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Los mitos negros

I.

Extracto de la Revista de Libros, El Mercurio, octubre de 2009.

“El arrollador éxito de Vértices, la última novela de Álvaro Navarro oculta a una serie de
escritores menores, una cofradía de dedicados autores, auténticos trabajadores de la letra, gente
consagrada al lenguaje, al cultivo de estilos exquisitos, que resultan injustamente suprimidos de las
listas de los más vendidos por este muchacho de veintiocho años y pésima prosa, que sólo sabe
convocar imágenes morbosas y sanguinolentas, saturadas de monstruos y otras aberraciones. Pero,
no obstante, si Navarro tiene alguna cualidad, es precisamente ser capaz de atar esas imágenes a la
página en blanco, crear horror e incomodidad en sus lectores y, qué paradoja, conseguir que
regresen por más […]”

Desde luego, y como es de esperar en un escritor de terror, hay un muerto en el clóset de


Álvaro Navarro. Y es un muerto particularmente fastidioso, tanto como un chicle pegado en la suela
del zapato. Lo comparte con su principal competidor, Juan José Méndez.
El mismo J.J. Méndez que publicó hace siete años la trilogía de los Monolitos, obra que
marcó el comienzo del boom literario fantástico en nuestro país. El hombre que asustó al cura
Valente, que ha entrado por la puerta de atrás de la cultura nacional y hoy ya es parte de los planes
lectores de colegios en Providencia y Las Condes.
Méndez, el autor consagrado que tras recomendar encarecidamente los cuentos del primer
libro publicado por Navarro optó por recluirse en una casa ubicada, según se especula, en el Litoral
Central y sólo ha publicado dos novelas, para rabia del público y placer de la crítica, que las
idolatra. Novelas que rivalizan en las listas de ventas con los escritos de Navarro. Novelas
ciertamente más imaginativas, plagadas de símbolos febriles y desesperadas. Y cuando las lee,
Navarro siente miedo. Muy diferente a la pálida extrañeza que le produce releer su propio trabajo.

