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Tris
nstituto Sílaba
|Ho
ilosofía
UNIVERSIDAD
DE ANTIOQUIA
18 0 3
Facultad de Artes
Domínguez Hernández, Javier, 1948-
El arte y ia fragilidad de la memoria / Javier Domínguez Hernández, Carlos
Arturo Fernández Uribe. - Medellin: Universidad de Antioquia, Instituto de
Filosofía, Sílaba Editores, 2014.
380 p.; 17 x 24 cm.
ISBN 978-958-8794-26-6
1. Ensayos colombianos 2. Arte - Ensayos 3. Cultura - Ensayos
I. Domínguez Hernández, Javier, 1948-, II. Tít.
Co864.6 cd 21 ed.
A1432862
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
ISBN: 978-958-8794-26-6
Presentación 9
^ 8
Presentación
4 * 11
encontrar, por una parte, un conjunto de reflexiones sobre los,problemas
filosóficos que surgen:al considerar la función cultural del, arte y: aquello
que puede aportar a la memoria. Algunos de los autores se concentran en
defender la capacidad transfiguradora de aquellas obras que a través- de su
mediación posibilitan una apropiación creativa del pasado, y que en vez
de insistir sobre el pasado traumático que cierra los horizontes, lo recom
pone en perspectivas duraderas y constructivas. Otros autores, en cambio,
insisten en la capacidad del arte para enfrentarse a las paradojas de la
memoria: es el caso de obras que, justo por su fragilidad y la tensión con
que guardan las contradicciones, son capaces de salvar experiencias que se
encuentran en el borde de lo decible, experiencias que de otra manera no
se podrían articular. Otros, finalmente, se concentran en las dificultades a
las que lleva la voluntad política que prescribe tanto arte de la memoria:
conduce a la rutina del arte vacío pero “políticamente correcto”. Todos
estos textos se destacan porque, sin perder su orientación claramente filo
sófica, se orientan por la interpretación de obras y situaciones concretas,
dando muestra de la productividad de la filosofía para enfrentarse con el
presente.
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< -
El arte como forma esencial del olvido
JLjO que quiero ofrecer a ustedes es una serie de reflexiones más o me
nos dispersas1, ligadas por un hilo muy fino. No quiero tanto defender
alguna tesis, en el sentido fuerte del término, sino señalar algunos caminos
para pensar la relación del arte con la memoria; pero también su relación
con la violencia, con la guerra y con la esperanza, y para ello me quiero
apoyar en el último proyecto de Juan Manuel Echavama. Esta obra fue ex
puesta por primera vez en el Museo de Arte Moderno en octubre de 2009
bajo la curaduría de Ana Tiscornia, que fue quien la tituló: La guerra que
no hemos visto. Un proyecto de memoria histórica. ■
Hay tres ideas centrales que me orientan en este propósito: de un lado,
una de Adorno, que sostiene que no es posible el arte después del Holocaus
to; de otro lado, una de Gadamer, quien piensa el arte como promesa de un
orden íntegro en medio de la ruina creciente que amenaza con disolverlo
todo, el arte, pues, como esperanza y a la vez como única posible realización
de un mundo mejor; y, por último, una afirmación de Vattimo, hace poco
en una conferencia que ofreció en Argentina, respecto a que “no hay arte
sin violencia, si una obra de arte no tiene un poco de violencia dice poco”12.
1. Este texto fue escrito expresamente como una conferencia, por ello prefiero mantener
el tono más íntimo y cercano de la conversación que el más impersonal y distante del
texto académico.
2. El Clarín,11 de abril de 2006, M aría Luján Picabea. Texto tomado de una entrevis
ta y una conferencia de Gianni Vattimo publicada en: http://www.giannivattimo.it/
News2/Vattimo%20in%20Argentina.html. V alga decir que lo que aquí plantea Vattimo
de manera tari directa es consecuente con lo que ha expresado en otros textos cuando
cuestiona la crítica de G adam er a la conciencia estética: “lo que se da en la obra de arte
es un peculiar momento de ausencia de fundamento de la historicidad, que se presenta
como una suspensión de la continuidad hermenéutica del sujeto consigo mismo y con
la historia. La puntualidad de la conciencia estética es el m odo en que el sujeto vive el
salto al Ab-grund de su propia mortalidad” (Vattimo, 1 9 97 ,1 11 ).
Sobre la base de estas tres ideas propongo una pregunta de fondo: ¿qué
lugar le cabe todavía a la esperanza?, ¿qué cabé esperar? Octavio Paz, en El
arco y la lira, cuando compara la poesía y la religión, pone el asunto en estos
términos: ambas consisten en ser una revelación de la condición original del
ser humano, de nuestra orfandad esencial, de nuestra fragilidad, de la gra-
tuidad de nuestra existencia; sin embargo, la religión enseguida oculta esa
revelación con la promesa de redención, la poesía, en cambio -dice-, nos
enfrenta desnudos a tal revelación. Pero, entonces, pregunto, ¿será que el
sentido de la poesía y del arte, en general, es denunciar como pura ilusión
toda esperanza, para dejamos, como diría Buber, desvalidos a la intemperie
cósmica?
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*
unidad estilística?, ¿es esto realmente arte, cuando expresamente se lo
presenta como un “proyecto de memoria histórica”, que más bien la ubi
caría al lado de los “documentos” históricos?, ¿y cuál es entonces el papel
del arte en relación con la memoria?, ¿puede trazarse un deber ser, un
lugar del arte ante la guerra?, ¿por qué el título, La guerra que no hemos
visto?, ¿quiénes son (somos) los que no la han (hemos) visto?, ¿a quién va
dirigida la obra?
Ahora bien, ¿qué es lo que vemos en estas obras? Quiero llamar la
atención sobre tres aspectos: primero, uno cree que está parado frente a
cuadros pintados por niños, y no sólo por el manejo técnico, sino también
por el desarrollo temático. De pronto vemos que al fondo de una masacre
aparece un arcoíris o un gigantesco sol, escenas de guerra se confunden
con fiestas populares. Algunos han considerado que esto muestra el bajo
nivel educativo de los combatientes, y esto es seguramente cierto, pero no
dice nada, deja de lado el hecho de que es precisamente un artista desta
cado en el mundo del arte el que propone estos “garabatos” como obras
de arte. Es claro que el hecho de que estos cuadros hayan sido pintados
por guerrilleros, paramilitares y soldados no es apenas una cuestión anec
dótica que le confiere un encanto adicional a las obras, eso hace parte de
las mismas obras. Cambiarían sustancialmente las cosas si nos hubieran
dicho que esos cuadros fueron pintados por los niños de la escuela de un
barrio popular; pero cuando nos cuentan que fueron pintados por hom
bres curtidos en la guerra, yo creo que lo que se muestra en estos trazos
infantiles no es la simple falta de escolaridad, sino la propia condición
infantil de esos guerreros, y en esa paradoja salta la chispa en que, a mi
juicio, radica la más profunda dimensión poética y metafórica de esos
cuadros: no parece haber manera de reconciliar que la brutalidad de es
tas escenas sea relatada con el lenguaje de un niño. A propósito de esto
quiero sugerir una comparación atrevida y arriesgada: cuando miramos el
Guernica encontramos, también, como tema, la brutalidad de la guerra y
un lenguaje visual que, de nuevo, nos recuerda el lenguaje infantil; pero
creo que hay una diferencia de fondo con esta obra de Juan Manuel Echa-
varría, porque en el caso de Picasso la composición narrativa de la obra
es sumamente compleja, de modo que el lenguaje infantil resulta ser un
recurso formal (el mismo Picasso decía que él a los quince años ya tenía
la perfección de un Miguel Ángel y que se tardó mucho en volver a ser
capaz de pintar como un niño), mientras que en La guerra que no hemos
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visto lo que se nos muestra es alguien que “piensa” como un niño. Ya es
bien sábidó qúe lo que ocurrió en la: relación de las vanguardias con otras
culturas no..occidentales fue sobre todo la apropiación de la riqueza; for
mal de estas, culturas que permitió renovar el lenguaje desgastado del arte
occidental; todavía tendrá que haber otro tipo de aproximación a esos
otros pueblos para que se nos muestre como esencial la dimensión ritual
y cultural de esta plástica. Creo, pues, que uno de los grandes aciertos
de Juan Manuel Echavarría fue lograr una mediación tal que el discurso
del otro no se “redujera” inmediatamente a nuestros propios términos.
Por ello pienso, al compararlo con el Guernica, que en La guerra que no
hemos visto, el lenguaje infantil juega un papel completamente distinto.
Guernica es pintado por un artista con un lenguaje infantil, en La guerra
que no hemos visto, la mediación del artista es diferente, porque, por así
decirlo, lo que se “escucha” no es la potente elocuencia del artista, sino
propiamente la voz del “otro”; por lo mismo, hasta cierto punto se puede
decir que lo que “vemos” no es la guerra, como puro concepto abstracto,
sino al “otro”.
El segundo aspecto que llama la atención son las cuadrículas que su
tilmente se notan en la composición final de cada obra. Al principio creí
que había sido el resultado de una estrategia para amplificar las obras
originales, pues pensé que Juan Manuel Echavarría y los otros dos talle-
ristas habían considerado que en formato pequeño cada obra parecía más
bien el resultado de un concurso infantil, de modo que para darles mayor
densidad decidieron ampliarlas y enseñarles a los excombatientes cómo
hacerlo a partir de cuadrículas, lo que me pareció ingenioso y pleno de
consecuencias de sentido. Pero me di cuenta de que no funcionaba mi
teoría cuando vi cuadros que rompían la cuadrícula, y cuando supe que
desde el inicio le entregaban a cada pintor las tabletas que pedía. Esto me
pareció sorprendente, porque entonces significa que estos excombatien
tes, que tal vez por primera vez cogían un pincel, fueron capaces de cons
truir por pedazos la coherencia y unidad de unos cuadros muy grandes (la
mayoría son de más o menos 100 cm. x 175 cm., pero hay varios que tie
nen hasta 200 cm. x 175 cm.), y miren ustedes cómo en algunos casos se
nota el esfuerzo por diluir la separación entre una tableta y otra. Creo que
en esta fragmentación radica una de las claves de la dimensión narrativa
de cada cuadro, lo que hace que, para decirlo en el lenguaje de Lessing,
en cada cuadro se entrecrucen la dimensión espacial y la temporal; cada
cuadro “cuenta” una historia, y se hace historia, y no mera sumatoria de
fragmentos de memoria (o mera sumatoria de tabletas), por una unidad
de sentido que en buena medida está tejida por el paisaje. Cada cuadro
son muchos cuadros. En cada cuadro se reconstruye la unidad de sentido
de un montón disperso de experiencias; por ello también, y aunque en
ningún momento fue la intención de Echavarría, es indudable el valor
terapéutico que debió tener la participación en este proyecto para cada
uno de los combatientes.
Un tercer elemento sobre el que quiero llamar la atención es el color
verde presente en casi todos los cuadros, el tamaño y la proporción del
paisaje respecto del macabro relato y de los personajes. Casi se vuelve
invisible la masacre y el único protagonista pareciera ser el paisaje. Hay
escenas que vistas de lejos parecen fiestas populares, pero uno se aproxi
ma y se percata de que en realidad se trata de un combate. Hay otras que
parecen deliciosas escenas de la vida cotidiana, al fondo el mar, las palme
ras, un río, gente bañándose, pescadores, y en un rincón del cuadro, como
escondida, una matanza. Y entonces uno se pregunta si estos “pintores”
quieren enmascarar, maquillar u ocultar la brutalidad de sus actos; en fin,
diluir su responsabilidad. Alguien podría entenderlo como muestra de la
deshumanización del conflicto. Yo creo que se trata de algo muy distinto.
Por un lado, pienso que, como ya lo deda, es un ingenioso recurso para
tejer la unidad narrativa de cada cuadro. Por otro lado, creo que más que
la intención de minimizar las atrocidades de la guerra, allí se expresa
cierto pudor, el arraigo campesino de la mayoría de los combatientes, lo
avasallador de la experienda de vivir en la selva, pero sobre todo funciona
como una potente metáfora del desamparo y la impotencia humana. Se
muestra, para decirlo con una expresión de Blumenberg, el “absolutismo
de la realidad”, la experiencia del empequeñecimiento humano frente a
algo que desborda toda posible comprensión, el absurdo de toda acción
humana frente a una naturaleza impasible, y por lo mismo, a la vez, se
ñala una esperanza.
Es importante destacar algo decisivo en relación con los dos primeros
aspectos mencionados, el del lenguaje infantil y el de las cuadrículas:
la pregunta por la autoría de esta obra. Alvaro Medina sostiene la suge-
rente tesis de que aquí habría que reconocer un doble nivel de autoría,
afirma que “debemos reconocer, como en el cine, que hubo un realizador
que en otro nivel concibió, dirigió, armó e incluso entusiasmó a sus cola-
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horadores con un sentido creativo que no niega, ni oculta ni disminuye
la participación y el aporte individual de cada uno de ellos” (Medina,
68 ),;:,,
Al respecto de este doble nivel de autoría se pueden diferenciar al
menos dos posibilidades. Una, que se ha hecho relativamente frecuente
en los últimos años sobre todo en el caso de la escultura, es lo que ocu
rre en la relación entre artistas y artesanos. Así, por ejemplo, el escultor
concibe y diseña la pieza monumental en bronce, que luego pasa a un
taller de artesanos para su realización. Al final la participación de estos
últimos es completamente ocultada, podríamos decir que se trata de una
relación puramente instrumental (de paso digamos que en esta relación
se muestra un giro muy significativo en el tránsito del arte clásico al arte
contemporáneo: una cierta intelectualización del arte, que corre pareja
con el abandono y desprecio del oficio, que aproxima el arte a la filosofía
y corre el riesgo de hacer de la obra de arte una pura idea para la que re
sulta meramente accesoria la dimensión sensible). La otra posibilidad de
este doble nivel es la que encontramos en el caso del cine, como señala
Medina, o la que se da en la música (¿acaso habría que hablar respecto
de la música de un triple nivel de autoría para diferenciar al compositor,
al director de orquesta y a los intérpretes de cada instrumento?) Aquí no
hay una relación instrumental, aunque de todos modos no está de más
recordar que por lo general ha primado nuestra concepción del artista
como genio, de modo que pareciera admitirse la condición de artista
sólo al compositor o al director y a lo sumo al intérprete solista; de todos
modos resulta difícil sostener que la masa de músicos que componen
la orquesta sea algo análogo a los artesanos del taller de fundición de
bronce.
El asunto es que La guerra que no hemos visto nos enfrenta también a
la pregunta por la autoría. Pero pienso que la tesis de Medina requiere
afinarse. Es claro que no se trata de la primera modalidad, aquí los excom
batientes no han sido convocados en condición de “artesanos-pintores”,
no hay pues una relación instrumental entre Echavarría y ellos; pero tam
poco han sido convocados en condición de “pintores”, sino precisamente
de excombatientes, de modo que pareciera también excluirse la segunda
posibilidad, aunque alguien podría argumentar que en el caso del cine
realizado con “actores naturales”, como en las películas de Víctor Gaviria
(piensen en Rodrigo D o en La vendedora de rosas), los que participan no
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lo hacen por su condición de “actores”, ellos no son actores profesionales,
son habitantes de los barrios marginales.
Sin embargo, y aunque en efecto parecen muy cercanos los dos casos,
hay una diferencia de fondo: en La guerra que no hemos visto los excomba
tientes no sólo están allí como “pintores-naturales”, sino que no se deben
ajustar a ningún libreto, cada excombatiente está allí como “él mismo”, no
representa a nadie, y lo que debe contar es su propia historia. En conse
cuencia, la relación de estos pintores con Echavarría es más compleja, él
no está haciendo propiamente las veces del director de cine o del director
de orquesta, tampoco se parece al viejo maestro artesano renacentista que
permitía que en su taller algunos aprendices se ocuparan de realizar algu
nos elementos de su obra.
Pero entonces, ¿en qué consiste la autoría de Echavarría, qué es lo que
él “hace”? Pienso que el problema de la autoría, más que un problema
teórico interesante, es algo constitutivo de la obra, no es apenas anecdó
tico saber “quiénes” fueron los pintores de cada cuadro. Por eso considero
que en buena medida la virtud de Echavarría consiste en mantener la
tensión irresoluble sobre la autoría; cualquier decisión al respecto resulta
finalmente parcializada: cada cuadro es único, pero es a la vez un frag
mento de una gran obra; a su vez cada cuadro, siendo una unidad, se nos
presenta fragmentado. No hay aquí manera de resolver o de simplificar
la compleja relación entre el todo y las partes, como tampoco la hay para
resolver la relación entre “pensar” y “hacer”. Se podría decir que Echava
rría en realidad no “hace” nada, que él pone la idea y diseña todo el pro
yecto, y que los excombatientes son los que efectivamente “hacen” algo,
y que por lo tanto es clara la distinción entre “pensar” y “hacer”. Y, más
aún, alguien podría argumentar que si podemos hablar de estos cuadros
como una obra de arte es únicamente en virtud de la participación y me
diación de Echavarría, es por eso por lo que no son únicamente ejercicios
terapéuticos aislados. En términos estrictos eso es cierto, pero la virtud de
Echavarría consiste precisamente en relativizar la primacía del “pensar”,
del autor “intelectual”. Imaginen lo que ocurre en los documentales de la
National Geographic cuando nos hablan de culturas no occidentales: un
narrador en off sirve de puente, interpreta esa “otra” realidad reduciéndo
la a nuestros criterios, ejerciendo cierta violencia sobre ella y terminamos
viendo a los “otros” de un modo parecido a como vemos un documental
sobre ballenas: como espectadores ajenos, los otros son silenciados, el
narrador habla por ellos. En La guerra que no hemos visto, en cambio,
Echavarría no quiere hacer las veces de narrador en off, lo que persigue
es que podamos entrar directamente en diálogo con los otros, no hay na
rrador pues son los otros los que nos hablan. Y con esto no quiero decir
que de suyo la mediación y la interpretación impliquen violentar al otro,
lo que Echavarría encuentra es la manera de mediar y acercar dos realida
des distantes sin que esto implique la reducción o aniquilación de alguna
de las dos; algo así como la paradoja de una mediación en la que el me
diador se disuelve, pierde todo protagonismo, aunque en el fondo todos
sabemos que sin el mediador no habría sido posible algún acercamiento,
cada “mundo” permanecería encerrado en sí mismo. Ahí, en esos cuadros
nos aparecen y nos hablan los excombatientes como “ellos mismos”, y a la
vez nos sentimos interpelados, llamados a ver lo que “no hemos visto” ni
oído por estar encerrados.
4 * 22
visto. A q u í -no están convocados únicamente los miembros selectos de la
institución del arte.
Arte y violencia
4 * 25
A rte y memoria :;
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pensarían otros, por un nihilismo, antes bien, es porque eso nos permite
abrimos a la posibilidad del entendimiento con otros. La memoria no es
importante por sí misma, como no lo son los prejuicios por sí mismos, y en
uno y otro caso la importancia de su reconocimiento radica en desactivar
su fuerza paralizante. “Lo bello es el límite de lo terrible que los humanos
podemos soportar”. En tal sentido, el arte, incluso el arte bello, siempre es
memoria, en esa presencia se nos muestra el abismo. Y esta idea de Rilke
es otra forma, menos idealizada, de la misma idea de Platón sobre lo bello
como puente.
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es una forma de olvido por lo que puede servir como medio para mantener
algo vivo en la memoria.
Nos dicen: ¡no podemos olvidar a las víctimas del Holocausto! ¡No po
demos olvidar el horror de las masacres que hemos vivido en Colombia
en los últimos años! Yo diría más bien que lo que debemos es encontrar la
manera de que después de eso siga siendo posible la vida y la existencia
humana, siga siendo posible soñar, tener esperanzas. Yo creo que cabría
más bien decir que lo significativo no es tanto que en virtud del arte no
olvidemos sino que, para decirlo siguiendo a Gadamer, el arte nos permite
volver a confiar en la promesa de un mundo íntegro.
El problema radica en entender ese olvido que es el arte de manera pu
ramente superficial: no se trata de enmascarar, de ocultar, de hacer como
si no hubiera ocurrido, de negar. Por el contrario, se trata de afirmar, de
mostrar, de mirar de frente la atrocidad, para poder así desactivar su carga
mortífera.
¿Para qué levantar un monumento a las víctimas de las masacres? ¿Qué
es lo que no debemos olvidar? ¿Para qué pintar las atrocidades de la gue
rra? Pienso que la pregunta clave aquí sería: ¿qué es lo que debemos ol
vidar? Tal vez, debemos olvidar la angustia paralizante que nos dice que
nada tiene sentido, y que carece de sentido la esperanza. Si por algo im
porta recordar que la muerte, la brutalidad, la sinrazón amenazan perma
nentemente es para no olvidar que existir consiste precisamente en derro
tar minuto a minuto, y nunca definitivamente, a la muerte, a la brutalidad
y a la sinrazón.
La experiencia devastadora de haber sobrevivido a una masacre es, en
principio, y como toda experiencia genuina, absolutamente privada, inco
municable, indecible. El logro del arte consiste en ser capaz de abrir tal
experiencia, en fundar desde ella la posibilidad de algo en común, de una
experiencia común; es decir, el arte funda lo común, es fundación de la
comunidad. Y esto, claro, no es más que lo que ya había propuesto Gada
mer cuando definió el arte como fiesta. Lo devastador de tales experien
cias tiene que ver precisamente con que a partir de ellas se quiebra toda
comunidad, se enmudece. Gadamer se refiere a la forma como el trabajo
cotidiano separa la comunidad, que se restablece y se encuentra de nuevo,
por ejemplo, en el ritual sagrado. Pero las experiencias devastadoras pare
cen, de entrada, hacer imposible toda reconstrucción de lo común. Pienso
que el papel del arte es más ese, el de abrir el espacio para una nueva fun
dación de lo común, que el de proteger la memoria contra las amenazas
del olvido. Y no., es que desprecie la importancia de la memoria, sino que
me parece que referimos a ella así no más, como memoria, es abstraería
y cosificarla, y así se nos oculta su vínculo esencial con lo común. Lo que
queremos no es no olvidar, sino poder salir del espanto, recuperar el habla,
pero la palabra sólo puede darse sobre la fundación de una experiencia
compartida. El que ha sido marcado, atravesado por una experiencia lí
mite que domina y relega toda otra experiencia posible es alguien que,
digámoslo así, ya no podría hablar de otra cosa y, por lo mismo, no puede
hablar con nadie. Así, entonces, cuando lo intenta no puede dejar de tener
la sensación de que es superfluo y ficticio o de que fastidia a los demás
hablando obsesivamente de esa experiencia que lo dejó marcado. Aquí
hago referencia también a algo anecdótico: recientemente tuve la fortuna
de tener entre mis estudiantes, en un seminario de la Maestría en Filosofía,
a Óscar Tulio Lizcano, que estuvo nueve años secuestrado por las Farc, y
me llamó mucho la atención el hecho de que todo el tiempo se mostraba
muy tímido, y pedía disculpas porque pensaba que podía estar fastidiando
a los demás con el relato permanente de su dolorosa experiencia. Por eso
creo que se confunden las cosas si se piensa que la tarea del arte es cuidar
la memoria; esa es, si se quiere, una consecuencia derivada del hecho de
que fundar la posibilidad de lo común sólo se puede sobre la base de las
experiencias devastadoras límite. Sólo se recupera la palabra si se encuen
tra la manera de hablar con otros, de compartir de manera auténtica esa
experiencia devastadora.
Y esto nos abre otra pregunta: ¿por qué preocuparnos tanto hoy por
la memoria? No es tanto, o no es sólo, porque sobre nosotros se cierna la
amenaza del olvido. Yo creo que se trata más bien de que asociado al asun
to de la memoria encontramos un tipo de experiencia que cada vez nos re
sulta más exótico e incomprensible: experiencias límite capaces de hacerlo
enmudecer a uno. Pero no serían el tipo de experiencias que se buscan con
eso que llaman los deportes extremos, se trata más bien del único tipo de
experiencia sobre el que puede fundarse de manera auténtica cualquier
comunidad. Por lo mismo, y otra vez es una patología, esa búsqueda deses
perada se pierde y se trivializa, los periódicos y los noticieros parecen ne
cesitados de víctimas y de héroes; al pie de las fotos de los campesinos
desplazados por una masacre, encontramos al campeón de parapente.
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Si ei problema de fondo fuera literalmente protegerse del olvido, rete
ner la memoria, cabe preguntar por qué podría hacer esto mejor el arte que
la colección de documentos y evidencias de ese pasado escurridizo. ¿Para
qué. artistas?, ¿no sería mucho más efectivo contar con historiadores? Sin
embargo, ya incluso Aristóteles ponía la poesía por encima de la historia.
En la relación arte y memoria, poner el peso sobre la memoria resulta o tri
vial o equivocado: trivial, en tanto que no parece hacer otra cosa que des
tacar eso que en otro momento se llamaba “la eternidad” del arte, y resulta
equivocado en tanto que parece relegar lo decisivo: que el arte no viene
siendo apenas uno de los dispositivos de la memoria, sino que la memoria
misma parece ser de naturaleza estética. En tal sentido, creo que la insis
tencia en pensar dicha relación no solamente nos habla de los peligros del
olvido, sino que también nos habla del olvido del arte. Es decir, no es sólo
que se piense que el arte tiene un papel importante qué jugar respecto a la
memoria, sino que, puesto en perspectiva estética, es como que se cayera
en la cuenta de que el “fin del arte” es a la vez el “fin de la memoria”.
¿Cómo entender el gesto de los victimarios en La guerra que no he
mos visto ? ¿Será que su realización y exhibición se justifica como formas
mediante las cuales guerrilleros y paramilitares les piden perdón a sus
víctimas? ¿Será que bajo el ropaje del arte de algún modo se ennoblece la
brutalidad de estos asesinos? ¿Constituye esta exhibición una especie de
homenaje a los victimarios y una ofensa a las víctimas? ¿Será acaso una
manera de transmutar en víctimas a los victimarios, de decimos que en el
fondo son seres humanos, que fueron niños una vez, que resultaron atra
pados, víctimas, de una situación ajena a su control?
La propuesta de Juan Manuel Echavarría es en efecto una apuesta
arriesgada. En uno de los comentarios registrados en la página web de la
obra, alguien se pregunta qué pensarían los judíos sobre una exposición
de pinturas realizadas por agentes nazis de los campos de concentración.
Pienso que lo que hace que esta obra sea más que un simple testimonio his
tórico es el hecho de que nos permite elevamos por encima de la tensión
irresoluble entre víctimas y victimarios y abre con ello la posibilidad de la
reconciliación. Pedir perdón y perdonar sólo es posible de verdad cuando
las cosas se ponen en otra perspectiva más amplia que la de la inmediatez
del dolor sufrido o infligido, cuando se las puede poner en la perspecti
va de lo más originario y común de la condición humana: ser humano
significa ser víctima, ser desplazado, hemos sido arrojados al mundo; el
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cristianismo, si bien lo termina ocultando, apunta al mismo núcleo: todos
somos culpables, el que se crea libre de culpa que arroje la primera piedra.
Guando el; perdón no se. ubica en esta perspectiva no es más que un acto
de. soberbia con la que alguien declara la superioridad sobre o tro y exige
de éste sumisión, o es también una forma resignada de continuar vivien
do. Y a riesgo de que suene sesgadamente religioso, diré que la potencia
redentora o salvífica del perdón radica en el reconocimiento en el otro de
la misma fragilidad humana; y esto tanto en relación con la víctima como
con el victimario.
Ahora, volviendo al tema de la memoria, es por eso que considero que
la importancia del arte no consiste tanto en protegemos del olvido -eso
lo podrían hacer la historia, los documentos, los periódicos, las memorias
USB-, como en abrimos la posibilidad de ver las cosas, y digámoslo con
Aristóteles, desde una perspectiva universal. También el periodismo, aun
que no se lo proponga, tiene que ver con el pasado, con la memoria, pero
en este caso los sucesos no tienen otra forma que la de la anécdota, por
más brutal que sea, y una anécdota es sucedida por otra igual de espeluz
nante; de eso viven los medios de comunicación, de mantener la idea de
que por más brutal que haya sido algo hoy, mañana sucederá algo que lo
supere. El arte, en cambio, lo que hace es, por así decir, transmutar lo me
ramente anecdótico en expresión de una verdad.
Obras citadas
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Tiscornia, Ana (ed.). (2009). La guerra que no hemos visto. Un proyecto de memoria
histórica. Bogotá: Fundación Puntos de Encuentro.
Trías, Eugenio. (2006). Lo bello y lo siniestro. Barcelona: De Bolsillo.
Vattimo, Gianni. (1997). El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la
cultura posmoderna. Alberto L. Bixio (trad.). Barcelona: Gedisa.
^ 35
Im a g e n 1: La guerra que no hemos visto. V in ilo so b re MDF. 50 x 85 cm. C O D . # 6 0 1 7 -0 0 4 2
^ 36
4^ 37
* La escritura del presente ensayo fue posible gracias a una investigación financiada a
través de la convocatoria 521 de Colciencias (Patrim onio autónomo Fondo Nacional
de Financiamiento para la Ciencia, la Tecnología y la Innovación, Francisco José de
Caldas) en conjunto con la Universidad de los Andes, titulada “Narrativas de la com u
nidad”, y conectada con una aproximación filosófica a los problemas de memoria y
reparación relacionados con la puesta en marcha en Colombia de la Ley de Justicia y
Paz. Está dedicado a todos los estudiantes que hacen parte del Grupo Ley y Violencia
( http://grupoleyyviolencia.uniandes.edu.co), pues todo lo que está escrito aquí no es
sino una traducción de las preocupaciones y las preguntas que hemos discutido, en
conjunto, en muchas de nuestras reuniones. Agradezco especialmente a Daniel M o
reno, pues sus cortas pero muy sugestivas reflexiones sobre la memoria en Agam ben
me han permitido entender con más claridad el problem a de lo “inolvidable”. Algunos
fragmentos del ensayo se apoyan de m anera considerable en algunas de las reflexiones
consignadas en una ponencia titulada “La narración y la memoria de lo inolvidable”
y presentada en el Encuentro Internacional Walter Benjamín: aquí y ahora, organizado
por la Universidad de los Andes y la Universidad Javeriana en Bogotá en Octubre de
2011 (la ponencia saldrá publicada como capítulo de un libro, compilado por M aría
M ercedes Andrade, que recogerá las memorias del evento). Quisiera agradecer tam
bién, más recientemente, el trabajo conjunto que hemos emprendido con Patricia Z a
lamea, y que busca poner en diálogo las posibilidades actuales de la historia del arte y
los estudios visuales con una perspectiva filosófica. Las discusiones que sostuvimos con
ella el año pasado alimentan de una manera considerable algunas de las afirmaciones
a lo largo del texto.
de vuelta. Se trata, no obstante, de una mirada fugaz que, como en tan
tas obras de Oscar Muñoz, aparece sólo para comenzar a desvanecerse
a medida que el agua se evapora en el pavimento caliente. El rostro que
nos mira de vuelta no sólo aparece encerrado en la fugacidad del instante
efímero -d e l cortísimo lapso en el que el lienzo, desagradecido, conser
va las marcas de agua que, al evaporarse, no dejarán tras de sí ninguna
huella-, sino que su frágil existencia está, además, signada por el anoni
mato: nada nos indica de quién son esos rasgos que han cobrado forma
en el instante mismo en el que han comenzado a desaparecer. Y mientras
la mano, sin rostro, se ocupa diligentemente de re-tratar cuatro rostros
más, uno por uno, bajo la acción implacable del sol sobre el pavimento,
ya no queda nada de aquella imagen perecedera de un retrato sin nom
bre. No hay marca, recuerdo, memoria, del paso de la mano del artista
por el pavimento. No hay nada que señale que allí, hace pocos instantes,
había una mirada que invitaba a mirarla de vuelta. Y con todo, la mano
regresa y comienza de nuevo su tarea paciente, incansable: el rostro vuel
ve a aparecer por unos instantes, mientras somos testigos de cómo van
desapareciendo aquellas imágenes creadas pacientemente, una tras otra,
cinco en total: cinco rostros confinados al olvido, cinco imágenes que,
sin embargo, debido a la tenacidad y agilidad de la mano del artista, se
resisten a desaparecer.
2. Para Benjamín, esto es lo que la imagen, y sólo la imagen, es capaz de llevar a cabo, o
mejor: lo que hace que algo (en el caso del presente texto, el arte) sea imagen: “No es así
que lo pasado arroje luz sobre lo presente o lo presente sobre lo pasado, sino que es ima
gen aquello en lo cual lo sido comparece con el ahora, a la manera del relámpago, en una
constelación. En otras palabras: [la] imagen es la dialéctica en suspenso. Pues mientras la
relación del presente con el pasado es una puramente temporal, la de lo sido con el ahora
es dialéctica, no de naturaleza temporal, sino imaginal” (Benjamin, 2005,123).
Es en esta diferencia donde reside, según Agamben, la distancia entre
la obra de arte “estetizante”, que busca salvar y resolver las paradojas de
la memoria, y aquella que, por el contrario, busca ser testigo y dar testi
monio de aquello que subyace irresoluble en la representación testimonial
(Cf. Agamben, 2002, 36). Y es precisamente aquí, en la demarcación de
esta diferencia, que me gustaría introducir un diálogo fructífero entre lo
que creo que consigue plasmar, de manera admirable, la obra de Muñoz,
y lo que Benjamín intentó pensar también como la tarea del lenguaje pro
pio del arte3, un lenguaje al que Benjamín se referirá, en algunos lugares,
como aquel de la “narración”, en el que justamente cobra forma y habita,
como veremos, la evocación de lo inolvidable.
5. “El cronista que narra los acontecimientos sin distinguir los grandes de los peqúeños da
cuenta de la siguiente verdad: la historia no pierde nada de lo que alguna vez aconteció.
Por cierto, sólo a la humanidad redimida le corresponde su pasado. Es decir, sólo a esta
humanidad se le vuelve citable su pasado en cada uno de sus momentos” (Benjamin,
2009b, 133).
Benjamín comienza El narrador recordando algunas de las afirmacio
nes que hacía ya en un trabajo anterior titulado Experiencia y pobreza (ca.
1933): nos habla así nuevamente de los soldados que, tras haber atravesa
do por “una de las experiencias más monstruosas de la historia universal”,
vuelven “enmudecidos del campo de batalla” (1991, 214). “Con la Guerra
Mundial -constata Benjamín- comenzó a hacerse evidente un proceso que
desde entonces no ha llegado a detenerse [...] la gente volvía [...] no más
rica, sino más pobre en experiencia comunicable” (2008, 60). Empieza
aquí a verse ya la relación que Benjamín querrá sostener a lo largo de todo
el ensayo entre lenguaje, experiencia y olvido: la experiencia de lo mons
truoso, el paso por la experiencia de la violencia de la guerra, hace a la
vez desaparecer esta experiencia (y toda huella de su acontecer), al traer
consigo el enmudecimiento, la destrucción de la posibilidad de su comu
nicación. La constatación de esta pérdida, a la vez que el lazo que la atará
nuevamente a la posibilidad de ser comunicada, parece ser, para Benjamín,
“lo que está enjuego en toda verdadera narración” (2008, 65).
Lo interesante, entonces, es estudiar con detalle a qué se refiere Ben
jamín con esta idea de la “narración”, por qué ésta será el lugar por exce
lencia del lenguaje como experiencia de comunicabilidad, y cómo puede
relacionarse todo esto con la pregunta por la desaparición de la experien
cia y por las posibilidades que quedan de recordarla, de hacer memoria,
después de su destrucción. El ensayo pone todo esto en conexión, además,
con un fenómeno mucho más complejo que Benjamín describe como la caí
da de la “cotización de la experiencia” (2008, 60), y que él vincula con el
ocaso de la narración y con su progresiva sustitución por “el advenimiento
de la novela a comienzos de la época moderna” (2008, 65). ¿Cuál es la
experiencia del lenguaje en la narración que, de acuerdo con Benjamín, se
pierde en el modo como éste opera en la novela? ¿Cómo es que un reco
rrido por este cambio en “los medios de producción” (en este caso, el uso
del lenguaje oral por el escrito) ilumina la problemática de las relaciones
entre historia, arte y memoria en Benjamín? Y, finalmente, ¿cómo la ilumi
na para nosotros, esto es, para lo que aquí interesa dilucidar acerca de los
modos como el arte responde ante la fragilidad de la memoria?
Para responder a todas estas preguntas, es necesario detenerse con al
gún detalle en los argumentos que Benjamín reconstruye en el texto alre
dedor de las diferencias sustanciales entre narración y novela, pues con
ello se irán iluminando poco a poco los distintos modos de representación
(artística) de la memoria. Devendrá así más clara también la demarcación
que se proponía más arriba entre modos “estetizantes”, “clausurantes”, de
responder a las paradojas de la memoria, frente a modos de representación
que, por el contrario, se resisten a dicha clausura.
“Lo que separa a la novela de la narración” -escribe Benjamín- es la
“dependencia esencial” de la primera con respecto al libro (2008, 65).
Poco a poco queda claro que esto no tiene que ver únicamente con el hecho
de que la narración, a diferencia de la novela, tenga su origen en la trans
misión oral, sino con algo que en el cambio de “medios de producción” -d e
la oralidad a la escritura- ha transformado radicalmente la temporalidad
propia del lenguaje en el caso de la novela6. Mientras la narración, en su
relación estrecha con la oralidad, se mueve en una temporalidad discon
tinua y anacrónica, impregnada por las múltiples caras de una memoria
efímera que habita en los intersticios, en los silencios, en las interrupciones
propias del relato oral (Benjamín, 2008, 81), la novela, con su “memoria
etemizadora”, “lucha contra el poder del tiempo” (82) en una indagación
por la “representación de la plenitud de la vida” (65) cuyo centro es la
búsqueda del sentido: de un único sentido, destaca Benjamin, que permita
la “percepción de la unidad de la totalidad” (82). El novelista toma a su
cargo el legado del recuerdo ya no como memoria efímera, discontinua,
sino como “rememoración” (81), atiende a la reconstrucción de una conti
nuidad de sentido que sobreviva al paso del tiempo y dé unidad a lo que el
narrador, por el contrario, como el cronista, deja aparecer más bien como
un momento más del “curso inescrutable del mundo” (78). En la memoria
como rememoración, las fracturas propias del recuerdo del pasado que
dan subsanadas por una mirada retrospectiva, más preocupada por darle
un sentido unitario a lo sucedido, por pretender traerlo de vuelta en su
integridad, que por suscitar la experiencia necesariamente discontinua e
interrumpida de su evocación.
Y así como en el caso de aquellas manifestaciones artísticas que, frente
a la fragilidad de la memoria, buscan la sustitución y reparación del re
cuerdo fracturado a través de la instauración y reconstrucción de una con
8. Una memoria que le haga justicia a la imposibilidad del testimonio debe ser una en la
que pueda conservarse aquello que, como en lo inolvidable e inarchivable, escapa a la
vez al recuerdo y al olvido. Por ello Agamben prefiere hablar de “lo que queda”, del
“resto”, de lo “remanente”. Son estos, creo, los intersticios de los que la narración, para
Benjamín, es capaz de hacer eco a diferencia de la novela.
^ 50
de las pirámides al abrigo del aire, han conservado su poder germinativo”
(70). El pasado, parece decir Benjamín, conserva su fuerza sólo en este
lugar no revelado, no resuelto: permanece allí, resistiéndose al riesgo del
olvido que trae consigo una pretensión de apropiarse enteramente de él en
el presente. Ésta es la posibilidad de resistencia, de excedencia, que se abre
y tiene lugar en la narración: allí se aloja, en este acceso que ella conserva
a “la cámara más íntima del reino de las criaturas” (94), su “magia libera
dora” (87). Y esto significa, para Benjamín, su carácter ético, su justicia9.
10. Propongo así -quizá en contra del mismo Benjamín- desligar una reflexión sobre la
novela en general de las prevenciones que tiene Benjamín con cierta tendencia totali
zadora que le asigna al género, dado que habría que reconocer también las potencias
que tiene la literatura, incluso en la versión más clásica de la novela, para dislocar los
modos más tradicionales y oficiales de hacer memoria. Es evidente, además, que Ben
jamín trabaja esto en otros lugares, en relación precisamente con la novela. Pienso por
ejemplo en su sugestiva lectura de Las afinidades electivas de Goethe.
resista a lo que, en dichas tesis, es descrito como el espíritu del “historicis-
mo”, y que coincide, a su vez, con el tipo de memoria propia de la novela,
esto es, la rememoración11. La lengua de la narración coincidiría, por el
contrario, con la lengua de la “historia del mundo mesiánico”, cuya “prosa
liberada”, anuncia Benjamín, “ha hecho saltar los grilletes de la escritura”
(Cf. “Nuevas tesis K” en Benjamín, 2008, 112).
En este contexto podría ser útil recordar una de las diferencias que para
Benjamín resultan claves a la hora de distinguir la temporalidad que acom
paña a cierto espíritu historicista, de aquella propia de ese “mundo mesiá
nico” que parece habitar también en el arte de la narración. En un ensayo
temprano titulado “Tragedia y Trauerspiel”, Benjamín señala que, frente al
“tiempo de la mecánica” (ese tiempo que se piensa a partir de causalidades
y linealidades continuas), está siempre un “tiempo infinito” que perma
nece “sin consumar a cada instante”; un tiempo mesiánico cuya fuerza
determinante no puede ser captada desde la perspectiva del acontecimien
to empírico concreto (Cf. Benjamín, 2007, 138). Un tiempo, pues, que
parece tener que pensarse desde la interrupción o suspensión radical de
toda representación temporal o, más bien, de toda temporalidad sujeta a
representación. Es, también, el tipo de suspensión que Benjamín relaciona
pocos años más tarde, en su ensayo Para una crítica de la violencia, con la
“violencia divina”, que entra a interrumpir la violencia mítica del derecho,
caracterizada (esta última) por operar mediante la lógica medios-fines, la
misma a partir de la cual el lenguaje deviene sólo medio de comunicación,
y abandona su posibilidad de ser experiencia de comunicabilidad1 12.
11. En los paralipómena a las tesis sobre filosofía de la historia, Benjamín lo menciona
como apunte al margen: “Cf. en El narrador: las especies de la prosa artística como el
espectro de las [especies] históricas” (Cf. Benjamin, 2008, Nota del traductor No. 33,
112). Oyarzún trae las traducciones completas de “Nuevas Tesis H”, “Nuevas Tesis K” y
“La imagen dialéctica” en sus notas a la traducción de El narrador.
12. Todas estas relaciones requerirían un análisis mucho más detenido que mostrara esta
conexión entre el ensayo de Benjamin sobre la violencia y su ensayo Sobre el lenguaje
en general y el lenguaje de los hombres, escritos por la misma época. Por ahora me apo
yo, para estas afirmaciones, en el sugestivo ensayo de W em er Hamacher (Cf. 1991-
92), en el que se traza además una línea que va de la discusión del lenguaje como
comunicabilidad, pasando por el tipo de interrupción propio de la violencia divina o
violencia “pura”, hasta llegar a la suspensión “aformativa” que puede llevar a cabo el
arte, iluminando así un sentido muy distinto del carácter político del arte en Benjamin
(que resultaría ser, precisamente, el de la resistencia a la totalización). Parte de lo que
viene a continuación en el presente ensayo se apoya en estas conexiones sugeridas por
Hamacher.
4 52
Y esto nos regresa, nuevamente, a los comienzos del ensayo sobre el
narrador: los soldados que regresan pobres en experiencia comunicable.
La interrupción propia de la temporalidad mesiánica, la resistencia a cier
to modo de operar la temporalidad desde la estructura de la linealidad
y la mediación-comunicación estaría, entonces, muy cerca también de
aquella “prosa liberada” que Benjamín conecta, en El narrador, con un
lenguaje capaz de “conservar”, aunque sea en sus fragmentos y grafías
dañadas, aquello cuya destrucción ha diagnosticado al comienzo de su en
sayo: la comunicabilidad (y no la simple comunicación) de la experiencia.
El narrador trataría así, siguiendo con esta conexión entre temporalidad
y memoria, de la posibilidad de un lenguaje cuyo efecto descansaría en
la capacidad para interrumpir y dislocar, para resguardar y habitar los
intersticios de una memoria cuya tarea no es la revelación sino el secreto.
En esto residiría, como se mencionaba anteriormente, su “magia libera
dora”.
Si bien Benjamín no nos proporciona en su ensayo más elementos para
dilucidar en qué consistirían esta interrupción y liberación llevadas a cabo
por la narración, el vínculo entre este carácter del arte narrativo (o, si
me lo permiten, del carácter narrativo del arte, de cierto modo de pensar
el arte desde esta resistencia y suspensión) y sus reflexiones tempranas
sobre el lenguaje, conecta a su vez con algunas de sus sugerencias acer
ca de cierta tarea “política” del arte13. Una tarea que me gustaría traer
a colación aquí en conexión con la preocupación que nos concierne: la
capacidad de respuesta que tiene el arte ante el reto de la fragilidad de la
memoria.
Ya desde 1916 Benjamín le escribía en una carta a Buber:
A la escritura en general, yo sólo la puedo entender [...], en lo que concierne
a su efecto, como mágica, esto es, no-media-ble [ un-mittel-bar]. Todo efectuar
de la escritura que sea saludable, que no sea ya devastador en lo más íntimo,
descansa en su secreto (el de la palabra, el del lenguaje). Sean cuantas sean las
13. Sería difícil explicar brevemente qué connotaciones de “lo político” estarían implicadas
en estas reflexiones tempranas de Benjamin. Por ahora, sin embargo, y por mor de la
comprensión del texto, me interesa resaltar que para Benjamin el modo como se asuma
la tarea de la escritura y, como se ha dicho anteriormente, la tarea del lenguaje en general
(incluyendo el lenguaje del arte), tiene necesariamente implicaciones sobre la práctica:
sobre las estructuras de poder, sobre el derecho y su dominio, y también, por supuesto,
sobre una posible suspensión/cuestionamiento/interrupción de todas estas categorías.
figuras en las que también el lenguaje se quiera mostrar como efectivo, este no
lo hará a través de la mediatización de contenidos sino a través de la más pura
apertura de su dignidad y de su esencia (Brie/e, 325-27).
Éste, le dice Benjamín a Buber, es un concepto de escritura “altamente
político”; y es el único camino, insiste nuevamente más adelante, para pen
sar una verdadera relación entre escritura y mundo ético.
Es inevitable en este punto pensar las conexiones entre estas cortas re
flexiones de un Benjamín temprano (la “magia” de la escritura vinculada
con su carácter no-media-ble y, por consiguiente, ‘político’, dice Benja
mín), y las reflexiones que en 1936 son introducidas nuevamente tanto en
El narrador como en el ensayo, publicado el mismo año, sobre La obra de
arte en la época de la reproductibilidad técnica. La narración adquiere aquí
una dimensión que no habíamos visto hasta ahora: se nos aparece como
esa escritura “altamente política”, capaz de resistir a las tendencias totali
zadoras (¿totalitarias?14) de cierto modo de hacer historia-memoria, que,
en el ensayo sobre la obra de arte, Benjamín relaciona con la posibilidad
de un arte “político”, “inutilizable para los fines del fascismo” (Benjamín,
2009a, 84). Así, si bien podría haber cierto tono melancólico en El na
rrador, a diferencia de lo que puede intuirse con la “pérdida del aura” en
el ensayo sobre la obra de arte, ambos escritos parecen estar orientados
por la misma intención: que la narración pueda resistir, o tenga aún algo
que decir, ante la progresiva - e inevitable- desaparición de la experiencia
significa que es precisamente esta desaparición, esta destrucción de la
14. Aunque esto habría que mostrarlo con mucha calma en otro ensayo, aquí hay por su
puesto una relación estrecha entre el lenguaje que responde a cierta voluntad de clau
sura, tal y como aparece en la novela en El narrador, y una noción de política concebida
como Obra y tendiente, por consiguiente, a la totalización. Habría que mostrar, con
la ayuda de autores como Jean Luc Nancy (Cf. La comunidad desobrada), cómo esta
concepción de la política como Obra por ser realizada conduce inevitablemente a la
experiencia del totalitarismo. Benjamín, por supuesto, vio esto claramente en la esteti-
zación de la política y los peligros del fascismo. La escritura, la narración, o el arte en
este “carácter narrativo”, por el contrario, serían entonces ese lugar de interrupción,
de desobramiento, que resiste a la Obra y a su totalización. Y Benjamín habría estado
pensando en esto desde el principio, como puede verse no sólo en la carta ya citada a
Buber, sino en su estudio del concepto de crítica en el romanticismo alemán (Cf., por
ejemplo, la lectura que de esta obra de Benjamín proponen Lacoue-Labarthe y Nancy,
orientada por esta idea de “desobramiento”, en El absoluto Literario). He desarrollado
algunas de estas ideas con algún detalle en un artículo escrito junto con Laura Quintana
(Cf. Acosta y Quintana, 2010).
comunicabilidad, la que reclama y exige (y, ya lo hemos visto, se trata
para Benjamin de un reclamo y una exigencia éticos) la necesidad a su
vez de cierta posibilidad de recuperación del arte de la narración; o, al
menos, la necesidad de evocación de una forma artística que sea capaz de
dar lugar al tipo de “justicia” y memoria que habitan en la narración y, en
consecuencia, sea capaz de resistir a su vez a los afanes historicistas de
totalización. Hay, dice Benjamin en El narrador, una “nueva belleza que se
hace sentir en lo que se desvanece” (2008, 64). La narración en tiempos
de su desaparición parece encontrar más que nunca el reclamo ético al
que responde su existencia.
La destrucción de la experiencia no es, pues, (al menos no solamente)
el diagnóstico nostálgico de una época que, en conexión con la novela,
se muestra, cada vez más, incapaz de recordar a sus muertos ( “el morir,
en el curso de la época moderna, es expulsado más y más del mundo
perceptivo de los vivos”, escribe Benjamin, y se crean así, cada vez más,
“espacios depurados de la muerte” (2008, 7 4 )). Frente al enmudecimien-
to inevitable de esos soldados provenientes de la guerra, la reflexión que
Benjamin propone sobre la narración se presenta como una exigencia, un
llamado a una modalidad de la memoria que acompañe estos silencios,
que los haga hablar de otros modos, en un lenguaje que, en complicidad
con las fracturas de la memoria, sea capaz de hacer resonar lo que no
puede ser dicho (porque al decirlo, al capturarlo, se lo obliga a desapa
recer) :
Mi concepto de escritura altamente político es: conducir hacia aquello dene
gado a la palabra. Sólo allí donde se abre la esfera de la pérdida de la .palabra,
en la pura noche indecible, puede brotar la chispa mágica entre palabra y acto
que moviliza, donde la unidad de estos dos sea igualmente efectiva. Sólo la
dirección intensiva en que la palabra se adentra en la semilla del más íntimo
mutismo alcanza un verdadero efecto.
