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Waterfield Robin - La Muerte de Sócrates - Ed Gredos
Waterfield Robin - La Muerte de Sócrates - Ed Gredos
La retirada de Jenofonte
ROBIN WATERFIELD
SOCRATES
Toda la verdad
E S T U D I O S C L Á S I C O S
muerte de Sócrates
Toda la verdad
T R A D U C C I Ó N DE J O S E L U I S G IL A R IS T U
f t
M A D R ID
Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General
del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura, para su préstamo
público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto
en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual.
E 1β ·!β Β Β
V ÍC T O R IG U A L · F O T O C O M P O S IC lÓ N
N O V A C r A f I K · IM P R E S IÓ N
d e p ó s it o l e g a l : b . 2.571-20 11.
IS B N : 978-84-249-1925-2.
Lista de ilustraciones, 1 1
Agradecimientos, 13
Prólogo, 15
Fechas esenciales, 2 1
Mapas, 23
E L J U I C I O D E SÓ C R A T E S
LO S A Ñ O S D E L A G U E R R A
9
10 Contenido
C R IS IS Y C O N F L IC T O
L A C O N D E N A D E SO C R A T ES
Glosario, 279
Notas, 287
Bibliografía, 303
índice analítico y de nombres, 3 3 1
L IS T A D E IL U S T R A C IO N E S
1. Busto de Sócrates
(D E 002607 (RM ). Museos Capitolinos, Rom a/Corbis)
2. Busto de Alcibiades
(A L G 216937. G alleria degli U ffiz i, Florencia/A lin ari/T h e Bridgem an
A rt Library)
3. A ntonio Canova: Sócrates requiere a Alcibiades para que se aparte de sus
amantes.
(Kunsthalle, Brem en, Leihgabe des Bundesrepublik Deutschland 19 8 1.
Fotografía: A . K reu l, K unsthalle, Brem en)
4. H erm es arcaico
(Museo A rqueológico N acional, Atenas. © M inisterio de C ultura de
G recia/Fondo de colecciones arqueológicas)
5. Ostrava de Alcibiades
(A m erican School o f Classical Studies at Athens, P4506, P 7 3 10 , P i 9077,
P29373 Y P 2 9374 )
6. Giam bettino Cignaroli: M uerte de Sócrates
(Szépm üvészeti M úzeum , Budapest)
A G RA D EC IM IEN TO S
Todos han oído hablar de Sócrates. Y suelen saber, aunque sus conoci
mientos sobre él sean escasos o no vayan más allá, que fue ajusticiado por
sus conciudadanos atenienses el año 399 a. C. L o s sucesos que rodearon la
m uerte de Sócrates se han convertido en un asunto emblemático: han sido
más debatidos, representados o, m eram ente, m encionados que cualesquie
ra otros, excepto los relativos a la m uerte de un profeta judío llam ado
Yehoshua, ocurrida unos cuatrocientos años después. E n realidad, ambos
juicios y ejecuciones parecen m ezclarse a m enudo en el pensamiento de la
gente, hasta el punto de que también Sócrates acaba convirtiéndose en una
especie de m ártir, en un hom bre bueno ejecutado injustam ente por sus
opiniones, por ser un individuo singular en una sociedad colectivista o por
algo parecido. H agan una búsqueda en la red escribiendo «Jesús y Sócra
tes» y verán lo que quiero decir. A h ora bien, Sócrates habría sido el últim o
en querer dejar sin someter a exam en un em blem a cultural. Y eso es lo que
yo hago en este libro: exam inar todos los datos para llegar a una com pren
sión ínás plena del juicio y la ejecución de Sócrates que la alcanzada hasta
el momento.
E l juicio de Sócrates fue un m om ento crucial en la historia de la anti
gua Atenas y, por lo tanto, nos proporciona una lente m agnífica a través de
la cual podrem os estudiar una sociedad com pleja, eternamente fascinante
y un tanto ajena. E sa es m i segunda intención: ofrecer un relato ameno que
contenga tanta historia ateniense como sea necesaria para ofrecer una v i
sión com pleta de los antecedentes del proceso. E n efecto, es evidente que
nunca lo entenderemos si no logram os penetrar tan plenamente como nos
sea posible en la m entalidad de los atenienses que lo condenaron a muerte.
Este libro trata tanto de la sociedad clásica ateniense como de Sócrates, y
r5
ι6 Prólogo
en especial de la crisis social sufrida por Atenas en las décadas inm ediata
mente anteriores al juicio de Sócrates.
Sócrates era un hom bre fam oso: tenemos m ás datos sobre él y sobre
Alcibiades, su am ado (que ocupa tam bién un lugar prominente en este li
bro), que sobre cualquier otra pareja de personajes de la Atenas clásica.
Pero esta m ism a buena suerte puede ser un arm a de doble filo. E l propio
Sócrates no escribió nada, y casi todos los datos referentes a él provienen de
dos de sus seguidores, Platón y Jenofonte, cada uno de los cuales tuvo sus
propios planes y m otivos para escribir. E ntre esos m otivos se hallaba el
deseo de exculpar a su m entor — hacer que sus conciudadanos atenienses
se preguntaran por qué llegaron a condenarlo a m uerte (en este aspecto, al
menos, se parece realm ente a Jesús)— . E s posible, por tanto, que el n úm e
ro de palabras de que disponemos acerca de Sócrates sea superior al dedi
cado a cualquier ateniense de la A n tigüedad, pero cada una de ellas re
quiere ser sopesada y tratada con cautela. Y lo m ism o vale para Alcibiades,
un personaje llam ativo y desbordante, cuya im agen se exageró con los años
hasta convertirse en el arquetipo del dandi, del libertino, del om nívoro
sexual, cuyas intenciones políticas de carácter tiránico podían entreverse
en su vida privada. Pues bien, por si el sospechoso m aterial de las fuentes
no dificultara suficientem ente la labor, el lugar central del presente libro
está ocupado por un proceso. L a naturaleza de la sociedad ateniense y de
su sistema legal, en particular, supone que el núm ero de juicios en los que
solo im portaban las acusaciones explícitas fuera m uy escaso — y ninguno
de ellos tuvo que ver con cargos de carácter social como los que se im puta
ron a Sócrates— . A sí pues, todo el conjunto de datos exige un plantea
m iento juicioso.
T a l como he dicho, Sócrates no escribió nada, y hay quienes se sienten
tentados a interpretar este hecho como una elocuente m anera de con fir
m ar su desconfianza hacia la palabra escrita. E s verdad que prefería la
flexibilidad de la conversación viva y la chispa del conocimiento preverbal
susceptible de ser transm itido a veces en esas circunstancias, pero es más
pertinente recordar que, en su tiempo, la difusión de las ideas propias m e
diante la palabra escrita era todavía una práctica m uy rara. N o obstante,
Sócrates tenía puntos de vista y opiniones, y necesitamos desenterrarlas de
entre las páginas de quienes escribieron sobre él, reconociendo a la vez
Prólogo *7
que, en últim a instancia, nunca será posible desenm arañar las ideas perso
nales de Sócrates de las de sus seguidores.
H e creído durante m ucho tiem po que el Sócrates histórico era prácti
camente irrecuperable, pero también que sería una pura necedad negar
que proyecta una som bra sobre las obras de Jenofonte y Platón. Los estu
diosos suelen aferrarse con esperanza o con desesperación a la distinción
entre el Sócrates «histórico» de los prim eros diálogos de Platón y el p er
sonaje llam ado «Sócrates» que parece exponer las ideas propias de ese
autor en los diálogos posteriores. Y o he dejado de creer en esa distinción,
aunque sigo convencido de que la som bra del Sócrates histórico resulta
bastante difícil de discernir bajo la lu z del genio de Platón; pero, para no
dar por supuesto algo que no lo está, he evitado utilizar los diálogos tar
díos de Platón excepto para aportar pruebas que corroboren un dato. R e
curro al testim onio de Jenofonte m ucho más de lo que ha sido norm al en
el estudio académ ico de Sócrates durante los últim os cien años, más o
menos — no obstante, como ya he refunfuñado bastante1 en m is escritos
sobre la desatención sufrida por Jenofonte, m e lim itaré a decir que, sin su
ayuda, no nos harem os nunca un retrato com pleto de Sócrates o, incluso,
de su juicio.
Sócrates fue un filósofo, uno de los más influyentes que haya visto n u n
ca el mundo. Por tanto, como es natural, en este libro utilizaré con cierta
profusión textos filosóficos. Pero no deseo alarm ar a ningún lector que
asocie «filosofía» con «densidad y com plejidad» o, incluso, con «inutili
dad». N in gu n a de esas interpretaciones constituye una reacción justa
frente a la m ayoría de los filósofos antiguos, para quienes la filosofía era,
ante todo, un ejercicio práctico de m ejora personal. Los prim eros filósofos
trataban cuestiones auténticas, problem as surgidos de la vida real, por lo
que su trabajo no era insustancial; m uchos de ellos intentaban llegar, en
parte, a la gente corriente instruida, y al actuar así no escribían con densi
dad y com plejidad. E n cualquier caso, sería más adecuado clasificar las
obras socráticas de Platón y Jenofonte entre los textos literarios de ficción
inteligente que entre los manuales de filosofía rigurosos.
D e todos modos, éste es un libro de historia, y apenas escarbo la super
ficie ele la filosofía de Sócrates. N o obstante, al situar los intereses políticos
en el corazón del proyecto socrático, propongo una representación de su
ι8 Prólogo
tro años antes de que Sócrates fuera llevado ante los tribunales por una
sociedad que se proclam aba como «la constitución de nuestros padres».
H e dedicado aquí un poco de tiempo a esbozar los considerables obs
táculos planteados por los datos relativos a Sócrates y Alcibiades. C reo no
obstante que, a pesar de esos obstáculos, las cuestiones que subyacen y ro
dean el juicio contra Sócrates son recuperables hasta cierto grado de certi
dum bre, aunque para lograr esa recuperación tenemos que tomar un cam i
no un tanto desviado a través de ciertos aspectos pertinentes de la historia
ateniense. N in gun a ruta directa hace justicia a la com plejidad del proceso,
en el que estaban en juego la im piedad y la innovación religiosa, ciertos
fenómenos recientes en educación, la singular personalidad de Sócrates,
diversos prejuicios contra él y otros asociados a él, la historia reciente, la
política y las ideologías políticas. Si presento las pruebas como un rom peca
bezas de piezas recortadas que solo com ienza a cobrar sentido poco a poco,
lo hago con la intención de reflejar la mente de un contemporáneo im agi
nario de Sócrates que se preguntara, si se hallaba libre de prejuicios, por
qué se procesó a aquel hom bre y por qué tuvo que m orir. L as diversas res
puestas que se le ocurrirían son las sendas tomadas en este libro.
E l juicio contra Sócrates ha suscitado a veces algo parecido a una culpa
colectiva, como si la justicia hubiera pronunciado un fallo injusto y se hu
biese condenado a m uerte a un inocente. A finales de la década de 1920, un
abogado griego apellidado Paradópulos solicitó al tribunal suprem o de
Atenas que revocara el veredicto de aquel antiguo proceso. E l tribunal
respondió, como es natural, que el asunto caía fuera de su jurisdicción; no
existe una continuidad sustantiva entre el derecho antiguo de Atenas y el
de la G recia m oderna. E n cualquier caso, no deberíam os condenar a los
atenienses de la A n tigü edad por haber condenado a Sócrates: como él m is
m o sería el prim ero en reconocer, fue juzgad o y hallado culpable de acuer
do con un procedim iento ajustado a derecho. N o creo que se sienta dem a
siado abatido si en este libro intento juzgarlo de nuevo.
F E C H A S E S E N C IA L E S
a. C.
c. 630 C ilón intenta im poner la tiranía
621 Derecho codificado de Dracón
594 Solón revisa la constitución y el derecho codificado de Atenas
5 6 1-5 10 T ira n ía pisistrátida
508 Reform as de Clístenes
4°9 P rim era invasión persa de G recia; batalla de M aratón
480-479 Segunda invasión persa de G recia
477 Form ación de la L ig a de Délos
469 Destrucción de la flota persa en el Eurim edonte; nacim iento
de Sócrates
c. 460 E fialtes m argina al C onsejo del A reóp ago; nacimiento de
C rid as
454 T raslado de los fondos de la L ig a a Atenas
c- 453 N acim iento de Alcibiades
4 5 1 -429 Predom inio de Pericles en Atenas
446 T ratado de paz entre Atenas y Esparta; m uerte del padre de
Alcibiades
445 Conclusión de los M uros L argos, que unían Atenas y el Pireo
443 Ostracism o de T ucídides hijo de Melesias
c. 440-430 Época de florecim iento de A naxágoras y Protágoras en Atenas
c. 430 Decreto de Diopites
432-429 A sedio de Potidea
4 3 1-4 2 1 G uerra Arquidám ica (primera fase de la G u erra del Peloponeso)
430 - L a fiebre tifoidea golpea a Atenas
429 M uerte de Pericles; nacim iento de Platón
21
22 Fechas esenciales
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E L JUICIO DE SÓ CRATES
I
S Ó C R A T E S A N T E E L T R IB U N A L
de Atenas por los persas el año 480 y contaba ahora con un tejado. L a clep
sidra — literalm ente la «ladrona de agua», el reloj con el que se cronom e
traba el proceso— era m anejada por el responsable, un esclavo de propie
dad pública, y se guardaba fuera, junto a la fachada norte, justo en el lado
oeste de la entrada. E ra una jarra de barro cocido con un orificio superior
de rebosam iento cerca del borde y un tubo de bronce que actuaba como
conducto de salida en la base. L a jarra se llenaba de agua hasta el orificio
de rebosamiento. E l líquido corría por el tubo hasta otra jarra sim ilar si
tuada debajo de la prim era; los discursos se cronom etraban por m últiplos
de jarra, y la función original de la clepsidra no era tanto lim itar su du ra
ción cuanto garantizar que ambos litigantes dispusieran del m ism o tiem
po para hablar. A los distintos tipos de juicio se les concedían duraciones
diferentes, pero ninguno duraba m ás de un día, y muchos considerable
mente menos, por lo que un tribunal podía ver varios casos en una sola
jornada. E l juicio de Sócrates duró un día entero, pero, aun así, éste se
quejó, m uy justificadam ente, de las limitaciones de tiem po.*’ 1
E l núm ero de dicastas em pleados en los juicios atenienses parece enor
m e según criterios m odernos: el jurado más reducido del que tenemos no
ticia2 — para un caso p rivado juzgad o a finales del siglo iv — fue de 2 0 1; los
casos públicos más cruciales podían ser vistos por el cuerpo completo de
seis m il m iem bros. Resultan asombrosos el grado de com prom iso de la
gente corriente de aquel tiem po y la energía em pleada en el ejercicio de la
justicia dem ocrática en la Atenas clásica. A l com ienzo de cada año se ins
cribían seis m il ciudadanos como dicastas, y los tribunales recurrían a esa
reserva cada vez que se reunían; adem ás, para im pedir sobornos, se repar
tía por sorteo entre los tribunales en el último m inuto el m ayor núm ero
posible de los seis m il en función de las necesidades. E l tam año del jurado
constituía también, en parte, una salvaguarda contra el soborno, pero, so
bre todo, los tribunales de justicia eran un instrum ento esencial de la de
m ocracia, y el núm ero de sus m iem bros estaba pensado para garantizar
que se hacía la voluntad del pueblo.
* Las referencias y notas se hallan en las pp. 283-305. Los datos sin atribución están
tomados de fuentes diversas que pueden localizarse por medio de la bibliografía ofrecida
en las pp. 3°7-329·
Sócrates ante el tribunal 33
exactitud, más que el secreto, pues los votos podían contarse en vez de
calcularse sim plem ente a ojo, como en las decisiones tomadas por aclam a
ción o a m ano alzada.
E l juicio de Sócrates entraba dentro de una categoría com ún conocida
técnicamente como «juicios con evaluación» {agones timetoí), en los que se
perm itían ulteriores discursos breves. E ra n casos en los que el Estado reco
nocía que podía haber grados de culpa, por lo que, después de que el acu
sador principal hubiera propuesto una pena, el acusado proponía otra m e
nor, y a continuación se procedía a una segunda vuelta en que los dicastas
votaban cuál de las dos penas propuestas iban a aplicar. E n ambas vueltas
se requería solo m ayoría simple; los empates contaban a favor del acusado.
E l juicio atrajo una considerable atención durante la jornada y ad qu i
rió una notoriedad aún m ayor a continuación. Esto ayuda a explicar el
afortunado accidente de que se haya conservado la form ulación exacta de
los cargos contra Sócrates, si bien por obra de un biógrafo que escribió más
de seis siglos después (apoyándose en un historiador solo un poco anterior
que afirm aba haber hallado el docum ento conservado en los archivos de
Atenas):
He aquí la acusación que presenta con juramento Meleto, hijo de Meleto, pi
teo, contra Sócrates, hijo de Sofronisco, alopecense. Sócrates es culpable de no
reconocer a los dioses en los que cree la ciudad, introduciendo, en cambio,
nuevas divinidades. También es culpable de corromper a la juventud. Pena: la
muerte.3
E l juicio de Sócrates fue, pues, uno de varios conocidos por nosotros cuya
acusación fundam ental era la im piedad (asébeia), un delito sujeto a proceso
según el derecho ateniense. M eleto había pedido la pena de muerte y se
salió con la suya; m ás adelante expondré en líneas generales lo que sabe
mos, o podemos conjeturar razonablem ente, sobre M eleto y sus com pañe
ros de acusación, Á n ito de Euón im o y L icón de Toricós. E n la Atenas
clásica, la m uerte era una pena, o una posible pena, para un núm ero sor
prendentem ente am plio de acusaciones graves. T ra s haber perdido el
proceso, Sócrates fue conducido por esclavos públicos directam ente del
tribunal a la prisión, a no m ucha distancia del Á g o ra ateniense. E l encar
Sócrates ante el tribunal 35
celam iento no era, como en la actualidad, un castigo com ún; las penas h a
bituales eran la m uerte, la pérdida de los derechos civiles, el destierro, la
confiscación de las propiedades o una multa. L a s cárceles se utilizaban no
tanto como lugares de internam iento a largo plazo cuanto como centros de
retención para quienes se hallaban a la espera de ser ejecutados, para deu
dores públicos y para algunas categorías de delincuentes pendientes de
juicio; esas personas se hallaban bajo la jurisdicción de una junta elegida
anualm ente conocida como los Once, con un nom bre m ás trivial que si
niestro, form ada por unos pocos trabajadores de baja categoría, como car
celeros, que eran, probablem ente, esclavos de propiedad estatal.
L a ejecución se efectuaba habitualm ente un día o dos después del vere
dicto de culpabilidad, pero el destino intervino para prolongar la vida de
Sócrates durante un corto intervalo. M ientras se celebraban las Delias, la
fiesta anual de A polo en su isla de Délos, no se perm itía ejecutar a nadie,
pues la isla sagrada debía mantenerse incontam inada. A sí pues, Sócrates
perm aneció en prisión treinta días a la espera del regreso del barco oficial
ateniense procedente del festival (había partido rum bo a Délos el día ante
rior a su juicio y su regreso se retrasó debido a los vientos desfavorables).
A polo, el dios al que Sócrates se sentía más cercano, cuidó de él hasta el
últim o momento.
Si hemos de dar crédito a Platón,4 Sócrates pasó ese tiempo conversan
do con am igos y fam iliares y com poniendo poemas circunstancíales (su
único intento conocido de escribir algo). Se perm itía a los visitantes acce
der a la prisión a cualquier hora del día o de la noche y se esperaba de ellos
que llevaran com ida a los encarcelados, cuyas raciones eran escasas o
inexistentes. Pero Sócrates perm aneció aherrojado con unos incómodos
grilletes hasta el últim o día, en que se le soltó como acto de piedad; los
hierros se utilizaban para reducir el personal requerido y porque los mate
riales de construcción eran de tal calidad que, de lo contrario, habría sido
fácil escapar de la cárcel: bastaba con abrir un agujero en el muro, relativa
mente blando (en griego antiguo la palabra que designa al «ladrón con
allanam iento de m orada» significa «perforador de m uros»). A u n así, no
era difícil escapar de una prisión, y algunos am igos de Sócrates trazaron
planes para sacarlo, pero él les pidió que no lo hicieran.5 A l haber rechaza
do anteriorm ente la oportunidad de exiliarse antes del proceso (cuando
36 E l juicio de Sócrates
era perm isible, aunque no del todo legal), no podía ahora escapar ilegal
mente. E so supondría causar un daño a la ciudad,6 según decía; ahora bien,
dañar a alguien o algo era cometer injusticia y lesionar la propia alm a; y
Sócrates se ufanaba de no haber sido injusto con nadie en toda su vida.
A sí pues, la nave regresó por fin de Délos y Sócrates fue ejecutado por
el procedim iento de beber cicuta. E sta form a de ejecución se había intro
ducido hacía solo unos años y no había sustituido aún al m étodo más co
m ún (una especie de crucifixión), quizá porque se consideraba cara; en
cualquier caso, el coste de la preparación de la dosis era abonado por am i
gos o parientes del delincuente condenado, y no por el Estado — aunque lo
que pagaban en realidad era una m uerte más benigna para el am igo— .
E l Estado aprobaba tam bién el em pleo de la cicuta porque se la adm inis
traba uno m ism o y era incruenta, con lo cual el Estado quedaba libre del
m iasm a de la culpa.
Se solía pensar que la m uerte por cicuta era dolorosa y horrible, con
espasmos, ahogam iento y vóm itos; pero ahora, gracias a E n id Bloch,7 estu
diosa del clasicismo y toxicóloga aficionada, sabemos que la especie concre
ta de cicuta utilizada para ese fin en la Atenas antigua {Conium m aculatum ,
que podía recogerse en las laderas del cercano Him eto) era eficaz pero no
especialmente violenta. Sus efectos son, en realidad, m uy parecidos a como
los describe Platón en las últim as páginas de su diálogo Fedón,B una obra
bella y profunda situada en la prisión el último día de la vida de Sócrates.
Platón retrata correctamente cómo su am ado m entor m uere poco a poco
por una parálisis que acaba en asfixia. E l cuerpo de Sócrates fue recogido
por fam iliares y am igos y se realizaron con él los ritos tradicionales.
A N T E S DEL J U IC IO
presentaría form alm ente al arconte rey una copia escrita de la acusación.
E l arconte rey era uno de los nueve árchontes de Atenas — funcionarios
seleccionados anualm ente por sorteo de una lista de candidatos— que en
la desarrollada dem ocracia ateniense desem peñaban unas funciones casi
m eram ente form ales, en especial en los ámbitos religioso y judicial. E l tí
tulo de arconte rey era un extraño residuo de la lejana época de la m onar
quía, y la persona en cuestión conservaba algunos de los poderes de los
reyes prehistóricos en asuntos relacionados con la religión, por lo que era
responsable, entre otras cosas, de los procesos por im piedad. E l caso de
Sócrates era un poco más com plicado por el hecho de que la im piedad
constituía solo la m itad de los cargos, m ientras que la otra m itad era la
subversión de la juventud; pero como la acusación de im piedad era la más
grave, ocupó un lugar de precedencia, y todo el procedim iento se desarro
lló como si se tratara de un juicio por im piedad. Por otra parte, a juzgar
por la form ulación de los cargos, la m anera en que Sócrates había subver
tido, según se suponía, a los jóvenes atenienses fue la de anim arlos a ser tan
im píos como él mismo. A sí era como M eleto entendía las acusaciones.9
A l final de aquella reunión en la Estoa R eal — m arco dramático del
diálogo platónico Eutifrón, que presenta a Sócrates debatiendo (¡cóm o no!)
sobre la piedad con un fanático religioso— , el arconte rey fijó también una
fecha para la vista prelim inar, la a n á fisis. E n los días transcurridos entre
tanto, el personal del arconte rey colocó en público, en el centro del A gora,
una copia de los cargos. Lu ego, en la vista prelim inar, la función del arcon
te rey consistía en decidir si el caso tenía base suficiente como para ser
presentado ante el tribunal. Se leyó en voz alta la acusación, se tomó decla
ración a todos los testigos pertinentes, y Sócrates negó form alm ente los
cargos. Si el arconte rey no hubiese estado todavía convencido de si había
causa que requiriera una com parecencia, habría interrogado a Meleto y a
Sócrates hasta poder llegar a una decisión. A l fin y al cabo, el E stado paga
ba a los dicastas por su servicio, y él no quería m algastar recursos en casos
imposibles o frívolos. Pero estos procedim ientos constituían, más o menos,
una form alid ad , pues existían otras m edidas para im poner duras m ultas
a los acusadores si sus casos no conseguían los votos del veinte por ciento de
los dicástas en el propio tribunal. L a s personas que ejercieran la función
de dicastas decidirían sobre los méritos de la causa.
38 E l juicio de Sócrates
— aquel santuario de A polo fabulosam ente rico que era uno de los pocos
centros internacionales de culto existentes en G recia— y volvió con el dic
tamen del dios de que no había nadie m ás sabio o entendido que Sócrates.
Según el relato de Platón, ese oráculo fue el desencadenante de la m isión
filosófica de Sócrates, quien se sintió intrigado por lo que querría haber
dicho el dios y com enzó, por lo tanto, a preguntar a todos los expertos que
pudo encontrar en Atenas para intentar entender la intención de la divin i
dad. A l fin al decidió que el dios tenía razón, pues todos los dem ás p a
decían del engreim iento infundado de pretender saber más de lo que
realm ente sabían; nadie pudo dem ostrar su com petencia respondiendo
coherentemente a las preguntas de Sócrates, por lo que éste llegó a la con
clusión de que solo él poseía una determ inada especie de sabiduría — la
sensación de saber que era m uy poco lo que sabía— . Pero para entonces ya
estaba lanzado a su m isión de indagar, de plantearse preguntas difíciles a
sí m ism o y a los dem ás con el fin de descubrir las verdades que sustentan
nuestras creencias y opiniones.
Pero, para em pezar, ¿por qué acudió Q uerofonte al oráculo con su pre
gunta? P ara que tuviera sentido preguntar si había alguien más sabio que
Sócrates, éste tendría que haber gozado ya de cierta reputación de sabio.
A h ora bien, nunca había sido famoso por nada más que por ser el atenien
se que andaba por allí preguntando a la gente y averiguando si podían
definir la m oral y otros conceptos con los que afirm aban actuar; esta in i
ciativa había com enzado en torno al 440 a. C. y le había granjeado fam a al
final de la década.’3 Sin em bargo, éste es precisamente el tipo de interroga
torio que, al parecer, m ás que constituir una práctica anterior, había sido
desencadenado, según Platón, por el oráculo. O tra buena razón para supo
ner que el oráculo representa una ficción es que no hay ninguna otra refe
rencia a él ni en Platón ni en ninguno de los demás socráticos (quienes, sin
duda, le habrían sacado partido) ni en ningún otro pasaje de la literatura
griega, fuera de una m ención en la Apología de Jenofonte (14), donde, a
estas alturas, parece definitivam ente una inform ación prestada. E s in du
dable que debió de haber sido una historia famosa.
L o que hace Platón con esta historia es bastante sutil. A lo largo de toda
su vida, Platón quiso establecer la filosofía, según la entendía él, como la
única form a válida de educación superior, y para ello utilizó sus escritos
Sócrates ante el tribunal 41
D IS C U R S O S D E D E F E N S A D E SO C R A T E S
E n una de las obras, o en las dos, podría haber restos valiosos de verdad
histórica, pero carecemos de criterios para reconocerlos. N un ca sabremos
con seguridad qué se dijo aquel día de prim avera del 399 a. C . D e todos
modos, ofrezco a continuación resúmenes de los principales discursos de la
defensa de Sócrates según lo cuentan Jenofonte y Platón. Este afirm a ha
ber estado allí en persona; y aquél dice tener inform ación17 de prim era o
segunda m ano — aunque, incluso, estas afirm aciones son, quizá, más que
una garantía de verdad, una curiosa convención literaria griega, una m a
nera de generar verosim ilitud— . A lo largo de sus Recuerdos de Sócrates,
Jenofonte afirm a a m enudo haberse hallado presente en conversaciones de
las que no pudo haber sido testigo.
L a versión de Jenofonte se centra en los cargos conocidos. Sócrates nie
ga la acusación de no reconocer a los dioses reconocidos por el Estado y
afirm a que siem pre ha cum plido con sus obligaciones religiosas como ciu
dadano. A l entender que la acusación de introducir dioses nuevos es una
referencia indirecta a la voz sobrenatural que solía transm itirle consejos
(más adelante am pliarem os este punto), sostiene que escuchar dicha voz
Sócrates ante el tribunal 43
que Sócrates es, justam ente, esa clase de am algam a: un científico, un char
lista agudo, un quisquilloso que socava las norm as m orales convencionales
y prefiere dioses extravagantes, com o el Caos, las N ubes y la L en gu a, a los
del panteón olím pico. Si la obra pretendía ser una farsa, acabó siendo m a-
linterpretada como sátira — una sátira contra el propio Sócrates, y no con
tra un intelectual form ado por un conjunto de caracteres— . E xistía, por lo
tanto, la creencia general de que Sócrates era un corruptor irreligioso de la
juventud — exactam ente igual que en la acusación— . E s posible que en su
m om ento se considerara divertido, pero en el 399 las cosas habían cam bia
do y la gente se sentía m ás proclive a tom ar en serio las acusaciones de
Aristófanes.
