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’í

m
siglo
veintiuno
editores
Traducción de
M a u r o A r m iñ o
g a n z l9 1 2
ÚEGEL, MARX, NIETZSCHE
(o el reino de las sombras)

Por
HENRI ¡ LEFEBVRE
y

siglo
veintiuno
editores

MÉXICO
ESPAÑA
ARGENTINA
COLOMBIA
m _____________________
siglo veintiuno editores, sa de cv
C E R R O D E L AG U A 248, D E LE G A C IÓ N C O Y O A C Á N . 04310 M ÉX IC O . D F

siglo veintiuno de españa editores, sa


C /P L A Z A 5, M ADRID 33, E S P A Ñ A

siglo veintiuno argentina editores, sa


siglo veintiuno de Colombia, ltda
A V 3a 17-73 P R IM E R P IS O , B O G O TA , D E C O LO M BIA

g a n z l9 1 2
p rim era edición en esp a ñ o l, 1976
© sig lo x x i de esp añ a e d ito re s, s .a .
o ctava edición en esp a ñ o l, 1988
© siglo x x i e d ito res, s .a . de c .v .
ISBN 968-23-0334-6

p rim era edición en fra n c é s, 1975


© c a s te rm a n , tournai
título o rig in al: h eg el, m a rx, nietzche ou la riyau m e
des om bres

d erech os re se rv ad o s conform e a la ley


im preso y hecho en m é xico /p rin te d and m ade in m exico
INDICE

1. Las tríad as 1
2. El «dossier» Hegel 70
3. El «dossier» M arx 126
4. El «dossier» Nietzsche 183
Conclusión y epílogo 279
í
El sistema de la lógica es el reino de las
sombras. La permanecí m y el trabajo en
ese reino es la disciplina absoluta de la con­
ciencia . .
H egei..

El espíritu de teoría, una vez que ha con­


quistado su libertad interna, tiende a volverse
energía práctica: sale del reino de las sombras
y actúa como voluntad sobre la realidad mate­
rial externa. .
Marx.

Acabaré mi estatua, porque una sombra se


me apareció; cuanto hay de silencioso y de
ligero en el mundo se me apareció un día.
La belleza de lo Sobrehumano se me apareció
como una sombra.
ZARATl'STRA.
1. LAS TRIADAS

1. Sin re c u rrir en principio a m ás conocim ien­


tos que los elem entales, a m ás com probaciones que
las sum arias, podem os enunciar las proposiciones
siguientes:

p a) El m undo m oderno es hegeliano. En efecto,


) Hegel elaboró y llevó h asta sus últim as consecuen­
cias la teoría política del Estado-nación. Afirmó la
realidad y el valor suprem os del Estado. El hege­
lianism o sienta, com o principio, la ligazón del
sab er y del poder; la legitim a. Ahora bien, el nú­
m ero de Estados-naciones no cesa de au m en tar
(aproxim adam ente ciento cincuenta). C ubren la
superficie de la tierra. Adm itiendo incluso com o
cierto que las naciones y los Estados-naciones no
son o tra cosa que fachadas y tapaderas que ocul­
tan realidades capitalistas de m ayor am plitud
(m ercado m undial, m ultinacionales), esas fachadas
y esas tap ad eras no dejan de ser una realidad: en
vez de finés, in stru m en to s y m arcos eficaces. Cual­
quiera que sea la ideología que lo inspira, el Es­
tado se afirm a por doquier em pleando a un tiem ­
po, indisolublem ente, el saber y la coacción, su
realidad y su valor. El ca rác te r definido y definí-
2 H e n ri Lefebvre

tivo del E stado se confirm a en la conciencia polí­


tica que im pone, es decir, en su carácter conser­
vador e incluso co n trarrevolucionario (cualquiera
que sea la ideología oficial, incluida la «revolucio­
naria»). Desde este enfoque, el E stado engloba y
sub o rd in a a sí la realidad que Hegel llam a «socie­
dad civil», es decir, las relaciones sociales. P retende
contener y definir la civilización.

b) E l m undo m oderno es marxiste). En efecto,


desde hace algunas decenas de años, las preocupa­
ciones esenciales de los poderes denom inados pú­
blicos son: el crecim iento económico, considerado
com o base de la existencia y de la independencia
nacionales; y, por tanto, la industrialización, la
producción. Lo cual en tra ñ a problem as para la
relación de la clase o b rera (trab ajad o res p roduc­
tivos) con el Estado-nación, así como una relación
nueva en tre el saber y la producción, y, por tanto,
en tre ese sab er y los poderes que controlan la p ro ­
ducción. Y no es ni evidente ni cierto que el saber
se su bordine al poder ni que el E stado posea p ara
sí la eternidad. La planificación racional, lograda
por diversos procedim ientos (directos o indirectos,
.completos o parciales), está a la orden del día. En
un siglo, la in d u stria y sus secuelas han cam biado
el m undo, es decir, la sociedad m ás (por no decir
m ejor) que las ideas, los program as políticos, los
sueños y las utopías. En sus rasgos esenciales lo
anunció y previo Marx.

c) E l m u n d o m oderno es nietzscheano. Si al­


guien ha q uerido «cam biar la vida», aunque la
frase se atrib u y a a R im baud, ése ha sido Nietzsche.
Si alguien ha q u erido «todo y en seguida» ha
sido él. Las p ro testas y la contestación surgen de
todas p artes co n tra el estado de cosas. El vivir y
lo vivido individuales se reafirm an co n tra las pre-
Las tríadas 3

siones políticas, co n tra el productivism o y el eco-


nom ism o. Cuando no en fren ta u n a política a otra,
la p ro testa en cu en tra apoyo en la poesía, en la
m úsica, en el teatro , y tam bién en la espera y en
la esperanza de lo extraordinario, de lo surreal,
de lo so b ren atu ral, de lo sobrehum ano. La civili­
zación p reocupa m ucho m ás a la gente que el
E stado o la sociedad. Pese a los esfuerzos de las
fuerzas políticas p o r afirm arse por encim a de
lo vivido, p o r su b o rd in ar la sociedad y p o r cap­
tu ra r el arte, éste contiene la reserva de la contes­
tación, el recurso de la p rotesta. Pese a eso que
le lleva hacia la decadencia. A eso que corres­
ponde al soplo ard ien te de la revuelta nietzschea-
na: a la defensa ob stinada de la civilización contra
las presiones estatales, sociales y m orales.

2. N inguna de estas proposiciones tiene en sí


m ism a, aisladam ente, trazas de ser u n a paradoja.
Puede d em o strarse —o re fu tarse según los proce­
dim ientos clásicos— que el m undo m oderno es
hegeliano. Quien q u iera p ro b arlo debe, en la m e­
dida de lo posible, re co n stru ir el sistem a filosó-
fico-político de Hegel a p a rtir de los textos. Luego
h a de estu d iar la influencia de esta d octrina y su
pen etració n en la vida política p o r diversos ca­
m inos (la universidad, la in terp retació n de los
hechos, la actividad ciega de los hom bres del E s­
tado, m ás ta rd e dilucidada, etc.). Lo m ism o p ara
M arx y p a ra Nietzsche.
P ero el trip le enunciado tiene algo intolerable­
m ente paradójico. ¿Cómo puede este m undo mo­
derno ser a la vez esto y aquello? ¿De qué form a
puede resp o n d er a doctrinas diversas, opuestas en
m ás de un punto, incluso incom patibles?
No puede tra ta rse de influencias, ni tam poco de
rem isiones. Si el m undo m oderno «es» a u n tiem po
4 Henri Lefebvre

esto y aquello (hegeliano y nietzscheano...) sólo


puede tratarse de ideologías que, oscuras y lum i­
nosas, cruzadas p o r nubes y p o r rayos de luz, pla­
nean sobre la p ráctica social y política. Una afir­
mación de este género obliga a ca p ta r y a de-
m ir nuevas relaciones en tre las teorías (doctrinas),
ue igual m odo que en tre las teorías y la práctica.
&1 esta triplicidad posee un sentido, quiere decir
que cada uno de ellos (Hegeí, Marx, N ietzsche) ha
captado «algo» del m undo m oderno, algo a punto
i A rm arse. Y que cada doctrina, en tan to que ha
ogrado u n a coherencia (el hegelianism o, el m ar­
xismo, el nietzscheanism o), h a declarado lo que
captaba, y m ediante esta declaración ha contri-
uido a lo que desde el fin del siglo xix se ha
formado p ara llegar al xx y atravesarlo. De su erte
que la confrontación e n tre estas obras em inentes
Pasa Por un in term ediario: la m odernidad que
ellas aclaran y que las aclara. E n u n libro a n terio r 1
esas doctrinas fueron cotejadas con el historicism o
y la historicidad. Aquí el análisis crítico se am plía
esforzándose p o r seguir siendo concreto.
Si es cierto que el pensam iento hegeliano se con­
centra en u n a p alabra, en u n concepto: el E stado;
si es cierto que el pensam iento m arxista insiste
en 1° social y la sociedad, y si es cierto, por últim o,
que N ietzsche h a m editado sobre la civilización
y los valores, la p arad o ja perm ite v islu m b rar un
sentido que hay que descubrir: u n a determ inación
trip le del m undo m oderno, que im plica conflictos
m u ltiples y quizá inacabables en el seno de la
«realidad» denom inada hum ana. Tal es la hipó-
tesis cuya am p litu d au to riza a decir que posee un
alcance estratégico.

' ^ a s e H. Lefebvre: La fin de Vhistoire, Editions de


Mmuit, París, 1971.
Las tríadas S

3. E stu d iar a Hegel, M arx o N ietzsche aislada­


m ente, en los textos, no sirve de m ucho; todos los
encadenam ientos textuales han sido ensayados, al
igual que todas las deconstrucciones y reco n stru c­
ciones, sin que p o r ello se im ponga la autenticidad
de una in terp retació n sem ejante. Y p o r lo que se
refiere a su situación en la h isto ria de la filosofía,
en la h isto ria general o en la de las ideas, el
in terés de un estudio contextual de ese porte
parece tan agotado como el del análisis textual.
Sólo queda, p o r tanto, ca p ta r sus relaciones con
el m undo m oderno, tom ando a éste com o punto de
referencia, com o o bjeto central de análisis, com o
m edida com ún (m ediación) p ara las doctrinas y las
diversas ideologías que en él se insertan. Lo «con­
textual» cobra así u n a am plitud y u n alcance, una
riqueza de desconocido y de conocido, de la que se
le privaba al reducirlo a u n a h isto ria p artic u la ri­
zada o generalizada. ¿Cómo han sorprendido Hegel,
M arx y N ietzsche la m odernidad en su estado na­
ciente, en sus tendencias? ¿Cómo han captado lo
que estaba a p u n to de «cuajar»? ¿Cómo fijaro n un
aspecto y definieron u n m om ento entre aspectos y
m om entos co n tradictorios?
'■'res astros: u n a constelación. Sus resplandores
se superponen a veces, o tras se ocultan, se eclipsan
uno a otro. Se interfieren. Su lum inosidad tan
p ro n to crece com o palidece. Suben o b ajan en el
horizonte, se alejan o se acercan. De pronto, uno
p arece dom inante; luego, de pronto, otro.
Las frases que anteceden sólo tienen u n alcance
m etafórico y un valor sim bólico. Indican la m archa
y el horizonte. D eclaran (cosa que está por de­
m o strar) que la grandeza de las obras y los hom ­
bres considerados no se asem eja a la de los
filósofos clásicos, Platón y Aristóteles, D escartes o
K ant, que co n stru ían u n a gran arq u ite c tu ra de
concepto^. E sta «grandeza» consiste en u n a deter-
6 Henri Lefebvre

m inada relación con lo «real», con la práctica. No


es, p o r tanto, de ord en filológico, ni representable
a p a rtir del lenguaje. Nueva, m etafilosófica, debe
au to d efin irse a p a rtir del descifram iento de lo enig­
m ático: la m odernidad.

4. Volvam os al hegelianism o (nada supone que


este reto rn o sea el últim o). E norm e, nodal, Hegel
reina solitario al térm ino de la filosofía clásica,
en el alba de la m odernidad. S olitario, recoge pese
a ello una to talid ad histórico-filosófica y la su b o r­
dina al E stado. ¿De dónde procede su «m oder­
nidad»?
a) E n p rim er lugar, de que ha dado form a siste­
m ática al Logos occidental, cuya génesis arran c a
de los griegos, la filosofía y la ciudad antiguas.
T ras dos mil años, com o A ristóteles, pero teniendo
en cuenta las adquisiciones del curso de la historia,
Hegel enum era los térm inos (categorías) del dis­
curso eficaz y m u estra que se religan en u n con­
ju n to coherente: u n saber, fuente y sentido (fina­
lidad) de toda conciencia. Im personal, el Logos no
perm anece suspendido en el aire. La Razón supone
un «sujeto» d istin to a u n individuo cualquiera, a
una p ersona o consciencia accidental. Tal racio­
nalidad se en carn a en el hom bre de E stado y se
realiza en el E stado m ism o. De_ suerte que el Es­
tado se sitú a en el m ás elevado de los niveles filo­
sóficos, p or encim a de esas determ inaciones em i­
nentes: el sab er y la consciencia, el concepto y el
sujeto. Abarca esas conquistas del desarrollo. E n­
globa incluso lógicam ente, es decir, en una co­
hesión suprem a, los resultados de las luchas y las
guerras, o sea, de las contradicciones históricas
(dialécticas). El E stado, «sujeto» filosófico abso­
luto en quien se encarna la racionalidad, encarna
él m ism o la Idea, es decir, la divinidad. De ahí esas
Las tríadas 1

declaraciones estruendosas, sobre las que h ab rá


que volver p o rq u e no podem os dejarlas que se ins­
talen en la falsa serenidad y en la falaz legitim idad
de la filosofía establecida, institucional y recono­
cida com o tal. Al ser el E stado «la actualidad de
la Idea», com o esp íritu objetivo el individuo «no
posee objetividad, verdad ni existencia ética m ás
que com o m iem bro del Estado». El E stado se
piensa a través de los pensam ientos de los indi­
viduos que dicen «yo», de igual form a que se
realiza a través de los individuos y los grupos que
dicen «nosotros» (cf. La R aison dans l ’histoire,
trad . Gibelin, V rin Ed., pp. 28 ss.) *. El origen histó­
rico del E stado (de cada E stado) no in tere sa a
la Idea del E stado. El saber, la voluntad, la li­
b ertad , la su b jetividad no son sino «m om entos»
(elem entos, fases o etapas) de la Idea tal cual se
realiza en el E stado, a un tiem po en sí y para sí
(cf. Philosophie du droit, secc. 257 ss.) **.
Hegel legitim a de este m odo la fusión del saber
y del p o d er en el Estado, subordinando el p rim ero
al segundo. La eficacia organizativa y la violencia
coactiva, g u erra incluida, se unen y concurren en el
E stado: la p rim era ju stific a a la segunda en p er­
fecta reciprocidad y reúne en el orden político lo
que p arecía espontáneo (la fam ilia, el tra b a jo y los
oficios, etc.). La capacidad represiva del E stado se
revela, p o r tanto, en el fondo, racional y, p o r tanto,
legítim a. Lo cual legitim a y ju stifica a un tiem po
las g u erras en p a rtic u la r y la guerra en general.
T an to para_Hegel com o p ara M aquiavelo, la violen­
cia es u n com ponente de la vida política, del Es­
tado. Es m ás, tiene u n contenido y un sentido:

* [La Razón en la historia, trad . C ésar A rm ando Gómez,


S em inarios y Ediciones, M adrid, 1972, pp. 46 ss.]
** [Principios de la Filosofía del Derecho. Derecho na­
tural y ciencia política, trad . Ju an Luis V erm al, Ed. Sud­
am ericana, B uenos Aires, 1975.]
8 Henri Lefebvre

inicia el cam ino de la razón. La ley (coactiva) y el


derecho (norm ativo), necesarios y suficientes p ara
que la sociedad y sus com plejos engranajes fun­
cionen bajo el control del E stado, designan una
m ism a realid ad .p o lítica.
De este modo, la racionalidad, inherente a todos
los m om entos de la h isto ria y de la p ráctica coti­
diana, se con cen tra en el E stado. E stado que tota­
liza legítim am ente, soberanam ente, la m oral y el
derecho (la ley), los cuerpos sociales y sus funcio­
nes p articu lares (la fam ilia, las naciones y corpo­
raciones, las poblaciones y las regiones del te rri­
torio nacional), el sistem a de necesidades y la di­
visión del trab a jo (que corresponde exactam ente
a las necesidades).'’Del m ism o modo que la cons­
ciencia posee un origen triple (la sensación, la
actividad práctica, la abstracción) que la alza h asta
el nivel su p erio r de la consciencia política, el E s­
tado tiene un origen triádico —el trab a jo produc­
tivo, la h isto ria y sus conflictos, la práctica socio-
política— que lo lleva a la perfección. E stas trip li­
cidades, asociadas e interaccionantes, producen
una totalid ad viva, orgánica y racional a un tiem ­
po: el E stado. C onsiderado genéricam ente, no es
o tra cosa que la hum anidad razonable, obediente
al llam am iento de la Idea, que se autoproduce en el
curso de la historia. En resum en, el E stado ci­
m enta y corona el cuerpo social, que sin él se
d esharía en m igajas —se atom izaría—, suponiendo
que tal hipótesis tenga algún sentido.
El fetichism o hegeliano del E stado puede asus­
ta r al ciudadano o al lector de una obra filosófica,
y el resum en que (una vez m ás) acaba de ser som e­
tido a ese lector le parecerá tal vez m onstruoso,
sin relación con la realidad política. Ahora bien, tal
im presión se b o rra cuando la exposición detalla el
análisis y la síntesis hegelianas, asom brosas y
Las tríadas 9

chocantes p o r su ca rác te r a un tiem po concreto y


actual (m oderno).
b) E l E stado racional y, por tanto, constitu­
cional posee, según Hegel, una base social: la
clase m edia. E n esta clase se halla la cu ltu ra que
se une a la consciencia del E stado, de la que es
portad o ra. No hay E stado m oderno sin clase m e­
dia, su cim iento en lo que se refiere a la inteli­
gencia y a la legalidad (cf. Philosophie du droit,
secc. 297). Ni cam pesinos ni obreros, clases tra b a ja ­
doras y p ro ductivas, pueden constituirse en pi-j
lares del E stad o J'D e esa clase m edia, bien por
coacción, bien p o r vía de concurso, salen los fun­
cionarios (cf. Encyclopédie, secc. 528). Una b u ro ­
cracia com petente, seleccionada m ediante pruebas
severa!: tal es la verdadera base social y la sus­
tancia del E stado.
Hay, p o r tanto, p ara Hegel clases sociales e in­
cluso luchas (contradicciones) en tre esas clases:
la clase natural, arraigada en el suelo, los cam pe­
sinos; la clase activa refleja, artesanos y obreros,
que produce la acum ulación de las riquezas, cuyos
individuos se caracterizan p o r su habilidad (subje­
tiva); p o r últim o, la clase pensante, m ediadora
en tre las dos clases productivas, m ediatizada por
su saber, que m antiene y m aneja el conjunto social
d en tro del m arco estatal. E stas tres clases consti­
tuyen la sociedad civil) m ediante su interm ediaria
(m ediación) hacia la política, a saber, la b u ro c ra ­
cia, que surge de la clase pensante (media: in ter­
m ediaria, m ediatriz y m ediatizada).! Los conflictos
en tre esas clases, elem entos (m om entos) de la so­
ciedad civil, em p u jan a ésta fuera de sí m ism a y
p o r encim a de sí m ism a hacia la form ación de
una clase política, directam ente (inm ediatam ente,
es decir, sin m ediación alguna) vinculada al E stado,
cuyo ap a rato constituye. La zona su p erio r de la
buro cracia es la que constituye (la que instituye
10 Henri Lefebvre

en la constitución) la p arte inferior del personal en


el poder, en to rn o a príncipes, m onarcas, jefes de
E stado.
Son, pues, las contradicciones (la dialéctica in-
i tern a) de la sociedad civil las que engendran el Es­
tad o y la clase política. Al re p re se n ta r ésta la
acción estatal y al m aterializarla, puede volverse
hacia sus p ro p ias condiciones; posee capacidad
p a ra reconocer las relaciones (sociales) en tre los
m om entos (elem entos, m iem bros, fases) de la
sociedad civil, p a ra revelar sus conflictos y resol­
verlos, de fo rm a que el E stado se conserve como
totalidad coherente, que ab arca m om entos con­
tradictorios. Con este fin, la capa dirigente (clase
política) tiene derecho a descargarse de los dem ás
trab ajo s y obligaciones, y, p o r tanto, a recib ir p re­
m ios y recom pensas p o r su actividad responsable
(honores, dinero). De donde re su lta que esta clase,
fu n d am en talm en te honrada, cúspide de la p irá ­
m ide, no re p resen ta sólo la sustancia social: ella es
esa sustancia, en o tro s térm inos, «la vida del todo»,
la producción constante (la reproducción) de la so­
ciedad, del E stado, de la constitución, del acto polí­
tico m ism o que consiste en gobernar (cf. Encyclo-
pédie, secc. 542).
¿La filosofía? Doble y som bra del sistem a polí­
tico acabado, el sistem a filosófico perfecto lo con­
sagra, lo legitim a, lo fundam enta. La filosofía como
tal se cum ple en el hegelianism o, que resum e y
condensa su h istoria; en el E stado, cuyo sistem a
a p o rta la teoría, la filosofía se realiza com pleta­
m ente. La filosofía, servicio público, acom paña al
E stado. De la m ism a form a que el E stado totaliza
racionalm ente sus «m om entos» históricos, p rá c ­
ticos, sociales, cu lturales y dem ás, el sistem a filo-
sófico-político une lo racional y lo real, lo ab stra cto
y lo concreto, lo ideal y lo actual, lo posible y lo
realizado. E l sab er (teórico) y la p ráctica (socio-
Las tríadas 11

política) coinciden asim ism o en un savoir-faire


adm inistrativo.
De lo que re su lta la siguiente secuela o, m ejor,%
la siguiente im plicación lógica: la h isto ria llega a
su térm ino. P roductiva, h a generado todo lo que ,
podía (el todo) engendrar. ¿Cuándo? Con la Revo- >
lución francesa y N apoleón (cf. Philosophie de \
Vhistoire, trad . Gibelin, pp. 403 ss.) *. ¿Por qué? j
Porque la R evolución y N apoleón p ro d u jero n lo j
que les su p era y les consagra: el Estado-nación. /
M arcada p o r luchas y em ergencias —los aspectos
de la consciencia individual y social, las fases del
conocim iento— , la h istoricidad re-produce su con­
dición inicial y su contenido últim o: la Idea. Abar­
ca tres m om entos: el tra b a jo productivo, el saber
conceptual auto-generado, la lucha creadora p o r la
que el m om ento su p erio r nace del inferior y lo
dom ina som etiéndolo (y, p o r tanto, conservándolo).
Origen (oculto) y fin (m anifiesto) de todas las
cosas, de todo acto y de todo suceso, la Idea se
reconoce en la plenitud, la del E stado. No hay
azar ni contingencia, salvo en apariencia. Con el
E stad o m oderno term in a el tiem po, y el fru to del
tiem po se extiende (se actualiza en presencia total)
en el espacio. ¡Es el crepúsculo de la creación, el
Sol poniente, Occidente! La T rinidad o T ríada espe­
culativa (trab ajo , acción, pensam iento) se resuelve
en su triu n fo y e n tra en la noche estrellada. En
la sab id u ría m o r ta l2.
* [E n castellano hay dos ediciones de fácil m anejo: Filo­
sofía de la historia, trad . de Jo sé M aría Q uintana, E d. Zeus,
B arcelona, 1970, y Lecciones sobre la filosofía de la his­
toria universal, trad . de José Gaos, 1928 (4.a ed., «Revista
de Occidente», 1974). Am bas siguen el texto de la edición
de Lasson, Leipzig, 1905, no dividida en fragm entos.]
2 Véase la conclusión de la Fenomenología, ya cita d a y
com entada en La fin de Vhistoire, y las ú ltim as páginas
de la Filosofía de la historia, de Hegel.
12 Henri Lefebvre

¿Q uién no se estrem ecería de te rro r com parando


el ca rác te r m o n stru oso (m onstruosam ente racio­
nal) de la teoría del E stado en Hegel con el ca­
rá c te r concreto de los análisis detallados que la
sostienen y actualizan? Subida de la clase m edia
p o r encim a de las clases trab a jad o ras, im portancia
socioeconóm ica creciente de esta clase m edia, pero
ilusoria im p o rtan cia política, subordinación de esa
«base» socioeconóm ica a una burocracia, a una
tecnocracia, a u n a clase superior que em erge de la
clase m edia, form ación de u n a clase política: todos
estos aspectos de la «m odernidad» fueron capta­
dos, previstos, anunciados p o r Hegel a principios
del siglo XIX. Y a esto se une la revelación del otro
aspecto, que se desconoce, se ignora o disim ula en
el m undo m oderno: el re tra to verídico del m ons­
tru o , visto desde la cabeza cruelm ente pensante
h asta los m iem bros que trab a jan : el gigante sobre­
hum ano y dem asiado hum ano, el Estado.
H abrá que volver sobre la p aradoja, el m onstruo
tríp o d e y su visión racional en Hegel, sobre su
aprobación p o r el filósofo y el certificado de
buena conducta dado p o r la filosofía, sobre la
am algam a del sab er y del poder, del Logos occi­
dental y de la Razón de E stado, sobre ese conjunto
intolerable de «verdad». P artiendo de esta concep­
ción central, el E stado hegeliano ha producido en
el tiem po histórico sus m om entos, sus elem entos,
sus m ateriales; en el espacio resu ltan te, los re­
produce, inm óvil m ovim iento. Puesto que «cada
m iem bro, desde que se pone ap a rte se disuelve», el
m ovim iento, la esfera que gira, el globo, en una
palabra, el sistem a, son tam bién «reposo tra n sp a ­
ren te y sereno», dice la Fenomenología. De esta
form a, el E stado hegeliano proporciona el m odelo
de un sistem a auto-generado y auto-conservado,
que se regula a sí m ism o, es decir, el autom atism o
Las tríadas 13

p e rfe c to 3. Colosal a rq u ite ctu ra, necesaria y sufi­


ciente, está ahí (es ist so). Así es. (Tales fueron,
según dicen, las ú ltim as p alab ras de Hegel m ori­
bundo.)

5. R econsiderem os ahora lo que vulgarm ente se


denom ina «el m arxism o». (¿H ay que re p etir que
no será ni la p rim era ni la ú ltim a vez?)
N ota previa: el hegelianism o puede definirse
como sistem a. Por supuesto, los especialistas de la
h isto ria filosófica conocen las dificultades que se
derivan de la diversidad de los textos hegelianos,
de sus fechas. El acuerdo en tre la fenom enología
(descripción y encadenam iento de las figuras y
m om entos de la consciencia, tan to en el individuo
com o en la h u m anidad en m archa), la lógica (que
ab arca la relación de la lógica form al, teoría de la
coherencia, con la dialéctica, teoría de las c o n tra­
dicciones) y la historia (serie de luchas, de vio­
lencias, de g u erras y revoluciones) no posee la m ás
m ínim a evidencia cartesiana. Puede asegurarse, sin
em bargo, que en el tran sc u rso de la vida del filó­
sofo, el pensam iento hegeliano se precisa en una
orientación definible, el sistem a filosófico y polí­
tico.
¿Y el m a rxism o ? No es m ás que u n a palabra,
una etiq u eta política, una m ezcla polém ica. Sólo
un dogm atism o caduco se esfuerza aún p o r en­
co n tra r en las obras de M arx u n cuerpo doctrina]
hom ogéneo: un sistem a. E n tre las obras de ju ­
ventud, las de la edad m ad u ra y las de los últim os

1 Concepción recogida recientem ente p o r au to res que


se ignoran y que parecen desconocer su fu en te com ún:
M. C louscard: L'étre et le code, M outon, 1973; Y. B arel: La
reproduction, E ditions A nthropos, P arís, 1973; J. Bau-
drillard: Le miroir de la production, C asterm an , París,
1973, etc.
14 Henri Lefebvre

años hay algo m ás que diversidad, algo m uy dife­


ren te de u n desarrollo tranquilo, sem ejante al de
la p lanta. Hay fisuras, vacíos, contradicciones, inco­
herencias. P or ejem plo, en el caso de la dialéctica
(hegeliana), p rim ero exaltada y vuelta contra Hegel
com o u n arm a cogida al enemigo, luego negada y
renegada, luego recogida de un m odo renovado
que M arx jam ás expuso claram ente.
Si de u n a o b ra m onum ental — E l capital— se
puede sacar un cuerpo de doctrina, conviene al
capitalism o com petitivo, cuya desaparición Marx
prevé y anuncia. Pero ¿por qué em peñarse en
co n stru ir un con ju n to sem ejante si la obra está
inacabada? ¿Por qué concebirlo como u n a to ta­
lidad adecuada -al m odo de producción que analiza
y expone, el capitalism o? Tal vez los últim os capí­
tulos, no m enos ricos que los p rim eros, contengan
conocim ientos que sólo aparecen tra s u n a confron­
tación con lo que resultó en el siglo xx del capita­
lism o com petitivo, del capitalism o del xix. El
pensam iento de M arx puede desem peñar hoy el
papel que desem peña la física de N ew ton con re­
lación a la física m oderna, la física de la relati­
vidad, la energía nuclear, los átom os y m oléculas:
u na etap a de la que hay que p a rtir, una verdad
en d eterm in ad a escala, una fecha, en una palabra,
un m om ento. Hecho que prohíbe a un tiem po el
dogm atism o, la retó rica «m arxista» y los discursos
p resu n tu o so s sobre la m uerte de M arx y del m ar­
xismo. Precisem os desde ah o ra esta actitud, cuyas
razones ap arecerán m ás tarde. No se trata, según
el esquem a h ab itu al del «revisionism o», de recon­
sid erar el pensam iento de M arx en función de lo
que hay de nuevo en el m undo desde hace un
siglo. ¡No! P or el co ntrario, el cam ino correcto y
legítim o consiste en d eterm in ar cuanto hay nuevo
en el m undo a partir de la o b ra de Marx. Así se
m anifiestan los cam bios en las fuerzas produc-
Las tríadas 15

tivas, las relaciones de producción, las estru c tu ras


sociales, las su p erestru ctu ra s (ideológicas e in stitu ­
cionales).
Hoy hay m últiples m arxism os que en vano se
tra ta de red u cir a un «modelo» único. El pensa­
m iento de M arx y de Engels se in je rta en los con­
ceptos y valores ya difundidos p o r los países donde
ha penetrado. De ahí el nacim iento de u n m arxis­
mo chino y de un m árxism o soviético (ruso), de
escuelas m arxistas en Alem ania, en Italia, en F ran­
cia, en los países anglosajones. De ahí la diver­
sidad y la desigualdad del desarrollo te o ric e . El
in jerto h a pren d id o m ejor o peor. En Francia, el
esp íritu cartesiano, antidialéctico por esencia, no
ofrecía ni terren o ni «m entor» favorable; el in jerto
(siguiendo con la m etáfora) sólo ha prendido ta r­
díam ente, lo que no e n tra ñ a una m ala calidad de
los frutos.
¿Qué. relación tuvo el pensam iento de Marx
con el de Hegel? E sta pregunta, que, com o todos
sabem os, h a hecho c o rrer m ares de tinta, exige
una respu esta, u n a única respuesta: el pensa­
m iento dialéctico de M arx tuvo con el pensam iento
dialéctico de Hegel u n a relación dialéctica. Lo que
equivale a decir: un id ad y conflictos. Marx tom ó
de Hegel lo ese n c k l de su pensam iento «esencia;
lista»; im p o rtan cia del trab a jo y de la producción,,
auto-producción de 1: especie hum ana (del «hom­
bre»), racionalidad in m ar ente en, la práctica, en
la consciencia y en el saber tanto com o en las,
luchas políticas, es decir, sentido de la historia.
E n Hegel (como en Saint-Sim on) se puede en­
co n tra r casi todo lo que dijo Marx, incluido el
papel del trab ajo , de la producción, de las cla­
ses, e tc .4. De tal m odo que no se puede negar la
4 Véanse en Morceaux choisis de Hegel (G allim ard, co­
lección «Idées») [edición de H. Lefebvre] los fragm en­
tos 218-224, seleccionados y agrupados con esta intención.
16 Henri Lefebvre

continuidad entre los dos pensam ientos. Sin em ­


bargo, el orden y el encadenam iento, la orientación
y la perspectiva, el contenido y la form a, difieren
radicalm ente, de suerte que la im presión de una
discontinuidad bru sca no se im pone m enos que
la de una continuidad sin hiatos.
/ D urante toda su vida, Marx luchó co n tra Hegel
\ para arran c arle su tesoro m al adquirido y transfor-
| m arlo apropiándoselo. ¿Hegel p ara Marx? Fue a
( la vez el padre, el dueño del patrim onio, el patrón
y el p ro p ietario del m edio de producción, el saber
'•-adquirido.
En su lucha hubo conflicto generacional y, ade­
más, lucha de clases. E ste com bate pasó por varias
fases y corrió suertes diversas: alzas y caídas, vic­
to rias y d erro tas de uno u o tro de los com ba­
tientes. Los tem as en juego cam biaron: unas veces
el conocim iento com o totalidad, o tras la dialéctica
como m étodo, o tras la teoría del E stado, etc. Con­
tra Hegel, Marx no rep ara en medios. Pasa el hege­
lianism o por la criba de la antropología (Feuer-
bach), de la econom ía política (Sm ith, R icardo), de
la h istoriografía (los historiadores franceses de la
R estauración, A. T hierry especialm ente y la his­
toria del tercer estado), de la filosofía (el m ate­
rialism o francés del siglo x v m ) y de la naciente
sociología (Saint-Sim on y Fourier). De ese filtrado,
de esa criba, de esta negación crítica resulta otro
pensam iento y, sobre todo, otro proyecto, el «m ar­
xismo», construido con los m ateriales tom ados del
hegelianism o y m etam orfoseados. La lucha va des­
de la crítica radical de las tesis hegelianas sobre
el derecho y el E stado, sobre la filosofía (las lla­
m adas Obras de ju ventud, 1842-1845), a la re fu ta­
ción de la estrateg ia política hegeliana aceptada
p o r F. Lassalle (Critique du program m e de Gotha,
Las tríadas 17

1875) *. Hoy nadie ignora el m odo en que Marx


entendía- y ap ro b ab a l a Com una de Parí*sT”como
d estru c to ra del Estado. O ponía esta p ráctica revo­
lucionaria al socialism o estatal, que, por desgracia,
iba tom ando cuerpo en Alem ania en el seno del
m ovim iento obrero y debía prevalecer d u ran te un
período b astan te largo, pues todavía dura. Du­
ran te esta lucha teórica, Marx no pierde de vista
ni un m inuto el objetivo práctico real que se
ventila, que no es la constitución de un sistem a
opuesto al hegelianism o, sino el análisis de la
p ráctica social y del m undo m oderno, p ara actu ar
y tran sfo rm arlo s a p a rtir de tendencias inm a­
nentes.
C ontinuidad y discontinuidad. Hay, por tanto,
un «corte», un punto de ru p tu ra . ¿Dónde ubicarlo?
Inútil analizar desde el principio una discusión ya
vieja. Apoyándose tanto en los textos como en los
contextos, se puede afirm a r que el corte no es ni
filosófico (paso del idealism o al m aterialism o), ni
epistem ológico (paso de la ideología a la ciencia).
E stos dos aspectos quedan englobados en una ru p ­
tu ra m ás com pleja, m ás rica en contenido y en
sentido: un corte político. M arx rom pe con la apo­
logía hegeliana del E stado; tal ru p tu ra se va preci­
sando desde sus prim eras a sus últim as obras. Para
Marx no es cierto que la filosofía (razón y verdad,
plenitud y felicidad concebidos por los filósofos)
se realice en el E stado y concluya en un sistem a
coactivo. La clase obrera, sólo ella, realiza la filo­
sofía m ediante una revolución total; pero no se
tra ta ya de la filosofía clásica (abstracta, especu­
lativa, sistem ática); la realización de la filosofía
se cum ple en la p ráctica: en una form a de vivir. Al
su p erar la filosofía tradicional, al superarse a sí

* [Crítica del programa de Gotha, R. Aguilera, Ma­


drid, 1968.]
18 Henri Lefebvre

m ism o, el p ro letariad o abre posibilidades ilim ita­


das. El tiem po (llam ado «histórico») continúa. La
superación hegeliana (A ufhebung) adquiere otro
sentido: el E stad o m ism o debe p asa r la pru eb a de
la superación. La revolución lo qu eb ran ta y lo lleva
a la decadencia: se ab so rb erá o se reab so rb erá en
la sociedad. Así el corte político presupone, como
m om entos suyos, el corte filosófico (ru p tu ra con
la filosofía clásica) y el corte epistem ológico (rup­
tu ra con las ideologías de la clase dom inante). Por
lo que resp ecta a la razón, no p articip a de ninguna
form a o fó rm u la definitiva. Se desarrolla al supe­
rarse: al resolver sus propias contradicciones
(entre lo racional y lo irracional, entre lo conce­
bido y lo vivido, en tre la teoría y la práctica, etc.).
El E stado, p or tanto, no posee ninguna raciona­
lidad superior, y m enos definitiva. Fíegel lo tom a
por la estructura de la sociedad; p ara Marx no
es m ás que una superestructura. El E stado se
construye o, m ejo r dicho, lo construyen. ¿Q uiénes?
Los políticos, los hom bres del E stado, sobre una
base, las relaciones sociales de producción y de
propiedad, las fuerzas productivas. Ahora bien, la
base cam bia. El E stado no tiene, por tanto, m ás
realidad que la del m om ento histórico. Cam bia con
la base; se m odifica, se desm orona, se reconstruye
de o tro m odo; luego perece y desaparece. Al pasar
las fuerzas productivas del uso de las riquezas
n atu rales al som etim iento técnico de la naturaleza
(autom atism o) y de la división del trab a jo (alie­
nado-alienante) ai no-trabajo, el E stado no puede
d ejar de tran sfo rm arse. H a cam biado p rofunda­
m ente del período feudal-m ilitar al período m onár­
quico, y de éste al período dem ocrático exigido por
la industrialización. El capitalism o y la hegem onía
de la clase bu rg u esa convienen a u n a dem ocracia
a la vez liberal y au to ritaria. Tal dem ocracia y su
Las tríadas 19

Estado (p arlam en tario ) no tendrán m ás que un


tiem po.
La h isto ria, acabada según Hegel, prosigue según
Marx. Inacabada, el tiem po no se fija (no se cosi-
fica) en el espacio de las relaciones m ercantiles, de
la producción in d u strial o de la dom inación estatal.
La producción de cosas (productos) incluye la
producción de relaciones sociales; esta doble pro­
ducción no puede fijarse (cosificarse) a sí m ism a
en u n a sim ple re-producción de las m ism as cosas
y las m ism as relaciones. P or tanto, no hay re­
producción del pasado o del presente sin produc­
ción de algo nuevo. De este m odo adquiere origina­
lidad en M arx la dialéctica hegeliana. La creación
revolucionaria de nuevas relaciones es inevitable,
incluso sirviéndose de in stru m en to s políticos,
com o la opresión y la p ersuasión (ideológica). ¿Y la
racionalidad? Se revela inherente a la práctica
social y culm ina, sin p o r ello realizarse plena­
m ente, en la p ráctica industrial. ¿Lo cotidiano?
T ransform ado ju n to con las relaciones sociales,
concederá la felicidad a los hom bres, afirm a osa­
dam ente el optim ism o m arxista.
E n cuanto al E stado, lo cruza un m ovim iento
doble. Por u n lado, ad m in istra la sociedad de acuer­
do con la hegem onía de la clase dom inante y diri­
gente: según sus intereses actuales y sus proyectos
estratégicos. E ngendra, p o r tanto, una educación,
un conocim iento y unas ideologías, unos «servi­
cios» sociales, como, p o r ejem plo, la m edicina y
la enseñanza, según los intereses de la clase hege-
m ónica (dom inante). Al m ism o tiem po se alza por
encim a de la sociedad entera, de m odo que las
personas que co n tro lan el E stado (fracción de la
clase hegem ónica o desclasados) puedan llegar a
dom inar e incluso a explotar d u ra n te algún tiem po
a la clase económ icam ente dom inante, privándole
de su hegemonía. Lo cual o cu rre en el bonapartis-
20 Henri Lefebvre

mo, en el fascism o, en el E stado surgido de una


operación m ilitar, etc. E sta contradicción interna
del E stado se añade a las contradicciones externas
que proceden de sus relaciones conflictivas con
su base, im pregnada a su vez de contradicciones.
De ahí la im posibilidad de una estabilización del
Estado. F orm a provisional de la sociedad, con m o­
m entos m ás o m enos integrados (es decir, dom i­
nados y apropiados: el saber y la lógica, la téc­
nica y la estrategia, el derecho y la ideología
ética, etc.), el E stado no se apoya en la clase m edia.
Su base no coincide con esta clase, sino que in­
cluye todas las relaciones sociales. Hoy, por tanto,
es el E stado de la burguesía. N ecesita de una b u ro ­
cracia, es decir, de u n a clase m edia que tiende a
volverse p arasitaria, al m ism o tiem po que «com pe­
tente» al alzarse con el E stado p o r encim a de
toda la sociedad (no sin conflictos con los que
poseen los m edios de producción, es decir, con las
restan tes fracciones de la clase dom inante).
M arx sitú a en el centro de su análisis de lo real
y en el de su proyecto a la fuerza social que puede
descom poner el E stado y las relaciones sociales
sobre las que se funda, que puede transform arlo,
es decir, en p rim er lugar d estru irlo p ara acabar
con él. Si la clase ob rera se afirm a com o «sujeto
colectivo», el E stado com o «sujeto» de la h isto ria
ha de m orir. Si el E stado escapa a este destino, si
no se desm orona, si no perece después de la quie­
bra, será p o rq u e la clase o b re ra no h a podido con­
vertirse en su jeto colectivo autónom o. Al conseguir
la autonom ía, la clase o b re ra sustituye con su
hegem onía (su d ictad u ra) la de la burguesía.
¿Quién im pide la autodeterm inación y la afirm a­
ción del p ro letariad o com o «sujeto», com o capa­
cidad de regir los m edios de producción y la
sociedad toda? La violencia. In h eren te al «sujeto»
cuando éste destroza los obstáculos, la violencia no
Las tríadas 21

tiene o tro sentido ni o tro alcance. En el caso de la


clase o b rera, la violencia acaba con el E stado y
con los políticos que se alzan por encim a de lo
social. La violencia p ro leta ria (revolucionaria) se
d estruye a sí m ism a en lugar de d e stru ir el m undo.
P or sí m ism a no produce nada, nada tiene de
creador. De la violencia puede decirse que es una
cualidad o u n a «propiedad» p erm anente del ser
social que se afirm a. E sta clase, según Marx, no
puede realizarse sin superarse. De ahí que realice
la filosofía superándola. P ara Marx, lo social puede
y debe re ab so rb er los o tro s dos niveles de la rea­
lidad llam ada «hum ana»: p o r un lado, la política
y el E stad o (que pierden su ca rác te r dom inante
y perecen com o tales), y, por otro, la economía,
las fuerzas p roductivas (que se organizan en el
seno de la sociedad m ediante una gestión racional
concorde con los intereses de los p roductores m is­
mos, los trab ajad o res). Lo social y, por tanto, las
necesidades sociales, las de la sociedad en su con­
ju n to , definen la sociedad nueva que nace revolu­
cionariam ente de la vieja: el socialism o y el com u­
nism o se caracterizan, de un lado, p o r el fin del Es­
tado y de su prim acía, y, de otro, p o r el fin de lo
económ ico y de su prioridad. En la tríad a «econó-
mico-social-político», M arx hace hincapié en lo so­
cial y la sociedad, cuyo concepto ha desarrollado.
Algunos d irán que hace hincapié en lo social contra
lo económ ico y lo político, p rio ritario s antes de!
vuelco de ese m undo del que poseen la prim acía.
O tros d irán que M a rx ' establece una estrategia
sobre el análisis de las tendencias en lo real (lo
existente), dando lugar a que lo social se afirm e
com o tal.
Un inm enso optim ism o anim a el pensam iento
m arxísta (optim ism o que hoy m uchas personas
califican con una p alabra que ha perdido sus con­
notaciones favorables y p asa a designar cierta
22 Henri Lefebvre

candidez: el hum anism o). Del juego conflictivo de


fuerzas y, sobre todo, del conflicto e n tre la n a tu ­
raleza (la creación espontánea de riquezas, de re­
servas y de recu rsos) y la an tin atu raleza (el tra ­
bajo, la técnica, las m áquinas) va a n acer la feli­
cidad. La tríad a, es decir, la naturaleza, el trab a jo
y el saber, lleva en sí m ism a su suerte.
¿Cómo no ex trañ arse ante u n a p a rad o ja siem pre
nueva, aunque m uy conocida, la d u ra d era influen­
cia de ese optim ism o pese a sus repetidos fracasos?
El m arxism o h a fracasado, especialm ente y sobre
todo en u n gran n úm ero de países que lo reivindi­
can. E n esos países denom inados socialistas, las
relaciones específicam ente sociales (asociación, co­
operación, autogestión, etc.) quedan d estruidas
en tre la econom ía y la política h asta carecer de
existencia reconocida; com o en los países capita­
listas, se reducen a las relaciones «privadas», a las
com unicaciones personales del discurso cotidiano,
la fam ilia, las relaciones m undanas y de negocios,
y, en el m ejo r de los casos, de am istad o de com pli­
cidad. E sta d estru cción de lo «social» so capa de
socialism o añade u n a m istificación m ás a una lista
ya larga (el racionalism o co n tra la razón, el nacio­
nalism o co n tra la nación, el individualism o contra
el individuo, etc.). E n esta ex trañ a lista, ciertas rú ­
bricas caen poco a poco en desuso (el racionalism o,
p or ejem plo, y su relación con lo irracional y lo
racional), pero o tras vienen a ocupar su puesto:
«el socialism o co n tra lo social» reem plaza ventajo­
sam ente a cu alq u ier o tra oposición en vías de
anquilosam iento.
Y, sin em bargo, aquí y allí se abre paso lo social.
Em erge de lo económ ico fren te a lo político 5, de-
5 E jem plo: el asunto Lip en F ran cia en el verano de 1973.
Lós acontecim ientos de 1968 pued en in te rp re ta rse en
igual sentido: el paso de lo «social» p o r encim a de lo
económico y co n tra lo político. E sta s circu n stan cias mués-
las tríadas 23

m ostrando la com plejidad de la situación. ¿Fraca­


sos del pensam iento m arxista? Sí. ¿M uerte? No.
S obre esta situación em inentem ente paradójica
habrem os de volver tam bién.

6. Pasem os a N ietzsche y al pensam iento nietz-


scheano (porque u n a vez m ás se tra ta de un «pen­
sam iento»). Lo que no supone que las siguientes
consideraciones agoten la situación en que se in­
se rta ese pensam iento. No lo abordam os sin cir­
cunspección. «El te rro r se apodera del espíritu
cartesiano cuando e n tra en el universo de
N ietzsche» 6.
¿La h isto ria? T anto p a ra N ietzsche com o p ara
Marx, al co n trario que p a ra Hegel, la h isto ria con­
tinúa. B ajo u n a form a doble: g uerras absurdas,
violencias sin fin, b arb aries, genocidios, p o r un
lado, y, p o r otro, u n sab er enorm e, acum ulativo,
cada vez m ás aplastante, fabricado a fuerza de eru ­
dición, de citas, de hechos y de representaciones
am algam adas, de recuerdos y de técnicas, de espe­
culaciones poco interesantes, pero vitalm ente «inte­
resadas». Lo que continúa no es, p o r tanto, la his­
to ria (la histo ricid ad) concebida por Hegel, génesis

tra n el rasgo dom inante de la lucha de clases hoy en un


país in d u strial «avanzado», con u n a trad ició n revolucio­
n aria. La autogestión no es ya u n «ideal», u n a posibilidad
lejana. La lucha se lib ra en el terren o de la autogestión,
lu g ar y enclave de la acción. A hora bien, la autogestión,
hoy, define lo social e n tre (co n tra) lo económ ico y lo
político, según el pensam iento de Marx.
Digna de n o tarse es la confusión, tenaz e n tre los m arxis-
tas, e n tre las relaciones de producción (e n tre ellas, la di­
visión técnica del tra b a jo en el proceso p ro d u ctiv o ) y las
relaciones sociales de producción (en tre ellas, la asociación
tendente a la autogestión p a ra co n tro la r las je ra rq u ía s y
las decisiones). Lo cual p erm ite so m eter las segunda a
las prim eras.
6 P. B oudot: Nietzsche et Vau-delá de la liberté, p. 151.
24 Henri Lefebvre

de realidades cada vez m ás com plejas, capaci­


dades p roductivas que culm inan p o r fin en el edi­
ficio estatal. Y no es sólo la historia según Marx,
que no cam ina ni hacia la divinidad ni hacia e!
E stado, sino hacia «la hum anidad», plenitud de la
especie hum ana, cum plim iento de su esencia, do­
m inación de la m ateria y apropiación de la n atu ­
raleza. La hipótesis hegeliana (que N ietzsche co­
noce y ataca violentam ente en las Intem pestivas,
en 1873), la hipótesis m arxista (que Nietzsche re­
chaza sin conocerla a través de Hegel) no son para
él o tra cosa que hipótesis teológicas. Presuponen
un sentido del pensam iento o de la acción práctica
sin d em o strarlo. P ostulan este sentido: u n a racio­
nalidad inm anente, una divinidad en la hum anidad
o en el m undo. Ahora bien, ¡Dios ha m uerto! El
ateísm o de Feuerbach, de S tirn er, de M arx desco­
noce el alcance de esta afirm ación. Los filósofos y
sus cóm plices co ntinúan razonando —filosofan­
do— , com o si Dios no hubiera m uerto. Con él
m ueren la h isto ria, el hom bre y la hum anidad, la
razón y la racionalidad, la finalidad y el sentido.
Proclam ado com o entidad su p erio r por los teó­
logos o laicizado, incluido en la naturaleza o en la
historia, Dios era el soporte de las arq u ite ctu ras
filosóficas, sistem as, dogm as, doctrinas.
¿Qué es, pues, la historia? Un caos de azares,
de voluntades, de determ inism os. En esta tríad a
nietzscheana, to m ada de los griegos, el p rim er
lugar lo ocupa el azar. El descubrim iento y la
aceptación, e incluso la apología del azar, p restan
una nueva dim ensión a la libertad, al rom per con
la servidum bre de la finalidad, declara Z aratustra.
No hay acontecim iento sin una conjunción o coyun­
tu ra de fuerzas, en principio exteriores unas a
o tras, que se en cu entran en un punto del espacio
y del tiem po donde ocurre algo a consecuencia de
ese encuentro. El azar ofrece ocasiones, coyun-
Las tríadas 25

tu ras favorables (el kairós de los griegos). «Los


azares term in an p or organizarse según nuestras
necesidades m ás personales», escribe Nietzsche.
¿Por qué? Porque em erge ante el análisis como la
voluntad en la vida: no la insulsa «facultad» de la
psicología clásica, el q u erer del sujeto que dice
«quiero», sino la voluntad de poder, la energía
agente que no busca la ventaja del poder, sino el
poder p o r sí m ism o: p a ra dom inar. Como había
visto Hegel después de H eráclito, en los cim ientos
de la existencia, en el curso de la historia, hay
lucha, com bate, guerra; pero la lucha de las vo­
luntades de poder reem plaza, según Nietzsche, la
histo ricid ad racional, y el vuelco dialéctico, según
Hegel (que Marx sigue m odificando los térm inos
hegelianos), vuelco por el que el esclavo d errota
al vencedor (el am o), avanzando así en el sentido
de la historia. T ercer térm ino de la tríada: el
determ inism o, la necesidad. Según Nietzsche, no
hay, no puede haber, una N ecesidad única, un
determ inism o exclusivo (físico, biológico, histórico,
económ ico, político, etc.). Hay m últiples determ i-
nism os que nacen y se agotan, crecen y desapare­
cen tras h ab er reco rrido cierto trayecto, desem pe­
ñado cierto papel en la naturaleza o la sociedad.
Papel m ás desastroso que benéfico con frecuencia.
P ropiam ente hablando, la h isto ria no es, por
tanto, un caos: se puede analizar, se puede com ­
prender; p ero la com prensión de la h isto ria la
m u estra irred u ctib le a u n a racionalidad inm anen­
te, a un progreso d eterm inable de antem ano. En
toda consecución h istórica pueden discernirse ele­
m entos y síntom as de decadencia en el seno m ism o
de lo que se refuerza. Las sacudidas de la violencia
q u eb ran tan y hacen resq u eb raja rse lo que tiende
a establecerse petrificándose. Los determ inism os
parciales (biológicos, físicos, sociales, intelectuales)
perm iten genealogías —la de tal fam ilia, tal descu-
26 Henri Lefebvre

brim iento, tal idea o tal concepto— en vez de


génesis, es decir, explicaciones m ediante una acti­
vidad productora.
Hegel y tras él Marx se negaban a disociar lo
racional de lo real. Se situ ab an en la perspectiva
de su id en tid ad logicodialéctica (unidad en la con­
tradicción y en la lucha e n tre los dos térm inos, vic­
to ria del tercer térm ino surgido de la lucha). Ahora
bien, p a ra N ietzsche ahí se halla la raíz de un e rro r
fundam ental. P orque asocia racionalm ente hecho y
valor, es decir, sentido; pero los hechos no tienen
m ás sentido que u na piedra en la m ontaña o que
un ruido aislado. ¿Y la naturaleza? No tiene sen­
tido p o rque ofrece la posibilidad de sentidos innu­
m erables en u n a m ezcla de crueldad y de gene­
rosidad, de abundancia y de avaricia, de alegría y
de sufrim iento, de voluptuosidad y de dolor, m ez­
cla sin nom bre. «El hom bre» confiere m ediante
una elección un sentido a la naturaleza, a su vida
natu ral, a las cosas de la naturaleza. «El hom bre»
no es «el ser» que preg u n ta y se p reg u n ta in te r­
m inablem ente, sino aquel que crea sentido y valor.
Y esto o cu rre desde que no m b ra las cosas: las
valora al h ab lar de ellas. Sin duda, no hay hechos y
cosas m ás que p o r y p ara una evaluación. ¿Acaso
el sab er a p o rta un valor, da un sentido a los ob­
jeto s y a las cosas? No, dice Nietzsche, co n trad i­
ciendo a Hegel; es m ás: en tan to que saber «puro»
y ab stracto priva al m undo de sentido. En cuanto
al trab ajo , N ietzsche concederá a Marx que tiene
y que da sentido y valor, pero no el tra b a jo que
fabrica p roductos; sólo el que crea obras. «¿Quién
valora? ¿Quién nom bra? ¿Quién vive según un
valor? ¿Q uién elige un valor?» De este m odo se
plantea la cuestión del «sujeto», a la que hay que
resp o n d er p ara que conserve un sentido la bús­
queda de un sentido nuevo, a la que es difícil res­
ponder, p o rque la resp u esta supone un reto rn o
Las tríadas 27

hacia lo original, al ofrecer u n a génesis del «su­


jeto» y de su relación con el sentido. De ahí las
in certid u m b res (significativas por sí m ism as) de
Nietzsche. Unas veces responde: los pueblos han
inventado los sentidos, han creado los valores. El
filósofo, el poeta se m antienen ap artad o s de las
m ultitudes, y, sin em bargo, salen de los pueblos,
incluso, y sobre todo, cuando se oponen a su pue­
blo (cf. Zaratustra, «De los m il y u n fines»: «Aun­
que m uchas veces pasan p o r buenas p a ra u n pue*
blo, p a ra o tro no son m ás que vergüenza y b u rla...
Por encim a de cada pueblo hay u n a tabla de va­
lores: es la tab la de sus victorias sobre sí m is­
m o...»). Son los pueblos los que inventan y no los
E stados, ni las naciones, ni las clases, que, al
igual que el sab er o la política, no dan sentido y
valor a las cosas. E sta tesis plan tea en principio
un relativism o total, u n «perspectivism o» que, sin
em bargo, se acerca a las tesis m arxistas, puesto
que atrib u y e a los pueblos y, p o r tanto, a las
«m asas» la capacidad creadora de engendrar una
perspectiva a p a rtir de u n a valoración. Pero o tras
veces N ietzsche responde lo contrario, que sólo
el individuo (genial) tiene esa capacidad: tesis
«elitista»: «N osotros, que indisolublem ente perci­
bim os y pensam os, nosotros engendram os sin tr e ­
gua lo que todavía no es», declara orgullosam ente
la F reundliche W issenschaft. Lo que equivale a
decir que el pensam iento nietzscheano, en la m e­
dida en que se tra ta de u n pensam iento, no se
salva de las contradicciones, de las incoherencias.
Pero ¿hay que escoger en tre estas proposiciones?
¿Se tra ta de u n sistem a, de u n saber, o b ien del
paso de u n sab er a otro, del triste saber a la Gaya
Ciencia?
¿Qué es, pues, esta Gaya Ciencia que se opone al
S aber absoluto de Hegel tan to com o al S aber crí­
tico de M arx? Sin e sp e rar a u n a reconsideración
28 Henri Lefebvre

en p ro fu n d id ad de este p u n to nodal, conviene que


ah o ra esbozem os la genealogía de Freundliche Wis-
senschaft. Tiene su punto de p a rtid a en lo que hay
de m ás profundo en Occidente: en la corriente sub­
terrán ea, com batida, sepultada p o r la m oralidad
judeo-cristiana y el Logos greco-rom ano, co n tra los
que N ietzsche entabla un com bate tanto m ás te­
rrib le cuanto que provenía y salía de él. Así, esta
lucha posee u n carác te r ejem plar y paradójico.
E n los inicios del pensam iento cristiano hay una
o b ra a la vez ilu stre y m al conocida porque fue
relegada a la som bra p o r la d octrina oficial: el
agustinism o. Agustín m editó con todos los recursos
de la filosofía griega, platónica y judeo-alej andrina,
adem ás de con todos los recursos aún frescos de la
trad ició n rom ana, sobre el rasgo específico del
cristianism o, la d octrina de la caída, del pecado y
de la redención. En función de la prueba y de la
purificación p o r el dolor in te rp re tó la im agen del
M undus, de raíz italiota: el orificio y la brecha, el
abism o hundiéndose en las profundidades te rre s­
tres, el pasillo tenebroso abriéndose a la luz por
u n a salida difícil de encontrar, trayecto de las
alm as que re to rn an al seno m atern o de la tierra
p a ra m ás tard e renacer. El M undus: fosa donde
se a rro ja a los recién nacidos que el padre se niega
a criar, los condenados a m uerte, las inm undicias,
los cadáveres que no se envían al fuego celeste
quem ándolos. N ada m ás sagrado, es decir, m ás
m aldito, m ás p u ro y m ás im puro. El Mundo.-
pru eb a de la oscuridad p a ra ganar la redención, es
decir, la luz. «M undus est inm undus», proclam a
Agustín, en la linde del m undo cristiano, es decir,
en el m om ento en que se desm orona el m undo p a­
gano. H a en contrado la divisa del cristianism o: la
consigna.
Agustín es el prim ero de los occidentales que
no p arte de «algo» com o base del saber, ya sea
has tríadas 29

ii n objeto (como la m ayor p a rte de los p reso cráti­


cos: el agua, el fuego, los átom os, etc.), ya sea un
sujeto (como el nous de Anaxágoras, o el intelecto
agente de A ristóteles), ya sea u n saber absoluto (la
Idea platónica, p ro feta de la Idea hegeliana). P ara
Agustín, el S er se define (si es que podem os h ab lar
así) p o r la voluntad y el deseo, no p o r el Saber.
El Ser (divino) es deseo e infinito: deseo no finito
en sí y, p o r tanto, inagotable, y deseo de lo infi­
nito, de o tro ser igualm ente infinito. Lo que p er­
m ite p re sen tir —com o a través de una nube el
sol— el m isterio de la tríad a divina, la Trinidad.
El hom bre, a im agen de Dios, analogon de lo di­
vino, es inicialm ente deseo infinito. La caída y el
pecado acab aro n con este infinito subjetivo sepa­
rándolo de su «objeto» infinito. Si el «mundo» no
es o tra cosa que un m ontón de inm undicias, su
razón se descubre en la ru p tu ra y la finitud del
deseo. Caído en el abandono de lo finito, el deseo
se ap o d era de ob jetos finitos, pero no encuentra
en ellos m ás que angustia y fru stració n en lugar
de la alegría in fin ita que pese a todo sigue p resin ­
tiendo. A rrastrándose p o r las tinieblas del M undus,
ese deseo quebrado, separado de sí m ism o y, por
tanto, reducido a no perseguir m ás que a sí m ism o
(en «el am o r propio»), ese deseo infinito caído en
lo finito no es m ás que libido, pero una libido no
única: triple. Según los agustinianos hay tres libí­
dines en el ser caído, a u n tiem po inseparables y
claram en te d istin tas: la libido sciendi (la curiosi­
dad, el sab er y la necesidad de saber, necesidad
siem pre fru stra d a y siem pre renaciente, que va
hacia las cosas en vez de sondear su propio abism o
y su propio fracaso); la libido sentiendi (la con­
cupiscencia de la carne, la necesidad de gozar, la
persecución sin fin y siem pre decepcionada de la
voluptuosidad, p aro d ia del am or infinito), y, por
últim o, la libido dom inandi (la am bición, la nece-
30 Henri Lefebvre

sidad de m an d ar y de dom inar: la voluntad de


poder). La trip le libido de los agustinianos re­
p roduce grotescam ente en el desam paro de lo fi­
nito la trip licid ad divina: el P adre, poder verda­
dero; el Hijo, el Verbo, ciencia y sabiduría verda­
deras; el E sp íritu , am or verdadero. Cada libido no
es m ás que la so m bra del deseo infinito, que no se
desea m ás que a sí (am or propio) a través de los
objetos finitos.
¿Puede h ab e r alguna relación, a no ser ab stracta,
con N ietzsche? ¿De qué m odo el agustinism o
(aplastado p o r u n a teo ría del saber absoluto, el
tom ism o de origen aristotélico, que p asará p o r la
crib a de la crítica cartesiana sin su frir dem asia­
dos daños y que se p erp etu ará com o ingrediente
del Logos occidental) se in serta en la genealogía
del pensam iento nietzscheano? A través del si­
glo x v i i francés. La corriente su b terrán ea del agus­
tinism o anim a la p ro testa p erp etu a contra la teo­
logía oficializada de la Iglesia; apoya, adem ás, la
p ro testa co n tra la constitución del E stado cen tra­
lizado, del p o d er real absoluto, basado en la ra ­
zón de E stad o y el saber: el jansenism o co n tra
Luis XIV. Y el jansenism o no se lim ita al pensa­
m iento de Jansenio, de Saint-Cyran, de Pascal y de
Port-Royal. Pasa a la lite ratu ra : a Racine, que aquí
no tien e im portancia, y, sobre todo, a La Roche-
foucauld. La libido agustiniana se llam a en él
«am or propio» y las M áxim es analizan cruelm ente
todas las form as de am or propio p a ra denunciar
los rodeos y las m áscaras: la am bición, la bús­
queda del placer, la curiosidad 7. El duque de La

7 Sobre este ú ltim o p u n to , véase Pascal, de H. Lefebvre,


E ditions Nagel, 2 vols., 1950. N ietzsche dedicó su Humano,
demasiado humano a la m em oria de V oltaire, p ero c ita a
La R ochefoucauld en varias ocasiones; la im itación puede
verse perfectam en te ta n to en el contenido com o en la
form a: «Como u n p alad ín que va h acia d elante sin sab er
Las tríadas
*118879 31

R ochefoucauld, ese m undano, conocía el m undo


y sabía de él lo que hay que saber. Jan sen ista lo
era de corazón y de m ente. El «m oralista» des­
truye el M undo: la corte, los cortesanos, el poder
real. Al sab er oficial, al Logos cartesiano (estatal)
se opone la ascesis de u n no-saber pleno de am arga
lucidez. Y N ietzsche leyó y m editó las M áximes.
Y no sólo las conocía, las im itaba: los aforism os
de H um ano, dem asiado hum ano (l.er vol., 1877-
1878; 2° vol., 1879) prolongan h asta la m odernidad
el duro análisis, la p enetración in trép id a y el triste
sab er del «m oralista» francés (a quien m ejor cua­
d ra ría el n om bre de inm oralista). Tienen su ca­
rácter, su agudeza, su alacridad. Si N ietzsche des­
cubre la libido dom inandi, el am or propio com o
am bición, y lucha p o r el poder, lo hace p a ra de­
n u n ciarla h asta sus raíces. El p ro testan tism o de
Nietzsche, h ijo de p asto r, encontró alim ento y
fuerza en u n jansenism o alejado de su objetivo y
de su sentido, p ro n to convertido en p ro testa con­
tra quienes destruyen el «mundo» y no saben qué
hacer con los restos.
E sto p o r lo que respecta al Amargo Saber. En
cuanto a la Gaya Ciencia (1881-1882) tiene un o ri­
gen próxim o y un sentido opuesto (dialécticam en­
te) 8. D ejando a un lado el Logos greco-rom ano
(lógica y derecho) y la m oral jjadeocristiana (el
odio al placer, el goce considerado como pecado
y m ancilla), ¿qué ha inventado Occidente? Una
locura que dio sentido a hechos y a cosas: el am or
si los caballeros le siguen...», escribe a W agner a p ro pósito
de ese libro en 1878.
* Véase igualm ente el Pascal, ya citado. O tros escritos
han puesto de m anifiesto y m o strad o tan to la originalidad
com o los aportes de la civilización fran cesa m eridional
frente al poder esta ta l y la p resión social del n o rte de este
país. El enem igo (com o dice el Romancero de la Tabla
Redonda) es aquí Denis de R ougem ont, a u to r de un libro
irrisorio: L'amour et l’Occident.
32 Henri Lefebvre

individual, el am o r loco, el am or absoluto. Lo m e­


jor que ha tenido O ccidente lo ha desconocido,
ignorado, pisoteado. La civilización m eridional
francesa —la del gran M idi y del Rey Sol—, al
asim ilar im ágenes, m etáforas y conceptos proce­
dentes de los árab es de Andalucía y de las leyendas
célticas 9, in tro d u jo la cortesía en el am or. Lo cual
no sólo suponía respeto por el «ser» (el individuo,
la persona) am ado, que escapa desde ese m om ento
al antiguo estatu to del O bjeto bello, sino p artic i­
pación en el placer. ¿Y la Gaya Ciencia? No es
sólo retó rica am orosa, ni arte sentim ental de ju n ­
ta r palabras. Es el arte de vivir en y por el am or:
el arte de la alegría y del placer am oroso. El
am ante h o n ra a su dam a en el acto del am or. La
sirve en lugar de servirse de ella para su nece­
sidad sexual. R espetar al ser am ado —la m ujer
bella— no consiste sólo en negarse a considerarla
com o objeto, ni en som eterse a su voluntad e
incluso a sus caprichos: supone ofrendarle la vo­
luptuosidad. El am or cortés y absoluto se p ro ­
clam a m ás allá de la am bición y del poder, m ás
allá de la voluntad de poder. La libido sentíendi
se libera p urificada por la pasión. El deseo vuelve a
ser infinito, p o rq u e no hay un objeto finito ante él,
sino un ser divino, «deus in terris»: bello, activo,
capaz de sen tir y consciente. La Gaya Ciencia tra s­
ciende el pecado y la redención. E n cu en tra de nue­
vo la inocencia del cuerpo y la gran salvación.
C ontiene un conocim iento m ás profundo que la
am arg u ra del análisis crítico y m ás «verdadero»

’ El Romancero de la Tabla Redonda con sus episodios:


M erlín el en can tad o r y sus am ores con Viviana; Lancelot
y sus am ores con G inebra; la b ú sq u ed a del G rial y la epo­
peya de Perceval. (Los celtas invadieron el te rrito rio de
la fu tu ra Francia h a sta el n o rte de E spaña, donde consti­
tuyeron un pueblo designado en la an tig ü ed ad con el
nom bre de «celtíberos».)
Las tríadas 33

que el sab er «puro» de los sabios. Mejor que el tra ­


bajo, m ás que el saber, da sentido y valor a los
acontecim ientos, a los hechos, a las cosas. Es una
Fiesta perpetua.
N ietzsche ha reunido el S aber Amargo y la Gaya
Ciencia, trascendiendo a aquél por ésta, subordi­
nando, sin perderlos, la lucidez a la alegría 10 y el
conocer al vivir. Desea y cree que de esa unidad
conflictiva su rg irá un tercer térm ino: una vida
poética y carnal que trascienda tanto la ciencia
am arga com o la gaya ciencia.
El vivir y lo vivido se reafirm an con fuerza, con
violencia si es preciso. ¿C ontra quién y co n tra qué?
C ontra el m o n struo m ás frío de los m onstruos
fríos, el Estado. C ontra el triste saber (conceptual),
co n tra la violencia o p reso ra y represora. C ontra lo
cotidiano, co n tra lo «real» inaceptable. C ontra el
trab a jo y la división del trab a jo y la producción
de cosas. C ontra la m oral y las convenciones so­
ciales, las de una sociedad sin civilización que
quiere p erp etu arse p o r todos los medios. Hacia
1885, Marx acaba de m orir; Nietzsche, el poeta;
Nietzsche, el m egalóm ano, clam a su angustia y su
alegría. Quiere salvar al m undo y a E uropa de la
b arb arie en que caen. La sociedad occidental, la
del Logos (greco-rom ano: lógica y derecho) y de la
m oral (judeocristíana: el puritanism o) se está vol­
viendo indeciblem ente, desm esuradam ente m ons­
truosa. P ro d u cir p ara d estru ir, hacer hijos para

10 No sería difícil en c o n tra r en las Máximes la indicación


de este proyecto. La trad ició n del am o r abso lu to m arca
gran núm ero de obras literarias en F rancia, especialm ente
La Princesse de Claves, novela en la que quizá el a u to r de
las Máximes colaboró. Sobre el m ito del G rial y la b ú s­
queda de lo absoluto, véase la cu rio sa c a rta de N ietzsche
a Seydlitz, 4-1-1878. [Hay, aunque incom pleta, trad u cció n
castellana: Correspondencia. Selección y trad u cció n de
E duardo S u b irats, Las E diciones Liberales, E d ito rial La­
bor, B arcelona, 1974.]
34 Henri Lefebvre

las guerras, acum ular el saber para dom inar a


los pueblos: Nietzsche contem pla en Alemania
estos absurdos, puestos bajo el signo de la Razón.
Ha presentido, denunciado, estigm atizado el erro r
esencial, consagrado filosóficam ente p o r Hegel,
legitim ado p o r él: la am algam a, la fusión del saber
y del poder, del conocim iento abstracto y del
poderío, en el E stado y en el modelo estatal de la
sociedad m oderna. Hoy vería en la destrucción
de la n atu raleza (fuera del «hombre» y en él) una
m anifestación de la voluntad de poder en todo su
h o rro r, y no su negación. Lo m ism o que en la auto-
destrucción eventual de la especie hum ana (peligro
atóm ico, etc.).
O ccidente ha probado sus valores, su enorm e
afirm ación: lógica, derecho, E stado (Hegel), tra ­
b ajo y producción (Marx). El resultado tendería
a d em o strar el fracaso de la especie hum ana. Esta
colosal afirm ación tiene p o r envés y co n trap artid a
un nihilism o oculto y u n a m aldad patológica. El
nihilism o europeo no proviene del pensam iento crí­
tico, sino de su ineficacia. No proviene del rechazo
de la h isto ria, de la nación, de la p atria, sino de
los fracasos de la h istoria. ¿Su secreto, su enigm a?
R adican en la afirm ación m ism a, la del Logos, afir­
m ación que parece plena y revela su nada.
¿Ignoró Nietzsche el trab ajo , la industria, la
clase ob rera, el capitalism o y la burguesía? Habló
poco de ello directam ente. Sólo lo hace a través de
la crítica de la cu ltu ra y del saber. Si los ap a rta de
su cam po, lo hace porque según él ninguno de
estos térm inos, ninguna de estas «realidades» ap o r­
ta u n a perspectiva, a no ser la nihilista. Donde el
hegelianism o vio el triu n fo de la razón, donde
M arx ve las condiciones de u n a sociedad distinta,
N ietzsche no percibe m ás que una «realidad» que
no se esfuerza p o r reconocer com o tal sino p ara
I.as tríadas 35

refu tarla y rechazarla. P orque va a h u n d irse en el


barro y en la sangre.
¿Debe definirse a N ietzsche com o anarquizante?
Sí y no. Sí, p o rq u e rechaza globalm ente lo «real»
y el sab er de lo real considerado com o realidad su­
perior. Sí, p o rq u e con él la subversión se dis­
tingue de la revolución. No, p orque n ad a en com ún
tiene con S tirn er, con B akunin, que se autodefinían
p o r u n a conciencia, p o r un sab er (no político p ara
el p rim ero, político en el fondo p a ra el segundo).
Los an arq u istas perm anecen en el terren o de lo
«real»: de esto y de aquello co n tra lo que com ­
baten. Q uieren ver, poseer u n a «propiedad», aun­
que sea u na sola, o ex propiar a quienes poseen la
«realidad».
N ietzsche quiere su p erar lo real —trascen d er­
lo— m ediante la poesía, apelando a las profundi­
dades carnales. ¿Lucha p o r los oprim idos? No.
Según él, con frecuencia, si no siem pre, los o p ri­
m idos han vivido m ejor, es decir, m ás intensa­
m ente, m ás ard ien tem en te que los opresores: can­
taron, bailaron, g ritaro n al viento sus dolores y
sus fu rores incluso cuando sufrían los «valores»
de sus vencedores. A su m anera inventaron. ¿Qué?
¿Algo que debía cau sar la perdición de sus am os y
d ar la vuelta a la situación? No: algo m ás cercano
a Dioniso, dios y m ito de la tierra , de los vencidos,
de los oprim idos (las m ujeres, los esclavos, los
cam pesinos, etc.).
Hay, p o r tanto, p a ra N ietzsche un acto inaugu­
ral: liberación, superación. El Acto inicial logra su
perspectiva renunciando a la voluntad de poder
después de h ab e rla experim entado, renunciando,
p o r tan to , a los actos políticos, m ediante los cuales
se m antiene la opresión y la explotación. ¿Y el
querer-vivir? R esulta ridículo si uno (el «sujeto»)
se atiene a la intuición, a la intención —hecho que
deja de lado la filosofía vo lu n tarista y v italista de
36 Henri Lefebvre

S chopenhauer, S tirn e r y m uchos o tro s—. La trage­


dia clásica señala el lugar de la liberación: repite
el sacrificio del héroe p a ra m o stra r cóm o se cum ­
ple su destino y qué le conduce a su perdición;
libera al espectador-actor del oscuro q u erer que
se quiere queriendo el poder. Fiesta popular, inau­
gura nuevas posibilidades: en Grecia, la vida u r­
bana, la ley racional sustituye a la costum bre. La
m úsica da ejem plo de u n a m etam orfosis siem pre
prodigiosa: tran sfo rm a en alegría, en el curso de
una purificación m ás p rofunda que la «catarsis»
aristotélica, la angustia y el deseo. Crea sentido.
¿Y el «sujeto»? E sta preocupación de los filósofos
resu lta irriso ria. No hay m ás sujeto que el cuerpo;
y el cuerpo posee su profundidad, y la m úsica nace
de él p ara volver a él con sonidos m ás lum inosos
que la luz, que sólo habla a la m irada.
P artiendo de esta exaltación del arte, los m itos
y las religiones se in te rp re ta n en lugar de caer en
la irrisió n (la superstición). M itos y religiones in­
ten taro n la liberación, pero d ejaron a un lado el
objetivo p o rque sirvieron de m áscara a la voluntad
de p o d er y en g endraron prácticas (ritos) e in stitu ­
ciones (iglesias). Si las religiones se com prenden y
se in terp re tan , su com prensión m u estra en ellas
m ism as las causas de la decadencia, especialm ente
en Occidente, donde el judeocristianism o ha engen­
drad o el capitalism o y la burguesía, fenóm enos
derivados, p ero agravantes, de sus causas.
La superación nietzscheana ( U berw inden) di­
fiere radicalm ente de la superación hegeliana y
m arxista (A u fh eb en). No conserva, ni lleva a nivel
su p erio r sus antecedentes y condiciones. Los p re­
cipita en la nada. Más subversivo que revolucio­
nario, el V berw inden supera destruyendo o, me­
jo r dicho, llevando a su autodestrucción lo que
reem plaza. N ietzsche quiso así su p erar a un tiem po
la afirm ación europea del Logos y su envés-revés,
Las tríadas 37

el nihilism o. ¿Es preciso añ ad ir que esta lucha


heroica co n tra el nihilism o judeo-cristiano p o r y
p ara la vida carn al nada tiene en com ún con un
hedonism o? Hay tría d a (tres térm inos), pero lo
que nace p recip ita en el curso de la lucha a los
otro s térm inos en la nada (los tira p o r tierra, zu
Grunde, d irá Heidegger), de form a que entonces
aparezcan com o «fundam entos», como profu n d id a­
des. ¿D ialéctico? Sí, pero radicalm ente distinto de
la dialéctica hegeliana y de la dialéctica m arxista.
P or el papel, el alcance, el sentido de lo negativo.
Por la in tensidad de lo trágico.
¿Y lo S obrehum ano? Nace de la destrucción y de
la auto d estru cció n de todo cuanto existe bajo el
nom bre de «hum ano». Es lo posible-im posible por
excelencia: lo que im plica ya la liberación inicial
e iniciática, el rechazo de la voluntad de poder, la
gaya ciencia y el gozoso pesim ism o. ¿D eber-ser
(Sallen)'? ¿Im perativo, no de la m oral, sino del vi­
vir? ¿Posibilidad lejana? ¡No! Tan cerca de cada
uno que nadie lo puede captar, lo sobrehum ano
reside en el cuerpo (véase lo que dice Z aratu stra
de los que «desprecian el cuerpo»). Ese cuerpo,
rico en lo desconocido y en virtualidades, despliega
algunos de sus poderes en el arte: el ojo y la mi­
rad a en la p in tu ra, el tacto en la escultura, el oído
en la m úsica, la palab ra en el lenguaje y en la
poesía. Cuando la coyuntura es favorable, el cuer­
po to tal se despliega en el teatro y en la arq u itec­
tu ra, la m úsica y la danza. Y si el cuerpo total
despliega todas sus posibilidades, entonces lo
sobrehum ano p en e tra en lo «real» m etam orfoseán-
dolo. En cuanto devenir, ¿no será él esa m eta­
m orfosis del cuerpo que repite su «realidad», difi­
riendo, sin em bargo, totalm ente de ella? Como en
la poesía y en la m úsica. No sin ciertas pruebas,
como la terro rífica idea del eterno R etorno: rep ro ­
ducción del pasado, repetición absoluta o absoluto
38 Henri Lefebvre

de la repetición, azar y necesidad vertiginosam ente


unidos...