Por eso la narración, dice Benjamin en El narrador, guarda una relación
especial con la muerte: “La muerte es la sanción de todo lo que el narrador
pueda referir” (Benjamin, 2008, 75). Si la tendencia de la memoria como
rememoración es pensar la muerte en fu n ción de una búsqueda de sentido
para la vida, “con la esperanza de calentar la vida propia al abrigo de la
muerte ajena” (85), entonces la narración responde, en los límites entre
la palabra y el silencio, a la “callada interpelación que proviene del morir”
(Oyarzún, 2008, 29). En sus temporalidades dislocadas, en sus ruidosos
silencios, sólo la narración - y el modo de hacer memoria asociado con
ella- es capaz de recordar la muerte sin buscar resolverla, de conservar su
insensatez, su traza insondable, y de resistirse, con ello, a darle sentido a
la memoria ahuecada, muda, de la guerra15. Únicamente en la narración
sobrevive aquello que se resiste a la plenitud de sentido, a la explicación
de lo sucedido (Benjamín, 2008, 68): un resto que, al no dejarse atrapar,
se resiste tercamente a ser olvidado, conservando así su fuerza crítica, des
tructiva, “política”.
15. Es interesante en este sentido la relación entre estas reflexiones de Benjamín y lo que
destaca Nancy en La comunidad desobrada. En la modernidad, advierte él, la muerte
“pierde el sentido insensato que debería tener - y que tiene, obstinadamente” (Nancy,
2001,33), al ser comprendida a partir del movimiento dialéctico que reintegra al muer
to a la vida “inmortal” de la comunidad, dándole sentido a lo que debería permanecer
como “insuperable”: “No hay relevo para estas muertes: ninguna dialéctica, ninguna
salvación reconducen estas muertes a otra inmanencia que á la... de la muerte” (Nancy,
2001, 32). La narración en Benjamín es, precisamente, la interrupción de esta dialéc
tica, la resistencia a darle sentido a la muerte, a la violencia, y por ello, la resistencia
a una memoria que busque explicar los hechos ocurridos olvidando atender a los re
clamos éticos que, aunque probablemente incontestables, deben siempre volver a ser
escuchados.
rostro aparece, apenas perceptible bajo los rastros que quedan de nuestro
aliento sobre el metal, la imagen impresa de una fotografía. De repente,
y sólo por un instante, alguien nos devuelve la mirada. El retrato de un
muerto sin nombre, sin cuerpo -tam bién son éstos, nos dice Muñoz, como
en el caso de Proyecto para un m em orial, rostros de desaparecidos por la
violencia en Colombia-, cobra vida en el instante mismo que comienza,
nuevamente, a desaparecer: se trata del trazo o la huella de una ausencia,
de la réplica de la experiencia misma de la pérdida, que se resiste, no obs
tante, a ser borrada.
Aureola
de cenizas detrás
de vosotras, manos
de trivio.
4* 58
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^ 62
Del arte de la memoria a la(s) memoria(s) del arte
Mem orias-identidades
Mnemosyne desterr(itorializ)ada
Platón nos da una valiosa pista para ello cuando en El Fedro, intenta
mostrar esa condición de fárm acon que tiene una téchne tan particular
como la escritura de caracteres (vale decir la escritura fonetizada):
¡Oh ingeniosísimo Theuth! -dice el dialogo-. Una cosa es ser capaz de engen
drar un arte, y otra ser capaz de comprender qué daño o provecho encierra
para los que de ella [sic] han de servirse, y así tú, que eres el padre de los carac
teres de la escritura, por benevolencia hacia ellos, les has atribuido facultades
contrarias a las que poseen. Esto, en efecto, producirá en el alma de los que lo
aprendan el olvido por el descuido de la memoria, ya que fiándose a la escritura,
recordarán de un modo externo, valiéndose de caracteres ajenos; no desde su
propio interior y de por sí. No es, pues, él elixir de la memoria, sino el de la
rememoración, lo que has encontrado(1972, 881-82, énfasis mío).
Si bien aparece en el diálogo y en forma explícita esta téchne como un
potente dispositivo de memoria, a la vez que como un peligroso instru
mento que conduce al olvido, también el diálogo deja entrever la condena
de esta thécne al pensarla como una simple exterioridad; y la deja entrever
porque sólo inventándose literalmente una interioridad (la de la psiqué),
podía justificarse esta estigmatización del “artificio”.
Platón sabía muy bien que esa “memoria viva” que designa como anam
nesis no se podía captar como un instrumento del recuerdo, ni mucho me
nos confundirla con esta “técnica para el cultivo de la memoria” que el
mismo Platón caracterizó como hipomnesis. Lo que no aparece justificado
en el diálogo es la necesidad de una oposición entre estas dos memorias, a
no ser porque se presienta con temor la mutación que esta nueva invención
(la de una téchne como la escritura; es decir, la de esta nueva mnemotec
nia) habría de producir en el contexto social que le es contemporáneo (Cf.
Stiegler, 20082*).
Platón, a pesar de tantas interpretaciones ya comunes, también sabía
del potencial innovador que posee toda “técnica”, porque -com o lo sugiere
este diálogo- ella tiene esa capacidad más o menos azarosa de “inventar”,
de “pro-ducir”, en suma, de “traer a la presencia” algo que no está presen
te. Y esto obviamente “da qué pensar”, en la medida en que aquí está en
juego -com o veremos- la experiencia de lo humano. Fiel a la tradición de
su época, él sabía que Mnemosyne -la Musa de la memoria- tenía que ser
una diosa: la conquista progresiva de un pasado que dota de una identidad
tanto individual como colectiva escapa a todo proceso repetitivo capaz de
comprenderse desde la diaria experiencia. Por eso debía aparecer -como
tantos otros fenómenos psicológicos- bajo la forma de un poder sagrado,
2. Se puede consultar una traducción de esta conferencia, realizada por el profesor Jorge
Echavarría Carvajal. Universidad Nacional de Colombia-Sede Medellín, julio de 2009.
“superando incluso al hombre y sobrepasándole aún cuando éste experi
mente su presencia dentro de sí mismo” (Vernant, 1983, 90).
Mnemosyne era pues inspiración; mejor dicho, madre de la inspiración.
Poseídos por las Musas sus hijas, los hombres habitan el mundo. Ella es la
que produce esos “delirios” que generalmente por vía de la sublimación
hacen “vivible el vivir” y en los cuales los mortales encuentran sus territo
rios de existencia. No se la puede apresar en los oficios cotidianos porque
tales oficios son hijos de la destreza, del ars, de la téchne; se la vislumbra
a través de ellos y por ellos, justo porque sus “producciones y sus efec
tos” son los que dan cuerpo a la existencia colectiva e individual de los
hombres. Sus hijas, las Musas, así lo atestiguan; sus poderes y sus efectos
creativos revelan inmediatamente que ellas mismas -como su m adre- son
invenciones que nos hemos construido para vivir y que en su in-sistencia
“etérea” no hacen más que exteriorizar ese cúmulo de creaciones que a la
postre con-solidan y con-figuran lo que llamamos tradición.
Esta diosa es la que muere, digámoslo ahora sí, en aras de esta forma de
saber (filosofía) desplegado ya en Platón. Aunque en rigor no muere, sino
que queda oculta bajo las tramas de un saber positivo que quiere no sólo
apresarla sino comprenderla -aunque para ello tenga que reducirla- en
sus efectos.
Sin embargo, hay aquí en este hecho una indicación que puede servir
nos para pensar sobre la memoria sin necesidad de anclarla en una facul
tad humana. Mnemosyne no es simplemente un recurso retórico-poético;
es una estrategia -ella sí plenamente hum ana- que lucha por apresar ese
halo de misterio que rodea la condición humana misma. Mnemosyne es una
de las formas que hemos inventado para intentar elaborar unas preguntas
que tienen la particularidad de haber encontrado respuestas sin haber sido
ellas incluso formuladas. Aunque en rigor Mnemosyne no resulta ser un
invento nuestro; somos, por el contrario, una invención de esta diosa; lo
que equivale a decir que no somos tanto sujetos dotados de una facultad
de memoria, cuanto sujetados por ella en tanto sólo “consistimos” en ella,
como dije. Qué es la identidad, sino esa condensación de un pasado y un
futuro en un per-se-verar; es decir, en un presente que (nos) da la sensa
ción y la tranquilidad de reconocemos como “el mismo”?
El hombre es un animal inquisitivo -dice Félix Duque-. Aquello por lo que pre
gunta es él mismo. Desde los mitos y tradiciones orales de la más remota banda
de cazadores-recolectores hasta las más refinadas especulaciones filosóficas de4
4- 70
un Heidegger o literarias de un Joyce o un Musil, el hombre se pregunta por su
ser y hacer y, con esta pregunta -con independencia de las dispares respuestas-
corta, al menos idealmente las relaciones con el Universo y se repliega sobre
sí mismo, viéndose como individuo (“Yo”) o como grupo diferenciado (“Noso
tros”). De este modo y como se cantó una vez, y para siempre, en el segundo
estásimo de la Antígona sofoclea, el hombre se autodenomina to deinótaton: lo
más pavoroso y admirable a la vez. Pavoroso, porque en esta retirada sobre sí
mismo el hombre se enfrenta a todo lo demás como lo otro [...] (y en esta esci
sión... descubre, al mismo tiempo que a sí mismo, a la naturaleza como aquello
a él enfrentado). Admirable, porque en ese repliegue, el hombre considera su
propia historia... como la de una continua dominación y aglutinación de la
naturaleza por el hombre (1986, 53-4).
El relato bíblico judeo-cristiano de la expulsión del paraíso condensa
en la figura de la desobediencia a un Dios -ahora gran artesano-construc
tor- la experiencia humana de esta especie de des-territorialización, y por
vía de la asumpción de la culpa, construye la esperanza de habitar por fin
otra tierra, obviamente una vez realizada la expiación.
Le tememos a este proceso vital que nos ha desterritorializado de la
Tierra. Y le tememos porque nos angustia esa experiencia de tener que
“perseguir la vida por otros medios diferentes a la vida misma” (Stiegler,
1998, 131 ss)34 . Por eso, al decir que esta exteriorización nos constituye,
simplemente estamos reconociendo el hecho de que antes de ella no hay
en rigor condición humana posible, y que no hay memoria alguna sin un
soporte en el cual esté inscrita. Desterritorializados como especie, nuestro
destino tanto individual como colectivo deberá construir sus propios terri
torios, inscribiendo, escribiendo, o describiendo en sus huellas la eficacia
de su poder evocador. Y allí Mnemosyne hace su aparición4.
3. Se puede consultar una traducción de este artículo realizada por Jairo Montoya G.
(2001). En Traducciones. Historia de la biología, 17, 66-73. Seminario permanente de
Historia de la Biología. Facultad de Ciencias Humanas y Económicas. Universidad Na
cional de Colombia, seccional Medellín.
4. “Túmulos, menhires, protuberancias; el bípedo que entierra sus muertos, coloca algu
nos guijarros o piedras sobre el lugar de inhumación -dice Régis Debray-. El chimpancé
emite señales, instrumenta eventualmente una rama de un árbol; pero no monumenta-
liza nada, toda vez que no sepulta a sus congéneres”. El monumento nace de la muerte
y contra ella advierte a los mortales; (del latín monere -advertir, recordar); materializa
la ausencia a fin de hacerla “vistosa’, llamativa y significativa. Exhorta a los presentes
a conocer aquello que ya no está más, y a reconocerlo (justamente) en el monumento”
(Debray, 1995, 5).
4 71
En efecto: si en vez de sustancializar -com o una facultad más del alm a-
esta pura potencia del “recordar” que resuena en Mnemosyne, rescatamos,
por el contrario, los efectos-memoria que tal potencia produce, podremos
reconocer una memoria germinal (memoria genética, propia de la espe
cie y cuyo soporte de inscripción es el genoma); una memoria somática
(memoria epigenética, propia del individuo, y cuyo soporte de inscripción
está en el sistema nervioso, memoria que junto a la anterior caracteriza
a los seres vivos sexuados) y una memoria “exterior”, transmisible de ge
neración en generación, y que aparece en aquellos vivientes que “han de
mantener la vida por otros medios diferentes a la vida misma”; es decir
que emerge con y a partir del hombre en tanto es ella la que marca su
especificidad con respecto a los otros seres. Memoria exterior que hace de
esta “exteriorización” en los “órganos técnicos” el soporte de inscripción
de sus procesos5.
Ahora bien, tan variados son los registros de estos “cuerpos de tradi
ciones”, como variadas son las formas de memoria y las correspondientes
“superficies de inscripción” que ellas acaban conformando: de los hábitos
y costumbres a las valuaciones más abstractas y simbólicas en las cuales
puede reconocerse la particularidad de los agrupamientos y la singulari
dad de los individuos, se ven desfilar múltiples superficies de inscripción
de las memorias. Enunciemos algunas de ellas:
7. En la “Introducción: las imágenes del tiempo”, José Luis Pardo (1991,11 ss) ha desple
gado este efecto-memoria del hábito y la rutina que aquí simplemente indicamos.
Han sido generalmente experiencias artísticas -la mayoría de las ve
ces poco hullosas pero sí fuertemente transgresoras- las que han sacado
a flote esta nebulosa de hábitos a partir de un trabajo que, mutando esos
esquemas perceptivos en los cuales un grupo se reconoce -d e ahí el extra
ñamiento que producen en su época-, terminan a la postre con instaurar
otros tiempos y otros espacios, justamente cuando estas innovaciones se
“naturalizan”8.
Hay otras formas de memoria que sin necesidad de suprimir el mecanis
mo repetitivo de las anteriores e incluso potenciando al máximo su “ahorro
de energía”, son las depositarías de esas prácticas que la memoria-recuer
do prolonga y que el aprendizaje perpetúa bajo el cuidado, más o menos
dispendioso, de las instituciones. Podemos llamarlas memorias recordati
vas porque como memorias de una inscripción anterior, están ancladas,
ya no en la materialidad fisiológica de los cuerpos, sino preferentemente
en esas prácticas de reconocimiento que el “cuerpo social” ofrece ahora
como superficie de inscripción. Esta primera forma de “desarraigo” de la
memoria que pone a “flotar” ahora al recuerdo entre los espacios de las
formas más o menos institucionales de organización colectiva, es también
el primer indicio claro de que las “memorias particulares” son el efecto de
estos múltiples cruces que acaban configurando el patrimonio colectivo
conseguido por el grupo. O dicho con más propiedad: que el “cuerpo so
cial” como superficie de inscripción de estas memorias sólo se consolida en
esas variadas materializaciones que va conformando por la “cristalización
de los recuerdos”.
La familia, la escuela, el territorio, la ciudad, o incluso la “patria”
son los cuerpos sociales privilegiados de estas memorias recordativas.
En ellos y a través de ellos se perpetúan los “valores corporales”, los
ritmos de vida, las “maneras de la mesa”, las valuaciones y afecciones
estéticas, las formas del habitar, los espacios de interrelación afectiva,
comunicacional o de transacción económica generalmente de una fuerte
consolidación, y en fin, esa amplia gama de relaciones interpersonales
poco extensas pero sí muy intensas que constituyen lo que se reconoce
comúnmente como instituciones sociales y que nosotros hemos preferido
llamar el cuerpo social de estas memorias. Por eso no es difícil encontrar
10. “Pero, en realidad, lo que cada individuo siente en su insondable privacidad glandular
es indecidible: es decir, que no se decide qué es lo que realmente sentimos [...] hasta
que no es posible una expresión susceptible de ser experimentada en común (y, por
tanto, comunicada); cuando esto sucede - y el que suceda es producto del arte-, se ha
inventado (o sea: se trata de una ficción ) una manera de sentir que antes no existía (o
sobre cuya existencia anterior toda especulación es inútil) y que, al tomarse existente
-o, lo que es lo mismo, comunicable-, nos proporciona una redescripción inédita de
nosotros mismos, de aquellos con quienes tenemos en común ese sentimiento y, en
suma, amplía nuestra capacidad de sentir (que es lo mismo que nuestra capacidad de
comunicar nuestros sentimientos) más allá de los límites de nuestra concreta polis, por
lo cual no es recomendable encargar a los políticos la lista de emociones que los poetas
deben inventar” (Pardo, 2011, 13-4).
mora voluntaria o involuntariamente los símbolos y las imágenes, sino
que permuta al elaborar y perlabora al mutar las huellas mnemotécnicas.
Por eso, la perlaboración trasmuta la temporalidad como horizonte de
la memoria por la espacialidad móvil y creciente o decreciente de sus
registros, haciéndola transitar la mayoría de las veces en contravía del
dispositivo temporal que marca la ley de su fidelidad, de su permanencia
y de su desarrollo. Sin esta perlaboración, sin este continuo acto creativo,
la “memoria” moriría al fosilizar sus registros, al retener los recuerdos y
al detener esa “libertad de opción” que la caracteriza como experiencia
humana11.
Riesgo y aventura; anamnesis y perlaboración: allí están los rasgos fun
damentales de estas formas de memoria que mantienen, pues, vivos a los
sujetos y a las culturas.
Y este riesgo y aventura sólo lo toma y lo juega el arte cuando avizora
de forma premonitoria el “futuro que vendrá”. Por ello “la creación estéti
ca no consiste tanto en una habilidad competencial en el marco de cierta
normatividad, como en la capacidad para modificar las reglas del juego”
(Pardo, 2010, 57): esas reglas que conforman el juego de la cultura. De
ahí que el arte sea ante todo provocación y desafío: desplaza al descentrar
y desestabiliza al proponer. Por eso el arte es una locura no psíquica sino
social o, mejor aún, estética: “es la locura de quien hace algo que, hasta
ese momento -considerando cómo está distribuido el juego y quiénes son
considerados sus agentes legítimos-, es imposible” (57).
A esta imposibilidad habría que designarla con su verdadero nombre
porque en rigor no es más que Mnemosyne desterritorializada: la memoria
propia de ese “saber-hacer” que reconocemos aún hoy como arte.
11. “El arte contemporáneo ha emprendido hace largo tiempo esa tarea. La confluencia
de las imágenes y las palabras del pasado, los recuerdos recuperados, los aconteci
mientos evocados, los sonidos conjeturados, los hechos sabidos, los horrores intuidos,
las heridas no cicatrizadas, las vidas perdidas, la ignorancia infranqueable, con la vo
luntad de cultivar formas que neutralicen la repetición anodina, las historias oficiales
y el avance del olvido, encuentra en la producción artística actual un ámbito de pura
potencialidad.
Porque, después de todo, no se trata de recuperar el pasado (como si eso fuera posible).
En todo caso, a lo máximo que se puede aspirar es a convocarlo desde el presente, desde
el lugar que ocupa aquel que se da la tarea de invocarlo arrojando nueva luz” (Alonso,
2006).
O bras citadas
1. La necesidad de una nueva mitología provenía de intelectuales del Sturm und Drang,
como Herder y Hamann, y de poetas como Lessing y Klopstock.
decir, Europa), y con el aliento de la fantasía, reinstalar de nuevo en el
mundo lo espiritual2.
Una cuestión urgente de resolver era la siguiente: si se trataba de una
mitología “nueva”, no podía ser igual a la antigua. ¿En qué sentido debía
de ser nueva? En dos sentidos: primero, que no pasara por encima de la
experiencia de la modernidad, y segundo, que no pasara por encima de
la experiencia de la historia. Hacia 1797, circulaba entre los estudiantes
alemanes de filosofía y teología una consigna del primer tipo: “[...] tene
mos que tener una nueva mitología, pero esta mitología tiene que estar al
servicio de las ideas, tiene que transformarse en una mitología de la razón”
(Hegel, 1984, 220). Esta consigna encaminó el idealismo en la filosofía.
2. Friedrich Schlegel se consideró a sí mismo vocero de Novalis, quien dentro de los ro
mánticos fue el que más claramente representó estos ideales para Europa. La “nueva
mitología” fue resuelta en este caso en favor de un mundo cristiano de la vida, a ejem
plo del medioevo europeo (Cf. Novalis, 2004, 97-120).
romántico y moderno, más aún, no hablamos ya de “lo romántico”, sino de “el roman
ticismo” gracias al libro de Heine, La escuela romántica, concebido entre 1833 y 1835,
con cuyo título se refería a “la escuela de los Schlegel”, Friedrich y su hermano August.
Este libro fue una crítica acerba que zanjó la diferencia entre los ideales “románticos” de
estos dos críticos y teóricos de la literatura (retardatarios, para Heine), y los modernos
y progresistas, los de la nueva generación, “La Joven Alemania”, en la cual se inscribía
el propio Heine. Gracias al libro de Heine, nosotros identificamos el romanticismo con
el período 1800-1830, aproximadamente; además, excluimos de lo romántico todos los
movimientos artísticos desde el románico hasta el neoclasicismo (Cf. Heine, 2010).
4. La característica fundamental del Román o la novela del comienzo de lo romántico (lo
moderno frente a lo antiguo), es que aunque éste tenga al poeta que lo crea y rapsodas
que lo canten, como en el antiguo epos, el Román es canto de todos, conocido y recor
dado por todos. De ahí el aprecio de los románticos por la “canción popular”.
quisiera que se la tomara sólo como una mera topología. Antes bien, la
propongo como guía para abordar dos cuestiones: la primera, el arte como
memoria no puede pasar por alto que de los mismos acontecimientos de
los que pretende ser memoria, también hay historia. ¿Qué rememora de
ellos el arte para que, ante la historia, no resulte superfluo sino que sea
necesario? La segunda cuestión tiene que ver con la pervivencia de M ne
mosyne en la conciencia histórica y estética de la que se nutre el arte, por
parte de los artistas, y la experiencia del arte, por parte nuestra.
El arte y la historia
Hegel, quien tuvo frente a Schlegel posiciones contrarias en política y
política cultural, mantiene en sus Lecciones de estética (1820-1830) el pun
to de vista de Schlegel sobre la imbricación que rige para nosotros entre
la poesía y lo histórico, pero enriquece el planteamiento romántico con
dos importantes consideraciones. La primera consideración tiene que ver
con el alcance del arte y de la historia en cuanto a la verdad. No se trata
de si la una es verdadera y el otro falso, sino de qué es más verdadero,
las representaciones del arte, o las de la historiografía, pues la respues
ta corriente se pone del lado de las representaciones de la historiografía,
frente a las cuales las del arte quedan sólo como una apariencia ilusoria.
Hegel, sin embargo, y siguiendo en esto a Aristóteles en su Poética, piensa
lo contrario: son más verdaderas las representaciones del arte, y no por
que los contenidos de la historiografía siempre queden adoleciendo de las
contingencias y enredos de la realidad ordinaria y las individualidades -d e
hecho, la historia es algo que siempre ha de reescribirse-, sino por la reali
dad frente a la cual nos pone la obra de arte. Las representaciones del arte
realzan y dejan que se manifieste el dominio de las potencias universales
que mueven a los hombres, lo sustancial, como también lo llama Hegel: “la
obra de arte nos pone ante las eternas fuerzas dominantes en la historia”
(19 8 9 ,12)5. En otras palabras, lo que Hegel plantea es lo siguiente: la ver
5. Aristóteles tenía como tema la tragedia, cuya particularidad era que, a pesar de transcu
rrir entre mitos y leyendas heroicas, tenía una enorme fuerza de convicción en el hecho
de que eran historias posibles. Al respecto afirma: “la tarea del poeta es describir no lo
que ha acontecido, sino lo que podría haber ocurrido, esto es, tanto lo que es posible
como lo probable o necesario. .. De aquí que la poesía sea más filosófica y de mayor
dignidad que la historia, puesto que sus afirmaciones son más bien del tipo de las uni
versales, mientras que las de la historia son particulares” (Aristóteles, 1985,46).
dad de las representaciones históricas es una verdad de todos en general
y de nadie en particular, la investigan y la discuten los historiadores, es
como una verdad sin subjetividad. La de las representaciones del arte, en
cambio, es para el espíritu, para nosotros y nuestra comprensión reflexiva
de lo que somos y hemos hecho, y en un sentido comunitario o político, de
lo que como nación nos ha acontecido. Las representaciones del arte que
tienen que ver con lo histórico, con lo memorable, son representaciones
tejidas con lo emocional, con lo que no se mira neutralmente sino con va
loraciones políticas, éticas, afectivas, religiosas, comunitarias, nacionales.
Aunque sean del pasado, persisten con sentido en el horizonte del presen
te, nos las podemos aplicar, y debido a que, como dice Hegel, representan
“un pathos válido, sustancial en el pueblo [y la época] para el que el poeta
produce” (843), despiertan en nosotros sentimientos de pertenencia, bien
sea por lo afortunado para nuestra historia, o por su infortunio en ella por
lo injusto o cruel.
Pero Hegel hace una segunda consideración. En las lecciones sobre la
poesía, Hegel analiza la naturaleza de la obra poética frente a la obra pro
saica, señala la diferencia entre el pensar poético, su contenido y su lengua
je, frente a discursos que pueden tener valor literario como la retórica y la
historiografía (sobre todo la antigua), pero que pertenecen al pensamiento
prosaico y a la prosa de la vida. El interés de Hegel en la distinción entre lo
poético y lo prosaico no tiene que ver con la cuestión de los estilos, sino con
asuntos que tocan medularmente el pensamiento y la actividad artística. El
arte es para Hegel una manera de pensar, y no una cualquiera sino una de
las formas superiores del pensamiento humano. La poesía tampoco es sólo
una de las artes, sino “el arte universal”; vale decir, no sólo es la poesía en
cuanto tal, sino que lo artístico de las artes es lo poético en ellas (66, 700).
En esto radica el interés del planteamiento que hace Hegel cuando con
trapone la actividad del poeta o del artista, y la del historiador. Ya hemos
señalado que la representación artística nos pone ante lo sustancial de los
hechos y los acontecimientos, cuya descripción y explicación corresponden
al historiador. Para la representación de lo sustancial, el artista tiene que
ponerse en cierto anacronismo en comparación con el historiador, pero es
un anacronismo que es lo ventajoso del arte frente a la representación de
lo histórico. Es la libertad artística o espiritual de Mnemosyne para efectuar
transfiguraciones de lo histórico que el historiador no se puede permitir
pero que el artista debe hacer, no para falsear la verdad, sino, más bien,
para hacerla más patente con su obra de arte, incrementando con la ima
gen o el sentimiento que la obra arranca el ser o el significado humano de
lo acontecido, de eso histórico que el historiador registra, explica y analiza,
como corresponde a la prosa más científica, pero que el arte eleva y coloca
en el pensamiento para la memoria, la fuente de la experiencia de la vida
humana consciente. Esta no campea indemne entre los acontecimientos,
sino que forja en ellos su ethos y su estética.
Profundamente observador de lo que el arte ha hecho cuando ha tenido
que entrar al terreno de lo histórico, Hegel destaca la transfiguración que
el arte realiza para resolver dicha tarea, y la resume del modo siguiente:
Tiene en este caso que descubrir el núcleo y el sentido más íntimos de un acon
tecimiento, de una acción, de un carácter nacional, de una descollante indivi
dualidad histórica, pero descarta las contingencias periféricas y los accesorios
indiferentes del suceso, las circunstancias y rasgos de carácter sólo relativos, y
sustituirlos por tales que con ello p u ed a transparecer claramente la sustancia
interna de la cosa, de m odo que ésta encuentre hasta tal punto su existencia
adecuada en esta figura externa transform ada, que sólo se desarrolle y revele
lo en y para sí racional en su realidad efectiva a ello en y p ara sí correspon
diente (7 1 8 ).
6. Óleo sobre tela/Carboncillo sobre tela. 24x24cm. Colección particular, Bogotá, Catálo
go, 142/143. El título alude al ataque perpetrado por la guerrilla de las FARC a la base
cionar solo un ejemplo, el título no es la explicación de la obra, ni ésta es
tampoco la ilustración del título (Imagen 1). Muchos de los títulos son ya
pensamientos que nos quitan el piso para ver las obras desde la mera per
cepción inmediata. Las delicias, por ejemplo, es el nombre de un lugar de
Colombia que suscita de inmediato la representación de una “bellavista” o
un paraje placentero o, en la cultura artística, asociamos de inmediato las
delicias a la representación del Jardín de las delicias del Bosco, tan difundi
do y que tiene tanto arraigo. Pero el título Las delicias y el contexto en que
ya nos ha puesto la exposición, es un sacudimiento, revive de inmediato el
recuerdo de la masacre y el secuestro que fueron cometidos allí. Con esta
anticipación de la percepción en que nos pone el título, Beatriz González
nos ofrece una serie de 24 rostros de mujer (posiblemente uno de un hom
bre), personajes que no pueden con el dolor, que se aprietan la cabeza o se
cubren los ojos para no ver la muerte de los suyos, ni representarse la sevi
cia con que fueron asesinados. La obra Las delicias es una transfiguración
artística de lo noticioso o de lo histórico: ante ella no podemos damos por
informados de un hecho, sino que, con esos gestos arcaicos tan presentes
en la poesía y en el arte, en las pinturas de las pasiones por ejemplo, Bea
triz González toca el dolor y toca el tiempo, pone el dedo en la llaga de
nuestra época; es una interpelación a todos los colombianos.
Pero un ejemplo “palpable” de la transfiguración que el artista hace de
lo histórico es el grupo de obras que Beatriz González le dedica entre 2008
y 2009 a Yolanda Izquierdo, una mujer de Córdoba en la sabana noroc-
cidental del país, líder de una organización campesina que se empeñaba
en la restitución de sus tierras, y en un proyecto de vida para familias
con desaparecidos, y que fue asesinada en 2007 (Véanse imágenes sobre
Yolanda Izquierdo). La exposición muestra una foto de Yolanda Izquierdo
tomada por Alvaro Sierra. Es la figura de una mujer tranquila que no recla
ma con gritos ni con puño alzado, sino que posa solitaria en un paraje de
la sabana, portando en las manos un papel con los planos del proyecto de
parcelación del latifundio donde los campesinos esperaban rehacer su vida
(González, 2011, 156-159, 264 ss). Como se trata de un grupo de obras,
cuatro trabajos al pastel bajo el título Yolanda Izquierdo como peregrino,
y cuatro pinturas al óleo, una de ellas titulada Yolanda en los altares, y la
más descollante, Voy desapareciendo como sombra que se alarga (Salm os
militar Las Delicias al sur del país en el Putumayo, el 30 de agosto de 1996. La serie
se basa en las fotos que la prensa irradió de las madres de los soldados asesinados o
secuestrados en el ataque (Catálogo, 262).
109/23), es un conjunto elocuente de lo que es la ocupación de un artista
cuando en un acontecimiento aciago se yergue la entereza de una mujer
que le merece hacer obra en su memoria. Los diferentes trabajos no son
sólo intentos de dar con la transfiguración artística de más sentido para
honrar a la persona y sus hechos, sino que los títulos religiosos o de de
voción sugieren la tradición artística en que se coloca Beatriz González
para librar a Yolanda Izquierdo de la apropiación partidista, sólo política
e histórica, y encumbrarla transfigurada al aura de los mártires de la de
voción en el arte popular. La devoción popular es amorosa y esperanzada,
en ella no hay artistas lugartenientes de sus reivindicaciones, en ella prima
la protección esperanzada de la imagen, poco o nada interesa el creador
de la pintura. Beatriz González transfigura la foto de Yolanda Izquierdo en
serenos iconos de la tradición artística religiosa y popular del martirologio.
En las manos de Voy desapareciendo como sombra que se alarga, como un
cuadro dentro del cuadro, la imagen de la Yolanda transfigurada porta la
razón de su sacrificio: haber aspirado a una vivienda, a un par de animales
domésticos para el trabajo y el transporte, y a la familia junta trabajando
en lo suyo, la modesta y digna aspiración de vida de campesinos con “título
legal” de propietarios, como se dice en Colombia.
7. Mnemosyne era una Títánide, hija de Urano (el cielo) y Gea (la tierra). El ayuntamiento
con Zeus, el mayor de los dioses olímpicos, rescata a Mnemosyne del mundo oscuro de
los Titanes (en la tradición de Dionisos es en cambio la “Edad de oro”), y gracias a sus
hijas las musas, pervive como divinidad tutelar en el mundo luminoso de los dioses
olímpicos (Cornford, 1987, 260).
de la historia y lectores de novelas (pueden tener “tono épico”, pero no son
épica genuina sino novelesca). Así las cosas, ¿puede reivindicarse todavía
la memoria como M nem osyne ?
Es innegable: hay una enorme diferencia entre la sociedad arcaica, una
cultura completamente tradicionalista, y una cultura moderna como la
nuestra, en la que la tradición ha perdido fuerza vital determinante. M n e
mosyne es una memoria viva en el sistema mítico-tradicional, porque en ese
modo de vida la cultura sólo existe en el acto de la trasmisión, esta tras
misión todavía es un acto vivo. Como lo señala Agamben, “en un sistema
de ese tipo, no se puede hablar de una cultura independientemente de su
trasmisión, porque no existe un patrimonio acumulado de ideas y de pre
ceptos que constituya al objeto separado de la trasmisión y cuya realidad
sea en sí misma un valor. [...] entre acto de trasmisión y cosa a trasmitir
existe una identidad absoluta, en el sentido de que no hay otro valor ético,
ni religioso ni estético que no sea el acto mismo de la trasmisión” (2005,
172 ss). En cambio, la separación entre el acto de la trasmisión y la cosa a
trasmitir es lo que domina en nuestra cultura moderna. Desde que por la
crítica racional se perdió la autoridad de la tradición como fuerza vital, la
cultura se convirtió en acumulación de cultura. Es cierto que también se
hizo de ello un valor, pero la vinculación entre lo nuevo y lo viejo perdió
su fecundidad, pues lo viejo pasó a convertirse en material de acumulación
vertiginosa, una especie de “archivo monstruoso” ajeno a lo vital, tan ajeno
como la técnica que nos lo pone a disposición (174).
No debemos, sin embargo, sacar conclusiones rápidas de este cambio
tan radical en la naturaleza de la memoria. Ni la cultura mítico-tradicio
nal era tan inmóvil que Mnem osyne sólo significara el peso aplastante del
pasado, ni la ruptura posterior con la tradición ha impedido que el pasado
siga inquietándonos. Si dijimos que Mnem osyne era don divino porque bajo
su tutela el poeta cantaba lo inmemorial, el poeta pudo hacerlo porque la
naturaleza misma de Mnem osyne era la libre inventiva, la memoria viva
configuradora de mitos que se iba estableciendo y particularizando con la
fundación de las nuevas colonias. En la vivacidad imaginativa que consti
tuye a Mnem osyne late la fantasía que nos es familiar en la imaginación en
la estética moderna. La llíada y la Odisea de Homero, por mantenemos en
el ejemplo, fueron la biblia poética de los antiguos griegos. Si bien estos
poemas fueron determinantes para configurar la identidad helénica del
pueblo, estimuló igualmente las individualidades y las diferencias inter
nas, pues como biblia poética y no biblia religiosa, no había ni soportaba
una casta consagrada que erigiera sobre ella magisterio y doctrina. Como
mitos y leyendas que había que contar y recontar, desvelaban sentido de lo
helénico sin nombrarlo.
La otra situación es la nuestra. Como cultura moderna, la ruptura de
tradiciones es algo que pertenece a su dinámica interna de ilustración. Lo
que importa es vivir en el presente según lo racionalmente justificable,
no según doctrinas, normas o modelos por encima de toda revisión o de
bate. Ser moderno implica voluntad de presente. Pero si la voluntad no
quiere ser caprichosa y arbitraria sino razonable, no puede determinarse
únicamente por sí sola; si esa voluntad la encuadramos en lo que la vida
humana requiere, notamos que la vida nos devuelve de múltiples maneras
el pasado, las experiencias humanas del pasado, las penosas y las jubilo
sas, las que nos lastran y las que nos estimulan a nuevas liberaciones, y es
gracias a ellas que nos reencontramos a nosotros mismos. Justamente la
vida nos pone de presente que vivimos en la simultaneidad y en la confron
tación constante de pasado y presente. H. G. Gadamer ha sido uno de los
filósofos que le ha dedicado buena parte de su reflexión a esta “fusión de
horizontes” en que consiste la naturaleza comprensiva de la vida humana,
y ha sido también quien ha propuesto de nuevo la figura de Mnemosyne
que he querido aprovechar, para enriquecer nuestro debate sobre arte y
memoria (Cf. 1984, 376 ss, 453)8.
La propuesta de Mnemosyne como unidad de conciencia histórica y con
ciencia estética aparece en La actualidad de lo bello, cuando Gadamer hace
ver que la pregunta por el arte es una pregunta no sólo para la estética y la
crítica de arte, sino para el pensamiento filosófico. Hay experiencias muy
contundentes para percibir esta densidad de la pregunta: ¿cómo es que 11a
¿ 101
sólo se quiere mantener culto al pasado y su autoridad moral. Gadamer
tiene una expresión peculiar para apreciar debidamente el tipo de orien
tación vital que da esta conciencia histórica natural, la llama “la mirada
rutilante de Mnemosine” (112). Es rutilante porque no es luz continua y
homogénea sino que, como la de las estrellas en la noche, titila en la oscu
ridad. En la simultaneidad de pasado y presente, Mnemosyne carga también
con su opacidad para sintonizar históricamente, pues no nos orienta de
modo determinante, conceptual, doctrinario, sino de un modo imaginativo
y productivo, pero discrecional y juicioso. Es ciertamente una clase de re-
flexividad, pero como sin conciencia, ya que es una memoria que no está
supeditada a la mnemotecnia. Gadamer la caracteriza como “una especie
de instrumentación de la espiritualidad de nuestros sentidos que determina
de antemano nuestra visión y nuestra experiencia del arte” (44), pero no
opera solamente en el arte, sino en todas las esferas de la vida humana.
9. Refiriéndose a Dante, dice: “La eternización por la Mnemosine del poeta aquí vale ob
jetivamente como el propio juicio de Dios, en cuyo nombre el más osado espíritu de su
tiempo condena o absuelve todo el presente y el pasado” (Hegel, 1989, 794).
4* 104
Obras citadas
^ 105
Im a g e n 1: Las delicias (2 0 0 5 ). B e a triz G o n z á le z . Ó le o s o b re te la - c a rb o n c illo
so bre tela. 2 4 x 2 4 cm. C o lecc ió n p articu lar, B o go tá.
I m a g e n 2: Las delicias 2 (2 0 0 5 ). B e a triz G o n z á le z . Ó le o s o b re te la -c a r b o n c illo
s o b re tela. 2 4 x 2 4 cm . C o le c c ió n p articu lar, B o g o tá .
4^ 108
Im a g e n 3: Voy desapareciendo como sombra que se alarga (S a lm o s 1 0 9 .2 3 ) (2 0 0 8 ).
B eatriz G o n z á le z . Ó le o s o b re tela. 155 x 45 cm . C o lecc ió n p articu lar, b o g o tá .
109
Im a g e n 4: Yolanda izquierdo como peregrino I, II, III, IV (2 0 0 8 ). B eatriz G o n z á le z.
Pastel so b re p a p e l h e c h o a m a n o , 4 8 .5 x 32.5 cm . C o lecc ió n p articu lar, B o g o tá .
^ 110
r
& 111
Im a g e n 7: Yolanda en los altares. (2 0 0 9 ). B eatriz G o n z á le z. Ó le o s o b re tela.
180 x 90 cm . C o lecc ió n p articu lar, B o go tá.
^ 112
¿Recordar el dolor de los demás?
Sobre arte, compasión y memoria*
^ 113
nuestras. Doris Salcedo ha sido particularmente explícita al respecto, por
ejemplo en el comentario a su obra Atrabiliarios en una entrevista con
Carlos Basualdo:
Atrabiliarios estaba basado en la experiencia de personas que desaparecieron.
Cuando una persona amada desaparece, todo se impregna con la presencia de
esa persona. Cada objeto, pero también cada espacio, es un recordatorio de
su ausencia, como si la ausencia fuera más fuerte que la presencia. Ni un solo
espacio queda intocado, ni una sola área de la propia vida queda sin mancha
de la pena. Esta marca del dolor está tan profundamente inscrita en las expec
tativas de las familias de las víctimas que lo que hice fue casi una transposición
literal de sus sentimientos a un espacio real. Más aun, era vital construir la
obra en términos espaciales, actuar como punto de encuentro para aquellos
de nosotros que habíamos vivido tales ordalías. La experiencia terna que ser
llevada a un espacio colectivo, lejos del anonimato de la experiencia privada
(Salcedo y Basualdo, 2000, 16).
^ 114
en que la imagen de alguna manera fuera tangible. Que fuera como que escu
chara ese dolor (Cit. en Calle, 2008).
Una de las tareas que estas obras asumen es que el dolor de las víctimas
no sea algo ajeno: intentan traspasar, en alguna medida, esa barrera de in
comprensión y desinterés a la que se enfrenta el testigo lejano, acercándo
lo hasta crear un lugar, un nudo de espacio y tiempo en el que sea posible
una experiencia compartida entre él, como espectador, víctimas y artistas.
A esta convicción le subyace una pretensión de memoria, en tanto supone
que en las obras sobreviven ciertas experiencias que de otra manera se per
derían en el olvido o no podrían llegar a hacer parte de la vida común.
¿ 115
importancia que le da a esta respuesta emocional aparece en varios pasajes
de la Poética. Afirma, por ejemplo, que en la tragedia “la imitación tiene
por objeto [...] situaciones que inspiran temor y compasión [...]” (Aristó
teles, 2010, 1452a 1-2); que la anagnórisis [es decir, el reconocimiento] y
la peripecia son propias de fábula trágica porque “seducen el alma” (34),
suscitando “compasión y temor” (38); que estas emociones pueden nacer
del espectáculo; es decir, de la presencia física de la destrucción y el daño
sobre el escenario, pero idealmente deberían surgir de la estructura misma
del mito (o fábula), que es el núcleo de la tragedia como forma poética:
“La fábula, en efecto, debe estar constituida de tal modo que, aun sin ver
los, el que oiga el desarrollo de los hechos se horrorice y se compadezca
por lo que acontece; que es lo que le sucedería a quien oyese la fábula de
Edipo” (Aristóteles, 2010, 1453b 1-7).
La tragedia, pues, no sólo debe presentar acontecimientos terribles,
sino hacerlo de tal manera que despierte en el espectador terror y com
pasión; la necesidad de generar esta respuesta emocional en el público
es constitutiva de la tragedia, hasta el punto que determina la identidad
misma de este género dramático1. Lo mismo vale para obras como las
de Salcedo, en las que la respuesta deseada no parece ser, por así decir
lo, fría , sino emotivamente cargada, obras que convocan una reacción
emocional como el temor y la compasión en tanto tratan el daño grave o
extremo que sufre una vida humana1 2. Lina respuesta, valga decir, sin la
cual la experiencia de la obra tal vez no pueda ser considerada plena. Y
así como en la tragedia la estructura de la fábula moldea la manera en que
debemos responder a la obra, en obras como la de Salcedo la forma de
presentación artística determina normativamente nuestra respuesta como
espectadores3.
2. Salcedo ha reconocido que algo hay en su obra que invita a comprenderla a través de
este modelo. Respondiendo a la pregunta de qué puede aportar su obra al espectador,
comenta: “La confrontación con la muerte, y especialmente la muerte de un amado, pro
voca lo que Aristóteles ha llamado a la vez terror y compasión” (Salcedo, 2000,134).
3. Hay que notar que las emociones no abarcan la totalidad de las respuestas afectivas que
son posibles en el ser humano y que pueden ser artísticamente moduladas. Como ha
señalado Noel Carroll (2010), para la filosofía hay un amplio campo todavía por explo
rar en lo que concierne al papel que en el arte pueden jugar otras muchas reacciones
afectivas, como estados de ánimo, reflejos, fobias y programas afectivos.
¿ 116
La tradición que inaugura Aristóteles en la reflexión sobre las emocio
nes en el pensamiento de Occidente entronca con las recientes teorías de
la emoción como juicio de valor.
4. Sobre la teoría aristotélica de las emociones puede consultarse con provecho Cárdenas
Mejía y Vargas Guillén (2005), Elster (2002, 75-103), Leighton (1996) y Nussbaum
(2004, 2008).
± 117
dirigidas) y que puedan ser producidas, modificadas y eliminadas por el
pensamiento. La teoría aristotélica y las contemporáneas teorías cogniti-
vas de la emoción ven ambas en el núcleo de la emoción un conjunto de
juicios respecto al mundo (o a lo que se nos presenta) y nuestra relación
con él5. Además de los componentes corporales, neurológicos, perceptua-
les o de sentimiento que puedan hacer parte de las emociones (según una
u otra teoría), en su centro estarían formas de ver el mundo y juzgar su
relación con nuestros propios intereses y necesidades. Las emociones im
plicarían, por tanto, creencias, pues sólo surgirían allí donde creemos que
el mundo (o lo que se nos aparece) es de determinada manera. De hecho,
su identidad en cuanto emociones particulares estaría determinada por
estos juicios, que formarían así parte constitutiva de ellas. Son estos juicios
y su estructura típica lo que nos permite distinguir entre dos emociones,
digamos ira e indignación, o compasión y miedo, no una peculiar cualidad
del sentimiento. En todos estos casos, por ejemplo, las emociones pueden
tener como componente cierto tipo de dolor, pero producido y moldeado
en cada caso por juicios diferentes: porque juzgo que se me ha hecho un
mal (en el caso de la ira), o porque se ha cometido una injusticia (en el
caso de la indignación), o porque algo amenaza con dañarme (en el caso
del miedo).
Si se las considera como juicios de valor, por más complejos y oscuros
que sean, las emociones no se oponen a la racionalidad, sino que forman
parte de ella: se refieren al mundo y pueden ser consideradas adecuadas o
inadecuadas frente a determinados objetos, racionales o irracionales según
la reacción que impliquen frente a la situación, y admiten su corrección en
términos de transformación de los juicios que las constituyen. Lo que esta
teoría intenta, pues, es romper esa dicotomía entre emociones y racionali
dad que tan profundamente ha penetrado en nuestra cultura.
Este marco teórico, que aquí no podemos sino esbozar, tal vez se pueda
comprender más claramente si recurrimos a los ejemplos concretos que
nos ofrecen el temor y la compasión, que son las dos emociones sobre las
118
cuales insiste Aristóteles en su tratamiento de la tragedia y a las que volve
remos para acercarnos a la obra de Salcedo.
Aristóteles define el temor o miedo como: “un cierto pesar o turbación,
nacidos de la imagen de que es inminente un mal destructivo o penoso”
(Aristóteles, 1990, 1382a 22-23). Esta caracterización implica un elemen
to afectivo (el pesar o la turbación, que habría que pensar como una forma
de dolor y/o de excitación), pero que sería generado y moldeado por una
serie de juicios: el juicio de que un mal se presenta cercano (y constituye,
por tanto, un peligro), y el juicio de que ese mal tiene cierta gravedad, no
es nimio, no carece de importancia.
Por su parte, la compasión la define Aristóteles como:
[...] un cierto pesar por la aparición de un mal destructivo y penoso en quien
no lo merece, que también cabría esperar que lo padeciera uno mismo o alguno
de nuestros allegados, y ello además cuando se muestra próximo; porque es
claro que el que está a punto de sentir compasión necesariamente ha de estar
en la situación de creer que él mismo o alguno de sus allegados van a sufrir
un mal y un mal como el que se ha dicho en la definición, o semejante, o muy
parecido (Aristóteles, 1990, 1385b 13-19).
También la compasión es entendida, por una parte, en términos de su
cualidad afectiva (al ser caracterizada como una forma de pesar o dolor),
pero este afecto es concebido como el resultado de un conjunto de juicios
respecto a un objeto específico (es sobre alguien que sufre un mal), y por
determinadas razones (puesto que se requiere que consideremos que ese
mal tenga una determinada magnitud, que sea inmerecido, y que también
nos amenace de alguna manera a nosotros mismos).
Los juicios respecto a la magnitud del daño, a su carácter inmerecido
y a la posibilidad de que también un daño semejante caiga sobre noso
tros constituyen la estructura cognitiva de la compasión, y nos permi
ten distinguirla de otras reacciones emocionales con las que se la suele
confundir: son esos juicios los que hacen de la compasión lo que es6. El
Los A trabiliarios
A- 120
que están preenfocados según criterios” (Carroll, 2002, 228). Con ello,
Carroll (y yo con él) se sitúa en oposición a una larga tradición que, in
fluenciada por la teoría kantiana del desinterés y la separación entre arte
y vida que puede derivarse de ella, ha intentado expulsar las reacciones
emocionales del campo de la experiencia propiamente estética, en razón
justamente del tipo de implicación que presuponen entre mundo y sujeto
concreto7.
7. Luis Puelles Romero (2011) ofrece una reconstrucción de la génesis histórica de esta
expulsión. Noël Carroll, en el libro arriba citado, ofrece abundantes argumentos contra
ella.
8. Según el catálogo de la obra en el MOMA, donde se encuentra la ficha técnica (http://
www.moma.org/collection/object.php?object_id= 134303), se trata de piel de oveja,
aunque otros comentarios a esta obra sostienen que se trata de vejiga de vaca (por
ejemplo, en el libro de Malagón-Kurka, 2010).
Ahora bien, ya que partimos de la hipótesis de que esta obra busca pro
ducir alguna forma de compasión, podemos apoyarnos en la estructura bá
sica de esta emoción y considerar cómo la obra organiza nuestra atención
a la situación de acuerdo con los criterios relevantes.
¿Cuál es aquí el objeto de la emoción? Nuestra atención se dirige, en
primera instancia, a la obra misma, pero también y a través de ella a los
desaparecidos. Este dato no nos lo ofrece de manera directa e indubitable
la configuración de la obra, sino más bien la información complementaria
que nos brindan los comentarios de la artista y los críticos, el contexto de
su producción y las guías museales. Es, sin embargo, relevante e interno
a la obra en la medida en que este conocimiento modifica la experiencia
que hacemos de ella (de hecho, sería difícil comprenderla sin tener este
dato siquiera oscuramente presente) y puede ser confirmado, e incluso
desarrollado, si se lo contrasta con los rasgos materiales y formales de la
obra misma.
De hecho, si se hace difícil decidir entre los desaparecidos y la instala
ción misma, como objeto de la emoción, es porque los zapatos funcionan
aquí como representaciones metonímicas de los desaparecidos, que apa
recen en ellos de manera indirecta pero clara (Cf. Malagón-Kurka, 2010,
157; Merewether, 1998, 19). Son como una parte del cuerpo, y remiten
a él por las huellas del uso que están marcados en ellos. En la obra, esos
zapatos son (metonímicamente) personas, y nuestras emociones son di
rigidas, a través de ellos, a las personas que representan. Ahora bien: ¿la
manera en la que es presentado este objeto resalta aquellos aspectos que
encajan con los criterios que típicamente exige una emoción como la com
pasión; a saber, siguiendo a Aristóteles como antes citamos: “un cierto
pesar por la aparición de un mal destructivo y penoso en quien no lo me
rece, que también cabría esperar que lo padeciera uno mismo o alguno
de nuestros allegados, y ello además cuando se muestra próximo” (1990,
1385b 13-19)?
