presenta hoy un aspecto
armonioso, ya que se decidió completar la parte perdida con un ladrillo
ocre de tono similar al de la zona conservada. La razón estriba en que se
buscaron ladrillos históricos, que proceden de granjas demolidas en Bran-
denburgo, construidas en la misma época que el museo. En el interior, don­
de hubo que reconstruir zonas y volúmenes desaparecidos (el ala noroeste
y la crujía sudeste del edificio), se optó por materiales y formas actuales
para dar continuidad a las salas de exposición. En estos casos, los acabados
de los muros y elementos nuevos no compiten en absoluto con los anti­
guos, ya que en su mayor parte son más apagados que los originales.
Las intervenciones más fuertes han sido en las zonas más destruidas: el
patio egipcio y el hall donde se encontraba la gran escalera principal. En
esas zonas se optó por introducir elementos de forma abstracta (una pla­
taforma en el patio egipcio y una gran escalera en el hall, que recupera su
función dé eje vertebrador del museo), realizados en hormigón mezclado
con esquirlas de mármol blanco de Sajonia, que contrasta con los muros
de ladrillo originales.

12. Todo este proceso, así como la historia del edificio original, puede consultarse en la guía
arquitectónica del museo editada en 2010 (Buttlar, 2010) y en los numerosos artículos
especializados publicados en revistas como “Casabella” (Braghieri, 2009), “Arquitectura
Viva” (Geipel, 1998; Sobejano, 2008; Sudjic, 2008); “El Croquis” (Cortés, 2010); “Ar­
chitectural Review” (Rykwert, 2009) y “D’Architectes” (Catsaros, 2009), entre muchas
otras.
Algunos críticos han acusado a Chipperfield de celebrar las ruinas y el
deterioro, porque los revocos destruidos no se han restaurado, tan sólo
consolidado. Para otros, sin embargo, el arquitecto inglés ha creado una
atractiva “estética de lo efímero”, al exhibir los revestimientos que se des­
hacen y la acción del tiempo y de la naturaleza en una ruina que ha estado
expuesta a la intemperie durante sesenta años (Schittich, 2009, 638).
Debe asimismo puntualizarse que la intervención de Chipperfield en
el Neues Museum forma parte de un proyecto global más ambicioso: la
recuperación íntegra de todos los museos que forman parte de la famosa
isla situada en el corazón de Berlín, cuyo plan general supervisa también
el arquitecto inglés. El final de las obras se prevee para 2015, momento
en el cual este conjunto en el que se integran además del Neues Museum,
el Pergamon Museum, el Bode-Museum, el Altes-Museum y la Alte Natio-
nalgalerie, competirá con el Louvre en la carrera por convertirse el mejor
complejo museístico del mundo. Pero la escala de la restauración del Neu­
es Museum va más allá, dado que tiene una evidente proyección urbana, al
formar parte del extraordinario proceso de transformación experimentado
por Berlín desde 1989, cuando se produjo la histórica caída del Muro. Una
transformación integral que ha hecho de la antigua y actual capital de la
Alemania reunificada, una interesantísima urbe que reúne, a su vez, un
extraordinario conjunto de edificios como el Museo Judío de Libeskind o
el Memorial del Holocausto de Peter Eisenman, entre otros. Un complejo
proceso en el que han aparecido otros polémicos proyectos como la recons­
trucción del Palacio Real, antes mencionado, envueltos en un peligroso
deseo de revisionismo de la historia alemana por parte de algunos sectores
favorables a recuperar los símbolos del Berlín dorado, la etapa más glorio­
sa de la ciudad que se vincula precisamente al káiser Guillermo, como si
esto fuera posible. Sectores que, como advierte Chipperfield, “querrían ver
la metrópoli de nuevo como la capital de Prusia. Y eso es imposible, claro”
(Zabalbescoa, 2010, 3).
Esta actitud se ha hecho evidente en controvertidos hechos como el
derribo de la arquitectura comunista de los años 70 (entre ellos, el signi­
ficativo Palacio de la República del que hablaremos a continuación), en
un intento de borrar las huellas de polémicas etapas históricas recientes13.

13. Este proceso ha conducido a la demolición de importantes vestigios de la arquitectura


socialista que son sustituidos por facsímiles de edificios desaparecidos. Hemos estudia­
do este proceso en el ensayo La clonación arquitectónica (Hernández, 2007).

^ 331
El Neues Museum se aleja, evidentemente, de esta actitud, y frente a la
retórica y la opulencia de otras formas arquitectónicas desarrolladas en
algunos museos actuales, apuesta por la discreción y la neutralidad de las
formas contemporáneas, junto con el respeto a la estratificación de la his­
toria,. Construye así para la memoria colectiva un monumento que aúna
de manera armoniosa pasado y presente.

A n u la c ió n de la h is to ria : el p o lé m ic o caso del P a la cio de la R epú blica


(P a la s t der R e p u b lik )

Nada puede salvar, sin embargo, al Palacio de la República de Berlín,


cuyo desmantelamiento comenzó el 6 de febrero de 2006 (Imagen 10).
Construido entre 1973 y 1976, según proyecto de un colectivo de arquitec­
tos dirigido por Heinz Graffunder y Karl Emst Swora, el Palast D er Republik
se levantó en el lugar ocupado años atrás por el Palacio Real de Berlín de
los Hohenzollern (Schloss Berlín) que daba nombre a la Schlossplatz, pla­
za del palacio, hasta 1950 cuando fue demolido por las autoridades de la
República Democrática Alemana (Imagen 11).
El Palacio Real era una construcción de notable valor histórico-artístico
que desde el siglo XV había dominado el centro de Berlín. Ampliado y me­
jorado por los sucesivos príncipes Electores, su apariencia hasta la Segunda
Guerra Mundial respondía a un majestuoso palacio barroco, que se conver­
tiría con el tiempo en el símbolo de la casa real prusiana. Aunque afectado
por los bombardeos e incendios de la Segunda Guerra Mundial, no fue éste
el motivo de su desaparición, sino la iniciativa del político Walter Ulbricht,
personalidad que dictaminó su demolición, porque consideraba estos res­
tos como el símbolo del represivo poder monárquico. El 7 de diciembre de
1950, con la oposición de muchos berlineses, el palacio fue volado.
Con la desaparición del palacio quedó expedita una enorme explanada
en el centro de la ciudad que recibiría el nombre de Marx-Engels-Platz, un
inmenso espacio público donde se realizarían paradas militares y reunio­
nes políticas. No fue hasta 1973 cuando el vacío se ocupó en parte al co­
menzar las obras del nuevo Palast D er Republik, un edificio multifuncional
para el pueblo, inspirado en centros similares abiertos en otras ciudades
europeas como el Centro Pompidou (París, 1970-1977). Esta construcción,
que incluía una sala para espectáculos con más de 5.000 puestos, un tea­
tro, trece bares y restaurantes, y la Cámara de representantes del Pueblo,
se convirtió en el mayor centro cultural de la historia alemana, con 70
millones de visitantes, a lo largo de su existencia, en unos 21.000 actos
culturales. Su historia quedó marcada por el descubrimiento, en 1990, de
amianto contaminante en el ambiente del edificio, lo que obligó al cierre
del mismo por motivos de seguridad (el amianto es un material altamente
cancerígeno). Pero antes de su clausura en septiembre de 1990, el Palacio
fue testigo de un acontecimiento histórico: el 23 de agosto los miembros
del parlamento de la República Democrática Alemana votaron a favor de
la unión con la República Federal, con lo que se materializó la unión de las
dos Alemanias.
Tras la caída del muro y alcanzada la reunificación, se empezó a dis­
cutir acerca del uso futuro de esta instalación y comenzaron a aparecer
comentarios que iban más allá de los problemas técnicos o económicos
que implicaba su conservación. La ideología teñía la mirada que algunos
alemanes proyectaban sobre el edificio, del mismo modo que la ideología
(socialista) había condenado al Palacio Real cuarenta años atrás. Como
vemos, la historia se repite. Se escucharon las primeras opiniones de que
“era el símbolo de un régimen injusto”, “una monstruosidad arquitectónica
contaminada e irrecuperable”, decía el senador Volker Hassemer (del CDU)
(Ulrich, 2006, 65). Este político, de hecho, pidió en abril de 1991 la demo­
lición del edificio por considerarlo una construcción de segunda categoría,
representativa del “viejo sistema”, una idea que haría suya en marzo de
1993 el comité encargado de trasladar la capital de Bonn a Berlín, contra
la resistencia de numerosos berlineses que ya a comienzos de 1994 habían
recogido 60.000 firmas contra el proyecto. Frente a la reconstrucción de
la iglesia de la Frauenkirche de Dresde (Hernández, 2007), presentada
como un símbolo de la reunificación alemana, la demolición del Palacio se
convertía en un obstáculo al enfrentar a “ossis”, los berlineses orientales
opuestos mayoritariamente al derribo, con “wessis”, berlineses occidenta­
les a los que se añadirían algunos alemanes nostálgicos de la monarquía.
La idea de reconstruir el Palacio Real, sin embargo, respondió a la inicia­
tiva de un empresario de Hamburgo, Wilheim von Boddien, quien junto a
un grupo de amigos y con el apoyo de la empresa Thyssen, presentó su vi­
sión del centro de Berlín, que incluía como propuesta fundamental la recu­
peración del histórico edificio. Mientras se procedía, en los años siguientes
(entre 1998-2001), a la descontaminación del Palacio de la República, el