7. ¿Tenem os ah o ra nosotros, hom bres de la


segunda m itad del siglo xx, todos los elem entos
de una vasta confrontación, todas las piezas de un
gran proceso (del que sólo falta ría designar los
acusadores y los acusados, los testigos, los jueces,
los abogados)? No. Los dossiers no están com ple­
tos. Ni con m ucho.
Si se exam inan las grandes «visiones» o «concep­
ciones del m undo» (entendiendo p o r esto, de un
m odo algo im preciso, las teologías y teogonias,
teosofías, teodiceas, las m etafísicas y las filosofías,
las representaciones e ideologías) se percibe que
utilizan u n pequeño núm ero de «principios»: uno,
dos, tres. R ara vez m ás n . Los núm eros sagrados
com prenden el siete, el diez, el doce, el trece. Los
principios filosófico-m etafísicos se lim itan al Uno,
al Doble, a la Tríada.
¿Fue O riente la cuna de las concepciones m ás
vigorosa y rig u ro sam ente u n itarias? Sin duda al­
guna. Hegel lo pensaba ya en su Filosofía de la
h isto ria 112. ¿Hay que d escu b rir sus condiciones en
ese «modo de producción asiático», incom pleta­
m ente definido p o r Marx, pero que, según él, di­
fiere de los m odos de producción occidentales,
tan to p o r el papel del E stado, de las poblaciones
y del soberano, com o p o r la base social (comuni-
11 S chopenhauer ex tirp a la cu ád ru p le raíz del prin cip io de
razón suficiente. Algunos poem as de H olderlin, algunos
textos de H eidegger hab lan b a sta n te enigm áticam ente de
los cu atro ( ¿elem entos?). El nú m ero cinco e ra privilegiado
en la antigua C hina (cu a tro direcciones del espacio, m ás el
cen tro y la vertical, lug ar del p ensam iento im perial).
12 Véase la traducció n de G ibelin, pp. 106 ss. Sobre el
m odo de producción asiático hay n u m ero sas publicaciones
desde el libro de W itfogel sobre ese tem a.
Las tríadas 39

dades ag rarias estables)? De m odo que el espacio


entero, m en tal y social, agrario y urbano, se re­
p arte en él según una ley única. Sea com o fuere,
inm anente (a la naturaleza, a lo sensible) o trascen­
dente (Ser o E sp íritu), el Uno se afirm a com o
principio absoluto en varias concepciones del m un­
do. O tras varias adm iten dos principios, general­
m ente co n trap u estos: el principio m acho y el
principio hem bra, o el bien y el m al, los buenos
y los m alos, la luz y las tinieblas. Dios y el ene­
migo, el diablo. E stas concepciones dualistas (bina­
rias) h an recibido su expresión m ás elaborada en
el m aniqueísm o. Un poco p o r todas p artes favo­
recen el contenido m ágico y ritu al de la religión
popular. El p erím e tro del M editerráneo y del
O riente M edio parecen los lugares de nacim iento
o de predilección de ese dualism o. ¿S erían su
«condición» las relaciones conflictivas e n tre el m ar
y la tierra, en tre la llan u ra y la m ontaña, en tre los
sedentarios y los nóm adas? Quizá, pero qué im­
p o rta. Nos proponem os aquí h acer hincapié en las
diferencias en tre las concepciones del m undo, de­
jando a u n lado su historia.
El O ccidente europeo parece abocado al pensa­
m iento triád ico o trin ita rio . Y desde m uy tem p ra­
no, si creem os en las investigaciones de los p re­
h isto riad o res y antropólogos. Muy pronto, es decir,
d^sde la fijación al suelo, con la constitución de
u n a ag ricu ltu ra estable y de las aldeas, de esas
grandes m igraciones que se desencadenaron du­
ra n te largos siglos p o r E uropa. Los griegos pen­
saban ya p o r tríad as: el azar, la voluntad, el deter-
m inism o. Es en O ccidente donde el dogm a cris­
tiano de la T rinidad adquiere form a, desem bara­
zándose de las herejías u n ita ria s (las doctrinas
m onofisitas) y d ualistas (el m aniqueísm o aún in­
fluente d u ran te la E dad M edia en tre los cátaros).
¿P or qué? ¿E n qué condiciones? Quizá a causa
40 Henri Lefebvre

de la e stru c tu ra triád ica de las com unidades agra­


rias (las casas y huertos, las tierra s arables de
propiedad privada, los pastos y bosques de pro­
piedad colectiva). O quizá a causa de un proceso
original: la form ación de las ciudades sobre una
base ag raria ya desarrollada, de suerte que la
ciudad aparece como una unidad superior que une
aldeas y pueblos, lugares fam iliares y lugares ex­
traños p o r lo lejanos. Por últim o, quizá ese m o­
delo tern a rio tenga su razón de ser en la geom etría
euclídea y en la teo ría del espacio de tres dim en­
siones (aunque parece p reexistir a él y desarro­
llarse fuera del ám bito científico). ¿Y p o r qué no
b u scar en el espacio social o m ental las razones
y causas de las representaciones dom inantes? La
cuestión se p lantea aquí sólo de pasada.
Una co rrien te su b terrán ea, m ás profunda y m ás
oculta que el agustinism o, por ser m ás herética,
atraviesa el cristianism o. Se la podría com parar
con un estra to freático que n u tre las raíces de
los árboles, lleva h asta la superficie las fuentes,
alim enta los pozos. El Evangelio eterno debe su
m aterialización con toda probabilidad a Abelardo
tan to com o a Joaquín de Fiore. Actualiza y re p arte
en el tiem po los p ersonajes de la trin id ad cristiana.
D espojados de su sustancialidad m isteriosa y m ís­
tica, de su eternidad, en tra n en la «realidad» y en
la historicidad. ¿El P adre? Es la naturaleza con
sus prodigios: es el poder infinita, terriblem ente
fecundo, en quien se disciernen m al la creación y
lo creado, la consciencia y la inconsciencia, el
sufrim iento y el placer, la vida y la m uerte. La
pru eb a no se añade a la existencia natu ral, sino
que es inherente a ella. El Hijo, el Verbo, no es
etern am en te coextensivo a la sustancia patern a:
de ella em erge, de ella nace en la duración: el len­
guaje, la consciencia, el conocim iento, coinciden
con el nacim iento y el crecim iento del Hijo. E n el
Las triadas 41
116870
curso de su ascensión, el saber no puede d e ja r de
ten er confianza en sí; esta fe acom paña la cons­
ciencia y su in q u ieta certid u m b re, conquistada a
base de dudas. El V erbo h a creído salvar al m undo.
Ha fracasado. El sab er no b asta p ara la redención,
ni el su frim iento de la consciencia desgraciada.
Cristo (el Verbo) no sólo m urió en vano: su m uerte
perm itió establecerse al p eo r de los poderes, la
Iglesia, que celebra la m u erte del V erbo m atándole
cada día: m atan d o el pensam iento. P ara que la re­
dención se cum pla es preciso que el espíritu, el
terc er térm ino de la tría d a etern a y tem poral, in­
m anente y trascendente, se encarne trasto rn a n d o
el m undo. El E sp íritu es subversivo o no es. En­
carna en los herejes, en los rebeldes, en los puros
en lucha co n tra la im pureza. Lleva en sí. la re­
belión y la alegría. Sólo el esp íritu es vida y luz.
El Evangelio eterno divide el tiem po en tres pe­
ríodos: la Ley, la Fe, la Alegría. Al P adre le p e rte ­
nece la Ley y de él proviene: d u ra ley de la n atu ­
raleza y de lo que la prolonga, el poder. Al H ijo, al
Verbo le corresponde la Fe, con sus corolarios,
la E speranza y la C aridad. El E spíritu a p o rta la
alegría, la p resencia y la com unicación, el am or
absoluto y la luz perfecta. P ero tam bién la lucha,
la aventura, la subversión, es decir, u n a violencia
c o n tra la violencia...
Mal conocido, tan to p o r la h isto ria h ab itu al de
la filosofía com o p o r la de la sociedad, este es­
quem a triádico posee un alcance inestim able.
Como esquem a de la realidad y m odelo de pensa­
m iento debe ad v ertirse que posee m ayor flexibi­
lidad que un esquem a binario o unitario. Com­
pren d e ritm os; corresponde a procesos. Aflora
a través del pensam iento cartesiano, donde el infi­
nito divino ab arca los dos m odos de existencia de
lo finito, la extensión y el pensam iento. T riunfa en
Hegel. ¿Qué es el hegelianism o? Un entrelazam ien-
42 Henri Lefebvre

to de tríad as, em itidas y recogidas p o r el terc er


térm ino su p erior, la Idea (el E spíritu). P rim era
tríad a: la naturaleza, la historia, el concepto. Se­
gunda tríad a, im plicada y explicativa: la tesis o
afirm ación, la antítesis o negación, la síntesis o
superación positiva (afirm ativa). T ercera tríada:
la necesidad, el trab ajo , el goce o, m ejor, la satis­
facción. C uarta: el am o, el esclavo, la victoria del
esclavo sobre el am o, victoria que le tran sfo rm a en
su p erio r al am o, superándole. Q uinta: la preh isto ­
ria, la h isto ria, la poshistoria. Y así sucesivam ente.
E n cuanto a Marx, su esquem a triádico m odifica,
aunque lo conserve, el esquem a hegeliano lleván­
dolo (según M arx y Engels) a un nivel superior:
afirm ación-negación-negación de la negación. Lo
que acentúa el papel de lo negativo u. El com u­
nism o d esarrollado (futuro) recoge el com unism o
prim itivo con «toda la riqueza del desarrollo». La
propiedad privada de los m edios de producción ha
suplantado la posesión colectiva de estos m edios
(la tierra), pero cederá su lugar a una posesión y
gestión sociales, es decir, colectivas, de las m á­
quinas au tom áticas. Hay incluso para Marx una
S anta T rinidad burguesa: el capital, la tierra , el
trab a jo (el beneficio, las rentas, el salario). Y así
sucesivam ente.
De m odo b astan te extraño, el positivism o que
com bate co n tra toda especulación filosófica adopta
el esquem a triádico: según Aguste Comte y su
fam osa ley de los tres estados, la era m etafísica
sucede a la era teológica y la era científica reem pla­
za a ésta. 13

13 En sus escritos sobre la contradicción, Mao Tse-tung


abandona el esquem a o ritm o triád ico del pensam iento
europeo. Lo cual le perm ite, e n tre o tra s cosas, p a sa r p or
alto u n pro b lem a fund am en tal p lan tead o p o r ese p en sa­
m iento, el de la relación e n tre lógica y dialéctica.
Las tríadas 43

E n cu an to a Nietzsche, si se adm ite que está


identificado con su portavoz Z aratu stra, adopta
tam bién el esquem a triádico: «Voy a deciros las
tres m etam orfosis del E spíritu; cóm o el E sp íritu
se tran sfo rm a en cam ello, el cam ello en león, el
león en niño». El cam ello reclam a la ta re a m ás
pesada, la ley m ás oprim ente. El león quiere con­
q u ista r su lib ertad y afirm arse buscándose, hacién­
dose apto p ara crear: tiene fe en sí m ism o y en
su futuro. El niño es inocencia y olvido, com ienzo,
juego, ru ed a que se m ueve a sí m ism a: alegría. Así
h ab lab a Z aratu stra, que residía entonces en una
población llam ada la Vaca m ulticolor. ¿Se acor­
d aba N ietzsche de la b ú squeda del Grial (el abso­
luto) y de Perceval (Parsifal), de cuya juventud,
pureza e incluso sim plicidad de esp íritu h ab la el
relato? Después de M erlín (divino-diabólico) y de
Lancelot (hom bre y superhom bre) viene el E spí­
ritu-niño.
¿P or qué no aplicar a n u e stra tríada, Hegel,
M arx y Nietzsche, el m odelo triádico m ism o?
¡Hegel sería el Padre, la Ley; M arx el Hijo, la Fe;
N ietzsche el E sp íritu , la alegría! E sta aplicación
no disim ula su intención paródica...
¿P or qué esta reflexión, esta retrospección sobre
las tríad as? P orque n ad a garantiza la etern id ad de
este m odelo. ¿No estará tam bién obsoleto? ¿No
se h ab rá agotado? T ras u n m inucioso exam en de
las T ríadas, ¿no será preciso re fu ta r hoy el esque­
m a y superarlo, bien p o r Aufheben, bien p o r
Überwinden? ¿O dejarle sólo una p arte, quizá la
p a rte sagrada-m aldita, de «nuestra» realidad o de
n u estro conocim iento?
E sta apreciación (que p o r ah o ra tam bién se en­
cu en tra en la etap a de la hipótesis táctica), ¿e n tra­
ñ a rá un reto rn o al pasado, una apelación al mo­
delo sustan cialista (la U nidad absoluta) o binario
(oposiciones form ales, co n trastes y dualidades no
44 Henri Lefebvre

dialécticas)? No es ni evidente ni probable. Sin


duda, h ab rá que a d o p tar o tro cam ino: u n a vía
que tenga en cuenta un m ayor núm ero de m o­
m entos y de elem entos, de niveles y de dim en­
siones; en resum en, un pensam iento m ultidim en-
sional. Lo cual, p o r contraste, ¿anunciará que el
pensam iento, al ten er en cuenta núm eros m ayores,
se p erd erá en los excesivos p arám etros, variables,
dim ensiones y flujos? ¡No necesariam ente!

8. El con ju n to de afirm aciones categóricas que


constituye el Logos occidental está envuelto en u n a
red de problem as. De en tre ellos em erge y se h u n ­
de, abism o y m ontaña, el del conocer. La filosofía
lo p lanteó desde fines del siglo x v m y desde en­
tonces figura en la situación teórica de E uropa.
Antaño, en el pensam iento cartesiano, en el es­
fuerzo enciclopédico y crítico que surgió en F ran­
cia en el siglo x v i i i , en el em pirism o y en la ciencia
positiva que se ab riero n cam ino en In g laterra, no
hubo duda alguna p o r lo que respecta al saber. La
crítica de la religión y del régim en político seguía
haciéndose en n om bre del conocim iento. El Logos
cuestionaba, p ero no se ponía a sí m ism o en
cuestión.
E l cuadro cam bia con la filosofía crítica: con
K ant. «¿Qué es conocer?» E sta sim ple pregunta
d esg arra el pensam iento que pregunta. Desde en­
tonces va a b u sca r su cam ino persiguiendo no ya
el absoluto (el grial del m ito), sino la resp u esta a
la p reg u n ta del conocim iento. El horizonte cam ­
bia. E l pensam iento desgarrado va a d u d ar en tre
el racionalism o y el hum anism o «clásico», hum a­
nism o que recibe de Goethe su form ulación y el
rom anticism o, tam bién doble: unas veces reaccio­
nario, o tras revolucionario.
Las tríadas 45

P or desgracia, la filosofía y los filósofos profe­


sionales lim itan la problem ática del conocer p ara
hacerla m ás precisa y p a ra que en tre dentro de su
«disciplina», que tiende a convertirse en u n a espe­
cialidad. C onsideran la ciencia com o un proceso
incontestable, com o u n a actividad tan suficiente
com o necesaria. R educción que acerca la filosofía a
la epistem ología, elección m eticulosa entre el
sab er ad quirido y las representaciones inciertas.
Desde K ant, la filosofía plantea así el problem a
del conocim iento: «¿D ónde se hallan los lím ites,
provisionales o definitivos, del saber? ¿Cómo fran ­
q u ear esos lím ites? ¿Cómo conocer m ás y m ejor:
sab er m ás, saber m ás seguro...?».
La filosofía deja así de lado el problem a m ás
am plio, la verd ad era cuestión del conocer. «¿Basta
el sab er necesario? ¿Qué vale el conocim iento, no
en cu an to resu ltad os (concepción, m étodos, teo­
rías), sino en cuanto actividad?» M últiples respues­
tas se esbozan en seguida: a la suficiencia del
sab er se opone la tesis de u n sab er necesario e
insuficiente, y la de un no-saber necesario: rem i­
sión del conocer m ás allá o m ás acá de sí m ismo,
hacia la intuición, hacia la «docta ignorancia»,
hacia la fe p u ra y sim ple.
¿ Quién p lan tea en toda su am plitud la problem á­
tica del conocer? Goethe. Pero no en W erther ni
en W ilhelm M e is te r 14, sino en el Fausto, es decir,
en u n a tragedia y no en una novela.
E sta o b ra de teatro (poco representable, en es­
pecial el Segundo F austo) opone el vivir al conocer.
14 G. Lukács ha edificado su h um anism o m arx ista a
p a rtir del hum anism o clásico, el de Goethe; a p a rtir de las
novelas y, sobre todo, de Los años de aprendizaje de
W. Meister, m odelo de relato de educación y de form ación.
S obreestim ando el género novelesco y su enseñanza c rí­
tica, G. L ukács ha descuidado o desconocido la poesía y el
teatro . H a com prendido m al el Fausto. Lo que le ha
llevado a desconocer a Nietzsche; a p a rte de o tro s erro res.
46 Henri Lefebvre

Fausto, que sabe todo lo que se podía saber en su


tiem po, se da cuenta tard ía m e n te de que no ha
vivido. P ara su felicidad y su desgracia viene a su
encu en tro el príncipe dem oníaco: el O tro absoluto,
el M aldito de Dios que sabe lo que F austo no sabe,
que posee el secreto de vivir: la pasión, el delirio,
la locura, el crim en, en u n a palabra, el m al (el
pecado). M efistófeles (con la autorización del su­
p erio r jerárq u ico , el P adre eterno) p erm ite a
F austo p a sa r p o r las p ruebas del V ivir después de
h ab e r pasado p o r las del Saber. Le conduce hacia
M argarita, la m u je r aún pasiva, la Belleza (el
o b jeto bello), p ero que puede su frir y quejarse;
luego hacia Elena, la m u je r activa, m ás bella toda­
vía, p ero m ás inasequible. Al viejo tríptico: «Dios-
hom bre-diablo» se añade u n cu arto personaje: la
m u jer. E sta difiere tanto de la Virgen eterna como
de la M adre eterna. Se desdobla: p re sa y sierva de
la voluptuosidad (M argarita); reina de la belleza,
de la alegría, del placer (Elena). El eterno fem e­
nino no se ab re m ás que a través de una inicia­
ción, de u na prueba.
A la g ran p reg u n ta, ab ierta com o un abism o en
el cam ino del «hom bre m oderno», Goethe sólo da
una resp u esta poética: todo lo que pasa no es
m ás que sím bolo, jeroglífico; sólo el eterno fem e­
nino apela y m u estra el cam ino de la redención.
Así prosigue su curso la gran idea occidental, la
del am o r absoluto com o co n trap u n to del logos.
E sta g ran im agen cruza O ccidente de p arte a parte,
desde los rom anceros m edievales al Grand Meaul-
nes, donde se disuelve en las claridades vaporosas
de la Belle Ame. A m enos que vuelva a cob rar
actu alid ad ...
E stando vivo Goethe todavía, Hegel divinizaba el
saber; en él lo negativo se pone al servicio de la
positividad: del S aber absoluto. Y podría in te r­
p re ta rse lo dem oníaco en Goethe (M efistófeles)
Las triadas &
com o u n a acentuación de lo negativo, aunque su
papel siga siendo am biguo. E n Hegel, p o r tanto,
Dios es el concepto, el concepto se identifica a la
divinidad. E l concepto de la h isto ria y la h isto ria
del concepto coinciden. De la n atu raleza em erge el
logos, el verbo; luego la n atu raleza y el verbo
(ciencia y consciencia, lenguaje y lógica) se unen
en el esp íritu recobrado, el E sp íritu absoluto. El
Dios-saber y la h isto ria convergen en el E stado. El
E sp íritu absoluto, el Logos com o principio y fin,
se define en ú ltim a instancia com o trin id ad filosó­
fica: concepto (padre), devenir (hijo), E stado \ ;spí-
ritu). Y K ierkegaard no se equivocaba al b u rlarse
sarcásticam en te del Viernes S anto especulativo,
p o r el cual el dios en tres personas encarnado en
la h isto ria corona el Gólgota de las p ruebas dialéc­
ticas p ara alcanzar la gloria del juicio final (pro­
nunciado p o r el filósofo).
Una vez m u erto Hegel, el hegelianism o se des­
integra. ¡Qué ex trañ a situación la del pensam iento
europeo después de Hegel y de Goethe, después de
K ant y Schopenhauer! Con y después de los jó ­
venes hegelianos, M arx duda en tre el saber y el
actu ar. Conserva el proyecto de c o n stru ir un
sab er im p rescrip tib le que resista toda refutación,
que alcance la esencia de la sociedad (burguesa,
capitalista), pero recoge la fórm ula prom eteo-
fau stian a: «En el principio e ra la acción». Con­
serva las ideas hegelianas de una racionalidad sub­
yacente a la h isto ria, de u n a ce rtid u m b re filosó-
fico-científica in h eren te al análisis de la práctica,
de u n a finalidad que se subordina a la causalidad
y a la necesidad. Y, al m ism o tiem po, duda ante la
racionalidad inm anente, según ese esquem a, a la
sociedad y 'a lo real existentes. ¿H asta cuándo re­
sistirá la burguesía? ¿A gotará su racionalidad in­
tern a? ¿H ab rá que ro m p er esa razón m ism a, ju n to
con el E stado y las relaciones de propiedad? ¿Cum­
48 Henri Lefebvre

plirá p o r largo tiem po la burguesía su m isión histó­


rica, a saber, el crecim iento de las fuerzas produc­
tivas h asta el inevitable salto cualitativo? ¿Dónde
situ ar los lím ites internos del capitalism o? Sí por
doquier hay racionalidad, tam bién debe hallarse en
esta sociedad a la que se califica fácilm ente de ab­
su rd a p or ser in ju sta e inhum ana.
M arx plantea, sin dem ostrarlo, el sentido del de­
venir, el de la h istoria; acepta el logos hegeliano
(occidental) sin som eterlo a u n a crítica funda­
m ental. La hipótesis todavía teológica de Hegel
pasa a través de la criba —el «corte»— en el pen­
sam iento m arxista. Marx, com o tam poco hiciera
Hegel, no se p reg u n ta p o r el origen de la raciona­
lidad occidental, p o r su génesis o su genealogía: el
ju deocristianism o, el pensam iento greco-latino, la
in d u stria y la tecnología. Marx se contenta con
p o n er en so rdina la teología (teodicea) hegeliana y
la epopeya de la Idea. A veces, M arx y Engels tro ­
piezan con algunas concepciones irred u ctib les a su
esquem atización: la lógica y el derecho, p o r ejem ­
plo. ¿P or qué la lógica (nacida en G recia) está
presen te en las sociedades, en los m edios de pro­
ducción occidentales? ¿Qué relaciones m antiene
con las ideologías, p or un lado; con la dialéctica,
p o r o tro ? En cuanto al derecho, elaborado en
Roma, pervive h asta el punto de renacer en la
revolución dem ocrático-burguesa con el Código Ci­
vil. De tal m odo que la transición socialista hacia
el com unism o no p o d rá p rescin d ir ni del derecho
ni de los derechos; de tal m odo que el esquem a
triádico: co stum bres inconscientes en el com unis­
m o prim itivo-derecho en el curso de la historia-
co stum bre consciente en el seno de un «com u­
nism o desarrollado», sigue siendo abstracto. De tal
modo, p o r últim o, que M arx no puede decir gran
cosa de la sociedad fu tu ra (el com unism o), salvo
que la larga tran sición estará jalonada por fines:
Las tríadas 49

fin del capitalism o p o r la revolución; fin de la


h isto ria p o r el dom inio de las fuerzas ciegas; fin
del trab a jo p o r la autom atización; fin del derecho
por la costum bre; fin del E stado, de la nación, de
la p atria, de la clase obrera, de la burguesía, de la
econom ía sep arad a y de la política dom inante, etc.
Nietzsche añ ad irá a esta lista: la m uerte de Dios
y del hom bre.
Cuando el pensam iento considera que ese cam i­
no está balizado p o r fines, por m uertes, com o una
sucesión de escollos lo está p o r cruces y n au fra­
gios, se plan tea una pregunta: ¿no term in ará tam ­
bién, agotado, superado p o r las escrituras, los es­
critos, la E scritu ra m ism a, el Logos, que nació de
la P alab ra y del Verbo vivos?
Pues si Hegel afirm a con incom parable vigor y
con un rigor intolerable la prim acía del S aber
com o código de lo «real», es decir, la prim acía de
la teoría, del sistem a, del concepto (abandonando,
p ara no perderlo todo, los desgarram ientos, sepa­
raciones, escisiones y conflictos), Marx se debate
ya en tre el conocer, parcialm ente tran sferid o al
producir, y la acción creadora, el vivir y lo vivido
p rá cticos: su preocupación p o r este problem a se
refleja en los fam osos M anuscritos de 1844. En él,
la actividad p ro d u cto ra que debía asegurar la uni­
dad d o ctrinal se escinde, se desdobla en: a) p ro ­
ducción (fabricación) de cosas m ateriales, de bie­
nes intercam biables, de m ercancías, de m áquinas,
es decir, de m edios de producción; b) producción
de relaciones sociales, creación de obras, de ideas,
de instituciones, de conocim ientos, de lenguaje, de
objetos estéticos, de actos innovadores. M ientras
Hegel in ten ta y consigue crear un concepto u n ita­
rio en el estrecho m arco del saber, M arx fracasa
en el m arco, m ás am plio, de la acción. Producción
y creación se separan, pese a los esfuerzos p ara
asociarlos, am enazando con cam inar cada uno por
su lado.

9- El pensam iento europeo de vanguardia ca­


m ina así hacia lo que retrospectivam ente podem os
llam ar la «crisis nietzscheana». El problem a del
conocimiento no ha recibido solución. La revolu­
ción fracasa en 1848 y luego en 1871. ¿Qué en­
gendra la racionalidad inm anente al E stado, según
Hegel, o a la práctica social (industrial), según
M arx? G uerras. A proxim adam ente en el m ism o
m om ento que Nietzsche, por razones parecidas,
Rimbaud declara que hay que cam biar la vida,
reinventar el am or. Pero el E stad o hegeliano se
yergue como un orgulloso edificio que supera en
arrogancia y poder al E stado b o n ap artista, salido
de la gran Revolución francesa. E strateg a político
de gran envergadura, B ism arck com prendió que
determ inados objetivos de la revolución dem ocrá­
tica —por ejem plo, la un id ad nacional— podían
realizarse «por arriba», consolidando el E stado en
lugar de tran sfo rm arlo. Consideró, adem ás, la inte­
gración en el E stado nacional de la nueva clase en
form ación, el proletariado. Desde entonces, Ale­
m ania, que ap o rtó al m undo m oderno la filosofía,
se entrega a la m ás pesada erudición historiográ-
fica, al filisteísm o. Amenaza con conquistar E u ro ­
pa, en p rim er lugar, con u n a «cultura» que niega
la civilización. El recurso al m ito (W agner)
m u estra esta decadencia del Logos occidental, con
sus dos aspectos en apariencia incom patibles y,
en realidad, solidarios: saber y poder, razón lim i­
tad a e irracio n alid ad sin lím ites, conocim iento y
violencia. E l descenso a los infiernos com ienza: se
inicia con la b a ja d a a los abism os de la conciencia,
del psiquism o, del inconsciente, de la voluntad y
Las tríadas 51
1 1 0 8 /

del deseo con S chopenhauer. Vana fascinación,


dice, y d em u estra N ietzsche...
El Logos im púdico e im prudente, orgulloso de
su sab e r acum ulado, de sus m étodos, no p o r ello
deja de serv ir de vehículo a sus m itos. E n tre ellos,
el p rim ero , en no m bre del cual se realizan los
peores ch antajes, es el de la irracionalidad: toda
crítica de la Razón conllevaría la sinrazón y la
apología de la violencia. M ientras que el Logos
tiene com o envés, com o co n tra p artid a y como
co n trap u n to la crueldad. M ientras que la apelación
del sab er conceptual a u n a form a superior de
conocim iento tiene u n sentido y debe ser escu­
chada.
Nietzsche, sin em bargo, no agotó la lista de los
m itos, m anipulaciones y chantajes vinculados al
ejercicio del Logos, p o d er y conocim iento. E n su
época no podía conocerlos. Algunos h u bieran po­
dido volverse c o n tra él. El m ito del T itán —el Pro­
m eteo m oderno— , que rom pe la gran M áquina so­
cial y política, ese m ito que exaltó a la clase obrera,
¿no fue acaso asum ido p o r N ietzsche cuando p re­
tendió «filosofar a golpes de m artillo»? Al igual
que en el m ito co n trario y corolario del m aligno
geniecillo que estro p ea u n pequeño engranaje de
esa m ism a M áquina, p a ra que se p are y cese en su
funcionam iento 15, las fuerzas de la negación (pro­
testa, contestación) se dislocan. Pero esta observa­
ción anuncia o tra h isto ria d istin ta...

15 E stos dos m itos, el del T itán y el del Genio m aligno,


no han dejado de ejerc e r u n a influencia. F reu d y sus
sucesores (W. Reieh, e n tre o tro s) h an sido seducidos u n as
veces p o r el T itán, otras p o r el G eniecillo m aligno. E n tre
los m itos estudiados en o tra p a rte , recordem os el de la
F undación (Azimov), el del M ono m ecanógrafo (m ito de
la com binatoria productiva, del azar y de la necesidad,
que no carece de relación con el e te rn o R etom o).
52 Henri Lefebvre

10. P ara pro seg uir la confrontación en tre los


m iem bros de la tría d a Hegel-Marx-Nietzsche, así
com o en tre esos tres pensam ientos m agistrales de
la m od ern id ad que quisieron cap tar, hay que aca­
b ar con las hipotecas e hipótesis políticas. E ste
punto, este ap artad o m erece que insistam os en é l 16.

a) Se puede ac u sar a Hegel y al hegelianism o


de reacción p u ra y sim ple. Una política derechista
ofrecida no sólo com o R ealpolitik, sino com o cierta
teóricam ente, se ju stifica en Hegel p o r el análisis
de lo «real», de la nación y del país real, de las
instituciones necesarias. Lo cual legitim a tan to al
E stad o y a los ap arato s del E stad o como a los
ap arato s políticos y al predom inio del hom bre de
E stado sobre todos los dem ás «m om entos» del
saber, de la cu ltu ra, etc..
Y todo esto está en Hegel: la teorización y la
racionalización del hecho político. En él está la
justificación, con el E stado, de u n «estado de
cosas» donde la to talid ad de lo real se detiene, se
estan ca y se bloquea.
Pero si en Hegel sólo h u b iera esto, ¿m erecería
la confrontación? ¿S ería m erecedor y digno de un
proceso? No. E n p rim e r lugar, el hegelianism o,
con la teorización, contiene la confesión y una de­
nuncia de este «estado de cosas». P erm ite su aná­
lisis. E n segundo lugar, Hegel, que preten d ía y
creía ser el defensor de la lib ertad , rechazó y re­
futó tam bién ese caso lím ite, el estancam iento, la
o stentación de lo realizado. Concibió u n com pro­
m iso que p re te n d ía ser arm onioso en tre la a u to ri­
dad y la libertad . Sólo el E stado liberal deja un

16 Véase La fin de l'histoire, y tam bién Nietzsche, de


H. Lefebvre (E d itio n s Sociales In tern atio n ales, 1939), libro
qu e desde an tes de la g u e rra rech azab a las acusaciones
políticas lanzadas co n tra N ietzsche, especialm ente las de
Lukács.
Las tríadas 53

m argen a sus «m om entos» y u n a flexibilidad a sus


m iem bros. Sólo él se re-genera, se re-produce con
un autodinam ism o, m ediante u n a vitalidad inm a­
nente y racional. El recurso tradicional a lo reali­
zado, la violencia sin freno, m uestran, según el
hegelianism o, que el equilibrio definitivo falta, que
está incom pleto o h a fracasado. Si después de siglo
y m edio el E stad o sobre el que Hegel teorizó ha
revelado su «lado m alo», no se puede hacer respon­
sable de ello al hegelianism o. S íntom a m ás que
causa y razón, la d o ctrina hegeliana no puede a rrin ­
conarse tan fácilm ente com o el historicism o ju rí­
dico de u n Savigny, p o r ejem plo. Se puede u tilizar
el hegelianism o (y se h a utilizado) p a ra ju stific ar
el am o r al pasado m ediante el historicism o, el na­
cionalism o e incluso el chauvinism o. E stas in te r­
pretaciones y alteraciones deben fig u rar en el
dossier com pleto, pero no im piden la constitución
del dossier.
b) Lo m ism o ocurre con el estalinism o respecto
a Marx. Si hay u n a ideología «revisionista» con res­
pecto al pensam iento de Marx, es, desde luego, ese
som brío n u b arró n . P or supuesto que los m istifica­
dores estalinianos lanzaron el epíteto «revisionista»
p a ra ta p a r sus operaciones ideológicas (basadas, y
esto es obvio y no hay necesidad de declararlo, en
la «realidad» económ ica, social y política de la
URSS después de Lenin). Los estalinianos b o rra ­
ro n las huellas con habilidad, tachando, p o r ejem ­
plo, a Hegel de «filósofo de la reacción feudal»,
m ien tras que ellos eran hegelianos e incluso super-
hegelianos. Que la lucha de clases después de una
revolución p ro leta ria en tra ñ a un refuerzo y una
m ayor centralización del E stado, es quizá u n a «ne­
cesidad histórica» o u n a fatalidad de la práctica
sociopolítica en u n país escasam ente in d u striali­
zado: esto n ada tiene en com ún con el pensa­
54 Hetiri Lefebvre

m iento de Marx. Es m ás: si tal tesis es verdadera


en el sentido teórico de este térm ino, el pensa­
m iento m arx ista se desm orona. Se deshace en
m igajas incluso si gentes bien intencionadas re­
cogen sus trozos y tra ta n de re co n stru ir algo con
los restos.
C ontra esta seudo-teoría pueden citarse textos
de Marx, de Engels, de Lenin, ta n num erosos que
llenan volúm enes. P or o tro lado, las violentas con­
troversias suscitadas p o r el estalinism o y la opo­
sición an tiestalin ista han puesto de m anifiesto una
contradicción in tern a en el m ovim iento revolucio­
n ario y en el m ovim iento obrero m ism o. E sa con­
tradicción está p resen te desde Saint-Sim on y
Fourier. E ste últim o prescinde alegrem ente del
E stado, m ien tras 'Saint-Sim on se contradice no
m enos alegrem ente, anunciando unas veces u n Es­
tado eficaz p o r e sta r dirigido p o r los «industriales»
(los pro d u cto res y los sabios) y o tra s la sustitución
de la opresión estatal p o r la gestión d irecta de
las cosas. La contradicción estalla en E u ro p a h a­
cia 1870. Los h isto riadores y los retóricos políticos
se inclinan con te rn u ra sobre el m ovim iento obre­
ro p ara ex tirp a r o al m enos m itigar las contradic­
ciones: p o r eso han dejado de lado el doble p ro ­
ceso que aboca en F rancia a la C om una y en
Alem ania al p artid o socialdem ócrata. El movi­
m iento francés ataca resueltam ente al E stado y lo
abate en 1871, cuando los obreros parisinos m ar­
chan «al asalto del cielo». En cam bio, el socialism o
alem án, influenciado p o r el hegeliano Lassalle, ad­
m ite el E stado y se integra en él. Integración que,
com o es sabido, B ism arck, genial estrateg a polí­
tico, h abía previs’to. ¿H ay que re co rd a r una vez
m ás el contenido de La crítica del program a de
Gotha y las precauciones de Marx, quien en este
texto im p o rtan te (su testam ento político) apenas
Las tríadas 55

cita a la C om una de París, pese a ap ro b arla en tera­


m ente? La contradicción se m anifiesta incluso en
el pensam iento y en la o b ra de Marx.
De ahí la te rrib le am arg u ra de la ú ltim a línea
de ese texto: «Dixi et salvavi anim am m e a m ».
Si el socialism o de E stado triu n fa en el m ovi­
m iento o b rero de E u ro p a y del m undo, quiere
d ecir que ese m ovim iento abandona el m arxism o
y el leninism o; que vence el lassallismo; que el
m arxism o deviene una ideología, u n a filosofía
esclavizada p o r el E stado, u n servicio público en
el sentido hegeliano. M arx no es responsable de
esta situación; sólo de h ab e r dejado en penum bra
u n conflicto de u n a im portancia decisiva.
c) Y lo m ism o ocurre con N ietzsche y el fas­
cism o hitleriano. Una falsificación furiosa ha defor­
m ado y reto rcid o los textos de N ietzsche hacia la
ideología fascista. P or supuesto que no faltan los
fragm entos am biguos; analizando la voluntad de
poder, N ietzsche llega a a d m itir a héroes discu­
tibles: aventureros, condotieros, conquistadores.
¡Tam bién se p o d ría colocar a M arx en tre los an ti­
sem itas p o r su Q uestion judía! Al proceder a la
crítica radical, a la refutación fundam ental, al re­
chazo y desprecio de la libido dom inandi, N ietzsche
consideró todos sus aspectos, todas sus m áscaras,
tan to políticas com o no políticas: la acción im ­
perial e im perialista, el m aquiavelism o, la am bi­
ción y la actividad gu errera, pero tam bién la bon­
dad, la acción caritativa, las «buenas obras», o sea,
la renunciación y la hum ildad.
Por lo que al éxito de N ietzsche se refiere, es
decir, a la acogida de su análisis teórico en cuanto
ideología, ha cam biado de naturaleza: anarquizan­
tes e in m oralistas a principios del siglo xx, fas­
cistas y políticos después, filósofos hoy, los
«nietzscheanos» o sedicentes lo han relegado al des-
56 Henri Lefebvre

conocim iento. Tales erro res de in terp retació n de­


ben fig u rar en el dossier. No son directam ente
im putables al autor.
E ste rechazo de la apreciación política im plica
una desvalorización de lo político com o tal, sobre
la que hay que insistir. El criterio político, que se
p resentó (d u ran te el período estaliniano y fascista)
com o criterio absoluto, nada tiene de definitivo.
Cam bia, cae. D urante un corto lapso de tiem po
ad o p ta un aspecto «total» porque es im puesto
p o r el doble m edio de la persuasión ideológica y
de la violencia. Induce entonces a erro res irriso ­
rios que ap arecerán m ás tarde.

l í . «¿No será p o r esa m anía triádica, o por


im itación burlesca del m odelo así caracterizado,
p o r lo que u sted sólo se fija en tres obras, en tres
pensadores? ¿Por lo que sólo coloca a Hegel, Marx
y N ietzsche a la e n tra d a y p o r encim a de la m oder­
nidad? ¿P or qué no a otros?...»
Dejo, a quien lo desee, la pretensión de que las
'so m b ra s y el reino de las som bras cesan con
Freud, con Heidegger, o bien con Lenin o Mao
Tsé-tung, o con Reich, con G. B ataille, etc.
He ahí a F reud y su obra. ¿Por qué no fijarse en
él y situ arle en la constelación dom inante?
Su pensam iento y su análisis ganan m ucha fu er­
za p o r el hecho de que están vinculados a observa­
ciones clínicas, a u n a p ráctica terapéutica. Eficaz
con frecuencia, o tras veces vana o perjudicial, esta
p ráctica m édica tiene u n a existencia «real». Que ha
incluido en el lenguaje y llevado h asta el con­
cepto la sexualidad, zona d u ran te tanto tiem po
oculta, es un hecho cierto. En cuanto a la p rác­
tica, la vinculación del pensam iento m arxista
con la p ráctica social y la p ráctica revolucionaria
Las tríadas 57

(tentativas, fracasos), la deja en buen lugar p ara


rep licar a los «practicistas». Sólo el pensam iento
nietzscheano sale p erju d icad o de la com paración,
p o rque sólo está vinculado a una práctica de la
palabra. A m enos que se le ponga en relación con
la m ediocre p ráctica de la escritura. El psicoaná­
lisis h a creado u n oficio, u n a profesión que ocupa
un lugar en la división social del trabajo, y que
tiende a la in stitu ción desde el principio. E n tal
situación, la p ráctica parcial (clínica) da lugar
a una ideología que tra ta de ju stificarla desbordán­
dola: al ab o rd a r todos los problem as, al p re te n d er
ser total.
De ahí la debilidad del psicoanálisis; m ezcla in­
form e de una técnica del lenguaje con conocim ien­
tos fragm entarios, con representaciones afirm adas
m ás allá de su esfera de validez (por reducción-
extrapolación). E sta ideología sirve de vehículo a
su m ito, el inconsciente, esa caja de P andora que
contiene todo lo que m etam os en ella: el cuerpo,
la m em oria, la h isto ria individual y social, el len­
guaje, la cu ltu ra y sus resultados o residuos, etc.
Y, p o r últim o, y sobre todo, F reud no ha captado,
descrito y analizado m ás que la libido sentiendi.
El psicoanálisis p o sterio r a F reud sólo indirecta­
m ente ab o rd a la libido dom inandi, tan profunda­
m ente explorada p o r Nietzsche. Y olvida p o r com ­
pleto la libido sciendi, el cam po del conocim iento,
el sta tu s social del saber. ¿Por qué? Porque Freud,
aunque m arcado p o r la b ú squeda abisal (Schopen-
hauer), no abandonó jam ás el esquem a hegeliano
del saber. Ignoró, pues, la gran tradición subte­
rránea, la herencia clandestina que dio grandeza
al pensam iento europeo, gracias a la cual rever­
decen las ram as m u ertas o podridas del Logos. El
psicoanálisis no va tan lejos en el análisis como
Agustín, Jansenio, La Rochefoucauld, Pascal y
58 Henri Lefebvre

Nietzsche. Cuando F reud descubre, tem blando ante


su hallazgo, que el sexo y la sexualidad no con­
ducen m ás que a fracasos, al dram a, al pathos, es
decir, a lo patológico, recoge el ya viejo tem a de la
concordia discors o discordis concors. Y a eso
poco es lo que añade, salvo el esfuerzo clínico por
c u ra r las neurosis. ¿Lo consiguen los psicoana­
listas? ¿D om inan el terrib le poder negativo del len­
guaje, m ediante el lenguaje? Eso es o tro asunto.
Si el conocim iento percibe el deseo en el fondo
del «ser» abisal, él m ism o cuestiona el conocer. En
Nietzsche, que siguió h asta el final esta problem á­
tica, el gran deseo, cuya energía se oculta en el
cuerpo to tal (y no sólo en el sexo), ese gran deseo
que deviene «grandeza suprem a», que nace del
cuerpo y en el cuerpo, se revela com o danza, canto,
luego deseo de eternidad, etern id ad m ism a. Nada
tiene que ver con la pobre libido sexual, ni siquiera
con el E ros platónico: «Meine W eise Sehnsucht»,
dice Z aratu stra: la sabiduría abrasada, deseo sobre
las m ontañas, deseo de alas tem blorosas, esa razón
ard ien te g rita y ríe.
P ara la investigación que aquí realizam os sería
in teresan te estu d iar los m ovim ientos que agitan las
religiones y las instituciones religiosas, en p artic u ­
lar la Iglesia católica, m ejor que el psicoanálisis,
ideología «m odernista» un tan to arrogante.
¿No vería el propio Nietzsche en el éxito del
psicoanálisis u n nuevo síntom a de decadencia?
¿Una enferm edad que se agrava? ¿Una form a de
nihilism o europeo? P or supuesto. Hay algo de
m órbido en este nuevo av atar del judeocrisíianis-
mo, que tra ta de renovarse recuperando la m aldi­
ción lanzada co n tra el sexo, pero que conserva en
el concepto y en el lenguaje todos los «signos del
no-cuerpo». El psicoanálisis, teoría e ideología,
p ráctica y técnica (del discurso), no h a logrado res­
Las tríadas 59

titu ir el cuerpo to tal ni im pedir que lo fálico ad­


q u iera u na existencia «objetual» ,7. P or o tro lado,
la b rech a ideológica del psicoanálisis continúa
ocultando el pen sam iento nietzscheano, relegán­
dolo a u n a zona cegada que sustituye a la antigua,
la del sexo, y que no es sino la zona de la libido
dom inandi. De fo rm a que el psicoanálisis como
ideología sirve doble o trip lem en te al orden esta­
blecido: dificultando la crítica del E stado y del
poder, desplazando el pensam iento, sustituyéndolo
p o r o tro centro, etc.
«¿Y p o r qué no H eidegger?...», preg u n ta u n a voz
in terro g ativ a b a sta n te m alévola. P or varios m o­
tivos ese filósofo no figura en la constelación. Si­
gue el m odelo triádico de la form a m ás ingenua:
el S er —su ocultación— su resurrección o resurgi­
m iento. E sta h isto ria del S er (el poder creador,
el Verbo, el E sp íritu ) pasa p o r original en tre las
p ersonas que desconocen el Evangelio eterno.
O scurece la h isto ria m ás concreta en Hegel y Marx,
sin alcanzar la fuerza de la crítica nietzscheana de
la historia. La filosofía de Heidegger, teodicea disi­
m ulada, apenas laicizada, tiende a salvar la tra d i­
ción filosófica sin p asarla p o r la criba de la crí­
tica radical. Aunque la toca, H eidegger elude la
noción de m etafilosofía. La sustituye p o r la onto-
logía llam ada fundam ental, variante, se q u iera o
no, de la m etafísica. C iertam ente a p o rta una con­
trib u ció n al análisis crítico de la m odernidad:
H eidegger h a sido uno de los p rim ero s en p ercib ir
y p rev er los destrozos de la tecnicidad y en com ­
p re n d er que la dom inación de la naturaleza (me­
diante el sab er y la técnica) se convierte en dom i­
nación de los hom bres y que no coincide con la17

17 V éanse las observaciones d e G. R. H ocke en Labyrinte


de l’art fantastique, p. 189.
60 Henri Lefebvre

apropiación de esa n atu raleza porque tiende a


destru irla. H eidegger habla (escribe) u n lenguaje
adm irable, casi dem asiado bello, p orque p a ra él el
S er tiene p o r m o rad a —que le salva del vagabun­
daje sin fin— el lenguaje (el V erbo) y las construc­
ciones (la arq u ite ctu ra: tem plos, palacios, m onu­
m entos y edificaciones). De esta idea adm irable
(palabra a to m ar irónicam ente), el filósofo extrae
u n a in q u ietan te apología de la lengua alem ana. Es
lo que le im pide realizar u n a crítica radical del
Logos occidental (europeo), aunque la roce. Lo
que dice de N ietzsche y co n tra N ietzsche —aunque
vaya m ás lejos y m ás profundo, o aunque siga las
superficies espejeantes, verídicas y engañosas, de
la consciencia— no convence m ás que su pred e­
cesor.
Y p o r lo que se refiere a los restan tes «pensa­
dores» contem poráneos, ¿qué han hecho m ás que
p o n er en circulación la calderilla de Hegel, de
Marx, de Nietzsche, ju n to con algunas m onedas
falsas?... 1*S. E sta apreciación p o d rá p arecer severa.
E n verdad, n ad a tiene de peyorativo: quiere decir
que las luchas teóricas y las p ruebas ideológicas
no se pasan sin daño.

11 A la constelación le fa lta u n a stro de p rim era m ag­


nitud: Clausewitz. C om o e strate g a político m erece u n estu ­
dio d istin to y un a crítica rad ical de lo político en cuanto
tal. Lo m ism o p a ra Lenin y p a ra Mao. ¿Qué es hoy el
leninism o si lo som etem os al análisis crítico? Un giro del
m arxism o hacia los países no d esarro llad o s (con p red o ­
m inio agrario), lo cual e n tra ñ a u n a razón p ro fu n d a y
consecuencias graves. E n c u an to a M ao, su prodigiosa
acción política no im plica u n avance teórico del m ism o
orden. Pese a los textos sobre la contradicción, la p ra ­
xis, etc. N ada m ás m olesto y esterilizan te que el fetichism o
(de la obra, de la p ersona).
N. B.—Quien escribe estas lineas, en o to ñ o de 1973, se de­
clara prochino, es decir, «m aoísta» estratégicam ente. (Con­
tin u ará.)
Las tríadas 61

12. N uevam ente se oye la m ism a voz: «Usted


sólo se fija en p en sadores alem anes. ¿No tem e
favorecer de m odo desconsiderado u n a determ i­
nada cu ltura, u n a lengua? ¿Con qué derecho re­
chaza u sted a Heidegger, que precisam ente ha
osado reclam ar ese privilegio?».
A esta argum entación, M arx respondió de form a
p eren to ria describiendo el m ovim iento de su p ro ­
pia reflexión y el del pensam iento hegeliano. Del
atraso económ ico y político del país, d u ran te la
p rim era m itad del siglo xrx, el pensam iento ale­
m án obtuvo la distancia y el alejam iento, que p er­
m itieron a los filósofos com prender lo que pasaba
en In g laterra (el crecim iento económico, el cap ita­
lismo, la burguesía) y en F rancia (la revolución
política, la form ación del Estado-nación con Robes-
p ierre y Napoleón). Los grandes alem anes pudieron
y supieron llevar al lenguaje y al concepto lo que
pasaba y lo que se hacía en o tra parte. De ese
m odo, el desigual desarrollo, el «lado malo», tiene
(a veces) su c o n tra p artid a fecunda.
Tal privilegio y distanciación cesan con el
auge político y económ ico de Alemania. Cosa que
N ietzsche vio claram ente ya en las In tem p estiva s
(1873). Ya Marx, que no había cesado de prolon­
gar, m ediante u n a relación conflictiva, el gran
pensam iento alem án, había abandonado Alemania,
su p atria, que sólo debía llegar a su pensam iento a
través de un m alentendido crucial (el lassallism o,
el socialism o de E stado, el fetichism o del E stado).
¿Dónde se halla la crítica m ás severa de Alem ania?
En las obras de M arx y de Nietzsche. H ablan com o
buenos conocedores. N ietzsche se inspira m ás que
Marx en el pensam iento francés, pero no en la tra ­
dición cartesian a oficial, sino en corrientes subte­
rráneas. R ecuérdese tam bién que Marx recibe de
los grandes ingleses, S m ith y R icardo, el im pulso
principal.
62 Henri Lefebvre

E n cuanto a F rancia, ¿p o r qué no reconocer va­


lientem ente el repliegue del pensam iento francés
después de Saint-Sim on y de F ourier? ¿Qué lo
debilita? ¡El racionalism o cartesiano! Se defiende,
co n traataca débilm ente. Sabem os dem asiado bien
que este universalism o caído en un nacionalism o
chauvinista rechaza los in jerto s: la dialéctica, la
crítica y la au to crítica radicales, etc. Oscila entre
la afirm ación apologética del Logos occidental
—confundido p o r necesidades de la causa con la
razón cartesian a— y la negación indeterm inada,
con apelaciones a los salvajes, buenos o m alos, y
a la b arb arie. E n esa acuñación de lo que se dice
en o tra parte, la afirm ación re ite rad a del Logos
perm ite la recuperación p o r el econom ism o y por
el E stado nacional de las tentativas de liberación.
En cuanto a la negación subversiva indeterm i­
nada, an arq u izan te y d estru c to ra del saber (sin re­
em plazarlo) aboca a su recuperación p o r la lite­
ra tu ra , p o r la filosofía y p o r la ideología, incluido
el psicoanálisis institucionalizado 19.
Desde hace siglo y m edio aproxim adam ente, el
pensam iento teórico en F rancia perm anece por
debajo de sus posibilidades teóricas, por debajo de
la p ráctica política y de los acontecim ientos: las
revoluciones de 1848, de 1871, de 1968 (sin om itir
las «liberaciones» de 1919 y 1944). E stos aconteci­
m ientos políticos desbordan (superan) la realidad
y la reflexión políticas. El pensam iento en F rancia
se dem ora en brillos ilusorios, en desvíos que la
” Sólo G. B ataille escapa h a sta cierto p u n to a esta
apreciación. Las obras relativ as a las dificultades del pen­
sam iento m oderno (hegeliano, m arx ista, n ietzscheano) en
F rancia figuran en su expediente, p ero de m odo incom ­
pleto, porque los hin ch arían h a sta la h ip ertro fia.
L a afirm ación de que en F ran cia la p rá c tic a (social y
política) va p o r delante de la reflexión se h a visto confir­
m ada en 1973 p o r el «asunto Lip», si tenem os en cu en ta no
tan to el «asunto» cu an to su e x tra o rd in a ria resonancia.
Las tríadas 63

llevan a vías m u ertas. M arx h abía notado ya el


retraso , debido a causas y razones «profundas» que
no le p arecían reservadas a Francia. A veces ese
pensam iento se p recip ita en las profundidades
verbales de la filosofía separada de la práctica.
R eencuentra entonces el Logos cartesiano, vincu­
lado al «Cogito», al «Sujeto» pensante, es decir, a
un sab er aislado, a una intelectualidad subjetiva­
m ente ab stracta. E n tiem pos de D escartes, la tesis
filosófica del S ujeto pensante poseía u n alcance
subversivo; estab a vinculada a un individualism o
ofensivo y a u na com prensión de la p ráctica (social
y política). Tres siglos m ás tard e se lim ita a ser
sim plem ente u n a cóm oda escapatoria.
O tras veces este pensam iento cae en el perio­
dism o, adm itiendo o suponiendo la confusión entre
inform ación y conocim iento. Se interesa (apasio­
n ada y pasivam ente) p o r lo que ocurre lejos: en
Rusia, en E spaña, en China, en Italia, en Checoslo­
vaquia, en el T ercer M undo, en Chile, etc. E spera
de tales experiencias, generalm ente enojosas, una
receta aplicable a Francia. Se ocupa m al y poco de
lo que pasa a la vuelta de la esquina, ante sus
propios ojos. Se olvida que p a ra M arx y Engels,
F rancia es el país «clásico» de las revoluciones y
que la práctica política va p o r delante del pensa­
m iento.
Cuando los filósofos alem anes, a com ienzos del
siglo xrx, consideraban, p a ra reflexionar sobre ello
teóricam ente, lo que o curría fuera de su país, en
el resto de E u ro p a enjugaban un retraso en vez
de acentuarlo. G anaban una función teórica: la
ejercían, h asta M arx incluido y Nietzsche. P or lo
dem ás, en su p a tria no o curría nada que tuviese un
gran alcance teórico, y el propio B ism arck no
desem peñó o tro papel que el de ad a p ta r a u n a si­
tuación nueva el m odelo napoleónico del Estado,
elaborado p o r Hegeí.
64 Henri Lefebvre

Piénsese en la debilidad del pensam iento francés


después de la C om una de 1871, a finales del siglo
pasado (hasta el asunto Dreyfus). Salvo la prim era,
victoriosa, y quizá la últim a (1968), abortada, las
revoluciones en F rancia no han suscitado la re­
flexión y la crítica políticas (que im plican la crí­
tica de la política). Nunca ha cesado el com bate
solapado en tre la F rancia abiertam ente reacciona­
ria —tan to en el pensam iento com o en la vida coti­
diana— , la F rancia b izantina y la de la audacia
(a veces de la fuga hacia adelante).

13. Y ahora, ¿qué significa este título: «El


Reino de las Som bras»? No anunciaba una apo­
logía incondicional de las obras consideradas.
Hegel vio y previo la om nipresencia, la om ni­
potencia del E stado. Describió su racionalidad, os­
ten tad a p o r clases y capas sociales definidas: clase
m edia, burocracia, tecnocracia, ejército, aparatos
políticos, etc. Describió incluso el aburrim iento
m oral que de ello resulta: la som bra sobre la
tie rra del Sol de la Idea y el som brío edificio del
Estado. La satisfacción del espíritu que ha con­
cluido su tarea, la satisfacción de todas las necesi­
dades p o r los trab ajo s y objetos adecuados, la
satisfacción, en fin, del «sujeto» consciente, la auto-
satisfacción de todo lo que ha alcanzado la ple­
nitud, no pueden engendrar m ás que una pesada e
insulsa felicidad burguesa: la posesión extendida
a lo absoluto. Hegel declaró, pues, crepusculares
su ciencia y su p ro p ia sabiduría, ju n to con toda
la filosofía. El saber, com o el ave de M inerva, la
lechuza, no sale m ás que a la caída de la noche.
¿El E stado? Es el envejecim iento del m undo, el
fin de la h isto ria y de la conciencia creadora, ago­
tam iento anunciado y provocado p o r la filosofía,
por el sistem a, p o r el saber y p o r la sabiduría. ¿La
Las tríadas 65

filosofía? P in ta «gris sobre gris». E sta grisalla


tiene un sím bolo y un síntom a privilegiados, po­
dríam os decir: la m u erte del Arte, esta ilusión de
la ju v en tu d y de la enajenación hum ana 20. La ter­
cera edad, tras la ju v entud y la m adurez, concluye
el asunto: el equilibrio final.
Marx no tom ó com o principio y com o hipótesis
de p artid a, Como Hegel, lo «real», lo cum plido, sino
lo posible. D esarrolló las razones de lo posible
revolucionario y de su e n tra d a en lo real tra s to r­
nándolo. Quiso, pues, establecer racionalm ente
la fe en lo posible. Como el gallo galo que ensalza
en u n escrito de juventud, pregonó el alba eterna,
la ju v en tu d inm o rtal de la Revolución. ¿Y qué es
lo que se ha «realizado»? La som bra. Es m ás: el
envés de lo posible anunciado p o r Marx, y, adem ás,
con su léxico, con su propio vocabulario. De aque­
llo cuyo fin anunciaba nada ha term inado. ¡Ni si­
q u iera la vieja filosofía! En ninguna p arte la clase
o b re ra ha conquistado el estatu to de «sujeto» (co­
lectivo y revolucionario) político p ara llevar a
la sociedad m ás allá de la política. ¿Tiene Hegel
razón? Sí, pero por doquier se observan fenóm enos
de dislocación, de corrupción, de podredum bre del
E stado centralizado, p or doquier oposiciones, ape­
laciones, diferencias y descentralizaciones. Por
doquier las su p erestru ctu ra s estatales se desm oro­
nan, después se reconstruyen. Sin em bargo, aunque
puede n o tarse en todas p artes del m undo una
tendencia hacia lo que Marx anuncia, en ninguna
p arte esa tendencia indica o tra cosa que una vía

“ Sobre el envejecim iento de la conciencia y de la ciencia,


llegadas a su térm ino y, p o r tan to , al agotam iento, véanse
tan to las conclusiones de la Fenomenología com o las de
La Filosofía de la Historia, la Estética, etc. El arte
m uere después del rom anticism o, exaltación m ism a de la
m uerte.
66 Henri Lefebvre

m al trazada, un horizonte incierto. De ahí la in­


m ensa decepción, p resen tid a por el propio Marx:
«Dixi et salvavi anim am meam».
¿N ietzsche? Su vida y su obra tuvieron un sen­
tido, un fin: decir lo indecible, ap reh en d er lo
inaprehensible, p en sar lo im pensable, sondear lo
insondable, realizar lo im posible: m etam orfosear
lo «real» m oribundo o ya fenecido en una vida
nueva. El poeta quiso alcanzar la redención m e­
diante lo m ás cercano, tan cercano que es indeci­
ble, im pensable, insondable: el cuerpo. «Hay m ás
razón en tu cuerpo que en tu sabiduría», dice
Z aratu stra. Pero ¡qué hizo N ietzsche sino soñar su
cuerpo y decir en voz alta el sueño del cuerpo? Su
esfuerzo prom eteico (titánico) por vivir la agonía
y la m u erte del m undo m oderno tran sm u tan d o
(m etam orfoseando) sus valores agotados y su rea­
lidad en plena autodestrucción, ¿hacia dónde le
condujo? H acia lo Sobrehum ano. ¿No será u n a vez
m ás una figura de la consciencia —de su insatis­
facción, de su m alestar— y, por tanto, una m eta­
m orfosis de lo divino, una m etáfora de la Idea?
¿O incluso u na ad juración, una conjuración, una
invocación? O peor, ¿una im agen de ópera p ara
uso de la élite culta? Una vez m ás Dios, una vez
m ás la Idea, una vez m ás la desgracia de la con­
ciencia y de la «cultura»... Nietzsche avanzaba sin
re p a ra r en obstáculos. En su huida hacia adelante
su som bra le acom pañaba (véase E l viajero y su
sombra, continuación y conclusión de H um ano,
dem asiado hum ano). ¿Qué es Z aratu stra? ¿El en­
ferm o y el m édico? ¿El puente o la o tra orilla? Si
es cierto que el E stado devora por a rrib a la so­
ciedad integrándola, si se sirve del saber y del
conocim iento institucionalizados, la civilización re­
siste. Pero esta resistencia sólo es m antenida por
u na élite cada vez m ás reducida, cada vez m ás
am enazada.
Las tríadas 67

La locura de N ietzsche pasa, con m otivo, p o r


pru eb a de autenticidad. Pero ¿qué quiere decir
«autenticidad» si se destruye el sentido y la ver­
dad? ¿Quizá se volvió loco adrede p a ra reunirse
con Dioniso, dios de las m etam orfosis? A la gri­
salla hegeliana, a la decepción m arxista, responde
(mal) la locura nietzscheana. ¡La noche es m ás
p ro fu n d a que el día! ¿Cuál es la conclusión?

14. Y ah o ra he aquí los dossiers am pliam ente


abiertos, expuestos, accesibles al gran público que
q u iera to m arse la m olestia de consultarlos.
E stos p resu p u esto s determ inan el cam ino, la
concepción, la com posición de la obra. E l camino:
tal térm ino sustituye a la p alab ra «método», del
que se abusa en todas p artes, que sirve de co artad a
y de salida, y cuya resonancia cartesiana da lugar
a abusos. La com posición, ¿es la m ejor, la única
posible? No; la que, salvo erro r, aquí conviene.
Cada obra, cada libro tiene sus diferencias: su ca­
m ino propio, sus exigencias de construcción.
Aquí la m arch a avanza «en abanico». E n el punto
de p artid a, en el centro, lo que sostiene todo es la
unión «Hegel-Marx-Nietzsche». Ya en esta p rim era
articulación aparecen diferencias y usos. La obra
va a desplegar, a a b rir el abanico. D esplegar quiere
decir m ás que desdoblar, m ás que explicitar, m ejor
que explicitar. La im plicación-explicación se des­
arrolla. El despliegue llega h asta el fin de las
diferencias im plicadas; com prende u n desarrollo
regulado, u n a com plejificación captada, u n acerca­
m iento en tre lo actual y lo conceptual, sin que uno
tenga p rio rid ad sobre otro. E vita sep a rar los tres
m om entos del pensam iento: lo categórico (los
conceptos), lo problem ático (las cuestiones plan­
teadas), lo tem ático (los enunciados tratad o s, las
proposiciones elaboradas).
68 Henri Lefebvre

En la superficie desplegada aparecerá (quizá!


un cuadro de la m odernidad, vías y horizontes,
o dicho de o tro m odo, el m undo m oderno en
su terrib le com plejidad. Con todas sus contradi"
ciones.
E ste cam ino supone recogidas. Recoger im plica
ca p ta r una diferencia. No siem pre evita la repe­
tición. La o b ra m ism a recoge tem as y problem as
trata d o s en o tra p arte, pero los re-considera de
o tro m odo, con lo que les da otro alcance y otro
horizonte.
Al térm ino del despliegue, ¿no h ab rá m ás que
un cuadro, m ás que u n m apa de la m odernidad
que m u estre a las m iradas las vías, los obstáculos,
los horizontes, los callejones sin salida? Quizá haya
que to m ar alguna decisión.