Alguna vez, Navarro y Méndez llegaron a conocerse bien. Fueron grandes amigos que
convivían en una villa de clase media en La Florida, como a eso de los doce años, pero ninguno
quiere recordar esos días. El tiempo de las bicicletas, las pichangas al atardecer y las guerras con
pistolas de agua está lejos, muy lejos. Ha corrido demasiada agua bajo el puente, manchada con la
sangre que siempre termina llegando a los ríos.
Vivían a media cuadra de distancia. Solían encontrarse después de la escuela, aún sin
cambiarse el uniforme, para conversar sobre historietas, dibujos animados –Jinete Sable era siempre
un favorito, y también Robotech- y, claro, las películas de horror que la mamá de Méndez arrendaba
en el video-club: Poltergeist, Child’s Play, Martes 13.
O se cuentan historias el uno al otro, o se prestan los cuadernos donde garabatean relatos de
vampiros, licántropos y asesinos en serie. Buen intento, pero algo falta. Algo hondo. No basta con
las buenas intenciones –es dudoso estimar si un escritor de horror tiene realmente buenas
intenciones en lo que respecta a su obra- o con tener talento. Algo no ha brotado aún en lo profundo.
Algo obsceno.
Pero llega. Llega pronto, con el atardecer y un balón perdido que cae dentro de la casa
abandonada del pasaje. Alguna vez fue un jardín infantil, una casa donde cuidaban niños, pero
entonces ya había caído entre el polvo y el óxido y aquellos niños que pasaban sus tardes
manchándose la cara y la ropa con comida u ordenando bloques ahora pasaban ahí las noches,
fumando marihuana o bebiendo. Pero cuando cayó la pelota, aún no anochecía lo bastante.
Navarro no recordaba de quién había sido la culpa aquella vez. Ambos se miraron y
estuvieron de acuerdo enseguida: irían juntos. En esos días, la casa abandonada tenía muy mala
reputación, tanto entre los hijos, que creían que allí penaban fantasmas, como entre los padres, que
sabían que los adolescentes de la villa tenían relaciones sexuales en el interior y que, en ocasiones,
algún lanza ocasional usaba el patio como refugio.
Pero quien pierde, paga. Y la pelota era de cascos, no había dinero con qué comprar otra y
no quedaba más que sacarla de donde fuera. No importaba si había caído en medio del infierno. Los
mejores amigos siempre aperran.
Así que se colaron por entre una grieta del portón de fierro y buscaron en el patio trasero.
La maleza estaba muy alta y picaba por entre los pantalones cortos. Tampoco facilitaba la búsqueda,
y menos con la luz crepuscular. Tras escudriñar un rato, llegaron a la conclusión de que no estaba
allí y tal vez hubiese caído dentro de la casa por alguna de las ventanas, que no tenían ni vidrios ni
protecciones.
Lo pensaron por unos instantes. La pelota era de cascos. Eso era seguro. Los fantasmas
eran, hasta ese entonces, sólo una posibilidad. Y así, decidieron cruzar el segundo umbral.
Dentro estaba oscuro como boca de lobo. Sólo llegaba la iluminación cada vez más escasa a
través del ventanal y no era suficiente. Navarro aún no usaba lentes en aquel entonces, pero ya se
anunciaba su miopía: estaba muy perdido. No podía saber dónde encontrar la pelota; ni siquiera
dónde buscarla. Pero Méndez dio con ella enseguida. Parecía ver en la oscuridad.
Entonces, con la pelota en la mano, el muchacho miró a Álvaro. Si éste hubiese podido
verlo bien, notaría en su rostro esa ansiedad propia de quién está a punto de hacer algo malo, pero
placentero.
-Oye ¿Y si averiguamos de una vez si hay fantasmas?
Los papás de Álvaro siempre fueron muy estrictos con él. En parte porque su papá era
profesor y, en parte, por joderlo. Eso lo había hecho muy sensato a temprana edad (un psiquiatra lo
llamaría reprimido, y un nochero, cobarde) Y el crío quería salir rápido de allí. Pero una parte de su
mente –la más siniestra, que lo haría millonario unos años más tarde – quería acompañar a su amigo
todavía más allá.
Así que subieron la escalera hasta el segundo piso. Mientras más se alejaban de los
ventanales, hacia el interior, la luz se extinguía paulatinamente. Tuvieron que tomarse de las poleras
y seguir uno tras el otro, apegados a la pared. De encontrar realmente un fantasma allí, el cabello se
les hubiese encanecido por completo. No fue así. Lo que encontraron fue una luz extraña que se
filtraba por debajo de la puerta de una habitación. Pensaron que era otro ventanal y abrieron para
obtener más iluminación.
Pero no fue eso lo que obtuvieron. La pieza a la que ingresaron parecía revestida de un
brillo verdoso, como un fuego líquido apegado a todos los objetos, a las paredes, y que era más
intenso en un punto al fondo de la habitación. La lógica dictaba que allí debía estar una ventana que
diera hacia el pasaje, porque habían dado vueltas hasta allí, pero no había tal. Cruzaron el umbral,
pasmados por la visión, y se acercaron hasta el punto brillante para mirar a la calle, pero en cuanto
entraron a la pieza el fuego empezó a tomar una forma más espesa, más definida.
Luego las llamas dieron forma a algo parecido a una mesa y a una pareja antropomorfa. Los
chicos se quedaron quietos de miedo y de fascinación conforme la materia incandescente cobraba
más y más definición, hasta que Álvaro pudo reconocer a los seres sentados a la mesa.
-Son los Gutiérrez. Los vecinos de al lado de mi casa- dijo, con un hilo de voz.
El hombre se puso de pronto en pie, bruscamente, puso la mano sobre la mesa, tomó algo
desde ella y lo arrojó a la mujer, que sintiendo el impacto, agitó la cabeza. Luego, se cubrió el rostro
y cayó al suelo. El hombre la volvió a tomar del pelo y la golpeó una y otra vez.
Luego el extraño señor Gutiérrez tomó su cinturón y lo puso en el cuello de su mujer. Y
apretó fuerte. La mujer se agitaba con desesperación. Y la forma del hombre sonreía, tirando de la
correa hacia sí con ambas manos. Luego le azotó la cabeza en el suelo y comenzó a reír a
carcajadas. Hasta que de pronto, la forma se quedó de pie frente a los niños y, alzando la cabeza, los
miró.
La sonrisa estaba tatuada desde afuera hasta adentro, brillante e intolerable.
Los niños, entonces, echaron a correr. Cruzaron el portón, pálidos y aterrados, dejaron la
pelota en medio de sus amigos y escaparon hasta la plaza más lejana. Tras ver su reacción, los otros
muchachos del pasaje aumentaron hasta las nubes la reputación de embrujada de la casa.

-La puta madre-dijo Álvaro, cuando pudo recobrar el aliento.


