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Salvo el recuerdo

Por Fernando Bianchi

Es madrugada cuando llegamos a la ciudad escondida entre las sierras. Carla propone dejar

primero los bolsos en el hotel, bañarnos y después salir. El aire es fresco y puro. Debemos

apurarnos. Las habitaciones se desocupan a las diez de la mañana y ya son casi las dos. Por

eso caminamos rápido, atravesamos calles iluminadas por las vidrieras de locales cerrados.

Semejante a un camaleón, el cuerpo de Carla pasa del rojo al azul y del blanco al amarillo.

En lo últimos años la ciudad creció, extendiéndose hacia los márgenes como un bosque

gris, adornado en las laderas por caserones de familias venidas de la capital los fines de

semana en busca de sol y deportes con nombres en inglés. Era la ciudad elegida por papá y

sus amigos para hacer turismo de caza en la temporada del ciervo ahora desaparecido,

cuando las montañas aún distaban de ser convertidas en countryes y cualquiera podía

encender un fuego y comer a orillas del lago.

En la cuadra del hotel, la humedad hace brillar los adoquines. El paisaje es romántico,

húmedo, frío, y nosotros caminamos juntos tomados de las manos. Pedimos la habitación

sesenta y nueve a un muchacho flaco, peinado con gomina que parpadea de modo nervioso,

como si espiara por una cerradura o estuviera picando cebolla detrás del mostrador. ¿Será

posible hospedarnos hasta las doce del mediodía si pagamos un poco más?

Subimos las escaleras. Carla delante de mí. Yo cierro los ojos, mordiéndome un labio. El

lugar es un túnel alfombrado de cien puertas con un jarrón azul cada cuatro habitaciones.
Dejamos las mochilas sobre la cama y a la media hora, en medio de la música y las

cosquillas, suena el teléfono. Cruzamos una mirada. No atendemos.

Empezamos a viajar a esta ciudad los fines de semana para alejarnos de nuestro pueblo y su

único hotel de quince habitaciones, las cuales conocemos ya como nuestras casas. Se lo

propuse a Carla después de cruzarme con su madre una noche en el pasillo. Salía de un

cuarto y se metía en otro. No funciona, me avisó, levantando el control remoto del televisor

y sacudiéndolo como a un sonajero.

La primera noche que nos alojamos yo creí que iba a ser la última y mentí. La relación,

entonces, parecía ocasional. Se me ocurrió decirle a la recepcionista que éramos hermanos,

que mi primo había llegado con sus hijos a visitar a la familia desde la costa y no

entrábamos en la casa. Así que bueno, ¿cuánto cuesta? Pedí una simple con dos camas

separadas pero ya mi cabeza había juntado los colchones en el piso. Llevamos vino y

cerveza, una pizza arrollada, agua y crema humectante en la mochila.

Con las habitaciones cambian los números de las puertas. En ocasiones nos dan la llave de

la seis y otras veces la cuatro. Pero el dominó de piezas con una cama, un baño de toallas

limpias y agua caliente, permanece inmutable. Prohíben fumar, y por eso cuando podemos

elegimos siempre la diez, porque la ventana da a la calle y fumamos arrodillados, echando

el humo hacia afuera, ensuciando el cielo.

Enfrente se encuentra el bar más concurrido de nuestro pueblo. A las dos de la mañana

traga personas. A las cinco escupe borrachos. Un puñado de perros duermen enroscados en

los canteros con el hocico en el culo y un ojo abierto. ¿Verán lo mismo que nosotros?

Hombres confundiendo el amor con el azar de un juego de pool, sueñan con encontrar en el

bar a la mujer que nunca los buscaría en un sitio semejante. Jovencitas de taco aguja y al
trote como si pisaran bosta de vaca pasan corriendo estirándose la minifalda a dos manos.

Una comparsa de viejos que se niegan a estar viejos marcha con la cara enardecida bajo la

luna ardiente y allá, en la esquina, los autos cruzan la avenida principal, rodean la plaza y

vuelven a pasar. Durante horas así, siempre los mismos. Pronto, cuando el sol ramifique sus

primeros rayos sobre las baldosas de la cuadra, los dueños de los portales, asfixiados por la

peste a orina, saldrán a lavar con agua e insultos cada cual su vereda.