15. ¿A quién se dirige esta obra? ¿A qué «pú­


blico» invita a co n su ltar los dossiers y, si es po­
sible, a con stitu irse en juez?
E ste libro se dirige a «nosotros». N ada m ás fácil
que ab u sa r de ese «nosotros». Y, sin em bargo,
Nietzsche, que lo desaconseja, lo usa con fre­
cuencia: «N osotros, los nuevos europeos, los filó­
sofos nuevos que vam os m ás allá de la filosofía,
los “ sintientes y p en sa n te s”, los buscadores-tenta­
dores, los sin p a tria ... Qué triste que tengam os,
respecto a las herm osas p alab ras que prodigan
“ los o tro s ”, reservas m entales m uy feas...» (La
Gaya Ciencia).
E sto se decía y pasaba antes de la invasión del
pragm atism o (funcionalism o). ¿Rechazan el «nos­
otros» los p artid ario s declarados o no declarados
de ese pragm atism o? Muy bien. T am bién «nos»
hacen falta enemigos. Si los pragm áticos y los
em piristas creen salir de la som bra y e n tra r en
Las tríadas 69

la luz, h arán re ír en el m om ento en que a b ra n la


boca.
¿Qué en ten d er aquí p o r esa palab ra «nosotros»?
¿El ho m b re occidental que se in terro g a y p re­
g u nta a su única propiedad, el Logos? ¿E l hom bre
m oderno con su am o r p o r las técnicas? ¿Los filó­
sofos de la m odernidad que la atra p a n p o r u n ex­
trem o o p o r el o tro ? La lista no se ha cerrado.
¡Todos n o so tro s!... N osotros, aquellos que avan­
zan a tien tas en u n m undo paradójico: en una
penum bra. ¡Si al m enos este m undo se p re sen tara
com o u n a arq u ite c tu ra de contornos poderosos, con
sus filos y sus ángulos! Se le halaga llam ándolo
«complejo», altam en te contradictorio. Ahora bien,
las contradicciones se m itigan o parecen m itigarse
en beneficio de lógicas diversas, pero las lógicas se
en fren tan en u n juego en el que las contradiccio­
nes reap arecen com o sorpresas, com o p arad o jas.
Y las som bras cam inan en tre las som bras.
Los tres astro s, al elim inar los planetas infe­
riores o invisibles, gravitan por encim a de este
m undo donde se agitan las som bras: nosotros.
Astros en un cielo donde el Sol de lo inteligible
no es m ás que un sím bolo y que nada tiene ya
de firm am ento. Quizá esos astros se alejen tras
n u b arro n es m enos oscuros que la noche...
M íticam ente, desde la poesía hom érica a la Di­
vina Comedia, el reino de las som bras poseía en­
tra d a y salida, trayecto dirigido y poderes m edia­
dores. Tenía P uertas, la s'd e u n a villa subterránea,
dom inada p o r la Ciudad te rre stre y la Ciudad de
Dios. Hoy, ¿dónde están las P uertas del reino de
las som bras? ¿Dónde la salida?
2. EL «DOSSIER» HEGEL

1 . ¿Cuál fue, an tes del inicio del siglo xix, el


status social del sab er en Francia, en Europa?
A esta p reg u n ta la h isto ria habitual de la filo­
sofía, la de las ideas y las ideologías, que exam ina
«desde dentro» las construcciones ab stractas, res­
ponde mal. E n cu an to a la p reg u n ta epistem oló­
gica, la del' status teórico, es otro asunto, secun­
dario y derivado si se adm ite el in terro g an te p ro ­
puesto; el status teórico deriva del status social,
fluye de él.
E n una tríad a antigua, la de los órdenes o «esta­
m entos» (en alem án: Stande) —la nobleza, el clero
y el estado llano—, el sab er p ertenecía a los clé­
rigos. A la nobleza le correspondía la acción: la
guerra, los festejos, los torneos y los placeres. Al
estado llano, el tra b a jo productivo: agricultura,
artesan ad o y com ercio. A los clérigos, la contem ­
plación, el sab er y el reposo. ¿Qué saber? Una m ez­
colanza b a sta rd a de m etáforas teológicas, de con­
ceptos filosóficos; la ideología se oficializaba, se
institucionalizaba en la Iglesia. Con relación a ese
Corpus (cuerpo doctrinal) sólidam ente m antenido
p or los m edios m ás diversos, el conocim iento nace
m arginalm ente. P or lo tanto, posee un alcance crí-
El «dossier» Hegel 71

tico fundam ental: A belardo prim ero, Rabelais y


M ontaigne, K epler y Galileo, D escartes y Newton.
La h isto ria al uso de las ideas explica m uy bien
el crecim iento del saber, pero m uy m al la relación
conflictiva en tre esa m arginalidad, que va hasta
la h erejía y la apostasía, h asta la rebelión contra
todos los poderes, y los sta tu s (estam entos). Esa
h isto ria reduce a u n a «crítica de la autoridad» la
relación considerada, m ientras que el conflicto va
m ás lejos. El sta tu s incierto del conocim iento so­
cava los sta tu s ciertos en el m arco social y polí­
tico. ¿A quién im p u ta r el saber? ¿Quién lo m a­
neja? La Iglesia y sus instituciones, el clero y los
clérigos no pueden poseer el saber crítico en
cuanto tal, ni tran sm itirlo , ni acrecentarlo. Lo
tran sm u tan en ideología. Ahora bien, el conoci­
m iento posee u n carác te r acum ulativo que reclam a
una adm in istració n (una autogestión p o r los res­
ponsables: los sabios). A través de las contradiccio­
nes, el conocim iento pronuncia su juicio lógico:
«Todo o nada». De su erte que el status social del
conocim iento socava violentam ente la sociedad
existente, tan to com o el contenido m ism o del cono­
cim iento, al m ism o tiem po que el crecim iento de
las fuerzas productivas y el auge de la burguesía,
causas que precisam ente ejercen su acción a través
del sab er y de su gestión.
Cada cual conoce los hechos, pero su in te rp re ta ­
ción, su apreciación, su encadenam iento falta. Du­
ran te el siglo x v i i , el pretendido «gran siglo»,
aquel en que se consolida el E stado centralizado en
Francia, el abism o en tre el S aber y el Poder se
ahonda. El conocim iento apenas es m enos h eré­
tico, políticam ente hablando, que la h erejía reli­
giosa. Las m atem áticas m ism as, y la física aún
m ás, tienen u n aspecto subversivo. El encadena­
m iento de los signos algebraicos no tiene nada en
com ún con las abstracciones escolásticas y las
72 Henri Lefebvre

propiedades de las «form as sustanciales», com o


m u estra Descartes. Su teoría de la refracción a rru i­
na el viejo sim bolism o del arco iris. Pese a la
desviación de la razón cartesiana hacia la razón de
Estado, D escartes se exilia a A m sterdam . La he­
rejía científica se une a la h erejía religiosa en el
jansenism o, con Pascal. «Sociedades» científicas
que funcionan parcialm ente p o r correspondencia
(cartas), sociedades casi clandestinas, p ractican la
autogestión del saber; el E stado com bate esta
práctica institucionalizando el conocim iento m e­
diante las Academias y el academ icism o. No es
necesario re co rd ar que d u ran te el siglo x v m , el
auge del sab er acom paña a la ascensión de la
burguesía. El conocim iento encuentra apoyos im ­
previstos e invade la p ráctica social y política. Por
un lado, se une al arte, a la m úsica, que alcanza
un progreso ex trao rdinario a consecuencia de los
descubrim ientos físicos, m atem áticos, técnicos. Por
otro, se une a la producción, al principio no tan to a
la indu stria, aún débil en Francia, cuanto a la agri­
cultura, que reclam a fom ento y perfeccionam iento.
La conexión de la ciencia con la in d u stria p o r m e­
dio de las técnicas fo rtificará luego el lazo del
saber y de la actividad productiva presentido por
la E nciclopedia y real en In g laterra desde finales
de siglo.
La Enciclopedia (con la o b ra de D iderot) m arca
u na época, no sólo porque de ella surge una filo­
sofía, el m aterialism o, ni porque la Iglesia y la
m onarquía retroceden ante una audaz iniciativa
intelectual, sino porque el status social de la cien­
cia ha cam biado. A rrancada al clero y a los clé­
rigos, confiada a una «capa» nueva, los intelectua­
les, llevada en gran m edida por ellos fuera del
control estatal, la ciencia se in stau ra com o una
potencia al lado del poder político.
El «dossier» Hegel 73

El corte es de nuevo m ás político que filosófico


o epistem ológico (el segundo térm ino abarca al p ri­
m ero). D eterm inada ciencia nueva —la econom ía
política, p or ejem plo— suplanta en el Corpus
scientiarum a o tra determ inada *. C onsiderado
desde d en tro el conocim iento, desde luego se tra n s­
form a, pero tam bién y sobre todo se tran sfo rm a
su sta tu s social (el segundo térm ino d eterm ina al
prim ero). P or lo que respecta al saber, la dem anda
y el dom inio sociopolíticos cam bian profundam en­
te d u ra n te este período. La Revolución francesa
consagra el cam bio y prosigue, acentuándolo, el
proceso iniciado: la conexión del saber, de la b u r­
guesía, del Estado-nación. No sin in tro d u cir contra­
dicciones nuevas, como, p o r ejem plo, los derechos
del individuo (designado com o «hom bre» y «ciu­
dadano»), en conflicto, poco evitable, con los del
Estado-nación. E sto clarifica los caracteres co n tra­
dictorios de la gran revolución, p o r u n lado b u r­
guesa; p or otro dem ocrática, al verse inm ediata­
m ente som etido el com prom iso en tre estos té r­
m inos conflictivos a d uras pruebas.
Es un hecho histórico que la revolución b u r­
guesa-dem ocrática ha reconsiderado el status so­
cial del sab er p ara nacionalizarlo. No sólo laiciza y
profana el edificio entero del conocim iento, sino
que lo racionaliza (y, p o r tanto, lo estataliza). Lo
arran c a tam bién a la autogestión, pese a que los
interesados tra ta n de conservar algunas responsa­
bilidades (ese fue el d ram a de los «ideólogos» bajo
Napoleón). La Revolución francesa crea m últiples
instituciones científicas separadas unas de otras,
aunque oficiosam ente m antiene al conocim iento
bajo el signo del enciclopedism o. Y, al m ism o tiem-1
1 Véase M. Foucault: Archéologie du savoir, pp. 195 ss.
[Arqueología del saber, Siglo X X I E d ito res, México, 1970.]
E ste au to r desprecia el status social p a ra o cuparse sólo
del status epistem ológico en estado «puro».
11 o a v u Henri Lefebvre
74
^j-ea las contradicciones que seguirán su cur-
po> p el fu tu ro : en tre universalism o y naciona-
so e0 , p o r ejem plo.
\\s& cu lto y la fiesta de la Razón, tan frecuente-
ridiculizados, poseen este sentido em inente:
p e r y el poder tienden hacia una unidad, extra-
el el sab er una energía prodigiosa de su lucha
yed pietiéndose (aparentem ente) el poder (revolu-
y a la Razón. Hegel no se equivocó al res-
cicP Q 2. P ara él, la Revolución francesa representa,
pe^j-j-oxim arse el fin de la historia, el poder nega-
al ^ ¿jel concepto, el saber absoluto que se afirm a
ajando el lugar. En el pensam iento y la Revo-
d e ^ p franceses, Hegel distingue tres aspectos:
luí* ^pecto destructivo y negativo,- mal entendido,
ud ^cogido, el m ás im portante; un aspecto post­
ro^ y constructivo; un aspecto filosófico y meta-
t¿vd y, p o r tanto, trascendente, que él, Hegel, saca
fíd ^ ric lu sió n tras hab er hecho ju sticia al aspecto
ed “ tivo. La filosofía y la política francesas, vivas
n í ^ v i l es>son (afirm ación ontológica) lo espiritual
y La Revolución, p ara Hegel, es el concepto
rp i^ c ió n , e incluso «el concepto absoluto que se
ed co n tra el dom inio entero de las ideas reci-
vde 5 y de los pensam ientos establecidos...». Con
bí *1 cayeron las entidades que gobernaban falaz-
e l^ la conciencia y la ciencia: el bien y el mal,
rd^f, en Dios y en su providencia, el poder de la
la 1 g?a y el p o d er de derecho divino o natural, los
ri^j-es y la sum isión a im perativos exteriores al
j-. Con la filosofía y la Revolución francesa,
aún con Napoleón, el E sp íritu absoluto se
y j l fiesta acogiendo y recogiendo en sí su movb
a o , negativo y positivo, destructivo y creador,
rd>61
.«se La philosophie de l’histoire, pp. 403 ss., y en
>»e..v
pire de la philosophie el frag m en to 295, p ublicado en
choisis de Hegel, G allim ard, París.
5? “

il;
El «dossier» Hegel 75

es decir, su autogeneración, sus m om entos. En


cu an to al peligro m ayor, a saber, la desaparición de
las diferencias en «la esencia objetivada», es decir,
actualizada —el E stado nacional—, Hegel está se­
guro de obviarlo.
Hegel se p resenta, pues, ante la historia, con
m ayor m otivo que los dem ás filósofos alem anes
(K ant, Fichte), com o el p ensador de la Revolu­
ción francesa. La percibe y reflexiona sobre ella
y sobre su continuación, la epopeya napoleónica,
desde el fondo de su Alem ania atrasada. El filó­
sofo alem án no se co n ten ta con tra n sc rib ir los
hechos políticos en su lenguaje. Los sitú a en una
perspectiva y p a ra ello crea su lenguaje, el del
concepto. B ro ta así u n a claridad que parece defi­
nitiva. E ste lenguaje conceptual corresponde a los
lenguajes co rrien tes en E uropa, de tal su erte que
los lleva a u n nivel su p erio r y se hace oír. Es m ás,
deduce y fo rm ula lo esencial de la Revolución
anunciando su fu tu ro : el lado burgués m ás que
el lado dem ocrático.
El m ovim iento ascendente que conduce al saber
absoluto no p asa sólo p o r la ciencia o las ciencias,
p o r las av en tu ras y los avatares de la conciencia,
p o r los lentos progresos de las instituciones. El
Logos hegeliano resum e y concentra el Logos occi­
den tal a través de ese p roducto que el m undo en­
tero iba a im itar: el Estado-nación. E l hegelia­
nism o no se p re sen ta com o u n discurso de se­
gundo grado sobre la filosofía, sobre la ciencia y
sobre su h isto ria, sino com o u n discurso de p rim er
grado sobre u n a acción política que ya no posee
su expresión directa.
Con la m ism a am plitud que Clausewitz, con
o tro lenguaje, el filósofo profiere u n discurso e stra ­
tégico y define u n a estrategia, la de la política
absoluta y la del absoluto político.
76 Henri Lefebvre

2. E n el centro, p o r tanto, el pivote vertical, el


eje: el Saber. E s decir, el concepto, o m ás riguro­
sam ente: el concepto del concepto, su esencia re­
flejad a o b jetivam ente (y no la reflexión subjetiva,
el «pienso que pienso que pienso...» que se pierde
en el m al infinito de la subjetividad ilusoria, m ien­
tra s que en el concepto, según Hegel, la libertad
su b jetiv a se constituye en sustancia).
El concepto, p o d er de la verdad a un tiem po
negativo y positivo, despeja el cam ino al elim inar
lo que no le conviene: los errores, las ilusiones,
las m en tiras, las apariencias, las representaciones
accidentales. A este concepto, que p o r regla gene­
ra l p asa p o r ser u n a ab stracción im potente, Hegel
le atrib u y e todas las capacidades: vive, trab aja,
produce, lucha. Ya en 1844, M arx se b u rlab a de
estas actividades del concepto hegeliano. A un m is­
m o tiem po, este concepto anim ado aleja la locura,
lo anorm al, lo patógeno y lo patológico. La debi­
lidad de la consciencia en devenir, la desesperación
de la conciencia desgraciada y la esperanza del
alm a herm osa, desaparecen lógicam ente, m ientras
que la m en o r huella de saber, desde la sensación a
la razón, pervive.
E n u n lenguaje que no es exactam ente hegeliano,
el sab er conceptual elim ina la ideología y, con ella,
el delirio poético, el de la palabra. Las pruebas
d ram áticas del concepto im plican esta lucha y este
sentido. Poseen u n a función catártica, en ú ltim a
instancia, epistem ológica, de su erte que Hegel no
tiene que d iscern ir en la filosofía u n núcleo y una
periferia. El círculo trazado en torno al centro
form a p a rte del saber; éste, anim ado de pies a
cabeza y de principio a fin, contiene el absoluto.
P o r supuesto que ni Hegel ni un hegeliano cual-
' q u iera sospechan que éste es u n círculo infernal y
vicioso, u n a prodigiosa tautología: el sab er conoce
lo real, lo real es el saber. ¿Tautología o m agia?
El «dossier» Hegel 77

¿Logología o/y encantam iento? Las dos cosas. Lo


concreto y lo ab stra cto coinciden, el hecho y la
idea, es decir, el fin y el m edio del saber. Lo real,
lo que se sabe, define el sab er y el saber define lo
real, rechazando lo irreal: lo aparente, pero tam ­
bién lo vivido, identificado p o r decreto con la
apariencia, con el fenóm eno, con las rep resen ta­
ciones accidentales y con las ilusiones de la subje­
tividad. Ningún hegeliano, incluso en nu estro s días,
sabe, ninguno sospecha, que se ahonda el abism o
en tre lo vivido y lo concebido y que este conflicto
e n tra ñ a graves consecuencias. N inguno de ellos
p o d ría a d m itir que lo necesario no es, p o r ello, su­
ficiente, y que la suficiencia del saber com o tal
no significa m ás que un postulado (una represen­
tación accidental proclam ada com o esencial). El
sab er se acum ula; p a ra Hegel, sólo él posee este
ca rác te r acum ulativo. El controla la m em oria, el
recuerdo, el reconocim iento, lo im aginario, lo sim ­
bólico, que carecen de autonom ía y, p o r tanto, de
fantasía. El aum ento de la consciencia-de-sí, la
reflexividad (capacidad de reflexionar sobre las
cosas y sobre sí) anuncian el poder acum ulativo
del conocer. En to rn o al eje, colum na cristalina,
los m om entos del sab er se sostienen unos a otros:
se contienen, se am ontonan en dos dim ensiones:
horizontal y verticalm ente. El saber se extiende a
lo ancho en to rn o a su centro y progresa hacia lo
alto, hacia las altu ra s de ía Idea y del E spíritu. Las
discontinuidades, las disyunciones en el proceso no
com prom eten la cohesión ni la disposición. Aun­
que tenga m om entos, ninguno de esos m om entos
desaparece en la n ad a con las ilusiones y las apa­
riencias. El edificio asciende regularm ente. Las
piezas se a ju sta n y se cim entan. La discontinuidad
hace estragos en el arte, p o r ejem plo, o en la feno­
m enología de la conciencia, que hace hincapié en
la subjetividad. Él sab e r propiam ente dicho es-
78 Henri Lefebvre

capa a estos inconvenientes. Lo que explica, sin


acab ar con ella, u n a p arad o ja: Hegel invoca la
Revolución (francesa: burguesa-dem ocrática). La
teoriza. Sin em bargo, la Revolución, según Hegel,
no h a abolido nada, salvo algunas ilusiones. Lo
esencial —los «m om entos»— p ersiste y subsiste: la
fam ilia, las corporaciones y oficios, la m oral e in­
cluso la religión, en resum en, lo que está vinculado
o parece estarlo al saber. Ni Hegel ni los hegelia-
nos com prenden el paralogism o in tern o de su logi-
cismo. Unas veces la lógica, teo ría de la coherencia
y de la cohesión, se disuelve en la dialéctica, teoría
de las contradicciones. O tras, la lógica absorbe la
dialéctica y la cohesión prevalece sobre la contra­
dicción. Hegel afirm a repetidas veces la prioridad,
la an terio rid ad , la-esencialidad del proceso dialéc­
tico. El devenir, p rim er pensam iento concreto, p ri­
m era noción, dom ina el ser y la nada, abstraccio­
nes vacías. El ser p u ro y la p u ra n ad a coinciden, la
verdad no reside ni en el ser ni en la nada, «sino
en el hecho de que el ser no se produce, sino que
es producido en la nada y la n ad a en el ser», de­
clara desde el principio de la Gran Lógica. Las
filosofías que erigen en principio al Ser com o ser,
o la N ada com o nada, m erecen el nom bre de
Sistem a de Id en tid ad abstracta. Ignoran el movi­
m iento. El p o d er del concepto y el m ovim iento, es
decir, el m ovim iento dialéctico, coinciden: «Al
principio m o to r del concepto... yo lo llam o dialéc­
tica». «E sta dialéctica no es, pues, la actividad ex­
te rn a de u n p en sar subjetivo, sino el alm a propia
del contenido, que hace b ro ta r orgánicam ente
sus ram as y sus frutos» (Filosofía del Derecho,
secc. 31).
¿E n qué consiste, pues, el m étodo, el famoso
m étodo dialéctico hegeliano (sobre el que tantos
h ab lan p reten d ien do utilizarlo, y que se define
tan poco y tan m al porque las dificultades se
El «dossier» Hegel 79

am ontonan)? E n p rim e r lugar, en esto: el saber,


según Hegel, es decir, el concepto, progresa y pro­
duce de fo rm a inm anente sus determ inaciones. En
segundo lugar, en esto: el análisis, m ejor llam ado
entendim iento, descubre determ inaciones en las
cosas analizadas, pero las discierne y, p o r tanto,
las plan tea p o r separado, las unas fuera de las
o tras (partes extra partes, había dicho Spinoza a)
carac te rizar el p rim ero de los tre s géneros de cono­
cim iento, el inferior). La razón dialéctica disuelve
estas determ inaciones del entendim iento al cap tar
su unidad, de su erte que de este m odo produce
positivam ente lo universal. P or encim a de los sen­
tidos y del entendim iento se yergue el nivel m ás
elevado: razón inteligente y entendim iento racio­
nal. E n ese nivel, el saber que p rim ero ha plan­
teado la distinción «esto es aquello», «A es B», la
niega. E ntonces, y sólo entonces, es «dialéctico», al
situ a r A y B en sus relaciones y en su devenir, en
sus conflictos. P or ejem plo: «la hoja es verde...
El lápiz es rojo...» (concepto de hoja o de lápiz)
se tran sfo rm a: «la h oja ya no, es verde, está
seca», etc. La razón restablece su punto de partida,
la d eterm inación separada, «A», com o p articu la­
rid ad captada concretam ente en las relaciones y en
el m ovim iento p o r la universalidad del concepto
(Gran Lógica, prefacio). E n terc er lugar, la dialéc­
tica consiste en que la posición de lo verdadero y
de lo falso no es fija el sentido com ún, es decir,
el entendim iento, aprueba o rechaza en bloque tal
afirm ación, tal sistem a; no concibe la diferencia
de los sistem as (filosóficos) como desarrollo de lo
verdadero; p ara él, diversidad significa absurdo,
contradicción inaceptable. Pero «el capullo desapa­
rece al ab rirse la flor, y podría decirse que aquél es
refu tad o p o r ésta... E stas form as no sólo se distin­
guen en tre sí, sino que se elim inan las unas a las
o tras com o incom patibles. Pero en su fluir consti­
80 Henri Lefebvre

tuyen al m ism o tiem po otros tantos m om entos de


una un id ad orgánica, en la que, lejos de co n trad e­
cirse, son todos igualm ente necesarios, y esta
igual necesidad es cabalm ente la que constituye la
vida del todo». (Véase Fenomenología, 10)
¿No rad icaría ahí el lugar y el instante —el «mo­
m ento»— de la confesión? Hegel invierte la situ a­
ción, invierte el m ovim iento, el suyo propio. Co­
m ienza p or su p o n er y p lan tea r la dialéctica, lle­
gando a esta p a rad o ja final: el rechazo del m étodo
m atem ático p o r ab stracto y vacio, lógico-cuantita­
tivo (Fenom enología, secc. 38-39). Sólo el m étodo
dialéctico accede a lo concreto (a lo real). Hegel
describe el m ovim iento eterno en térm inos casi
dionisíacos: orgía báquica, «ni un solo m iem bro
que no esté ebrio». Se apoya explícitam ente en
Heráclito. Y luego, de pronto, brusco cam bio de
decorado, de perspectiva, de esencia: la lógica se
im pone; asegura la cohesión del edificio; re ­
suelve las contradicciones a m edida que se ahon­
dan, salvo en la apariencia y en el conflicto en tre lo
ap aren te y lo real (lo concreto). «La concepción
. de la dialéctica com o constituyendo la naturaleza
¡ m ism a del pensam iento, y de que éste, com o inte­
le c to , debe em plearse en la negación de sí m ismo,
jen la contradicción, constituye uno de los princi­
p ales p u ntos de la lógica.» Atención a cada palabra,
a cada paso del camino. Según ese p árrafo de la
In troducción a la Pequeña Lógica, o Lógica de la
Enciclopedia, el pensam iento se contradice al nivel

' O bservación: Lenin com entó los textos de la Gran Ló­


gica, y sólo esos textos, en los Cuadernos sobre la dialéc­
tica. Cuando Hegel expone el m ovim iento dialéctico, se re­
m ite a la naturaleza orgánica, y esta ejem plificación se
considera satisfactoria. Textos agrupados en Morceaux
choisis intencionalm ente, frag m en to s 60 ss. No ocurre lo
m ism o con el pensam iento leniniano, donde la referencia
política reem plaza a la referencia n a tu ra lista .
El «dossier» Hegel 81

del entendim iento. De donde se deriva que la razón


dialéctica pone fin a las contradicciones del aná­
lisis, que desde ese m om ento parecen provenir de
aquello que el entendim iento analítico separa al
discenir los aspectos y m om entos de las cosas. Tal
es lo que afirm a la continuación del texto: «Pero
sucede que el pensam iento, desesperando de poder
sacar de sí la solución de las contradicciones en
que se ha puesto, to rn a a las soluciones y calm an­
tes que el E sp íritu en cu en tra en o tras de sus
m odas y form as». Según Hegel, en el nivel supe­
rior, en el del E sp íritu, la lógica queda restable­
cida, se im pone al conseguir la victoria. El E spíritu
hace d esap arecer las determ inaciones separadas y
1as ccíntradicciqnes en tre sí. Resuelve los conflic­
tos. Solución quiere d ecir resolución en el in terio r
m ism o del proceso. N inguna contradicción llega al
esp íritu . E n el hegelianism o sistem atizado parece
com o si la contradicción naciese con la alienación
y de la alienación. La Idea absoluta sale de sí, se
aliena en la naturaleza, luego se encuentra, se
reconoce o se re-produce en plena conciencia y
conocim iento a través de la h isto ria y del saber
conceptual. La desalienación hace que se desva­
nezca la contradicción y, p o r tanto, la dialéctica.
E n este nivel, ¿en qué consiste el papel de lo
Negativo? Ha desaparecido. No ha servido más
que de in term ed iario en el E sp íritu absoluto entre
lo finito y lo infinito, que contiene y supera sim ul­
táneam ente a ese E spíritu, uno en otro, uno por
o tro y, sin em bargo, uno tras otro. (Véase Gran
Lógica, cap. II.)
La rem isión m etafórica a la naturaleza, que
Hegel em plea constantem ente, igual que en la
Fenom enología (la flo r reem plaza al capullo —el
fru to reem plaza a la flor— ; el conjunto orgánico
produce ram a, flor y fruto), confirm a este análisis
crítico. R esulta que los procesos a los que se re­
82 Henri Lefebvre

m ite Hegel poseen una determ inación (un carácter)


m ucho m ás cíclica que dialéctica. El capullo en­
gendra la flor, que engendra el fruto, que engendra
las sem illas y los capullos, y así sin interrupción.
E l proceso se re-produce. Lo cual cau sará p ro ­
blem as. Por o tro lado, los seres orgánicos (plantas,
anim ales) son totalidades estables (relativam ente).
Al ver en la n aturaleza el p rim er p roducto de la
Idea (que se proyecta en la m ateria al salir de sí),
Hegel no percibe tan tas contradicciones com e des­
arrollos equilibrados. Al contrario de la historia.
El E sp íritu restablece por fin lo orgánico, en el
nivel m ás elevado. Hegel y el hegelianism o llegan
así a la auto d estru cción de la dialéctica que ellos
m ism os engendraron. Y se com prende que Marx y
luego Engels hayan restablecido los derechos del
pensam iento y del m étodo dialécticos co n tra los
hegelianos, co n tra Hegel m ism o, com o caso p a r­
ticu lar y especialísim o de «la vuelta del m undo al
revés»4. ¿Qué queda del hegelianism o después de
operaciones tan duras? D efendiendo «su dialécti­
ca», ¿no se corre peligro de desm ontarla? ¿De
desm an telar el propio pensam iento dialéctico, que
no puede definirse com o m étodo indiferente al
contenido, com o fo rm a indiferente al «sistem a»?
¿Conviene, pues, m antener, m odificar el sistem a
triádico llevado a su auge por Hegel? ¿Y cuál es
la relación exacta entre lógica y dialéctica? ¿Se
m anifiesta la lógica en la dialéctica? ¿O se p ro ­
longa o se articu la?
N ada desaparece en el m undo sino p o r auto-
destrucción, d irá Níetzsche. La autodestrucción ■
p or Hegel de su p ro pia dialéctica le inquieta prodi­
giosam ente. Produce una paradoja, una aporía:
la diferencia. ¿Qué es la diferencia?, se pregunta
repetidas veces Hegel en el libro II de la Gran

1 E sto fig u ra com o pieza im p o rta n te en el dossier Marx.


El «dossier» Hegel 83

Lógica. A du ras penas consigue en c o n trar una res­


puesta. La id en tid ad se repite: A es A. Pero el
segundo A difiere del prim ero. Lo re-produce, pero
no es el m ism o, puesto que es el segundo. A difie­
re, p o r tan to , de sí m ism o y la diferencia entra
en la identidad. Sin em bargo, esta diferencia esti­
pula la no-identidad de lo idéntico m ism o. En la
diferencia, el Uno se sep ara del Mismo y el Mismo
del Otro. Pero entonces la diferencia ocurre en
la oposición, en «el en tan to que...», es decir, en
las determ inaciones diversas y separadas que plan­
tea el entendim iento y que la razón supera. Parece,
pues, que p a ra Hegel, la diferencia no representa
m ás que un caso atenuado de la contradicción
dialéctica, sin po d er negativo. De tal su erte que se
p reg u n ta si la proposición: «Todas las cosas son
diferentes», tiene algún interés. Sin diversidad no
h ab ría cosas. La proposición se reduce a u n a tauto­
logía. Es m ás, la diferencia rep resen tad a de esa
fo rm a es general, ab stra c ta y vaga y, por tanto, in­
determ inada. Cuando Leibniz invitaba a las dam as
a b u sca r en tre las hojas de u n árbol dos hojas que
fuesen idénticas, estaba en la edad feliz de la filo­
sofía, cuando no se tenía necesidad de m ás pruebas
que las hojas de un á r b o l 5.
La ironía no consigue sacar a Hegel del apuro.
De él sale m ediante form ulaciones dem asiado há­
biles: ¿no será la diferencia tan indiferente con
respecto a la id en tidad com o con respecto a la
no-identidad (contradicción)? Lo cual d ará lugar a
varios problem as m ás tarde. La diferencia, ¿se re ­
suelve, se disuelve, p o r un lado, en lo idéntico; por

5 Véase la in terp retació n c o n tra ria de la diferencia, a


propósito del árbol y de la hoja, p rim ero en el célebre
fragm ento de La Sagrada Familia sobre (c o n tra) la Idea
hegeliana del árbol y del fru to , y luego en el Philosóphen
Buch, de Nietzsche, trad . de M aríetti, pp. 181 ss. [El libro
del filósofo, trad . de A m brosio Ber&sain, T aurus, 1974.]
84 Henri Lefebvre

o tro lado, en lo conflictivo? ¿E s algo m ás que un


in term ed iario que desaparece? ¿No ocupará una
posición central, no ten d rá u n a actividad especí­
fica (diferenciante)? ¿No h a b rá u n a diferencia
crucial en tre las diferencias que se dejan reducir,
p o rque son in tern as a tal sistem a, y las irre d u cti­
bles, residuos resisten tes a cualquier operación
red u cto ra, que caracterizan, bien sistem as distin­
tos, bien no-sistcm as?

3. ¿Qué fo rm a conserva el esp íritu absoluto


p a ra estab lecer definitivam ente la cohesión del
edificio? La fo rm a política. E ste edificio se cons­
truye bloque a bloque, m om ento a m om ento; pa­
rece ser el del S aber (puro y absoluto); no es
o tro que el del E stado. Porque S aber y E stado
coinciden. O, dicho con m ayor rigor, se tra ta de
dos aspectos, de dos «m om entos» —tan indisolu­
bles com o lo ideal y lo real, com o la filosofía teó­
rica y la acción p ráctica— de u n a sola y m ism a
actualidad. La N ecesidad que gobierna el proceso
entero tiene tres m om entos: la condición (mo­
m ento p resupuesto, que se realiza d u ra n te el
proceso); la cosa (producida com o contenido y
com o existencia exterior); la actividad (movi­
m iento que va de las condiciones a la cosa, que
produce la cosa haciéndola surgir de las condi­
ciones).
Racional en su fondo, desde la naturaleza orgá­
nica que se reh ab ilita en el nivel del espíritu (de la
Idea, es decir, del E stado, esa encarnación de la
Idea), la N ecesidad hace bien las cosas; sucesiva­
m ente p lan tea la condición, y luego lo que la con­
dición vuelve posible; cosa (realidad) y actividad
(productora: trab a jo , acción política). T riple efi­
cacia que va m ás allá de la causalidad y de la
finalidad tom adas p o r separado. La actividad to­
El «dossier» Hegel 85

m ada aisladam ente sigue siendo subjetiva; le es


preciso p ro d u c ir en determ inadas condiciones. La
cosa tom ada aisladam ente no posee ningún interés,
ningún sentido; es inexplicable; y, adem ás, si
nadie la engendra, no llega a la existencia. Sólo el
con ju nto orgánico de los tres m om entos tiene un
sentido y u n a necesidad inteligible (espiritual). La
m ism a necesidad que actúa a través de sus tres
m om entos se reconoce en el saber, en la actividad
p ro d u cto ra, m aterialm en te en la acción política.
Dicho de o tro m odo, el ritm o triádico del conjunto
se vuelve a e n c o n trar en cada térm ino y asegura
así el con ju n to orgánico. En cada terreno, la acti­
vidad exigida p o r el conjunto descubre sus pro­
pias condiciones: desde ese m om ento puede sim ul­
táneam ente afirm arse a sí m ism a (subjetivam ente)
y en g en d rar cosas (objetivam ente). Lo cual reaccio­
n a —acción recíproca— sobre las condiciones para
fortalecerlas prim ero; luego p a ra superarlas.
E n el hegelianism o, racionalización del proceso
h istórico y revolucionario que constituye-instituye
el Estado-nación, com o en la ideología robespie-
rrista , el sab er fun dam enta el poder; lo legitim a
su bordinándose a él (discretam ente): «Las revo­
luciones que h asta ahora han cam biado la faz de
los im perios no h an tenido otro objeto que un
cam bio de d in astía... La Revolución francesa es la
p rim era que ha sido basada en la teoría...» (úl­
tim o discurso de R obespierre a la Convención).
«Si queréis que las facciones se extingan y que
nadie tra te de alzarse sobre los despojos de la
lib ertad pública m ediante los lugares com unes de
M aquiavelo, haced im potente a la política...» (Saint-
Ju st, el m ism o día). Hegel parece recu sar y despre­
ciar al principio la experiencia napoleónica, que
restableció la d u ra realidad erigiendo al E stado por
encim a de la sociedad y de sus «m om entos». Ve en
N apoleón el inm enso vigor de u n carác te r que en-
86 Henri Lefebvre

ca m a el esp íritu del m undo, que gobierna im po­


niendo el respeto en lugar de la deferencia y que
vuelve luego hacia el exterior su fuerza, espar­
ciendo p o r d oquier las instituciones liberales. Del
bonapartism o, Hegel n ad a dice, salvo que aboca
a «la im potencia de la victoria» y que co n tra él
juega la ironía de la historia.
E n el centro del E stado, en el pivote, en el nú­
cleo, Hegel sitúa la clase política que se encarga
del saber, que posee la com petencia. V erdadero
«Estado» d en tro del E stado, élite en el poder,
cuerpo que se recluta p o r la vía racional (con­
curso), esa clase asegura el funcionam iento de la
sociedad. Y poco parece im p o rtarle a Hegel la ideo­
logía em pleada, religiosa o laica. La Filosofía del
Derecho hace la apología de esa capa social o
clase, selectiva y estable a un tiem po: m erece
todos los elogios. ¿P or qué? Porque sabe. Cono­
ce el conjunto social y, p o r tanto, le hace fun­
cionar. E n este funcionam iento no interviene nin­
guna porción de determ inism o o de autom atism o
ciego, ni de dom inio arb itra rio . A p a rtir de este
centro, la clase política, el saber, sostiene al Es­
tado y le hace resistir. La racionalidad inm anente
se con cen tra en esta capa superior de la «clase pen­
sante» (clase m edia) que coincide con la capa in­
ferior de quienes gobiernan y que ejercen nom inal­
m ente el poder: ella los p o rta y los soporta. El
hegelianism o contiene, pues, la siguiente suposi­
ción: dado que la Racionalidad difusa e infusa en
toda la sociedad se concentra en la cim a, las instan­
cias políticas son capaces de conocer (gracias al
saber) y de resolver (gracias a la decisión y a la
acción) todas las contradicciones, todos los con­
flictos que puedan surgir en los niveles inferiores,
en tre los «m om entos», piezas y p artes del edificio.
Esos conflictos, si es que los hay, sólo pueden tener
una im p o rtan cia m enor. No resq u eb rajan la cons-
El «dossier» Hegel 87

tracció n estatal y nacional. El saber-poder sabe y


puede reducirlos o e n c o n trar una solución que los
haga desaparecer. Las contradicciones son reduc-
tibles, m ás ap aren tes que reales: incoherencias
m om entáneas en un todo coherente.
Así es cóm o Hegel plantea el problem a que du­
ran te el siglo xix, e incluso el xx, va a dom inar a un
tiem po las ciencias nuevas, llam adas hum anas o
sociales, y la filosofía cuando ésta se niega a vincu­
larse a entidades m etafísicas, el ser y la concien­
cia, el pensam iento y la vida, la intuición y la
reflexión en general. ¿Qué p ro b lem a9 El del todo
o de la totalid ad en la realidad hum ana. «¿Cómo es
que actividades m últiples, con frecuencia rivales,
que se ignoran unas a o tras o se enfrentan, consti­
tuyen un co njunto? ¿Cómo es que ese conjunto,
tras disturbios, revolución o guerra, se reconsti­
tuye? ¿Por qué no se cae a pedazos? ¿Qué le im ­
pide atom izarse en individuos o grupos? ¿Qué es
lo que hace que u n pueblo sea un pueblo, que una
nación sea una nación, que una clase sea una
clase?...»
No re su lta difícil ironizar sobre la respuesta
hegeliana (y dicho sea de paso, ¿por qué privarse
de ello?). Hegel responde: «¡H ay un todo porque
es un todo! ». ¡Evidente tautología! Y, sin duda,
tras u na m inuciosa crítica hay que llegar a la si­
guiente constatación: el supuesto hegeliano de una
lógica global, de un sistem a, de u n conjunto cohe­
ren te se resum e en esa tautología. Mas la propo­
sición, que se m u estra ridiculam ente repetitiva,
adquiere o tro aspecto cuando se la enuncia de
o tro m odo: «Hay un todo porque hay una razón
totalizadora...». Así es cómo el hegelianism o pone
de m anifiesto su fuerza. ¿La Razón? ¿El Saber?
¿El Concepto? Existen. E jercen un papel, una fun­
ción, u na acción. ¿Por q u é no suponerlos y situ ar­
los en el centro, en el núcleo, en el eje en torno al
88 Henri Lefebvre

cual se establece el Todo? ¿Quién sino el conocer


puede co n stru ir y m antener un todo?
Cierto que an tes y después de Hegel, o tro s filó­
sofos y sabios h abían definido y debían definir de
o tra form a el todo. Para los vitalistas y rom ánticos,
las propiedades del todo orgánico preceden al pen­
sam iento. Sólo el ser vivo en cuanto vivo «es» un
todo que se genera y se m antiene p o r dicha fuerza,
la vida, h asta que ésta le abandona. El pensa­
m iento no necesita alzarse h asta ella para confir­
m ar las cualidades de la vida y concluirlas en su
form a propia; el pensam iento debe aceptarlas en
p rim er lugar en su inm ediatez; y la reflexión tiene
algo de p o sterio r e incluso de extraño con relación
a la esencia p rim era de las cosas. La filosofía p arte
de una intuición, alfa y om ega del conocer. El Abso­
luto no es concebido, ni siquiera percibido: es sen­
tido. Desde el principio de la Fenomenología, Hegel
rechazó ese natu ralism o m ístico, el de Schelling y
el del rom anticism o: «Estas profecías creen p er­
m anecer en el centro m ism o y en lo m ás profundo,
m iran con desprecio a la determ inabilidad y se
m antienen deliberadam ente alejadas del concepto
y de la necesidad, así com o de la reflexión, que
sólo m ora en la finitud. Pero así com o hay una an ­
ch u ra vacía, hay tam bién una profundidad vacía...
El intuicionism o pisotea de raíz la hum anidad».
Porque la n aturaleza de ésta tiende hacia el acuer­
do racional, hacia la com unicación, hacia la com u­
nidad de consciencias p o r la ciencia. Estos textos
que aluden a Schelling alcanzan tam bién a Scho-
penhauer y p o d ría decirse que siglo y m edio m ás
tarde p refig u ran a Nietzsche.
Es igualm ente cierto que antes de Hegel, los eco­
nom istas ingleses (A. Sm ith, etc.) y, al m ism o tiem ­
po, otro s (Saint-Sim on) habían concebido de modo
m ás «realista» que él, sin m isticism o, el Todo
económico-socio-político. P ara Adam Sm ith, el mer-
El « dossier» Hegel 89

cado, el trab a jo productivo y la división del tra ­


bajo, el intercam bio de productos, b astan p ara
explicar la cohesión del conjunto. En cuanto a
Saint-Sim on, p ara él la racionalidad no reside en
el concepto, en el sab er en cuanto tal, sino en el
trab ajo productivo: en la industria. De la Revo­
lución francesa, del auge del estado llano, surge
esa racionalidad subyacente, h asta entonces ne­
gada u ocultada.
El m ercado, según los econom istas, procede de
una vasta interacción, dem andas y ofertas. Proceso
«espontáneo», com o d em o strará Marx en su aná­
lisis del valor de cam bio, saca «ciegamente», es
decir, a la m an era de los procesos regidos p o r leyes
físicas (y no p o r u na m isteriosa unidad interna),
una regulación determ inada y, p o r tanto, u n a ra ­
cionalidad que no excluye ni los azares, ni las
contradicciones, ni las dificultades (crisis).
¿La actividad p ro d u cto ra? ¿La industria? Su ra ­
cionalidad deriva de una relación p ráctica de la
actividad con el objeto. En el m om ento en que un
hom bre ha m odelado un objeto, con sus m anos,
con su cuerpo, con un in stru m en to (un sílex, un
hueso, un palo), esa racionalidad se pone en m ovi­
m iento. «El hom bre» que ha trab a jad o racional­
m ente una p rim era vez sabe hacerlo luego una
segunda, una tercera vez. Sabe dónde depositar la
herram ien ta, de dónde extraer la m ateria, cóm o co­
gerla con sus dedos. Y lo que es cierto p ara la acti­
vidad individual, vale tam bién p a ra las actividades
colectivas: los talleres, las em presas. De esta em er­
gencia de lo racional, a p a rtir de la práctica con­
cebida como p rim ordial, Saint-Sim on tom a con­
ciencia y conocim iento en vida de Hegel.
¿H abría entonces que condenar el hegelianism o?
¿R idiculizarlo? No. Porque es aquí donde m u estra
su fuerza. Hegel conocía los trab a jo s de los eco­
nom istas ingleses, los tuvo en cuenta. A Saint-
90 H e n r i L e fe b v r e

Sim ón, rival suyo por la potencia y la am plitud de


los conceptos, lo desconoce o lo ignora. Y, pese a
ello, no se le puede achacar un «irrealism o».
Hegel expone el sistem a de necesidades y la di­
visión del trabajo com o sistem a con un carácter
tan positivo com o el de los saint-sim onianos de su
tiem po. En él estos dos sistem as se aju stan exac­
tam en te com o las piezas de un puzzle. En el sis­
tem a total se in sertan e integran dos subsistem as.
O bjetivam ente (cuando la clase política constituye
la subjetividad del E stado) se corresponden, ase­
gurando a la Ley y al D erecho una base dotada de
cohesión, de equilibrio.
La argum entación hegeliana tiene en este punto
m ucha solidaridad. ¿No es preciso que las nece­
sidades de los individuos que viven ju n to s se de­
finan? ¿Que se arm onicen en vez de d estru irse? La
necesidad tiene, en p rim e r lugar, una existencia
subjetiva; pero obedece al m ovim iento universal
(racional y dialéctico) por el que lo subjetivo tra ta
de objetivarse, cosa que sólo consigue al tra n sfo r­
m ar el o b jeto en subjetividad. Sabem os que este
m ovim iento culm ina en el S aber (el Concepto, un i­
dad su p erio r de lo objetivo y de lo subjetivo). La
necesidad busca un objeto y proviene del objeto
buscado. ¿Qué espera de su búsqueda y del ob­
jeto buscado? La satisfacción. ¿Cómo la obtiene?
M ediante la posesión del objeto y luego m ediante
su destrucción (consum o). Sin em bargo, ese ob­
jeto ha sido producido por otros. C orresponde a
o tras necesidades, a o tras voluntades, a o tras acti­
vidades. A base de estas relaciones se constituye
u n a esfera, la de la econom ía política, «ciencia que
tiene su origen en estos puntos de vista, pero luego
debe p re sen tar la relación y el m ovim iento de las
m asas en su cualitativa y cu an titativ a determ ina­
ción», dice Hegel. «Es una de las ciencias que han
surgido en los tiem pos m odernos com o en su
El « d o ssier » H egel 91

propio terreno. Su desenvolvim iento p re sen ta el


in teresan te espectáculo del m odo p o r el que el
pensam iento, en la cantidad infinita de hechos sin­
gulares que en cu en tra ante él, descubre ante todo
los principios elem entales de la cosa y el enten­
dim iento activo que la gobierna» (véase Filosofía
del derecho, secc. 189).
El sentido com ún estim a que existen panaderos,
albañiles, m aestros, etc., y que de estas activida­
des resu lta algo que se m antiene y se reproduce:
la vida cotidiana, la de la fam ilia, del oficio, del
grupo, de la aldea o la ciudad, en resum en, según
Hegel, la vida de la sociedad civil. Todo es muy
sim ple, incluso si entre esos m om entos se p ro d u ­
cen peleas dom éstjcas. El econom ista piensa que
todo esto es algo m ás com plicado y que la con­
cordia discors de las actividades en la sociedad
civil m erece un análisis y una teoría. Hegel llega
com o filósofo y anuncia que él supera, p o r un
lado, el sentido com ún ■ —dom inio del entendim ien­
to que se ignora com o tal—-, y, p o r otro, la ciencia
p articularizada, la econom ía política, que descubre
una racionalidad cuya fuente ella m ism a ignora. El,
el filósofo, va a fu n d am en tar la econom ía política
m o stran d o el origen y la com plem entariedad (aun­
que sobrevengan conflictos accidentales) del sis­
tem a de las necesidades y del sistem a de los tra ­
bajos. ¿Qué ocu rre con la necesidad y con el tra ­
b ajo? Ambos —cada uno p o r su lado: uno en
cuanto necesidad social y otro en cuanto trab a jo
social— devienen necesariam ente abstractos. Ello
les hace p a sa r de la naturaleza al concepto (o, m e­
jo r dicho, pone de relieve la racionalidad concep­
tual inherente a lo inm ediato y a lo natural). Las
singularidades n atu rales y subjetivas caen para
d ejar el puesto a las necesidades definidas y, por
tanto, generales. ¿P or qué m edio? Por el de la
acción recíproca que im plica la com unicación, el
92 Henri Lefebvre

cam bio, el reconocim iento m u tu o de las necesida­


des. Si el su jeto A quiere im poner su necesidad al
su jeto B, éste no hace nada por él; las conciencias
se en fren tan en la lucha a m uerte. P ara poner
fin a este enfren tam iento sin fin, A reconoce la
necesidad de B y B reconoce la necesidad de A.
No sólo in tercam bian cosas (objetos), sino sus
necesidades (subjetivas). A través de este recono­
cim iento m utuo, la necesidad de B se convierte en
necesidad de A, y a la recíproca. Las necesidades en
el acto reciproco (la com unicación y el intercam ­
bio) se dividen y se m ultiplican socialm ente, así
com o los m odos de satisfacción. Las necesidades
individuales en tra n en la necesidad generalm ente
reconocida, a b stra cta y definida a u n tiem po (par­
ticularizada) en el seno de la universalidad (el con­
ju n to ). De este m odo, el individuo A puede tener
gustos propios, tendencias secretas; puede am ar
esto o aquello. Al volverse social, su necesidad no
p o d rá en co n trar satisfacción m ás que en los pro­
ductos del trab a jo social: alim ento, vestido, vi­
vienda, etc. De este m odo, el m om ento social li­
b era al individuo de lo que hay en él de singular,
de único, de incom unicable. La com unicación (por
el lenguaje) y el intercam bio (los objetos) con­
cu rren hacia ese resultado: el saber (a este nivel:
el entendim iento y la representación) que dom ina
la necesidad natu ral.
E n el curso de la interacción (entre los objetos
y los su jetos) interviene, pues, u n a m ediación im­
p o rtan te: el trab ajo . Sigue el m ism o proceso que
la necesidad: se hace abstracto, de una abstracción
social. Los esfuerzos individuales, los gestos n a tu ­
rales, aquellos que no disgustan al individuo —los
del juego, los de la infancia— , pierden su sentido.
Los gestos disciplinados de la producción, im ­
puestos p o r la actividad colectiva, com ponen, se­
gún Hegel, una cultura práctica, com plem entaria
El « dossier» Hegel 93

de la cultura teórica, que proviene de los objetos


ya en uso. Aquí el lenguaje asegura la concor­
dancia. Como las necesidades, el trab a jo social se
divide al m ultiplicarse, la división del tra b a jo (que
Hegel apenas critica) posee este aspecto dialéctico,
la m ultiplicación de los trab a jo s y las necesidades.
De donde resu lta el sistem a de los trab a jo s (pro­
ductivos), com plem entario del sistem a de las nece­
sidades. De la arm o nía en tre los sistem as deriva el
que las necesidades sociales se produzcan y re p ro ­
duzcan con u n a espontaneidad (un autom atism o)
ap aren te, que hace olvidar su génesis y sus rela­
ciones. Lo m ism o ocurre con los trabajos. La abs­
tracción, «elem ento universal y objetivo del tra ­
bajo», se extiende a los m edios: los útiles. Los ú ti­
les, com o la habilidad o las m anos, intervienen
cada vez m ás en el saber y exigen conocim ientos.
A su m an era —te rc e r térm ino ju n to con la necesi­
dad y el trab a jo — tam bién se hacen abstractos.
El con ju n to ab andona así lo n atu ra l y lo inm e­
diato p a ra e n tra r en la abstracción concreta. «La
abstracción del p ro d u c ir tran sfo rm a el trab a jo en
cada vez m ás m ecánico y, por lo tanto, finalm ente,
apto p ara que el hom bre sea elim inado y pueda
ser in tro d u cid a la m áquina en su lugar», declara
Hegel (Filosofía del derecho, secc. 198). V erdad
em inente sobre la que insiste la Enciclopedia. El
trab a jo ab stra cto se hace uniform e y fácil a un
tiem po; perm ite el aum ento de la producción
subordinando la actividad técnica parcelaria al
conjunto social. «La habilidad m ism a se hace de
este modo m ecánica, y de aquí procede la posibi­
lidad de sub ro g ar al tra b a jo hum ano la m áquina»
(secc. 525 y 526).
E n ú ltim a instancia, la «fortuna universal» p er­
m ite sim ultáneam ente la satisfacción general (de
las necesidades), la m ecanización del tra b a jo (de la
producción) y la autorregulación del conjunto so­
94 Henri Lefebvre

cial (al tran sfo rm arse necesariam ente cada acti­


vidad subjetiva de los individuos y los grupos en
contribución a la satisfacción de todos los dem ás).
El optim ism o racional prevé, p o r tanto, un buen
«estado de cosas» estabilizado, equilibrado, es de­
cir, u n E stado en el cual las relaciones en tre los
sistem as parciales, los m om entos y los elem entos,
los subsistem as m ism os, se m antienen unos a
otros, se producen y reproducen en un equilibrio y
una estabilidad asegurados. Es el autom atism o
perfecto del con ju nto en el seno de la abstracción,
en un edificio coherente horizontalm ente (los ele­
m entos com plem entarios) y verticalm ente (de la
base, la producción, a la cim a, el jefe político). ¿No
parece esta e stru c tu ra de una estabilidad a toda
pru eb a? E n la base, las dos clases productoras:
cam pesinos y obreros. A rriba, la base m edia, pen­
sante, b u ro crática, de donde salen los gerentes, los
altos funcionarios, los expertos y los com petentes.
Si el E stado cim enta y corona el edificio es porque
es la id en tid ad suprem a del S aber y del Poder.
¿H ay que in sistir en la genialidad de este análi­
sis, de este cuadro?
E n p rim er lugar, em erge el concepto de trabajo
social, con sus im plicaciones (el intercam bio, la
m ercancía, la división del trab a jo ) y sus conse­
cuencias (la m áquina autom ática); Hegel afina los
descubrim ientos de Sm íth, y los elem entos teóricos
de la nueva ciencia, la econom ía política. Marx los
recogerá p o r entero, sin descuidar el aspecto crí­
tico, que se en cu en tra en Sm ith y que Hegel desco­
noce (la división del trab a jo m u tila al individuo,
oscurece el proceso de producción y, p o r tanto, el
conocim iento del conjunto sociopolítico). Hecha
esta reserva que concierne al trab a jo alienado-
alienante, M arx expondrá las abstracciones con­
cretas, la m ercancía, el trab ajo , en la línea he ge-
liana m odificada p o r la crítica política.
El « dossier» Hegel 95

E n segundo lugar, ¿cómo negar la actualidad


asom brosa de la exposición hegeliana? El E stado
m oderno, dirigido por una «clase política» en la
que ju n to a los políticos profesionales se en­
cu e n tran los tecn ó cratas (a veces coinciden), ¿no
tiene p o r m eta, fin, sentido, horizonte, el autom a­
tism o de la reproducción de su propia estru c tu ra,
que coincide con la producción por, él controlada?
E n el au tom atism o político, «el hom bre» prom o­
vido a «ciudadano» y definido por su ciudadanía,
acep taría sin p ro testas ni m urm ullos las satisfac­
ciones (físicas, culturales, políticas: ¡adm irable tri­
plicidad! ) que le ofreciera el E stado. ¡De ordago!
H aciendo u n a leve caricatura (que apenas lo es)
p o d ría decirse que «el hom bre», desaparecido
com o tal, convertido en soldado-ciudadano y, en
un caso extrem o, en soldado-político a la m anera
de los b o n ap artistas, figura com o «pieza» de una
adm irable m áq u in a de tipo m ilitar. Aunque igno­
ren a Hegel o no le conozcan m ás que de referen­
cias, ¡cuántos jefes, notables, políticos, tecnócratas
deberían reconocer este cuadro y reconocerse
en é l! ...
Sea lo que fuere, el eterno R etorno de Nietzsche
está ya ante nosotros: el círculo de ios círculos
(vicioso, infernal, perfecto), la esfera de las es­
feras. Helo aquí, en la inm ediatez reencontrada a
través de las m ediaciones (de la historia, de la
acción, de los conocim ientos), en la identidad recu­
p erad a a través de los conflictos y las contradic­
ciones. La m áquina política —el conjunto autom á­
tico— se convierte en realidad con la sustitución
del trab a jo p o r las m áquinas. Bien engrasada, bien
alim entada p o r sus tecno-mecánicos, la gran m á­
quina política girará sin fin: girará sobre sí m ism a,
con todas sus ruedas y todos sus engranajes. Si no
se rom pe puede llegar a crecer en cantidad. El e te r­
no R etorno de lo mismo y de lo idéntico es el
96 Henri Lefebvre

E stado, que se auto-genera y se auto-gestiona, que


se realiza, que se auto-regula y perm anece estable
en el consum o de los objetos y el consum o de los
sujetos. La E tern id ad, lo em inente, la suprem a, se
da y se alcanza en este conjunto y en esta plenitud
divina.
¿A qué precio? El precio que se paga por este
acceso a la política absoluta, divinizada, se pre­
siente. ..

4. El saber sum ado al poder y el poder fundado


sobre el saber d eterm inan, con conocim iento de
causa y de efecto, lo que se les escapa, es decir, lo
que desechan. ¿Qué? Al contener la razón el có­
digo del ser que perm ite la descodificación de lo
existente, sin m ás residuos que lo innom brable y lo
insignificante, lo racional define lo racional. ¿Qué
quiere decir esto? La lógica dom inante define,
p ara rechazarlas, las diferencias, pero no las dife­
rencias in tern as al sistem a; en efecto, jam ás al­
canza la hom ogeneidad de un bloque m onolítico,
por m ás que los hom bres del E stado persigan ese
designio; com prende y com porta una diversidad,
unos m arcos, unas clases, unos órganos, unas insti­
tuciones, unas leyes. Lo que la racionalidad estatal
no so p o rta es lo no-conform e a su form a, la dife­
rencia externa. Filosóficam ente hablando, el sis­
tem a define la alienación, entendiendo por esto
tanto el no-conform ism o com o la revuelta y la lo­
cura. En relación con el Logos central y axial, la
alienación hegeliana queda determ inada como
en tre los griegos: la hybris, el desorden, e incluso
la sim ple am bigüedad sospechosa. Peor aún: el
S aber erigido en p oder rechaza o desprecia la sub­
jetividad como tal y, por tanto, lo vivido. Este se
deja m anipular; desaparece con la conciencia
desgraciada (rebelada) o con el alm a bella (que
El « dossier» Hegel 97

sueña con u na vida m ás bella, tan severam ente juz­


gada p o r Hegel en la Fenomenología). P roteste y
conteste, reivindique o se rebele, lo vivido se equi­
voca. ¿Por qué? Porque no tiene la razón consigo.
Podemos darnos cuenta de que en tre los «m om en­
tos» hegelianos hay algunos que se desvanecen,
porque dependen del fenóm eno y otros que se m an­
tienen, porque en tran en el cam po del saber. La
alienación al sistem a se define por el sistem a, pero
la definición jam ás puede publicarse oficialm ente;
lo cual en la p ráctica depende m ucho de las cir­
cunstancias y, p or tanto, de lo a rb itra rio que el
sistem a preten d e elim inar.
El riguroso saber conceptual se niega a tom ar en
consideración el no-saber, el saber a m itad de ca­
mino del concepto, o incluso el pensam iento crí­
tico. Los aleja del centro lum inoso; los rechaza
hacia las tinieblas externas. Silencio, pues, sobre
lo cotidiano. ¿Y el sexo? E ncaja íntegram ente en el
concepto de fam ilia, al definirse a este respecto
el E stado como sustancia que reúne el principio
fam iliar y el principio de la sociedad civil (los tra ­
bajos y las necesidades, otros grupos distintos al
de la fam ilia). La Enciclopedia lo declara sin alti­
bajes (secc. 536). El am or, sentim iento natural,
«no existe en el Estado» (Filosofía del derecho,
secc. 158). Como sentim iento, el am or no es más
que una enorm e contradicción, puesto que el su­
jeto (el «yo») preten d e realizarse en o tra persona.
La ética (la m oral) resuelve esta contradicción,
hace desaparecer la alienación am orosa: en la fa­
milia, y sólo en ella, la relación sexual y sentim en­
tal alcanza su significación (m oral, por supuesto).
¿El destino de la m ujer? El m atrim onio.
Hegel, el hegelianism o y el E stado hegeliano des­
conocen, ignoran, desprecian, rechazan trata n d o de
aplastarlo el no-saber o el sem i-saber, a m edio ca­
mino en tre la ignorancia y el conocim iento, ése que
98 Henri Lefebvre

concierne a la voluptuosidad y a la fecundidad, ése


que se tran sm itían antaño clandestinam ente las
m ujeres y jóvenes, el saber oral (no escrito ni sus­
ceptible de serlo), esos caudales de la práctica
social. ¿El cuerpo? Queda rem itido a la inm ediatez
n atu ral: fuera de la racionalidad, en la alienación
y la contradicción, en la singularidad de lo inco­
m unicable.
De m odo indiscutiblem ente genial, Hegel capta y
prevé las posibilidades am enazadoras de una libe­
ración de lo vivido, es decir, del cuerpo. Los niños
tienen derecho a la educación. ¿Por qué? A causa
de su «sentim iento están, según ellos, insatisfechos
de sí», p o rque tienen deseos de crecer. Pero si una
pedagogía considera el elem ento infantil com o p o r­
tad o r de algún valor — por ejem plo, el juego—
deja de ser seria. M uestra a los niños como seres
m aduros en la inm adurez, con lo que cae en la
contradicción. Tiende a satisfacerles por sí m ism os,
em pujándoles hacia la alienación. Los niños no la
respetarán, p o rque les com unica el desprecio h a­
cia los ad u lto s (véase Filosofía del derecho,
sección 173 ss.).
El orden define el desorden. La jera rq u ía se p re­
cisa y se consolida, según Hegel, en su Estado,
a todos los niveles del edificio político, el del sa­
ber y el de la vida. Con el Logos triu n fa la lógica,
teoría y p ráctica de la coherencia, que se arro g a el
derecho de excluir la incoherencia y, por tanto,
lo que p e rtu rb a la cohesión. La lógica estatal com ­
p o rta una vasta estrategia y coincide con ella.
La lógica se encarna en diverso grado en los
dirigentes, m ás o m enos em inentes: jefes grandes
y pequeños, notables varios. De la clase política,
de su saber, se sabe ya m ucho. Según Hegel, toda­
vía está p o r decir lo m ás im portante: estas p er­
sonas, que no tienen o tra tarea que pensar, adm i­
n is tra r el con ju n to pensado y, al nivel m ás elevado,
El «dossier» Hegel 99

decidir, estas p ersonas {la clase política) se sitúan


p o r encim a de la división del trab ajo . ¿Tienen
necesidad de sab er todo los grandes jefes? Capa­
ces de decidir, incapaces de sab er todo, deben ro­
dearse de consejeros com petentes, científicos, di­
plom áticos, etc., candidatos a su vez a los papeles
de jefes y fu tu ro s jefes. Se puede exam inar el edi­
ficio estatal, bien de fuera adentro, de lo interno
a lo externo (del eje cen tral a la periferia), bien de
d en tro afuera: filosóficam ente, del entendim iento
discursivo y analítico, que se m antiene e n tre las
cosas separadas, con actividades separadas, a la
racionalidad necesaria y suficiente que se m an­
tiene en el centro. Fuera, en la periferia, el aná­
lisis vuelve a e n c o n trar esas necesidades externas:
la policía, p o r ejem plo, o las corporaciones. Al pe­
n e tra r hacia el in te rio r encuentra la justicia, la
adm inistración. En lo m ás hondo se halla el go­
bierno, cercano a la Idea y al E spíritu, declara sin
la m en o r ironía Hegel (véase especialm ente Filo­
sofía del derecho, secc. 182 ss.). En lo m ás alto se
halla la satisfacción, la de las personas que cum ­
plen bien (honradam ente) su tarea. «La b ea titu d es
una satisfacción», declara la Estética, de Hegel, que
sitú a esta satisfacción de la v irtu d política p o r en­
cim a del goce estético, de la felicidad individual
y de la serenidad del saber, com o síntesis de
todo ello.

5. P ara u b icar co rrectam ente la concepción he-


geliana hay que decir que en cierto sentido m a­
terializa una gran idea que anim a el pensam ien­
to del siglo x v iii : la idea de la Arm onía o la Ar­
m onía com o idea.
Tal concepto nace de la m úsica o, m ejo r dicho,
del estrecho contacto en tre la filosofía (m ateria­
lista) y la m úsica d u ra n te el siglo x v iii . La his-
100 Henri Lefebvre

to ria de las ideas insiste poco en esta p aradoja. La


arm onía aparece a la vez com o u n a realidad sen­
sible (al oído), racional (basada en los núm eros y
en las relaciones), tecnológica (con los nuevos ins­
trum entos: el clavecín, luego el pianoforte). Añade
una dim ensión nueva a la m úsica; o, dicho con m a­
yor exactitud, reconoce una dim ensión ya existente
en la p ráctica m usical, sobre todo en Occidente;
de ahí nace u n a tridim ensionalidad: la m elodía, el
ritm o, la arm onía. Lo cual se p re sta a grandes
construcciones verticales, que utilizan los acordes
y los tim b res (arm ónicos), m ien tras que la m elodía
y el ritm o seguían las líneas horizontales (las «vo­
ces»), La elaboración y el desarrollo de la arm onía
dan lugar d u ra n te el siglo x v m a géneros m usi­
cales nuevos: la sinfonía, en tre otros, que su p er­
pone la verticalidad ascendente y descendente de
los acordes y los tim bres a la horizontalidad de las
voces (en la fuga). La arm onía m antiene y re­
tiene en una totalid ad sus elem entos y m om entos:
sentidos, intervalos, voces, elem entos rítm icos,
acordes, in stru m en to s diversos y sus tim bres, etc.
A cada m om ento considerado aisladam ente le aña­
de u na «reflexividad»: todos los elem entos están
en relación consigo m ism os d en tro del conjunto,
todos se co rresponden en la construcción arm ó­
nica, todos se reflejan unos a otros y reflejan
la unidad del todo. Es lo que constituye la «be­
lleza» de una sinfonía de M ozart o de Beethoven.
La idea de la arm onía se vuelve em palagosa con
la sen tim en talid ad (la del «alm a bella», que tanto
odiaba Hegel), pero queda exaltada en las grandes
construcciones. El propio Hegel, en su Estética,
caracteriza su época, la época rom ántica, p o r el do­
m inio de la m úsica. E n cierto sentido, los grandes
sistem as filosóficos de finales del siglo xviii y
principios del x ix se esfuerzan p o r en c arn a r la
El « dossier» Hegel 101

idea de una arm o n ía cósm ica o hum ana (social).


¡Por el m ism o m otivo que la Novena sinfonía de
Beethoven! E sta afirm ación no debe aplicarse a
todos p o r igual: es m ás cierta p a ra F ourier que
p a ra Saint-Sim on, p a ra las teorías de la arm onía
económ ica que p ara los n atu ralistas, m ás cierta
p ara Hegel que p ara K ant. Y sería tam bién m ás
cierta p ara la Fenomenología, verdadera sinfonía
espiritual, que p ara la severa Filosofía del derecho.
Lo universal incondicionado que pretende alcanzar
(o d escu b rir) la Fenom enología soporta todavía
diferencias en u n m ovim iento de conjunto que no
se reduce aún al con junto de u n m ovim iento. «Uno
de los m om entos se p resen ta, pues, com o la esen­
cia d ejad a a u n lado, com o m édium universal o
com o la subsistencia de m aterias independientes»
(véase p. 111 de la traducción francesa). E sta
frase analiza en térm inos hegelianos el m ovim ien­
to de u n a sinfonía. D escribe u n a conm ovida y
m ovida anim ación dialéctica.
P ara m otivar y refo rzar la crítica fundam ental
hay que hacer ju stic ia a Hegel: no concibe su cons­
trucción vertical com o u n vasto pensam iento polí­
tico, sino com o una arm onía soberana, com o una
sinfonía intelectual que ten d ría al filósofo por
a u to r y al jefe político (m onarca) por d irecto r de
orquesta. Se ve cóm o él m ism o se define: un libe­
ral, p artid a rio de una m onarquía constitucional. Si
im aginam os a Hegel ante los acontecim ientos polí­
ticos del siglo xx, su discurso sería, sin duda al­
guna, m ás o m enos éste: «El E stado m oderno
oscila en tre dos extrem os: la corrupción, la disgre­
gación, los conflictos en tre los poderes salidos de
la descom posición del Poder, y la rigidez a u to ri­
taria, el fetichism o m ilitar, fascista, reaccionario
del jefe. Yo, teórico del E stado, filósofo y pen­
sad o r político, he definido u n a posición de equi­
librio relativo, de funcionam iento regulado. En tor-
102 Henri Lefebvre

no a esta posición, hacia uno u otro lado, se


inclina la balanza política. A ella vuelve inevita­
blem ente: el E stado, conciencia superior de la so­
ciedad, m ás y m ejor que á rb itro y arb itra rio ,
síntesis de los m om entos, lugar de la arm onía
civilizada...». Sin esp erar a m ás p o d ría rep licár­
sele: «Querido filósofo, usted d em uestra —porque
u sted siem pre quiere y cree d em o strar— que su
E stado sale inevitablem ente del equilibrio y que
sólo a d u ras penas vuelve a él. U sted descubre un
cuerpo social que se aleja de la naturaleza y del
cuerpo n atu ral, que se eleva hacia la ab stra c­
ción. Ese E stado que usted erige como abso­
luto dom ina de tal form a la jera rq u ía p o r él
p residida que llega un día en que explota y
utiliza en su propio beneficio a la so cied a d . en­
tera: a eso nosotros lo llam am os “ b o n ap a rtism o ”
o “ fascism o”. A m enos que se haga pedazos, y en­
tonces sobreviene la crisis política...».
P ara el filósofo, la vida biológica —nacida de
u na alienación de la Idea, pero m om ento de la
desalienación— interviene en la Lógica com o ele­
m ento. E n la teoría del Logos hegeliano, el auto-
dinam ism o, que supone la vida, y la estru c tu ra
racional, que im plica la coherencia, se encuentran;
se refuerzan (véase Enciclopedia, 285). El ser
vivo se m antiene, contiene su energía, sostiene sus
condiciones. En él hay tres m om entos: actividad,
objetos, condiciones. La vida se produce y se
re-produce. E n la reproducción biológica no hay
m ás que una extensión del acto de producción y
de re-producción p erp etu a de sí, que sólo cesa con
la m uerte.
El E stado, divinidad terrestre, es, por tanto,
adem ás, lo Vivo suprem o. Del vocabulario m o­
derno, Hegel re te n d ría los conceptos de auto-
regulación, de re-producción. R echazaría el con­
cepto de au tom atism o y, especialm ente, la imagen
El « dossier» Hegel 103

de la G ran M áquina. La vida orgánica, al nivel de


lo Absoluto, no p o d ría reducirse para Hegel a un
au tó m ata m ecánico. Y, sin em bargo, ¿debem os
creer al filósofo b ajo palab ra? Tam bién él recla­
m a confianza (la fe). ¿P or qué concedérsela? ¿No
abusa de la m etáfo ra la supuesta identificación
en tre la vida ard ien te de u n a sinfonía, la vida
anim al de un organism o y la vida in tern a del Es­
tado? Tam bién el dragón posee una vida in tern a
y los m o n stru o s no carecen de grandeza ni de
belleza. Oigamos lo que Hegel declara de la Idea
y del E stado: «Todo depende de que lo verda­
dero no se ap rehenda y exprese com o substancia,
sino tam bién y en la m ism a m edida com o sujeto...
La su b stancialidad im plica tanto lo universal o la
inm ediatez del saber m ism o com o aquello que es
para el saber ser o inm ediatez... La substancia viva
es, adem ás, el ser que es en verdad sujeto, o, lo
que tan to vale, que es en verdad real, pero sólo en
cu an to es el m ovim iento del ponerse a sí m ism a ...
La vida de Dios y el conocim iento divino pueden,
pues, expresarse tal vez com o un juego del am or
consigo m ism o; y esta idea desciende al plano de
lo edificante e incluso de lo insulso si faltan en ella
la seriedad, el dolor, la paciencia y el trab a jo de
lo negativo... Lo verdadero es el todo. Pero el todo
es solam ente la esencia que se com pleta m ediante
su desarrollo. De lo absoluto hay que decir que es
esencialm ente resultado...».
¿No hay algo am enazador, inquietante, en este
texto de la Fenom enología? (p. 17 de la traducción
francesa). ¿E n qué consiste lo serio, el trab a jo
de lo negativo? En oposición a la segunda negación
en Engels y Marx, que refuerza la prim era y re­
m ata su obra, lo negativo hegeliano parece des­
m en tir la negación, rechazarla hacia la apariencia
(con la contradicción y la dialéctica). Con m iras de
un resu ltad o cierto, tra b a ja en lo positivo. Pero
t, 104 Henri Lefebvre
'i
^ ¿qué decir de este texto sacado de la Filosofía del
■" derecho: «La individualidad [del E stad o ], como
exclusivo ser p o r sí, se p resen ta com o relación
con los dem ás E stados... Porque el ser por sí del
E sp íritu real tiene su existencia en esta autono­
mía, ella constituye la p rim era lib ertad y suprem a
dignidad de un pueblo... C onstituye su m áxim o
m om ento propio, su infinitud real». En e.'to re­
side, p or tanto, el m om ento m oral (ético) de la
guerra. «Es necesario que lo finito, la propiedad
y la vida, sea supuesto com o accidental, porque
éste es el concepto de lo finito» (secc. 322 ss.).
No, Hegel no com prendió con claridad todo lo
que de inq u ietan te hay en estas declaraciones.
Siglo y m edio de experiencia política las aclaran
de fo rm a muy d istin ta a com o fueron concebidas.

6. El E stado, en los grandes países (en la m e­


dida de su fuerza, los países m ás pequeños siguen
alegrem ente la m ism a ruta), adquiere una com ple­
jid ad tal que sus propios m antenedores —grandes
notables y jefes— no llegan a conocerlo. Su círculo
de consejos (privados y públicos) cae en la divi­
sión del trab ajo , lo que no deja de tra e r inconve­
nientes p ara el saber y la dom inación del «Todo».
E sta cim a política y sus alrededores, según el m o­
delo hegeliano, debe conocer el conjunto y, por
tanto, com prender los conflictos y contradicciones
de ese conjunto p ara darles m ás pronto o m ás
tarde solución. ¿Pueden hacerlo aún? Cierto que
dom inan, pero ¿no será de lejos y desde excesiva
altu ra?
R esulta difícil decir si el E stado m oderno se
aju sta al p ro to tip o hegeliano o si difiere de él, de
suerte que ese m odelo no tendría m ás interés que
el de un «tipo ideal», o incluso de u n a sim ple «ima­
gen de m arca». R esulta difícil, sin em bargo, negar
El *dossier» Hegel 105

que el E stado, u n poco en todas p artes, no se


ha apoderado, o h a intentado apoderarse, p o r un
lado, de todo el espacio p a ra controlarlo, y, p or
otro, del sab er p a ra utilizarlo a la vez com o m edio
de gestión y com o m edio de integración contro­
lada de las p arte s y de los elem entos del conjunto
político. Se sabe que el capitalism o y el estado
que se asien ta en ese m odo de producción han
absorbido las form aciones precap italistas (agricul­
tura, realidad u rb an a) y las instituciones precapi­
talistas (universidad, justicia), sin olvidar las ex­
tensiones del capitalism o (esparcim ientos, u rb a n i­
zación), sirviéndose am pliam ente del saber (infor­
m ación, ciencias llam adas hum anas).
Si es cierto que los aspectos jurídicos h an sido
m odificados, si ah o ra hay un derecho al trab ajo ,
un derecho sindical, otros derechos m ás o m enos
codificados (el de los niños, de las m ujeres, de los
ancianos, de ¡os inquilinos, de los «usuarios», etc.),
es sabido que los principios fundam entales, los que
p erm itiero n la codificación m ism a, no han cam bia­
do en los países capitalistas y, en especial, en F ran ­
cia: el derecho de propiedad, las reglas de la he­
rencia y de la tran sm isión de bienes. Es m ás, estos
derechos tienen com o co n tra p artid a la com peten­
cia del E stado en sectores y cam pos que antes se
le escapaban. Al in tro d u cir tales posibilidades de
conflictos, los distin tos derechos y las nuevas in sti­
tuciones han extendido la capacidad de interven­
ción del E stado. E stas intervenciones, bien estén
localizadas en un punto, bien sean globales, no han
hecho m ás que am pliarse, y los perfeccionam ien­
tos, ap aren tes o reales, del sistem a co ntractual no
han dism inuido la om nipresencia y la om nisciencia
(supuesta) del E stado. Al contrario. Nos hallam os,
pues, con que los hom bres del E stado, incluidos
aquellos del E stad o burgués en la sociedad capi­
talista, han asim ilado la teoría del crecim iento
106 Henri Lefebvre

en trev ista p or Hegel, elaborada por Marx. Hege-


lianos sin saberlo, a veces sabiéndolo, han com ­
prendido en gran p arte las condiciones del creci­
m iento y, en especial, los objetos indispensables
(capitales, técnicas, inversiones) y las actividades
necesarias (estudios de opinión, de m ercados y de
inversiones, de m otivaciones; orientación y planifi­
cación). E n este sentido han llegado incluso a
ad o p tar sin m ás exam en la teo ría del crecim iento
infinito (dem ográfico, económ ico, tecnológico, cien­
tífico, cu ltu ral) p ara cada Estado-nación, incluso
cuando las objeciones y los obstáculos se am on­
to nan a escala m undial. Y los vencim ientos.
E n consecuencia, el E stado desprecia el saber al
abso rb erlo y al convertirse en poder ideológico. La
religión con frecuencia, y la m oral siem pre, sirven
p a ra en cu b rir las em presas perseguidas p o r los
hom bres de E stado. Tal em pleo de la ideología no
podría d isim u lar los dem ás aspectos del poder
estatal: la p ráctica del em bargo del espacio y del
sab er (instítucionalización del uno y del otro). Los
«aparatos ideológicos» del E stado no explican nada
p o r sí m ism os. El uso de la ideología indica co n tra­
dicciones, en estado naciente o desarrollado, tanto
en el in te rio r del saber com o en tre el conoci­
m iento y la ideología; de ahí resu lta que la imagen
de marca hegeliana no corresponde a la realidad
estatal. Sin llegar, no obstante, a desm entirla, dado
que la m oral (la ética) p articip ab a en la construc­
ción hegeliana con iguales títulos que el derecho.
E l poder ideológico del E stado le perm ite ca p ta r
y co rro m p er ciertos aspectos im p o rtan tes del co­
nocer (la inform ación, que no coincide con el cono­
cim iento; su identificación, que constituye una
ideología). Y todo esto de form a propagandística
y p u b licitaria. Una nueva S anta T rinidad se es­
boza: saber, coacción, ideología. Al co n tro lar y
d istrib u ir la inform ación, el E stado traiciona el
El «dossier» Hegel 107

sab er que lo legitim a, según el m odelo hegeliano.


E n tra en nuevas categorías: ¡las del m arxism o!
Ya lo verem os m ás adelante.
El h ab er expuesto la subida, si es que puede de­
cirse así, del m undo m oderno hacia la abstracción,
¿no será la gran fuerza del hegelianism o, la ven­
ta ja que lleva a o tras filosofías y a las teorías que
se dicen científicam ente (epistem ológicam ente)
fundadas? Subida que todavía está p o r com prender
en to d a su am plitud. P ara Hegel, el Logos (lengua­
je, im ágenes y m etáforas, al nivel del sentido
com ún y del entendim iento, y luego conceptos y
teorías elaboradas) d eterm in a esta transform ación.
La ordena. Ese «mundo» se aleja de la n atu raleza y
de lo n atu ral, de la inm ediatez, de la esponta­
neidad. Irrem ediablem ente. Y ese m ovim iento de­
fine un grado de lib ertad o, m ejo r aún: la libertad
razonable del anim al político.
M arx irá m ás lejos en este sentido al analizar,
prosiguiendo los trab a jo s de los econom istas in­
gleses, cóm o y p o r qué los objetos m ism os, pro­
ductos del trab ajo , adquieren u n a existencia abs­
tracta en cuanto objetos intercam biables. El bien
destinado al cam bio, la m ercancía, p ierde m om en­
táneam ente su existencia m aterial: suspendida,
deja lugar a u n a abstracción: la evaluación en di­
nero.
M arx lleva m ás lejos que Hegel el análisis crí­
tico de estas abstracciones concretas. Sólo él com ­
p rendió la im p o rtan cia de esta concepción hege­
liana que atrib u y e u n m odo de existencia al con­
cepto, al saber, a lo que se cam bia: productos y
bienes, lenguaje y signos. Los dem ás hegelianos
buscaban p o r el lado del sujeto y de la «concien-
cia-de-sí». Al u n ir la crítica de la filosofía a b stra cta
a la de la econom ía política que acepta las consta­
taciones y en u m era los hechos, M arx incluye entre
las abstraccio n es concretas al tra b a jo m ism o, con-
108 Henri Lefebvre

siderado globalm ente com o trabajo social medio.


