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Sumario
La misma Santa Madre Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas
las cosas, puede ser conocido con certeza a partir de las cosas creadas con la luz
natural de la razón humana: “porque lo invisible de Dios, desde la creación del
mundo, se deja ver a la inteligencia a través de lo creado” (Rm 1,20).
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Texto elaborado por A. Antón.
Religión, cultura y valores EUM Fray Luis de León
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A veces podemos confundirlas. O quizá, podemos creer que todas tienen igual validez.
Por eso, conviene que sepamos claramente cuál es el campo de estudio de cada una,
y cuál es la más importante de todas.
Puedo anhelar una fe religiosa, esforzarme con todas mis fuerzas por
ella y no necesariamente tiene por qué serme comunicada... Por tanto,
no soy libre en este sentido. (Psychische Kausalität, 1970, Tübingen:
Max Niemeyer, p. 43 y ss).
patologías que pueden darse por una represión de la religiosidad natural del
ser humano o por otras causas. Los siguientes textos de V. Frankl, quien
comenta que una de las causas de neurosis obsesiva de nuestros días es la
represión de la religiosidad natural del hombre (2012), representan este campo
de estudio:
[…] no sólo existe una libido inconsciente […], sino también una religio
inconsciente […]. Es claro, después de lo dicho al principio, que la
primera de ambas cosas ha de atribuirse al inconsciente impulsivo,
mientras que la segunda, en cambio, pertenece por su esencia al
inconsciente espiritual. (Frankl, 2012, La presencia ignorada de Dios:
psicoterapia y religión. Barcelona: Herder, p. 54).
Hoy en día no es ya posible en modo alguno aferrarse a la opinión de
que en la psicoterapia se trata a toda costa de hacer que algo se vuelva
consciente, pues el psicoterapeuta sólo efectúa esta operación
provisionalmente. Su tarea es la de hacer consciente algo inconsciente
(y, por tanto, también algo espiritualmente inconsciente) para finalmente
volverlo a restituir a su inconsciencia; facilita el paso de una “potencia”
inconsciente a un “acto” consciente, pero no con otro objeto que el de
crear en definitiva un “hábito” nuevamente inconsciente. En último
término el psicoterapeuta tiene por misión restablecer la evidencia de
las relaciones inconscientes (Frankl, 2012, p. 39).
Sed contra: está lo que dice 2 Tim 3,16: Toda escritura, divinamente
inspirada, sirve para enseñar, argüir, corregir, y formar la justicia. Ahora
bien, la Escritura divinamente inspirada no entra dentro del campo de
las materias filosóficas, ya que éstas son el resultado de la razón
humana solamente. De donde se sigue, tiene sentido que, además de
las materias filosóficas, haya otra ciencia divinamente inspirada.
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El fin tiene que ser conocido por el hombre para que hacia Él pueda
dirigir su pensar y su obrar. Por eso fue necesario que el hombre, para
su salvación, conociera por revelación divina lo que no podía alcanzar
por su exclusiva razón humana. Más aún, lo que de Dios puede
comprender la sola razón humana, también precisa la revelación divina,
ya que, con la sola razón humana, la verdad de Dios sería conocida por
pocos, después de mucho análisis y con resultados plagados de
errores. Y, sin embargo, del exacto conocimiento de la verdad de Dios
depende la total salvación del hombre, pues en Dios está la salvación.
Así, pues, para que la salvación llegara a los hombres de forma más
fácil y segura, fue necesario que los hombres fueran instruidos, acerca
de lo divino, por revelación divina. Por todo ello se deduce la necesidad
de que, además de las materias filosóficas, resultado de la razón,
hubiera una doctrina sagrada, resultado de la revelación.
En conclusión, la teología es, frente a las demás ciencias que estudian a Dios o el
fenómeno religioso, eminentemente distinta y más importante. ¿Por qué? Porque,
además de la razón, emplea en su método otra fuente de conocimiento que no es
natural, sino sobrenatural: la Revelación, el conocimiento que Dios da al hombre para
que pueda conocerlo mejor. O, dicho metafóricamente, el “telescopio” que Dios da al
hombre para que pueda verlo de cerca.