-Si. Eran los Gutiérrez. Las peleas se escuchan hasta mi casa-
-Y hasta mi mamá dice que el marido le saca la cresta a su señora.
-Pero no sólo le sacaba la cresta. La estaba matando, Juanjo.
Méndez se quedó pensativo, sentado en una banca de la plaza cercana. Para sus trece años,
cuando se concentraba y su mente se iba a espacios opacos y pesados, el muchacho daba una
impresión de inmensidad que ponía nervioso a su amigo.
-¿Y si vimos el futuro, Juanjo? ¿Si va a matarla?
Juan José seguía en silencio. Álvaro, mucho más excitado, se impacientaba.
-¡Juanjo! ¿Si va a matarla?...¡Juanjo!...¡JUANJO!
Finalmente su amigo salió de sí mismo.
-No creo, Álvaro. Si quisiera matarla, ya lo habría hecho. Lo que goza es pegarle.
-Como tu papá.
-Como mi papá. Tal vez hayamos visto lo que quisiera hacerle. Pero habría que verlo otra
vez.
-No estís hueveando.
-No hueveo. Es la única forma de saber- dijo Méndez, poniéndose de pie. Era ya de noche,
y echó a andar- Voy a mi casa ahora, porque hay que entrarse. Pero mañana voy a volver a la casa y
a la pieza. Y vos también vai, supongo.
Álvaro se quedó mirándolo, de una pieza.
-Ni cagando.
-Entonces, al menos, no contís nada de lo que pasó. Chao- dijo Méndez, muy seco, y se fue
a casa.

Ambos volvieron al día siguiente. Esta vez, Álvaro llevaba una linterna y la visión les
mostró a Marilú, la chica depresiva del 10111, cortándose la cara con la hoja de afeitar de su
hermano mayor. Hicieron lo posible por no salir corriendo, pero cuando la figura espectral los miró
fijamente, no pudieron sino escapar.
No obstante, en la tarde, regresaron. Y esa vez no huyeron. Habían formado una teoría sobre
el asunto y, también, cierto morbo. Eso bastaba para visitar una y otra vez el lugar, excepto cuando
hubiera otros huéspedes, lo que podía saberse con facilidad por el potente aroma a marihuana y
pisco o por los gemidos sexuales que salían de allí.
La teoría era que la Pieza les estaba mostrando los deseos ocultos de los habitantes de la
villa. Mitos negros e individuales, escenas guardadas en el fondo de sus imaginaciones. Y
solamente se los mostraba a ellos, porque nadie salía huyendo del lugar, ni marihuaneros ni lanzas
ni parejas borrachas.

Así estuvieron durante seis semanas. Las visiones tenían contenidos diversos: las niñas
chicas del vecindario, incluyendo la hermana pequeña de Álvaro, solían manifestarse casadas con
sus compañeros de colegio, sobre todo con los mayores. Los adolescentes tendían a la
autodestrucción y también los ancianos. Brindaban imágenes terribles: en una ocasión, la señora
Juani Rojas, una venerable abuela del pasaje donde vivía Méndez, brotó de la nada con aguja e hilo
y comenzó a coserse los globos oculares. Lo hacía con una dedicación tal que sus espasmos de
dolor no afectaban en nada su eficacia. Acaso le daban mayor rigidez a las manos.
Más divertidas eran las triple equis: el señor Cáceres teniendo relaciones simultáneamente
con la mamá del Vitoco y la joven más atractiva del vecindario, quince años menor. La misma chica
tenía visiones donde posaba desnuda para un grupo de fotógrafos. El viejo Carrasco, que de paso
era el inspector del colegio, aparecía en pleno sexo anal con el profesor Rueda. Méndez sugirió
alguna vez llevar cabritas para amenizar, pero el sensato Navarro censuró la idea con fuerza.
Pero invariablemente todas las visiones concluían de la misma forma. La forma protagónica
se volteaba para mirarlos fijamente. Y aunque ya no huía, Álvaro Navarro no podía apartar esos
ojos profundos de sí. Tampoco la incomodidad de estar curioseando en el inodoro mental de los
demás. Cuando se paseaba por el vecindario y se encontraba con alguno de los vecinos que había
espiado, sentía su mirada acusatoria y al mismo tiempo, cierto poder sobre ellos. Como si los
tuviera cogidos por el corazón, o mejor, por la sombra.