Tales abstracciones, com o el dinero, poseen u n a
existencia concreta, p orque rigen —no sin disim u­
larse b ajo las apariencias de la m aterialidad y de
la inm ediatez— las relaciones sociales. Ellas d eter­
m inan su m odo de existencia, p o rq u e las relaciones
no pueden po seer la m ism a realidad que las cosas
o las sustancias. Como Hegel com prendió, estas
abstracciones son form as dotadas, com o las for­
m as lógicas, las del cálculo, las del lenguaje, de
u n a eficacia en las relaciones.
Los datos inm ediatos (necesidades, actividades)
se convierten en abstracciones al convertirse en
entidades y en m edios sociales.
Un m ovim iento general, «de abajo arriba», em ­
puja, pues, a todo el conjunto hacia la ab stra c­
ción. Lo testim o n ian o, m ejor dicho, lo dem ues­
tra n tan to el papel realm ente creciente del S aber
social (y de m odo especial del conocim iento m ate­
m ático) com o el papel creciente de los contratos,
fo rm a ju ríd ica elaborada, derecho escrito que esti­
pula los com prom isos recíprocos de las p artes inte­
resadas. Es m ás, con el capital financiero hoy
p redom inante, el dinero consigue u n a especie de
abstracció n de segundo grado. Tiende a separarse
un poco m ás del o bjeto m aterial de la producción,
de la m ercancía, de la com pra y de la venta, p ara
convertirse en dinero que se produce y reproduce
a sí m ism o en la especulación (lo que algunos ex­
p resan diciendo que el signo predom ina sobre lo
«real»).
Cierto, p ero cuando M arx prolonga y profundiza
de este m odo la concepción hegeliana, llega a u n a
conclusión incom patible con el hegelianism o: el
propio E stado es una abstracción concreta. No
posee la existencia de u n S ujeto ni la de u n a Subs­
tancia. No se b asta a sí m ism o y quizá no sea
necesario. Exige, tam bién, u n apoyo. La cúspide no
El vdossier» Hegel 109

se sostiene sin u n apoyo, sin u n a base. Cuando


Hegel supone que el saber-poder m antiene al con­
ju n to social de igual m odo que el puño cerrado
m antiene u n hilillo, divaga. No hay relaciones sin
soportes; p ero después de Hegel e incluso después
de Marx, el asu n to del soporte perm anece abierto.
Difícilm ente puede adm itirse, com o hacen los posi­
tivistas y los em p íristas lógicos, la existencia de
relaciones sin soportes, com o si b astara que una
relación tom e la fo rm a m atem ática: y = f (x) , para
que se haga inteligible sin m ás. E sta alineación de
la existencia social con la existencia física y la de
ésta con la existencia m atem ática —la abstracción
en estado p u ro — liquida las diferencias entre los
sectores de lo real y del conocer, sin establecer una
v erd ad era unidad, salvo p o r reducción. Cuando
Hegel atrib u y e la existencia y la acción al con­
cepto (al saber), quiere h ab lar de la abstracción
concreta; pero la deja en el aire; la vincula a la
trascendencia celeste de la Idea. En cuanto a Marx,
le atrib u y e la p ráctica com o soporte, cosa que no
es indiscutible, p ero que no basta. ¿Cómo se con­
vierte en m ediación la p ráctica inm ediata? ¿Cómo
conlleva la abstracción sin sep ararla de la eficacia?
¿Qué relación existe en tre práctica y lógica
(form a)?
Sin esp erar a m ás recojam os una hipótesis antes
em itida p ara an u n ciar desde ah o ra la siguiente
opinión: ¿no será el espacio el soporte de las rela­
ciones sociales? E ntendam os p o r ello no el espacio
epistem ológico, logico-m atem ático, ni el espacio
m ental, el del sentido com ún y del discurso coti­
diano, sino el espacio social, el que elaboran y
construyen en la p ráctica, d u ra n te su génesis, las
diferencias so ciale s6. El capital financiero, el de

6 Véase Espace et politique y La production de Vespace,


E ditions A nthropos, P arís [d e H. Lefebvre].
110 Henri Lefehvre

las sociedades m ultinacionales, no puede prescin­


d ir de lugares: de registro y de escritu ras, de in­
'( versión, de cam bio de tal a tal m oneda nacio­
nal, etc. No se distingue del todo de los flujos
ligados a los terren o s y a los territo rio s. No obs­
tan te, m ás allá del m undo de la m ercancía, m ás
allá de la producción, m ás allá de los signos m is­
m os, alcanza u na abstracción redoblada, de segun­
do grado, tan to m ás inquietante, tan to m ás tem i­
ble cuanto que puede ab a tirse sobre un lugar e stra ­
tégicam ente escogido, bien p a ra realizar u n a in­
versión, bien p a ra provocar u n a conm oción polí­
tica (reaccionaria y fascista). Lo cual en tu rb ia el
p roblem a teórico: el plan eta vive bajo los nuba­
rro n es to rm entosos de la abstracción concreta, en
la som bra de las form as recientes del capital finan­
ciero, a u n tiem po opacas com o sustancias y supra-
rreales com o conceptos. Y, adem ás, sin concor­
dancia segura con los Estados-naciones e incluso
en conflicto virtu al con ellos. E n este nivel, la
vinculación del dinero (del capital) a la m ateria­
lidad, a la producción del suelo incluso, no es m ás
que coyuntural (en térm inos filosóficos: nece­
saria y, sin em bargo, contingente). Deja lugar a
o tra vinculación, la de la abstracción-dinero a su
actualización: la voluntad de poder. La m undiali-
zación de lo económ ico y lo político ha adoptado
estas form as extrañas, im previsibles en tiem pos de
Hegel, ininteligibles según sus categorías, aunque
pese a todo las prolongan. Hegel creía, y decía,
p en sar a nivel h istórico m undial (w eltgeschicht-
lich). ¿Se equivocó? No. C onstruía los elem entos
m ás generales, fo rjab a las claves de la m oder­
nidad. ¿Tenía razón? No, porque el fu tu ro no se
aju stó a sus previsiones, y p a ra com prenderlo hay
que re c u rrir a M arx y, paradójicam ente, tam bién a
Nietzsche, an alista de la voluntad de poder.

i
El « dossier» Hegel 11 1

7. El análisis y la exposición pueden ir ahora


m ás allá de la crítica estatal del E stado (hegelia-
no). E sta crítica se con ten ta con decir: «No, las
p ersonas en el poder, b u ró c ratas, tecnócratas, n ota­
bilidades políticas, dirigentes “ decisorios”, todas
esas p ersonas no conocen bien el conjunto social;
las instancias que hoy existen en lo “ re al” no
poseen el vocabulario, ni los conceptos, ni la teo­
ría convenientes. P or tanto, reem plazárnoslos p o r
gentes nuevas, que sabrán...».
El E stad o m oderno ya no es hegeliano en el sen­
tido de que hay reparto del poder. Pero no en el
sentido que d aría la razón a M ontesquieu contra
Hegel: los poderes (triádicos, com o es debido:
legislativo, ejecutivo, ju d icial) denuncian y se p ro ­
nuncian c o n tra el P oder u n itario y co n tra la ins­
tancia so b eran a en la cim a. Por supuesto que no
en ese sentido, p o rq ue desde hace diez o quince
años o tra tría d a e n tra en escena. El Poder, por
debajo del cual a veces, y con m ás frecuencia p o r
encim a, se en cu en tra el capital, se re p arte entre
los m ilitares los políticos, los tecnócratas. La clase
política después de Hegel h a perdido el lugar que
le estab a asignado: la p rio rid ad en el edificio y
su propiedad, la racionalidad hom ogénea. ¡Qué
ráp id am en te se aleja esa fam osa unidad racional
en tre el poder (público) y la Ley! ¿Y qué pen sar de
la unidad, no m enos racional en Hegel en tre la
ju stic ia y la m oral? La unidad se to rn a conflictiva,
es lo m enos que se puede decir. P aradójicam ente,
es decir, co n trad icto riam en te lo político com o tal
se desvaloriza en cuanto p ied ra angular del edi­
ficio, pero se valoriza en el plan estratégico, en el
de la decisión.
Los políticos profesionales dirigen las m áquinas
políticas, a su vez diversificadas: partidos, a p a ra­
tos. Tienen la p alabra; segregan la ideología, el
discurso retórico. M anipulan, al poseer los m edios
112 Henri Lefebvre

apropiados. M aniobran en función de un interés


político, el del ap arato, ligado a su vez a una
clase o a u na fracción de clase, a un grupo que
tiene un peso determ inado. Los políticos pasan
p or elem entos de decisión; corresponden al eje­
cutivo; en efecto, se ejecutan los unos a los otros,
o bien ejecu tan a los oponentes. Los «decisores»
zanjan las situaciones, cortan las cabezas. No son
siem pre los políticos quienes deciden, sirven a los
«decisores»; hom bres de paja, cabezas de recam ­
bio. Unas veces verbalm ente, o tras m aterialm ente:
los cadáveres políticos no se cuentan.
Los tecn ó cratas corresponden al re tra to hegelia-
no de una «capa» que em erge de la clase media,
que se reclu ta en ella p o r m edio de concursos (exá­
m enes, diplom as), selectivam ente; así adquieren
el sab er (com petencia y cualidades) y el poder. Sin
em bargo, la cooptación tiende a su stitu ir a la se­
lección. Si los «com petentes» y los «expertos» go­
biern an la nación com o una gran em presa, nada
garantiza el desinterés de los gobernantes, com o
pensaba Hegel. El cursus honorum no b asta para
satisfacer a los individuos. V irtud y com petencia
no van necesariam ente ju n to s y el hegeliano p a­
saría hoy p o r ingenuo. Los tecnócratas buscan
tam bién in stru m en to s de poder. Si el dinero lleva
al poder, a veces el saber que lleva al poder lleva
tam bién al dinero. Ellos m ism os se dividen y se
m ultiplican (o, si s e 'q u ie re , se m ultiplican divi­
diéndose, es decir, jerarquizándose). E stán los
bu ró cratas, los cuadros m edios y superiores, los
ad m in istrad o res p or últim o, próxim os a las perso­
nas que tienen a la vez el dinero y el poder: que
deciden estratégicam ente. E sta trilogía y este tri-
partism o no funcionan sin fricciones. T anto m ás
cuanto que los m ilitares, un poco en todas p artes,
esperan la ocasión, el m om ento en que se debiliten
El « dossier» Hegel 113

el saber, la riqueza, el poder (el de los políticos)


para su stitu irlo s p o r el poderío en estado b ru to : la
violencia. De tal m odo que el enigm a, el jero ­
glífico, el m isterio de esta construcción que pa­
rece racional no se en cu en tran en el logos trascen­
dental, en la Idea, sino en la violencia, latente o
activa. El ejército, atib o rrad o de explosivos, acora­
zado de in stru m en to s de m atar, explosivo a su vez,
tiene m ás necesidad de m a ta r que un m acho lleno
de esperm a de eyacular. ¿D ura m ucho tiem po la
sum isión del uniform e a la toga? Ahora bien, no
hay E stad o sin ejército, y éste se halla m ás incli­
nado a la gu erra civil que a la guerra con o tro ejér­
cito ex tran jero . Salvo que haya contradicciones
internas. Cuando la violencia presidida p o r el Es­
tado, dirigida racionalm ente según los procedi­
m ientos m ilitares, se desencadena, llega h asta el
genocidio. Y se aleja u n poco m ás de la raciona­
lidad hegeliana.
El Estado-nación sólo existe en el m arco de las
estrategias m undiales. E strategias m últiples: la de
los estados m ás poderosos, pero tam bién la de las
sociedades m ultinacionales, la de la energía (petró­
leo, energía nuclear), etc. Un Estado-nación no es
m ás que u n a pieza m ás o m enos im p o rtan te en el
tablero planetario. De ahí la im portancia redupli­
cada del territo rio (espacio) nacional: figura én
la división internacional del trab ajo ; cuenta p o r
sus recursos, es decir, p o r sus particularidades; es
enclave (objetivo o blanco) de operaciones tácticas
o estratégicas. Y, al m ism o tiem po, u n Estado-
nación, considerado aisladam ente, carece de im por­
tancia. ¿Cómo tom arlo, com o Hegel, p o r represen­
tación y encarnación de lo universal? ¿Cómo hon­
ra r con este status el resultado de u n a h isto ria a
m enudo m ediocre? No todo el m undo tiene detrás
de sí en tre diez y veinte siglos de guerras.
114 Henri Lefebvre

La racionalidad adquiere o tro aspecto y o tro ca­


rá cter cuando se la sitúa en el m arco m undial, en
el de las estrategias: violencias virtuales a todas
las escalas, peligros m últiples, vencim ientos m ás
o m enos próxim os.
¿Tiene razón Hegel? Sí, cuando m u estra al Es­
tado-nación com o ser, gigante o enano, que ucha
p or la vida. No, cuando coloca esta existencia bajo
el signo de la razón absoluta.
De esto p o d ría deducirse que la re-producción de
los m om entos, es decir, de las relaciones constitu­
tivas, no alcanza ni alcanzará jam ás en el seno del
E stado el au to m atism o soñado por Hegel en su
delirio racional. ¿O quizá es todavía dem asiado
p ro n to p a ra sacar esa conclusión?

8. E n u n a reflexión política considerar superior


al capitalism o de E stado o al socialism o de Es­
tado pone de m anifiesto la gran pobreza de esta
reflexión: m étodo m olesto que pone por delante
hom ologías y analogías, en lugar de buscar, p ara
acentuarlas, las diferencias. C apitalism o de E stado
y socialism o de E stado difieren, com o todas las
sociedades (y los E stados-naciones) particulares,
en el m arco de su m odo de producción. Aquí ad ­
quiere sentido u n a clasificación de origen hegelia-
no: las singularidades m om entáneas, las p artic u la­
ridades d u rad eras se producen aquí de igual m odo
que las categorías generales y, por últim o, si es
válido re c u rrir a ellos, los universales. Precisem os:
los rasgos singulares de los pueblos y de las etnias,
la h isto ria de cada nación, sus caracteres de origen
espacial (geográfico, geopolítico) y social, los m o­
m entos específicos de su E stado, y luego el modo
de producción, determ inación general, y, p o r ú l­
tim o, las relaciones ju ríd icas y form ales, aspecto
universal de toda sociedad.
El « dossier» Hegel 115

C apitalism o de E stado y socialism o de E stado


tienen u n objetivo y u n in terés com ún: el creci­
m iento. E n am bos casos, los políticos han m ante­
nido, despreciando las objeciones, la hipótesis del
crecim iento infinito. Hecho notable. P ara ellos,
la hipótesis se convierte en certeza y saber. En
cuanto al crecim iento inm ediatam ente posible lo
obtienen p o r procedim ientos distintos, ligados a
las diferencias, p articu larid ad es, especificidades se­
ñaladas m ás arrib a. El capitalism o de E stado deja
ac tu a r a las grandes em presas; a lo sum o, el Es­
tado se convierte en su oficina de estudios, en su
banco de datos. Pone el saber y la inform ación a
su servicio. Pero los hom bres del E stado (capita­
lista) no ganan p a ra disgustos, cogidos com o están
en tre las em presas nacionales y las em presas m ulti­
nacionales, la p equeña y la gran industria, el co­
m ercio a todos los niveles y de todas las tallas, la
m oneda y el crédito, etc.
El socialism o de E stado no duda en centralizar,
en p lanificar au to ritariam en te. P odría e sta r cerca
de la G ran M áquina hegeliana si no fuera p o r que
no funciona ni auto m áticam ente ni de form a satis­
facto ria. Ni el sab er de sus dirigentes ni el de sus
consejeros ab arca la totalidad. Ni siquiera con la
ayuda de pequeñas m áquinas (de inform ación),
cuyo apoyo a la G ran M áquina no es, a todas luces,
despi eciable.
He aquí el lado caricaturesco de la situación, que
todos conocen, pero cuyo aspecto cóm ico pocos
aprecian. P or el lado capitalista, la econom ía fun­
ciona, aunque con la p e rp etu a am enaza, conjurada
h asta este día (1973), de u n a crisis m undial. P or el
lado llam ado «socialista» sólo la política funciona.
P arad o ja so rp ren d en te si las hay: Marx, de cuyas
ideas se declara p a rtid a rio este lado, había anun­
ciado lo co n trario . ¿Qué es lo que funciona bien?
¿La vida política? No. F alta vida. Todo funciona
116 Henri Lefebvre

p o r la vía política, sin vida. ¿H ay alguna vez vida


política, a no ser caricatu resca o en la oposición?
En am bos lados, ca p italista y socialista, la vida
social desaparece, ap lastad a en tre lo económ ico y
lo político, predom inando allí lo prim ero, lo se­
gundo aquí: vacío enorm e en el que se instalan lo
cotidiano, la fam ilia, las relaciones «privadas», es
decir, privadas de am plitud, privadas de capa­
cidad creadora. S ituación conform e con el m odelo
hegeliano que desconocía el m om ento de las rela­
ciones específicam ente sociales p a ra som eterlas a
la racionalidad política y a la gestión económ ica.
De tal suerte que estas relaciones, em pobrecidas,
se reducen a la fam ilia y a lo cotidiano, a la m oral
y al derecho. Lo «vivido», puesto en tre paréntesis,
encogido, vegeta a la som bra del Estado.
Los hegelianos, conscientes o no, p ara quienes
su m odelo estatal re p resen ta la posición de equili­
brio en tre los excesos y los defectos de la auto­
rid ad pública, esos m ism os hegelianos podrían
p re te n d er que su m odelo re p resen ta tam bién la
m edida com ún (el m áxim o com ún denom inador)
en tre el E stado del capitalism o avanzado y el del
socialism o en vías de crecim iento económico.
¿Les ag rad ará tam bién que señalem os otros m o­
m entos com unes: la im p o rtan cia de la política y de
la b u rocracia, la «cultura» oficializada com o ideo­
logía, el cu an titativism o grosero, el crecim iento
sin desarrollo de las relaciones sociales, la des­
trucción de las diferencias? 9

9. El m odelo hegeliano no peca p o r ignorancia,


sino p o r desconocim iento de las clases sociales. El
hecho de que p e rd u re a pesar de esta deficiencia,
de que m antenga su prestigio e influencia a pesar
de (¿no será: a causa d e...?) la crítica m arxista, es
una p arad o ja m ás. Releer a la claridad dudosa de
E l «dossier» Hegel 117

la referen cia hegeliana, u n libro re c ie n te 7, am bi­


cioso y ya superado, no carecería de encantos p a ra
u n irónico. P o r supuesto que la crítica denom inada
m arxista, que en M arx se encuentra en estado em­
b rio n ario , h a com etido erro res graves. H a desco­
nocido incluso el m odelo hegeliano, su alcance, su
racionalidad lim itada, pero poderosa. C rítica de
izquierda o, si se quiere, «izquierdista», h a m ez­
clado y confundido todo: reacción, fascism o, auto­
ritarism o , liberalism o, intervención m ilitar, en vo­
cablos sim plificados, a saber: dictad u ra de clase,
violencia, poder. Al esquem a político difundido por
la ideología burguesa, que p re sen ta al E stado comp
«neutro» (cosa que no corresponde al m odelo teó­
rico hegeliano, sino de lejos y b astan te m al), la
ideología op u esta replicaba m ediante polém icas:
ju stic ia de clase, enseñanza de clase, ciencia de
clase, etc.; en u n a palabra, dictadura. El concepto
de hegem onía aten ú a y com pleta el carácter dem a­
siado sum ario del concepto de d ictad u ra (de la b u r­
guesía). Hay hegem onía de la clase económ ica­
m ente dom inante. Lo cual q uiere decir que actú a y
lucha p o r ca p ta r a la sociedad entera, p o r m ode­
larla de acuerdo con sus necesidades. La burguesía
tiene las bases de su dom inación en las em presas
(la producción) y el m ercado (que conoce cada vez
m ejo r p o rq u e depende de ella y de su estrategia).
Ahora bien, u n a sociedad, con las relaciones so­
ciales que im plica, no se reduce a lo económ ico ni
a lo político. E n u n a sociedad hay tam bién ser­
vicios públicos: la educación y la instrucción, la
ju sticia, la m edicina. Hay u n a organización del
saber, de su transm isión, de su em pleo. E stos as­
pectos y m om entos diversificados de la vida social
d atan de épocas pre-capitalistas: ningún corte las
in terru m p ió b ru scam ente. En la sociedad m oderna

7 Pour nationaliser l’Etat, E d itio n s du Seuil, P arís, 1968.


118 Henri Lefebvre

hay tam bién u n a vida u rb a n a y u n a relación com ­


pleja de la ciudad con el cam po, con la n a tu ­
raleza.
La burg u esía lucha p o r la hegem onía, es decir,
p o r m a rc a r con su sello y p legar a su uso esos m o­
m entos de las relaciones sociales, de la práctica
y de la vida social. Y lo consigue a d u ras penas. Su
lucha de clase se extiende a la totalidad, desbor­
dando con m ucho lo económ ico, la em presa, las
cuestiones de salarios. El con ju n to social no está
«aburguesado» de antem ano, prefabricado p o r el
capitalism o. ¿E l E stado? Medio en m ucha m ayor
m edida que fin, in stru m en to m ás que objetivo, el
E stado p erm ite la gestión del sobreproducto social,
esa p a rte im p o rtan te de la plusvalía (en lenguaje no
m arxista: de la re n ta nacional) que va a p a ra r a los
diversos «servicios», a la sociedad en cuanto tal.
P ara Hegel, esta gestión, esta extensión del E s­
tado a la sociedad toda, son lógicas: son p artes
integradas e in teg rantes del concepto de Estado.
¿ E rro r grave? Sí, p ero no tanto. E n efecto, una
g ran p a rte de los hom bres del E stado, incluidos
aquellos que provienen de la clase económ icam ente
dom inante y que la re p resen ta n políticam ente, co­
m eten este erro r. El p o d er les basta. Tienden a des­
cu id ar su papel hegem ónico, que les asigna, sin
em bargo, su clase. E sa fue la estupidez de la b u r­
guesía francesa d u ran te un largo período: despre­
ciar el saber, reg atear casi sistem áticam ente los
«créditos» destinados a la gestión general de la so­
ciedad (salvo en lo que concernía a los sectores
preferenciales: las c a rre te ras, las escuelas p ri­
m arias d u ran te la I I I R epública francesa, por
ejem plo).
El análisis de la m odernidad a p a rtir de la refe­
rencia hegeliana d escarta a un tiem po la raciona­
lidad plena y en tera de este m odelo, y la tesis
opuesta, la de u n absurdo d ictatorial m antenido
El *dossier» Hegel 119

exclusivam ente p o r la violencia. E ste análisis crí­


tico, co rrectam en te realizado, p a rte de un exam en
de la gestión social. La clase hegem ónica no hace
todo lo que quiere, ni m ucho m enos, p orque lo
cotidiano y lo «vivido», p o r m uy dom inados y em ­
pobrecidos que estén, se le escapan parcialm ente.
Tam bién se en cu en tra lim itada políticam ente p o r
lo que en o tro tiem po ella m ism a h a instituido: la
dem ocracia. ¿Cómo re p a rte el sobreproducto de
que el E stad o dispone? ¿P or qué canales se lleva
a cabo tal rep artició n ? ¿A quién favorece? ¿Y con
qué fin? ¿Siguiendo qué tácticas? ¿Qué es lo que
se le escapa? Con lo «vivido» y lo cotidiano es­
capan a estas em presas políticas el sí x o , el placer,
el am or. Y, adem ás, todo lo que se define com o
delito, o locura, o crim en (el uso de drogas, los
juegos prohibidos). Y, adem ás, la poesía, la m úsica
el teatro , es decir, el a rte (en la m edida en que se
renueva, el a rtis ta salta fuera de las garras del
E stado, fu era de las redes institucionales). E n re­
sum en, lo e rran te y lo ab erran te, lo aném ico, con
la p a ra d o ja subyacente, v erd ad era autonom ía en
el in terio r de la hegem onía: sólo lo aném ico, lo
ab erran te, posee capacidad creadora. R eprim ido,
lo «vivido» cae en la inconsciencia, de la que p arte
su rebelión. Se ab re cam ino en la som bra y si
puede la h o rad a al «inventar», al «crear», en el
curso de su penetración. La desesperanza podría
ap o d erarse del analista, al com parar, en este cua­
dro, el po d er del E stado, las capacidades hegemó-
nicas y las de quienes las poseen, con la debilidad
de quien se les escapa. Sin em bargo, la m enor
falla y la m ás pequeña fisu ra com prom eten la so­
lidez del edificio, fragilidad conocida p o r los hom ­
bres del E stado con olfato político, y p o r sus es­
b irro s con olfato policíaco que persiguen ciertos
«delitos» p o r significativos ( ¡el pelo largo en los
h o m b re s!). E l E stado extirpa aquello de lo que
120 Henri Lefebvre

puede p rescindir, que es aquello de lo que la so­


ciedad p rescinde a d uras penas, y aquello de lo que
la civilización no puede prescindir.
¿S u erte prodigiosa o revelación de u n a raciona­
lidad su p erio r? «Algo» de una im portancia cre­
ciente y, sin duda, decisiva escapa cada vez m ás
a la om nisciencia hegem ónica, a la om nipresencia
del E stado. ¿Qué es? ¿Una irracionalidad como
algunos piensan? No. El espacio. D em asiado com ­
plejo; dem asiadas gentes, lugares y cosas. Dem asia­
das relaciones difíciles de dom inar e n tre los cen­
tro s y las periferias. Pero nada m ás «norm al», nada
m ás «esencial»; en sum a, nada m ás «racional».
Pongam os las cartas sobre la m esa aquí m ismo,
sin e sp e rar a m ás tarde, sin aprovechar el suspen­
se: el espacio in tro duce una contradicción en el
in terio r del edificio, es decir, algo m ás que una
fisura, y algo m uy d istinto a u n desafío de lo irra ­
cional al racionalism o estatal-político. El saber
co rre el riesgo de escapar rápidam ente, pese a los
esfuerzos de los técnicos y los tecnócratas, a los
ap arato s ad m in istrativos y políticos del Estado,
p or lo que concierne al espacio.

10. Hegel describió el ab u rrim ien to en la satis­


facción de las necesidades que h an encontrado sin
dem asiados esfuerzos el objeto que les conviene,
de las funciones que van correctam ente hacia su
finalidad, del d eber cum plido... Desm ontó el m eca­
nism o p o r el que cada satisfacción se duplica en
insatisfacción. Al alejarse de la inm ediatez del
deseo n atu ral, las necesidades se hacen cada vez
m ás artificiales (ab stractas). A cada necesidad le
co rresponde su objeto. Al consum ir el objeto, al
destru irlo , la necesidad se destruye. De ahí ese
vacío que o tra necesidad colm a, lo que provoca
o tro vacío. Sólo em erge el sistem a de necesidades.
El « dossier » Hegel 121

Hegel analiza la insatisfacción, sin descubrir, no


obstante, su aspecto burgués. H a «dem ostrado» la
im p o rtan cia del sistem a de necesidades. H asta tal
punto que uno se puede p re g u n ta r si la filosofía no
oculta una libido dom inandi dem oníaca, o si la
libido sciendi no p ro cu ra una satisfacción superior
a todos los dem ás placeres. ¡Oh, ironía! El teórico
del E stad o anunció y denunció de antem ano el
ab u rrim ien to m ortal: gris sobre gris, crepúsculo,
apagado y glacial. Lo encarnó en la pedantería del
filósofo-funcionario que pronuncia el discurso filo­
sófico parecido al serm ón de la cuaresm a du ran te
la E dad Media: servicio público. Hegel atribuía
al E stado la m ajestad , la altura. En el siglo xx se
descubre la bajeza.
He aquí lo que Hegel no dijo; el E stado ensucia,
m ata, destruye todo lo que toca: lo que no con­
sigue huir. Nada se le resiste: ni talento, ni espon­
taneidad, ni estilo. Su higiene oculta muy bien la
polución, pero prohíbe la fecundidad (que el Es­
tado reserva a sus súbditas: las m ujeres). El
mei'cado del conocim iento o del arte tiene m ás de
un lado desagradable: no esteriliza tanto com o la
intervención —las subvenciones, por o tro lado,
m ezquinam ente concedidas— del Estado. Para
Hegel, el E stado rem ata la capacidad creadora del
saber: infinito en lo finito, concluye el tiem po
estableciéndose en el espacio. El Estado, p o r el con­
trario, m ata todo lo que in ten ta ir m ás allá, y el es­
pacio desborda su com petencia, lim itada p o r esen­
cia; en cu en tra así su térm ino y el principio de su
autodestrucción. Por lo dem ás, hay que abstenerse
de a trib u ir a la situación actual una originalidad
absoluta. Antes del E stado filosófico-político, ¿no
existió un E stado teológico-político que ha dejado
huellas? E n Roma, el E stado pontificio m antuvo
d u ran te siglos un ab u rrim ien to m ortal, u n a b a rb a ­
rie legitim ada a la que ya replicaba el a rte del
122
Henri Lefebvre

b a rfo c o . de lo extraño, de lo inform al, surrealism o,


jr r 6 alism o o h ip errealism o que aún no había reci­
b id o ese nom bre.
j j l desm oronam iento o hundim iento del edificio
m o cJerno puede a rra s tra r, ju n to con la civilización
y Y0, «cultura», la sociedad y la ciencia, y, poco a
poC°> e* P a n e ta . De suerte que la autodestrucción
jg j E stado abocado a su fin a rra stra ría el fin de
ja fie rra y la m u erte de la especie hum ana. Y en
e s tg aspecto, la situación actual tiene una grave­
d a d original —u na originalidad casi absoluta—
jm p en sable en térm inos históricos.

j b N ada es sencillo. Hegel describe al detalle el


m oVÍmiento de unificación «saber-poder», insis­
tien d o en la' dom inación del poder sobre el saber:
el sojuzgam iento del conocim iento y la ciencia por
ej A stado político. E ste m ovim iento va de dentro
a fu era, del cen tro a la periferia. Pero tam bién
exjgte el m ovim iento inverso: el saber exige su
paJ-ticipación, su integración en los m ecanism os y
ap a ra to s del poder.
|,o s núcleos de saber adquirido, relacionados
pGl- conexiones p rim ero hipotéticas y después con-
sojjdadas, se oficializan al convertirse en institu-
cj0pales. Por u n doble cam ino: program as y pro-
gra jnación-consagración filosófica de lo adquirido,
epjstem ología. Cuando el filósofo acepta la servi­
dum bre, cuando se convierte en funcionario y
b u ró crata a cam bio de flacos honores, la filosofía
se ofrece a la dom inación política. Pero ella, ¿qué
0f rece? El saber. El Logos filosófico-político puede
en co n trar aliados y cóm plices, incluso en los que
poSeen el saber. Los proyectos estratégicos de
institucionalización del saber pasan tan to p o r la
o rganización u n iv ersitaria com o por el predom inio
0fjCíalizado de tal «disciplina» que desde entonces
El « dossier » Hegel 123

abastece al núcleo central: antaño la historia,


luego la econom ía política y recientem ente la lin­
güística, puesto que el carác te r innovador de estas
«disciplinas» no desem peña o tro papel que el de
alard e y ornato.
Al fracasar, estas tentativas h an puesto al des­
nudo su sentido político. ¿Cuál? Alinear la pro­
ducción «espiritual» y la de los «espíritus» con la
re-producción de las relaciones socio-políticas, con
la producción de cosas (objetos y bienes). Y esto
con el fin de «totalizar» racionalm ente el conjunto
en u n a producción auto-regulada (autom ática) se­
gún un m odelo sim ple, pues el control político se
ejerce tanto sobre el conocim iento y la «cultura»
com o sobre la educación y la instrucción. Por
tanto, si el po d er sojuzga al saber, un determ i­
nado sab er se define p o r la aceptación de esa su­
m isión, aceptación que puede creerse «libre» p o r
ser voluntaria. E n n om bre del Logos y de la lógica.
Toda ciencia p arcelaria que p re te n d a ser axial y
cen tral —y con m ayor m otivo la ciencia del dis­
curso— prolonga el Logos hegeliano o tra ta de
salvarlo.

12. La fetichización hegeliana del concepto lo


erige en núcleo inalterable del saber, en centro de
p o d er práctico y, p o r tanto, de opresión y de vio­
lencia (justificada p o r el saber: los conceptos com ­
b aten p o rq u e los hom bres de carne y hueso com ­
b aten sirviéndose de ellos).
De este m odo, el Logos occidental llega con el
hegelianism o a su p u n to de perfección y de caída.
No es razón suficiente p a ra a rro ja r el concepto al
b asu rero de la historia. Cuando desaparezca la
oposición form al en tre lo «concebido» y lo «vivi­
do», cuando cese la evacuación de lo «vivido» por
lo «concebido», el concepto volverá a ocupar su
124 Henri Lefebvre

sitio: hay un concepto de lo «vivido» com o tal. El


contenido del concepto difiere de su form a (lógi­
ca), de su erte que, en lu g ar de reducirla, puede
designar esa diferencia.
La situación se invierte, y entonces M arx en tra
en escena. Si, p o r el contrario, se considera irre­
ductible la oposición, si hay incom patibilidad entre
lo vivido y lo concebido y si alguien se pone al
fren te de la rebelión de lo vivido co n tra lo conce­
bido, entonces N ietzsche e n tra en escena.
Antes de ab o rd a r esas escenas dram áticas, los
análisis p recedentes se condensan en u n a distin­
ción term inológica. F rente a la concepción u n ita­
ria (totalizante) de Hegel, en el puesto y en el
lugar del círculo (tautológico) que define el saber
p o r lo real y lo real p o r el saber, se puede dis­
cernir:

a) E l saber: institucional, oficial, consagrado


com o adquisición (por la epistem ología), estereoti­
pado y fijado, p o r tanto; Iogicizado, pedagogizado,
com prable y vendible, siem pre am enazado de «re­
conversión», siem pre al borde de la caída en el
abism o del pasado-superado; extraño estado m ixto
e n tre el ser, el devenir, la nada...

b) E l conocer, en m archa, que com porta el m o­


m en to crítico (de la sociedad, de la ideología y del
sab er m ism o) al a p u n ta r —de m odo inm ediato o
m ediato, es decir, p o r in term ediarios— hacia su
con ju n to (una totalidad), al prolongar, p o r tanto,
la filosofía, al distinguirse a d u ras penas de las
ideologías, al relacionarse con u n a práctica, es de­
cir, m etafilosóficam ente. Situación prom eteica. De
tal su erte que el conocim iento teórico no asp ira a
la suficiencia, pero no p o r ello deja de definirse
com o necesario. P or tanto, se convierte en cam po
de com bate.
El « dossier» Hegel 125

c) La ciencia o, m ejo r dicho, las ciencias, disci­


plinas especializadas, parcelarias, p o r tanto, aun­
que operato rias, que p articip an de la división del
trab a jo y, p o r ello, del m ercado del saber, en esta­
do de ap aren te seguridad, m as de hecho com pro­
m etidas en un proceso de desigual nacim iento y
desigual desarrollo, unas veces p rio ritaria s con
pretensiones im p erialistas y o tras en declive y su­
bordinadas.
3. EL «DOSSIER» MARX

1. Hegel quiso alcanzar, y creyó h aber alcan­


zado, el objetivo de todo filósofo desde A ristóteles,
la m eta de toda la filosofía: el sistem a perfecto.
C onjunto acabado y, p o r tanto, cerrado, que en­
globa al m undo entero, cohesión y coherencia, co­
lum na, pilar, pivote, eje, todos estos térm inos p re­
cisos y estas m etáfo ras significan lo m ism o. Dog­
m atism o, p ed an tería, torpeza, estas palabras seve­
ras tam bién significan lo m ism o. Y, sin em bargo,
genialidad, si es que esta p alab ra guarda un sen­
tido...
El dossier Hegel puede contentarse con tra z a r el
perfil del hegelianism o tal com o lo h a cam biado
siglo y m edio de p osteridad. Si entram os en el
ap a rtad o de su «influencia», no b astaría n gruesos
volúm enes. M arx y el m arxism o figurarían en gran
m edida en ese dossier. El lector en co n traría en él
al m ism o tiem po a B ism arck y a Lassalle, al
evolucionism o francés vagam ente racional del si­
glo xix (tras V ictor Cousin, R enán y Taine) y al
historicism o italiano (Croce). Y en cuanto a los
hegelianos sin saberlo, si h u b iera que ocuparse de
ellos el dossier no ten d ría fin porque contendría
a todos los estadistas.
El « dossier» Marx 127

Sólo u n p u n to de vista tiene verdadera im p o rtan ­


cia. El sistem a-bloque h ab ría debido perseverar
en su ser dogm ático o h u ndirse de u n solo golpe.
Ahora bien, el hegelianism o, com o todo sistem a o
p resu n to sistem a, se desm enuza y fragm enta des­
pués de Hegel. E ste proceso hace aparecer líneas
divisorias, fisuras invisibles al principio en el edi­
ficio. El panlogism o y el panhistoricism o fueron
fru to s de la disgregación porque inicialm ente ha­
bía un desacuerdo en tre esos m om entos. C oheren­
cia y contradicción, sucesión y sim ultaneidad,
devenir y coexistencia espacial, lógica y dialéctica,
no h ab ían encontrado, en realidad, su articulación
en el seno del sistem a ap arentem ente m onolítico.
S erían vanos los in tentos de la filosofía p o sterio r
p o r hallar, u n a vez m uerto el filósofo suprem o,
o tro cam ino (una terc era vía, podría decirse) m ás
allá de ese parad ig m a de oposiciones sum am ente
p ertin en tes p o r la intervención de un terc er tér­
m ino, la Conciencia. Se la postula como existencia
u n ita ria en lugar de la idea; se supone que con­
tiene a un tiem po u n a lógica y una historia, una
o bjetividad y u n a subjetividad. E n esa posteridad
pro p iam en te filosófica, lo político (reflexión y
p ráctica) tiene poco que hacer. El hegelianism o
sigue la m ism a su erte que las filosofías que creía
re u n ir y su p erar al realizarlas: una especulación
alejada de la práctica. D eliberadam ente, el dossier
Hegel, m ás a rrib a expuesto, ha dejado a un lado la
h isto ria del hegelianism o. ¿Por qué? P ara proceder
a la confrontación en tre la estatu a hegeliana del
E stado y la realidad del E stado m oderno. Sin
m ás dilaciones.
¿P odría aplicarse este procedim iento a M arx?
P robablem ente no. ¿Por qué? E n p rim er lugar,
porque no hay un «marxism o», m ientras que la
existencia del hegelianism o no se puede refutar.
C o n trariam en te a la opinión m ás extendida, el
128 Henri Lefebvre

«m arxism o» ha sido inventado por los «marxis-


tas», que buscaban en el pensam iento y la obra
Marx un sistem a y que lo inventaban (m aterialis­
mo, econom ism o, teoría de la historia, teo ría del
determ inism o y de la libertad, etc.). El pensam ien­
to de Marx, sin ser incoherente ni dispar, n a tiene
IajEor.ma.jde.. u n ..sistema. Rom pe con lo que le p re­
cede, sia.jQ.p.Qner un cuerpo doctrinal a otros cuer­
pos. Las obras filosóficas llam adas «de juventud»
no tienen m enos im portancia que las obras econó­
micas de la m adurez y las obras políticas de sus
últim os años. Se ha podido decir que el concepto
de alienación, tom ado por M arx del hegelianism o
y que anim a las obras de juventud, carece de un
«status teórico». N ada m ás exacto: una vez sepa­
rado de la arq u ite ctu ra hegeliana, este concepto
filosófico se queda en el aire. Y, sin em bargo, recu­
sarle bajo ese aspecto y negarle el .status de con­
cepto es d ar m u estras de suprem a pedantería.
Tiene un status social y no un status epistem oló­
gico. Ha desem peñado el papel de ferm ento p ro d i­
gioso, de una fecundidad inagotable, en el cono­
cim iento (en la «tom a de conciencia», como se
dice co rriente y rep etidam ente) de las condiciones
prácticas, las de los obreros, las de las m ujeres, las
de la ju ventud, las de los colonizados (y de los
colonizadores). ¿H ay que seguir recordándolo? Y si
esta fecundidad se agota, no es razón suficiente
para despreciarla. A su m anera, Marx ha revelado,
en las condiciones prácticas, en lo «vivido», una
tríad a desconocida: explotación, opresión, hum i­
llación. E stos tres térm inos van ju n to s, sin confun­
dirse. P articipan de la denotación y de la connota­
ción de un térm ino único: la alienación.
Los conceptos de plusvalía y de sobreproducto
poseen un sta tu s científico y, por tanto, epistem oló­
gico; en tran en el dom inio del saber adquirido.
El «dossier» Marx 129

¡De acuerdo! Pero se refieren a lo económico,


ciencia p artic u la r; y es m ás, nadie está dispuesto a
m o rir defendiendo o atacando el concepto de plus­
valía, m ien tras que innum erables seres hum anos
han com batido y com baten aún contra la hum i­
llación y la opresión, a través de las cuales viven la
explotación.
En segundo lugar, las tentativas teóricas de Marx
quedaron incom pletas e inacabadas. Las obras cali­
ficadas de filosóficas no contienen una filosofía ni
otro «modelo» de elaboración teórico, sino un p ro ­
yecto, el de la superación de la filosofía. Las inves­
tigaciones económ icas sobre la acum ulación, lim i­
tadas a In g laterra, no proporcionan u n a com pren­
sión com pleta del proceso acum ulativo (aunque
extraen el concepto, discerniendo claram ente entre
la acum ulación del capital y la acum ulación hege-
liana del saber). E l capital, con los estudios p repa­
ratorios y anejos, se detiene, inconcluso, en el m o­
m ento en que M arx esboza el cuadro de la socie­
dad cap italista con sus m últiples clases, fracciones
de clases y capas sociales agrupadas entre los dos
polos y en torno a ellos: el proletariado y la b u r­
guesía, es decir, los cam pesinos, artesanos, com er­
ciantes, pro p ietario s del suelo, etc. En el m om ento
del paso a lo concreto —a la p ráctica social—, la
exposición queda in terrum pida. En cuanto al Es­
tado, Marx dice y repite antes de Lenin que es el
problem a central, la cuestión esencial. El conjunto
de sus obras no contiene m ás que el esbozo de una
teoría del E stado. D urante esos sucesivos bosque­
jos, ligada a las polém icas y a las obras panfleta-
rias (como El 18 B rum ario de Luis Bonaparte,
1852), una sola afirm ación tajante, repetida: hay
que d e stru ir el E stado (y no exaltarlo y consoli­
darlo siguiendo a Hegel). ¿Cómo realizar este obje­
tivo estratégico, es decir, cómo in tro d u cir en lo
130 Henri Lefebvre

real la visión an ticipadora (utopía concreta) de


una sociedad lib erada de su agobiante co bertura
estatal? D urante toda su vida —ya lo verem os des­
pués— , M arx busca los m edios, las etapas, los m o­
m entos de esta acción que define la revolución.
Ni el saqueo an arq u izante de la realidad existente,
ni la superación que se realizara en el seno del Es­
tado liberal burgués, ni lo «vivido» que trascen ­
diera tan to a la racionalidad com o al hum anism o
y al liberalism o alcanzan ese resultado. No puede
proyectarse m ás que p o r o tro camino, por el ca­
m ino de u n a lucha m ultiform e, m ás polivalente
que exclusivam ente política, o económ ica, o ideoló­
gica y teórica sólo.
E n tercer lugar, ese carác te r incom pleto, que­
brado, im perfecto del pensam iento m arxista ex­
plica parad ó jicam ente el «m arxism o» y su éxito.
M ontañas de textos, m ás o m enos hábilm ente dedu­
cidos y arreglados, cobraron el aspecto de un pen­
sam iento original, d octrina atrib u id a a Marx. Tales
«sistem as» se sucedieron, sirviendo de coartadas y
de m áscaras. Siguiendo las huellas de Lassalle,
como m uchos otros, S talin se dijo m arxista y aco­
m odó efectivam ente a su uso las palabras y los
conceptos de Marx; su stitu ía p o r un super-hegelia-
nism o, p or una apología sin condiciones del Es­
tado, p o r u na teoría de su reforzam iento, la crítica
m arxista del E stado, recogida por Lenin y acen­
tuada en El Estado y la Revolución. La lógica hege-
liana funcionaba a pleno pulm ón en la ideología
estalin ista y en la construcción p ráctica de un
sistem a que ap risio naba a los que quisieron y que­
rrían salir de él. En el polo opuesto de esta con­
cepción, G. Lukács construía su «m ontaje» p e r­
sonal de los textos m arxistas, p ara ex traer de ellos
un historicism o especulativo, inútilm ente abierto a
lo posible (H istoria y conciencia de clase). Histori-
El «dossier» Marx 131

cism o, econom ism o, teoría de la productividad y de


la planificación, teorías del determ inism o (econó­
mico, histórico, sociológico) utilizaron de esta for­
m a ios textos, haciéndoles co b rar otro sentido, el
de una época, de un país, de u n a escuela o de un
«pensador».
P or estos m otivos, ¿p o d ría concederse a Marx
el calificativo de ensayista genial? No. Los textos
contienen algo m ás que sugerencias excitantes, y
m ás tam bién que un sistem a. C ontienen algo m e­
jo r: un vocabulario, una term inología, u n len­
guaje (dirían m uchas personas em inentes) distinto
del lenguaje co rrien te y del discurso cotidiano,
diferente a los discursos elaborados p o r los espe­
cialistas (econom istas, historiadores, sociólogos,
etcétera) o p o r los filósofos. Es m uy distinto h ab lar
de «beneficios» o de «plusvalía». M arx describe,
analiza, expone la sociedad existente de u n a form a
d istin ta a la que se percibe y se concibe; la expone
com o se vive, aunque ella m ism a lo desconozca.
Los térm inos y la term inología que em plea pusie­
ro n fin a las representaciones habituales, a los este­
reotipos, a la v erborrea, ruidos de fondo y acom ­
pañam ientos de esta realidad económico-política.
M arx no se co n ten ta con las palabras; las lleva
h asta el nivel de los conceptos; y esos conceptos
los reúne en teorías. ¿P or qué no acaba ninguna
de las construcciones teóricas em prendidas? ¿Por
falta de tiem po? ¿P or falta de m ateriales? ¿Por
falta de m étodo? No. El conocer quiere alcanzar
«un todo» o, m ejor, «el Todo». Pero el Todo se
oculta. El m o m en to crítico al intervenir tan to en
(contra) las construcciones en curso com o contra
(en) el objeto p o r conocer, re sq u eb raja el edificio
an tes de su acabam iento. Lo Real cam bia du ran te
el análisis. A la h o ra de la síntesis, ya h a cam biado.
La exposición, aunque escrupulosa, sólo puede
132 Henri Lefebvre

avanzar p ru d en tem en te jalonando el camino, m os­


tran d o el horizonte. De este m odo, a través de las
vueltas y revueltas del pensam iento y de la m onta­
ña de textos, m uchos «m arxistas» h an em pleado al
m enos el lenguaje de M arx; un lenguaje distinto a
los discursos cotidianos del sabio de la burguesía
y de sus «pensadores».
Joven aún, casi adolescente, K arl Marx reprocha
al hegelianism o su «grotesca m elodía pedregosa»
(carta a su p ad re, 1837) y, sin em bargo, se hunde
en ella «como en el m ar». P resintiendo que la doc­
trin a hegeliana no descansaba m ás que en p o stu ­
lados y suposiciones, escribe entonces un largo
diálogo, procediendo a u n «desarrollo dialéctico-
filosófico de la divinidad, tal com o se m anifiesta,
en cuanto noción en sí, en cuanto naturaleza, en
cuanto historia. Mi ú ltim a frase era el comienzo
del sistem a de Hegel». Poco después, Marx inicia
a su vez el «vuelco de ese m undo al revés», donde
la idea precede a lo real, donde la divinidad en­
carn a en la natu raleza y en la historia. Ataca direc­
tam ente la filosofía del derecho y del E stado en
Hegel (1842-1844). El hegelianism o figura en buen
lugar en La ideología alem ana (1845), donde Marx,
im pulsado p o r Engels, a rro ja p o r la b o rd a la filo­
sofía en tera, considerada com o ideología. Con esto
in troduce graves in terrogantes que, p o r ejem plo,
conciernen al concepto de verdad elaborado por
los filósofos. E sta condena, con la M iseria de la
filosofía, excluye la dialéctica hegeliana m ism a, a
propósito de su p rim era vulgarización en F rancia
p o r Proudhon. Luego, u n largo silencio. E n 1857, al
tra b a ja r sobre el capitalism o y el capital, M arx re­
coge la lógica y la dialéctica hegelianas. E n 1867,
cuando en Alem ania el influjo de Hegel h a dism i­
nuido y p asa p o r un «perro m uerto», M arx, a p ro ­
pósito de El capital, pone, según confesión propia,
El «dossiern Marx 133

c ie rta «coquetería» al em plear la d ia lé c tic a com o


m étodo de búsqueda, de análisis y de exposición.
Y, al contrario, en 1875, a propósito d e Lassalle,
com o después de 1871, a propósito de la Comuna,
rep ite el ataque, ah o ra redoblado, c o n tra la teoría
hegeliana del Estado.
Se p o d ría ed itar alguna o b ra de M arx (por ejem ­
plo, los M anuscritos de 1844) poniendo frente al
texto de Hegel anotado p o r Marx el p á rra fo es­
crito p o r Hegel, cosa que el m ism o M arx hizo a
p ro p ó sito de la filosofía del Estado. Q uedaría así
ilustrada, textualm ente, la im agen d ra m á tic a de la
lucha p erp etu a. E sta ilustración re n o v aría en al­
gunas ocasiones el h u m o r m arxista. E n u n célebre
fragm ento que ap u n ta públicam ente hacia Adam
S m ith y el productivism o económico, M arx escribe
que «el crim inal produce crím enes», es decir, de­
recho, jueces, verdugos, prisiones y tam b ién no­
velas policíacas, tragedias que anim an p o r u n m o­
m ento el ab u rrim ien to m o rtal de la sociedad b u r­
guesa y del Estado. ¿No ap u n ta sinuosam ente a
Hegel m ism o y su teo ría de la autoproducción (del
«hom bre» y del E stad o ) p o r el saber?
De lo que se deduce que el m arxism o coincide
poco m ás o m enos con la h isto ria del m arxism o,
m om ento de u na h isto ria que difiere m ucho de
aquella que conoció y teorizó Hegel, h asta el punto
de que quizá no sea ya u n a «historia» en la acep­
ción ad m itid a de este concepto. Paradójicam ente.
(¿C uántas p arad o jas hem os encontrado ya en nues­
tro trayecto? ¿H ay que re p etir que «paradoja»
quiere decir contradicción desconocida, ahogada,
m itigada?)
Marx llevó co n tra (con) Hegel una lucha titá­
nica, la de H eracles y Anteo en el m ito griego. Le
arran có los m ateriales (categorías y conceptos,
tem as y p ro b lem as) de su elaboración sistem ática,
134 Henri Lefebvre

p rim ero hecha pedazos, luego utilizada fragm ento


p o r fragm ento. El g uerrillero Marx, d u ran te largo
tiem po solo con su com pañero Engels, después ro­
deado de aliados inciertos y poco convencidos, des­
tinados a traicio n arle (Lassalle), cogió del hegelia­
nism o las arm as p ara volverlas co n tra él. Las tom ó
al to m a r el m aterial (vías, m étodo, ritm os triádi-
cos, inserción recíproca, pero m al dilucidada de la
lógica en la dialéctica y a la inversa) con un pro­
yecto radicalm ente distinto, según proposiciones
com pletam ente divergentes: otro horizonte, otro
cam ino, y, en p rim er lugar, una vía m ás allá del
lím ite hegeliano, el de la filosofía, del pensam iento,
de la h isto ria, del hom bre en el Estado.
Después de la m u erte de Marx, la lucha continúa,
la m ism a lucha, en el plano teórico, en el conocer
con (contra) Hegel y el hegelianism o: p ara volver
co n tra ellos las arm as y cam biar las arm as de la
crítica en crítica m ediante las arm as, es decir, p ara
ex tirp ar del suelo te rre stre la d u ra realidad que
Hegel p re sen ta y re-presenta. E xtraña lucha, apa­
rentem ente m uy d istin ta de la lucha de clases
y, en realidad, la m ism a. E xtraño com bate: en la
som bra y co n tra una som bra, pero som bra de gi­
gante y co n tra un gigante en la som bra. Bien m i­
rado, ningún m om ento carece de cierta belleza d ra­
m ática, de esa belleza que André B retón calificaba
de «convulsivo-yerta» hablando de algo m uy dife­
rente. D urante el tran scu rso de este siglo, la in­
versión del hegelianism o p o r el m arxism o ha se­
guido su curso hacia el agotam iento, de form a
lenta, pero segura, en el espacio en que se des­
envuelve la contradicción.
De todo ello resu lta que el «dossier Marx» se
diferencia m al al principio del «dossier Hegel»,
pese a sus rasgos d istintos e incluso radicalm ente
diferentes. O tra p a rad o ja m ás...
El « dossier» Marx 135

2. «M arx ha m uerto» E sta constatación fúne­


bre, erigida en co n traseña ideológico-política, ten­
dría un lugar adecuado, cruz en tre las dem ás tum ­
bas, en el gran cem enterio m oderno: m uerte de
Dios, del hom bre, del arte, de la h istoria, etc. Todo
m uere, al p arecer, a n u estro alrededor, salvo el
E stado, la única m u erte que M arx anunció delibe­
radam ente.
¿M arx o el m arxism o? Cien veces se anunció la
m uerte del m arxism o y la buena nueva fue difun­
dida p o r la bu en a p rensa, unas veces p o r la dere­
cha, o tras p o r un determ inado izquierdism o, con­
tra el cuadro político de «la ortodoxia» cogida
en tre esos fuegos...
Hace algunas decenas de años, p ro n to h a rá m e­
dio siglo, u n tal O tto R ühle tuvo su día de gloria
explicando a M arx y al pensam iento m arxista me­
diante u n a h ep atitis (explicación recientem ente
recogida, poco m ás o m enos, p o r algunos psico­
analistas: R icardo, psíquica y físicam ente, estre­
ñido; Marx, logorreico p o r ser diarreico...). Al
poco de O tto Rühle, u n refo rm ista belga, De Man,
gozó de gran éxito con u n libro sobre el tem a: «El
m arxism o superado». ¿Qué m arxism o? ¿Qué supe­
ración? P or el contrario, los m arxistas de la es­
cuela de F ran cfo rt, com o K orsch, con trab ajo s
m ucho m ás elaborados, tuvieron poca audiencia.
Dejém oslo estar. Cada en terrad o r tom a un d eter­
m inado m arxism o, el que le conviene, y lo atribuye
a Marx: el filosofism o, el revolucionarism o (volun-
tarista), el subjetivism o de clase, el econom ism o,
el productivism o, etc.
P or esa m ism a época, la tendencia anarcosindica­
lista, m uy arraig ad a en la clase ob rera francesa,
acusaba general y ab iertam ente a las obras de

' Marx est mort, títu lo de u n libro reciente de J. P. Be-


noist, G allim ard, colección «Idees», París.
136 Henri Lefebvre

Marx y a los m arxístas o presuntos m arxistas de


«dividir a la clase obrera». E spontaneístas sin sa­
berlo, los an arq u istas com batían violentam ente el
pensam iento teórico; p ara ellos, el saber y el co­
nocer, cualesquiera que fuesen sus intenciones,
provenían de la burguesía. De una p rim era acu­
sación de tipo general (dividir a la clase obrera)
pasaron p ro n to a im precaciones m ás am enazado­
ras: enemigos del pueblo, pensadores alem anes o
inspirados en Alemania, etc.
Si la in terp retació n aquí expresada del «m ar­
xismo», que resum e largos trab ajo s anteriores, es
exacta, no hay «m arxism o» m ás que a través de
una in terp retació n . Y no porque el pensam iento
de Marx sea «oscuro» o em brionario, sino porque
anuncia, propone, proyecta, en lugar de constatar,
en lugar de d ar carác te r definitivo (aparentem en­
te) a lo hecho y en vez de sistem atizar lo cum ­
plido, com o el hegelianism o. C onstataciones y con­
ceptos sirven a M arx p a ra explorar m ediante la
teoría lo posible y lo im posible. Si analiza el capita­
lismo, si expone en su conjunto la sociedad b u r­
guesa, lo hace p a ra d em o strar su caducidad. Su
hipótesis estratégica invierte la hipótesis hege-
liana, lo cual form a p arte del vuelco revoluciona­
rio del m undo al revés, así com o del saber m om i­
ficado que quiere legitim ar ese m undo. Igual que
la base económica, igual que las relaciones sociales,
igual que las dem ás su p erestru ctu ras, el Estado,
¿se tran sfo rm ará en virtud de contradicciones y
de antagonism os que no p o d rá eludir m ediante la
ideología, ni su p rim ir m ediante la coacción, ni
resolver m ediante la acción política in terio r al sis­
tem a? ¿P ostulado? ¿Presuposición? Algunos eso
dicen. Pero ¿cóm o conocer sin una hipótesis e stra ­
tégica, sin un com ienzo, sin u n terren o de p a r­
tida? ¿Con qué derecho afirm a r la perm anencia
El « dossier» Marx 137

de u n a relación, la in m o rtalid ad de un concepto, la


etern id ad de un hecho?
Dos observaciones m ás. La hipótesis del devenir,
según la cual n ada d u ra sustancialm ente sin tra n s­
form ación ni saltos, sin m etam orfosis, ¿no será
acaso la hipótesis inicial de Hegel, recibida de
H eráclito (de quien el filósofo, en su H istoria de
la filosofía, dice: «Con H eráclito com ienza la filo­
sofía») y d esm entida m ás tard e? Después de Par-
m énides se reconoció que la idea del devenir eterno
no carece de dificultades, que tropieza con la cons­
tatació n de «seres» definidos, con el concepto de
realidades d istin tas y estables (relativam ente); así
replicaban los eleatas a los heracliteanos. Que un
sedicente filósofo heracliteano se pase al eleatism o
es un asu n to grave. Cuando Hegel pensaba todavía
que con la Revolución francesa «el hom bre se pone
de pie y construye la realidad con su cabeza, es
decir, con su pensam iento» (Filosofía de la histo­
ria, 926), creía en el devenir y en las inversiones
dialécticas del devenir. Más tard e esteriliza el de­
venir y lo detiene. M arx recoge la hipótesis heracli-
teana. ¿Filosofía subyacente? ¿A firm ación no de­
m o strad a e indem ostrable, adm itida com o tal en el
conocer sin decirlo, que le com prom ete y está com ­
pro m etid a p o r él? Quizá, pero ¿cóm o proceder de
o tra form a? C ualquier o tro cam ino esteriliza p ro n ­
to el pensam iento prohibiéndole el m enor paso ha­
cia delante. E n la h isto ria de la filosofía, el elea­
tism o no h a podido m an ten er su paradoja: la de­
tención del m ovim iento en beneficio de la estabi­
lidad y del equilibrio. El cam ino eleático, ¿no con­
duce a contabilizar las cosas, a re g istra r los deta­
lles, a a n o tar los grandes o pequeños sucesos
adm itiendo la repetición de esos sucesos, la re­
producción m ecánica de las cosas, el servilism o
de lo «real»?
138 Henri Lefebvre

Más hegeliano que Hegel y, sin em bargo, p ro fu n ­


dam ente antihegeliano: así se define el pu n to de
p artid a del pensam iento m arxista. Pero esta defi­
nición se precisa en una actitu d general ante los
hechos, las constataciones, los conceptos m ism os:
se convierte en cam ino, precepto de reflexión y de
acción: «Tom ar cada cosa y todas las cosas por
su lado cam biante, perecedero; m o stra r la ap a­
riencia en toda estabilidad, todo equilibrio, toda
inm ovilidad; acen tu ar el devenir; u tilizar los gér­
m enes de destrucción y de autodestrucción que
lleva en sí toda realidad...».
¿H ab rá en el fundam ento de ese cam ino una
elección, una opción, es decir, un acto de voluntad?
En cierto sentido, sí, y M arx se opone a Hegel a
propósito de este fundam ento m ism o. En el co­
mienzo era la acción. «Am Anfang w ar die Tat...»,
dice Fausto. Por esta frase no entiende el gesto que
desplaza un objeto, sino u n a acción a la escala del
m undo: un acto, y no u n a idea com o la Idea hege-
liana. E ntonces, ¿voluntarism o? ¿P ragm atism o?
No. La fuerza de Marx proviene de que dem uestra
la coincidencia lógica de este postulado político
con el im perativo del pensam iento y del conocer
com o tales. No hay conocim iento que no in serte el
hecho en una relación, que no integre la consta­
tación en u n conjunto, que no desm ienta, por
tanto, su aislam iento ni considere su m odificación,
su tran sfo rm ació n , su desaparición virtual. E sto es
lo que declaraba Hegel a propósito de la m etodolo­
gía dialéctica, cuando la exponía con todo su rigor.
No sin dificultades. E n efecto, cualquier pensa­
m iento, cu alq u ier reflexión, cualquier acto de cono­
cim iento que sea prim ero un acto tiene que co­
m enzar. N ada m ás difícil que el com ienzo, declara
Hegel, quien va a buscarlo ta n lejos, tan «profun­
dam ente» y tan ab stra ctam en te com o sea posi­
ble: la p u ra sensación (Fenom enología), la p u ra
El « dossier» Marx 13 9

id en tid ad form al (Lógica), el p u ro origen metafíi­


sico (la Idea). Cuando M arx exponga el capitalism o
y la sociedad burguesa irá a b u sca r el comienzo
de su exposición tan lejos, ta n ab stra ctam en te
com o Hegel: en la fo rm a p u ra del «valor de cam ­
bio», en la m ercancía en general, en el trab a jo abs­
tracto (social m edio). Pero al principio de su re­
flexión crítica y de su obra, el com ienzo de la
acción y del pensam iento, el acto inicial se p ro ­
ducen prácticam ente, es decir, políticam ente, té r­
m ino que designa u n terren o en el que el pensa­
m iento se instala y realiza su actividad, es decir, su
lucha, que le lleva al exam en crítico de lo polí­
tico incluso (de las políticas reales). La filosofía
p u ra term in a en un callejón sin salida. Se desdobla
en positivism o (fetichism o del hecho, de la cons­
tatación) y v o luntarism o (actividad que pretende
cam b iar el m undo sin conocerlo). El cam ino de
M arx evita el callejón sin salida; no cae en el
dilem a y resuelve el problem a. E n el principio es la
práctica: el acto que p lan tea y supone que el
m undo puede cam b iar —p o rq u e cam bia— y que se
in serta en la p rá ctica social y política p a ra orien­
ta r el cambio.
E n el tran sc u rso de su h istoria, con Hegel entre
otro s, la filosofía alcanzó la dim ensión y la am ­
p litu d del m undo. Lo m idió con todos sus pro­
blem as. Se hizo m undial. El filósofo que se niega
a a d m itir el m undo tal com o es (cosa que hacen
el positivism o, el em pirism o y pragm áticam ente el
realism o político) q uiere cam biarlo. Quiere, p o r
tanto, realizar la filosofía, concebida com o p ro ­
yecto de un m undo diferente, com o perspectiva y
horizonte de una realidad (hum ana) superior, m ás
cierta. ¿P or qué m edios ese filósofo va a realizar
la filosofía? El filósofo calla; im potente, to rn a a.
sí y afirm a estérilm ente su voluntad. En este m o­
m ento, la filosofía se acaba y se supera. ¿A conse-
140 Henri Lefehvre

cuencia de qué? A consecuencia del postulado revo­


lucionario que eleva a u n nivel su p erio r el conocer
y el ser activo. ¿P ostulado? Sí, e incluso postulado
político, necesario u n a vez m ás p a ra que los ante­
cedentes (filosofía y saber) conserven a continua­
ción u n sentido y u n alcance, y p a ra que haya
consecuencias incluso aunque esta continuación
difiera to talm en te de lo que la precede. «Al tiem po
que el m undo se hace filosofía, la filosofía se con­
vierte en m undo; el proceso de la realización de
la filosofía es al m ism o tiem po el de su desapari­
ción», escribe M arx en 1849 en su tesis doctoral
sobre el m aterialism o de la antigüedad.
De este m odo, el cam ino inaugural del pensa­
m iento m arx ista rechaza y re fu ta a la vez a la filo­
sofía toda y al hegelianism o com o com pendium
(resum en) de to d a la filosofía; pero sim ultánea­
m ente los prolonga, los tra n sp o rta a u n nivel su­
perior. De tal su erte que los conceptos filosóficos,
recogidos, m odificados en función de las circuns­
tancias, sirven a la tran sfo rm ació n del m undo, m e­
dios m ás que fines. Con lo cual el status filosó­
fico (epistem ológico) de estos conceptos queda
reem plazado p o r u n sta tu s social, al vincularlos a
la práctica. P o r ejem plo, el concepto de alienación.
Desde los inicios de su com bate m últiple, Marx
rechaza a Hegel hacia la R ealpolitik y casi hacia el
positivism o (que Hegel d etestaba); pero lo hace
p a ra ex tra er la dialéctica, al darle el filo de las
arm as ofensivas. E l cam ino dialéctico se vuelve
c o n tra el hegelianism o y c o n tra la filosofía, anali­
zada en su desdoblam iento final, determ inada
com o exigencia de u n a superación m etafilosófica.
Se dice que M arx h a m uerto. P ero ¿cómo podría
desap arecer u n cam ino de esta envergadura? Siem ­
p re puede em p ren d erse de nuevo desde sus ini­
cios, con las diferencias derivadas de los cam bios
efectivos de la situación teó rica y práctica, cam-
El « dossier» Marx 141

bios que ese cam ino p erm ite dilucidar. La elección,


si es que la hay, está en tre la ac titu d que decide
o b ra r p a ra c e rra r la realidad, p a ra en c e rra r lo
cum plido en sus lím ites, y la acción que quiere
ab rir, am pliar, d esplazar los lím ites, h acer que
salten las fro n teras. La a c titu d que im pide el m ovi­
m iento, filosóficam ente denom inada «eleatismo»,
se trad u ce en decisiones coercitivas. Una altern a­
tiva sem ejan te guard a hoy u n sentido pleno y en­
tero. C onsiderado com o acto que fu ndam enta un
conocer y un ser (en vez de b u sca r en o tra p arte
—en el pasado lejano, en la trascendencia no m e­
nos lejan a— u n origen), el cam ino de M arx no
puede p rescrib ir. De hecho y en realidad, el «m ar­
xismo» no actú a en el m undo m oderno com o un
sistem a que esté siem pre allí, p resen te com o una
roca. Actúa com o germ en, com o ferm ento. E ste
ser vivo se tran sfo rm a: difunde gérm enes y fer­
m entos que se diversifican, que m ueren o degene­
ran aquí o allá, que p ro sp e ran en o tras p artes.

3. Del ato llad ero cenagoso sube el cro ar de las


ranas, del cielo gris caen los graznidos: « ¡Marx
ha m uerto! De cu an to había previsto, anunciado,
profetizado, n ad a se realiza, nada de nada...». E sto
p o r la derecha. Por la izquierda o, m ejo r dicho,
p o r el lado anarco izquierdista hem os visto b ro ta r
u n a tesis interesan te: si no h u b iera existido ni
M arx ni la teo ría m arxista, ya se h ab ría producido
la revolución p ro letaria. Marx, p ro tec to r del cap ita­
lismo. Sin em bargo, los m otines cam pesinos no
han p roducido ninguna refo rm a ag raria, ro m p er
las m áquinas jam ás h a tran sfo rm ad o la sociedad.
E ste anarcoizquierdism o elude un problem a, un
conflicto im p o rtan te: institución-organización.
P or si se p lan tea la cuestión del inventario y del
balance, establezcám oslos desde ahora:
142 Henri Lefebvre

a) E n las o b ras de M arx hubo u n d eterm ina­


do n ú m ero de previsiones o predicciones a corto
plazo. E n tre o tras, la inm inente —porque estaba
ya en m archa— concentración de los capitales.
Consecuencia: el fin del capitalism o com petitivo.
Y esto p o r u n a doble presión: la del capital finan­
ciero salido de la concentración y la de la clase
o b rera actu an d o en el plano económ ico (huelgas,
au m en to de salarios, reducción del tiem po de tra ­
b ajo ) y en el plano político (acción parlam en taria,
acción subversiva, acción revolucionaria). ¿Quién
puede hoy día re fu ta r la realización de esta «pro­
fecía» b asad a en el análisis de las tendencias y con­
tradicciones inherentes al capitalism o de libre
com petencia? E sta m aterialización de un anuncio
tan esencial aseg u raría p o r sí sola la validez del
análisis y de la exposición del capital p o r Marx.
Sin em bargo, la validez de los análisis de M arx se
puso de relieve b astan te tarde, u n a vez realizada
la tran sfo rm ació n del capitalism o com petitivo en
capitalism o m onopolítico (im perialista y financie­
ro) y, adem ás, p o r m edio de in terp retacio n es di­
versas (H ilferding, Lenin, Keynes, etc.) y de suce­
sos contradictorios.
Hace poco, a pro pósito de la crisis de las m a­
terias p rim as y de la energía, hem os leído —se­
guidas de firm as autorizadas— diversas declara­
ciones de este tipo: «crisis im prevista... crisis que
no responde al pensam iento m arxista... Crisis sin
relación con la hipótesis m arx ista de la su perpro­
ducción y del subconsum o...». Ahora bien, la teo­
ría de las crisis se resum e en M arx en u n a afirm a­
ción: cada crisis tiene sus caracteres específicos.
El m ism o estudió u n a crisis desencadenada p o r la
rarefacción de u n a m ateria p rim a im p o rtan te: el
algodón que procedía de la p a rte de América
asolada p o r la g u erra de Secesión. Por últim o, la
su p erp roducción que analiza M arx es ante todo la

%
El « dossier» Marx 143

de los m edios de producción (m áquinas, fuerza de


trab ajo ).
La desaparición del capitalism o com petitivo se
efectúa, según las previsiones, m ediante un doble
proceso: la p resión y la acción de la clase obrera,
que en 1917 inauguró la desaparición de ese modo
de producción en un gran país agrario y el auge
del capital financiero en los países avanzados. E n­
cadenam iento que está conform e en líneas gene­
rales, p ero que no en los detalles con las previsio­
nes de Marx, p uesto que éste anunciaba la tra n s­
form ación revolucionaria en los países in d u str ales
avanzados, b ajo la dirección de u n a clase o b rera
altam en te desarrollada, cualitativa y cuan titativ a­
m ente. La hipótesis de sem ejante revolución polí­
tica, que p erm ite y que precede, p o r la tran sfo r­
m ación de las relaciones de propiedad, a un creci­
m iento (económ ico) rápido y a un desarrollo (so­
cial, cualitativo), resulta, por tanto, parcialm ente
errónea, in d iscutiblem ente, según Marx,' no podía
h ab er crecim iento (de las fuerzas productivas)
sin una inversión de las relaciones sociales. Creci­
m iento y desarrollo de la sociedad debían ir racio­
nalm ente —arm oniosam ente— juntas, al estilo
hegeliano, si es que se nos perm ite decirlo: dom i­
nación de la n aturaleza y apropiación de la natu-
relazea no podían, p ara Marx, separarse. Del enca­
denam iento de los hechos, de la victoria del Es­
tado de tipo hegeliano sobre las fuerzas revolucio­
narias, van a re su ltar crecim ientos sin desarrollo
(victoria de lo cuantitativo sobre lo cualificativo)
con reb ajam ien to de lo social (su aplastam iento
en tre lo económ ico y lo político). Por otro lado,
el crecim iento generalizado realiza parcialm ente
el período de transición previsto por Marx: hace
posible (lo cual no significa necesario) un salto
cualitativo, la capacidad de las fuerzas sociales
h asta entonces ahogadas p o r la represión, p o r el
t
144 Henri Lefebvre

uso político del saber, p o r la ideología. El creci­


m iento de las fuerzas productivas ha dado lu g ar a
nuevos sectores: citem os, por ejem plo, la inform á­
tica. C ierto que el capitalism o se ha apoderado de
esas adquisiciones de las fuerzas productivas y de
la ciencia integrada en la producción. Sin em bargo,
de ahí resu lta u n a «socialización de la sociedad»
y de las fuerzas productivas m ism as, cuyos ele­
m entos (em presas) no están ya aislados, separados
en el espacio. Lo cual ya lo había previsto Marx,
au n q u e cargándolo a la cuenta de la sociedad
«socialista». ¿Quién se opone a un salto cualita­
tivo? El Estado-nación de tipo hegeliano, con su
potencia represiva, sus e stru c tu ra s coercitivas, sus
form as (form alidades y form aciones) anquilosadas,
sus funciones «satisfactorias». E n resum en, con el
peso de sus instituciones basadas en el producti-
vismo y en el cuantitativism o.
b) A m edio plazo, M arx anunciaba en los lím ites
de lo previsible la form ación de u n a sociedad dis­
tinta. ¿Qué m odalidades de existencia la caracte­
rizaban? De la fu tu ra sociedad que nacerá de una
revolución total, Marx habla poco. Se negaba a ju ­
gar a las pitonisas. Parece que unas veces la ve de
form a ética (cada uno resp eta a los dem ás) y o tras
estética (todos poetas, todos artistas). Previsible­
m ente esta sociedad fu tu ra se caracteriza, en p ri­
m er lugar, p or la propiedad y gestión colectivas, es
decir, sociales, de las fuerzas productivas y de los
m edios de producción, es decir, de lo económico.
Luego p o r la desaparición (decadencia) del E stado
político y de lo político com o tales, y, p o r tanto,
por el predom inio de lo social sobre lo económ ico
(dom inado) y sobre lo político (reabsorbido). E ste
predom inio de lo social y de las necesidades so­
ciales (colectivas) define el socialism o y luego el
com unism o, según Marx. Im plica p ara él la diver­
sidad, la riqueza de las relaciones sociales (la ver­
El «dossier» Marx 145

d ad era riqueza), la apropiación o re-apropiación


p or el «hom bre» (social) de sus condiciones, de sus
m edios: la naturaleza, la técnica, las ciencias, etc.
Im plica tam bién el fin de las instituciones re p re­
sivas y opresivas: con el E stado, antes o después
de él, debían desap arecer la religión, la fam ilia, la
nación y la p atria, el tra b a jo im puesto, la ideolo­
gía, etc.
De este proyecto, ¿qué se h a llevado a la p rá cti­
ca? N ada o tan poco que es com o si no se hu­
biera realizado nada. Sin em bargo, gran p arte de
aquello, cuya desaparición había anunciado Marx,
en lugar de reforzarse se va pudriendo...
c) A largo plazo, el pensam iento de M arx tom a
ventaja. E n m uchos textos, desde la Miseria de la
filosofía a los G rundrisse (E lem entos fu ndam en­
tales para la crítica de la econom ía p o lític a 2, tra ­
bajos p re p ara to rio s de El capital, fragm entos que
no figuran en tre los m ás célebres y m ás vulgari­
zados), Marx analiza la m áquina, las etapas y el
com plejo proceso de su perfeccionam iento: re­
unión de utillaje, utilización de energías distintas
a las hum anas, inversiones m ateriales de técnicas
y de resu ltad o s científicos. M arx previo el auto­
m atism o de las m áquinas y la autom atización de
la producción (ya Hegel lo había previsto, pero
sin fu n d am en tar su predicción en un estudio p re­
ciso de este o bjeto abstracto-concreto, estudio p er­
m itido a Marx p or los trab a jo s de uno de los
fundadores de la tecnología, Babbage). La m á­
quina, m ás com pleja cada vez, recibirá desde fuera,
con relación a su funcionam iento interno, energías
y m aterias prim as; las tra n sfo rm a rá m ediante un
proceso autoregulado en productos acabados que
1 T raducción com pleta en dos volúm enes, E d itio n s Anth-
ropos. [Elementos fundamentales para la crítica de la
economía política, i vols., Siglo X X I de E spaña E ditores,
M adrid. 1972.]
146 Henri Lefebvre

h arán inútil el trab a jo hum ano. El trab a jo divi­


dido h asta el infinito encuentra de nuevo u n a uni­
dad: la del proceso productivo en las m áquinas
autom áticas.
E ste anuncio a largo plazo del no-trabajo form a
p arte de las «profecías» de Marx, aunque nada ten­
ga de una escatología o de un m ilenarism o en el
sentido tradicional. Marx presiente que este perfec­
cionam iento decisivo de las fuerzas productivas
altera revolucionariam ente el m undo. Contiene en
sí las posibilidades m ás contradictorias: c a tá stro ­
fes o m aravillas, o am bas cosas a la vez. Si la
revolución política y social no tiene lugar, la con­
m oción tecnológica se encargará de tran sfo rm ar
el m undo; y si las sociedades no están dispuestas
a aceptarla, a d o m inar la técnica, a asegurar al
ser hum ano la apropiación del m undo, las conse­
cuencias derivadas de ello serán fatales. ¿Qué ha­
rán las personas que ya no trab a jen , pero que,
sin em bargo, tengan que alim en tar (a base de ener­
gía y de m aterias prim as) las m áquinas? ¿Cómo
ad m in istrar colectivam ente esas enorm es unida­
des de produccióp, dispersas por la faz de la tie rra
en función de los flujos de energía y de los re ­
cursos en m aterias prim as? ¿A qué necesidades
sociales su b o rd in arlas y cóm o hacerlo?
E n fragm entos h asta hace bien poco dejados de
lado, M arx llega incluso a p re sen tir que u n a aglo­
m eración (una c iu d a d )3 que ocupa un espacio
(urbano) im plica un «balance energético», es decir,
un intercam bio de recursos con el espacio cincun-
d an te (el cam po) y el espacio m ás alejado. ¿Cómo
se h an de regir estos intercam bios? Sin u n domi-

3 Véase H. Lefebvre: La pensée marxiste et la ville, Edi-


tions C asterm an, París. Véase tam bién el tom o II de
las Obras escogidas de M arx, que contiene los textos
luego citados sobre la buro cracia, las d istin ta s clases so­
ciales, etc.
El «dossier» Marx 147

nio de ese proceso —u n a regulación racional—, la


realidad u rb a n a co rre el peligro de d e stru ir sus
propios recu rso s y de d estru irse a sí m ism a. Pre­
sintiendo ios problem as llam ados ecológicos, aun­
que sin p en sa r que p u d ieran p asa r a u n p rim er
plano, M arx considera u n a auto-regulación global
de los procesos productivos, pero no piensa que
una regulación de los intercam bios al m ás alto
nivel (ciudad-cam po, por ejem plo) pueda hacerse
au tom áticam ente, sin intervención de u n a activi­
dad y de un conocim iento.
El lecto r descubre hoy esas interrogantes, esas
indicaciones, en los fragm entos de M arx que no
figuran en las «vulgatas». ¿De m odo claro y dis­
tin to ? No. Hay que leer esos textos con los ojos
del siglo xx, in terp re tarlo s en función de un siglo
de experiencias.
¿Puede h ab e r o tro procedim iento p ara estu d iar
textos que no tienen ninguna relación con la lite ra­
tu ra, que difieren de ella tanto p o r la form a (un
lenguaje d istin to al lenguaje com ún, sin que ese
lenguaje se singularice m ediante un esfuerzo in­
dividual, el del au to r) com o p o r el contenido (un
análisis de lo actu al orientado hacia lo virtual)?
Ya Hegel h ab ía definido esta trayectoria: profun-
dización regresiva del com ienzo (aquí el pensa­
m iento de M arx) y determ inación progresiva de
ese comienzo com o tal, tom ado cada vez de form a
diferente, sin que haya una lectu ra definitiva y
u n a fijación del sentido.