Carla escupe sobre el marco de la ventana y apaga el cigarrillo. Me mira y sonríe. ¡Me

olvidé que estabas acá!, dice. Se levanta frotándose las piernas. El vientre plano y tibio, las

mejillas siempre rojas. Sus ojos están conmigo pero ella no. Recuerdos mojados en sus ojos

negros. Se puede tomar a una mujer por la cintura, pero jamás atrapar lo que esconde en su

cabeza. La sigo, correteándola unos metros hasta la botella de vino. La abrazo por la

espalda y cuando la levanto, abre las piernas extendiéndolas hacia atrás, apretándome la

espalda con los talones. Paseamos así por el cuarto con los pies en el aire, la llevo hasta el

televisor amurado a la pared y aprieta el botón de encendido. Parece una cámara. La

pantalla se ilumina pero ella igual le da un golpe. Entonces pienso: así debe ser en su casa.

La luz colorea el rostro de Carla y en su belleza veo un punto cenital. Un signo

indescifrable traducido en incógnita. O es mi clásico temor a palpar, como a un perro

fantasma agazapado a los pies, la ausencia. Cuando ya no quiera verme, ¿dónde encontraré

alguien semejante? A los hombres, pasados los cuarenta, nos ataca un miedo inmaduro:

dividimos la vida entre lo que hicimos y lo que ya no tendremos tiempo de hacer. Y del

miedo, al deseo, existe la distancia de un zapato.


Para mi último cumpleaños Carla me citó en el hotel un domingo a las diez de la mañana.

Yo nací a las once de la noche de un sábado. Ese domingo estaba, o sea, acabado de nacer.

Golpee la puerta y acerqué el oído. ¡Espera!, gritó. Y al momento: Ahora sí.

Una bengala ardía en el centro de un pastel de chocolate sobre una mesa. Había llenado el

cuarto de globos, la mitad con aire y la otra mitad, inflados con gas, flotaba en el techo.

– ¿Carla?

– Estoy acá, amor, en el baño. No vengas, te preparé una sorpresa. Acostate en la cama y

poné música, está mi celular ahí arriba de la mesa. Desbloquea el teléfono y buscá la

canción que más te guste. La clave es una G invertida.

La palabra amor, oída desde al baño por vez primera junto a la clave del teléfono, retumbó

en el cuarto con un tilde de exótica intimidad, un aroma entre atractivo y al mismo tiempo

aterrador. Semejante a ir juntos a comprar un libro y no llegar con el dinero, o despertarse

por la mañana con mal aliento y buscarse de todos modos. A rutina. A cosas de pareja. Pero

la curiosidad espanta los temores, me quito la ropa y acuesto en la cama. Un ciempiés de

ansiedad me recorre las costillas. ¿Qué hace que no viene? Imagino la toalla blanca encima

de los pechos hasta las rodillas y sus pezones erectos como fresas, agresivos. La puerta del

baño, abierta, dibuja una segunda puerta de luz en la pared, y en ella, ardiente, la sombra de

Carla. La cintura de avispa, su espalda triangular. Busco en el teléfono, apurado, la canción

My baby does, de Queen. Fue grabada en el 91´ pero parece de este año. Entonces su voz,

como un capricho, llega desde el baño hasta la cama semejante a un chorro de agua

caliente.

– Ay no, esa no, mejor la canción de Nueve semanas y media.


Se me dilatan las pupilas, el cuarto y mi pecho se ensanchan. Las primeras notas del piano

son pulsadas como si un ángel acabado de nacer gateara sobre las teclas y veo, asomar de

pronto, un brazo enfundado en una media negra. Se estira y cruza la ventana, atravesando la

noche. De chicos íbamos con mi madre y mis hermanos al lago a ver cisnes y les

arrojábamos pan. Es mi cumpleaños. Estoy rodeado de globos. Una torta.

