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Es madrugada cuando llegamos a la ciudad escondida entre las sierras. Carla propone dejar
primero los bolsos en el hotel, bañarnos y después salir. El aire es fresco y puro. Debemos
apurarnos. Las habitaciones se desocupan a las diez de la mañana y ya son casi las dos. Por
eso caminamos rápido, atravesamos calles iluminadas por las vidrieras de locales cerrados.
Semejante a un camaleón, el cuerpo de Carla pasa del rojo al azul y del blanco al amarillo.
En lo últimos años la ciudad creció, extendiéndose hacia los márgenes como un bosque
gris, adornado en las laderas por caserones de familias venidas de la capital los fines de
semana en busca de sol y deportes con nombres en inglés. Era la ciudad elegida por papá y
sus amigos para hacer turismo de caza en la temporada del ciervo ahora desaparecido,
cuando las montañas aún distaban de ser convertidas en countryes y cualquiera podía
En la cuadra del hotel, la humedad hace brillar los adoquines. El paisaje es romántico,
húmedo, frío, y nosotros caminamos juntos tomados de las manos. Pedimos la habitación
sesenta y nueve a un muchacho flaco, peinado con gomina que parpadea de modo nervioso,
como si espiara por una cerradura o estuviera picando cebolla detrás del mostrador. ¿Será
posible hospedarnos hasta las doce del mediodía si pagamos un poco más?
Subimos las escaleras. Carla delante de mí. Yo cierro los ojos, mordiéndome un labio. El
lugar es un túnel alfombrado de cien puertas con un jarrón azul cada cuatro habitaciones.
Dejamos las mochilas sobre la cama y a la media hora, en medio de la música y las
Empezamos a viajar a esta ciudad los fines de semana para alejarnos de nuestro pueblo y su
único hotel de quince habitaciones, las cuales conocemos ya como nuestras casas. Se lo
propuse a Carla después de cruzarme con su madre una noche en el pasillo. Salía de un
cuarto y se metía en otro. No funciona, me avisó, levantando el control remoto del televisor
La primera noche que nos alojamos yo creí que iba a ser la última y mentí. La relación,
que mi primo había llegado con sus hijos a visitar a la familia desde la costa y no
entrábamos en la casa. Así que bueno, ¿cuánto cuesta? Pedí una simple con dos camas
separadas pero ya mi cabeza había juntado los colchones en el piso. Llevamos vino y
Con las habitaciones cambian los números de las puertas. En ocasiones nos dan la llave de
la seis y otras veces la cuatro. Pero el dominó de piezas con una cama, un baño de toallas
limpias y agua caliente, permanece inmutable. Prohíben fumar, y por eso cuando podemos
Enfrente se encuentra el bar más concurrido de nuestro pueblo. A las dos de la mañana
traga personas. A las cinco escupe borrachos. Un puñado de perros duermen enroscados en
los canteros con el hocico en el culo y un ojo abierto. ¿Verán lo mismo que nosotros?
Hombres confundiendo el amor con el azar de un juego de pool, sueñan con encontrar en el
bar a la mujer que nunca los buscaría en un sitio semejante. Jovencitas de taco aguja y al
trote como si pisaran bosta de vaca pasan corriendo estirándose la minifalda a dos manos.
Una comparsa de viejos que se niegan a estar viejos marcha con la cara enardecida bajo la
luna ardiente y allá, en la esquina, los autos cruzan la avenida principal, rodean la plaza y
vuelven a pasar. Durante horas así, siempre los mismos. Pronto, cuando el sol ramifique sus
primeros rayos sobre las baldosas de la cuadra, los dueños de los portales, asfixiados por la
peste a orina, saldrán a lavar con agua e insultos cada cual su vereda.
Carla escupe sobre el marco de la ventana y apaga el cigarrillo. Me mira y sonríe. ¡Me
olvidé que estabas acá!, dice. Se levanta frotándose las piernas. El vientre plano y tibio, las
mejillas siempre rojas. Sus ojos están conmigo pero ella no. Recuerdos mojados en sus ojos
negros. Se puede tomar a una mujer por la cintura, pero jamás atrapar lo que esconde en su
cabeza. La sigo, correteándola unos metros hasta la botella de vino. La abrazo por la
espalda y cuando la levanto, abre las piernas extendiéndolas hacia atrás, apretándome la
espalda con los talones. Paseamos así por el cuarto con los pies en el aire, la llevo hasta el
pantalla se ilumina pero ella igual le da un golpe. Entonces pienso: así debe ser en su casa.
fantasma agazapado a los pies, la ausencia. Cuando ya no quiera verme, ¿dónde encontraré
alguien semejante? A los hombres, pasados los cuarenta, nos ataca un miedo inmaduro:
dividimos la vida entre lo que hicimos y lo que ya no tendremos tiempo de hacer. Y del
Yo nací a las once de la noche de un sábado. Ese domingo estaba, o sea, acabado de nacer.