4. Por lo que respecta al E stado, en la o b ra de


M arx no se puede en c o n trar un «modelo» de rea­
lidad política. P or el contrario, en el conjunto de
su o b ra hay u n m inucioso exam en crítico de la
teoría hegeliana (adem ás de num erosas anotacio­
nes polém icas co n tra tal o cual hom bre de E stado,
148 Henri Lefebvre

notas que tam b ién ap u n tan co n tra el E stado co­


rrespondiente.
¿Por qué esta ausencia? E n tiem pos de Marx, el
E stado com enzaba su c a rre ra fulm inante; fuera de
su existencia sobre el papel en Hegel, no tenía
ser político m ás que en Francia. M arx vio el hundi­
m iento del b o n ap artism o en F rancia y el auge del
E stado en Alemania, con B ism arck y Prusia. En
In g laterra, el E stado, vinculado al m ercado m un­
dial y a los inicios del capitalism o, seguía siendo
débil. ¿E stim ó M arx quizá suficiente la crítica de
la teo ría hegeliana sin reem plazarla por o tra cons­
trucción? ¿Juzgó acaso las arq u ite ctu ras estatales
dem asiado frágiles, dem asiado rápidam ente m odifi­
cadas, p a ra m erecer u n a elaboración teórica?
¿O no pudo ca p ta r los lazos en tre el E stado y el
m odo de producción (capitalista), al no ten er a su
disposición m ás ejem plo que el de Inglaterra?
M arx no puede re p ro ch a r a Hegel ignorar la
producción y desp reciar el proceso productivo, con
su doble aspecto: uno, estrictam en te considerado,
el trab ajo , las actividades económ icas (fuerzas p ro ­
ductivas), la fabricación de objetos en función de
la dem anda y de las necesidades, y, otro, en sen­
tido lato, la producción de relaciones sociales y de
la sociedad, la au to p roducción de la realidad hu­
m ana.
La filosofía hegeliana de la h isto ria y de la auto-
producción p o r el «hom bre» de su p ro p ia realidad
pasa p o r el filtro de la antropología feuerbachia-
na. ¿Q uién vive? ¿Quién actúa? Un ser sensible y
sensitivo, un sujeto-objeto que nace de la n a tu ­
raleza y que jam ás sale de ella, aunque la m odi­
fique. Hegel concibió en toda su am plitud la acti-
- |-vidad pro d u cto ra, al sep a rarla de la naturaleza en
n om bre de la Razón (de la Idea). F euerbach resti­
tuye la n atu ralid ad , despreciando la actividad.
M arx restitu y e la un idad del «ser hum ano» (social)
El « dossier» Marx 149

al su p erar la racionalidad especulativa de Hegel y


el n atu ralism o lim itado de F euerbach: al ro m p er
sus lím ites en u n m ovim iento dialéctico. Percibe,
adem ás, los nuevos problem as que surgen d u ran te
esa superación: ¿cóm o u n «ser» de la naturaleza,
nacido de ella, que vive de ella y en ella puede
dom inarla? Si no hay u n a racionalidad superior y,
sin em bargo, inm anente a ese devenir, ¿a dónde va
el «hom bre» que dom ina la naturaleza m ediante el
conocim iento? M arx deja h asta cierto pu n to en sus­
penso estos in terro g antes en los M anuscritos de
1844, contentándose con caracterizar p ráctica y
socialm ente la alienación hum ana.
El ser hum ano no sale de la naturaleza, p a ra do­
m inarla, sin penas ni sin peligros. El tra b a jo m is­
mo, cuyo elogio incondicional hace Hegel (burgués
que ignoraba serlo) subordinándolo al s a b e r,, el
suyo, este trab a jo alienante-alienado, puesto que
está dividido, som ete al individuo que trab aja,
p o r u na p arte, a las exigencias técnicas del pro­
ceso productivo, y, p o r o tra, a las exigencias so­
ciales del m ercado (doble a su vez: m ercado de
trab ajo , m ercado de pro d u cto s de trab ajo ). Pri­
m era observación: ni la producción ni el m ercado
osten tan el equilibrio in tern o que les atribuye He­
gel, al p resu p o n er el acuerdo en tre el sistem a de
los trab a jo s y el de las necesidades. El hegelianis­
m o in te rp re ta m al los descubrim ientos de los eco­
nom istas ingleses. La regulación del m ercado, en
la m edida en que existe, deriva de la com petencia
m ás encarnizada, que elim ina a los m enos dotados
y a los p eo r situados. El m ercado no favorece la
racionalidad su p erio r ni la subida hacia la Idea,
sino la ascensión de los poderosos y de los ricos.
E n tre las víctim as tan to del m ercado com o de la
división de los trab a jo s figuran, en p rim er lugar,
los «trabajadores» m ism os. El optim ism o hegelia-
no no se sostiene an te el análisis crítico.
150 Henri Lefebvre

¿Ig n o rab a Hegel las clases sociales? No, pero


com prendió m al su esencia y, p o r tan to , su papel.
E n la R evolución francesa sólo vio la ascensión ra ­
cional del E stado-nación, ignorando casi com pleta­
m ente la lucha de clases en tre burguesía y aristo ­
cracia (descubierta, sin em bargo, a principios del
siglo x ix p o r Saint-Sim on). Captó, p o r un lado, la
p roducción económ ica, y, por otro, las clases so­
ciales, p ero no com prendió su relación. Su cons­
trucción triádica, especulativam ente proseguida, le
im pulsó hacia un enorm e erro r. P ara él hay
dos clases trab a jad o ras y, p o r tanto, productivas
—cam pesinos, ob reros y artesan o s—, y, p o r en­
cim a de estas dos clases, la je ra rq u ía de la clase
pensante; clase o, m ejor, casta política, casta do­
m inante (gobernantes, gobierno). E n este edificio,
¿dónde están los m edios de producción y las rela­
ciones de producción? ¿Q uién d eten ta los m edios
de p roducción y los posee en nom bre de las rela­
ciones de propiedad? Una ilusión de racionalidad
y de arm o n ía p e rtu rb a la visión hegeliana. ¿La cla­
se media? P ara Marx, al revés que p ara Hegel,
no tiene una existencia definida. Hay clases y capas
m edias. El no m b re cam bia; M arx denom ina «pe­
queña burguesía», peyorativam ente, a lo que la
filosofía hegeliana del E stado adorna con el bello
nom bre de «clase pensante». P ara Marx esta p re­
su n ta clase se com pone de elem entos m uy diver­
sos: ciertos cam pesinos, grupo m uy diversificado
(obreros agrícolas, aparceros, granjeros capitalis­
tas o no capitalistas, p ro p ietario s de bienes raíces),
pertenecen a él, así com o los com erciantes, las p ro ­
fesiones liberales, los funcionarios, etc. ¿Im p ro d u c­
tivos? No. M uchos, si no todos, producen a su m a­
nera, incluso crim inales. ¿E stán unidos por u n lazo
determ inado, ju rídico, a los m edios de producción?
No. Sólo el cap italista posee esos m edios, locales,
m áquinas, m aterias prim as, fondos salariales. ¿El
El « dossier » Marx 151

com erciante? P roduce a su m anera, porque el


tran sp o rte de bienes de u n lugar a otro form a p a r­
te de la producción. G racias al trab a jo de su «per­
sonal», el com erciante produce plusvalía, igual que
el in d u strial. Por igual m otivo recibe una p arte de
esa plusvalía, proporcional al capital invertido en
su em p resa com ercial. C uanto m ás im p o rtan te es
el com ercio, m ás se vincula a la em presa indus­
trial. Lo m ism o o cu rre con la em presa agrícola.
Pero hay m uchos pequeños y m edios com ercian­
tes, m uchos pequeños y m edios propietarios o gran­
jero s, m uchos pequeños y m edios funcionarios, etc.
Todo esto com pone la «pequeña burguesía». Qui­
zá estas clases m edias poseen la facultad de refle­
xionar, es decir, de ir de incertidum bre en íncerti-
dum bre; pero no poseen ni la capacidad de di­
rigir la producción ni la de o rien ta r el conjunto
político. Su im p o rtan cia cualitativa y cuantitativa,
ciertam en te considerable, no corresponde para
n ada al papel que le asignaba Hegel. Lassalle, hege-
liano inconsecuente, hace tram pa, lo m ism o que
sus p artid ario s, cuando dice que las clases m edias,
fren te a la clase o b re ra convertida en fuerza polí­
tica activa, form an u n a m asa reaccionaria con la
burguesía. E ste ab su rdo disim ula en Lassalle una
táctica peligrosa: tender la m ano a los señores
feudales, al propio B ism arck, salido de estos se­
ñores feudales, aunque sea superior a ellos p o r su
am p litu d de m iras políticas. Lassalle olvida que la
burguesía co n tu rb a revolucionariam ente la socie­
dad m ediante la in d u stria, y que el proletariado, el
pro d u cto m ás au téntico salido de esa turbación
provocada p o r la gran industria, tiende a despojar
a la producción de su carác te r capitalista.
C ierto que de las filas de estas capas m edias sa­
le, p or vía selectiva (exám enes y oposiciones)
el personal dirigente, tam bién jerarquizado. Aquí
Marx tiene un destello de genio, entre tantos otros,
152 Henri Lefebvre

que se traduce, en p rim er lugar, p o r un lenguaje


distinto. Al cuerpo de funcionarios estatales, que
Hegel no cesa de elogiar p o r su com petencia, su
celo, su honradez (la tría d a de las virtudes), Marx
lo denom ina de en tra d a burocracia. Lo que le lleva
en seguida a un descubrim iento fundam ental, que
pertenecería a lo que hoy se llam a «sociología» si
esta ciencia especializada se elevase h asta el cono­
cim iento crítico. E n cuanto cuerpo social constitui­
do, la b u ro cracia posee intereses propios. T ra ta de
m antenerse, e incluso de am pliarse, de extender
los dom inios que regenta, de conservar su cohesión
en tan to que cuerpo, num éricam ente. P or tanto,
si los b u ró c ratas dictam inan m edidas p a ra adm i­
n istra r la sociedad, en función de los recursos a tri­
buidos y de sus fuentes (la «renta nacional», el
«producto nacional bruto»), tam bién ad o p tan o tras
para p ersev erar en su ser (social). Todo ello en el
seno del orden político. La racionalidad o irracio­
nalidad de este orden les preocupa b astan te poco.
Además, lo racional y lo irracional se am algam an;
m ientras el p rim ero gira hacia el absurdo, el se­
gundo se elabora en form alism os y en escritu ras
muy razonadas. Los b u ró c ratas aceptan esta si­
tuación com o un dato de su actividad. Si les im­
p o rta algo la racionalidad, es en función de su
conservación. La función de los funcionarios se
desdobla: gestión pública y control del conjunto
social (autoconservación de los diversos cuerpos
constituidos y del conjunto b u rocrático como cuer­
po social). Si hay, p o r tanto, una autorregulación,
ésta no beneficia a la totalidad política, com o p re­
tende Hegel, sino a u n a p arte de la sociedad, que
se lab ra una posición y la am plía m ediante una
lucha perpetua. E sta lucha se superpone a las
o tras, no las sim plifica, aunque tiende a disim u­
larlas. La contradicción llega incluso h asta el cen-
El « dossier » Marx 153

tro del edificio estatal. Abre en él fisuras que van


de a rrib a abajo.
Por un lado, la b u rocracia, con su capa o casta
su p erio r de dirigentes (a los que Marx no llam a
todavía «tecnócratas», pero cuyo auge presiente),
ad m in istra el conjunto social, es decir, el Estado,
los «servicios públicos», educación e instrucción,
sanidad, investigación científica, etc. La burocracia,
p ara estas actividades, dispone del sobreproducto
social que consigue p or diversos m edios: los im ­
puestos, las em presas del E stado, etc. Es de todos
conocido h asta qué pu nto este problem a del robre-
producto y de su gestión preocupa a Marx en La
crítica del program a de Gotha, 1875. La b u ro ­
cracia orgániza y ad m in istra estos servicios, tenien­
do en cuenta los intereses existentes y, por tan-
aquel los que dom inan económ icam ente: los inte­
reses de los cap italistas y de la burguesía como
clase. Por m edio de los b u ró c ratas, la clase econó­
m icam ente dom inante tiende (no se tra ta de nin­
guna m anera de un hecho consum ado, de un es­
tado de cosas conseguido desde el principio) a eje r­
cer su hegemonía, a m odelar incluso las necesida­
des, el saber, el espacio social. No sin resistencias,
p or supuesto, en tre ellas las que se derivan de la
autodefensa de las diversas instituciones, refugio
de la burocracia. Pero al m ism o tiem po (y jam ás
se in sistirá b astan te en esta sim ultaneidad) los ap a­
ratos burocrático-políticos tienden a elevarse por
encim a de la sociedad; a dom inarla en lugar de
ad m in istrarla. La ascensión del conjunto hacia la
abstracción, aplaudida por Hegel como signo y
prueba de racionalidad, posee este lado absurdo.
Los gestores de la sociedad dejan de ad m in istrarla
por cuenta de la clase dom inante y consiguen una
realidad autónom a. Incluso pueden llegar a im ­
poner sus intereses específicos, a saquear a la
sociedad entera, incluida la clase económ icam ente
154 Henri Lefebvre

dom inante (no sin tra ta rla con cuidado ni sin que
ella se re sista enérgicam ente). E ste proceso de
autonom ización, que perm ite al E stado y a sus apa­
rato s g rav itar pesadam ente sobre la sociedad y lo
social com o tales, no carece de inconvenientes. Al
no ser controlados p o r abajo (dem ocráticam ente),
los elem entos del cuerpo político se dividen; com ­
piten en tre sí p o r el poder y sus ventajas. Elevado
p o r encim a de la sociedad, el E stado se desm o­
rona siguiendo unas líneas divisorias, com o cual­
q u ier sistem a. La rivalidad agudizada engendra la
violencia. Unas veces los m ilitares, o tras los polí­
ticos (que poseen un ap arato ) se aprovechan de la
situación, despreciando a los poseedores del saber
(los técnicos superiores y tecnócratas, que, por
o tro lado, se tom an con frecuencia el desquite,
porque no se puede prescin d ir de ellos a la hora
de a d m in istrar la sociedad).
Marx expone este doble m ovim iento dialéctico
en el seno del E stado y de sus ap arato s en El
18 B rum ario de Luis Bonaparte, después de haber
descrito y analizado sus condiciones al en fren tarse
al hegelianism o en La crítica de la filosofía del
Estado (en Hegel). En 1852, u n grupo de aventu­
reros políticos y m ilitares se apodera de la so­
ciedad francesa y la saquea. La lum pem burguesía,
unida al lum pem proletariado, se apodera del Es­
tado, ya elevado p or encim a de la sociedad, y lleva
el proceso a su térm ino (lo m ism o que m ás tard e
h ará el fascism o). Marx pone al desnudo en el
b o n apartism o esta tendencia del E stado, , desde el
m om ento en que cesa el control dem ocrático por
la base. Tendencia: M arx no analiza m ás que ten­
dencias, m ovim ientos, procesos, es decir, «deveni­
res». LEs éste el E stado hegeliano? No, pero es lo
que le espera, aquello hacia lo que va si nada le
am enaza por abajo.
El « dossier» Marx 155

M arx revela la verdad social del E stado político.


Como lo com prendió Hegel, quitando im p o rtan ­
cia a su descubrim iento, tiene u n a base social: las
relaciones de producción. P or tanto, la clase obre­
ra, vinculada a las relaciones de-producción preci­
sam ente p o rq u e no tiene ninguna relación inm e­
diata con la producción, sino relaciones m ediatas
(contractuales, p uesto que hay contrato, verbal o
escrito, del asalariado con el p a tró n ) con los posee­
dores de los m edios de producción, esa clase
o b re ra form a p a rte de la base: el E stado pesa so­
b re ella.
Los sucesos políticos franceses desde 1848 a 1852
ilu stran todo el proceso. El E stado francés, fuerte -
desde el antiguo régim en, reforzado p o r Napoleón,
centralizado, no tenía, sin em bargo, nada de un
E stado m oderno. Al erguirse el edificio sobre una
base agraria, la b u ro cracia estatal (la ad m in istra­
ción) unía en tre sí a num erosas unidades de p ro ­
ducción aisladas, las de los cam pesinos parcelarios
de las aldeas y pequeñas ciudades. Con la R estau­
ración se acentúa el carác te r ficticio de la co n stru c­
ción estatal, ya que la base cam bia: los cam pesinos
se m odifican y aparece la clase obrera; en 1848
esa clase o b rera se m anifiesta y el edificio se tam ­
balea. La R epública no llega a reconstituirlo ni- a
reco n stru irlo en función de las nuevas realidades,
la in d u stria y la clase obrera. E ntonces llegan los
aven tu rero s que m ediante u n golpe de E stado se
ap oderan de esa soberbia presa.
El edificio político m oderno pesa, p o r tanto, so­
b re la clase obrera, a la vez p a ra m antener las re­
laciones de producción, p a ra organizar el consum o
y, si es posible, vigilar la producción, y p a ra ga­
ra n tiz ar la plusvalía destinada al conjunto de la
sociedad, los diversos «servicios».
Tal base n ada tiene de estable, ni de equilibrada,
ni de racional. ¿Y las fuerzas productivas? Crecen
156 Henri Lefebvre

y las condiciones cam bian. ¿Las relaciones de p ro ­


ducción? Relegan la propiedad privada de los m e­
dios de producción (incluido el suelo) a lo irracio­
nal, aunque su peso político aum ente. ¿Las clases?
Su n úm ero cam bia sin cesar; desaparecen clases
com o tales (por ejem plo, en Francia, los p ro p ieta­
rios de bienes raíces) y o tras nacen (los cam pe­
sinos parcelarios después de la Revolución fran ­
cesa y su refo rm a agraria).
Una p arad o ja m ás: la construcción hegeliana ex­
presa u na «realidad», un determ inado resultado de
la historia, y, adem ás, un proyecto, u n a esperanza,
un horizonte, el de la burguesía. Hegel, al desco­
nocer sus propios presupuestos, com o todo filóso­
fo, ignoró esto h asta cierto punto.
E n la m edida en que M arx elabora una teo ría del
E stado, ésta com ienza com o crítica de la teoría
hegeliana en las obras de juventud, prosigue polé­
m icam ente co n tra el b onapartism o, se acaba con
un ataq u e co n tra el p artid o socialdem ócrata ale­
m án, ataque que ap u n ta a través de éste a su inspi­
rad o r, F. Lassalle, el «M arat berlinés», y alcanza a
través de Lassalle al blanco hegeliano, de suerte
que la ú ltim a o b ra recoge y lleva a térm ino la
p rim era. Tem a constante: «Las condiciones actua­
les de la p ro piedad son m antenidas p o r el poder
de E stado, que la burguesía ha organizado p ara
p ro teg er las condiciones de su propiedad. P or ta n ­
to, los proletario s deben d e rrib a r el poder polí­
tico...» (1847).
La crítica del program a de Gotha m erece u n es­
tudio en profundidad. P or m uchas razones. Este
texto, relegado al olvido p o r los interesados (los
socialdem ócratas alem anes), perm aneció, en p ri­
m er lugar, ignorado; en segundo lugar, incom pren­
dido.
Antes de volver sobre este escrito breve y denso,
am pliam ente utilizado en las páginas anteriores,
El « d ossier» Marx 157

hagam os u n a observación de extrem a im portancia.


¿H ace alusión M arx a la C om una? Sólo la m en­
ciona a pro p ó sito de! fin de la I Internacional.
A hora bien, conoce p erfectam ente lo que había
pasado en París en 1871, y lo aprueba. De m odo
especial, en aquello que concierne al E stado. De­
jan d o al m argen algunas m edidas audaces, aunque
vanas, los com unalistas hicieron añicos el E stado
existente, un E stado burgués poco dem ocrático que
se h ab ía establecido sobre las ruinas del E sta­
do b o n ap artista. Al a b a tir la burocracia, la poli­
cía, el ejército, los ap arato s colocados p o r encim a
del pueblo y co n tra él, los com unalistas m o straro n
el cam ino. La crítica... no dice nada de esto, y el
lecto r sólo en cu en tra de pasada la Comuna. ¿Por
qué? P or dos razones. E n p rim er lugar, M arx sabe
que no puede h ab lar a los alem anes, cuatro
años m ás tarde, de lo que se había hecho en
París; lo ignoraban o lo rechazan porque estos
socialistas están im buidos de prejuicios naciona­
listas. Se han situado a sí m ism os, como dice
M arx rabiosam ente, «dentro del m arco del E s­
tado nacional de hoy», es decir, dentro del m ar­
co bism arckiano, h asta el punto de olvidar que
el Im perio alem án está situado económ icam ente
den tro del m arco del mercado m undial y política­
m ente d en tro del m arco «de un sistem a de E sta­
dos». Cosa que desborda el «marco» nacional. De
tal su erte que la v erb o rrea sobre la « fraternidad
de los pueblos» reem plaza a la lucha com ún de las
clases o b reras co n tra las clases dom inantes y sus
gobiernos.
E n segundo lugar, siglo y m edio m ás tard e po­
dría pensarse que la p ro p ia situación confunde a
Marx, que la com prende m al. ¿Qué ocurre? Ante
sus ojos, la clase o b re ra del país m ás poderoso de
E uropa se organiza políticam ente; se in sp ira en él,
Marx, p o r m edio de alguien que conoce el Mani-
158 Henri Lefebvre

fiesto com unista de m em oria, Lassalle. Y he aquí


í que esta clase obrera, p o derosa ya, tan to cualita-
I tiva com o cu an titativam ente, cae en la m ás b u rd a
[ de las tram p as: el nacionalism o, el estatism o. ¡Qué
! golpe p a ra Marx! Su obra se le escapa. ¿Cómo y
>1 p o r qué? ¿P resiente que la clase o b re ra no se verá
lib re de contradicciones? ¿Que no realizará de un
i solo trazo, con poderosa sim plicidad, su «m isión
1 histórica»? Si M arx tiene dudas al respecto, no lo
' dice, pero analiza d etalladam ente las contradiccio-
1 nes in tern as del p artid o o b rero alem án. Con él,
la clase o b rera com ienza a m ezclar verbalism o re­
volucionario y fórm ulas o portunistas. ¡Como Las-
salle, que d iscu rre-so b re «la ley del bronce» y el
sistem a de salarios, y tiene m iram ientos con la
clase m ás reaccionaria, so pretexto de que rechaza
el capitalism o! Es m ás, el p artid o obrero alem án
lucha p o r «la em ancipación del trabajo», p o r «la
abolición del sistem a de salarios». ¿Por qué m edio?
M ediante el establecim iento de cooperativas de
producción con la ayuda del E stado. ¿Qué E stado?
Un «E stado libre» (artículo 2 del program a).
¿Qué quiere decir E stado libre?, pregunta Marx.
¿E stad o independiente? ¿E stado libre en sus mo-
„ vim ientos en cuanto E stado? ¡Pam plinas peligro- |
sas! «La lib ertad consiste en convertir al E stado ^
de órgano que está p o r encim a de la sociedad en j
un órgano com pletam ente subordinado a ella, y las j
form as de E stado siguen siendo hoy m ás o m enos
libres en la m edida en que lim itan la ‘libertad
del E stad o ’...» Lo cual disipa las m onstruosas con- ,
fusiones, los m o n struosos abusos de lenguaje del
program a. ¿E l E stado en general? Es u n a ficción.
Los E stados m odernos colocados en un terreno
com ún, la sociedad burguesa, pero en el seno de un
capitalism o m ás o m enos desarrollado, tendrán,
p o r tanto, caracteres esenciales en com ún y dife- ¡
rencias secundarias. Cuando el p artid o obrero ale-
El « dossier » Marx 159

m án declara que acepta el «m arco político» exis­


tente, el E stado del Im perio prusiano-alem án, hipo­
teca gravem ente el porvenir. E lim ina de antem ano
lo esencial de la transform ación revolucionaria,
que cam bia la sociedad capitalista en sociedad
com unista, a saber, la fase de transición, «cuyo E s­
tado no puede ser o tro que la d ictad u ra revolucio­
naria del proletariado». Engels y Lenin llevan h asta
el final la tesis m arxista. En el plano político, ¿en
qué consiste la revolución? En tres actos sucesivos
y encadenados: acab ar con el E stado «existente»
en tal co y u n tu ra nacional; co n stru ir otro edificio
político, el de la d ictad u ra (o, m ejor, de la hege­
m onía) p ro letaria; poner así fin al E stado y a la
política p o r decadencia (y no p o r disgregación, co­
rrupción, etc.). En resum en, m ediante dos verbos
activos: re ab so rb er la política y ab so rb er lo econó­
mico en lo social al establecer la prio rid ad de éste.
Tal es el objetivo estratégico.
«Cabe entonces p reg untarse: ¿qué funciones so­
ciales, análogas a las funciones actuales del Estado,
su b sistirán entonces?», preg u n ta M arx en térm inos
reveladores; en la sociedad que él prevé, las fun­
ciones políticas (suponiendo que la política tenga
algunas «funciones») h ab rán desaparecido, re­
em plazadas p o r funciones sociales. Y en adelante
no h a b rá problem a de funciones económ icas. Lo
social, «em ancipado», com o se decía entonces, libre
de lo económ ico y lo político, alcanzará su pleni­
tud. Se d esarro llará com o tal. Las funciones socia­
les, que sólo serán análogas a las del E stado polí­
tico, sald rán de u n análisis racional (científico) de
la sociedad. Y, añade Marx, no se avanza hacia la
solución del p roblem a acoplando la palab ra «pue­
blo» a la p alab ra «Estado». Sólo puede resolverlo
el conocim iento del conjunto social, al tran sfo r­
m arse en p ráctica social.
160 Henri Lefebvre

¿De qué funciones sociales se tra ta ? En lo esen­


cial, de la tom a y la gestión del sobreproducto. El
proyecto ap aren tem ente revolucionario de d ar a
cada tra b a ja d o r el fruto de su trab a jo o su equi­
valente, ese proyecto audaz no tiene sentido. Una
vez que sea hegem ónica, la clase ob rera deberá
hacer fu n cionar toda la sociedad y tom ar del resul­
tado global de la producción lo indispensable p ara
que continúen (tran sform ados en su contenido) los
servicios llam ados públicos o de interés general:
educación, instrucción, sanidad, etc., adem ás de la
investigación científica, del arte, etc. Cuestión
grave: ¿hay que po n er en tre estas asignaciones del
sob rep ro d u cto social el arm am ento y el ejército?
No. Salvo en el caso de una am enaza tal que el
pueblo entero deba arm arse p ara re sistir a las ope­
raciones de una estrategia adversa: de una e stra ­
tegia de clase.
De paso es el m om ento o portuno de decir que
esta teo ría del sob reproducto social ha sido des­
cuidada p o r la m ayoría de las corrientes m arxistas.
¿Por qué? P orque principalm ente (aunque no
exclusivam ente) se encuentra en La crítica del pro­
grama de Gotha, o b ra mal conocida. Luego, porque
los m arxistas se han ocupado unas veces de las
grandes cuestiones filosóficas y o tras de las cien­
cias especializadas (historia, econom ía política), de­
jan d o de lado lo social propiam ente dicho, desco­
nocido tam bién en su especificidad. Y, por últim o,
porque el m ilitantism o político y sindical siem pre
ha hecho hincapié (y todavía lo hace) en los p ro ­
blem as relativos a la producción y, por tanto, a la
em presa, los salarios, etc., descuidando los dem ás
m om entos de la realidad social.
Sólo un pen sad o r m uy notable, aunque anor­
m al o precisam ente por serlo, Georges Bataille, ha
recogido el análisis del sobreproducto social en su
libro La parí m audite. In te rp re ta la teoría de una
El «dossier» Marx 161

form a original y p aradójica. P ara él lo que está


en juego en la lucha de clases es, en realidad, ese
so b reproducto, su co nquista y empleo. T anto m ás
cuanto que esa dem asía, ese excedente de que las
sociedades disponen perm ite todo lo que excede
a la d u ra vida del trab a jo productivo y la coti-
dianeidad: las guerras, las fiestas, los sacrificios
religiosos, el placer, el lujo, las obras de arte, los
m onum entos, en pocas palabras, lo que los econo­
m istas consideran despilfarro, gasto inútil, y que
hace atractiv a la vida. El sobreproducto perm ite
com batir, y es p or lo que la gente com bate. Ba-
taille ilu stra su teoría m ediante ejem plos precapi­
talistas. Puede ser que tenga valor de verdad para
esas sociedades en las cuales las clases dirigentes
(aristocracia, clero) debían tener en cuenta al pue­
blo; las supervivencias de la com unidad prim itiva
o de la dem ocracia m ilitar, las tradiciones de las
asam bleas generales en los pueblos y ciudades
obligaban a los «notables» a gastos suntuarios, en
el sentido que Veblen da en su obra: Leasure
class. ¿Pero es cierto en el capitalism o? ¡Cada vez
menos, o cada vez m ás si se considera el arm a­
m ento com o despilfarro! E ste gasto ha tom ado
o tras form as (fundaciones, donaciones, etc.). En
cuanto al despilfarro, o bien se esconde, público
(burocrático) o privado; o bien deja de ser extra­
económ ico p ara convertirse en económico: el ace­
lerad o r del crecim iento y de la producción (como
ha dem ostrado Vanee Packard).
Hay que adm itir, sin em bargo, que la lucha de
clases no se lim ita a las cuestiones de salario a es­
cala em presarial, sino que abarca el conjunto de la
sociedad, conjunto afectado p o r la gestión hege-
m ónica del fondo social tom ado de la plusvalía.
Tras la crítica y la réplica, tan p erentorias, de
M arx a Hegel, ¿qué queda de la tesis hegeliana
de u n a racionalidad p erfecta en el E stado exis-
162 Henri Lefebvre

tente o en el E stado en general? Esto: las arq u i­


tectu ras filosóficas, com o las construcciones polí­
ticas, son testigo de una racionalidad lim itada. Se­
gún Marx, la clase ob rera irá m ás lejos que la
burguesía y m ás alto en la razón, tra s un salto
(cualitativo, es decir, revolucionario). Es en este
sentido en el que, p ara Marx, la clase o b rera re­
cibe la herencia de la filosofía y la hace fru ctificar
a un nivel m ás elevado. La clase o b rera actu ará
según su análisis teórico, según las indicaciones
del conocim iento, en vez de proceder unas ve­
ces especulativam ente (como los filósofos) y o tras
em píricam ente (como los políticos profesionales).
El e rro r o la ilusión, com o se quiera, de la raciona­
lidad hegeliana consiste en que subestim a las
contradicciones y cree que es fácil resolverlas. Co­
mo si el conocim iento de los conflictos im plicase
ya su solución. El dialéctico Hegel niega, desm iente
su propia dialéctica. Para Marx, la cim a estatal,
la instancia suprem a no puede conocer au tén ti­
cam ente ni resolver realm ente las contradicciones
derivadas de esta doble irru p ció n que puso fin a la
antigua h istoricidad: la industria, la clase obrera.
Según Marx, esta ú ltim a clase posee un privi­
legio dialéctico que corresponde a su m isión uni­
versal y no histórica. No puede afirm arse sin supe­
rarse, es decir, sin negarse. Si se convierte en
«sujeto colectivo», es decir, en su jeto político, y si
se apodera revolucionariam ente del E stado, lo h a rá
p ara negar el E stado y la política llevándolos a su
térm ino y, p o r tanto, a su fin. El proceso, según
Marx, com prende tres m ohientos: la clase o b rera
se afirm a, luego re sq u eb raja y destruye la so­
ciedad existente, incluido el E stado. E sta afirm a­
ción positiva y, al m ism o tiem po, negativa, cuali­
tativa, aunque cu antitativa, introduce un período
de tran sició n d u ra n te el cual la clase o b re ra con­
vertida en hegem ónica ve surgir num erosos pro-
El « dossier» Marx 163

blem as, los de la gestión global de la sociedad, lo


que supone organizaciones, acciones coherentes y,
p o r tanto, u n a especie de «Estado» y de vida polí­
tica. Luego, lo social se desarrolla: el E stado ha
desaparecido p o r decadencia; lo económ ico social­
m ente dom inado ya no es, en-cuanto nivel distinto
y p rio ritario , m ás que un m al recuerdo.
E ste esquem a teórico suscita varias objeciones.
Triádico aún y siem pre, de form a algo sim plista, no
tiene en cu enta ni las desigualdades del crecim ien­
to económ ico y de desarrollo (percibidas por Marx,
pero cuyos conceptos teóricos y leyes sólo Lenin
debía fo rm u lar con claridad), ni los obstáculos po­
líticos, las guerras, las represiones, la violencia
perm anente. Además, ¿qué es lo que im pide a los
hom bres del E stad o a d q u irir u n saber m ás am plio
que la visión altan era de cuanto ven desde lejos y
desde arrib a? El E stado, si se nos perm ite h ablar
fam iliarm ente de u n a realidad tan adm irable, no se
deja m angonear. La hipótesis según la cual el Es­
tado, al endurecerse, se re sq u eb raja y desm orona
no tiene m ás consistencia que la de u n a m etáfora.
Se p re sta dem asiado fácilm ente a la retó rica sub­
versiva. Da pábulo, al parecer, a dos m itos m o­
dernos ya m encionados: el del T itán (el Prom eteo
que ataca a los dioses) y el del Genio M aligno (que
hace d erru m b arse el edificio a p a rtir de un de­
talle vulnerable).
Sin em bargo, este esquem a discutible contiene la
capacidad revolucionaria del pensam iento marxis-
ta. Actualiza el concepto de la L ibertad, que un
siglo después de ser expresado p o r M arx sigue
siendo lo m ás sutil y lo m ás fu erte que ha elabo­
rad o la racionalidad occidental. De tal su erte que
nos encontram os an te u n dilem a: o bien acepta­
m os este esquem a o bien adm itim os la oposición
sin rem edio de lo irracional a lo racional (de lo
f 164 Henri Lefebvre

vivido a lo concebido) y viceversa, cosa que no


necesita dem ostración.
Una concepción de la L ibertad lim itada p o r los
m ism os conceptos que la de la razón cruza el hege-
f lianism o; concepción subyacente a la filosofía del
saber, em ergente en la teoría del Estado. La li­
b erta d se define p o r el conocim iento de la nece­
sidad (del determ inism o). Tesis que tiene la ven­
taja de u n ir a la tradición filosófica del Logos su­
jeto y objeto, discurso y razón, los descubrim ien­
tos científicos de la época m oderna desde Galileo y
Descartes.
Hegel d etalla m inuciosam ente los m om entos de
la Libertad, que, com o es debido, son tres. El «li­
b re arbitrio», la voluntad individual que se de­
clara libre no es m ás que el p rim er m om ento, vacío
e incierto; lib ertad y a rb itra rio se confunden. La
voluntad in d eterm in ada —el «yo» com o actividad
1 subjetiva p u ra— debe lim itarse y determ inarse
p ara lo g rar la existencia: p a ra q u erer algo, es de­
cir, p a ra ser voluntad. Decisión, determ inación,
sab er van ju n to s. El «libre arbitrio», que general­
m ente se denom ina «libertad», queda confiado al
azar. E n este nivel se sitúan y perm anecen en la
p ráctica la m ayoría de las gentes, e incluso en
un plano ideológico que se cree superior, el pensa­
m iento llam ado liberal. La lib ertad del individuo es
el a rte de aprovechar el azar, la su erte o la m ala
suerte. Sin m ás. C ontradictoriam ente, dice Hegel.
«El h om bre norm al cree ser libre cuando se le
perm ite ac tu a r arb itra riam en te, pero es p recisa­
m ente ahí, en lo arb itra rio , cuando no es libre.
Cuando quiero lo racional, no actúo com o indivi­
duo p articu lar, sino según conceptos de ética.» No
obstante, este p rim er grado, subjetivo e incohe­
rente, de la lib ertad adquiere u n a existencia obje­
tiva y ya necesaria con la propiedad. Cosa que con­
tribuye a llevar a la voluntad que pretende ser

i
El « dossier» Marx 165

libre hacia el segundo m om ento, la M oralidad. En


este grado reconoce a las dem ás voluntades; se
refleja en ellas y las refleja en sí, avanzando de
este m odo hacia la realidad sustancial, que sólo
alcanza en u n te rc e r m om ento. E ste reúne y su­
p era a los o tro s dos, lo subjetivo y lo objetivo,
lo a rb itra rio y lo sustancial. La lib ertad se define
entonces com o «actualidad conform e a su concep­
to», com o «totalidad de la necesidad», conocida y
reconocida en la fam ilia, la sociedad civil y el Es­
tado. De ahí re su lta que la m oral y el derecho, la
co stu m b re razonable y la ley van ju n to s, com o las
necesidades y los trab ajo s. Tam bién resu lta de ahí
que el sistem a de derecho constituye la determ i­
nación, la realización de la libertad, «el m undo
del esp íritu engendrado p o r él m ism o en tan to que
segunda naturaleza» (textos de la Enciclopedia y
de la Filosofía del derecho, fragm entos 169 ss.). El
derecho y la m oral garantizan al individuo contra
lo a rb itra rio del ex terior y contra lo a rb itra rio de
su propio «libre arbitrio». La lib ertad su p erio r con­
siste en el conocim iento y el re-conocim iento, es
decir, en la aceptación de los sistem as im bricados
en el E stado: necesidades, trabajos, derecho, m o­
ral. P ara Hegel n ada hay m ás riguroso que esta
definición o determ inación de la libertad; pero el
exam en pone de m anifiesto rápidam ente su am bi­
güedad. Se la pueden d ar los sentidos m ás dispa­
res. ¿Conocer la necesidad? ¿Supone eso recono­
cerla, ad m itirla? ¿O bien luchar contra ella p ara
d om inarla y q u ed ar exento de ella? El Logos occi­
dental, en el hegelianism o, postula su claridad,
su univocidad, su significación, que se desdoblan
e incluso estallan inm ediatam ente. El descubri­
m iento de las leyes astronóm icas, desde K epler a
Newton, no ha perm itido m odificar los fenóm e­
nos, sólo preverlos. P or el contrario, el m édico que
conoce el determ inism o (causas-efectos) de una
166 Henri Lefebvre

enferm edad puede intervenir y a veces c u ra r al en­


ferm o. El concepto del conocer se diversifica. No
sólo se distingue del saber y de los conocim ientos
especializados, sino que exige categorías nuevas.
A veces el conocim iento p erm ite dom inar u n a ca­
dena de hechos, perm ite m an ejarla y, p o r tanto,
m odificarla. A veces no lo p erm ite y se lim ita a la
previsión m ás, o m enos precisa, con frecuencia
«probabilista». A veces el conocim iento perm ite
acom odar o re-acom odar el proceso a las necesi­
dades y deseos del ser que conoce y que vive social­
m ente.
E stas diferencias concretas p e rtu rb a n la teoría
hegeliana. M arx lo captó m uy bien, aunque no llegó
a la elaboración de los conceptos diferenciales,
pese a haberlo in ten tado en las obras de juventud
(en p a rtic u la r a p ro pósito de la apropiación en los
M anuscritos de 1844, donde la opone con fuerza
a la propiedad, d em ostrando que ésta no im pide
aquélla.
P ara Marx, la libertad se define en el plano
social, y sólo en este plano, con exclusión de los
determ inism os económ icos com o tales y de las
coacciones políticas com o tales. ¿Qué es el indivi­
duo? Un ser social, dice Marx, un nudo, o núcleo,
o centro (móvil) de relaciones sociales. Su grado
de realidad p ráctica y concreta, es decir, de liber­
tad, depende de la com plejidad y de la «riqueza» de
las relaciones. Aquí la riqueza en relaciones so­
ciales se opone a la riqueza en dinero, com o la
apropiación a la propiedad. La pobreza en relacio­
nes sociales puede acom pañar a la riqueza en ob­
jetos, en dinero, en capital, Y, a la inversa, la ri­
queza (en relaciones) va unida con frecuencia a la
pobreza (en objetos, en dinero). La una no excluye
la otra, p o rq u e si no h ab ría que renunciar a toda
esperanza. Las relaciones sociales com prenden las
relaciones de producción, pero las abarcan supe-
El « dossier» Marx 167

rándolas. De este m odo, las relaciones sociales que


llevan los nom bres de «cultura» o de «produc­
ción artística» d esbordan la división técnica y so­
cial de los trab ajo s. La riqueza de las relaciones so­
ciales, m ás com pleja que com plicada, im plica la
diversidad y la m ultiplicación de las posibilidades,
p a ra el individuo y p a ra la colectividad. La libertad
en el sentido de M arx se analiza en m om entos suce­
sivos, que se ab arcan y se desarrollan. Im plica, en
p rim er lugar, u n a dom inación de la naturaleza m e­
diante la técnica, m ediante las fuerzas productivas.
Luego, un dom inio de los procesos y de los de-
term inism os económ icos así forjados. Por últim o,
u n a apropiación del conjunto (base, estru c tu ras y
su p erestru ctu ras, es decir, capacidad p ro d u c to ra y
organización de esa capacidad). En la ilustración
sim plificada dada anteriorm ente, el m édico que
cu ra al enferm o dom ina un determ inism o de he­
chos n atu rales, dom ina el resultado de su in te r­
vención, reacom oda su cuerpo al individuo. En
o tro grado de com plejidad social, la realización
(conseguida) de u n espacio habitado (una ciudad)
exige la dom inación de m últiples determ inism os
n atu rales —el clima, las aguas, el em plazam iento— ,
así com o el dom inio de las diversas corrientes que
se con cen tran en ese espacio —energías, inform a­
ciones, m aterias prim as, m ercancías—, y, p o r ú lti­
mo, la apropiación arquitectónica y urb an ística del
espacio m ism o. Aquí y así nace y se logra la liber­
tad, según Marx. C ontradicciones inéditas, inopi­
nadas p ara Marx: la dom inación puede e n tra ñ a r la
destrucción de lo dom inado (la naturaleza, entre
o tras cosas). El dom inio del proceso económ ico
no en tra ñ a la apropiación. E sta supone aquellos
dos com ponentes o se superpone a ellos.
Por u n asom broso m alentendido, por una abe­
rració n inconcebible, el concepto hegeliano de
la lib ertad ha invadido el pensam iento m arxísta.
168 Henri Lefebvre

¡Cuántos «m arxistas» han definido así la li­


b ertad , cediendo al fetichism o (sin em bargo, b u r­
gués) del sab er eficaz, aceptando el productivism o
(sin em bargo, capitalista)! En la práctica, esta defi­
nición acaba identificando la libertad del ciuda­
dano con el reconocim iento de los determ inism os
económ icos, con los im perativos del crecim iento y
la aceptación de las coacciones políticas. ¡El em po­
brecim iento del individuo, «librem ente consenti­
do», se hace p asa r p or lib ertad suprem a! La defi­
nición filosófica ha sido «realizada» de la m ane­
ra m ás lam entable, previa distorsión.
Cuando la filosofía, la de los estoicos (aunque
más de un filósofo no afiliado oficialm ente a esta
escuela fuese estoico por ser filósofo), definía la
libertad com o la aceptación del destino e incluso
com o el am or fati, lo hacía p ara preserv ar su
fuero interno. M ientras que, en nom bre de una
definición de la lib ertad pretendidam ente revolu­
cionaria, dado que se atribuye al m agister de la
revolución, el E stado se reserva el derecho de
acosar al individuo h asta en sus reservas, en sus
recursos ocultos, h asta en su secreto, negándole el
fuero interno, acusando a esta intim idad de desvia­
ción psicopatológica (anti-social).
En resum en, una vez m ás, p ara Marx, Engels y
Lenin, la revolución que preconizaron, la revolu­
ción total se distingue de las revoluciones políticas
p or la prom oción o ascensión de lo social co n tra lo
político y lo.económ ico.

5. De creer a Marx, el resultado de las tríadas


hegelianas no tiene nada de satisfactorio, pues en­
trañ a la satisfacción com pleta por la coincidencia
de los tres m om entos: «necesidades, trab ajo s y
goces». ¿E n qué consisten las auténticas tríadas?
¿Cómo denom inarlas? Hay ésta: «opresión, expío-
El «dossier» Marx 169

tación, hum illación», y esta o tra: «ideología, violen­


cia, saber», es decir, en la term inología actual:
«políticos, m ilitares, tecnócratas».
La com plejidad engendra la perplejidad. ¿Cuál
de los cuadros del m undo m oderno, el som brío o
el claro, el m arx ista o el hegeliano, es el «justo»?
(térm ino p ru d en te, que reserva el em pleo del té r­
m ino «verdadero»). Asunto espinoso, tan to m ás
cuanto que la com plejidad del E stado m oderno,
de sus funciones económ icas, de sus form as ju rí­
dicas, de sus estru c tu ras políticas, ha desdoblado
la posición crítica. Una crítica de derecha, liberal,
pequeño-burguesa (en últim o extrem o, «poujadis­
ta», reaccionaria, e incluso fascista) se enfrenta a
una crítica de izquierda, de orientación m arxista.
Una observación: los ingredientes del E stado
m oderno poseen diversidad suficiente para ase­
g u rar la variedad de las mezclas. ¿No es acaso
posible que aquí prevalezca el elem ento «saber» y
allá el elem ento «ideología» o «coacción»? ¿Que
aquí haya explotación sin dem asiada hum illación
y allá m ás hum illación que explotación? ¿Aquí
unos cuantos tecn ó cratas m ás, allá b astan tes m ili­
tares, y m ás allá políticos hábiles? De tal suerte
que estos conceptos generales re su ltarían opera­
torios en el análisis de las coyunturas...
Sea lo que fuere, faltan m uchos elem entos en
el cuadro dejado p o r Marx; varias casillas si­
guen vacías. De m odo incontestable, los hom bres
de E stado y los ap arato s políticos, al m anipular la
inform ación, h an asim ilado el saber, incluido el
m arxism o (aunque algo reducido). E ste saber ha
producido instituciones, especialm ente aquellas
que se ocupan de lo económ ico y orientan la p ro ­
ducción d irecta o in d irectam ente (indicativam en­
te). El proceso de institucionalización 4 h a modifi-
4 V éase René L ourau: Analyse institutionnelle, E ditions
de M inuit, París, 1971.
170 Henri Lefebvre

cado las e stru c tu ra s estatales y, sobre todo, el sis­


tem a co n tractu al.
E n cierto sentido, p o r tanto, las tran sfo rm acio ­
nes del E stado m oderno lo han «hegelianizado». La
posibilidad de com binaciones de los elem entos ci­
tados es agotable p o r supuesto en la práctica, pero
b astan te grande. Algunas —aquellas en que predo­
m inan los tecn ó cratas— se acercan m ás que o tras
al m odelo hegeliano. ¿No está acaso el E stado m o­
derno m ás cerca de ese m odelo que en tiem pos
de Marx, cuando éste no tenía otros m ateriales de
análisis que el E stado b o n ap a rtista o el E stado bis-
m arckiano?
Y, sin em bargo, este E stado m oderno oscila
en tre dos polos: oficina de estudio o banco de
datos al servicio de las organizaciones económ icas,
de las em presas —capitalistas nacionales y supra-
nacionales—, ap a rato o presor y represor, policíaco
y m ilitar, que dom ina la sociedad civil y tiende a
esclavizarla p ara explotarla por su propia cuenta.
El analista llega a veces a preguntarse si esos
dos cuadros —el som brío y el claro— no son igual
y sim ultáneam ente verdaderos. Pero ¿no debería
entonces el análisis cam biar radicalm ente de re­
gistro, de m ateriales y de m aterial, de categorías
y de tem as? Es lo que otorga su puesto y su opor­
tunidad al análisis nietzscheano de la voluntad de
poder.

6. A la p reg u n ta brutal, dem asiado clara en la


m edida en que exige una resp u esta tajan te, de si
«el m undo m oderno es m arxista», hay que respon­
d er altern ativ am en te sí y /o no.
El «mundo» que se dice m arxista y al que gene­
ralm en te se denom ina com unista no tiene nada de
m arx ista ni de com unista. E stas etiquetas y estos
epítetos llevan consigo u n a ideología y una mito-
El « dossier» Marx 171

logia. «Ideología» y «mitología» no significan lo


irreal; re p etiré u n a vez m ás que las personas están
m ás d ispuestas a m o rir p o r las ideas y las ideolo­
gías, p o r los m itos y las utopías, que p o r las «rea­
lidades». T anto el com unism o com o el anticom u­
nism o form an p a rte de las ideologías m odernas. El
sedicente «m undo» m arxista o com unista tiene su
ideología m arxista, es decir, se h a tran sfo rm ad o
el m arxism o en ideología y el proyecto de u n a so­
ciedad «com unista» en retórica. Los textos de
Marx, de Engels y de Lenin sobre el E stado y su
decadencia son tan n um erosos com o irrebatibles.
Se puede oscurecer esos textos, arro jarlo s a la
som bra, p ero no re fu tarlo s. Si se considera, en
nom bre de la h isto ria o del «sentido de la histo ­
ria», o m ás vulgarm ente, en nom bre del pragm a­
tism o y del cinism o políticos, que h an periclitado,
el m arxism o en tero se viene abajo. Puede p ro p o r­
cionar u n vocabulario, u n a ideología, pero carece
ya de veracidad (teórica). En la situación teórica y
p ráctica actual, la p aradoja, llevada h asta el colm o,
se convierte en contradicción clam orosa y, sin em ­
bargo, em p u jad a p o r todos los m edios hacia la
som bra; el pensam iento de Marx, que elaboró el
concepto de ideología y quiso elim inar toda ideolo­
gía, se tru ec a en ideología; la crítica radical del
E stado p a ra Marx, Engels, Lenin se tru eca en doc­
trin a de E stado. ¡Más que u n a m etáfora, se tra ta
de u n a m etam orfosis! 5.
¿Dónde se ha elevado la clase o b re ra al nivel de
su jeto colectivo —del su jeto político— haciendo
añicos el E stad o y la política? ¿Dónde y cóm o
5 Con reservas respecto a China. Si es cierto que Mao
h a ro to el ap a ra to del p artid o , estad o d en tro del E stad o ,
con la ayuda de la ju v en tu d d u ra n te la revolución c u ltu ral,
el hecho reviste im p o rtan cia m undial. No o b stan te, ¿quid
del E stad o m ism o, de la planificación, de la organización
del te rrito rio , del p a rtid o reco n stru id o ? Sabem os dem asia­
do poco p a ra pronu n ciarn o s, pese a las sim patías.
172 Henri Lefebvre

ejerce su hegem onía (sustituyendo p o r este con­


cepto, afinado p o r G ram sci, el otro, algo b ru tal, de
«dictadura»)? ¿Dónde realiza su m isión, no histó­
rica, sino universal, positividad alcanzada a través
de la negatividad radical? La clase o b re ra intentó
la salida en 1917 con los soviets, y desde entonces...
O bservadores m aliciosos h an descrito m ás de
u n a vez las hom ologías y los co n trastes en tre los
países llam ados socialistas y los países capitalistas.
E n los segundos, el E stado m u estra frecuentem en­
te signos de fatiga; en los prim eros nunca: se
reafirm a en el «socialismo» cada vez m ás anim oso
y clarividente, sin d ejar que n ad a se le escape, que
n ada se filtre, salvo aquello que sabe seguir los
contornos de la som bra.
Por desgracia, la corrupción tiene pocas relacio­
nes con la decadencia del E stado, a no ser que
p erm ita que u n control dem ocrático, ejercido de
abajo arrib a, vigile el «poder». En efecto, la hege­
m onía de la clase o b rera posee tres caracteres:
presión creciente sobre la clase contraría, am ­
pliación y profundización de la dem ocracia, des­
aparición de los privilegios estatales. La co rru p ­
ción, la degradación pueden, p o r el contrario, ser­
vir a la crítica de la derecha, la que conduce, bien
al fascism o, bien a la d ictad u ra m ilitar.

7. La teoría de la coherencia del discurso, la


lógica —expresión privilegiada del Logos occiden­
tal desde A ristóteles—, tam bién ha recibido una
prom oción so rp rendente. No sólo h a cam biado,
sino que h a sufrido u n a m etam orfosis: convertida
en p ráctica sociopolítica, en cuanto actividad pre­
tende la cohesión social en el m arco económ ico y
político dado: el m odo de producción, el Estado.
La lógica parece perfeccionarse, desarrollarse.
Diríase que engendra m últiples lógicas; ¿quién
El «dossier» Marx 173

no se vale de una «logicidad», de u n a coherencia


rig u ro sa en su p ropósito o en su proyecto? E n rea­
lidad, la teo ría de la coherencia, aplicada a tal o
cual «objeto», am p ara y ju stifica una acción que
quiere fijar su objeto. Una acción de ese tipo se
denom ina «estrategia». Las lógicas (de lo social,
de la m ercancía, de la significación, de la violen­
cia, etc.) deben analizarse com o estrategias: re­
cursos, objetivos, agentes.
La dialéctica parece vencida, elim inada. No hay
p o r qué o cu ltar que el problem a «lógica-dialéctica»
no ha encontrado aún solución. ¿Cuál es la relación
exacta en tre la teo ría de la coherencia y de la co­
hesión, del equilibrio, es decir, de la estabilidad, y
la de los conflictos, de las contradicciones, de las
transiciones, de la m ovilidad? Lo m ás que se puede
decir es que con el «logicismo» m oderno, el Logos
occidental ha en contrado u n a ideología ju stifica­
tiva, sin duda, la últim a. Se vincula al poder polí­
tico p o r m edio de la tecnocracia, especializada en
el estudio de las estru c tu ras de equilibrio, en las
estrategias. Y entonces las contradicciones llegan
desde todos los ángulos: desde la m ultiplicidad de'
las lógicas y de las estrategias que se enfrentan,
desde las acciones que dividen y disponen el es­
pacio. 8

8. ¿Es m arx ista el m undo actual? C iertam ente


no. Marx ha sufrido un desenfoque doble: estu ­
diado un poco en todos los lugares clasificado
en tre los au to res «clásicos» en m uchos países, con­
vertido en un hecho «cultural», se le ha reducido
a un pequeño n úm ero de citas, pienso p ara estu ­
diantes y m ilitantes.
Reducido, achicado, se le ha debilitado: despo­
jado de la crítica política, porque ésta no podría,
sin destru irse, salvar al E stado y la política deno-
174 Henri Lefebvre

m inados «socialistas». So capa de cientifism o (de


epistem ología, de ciencia económ ica, histórica, so­
ciológica, etc.) se h a quitad o la gracia a este pen­
sam iento; se le h a dividido en p arte s separadas,
bien p o r la erudición (m arxistología), bien por
in terp retacio n es, lecturas, relectu ras cada vez m ás
a b stra ctas.
¿ R estitu ir el pensam iento de M arx? El proyecto
es factible, p ero con dos condiciones. En p rim er
lugar, to m ar la totalidad de la o b ra en su m ovi­
m iento, en lugar de excluir a priori esto o aquello,
p o r se r o no ser político, p o r ser o no ser filosófi­
co; económ ico, histórico, etc. N adie tiene derecho a
so m eter el pensam iento de M arx a los conceptos,
teo rías y problem as posteriores. E n segundo lugar,
v in cu lar este p ensam iento a lo vivido de n u estra
época, a sus m últiples problem as que p erm a­
necen en la som bra. Incluidas las siguientes, enor­
m es y escabrosas cuestiones: ¿Qué es el E stado?
¿Q ué h acer del E stado, en el E stado, con el E s­
tado, co n tra el E stado?
V incular el pensam iento de M arx al saber oficia­
lizado e institucionalizado, a lo concebido contra
lo vivido, es una operación m onstruosa: un acto
de auto d estru cció n .
No, el m undo actual no tiene n ad a de m arxista.
N inguna alienación ha desaparecido; antes bien,
o tras alienaciones, nuevas, sorprendentes, han
agravado las antiguas. A la alienación de los tra b a ­
jad o re s, de las m u jeres, de los niños, de los colo­
nizados, etc. se superponen la alienación política
(por el E stado todopoderoso), la alienación tecno­
lógica, la alienación m ediante el espacio, etc. El
p ro p io tra b a jo no h a superado un status contra­
dicto rio : alienante-alienado, realización del ser
social p o r la producción, pero dividido, pulveri­
zado, privado de todo «valor». Se sabe que al
m ism o tiem po el concepto hegeliano-m arxista de
El « dossier» Marx 175

alienación h a proseguido u n a trayectoria fulguran­


te. D espojado p o r M arx de las oscuridades hege-
lianas, definido com o bloqueo de las posibilidades,
ha esclarecido m uchas situaciones, pese a carecer
de un sta tu s bien definido teóricam ente (episte­
m ológicam ente). El sadism o in telectual que se en­
saña con lo vivido ha querido ejec u tar a la alie­
nación. D em asiado tarde: habiendo cum plido su
com etido, el concepto (o, si se quiere, su im agen)
declinaba ya.

9. No, este m undo no tiene nada de m arxista,


ni d irecta ni indirectam ente. Por una ironía de
signo co n trario a la ironía m arxista, los adversa­
rios de Marx, aquellos a los que él había m atado,
resucitan: P roudhon, S tirn er. La exigencia de una
descentralización h a reavivado la o b ra del uno y
el «individuo» irred u ctib le se vale todavía del otro.
Al lado de la revolución, después de sus sucesivos
fracasos y, sobre todo, del de la revolución total,
la rebelión, la revuelta, la subversión han recupe­
rado sus derechos: bien oponiéndose a la revolu­
ción política p a ra obtener «todo y en seguida», bien
com pletando la revolución política por la d estru c­
ción del E stado.
¿Cómo este m undo podría invocar a M arx? El
jam ás separó el crecim iento del desarrollo. P ara
aseg u rar su concordancia situaba la revolución
política antes del crecim iento. Lo cual no ha ocu­
rrido. O, dicho de o tro m odo, el «m undo al revés»
no ha sido d erribado; es m ás, -ha sido perfeccio­
nado separando el crecim iento del desarrollo y la
dom inación de la apropiación. ¡Lo cual Marx no
hubiera podido concebir siquiera!
Con relación al m undo m oderno, Marx puede
d ar la im presión de un hom bre del 48 benévolo y
optim ista: del pueblo y de los trab a jad o res va a
176 Henri Lefebvre

salir la salvación. La razón avanza. Si bien se se­


para de la Idea idealista, por otro lado, se vincula a
la producción industrial, al trab a jo m aterial, sóli­
dam ente.
Ahora bien, la in d ustria generalizada ha dem os­
trad o los lím ites de su racionalidad. De ella nace
un m undo de violencia perdurable. ¿Cómo y por
qué? ¿R esponden Lenin y el leninism o a esta p re­
gunta? M uchas personas adm iten la existencia de
un leninism o, com o la existencia de un m arxism o,
lo que p erm ite legalizar el m arxism o-leninism o.
Tras un examen, el leninism o se disocia. ¿El m ate­
rialism o dialéctico? ¿El estudio del problem a cam ­
pesino? ¡Es a K autsky al que Lenin, que tanto
había tom ado p restado de él, a rra stro por el lodo,
a quien hay que reconocer el m érito de estos des­
cubrim ientos, si es que los hay! El m aterialism o
que Lenin opuso al em pirism o y al em p iriocriticis­
mo, poco dialectizado por él, sigue siendo sum ario
y brutal.
En ciertos fragm entos de Marx se presiente la
ley del desarrollo desigual (sería m ás ju sto decir:
desigualdades de crecim iento y de desarrollo). Sólo
Lenin la form uló, dándole toda su am plitud, anun­
ciando sus consecuencias desastrosas. Luego esa
ley se ha verificado, extendido, diversificado. No
sabríam os p o n d erar la im p o rtan cia de esta gran
ley del m undo m oderno. Es el gran descubrim iento
de Lenin, lo esencial del leninism o. E n el desarro­
llo desigual, la coexistencia (poco pacífica) de
todos los niveles, de lo local a lo supranacional,
pasando p or lo regional y lo nacional, engendra
una problem ática nueva. El desarrollo desigual ha
creado el im perialism o, es decir, la violencia, en el
seno del m undo industrializado. Pese a ello, la
desigualdad considerada aisladam ente no b asta
p ara explicar la violencia; sólo la existencia del
El « dossier» Marx m

E stado, estim ulado p or las desigualdades, puede


explicarla.
El pu n to m ás escabroso del leninism o, y que
pasa p o r el m ás fuerte, es la teoría del saber y del
partido. El saber pertenece a los intelectuales.
Ellos disponen de los conceptos, de la teoría, de la
term inología científica. La clase obrera, que no
puede su p erar la ciega espontaneidad, recibe desde
fuera el saber. ¿Por qué m edio? El p artid o polí-
tico, so porte o su jeto del saber, lo tran sm ite a los
obreros, lo com unica, lo hace accesible, sin cesar
de poseerlo. Ahora bien, el p artid o político tiende
con el E stado o a cubierto del E stado a elevarse
por encim a de la sociedad. La experiencia lo m ues­
tra y la teoría puede dem ostrarlo. Todo partido
político —sin saberlo o sabiéndolo— es hegeliano
en esencia.
La teoría hegeliana del saber, vinculado «positi­
vam ente» a la acción política y, p o r esta m ediación,
al E stado, ha im pregnado el m arxism o; ha esca­
pado a la crítica m arxista, p a ra d ar com o fru to
esa teoría que priva del conocer, actual o virtual,
a lo vivido, a lo espontáneo, a la práctica social a
un tiem po. Lo concebido y lo vivido se oponen,
com o el conocim iento político adjudicado al p a r­
tido y la espontaneidad ciega a las m asas, incapa­
ces de lucidez y cultura.

10. No es, sin em bargo, seguro que el capitalis­


mo —el m odo de producción capitalista— se cons­
tituya en sistem a coherente y perviva b ajo este
concepto. No es tam poco seguro que la burguesía
se co n stituya definitivam ente en clase a escala
m undial y pueda sobrevivir. Todavía quedan posi­
bilidades de que la clase o b re ra se erija en «su­
jeto colectivo», es decir, en sujeto político en el
sentido señalado m ás arriba. Pese a los obstáculos,
178 Henri Lefebvre

0. las coacciones, a la violencia, ciertos indicios


¡n u estran que la penetración —no ideológica, sino
p rá ctica— de la clase o b rera es posible. E sta posi­
b ilid ad b asta p ara que el «sistem a» no pueda esta­
bilizarse com o tal ni cerrarse como sería el deseo
de todo sistem a (desde el m om ento en que se
c ie rra ap risiona a los suyos; así hizo el estalinism o
con los estalinistas, dicho sea de pasada).
Algunos llegan a negar incluso la existencia ac­
tu al del capitalism o com o con ju n to (m odo de p ro ­
ducción) y totalidad. Según ellos, el «capitalis­
mo» se h a disociado ya en naciones-Estados, en
«sociedades», cuyas p articularidades dom inan
—cu ltu ral, políticam ente— los rasgos económ icos
generales. Con lo cual el análisis m arxista queda
relegado a una especie de folklore, a una form a
d istin ta de p ro n u n ciar la frase: Marx h a m uerto.
A m enos que sea una form a de an u n ciar el fin de
la era burguesa y el advenim iento de la era prole­
taria, con sus ideas e ideologías, sustituyendo a
los «valores» e ideologías burguesas. E sta tesis
excesiva, com o tan tas otras, es am bigua; puede
ser «izquierdista», puede ser derechista.
E stos teóricos o, m ejor aún, estos ideólogos,
¿pueden negar que hay capitales, unos invertidos
en un lugar, otro s flotando p o r encim a de los
espacios nacionales, buscando un lugar, sum as
que figuran en papeles, certificadas por firm as,
g arantizadas (más o m enos) por una abstracción
concreta, p o r el oro?
E stos capitales «dan beneficio» a sus poseedores
cap italistas. ¿Cómo? De dos form as: produciendo
d irectam en te otros capitales m ediante las especu­
laciones e invirtiéndose p a ra p ro d u cir plusvalía.
Y de ahí no se deriva que ya no haya capitalism o,
sino que el «capitalism o» no constituye ya, como
en la época de Marx, u n a totalid ad relativam ente
inteligible, un «sistem a» relativam ente definido,
El « dossier» Marx 179

pese a sus contradicciones internas. Diferenciado,


espacializado, m undializado, está constituido p o r
una p lu ralid ad de subsistem as; los Estados nacio­
nales, el «sistem a m onetario», el m ercado m un­
dial, etc. ¿H ab rán desaparecido las contradiccio­
nes? P o r sup u esto que no; se h an hecho m ás com ­
p lejas o, m ejo r dicho, se h an agravado, sin alcan­
zar el p u n to de ru p tu ra , rozándole a veces...
Y en este sentido y en gran medida, ¿no es «m ar-
x ista » el m undo m o derno?
¿H an sido tran sfo rm ad as las relaciones de pro­
ducción? No. La pro piedad privada sigue siendo la
p ied ra ang u lar de esta sociedad: se extiende ahora
a todo el espacio. La transferencia del suelo, o del
subsuelo, al E stado, apenas ha m odificado la si­
tuación, no m ás que la gestión estatal de los m e­
dios de producción. La propiedad de E stado sus­
trae tan to com o la propiedad denom inada «pri­
vada» la gestión de las fuerzas productivas y de la
producción a los interesados, a las personas afec­
tadas, pro d u cto res y usuarios. La actividad «priva­
tiva» cam bia poco, tan to si es ejercida p o r un
p a rtic u la r com o p o r una institución estatal.
La reproducción de las relaciones de producción
provoca hoy día u n problem a a escala m undial.
C ontra los pronósticos de M arx se reproducen en
las líneas esenciales; sin em bargo, hay m uchos
cam bios en el m undo: crecim iento económico,
extensión del capitalism o al espacio entero (salvo
en los países llam ados socialistas), p o d er y unidad
(frágil, pero co n stituida) del m ercado m undial.
¿Quién asegura la reproducción de las relaciones
sociales y cóm o lo hace? ¿Qué es lo que cam bia y
qué es lo que no cam bia? No re su lta fácil con­
testar. El sta tu s de la m ujer, p o r ejem plo, tiende
a cam biar, lo cual no altera Jas relaciones de
producción, p ero no p o r ello debe subestim arse
en tan to que cam bio profundo.
180 Henri Lefebvre

Una sociedad piram idal se yergue sobre esta


base: la propiedad. Tiene pilares: la in d u stria y la
urbanización, la pro piedad de las em presas y la
del suelo. Se apoya sobre realidades establecidas
e incluso program adas: lo cotidiano, lo urbano.
Y, sin em bargo, en el curso de este vasto proceso,
la «socialización de la sociedad» sigue su m archa,
es decir, los tabiques caen y sólo se reconstruyen
p o r coacción (violencia).
R epitam os esta verdad so rp ren d en te y poco asi­
m ilada: la prim acía de lo económico, del in te r­
cam bio y del valor de cam bio, de la producción
p ara el m ercado, caracteriza al capitalism o cuales­
quiera que sean la etiq u eta política y la ideología
que lo acom pañen. La burguesía m antiene esta
p rio rid ad en el orden estatal-político que prom ulga.
E n cuanto al socialism o, invierte, en principio, el
m undo al revés; restablece la p rio rid ad del uso y
de las necesidades sociales. R estituye así, según
Marx, la tran sp aren cia de las relaciones, caracterís­
ticas de las sociedades precapitalistas, al q u ita r a
esta «transparencia» la violencia directa (extra­
económ ica) que antes iba vinculada a las rela­
ciones personales.
Es inútil volver sobre este hecho: el sedicente
socialism o «m arxista» sólo tiene objetivos esen­
cialm ente económ icos. El econom ism o y el produc-
tivism o, extraídos del m arxism o, justificados ap ro ­
vechándose de M arx —no sin ab u sa r de los tex­
tos—, han invadido el m undo m oderno.
E n tal sentido (irónico), ¿no es m arxista este
m undo? Lo es, no m enos irónicam ente, si es cierto
que una fórm ula se generaliza d u ra n te el período
«de transición», de crecim iento. ¿Qué fórm ula? La
que exponem os a continuación, que reem plaza
poco v entajosam ente el delirio idealista de los
cristianos y el fam oso «Amaos los unos a los
otros», así com o la no m enos fam osa divisa: « ¡Pro­
El « dossier» Marx 181

letarios de todos los países, u n io s!». Hoy la con­


signa dom inante, aunque inconsciente, la divisa, la
m áxim a de la acción, sería: « ¡Explotaos los unos
a los otros! ». Los países ricos explotan, oprim en,
hum illan a los pobres que se desquitan en cuanto
pueden; lo m ism o o curre con las regiones y con
los sectores. Los artesanos, los cam pesinos, los
funcionarios, los intelectuales e incluso los obreros
no tra ta n m enos que los otros de sacar el m áxim o
(económ ico) de la situación, de las relaciones so­
ciales. Las clases, fracciones de clases, grupos y
castas se explotan m u tu am en te en la unidad apa­
ren te del Estado-nación, de la «sociedad». La
lucha p or el re p arto de la plusvalía y del sobre­
p ro d u cto au m en ta y se agrava; o tras capas sociales
rivalizan con la burguesía (con m uchos m enos m e­
dios) que continúa im poniendo su hegem onía al
oponer el «óptimo» (suyo) a los «máximos» de las
dem ás clases.
¿No está esto de acuerdo «en profundidad» con
los análisis de Marx en el final (incom pleto) de
E l capital?