Carla gira la mano dibujando un ocho, hace bailar la muñeca y en un movimiento arabesco

de los dedos, entreveo las estrellas. Perlas de luz caen de sus dedos congelándose en el

cielo. La noche, infinita, brota de su mano. El piano estalla. Carla da un brinco sobre la

alfombra. Los globos vuelan. El ventiluz del baño está abierto y la corriente de aire se lleva

algunos por la ventana. Ahí está. Lleva unas orejas de conejo y un encaje negro con un

moño blanco ceñido al cuello. Portaligas. Gira. Un pompón adorna la cintura. La felicidad,

si existe, es una moneda donde la ternura y el ridículo se confunden sin perder jamás su

valor. ¿Qué hace esta mujer vestida de conejo en un pueblo donde a ésta hora no anda ni la

policía? La ciudad le queda chica. Un movimiento en falso del pie, y borrará cuatro

manzanas. ¿Cómo no la vi antes? Apoya las manos contra la puerta de luz dibujada en la

pared. Sombra y figura son una proyección inalcanzable, quiebra la cadera hacia atrás. Un

animal de fuego montado en un caballo invisible. Una ilusión. Se deja caer de nalgas en la

alfombra y se levanta apuntándome con ellas una, dos, tres veces. El rostro de perfil,

pegado a la pared, hace pensar en una mano presionándola. Sacude el rostro, liberándose.

Su perfume, junto a su piel, golpea mi nariz. El pelo le tapa la boca por un instante y vuelve

a descubrirla. Camina hasta el ventilador. Lo enciende. Toma una silla y se sienta, dándome

la espalda. El pubis en el respaldo, el ventilador contra su cara. El pelo dando latigazos en


los hombros. Lleva sus manos hacia atrás de la nuca. Yo tengo deseos de verla así pero en

la cama, de rodillas en la cama con las manos detrás de la cintura y la cabeza en la

almohada. ¿Y ella? Se desprende el corpiño y quiebra la cadera aún más dejando al

descubierto en mi boca abierta, la ausencia de palabras. Se pone de pie, trepa arriba de la

cama y empieza a bailar. Su boca roja me avisa: ahora harás lo que yo quiera. Los ojos

negros, excesivamente contorneados, se extienden en una línea hasta la sien. Un par de

refugios donde podrían dormir todos los gatos abandonados en las calles de la noche. Su

mirada salta sobre mi entrepierna y desvío el rostro, un poco avergonzado. ¿Temeroso? La

bengala vibra semejante a una varita mágica y Carla extiende los brazos, toca el cielo y

arranca un globo. Se arrodilla en la cama y lo pone debajo del pubis, a modo de almohada,

boca abajo gira la cabeza y sonríe, dándose golpecitos con los talones en la cola. «Vení».

Desnudándose en cualquier cuarto de hotel Carla descubre la falsa belleza de las actrices de

la televisión. Quitarnos la ropa es más fácil que hablar, y desde la primera noche lo

hacemos con la velocidad con que se piensa o se cae en el olvido. Nuestro primer

encuentro, casual, ahora me parece un destino inevitable.

Vuelvo a ese día, después de navidad. A mi hermano regalándome un pantalón dos talles

más grande. El año pasado Papá Noel me regaló la separación con mi exmujer. ¿O el regalo

se lo hizo a ella? La dirección del local indicado en la etiqueta estaba cerca de casa, frente a

la histórica fábrica textil que cerró sus puertas este año.

Al entrar, a simple vista no vi a nadie y caminé hasta el fondo. Una canción de

Babasónicos giraba en el aire como una mariposa. Hola, ¿hay alguien? Su voz, grave, me

llegó desde atrás.


– ¿Te puedo ayudar?

Estaba entre las piernas de un maniquí, colocándole unas medias de red. Me miró seria, con

esa manera un poco fastidiosa con que las madres te miran afuera de la escuela mientras le

acomodan a su hijo la mochila en la espalda. Se puso de pie, saltó del escaparate y avanzó

hasta mí. Se paró cruzando los pies, como si tuviera deseos de orinar. Unos pies de verdad

pequeños para su altura, enfundados en unas botas de gamuza con tiritas de cordero

alrededor de los tobillos. Los brazos, también cruzados, sostenían los pechos levantando un

poco la blusa. Vi el ombligo, en forma de coma y los abdominales. La miré a los ojos. Unos

ojos negros, puro iris. En una oreja se había tatuado una cruz diminuta a modo de arete, y

un lirio o una rosa, también tatuada, asomaba del escote. Su cara, de revista, armonizaba

con cada una de las piezas del local.