¿ 333
colectivo a favor de la reconstrucción del Palacio Real iba cobrando fuerza
y ganando adeptos, sobre todo en el medio político alemán, hasta tal punto
que el 13 de noviembre de 2003 el Bundestag aprobó definitivamente la
demolición del edificio levantado por la República Democrática Alemana y
su sustitución por uno nuevo que en su fachada reproduciría la del Palacio
Real. Es decir, que el gobierno alemán aprobaba sólo la réplica de la fa­
chada que sería financiada exclusivamente por medio de fondos privados,
ya que el coste de la reproducción completa del Palacio Real demolido en
1950 era tan elevada que la tarea resultaba inabordable. Con esta medi­
da se aprobaba una actuación en la que contra toda lógica constructiva
y estética se construiría un edificio nuevo, dotado una falsa fachada, sin
conexión alguna con el interior de la construcción, una operación similar a
la sucedida en el Ayuntamiento de Varsovia hace pocos años (1997).
El excanciller alemán, Gerhard Schröder, apoyó la iniciativa; su opi­
nión fue recogida por el periódico (edición de abril 2006) editado por la
Fundación a favor de la reconstrucción del Palacio Real. En él manifestaba
el político alemán: “El Palacio de la República es tal monstruosidad que
prefería tener el viejo castillo allí simplemente por su belleza”. En esta
misma publicación, difundida de manera gratuita por toda la ciudad, se
recogía la opinión del Profesor Joachim C. Fest, historiador, que entre otras
razones expresaba lo siguiente: “me aterra la idea de lo que los arquitectos
modernos "podrían construir en este lugar”; como vemos, encontramos de
nuevo el rechazo y temor a la arquitectura contemporánea que ya hemos
constatado en otros momentos y lugares en las tres últimas décadas (H er­
nández, 2007).
Uno de los argumentos esgrimidos por los partidarios de la reconstruc­
ción es que había que devolver al centro de Berlín una construcción de
cierta entidad (al parecer el Palacio de la República no lo era). En el mis­
mo periódico antes mencionado, el arquitecto Philip Johnson lo expresaba
con claridad: “Estoy a favor de la reedificación del Palacio Real porque
su reconstrucción es muy importante para la nueva imagen de la ciudad
que estará dominada muy fuertemente por la arquitectura moderna. Los
interiores históricos del Palacio no son determinantes; sí lo es su forma
exterior. Solamente [a través de la reconstrucción de sus fachadas] es po­
sible restaurar el efecto espacial de su relación con el histórico museo de
Schinkel y la Friedrichswerder Church”. Whilheim von Boddien, uno de los
principales promotores del proyecto, subrayaba la necesidad de recompo­
ner la imagen del centro de Berlín, recuperando para la ciudad un elemen­
to clave en su identidad durante más de quinientos años: “El Palacio era la
unidad de medida de la arquitectura de Berlín, el punto de partida de un
centro concebido con arte, que antes de la guerra constituía un ejemplo a
nivel europeo. Con la demolición del Palacio, todo el centro de la ciudad
carece de equilibrio. La demolición del Palacio de la República y la reorde­
nación del área ofrecen una ocasión única para restituir a la ciudad el lugar
de su identidad.” (Von Boddien, 1994).
La otra razón de peso planteada por la Fundación es que con la re­
construcción se impulsaría la vida cultural del centro de Berlín, ya que
complementando el proyecto en marcha de la isla de los museos, en el
nuevo edificio se instalarían el conjunto de museos de etnología y arte
dedicados a los pueblos primitivos situados actualmente en Dahlem, ade­
más del Humboldt Forum, un centro multifuncional para actos culturales y
científicos, la colección científica de la Universidad Humboldt, bibliotecas
estatales y otros establecimientos relacionados con el ocio (restaurantes,
tiendas, etcétera), según proyecto del arquitecto italiano Francesco di Ste-
11a, ganador del concurso internacional celebrado en 2008.
El coste de toda la operación se estima en tomo a los 590 millones de
euros; la prevista reconstrucción de los tres lados de la fachada y la cúpula
asciende a 80 millones financiados exclusivamente de manera privada. En
la publicidad difundida por la Fundación, se explican algunos de los méto­
dos de financiación que ayudarán a realizar la costosa réplica: donaciones
individuales, adopción de una parte del edificio en la que quedará impresa
el nombre del donante (existe un detallado catálogo de la fachada indican­
do la variedad de precios de cada elemento decorativo o constructivo que
puede ser adoptado), donaciones testamentarias o, lo más curioso, se invi­
ta a los ciudadanos a hacer una donación colectiva con el dinero destinado
al cumpleaños de un amigo; como se expresa en el folleto de propaganda,
la Fundación “estará encantada de informar a tus amigos de la donación,
enviándoles un documento de confirmación”. Medios poco usuales para
una reconstrucción nada habitual que ha encontrado mucha oposición en­
tre una parte importante de los berlineses.
Entre 2004 y 2005, mientras se esperaba el comienzo de la demolición
del Palacio de la República, el gobierno alemán aprobó el uso provisional
de esta infraestructura para actos culturales, lo que acabó volviéndose en
su contra, ya que el edificio mostró su utilidad de nuevo, a pesar de carecer

í - 335
de muchos detalles que lo hacían más incómodo. Hacia finales del 2005,
se habían celebrado en él casi 900 eventos, muchos de ellos ligados a per­
formances e intervenciones artísticas, con la participación de aproximada­
mente 600.000 personas, y esto tuvo un efecto añadido, ya que una nueva
generación de berlineses hicieron suyo este espacio y lo defendieron. No
estaban solos; junto con colectivos de artistas, arquitectos extranjeros como
Rem Koolhas apoyaron la iniciativa de revitalizar el edificio existente en
vez de demolerlo (Krauthausen, 2004). En vano, el 19 de enero de 2006,
a pesar de las protestas de los partidos de izquierda y verde, el Bundestag
aprobó la demolición inmediata del Palacio, un interesante ejemplo de la
arquitectura socialista de los años 70, ligado estrechamente a la historia
alemana que, según los expertos “aportaba una fachada vitrea y tornaso­
lada, rememorando la arquitecutra de cristal expresionista de preguerra”
(Martínez, 2008, 33), y que debería haberse conservado.
El presupuesto general del proyecto, y en particular de la reconstruc­
ción de la fachada del palacio es tan costoso, que las expectativas expre­
sadas por los políticos es que las obras no se iniciarían antes del 2012; de
hecho, todavía no se han iniciado. Es decir: se ha derribado un edificio de
interés histórico y arquitectónico que incluso en su frágil situación (casi
reducido a su estructura tras la imperativa eliminación del amianto) cum­
plía una función cultural muy activa y que tenía gran trascendencia para
la memoria colectiva de la ciudad, para, en su lugar, dejar un vacío que no
será ocupado como pronto hasta dentro de bastantes años (las previsiones
apuntan a 2019). Incomprensibles paradojas de la memoria y la historia de
algunas ciudades contemporáneas.
Lo que le ha sucedido al Palacio de la República, sin embargo, no es
un hecho aislado, como tampoco lo es la destrucción del Hotel Rossiya en
Moscú, un relevante símbolo de la etapa comunista (Hernández, 2007).
Otros notables edificios de los años 60 y 70 de Berlín caen inmisericorde-
mente bajo la piqueta o son profundamente transformados, como el Kau-
fhof en Alexanderplatz. Este interesante edificio, obra de los arquitectos
Josef Kaiser y Günter Kunert (1970), caracterizado por una atrevida facha­
da metálica de estructura alveolar, ha sido remodelado para convertirlo en
el segundo centro comercial más grande de Alemania, un proyecto estima­
do en 110 millones de euros, operación que ha conllevado el desmantela-
miento de lo más representativo del edificio: su fachada, para convertirlo
en una anodida construcción (Salamone, 2005).

¿336
Otros edificios alemanes de la misma época han corrido la misma (o
peor) suerte, entre ellos el Centrum-Warenhaus de Dresde (1973-1978),
un centro comercial inspirado en el Kaufhof del que toma la sugerente idea
de fachada alveolar, condenado también a desaparecer. Todas estas inter­
venciones parecen responder al mismo espíritu de reinterpretación selecti­
va de la historia y de cancelación de la memoria que se da en otros lugares
del mundo, como en la capital moscotiva antes citada. Una operación -e n
nuestra opinión- de limpieza ideológica e histórica, en el acelerado proce­
so de refundación urbanística y sociológica experimentado en Alemania,
pero de manera muy especial en su capital, que se está llevando por delan­
te tantos recuerdos y edificios de la República Democrática Alemana (cabe
preguntarse qué quedará de esta etapa para la memoria colectiva...), de la
que tan sólo parece haberse salvado con éxito la Femsehturm (la torre de
la televisión situada en Alexandersplatz), y que ha banalizado otros edifi­
cios y lugares hasta términos insospechados.
La reconstrucción a efectos turísticos de la caseta del Check Point Char-
lie, uno de los puestos fronterizos más famosos (y de recuerdos más dra­
máticos) de Berlín, es un significativo ejemplo de estos hechos. En esta
situación, salvar estos edificios no es un ejercicio de nostalgia, sino de res­
ponsabilidad histórica, y la actitud del historiador frente a esta situación
no puede ser otra que reconstruir críticamente los procesos que nos han
llevado hasta este punto y denunciar de manera activa los abusos y mani­
pulaciones realizados con la historia que, por tanto, tendrán irreversibles
consecuencias en nuestra memoria.

337
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± 341
.


Im a g e n 1: P la z a
d e la V illa ( M a ­
d r id ) . El A y u n ta ­
m ie n to en p rim e r
p la n o a la d e re c h a
y la C asa d e C is-
n ero s a l fo n d o ,
tras la re sta u ra ­
ción re a liz a d a p o r
Luis B e llid o a c o ­
m ie n zo s d e l siglo
XX. E stad o actual.
F oto d e la au to ra.

Im a g e n 2: T o rre d e los
L u jan es ( M a d r id ). Im a g e n
d e l ed ificio d e sp u é s d e la
re sta u ra c ió n d e Francisco
J areñ o. A rc h iv o G e n e ra l d e
la A d m in istració n , (A lc a lá
d e H en ares, M a d r id ).

¿ 343
Im a g e n 3: T o rre d e los L ujan es
(M a d r id ). Im a g e n to m a d a
d u ra n te las o b ra s d irig id a s p o r
P e d r o M u g u ru z a , entre 1930
y 1936. A rc h iv o G e n e ra l d e
la A d m in istració n , (A lc a lá d e
H e n a re s , M a d r i d ) .

Im a g e n 4: B a lc ó n d e
C o rre g id o re s tras la
reconstrucción, Guadix
(Granada). Portada de
la revista Reconstrucción
Madrid, no. 96, 1949

A 344
Im a g e n 5: R in có n d e G o y a
(Z a r a g o z a ). E stad o o rig in a l
d e l ed ificio (im a g e n s u p e rio r)
p rev io a la in terven ción de
1945 (im a g e n in fe rio r). Foto
p u b lic a d a en G ó m e z , C arm en .
(1 9 9 9 ). Los palacios aragoneses.
Z a ra g o z a .

Obra original ( 192H), )' reforma/raiicjnisla <19-151


ele! Rincón d e ( luya, d e j ó s e (jarcio Mercada!

Im a g e n 6: Sos d e l R e y C ató lico (Z a r a g o z a ). D ise ñ o p a r a la fa c h a d a u r b a n a q u e


c o m p re n d ía la fa c h a d a d e la ig lesia d e S a n E steb an y la torre d e l alto d e l C asti­
llo, 1951. A rc h iv o G e n e ra l d e la A d m in istració n , (A lc a lá d e H e n a re s , M a d r id ).

^ 345
Im a g e n 7: Sos d e l R e y
C ató lico (Z a r a g o z a ). A n tig u o
A y u n tam ien to . Im a g e n antes de
la reconstru cción , 1968. A rch iv o
G e n e ra l d e la A dm in istració n ,
(A lc a lá d e H e n a re s , M a d r i d ) .

Im a g e n 8: Sos d e l R e y C ató lico (Z a r a g o z a ). A n tig u o A y u n tam ien to . Im a g e n p o s ­


te rio r a la reconstru cción , d é c a d a d e los 70. A rc h iv o G e n e ra l d e la A d m in is tra ­
ción, (A lc a lá d e H e n a re s , M a d r i d ) .

4 346
Im a g e n 9: N e u e s M u s e u m (B e rlín ). El p atio g rie g o tras la restau ración .
E stad o actual. F oto d e la a u to ra (a b r il 2 0 1 2 ).