Platón recoge, incluso, en su Apología una referencia concreta18 a esa
com edia como fuente de los prejuicios de los antiguos acusadores contra
Sócrates. Aristófanes eligió a Sócrates como figura representativa del inte
lectual por la sencilla razón de que había nacido en Atenas, m ientras que
la inmensa m ayoría de los demás intelectuales de la época eran extranje
ros. Aristófanes volvió a tratar el tema en otras dos obras posteriores'9 en
las que Sócrates es tachado de corruptor de la juventud, una especie de lí
der de culto o nigrom ante hipnotizador, mientras que otros com ediógra
fos (en especial Eupolis y Am ipsias, cuya obra, por desgracia, no se ha
conservado apenas) se burlaban a m enudo de Sócrates y su círculo y m ani
festaban una preocupación cómica por su causa.
L a principal observación expuesta aquí — en la Apología de Platón—
por Sócrates es que no tiene m anera de com batir unos prejuicios tan con
fusos y tan profundam ente arraigados. É l los rechaza, pero en la década
del 440 se había interesado por las ideas científicas del m om ento,20 y es
posible que eso se recordara todavía vagam ente. Adem ás, la distinción que
establece entre sí m ism o y los sofistas (que, en cualquier caso, dependía de
agrupar a una m asa de gente diversa bajo el calificativo global de «sofis
tas») habría sido considerada por la m ayoría del público como un bizanti-
nismo, de la m ism a m anera que, para las personas no iniciadas de nuestra
época, un positivista lógico y un platónico parecerían com partir m ás seme
janzas que diferencias.
E s, incluso, probable que la distinción entre Sócrates y los sofistas fuera
un invento de Platón. Los sofistas eran educadores, y Platón intenta de
Sócrates ante el tribunal 45
m ostrar que Sócrates nunca afirm ó ser un m aestro (en el sentido de trans
misor de sus propias ideas), sino que siguió siem pre, sin más, el curso de
los razonam ientos, llevaran a donde llevasen, al m argen de si el resultado
final era la refutación de alguna creencia suya o de sus interlocutores. E l
Sócrates de Jenofonte, sin em bargo, es un m aestro en sentido pleno, al
guien que ofrece consejos a todo el m undo, m ientras que el retrato de
Platón resulta, en cualquier caso, m uy poco convincente como obra histó
rica, pues es difícil im aginar que Sócrates estuviera entregado constante
mente al debate refutatorio y que eso fuera el alfa y la om ega de su misión
filosófica. Sócrates debió de haber dedicado tam bién algún tiempo a ense
ñar, y esto es lo que retrata Jenofonte. U na diferencia m enor es que Sócra
tes no aceptaba dinero de sus alum nos, al contrario de los sofistas; él p refe
ría no verse obligado a tener discípulos por el m ero hecho de que
dispusieran de medios para pagarle. L os testimonios de Platón y Jenofonte
coinciden, no obstante, en condenar a los sofistas por la superficialidad de
sus argum entos. Los sofistas no educaban en la m oralidad auténtica, pues
solo enseñaban a sus estudiantes el arte erística de los argum entos vence
dores, al m argen de si esto im plicaba o no la búsqueda de la verdad. Solo
Sócrates se preocupaba por la m ejora m oral de sus estudiantes. Esta frágil
base es todo lo que nos perm ite distinguir a Sócrates de aquellos a quienes
sus seguidores agrupaban bajo el calificativo de «sofistas».
Quienes se hallaban fuera del círculo exclusivo de Sócrates no tenían
razones para no creer que éste fuera como aparecía retratado en Las n u
bes·. un sofista científico ateo que enseñaba a unos jóvenes ricos sus ideas
extrañas y peligrosas. E n el discurso de defensa de Platón, Sócrates a fir
m a que la fuente de esos prejuicios era su m isión de interrogar a la gente
(en este punto es donde expone su historia del oráculo délfico). E sa a fir
m ación puso en su contra a aquellos cuya pretensión de conocim iento
había desbaratado (im aginem os a un crítico contem poráneo que un día sí
y otro tam bién echase por tierra en debates públicos transmitidos por
televisión a m illones de personas las pretensiones de nuestros líderes re
ligiosos, políticos y artísticos); pero, adem ás, algunos jóvenes im itaron su
m étodo de interrogación e hicieron, incluso, un m al uso de éste para in
tentar ganar puntos sobre sus adversarios, en vez de utilizarlo como un
m edio para llegar a la verdad. Y así, alguna gente, para desviar la aten
46 E l juicio de Sócrates
es una ley que un hom bre bueno no puede ser dañado por otro peor; tam
bién contiene propuestas clamorosas, como la de que uno tiene el deber de
perm anecer allí donde ha sido colocado por un superior, hombre o dios.
L os estudiosos siguen ahondando aún en el libro, pero no en busca de d e
talles sobre la vida de Sócrates sino con el propósito de entender algunas de
sus opiniones éticas fundam entales. L a ecuanim idad, la resolución, el
desafío, el ingenio y la claridad de Sócrates salen a nuestro encuentro en
cada página; pero este Sócrates podría ser, en cierta m edida, una creación
de Platón, m ás que el hom bre histórico.
A parte de los detalles que he m encionado de paso, hay todavía unos
pocos, m ás o menos triviales,26 comunes a las versiones de Jenofonte y P la
tón; el más im portante es que ambos escritores recrean cierto ambiente
reinante en el juicio, y en este punto, al menos, parecen reflejar los sucesos
de aquel día. L o s tribunales de Atenas no eran tan dignos y solemnes como
podríam os esperar hoy, y en más de una ocasión dicastas y espectadores
organizaron un alboroto27 de protestas indignadas por lo que decía Sócra
tes o por su escandalosa actitud y su negativa a doblegarse ante ellos.
L a actitud exhibida por el Sócrates de Platón ante los dicastas, la gente
corriente de Atenas, es siempre de desafío y arrogancia.28 Sócrates sostiene
que cualquier hombre justo, como él mismo, que participe en la política
dem ocrática será asesinado; admite que, en general, se le considera enem i
go de la dem ocracia; niega valor educativo al conglom erado dem ocrático
hereditario y sugiere, incluso, que ese tipo de educación es una causa im
portante de corrupción; hace constar su preferencia por seguir su concien
cia antes que la voluntad colectiva de las masas; dem uestra ser m oralm en
te superior a los m iem bros del jurado, pues éstos esperan que recurra a los
métodos habituales para suscitar piedad, que, según dice, no son dignos de
él; se m anifiesta sorprendido porque han sido tantas las personas que han
votado a su favor en prim era instancia — lo que equivale a sorprenderse de
que el sistema legal ateniense pueda obrar realm ente a favor de un inocen
te— ; critica el sistema legal por lim itar el tiem po perm itido a la defensa;
acusa a los dicastas de absolver solo a los halagadores y a quienes dicen sí;
lejos de abordar directamente la acusación de im piedad, afirm a que sería
ateo si hubiese dejado de hacer lo que había hecho y dice poseer un senti
m iento de piedad superior al de los dicastas; y, finalm ente, su propuesta de
5° E l juicio de Sócrates
ser alim entado a expensas del erario público equivale a un rechazo a acep
tar la autoridad de los dicastas para hallarlo culpable.
E s indudable que Sócrates adoptó ese planteamiento carente de tacto;
Jenofonte se propone expresam ente29 explicar por qué aquel tono de voz
no fue tan poco m editado como podría parecer (según Jenofonte, el ancia
no filósofo prefería la m uerte a una vejez prolongada). Y el resultado final
es que, aunque lleguem os a la conclusión de que Sócrates organizó una
defensa contra los cargos que se le im putaban (según han sostenido estu
diosos recientes,30 en contra de una tendencia anterior a considerar los dis
cursos como m era provocación), fue una defensa que solo habría funciona
do si la m ayoría de los dicastas hubiesen sido ya socráticos em pedernidos.
Platón era consciente de ello: en una de las varias ocasiones en que, en
obras posteriores, se refiere al juicio de m anera más o menos indirecta,
pone en boca de Sócrates las siguientes palabras: «M i juicio será el equiva
lente al de un m édico acusado por un pastelero ante un jurado de niños»;
y en otra ocasión31 elogia el poco sentido práctico de los filósofos y lo inúti
les que son ante un tribunal. T an to Platón como Jenofonte deseaban cau
sar en sus lectores la im presión de que un filósofo de elevados principios
había sido condenado por la estupidez del populacho; pero ese propósito
fue también un intento de distraer la atención de la gente de las verdaderas
razones por las que Sócrates fue ejecutado.
CÓMO FU N C IO N A BA E L SISTEM A
LA C O N S T I T U C I Ó N A T E N I E N S E
vieron rem unerados hasta finales del siglo v y eran ocupaciones de pleno
empleo. Estos trabajos se vieron facilitados por el pago de dinero a quienes
los desem peñaban, pero tam bién por el reconocimiento de un rango en la
sociedad y, sobre todo, por la existencia de un círculo más o menos leal de
am igos y personas dependientes. H acía m ucho tiempo que la cultura aris
tocrática se apoyaba en esa clase de redes, tejidas en parte por una tradi
ción de m atrim onios endogám icos entre m iem bros de un clan o de clanes
distintos, y tam bién, en parte, por m edio de donativos bien calculados.
D urante una gran parte del siglo v a. C ., los cargos políticos importantes
estuvieron en m anos de aristócratas adinerados, e, incluso cuando este m o
nopolio se debilitó, solo fueron sustituidos por los nuevos ricos.
L a s redes prosperaban en función de la cháris, una palabra im posible
de traducir, pues significa al m ism o tiempo un «favor» y el sentimiento de
gratitud suscitado por él. Se refiere a la reciprocidad que regía la m entali
dad tradicional griega en muchos ámbitos de la vida, y sería un tanto de
m asiado tosco parafrasearla con la expresión: «Favor con favor se paga».
L a cháris podía ir más allá de los grupos de parentesco y otras alianzas: un
político rico podía dotar, por ejem plo, a la ciudad con un parque para ga
narse el favor de la gente corriente; a cambio, esperaba que apoyaran su
carrera política. E l favoritism o y una acusada falta de interés por el altruis
m o fueron dos de las consecuencias de la práctica política de los atenienses.
Los políticos aparentaban, al menos, tener m otivos altruistas, pero el favo
ritism o era reconocido sin tapujos, y la m ayoría de la gente no lo conside
raba inm oral.
Los am igos eran im portantes, sobre todo, porque en la antigua Atenas
no existían los partidos políticos; había program as lanzados por particula
res, que se desvanecían cuando el individuo en cuestión fallecía o perdía
influencia. E l program a de una persona podía, por supuesto, parecerse al
de otra, pero, aun así, no tiene m ucho sentido hablar d c partidos políticos,
con toda la m aquinaria, ideología y perduración que conlleva esa palabra.
E l fenóm eno de que un político cam biara de opinión, incluso sobre cues
tiones fundam entales como la guerra y la paz, o sobre si el poder debía
estar en m anos de la gente corriente o en las de una élite, era más conocido
en la antigua Atenas que en cualquier Estado organizado en función de
criterios políticos de partido. L o que los políticos prom ovían por encim a
Cómo funcionaba el sistema 55
viduos ricos y ambiciosos, m ientras que, por otro, debía ponerles freno.
Sería de esperar que los m iem bros de la élite, que tenían el poder político,
hubiesen im puesto gradualm ente a la com unidad sus propios planes; aun
que resulte notable, no fue así. U n a de las grandes virtudes de la dem ocra
cia ateniense, en cuanto dem ocracia auténtica, era que la población en ge
neral había hallado m edios para controlar a la élite e, incluso, para servirse
de su form ación intelectual, su riqueza y su rango social con fines dem o
cráticos. E n térm inos generales, el sistema funcionaba bien; la dem ocracia
ateniense se desarrolló m ás o menos sin obstáculos durante la m ayor parte
de su historia de casi dos siglos, con breves interrupciones en los años 4 1 1
y 404-403 (fue liquidada en el 322 a. C ., tras una sublevación fracasada
contra el dom inio de M acedonia), y encontró un buen terreno m edio entre
el caos de las rencillas aristocráticas y un consenso colectivista totalitario.
A u n qu e reconocía la necesidad de una élite dirigente, pues las iniciati
vas parten de los individuos, el pueblo se reservó el derecho a decidir qué
iniciativas debían ponerse en práctica, y dictaba cuál era el contenido acep
table o inaceptable de los discursos que se escuchaban en la Asam blea y en
los tribunales. L a am enaza om nipresente de sus tribunales obligaba a los
funcionarios a ser transparentes y responsables e im ponía a los ricos cargas
fiscales de diversos tipos. E ra casi im posible que un solo individuo alcan
zara la clase de poder que varios presidentes rusos (por poner solo un
ejem plo destacado) se han otorgado en nuestros tiempos. Casi todos los
cargos políticos se cam biaban anualm ente, y algunos (como el de m iem bro
del Consejo) no podían desem peñarse de m anera consecutiva o más de dos
veces en la vida; la m ayoría de los puestos no eran individuales sino que
estaban ocupados por varios m iem bros pertenecientes a una comisión;
pero, sobre todo, se asignaban por sorteo.
Los únicos cargos electos eran los de las juntas de generales y funciona
rios de la hacienda pública (pues se suponía que requerían una pericia es
pecial), mientras que todos los demás eran escogidos por sorteo (aunque,
en el caso del Consejo, la lotería se aplicaba a un contingente elegido de
antemano). E n el siglo v, la m ejor m anera de ocupar durante m ucho tiem
po una posición destacada consistía en utilizar el generalato como si se
tratara de un puesto político (sobre todo porque el cargo podía ejercerse
varios años seguidos) o en soslayar, sin más, el sistema si se era un orador
Cómo funcionaba el sistema 57
E L S IS T E M A L E G A L A T E N IE N S E
Los sistemas legales son portadores de valores; ofrecen una buena vía para
entender los valores de una sociedad. E l sistema legal de la Atenas clásica
no puede menos de parecem os un tanto extraño, dada nuestra m anera de
pensar, pero, por suerte, estamos dejando ya atrás la tendencia a condenar
lo, sin más, por sus «deficiencias» al cotejarlo con determ inados criterios
m odernos. Sería preferible contem plarlo como un sistema que funcionaba
de acuerdo con sus propias luces y como un intento genuino de aportar
justicia social a una com unidad, salvaguardar su bienestar, obligar a sus
6ο E l juicio de Sócrates
com ienzos del siglo vi había sido ilegal exportar fuera del territorio ate
niense todo tipo de productos alim enticios, excepto los olivareros; la espe
culación no era perm isible, pues los atenienses necesitaban todo cuanto
podía p roducir la tierra. Si un conciudadano denunciaba a otro como
contrabandista de higos, era un syfyophántes, alguien que iba «contando
cuentos sobre higos»; si entre sus objetivos se hallaba el de congraciarse
con las autoridades, se hallaba m ás cerca de ser un sicofante en el sentido
m oderno de la palabra («calum niador», según el D R A E ). L o s sicofantes
eran un auténtico incordio en la antigua Atenas, y periódicamente se to
m aban m edidas para ponerles coto, pero su com portamiento era una con
secuencia inevitable de la falta casi total de una fuerza de policía, del siste
m a por el que los ciudadanos individuales actuaban como fiscales, y de las
recompensas que se otorgaban a los acusadores si tenían éxito en casos re
lacionados con delitos en los que se creía que estaban en juego los intereses
del Estado.
L o que estim ulaba todos estos rasgos esenciales del derecho ateniense
era que la actuación de los tribunales se consideraba expresam ente parte
del funcionam iento de la dem ocracia en conjunto; de ahí que los límites
entre los asuntos judiciales y el resto de la vida política de la com unidad
pudieran ser sutiles (además, las causas llevadas ante los tribunales solían
ser vistas, en cualquier caso, en lugares más o menos públicos donde los
espectadores eran bienvenidos). E n una dem ocracia m oderna, los poderes
legislativo y judicial del gobierno son, o se suponen, independientes, de
m odo que pueden actuar como elementos de control mutuo; en la antigua
Atenas, ambos estaban unificados en la gente corriente. U na consecuencia
importante de ello era que los dicastas tendían a em itir sus fallos con crite
rios conservadores: el espíritu de la ley era tan im portante como la letra (si
es que había una «letra»), y el derecho estaba anim ado fundam entalm ente
por un deseo de preservar la com unidad. Este estado de cosas es un reflejo
fiel del carácter capcioso de la palabra griega que designa la ley: nomos sig
nifica no solo «ley» sino también «costumbre» o «convención» — la m ane
ra en que una sociedad determ inada aborda tradicionalmente las cosas.
E l politólogo John W allach resum e sucintamente las conclusiones ne
cesarias:
Cómo funcionaba el sistema 65
Sea cual sea la ruta por la que nos acerquem os al derecho ateniense, acaba
rá llevándonos antes o después a la m ism a constatación: aquellos aspectos
que podríam os ver como defectos son, precisamente, los que le perm itie
ron ser un poderoso instrum ento de la dem ocracia.
3
E L C A R G O D E IM P IE D A D
Todos los juicios celebrados en Atenas por acusaciones de tipo social, como
la que hubo de afrontar Sócrates, eran potencial o evidentem ente políticos.
L as corrientes subterráneas y las intenciones solapadas constituían un fe
nóm eno habitual, y esas corrientes tenían carácter político, al menos en el
sentido que era a los dicastas a quienes correspon día decid ir no solo si
el acusado era culpable del delito concreto del que se le acusaba, sino tam
bién si era un buen ciudadano, y si lo m ás útil para la ciudad sería conde
narlo o absolverlo. L a «im piedad» era, exactam ente, la clase de cargo m al
definido que dejaba al desnudo el tejido del sistema legal ateniense. L a
vaguedad de su definición lo situaba plenam ente entre los tipos de im pu
taciones en las que se esperaba, y hasta se exigía, que los dicastas evaluaran
a la persona tanto como al delito.
Eso es lo que hallam os en otros juicios por im piedad de los que tene
mos noticia (m uy pocos y, por lo general, con escasísimos detalles). E n fe
chas posteriores del siglo iv, al m enos otros dos filósofos residentes en
Atenas — Aristóteles de E stagira y su m ano derecha, Teofrasto de E re-
so— fueron am enazados con juicios por im piedad, cuando todo el mundo
sabía que la verdadera cuestión era que se habían m ostrado partidarios del
gobierno de los m acedonios en Atenas. Aristóteles huyó de la ciudad y, en
una clara referencia al juicio contra Sócrates, brom eó1 diciendo que se
m archaba para evitar a los atenienses ser injustos con la filosofía por se
gunda vez. Teofrasto, cuyo caso llegó a los tribunales, fue absuelto.
E n las m ism as fechas, más o menos, del juicio contra Sócrates, hubo en
Atenas otros procesos por im piedad, dos de los cuales, el de Andócides y el
de N icóm aco, tuvieron una relevancia sim ilar. A l haberse celebrado, posi
blem ente, nada menos que seis juicios por im piedad en el intervalo de uno
67
68 Eljuicio de Sócrates
o dos años, algunos estudiosos han llegado a la conclusión de que por aquel
entonces se produjo una reacción conservadora, pero la irregularidad de
nuestros conocimientos acerca de los juicios atenienses y el m inúsculo p or
centaje de los que tenemos noticia hacen que se trate de una conclusión
insegura. N os llevaría dem asiado lejos exam inar con cierto detalle los otros
dos juicios sobre los cuales poseemos un buen conocimiento, pero A n d o ci
des de Cidateneo era un hom bre con un pasado político extrem adam ente
dudoso desde un punto de vista d em ocrático y con m uchos enem igos
en Atenas; más adelante exam inarem os con m ayor detalle el escándalo en
que fue descubierto en el año 4 15 a. C ., pero, para nuestro objetivo actual,
basta con que aceptemos la opinión general de los especialistas,3 según los
cuales sus acusadores pretendían saldar cuentas políticas pendientes.
E n cuanto a N icóm aco, los datos sobre el caso son oscuros, y la debili
dad del discurso de acusación conservado3 no ayuda nada al intento de
alcanzar alguna claridad. E s evidente que era un hom bre de considerable
talento, pues ascendió de la condición de esclavo del Estado a m iem bro de la
junta encargada de poner orden en las leyes atenienses en el año 4 10 — un
puesto de cierto poder político— . E ntre otras cosas se le acusó de introdu
cir innovaciones que habían provocado el abandono de ciertos ritos reli
giosos en detrim ento del pueblo ateniense. E n el desarrollo del discurso, su
acusador le im putó también varios tipos de com portam iento antidem ocrá
tico. A sí pues, en ninguno de esos dos casos sería seguro excluir la clase de
intenciones solapadas que perm itían celebrar juicios por im piedad. Se
piensa, incluso, que una acusación de im piedad podría equivaler a un pro
ceso por «actividades antiatenienses»: no hay duda de que, según señala
Stephen T o d d , «una proporción sorprendentem ente elevada de juicios
por im piedad conocidos revela, tras someterlos a exam en, unos plantea
mientos políticos sorprendentem ente poderosos».4
E l corolario de todo ello es que el pueblo ateniense tenía cierto grado de
poder para abordar asuntos religiosos, incluidos aquellos que en la actua
lidad pertenecerían al ám bito exclusivo de un sínodo de clérigos, conside
rados especialistas en esas m aterias. Sin em bargo, en la Atenas clásica,
como la religión era en gran parte no dogm ática, el sacerdocio no consti
tuía una vocación sino un cargo que, en general, se heredaba o se obtenía
por sorteo. Los sacerdotes solían cuidar de un santuario de m anera inter-
E l cargo de impiedad 69
LA R E L I G I Ó N A T E N I E N S E
constituía una obligación que las personas asum ían autom áticam ente como
m iem bros de una determ inada com unidad — la com unidad cívica, la co
m unidad campesina, la fam ilia y el hogar, los artesanos o los soldados.
E l m edio principal de com unicación con los dioses era la ofrenda de
sacrificios y la oración. L a m ayoría de estos ritos se basaban en la recipro
cidad: o bien se ofrecían donativos a los dioses en espera de una recom pen
sa en el futuro, o bien se les rem uneraba por alguna supuesta m uestra de
buena voluntad. Los sacrificios de anim ales iban desde un buey a una pa
lom a o una oca: se derram aba sangre y el fuego quem aba la ofrenda y ha
cía que ascendiese en form a de hum o hasta los dioses. Pero se trataba de
sacrificios para ocasiones especiales; los cotidianos, ofrecidos en el dom ici
lio, consistían en arrojar un panecillo a la tierra o, quizá, un puñado de
grano, o en derram ar una libación de aceite, leche o vino.
Las libaciones y los sacrificios solían ir acompañados de oraciones; po
día tocarse m úsica y quem arse incienso, en la idea de que lo que agradaba
a los seres hum anos agradaría también a los dioses. Podían ofrecerse ple
garias en todo mom ento. E l orante se dirigía a los dioses con hum ildad, y
en los rezos com plejos se esperaba que enum erase varios de sus títulos por
cortesía y por el natural interés en asegurarse su atención. T am bién se
m encionaba la obligación de la divinidad con quien rezaba, que, al haber
sido un devoto leal y tener un buen historial de sacrificios generosos, espe
raba a cambio una respuesta del dios a sus oraciones. Los dioses no eran
siem pre razonables — eran sim ilares a los seres hum anos, y al m ism o tiem
po no lo eran— , pero en los tratos con ellos la gente actuaba como si lo
fuesen.
A parte de los ritos diarios y los realizados en momentos de crisis, como
los sacrificios ofrecidos antes de una batalla para com probar los augurios,
el calendario de las ciudades griegas estaba m arcado por festejos, unos solo
para hombres, otros solo para m ujeres, y los más importantes para toda la
com unidad, incluidos los niños. E l grupo en cuestión, fuera cual fuese, se
reunía para celebrar esos festejos, muchos de los cuales consistían en una
procesión en la que se podían portar por las calles la estatua del culto y
objetos consagrados a la divinidad, adem ás de bailes y cantos de himnos,
m ientras unos esclavos arreaban a los anim ales hacia el sacrificio. U nas
pocas fiestas incluían espectáculos en los que la población en general asistía
E l cargo de impiedad 71
E n otras palabras, la idea de que los dioses existen es una m era invención
hum ana, al igual que la noción de que se preocupan por el linaje del hom
bre. P or lo tanto, los ritos m ediante los cuales intentamos com unicarnos
con ellos carecen por completo de sentido. L a religión se funda en una
m entira deliberada; no es más que un m edio de control social y político.
L o s personajes de E urípides no se detienen tampoco aq u í:'4 otros dudan de
la existencia de los dioses basándose en la evidencia de que no vivim os en
un m undo regido por dioses justos, o de que, tal como los describen los
relatos tradicionales, los dioses actúan de form a inm oral y, por lo tanto,
autorizan también las conductas inm orales entre los seres hum anos, o de
que solo son proyecciones de las necesidades humanas.
Algunos contemporáneos de Sócrates expusieron los argum entos más
poderosos contra la existencia de cualquier divinidad o contra la validez
del culto, y este hecho acentúa el enigm a del juicio al que fue sometido.
E l cargo de impiedad 75
D ado que los atenienses estaban claram ente dispuestos a tolerar la im pie
dad en algunos contextos, para saber por qué Sócrates fue llevado ante los
tribunales, nos veremos obligados a considerar aspectos más profundos
que la acusación de im piedad.
LA P I E D A D S O C R A T I C A
del Sol para que podamos ver, y la lluvia para que las plantas puedan cre
cer y alim entarnos; nos han dado el fuego para que nos caliente los huesos
y nos ilum ine los caminos, así como para perm itirnos desarrollar las artes
y los oficios; han hecho nuestros dientes perfectos para trocear la com ida,
nuestras manos perfectas para realizar destrezas dirigidas a la conserva
ción de la vida, etcétera: el Sócrates de Jenofonte se lim ita a esbozar'6 cómo
querría que pensáram os sobre todas las cosas.
E l Sócrates de Platón mostró que la creencia en la bondad esencial de
los dioses podía chocar con el pensam iento griego corriente acerca de ellos:
«Com o la divinidad es buena, no puede ser causa de todo, según se suele
decir... A ella, y solo a ella, hemos de considerarla responsable de las cosas
buenas, pero la causa de las malas hay que buscarla en otro origen cual
quiera y no atribuírsela a la d ivin idad ».17 E n el pensamiento griego nor
m al acerca de los dioses, A polo, por ejem plo, no era solo la divinidad de la
lu z y la cultura, sino tam bién el que traía la peste; Posidón provocaba
terremotos. N o obstante, de la m ism a m anera que ahora nos resulta incon
cebible que alguien pueda verse en apuros por hacer hincapié en la bondad
de los dioses, tam bién lo resultaba entonces. E l propio H om ero, el creador
de m uchas de las ideas de los griegos acerca de los dioses, hace que Zeus se
q u eje'8 en un pasaje de que los seres hum anos atribuyen sus problem as a
los dioses, cuando, en realidad, son ellos mismos quienes se los causan. Si
Sócrates fue culpable de im piedad, esa creencia no es el terreno donde
debemos buscarla. E n el m ejor de los casos, podía considerársele levem en
te excéntrico en ese aspecto.
M ás prom etedora parece, en cam bio, una de las consecuencias de la
creencia de Sócrates en la bondad absoluta de los dioses. Sócrates debió de
haber creído tam bién que los relatos tradicionales sobre ellos eran falsos,
pues los representaban con comportamientos inm orales — discutían, se
peleaban, castraban a sus padres, com etían adulterio, mentían, etcétera— .
Y Platón hace que el propio Sócrates se pregunte en voz alta'9 si su falta de
fe en esas historias pudo haber influido en la acusación presentada contra
él. Pero se trata de una pista falsa: varios contemporáneos de Sócrates te
nían también ciertas reservas sobre la corrección de algunos mitos, y, en
general, la racionalización de mitos y leyendas era una pequeña industria
que daba trabajo a varios autores adm irados.20 E s posible que el más lia-
E l cargo de impiedad
11
lizar para pedir a los dioses algo bueno, si también a ellos les parece así,
pero esta actitud está m uy lejos de un m ercadeo vulgar. L o s sacrificios de
Sócrates parecen haber sido de este tipo:
Pedía simplemente a los dioses que le concedieran bienes en la idea de que los
dioses saben perfectamente cuáles son tales bienes... Y cuando ofrecía sacrifi
cios modestos, según sus modestas posibilidades, no creía quedar por debajo
de quienes con grandes fortunas ofrecen numerosos y magníficos sacrificios.
Porque ni estaría bien que los dioses se mostraran más complacidos con gran
des sacrificios que con sacrificios pequeños, pues a menudo les resultarían más
gratas las ofrendas de los malvados que las de los buenos.34
¡Oh querido Pan, y todos los otros dioses que aquí habitéis!, concededme que
llegue a ser bello por dentro, y todo lo que tengo por fuera se enlace en amistad
con lo de dentro; que considere rico al sabio; que todo el dinero que tenga solo
sea el que puede llevar y transportar consigo un hombre sensato, y no otro.28
8ο El juicio de Sócrates
Lo s dioses no están para satisfacer nuestros deseos triviales, sino para ayu
darnos en la gran obra de perfeccionarnos a nosotros m ismos, realizada en
gran parte por m edio de nuestros propios esfuerzos. Pero ¿es esto im pío?