– Vine a cambiar esto – y le enseñé el pantalón.

– ¿A ver?

Alta, sensual, febril, el flequillo cubriéndole la frente, más que hablar acariciaba las

palabras con la lengua imprimiéndoles temperatura para después soltarlas al mundo. La

boca, rojísima, parecía trazada insistentemente con un crayón. Me quitó el pantalón de las

manos y lo sostuvo a la altura de mi cintura, probándomelo. Sus ojos bailaron en péndulo

de un lado hacia el otro. Entonces saltaron hacia mi cara, rasgándose un poco.

– ¿Sos de acá?

– Sí.
– Bueno, vení por acá. Te aviso que el que te lleves te lo tenés que probar acá. Llegaste

justo, ayer se disparó el dólar y nos mandaron a remarcar cada una de las prendas.

Caminó adelante por un pasillo apretado de camisas y vestidos de mujer a un lado,

pantalones y camisas de hombre en la pared de enfrente. Fue un trayecto semejante al de

una pasarela, donde exhibió un pavoneo natural y brillante, inconsciente de su propia

belleza. Tragué saliva. Antes de llegar al final levantó un codo, pasando la mano por detrás

de su cuello hasta el hombro contrario y se agarró del pelo con fuerza, como si fuera su

propio jinete. Lo llevó a un costado, dejando la nuca al descubierto. ¿A quién no le ha

resultado fantástico en los documentales de Animal Planet, el modo en que el león monta a

la leona mordiéndole el cuello? De pronto giró, quedando otra vez con los pies cruzados, lo

cual volvió sus caderas y el torso más anchos.

– Entrá ahí.

El pelo negro le cubría la teta izquierda, y tuve un ataque de sentimentalismo amorfo, de

esos producidos por la mujer cuando golpea entre las piernas con un guante invisible. Yo

creía perdido desde hacía algunos años el animal agazapado en las amígdalas y entonces

supe, o desee, lo que al final iba a ocurrirme. ¿Cuántas veces en un subte o una calle

cualquiera allá en la capital una mujer y un hombre se cruzan, se miran, desnudan con el

pensamiento y se pierden para siempre? Eso, no podía ocurrirme. De los deseos conozco

sus caprichos y para que se cumplan, sólo hace falta una cosa: no confesarlos a nadie.

Me acompañó hasta la puerta, y al extender la mano sin mirar hacia atrás en busca del

picaporte encontré la suya.

– Mucho gusto. Carla. ¿Me llevás? ¿De dónde sos?


En sus ojos de loba, enormes, vi temblar la luna. Había en ellos cierta luz salvaje en medio

del desamparo, semejante a un pato flotando en el centro de una laguna. Sentí una presión

en los oídos, igual a cuando de chico iba a la pileta y buceaba en la parte honda de los

adultos, y otra vez la boca inundada de saliva.

La solicitud de amistad llegó el día después, intercambiamos tres mensajes. Fueron breves.

Operativos, en clave de urgencia. El animal del deseo parecía saltar la valla de los años y

detenerse en el aire, paralizándome los dedos.

– ¿Dónde te veo?

– Donde quieras.

– ¿Te parece a las nueve en El Fénix?

Escuché el calor de su risa del otro lado.

– Desde hace un siglo ese lugar ya no se llama más así. Ahora se llama Cadabra.