4 347
4
*
348

PALAST DER REPUBLIK- HAUS DES VOLKES 1 9 7 6 -2 0 0 6


PALACE OF THE REPUBLIC - HOUSE OF THE NATION 1976-2006 ■ PALACIO DE LA REPÜBLICA - CASA DEL PUEBLO 1976-2006

Im a g e n 10: P a la c io d e la R e p ú b lic a (B e r lín ), antes d e su d esap a ric ió n . P o sta l d e 20 06 .


4
349

Im a g e n 11: P a la c io R e a l de B e rlín d e los H o h e n z o lle rn (S ch lo ss B e rlin ) q u e d a b a n o m b re a la Schlossplatz, p la z a


d e l p ala cio . C o n stru id o en el siglo X V y d e m o lid o en 1950.
La historia del arte, entre la fama y la memoria*

Carlos A rtu ro Fernández Uribe

i i ü r m a r que la disciplina de la historia del arte es, en lo esencial, una


construcción de memoria parece una obviedad. En efecto, no se podría po­
ner en duda que sus relatos nos permiten traer al presente y recordar asun­
tos que de otra manera quedarían en el olvido, lo que, seguramente, es una
condición que esa historia específica comparte con todas las disciplinas
históricas. Desde el comienzo del primero de sus Nueve libros de historia,
Heródoto relaciona historia y memoria: la finalidad de la historia es lograr
que no se pierda la memoria de los hechos públicos y de las grandes obras
y hazañas de los hombres, sean ellos griegos o bárbaros.

Quizá una de las mejores demostraciones de la relación indisoluble en­


tre historia del arte y memoria puede encontrarse, por vía negativa, en el
redescubrimiento frecuente de artistas o de obras que, en cierto sentido,
nos permiten reconocer y entender nuevos procesos y dinámicas estéticas
y sociales, que se pueden interpretar entonces en direcciones muy diferen­
tes a las definidas por los cánones establecidos.
Un ejemplo, muchas veces repetido en el ámbito colombiano, es el de
la necesidad de reescribir, al menos parcialmente, la historia del arte de
mediados del siglo XX como consecuencia del reconocimiento de la obra
de Débora Arango, especialmente a partir de su gran exposición retrospec­
tiva de 1984 en Museo de Arte Moderno. Cabe recordar que su nombre ni
siquiera aparecía en la amplísima Historia del arte colombiano, de Salvat
Editores, de 1977; en el fundamental trabajo de Alvaro Medina, Procesos
del arte en Colombia, publicado en 1978, Débora Arango no se menciona ni
siquiera de paso; aparece en la primera edición del Diccionario de artistas
en Colombia, de Carmen Ortega Ricaurte, de 1965, pero no en la segunda,
de 1979; tampoco se encuentra en el texto de Germán Rubiano sobre “Las
artes plásticas en el siglo XX”, en el M anual de historia de Colombia. Pare­

* Este texto deriva de la investigación Arte y M em oria en Colombia, financiada por el Co­
mité de Investigaciones (CODI) de la Universidad de Antioquia, convocatoria mediana
cuantía 2011.
4*351
cería evidente que, como Darío Ruiz Gómez afirmaba en 1975, a propósito
de una amplia exposición de 100 de sus obras en la Biblioteca Pública
Piloto de Medellín, Débora Arango no cabía entonces en la historia oficial
del arte colombiano, lo que significa, en última instancia, que nos encon­
tramos ante un olvido intencional:
A l lado de este ejército culturizado [ese público de “inversionistas”, de lecto­
res de fascículos] en donde la inform ación, [y ] esa “Historia del arte”, actúan
como sucedáneos, el verdadero arte continúa librando su diaria batalla contra
la m entira [.. . ] Y o sé, entonces, que p o r m ucho esfuerzo que se haga, todavía
hoy la pintura de D ébora A ran go no pu ede ser potable para un público, para
una crítica que interiormente está n egad a a los interrogantes, a las expectati­
vas que nos plantea un arte que nace, obedeciendo a las más extremas razones
íntimas, frente a un m undo con el cual no se está de acuerdo. Y hace exacta­
mente treinta años que fue anatem atizada p o r el prejuicio religioso y social,
que fue tildada de “obscena y comunista” (1 2 7 -2 8 ).

Por tanto, si se trata de un olvido que, de alguna forma, era intencio­


nal, no bastaba con que alguien, sencillamente, la trajera a la memoria,
incluso con la autoridad de un intelectual crítico como Darío Ruiz o de
una institución de reconocido prestigio cultural como la Biblioteca Públi­
ca Piloto, y ni siquiera con el respaldo de una muestra con las dimensio­
nes de aquella de 1975. De hecho, el ostracismo de la artista continuó to­
davía por casi una década más. Parece claro, pues, que en un caso como
el de Débora Arango, el olvido corresponde a alguna forma de ejercicio
de poder.
Aunque al anatema que Darío Ruiz recuerda - y que se reconoce sin nin­
guna d u d a - pueden agregarse otros motivos de orden estético dentro de las
causas del olvido y exclusión de Débora Arango, cabe siempre la pregunta
contraria: ¿por qué en los años ochenta se dispara el recuerdo que, en el
curso de muy poco tiempo, nos lleva a reconocer que esta pintora olvidada
es una figura clave dentro de nuestra historia? Quizá la respuesta de que
olvido y memoria son formas de ejercicio del poder es lo suficientemente
amplia como para que pueda ser aceptada por todos sin que, en realidad,
explique nada preciso; no quiero decir que se deba descartar la hipótesis
del ejercicio del poder sino, al contrario, que es necesario precisar lo que
ello significa. Quizá, como razona E. H. Gombrich, este tipo de asuntos
dependen de personas y de acciones concretas y no de abstractos espíritus
de época. Pero, ¿qué ha cambiado en el contexto regional y nacional que
hace que, mientras la muestra de 1975 parece algo episódico, la de 1984

^ 352
se inscriba dentro de la transformación radical con respecto a la valoración
de la artista que reconocemos a partir de entonces?
Otro ejemplo anterior es igualmente inquietante. La valoración que,
primero Gabriel Giraldo Jaramillo y luego Marta Traba tras sü llegada a
Colombia, hacen de la obra de Andrés de Santamaría nos posibilitó enten­
der que lo que hasta entonces conocíamos y valorábamos en el paso del
siglo XIX al XX correspondía sólo a un aspecto de la realidad, aquel que la
historia oficial nos permitía recordar:
El ejercicio de ver es m ucho más com plejo de lo que algunos creen. Las cosas
están ahí, todos las vem os; dice el espectador. Pero hay un universo de diferen­
cia entre ver superficialmente paseando un ojo distraído p o r la epidermis del
m undo visible y acostum brar al ojo a descubrir, a vivir a la caza de sensaciones
de color y de form a. [. . . ] En nuestros museos, a esta indiferencia se sum a el
castigo de subordinar el ojo a otras razones distintas de lo puram ente visual.
N o se lo acostum bra a ver, sino a ayudar a recorrer m entalmente las lecciones
de historia, de política, de etnología. Convertido en auxiliar el conocimiento no
ve sino que repite, com o sonám bulo, la lección que le dicta la m em oria (T raba,
1984, 44).
Y, cabría agregar, esa memoria no es inocente sino que está siempre
cargada de intereses -culturales, sociales, políticos- como los que hay en
la exaltación que hace Antonio Gómez Restrepo de las españolerías aca-
demicistas de los años veinte, donde, entonces, no cabe Andrés de Santa
María; o en los debates parlamentarios de Laureano Gómez contra el ex­
presionismo artístico que apoya Jorge Eliécer Gaitán, entonces Ministro de
Educación, es decir, contra Débora Arango.
Pero la referencia de Marta Traba a la manera como se presentan las
pinturas de Santa María en el museo permite insistir también en la tras­
cendencia de los diferentes medios de comunicación sobre la memoria y
el recuerdo porque, esencialmente, son ellos los que visibilizan la obra;
es decir, son los medios los que posibilitan y, más aún, los que permiten
la memoria. Y Marta Traba, que decidió echar una capa de silencio y de
olvido sobre los artistas nacionalistas de la primera mitad del siglo XX y
no mencionarlos, ni siquiera para hablar mal de ellos, sabía muy bien que
quien cuenta la historia ejerce un poder mediador que, en algunos casos, y
al menos transitoriamente, puede ser superior al de las mismas obras.
En definitiva, redescubrimientos como los mencionados de Andrés de
Santamaría y Débora Arango permiten afirmar que aunque la historiogra­

¿ 353
fía del arte sea una manifestación de la memoria, ésta siempre es selectiva
e intencionada, lo mismo que cualquier narración histórica. No recordamos
ni conservamos todo; quien recuerda y entrega algunos asuntos a través
de un relato al mismo tiempo que descarta otros lo hace con una intención
personal concierne o inconsciente1; pero, sobre todo, e incluso sin saberlo,
se encuadra dentro de la mentalidad, los valores y los gustos de una época
o un ambiente, con límites muy indeterminados, que se refuerzan, recons­
truyen o transforman en virtud de esas narraciones.
Convendría recordar aquí una afirmación de Arthur C. Danto:
[...] los acontecimientos se reescriben continuamente y se reevalúa su signifi­
cación a la luz de la información posterior. Y, como poseen esta información,
los historiadores pueden decir cosas que los testigos o los contemporáneos
no podrían haber dicho justificadamente. Preguntar por la significación de un
acontecimiento, en el sentido histórico del término, es preguntar algo que solo
puede ser respondido en el contexto de un relato (sto/y). El mismo aconteci­
miento tendrá una significación diferente de acuerdo con el relato en que se
sitúe o, dicho de otro modo, de acuerdo con qué diferentes conjuntos de acon­
tecimientos posteriores pueda estar conectado (1989, 45).
En otras palabras, la relación entre historia y memoria es ambivalente;
desde un punto de vista, la memoria genera la historia como relato, lo que
significa, entre otras cosas, que es desde el presente de la memoria que se
construye el relato del pasado; pero, desde otro, el acontecimiento (si es
que tenemos manera de acceder a él) puede abrir la posibilidad de nuevas
memorias y relatos.
En este sentido, la historia del arte es una disciplina que se constru­
ye a partir de recuerdos y de olvidos; destaca o hace invisibles artistas,
técnicas, temáticas, movimientos, regiones enteras. Y, por supuesto, no
se trata de problemas derivados estrictamente de precariedades discipli­
nares. Así, por ejemplo, el interés de los estudiosos por Tiziano casi hizo
desaparecer a Giorgione y a Lorenzo Lotto. Pero también se impusieron
prejuicios y descalificaciones basados en los más diversos motivos: Berthe
Morisot no podía ser una gran artista (en última instancia, por ser mujer

1. Arthur Danto encuentra la forma esencial de la historia en la narración que, desde


un punto de vista lógico, es diferente de los simples datos en los cuales se basa: “[...]
realmente no podemos dar sentido a cualesquiera fragmentos o piezas que poseamos
de ‘historia-como-registro’ hasta que hayamos encontrado una narración a la que fun­
damenten” (1989, 69).