Conviene saber que la manera que tenemos de saber si un libro de teología católica
es adecuado y puede alimentar mi formación intelectual o no, es verificar que tenga
detrás de la portada, donde aparecen los datos editoriales del libro, si contiene el
Imprimatur – “imprímase” – o el Nihil obstat – “nada en contra” -. Se trata de sellos
conferidos por la autoridad eclesiástica competente, que ha examinado la obra y,
respectivamente, o bien recomienda positivamente su impresión, o bien declara que
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2 En algunos libros aparece simplemente “Con licencia eclesiástica”. También es válido este
sello.
3 Asamblea de todos los obispos de la Iglesia convocada por el Papa para discernir cuestiones
dogmáticas, disciplinares o pastorales.
4 También conocido como “Denziger”, por el apellido del autor del compendio Heinrich Joseph
Dominicus Denzinger, jesuita.
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La fe es una virtud (“fides, qua creditur”), y por tanto un hábito bueno. En cuanto
virtud, tiene dos direcciones. En primer lugar, el acto de fe en el que se activa la
virtud, el (credere). Y, en segundo lugar, aquello a lo que se dirige el acto de fe, la
“fides, quae creditur”, es decir, lo que es creído, lo que creo, lo que Dios ha
revelado: el contenido de la fe o el contenido de la Revelación.
Creemos lo que Dios ha revelado, porque Dios lo ha revelado, que no puede ser
engañado ni puede engañar. Esto quiere decir que todo “dar crédito a Dios”, “confiar
en Dios” - es decir, todo credere Deo -, presupone un credere Deum, un creer en
Dios, un asentimiento intelectual a la existencia de Dios. Con otras palabras, no
puedes creer lo que Dios dice, si antes no crees en Dios. No puedes confiar en Dios, si
no crees en Él. Pero creer en Dios no es el resultado del conocimiento natural de Dios,
puesto que la certeza de la fe, es una certeza distinta de la del conocimiento natural:
es la certeza más fija que puedes tener en esta vida y, sin embargo, no se alcanza por
ningún conocimiento natural. No es tampoco la certeza de la visión de la
bienaventuranza, que sólo se nos comunica en la gloria, después de que muramos y
vayamos al Cielo. La certeza de fe implica que la primera Revelación, que es el
fundamento de todas las demás, es una autorrevelación de Dios. Aquí radica el
carácter sobrenatural de la fe, y aquí radica el que Dios mismo, pues, sea el primer
objeto de la fe, tal y como lo explica Tomás de Aquino diciendo que la fe tiene “a Dios
mismo por objeto principal, y todo lo demás (es decir, toda verdad sobre las criaturas),
está unido a ella como a su consecuencia” (DV q. 14, a. 8).
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Nos inspiramos en un comentario que hizo Edith Stein a este texto a partir de la q. 14 de De
veritate, de Tomás de Aquino.
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eterna. Es un bien que excede todas las fuerzas naturales del hombre. No sólo somos
incapaces de dárnoslos, sino de figurárnoslo: “ningún ojo ha visto, ningún oído ha
escuchado, ni el corazón del hombre puede abarcar, lo que Dios ha preparado para
los que lo aman” (1 Cor 2, 9). Este bien es el que la voluntad se pone como fin, y como
la fe es el camino para el fin, por eso estamos de acuerdo con las verdades de la fe. Y
no tendríamos como fin la vida eterna, si no estuviéramos convencidos de que es el
supremo bien. Ninguna voluntad es completamente ciega, completamente carente
de fundamentos cognoscitivos. Tenemos un conocimiento de la vida eterna y un
conocimiento de la fe como camino para ella por las comunicaciones de Dios, es decir
por la Revelación y tomamos estas comunicaciones por verdaderas y nos dirigimos en
nuestras decisiones de la voluntad a ella porque damos crédito a Dios. De esta
manera la recompensa eterna, en cuanto motivo de la adhesión, remite a la autoridad
divina como motivo. Lo más decisivo y esencial en este análisis de la fe es que la fe
no es ciega, es el comienzo de la visión para la que nos prepara. Es un
conocimiento específico, no de menor rango que el conocimiento obtenido por el
entendimiento natural, sino de rango mayor: la lumen supranaturale. La luz de la
gracia que lo posibilita significa un incremento del ser del entendimiento; sólo se sitúa
detrás del conocimiento natural cuando es menos adecuado a su objeto que el
conocimiento natural al suyo y cuando lo es, apunta más allá de sí mismo. El Dios que
se revela en la fe permanece oculto y se descubrirá sólo en la luz de la gloria a
nuestros ojos.