El primero de estos criterios es el daño, tanto en términos de su grave
dad como en su visibilidad: Aristóteles exige que el daño se nos muestre
en la apariencia, que se lo acerque al sujeto y se lo ponga “delante de los
ojos”; este sería uno de los elementos que intensifica la emoción:
Y como los padecimientos que se muestran inminentes son los que mueven a
compasión, mientras que los que ocurrieron hace diez mil años o los que ocu
rrirán en el futuro, al no esperarlos ni acordamos de ellos, o no nos conmueven
¿ 122
en absoluto o no de la misma manera, resulta así necesario que aquellos que
complementan su pesar con gestos, voces, vestidos y, en general, con actitudes
teatrales excitan más la compasión, puesto que consiguen que el mal aparezca
más cercano, poniéndolo ante los ojos, sea como inminente, sea como ya suce
dido (Aristóteles, 1990, 1386a 27-1386b 6).
Sin embargo, ¿hay algún sentido en el que estos objetos hayan sido
dañados o testimonien alguna clase de daño? A diferencia de otras obras
de Salcedo, como un Sin título de 1995 (Imagen 4), en las que el daño
realizado a los objetos resulta bastante evidente en su transformación a
través de procesos de corte, perforación, llenado de cemento, hibridación,
etcétera, en el caso de los Atrabiliarios el objeto central no es alterado de
ninguna forma visible. Más bien, ha sido simplemente aislado de su con
texto usual, de tal forma que se frustra cualquier intento de conectarlos a
su uso cotidiano: han sido desfamiliarizados (Bennett, 2005, 67). Además,
han sido instalados de tal modo que no es posible verlos claramente, por
más que el espectador se acerque o se aleje de ellos (Imagen 5). Su vista
está opacada por esa película de material orgánico, la piel de oveja, que
los cubre: sí, están ahí, pero es imposible distinguir ningún trazo particular
en ellos, y casi provoca extender la mano e intentar remover esa película.
El daño - o la violencia- son, en cambio, más visibles en la agresividad de
las costuras que fijan esta película orgánica a la pared, y que en su distri
bución irregular semejan tachones apresurados, apretados, desiguales y
brutales (Imagen 6).
Y precisamente esto ilumina el preenfoque por criterios de que hablé
antes, y se corresponde con un aspecto importante del daño que sufren las
familias de los desaparecidos: se trata no tanto de un daño físico, de un
daño directo al cuerpo de los miembros de la familia, como de un daño
que se causa al tejido de la vida cuando alguien particularmente impor
tante dentro de él es súbitamente arrebatado sin que se sepa su destino.
Un desaparecido nunca se va del todo, pues la vida sigue teniéndolos en
cuenta, debe tenerlos en cuenta aunque no pueda contar con ellos, y su
visión se da sólo a través de los lentes opacos del recuerdo y la esperanza,
sin el contacto directo, del mismo modo en que nos vemos forzados a ver
estos zapatos através del tejido que los vela. La violencia y el daño están
representados sutilmente, pero con la mayor profundidad. La membrana
(con su carácter ligeramente repulsivo) expone este daño de la manera
más clara. Al igual que con el tema, la gravedad de este daño es imposible
de sopesar si no se recurre a la información contextual, pero se la hace
¿ 123
experimentar al espectador mediante la relación visual y espacial que se le
obliga a tener con la obra: en la tensión entre querer ver y tocar y la impo
sibilidad de ver con nitidez y de tocar el objeto.
Aristóteles exige también, para que se trate de compasión, que el daño
no sea merecido. No sentimos compasión de aquellos que se han ganado
el sufrimiento que viven. Pero incluso si el daño es un castigo por algo que
se ha hecho, podemos sentir compasión si este castigo es desproporciona
do y no guarda una medida adecuada con la trasgresión que lo origina.
¿Se cumple aquí este requisito del inmerecimiento? Las familias de los
desaparecidos son siempre inocentes en este sentido, de modo que hay un
castigo que no proviene de ninguna culpa; e incluso, si acusáramos a estas
familias de haber hecho algo mal, de haber propiciado de alguna manera
esta situación, el castigo que por ello reciben resulta injusto y despropor
cionado, “en tanto nada justifica la ordalía de ir tras el fantasma de un ser
querido, el dolor de no poder dar clausura al duelo” (como bien analiza
Ileana Diéguez en estas mismas M emorias), ¿qué se podría haber hecho
para merecer esto?
Por último, tenemos la condición de la semejanza:'esa idea de que aquel
daño representado en la obra también presenta un peligro para nosotros,
q¡ue nosotros, como espectadores, también estamos expuestos a él. En la
experiencia de la compasión nos hacemos conscientes de nuestra fragili
dad a través de la fragilidad del otro, de tal manera que este rasgo nos une
al otro, nos asemeja al otro. Esta emoción nos sitúa en un espacio común
con el que sufre el daño, de ahí que Aristóteles hable del temor y la com
pasión como dos emociones que se acompañan siempre, particularmente
en la experiencia de la tragedia: siento compasión por aquellas cosas que
puedo temer que me afecten a mí y a los míos. Por tal razón, la compa
sión no implica una posición de superioridad (en tal caso sería meramente
benevolencia), sino una relación más horizontal con el otro. Considerada
desde este punto de vista, la compasión no es una experiencia de identi
ficación, no me convierto en el otro. Es, más bien -lo reitero-, una expe
riencia de acercamiento al otro, de reconocimiento de un campo común
en el terreno de una posibilidad que se abre también al futuro: me fuerza
a darme cuenta de que esto podría ocurrir, de que algo tan terrible como
esto también podría ocurrirme.
Esta condición compartida se logra de una manera peculiar en la obra
que estamos tratando: a través del carácter cotidiano y común de estos
^ 124
zapatos. Ellos no sólo están asociados al cuerpo de los desaparecidos, sino
que constituyen objetos que nosotros también poseemos y con los cua
les todos estamos relacionados. De tal manera, entonces, ponen en juego
también nuestra propia cotidianidad, la vida nuestra de todos los días. El
objeto sirve aquí como punto en el cual convergen los recuerdos de cada
uno de los espectadores, la implicación que cada uno de nosotros tiene con
esos objetos que usamos, regalamos o conservamos sin motivo, sirve para
mostrar y exhibir la semejanza entre nosotros y aquellos que han sufrido
estas ordalías: la humanidad compartida. En este punto es donde la pre
tensión de memoria inscrita en la obra, mediante los zapatos usados, se
hace efectiva, palpitante y actuante sobre el espectador.
Esta interpretación de esta obra recoge elementos que han sido expues
tos en otras interpretaciones de la obra de Salcedo (Cf. Bennett, 2005;
Gibbons 2007; Huyssen, 2010; Malagón-Kurka, 2010; Merewether, 1998;
Wong, 2007). No obstante, mi insistencia en que la compasión es una
de las emociones que resultan normativamente propuestas por la obra,
mediante el recurso a la teoría de las emociones, permite resaltar el he
cho de que, si bien aquí hay una experiencia afectiva que puede ser muy
fuerte, no se trata simplemente un fenómeno de contagio del dolor, ni de
la trasmisión de un dolor físico o sólo físico (incluso si la experiencia pue
de llegar a ser físicamente dolorosa para algún espectador). Antes bien:
la experiencia está aquí enmarcada en un conjunto complejo de juicios
respecto al objeto que lo ponen en relación con nuestra propia existencia,
individual y colectiva.
125
presencia, así como la indefensión de las familias ante una agresión que
corrompe el tejido de la existencia cotidiana, se hacen presentes a través
de los análogos materiales en los que encuentran expresión. A través de
estos análogos sensibles el espectador alcanza algo parecido a una pers
pectiva interna -casi empática- que le permite imaginarse aspectos de la
experiencia de estas familias. En su estructura general la obra permite,
además, esa compleja reacción ante el dolor ajeno que es la compasión,
que implica no sólo conocer esas formas de sufrimiento, sino responder a
ellas con un sufrimiento que reconoce lo terrible de esa situación.
Queda pendiente abordar la pregunta con la que abríamos este texto.
¿Es posible y adecuado decir que estas obras condensan el dolor de los
familiares de los desaparecidos y lo guardan en sí, que cristalizan estas ex
periencias para la memoria colectiva? ¿Se puede decir que la obra es una
máquina del tiempo y el espacio que nos permite revivir de manera común
esa experiencia privada? Algo como esto, según notábamos, parece impli
cado en algunas afirmaciones de Doris Salcedo y de Clemencia Echeverri,
como cuando la primera afirmaba que a través de la obra “La experiencia
tenía que ser llevada a un espacio colectivo”, o cuando la segunda señalaba
que se le imponía “generar en imágenes ese ‘silencio del dolor”’.
La idea es tentadora, y capta el hecho de que las obras de arte permiten
un acercamiento más inmediato, sensible si se quiere, a experiencias como
ésta, de lo que podría hacerlo un descripción fría o un simple recuento
de cifras. Sin embargo, a partir de las ideas desarrolladas sobre la com
pasión y el temor se hace posible y necesario introducir en tal suposición
una corrección, o más bien una precisión. El sentido fundamental de esta
precisión es que nuestro dolor ante la obra no es, no puede ser, idéntico al
dolor que sienten estas familias, incluso si la obra puede ser considerada
un artefacto que hace posible, para los espectadores, una respuestas afec
tiva compartida.
Nuestra respuesta emocional y afectiva a la obra no puede equipararse
a la de las familias de los desaparecidos, y esto no sólo porque seamos in
dividuos diferentes -es posible que varias personas sientan un dolor o un
placer compartido ante una misma situación, como cuando reaccionamos
todos en bloque con alegría por una victoria compartida, por ejemplo, o
con dolor ante una pérdida que nos afecta a todos de la misma manera-,
sino porque nuestra posición ante esta situación es radicalmente diferente
de la de ellas, y esta diferencia penetra y transforma totalmente la natu
^ 126
raleza de la experiencia. Una obra como ésta nos permite, sí, imaginarnos
sensiblemente cómo se sienten ciertos aspectos de esa situación por la que
pasan, pero estas percepciones se ordenan para nosotros desde la pers
pectiva del testigo del dolor ajeno, aquel que contempla el sufrimiento del
otro sin poder ni tener que hacer nada por él en ese momento. Aunque a
veces creamos poder identificarnos con la víctima, hemos de reconocer
que sólo somos espectadores que nos encontramos a la vez impotentes y
a salvo en el espacio protegido de la galería o el museo9. No tememos di
rectamente por nuestra vida en ese momento, ni podemos hacer nada por
la de ellos; pero justamente esa libertad frente a la presión agobiante de
la acción inmediata nos permite demoramos más tiempo y concentramos
más intensamente en esa situación, nos abre un espacio para intentar com
prenderla, penetrar en sus matices.
9. Sobre los peligros constantes que implican estéis formas artísticas respecto a la tentación
de apropiarnos de la posición de la víctima han reflexionado mucho los llamados estu
dios del Trauma. (Cf. Guerin y Hallas, 2007).
“son como pesares grandes pero provisionales, que atajan el hábito, que
nos ponen una vez más en contacto con la realidad de la vida, pero sólo
por espacio de pocas horas” (Cit. en Nussbaum, 2008, 280s). Podemos sa
lir de esta experiencia enriquecidos por una visión más clara y más profun
da de esa situación, pero no constituye una parte de la trama de nuestra
vida en el mismo sentido (ni con la misma carga) que lo constituye para la
vida de la víctima.
Lo cual, reitero, no equivale a decir que allí no se comparta algo ni se
cree la base, como siempre frágil y como siempre a la espera de ser reacti
vada, para una experiencia común. Debemos distinguir entre la experien
cia acerca de la cual es la obra y la experiencia de la obra. La experiencia
de las familias de los desaparecidos, acerca de la cual es la obra, es una
experiencia que no podemos apropiarnos, que sigue siendo, por así decir
lo, propiedad exclusiva de ellos. Pero también hay una experiencia que
podemos tener todos los espectadores con la obra, que incluye elementos
emocionales, afectivos y puramente intelectuales. Es la experiencia con y
de la obra (y no la experiencia sobre la cual la obra es) la que se añade,
a través del arte, al repertorio social compartido y crea una memoria en
la que todos podemos tomar parte. Este es, para usar una bella expresión
de Albrecht Wellmer, un “enriquecimiento del caudal del sentido”, de ese
espacio común en el cual podemos encontramos unos con otros.
Tal como está mediada e inducida en la obra de arte, la experiencia de
la compasión ofrece un apoyo, por débil que sea, para la solidaridad en la
medida en que potencia nuestra capacidad imaginativa para interesarnos
por los demás, para preocupamos por lo que les acontece y por lo que po
dría ocurrimos a todos nosotros. La realización factual de esa solidaridad
presupone, claro está, condiciones éticas, políticas y culturales que exce
den los poderes del arte por sí solo, algo que Javier Domínguez, en el texto
publicado en este mismo libro, explica muy bien. Pero que a través de la
obra se apoyen las condiciones subjetivas de esa posibilidad me parece, en
principio, una contribución apreciable. No es la única tarea del arte, no es
ni siquiera la única tarea de una obra como ésta, pero es una tarea cuya
dignidad no deberíamos desconocer.
^ 128
Obras citadas
^ 130
Im a g e n 1: A tra b ilia rio s . ( D e t a l l e ) . (1 9 9 2 - 1 9 9 3 ). D o r is S a lc e d o . In s t a la c ió n d e
p a r e d c o n c o n tr a c h a p a d o , z a p a to s , fib r a a n im a l, h ilo y p ie l d e o v e ja . S eis n ic h o s .
7 6 .2 x 1 7 8 .4 x 13 c m . M O M A , N e w Y o r k . F o to : D a n ie l T o b ó n .
± 131
jM*
± 132
Im a g e n 3: Atrabiliarios. (D e t a lle ). (1 9 9 2 -1 9 9 3 ). D o ris S a lc e d o . In s ta la c ió n d e
p a re d co n co n tra c h a p a d o , zap ato s, fib ra an im al, h ilo y p iel d e o veja. Seis nichos.
76.2 x 17 8.4 x 13 cm. M O M A , N e w Y o rk . Foto: D a n ie l T o b ó n .
133
T
^ 134
Im a g e n 5 : A tra b ilia rio s . ( D e t a l l e ) . (1 9 9 2 - 1 9 9 3 ). D o r is S a lc e d o . I n s t a la c ió n d e
p a r e d c o n c o n tr a c h a p a d o , z a p a to s , fib r a a n im a l, h ilo y p ie l d e o v e ja . S e is n ic h o s .
7 6 .2 x 1 7 8 .4 x 13 c m . M O M A , N e w Y o r k . F o t o : D a n ie l T o b ó n .
^ 135
I m a g e n 6: A tra b ilia rio s . ( D e t a l l e ) . (1 9 9 2 - 1 9 9 3 ). D o r is S a lc e d o . I n s t a la c ió n d e
p a r e d c o n c o n tr a c h a p a d o , z a p a to s , fib r a a n im a l, h ilo y p ie l d e o v e ja . S eis n ic h o s .
7 6 .2 x 1 7 8 .4 x 13 c m . M O M A , N e w Y o r k . F o to : D a n ie l T o b ó n .
t 136
Arte, memoria y experiencia:
dos ejemplos de compromiso
Vicente Jorque
1. Entretanto, por cierto, he creído entender que Doris Salcedo pidió que en el acto no
hubiera presencia oficial del Gobierno de Colombia, aparentemente en protesta por una
exposición program ada y no realizada (Cf. González, 2012).
¿ 137
Por lo demás, de ese bello y muy bien elaborado discurso, en donde la
artista demostraba tanto su reconocida sensibilidad como su consistencia
en materia de reflexión, destacó alguna prensa española sus palabras sobre
Walter Benjamin, al que se vino a referir como su “filósofo de cabecera”, el
cual -cito a Doris Salcedo:
pensó que los vencidos podíamos narrar nuestra historia y que ésta se podía
construir desde el presente del historiador o del artista que observa el pasado.
El pasado no es algo dado. Se construye en el momento de ser narrado. Esta
perspectiva desde el presente permite que la memoria olvidada, la memoria
reprimida, surja como una imagen, otorgando así una oportunidad a todo lo
que en el pasado fue aplastado, desdeñado y abandonado (Salcedo, citada por
García, 2010).
Estas frases tienen todo el aspecto de ser certeras y apropiadas, y res
ponden a una bastante correcta (pero también, por así decir, popular)
interpretación de Benjamin por parte de Doris Salcedo, sobre todo te
niendo en cuenta que ella misma se ubicaba entre quienes se proponen
reivindicar a “los vencidos”. Mi propósito, no obstante, es matizar estas
palabras y darles una penúltima vuelta de tuerca. No, por supuesto, con
vistas a obsequiar a la artista con una innecesaria lección de filosofía
benjaminiana, sino al revés: para singularizar su trabajo y mostrar la
manera en que se distancia, por fortuna, respecto de ése o cualquier otro
marco teórico.
Porque, si bien se mira, y pese a lo que sostiene la artista, no es lo mis
mo construir el pasado en forma de narración que en forma de imagen: no
es lo mismo construir la historia del pasado (y del presente y del futuro)
en términos de proceso y de continuidad, de relato articulado o eventual
mente articulable como dotado de sentido, que construirlo en términos
de súbita iluminación fragmentaria. Y, desde luego, no es lo mismo hacer
lo desde la perspectiva radical de un presente o porvenir revolucionario
(como era el caso de Benjamin a finales de los años treinta), que hacerlo,
por así decir, sin grandes esperanzas en el pronto o tardío advenimiento de
una humanidad emancipada y gloriosa.
Por otro lado, encuentro asimismo un importante problema en esa clase
de orientaciones artísticas como la que tan brillantemente representa y
practica Doris Salcedo. Puesto que es evidente que su voluntad de otorgar
“una oportunidad”, como ella dice, a “todo lo que en el pasado fue aplas
tado, desdeñado y abandonado”, no puede sino contar, sin duda, con mis
¿ 138
más vivas simpatías y, supongo, con las de todo ser humano bien nacido.
Sin embargo, confieso que no consigo convencerme de que esa “oportuni
dad” le sea otorgada a lo “aplastado” en el pretérito de una manera verda
deramente eficaz. Quiero decir: en el medio del arte.
De hecho, cuando se reflexiona, por ejemplo, sobre su célebre Shibboleth,
aquella grieta que introdujo en la Sala de Turbinas de la Tate Modern, en
Londres, entre 2007 y 2008, y que ha sido interpretada como una imagen
de la separación entre el Primer Mundo y el Tercer Mundo, uno no puede
dejar de pensar en esa otra grieta no sé si tan dramática, pero igualmente
real, que se abre entre los muy buenos propósitos de muchos artistas, y de
ésta en especial (en el papel de defensora de “los vencidos”) y los bastante
escasos resultados de orden práctico, de cara a la victoria, que es de lo que
se trata o de lo que debería tratarse.
Y uno se pregunta así mismo si una obra de arte, en la medida en que
se propone hacer presente (esto es, representar) un conflicto o problema
ordinariamente olvidado, puede efectivamente ofrecerse de tal modo que
se preste a ser interpretada en un sentido tan unívoco y, por así decir, tan
escueto, sin que la obra misma se resienta en su misma esencia, hasta
convertirse en una especie de postulado genérico que alguien (por ejem
plo, algún crítico malintencionado, aunque tal vez sagaz) podría consi
derar tan bienintencionado como, en el fondo, banal. Porque, al fin y al
cabo, resulta demasiado obvio que ponerse de parte de “los vencidos”,
de los débiles, tiene que ser moralmente mejor que ponerse de parte de
los fuertes, los poderosos, los victoriosos abusivos y opresores, que no
necesitan ulterior ayuda ni solidaridad por nuestra parte. Pero también
es claro que esa clase de posicionamientos no cuestan a veces ni mucho
ni poco (aunque a Doris Salcedo sí le hayan costado), y hasta pueden
gozar del aprecio sincero (y eventualmente del dinero) de los victoriosos
más comprensivos y educados, sobre todo si saben que “los vencidos” no
van a poderles ganar jamás, ni revocar la historia, o al menos no gracias
al arte.
Todo esto viene al caso en la medida en que sea importante que una
obra de arte signifique más de una cosa (como una “grieta” más que
evidente). Es indudable que Doris Salcedo plantea el asunto con la más
absoluta franqueza, haciéndonos ver que la vida humana no sólo no es
justa y que debe, por tanto, transformarse, sino que, además, es rara y
compleja, cosa que complica los términos en que puede tener lugar su
¿ 139
transformación. De hecho, su Shibboleth no era sólo una evocación del
abismo que puede reconocerse entre el Primer Mundo y el Tercero (por
cierto, ¿qué pasaría con el Segundo?), tal como parecía serlo al quedar
fijada en los habituales registros periodísticos, tendentes a permanecer
en lo superficial, sino que era también la exposición plástica de una rup
tura en el núcleo de la modernidad occidental, una ruptura originaria
propiciadora de otras innumerables rupturas y contradicciones, inclu
yendo la existente entre la monumentalidad de la nave industrial como
epítome del progreso técnico y lo discutible de sus logros morales, o
entre las aspiraciones presuntamente emancipatorias de la cultura oc
cidental y su trasfondo racista, o sus pretensiones universalistas y sus
efectos eventualmente excluyentes (o, cuando menos, insuficientes para
impedir las atrocidades que siguen produciéndose a lo largo y ancho de
nuestro planeta).
± 142
que en el mundo hay explotación no es un secreto para nadie, y hacerlo evi
dente en galerías y museos no dice nada nuevo. Lejos de criticar al sistema, lo
que hacen estas filmaciones [i.e.: los vídeos que documentan los trabajos de
Sierra] es reproducirlo y servirse de sus rasgos más degradantes para alcanzar
el éxito y la fama. No porque el resultado final sea una autoproclamada obra
de arte se atenúa la humillación y el abuso implícitos en el proceso. Ir al Tercer
Mundo en busca de pobres -los participantes en las obras de Sierra suelen ser
cubanos, guatemaltecos, mexicanos: también inmigrantes, prostitutas, yonquis
e indigentes- es, quizás, la forma más mercantilista y grotesca de hacer arte.
E inmediatamente añade:
¿ 143
de su citado proyecto N O Global Tour, se ha convertido ella misma en obra
de arte4. Por qué no.
Recientemente, Sierra ha presentado una obra en Valencia (España),
en el Cabanyal, un barrio histórico de valiosa arquitectura vernácula que
la administración pretende poco menos que arrasar y convertir en pasto
de la (hoy día algo improbable) especulación inmobiliaria. Este barrio se
ha destacado durante los últimos años por su combatividad, así como por
la manera peculiar con la que se ha aliado con artistas, algunos de ellos
vecinos, orientados hacia el artivismo con causa. En consonancia con la
tradicional fiesta valenciana de las Fallas (elaboradísimos monumentos ca
llejeros de madera y cartón repletos de figuras y personajes, a los que, tras
ser expuestos durante unos días, se les prende fuego indefectiblemente el
día 19 de marzo, en grandes hogueras en honor de San José el carpintero),
la obra de Sierra consistió en la quema de la palabra FUTURE (es decir,
“futuro”, sólo que en inglés porque, dijo el autor, lo que pasa en Valencia
pasa también “en otros barrios del mundo”), de 3x18 metros aproximada
mente, construida en madera, en una acción, al parecer, semiclandestina,
desarrollada en un desangelado solar situado frente a un edificio cierta
mente lamentable, en presencia de unas docenas de artistas y irnos pocos
allegados (Cf., Bono, 2012).
Ahora tal vez se entenderá mejor mi perplejidad. Porque esta obra es
verdaderamente compleja. Por un lado, juega con la transgresión de los
límites entre arte elevado (autoconsciente, conceptual) y arte popular. Por
otro lado, se presenta como una operación casi ilegal (aunque inocente)
en solidaridad con la larga lucha de los habitantes de un barrio pobre y
deteriorado. Por otro lado, el triste edificio que hace de trasfondo de su
obra (materialmente efímera, aunque eternizable en forma de imagen, en
términos documentales) no responde a la clase de vivienda que el barrio
quiere preservar (más bien se trata de lo contrario: una horrible mole de
origen franquista, predemocrático, que es justamente la que más mere
cería la demolición). De manera que, por otro lado, uno se pregunta si
Santiago Sierra lamenta la eventual desaparición de ése adefesio sin fu
turo, o de los restantes que configuran la auténtica trama urbanística del
t 144
hamo. Así que, finalmente, uno se pregunta si la palabra quemada -F U T U -
R E - no podría haber sido otra. Por ejemplo: PAST, que no es exactamente
lo mismo. O incluso PRESENT, que es lo que más nos interesa. De hecho,
la prensa hablaba dé que Santiago Sierra había prendido fuego simbólica
mente (menos mal, que sólo simbólicamente) al futuro. Tal vez porque la
administración quería destruir - y no sólo simbólica, sino físicamente- las
huellas del pasado.
Pero dejémoslo así. Por supuesto, no es cuestión de reprochar a Doris
Salcedo ni a Santiago Sierra la ineficacia política de sus obras o acciones.
Ya sabemos que los conflictos sociales no puede resolverlos el arte. Ni los
grandes dadaístas berlineses más políticamente radicales, como Grosz o
Hausmann, ni Beítolt Brecht, sirvieron de nada para evitar el ascenso de
Hitler al poder. Tampoco pudieron hacer nada contra los asesinatos pro
gramados en Auschwitz. Ni las más combativas canciones de Quilapayún
o de Víctor Jara impidieron el colapso del, ya de por sí frágil, régimen de
Allende ni la estruendosa llegada del general Pinochet. En cualquier caso,
es evidente para todos que no va a ser el arte el que determine a corto
plazo el destino de los barrios degradados, ni de las Repúblicas llamadas
bolivarianas, ni de Colombia, ni del Reino de España, ni de Grecia (ni de
Alemania, dicho sea de paso). Pero también es obvio que ésta no es razón
para reprochar a los artistas que se ocupen de la miseria social o de la
opresión política, de lo olvidado, aun a riesgo de transfigurar estas cosas
en forma de objeto de dudosa contemplación estética, cuando no de cínica
delectación burguesa.
Lo que pasa es que la cuestión no es sólo ésa, sobre la que no hay mucho
que decir, sino también otra un poco diferente. Y esa cuestión es la siguien
te: si un artista sólo es “serio” en la medida en que se ocupa de “los olvida
dos” o excluidos por el Estado y rechaza, en justa consecuencia, toda forma
de reconocimiento oficial (lo cual convertiría a Doris Salcedo, desde el
punto de vista de Santiago Sierra, en una artista poco o nada seria, a pesar
de su interés por “los olvidados”), ¿qué decir entonces de aquellos artistas
que, al margen de sus ideas personales en cuanto que ciudadanos, practi
can un arte autónomo en donde no sólo cabe el reconocimiento oficial o
mercantil (aunque sea a regañadientes, a veces con un punto de elegante
distanciamiento, aunque no sea sino por sobrevivir como artista con algu
na dignidad), sino que además en él ni siquiera comparece lo “aplastado,
desdeñado y abandonado”? Dicho de otro modo: ¿carece necesariamente
de memoria, incluso de memoria histórica, o de legitimidad, o de sentido
moral o estético, un arte en donde no se hagan presentes “los olvidados”,
sino otra infinita clase de cosas? Mi intención es advertir en qué sentido el
papel de la memoria en el arte y su funcionalidad colectiva no puede - o tal
vez no debería- sustentarse sólo en esta clase de perspectivas políticas, tan
llenas de buenos propósitos como olvidadizas de otros registros eventual
mente imprescindibles de cara a la lucha contra la barbarie, y que, por otra
parte, pueden conducir a resultados de muy diversa índole, como los que
encontramos en artistas comprometidos, pero tan dispares, como Doris
Salcedo y Santiago Sierra.
Pasajes fragmentados
Para confrontar estas cuestiones puede ser útil, en efecto, recurrir al “fi
lósofo de cabecera” de Doris Salcedo, es decir, a Walter Benjamin. Recorde
mos que ella hablaba de unas ideas de Benjamin relativas a la posibilidad
o necesidad de pensar la historia - y de hacer m emoria- en unos términos
alternativos a los habituales de la historiografía de raigambre burguesa. Lo
que quisiera mostrar a continuación es la clase de problemas que pueden
presentarse cuando se asume la filosofía de la historia de Benjamin como
guía o como parámetro en orden a una práctica del arte contemporáneo
comprometido con el presente, como es el caso de Doris Salcedo. Espero
que se entienda -insisto en ello- que mi intención no es en absoluto poner
en cuestión la obra de la artista colombiana, sino todo lo contrario: poner
en valor sus méritos, precisamente teniendo en cuenta los fundamentos
teoréticos en los que dice inspirarse.
El asunto es el siguiente: Benjamin trataba de oponerse a la visión de
la historia universal como el relato de un progreso entendido como el más
o menos continuo desarrollo de un modelo unilateralmente establecido
por el sujeto idealmente identificado con la racionalidad instrumental que
habría cristalizado en el capitalismo tardío y subyugado por el imperio de
la mercancía. El hecho es que el capitalismo actual no se despliega sólo en
el reino de la mercancía (en donde el problema estriba en la injusta rela
ción entre el propietario de los medios de producción y los trabajadores
o proletarios explotados, como denunciaba Marx), sino, sobre todo, en
el del implacable capital financiero, en un mundo llamado global, que ya
no respeta a esos trabajadores, ni a los patronos que fundan o gestionan
^ 146
empresas industriales, sino que -business is business- propicia situaciones
conducentes a la muerte de inocentes y amenaza con hundir en la miseria
a países enteros. Éste es el mundo en el que vivimos, y Benjamin no podía
conocerlo. Su concepción de la historia era muy radical, pero también de
masiado optimista.
De hecho, la propuesta benjaminiana de revisión de los orígenes de la
modernidad, tal como se hace patente en su famoso proyecto de los Pasa
jes, parecía consistir en rescatar residuos o escombros, fragmentos olvida
dos en el curso del “cortejo triunfal” (Benjamin, 1973,181; 1980,1 ,1248)
urdido y celebrado por la burguesía en el poder. Pero, al fin y al cabo, una
relectura de la historia no puede tener como único objeto rememorar a los
esclavos muertos a los que no pudo liberar Espartaco en la antigua Roma,
ni a los siervos medievales aplastados por los caballeros a lo largo y ancho
de todo el continente europeo, ni a los negros robados en África, ni a los
obreros sin derechos del Londres de la época de Dickens. Ni siquiera, por
cierto, a los belicosos o pacíficos nativos de los tiempos precolombinos,
que no desempeñaban ningún papel entre lo “olvidado” y finalmente redi
mido a través de la “imagen dialéctica” que Benjamin se hizo de la historia
(una imagen, hay que decirlo, tan eurocèntrica como pudo serlo la narra
tiva historicista burguesa de un Ranke)5.
En realidad, lo que le interesaba a Benjamin era concebir (o más bien
imaginar) la historia de la modernidad de tal modo que pudiera servir para
liberar a los oprimidos del presente, en una perspectiva que, en función de
una crítica radical de las ilusiones socialdemócratas, cómplices de una idea
optimista del progreso, de origen burgués, que obraría en términos des-
movilizadores, apuntar hacia la acción resueltamente revolucionaria -es
decir, comunista- propiciadora de un decisivo y definitivo vuelco histórico
conducente a convertir a todos esos “olvidados” de siempre -pero sobre
todo a los actuales- en protagonistas del porvenir.
En sus últimos años, cuando se empeñaba en terminar su (por lo demás,
esencialmente interminable) proyecto de los Pasajes, Benjamin se encon
5. Cf. Jarque, 1992, 179 ss. En cuanto a Ranke, al que Benjamin cita cuando sostiene que
“articular históricamente lo pasado no significa conocerlo ‘tal y como verdaderamente
ha sido”’ (aunque Benjamin no explica si el problema estriba en que eso es lógicamente
imposible o en que es, digamos, políticamente incorrecto), es cierto que su visión de la
historia universal, como la de la mayor parte de los historiadores, resulta un tanto confu
sa. Esto no debería extremar demasiado, dado que el concepto de una “historia universal”
no es propio de la historiografía, sino de la filosofía. (Cf., Jarque, 2010,87).
traba, sin duda, en una situación desesperada: su proyecto filosófico se
sustentaba en la perspectiva de una revolución comunista, en función de la
cual podía defender la “liquidación general” de la cultura (burguesa, occi
dental, europea) y el advenimiento de algo que no dudaría en llamar una
nueva barbarie que el proletariado, eventualmente organizado en forma de
consejos de trabajadores, sabría administrar con vistas a la emancipación
definitiva de la humanidad6.
El Benjamín tardío siempre confundió -y o creo que bastante conscien
temente- esta perspectiva revolucionaria con otra de orden teológico que
venía funcionando como instancia subyacente a su pensamiento desde los
tiempos anteriores a su conversión al comunismo bolchevique. En este sen
tido cabe entender su proyecto de los Pasajes, a través del cual pretendía
ofrecer una “imagen dialéctica” de la modernidad a manera de “montaje”
de fragmentos a propósito de los cuales, decía, “no tengo nada que decir,
sólo que mostrar” (Benjamín, 1983,574)7. Se supone que esos fragmentos,
como tales, podían considerarse residuos, incluso desechos de la historia,
que él rescataba del olvido con vistas a redimirlos convirtiéndolos en ele
mentos de una memoria de sesgo mesiánico, esto es, redentor.
Pero la idea de que la recuperación del pasado -e l de los “vencidos”- en
forma de agrupación de fragmentos yuxtapuestos pueda suponer algo pa
recido a una victoria política o teológica..., esta idea es bastante más que
discutible. Incluso podría ser falsa, por ilusoria. Puesto que lo que tiene de
malo el mal, la injusticia sufrida por las víctimas del poder, la miseria en
general, la desgracia humana del pasado y el presente, es que puede ser
literalmente irreparable. Salvo en términos religiosos, claro está. Fue Max
Horkheimer, en una carta a Benjamín a propósito de su ensayo sobre el
coleccionista Eduard Fuchs, quien le planteó el problema de que el pasado
tal vez era el reino de la clausura, en el sentido de que las víctimas -los
muertos, digamos- no podían esperar ninguna clase de restauración real,
y que los asesinados no iban a resucitar. Mientras que el futuro, al menos
en principio, y aunque no podamos contar con ninguna clase de garantía,
sí admite un incremento del bien8.
± 148
En cualquier caso, lo cierto es que Benjamin -cuya esperanza en la po
sible emancipación revolucionaria de la humanidad era tanta, o tan poca,
que le condujo al suicidio-no sólo acumulaba fragmentos en sus Pasajes,
sino que esos fragmentos no tenían en absoluto el mismo peso. De hecho,
como es notorio, en los que nos han quedado de los Pasajes encontramos
de todo: millares de citas heterogéneas, informaciones sintomáticas, frag
mentos aforísticos, extractos de ensayos del propio Benjamin, apuntes y
atisbos diversos. Con todo ello se proponía ofrecer no un relato, ni un
concepto, sino una imagen de la modernidad (y de la historia), a manera
de “constelación”, como ya proponía en su viejo escrito sobre el drama
barroco alemán, sólo que ahora desde una perspectiva “materialista”, es
decir, mesiánica, redentora y revolucionaria a la vez.
Crisis de la experiencia
/
9. “El conjunto de los mecanismo inteligentemente organizados que aseguran una réplica
adecuada a las diversas interpelaciones posibles”.
La historia inenarrable
^ 152
justamente le distingue respecto al moderno historiador. Éste, dice, “está
obligado a explicar, de una u otra manera, los acontecimientos de que
se ocupa; de ninguna manera puede quedarse satisfecho con mostrarlos
como ejemplares del curso del mundo. Pero tal cosa es lo que precisamen
te hace el cronista” (Benjamín, 1970, 200-1; 1980, II, 451-2)11. Benjamín
remite a los cronistas medievales, quienes, “al sujetar su narración histó
rica a un plan divino de redención, que es insondable, han renunciado de
antemano a hacerse cargo de explicaciones demostrables” (1970, 200-1;
1980, II, 451-2). Puesto que, si de lo que se trata es de registrar “la pro
cesión de las creaturas”, el sentido racional y el argumento están de más.
Lo que estructura el relato, por así decir, es la más absoluta acribia: todo
acontecimiento está ahí por causas inescrutables, y no hay modo de saber
cuál es más relevante que el otro, ni por qué.
Por otro lado, escribe Benjamín a continuación, “que el curso del mun
do sea una forma de historia sagrada, o una historia natural, no hace di
ferencia alguna. En el narrador se ha mantenido el cronista, bajo una for
ma cambiada, secularizada” (1970, 200-1; 1980, II, 451-2). Estas frases
resultan particularmente significativas. Por un lado, invocan la idea de
una historia universal entendida en términos providenciales, a la manera
premodema de aquella teodicea cuyo último representante pudo ser Bos-
suet. Por otro lado, aluden al concepto de una historia natural, que no es
sino una solapada remisión a un motivo que Benjamín había desarrollado
tiempo atrás en su libro sobre el drama barroco alemán, es decir, antes de
su conversión al materialismo, en donde se hablaba de una visión de la
historia, en la época de la Contrarreforma, como una “catarata” propicia-
dora de una caída irresistible, y que más tarde, ya desde el punto de vista
marxista, recuperaría en la célebre imagen del ángel de la historia que se
ve arrastrado cada vez más lejos del paraíso por una fuerza también irre
sistible que Benjamín califica de “huracán” y que, dice, es lo que llamamos
“progreso” (Benjamín, 1973, 183; 1980,1, 697). Así pues, “historia sagra
da” medieval, “catarata” barroca o “huracán” del progreso: para Benjamín,
11. A este propósito, habría que reflexionar sobre su tercera “tesis” de filosofía de la his
toria: “El cronista que narra los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los
pequeños, da cuenta de una verdad: que nada que una vez haya acontecido ha de darse
por perdido para la historia. Por cierto, que sólo a la humanidad redimida le cabe por
completo en suerte su pasado”, el cual se hace “citable en cada uno de sus momentos”,
pero sólo en el momento del “día final” (Benjamín, 1973,178-9; 1980,1, 694).
al menos de cara a la posibilidad de narrar la historia confiriéndole un sen
tido racional, todo viene a ser lo mismo12. La única cosa que nunca aparece
en estos contextos, en el pensamiento de Benjamín, es la idea de la historia
universal como, por decirlo en los términos del gran Croce, “la hazaña de
la libertad”, esto es, como el espacio de la emancipación humana (Croce,
1942). No extraña la fijación de Benjamín por la figura de la “criatura”: el
ser humano, claro está, pero no como sujeto autónomo, libre para bien y
para mal, sino como entidad dependiente, primero de Dios (en el paraíso),
y luego de cataratas y huracanes, de guerras y de siempre renovados esta
dos de barbarie.
“¿Barbarie? Así es de hecho. Lo decimos para introducir un concepto
nuevo, positivo de barbarie. ¿Adonde le lleva al bárbaro la pobreza de
experiencia? Le lleva a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo;
a pasárselas con poco; a construir desde poquísimo y sin mirar ni a diestra
ni a siniestra” (Benjamín, 1973,169; 1980, II, 215). Estas palabras pueden
ser consideradas como una especie de corolario y, a la vez, un epítome de
la idea que Benjamín se hacía de la historia contemporánea. En espera
de una revolución redentora -aunque sin mucha claridad acerca de los
medios para lograrla-, el filósofo se atenía a su lógica del fragmento, de
la interrupción, de la detención de todo curso lineal (del argumento, de
la historia), en aras de la figura de una “constelación”, de una “imagen
dialéctica”. De esta manera venía a reproducir en términos miméticos la
realidad de la desagregación social, en una operación filosófica que tal vez
tenía algo de sacrificio del intelecto, pero que, sin duda, parecía responder
casi literalmente al lema de hacer de la necesidad, virtud. Es así como la
crítica de la vieja cultura, de la racionalidad burguesa, terminaba por con
ducir a la exaltación de una nueva barbarie.
Dicho esto, apenas es necesario remarcar la intencionalidad libertaria
y el compromiso con lo mejor de la cultura burguesa -au n cuando fuese
como “documento de barbarie” (Benjamín, 1973, 182; 1980,1, 6 9 6 ) - que
desde siempre presidieron las posiciones filosóficas de Benjamín. De he
cho, su concepción crítica de la ideología del progreso sería compartida
por Adorno y Horkheimer, como se hizo patente de inmediato en su D ia
léctica de la ñustración, así como antes había sido formulada en términos
pre-románticos (Rousseau, Diderot), cuasi-románticos (Herder), románti-
156
O bras citadas
¿ 159
algo que, ahora, no sabemos muy bien qué significa, pero que ineludible
mente somos, o deberíamos ser. Para Agamben, “pertenece en verdad a su
tiempo, es en verdad contemporáneo, aquel que no coincide a la perfec
ción con éste ni se adecúa a sus pretensiones, y entonces, en este sentido,
es inactual; pero, justamente por esto, a partir de ese alejamiento y ese
anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aferrar su tiempo”
(18). Son la inactualidad y el anacronismo, por tanto, los que permiten
al contemporáneo ser contemporáneo, los que le conceden el desfase y la
distancia necesarios para aferrar su tiempo desde una mirada que elude
la coincidencia plena con la época y, pór tanto, “no se deja cegar por las
luces del siglo y es capaz de distinguir en ellas la parte de la sombra, su
íntima oscuridad” (21). Demasiada actualidad aleja de lo contemporáneo,
demasiada cercanía impide ver las oscuridades que hay que interpelar, las
que verdaderamente nos incumben y han de descubrirse “en el espacio
sobreexpuesto, feroz, excesivamente luminoso, de nuestra historia pre
sente”, expresado con los términos que Georges Didi-Huberman (2012,
53) dedica al hermoso texto de Agamben.
No ha de extrañar, entonces, que Peter Osborne demandara contem
poraneidad, ni tampoco nuestras preguntas iniciales. Y es que “los con
temporáneos son raros; y por eso ser contemporáneos es, ante todo, una
cuestión de coraje” (Agamben, 2011, 22). Coraje para ser capaz de mo
verse entre luces y sombras, de adecuarse a las temporalidades entrela
zadas cuyo despliegue permite configurar la arqueología que conduce
hasta el presente. Una arqueología también especial, por cierto, pues no
remite a pasados remotos, sino a lo no-vivido en el presente, a la pura
potencialidad, a eso que, cegados por las luces de la actualidad, no he
mos sabido ver y, por tanto, no hemos podido vivir: “La atención a ese
no-vivido es la vida del contemporáneo. Y ser contemporáneos significa,
en ese sentido, volver a un presente en el que nunca estuvimos” (26 ). No
dejan de ser, también, palabras extrañas éstas, por lo menos a primera
vista: ¿lo ño-vivido en lo vivido?, ¿se trata de actualizar cierta espectra-
lidad, cierta hauntología caracterizada por la nostalgia de lo que pudo
ser? Y, del otro lado, ¿un presente en el que nunca estuvimos?, ¿no es
eso algo muy cercano a la definición del déjà vu? Tales cuestiones abren
un interrogante más general, porque, entre unas cosas y otras, ¿no se nos
está llenando todo esto, quizá demasiado pronto, de fantasmas y demás
apariciones?
^ 160
Pero no adelantemos acontecimientos y regresemos por un momento a
Agamben. Su defensa de la inactualidad y el anacronismo como posibili
dad para pensar el presente y, por tanto, acceder a la contemporaneidad,
se apoya sin ocultarlo en una base concreta. Una base que, todo sea dicho,
tras la multitud de investigaciones dedicadas al tema de la memoria, ha
pasado a ser ya algo recurrente, casi un lugar común desgastado con tan
ta cita y comentario superfluo. Me refiero, claro está, a la segunda de las
Consideraciones intempestivas de Nietzsche, Sobre la utilidad y el perjuicio
de la historia para la vida. Sea para defender la importancia del olvido,
sea para subrayar la hipertrofia de la memoria -d el sentido histórico, diría
Nietzsche-, el hecho es que acudir a la segunda de las Intempestivas se
ha convertido en cliché. “He llegado a tener tales experiencias intempes
tivas como hijo de este tiempo actual”, escribía Nietzsche (1999, 39), y
es lo que solicita Agamben. También Osbome, en el texto mencionado,
insistía en que “lo contemporáneo aparece como ‘heterocrónico’: un tiem
po ‘anormal’ de ocurrencias irregulares, o en términos nietzscheanos, un
tiempo ‘intempestivo’” (2010, 268). Asumen ambos, así, aquella taxativa
instrucción del prólogo a El caso Wagner, quizá la mejor explicación de
la necesidad de coraje que aparecía más arriba: “¿Qué es lo primero y lo
último que exige un filósofo de sí mismo? Superar a su época en él mismo,
volverse ‘intemporal’. ¿Contra qué, pues, ha de sostener el combate más
duro? Contra aquello en lo que él es precisamente un hijo de su tiempo”
(Nietzsche, 2003, 185). Ahora bien, si aquí aparecen contextualizadas en
tomo a la idea de lo contemporáneo, no sería difícil mencionar muchas
otras presencias intempestivas en los estudios recientes sobre la memoria y
su peso. Nos las encontraremos más adelante. Por ahora baste con señalar
que, en su defensa de la inactualidad, Agamben resulta de lo más actual.
Tanto que su artículo ha sido recuperado por autores como el ya comenta
do Georges Didi-Huberman en su reciente Supervivencia de las luciérnagas
(2012, 53 ss) o el actualísimo Hans Ulrich Obrist en su “Manifiestos para
el futuro” (2010).
& 161
quizá fuera conveniente ampliar el marco de acción y situar las tesis de
Agamben en un contexto conocido y bien trabajado en los últimos años:
el de la venganza del anacronismo -alguna vez calificado como “el pecado
de los pecados” en historia (Lucien Febvre)-, el del éxito, a la contra, del
anacronismo en los discursos sobre la memoria y el pasadora fin de pensar
el presente, hasta el punto de tener todos más o menos claro que “no se
puede aceptar la dimensión memorativa de la historia sin aceptar, al mis
mo tiempo, su anclaje en el inconsciente y su dimensión anacrónica” (Didi-
Huberman, 2006,41). Y no me refiero únicamente a la necesaria, diríamos
ineludible, presencia de esos autores que, de nuevo, Didi-Huberman, en
el que seguramente sea uno de los más atractivos acercamientos al tema,
Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes, llamaba
“constelación anacrónica” (52-58): Walter Benjamin, Cari Einstein y Aby
Warburg.
No, no me refiero únicamente a la recuperación de tales pensadores
intempestivos, anacrónicos ya en su tiempo y, quizá por ello, terriblemente
actuales hoy. Pienso sobre todo en lo que podríamos llamar la moda del
anacronismo, moda muy posmodema al comienzo, claro está, y perfec
tamente coherente en su momento para contrarrestar cierta gestión del
pasado y de la memoria y, con ellos, de la historia en su conjunto, de un
modo especial, por supuesto, la del arte. No faltan nombres y títulos que,
por citar sólo algunos, constituirían un camino cuyo discurrir se iniciaría
en aquellos artículos de los ya tan lejanos años noventa -e l de Nicole Lo-
raux, “Éloge de Vanachronisme en histoire” (Le Genre humain, 27,1993), el
de Jacques Rancière, “Le concepì d’anachronisme et la venté de Vhistorien”
(L ’Inactuel, 6, 1996), el de Hans Magnus Enzensberger que abre Zigzag,
“Acerca del hojaldre cronològico. Meditación sobre el anacronismo”- , atra
vesaría al Paolo Virno de El recuerdo del presente. Ensayo sobre el tiempo
histórico (1999) y llegaría, claro, al propio Georges Didi-Huberman y los
textos mencionados de Agamben o Peter Osborne. Sería aquí donde habría
de insertarse el discurso del filósofo italiano. Y, sin embargo, situado en
ese contexto, vuelven a surgir las interrogaciones... y los fantasmas. “La
disyunción en la presencia misma del presente, esa especie de no con
temporaneidad consigo mismo del tiempo presente (esa intempestividad
o ánacronía radicales a partir de las que intentaremos, aquí, pensar el fa n
tasma')..." escribía Derrida en Espectros de M a rx (1995, 38-39). No extraña
que la historiografía de corte clásico huya de los anacronismos: a nadie le
¿ 162
gusta vivir entre espectros y demás resucitados. Pero, ¿y si exactamente
ésa fuese la situación actual? ¿Y si aquella “historia de fantasmas para
adultos”, como definía W arburg en 1928 la historia de las imágenes que él
practicaba (Didi-Huberman, 2009, 79), hubiese adquirido un significado
generalizado?
La aparición, aquí, de Derrida, no es casual, aunque no se debe, o, por
lo menos, no sólo, a sus fantasmas y espectros, a los suyos o a los de Marx.
Lo traía a colación, simplemente, para enfatizar la epocalidad y tipología
del discurso sobre los anacronismos: por lo menos en sus inicios, se trata
de un discurso muy años noventa, muy marcado por el posmodernismo
de la década anterior, más que afianzado entre todo tipo de disconti
nuidades, déjà vues, temporalidades ou t o f j o i n t y demás «burlas de la
memoria» (Bodei, 2010,18). Ahora bien, el «trabajo de rehabilitación del
anacronismo» -sirviéndonos de las palabras que emplean Luis G. De Mus-
sy y Miguel Valderrama en la entrada Anacronism o de su, no podía ser de
otra manera, H istoriografía postmoderna (2010, 5 8 )-, poco a poco ha ido
variando su sentido. Y lo ha hecho, precisamente, a partir del momento
en que su propio marco de acción, el de esa posmodernidad que lo contex-
tualiza, ha sido devorado por lo que podríamos llamar su configuración
más exacta: la de una tecnología. Me refiero, claro, a Internet. Como dice
Simon Reynolds en un libro que, para el tema que nos ocupa, considero
fundamental, Retromanía. La adicción del p op a su propio pasado, la ter
minología usada para definir eso que se supone más allá del posmoder
nismo y, por tanto, constituye nuestra más rabiosa actualidad, etiquetas
como “superhibridez”, “digimodernismo”, o, incluso, la “postproducción”
de Bourriaud, no son más que intentos de “completar la ecuación ‘posmo
dernismo + Internet = ?’” (Reynolds, 2012, 427), aunque en el ultimo
caso, el de Bourriaud, Reynolds deja claro que, en el fondo, lo que hace
el autor francés es tomar la mitad llena del mismo vaso que Retromanía
percibe desde la vacía.