11. La burguesía hegem ónica ha asim ilado (re­


cuperado) p arcialm ente el m arxism o y, de modo
especial, la racionalidad fundada en la p ráctica (la
producción) in d u strial. De ahí h a extraído, así
com o de su experiencia política, conceptos y p rác­
ticas: un cierto dom inio del m ercado gracias al
sab er y a las ciencias; u n sentido de la organiza­
ción que ha m odificado el capitalism o tradicional
(com petitivo), u n a sem i-planificación.
E n ú ltim o extrem o volvemos a encontrarnos con
el Estado, oficina de estudio de las firm as capitalis­
tas, fren te al E stado, organización del pillaje.
E n fren tam ien to que define un intervalo, es decir,
182 Henri Lefebvre

u n vasto abanico de posibilidades, de com prom i­


sos y de m atices, com o se h a dicho anteriorm ente.
P or poca razón que se reconozca a Marx, el m a­
yor erro r, la m ayor locura p a ra un m ovim iento
que se dice revolucionario es refo rzar el E stado.
Ahora bien, ¿no han seguido todos este cam ino, el
del fracaso?
E ste m undo no puede ser titu lad o de «m arxísta»
ni estu d iarse en función de M arx sino de m odo iró­
nico. Cuando los políticos ad optan la perspectiva
del crecim iento ilim itado en todos los sectores,
desde el p o d er ai saber, lo que im plica el gigan­
tism o (de organización), ¿son m arxistas? Algunos
lo creen, otro s lo p retenden. N osotros decim os iró­
nicam ente: quizá, pero...
Pero si los conceptos de Marx poseen un sen­
tido preciso: la revolución se hace co n tra el Es­
tado y, p o r tanto, en u n m om ento dado, el E s­
tado se vuelve contrarrevolucionario.
Una constatación de. este tipo no inclina hacia
esa form a de an arq u ism o que rechaza el conocer y
tiende hacia el «salvaje», individualism o y n a tu ­
ralism o. Im plica el trasp aso de los privilegios insti­
tucionales a lo organizativo, de lo que en la actu a­
lidad se puede decir que no nace de la práctica
in d u strial, sino de la práctica espacial, que se
superpone a la in d u stria y la so b redeterm ina cada
vez más.
De este m odo se puede recoger el pensam iento
de M arx a p a rtir de lo actual, en función de lo que
hay nuevo en el m undo. Recogida diferente de la
repetición exegética y de la in terp retació n aventu­
rada.
4. EL «D O S S IE R » N IE T Z S C H E

1. ¿M enos abu n d an te que el de Hegel o el de


M arx? A parentem ente no. ¿Más sorprendente? Sin
duda, p o rque el «nietzscheísm o» se in je rta en la lo­
cu ra lite raria y poética, llena de delirios retóricos,
sin lazo alguno con la acción y la p ráctica sociales.
A principios de siglo, la joven de la burguesía
que tom a u n am ante y quiere «vivir su vida» cita
a N ietzsc h e'. E n Francia, en esa época, el «nietz­
scheísm o» re p resen ta u n a especie de izquierdism o
an arq u izan te que m ás tard e debía en g en d rar a
hijos esc an d alo so s2. En Alemania, en Austria,
S trau ss y M ahler dedicaron a Z a ra tu stra y a
N ietzsche desde finales de siglo obras m usicales
de estilo heroico y pesado. A continuación, en
Francia, la «recepción» de la d octrina (si se puede
decir) nietzscheana seguirá direcciones diam etral­
m ente opuestas (Gide y D rieu La Rochelle, es
decir, la izquierda y la derecha, p o r ejem plo). El

' Véase Daniel Lesueur: Nietzschéenne!, novela ap arecida


hacia 1905.
1 Véase R. Vaneigem: Traite du savoir-vivre á l'usage des
jeunes générations, G allim ard, P arís, 1968 (q u e hace tra m ­
pas sobre su genealogía).
184 Henri Lefebvre

nietzscheísm o es entonces una actitu d de élite, la


form ación (p resu n ta) de una nueva aristocracia 3.
A p ropósito de F. N ietzsche debería, distinguirse
la p o sterid ad de la influencia. En el p rim er caso,
su ob ra e n tra en lo que podría llam arse la genealo­
gía del tal hom bre, pensador, poeta, hom bre de
acción. En el segundo caso, los m alentendidos se
suceden y el influjo se propaga de desconocim ien­
to en desconocim iento; ¡una «buena lectura» de
Nietzsche le hubiera privado de m uchos discípu­
los! Otro tan to se puede decir de M arx (pero ¿hay
lecturas buenas y m alas?).
C iertas filiaciones m erecerían por sí solas varios
estudios b ajo diversos enfoques. Así, las relacio­
nes en tre N ietzsche y G. B ataille, o entre Nietzsche
y H erm ann Hesse, o entre Nietzsche y R. Musil.
El juego de abalorios predice lo que le ocurre a
una sociedad cuando u n saber esotérico que p re­
tende lo absoluto posee el prestigio y busca el
poder. ¿Qué ocurre? E stá en m anos de una casta,
que se parece a una orden m onástica; esta orden,
que dom ina u n a región (Castalia), pero no el
país entero, e n tra en conflicto con el poder y con
lo «real». El sab er se refina, se perfecciona, de­
viene v erdaderam ente total (m atem ático, lingüís­
tico, m usical, histórico, etc.). R esultado: un fra­
caso no m enos total. La tesis hegeliana de la p ri­
m acía del sab er se vuelve co n tra el filósofo y la
filosofía. H erm ann Hesse, sin em bargo, h a conser­
vado de Hegel el elitism o, el papel del Logos y el
de la lingüística com o ciencia prim ordial, otorgan­
do, com o Nietzsche, a la m úsica un valor igual al
del saber, aunque contrario. En cuanto a E l hom ­
bre sin cualidades, ese gran libro está im pregnado
J Una p arte del dossier N ietzsche figura en la o b ra ya
citad a de P. B oudot: Nietzsche et l'au-dela de la liberté.
E n tre 1930 y 1960, los escrito res franceses com pletan feliz­
m ente la o b ra de G. B ianquis: Nietzsche en Frunce, 1928.
El «dossier» Nietzsche 185

de u n a ironía m uy nietzscheana. Réplica a S tirner,


m ás individualista aún que «el único y su propie­
dad», el h om bre sin cualidades las tiene todas, pero
no hace nada con ellas ni nada puede hacer en la
E uropa de 1913.
Quien tu viera en sus m anos el dossier de
Nietzsche com pleto y lo ho jeara atentam ente iría
de so rp resa en sorpresa. C om probaría que el ge­
neral De Gaulle, hom bre de E stado francés célebre
e influyente a m ediados del siglo xx, a trib u ía a
Nietzsche u na im p o rtancia y una responsabilidad
pasm osas, no sin equivocaciones increíbles sobre el
pensam iento del filósofo poeta. P ara él, Nietzsche
y Alemania son una m ism a cosa: Alemania adoptó
a Nietzsche, que refleja el espíritu germ ánico.
Todos los erro res de Alemania, según el general
De Gaulle, se deben a las «teorías» de Nietzsche.
«El S uperhom bre, con su carácter excepcional,
la voluntad de poder [...], les pareció a esos
am biciosos apasionados el ideal que debían al­
canzar...» 4.
El hecho de que un hom bre de E stado pueda
enunciar tales to n terías y com eter tales errores
en tra ñ a algunas consecuencias; en p rim er lugar,
la falta de respeto, ya conseguida; luego, la sos­
pecha sobre el «pensam iento» de ese hom bre y de
los hom bres de E stado en general. H asta tal punto
que no parece im posible que los hom bres de E s­
tado germ ánicos hayan com etido a propósito de
Nietzsche el m ism o e rro r c a p ita l5. E xtraña e im ­

4 Véase A. Philom enko: «De Gaulle, un philosophe de la


guerre», en Etudes polémologiques, núm . 7, enero de 1973.
5 El dossier com pleto co n ten d ría las referencias nietz-
scheanas de ciertos teóricos del II I Reich. Sobre esto véase
H. Lefebvre: Nietzsche, E ditions Sociales In tem atio n ales,
1939 (fecha a subrayar: fue el p rim e r libro escrito p ara
d em o strar que N ietzsche no era, en m odo alguno, resp o n ­
sable de la in terp retació n fascista).
186 Henri Lefebvre

previsible ironía: un N ietzsche w agnerizado (lo


que a todas luces no le hubiera agradado nada),
u n a im agen m ítica del filósofo-poeta ha gozado du­
ran te largo tiem po de prestigio y de influencia.
A p a rtir de m alentendidos m uy diversos h a h a­
bido un nietzscheísm o anarquizante, un nietzscheís-
mo elitista (es decir, «derechista» e incluso fascis-
toide). Y hace poco, el reto rn o a Nietzsche, lle­
vado a cabo con im parcialidad p o r historiadores
de la filosofía, h a restablecido la verdad textual:
se h an m utilado los escritos de N ietzsche para
«deform arlos» en este o en aquel sentido. La h e r­
m ana de Nietzsche, E lisabeth, después de la m u er­
te del poeta-filósofo, fue culpable de una falsifi­
cación; reaccionaria, antisem ita (por la influencia
de su m arido), no dudó en m odificar el sentido de
los textos m ediante m ontajes, supresiones, etc.
Y u n a vez restablecida la verdad histórica,
Nietzsche tam poco ha dejado de padecer algunos
ultrajes. Racionalizado, sistem atizado, dogm ati­
zado «a la francesa» (según las tendencias del
pensam iento francés actual, es decir, del logos y
del cogito cartesianos en plena crisis, cuando los
filósofos tra ta n de salvar las apariencias y salir
del apuro), N ietzsche ha perdido la m ordacidad,
el lado ofensivo, altanero a veces, de su poesía.
De u n a renovación de su «influencia» (palabra
sospechosa, si tenem os en cuenta lo que sobre ella
dice N ietzsche) ha resultado en F rancia una cu­
riosa renovación de la filosofía. M ientras que bajo
la «influencia» hegeliana, el filósofo profesional
se convierte en servidor (servil) de la política, el
filósofo de filiación nietzscheana se p ronuncia con­
tra el poder, sea cual fuere. En cierta m edida d e ja j
de sobrevivir: revive. E n cu en tra incluso el sello
del po d er (de la p o tencia y de la voluntad de po­
der) en el lenguaje. A veces, después de m a ta r a
«Dios» y al hom bre, llega a m a ta r tam bién el sen-
El «dossier» Nietzsche 187

tido, la verdad y, p o r últim o la Id en tid ad (la del sí


consigo, que p erm ite nom brar y ten er lo nom ­
brado). E ste filósofo profesa a su vez el gran des-*'*,
precio: el desprecio p o r lo que no es grande. Como
Nietzsche, pone la civilización (m al definida, hay
que adm itirlo ) p o r encim a de la sociedad y del Es­
tado. A
¿Sigue siendo u n filósofo este filósofo m oderno?
Si sólo se in teresa p o r N ietzsche a través de la
filosofía (o p o rq u e la lingüística se h a vuelto a
poner de m oda, ciencia llam ada en tiem pos de
N ietzsche y p o r él «filología»), ese interés no va
m uy lejos; deja a n u estro m oderno pensador m uy
tran q u ilo en m edio de esas categorías que cree
h ab er superado y que conserva religiosam ente. Si
ese p en sad o r m oderno llega h asta el fin, si com ­
prende en el fondo la «voluntad de poder», ¿a
dónde llega? E sta p reg u n ta en c o n trará m ás adelan­
te una resp u esta (un ensayo de respuesta). P odría
suceder que la situación de ese filósofo fuera in­
cóm oda y que su audacia titubeara. ¿P or qué?
Porque N ietzsche condena y rechaza la filosofía en­
tera. Igual que Marx. E ste la rechaza y re fu ta p o r­
que carece de relación con la p rá ctica y no puede
realizar su idea del hom bre. P ara Nietzsche, la filcf'Tj
sofía se com pone de m itos que ni siquiera tienen
la belleza de los m itos de la m itología. Las re p re­
sentaciones filosóficas com prenden algunos m itos
de los orígenes y de lo original. La filosofía se *
re p resen ta com ienzos: los com ienzos del m un­
do, del hom bre; de la conciencia, del pensam iento.
Y se las apaña p a ra que la p reg u n ta contenga la
respuesta: el Ser, Dios, el Alma, la N aturaleza, etc.
Se pueden en u m erar los m itos secularizados de la
filosofía: el S er p rim o rd ial (visto desde abajo:
la N aturaleza, la M ateria, el Grund; visto desde
arrib a: Dios, la T ranscendencia, la Idea), el dua-
188 Henri Lefebvre

lism o (el Bien y el Mal, el P ensam iento y la Ma­


teria inerte), etc.
D enunciada p o r la renuncia nietzscheana a lo
1fácil, la filosofía concluye con el gesto de Orfeo
y el gesto de N arciso. Orfeo se a p a rta de su ca­
mino, se vuelve hacia la vida p erd id a p ara siem pre
y de esta fo rm a se pierde. N arciso, obsesionado
p o r el espejo donde se descubre, aprende que
él m ism o no es m ás que un reflejo, y m uere. A la
filosofía y a los filósofos no les queda o tro re­
curso que éste: el gesto de Orfeo —el vano reto rn o
hacia lo original— y el gesto de N arciso —la
m u erte en la contem plación de sí m ism o—. En
am bos casos, la filosofía se acaba. Sólo sabe engen­
d ra r la ilusión de la a ltu ra y la ilusión de la p ro fu n ­
didad en el espacio m ental filosófico. B usca unas
veces el efecto de la tran sp aren cia, o tras el efecto
de la opacidad (sustancialidad). La filosofía perece
ratificando con su fracaso el fracaso de la especie
hum ana: obligando a ir m ás allá del «hom bre».

2. Si bien se m ira, N ietzsche no e n tra en esas


categorías: la filosofía, la búsqueda de un sistem a,
la enseñanza de un saber. ¿Cómo se puede des­
c rib ir a ese genio «espantoso» de la form a en que
él se p resen tab a a sí m ism o?: «Lo que tra to de
h acer es espantoso en todas las acepciones del té r­
m ino [...]. Yo no desconfío del individuo, descon­
fío de la hu m an id ad [...]. Una fatalidad indecible
perm anece u n id a a mi nom bre...» (carta no en­
viada a su herm an a, T urín, diciem bre de 1888).
Nietzsche, al m o stra r los reso rtes, h a desm entido
y desm ontado todos los discursos de los espíritus
religiosos, de los esp íritu s científicos, de los espí­
ritu s políticos. E n u n lenguaje que n ad a tiene en
com ún con el suyo, porque es poco poético, pero
que corresponde al m ovim iento de su pensam ien­
El « dossier» Nietzsche 189

to, puede decirse que es el G ran D escodificador


del m undo occidental. H a descifrado todos los
m ensajes, todos los lenguajes de E uropa. ¿El
nietzscheísm o? E s la ac titu d de aquellos p ara]
quienes los discursos ya no tienen secretos; las
c e rra d u ras fueron forzadas, los cajones abiertos,
las cajas fu ertes ro tas. Todo cuanto contuvieron
los archivos de las iglesias y de los E stados está
p o r ahí, p o r los suelos; cualquiera puede leer y
p iso tear esas esc ritu ras ineptas. Lo cual sólo al­
te ra la su erte de los escritos, no la de las cosas.
D escifrados, descodificados, los escritos que p re­
tendían se r enigm áticos no ejercerán ya el m enor
atractivo.
Y el G ran D escodificador, ¿tiene u n código?
¿G uarda en él su secreto, u n últim o secreto?
¿S erá él el sin-código que escapa a todo descifra­
m iento y, p o r tanto, sin fe ni ley, sin casa ni
hogar, es decir, el fin de los fines?
N ietzsche prosiguió im placablem ente la an ato ­
m ía y la disección (térm inos biológicos), el análi­
sis, el proceso (térm inos intelectuales y jurídicos),
la descodificación (térm ino de u n m odernism o
algo afectado) de la cristiandad, del judeocristia-
nism o, y con m ayor am p litu d aún de Occidente, del
grecolatinism o, del Logos europeo. Invocaba un
O riente de poesía y de m úsica, la suavidad divina
frente a la pesadez y el ab u rrim ien to de Occidente.
Desde entonces, y siguiendo las líneas de Marx,
se h a procesado a la burguesía, al capitalism o, con
un doble o trip le erro r. Se han repetido h asta la
saciedad las m ism as grandes verdades sobre la
burguesía, y tales verdades se vuelven m olestas.
Desde el principio ab u rrían p o r su m oralidad: la
dureza de la burguesía, su egoísmo, la in ju sticia
de la sociedad burguesa, las desigualdades del capi­
talism o, etc. P ara Nietzsche, quienes condenan la
190 Henri Lefebvre

sociedad b u rg u esa en nom bre de la justicia, de


la carid ad y de la verdad, no van m uy allá.
Las denom inadas ciencias hum anas, en estado
n aciente h acia finales del siglo xix, dejab an de
lado la cuestión de los b ru tale s orígenes y de las
d u ras condiciones del capitalism o, a saber, la
acum ulación del capital (nadie sospechaba que la
teo ría volvería a tener, a p ropósito del T ercer M un­
do y del socialism o en países «atrasados», actua­
lidad). Ante los lím ites de estas tesis y los calle­
jo n es sin salida de las polém icas, la sociedad vol­
vió a los «prim itivos», a la etnología o la an tro ­
pología, con to rn eando así la sociedad m oderna
después de h ab e r desviado su estudio hacia una
retó rica m oralizante y u n a histo ricid ad politizada.
N ietzsche h a evitado estos erro res y esas elisio­
nes. No da rodeos ni soslaya. Si h abla poco del*)
capitalism o y de la burguesía es p orque los des­
precia y los condena globalm ente, sin pen sar que
haya en ellos u n «objeto» digno de interés; tam ­
bién p o rq u e los engloba en el judeocristianism o.
Todo O ccidente derivaba desde el principio —des­
de el fracaso de Grecia— hacia lo que llegó a ser. j
La o rientación de E u ro p a se decidió en el siglo xvi.
O ccidente ten ía o tra s posibilidades; después de la
R eform a y de la C o n trarrefo rm a se asocian la ri­
queza en dinero y el poder estatal; la su erte está
echada: algunos tipos superiores, com o el crea­
d or universal (Vinci, Miguel Angel) o el «virtuo­
so» (hom bre de la virtu, de la audacia inteligente,
el Príncipe, C ésar Borgia), van a desaparecer p ara
siem pre.
P ara Nietzsche, la crítica de esta «m odernidad»,
que ve n acer en to m o a sí en las proxim idades
de 1880, fo rm a p a rte de u n a crítica m ás am plia:
de la h isto ria que com ienza en G recia y en R om a y
concluye con la b a rb a rie europea del siglo xix.
El « dossier» Nietzsche 191

N ietzsche no pien sa que p o r no h ab lar de capita­


lism o estreche su polém ica y reduzca su pensa­
m iento, antes bien, todo lo contrario. J
En todas p artes y siem pre, ya se tra te de lá~'f
religión o del E stado, de la econom ía o de lo polí­
tico, N ietzsche d escarta de en tra d a las re p resen ta­
ciones y las ideologías, las justificaciones m edian­
te el saber. Al servirse una vez m ás de esta pa­
lab ra dem asiado m oderna, N ietzsche tira los có­
digos usuales al cubo de la b asu ra después de
haberlos descubierto y form ulado. E lim ina lo con-',
cebído y lo percibido p a ra no ac la rar m ás que lo f
vivido. A quien sufre se le dem uestra de m il m a-j
ñeras que debe so p o rta r el sufrim iento en nom bré
del in terés general o en nom bre de la verdad.
Al hum illado se le dem uestra que tiene la hum i­
llación y la v irtu d de la hum ildad p o r destino. Pero
si «yo» concentro m i atención y m i lucidez sobre
«mi» sufrim iento, sobre «mi» hum illación, todo
cam bia. El resu ltad o afectivo se convierte en esen­
cial; lo accidental subjetivo pasa a p rim er plano,
sin que esa lucidez im plique u n a concepción del
«sujeto» o de la «emoción». Hecho poético que
viene tra s las justificaciones m orales del sufri­
m iento, tras las legitim aciones ideológicas de la
hum ildad: lo vivido se ahonda, nocturno, p ro fu n ­
do; se proclam a, reclam a la palabra, la tom a. Se
dice: poesía, canto, m úsica, danza. Da vida a o tra
m etam orfosis: el dolor se tran sfo rm a en alegría.
Se da, p o r tan to , en la o b ra dé Nietzsche, con
relación a la concepción generalm ente ad m itid a del
saber, concepción ritualizada p o r el hegelianism o,
u na inversión de sentido, u n vuelco de la pers­
pectiva. ¿Como en el caso de M arx? No. El vuelco ]
del m undo al revés, en N ietzsche no tiene nada de
objetivo ni de práctico. Desquite de lo vivido es
tam bién el desquite de lo subjetivo. El hegelianis­
m o y m ás tard e los pensadores de orientación mar-
192 Henri Lefebvre

xista h an teorizado p ara rechazar las «ilusiones de


la subjetividad». P ara Nietzsche, lo subjetivo tiene
i razón, de m odo m ás radical que lo conceptual y lo
/ objetivo. Cuando habla de las gentes de la Anti­
güedad, de la E dad Media, del R enacim iento,
Nietzsche no deja un m inuto de pen sar en sí
l m ismo, de reflexionar sobre sí, con sus dolores,
sus rebeliones, sus hum illaciones. E xperim enta el
ju d eo cristian ism o entero, enem igo del cuerpo, en
su p ro p ia carne. E xperim enta el a rd o r de los gran­
des ren acen tistas en su propio pensam iento, y en
la fascinación de la m uerte, fascinación de la que
hay que salir triu n fan te p ara co n tin u ar viviendo,
reconoce el sentido trágico de los griegos. La gran
m utación, la «transvaloración», ¿no será, en p ri­
m er lugar, la afirm ación de lo vivido, del m o­
m ento subjetivo, tras lib rarse de la jau la del co­
gito cartesiano, del S ujeto filosófico, encerrado en
sí m ism o? Cada m om ento de m i vida única desapa­
rece de m odo irrem ediable. Si alguna vez vuelve, si
se reproduce, es una posibilidad prodigiosa. Su
valor es infinito. ¿«Es»? No. Cada m om ento «es»
irriso rio ; p ero si atribuyo un infinito, el del valor,
a cada m om ento, lo vivo p o r fin. Lo vivido; puedo
y debo valorarlo in finitam ente (véanse Cartas del
19 de ju n io de 1882, de septiem bre de 1881, etc.).
De este m odo, N ietzsche se convierte en poeta,
dom inando el saber m ediante la poesía. El vuelco
de la situación, este acto que puede describirse
«dialécticam ente», pero que no depende p ara nada
de una teo ría de la dialéctica, no reniega ni
niega el saber. R efuta la p rio rid ad del saber, la
adhesión a una «representación» de lo real en nom ­
bre del saber —a u n a ideología—, pero se sirve
del saber. Filólogo, psicólogo, sociólogo, h isto ria­
dor, N ietzsche no h a renunciado a n ad a del saber
o de las ciencias. Invierte su p rio rid ad som etién-
El «dossier» Nietzsche 193

dolas a lo vivido. La poesía se convierte p ara él en


m edio y vía del conocer. No suprim e el saber en
el abism o del no-saber. E stu d ia las ciencias n a tu ­
rales, la fisiología, la física, la quím ica de su tiem ­
po, e incluso la lógica p a ra e n c o n trar argum en­
tos p a ra y /o co n tra ciertas teorías (el eterno j
R etorno) interm ed iarias entre filosofía y poesía.
A lo largo de su tray ectoria, el Logos occidental
ha em itido algunas proposiciones, cuya im p o rtan ­
cia, verdad y valor infinito han sido cacareados a
gritos: «Pienso, luego existo». ¡No! Cuando pienso 1
no existo, y si pienso es que no existo: busco el
ser. El «sujeto» p ensante se descubre «sujeto» dis­
cu rrien te, buscante, sufriente: sujeto del n o -se r.j
En cuanto a la re p etid a afirm ación de Hegel, según"
la cual el ser y el conocim iento se identifican, se­
gún la cual, p o r tanto, lo real y lo racional coinci­
den (de su erte que todo cuanto se realiza, incluso
po r la fuerza, tiene el derecho de la razón consigo),
de ese Hegel, en fin, que sitúa en el centro la Idea,
la Conciencia-de-gí, el Saber, ¡qué loco y qué lo­
c u ra ! La conciencia, en el universo, no tiene n a­
da de universal: es resultado de un azar, de u n a ^
casualidad, de una coincidencia (afortunada o
d esafo rtu n ad a) de circunstancias en un pequeño
planeta: una coyuntura, no una necesidad; un acci­
dente, no una esencia. Quizá u n a m onstruosidad.
Quizá u na enferm edad del «ser», enferm edad que
condena al ser consciente al sufrim iento p a ra cono­
cerlo, a desgracias que los «inconscientes» no co­
nocen: la finitud, la m uerte, la repetición, las lu­
c h a ^ vanas y tan tas o tra s_ m á s. Además, «ser
consciente» en sí m ism o, su conciencia no consiste
m ás que en afloram ientos, em ergencias, evanescen-
cias; es u n a superficie que b ajo sí tiene la p rofun­
didad y sobre sí la luz, superficie análoga a la
de u n espejo que refleja y «no es nada»; precioso,
194 Henri Lejebvre

m aravilloso y v a n o 6. La opacidad inaccesible de


la p ro fu n d id ad y la vana tran sp a ren c ia de las altu ­
ras no d ejan a la conciencia m ás que este puesto:
superficie, espejo.
P ero p a ra definirse así, en su valor y no en su*’
ilusión de verdad, el Saber, la Conciencia, necesitan
del conocer y del conocer entero: filosofía, filo­
logía (es decir, p ara Nietzsche, la lingüística, la
retórica, la estilística, la h isto ria del lenguaje),
h isto ria crítica del arte, etc. Lo que dice lo vivido,
lo que ocultan los dolores hum anos, lo que declara
la poesía: es necesario p a ra declararlos «hacer del
conocim iento la m ás poderosa de las pasiones».
E ntonces el saber puede re tra c ta rse —relativi-
zarse— sin d esm entirse en beneficio de una con­
cepción o de u n a visión m ás am plia. P ara poner la
conciencia en su sitio en el universo —realidad
ínfim a y falaz, pero de valor infinito p ara el «su­
jeto» concreto— se necesita una fuerza; ¿cuál?
La del conocer. Sólo entonces y sólo así la con­
ciencia deja de in stalarse en el centro de la «rea­
lidad» y de to m ar su incierto reflejo p o r u n a «sus­
tancia». Deja tam bién de d estru irse al considerarse
com o insignificante. Al optim ism o ingenuo y vani­
doso le sucede un pesim ism o. ¿Un nihilism o? No.
El p rob lem a deja de g irar en to rn o a la realidad
—al estu d iarla, al leerla— p a ra d ar vueltas en
torno de la m etam orfosis. ¡Cam biar lo real! ¡Cam­
b iar la vida! Eso no q uiere d.ecir «vivir m ejor, p ro ­
ducir más», sino c re a r una vida distinta. C am biar
lo real quiere decir: transfigurarlo, com o la luz
tran sfig u ra las cosas sin m odificarlas m aterial­
m ente. Como el a rte tran sfig u ra lo que toca, crean­
do «otra cosa» con los elem entos de lo real. Como

6 Véase Das Philosophen Buch, en la trad u cció n de


M arietti, A ubier, P arís, 1969, especialm ente los fragm en­
tos 54, 64, 139, etc.
El « dossier» Nietzsche 195

la tragedia crea u n a alegría con el h o rro r, la sangre


y la m uerte.

3. «En algún rincón ap a rtad o del universo, di­


fundido en el resp lan d o r de innum erables sistem as
solares, hubo u na vez una estrella sobre la cual
anim ales inteligentes inventaron el conocim iento.
Ese fue el m om ento m ás arro g an te y m ás m en ti­
roso de la «historia universal», pero no fue m ás
que un m inuto. Apenas unos suspiros de la n a tu ­
raleza, y la estrella se congeló, los anim ales inteli­
gentes debieron m orir. Tal es la fábula que alguien
p o d ría in v en tar...»
E ste es el com ienzo de u n escrito breve y deci­
sivo de 1873: Intro d ucción teorética sobre la ver­
dad y la m entira en sentido extra-moral, escrito
que no sólo presagia las opiniones u lterio res de
Nietzsche, sino que contiene u n a teo ría del len­
guaje, teo ría de la que hace poco se h a com pren­
dido que anuncia y desborda las elaboraciones m ás
m odernas de la lingüística, de la sem ántica, de la
sem iología o sem iótica, de su erte que su com pren­
sión h u b iera evitado m uchos errores, m uchas extra­
polaciones. P ero ese escrito, tam bién fue relegado
a la som bra, oculto, desconocido, perdido en tre los
esbozos, los b o rrad o res, los proyectos, las obras de
juventud.
¿Qué h a ocu rrid o e n tre el m om ento en que He-
gel, sin reservas n i escrúpulos, pone en el centro
del ho m b re y del universo el Saber, confundiendo
el logocentrism o, el europeocentrism o, el antro-
po cen trism o en la m ism a filosofía de la idea, y el
m om ento en que p a ra N ietzsche la tierra , el hom ­
b re y la conciencia no son m ás que azares felices,
erro res quizá de la n atu raleza m aterial, en el infi­
nito del espacio y del tiem po?
196 Henri Lefebvre

Se h an producido m uchos acontecim ientos cien­


tíficos y, especialm ente, la o b ra de Darw in, la
teoría de la evolución. Los orígenes de las especies
ap arecieron poco antes que E l capital, de Marx
(1867). El m undo científico e intelectual debió
resen tirse con el terrib le golpe dado p o r Darwin
a la teología, a la filosofía tradicional. Un nuevo
aspecto del ho m bre en el m undo en tra b a en
escena. ¿E n qué m om ento conoció N ietzsche la
teo ría de la evolución y concibió una especie de
un id ad en tre esta teoría y el pensam iento de Scho-
p en h au er (que sitúa en el origen de la realidad hu­
m ana la vida inconsciente y la naturaleza en lugar
de la Idea)? Es difícil precisarlo, pero no se puede
ig n o rar que esa «búsqueda» o rien ta un período del
pensam iento nietzscheano, el que va desde H u­
mano, dem asiado hum ano h asta Aurora y La Gaya
Ciencia (1878-1882) (véase sobre estos puntos p re­
cisos el fragm ento 354 de La Gaya Ciencia: «Vom
Genius der Gattung», y tam bién el fragm ento 357).
D arw in co n tin ú a a Hegel p a ra Nietzsche: «Ohne
H egel kein D arw in» (sin Hegel no hay Darwin).
Sin em bargo, este últim o m odifica el sentido de
la h isto ria y del desarrollo, h asta tal pu n to que le
priva de todo ca rác te r germ ánico, m ientras que
los alem anes siguen siendo hegelianos y optim istas,
aunque sin m otivo.
La gran o b ra y la teoría de D arw in fueron salu­
dadas p o r M arx y p o r Engels com o introducción a
una época nueva de la ciencia. ¿M idieron sus con­
secuencias? Si D arw in tiene razón, «el hom bre
genérico», «el h om bre específico» sobre el que
Marx basó su pensam iento corrigiendo a Hegel m e­
diante Feuerbach, ese «hom bre» no se p resen ta ya
com o el hijo p redilecto de la M adre-naturaleza,
que lo h a criado, alim entado, llevado en sus b ra ­
zos p a ra alzarle hacia las cum bres del pensam ien­
to. E ste natu ralism o que privilegia aún al ser hu-
El « dossier» Nietzsche 197

m ano y que proviene, sin duda, de Espinosa, ese


m aterialism o o p tim ista se derrum ba. <<El honxbre»
p ara los darvinianos no es m ás que u n producto
del azar; las especies, en su lucha por la vida, han
dado lugar a form as aptas p a ra la lucha, m ediante
la desaparición de las dem ás.
La especie hu m an a parece extraña. Lo cual p ara
la teología y la filosofía clásicas significa que esta
especie perm anece extraña a la naturaleza, a la
m ateria, a la vida y, p o r tanto, corresponde a una
teoría de la trascendencia. La teoría de la evolución
obliga a la natu raleza hum ana a volver a las filas
de la naturaleza. Puede llam arse «específica» entre
los géneros m ás generales: vertebrados, m am ífe­
ros, etc. Sus caracteres específicos se definen, sin
em bargo, b astan te m al y la antropología a duras
penas puede establecerse en u n plano científico.
¿Qué caracteriza al hom bre? ¿La p alab ra o el
lenguaje? ¿La posición de pie? ¿El cráneo? ¿La
qu ijada? ¿La m ano y el trab a jo ? (para Marx). ¿La
conciencia de sí (que piensa)? ¿La risa? ¿El saber?
La teo ría de la evolución sugiere o tra in te rp re ta ­
ción del «hom bre»: la especie hum ana señala el
«fin» de la naturaleza. ¿E n qué sentido? ¿Finali­
dad? ¿A gotam iento? ¿E rro r? ¿Especie fallida? La
filosofía del querer-vivir en S chopenhauer agra­
va estas preg u n tas sin resp o n d er a ellas. ¿Qué es
el saber según Schopenhauer? Una especie de es­
tado incierto, m ezcla de querer-vivir ciego y de
renunciam iento a la vida, m ezcla de afirm ación y
de fu tu ra auto d estru cción de la especie hum ana,
así com o del m undo.
E n tre Hegel y N ietzsch e1, y en pocas decenas ]
de años, las ciencias han cam biado y avanzado, con 7
7 Hegel y Goethe m ueren en 1831 y 1832. M arx com ienza
a escrib ir y a in tervenir en la vida política hacia los
veinticinco años, hacia 1842. Su últim o escrito im p o rta n te
d ata de 1875. En ese m om ento, N ietzsche ha p ublicado ya
198 Henri Lefebvre

im p o rtan tes consecuencias de orden «filosófico».


Pero hay m ás. E n p rim e r lugar, dos fracasos de la
revolución según M arx: en 1848 a escala europea;
en 1871 en Francia. ¿Q uién se beneficia de estos
acontecim ientos? La Alem ania im perial, que p re­
cede al im perialism o. La contribución de guerra
pagada p o r F ran cia estim ula la in d u stria alem ana:
es el «despegue». E n pocos años, Alemania recu­
p era su atraso económ ico y político. Al enjugar
ese retraso , p ierde su genio teórico y lo reem plaza
p o r la pesad a erudición de los bárbaros cultivados.
El C anciller de H ierro triu n fa en todos los frentes.
¿No asiste N ietzsche a la ascensión ostentosa de
la voluntad de poder? D urante algunos años no
discierne sus co ntornos políticos. La denom ina
todavía com o S chopenhauer: querer-vivir. Poco a
poco, y no sin d ejarse im p resio n ar a veces p o r la
G randeza Política, va com prendiendo que la bú s­
queda del p o d er rige las relaciones sociales tan to
y quizá m ás que la b ú squeda de beneficios, dinero
y honores. Percibe, p o r tan to , que la vinculación
de esta voluntad de p o d er al querer-vivir biológi-
co n atu ralista de S chopenhauer es una operación
filosófica en el p eo r sentido del térm ino: especula­
tiva, ab stracta. «No hay voluntad m ás que en la
j vida, p ero esa voluntad no es querer-vivir, en ver-
1 dad: es voluntad de do m in ah He ahí lo que la vida
me h a revelado hace poco, lo que m e perm ite,, oh
Sabios, resolver el enigm a de vuestros corazones»,
d irá Z aratu stra. El sujeto, el soporte de la con-*1

varios librps, en tre ellos, El Nacimiento ae la Tragedia e


Intempestivas. El texto teorético ya citado data de 1873.
[E se texto teorético aparece en la edición castellana citada
de E l libro del Filósofo b a jo el títu lo de Introducción
teorética sobre la verdad y la mentira en el sentido extra­
moral, pp. 85-109; y en el tom o I de las Obras completas,
traducidas p o r Pablo Sim ón- con el títu lo de Sobre verdad
y mentira en sentido extramoral, pp. 541-556.]
El « dossier» Nietzsche 199

ciencia, no se cap ta com o «sujeto que piensa» n Q


com o «sujeto que quiere» esto o aquello, sino como
su jeto que som ete a los otros, que tra ta de dom i­
nar: libido dom inandi. C aptada en las conductas^
sociales y políticas de la especie hum ana y, sobre
todo en el E stado, la voluntad de poder ilum ina
la n atu raleza y la vida. Y no a la inversa. C o m o y
h abía dicho M arx (a quien N ietzsche ignora), lo
u lterio r aclara lo an terio r, el resu ltad o aclara el
principio, el desarrollo acabado perm ite com pren­
d er el proceso.
Lo esencial de su experiencia, que Nietzsche sólo
ca p ta con h o rro r —huye de Alemania incluso an­
tes de la g u erra de 1870— , es que el E stado bis-
m arckiano, im itad o r del estado napoleónico, va a
serv ir de m odelo a E uropa, a una E uropa que
« trab aja con u n ahínco febril en sus arm am entos
y p re sen ta el aspecto de un erizo en actitu d heroi­
ca», dice irónicam ente u n a c a rta del 21 de febrero
de 1888. Lo que lleva a las fulgurantes declaracio­
nes de Nietzsche contra el E stado prim ero, luego
co n tra Alemania. E stas declaraciones son contem ­
poráneas de La Gaya Ciencia y de Zaratustra. El
período evolucionista, casi darviniano, que p ro­
duce (con otro s ascendientes en el árbol genea­
lógico, a saber, La Rochefoucauld, C ham fort, 1
S tendhal) los aforism os crueles de H um ano, dem a­
siado hum ano, esa época term in a cuando Nietzsche
co m prueba que el secreto del hom bre, si es que
tiene alguno, no puede ser invocado o traíd o a la
luz en n om bre de una teoría biológica. El sentido
o la ausencia de sentido se descubren en u n a rea­
lidad de orden histórico, com o había declarado
Hegel, pero el sentido sólo aparece si se defiende
la opinión co n traria del hegelianism o. Lo que lleva
m ás lejos: hacia lo Sobrehum ano. j
Die fróhliche W issenschaft com ienza y concluye
con poem as, los últim os de los cuales, en apéndice
200 Henri Lefebvre

del volum en, llevan por títu lo Lieder des P rim en


Vogelfrei, C antos del Príncipe F uera de la Ley.
Desde el p rim er canto, el príncipe, cantando com o
un p ájaro, ataca a todo el O ccidente y lanza el
desafío al Logos a través de Goethe, parodiando
el final del segundo Fausto:

W eltspiel, das herrische,


M ischt Sein und Schein
Das E w ig — N arrische
M ischt uns — H inein!...

(El gran juego del m undo m ezcla la apariencia y


el ser; y la etern a locura nos m ezcla a nosotros
m ism os.) Los fragm entos inm ediatam ente an terio ­
res ponen de m anifiesto el pensam iento profundo
de Nietzsche: en tre otros, el célebre núm ero 377
de La Gaya Ciencia; «Wir H eim atlosen...» («Nos­
otros, los sin patria»), fragm ento que se in tercala
en tre el balance del germ anism o y el de E uropa
(véase pp. 356, 357, 362, etc.). N osotros, los sin
patria, som os tam bién los sin m iedo. «F urchtlo-
se n », título de la q uinta y ú ltim a p arte del libro.
Z aratu stra va osadam ente m ás lejos y golpea
más fuerte: «¿El E stado? ¿Qué se quiere decir?
¡Vamos! Abrid los oídos, voy a hablaros de la
m uerte de los pueblos^; El E stado, el m ás frío de los
fríos m onstruos, es fríoT ncíuso cuando m iente, y
esta es la m en tira que escapa de su boca: «Yo,
: el E stado, yo soy el pueblo». ¡M entira! Los crea-,
dores han creado los pueblos y puesto p o r en­
cim a de sus cabezas una fe y un am or; así sirvie:
ron a la vida. Los d estru cto res tendieron en se­
guida las tram p as, eso es a lo que llam an E sta­
do, m ía espada suspendida y cien necesidades...»
(Z aratu stra, El nuevo ídolo).
^ A fines del siglo xix a tac ar al E stado es para*
Nietzsche atac ar a Alemania. No es sólo un sin
El « dossier» Nietzsche 201

p atria (H eitm a tlo s), un vagabundo, un viajero que


prefiere a los países del N orte el M ediodía soleado
y sus ciudades. Va hacia ese M ediodía con el m is­
tral («M istralw ind, du W olkenjager» -—Oh m istral,
cazador de to rm en tas— ), y ad o p ta su form a de
vivir, sus valores: la gaya ciencia. Quiere encon­
tra r allí la salvación, «die grosse G esundheit» (frag­
m ento 382). Reniega de Alemania, su p atria, que
ha olvidado la vida y acepta el peso del E stado,
adem ás del peso de la cu ltu ra pesada y del saber
pedante. La co rrespondencia confirm a la sinceri­
dad de estas apreciaciones cada vez m ás severas a
p a rtir de Aurora y de La Gaya Ciencia. La carta
a Overbeck del 18 de o ctu b re de 1888 resum e la
requ isito ria nietzscheana contra los alem anes, que
llevan sobre su conciencia «todas las grandes des­
gracias de la civilización». Cada vez que Europa,
buscando su cam ino, ha visto ab rirse el horizonte,
los alem anes intervienen y acaban con las posibili­
dades. Cuando en el siglo x v m en In g late rra y en
F rancia se descubre un m odo científico de pensa­
m iento y de acción, Alem ania pone en circulación
la filosofía kantiana. Alemania d erro ta a Napoleón,
el único que h asta entonces ha sido capaz de hacer
de E u ro p a u na unidad económ ica y política. Los
alem anes tienen hoy (1888) el Im perio m etido en la
cabeza y, por lo tanto, el recrudecim iento del p ar­
ticularism o, «en el m om ento en que se plantea por
p rim era vez el gran problem a de los valores». N in­
gún m om ento fue nunca tan decisivo, ¿pero quién
podía sospecharlo? Los alem anes a rra stra n a
E uropa y al m undo occidental por el cam ino de
la decadencia. E n cuanto a los europeos que se
lanzan p o r el cam ino del progreso (económico,
tecnológico), ignoran su decadencia. Van a m alo­
g rar a E uropa, com o los griegos después de Pe-
ricles m alograron Grecia y cayeron en una vida
202 Henri Lefebvre

em pobrecida, en «la voluntad de perecer, en la


gran lasitud...».
P or lo que a N ietzsche se refiere, huye, como
m ás tard e h arán tan to s poetas y a rtista s (luego
tan to s tu ristas), hacia los países «atrasados»; no
porque estén «atrasados», sino porque conservan
un poco de la civilización que pierden los países
«m odernizados». Las relaciones sociales, pese a la
pobreza, son en ellos m ás «ricas».
Algunas observaciones de pasada. En p rim er lu­
gar, ¡qué notable sim ultaneidad, qué lum inosa con­
cordancia en tre la crítica de Marx al Program a
del p artid o socialdem ócrata alem án y la crítica
del estatism o alem án por Nietzsche! Las m ism as
fechas concuerdan. En las cercanías de 1875,
Alem ania y E u ro p a —donde Alemania dom ina—
tom an un m al cariz: la presión del E stado es tan
fu erte y está tan racionalm ente (ideológicam ente)
ju stificad a que ap lasta toda acción y todo pensa­
m iento, incluso aquellos que se creen revolucio­
narios (los de la socialdem ocracia). j
La crítica nietzscheana tiene el m ism o punto de
p artid a que la crítica m arxista: Hegel y el hege­
lianism o com o teoría del E stado, el principio y la
p ráctica estatales com o aplicación de la racionali­
dad política, p a rtic u la r de E uropa, sobre la que
Hegel h a teorizado. El m ism o punto de p artid a en_j
direcciones divergentes. Las poesías del Príncipe-
P ájaro se distancian de los escritos de Marx y de
Engels, h asta el pu nto de no ten er nada en com ún,
ni siquiera la intención crítica. Marx y luego Engels
negocian no sin reticencias con los políticos y
pensadores «de izquierda» alem anes (salvo con
Dühring). C ontra viento y m area, M arx p rim ero
y Engels después co ntinúan apostando por la clase
o b rera alem ana, la p rim era del m undo p o r su orga­
nización y p o r su conciencia. En ese m ism o m o -j
m entó, N ietzsche desespera de la Alemania toda,
El « dossier» Nietzsche 203

dem ócratas y socialistas incluidos. El Príncipe-Pá­


ja ro h a roto los lazos; dirige su vuelo hacia el su r y
hacia la Gaya Ciencia, la ciencia del vivir y de la
salvación, del goce, de la poesía, del am or (¡qué
iro n ía !). M ientras M arx y Engels, revolucionarios,
fuera de la ley a su m anera, son traicionados p o r
los suyos, el Príncipe Fuera-de-la-ley, que busca el
am or, la locura, el goce, la gaya ciencia, no encon­
tra rá nada 8.
Segunda observación. La grandeza y decadencia
del Im p erio rom ano obsesionaron en E uropa a
generaciones en teras de personas cultas, incluido
Hegel. Cada an alista político buscaba cóm o evitar
a su país, a su reino y a su rey el declive del
p o d er rom ano. Hegel vio ahí la p ru e b a de su ley
dialéctica sobre las relaciones de la cantidad y de
la cualidad: más allá de un lím ite determ inado es­
talla lo que se h a form ado más acá de ese lím ite, j
Grecia a p o rta a N ietzsche los tem as y problem as
de su m editación, en la m edida en que su pensa­
m iento se o rien ta hacia u n a retrospectiva que p ara
él difiere de la h istoria. N ietzsche p lan tea los
problem as del Logos europeo a la filosofía griega
antes y después de Sócrates, a los pensadores polí­
ticos (Aristóteles y Platón), a los m oralistas grie­
gos, estoicos, epicúreos. Como M arx p rescrib e m e­
todológicam ente en los Grundrisse, el pensam ien­
to va del p resen te al pasado p a ra interrogarlo,
antes de ir del pasado al p resen te p a ra rep ro ­
ducirlo (explicarlo h istóricam ente). La m arch a p ri­
m era y fu n d am en tal se define regresivam ente; la
m arch a progresiva viene después, en segundo lu­
gar, en tre co rtad a p o r interrogaciones vivificantes.
Lo que Hegel h abía visto y dicho, pero no hecho,
puesto que su h isto ria reconstruye (engendra, re-

8 Alusión a la triste in trig a e n tre N ietzsche y Lou Salom é,


ensayo desgraciado de a m o r co rtés (1882).
204 Henri Lefebvre

pro d u ce a grandes rasgos) el tiem po de la génesis


histórica.
N ietzsche p re g u n ta a G recia sobre Europa. Ade­
lantándose a su tiem po, se siente europeo porque
ya no se siente alem án. Pero E uropa, su Logos y su
p rá ctica (económ ica y política) le inquietan. Los
griegos se p erd iero n tras u n a época m agnífica­
m ente ascendiente. Se suicidaron en guerras susci­
tadas antes p o r su genio agonístico (polémico).
E u ro p a no puede com pararse con el Im p erio ro­
m ano, víctim a de su grandeza, am enazada desde
fu era p o r los b árb aro s. E u ro p a se parece a Grecia,
salvo en que en G recia dom inaba la ciudad-E stado
y no el Estado-nación. E u ro p a se le parece p o r su
genio audaz, su razón co n q u istad o ra y sus luchas
intestinas. E n el m om ento en que todas las espe­
ranzas p arecían perm itidas, la ciudad griega en tra
en declive y G recia en decadencia: no p o r declive
de un im perio, sino p o r decadencia de una civili­
zación, lo cual es m ucho m ás grave. ¿Es el quid
de E uropa?
* T ercera observación. En esa E u ro p a de las pos- 1
trim erías del siglo xix y en esa Alem ania desapa­
recen la com prensión y la com unicación en el nivel
m ás elevado, que fo rja la civilización y la alta cul­
tu ra. P ara hacerse en ten d er hay que proceder me- j
diante referencias, citas, erudición. Por lo que
se refiere a Nietzsche, igual que p o r lo que se re­
fiere a Marx, la incom prensión y los m alentendidos
ad quieren p roporciones extravagantes. N ietzsche lo
sabe. Como tam bién Marx. Los «discípulos» son los
m ás culpables de los m alentendidos, y la corres­
pondencia de Nietzsche, igual que la de Marx, lo
dem uestra. ¡Qué pesadez, qué b arb arie am enaza­
d o ra en esa E u ro p a que Alem ania dom ina con su
in d u stria y su ejército! ¡Qué declive ya con r e - j
lación a esos tiem pos en que Florencia, Roma,
El «dossier» Nietzsche 205

París, Viena, cada u n a a su vez y con su estilo,


podían a sp ira r al títu lo de «Nueva Atenas»!
E n tre 1880 y 1890, los alem anes están ya tan"’!
im buidos de su grandeza política, tan influidos por
la ideología estatal que no establecen ninguna re­
lación exacta e n tre los ataques de N ietzsche co n tra -
Alemania y su crítica del E stado. Se le tom a p o r >
un renegado de la c u ltu ra alem ana, por un ene­
migo an arq u izan te de la p atria. Sin em bargo, si
polem iza co n tra los alem anes, no es p orque el
E stado alem án se pavonee exhibiendo su po ten ­
cia; antes bien, al contrario, es p orque los ale­
m anes se d ejan co n tam in ar p o r «lo extranjero», es
decir, p or el b o n ap artism o y el estado napoleónico.^
Por todas p artes, la p o stu ra de los «nacionalistas»
y de los chauvinistas es m ás o m enos la m ism a.
E n sus cartas se q u eja de verse confundido por
sus lectores con el « anarquista Dühring» (los nacio­
nalistas califican así a quien Engels tra ta de sim ­
ple refo rm ista). (Véase u n a c a rta de diciem bre de
1885, enviada desde Niza a F. Overbeck.) E n tre
los ra ro s co m pradores de Zaratustra hay wagne-
rianos (porque qu ieren defender a su ídolo) y an ti­
sem itas, p o rque asocian a su a u to r con el m arido
de su herm ana, conocido p o r su antisem itism o;
N ietzsche m ien tras tan to no cesa de p ro te sta r con:'
tra esa acusación y de decir que E uropa no puede
realizarse sin los judíos, levadura de esa m asa que :
corre el riesgo de cu b rirse de m oho antes de haber
ferm entado.
Los alem anes, p o r tanto, no llegan a recibir, a~y
asim ilar, a concebir la crítica del E stado. La tom an
p or el rechazo de la «sociedad», de la «patria», al >
m ism o tiem po que el rechazo de Dios, de la m oral.
¿Solos en E uropa? P or supuesto que no. E n esa
m ism a época, en Francia, el desconocim iento no
es m enor y nadie va tan lejos com o Nietzsche.
2 06 Henri Lefebvre

4. N ietzsche cerca p o r todos lados la fortaleza


hegeliana. Dirige el asalto decisivo hacia las tres
grandes to rre s que sostienen el sistem a: la teoría
de la h isto ria, la del lenguaje, la del saber.
El ataq u e co n tra la h isto ria com ienza m uy p ro n ­
to. El títu lo E l nacim iento de la tragedia (1869-
1872) p o r sí solo vale p o r un m anifiesto. Para
Hegel, que tra ta sobre la tragedia en el libro III
de su m onum ental E stética, los d ram aturgos grie­
gos, según el m odelo establecido p o r Esquilo, ab o r­
daro n u n a oposición fundam ental, «la del E stado,
de la vida m oral en su universalidad espiritual,
con la fam ilia en cuanto m oral natural». La tra ­
gedia se in tro d u ce en la h isto ria de los conflictos
que cam ina hacia su resolución: la arm onía de
estas esferas: el E stado, la fam ilia, el individuo.
P ara Nietzsche, la tragedia nace. No traduce un
proceso racional de m ayor vastedad. No es (y nada
es) el efecto de causas anteriores, de condiciones
preexistentes; no «expresa» u n a h istoricidad ra ­
cional d u ra n te un o de sus m om entos. La tragedia
ática nace de u n conflicto profundo, insoluble por
ser inagotablem ente fecundo, que no llega a nin­
guna síntesis y que aparece en una determ inada
co y u n tu ra única, im previsible. Tuvo un lugar de
nacim iento, u n a cuna, Atica: «Realizarem os un
progreso decisivo en estética cuando hayam os com ­
prendido, no com o un enfoque de la razón, sino
con la inm ed iata certeza de la intuición, que la
evolución del arte está vinculada al dualism o de lo
apolíneo y de lo dionisíaco, de igual m odo que la
generación depende de la dualidad de los sexos,
de su lucha incesante co rta d a p o r reconciliaciones
provisionales...» (prim eras líneas de El nacim iento
de la tragedia). Como los sexos, com o los dioses,
cuyos ro stro s expresan m ejo r que los conceptos las
verdades pro fu n d as, las form as de arte son incon­
ciliables, no form an p arte de una totalidad, de un
El «dossier» Nietzsche 207

esp íritu de la época (aquí, el de Grecia). ¡Qué


co n tra ste en tre la escultura, a rte apolíneo, y la m ú­
sica, a rte dionisíaco! ¡Y qué co n traste entre el
arte y el saber! El a rte en Grecia dom ina el saber,
y la prim acía de éste en tra ñ a con S ócrates la
m u erte de aquél. El conflicto de los contrarios vivi­
fica la creación en cuanto conflicto vivido, no en
cu an to concebido, de su erte que ese conflicto crea­
d o r difiere de las contradicciones dialécticas hege-
lianas. Aunque se trata , ah o ra y siem pre, de co n tra­
dicciones y de antagonism os (porque todo alem án
es y seguirá siendo hegeliano, escribe Niet..sche
irónicam ente algunos años después de El naci­
m iento de la tragedia, burlándose de sí m ism o), la
esencia y el sentido de estas contradicciones han
cam biado radicalm ente; ya no se piensan, se vi­
ven; o cu rren en tre los m om entos de lo «vivido», y
lo concebido o, m ejo r dicho, la representación
viene luego. Se sitúan en la lucha de.,dos^mundos:
el sueño y la em briaguez. Al reino de Apoto p erte­
necen la bella apariencia, sorprendente, pero tra n ­
quilizante del sueño, donde los sufrim ientos se
to rn an juegos de som bras y de luces. Al reino de
Dioniso pertenece la em briaguez, donde el indi­
viduo pierde sus lím ites, que rom pe el frágil prin-
cipium individualionis, de suerte que la su b jeti­
vidad se desvanece en la danza, en la orgía, en la
crueldad, en la voluptuosidad. El sueño y la em ­
briaguez (Apolo y Dioniso) se oponen com o los
sexos: conflicto y deseo:' Del conflicto no sale
jam ás u n a «síntesis», jam ás un terc er térm ino. La
fecundación produce u n ser distinto, que, sin em ­
bargo, rep ite uno de los generadores, que «es»
m acho o hem bra, que «es» sueño o em briaguez,
que pertenece, p o r tanto, a uno u otro de los
«m undos», sin que cese la oposición. Sin que se
pueda h ab lar de alienación en el sentido hegeliano.
208 Henri Lefebvre

El sueño y la em briaguez, com o el am or, meta-


m orfosean las cosas, en lugar de com probarlas. No
experim entan lo «real» y no lo consagran m edian­
te el saber. Lo cam bian rápidam ente. C ualquiera
puede experim entarlos. E sta experim entación reac­
ciona sobre el pasado y perm ite com prender el sen­
tido de los grandes m itos griegos y su alcance.
M archa que ya no tiene nada en com ún con la his­
toria y el saber histórico habitual.
En un conocido texto, las notas previas a la Crí­
tica de la economía política (en los Grundrisse,
In tro d u c c ió n )9, M arx señalaba un enigm a, un
hecho irred u ctib le al econom ism o y al historicis-
mo: el «encanto eterno» de Grecia, de la m ito­
logía, de la tragedia, cuando el m odo de produc­
ción ha cam biado com pletam ente. Se preguntaba
cóm o los dioses griegos podían seguir teniendo
sentido cuando la m etalurgia m oderna había re ­
em plazado la fragua de Vulcano, el m ercado m un­
dial, los pequeños intercam bios patrocinados por
M ercurio, dios del com ercio, etc. Más tarde, Marx
y Engels debían plantearse cuestiones análogas a
propósito de la lógica y del derecho que acom ­
pañan a las distin tas épocas, los m odos de p ro ­
ducción, los cam bios en la base, en las estru c­
tu ras y su p erestru ctu ra s de las sociedades, que,
p o r tanto, desafían las explicaciones económ icas e
historícizantes.
N ietzsche responde a la pregunta dejada en sus­
penso p o r Marx, que Hegel ni siquiera hubiera con­
cebido, puesto que p ara él Vulcano, el herrero,
es ya el saber (hacer), que m ás tarde, al desarro­
llarse, engendra la m etalurgia... ^
En E l nacim iento de la tragedia, el violento ata- f
que co n tra Sócrates —acusado de haber desviado
hacia el sab er conceptual el genio griego, capaz

' Oeuvres-choisies, I, pp. 362 ss.


El « dossier » Nietzsche 209

antes de él de in v en tar una prodigiosa form a de


vivir— ap u n ta al m ism o tiem po a Hegel y a la
naciente m odernidad: el hom bre de la técnica y del
saber, el hom bre teórico que sabe m ucho y vive
poco. Si S ócrates ya contiene en sí a Hegel y a la
m odernidad, es que no hay que concebir el tiem po
a la m an era de Hegel y de los historiadores. Para")
Nietzsche hay filiaciones, genealogías, no génesis; (_
no hay h isto ria en el sentido de un desarrollo te m -?
poral cu an titativo y cualitativo. ■
El asalto a la h isto ria y la historicidad hegelianas
se refuerza con las In tem p estiva s (1873) 10. ¿Cuál
es la razón de ser de este antihistoricism ó, que
N ietzsche afirm a con fuerza, alcanzando a un su­
perviviente de la época hegeliana, S trauss, histo­
riad o r liberal de los orígenes del cristianism o?

1) EJ historicism o no se acantona en una disci­


plina m ás o m enos vinculada a una filosofía. In ­
vade la «cultura» en tera que pierde todo estilo y
cesa de tra n sm itir una civilización porque la sobre­
carga de recuerdos y de erudición filológica. De
ahí que el historicism o contam ine la educación,
que deja de educar (para la vida).
E n 1873, Hegel, m uerto hace cu aren ta años, ha
desaparecido casi del horizonte y el hegelianism o
no está ya de moda. ¿In ju sticia? ¿M alentendido?
No se habla ya de Hegel, aunque la Alemania im ­
perial se hegelianiza desde la base h asta la cima.
Las virtudes tan alabadas en los sabios y los eru ­
ditos alem anes (exactitud de las referencias, acti­
vidad especializada) no son para N ietzsche otra
cosa que pesadez y pedantería. ¡Cuanto m ás estu ­
dian Grecia, m ás se alejan de la helenidad! La
10 «Unzeitmássige Betrachtimgen» se trad u ce un as veces
por Intempestivas, otras p o r Consideraciones inactuales. El
título alem án exactam ente dice Consideraciones intempo­
rales.
210 Henri Leiebvre

b arb arie científica se pone al servicio del Estado,


que la m antiene. El poder del E stado, que utiliza
la h isto ria com o propaganda, la destruye como
saber y, p o r tan to , la m antiene en vilo. La virtud
m oral, la honradez intelectual alardeadas se tru e ­
can, com o toda m oral, en su contrario, hipocresía y
m entira. El sab er se autodestruye sim ulando vera­
cidad.
2) El .arte tra ta de rom per esas cadenas, de
salir de ese círculo m aldito (sobre todo la m úsica,
la poesía, el teatro trágico). Pero el fetichism o del
pasado ejem plar, m onum ental, «icónico» destruye
la capacidad creadora, que re-surge subversiva­
m ente co n tra las «cosas», lo real, el Estado.
3) El h istoricism o tropieza con obstáculos in­
franqueables. Suponiendo que logre definir un p ro­
ceso racional m ediante los incidentes y los acci­
dentes, las convulsiones y las guerras, los p ro b le­
m as de origen y de finalidad son p a ra él inso­
lubles, relacionados, adem ás, com o están, a a rb i­
traria s periodizaciones (para Hegel, p o r ejem plo,
la p reh isto ria, la h istoria, la poshistoria, mal d eter­
m inadas).
Por lo que al origen respecta, p ara la historia
se pierde siem pre en la noche de los tiem pos;
cada investigación, cada avance historizante lo
hace retro ced er, ya se tra te de un ser vivo p a rtic u ­
lar, de u n a especie, del «hom bre», de la vida, de
la tierra , de la religión o de una religión, etc. Y lo
m ism o p o r lo que respecta al sentido y a la fina­
lidad: el origen se desdobla (por ejem plo, en filo­
génesis y autogénesis). Jdi razón historizante (que
se ju stifica p o r la h isto ria y concibe~a la histo ria
com o su p ro p ia génesis) p o stu la orígenes y fines,
causas y sentidos, encadenam ientos explicativos
(causas-efectos). De este m odo, Hegel postuló (pre­
supuso) unos com ienzos: p ara la conciencia, la
sensación; p a ra la práctica, la actividad dirigida
El « dossier» Nietzsche 21 1

p o r u n a lógica; en su filosofía del arte y de la his­


toria, los orientales y los chinos. P ostuló la fina­
lidad: el E stado. En cuanto al m o to r de la historia
dio p o r supuesto que eran el saber y la razón, que
se ab ren cam ino a través de la naturaleza, de la
vida, del cuerpo, de los pueblos.
No, resp o n d erá con fuerza cada vez m ayor n
Nietzsche. Si es que se puede h ab lar de m otor,
éste no es ni la razón ni el saber, ni siquiera los
intereses p ráctico s ni los objetivos políticos bien
definidos (aunque esos intereses y esos objetivos
desem peñen siem pre un papel). ¿E l m otor? Es la
voluntad de poder: la b ú squeda del poder p o r el
poder. -1
4) La h isto ria y los historiadores se em b arcan '1
tran q u ilam en te, p o r su inconsciencia, en una serie
de contradicciones cuyo alcance no perciben. In ­
cluso el propio Hegel, cuya teoría lógica de la
contradicción (dialéctica) no está exenta de co n tra­
dicciones (lógicas), es decir, de incoherencias. Los \
h isto riad o res y el pensam iento historizante p o stu ­
lan el devenir, e incluso el devenir filosófico sin
lím ites ni fro n teras, ni p o r atrás hacia los orí­
genes ni p o r adelante hacia el fin, lo cual d escarta
m uchas cuestiones problem áticas. A ceptan un es­
quem a evolutivo del tiem po, el concepto de un
desarrollo generador, de su erte que una secuencia
coherente de causas y de efectos explica la génesis
de «realidades» diversas. Pero ¿qué descubren?
Repeticiones. P or o tro lado, si las m ism as causas
no se rep iten con idénticos efectos, ¿cóm o puede
h ab er conocim iento de la h istoria, saber ad q u iri­
do? Lo repetitivo atra e a los historiadores porque
responde a su necesidad de u n a explicación: a
idénticas causas, idénticos efectos. Sin em bargo, lo
repetitivo destruye el esquem a tem poral, el de un
desarrollo generador. Irónicam ente re su lta que
los h isto riad o res se repiten porque la h isto ria se
212 H e n r i L e fe b v r e

repite. La h isto ria com o ciencia lo rechaza de dos


form as: en n om bre de un inm ovilism o (que en­
cu en tra p o r todas p artes las m ism as causas, los
m ism os efectos, las m ism as form as y estru c tu ras,
constantes, invariantes, repeticiones) y en nom bre
de un m ovilism o (que acentúa las conjunciones y
las coyunturas, las situaciones únicas, las dife­
rencias, en u n a p alabra) n .
Entonces, o se adm ite que el E stado, fruto de la
historia, co nstante últim a, pone fin a u n a h istoria
que desde los orígenes lo im plicaba en la raciona­
lidad incluida y difusa en todo «momento», o se
adm ite que hay que ir m ás lejos, m ás allá de este
«fin», que no es m ás que «medio», período in te r­
m ediario. ¿H acia qué? Diez años después de las
In tem p estiva s (1882), duros años de lucha interior
c o n tra el nihilism o, N ietzsche responderá: hacia
lo S obrehum ano.
5) E sta situación teórica corresponde a una si­
tuación práctica. La h isto ria «real» se hunde en '
la realid ad estatal. Antaño las guerras tenían un
sentido o, m ejo r dicho, se podía darles uno (por
Dios y la fe, p o r el rey, etc.). Las guerras m o­
dernas ya no son m ás que «explicaciones» en­
tre E stados, sin que salga nada nuevo del en­
fren tam ien to político entre voluntades de poder j
(Nietzsche h abía de ellas casi com o de g uerras de
im perialistas, relacionando este concepto al de po­
der y no a la búsq ueda económ ica del beneficio
máximo). E n la práctica, esta sociedad colm ada ■
de recuerdos, de conm em oraciones, iconos y m onu­
m entos, no tiene en su saber m ás que el espejo de
su m iserable realidad. No puede re p resen ta r p ara
sí m ism a u n v erdadero futuro, ^ q s i p o r definición, h
los políticos carecen de pensam iento tanto como 1

11 Véase H. Lefebvre: La fin de l'histoire, E ditions de


M inuit, París.
El « dossier» Nietzsche 213

de imaginación* Sólo saben prolongar las líneas


del pasado; carecen de perspectivas. El enfoque
nietzscheano no se lim ita a relativizar el pasado
y el presente, m o strando que «una perspectiva»
(un valor) d eterm in a incluso el pasado.] Abre un
porvenir: una perspectiva es u n a avenida, una vía
y un horizonte. Los políticos viven, piensan y
actúan con re traso sobre lo posible, de acuerdo
con lo que hay de m ás viejo, de m ás definido en
lo «rea!»: com o hegelianos, lo sepan o no. Por
eso, en el m om ento de in te n ta r una gran aventura
y de in se rta r en la vida de los pueblos una gran
Idea, E uropa, los políticos y los pensadores polí­
ticos erigen com o absoluto el Estado-nación, cre­
yendo ac tu a r con y p a ra la eternidad. La lucha e 1
incluso las g u erras (como las llevadas a cabo por
Napoleón) tuvieron u n sentido p a ra E uropa. Una
lucha en tre E stados y, sobre todo, entre E stados
europeos no tiene ningún sentido, ninguna razón
aceptable. -3
R esulta b astan te difícil re-leer las In tem p estiva s
(1873) un siglo m ás tarde, haciendo abstracción de
las obras u lterio res del au to r y de los aconteci­
m ientos. Im posible, p o r tanto, no a p o rta r algo
m ás y, al m ism o tiem po, distinto del «contenido»
tal com o tom ó form a en esa fecha. La idea de
E u ro p a no aparece en 1873 con la m ism a fuerza
que ten d rá diez años m ás tard e en La Gaya Ciencia.
D urante esos diez años, Nietzsche h ab rá adqui­
rido u n a experiencia europea al vivir en el Medio­
día de F rancia y en la Italia, descubriendo u n a
form a de vivir distinta, m ás cercana a la «gran
salvación». Es lo que dice el título de La Gaya
Ciencia. ¿Qué h acer c o n tra el poder? Irse a otra
parte, bu scar o tro camino, hacer cuanto uno pueda
p ara ro m p er la m áquina, p ara destrozar los engra­
najes. ¿Cómo? P or m edio de la poesía. ¿Es posi­
ble? ¿Cómo preverlo de antem ano? Intentem os la
214 Henri Lefebvre

av en tu ra alegrem ente. Además, n ad a hay en com ún


e n tre la p erspectiva niezscheana de E u ro p a y los
proyectos que se b asab an y se basarán sobre esas
«realidades» económ icas o políticas: E stados Uni­
dos de E u ro p a, m ercado com ún, com unidad euro­
pea de esto y de lo otro. El proyecto n ietzsch ean o l
se b asa en u n sab er «histórico» (Grecia, la posibi­
lidad de u n a G ran G recia en el m om ento de Pe-
rieles, la decadencia). Se basa m ás p rofunda­
m ente aún en la «no-historicidad» del devenir deno­
m inado h istórico donde los m om entos no vuelven
sino «superados». El re to rn o de un enclave o de un
núcleo de fuerzas en acción es siem pre posible y,
p o r tan to , altam en te probable; tales coyunturas
han aparecido en situaciones m uy distantes en el
espacio y en el tiem po. La analogía en tre la Grecia
an tigua y la E u ro pa actual tiene, por tanto, un
sentido m eta-histórico. j
Sea com o fuere: «De ah o ra en adelante debe­
m os esp erar una larga secuencia, u n a gran abun­
dancia de dem oliciones, de ruinas, de trastornos».
¿Cómo es que «nosotros, que esperam os la subida
de esa m area negra», no tengam os ya m iedo?
(Véase La Gaya Ciencia, fragm ento 343.)
El valor de Nietzsche, desde las Intem pestivas, 1
no consiste en que p ro teste de una m anera an ar­
quizante co n tra los abusos del poder. Su pensa- -
m iento va m ás allá. No im pugna sólo el ser poli- -
tico del E stado, sino la politización de lo «real», de .
la cultu ra, del pensam iento y de la vida. Y no sólo 1-
p o rq u e esta politización, tendenciosa, d esafo rtu ­
nada, deform e las inform aciones, tra stru e q u e el
saber, niegue la verdad. No: tapona la vía de lo
posible, cierra las ab e rtu ras. Toda política, en
tan to que «R ea lp o litik» p o r los m edios y los fines,
no puede salir de lo «real», de lo cum plido. Ahora
bien, hay u n a q u ieb ra y un corte en tre lo real y lo
posible (si se quiere: en tre el realism o y la utopía). ,
-Jfc
El « dossier» Nietzsche 215

Lo «real», que la concepción hegeliana consideraba


arm o niosam ente unido a lo posible, funciona com o
obstáculo. Se cierra «racionalm ente» con el Es­
tado; y el E stad o construye sus fortalezas en la
ru ta del fu tu ro ; la tiene bajo el fuego de sus ca­
ñones. Im pide el paso.
Desde las Intem p estivas, ¿qué es, pues, para
N ietzsche esa lib ertad de esp íritu que no cesará de
reclam ar (especialm ente con H um ano, dem asiado
h u m a n o )? T rata de desm arcarse, él, «espíritu li-~*
bre», de la lib ertad de opinión proclam ada por los
dem ócratas y los liberales. P ara éstos, la p rim era
y gran lib ertad del esp íritu consiste en sustraerse
a la religión, a la au to rid ad de tipo religioso, al
dogm atism o de ascendencia teológica. De acuerdo,
dice Nietzsche, e incluso hay que llevar h asta el
final esa lib ertad y no co n ten tarse con decir: «Soy
ateo», sino proclam ar: «Dios h a m uerto; p o r tanto,
estoy solo. ¡Solo en el m undo! ¡No m ás finalidad,
m ás verdad, m ás antropoteología ni ontología! ¡Es­
toy solo! ¡Solo conmigo m ism o en el diálogo sin fin
y sin m eta del 'yo' con el ’yo’! ¡Sin testigos! ¡Sin
juez! Incluso solo, sin a d m itir ni dios ni diablo, ni
bien ni m al, no puedo im p ed ir establecer una je ra r­
quía e n tre los actos, valorar, considerar...». Con
Dios m uere el acto de erigirse en p ad re o de fa­
b ricarse u n padre. Jam ás se p o d rá im pedir a nadie
b u sca r u n árbol genealógico, pero la justificación
teológico-filosófica de la P atern id ad ha desapareci­
do, con la filosofía aferente. Aquí nos conduce la
anti-teología de Feuerbach, su teoría de la alie­
nación llevada a sus últim as consecuencias: el
hom bre se eleva cuando deja de disolverse en su
dios. (Véase La Gaya Ciencia, fragm ento 285.)
El esp íritu libre no se parece ni al libertino^
ni al ho m b re h o nrado «clásicos». Se libera de la
religión, pero no lo hace p ara ten er en su fuero
in tern o su pequeña «opinión personal». La libertad
216 Henri Lefebvre

de opinión no es p ara N ietzsche una form a de li­


b ertad , com o tam poco lo era el libre albedrío para
Hegel. La lib ertad del esp íritu libre posee un ca­
rá cter político, en el sentido de que no acepta
ninguna política, sino que la pasa por la criba de la
crítica. N ingún E stado, ninguna decisión de E stado
encu en tra gracia (no tiene gracia de E stado) ante
este libre pensam iento. El espíritu libre ten d rá el
valor de denunciar, pasando por cobarde, lo a b su r­
do de las violencias, las rivalidades y las guerras.
Cuando las entidades que rivalizan y com baten
en tre sí se parecen, ¿qué m ás absurdo que estos
com bates? E ste «libre pensador» rechaza toda in­
vocación a la h isto ria p ara ju stific ar y legitim ar
lo actual. Su lib ertad le obliga al desafío y al com ­
bate. D ejará su país, no p ara volverle la espalda,
sacudiendo el polvo de sus sandalias, sino para
verlo m ejor, com o el viajero sale de la ciudad
p ara m irar el co n junto y m edir la a ltu ra de los
edificios. P ara verlo m ejor, es decir, p ara ver y
decir su verdad, y a veces p a ra disim ularla m om en­
táneam ente y hacerla así estallar con m ayor fu er­
za... El libre pensador nietzscheano tiene el coraje
de un héroe: es un com batiente, un guerrero.