Con lo “no que no aparece todavía” se designa el objeto de la fe, con la “garantía” el
acto con el que esperamos el fin. Pero al acto pertenece un hábito que le corresponde,
una actitud duradera del espíritu: esta es la fe como virtud sobrenatural. Y así Tomás
transforma las palabras del Apóstol en una definición filosófica en toda regla: “la fe es
el hábito del espíritu con el que comienza en nosotros la vida eterna y que
determina al entendimiento a adherirse a lo que no se ve.”
A lo largo de la historia, ha habido muchos símbolos de la fe, pero todos tienen tres
partes: una que hace mención a la Creación y a Dios como Padre y Creador; otra que
alude a la Encarnación y a la Redención, y a Jesucristo como Salvador; y una última
parte hace referencia a la misión del Espíritu Santo. Entre todos los símbolos de la fe,
destacan dos especialmente (CIC, 194-195):
SÍMBOLO NICENO-
SÍMBOLO DE LOS APÓSTOLES
CONSTANTINOPOLITANO
Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creo en un solo Dios,
Creador del cielo y de la tierra. Padre todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible.
Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Creo en un solo Señor, Jesucristo,
Señor, Hijo único de Dios,
que fue concebido por obra y gracia del nacido del Padre antes de todos los siglos:
Espíritu Santo, Dios de Dios,
nació de Santa María Virgen, Luz de Luz,
padeció bajo el poder de Poncio Pilato Dios verdadero de Dios verdadero,
fue crucificado, muerto y sepultado, engendrado, no creado,
descendió a los infiernos, de la misma naturaleza del Padre,
al tercer día resucitó de entre los muertos, por quien todo fue hecho;
subió a los cielos que por nosotros lo hombres,
y está sentado a la derecha de Dios, Padre y por nuestra salvación
todopoderoso. bajó del cielo,
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y y por obra del Espíritu Santo
muertos. se encarnó de María, la Virgen,
y se hizo hombre;
y por nuestra causa fue crucificado
en tiempos de Poncio Pilato;
padeció y fue sepultado,
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La fe es un tesoro que se nos es dado, pero Cristo nos dijo “id y anunciad por el
mundo el Evangelio”. No dijo, “vete y métete en tu cuarto a pensar en Mí”. Pero eso, la
catolicidad de la fe implica precisamente eso: el anuncio a todos los pueblos… y a
todos tus compañeros de la alegría de la Buena Noticia del Evangelio. Es decir, no
hay fe, sin misión: tu fe católica implica necesariamente que eres misionero.
Pero esto supone un reto. Decía Juan Pablo II que “la fe, cada vez más personal, libre
y sólida, permite al creyente también remar contra corriente y afrontar el riesgo de que
a veces no lo comprendan e incluso se burlen de él” (JP II, 5/05/96). Y es que “la fe
siempre tiene algo de ruptura arriesgada y de salto, porque en todo tiempo implica la
osadía de ver en lo que no se ve lo auténticamente real, lo auténticamente básico”
(Ratzinger, 2001, p. 49).
Así, cuando Santa Teresa de Jesús fue a fundar al convento de Medina del Campo,
cuando salía del convento de San José en Ávila con otras monjas, la tacharon de loca.
¡Y gente muy cristiana y muy buena! Pero ella estaba convencida de que era voluntad
de Dios lo que hacía, y cuando ella sabía que estaba haciendo la voluntad de Dios, le
daba igual que considerase la gente lo que quisiese. No se casaba con nadie.
Y, Juan Pablo II, en un discurso que dio a los jóvenes el 20/03/1997, decía:
Las cosas más frívolas y de menor importancia, que solamente son vanidad de
vanidades, esto es, mis amistades antiguas, ésas eran las que me detenían, y
como tirándome de la ropa parece me decían en voz baja: “pues qué, ¿nos
dejas y nos abandonas? ¿Desde este punto nunca te será permitido esto ni
aquello? Pero ¡qué cosas eran las que me sugerían, y yo explico solamente
con las palabras “esto ni aquello”! ¡Qué cosas me sugerían, Dios mío! Apartad,
Señor, por vuestra misericordia, del alma de este vuestro siervo y de mi
memoria aun la idea de las suciedades e indecencias que me sugerían. Pero y
las oía tan escasamente, que era mucho menos de la mitad respecto de antes;
ni me contradecían como antes cara a cara, sino como murmurando a espaldas
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mías, siguiendo mis pisadas y como llamándome y tirándome por detrás para
que volviese a mirarlas. No obstante, entretenían y retardaban mi fuga, por no
tener yo valor para separarme de ellas con aspereza, y sacudirme de sus
importunaciones saltando y atropellando por todo para seguir mi vocación;
porque la violencia de mi costumbre no cesaba de decirme: “¿imaginas que
has de poder vivir sin estas cosas?”