Nos sentamos en una mesa redonda, de madera y paño verde. El Fénix supo ser un club de

clase media fundado por el viejo tronco conservador del pueblo. Hace años, detrás de la

pared de la barra forrada en espejos donde se multiplica un ejército de botellas, los hombres

de dinero se apiñaban a jugar al póker y tomar whisky hasta el amanecer sin que se les

cayera una pluma. Trabajaban de tener gente trabajando para ellos. Pero ahora el pueblo

evolucionó, y de ese pasado sólo quedan cenizas, arrendamientos, casas, evasiones

impositivas, un puñado de hijos recorriendo el pueblo en camionetas 4x4 (arreando chicas

los sábados por la noche), además del descubrimiento, éste año, de un grupo de peones

semiesclavizados por un nostálgico patrón abrazado aún al siglo XIX, cuando finalizada la
Campaña del Desierto que desapareció al indio el Gobierno entregaba tierras hasta donde al

hombre blanco se le cansara el caballo; hasta donde corría el caballo, hasta ahí, se era

dueño de la tierra con hombres, mujeres y niños dentro.

Pedimos cerveza, una cerveza negra y otra roja. De las mesas alrededor se dan vuelta.

Algunos se ríen. Los pueblos cargan en la sangre el gen del comentario, esa tendencia reptil

de enredarse la lengua en el cuello semejante a una bufanda. Pero aquí, todo el mundo

esconde su invierno. Yo siento calor, y estoy por sacarme la campera cuando veo a Carla

apurar la cerveza mirando el fondo del vaso y con voz subterránea me pide irnos. «Después

te cuento.»

Salimos a la calle sin rumbo. La incertidumbre ensancha los horizontes y el pueblo parece

más grande. Entonces, en un ataque de confianza, esa misma noche, la primera noche, le

propongo a Carla alquilar un cuarto con dos camas para seguir hablando acostados, a la

distancia.

– Sin tocarnos. Con la luz apagada. Como si habláramos por teléfono.

– ¿Cómo es eso? Nunca lo hice pero me encantó.

Así nos conocimos, y así planificamos de modo inconsciente nuestra primera y siempre

repetida, última vez. La promesa de no tocarnos me la había hecho a mí mismo, sólo que

cuando esto sucede uno queda encerrado en el dulce deseo de traicionarse.

En adelante la confianza, a la par de los encuentros, se fortaleció semejante a un niño al que

se lo acaricia mucho y la voz de Carla, al principio grave y febril, empezó a mostrarse

aguda y temblorosa. La satisfacción del cuero sólo produce nuevos hambres, y en casa,

solo, empecé a ser punzado por el insomnio. Me descubría mirando el techo sin parpadear
por largo rato y en los pies, y a la altura de la cintura, como si fueran agujas de caramelo.

Me levantaba a fumar, hacía café y se me daba por sacar los perros a pasear a las cinco de

la mañana.

La alternativa para evitar desvelos consistió en pedir dinero prestado y así dormir juntos en

el hotel más tiempo; dos, tres veces por semana hasta descubrir, en una agenda con tapa de

corcho donde yo apuntaba frases de canciones que me hacían poner la piel de gallina,

palabras escritas con rush junto a un par de besos impresos. Él no besaba mis labios, él

besaba mi alma. No sé cómo lo hizo pero se metió dentro. Ahora estoy jodidamente

enamorada sin vuelta atrás… te amo.

Me di vuelta, Carla estaba en la cama.

– Amor, ¿y si hacemos una llave del cuarto?

– ¿Qué cuarto?

– Éste mismo. Da a la calle. La reservamos para que no se lo den a nadie. ¿Viste la

puerta de la cochera que da a la calle?, siempre está abierta. Yo entro por la cochera,

entro acá por la ventana del baño y después te abro la ventana más grande que da a la

calle. Cerramos la puerta con llave desde adentro, van a creer que está ocupado. Si lo

hacemos un domingo al mes nos ahorramos mil pesos, y con ese dinero podemos salir a

comer afuera. ¿Eh? Dale.

