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El Club

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―¿Sabes lo que les ocurre a las niñas


malas?

Colin no había dado más explicaciones ni


había resuelto las dudas de Marlene después
de decirle aquello. La había mirado con
expresión neutral desde la puerta de la
habitación mientras se abrochaba los
botones de la camisa y supervisaba la
vestimenta que ella tenía que llevar esa
noche. Marlene deslizaba cuidadosamente
las medias que Colin le había regalado, eran
finas y parecían muy frágiles y fáciles de
romper. Ese, el momento en que ella se
ajustaba la media en torno al muslo, había sido el momento que Colin eligió para salir del
baño, decirle aquello y confundirla.

En realidad, su frase logró el efecto deseado. Marlene sintió un revoloteo en el estómago y un


cosquilleo entre las piernas. La incertidumbre de los primeros minutos había hecho que se
formulase preguntas internas acerca de su comportamiento hacia Colin. ¿Había hecho algo
mal? ¿Habría dicho algo para hacerle enfadar? ¿Había roto, por descuido, alguna de sus
normas? Imposible. Marlene se había esforzado por cumplir todas y cada una de las
exigencias de Colin de forma eficiente, sabiendo que eso era lo que él deseaba de ella.
Entonces, ¿por qué le decía aquello?

―¿Sabes ahora lo que les sucede a las niñas malas? ―preguntaría Colin unas horas más
tarde, sentado con toda tranquilidad en un sillón de piel. Era una silla robusta, sin brazos, lo
bastante amplia como para que pudieran acomodarse dos personas. Ahora estaba ocupada
únicamente por él y no había sitio para Marlene―. Cuando te hago una pregunta, lo mínimo
que espero es una respuesta. Dime, ¿sabes lo que les pasa a las niñas malas?

Marlene enrojeció. Ahora sí lo sabía y vacilaba, insegura sobre si aquello acabaría por
gustarle o no. No sabía si debía rechazarlo porque le parecía totalmente injusto o aceptarlo
porque verdaderamente lo merecía. El problema era que no le causaba rechazo, sino temor;
el miedo a descubrir que podría gustarle sentir aquello. ¿En qué la convertiría eso?

Volvió a mirar a Colin, la dura expresión de su rostro indicaba que se estaba impacientando y
exigía una respuesta. Marlene se sentía incapaz de contestar, no podía superar la vergüenza

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que sentía. Se esforzó. Quería demostrar a Colin que era capaz de hacer cualquier cosa que le
pidiera.

―Las niñas malas reciben castigos.

―¿Qué clase de castigos? ―presionó él de inmediato. Marlene inspiró profundamente, con la


voz atascada en la garganta. No se atrevía a decir esa palabra―. ¿Qué clase de castigos?
―volvió a preguntar. Su voz mantenía siempre el mismo volumen, nunca sonaba alterado, o
impaciente, o enfadado. Sonaba tranquilo, sereno. Aquella forma de dirigirse a ella, severa y
autoritaria, con un toque de arrogancia, la hacía temblar y tuvo que reprimir el anhelo de
frotarse los muslos cuando sintió el intenso hormigueo.

―Azotes ―murmuró al fin.

Colin le regaló una sonrisa fugaz y se dio una palmadita en el muslo.

―Ven aquí.

Marlene tragó saliva, pero no se movió. Sabía que una vacilación podía salirle cara. Colin iba
a azotarla por primera vez y romper otra de sus normas básicas sumaría castigos, empeoraría
las cosas. Pero es que aquello era demasiado, no había hecho nada por lo que mereciera un
escarmiento de ese tipo. Nunca la había castigado de forma tan severa.

―Marlene, ven aquí.

El tono se volvió grave y un escalofrío recorrió el cuerpo de Marlene.

―¿Me dolerá? ―gimió, sin poder contenerse. A Colin no le gustaba que ella le cuestionase,
que preguntara las cosas cuando él no quería dar más explicaciones. Pero sorprendió a
Marlene contestando su pregunta, algo que raras veces ocurría.

―Son azotes. Se supone que los castigos deben doler, ¿no crees?

Claro. Sí.