Ser modelo significa ser un punto de referencia, alguien cuyas actitudes son
dignas de reproducir y yo me cansé de ser una modelo de superficialidad. Me
cansé de un mundo de mentiras, apariencias, falsedad, hipocresía y engaños,
una sociedad llena de antivalores, en la que se resalta la violencia, el adulterio,
la droga, el alcohol, las peleas, un mundo que exalta las riquezas, los placeres,
la inmoralidad sexual y el fraude.
Quiero ser modelo de promoción de la verdadera dignidad de la mujer y no de
su utilización comercial.
Tu vida es mucho más que “ni robar, ni matar”. Tu corazón aspira siempre a “más,
más y más”. Pero tienes que ser tú quien decida si “más cosas materiales, dinero,
superficialidad” o “más sinceridad, bien, concordia, autenticidad”. En definitiva, “más
Dios”. Y eso es tarea de toda la vida.
Puesto que por la fe conocemos que Dios es Dios, y que a Él le debemos la vida por
su amor, y que todo lo que existe procede de Él, por este motivo, cuanto más
conocemos a Dios por la fe y más lo amamos, más conciencia tenemos de nuestra
pequeñez y de lo que significa negarlo o rechazar su voluntad. Por ello, no hay fe
verdadera sin conciencia de pecado (de la elección de lo que no es Dios). El creyente
remite todo a Dios: no se atribuye a sí mismo los éxitos de su vida, ni va con actitud
arrogante u orgullosa por la vida, mirando a los demás por encima del hombro. Y se
sabe pecador.
Tatiana Góricheva (1986, p. 34-36) una filósofa rusa que vivió la crudeza del ateísmo
del comunismo soviético, tras una experiencia de conversión mientras hacía yoga
usando la oración del Padrenuestro como mantra, nos explica bien qué significa la
conciencia de pecado:
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https://www.aciprensa.com/noticias/ex-modelo-sorprende-a-colombia-con-su-conversion
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Pero que la fe sea un acto eclesial también se debe a que la única garantía que tengo
de liberarme de autoengaños en mi relación personal con Dios es a través del
sometimiento de mi juicio a la Iglesia por medio de la dirección espiritual.
Seguro que si tienes novia o novio piensas muchas veces en él y estás deseando
verle. Porque el que ama reclama la presencia del amado. Y cuando lo ves o cuando
la ves, le dices piropos y le das gracias porque te ha hecho algún favor, o algún regalo
que no esperabas. Entonces, ¡¡¡¿cómo va a ser verdad que dices que amas a Dios y
no haces por verle ni siquiera un día a la semana?!!! Por eso no te extrañe: no existe
auténtica fe si no la celebras. Y este “celebrar” consiste en bendecir a Dios
adorándole, alabándole y dándole gracias. Por eso, ¡no te engañes! No tiene ningún
sentido eso de “yo creo, pero no voy a misa”, o “yo no celebro los sacramentos”. Como
dice el Catecismo (CIC, n. 1083):
Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millenio ineunte (2001, n. 34) afirmaba que
los cristianos que se conforman con una oración superficial que no puede llenar su
vida, son “cristianos con riesgo”:
En medio de sus luchas para esclarecer estas dudas tuvo lo que es conocido como
experiencia de la Torre. Esta experiencia consistió en la intuición del concepto
“justicia de Dios” a partir de la meditación de Rom 1, 17 (“el justo vive de la fe”). Lutero
comprendió que Dios misericordioso justificaba al hombre a través de la fe. Dios
mismo, y no el hombre, es quien lleva a cabo la salvación.