Podría serlo si Sócrates dijera que el trabajo de m ejorarse uno m ism o y
m ejorar a los dem ás es algo q u esolo puede hacerse con las propias fuerzas,
pero no era eso lo que Sócrates decía; los dioses siguen desempeñando un
cometido, y necesitamos dirigirles peticiones de la m anera habitual, aun
que no para obtener las cosas habituales. A l trabajar para la perfección
propia y ajena, somos instrumentos de los dioses y realizam os su obra en la
tierra. L as ideas de Sócrates están lejos de reducir los dioses a una función
subsidiaria, pues somos nosotros quienes desempeñamos o deberíam os
desem peñar esa función: somos nosotros quienes tendríam os que realizar
los deseos de los dioses.
Esto no está m uy lejos de una visión que encontramos en H om ero. E n
los poemas homéricos se da un fenóm eno que los estudiosos denom inan
«causación doble»:29 en cualquier cosa que haga puedo decir que un dios
se apoderó de m í o que la acción fue m ía, o incluso ambas cosas a la vez.
L as opiniones de Sócrates no son de una im piedad más obvia que la afir
m ación de A n tigon a cuando, en la obra hom ónim a de Sófocles, este perso
naje sostiene que, al sepultar a su herm ano, está realizando la obra de los
dioses. Sócrates decía que la piedad consiste en ser servidor de los dioses,
cosa perfectam ente aceptable dentro de la religión griega30 — ¿cómo po
dría no serlo?— . Pero tam bién decía que la relación especial de que go za
ba con el dios como servidor suyo podía tenerla cualquiera.
Sócrates patinaba sobre una delgada capa de hielo, pero no era impío.
Sin em bargo, no resultaba nada difícil hacer de alguien un im pío cuando
se anim aba a los atenienses a pensar que la piedad consistía en «no elim i
nar ninguna de las prácticas que los antepasados les habían legado, y no
añadir tampoco nada a las form as tradicionales».3' L a piedad era confor
m idad. E l protocolo de un tribunal de la Atenas antigua im pedía a Sócra
tes explicar sus opiniones a los dicastas en solo una hora de tiempo, más o
menos. E l Sócrates de Platón parece consciente de que sus puntos de vista
podían ser considerados poco convencionales y estaban dem asiado expues
tos a ser m alinterpretados si se exhibían claram ente en la sala de audien
cias: en su discurso de defensa no aborda nunca de m anera directa la acu
E l cargo de impiedad 81
que tom ar una decisión, iba a ser difícil conseguir condenar a Sócrates
sim plem ente por el vago cargo de im piedad. Por lo tanto, concretaron su
principal im piedad: la introducción de nuevas divinidades.
LA I N T R O D U C C I Ó N D E D I O S E S N U E V O S
ducir dioses nuevos tras haber realizado la debida consulta a los oráculos o
como consecuencia de una auténtica epifanía del propio dios. U n in divi
duo rico podía patrocinar la introducción de una divinidad, como lo hizo
uno de ellos en el caso de Asclepio en la década del 420, pero la aprobación
definitiva provenía de la Asam blea. L a razón de que el organism o deciso
rio de la Atenas dem ocrática quisiera tener el control de esos asuntos es
que la introducción de nuevas divinidades podía hacer que se relegara a
otros dioses. A h ora bien, como la prosperidad y el éxito de Atenas depen
dían de la buena voluntad de los dioses, y dado que en aquella época (como
también durante dos décadas de euforia a partir del 450) la ciudad gozó de
una evidente fortuna, había que deducir que era im portante seguir rin
diendo culto a los dioses tradicionales.
Pero tampoco esto es suficiente para condenar a Sócrates, pues algunas
sectas menores se escapaban de la red: el culto a Sabacio, por ejemplo, no
obtuvo nunca la aprobación oficial de la A sam b lea, y aunque esa clase
de cultos se consideraban de m ala fam a, no se llegó a em prender, hasta
donde sabemos, una acción legal contra ellos ni contra sus devotos. Y , apar
te de lo que la gente pensara de Sócrates, nadie podía haber imaginado que
deseara introducir ninguna divinidad que requiriese un culto a gran escala.
Tenem os noticia de otros tres juicios por introducción de nuevas d iv i
nidades, y los tres se celebraron en una fecha considerablem ente posterior
del siglo IV, cuando era m ucho más fácil que un particular erigiera un
santuario privado a alguna deidad poco conocida. L o s acusados fueron
una fam osa cortesana llam ada F rin é de T esp ia (y su diosa Isodaites), el
político D ém ades de Peania (que introdujo con éxito en Atenas, aunque
por poco tiempo, el culto a A lejan d ro M agno), y una sacerdotisa de Saba
cio llam ada N iñ o (desconocemos los nom bres de las divinidades que quiso
introducir). E l proceso contra D ém ades estuvo inspirado por sentimientos
antim acedónicos, mientras que F rin é y N iñ o fueron consideradas influen
cias perturbadoras. F rin é com pareció ante el tribunal porque las fiestas
que celebraba eran dem asiado desenfrenadas y licenciosas; y N iñ o, porque
la gente la veía como una hechicera.
Parece, pues, probable que la introducción de dioses nuevos fuera perse-
guible únicamente si el individuo o la religión correspondientes resultaban
sospechosos por otras razones. Esto nos llevará a seguir buscando las autén
84 E l juicio de Sócrates
ticas razones de que se considerara censurable a Sócrates, pero ¿por qué fue
siquiera admisible la propia acusación? ¿Qué divinidad o divinidades nue
vas se suponía que había introducido? Solo hay un candidato posible.
Sócrates llam aba a la vocecilla que le hablaba dentro de su cabeza su
daimónion semeíon, «alarm a sobrenatural»36 o «signo divino», y la segunda
m itad de la acusación de im piedad dice que había introducido Ιψίηά daimó-
nia , «seres sobrenaturales novedosos» o «divinidades nuevas». T an to P la
tón como Jenofonte entienden el daimónion de Sócrates como un contacto
directo con lo divino, y ambos están de acuerdo37 en que esta parte de la
acusación era una referencia im plícita a ello. Esta vocecilla extraordinaria
era exclusivam ente suya y la había tenido desde su infancia; se le presenta
ba lo bastante a m enudo como para que Sócrates calificara el fenóm eno de
fam iliar. L a voz solía decir «no» a algo (importante o trivial), pero como
decir «no» a un rum bo puede ser una recomendación para em prender
otro, no era m eram ente prohibitiva. Se trataba, por supuesto, de una voz
profética: preveía algunos aspectos del futuro y advertía a Sócrates contra
ellos.
Según Jenofonte, el que Sócrates escuchara aquella voz no era ni más ni
menos im pío que cualquier otra form a de adivinación, cosa que m e parece
esencialmente correcta. Pero el hecho de disponer de semejante divinidad
amistosa y privada'com porta ciertos problemas: parecía privilegiar a Sócra
tes (y por extensión a sus am igos y seguidores) y excluir a otras personas de
m anera sum am ente antidem ocrática. A sí también, Aristófanes hizo que
uno de sus personajes38 condenara las versiones cómicas de los «dioses» de
los científicos tachándolas de «novedosas» (con la m ism a palabra que apa
rece en la acusación contra Sócrates) y privadas, no accesibles al culto del
pueblo ateniense. U no de los principales motivos para que el Estado m an
tuviese un elevado grado de control sobre asuntos religiosos era que la reli
gión ayudaba a soldar la com unidad por m edio de unos ritos compartidos.
L a voz sobrenatural de Sócrates era, al parecer, m uy conocida39 en A te
nas. Con ayuda de los rum ores acerca de sus trances y su vocecilla, los
acusadores pudieron haber hecho de él una especie de profeta — pero tam
bién un peligro incontrolable, un profeta sin vínculos cívicos, el m inistro
de un dios desconocido que se aparecía repentinamente y no requería, al
parecer, los ritos habituales— . Sócrates, en efecto, no especificaba nunca
E l cargo de impiedad 85
cuál era el dios del que, según él, provenía la voz; para él se trataba de una
pura experiencia. N o iniciaba sus comunicaciones con un: «¡H ola! ¡A q u í
Apolo, de nuevo!» (aunque, si le hubiesen presionado, lo habría identifi
cado probablem ente con Apolo, de quien se consideraba servidor y que era
el dios principal de la adivinación). M eleto no habría tenido ninguna d ifi
cultad en afirm ar que Sócrates creía en nuevas divinidades. Y como dijo
que Sócrates intentaba, además, introducir esos dioses novedosos, debió de
haber sostenido que Sócrates difundía la palabra entre sus seguidores.
E n resum en, la voz sobrenatural de Sócrates no tenía en sí nada que
fuera claram ente delictivo o im pío, pero los acusadores la utilizaron para
agitar todos los viejos prejuicios acerca de él. A l fin y al cabo, la introduc
ción de dioses nuevos era lo que hacían los científicos al depositar su con
fianza en las fuerzas naturales y no en el panteón olím pico — de ahí el
vago plural de la acusación de introducir «nuevas divinidades»— . Los
acusadores podían describir a Sócrates como el tipo de persona arrogante
que se consideraba superior a toda la estructura religiosa de la sociedad
ateniense, el acólito de un dios no reconocido por el Estado y, por lo tanto,
alguien que no era un auténtico ciudadano. Platón hace que Eutifrón, des
deñoso, simpatice con Sócrates: «Las cosas de esta especie son objeto de
descrédito ante la m ultitud».40
L a flexibilidad de los procedim ientos legales atenienses significaba que
fuera raro, si es que ocurría alguna vez, que un acusado compareciese ante
el tribunal únicam ente por el delito concreto m encionado en la form ula
ción de los cargos; de m anera explícita o im plícita se exam inaba toda su
vida como ciudadano o residente ateniense. A lgun os estudiosos,4' que
creen que el cargo de im piedad tenía más fundam ento de lo que yo pienso,
sostienen que era todo cuanto necesitaban los acusadores para que Sócra
tes fuera condenado. Pero aunque la acusación de im piedad constituyera
una am enaza tan poderosa, no queda excluido un trasfondo político. E n
realidad, encaja con ella, pues la im piedad era una cuestión de interés p ú
blico·. se consideraba que la prosperidad de Atenas como entidad política
dependía, en buena m edida, del favor de los dioses, que peligraba por obra
de individuos impíos. Y si creemos, como creo yo, que el cargo de im pie
dad era de poca sustancia, estaremos obligados a buscar en otra parte las
auténticas razones para que Sócrates fuera llevado ante los tribunales.
LOS AÑOS DE LA GU ERRA
4
A L C I B Í A D E S , S Ó C R A T E S Y E L M E D IO A R I S T O C R Á T I C O
«¿D e dónde sales, Sócrates? Seguro que de una partida de caza en pos de
la lozanía de Alcibiades». Platón com enzó su diálogo Protágoras con estas
palabras burlonas de un com pañero innom inado de Sócrates. E l diálogo se
sitúa en el 433 a. C. Sócrates tendría entonces treinta y seis años; y, en cuan
to a Alcibiades, las palabras que lo describen dan a entender claramente
que estaba cerca de cum plir los veinte: el am igo de Sócrates, extrañándose
de que éste quebrante las norm as de la vida hom osexual ateniense, prosi
gue diciendo: «Precisam ente lo vi yo anteayer y también a mí m e pareció
un bello m ozo todavía, aunque un m ozo que, dicho sea entre nosotros,
Sócrates, ya va cubriendo de barba su m entón».1
L a presencia de Alcibiades es como un estribillo en los diálogos de P la
tón, prim ero como persona viva, y más tarde como símbolo. U n diálogo
titulado sencillamente Alcibiades, consistente por entero en una conversa
ción entre Sócrates y su joven am igo, pretende ser la prim era conversa
ción, o al menos la prim era de carácter íntim o, entre ambos; y puede fe
charse también en el 433. E n Gorgias, Platón hace declarar a Sócrates su
am or por Alcibiades y por la filosofía;2 el diálogo parece situarse en el 427,
año de la fam osa visita de G orgias de Leontinos a Atenas en calidad de
em bajador, cuando su brillante oratoria causó una gran im presión en los
atenienses, pero contiene también suficientes anacronismos como para que
resulte verosím il considerarlo una obra intem poral, o al menos imposible
de datar con algún tipo de seguridad.
L a m ejor prueba del alcance de la relación proviene del Banquete de
Platón, donde Alcibiades describe en términos generales, en una alocución
m aravillosa y beoda, algo, al menos, de su aventura amorosa. H ay que
deducir que duró bastante, pues Alcibiades la describe como una relación
9° Los años de guerra
como alguien enam orado de Sócrates en ese mom ento. A l no haber estado
allí, no m enciona la otra cam paña em prendida por Atenas también en el
norte en el 422 en un vano intento de recuperar la ciudad de Anfípolis de
manos de los espartanos, en la que participó Sócrates4 (con cuarenta y siete
o cuarenta y ocho años).
E l año en que se sitúa la acción del Banquete es el 4 16 , y en el diálogo
se dice que Alcibiades sigue sintiéndose atraído por Sócrates,5 pero dejan
do claro que el affaire había term inado hacía tiempo. L a táctica de A lci
biades en ese m om ento consiste en m antener a distancia a su antiguo
m entor colocándolo en un pedestal sobrehum ano. ¿Cuánto duró, pues, la
relación am orosa? E n un intento obvio de liberar a Sócrates de cualquier
responsabilidad por la vida escandalosa de Alcibiades, Jenofonte intentó
convencer6 a sus lectores de que el joven solo había estado vinculado a
Sócrates el tiempo suficiente como para aprender unos pocos recursos ar
gum entativos que le ayudarían en política, pero la prolongada campaña
de Potidea basta por sí sola para que esa explicación resulte improbable.
A dem ás, cinco de los inmediatos seguidores7 de Sócrates escribieron diá
logos que presentaban a éste conversando íntim amente con el aristócrata
(aunque de los dos atribuidos a Platón, el Segundo Alcibiades es una im ita
ción tardía, ni auténticamente platónica ni escrita por ninguno de los
otros cuatro socráticos). L legó a ser algo norm al presentar el desarrollo de
la relación como un asunto interrum pido y reanudado reiteradam ente en
el que Sócrates era la única persona capaz de frenar los excesos del joven
e indicarle el rum bo hacia cosas m ejores, antes de que el atractivo del
m undo, con sus francachelas y su política de poder, acabara por vencerle.
E n otras palabras, lo que m otivó la conducta libertina de Alcibiades no
fue el haber seguido las enseñanzas de Sócrates, sino el haberlas ignorado.
D igam os, pues, que Sócrates y Alcibiades fueron noticia, aunque de m a
nera interm itente, hasta el 428 o el 427, y que la relación se agotó bastan
te antes de los hechos de D elio. L a duración de ésta, así com o la posterior
notoriedad de A lcibiades, explica por qué tantos autores socráticos re
presentaron a am bos juntos. Si el affaire hubiese sido breve, los socráticos
no habrían considerado im portante defender a su m entor de la acusa
ción de haber corrom pido a A lcibiades; si no hubiesen pasado juntos
más de unos pocos meses dieciocho años antes de que Alcibiades se viera.
92 Los años de guerra
m etido por p rim era vez en líos graves, carecería de sentido la im puta
ción de que Sócrates era responsable de algún m odo de las transgresiones
de Alcibiades.
O tro aspecto del asunto que lo hace tan fascinante fue su absoluta inve
rosim ilitud. E n el año 433, cuando com enzó la relación, el joven era im pe
tuoso y audaz, el niño m im ado de la alta sociedad ateniense, el líder de la
juventud pendenciera y de m oda, tristemente fam oso por sus aventuras
arrogantes y llam ativas, excusadas como m uestra de vivacidad y como sig
no de futura grandeza. Parecía destinado a la gloria por descender de dos
de las fam ilias de m ayor alcurnia de Atenas — los salaminios, por parte de
padre, y los Alcm eónidas, por parte de m adre— . Ser m iem bro de una de
esas antiguas fam ilias atenienses equivalía a pertenecer a la alta aristocra
cia británica: no era un sim ple Alcibiades, sino, por decirlo al estilo del
R eino U nido, lord Alcibiades. T am poco era un aristócrata em pobrecido:
poseía propiedades excepcionalm ente extensas para el nivel de Atenas y
era lo bastante rico como para incluir entre sus esclavos a un orfebre per
sonal. Adem ás de su noble cuna y su gran riqueza, tras la m uerte tem pra
na de su padre Clinias, ocurrida el 446, fue puesto bajo la tutela del propio
Pericles, prim o carnal de su m adre D inóm ace y el hom bre más im portan
te de la política ateniense, casi sin discusión, durante veinte años. A dem ás
de otras ventajas que podía haberle aportado una crianza de esas caracte
rísticas, Pericles vivía rodeado de los artistas e intelectuales más dotados de
la época, y Alcibiades los habría conocido también y habría conversado
con ellos. D e ahí que, en el Protágoras, Platón lo retratara como uno de los
participantes en una brillante reunión intelectual celebrada en el año 433.
T u v o los m ejores maestros, lo m ejor de todo cuanto se podía com prar con
dinero. E ra elocuente y elegante, con una buena voz natural de orador
m ejorada m ediante los recursos retóricos aprendidos de la nueva genera
ción de educadores.
E n resumidas cuentas, Alcibiades era tan inteligente, tan prom etedor,
de tan buena presencia, tan seguro de sí y tan encantador que conseguía
todo aquello que se le antojaba a su voluble naturaleza. Cortejado ya por
algunos de los hom bres más ricos de la ciudad, le dio por llevar arrastran
do por el suelo el extrem o de la túnica, calzar botas blandas y ladear la
cabeza con aire de petim etre. Antes, incluso, de ingresar de lleno en la vida
Alcibiades, Sócrates y el medio aristocrático 93
pública ateniense, los poetas cómicos se referían ya a él8de una m anera que
daba por supuesto que el público le conocía y estaba al tanto de sus pecu
liares adem anes. Se burlaban, en particular, de su lam bdacism o (pronun
ciación de la r como /), de su am or por los caballos, los baños, las apuestas,
la bebida y los sacrificios ostentosos; de sus m uchos líos amorosos («En su
adolescencia apartaba a los m aridos de sus m ujeres; y en su juventud, a las
m ujeres de sus m aridos», según un chiste tardío);9 de sus periódicas d ifi
cultades económicas, provocadas por su extravagancia; y de su proclividad
a enredarse en peleas a puñetazos y dar, en general, m uestras de indiscipli
na. Más tarde su fam a llegó a tanto que no solo los autores cómicos, sino
hasta los tragediógrafos10 representaron a algunos de sus personajes de tal
m odo que el público se acordaba de Alcibiades.
Sócrates, sin em bargo, fue un regalo para los com ediógrafos de m anera
completam ente distinta: tenía incluso el aspecto de una m áscara de actor
cómico y se com portaba con una excentricidad im pecable. E ra feo (con el
pelo en retirada, ojos saltones, labios gruesos, una n ariz respingona con
grandes orificios, un estómago abom bado y un andar bamboleante) y no se
interesaba nada por los gustos y las modas de ningún grupo social. Su pa
dre fue, quizá, escultor o cantero de éxito, y su m adre ayudaba como p ar
tera. Pero, a pesar de posteriores invenciones para turistas," parece ser que
no tuvo que trabajar para vivir y que tampoco hizo nada con la modesta
fortuna que heredó, sino que persiguió obstinadamente sus metas filosófi
cas. A sí, lejos de sentirse atraído por el lujo del tipo de vida de Alcibiades,
iba siem pre descalzo (al estilo espartano) y solo vestía un sayo delgado y
raído, hiciera el tiempo que hiciese.
¿Qué vio Alcibiades en él? ¿Fu e Sócrates un trofeo? A finales de la
década del 430, Sócrates era uno de los maestros más famosos de la ciudad,
se había convertido ya en el gurú de varios jóvenes distinguidos e inteli
gentes, y cada vez se hablaba más de él con una m ezcla de respeto y des
concierto. Pero, en realidad, es más verosím il considerar genuina la atrac
ción de Alcibiades por Sócrates. Sócrates podía ser físicam ente feo, pero
era carism ático, y una de sus estratagem as habituales consistía en utilizar
su carism a para atraer a jóvenes aristócratas. Alcibiades estaba decidido a
ser la estrella más brillante del firm am ento ateniense y dejar también una
huella en el ancho m undo más allá de la ciudad; y para conseguir el tipo de
94 Los años de guerra
form ación que le ayudara a lograr ese objetivo escogió a Sócrates entre
otros mentores a su alcance.
Pero ¿qué vio Sócrates en Alcibiades? L a respuesta se adelanta a unas
conclusiones a las que se dará un fundam ento de m ayor firm eza en pági
nas posteriores: Sócrates se interesaba sobre todo por la regeneración m o
ral de Atenas y atrajo a su círculo, precisamente, a aquellos jóvenes de
quienes podía esperarse que fueran los dirigentes de la ciudad. Alcibiades
era lo m ejor de aquel grupo, el que tenía el futuro más brillante y las m a
yores posibilidades. L o que Sócrates vio en Alcibiades fue megaloprépeia
— literalm ente, la cualidad «apropiada para un gran hom bre»— . Pero
una cualidad así acom paña a m enudo a la presunción arrogante de ser más
grande que la propia sociedad.
L o que Alcibiades hizo con sus capacidades constituirá el tema de los
siguientes capítulos, una vez que hayam os añadido algunos datos m ás del
trasfondo. N o entenderemos a Sócrates y su juicio sin haber entendido a
A lcibiades, y no entenderemos a Alcibiades sin haberlo visto en el contex
to de la G u erra del Peloponeso. L a guerra es un tiempo de gran tensión
para una sociedad. Alcibiades tenía veintidós años cuando com enzó el
conflicto, y m urió en el m om ento m ism o de su conclusión. L a guerra con
sum ió toda su vida adulta, m ientras él intentaba alcanzar la gloria cabal
gando sobre las energías generadas por la m ism a crisis social que llevó a su
antiguo m entor a los tribunales.
EL H O M O ER O T ISM O A T E N IE N S E
Sócrates se sirvió del coqueteo hom osexual para atraer a los jóvenes a su
círculo; Alcibiades ofreció a Sócrates su cuerpo y sus costumbres afectadas
de ladear la cabeza y arrastrar la túnica, que eran signos reconocidos12 de
hom osexualidad pasiva. Algunos lectores pensarán, quizá, que se trataba
de un acuerdo entre individuos un tanto degenerados y que Sócrates era el
gu rú de una secta de pervertidos.
Sin em bargo, en la sociedad ateniense de clase alta, el hom oerotismo no
se consideraba una práctica degenerada frente a un criterio de «norm ali
dad» heterosexual. Sencillam ente, se aceptaba que, durante un determ ina
Alcibiades, Sócrates y el medio aristocrático 95
EL M E D IO ARISTO CRÁTICO
A parte de form ar una pareja inverosím il, nadie de su círculo habría pen
sado que la relación entre Sócrates y Alcibiades fuese una rareza. N o obs
tante, ¿cómo llegó Sócrates, nacido en una fam ilia relativam ente hum ilde
(su padre trabajaba para ganarse la vida), a introducirse en círculos donde
podía encontrar a jóvenes como Alcibiades y C árm ides? T odas nuestras
fuentes lo representan sistemáticamente codeándose con ricos y famosos,
dejándose caer por los gim nasios, que eran los lugares clásicos de reunión
de los aristócratas, y asistiendo, incluso, a banquetes de la élite.
Sócrates hizo, al parecer, un buen m atrim onio, casándose por encima
de su posición social. D e alguna m anera, su padre había establecido con
tactos'6 con la fam ilia de Aristides el Justo, un personaje destacado de la
época anterior y posterior a las G uerras M édicas y aliado político del abue
lo de Alcibiades. Sócrates tuvo así acceso a los niveles más elevados de la
sociedad ateniense. A u n qu e no sabemos casi nada de Jantipa, la esposa de
Sócrates, su nom bre, con su term inación «-ipa» — de hippos, «caballo— ,
indica una procedencia ilustre: esa clase de nombres, con referencias a ca
ballos y su cría, solían im ponerse a hom bres y m ujeres de la élite. Debemos
descartar una tradición posterior17 según la cual Sócrates m antenía al m is
m o tiempo en casa a una amante, una nieta de Aristides llam ada Mirto,
pues es típica de la tradición biográfica hostil. Tam bién tenía un herm a
nastro m enor llam ado Patroclo, del segundo m atrim onio contraído por su
m adre tras la m uerte del padre; si se trata del m ism o Patroclo que fue te
sorero de Atenea en el 405 y vicearconte rey en el 403, es probable que
98 Los años de guerra
U N M U N D O C A M B IA N T E
puestos políticos, el pueblo tenía casi todas las cartas y no perm itía a la
élite apartarse del recto cam ino de la dem ocracia.
Pericles se situó en la cúspide de estos cambios y fue responsable de al
gunos de ellos. U n par de acciones suyas ilustran aquel m undo cambiante.
A l com ienzo de la G u erra del Peloponeso, el ejército espartano lanzó una
invasión dirigid a por A rquíd am o, uno de los reyes de Esparta; pero éste y
Pericles eran xénoi, por lo cual Pericles transfirió sus propiedades al pueblo
ateniense, por si acaso A rq uíd am o se sentía tentado, en función de la xenía,
a evitar pasar por sus tierras y no asolarlas. Este gesto sim boliza nítida
mente la nueva separación entre el m undo aristocrático privado y el m un
do público de la política. L u ego, no m ucho después del 4 5 1, año en que
consiguió que se aprobara su nueva ley de ciudadanía por la que los dos
padres de un niño debían ser atenienses para que su hijo tuviera derecho a
ser ciudadano de Atenas, relegó a su esposa ateniense e introdujo en su
casa a la fam osa y seductora Aspasia de Mileto, como para decir que sus
intereses personales no afectarían para nada a su política pública, a dife
rencia de lo que ocurría con los aristócratas chapados a la antigua.
Los aristócratas se vieron obligados también a diversificarse con el fin
de hacer dinero suficiente para m antener su antiguo m odo de vida. L a
fuente tradicional y más estable de riqueza era la propiedad de tierras. Los
ricos solían ser dueños no de grandes fincas, sino de varias de menor ex
tensión tanto en Atenas como en sus alrededores y en territorios más leja
nos. U n a de las razones para el declive de las fam ilias ricas tras la G uerra
del Peloponeso fue que la pérdida del im perio supuso sim ultáneam ente la
de casi todas esas fincas en el extranjero. U na segunda form a de obtener
ingresos — la propiedad de esclavos no dedicados a la agricultura— ad
q uirió una im portancia creciente hacia finales del siglo v y hasta bien en
trado el siglo iv; ese tipo de esclavos podían destinarse a realizar activida
des en pequeños talleres (la falta de una tecnología com pleja im pedía la
creación de grandes fábricas) o ser alquilados al Estado, quizá para traba
jar en las m inas de plata de Laurión , de propiedad estatal.
U n hom bre rico podía poseer también granjas o viviendas urbanas de
alquiler. E n el Pireo, sobre todo, las casas y pisos se alquilaban a los mete-
eos (extranjeros residentes en Atenas), a quienes la ley prohibía ser dueños
de propiedades atenienses. D urante los años del im perio, a m edida que la
102 Los años de guerra
R E S P U E S T A S D E LA A R I S T O C R A C I A
sus juram entos con una «prueba de lealtad» (pístis). E l caso más extrem o
se produjo en el año 4 1 1 , cuando un club antidem ocrático organizó el ase
sinato del dem ócrata ateniense H ipérbolo como una promesa de esas ca
racterísticas. A sí, los m iem bros quedaban ligados entre ellos por una com
plicidad com partida.
L os clubes realizaban también tareas políticas menos siniestras, como
la de in fluir en las elecciones, los juicios y las audiencias judiciales y la de
distribuir panfletos. Podían introducir en la Asam blea una m ultitud de
hom bres vociferantes, pronunciar discursos, interrum pir a un orador, v i
torear, practicar el filibusterism o o im pulsar los asuntos de cualquier otra
m anera hacia el rum bo preferido por ellos; también podían conseguir apo
yos m ediante soborno o por otras vías legítim as. Clubes rivales podían
constituir alianzas temporales, quizá para conseguir enviar al destierro a
un enem igo com ún; luego, cuando llegaba el m om ento de votar el ostra
cismo, los m iem bros del club podían escribir nom bres en los óstraka para
quienes andaban con prisas o eran analfabetos, como en el caso de un acer
vo de 190 óstra\a recuperados por los arqueólogos en los que el nom bre de
Tem ístocles había sido grabado por solo catorce manos. N in gu n a de esas
actividades era exclusiva, pero sí característica, de los clubes.
A LC IBÍA D E S EL ARISTOCRATA
cam aleón, pero había un aspecto en el que nunca cambió. Y la determ ina
ción con que se dedicaba a buscar la gloria hacía que la política fuera para
él un juego, pues se sentía al m argen de cualquier constitución o régim en.
É sta es la razón de que los atenienses discreparan acerca de él: adm iraban
y necesitaban sus cualidades aristocráticas de liderazgo y lo am aban por su
encanto y sus éxitos, pero era tam bién un arcaísm o propio de un tiempo en
que la aristocracia había eludido el control de los ciudadanos de Atenas, y
tem ían la am bición de Alcibiades. Y así fue como acabaron temiendo tam
bién a quienes, según ellos, habían alentado su ambición.