Una bengala ardía en el centro de un pastel de chocolate sobre una mesa. Había llenado el
cuarto de globos, la mitad con aire y la otra mitad, inflados con gas, flotaba en el techo.
– ¿Carla?
– Estoy acá, amor, en el baño. No vengas, te preparé una sorpresa. Acostate en la cama y
poné música, está mi celular ahí arriba de la mesa. Desbloquea el teléfono y buscá la
La palabra amor, oída desde al baño por vez primera junto a la clave del teléfono, retumbó
en el cuarto con un tilde de exótica intimidad, un aroma entre atractivo y al mismo tiempo
por la mañana con mal aliento y buscarse de todos modos. A rutina. A cosas de pareja. Pero
ansiedad me recorre las costillas. ¿Qué hace que no viene? Imagino la toalla blanca encima
de los pechos hasta las rodillas y sus pezones erectos como fresas, agresivos. La puerta del
baño, abierta, dibuja una segunda puerta de luz en la pared, y en ella, ardiente, la sombra de
My baby does, de Queen. Fue grabada en el 91´ pero parece de este año. Entonces su voz,
como un capricho, llega desde el baño hasta la cama semejante a un chorro de agua
caliente.
son pulsadas como si un ángel acabado de nacer gateara sobre las teclas y veo, asomar de
pronto, un brazo enfundado en una media negra. Se estira y cruza la ventana, atravesando la
noche. De chicos íbamos con mi madre y mis hermanos al lago a ver cisnes y les
Carla gira la mano dibujando un ocho, hace bailar la muñeca y en un movimiento arabesco
de los dedos, entreveo las estrellas. Perlas de luz caen de sus dedos congelándose en el
cielo. La noche, infinita, brota de su mano. El piano estalla. Carla da un brinco sobre la
alfombra. Los globos vuelan. El ventiluz del baño está abierto y la corriente de aire se lleva
algunos por la ventana. Ahí está. Lleva unas orejas de conejo y un encaje negro con un
moño blanco ceñido al cuello. Portaligas. Gira. Un pompón adorna la cintura. La felicidad,
si existe, es una moneda donde la ternura y el ridículo se confunden sin perder jamás su
valor. ¿Qué hace esta mujer vestida de conejo en un pueblo donde a ésta hora no anda ni la
policía? La ciudad le queda chica. Un movimiento en falso del pie, y borrará cuatro
manzanas. ¿Cómo no la vi antes? Apoya las manos contra la puerta de luz dibujada en la
pared. Sombra y figura son una proyección inalcanzable, quiebra la cadera hacia atrás. Un
animal de fuego montado en un caballo invisible. Una ilusión. Se deja caer de nalgas en la
alfombra y se levanta apuntándome con ellas una, dos, tres veces. El rostro de perfil,
pegado a la pared, hace pensar en una mano presionándola. Sacude el rostro, liberándose.
Su perfume, junto a su piel, golpea mi nariz. El pelo le tapa la boca por un instante y vuelve
a descubrirla. Camina hasta el ventilador. Lo enciende. Toma una silla y se sienta, dándome
cama y empieza a bailar. Su boca roja me avisa: ahora harás lo que yo quiera. Los ojos
refugios donde podrían dormir todos los gatos abandonados en las calles de la noche. Su
bengala vibra semejante a una varita mágica y Carla extiende los brazos, toca el cielo y
arranca un globo. Se arrodilla en la cama y lo pone debajo del pubis, a modo de almohada,
boca abajo gira la cabeza y sonríe, dándose golpecitos con los talones en la cola. «Vení».
Desnudándose en cualquier cuarto de hotel Carla descubre la falsa belleza de las actrices de
la televisión. Quitarnos la ropa es más fácil que hablar, y desde la primera noche lo
hacemos con la velocidad con que se piensa o se cae en el olvido. Nuestro primer
Vuelvo a ese día, después de navidad. A mi hermano regalándome un pantalón dos talles
más grande. El año pasado Papá Noel me regaló la separación con mi exmujer. ¿O el regalo
se lo hizo a ella? La dirección del local indicado en la etiqueta estaba cerca de casa, frente a
Babasónicos giraba en el aire como una mariposa. Hola, ¿hay alguien? Su voz, grave, me
Estaba entre las piernas de un maniquí, colocándole unas medias de red. Me miró seria, con
esa manera un poco fastidiosa con que las madres te miran afuera de la escuela mientras le
acomodan a su hijo la mochila en la espalda. Se puso de pie, saltó del escaparate y avanzó
hasta mí. Se paró cruzando los pies, como si tuviera deseos de orinar. Unos pies de verdad
pequeños para su altura, enfundados en unas botas de gamuza con tiritas de cordero
alrededor de los tobillos. Los brazos, también cruzados, sostenían los pechos levantando un
poco la blusa. Vi el ombligo, en forma de coma y los abdominales. La miré a los ojos. Unos
ojos negros, puro iris. En una oreja se había tatuado una cruz diminuta a modo de arete, y
un lirio o una rosa, también tatuada, asomaba del escote. Su cara, de revista, armonizaba
– ¿A ver?