Entre 1517 y 1518 llegaron al Papa las primeras noticias de estas tesis de Lutero,
porque Alberto de Brandeburgo lo había denunciado. Lutero sería invitado a
presentarse en Roma en 1518, pero Federico de Sajonia conseguiría del Papa un
legado que estudiase el caso de Lutero en Alemania. Así, en ese mismo año, tendría
lugar el diálogo entre el cardenal Cayetano y Lutero en la dieta de Augsburgo, pero
Lutero no se retractó y apeló primero al Papa y, después, al concilio universal. En
1519, León X no quiso proceder violentamente y envía a su camarero una rosa de oro
para que Federico de Sajonia retirase el apoyo a Lutero. Ese mismo año tuvo lugar la
disputa de Lutero con Juan Eck en presencia de Federico de Sajonia, en la que Lutero
niega la infalibilidad de los concilios y del Papa. En 1520, Lutero escribe varias obras:
El Papado de Roma, donde argumenta que la Iglesia es una comunidad únicamente
espiritual; A la nobleza cristiana de la nación alemana sobre la Reforma de la
cristiandad, donde afirma la independencia del poder secular respecto al espiritual, la
reivindicación de la libre interpretación de la Escritura y el derecho de convocar un
Concilio libre sin intervención de legados papales; La cautividad babilónica de la
iglesia (sobre los sacramentos); y La libertad cristiana (en la que exalta la libertad del
hombre justificado por la fe).
Desde este momento, la guerra sería el instrumento para luchar contra el luteranismo.
En este periodo, no obstante, ocurrirán dos hechos fundamentales: el Concilio de
Trento (1545-1563) y la muerte de Lutero en 1546. En 1547, se produce la victoria en
Mühlberg a favor de los católicos. En 1552, traición de Mauricio de Sajonia que obliga
a Carlos V a otorgar a los luteranos la libertad religiosa (tratado de Passau). La guerra
termina en 1555 con la paz de Augsburgo: los príncipes deciden la confesión en su
territorio - cuius regio, eius religio -, por lo que se reconoce el luteranismo como
religión libre dentro del Imperio.
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2.3.2. ANGLICANISMO
Enrique VIII, hijo de Enrique VII, subió al trono inglés por la muerte de su hermano
Arturo. Se casó con la viuda de su hermano, Catalina de Aragón, hija de los Reyes
Católicos. Para ello se pidió la dispensa de impedimento de afinidad al Papa Julio II.
Esta situación cambiaría a raíz del conflicto desatado con la Iglesia por el problema
sucesorio, pues el matrimonio con Catalina de Aragón no le había dado herederos
varones. En 1527, Enrique VIII enamorado de Ana Bolena pidió al papa Clemente VII
la nulidad del matrimonio so pretexto del parentesco previo entre los cónyuges. Al
negarle el Papa la nulidad, Enrique VIII, en 1531, se hizo proclamar jefe de la Iglesia
de Inglaterra en una asamblea general del clero. Tras ser nombrado primado de
Inglaterra Thomas Cranmer, en 1533 celebra el matrimonio entre Enrique y Ana y la
corona como reina. El papa Clemente VIII respondió con la excomunión del rey.
La reacción del rey fue aprobar en el Parlamento el Acta de Supremacía (1534), que
supuso la constitución de una Iglesia anglicana – nacional e independiente de la
católica y de la obediencia al Papa - sometida a la autoridad real y cuya cabeza era el
propio rey. Asimismo, supuso que los católicos ingleses que permanecieran fieles a
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Roma fueran perseguidos como traidores, que en 1539 fueran disueltas las órdenes
religiosas e incautados todos sus bienes, y que la monarquía se enriqueciera con los
beneficios obtenidos con la venta de los bienes eclesiásticos.
Por ahora no se renuncia a los dogmas y se condenan las doctrinas reformadas. Pero,
con la llegada al trono de Eduardo VI (1547-1553), hijo de Enrique y de su tercera
mujer, Jane Seymour, penetró el protestantismo en Inglaterra, porque introdujo
profundas modificaciones religiosas. En este momento, del cisma se pasó a la herejía.
Seguro que alguna vez conocías a alguien “de oídas”. Es decir, te han dicho: “x es de
tal manera”, “x es de tal otra manera…”. Y puede que hayas creído el testimonio de los
que hablaban de “x”, porque te parecía fiable. Pero, seguro que cuando te han
presentado a la persona y has hablado con ella, has empezado a conocerlo de un
modo nuevo, directo, por ti mismo, “cara a cara”.