Colin volvió a darse una palmadita en el muslo y Marlene reunió fuerzas para mover sus
paralizadas piernas. Se aproximó a él despacio, mirándole, evaluando su expresión. Los ojos
grises de Colin no revelaban nada, nunca revelaban nada cuando se ponía su máscara y
entraba en su papel. Marlene podría haberse muerto de miedo si no lo conociera cómo lo
conocía; sólo ante ella mostraba su verdadera naturaleza y ella sabía que podía confiar en él.
Le preocupaba el posible dolor, pero si Colin quería azotarla no se trataba de algo gratuito. Él
jamás le haría daño a propósito, Marlen estaba segura de ello. Finalmente, llegó a su altura y,

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despacio, se tumbó sobre su regazo. Él se arrellanó en la silla, acomodando el cuerpo
femenino de tal modo que permaneciera doblado por las caderas. En tal postura, Marlene
estaba boca abajo, con la cabeza casi rozando el suelo y el trasero a merced de Colin, su
rodilla presionando contra su bajo vientre. Aquello le provocó un escalofrío entre los muslos
que no pudo controlar.

El pelo le resbaló hasta formar una cortina ocultándole el rostro y las puntas de sus cabellos
se desparramaron sobre el linóleo como si fuera espuma de mar. El hombre pasó un brazo
por detrás de sus rodillas para inmovilizarla y, con lentitud, fue levantándole la falda para
dejarla enrollada en la cintura. Marlene se estremeció al notar el frío sobre la piel y emitió un
gemido asustadizo, pensando que aquello era injusto y que no había hecho nada para
merecer un castigo. Cuando Colin puso una mano, caliente y áspera, sobre la nalga cubierta
con la tela de la ropa interior, Marlene se puso rígida y empezó a respirar con dificultad,
notando el corazón golpearle las costillas.

―Relájate ―susurró Colin con suavidad―. Quiero que pienses en lo que has visto hace un
rato ahí fuera. Quiero que me digas lo que has sentido. Quiero que medites porque has sido
una niña mala y porque mereces unos azotes. Tómate todo el tiempo que necesites, pero no
creas que por pasarte un buen rato callada te voy a perdonar que me respondas.

Entonces, cogió la cinturilla de sus bragas ―una pieza de cara lencería que Colin había
comprado esa mañana para ella― y las fue bajando lentamente hasta sus tobillos. Marlene
sollozó, porque desde hacia un buen rato su sexo respondía a las amenazas del castigo; su
ropa interior estaba empapada. Se sumió en una terrible crisis de pudor, en cuanto Colin
viera sus bragas sabría que estaba excitada. Aunque, supuso, él ya debía saber que estaba
húmeda, no existía otro motivo por el cual siguiera amenazándola con esa ternura tan suya,
Colin sabía exactamente lo que a ella le gustaba y en qué medida le gustaba. ¿Le gustarían los
azotes? ¿Y si le gustaban? ¿Colin sabía que a ella le gustarían los azotes y por eso la iba a
castigar?

―Estás muy mojada, niña mala ―comentó riendo, un sonido ronco que se derramó sobre su
cuerpo como agua caliente―. Puedo sentir tu humedad, estás mojándome los pantalones―.
Marlene quiso morir de vergüenza y se retorció en su regazo―. Quieta.

Marlene se quedó quieta y aguantó la respiración. Colin acarició la curva de sus nalgas
desnudas, despacio, recorriendo su trasero con la punta de los dedos, unas yemas ásperas,
encallecidas, que a ella le parecían suaves y le provocaban cosquilleos. Se detuvo al borde de
los ligueros de satén rojo que había usado para sujetar las medias negras. Marlene pensó que
se las quitaría también, pero decidió dejarle puesta aquella envoltura. La imagen mental de
su propio trasero, redondo, blanco y respingón adornado por los lazos rojos en la parte baja
de sus muslos le pareció tan picante que se humedeció un poco más.

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―Piensa en lo que has visto esta noche. Recuérdalo con todo detalle.

Marlene cerró los ojos, con las caricias de Colin recorriéndole las suaves nalgas y
provocándole estremecimientos que terminaban en la punta de sus dedos. Se sumió en lo
profundo de sus pensamientos, rememorando lo acontecido apenas una hora atrás.

Aquella noche habían ido al Club. A Marlene le gustaba ir con él, cogerle de la mano,
entrelazar los dedos, sentarse en la mesa de siempre y tomar una copa, disfrutando de la
función nocturna. Normalmente eran espectáculos eróticos, muy íntimos y especiales, dónde
no se mostraba nada indecoroso y se respetaban los límites de la decencia. A Marlene le
gustaban, le gustaba ver los exóticos bailes y los sensuales movimientos; cuerpos
entrelazados, brillantes y suaves, meciéndose al compás de música grave que repiqueteaba
bajo la piel.

Esa noche iban a disfrutar de un espectáculo completamente diferente. Colin tenía planes
para ella. Siempre los tenía.