El problema, claro, y es lo que realmente dificulta la solución de la suma
mencionada, es que sus sumandos constituyen niveles diferentes, puesto
que nos hallamos, una vez más, ante la posibilidad de asistir en directo al
espectáculo de cómo una tecnología devora una teoría:
En el número de Frieze dedicado a la super-hibridez [se refiere al número
133 de Frieze, de septiembre de 2010, enmarcado bajo el interrogativo “Super-
hybridity?”], Jennifer Alien sostenía que Internet hizo que el posmodemismo
quedara obsoleto como estrategia artística, asimilando sus principios, vol
viéndolos ubicuos y accesibles a todos, naturalizándolos de tal modo que hoy
componen la trama de la vida cotidiana. Una teoría fue reemplazada por una
tecnología que hacía el mismo trabajo con mayor eficiencia”. Como dijera Seth
Price en el mismo número de la revista: “con Internet, la cantidad de material
disponible se acerca al infinito, y usar agresivamente materiales dispares ya no
implica sacar las cosas de contexto, porque ya hubo alguien que previamente
dio ese paso por nosotros” (Reynolds, 2012, 427-428).
Aunque Reynolds se refiere especialmente a la retromanía en términos
musicales, es decir, a la obsesión por el pasado de la música pop actual,
no hay ningún problema para unir todos los contextos. Y es que, sea como
sea, hemos de unirlos, porque, en el fondo, ésta es la principal cuestión
que quiero abordar aquí: la de cómo acceder al anacronismo y sus carac
teres principales en la época de la retromanía; la de cómo, y para qué,
seguir defendiendo el anacronismo como ruptura e interrupción cuando
casi podemos afirmar que la actualidad cultural es en gran parte una ges
tión de la inactualidad, una perenne lección de anacronía -apropiándome
del sugerente encabezado de un artículo de Didi-Huberman-; la de cómo
entender un gesto como el anacrónico, insatisfecho e inconformista con lo
transmitido, y lo reprimido, cuando “el inconformismo es la sangre vital de
la sociedad de consumo” (Frank, 2011, 375). Expresado de un modo más
concreto, se trataría, simplemente, de pensar qué significa en realidad ese
“ya hubo alguien que previamente dio ese paso por nosotros”, que decía
Seth Price.
Volvamos atrás. No, no creo que haya demasiado inconveniente para,
en primer lugar, vincular anacronismo y música y, a continuación, mostrar
la obsesión retro en un marco más amplio. Respecto a lo primero, no hay
que insistir mucho, en tanto “sólo una musicalidad [...] permite introducir
en el saber del historiador el anacronismo de su objeto” (Didi-Huberman,
2006, 194). Y es que, como conoce bien todo compositor, el juego con
citas, ironías, repeticiones, variaciones, versiones y demás gestiones del
pasado es su trabajo de cada día. Ello a su vez explicaría que, en muchos
casos, estén inmunizados ante el virus posmodemo: ya lo llevan dentro,
diríamos que de fábrica, por lo que hablar de música posmodema - y no
pienso en etiquetas, claro, sino en estrategias- resulta, en cierto modo,
extrañamente redundante. Pero la extrañeza se transforma en sospecha
cuando ese trabajo en la tradición, inherente a gran parte de la música, de
viene no sólo ya retromanía sino que insistentemente suscita esa sensación
t 164
de lo déjà écouté, lo y a escuchado, que analizaba Pemiola (2008, 64 ss). Es
la traducción musical del déjà vu, el cual, con obsesiva presencia, ha sido
utilizado en teorías fundamentales sobre la cultura y las sociedades con
temporáneas para definir esa situación, tan cotidiana, en la que el presente
se desprende de su espontaneidad para transformarse en extraña, fantas-
mática repetición de lo sucedido. “Lo déjà vu se ha convertido en nuestra
regla de lugar, tiempo y verdad”, escribía Hillel Schwartz en un libro tan
posmo como La cultura de la copia (1998, 306). Aunque más adelante re
curriremos a la que considero la más interesante de las teorías del déjà vu,
la de Paolo Vimo, mi idea es que ese déjà vu, o déjà écouté, sí, habría juga
do un papel fundamental en análisis de gestos habituales hace poco más
de .una década, pero actualmente habría sido sustituido por un fenómeno
relacionado, aunque mucho menos atractivo: el presque vu, nuestro “tener
en la punta de la lengua”.
¿ 166
The 60s. This was tomorrow. Memoria de lo ajeno a la memoria, entonces,
si pensamos en una de las más conocidas sentencias de Andy Warhol: “No
tengo memoria” (1998, 217). Y chocante recuperación de afirmaciones
de presente y futuro. O no tanto: “En un giro espantoso de los hechos, los
sesenta se transformaron en la mayor fuerza generadora de cultura re
tro. [...] Por tener cautiva nuestra imaginación, y por su carisma en tanto
periodo, la década que encamó la más grande irrupción de ‘lo nuevo’ en
todo el siglo XX devino exactamente su opuesto” (Reynolds, 2012, 423).
Es como si se tratara no ya de solicitar lo no-vivido en lo vivido, que decía
Agamben, sino, literalmente, de revivir lo vivo... no vivido, de recordar lo
que no tenía memoria... precisamente porque no la tenía: “Mi mente es
como una grabadora con un solo botón: el de borrar”, concluía Warhol la
cita anterior.
Llegados a este punto, conviene hacer un paréntesis. Aunque mi inten
ción es analizar cierta fragilidad de la memoria ante los cambios produci
dos en el paso de una década, la última del siglo XX -la del anacronismo
y el déjà v u -, a otra, la primera del siglo XXI -la de la retromanía y el
presque v u -, esto no significa que lo retro no fuera protagonista en años
anteriores o que estuviera ausente en las teorizaciones de los noventa.
El hecho de que hoy se haya exacerbado en la cultura popular, que se
haya perfeccionado hasta límites insospechados mediante el caudal que
le ofrece Internet y que todo ello cuestione o, en todo caso, ponga en
duda el poder creativo del anacronismo, no quiere decir que no fuera teni
do en cuenta anteriormente. Tampoco que no se sospechara, como decía
Enzensberger en 1996, subrayando ya la pujanza de cierto anacronismo
comercial, que “el anacronismo ha conocido días mejores, y que por aña
didura amenaza con volverse anacrónico” (1999, 27). Eran los comienzos
de la retromanía.
¿ 167
resto del tiempo” que mencionaba Alexander Kluge, para subrayar que “las
modas de reproducción retro hacen que cada vez sea más difícil reconocer
lo que es genuinamente viejo en una cultura de preservación y restaura
ción” (Huyssen, 2011, 51). Quizá, en todo caso, el más sintomático fuera
el propio Enzensberger, quien, al intuir esa progresiva afirmación del ana
cronismo comercial, señalaba: “las estrategias del saqueo cultural y de su
comercialización adoptan nombres como retro, remake y recycling, aunque
el entusiasmo por este mercadillo ideológico y artístico se mantiene dentro
de unos límites” (Enzensberger, 1999, 27). Pues bien, serían esos límites
los que se habrían resquebrajado.
En realidad, tales temas y autores, de un modo u otro y con unos fines u
otros, percibían la emergencia de lo retro como un ejemplo más de un con
texto mayor: las paradojas de la posmodemidad (Jameson), la hipertrofia
de la memoria y la musealización global (Huyssen), el cuestionamiento
de la idea dé progreso (Enzensberger). La moda retro representaba, así, el
elemento pop y juvenil, de cultura de masas, si se quiere, que acompañaba
a temas para adultos, tan actuales, y tan antiguos, como el problema de
los monumentos, el papel del museo, el “mal de archivo” o el olvido y la
pérdida del futuro. El cambio se produce cuando ese elemento juvenil se
transforma en síntoma general: ¿por qué me va a interesar el pasado y la
búsqueda de sus grietas si puedo acceder a él, a ellas, a través de Internet,
y además contárselo a mis amigos? ¿Por qué me va a atraer el futuro si
me basta, de hecho me sobra, con el presente? De nuevo, Simón Reynolds,
comentando aquella idea de William Gibson según la cual el Futuro, con
F mayúscula, no interesaría demasiado a las generaciones más jóvenes, lo
ha explicado con total claridad:
La necesidad de escapar del aquí y ahora [...] es tan fuerte como siempre, pero
se satisface con la fantasía (de allí la tremenda popularidad de las novelas y
películas basadas en la magia, los vampiros, la hechicería y lo sobrenatural)
ó la tecnología digital. ¿Por qué habría de importarle a mi hijo cómo será el
mundo en 2082 cuando ahora mismo, a pesar de habernos mudado recien
temente a California, puede encontrarse con sus amigos de Nueva York en el
ciberespacio? (2012, 436).
Evidentemente, soy consciente de que estoy mezclando elementos de
alta cultura con caracteres de cultura de masas y cultura pop, pero, con
sinceridad: ¿hay alguien que todavía separe esos dos niveles?, ¿hay al
guien que siga creyendo que las teorías del anacronismo, de la filosofía
de la historia, de la memoria seria, tienen más peso real que las de la
retromanía?
Lo importante, entonces, no es que el anacronismo comercial haya de
venido retromanía y que inocentemente deseemos seguir alejándolo de un
anacronismo “para adultos”. Sería mejor decir que, si aún mantiene cierta
fuerza operativa, que creo que sí, el anacronismo y su creación activa de
memoria han de tener siempre presente la retromanía global, pues es el
contexto cotidiano que los enmarca. Por supuesto, hay diferencias claras
entre anacronismo y retromanía. Los caracteres del primero son conocidos,
los del segundo quizá no tanto, aunque Reynolds los ha concretado bien
(2012, 27 ss): el pasado al que alude lo retro es un pasado inmediato, que
se recuerda y reconoce, de hecho casi está sucediendo todavía -m oder-
nariato, llamaba Paolo Vim o a tal carácter (2003, 61 ss)-; este recuerdo
es de una exactitud considerable -m ás que considerable: siempre puede
accederse a él a través de Internet-; está vinculado especialmente con la
cultura popular; no es un pasado “académico y serio”, sino divertido, en
tretenido, siempre dispuesto a desprenderse de su singularidad para unirse
a otros tiempos y disfrutar de su eclecticismo, etc.
Si esto es así, ¿cómo conciliar con ese pasado accesible, amigable y so
cial la seriedad trágica de la constelación anacrónica?, ¿hemos de esperar
para hacerlo a los biopics sobre el suicidio de Benjamin, sobre el de Cari
Einstein, sobre el acceso a la locura de Aby Warburg?, ¿o ya existen? Es
más, ¿cómo conciliar la inoperante y alegre previsibilidad del presque vu
con la extrañeza fantasmática que suscita todo déjà vu?, ¿cómo vincularla
con la imagen de Dante Gabriel Rossetti desenterrando Sudden Light, uno
de los primeros testimonios en verso sobre la experiencia del déjà vu, de la
tumba de su querida Elizabeth Eleanor Siddal -m odelo de la Ofelia ahoga
da de Millais, pôr otro la d o -ju n to a cuyo cadáver enterró Rossetti su única
colección manuscrita de poemas de amor, incluido Sudden Light? (Bodei,
2010, 35-39). Más aún: ¿cómo seguir pensando que a lo contemporáneo
se accede desdé la inactualidad y el anacronismo, que decía Agamben,
si tales intempestividades no pueden liberarse, ya no, de la retromanía
generalizada, o sea, de la actualidad? Porque, si algo está claro, es que de
la retromanía, por ahora, no se percibe ningún indicio de final. Se trata
de un elemento típico de época transicional, y las transiciones pueden ser
muy largas, más en este caso, cuando la tecnología que gestiona el acceso
directo al pasado se encuentra en su borrachera inicial, desparramándose
^ 169
generosamente por todos los lados. O dicho de otra manera: que la retro-
manía no puede evitarse, ni tampoco conviene despreciar su fuerza, pues,
nos guste o no, corresponde a nuestro presente -otra cosa es que nos inte
rese más o menos-. Con ello, el deseo de contemporaneidad de Agamben
debe asumir que lo inactual está marcado, que el anacronismo no puede
eludir su duplicación y que, por tanto, hay que ser cuidadosos si queremos
continuar utilizándolos como modos de acceso al presente... y al pasado.
Porque mi idea, repito, es que podemos seguir valiéndonos del anacro
nismo y determinadas teorías del déjà vu, o por lo menos de algunos de
sus aspectos, pero hemos de modificar su lectura a fin de fortalecerlos ante
el acoso de la inevitable retromanía. Para llevarlo a cabo, y así concluir,
quisiera ofrecer una posibilidad de intervenir en esta nueva dialéctica que
discurre entre el anacronismo y lo retro. Intencionadamente me serviré
de análisis previos a la década re-, esas teorías que al comienzo situé en el
contexto de la moda del anacronismo. Quizá resulte paradójico, incluso
contradictorio con el camino que nos ha traído hasta aquí, pero me inte
resa mostrar, no sólo que el anacronismo todavía mantiene cierta efectivi
dad, también que algunos de sus análisis siguen siendo útiles al colocarlos
ante la situación retromaniaca. Y en todo caso, si nos ponemos quisquillo
sos, puede que la retromanía sea inevitable y global, pero también lo es
el anacronismo, incluso de un modo mucho más explícito: sólo tenemos
que acudir al código genético, a nuestro antiquísimo ropaje somático y
psíquico, a la lentísima evolución de nuestra conciencia, para comprender
que “el anacronismo no es un error evitable, sino una condición básica
de la existencia humana” (Enzensberger, 1999,13). En nuestro contexto,
únicamente ha de adecuarse a la situación, y a sus nuevas características:
la primera de ellas, comprender que el marco de acción del anacronismo
no es ya sólo el pasado oculto o las grietas de la historia, sino también el
pasado completamente visible, luminoso y actual reciclado por la cultura
retro, el pasado pasado y el pasado presente, diríamos. O, de otro modo:
el pasado recordado, inactual, y el pasado percibido, actualísimo. Es aquí
donde quisiera introducir algunos elementos del análisis que lleva a cabo
PaoloVim o.
Como decía más arriba, El recuerdo del presente. Ensayo sobre el tiempo
histórico ofrece una de las teorías más interesantes sobre el tema del déjà
vu. En nuestro caso, además, resulta muy adecuada, pues es de las pocas
que vincula déjà vu y anacronismo de un modo detenido. De hecho, lo que
¿ 170
realmente me interesa de la lectura de Vimo es su interpretación de la
simultaneidad de percepción y memoria -d e ahí, claro, el final del párrafo
anterior- que postulaba Bergson. Análisis correctos, quizá demasiado, so
bre la memoria en las sociedades actuales, como el de Huyssen, tienden a
mantener bases comunes: la memoria supondría un anclaje que nos sostie
ne ante el carácter inestable de la temporalidad, un tiempo fuera de quicio
cuyas modalidades se fusionan o se separan a toda velocidad y de un modo
apenas controlable. De lo que se deduce una conclusión obvia: “si estamos
sufriendo de hecho un excedente de memoria, tenemos que hacer el esfuer
zo de distinguir los pasados utilizables de aquellos descartables” (Huyssen,
2001, 39). El problema, claro, es que esto no es tan sencillo -e n ningún
contexto- y, además, redirigiéndolo hacia nuestro asunto, a la retromanía
no le interesa demasiado: para ella, nada hay descartable, todo es nuevo,
com o para cualquier memoria absoluta. Además, no ha de olvidarse que
la innovación no opera con “cosas”, sino con valores -q u e es un proceso
económico, vaya-, o, más exactamente, con su transmutación: “la inno
vación no consiste en que comparezca algo que estaba escondido, sino en
transmutar el valor de algo visto y conocido desde siempre” (Groys, 2005,
19). Siendo esto así, los juegos de descartes que mencionaba Huyssen y
para los que solicitaba nuestro esfuerzo son secundarios: se nos darán he
chos. Por ello, la clave no se encuentra en un proceso de distinción entre
pasados, sino en sus modos de acceso: en nuestro contexto, entre tipos de
anacronismo, como hace Vimo. Y no para distanciar el anacronismo “para
adultos” del anacronismo comercial que comentábamos más arriba, sino
para delimitar los efectos de los que el teórico italiano denomina anacro
nismo formal y anacronismo real.
Vim o inicia su análisis del déjà vu y, con él, del tiempo histórico, acu
diendo al que a comienzos del siglo XX había dedicado Bergson al mismo
fenómeno, especialmente en el ensayo de 1908 “El recuerdo del presente
y el falso reconocimiento”, recogido luego en La energía espiritual. De he
cho, el núcleo de la argumentación de Vim o se basa en distinguir entre
recuerdo del presente y falso reconocimiento. Para Bergson, y Vimo con
él, la formación del recuerdo no es posterior a la percepción, sino que se
dan simultáneamente. Lo percibido, así, desde el inicio, queda marcado
por la posibilidad de su recuerdo, con lo que el síntoma típico del déjà vu,
ese extraño recuerdo del presente, sería precisamente el que permite que
haya memoria. La vida, la acción, la praxis, privilegian la percepción, evi
^ 171
dentemente, y no su inútil réplica, con lo que “desaparece así de la escena
el hecho basal: que nos acordamos de aquello que sucede mientras sucede”
(Vimo, 2003, 21). A partir de tal lectura, todo presente queda, a la vez,
fijado como real, mediante su percepción, y como pura potencialidad, pura
virtualidad, a través de su simultáneo recuerdo, con lo que_se establece un
anacronismo sistemático, utilizando los términos de Virno, que vincula de
modo explícito potencia y memoria. Es este anacronismo el que permite
hablar de sus dos figuraciones, siempre antitéticas: un anacronismo for
mal, que aplica el pasado al presente, la posibilidad de su recuerdo, y, por
tanto, lo sitúa en un pasado en general, y un anacronismo real, donde el
pasado es reducido a un hecho pasado. Si el primero remite el pasado a la
experiencia de lo posible, el segundó lo conduce a un hecho sucedido, un
punto de la secuencia cronológica.
Esta potencialidad, este ser-posible que, con Aristóteles y Agustín, Vir
no encuentra a la base de toda percepción precisamente por suceder ésta
a la vez que su recuerdo, es lo que se define como perenne inactualidad,
como inactualidad del tiempo total, un “persistente no-ahora contra el cual
se recortan los diversos hic et nunc” (Vimo, 2003, 76). Una inactualidad
duradera, permanente, que, por tanto, sólo puede ser objeto de la me
moria. Cada acto, cada presente, tiene, entonces, un pasado doble, el de
las actualidades que lo preceden y en cierto modo lo causan, y un pasado
indefinido, el de esa potencia, anacrónica e inactual, esa facultad de lo
posible, que siempre permanece. Así, dice Vimo, el recuerdo se bifurca,
pues remite tanto a actualidades pasadas como a la persistente potencia:
“el recuerdo de un acto reproduce la percepción que se tuvo cuando él se
realizó; representa a aquel que ha estado presente en un momento trans
currido; permite reconocer un ente o una acción ya aprehendidos en otra
ocasión. El recuerdo de la potencia, por el contrario, no se basa en una
percepción previa: concierne a algo (un ‘antes’ puro, el horizonte de la
anterioridad, el pasado en general) que no habiendo sido nunca presente,
se deja solamente rememorar” (131).
No sé si he sabido explicar bien la, en ocasiones, enrevesada argumen
tación de Vimo. Lo que me interesa, en todo caso, es aplicarla al pasado
que revisita la retromanía y al pasado sobre el que ejerce su efecto el ana
cronismo. Así, el primero se situaría junto al anacronismo real: su pasado,
el de todo elemento retro, se recupera de modo directo y es fácilmente
apresable. No deja restos ni rastros, pues se trata de un hecho concreto
del pasado, casi percibido al no ser nunca muy grande la distancia con su
presente. Por ello, se versionea de un modo invasivo y no causa mayores
consecuencias en su actualización. No resultaría demasiado problemática,
entonces, la pesada, en ocasiones entretenida, retromanía: no modifica sus
pasados, por mucho que los haga presentes. Son machacones, sí, pero no
productivos. De hecho, si ese gesto pasado desaparece al ser convertido en
retro, es que no merecía mucho más.
173
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t 174
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4- 175
La memoria como campo de reelaboración
artistica*
* Un fragmento de este texto hace parte del artículo de mi autoría, “Memoria y violencia:
reformulando relatos”, aparecido en la Revista Ensayos HE. (2010).
± 177
La memoria, en los estudios históricos, se volvió un espacio especial
mente explorado en las últimas décadas y la diversidad de memorias co
lectivas existentes responde a la pluralidad de grupos de referencia, a la
forma como se reconstruye el pasado desde el presente. Es desde aquí que
se relevan hechos, se interpretan, se descartan o se. exaltan. Para autores
como Hobsbawm, por ejemplo, el presente tiene la capacidad de moldear
el pasado y establecer interpretaciones en función de las particulares ver
siones que se construyen, de allí su concepto de “tradición inventada”:
“Tradición inventada” se refiere al conjunto de prácticas, regidas normalmente
por reglas manifiestas o aceptadas tácitamente y de naturaleza ritual o simbóli
ca, que buscan inculcar ciertos valores y normas de comportamiento por medio
de la repetición, lo que implica de manera automática una continuidad con el
pasado. De hecho, cuando es posible, estas prácticas intentan normalmente es
tablecer una continuidad con un pasado histórico conveniente (1998, 3-15).
Entramos entonces en un terreno resbaladizo si pensamos que la re
construcción de la memoria surge a la luz del contexto histórico en que esa
memoria es generada.
Nicolás Casullo hace una interesante reflexión acerca de cómo la pala
bra mem oria nos llama lá atención desde disímiles y contrapuestos luga
res:
Memoria publicitada como palabra mágica y que señala un nuevo sitio técnico
de almacenamiento vendido como milagroso, el de la computadora. Memo
ria como industria cultural más o menos sofisticada de un mercado que nos
satura de ofertas biográficas, de retrospectivas, de citas en museos, de home
najes y conmemoraciones. Memoria como palabra política de un debate inte
lectual que remite a las “malas historias”, a genocidios, a industrialización de
la muerte, a complicidades sociales con los Estados verdugos. Memoria como
la que estaría en extinción en términos de experiencia humana, a partir de un
presente etéreo, massmediático [...] O por el contrario, problemáticas de la
memoria que hoy parecieran despabilar antiguas formas del interrogar de la
filosofía, revalorizar capacidades del arte, proceder a un nuevo diálogo con las
dimensiones del “no olvido” y que nos indicaría que frente a la amenaza de
una muerte cierta de la memoria [...] reaparece el valor profundo, inmemorial
precisamente, de la memoria del hombre como la fuente irremplazable de do
nación de sentido a lo humano (2002,121-127).
^ 179
La construcción de esa “justa memoria” a la que alude el autor tiene
otro aspecto que no puede evadirse y es el manejo del olvido. Memoria
y olvido son dos conceptos difíciles de separar, ambos se acumulan. Se
ñala Candau: “[...] hay consenso en reconocer que la memoria es menos
una restitución fiel del pasado que una reconstrucción, una puesta al día
continua del mismo: la memoria, junto con el olvido, es un marco más
que un contenido, una apuesta constante, un conjunto de estrategias
cuyo valor se debe menos al contenido que a su utilización” (Candau,
2001, 38).
Esa relación memoria-olvido resulta clave cuando se analiza la cons
trucción de las diversas memorias sociales y su carácter histórico. ¿Por
qué? Porque esa relación está sometida a cambios tanto políticos como
culturales; además, tanto la memoria como el olvido están ligados a las
cambiantes interpretaciones del pasado, pues no podemos perder de vista
que su contenido surge de cómo los interrogamos desde el hoy.
Indagar desde el presente el relato histórico y la recuperación de la me
moria se vuelve especialmente significativo y complejo en aquellos países
que han atravesado cruentos procesos de violencia. Frente a una violen
cia vejatoria, la memoria toma conciencia de la barbarie vivida y de que
manera ésta afecta, no sólo el recuerdo individual, sino a las identidades
colectivas. Para estudiar tal situación, Ricoeur, partiendo de los procesos
terapéuticos de Freud frente al trauma1, analiza cómo lo que se ha olvida
do y no se convierte en recuerdo puede llevar a la repetición de la misma
acción. Para Ricoeur, el trabajo con el recuerdo debe asociarse a la idea
del procesamiento del duelo freudiano, entendido en el sentido de que éste
permite un ejercicio con la memoria, con el no-olvido y frente a los hechos
generados por la violencia institucionalizada se impone el no-olvido. En su
libro La memoria, la historia, el olvido, Ricoeur divide el tratamiento de los
problemas propuestos en tres partes. En la primera, examina la memoria
desde la dimensión tanto individual como colectiva, para relacionar, por
ejemplo, recuerdo e imagen. En la segunda parte se preocupa por la forma
como la historiografía maneja los testimonios y los archivos, interrogán
dose acerca de cómo se hace la escritura de la historia. En la ultima parte
analiza el problema del perdón y el olvido.
^ 180
Cabe formularse la pregunta ¿por qué ese amplio y diverso interés
desde el presente por el pasado? Sin pretender respuestas concluyentes,
hay una serie de características que inciden en tal situación. Por una
parte, la noción de identidad nacional tan defendida por la modernidad
ha sido cuestionada y no se acepta una visión del pasado que pueda
ser común a todos. De allí la reflexión sobre las trayectorias socio-cul
turales vividas, el afán por entender los cambios que se producen en el
ámbito de la identidad. Identidad y memoria son dos referentes difíciles
de separar y ante la diversidad de fenómenos como la globalización, el
desplazamiento de poblaciones, con la consiguiente movilidad, se van
desdibujando los elementos de pertenencia. Allí la memoria deja de ser
vista desde una identidad común y comienza a pensarse desde otras
perspectivas.
¿ 181
da, a democratizar la historia, es decir, a hacerla vivir. El hombre comenzó a
sentir que lo que vivía era la historia (citado por Corradini, 2006).
M em oria y olvido
^ 184
es una manera de cuestionar ciertas miradas que se han hecho, buscando
romper con la aceptación de lo sucedido. Sembrar la duda es un objetivo,
intentando defenderse y reparar ciertas construcciones de memoria. Se
trata de reconocer que la memoria no puede ser un simple registro de lo
que pasó, sino que está enmarcada en el horizonte de sentido que desde el
presente se le quiera dar.
A bordajes particulares
± 185
dades, de imágenes que apelan al recuerdo, tienen la posibilidad de que*
brar la amnesia y disponer otras construcciones de memoria. No se trata
de un arte que habla de la memoria, es un arte que se hace desde ella. El
número de artistas latinoamericanos en general, y colombianos en parti
cular, con obra sobresaliente sobre esta problemática es extenso y como el
objetivo en este texto no es inventariar nombres, nos limitaremos a señalar
el trabajo de cinco de ellos: Luis Camnitzer, Grupo Escombros, Fernando
Bryce, José Alejandro Restrepo y Juan Femando Herrán.
Luis Camnitzer (Uruguay, 1937) trabaja insistentemente en torno
a esta temática. Desde su serie sobre la tortura iniciada en los años 80,
hasta su instalación El libro de los muros montevideanos (1993)2. (Imagen
1), Camnitzer explora este acercamiento a un arte de contenido político a
partir de lo que él llama argumento, componente básico para desarrollar
una narración subyacente, que liga entre sí los elementos con que trabaja.
Ese argumento es lo que le permite al artista proporcionar reglas de juego
para que sea el observador quien termina de construirlo (Ramírez, 1993,
161). A l espectador se le exige, debe tomar posición frente a lo que se
muestra. En El libro de los m uros..., opera con esa dinámica; se trataba de
mini-instalaciones con diversidad de elementos, que juntas forman parte
de un todo coherente y que al recorrerlas permite reconstruir la historia
uruguaya en las décadas del setenta y ochenta. Una historia de represión,
violencia, dictadura en donde varios temas son claves: el de la identidad,
el olvido de las raíces, el temor en el uso del lenguaje3, el sufrimiento, las
limitaciones a la libertad (Haber, 1994, 76-79).
El artista debe ser, para Camnitzer, un ser ético y tener conciencia de
los problemas que lo rodean, de allí que, lejos de cualquier intención nar-
cisista como creador, se proponga realizar una obra que sea ella misma
un elemento cuestionador de los sistemas tradicionales, de la violencia
institucional, del monopolio ejercido por los centros de poder. Su caracte
rización de qué es ser artista reafirma esta postura:
Vivimos en el mito alienante de que somos primeramente artistas. No lo so
mos. Somos primordialmente seres éticos que distinguimos el bien del mal,
4 * 188
Una particularidad de su trabajo está en promover en el espectador la
participación, les interesa que éste deje de serlo para convertirse en partici
pante. Se busca que ante el contenido político y social del mensaje, que es
la obra en sí, su carácter de objeto, que permite ser observado desde múl
tiples perspectivas, incluso puede ser tocado, desencadene en el público la
imposibilidad de mantenerse impasible frente a lo que observa. Se trata
de mostrar lo que continuamente se oculta, lo que no se ve porque no se
quiere ver, lo que se ha vuelto invisible para la mirada.
El artista peruano Femando Bryce (Lima, 1965) tiene desde fines de
los 90, una extensa obra que parte de investigar en archivos bibliográfi
cos y documentales para construir otras formas de representación de la
memoria histórica. Denomina a su sistema de trabajo “método del análisis
mimètico”, actividad que se centra en exhumar documentos e imágenes
pertenecientes a distintos espacios y temporalidades para, a manera de co
pista, volverlos a construir en tinta china sobre papel. Son dibujos despoja
dos de color, mostrados como construcciones ideológicas correspondientes
a un determinado momento y lo significativo de esas imágenes reside en
la capacidad que el artista tiene para develar lo que no se recuerda o no se
quiere recordar.
Inicialmente, su intención era realizar un ejercicio sobre la historia del
poder y las imágenes en su país de origen, pero sus búsquedas documen
tales lo llevaron a ampliarlo a situaciones y personajes que juegan roles
centrales en la historia occidental, con el objetivo de volver a poner en
la discusión imágenes olvidadas o manipuladas por parte de las historias
oficiales construidas desde el poder.
Como el historiador, el artista explora en el archivo y observa ciertos
episodios que considera cruciales, ya que le permiten revisan las relaciones
de dominio y la forma como se han mediatizado a lo largo de la construc
ción histórica del siglo XX. Nos muestra, al apropiarse, ironizar y enfren
tarnos a los documentos, los prejuicios subyacentes en los discursos oficia
les comúnmente aceptados. Su rigurosa labor investigativa muestra una
fuerte inclinación por los temas de carácter político; de allí la diversidad de
textos que aluden, por ejemplo, a posiciones colonialistas y anticolonialis
tas, a la actitud asistencialista de los países ricos con respecto a los pobres,
a la Guerra Civil española, a las posturas de la izquierda en el ámbito de la
revolución cubana, o a los conflictos en África y Medio Oriente. La inten
ción que subyace en los cruces documentales se relaciona con su interés
por volver a mirar desde el hoy historias aparentemente pasadas, pero que
siguen teniendo vigencia, en tanto, en muchos de los casos escogidos, alu
den a la forma como opera el poder.
4 * 190
en los que a comienzos del siglo XX se discutía y analizaba la situación de
territorios que fueron escenario posterior de diversos conflictos (Jiménez,
2010, 46).
Sostiene Bryce que:
Lo que los dibujos pretenden, en tanto hecho estético, es dar otra visibilidad,
si se quiere, a todo este mundo de imágenes entendidas como evidencias de la
historia colectiva y social, pero también como representaciones y construccio
nes ideológicas. [...] Como siempre, se trata de forzar de alguna manera una
mirada actual sobre historias pasadas con las que nos unen muchas líneas ge
nealógicas dentro de un patrón de poder que, en mi opinión, sustancialmente
sigue siendo el mismo hoy en día. (Citado por Trivelli, 2006).
^ 193
solapas amapolas artificiales, como recuerdo de que al finalizar la Primera
Guerra Mundial las amapolas silvestres crecían en lo que fueron campos de
batalla y las flores rojas significaban la expectativa de un renacer.
En Turquía, años después, Herrén se encontró con grandes cultivos de
amapolas. La cosecha es vendida por los campesinos a las entidades pú
blicas encargadas de procesarlas en fábricas gubernamentales para la pro
ducción de insumos farmacéuticos.
Esas costumbres y usos difieren dramáticamente del el carácter de “flor
maldita” que tiene en Colombia, donde su tráfico y producción genera repre
sión, violencia en áreas campesinas con desplazados y disputas por tierras.
Poco tiene que ver aquí la imagen romántica de la flor con lo que acontece
con ella en el país. Las imágenes aparecidas en la prensa son un referente
significativo para el artista y se apropia de ellas para analizar las diversas
versiones que se construyen sobre el tema. Un ejemplo es su Tríptico ju d i
cial (1998), en la que mediante tres imágenes fotográficas contrasta dos
situaciones: bulbos de amapolas que al estar “rayadas” preludian el proceso
inicial de la obtención del alucinógeno. Las líneas rectas habituales del corte
para obtener el látex son reemplazadas por formas que aluden a una vasija
precolombina. Estas dos fotos a color colocadas en los extremos del tríptico
contrastan con la imagen del centro. Allí, en blanco y negro aparecen dos
capturados por cultivos de amapolas. Sobre la mesa que está delante de los
detenidos, un ramo de amapolas, acompañado de elementos como armas,
objetos robados y elementos que buscan poner en evidencia el ilícito come
tido. Objetos “[...] organizados, clasificados y debidamente identificados
con rótulos, en una presentación que recuerda vagamente estrategias pri
marias de exhibición museal” (Roca, 2004). Herrén se aproxima al objeto
desde una perspectiva de búsqueda, de conocimiento de sus particularida
des, pero también desde un planteo estético que mostraba el deleite que
puede experimentarse frente a una flor, cuando se olvida la interdicción
que pesa sobre ella. Esas fotografías no eran un simple registro, se intenta
ba profundizar en el objeto de estudio, acercarse y mostrar la dualidad de
valoraciones que pesan sobre el mismo. Este conocimiento del objeto, de
las contradicciones que genera, lo llevó a profundizar en el problema desde
otra perspectiva: la del campesino que siembra la amapola como forma de
subsistencia y de quienes la fumigan por tratarse de una planta ilegal.
La crisis cafetera llevó a muchos campesinos de la región a cambiar ese
cultivo por el de la amapola. La difícil situación del medio rural facilita
¿ 194
el interés de los campesinos por un cultivo que resulta sencillo y fácil de
transportar. Cultivar la planta es la posibilidad de una vida mejor: la alta
rentabilidad del producto es una opción de sustento difícil de rechazar
(Herrán, 2004). La amapola genera, por una parte, expectativas de progre
so en el campesino y, en paralelo, la represión oficial para impedir su cul
tivo y la configuración de grupos de narcotraficantes provoca una secuela
de violencia y destrucción.
Terra incógnita (2000-2002) es el resultado de una cuidadosa explora
ción en fuentes diversas: material de archivo tanto de la prensa como de
la policía, fotografías aéreas tomadas por las autoridades para ubicar los
cultivos y planear las campañas de erradicación y la información obtenida
a partir de recorrer zonas destinadas al cultivo de la amapola. La obra es
una instalación constituida por cinco elementos escultóricos diseminados
en un amplio espacio en penumbra. Cada uno de los elementos constituye
una réplica de grandes rocas construidas en plomo, pero al acercarse y to
mar contacto con estas formas rocosas que aluden a territorios, a particu
laridades topográficas, descubrimos sobre ellas una serie de miniaturas. El
uso del plomo como material para construir las formas escultóricas genera
un particular significado: en Colombia así como en otros países, se utiliza
el término plomo como metonímico de bala, la alusión al arma de fuego
implica acercamos nuevamente a la relación con la violencia.
Cada piedra introduce al espectador en una realidad que no le es fa
miliar, que inquieta y le propone la experiencia de observar estos lugares
como si estuviera viéndolos desde el aire. Campesinos, animales, bosques
destruidos, cadáveres, herramientas de labranza son parte de las situacio
nes que se recrean con las miniaturas. No es un relato previsible, hay eco
nomía de información y los objetos, que deben ser descubiertos, se cargan
de sentido simbólico.
La distribución de las rocas en el espacio está hecha de tal forma que
muestra la extensión y complejidad del problema. Los dos mundos que
Herrán presenta, el del campesino que siembra y el de la autoridad que
fuittiga para acábar con los cultivos, resultan más inquietantes porque se
perciben como mundos paralelos, se miran pero no dialogan, cada uno
funciona con su propia lógica y nos enfrenta a la diversidad de puntos de
vista complejizando así el problema que hay detrás de la disputa territorial.
Por una parte, la situación del campesino como sembrador de una planta
satanizada, pero que para él es sólo un objeto que le permite intentar me
jorar su subsistencia, y por otra la represión de las autoridades.
^ 195
Las fotografías de Juan Femando Herrén, Campo Santo (2006) (Ima
gen 3) nos remiten a un duelo íntimo, silencioso, cuyo escenario es un
área rural cercana a Bogotá, el Alto de las Cruces. Las alrededor de treinta
fotografías abren un espacio escondido, poco frecuentado, donde manos
anónimas fabrican cruces, usando para ello el material que les abastece la
propia naturaleza del lugar, de allí el fenómeno de mimesis que se produce
con muchas de ellas, que parecen ser absorbidas por los mismos elementos
con que se hicieron y cuya fragilidad mueve al recogimiento.
Homenaje silencioso alejado de la idea de monumento, estas emees
construyen una primitiva forma escultórica, con la que le rinden un home
naje a sus muertos. El Alto de las Cruces se convierte en una extraña mezcla
de espacio con evidente carga religiosa, pero sin que un templo o un altar lo
soporte. Lo que la fotografía capta son gestos íntimos, privados, construidos
en un lugar que no lo es y que termina convertido en un espacio para la
memoria, generando una peculiar relación entre lo público y lo privado.
Al fotografiar las emees, Herrén nos involucra en un lugar al que difí
cilmente se puede acceder, nos visibiliza una realidad que desconocemos,
nos vuelve testigos del hecho, de memorias construidas por un gesto priva
do pero que se carga para el observador de sentimientos colectivos. “Es un
lugar sagrado no por decreto sino por consenso” (Bernal, 2007, 144).
La obra de los cinco artistas mencionados pone en evidencia que en los
últimos años la relación arte-memoria se convirtió en objeto de reflexión
en diversos escenarios de Latinoamérica y que en las reflexiones de los
artistas el tema de la función del arte en los procesos de construcción de
memoria ha tenido especial relevancia, en la medida en que se cuestionan
las interpretaciones rutinarias y se promueve la memoria crítica, al activar
la duda y buscar que las obras actúen como disparadores que impulsan un
ámbito propicio para la reflexión.
Desde diversas perspectivas, los artistas mencionados buscan resignifi
car lo acontecido y les es común la necesidad de repensar el pasado para
que deje de ser un simple referente de algo que ya sucedió. N o se trata
de actitudes memoriosas, sino de contribuir con sus obras a darle nuevo
significado a las interpretaciones. Su manera de insistir en la memoria de
los hechos, no persigue un simple afán recordatorio, ni verdades incuestio
nables. Se trata de comprender, hacer comprender y sensibilizar en tomo
a los códigos de construcción de memoria y olvido que estructuran la so
ciedad en que vivimos.
4 - 196
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Im a g e n 3: Camposanto. J u an F e rn a n d o H errá n .
La memoria adviene en las imágenes
Ileana Diéguez
Recordar es una acción ética, tiene un valor ético. La memoria es, dolorosa
mente, la única relación que podemos sostener con los muertos. Así, la creen
cia de que la memoria es una acción ética yace en lo más profundo de nuestra
naturaleza humana: sabemos que moriremos, y nos afligimos por quienes en
el curso natural de los acontecimientos mueren antes que nosotros [...]. La
insensibilidad y la amnesia parecen ir juntas. Pero la historia ofrece señales
contradictorias acerca del valor de la memoria en el curso mucho más largo
de la historia colectiva. Y es que simplemente hay demasiada injusticia en
el mundo. Y recordar demasiado [...] nos amarga. Hacer la paz es olvidar.
Para la reconciliación es necesario que la memoria sea defectuosa y limitada
(Sontag, 2004, 134).
Ante una imagen -tan reciente, tan contemporánea como sea-, el pasado no
cesa nunca de reconfigurarse, dado que esta imagen sólo deviene pensable en
una construcción de la memoria, cuando no de la obsesión. En fin, ante una
imagen, tenemos humildemente que reconocer lo siguiente: que probable
mente ella nos sobrevivirá, que ante ella somos el elemento frágil, el elemen
to de paso, y que ante nosotros ella es el elemento del futuro, el elemento de
la duración. La imagen a menudo tiene más de memoria y más de porvenir
que el ser que la mira (Didi-Huberman, 2008, 32).
1. Las palabras griegas eikon y eidolon indican dos maneras de expresar las imágenes:
icono e ídolo. Como especifica Pascal Quignar (2005, 115) en latín los simulacra o
simul indican las imágenes luminosas que son soporte de los fantasmas: “En latín, simu
lacra no sólo es la traducción del griego eidolon sino también del griego phantasmata”
(116).
t 204
mexicano en la 53a Exposición Internacional de Arte de la Bienal de Vene-
cia, Margolles trasladó residuos de “lo que queda” sobre el suelo una vez
que los cuerpos ejecutados son retirados por peritos policiales. La sangre
y el lodo impregnados en las telas fueron rehumectados y recuperados
en la sala de exhibición (Medina, 2009, 23) . Sangre recuperada fue el
nombre de una de las piezas creadas a partir de la rehidratación de las
telas. Pero la contaminación fue expandida a través del acto performativo
de los colaboradores de Margolles, quienes diariamente durante la Bienal
de Venecia frotaban los cristales de las ventanas con fragmentos de esos
tejidos, y ejecutaban acciones de aparente limpieza del piso de las salas,
utilizando una mezcla de agua y de la sangre extraída a los lienzos2.
Intento aproximarme a una serie de obras o prácticas artísticas que eli
gen dispositivos performativos y frágiles, y devienen form as supervivien
tes de la desaparición y el dolor. Me interesa un tipo de prácticas que se
ubican a medio camino entre los procesos de desmaterialización del arte
y su recurrencia objetual o material, y que eligen registros efímeros con
implicaciones performativas (más de los participantes o espectadores que
de los artistas, como en el Proyecto Magdalenas p o r el Cauca, de Gabriel A.
Posada); que apelan al aliento, al soplo, a la intervención del hálito (como
en Oscar Muñoz), o a la impregnación, emanación o vaporización de los
fluidos (Rosemberg Sandoval y Teresa Margolles). Me interesan los regis
tros matéricos cargados de memoria y no sólo la materia como textura:
las instalaciones archivísticas impregnadas de memoria en los objetos y
prendas reunidos por Christian Boltanski, mucho más que el registro obje
tual y materialista en los reciclajes y acumulaciones del Nouveau Réalisme.
Pienso en los Atrabiliarios de Doris Salcedo, en los registros fotográficos
realizados por Erika Diettes en R ío Abajo y en los embalsamamientos de
objetos en su más reciente obra en proceso. Se trata de obras luctuosas que
privilegian la visibilización de vestigios. Obras que asumen la evocación
sin pretender sustitución alguna, pues no aspiran a estar en lugar de lo
ausente.
2. Las piezas y acciones presentada por Margolles en la muestra ¿De qué otra cosa podemos
hablar?, curada por Cuauhtémoc Medina, en la Bienal de Venecia, tuvieron una com
plejidad que no busca ser reducida al único ejemplo que aquí estoy citando. Para una
información más completa puede consultarse el catálogo de la exposición referenciado
en la bibliografía.
La memoria es mucho más que un tema. Nos enfrenta a un entretejido
de afectos, experiencias, recuerdos y relatos que no sólo llegan directa
mente o de primera mano, sino que como señala Beatriz Sarlo “puede [n]
convertirse en un discurso producido en segundo grado, con fuentes se
cundarias que no provienen de la experiencia de quien ejerce esa memoria
pero sí de la escucha de la voz (o la visión de las imágenes) de quienes
están implicados en ella” (Sarlo, 2006, 128). El presente desde el cual se
produce el discurso de memorias está tejido de múltiples pasados?. Pero
cualquiera que sea la posibilidad de acceder a los tejidos de la memoria,
su carga afectiva nos remonta a las corporalidades y a las dimensiones de
lo sensible y lo matérico. Invoca olores, visiones, texturas. A través de los
sentidos, practicamos la memoria y evidenciamos su cualidad performati-
va, actuante. A los relatos de la memoria también se intenta silenciarlos,
soterrarlos -e n el sentido de esconderlos o incluso clausurarlos, negarlos-,
borrarlos, como se hace con los cuerpos. En este continente, la memoria
está trágicamente vinculada a las problemáticas de la desaparición y la
falta de sepultura. Y desde el arte se han imaginado formas para dar un
registro visible a lo que sabemos irrecuperable.
Supervivencias
^ 208
“Hasta el día de hoy he sido receptora de más de 300 testimonios de víctimas
de la violencia. Me han sido confiadas evidencias físicas, detalles e intimidades
no sólo de la violencia, sino de la forma como la vida se reconfigura, se re
estructura y sigue a pesar de ella” (Diettes, 2012).
4. En el caso de Erika Diettes, hay también una formación antropológica, pues es Maestra
en Antropología Social de la Universidad de los Andes.
son el testimonio de quien estuvo ahí y quiso dar cuenta de ello, produ
ciendo con sus estampas una crónica de aquel tiempo.
En los procesos de trabajo de Erika Diettes se han ido generando espe
cies de archivos temporales que constituyen importantes testimonios del
dolor y el sufrimiento de quienes más han padecido la violencia. Además
de objetos, ha sido receptora de diversos testimonios orales que aportan
los familiares. Testimonios que no tienen un registro “duro”, que se asien
tan en la memoria de la propia artista. Sus obras se han concentrado - a
nivel visual- en el trabajo con los más variados objetos personales, y docu
mentos como fotografías, cartas y anotaciones.
Río Abajo (2007-2008) y Sudarios (2011) son dos series que comparten
el dispositivo fotográfico digital, pero que exploran soportes discursivos y
experiencias antropológicas muy diferentes. Río Abajo está constituida por
un conjunto de 26 impresiones digitales sobre cristales, enmarcadas en
una estructura de madera que las sostiene desde el piso. Los Sudarios es
tán conformados por veinte impresiones en seda, sin ningún elemento que
enmarque las piezas, apenas una delgada estructura de aluminio desde la
cual quedan suspendidas.
Río Abajo se creó a partir del registro fotográfico de las ropas y ob
jetos facilitados por los familiares de víctimas, en calidad de préstamos.
Gomo ha señalado Miguel González, la realización de esta obra implicó
“un recorrido real por la geografía de la violencia rural y urbana de Co
lombia, buscando y encontrando las víctimas de la guerra e indagando
en los recuerdos” (2010, 3). Los objetos recibidos bajo resguardo tem
poral habían pertenecido a personas desaparecidas y/o asesinadas en el
contexto del conflicto armado, particularmente en el Oriente Antioqueño.
Esos objetos eran conservados por familiares que nunca habían podido
despedir los cuerpos ni enterrarlos. Para quienes viven con el dolor de los
duelos no realizados, los objetos de sus seres queridos alcanzan un valor
de reliquia: son venerados, consagrados. Para los familiares, esos objetos
están en lugar de los ausentes, guardan la memoria de acontecimientos a
veces compartidos, son el recuerdo sensible de una vida. En los casos de
las desapariciones forzadas -e n Colombia, como en México, en Perú, en
Argentina u otros países-, las prendas de los ausentes son conservadas con
la esperanza de que alguna vez vuelvan a ser portadas por aquellos a los
que se sigue esperando. Durante la guerra sucia en el Perú (1980-2000),
que generó la horrorosa cifra de casi setenta mil muertos y desaparecidos,
cobró fuerza una práctica de la tradición andina: velar las ropas en lugar
del muerto.
Para realizar las fotos de R ío Abajo, la artista emprendió un trato casi
ritual con los objetos recibidos, que parecían pedir tiempo para poder ha
blar: “Me acuerdo que cuando los traje a mi estudio, los primeros ocho días
solamente bajaba y los miraba. No sabía por dónde empezar. Necesitaba
encontrar el tiempo emocional, y un poco el permiso del mismo objeto
para ser fotografiado” (Diettes, 2008). El acto fotográfico implicó una es
pecie de puesta en escena: los objetos fueron uno a uno sumergidos en un
recipiente de agua, donde eran iluminados y fotografiados. Ya se ha vuelto
común escuchar y leer que en Colombia los ríos han devenido espacios
fúnebres en los que desaparecen los cuerpos y cuyos restos a veces son
localizados por la aparición de los buitres o gallinazos.
En este contexto, la instalación de las veintiséis imágenes digitales im
presas en vidrios translúcidos es una poderosa alegoría de las tumbas de
agua en que se han convertido los ríos. En su frágil materialidad y en el
desamparo que sugieren las prendas como abandonadas a las aguas, estas
imágenes devienen cuerpos fantasmales.
La serie Sudarios está constituida por veinte retratos de mujeres del De
partamento de Antioquia que fueron obligadas a mirar cómo torturaban y
asesinaban a sus seres queridos. Cada imagen tiene una historia atroz. Las
sesiones de fotos tuvieron lugar mientras ellas daban testimonio, bajo la
agonía de los recuerdos y en la misma geografía de los acontecimientos.
Con mi cámara he sido testigo muchas veces del instante en el que una persona
necesita cerrar los ojos porque se hace presente, de nuevo, el dolor del momen
to que dividió su vida en dos (Diettes, 2012).
Excepto uno, todos los rostros tienen los ojos cerrados. La fotografía es
el arte de captar el instante, o como ha dicho Didi-Huberman: “un éxtasis
del tiempo en su acceso de lo visible” (2007, 131). Pero a diferencia de
Río Abajo, realizado en una temporalidad y espacio “controlados” por la
artista, eran otras las condiciones en que se obtuvieron las imágenes para
los Sudarios: la tensión por la escucha, el ser testigo de terribles relatos y
a pesar de todo, estar atenta a la posibilidad de oprimir un obturador en
el instante justo, irrepetible, que deja sobre el rostro el mayor surco de
dolor.
¿Cómo captar el sufrimiento humana, aquel que se instaló en el cuerpo
y que aún lo posee? ¿Cómo representar la huella de una experiencia de
dolor? En el ámbito de los estudios sobre la violencia inscripta en los cuer
pos, Wolfgang Sofsky considera que todo intento por representar el dolor
nos remitiría siempre a una escena posterior, y que incluso la indecibilidad
del acontecimiento anula la posibilidad de expresión en otros registros que
no sean el de la imagen: “La lamentación verbal, el lenguaje de los salmos,
empieza después que el hombre ha superado el estado en que gime de
dolor y vuelve a ser capaz de emplear la palabra. La lamentación verbal es
la sublimación del grito. El dolor no se puede comunicar ni representar,
sino sólo mostrar. Pero el medio de ese mostrar no es el lenguaje sino la
imagen” (Sofsky, 2006, 65).
Los discursos en torno a las sublimaciones de la corporalidad general
mente han priorizado enfoques desde el erotismo, el éxtasis o la santidad.