5. E n Hegel, teórico del Logos, ¿cóm o no iba a


h ab er una teoría del lenguaje? Esa teoría existe, se
halla en la Fenomenología, puesto que la lógica y la
h isto ria suponen ad quirido el conocim iento del len­
guaje. E ste tiene, p o r supuesto, tres m om entos,
porque el lenguaje p resen ta tres aspectos: uno
inm ediato y positivo; un segundo, m ediato y nega­
tivo; un tercero, positividad restablecida a u n ni­
vel superior, que supera e integra a los dos p ri­
m eros.
P rim er m om ento: De la interacción inicial entre
el su jeto y el objeto, es decir, en tre la conciencia
El « dossier» Nietzsche 217

naciente, aún infra-real, infra-lingüística, infra-per-


ceptiva, y lo real percibido hic et nunc (el aquí y
el ah o ra) nace un terc er térm ino al que la reflexión
no puede a trib u ir ni la realidad objetiva ni la irre a ­
lidad subjetiva, pero que contiene los caracteres
esenciales de esas dos condiciones. E ste tercer té r­
m ino es «sensible» (sonoro) sin ser un objeto
«real»: es relación entre las conciencias, sin ser
«irreal». A través del signo, cada conciencia sale
de sí hacia el ex terio r y sim ultáneam ente recibe en
sí m ism a las o tras conciencias y objetos. Hay alte-
rid ad m ás que alienación, porque la conciencie-de­
sí en estado naciente es cap tad a al designar y
n o m b rar al otro. E n este grado, la conciencia se
sitú a en u na identidad relativa, «conciencia-de-sí»,
liberando las identidades gracias a los cam bios y
a las diversidades de lo sensible: en p rim er lugar,
el «aquí y ahora», el espacio y el tiem po percibi­
dos; luego las cosas en sí m ism as, los árboles y
lo que hace que eso sean árboles, y las hojas y lo
que hace que eso sean hojas (de suerte que al
designarlas m ediante un signo —la palabra, el
grafism o— se alcanza ya ese nivel de lo real).
Segundo m om ento: Los signos y sus encadena­
m ientos, los lenguajes e incluso los signos no ver­
bales (en arq u ite ctu ra, por ejem plo, de la que
Hegel se preocupa m ucho en su E stética) son fríos,
helados, inm óviles. ¿Qué es un sonido aislado, una
«sílaba» o un sonido «puro» y perfectam ente defi­
nido com o tal con el diapasón? Nada. M ortales,
los signos o b ran com o m uerte. Los lenguajes sir­
ven de h erram ien tas co rtan tes y rom pientes, que
fragm entan la natu raleza com o las arm as ponen fin
a lo vivo. De ahí el uso de los signos en las fór­
m ulas m ágicas y rituales, las im precaciones, los
sortilegios, las diversas invocaciones. El m om ento
negativo del lenguaje se caracteriza, filosóficam en­
te, p or la abstracción, vana y carente de contenido.
218 Henri Lefebvre

Es el m om ento m ortal, que m uere y que m ata. El


d iscurso se prolonga indefinidam ente, las palabras
se encadenan en el vacío, en el form alism o, la
retórica, el verbalism o. El discurso en tra ñ a en­
tonces el «infinito malo».
Tercer m om ento: Lo positivo se restablece a un
nivel su p erio r en el concepto. Del m om ento nega­
tivo, el concepto retiene la capacidad de acción,
es decir, la actividad subjetiva, que ataca al ob­
jeto , lo rom pe, fragm enta la totalid ad y, p o r tanto,
analiza y utiliza. Se aleja con lo negativo del subs­
tra to sensible, p ero vuelve a ca p ta r el contenido
im plícito de lo sensible. Desde el p rim er m om ento,
lo positivo, el concepto retiene el conocim iento y,
p o r tanto, la aprehensión de cuanto hay de ge­
neral y de específico (diferente) en cada objeto
«real» (el elem ento reservado al saber desde el
principio). E n este grado, los térm inos del lenguaje
ad quieren su sentido: la cópula (ser), el su b stan ­
tivo (sujeto) y el a trib u to (cualidad, propiedad
objetiva, relación, etc.). Los signos —la reunión y
el encadenam iento de los signos— constituyen, por
tanto, el cuerpo del saber.
P ara Hegel, pues, el lenguaje (corriente) sirve de
terren o sólido a la ciencia: polo de crecim iento,
m edio epistem ológico, com o se quiera. No hay
arbitrariedad del signo: el ca rác te r ab stracto de
los signos no tiene nada de a rb itra rio porque la
ab stracción form al y el saber objetivo no se se­
paran. Si el signo es p o rtad o r de alguna «no-cosa»,
este carác te r no im plica sólo una lim itación de lo
a rb itra rio : es u na definición de lo ab stracto que
p erm ite al signo e n tra r en un sistem a: el saber
(y no el discurso de la lengua) de ese sistem a
coincide en la cim a con el m om ento político, el
E stado, que p a ra Hegel no tiene nada de arb i­
trario .
El « dossier» Nietzsche 219

Si exam inam os ah o ra lo que M arx dice con res­


pecto al lenguaje, se com prueba que m antiene gra­
ves reservas sobre el te rc e r m om ento hegeliano,
que se co n ten ta con u n a adjunción al segundo m o­
m ento, que acepta en conjunto la teoría, es decir,
la vinculación del lenguaje al Logos (a la razón).
Un texto archiconocido de La Sagrada Familia
com bate la extrapolación hegeliana del concepto
en Idea (la Id ea absoluta com o unidad del concep­
to y de la realidad: de la form a conceptual, dis­
cursiva y lógica, con su contenido, su determ ina­
ción). Cuando tras h ab er elaborado el concepto
de árbol o de fru to , Hegel declara que la Idea del
árbol o la del fru to ha creado el árbol «real», el
fru to «real», hace m agia especulativa, dice Marx.
El hegelianism o se perm ite ofrecer la Idea como
causa final del m undo. P or el contrario, en el p ri­
m er capítulo de E l capital, M arx expone el len­
guaje de la m ercancía. El intercam bio de bienes
(productos objetivos del trab a jo social) engendra
un efecto d istin to del intercam bio de pensam ientos
(productos subjetivos de relaciones sociales), dis­
tinto, pero com parable. Los objetos, convertidos en
m ercancías, son los soportes de u n valor de cam ­
bio. Se encadenan según las relaciones del in te r­
cam bio (comercio). El discurso práctico (cotidiano)
tiene, pues, esos dos aspectos: el lado subjetivo,
form al, que tiende a lo negativo, es decir, al verba­
lismo, y el lado objetivo. El m undo de la m ercan ­
cía, con su positividad, su lengua, su lógica (las
leyes del intercam bio com ercial son, com o las
de la lógica, reglas de equivalencias) pueden ser
evaluados p o r signos, com o la m oneda y el dinero.
E n cuanto al conocim iento, proviene, p o r un lado,
de la crítica del sab er discursivo que nace de la
p ráctica, se cree definitivo y h a sido bautizado
con un herm oso nom bre: econom ía política; por
o tro lado, proviene del análisis de lo cotidiano
220 Henri Lefebvre

m ism o, de lo que p asa cuando alguien com pra o


vende u n a tela, azúcar, trigo. La teoría de Marx,
desde el principio de El capital, descifra sim ultá­
neam ente el lenguaje oscuro (jeroglífico, dice
M arx) de las m ercancías y el discurso cotidiano de
las personas que trab a jan , com pran, venden y p er­
m anecen en lo em pírico y lo discursivo. No hay
lógica de los signos y de los significantes com o
tales, m oneda, dinero, sino lógica de u n a determ i­
n ad a p ráctica social, m odelada p o r el dinero p ri­
m ero y luego p or el capital. La teoría inventa un
lenguaje, el de la revolución, descodificando a un
tiem po el lenguaje em pírico del capitalism o y el
lenguaje em pírico de los oprim idos, explotados,
hum illados, alienados (privados de su propia ver­
dad) 12. No obstan te, ese conocim iento superior
sólo difiere p o r el grado, p o r el nivel, de los dem ás
conocim ientos y del saber.
Pasem os ah o ra a la teoría nietzscheana del len­
guaje. Se en cu en tra en textos largo tiem po dejados
a la so m b ra tam bién, p orque están d isp e rso s13.
La reflexión sobre esos textos h ab ría evitado m u­
chas ilusiones y p érdidas de tiem po a los sabios
contem poráneos, especialistas en lingüística, se­
m ántica y semiología. Su confrontación con los
textos de Hegel y de Marx m erece u n m om ento de
atención; a p a rtir de este lugar se desarrollan in­
m ensas perspectivas en el conjunto del saber, en
el Logos occidental y sus fronteras.
N ietzsche defiende lo co n trario que Hegel. El
fondo (oscuro) sobre el que se perfilan las cues-

12 Véase H. Lefebvre: Langage et société, G allim ard, co­


lección «Idées», pp. 336 ss„ y Marx philosophe, P. U. F.
13 Véase la recopilación ya citada: Das Philosophen Buch,
texto esencial: Introducción teorética sobre la verdad y la
mentira en el sentido extramoral, verano de 1873, pp. 170 ss.
de la trad u cció n [en la castellan a citad a de A m brosio Bera-
sain, pp. 85 ss.].
El « dossier» Nietzsche 221

d ones se vislum bra en uno de form a diam etral­


m ente op u esta a la que tiene en el otro. ¿El inte­
lecto? P ara N ietzsche nace del disim ulo; desarrolla
sus fuerzas como arte de la m entira. ¿Cómo creer
en el advenim iento de u n honrado y puro instinto
de verdad en la especie hum ana? La conciencia,
com o el ojo que la regenta, se desliza p o r la super­
ficie: no tiene m ás espesor ni m ás sustancia que un
espejo: refleja. ¡Qué fealdad, qué h o rro r cuando la
m od ern id ad no tiene m ás referencia que el len­
guaje! ¡Cuando se hace n o ta r por las palabras,
p o r sus p ropias palabras, en lugar de referirse,
bien a la alegría o al goce, bien a lo trascendente
(desaparecido)! Y, com o consecuencia, ¡qué gusto
p o r el rig o r som brío, p o r el aburrim iento!
A la preg u n ta «¿Es el lenguaje expresión adecúa- 'i
da de las realidades?», N ietzsche responde sin am-
bages: No. P rueba: hay m uchas lenguas m uy dife­
rentes. En tal lengua, tal «objeto» se pone en
m asculino, en tal o tra en fem enino (el sol: die
Sonne; la luna: der M ond). ¿P or qué el árbol en
m asculino y la p lan ta en fem enino? ¡Cuánta a rb i­
trarie d ad en la transposición! ¿Qué es una pala­
bra? S aussure d irá que la palab ra «perro» hace
co rresp o n d er un sonido (significante) a un concep­
to (significado). N ietzsche denuncia de antem ano
la falsía de este análisis que presupone el con­
cepto (perro). La palabra no consiste m ás que en la
representación sonora de una excitación nerviosa.
¿Y el o b jeto «perro»? Es una serie de im presiones.
Y lo m ism o p a ra «la piedra» o p ara «la serpiente».
Las p alab ras y el lenguaje no designan m ás que
relaciones (entre las cosas y los seres hum anos);
expresan m etafóricam ente esas relaciones. De don­
de resu lta que la m etáfora y la m etonim ia no
poseen el ca rác te r de «figuras» del discurso, del
segundo grado o código segundo, que im plican
ya u n a codificación-descodificación en p rim e r gra-
2 22 Henri Lefebvre

do (denotación, connotación). No tienen nada de


«retórica», sino que, com o hadas m adrinas buenas
o m alas, p resid en el nacim iento del lenguaje. Meta-
forización la hay ya en el hecho de tran sp o n e r una
excitación nerviosa (táctil, auditiva, visual) en una
im agen y luego en un sonido. M etáfora debe enten­
derse en sentido estricto: salto de u n a esfera a
o tra, capacidad de cam biar un ser en otro, m eta­
m orfosis.
La p alab ra sólo se erige en concepto p o r la
identificación de lo no-idéntico. R ecuérdense las
b ro m as de Hegel sobre el descubrim iento leibnizia-
no de la diferencia: ninguna h o ja es idéntica a
o tra. E n realidad, esta afirm ación rechaza la teoría
hegeliana de la identidad, que sólo adm ite la dife­
ren cia su b sid iariam ente con relación a la re p eti­
ción de lo idéntico: A es A, la h o ja es hoja, el árbol
es árbol, el fru to es fruto, etc. «Tan cierto es que
u na h o ja no es nunca totalm ente idéntica a o tra
com o que el concepto h oja se h a form ado gracias
al olvido deliberado de esas diferencias...», obser­
va Nietzsche. E ntonces surge la representación de
algo que sería «la hoja», u n a especie de form a o ri­
ginal, «según la cual todas las hojas h ab rían sido
tejidas, esbozadas, coloreadas... p o r m anos inhá­
biles, h a sta el p u n to de que ningún ejem p lar h a­
b ría sido conseguido correctam en te...» ( op. cit.,
p. 181).
Lo que puede decirse de «la hoja» puede decirse
tam bién de u na «cualidad» hum ana, la honradez,
p o r ejem plo. ¿Qué es, pues, la verdad?: «Una m ul­
titu d móvil de m etáforas, de m etonim ias, de an tro ­
pom orfism os, en resum en, u n a sum a de relaciones
h u m anas que han sido poética y retóricam ente eri­
gidas, trasp u estas, ad ornadas y que, tra s un p ro ­
longado uso, parecen a un pueblo severas, canó­
nicas, opresoras...». Las m etáforas y m etonim ias
iniciales se pierd en en esquem as convencionales y
El «dossier» Nietzsche 223

opresores: los «valores» sociales y políticos de los


que form a p a rte la verdad, es decir, aquello que
cada uno debe ad m itir y d eclarar p ara form ar
p arte de u n a sociedad.
La teo ría nietzscheana del lenguaje establece,
pues, un p u en te entre el discurso, las relaciones
sociales y los «valores» constitutivos de esas rela­
ciones. El lenguaje n ad a tiene en com ún con la ex­
presión de u n a verdad ideal o de u n a realidad
dada. No es el in stru m en to del conocim iento, sino
un esquem a al servicio de un orden, es decir, de
un poder. P erm ite co n stru ir un orden piram idal, se­
gún castas, c rear un m undo nuevo con relación a la
naturaleza, u n m undo social de leyes, de privi­
legios, de convenciones prescritas. R egulador e
Im p erativ o , «el gran edificio de los conceptos
m u estra la rigidez de un colum bario rom ano».
¿Qué es, pues, este orden famoso, ese E stado so­
berbio? Un cem enterio que «exhala en la Lógica
esa severidad y esa frialdad que es lo propio de las
m atem áticas». El espacio de los conceptos y el
espacio de la sociedad se corresponden. En cuan­
to al arte, sólo la pedantería teórica lo tom a por
una actividad secundaria y derivada, p o r una
«expresión». E stá en la base o, m ejor, en el funda­
m ento de las sociedades. Cada sociedad, cada civili­
zación fue u n a o b ra com parable a la obra de arte.
La estética, com o la retórica, parece fundam ental.
El genio arquitectónico del hom bre construye edi­
ficios prodigiosos: las sociedades, los E stados. Ese
p o ten te genio constructivo produce cúpulas colo­
sales con u n a m ateria tan frágil, tan sutil como
el hilo de araña: el concepto. j
N ietzsche no ha inventado la perspectiva habi­
tual que considera el lenguaje y el discurso com o
hechos cotidianos, com o am ontonam iento de bana­
lidades, al to m ar la ciencia del lenguaje p o r núcleo
o cen tro de un sab er superior, por «peana episte-
224 Henri Lefebvrt

mológica». Antes bien, considera el lenguaje (o, con


m ayor precisión, las lenguas) desde el punto de
vista socio-lógico, com o m om ento esencial de la
vida social, su fundam ento si no su «base», m o­
m ento a veces sintom ático de revueltas, de enfer­
m edades, bien e n tre | el pueblo, bien entre las
«élites». E n resum en; el lenguaje, desde su naci- !
m iento, desde la cuna (en el tiem po y en el espa­
cio: en los com ienzos de la especie hum ana y en
cada individuo) no se puede definir por el sa­
ber, virtual o actual. Es un poder de m etam or­
fosis, que obstaculiza el saber en tan to que adqui­
sición definitiva (epistem e). La m etáfora y la m eto­
nim ia, presen tes desde el p rim er acto de nom brar,
hacen su rg ir y re-surgir perp etu am en te de lo sen­
sible y de la natu raleza otro m undo, el m undo de
la sociedad, de sus «valores», de sus convenciones
reguladoras: el m undo de lo vivido. J
E n su fondo y en su fundam ento, el lenguaje es
poético en sentido estricto y am plio: creador. La
p ráctica social, la com unicación, no sólo producen
objetos y obras. No com binan sólo m ateriales
preexistentes. Crean: lo nuevo surge, m uere, re­
surge, se repite, cam bia, difiere, de m etam orfosis
en m etam orfosis. E n tre las personas (los indivi­
duos), las cosas, las palabras no hay ninguna co­
rrespondencia que dependa de un saber o lo funda­
m ente; y, sin em bargo, hay relaciones e incluso
unidad a través del lenguaje, pero una unidad de
orden poético: en el plano de los «valores» im plí­
citos o declarados, adm itidos o rechazados, m ás
que en el plano de un saber com ún a todos. Si hay "1
un m om ento m o rtal del lenguaje, se halla en el uso
político del discurso. Si hay un m om ento «su­
perior» del lenguaje, radica en el uso poético, en el
discurso de los poetas. M ientras que el filósofo^
p ara Hegel y el pensador revolucionario para
Marx recogen, llevándolas a su m áxim o nivel, las
El « dossier» Nietzsche 225

características del lenguaje (el filósofo las lleva al


concepto, el teórico revolucionario a la acción polí­
tica ligada a la clase obrera), p a ra Nietzsche, el
poeta arran c a las p alab ras al «colum bario», a los
m agníficos y fúnebres palacios de las sociedades.
Devuelve a las palab ras (al discurso) una «positi­
vidad» que n ada tiene en com ún con el saber ni con
la acción práctica: la poesía, en quien renacen a la
vez la natu raleza despojada por el discurso y el
poder de m etam orfosis captada por ese m ism o
discurso. De esta form a, el poeta hab lará del sol
o de la ciudad. H ablará del m ism o objeto que otro,
y ya no será el m ism o objeto. H ablará del cuerpo
y ese será o tro cuerpo. T rasciende el lenguaje en
cuanto m ortal, convencional y coactivo, encontran ­
do nuevos ritm o s (del cuerpo o de la naturaleza).
Los textos que N ietzsche consagra al lenguaje
van incom parablem ente m ás allá que el Curso
dem asiado célebre de S aussure y su conceptua­
lismo dogm ático. Es sabido que los filósofos han
determ inado tres po sturas: el nom inalism o, el
conceptualism o y el realism o (platónico). La m a­
yoría de ellos se creen obligados a escoger y a ser,
en cuanto con stru cto res y p artid ario s de un sis­
tem a, bien nom inalistas, conceptualistas o realis­
tas. El conocim iento filosófico se define p o r uno de
esos térm inos y, p o r tanto, por una actitu d y un
tem a llevados a lo absoluto. Ahora bien, Nietzsche
atribuye a cada ac titu d un grado, un nivel. Pre­
senta un nom inalism o em pírico, al que se super­
ponen un conceptualism o socio-político y luego un
realism o poético. E m píricam ente, la hoja, el perro,
el hom bre, estos conceptos no denotan m ás que
huellas inciertas y variables (recuerdos, sensacio­
nes, im ágenes) que no dispensan de la designación
con el dedo de ese individuo, esa hoja, ese perro,
ese hom bre. De tal form a que la relación «signifi­
cante-significado», que pasa p o r nodal y ha hecho
226 Henri Lefebvre

d erra m a r ta n ta tin ta a p a rtir de Saussure, no es


unívoca ni está bien definida. La m ayoría de las
palabras, al ser polisém icas, im plican «valores»
que p erm iten escoger u n sentido. Sin em bargo, en
el plano de la eficacia del discurso en la com uni­
cación, es decir, en el nivel socio-cultural-político
(como diríam os nosotros), el concepto posee una
realidad que proviene del lenguaje en cuanto hecho
social; posee, p o r tanto, un alcance institucional;
el derecho, la ley, la verdad m ism a tienen esa
existencia p ráctica en una arq u ite c tu ra social he­
cha de las convenciones y los «valores» de las
castas y las clases. En un nivel todavía superior,
hay realidades sim bólicas y concretas a un tiem po,
sólo accesibles al m úsico, al poeta y, p o r tanto,
verdaderas, con o tra verdad d istin ta a la de la
experiencia o a la de los conceptos socio-políticos.
P or ejem plo, el sol es un sím bolo, y m ás que un
sím bolo; cuerpo glorioso, descubre el m undo, enun­
cia el cosm os, los centros de energía y los focos
de calor, los ciclos y los retornos, las desapari­
ciones trágicas y las resurrecciones. El sol dice
al p oeta lo que le dicen tam bién el m úsico y la
m úsica, el teatro trágico y la tragedia. El sol con­
firm a a la m irad a lo que enseñan a quienes tienen
o rejas p a ra o ír la danza y el canto profundo. El
sol posee u na existencia triple: em pírica (en este
nivel se le considera objeto de ciencia); social
(regulador del tiem po y del espacio p ara las acti­
vidades hum anas), y, por últim o, poética (sim bó­
lico y m ítico). E sta últim a tiene la m ayor im por­
tancia (valor). E n tre esos niveles y grados del
lenguaje se operan toda su erte de cruces, de susti­
tuciones y m etáforas, transferencias y m etonim ias.
R epetidas veces, N ietzsche h a subrayado la im por­
tancia de las m etáfo ras visuales (la visión, la pers­
pectiva, el pu n to de vista, etc.) en el lenguaje ra ­
cional (social y político).
El « dossier» Nietzsche 227

De esta fo rm a se sitúa el pensam iento metafilo-


sófico: responde a las preguntas de los filósofos y,
sin em bargo, no es u n a filosofía.
A dm itam os que haya sido necesario im poner un
orden al caos de las sensaciones, á la confusión de
los sentim ientos. Adm itam os que haya sido p re­
ciso com enzar p o r la prohibición. El tiem po acaba
con la h isto ria m ism a. Sin em bargo, este perío­
do se prolonga. ¿P or qué y cóm o? En el nivel de
la p ráctica social y política, el discurso no es ino­
cente, el lenguaje no es inofensivo. Como tam ­
poco lo es el saber. De nuevo nos encontram os y
volvemos a h allar la cuestión del poder. La filo­
sofía ha producido y reproducido el discurso del
saber sin disociarse jam ás de él, salvo en las apa­
riencias. Sólo el poeta trasciende este discurso.

6. ¿Tiene p o r objeto la crítica nietzscheana del


S aber d estru irlo ? ¿Tom a p artido N ietzsche p o r el
no-saber co n tra el saber, por el discurso sin ley
ni fe co n tra la razón? No. P or supuesto que no.
E xactam ente no. Hay que insistir- en ello, repetirlo.
E sta in terp retació n deform a su pensam iento preci-
pitándolo en el cam po de lo absurdo. El fetichism o
de lo absurdo, el culto de lo irracional sólo re­
em plazan el fetichism o del Logos por u n pensa­
m iento que oscila en tre los fetiches. La poesíá no
im pide el conocer. Antes bien: p artiendo de lo
vivido, p en etra en un conocer diferente cualitati­
vam ente del saber; este conocer del «vivir» y de
lo «vivido» recoge las o tras esferas (la em pírica,
la socio-lógica, la socio-política), otorgándoles otro
sentido. Difiere del saber ab stracto p o r naturaleza,
p o r esencia, y no solam ente p o r su grado. El co~ j j
nocer revela la crueldad de lo vivido, las im pla­
cables relaciones de fuerza que lo hacen tal cual
228 Henri Lefebvre

es. Revela la aspereza de los com bates, que nada


tienen que ver con la lucha de las ideas, de los
escritos y de los escribas. i
P ara que sea posible el paso de una esfera a
o tra es preciso delim itar, en p rim er lugar, la del
saber: m o stra r los lím ites del Logos y del dis­
curso socio-lógico. E ste saber, con su em pleo polí­
tico y su a rm a d u ra lógico-lingüística, tiene un cam ­
po, la sociedad política. Tiende a elim inar los resi­
duos, las diferencias y el cuerpo m ism o, lo vivido
entero, confundiéndolos m aliciosam ente con la ig­
norancia, el m al conocim iento, el mal uso e in- j
cluso con la estupidez, esa vieja coartad a de los j
hom bres del saber. Y, sin em bargo, ese saber es en i
sí m ism o m al conocim iento y m al uso, e incluso, )
en últim a instancia, tontería. La m editación poéti­
ca rechaza esos trayectos reductores del saber y,
sobre todo, del saber político (estatal). Si a ve-')
ces alguien habla ingenuam ente, nadie escribe
de m odo inocente. Aquí se m anifiesta la vincula­
ción, la alianza y, m ás aún, la cohrsión funda­
m ental en tre sab er y poder. Todo escrito, salvo el
poético, que recoge la palabra, es reductor, m o­
m ento m ortal del lenguaje. J
La reflexión nietzscheana sobre el no-saber y el ;
saber (o, com o se dice a veces, sobre lo im pen­
sado en el pensam iento y lo no-percibido en el
seno de lo percibido) prosigue en dos direcciones
opuestas. E n la m odernidad unas veces se des­
arro lla una em presa violenta que ap u n ta a la con­
q u ista del no-saber, a su anexión, a su resolución
en el saber: es la em presa reductora. Y o tras
p or el contrario, la reflexión (o m editación) des­
cubre (revela) el sentido del no-saber, desarrolla
(despliega, m anifiesta) lo no-sabido y m uestra la
acción coactiva que lo ha puesto en esa situación.
E ste descifram iento de algo p a rtic u la r supone m é­
todos distintos a los de la lógica.
El « dossier » Nietzsche 229

¿No provendrá la am bigüedad del psicoanálisis


de que ni F reud ni sus discípulos han elegido de
m odo claro en tre esas dos vías? Nietzsche, sin em ­
bargo, había m o strad o las dos perspectivas y esco­
gido la segunda...
El enfoque y la p ráctica poética del conocer
nietzscheano se oponen de form a directa a la cons­
trucción hegeliana del saber. Por lo que se re­
fiere a la teoría m arxista, hay divergencia m ás
que oposición. E n nom bre de una presu n ta «prác­
tica teórica», la concepción m arxista del conoci­
m iento ha sido alineada con la de Hegel, no sin
em b ro llar las pistas. Volviendo a la teoría m ar­
xista, recordem os que p ara Marx, la crítica de la
filosofía clásica y la crítica del cientifism o espe­
cializado (la econom ía política en p rim er lugar) se
am plían h asta una teoría crítica de la intelectua­
lidad. E sta, pese a sus am biciones y pretensiones,
se deriva de la división del trabajo. En el interior
de un cam po científico, o de un laboratorio, o de
un equipo, puede h ab er división técnica y comple-
m en taried ad de los trabajos. A una escala m ás
am plia, la división social, es decir, el m ercado
(capitalista o no) im pone sus leyes. Tal es el status
social del conocim iento. Si el filósofo se esfuerza
p o r trascen d er la división social del trab a jo inte­
lectual, sólo lo consigue de modo incom pleto, por
su cuenta y riesgo. Sólo la crítica radical, que
pone las esperanzas en el m om ento crítico, logra
cierta superación.
El saber como tal, a un tiem po separado (de la
vida cotidiana, del pueblo), erigido (en institucio­
nes claram ente m anifiestas) y fusionado (invertido
en la producción y en las diversas actividades, in­
cluidas las actividades políticas), deviene propie­
dad del capital (no de un capitalista o de los capita­
listas como clase, sino de la sociedad en que el
capital ejerce su hegemonía). La teoría y la praxis
2 30 Henri Lejebvre

tienen, p o r tan to , com o m eta a rra n c a r el conocí-^


m iento al capitalism o, a la burguesía, a su E stado,
al E stado en general, al uso político. Lo que su­
pone, en p rim e r lugar, que se rechaza la especia­
lidad com o criterio (como superior a lo no-es­
pecializado, a lo cotidiano, al conocim iento glo­
bal), y, en segundo, que en alguna parte, en el
concepto o en lo social, se encuentra un sujeto
intelectual. ¿Cómo? P or m edio de la lucha de
clases llevada a todos los planos, a todos los ni­
veles, a todos los terrenos, responde Marx. _i
T am bién se p o d ría responder nietzscheanam en-
te: «Desplazando el sentido y el centro del cono­
cim iento, em pleando el análisis en d escu b rir lo
que se oculta en todas las actividades de la so­
ciedad en que la hegem onía deform a el conoci­
m iento, en todas las actividades en que la sociedad
ejerce su p o d er sobre el saber, con el saber. Des­
codificando los m ensajes del no-saber y los del
saber. C om prendiendo el no-saber com o tal sin_^
reducirlo. Extrayendo los valores subyacentes p ara
sacarlos a la luz, a veces p a ra tenerlos en cuenta,
o tras p a ra rechazarlos tras el paso p o r la criba
de una crítica aten ta, aunque 1
benévola...». , f~ l
Si el sab er occidental —el Logos— se vincula al '
crecim iento m aterial (econom ism o, productivism o,
cuantitativism o), la cuestión antes planteada y la
resp u esta nietzscheana poseen plena validez. Sin
em bargo, d escarta el Logos, cuyos elem entos esen­
ciales M arx y el pensam iento m arxista aceptan
com o una adquisición social, liberándolos de sus f
hipotecas capitalistas y burguesas. J
No es cierto que el «descentram iento» del Logos
pueda con sistir en un sim ple trab a jo sobre el len­
guaje (en una p ráctica literaria). En la argum enta­
ción nietzscheana hay que ir m ás lejos. ¿R eem pla­
zar el fetichism o del Logos y su inconsciente retó ­
rica p o r el fetichism o y la retó rica del Deseo? Este
El «dossier» Nietzsche 231

proyecto b astard o no corresponde tam poco a la


perspectiva nietzscheana.
Una vez m ás re c u rrir a la tesis hegeliana p er­
m ite o rien tarse y situ ar la perspectiva nietzschea­
na. R ecordem os que p ara Hegel, la necesidad
tiene u n a existencia positiva, un ser racional; co­
rresp o n d e a un objeto, a un tra b a jo productivo.
N inguna necesidad se aísla ni vuelve hacia la inm e­
diatez del deseo n atu ral. Las necesidades, p o r
tanto, constituyen un conjunto racional, un sis­
tem a que p artic ip a del engranaje de los sistem as
de la sociedad civil en el seno del Estado. Sistem a
de necesidades y sistem as de trab a jo s se corres­
ponden. Cada necesidad define u n a satisfacción:
consum e u n objeto, reproductible p o r o tra p arte
(las condiciones de esta p roductibilidad dependen
de la econom ía política). En cuanto superación de
la inm ediatez n atu ral, las necesidades son abstrac­
tas y sociales, puesto que lo uno va unido a lo
o tro (sofisticadas, se diría hoy). En cuanto al
deseo, no nace de la inm ediatez descrita en la
Fenom enología: deseo de desear y de ser deseado;
destruye el objeto deseado, lo devora, lo bruta-
liza; se destruye a sí m ism o, sin m ás huellas
que el destrozo, en un destello de goce loco. El
pensam iento y el deseo a rra stra n hacia el m al
definido: la retó rica rom ántica, la v erb o rrea sin
fin, el delirio irracional.
¿Y M arx? F rente al deseo elige la necesidad.
Aunque la ponga en tre paréntesis al analizar el
valor de cam bio, necesidad y uso van ju n to s. La
crítica m arx ista del trab a jo no llega, en Marx,
h asta la crítica de la necesidad: la tra ta de pa­
sada aquí y allá. Pese a algunas reservas (en los
M anuscritos de 1844), no hay desacuerdo a este
respecto en tre Hegel y Marx, quien acepta la ra ­
cionalidad (lim itada p o r ser burguesa, pero real)
de la sociedad occidental. Desde hace un siglo, la
2 32 Henri Lefebvre

reflexión de los m arxistas evita este escollo. Una


polém ica sinuosa los divide: ¿hay que lim itar las
necesidades (tesis de algunos tro tsk istas), o m u lti­
plicarlas indefinidam ente (tesis de los producti-
vistas), o co m b atir su facticidad (tesis de los m o ra­
listas, h u m an istas y n aturalistas)?
Con N ietzsche se abre o tra perspectiva. El deseo,
lo vivido (que no se conoce y que se conoce m al)
pertenecen al cam po de la poesía. El deseo inicial
y fináh deriva, si es que puede decirse así, de un
gasto explosivo de energía. Una determ inada ener­
gía (cuantificable, aunque eso no tenga gran im ­
portancia) se condensa en un centro, en un «su­
jeto»; ah ora bien, esa energía no existe m ás que
"actuando, produciendo un efecto. El ser vivo o
pensante la utiliza en los juegos, en las luchas,
tanto com o en los trabajos. La derrocha fren éti­
cam ente. ¿Las necesidades? Eso son inversiones
y recom pensas tran q u ilas de la energía vital.
¿Quién les da form a? El lenguaje, la arq u ite ctu ra
socio-política, el poder político y la presión ideoló­
gica que se ejercen sobre el deseo. Y el trab a jo ...
El pensam iento «profundo» (entre com illas iró­
nicas, puesto que N ietzsche ironiza y desconfía
desde el m om ento en que el ser consciente sale
de la superficie, del espejo rutilante, y puesto que
sólo el poeta puedte lanzarse), el pensam iento de
Nietzsche parece el siguiente, al m enos h asta La
Gaya Ciencia. En p rim er lugar, la «profundidad»
del cuerpo, de la energía acum ulada explosiva­
m ente, de los fenóm enos fisiológicos, es inform e;
los azares desem peñan ahí un papel preponde­
rante. Dos procedim ientos perm iten in tro d u cir un
cierto orden en ese caos inicial y fundam ental:
con el lenguaje, la lógica que sim plifica; con el
juicio y la apreciación, el valor ético o estético que
perm ite la elección. E ntonces puede «funcionar»
El « dossier» Nietzsche 233

una vida social; reina la necesidad, determ inada o


libre.
El G ran Deseo reúne las energías disem inadas
en necesidades y actividades diversas, d eterm in a­
das p o r convenciones lógicas y evaluaciones m o­
rales. El G ran Deseo difiere del deseo inicial, como
la a ltu ra difiere de la som bría profundidad, bajo
la superficie. El deseo, inconsciente, se gasta al
principio sin ninguna consideración. Reunida, con-
densada, la energía creadora no se derrocha ya,
no produce ya un objeto indiscrim inado, no se
pierde al d e stru ir el azar. El G ran Deseo es el de­
seo de lo sobrehum ano; es ya lo sobrehum ano,
su presencia, su nacim iento. Juega, pero las reglas
de su juego no tienen nada de pueril. D estruye sin
barbarie. Alcanza la m ás alta conciencia, la de la
superación (U berw inden), es decir, se destruye, se
consum e, se transciende. El G ran Deseo incluye el
conocer; lo une al arte, y, sobre todo, al arte de
vivir (puesto que se aprende a desear en la alta civi­
lización, en la civilización de La Gaya Ciencia, véase
fragm ento 334), pero avanza m ás allá de lo que
nosotros sabem os ( ¡nosotros, hum anos, dem asiado
h u m a n o s!).

7. El concepto (o, m ejor, la im agen-concepto)


de la voluntad de poder tiene cierta relación con
la lucha a m u erte de las consciencias, tal como la
p lantea Hegel. Nietzsche lo h a dicho y repetido:
todo alem án tiene algo de hegeliano y, p o r tanto,
cuenta con la violencia. En la Fenomenología, la
conciencia-de-sí nace de la acción recíproca entre
las conciencias en estado em brionario; ese naci­
m iento doloroso no se produce sin lucha. La em er­
gencia p o r encim a de lo inm ediato, de la naturaleza
—del «inconsciente»— en la abstracción y la re ­
flexión (conciencia-de-sí) im plica una lucha a m uer-
234 Henri Lefebvre

te, d u ra n te la cual (o, m ás exactam ente, al fin de


la cual) cada «actante» se hace conocer y reconocer
p o r el o tro y, p o r tanto, se refleja (se reconoce)
a sí m ism o. ¿Juego de espejos? ¿Juego de pala­
bras? ¿Juego de m anos? En absoluto. Y no hay
nada erótico en el pensam iento hegeliano. Hay
que lu ch ar p ara em erger. El Amo y el Esclavo se
en fren tan con las arm as en la m ano. El saber se
beneficia de ello, pero el filósofo no lo sabe h asta
m ucho m ás tarde, quizá dem asiado tarde.
¿Prolonga la lucha de clases, según Marx, el
concepto hegeliano de la lucha a m u erte de las
conciencias? Sí y no. No, porque p ara Marx estas
luchas poseen condiciones históricas precisas, en la
Antigüedad, en la E dad Media, en el capitalism o.
La lucha no es un m om ento fenom enológico de la
conciencia en general. No, porque el enfrentam ien­
to tiene lu g ar en tre las clases y no en tre «sujetos»
especulativos, el Amo y el Esclavo. No, p orque la
lucha no tiene p o r m otivo y fin el reconocim iento
(de sí en el o tro , del o tro en sí, de sí-mismo), sino
la pro p ied ad de los m edios de producción y el
sob rep ro d u cto social. Y, sin em bargo, sí, porque
la lucha de clases llevada h asta el fin educa la con-
/ ciencia de los esclavizados, la cam bia en conoci­
m iento y m ás p ro n to o m ás tard e invierte la situa-
’N / ción en beneficio de los trab ajad o res,
xi La voluntad de p o d er nietzscheana difiere de
esta «lucha a m uerte» de las conciencias en que
no es un m om ento; es p erpetua, no se supera
en el curso de u n a historia. El sab er m ism o sirve
a la voluntad de poder. No se invierte: si el Es­
clavo se rebela co n tra el Amo, si arriesga o tra vez
su vida p a ra vencer, es p orque en él la voluntad
se vuelve de nuevo m ás fu erte que el recuerdo
(resentim iento) de la d erro ta y porque h a inven­
tado «valores» que le em pujan m ás hacia el com ­
b ate que h acia la aceptación. La lucha no con-
El «dossier» Nietzsche 235

cluye en u n re-conocim iento m utuo y recíproco,


sino en u n a victoria sobre los vencedores de la
víspera, o en u n a d erro ta de los rebeldes, frecuen­
tem ente en contagio o contam inación de los ven­
cedores p o r los «valores» de los vencidos. Los
oprim idos, los vencidos, no están, sin em bargo,
desprovistos de «Wille zur Machí». Sólo son, mo­
m en táneam ente en ocasiones, los m ás débiles. Las
m ujeres, p o r ejem plo.
N ietzsche ha in ten tado u n a ontología de la «vo­
lu n tad de poder» contenida en el libro del m ism o
nom bre, cuyo títu lo es u n tim o, p orque debería
llam arse: La inocencia del devenir. E sta ontología
se distancia in finitam ente de u n a racionalización o
teorización que acepta lo «dado», la «realidad»
considerada.
La voluntad de p o der m anifiesta, p o r supuesto,
la energía vital, la que actú a en el cuerpo. E sta
energía se acum ula y se gasta de varias form as,
lo m ás a m enudo con violencia; salvo en los ca­
sos en que se contiene, m antiene su tensión, la
afina, alcanzando así niveles de concentración en
que encu en tra plenitud, alegría: en la creación
poética, en el goce (la voluntad supone u n a ten­
sión que asciende p o r grados sucesivos y ritm os
m edidos la p endiente que la lleva a la cum bre,
m om entos de la relajación y del gasto, relám pa­
go del surgim iento, entrega, autodestrucción, quizá
orgasm o).
La teo ría de la voluntad de poder corresponde, \
p o r tanto, a u n a energética fundam ental, pero
com pleja. No en cu entra ante ella m ás que o tras
voluntades de poder, o tras energías, diversas en
la un id ad y relación recíproca. R eina al nivel socio-
político; en la lucha p o r el poder, la voluntad de
p o d er en estado puro, pudiéram os decir, se reco­
noce, puesto que no se ve m ás que a sí m ism a,
p ero este reconocim iento intensifica la lucha en
236 Henri Lefebvre

lugar de su p erarla. La voluntad se descubre en el


E stado, se revela, se desnuda. Pero se encuentra,
adem ás, en todas las relaciones, entre hom bre y
m ujer, en tre hijos y padres, y en tre opresores y
oprim idos (patrones y obreros). P ara Nietzsche, el
beneficio no a p o rta a la voluntad de poder m ás
que un pretexto, un estim ulante, un m edio. Y lo
m ism o la lógica: la identidad representada, nom i­
nada, tom ada en cuenta, asestada e im puesta, sirve
a la voluntad de poder, m edio privilegiado con el
lenguaje.
La voluntad de poder no puede atrib u irse al solo
po d er adquirido. E ste se parece al goce por su
capacidad de au to d estrucción (abuso, desm án, lo­
cas am biciones, etc.). La conquista del poder m ás
que el poder define el W ille zur M a c h í14. Du­
ra n te el tran scu rso de esta conquista, la voluntad
de po d er inventa prodigiosam ente: m áscaras y
disfraces (la virtud, el desinterés, la caridad), m e­
dios (los «valores» que le perm iten establecerse y
m andar, o rd e n ar las cosas).
El concepto de la voluntad de poder aporta, poi
tanto, una concepción del m undo: una in te rp re ­
tación, un enfoque global. Lo que du ran te m u­
cho tiem po se ha venido llam ando u n a filosofía.
¿Cómo d escrib ir su genealogía? Se la vincula con
m ucha frecuencia a la «influencia» de Schopen-
h au e r sobre Nietzsche, a la filosofía v italista del
«querer-vivir» que, efectivam ente, inspira El naci­
m iento de la tragedia.
Si dejam os de aislar las obras unas de otras, si
aclaram os la an terio r p o r la p osterior, es decir,
diez años de vida y de creación p o r la explosión de

14 Georges B ataille los m ezcla cuando escribe en «la


experiencia interior» que la idea clásica de soberanía, unida
a la de m ando, se a lte ra al co m p ro m eter el orden de
cosas, p o rq u e se convierte en su razón y d eja de ser inde­
pendiente. ¡Bataille hegelianiza a Nietzsche!
El «dossier» Nietzsche 237

alegría de La Gaya Ciencia y de Zaratustra, se abre


u na perspectiva m uy distinta. Nietzsche descubre
las corrien tes su b terrán ea s de la conciencia eu ro ­
pea, opuestas al Logos, dejadas en la som bra p o r el
racionalism o oficial de la filosofía y del E stado:
el am or cortés, fundam ento de La Gaya Ciencia,
el agustinism o, con la trip le «libido», en tre ellas,
la libido dom inandi, y, p o r últim o, la gran herejía,
aquella que se alza co n tra la P atern id ad aplastante
de la Ley, que critica la prim acía del Logos, del
Verbo y que esp era la venida del esp íritu (la he­
re jía de A belardo y de Joaquín de Fiore).
P orque esto es lo esencial, aquello por lo cual
Nietzsche no desciende de los m ism os antepasados
que los filósofos grecorrom anos o judeocristianos.
La poesía libera. Con ella se m anifiesta el poder
de m etam orfosis que se descubre en la apreciación,
el juicio, la valoración y tam bién en el juego y en
el arte. Con la poesía, la energía física y vital se
supera (en sentido nietzscheano). La energía vital
—la voluntad de po der— no se supera suicidán­
dose, sino sobrepasándose y afirm ándose en o tra
esfera: la poesía. E sta nace en el m om ento de la
liberación. El poeta, com o todo creador, pero m e­
jo r que el resto de los artistas, renuncia a la vo­
lu n tad de po d er y la denuncia, la sobrepasa. Lo
S obrehum ano trasciende lo hum ano, y, en p rim er
lugar, el «Wille zur Machín, que ha hecho a los
hom bres y a las relaciones inhum anas entre sí.
¿Z a ratu stra se re tira a la soledad p a ra m a ta r su
voluntad de poder, p ara negar su querer-vivir como
un asceta schopenhaueriano? Al contrario, exalta
su ser p o r fin descubierto y el diálogo con el sol
afirm a ese descubrim iento y esa exaltación.
El análisis nietzscheano de la voluntad de poder
no preten d e an u lar la sexualidad y sus problem as.
Tam poco los pone en p rim e r plano. La teoría tien­
de a co n sid erar el terren o sexual (libido sentiendi)
2 38 Henri Lefebvre

no com o u n a esfera de causas y razones, sino


com o u n a esfera de efectos y consecuencias. Ade­
m ás, lo que u n ser hum ano h a sufrido (por efecto
del poder, del abuso de poder, de las privaciones
y hum illaciones) en todas las dem ás esferas viene
a trad u c irse en el terren o sexual m ediante fru s­
traciones com plem entarias y suplem entarias, efec­
tos tan to y m ás que causas.

8. ¿E l nietzscheísm o? No existe. Hay un hege­


lianism o; p ero no hay u n m arxism o; no hay una
teo ría nietzscheana (de la voluntad de poder, o del
su perhom bre, o del eterno retorno). Hay u n a prác­
tica nietzscheana que no se identifica ni con la
p ráctica hegeliana del saber (práctico-teórico) ni
con la p ráctica política (es decir, en principio y
dialécticam ente, an tipolítica) del m arxism o, pero
se acerca m ucho m ás a ésta que a aquélla.
Práctica poética o, m ejor, poiética, que valora
lo vivido en detrim ento de lo concebido y de lo
percibido, supervalorados p o r el Logos occidental.
T ransciende la voluntad de poder por un acto que
m etam orfosea, no lo real en surreal, operación
ficticia e im potente,., sino lo hum ano en sobrehu­
m ano. É l su perhom bre, lejos de llevar h asta el lí­
m ite el gusto p o r el poder, se libera de él, inaugu­
ran d o así o tra luz, otro horizonte, otro m undo.
¿Im plica tal perspectiva un proyecto m ás p re­
ciso que tienda a hacer posible lo im posible?
Quizá. La destrucción de la realidad, del «sujeto»
en el sentido del Logos occidental (el «Cogito»), de
la Id en tid ad que sirve a u n poder, de norm as y
valores establecidos p o r el poder, en resum en,
la subversión radical, esta perspectiva puede ser
considerada u n «proyecto». Pero no basta. Acen­
tú a un peligro de m uerte: el nihilism o. El Su per-
El « dossier» Nietzsche 239

h om bre no se conform a con co n trib u ir a la auto-


destrucción de la m odernidad, del E stado, de las
perso n as (clases) en el poder. De la disolución
quiere sacar o tra cosa; u n a afirm ación. E n lugar
de dem oler p u n to p o r punto, lugar p o r lugar, o
sólo n egar y desm entir el orden existente, quiere
fundar. ¿Qué? ¿Una ética? Por supuesto que no.
¿U na estética? Tam poco. Una form a de vivir que
supere la ética y la estética. ¿F undar sobre qué?
Quizá sobre el acuerdo en tre Dioniso y Apolo,
irreductibles, pero inseparables. Volverse heroico
en el curso de un com bate vano, figurarse que la
conciencia (la tom a de conciencia, com o se dice)
puede a b a tir el p oder com o fuerza esp iritu al no
consiste en esto la locura nietzscheana. Ni tam ­
poco rem itirse a u n a «profundidad»: deseo, in­
consciente. N ietzsche no adopta ni la actitud
occidental —el raciocinio crítico— ni la actitud
o rien tal —-despego soberano, renuncia y contem ­
plación—, ligada a u n a ontología. No: el com bate.
P ero ¿qué com bate? El que h a librado con sus dé­
biles fuerzas y con esa táctica: ac tu a r con tan ta
habilidad com o los poderes, desenm ascarar el jue­
go del p o d er y b u rlarse de él (esquivando los gol­
pes). Llegar, pues, a una estrategia que enlace con
ciertos m edios (el escrito poético) e incluso con
ciertas fuerzas. Lo cual no incluye la violencia,
pero tam poco la excluye cuando el uso de la vio­
lencia y sólo él perm ite re en co n tra r el uso sin
violencia: el sim ple «valor de uso» de las cosas,
fu era de su valor en el intercam bio, la riqueza y el
poder.
«A los realistas: oh seres fríos que os sentís tan
acorazados co n tra la pasión y la quim era..., ¿no
sois todavía seres suprem am ente oscuros y apasio­
nados si se os com para con los peces?...» (La
Gaya Ciencia, 57).
240 Henri Lefebvre

9. ¿Qué hay de com ún en tre el tem a nietzschea-


no del resentim iento y el concepto hegeliano de la
alienación, separado p o r Marx del sistem a hege­
liano y recogido por él p a ra aclarar la práctica
social?
P ara Nietzsche, «el hom bre» no se vive a sí m is­
mo com o ser de necesidad o de deseo, sino de
resentim iento. E ste térm ino posee u n sentido m u­
cho m ás am plio que el sentido trivial: re-sentir
algo (un sentim iento, una im presión). Una situa­
ción pasada, de la que el sujeto parece y cree
haber salido, ha dejado huellas. ¿E n el «incons­
ciente»? Quizá, a m enos que esas huellas consti­
tuyan el «inconsciente» m ism o. No coinciden exac­
tam ente con el recuerdo; el resentim iento difiere
del reconocim iento. La situación inicial re-vive;
se repite; vuelve y su rem em oración la to rn a obse­
sionante, im ponente, determ inante. Al m ism o
tiem po, el «sujeto» se deja vincular a la situación
y se vincula a ella; se aleja del presente para
rean im ar el pasado. Huye de lo actual, no puede
vivirlo. Su vivencia se sitúa d etrás y lejos, «profun­
dam ente».
¿H ab rá presen tido N ietzsche el psicoanálisis?
H asta cierto p u n to seguram ente, pero su teoría
cala m ás hondo. Porque no es un suceso físico,
una carencia, un dolor lo que produce el resenti­
m iento. Es siem pre o casi siem pre una hum illa­
ción. N ietzsche prosigue por ese d erro tero el ahon­
dam iento abisal del concepto de alienación. El re­
sentim iento del ser alienado por la alienación tiene
algo de irrep arab le, de irrem ediable, de irrev ersi­
ble. ¿Por qué? P orque viene a negar su hum illa­
ción, a ex tra er de ahí una voluptuosidad singular;
en p rim er lugar, saca de ella u n a virtud: la h u ­
m ildad. Se hace hum ilde, virtuosam ente, p a ra acep­
ta r la hum illación y tro carla en u n a felicidad tu r­
badora. Vuelve a buscar la situación hum illante
El «dossier» Nietzsche 241

o alguna circunstancia análoga. Se ofrece como


víctim a, presa, objeto, a la voluntad de poder que
lo ha arro jad o p or tierra.
El racionalism o hum anizante y optim ista adm i­
tía que una desalienación total b o rrab a la aliena­
ción inicial, podía cum plirse m ediante un proceso
inverso al de esa alienación. P ara Hegel, la Idea
absoluta reabsorbe la alienación inicial m ediante
la que el m undo salió de su propio seno; p o r así
decir, la tom a incluso com o prueba, lleno de
saber. El Esclavo puede vencer al Amo y supe­
r a r (en sentido hegeliano) la situación de derrota.
Tam bién p ara Marx el trab a jo productivo (indus­
trial), reorganizado por la clase o b rera que se
h ará cargo de él, su p rim irá el trab a jo alienante-
alienado, dividido, im puesto com o una fuerza ex­
traña.
Nietzsche no cree que la alienación concreta
-—la hum illación, la privación grave— desaparez­
ca sin huellas indelebles. El oprim ido y el escla­
vizado h ab rán engendrado en sí m ism os «valores»
que les h ab rán p erm itido vivir, disim ulándolos o
bien (lo cual es lo m ism o de todos m odos) acep­
tando las condiciones de su existencia. La hum i­
llación se convierte en razón de ser, con com pen­
saciones, com plicaciones, explicaciones, ju stifica­
ciones; esboza un sitio, lugar de u n a jerarq u ía;
com o p o r azar, cada hum illado tiene otros hum i­
llados p o r debajo de sí, a los que puede hum illar:
m ujeres, niños, anim ales, m alditos. El ofendido
llega a definirse ante sus propios ojos por el m o­
m ento de la hum illación (el hom enaje rendido al
poderoso, la fidelidad, la abnegación, etc.). En la
m odernidad, los hom bres del resentim iento se
m ultiplican. E stán p or todas p artes. Todos se re­
sienten. Quienes quieren el poder p ara vengarse
del poder existente no escapan a este destino: lo
alim entan. Y de igual m odo que hom bres, tam ­
242 Henri Lefebvre

bién hay «m ujeres del resentim iento». Todas qui­


zá: en lugar de acu sar a la m oral y a la religión
(que fingen p ro teg erlas) de su m iseria, acusan
a los hom bres, a los «machos», invirtiendo la
cuestión. C onsiderados en conjunto, ofendidos y
h u m illa d o s ls, establecen un círculo vicioso, un
anillo m ortal, un torniquete; acentúan la repe­
tición de lo re-sentido; directa o indirectam ente
h ab lan de «eso» y sólo de eso. ¿Quién? Las m u­
jere s sobre todo. Los creyentes. Los «sujetos» de
un m onarca o de u n gobierno cualquiera: de un
E stado. ¿Los o b reros? Quizá. Los esclavos siem ­
p re si los am os han sabido aprovechar su dom i­
nación. El resentim iento revela el secreto de la
esclavitud consentida, p referid a a la m uerte.
La culpabilidad es, p o r tanto, un estado, m ás
que la consecuencia de u n acto definido. Ese es­
tado hace estragos en O ccidente b ajo el signo
del Estado. El sentim iento de la culpa, original o
irriso ria, m o rtal o venial, se une al resentim iento
com o fuente de angustia que exige explicación.
Ocasiones de culpabilidad no faltan: las guerras,
las actividades nocivas y tan ta s otras. Pero el
fundam ento —el ca rác te r fundam ental— de esta
culpabilización escapa a los europeos, lo que p er­
m ite a las p ersonas religiosas, a los filósofos, a los
políticos explotar ese sentim iento que se ignora
en cuanto resentim iento, venenó de la conciencia.
P ara Nietzsche, el problem a no consiste tan to en
diagnosticar o explicar el sentim iento de culpabi­
lidad y su fuente envenenada, el resentim iento,
cuanto en m o stra r la vía de curación. O bjetivo: la
salud, la gran salud que supere la gran enferm e­
dad, el nihilism o al que conduce el resentim iento.
¿P or qué m edio e n c o n trar la salud? ¿El reto rn o
15 La correspondencia de N ietzsche refiere su d escubri­
m iento (tardío, en versión fran cesa) de D ostoievski y su
entusiasm o.
El «dossier» Nietzsche 243

a la n aturaleza? No. Al contrario: su p erar la n a tu ­


raleza, es decir, la v oluntad de poder, y la prueba
del devenir, resen tim iento y culpabilidad. En lugar
de un tiem po h istó rico sem brado de victorias y de
d erro tas, de agresiones y de hum illaciones, la Gaya
Ciencia ilum ina la inocencia del devenir. No sigue
el cam ino p refab ricado p o r u n a providencia o dis­
p uesto p o r u n a racionalidad oculta. Va al azar. No
tiene la responsabilidad ni la culpabilidad del indi­
viduo en general, lo que no la dispensa de lanzar
una re q u isito ria c o n tra determ inadas personas: los
poderosos.

10. Al m ism o tiem po que Hegel y Marx, u n tal


K ierkegaard p o nía u n escollo en la vía del devenir
(del progreso): la repetición. Sóren K ierkegaard
in tro d u jo la p a ra d o ja de tal form a que pasa, con
toda razón, p o r m ístico. La repetición kierkegaar-
diana (la que Job exige a Dios desde el estiércol
después de h ab e r p erdido todo, la que el prom e­
tido de Regina reclam a p o r su am or roto) exorciza
el tiem po, esa m aravilla dem oníaca, invocando al
E terno. Dios puede re su c ita r a los m uertos, sus­
p en d er el tiem po, hacerlo retroceder. Y Dios puede
devolver lo que se h a perdido: la inocencia ori­
ginal, los bienes te rre stre s (Job), la bienam ada
(Sóren K ierkegaard). E n el centro: la trascenden­
cia. La p arad o ja de la repetición no h a dejado
de in tro d u cirse p o r ello.
Desde la g u erra de 1870-1871, N ietzsche anuncia
que la h isto ria, razón y conocim iento se hunde en
u n m a r de lodo y sangre. P rim era repetición: la
violencia, cuya necesidad parece evidente a los
hom bres que tom an las decisiones y cuyo absurdo
no parece m enos evidente a quienes la sufren.
N ietzsche pone en p rim er plano lo repetitivo a
partir de la poesía, de la m úsica y del teatro (de la
244 Henri Lefebvre

tragedia). E ste sería el m om ento de exam inar


cómo en su p ro sa y en sus versos em plea los proce­
dim ientos clásicos, derivados todos de la rep eti­
ción: rim as, aliteraciones, invocaciones, sílabas o
p alabras de apoyo p ara las frases. Su poesía no
im ita a la m úsica; no p retende ser ni hacerse m u­
sical, no pliega el lenguaje a las leyes de un arte
distinto; a p o rta al lenguaje la experiencia de la
m úsica. La m úsica se b asa en la repetición; todo
en ella es repetitivo, no sólo los tem as (el leivm otiv
w agneriano, el tem a de la fuga, etc.), sino las «no­
tas», los intervalos, los tim bres, los ritm os (la
m edida), etc. Y, sin em bargo, a propósito de la
m úsica, todos hablan de frescura, de m ovim iento,
de destello, de esplendor, de invención incesante,
de tem poralidad incluso.!No hay repetición sin di­
ferencia, no hay diferencia sin repetición. E n cuan­
to a la tragedia, va m ucho m ás allá en la rep eti­
ción: resu cita al héroe p o r m edio de un texto p re­
parado y repetido. En un lugar consagrado a este
rito recom ienza el acto trágico, el m om ento m o r­
tal, el holocausto, que se revive con u n a diferencia:
la alegría trágica.
N ietzsche sitúa lo repetitivo en el centro de la
m editación. ¿En el lugar del devenir? No exacta­
m ente. El p roblem a estrib a exactam ente en com ­
p ren d er cóm o hay devenir en la repetición y repe­
tición en el devenir. P ara Nietzsche, la antigua im a­
gen del flujo heraclitiano tropieza con lo rep eti­
tivo, pero lo rep etitivo no puede considerarse
ap arte, com o «pura» repetición. Tom ado en sí
mismo, aislado arb itra riam en te, hace el devenir
incom prensible. Ahora bien, hay tiem po (e incluso
m ultiplicidad de tiem pos: ritm os, linajes, ciclos)
y prodigiosa diversidad de creaciones del devenir.
Pero hay repeticiones en el seno del tiem po. Tal es
la p arad o ja que parece escapar al saber. Sin des­
ap ro b ar el saber, Nietzsche se coloca en la fron-
El « dossier» Nietzsche 245

tera en tre lo concebido y lo vivido, es decir, entre


sab er y no-saber: en la cresta. E ste no-saber es
lo vivido, goce y sufrim iento, siem pre repetidos,
siem pre nuevos. Risa divina, danza de los dioses,
la gaya ciencia, m ás y m ejo r que la triste Ciencia,
infringe lo vivido. Es la poesía. Es la em briaguez
del devenir y de la repetición. «Vuelve o tra vez con
todos tus suplicios», así se pronuncia el sí al
vivir.
¿Se quiere com enzar p o r el saber en lugar de
em pezar p o r la crítica del saber, por la m úsica,
p o r la tragedia, p o r la poesía? Puede ser, aunque
ese sea el cam ino inverso al de Nietzsche. El jam ás
sistem atizó los elem entos de su pensam iento en
el plano denom inado filosófico. S istem atizarlo es,
p o r tanto, traicionarlo. Aquí y ah o ra se va a tra i­
cionar a N ietzsche lúcidam ente, p a ra m ejor m os­
trarlo p o r su envés, pudiéram os decir, y ponerle
de m anifiesto. P ara él, la diferencia es esencial,
aunque este últim o térm ino no convenga exacta­
m ente. ¿Cómo dem ostrar la im portancia de la
diferencia fren te a quienes la im pugnan, los racio­
nalistas, las gentes del E stado?
Lo repetitivo es lo idéntico y es el principio de
identidad lógica m ism o: A = A. E ste principio for­
m al im plica u na repetición, lo m ás próxim a po­
sible a la repetición absoluta. Y, sin em bargo, esa
segunda «A» no puede re p e tir de m odo absoluto y
de form a to talm en te rigurosa la prim era, porque
es la segunda. La lógica form al está en juego. Y la
sucesión de los núm eros, es decir, la m atem ática:
uno y uno igual a dos. Una repetición engendra una
diferencia: la m enor, con el m enor contenido, con
el m ínim o de residuo. T ransparente, p o r tanto.
Y, sin em bargo, de operación en operación, de
repetición en repetición, se realiza un infinito. El
conjunto infinito de los núm eros enteros (con­
ju n to en el in terio r del cual cada diferencia es
246 Henri Lefebvre

m ínim a) p erm ite en g en d rar otros co n ju n to s infi­


nitos (los núm eros fraccionarios, transcendentes,
etcétera) y ded u cir el concepto de núm ero infinito
(transfinito). E n tre los núm eros infinitos hay dife­
rencias m áxim as. Lo p u ro lógico se supera lógica-
inente.
Lo rep etitivo es el engendram iento de los núm e­
ros. P or tan to , de los conjuntos, del espacio y de
los espacios* Lo infinito se genera a p a rtir de la
repetición, a través de esos conceptos hoy día casi
aclarados: series y recurrencias, conjuntos, tra n s­
finito, po d er del continuo, enum erable y no-enume­
rable, co n ju n to de conjuntos. La m ayor diferencia
(infinito-finito) se percibe y se cap ta de este m odo.
Pero lo repetitivo desborda el cam po de los n ú ­
m eros. Llega incluso h asta los gestos, los actos
prácticos que se reiteran . La repetición lineal ab a r­
ca un cam po inm enso. A condición de a d m itir lo
que no puede dejarse de adm itir: lo repetitivo en­
gendra lo diferencial; y al contrario, lo diferen­
cial se produce p o r la repetición en el tran sc u rso
de u n tiem po específico.
Por ta n to, el saber, repetición a su vez (m em o­
ria, operaciones reiteradas, lógica, etc.), es saber
de lo repetitivo. De igual m odo, el tra b a jo con­
siste en gestos repetidos. ¿Va a clau su rarse este
cam po, este dom inio inm enso de lo repetitivo? No.
Lo repetitivo es tam bién el doble, el doblam iento
y ‘el redoblam iento. P or tanto, la duplicación y la
duplicidad. P or tanto, la sim etría y la disim etría,
el espejo y los efectos de espejism o y de espejo,
el eco, el reflejo, la im agen. ¿Y p o r qué no la m ás­
cara? ¿E l reflejo falaz?...
Lo repetitivo se descubre tam bién en la m em o­
ria. Y, p o r tan to , en cualquier conocim iento: co­
nocer es re-conocer (la rem iniscencia). C ontrapar­
tid a am arga: el resentim iento. ¿No hay que a tri­
b u ir a lo rep etitivo lineal el lenguaje m ism o, repe­
El « dossier» Nietzsche 247

tición (com binatoria) de sonidos articulados? ¿No


hay que situ a r aquí las realidades psíquicas: la
«conciencia-de-sí» (reduplicación, duplicación, du­
plicidad) y su base o fundam ento en el cuerpo, «el
inconsciente», con sus interacciones, con sus ape­
laciones y llam am ientos recíprocos?
Pero lo rep etitivo se desdobla a su vez: lineal-
cíclico. Lo cíclico es el ritm o. Los ritm os: los del
cuerpo vivo. Quien dice ritm o dice repetición. En
la fro n te ra (movediza) en tre lo lineal y lo cíclico
está «el inconsciente». Todo cuerpo vivo recibe in­
form aciones, desde la célula al ser hum ano, y m úl­
tiples m ensajes de los que no descifra m ás que
u n a p arte ínfim a. La teoría de los m ensajes y de
los códigos, de las redundancias y de las variacio­
nes inform ativas, e n tra en la de la repetición. El
cuerpo vivo tiene u n doble carácter: energías m a­
sivas que se re p a rte n y se gastan según ciclos y
ritm os; energías finas, inform acionales, relacióna­
les y situacionales, m ensajes lineales, códigos y
descodificados. El doble ca rác te r del cuerpo vivo
es debido al doble carác te r de la repetición: lineal
y cíclico.
E sto no es todo: todavía no es el Todo. Si la re­
flexión exam ina el M undo descubre los ciclos de
las estaciones, de la vida y de la m uerte (Dioniso y
sus poderes: el cam inar en tre las pruebas, las
desapariciones trágicas y las resurrecciones). Si la
reflexión exam ina el Cosmos descubre la luz (Apo­
lo, sueño y claridad). La energía, fundam ento del
ser, se despliega; la ley de la energía consiste en
gastarse. Al dilapidarse se dispersa. El juego ener­
gético se realiza a través del ciclo «pérdida-concen­
tración». La energía form a focos, centros, núcleos.
En to rn o a ellos, esferas, sistem as. Y esto desde la
p artícu la ínfim a a las galaxias, del m icro al m acro.
Y siem pre u n a tensión, u n a voluntad de acción, es
decir, de poder, que se expande, generosa o b ru tal.
248 Henri Lefebvrc

El sol posee esa existencia triple ya reconocida:


em pírica, socio-política, sim bólica (poética). Y lo
m ismo ocu rre con este pequeño foco: el cuerpo
vivo, el «sujeto» (el cerebro y su periferia). El fa­
moso sujeto, helo aquí: es un centro. No una sus­
tancia: un pequeño centro de pulsiones, de deseos,
en u na palabra, de energías que se gastan, que se
d ispersan no sin d ejar huellas.
Ahora la reflexión se desplaza danzando sobre la
arista que separa el saber del no-saber. A un lado
de la fro n te ra (la ironía quiere que p artiendo del
saber, generándolo m ediante lo repetitivo, la m e­
ditación llegue al vivir como no-saber) está el sa­
b er engendrado (engendrándose) por la rep eti­
ción. Al otro, lo vivido, indiferente a esta génesis,
pero que recibe de esta diferencia o tra dim ensión,
que está a su vez p o r conocer y reconocer. El
vivir: la alegría, la voluptuosidad, la angustia, el
trance y la danza. La tragedia (resurrección de los
héroes, m entís al tiem po por una repetición re­
presentada). La m úsica (brote y resurrección de la
alegría, inseparable del dolor). La poesía (evo­
cación de lo posible, revocación de lo inadm isi­
ble). La m uerte (que se repite con la vida). La
historia, p o r últim o (con su problem ática: incer­
tidum bres y certezas, m em oria y saber, tum ba del
tiem po pasado y apelación a la luz, obstáculo y,
sin em bargo, tentación).
El saber se basa en la m enor diferencia, y el
arte, p or el co n trario, en las diferencias m áxim as
irreductibles a aquellas que se inducen en el in­
terio r de tal conjunto, de taL sistem a, de tal lógica.
¿Y qué pasa con «el devenir en la perspectiva
nietzscheana? Es esa totalidad: lo cíclico y lo
lineal, las evoluciones y revoluciones. Lo m ism o
y lo distinto. Lo idéntico y lo diferente. Y su reci­
procidad, su engendram iento. Por tanto, lo os­
curo y lo inteligible. El pensam iento m ítico y el
El «dossier» Nietzsche 249

pensam iento racional. El M undo y el Cosmos, Dio-


niso y Apolo: los laberintos su b terráneos y los
co ntornos a plena luz. ¿La filosofía? S eparada del
ap a rato m etafísico (m etafórico), secreción de las
bu ro cracias (eclesiásticas, políticas) está ahí: to­
m ada o tra vez íntegram ente, pero en o tro plano,
bajo o tra luz, con o tras oscuridades. En otro tra ­
yecto, en o tro proyecto. Totalizada y totalizante
de o tra form a: desde la lógica a la m úsica, desde la
m atem ática a la poesía, desde los balbuceos a las
obras. Lo cual no excluye la reflexión, que los re­
chaza hacia lo inaccesible, el éxtasis, la voluptuo­
sidad próxim a al dolor, el trance, la m uerte. ¿Y el
devenir? Es así: cam bio donde todo cam bia, salvo
la to talid ad de los cam bios. En u n a relación p ara­
dójica, pero que se dilucida con lo que im plica
y con lo que contiene, con aquello en lo que dege­
nera p o r aquello que se genera: lo repetitivo. ¿Ser
o no ser? No: «Werde das du bist» (¡C onviértete
en lo que e re s !).
Sí. Al decir ese «sí» hem os aceptado las peores
hipótesis: la hipótesis terro rífica de la repetición
etern a del Mismo, es decir, de los azares que nos
han hecho nosotros m ism os, de las circunstancias
que han producido n u estra m ediocre existencia
dem asiado hum ana, pero tam bién y al m ism o tiem ­
po la m aravillosa hipótesis de lo Sobrehum ano,
que nace desde ese m om ento aportando el sen­
tido del devenir.
Dos grandes ram as del pensam iento filosófico
(que se entrelazan con otras, em pirism o y racio­
nalism o, m aterialism o e idealism o, nom inalism o y
realism o conceptual, etc.) convergen aquí: la línea
eleata y la heraclitiana. Los antiguos y m odernos
eleatas pueden negar la im portancia del movi­
m iento; no pueden negar su existencia sin conver­
tir en dogm as las célebres p arad o jas de Zenón.
E n cuanto a los heraclitianos, tienen que recono­
250 Henri Lefebvre

cer la im p o rtan cia de lo repetitivo cíclico al m enos.


(H eráclito ya lo acepta con su «gran año».)
- La teo ría del devenir universal no puede re fu ta r
lo repetitivo relegándolo a lo aparente. La teoría
de lo Inm óvil Inteligible puede relegar a la apa­
riencia el flujo y el m ovim iento inform e, pero
debe a d m itir que el devenir crea form as, «seres»
determ inados, géneros y especies que se nom bran.
¿Qué es lo que da lugar a la intervención del
pensam iento, al gesto práctico? Lo repetitivo. Toda
acción se b asa en u n a repetición, porque se rep ite
a sí m ism a: gestos, objetivos. La filosofía ha acla­
rado este rasgo de la actividad p ráctica (técnica).
Según Hegel, el entendim iento analítico y no la
razón- dialéctica es lo que interviene en la p rá c­
tica, en el trab ajo . Y p ara Marx, el pensam iento
dialéctico no se descubre ni descubre lo real y sus
contradicciones, sino m ediante la confrontación de
lo real y de lo posible, al nivel de la totalidad.
Lo que no excluye de ningún m odo —todo lo con­
tra rio — la producción de algo nuevo p o r el con­
ju n to (totalidad) de gestos reiterados, de actos re­
petitivos, de intervenciones m aquinales y técnicas
(partes, según Marx, de las fuerzas productivas que
tran sfo rm an la naturaleza).
Si esto es así, ¿cóm o ex trañ arse de la im por­
tancia de lo repetitivo en el m undo m oderno, ob­
jetos, p roductos, gestos? La satisfacción de h ab er
engendrado p o r la repetición el S aber de este m un­
do y en este m undo no suprim e la desazón. Y se
com prende m ejo r p o r qué N ietzsche no se esforzó
en c o n stru ir el sistem a de la R epetición, sino que
creó a Z a ra tu stra p ara su p erar el nihilism o inhe­
ren te a la m odernidad. E ste sistem a ha sido esbo­
zado aquí p a ra p o n er de m anifiesto lo que no es
ni dice el p o eta Nietzsche. E n sí m ism o sólo sería
u n sistem a en tre m uchos otros elaborados p o r
el pensam iento m oderno desde Hegel. Cada espí­
El «dossier* Nietzsche 251

ritu sistem ático 16 saca u n placer m asoquista de la


p risión donde se en cierra echando con cuidado los
cerrojos. N ietzsche abre «a m artillazos», sí, pero
tam bién «con su sangre».
La m od ern id ad se hunde en la repetición (y en
la conciencia de lo repetitivo, a la vez revelado y
oculto p o r las ideologías: él pan-m atem atism o y el
pan-conceptualism o, el fetichism o de lo com bina­
torio y de la e stru c tu ra , el «dibujo» y los m o­
delos, etc.). De este m odo, la época m oderna sa­
b orea h asta las heces el gusto de la repetición. La
historia, de la que d u ra n te m ucho tiem po h a creído
proceder, negaba la repetición o sólo le concedía
escasa im p o rtan cia, en nom bre de u n devenir feti-
chizado, al tiem po que racionalizado. E sta historia
m onum ental se d erru m b a, com o la filosofía siste­
m ática, m onum ental tam bién, con las justificacio­
nes y legitim aciones que m uchas personas creían y
creen aún sac ar de ellas. La m odernidad p resen ta
este doble aspecto: todo cam bia y n ad a cam bia;
to d o se estrem ece y todo se estanca. ¿No será la
dé la tiran ía la repetición m ás abrum adora? En
nom bre de la lib ertad , la revolución h a engendrado
u n a vuelta de los viejos despotism os en versión
m o d ern a agravada. Pero la repetición no se lim ita
a las esferas del p o d er y del E stado. Se ha masifi-
cado gracias a las técnicas.
La im p o rtan cia de lo repetitivo, descubierto p o r
N ietzsche a raíz de u n a crítica de la h istoria, del
historicism o, del evolucionism o y de la filosofía
—hegeliana— del devenir, a raíz tam bién de un
análisis riguroso de la poesía, de la m úsica, de la
tragedia, no hace m ás que confirm arse. P or todas
partes.

“ Antes hem os citado algunos de los m ás recientes:


Yves B arel, Míchel C louscard, Jean B au d rillard . H ab ría que
c ita r tam bién a H. M arcuse, M. M cL uhan, J. M onod, etc.
252 Henri Lefebvre

El análisis crítico de la vida cotidiana m u estra la


interferencia de las repeticiones cíclicas (las horas,
los días y las noches, las sem anas y los meses,
las estaciones, las necesidades) y las repeticiones
lineales (los gestos y actos del trab ajo , de la
vida fam iliar, de las relaciones sociales). Igual­
m ente, el análisis de los fenóm enos económ icos y,
m ás todavía, el de la reproducción de las relacio­
nes sociales (de producción). E sta reproducción
pone sus esperanzas en la generalización de lo
repetitivo: si todo se repite, las relaciones sociales
se pro rro g an , au tom áticam ente, al volverse auto­
m áticas, al in teg rarse en el autom atism o general.
H asta el pu n to de que no sólo la filosofía y el
sab er pueden definirse p o r la relación conflictiva
e n tre la rep etición y el devenir, ni la m odernidad
com o ilusión (ideológica), sino la sociedad entera.
Todo inclina hacia la reproducción, hacia la re­
petición cuantificada; y todo (todos) reclam a lo
nuevo, la brecha, el salto cualitativo hacia ade­
lante, que no llega. *
Así, Hegel preveía un E stado que engendrara sus
condiciones de form ación y de equilibrio, sistem a
auto-generador y auto-reproductible. Marx, en cam ­
bio, preveía en n om bre de la revolución proletaria,
un salto hacia adelante en el devenir, una «gene­
ración» nueva, sin repetición, pero sin pérd id a del
pasado. N ietzsche denuncia el peligro de la repe­
tición que m a taría toda diferencia, y sim ultánea­
m ente afirm a la exigencia de una ru p tu ra com ­
pleta, que trascen d ería el pasado.
Aquí se tran sp a re n ta la diferencia radical entre
la superación hegeliana y m arxista, que conserva
(m ás en Hegel, m enos en M arx) los antecedentes y
condiciones a un nivel superior, al «elevarlos», y la
superación nietzscheana, que niega, deniega, re­
niega, desm iente, re fu ta y p recip ita en el abism o.
El A ufheben optim ista y el Uberwinden trágico se
El «dossier» Nietzsche 253

enfren tan , y, con ellos, la diferencia y la rep eti­


ción (reproducción).
¿Cómo escoger? ¿Es preciso hacerlo?