5
L A P E ST E Y L A G U ER RA
E l que con mayor ardor incitaba a la expedición [contra Sicilia] era Alcibia
des, hijo de Clinias; quería oponerse a Nicias, no solo porque en general esta
ba en desacuerdo con su política sino también por el hecho concreto de que
había sido aludido por él de forma injuriosa; pero lo que más le movía era su
deseo de ser estratego [general] de la expedición y su esperanza de que Sicilia
y Cartago fueran conquistadas bajo su mando, y de que con su éxito pudiera
109
no Los años de guerra
E L E S T A L L I D O D E LA G U E R R A D E L P E L O P O N E S O
Atenas y Esparta habían sido rivales casi desde el final de las G uerras M é
dicas, en el año 479. A u n qu e en aquel m om ento se com prom etieron a de
fender conjuntam ente G recia contra la constante am enaza de Persia, se
trataba en gran parte de una iniciativa m arítim a, y como Atenas era la
principal potencia naval del E geo, fue ella la que creció en autoridad y
poder, mientras que Esparta se centró en el m antenim iento de su supre
m acía en la guerra terrestre por m edio de su régim en m ilitarista. Atenas
pasó a encabezar la L ig a com prom etida en la defensa del E geo y recibió de
otros m iem bros de ésta tributos utilizados para m antener la capacidad
operativa de su im portante arm ada. L o s persas fueron arrojados de A sia
M enor, y la defensa del E geo culm inó con la batalla del río Eurim edonte
(el m oderno K ö p rü Irm agi, en el sur de T u rqu ía), en el 469 o en una fecha
La peste y la guerra III
aproxim ada, en la que Cim ón hijo de M ilcíades aplastó a los persas por
tierra y m ar y puso fin a su últim o esfuerzo m ilitar serio contra los griegos.
L a batalla fue un enfrentam iento tan im portante como las de M aratón o
Salam ina, pero le faltó un H eródoto que la describiera en detalle y hasta su
propia fecha es incierta.
H acía ya tiempo que los atenienses poseían en la práctica el monopolio
de la experiencia naval en el Egeo. A l constatar las posibilidades que ello
les otorgaba, y anim ados por la continua necesidad de protección experi
m entada por sus aliados, com enzaron a com portarse de vez en cuando con
una arrogancia cada vez nayor: utilizaban su poderío m ilitar para obligar
a algunos Estados del E geo, en especial los que tenían im portancia estraté
gica para la propia Atenas, a unirse a la alianza y para castigar a los demás
por querer retirarse de ella; privaron de sus tierras a los isleños recalcitran
tes y asentaron a sus propios ciudadanos para que explotaran los recursos
agrarios; trasladaron el tesoro de la L ig a , con sus inmensos fondos, de la
isla sagrada de Délos, centro simbólico de aquélla, a Atenas; y continuaron
recaudando tributos y tratando a sus aliados como súbditos, incluso des
pués de que ellos mismos hubieran firm ado un tratado de paz con Persia
en el 449. C on el paso de los años, lo que había sido una liga de aliados se
convirtió en un im perio de Atenas en todo menos en el nombre.
Los espartanos y sus aliados contem plaban aquellos hechos con una
suspicacia creciente y cada vez más justificada. E ra una auténtica guerra
fría, con muchos momentos de aum ento de la tensión salpicados de cho
ques ocasionales y, a veces, graves, y por tratados y treguas que contribuían
poco a disim ular el hecho de que cada bando se estaba preparando, en
realidad, para la guerra. A pesar de un tratado de paz de treinta años entre
Atenas y Esparta redactado en el 446, la guerra fría se calentó rápidam en
te en la década del 430, durante la cual Corinto, la gran aliada de Esparta,
fue habitualm ente el objetivo de las m aquinaciones atenienses.
Adem ás de firm ar una alianza con los acarnienses, establecidos en la
costa occidental del continente y considerados por los corintios territorio
colonial, los atenienses se inm iscuyeron en la guerra entre Corinto y Cor-
cira (la m oderna Corfú); para colmo, se produjeron los terribles hechos de
Potidea, ciudad que pagaba impuestos a Atenas m ientras seguía mante
niendo fuertes vínculos con Corinto, su m etrópoli. Atenas había aum enta
112 Los años de guerra
LA G U E R R A A R Q U I D A M I C A
vizar a las m ujeres y los niños— . Pensaban que debían ir a la raíz: si sen
taban un precedente con M itilene, es posible que aquel ejem plo im pidiera
nuevas sublevaciones. A l fin y al cabo, su seguridad dependía ahora ente
ram ente de su imperio.
L a A sam blea ateniense había votado a favor de la ejecución de varios
m iles de personas y de la destrucción de toda la ciudad. Se envió un barco
a M itilene, pero al día siguiente se im puso en la Asam blea una actitud
m enos dura. Sin em bargo, lo único que se pudo hacer fue enviar otro bar
co con la esperanza de que llegara a tiempo. L os rem eros del segundo
barco realizaron un esfuerzo extraordinario y llegaron incluso a com er sin
soltar los remos, y en un ejem plo arquetípico de clím ax arribaron en el
preciso m om ento en que estaban a punto de ejecutarse las prim eras órde
nes. A u n así, las órdenes revisadas seguían siendo brutales: se ejecutó a mil
hom bres, y la ciudad hubo de derribar sus defensas y aceptar una pesada
m ulta y una guarnición de soldados atenienses.
Tucídides dram atizó3 la situación, tal como había hecho con otros m o
mentos críticos de la guerra, presentando a dos oradores que m antuvieron
un debate desafiante, en este caso Cleón de Cidateneo y un tal Diódoto,
desconocido por lo demás. A u n qu e la gente lam entaba su decisión del día
anterior, Cleón sostuvo que no debían cam biar de parecer. Su discurso
apeló al interés de Atenas y atacó cualquier form a de im perialism o m ode
rado: deseaba que se aplicaran tácticas de terror para m antener realm ente
sometidos a los súbditos del im perio. Pero Diódoto alegó que era más con
veniente para Atenas que la consideraran indulgente. Este es el aspecto
auténticamente inquietante del debate: Diódoto no se basó en principios
m orales para alegar que las propuestas de Cleón eran dem asiado duras y
crueles; ambos contendientes apelaron de diferente m anera al criterio ex
clusivo del interés propio.
E L F I N A L D E LA G U E R R A A R Q U I D A M I C A
A LC IBÍA D E S E N T R E BASTIDORES
del 420, com o seguram ente pertenecía a la clase litúrgica, se vio obligado
a actuar como patrocinador de una producción teatral en uno de los fes
tejos corales, y lo hizo espléndidam ente; y se lio a puñetazos con un em
presario riv al.6
EL O S T R A C I S M O
logró dar la vuelta a la decisión acerca del ostracismo, pues cuando se con
taron los votos fue el propio Hipérbolo el que obtuvo la cifra más alta. Com o
H ipérbolo no estaba considerado en un principio como una am enaza para
la estabilidad de la dem ocracia, presunto objetivo de cualquier ostracismo,
la propia institución cayó en descrédito. Alcibiades había dem ostrado lo
fácil que era para un poderoso m anipular el sistema en provecho propio.
L o s atenienses no volvieron a recurrir nunca más al ostracismo.
MELOS
E l año 4 16 demostró tam bién hasta dónde estaban dispuestos a caer los
atenienses en la senda de la crueldad. A l ser uno de los generales de aquel
año, Alcibiades habría estado sin duda en contacto con los acontecim ien
tos, pero no participó en ellos personalm ente. Según veremos brevem ente,
tenía m ejores cosas que hacer. L a isla de Melos m antenía vínculos ances
trales con Esparta, pero era neutral (en la m edida en que esa postura era
una situación reconocida en la G recia antigua), a pesar de estar rodeada de
aliados de Atenas. Los atenienses habían intentado de vez en cuando obli
gar a la isla a ingresar en el im perio com o m iem bro pleno, y ahora su pa
ciencia se había agotado. Com o la isla había pagado tributo por breve
tiem po y de form a interm itente (hasta el 425 a. C.), es probable que los
atenienses se consolaran, m ientras preparaban la invasión, con el argu
m ento de que era un E stado rebelde. Sin em bargo, antes de invadirla,
m andaron enviados para negociar con los melios por si podían intim idar
los para que se som etieran sin necesidad de desplazar a ningún soldado.
T u cídid es presenta las negociaciones10 bajo la form a de un diálogo de m e
m orable ferocidad entre los delegados atenienses y los m iem bros del con
sejo oligárquico de M elos — feroz pero tam bién inútil, pues si los melios
triunfaban en el debate, serían invadidos, y si perdían, serían «esclaviza
dos» u obligados a unirse al imperio.
N ad a más com enzar, según T ucídides, los atenienses desestimaron
cualquier referencia a la justicia o al derecho internacional e insistieron en
que entre dos partes desiguales no hay lugar para la justicia, sino solo para
el dom inio de la parte más débil por la más fuerte. Se trata, dijeron, de una
La peste y la guerra 129
más tardar, corrieron rum ores8 de que no había hecho ascos a acostarse
con su m adre y su herm ana «al estilo persa».
A pesar de la persistencia de los rum ores de que Alcibiades aspiraba a
la tiranía, habría sido prácticamente imposible que un individuo, aunque
fuera tan fam oso como él, hubiese logrado por sí solo un poder autocrático
e inconstitucional en la Atenas de finales del siglo v. M ientras los enemigos
de Alcibiades propagaban aquellos rum ores, Aristófanes se burlaba9 del
m iedo a los tiranos como algo pasado de m oda. Pero se trataba de una
emoción auténtica: al com enzar las reuniones de la Asam blea se pronun
ciaban m aldiciones contra la tiranía, y había arm as legales (incluido el os
tracismo) para com batirla. L a acusación reflejaba las inmensas apetencias
de Alcibiades, su indiferencia hacia las convenciones y un temperamento
claram ente no dem ocrático; la tiranía parecía ser el final lógico del camino
por el que buscaba la distinción y alardeaba de su poder. Y su propia po
pularidad constituía una am enaza para una sociedad cuya integridad de
pendía de un elevado grado de igualdad teórica entre sus ciudadanos. E l
cülto al héroe tenía la capacidad de destruir la dem ocracia ateniense; eso
era lo que sentían los enemigos de Alcibiades y lo que daba credibilidad a
sus acusaciones.
SICILIA
oeste, hacia Sicilia. E l propio Pericles lo había hecho en la década del 430,
pero, al encararse con la realidad de la guerra, había sido partidario de una
actitud más conservadora que agresiva. Sin em bargo, al cabo de unos años,
tras la m uerte de Pericles, Cleón, H ipérbolo y otros se m ostraron favora
bles a atacar Sicilia: siem pre era popular que un político prom etiera con
quistas en el oeste, que recordara a la gente la opulencia de occidente, y, en
especial, los cereales y la m adera para la construcción naval procedentes de
Sicilia, dos artículos fundam entales de los que Atenas andaba siem pre es
casa y de los que a veces carecía. E l obstáculo principal e inm ediato era
Siracusa, una ciudad griega — aliada de Esparta— tan populosa como
Atenas y que, al igual que ella, practicaba un egoísmo im placable. E l si
guiente im pedim ento era Cartago, la rica ciudad comercial fenicia en la
costa norteafricana, que contaba ya con puestos de avanzada en el triángu
lo occidental de Sicilia. Según T u cíd id es,10 los im perialistas atenienses de
m entalidad expansionista no ocultaban, ni m ucho menos, que, una vez
conseguida Sicilia, tenían puesta la vista en Cartago — y luego en España,
rica en m inerales y grano— . C on el M editerráneo occidental bajo su con
trol, la resistencia del Peloponeso com enzaría a parecer vana.
C león se salió con la suya hasta el punto de que, del 426 al 424, los ate
nienses m antuvieron en el sur de Italia una presencia m ilitar, en gran par
te ineficiente, hasta que, con el T ratad o de G ela, las comunidades sicilia
nas, incluidas las aliadas de Atenas, se unieron y convencieron a Siracusa
para que abandonara sus ambiciones de gobernar la isla entera. Atenas no
tenía ya un m otivo plausible para una intervención m ilitar en Sicilia, pero
los sueños de conquista en occidente" persistían; algunos veían el destino
de Atenas en un im perio sobre todo el M editerráneo, tres siglos antes de
que lo lograran los romanos.
A pesar del T ratad o de G ela, la tensión se m antenía oculta m uy poco
por debajo de la superficie de los asuntos sicilianos y afloraba de vez en
cuando. Y cuando Selinunte y Egesta se vieron im plicadas en una acerba
guerra de fronteras, que no se libraba ni por prim era ni por últim a vez, los
egesteos se dirigieron a los atenienses en petición de ayuda tras haber ago
tado las posibilidades locales. L a em bajada llegó a Atenas a finales del 4 16
y a ella se sumó una delegación de exiliados de Leontinos, expulsados po
cos años antes por un golpe oligárquico respaldado por Siracusa; los pro-
Ascenso y caída de Alcibiades Σ37
LOS H E R M E S Y LOS M I S T E R I O S
lo guardaron. A sí pues sabemos dem asiado poco sobre los Misterios como
para estar seguros de lo que pudieron haber hecho los profanadores, pero
el hecho m ism o de celebrar los ritos fuera de su contexto sagrado y ante
personas no iniciadas fue, probablem ente, suficiente. E l culto estaba dedi
cado a las diosas Dem éter y su hija Kóre, o Perséfone, y a él tenían acceso
todos los hablantes de lengua griega, pero estaba celosamente protegido
por los atenienses, en cuyo territorio se encontraba la ciudad de Eleusis.
M uchísim os ciudadanos atenienses y sus m ujeres pertenecían al grupo de
los iniciados.
L a m ofa de los Misterios tuvo una im portancia decisiva, pero no oímos
hablar m ás del daño anterior causado a unas imágenes sagradas. E s posible
que hubiera servido ya como señuelo. L a idea de que unas im ágenes sagra
das pudieron ser dañadas durante un J^omos se habría puesto en circula
ción para rebajar la im portancia de la m utilación de los hermes haciendo
de ella una travesura de borrachos perpetrada por unos jóvenes aristócra
tas; en realidad, los conspiradores pudieron haber cam uflado su alboroto
aparentando ser unos juerguistas beodos. Existe un vaso ateniense m uy
llam ativo,15 aunque pintado con cierta tosquedad, que m uestra un hermes
derribado al que un sátiro golpea en la cara con un hacha. D ada la coinci
dencia exacta entre la representación del vaso (sustituyendo un ser h u m a
no borracho por un sátiro, símbolo del descontrol) y las acciones de los
m utiladores de los hermes, asom bra saber que la vasija en cuestión es unas
décadas anterior al 4 15 . O tro vaso'6 del m ism o periodo m uestra a unos
sátiros, que suelen representar en la cerám ica el comportamiento hum ano
llevado a sus extrem os, en trance de destrozar una tumba. D a la im presión
de que la profanación de objetos sagrados fuera un com portam iento fam i
liar, aunque raro, de borrachos (era com ún asociar a los sátiros con D ioni-
sos, el dios del vino), y no hay duda de que, por aquellas fechas, hubo algu
nos que se convencieron de que se trataba de una diversión juvenil llevada
dem asiado lejos — una desm esura como las de las juergas a las que se ha
bían entregado los jóvenes aristócratas disolutos de generaciones anterio
res, cuando la sociedad se hallaba estructurada de tal m odo que podían
hacerlo sin sufrir las consecuencias.
D e haber prevalecido este punto de vista, el jaleo organizado por la
m utilación de los hermes pudo haberse apagado por sí solo, pero las meras
Ascenso y caída de Alcibiades 141
U N A T E O R Í A D E LA C O N S P I R A C I O N
Los m iem bros más apasionados de la junta que investigó los dos escán
dalos y procuró que se hiciera justicia fueron Pisandro de A cam as y C ari-
cles hijo de A polodoro. Pisan d ro es uno de los num erosos personajes
borrosos de la vida política de Atenas sobre los que sería instructivo saber
m ás; fue lo bastante im portante como para figu rar en varias obras litera
rias25 (en las que solía aparecer representado como un cobarde), y hasta se
le dedicó una pieza teatral entera. E ra un cuarentón inteligente, rico, con
algo de sobrepeso y un bon vivant·, tam bién era am igo de Alcibiades, por lo
que no tuvo nada que ver con las acusaciones contra él, pero, por lo demás,
realizó una labor adm irable purgando la ciudad de adversarios de la de
m ocracia. Y esto es, precisam ente, lo extraño, pues al cabo de m uy pocos
años reaparecería como el principal arquitecto de un golpe oligárquico en
Atenas. E n realidad, se dedicó con considerable crueldad a su m isión de
sustituir la dem ocracia por una oligarquía intolerante, pues organizó o
instigó los prim eros asesinatos políticos perpetrados en Atenas tras un in
terludio de unos cuarenta años. Se nos pide, pues, que creamos que en al
gún m om ento entre el 4 15 y el 4 1 1 dejó de ser un ardiente dem ócrata para
convertirse en un fervoroso oligarca.
N o se trata de algo imposible. Los políticos atenienses eran declarada
mente egoístas en sus intereses y m odificaban sus lealtades incluso en
asuntos importantes. Pero la distancia que supuestamente recorrió P isan
dro, pasando de un extremo al otro, es lo que hace inverosím il esa interpre
tación en su caso, y la intriga se com plica aún más si tenemos en cuenta que
se nos pide que creamos también lo m ism o de Caricles, quien se dio a co
nocer como oligarca en el año 4 1 1 y fue incluso más fam oso como uno de
los m iem bros del brutal régim en oligárquico que gobernó Atenas tras el
final de la guerra. ¿H abría sido aceptable cualquiera de estos hom bres
como dirigente de los oligarcas en el 4 1 1 si solo unos pocos años antes hu
biese tenido una función decisiva en la persecución de los oligarcas o, in
cluso, en la elim inación de un posible golpe oligárquico? C uando A n d ó ci
des los m enciona por prim era vez en su discurso de defensa, los describe
como «dem ócratas supuestamente leales en aquel m om ento »,26 como si
pensara que su lealtad a la dem ocracia había sido una farsa.
E n vez de suponer que esos dos hom bres experim entaron sim ultánea
mente una conversión, podem os reconstruir otra hipótesis posible. Supon
Ascenso y caída de Alcibiades Γ47
gam os que Pisandro y Caricles eran oligarcas a ultranza y que tanto ellos
como sus redes sociales estaban auténticamente com prom etidas con la re
volución. Supongam os que ambos eran personas cautelosas que sabían
que un golpe de esas características solo tenía posibilidades de éxito si se
podía convencer a la población de que se efectuaba en su interés. L a víspe
ra de la expedición a Sicilia no era, desde luego, el m om ento apropiado: la
población en general era casi irracionalm ente favorable a la expedición y,
en consecuencia, a la reanudación de la guerra. L os golpes de Estado polí
ticos requieren o unos líderes populares o el descontento y la desunión — o
ambas cosas— , pero en el año 4 15 el pueblo ateniense estaba entusiasmado
y unido por un propósito común. L o s exaltados que destrozaron los her
mes actuaron prem aturam ente.
E l prim er resultado de la m utilación de los hermes fue la denuncia
contra Alcibiades por haberse m ofado de los Misterios. L os enemigos de
Alcibiades se aferraron a la posibilidad de insinuar que Alcibiades era el
cabecilla de un intento de golpe, y creo que ésta puede ser una verdad a
m edias: Alcibiades era aliado no de los exaltados, sino de Pisandro y de los
hom bres cautelosos que planeaban un golpe en el futuro — un golpe del
que Alcibiades pretendía ser líder— . C om o es obvio, no podía llevarse a
cabo m ientras se hallara lejos, en Sicilia; su intención era, probablemente,
alcanzar el poder apoyándose en sus previsibles éxitos allí. E n cualquier
caso, en un discurso pronunciado ante los espartanos27 a finales del 4 15
adm itió (según inform a Tucídides) que lo único que les había im pedido a
él y a sus am igos acometer un golpe de Estado había sido la consideración
de que no era un buen momento.
Alcibiades, por lo tanto, se embarcó dejando las cosas en manos de sus
am igos Pisandro y Caricles, que actuaron con una audacia extraordinaria:
fueron ellos, en concreto, quienes convirtieron la investigación en una caza
de brujas al insistir, en la cuestión de los herm es, en que los dieciocho
hom bres denunciados por T eucro no podían haber sido los únicos im pli
cados — en «que lo ocurrido no fue obra de un núm ero insignificante de
hom bres, sino que form ó parte de un intento de derrocar la democracia, y
que, por lo tanto, la investigación debía continuar».28
F u e una hábil estratagem a al servicio de varios objetivos al mismo
tiempo. Sobre todo, se trató de un intento de desviar la atención de A lci-
148 Los años de guerra
bíades (aunque, en realidad, era dem asiado tarde para ello). Alcibiades no
fue acusado de m utilar los herm es, sino solo de haber ridiculizado los M is
terios; así, cuanto más se centró la investigación en los herm es, tanto m a
yores fueron sus esperanzas de rebajar la hostilidad contra Alcibiades.
U n a vez que la A sam blea hubo recibido una serie de denuncias respecto a
los M isterios, Alcibiades de Fegos,29 prim o y am igo íntim o de nuestro A l
cibiades, consiguió que Diocleides dijera a la Asam blea que trescientos
hom bres habían participado en la profanación de los hermes: con sem e
jante cifra, tendrían que centrarse en este asunto.
E n segundo lugar, la estratagem a ocultó con éxito el hecho de que P i
sandro y Caricles (y sus compañeros) no· eran demócratas leales, pues pare
cían actuar a favor de la dem ocracia. E n tercer lugar, perm itió la creación
de una reserva de personas que o bien eran oligarcas o bien estaban ya
exasperadas con la dem ocracia; estas personas se dispersarían por Estados
simpatizantes o entre am igos extranjeros y forjarían nuevas redes; y po
drían ser llam ados cuando llegara el m om ento apropiado para la revolu
ción. T o d o esto puede parecer traído por los pelos, pero uno de los aspectos
más extraños del asunto fue que la m ayoría de los cuarenta y dos hom bres
nom brados por Diocleides huyeron, a pesar de que su declaración era falsa
y de que no tardó en ser ejecutado por ella; las cazas de brujas suscitan el
m iedo a los juicios injustos, por supuesto, pero si Diocleides m entía y
aquellos hom bres eran inocentes, m uchos de ellos debieron de haber teni
do una coartada para la noche en cuestión. ¿Por qué no la presentó nin gu
no? A sí pues, según m i teoría de la conspiración, tras la m utilación de los
hermes no se produjo ningún golpe oligárquico porque los exaltados que
sobrevivieron se hallaban en el exilio, y los oligarcas a ultranza estaban a la
espera del m om ento oportuno.
LA D E F E C C I Ó N D E A L C I B I A D E S
A Tim ea, la m ujer del rey A gis, la sedujo de tal modo, mientras aquél estaba
fuera en una expedición, que incluso no negó estar embarazada de Alcibiades,
y al niño varón que parió, de puertas afuera lo llamaba Leotíquidas; pero,
dentro, el nombre con que se refería a él entre labios su madre cuando hablaba
con las amigas y criadas era Alcibiades. ¡Tanto deseo amoroso la dominaba!
152 Los años de guerra
A quél decía complacido que no hizo esto por insolencia ni dominado por el
placer, sino para que fueran reyes de los lacedemonios sus hijos.36
L a incóm oda verdad era que, tras la catástrofe siciliana, los atenienses
habían quedado contra las cuerdas. N o estaban en condiciones de im pedir
que los espartanos, con la ayuda persa, convirtieran el E geo y el Heles-
ponto, que hasta entonces habían sido aguas seguras para las patrullas
atenienses, en los principales teatros de operaciones de la fase final de la
guerra (413-404). L o s persas vieron una oportunidad de recuperar a sus
súbditos griegos de las costas de A sia M enor, que se habían pasado a la
alianza ateniense desde el 479. Algunos aliados insatisfechos de los ate
nienses com enzaron a abandonar la alianza con regularidad creciente es
timulados por los espartanos. L a m ayoría de las estratagem as de los ate
nienses en el E geo tuvieron el propósito defensivo de recuperar a los
aliados disidentes y m antener abierta la ruta com ercial que atravesaba el
Helesponto.
Los espartanos acabaron utilizando a Alcibiades en el 4 12, tras la llegada
a Esparta de delegaciones de varios de los Estados súbditos m ás im portan
tes de Atenas con intenciones secesionistas. E l principal de aquellos aspi
rantes a la rebeldía fue la isla de Quíos, con una flota de sesenta barcos
de guerra, y la dem anda de sus oligarcas fue apoyada por representantes de
Tisafernes, el sátrapa de lo que los persas llam aban E spard a (los territorios
de L id ia, L icia y C aria, aproxim adam ente), con su capital en Sardes. A l
mismo tiempo, agentes del otro sátrapa persa de A sia Menor, Farnabazo II
de F rig ia , llegaron para proponer una estrategia alternativa: la creación de
una flota helespóntica por los espartanos para am enazar las rutas com er
ciales procedentes del m ar N egro. Am bos sátrapas estaban dispuestos a
ofrecer dinero en efectivo a los espartanos para que form aran y m antuvie
ran una flota con la que poder disputar el dom inio del E geo o el H elespon-
x53
154 Los años de guerra
to; los dos sátrapas querían com placer a su rey presentándose como res
ponsables del hundim iento del im perio ateniense.
L o s espartanos decidieron centrarse en prim er lugar en A sia M enor.
Alcibiades fue enviado a Quíos para anim ar a los oligarcas de la isla y ag i
tar la rebelión contra Atenas en las ciudades del A sia griega. E ndio y el
resto de sus am igos de E sp arta se sintieron encantados de ver cóm o se
alejaba del alcance inm ediato de la creciente hostilidad del rey A gis. A l
cabo de unas semanas se rebelaron varios aliados de Atenas, incluidas las
importantes ciudades portuarias de M ileto y É feso y la isla de Lesbos. T i-
safernes quedó im presionado por las dotes diplom áticas de Alcibiades y
renovó su prom esa de dinero.
U n indicio de la angustia y preocupación y de la bancarrota en que se
hallaban los atenienses fue que escogieron ese m om ento para echar m ano
de un fondo especial de m il talentos reservados al com ienzo de la guerra
para ser utilizados únicam ente en caso de extrem a urgencia. E n el año 4 13
habían sustituido también el pago anual del tributo de sus aliados por un
im puesto de un cinco por ciento sobre todo el comercio m arítim o dentro
del im perio. L a isla de Sam os, estratégicam ente situada, con sus excelentes
puertos y bahías, había sido desde antiguo la base principal de Atenas en el
E geo, pero ahora tenían para ella planes de alcance aún m ayor. U na vez
que convencieron a los dem ócratas locales para que derrocaran la oligar
quía, existente desde hacía m ucho tiempo, enviaron allí una arm ada de
unos setenta y cinco barcos con sus cinco m il remeros, infantes de m arina
y demás tripulantes requeridos para m antener operativa una flota de esas
características. Sam os se convirtió en una segunda Atenas.
L o s atenienses no tardaron en recuperar Lesbos y algunas ciudades
griegas asiáticas (aunque no Mileto), y hasta bloquearon Quíos. A quello
no respondía ni m ucho menos a la extensa sublevación que los espartanos
habían esperado ver en el E geo y que Alcibiades había prom etido. A fin a
les del 4 12 , A g is ordenó a Astíoco, el com andante espartano de M ileto, que
ejecutara al ateniense, lo que hizo de él la única persona condenada a
m uerte por los dos bandos en contienda. Alcibiades tuvo inform ación de
la am enaza y buscó refugio junto a su nuevo am igo Tisafernes, que acaba
ba de caer también en desgracia con los espartanos debido a la form ulación
precisa del tratado de paz previsto entre ellos. Am bos se llevaron tan bien
E l fin a l de la guerra *55
que el sátrapa im puso el nom bre del ateniense a su parádeisos favorito (una
finca que com binaba las características de parque, huerto, bosque y terre
no de caza).
LAS I N T R I G A S D E A L C I B I A D E S
LA O L I G A R Q U Í A E N A T E N A S
crata, liquidaron a los consejeros la paga por el resto del año y establecie
ron en su lugar el nuevo Consejo de los Cuatrocientos. Los oligarcas
parecían tener el control de la situación. E s posible que hubiesen deseado
hacer volver a quienes fueron desterrados después del 4 15 , pero tenían que
hallar una m anera de hacerlo sin perm itir el regreso de Alcibiades, pues ya
no estaban seguros de cuál era su posición.
E n Sam os, las cosas no se habían calmado. U n intento de golpe oligár
quico en la isla — que form aba parte del program a de los oligarcas ate
nienses para instituir oligarquías en todo el im perio— había acabado en
derrota, y los soldados samios y atenienses se enfrentaron con firm eza a la
oligarquía. C uando la noticia de que los Cuatrocientos habían tomado el
poder en Atenas llegó a Sam os junto con una descripción exagerada de sus
tácticas de terror (puestas claram ente a la vista de los de Sam os por el ase
sinato de H ipérbolo, que se había retirado a la isla tras su condena al ostra
cismo y había sido ejecutado allí), los principales demócratas atenienses de
la isla obligaron a las tropas a jurar m antener la dem ocracia, continuar la
guerra contra Esparta, mostrarse incansablemente hostiles con la oligar
quía ateniense y no iniciar ningún tipo de negociaciones con ella. Los ate
nienses pobres que prestaban servicio en Sam os tomaron así la iniciativa
que sus cam aradas no había tomado en Atenas al sentirse intim idados, de
ese m odo se convirtieron en una especie de gobierno dem ocrático atenien
se en el exilio.