Para hacer oración auténtica son necesarias tres virtudes, tal y como afirma Santa
Teresa en su obra Camino de perfección: desasimiento, caridad y humildad. El
desasimiento es el desprendimiento de cosas, es decir, el no estar apegado a ninguna
ambición, ni a nada. La caridad es el amor fraterno, que lleva a amar a todos sin
particularismos, y buscando el bien espiritual del prójimo, es decir, procurar llevarlo a
Dios (sobre todo, si está alejado de Él). Y la humildad es, en palabras de Teresa
“andar en verdad”, es decir, reconocer que, delante de Dios, no podemos nada, ni
somos nada, porque todo nos viene dado de Él. Significa también no creerse más
importante que el resto, ni dolerse u ofenderse porque “parece que no me han tenido
en consideración”. Camino para alcanzar la humildad es buscar, o por lo menos,
aceptar, humillaciones, como que me malinterpreten o que no reconozcan el mérito
que tengo en algo. (San Ignacio de Loyola, a propósito de la humildad, afirma que el
primer grado de humildad implica apartarse del pecado mortal; el segundo grado,
apartarse del pecado venial; y, el tercer grado, escoger humillaciones y desprecios por
parecerse más a Cristo humillado y despreciado.)
Suele decirse a veces que la Iglesia está en contra de la razón, en contra de la ciencia.
A esto hay que decir que, a lo largo de la historia, la Iglesia ha preservado la cultura
(por ejemplo, en los monasterios, durante la Edad Media). Y que Juan Pablo II dedicó
un documento muy importante – la Encíclica Fides et Ratio (1998) – a justificar por qué
razón y fe no son dos vías antagónicas, sino complementarias para conocer la verdad.
Asimismo, el Papa Benedicto XVI ha resaltado en algunos de sus discursos que Dios
es Logos, y que, por tanto, no es irracional. El Papa Francisco también en su
Exhortación Apostólica Postsinodal Evangelii Gaudium (2013) ha destacado la
necesidad del diálogo entre razón y fe para evitar malentendidos.
del síndrome de Down (la trisomía en el par cromosómico 21) han defendido también
la sacralidad de la vida humana, a precio de ser marginados en los ambientes
científicos de su tiempo. Concretamente, Lejeune, en el discurso que dio en San
Francisco (EEUU) al recibir un prestigioso premio que lo situaba entre los candidatos
al Premio Nobel de la Medicina, no reparó en señalar que el Instituto Nacional de la
Salud se estaba convirtiendo en el Instituto Nacional de la Muerte, porque el
descubrimiento de la trisomía en el par 21 hecho por Lejeune estaba conduciendo a
los genetistas a realizar análisis en fetos humanos con el fin de aconsejar el aborto a
las mujeres embarazadas de niños con síndrome de Down. Estos científicos también
son Iglesia – porque la voz de la verdad es una - y son siempre un referente de que lo
que dice la ciencia y lo que dice la fe no son caminos contrapuestos.
En otras ocasiones, es nuestra ignorancia la que nos lleva a pensar que Iglesia está
en contra de la ciencia. Así ocurre con el “caso Galileo”. Como no sabemos distinguir
entre mito y evidencia histórica, creemos que a Galileo lo condenaron a morir en la
hoguera, cuando en realidad su condena consistió en un periodo de reclusión en casa
y en rezar unas oraciones. Y como no sabemos distinguir los sentidos en los que hay
que leer la Sagrada Escritura, creemos erróneamente que el Génesis es contrario a la
teoría del Big-Bang, cuyo autor fue, precisamente un sacerdote; o que es contraria a la
teoría de la evolución de las especies (sobre la cual, por cierto, no hay consenso entre
los mismos biólogos). (Para más información sobre estos temas, véanse los artículos
cuyo link pongo en la plataforma).
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La Iglesia nos enseña que son imprescindibles cinco cosas para una buena
confesión: hacer un buen examen de conciencia, tener dolor de los pecados, hacer el
propósito de no cometerlos más, confesarlos y cumplir la penitencia impuesta por el
confesor.
Pero ¿en qué consiste precisamente cada una de esas exigencias?