La última vez que entraron a la Pieza, Juan José daba la impresión de estar sobreexcitado
desde el comienzo. O tal vez eso le pareció a Álvaro, que comenzaba a hartarse de la situación.
Entraron apresuradamente en la casa, y se apuraron en llegar a la habitación. Allí estaba el fuego, y
las formas que empezaban a dibujarse como lo hace el humo de los cigarrillos. Los chicos se
sentaron en un rincón, mientras la función daba comienzo.
Y aparecieron tres formas humanas. Dos en la cama, uno se levantaba y salía hacia un lado.
Luego, una más baja, un niño, tal vez de la edad de los muchachos…se acercaba a la cama donde
aún reposaba la mujer –porque era una mujer- y tomando un objeto punzante (que a Álvaro Navarro
siempre le pareció que era un destornillador), comenzó a apuñalarla. Una y otra vez, dejaba caer el
objeto punzante en la carne. La mujer sólo estiraba la mano. Entonces, la forma más grande, el
hombre, regresaba a la escena, y luego de tomarse la cabeza con aparente estupor corrió hacia la
mujer, que estaba inerte, casi esparcida. Pero el chico saltó rápido. Mientras el hombre trataba de
golpearlo o tomarlo, se fue hacia las rodillas y metió el destornillador dentro de una de ellas. Lo
retorció dentro. El hombre se desplomó muy cerca de los niños.
-Es tu papá- dijo Álvaro, muy asustado.
El chico se lanzó sobre el hombre, y comenzó a pincharlo en la garganta.
-¡Es tu papá, Juanjo!-
El chico espectral comenzaba a arrastrar el punzante sobre el trozo de hombre ya muerto.
Juan José Méndez estaba perdido en la profundidad, como era su costumbre, mirando al asesino en
su faena.
-¡JUANJO!-Álvaro Navarro ya se había puesto de pie.
-Déjalo terminar- fue la seca respuesta del muchacho.
Álvaro terminó de reconocer en la forma espectral a su amigo Juan José. Cuando ésta quiso
clavar su mirada sobre él, el muchacho ya había puesto espacio entre ellos. Pero Méndez se quedó
allí y tal vez lo hiciera por largo rato. Álvaro Navarro no quiso saberlo.

Nunca más regresó a la Pieza ni tampoco siguió juntándose con Juan José Méndez. Su
antiguo amigo pareció entenderlo tácitamente y no insistió.
Al poco tiempo los Navarro se mudaron de la villa. Mientras se alejaba, y mucho tiempo
después, Álvaro se preguntaba qué habría visto Juanjo cuando su horror interno lo miró a los ojos.
Sobre todo en sus pesadillas.

5
Nueve años más tarde, Álvaro Navarro pasó por una librería junto a una polola de la
universidad. En la vitrina había un libro firmado por un tal J.J. Méndez, llamado El rasguño. El
alcance de nombres le llamó la atención.
-Yo tuve un amigo que se llamaba igual- le dijo a la chica, Alejandra.
Pero cuando vio la cara en la fotografía de contraportada, lo llenó un sentimiento bastardo,
que no supo calificar, pero que bastó para que comprara la novela y la leyera de una patada.
Una vez que la terminó, todas las imágenes salieron de su mente como si la hubiesen abierto
en canal con una hoja de afeitar. Y pudo dar nombre a su emoción bastarda: envidia. Quiso escribir
también y atrapar a las sombras que lo rondaban, tenerlas nuevamente bajo su poder. La prosa de
Méndez era tan clara y, al mismo tiempo, tan impúdica. Contar esto era mostrar eso que habían
visto juntos, esa parte sucia y deforme que guardaban todos en el baúl interior.
Encendió el computador de su casa y probó suerte.