Alcibiades había sido el instigador del golpe de los oligarcas en Atenas
y esperaba ser uno de ellos, pero tras su ruptura con Pisandro, aquéllos si
guieron adelante sin contar con él. N o obstante, la principal preocupación
de Alcibiades era su seguridad personal; necesitaba regresar a Atenas y, en
ese m om ento, dio un giro tan perfecto como el de su anterior abandono de
la causa ateniense por la espartana — el m ism o tipo de comportamiento,
precisamente, que m otivó su reputación duradera de ser un camaleón— .
A l saber que T rasíbulo se mostraba favorable a él, lo utilizó para desviar
cualquier oposición ulterior. Trasíbulo logró que el principal cuerpo del
ejército se pasara a su bando convenciendo a los soldados de que su m ejor
esperanza de un final rápido y provechoso de la guerra estaba en manos de
Alcibiades y viajó en persona a Sardes para hacer volver a éste al regazo de
Atenas. T ra s haberse arrogado el derecho a elegir sus propios generales,
IÓ2 Los años de guerra
E L R E G R E S O DE A L C I B I A D E S
sejo como ante la Asam blea, aunque el entusiasmo por su regreso apenas
habría podido ser m ayor. Se retiraron todos los cargos presentados contra
él y se le dieron propiedades en sustitución de las que se le habían confis
cado en el año 4 15 , que habían sido subastadas. L o s ciudadanos, agradeci
dos, le otorgaron, incluso, una corona de oro — un honor notable y m uy
raro— . F u e elegido general con plenos poderes para tom ar decisiones en
el cam po de batalla sin consultarlas con la Asam blea.
Antes de partir para el frente, Alcibiades logró un golpe propagandís
tico ostentoso y típicamente suyo. E l culto eleusino era de suma im portan
cia para la im agen que tenía Atenas de sí m ism a y de sus relaciones con los
dioses, pero desde que D ecelia había sido fortificada y ocupada por los es
partanos, se había suprim ido un aspecto esencial de éste, ya que los inicia
dos, en vez de disfrutar de todo el surtido de cerem onias que suponía la
procesión por tierra, iban al santuario en barco para pasar desapercibidos.
Pues bien, en señal de aceptación de su cometido como general oficial ate
niense y para dem ostrar su arrepentim iento por sus anteriores transgresio
nes, Alcibiades proporcionó una guardia arm ada a la procesión, que se
desarrolló sin injerencias de los espartanos.
Sin em bargo, los enem igos de Alcibiades se esforzaban al m ism o tiem
po con gran empeño. Su popularidad era tan grande que les resultaba fácil
sostener que seguía deseando la tiranía. Por lo tanto, sus amigos procura
ron que se le despachara de nuevo al E geo, lastrado con la pesada carga de
las expectativas de los atenienses, al m ando de una considerable fuerza
form ada por m il quinientos hoplitas, 150 jinetes y cien barcos, el m ism o
contingente, aproxim adam ente, que la prim era oleada enviada a Sicilia,
que debería haber estado a sus órdenes. E ra como si los atenienses se excu
saran por haberle privado de su anterior m om ento de gloria.
Alcibiades, sin em bargo, tenía poco que hacer allí. L a flota espartana se
encontraba inm ovilizada en A bido y en Quíos en las condiciones en que se
hallaba (aunque se había puesto en m archa un im portante program a de
reconstrucción), y Alcibiades debía m antener sus tropas fuera del territo
rio persa para no poner en peligro la em bajada enviada a D arío, que toda
vía no había regresado de su lejano destino. Pero la em bajada no tuvo
ningún resultado: mientras iba de cam ino a Susa se encontró con una de
legación espartana que volvía de allí y que, sin duda, disfrutó enorm em en-
Los años de guerra
te inform ando a los atenienses de que eran ellos quienes habían consegui
do el apoyo persa para su bando. E l rey iba a enviar a A sia M enor a su hijo
pequeño, C iro (que en ese m om ento tenía solo dieciséis años), para asegu
rarse de que fueran los espartanos quienes ganasen la guerra. E l nuevo
com andante espartano de la región, Lisan dro, buen diplom ático y com an
dante de cam po, se congració con C iro para lograr que m antuviera su p ro
mesa de proporcionar dinero a Esparta m ejor de como lo habían hecho
T isafernes o Farnabazo.
L a buena estrella de Alcibiades volvió a declinar con la m ism a rapidez
con que había ascendido. Sus enem igos en Atenas denunciaron a voz en
grito su fracaso y com enzaron a in vertir el m ovim iento pendular de la
opinión pública: aquel año no solo no había obtenido ningún éxito m ilitar,
sino que había quedado por fin al descubierto la vaciedad de sus prom esas
respecto a los persas. E l pueblo ateniense se sentía inseguro. Sabía en lo
más profundo que estaba perdiendo la guerra, y esto le hacía desesperar.
E l problem a radicaba en que, al parecer, su salvador pensaba utilizar su
carism a y su popularidad con propósitos tiránicos.
A comienzos del 406, Alcibiades dejó la flota de N otion en m anos de
su lugarteniente, que, tras caer en la tentación de entablar batalla con L i
sandro, fue duram ente vapuleado y perdió quince barcos. A quello, sum a
do a un pequeño revés en tierra junto a la ciudad de C im e, fue suficiente
para hacer añicos el frágil m ito de la im batibilidad de Alcibiades, del que
dependía su prestigio en Atenas. Sus enem igos dijeron que, en vez de
com batir, pasaba el tiempo con prostitutas; dijeron también que deseaba
ser instalado en Atenas como tirano por Farnabazo. Cleofonte pidió que
se le destituyera y se le prohibiera desem peñar sus funciones, y Alcibiades,
al cabo de solo unos pocos meses de su regreso, se retiró prudentem ente a
su m inirreino del Quersoneso tracio (la península de Galípoli). Los ate
nienses lo desterraron una vez más. Quienes recurren a las apariencias en
vez de a la realidad acaban siendo desenm ascarados; Alcibiades q uería
haber sido el meteórico héroe que fue A quiles, pero resultó ser un taim a
do Ulises.
Los contactos de Alcibiades con T ra cia son confusos, pero podrían re
montarse, al menos, al año 4 16 , cuando el cómico Éupolis, en su obra Báp-
tai ,8 uno de cuyos blancos era Alcibiades, se refirió a los báptai («inm erso-
E l fin a l de la guerra 169
E L F I N A L D E LA G U E R R A
i
Jjji
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ISife
MMR
Estos óstrakfl de apariencia modesta po
seen un fascinante valor histórico. Son los
únicos hallados con el nombre de nuestro
Alcibiades y que datan de la resolución
de ostracismo del 416. Los óstraka son
fragmentos de cerámica y sobre ellos se
escribían los nombres de los candidatos al
ostracismo. Si se depositaban, al menos,
6.000 votos de esa clase, el hombre que
recibía el mayor número era enviado al
exilio para 10 años. Alcibiades fue uno de
los candidatos, pero evitó ser desterrado.
Giambettino Cignaroli, Muerte de Sócrates. Cignaroli (1728-1770), de Verona, pintó
esta obra de estilo neoclásico a comienzos de la década de 1760 para el conde K arl
Firm ian, entonces gobernador austríaco de Lom bardia (Italia septentrional), un en
tusiasta de la historia antigua y patrón de las artes. E l cuadro estuvo emparejado en
origen con una Muerte de Catón.
E l fin a l de la guerra 177
EL A S E S IN A T O DE A LC IBIA DE S
U n a persona que no vivió lo suficiente para ver si se cum plía o no esa p ro
mesa de libertad fue Alcibiades, asesinado en F rig ia a finales de año m ien
tras iba de cam ino hacia la corte del nuevo rey persa, A rtajerjes II, en
parte para encontrar un lugar seguro lejos de la larga m ano de los esparta
nos (dándole a conocer ciertos detalles sobre las intrigas de su hermano
C iro, quien no tardaría en tratar de apoderarse del trono persa en un in
tento que se haría fam oso por obra de Jenofonte),14 y en parte, quizá, para
iniciar la organización de una nueva base de poder desde la cual seguir
buscando la gloria internacional. E n cualquier caso, eso era lo que temían
sus enemigos: aunque no sabremos nunca quién lo asesinó y por qué — y
es posible que su m uerte tuviera menos que ver con la política que con a l
guna sórdida historia de adulterio— ,'5 la sospecha recae sobre todo en los
nuevos gobernantes de Atenas, que necesitaban tener la seguridad de que
A lcibiades no podría causarles daño, pues recordaban, tal vez, que él y
Trasíbulo, rival de todos ellos, habían sido durante largo tiempo aliados
oportunos.
178 Los años de guerra
cibíades venían en el m ism o paquete que sus puntos débiles, por lo que
siempre fueron ambivalentes: «Lo echan de menos, lo odian, y desean te
nerlo a su lado», como dijo Aristófanes, quien resum ió el problem a en una
fam osa m etáfora: «Es m ejor no criar un cachorro de león en la ciudad;
pero, una vez criado, hay que someterse a sus caprichos».'9 E l problema
consistía en que la sum isión a los caprichos de Alcibiades habría significa
do el final de la democracia. Siglos después de su m uerte, cuando el em pe
rador A d rian o instituyó un rito sacrificial en el lugar de F rig ia donde fue
asesinado, recibió la recompensa que siem pre había deseado en vida.
C RIT IA S Y L A G U E R R A C IV IL
hasta que la ham bruna presionara a los atenienses para hacerles acceder.
L a baza de Terám enes consistía en ofrecer un gobierno tiránico en Atenas
presidido por hom bres que se m ostrarían leales a Lisan dro si conseguía
utilizar su influencia sobre la L ig a del Peloponeso para m ejorar las condi
ciones que se les ofrecían.
A sí, Terám enes y otros fueron a Esparta y regresaron con las condicio
nes descritas en líneas generales al final del capítulo anterior. Entretanto,
Cleofonte, que todavía se oponía a la paz, fue detenido por orden de L i
sandro en función de una acusación am añada y condenado a m uerte, y los
clubes m antuvieron a la población intim idada por el m iedo a una vuelta a
las tácticas de terror del 4 1 1 . Esto preparó el cam ino para que, según trans
m itieron los oligarcas al Consejo y a la Asam blea, los espartanos insistieran
en que Atenas debía ser gobernada a partir de ese m omento de acuerdo
con la «constitución ancestral» — frase polivalente que se había convertido
en consigna unos años antes— . Parecía que se le iba a perm itir el derecho
a gobernarse a sí m ism a, pero, según se vio, la «constitución ancestral»
prevista para los atenienses era apenas menos oligárquica, y sin duda igual
de brutal, que la de cualquiera de los regím enes m arioneta que estaba im
poniendo Lisan d ro a los griegos de A sia.
LOS T R E I N T A
cinco éforos («supervisores»), uno de los cuales fue C ridas, para que actua
ra como gobierno de transición. E l descarado recurso a la term inología
espartana para designar a los m iem bros de la junta fue un signo de lo que
se les venía encima. E n septiembre, Lisan dro llegó a Atenas en persona
procedente de Sam os y se sirvió del pretexto de que los atenienses tarda
ban en aplicar las condiciones de la rendición para im ponerles una oligar
quía de treinta hombres.
E l m ism o tufo a decisión am añada se desprende del hecho de que, en la
Asam blea que im puso a los Treinta, Terám enes eligió a diez de ellos, C r i
das y sus compañeros éforos se nom braron a sí m ism os y a otros cinco, y los
diez últimos fueron escogidos entre sus sim patizantes presentes en la
Asam blea. L a m ayoría de los T reinta eran hom bres con experiencia polí
tica, y unos cuantos habían desempeñado algún papel en uno o en los dos
escándalos del 4 15 y la oligarquía del 4 1 1 ; casi todos ellos eran también
oligarcas extrem istas, pues no tenían intención de perm itir que el des
acuerdo provocara escisiones en sus filas como les había ocurrido a los
Cuatrocientos. Se nom bró un Consejo norm al de quinientos, pero sus
m iem bros se tom aron de una lista seleccionada de solo m il hombres (y no
de entre todo el cuerpo de ciudadanos), y su tarea se lim itó a ratificar las
m edidas propuestas por los Treinta. L o m ism o se puede decir de otros
nom bram ientos, como la Junta de los D iez, encabezada por Caricles y en
cargada del Pireo. Los puestos de la Junta de los Once, responsable de las
ejecuciones y las cárceles de Atenas, fueron cubiertos también por partida
rios de los T reinta, y la ciudad fue patrullada por trescientos mercenarios
arm ados de látigos (el m ism o núm ero de hom bres que com ponían la g u ar
dia personal de un rey de Esparta). U na vez que Atenas estuvo en las m a
nos seguras de cincuenta y un oligarcas com prom etidos, los espartanos
retiraron sus tropas del territorio ateniense.
Abandonados a sus propios recursos, una de las prim eras cosas que h i
cieron los T rein ta fue poner fin a las competencias políticas de los tribuna
les populares devolviéndoselas al antiguo consejo del A reópago, en el que
ingresaban autom áticam ente todos los arcontes al finalizar su año de m an
dato. L a retirada de estas competencias del Consejo del Areópago en la
década del 460 había desem peñado un im portante papel en la am pliación
de los poderes de la dem ocracia en Atenas. L os T rein ta debilitaron tam
184 Los años de guerra
necesitaba una ley escrita era la dem ocracia, con todas sus com plejidades y
am bigüedades morales. E n realidad, parece m uy posible que los Treinta
intentaran im poner en Atenas una constitución de estilo espartano. E sp ar
ta tenía tam bién cinco éforos, una comisión de gobierno de treinta m iem
bros (llam ada gerousta, o Consejo de Ancianos), y una Asam blea general,
form ada por un núm ero lim itado de ciudadanos privilegiados, con pode
res limitados. L as coincidencias son dem asiado grandes como para ign o
rarlas. Los T rein ta eran hombres con una visión clara y con la determ ina
ción inflexible de hacer lo necesario para que esa visión se convirtiese en
una realidad.
A q u el plan social general iba a toparse sin rem edio con una oposición.
Com o m edida precautoria, los T rein ta pidieron a los espartanos que les
enviaran una guarnición, y se ofrecieron a pagarla ellos mismos. Setecien
tos hoplitas del Peloponeso llegaron a Atenas para sofocar cualquier alte
ración del orden o procurar que no surgiera ninguna y fueron alojados en
la colina de M uniquia, en el Pireo, que era, y no por casualidad, el lugar
donde se había reunido la Asam blea mientras duraban los trabajos en la
Pnix. Pero ahora los T rein ta tenían un problem a añadido: no solo debían
pagar reparaciones a quienes habían regresado del exilio y reclam aban la
devolución de sus propiedades confiscadas, sino que tenían que abonar
tam bién la soldada de la guarnición peloponesia. P ara conseguir liquidez
debían apretarse el cinturón.
A sí pues, recaudaron efectivo m atando o desterrando a personas con
propiedades, centrándose especialmente en metecos adinerados y en cual
quiera a quien considerasen un posible enem igo de su program a político.
A q u el reinado de terror les valió el título con el que fueron conocidos: los
T rein ta T iranos. H a n pasado a la historia de E u rop a como los primeros en
hacer que sus conciudadanos vivieran tem iendo las redadas del amanecer.
L a violencia fue inevitablem ente en aum ento a m edida que muchas perso
nas, incluso entre sus partidarios, se retiraban disgustadas o porque no
querían tolerar una limitación de sus derechos y privilegios al estilo de
Esparta y convertirse también ellos m ism os en blanco de la persecución.
Á nito, posterior acusador de Sócrates, fue uno de los afortunados: había
sido aliado de Terám enes, pero los T rein ta lo desterraron y le robaron su
em presa de curtidos con todos sus valiosos esclavos.
ι86 Los años de guerra
CRITIAS
Los motivos que llevaron a los T rein ta a hacer todo aquello, ¿fueron solo
las ansias de dinero y poder, según com enzaron a afirm ar enseguida las
fuentes hostiles3 a ellos (que son las únicas conservadas)? A u n qu e sabemos
bastante poco sobre C ritias, es más de lo que conocemos acerca de los de
Critias y la guerra civil 187
LA G U E R R A C I V I L
dieron lim itar la ciudadanía ateniense a los T res M il elegidos por ellos y a
nadie más — «como si esa cifra abarcara necesariamente a todas las buenas
personas»,12 decía Terám enes sarcástico y con una lógica impecable.
L os T rein ta desarm aron a todos cuantos perm anecían en la ciudad, a
excepción de los T res M il, lo que les dejó manos libres para acelerar su
program a de recaudación de fondos por m edio del asesinato. A l sentirse
cada vez m ás arrinconados y necesitar a toda costa una pístis, un com pro
miso de lealtad, para cim entar sus filas, im pusieron como condición para
form ar parte de ellas que cada uno de sus m iem bros perpetrara al menos
uno de esos asesinatos. Terám enes se negó, y los T reinta decidieron elim i
narlo. Critias lo denigró en público en el Consejo y, acom pañado de unos
caballeros en estado de alerta por si ofrecía resistencia, lo retiró de la lista
de los T re s M il. C om o los T rein ta tenían poder de vida o m uerte sobre
quienes no estuvieran incluidos en la lista, Critias condenó a renglón se
guido a Terám enes a la pena capital. Terám enes se refugió junto a un al
tar, del que lo retiraron por la fuerza para ejecutarlo. E l relato de D iodoro
de Sicilia'3 sobre la m uerte de T erám enes contiene la agradable insinua
ción de que Sócrates intentó salvarle la vida en el últim o m inuto, pero se
trata de un pasaje carente de valor — una m ala transcripción de una histo
ria dudosa de antemano según la cual el autor del intento había sido el
orador Isócrates de E rq u ia.
Entretanto, los hom bres de T rasíbulo pasaban de setenta a m il, un con
tingente form ado por una m ezcla de atenienses, metecos y mercenarios; su
m oral había ido tam bién en aum ento tras haber rechazado con éxito un
segundo asalto contra F ile en el curso del cual se dio m uerte a unos 120
hom bres de la nueva guarnición peloponesia. Á nito se había unido a T r a
síbulo, de form a que cam bió su condición de oligarca m oderado por la de
héroe del levantam iento democrático.
Trasíbulo se sintió lo bastante seguro como para trasladar su base de
operaciones al Pireo, donde la colina de M uniquia le ofrecía la m ism a pro
tección que File. L a purga de Atenas había convertido el Pireo en el centro
de la oposición a los oligarcas; T rasíbulo se había puesto a disposición de
una gran reserva de nuevos alistados. L os T reinta, junto con los caballeros
y los restos de la guarnición del Peloponeso, m archaron de inm ediato con
tra el Pireo, pero fueron derrotados en una batalla horripilante por los
Critias y la guerra civil 19 1
éxito contra los dem ócratas rebeldes de Atenas, sus enem igos de Esparta
pusieron manos a la obra: se sabía que Lisan dro m antenía lazos estrechos
con los oligarcas atenienses y dedujeron que planeaba hacer de Atenas su
dom inio personal.
U no de los dos reyes espartanos, Pausanias, dirigió un ejército contra el
Pireo y sustituyó a Lisan dro en el m ando. Pero, al enfrentarse a una enco
nada resistencia por parte de los demócratas (a pesar de que en un deter
m inado m om ento estuvo a punto de derrotarlos delante m ism o de las m u
rallas noroccidentales de la ciudad) y al rechazo creciente de algunos
aliados im portantes de Esparta por haberse inm iscuido en los asuntos de
Atenas, Pausanias optó por la reconciliación. Convenció a Trasíbulo y a los
demócratas de que los arcontes querían poner fín a las hostilidades, y, tras
algunas tergiversaciones, los arcontes estuvieron de acuerdo.
L a paz se negoció bajo los auspicios de los espartanos allí presentes. A m
bos bandos accedieron a deponer las armas a corto plazo y los espartanos se
retiraron, de modo que dejaron que los atenienses resolvieran sus propios
asuntos. Las principales disposiciones del acuerdo trabajosamente negocia
do fueron que se devolvieran todos los bienes confiscados y que quien lo
deseara pudiese m archarse para unirse a los oligarcas que ya habían huido a
Eleusis, que iba a convertirse en un enclave casi independiente. T enían diez
días para registrarse y otros veinte para salir de la ciudad; a partir de ese
m om ento se les prohibiría oficialm ente ocupar cualquier cargo en Atenas.
E n cuanto a las reparaciones, los supervivientes de los cincuenta y un
gobernantes oligarcas de Atenas y el Pireo, si se quedaban en la ciudad,
afrontarían una investigación por su conducta m ientras habían ejercido el
cargo, adem ás de las penas norm ales en caso de haber delinquido, pero
solo se castigarían los delitos más atroces, como el asesinato; no se constitu
yó un tribunal para delitos de guerra. Com o concesión a los oligarcas, su
com portam iento sería investigado únicam ente por jurados compuestos
por los m iem bros más adinerados de la sociedad, para im pedir actos de
venganza por parte de las clases inferiores. U n a exhibición de piedad ser
viría para dar a la dem ocracia un m ejor aspecto. L a idea ateniense de la
ciudadanía dem ocrática guardaba una relación estrecha con la de igu al
dad: nadie pudo presentarse durante un tiempo como autoridad m oral,
pues eso era, exactam ente, lo que habían intentado hacer los T rein ta con
Critias y la guerra civil τ9 3
¿A M N ISTÍA ?
U N A ÉPOCA CONSERVADORA
mente dificultades a la prom ulgación de una ley, que solo podía realizarse
en una determ inada época del año; quien la propusiera debía exam inar el
código existente y, en caso de necesidad, proponer la revocación de cual
quier ley con la que la nueva entrara en conflicto; la propuesta debía exhi
birse en público y leerse en voz alta en tres reuniones de la Asam blea; y los
nomothétai [los m iem bros de la junta legislativa] que se pronunciaban de
finitivam ente sobre ella no eran unos ciudadanos cualesquiera sino hom
bres que habían prestado juram ento y habían sido registrados como ju ra
dos (entre otras cosas, varones de treinta o más años)».19
Pero el trabajo en curso asignado a la junta legislativa fue aún más im
portante. A partir de ese mom ento, ninguna ley podría ser aprobada ú n i
camente por la Asam blea del pueblo. L a Asam blea daba su aprobación a
la propuesta de una nueva ley, pero la Junta L egislativa tenía la últim a
palabra, una vez consideradas las consecuencias de la propuesta y, en p ar
ticular, si entraba en conflicto con alguna otra ley existente. L a Asam blea
solo aprobaba por votación de m anera definitiva los decretos. Esto apaci
guó a los oligarcas, pues el pueblo no podría ya insistir,' guiado por algún
dem agogo, en considerar justo lo que había decidido un determ inado día
(como en el juicio de los seis de las Arginusas); y los demócratas se sintie
ron satisfechos por haber vuelto al poder y porque se había puesto fin al
conflicto civil, de m odo que podían seguir adelante con la recuperación del
rango de Atenas y su situación económica y con la curación de las heridas.
L a nueva consigna fue, por lo tanto, la concordia,“ y, en teoría, el único
criterio por el que iban a juzgarse los asuntos im portantes sería el de si
servían o no para m ejorar el bienestar colectivo.
E l ordenam iento de las leyes fue im portante no solo para la estabilidad
sino también para decidir la cuestión prim ordial del mom ento: ¿a quién
había que considerar ciudadano ateniense? L o s T rein ta habían lim itado
su núm ero de m anera drástica, y otros tenían propuestas diferentes, pero
el nuevo gobierno reafirm ó la ley de Pericles del 4 51: las cosas habían de
generado algo durante la guerra, pero, a partir del 403, la ciudadanía de
pendería nuevam ente de si los dos padres de la persona en cuestión habían
sido ciudadanos. Esta reafirm ación del pasado respondía a una necesidad
lo bastante poderosa como para que en un prim er m om ento se denegara la
ciudadanía a los extranjeros que habían ayudado a Trasíbulo durante lá
198 Los años de guerra
no tendrá ninguna duda de que era un térm ino preciso y aplicable a la si
tuación. A parte de cualquier otra consideración, docenas de jóvenes de
todo el m undo m urieron legalm ente a manos de las autoridades por inten
tar hacer realidad aquellos cambios; por lo tanto, no debería sorprender
nos que la crisis ateniense, uno de cuyos aspectos fue también el conflicto
entre generaciones, pudiera resultar m ortal — como lo fue para Sócrates,
acusado de corrom per a la juventud.
L as crisis sociales no se producen hasta que existe un nivel crítico de in
satisfacción con la realidad existente. A un que hubo presagios en una fecha
tan temprana como la década del 430, cuando las divisiones se agudizaron
en Atenas y dieron a los aristócratas un motivo en el que centrar su descon
tento, el año 4 15 fue el de la divisoria de aguas, cuando todas las tensiones
latentes se mostraron al descubierto y contribuyeron a frustrar la expedición
a Sicilia, que puso fin, más o menos, a las esperanzas atenienses de concluir
la guerra con éxito. E l efecto de las tensiones fue en aumento al constatar
que la derrota estaba garantizada a menos que los dioses o Alcibiades hicie
ran un m ilagro. Aparte de cualquier otro factor crítico, imaginém onos a un
ateniense que viviera, día tras día, año tras año, a sabiendas de que al cabo
de poco tiempo se vería sometido a su enem igo más encarnizado.
P ero ésa era una de las pocas certezas del m om ento. L o que caracteri
za de m anera particular la crisis ateniense es la incertidum bre, la posibili
dad de descarrilar. E l golpe oligárquico del 4 1 1 es, sobre todo, una prueba
p alm aria de la crisis, com o tam bién lo son las reacciones extrem as que
em pañaron el paisaje de la guerra: las masacres de Escione y M elos, la le
gitim ación — en el 4 10 — de la pena de m uerte para los «enem igos de la
dem ocracia», la caza de brujas del 4 15 . A u n qu e la constitución estuviera
auténticam ente am enazada, el pánico no iba a ser nunca la m ejor m anera
de hacer frente a la am enaza. T o d os esos sucesos son señales claras de una
sociedad en tensión.
L a fam osa «volubilidad» por la que los críticos censuraron la dem ocra
cia era también un síntom a de pánico — consistente en reaccionar de for
ma excesiva en un prim er m om ento, para tener que buscar luego medios
con los que com pensar esa actitud— . E n el transcurso de un día o dos del
433 a. C ., los atenienses votaron, prim ero, no inm iscuirse en los asuntos de
Corcira, y, luego, hacerlo — decisión que contribuyó de m anera im portan
Síntomas de cambio 203
P R I N C I P A L E S T E N S I O N E S S O C IA L E S
L a gente se atrevía más fácilmente a acciones con las que antes se complacía
ocultamente, puesto que veían el rápido giro de los cambios de fortuna de
quienes eran ricos y morían súbitamente, y de quienes antes no poseían nada
y de repente se hacían con los bienes de aquéllos. Así aspiraban al provecho
pronto y placentero, pensando que sus vidas y sus riquezas eran igualmente
efímeras. Y nadie estaba dispuesto a sufrir penalidades por un fin considerado
noble, puesto que no tenía la seguridad de no perecer antes de alcanzarlo. L o
que resultaba agradable de inmediato y lo que de cualquier modo contribuía
a ello, esto fue lo que pasó a ser noble y útil. N ingún temor de los dioses ni ley
humana los detenía; de una parte juzgaban que daba lo mismo honrar o no
honrar a los dioses, dado que veían que todo el mundo moría igualmente, y en
cuanto a sus culpas, nadie esperaba vivir hasta el momento de celebrarse el
juicio y recibir su m erecido.10
dios y los m arem otos acabaron con la vida de cien m il personas. E l hecho
de que la m ayoría de las muertes se produjeran en Portugal, un país devo
tamente cristiano, y que el tem blor de tierra coincidiese con una im portan
te fiesta católica, provocó una duda generalizada en la existencia de una
divinidad benevolente y dejó un legado perdurable en form a de un debili
tamiento de la fe cristiana en Europa.