La llevó a una zona dónde no habían estado antes. Se encontraba en la parte de atrás, entre
las mesas reservadas para los clientes más importantes Allí había un hombre que llevaba un
elegante traje negro, tan robusto como un árbol, afianzado como un cancerbero al final de un
estrecho pasillo. Marlene siempre había pensado que ese hombre vigilaba alguna entrada
trasera o el acceso a los camerinos de los artistas. Pero cuando Colin enseñó sus credenciales,
la tarjeta que lo identificaba como socio VIP, el hombre del traje descorrió la cortina carmesí
revelando una puerta tras ella y cediéndoles el paso a un lugar secreto.
Un lugar totalmente distinto a lo que Marlene había visto hasta ahora.

Era una sala muy grande, suavemente iluminada y aislada acústicamente del resto del local.
La música estaba a medio volumen, lo que permitía hablar con normalidad, creando así una
atmósfera más personal. Los murmullos de las conversaciones llenaban el ambiente, las
mesas estaban ocupadas en su mayoría por hombres sentados en sillones de cuero alrededor
de mesas muy bajas. La decoración, de suaves contornos, era predominantemente roja, con
algún acabado en negro, dorado o plata. Al abarcar la habitación con la mirada, la pared
derecha llamó la atención de Marlene: cadenas de hierro forjado con argollas en sus extremos
colgaban del muro. Apartó la mirada rápidamente, como si mirar aquello fuese un acto
vergonzoso. Justo delante de ella descubrió a una mujer junto a un grupo de hombres y se
agarró de la mano de Colin. La mujer estaba sentada en el suelo, con la mejilla apoyada en la
rodilla de un hombre que le acariciaba lánguidamente la cabeza como quién acaricia a un
gatito. Tenía la mirada perdida, soñadora y estaba desnuda, con una cadena al cuello que
estaba afianzada a una argolla en el suelo, entre sus rodillas.
Colin desvió su atención de la sumisa y la tranquilizó con un beso en el dorso de la mano,
acercándose a una mesa. Marlene miró de reojo un par de veces hacia la mujer encadenada,
mordiéndose los labios, hasta que Colin le pidió que tomara asiento.

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Su mesa estaba situada en segunda línea de una plataforma elevada, sin lugar a dudas un
escenario. Sobre las tablas había una mesa vacía y sobre esta, en reposo, colgaban dos
grilletes suspendidos a un metro de la superficie. Marlene miró hacia arriba, siguiendo los
eslabones de la larga cadena hasta el techo dónde estaban enganchados a una enorme
argolla. Escuchó la risa de Colin y se dio cuenta de que la estaba mirando, sabiendo
exactamente lo que pasaba por la mente de Marlene. Él siempre sabía lo que pasaba por su
cabeza mucho mejor que ella.

Se les acercó una mujer, una camarera, a tomarles nota del pedido. Vestía unos ceñidos
pantalones de charol y un elegante corsé de cuero que moldeaba su redondo escote. Marlene
admitió que tenía un escote bonito, lleno de curvas, sin ser pequeño ni demasiado grande. De
pronto, mientras observaba el nacimiento de los pechos de la chica, cayó en la cuenta y
comprendió el significado de la frase de Colin: la visita al club era una prueba. Marlene no
quiso pedir nada, pero su acompañante pidió un té helado. Cuando la camarera se marchó,
ella miró a Colin y este le regaló una de sus sonrisas, una sonrisa que solo él sabía poner y
que, inconscientemente, hacía sonreír a Marlene como una tonta.

―Niña mala ―susurró.

Marlene se calentó y agachó la mirada para evitar que él viera el brillo lujurioso que
empañaba sus ojos.
La canción que estaba sonando terminó y comenzó otra. Era una pieza completamente
diferente y las voces del salón empezaron a apagarse hasta formar un espeso silencio.
Marlene levantó la mirada y miró en todas direcciones para ver qué pasaba, de pronto todos
los socios del club se habían callado y la audiencia tenía la atención puesta en el escenario.

Por uno de los extremos apareció un hombre muy elegante, vestido con una camisa blanca
pulcramente planchada, sin corbata, con un chaleco gris y pantalones negros de raya
perfecta. Tenía el cabello peinado hacia atrás, brillante y su cara mostraba una severidad muy
característica; a Marlene le recordó mucho a la expresión que ponía Colin cuando él le daba
órdenes y ella se derretía con sus palabras. El hombre elegante tiraba de una cadena y pudo
ver a una chica que subía al escenario detrás de él, con un collar de cuero alrededor de la
garganta; el hombre tiraba de ella como si fuese su mascota.