^ 3 54
y pintar temas domésticos); el dibujo o la gráfica son menos importantes
que el óleo (por razones que tienen que ver más con asuntos económi­
cos y sociales más que con problemas estéticos); el arte florentino del
siglo XV basta para explicar el problema del Renacimiento y se deja de
lado casi todo lo demás; el historiador del arte colonial se enfrenta un
fenómeno secundario. En fin, la historia tradicional fue una disciplina
europea y eurocèntrica que sumió en el olvido la producción artística de
la mayor parte de la humanidad.

Pero, adicionalmente, la historiografía es una tradición; es decir, no sólo


construimos nuestros relatos a partir de una relación directa con aconteci­
mientos que decidimos recordar u olvidar, sino también a partir de relatos
que heredamos; más aún, en realidad estamos abocados a pescar en me­
dio de un mar casi infinito de relatos; esto es, recuerdos de recuerdos, en
los cuales, de alguna forma, pueden seguir vigentes intereses que no son,
necesariamente, equivalentes a los nuestros. Creo que frente a esta consta­
tación no vale la pena caer en la actitud paranoica de quien se siente ago­
biado por la imposibilidad de liberarse de los recuerdos de otros, sintiendo
que lo que él recuerda es lo que los otros han recordado antes, sino que es
mejor comprender que cada vez que leemos o citamos nos reconocemos
como partícipes de una tradición de humanidad y cultura que, en última
instancia, es la del intento humano de vinculamos con lo real. Las impli­
caciones de esa estructura de recuerdos y olvidos pueden desarrollarse en
múltiples direcciones. Veamos tres casos.

Se valora o excluye (lo que equivale a decir que se recuerda u olvida)


desde determinada posición teórica, crítica o histórica. Durante mucho
tiempo se dejó de lado a los artistas barrocos porque no entraban en el
marco de las doctrinas clasicistas dominantes; es decir, por una defini­
ción teórica, que correspondía básicamente a la misma razón crítica por la
cual Clement Greenberg consideraba que el surrealismo no cabía dentro
de los límites del arte que él defendía para su relato de la historia. O, en
otra dirección que quizá hoy vemos como más histórica, el romanticismo
recordaba al mundo clásico y a la Edad Media desde su propio presente, lo
que, de manera general, parece inevitable, a pesar de la preocupación de
Herder de que “[...] los productos de una sociedad estaban condicionados
por los propósitos e ideas de esa sociedad y que dichos propósitos puede
que no coincidan con los nuestros” (Prodo, 2001, 34).

^ 355
Pero, además, por otra parte, la historia del arte se da el lujo de recor­
dar de determinada manera para que sus fichas encajen adecuadamente,
e incluso logra imponer ese recuerdo a las generaciones posteriores. La
restauración de la Capilla Sixtina nos llevó a aceptar que el pintor y colo­
rista de la bóveda y del Juicio Final no era aquel Miguel Ángel supuesto,
“siempre escultor”, definido por una tradición que, a lo largo de los siglos,
lo consideró como la cumbre del Renacimiento; una tradición que lo veía
como la cima de la cima del arte, y hacía impensable que el gran artista
enfrentara críticamente los valores clásicos, que fuera, en realidad, un
manierista. Lo anterior quiere decir que, más allá del debate concreto
sobre la restauración de estos frescos, un caso como el de la Sixtina hace
patente que, en realidad, nunca disponemos de la obra en su estado míti­
co original sino solamente - y de nuevo es una constatación obvia- de la
que ha sido conservada, lo que incluye el cómo se ha querido (o decidido)
conservarla23
.
Los ejemplos se podrían multiplicar. Pero quizá el más clamoroso tiene
que ver con el arte griego, del cual tenemos una visión radicalmente apó­

2. Luis Arciniega, profesor de la Universidad de Valencia, dirige en España un proyecto de


investigación titulado “Memoria y significado: uso y recepción de los vestigios del pasa­
do”, en una dirección que me ha resultado muy inspiradora en esta reflexión. Señala el
profesor Arciniega: “Las obras de arte no son meros reflejos de un momento y un lugar,
sino intencionados resultados de un proceso que abarca el ambiente en el que se crean,
pero también de todos aquellos que se suceden a lo largo de su historia. El estudio del
pasado a partir de los vestigios de otras épocas (ruinas, spolia, reliquias, monumentos,
inscripciones públicas...), la elaboración de una historia del arte local y regional, el an­
helo de un pasado glorioso y la construcción de una identidad en un punto intermedio
entre la memoria y el olvido son algunas de las principales corrientes culturales que
han forjado consecuencias duraderas en la Historia del Arte como disciplina y en la
constitución de su propio objeto de estudio. [...] el patrimonio artístico [es] resultado
de decisiones que implican destrucciones, restauraciones, reutilización e intervenciones
conscientes a lo largo del tiempo, y que, consiguientemente, revelan actitudes y valores
cambiantes, intereses precisos e intenciones manifiestas o latentes”. Correo personal,
26 de julio de 2012.
3. En el sentido que este problema cobra en el poeta Antonio Machado; véase Eustaquio
Barjau, “Introducción”, en: Gotthold Ephraim Lessing, Laocoonte, Madrid, Editora N a­
cional, 1977, 19-20. “El concepto de lo apócrifo conlleva una postura crítica ante la
tradición: la negación-olvido del pasado real, la afirmación-reinvención de un pasado
posible.” Jorge Brioso, “Antonio Machado y la tradición apócrifa”, Anales del Seminario
de Historia de la Filosofía, vol 24, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 2007,
215. Recuperado de: http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo7codigo=2362222

4 356
crifa3, muy diferente de la que ha demostrado la arqueología de los últimos
tiempos. En concordancia con este sentido de “lo apócrifo” que recupero
aquí, el de “la negación-olvido del pasado real, la afirmación-reinvención
de un pasado posible” (Brioso, 2007, 215), recordamos un arte griego que,
en buena medida, nunca existió. Pero, a pesar de todo, quimérica y falsa
como hoy puede aparecer, nuestra memoria de Grecia ha sido una de las
bases fundamentales de la historia del arte y del conjunto de la cultura oc­
cidental. Eso es tan grave como decir que la cultura occidental no se basa
tanto en hechos sino en tradiciones de memorias, nunca seguras: recuerdos
de otros recuerdos y de interpretaciones que hemos aprendido a recordar y
que, de repente, descubrimos que no tenían una base real, aunque en ellas
se cimiente gran parte de lo que somos. Y, al menos en ese contexto, no
tendría sentido que simplemente pretendiéramos cambiarla: un tal afán de
sinceridad y crítica nos aproximaría mejor a los antiguos griegos pero nos
impediría comprender muchos de los procesos posteriores. En otras pala­
bras, no sólo los hechos son determinantes para la comprensión histórica;
incluso puede resultar mucho más definitivo su recuerdo, o el recuerdo del
recuerdo.

En este orden de ideas, el cuestionamiento de la memoria es un proble­


ma esencial, apremiante y concreto, dentro de cualquier investigación que
se haga en el terreno histórico del arte, desde el proceso de reconocimiento
y revisión de los documentos y de las obras; porque, como dije, éstas nunca
nos llegan en estado puro sino como resultado de procesos históricos de
memoria y recuerdo que nosotros heredamos juntamente con los intereses
que los determinan.

Pero también se trata de una pregunta que, a pesar de que pueda pa­
recer obvia e indiscutible, quizá arroja luces sobre los orígenes y las bases
de la disciplina de la historia del arte y, según sospecho, sobre sus crisis
históricas y sobre los proyectos que puede enfrentar en el presente.

Quisiera plantear algunas preguntas sobre la historia del arte hoy, y


sus dilemas, a partir del repaso del papel atribuido a la “memoria” en dos
paradigmas que han sido hitos en la historia de esta área y de algunas
concepciones derivadas de ellos: el paradigma renacentista y el paradigma
filosófico contemporáneo.

b 357
La historia del arte y la fama

Cuando Giorgio Vasari publica en 1550 su libro Vidas de los más excelen­
tes arquitectos, pintores y escultores italianos desde Cimabue a nuestros días,
trabaja a partir de una relación indisoluble entre memoria y fama. Así se
abre el prefacio de la obra:
Los espíritus egregios, llevados por un encendido deseo de gloria, solían no
escatimar ningún esfuerzo en sus acciones, por penosas que fueran, con tal de
conseguir que sus obras fueran tan perfectas y m aravillosas que asom braran al
m undo entero; ni la m ala fortuna ni ninguna otra causa les im pedían alcanzar
la meta fijada, y no únicamente para vivir honrosam ente, sino para obtener
fam a eterna por cada una de sus virtudes excepcionales (3 3 ).

Y aunque el reconocimiento de que existe una relación entre memoria y


fama se repite en las Vidas de manera insistente, para Vasari predomina in­
discutiblemente la idea de la fama, quizá como resultado de su formación
humanista en la que tienen más peso las tradiciones y lecturas latinas que
las griegas, incluso desde la perspectiva del uso o elección de la palabra.
En este sentido, conviene recordar que los conceptos de memoria y de
fama tienen orígenes míticos y significados diferentes.
Mnemosine, personificación de la memoria, es hija de Gea y de Urano
y pertenece al grupo de las Titánides; por tanto, aunque ya no es una de
aquellas potencias elementales como Eros, Caos, el Ponto o las Montañas,
resulta fundamental para la existencia. Llama poderosamente la atención
la presencia de Mnemosine y de sus hijas, las Musas, qn el comienzo mismo
de la Teogonia, de Hesíodo, donde ocupan mucho más espacio que la ma­
yoría de los otros dioses. Las Musas, hijas de Mnemosine y de Zeus, nacen
“para que fueran olvido de males y remedio de preocupaciones” (1975,
98). Ellas pueden crear ficciones pero también enaltecen la verdad e ins­
piran en el poeta una voz divina. No sólo cantan en las fiestas de los dio­
ses sino que son ellas quienes presiden todas las formas del pensamiento;
acompañan a los reyes y les dictan palabras suaves, justas y convincentes
que sirven para aplacar las discusiones y restablecer la paz entre los hom­
bres, lo que les merece a aquéllos el respeto y el amor de sus súbditos.
Como contraparte de Mnemosine y de todo lo que ella significa, apa­
rece Lete, hija de Eris (la Discordia), a su vez hija de la Noche; mientras
que Mnemosine personifica la Memoria, Lete se convierte en alegoría del
Olvido, hermana de la Muerte y del Sueño (Cf. Grimal, 1965, 315, 363):
“[...] la maldita Eris parió a la dolorosa Fatiga, al Olvido, al Hambre y los