Pasaron otros dos años. En una feria del libro alternativa, Álvaro Navarro lanzó su primer
libro. Trataba sobre unas pesadillas vivientes que han existido durante siglos y que gustan de
enloquecer a la gente. Por tanto, cruzan de un alma a la otra, se alimentan de ellas y cuando vacían
los corazones de sus anfitriones, se marchan hacia otra imaginación. Quienes leen el libro lo alaban
por su extraña originalidad. Elogio inmerecido que Navarro recibirá reiteradamente a lo largo de los
años.
Entonces se encontró con Méndez. Sólo pudo reconocerlo por la foto de la contratapa,
aunque estaba algo más calvo. Llevaba lentes de sol y sin embargo, parecía tener mucho frío. Y
hurgaba entre los montones de libros de una editorial cercana. Álvaro se le acercó por curiosidad y
con genuina admiración.
-Juan José Méndez.
El hombre se volteó con cierta ansiedad.
-Soy yo, Álvaro Navarro. ¿Te acuerdas de mí?
No. No era ansiedad. La palidez que cubrió el rostro del escritor era de otra naturaleza.
-Vaya. Gusto en verte.
-¿Te puedo invitar a un café?
Méndez vaciló antes de aceptar. Salieron de la feria hacia un café cercano. Navarro le contó
sobre su vida, sobre su matrimonio, el hijo que venía en camino y la novela que estaba lanzando.
Una editorial independiente, dijo. Creen en mi trabajo. Les gusta lo que cuento y le ven potencial. Y
me he inspirado en ti.
La respuesta de Méndez fue un frío silencio. Y un largo sorbo de la taza de café.
-¿Te puedo hacer una pregunta, Juanjo? ¿Puedo decirte Juanjo, verdad?-dijo Álvaro. Su
interlocutor asintió con un pequeño gesto y encogiendo los hombros.
-¿Aún visitas la Pieza? O sea ¿sigues viviendo por allá?
Juan José Méndez se quitó los lentes de sol. Tenía la misma mirada del espectro, once años
atrás, aunque gastada. Oxidada. Luego su gesto se tornó más opaco.
-Álvaro... ¿para qué escribes?
-Bien…supongo que porque me da la gana. Porque me agrada hacerlo. Me tranquiliza.
-A mi no. Yo escribo porque no tengo otra opción.
-Pensé que… digamos, El rasguño es una muy buena historia. Claro, depende mucho de lo
que vimos…tú ya sabes, pero aún así está muy bien escrito. La escena de la escalera…
-¿Sabes por qué a la gente le gustan tanto las historias de terror? Porque estamos todos
jodidos, jodidos del culo y de la cabeza, del corazón, del sexo. Todo está jodido. Y harías bien en
mantenerte a buena distancia de esas cosas, Álvaro.
-Teníamos doce años, Méndez. Tal vez tan sólo imaginamos esas cosas- dijo Navarro, al
borde de la lógica.
Pero Juan José se veía muy serio. Demasiado como para insistir. De hecho, había encendido
un cigarrillo. Álvaro trató de recobrar dominio de si mismo.
-Voy a seguir escribiendo de todas formas. ¿Quién sabe? Tal vez me vaya mejor que a ti.
-Ojalá- retomó Méndez, poniéndose de pie- ¿Cómo se llama tu libro?
-La última plaga.
-Lo recordaré. No vuelvas a buscarme.
Dejó cinco lucas sobre la mesa y se marchó. Dos meses después, durante el lanzamiento de
su segundo libro, La bestia secreta, recomendó encarecidamente la novela La última plaga, de un
joven autor, Álvaro Navarro, que recién iniciaba su carrera.
Sus palabras exactas fueron: “Es un escritor muchísimo más profesional que yo. Si pudiera,
dejaría de escribir y me pondría a leerlo”.
Las ventas del libro se dispararon a las nubes.
Inmediatamente después, Juan José Méndez desapareció por completo de la vida pública. Su
editorial señaló que había optado por marcharse a un pueblo del interior, para dedicarse más
acuciosamente a su trabajo.
A veces, Álvaro Navarro soñaba con la Pieza. Pero no se atrevía a llegar más allá. Si era
capaz, y no despertaba a los niños con el ruido, encendía el computador y encerraba a las sombras
dentro del procesador de texto.

II.