Marlene se removió en la silla. Conocía el juego, Colin jugaba así con ella. Le ponía un collar,
le ordenaba que se arrodillara y luego le ordenaba hacer cosas mientras la transportaba a
extraños y placenteros mundos que a ella le encantaba recorrer. Verlo así, de esta forma, le
resultó extraño y a la vez, emocionante. Miró a la chica de antes, a la que estaba atada al
suelo y se sintió profundamente emocionada, porque ella había pasado por algo así y sabía
cómo se sentiría. Siendo esclava de tu Amo, obedeciéndole sin dudar, poniéndote en sus
manos.

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Volvió su atención a la chica del escenario. Trató de leer en su rostro y en su cuerpo las
mismas emociones que la recorrían cuando jugaba con Colin. Era asiática, con un rostro muy
entrañable. Se había pintado los labios en un naranja de tonalidad pastel y su pelo corto, liso,
cortado limpiamente, le caía sobre la frente como una cortina, casi tapándole los ojos. Tenía
la nariz pequeña y redonda, la barbilla diminuta y una mandíbula perfilada que no le restaba
belleza.

No vestía nada más que piel. El hombre tiró de la cadena, ella caminó obediente y con la
espalda recta hasta el borde del escenario, mostrándose a la audiencia. Marlene estudió su
cuerpo, delgado y fino como un palillo, de contornos marcados, piel suave y caderas anchas
de muslos estrechos. Tenía un tatuaje en el hombro, la silueta de una serpiente enroscada
cuyas fauces abiertas apuntaban hacia abajo y su bífida lengua rozaba el nacimiento de su
pecho, un pecho pequeño, redondito, coronado por un pezón grande y oscuro, muy
puntiagudo. Marlene deseó tener los pezones como ella e hizo un mohín al sentirse un tanto
disgustada con su cuerpo.

―No ―dijo entonces Colin, que en lugar de mirar al escenario, la estaba miraba a ella―. Si
sigues pensando en eso, el castigo será más duro.

¿Cómo podía saberlo? A Marlene se le encendieron las mejillas, deseosa de hacerle una lista
de todos sus defectos físicos. Colin, cuyo brazo reposaba detrás de Marlene apoyado en el
respaldo del sillón de cuero, solo tuvo que mover la mano para cerrar los dedos alrededor de
su cabellera y tirar hasta levantarle la cabeza. Lo hizo tan rápido que ella no pudo darse
cuenta de lo que había sucedido hasta que fue tarde.

―No te he dado permiso para hablar ―susurró.

Marlene se estremeció. Involuntariamente, se frotó los muslos el uno contra el otro al notar
las cosquillas de su sexo, detalle que no pasó desapercibido para Colin. Endureció su mirada
gris y señaló el escenario con la cabeza sin dejar de observarla fijamente, tirándole del pelo
para obligarla a mirar dónde él quería que mirase. El dolor de los tirones burbujeó en su nuca
y descendió por su columna hasta desaparecer entre sus nalgas.

―Mira lo que les sucede a las niñas malas como tú.

Su tono de mando no admitía discusión, así que Marlene fijó la vista en el escenario, con el
corazón a punto de salírsele por la boca.

El hombre se había colocado detrás de la asiática y había rodeado sus pechos con ambas
manos. Con el pulgar y el índice de cada mano, presionaba y retorcía sus pezones como
brotes. Marlene pudo ver que ella se mordía el labio inferior, en un esfuerzo por no dejar

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escapar ningún sonido. La audiencia observaba atentamente aquel juego, que acompañado
por una música suave y rítmica, con los acordes perfectos, daba como resultado una erótica
escena que era puro arte. Marlene atrapó los matices que aquel espectáculo transmitía y las
sensaciones le hormiguearon bajo la piel, tensándole los pechos.

Liberando por fin las delicadas puntas de los pechos de la asiática, el hombre elegante se sacó
del bolsillo unas cadenitas de plata. Marlene contuvo la respiración. Sosteniendo con dulzura
el pecho de la chica, apretó una pinza metálica con fundas en sus extremos al pezón recién
estimulado y al apartar la mano, una campanilla quedó colgando de su pezón. Ella no dijo
nada, no protestó, pero la luz de los focos sobre el escenario delataba el brillo de su frente. El
hombre repitió la misma operación y pinzó la otra punta de su pecho, dejando colgada otra
cadena en cuyo extremo había una pequeña campana. Después, le retiró el collar.
Colin volvió a tirar del cabello de Marlene y
ella soltó el aire con un ahogado jadeo. Sus
propios pechos habían respondido a lo que
sus ojos habían visto y sus pezones se
habían endurecido bajo la tela con tanta
intensidad que el roce contra las copas del
sujetador resultó doloroso; era en
momentos así cuando sentía que llevaba una
talla menos de sujetador y se asfixiaba de
tan apretado que estaba. Colin dejó de mirar
las reacciones de su rostro para observarle
los pechos, deleitándose con su femineidad,
con la curva hinchada que presionaba
contra la camisa y buscaba liberarse.
Marlene deseó fervientemente que le desabrochase la blusa y la ropa interior y la dejara
desnuda, ante todo el mundo, no le importaba, con tal de sobrellevar la excitación.

