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Pero más allá de esta dualidad psicológica (y a ratos, divertida) que forman el tándem de
amigos Widmark-Stewart, la cinta lanza al espectador una interrogación, en este caso sobre
la identidad. Como todas las películas de Ford, más allá de la historia que se sigue con
naturalidad (ya que es un narrador nato), esconde generalmente una idea más profunda. Por
eso es un director clásico, porque supo dirigir unas historias que pudiera seguir cualquier
espectador, pero que a la vez tienen una lectura más oculta y que demuestra su autoría y su
complejidad como realizador.
En este caso es: ¿en qué consiste la identidad del ser humano y cómo puede ser transformada
con el paso del tiempo y las influencias exteriores? Es complicado descubrir el porqué somos
lo que somos, no ya por genética, sino por el entorno en el que crecemos, que depende del
carácter, la edad, la capacidad de adaptación, el tiempo, los años vividos en otra cultura...
Como en Centauros del desierto (1956), aquí se analiza las diferencias entre la cultura
americana y la india, ya que la paz después de una etapa beligerante (la etapa de
posguerra), trae consigo muchos problemas de adaptación, pues si bien se rescatan, el
proceso de adaptación es complejo y nada fácil, y hay todo tipo de casos: desde el total
adaptado al nuevo estilo de vida indio que ha olvidado por completo sus raíces (en estos
casos, la nueva adaptación se hace difícil cuando no imposible, sobre todo si la persona
engendra en su interior un fuerte odio), hasta la que ha sufrido un verdadero trauma porque
ya era mayor cuando la secuestraron y sufre también cuando la intentan reincorporar al
pueblo americano por la repulsa de sus conciudadanos (porque la gente es chismosa e
intolerante y no tolera al que ha vivido con el enemigo, casi siempre por motivos de miedo a
lo desconocido y la intolerancia que produce la ignorancia).
En resumidas cuentas, la cuestión que se plantea es si
existe una identidad pura o si todos somos mezcla del mestizaje cultural. Y es que, dentro de
las dos posibilidades antropológicas de definir la identidad cultural, la esencialista (que apela
al concepto de identidad cultural como algo inmutable y hereditario) y la constructivista (que
ve la identidad cultural no como algo que se nos da, sino como algo que construimos y, por
tanto, dinámico y cambiante con el tiempo), es en ésta última en la que incluiríamos a Ford.
Por todo esto, estamos ante una cinta antirracista que reivindica la mezcla de culturas, el
mestizaje y no la supremacía de una cultura sobre otra. No voy a entrar a defender a Ford de
los que le tachan de racista y machista, porque esos adjetivos me parecen tan infundados y
propios del desconocimiento que sólo aconsejo al que posee este prejuicio que vea más
películas del maestro Ford con una mirada menos simplista.
Estamos ante una amarga reflexión sobre las consecuencias de la guerra, y sobre la dificultad
de dar bienvenida a una persona que haya estado con los comanches. Se establece aquí una
crítica profunda hacia el racismo, la xenofobia, la intransigencia y la intolerancia, y se
vislumbra un feminismo incipiente donde se acentúa la importancia de las mujeres en la
historia, que son los personajes fuertes, tolerantes y luchadores del filme.
La cinta es de 1961 y, por tanto, estamos en la última etapa del director, que ya llevaba
trabajando en el cine casi 40 años, un Ford más maduro y desilusionado con la "conquista del
oeste": porque esa terrible invasión influyó negativamente en las poblaciones de uno y otro
bando, y no sólo entonces, sino en las generaciones posteriores. Y es que John Ford es un
gran director coral que llena sus películas de multitud de personajes secundarios que no sólo
están para acompañar a los principales, sino que tienen entidad propia. Su análisis psicológico
no sólo sirve para mostrarnos el abanico del que se compone la sociedad, sino que son
imprescindibles para entender el relato en toda su complejidad: para el aristotélico Ford, el
hombre es un ser social que habita, bien sea en un pueblo del Oeste, o en un pueblo irlandés
(El hombre tranquilo,1952), o en cualquier otra localización espacio-temporal.
Por eso, aunque está lejos de la maestría de su predecesora, merece nuestra atención:
contiene buenas dosis de humor, está bien narrada, tiene buena química entre los personajes
principales (aunque ambos estaban lejos de sus caracterizaciones típicas), presenta como
actores secundarios a Shirley Jones y al siempre impactante Woody Strode, entre otros, y
alcanza un desenlace que, aunque premonitorio, no por ello atípico y reconfortante.