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MANERAS DE VIVIR ›

Menear el trasero
Rosa Montero
15 ABR 2018 - 00:00 CEST

Las ansiosas tontunas que las criaturas de todo tipo


hacemos para ser sexualmente preferidas reciben el
nombre de ‘cortejo’.
Hace unas semanas estaba en Shanghái cenando sola en un
restaurante turco. La noche era heladora y mi mesa se encontraba
junto a la puerta; junto a mí, también solo, había un hombre de
unos 35 años, tal vez turco y sin duda atractivo. La camarera, una
china joven y muy bella, entreabrió la puerta unos minutos para
ventilar el ambiente, y un cuchillo de aire polar entró en el local.
La china, solícita, se dirigió al hombre en inglés para preguntarle
si le molestaba; se demoró un buen rato revoloteando junto a él,
pidiendo excusas y gorjeando lindezas como un gorrión afanoso.
A mí, que estaba al lado y en las mismas circunstancias, ni me
miró. Me podía haber atravesado el pecho una neumonía fatal sin
que a la bella china le temblara una pestaña. Pero ¡qué caídas de
ojos ante el galán, qué agitación ciliar! Ignoro si el coqueteo llegó
a puerto porque me fui pronto (congelada). Pero puede que la
chica ni siquiera pretendiera ligar conscientemente.

Ese frenesí automático, ese despendole por gustar, es una realidad


ampliamente documentada en el reino animal. Ya saben que las
ansiosas tontunas que las criaturas de todo tipo hacemos para ser
sexualmente preferidas reciben el nombre de cortejo, y que por lo
general son los machos quienes más se esfuerzan. Hay cortejos
gloriosamente bellos, y entre ellos el más famoso es el del pavo
real, cuyos machos despliegan sus fascinantes colas en un alarde
de esplendor (de aquí viene la palabra pavonear). Muchos otros
bichos, algunos en apariencia tan desapasionados como los -
insectos, cantan, se esponjan, berrean, cambian de color, pelean,
construyen objetos, danzan o incluso abandonan su elemento
natural: las mantarrayas gigantes, que son los peces con el cerebro
más grande del mundo, realizan asombrosos vuelos fuera del
agua; elevan sus dos toneladas de peso hasta tres metros de
altura, pegándose después unas sonoras y espumosas tripadas
contra el mar. Y lo más probable es que lo hagan para ser
queridos.

Hay cortejos gloriosamente bellos, y entre ellos


el más famoso es el del pavo real

Por cierto que, entre los mamíferos, hay un curioso elemento de


cortejo que se repite a menudo: la orina. El puerco espín orina
sobre la hembra, que a continuación decide si acepta la invitación
o si le arrea un mordisco; el mono cebú se mea las manos y luego
se refrota todo el cuerpo como si fuera colonia, porque a las
monas les parece un aroma irresistible; las jirafas macho, por su
parte, le dan cabezazos a la hembra hasta que ésta responde
orinando, y entonces el pretendiente paladea el líquido para
comprobar si ella es de verdad su media naranja (se lo leí a
Alberto Barbieri en La Vanguardia).

¿Y qué hacemos los humanos cuando nos ponemos a coquetear y


queremos llamar la atención de un extraño? Pues no llegamos a
orinarnos encima (que yo sepa), pero se diría que nos falta poco.
Hace años estaba en una peluquería de mujeres, junto a otras
clientas, en esa humillante situación en la que una se suele
encontrar en la peluquería: con la cabeza llena de papel de plata o
de una plasta de tinte repugnante; o con rulos, con pinzas, con una
cofia de plástico, en fin, espantosas todas nosotras a más no poder.
Y de pronto entró inesperadamente en el local un macho joven, un
amigo de la peluquera que venía a cortarse y que violó la
intimidad de nuestro santuario femenino. Pues bien, fue
sorprendente ver la vaporosa agitación que nos entró a todas, la
incomodidad y el nerviosismo, nuestro modo de enderezarnos en
los asientos y sonreír a mansalva con el vano esfuerzo de intentar
parecer menos horrendas, y todo ello sin tener ninguna ambición
real de ligar con él, sino por puro y ciego instinto. Me chocó tanto
que escribí un artículo sobre ello.

No sé si a las lesbianas y a los gais les pasará igual (yo apostaría


que sí), pero me consta que los varones heteros sufren el mismo
terremoto biológico. He visto a muchachos, adultos y ancianos
hacer el más completo de los ridículos en cuanto una mujer
apetecible pasa cerca de ellos. La misma especie que se
enorgullece (se pavonea) de encontrar el bosón de Higgs o llegar a
la Luna no puede evitar menear el trasero al contacto con un tufo
de feromonas. Si se piensa bien, resulta conmovedor y explica, en
nuestra primariedad, bastantes cosas.

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