Pero mientras Marlene se deshacía en estremecimientos de placer, la escena proseguía. La


chica asiática le dio la espalda al público, haciendo sonar las campanillas con el movimiento.
Bajo la supervisión del hombre, se subió a la mesa y se colocó de rodillas. Despacio, el
hombre le ató los tobillos y las rodillas a la mesa con cinchas de cuero, para después subirse a
la mesa y atarle las muñecas a los grilletes. Las cadenas tenían la altura justa, cuando las
esposas se cerraron firmemente, el cuerpo de la chica quedó completamente estirado y sus
huesos se marcaron contra la fina piel. Marlene pudo ver los tendones de sus articulaciones,
las costillas silueteadas como dos arañazos a cada costado, la línea de su espalda y las
puntiagudas clavículas sobresaliendo como dos protuberancias. El hombre le tocó la
coronilla y ella bajó la cabeza; luego le tocó los pies y ella, como si aquello fuera una señal,
separó las rodillas todo lo que pudo, sin que para el hombre fuese suficiente; estiró más y
más hasta que el hombre elegante quedó satisfecho y aseguró de nuevo las cinchas a sus

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piernas. La asiática quedó firmemente anclada al techo con las cadenas y a la mesa, tan rígida
que sus articulaciones parecían a punto de dislocarse.

Marlene sintió la mano de Colin sobre su pierna. Quiso mirarle, pero él no le permitió mover
la cabeza de la escena que se desarrollaba ante ellos; ante todo el mundo. El contacto de la
mano masculina le quemó la piel y ese calor se extendió hacia sus zonas íntimas, ávidas de
caricias. Jadeó pesadamente. Colin dejó de mirarle los pechos, tan voluminosos que parecían
a punto de salirse de las copas y volvió a mirarle a la cara, a sus pómulos resaltados en rojo y
a las pupilas dilatadas que evidenciaban su excitación.

El cuerpo de la mujer asiática tenía toda la atención de Marlene, que respiraba con dificultad.
Colin subió la mano por debajo de la falda y acarició con el pulgar la piel desnuda, una franja
estrecha de carne, la que había entre el borde del liguero que le cubría la pierna y la ingle.

Marlene gimió, sintiendo como el calor le subía por todo el cuerpo y le inflamaba las
entrañas. Fue causada a la vez por la íntima caricia de Colin y por lo que estaba a punto de
ocurrir sobre el escenario.

El hombre elegante golpeó las campanitas y estas cimbrearon tironeando de los pezones de la
joven asiática. Marlene apretó los labios, los puños y las rodillas. Colin no le había puesto
nunca las pinzas, ¿lo haría aquella noche? Marlene deseó que lo hiciera, deseó suplicarle que
le apretara los pezones con unas pinzas. El hombre rodeó el cuerpo de la mujer para situarse
a un lado de la mesa y entonces se reveló ante la audiencia lo que manejaría con la mano: una
pala de cuero, dura, larga y plana, con un corazón troquelado en un extremo.

Para Marlene, las piezas encajaron en ese mismo instante, en el momento en que distinguió
el artefacto que blandía el hombre del escenario. Se hundió en el asiento asustada,
anticipándose a lo que estaba por venir. La pala se elevó en el aire y descendió con un
zumbido hasta golpear la carne blanda de la nalga; el cuerpo femenino se tensó al instante y
de sus labios brotó un quedo jadeo, acompañado por el tintineo de las campanas y mezclado
con el repiqueteo de las cadenas metálicas del techo. Marlene se sobresaltó por el impacto
como si hubiese recibido ella misma el azote y encogió los dedos de los pies. Supo entonces lo
que estaba viendo, la razón por la que Colin quería que observarse todo aquello.

Era su forma de decirle lo que le esperaba aquella noche, cuando regresaran a casa.

Iba a castigarla por ser una niña mala.

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