11. El descubrim iento de la im itación (Mime­


sis) com o fenóm eno psíquico y social no puede
a trib u irse a Nietzsche. Ni siquiera pensó en expli­
car, y m ucho m enos en sistem atizar, la teoría de la
M imesis 17 o de la «Mimicry». M ostró su alcance
en un análisis crítico (en sentido nietzscheano:
m ás sarcástico que irónico o hum orístico). Un
hegeliano ad m ira la im itación com o potencia ra­
cional que suscita la reproducción de u n tipo h u ­
m ano, social y político. Por lo que a los m arxistas
se refiere, incluido Marx, han descuidado tales
fenóm enos, dejando a u n lado la teoría de la iden­
tid ad y la de la m utación (m etam orfosis) o, dicho
de o tra form a, de la repetición y de la diferencia,
de la im itación y de la creación.
N ietzsche puso de relieve la im portancia de la
M imesis en la naturaleza. N inguna h oja de roble es
rigurosa y abso lu tam ente idéntica a otra; sin em ­
bargo, todas las hojas del roble se parecen; el
concepto de «hoja», que sólo retiene esos pare­
cidos y los cam bia en identidad, no tiene la verdad
que le atrib u y en los p artid a rio s em pedernidos del
saber. Sin em bargo, tales conceptos perm iten a la
conciencia em pírica, a la actividad práctica, poseer
su esfera y a los hum anos h ab itar una construc­
ción (arq u itectu ra) sociopolítica. A lo largo de la
evolución, desde que existe tal especie de p lan ta y
h asta que desaparezca, cada p lan ta re-produce
aquella de la que nace. E n tre las hojas de roble
las diferencias son m ínim as, internas a la espe-

17 Véase p ara la explicación del concepto y p a ra un


intento de «sistem a» el libro de A uerbach: Mimesis.
254 Henri Lefebvre

cié (caracterizada com o un «sistem a» equilibrado,


pues cada p lan ta y el conjunto de las p lantas p erte­
necen al género que constituye u n todo). El roble
y la h o ja de roble, y sus ram as, y su aspecto, di­
fieren de la p alm era y de sus atrib u to s. Aquí la
diferencia da u n salto y se to rn a máxim a. O tro
tan to se puede decir cuando surge u n a especie
nueva. Lo cual confirm a la distinción (diferencia)
en tre las diferencias inducidas en el in terio r de un
co njunto, p o r rep etición y M imesis, y las dife­
rencias pro d u cid as fuera de tal sistem a estable­
cido, al desap arecer o m etam orfosearse este sis­
tem a.
E n la sociedad, el m ecanism o de la M imesis es
doble. El m im etism o procede p o r identificación
d irecta con el tipo o m odelo: los som etidos, los
esclavizados, los oprim idos, las personas dom ina­
das p o r el resen tim iento se identifican con el
ho m b re fu erte, el vencedor, el poseedor y el amo.
Lo re-producen en sí m ism os sin interm ediario.
Así, los niños im itan a su padre, o los súbditos al
príncipe, o los soldados al jefe. A m enudo el m im e­
tism o procede in d irectam ente, a p a rtir de una im a­
gen o sím bolo, em itido o no em itido por el poder
superior: en u na Iglesia instituida, cada uno im ita
in d irectam en te a un santo o, m ejor, a su im agen, y
directam en te al dignatario situado en la jera rq u ía
un escalón m ás arrib a. Lo analógico y lo sim bólico
difieren, pero, am bos producen u n m ism o efecto:
la M imesis. Así continúa el teatro del m undo, don­
de el m ejo r cóm ico es el que actúa m ás «sincera­
m ente». Las p alab ras sirven de in stru m en to a ese
teatro , m ás concreto (real) que el discurso. Desde
hace m ucho tiem po, los m oralistas (La Rochefou-
cauld) h a n denunciado el teatro del m undo, sin
llegar a sus bases o raíces.
E n am bos casos, el proceso m im ético im plica
una sim ulación y produce sim ulacros: copias m ás
El «dossier» Nietzsche 255

o m enos exactas. La sim ulación form a p arte, según


N ietzsche y los nietzscheanos, de los m ecanism os
m ediante los cuales los individuos se in sertan en
u na realidad sociopolítica, y, a la inversa, m ediante
los cuales la sociedad se sirve tan to del discurso
com o de los esquem as, sím bolos e im ágenes, p ara
in teg rar a los individuos.
E l fenóm eno posee, pues, u n a am plitud enorm e
y un peso decisivo en la re-producción de la cús­
pide de la sociedad p o r la base, sin lo cual la
e stru c tu ra sociopolítica se d errum baría. La com ­
p lejidad de la M imesis crece a p a rtir del hecho de
que la creación com ienza p o r la im itación y no
puede com enzar de o tro m odo: el fu tu ro cread or
em pieza seleccionando u n p ad re o u n m aestro
(para Nietzsche, W agner), del que luego se se­
p a ra y al que si es preciso ejecuta. Camino de la
creación cuando se produce u n a m etam orfosis
(una diferencia), la M imesis puede, adem ás, blo­
q u ea r el cam ino esterilizando la m archa, e n tra­
ñando la repetición. El fenóm eno «Mimesis» ab a r­
ca, p o r tan to , el cam po sociopolítico entero, inclui­
das la ética y la estética, adem ás de la m oda, la
educación, las «influencias» diversas (justificadas
o no ju stificad as p o r representaciones, es decir,
p o r ideologías).
De la M im esis derivan extrañas realidades, a m e­
dio cam ino en tre la apariencia y la m etam orfo­
sis. La m áscara, p o r ejem plo. Sim ulacro que do­
bla el ro stro y lo disim ula; el «yo» se tru eca p ara
él m ism o en otro, en el que quiere convertirse. El
u n iform e m ilitar, generador de una M imesis apo­
yada p o r el poder, es u n a m áscara que tiene éxito.
El aprendizaje de un papel gracias a la m áscara
im plica el desdoblam iento, ya sea la m etam orfosis,
ya la repetición y el re to rn o a la identidad reco­
nocida. «Larvatus prodeo», avanzo enm ascarado,
dice todo innovador; la m áscara le sirve de refu­
256 Henri Lejebvre

gio, de C o a rta d a . Puede perderse en su papel, pero


sólo la p é r d id a de identidad perm ite cam biar.
El erl ^ m igo es, por tanto, la identidad, que a r­
ticula 1 ^ lógica de acuerdo con la realidad psíqui­
ca, s o c i^ j y política, y perm ite la fijación. Quien
dice « ^ e n t i d a d » dice tam bién lógica, tautología,
sistema,, c¡rc u i0 vicioso, torniquete, repetición, re ­
p ro d u c á sj y del 0t r0; M imesis estéril, dife­
rencia in d u c id a en ei in terio r de un conjunto y
reducidor al m ínim o. M áscara y m arca, la identidad
procede del ciiscurso falaz y rem ata su obra. Quien
dice « P e rd id a de identidad» dice tam bién m u ta­
ción, m e ta m o rfo s is , transvaloración, creación poé­
tica. E n^-re am bas hay una distancia, un trayecto
p e lig ro s ^ ¿Cuál es el peligro? El extravío, la
locura, <^j su icidio. Sin duda alguna, el dolor y la
insatisfa_c c jbn La identidad ap o rta la satisfacción
del « s e r^ adquirido, en la propiedad. La vía dioni-
siaca n a es tran q u ila ni la de la tranquilidad.
Lo so b re h u m a n o , diferencia m áxim a, sólo se con­
sigue h£tc iendo saltar la identidad y franqueando
(su p e rar\d o ) jas diferencias m ínim as. Incluso el
discurso se disuelve, y la práctica poiética inventa
un lengv^a j e
E ntre ej E scrito teorético de 1873 y La Gaya
Ciencia, Lqietzsche descubre el m undo de la identi­
dad d e t r ^ s ¿el m undo de la M imesis y de la Más­
cara, ya^ descrito p o r los m oralistas (inm orales).
Al p r m c ip j0 nQ exjge todavía lo Posible-Im posible,
lo SobrePm m ano, aunque ya deja de so p o rtar el
m undo cj.e ¡a m arca y de la m áscara, el teatro del
m undo, m u n do de las palabras y de la retórica,
en resury-jg^ ja vida social según los valores im ­
puestos. p oco a poco, lentam ente, se va abriendo
an te él e j horizonte de la m etam orfosis, de la dife­
rencia a L>soluta. Con esfuerzo, con u n a angustia
sin nom L ,re> descubre que la aspiración a la m a­
y or d if e r ^ ncja ^ a Sobrehum ano, va acom pañada
El « dossier» Nietzsche 257

de la aceptación de la m ás terrib le de las identi­


dades, el E terno retorno. Si hay m etam orfosis, es
decir, conjunción afo rtu n ad a y azar m aravilloso,
en lugar de un encadenam iento lineal ilim itado de
causas y de efectos, de razones y de consecuen­
cias; si hay tran sm u tación, el m ism o azar puede
re-producir cualquier m om ento del m undo: la
m etam orfosis puede conducir a la repetición de
un fragm ento del devenir. El salto en el espacio (en
lenguaje de ciencia ficción podríam os decir en el
hiperespacio) de la diferencia im plica el peligro ab­
soluto de la repetición total. Por tanto, si se ins­
ta u ra una ru p tu ra con lo realizado (no un descen-
tram ien to en el saber, sino un descentram iento
con relación al sab er hundiéndolo en la p rofund i­
dad enigm ática de lo vivido, p o r encim a o por
debajo de la superficie y de los efectos espejean­
tes), ¿quién sabe qué p asa rá al o tro lado de ese
espejo? D esfondam iento, caída en el abism o, quie­
b ra de la conciencia-de-sí, la a p e rtu ra de lo posible
no excluye ninguna posibilidad: la m ejor y la peor
van ju n tas.
Aquí u na vez m ás si hay dialéctica nietzscheana
difiere radicalm ente de la dialéctica hegeliana. No
hay síntesis en tre los térm inos enfrentados. Lo que
nace, o bien rep ro d uce aquello de lo que nace
(conserva la id en tid ad de uno de los térm inos con
diferencias m ínim as), o b ie n ,' franqueando de un
salto un abism o, lo transciende. Por su cuenta y
riesgo. La tragedia de la conciencia desborda el tea­
tro del m undo. Las contradicciones m ás p rofun­
das sacadas a la luz pueden ayudar a la m etam or­
fosis, de la que están separadas p o r u n a distancia
abisal. C urar sim plem ente a quienes sufren, su­
prim iéndoles sus contradicciones al m odo de los
psicoanalistas, es traicionar.
La aspiración nietzscheana im plica, por tanto,
un rechazo fu ndam ental de lo «real», com o consti­
258 Henri Lefebvre

tutivo del Ego (el «sujeto»), ¿H a tom ado N ietzsche


en consideración la oposición filosófica de lo su b je­
tivo y de lo objetivo? No. Su pensam iento (su
(perspectiva) no p articip a de esas categorías filosó­
ficas. Esos térm inos form an p arte de la identifi­
cación que ap risiona lo posible. Más allá de ese
reino de la identidad, las m áscaras y las m arcas,
m ás allá de la M imesis, m ás allá del reino de las
som bras, se ab re el horizonte solar.
E n la visión del E terno retorno hay, sin em b ar­
go, un sentido que en térm inos filosóficos podría
llam arse id en tid ad p o r re to rn o (repetición) y re­
to rn o de la identidad. ¿Cuál? La de la naturaleza
y de la conciencia, de la salud y de la reflexión,
de la inocencia y del conocim iento: una totalidad.

12. La Gaya Ciencia no agota su sentido en las


repercusiones aquí citadas. Esos análisis casi sis­
tem atizados tienen u n objetivo: im pedir que u n de­
term inado pensam iento, que en la m odernidad se
cree radical, rehaga indefinidam ente el recorrido
Hegel-M arx-Nietzsche, sin salir del nihilism o. Si
tom am os el cam ino desde el pu n to de p artid a que­
da claro que nadie en E uropa ha superado ese
nihilism o. ¿F racaso de N ietzsche? Sin duda. H asta
ahora, ni él ni nosotros (europeos, hom bres de la
m odernidad), nadie h a salido del m undo de las
som bras.
O tro sentido de la Gaya Ciencia: nada nuevo sin
u n a provocación, sin u n desafío (a m enudo peli­
groso e incluso cada vez m ás peligroso). No hay
desafío sin u n a agresión, sin un ataque. P or tanto,
sin un doble peligro: ponerse en juego (en tela de
juicio, fórm ula banal) y a ta c a r a alguien m ás fu er­
te que uno m ism o, de form a que se le ponga en
juego (en la apuesta). Lo «negativo» nietzscheano
radical ad o p ta este aspecto y m anifiesta así en un
El «dossier» Nietzsche 259

m ovim iento (y no en la representación del movi­


m iento) las contradicciones inherentes a lo real.
Sin lo cual no sería o tra cosa m ás que un discurso
eru d ito que se prolonga.
No produce un sentido quien quiere. Lo escrito
y la lite ra tu ra no bastan. La escritu ra, siem pre
m im ética, desem peña su papel en la reproducción
m ás que en la creación. ¿Q uién produce un sen­
tido? Aquel que se arriesga. En el tran sc u rso del
tiem po, aquellos que p ro d u jero n u n sentido m u­
riero n p o r él y lo en gendraron m ediante su m uer­
te: Sócrates, Cristo. La locura, form a diferente de
la m uerte, puede ten er el m ism o alcance. La ru p ­
tu ra con el sab er y el poder, la gran entrega que
in au g u ra el salto en lo posible, im plica la ru p tu ra
tan to con la filosofía como con lo cotidiano...

13. P or encim a de la sociedad, por encim a de


la «cultura», existe algo (por supuesto no el Es­
tado) que se puede llam ar civilización. ¿La cultu­
ra? Los filisteos cultos creen poseerla com o p ro ­
p iedad pública y privada. ¿La sociedad? Es una
colección de lógicas sociales, es decir, de tau to ­
logías, de to rn iquetes, de grandes y pequeños «sis­
temas».
La civilización se com pone de valores, es decir,
de sentidos, que viven y m ueren. E n el seno de la
sociedad se bo sq u ejan y precisan estos valores y
sentidos. E n cu en tran ahí u n terren o favorable o
desfavorable. E n el m ejo r de los casos, en Grecia,
p o r ejem plo, o d u ran te el R enacim iento en E u ro ­
pa, u n a gran civilización adquiere form a y fuerza:
ligera, danzante, vigorosa.
¿Concepción «elitista»? Sí, aunque tenga en cuen­
ta a los pueblos y, p o r tanto, a las m asas. No
hay jera rq u ía de valores, no hay, p o r tanto, valores
superiores que no sean aceptados y m enos aún
260 Henri Lefebvre

resentidos p o r un pueblo. La élite —el filósofo, el


poeta— no pueden m ás que d ar form a y fuerza
a lo que germ ina en el seno del pueblo. Y, a la
inversa, pueblos y m asas pueden tam bién poner
fin a los valores superiores, m atar a los filósofos
y a los poetas con los otros héroes después de
haberlos engendrado: S ócrates y, m ás aún, Jesús
lo dem uestran.
El pensam iento de N ietzsche y su perspectiva
no salen de u na am bigüedad que se puede decir
fecunda. Filósofo, pensador, poeta de un cierto
elitism o, apropiado, p o r tanto, a intelectuales que
p reten d en ser m arginales y tienden a a p a rtarse
p ara h acer de la vida hedonism o o dem ocracia,
p o r sus propios m edios; y, p o r otro lado, filósofo
de la lucha sin tregua ni desfallecim iento contra
el E stado, co n tra toda m anifestación de la volun­
tad de poder, co n tra el Logos que desafía lo socio-
político. ¿«Elitism o»? ¿Y por qué no? Quizá hoy
día la libertad, la del libre espíritu, presente estos
dos aspectos. A fro ntar la m uerte negando el ins­
tin to de m uerte, afirm ando la vida, ¿no es u na
am bigüedad que transciende las dualidades y du­
plicidades tradicionales? Lúcida, am ante del placer
y la alegría, sin tem or al sufrim iento, rep resen tan ­
do sin anunciarlo, sin prom ulgar u n a filosofía del
juego o una regla del juego, creando lo total m ás
allá de lo político, así cam ina la Gaya Ciencia.

14. Una teo ría generalm ente tenida por marxis-


ta, aunque Engels y Lenin, m ás que Marx, la hayan
elaborado com o teo ría del conocim iento, declara
que la conciencia y el conocim iento son reflejos.
La m ayoría de los filósofos del sab er han rechaza­
do esta teoría, salvo aquellos que explícitam ente
se han puesto bajo la garan tía del m arxism o: la
teoría del reflejo pasa en tre la opinión filosófica
El «dossier» Nietzsche 261

p o r grosera. E fectivam ente, Lenin m aneja u n poco


b ru talm en te las m etáforas de la copia, de la foto,
del espejo 18. Pero esta teo ría conviene adm irable­
m ente a Nietzsche. La ad o p ta (sin referencias al
m arxism o, p o r supuesto) tan to en el fragm ento
«teorético» de 1873 com o en fragm entos escritos
diez años después que debían d em o strar la «ino­
cencia del devenir».
Si el pensam iento y la conciencia no pueden
definirse com o u n a sustancia (como dijo D escar­
tes y han creído después de él m uchos filósofos,
incluido Hegel), si el pensam iento no es un «ser»
vinculado al «Ser», y si, p o r tanto, hay u n a diferen­
cia en tre el ser y el pensam iento, pese a que el pen­
sam iento corresponde al ser, ¿en qué puede consis­
tir si no es en u n reflejo? Reflexión y reflexionar
quieren decir «reflejar», salvo que todo esto no
sea m ás que m etáforas.
Pero ¿qué es u n reflejo? ¿De dónde procede el
espejo que refleja? Al carecer el reflejo de es­
pesor, de volum en, de peso, al ser, p o r tanto,
«irreal», ¿qué es un reflejo fiel de lo real? Un
reflejo de este tipo no puede com prenderse m ás
que como u n a form a, la form a de una superficie
reflejan te (que deform a lo «real» de una m anera
determ inada).
Es lo que dice Nietzsche, volviendo, com o ya se
ha visto, la teoría del reflejo co n tra la tesis inge­
nua de la fidelidad re fle c to ra 19. ¿La conciencia?
Una superficie. ¿El reflejo y el acto de reflejar?
Actos del cerebro —com o el lenguaje y la form a
lógica—, pero tam bién cuerpos enteros, m anos,
órganos de los sentidos, m iem bros, m úsculos, sexo.
Porque la conciencia refleja, la acción m etam orfo-

18 Materialismo y empirocriticismo, passim.


■’ Véase sobre todo Das Philosophen Buch, fragm en­
tos 121. 122. 123. etc.
2 62 Henri Lefebvre

sea lo «real» al no e sta r som etida a ninguna sus­


tan cia «real» ni fu e ra ni dentro. El conocim iento-
reflejo deja sitio libre a los sím bolos, a la inven­
ción poética, a las im ágenes-conceptos.

15. R etorno y recu rso al cuerpo, cuerpo com o


fuente y recurso. Lo declara Z aratu stra, uniendo la
fuerza poética a las declaraciones «teoréticas». Re­
to rn o y recu rso m ás que petición de ayuda, el
cuerpo recibe u n status com pletam ente distinto
de aquel que tenía en la filosofía y en la sociedad
im pregnada de ju deocristianism o. La filosofía y la
religión, sobre todo en Occidente, h an traicionado
el cuerpo; el Logos europeo se esfuerza p o r re d u ­
cirlo, rom perlo, m utilarlo. P or debajo del pensa­
m iento, sede de ese pensam iento, pero con u n a
diferencia capital y radical, se halla el cuerpo. ¿E n
qué consiste esa diferencia? Si se q uiere proseguir
la in terp re tació n de la poesía nietzscheana tra d u ­
ciéndola a prosa, es preciso decir que esta dife­
rencia im p rescrip tib le no se define, porque in te r­
viene y desem peña un papel en cada m om ento,
incluso en la conciencia reflexionante que tra ta de
captarla. D iferencia inagotable, distancia a la vez
in fin ita e ínfim a, en tre el «yo», el «mí» y el
cuerpo, puede ser dicha de m il y una form as,
todas necesarias, pero no suficientes. ¿Será el
cuerpo el lugar del placer, ese estado o esa si­
tuación que sólo tiene u n a relación lejana con la
situación de quien conoce y piensa? Sí y no. El
hedonism o filosófico no va m ás allá. El cuerpo
sufre y goza, y el sufrim iento tiene tanto sentido
com o el goce, a veces m ás. Anuncia una posibili­
dad, u n a crisis fecunda. ¿Lugar poblado de «afec­
tos», «de pulsiones»? Por supuesto, pero tam bién
de m uchas o tras no-cosas. ¿Razón de actos que
dan sentido y valor, pero que no tienen sentido ni
El « dossier» Nietzsche 263

valor, com o el acto de ap reh en d er las cosas, de


ad h erirse a ellas? Sí, pero estas p alab ras filosó­
ficas sólo dicen lo que es el cuerpo con relación
al sab e r filosófico.
P ara Nietzsche, el cuerpo contiene —es m ás, el
cuerpo «es» b ajo la superficie espejeante— la p ro ­
fundidad. E n la poesía (o poiesis), la altu ra, la
lum inosidad, la esfera apolínea. E n la conciencia,
en el saber, la superficie. E n el cuerpo, las capas
pro fu n d as, aquellas que ilum ina, atravesándolas
com o un puñal, el rayo del análisis. El cuerpo, ese
despreciado, ese desconocido, a p o rta consigo sus
riquezas sin lím ites: los ritm os, las repeticiones
(cíclicas y lineales), las diferencias. De edad en
edad, desde el niño al adulto y al d ram a del
envejecim iento, se supera, p recip ita el pasado en
la m em oria, enriquece o em pobrece la trabazón de
sus ritm o s, d esarro lla o no la relación siem pre
nueva e n tre necesidades y deseo y conciencia y
acción.
¿R etorno al hedonism o? ¿Adhesión al m ateria­
lism o? No. Irred u ctib le a la filosofía, la apelación
nieztscheana al cuerpo excluye el cuerpo-m áquina:
le opone el cuerpo-energía, el cuerpo poesía, el de
la m úsica y la danza. La determ inación negativa
perm ite, con m ás v entajas que u n a definición que
q uisiera ser positiva sirviéndose del lenguaje filo­
sófico, e n tra r en la perspectiva nietzscheana. El
p o eta que h abla en Z a ra tu stra quiere poner fin a
la separación de lo m ental, de lo social, de lo
n a tu ra l y, p o r tanto, a la disociación entre el
V erbo y la Carne, Q uiere cam biar desde la base
la relación del cuerpo con el lenguaje, dejando
de valorizar el lenguaje m ism o com o abstracción.
P ara N ietzsche no hay abstracción concreta, como
la hay p a ra Hegel y Marx. Rechaza ese casi con­
cepto, que perm ite conceder a todos los m om entos
un sta tu s análogo, doblegándolos unas veces por
264 Henri Lefebvre

el lado de lo ab stracto y o tras p o r el de lo con­


creto. Lo «concreto» es el cuerpo. Lo ab stracto , es
decir, el lenguaje (¿ía lógica? Incorregible, no pue­
de ren u n ciar a su abstracción form al sin d e stru ir­
se) debe convertirse en concreto: en cuerpo. Nada
en com ún con la «corporeidad» de los filósofos.
¿Y el sta tu s del cuerpo? Si lo describim os re tro s­
pectivam ente con relación al Logos, unos lo perci­
bían com o lugar y p roducto del pecado (la caída,
el abandono) y otro s lo concebían como u n a espe­
cie de reserva carnal, fondo irracional de la racio­
nalidad dom inante, ú til com o valor de uso p ersis­
tente a través de los cam bios y de los valores de
cambio.
Hoy, en el sentido nietzscheano, la contradicción
es cada vez m ás profunda. Todo el peso de la
sociedad se ab ate sobre el cuerpo, añadiendo a
las presiones y coacciones de la tradición m oral
las conm inaciones del rendim iento, la m ultiplica­
ción de im ágenes m utilantes, la m etaforización en
lo visual. La foto, el cine, los m as m edia proce­
den a un desm enuzam iento del cuerpo, a una su sti­
tución m asiva del cuerpo p o r la imagen, a un
desplazam iento de lo físico hacia lo ab stracto vi­
sual, a una tran sferencia social de la energía sobre
lo espectacular. Lo cual sirve al poder que m ani­
pula de esta fo rm a la existencia concreta. El dis­
curso, el lenguaje, su fetichización sirven de p re­
texto p ara escam otear el cuerpo, de tal form a que
la conm oción del Logos tras sus abusos de poder
puede llevar a su consolidación por el prestigio
de las im ágenes de la e sc ritu ra y de los escritos.
E n este grado, la alienación de Hegel y de Marx
cam bia de carácter y de alcance. La alteración de
la vida am enaza a su base vital: el cuerpo.
R esurrección de los cuerpos, fre ahí la p rim era y
la ú ltim a p alab ra de Z aratu stra. «En pie, mis hijos
El « dossier» Nietzsche 265

se acercan... He aquí mi m añana, mi día se alza,


sube, sube ahora, ¡oh tú, mi gran Mediodía! »
Todo lo que atañe a la integridad del cuerpo se
atribuye, o bien a u n a causa oscura, al instin to de
m uerte, o bien a una razón superior, las exigen­
cias del saber y del m undo m oderno. De este modo
se disculpa la burguesía y, sobre todo, el judeo-
cristianism o y el Logos europeo, grecolatino en
origen. Se hace la vista gorda en lo que respecta a
las operaciones tácticas y estratégicas que atacan
a los fundam entos de la vida, de la racionalidad y
del Logos m ismo, que proceden a su autodestruc-
ción en la m o d ernidad exacerbada.
El cuerpo (viviente y total) establece las unio­
nes: deseo y sentido, y valor—m ovim iento, y acti­
vidad y objeto. E sta unión se opera m ediante el
juego, la danza, la m úsica. ¿Por m edio del teatro?
Eso antiguam ente. Sin duda, el teatro m oderno,
discurso y espectáculo, no tiene las virtudes del
teatro antiguo. El corte «significante-significado»,
inherente al discurso, se agrava en fractu ra s y deja
que cada uno de los dos elem entos de los signos
vayan cada uno p or su lado si el cuerpo, la pa­
labra, la voz, el gesto no restablecen la unión.
¿Y el «sujeto»? La pregunta filosófica —que
viene de los filósofos, pero que exige una respues­
ta— se desdobla. P or un lado, está el sujeto abs­
tracto, que hay que atac ar y disolver. No se tra ta
ya del su jeto cartesiano, racional (sustancia pen­
sante), ni del su jeto del saber, el sujeto kantiano,
asiento de las categorías. Ni del «sujeto» de los
lingüistas. Es el su jeto del poder, con sus inver­
siones y m áscaras y m itos: el Padre y lo Paterno,
la P ropiedad y el P atrim onio y la posesión, el
Super-yo y el Super-m acho, etc. En la cúspide, el
S ujeto ab stracto absoluto: el Estado. S antifica la
existencia em pírica de los pequeños «sujetos del
poder» y aquellos que le som eten los otros. En este
266 Henri'Lefebvre

terreno, las ficciones com plem entan los m itos: el


«yo» del pensam iento se une al «yo» del ciudadano
(la ficción política y jurídica), a los «yo» del tes­
tigo y del juego (la ficción m oral), al «yo» del dis­
curso (la ficción gram atical), etc. E sta existencia
em pírica tiene en su cam po funciones: lo relacio-
nal, lo situacional, el discurso funcional m ism o. Se
puede uno d iv ertir desm ontándolos. Z a ra tu stra no
se p riva de ese placer; todos los «sujetos», incluido
el H om bre su p erio r, se qu ejan sin cesar de la difi­
cultad de ser, de la p érd id a de identidad, y de m u­
chas o tras, letanía de desgracias y quejas del «su­
jeto».
Al su jeto del po d er se opone fundam entalm ente,
irreconciliablem ente el sujeto concreto: el cuerpo.
Contiene tesoros insospechados (y no sólo el
placer, o los juegos eróticos, in terp retació n falaz,
ni tam poco lo oculto, com o lo que se oculta tra s
el pensam iento analítico p ara rechazarlo). No se
opone a lo ab stracto com o lo «salvaje» a lo sofis­
ticado (o tra in terp retació n falaz de una requisito­
ria y de un req u erim iento m ucho m ás vasto). El
cuerpo no se resum e en un objeto de escándalo
aunque se le desnude. (La m odernidad, estupefacta
an te la ausencia del cuerpo, in te n ta rá todas las
escapatorias, todas las falsas salidas, a falta de leer
y co m p ren d er La Gaya Ciencia y Zaratustra.) El
sexo, p arte del cuerpo, no tiene derecho a erigirse,
m asculino o no, en criterio, en apreciación y valor.
Ni m ás ni m enos que el tra b a jo (o el saber).
¿Puede ser que la localización de lo erógeno en
u n órgano o en u n a zona del cuerpo contenga un
e rro r? ¿No se siente erógeno (presencia del E ros
cread o r) todo el cuerpo ante el em pleo de los sig­
nos del no-cuerpo y del fuera-del-cuerpo?
¿F ijar un nuevo sta tu s p ara el cuerpo? E sta m a­
n era de p lan tea r la cuestión resu lta ingenua. ¿Qué
s ta tu s ? ¿Filosófico? La filosofía no va m ás.allá de
El « dossier» Nietzsche 267

una esencia: la corporeidad. ¿Teórico? ¿E piste­


mológico? El Logos tiende, con la teoría p u ra (el
h om bre teórico) y la epistem ología, a sancionar la
evicción del cuerpo.
No b asta un «s ta tu s » p a ra re p u d ia r la fragm en­
tación del cuerpo, la localización y la disociación
de las funciones (gestos, ritm o s) provocada por
la división del trab ajo . El cuerpo mosaico, co n tra­
p artid a o co n trap u n to de u n saber m osaico, el cuer­
po en m igajas no recu p era su integridad porque
se cam bie su «sta tu s» teórico o incluso social.
El psicoanálisis ha tra ta d o de determ inar, en
cuanto disciplina especializada, pero vinculada a
una p ráctica (clínica), u n sta tu s del cuerpo. ¡Qué
fracaso! El espacio-tiem po del cuerpo, esbozado
p o r los psicoanalistas que se esfuerzan p o r cer­
carlo, se reduce al silencio de antes y después de
la p alabra, a la diferencia m o rtal que sale del
hiato (entre la pulsión y el discurso) y produce
o tro hiato (la castración). Es, p o r tanto, el espacio-
tiem po de la m uerte. N ada m ás opuesto a la
afirm ación nietzscheana: a la tran sm u tació n de la
decadencia, del nihilism o en un «sí» a la vida y,
p o r tanto, al cuerpo total. El cuerpo to tal se p re­
sen ta a la vez com o v irtu alid ad y com o actu a­
lidad. P ara los psicoanalistas no hay existencia
com o totalidad. P ara m uchos el cuerpo se desdo­
bla en ord en orgánico y orden pulsional. P ara éstos
y aquéllos, la u n id ad del cuerpo sólo se re p re­
sen ta en lo sim bólico y lo im aginario. El cuerpo
del «sujeto» y el del «otro» com o lugar de unión
de los significantes no se en co n trarán jam ás.
D esarticulado en principio p o r la expresión verbal,
fragm entado p o r el sexo, el cuerpo no recu p erará
su un idad a no ser que se entregue a un éx­
tasis m o rtal (véase Freud, p. 5 del cap. V II de la
T raum deutung). P ara algunos analistas sólo el es­
pejo (efecto m aterial y sensorial; p o r tanto, in­
2 68 Henri Lefebvre

m ediato y localizado en la inm ediatez) revela su


no-parcelación al sujeto fragm entado p o r el sexo
y el discurso. El cuerpo com o totalidad (el cuerpo
«propio», lugar y «sujeto» de la apropiación) no
se p resen ta m ás que en el cuerpo de la m adre
prim ero, luego en el fan tasm a de identificación
con el «otro». La im agen del cuerpo to tal encarna
la ilusoria plen itu d destinada a la fisura p o r la
pulsión de m u erte que proviene de la apertura.
E n tre los objetos, el objeto m ás privilegiado de
todos, el falo, p erm ite al sujeto (m asculino) pasar
del ser al tener, aunque la Ley, corte fundam ental,
fundam ento del Logos, Ley del Padre, se lo im pida.
De tal su erte que la castración, p alab ra p atern a
que ejecu ta (m ata) el cuerpo en m ovim iento, in ter­
viene tard e o tem prano; el falo, lugar de encuentro
de la Ley y del Logos, al ser tam bién lugar de su
separación, suscita el vano fantasm a de su recon­
ciliación.
N ietzsche apela a la subversión, a la rebelión, a
la revolución del cuerpo. ¿Un s ta tu s ? No. Todo
lo m ás p o d ría decirse que el cuerpo, en los textos
de Nietzsche, se describe o se inscribe a m uchos
niveles, com o el lenguaje. En p rim e r lugar, lo em ­
pírico, el cuerpo objeto. En ese nivel, el cuerpo
se estudia, se analiza científicam ente, pero tam bién
en su aspecto cotidiano. E ste nivel engloba lo fun­
cional, lo relacional, lo situacional. Luego, el nivel
sociopolítico, el cuerpo-sujeto com o apoyo de ju i­
cios, de «valores» a m enudo negativos (la rep ro ­
bación, la sum isión) y de m etaforizaciones (me­
diante el lenguaje, con prim acía creciente de lo
legible-visible). E l cuerpo no rige la producción y,
sin em bargo, se p roduce con el cuerpo y p a ra los
cuerpos. E n este nivel, el cuerpo desem peña un
papel no de transgresión, sino de transm isión del
sab er y de re-producción de las relaciones sociales,
aunque éstas pesen sobre él. Luego, y por últim o,
El « dossier» Nietzsche 269

el nivel poético, el de la un id ad recuperada m e­


diante la p ru eb a de la disociación. La palabra poé­
tica (y, en ningún m odo, la p alab ra original o final,
la de un dios, verd ad era p o r esencia) ap u n ta a la
unidad del cuerpo y a la salida a la luz de sus ri­
quezas. La p alab ra poética exorciza la m uerte (la
«pulsión de m uerte») a través de lo trágico, en
lugar de ceder a ella. Logra vencer los peligros del
discurso y de la escritura, renovando el poem a,
com o la m úsica, m ediante los ritm os del cuerpo,
lo repetitivo y lo diferencial com o en el cuerpo.
La práctica poética, según Nietzsche, afirm a la
apfdpiaeión com o posibilidad próxim a y lejana
a un tiem po. E ste concepto, la apropiación, conce­
bido especulativam ente p o r Hegel (restitución de
la Idea en el E stado), quedaba m al determ inado
en Marx. El p oeta N ietzsche abre el horizonte del
deseo y del cuerpo apropiados. En p rim er lugar,
ap ro p iarse de su propio cuerpo, p a ra el individuo
y p ara la especie hum ana; apropiarse del cuerpo
total, n aturaleza y conquistas de la actividad m u lti­
form e, es decir, el espacio. Lo cual no excluye lo
sim bólico ni lo im aginativo, sin ap o star p o r ellos
aisladam ente. Lo cual excluye lo ideológico y, en
p rim er lugar, la separación, filosóficam ente san­
cionada, del alm a y del cuerpo, del esp íritu y la
m ateria (sin p o r ello fetichizar, como Hegel, la
identidad de lo real y de lo racional).
La práctica poética se pone de relieve en la m ú­
sica y en la danza, obras de vida y de vitalidad.
¿«Cuerpo glorioso»? No. C uerpo concreto, presen­
cia y lugar de presencia, pero v irtualidad en
tanto que to talid ad descubierta.

16. M ediante la poesía, N ietzsche introduce en


el Logos europeocéntrico algunas afirm aciones ex­
plosivas. ¿V erdaderas? ¿Falsas? ¿V erdaderas y
270 Henri Lefebvre

falsas? ¿Llenas de sentido? ¿A bsurdas? E stos té r­


m inos y categorías no valen ya, pero pueden servir
p a ra exponer esas afirm aciones. Conciernen, en
p rim er lugar, a la finitud. P ara Hegel, p a ra la filo­
sofía, la reflexión hace to m ar conciencia de lo
finito: las cosas, la vida, la realidad hum ana. En
el hegelianism o, la lucha, la g u erra en tre los Es­
tados tiene esa función: cada m om ento, cada indi­
viduo reconoce, al experim entarla, su finitud. El
E stado sobrevive en m edio de estas luchas de las
naciones, se afirm a en ellas, solo. F uera de la Idea
y del E stado, el infinito p a ra Hegel no es m ás
que u n «mal infinito» (ilim itado, indeterm inado).
P ara Nietzsche, «nosotros» som os infinitos.
Como p a ra E sp in o sa 20. ¿Por el pensam iento, p o r el
saber, p o r la conciencia? No: p o r el cuerpo. Cada
cuerpo y, p o r tan to , el n u estro (el tuyo, el mío),
pues que se halla en el tiem po y en el espacio,
contiene el infinito. El espacio (el cosm os) y el
tiem po (el m undo), infinitos am bos, im plican y
reflejan cada uno a su m anera el universo infi­
nito. Un cuerpo vivo es sim ultáneam ente u n m acro­
cosm os (el cuerpo hum ano con relación a las cé­
lulas, las m oléculas y los átom os) y u n m icrocos­
m os (con relación a la galaxia). El infinito «está»
en todas p artes, an tes que lo finito. E n tre un pe­
queño cuerpo que vive sobre la T ierra y el Sol
hay diferencias cualitativas y cuantitativas, pero
cada uno extrae energía cósm ica y la concentra
p a ra gastarla. El tiem po y el espacio, diferentes
al m áxim o e inseparables, se vuelven a en contrar
en cada lugar y en cada in stan te (¡en cada «mo­
m ento», según el térm ino hegeliano, aunque un po­
co re to rc id o !). La m úsica afirm a esa infinitud, la
” Véase c a rta del 30 de ju lio de 1381. El análisis de la
energía cósm ica, del tiem po y del espacio en los textos
de La voluntad de poder (títu lo falso, recordém oslo),
corresponde a esta apreciación.
El «dossier» Nietzsche 271

del cuerpo, la del deseo, la del silencio, que no con­


sigue d eclarar el lenguaje (finito). Cada lugar y
cada in stan te rem iten a la totalidad del espacio
y del tiem po. El cuerpo vivo (el tuyo, el m ío) tiene
un doble origen im posible de captar: el germ en
(m aterno-patem o ), que rem ite a un linaje genealó­
gico y la especie, la vida entera, la T ierra, que
rem iten a un cosm os entero. Cada serie de causas
y de efectos que se le asignen se pierde en la
noche, lo que excita la nostalgia ontológica, la del
origen. Cada serie rem ite a la otra: el linaje cosm o­
lógico al devenir cosm ológico y a la inversa. Lo
perceptible y lo insondable van juntos. Lo inson­
dable: el abism o, la profundidad, el caos. Lo p er­
ceptible: la superficie, la piel, la m irada, el espejo,
el reen cu en tro del tiem po y del espacio en u n m o­
m ento (lugar-instante). Por un lado, altu ra, espa­
cio. P or otro, abism o, tiem po. Y «nosotros», en
el cuerpo... .. ~s**
Por tanto, «la infinitud» es el hecho inicial, ori­
ginal. H abría que explicar de dónde viene lo fi­
nito. E n el Lem po infinito y en el espacio infinito
no hay finito. . 21 Lo finito y lo infinito, ¿no serán
sino sim ples efectos de perspectiva p ara el «ser-
allí»? Más vale afirm a r la p rio rid ad poética de lo
infinito sobre lo finito: la prim acía de la alegría.
Lo finito, en el sentido en que lo tom a el «sentido
com ún», a saber, las cosas bien distintas y sepa­
radas, las que se cuentan y se usan, no es m ás que
una apariencia. Los filósofos así lo han com pren­
dido e incluso h an denom inado «dialéctica» la
convicción de u na unidad de las cosas. Pero no
han llevado este descubrim iento h asta sus últim as
consecuencias. Lo finito no es m ás que una ap a­
riencia, pero la apariencia no se separa de lo
«real». La energía universal se concentra en innu-

Das Philosophen Buch, p. 226.


272 Henri Lefebvre

m erables centros y focos, se gasta en lugares e


instantes, se diversifica en innum erables fenóm e­
nos. Los fenóm enos relativos a los centros y focos
se repiten; y todos los gastos de energía difieren.
El espacio y el tiem po no se disciernen m ás que
al reen co n trarse en un «aquí-y-ahora». El cuerpo
contiene, p or tanto, la unidad p erp etu am en te en
devenir de lo infinito y de lo finito: tiene en sí lo
infinito, él es lo finito.
Por tanto, la necesidad es tan verdadera y tan
falsa como el azar, y la repetición es tan verdadera
y tan falsa como la diferencia. A escala (inaccesi­
ble) del universo reina la necesidad tem ible del
tiem po-espacio. La diferencia dom ina, puesto que
la energía universal se gasta en fulguraciones siem ­
pre nuevas. A escala n u estra dom inan el azar y la
repetición. Así como cada cosa se analiza en el
tiem po y en el espacio y se resuelve en efectos
y causa —salvo que ninguna línea de efectos y de
causas es suficiente ni puede ser aislada— , así
tam bién cada «cuerpo» se resuelve en una con­
junción de azares. El «ego» nace de un encuentro
azaroso, y si el «ego» vive todavía no es m ás que
una cuestión de suerte: un choque, un virus, una
ráfaga de viento h ab rían podido llevárselo. Eso
sin co n tar con otro s m uchos azares. En lo finito,
el azar y lo repetitivo van ju n to s. Una conjunción
de azares siem pre puede reaparecer. Si concibo
el tiem po a la m anera del tiem po histórico, línea
rígida y fría, hilo tendido del pasado al futuro, es
preciso tam bién que restitu y a la reaparición de las
figuras, es decir, los ciclos y los encadenam ientos
lineales que se repiten: la especie y la infancia, la
vida y la m uerte, el sueño y la vigilia, el tra b a jo y
el descanso, o aun lo violento y lo pacífico, lo
av enturero y lo contem plativo, etc. El azar y las
conjunciones de azares que realizan determ inis-
mos parciales, la repetición de las particularidad es
El «dossier» Nietzsche 273

im ponen de nuevo la tem ible im agen-concepto (vi­


sión del eterno re to r n o 22. El cuerpo que em erge
del devenir (espacio-tiem po), inm erso en los azares
(suerte y m ala suerte), se sitúa en el centro de la
visión y de la p ráctica poiética: razón concreta,
cen tro y referencia. Pero este cuerpo no es es­
table, no está condenado a u n devenir im posible de
cap tar, sino que p roduce un devenir, el suyo, y,
adem ás, se entrega a las ocasiones que la voluntad
aprende a a p a rta r de sí y a co n to rn ear por su uso.

17. ¿La «pérdida de identidad»? Es lo trágico


de la situación. ¿Alienación? ¿Efecto de una alie­
nación? No. E ste juicio ya no basta. La «pérdida
de identidad», condición de la m etam orfosis, puede
rechazarse. E ntonces triu n fa la identidad, es decir,
la repetición. Al ser aceptada «la pérdida de iden­
tidad com o vía peligrosa de una m etam orfosis y,
p o r tanto, de una diferencia, triu n fa la em briaguez
dionisíaca. La vida en el grado m ás elevado hace
uso de los dos procedim ientos. La em briaguez dio­
nisíaca p or sí sola a rra s tra hacia la aventura sin
ley, la droga, el erotism o, el abandono instantáneo
y la locura, y al m ism o tiem po hacia la desintegra­
ción de sí m ism o y la persecución de la trascen­
dencia 23. La m em oria y el conocer perm iten fre­
nar, co n tro lar h asta cierto punto la m etam orfo­
sis, a riesgo de im pedirla. Apolo, considerado aisla­
dam ente, im plica el peligro de o tra disolución. La
unidad en el co n traste y el enfrentam iento de las
dos potencias: esa es la vía, según Nietzsche.

22 El m ito m oderno del Mono m ecanógrafo puede servir


de ilustración y de argum en to (discutible) a la hipótesis.
El m ono que golpea al azar las teclas de la m áquina de
escrib ir term in ará, al cabo de u n tiem po X, p o r «sacar» la
Comedia hum ana. Y asi sucesivam ente.
n Véase la o b ra entera de G. Bataille.
2 74 Henri Lefebvre

18. Se ha podido d em o strar el antagonism o de


principios, lo m ás radical posible, en tre la filosofía
hegelianá y el pensam iento m etafilosófico de Nietz-
sche. Sería divertido esbozar acto seguido la in­
tersección en tre el proyecto (revolucionario) mar-
xista y la perspectiva (subversiva) nietzscheana.
Un terren o com ún: la oposición a Hegel. Por tanto,
ju n to s van:

a) el ateísm o, la idea de la n aturaleza (m ate­


ria, energía), base de toda existencia;
b) la crítica de la teodicea política de Hegel:
el E stado y la re-producción in tern a en el E stado
de la h isto ria, del pasado, de los «m om entos» y
de las relaciones sociales;
c) lo cual im plica u n a crítica del lenguaje (del
Logos vinculado a la lógica y al lenguaje), así com o
de la h istoricidad hegeliana;
d) el rechazo del judeocristianism o (desde La
cuestión judía, de Marx, y en el conjunto de la
o b ra nietzscheana, pero sobre todo en Más allá del
bien y del mal);
e) la idea de los sentidos y del cuerpo convir­
tiéndose en teoréticos (véanse los M anuscritos de
1844 y Zaratustra, sin o m itir La Gaya Ciencia), lo
cual im plica el rechazo de todo sistem a;
f) el proyecto y la perspectiva de la producción
(creación) de una «realidad» totalm ente nueva,
aunque m antenga los «m om entos» del pasado supe­
rado. Lo cual co m p orta la destrucción (más p u ja n ­
te en Nietzsche, m enos violenta en M arx) de lo
actual;
g) la idea de que lo esencial, lo «creativo» no
se en cu en tra ni en lo económ ico com o tal ni en lo
político com o tal; lo cual im plica el rechazo tan to
del E stad o com o de lo político, en beneficio de
las relaciones que M arx denom ina «sociales» y
El «dossier» Nietzsche 275

N ietzsche p rim ero «hum anas» y luego «sobrehu­


m anas».
Después de establecer este cuadro de concordan­
cias, he aquí las divergencias:
a) P ara Nietzsche, las p alab ras «Dios ha m uer­
to» tienen u na rep ercusión trágica, m ucho m ás
v asta que el ateísm o y el naturalism o.
b) P ara Nietzsche, la racionalidad (histórica
en Hegel, in d u strial en M arx) no es solam ente lim i­
tada, sino ilu so ria y, p o r tanto, pertenece a la cate­
goría de la verdad en el sentido de los filósofos.
c) La idea de la creación (por m edio de la
poesía, p o r m edio de la m etam orfosis) difiere en
N ietzsche de la idea de la producción en Marx,
aunque las dos derivan del cuerpo y de su activi­
dad al en g en d rar relaciones (vínculos).
d ) P ara Nietzsche, la civilización tiene m ucha
m ás im p o rtan cia que la sociedad e infinitam ente
m ás que el E stado. La civilización'se define p o r'
individuos y acciones individuales; p o r evaluacio­
nes (valores) y p o r una je ra rq u ía de los valores,
m ucho m ás que p o r el nivel de crecim iento y de
desarrollo social, que p o r las fuerzas productivas
(cuantitativa y cu alitativam ente consideradas).
e) La poesía y el arte com o vías, en lugar del
sab er que M arx afirm a; es decir, la o b ra p o r en­
cim a del producto.
f) La superación considerada como destrucción
(V b erw in d en ) y no com o elevación (A ufheben),
lo cual com porta, com o ya hem os dicho, la trage­
dia y la subversión radical, sin previsión alguna
de los resultados. El pasado se aprecia com o deca­
dencia y no com o fuente, m aduración, p reparación
de lo posible; la ru p tu ra en tre el pasado, lo p re­
sente, lo posible es, p o r tanto, m ucho m ás p rofun­
da en N ietzsche que el corte político en Marx a
p ro p ó sito del Estado.
276 Henri Lefebvre

Por tanto, p ara N ietzsche no hay transición: sal­


to peligroso. El pasado, lo actual (Europa, el capi­
talism o y la burguesía), el m undo existente se auto-
destruyen. P ara M arx y los m arxistas h ab ría que
ayudarles a evitar la catástrofe o el hara-kiri. P ara
N ietzsche y los nietzscheanos m ás valdría em p u jar
al suicidio a los decadentes.
P o dría p re sen tarse la o b ra de Nietzsche com o
la «crítica de derecha» de u n a realidad (Occidente
y el m undo occidentalizado, el Logos europeo, la
bu rg u esía y el capitalism o, el productivism o y el
econom ism o, etc.), m ientras M arx h ab ría aportado
la «crítica de izquierda». ¡Sim plificación abusiva!
Pocos años después del acm é (del apogeo) de Marx
y de su obra, N ietzsche asiste al m om ento de las
p rim eras decepciones. Como M arx en declive,
N ietzsche saca consecuencias. El «mundo» antiguo
continúa, la renovación se hace esperar. ¿Por qué?
¿Cómo atac ar lo «real», que se consolida y p erm a­
nece según el m odelo hegeliano?
Puede decirse que el «problem atism o» del m ar­
xism o e incluso su ca rác te r «aporístico» va a la
p a r de la «problem ática» nietzscheana. ¿R om per
m ediante la lucha de clases la sociedad de clases?
¿A yudar a la clase o b rera a su perarse negándose?
¿D estru ir el E stado después de hab er llegado al
estallido a sus ap arato s políticos? Por supuesto, si
es que se puede y desde el m om ento en que se
pueda. Pero entonces precisam ente es plantea la
cuestión del poder apenas ab o rd ad a por Marx,
eludida p o r el pensam iento oficialm ente rnarxis-
t a 24. A hora bien, N ietzsche saca a plena luz la
cuestión con toda lucidez. Pone al descubierto, allí
donde no se las percibe, donde se las vive sin sa-

24 A propósito del estalinism o, lo m enos que puede de­


cirse es que todo ha sido (y todo perm anece) o rien tad o
hacia el escam oteo del problem a.
El «dossier» Nietzsche 211

berlo, esas relaciones de fuerza, esos poderes con


sus consecuencias, la opresión, la explotación, la
hum illación. Y de todas las consecuencias, la m ás
espantosa es ésta: los seres hum anos term inan por
am ar y ad o rar con dem asiada frecuencia a quienes
ejercen el p o d er sobre ellos, p o r im itarles e identi­
ficarse con ellos, p o r experim entar el goce en la
hum illación...
El Logos (grecorrom ano y judeocristiano, revisa­
do p o r D escartes y p o r Hegel en el plano filosó­
fico, sofisticado p o r el E stado m oderno en el pla­
no político) se to rn a un in stru m en to com plicado,
orientado hacia un único fin: la re-producción de
las relaciones de producción. M arx se detiene ante
esta situación y estos problem as. N ietzsche ap o rta
una crítica radical del poder, yendo m ás lejos que
la crítica m arxista (olvidada) del Estado.
Un neonietzscheísm o se h aría rápidam ente elitis­
ta. Un sistem a nietzscheano o pseudonietzscheano
salvaría a la vieja filosofía, que se pondría rápida- ■
m ente al servicio del E stado; e n tra ría en el juego
de los poderes. El pensam iento de Nietzsche no
sale, pues, de la am bigüedad: del reino de las
som bras. Hoy (1973), y p o r influencia nietzscheana,
u n a élite considera poco elegante y de m al gusto
h ab lar de capitalism o, de burguesía, de rep ro d u c­
ción, de Marx. N ietzsche o, m ejor, la sim ulación
del nietzscheísm o puede, pues, recuperarse. La
com prensión de la p ráctica poiética desm iente e
im pide esta recuperación p o r la élite, p o r el saber.
Porque N ietzsche h a prom ulgado el fin de los va­
lores occidentales en delicuescencia (en decaden­
cia) y la génesis de relaciones nuevas entre el
cuerpo y la conciencia, es decir, entre el cuerpo y
el lenguaje, lo concebido y lo vivido, lo serio y
lo frívolo, el saber y el no-saber: la vida y la
m uerte.
278 Henri Lefebvre

La orien tació n nietzscheana llevaría a la ca tá stro ­


fe. La o rientación m arxista tra ta ría m ás bien de
lim itar los estragos. ¿Qué catástrofe? La del fin
de los fines (m uertes diversas: Dios, «el hom bre»,
la h isto ria, el capitalism o, el E stado y, com o conse­
cuencia, la especie h u m an a e incluso la vida sobre
el p lan eta «Tierra»).
CONCLUSION Y EPILOGO

1. ¿A quién escoger? E sta pregunta, un poco in­


genua, b astan te torpe, afirm a que cada cual debe
escoger y que incluso h a escogido ya, pero que
puede m o d ificar esa elección en tre los guías, las
direcciones y los horizontes. ¿Cuáles? R esum am os
los enfoques:

¿Hegel? El sentido y la realidad, tan cercanos


que se identifican, provienen de lo cum plido: el
pasado histórico, lo ad q u irid o son p a ra Hegel lo
verdadero. ¿Y la h isto ria? Ya h a term inado.
P ensam iento sólido al que se puede uno (cada
cual) vincular. Modelo de realidad y tipo de dis­
curso coherente, el Sistem a engendra u n a Mimesis
con fortable o fascinante, según las personas que
busq u en u n a vinculación. Aunque lo ignoren, los
esp íritu s sistem áticos que ponen p o r encim a de
todo lo dem ás la cohesión y el orden son hege-
lianos.
E l hegelianism o: un bloque estable, u n a certi­
dum b re a to m ar o a dejar. ¿Qué añadir a su
estudio m inucioso, pedagógico y político? Deta­
lles, arreglos, pequeñas reparaciones, lo cual satis­
face a la inm ensa m ayoría de las personas dotadas
280 Henri Lefebvre

p ara el orden establecido, p ara la inserción en el


espacio dado. ¡Además, ni diferencias ni ap er­
turas! ...
Observación: en la época de Hegel su sistem a
filosófico-político tenía algo de utopía. Su rea­
lismo lógico su b o rd inaba cada rasgo (m om ento o
m iem bro) de la producción social a una totalidad
arm oniosa, a una finalidad diacrónica (en el tiem ­
po) y sincrónica (con el fin del tiem po histórico).
¿Con qué derecho? P ara legitim ar su construc­
ción no tenía o tra cosa que el análisis del E stado
francés (m onárquico, luego jacobino, m ás tarde
napoleónico), aún inacabado, y del E stado p ru ­
siano, aún en la cuna com o E stado m oderno. De
estas realidades, Hegel supo discernir los rasgos
esenciales; acentuándolos, estableció el concepto
del Estado, u topía positiva a principios del si­
glo xix (por oposición a las utopías negativas de
los socialistas: F ourier, Saint-Sim on). El hecho
de que siglo y m edio m ás tard e la utopía estatal
se realice p rácticam ente a escala m undial, siem ­
pre p o r oposición a las o tras utopías, negativas
(F ourier) o tecnológicas (Saint-Sim on), d a qué
pensar. ¿No será esta una razón suficiente, si no
decisiva, p a ra a trib u ir la palm a a Hegel a la Unica
Filosofía que h a tenido éxito en la operación dé
hacer p asa r su d o ctrina de la utopía al m o­
delo?...

¿Marx? El sentido se descubre en el futuro.


Quiso re u n ir lo real y lo posible, la ciencia apo­
yada en el pasado (la histo ria) y la a p e rtu ra hacia
el futuro. Ni m esianism o ni saber establecido com o
tal, el pensam iento m arxista presupone el sentido
de lo posible y lo apoya con argum entos n atu ra lis­
tas; todo cuanto existe nace, crece y m uere. Tam ­
bién, p or tanto, esta sociedad. P arad o ja análoga:
Marx describe la génesis, analiza la actualidad, ex-
Conclusión y epílogo 281

plica el devenir de u n a abstracción concreta, la


m ercancía y el dinero, p resen tan d o las leyes del
in tercam b io de los bienes (productos) com o leyes
n atu rales. De este m odo ofrece la única esperanza,
la única posibilidad de a b rir u n a brecha a través
de la d u ra realid ad de lo cum plido. ¿Q uién abre la
vía de lo posible? ¿Q uién desbroza el cam ino del
fu tu ro ? El tra b a jo y los trab a jad o res. E ste cam ino
se halla jalonado p o r fines diversos que le dan
sentido, p o r ejem plo, el fin de la sociedad b u r­
guesa, el fin del E stado, el fin de la historia, etc.
Los posibles son, pues, a un tiem po ilim itados y
definidos p o r esos fines (finalidad y sentido). La
clase o b re ra y su acción, lejos de im pulsar hacia la
cuantificación (crecim iento sin fin de los elem en­
tos actuales de la sociedad, aum ento de las dim en­
siones de los «m om entos» constitutivos), avanza
p o r e l cam ino de lo cualificativo. Niega el pasado
fiara crear y p ro d u c ir cualidades nuevas: relacio­
nes m ás y m ás ricas. Los fines diversos no son en
este cam ino sino saltos (cualitativos). El análisis de
lo «real», al d iscen ir lo cuantitativo de lo cu a litati­
vo, no du d a en a trib u ir la cualidad a la revolución
(total). E sta revolución total, aunque re p a rtid a en
el tiem po en m om entos distintos, tiene p o r punto
de p a rtid a la revolución p ro leta ria y su desarrollo
activo, a la vez libre y determ inado. No p o rq u e la
lib ertad co nsista en el conocim iento de u n deter-
m inism o preexistente, sino p o rq u e d esarro lla las
determ inaciones diversificándolas (diferenciándo­
las). Las a p e rtu ra s al fu tu ro , los jalones en el
cam ino co rresponden a determ inaciones, a tenden­
cias, no a determ inism os.

¿N ietzsche? Como Marx, el poeta N ietzsche ha


puesto de m anifiesto, p a ra denunciarlas, algunas
m o n stru o sas m etam orfosis: en p rim e r lugar, la de
los resu ltad o s circunstanciales de la h isto ria en
282 Henri Lefebrve

verdades metafísicas; luego la del cuerpo en imágenes


e ideas. La historia se descalifica. El sentido no procede
del pasado ni del futuro. ¿Dónde buscarlo? ¿Dónde
aparece? En la actual. El «valor» se aplica al presente
para darle un «valores» de la historia! Ahora bien,
todos estos valores, todos estos sentidos están muertos.
Por tanto, ¿de dónde puede provenir hoy el valor con
sentido? De la adhesión a lo vivido, no para aceptarlo,
sino al contrario: para meta-morfosearlo mediante la
fuerza de la adhesión, para transfigurarlo en vivir. La
captación del presente revela su profundidad, que no
tiene ya relaciones con el origen y con el fin, es decir,
con las preguntas teológicas y filosóficas. El cuerpo se
revela como algo desconocido y despreciado. Salvo
Espinosa, los filósofos han ignorado desde Sócrates el
cuerpo y su riqueza, sus órganos como portadores de
sentidos y de valores. Solo Espinosa captó la identidad
de lo concebido, de lo percibido, de lo vivido; el
cuerpo contiene mucho más que un espacio relleno de
una materia; contiene lo infinito, lo eterno. Los demás
filósofos trascendieron el cuerpo hacia lo abstracto,
hacia lo puro «legible-visible», por metaforización.
¿Qué es, pues, lo Sobrehumano? Definirlo
como una proyección o un proyecto, como una
esperanza o una voluntad en la aceptación habitual,
ahí estriba el error filosófico, que metaforiza lo
sobrehumano estética o éticamente. Cuando Hegel,
contradicción consigo mismo, propone a la conciencia
creadora «confiarse a la diferencia absoluta»,
captándose en su «ser-ahí» (véase Fenomenología,
trad. II, 169), presagia el propósito nietzscheano. Lo
sobrehumano no es otra cosa que la adhesión al
presente, de suerte que el cuerpo deje entrever lo que
contiene: azares y determinismos, repeticiones y
diferencias, ritmos y razones (Dioniso y Apolo).
Conclusión y epílogo 283

El sufrimiento tiene tanto sentido como la alegría y el


goce. La noche tiene tanto sentido y más profundidad
que el día, la muerte —ese retorno— más que la vida.
Cosa que los poetas han comprendido mejor que los
filósofos, y mucho más que los teólogos. La adhesión
el «sí» crea la diferencia máxima —«lo
Sobrehumano»— con la* apariencia de poner de
manifiesto una diferencia mínima, la aceptación, el
«amor fati» en la acepción estoica. Todo y todo en
seguida, tal es el sentido del «sí» y el comienzo de lo
Sobrehumano. La cual implica la terrible prueba del
Retorno: el todo, la actual captado como todo,
pueden volver. La Gaya Ciencia no se opone a este
enfoque: se prueba en él y se «verifica».

2. Pero ¿es preciso realmente esco


Examinándolas más detenidamente, muy
detenidamente, las razones de la elección se diluyen,
se difuminan:

¿Hegel? Es el Estado, nada más que el Estado,


todo el Estado. Y el Estado todo atado a sus presas.
Real o, mejor, realizado después de Hegel. Pero el
Estado, esa realidad moderna, ¿coincide con el Estado
hegeliano? Este tiene *él aspecto imponente de un
castillo; el Estado m oderno más bien el aspecto de
una gran casa burguesa, edificio flanqueado por
múltiples dependencias, tiendas, talleres, depósitos de
basuras. El gran estilo ha desaparecido; nada subsiste
del bello edificio racional, salvo la falta de horizonte,
el ahogo. La burocracia, desde entonces, ha puesto al
desnudo su esencia: sus hazañas tiránicas y
complicadas han quedado más claras que sus
competencias. Saber burocrático, fuerza bruta, he ahí
las dos caras del Estado.
284 H enri Lefebvre

En Hegel y en el hegelianism o, el saber triunfa.


S aber y poder concuerdan h asta identificarse con
la Razón, trin id ad inicial y final. P or el contrario,
en la sociedad y en el E stado m odernos, ¿qué
necesitan los hom bres del E stado? Inform acio­
nes m ás que conocim ientos. ¿Con qué objeto? La
m anipulación de los «hom bres», m asas e indivi­
duos. Lo cual priva al E stado de los pretextos
h u m an istas que tiene en Hegel. ¿La ciencia o, m e­
jo r, las ciencias? E stán insertas en los aparatos
de producción y de control. ¿El saber com o tal?
H a sido relegado a un ghetto, a la U niversidad.
P ara la inform ación, los hom bres del E stado tienen
sus servicios, sus equipos. En relación con ellos, el
sab er funciona com o un «banco de datos». El cono­
cim iento se convierte, por tanto, en saber in stitu ­
cional y queda relegado al m argen en lugar de
ocu p ar el centro, com o en Hegel. Lo cual no le
im pide servir de dos form as: en la m aterialidad
(producción) y en la idealidad (política). Sirve y no
reina. E n resum en, el E stado, m ás fuerza b ru ta
cada vez, se sirve del saber.
A ceptar la concepción hegeliana es a c ep tar po­
nerse al servicio del E stado, es decir, de los hom ­
bres del E stado, seleccionados (a contrapelo) por
sus propios aparato s. Los com petentes en esta o
en aquella m ateria, los «que saben» form an los
consejos y se convierten en consejeros de los p rín ­
cipes. Los que no son com petentes en nada, pero
que m u estran u na habilidad p a rtic u la r en la m ani­
pulación de las personas y en la utilización de las
com petencias, esos se convierten en jefes p olíti­
cos: príncipes m odernos, por su cuenta y riesgo.

¿Marx? Su postulado de lo posible es difícil de


verificar. Se apoya en una base frágil: la analogía
en tre n aturaleza y sociedad. Como en la naturaleza,
hay m aduración de los seres sociales, puntos crí­
Conclusión y epílogo 285

ticos del crecim iento, luego declive y m uerte. La


m u erte puede anunciarse, pues, de antem ano, p re­
verse, analizando los indicios y los síntom as (las
contradicciones). E ste postulado generalizado en
las clases (ascendentes,^declinantes), en las nacio­
nes, en las sociedades, én el E stado y en los E sta­
dos, en los m odos de producción, no se consolida
en verdad (en sab er adquirido) en el plano llam ado
«epistemológico». P or lo que se refiere a bu scar
dónde y cóm o Marx contribuye a la teoría (al co­
nocer), no es en esa filosofía n atu ra lista de la h is­
to ria donde hay que buscar, sino en lo económico
(la plusvalía) o lo h istórico propiam ente dicho (la
génesis de las form aciones sociales, el capitalism o
y la burguesía, en tre otras).
P ara Marx, una racionalidad nueva, superior
cualitativam ente a la racionalidad filosófica, nace a
p a rtir de un d eterm inado m om ento de la práctica
social: de la in d u stria y del trab ajo . Ahora bien,
tal presuposición m al explicitada no se verifica,
com o tam poco el postulado n atu ra lista que alinea
la vida social con la vida natural. ¿Es exacto que
Marx recibe de la burguesía «ascendente», p o r m e­
dio de los econom istas ingleses y de Hegel, el tra ­
bajo com o «valor»? Sí y no. Sí, en el sentido de
que, com o S m ith y Hegel, reconoce la im p o rtan ­
cia de la producción. No, en el sentido de que
juzga que una razón (una racionalidad) original
surge del trab ajo , no explicitada aún p o r los econo­
m istas ingleses ni p o r Hegel, presente con m ás
fuerza y m ás perspectivas en los grandes france­
ses: F o u rier y Saint-Sim on.
A p a rtir de esto, la división del trab ajo , h asta
entonces in su p erad a si no insuperable, ha dado al
tra ste con esta teo ría optim ista. La superación del
trab ajo no se h a llevado a cabo p o r un «politecnis-
mo», p o r u na polivalencia del trab a jad o r, sino
la autom atización. M arx lo había presentido sin
286 H enri Lefebrve

percibir la inevitable sacudida de los «valores» y del


«sentido del trabajo» que hoy vemos. Pero esto no es
nada comparado con la paradoja política inherente al
pensamiento marxista: luchar en el plano político para
poner fin a lo político (para llevar al Estado a su
muerte). Dialéctica específica, pero sorprendente;
para Marx, la clase obrera se afirma negándose. Se
supera al superar el capitalismo. ¿No implica esta
afirmación dialéctica un peligro: la pérdida de rapidez
y de identidad, la decadencia, de la propia clase
obrera?.
¿Nietzsche? ¡Cuántos peligros! Si lo
Sobrehumano comienza aquí y ahora, en la adhesión
jubilosa al acto (al cuerpo) y al presente, ¿a dónde nos
(me) lleva? Aquel que no entre en el ^reino de la
voluntad de poder, aunque, sin embargo, capte la
profundidad de esta voluntad, con sus diversidades,
sus máscaras, sus disfraces, ¿adonde va? ¿Errará sin
dirección asignada? ¿Hacia lo heterológico, sin lograr
eludir la cuestión del lenguaje, del apoyo que hay que
tom ar (o no tom ar) sobre esta realidad? ¿En qué
medida, para evitar las metáforas convencionales que
forman ya parte del lenguaje, se corre el riesgo de
volver hacia un naturalismo poético, donde el sol y la
noche, el trueno y los relámpagos, el mar, los lagos,
los vientos, tienen visos proféticos?
El riesgo mayor: construir una «élite» que se
llamará aristocracia nueva, amos sin esclavos, etc.
Egotismo, egocentrismo, tales reproches al «vivir»
nietzscheano carecen de todo fundamento. El sujeto
reconstruido sobre nuevas bases no tiene nada del
viejo «ego». El reproche de elitismo, por el contrario,
posee un alcance. Esta elite cultivan su arte de vivir en
el seno de la sociedad existente, utilizando sus
recursos sin buscar la subversión y la destrucción,
salvo en el plano de la escritura (literaria).
C onclusión y epílogo 287

Separada en apariencia, ilusoriamente subversiva,


esta elite no ejercería ninguna presión sobre lo real,
salvo a través del discurso y el escrito. Una casta de
este tipo, que no puede convertirse en clase, sigue
siendo marginal con relación a las personas que
actúan y tienen riqueza a poder, o las dos cosas a
un tiempo. En resumen, el nietzscheismo tiene
alguna posibilidad de fortalecer lo que Nietzsche
odiaba: el intelecto, los intelectuales. Ghetto,
torniquetes, negativismo verbal no han puesto fin
ni parecen destinados a poner fin al nihilismo.
Algunas cosas de la poesía nietzscheana
recuerdan la búsqueda del Grial, a la manera de
W olfram de Eschenbach (en quien el Grial no es
vaso sagrado, copa santa, sino objeto mágico,
talismán, piedra preciosa que confiere poderes
sobrehumanos a quien lo posee (1).
Se puede, además, contestar refutando las
parodias y caricaturas del nietzscheismo. Hay el
nietzscheano practicaría la discreción tanto coma
la prudencia. Se abstendría de hablar demasiado y,
especialmente, de escribir. Trataría de vivir y de
afirmarse en actos llenos de sentido. Pero ¿qué
criterio permite discernir la práctica poética, según
Nietzsche, y su parodia, en una época en que la
Mimesis desempeña un papel dominante?
3. ¿A qué santo encomendarse? Y si no hay
santo, ni figura luminosa, si no hay ya estrellas
sobre las sombras, habrá que buscar en otra parte,
entre los guías de la sombra, los gurús, los brujos,

(1) Véase P. Gallois: Perceval e t l ’m itia tio n , París, 1972,


pp. 23-29, que muestra una correspondencia entre el simbolismo
occidental y el del Oriente iraní (la Persia antigua, la de Zoroastro).
288 H enri Lefebvre

en una p alabra, en tre los psicoanalistas, los neofi-


lósofos «m odernos», los inspirados?
E xcluida esta segunda y b u rd a hipótesis, ¿qué
queda de la confrontación? Esto: no hay que es­
coger, sino m an ten er en el pensam iento los tres
«m om entos». E scoger a la m anera habitual sería
to m ar uno d escartando los otros. ¿Por qué?
S im u ltán eam en te:

a) ¿Hegel, el hegelianism o? Con la realidad que


rep resen ta es un dato de la acción, es el obstáculo
y el enem igo al que no se puede com batir m ás que
con sus p ro p ias arm as. Si hay algo dem ostrado
es ese carác te r fascinante y adverso de la doc­
trin a hegeliana, no en cuanto doctrina, sino en
cuanto verdad de una realidad insoportable, de la
realidad que bloquea el camino. La doble acción
ineluctable, en el plano teórico y en el plano p rá c ­
tico, se dirige, p o r un lado, co n tra la doctrina
hegeliana, y, p o r otro, co n tra lo que expresa: el
E stado que se erige y se im pone perseverando inde­
finidam ente en su ser, si se le deja en lib ertad (si
se adm ite con Hegel y los hegelianos que el «Ser»
en el sentido filosófico encu en tra en el E stado su
código y su descodificación, su explicación y su
realización a u n m ism o tiem po).
b) M arx designa la posibilidad objetiva de una
brecha: una posibilidad social y política, que sólo
u na clase revolucionaria puede llevar a la práctica
(la clase o b rera si se afirm a y en la m edida en que
se afirm e com o «sujeto» político). Si es cierto que
esta afirm ación no se ha cum plido nunca m asiva
y decisivam ente, tam bién lo es que aquí o allá
pasa siem pre algo que se orienta en este sentido,
a saber: la producción de nuevas relaciones y de
diferencias objetivas.
c) N ietzsche indica la posibilidad subjetiva de
una b recha desplegando lo que contiene el acto
Conclusión y epílogo 289

«puro», inicial y final: la adhesión al presente, er


un cuerpo, el «sí» a la vida. Una p ráctica poética,
cread o ra de diferencias subjetivas 2, se desprende
de ello.

4. A guisa de epílogo a esta confrontación p re­


sento algunos aspectos deliberadam ente subjetivos.
¿P or qué in sertarlo s aquí? P ara m o stra r la im por­
tancia de N ietzsche com o revelador (en térm inos
m ás cercanos al saber: com o aquel que afirm a los
sentidos y los valores, es decir, como descodifica­
d o r universal y, p o r tanto, d estru c to r de los có­
digos, que exige, bien la invención de otro código,
bien la superación de la codificación-descodifi-
cación).
El au to r (Ego) leyó a N ietzsche debido al m ayor
de los azares en el tran scu rso de una educación
cristian a hacia los quince años: todo lo que en­
tonces estab a traducido, m ás algunos textos en
alem án.
Zaratustra: es el libro que se cree hab er leído
a la p rim era lectura, y que siem pre se cree leer por
p rim era vez, el libro que libera.
Sí, pero síntom a de la época: luego vino el es­
fuerzo p o r volver a la norm a (el trab ajo , la p rác­
tica, la historia, la acción), dada la extrem a difi­
cultad que experim enta un adolescente por crearse
su p ro pia vida y, co n tradictoriam ente, el esfuerzo
p or e n tra r en un m ovim iento revolucionario o sub­
versivo, dotado de eficacia.
«Ego», pues, a los veinticinco años, pese al des­
lum bram iento nietzscheano: una som bra entre las
som bras, y m ás: la som bra encarnada. D ebatién­
dose m ás que una som bra. De ahí el encuentro pri-

2 P ara d a r un ejem plo: brech a objetiva, Lip, 1973; brecha


subjetiva, Solyenitsin, 1973-74.
290 H enri Lefebvre

mero con Hegel (por el mayor de los azares: sobre la


mesa de trabajo de André Bretón), luego de Marx.
De ahí tam bién el malentendido: la adhesión al
marxismo, en virtud de una teoría capital, la de la
decadencia del Estado. De ahí la entrada en el P. C.
F., movimiento que debía petrificarse en el
estalinismo y el fetichismo de Estado. De ahí
tam bién algunas peripecias (3).
En el transcurso de estas peripecias, y
aunque surgió lentamente a la luz, jamás desapareció
la idea de la doble brecha: a través de la política y la
crítica de la política, para superarla como tal, a través
de la poesía, el Eros: el símbolo y lo imaginario, a
través del rechazo de la alteración (y de la alienación
y la captación del presente).

5. En el espacio se encuentran la brecha objetiva


(socioeconómica) y la brecha subjetiva (poética). En
el espacio se inscriben y, más aún, se «realizan» las
diferencias, de la m enor a la mayor. Desigualmente
esclarecido, desigualmente accesible, erizado de
obstáculos, obstáculo a su vez ante las iniciativas,
m oderado por ellas, el espacio se trueca en lugar y
medio de las diferencias. La adversidad de los
conflictos y la del espacio tienden a coincidir para
todo aquel que se afirma e intenta abrir su brecha,
objetiva o subjetiva.

(3) Véase: La sommme et le reste, 1959 (agotado),


reedición p.arcial, Bélibaste, Paris, 1973.
Conclusión y epílogo 291

Este proyecto del espacio, obra a escala planetaria de


una doble actividad productora y creadora (estética y
material), ¿no será el sustituto empírico de lo
Sobrehumano, un producto de recambio? No.
Implica una superación ( Uberwinden) de
envergadura mundial que precipita en lo abolido los
frutos m uertos del tiempo histórico. Implica una
experiencia concreta, vinculada a la práctica y a la
totalidad de lo posible según el pensamiento más
radical de Marx, vinculada tam bién a la restitución
total de lo sensible y del cuerpo según la poesía
nietzscheana.
Este proyecto arroja a la nada de los frutos muertos
el espacio hegeliano, obra del Estado donde éste se
instala y se expone. Obra-producto de la especie
hum ana, el espacio sale de la sombra, como el
planeta de un eclipse.

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