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Casas y mujeres

MIÉRCOLES, 22 DE JULIO DE 2009 10:20

Escribe Marcial Moreno

En Appaloosa, Ed Harris nos ofrece, amén de una


extraordinaria película, un sentido y minucioso homenaje a la historia del cine. Casi cada
plano, cada frase, cada detalle, nos transporta a un hito de esa historia, nos permite
reconocer alguna de esas películas que tanto amamos, nos devuelve el recuerdo de los
materiales con los que está construida la mitología.
Nos encontramos allí al sheriff temporero Virgil Cole (Virgil, el nombre de uno de los
hermanos de Wyatt Earp: Pasión de los fuertes, Duelo en OK corral...) quien cae rendido a los
encantos de Allison French (magnífica Renée Zellweger), una desconocida repleta de pasado
que aparece en el inhóspito Appaloosa. El ansia inconfesable de compañía que uno y otra
tienen se materializa inicialmente en la compra de una casa a medio hacer y azotada por el
viento en la que proyectar su futura convivencia. Una casa que tendrá un gran salón con
vistas a la calle, para poder ver a las visitas que sin duda acudirán (¿quizá algún Ethan
derrotado pero fiel a su juramento?).

Esa casa sintetiza magistralmente tantas y tantas casas que pueblan las películas del oeste. Y
entre ellas, claro, las de John Ford. Si el género encuentra uno de sus elementos definitorios
en el deambular sin fin de sus héroes, cual Ulises expatriados, las casas son el contrapunto
necesario para calibrar de manera apropiada su verdadera dimensión. La referencia
inaprensible de la casa ofrece la magnitud de su desarraigo.
Es por ello que su presencia en las casas es siempre
transitoria. En realidad las casas, aunque también las habiten los hombres, son territorios
femeninos. Ocurre enCentauros del desierto, donde tanto la señora Jorgensen como Martha
Edwards son las que dominan la acción en sus respectivos hogares. Ocurre también en Los
tres padrinos. La mujer del sheriff es ahí la dueña de la situación, tanto al inicio de la
película como al final, cuando hay que curar y alimentar al maltrecho Robert.
Similar es la situación en El hombre que mató a Liberty Valance: la cantina regentada por los
Ericson es el espacio de Hallie y Nora. Tanto el señor Ericson como los sucesivos clientes se
limitan a seguir sus indicaciones, demostrando una evidente torpeza a la hora no sólo de
realizar las tareas que se les encomiendan, sino incluso de moverse en ese lugar extraño para
ellos. Es cierto que el caso de Ranson (James Stewart) es un tanto diferente, pero Ranson
pertenece a otra época, no es asimilable a los personajes que forjaron la leyenda.
Esa incapacidad de habitar la casa femenina se inviste en ocasiones de reverencial respeto.
En Los tres padrinos la casa en la que nacerá el pequeño ha quedado reducida a una
desvencijada carreta abandonada en medio del desierto. También allí gobierna una mujer, la
que próximamente dará a luz. Y los forajidos que han de ayudarla en este trance titubean
antes de entrar. Es como si temiesen violar un espacio que les resulta ignoto. Cuando
finalmente acceden han de desprenderse antes de sus pistolas, o lo que es lo mismo, dejan su
esencia a las puertas, se transforman en algo diferente a lo que son, asumen una identidad
distinta a la que los constituye. Ese gesto representa, sin duda, una de las cumbres del cine
de John Ford.
Por lo tanto las casas, aunque las construya el héroe
fordiano, son siempre para una mujer. Puede ser o no conocida, puede que en el momento de
su edificación aún no exista, o que ni siquiera esté como tal mujer en la mente del
constructor, pero siempre será ella quien le dé su razón de ser. En La diligencia Ringo posee
una casa en México, pero esa casa permanecerá vacía hasta que el vaquero encuentre a su
amada. Sólo entonces cobra pleno sentido su ocupación. Ringo se establecerá en ella alentado
por la pareja que ha encontrado. Es la manera de abandonar su azarosa vida anterior y dotar
de significado a su propiedad.
Sin embargo, la mayoría de las veces ese momento no llega, y entonces la casa deviene
superflua. En El hombre que mató a Liberty Valance, Tom Doniphon no llega a terminar nunca
la habitación que está construyendo para Hallie. En el momento en que toma conciencia de
que ella se le escapa ya no existe razón alguna para continuar, y prende fuego a la casa. La
mujer es por tanto el único lazo que puede hacer que el vaquero se recluya entre cuatro
paredes. Si esa mujer desaparece las casas se convierten en construcciones absurdas y no
cabe otra opción que abandonarlas o destruirlas. Las casas se alzan así en la antítesis de la
libertad, y las mujeres en el reclamo que intenta someterla.
Pero cometeríamos un error si pensáramos esta situación del héroe fordiano sólo en términos
de víctima involuntaria. El lazo femenino es en ocasiones gozosamente aceptado, y entonces
el vaquero cambiará su vida: es lo que quería hace Ford con Wyatt Earp al final de Pasión de
los fuertes, intentando que el viejo sheriff se quedara con Clementine, aunque la producción
le impuso el final en el que Earp se marcha. Es lo que ocurre también con Ringo en La
diligencia, alejándose hacia su casa en México, o es lo que a pesar de sus dudas y zozobras,
hubiera querido hacer Guthrie McCabe en Dos cabalgan juntos, si no fuera porque su lugar lo
encuentra ocupado por otro, una nueva presa en manos de Belle.
Otras veces la libertad se impone, incluso con dolor. En Pasión de los fuertes, Doc Holliday ha
construido un remedo de hogar en la habitación de un hotel, y allí coloca sus escasos objetos
personales, entre los que no falta el recuerdo de Clementine. La conciencia de la pérdida no
es en absoluto gozosa, y sus desapariciones constantes llevan la impronta de la búsqueda
interminable, de la angustia perpetua. Sin embargo  asumirlo no es menos lacerante. Cuando
Tom Doniphon quema su casa en construcción está otorgando la libertad a Hallie para que
acompañe a Ransom, y al mismo tiempo está ganando la suya propia, como la de los caballos
a los que abre la puerta del cercado (otro de los momentos excelsos de la obra fordiana). Con
su gesto Doniphon no sólo está aceptando una realidad concreta y puntual, sino un modo de
ser, el suyo, el de los vaqueros condenados a deambular eternamente, aún siendo
consicientes de lo arduo que resulta ese modo de vida.