Alta, sensual, febril, el flequillo cubriéndole la frente, más que hablar acariciaba las
boca, rojísima, parecía trazada insistentemente con un crayón. Me quitó el pantalón de las
– ¿Sos de acá?
– Sí.
– Bueno, vení por acá. Te aviso que el que te lleves te lo tenés que probar acá. Llegaste
justo, ayer se disparó el dólar y nos mandaron a remarcar cada una de las prendas.
belleza. Tragué saliva. Antes de llegar al final levantó un codo, pasando la mano por detrás
de su cuello hasta el hombro contrario y se agarró del pelo con fuerza, como si fuera su
resultado fantástico en los documentales de Animal Planet, el modo en que el león monta a
la leona mordiéndole el cuello? De pronto giró, quedando otra vez con los pies cruzados, lo
– Entrá ahí.
esos producidos por la mujer cuando golpea entre las piernas con un guante invisible. Yo
creía perdido desde hacía algunos años el animal agazapado en las amígdalas y entonces
supe, o desee, lo que al final iba a ocurrirme. ¿Cuántas veces en un subte o una calle
cualquiera allá en la capital una mujer y un hombre se cruzan, se miran, desnudan con el
pensamiento y se pierden para siempre? Eso, no podía ocurrirme. De los deseos conozco
sus caprichos y para que se cumplan, sólo hace falta una cosa: no confesarlos a nadie.
Me acompañó hasta la puerta, y al extender la mano sin mirar hacia atrás en busca del
del desamparo, semejante a un pato flotando en el centro de una laguna. Sentí una presión
en los oídos, igual a cuando de chico iba a la pileta y buceaba en la parte honda de los
La solicitud de amistad llegó el día después, intercambiamos tres mensajes. Fueron breves.
Operativos, en clave de urgencia. El animal del deseo parecía saltar la valla de los años y
– ¿Dónde te veo?
– Donde quieras.
– Desde hace un siglo ese lugar ya no se llama más así. Ahora se llama Cadabra.
Nos sentamos en una mesa redonda, de madera y paño verde. El Fénix supo ser un club de
clase media fundado por el viejo tronco conservador del pueblo. Hace años, detrás de la
pared de la barra forrada en espejos donde se multiplica un ejército de botellas, los hombres
de dinero se apiñaban a jugar al póker y tomar whisky hasta el amanecer sin que se les
cayera una pluma. Trabajaban de tener gente trabajando para ellos. Pero ahora el pueblo
los sábados por la noche), además del descubrimiento, éste año, de un grupo de peones
semiesclavizados por un nostálgico patrón abrazado aún al siglo XIX, cuando finalizada la
Campaña del Desierto que desapareció al indio el Gobierno entregaba tierras hasta donde al
hombre blanco se le cansara el caballo; hasta donde corría el caballo, hasta ahí, se era
Pedimos cerveza, una cerveza negra y otra roja. De las mesas alrededor se dan vuelta.
Algunos se ríen. Los pueblos cargan en la sangre el gen del comentario, esa tendencia reptil
de enredarse la lengua en el cuello semejante a una bufanda. Pero aquí, todo el mundo
esconde su invierno. Yo siento calor, y estoy por sacarme la campera cuando veo a Carla
apurar la cerveza mirando el fondo del vaso y con voz subterránea me pide irnos. «Después
te cuento.»
Salimos a la calle sin rumbo. La incertidumbre ensancha los horizontes y el pueblo parece
más grande. Entonces, en un ataque de confianza, esa misma noche, la primera noche, le
propongo a Carla alquilar un cuarto con dos camas para seguir hablando acostados, a la
distancia.
Así nos conocimos, y así planificamos de modo inconsciente nuestra primera y siempre
repetida, última vez. La promesa de no tocarnos me la había hecho a mí mismo, sólo que
aguda y temblorosa. La satisfacción del cuero sólo produce nuevos hambres, y en casa,
solo, empecé a ser punzado por el insomnio. Me descubría mirando el techo sin parpadear
por largo rato y en los pies, y a la altura de la cintura, como si fueran agujas de caramelo.
Me levantaba a fumar, hacía café y se me daba por sacar los perros a pasear a las cinco de
la mañana.