Un tratamiento especial ha tenido la representación de la corporalidad
sometida al martirio, donde el sufrimiento corporal nunca tiene lugar en
los rostros trascendidos o en éxtasis de los sufrientes que pierden y ofren
dan una parte del cuerpo para ganar el amor de Dios. La distinción entre
cuerpo y rostro ha prevalecido en la tradición iconográfica del martirio
cristiano, “con su asombrosa escisión entre lo que se inscribe en el rostro y
lo que le sucede al cuerpo” (Sontag, 1996, 62), como si mantener el rostro
al margen de las atrocidades que vive el cuerpo garantizara mayor digni
dad a la persona. El cuerpo es el lugar del pathos y del dolor, el lugar por
excelencia para lá producción de martirios y la materia predilecta para la
ofrenda sacrificial. Un rostro surcado por el dolor podría entrar en disputa
con ciertos códigos estéticos que exaltan la serenidad y la belleza, pues an
cla lo representado en territorios terrenales, lo deja caer desde las alturas
donde se instala la trascendencia estética perpetuada por cierta noción de
belleza.
Erika Diettes parece haber actuado a contrapelo de estas legitimacio
nes. La serie de rostros que integran los Sudarios no deja lugar a dudas
sobre la experiencia dolorosa que los surca. Aparentemente cercanos a la
representación extática - y erótica- de la experiencia mística -e l éxtasis de
Santa Teresa, por ejemplo-, en ellos se consuma la sublimación del dolor.
Dolor por la pérdida, y no la ganancia de un ser querido. A diferencia de la
¿ 212
transustanciación mística que garantiza el martirio cristiano, la experien
cia, que tras esas imágenes se ha consumado es la de haber sido testigos
del horror, de la pérdida violenta y tortuosa de seres amados, sentenciados
y obligados a morir por voluntad y ejercicio de otros. En estos Sudarios
reverbera la instantánea trascendental de golpes de dolor.
Un sudario es un manto funerario, el lienzo que amortaja el cuerpo del
difunto, pero es también aquel tejido que una vez puesto en contacto con
el rostro, se ha contaminado, ha devenido impregnación fantasmática del
cuerpo en retirada, huella que actúa como principio fotográfico ¿imagen
verdadera, Vero Icono?, como aquel que quedó registrado en el manto que
la Verónica extendió a Jesús camino al Calvario, Lo que en el manto se
reveló, ¿era el rostro de Jesús o la emanación de su dolor, el icono del
sufriente?
^ 214
y distintas versiones de la M uerte de Laocoonte y La Pietá de Cosimo Tura
(1474).
^ 215
daños condensan. Se suspende algo que queda pendiente, latente, no se
cancela, se posterga, se prolonga en una interminable agonía. Estamos en
los territorios del duelo, de los infinitos duelos suspendidos acumulados
en estas tierras.
8. Más o menos, estas son las palabras de algunos de los donantes. De los cuadernos y
archivo de la artista.
Los cubos tienen dimensiones de 30 x 30 cms x 12 cms de alto. Son
realizados en tripolímero de caucho, una sustancia viscosa y transparente
en la que se sumergen numerosos objetos que condensan la memoria de
personas asesinadas y/o desaparecidas a lo largo del conflicto armado y
la violencia en Colombia. En su gran mayoría, se trata de prendas que
pertenecieron a personas muy jóvenes, prendas atesoradas por sus madres
-principalmente- y otros familiares, como reliquias. Pero, esta vez, los ob
jetos son definitivamente entregados a la artista para que tengan “un lugar
digno”9. ¿Qué hace a una persona desprenderse de aquello que ha guarda
do durante años - a veces veinte, quince años-, de aquello que primero ali
mentó la esperanza de un posible retorno y que una vez conocedores de la
imposibilidad de ese retom o, adquiere la condición de reliquia? Son pren
das que estuvieron en contacto con los cuerpos de los ausentes, que están
impregnados de su aura, de sus olores, que portan una memoria sensible y
que en ocasiones pasaron por más de una generación de familias. ¿Qué les
hace a esas personas viajar largas horas, despedirse ritualmente de aquello
que ha representado sus esperanzas, sus sostenidos y más caros amores,
para entregarlos definitivamente como si se depositaran en un templo?
9. Esta fue exactamente la expresión de uno de las familiares al entregar los objetos. Infor
mación de los cuadernos y archivo de la artista.
^ 217
la dimensión de esta obra. De sus manifestaciones se desprenden varios
sentidos que privilegian la perspectiva de los dolientes: la necesidad de los
actos de memoria, de rituales, participativos; la necesidad de singulares re
cordatorios con la colaboración de los propios familiares, en los que no se
homogeneicen ni monumentalicen las memorias. La necesidad de justicia
social para salir de lo que ellos nombran como “la oscuridad”, el olvido y
la indiferencia. La necesidad de dar una tumba, de enterrar a sus muertos,
de hacer el duelo.
Desde la perspectiva poética, esta producción escultórica emprendida
por Diettes es ante todo una práctica de memoria. Una práctica en la que el
artista deviene embalsamador: los objetos son literalmente embalsamados,
inicialmente protegidos por una primera capa que les permite conservarse
y no desgarrarse por las altas temperaturas en que tiene que manipularse
el tripolímero de caucho. Y deviene amortajador, enterrador de restos, en
una práctica que evoca los imposibles enterramientos reales, porque no
siempre se han encontrado los cuerpos.
Pascal Quignard plantea la relación entre tumba y corazón, entre en
lutado. y enamorado o amante, y cita a Tácito para recordarnos que el
corazón es la tumba de aquellos a quienes hemos amado (2005,120) y lo
re-elabora diciendo que “el corazón es la ‘domus infernal’ del fantasma de
aquel a quien amamos, lo mismo que la tumba es ‘el corazón vivo’ donde
habitan las ‘sombras’ de los que han abandonado la ‘luz’ de este mundo
mediante el fuego” (2005,120), aquellos a quienes hemos amado.
Practicar memoria es amasar un cuerpo, darle una domus en los afec
tos que habitan nuestro cuerpo, darle forma a una experiencia de amor y
de dolor. Sobre todo, en un tiempo en el que predominan las políticas de
amnesia o las políticas de monumentalización de la memoria. La memoria
está inevitablemente vinculada a la muerte y a la ausencia, como lo está a
la presencia y al amor.
Ante estos cubos sobrevienen otras imágenes, imágenes que pertenecen
a otro orden de discurso pero que también nos regresan a las casi mismas
preguntas que ellos nos lanzan. En un texto donde comienza interrogando
los volúmenes aparentemente sin síntomas y latencias del arte minimalista
(Donald Judd y Robert Morris, fundamentalmente), y donde sobre todo
reflexiona en torno a los cubos negros de Tony Smith (The Black Box, es
pecialmente), Didi-Huberman propone algunas metafóricas definiciones
del cubo: “¿Qué es un cubo? Un objeto casi mágico, en efecto. Un objeto
que debe liberar imágenes de la manera más inesperada y rigurosa posi
ble” que es “una herramienta eminente de figurabilidad” (2010, 56); una
figura perfecta de la convexidad que incluye “un vacío siempre potencial”
(57), que permite obrar “la tragedia de lo visible y lo invisible” (70). Más
que discutir por qué los cubos de Diettes conjuran el vacío, me interesa
insistir en la ocupación física, psíquica y memorable de estos cubos-recor
datorios. En otras reflexiones -q u e aquí ahora no caben- interesa explorar
esa potente metáfora que lanza Huberman cuando plantea la frase “vo
lúmenes dotados de vacío”. Sin duda, los cubos-recordatorios evidencian
un gran vacío, un vacío que es un ahuecamiento, una evidencia de las
ausencias corporales y de la dimensión fantasmática en que necesariamen
te se mueven las prácticas artísticas de la memoria. ¿Qué puede ser un
“volumen portador, mostrador de vacío”? “¿qué sería pues un volumen -u n
volumen, un cuerpo y a - que mostrara [...] la pérdida de un cuerpo?” (18),
se interroga Didi-Huberman. Pienso que en esta pregunta se articulan los
sentidos que vinculan vacío y ausencia, dos conceptos que atraviesan no
sólo los cubos de Diettes, sino todo el proceso que ha generado esta obra,
toda la movilización de memorias que supervive en la obra misma. Pensar
la articulación entre vacío y ausencia nos coloca ante el gran vacío que dis
paran los procesos de duelos suspendidos, la desaparición de los cuerpos,
la imposibilidad de colocar el cadáver en el centro de los ritos funerarios,
la imposibilidad de darle sepultura. Ese es el vacío que estos cubos-recor
datorios nos evidencian. Y en esa dimensión del vacío que invocan, pero
también de la materialidad que amortajan -com o portadores de objetos-,
ellos visibilizan su doble régimen: el de las tumbas “vacías”, las tumbas de
N N que esperan todavía un lugar en las memorias específicas para salir
del anonimato y del vacío ominoso de lo sin nombre, y el de las tumbas sin
lugar que remiten al gran vacío que generan las políticas de desapariciones
forzadas, de exterminio, desfiguración y anulación de los cuerpos. De allí
que los cubos resumen un síntoma, al ser la imagen de una ineluctable
pérdida, de una realidad irrecuperable, irreconciliable incluso desde los
espacios poéticos.
Las imágenes que trabajan con iconografías de la muerte violenta, con
las formas del pathos que nos han impuesto tantas acumulaciones de ex
cesos, con los vacíos generados por tantos duelos suspendidos, son una de
las formas de producción de la memoria - “las supervivencias advienen en
imágenes” (Didi-Huberman, 2009, 155)-; pero son también la condensa
ción de síntomas -d e apariciones- que interrumpen no sólo el curso normal
de los acontecimientos, sino el curso de nuestra mirada por no decir de
nuestra existencia. Esas apariciones sintomáticas que podríamos reconocer
en varias obras del arte latinoamericano actual, merecen reflexiones que
iluminen su potencia en el marco de una teoría e historia del arte y la cul
tura contemporánea11.
Pienso que una de las mayores evidencias que el arte nos ha mostrado
es la profanación y desaparición de los cuerpos hasta convertirlos en au
sencias apenas evocadas por vestigios, como manifestación suprema de esa
estética fantasmal fundada en la fugacidad de los cuerpos y en las sinies
tras políticas de desapariciones forzadas.
Las prácticas artísticas generadas o vinculadas a la puesta en acción de
la memoria y a las deudas de la justicia, cada vez más nos llevan al terreno
del luto. Hay obras que se construyen como un duelo, o más bien como un
desvío poético del imposible duelo, cuando la ausencia del cuerpo impi
de la realización de los ritos fúnebres. Martín Barbero ha expresado esta
agónica relación entre imagen y ausencia en una extraordinaria reflexión
en tomo a la memoria en el contexto actual de Colombia: “en la secreta
relación entre imagen y desaparición se juega la posibilidad del duelo sin
el cual este país no podrá tener paz. Pues la desproporción de nuestra
violencia quizá sea paradójicamente proporcional a nuestra incapacidad
de duelo: ese tiempo del sentimiento donde elaboramos las pérdidas y
expiamos nuestros olvidos” (2001, s/p).
En los trabajos de Diettes se propicia una dimensión que deviene es
pacio alegórico para el duelo. De ninguna manera afirmo que el arte pro
picie un espacio real para los duelos. La imposibilidad del duelo pasa por
las deudas de la justicia, por el olvido, la indiferencia, la impunidad y la
carencia absoluta de espacios y ritos simbólicos para aceptar y procesar la
muerte. Pero dignificar el dolor, propiciar un lugar digno para los vestigios
y restos atesorados por los familiares, reunirlos en una ceremonia pública
donde lo que se expone es mucho más que una obra de arte y deviene -sin
que sea la artista quien lo determine- ritual fúnebre, es quizás la única
11. Reflexiones que es imposible abordar en las páginas finales de un texto como este; y
piden ser desarrolladas en textos avalados por procesos de investigación de campo.
^ 220
posibilidad de realizar actos de duelo en un contexto -qu e como tantos
de este continente- no considera el sufrimiento, el dolor y la justicia como
problemáticas primordiales de sus comunidades. Es propiciar desde las
configuraciones artísticas un lugar para llorar la muerte.
Río Abajo y Recordatorios (obra en proceso) propician a los familiares en
duelo un momento de re-encuentro con una estela corporal, objetual, del
ser violentamente perdido, puesta ante los ojos. Pero sobre todo, propician
un espacio para recordar a los muertos, para la plegaria fúnebre, trascen
diendo el habitual acto de contemplación estética. Además de exponerse
en galerías o museos de arte, R ío Abajo ha recorrido varias de las regiones
del Oriente Antioqueño, de donde proceden los objetos fotografiados, y
donde los familiares siguen llorando a sus muertos, sin el consuelo de po
der darles sepultura. Cuando en esas exposiciones los familiares iluminan
con velas las fotografías, reunidos en una ceremonia pública en la que
pueden compartir una plegaria a sus seres queridos, tiene lugar uno de los
ritos que aún se deben a tantos muertos sin descanso en estas tierras.
Que la contemplación artística sea trascendida para devenir rito fúne
bre en situaciones donde el duelo está suspendido, es reconocer que desde
el arte es posible propiciar simbólica y efímeramente lo que en la vida real
es imposible. Cuando los cuerpos de los muertos no pueden recibir los ritos
fúnebres, cuando incluso la incertidumbre sobre la muerte del ser querido
es también la que alimenta efímeras esperanzas, desde los procesos del
arte se propician herramientas para hacer del luto un “duelo público”: po
ner el dolor de los otros en el espacio social12 es implicarse en un proceso
que va del sufrimiento silencioso o pathema a la manifestación pública o
poiema. Acto de duelo que trasciende la práctica artística e instala un esce
nario de umbral, de mínimas y temporales rehabilitaciones simbólicas que
la estructura social ya no puede propiciar.
Los traumas que aún no han tenido ni simbolización ni duelo retornan
de manera fantasmal como síntoma social en el arte contemporáneo y ac
tual, para repetir en distintas regiones y con soportes diversos el difícil
registro de lo irrecuperable. Además de exhibirse para ser visto - y con
frontamos-, difícilmente para ser “contemplado”, este arte compromete
dispositivos que modifican las relaciones con los espectadores y proble-
12. Es inevitable referirse al texto de Elsa Blair que insiste en esta necesidad de poner el
dolor en la esfera pública. Ver referencias bibliográficas.
± 221
matizan los tejidos y vínculos con la memoria. La supervivencia y carga
de experiencia que lo atraviesa es la que no puede reducirse a una imagen
ni acotarse a una estética de la contemplación. Este arte juega otros roles.
Uno de ellos ha sido enunciado por Julia Kristeva cuando apuesta a la
creación artística como registro privilegiado para las configuraciones del
valor traumático de las experiencias límites (Cit. por Richard, 2007, 173).
Otro, más allá de canalizar los traumas, tiene un papel más inquietante y
perturbador: el de hacer visible lo que parece invisible, el de dar nombre
a la barbarie, el de señalar y demandar, y colaborar así con los procesos
irresueltos en el ámbito de la justicia (allí donde hubiera voluntad política
para ello).
En ambos casos, la memoria es performativa, acontece en el cuerpo del
doliente o acontece en el corpus de los espacios. Acontece en las narrativas
que pugnan por salir, en los discursos que alojan una historia o una esce
nificación de la memoria. En los últimos años, intentando pensar las rela
ciones entre arte y memoria -q u e inevitablemente pasan por las relaciones
entre arte, dolor y duelo- me han quedado siempre numerosas preguntas
en tomo al espacio y forma de las significaciones y representaciones de lo
memorable. En tiempos de tanta densidad mortuoria, el arte ha devenido,
por su modo de producción f¡m iasm ático, un lugar para reconocer los sínto
mas y el pathos de nuestro tiempo, un lugar desde el cual dar presencia a
tantas ausencias.
“La historia de un país no puede ser escrita en silencio y su memoria no debe
ría construirse en la oscuridad. Por esto es que considero que contar, registrar,
mostrar y tratar de entender nuestra historia desde todas las perspectivas posi
bles es una necesidad” (Diettes, 2012)
Estas imágenes que hoy nos confrontan serán mucho más que el regis
tro de una historia del arte, serán la supervivencia de un tiempo de acumu
lados duelos. La memoria adviene en las imágenes.
^ 222
Obras citadas
______ . (2009). La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas
según Aby Warburg. Madrid: Abada.
______ . (2010). Lo que vemos, lo que nos mira. Buenos Aires: Manantial.
¿223
G o n z á le z , M ig u e l. (2 0 1 0 ). “R ío A b a jo ” . Río Abajo, d e Erika Diettes. B o g o tá : C á
m a ra d e C om e rcio .
^ 224
Im a g e n 1: R ío A b a jo. E rik a D ie tte s . Im a g e n c o r te s ía d e la a rtista .
225
Im a g e n 2 : Sudarios. E r ik a D ie tte s . Im a g e n c o r te s ía d e la a rtista .
^ 226
T
& 227
228
Im ágenes ausentes
* El presente texto surgió gracias al trabajo, las discusiones y reflexiones realizadas con el
equipo de la Curaduría de Arte e Historia del M useo Nacional de Colombia en el marco
del Bicentenario. Q uiero agradecer especialmente a Cristina Lleras, Juan Darío Restre
po, Angela Góm ez Cely, A m ada Carolina Pérez, Antonio Ochoa, Bertha Aranguren y
Liliana González.
1. Algunos autores han atribuido esta versión a Francisco Antonio Zea, pero en la reim
presión realizada en 1974 Sergio Elias Ortiz se la atribuye al estadista y diplomático
cartagenero José M aría del Real.
¿ 231
tos en la construcción de la memoria oficial de la naciente república y de la
provincia, resulta directamente proporcional a su participación y a todas las
actividades desplegadas por éstos en la búsqueda de reconocimiento (Cassiani
Ortiz, 2006, 79).
Al parecer esta situación no sólo se dio en publicaciones como la men
cionada, también ocurrió en la pintura y obra gráfica realizadas durante
y después de las luchas por la Independencia y que consignaron sus esce
nas y sus protagonistas. En estas obras, no sólo parece haberse olvidado e
ignorado, ¿voluntariamente?, representar a la población negra y mulata,
sino también a la indígena y a tantas mujeres y hombres anónimos que
participaron de las luchas independentistas.
2. Para un mayor conocimiento de estas obras, véase: Museo Nacional de Colombia, 2010
y González, 1998.
232
los intentos recientes que ha hecho la historiografía nacional de enmen
dar estos olvidos3.
3. La exposición temporal Las historias de un g rito: 200 años de ser colombianos se rea
lizó entre el 3 de julio del 2010 y el 16 de enero de 2011. La investigación curatorial
fue realizada por ocho investigadores de diferentes áreas de las Artes y las Ciencias
Humanas: Cristina Lleras, Amada Carolina Pérez, Olga Isabel Acosta, Maite Yie, Anto
nio Ochoa, Carolina Vanegas, Juan Ricardo Rey y Yobenj Aucardo Chicangana. En la
muestra se reflexionaba sobre cómo han relatado y representado los acontecimientos y
personajes de la Independencia, diferentes actores e instituciones como los museos, los
archivos, las academias, las universidades y otras organizaciones sociales y políticas,
durante los últimos 200 años. La exposición estuvo compuesta por 200 piezas, 130
imágenes de apoyo, 14 videos y 10 audios con fragmentos de programas de televisión,
cine y radio, y así mismo, daba cuenta de las más recientes investigaciones históri
cas adelantadas en el país, para con su ayuda destacar acontecimientos, personajes y
regiones que a lo largo de estos dos siglos no fueron reconocidos en los relatos de la
Independencia. Véase el minisitio de la exposición: http://www.museonacional.gov.
co/sites/bicentenario_site/, en el marco de la exposición se publicó un catálogo que
reunió las diversas investigaciones preparatorias con motivo de la muestra, véase: M u
seo Nacional de Colombia (2010).
práctica del dibujo, se unió como soldado a las filas patriotas (González,
1998,17-21).
Como lo consignó Espinosa en sus Memorias de un abanderado, rápi
damente el joven soldado entusiasta y sensible se dio cuenta de los ab
surdos de la guerra (Espinosa, 1876, 266-267). Bajo el mando de Anto
nio Nariño, Espinosa portó orgulloso la bandera del ejército del gobierno
central en la primera guerra civil entre federalistas y centralistas de 1812
a 1813, en la cual descubrió la cruel inutilidad de estas luchas internas y
respaldó, desde entonces, sólo un tipo de contienda destinada a vencer
al enemigo nacional y no a pelear contra quienes para él eran sus com
patriotas (González, 1998, 31). Después de ello, Espinosa participó en
las batallas de la Campaña del Sur, comandada por Nariño entre 1813 y
1816, que culminó con el triunfo español al mando de Pablo Morillo y el
apresamiento de varios soldados patriotas, entre ellos del futuro pintor.
Después de estar preso algunos meses en Popayán y en el Huila, logró
escapar y se convirtió en fugitivo hasta 1819 cuando retomó indultado
a su casa en Santafé de Bogotá. Desde este momento, renunció a la vida
militar y se dedicó a su profesión de pintor y retratista (Espinosa, 1876,
265).
Espinosa, como contemporáneo activo de las luchas independentistas,
representa el cronista gráfico por excelencia que consignó en sus obras
personajes y momentos que ayudaron desde entonces a la formación de
una memoria visual histórica relacionada con la Independencia. Aunque
se presume que durante sus años de soldado y prisionero, Espinosa reali
zó varios dibujos que ilustran algunos momentos vividos entonces por él,
Beatriz González considera como improbable que estas piezas hubieran
sobrevivido a las penurias de su vida como fugitivo (González, 1998, 33 y
38-39). Según esto, es posible que sus representaciones sobre los persona
jes y momentos de la causa libertadora hubieran sido realizadas después
de 1819 a partir de sus recuerdos de aquellos años.
¡Qué difícil tarea la de Espinosa! ¡Escoger en los confines de su memo
ria qué imágenes merecían recordarse y cuáles ser olvidadas! Quisiera acá
mencionar principalmente la serie de pinturas que el artista realizó entre
1845 y 1860 y que recrean la Campaña del Sur donde él participó como
soldado4. Según una reseña publicada en 1849 sobre el primer lienzo de
i - 234
la Serie, La Batalla de Juanambú, José Caicedo Rojas anota que la pintura
se mostró por primera vez en la Exposición de los Productos de la Indus
tria que se celebraba el 20 de julio en Bogotá. Ésta sería la primera de
varias obras sobre “los hechos más heroicos de nuestra gloriosa época de
emancipación” que el artista deseaba presentar anualmente (Rojas, 1849,
253-254). La serie realizada por Espinosa la conforman ochó lienzos al
óleo de formato semejante (80 x 120 cm.) y pertenece desde 1960 a las
colecciones del Museo Nacional de Colombia y del Museo de la Indepen
dencia-Casa del Florero5.
La serie fue realizada por lo menos 30 años después que Espinosa lu
chara como soldado en estas batallas. Se trataba entonces de un artista en
su edad madura, quien ya había tenido tiempo para decantar, reflexionar
y asimilar sus recuerdos. Sin embargo, ¿cuánta libertad pudo tener Espino
sa para decidir qué recordar y qué olvidar en sus obras? Al parecer contó
con bastante. En sus Memorias comenta que la serie de ocho pinturas, las
cuales conservó durante “mucho tiempo” en su poder, habría sido compra
da por el Gobierno durante el segundo mandato de Manuel Murillo Toro
(1872-1874). Esto significa que no fue una serie realizada por encargo
aunque, como él mismo lo comenta, sí habría sido aprobada por “los seño
res Generales Joaquín París, Hilario López y por el señor doctor Alejandro
Osorio, que fue secretario del general Nariño, en toda la campaña del Sur”
(Espinosa, 1876, 277).
Las ocho obras de Espinosa, además de constituirse en unos de los pri
meros ejemplos del género de pintura histórica en Colombia, son tal vez
el intento más claro de este pintor de construir una imagen de diferentes
protagonistas anónimos que participaron en las luchas independentistas,
como mujeres, campesinos e indígenas y que hasta entonces habían sido
olvidados e ignorados en el género del retrato, tan abundante en la prime
ra mitad del siglo XIX.
5. A excepción de la Batalla del Río Palo, extraviada en 1960 y recuperada en 1972, siete
de las ocho pinturas pertenecieron hasta el 29 de septiembre de 1960 a la academia de
Historia cuando fueron trasladadas al Museo Nacional y al Museo de la Independencia-
Casa del Florero. Las obras del Museo Nacional son: Acción del Llano de Santa Lucía
(reg. 2514), Batalla de Juanambú (reg. 2516), Batalla de la Cuchilla del Tambo (reg.
2517), Batalla de los Ejidos de Pasto (reg. 2515), Batalla de Tacines (reg. 2513), Batalla
del Río Palo (recuperada en 1972 y donada al MNAL, reg. 3423). Las dos pinturas del
Museo de la Independencia-Casa del Florero, Batalla del A lto Palacé y Batalla de Calibío,
se encuentran actualmente en comodato en el MNAL.
El legado de Espinosa en el incipiente género de la pintura histórica
nacional del siglo XIX lo constituye sobre todo la representación de es
cenas de batalla. Para la pintura de historia, la escogencia del aconte
cimiento a representar es de crucial importancia en la composición, en
general se trata de momentos significativos que tendrían importantes
consecuencias para alcanzar un resultado esperado o el surgimiento de
un héroe (Acosta Luna, 2010,172). Espinosa escogió en estas pinturas el
mismo esquema compositivo, una vista panorámica de la batalla, donde
ocurren varias acciones simultáneas. Este recurso ya había sido utilizado
desde los comienzos de la pintura de historia en el siglo XVII en París.
Sobre ello, André Félibien anotaba que a diferencia del historiador, quien
se valía de series de palabras y discursos para conformar una imagen, el
pintor no contaba más que con un instante para capturar lo ocurrido, por
ende era necesario unir diversos acontecimientos sucedidos en diferentes
momentos para que el espectador pudiera comprender mejor la escena
(Mai, 1990, 19). Espinosa debía tener conocimiento de este proceder
cuando realizó su serie de batallas.
A diferencia de la Batalla de Boyacá, principal contienda representada
en el arte colombiano, la Campaña del Sur no fue una campaña victo
riosa para los ejércitos patriotas. Recordemos que fue Pablo Morillo, el
Pacificador, quien venció y logró con ello la reconquista para España de
los territorios sublevados. Ante esto, ¿cuál era el objetivo de Espinosa al
dedicar cuidadosamente toda una serie pictórica a la Campaña del Sur?
Bien, aunque su representación se constituía en un testimonio biográfico
de su participación como soldado, e incluso en un tributo a Antonio Nari-
ño, ¿no buscaría Espinosa con ello criticar la memoria fragmentaria hasta
entonces construida en tomo a la Independencia, tanto en lo relacionado
con los hechos, cómo con sus protagonistas? Recordemos su participación
y desilusión en la guerra civil de 1812, y, desde entonces, su compromiso
de lucha con quienes él denominaba compatriotas6. Así, con la inclusión
en sus pinturas de indígenas, mujeres y campesinos les estaba dando pú
blicamente una imagen y un lugar como ciudadanos en la historia de la
naciente República.
7. Se trata de un pequeño óleo sobre tela firmado por José María Espinosa y fechado el
18 de abril de 1855, colección del Museo Nacional (reg. 2094). Sobre la iconografía de
Policarpa Salavarrieta, véase: González, Beatriz y Segura, Martha (1996). La Pola 200.
Cuadernos iconográficos del Museo Nacional de Colombia, No. 1. Bogotá: Museo Nacional
de Colombia.
^ 237
una nueva negación. Al no ser la visibilización de estos actores olvidados
por la historia y representados finalmente por Espinosa un aspecto prio
ritario para resaltar dentro del discurso museológico dirigido al público,
los indígenas, campesinos y mujeres fueron nuevamente invisibilizados,
a pesar de estar presentes.
La conmemoración del Bicentenario se convirtió en la coyuntura perfec
ta para hacer evidente ante el público hazañas como la realizada por Espi
nosa en las pinturas mencionadas. El 3 de julio del 2010 se inauguró en el
Museo Nacional una de las exposiciones más controvertidas de los últimos
años en Colombia, Las historias de un grito: 200 años de ser colombianos8
(Suárez, dic. 2011). Durante seis meses, 134.472 fueron las personas que
ingresaron a las tres salas que fueron destinadas en el Museo a reflexionar
críticamente sobre las maneras en que los colombianos hemos construido
y narrado nuestra propia historia. La exposición fue el resultado de un tra
bajo de investigación de más de tres años, que reunió a un equipo de ocho
investigadores de diferentes disciplinas: de la historia, la antropología, la
historia del arte y la museología (Lleras, 2011).
Uno de los mayores objetivos de la muestra era el reconocimiento de
los olvidos, silencios y descuidos dentro de la construcción de la historia
de la Independencia durante 200 años. Preguntas como ¿quiénes han sido
los protagonistas reconocidos en esta historia? ños permitieron reflexionar
sobre la invisibilidad en la representación de la diversidad de la sociedad
colombiana, e incluso extranjera, que había participado activamente en
las luchas independentistas y que seguía siendo ignorada en los discursos
y exposiciones que el público encontraba al visitar el Museo Nacional. Así,
ésta fue la oportunidad perfecta para que los actores representados tími
damente entre 1845 y 1860 en la serie pictórica sobre la Campaña del Sur
de Espinosa fueran visibilizados de una forma más evidente.
La serie de Espinosa fue expuesta separadamente en dos de las salas
tituladas para la muestra como Estación Héroes y Estación Pueblo. Por un
lado, en la Estación Pueblo se buscó evidenciar la forma ambivalente en
que el pueblo ha sido representado, bien como protagonista de su libera
ción o, en la mayoría de las oportunidades, como una plebe enardecida que
ponía en peligro la libertad, y que debía ser dirigida y contenida por los
9. http://www.museonacional.gov.co/sites/bicentenario_site/exposicion.html, consulta
da el 25 de mayo de 2012.
Para la primera mitad del siglo XX, en algunos países de Europa occi
dental y de América Latina, la pintura histórica se había convertido ya
en un género obsoleto, académico y lejano a las propuestas vanguardis
tas de entonces. Su cuarto de hora había pasado en países como Francia
y Alemania, donde había vivido su esplendor durante los siglos XVIII
al XIX. Una situación similar se dio en casos latinoamericanos como en
México y Brasil donde el género logró desarrollarse sobre todo durante
el siglo XIX. El moroso desarrollo de la pintura de historia en Colombia
se puede explicar, en parte, debido a que su impulso estuvo general
mente motivado por proyectos políticos liderados por las instituciones
oficiales de enseñanza de las artes o por artistas relacionados con estas
entidades. Así, la tardía fundación de la Escuela de Bellas Artes de Bogo
tá en 1886, como institución oficial que podía liderar y canalizar proyec
tos artísticos nacionales, puede constituirse en una de las razones para
explicar la tardanza de los artistas colombianos en emprender géneros
que ya ocupaban a sus contemporáneos en otros países. Es el caso de lo
que hoy es México, donde la Real Academia de San Carlos fue fundada
en 1781 y de Brasil, cuya Academia Imperial das Belas Artes se creó en
1826 en Río de Janeiro, y en cuyas tradiciones encontramos ejemplos
de pintura histórica realizada en los círculos académicos a lo largo del
siglo XIX10.
10. Al respecto, véanse los trabajos de Tomás Pérez Vejo para México y Maraliz de Castro
Vieira Christo para Brasil. Entre otros: Pérez Vejo (2009) y Vieira Christo (2009).
^ 240
acceso sectores de la población nacional, al estar expuestas estas obras en
espacios oficiales y públicos11.
Años más tarde, Pedro María Ibáñez, en 1891, seguía reconociendo las
penurias vividas por los soldados en este trayecto: “indecibles trabajos y
^242
visibiliza claramente a estos actores anónimos de la guerra quienes se con
vierten en los protagonistas de la pintura, al ocupar la escena principal.
Un par de años más tarde encontramos un segundo ejemplo útil para
esta reflexión. En 1938, el gobierno nacional encargó a Ignacio Gómez
Jaramillo, quien apenas había regresado de México, la realización de dos
murales para decorar las paredes de las escaleras del Capitolio Nacional,
uno sobre la Insurrección de los Comuneros, y otro sobre la liberación de
los esclavos (Imagen 4 )12. Desde su inauguración, las obras de Gómez Ja
ramillo fueron ampliamente criticadas. Un lector se quejaba en la edición
de El Tiempo del 9 de enero de 1939 que:
Gómez Jaramillo ha embadurnado la escalera con unos monigotes indecentes.
Parecen pintados por un niño. No dan la impresión de movimiento. Carecen de
relieve y de fuerza. El colorido es simple, lúgubre, como si todavía el artista no
hubiera logrado franquear ese mundo millonario de los matices. Y, sobre todo,
un cuadro de ese estilo, que pudiera quedar bien en una exposición de arte
modernista presidida por don Diego Rivera en el Capitolio es un despropósito
y se pregunta el lector “¿A quién pudo ocurrírsele la idea de que en
una construcción de estilo griego, quedara bien una decoración mural de
Gómez Jaramillo?”13 Las críticas continuaron.
En septiembre del mismo año, 1939, por ejemplo, el periódico El Siglo
llamó a los comuneros del artista antioqueño “mamarrachos” (Medina,
1 995,170)14 y ese mismo mes aparece en El Tiempo un artículo que infor
ma sobre una proposición unánime del Consejo de Bogotá sobre qué hacer
con la obra. “En guarda de la estética de la capital pide con respeto, al
ministerio respectivo, disponga que los cuadros murales que se ostentan en
las escaleras del Capitolio Nacional que disuenan con la elegancia de este
bello edificio, sean eliminados o sustituidos por otros que armonicen con la
tradición artística de los grandes pintores colombianos”; en el mismo texto
trascribe la posición del concejal proponente quien consideraba que “los
cuadros son verdaderamente monstruosos”15.
12. Véase: Medina, 1995,165-174 y Pini, 2009, 98-123 y Acosta Luna, 2010, 184-187.
13. “Sobre los frescos”, en El Tiempo, lunes 9 de enero de 1939,4.
14. El autor cita a su vez: “Alusiones-Tal vez se curen”, El Siglo, 10 de septiembre de 1939,
12 .
15. “Se solicita el retiro de los cuadros del Capitolio”, en El Tiempo, 9 de septiembre de
1939, 18.
4- 243
1
16. “Se solicita el retiro de los cuadros del Capitolio”, en El Tiempo, 9 de septiembre de
1939,18.
17. El pintor Rafael Tavera escribió una crítica en El Espectador al poco tiempo de haber sido
expuesta la obra de Santa María en el Capitolio. Según Tavera, el tríptico sería “un refle
jo de las tendencias estéticas modernistas, libres, complejas y paradójicas que se distin
guen más por su afán destructor de toda antigua base estética que por su labor creadora
claramente original”, añade que “para el salón de honor del capitolio, edificio que para
nosotros es el símbolo de la nación, el artista debió ejecutar una obra a la altura estética
requerida (...) Su ejecución es pésima: carece de estilo, de carácter, de verdad histórica,
de dibujo, de color y de técnica (...)” y concluye que “creemos que seria conveniente
pedirle atentamente al gobierno que en guarda del respeto que se merecen nuestros
héroes y la historia colombiana, el capitolio, como nuestro primer edificio nacional, y
la exquisita cultura bogotana, se le hiciera saber al señor Santa María que ejecutara de
nuevo su obra en forma más acorde con el querer popular”.
.¡
4 * 2 44
utilizados para referirse a los comuneros y a los manumisos nos recuerdan
la manera en que los escritos de historia han caracterizado negativamente
la participación popular durante la Independencia, de tal manera que sus
actores han sido presentados en estos textos como la masa enardecida,
irrespetuosa e inconsciente, o con términos como populacho, ignorantes
y bárbaros, términos nunca utilizados por la historia para referirse a los
héroes patriotas.
Así como las obras de Espinosa, tanto la obra de Cano como una repro
ducción del mural de Gómez Jaramillo estuvieron presentes en la exposi
ción Historias de un g rito : 200 años de ser colombianos del Museo Nacional
en la Estación Pueblo, sala dedicada a mostrar la forma que el pueblo ha
sido recordado y olvidado y que recientemente se ha convertido en un
tema de investigación y en una preocupación para varios historiadores18.
18. Sobre la representación del “pueblo” como actor de las luchas independentistas, véanse
publicaciones recientes como: González Quintero y Nicolás Alejandro (2010). “Repre
sentación y exclusión: sujetos y habilidades políticas en la Nueva Granada a finales
del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX”. Las historias de un grito: 200 años de ser
colombianos. Exposición Conmemorativa del Bicentenario 2010. Bogotá: Museo Nacio
nal de Colombia, 243-261. Además del texto de Zulma Romero Leal publicado en dos
partes, así (julio-diciembre 2010). “Construyendo el sujeto político: El pueblo como
legitimador del orden político en la crisis monárquica. Nueva Granada, 1808-1810”.
Cuadernos de Curaduría, Museo Nacional de Colombia, núm. 11, http://www.museo-
nacional.gov.co/inbox/files//docs/Construyendo_el_sujeto_politico.pdf; y (enero-julio
2011). “Construyendo el sujeto político: El pueblo como legitimador del orden político
en la crisis monárquica. Nueva Granada, 1811-1821”. Cuadernos de Curaduría, Museo
Nacional de Colombia, núm. 12, http://www.museonacional.gov.co/inbox/files//docs/
Construyendo_el_sujeto_politico_IIparte.pdf.
^ 245
Debido a su complejidad, la obra de Cano permite abordar diferentes te
mas relacionados con la representación de actores ignorados dentro de los
discursos históricos y su difusión. Es así como el soldado muerto, sus com
pañeros y el acompañante afrodescendiente de Bolívar representados en la
pintura se convirtieron durante la muestra en las figuras protagónicas. Por
ello, para la exposición se decidió mostrar este lienzo de gran formato en
un espacio intermedio. La pintura fue ubicada entonces entre la parte de
dicada a presentar a los afrodescendientes, negros libres, pardos, mulatos,
y a cuestionar lo difícil que ha sido asumir la igualdad de los ciudadanos,
ante el hecho de que la mayor parte de los descendientes de africanos ya
eran libres para el momento de la Independencia. Así también, la pintu
ra hacía parte del espacio dedicado a los soldados rasos y campesinos, a
aquellos personajes anónimos que lucharon en las guerras y que aún, en su
mayoría, no han sido reconocidos como individuos (Imagen 3).
Por otro lado, una reproducción de uno de los murales de Gómez Ja
ramillo estuvo presente en la Estación Pueblo en el espacio consagrado a
la rebelión de los Comuneros de 1781 junto a un boceto en acuarela rea
lizado por el artista hacia 1938 y una obra posterior suya de 1957 con la
imagen de Galán martirizado. No olvidemos que después de la rebelión,
Galán fue descuartizado y sus partes expuestas públicamente como escar
miento en algunas de las poblaciones que participaron en la insurrección
de los Comuneros (Imagen 4). Este espacio hizo evidente que las repre
sentaciones que conocemos de los Comuneros respondieron sobre todo a
iniciativas de artistas del siglo XX como Domingo Moreno Otero, Ignacio
Gómez Jaramillo y en años recientes por Beatriz González19.
19. La única obra expuesta con este tema del siglo XIX fue un impreso del 16 de marzo
de 1881 ilustrado por Alberto Urdaneta para conmemorar el Centenario de los Comu
neros y que fue donado por el mismo autor al Museo Nacional de Colombia en 1881.
Reg.776.
± 246
cieron, a través de la fabricación de nuevas imágenes, la existencia y
participación de algunos actores silenciados hasta entonces en la me
moria colectiva. Evocando en parte este accionar, se decidió, durante la
preparación de la exposición, acudir a artistas contemporáneos para que
ayudaran al Museo a visibilizar algunos de estos silencios ante los visi
tantes. Como lo ha explicado Cristina Lleras: “para el equipo de investi
gación fue muy importante mostrar que hay grandes cuestiones pendien
tes; que la Independencia no empezó ni terminó hace doscientos años,
porque hay individuos y grupos que todavía luchan por sus derechos, por
la explotación de sus tierras, y por la consecución de justicia. Por ello se
propusieron en el montaje algunas “irrupciones” que pretendían hacer
referencia a procesos anteriores de búsqueda de la libertad” (Lleras, ene
ro-julio 2011, 21).
20. Sobre algunos de los registros temáticos de Johanna Calle, véase: Calle, Johanna (2010).
Registros temáticos. Revista de Artes visuales. Errata, No. 1, Arte y Archivos, 132-136.
¿247
Romero y a plasmarlo en las ruinas de la Calle de la Sierpe21. No era una
casualidad. Como ellos mismos lo indican en su página web, motivados
por un montaje en una de las salas permanentes del Museo Nacional don
de colgaban retratos del siglo XIX de hombres ilustres fundamentales para
la Independencia, se encontraron con un marco vacío con el nombre Pedro
Romero, debido a la inexistencia de un retrato suyo22. Se trataba de un
primer intento del Museo de señalar la ausencia de representaciones sobre
la participación affodescendiente en las luchas independentistas, realiza
do años antes de la exposición, del Bicentenario, en la sala Federalismo y
Centralismo, en el segundo piso, y que fue nuevamente escenificada, con
modificaciones, en la exposición del Bicentenario en la Estación Pueblo en
el 201023. Al revisar las acciones realizadas por este colectivo artístico en
los últimos dos años, es reconfortante ver cómo estas reflexiones plantea
das desde las salas de exposición del Museo Nacional han tenido eco en la
sociedad colombiana.
Otra acción realizada en el marco de la exposición del Bicentenario
para evidenciar el olvido en la representación de afrodescendientes, ne
gros libres, pardos y mulatos, fue la invitación al artista cartagenero Nel-
son Fory para que realizara en el Museo una intervención artística. Se
trató de ¡La historia nuestra, caballero! a través de la cual, ya en el 2008,
Fory había intervenido con pelucas afro las cabezas de varias esculturas
públicas en Cartagena. Tras la invitación, Fory intervino ocho esculturas
de las salas de exposición temporal y permanente del Museo Nacional,
entre ellos monumentos de Bolívar, Santander e incluso de Epifanio Ga-
21. Este colectivo ha buscado animar a otros artistas, ciudadanos, colectivos e instituciones,
a ejercer el derecho y la libertad de usar el espacio público, creando espacios y tiempos
de encuentro que amplíen este ejercicio de apropiación y pertenencia. Promoviendo
con ello ía cultura pacífica, la memoria viva, la justicia simbólica, la resistencia activa,
la conciencia histórica y la participación ciudadana, a través del arte. Véase: http://pe-
droromeroviveaqlii.com
22. http://pedroromeroviveaqui.com/pedro-romero-vive-aqui/, consultado el 25 de mayo
2012 .
23. El montaje “se elaboró con base en las investigaciones de Marixa Lasso y Alfonso Múne-
ra sobre él papel de los negros libres y mulatos en el Caribe colombiano. Se pretendía
señalar la ausencia de representaciones sobre la participación afrodescendiente pero
también difundir los nombres y cortas biografías de algunos participantes en la Primera
República de Cartagena y otros ciudadanos que defendieron tempranamente sus nue
vos derechos como ciudadanos” (Lleras, 2011, 20).
ray (Imagen 6). Siendo un poco redundantes, vale la pena enfatizar que
el objetivo del artista cartagenero y de la curaduría de la exposición no
era otro que “reivindicar la participación de los affodescendientes en la
historia social, política y económica de la nación, y de señalar la invisi
bilidad de esos aportes en las narrativas de la historia. Negros y mulatos
lideraron la Independencia de Cartagena y sin embargo, no existen retra
tos ni monumentos significativos que reconozcan estas acciones” (Lleras,
2011 , 22 ).
Sin embargo, desde el día de la inauguración, las quejas por parte
del público no se hicieron esperar: las pelucas sobre las estatuas de los
proceres fueron entendidas como una burla caprichosa, irrespetuosa e
incluso grosera. Como lo expresó por escrito un asiduo visitante al M u
seo, a los pocos días de la inauguración: “no creo que en ningún otro
lugar del mundo se permita burlarse de los héroes y de los personajes
que deben ser dignos de respeto. Gran parte del caos y del dolor que vi
vimos en todas las formas imaginables tiene su raíz en el espíritu de las
personas y en los valores que les hemos inculcado. Creo que el respeto a
los antepasados y a las figuras ilustres es parte de la educación a la que
está obligado el Museo Nacional” (22 ). Tras estos hechos, las pelucas
se convirtieron en un objeto de quitar y poner durante la Exposición de
acuerdo a las quejas recibidas y a los visitantes de turno.
Al finalizar la exposición, las pelucas siguieron dando de qué hablar,
ya que Fory continuó interviniendo diferentes espacios públicos del país
como ocurrió en Cali durante el 2011 con una estatua de Simón Bolívar
en una plaza pública y los monumentos a Blas de Lezo, Santander, Pedro
de Heredia, Cristóbal Colón, los nueve bustos del Camellón de los M ár
tires, Fernández de Madrid y Simón Bolívar en Cartagena24. En los dife
rentes casos, muchos ciudadanos se sintieron agredidos e irrespetados y
vieron en esta acción una conducta irreverente y un mal ejemplo para la
sociedad o, como lo expresó una periodista de El Tiempo con relación a
este tema, las pelucas nos recordaron la existencia de estos monumen
25. Rodríguez, Dominique (30. 05. 2011). Un asunto peludo. El Tiempo, Sección Cultura y
entretenimiento.
26. El Museo Nacional custodia cuatro tipos de colecciones, arte, historia, arqueología y
etnografía, que han determinado en gran medida su carácter sui generis.
27. “El interés por la reflexión y las prácticas artísticas en el espacio urbano se inicia tras el
profundo cambio que se produjo en los años sesenta con motivo de lo que se ha conve
nido en llamar ‘la salida de los circuitos artísticos convencionales’. El arte, impregnado
por los movimientos políticos y sociales del momento (el movimiento de los derechos
civiles, el de liberación de las mujeres, el movimiento chicano o el de los derechos de
los homosexuales; las protestas por la guerra del Vietnam, la carrera armamentística,
y el llamado “imperialismo americano” en zonas como Latinoamérica; o la emergente
contracultura), no podía permanecer impasible ante todo lo que sucedía a su alrededor.
,El deseo general de cambiar el mundo en el campo moral y espiritual y de reconstruir la
sociedad en su totalidad, desencadenó un flujo sin precedentes de todo tipo de propues
tas, publicaciones y actos artísticos. El cuestionamiento del bienestar del arte resultaba,
desde un punto de vista democrático, inevitable” (Fernández Quesada, 199, 39).
4 250
representación de los afrocolombianos en la historia de la Independencia.
Sin embargo, este último punto se desvirtuó ante las fuertes reacciones en
contra que provocó esta intervención, asumida por la mayoría como una
burla a la memoria histórica nacional, patriótica y en buena parte exclu
yeme, construida y respaldada por instituciones oficiales como había sido
en el pasado el caso del Museo. El antropólogo Jaime Arocha lo cuestionó
entonces: “¿cuándo son rechazados con tal vehemencia los estereotipos
sobre los afrocolombianos generados en distintos medios y narrativas?”
(Lleras, 2011, 22).
4 252
O bras citadas
^ 253
M a i, E kk erh ard . (1 9 9 0 ). P o u ssin , F é lib ie n u n d Le B ru n : zu r F o rm ie ru n g d e r fra n
zösisch en H is to rie n m a le re i a n d e r A c a d é m ie R o y a le d e P e in tu re et d e Sculptu-
re in Paris. E k k eh ard M a i y A n k e R ep p -E ck e rt (e d s .). Historienmalerei in Euro
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¿ 254
Im a g e n 1: S a la F u n d a d o re s d e la R e p ú b lic a d e l M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia.
(2 0 0 7 ). Foto: © M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia / J u an D a río R estrep o
¿ 255
Im a g e n 2b: Batallas de Juanambú, del Llano de Santa Luda y d el Río Palo d e José
M a ría E spinosa, expuestas en la Estación H éro es d u ra n te la exposición Las historias
de un grito. 200 años de ser colombianos, d el M u s e o N a c io n a l d e C o lo m bia. (Julio
2 0 10 - enero 2 0 1 1 ). Foto: © M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia / C arlos G u stavo Su árez
^ 256
y
Afrodescendientes, negros,
libres, pardos, m ula tos
<1
----'---- — - H _
¿ 257
Im a g e n 6: ¡La historia nuestra, caballero!, in terven ción artística d e N e ls o n F o ry
a la estatua d e S im ó n B o lív a r u b ic a d a en el p asillo d e e n tra d a a las salas d e e x
p osició n p e rm a n e n te d u ra n te la m u e stra Las historias de un grito. 200 años de
ser colombianos d e l M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia , ju lio 2 0 1 0 -e n e ro 20 11 . Foto:
© M u s e o N a c io n a l d e C o lo m b ia / M a ría José E ch everri
^ 258
Ante la fragilidad de la memoria*
^ 259
González, que parodia aspectos risibles de la historia iconográfica del país,
y su despliegue en diversos dispositivos de la memoria; o incluso, la pro
puesta del investigador Eugenio Bamey Cabrera, quien afirmó que la toma
de conciencia del arte moderno era posible al estudiar nuestro pasado, al
hacer uso de la memoria del arte precolombino, como posibilidad de que
en él se encontraran pruebas y valores pictóricos necesarios para la esencia
de un arte nacional en el siglo XX.
Ahora bien, he decidido tomar por título de mi ponencia el mismo que
da nombre a esta novena versión del Seminario, porque en él se indica la
línea de trabajo de ciertas poéticas de la memoria en el arte colombiano,
que han propuesto metáforas y modos de comprensión de la naturaleza de
la memoria, a partir de la reflexión sobre el recuerdo, el olvido y la historia
á través del cuestionamiento de sus propios soportes, escenificaciones y
procesos materiales. En esta línea, muchas de las obras del arte contempo
ráneo colombiano han pretendido generar un doble movimiento respecto
a la memoria. En primer lugar, resignifican la capacidad del arte como
configurador de la memoria; es decir, afirman al arte como representación
significativa de acontecimientos que se presentan para la experiencia del
espectador, y que son transmitidos en imágenes para mantener las marcas
de aquellos sucesos del pasado que se vinculan a la construcción de la
identidad; este proceso logra una relación adecuada con ese pasado que
nos pertenece y que somos, y no ignora las dificultades de esta construc
ción por las secuelas del olvido. En segundo lugar, en esta transformación
que algunas obras del arte colombiano reciente han realizado de la me
moria, donde se despliega un tejido conceptual y representacional acerca
de la identidad, el recuerdo, el olvido, la historia, se da a la vez un cues
tionamiento de la representación, toda vez que sus estatutos materiales y
sus supuestos se llevan al límite, y en muchos casos, como consecuencia,
se formula la insuficiencia de los medios utilizados, como actitud crítica
frente a la experiencia de los acontecimientos pasados en el presente. Es
decir, este doble movimiento explora las condiciones de posibilidad del
arte para hacerse cargo de la memoria histórica -com o expresión y repre
sentación pensante del acto de recordar y de lo recordado-, pero lo hace
a partir del cuestionamiento del soporte de la representación, al insistir la
desaparición, la disolución y los equívocos del mismo. Esto es lo que en
tiendo por la fragilidad de la memoria: la pervivencia del recuerdo que se
transmite en la imagen, a partir de la declaración de precariedad que ésta
conlleva en sí misma.