El examen de conciencia
Antes que nada, se debe hacer un examen de conciencia. El fiel deseoso de obtener
el perdón de sus faltas necesita primero auscultar su alma, para saber qué pecados no
han sido confesados todavía. No es necesario traer a la memoria los pecados de toda
la vida, sino únicamente los cometidos desde la última confesión bien hecha.
Si nos detenemos a conocer seriamente cada una de las ofensas hechas a Dios, nos
disponemos a sentir por ellas verdadera tristeza y, así, a obtener el perdón.
El examen de conciencia ha de ser hecho cuidadosamente, sin precipitación. Es
importante que rememoremos los pecados cometidos de pensamiento, palabra, obra u
omisión, recorriendo para tal fin los Mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia, la
lista de los pecados capitales y las obligaciones de nuestro propio estado. Debe
abarcar también las malas costumbres que se han de corregir y las ocasiones de
pecado que se han de evitar.
Pero la Iglesia, como buena madre, nos recomienda también que evitemos dejarnos
llevar por la exagerada preocupación de haber olvidado alguna falta o circunstancia.
Cualquier persona, sea por deficiencia de memoria, sea por relajamiento, puede sentir
dificultad en recordar los pecados aún no confesados. Sin la ayuda de Dios, nadie
puede hacer nada bien. Por lo tanto, es muy apropiado empezar el examen de
conciencia con una oración, pidiéndole, por intercesión de la Virgen o de nuestro ángel
de la guarda, que ilumine nuestra mente para que reconozcamos todas nuestras faltas
y nos dé fuerzas para detestarlas.
¿Cuántas veces he pecado? Es una importante pregunta que debemos hacernos. Un
soldado recibe tres graves heridas en combate. Llevado al hospital, le enseña al
médico sólo dos; la tercera la oculta, movido por un necio sentimiento de vergüenza.
No sirvió de nada que el médico curase las dos lesiones que conocía, porque el
soldado murió como consecuencia del agravamiento de la tercera.
Ahora bien, la Confesión también es un acto de curación. Si queremos reanudar
nuestra amistad con Dios y tener el alma curada de las llagas de nuestros pecados,
debemos pedir perdón de todos y cada uno de ellos. Por consiguiente, tratándose de
pecados mortales -faltas en materia grave, con pleno conocimiento y pleno
consentimiento de la voluntad-, debemos investigarlo todo; incluso en la medida de lo
posible, cuántas veces fue practicado determinado acto pecaminoso y en qué
circunstancias. No es irrelevante contar en la Confesión las situaciones que agravan el
pecado. Por ejemplo, robarle a un pobre es más grave que hacerlo a un rico. Tratar
mal a nuestros padres, a quienes les debemos la vida, es más grave que hacer lo
mismo a un compañero del colegio. Las circunstancias agravantes han de señalarse,
pues el sacerdote necesita conocer con claridad los pecados para perdonarlos. Del
mismo modo que un médico, para atender a un paciente, primero tiene que evaluar
bien el diagnóstico de la enfermedad, para poder aplicarle el remedio más adecuado.
Si omitimos estas informaciones por maldad, la Confesión será mal hecha, por lo
tanto, ningún pecado será perdonado.
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El firme propósito
Si, de hecho, hay arrepentimiento por los pecados cometidos, se producirá en el alma
el propósito, la firme voluntad, resueltamente determinada, de no repetirlos nunca más
y de huir de las ocasiones próximas, de evitar todo lo que induce al mal: puede ser una
persona, un objeto, un lugar o incluso una circunstancia la que nos ponga en peligro
de ofender a Dios.
embargo, puede ocurrir que la pena temporal sea perdonada incluso en la propia
Confesión; cuando el penitente tiene un extraordinario dolor de sus pecados.
Es evidente que el mismo Jesús con sus sufrimientos y su muerte en la cruz satisfizo
la divina justicia en cuanto a nuestros pecados, pagando así nuestra deuda con
relación a Dios. Por eso en la Confesión se perdona nuestra culpa y el castigo eterno.
Pero Dios exige, con todo derecho, que también, cuando nos sea posible, hagamos
algo como satisfacción de nuestros pecados. Y esa pequeña satisfacción también es
exigida para la comprensión de la gravedad de nuestras faltas, para que nos sirva de
remedio a los pecados y nos preserve de recaídas.