La noche posterior al lanzamiento de Vértices, entre la resaca del champaña y la bajada del
último porro, Álvaro se descubrió pensando demasiado en Méndez. Lo hacía con envidia, apretando
los dientes. Había leído la última novela de su antiguo amigo y era maravillosa. Brusca,
insoportable en el sentido más estético y positivo que se pudiera dar a la palabra. Y asustaba.
Asustaba de veras. Por supuesto, los lectores de Vértice dirían que el relato daba una morbosa
sensación de pánico corriendo por la espina dorsal mezclada con cierto voyerismo que daba culpa y
gusto en partes iguales, pero, sabedor de su verdad, Álvaro aún estaba disconforme. No podía dejar
de pensarse como un gran mentiroso y, como todo escritor, había renunciado a la opción de mentirse
a sí mismo.
Lo que realmente perturbaba al joven escritor era hasta dónde había podido llegar Méndez
en sus exploraciones. Cuánto había llegado a abusar de la Pieza. Cuán sumergido estaba en las
imágenes. Y lo envidiaba por ello, no sólo profesionalmente, sino por la experiencia. ¿Realmente
estaba recluido en el litoral o se había mudado a la casa abandonada? Hace años que no iba, podría
cerciorarse ahora. Cerciorarse de que la casa estuviera cerrada para siempre. De que no había
posibilidad alguna de volver a abrirse.
En cuanto al propio Méndez, bueno, era muy difícil llegar a saber algo verdadero sobre él.
Las secretarias en las editoriales estaban entrenadas para soportar a escritores temperamentales o
decididamente chiflados y, por tanto, a mentir por ellos. Mientras produjera dinero, podía darse los
lujos de una vaca sagrada.
No conocía parientes vivos de Juan José a los que pudiera recurrir. No tenía ni hermanos. Ni
hablar de los padres. (¡Un destornillador, por todos los santos! ¡Había que estar enfermo!).
Pero debía saber.
Un detalle muy enigmático de la desaparición de Méndez guardaba relación con su
producción literaria. No había dejado de publicar. Nunca. La trilogía de los Monolitos fue lanzada
íntegramente durante los seis años y medio que habían transcurrido desde su último encuentro. Eran
tochos enormes, de setecientas y tantas páginas cada uno. Y entre libros, había publicado cuentos. Y,
para flagelo de Navarro, la calidad de los argumentos, del lenguaje, de los símbolos que utilizaba su
competidor indirecto iban en franca mejora.
La Pieza. Sigue usando la Pieza. Está entrando donde no debería y puede vernos. Quizás
hasta puede verme. El muy hijo de puta, se decía.
Así que finalmente, dejó que la obsesión se desbordara. Contrató a un detective privado.
Mejor, a dos de ellos. Los puso de cabeza a buscar cualquier rastro de Juan José Méndez en todo el
país. Si era necesario pesquisarlo en el exterior, bueno, así se haría. Y hasta se puso en campaña él
mismo, preguntando, hurgando en hemerotecas, invitando tragos a colegas, a amigos, gente que
conocía gente.
Y fue hasta la Pieza o, al menos, a la casa abandonada. Dominando cierta inquietud íntima,
tomó su automóvil y condujo hacia la villa de su niñez. Todo seguía igual, con retoques extraños de
novedad. Las casas tenían más rejas y las ventanas, nuevas protecciones. Preguntando a distintos
vecinos, averiguó que nadie llamado Juan José Méndez vivía en la villa o en sus inmediaciones.
Pero la casa muerta aún estaba allí. Unos niños que jugaban por allí le dijeron lo mismo de
siempre: está embrujada. A veces, los volados se juntan a fumar adentro.
Mejor ni acercarse.
Mejor ni acercarse. Álvaro Navarro, 30 años, con esposa, un hijo y una niña en camino, no
quiso desafiar a la leyenda, al menos en ese momento. Primero tenía que encontrar a Méndez.

Un periodista especializado en cultura y espectáculos fue quien dio al escritor la noticia que
esperaba.
Le contó que, como era de esperarse, el autor de El rasguño no residía en el Litoral Central,
sino en Peñaflor, en una pequeña parcela de agrado. No tenía hijos ni esposa. Vivía casi como un
ermitaño, pero iba al centro urbano cada cierto tiempo a comprar abarrotes y a cobrar un cheque en
la Caja Vecina del BancoEstado. Así era como lo habían encontrado.
-Vaya preparado- le dijo, mientras contaba, billete por billete, los ochocientos mil pesos de
recompensa cancelada- No es el hombre que todos conocimos.
-No importa.
-¿Por qué quería encontrarlo?
-Para preguntarle de dónde saca sus ideas. Si vienen desde el mismo lugar de donde las
obtengo yo.
-Pues es una pregunta poco original para que gaste tanta plata, si me permite la patudez-
concluyó el periodista, y se largó risueño por donde vino.
Febril, Álvaro se despidió de su mujer y de su hijo. Lo hizo sin afecto, apresurado. Mintió:
dijo que estaría unos cuantos días fuera, investigando para su próximo libro. Cargó el estanque lleno
y puso el auto rumbo a las afueras de la ciudad.