^ 260
Creo que esta postura del arte contemporáneo colombiano evita la re
ducción de la función del arte a la de mero documento estetizado o tes
timonio de archivo y, por el contrario, introduce una reflexión sobre las
formas en que la memoria ha pretendido mantenerse viva en la fuerza del
acontecimiento transmitido. Las tendencias sobre la representación que he
planteado es una de las formas en las que se ha introducido una postura
crítica frente al uso de la imagen y a las convenciones de los estereotipos
informativos, perpetuados por los medios de comunicación, que histórica
mente han pretendido el control y el dominio de nuestra memoria, al ha
cer uso de la imagen, desde dispositivos seriales que solo han presentado
equívocos, representar ofuscación, apuntar al anonimato, y rearfirmar el
olvido, que en muchos casos, ha sido selectivo. Frente a este anquilosa-
miento e industrialización de la memoria a través de la apropiación de la
imagen por los medios de comunicación, las obras Musa paradisiaca de
José Alejandro Restrepo; Progenie de Johanna Calle; Re/trato y Biografías
de Oscar Muñoz; Esquinas gordas de Rosario López; e In M em oriam de Ma
ría Elvira Escallón, han cuestionado la función del arte, desde la reflexión
sobre la estructura visual contemporánea, así como los alcances y límites
que la imagen puede lograr en su intención de configurar y expresar la
memoria.
261
el medio por excelencia de las prácticas de la memoria en las artes a lo
largo del siglo XX, como una reivindicación de la ausencia y la huella como
despliegues del carácter sígnico e indiciario de la representación artística
(Huyssen, 2002); y están provocando efectos similares a los que produ
jeron, cuando se articularon con la pintura, tal como los describe Efrén
Giraldo, quien muestra que la fotografía “ha permitido dar pruebas de ubi
cación cultural a los procesos del arte, ha colaborado en el establecimiento
de una fuerte tendencia a la hibridación de lenguajes, ha participado en la
adscripción de los artistas a la estética procesual, ha facilitado una nueva
aproximación a la realidad histórica y geográfica, ha cuestionado los usos
perniciosos de la representación cultural y sus estereotipos” (2010, 50).
Desde esta perspectiva es que pretendo realizar una aproximación
abierta a esa fragilidad de la memoria que, a través de los valores de la
fotografía, se hace presente en la exploración de las condiciones de repre-
sentabilidad que proporciona la imagen.
Son más que conocidas las diversas reflexiones sobre el carácter síg
nico y sobre las múltiples significaciones que éste puede introducir en la
representación, a través del lenguaje de la fotografía. Historiadores y crí
ticos de arte como Walter Benjamín, Benjamín Buchloh, Rosalind Krauss,
Craig Owens, Hal Foster han producido bastante material al respecto, y
han expuesto los argumentos sobre los conflictos en la configuración de la
representación desde la introducción de nuevos procedimientos y valores
visuales, para el arte del siglo XX. Pero también, y en esto me quiero cen
trar, varios de estos pensadores han llegado a considerar que, además de
la fotografía, en algunos procesos vinculados a las vanguardias históricas
se puede rastrear un contaminado origen de la modificación de las condi
ciones de producción del arte contemporáneo. Respecto a las vanguardias,
quisiera señalar rápidamente que, desde la crítica o la filosofía del arte de
los últimos años, se la ha considerado o como un proceso histórico que se
institucionalizó y llegó a su ineficacia en cuanto a la producción artística
en el arte después de la década de los sesenta (como ampliamente expone
Anna María Guasch en El arte últim o del siglo X X ); o como un proceso que
aún se hace presente desde algunos de sus presupuestos generales que
siguen siendo de uso en el arte contemporáneo, a pesar de la sentencia
pluralista de Danto.
Acojo esta segunda postura porque creo que la vanguardia introdujo
algo esencial para el arte contemporáneo; a saber, la constante investiga
ción sobre el carácter representacional del arte en la consideración de su
relación mimética con la realidad, sea natural o cultural, objetual o subje-
tivista. Y creo que esta postura es reconocida por Danto y Eric Hobsbawn
cuando afirman que el carácter del arte modernista es de corte reflexivo
como tema, que es un arte que accede a “un nuevo nivel de conciencia”
(Danto, 1999, 30). La posición de ambos sobre las vanguardias y el período
modernista señala un carácter muy significativo de la producción artística
en ambos momentos: la reflexión y la experimentación sobre sus propios
medios de producción. Esto es: que el arte se toma a sí mismo como objeto
de indagación, y así realiza un cuestionamiento de su propia naturaleza.
No es mi intención extenderme en los planteamientos de Danto o Hobs
bawn (Cf. A la zaga, 1995), sólo quiero constatar que ese carácter de re
flexión y experimentación del arte está sobreentendido en una figura como
Picasso. Y señalo aquí a Picasso porque es en él donde se ha planteado
una protohistoria de la exploración de las condiciones de representabili-
dad que proporciona la imagen. No pretendo exponer toda la importancia
de Picasso para el arte contemporáneo, y su interés por las posibilidades
de representación del mundo, como puede apreciarse en la experimenta
ción sobre la relatividad de la percepción; o por la transformación de las
convenciones y modos de representar la realidad visible. Lo que sí quiero
exponer aquí es que a partir de la búsqueda de reinvención y reelaboración
de formas, Picasso logra la autonomía de los elementos de los cuadros
frente a la convención mimética de la realidad2.
2. De esta manera, Picasso indaga por la relación entre el objeto real y el modo de repre
sentarlo, y la “ausencia total de una significación imitativa”. Esto demuestra que en su
obra, “la representación adquiere autonomía frente a lo real”, creando de tal forma un
“ente visual independiente”. Creo que la falta de dependencia es una de las cualidades
del collage. Esta técnica se caracteriza por el uso de materiales de desecho. La incorpo
ración de periódicos, madera y arena, posibilita la identificación de los objetos, toda vez
que hay una vinculación “entre la percepción y la realidad que presenta la obra de arte”
(Langley, 1991, 178). En el collage, Picasso introduce la realidad en el cuadro, puesto
que “ya no representa una hoja de periódico, la incluye directamente en la superficie de
la pintura. De esta manera, crea una identidad visual que no pretende representar, es”
(Cfr. Langley, 1991).
es imagen, toda que vez que al funcionar de manera opuesta a la etiqueta,
que plantea una relación inequívoca del significante que se refiere a un
significado, Picasso ofrece una riqueza connotativa de la realidad artística
(Krauss, 1996, 43), que tiene como consecuencia la sustitución del mundo
por el “lenguaje artificial y codificado de los signos” (49). Las obras de Pi
casso adquieren, entonces, el carácter de signo, con su doble constitución
de significante y significado. Por ello es que el signo puede entenderse
como el “doble de un referente ausente”, y hace que sea la ausencia la con
dición esencial del signo como representación. En esta relación hay una
estructura de ausencia, dado que el material importado recrea la realidad,
en su propio “desplazamiento hacia un campo referencial que no le es
propio” (Langley, 1991, 179). Lo interesante de esta recreación, en obras
como Violín (1912), Copa y violín (1912) y Compotera con fruta, violín y
copa (1912) es que entran enjuego en el collage los elementos de la figura
y la profundidad como configuradores de la propia ausencia. Puesto que
el carácter básico del collage es la adhesión e incorporación de elementos,
ocurre que éstos ocultan el campo. Es decir, que en el collage ocurre una
“reconstrucción a través de la figura de su propia ausencia”, como señala
Krauss. Los elementos que se introducen al nuevo campo visual, se confi
guran como ausencia, remitiendo a algo, pero no hace uso de él. De ahí la
importancia del collage respecto a la intensificación de la experiencia que
el espectador tiene del soporte material de la imagen. (5 4 )3.
Asistimos en los collages de Picasso a una nueva reflexión sobre la po
sibilidad de la representación, y de la función vinculativa del arte con la
realidad. Desde esta perspectiva, hemos señalado que la representación de
la realidad y, por tanto, de cualquier acontecimiento o proceso, como el de
la memoria, se fundamenta en la ausencia, en el carácter negativo de ocul-
tamiento del signo que, por condición propia, afirma la figura ausente.
Es a partir de la representación de la ausencia como alternativa con
temporánea en el arte moderno, que podemos vincular los experimentos
3. En este sentido, puede considerarse que en algunas obras de finales de los años sesenta
de Gerard Richter, hay una continuidad de los experimentos de Picasso, en el cuestiona-
miento de la “naturaleza de la representación a partir de la relación fotografía-pintura”
(250). Puede decirse que Richter encontró en el uso de la fotografía una alternativa
más válida que la pintura, por eso reproduce al óleo los motivos extraídos directamente
de imágenes fotográficas. En esta intervención, donde la imagen aparece semiborrada,
se genera la ofuscación de la imagen que cuestiona la información inicial, cuestiona la
representación en sí (Guasch, 2000, 251).
de Picasso con algunas de las obras de José Alejandro Restrepo, Óscar
Muñoz, Johanna Calle, María Elvira Escallón y Rosario López, cuya pecu
liaridad reside en el uso de lo fotográfico como procedimiento que recorta
un pedazo de la realidad y lo hace autónomo; se relacionan también las
obras de estos artistas en la indeterminación del referente y en la ausencia,
expresada en la descomposición y desintegración formal.
En sus libros Lo fotográfico: p o r una teoría de los desplazamientos y La
originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos, Rosalind Krauss reco
noce, entre las bondades del arte contemporáneo, su carácter diversificado
y escindido, su dispersión formal y su explícito rechazo a agruparse bajo
movimientos o a seguir restricciones derivadas de los estilos históricos.
Krauss ha revitalizado la estructura semiótica del signo como una nueva
significación a la cual apela el arte contemporáneo -precedido, como vi
mos, por Picasso-, identificando su propuesta, en muchas ocasiones, con
una de las tipologías del signo, el índice. Modelos ejemplares de esta nue
va significación parecen encontrarse en la producción artística del arte
después de los años setenta, que parece configurar su significado en re
lación física con los referentes, esto es, con los objetos prosaicos de la
realidad. Podrían considerarse aquí las prácticas citacionistas, apropiacio-
nistas y simulacionistas norteamericanas y europeas, influenciadas por las
teorías posmodemas de Roland Barthes y Jean Baudrillard, que acuden a
la resignificación de la representación al hacer uso de la imagen apropia
da. Estos artistas no trabajan con imágenes originales o creadas por ellos
mismos, sino a partir de la apropiación de otras imágenes que de alguna
manera intervienen y reflejan el mundo. De igual manera, en el ámbito
colombiano se encuentra un amplio estudio de la tipología del índice y lo
fotográfico, hablo del libro Los límites del índice. Imagen fotográfica y arte
contemporáneo en Colombia de Efrén Giraldo, que apareció en el 2010.
Cabe resaltar que, en el marco histórico que realiza Giraldo, él ubica lo
fotográfico como posibilidad formal del arte colombiano contemporáneo;
allí se plantea cómo las estrategias pluralistas de las que se ha valido el
arte para la realización de sus productos, como la apropiación temática,
representacional y técnica de otras esferas, han permitido el ingreso de lo
fotográfico como criterio propiciador y cuestionador del arte, de la estruc
tura visual contemporánea, y de los alcances y límites que la imagen puede
lograr en sus efectos sobre la cultura. De esta manera, el autor señala a ar
tistas como Beatriz González o Bernardo Salcedo quienes, desde posturas
distintas, han utilizado la fotografía como medio de intervención, o como
acercamiento a procesos culturales, históricos, y de identificación popular
que desean cuestionarse (Giraldo, 2010, 44).
Lo que he querido mostrar hasta aquí es que se ha reflexionado y consi
derado “las condiciones de representabilidad que acarrea el signo”, y que
tal significación le permite a las obras de arte actuar como “huellas o se
ñales de un objeto al que se refieren” (Krauss, 1996, 212). El arte es un
indicador que significa un objeto. Y esta cualidad del arte contemporáneo
lo vincula con los procesos de la fotografía. La fotografía, entiende Krauss,
es un “registro visual que actúa como índice de su objeto” (212), deter
minando su naturaleza como dependiente de lo “real”, pero no bajo una
simple relación mimètica o representativa del objeto, sino como sustituto y
garante de verdad del mismo. Con lo anterior se quiere decir que la condi
ción fotográfica aísla el objeto de la realidad que se registra, realiza un re
corte del mundo, y lo libera en la condición estable de la imagen artística;
estabilidad que en las obras de Muñoz, Escallón o Restrepo, por ejemplo,
también se cuestiona. O como también lo afirma Bazin en la Ontologia de
la imagen fotográfica, citado por Krauss: “la fotografía proporciona la susti
tución del objeto por algo más que una aproximación” (217).
En la fotografía hay, pues, un proceso en el que se fija en la huella la
presencia del objeto, de ahí que su carácter manifieste “el registro de la
pura presencia física”. Este valor de lo fotográfico para la significación de
la representación ha hecho amplia presencia en el arte contemporáneo,
logrando, como ya lo señalé, “la hibridación de lenguajes, (y) ha participa
do en la adscripción de los artistas a la estética procesual” (Giraldo, 2010,
50), y por supuesto en la reflexión del arte como soporte de la memoria,
fundamental para algunas de las obras que mencionaré a continuación.
La fotografía ha sido el registro por antonomasia para la obsesión cul
tural de la memoria y, por ende, para aquellas presencias atravesadas por
el devenir. La fugacidad, estatuto ontològico de los eventos del mundo de
la vida, obliga a capturar lo que no queremos olvidar, porque sabemos que
no volverá a suceder. El paso del tiempo obliga a dejar el registro, la huella
de esos espectros que desaparecen ante nuestra extrañeza. Y de paso, ese
registro nos recuerda la finitud de nuestra situación mortal (Cf. Giraldo,
2010, 53-59). En esta búsqueda por la permanencia, Óscar Muñoz (Popa-
yán, 1951) nos propone, con su obra silenciosa y audible, las reflexiones
más audaces sobre la ausencia y la presencia, sobre el yugo del tiempo y
t 266
sus implicaciones en la construcción de identidad a partir del cuestiona-
miento de la memoria.
Iniciado en las fronteras del hiperrealismo y el fotorrealismo, no ha sido
problemático para Muñoz acercarse al soporte fotográfico como mecanis
mo de producción de imágenes. En su indagación sobre la aprehensión de
la realidad, desde el virtuosismo en el dibujo expuesto en In terior (1987)
a los retratos realizados con polvo de grafito, Muñoz ha ido desarrollando
una estética que plantea la desmaterialización del referente, denunciando
la imposibilidad de atrapar la realidad y de preservar la memoria como
algo fijo. De esta manera, los contenidos de su obra y el carácter inacabado
de la misma son consecuencia del carácter especial de los soportes que uti
liza. Dibujo, fotografía y video son posibilidades técnicas para Muñoz que
configuran su obra como procesos en los que exigen la mirada atenta del
espectador; pero a su vez, Muñoz transgrede estos medios señalando su in
eficacia para concebir la imagen y las representaciones de la realidad. Por
ello, es tan importante para su obra el valor esencial de la fotografía: que
permite fijar lo invisible al hacerlo visible. En la relación con la fotografía,
él no acude a ella “como soporte de la imagen” (Roca, 2012, 2). Y en parte
no puede hacerlo porque la obra representa lo frágil de la misma imagen
que utiliza, puesto que al ser obliterada “se configura con la desaparición,
así sea parcial, de la integridad de la imagen” (3). Sin embargo, en sus
obras la disolución de la imagen nunca es definitiva, sino que aquella re
aparece a partir de diversos dispositivos.
La dimensión de la imagen como posibilidad mnemotécnica ha sido
puesta en entredicho por los mecanismos de desaparición, que no son más
que secuelas de la desintegración característica de nuestra traumática mi
rada contemporánea. Así sucede en A liento (1998), obra donde hay una
fila de espejos metálicos que presenta y desaparece constantemente una
imagen fantasmal. Sabemos que los retratos (esas imágenes fantasmagó
ricas) son de personas con una muerte violenta. El juego entre aparecer/
desaparecer propone una oscilación, como lo plantea Giraldo, entre ver y
ser visto, toda vez que el espectador entra en el juego de la mirada; pues
al participar activamente con su aliento hace emerger la imagen fantasmal
que debe ser experimentada en la duración (Cf. Giraldo, 2010). Así, los
soportes son efímeros y quedan sujetos al entorno en el que se desplie
ga la condición procesual en la que interviene el destinatario. Elementos
como el agua, que funcionan como soporte para revelarnos la fragilidad
de la imagen, son, a su vez, una doble indagación, al plantear Muñoz una
± 267
desmaterialización del soporte, y por tanto de la imagen fotográfica (Roca,
2012, 6), pues si la fotografía, como lo entiende Barthes (Cf. La cámara
lúcida, 2010), es el registro de aquello que se ha perdido para siempre,
el desvanecimiento de la imagen duplica o acentúa la pérdida, porque la
anuncia inminente, inevitable, de la imagen del objeto, donde se juega
íntegramente el trabajo del duelo.
En Re/trato (2003) mantiene el elemento de la agua, pero ahora utiliza
do como medio; el soporte es la piedra calentada al sol. Ambos elementos
traman la estabilidad de este rostro, por demás precario, y actúan para
borrar la imagen en el acto mismo de construirla. El trazo reitera los rasgos
de identidad en un intento vano por definir el rostro en la memoria, por
fijarlo de una vez y para siempre, pero la imagen, efímera, se empecina
en desaparecer, a la vez que el proceso de la obra la intenta fijar constan
temente. Aquí, además de la referencia al mito de Narciso, hay una vincu
lación a la constante tarea de Sísifo, quien, a punto de alcanzar su meta,
está condenado a repetir el camino de nuevo, pues como señala Roca, en la
obra de Muñoz hay un “constante esfuerzo por des-fijar la imagen” (Roca,
2012,10) a partir del valor fotográfico que preserva, y por ello debe repe
tir mecánicamente lo que no puede repetirse existencialmente.
En este sentido, Biografías (2002) (Imagen 1) es la obra de Muñoz don
de se desmaterializa la memoria en el mismo intento de atraparla en la
representación. En Biografías estamos ante una sucesión de fotografías que
nos muestran lentamente cómo se nos escapa un retrato realizado en polvo
de ladrillo. Con el virtuoso retrato, asistimos a la reflexión sobre la memo
ria y la construcción de identidad que, ante la extrañeza del espectador,
también es puesta en duda, al considerar el mismo soporte fotográfico
como proceso, y con ello Muñoz ha manifestado la falibilidad de este me
dio para asir lo pasajero. A diferencia de Narciso (2 0 0 1 ) o Línea del destino
(2 0 0 6 ), Muñoz utiliza retratos de personas anónimas tomados de obitua
rios (Roca, 2012, 8). La imagen de los que “ya no están” es utilizada para
intentar recordar, para ir en contravía de la amnesia que se ha impuesto
“serialmente por los medios de comunicación” (8), y así indagar su inefi
cacia como estrategia que nos hace dar cuenta de que nuestra vanidad es
atravesada por el devenir, y que nuestra vida se gasta, a pesar de querer
atraparla mediante el inútil intento del recuerdo.
La obra de José Alejandro Restrepo (Bogotá, 1959)ha estado signada
por la diversidad de medios técnicos que abren posibilidades comunica
268
tivas resueltas en la solución “espacial, objetual y estética” de sus video
instalaciones (Giraldo, 2010, 93). Si bien Efrén Giraldo ha señalado la
importancia de los estudios de campo, el proceso investigativo, y la fuerte
dosis disciplinar de Restrepo como auxilios verbales para la significación
de su obra, también plantea que no puede afirmase que las imágenes sean
esclavizadas a la textualidad, en tanto la obra se presenta como un acon
tecimiento anómalo y como una prótesis de la realidad cotidiana. La mul
tiplicidad de medios que utiliza Restrepo, como la fotografía, el video, la
instalación y la resignificación de objetos de la naturaleza y de extractos
de la historia del pensamiento científico y poético, determinan la dificultad
de identificar el medio principal que ha servido de base para la apropia
ción de los tópicos (Giraldo, 2010,89). Sin embargo, esta experimentación
metodológica de Restrepo le permite lograr una unidad técnica para sus
imágenes.
i - 269
reconocer lo que la imagen nos muestra, nos aletarga en el olvido. Al hacer
todo esto, Restrepo pone de manifiesto el fracaso de la representación de
hacer emerger el recuerdo que nos sería propio, con lo que se disuelve la
memoria de nuestra identidad.
En Musa paradisíaca podemos encontrar ese horizonte que más allá de
lo estético nos propone una reflexión desde lo antropológico, lo políti
co, lo etnográfico. Además, tanto en ésta como en otras obras, Restrepo
realiza un cruce de horizontes temporales e históricos, en tanto cita un
producto pasado y apropia su imagen a través de medios visuales distin
tos (101). Con esta apropiación, afirma Giraldo, Restrepo logra darle una
continuidad atemporal a dos eventos históricos distintos; al presentar una
imagen de dos temporalidades indica que se sigue ejerciendo la influencia
que tiene una concepción ideológica del pasado sobre nuestro “presente
secular”. De tal suerte que el comentario que introduce el artista aquí es
pesimista, pues, al plantear una reflexión sobre el carácter sígnico de la
representación, logra cuestionar la capacidad de las imágenes para refe-
renciar la historia. Restrepo es concierne de que, al presentar una obra en
la que introduce representaciones del pasado, está enunciando la negativa
influencia de contextos ideológicos apropiados por las instituciones, y lo
está materializando a partir de la creación de un simulacro que cuestiona
el modelo representado. Al hacer esto, sigue la ruta del arte contempo
ráneo colombiano que hace uso de lo fotográfico, como confrontación y
negación de la univocidad de nuestra historia, resignificando las funciones
y el sentido de la imagen.
En las obras de María Elvira Escallón (Bogotá, 1954) hay una oposición
entre lo construido y lo no-construido, entre lo natural y lo cultural que
va diluyendo sus límites externos permitiendo la intervención del artista
en diferentes lugares, a través de la diversidad de medios y su libre utili
zación. En este sentido, Escallón ha creado en varias de sus obras, como
In vitro (1 9 9 7 ) o Nuevas floras (2 0 0 3 ) una imagen especular entre lo crea
do y lo real, que vincula el ámbito del arte y el mundo de la vida desde
la renuncia a la trascendencia y a la duración. En palabras de la artista,
“todo trabajo de arte es perenne y es efímero a la vez”, pues muchas obras
“han sido concebidas más como procesos y acogen dentro de sí mismas la
dimensión tiempo; no se resisten a la impermanencia sino que por el con
trario, la incluyen. Saben que desaparecerán y esa desaparición es parte de
su propio cuerpo” (Escallón, 2007, 63).
^ 270
La obra de la artista colombiana María Elvira Escallón juzga, desde el
proceso escultórico, los límites y la combinación de producción entre lo
natural y lo cultural en la historia. Con ello ha propuesto una reflexión
sobre lo que se considera que es el estado natural de las cosas, advirtiendo
que lo que se concibe como natural no es más que la apariencia generada
en el largo proceso que ha realizado la manipulación cultural. De ahí que
varias de sus obras se presenten como procesos en donde la construcción-
destrucción atravesada por el paso del tiempo exhibe el carácter inacabado
y transitorio de las cosas. Así, Nuevas floras (año) o In M em oriam (año)
manifiestan la intervención creadora para reafirmar que las cosas vuelven
transitoriamente a su estado natural, a su materia esencial.
In M em oriam (Imagen 3) es una columna dórica de hielo de 125 cm. x
40 cm. y 300 kg. de peso, que se diluye durante 20 minutos en una urna
de vidrio llena de agua. La columna pierde progresivamente su forma re
velando las distintas etapas del proceso y, como en una suerte de traba
jo arqueológico, Escallón orquesta complejos ejercicios de sedimentación
para luego develar las distintas etapas hasta la desaparición; es decir, ella
hace el registro fotográfico de las diversas etapas de desintegración, para
mostrar los cambios y estado que va tomando la columna. La columna,
al desaparecer, es reemplazada por una idéntica. El orden dórico se ca
racteriza por la ausencia de basa, como ocurre rigourosamente aquí. Sin
embargo, la columna de hielo no se encuentra emplazada, sino flotando.
Esta referencia al pasado, la importancia de la temporalidad como agente
que interviene en la obra y que demuestra la irreversivilidad, y el título
de la misma, evidentemente anuncian una reflexión sobre la historia y su
instalación en la representación.
La memoria preserva, es una forma de señalización que se sostiene en
un pasado que nos identifica, nos justifica y que, por ser temporal, es irre
versible. La columna, construida en un entramado artificial y arbitrario, se
erige en la piedra para rememorar un pasado eterno, inamovible e indes
tructible. Sin embargo, la columna de Escallón flota, no se asienta en un
lugar concreto, rio conmemora un lugar, porque no tiene sitio, y en este
sentido no autentifica el pasado como “hogar”. Su temporalidad desinte
gra la seguridad de la historia, y fractura, desde la desestabilidad del pasa
do, nuestra pretensión de futuro. Y es que aquí podemos decir que todo el
montaje no es más que la ruina de un pasado que se convertirá en nada y
que, por tanto, al acabarse la exposición, sólo mantiene su recuerdo en el
registro fotográfico.
Movilizarse en lo urbano, callejear, permite configurar signos, lenguajes
que se transmiten en lo que vemos y lo que nos mira. Con la mirada tran
quila, al cruzar la calle, resignificamos lo cotidiano. Pero en el afuera no
estamos solos, hay otros que callejean y nos miran, y que comparten con
nosotros la determinación por “esa suerte de exhibición, que manifiesta
la capacidad de adecuarse o modificar el medio” (Cf. 2007, Delgado, 45).
Rosario López (Bogotá, 1970) es una escultora que se arriesga a trasladar
las convenciones de un medio bidimensional como el de la fotografía, al
espacio tridimensional del volumen y su expansión, p rop io de la escultura.
A través del visor, López vuelve su mirada a los problemas políticos y so
ciales, acto que, como señalé, parece formar parte de la agenda del artista
contemporáneo. Y es a la calle donde sale a la caza de sus coordenadas,
unas coordenadas que no pretenden capturar lo corporal y registrable, sino
aquello que pasa desapercibido al ojo, lo que no parece estar, la atmósfera
que a la vista es invisible, aquello que demuestra, por supuesto, que el
trauma contemporáneo de la mirada, es decir, el exceso de mirar, “ha ter
minado por dejar de hacerlo (en un sentido literal de renuncia o hastío), o
por no Ver’ nada en el acto mismo de mira” (Roca, 1999).
Rosario López presentó su obra Esquinas gordas (Im agen 4 ) para la VII
Bienal de Arte de Bogotá, en el 2000. La serie se compone de 11 foto
grafías y una escultura. La obra no pretende capturar lo concreto, sino
aquella cotidianidad que se presenta en nuestro andar y que no vemos,
porque no puede fijarse ni precisarse ni siquiera en el instante. Este afán
por lo camuflado aparecía en obras como 359 grados (2009), en donde el
dibujo se mezcla con las líneas de la construcción de la galería intervenida
generando, para la mirada atenta, un “paisaje abstracto” que emergía del
muro. Sabemos que en el proceso de Esquinas gordas hay un registro de
algo así como 60 fotografías, ejercicio necesario para quien pretende indi
car la insistencia de algo amorfo y que quiere camuflarse en las paredes de
lo cotidiano, pero a la vez es la insitencia fotográfica de querer iluminar
la trampa opaca. Esquinas gordas se juega en las convenciones escultóricas
del peso y la ubicación, y a través del soporte de la fotografía puede expan
dir el instante del objeto amorfo a la experiencia de su situación y su lugar.
La traslación de valores de un medio a otro permite pensar en otro tipo de
factores como lo natural, o el contexto, que despliegan un horizonte más
allá de su problemática formal. Por ello enmarca las fotos, logrando deli
mitar su lugar y contener su espacio. De ahí que pueda considerarse como
i 272
una obra escultórica, toda vez que, quizás, permite entrever cuerpos en el
vacío (Cf. Gutiérrez, 2009).
De esta manera, López encuentra estos bultos como un condicionamien
to reiterativo en las esquinas de las calles donde intuye la presencia del
rechazo. En esos bultos que, a primera vista pasan desapercibidos, López
entrevé la acción de lo humano haciéndose presente. En Esquinas gordas
López revela la intención del cuerpo humano y el deseo de otros de recha
zarlo; es la voluntad impuesta para hacer que algo no se vea. La atmósfera
del rechazo se revela en las fotografías que permiten iluminar lo que se ha
hecho, intencionadamente, invisible: el deseo de alejar de nuestro territorio
lo contaminado, al indigente que tememos, y que hace parte de la miseria
que somos. Los bultos camuflados por la pintura del zócalo de las casas nos
mienten, pues en ellos la voluntad intolerante se oculta, se camufla levan
tando un espacio duro que parodia al cuerpo que no es de nuestro interés,
pero que el uso de la fotografía impone de nuevo, al señalar su imposibili
dad de instalarse en esas esquinas, para que lo confrontemos y hagamos de
esa ausencia y de la voluntad de imponerla, un lugar propio.
Ya he señalado que la fotografía es considerada como aquel soporte que
realiza un recorte del m undo de la vida, capturando presencias y sensacio
nes qüe ya no están presentes; jugando a ser un pharm akon de la memoria,
la fotografía, al fijar instanted del ser, los señala como fantasmas, siendo
entonces una huella, un índice manifiesto de una presencia. Pero a su vez,
la fotografía, como escritura de luz, ilumina siempre una presencia que, a
pesar de su distancia temporal, documenta su innegable veracidad.
A Johanna Calle (Bogotá, 1965) le ha interesado aproximarse a circuns
tancias históricas colombianas que forman parte de mecanismos del testi
monio y la memoria. Su obra ha pretendido ser un diálogo que cuestiona
la indiferencia cultural y el silencio de la realidad nacional. Por ello, ha
citado imágenes de procesos y representaciones culturales que se han he
cho invisibles y que se han hecho sombra al ojo del público, para descifrar
lo intangible que se esconde bajo la epidermis de la indiferencia. Sus obras
son señales, rasgos tangibles que pretenden dejar huella para hacer del
público un partícipe de su malestar frente a los acontecimientos sociales.
Con el uso del dibujo y el bordado como experiencias artísticas vividas,
deja marcas indelebles que sacan a la luz lo inadvertido. Y aquí la paciencia
de imprimir imágenes a partir del bordado no revela tanto la inmediatez
del trazo del dibujo, sino un proceso lento y cuidadoso que vincula su obra
a la conexión física de su referente. Desde este procedimiento realiza un
cuestionamiento a “uno de los rasgos que definen la ontología misma del
dibujo: la inmediatez asociada al trazo, al gesto” (Roca, 1999). Así lo logra
en Nombre propio, obra en la que demoró dos años bordando el rostro de
todos los niños que aparecieron en 1997 para ser tomados en adopción, y
que demuestra una preocupación sustancial por los procesos sociales que
refieren al largo mal-trato de la espera agónica por un hogar.
Su interés por las circunstancias de abuso y maltrato infantil, además
de su actitud crítica y reflexiva frente a la actitud silenciosa de los ciu
dadanos, se vio desplegada en la obra ganadora del Salón Nacional del
2000. Progenie (Imagen 5) es el título sugestivo de la obra de Johanna
Calle que, 25 años después del premio a la obra de Femell Franco en el
Salón Nacional de Artistas, obtuvo el mismo galardón. En un mosaico de
30 fotogramas, Calle devela, a partir de la huella, el abuso infantil de los
núcleos familiares colombianos. Esta misma técnica es la que utilizó Man
Ray. Él pone objetos encima de papel fotosensible, luego expone todo el
conjunto a la luz, y se procesa el resultado. Las imágenes resultantes son
como fantasmas, huellas de objetos desaparecidos (Cf. Krauss, 216) Ella lo
hace al seleccionar imágenes y recontextualizarlas para que hablen desde
una postura renovada, ya que nuestra mirada indiferente las ha reducido
a la insensibilidad, siempre vinculada al olvido. La obra no pretende hacer
una reconstrucción de la violación o el abuso, sino indicar sus circunstan
cias; de ahí que las imágenes sean logradas por la impresión de objetos
sobre papel fotosensible y expuestos brevemente a la luz, sin el uso de la
máquina fotográfica, lo que demuestra que tanto el proceso -sin cámara
fotográfica ni negativos-, como los casos reales, no puede constatarse “por
que no hay testigos ni documentos que los sustenten” (Roca, 1999). Los
fotogramas pueden apreciarse como retratos de familias que reafirman el
carácter indiciario de la fotografía, porque las figuras de los vestidos, que
se presentan como cuerpos de muñecos, son logradas por el contacto de
piel animal -intestinos de res- sobre el papel fotográfico, y así responden
a la conexión física del cuerpo. En Progenie nos enfrentamos, “como partí
cipes de un hecho simbólico” (Roca, 1999) a una metáfora que traslada la
idea de la ausencia a todo un conjunto de situaciones culturales, históricas
y políticas en su grado absoluto de ausencia en las situaciones culturales
y sociales, como una denuncia frente al silencio. Como una respuesta a la
fragilidad de la memoria.
¿ 274
O bras citadas
¿ 275
.
.
& 0
& 0 #
Im a g e n 1: Biografías (2 0 0 2 ). O sc a r M u ñ o z . V id e o Instalación.
i- 277
Im a g e n 3: InMemoriam (2 0 0 1 ). M a r ía E lvira E scallón. Instalación.
^ 278
Im a g e n 4: Esquinas gordas (2 0 0 0 ).
R o sa rio L óp ez. F o to g ra fía e
instalación.
¿ 279
La pintura colonial: de su hechura e interpretación
i 281
ñoz (1938), cuyos aportes a la comprensión de la mentalidad colonial que
circunscribe las obras han sido escasos, en tanto se han limitado a repetir
las ideas heredadas del siglo XIX con las implicaciones antes señaladas.
El desconocimiento de lo que significaba la producción visual colonial se
ha venido acrecentando debido a otros factores, entre los que habría que
resaltar la ausencia tanto de la historia del arte como disciplina institucio
nalizada en el país como de estudios visuales sobre el período.
La invención del pasado colonial ejecutada en el siglo XIX, así como
la carencia de estudios sobre la pintura colonial en general, han permiti
do que las obras sean juzgadas especialmente desde el entorno de lo que
significa ser “artista” hoy día y no desde lo que era “hacer” pintura en el
espacio propio del Barroco.
A continuación daré algunos ejemplos de la manera como la historio
grafía ha interpretado la obra colonial, y en segundo lugar, propondré
algunos elementos que restituyen el acto de pintar, para el caso que me
ocupa, a su horizonte de producción. Con lo primero se pretende resaltar
la pérdida de significado del artefacto colonial, que, como he dicho, se vi
sualiza y se interpreta desde problemas y miradas contemporáneas; y con
el segundo se tratará de restituir el objeto a las teorías y contextos de su
época. El artefacto visual colonial se mueve entre la memoria contemporá
nea y la de su época.
Las interpretaciones
1. Como es bien sabido, el término “barroco” apareció en el siglo XVIII con una significa
ción peyorativa. Sólo hasta comienzos del siglo XX comenzó el proceso de valoración
del barroco, pero con un enfoque casi exclusivamente artístico. El debate acerca de las
características y de la designación del período del siglo XVII con este nombre aún no ha
llegado a conclusiones satisfactorias. Sin embargo, desde la década de los ochenta, se
ha incentivado los estudios acerca de la utilización del término aplicado a un “estilo de
vida”, un “ethos” en palabras de Bolívar Echeverría, y no sólo a una corriente artística.
Aquí precisamente radica el debate (Echeverría, 1998; Schumm, 1998).
^ 282
Se trataba de una experiencia cultural, no solamente estética, marcada prin
cipalmente por la asimilación de temas, la teatralización, las manifestacio
nes públicas de la piedad, la producción pictórica por encargo devocional, el
empleo de las reglas retóricas de la imagen y las técnicas de representación.
Sin embargo, desde hace más de treinta años algunos historiadores y críticos
de arte como Gil Tovar han cuestionado la existencia real de un barroco en
estos territorios andinos (Gil Tovar, 1980, 17-20), mientras que otros omi
ten la cuestión y han preferido referirse al “arte colonial” (Fajardo, 1999;
Traba, 1984; Acuña, 1973).
Gil Tovar afirma, por ejemplo, que no se puede negar la influencia eu
ropea en la pintura neogranadina, pero que esas obras “tienen del barroco
la señal, no el signo. Y con frecuencia aún esta señal es tímida o aislada.
No se siente así la presencia del estilo, sino la de la manera, toda vez
que toman formalidades barrocas sin comprenderse la interrelación de los
elementos y la continua fluencia de los movimientos y de los ritmos que
conforman su sistema nervioso” (1980, 20). A esto lo llama el “aparente
barroco” neogranadino. Pero el barroco no se puede reducir a una estruc
tura estilística, sino que es preciso entenderlo como una compleja forma de
ver el mundo, donde la pintura es una de sus representaciones.
De fondo, este debate está relacionado con el juicio que han institucio
nalizado los críticos de arte acerca de “la pobre calidad” de la pintura co
lonial neogranadina. Éstos se han centrado principalmente en los aspectos
estéticos, como la carencia de movimiento en las figuras representadas, la
ausencia de dramatismo y el escaso uso de figuras comunes en el barroco
europeo y virreinal americano, como las alegorías y los emblemas, y la
relativa falta de temas mitológicos, entre otros. Marta Traba, por ejemplo,
afirma que: “En cuanto al arte, la denominación barroca que corresponde
tan espléndidamente a México, Perú o Quito, es excesiva y casi siempre
inadecuada en el caso de la Nueva Granada. Ni la concepción básica de
resistencia al orden, ni la prodigalidad de los elementos, ni su sensualidad
manifiesta, ni las progresiones ascendentes que culminan en la apoteosis,
tienen que ver con la expresión artística que podía emanar de la sociedad
neogranadina” (19 8 4 ,1 7 ).
± 283
producción neogranadina debe verse desde las condiciones materiales que
posibilitaron, o imposibilitaron, la elaboración de las imágenes, condicio
nes entre las cuales están: la poca afluencia de materiales pictóricos, la
escasez de escuelas y talleres la gran distancia respecto a los centros de
producción.
Además, cómo ya se ha mencionado, se debe tener en cuenta que la
valoración de la producción pictórica neogranadina se comenzó a hacer
en las últimas décadas del siglo XIX, especialmente bajo la pluma de José
Manuel Groot en su biografía de Gregorio Vásquez2. Esta biografía fue
un intento romántico y nacionalista de rescatar el arte colonial, basado
en tradiciones orales, algunos documentos y, fundamentalmente, mucha
imaginación. Groot argumentó la vida del pintor neogranadino principal
mente a partir de la obra de Giorgio Vasari, Vida de los mejores arquitec
tos, pintores y escultores italianos, con lo cual pretendía enaltecer su obra
y valorar el arte colonial como fundamento de nación (Chincangana,
2008, 118; Montoya y Gutiérrez, 2008, cap. 2). Este redescubrimiento
del arte colonial pone de presente: “La influencia que sobre este (siglo
XIX) ejerce la actitud cosmopolita de las élites latinoamericanas que bus
caban, a través de una ansiada vinculación con los centros de artísticos y
económicos europeos, su inclusión dentro de una comunidad cultural y
científica internacional con el fin de legitimar el progreso local (Fernán
dez, 2007, 18).
La pretensión de demostrar “progreso” y la necesidad de encontrar mo
numentos en el pasado sobre los cuales se pudiera construir la identidad,
fenómeno tan importante en el siglo XIX para la construcción de la nación,
permitieron que se rescataran las expresiones estéticas de la colonia como
un elemento importante para la elaboración del concepto de “arte nacio
nal”. El aporte de estas primeras experiencias críticas es tan fuerte, que,
como se ha señalado aquí, ha fundamentado la interpretación del arte
colonial hasta el presente.
2. “La obra titulada ‘Noticia biográfica de Gregorio Vásquez y Ceballos, pintor neograna
dino del siglo XVII’, publicada inicialmente en ‘El catolicismo’, es luego reproducida en
‘Dios y Patria’, bajo el título ‘Artículos escogidos de don José Manuel Groot’. Es la pri
mera monografía de arte publicada en Colombia,'presentando por primera vez la vida y
obra de un artista junto con el estudio crítico de algunos de sus cuadros” (Chincangana,
2008,118).
b 284
La interpretación de la calidad de esta producción visual colonial debe
hacerse desde la restitución del sentido de la obra dentro del contexto
colonial, y no exclusivamente desde las interpretaciones y aportes nacio
nalistas de los siglos XIX y XX. Para este debate se debe considerar, insisto,
que cualquier intento de comparación con otras regiones del continente no
es pertinente debido a las diferentes condiciones en las que se desarrolló
la colonia neogranadina. Entre los diversos aspectos se cuenta el mismo
hecho de la ausencia de una corte virreinal en el Nuevo Reino hasta la dé
cada de 1740, la relativa pobreza económica de la región y las dificultades
de comunicación que impidieron el acceso de estilos, modos y modas artís
ticas e intelectuales, la falta de procesos de evangelización compleja. Sin
embargo, pese a que si bien la práctica de la pintura no fue en pleno sen
tido barroca, sí lo fue el discurso letrado. La circulación de textos barrocos
que provenían de España, como los tratados de pintura, los sermonarios,
los escritos retóricos, las piezas de teatro, la literatura, etcétera., propor
cionó las reglas y los temas que debían articular las artes. La imitación de
estos modelos narrativos nutrió una cultura barroca.
Sin embargo, estos aspectos que marcan la lectura de la obra colonial
desde el contexto barroco se han borrado con el paso del tiempo y la pro
puesta de lectura se ha hecho desde la pertenencia de la obra a los cánones
contemporáneos al observador. De modo que las lecturas anacrónicas de la
obra colonial se han convertido en una práctica corriente. Se puede tomar
por ejemplo la interpretación que se ha hecho de la pintura Santo D om in
go en la batalla de M onforte (Imagen 1) de Antonio Acero de la Cruz (c.a
1600-1667). Gil Tovar afirma que este pintor estuvo “bajo la influencia
de formulas medievales de composición y preso de una afición al deta-
llismo” (1988, 821). Este autor analiza esta pintura afirmando que “los
conocimientos históricos de Acero debían ser más débiles que su necesidad
de cumplir con el encargo” y tras describir que no tuvo inconveniente en
vestir a los albigenses del siglo XIII como romanos y a los de Monfort con
vestiduras españolas a la usanza de la corte de Felipe II, sostiene:
Todo ello está sometido a un colorido gris verdoso contradictorio con los pre
tendidos fragores; la Verdadera’ batalla se libra en el centro de la escena, a car
go de una muñequería sin vida y mal dibujada que tiene como fondo una serie
de enormes banderas, cada una de las cuales podría cobijar a buena parte del
ejército, y de puntas de lanzas sostenidas tras ellas por el tropel de ‘malditos’
no figurantes en el escenario (1988, 823).
Algo similar afirma Eduardo Mendoza Varela, para quien esta pintura
tiene “un hacinamiento de figuras estáticas, sin perspectiva. Pobre en el co
lor, resulta lamentable en la composición” (1966, XXIV). En conjunto con
los otros detalles de la pintura, la interpretación de Gil Tovar y Mendoza
parte de las disposiciones contemporáneas de qué es pintar, tomando como
punto de referencia el estado del arte europeo contemporáneo a Acero de
la Cruz. Esto es evidente en otro artículo donde Arbeláez Camacho y Gil
Tovar comentan la misma obra y afirman que “la composición general del
cuadro, tal como está planteada, podía haberle dado una solución parcial,
pues, a la manera del recurso Velazqueño, hay sendos grupos de figuras en
ambos extremos” (1968, 150). Pero, desde el discurso visual colonial, el
pintor pretendía narrar una historia de fe: vicios encarnados en el imagi
nario del pagano romano, contra virtudes: el español conquistador, como
se ampliará más adelante.
Además, para la época colonial, no se había formado una conciencia
histórica que permitiera distanciar el momento en que se pinta de las
modas del pasado. Para Acero de la Cruz, como para los demás pintores
contemporáneos suyos, la calidad se supeditaba a la enseñanza, en este
caso el milagro de que las flechas disparadas por el hereje contra el santo
se clavaran en el Cristo que llevaba en su mano. La pintura estaba, como
digo, al servicio de la fe. En este contexto e independientemente de su
calidad, la producción pictórica neogranadina se llevó a cabo siguiendo
los preceptos que había establecido la tradición española, que también
respondía a las expectativas culturales del momento: las disposiciones
tridentinas, sumadas a la cultura del control barroco, produjeron un arte
para la fe, el cual conformaba un discurso sobre el que se producía y se
recibía la imagen.
Este aspecto propone un segundo problema donde se recrean las in
terpretaciones contemporáneas y que está relacionado con el debate de
la teoría barroca sobre la relación entre pintura y realidad. Se debe partir
del principio de que los esquemas y procedimientos que instituyeron las
tendencias visuales barrocas se adaptaron a la cultura de la Nueva Gra
nada. Afirmaciones contundentes como las de Marta Traba, refiriéndose
a Gregorio Vásquez, dejan ver cómo se compara lo producido en Nueva
Granada desde las convenciones y supuestos contemporáneos: “No hay
estilo alguno en Vásquez porque no hay ningún contenido que expresar;
o no es capaz de comunicar contenido alguno porque no selecciona una
í - 28 6
forma particular para expresarse. Un hombre sin ubicación, como fue
Vásquez, unido a una comunidad ávida, filistea y negociante como eran
la mayoría de las comunidades religiosas en la Nueva Granada, por razo
nes puramente comerciales, no podía ser sino su ilustrador” (1984, 21).
Aquí, el problema del estilo o la independencia del artista son problemas
contemporáneos, no una condición colonial. Lo mismo ocurre con la afa
nosa búsqueda de ver en la pintura colonial representaciones “reales” de
su sociedad.
3. Es importante recordar que no hubo conciencia en estos siglos XVII y XVIII de una co
rriente o “escuela” llamada “barroco”. La denominación corresponde a la clasificación y
valorización, especialmente del arte, que hicieron Jacob Burckhardt, Heinrich Wolfflin,
y Eugenio D’Ors en el siglo XIX, en la cual recogieron aspectos comunes a partir de lo
cual caracterizaron este período con ese nombre. Sin embargo, el término acusa mu
chos tipos de estética que hacen diferente, por ejemplo, el barroco andaluz del alemán.
En este sentido se debe hablar de barrocos.
contrario, manifiesta con bastante amplitud, las realidades, los diferentes
niveles de realidad que nutren la experiencia común de los artistas y su
medio y que hacen posible un diálogo” (1988, 66). La pintura colonial
trataba de ver realidades por encima de lo real, de forjar un discurso sobre
lo ideal. En este lugar radica la importancia de la narración visual colonial,
la que pretendía hacer más bien composiciones morales donde anclaba el
“desengaño”, que reproducciones reales. La pintura neogranadina trataba
con representaciones ideales, un mundo de santos e imágenes religiosas,
arbitrariamente construido y forzosamente conservado.
La historia del arte colombiano tiene muchos ejemplos de la manera
como se han descontextualizado las “realidades” coloniales en función
de lecturas anacrónicas que no permiten proporcionarle sentidos a los
escenarios donde trascurren los discursos. La trampa se encuentra en de
terminar como “real” lo que aparece representado, quizá porque se parte
de la idea de que el arte figurativo representa lo real, pero el problema es
más complejo. Esta pintura de Gregorio Vásquez fue titulada por Alberto
Urdaneta en el siglo XIX, Vásquez entrega pinturas a los padres agustinos
(Imagen 2); Urdaneta cree ver en la pintura un autorretrato de Vásquez
entregando a un agustino las pinturas de San Francisco y Santo Domingo.
En su análisis, el escenario donde trascurre la historia es la Bogotá del
siglo XVII. Dice: “La Catedral, antes de restaurada, con sus torres cortas
y las estatuas de Juan de Cabrera; la trágica calle del Arco; la torre de
San Francisco; la fachada de Santo Domingo decorada con estatuas, y la
cúpula de la misma Iglesia” (Acuña, 1973, 75; Museo de Arte Colonial,
1988, 23). Sobre la misma obra, en la década de 1970, Luis Alberto Acuña
desarma la argumentación de Urdaneta y afirma que “Quizá resultase más
acertado ver en esta escena a un hidalgo santafereño, a un muy devoto
y generoso donante haciendo a un tiempo entrega y propaganda de las
efigies de su devoción” (1973, 76). El análisis de la obra se vinculaba con
las necesidades y perspectivas sociales del que interpretaba la obra, los
lugares culturales.
El análisis de Marta Traba sobre la misma obra es aún más dramático.
Para esta crítica de arte, la obra de Vásquez es “un muestrario de asimi
laciones primarias de la escuela europea; un muestrario de errores y de
mínimas virtudes” (1984, 25). Para argumentar su punto de vista, estable
ce comparaciones compositivas con Murillo y Zurbarán, destaca la mala
composición, los cuerpos que sobran técnicamente en la narración; asume,
± 288
como Urdaneta, que es un autorretrato de Vásquez y que tiene “zonas
cromáticas recortadas y casi planas”. Pero lo interesante es que sigue plan
teando una lectura “real” de la obra: “Con su habitual tendencia a desde
ñar la realidad circundante, Vásquez no se resigna a reproducir el espacio
destemplado y parroquial de la plaza mayor de Santa Fe de Bogotá, no se
limita al prolijo estudio de la fachada de la catedral en su primera cons
trucción. Fachadas extrañas, torres, campanarios, pórticos, cúpulas que se
pierden en la lejanía, convierten este ángulo de Santa fe de Bogotá [...] en
una abigarrada ciudad italiana” (26).
La argumentación prosigue comparando la obra con los testimonios vi
suales de Bogotá que legó la Comisión corogràfica, con la obra de Mategna
y Masolino da Panicale; acusa a Vásquez de carecer de “práctica y de domi
nio de la visión renacentista”, de sustraer de la imagen la vivencia colonial.
Etcétera. Para destacar un último comentarista, para Gil Tovar esta obra
“significó para el autor, ante todo, un ejercicio de asimilaciones en una
labor más libre que la que le permitían las convencionales composiciones
de imaginería religiosa” (1980b, 88). De todos estos autores, sólo el último
hace un comentario acerca de las inscripciones que se encuentran debajo
de las imágenes pintadas en la puerta de la catedral, las cuales considera
“curiosas” y “anecdótico”: debajo de San Pablo “Per istum itu r ad Xptum ”
[por éste se llega a Jesucristo]; y de Santo Domingo, “Sed facilius per is
tum ” [pero es más fácil por éste]. En fin, los comentarios continúan, pero
lo que es importante destacar es que no hay esfuerzo de los críticos por
mirar lo que la imagen representa para el contexto de su época ni, más allá
de la técnica, los discursos barrocos que éste contiene.