Apenas es necesario aducir que la guerra, y en especial una guerra tan
prolongada, provoca tensiones en la sociedad. E n el segundo pasaje, T u c í
dides reflexiona en torno a los efectos de los conflictos bélicos, y en especial
de la guerra civil, sobre el com portam iento m oral de la gente:
E n tiempos de paz y prosperidad tanto las ciudades como los particulares tie
nen una m ejor disposición de ánimo porque no se ven abocados a situaciones
de imperiosa necesidad; pero la guerra, que arrebata el bienestar de la vida
cotidiana, es una maestra severa y modela las inclinaciones de la mayoría de
acuerdo con las circunstancias imperantes. A sí pues, la guerra civil se iba
adueñando de las ciudades, y las que llegaban más tarde a aquel estadio, debi
do a la información sobre lo que había ocurrido en otros sitios, fueron mucho
más lejos en la concepción de novedades tanto por el ingenio de las iniciativas
como por lo inaudito de las represalias. Cam biaron incluso el significado nor
mal de las palabras en relación con los hechos, para adecuarlas a su interpre
tación de éstos. L a audacia irreflexiva pasó a ser considerada valor fundado en
la lealtad al partido, la vacilación prudente se consideró cobardía disfrazada,
la moderación, máscara para encubrir la falta de hombría, y la inteligencia
capaz de entenderlo todo, incapacidad total para la acción; la precipitación
alocada se asoció con la condición viril, y el tomar precauciones con vistas a la
seguridad se tuvo por un bonito pretexto para eludir el peligro. E l irascible era
siempre digno de confianza, pero su oponente resultaba sospechoso. Si uno
urdía una intriga y tenía éxito, era inteligente, y todavía era más hábil aquel
que detectaba una.4
LA B R E C H A G E N E R A C I O N A L
Alcibiades tenía algo de Peter Pan. Los relatos que hablan de él lo presen
tan como un eterno joven en constante desafío a las figuras paternas o a la
autoridad en general y que raram ente pensaba en el futuro. D e hecho,
muchos vieron a todos los de su edad como una generación inm adura en
cierto sentido y designaron a los adinerados aristócratas, cuyo adalid reco
nocido era Alcibiades, con el calificativo de «los jóvenes». L as comillas
Síntomas de cambio 207
están puestas aquí porque se trataba de una cuestión tanto ideológica como
fáctica; las edades reales de las personas im plicadas im portaban menos que
el hecho de que se socavase la autoridad tradicional. T o d a generación se
distancia de la anterior, pero, en la década del 420, la riqueza, una m ejor
educación y otras tensiones sociales exageraron este proceso por prim era
vez. Las tragedias y las comedias del periodo representan a personajes
como Alcibiades, com prom etidos en situaciones que reflejan tanto la ad
m iración ateniense por la energía de la juventud como el miedo a ella.
Los acarnienses de Aristófanes (estrenada en el 425) contiene un lamento
que expresa las quejas porque unos mocosos listillos daban sopas con hon
da en los tribunales a la generación de más edad, los combatientes de M a
ratón; Las nubes (423, en su versión original) presenta a un joven que se
sirve de lo aprendido de Sócrates para justificar la paliza que propina a su
padre; en Las avispas (422) se m uestra tam bién el enfrentam iento de un
hijo con su padre (la m anera natural que tenía un dram aturgo de repre
sentar el conflicto intergeneracional) en un debate destinado explícita
mente a m ostrar lo ridicula que le parece al joven la generación mayor. E n
general, los viejos son presentados como los m antenedores de los valores
sencillos del pasado, mientras que los jóvenes siguen todas las modas m o
dernas en el vestido, el lenguaje y los debates. E l conflicto entre generacio
nes fue una cuestión viva en Atenas en el últim o cuarto del siglo v, y en
especial desde el 425, aproxim adam ente, hasta el 4 15 . L a cultura de la ju
ventud, adem ás de acelerar ciertos cambios, contribuyó también a la crisis
social.
E n el año 423, en su obra Las suplicantes, Eurípides escribía:
Ocho años depués, N icias se hacía eco de esas m ism as palabras cuando
acusó al pueblo ateniense de haber sido arrastrado por «los jóvenes» (en
especial por Alcibiades) a querer invadir Sicilia. L a im agen común que se
2 o8 Crisis y conflicto
E L C O N G L O M E R A D O H E R E D I T A R I O , V I C T I M A D E LAS T E N S I O N E S
Según este análisis, todo ser hum ano es im pulsado por el deseo de la grati
ficación propia a buscar el placer y evitar el dolor.
T odas las sociedades deben buscar un equilibrio entre valores coopera
tivos y competitivos. N o pueden perm itirse elim inar por completo la ener
gía de la individualidad, pero tampoco dejar que ésta desestabilice la situa-
212 Crisis y conflicto
LOS C R Í T I C O S D E L A D E M O C R A C I A
H abía algunos, en especial entre los «jóvenes», que pensaban disponer del
rem edio para los males de la sociedad: librarse de la democracia. A co
m ienzos del siglo se habían producido agitaciones oligárquicas, aunque
sabemos poco acerca de ellas,18 y desde luego no lo suficiente para calcular
su grado de am enaza para la dem ocracia. E n cualquier caso, en el último
tercio del siglo v no hubo ningún m ovim iento concertado o articulado. L a
polarización entre oligarquía y dem ocracia, y, por lo tanto, el desarrollo de
las concepciones teóricas sobre ambas, com enzó cuando la tensión de la
política real entre Esparta y Atenas se vinculó a asuntos políticos, de m odo
que cada uno de ambos Estados pasó a representar una de esas dos consti
tuciones. F u e el m om ento en que el instinto de los aristócratas — la certeza
innata de que ellos eran los gobernantes naturales de Atenas— se plasmó
en algo m ás político. E l argum ento fundam ental de los oligarcas era que
debían poseer un poder político acorde con sus recursos y sus aportaciones
al Estado, pero muchos entendieron que eso significaba el poder exclusivo.
2 l6 Crisis y conflicto
taba la riqueza de los dem ás para sus propios fines; gobernaba en función
del capricho, y la m asa era, por lo tanto, voluble y se dejaba guiar por de
m agogos y oradores con intereses egoístas, en especial hacia actitudes de
excesiva seguridad en sí m ism a o de afán de venganza.
E n tercer lugar, la preferencia de la dem ocracia por las comisiones y no
por los individuos, y por el cam bio anual de puestos en la adm inistración,
la hacía ineficiente. R eprim ía la iniciativa, favorecía la m ediocridad y no
utilizaba a expertos en el gobierno. L a dem ocracia tenía dem asiado poder,
y eso no era bueno para ella m ism a: el temor de los m iem bros de la élite a
ser castigados por la dem ocracia los hacía menos proclives a poner sus des
trezas al servicio del Estado. Y , en particular, la dem ocracia era impotente
en política exterior, como lo atestiguan las insensateces y la catástrofe final
de la G u erra del Peloponeso. L as masas tendían a la beligerancia con m ás
probabilidad que la élite, pues ésta estaba vinculada a sus homólogos del
extranjero por m edio de la xenía, sus m iem bros entendían m ejor los asun
tos de política exterior y, como es natural, deseaban proteger sus posesio
nes en otros países.
E n cuarto lugar, el pueblo adm inistraba m al el dinero público. Esta
m ala adm inistración se m anifestaba sobre todo en el pago a los pobres por
prestar servicio público en los tribunales, la Asam blea y el ejército, así
como en un plan ambicioso de m ejora de la ciudad con edificios m onu
mentales. P or si todo ello no fuera suficiente, la dem ocracia había llevado
al Estado a una guerra paralizantem ente cara. Los ricos pensaban que se
les obligaba a sostener esos planes costosos, aunque no los aprobaban desde
un punto de vista político.
A pesar de que constituyen un batiburrillo cohesionado únicam ente
por la aversión al enem igo com ún, se trata de unas críticas poderosas. E s
obvio por qué Critias y los T rein ta pensaban estar realizando una m isión
m oral. Sea como fuere, los críticos no reconocieron que una de las grandes
ventajas de la dem ocracia ateniense era, precisamente, que podían expre
sar en alto sus críticas con im punidad. L a propia estabilidad de la dem o
cracia fue lo que le dio la seguridad para prom over la relativa libertad de
pensam iento y hasta de crítica. Q uizá por esa razón, los críticos no fueron,
en general, revolucionarios que pidieran el derrocam iento violento e in
m ediato de la dem ocracia, sino intelectuales que construían opciones hipo
Síntomas de cambio 219
Las crisis ponen al descubierto lo peor de cada uno, sobre todo porque la
gente va en busca de alguien a quien culpar. E n el tercio final del siglo v a. C.,
muchos atenienses eligieron para esa función a los intelectuales, a quienes
veían, con razón o sin ella, como los educadores de los «jóvenes», conside
rando al m ism o tiempo que lo que enseñaban eran disparates subversivos
y peligrosos — subversivos, porque socavaban las opiniones tradicionales, y
peligrosos porque en los tiempos en que im peraban esas opiniones Atenas
había prosperado, mientras que ahora los dioses habían retirado su favor a
la ciudad, que estaba perdiendo una guerra desastrosa.
Estas circunstancias encierran sorpresas para quienes han sido educa
dos en una opinión de color de rosa sobre la sociedad de la Atenas clásica.
R esulta extraño pensar que quienes estaban sentando los cimientos de toda
la tradición intelectual de Occidente no fueron necesariam ente bien acep
tados en su época. ¿N o era la Atenas dem ocrática una de las sociedades
más abiertas y tolerantes que hayan existido? ¿Q ué hay de la jactancia de
P ericles?1
221
222 Crisis y conflicto
LA E D U C A C I Ó N
LOS S O F I S T A S
si no las concibiera»,7 según dijo Tucídides. Adem ás, para hacerse cargo
de un im perio, con todas sus responsabilidades económicas, logísticas y
militares y con los potenciales enfrentam ientos entre culturas, se requerían
una sutileza, una profesionalidad y un claridad de pensamiento m ayores.
T o d as las ciudades griegas necesitaban un alto nivel de com prom iso por
parte de aquellos de sus m iem bros a quienes se consideraba ciudadanos
plenos, pero ninguna tanto como la Atenas dem ocrática. L a cuestión era
cómo producir estadistas competentes: ésa era la necesidad a la que daban
respuesta m uchos de los nuevos educadores.
Los sofistas atraían alum nos realizando exhibiciones en sus viajes de
ciudad en ciudad o en festivales internacionales, donde podían encontrar
previam ente reunido un gran núm ero de personas. Se ofrecían a enseñar
una am plia gam a de m aterias, desde m úsica y artes marciales hasta la go
bernación, dando m ás peso a las destrezas útiles para gobernar y m anipu
lar el sistema dem ocrático. L a dem ocracia ateniense era un m arco apro
piado, pues, tal com o lo describe H arvey Y un is,
A sí pues, los sofistas solían ser profesores de retórica y debate (y, por lo
tanto, de gram ática, term inología, lógica y otras m aterias que sustentaban
la retórica y el debate). L a m ayoría se centraban en el terreno hum ano, en
la filosofía social m ás que en asuntos pomposos, y abordaban las cuestiones
de form a em pírica. Se interesaban por los efectos·, el efecto de las palabras
sobre la mente hum ana, el efecto de la m úsica sobre las emociones.
E sta educación superior rudim entaria iba destinada solo a los ricos,
pues los sofistas solían cobrar tasas exorbitantes, pero constituía un paso en
la dirección correcta; adem ás, aquellos educadores ofrecían dem ostracio
nes de sus conocimientos o sus recursos charlistas a públicos m ás amplios.
Platón y Aristóteles hicieron de la palabra «sofista» un térm ino de repro
Reacciones frente a los intelectuales 227
che basándose en que los argum entos de aquellos individuos solían carecer
de validez (Aristóteles) y en que solo se interesaban en ganar en las discu
siones y no en m ejorar a la gente (Platón). Pero, en origen, la palabra tenía
más o menos las m ism as connotaciones que nuestra térm ino «especialis
ta»: los sofistas eran personas inteligentes dispuestas a im partir a otros sus
conocimientos, inform ación o teorías a cambio de unos honorarios.
M uchos de los nuevos educadores se centraban menos en la doctrina
que en el método: cómo utilizar las palabras adecuadas, cómo pensar,
cómo abordar los problemas, cómo argum entar. A lgu n os enseñaban a sus
estudiantes la facultad de exponer las dos vertientes de un caso, en especial
haciéndoles aprender discursos em parejados con argum entos a favor y en
contra; los preparaban para descubrir los supuestos de los que partían los
demás (en especial los no válidos) m ediante el aprendizaje de alegatos que
defendían a crim inales y m alvados legendarios precisamente contra esos
supuestos implícitos. Los estudiantes debían aplicar o adaptar a las cir
cunstancias concretas de su cultura los principios y métodos generales de
argum entación contenidos en los discursos que servían de modelo. Es po
sible que atisbaran la idea posm oderna de que el discurso es una buena
m anera, quizá el único m edio válido, de describir un m undo polivalente
de am bigüedad y relativism o cultural e interactuar con él. Si algunos sofis
tas dan la im presión de ser contemporáneos nuestros en algunos aspectos
es por la capacidad de pervivencia dem ostrada por su legado: todavía hay
tendencias fuertes a prim ar el em pirism o sobre el idealism o, el relativism o
sobre el absolutismo, el hum anism o sobre el trascendentalismo, la sociolo
gía sobre la m etafísica, la ética sobre la filosofía m oral, el lenguaje cotidia
no sobre la jerga especializada, el com prom iso con el m undo «real» sobre
la sabiondez de la torre de m arfil.
E n esta fase, la retórica no era un arte abstracto y literario, sino el arte
de persuadir a públicos vivos y m ultitudinarios, en especial con fines polí
ticos. Los sofistas que se centraban en este terreno desarrollaron la retórica
forense y política como una form a de competición, y la retórica epidictica
como una form a de exhibición. L a prim era resultaba inquietante, pues
parecía que todo lo que uno necesitaba para vencer era la capacidad de
argum entar bien, fueran cuales fuesen los hechos del caso y los problemas
m orales concernidos; la segunda inquietaba igualm ente porque el discurso
228 Crisis y conflicto
N A T U R A L E Z A Y C O N V E N C IÓ N
tían, ¿eran realm ente como los describían los poetas y como los ha perpe
tuado la tradición, o esas descripciones no respondían con fidelidad a su
naturaleza? ¿Existía eso que se denom ina ley natural?; y, de existir, ¿eran
sus exigencias más vinculantes para los seres humanos que las de la ley
form ulada por los hom bres, sobre todo teniendo en cuenta que las leyes
naturales parecen ser eternas e inquebrantables, mientras que los hom bres
cam bian a m enudo las suyas? L as leyes y las convenciones difieren tam
bién entre distintas culturas; por lo tanto, ¿debe una persona seguir los
dictados de su naturaleza o los de su sociedad? ¿C uál de estos dos conjun
tos de dictados aportará las m áxim as recompensas? ¿N o es, sin más, una
estupidez creer que las leyes hechas por los seres hum anos son las únicas
existentes? ¿H ay seres hum anos que son esclavos por naturaleza, o la es
clavitud es una m era convención? L as cosas naturales, ¿tienen propieda
des o son todas convencionales? ¿Expresan las palabras la esencia de las
cosas a las que se refieren, o han sido form adas de m anera arbitraria?
¿C uál es, entonces, la diferencia entre realidad y apariencia?; y, ¿puede el
lenguaje hacer algo m ás que captar apariencias? ¿Somos en realidad todos
iguales en lo que concierne a nuestra naturaleza como seres hum anos? ¿Es
ley natural — y reconocerlo así, sim ple realism o— que el Estado o el in di
viduo gobernarán al más débil, o los fuertes deberían más bien contenerse
y refrenar la búsqueda de su propio interés de acuerdo con una justicia
convencional? Pero ¿no hace esto de la ley hum ana una especie de tirano
para ciertos individuos? ¿U na cultura es naturalm ente superior a otra, o
son todas iguales en cuanto construcciones hum anas? Y aunque las cultu
ras sean construcciones hum anas, ¿no tienen una im portancia fundam en
tal, pues, sin civilización, el género hum ano habría sido exterm inado hace
m ucho tiempo por los anim ales salvajes y otras fuerzas naturales? ¿Existe
en realidad eso que denom inam os «justicia natural» o se trata de una con
tradicción en los térm inos?
L as posturas adoptadas en estos importantes debates variaban entre lo
ligero y lo ofensivo. M ientras algunos sostenían que el nomos era altam en
te beneficioso para los seres hum anos, tanto individual como colectiva
mente, A n tifo n te'4 (identificable, posiblemente, con el cerebro de la oligar
quía del 4 1 1 ) alegaba que podemos ju zgar las leyes de la naturaleza
contem plando qué nos causa placer o dolor y que satisfacer nuestras capa
Reacciones frente a los intelectuales 231
E L A T A Q U E C O N T R A LOS I N T E L E C T U A L E S
L a pasión de los sofistas por los argum entos extremos facilitaba a quien
fuera propenso a ello a verlos como gente subversiva. A l mismo tiempo, la
otra gran corriente intelectual del periodo, la explicación cuasi científica
232 Crisis y conflicto
sulta igualm ente difícil saber algo con seguridad respecto a Aspasia, pues
solo hay una inform ación24 acerca de su juicio por im piedad (debido, q u i
zá, a que, como supuesta cortesana, contam inaba los santuarios al entrar
en ellos). N uestro inform ante, Antístenes, fue un testigo tem prano, pues
era seguidor de Sócrates y escribía en el siglo iv; pero, al igual que todos los
autores socráticos, m ezclaba en sus escritos realidad y ficción, y A spasia
atrajo pronto la atención de los autores de anecdotarios.
A n axágoras afirm aba que el Sol y la L u n a, dioses tradicionales, no eran
m ás que masas de roca ardiente y esgrim ió el razonam iento científico con
tra el temor religioso que llevaba a creer que un carnero25 con un solo
cuerno era un augurio aterrador. Sin em bargo, es probable que no fuera
llevado ante los tribunales por esa clase de opiniones. Algunos autores pos
teriores sostuvieron que sí lo fue, pero la inform ación en que se basan to
dos ellos es la del historiador É fo ro de C im e,26 del siglo iv, quien no dijo
que los atenienses hubieran procesado realm ente a Anaxágoras por im pie
dad, sino que «intentaron» o «quisieron» hacerlo. Baste con esto para
nuestro objetivo: aunque A naxágoras no hubiera sido llevado a juicio, es
evidente que la idea de ju zgar a intelectuales era corriente antes del juicio
contra Sócrates, y en toda esta historia podría ser cierto que se le obligó a
salir de Atenas, pues falleció en algún m om ento de la década del 420 tras
haber regresado a A sia Menor.
E l m usicólogo D am ón fue condenado, casi con seguridad, al ostracis
m o a finales de la década del 440. Los datos son relativam ente profusos y
com ienzan a aparecer en fechas relativam ente tem pranas.27 Se han encon
trado, incluso, en el A g o ra unos pocos óstrafya con su nom bre — m uy pocos
como para dem ostrar gran cosa, fuera de que se le consideró el tipo de
persona poderosa e indeseable candidata al ostracismo— . D am ón fue des
terrado porque se pensaba que era antidem ócrata y proclive a asesorar a
Pericles en sentido no dem ocrático, o — esto no pasa de ser una posibili
dad— por intentar m anipular la m úsica ateniense, cuando la m úsica esta
ba reconocida como una fuerza poderosa de educación y culturización.
Fu era del círculo de Pericles, las pruebas de hostigamiento contra inte
lectuales son menos seguras o poco significativas. E n cierto sentido, ello
hace más verosím il la existencia del decreto de Diopites, pues, de ser así,
habría podido tener el propósito específico hostil a Pericles que le atribuyó
Reacciones frente a los intelectuales 235
LA L IB E R T A D D E P E N S A M I E N T O
dos) y a los oradores de la Asam blea; podría haber añadido los tribunales,
pues también ellos eran una palestra política.
Pero ni siquiera esta libertad de expresión lim itada se consideraba in a
lienable. A los poetas cómicos se les puso coto en varias ocasiones entre el
440 y el 430 siem pre que una situación se consideró tan delicada que el
hecho de d irigir la atención hacia ella en el teatro podía resultar incendia
rio o políticam ente inapropiado de alguna otra m anera. Y existían lim ita
ciones aplicables a cualquier orador que hablara en público: había desde
antiguo una ley contra quienes difam aban a los m uertos, y otra (fechada
hacia el 420) contra acusaciones no probadas de delitos por los que un in
dividuo podía perder su condición de ciudadano ateniense. L a ley contra
la difam ación fue reforzada en la década del 390 en un intento de lim itar
las calum nias contra m agistrados en funciones; pero, al m enos en el si
glo V, los com ediógrafos podían perm itirse transgredir esas leyes, pues te
nían la aprobación del pueblo ateniense, que era más poderoso que cu al
quiera de los individuos denostados, y porque los festivales en los que se
producían sus obras se consideraban periodos en que la norm alidad q u e
daba, hasta cierto punto, en suspenso.
E n cualquier caso, hablar de «derechos» puede parecer anacrónico: se
trata de un instrum ento útil de análisis histórico, pero en el universo polí
tico de la antigua Atenas no era una faceta tan im portante como lo es en el
nuestro. Si algo iba a hacer que se planteara la cuestión de los derechos,
sería el hostigam iento a los intelectuales; pero esta cuestión no giraba en
torno al quebrantam iento de los derechos, sino sobre si esas personas h a
bían perjudicado a la com unidad. E n su discurso de defensa, Sócrates no
protestó diciendo: «¿Q ué hay de m i derecho a pensar y hablar como yo
decida? ». L o que alegó fue que sus pensamientos y sus palabras no subver
tían el código m oral establecido y no perjudicaban a la ciudad. Los anti
guos atenienses daban por sentado, sim plem ente, que el Estado tenía un
derecho superior al de cualquier individuo.
L a única m anera que tenían de contrarrestar la om nipresencia del E s
tado consistía en apelar a una autoridad superior; así, tanto Antigona, el
personaje de ficción de Sófocles, como el Sócrates histórico apelaron en sus
momentos de crisis a unos derechos religiosos superiores — A ntigona, al
preferir ciertas «leyes no escritas» a las del Estado; Sócrates, al afirm ar que
238 Crisis y conflicto
H o y en día, quienes nós interesamos por ese tipo de cosas, damos por su
puesto que la búsqueda de la bondad m oral es, en gran m edida, un asunto
privado: m e sirvo de m is recursos internos para evitar hacer el m al y p ro
curar hacer el bien. Pero, de la m ism a m anera que, al final del capítulo
anterior, veíam os que la concepción de lo público en la G recia antigua
afectaba a terrenos que nosotros consideraríam os privados, nos aguarda
igualm ente otra sorpresa: en tiempos de Sócrates, casi todos los pensadores
griegos daban por supuesto o defendían que la polis era el m arco correcto
y exclusivo para el florecim iento hum ano — que una buena com unidad
creaba la bondad en sus ciudadanos.
A sí, en h a república, Platón se dedicó a im aginar un Estado ideal donde
todos los m iem bros de la sociedad serían buenos hasta el límite de sus ca
pacidades, m ientras que para Aristóteles la educación en la bondad m oral
era un producto del m arco constitucional correcto, y su Política es, expre
samente, una continuación1 de su Ética Nicomáquea·. una indagación ética
m inuciosa supone también describir el E stado que m ejor perm ita a sus
ciudadanos hallar y retener la bondad. E n su condición de filósofo moral,
Sócrates se interesaba asim ism o por las circunstancias que perm itirían el
cum plim iento de sus esperanzas y aspiraciones para la gente. Platón no era
infiel a su m entor cuando lo presentaba dividiendo a los estadistas en dos
clases:2 quienes se proponen la perfección m oral de sus conciudadanos y
quienes tienden m eram ente a complacerlos.
Si el pensam iento político com ienza con la consideración de tres facto
res — cómo debería ejercerse el poder en la com unidad, cómo debería ser
lim itado y controlado, y cuáles son los objetivos de su posesión— , enton
ces, hasta donde llegan nuestros datos, Sócrates hizo una aportación a la
241
242 La condena de Sócrates
año en que reunió los requisitos para desem peñar servicios públicos, cum
plió con su deber como soldado (en tres ocasiones, una de ellas en una
cam paña prolongada), en el Consejo (una vez) y, probablem ente, también
como dicasta4 (en más de un caso). N o tenemos m anera de saber si el núm e
ro de esas prestaciones de servicio fue m ayor o m enor que el habitual, y, en
cualquier caso, como la pertenencia al Consejo y la inscripción en las listas
para jurado estaban sujetas a sorteo, hasta unas estadísticas seguras d eja
rían espacio a la duda, aunque ambas suponían presentarse previam ente
voluntario para el cargo. Cuando el Sócrates de Platón dice que nunca ha
participado en la vida política de la ciudad, se refiere a un alto cargo, como
el que le habría perm itido hacer aprobar reform as con m ayor rapidez.
L a decisión de Sócrates de no desem peñar un papel importante en la
política ateniense no quiere decir que pensase que la política carecía de
sentido, sino que él no sería eficaz en la escena política, que la sociedad
estaba dem asiado corrom pida para una acción política eficiente, y que se
arriesgaría a que lo m ataran al exponerse de ese modo. Podem os lam entar
que Sócrates no protestara contra algunas de las injusticias perpetradas
por Atenas a lo largo de su vida, pero, a pesar de ello, todas las fuentes
coinciden en que era una persona de una integridad m oral extrem a, con lo
cual quiero decir que dedicó toda su vida y todo su ser a reducir la injusti
cia y prom over la justicia. Esto le llevó no solo a desdeñar la muerte, sino,
incluso, a evitar cierto grado de actividad política; aunque hubiera desem
peñado un alto cargo en la dem ocracia de Atenas, nunca habría podido
desarrollar su visión sin hacer concesiones sobre su contenido, lo que para
una persona íntegra equivale a ceder. Y así, paradójicam ente, Sócrates
practicó la política en privado ayudando a los demás a llegar a ser el tipo
de políticos que él deseaba ver.
E L P E N S A M I E N T O P O L ÍT IC O SO C R A T IC O
Esos otros resultados, que se podrían decir propios de la política — y que se
rían muchos, como, por ejemplo, lograr que los ciudadanos fuesen ricos, libres
y pacíficos— , todos ellos, digo, ya se ha mostrado que no son ni buenos ni
malos; en cambio, era menester que este arte hiciese sabios a los ciudadanos y
partícipes del conocimiento.5
Imagínate que respecto de muchas naves o bien de una sola sucede esto: hay
un patrón, más alto y más fuerte que todos los que están en ella, pero algo
sordo, del mismo modo corto de vista y otro tanto de conocimientos náuticos,
mientras los marineros están en disputa sobre el gobierno de la nave, cada uno
pensando que debe pilotar él, aunque jamás haya aprendido el arte del timo
nel. Se amontonan siempre en derredor del patrón de la nave, rogándole y
haciendo todo lo posible para que les ceda el timón. Y además alaban al que
sea hábil para ayudarlos a gobernar la nave, persuadiendo y obligando al pa
trón, en tanto que al que no sea hábil para eso lo censuran como inútil. N o
perciben que el verdadero piloto necesariamente presta atención al momento
del año, a las estaciones, al cielo, a los astros, a los vientos y a cuantas cosas
conciernen a su arte, si es que realmente ha de ser soberano de su nave; y,
respecto de cómo pilotar con el consentimiento de otros o sin él, piensan que
no es posible adquirir el arte del timonel ni en cuanto a conocimientos técnicos
ni en cuanto a la práctica. Si suceden tales cosas en la nave, ¿no estimas que el
verdadero piloto será llamado «observador de las cosas que están en lo alto»,
«charlatán» e «inútil» por los tripulantes de una nave en tal estado?»8
dijo Robert Brow nin g: los ideales son algo a lo que merece la pena aspirar,
y Sócrates sostuvo siempre la posibilidad de que existieran auténticos e x
pertos en m oral conocedores de lo que es la justicia y poseedores, por lo
tanto, de un criterio fiable m ediante el cual procurarían plasm arla en el
m undo. Y si Atenas iba a ser el lugar donde surgieran esos expertos bajo la
guía de Sócrates, la ciudad tendría que cam biar para darles cabida.
N I D E M Ó C R A T A N I O L IG A R C A
L os dirigentes socráticos se elevan hasta lo más alto lim itándose a dem os
trar su saber especializado a un público receptivo o form ándose con exper
tos ya existentes. Los sorteos practicados en la dem ocracia carecen de ra
zón de ser, y Sócrates arrem etió contra ellos. Solía decir que de la m ism a
m anera que sería una insensatez recurrir al sorteo para escoger atletas que
representaran a la ciudad en los juegos o para elegir médicos públicos o
cualquier otro tipo de especialistas, también lo sería esperar que la desig
nación por sorteo generara políticos competentes.13 Pero el sorteo era un
procedim iento fundam ental del igualitarism o dem ocrático ateniense; las
elecciones se utilizaban en raras ocasiones — solo cuando se consideraba
que era esencial prim ar a quienes poseyeran unas destrezas concretas— .
Según un principio socrático, si la inteligencia hum ana puede abordar
algo,'4 ella será el instrum ento m ejor del que servirnos; solo habría que
recurrir a los dioses (por m edio de la oración o la adivinación) para las
cosas com pletam ente incom prensibles, como el futuro. Pero la utilización
del sorteo en la dem ocracia ateniense equivalía a dirigirse a los dioses — o
a rezar, por así decirlo, para conseguir los dirigentes adecuados— . L a res
puesta de Sócrates era: si existe algún estadista competente, utilizadlo.