¿ 358
Dolores que causan llanto, a los Combates, Guerras, Matanzas, Masacres,
Odios, Mentiras, Discursos, Ambigüedades, al Desorden y la Destrucción,
compañeros inseparables, y al Juramento, el que más hace penar a los
hombres de la tierra [...] (Hesíódo, 1975,104). El contrapunto con Lete y
sus hermanos ayuda a iluminar todavía más el significado de Mnemosine.
La Fama, por su parte, es una figura divina que no aparece en Hesíodo;
y, aunque se menciona eñ algunas tragedias y se afirma que había en Ate­
nas un altar dedicado a ella, en realidad nos ha llegado sobre todo a través
de Virgilio y de Ovidio.
En el Libro Cuarto de la Eneida, Fama es sinónimo de rumor o de voz
pública; es un monstruo horrendo, cubierto de plumas que ocultan nume­
rosos ojos, bocas y orejas; es la más veloz de todas las plagas, que se for­
talece con su propio movimiento y que no descansa ni de día ni de noche;
la Fama es mensajera tenaz de todo lo falso y de lo malo pero también de
todo lo verdadero y bueno (Virgilio, 2000, 81-82). Pero es todavía más
impactante la imagen que crea Ovidio en el Libro XII, versos 39 a 63, de
Las Metamorfosis:
El centro del Universo es un lugar igualm ente alejado del cielo, de la tierra y
del m ar, y que sirve de límite a estos tres imperios. Se descubre desde este p u n ­
to todo lo que pasa en el m undo y se oye todo lo que se dice. En este lu gar h a­
bita la Fam a sobre una torre rod ead a de mil avenidas. El techo está horadado
p o r todas partes; no se encuentra en ella ninguna puerta, y perm anece abierta
día y noche. Las m urallas están hechas de un m etal sonoro, que repite todo lo
que p o r el m undo se dice. A unque el reposo y el silencio sean desconocidos en
este lugar, jam ás se oyen grandes gritos; solam ente un ruido sordo y confuso,
que sem eja al del m ar lejano o al que hacen las nubes después del relám pago.
Los pórticos de este palacio están siem pre llenos de una gran multitud que va
y viene sin cesar; se oyen mil comentarios, tan pronto verdaderos com o falsos.
A llí reina la tonta credulidad, el error, una falsa alegría, el tem or de las alarm as
sin fundam ento, la sedición y los m urm ullos misteriosos de autores descono­
cidos. La Fam a, que es de aquel lu gar la soberana, ve todo lo que en el cielo,
m ar y tierra sucede y exam ina todo con inquieta curiosidad. ( “El sím bolo de
fa m a .. w w w .legba-h erm es.blogspot.com )

Según Pierre Grimal, la figura de la Fama es sólo un remedo de los gi­


gantes y seres monstruosos de la generación divina anterior a los dioses
olímpicos, un remedo creado por los poetas latinos, y “[...] constituye, más
que un verdadero mito, una alegoría transparente y tardía” (Grimal, 1965,
192). En la imagen de Ovidio, la Fama vive rodeada por la credulidad, el
error, la falsa alegría, el terror, la sedición y los falsos rumores; extiende lo

^ 359
que se dice, sin preocuparse de si es verdad o no. Pero en el mundo clási­
co, muchos la buscan y adoran porque es una forma de comunicación que
asegura el conocimiento de las acciones heroicas o de las que se salen de lo
habitual, y permite que no caigan en el olvido propio de la muerte; incluso,
la Fama asegura una forma de inmortalidad, que es en efecto la única real
para los griegos, al hacer que el reconocimiento del héroe se mantenga en
la memoria de los hombres del futuro; por eso, Aquiles prefiere una vida
corta pero gloriosa.
Sin embargo, como señalan Rudolf y Margot Wittkower, en el mundo
antiguo la fama es esquiva para los artistas. En general, como en la obra
de Duris de Samos, quien escribió en el siglo IV antes de Cristo unas Vidas
de pintores y escultores, de la cual se conservan sólo pocos fragmentos, todo
se limita a una relativa curiosidad sobre la personalidad de los artistas; y,
de todas maneras, predomina el desprecio hacia ellos por la condición ma­
nual de su trabajo. Plutarco (c. 4 0 - 1 2 0 d.C.) afirma que gozamos con las
obras pero despreciamos a su autor. Y en la misma línea se manifiesta el
escritor satírico Luciano de Samosata (c. 1 2 5 - C . 1 9 0 d.C.) quien había sido
escultor en su juventud; Luciano escribe que la Paideia se le apareció en
sueños para advertirle lo que le esperaba como escultor:
[. . . ] no serás m ás que un jornalero, trabajando con tu cuerpo... recibiendo p a ­
gas exiguas y m ezquinas, hum ilde, u n a figura insignificante en público... uno
más entre el populacho.
Aunque te convirtieras en u n Fidias o un Policleto y crearas muchas obras m a­
ravillosas, todos elogiarían tu artesanía, cierto es, pero ninguno de los que te
vieran -s i fuera sen sato- querría ser como tú; pues com o quiera que fuera tu
obra, serías considerado com o un artífice, un artesano, uno que vive del traba­
jo de sus m anos (W ittkow er, 1985, 17).

Para agravar la situación, según afirma Plinio (23-79 d. C.), los mismos
artistas han renunciado a la fama por buscar la riqueza; los Wittkower
hacen caer en la cuenta de que en esa afirmación está implícita la idea de
que el arte de su tiempo se ha degenerado. Dice Plinio: “La verdad es que
la finalidad del artista, como la de todos los demás en nuestros tiempos,
es la de ganar dinero, no la fama como en días pasados, cuando los más
nobles de su nación consideraban el arte como uno de los caminos hacia la
gloria, e incluso lo atribuían a los dioses” (18).
Pero conviene regresar al ámbito del Renacimiento, que genera el clima
en el cual se desarrolla la obra de Vasari, quien a lo largo de su trabajo
privilegia esa forma particular de recuerdo que es la fama.
Que Lorenzo Ghiberti escriba su autobiografía significa que se plantea
a sí mismo como formando parte de la historia, consciente de que, frente
a la época anterior, él es un nuevo tipo de artista (25). De todas maneras,
el ideal de la fama como recompensa del “hombre superior” (Clark, 1979,
143) está vigente desde el surgimiento del Renacimiento, como aparece
claro en la introducción del tratado De la pintura, que en 1436 León Battis-
ta Alberti dedica a su amigo Filippo Brunelleschi; allí se afirma la convic­
ción de que la excelencia del trabajo de los artistas florentinos de la época
no es inferior a la de “[...] los antiguos que alcanzaron la fama en estas
artes” (Alberti, 1996, 57). Pero, sobre todo para lo que aquí interesa, es
importante señalar que para Alberti la fama es una virtud del artista y no
tanto de su obra, lo que seguramente está en relación con el hecho de que
en esta época se extienda la tradición de escribir sobre la vida de los artistas
más que sobre los asuntos del arte. Alberti lo afirma de manera explícita:
Más que la riqueza, lo que con su trabajo busca el pintor es el elogio, la opi­
nión favorable y la buena voluntad. Lo logrará si su pintura atrae y encanta
a los ojos y a la mente del observador. [...] Pero para que alcance todas estas
metas, el pintor primero que nada debe ser buen hombre y conocedor de las
artes liberales. Todos saben que para recibir la buena voluntad de las personas
es mucho más efectivo poseer un buen carácter que ser excelente en el trabajo
y en el arte (§52, 135).
Es cierto que a partir de 1400 empiezan a aparecer obras como Le vite
d’uom ini ilustri fioren tin i de Filippo Villani, seguidas de monografías y bio­
grafías individuales y colectivas de artistas. Se destaca el códice Anónim o
Maglabechiano del cual forman parte las Vite di X IV uom ini singhulary in Fi-
renze dal 1400 innanzi; atribuido con frecuencia al matemático Antonio de
Tuccio Manetti (1423-1497); en él se habla, junto a ciudadanos tan ilustres
como Leonardo Bruni, de Filippo Brunelleschi, Donatello, Lorenzo Ghiber­
ti, Masaccio, Fra Angélico, Filippo Lippi, Paolo Uccello y Lúea della Robbia.
Pero no son obras realmente significativas en el conjunto de la época4.
Todo lo dicho sirve para mostrar la importancia de que las Vidas de
Vasari se estructuren, en buena medida, a partir de la idea de la fama. Los
suyos son personajes a los que se atribuye un indiscutible reconocimiento
social, adquirido por medio del arte mismo pero que enaltece más al per­

4. E. Zilsel calculó que en las biografías colectivas de italianos famosos escritas en el siglo
XV y la primera mitad del XVI sólo el 4,5% se dedicó a la obra de los artistas, frente al
49% referidas a escritores, el 30% a políticos y militares, el 10% a eclesiásticos y el 6,5%
a médicos (Wittkower, 1985, 24).
sonaje que a su obra, y que revelan una nueva perspectiva para la figura
del artista; como cuando “[...] el papa Pablo III dijo del escultor Benvenuto
Cellini que hombres como él, sin igual en su profesión, estaban por encima
de la ley” (Tatarkiewicz, 1991, 93), o cuando Cesare Cesarino, editor y
comentador de Vitruvio, afirmaba que los artistas eran “semidioses” por
crear obras parecidas a la naturaleza (145).
Esta idea de la fama es un leitm otiv a lo largo de todo el texto vasariano
y dentro de cada una de las vidas, que casi siempre se inician con una re­
ferencia a ella. Así, para señalar sólo un ejemplo, la obra de Cimabue fue
la razón por la que “[...] su discípulo Giotto, movido por la ambición de
la fama y asistido por el cielo y la naturaleza, llegó tan alto con el pensa­
miento, que abrió la puerta de la verdad a quienes han elevado este oficio
al estupor y la maravilla que vemos en nuestro siglo” (Vasari, 2007,109).
Y son, según Vasari, las realidades materiales las que no permiten que los
artistas se dediquen a su verdadero propósito:
Pero si adm iram os tanto a aquellos celebérrim os artistas [lo s griegos y rom a­
nos] que se gan aron tantas recom pensas y que con tanta felicidad dieron vida
a sus obras, ¿cuánto más no debem os celebrar y m an d ar al cielo a estos raros
espíritus que no sólo sin prem ios sino en una p obreza m iserable dan frutos tan
preciosos? Se puede, p o r tanto, creer y estim ar que, si en nuestro siglo exis­
tiera una justa rem uneración, se lograrían sin lu gar a dudas obras mayores y
mucho mejores que lo que hicieron los antiguos. Pero, p o r culpa de que estos
desdichados ingenios tienen que com batir m ás con el ham bre [fam e] que con
la fam a se les tiene enterrados y no se les d a a conocer (cu lpa y vergüenza de
quien podría aliviarlos y no se preocupa de h acerlo) (4 6 8 -6 9 )s.

El problema de la fama es tan importante para Vasari que la edición


de Lorenzo Torrentino de 1550 se concluía con una única xilografía de su
propia mano que representaba a la Fama con las tres artes y los artistas
muertos5 6. Por el contrario, la edición Giunti de 1568 se completaba con
una serie de 250 grabados en madera de retratos de artistas. Pero, y es
importante señalarlo, nunca pensó Giorgio Vasari en realizar ilustraciones
de las obras a las cuales se refería en su texto porque, como es claro, no se
refería directamente a las obras sino a los artistas.