Marta Fajardo de Rueda ofrece una aproximación más interesante a
esta pintura y lo que representa la imagen a partir de una referencia del
historiador argentino Héctor Schenone. El personaje que entrega las obras
es el monje calabrés Joaquín de Fiori, qué vivió en el siglo XIII y que fue
famoso por anunciar el tiempo milenarista y por profetizar la aparición
e importancia dé los fundadores de los franciscanos y los dominicos. El
pensamiento joaquinista tuvo fuerte arraigo entre estas órdenes, además
de los jesuítas, en el Nuevo Reino. Luego, la escena relataría, según cuenta
una leyenda, el momento en que Fiori hace entrega en la ciudad de Ve-
necia de las pinturas de los dos santos que aún no han nacido, para que
fueran puestas en la sacristía de la catedral de esa ciudad. Las cartelas
inscritas debajo de las imágenes pintadas en la puerta de la catedral son
el núcleo central de la interpretación (Fajardo, 2008, 101-103). En todas
estas propuestas, la pregunta por el escenario donde trascurre la historia
pone de presente que ésta no era una preocupación del obrador -narrar un
espacio como era en realidad-, sino que pretendía proponer un escenario
teatral donde actuaban vicios o virtudes. Fiori, al entregar las obras, mira
al espectador; quien las recibe da la espalda... son detalles que hablan al
observador para integrarlo a la escena, para interrogarlo. De manera que
el pintor, Vásquez, aporta otros elementos para “leerla”, como la cartela o
los gestos de oración de quien se postra ante las dos imágenes.
Estos ejemplos son suficientes aquí para destacar la manera como una
tendencia crítica contribuye a la pérdida del significado de los objetos, lo
que a menudo ha provocado la infravaloración de un patrimonio visual.
Rescatar los significados de una cultura visual es posible en tanto se rein
tegre el objeto a su contexto teórico y cultural. A continuación, entonces,
propondré algunos elementos de interpretación que ayudarían a reintegrar
el objeto visual colonial a su horizonte de producción.
4. Hasta años recientes, la crítica de arte y los mismos historiadores despreciaron esta gran
proliferación de tratados de pintura. Su rescate y valoración ha jugado un papel impor
tante en el proceso de interpretar los significados de la pintura del Siglo de Oro. Véase
la introducción y una recopilación de los principales tratados (Calvo, 1991, 34-42).
^ 291
contenían ciertas diferencias, todos ellos compartían una matriz común,
pues en el metatexto se encontraban las reglas generales del discurso y
sus mecanismos de transmisión. Sin embargo, y dado el caso que algunos
pintores neogranadinos no conocieran los tratados, de todos modos sus
representaciones visuales estaban guiadas por estos principios. Elaboraban
sus pinturas desde estos códigos, pues los tratados recogían la práctica y la
sistematizaban para delimitar el saber del oficio y determinar los elemen
tos que lo componían.
A partir de de estos tratados es más factible “leer” la imagen colonial
dentro de su propio horizonte de expectativas, pues suministraban los ele
mentos básicos y los significados que daban sentido a la práctica de la pin
tura. Para entender su proceso creativo se debe partir de un presupuesto
básico: la producción de la pintura y su recepción se establecieron dentro
de las expectativas de la audiencia a la cual iban dirigidas, por lo que las
imágenes ya estaban definidas desde un género propio.
El primer presupuesto que sugieren estos textos y que determinaba la
pintura colonial es la estrecha relación entre pintura y retórica. Esto fue
resultado de la intensa difusión de las imágenes como herramienta para la
propagación de la ortodoxia católica, uno de los más importantes triunfos
de la Contrarreforma., la importancia que adquirió la imagen no se debió
sólo a que facilitaba la evangelización bajo las nuevas condiciones que
exigía la cristiandad reformada; se debió también al trabajo teórico que se
elaboró a su alrededor. La Contrarreforma le legó al barroco la retórica,
el arte de la persuasión, cuyo origen y perfeccionamiento se remontaba a
la cultura clásica griega y romana. A partir de entonces* se estableció una
compleja preceptiva retórica católica con el fin de cumplir con las nuevas
necesidades persuasivas que surgían de la evangelización. Los humanistas
del siglo XVI volvieron sobre los rétores de la Antigüedad, principalmente
Quintiliano, Cicerón, Aristóteles y el Ad Herenium, para componer los tra
tados de preceptiva (Alburquerque, 1995). La cultura barroca se apropió
de este saber y lo integró a la cotidianidad:
Podríamos concebir la retórica como un saber progresivamente sistematizado
que, alejándose de su origen en la plaza pública, en los procesos de propiedad
y en las cosas que atañen a la civilidad política, se convierte lentamente en un
metalenguaje, en una tecné del discurso abstracto y teóricamente considerado,
independiente de cualquier referente real, llegando a formar un Corpus ideal
que contempla con distancia todo tipo de realizaciones pragmáticas (Rodrí
guez dé la Flor, 2002, 301). ■
4 * 292
Al convertirse en un “metalenguaje” e integrada a todos los espacios
de la vida, la retórica ya no sólo se comportaba como un arte. Ahora era
una técnica que se empleaba para la persuasión, y se aplicaba a todas las
instancias del conocimiento, incluida la producción de imágenes. De esta
forma, se configuraba como una forma de acceso al poder simbólico de las
imágenes.
5. Como categoría cultural, el ethos barroco hace alusión a la singularidad de esta cultura:
“El ‘ethos’ barroco no puede ser otra cosa que un principio de ordenamiento del mundo
de la vida” (Echeverría, 1994, 28).
¿ 293
A diferencia del arte que se hacía antes de la Contrarreforma, las imáge
nes no buscaban “instruir” por la razón sino “persuadir” por el sentimiento.
La retórica, como ordenador del discurso visual, tenía una fuerte relación
con el orden social, de manera que se constituía en una “visión de mun
do”. En palabras de Tovar de Teresa, “el carácter retórico del barroco es
signo indiscutible de que el arte no busca ya la belleza en sí misma, sino
el convencimiento de los enormes conglomerados de fieles y súbditos del
rey” (1981, 27).
La retórica de los siglos XVI y XVII asumió los tres grados necesarios
para lograr la persuasión que proponían los clásicos: enseñar, deleitar y
conmover. El discurso debía enseñar, porque éste era el camino intelectual
de la persuasión; al deleitar se captaba la simpatía del público hacia el
discurso; y al conmover se pretendía crear una conmoción psíquica, literal
mente excitar el pathos, mover los sentimientos. Estos principios estaban
aplicados en la obra pictórica neogranadina, como en este Regreso de Egip
to de Vargas de Figueroa (Imagen 3), un tradicional tema que hacía refe
rencia a la Sagrada Familia. La pintura como discurso visual enseña una
verdad que por aquella época comenzaba a consolidarse: la importancia
de la constitución de la familia nuclear según el modelo de Nazaret, aquel
tipo de familia compuesto por padre, madre e hijo. La enseñanza incluía
un elemento teológico: la familia se comporta como un desdoblamiento
en la tierra de la Trinidad en el cielo, como se aprecia en su composición
triangular. También la pintura era armónica en sus partes para deleitar al
observador. Para el efecto, el uso del color, la composición y el ornato de
bían disponerse para atraer la atención del devoto. Finalmente, la imagen
conmovía, esto era, tenía la capacidad de suscitarle al observador una afec
tación en los sentidos y los sentimientos: la pintura debía generar ternura,
dolor, conmiseración, etcétera. Este grado también era el pathos: debía
motivar a tomar una acción, en este caso la piedad a la Sagrada Familia y
el deseo de su imitación.
Los tratados de pintura del siglo XVII recomendaban que se ejecutara de
esta forma la elaboración de las imágenes para que el devoto fuera persua
dido hacia las rectas verdades cristianas (Pacheco, 1990, 241-243). La re
tórica clasificaba el tratamiento de los discursos en tres géneros de acuerdo
a los objetivos que se pretendía lograr en el público: el deliberativo, el
judicial y el demostrativo. Una pintura se clasificaba dentro del género
demostrativo, por ejemplo, porque como su nombre lo indica, demostraba
^ 294
vicios y virtudes; en otras palabras, lo que se debía rechazar o imitar. Este
es el caso de la Imagen 1, Santo Dom ingo en la Batalla de M on fort de Acero
de la Cruz, en la cual, y como hemos dicho, se pretendía mostrar la lucha
entre vicios y virtudes. Como en cualquier tratamiento retórico del discur
so, se recomendaban los tradicionales “lugares comunes” o mecanismos de
argumentación para lograr un mayor efecto persuasivo. En el Regreso de
Egipto, los argumentos son la disposición de los elementos que componen
la acción, el uso del color, el escenario escogido, los gestos y las disposi
ciones corporales visibles. También se empleaba el realismo y elementos
tomados de la vida cotidiana para que el creyente sé identificara con la
imagen. Todo estaba pensado para lograr los tres grados de la persuasión.
Este carácter persuasivo de la pintura tenía importantes alcances en
la sociedad neogranadina, donde aún en el siglo XVII avanzaba el proce
so de evangelización, luego la pintura tenía una función primordialmente
devocional. En este contexto, se entiende con más claridad por qué se
clasificaba retóricamente la pintura como oficio que pertenecía al género
demostrativo. Como se ha dicho en líneas anteriores, era un discurso que
demostraba valores, cuya función básica era lograr la adhesión a la causa
defendida a partir de la exhibición de vicios o virtudes. Sobre esta doble
perspectiva, las representaciones buscaban en el público el vituperio a los
vicios y la alabanza a las virtudes. Vicente Carducho, tratadista del siglo
XVII, afirmaba que: “De todas las sacras imágenes se saca fruto, no solo
porque se amonestan al pueblo los beneficios, dones y gracias que Christo
le ha hecho: más también porque los milagros de Dios, obrados por medio
de los santos, y exemplos saludables a los ojos de los fieles, se representan
para que por ellos den gracias a Dios, y compongan la vida y costumbres
suyas, a imitación de los santos, y se exerciten en adorar a Dios, y abrazar
la piedad” (1979, 138).
Este texto permite ubicar los elementos básicos sobre los que se daba
el proceso creativo de la obra, que debía culminar en la reformación de
las vidas de los devotos en lo medida en que la pintura “moviera” los sen
timientos. Un primer problema surge de la pregunta por la libre iniciativa
que podía tener un pintor al momento de hacer una representación. Si
bien es cierto que había una reglamentación en cierta manera estricta,
existían ciertas condiciones que permitían “crear” elementos originales
en una composición. Es bien conocido que la mayor parte de las pinturas
coloniales se basaron en grabados para su composición (Sebastián, 2006,
312-316; Fajardo, 2005, 23-34). Ésta era una de las reglamentaciones
impuestas por la Iglesia para que la pintura se pudiera exhibir, pues se
trataba de sujetar la representación a las estampas que tenían aprobación
eclesiástica, las mismas que eran utilizadas por la gente para sus devo
ciones particulares. Se trataba de controlar que el pintor no cometiera
errores iconográficos o dogmáticos que pudieran derivar en problemas en
el culto a estas imágenes.
Un ejemplo casi al azar revela cómo, a pesar que se pintaba a partir de
los grabados, existían ciertas “libertades” que se ajustaban a las necesida
des culturales. La Sagrada Fam ilia de Vásquez (Imagen 5), sigue de cerca
el grabado del flamenco Bolswert (Imagen 4), pero genera cambios en la
composición: invierte las figuras, incluye ángeles, pone una manzana en
la mano del Niño, varía la posición de Dios Padre y genera una proxemia
diferente, José toma la mano del niño, mientras que la Virgen le toma el
antebrazo. La relación pintura-estampa permite comprender cómo se lle
vaba a cabo la representación visual desde el arte retórico. En primer lugar,
hay que llamar la atención sobre el significado de la palabra representar
(Tomas, 2005,131). Se trataba fundamentalmente de la capacidad de ha
cerse previamente la imagen que se iba a realizar, “hacer presente alguna
cosa, con palabras o figuras, que se fijan en la imaginación” (Real Aca
demia Española [1732], 1990, t. V, 584). Para hacer presente lo ausente,
entraba a actuar la retórica, para elaborar la materia y llevarla a su fin. El
proceso constaba de cuatro partes: la inventio, la búsqueda de argumentos
verdaderos o verosímiles que hacen posible la causadla dispositio, orden
y distribución de las cosas halladas en la inventio; la elocutio, traslada al
lenguaje las ideas halladas en la inventio y ordenadas por la dispositio; la
actio, la realización del discurso, la puesta en escena, mediante la voz y los
gestos que la acompañan (Lausberg, 1970, t. II, cap. 2).
Esta estructura, aplicada a la pintura, funcionaba casi de la misma ma
nera: el primer paso para el pintor era la inventio, buscar los argumentos
para persuadir hacia la causa, lo que se traducía en qué elementos emplea
ría para la composición, el tipo de color, el uso del ornato, etcétera, y hasta
en la elección misma de la escena que quería representar entre las múlti
ples posibilidades. Los tratadistas insistían en que la inventio era la primera
y más importante parte de la pintura. Pacheco toma esta definición:
La invención procede de buen ingenio y de haber visto mucho, y de la imita
ción, copia o variedad de muchas cosas, y de la noticia de la historia, y me
diante la figura y movimiento de la significación de las pasiones, accidentes
y afectos del ánimo, guardando propiedad en la composición y decoro de las
figuras. [...] la invención es la fábula o historia que el pintor elige, de su cau
dal o del ajeno, y la pone delante en su idea por dechado de lo que va a obrar
(Pacheco, 1990, 281).
Una vez ejecutada esta parte del arte retórico, seguía la dispositio: or
denar y distribuir la escena elegida, la forma como se ejecutaría la compo
sición y, en general, el ornato. Acto seguido, la elocutio, trasladar la repre
sentación visual a alguna de las muchas figuras que se usaban en retórica,
como la alegoría, la metáfora, el oxímoron, la sinécdoque, que tanto se
utilizaron en la pintura. Finalmente, la M em oria y la Pronuntiatio, perte
necían más al discurso oral y no se aplicaban al discurso visual (Carrere y
Saborit, 2000, 185-196).
El mayor reto de un pintor, como del orador, era suscitar pasiones en
los espectadores. En palabras de Francisco Pacheco, “la parte no sólo pro
pia, pero más principal a que se encamina la pintura, es a mover el áni
mo de quien la mira; y tanto mayor alabanza le da, cuanto más noble es
el efecto” (1990, 254; Carducho, 1979, 212). El carácter de trasmitir la
perfección moral de las costumbres y los actos humanos se llevaba a cabo
& 297
bajo la presentación de modelos ideales de vida moral y cristiana, mismos
que también se idealizaban como modelos de comportamiento corporal.
La función religiosa de la imagen era entonces trasmitir discursos que eran
necesarios para la sociedad que los precisaba, y era aquí en donde se ha
cían necesarios los discursos que orientaran las prácticas.
El objetivo de la inventio, como hallazgo de los “argumentos”, era contar
historias visuales, en el sentido original de la palabra ( “ver” o “conocer”),
que se ensamblaban sobre los valores y los principios que debían regir la
sociedad. A partir de la ordenación de una serie de elementos dispuestos
persuasivamente, el pintor tenía como objetivo impactar a los fieles rela
tando ün fragmento de una historia que el espectador debía complementar
con la meditación o la deducción. Es decir, se trataba de que el devoto
terminara de componer la escena, asumiendo exegéticamente los elemen
tos del discurso moral que se quería trasmitir. La pintura era una especie
de “imagen congelada”, una narración ambigua que quedaba en suspenso
para que el observador compusiera y meditara en lo sagrado. De esta ma
nera, las obras estimulaban los sentidos y proporcionaban un discurso a la
manera de un “texto oculto”. La estimulación se producía en doble vía: por
un lado, los argumentos pictóricos aportaban al espectador una propuesta
-la imagen “vista”- a la cual le agregaban una lectura desde los códigos de
su propia cultura -la imagen “sabida”.
Estos aspectos de la retórica visual, una práctica perdida, revelan la
condición de la pintura colonial: objetos devocionales que no tenían la car
ga de “obra de arte”. Sus artífices, más que “artistas” que producían “arte
colonial”, eran obradores coloniales que sabían su oficio, “expertos fabri
cantes de cuadros”, que se regulaban por normas diferentes a las que les
otorgó la mirada y la interpretación contemporánea. Las imágenes habla
ban de la piedad y la devoción colonial, se articulaban desde un complejo
panorama de reglas, de las cuales sólo hemos propuesto algunas. A esto
habría que sumarle las implicaciones de los argumentos retóricos como la
descripción (hipotiposis) , el símil (sim ilitu d o), la comparación (compara
d o ), el ejemplo (exem pla), entre otros. Así como también las técnicas de
representación para la lectura de la imagen, el tema oculto o lo que no
se representa, y las complejas reglas que regulaban la elaboración de los
cuerpos y los gestos, para que manifestaran movimientos, afectos y las pa
siones del ánimo. Todos estos aspectos hacían de la obra colonial, a pesar
de sus carencias, una acción barroca. Existe un abismo entre la intención
del mensaje como fue comunicado y la manera como fue recibido.
¿ 298
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303
V e n c id a J a orcoia m ar g u m en tos I
a 5 atallas r e d u c e ju p o r p fa ■
m a s a o s ¡cuya es la c a u fa )m ií¡p o n e n -1
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1$¿mingo cem un Cfriítc, infunde afie n to w ■'
Im a g e n 3: Baltasar Vargas de Figueroa. (S ig lo X V II). R e g re s o d e E gip to. Ó le o so bre tela. C o lecc ió n A gu stin a.
Fuente: V a llín , G álv ez . A rte y Fe: C o lecc ió n artística agu stin a
Im a g e n 4: La sagrada familia
(S ig lo X V I I ). B o eltiu s B o lsw ert.
306
La restauración monumental como instrumento
constructor de la memoria
^ 307
más fuerza que la anterior, y contribuye de este modo a conformar la
memoria de individuos y sociedades.
No hace falta insistir, en cualquier caso, en la trascendencia que tiene el
patrimonio cultural para la construcción de la memoria. Ya el geógrafo Da
vid Lowenthal abordó de manera brillante este tema en su magnífica obra
El pasado es un país extraño, donde afirmaba “la conciencia de la historia
realza la identidad comunitaria y nácional, legitimizando a un pueblo ante
si mismo” (Lowenthal, 1998, 84). El geógrafo inglés ponía de manifiesto
cómo el pasado (y los monumentos son su principal expresión) contribuía
a dar validez al presente, reforzando asimismo la conciencia identitaria de
los colectivos sociales: “El pasado se aprecia porque está terminado; lo que
ocurrió en él se ha acabado. La terminación le da un sentido de conclusión,
de estabilidad y de permanencia de la que carece el presente en marcha”
(4), exponía Lowenthal. El pasado es estable y el presente imprevisible,
por ello nos resulta tan necesario el patrimonio cultural, para garantizar
nos una estabilidad frente al azar y las convulsiones de la actualidad, y ésta
es la razón por la que es objeto de graves y premeditadas destrucciones
para acabar con su elevado valor simbólico y cultural, como evidencian
recientes acontecimientos (la voladura del Puente de Mostar durante la
guerra de la antigua Yugoslavia o la destrucción en Afganistán de los Bu-
das de Bamiyán).
En este contexto, la restauración de monumentos se convierte en un
instrumento clave para modificar la historia, para construir una memo
ria en muchas ocasiones inventada, pero aceptada socialmente como ver
dadera. Y es que tras la restauración de un edificio histórico, a menudo
presentada como una simple operación técnica, se ocultan argumentos,
razones y causas que van más allá de la pura conservación física de la obra,
y que hacen de la restauración un acto cultural que habla más de quien
restaura que del objeto restaurado, como de manera acertada han puesto
de manifiesto teóricos tan reputados como Cesare Brandi (Brandi; 1994) y
Gioyanni Carbonara (Carbonara, 1997).
No es, por tanto, sólo una mera operación de conservación de un edifi
cio histórico. A menudo ha sido utilizada como un instrumento clave para
modificar la historia, como resultado de una actuación premeditada en la
que pesan muchos factores no siempre estrictamente científicos ni siquiera
histórico-artísticos, que en muchos casos tiene que ver con la identidad
social colectiva, puesto que a través de la intervención en un monumento
4* 308
se seleccionan elementos y etapas de la historia del objeto y se proyectan
valores sociales e ideologías concretas. Numerosos ejemplos de la historia
de la restauración monumental, en España y Europa en el siglo XX y la
primera década del siglo XXI, refuerzan esta valoración.
Desde esta perspectiva, el objetivo de este trabajo es analizar en qué
medida la restauración se ha convertido en un instrumento para construir
la memoria, a través de una selección de intervenciones realizadas en la
arquitectura histórica europea en el período mencionado. Memoria que
puede no coincidir necesariamente con la historia real de estos edificios,
pero que ha fijado su imagen para la posteridad.
¿Cuál es el papel que corresponde a los historiadores del arte en este
campo? Más allá de la función, necesaria pero insuficiente, de documentar
y catalogar el patrimonio cultural, los historiadores del arte podemos re
construir críticamente estos procesos de construcción y reconstrucción de
la memoria, a través del análisis de las sucesivas restauraciones de monu
mentos realizadas desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad, anali
zando las formas simbólicas, los modelos conscientes o inconscientes que
subyacen en estos procesos. Precisamente Manfredo Tafuri hace alusión a
esta cuestión cuando reflexiona extensamente sobre el papel del historia
dor como elemento “desmitificador” de las contradicciones de la Historia,
estimulando las dudas, las nuevas preguntas y el cuestionamiento de los
conceptos ya establecidos (Tafuri, 1997). Ésta es, en nuestra opinión, la
perspectiva desde la que debería situarse el análisis histórico de la relación
entre memoria, arte y patrimonio.
La Casa de Cisneros
b 310
ficios históricos de la capital, era casi un deber moral su recuperación,
como ponía en evidencia la Sociedad Central de Arquitectos en su in
forme sobre el proyecto de restauración del edificio: “Pobre es Madrid
en monumentos artísticos, ya porque su importancia ciudadana es rela
tivamente moderna, ya porque su misma categoría de capital del reino
ha pedido variaciones constantes en su urbanización. Es, por tanto, un
deber de cultura la conservación de lo poco que á nosotros ha llegado
de valor artístico é histórico, y, por tanto, el solo intento de conservar y
restaurar la Casa de Cisneros, es empresa que honra á ese excelentísimo
Ayuntamiento y merece todos los plácemes de esta Sociedad Central de
Arquitectos” (Repullés y Vargas, 1910, 250).
Luis Bellido, en su condición de arquitecto municipal, se encargó de
la restauración entre 1910 y 1915, y se sirvió para ello de los criterios de
armonía y unidad de estilo en sintonía con las teorías más intervencionis
tas herederas del pensamiento decimonónico francés (la denominada “res
tauración en estilo” desarrollada por Viollet-le-Duc, que tantos seguidores
tuvo en España, entre ellos Vicente Lampérez Romea). Luis Bellido unió y
armonizó las diferentes construcciones, haciendo “lucir en todo su esplen
dor las características y severas líneas de la primitiva construcción” (Rua
no, 1915, 240). La reforma fue más allá de la estricta conservación puesto
que, bajo el argumento de que se hallaba profundamente transformada, se
remodeló de manera completa la construcción para adaptarla a las necesi
dades del Ayuntamiento, añadiendo elementos de inspiración renacentista
tanto al interior (artesonados) como al exterior (motivos decorativos en
ladrillo y piedra) que, al reproducir los existentes, “se compenetran con
lo antiguo, formando un conjunto armónico y completo” (Ruano, 1915,
240) tal y como se expresaba en la revista Arte Español donde se describía
pormenorizadamente la intervención (Ruano, 1915, 248). Poco importa
ba que en la intervención se diesen incongruencias como que los motivos
decorativos de la cornisa del edificio reprodujesen en realidad elementos
correspondientes a la antigua fábrica encontrados en uno de los patios del
conjunto, el pequeño en concreto, porque esta obra contó con el apoyo y el
reconocimiento del medio profesional a través de la concesión de premios
como el otorgado por la Sociedad Española de Amigos del Arte (1911), ins
titución de inspiración profundamente nacionalista fundada para difundir
el conocimiento del arte español, la 2 a Medalla en la Exposición Nacional de
Bellas Artes (1912) y el Premio del Ayuntamiento a la mejor reconstrucción
(1915), y se difundió a través de numerosas revistas especializadas como
La Construcción Moderna (s/a, 1917) y Arquitectura y Construcción (Vega y
March, 1917), entre otras.
En realidad, Luis Bellido había creado un edificio nuevo de estilo neo-
plateresco a partir de restos históricos diversos, una obra que puede po
nerse en paralelo con otros intentos similares de conseguir un estilo que
identificase’ la nación como evidencian los pabellones españoles de las
exposiciones internacionales celebradas a finales del siglo XIX y comien
zos del XX (Hernández, 2006, 15-48). No es coincidencia, en este mismo
sentido, que el arquitecto Luis M a. Cabello Lapiedra ensalzase la Casa de
Cisneros por su contribución a la consecución de un estilo nacional “en
una etapa en que las Bellas Artes en general, y muy principalmente la Ar
quitectura, padecían un período de estancamiento lamentable y de anar
quía nerviosa, faltas de toda inspiración” (Cabello, 1917,15). Frente a la
imitación de estilos extranjeros, Cabello Lapiedra reclamaba la recupera
ción de los nacionales y Luis Bellido contribuyó a la tarea presentando su
propia versión de lo que era la arquitectura histórica madrileña como au
téntica, a través de la restauración de la Casa de Cisneros: construcciones
de fábricas mixtas de ladrillo cara vista, manipostería y granito, que en su
sinceridad constructiva enlazaban tanto con la arquitectura de Villanueva,
de tanto peso en la capital española, como con la cultura arquitectónica
decimonónica. Como ha señalado de manera precisa el arquitecto Antón
Capitel: “La desnudez y sinceridad de las fábricas madrileñas coincide
con el deseo decimonónico de unión entre construcción y forma, o si se
prefiere, con el sentimiento romántico de la autenticidad y del odio por
la imitación de superficie” (Capitel, 1988, 9), lo que evidencia también
las contradicciones que subyacían en este intento: “En la restauración y,
paradójicamente, el esfuerzo por encontrar la imagen que respondiera
a dicha sinceridad significaba muchas veces traicionarla por completo”
(Capitel, 1988, 9).
^ 312
bio de actitudes frente al patrimonio en el lapso de cuarenta años. La Torre
de los Lujanes es uno de los escasos ejemplos que han quedado en Madrid
de la arquitectura civil de finales del siglo XV (Ordieres, 2005, 233-234).
Un edificio salvado milagrosamente de la piqueta en 1865 por la declara
ción de M onum ento Nacional en consideración a su valor histórico, puesto
que la tradición mantenía que allí había estado preso el monarca francés
Francisco I tras la batalla de Pavía. Su aspecto actual es el resultado de un
contradictorio proceso de restauración debido a dos arquitectos, Francisco
Jareño y Pedro Muguruza, que -simplificando un proceso de varias déca
das- lo “disfrazaron” y “desnudaron” entre 1877 y 1936.
De propiedad privada y amenazado de demolición en 1861, la Torre de
los Lujanes fue adquirida por el Estado en 1865 por su valor histórico al
tratarse de un monumento que recordaba “las grandezas de España” (Or-
dieres, 1999,119). El edificio se convertiría en sede de varias instituciones:
la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, la Academia de Ciencias
Exactas y la Sociedad Económica Matritense, y como tal su aspecto debía
mejorarse, algo obligado si tenemos en cuenta además que su situación a
comienzos del primer tercio del siglo XIX era mala, como evidenciaba la
denuncia realizada por el Ayuntamiento en noviembre de 1876 en la que
se exigía se procediese a revocar la fachada.
El primer proyecto de intervención en el edificio se redacta un año des
pués, en 1877, y se debe al arquitecto Francisco Jareño (1818-1892), cate
drático de Historia de la Arquitectura y director de la Escuela de Arquitec
tura de Madrid desde 1874, que aprovecharía la ocasión para convertir la
Torre en una construcción representativa de su nueva función, tal y como
expresaba en la memoria descriptiva del proyecto2. Si bien a la Academia
de Bellas Artes de San Femando el proyecto de Jareño inicialmente le
^ 313
pareció excesivo por adoptar un estilo único, “y no muy en armonía con
la verdad histórica ni con los buenos principios de la crítica”, para todo el
edificio, donde coexistían al menos dos construcciones diversas (la torre
y la vivienda a ella adosada), como recoge la historiadora del arte Isabel
Ordieres (Ordieres, 1999, 122), finalmente éste se aprobó con alguna pe
queña modificación. El resultado fue un edificio neogòtico, construido con
un material moderno, el cemento Pórdand, con el que se realizó una nueva
fachada que reproducía el despiece de piedra sillar y un torreón coronado
por una galería de almenas del que no se tenía certeza ni evidencia alguna
(Imagen 2). Con esta restauración, Jareño reforzaba la imagen histórica
de Madrid, ligándola a una etapa de la que quedaban escasos restos en la
ciudad.
Durante casi medio siglo, entre 1882, fecha de terminación de las obras,
y 1930, momento en el que se plantea la segunda intervención, la Torre
de los Lujanes se presentó como un testimonio de la arquitectura medieval
madrileña; sin embargo, en 1926, con motivo de las obras de reparación
de cubiertas, el arquitecto Pedro Muguruza Otaño (1893-1952), aprove
chó para plantear la reparación de las fachadas del edificio, iniciativa que
no se pondría en marcha hasta cuatro años después. La memoria descrip
tiva del proyecto es suficientemente reveladora del cambio de mentalidad
acaecido entre Jareño y Muguruza, ya que refleja las nuevas ideas que
habían comenzado a aflorar en el mundo de la conservación y restauración
del patrimonio cultural. En este sentido, nuevas maneras de acercarse a los
monumentos, más respetuosas con todas las fases históricas del edificio,
eran defendidas y puestas en práctica por profesionales como Torres Bal-
bás, Jerónimo Martorell y Alejandro Ferrant.
La propuesta de Muguruza, tal y como consta en el pliego de condicio
nes del proyecto de restauración fechado en 1930, conservado en el Archi
vo General de la Administración (Alcalá de Henares), incluía obras de de
molición (arrancado de comisas, impostas, almenas y apliques en huecos
de fachadas y torreón, picado general para colocación de piedra y ladrillo
de fachada y torreón, derribo de muro en huecos de torreón y levantado
de cubierta), que suponían una verdadera y moderna “desrestauración”,
que en nuestra opinión podría relacionarse con intervenciones de similar
cariz, como la realizada por Torres Balbás en 1935, cuando desmontó el
templete inventado por Rafael Contreras en el patio de los Leones de la
Alhambra de Granada.
6 3 14
El argumento esgrimido en 1930 por Muguruza fue el siguiente:
El municipio exigía un revoco: en mi sentir ésta obra sería equivocada puesto
que es erróneo mantener en pie los elementos postizos de escayola y piedra
artificial con que se deformó el aspecto severo de la torre, tenida por prisión
de Francisco I. Se propuso entonces y se reitera ahora la proposición de una
obra de sana restauración en que se arranque todo lo postizo y se deje al des
cubierto las fábricas de ladrillo, complementándola con adiciones efectivas de
ladrillo y piedra allí donde los deterioros causados en la fachada no permitan
la sencilla labor de restablecimiento y exijan la mas complicada de reposición
de elementos afines3.
Las fotos conservadas en el Archivo General de la Administración son
suficientemente expresivas de la tarea realizada por Muguruza (Imagen
3); sin embargo, y a pesar de la actitud de este arquitecto, moderna, respe
tuosa y arqueológica en el sentido de respetar los vestigios existentes en el
edificio, eliminando la fachada que le fue superpuesta por Jareño, lo cierto
es que algunos elementos evidencian que en esta última intervención, de
sarrollada entre 1930 y 1936, a duras penas por la falta de presupuesto del
Ministerio de Fomento, también se repasaron, completaron y añadieron
partes faltantes. Más aún, Muguruza establecía realizar la obra de cantería
nueva que fuera necesaria “con piedra berroqueña de igual categoría a
la empleada en el edificio presupuestado y zócalo; el cual se completará
hasta la altura de planta baja mediante la labra de losas graníticas de anti
guos edificios madrileños, a fin de que no desdiga su aspecto inicial de la
piedra que ha de serle inmediata”4; es decir que subyacía también el deseo
de buscar una cierta armonía entre los elementos históricos y nuevos de la
Torre, y al mismo tiempo en relación con la Casa de Cisneros restaurada
por Bellido dos décadas antes.
Esta restauración, que complementaba la de la Casa de Cisneros, tuvo
como resultado convertir la plaza de la Villa en un espacio urbano de
gran homogeneidad que ofrecía una imagen histórica de Madrid pro
ducto, en realidad, de las restauraciones realizadas a lo largo del últi
mo medio siglo y que sirvió para canonizar como seña de identidad de
la arquitectura madrileña la fábrica mixta de ladrillo y piedra que será
4 316
franquismo no fue una excepción. Después de la guerra civil concluida en
1939, el nuevo régimen político hizo del patrimonio monumental uno de
los principales recursos en la construcción de una identidad nueva, pre
sentando a Franco, el dictador, como el adalid de la nueva España en
estudiadas operaciones de propaganda en las que su figura aparece ligada
a la reconstrucción de los hitos simbólicos de la nación5, alentándose a tra
vés de ellos una visión simplista del pasado reciente, reducida al binomio
“pasado-republicanos-destrucción” frente al “presente-régimen franquista-
reconstrucción”6. Asimismo, fueron frecuentes en la prensa de la época la
descripción de las ruinas con tintes apocalípticos, generalmente haciendo
alusión a templos y conventos arrasados en la contienda, como por ejem
plo en referencia a la catedral de Vich “incendiada por los marxistas en el
paroxismo de la orgía revolucionaria que acompañó al triunfo de los rojos
en Cataluña”. Ante el poder destructivo “de los rojos” (alocución constan
temente usada en aquellos tiempos), emergía la capacidad emprendedo
ra del régimen: “El nuevo Estado, celoso restaurador de los monumentos
destruidos por la horda roja, devolverá con creces a la catedral de Vich su
anterior prestancia, convirtiéndola en una de las principales joyas del arte
español” (Alejos, 1942,129-138).
Las numerosas restauraciones realizadas en el primer franquismo, entre
1938 y 1958, son un determinante testimonio de lo afirmado y, de hecho,
podríamos citar muchos ejemplos de la manipulación de la historia a tra
vés de las restauraciones monumentales realizadas en particular en aque
llas dos décadas, tema que ha comenzado a ser estudiado desde hace poco
6. Ésta era la idea expresada con rotundidad por Ramón Serrano Suñer, Ministro de la Go
bernación, el 10 de junio de 1940, con motivo de la inauguración de la exposición “La
Reconstrucción en España”, organizada por la Dirección General de Regiones Devastadas
en Madrid: “Al ideal de mina y de resentimiento del enemigo opuso el Movimiento Na
cional la consigna de afirmación y de reconstrucción”, recogido en la presentación de la
exposición en “La exposición de la Reconstrucción de España”, en la revista Reconstruc
ción, 3, Madrid, Dirección General de Regiones Devastadas, junio-julio, 1940.
t 317
tiempo7, pero bastará citar algunos casos concretos a manera de ejemplo
de una actitud generalizada en la época.
E l B a lcón de C orregidores de G u á d ix (G ra n a d a )
^ 318
ta” (Sanguinetti, 1949, 317). Sin embargo, la reconstrucción se realizó
introduciendo cambios sustanciales en esta obra que fue modificada de
tamaño y cambiada de posición, para utilizarla como monumental pórtico
del nuevo Ayuntamiento que era necesario reconstruir.
¿ 319
Esta insistencia en el papel predominante del dictador ponía de ma
nifiesto la fijación del régimen por construir una memoria oficial en le
gitimación del nuevo orden político y social, en la que los monumentos
destruidos por los rojos y restaurados por el régimen franquista alcanza
ban la calidad de símbolos del cambio producido en nuestro país. Para el
nuevo estado franquista, los monumentos eran considerados “fragmentos
vivos de la historia de España que con eterno lenguaje de piedra cantan
su gloria”, tal y como se expresaba en el catálogo de la exposición Veinte
años de restauración monumental en España, organizada por la Comisaría
de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional en el Museo Arqueológico
de Madrid en 1958, para conmemorar el trabajo de restauración realizado
por este organismo durante las dos últimas décadas (V.V.A.A., 1958).
E l R in có n de G oya (Z a r a g o z a )
^ 320
Es evidente que en el contexto cultural de la época, políticamente mani
pulado por el régimen franquista, la reforma de las fachadas del Rincón de
Goya, innecesaria y escenográfica, para ocultar las formas decididamente
abstractas y modernas de este pequeño pabellón, simbolizaba el rechazo
a la modernidad y a la República, haciendo visible la vuelta al orden y la
tradición defendida por el estado franquista.
8. “Los edificios proyectados de esta manera eran exactamente iguales en Madrid que en
el Norte de Europa, o que en América. Con teorías funcionalistas se envolvía en realidad
lo que no era otra cosa que la falta de imaginación y espíritu rastrero y mezquino de los
autores que lo proyectaron. Afortunadamente, el Movimiento Nacional barrió de una
vez para siempre estas doctrinas que, carentes de sentido artístico, nos habían llegado
del extranjero, y con la victoria de Franco ha vuelto a entrar la Arquitectura española
en los cauces de los que nunca debió de salir”. Cf. s/a. “Arquitectura popular española.
Detalles Arquitectónicos”, en Reconstrucción, 25, agosto septiembre 1942, 331.
^ 321
en Madrid, cuando se buscaba el espíritu de la arquitectura nacional. Un
factor, el tipismo, que trasladado al mundo de la restauración monumental
condicionará de manera decisiva la manera de ver los monumentos, y faci
litará la transformación de los mismos en edificios en los que pesaba más
lo típico o lo peculiar que la autenticidad histórica evidente en todos los
añadidos y reformas producidas con el paso del tiempo, con consecuencias
irreparables para el patrimonio cultural español, puesto que al eliminar
estas huellas del tiempo se forjaban en la memoria colectiva imágenes fal
seadas de nuestros monumentos.
^ 322
alta del mismo, donde se encontraba el castillo, para valorar debidamente
“aquellas partes de la villa que se estimaran del mayor interés”9.
El interés del proyecto a nuestros ojos reside sobre todo en que la in
tención era musealizar el pueblo, eliminando todo lo que desentonase con
la imagen de una villa medieval en piedra. Esto conllevó, como sucedió en
otras partes de España, la supresión de revocos en las casas que daban a las
calles seleccionadas, y la sustitución de los elementos modernos (pavimen
tación, balcones, revocos, iluminación, etcétera) por los que parecían más
antiguos (la pavimentación de hormigón, por ejemplo, fue cambiada por
la de guijarros), incluso demolición de construcciones que no entonaban
con la arquitectura histórica. La remodelación del patrimonio monumental
se completaba con la ordenación de la vegetación y el paisaje circundante
a los monumentos, para que fueran acordes con la naturaleza de la zona
y sobre todo con el objetivo de favorecer su contemplación (Imagen 6).
Esta regularización de la arquitectura y la naturaleza para conseguir un
paisaje ordenado y armonioso en el que se integrasen sin discrepancias
monumentos y vegetación, fue una práctica habitual en estas décadas en
otras regiones españolas.
La intervención, realizada entre 1951 y 1952, creó la imagen actual del
pueblo, tan atractiva, pintoresca y turística, y tuvo un efecto expansivo
en las décadas siguientes en los principales monumentos de la localidad,
puesto que además de intervenirse en las calles, se repristinaron y restau
raron miméticamente la Torre del Homenaje, la entrada a la villa por la
Puerta de Zaragoza, el antiguo Ayuntamiento (Imágenes 7 y 8) y la iglesia
parroquial de San Esteban, que recuperó su imagen medieval a través de
la restauración acometida entre 1953 y 1969, en la que se eliminaron to
dos los elementos añadidos que desentonaban con la construcción original
(como el retablo barroco desmontado por el arquitecto Pons Sorolla en los
años 60) (Pons, 1970).
Pero la obra de mayor trascendencia, incluso entre la prensa de la épo
ca, data de 1957 cuando se realizó la repristinación del Palacio de Los
Sada, monumento que se encontraba reducido a ruinas desde su derrum
be en 1924. Se trataba de un edificio de evidente importancia histórica e
innegable simbolismo político para el régimen franquista, puesto que en él
9. Proyecto de urbanización del Itinerario Principal y Alto del Castillo, Sos del Rey Católico,
Archivo General de la Administración (AGA), IDD (04) 117.004, signatura 51/11632.
^ 323
había nacido Femando el Católico. No fue ajeno a esta situación el propio
arquitecto responsable de la obra, Teodoro Ríos Balaguer (1887-1969),
quién calificaba al monarca como “el rey más grande que ha tenido Espa
ña, fundador de la unidad nacional que hizo posible el descubrimiento de
América” (Ríos, 1957), lo que justificaba la recuperación de este edificio
en los siguientes términos: “La casa en que nació Fernando el Católico
no podía convertirse en monumento muerto que se exhibiese al visitante
como algo que fue, sino que precisa ordenar con sus restos, convertidos en
veneradas reliquias para todos, un cuerpo vivo de realidades y de patriotis
mo, donde el recuerdo del Rey Católico quede unido al alma inmortal de
la raza” (Ríos, 1924). Lo curioso es que estas palabras fueron expresadas
en 1924, cuando se produjo el lamentable derrumbamiento del edificio, lo
que pone de manifiesto el fervor que suscitaba esta figura desde los años
veinte, estima que se vio reforzada por la relectura de la historia realizada
por el régimen franquista.
¿■324
Deconstrucción y reconstrucción de la m emoria
histórica en Alem ania: la resurrección del pasado
frente a la destrucción de los testimonios de la
República Democrática Alem ana
El pasado no ha muerto. Ni siquiera ha pasado
William Faulkner (Samuel, 2008, 9)
■ 4 325
*’
Una cierta ambigüedad va ligada a la expresión ‘deber de memoria histórica’
tan frecuentemente utilizada hoy en día. En primer lugar, quienes están sujetos
a este deber son evidentemente quienes no han sido testigos directos o vícti
mas de los acontecimientos que dicha memoria debe retener. Está claro que los
supervivientes del holocausto o del horror de los campos de concentración no
tienen ninguna necesidad de que se les recuerde este deber. Incluso, al contra
rio, su deber ha podido sobrevivir a la memoria, escapar, en lo que a ellos se
refería, de la presencia constante de una experiencia incomunicable [...] pero
la memoria oficial necesita monumentos: estetiza la muerte y el horror (Augé,
1998, 101).
En este contexto, Alemania es un país muy relevante por la variedad de
actitudes ante la reconstrucción tras el final de la Segunda Guerra Mundial
y su capital, Berlín, es el ejemplo perfecto de una “ciudad-memoria”, según
la definición del antropólogo Marc Augé: “la ciudad en la que se sitúan
tanto los rastros de la gran historia colectiva como los millares de histo
rias individuales” (Augé, 2008,112). La capital alemana es un ejemplo de
urbe estratificada históricamente10, con episodios de extraordinario dolor e
importancia (el nazismo, la Segunda Guerra Mundial, el comunismo), que
conjuga de manera compleja memoria e historia. Una ciudad en la que,
como en tantas otras “ciudades-memoria”, cada habitante “tiene su pro
pia relación con los monumentos que dan testimonio de una historia más
profunda y colectiva” (Augé, 2008, 113). Por esta razón, Berlín es uno de
los ejemplos más interesantes para analizar la relación entre conservación,
restauración, historia y memoria, ya que en las últimas seis décadas, entre
1945 y el presente, tras la reunificación realizada a partir de 1989, se ha
acometido un significativo proceso de “reescritura de la historia” a través
de la reconstrucción monumental.
^ 326
En opinión de los expertos, “Berlín fue sin duda la ciudad más castigada
de la Segunda Guerra Mundial” (Martínez, 2008, 27), y su reconstrucción
se ha abordado en un complejo, variopinto y largo proceso de décadas, en
el que encontramos reconstrucciones miméticas como la realizada en la
Puerta de Brandenburgo entre 1956-1958, consolidaciones de ruinas in
sertándolas en construcciones contemporáneas (caso de la famosa iglesia
del Kaiser Guillermo, uno de los escasos monumentos que recuerdan la
contienda, y que fue abordada por el arquitecto Egon Eiermann a partir
de un concurso realizado en 1955), o demoliciones de simbólicas piezas
(como el derribo del Stadtschloss, la antigua residencia imperial de los Ho-
henzollern, acometida por el gobierno comunista en 1951) (Hernández,
2007). Un proceso que ha continuado hasta la actualidad con casos tan
sintomáticos y opuestos como la prudente restauración del Neues Museum
realizada por los arquitectos David Chipperfield y Julián Harrap, frente a
la demolición del Palacio de la República, una construcción socialista que
data de 1973 y que, de manera paradójica y muy polémica, va a ser susti
tuida por la reconstrucción del desaparecido Stadtschloss. Dos ejemplos de
cómo el pasado se interpreta, en un mismo lugar, de manera contrapuesta,
con inmediatas e irreversibles consecuencias para la memoria colectiva.
^ 32 7
podía haber sido al espectáculo), lo transfieren a la historia, que en el fon
do es memoria de la ciudad.
El edificio original era un museo neoclásico construido entre 1841 y
1859 por el arquitecto Friedrich August Stüler, discípulo del célebre arqui
tecto Friedrich Schinkel; estaba destinado a exhibir la colección de arte
antiguo (prehistórico, egipcio y griego), que incluye el famoso y hermoso
busto de Nefertiti, y forma parte de la conocida isla de los museos situada
entre los dos brazos del río Spree, conocida como la “Acrópolis de Berlín”,
promovida por el káiser Guillermo IV en 1841, que se convirtió en el prin
cipal foco cultural y artístico de la ciudad a lo largo del siglo XIX.
La intervención de Chipperfield y Harrap ha sido considerada como
“una de las obras arquitectónicas más controvertida y fascinante de Alema
nia” (Schittich, 2009, 636), un museo que premeditadamente huye del es
pectáculo y que se presenta como “una lección de cómo abordar un pasado
incómodo sin borrarlo, falsearlo o mitificarlo” (Zabalbescoa, 2010, 2).
Pero el proyecto no ha estado exento de controversia. La misma nació
cuando el arquitecto inglés decidió conservar en su intervención la eviden
cia de las huellas de la destrucción, al considerar que éstas formaban parte
no sólo de la historia del edificio, sino que tenían un extraordinario valor
simbólico para la ciudad y para el país, incluso en contra del propio deseo
de la capital alemana, ya que como en casos precedentes, un sector de la
opininón prefería una reconstrucción mimética, com ’era e dov’era del edi
ficio. Como ha expresado el arquitecto en alguna entrevista, Chipperfield
consideraba que “el deseo de la ciudad era hacer una simple reconstruc
ción, copiarla historia” (Zabalbescoa, 2010, 2); sin embargo, Chipperfield,
con su intervención, quería dar sentido al horror de la guerra y a los sesen
ta años de abandono del edificio, iluminando de esta manera también la
historia reciente de Alemania. En sus propias palabras:
Mi proyecto no es de parte: es para todo el mundo. Han pasado 65 años desde
el final de la Segunda Guerra Mundial. Cualquier persona que la viviera como
adulta tiene hoy una edad avanzada. Eso nos permite ir pasando de la memoria
a la historia. En 1990 quizás no me hubieran encargado esta obra. La memoria
hubiera tenido todavía demasiado peso. Ahora ese peso va cayendo del lado
de la historia. El daño no es inocente, pero el tiempo lo atenúa, como atenúa
el dolor. Mi intención no fue nunca dar lecciones. Me limité a sugerir que no se
debía perder la historia ni reproducir numéricamente el pasado. Porque estaba
convencido de que cuanto más nos alejábamos de la emoción derivada de los
^ 328
daños, más independientes podíamos ser a la hora de definir nuestro trabajo
(Moix, 2012, 22).
Según Chipperfield, este edificio gusta a los ciudadanos “porque mues
tra lo mejor y lo peor de la historia. No la borra, la representa” (Zabalbes
coa, 2010, 3). Hasta la canciller alemana Angela Merkel se encuentra en
tusiasmada con el proyecto porque: “Es un edificio que habla de la historia
y con la historia” (Zabalbescoa, 2010, 3). Para el reputado crítico británico
Kenneth Frampton, el Neues Museum se ha convertido en “un palimpsesto
en el que pasado y presente se reflejan mutuamente en diferentes escalas
[. . . ]”u (Frampton, 2009, 99); mientras que otro famoso crítico, Deyan
Sudjic, valora la actitud de Chipperfield en su intento de establecer nuevas
relaciones entre pasado y presente: “El Neues Museum es, Con su minucio
sa actitud de preservar cada fragmento de pintura dañada en un edificio
mutilado por la guerra y abandonado por décadas de negligencia posbéli
ca, algo único en su manera de enfrentarse a la historia, y un valioso inten
to por hacer de este enfrentamiento algo novedoso” (Sudjic, 2008,10).
En realidad, antes de la caída del muro las intenciones del gobierno
comunista de la República Democrática Alemana, presidido por Erich Ho-
necker, eran bien diferentes ya que en 1985, cuarenta años después de su
destrucción, se propuso la reconstrucción mimética del edificio, recons
trucción que era posible en tanto quedaba en pie una parte del mismo
y eran numerosas las imágenes conservadas que documentaban su esta
do original. Este proyecto quedó paralizado en 1989, tras los vertigino
sos cambios políticos experimentados en el país, y fue retomado en 1994,
cuando se celebró un concurso internacional, ganado con cierta polémica
por el arquitecto italiano Giorgio Grassi, quien se pronunciaba claramente
por una reconstrucción del Neues Museum lo más fiel posible al original,
un proyecto que por diversos motivos no satisfacía a los técnicos (los di
rectores de los museos). Tras un tira y afloja de dos años y medio, el pro
yecto de Grassi fue abandonado y se retomaron dos proyectos que habían
quedado en segundo y cuarto lugar: los de Frank Gehry y Chipperfield,
respectivamente. Finalmente, las protestas de los conservadores del patri-1
11. En la version original: “The Neues Museum is still, and in some sense always was, a kind
of palimpsest in which the past and the present mutually reflect one another at different
scales through an unending series of ricochets, which include among other conjunctio
ns, the exhibition of 3.500 year old Egiptian relics against a backdrop Stiiler’s didactic
scenography” (Frampton, 2009, 99).
monio y los periódicos regionales contra el proyecto de Gehry, inclinaron
la balanza hacia el mucho más contenido proyecto del arquitecto inglés,
puesto en marcha en 199712.