Esperó largo rato fuera de la casa cuya dirección le habían dado, acechando. Planeaba lo
que iba a decir, las preguntas que sentía que debía hacer y luego, las perdía en lo oscuro de la
memoria y de la noche para, luego, volver a planear.
De pronto, vio llegar a un hombre alto, completamente calvo y derruido que abría la reja y
entraba a la casa. Caminaba arrastrando los pies, y el cuerpo parecía pesarle mientras cruzaba el
antejardín.
Dios, está hecho pedazos, pensó Álvaro Navarro. A continuación, otra idea le vino a la
mente: Es ahora o nunca. Tengo que hablar con él.
Abrió la puerta del auto y se lanzó hacia su presa. De haber podido ver su propio rostro, le
habría parecido un personaje de algún relato suyo. Delirante, ansioso, se abalanzó sobre la reja y
gritó al hombre, que abría la puerta trabajosamente:
-¡Méndez! ¡Tengo que hablar contigo!
El calvo se volteó para mirar a Navarro.
-¡Méndez!
Cerró la puerta.
-¡Méndez! ¡Tenemos que hablar! ¡Tengo que preguntarte!
Álvaro comenzó a agitar la reja, enajenado. Llamaba a Juan José, subía la voz aún más y
más.
De pronto las luces al interior de la casa se encendieron. Luego Juan José Méndez abrió la
puerta y avanzó hacia la reja.
-Pasa- dijo.
Navarro trató de darle la mano, pero no consiguió respuesta.
Una vez dentro de la casa, Méndez cerró la puerta y sirvió té a su extraño invitado.
-Te dije que no me buscaras.
-Tenía que saber. Tenía que preguntarte muchas cosas.
-No tienes. Quieres hacerlo. Hay una diferencia grande. ¿Cuántas de azúcar?
-Nada- dijo Álvaro, y se tomó el té negro, casi de una vez. –Fui a la casa. Aún está
abandonada. Después de diecisiete años.
-Mira, dime qué es lo que quieres saber de una vez.
-Entraste a la Pieza. Seguiste entrando allí ¿verdad?
-¿Tiene caso que sepas?
-Necesito saber de dónde sacas las ideas. Necesito saber si salen desde esos recuerdos.
-Naturalmente- dijo Juan José. Parecía resignado.
-Y…tú ¿qué sientes? A mí me dejaron marcado. No he dejado de ir a ese lugar entre mis
pesadillas.
-A mí me pasa igual, si te sirve de consuelo.
-Pero no es eso lo extraño. Es que entre medio de la pesadilla, del horror, hay un cierto
placer en recordar esas visiones. Creí que tú lo entenderías, Juanjo ¿puedo decirte Juanjo, verdad?-
reiteró Álvaro- Después de todo, te quedaste mirando mientras matabas a tus padres. Mientras tu
fantasma los mataba, quiero decir.

-Y después empezaste a escribir. No te detuviste. ¿Realmente querías matar a tus padres,


Juanjo?
Méndez, que no bebía té, seguía impasible la conversación.
-No lo sé.
-Y ¿dónde están ahora?
-No tengo ni idea.
Los grillos hacían ruido en la noche. Un gato, que muy probablemente fuera la única
compañía de Juan José Méndez, se acercó por entre las patas de la mesa.
Su dueño habló despacio.
-No vas a detenerte hasta saberlo ¿cierto, Navarro?
-No.
-Aunque no tengas claro lo que buscas.
-Han pasado muchos años. Entenderlo debió importar algo en algún punto. Ahora no
significa nada, o no lo recuerdo.
De pronto, Juan José estaba hundido en si mismo, como Navarro no lo había visto en
diecisiete años. Alguna idea estaba apunto de brotar desde allí, nada sana sin duda. Podría
destruirlos para siempre, y supo que tampoco le importaba lo que viniera después.
-Dices que estuviste cerca de la casa.
-Sí.
-No entraste ¿verdad?
-No fui capaz.
-Vamos allá. No estarás tranquilo hasta que regresemos. Pero luego me dejarás en paz. De
una vez por todas ¿está claro?
Álvaro Navarro se puso en pie.
-Vámonos ya- dijo.
-Espera. Voy a ir a buscar unas cosas adentro. Espérame en el auto. Vuelvo luego. Y, por
cierto, Álvaro, te recordaba mucho más sensato.