Sócrates com paraba a un buen estadista con un buen pastor,15 cuya la
bor consiste en cuidar de su rebaño. L a im agen se ha convertido en un
cóm odo cliché, pero ello no debería ocultar que se trata de algo fun da
m entalm ente antidemocrático: las autoridades democráticas no tenían el
poder sin cortapisas de un pastor. D e la m ism a m anera que Sócrates se
oponía explícitam ente al sorteo, así también, en el caso de políticos de
verdadero talento, estaba im plícitam ente en contra de muchas de las sal-
248 La condena de Sócrates
Sus críticas son dem asiado fundam entales para que pudiera ser así. ¿A c a
so su dedicación de toda una vida a buscar expertos fue un m ero gesto, el
gesto de alguien que nunca esperó encontrarlos? Sócrates creía que un
pequeño grupo de especialistas en política, aunque fuesen un tanto im per
fectos, era preferible a la dem ocracia con su confianza en los sorteos y en la
ilusión de la sabiduría de las masas. Adem ás, el pueblo de Atenas veía
claram ente a Sócrates como un enem igo de la democracia. Si Sócrates se
hubiese m ostrado solo tibio con la dem ocracia, podríamos preguntarnos
legítim am ente por qué, al haber perm anecido en Atenas durante el go
bierno de aquellos asesinos que fueron los Treinta, éstos no lo condenaron
a m uerte y sí lo hizo la benévola democracia.
N o es indiferente que Sócrates contara entre sus am igos de toda la vida
a un «dem ócrata leal»25 como Querofonte. L a m ayoría tenemos — y todos
deberían tener— una m entalidad lo bastante abierta como para contar con
am igos de opiniones políticas diferentes de las nuestras. E n cualquier caso,
la m anera en que Sócrates presenta a Q uerofonte en la Apología de Platón
apunta en una dirección totalmente opuesta. Sócrates dice de Q uerofonte
que no solo era un dem ócrata leal, sino que «com partió vuestro destierro
y regreso». Se refiere al periodo en que los T re in ta estuvieron al frente
de Atenas — cuando los dem ócratas huyeron de la ciudad (o fueron conde
nados a m uerte), y solo regresaron tras la sórdida y breve gu erra civil— .
Y Sócrates adm ite su distanciam iento respecto a esos sucesos: no dice
«nuestro» sino «vuestro» reciente destierro y regreso — como debía ser,
pues era bien conocido que se había quedado en Atenas durante el régi
m en de los Treinta.
Este dato, ¿no prueba suficientem ente por sí solo que Sócrates era de
alguna m anera un oligarca? N i m ucho menos, pues casi las m ism as razo
nes que hacen que Sócrates no sea un dem ócrata hacen también que no sea
un oligarca. L a oligarquía es el gobierno de los pocos — en núm ero m ayor
o m enor, según los distintos Estados, pero definidos siem pre como los p ro
pietarios de unos bienes determ inados y/o poseedores de unos requisitos
de nacimiento— . Pero los gobernantes socráticos no tienen por qué ser
ricos o de noble cuna — al menos desde un punto de vista lógico— ; son,
sencillamente, los que poseen el conocimiento requerido. Sócrates se incli
naba más por la oligarquía porque los reyes-filósofos (podríamos servirnos
Política socrática 251
también del térm ino platónico, pues, según reconocen los estudiosos con
cienzudos,26 Platón describe en La república un sistema político con el que
Sócrates se habría sentido cómodo) tenían que ser necesariamente pocos, y
porque los ricos eran los únicos con suficiente tiempo libre como para ad
quirir el tipo de especialización exigida por él a sus gobernantes; pero S ó
crates no podía haber aprobado ninguna de las oligarquías existentes, pues
le parecerían gobiernos de ignorantes en el m ism o grado que la dem ocra
cia. L o que le interesaba no era una élite de fortuna o de linaje sino una
élite de cultura; quería una «aristocracia» en sentido literal — el «gobierno
de los m ejores»— , dotada para gobernar no por su noble alcurnia ni por el
dinero o la elocuencia, sino por su capacidad para conocer el bien y lograr
hacerlo realidad. A Sócrates no le interesaba tal o cual constitución, sino
solo que Atenas, o una form a de ella, fuera el tipo correcto de entorno
m oral. Su incapacidad para proponer unas disposiciones políticas detalla
das se debió, quizá, a su esperanza de que una Atenas reform ada tuviera
una necesidad de aparato legal y judicial considerablemente menor.
LA M I S I Ó N D E SO C R A TE S
«arte de las palabras» iba dirigid a específicam ente contra Sócrates no ten
dría ningún sentido. E s posible que sea en sí m ism a una afirm ación in ve
rosím il — da la sensación de que el objeto de la prohibición fue la enseñan
za de la retórica, m ás que los métodos de instrucción socrática— , pero, de
todos modos, carecería de sentido que Jenofonte hablara de ella a menos
que Sócrates hubiese m antenido su actividad en Atenas durante el periodo
de la junta. E s indudable que Sócrates se quedó en Atenas en el único sen
tido de peso. Carece de im portancia dónde durm ió aquellas noches; lo ún i
co significativo fue que siguió dedicándose a su trabajo en la ciudad.
L a perm anencia de Sócrates en Atenas requiere cierta atención, sobre
todo porque es ignorada por comentaristas29 de tendencia más filosófica que
siguen el ejem plo m arcado por Platón y Jenofonte. ¿C uál fu e la relación de
Sócrates con los T reinta? Jenofonte hizo cuanto pudo por defender a S ó
crates m ostrando que intentaron som eterlo legislando contra él, y llegó a
reproducir una conversación en la que éste discutía el asunto tanto con
C ritias como con Caricles y agrandaba la brecha existente entre él y ellos
dos. Platón transmitió el m ism o m ensaje al contar cómo los T rein ta inten
taron im plicar a Sócrates en sus planes obligándole, junto con otros cuatro,
a detener a un ciudadano ateniense rico y distinguido llam ado L eó n de
Salam ina30 (un conocido dem ócrata) para poder darle m uerte y confiscar
sus bienes; Sócrates se negó en redondo m archándose, sin más, a su casa y
dejando a los dem ás realizar aquella sucia tarea.
Si nuestros autores intentaban salvar la cara a Sócrates, sus intentos
resultan escasamente convincentes. L a conversación con Critias y Caricles
parece ficticia, y la historia de la detención concluye con un significativo
m urm ullo, y no con una m anifestación explosiva: si Sócrates consideraba
ilegal o inm oral la detención de León, ¿por qué no protestó? L o único que
hizo fue volver a su casa — una postura m oral escasamente valiente— .
T an to Platón como Jenofonte pasan de puntillas sobre el hecho de que
Sócrates decidiera quedarse en Atenas. Y lo decidió, tanto si fue uno de los
T re s M il seleccionados considerados dignos de la ciudadanía en la Atenas
de nuevo cuño, como si no (y es m uy posible que lo fuera). Sus relaciones
llegaban hasta lo más alto, pues tenía entre sus alum nos y am igos a C rid as
y Cárm ides y a Aristóteles de T o ras; su herm anastro Patrocles y otros es
tudiantes se hallaban en el entorno de los T rein ta; y él m ism o m antenía
Política socrática 253
opiniones que los oligarcas podrían haber considerado compatibles con las
suyas.
Casi todas las personas importantes de Atenas tom aron partido, y quie
nes no pudieron soportar a los T rein ta abandonaron la ciudad para m ar
char a otra parte, aunque no participaran activam ente en la rebelión. F u e
un tiempo de un caos espantoso en el que la gente entraba y salía de Atenas
con la m ayor cantidad de bienes que podía transportar. Los refugiados
que dejaban la ciudad habían sido despojados de sus posesiones o huían
para salvarse y salvar a sus fam ilias. Quienes se quedaban era porque así lo
habían decidido, en el sentido de que cualquiera de ellos podría haberse
unido al éxodo y hallar un alojam iento tem poral en otra parte; por lo tan
to, no se puede afirm ar que la m era residencia fue una postura neutral.
Sócrates podría haber sido bien recibido en la oligárquica Tebas, donde
tenía allegados estrechos entre los pitagóricos, que prosperaban allí y que
ya habían acogido a otros exiliados, incluido Trasíbulo.
Todos los que se quedaron tras el desalojo fueron considerados sim pa
tizantes; así lo dem uestra el hecho de que tras la restauración de la dem o
cracia se les ofreciera de m anera general la posibilidad de salir de Atenas e
instalarse en el enclave oligárquico de Eleusis, adonde habían huido ya la
m ayoría de los Treinta. Lisias escribió su Defensa contra la acusación de
subvertir la democracia en favor de un hom bre que, como Sócrates, perm a
neció en Atenas durante el régim en de los T rein ta; una gran parte de su
obra es un intento bastante desesperado de exponer que residir en Atenas
en aquel tiem po no era signo de lealtad a los Treinta. Sócrates debió de
saber, al menos, que su estancia en Atenas m ientras sus am igos y com pa
ñeros ocupaban el poder parecería una aprobación, y que, al ser él un p er
sonaje significativo, sus actos serían observados y evaluados; además, hasta
el episodio de León, que según da a entender Platón se produjo hacia el
final del régim en (pues los T reinta no tuvieron tiempo de condenarlo a
m uerte), no había hecho nada para distanciarse de ellos. Por lo tanto, su
perm anencia en la ciudad fue una m uestra de aprobación, de estupidez o
de indiferencia poco apropiada.
L as intenciones de los T reinta de convertir Atenas en una sociedad de
estilo espartano y los panegíricos a Esparta publicados por Critias solo sir
vieron para em peorar las cosas. Se conocía o, al menos, se suponía en gene
La condena de Sócrates
ral3' desde hacía tiempo que Sócrates y sus seguidores se sentían atraídos
por Esparta. N o es que desearan largarse y vivir allí, pero les gustaba cómo
sonaba la idea de una sociedad más estructurada, o incluso tam bién su ré
gim en oligárquico. ¿C óm o podría Sócrates no haber parecido un sim pati
zante? N o hacía falta una gran inteligencia ni m ucha sensibilidad para ver
qué clase de gente eran los T reinta; T rasíbulo y cientos de personas más no
necesitaron m ucho tiem po para percatarse de lo que estaba sucediendo, y
no deberíam os pensar que la inteligencia o la sensibilidad de Sócrates eran
menos agudas que las de ellos. Sócrates debió de haberse sentido atraído
por los T reinta, al menos hasta el punto de estar dispuesto a concederles
un m argen de tiempo para ver si las intenciones de aquellos gobernantes
para Atenas coincidían con las suyas.
N o tenemos que m irar lejos para ver en qué consistía ese atractivo:
C rid as prom etía la reform a m oral de Atenas; deseaba purgar la escoria y
dejar solo el oro de unos pocos hom bres buenos y auténticos que, a partir
de ese m om ento, m anejaran una ciudad virtuosa. Esta cruzada se acerca
tanto al ideal político de Sócrates que algunos debieron de haberse p re
guntado si no era, en realidad, asesor de Critias. N o hay duda de que S ó
crates no tardó en desilusionarse cuando se vio con claridad que entre los
m edios empleados por Critias para hacer realidad aquellos planes suyos
que tan bien sonaban se incluían las ejecuciones m asivas y las expulsiones
de la ciudad, y es indudable que fue ésa la razón de que se negara a ayu
darles cuando le pidieron que detuviera a León (que fue asesinado, de
hecho, sin juicio), pero para entonces era ya dem asiado tarde: Sócrates h a
bía quedado contam inado por asociación con los Treinta. H asta los gra n
des filósofos pueden ser ingenuos.
Sócrates fue presa de su deseo de presenciar la regeneración m oral de
Atenas. E n la Apología, Platón nos lo presenta en trance de llevar a cabo
esa tarea por su cuenta, m ientras que, en el texto de los Recuerdos de Sócra
tes, Jenofonte lo describe en el intento de educar a los demás para que se
conviertan en dirigentes de la ciudad:
E L P A P E L D E A L C IB IA D E S
para brillar en el terreno elegido. Finalm ente, tras haberles dem ostrado
sus defectos, accederá, quizá, a aceptarlos en su círculo selecto.
E n úA cibíades de Platón vemos a Sócrates trabajando sobre su alum no
más deslum brante. Sócrates afirm a que lleva un tiempo fijándose en A lci
biades, pero que ha sido ahora cuando su vocecita interior le ha perm itido,
por fin, abordarlo. Las ventajas naturales de Alcibiades — el joven más be
llo de Atenas, originario de la m ejor fam ilia de la ciudad más excelente de
G recia, bien relacionado y poseedor de una fortuna— le han llevado a tra
tar con desdén a sus dem ás pretendientes. Sócrates espera salir m ejor para
do. ¿Por qué? Porque es consciente de que Alcibiades (a pesar de tener solo
diecinueve años en ese momento) desea ser el principal estadista no solo de
Atenas, no solo de G recia, no solo de Europ a, sino de todo el m undo cono
cido. Sócrates es el único que puede ayudarle a hacer realidad esa ambición,
pero Alcibiades debe refrenar su arrogancia y someterse a sus preguntas.
Resulta que Alcibiades no sabe nada que le ayude a satisfacer sus am bi
ciones: su conocim iento, basado en la educación ateniense de la clase alta,
es políticam ente im procedente o inferior al de los expertos. L a principal
cuestión que ignora Alcibiades, pero que necesita conocer si pretende ser
un estadista competente, es la naturaleza de la justicia. Alcibiades actúa
como si supiera qué es, pero no lo sabe, y el conglom erado hereditario no
ha conseguido enseñárselo, como tampoco lo ha logrado en otros asuntos
referentes a m aterias complejas o discutibles. T a l vez, sugiere Alcibiades
con astucia, un político no necesite saber qué es la justicia, sino solo que se
trata de algo conveniente. Pero Sócrates, de m anera contundente, deja
también al descubierto su desconocimiento de lo que es conveniente.
Som etido al sondeo de Sócrates, Alcibiades toma conciencia de su pa
ralizante ignorancia en asuntos fundam entales. E n la versión de esta con
versación transm itida por Esquines de E sfeto,34 Alcibiades se siente tan
abrum ado por esa conciencia que estalla en lágrim as, posa su cabeza en el
regazo de Sócrates y le suplica que sea su m aestro; pero el Sócrates de P la
tón no ha acabado todavía. N o es ningún consuelo, sigue diciendo, que casi
todos los dem ás políticos atenienses sean igualm ente ignorantes; ello no
excusa la ignorancia de Alcibiades. Si está destinado a representar un p a
pel im portante en el teatro del m undo, y no solo en Atenas, se encontrará
inevitablem ente con una clase de rivales m ejores.
258 La condena de Sócrates
la única luz cierta que se puede arrojar sobre este episodio, pero fue, segu
ramente, lo bastante extraordinario como para representar algún tipo de
m om ento crucial en la vida de Sócrates — un nuevo com ienzo, el inicio de
un nuevo día— . Q uiero proponer, de m anera un tanto fantasiosa, que ese
m om ento crucial tuvo que ver con Alcibiades, con quien Sócrates pasó
gran parte de su tiem po durante la cam paña; que durante esas veinticua
tro horas, Sócrates se percató por prim era vez de la faceta política de su
m isión, consistente en tomar de la mano a aquel m uchacho y form arlo
como rey filósofo, y en hallar asim ism o a otros más.
Sócrates pudo ver que estaba a punto de estallar la guerra de su m undo,
tan largam ente temida; y supo que sería fundam ental, fuera cual fuese el
resultado, que Atenas surgiera de ella teniendo en el poder a hombres de
principios, por lo que decidió centrarse en enseñar a los jóvenes, y en espe
cial a form arlos en m oralidad y política. D e ahí que Platón describa su
p rim era pregunta,43 al regresar de Potidea, com o una preocupación por los
logros o la prom esa de los jóvenes de la ciudad — y la persona presentada
es Cárm ides, que iba a convertirse en uno de los m iem bros de su grupo
selecto de jóvenes políticamente prom etedores— . Pericles tuvo a D am ón,
Protágoras y A naxágoras para ayudarle a configurar y exponer su política;
los sofistas, en general, tuvieron a m enudo como objetivo producir estadis
tas competentes; Sócrates deseó representar a su m anera el m ism o papel
para la siguiente generación de estadistas atenienses. F u e una decisión
trascendental, y pagó por ella con su vida.
12
U N G A L L O P A R A A S C L E P IO
guerra; m antenía una relación estrecha con otros que o se habían burlado
de los Misterios o habían profanado los hermes; también era íntim o de
Critias, el ideólogo de los brutales T rein ta, y de otros m iem bros de aquel
círculo; sus opiniones políticas eran elitistas y olían igual que el program a
de regeneración m oral de Atenas propuesto por los dirigentes «ilustra
dos» y que Critias había intentado prom over; se pensaba que era partida
rio de una constitución espartana; se había quedado en Atenas durante el
régim en de los T reinta; en su proceso se m ostró desafiante y abiertamente
hostil con los tribunales dem ocráticos y el legado tradicional. L o s m om en
tos emblemáticos de la historia, com o el juicio de Sócrates, serán secuestra
dos siempre por intereses partidistas, pero intentar que dicho juicio depen
da de un único asunto constituye una grave tergiversación de los hechos.
L o peor de todo es que se rodeó de hombres a quienes probablem ente
inoculó esas m ism as opiniones. L as obras socráticas tanto de Platón como
de Jenofonte están pobladas de personajes indeseables; los antidem ócratas
superan en una proporción considerable a los no alineados o a los partida
rios de la dem ocracia. D e los quince interlocutores presentados por P la
tón en conversación con Sócrates y cuya filiación política nos es conoci
da, cinco son dem ócratas y el resto, canallas o traidores. Se sabía que
Sócrates había enseñado y am ado a Alcibiades y Cárm ides; tam bién había
sido maestro de C ritias y Eutidem o, el am ado de Critias; otro de los
T rein ta, Aristóteles de T o ras, pertenecía, al menos, al círculo socrático, lo
m ism o que Clitofón, que ayudó a preparar el terreno para la oligarquía
del 4 1 1 y se situó en la periferia de la del 404; siete, al menos, de los que
huyeron al exilio2 debido a los escándalos del 4 15 eran compañeros íntimos
suyos; Jenofonte pertenecía al grupo de sus estudiantes y fue desterrado
de Atenas en la década del 390 por sus inclinaciones antidemocráticas y
favorables a Esparta; en general, Sócrates se m ovía en los círculos de los
oligarcas o de quienes se sospechaba que lo eran y m antenía una relación
estrecha con los pitagóricos, políticamente sospechosos. Sócrates podía
haber sido condenado sim plem ente en función de sus lam entables com
pañeros y alum nos por unos dicastas que no sabían nada de sus opiniones
políticas y religiosas.
Pero Sócrates había estado m olestando a la gente con sus preguntas
desde el 440, aproxim adam ente; se sabía que era el m aestro de unos jóve-
Un gallo para Asclepio 265
m anera distinta debido a su relación con los Treinta. A l ser uno de los que
habían perm anecido en Atenas durante su régim en, se había ofrecido a
Sócrates la posibilidad de salir de la ciudad e instalarse en Eleusis. E l la
rechazó; al ser un personaje representativo, el paso lógico siguiente era
llevarlo a juicio.
LOS R E P R E S E N T A N T E S D E LA A C U S A C IO N
Tenem os ya el contexto que nos perm ite conjeturar los m otivos de los acu
sadores de Sócrates — M eleto de Piteas, Licón de Tóricos y Á nito de
E un om io— . E n los años a los que nos referim os hubo varios hombres
llam ados M eleto, pero sabemos tan poco acerca de ellos que ni siquiera
podemos estar seguros de cuántos fueron. Resulta atrayente pensar que el
M eleto que acuso a Sócrates es el m ism o que había llevado a los tribunales
otro destacado caso de im piedad contra Andócides unos meses antes; ello
nos ofrecería una im agen coherente de un conservador religioso devoto de
la dem ocracia. Pero Platón hace que Sócrates defina a su M eleto como
«joven y desconocido»,4 una descripción nada adecuada para el acusador
de Andócides, que había sido en el pasado uno de los hom bres más ricos
de Atenas y un fam oso antidem ócrata.
H u bo tam bién un tal M eleto im plicado en la detención de L eó n de
Salam ina durante el régim en de los Treinta. Com o Sócrates se negó a
participar en su detención, sus defensores postumos habrían hecho m ucho
hincapié en la participación de uno de sus acusadores; además, si nuestro
M eleto hubiese sido éste, es difícil que Sócrates dijera que le resultaba
desconocido. Pero, por el discurso de defensa de Andócides,5 sabemos que
el M eleto que lo llevó a juicio fue también el que participó en la detención
de León. E n tal caso, nuestro M eleto — el M eleto de Sócrates— no entra
en cuenta. Su padre pudo haber sido un autor de tragedias no m uy distin
guido. Su escasa notoriedad hace verosím il pensar que fuera poco m ás
que un testaferro de los otros dos acusadores, Ánito y Licón , personajes
bastante más destacados de la vida pública ateniense. A sí lo confirm an las
palabras de Sócrates tras el veredicto de culpabilidad: «Es evidente para
todos que, si no hubieran com parecido Á nito y L icón para acusarm e,
Un gallo para Asclepio 267
E L D IS C U R S O D E A C U S A C IO N P R O N U N C IA D O P O R Á N I T O
seriam ente su dem anda), por lo que en los pasajes recuperables del D iscur
so de acusación contra Sócrates de Polícrates no hay nada que le im pida re
flejar con autenticidad el verdadero alegato de Ánito. Y eso es tam bién lo
que da a entender Jenofonte: al principio de sus Recuerdos de Sócrates,
cuando se refiere a la obra de Polícrates, atribuye los argum entos al «acu
sador» (o «dem andante»), lo que parece con gran probabilidad una refe
rencia al juicio de Sócrates y a uno de sus tres acusadores.
L a naturaleza m ism a de los escritos de Polícrates apunta en esa m ism a
dirección. A l igual que su más ilustre predecesor G orgias de Leontinos,
era conocido por escribir disertaciones paradójicas ideadas para dar una
muestra de sus habilidades retóricas en alguna causa poco prom etedora. E l
propósito fundam ental no era la verdad, sino la exhibición retórica. Pero
ni el repertorio de G orgias ni el de Polícrates se reducían a la paradoja. Si
el Discurso de acusación contra Sócrates hubiese sido un m ero pasatiem po,
Jenofonte no se habría m olestado en darle respuesta, pues nadie se lo h a
bría tomado en serio. E s m uy posible que el «acusador» de Jenofonte sea,
en realidad, Ánito, y que, por lo tanto, conozcamos al menos un poco de lo
que dijeron en sus discursos los dem andantes en el juicio contra Sócrates.
L a táctica básica de un discurso de acusación en los tribunales atenienses
consistía en adm itir una im plicación personal, intentar convertir la in dig
nación privada en pública asegurando que se actuaba en interés del pueblo
señalando el historial delictivo del acusado y su carácter depravado y anti
democrático, y sostener que la preservación de la ciudad dependía de un
veredicto de culpabilidad. E s, por lo tanto, probable que, antes de pasar al
m eollo de su discurso, Á nito com enzara con alguna generalización de ese
tipo. Pocas de las cosas que vienen a continuación son fantasía, aunque, por
supuesto, las he redactado yo m ism o; por lo demás, se basan en los diversos
escritos posteriores que parecen reflejar los discursos de la acusación.14
Caballeros, no quiero quitaros mucho tiempo. Todavía tiene que tomar la palabra
mi amigo Licón, cuya trayectoria al servicio de la ciudad es conocida de todos vo
sotros. Además, ya habéis oído hablar a Meleto y demostrar que este hombre, Sócra
tes de Alopece, es un ateo acérrimo, cabecilla de un extraño conciliábulo y un sofis
ta que enseña a los jóvenes destrezas corruptas y subversivas — les enseña a pasar
por encima de ciudadanos honrados, como sus padres y los amigos de sus familias,
Un gallo para Asclepio 2JI
El único amigo verdadero, dice, y el único padre auténtico es el que sabe qué es
lo correcto — es decir, según los particulares criterios de Sócrates— y puede expli
cárselo a los demás y guiarlos hacia ello. Pero eso solo lo dice para presentarse como
el máximo amigo de sus estudiantes e introducir así una cuña entre ellos y susfa m i
lias. ¿Cómo puede alguien ocupar el lugar de un padre, que ha dado a sus hijos el
don de la vida? Difícilmente iremos demasiado lejos si decimos que este hombre ha
sido el único responsable del conflicto intergeneracional que afectó tan gravemente
a nuestra ciudad hace unos pocos años. El y nadie más que él ha hundido la ciudad
en la crisis de la que solo ahora se está recuperando. Tenemos que asegurarnos de
que no haga nada para echar por tierra esa recuperación.
Es bien sabido que se burla y enseña a otros a burlarse de los sorteos, base de
nuestro igualitarismo democrático y prenda de nuestra confianza en los dioses.
Como sifuera un ciudadano leal, dice que el sorteo perjudica en realidad a la ciu
dad. Desea ver cómo unos pocos hombres con conocimiento la toman a su cargo
—pero ¿qué nombre daríamos a esto sino el de oligarquía? —. Hace tiempo que se
sabe que es partidario de las prácticas de Esparta y los espartanos, lo que nos hace
retroceder nuevamente a la elitista pederastía perpetuada por él. Está tan lejos de
animar a sus seguidores a que participen en la vida pública de la ciudad, que, tanto
con su ejemplo como con sus palabras, les hace preferir la ociosidad al cumplimien
to de sus deberes cívicos.
Hasta aquí he hablado de sus seguidores en general. Permitidme ser ahora más
concreto. Sócratesfu e el maestro de Alcibiades y Critias. Apenas necesito recordaros
las hazañas de Alcibiades. Fue un hombre que aspiraba a la tiranía, instigó el golpe
oligárquico de hace doce años, profanó nuestros Misterios más sagrados y es posible
que hubiera profanado los hermes. Fue un hombre que ayudó tanto a los espartanos
como a los persas en su campaña militar contra nosotros, cuando podía y debía
haberse servido de sus innegables talentos para ayudarnos a ganar la guena. Fue un
hombre al que se maldijo y desterró como monstruo de impiedad y que, apenas le
hicisteis regresar a la ciudad, movidos por vuestra indulgencia, cuando su tiránica
ambición volvió a alzar su vil cabeza, y acertasteis al considerar adecuado des
terrarlo una vez más. Alcibiades fu e responsable de casi todas las cosas terribles
padecidas por la ciudad durante la guerra.
En cuanto a Critias, los terribles sucesos planeados por él son demasiado recien
tes como para que necesitéis que alguien os los recuerde. Deseaba convertirnos en
un satélite de Esparta; deseaba hacer borrón y cuenta nueva con la democracia. En
pos de su visión, mató sin piedad a quinientos ciudadanos o metecos leales y robó los
bienes de muchos más, a quienes envió al destierro. Todos los atenienses sanos de
Uti gallo para Asclepio 273
corazón y mente se rebelaron contra él. ¿Y qué hizo Sócrates? Se quedó en Atenas;
se mantuvo como espectador y observó cómo Critias expulsaba a atenienses de la
ciudad, robaba sus propiedades y asesinaba a sus parientes. ¿Ypor qué se quedó?
Porque Critias era uno de sus discípulos —al igual que Cármides y Aristóteles,
hombres de una reputación apenas menos perversa— . En realidad, es probable que
no os sorprenda saber que muchas de las ideas de Critias fueron espigadas de su
maestro.
E l os dirá que no es un maestro y que, por lo tanto, nunca enseñó a Alcibiades
y a Critias. Apelará a sufamosa pobreza para testificar que nunca aceptó dinero por
sus enseñanzas — cuando lo único que esto demuestra es su absoluta excentrici
dad—. Os dirá que, en cualquier caso, no habría que culpar al maestro por las
opiniones de sus alumnos. Os dirá que las suyas no son subversivas o ateas —y que,
en realidad, no hay nadie en Atenas más moral y recto que él, afirmación que ni
siquiera me molestaré en abordar—. Pero ¿es solo mera coincidencia que Alcibia
des y Critias mantuvieran unas opiniones tan similares a las de su maestro? ¿Las
tomaron del aire? Todo el mundo cree que los maestros — no quienes enseñan he
chos sino opiniones, como él— son responsables de las opiniones de sus alumnos. El
hecho de negarlo no es más que otro ejemplo de su desprecio hacia lo que creemos
nosotros, la gente corriente.
A l igual que a los otros Tres Mil, se le ofreció la posibilidad de retirarse a Eleu
sis, sin más represalias por su conducta perversa. Pero no tuvo la decencia normal
de aceptar el ofrecimiento y evitar estejuicio; y como decidió quedarse y compare
cer ante el tribunal, merece la pena de muerte. Si no ejecutáis a este hombre, sois
cómplices del mal moral que ha afectado a nuestra hermosa ciudad y que nosotros
estamos haciendo cuanto podemos por combatir, y no conseguiréis impedirfuturas
revoluciones oligárquicas planeadas por él o por otros de su círculo. Fijaos: incluso
ahora tiene entre sus seguidores al menos a un pariente de Critias, el joven Platón.
Os corresponde a vosotros proteger a nuestra juventud, elfuturo de la ciudad, con
denando a este hombre a muerte.
pero se trataba del aspecto particular más im portante de los cargos contra
Sócrates. N o es solo que fuese im pío e irreligioso, sino que enseñaba a los
jóvenes a serlo también ellos. M ogens H ansen exageraba solo un poco
cuando dijo:
A Sócrates no se le acusó de ser ateo, sino misionero... Era raro que se juzgara
a una persona que tenía opiniones propias acerca de los dioses; y el hecho de
que se llevara a juicio a alguien que criticaba las instituciones democráticas
constituye un caso singular. Se supone, pues, que Sócrates no fue juzgado por
tener esas opiniones sino, más bien, por haberlas propagado entre sus seguido
res cada día, un año sí y otro también.'6
U N C H IV O E X P IA T O R IO
Literalm ente, «guía», «dirigente». E l térm ino fue utilizado para de
signar a diversos altos cargos del gobierno ateniense en diferentes m o
mentos de su historia. E n el periodo clásico había nueve arcontes elegi
dos cada año: el arconte epónimo (que daba nom bre al año), el arconte
rey, el polem arco (dirigente de la guerra) y seis thesmothétai (en origen,
responsables de las leyes y el orden público).
dem o :
éforo:
Soldado de infantería fuertem ente arm ado, en general con casco, cora
za con un jubón corto de protección, grebas de bronce para las espini
llas y, sobre todo, un gran escudo redondo y cóncavo de unos 90 cm de
diám etro, hecho de m adera recubierta de bronce con un borde tam bién
de bronce. Portaba una larga lanza arrojadiza con punta de bronce y
una espada de hierro.