5. En el original italiano aparece el juego de palabras fam e (hambre)-fama, que se pierde


en esta traducción.

6. Cf. Giorgio Vasari, Le Vite de’ più eccellenti architetti, pittori, et scultori italiani, da Ci­
mabue insino a’ tempi nostri, Torino, Giulio Einaudi, 1991,919. Este grabado no aparece
en la traducción de Akal.

^ 362

I
J
La exaltación de la fama de los artistas, más que del valor o significado
de sus obras, se manifiesta claramente en la Academia de las Artes del
Diseño, fundada por iniciativa de Giorgio Vasari en 1562. El principal obje­
tivo que se buscaba con la nueva institución era puramente representativo:
establecer una sociedad que reuniera a los principales artistas florentinos,
bajo la presidencia honoraria del duque Cosme de Mèdici y de Miguel Án­
gel. Los estatutos de la Academia preveían la realización de una especie
de friso alrededor de la sala de reuniones con los retratos de los más ex­
celentes artistas toscanos, de Cimabue en adelante7; es decir, en el mismo
marco de las Vidas y con su mismo sentido conceptual: también aquí en
la Academia se aprenden las “lecciones de la historia” que, a través de los
maestros más famosos, llevan a los artistas a comprender el más elevado
ideal del arte, que se convierte, por tanto, en modelo para imitar.
Quizá una manera de resumir todo lo dicho sería señalando que para
Giorgio Vasari el problema de la memoria en la historia del arte es un asun­
to de fama porque se estructura a partir de una estética de la producción;
aquí la memoria es el recuerdo del artista que se quiere exaltar como un
héroe intelectual y creativo.

Historia del arte y experiencia estética

Johann Joachim Winckelmann plantea su Historia del arte en la A n ti­


güedad, en 1764, como una verdadera contraposición a las Vidas de Vasari:
frente a una historia estructurada a partir de la fama de los artistas, pro­
pone el acercamiento a la obra de arte como fundamento de su historia.
Así, Winckelmann inaugura el amplio panorama de quienes plantean la
historia del arte desde la perspectiva de una estética de la recepción, pa­
norama que, según creo, puede extenderse desde estos mediados del siglo
XVIII hasta (en lo fundamental) el último cuarto del siglo XX. Al menos en
lo que tiene que ver con el problema de la memoria, aquí, junto a Winckel-
mann, caben al mismo tiempo historiadores tan diferentes como Burckhar­
dt, Wòlfflin, Taine, Venturi, Gombrich o Argan.
Cuando en 1764 Winckelmann publica su obra fundamental, explica
que su objetivo es “[...] la elaboración de un sistema del arte antiguo,
no ya con el fin de utilizarlo, por esta vía, para el perfeccionamiento

7. Sobre los dibujos de Vasari, Cf. Panofsky, 1975,195-233.

¿ 363
de nuestro arte de hoy, lo que sólo es posible para aquellos pocos que
estudian el arte antiguo, sino para aprender a observar este último [el
arte antiguo] y a admirarlo” (Assunto, 1990,119). Y a partir de esa idea
básica todo su proyecto se enfoca hacia la experiencia estética: la lectura
y comprensión de la obra, el descubrimiento de elementos formales y de
contenido, el análisis de las relaciones que se pueden establecer entre
diferentes producciones para lograr la comprensión del estilo. De todas
maneras, lo que interesa ya no es la vida o la fama de los artistas sino
la aproximación y el contacto directo con las obras de arte, lo que en la
perspectiva de Winckelmann se logra de manera más adecuada en las
grandes ciudades; la erudición, aunque ésta se derive de la lectura de
los clásicos, pasa a un segundo plano; y reivindica la importancia de la
práctica por encima de aquélla, esto es, el contacto con las obras de arte
antes que “el mucho saber” que “[...] no genera una sana inteligencia”,
una afirmación que, según Winckelmann, procede de los propios griegos
(Winckelmann, 1973, 81-106).
Si nos concentramos en el aspecto metodológico de la disciplina de
la historia del arte, cabría preguntar en este terreno quién recuerda, qué
recuerda, cómo recuerda. Por una parte, en el sentido más pragmático, la
memoria aparece como una herramienta metodológica en el trabajo del
historiador, indispensable para lograr la confluencia de los múltiples aná­
lisis desarrollados, teniendo presente no sólo lo descubierto en el contacto
directo con las obras sino, adicionalmente, ahora sí, los textos de la litera­
tura clásica y los conceptos de todos los expertos anteriores. En este nivel,
Winckelmann logró un reconocimiento excepcional tanto por parte de sus
amigos como de sus más grandes detractores, como de hecho ocurre en
el Laocconte de Lessing (1977), un texto a través del cual se puede descu­
brir un ejercicio incluso pedante de ese tipo de memoria erudita tanto por
parte de Winckelmann como por parte de Lessing8; sin embargo, conviene

8. “[...] Lessing se entregó a los estudios de la Antigüedad, tan caros al siglo XVIII, sólo
como pasatiempo y para confirmar su convicción, no muy halagüeña para nosotros, de
que la mayoría de los eruditos eran charlatanes” (Gombrich, 1991, 33). No se debe ol­
vidar en este contexto que las principales objeciones que se formularon contra Winckel­
mann cuando publicó las Reflexiones (Véase Johann Joachim Winckelmann, Reflexiones
sobre la imitación del arte griego en la p in tu ra y la escultura, Barcelona, Península, 1987)
se basáron en que el autor había dejado por fuera de su texto ese tipo de referencias
eruditas; esos problemas lo llevaron a ampliar su libro con una segunda parte y a ser
particularmente amplio en las citas bibliográficas en todas sus obras posteriores.

^ 364
insistir en que Winckelmann no se limita a la erudición libresca sino que
afirma siempre la preeminencia de la experiencia de las obras de arte, di­
rectamente conocidas.

Por otra parte, sin embargo, también se puede relacionar el problema


de la memoria con el objetivo último, político, social y cultural, de todo el
proyecto winckelmanniano, un proyecto que supera con mucho un mero
disfrute del arte y se ubica en la consideración de “la Antigüedad como
futuro”, para usar la feliz expresión de Rosario Assunto en su estudio sobre
el neoclasicismo. Esta proyección hacia el futuro no se ubica, pues, en el
reconocimiento del arte ante la fragilidad de la memoria sino en la afirma­
ción del arte antiguo como clásico y en su transformación en modelo para
el progreso estético, moral y racional de la sociedad.
Sin embargo, además de estos asuntos de método o de filosofía de la
historia, es evidente que lo fundamental para el Winckelmann historiador
es el resultado final que con todo ello se logra; es decir, aquello que se
recuerda: la posibilidad de reconocer cualquier monumento griego como
una memoria del pasado y descubrir en él el valor de aquel pueblo, que
considera dotado de una mente más elevada y fuerte que la nuestra. Y
ésta, la de recordar al pueblo que creó aquellas obras, es ya una perspec­
tiva nueva, un objetivo directo que no existía en Vasari. Por eso, aunque
ya desde el romanticismo se pone en discusión la visión proyectiva de la
memoria ( “la antigüedad como futuro”), en el contexto moderno de la
disciplina se mantienen siempre al menos dos de los conceptos básicos de
Winckelmann.

En primer lugar, el del valor de la obra por encima del prestigio perso­
nal del artista. Así, mientras que la obra de arte cubre cada vez más y de
manera simultánea los terrenos de la experiencia, el sentido, la presencia
en el contexto social, la documentación, y hasta define la dirección meto­
dológica, la disciplina abandona progresivamente la exaltación de la figura
del artista y la proclamación de su fama, un tema que pasa a ser, sobre
todo, competencia del mercado; de todas maneras, es claro que el modelo
vasariano de consagración de los grandes hombres que son los artistas ha
sido superado y que nos interesa su proceso estético muy por encima de su
biografía personal. Pero ese privilegio de la obra significa también que el
historiador del arte no puede darse el lujo de limitarse a la frágil memoria
sino que cada vez se encuentra más impelido al contacto más o menos
directo con las obras. E. H. Gombrich decide que sólo considera para su
relato obras que haya podido conocer, mientras que G. C. Argan reafirma
como esencial la condición de presente de las obras (ser moderno implica
voluntad de presente, dice Javier Domínguez):
[...] el historiador del arte que debe explicar el significado intrínseco de los
hechos artísticos no puede limitarse a proclamarlos memorables sino que debe
tenerlos presentes. De hecho, la historia del arte es la única entre todas las
historias especiales que se hace en presencia de los hechos y, por tanto, no
debe evocarlos, reconstruirlos ni narrarlos, sino sólo interpretarlos. Esta es la
característica y, al mismo tiempo, la mayor aporía de la historiografía del arte
(1993, 30).

Y un segundo asunto que aparece ya en Winckelmann es la idea de que


hacer historia del arte es posible porque la obra es una forma de memoria
que está vinculada con el medio en el cual se desarrolla y del cual nos ha­
bla. Y de la caracterización de ese medio desde perspectivas geográficas,
históricas, sociales, estilísticas o estrictamente formales surgen también
propuestas metodológicas distintas. Por supuesto, la referencia al medio es
tan amplia que allí cabe cualquier cosa, desde el clima, hasta el puro con­
texto artístico; lo importante, sin embargo, es destacar que la conciencia
de la relación esencial del arte con el medio se contrapone a pretensiones
estrictamente autorreferenciales que, al estar limitadas a la estricta consi­
deración de la obra, harían desaparecer el valor de la memoria.

Quizá podría afirmarse que, en este amplio contexto moderno de la


historiografía, la memoria tiene un carácter más funcional que poético; es,
sobre todo, una facultad intelectual que posibilita el ejercicio básico del
historiador del arte en el sentido de establecer relaciones que posibiliten la
interpretación de las obras. En palabras de Argan,
En resumen, lo que valoramos no es un tipo de obra sino un tipo de proceso,
una forma de establecer relaciones. En otras palabras, el dinamismo o la dialé­
ctica interna de una situación cultural, en la cual la obra que estudiamos, si es
realmente la que pensamos que es, encuentra naturalmente su lugar, se vincula
a un contexto, funciona. Es un juicio histórico que no cierra sino que abre una
investigación; después de haber verificado las relaciones que convergen y se
enlazan en la obra, explicando su génesis, se verificarán aquellas que surgen de
ella, en diferentes direcciones y con tramas más o menos largas en el espacio
y en el tiempo (28).