Tomaron la autopista. Navarro conducía con imprudencia, adelantando autos y cambiando


constantemente de vía según avanzaba. De pronto, la voz reseca de Méndez cortó el silencio.
-Voy a contarte algo, Álvaro. Tú quieres saber porque sigo escribiendo ¿verdad?
-Claro.
-No puedo detenerme. No me dejan.
-Las sombras.
-Las sombras. Sabes, mirar durante largo rato lo que la gente guarda dentro de sí te da una
cierta idea de lo que somos, los seres humanos…un montón de violencia, de deseo y de mierda. Te
lo dije hace años ¿te acuerdas? Estamos todos jodidos.
-Es cierto.
-¿Y eso te deja en paz, Álvaro? A mí no. Yo no sabía que estaba loco hasta que vi a ese
espectro matando a mis padres, con saña. Sólo entonces supe cuánto los odiaba, cuánto rencor les
guardaba por dentro y lo que era capaz de hacer. Estoy loco, hombre. Todos los estamos.
Álvaro pasaba cambios y trataba de mirar la autopista mientras divagaba entre sus propias
ideas.
-Escribí porque quería dejarlo salir, dejar a las pesadillas en otros. Y la gente pagaba más y
más por quedárselas. Pensé que podría librarme de mí mismo escribiendo, contándolo. No para
olvidarlas ni controlarlas ¿entiendes? Quería encontrarme tranquilo. Quería ser un loco entre otros
locos. Y te digo que los lectores saben lo que quieres decir, dónde vas a llegar al final, y aún así
siguen, porque ni ellos quieren hacerlo y tú ya no puedes parar. No puedo detenerme. Las pesadillas
cambian y se retuercen y no hay lector que pueda salvarte de lo que esas imágenes significan para
ti. Publicarlas es casi una forma de pornografía. Contar lo que te ocurre a los otros no soluciona
nada.
Méndez se giró hacia Navarro. El auto fue bajando la velocidad.
-Y tú eres un sádico. Tú crees que puedes dominar esas sombras. Dejarlas entre las tapas de
un libro. Es ridículo. Vuelves a tus sueños una y otra vez. Como si yo quisiera asesinar una y otra
vez a mis padres para olvidar que soy capaz de hacerlo y que eso, exactamente, es lo que me
atormenta. Me das asco, Álvaro, pero no más del que yo me produzco a mí mismo. Tenía que
decírtelo antes de cualquier cosa.
Llegaron a la villa muy adelantados. Cuando entraron, el auto iba con las luces más tenues
posibles, para no despertar sospechas innecesarias. Se estacionaron justo frente a la casa
abandonada y revisaron si no parecía haber nadie en el interior.
-Vamos pues- dijo Álvaro Navarro.
Descendieron del auto, pasaron con mayor dificultad por entre la grieta del portón e
hicieron todavía mayores esfuerzos para pasar a través de la ventana. La casa estaba hedionda a
mierda reseca, a licor y animales muertos. El piso, saturado de vidrios destrozados. La escalera por
donde subieron ahora estaba muy desgastada y se iba despedazando al avanzar, lo mismo que las
tablas en el segundo piso.
Pero ahí estaba, nuevamente, la Pieza, con su brillo perverso. Fue Méndez, sin embargo,
quien abrió la puerta y cruzó el arco. Navarro lo siguió con la boca abierta y la piel erizada de
asombro. El fuego seguía recubriéndolo todo, verde, incandescente. Su sustancia era líquida y su
aroma, espeso. Los hombres se apegaron a la pared, como niños tímidos.
Y el fuego comenzó a tomar las formas del pasado y del presente. Figuras casi humanas,
insinuadas y acaso definidas, moviéndose sobre un fondo de oscuridad. Dos seres, altos, uno frente
al otro, tan quietas como tensas, esperando que algo quiebre de una vez el espacio tácito que existe
entre una y la otra.
Y de pronto, un puñal o una silueta punzante brota de la mano de uno de los hombres, que se
abalanza sobre el otro. Éste queda abismado, se desploma, tendido en el suelo se vuelve una
víctima, mientras la otra se inunda en medio de su pecho, clavando y rasgando, abriendo eufórico el
tórax, y arrancando un ardiente y falso corazón que llega a devorar.
Méndez tomó el brazo de Álvaro Navarro.
-Date prisa- le dijo, mostrándole un cuchillo que guardaba entre la chaqueta- Luego déjame
en paz.
Puso el arma en su mano, mientras el espectro vencedor se tornaba hacia ellos, para dar
término al ritual con el último gesto, la mirada que ahogaba toda razón, daba fin a la ingenua visión
de la cordura.
Álvaro pudo reconocerse en esos gestos, en la carnicería, en su búsqueda absurda y en la
visión obscena, remotamente humana que se acercaba a él.
Y mientras dejaba libre sus deseos, su sed sucia y enferma, la miró a los ojos.
Y entonces supo, como lo supo Méndez largo tiempo atrás, lo que guardan las sombras
dentro de sus pupilas imposibles.

La Granja, septiembre de 2010.

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