El plan, romántico y peligroso, jamás llegaríamos a concretarlo. Unas semanas después

empezamos a viajar a la ciudad de las sierras, solo que pronto confirmamos que la

economía no estaba para viajes ni gastos y decidimos abandonarla. La última noche,

salimos apurados para no ser vistos por el conserje. Llamó pidiéndonos bajar la voz. Carla
había puesto música en el celular e intentaba arrancarme el calzoncillo gritando «bailá,

dale, no seas malo, quiero que bailes para mí.» Brincaba sobre la cama de rodillas, el

respaldar golpeando contra la pared mientras la flor, tatuada entre sus tetas, danzaba en el

aire semejante a un pájaro entre las nubes. Su demanda era justa. Durante varios minutos

había trepado por las paredes con la espalda en una improvisada actuación de striptease, y

el teléfono desde la recepción fue como si de pronto alguien encendiera un reflector desde

un rincón del cuarto. Compartimos una mirada: nos vamos sin pagar.

Inesperada, la confidencia de Carla llegaría el domingo siguiente en nuestro pueblo. Fue

una noche de tormenta con el techo del hotel acosado por una balacera de hojas arrancadas

de los árboles, y se pareció en mucho a cuando se quitaba la ropa. Habíamos despertado de

una siesta a las seis de la tarde y yo esperaba que dejara de llover para salir a comprar

pizza, vino y chocolates. Carla había estado hablando sola mientras dormía. Hablaba con

alguien. Decía que no y sacudía las piernas. Después abrió los ojos, se puso a ver la

televisión, y cuando le pregunté qué película era me contestó sin mirarme que no veía nada.

Fui hasta el baño, abrí la ducha y me paré frente al espejo hasta que el vapor borró mi cara.

¿Desde cuándo era capaz de vestirme y salir en medio de una tormenta porque una mujer

parece sugerir con la mirada tengo deseos de comer chocolate? ¿Y ese interés volviendo

urgente lo que antes no existía? Escuché que la llamaban a su móvil pero no contestó. Me

bañé y regresé al cuarto desnudo.

Carla fumaba con los brazos cruzados sobre el respaldar de una silla y las piernas abiertas.

La vi sola. Los ojos clavados en el piso como si alguien la hubiera regañado y al mismo

tiempo sin deberse nada más que a sí misma. Exhalaba el humo con fuerza, arrojándolo

contra la pantalla del televisor en lugar de arrojarlo contra la ventana, por donde entraba un
aire frío haciéndola temblar. Parecía aislada en su propio jardín trasero, hermética en su

desnudez de plomo. Sentí descender por un tubo de cristal la fiebre a la que tanto me había

acostumbrado. Por la pantalla se hablaba de las elecciones políticas en el país y de una

humillante derrota, y como olvidándose del asunto o fuese el televisor quien la hubiera

cambiado de canal a ella, preguntó cómo había gente que podía haber votado alguna vez a

éste tipo. Levantó la cabeza hacia el techo, parecía ver un pájaro o hablar con Dios hasta

que de pronto, cazando palabras en el aire o por el solo miedo de perderlas, como si

desnudándose noche tras noche le hubiesen crecido alas y ganado la libertad, las lágrimas

comenzaron a llevarse el delineador de ojos manchando una almohada tirada en el piso.

Jamás parpadeó. Le puse una mano en la cabeza, separándole los mechones de pelo

húmedos y Carla me miró desde abajo, como si mirara otra vez el televisor. ¿Qué podía

hacer, más que acercarme arrastrando el índice por uno de sus muslos?

Al amanecer cerramos los ojos, y su llanto por la noche se tradujo en ausencia por la

mañana. Esperé, confiado en que necesitaba estar sola o con ella misma. Pero Carla no

llamó, y pasada una semana fui al local donde la conocí. Desde afuera, entre los maniquíes,

había otra mujer. Me llevó una tarde averiguar dónde vivía. La casa era rosa, de ventanas y

puerta blanca con un cartel de Se vende, en el frente del garaje. Toqué la puerta pero no

contestó nadie, y la imagen de Carla al otro lado en un cuarto de hotel me regresó a su voz,

pidiéndome un minuto. Una nube en forma de pájaro se había detenido sobre la luna y allá,

en esa otra ciudad donde las sierras morderían la noche, las estrellas coronaban el cuarto de

un hotel donde otros cuerpos tapaban nuestros cuerpos. La noche desaparecía. Las personas

desaparecían. Salvo el recuerdo.

***
Nota aclaratoria: Los derechos del texto publicado se encuentran asentados legalmente.

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