Es claro, pues, que además de aquella memoria funcional del investiga­


dor se afirma que para la Historia del Arte la obra es, ante todo, un núcleo

^ 366
de memoria histórica o, quizá mejor, que la médula de la obra de arte es su
potencial de memoria histórica.
A pesar de lo complejo que pueda ser su proyecto, el párrafo de Argan
apenas citado suena demasiado esquemático. Y no tanto por la referencia
funcional que se comprende bien en un “gran relato” como el que busca
Argan, sino por la sensación que deja de que la situación cultural ya está
definida y clara. Por eso, junto a este párrafo deberían recordarse mu­
chos otros pasajes del mismo historiador en que insiste en la necesidad
de revisar permanentemente y desde las más diversas vertientes todos
los contextos, que siempre son construcciones culturales. No se trata de
encontrar para la obra un lugar definido en el trazado de una línea con­
tinua, como ocurre en Vasari, en Winckelmann o en Wólfflin, sino de la
construcción de una red de relaciones posibles, en la que “Lo que nos
interesa son los vínculos reales, directos o indirectos, ocultos o patentes
que se trenzan entre los hombres y conforman a la humanidad entera
como una sociedad histórica” (2 9 )9. En la misma dirección, cabría recor­
dar el “credo secular” de Gombrich que, en último término, afirma que
una historia del arte sólo es concebible en un contexto cultural (1981,
27-28).

La perspectiva de esa historia en red insinuada por Argan es difícil pero


posible, al menos como proyecto; sin embargo, cuando del proyecto se

9. “Explicar un fenómeno significa individualizar, en el interior del mismo, las relaciones


de las que es producto y, en el exterior, las relaciones que él produce, o sea las que lo
vinculan con otros fenómenos, de tal manera que se forma un campo, un sistema oii
tout se tient. [...] No diremos, entonces, que el fetiche negro y el Juicio final de Miguel
Angel entran igualmente en la categoría artística porque el arte está por encima de
la contingencia histórica, universal; eso sería como explicar el sistema de parentescos
diciendo que todos los hombres son hermanos en el Señor. Lo que nos interesa son
los vínculos reales, directos o indirectos, ocultos o patentes que se trenzan entre los
hombres y conforman a la humanidad entera como una sociedad histórica. Diremos,
entonces, que el fetiche negro y el Juiciofinal de Miguel Ángel hacen parte de un mismo
sistema de relaciones o de un mismo contexto histórico; de modo que nuestra cultura,
admitiendo la coexistencia de esas obras en el mismo campo fenomenológico del arte,
debe llegar a definir su relación o las razones por las cuales no se puede entender a una
de ellas sin entender también a la otra” (Argan, 1993,26-29; estas versiones al español
son mías). (La referencia a la escultura negra y al Juiciofinal parte de Panofsky, quien la
utiliza para señalar que todo concepto histórico se basa evidentemente en las categorías
de espacio y tiempo, y que ambas son, en realidad, aspectos de una sola operación que
crea un “marco de referencias”) (Cf. Panofsky, 1975, 22-23).

^367
pasa al desarrollo, el esquema de la tradicional historia del arte se hace
insostenible.

Historia del arte y mem orias

Quizá lo que aquí se discute podría llegar a leerse como una enésima
manifestación de la crisis de la disciplina de la historia del arte; pero no se
pretende plantear tal crisis, que se ha convertido en un lugar común que
pocas veces se analiza realmente; y mucho menos cuando comienzan a
ponerse en tela de juicio las consideraciones sobre el sentido del fin de la
historia y de sus relatos. Quizá, como ocurrió en los tiempos de Winckel-
mann, asistimos a la aparición de nuevos problemas, de nuevas preguntas
de investigación, de nuevas metodologías que pueden llegar a transformar
radicalmente la disciplina, sin que ello signifique que la crisis es un calle­
jón oscuro y sin salida.
Tampoco se pretende afirmar que podríamos estar ante un corte radical
con la tradición historiográfica; ese tipo de cortes pertenecen más bien a
visiones causales y progresivas de la historia. Quizá asistimos, mejor, a una
especie de desarrollo en espiral en el cual se regresa a los mismos asuntos
pero siempre en una ubicación diferente. De hecho, seguimos (y seguire­
mos) encontrando trabajos de historia del arte que funcionan a partir de la
fama de los artistas o, lo que metodológicamente es equivalente, a partir
de su denigración, sin que parezca ser importante el paso de Vasari a Winc-
kelmann ni la consideración de las obras; de la misma manera, es imagina­
ble una historia que recurra al viaje de arte que se remonta a la tradición
de Pausanias; y hasta podrían encontrase equivalentes informáticos de los
recetarios medievales. Y, por supuesto, seguiremos prestado una atención
especial a lá experiencia estética.
Pero lo que aquí interesa es el contexto generado por la multiplicidad de
las memorias a las cuales busca dar hoy respuesta el arte; es evidente que
esa multiplicidad transforma la producción artística y todo lo que tiene que
ver con el sistema del arte; porque aunque sea claro que los trabajos y pers­
pectivas del historiador y del artista no son iguales, lo es también que si
hablamos de una historia del arte, la transformación de éste significa que,
irremediablemente, también la disciplina de la historia del arte recibe sus
impactos. Las respuestas teóricas son más o menos conocidas: memorias
fragmentadas, discontinuidad, anacronismo, historia del arte como cons­
trucción a partir de fragmentos, valoración de lo efímero, azar, archivo,
historia dé las imágenes. Sin embargo, quizá no contamos todavía con una
carga crítica suficiente de trabajos de este tipo que nos permita vislumbrar
en qué consisten, cómo se despliegan estas nuevas historias y qué sentido
alcanzan. A este respecto me parecen muy útiles las observaciones que so­
bre las formas no narrativas de historia hace Jarque (2010,123-126).
La transformación de los esquemas curatoriales es un terreno fecundo
que conduce a algunas de las preguntas que, según creo, puede hacerse
hoy la historia del arte. Si en Vasari encontrábamos el interés por el artista,
y en la modernidad se giraba alrededor de la experiencia estética, parece
que, en virtud de la multiplicación de las memorias, que, de alguna ma­
nera, son “memorias implicadas” existencialmente, ahora nos dirigimos
más allá de las obras, hacia un amplio contexto cultural, antropológico,
social, político e incluso mítico. Pero, de todas maneras, es claro que no
nos detenemos en las obras sino que ellas nos sirven de trampolín para una
reflexión o experiencia que obviamente las supera; es innegable que, como
decimos muchas veces frente al dolor de las víctimas, no podemos quedar­
nos en estetizar la tragedia ni en la mera contemplación; quizá recordando
lo dicho por Adorno, “no se puede escribir poesía después de Auschwitz”.
Pero, en cierto sentido parafraseando a Adorno, tampoco sería perti­
nente detenerse en la obra cuando consideramos otros tipos de experiencia
que se pretende analizar. Si de la estética de la producción pasamos a la
estética de la recepción, ¿qué enfrentamos ahora? Porque evidentemente
ya no nos detenemos en el artista ni la experiencia se centra en la obra
sino que va más allá, a las resonancias que estos trabajos despiertan en la
comunidad, que se entiende como lo esencial mientras que la obra misma
puede ser incluso olvidable.

¿Una estética de la reflexión? ¿Y, entonces dónde queda la obra, dónde


queda el arte? ¿En la pura idea? ¿Sería una especie de estética de la expe­
riencia social, o de la autorreflexión consciente, o de la conciencia civil?
¿O de una estética relacional? O quizá tampoco se trataría de una “estéti­
ca” de la experiencia social sino, directamente, de una experiencia, de un
asunto que es, sobre todo, ético.

Lo que parece claro, en todo caso, es que la intensa implicación del


arte con lo social ha superado el puro nivel estético. ¿O esto sigue siendo
estética?

í - 369
No se trataría, en ningún caso, de mantenernos aferrados a una forma
superada de hacer historia del arte, entre otras cosas porque no valdría la
pena. En principio, en cuanto disciplina, la historia del arte es una cons­
trucción autónoma; pero no es independiente ni puede darle la espalda al
arte mismo; y si las prácticas artísticas se enfocan hacia esta implicación
social, la historia del arte no puede asilarse en la torre de marfil de los
grandes genios del pasado y de sus obras fascinantes. Sin embargo, cabe
preguntarse si centrar la investigación en aquellos problemas antropológi­
cos y culturales es todavía hacer historia del arte o, más bien, es la partici­
pación en procesos interdisciplinarios en los terrenos de la historia social
y política, historia social y política en la que depositamos toda la carga
significativa, mientras que el historiador del arte podría, digamos así, “re­
servarse” solamente el archivo y la documentación previa más específica.
Por supuesto, no tendría sentido retomar a una tradicional estética de la
recepción después de aquel ejercicio interdisciplinario.

Pero la referencia a la ética y a la experiencia quizá nos está hablando


de un asunto más trascendental; porque la historia del arte, al menos des­
de Winckelmann, se basa en un concepto de autonomía del arte que ahora
parece que ya no se mantiene y, por tanto, cabe preguntar si estamos ante
una contaminación que podría generar la necesidad de un nuevo estatuto
teórico de la disciplina.

Y quizá cabría otra serie de preguntas. ¿Debemos aceptar que estamos


frente a un tipo de experiencia distinta, frente a un arte distinto y, por
tanto, frente a la necesidad de desarrollar otra disciplina? Quizá es lo que
ocurre cuando se plantea una división irremediable entre historia del arte
y estudios visuales. Pero, si no se quiere caer en una división esquizo­
frénica entre presente y pasado, imposible en este reconocimiento de la
cultura como memoria, ¿qué ocurre cuando la historia del arte, como es
apenas obvio, mira hacia el pasado? (Así como la idea de la experiencia
estética y de la obra de arte nos permitió e incluso nos obligó a cambiar de
perspectiva frente a los iconos bizantinos o frente a los hombres famosos
del Renacimiento). ¿Cuáles son los intereses de esa historia del arte como
memorias múltiples cuando mira, por ejemplo, a Egipto, a la Edad Media o
al arte prehispánico? ¿O es que nos veríamos obligados a aceptar que eso
ya no interesa como problema específico y que la disciplina de la historia
del arte se disuelve en una historia de las mentalidades?
En definitiva, ¿es posible concebir una historia del arte que, en última
instancia no es historia ni de los artistas ni de las obras sino del significado
que éstas tienen para el espectador, y para la sociedad, quizá a partir de
la constatación de que también para el artista mismo lo que interesa no
es la obra sino sus implicaciones públicas? ¿Hay un camino más allá de la
autorreferencialidad y de la autonomía del arte? ¿O es esto un callejón sin
salida?

¿ 371
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t 373
Los autores

A d o lfo L e ón Grisales Vargas

Profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad de Caldas, en


las áreas de Estética, Hermenéutica y Epistemología de las ciencias huma­
nas y sociales. Doctor en Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana.
Director del Grupo de Investigación Filosofía y Cultura. Profesor titular del
Doctorado en Diseño y Creación y del Doctorado en Estudios Territoriales.
Correo electrónico: adolfo.grisales@ucaldas.edu.co.