Así, frente a las intenciones reconstruccionistas de años atrás, la clave
del proyecto de Ghipperfield y Harrad era bien diferente, ya que propoma
mantener las partes conservadas del edificio en el estado en el que habían
llegado a la actualidad, casi como fragmentos de un collage (Imagen 9), y
añadir los elementos nuevos indispensables para su Utilización de nuevo
como un museo, desde el lenguaje contemporáneo y con los requisitos tec
nológicos y de seguridad actuales, siguiendo los principios de restauración
establecidos en la Carta de Venecia de 1964 (Buttlar, 2010), pero a través
de una cierta analogía formal y con una gran sensibilidad evidente, por
ejemplo, en el uso de materiales.
Esta actitud se advierte claramente en la fachada, una parte importante
de la cual fue necesario recomponer. La fachada presenta hoy un aspecto
armonioso, ya que se decidió completar la parte perdida con un ladrillo
ocre de tono similar al de la zona conservada. La razón estriba en que se
buscaron ladrillos históricos, que proceden de granjas demolidas en Bran-
denburgo, construidas en la misma época que el museo. En el interior, don
de hubo que reconstruir zonas y volúmenes desaparecidos (el ala noroeste
y la crujía sudeste del edificio), se optó por materiales y formas actuales
para dar continuidad a las salas de exposición. En estos casos, los acabados
de los muros y elementos nuevos no compiten en absoluto con los anti
guos, ya que en su mayor parte son más apagados que los originales.
Las intervenciones más fuertes han sido en las zonas más destruidas: el
patio egipcio y el hall donde se encontraba la gran escalera principal. En
esas zonas se optó por introducir elementos de forma abstracta (una pla
taforma en el patio egipcio y una gran escalera en el hall, que recupera su
función dé eje vertebrador del museo), realizados en hormigón mezclado
con esquirlas de mármol blanco de Sajonia, que contrasta con los muros
de ladrillo originales.
12. Todo este proceso, así como la historia del edificio original, puede consultarse en la guía
arquitectónica del museo editada en 2010 (Buttlar, 2010) y en los numerosos artículos
especializados publicados en revistas como “Casabella” (Braghieri, 2009), “Arquitectura
Viva” (Geipel, 1998; Sobejano, 2008; Sudjic, 2008); “El Croquis” (Cortés, 2010); “Ar
chitectural Review” (Rykwert, 2009) y “D’Architectes” (Catsaros, 2009), entre muchas
otras.
Algunos críticos han acusado a Chipperfield de celebrar las ruinas y el
deterioro, porque los revocos destruidos no se han restaurado, tan sólo
consolidado. Para otros, sin embargo, el arquitecto inglés ha creado una
atractiva “estética de lo efímero”, al exhibir los revestimientos que se des
hacen y la acción del tiempo y de la naturaleza en una ruina que ha estado
expuesta a la intemperie durante sesenta años (Schittich, 2009, 638).
Debe asimismo puntualizarse que la intervención de Chipperfield en
el Neues Museum forma parte de un proyecto global más ambicioso: la
recuperación íntegra de todos los museos que forman parte de la famosa
isla situada en el corazón de Berlín, cuyo plan general supervisa también
el arquitecto inglés. El final de las obras se prevee para 2015, momento
en el cual este conjunto en el que se integran además del Neues Museum,
el Pergamon Museum, el Bode-Museum, el Altes-Museum y la Alte Natio-
nalgalerie, competirá con el Louvre en la carrera por convertirse el mejor
complejo museístico del mundo. Pero la escala de la restauración del Neu
es Museum va más allá, dado que tiene una evidente proyección urbana, al
formar parte del extraordinario proceso de transformación experimentado
por Berlín desde 1989, cuando se produjo la histórica caída del Muro. Una
transformación integral que ha hecho de la antigua y actual capital de la
Alemania reunificada, una interesantísima urbe que reúne, a su vez, un
extraordinario conjunto de edificios como el Museo Judío de Libeskind o
el Memorial del Holocausto de Peter Eisenman, entre otros. Un complejo
proceso en el que han aparecido otros polémicos proyectos como la recons
trucción del Palacio Real, antes mencionado, envueltos en un peligroso
deseo de revisionismo de la historia alemana por parte de algunos sectores
favorables a recuperar los símbolos del Berlín dorado, la etapa más glorio
sa de la ciudad que se vincula precisamente al káiser Guillermo, como si
esto fuera posible. Sectores que, como advierte Chipperfield, “querrían ver
la metrópoli de nuevo como la capital de Prusia. Y eso es imposible, claro”
(Zabalbescoa, 2010, 3).
Esta actitud se ha hecho evidente en controvertidos hechos como el
derribo de la arquitectura comunista de los años 70 (entre ellos, el signi
ficativo Palacio de la República del que hablaremos a continuación), en
un intento de borrar las huellas de polémicas etapas históricas recientes13.
^ 331
El Neues Museum se aleja, evidentemente, de esta actitud, y frente a la
retórica y la opulencia de otras formas arquitectónicas desarrolladas en
algunos museos actuales, apuesta por la discreción y la neutralidad de las
formas contemporáneas, junto con el respeto a la estratificación de la his
toria,. Construye así para la memoria colectiva un monumento que aúna
de manera armoniosa pasado y presente.
¿ 333
colectivo a favor de la reconstrucción del Palacio Real iba cobrando fuerza
y ganando adeptos, sobre todo en el medio político alemán, hasta tal punto
que el 13 de noviembre de 2003 el Bundestag aprobó definitivamente la
demolición del edificio levantado por la República Democrática Alemana y
su sustitución por uno nuevo que en su fachada reproduciría la del Palacio
Real. Es decir, que el gobierno alemán aprobaba sólo la réplica de la fa
chada que sería financiada exclusivamente por medio de fondos privados,
ya que el coste de la reproducción completa del Palacio Real demolido en
1950 era tan elevada que la tarea resultaba inabordable. Con esta medi
da se aprobaba una actuación en la que contra toda lógica constructiva
y estética se construiría un edificio nuevo, dotado una falsa fachada, sin
conexión alguna con el interior de la construcción, una operación similar a
la sucedida en el Ayuntamiento de Varsovia hace pocos años (1997).
El excanciller alemán, Gerhard Schröder, apoyó la iniciativa; su opi
nión fue recogida por el periódico (edición de abril 2006) editado por la
Fundación a favor de la reconstrucción del Palacio Real. En él manifestaba
el político alemán: “El Palacio de la República es tal monstruosidad que
prefería tener el viejo castillo allí simplemente por su belleza”. En esta
misma publicación, difundida de manera gratuita por toda la ciudad, se
recogía la opinión del Profesor Joachim C. Fest, historiador, que entre otras
razones expresaba lo siguiente: “me aterra la idea de lo que los arquitectos
modernos "podrían construir en este lugar”; como vemos, encontramos de
nuevo el rechazo y temor a la arquitectura contemporánea que ya hemos
constatado en otros momentos y lugares en las tres últimas décadas (H er
nández, 2007).
Uno de los argumentos esgrimidos por los partidarios de la reconstruc
ción es que había que devolver al centro de Berlín una construcción de
cierta entidad (al parecer el Palacio de la República no lo era). En el mis
mo periódico antes mencionado, el arquitecto Philip Johnson lo expresaba
con claridad: “Estoy a favor de la reedificación del Palacio Real porque
su reconstrucción es muy importante para la nueva imagen de la ciudad
que estará dominada muy fuertemente por la arquitectura moderna. Los
interiores históricos del Palacio no son determinantes; sí lo es su forma
exterior. Solamente [a través de la reconstrucción de sus fachadas] es po
sible restaurar el efecto espacial de su relación con el histórico museo de
Schinkel y la Friedrichswerder Church”. Whilheim von Boddien, uno de los
principales promotores del proyecto, subrayaba la necesidad de recompo
ner la imagen del centro de Berlín, recuperando para la ciudad un elemen
to clave en su identidad durante más de quinientos años: “El Palacio era la
unidad de medida de la arquitectura de Berlín, el punto de partida de un
centro concebido con arte, que antes de la guerra constituía un ejemplo a
nivel europeo. Con la demolición del Palacio, todo el centro de la ciudad
carece de equilibrio. La demolición del Palacio de la República y la reorde
nación del área ofrecen una ocasión única para restituir a la ciudad el lugar
de su identidad.” (Von Boddien, 1994).
La otra razón de peso planteada por la Fundación es que con la re
construcción se impulsaría la vida cultural del centro de Berlín, ya que
complementando el proyecto en marcha de la isla de los museos, en el
nuevo edificio se instalarían el conjunto de museos de etnología y arte
dedicados a los pueblos primitivos situados actualmente en Dahlem, ade
más del Humboldt Forum, un centro multifuncional para actos culturales y
científicos, la colección científica de la Universidad Humboldt, bibliotecas
estatales y otros establecimientos relacionados con el ocio (restaurantes,
tiendas, etcétera), según proyecto del arquitecto italiano Francesco di Ste-
11a, ganador del concurso internacional celebrado en 2008.
El coste de toda la operación se estima en tomo a los 590 millones de
euros; la prevista reconstrucción de los tres lados de la fachada y la cúpula
asciende a 80 millones financiados exclusivamente de manera privada. En
la publicidad difundida por la Fundación, se explican algunos de los méto
dos de financiación que ayudarán a realizar la costosa réplica: donaciones
individuales, adopción de una parte del edificio en la que quedará impresa
el nombre del donante (existe un detallado catálogo de la fachada indican
do la variedad de precios de cada elemento decorativo o constructivo que
puede ser adoptado), donaciones testamentarias o, lo más curioso, se invi
ta a los ciudadanos a hacer una donación colectiva con el dinero destinado
al cumpleaños de un amigo; como se expresa en el folleto de propaganda,
la Fundación “estará encantada de informar a tus amigos de la donación,
enviándoles un documento de confirmación”. Medios poco usuales para
una reconstrucción nada habitual que ha encontrado mucha oposición en
tre una parte importante de los berlineses.
Entre 2004 y 2005, mientras se esperaba el comienzo de la demolición
del Palacio de la República, el gobierno alemán aprobó el uso provisional
de esta infraestructura para actos culturales, lo que acabó volviéndose en
su contra, ya que el edificio mostró su utilidad de nuevo, a pesar de carecer
í - 335
de muchos detalles que lo hacían más incómodo. Hacia finales del 2005,
se habían celebrado en él casi 900 eventos, muchos de ellos ligados a per
formances e intervenciones artísticas, con la participación de aproximada
mente 600.000 personas, y esto tuvo un efecto añadido, ya que una nueva
generación de berlineses hicieron suyo este espacio y lo defendieron. No
estaban solos; junto con colectivos de artistas, arquitectos extranjeros como
Rem Koolhas apoyaron la iniciativa de revitalizar el edificio existente en
vez de demolerlo (Krauthausen, 2004). En vano, el 19 de enero de 2006,
a pesar de las protestas de los partidos de izquierda y verde, el Bundestag
aprobó la demolición inmediata del Palacio, un interesante ejemplo de la
arquitectura socialista de los años 70, ligado estrechamente a la historia
alemana que, según los expertos “aportaba una fachada vitrea y tornaso
lada, rememorando la arquitecutra de cristal expresionista de preguerra”
(Martínez, 2008, 33), y que debería haberse conservado.
El presupuesto general del proyecto, y en particular de la reconstruc
ción de la fachada del palacio es tan costoso, que las expectativas expre
sadas por los políticos es que las obras no se iniciarían antes del 2012; de
hecho, todavía no se han iniciado. Es decir: se ha derribado un edificio de
interés histórico y arquitectónico que incluso en su frágil situación (casi
reducido a su estructura tras la imperativa eliminación del amianto) cum
plía una función cultural muy activa y que tenía gran trascendencia para
la memoria colectiva de la ciudad, para, en su lugar, dejar un vacío que no
será ocupado como pronto hasta dentro de bastantes años (las previsiones
apuntan a 2019). Incomprensibles paradojas de la memoria y la historia de
algunas ciudades contemporáneas.
Lo que le ha sucedido al Palacio de la República, sin embargo, no es
un hecho aislado, como tampoco lo es la destrucción del Hotel Rossiya en
Moscú, un relevante símbolo de la etapa comunista (Hernández, 2007).
Otros notables edificios de los años 60 y 70 de Berlín caen inmisericorde-
mente bajo la piqueta o son profundamente transformados, como el Kau-
fhof en Alexanderplatz. Este interesante edificio, obra de los arquitectos
Josef Kaiser y Günter Kunert (1970), caracterizado por una atrevida facha
da metálica de estructura alveolar, ha sido remodelado para convertirlo en
el segundo centro comercial más grande de Alemania, un proyecto estima
do en 110 millones de euros, operación que ha conllevado el desmantela-
miento de lo más representativo del edificio: su fachada, para convertirlo
en una anodida construcción (Salamone, 2005).
¿336
Otros edificios alemanes de la misma época han corrido la misma (o
peor) suerte, entre ellos el Centrum-Warenhaus de Dresde (1973-1978),
un centro comercial inspirado en el Kaufhof del que toma la sugerente idea
de fachada alveolar, condenado también a desaparecer. Todas estas inter
venciones parecen responder al mismo espíritu de reinterpretación selecti
va de la historia y de cancelación de la memoria que se da en otros lugares
del mundo, como en la capital moscotiva antes citada. Una operación -e n
nuestra opinión- de limpieza ideológica e histórica, en el acelerado proce
so de refundación urbanística y sociológica experimentado en Alemania,
pero de manera muy especial en su capital, que se está llevando por delan
te tantos recuerdos y edificios de la República Democrática Alemana (cabe
preguntarse qué quedará de esta etapa para la memoria colectiva...), de la
que tan sólo parece haberse salvado con éxito la Femsehturm (la torre de
la televisión situada en Alexandersplatz), y que ha banalizado otros edifi
cios y lugares hasta términos insospechados.
La reconstrucción a efectos turísticos de la caseta del Check Point Char-
lie, uno de los puestos fronterizos más famosos (y de recuerdos más dra
máticos) de Berlín, es un significativo ejemplo de estos hechos. En esta
situación, salvar estos edificios no es un ejercicio de nostalgia, sino de res
ponsabilidad histórica, y la actitud del historiador frente a esta situación
no puede ser otra que reconstruir críticamente los procesos que nos han
llevado hasta este punto y denunciar de manera activa los abusos y mani
pulaciones realizados con la historia que, por tanto, tendrán irreversibles
consecuencias en nuestra memoria.
337
Obras citadas
^ 339
______ . (2005). Patrimonio Histórico de la Comunidad de Madrid. Madrid: Funda
ción Caja Madrid, voi. I.
Pons Sorolla y Arnau, Francisco. (1970). “Las obras de restauración en Sos del Rey
Católico”. Zaragoza, 31, 27-32.
____ (1957). “El Palacio de los Sada en Sos del Rey Católico”. En: Zaragoza,
5,37-61.
± 341
.
■
Im a g e n 1: P la z a
d e la V illa ( M a
d r id ) . El A y u n ta
m ie n to en p rim e r
p la n o a la d e re c h a
y la C asa d e C is-
n ero s a l fo n d o ,
tras la re sta u ra
ción re a liz a d a p o r
Luis B e llid o a c o
m ie n zo s d e l siglo
XX. E stad o actual.
F oto d e la au to ra.
Im a g e n 2: T o rre d e los
L u jan es ( M a d r id ). Im a g e n
d e l ed ificio d e sp u é s d e la
re sta u ra c ió n d e Francisco
J areñ o. A rc h iv o G e n e ra l d e
la A d m in istració n , (A lc a lá
d e H en ares, M a d r id ).
¿ 343
Im a g e n 3: T o rre d e los L ujan es
(M a d r id ). Im a g e n to m a d a
d u ra n te las o b ra s d irig id a s p o r
P e d r o M u g u ru z a , entre 1930
y 1936. A rc h iv o G e n e ra l d e
la A d m in istració n , (A lc a lá d e
H e n a re s , M a d r i d ) .
Im a g e n 4: B a lc ó n d e
C o rre g id o re s tras la
reconstrucción, Guadix
(Granada). Portada de
la revista Reconstrucción
Madrid, no. 96, 1949
A 344
Im a g e n 5: R in có n d e G o y a
(Z a r a g o z a ). E stad o o rig in a l
d e l ed ificio (im a g e n s u p e rio r)
p rev io a la in terven ción de
1945 (im a g e n in fe rio r). Foto
p u b lic a d a en G ó m e z , C arm en .
(1 9 9 9 ). Los palacios aragoneses.
Z a ra g o z a .
^ 345
Im a g e n 7: Sos d e l R e y
C ató lico (Z a r a g o z a ). A n tig u o
A y u n tam ien to . Im a g e n antes de
la reconstru cción , 1968. A rch iv o
G e n e ra l d e la A dm in istració n ,
(A lc a lá d e H e n a re s , M a d r i d ) .
4 346
Im a g e n 9: N e u e s M u s e u m (B e rlín ). El p atio g rie g o tras la restau ración .
E stad o actual. F oto d e la a u to ra (a b r il 2 0 1 2 ).
4 347
4
*
348
* Este texto deriva de la investigación Arte y M em oria en Colombia, financiada por el Co
mité de Investigaciones (CODI) de la Universidad de Antioquia, convocatoria mediana
cuantía 2011.
4*351
cería evidente que, como Darío Ruiz Gómez afirmaba en 1975, a propósito
de una amplia exposición de 100 de sus obras en la Biblioteca Pública
Piloto de Medellín, Débora Arango no cabía entonces en la historia oficial
del arte colombiano, lo que significa, en última instancia, que nos encon
tramos ante un olvido intencional:
A l lado de este ejército culturizado [ese público de “inversionistas”, de lecto
res de fascículos] en donde la inform ación, [y ] esa “Historia del arte”, actúan
como sucedáneos, el verdadero arte continúa librando su diaria batalla contra
la m entira [.. . ] Y o sé, entonces, que p o r m ucho esfuerzo que se haga, todavía
hoy la pintura de D ébora A ran go no pu ede ser potable para un público, para
una crítica que interiormente está n egad a a los interrogantes, a las expectati
vas que nos plantea un arte que nace, obedeciendo a las más extremas razones
íntimas, frente a un m undo con el cual no se está de acuerdo. Y hace exacta
mente treinta años que fue anatem atizada p o r el prejuicio religioso y social,
que fue tildada de “obscena y comunista” (1 2 7 -2 8 ).
^ 352
se inscriba dentro de la transformación radical con respecto a la valoración
de la artista que reconocemos a partir de entonces?
Otro ejemplo anterior es igualmente inquietante. La valoración que,
primero Gabriel Giraldo Jaramillo y luego Marta Traba tras sü llegada a
Colombia, hacen de la obra de Andrés de Santamaría nos posibilitó enten
der que lo que hasta entonces conocíamos y valorábamos en el paso del
siglo XIX al XX correspondía sólo a un aspecto de la realidad, aquel que la
historia oficial nos permitía recordar:
El ejercicio de ver es m ucho más com plejo de lo que algunos creen. Las cosas
están ahí, todos las vem os; dice el espectador. Pero hay un universo de diferen
cia entre ver superficialmente paseando un ojo distraído p o r la epidermis del
m undo visible y acostum brar al ojo a descubrir, a vivir a la caza de sensaciones
de color y de form a. [. . . ] En nuestros museos, a esta indiferencia se sum a el
castigo de subordinar el ojo a otras razones distintas de lo puram ente visual.
N o se lo acostum bra a ver, sino a ayudar a recorrer m entalmente las lecciones
de historia, de política, de etnología. Convertido en auxiliar el conocimiento no
ve sino que repite, com o sonám bulo, la lección que le dicta la m em oria (T raba,
1984, 44).
Y, cabría agregar, esa memoria no es inocente sino que está siempre
cargada de intereses -culturales, sociales, políticos- como los que hay en
la exaltación que hace Antonio Gómez Restrepo de las españolerías aca-
demicistas de los años veinte, donde, entonces, no cabe Andrés de Santa
María; o en los debates parlamentarios de Laureano Gómez contra el ex
presionismo artístico que apoya Jorge Eliécer Gaitán, entonces Ministro de
Educación, es decir, contra Débora Arango.
Pero la referencia de Marta Traba a la manera como se presentan las
pinturas de Santa María en el museo permite insistir también en la tras
cendencia de los diferentes medios de comunicación sobre la memoria y
el recuerdo porque, esencialmente, son ellos los que visibilizan la obra;
es decir, son los medios los que posibilitan y, más aún, los que permiten
la memoria. Y Marta Traba, que decidió echar una capa de silencio y de
olvido sobre los artistas nacionalistas de la primera mitad del siglo XX y
no mencionarlos, ni siquiera para hablar mal de ellos, sabía muy bien que
quien cuenta la historia ejerce un poder mediador que, en algunos casos, y
al menos transitoriamente, puede ser superior al de las mismas obras.
En definitiva, redescubrimientos como los mencionados de Andrés de
Santamaría y Débora Arango permiten afirmar que aunque la historiogra
¿ 353
fía del arte sea una manifestación de la memoria, ésta siempre es selectiva
e intencionada, lo mismo que cualquier narración histórica. No recordamos
ni conservamos todo; quien recuerda y entrega algunos asuntos a través
de un relato al mismo tiempo que descarta otros lo hace con una intención
personal concierne o inconsciente1; pero, sobre todo, e incluso sin saberlo,
se encuadra dentro de la mentalidad, los valores y los gustos de una época
o un ambiente, con límites muy indeterminados, que se refuerzan, recons
truyen o transforman en virtud de esas narraciones.
Convendría recordar aquí una afirmación de Arthur C. Danto:
[...] los acontecimientos se reescriben continuamente y se reevalúa su signifi
cación a la luz de la información posterior. Y, como poseen esta información,
los historiadores pueden decir cosas que los testigos o los contemporáneos
no podrían haber dicho justificadamente. Preguntar por la significación de un
acontecimiento, en el sentido histórico del término, es preguntar algo que solo
puede ser respondido en el contexto de un relato (sto/y). El mismo aconteci
miento tendrá una significación diferente de acuerdo con el relato en que se
sitúe o, dicho de otro modo, de acuerdo con qué diferentes conjuntos de acon
tecimientos posteriores pueda estar conectado (1989, 45).
En otras palabras, la relación entre historia y memoria es ambivalente;
desde un punto de vista, la memoria genera la historia como relato, lo que
significa, entre otras cosas, que es desde el presente de la memoria que se
construye el relato del pasado; pero, desde otro, el acontecimiento (si es
que tenemos manera de acceder a él) puede abrir la posibilidad de nuevas
memorias y relatos.
En este sentido, la historia del arte es una disciplina que se constru
ye a partir de recuerdos y de olvidos; destaca o hace invisibles artistas,
técnicas, temáticas, movimientos, regiones enteras. Y, por supuesto, no
se trata de problemas derivados estrictamente de precariedades discipli
nares. Así, por ejemplo, el interés de los estudiosos por Tiziano casi hizo
desaparecer a Giorgione y a Lorenzo Lotto. Pero también se impusieron
prejuicios y descalificaciones basados en los más diversos motivos: Berthe
Morisot no podía ser una gran artista (en última instancia, por ser mujer
^ 3 54
y pintar temas domésticos); el dibujo o la gráfica son menos importantes
que el óleo (por razones que tienen que ver más con asuntos económi
cos y sociales más que con problemas estéticos); el arte florentino del
siglo XV basta para explicar el problema del Renacimiento y se deja de
lado casi todo lo demás; el historiador del arte colonial se enfrenta un
fenómeno secundario. En fin, la historia tradicional fue una disciplina
europea y eurocèntrica que sumió en el olvido la producción artística de
la mayor parte de la humanidad.
^ 355
Pero, además, por otra parte, la historia del arte se da el lujo de recor
dar de determinada manera para que sus fichas encajen adecuadamente,
e incluso logra imponer ese recuerdo a las generaciones posteriores. La
restauración de la Capilla Sixtina nos llevó a aceptar que el pintor y colo
rista de la bóveda y del Juicio Final no era aquel Miguel Ángel supuesto,
“siempre escultor”, definido por una tradición que, a lo largo de los siglos,
lo consideró como la cumbre del Renacimiento; una tradición que lo veía
como la cima de la cima del arte, y hacía impensable que el gran artista
enfrentara críticamente los valores clásicos, que fuera, en realidad, un
manierista. Lo anterior quiere decir que, más allá del debate concreto
sobre la restauración de estos frescos, un caso como el de la Sixtina hace
patente que, en realidad, nunca disponemos de la obra en su estado míti
co original sino solamente - y de nuevo es una constatación obvia- de la
que ha sido conservada, lo que incluye el cómo se ha querido (o decidido)
conservarla23
.
Los ejemplos se podrían multiplicar. Pero quizá el más clamoroso tiene
que ver con el arte griego, del cual tenemos una visión radicalmente apó
4 356
crifa3, muy diferente de la que ha demostrado la arqueología de los últimos
tiempos. En concordancia con este sentido de “lo apócrifo” que recupero
aquí, el de “la negación-olvido del pasado real, la afirmación-reinvención
de un pasado posible” (Brioso, 2007, 215), recordamos un arte griego que,
en buena medida, nunca existió. Pero, a pesar de todo, quimérica y falsa
como hoy puede aparecer, nuestra memoria de Grecia ha sido una de las
bases fundamentales de la historia del arte y del conjunto de la cultura oc
cidental. Eso es tan grave como decir que la cultura occidental no se basa
tanto en hechos sino en tradiciones de memorias, nunca seguras: recuerdos
de otros recuerdos y de interpretaciones que hemos aprendido a recordar y
que, de repente, descubrimos que no tenían una base real, aunque en ellas
se cimiente gran parte de lo que somos. Y, al menos en ese contexto, no
tendría sentido que simplemente pretendiéramos cambiarla: un tal afán de
sinceridad y crítica nos aproximaría mejor a los antiguos griegos pero nos
impediría comprender muchos de los procesos posteriores. En otras pala
bras, no sólo los hechos son determinantes para la comprensión histórica;
incluso puede resultar mucho más definitivo su recuerdo, o el recuerdo del
recuerdo.
Pero también se trata de una pregunta que, a pesar de que pueda pa
recer obvia e indiscutible, quizá arroja luces sobre los orígenes y las bases
de la disciplina de la historia del arte y, según sospecho, sobre sus crisis
históricas y sobre los proyectos que puede enfrentar en el presente.
b 357
La historia del arte y la fama
Cuando Giorgio Vasari publica en 1550 su libro Vidas de los más excelen
tes arquitectos, pintores y escultores italianos desde Cimabue a nuestros días,
trabaja a partir de una relación indisoluble entre memoria y fama. Así se
abre el prefacio de la obra:
Los espíritus egregios, llevados por un encendido deseo de gloria, solían no
escatimar ningún esfuerzo en sus acciones, por penosas que fueran, con tal de
conseguir que sus obras fueran tan perfectas y m aravillosas que asom braran al
m undo entero; ni la m ala fortuna ni ninguna otra causa les im pedían alcanzar
la meta fijada, y no únicamente para vivir honrosam ente, sino para obtener
fam a eterna por cada una de sus virtudes excepcionales (3 3 ).
¿ 358
Dolores que causan llanto, a los Combates, Guerras, Matanzas, Masacres,
Odios, Mentiras, Discursos, Ambigüedades, al Desorden y la Destrucción,
compañeros inseparables, y al Juramento, el que más hace penar a los
hombres de la tierra [...] (Hesíódo, 1975,104). El contrapunto con Lete y
sus hermanos ayuda a iluminar todavía más el significado de Mnemosine.
La Fama, por su parte, es una figura divina que no aparece en Hesíodo;
y, aunque se menciona eñ algunas tragedias y se afirma que había en Ate
nas un altar dedicado a ella, en realidad nos ha llegado sobre todo a través
de Virgilio y de Ovidio.
En el Libro Cuarto de la Eneida, Fama es sinónimo de rumor o de voz
pública; es un monstruo horrendo, cubierto de plumas que ocultan nume
rosos ojos, bocas y orejas; es la más veloz de todas las plagas, que se for
talece con su propio movimiento y que no descansa ni de día ni de noche;
la Fama es mensajera tenaz de todo lo falso y de lo malo pero también de
todo lo verdadero y bueno (Virgilio, 2000, 81-82). Pero es todavía más
impactante la imagen que crea Ovidio en el Libro XII, versos 39 a 63, de
Las Metamorfosis:
El centro del Universo es un lugar igualm ente alejado del cielo, de la tierra y
del m ar, y que sirve de límite a estos tres imperios. Se descubre desde este p u n
to todo lo que pasa en el m undo y se oye todo lo que se dice. En este lu gar h a
bita la Fam a sobre una torre rod ead a de mil avenidas. El techo está horadado
p o r todas partes; no se encuentra en ella ninguna puerta, y perm anece abierta
día y noche. Las m urallas están hechas de un m etal sonoro, que repite todo lo
que p o r el m undo se dice. A unque el reposo y el silencio sean desconocidos en
este lugar, jam ás se oyen grandes gritos; solam ente un ruido sordo y confuso,
que sem eja al del m ar lejano o al que hacen las nubes después del relám pago.
Los pórticos de este palacio están siem pre llenos de una gran multitud que va
y viene sin cesar; se oyen mil comentarios, tan pronto verdaderos com o falsos.
A llí reina la tonta credulidad, el error, una falsa alegría, el tem or de las alarm as
sin fundam ento, la sedición y los m urm ullos misteriosos de autores descono
cidos. La Fam a, que es de aquel lu gar la soberana, ve todo lo que en el cielo,
m ar y tierra sucede y exam ina todo con inquieta curiosidad. ( “El sím bolo de
fa m a .. w w w .legba-h erm es.blogspot.com )
^ 359
que se dice, sin preocuparse de si es verdad o no. Pero en el mundo clási
co, muchos la buscan y adoran porque es una forma de comunicación que
asegura el conocimiento de las acciones heroicas o de las que se salen de lo
habitual, y permite que no caigan en el olvido propio de la muerte; incluso,
la Fama asegura una forma de inmortalidad, que es en efecto la única real
para los griegos, al hacer que el reconocimiento del héroe se mantenga en
la memoria de los hombres del futuro; por eso, Aquiles prefiere una vida
corta pero gloriosa.
Sin embargo, como señalan Rudolf y Margot Wittkower, en el mundo
antiguo la fama es esquiva para los artistas. En general, como en la obra
de Duris de Samos, quien escribió en el siglo IV antes de Cristo unas Vidas
de pintores y escultores, de la cual se conservan sólo pocos fragmentos, todo
se limita a una relativa curiosidad sobre la personalidad de los artistas; y,
de todas maneras, predomina el desprecio hacia ellos por la condición ma
nual de su trabajo. Plutarco (c. 4 0 - 1 2 0 d.C.) afirma que gozamos con las
obras pero despreciamos a su autor. Y en la misma línea se manifiesta el
escritor satírico Luciano de Samosata (c. 1 2 5 - C . 1 9 0 d.C.) quien había sido
escultor en su juventud; Luciano escribe que la Paideia se le apareció en
sueños para advertirle lo que le esperaba como escultor:
[. . . ] no serás m ás que un jornalero, trabajando con tu cuerpo... recibiendo p a
gas exiguas y m ezquinas, hum ilde, u n a figura insignificante en público... uno
más entre el populacho.
Aunque te convirtieras en u n Fidias o un Policleto y crearas muchas obras m a
ravillosas, todos elogiarían tu artesanía, cierto es, pero ninguno de los que te
vieran -s i fuera sen sato- querría ser como tú; pues com o quiera que fuera tu
obra, serías considerado com o un artífice, un artesano, uno que vive del traba
jo de sus m anos (W ittkow er, 1985, 17).
Para agravar la situación, según afirma Plinio (23-79 d. C.), los mismos
artistas han renunciado a la fama por buscar la riqueza; los Wittkower
hacen caer en la cuenta de que en esa afirmación está implícita la idea de
que el arte de su tiempo se ha degenerado. Dice Plinio: “La verdad es que
la finalidad del artista, como la de todos los demás en nuestros tiempos,
es la de ganar dinero, no la fama como en días pasados, cuando los más
nobles de su nación consideraban el arte como uno de los caminos hacia la
gloria, e incluso lo atribuían a los dioses” (18).
Pero conviene regresar al ámbito del Renacimiento, que genera el clima
en el cual se desarrolla la obra de Vasari, quien a lo largo de su trabajo
privilegia esa forma particular de recuerdo que es la fama.
Que Lorenzo Ghiberti escriba su autobiografía significa que se plantea
a sí mismo como formando parte de la historia, consciente de que, frente
a la época anterior, él es un nuevo tipo de artista (25). De todas maneras,
el ideal de la fama como recompensa del “hombre superior” (Clark, 1979,
143) está vigente desde el surgimiento del Renacimiento, como aparece
claro en la introducción del tratado De la pintura, que en 1436 León Battis-
ta Alberti dedica a su amigo Filippo Brunelleschi; allí se afirma la convic
ción de que la excelencia del trabajo de los artistas florentinos de la época
no es inferior a la de “[...] los antiguos que alcanzaron la fama en estas
artes” (Alberti, 1996, 57). Pero, sobre todo para lo que aquí interesa, es
importante señalar que para Alberti la fama es una virtud del artista y no
tanto de su obra, lo que seguramente está en relación con el hecho de que
en esta época se extienda la tradición de escribir sobre la vida de los artistas
más que sobre los asuntos del arte. Alberti lo afirma de manera explícita:
Más que la riqueza, lo que con su trabajo busca el pintor es el elogio, la opi
nión favorable y la buena voluntad. Lo logrará si su pintura atrae y encanta
a los ojos y a la mente del observador. [...] Pero para que alcance todas estas
metas, el pintor primero que nada debe ser buen hombre y conocedor de las
artes liberales. Todos saben que para recibir la buena voluntad de las personas
es mucho más efectivo poseer un buen carácter que ser excelente en el trabajo
y en el arte (§52, 135).
Es cierto que a partir de 1400 empiezan a aparecer obras como Le vite
d’uom ini ilustri fioren tin i de Filippo Villani, seguidas de monografías y bio
grafías individuales y colectivas de artistas. Se destaca el códice Anónim o
Maglabechiano del cual forman parte las Vite di X IV uom ini singhulary in Fi-
renze dal 1400 innanzi; atribuido con frecuencia al matemático Antonio de
Tuccio Manetti (1423-1497); en él se habla, junto a ciudadanos tan ilustres
como Leonardo Bruni, de Filippo Brunelleschi, Donatello, Lorenzo Ghiber
ti, Masaccio, Fra Angélico, Filippo Lippi, Paolo Uccello y Lúea della Robbia.
Pero no son obras realmente significativas en el conjunto de la época4.
Todo lo dicho sirve para mostrar la importancia de que las Vidas de
Vasari se estructuren, en buena medida, a partir de la idea de la fama. Los
suyos son personajes a los que se atribuye un indiscutible reconocimiento
social, adquirido por medio del arte mismo pero que enaltece más al per
4. E. Zilsel calculó que en las biografías colectivas de italianos famosos escritas en el siglo
XV y la primera mitad del XVI sólo el 4,5% se dedicó a la obra de los artistas, frente al
49% referidas a escritores, el 30% a políticos y militares, el 10% a eclesiásticos y el 6,5%
a médicos (Wittkower, 1985, 24).
sonaje que a su obra, y que revelan una nueva perspectiva para la figura
del artista; como cuando “[...] el papa Pablo III dijo del escultor Benvenuto
Cellini que hombres como él, sin igual en su profesión, estaban por encima
de la ley” (Tatarkiewicz, 1991, 93), o cuando Cesare Cesarino, editor y
comentador de Vitruvio, afirmaba que los artistas eran “semidioses” por
crear obras parecidas a la naturaleza (145).
Esta idea de la fama es un leitm otiv a lo largo de todo el texto vasariano
y dentro de cada una de las vidas, que casi siempre se inician con una re
ferencia a ella. Así, para señalar sólo un ejemplo, la obra de Cimabue fue
la razón por la que “[...] su discípulo Giotto, movido por la ambición de
la fama y asistido por el cielo y la naturaleza, llegó tan alto con el pensa
miento, que abrió la puerta de la verdad a quienes han elevado este oficio
al estupor y la maravilla que vemos en nuestro siglo” (Vasari, 2007,109).
Y son, según Vasari, las realidades materiales las que no permiten que los
artistas se dediquen a su verdadero propósito:
Pero si adm iram os tanto a aquellos celebérrim os artistas [lo s griegos y rom a
nos] que se gan aron tantas recom pensas y que con tanta felicidad dieron vida
a sus obras, ¿cuánto más no debem os celebrar y m an d ar al cielo a estos raros
espíritus que no sólo sin prem ios sino en una p obreza m iserable dan frutos tan
preciosos? Se puede, p o r tanto, creer y estim ar que, si en nuestro siglo exis
tiera una justa rem uneración, se lograrían sin lu gar a dudas obras mayores y
mucho mejores que lo que hicieron los antiguos. Pero, p o r culpa de que estos
desdichados ingenios tienen que com batir m ás con el ham bre [fam e] que con
la fam a se les tiene enterrados y no se les d a a conocer (cu lpa y vergüenza de
quien podría aliviarlos y no se preocupa de h acerlo) (4 6 8 -6 9 )s.
6. Cf. Giorgio Vasari, Le Vite de’ più eccellenti architetti, pittori, et scultori italiani, da Ci
mabue insino a’ tempi nostri, Torino, Giulio Einaudi, 1991,919. Este grabado no aparece
en la traducción de Akal.
^ 362
I
J
La exaltación de la fama de los artistas, más que del valor o significado
de sus obras, se manifiesta claramente en la Academia de las Artes del
Diseño, fundada por iniciativa de Giorgio Vasari en 1562. El principal obje
tivo que se buscaba con la nueva institución era puramente representativo:
establecer una sociedad que reuniera a los principales artistas florentinos,
bajo la presidencia honoraria del duque Cosme de Mèdici y de Miguel Án
gel. Los estatutos de la Academia preveían la realización de una especie
de friso alrededor de la sala de reuniones con los retratos de los más ex
celentes artistas toscanos, de Cimabue en adelante7; es decir, en el mismo
marco de las Vidas y con su mismo sentido conceptual: también aquí en
la Academia se aprenden las “lecciones de la historia” que, a través de los
maestros más famosos, llevan a los artistas a comprender el más elevado
ideal del arte, que se convierte, por tanto, en modelo para imitar.
Quizá una manera de resumir todo lo dicho sería señalando que para
Giorgio Vasari el problema de la memoria en la historia del arte es un asun
to de fama porque se estructura a partir de una estética de la producción;
aquí la memoria es el recuerdo del artista que se quiere exaltar como un
héroe intelectual y creativo.
¿ 363
de nuestro arte de hoy, lo que sólo es posible para aquellos pocos que
estudian el arte antiguo, sino para aprender a observar este último [el
arte antiguo] y a admirarlo” (Assunto, 1990,119). Y a partir de esa idea
básica todo su proyecto se enfoca hacia la experiencia estética: la lectura
y comprensión de la obra, el descubrimiento de elementos formales y de
contenido, el análisis de las relaciones que se pueden establecer entre
diferentes producciones para lograr la comprensión del estilo. De todas
maneras, lo que interesa ya no es la vida o la fama de los artistas sino
la aproximación y el contacto directo con las obras de arte, lo que en la
perspectiva de Winckelmann se logra de manera más adecuada en las
grandes ciudades; la erudición, aunque ésta se derive de la lectura de
los clásicos, pasa a un segundo plano; y reivindica la importancia de la
práctica por encima de aquélla, esto es, el contacto con las obras de arte
antes que “el mucho saber” que “[...] no genera una sana inteligencia”,
una afirmación que, según Winckelmann, procede de los propios griegos
(Winckelmann, 1973, 81-106).
Si nos concentramos en el aspecto metodológico de la disciplina de
la historia del arte, cabría preguntar en este terreno quién recuerda, qué
recuerda, cómo recuerda. Por una parte, en el sentido más pragmático, la
memoria aparece como una herramienta metodológica en el trabajo del
historiador, indispensable para lograr la confluencia de los múltiples aná
lisis desarrollados, teniendo presente no sólo lo descubierto en el contacto
directo con las obras sino, adicionalmente, ahora sí, los textos de la litera
tura clásica y los conceptos de todos los expertos anteriores. En este nivel,
Winckelmann logró un reconocimiento excepcional tanto por parte de sus
amigos como de sus más grandes detractores, como de hecho ocurre en
el Laocconte de Lessing (1977), un texto a través del cual se puede descu
brir un ejercicio incluso pedante de ese tipo de memoria erudita tanto por
parte de Winckelmann como por parte de Lessing8; sin embargo, conviene
8. “[...] Lessing se entregó a los estudios de la Antigüedad, tan caros al siglo XVIII, sólo
como pasatiempo y para confirmar su convicción, no muy halagüeña para nosotros, de
que la mayoría de los eruditos eran charlatanes” (Gombrich, 1991, 33). No se debe ol
vidar en este contexto que las principales objeciones que se formularon contra Winckel
mann cuando publicó las Reflexiones (Véase Johann Joachim Winckelmann, Reflexiones
sobre la imitación del arte griego en la p in tu ra y la escultura, Barcelona, Península, 1987)
se basáron en que el autor había dejado por fuera de su texto ese tipo de referencias
eruditas; esos problemas lo llevaron a ampliar su libro con una segunda parte y a ser
particularmente amplio en las citas bibliográficas en todas sus obras posteriores.
^ 364
insistir en que Winckelmann no se limita a la erudición libresca sino que
afirma siempre la preeminencia de la experiencia de las obras de arte, di
rectamente conocidas.
En primer lugar, el del valor de la obra por encima del prestigio perso
nal del artista. Así, mientras que la obra de arte cubre cada vez más y de
manera simultánea los terrenos de la experiencia, el sentido, la presencia
en el contexto social, la documentación, y hasta define la dirección meto
dológica, la disciplina abandona progresivamente la exaltación de la figura
del artista y la proclamación de su fama, un tema que pasa a ser, sobre
todo, competencia del mercado; de todas maneras, es claro que el modelo
vasariano de consagración de los grandes hombres que son los artistas ha
sido superado y que nos interesa su proceso estético muy por encima de su
biografía personal. Pero ese privilegio de la obra significa también que el
historiador del arte no puede darse el lujo de limitarse a la frágil memoria
sino que cada vez se encuentra más impelido al contacto más o menos
directo con las obras. E. H. Gombrich decide que sólo considera para su
relato obras que haya podido conocer, mientras que G. C. Argan reafirma
como esencial la condición de presente de las obras (ser moderno implica
voluntad de presente, dice Javier Domínguez):
[...] el historiador del arte que debe explicar el significado intrínseco de los
hechos artísticos no puede limitarse a proclamarlos memorables sino que debe
tenerlos presentes. De hecho, la historia del arte es la única entre todas las
historias especiales que se hace en presencia de los hechos y, por tanto, no
debe evocarlos, reconstruirlos ni narrarlos, sino sólo interpretarlos. Esta es la
característica y, al mismo tiempo, la mayor aporía de la historiografía del arte
(1993, 30).
^ 366
de memoria histórica o, quizá mejor, que la médula de la obra de arte es su
potencial de memoria histórica.
A pesar de lo complejo que pueda ser su proyecto, el párrafo de Argan
apenas citado suena demasiado esquemático. Y no tanto por la referencia
funcional que se comprende bien en un “gran relato” como el que busca
Argan, sino por la sensación que deja de que la situación cultural ya está
definida y clara. Por eso, junto a este párrafo deberían recordarse mu
chos otros pasajes del mismo historiador en que insiste en la necesidad
de revisar permanentemente y desde las más diversas vertientes todos
los contextos, que siempre son construcciones culturales. No se trata de
encontrar para la obra un lugar definido en el trazado de una línea con
tinua, como ocurre en Vasari, en Winckelmann o en Wólfflin, sino de la
construcción de una red de relaciones posibles, en la que “Lo que nos
interesa son los vínculos reales, directos o indirectos, ocultos o patentes
que se trenzan entre los hombres y conforman a la humanidad entera
como una sociedad histórica” (2 9 )9. En la misma dirección, cabría recor
dar el “credo secular” de Gombrich que, en último término, afirma que
una historia del arte sólo es concebible en un contexto cultural (1981,
27-28).
^367
pasa al desarrollo, el esquema de la tradicional historia del arte se hace
insostenible.
Quizá lo que aquí se discute podría llegar a leerse como una enésima
manifestación de la crisis de la disciplina de la historia del arte; pero no se
pretende plantear tal crisis, que se ha convertido en un lugar común que
pocas veces se analiza realmente; y mucho menos cuando comienzan a
ponerse en tela de juicio las consideraciones sobre el sentido del fin de la
historia y de sus relatos. Quizá, como ocurrió en los tiempos de Winckel-
mann, asistimos a la aparición de nuevos problemas, de nuevas preguntas
de investigación, de nuevas metodologías que pueden llegar a transformar
radicalmente la disciplina, sin que ello signifique que la crisis es un calle
jón oscuro y sin salida.
Tampoco se pretende afirmar que podríamos estar ante un corte radical
con la tradición historiográfica; ese tipo de cortes pertenecen más bien a
visiones causales y progresivas de la historia. Quizá asistimos, mejor, a una
especie de desarrollo en espiral en el cual se regresa a los mismos asuntos
pero siempre en una ubicación diferente. De hecho, seguimos (y seguire
mos) encontrando trabajos de historia del arte que funcionan a partir de la
fama de los artistas o, lo que metodológicamente es equivalente, a partir
de su denigración, sin que parezca ser importante el paso de Vasari a Winc-
kelmann ni la consideración de las obras; de la misma manera, es imagina
ble una historia que recurra al viaje de arte que se remonta a la tradición
de Pausanias; y hasta podrían encontrase equivalentes informáticos de los
recetarios medievales. Y, por supuesto, seguiremos prestado una atención
especial a lá experiencia estética.
Pero lo que aquí interesa es el contexto generado por la multiplicidad de
las memorias a las cuales busca dar hoy respuesta el arte; es evidente que
esa multiplicidad transforma la producción artística y todo lo que tiene que
ver con el sistema del arte; porque aunque sea claro que los trabajos y pers
pectivas del historiador y del artista no son iguales, lo es también que si
hablamos de una historia del arte, la transformación de éste significa que,
irremediablemente, también la disciplina de la historia del arte recibe sus
impactos. Las respuestas teóricas son más o menos conocidas: memorias
fragmentadas, discontinuidad, anacronismo, historia del arte como cons
trucción a partir de fragmentos, valoración de lo efímero, azar, archivo,
historia dé las imágenes. Sin embargo, quizá no contamos todavía con una
carga crítica suficiente de trabajos de este tipo que nos permita vislumbrar
en qué consisten, cómo se despliegan estas nuevas historias y qué sentido
alcanzan. A este respecto me parecen muy útiles las observaciones que so
bre las formas no narrativas de historia hace Jarque (2010,123-126).
La transformación de los esquemas curatoriales es un terreno fecundo
que conduce a algunas de las preguntas que, según creo, puede hacerse
hoy la historia del arte. Si en Vasari encontrábamos el interés por el artista,
y en la modernidad se giraba alrededor de la experiencia estética, parece
que, en virtud de la multiplicación de las memorias, que, de alguna ma
nera, son “memorias implicadas” existencialmente, ahora nos dirigimos
más allá de las obras, hacia un amplio contexto cultural, antropológico,
social, político e incluso mítico. Pero, de todas maneras, es claro que no
nos detenemos en las obras sino que ellas nos sirven de trampolín para una
reflexión o experiencia que obviamente las supera; es innegable que, como
decimos muchas veces frente al dolor de las víctimas, no podemos quedar
nos en estetizar la tragedia ni en la mera contemplación; quizá recordando
lo dicho por Adorno, “no se puede escribir poesía después de Auschwitz”.
Pero, en cierto sentido parafraseando a Adorno, tampoco sería perti
nente detenerse en la obra cuando consideramos otros tipos de experiencia
que se pretende analizar. Si de la estética de la producción pasamos a la
estética de la recepción, ¿qué enfrentamos ahora? Porque evidentemente
ya no nos detenemos en el artista ni la experiencia se centra en la obra
sino que va más allá, a las resonancias que estos trabajos despiertan en la
comunidad, que se entiende como lo esencial mientras que la obra misma
puede ser incluso olvidable.
í - 369
No se trataría, en ningún caso, de mantenernos aferrados a una forma
superada de hacer historia del arte, entre otras cosas porque no valdría la
pena. En principio, en cuanto disciplina, la historia del arte es una cons
trucción autónoma; pero no es independiente ni puede darle la espalda al
arte mismo; y si las prácticas artísticas se enfocan hacia esta implicación
social, la historia del arte no puede asilarse en la torre de marfil de los
grandes genios del pasado y de sus obras fascinantes. Sin embargo, cabe
preguntarse si centrar la investigación en aquellos problemas antropológi
cos y culturales es todavía hacer historia del arte o, más bien, es la partici
pación en procesos interdisciplinarios en los terrenos de la historia social
y política, historia social y política en la que depositamos toda la carga
significativa, mientras que el historiador del arte podría, digamos así, “re
servarse” solamente el archivo y la documentación previa más específica.
Por supuesto, no tendría sentido retomar a una tradicional estética de la
recepción después de aquel ejercicio interdisciplinario.
¿ 371
Obras citadas
4 - 372
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t 373
Los autores
J a iro M o n to y a G óm ez
J a v ie r D o m ín g u e z H ernández
D a n ie l J e ró n im o T ob ón G ira ld o
Vicente Jarqu e
Iv o n n e P in i de Lapidus
Ile a n a D iégu ez
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Th eatre Review 45/1. Fall. University o f Kansas (2011); “La puesta en
escena del cuerpo pos/sufriente. Iconofilias sacrificiales”. Memorias del
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(2012); “Teatralidades de la violencia. Alegorías neobarrocas”. Gestos No.
53 (2012), entre otros. Correo electrónico: insular5 @yahoo.com
± 378
(Universidad Iberoamericana de México, Conacyt). En la actualidad inves
tiga acerca de representaciones en la pintura colonial en América hispáni
ca. Ha publicado cinco libros, entre los últimos “Pintura y cultura barroca
en la Nueva Granada. Los discursos del cuerpo” (2012); “Historia de la Vida
privada en Colombia (Taurus, 2011). Es autor de 55 artículos especializa
dos para revistas y libros colectivos y ha participado en varias curadurías
entre las que se destaca “Habeas Corpus” y “Los primeros Tiempos moder
nos” (Colección permanente, Banco de la República). Correo electrónico:
jborja@uniandes.edu.co
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de autores antioqueños, 2007), Fundamentos estéticos de la crítica literaria
en Colombia-Finales del siglo X IX y comienzos del XX (en coautoría con Sofía
Stella Arango. Medellm, Editorial Universidad de Antioquia, 2011). Miem
bro del Grupo de Teoría e Historia del Arte en Colombia, Facultad de Artes
Universidad de Antioquia (Medellín, Colombia). Correos electrónicos: ca-
feman@hotmail.com, carlosarturofemandezu@gmail.com
Se terminó de imprimir en Editorial Artes y Letras S.A.S.
en enero de 2014. Para su elaboración se utilizó papel Propal
beige de 70 gr. y Propalmate 115 gr. La fuente empleada fue 12 puntos
Charter BT para los textos y 16 puntos para los títulos.