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Escribe Marcial Moreno
Esa casa sintetiza magistralmente tantas y tantas casas que pueblan las películas del oeste. Y
entre ellas, claro, las de John Ford. Si el género encuentra uno de sus elementos definitorios
en el deambular sin fin de sus héroes, cual Ulises expatriados, las casas son el contrapunto
necesario para calibrar de manera apropiada su verdadera dimensión. La referencia
inaprensible de la casa ofrece la magnitud de su desarraigo.
Es por ello que su presencia en las casas es siempre
transitoria. En realidad las casas, aunque también las habiten los hombres, son territorios
femeninos. Ocurre enCentauros del desierto, donde tanto la señora Jorgensen como Martha
Edwards son las que dominan la acción en sus respectivos hogares. Ocurre también en Los
tres padrinos. La mujer del sheriff es ahí la dueña de la situación, tanto al inicio de la
película como al final, cuando hay que curar y alimentar al maltrecho Robert.
Similar es la situación en El hombre que mató a Liberty Valance: la cantina regentada por los
Ericson es el espacio de Hallie y Nora. Tanto el señor Ericson como los sucesivos clientes se
limitan a seguir sus indicaciones, demostrando una evidente torpeza a la hora no sólo de
realizar las tareas que se les encomiendan, sino incluso de moverse en ese lugar extraño para
ellos. Es cierto que el caso de Ranson (James Stewart) es un tanto diferente, pero Ranson
pertenece a otra época, no es asimilable a los personajes que forjaron la leyenda.
Esa incapacidad de habitar la casa femenina se inviste en ocasiones de reverencial respeto.
En Los tres padrinos la casa en la que nacerá el pequeño ha quedado reducida a una
desvencijada carreta abandonada en medio del desierto. También allí gobierna una mujer, la
que próximamente dará a luz. Y los forajidos que han de ayudarla en este trance titubean
antes de entrar. Es como si temiesen violar un espacio que les resulta ignoto. Cuando
finalmente acceden han de desprenderse antes de sus pistolas, o lo que es lo mismo, dejan su
esencia a las puertas, se transforman en algo diferente a lo que son, asumen una identidad
distinta a la que los constituye. Ese gesto representa, sin duda, una de las cumbres del cine
de John Ford.
Por lo tanto las casas, aunque las construya el héroe
fordiano, son siempre para una mujer. Puede ser o no conocida, puede que en el momento de
su edificación aún no exista, o que ni siquiera esté como tal mujer en la mente del
constructor, pero siempre será ella quien le dé su razón de ser. En La diligencia Ringo posee
una casa en México, pero esa casa permanecerá vacía hasta que el vaquero encuentre a su
amada. Sólo entonces cobra pleno sentido su ocupación. Ringo se establecerá en ella alentado
por la pareja que ha encontrado. Es la manera de abandonar su azarosa vida anterior y dotar
de significado a su propiedad.
Sin embargo, la mayoría de las veces ese momento no llega, y entonces la casa deviene
superflua. En El hombre que mató a Liberty Valance, Tom Doniphon no llega a terminar nunca
la habitación que está construyendo para Hallie. En el momento en que toma conciencia de
que ella se le escapa ya no existe razón alguna para continuar, y prende fuego a la casa. La
mujer es por tanto el único lazo que puede hacer que el vaquero se recluya entre cuatro
paredes. Si esa mujer desaparece las casas se convierten en construcciones absurdas y no
cabe otra opción que abandonarlas o destruirlas. Las casas se alzan así en la antítesis de la
libertad, y las mujeres en el reclamo que intenta someterla.
Pero cometeríamos un error si pensáramos esta situación del héroe fordiano sólo en términos
de víctima involuntaria. El lazo femenino es en ocasiones gozosamente aceptado, y entonces
el vaquero cambiará su vida: es lo que quería hace Ford con Wyatt Earp al final de Pasión de
los fuertes, intentando que el viejo sheriff se quedara con Clementine, aunque la producción
le impuso el final en el que Earp se marcha. Es lo que ocurre también con Ringo en La
diligencia, alejándose hacia su casa en México, o es lo que a pesar de sus dudas y zozobras,
hubiera querido hacer Guthrie McCabe en Dos cabalgan juntos, si no fuera porque su lugar lo
encuentra ocupado por otro, una nueva presa en manos de Belle.
Otras veces la libertad se impone, incluso con dolor. En Pasión de los fuertes, Doc Holliday ha
construido un remedo de hogar en la habitación de un hotel, y allí coloca sus escasos objetos
personales, entre los que no falta el recuerdo de Clementine. La conciencia de la pérdida no
es en absoluto gozosa, y sus desapariciones constantes llevan la impronta de la búsqueda
interminable, de la angustia perpetua. Sin embargo asumirlo no es menos lacerante. Cuando
Tom Doniphon quema su casa en construcción está otorgando la libertad a Hallie para que
acompañe a Ransom, y al mismo tiempo está ganando la suya propia, como la de los caballos
a los que abre la puerta del cercado (otro de los momentos excelsos de la obra fordiana). Con
su gesto Doniphon no sólo está aceptando una realidad concreta y puntual, sino un modo de
ser, el suyo, el de los vaqueros condenados a deambular eternamente, aún siendo
consicientes de lo arduo que resulta ese modo de vida.