M a ría del R o s a rio A costa López

Profesora Asociada y Directora de Posgrados en el Departamento de


Filosofía de la Universidad de los Andes. Doctora en Filosofía de la Univer­
sidad Nacional de Colombia. Es autora, entre otros, de La tragedia como
conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller (2008), Silencio y
arte en el romanticismo alemán (2006), Wassily Kandinsky: creador de m un­
dos (2006), y prepara actualmente un libro de introducción a la filosofía
moderna del arte. Ha dirigido compilaciones sobre Hegel (2007), Schiller
(2008), filosofía contemporánea del arte (2008 y 2009) y filosofía política
moderna y contemporánea (2010). Algunos de sus ensayos más recien­
tes en el área de la estética tratan sobre Paul Klee (2012), Aby W arburg
(2011), Heidegger (2010), G.W.F. Hegel (2012) y Friedrich Schiller (2010
y 2011). Correo electrónico: maacosta@uniandes.edu.co

J a iro M o n to y a G óm ez

Doctor en Filosofía, Profesor Titular Universidad Nacional de Colom­


bia, sede Medellin. Estudios en la Universidad Pontificia Bolivariana y en
la Universidad de Antioquia, en el Consejo Superior de Investigaciones
Científicas (Madrid), y en la Universidad de Puerto Rico. Miembro del
Grupo de Estudios Estéticos de la Universidad Nacional, sede Medellin.
Entre sus publicaciones recientes, Paroxismos de las identidades y amnesias
de las memorias. (Ed. Obra selecta, Universidad Nacional, Bogotá, 2010),
Implosiones lingüísticas, expansiones estéticas. (Ed. Universidad Nacional,
Medellín, 2008), Correo electrónico: jmontoya@unal.edu.co

J a v ie r D o m ín g u e z H ernández

Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia, área


de estética y filosofía del arte, Miembro del Grupo de Investigación en
Teoría e Historia del Arte en Colombia. Entre sus publicaciones, “Belleza y
vida humana, arte y estética” (2010), “Lo romántico y el romanticismo en
Schlegel, Hegel y Heine. Un debate de cultura política sobre el arte y su
tiempo” (2009). Correo electrónico: jjdominguezh@une.net.co

D a n ie l J e ró n im o T ob ón G ira ld o

Filósofo de la Universidad de Antioquia, Magister en Filosofía de la mis­


ma universidad. Docente del Instituto de Filosofía. Entre sus artículos más
recientes se encuentran: “On the Paradox of Tragedy: Notes for the Ba­
lance of its Theoretical Heritage” (Proceedings o f the European Society fo r
Aesthetics, 2012), “La melancolía de las estatuas rotas: Kant, Baudelaire
y la ruptura del ideal de la belleza humana” (Estudios de Filosofía, 2011)
y “Aquí, hoy, a viva voz: sobre lo contemporáneo en el arte colombiano”
(Cuadernos MAVAE, 2010). Correo electrónico: jeronimotbn@yahoo.com

Vicente Jarqu e

Doctor en Filosofía (Universidad de Valencia). Profesor Titular de


Estética (Facultad de Bellas Artes, Universidad de Castilla-La Mancha).
Entre sus libros se cuentan: Imagen y metáfora. Estética de W alter Benja­
m ín (1992), Experiencia histórica y arte contemporáneo. Modelos de crítica
(2002), Historia, progreso y arte contemporáneo (2011). Como editor ha
publicado diversos catálogos de artistas, así como textos sobre y de la Es­
cuela de Frankftirt (1997), de Siegfried Kracauer (Estética sin territorio,
2006) y de Herder (Escultura, 2006). Colabora habitualmente como crítico
en distintos medios de prensa (El País, A rte y Pa rte). Correo electrónico:
vicente.jarque@uclm.es
D o m in g o H ern án d ez Sánchez

Doctor en Filosofía y Profesor Titular de Estética y Teoría de las Artes


en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Salamanca (España). Entre
otras publicaciones, es autor de las monografías La ironía estética. Estética
rom ántica y arte moderno (Ed. Universidad de Salamanca, 2002) y La co­
media de lo sublime (Quálea Editorial, 2009; edición en portugués 2012),
traductor de Filosofía del arte o estética, de G. W . F. Hegel (Abada Editores,
2006), y editor de los volúmenes compilatorios Estéticas del arte contempo­
ráneo (Ed. Universidad de Salamanca, 2002) y Arte, ciierpo, tecnología (Ed.
Universidad de Salamanca, 2003). Correo electrónico: dheman@usal.es

Iv o n n e P in i de Lapidus

Historiadora, Magíster en Historia y Teoría del Arte y la Arquitectura de


la Universidad Nacional de Colombia, donde es profesora Titular y Eméri­
ta. Coordinadora del grupo de investigación en Historia del Arte de Amé­
rica Latina y Colombia en el Doctorado en Arte de la misma Universidad.
Profesora Universidad de los Andes. Entre sus libros más recientes están:
Fragmentos de memoria. Los artistas latinoamericanos piensan el pasado
(2001), Traducir la imagen (2012), en coautoría con Ma. Clara Bemal; M o ­
dernidades, Vanguardias, Nacionalismos (Universidad Nacional, 2012), en
coautoría con Jorge Ramírez. De su autoría son diversos ensayos sobre arte
latinoamericano y capítulos de libros como: “Colombia” en Latín American
A r t in the Twentieth Century. Es Editora ejecutiva de la revista A r t Nexus y
miembro del Comité científico de la revista Ensayos. Correos electrónicos:
mipinid@unal.edu.co, ipini@uniandes.edu.co

Ile a n a D iégu ez

Doctora en Letras con Pos-Doctorado en Historia del Arte en la UNAM.


Profesora investigadora en la Universidad Autónoma Metropolitana, Uni­
dad Cuajimalpa, México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores.
Algunos de sus textos: Cuerpos ex/puestos. Prácticas de duelo (primeras
aproximaciones). Cuaderno de Investigación. Maestría Interdisciplinar en
Teatro y Artes Vivas. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, (2009);
“La práctica artística en contextos de dramas sociales”. Latín American

^ 377
Th eatre Review 45/1. Fall. University o f Kansas (2011); “La puesta en
escena del cuerpo pos/sufriente. Iconofilias sacrificiales”. Memorias del
II Congreso Internacional de Estudios Teatrales, Universidad de Antioquia
(2012); “Teatralidades de la violencia. Alegorías neobarrocas”. Gestos No.
53 (2012), entre otros. Correo electrónico: insular5 @yahoo.com

O lga Isabel A costa Lu n a

Diseñadora gráfica y magíster en Historia de la Universidad Nacional de


Colombia, Doctora en Historia del Arte de la Universidad Técnica de Dres­
de (Alemania). Actualmente se desempeña como investigadora de la cu­
raduría del Museo Colonial y Museo Iglesia Santa Clara en Bogotá. Como
curadora, ha participado desde el 2007 en varios proyectos relacionados
con la historia y el arte colombianos como Una vida para contemplar. Ciclo
pictórico de la vida de Santa Inés de M ontepulciano (MAC, 2011), Un país
hecho de fú tb o l (MNAL, 2011), Las historias de un grito. 200 años de ser co­
lombianos (MNAL, 2010). Entre sus publicaciones recientes se encuentran:
Una vida para contemplar. Ciclo pictórico de la vida de Santa Inés de M on ­
tepulciano O. P. (Museo Colonial, 2012); Milagrosas imágenes mañanas en
el Nuevo Reino de Granada (Vervuert-Iberoamericana, 2011); Narraciones
patrias. Representación pictórica de sucesos historíeos de la Independencia
durante la prim era mitad del siglo X X (MNAL, 2010). Correo electrónico:
olgaacostaluna@gmail.com

C arlos M a r io Vanegas Z u b iría

Filósofo, Universidad de Antioquia, miembro del Grupo de Investigación


en Teoría e Historia del Arte en Colombia. Correo electrónico:
carloszubiri@yahoo.com

J aim e H u m b e rto B orja G óm ez

Profesor Asociado del Departamento de Historia de la Universidad de


Los Andes, Bogotá. Doctor en Historia de la Universidad Iberoamericana de
México D.F. Miembro de los grupos de investigación “Prácticas Culturales,
Imaginarios y Representaciones” (Colciencias A l ) y “Retóricas Jesuitas”

± 378
(Universidad Iberoamericana de México, Conacyt). En la actualidad inves­
tiga acerca de representaciones en la pintura colonial en América hispáni­
ca. Ha publicado cinco libros, entre los últimos “Pintura y cultura barroca
en la Nueva Granada. Los discursos del cuerpo” (2012); “Historia de la Vida
privada en Colombia (Taurus, 2011). Es autor de 55 artículos especializa­
dos para revistas y libros colectivos y ha participado en varias curadurías
entre las que se destaca “Habeas Corpus” y “Los primeros Tiempos moder­
nos” (Colección permanente, Banco de la República). Correo electrónico:
jborja@uniandes.edu.co

A scensión H ern án dez M a rtín e z

Doctora en Historia del Arte. Profesora Titular de la Universidad de


Zaragoza. Especialista en arquitectura contemporánea y teoría e historia
de la restauración monumental. Forma parte del grupo IPEC (Ideología y
Patrimonio en la España Contemporánea), junto con las profesoras Esther
Almarcha Núñez-Herrador y M a. Pilar García Cuetos, grupo responsable de
la puesta en marcha de varios proyectos nacionales de investigación sobre
la restauración de monumentos españoles durante el franquismo. Ha sido
invitada como docente en numerosas universidades españolas y extran­
jeras. Entre sus publicaciones se encuentran: La clonación arquitectónica
(Siruela, 2007). Asimismo, ha publicado numerosos artículos en revistas
extranjeras, entre ellas: Param etro, Apuntes. Revista de estudios sobre P a tri­
m onio Cultural, StudiLatinoamericani, y Future Anterior. Journal o f Historie
Preservation. Ejerce como crítico de arte y arquitectura, y es miembro de
la Asociación Española de Críticos de Arte. Correo electrónico: asheman@
unizar.es

C arlos A r tu r o Fernández U ribe

Doctor en Filosofía y Doctor en Historia del Arte. Trabaja en las áreas


de la historia del arte moderno y contemporáneo y de los problemas dis­
ciplinares de la Historia del Arte. Entre sus publicaciones se encuentran
las siguientes: Concepto de arte e idea de progreso en la Historia del Arte
(Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, 2008), Arte en Colombia
1981-2006 (Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, 2008), Apuntes
para una historia del arte contemporáneo en A ntioquia (Medellín, Colección

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de autores antioqueños, 2007), Fundamentos estéticos de la crítica literaria
en Colombia-Finales del siglo X IX y comienzos del XX (en coautoría con Sofía
Stella Arango. Medellm, Editorial Universidad de Antioquia, 2011). Miem­
bro del Grupo de Teoría e Historia del Arte en Colombia, Facultad de Artes
Universidad de Antioquia (Medellín, Colombia). Correos electrónicos: ca-
feman@hotmail.com, carlosarturofemandezu@gmail.com
Se terminó de imprimir en Editorial Artes y Letras S.A.S.
en enero de 2014. Para su elaboración se utilizó papel Propal
beige de 70 gr. y Propalmate 115 gr. La fuente empleada fue 12 puntos
Charter BT para los textos y 16 puntos para los títulos.

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