En El hombre que mató a Liberty Valance la casa es la


ciudad, el ferrocarril, el progreso, el nuevo mundo que se avecina. A todo eso renuncia
Doniphon, o más bien deberíamos decir que es él quien resulta abandonado en tanto que no
es posible su integración en la realidad que ya se adivina. La asunción consciente y dolorida
de esa situación no hace sino acentuar su dimensión trágica.
Pero nadie como Ethan Edwards para entender el desamparo del héroe fordiano. Al comienzo
de Centauros del desierto lo vemos llegar a una casa en la que es recibido de manera
entusiasta. Son pocas y espaciadas las visitas que realiza, hasta el punto de que confunde a
sus sobrinas. Allí se le quiere, pero ese amor oculta la tragedia, la pasada y la que vendrá. La
pasada en la forma del amor truncado entre él y su cuñada, insinuado a través de las miradas
y las caricias a la ropa de Ethan. La futura en el ataque de los indios con la destrucción de la
casa y el asesinato de casi toda su familia.

De nuevo vemos en Ethan al personaje desamparado, el que carece de la referencia que le


rescate de su eterno deambular. Quien podría haberlo hecho le está vedada nada menos que
por ser la mujer de su hermano, y ante ello no cabe sino aceptarlo. Cuando Ethan se ofrece a
perseguir a los indios en lugar de su hermano está delimitando los espacios casa-exterior a los
que cada uno pertenece, por mucho que le hubiera gustado que fuese de otro modo. Es por
ello que cuando dispara a los ojos del indio muerto condenándolo a vagar para siempre,
conoce muy bien la magnitud del castigo que está infringiendo. Lo lleva sufriendo mucho
tiempo en su propio  ser.

Sin embargo la casa refugio, como pasa tantas veces en


Ford, se convierte en la casa trampa. Los que permanecen en ella son atacados y
exterminados (también en La diligencia la casa se convierte en tumba tras el paso de los
apaches), hasta el punto que la salvación reside en la huida, y es Debbie la única que la
alcanza precisamente por haber podido abandonarla. En ese sentido la renuncia a la casa, y a
la mujer asociada a ella, no sólo significa libertad, sino que también es una defensa frente al
peligro. La soledad del héroe fordiano, la dificultad para establecer relaciones sociales, para
integrarse en la comunidad (es significativa la alteración que habitualmente representa su
aparición en las reuniones o los bailes que suelen producirse en las casas) es también su
protección.
Pero el jinete solitario envejece, sufre, observa cómo cambia el mundo, y cada vez se siente
menos capaz de soportar la vida que lleva. El viejo y loco Mose, superviviente de tantos
avatares, busca y consigue al final de su vida un techo y una mecedora. Ethan sabe que su
desamparo necesita un remedio similar, pero es consciente de la inviabilidad de ese proyecto.
Al final de Centauros del desierto volvemos a ver a Ethan acercarse a una casa. Cuando hace
mención de entrar ha de dejar paso al joven Martin Pawley y a su amada Laurie. Ethan duda
unos momentos, su brazo izquierdo envuelve por un instante su dolorido cuerpo y, tras
comprender, da media vuelta y continua su camino. La puerta de la casa se cierra. La historia
del cine siempre estará en deuda con Ford por este momento mágico.
Al final de Appaloosa, Virgil y Everett se separan. El primero, de vuelta ya de mil batallas, sin
fuerzas para seguir recorriendo caminos y poblados, se quedará a acabar sus días junto a
Allison en la casa que adquirieron. En cambio Everett, más joven, abandona el lugar, toma
rumbo hacia oeste al encuentro de nuevas aventuras. Quizá algún día siga los pasos de Virgil.
O, como Ethan Edwards, acabe siendo uno más de los eternos buscadores.

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