CLEPSIDRA («LADRONA DE AG UA»):
Reloj de agua.
«K Ó M O S»:
ciudadanos atenienses; por ejem plo, no podían, norm alm ente, tener
tierras en propiedad.
o s t r a c is m o :
Proceso por el que el pueblo ateniense tenía derecho a enviar cada año
al destierro por un periodo de diez a un personaje público prom inen
te, aunque sin hacerle perder sus derechos de propiedad. H abía que
depositar un m ínim o de seis m il votos para el conjunto de los candi
datos, y m archaba al destierro quien recibía m ás votos en contra. U n
voto era un óstraJtpn — un fragm ento de una vasija de barro con el
nom bre del político en cuestión inscrito o pintado sobre él— . E l pro
ceso cayó en desuso después del 4 16 , aunque siguió siendo posible en
teoría.
pa lestr a :
Véase Xenía.
284 Glosario
p r it a n ía :
Periodo de treinta y seis o treinta y siete días al año en que los cincuen
ta consejeros de una de las diez tribus de Atenas se encargaban de las
funciones diarias del gobierno; de ahí que se les denom inara los prytá-
neis, «el ejecutivo».
sá tr a pa :
TRIERARCO:
E L J U IC IO DE SÓCRATES
I. SÓCRATES A N T E E L T R IB U N A L
ses 53.3. 3. Diogenes Laercio, Vidas de losfilósofos más ilustres 2.40. 4. Pla
tón, Fedón 5 9 C - 6 1 C . 5. Véase Platón, Critón 44b ss. 6. Platón, Critón
49a-5oa. 7. «Hemlock Poisoning and the Death of Socrates», en Brickhouse
y Smith (edsj, Trial and Execution, 255-78. Una version más breve de este artícu
lo apareció por primera vez online en marzo de 2001 en el Journal o f the Interna
tional Plato Society, http://www.nd.edu/-plato/bloch.htm. 8. Fedón 117a-
II8a; Jenofonte, Apología 7, nos lleva a pensar también en una muerte pacífica.
9. Véase Platón, Apología 26b. 10. Platón, Apología 17c; Jenofonte, Apología
3 (véase también Recuerdos de Sócrates 4.8.4). 1 1 . Platón, Apología 20e ss. Fue
famoso incluso en la Antigüedad. Véase, por ejemplo, ps.-Luciano, Amores 48
(siglo h d. C.), que, con sentido del humor, da a la anécdota un giro erótico: Sócra
tes es el más sabio por que se siente atraído por los jóvenes. 1 2 . P. ej. Aristó
fanes frs, 539, 573 Kock, Aves 1296, 1564; Alexis fr. 210 Kock (fr. 214 Arnott);
Antífanes fr. 197 Kock. 13. Platón, Laques i87d-i88a. E l primer fragmento
de comedia que menciona a Sócrates, datable antes del 430, es fr. 12 Kock (Gian-
nantoni I A2), del poeta Calías, en el que presenta a un personaje que acusa a
289
290 Notas
Sócrates de hacer arrogante a la gente. Es evidente que los jóvenes habían comen
zado ya a imitar sus interrogatorios como medio para sentirse superiores a los
demás. 14. Aspects o f Antiquity, 62. Sobre otras apologías socráticas, véase
Trapp, «Beyond Plato and Xenophon», en Trapp (ed.), Socrates from Antiqui
ty to the Enlightenment, 51-63. 15. Disertación 3, en Michael Trapp, Maxi
mus o f Tyre: The Philosophical Orations (Oxford: Oxford University Press, 1997).
16. No conoceríamos esta tradición de no ser por la conservación casual de un
fragmento de papiro que contiene parte de un diálogo socrático en el que se pre
gunta a Sócrates por qué no preparó una defensa. E l fragmento es PKöln 205 (en
Michael Gronewald, Kölner Papyri, vol. V (Opladen: Westdeutscher Verlag, 1985),
33-53); aparece resumido por Jonathan Barnes en Phronesis 32 (1987), 365-6.
17. Platon, Apología 38b; Jenofonte, Apología 10. 18. Platón, Apología i9b-c;
véase también Jenofonte, Económico 11.3. 19. Aristófanes, Aves 1280-4,1553-6
(estrenada el 414); Ranas 1491-99 (estrenada el 405). Véase también otros frag
mentos cómicos recogidos por Giannantoni en su sección I A. 20. En con
creto, por las de Anaxágoras de Clazómenas (según Platón, Fedón g6a-ggd), qui
zá a través de Arquelao, discipulo de Anaxágoras, natural de Atenas; véase
Geoffrey Kirk, John Raven y Malcolm Schofield, The Presocratic Philosophers
(Cambridge: Cambridge University Press, 1983), 385-6. Jenofonte, Recuerdos de
Sócrates 4.7.1-6, parece sugerir también que Sócrates se había especializado en
algún momento en esos temas; en cualquier caso, su actitud hacia ellos no parece
ser producto de un desconocimiento. Algunos sostienen que Jenofonte, Recuer
dos de Sócrates 1.6.14, da a entender, incluso, que Sócrates enseñó esas materias,
pero no consigo encontrar pruebas de ello. 21. Apología 19-21. 22. M ur
ray, Gree\ Studies (Londres: Oxford University Press, 1946), 67. 23. Platón,
Apología 36a. 24. Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos más ilustres 2.42.
25. Platón, Apología 39c. 26. Ambos autores ponen en boca de Sócrates la
afirmación de que quienes están a punto de morir adquieren poderes proféticos,
y su voz sobrenatural le había indicado que saldría beneficiado del juicio; los
autores atribuyen a esa voz sobrenatural la parte de la acusación que menciona
ba nuevos dioses; y ambos hacen que Sócrates insista en que nunca fue injusto
con nadie. 27. Sócrates pide silencio o prevé esas interrupciones en Jeno
fonte, Apología 15; Platón,Apología lyc-d, 20e, 21a, 2ya-b, ^oc, ^id-e. 28. j i d -
e; 28a-b; 246-250; 2oe-2ib, 28e-29a; 34c-35d (véase también Critón 48c-d); 37a-b;
38d-e; 28e-29a, 35d; 3Ód-e. 29. Apología 1. 30. «La Apología solo pue
de entenderse si se ve a Sócrates intentar conseguir su absolución de una manera
coherente con sus principios» (Brickhouse y Smith, Socrates on Trial, 210). Reeve
Notas 291
dice de la Apología de Platón que forma «parte de una defensa razonable e inte
ligible compatible con sus [de Sócrates] principios más profundos y que establece
su inocencia» (Socrates in the Apology, 185). 3 1. Platón, Gorgias 521e (véase
también 486a-b, 522b); Teeteto 174c.
2 . CÓMO FU N C IO N A BA E L SISTEM A
3. E L CARGO DE IM PIED AD
Nauck (ambos del Belerofonte), Troyanas 987 ss.; véanse también todos los demás
fragmentos y versos recopilados y analizados por Yunis, A New, Creed. 15. Je
nofonte, Recuerdos de Sócrates, 1.1.2; véase también Jenofonte, Apología 11 , Platón,
Eutidemo 302c. 16. Jenofonte, Recuerdos de Sócrates 4.3.7; véase también 1.4.
17. Platón, República 379c. 18. Odisea 1.32-3. 19. Platón, Eutifrón 6a
(véase 66-c). 20. Podemos encontrar una crítica que racionaliza mitos y
concepciones acerca de los dioses en Jenófanes de Colofón, Heráclito de Efeso,
Solón de Atenas, Píndaro de Cinoscéfalos, Hecateo de Mileto, Eurípides de Ate
nas y Pródico de Ceos — por no hablar del extraordinario papiro de Derveni— .
Véase también Platón, Pedro 22c¡c-d. 21. Eurípides, Heracles 1341-6; véase
también, p. ej., Ifigenia entre los tauros 385-91, que concluye en tono socrático:
«No creo que ninguno de los dioses sea malvado». 22. Eutifrón 15a.
23. Platón,Eutifrón 14e. 24. Jenofonte,RecuerdosdeSócrates 1.3.2-3. 25. Pla
tón, República 331b. 26. Isócrates 1.13 (ADemónico). 27. Véase Home
ro, litada 9.497-501, y Platón, República 364^3653. 28. Platón, Fedro 279b-c.
29. Véase p. ej. Michael Clarke, Flesh and Spirit in the Songs o f Homer (Oxford:
Oxford University Press, 1999), 277-82. 30. P. ej. Euripides, Electra 890-2.
31. Isócrates 7.30 {Alocución al Areopago). 32. Jenofonte, Recuerdos de Sócra
tes 4.7.6; Platón, Eutifrón 4e; en general, Platón, Apología 23a-b, sobre la insufi
ciencia de la sabiduría humana, y la campaña mantenida por Sócrates durante
toda su vida contra las falsas pretensiones de conocimiento. 33. P. ej. Aris
tófanes, Nubes 140-3, Aves 1553-6; también Platón presenta a Sócrates, en especial
en el Banquete y el Fedro, como una persona ilustrada capaz de mostrar a los de
más cómo ir más allá de las experiencias. 34. Bussanich, «Socrates the Mys
tic», y «Socrates and Religious Experience». 35. En el Fedón, Platón presenta a
dos pitagóricos que acompañan a Sócrates en la prisión el último día de su vida;
en Banquete i75a-b y 22oc-d habla brevemente de los trances de Sócrates; el últi
mo duró por lo menos veinte horas y fue presenciado por otras personas.
36. Los pasajes más importantes son Jenofonte, Apología 12-13, Recuerdos de Só
crates 1.1.2- 5,4.3.12-13,4-8.1,4.8.5-6,4.8.11, Banquete 8.5; Platón, Apología 3ic-d,
4oa-b, 4id, Primer Alcibiades xo3a-b, i35d, Eutidemo 272e, República 496c, Fedro
242b, Teeteto 151a; ps.-Platón, Teages i28d-i3oe. Otro autor antiguo más tardío
que ofrece una reflexión sobre el fenómeno es Plutarco, Sobre el dios personal de
Sócrates. 37. Jenofonte, Apología 12, Recuerdos de Sócrates 1.1.2; Platón, E uti
frón 3b. 38. Ranas 888-91. 39. Platón, Apología 31c; Jenofonte, Recuer
dos de Sócrates 1.1.2. 40. Platón, Eutifrón 3b. 41. P. ej. Brickhouse y
Smith, Socrates on Trial, 69-87; Smith y Woodruff, Reason and Religion, 3-4.
Notas 293
(Pausanias, Descripción de Grecia 1.22.8) — pero, luego, durante siglos, las guías
turísticas de Atenas fueron tristemente famosas por vincular indiscriminada
mente todos sus objetos famosos con personajes también de fama, de modo que,
durante el régimen turco, el templo de Zeus en Olimpia, por ejemplo, solía de
signarse como palacio de Adriano (o, incluso, de Teseo). En la colina ateniense
de Filopappou hay todavía una celda señalada erróneamente como prisión de
Sócrates. 12. Ps.-Aristóteles, Fisiognómica 808a. 13. Véase Platón,
Cármides 154b ss., Lists 204b ss., República 403b, Banquete, Fedro; Jenofonte,
Banquete 4.26, 8.12, 8.32, Recuerdos de Sócrates 1.2.29, 1.3.8-13; véase también
Platón, Leyes 6363-0, 8360-8416, aunque estos sentimientos no se ponen en boca
de Sócrates. 14. Platón, Cármides 155 d. 15. Platón, Banquete 222b.
16. Platón, Laques i8oe. 17. Recogida en Plutarco, Vida de Aristides 27,
quien se refiere a varios autores poco de fiar, pero también, de manera vacilante,
a Aristóteles; véase asimismo Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos más ilustres
2.26, y Ateneo, Banquete de los eruditos 555d-55Óa. 18. Platón, Apología
19. Aristóteles, Retórica 1367a. 20. Platón, Menéxeno 134c. 21. De-
móstenes 54.16 ss. (Contra Conón). 22. Lisias 12.51 (Contra Eratóstenes).
23. Tucídides, La Guerra del Peloponeso 6.16-18, 6.89-92. 24. Isócrates, 16.6
(Sobre el tiro de caballos).
5. LA PEST E Y LA GU ERRA
i. Davies, Wealth, ioo-i. Entre las fuentes antiguas que señalan la posesión de
caballos como signo de una gran riqueza se hallan Aristóteles, Política 1289b;
Lisias 24.10-12 (Sobre el rechazo de una pensión para un inválido)·, ps.-Demóstenes
42.24 (Contra Fenipo)·, Aristófanes, Nubes 14-16, 25-32. 2. Diodoro de Sicilia,
Biblioteca histórica 13.74. 3. Cuarto, Tucídides, La Guerra del Peloponeso
6.16.2; tercero, Isócrates 16.34 (Sobre el tiro de caballos), y la oda euripídea en Plu
tarco, Vida de Alcibiades 11.2. En la Vida de Demóstenes 1.1, Plutarco recoge una
tradición según la cual esta oda conservada no era en realidad de Eurípides.
4. Tucídides, La Guerra del Peloponeso 6.16. 5. Como hizo el ps.-Andócides
4-27 (Contra Alcibiades). La datación del discurso es polémica: dos buenos puntos
de partida acerca de este asunto son los artículos de Prandi y Raubitschek inclui
dos en la bibliografía. 6. Mencionados ya para el año 415 por Tucídides, La
guerra del Peloponeso 6.15.4, y el ps.-Andócides 4.24, 27 (Contra Alcibiades)·, véase
también Isócrates 26.38 (Sobre el tiro de caballos). 7. Lisias, fr. 5 Thalheim.
8. Antístenes, fr. 29 Caizzi. 9. Avispas 488-507 (estrenada en el 422), Aves
1074-5 (estrenada en el 414). Sobre otros pasajes contemporáneos en que la pala
bra «tirano» se emplea como un insulto carente más o menos de otro significado,
véase Douglas MacDowell, Aristophanes: Wasps (Londres: Oxford University
Press, 1971), n. de la p. 345 10. Tucídides, La Guerra del Peloponeso 6.15.2,
6.90.2; esa ambición se atribuye a Alcibiades en ambos casos. 11 . P. ej., refe
rencias a la riqueza de Sicilia, en Eurípides, Cíclope (423 a. C.) y Aristófanes, Paz
93-4 (4 213.0 .). 12. Tucídides, La Guerra del Peloponeso 6.8.2. 13. T u
cídides, La Guerra del Peloponeso 6.2 7.1. 14. Aristófanes, Lisístrata 1093-4.
15. Musée cantonal d’archéologie et d’histoire, Lausana, Inv. n° 3250 (Beazley
Archive n° 35Z524). Es la ilustración de la cubierta de la obra de Furley,
des and the Herms. 16. Louvre, París, Inv. n° 1947 (Beazley Archive
n° 202393). 17. Andócides 1.37,52 (Sobre los Misterios). 18. Tucídides, La
Guerra del Peloponeso 6.27.3. 19. Tucídides, La Guerra del Peloponeso 6.53.2.
20. Andócides 1.36 (Sobre los Misterios). 21. Andócides 1.67 (Sobre los Mis
terios). 22. Isócrates 16.6 (Sobre el tiro de caballos). 23. En la casa de
Pulitión (Andócides 1.11- 13 ; declaración de Andrómaco), en la de un tal Cármi-
des (1.16; declaración de Agariste), en la de Ferecles (1.17-18; declaración de
Lido), en la de Alcibiades (Plutarco, Vida de Alcibiades 22.3), en la de un «meteco»
(Diodoro de Sicilia, Biblioteca histórica 13.2.4, a menos que se refiera precisamen
te a Pulitión), y en un lugar innominado (Andócides 1.15; declaración de Teucro). '
296 Notas
24. Wallace, «Charmides, Agariste and Dämon», 333. 25. Véase Nails,
People o f Plato, 242. 26. Andocides 1.36 (Sobre los Misterios). 27. Tucí
dides, La guerra del Peloponeso 6.89.6. 28, Andócides 1.36 (Sobre los Miste
rios). 29. Andócides 1.65 (Sobre los Misterios). 30. 21-147 (Contra Midias).
3 1. Tucídides, La Guerra del Peloponeso 6.60.1. 32. Plutarco, Vida de Alci
biades 22.2. 33. Ps.-Lisias 6.51 (Contra Andócides). La simpática anécdota
(Plutarco, Vida de Alcibiades 22.4) de que una de las sacerdotisas se negó a partici
par porque era «sacerdotisa para pronunciar oraciones y no maldiciones», es pro
bablemente ficticia, pues las sacerdotisas eran funcionarías del Estado; el pueblo
ateniense ordenaba a sacerdotes y sacerdotisas pronunciar cualquier maldición
que hiciera falta en una situación política como aquélla, y las posibilidades de
discrepar eran escasas. 34. Tucídides, La Guerra del Peloponeso 6.89-92.
35. Del biógrafo Sátiro, del siglo m a. C., citado por Ateneo, Banquete de los eru
ditos 534b. La insinuación aparece desarrollada en forma de conjetura en West
lake, «Alcibiades, Agis, and Spartan Policy». 36. Plutarco, Vida de Alcibiades
23.7. 37. Paul Cartledge, Agesilaos and the Crisis o f Sparta (Londres: Duck
worth, 1987), 113
7. E L F IN A L DE LA GUERRA
1. Tucídides, La Guerra del Peloponeso 8.50-1. Toda esta historia resulta increí
ble: Frínico escribió a Astíoco acusando a Alcibiades de no actuar al servicio de los
intereses de Esparta, pero Astíoco habló de la carta a los dirigentes atenienses es
tablecidos en Samos. Frínico volvió a escribir a Astíoco ofreciéndose a traicionar
la causa de Atenas. Pero, para empezar, Alcibiades había sido ya sentenciado a
muerte por los espartanos, por lo que la información de que no actuaba a favor de
Esparta carecía de sentido: en segundo lugar, ¿por qué Frínico, un hombre inte
ligente, iba a escribir de nuevo a Astíoco después de que los espartanos le hubie
ran ya traicionado? Y si Frínico había mantenido algún contacto traicionero con
los espartanos, Pisandro, para librarse de Frínico, no habría aducido el cargo me
nos grave de que había traicionado a Amorges, el sátrapa persa rebelde (8.54.3).
2. Tucídides, La Guerra del Peloponeso 8.53.1; véase también 8.53.3, s°b re una
forma de gobierno «más moderada». 3. Tucídides, La Guerra del Peloponeso
8.92.11. 4. Tucídides, La Guerra del Peloponeso 8.86.4-5. 5· Tucídides,
La Guerra del Peloponeso 8.96.5. 6. Ober, Mass and Elite, 94. 7. Aristó
fanes, Ranas 689-91. 8. Frs. 76-98 Kassel/Austin; véase Ian Storey, Eupolis:
Notas
Poet o f Old Comedy (Oxford: Oxford University Press, 2003), 94 -111. 9. Je
nofonte, Helénicas 1.6.15. 10 . Diodoro de Sicilia, Biblioteca histórica 13.98.5.
i i . Jenofonte, Helénicas 1.7.12. 12 . Jenofonte, Helénicas 2.1.26; Plutarco,
Vida de Alcibiades 37.1. 13 . Jenofonte, Helénicas 2.2.23.I 4·En
basis. Véase Jenofonte, The Expedition o f Cyrus, traducida por Robin Waterfield,
con introducción y notas de Tim Rood (Oxford: Oxford University Press, 2005),
y Robin Waterfield, La retirada de Jenofonte. Grecia, Persia y elfinal de la Edad de
Oro (Madrid: Credos, 2006). 15 . Véase Plutarco, Vida de Alcibiades 39.5.
16. Véase pp. 67-8. 17. Jenofonte, Helénicas 1.4.17. 18. Strauss y Ober
en su Anatomy o f Error. 19 . Aristófanes, Ranas 14 25,14 31-2.
8. CRITIA S y l a g u e r r a c i v i l
nian Democracy after 403 BC», 306. 20. Véase, p. ej., Andócides 2.1; Demós
tenes 19,298; Dinarco 1.99; Lisias 2.13, 17.24; Esquines 3.208.
CRISIS Y C O N FL IC TO
25. Hipólito, Refutación de todas las herejías 1.8.6 (donde resume a Teofrasto de
Ereso, discípulo de Aristóteles); Plutarco, Vida de Pericles 6.2. 26. Fr. 196 Ja
coby, con el análisis de Yunis, A New Creed, 67. 27. Comienzan en el siglo iv
con el ps.-Aristóteles, Constitución de los atenienses 27.4 (el texto dice «Damónides»
en vez de «Damón», pero se trata de una confusión entre Damón y su padre),
continúan con Plutarco, Vida de Aristides 1.7, Vida de Nicias 6.1, Vida de Pericles 4.3,
y terminan, aunque no sirva de gran cosa, con Libanio 1.157 (Defensa de Sócrates).
28. Demetrio de Falero fr. 107 Stork, van Ophuijsen y Dorandi. 29. Eurípi
des, Hipólito 421-3; la contraposición con la esclavitud aparece en Ión 670-2 y en
Las fenicias 391-2. Véase un ejemplo del siglo iv en Demóstenes 60.26 (Discurso f ú
nebre). Se podrían citar muchos otros pasajes: véase las referencias, p. ej., en Sara Mo-
noson, Plato’s Democratic Entanglements: Athenian Politics and the Practice o f Philo
sophy (Princeton: Princeton University Press, 2000), capítulo 2. 30. Ps.-Jenofonte,
Constitución de los atenienses (el «Viejo Oligarca») 1.2, 1.6; Platón, República 557b,
Gorgias 461e. 31. En la obra de sir Edward Coke, Institutes o f the Laws o f
England (1628-44); debo esta referencia a Arlene Saxonhouse, Free Speech and De
mocracy in Ancient Athens (Cambridge: Cambridge University Press, 2006), 19.
32. 8.14 (Sobre la paz).
LA CO N D EN A DE SOCRATES
I I . PO LÍTIC A SOCRÁTICA
i. Jenofonte, Apología 28. 2. Véase la lista en Nails, People o f Plato, 18; in
cluye a Fedro, Erixímaco, Acumeno, Axíoco, Cármides, Critias y Alcibiades.
Véase también en Nails unos breves ensayos sobre las personas mencionadas por
mí en este párrafo como compañeros aciagos de Sócrates: la prueba está en el he
cho de que aparezcan, en especial como interlocutores socráticos, en las obras de
Platón o Jenofonte, o en las de ambos. 3. Véase supra, nota a la p. 10.
4. Eutifrón 2b. 5. 1.94 (Sobre los Misterios). 6. Platón, Apología 3Óa-b.
7. Véase ps.-Aristóteles, Constitución de los atenienses 27.5. 8. Jenofonte,
Helénicas 2.3.42-4. 9. Menón 90b; véase también Jenofonte, Apología 29.
10. Andócides 1.150 (Sobre los Misterios)·, Isócrates 18.23 (Contra Calimaco).
i i . Según Diodoro de Sicilia, Biblioteca histórica 14.37.7, tanto Meleto como Ani-
to fueron ejecutados por los atenienses sin juicio previo; Diógenes Laercio, Vidas
de losfilósofos más ilustres 2.43, dice que el único ejecutado fue Meleto, mientras
que Ánito habría sido desterrado — para volver a serlo de la ciudad escogida por
él para exiliarse en cuanto llegó a ella— . Más referencias, en Chroust, Sócrates,
Man and Myth, n. 1184. 12. Esquines 1.173 (Contra Timarco). 13. Isó
crates 11 (Busiris). 14. Los pasajes 1.1 y 1.2 de Jenofonte, Recuerdos de Sócra
tes, constituyen, respectivamente, defensas expresas de Sócrates contra las acusa
ciones de ser irreligiosoy corromper a los jóvenes; 1.2.9-61 responde al «acusador».
La Apología de Sócrates de Libanio contiene unos pocos pasajes útiles en este sen
tido. Otros pasajes significativos, aunque solo de manera incidental, son Isócrates,
Busiris 5; Platón, Menón 9ob-95a (conversación con Ánito); y varios lugares de las
versiones del discurso de defensa tanto de Platón como de Jenofonte, que parecen
responder a los alegatos de la acusación — p. ej., Platón, Apología 24d-28a y Jeno
fonte, Apología 19-21 (diálogo con Meleto); Platón, Apología 33a, sobre el desmen
tido de Sócrates de haber sido maestro; Platón, Apología 2.9c y 33a sobre la peti
ción de pena de muerte formulada por Ánito. El estudioso que más ha
contribuido a reconstruir el panfleto de Polícrates es Chroust, en Socrates, Man
and Myth. 15. Hesiodo, Trabajos y días 240. 16. Hansen, «The Trial of
Sokrates», 160-1. 17. Apología I9d-20C, 33a-b; véase también, en general, su
negativa habitual a admitir que sabía (e incluso su afirmación de que necesitaba
un maestro, Laques 201a). Estas características no se pueden encontrar en el Só
crates de Jenofonte. 18. Platón, Apología 23c, 33c, 37d. 19. Jenofonte,
Apología 20. 20. Jenofonte, Ciropedia 3.1.14, 38 -40. 21. Véase la refe
rencia al comentario de Jean Brodeau (1555) sobre la Ciropedia, en Gera,
3°4 Notas
HISTORIA
SÓCRATES
ALCIBIADES
TEORÍA POLITICA
SOFISTAS
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335
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Ánito, 34, 39, 43, 186, 190, 224, 229, de los Tres Mil, véase Tres Mil, los
266-274 Espartana, 185
Antifonte (oligarca), 159,162-163 su volubilidad, 115 -116 , 202-203
Antifonte (sofista), 231, 254 Asclepio, 83, 278
Antigona, 80, 237 Asia Menor, B, n o , 112, 133, 153-154,
Antístenes, 234 159, 16 5,16 7,16 9 , 17 1,18 2 , 194, 234
Apolo, 35, 40, 43, 45, 76, 85, 133, 277- Aspasia, 10 1, 233
278 Astíoco, 154-154
Aquiles, 46, 168 ateísmo, 43, 72-75, 84-85, 232; véase
archivos del estado, 34, 58, 167, 198 también impiedad
Arcontes, 31, 33,37, 60, 7 5 ,13 3 ,18 3 Atenas, B, C, passim
en el 403 a. C., 97, 191-192, 195 constitución, 32, 35, 51-60, 142, 193,
Ares, 82 196-198
Arginusas, batalla de las, B, 169-170 imperio, 100, 101, 109, 1 1 0 - 1 1 2 ,113 -
«juicio» contra los generales, 170- 116 , 117 , 120, 128, 136, 153-154,
17 1 , 197, 203, 276 159, 166, 171-177, 177, 212, 214,
Argos, Argivos, B, C, 113 , 123-127, 226, 255, 257
134 ,16 7 población, 52-53, 204, 206
Aristarco, 159 riqueza, 83, 114, 135, 208, 212, 257
Aristides, 9 7 ,12 1 sistema legal, 36-37, 48, 60-64, 67,
aristócratas, 5 3-5 6 ,9 6 -10 7,121,122,131- 68, 85, 263
133, 140-141, 150, 188, 198, 203, 206, vida religiosa, 59, 68, 69-72, 81-83,
210,212, 213-218, 225-226, 229, 251 84,99,104,166,193, 204,232, 276
Espartiatas, 117 , 186 y crisis social, véase crisis social
Aristófanes, 19-20, 43-45, 73, 84, 133, Atenea, 82, 97, 193, 277
! 35 > l 39> i 64 > l 79> 207 > 2 o 8 > 23 r » 235 > Ática, C, 81, 114, 144, 189
265
Aristóteles (filósofo), 5 1, 67, 216, 227, banquetes, véase simposios; sympósia
232, 241 Bendis, 82
Aristóteles (oligarca), 18 1, 252, 264 Beocia/beocios, C, 11 2 - 113 , 1x7, 118 ,
Arquídamo II de Esparta, 101, 113 I2 3 -Ï2 4 ,14 5,16 3,18 9
Artajerjes II de Persia, 177 Bizancio, B, 16 2,16 5,16 6
Artemis, 82 Bloch, Enid, 36
Asamblea Ateniense, 51, 55, 56, 57-58, Bosforo, B, 165
83, 120, 123-124, 135, 139, 144, 148, Brásidas, 119-120
157-161, 163, 166, 170, 183-182, 197, brecha generacional, 206-210, 271-272,
215, 218, 224, 225, 235-237 275; véase también «jóvenes», los
Indice analítico y de nombres 337
La muerte de Sócrates
DE RO BIN W A T E R FIE L D
SE H A T E R M I N A D O DE IM P R I M I R
A FINALES DE E N E R O D E 201 I