La alternativa para evitar desvelos consistió en pedir dinero prestado y así dormir juntos en
el hotel más tiempo; dos, tres veces por semana hasta descubrir, en una agenda con tapa de
corcho donde yo apuntaba frases de canciones que me hacían poner la piel de gallina,
palabras escritas con rush junto a un par de besos impresos. Él no besaba mis labios, él
besaba mi alma. No sé cómo lo hizo pero se metió dentro. Ahora estoy jodidamente
– ¿Qué cuarto?
puerta de la cochera que da a la calle?, siempre está abierta. Yo entro por la cochera,
entro acá por la ventana del baño y después te abro la ventana más grande que da a la
calle. Cerramos la puerta con llave desde adentro, van a creer que está ocupado. Si lo
hacemos un domingo al mes nos ahorramos mil pesos, y con ese dinero podemos salir a
empezamos a viajar a la ciudad de las sierras, solo que pronto confirmamos que la
salimos apurados para no ser vistos por el conserje. Llamó pidiéndonos bajar la voz. Carla
había puesto música en el celular e intentaba arrancarme el calzoncillo gritando «bailá,
dale, no seas malo, quiero que bailes para mí.» Brincaba sobre la cama de rodillas, el
respaldar golpeando contra la pared mientras la flor, tatuada entre sus tetas, danzaba en el
aire semejante a un pájaro entre las nubes. Su demanda era justa. Durante varios minutos
había trepado por las paredes con la espalda en una improvisada actuación de striptease, y
el teléfono desde la recepción fue como si de pronto alguien encendiera un reflector desde
un rincón del cuarto. Compartimos una mirada: nos vamos sin pagar.
una noche de tormenta con el techo del hotel acosado por una balacera de hojas arrancadas
una siesta a las seis de la tarde y yo esperaba que dejara de llover para salir a comprar
pizza, vino y chocolates. Carla había estado hablando sola mientras dormía. Hablaba con
alguien. Decía que no y sacudía las piernas. Después abrió los ojos, se puso a ver la
televisión, y cuando le pregunté qué película era me contestó sin mirarme que no veía nada.
Fui hasta el baño, abrí la ducha y me paré frente al espejo hasta que el vapor borró mi cara.
¿Desde cuándo era capaz de vestirme y salir en medio de una tormenta porque una mujer
parece sugerir con la mirada tengo deseos de comer chocolate? ¿Y ese interés volviendo
urgente lo que antes no existía? Escuché que la llamaban a su móvil pero no contestó. Me
Carla fumaba con los brazos cruzados sobre el respaldar de una silla y las piernas abiertas.
La vi sola. Los ojos clavados en el piso como si alguien la hubiera regañado y al mismo
tiempo sin deberse nada más que a sí misma. Exhalaba el humo con fuerza, arrojándolo
contra la pantalla del televisor en lugar de arrojarlo contra la ventana, por donde entraba un
aire frío haciéndola temblar. Parecía aislada en su propio jardín trasero, hermética en su
desnudez de plomo. Sentí descender por un tubo de cristal la fiebre a la que tanto me había
humillante derrota, y como olvidándose del asunto o fuese el televisor quien la hubiera
cambiado de canal a ella, preguntó cómo había gente que podía haber votado alguna vez a
éste tipo. Levantó la cabeza hacia el techo, parecía ver un pájaro o hablar con Dios hasta
que de pronto, cazando palabras en el aire o por el solo miedo de perderlas, como si
desnudándose noche tras noche le hubiesen crecido alas y ganado la libertad, las lágrimas
Jamás parpadeó. Le puse una mano en la cabeza, separándole los mechones de pelo
húmedos y Carla me miró desde abajo, como si mirara otra vez el televisor. ¿Qué podía
hacer, más que acercarme arrastrando el índice por uno de sus muslos?
Al amanecer cerramos los ojos, y su llanto por la noche se tradujo en ausencia por la
mañana. Esperé, confiado en que necesitaba estar sola o con ella misma. Pero Carla no
llamó, y pasada una semana fui al local donde la conocí. Desde afuera, entre los maniquíes,
había otra mujer. Me llevó una tarde averiguar dónde vivía. La casa era rosa, de ventanas y
puerta blanca con un cartel de Se vende, en el frente del garaje. Toqué la puerta pero no
contestó nadie, y la imagen de Carla al otro lado en un cuarto de hotel me regresó a su voz,
pidiéndome un minuto. Una nube en forma de pájaro se había detenido sobre la luna y allá,
en esa otra ciudad donde las sierras morderían la noche, las estrellas coronaban el cuarto de
un hotel donde otros cuerpos tapaban nuestros cuerpos. La noche desaparecía. Las personas
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